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miércoles, 29 de septiembre de 2010

POPSY -- STEPHEN KING



POPSY
STEPHEN KING


Sheridan conducía con lentitud frente a la larga fachada lisa del centro comercial cuando vió al chiquillo salir por las puertas principales, situadas bajo el cartel iluminado. Era un niño, de tal vez algo más de tres años, aunque, sin duda, no pasaba de los cinco. En su rostro se leía una expresión a la que Sheridan se había tornado muy perceptivo. Estaba intentando contener las lágrimas, pero no tardaría en echarse a llorar.
Sheridan se detuvo un instante mientras le acometía la familiar sensación de disgusto…, aunque cada vez que se llevaba a un niño, la sensación se hacía menos acuciante.
Sheridan estacionó la furgoneta en unas de las plazas más cercanas al centro comercial y reservadas a los inválidos. En la parte trasera de la furgoneta llevaba una matrícula especial que el estado concede a los inválidos. La matrícula valía su peso en oro, porque impedía que los guardias de seguridad sospecharan y, además, porque esas plazas resultaban muy prácticas y casi siempre estaban vacías.
Se apeó de la furgoneta y caminó hacia el niño, que miraba en derredor con una expresión de creciente pánico. Sí, señor, pensó Sheridan, unos cinco años, tal vez seis, pero muy menudito. Bajo las estridentes luces fluorescentes que emanaba el interior del edificio, el niño aparecía blanco como la nieve, no sólo asustado, sino realmente enfermo. Sheridan supuso que su aspecto se debía al miedo. Por lo general, reconocía aquella expresión cuando la veía, porque había visto un gran terror reflejado en su propio espejo durante el último año y medio.
El niño alzó los ojos esperanzado hacia las personas que pasaban junto a él, personas que entraban en el centro comercial ansiosas por comprar, que salían cargadas de paquetes, con el rostro soñador, casi como drogado, impregnado de algo que probablemente tomaban por satisfacción.
El niño, enfundado en vaqueros Tuffskin y una camiseta de los Penguins de Pittsburgh, buscaba ayuda, buscaba a alguien que le mirara y comprobara que algo andaba mal, buscaba a alguien que le formulara la pregunta adecuada.
«Aquí estoy yo -pensó Sheridan mientras se acercaba-. Aquí estoy yo. »
Cuando estaba a punto de alcanzar al niño, divisó a uno de los guardias del centro comercial. Avanzaba despacio por el pasillo central en dirección a las puertas principales. Tenía la mano metida en un bolsillo, sin duda buscaba un paquete de cigarrillos. Dentro de un momento saldría y al diablo con el golpe de Sheridan.
Sheridan retrocedió unos pasos y fingió rebuscar en sus bolsillos para asegurarse de que todavía llevaba las llaves. Su mirada pasó del niño al guardia de seguridad y otra vez al niño. El pequeño se echo a llorar. No a aullar, todavía no, pero gruesas lágrimas, que parecían rosadas, empezaron a rodar por sus mejillas.
Al fin Sheridan decidió ir hacia donde el chiquillo estaba.
-¿Has perdido a tu padre?- preguntó Sheridan.
-Mi papito- repuso el niño mientras se secaba las lágrimas-. No lo encuentro.
De pronto el niño estallo en sollozos, y una mujer se volvió con una expresión de vaga preocupación.
La mujer siguió su camino. Sheridan rodeó los hombros del chico en ademán de consuelo y tiró de él hacia la derecha… en dirección a la furgoneta. A continuación echó otro vistazo al interior del centro comercial.
-Quiero a mi papito- Sollozó el pequeño.
-Claro que sí- Lo consoló Sheridan. Y lo encontraremos.
Empezó a dirigirse a la entrada principal, olvidadas ya las lágrimas, y Sheridan tuvo que hacer un gran esfuerzo para no agarrar al pálido chiquillo en aquel preciso instante.
Primero tenía que conseguir que subiera a la furgoneta.
Llevó al chico a la furgoneta, que tenía cuatro años y estaba pintada de un desvaído color azul. Abrió la portezuela y dedicó una sonrisa al niño, quien lo miró con expresión de duda. Los ojos verdes parecían nadar en su pequeño rostro pálido, ojos tan grandes como los de un niño extraviado de una de esas fotos que anuncian en los semanarios sensacionalistas baratos.
Sheridan salió del estacionamiento principal del centro comercial, se detuvo para comprobar que no venían coches. El niño estaba sentado en el borde del asiento, con las manos sobre las rodillas de los téjanos y los ojos completamente atentos.
-¿Por qué vamos por detrás?- quiso saber el niño.
-Hay que dar la vuelta para ir a las otras puertas- explicó Sheridan.
La expresión atormentada del pequeño se transformó en otra de sublime alivio, y por un instante, Sheridan sintió compasión por él. Al fin y al cabo, no era un monstruo ni un maniaco, por Dios. Pero las deudas iban aumentando un poco más cada vez. Y era la única forma que tenía para pagarlo.
Sheridan extrajo unas esposas de la guantera sin que el niño lo notara.
El chico se inclinó por un momento, Sheridan se acercó a él y cerró una de las esposas sobre la mano extendida del niño con toda la facilidad del mundo, y entonces empezaron los problemas. El crío peleaba como un lobezno, retorciéndose con una fuerza a la que Sheridan nunca habría dado crédito de no estar experimentando sus consecuencias en aquel mismo instante.
Sheridan agarró al niño por el cuello redondo de la camiseta y tiró de él hacia dentro. Intentó cerrar la segunda esposa en torno a la riostra especial que había junto al asiento del copiloto, pero falló. El niño le mordió la mano dos veces hasta hacerle sangrar. Dios, tenía los dientes como cuchillas de afeitar. Le acometió un intenso dolor que le ascendió por el brazo. Asestó al niño un puñetazo en la boca. El niño cayó sobre el asiento, medio atontado, con la sangre de Sheridan sobre los labios, la barbilla y el cuello de la camiseta. Sheridan cerró la esposa sobre la riostra y se hundió en su propio asiento mientras se succionaba la sangre de la mano.
El dolor era terrible. Se sacó la mano de la boca y observó las heridas a la mortecina luz del salpicadero. Distinguió dos hileras de orificios superficiales, de unos cinco centímetros de longitud, que avanzaban hacia la muñeca desde los nudillos. la sangre brotaba en pequeños hilillos. Pese a todo no sentía deseos de volver a golpear al muchacho, y eso no tenía nada que ver con dañar la mercancía.
-Se arrepentirá- Anunció el niño.
Sheridan miró en derredor con impaciencia.
-Mi papito es muy fuerte, señor. Me encontrará.
-Ajá- dijo Sheridan
-Puede olerme
Sheridan no lo dudaba. El mismo podía oler al crío. El miedo despedía un olor con el que se había familiarizado en sus expediciones anteriores, pero el olor de este niño era irreal, una mezcla de sudor, barro y ácido sulfúrico hervido. Cada vez estaba mas convencido de que al niño le pasaba algo grave.
Siete kilómetros más adelante, Sheridan tomó un camino de tierra apisonada que rodeaba el lado norte de una laguna. Ocho kilómetros más adelante y hacia el oeste, tomaría la carretera 41.
Echó un vistazo a la laguna, una extensión plateada a la luz de la luna… y de pronto la luna dejó de brillar. Desapareció.
Sobre la furgoneta se oyó un ruido parecido al que producen las sábanas al ondear al viento.
-¡Abuelito!- gritó el niño.
-Cierra el pico, es un pájaro.
Pero de pronto sintió que un gran escalofrío le recorría el cuerpo. Un escalofrío tremendo. Miró al pequeño. Había vuelto a abrir los labios, mostrando todos los dientes. Tenía dientes blancos, muy blancos y grandes.
Algo aterrizó sobre el techo de la furgoneta con un gran golpe sordo.
-¡Papito!- Volvió a gritar el pequeño, casi loco de alegría.
De pronto Sheridan dejo de ver la carretera… una enorme ala membranosa, sembrada de venas palpitantes, cubrió toda la extensión del parabrisas.
-El abuelito sabe volar.
Sheridan lanzó un grito y pisó el freno con la esperanza de que aquella cosa saliera despedida del techo.
-¡Me ha raptado abuelito!
De pronto, una mano, que parecía más una garra que una auténtica mano, atravesó el vidrio de la ventanilla y le arrebató dos dedos. Al cabo de un instante, el abuelito arrancó toda la portezuela de cuajo, convirtiendo las bisagras en brillantes birutas de metal inútil.
El abuelito sacó a Sheridan del coche de un solo tirón, y sus garras se le clavaron en la chaqueta, después en la camisa y a continuación, en lo más profundo de la carne de sus hombros. De repente los ojos verdes del abuelito adquirieron un color rojo oscuro como la sangre.
-Hemos ido al centro comercial para comprar juguetes articulados- susurro el abuelito.
El aliento le olía a carne plagada de cresas.
-Todos los niños los quieren. Debería haberlo dejado en paz.
Zarandeó a Sheridan como si de un muñeco se tratara. Cuando el hombre gritó, lo zarandeo un poco más. Sheridan oyó que el papito le preguntaba al niño con toda amabilidad si todavía tenía sed; oyó al niño responder que sí, que tenía mucha sed, que el hombre malo lo había asustado y que tenía la garganta muy seca. Vio la uña del pulgar de su abuelito una fracción de segundo antes de que desapareciera bajo su barbilla; una uña mordida y gruesa que le rebanó el cuello antes de que se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, y lo último que vio antes de sumergirse en las tinieblas fue al niño, con las manos formando un cuenco para recoger en ellas el río de sangre.

STEPHEN KING - LA IMAGEN DE LA MUERTE




STEPHEN KING - LA IMAGEN DE LA MUERTE




—Lo trasladamos el año pasado, y fue de lo más complicado —explicó Carlin
mientras subían la escalera—. Además tuvimos que hacerlo a mano. No había otra
forma. Lo aseguramos de accidentes en Lloyd’s antes incluso de sacarlo de su
caja, en el salón. Fue la única compañía que quiso asegurarlo por la cantidad
que habíamos previsto.
Spangler no dijo nada. El hombre era un imbécil. Jonson Spangler hacía tiempo
que había aprendido que la única forma de tratar con un imbécil era ignorarle.
—Lo aseguramos por un cuarto de millón de dólares —terminó Carlin cuando
llegaban al rellano del segundo piso—. Y nos costó un buen pico. —Era un
hombrecillo regordete, con gafas sin montura y una calva morena que brillaba
como una pelota de voleo barnizada. Una armadura, que guardaba la oscuridad de
caoba del corredor del segundo piso, les contempló impasible.
Era un corredor largo, y Spangler miró las paredes, y lo que estaba colgado en
ellas, con frío ojo profesional. Samuel Glaggert había comprado mucho, pero no
había comprado bien. Como muchos de los grandes industriales, que se habían
hecho a sí mismos en el pasado 1800, había resultado poco más que un amo de casa
de empeños disfrazado de coleccionista, un experto en pinturas monstruosas,
novelas y colecciones de poesías sin valor encuadernadas en cuero valioso, y
atroces esculturas, todo ello considerado por él como arte.
En aquel piso las paredes estaban recubiertas, mejor dicho festoneadas, de
tapices marroquíes de imitación, innumerables (y sin duda anónimas) maddonas
sosteniendo innumerables niños nimbados, mientras innumerables ángeles
revoloteaban de un lado a otro en el fondo, grotescos candelabros repletos de
volutas, y una lámpara monstruosa, cursimente ornamentada y rematada por una
ninfa sonriente y salaz.
Naturalmente, el viejo pirata había conseguido algunas piezas interesantes; la
ley de las probabilidades lo requiere así. Y si el Museo Particular en Memoria
de Samuel Claggert (<

centavos los niños>>... ridículo) contenía un 98 por ciento de flagrante basura,
el 2 por ciento restante, cosas como el rifle Coombs colgado sobre la chimenea
de la cocina, la curiosa y pequeña cámara oscura en el salón, y por supuesto
el...
—El espejo Delver fue retirado de la planta baja después de un desgraciado...
incidente —informó bruscamente Carlin, motivado aparentemente por un horrendo
retrato colgado en el rellano del siguiente tramo de escaleras—. Hubo otros...
(palabras agresivas, declaraciones ofensivas), pero ése fue un intento
deliberado de destruir realmente el espejo. La mujer, una tal Sandra Bates,
llegó con una piedra en el bolsillo. Afortunadamente tenía mala puntería y sólo
estropeó una esquina del marco. El espejo no sufrió daños. Esa Bates tenía un
hermano...
—No necesito que me recite el recorrido de a dólar —le cortó Spangler—. Conozco
bien la historia del espejo Delver.
—Fascinante, ¿no le parece? —Carlin le dirigió una extraña mirada de soslayo—.
Tenemos a la duquesa inglesa de 1709, y el comerciante de alfombras de
Pensilvania en 1746, por no hablar de...
—Conozco la historia —repitió Spangler sin inmutarse—. Lo que a mí me interesa
es el trabajo. Y luego, naturalmente, la autenticidad...
—¡Autenticidad! —exclamó Carlin con una seca risita que sonó como si se hubieran
sacudido huesos en la alacena—. Todo ha sido examinado por expertos, señor
Spangler.
—Claro, también lo fue el Stradivarius de Lemlier.
—Cierto —suspiró Carlin—. Pero ningún Stradivarius tuvo jamás la... jamás causó
tantos incidentes como el espejo Delver.
—En efecto —dijo Spangler con su dulce voz despectiva. Comprendía que no había
forma de cerrarle el pico a Carlin; tenía una mente perfectamente acorde con su
edad—. En efecto.
Subieron al tercer y cuarto piso. Al acercarse a la parte alta de la vieja
estructura, notaron un calor agobiante en las oscuras galerías superiores. Con
el calor, se notó un olor que Spangler conocía bien porque había pasado toda su
vida de adulto envuelto en él... un olor a moscas muertas en oscuros rincones,
humedad, y carcoma detrás del yeso. El olor a vejez. Era un olor común en museos
y mausoleos. Imaginó que ese mismo olor podía salir de la tumba de una joven
virginal que llevara cuarenta años muerta.
Allí arriba, las reliquias estaban amontonadas de cualquier modo, con la
profusión típica de las almonedas. Carlin lo condujo por un laberinto de
estatuas, retratos con marcos partidos, pajareras doradas y pomposas, piezas de
una antigua bicicleta-tándem. Le guió hasta el fondo, a una pared a la que se
había adosado una escalera debajo de una trampilla en el techo. De la escotilla
pendía un viejo candado polvoriento.
A la izquierda, una imitación de Adonis les contemplaba con sus ojos sin
pupilas. Uno de sus brazos se tendía y de la muñeca colgaba un letrero donde se
leía: ABSOLUTAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA.
Carlin sacó un llavero de su chaqueta, eligió una llave y subió por la escalera
de mano. Se detuvo en el tercer peldaño con la calva brillando levemente en la
sombra:
—No me gusta el espejo —dijo—. Nunca me gustó. Me da miedo mirarlo. Temo mirar
algún día y ver... lo que los demás vieron.
—No vieron otra cosa que su imagen —aclaró Spangler.
Carlin masculló algo, movió la cabeza y tanteó en el techo, torciendo el cuello
para meter la llave en el candado.
—Habría que cambiarlo —dijo—. Es... ¡Maldición!
El candado se abrió de pronto y se soltó de las anillas. Carlin hizo un gesto
brusco para recuperarlo y casi cayó de la escalera. Spangler lo sujetó
oportunamente y miró hacia arriba. Carlin se agachaba tembloroso al último
peldaño, pálido en la oscura penumbra.
—Está nervioso, ¿verdad? —preguntó Spangler.
Carlin no contestó. Parecía paralizado.
—Baje, por favor —dijo Spangler—. Baje, antes de que se caiga.
Carlin lo hizo despacio, agarrándose a cada peldaño como un hombre suspendido
sobre un abismo. Cuando sus pies tocaron el suelo empezó a temblar, como si el
suelo transmitiera alguna clase de corriente.
—Un cuarto de millón —repitió—. Un cuarto de millón de dólares de seguro para
sacar... esa cosa de la planta baja y subirla aquí. Esa maldita cosa. Tuvieron
que montar una polea especial para subirla al desván. Y yo tenía la esperanza,
casi recé, de que las manos de alguien estuvieran resbaladizas, que el cable no
sería lo bastante resistente, que esa cosa se caería y se rompería en mil
pedazos...
—Hechos —dijo Sprangler—. Hechos, Carlin. Déjese de historias truculentas o
películas de miedo serie B. Hechos. Primero: John Delver era un artesano inglés
de ascendencia normanda que fabricó espejos durante el período isabelino en
Inglaterra. Vivió y murió normalmente. Nada de palabras mágicas en el suelo que
tuviera que limpiar el ama de llaves, nada de documentos con olor a azufre, o
manchas de sangre junto a la firma.
Segundo: sus espejos son joyas de coleccionista debido principalmente a su
trabajo perfecto y a que empleó un tipo de cristal de aumento levemente
distorsionante, algo que los distinguía de los demás. Tercero: por lo que
sabemos sólo existen cinco espejos Delver; dos de ellos en América. No tienen
precio. Cuarto: este Delver, y el que fue destruido durante el bombardeo de
Londres, se han ganado cierta reputación dudosa debida sobre todo a
exageraciones y coincidencias...
—Quinto —añadió Carlin—: es usted un cabrón, ¿verdad?
Spangler contemplo con una mueca al ciego Adonis.
—Yo acompañaba al grupo del que formaba parte el hermano de Sandra Bates
—prosiguió Carlin—. Tenía unos quince años y formaba parte de un grupo de
estudiantes de instituto. Yo estaba contándoles la historia del espejo y había
llegado a la parte que usted apreciaría (la hermosa factura, la perfección del
cristal), cuando el muchacho levantó la mano. ¿<

negra que hay en el ángulo superior izquierdo?>>, preguntó.
<
> Y uno de sus amigos le preguntó a qué se refería, así que
el chico Bates empezó a explicárselo pero calló de pronto. Miró el espejo
fijamente, acercándose al cordón de terciopelo rojo que lo protegía, luego miró
hacia atrás, como si lo que había visto fuera el reflejo de alguien..., de
alguien vestido de negro, de pie detrás de él. <
> dijo.
<
> Y no dijo más.
—Siga —pidió Spangler—. Se relame por decirme que era la Muerte... creo que esto
es lo que se dice, ¿verdad? Que algunas personas ven la imagen de la muerte en
el espejo. Venga, suéltelo de una vez. ¡Al National Enquirer le encantará la
historia! Cuénteme las horrorosas consecuencias y desafíeme a que pueda
explicarlo. ¿Qué pasó, le atropelló un coche? ¿Se tiró por una ventana? ¿O qué?
Carlin rió con tristeza.
—Debería saberlo mejor, Spangler. ¿No me ha dicho por dos veces que usted es...
que está perfectamente al corriente de la historia del espejo Delver? No hubo
consecuencias horribles. No las ha habido nunca. Por esa razón el espejo Delver
no figura en las ediciones domingueras como el diamante Koh-i-noor o la
maldición de Tutankhamón. Es manso comparado a esos dos. Cree que soy un
imbécil, ¿verdad?
—Sí. ¿Podemos subir ahora?
—Muy bien —dijo Carlin.
Subió por la escalera de mano y empujó la trampilla. Se oyó un chirrido
quejumbroso al levantar el peso en la oscuridad y Carlin se perdió en las
sombras. Spangler le siguió. El Adonis ciego se quedó mirándolos mudamente.
El desván estaba caliente, iluminado sólo por una ventana llena de telarañas, e
un ángulo, que filtraba la luz exterior con un resplandor lechoso y sucio. El
espejo estaba apoyado contra una esquina, de cara a la luz, reflejándola como
una mancha blanquecina en la pared opuesta. Había sido atornillado para mayor
seguridad a un armazón de madera.
Carlin no lo miró. Se esforzó todo lo que pudo por no mirar.
—Ni siquiera lo ha cubierto con un trapo —protestó Spangler, repentinamente
indignado.
—Yo lo veo como un ojo —dijo Carlin; su voz sonaba vacía—. Si se le deja
abierto, siempre abierto, a lo mejor se queda ciego.
Spangler no le prestó atención. Se quitó la chaqueta, la dobló cuidadosamente
con los botones hacia dentro, y con infinita ternura limpió el polvo de la
superficie convexa del espejo. Luego dio un paso atrás y lo contempló.
Era genuino. No cabía la menor duda. Era un ejemplo perfecto del genio de
Delver. La habitación llena de trastos, detrás de él, su imagen reflejada, la
silueta medio vuelta de Carlin... todo estaba claro, bien definido, casi
tridimensional. El leve aumento del cristal daba a todas las cosas un efecto
ligeramente curvo que añadía una distorsión inquietante. Era...
La idea se le fue y de pronto sintió otro arranque de ira:
—Carlin.
Carlin no dijo nada.
—¡Carlin, maldito sea, pensé que me había dicho que la muchacha no había dañado
el espejo!
No obtuvo respuesta.
Spangler lo miró fríamente por el espejo.
—Hay un trozo de esparadrapo en la parte de arriba, en el ángulo izquierdo.
¿Llegó a partirlo? ¡Por el amor de Dios, diga algo!
—Está viendo a la Muerte —contestó Carlin inexpresivamente—. No hay esparadrapo
en el espejo. ¡Pase la mano por encima!
Spangler se envolvió la mano con la manga de su chaqueta, y la apoyó blandamente
sobre el espejo.
—¿Lo ve? No hay nada de sobrenatural. Se ha ido. Mi mano lo cubre.
—¿Lo cubre? ¿Nota el esparadrapo? ¿Por qué no lo arranca?
Spangler apartó su mano y miró el espejo. Todo en él parecía algo más
distorsionado; las esquinas del desván más inclinadas, como si fueran a resbalar
hacia una ignota eternidad. No había la menor mancha oscura en el espejo. Estaba
impecable. Sintió despertar en su interior un terror inexplicable.
—Parecía él, ¿no cree? —preguntó Carlin. Su rostro estaba muy pálido y sus ojos
miraban al suelo. En su cuello palpitaba un músculo—. Admítalo, Spangler.
Parecía una figura embozada, de pie detrás de usted, ¿verdad?
—Parecía una cinta adhesiva cubriendo una pequeña rotura —repuso Spangler con
firmeza—. Ni más ni menos...
—El joven Bates era muy fuerte —dijo Carlin. Sus palabras parecían resquebrajar
la atmósfera agobiante y quieta—. Era como un jugador de fútbol. Llevaba una
camiseta con una gran letra y pantalones verde oscuro. Nos encontrábamos a mitad
de camino de la exposición de arriba cuando...
—El calor me está mareando —dijo Spangler. Había sacado un pañuelo y se secaba
el cuello. Sus ojos recorrieron la superficie convexa del espejo.
—... cuando dijo que necesitaba ir a beber agua. Un vaso de agua, ¡por el amor
de Dios!
Carlin se volvió a mirar a Spangler, con expresión de poseso, y prosiguió.
—¿Cómo iba a saberlo yo? ¿Cómo podía saberlo?
—¿Hay un lavabo por aquí? Creo que voy a...
—Su camiseta... vi fugazmente su camiseta mientras iba bajando la escalera...
Después...
—... vomitar.
Carlin sacudió la cabeza y volvió a mirar al suelo.
—Naturalmente. Segundo piso, tercera puerta a la izquierda, en dirección a la
escalera. —Levantó la cabeza, suplicante—. ¿Cómo iba a saberlo?
Pero Spangler ya estaba bajando por la escalera de mano. Se movió bajo su peso y
por un momento Carlin pensó —deseó— que se cayera. No ocurrió así. Por el
recuadro abierto en el suelo, Carlin le vio bajar tapándose la boca con la mano.
—¿Spangler?
Pero ya se había ido.
Carlin escuchó sus pasos, el eco de sus pasos, y luego nada. Cuando ya se
hubieron apagado, se estremeció. Trató de llevar sus pies hacia la trampilla,
pero los tenía helados. Sólo aquella última mirada, fugaz, a la camiseta del
muchacho...
¡Dios...!
Era como si unas enormes manos invisibles tiraran de su cabeza, obligándole a
levantarla. Aunque no quería mirar, Carlin fijó la vista en la brillante
profundidad del espejo Delver.
No había nada.
La habitación se reflejaba con toda fidelidad, sus polvorientos confines
transformados en brillante infinitud. Unas líneas de un poema de Tensión, casi
olvidado, acudieron a su mente de pronto y recitó en voz alta: <

mareada por las sombras, dijo la Dama de Shalott...>>
Y seguía sin poder apartar la mirada, y la quietud palpitante le retenía. Junto
a una esquina del espejo, una cabeza de búfalo, comida por las polillas le miró
con sus ojos de obsidiana, planos.
El muchacho había querido beber agua y la fuente estaba en el vestíbulo del
primer piso. Había bajado y...
Y nunca más había vuelto.
Jamás.
A ninguna parte.
Lo mismo que la duquesa inglesa que se había detenido a admirarse en su espejo,
antes de una soirée, y decidió volver al gabinete en busca de sus perlas. Como
el vendedor de alfombras que había salido a pasear en coche y había dejado tras
él sólo un coche vacío y dos caballos mudos.
Y el espejo Delver había estado en Nueva York desde 1897 hasta 1920,
precisamente cuando el juez Crater...
Carlin miró como hipnotizado a lo más profundo del espejo. Abajo, el Adonis
ciego vigilaba.
Estuvo esperando a Spangler, casi como la familia Bates debió de haber estado
esperando a su hijo, como el marido de la duquesa esperaría a que su esposa
volviera del gabinete. Miró al espejo y esperó.
Y esperó.
Y esperó.

STEPHEN KING - APARECIÓ CAÍN



STEPHEN KING - APARECIÓ CAÍN



Garrish salió del resplandeciente sol de mayo y pasó al frescor del vestíbulo.
Le costó un poco enfocar la vista y en un primer momento Harry el Castor no fue
más que una voz incorpórea saliendo de las sombras.
—Era una zorra, ¿verdad? –preguntó Castor—. ¿Verdad que era una zorra?
—Sí —contestó Garrish—. Fue difícil.
Ahora pudo fijar sus ojos en Castor. Se estaba frotando los granos de la frente
y le sudaban las orejas. Llevaba sandalias y una camiseta con el número 69 y una
chapa en la parte delantera que ponía: «Bienvenido es un pervertido.» Los
enormes dientes delanteros de Castor se distinguían en la oscuridad.
—Iba a dejarlo en enero —explicó Castor —. Me lo repetí una y otra vez mientras
todavía tenía tiempo. Pero pasaron las recuperaciones y ya fue cuestión de
volver a intentarlo o dejar el curso incompleto. Creo que he suspendido, Curt.
Estoy seguro.
La gobernanta estaba en la esquina, junto a los buzones. Era una mujer muy alta
que se parecía vagamente a Rodolfo Valentino. Estaba intentando ajustarse un
tirante del sostén por el sobaco sudado de su traje con una mano, mientras con
la otra ponía una chincheta a una hoja de salida de dormitorio.
—Muy difícil —repitió Garrish.
—Quise copiar algo de ti, pero no me atreví, aquel tío tiene ojos de águila.
¿Crees que sacaste un diez?
—A lo mejor he suspendido –dijo Garrish.
—¿Crees que Tú suspendiste? —exclamó el Castor —. Crees que...
—Voy a ducharme, ¿vale?
—Claro, Curt. ¿Fue éste tu último examen?
—Sí. Lo fue.
Garrish cruzó el vestíbulo, empujó la puerta y empezó a subir por la escalera.
El hueco olía a sudor rancio. Siempre la dichosa escalera. Su habitación estaba
en el quinto piso.
Quinn y aquel otro idiota del tercero, el de las piernas peludas, le adelantaron
lazándose una pelotita. Un pequeño, con gafas de montura de concha y un
incipiente principio de barba, le cruzó entre el cuarto y el quinto, con un
libro de aritmética apretado contra su pecho como si fuera la Biblia, y
desgranando un rosario de logaritmos.
Tenía los ojos tan vacíos como pizarras.
Garrish se detuvo para mirarle, preguntándose si no estaría mejor muerto, pero
el pequeño ya sólo era una sombra móvil en la pared. Volvió a verle una vez más
y luego desapareció del todo. Garrish llegó al quinto y anduvo hasta su
habitación. Pig Pen se había marchado hacía dos días. Cuatro finales en tres
días y adiós muy buenas. Pig Pen sabía arreglar sus cosas. Había dejado
únicamente sus cromos en la pared, dos calcetines sucios y una parodia, en
cerámica, del Pensador de Rodin sentado en la taza de un retrete.
Garrish metió la llave en la cerradura.
—¡Curt! ¡Eh, Curt!
Rollins, el imbécil encargado del piso, que había enviado a Jimmy Brody a ver al
decano porque había bebido, se acercaba por el corredor, haciéndole señas con la
mano. Era alto, bien plantado, con el cabello cortado a cepillo, simétrico en
todo. Parecía barnizado.
—¿Has terminado todo? —preguntó Rollins.
—Sí.
—No te olvides de barrer tu habitación y llenar la hoja de incidencias, ¿de
acuerdo?
—Sí.
—Pasé una hoja de incidencias por debajo de tu puerta el otro día, ¿verdad?
—Sí.
—Si no me encuentras en mi habitación, echa la hoja por debajo de la puerta, y
la llave también.
—Está bien.
Rollins le cogió la mano y se la sacudió un par de veces, rápidamente. La mano
de Rollins estaba seca y rasposa. Estrecharla era como estrechar un puñado de
sal.
—Que tengas un buen verano.
—Gracias.
—No trabajes demasiado.
—No.
Úsalo, pero no abuses.
—Sí y no.
Rollins pareció desconcertado, pero se echó a reír y dijo:
—Cuídate.
Le dio una palmada en el hombro y se volvió, parándose una vez para advertir a
Ron Frane que apagara el estéreo. Garrish imaginó a Rollins muerto en una cuneta
con los ojos llenos de gusanos. A Rollins no le importaría. A los gusanos
tampoco. O te comías el mundo o el mundo te comía a ti, y estaba bien de ambos
modos.
Garrish se quedó pensativo viendo alejarse a Rollins hasta que lo perdió de
vista; luego entró en su habitación.
Con el desorden ciclónico de Pig Pen desaparecido, la habitación parecía yerma y
estéril. De la montaña desordenada que había sido la cama de Pig Pen no quedaba
sino el colchón... manchado. Dos portadas de Playboy le contemplaban con dos
suculentos pechos bidimensionales.
No había mucha diferencia en la parte de habitación correspondiente a Garrish,
que siempre estaba perfectamente ordenada al estilo militar. Si dejabas caer una
moneda sobre la colcha de la cama de Garrish, rebotaba. Tanto orden había
crispado los nervios de Piggy. Se había graduado en inglés y su sintaxis era
perfecta. A Garrish le llamaba el encasillado. Lo único que había en la pared
sobre la cama de Garrish era un enorme póster de Humphrey Bogart que había
comprado en la librería de la facultad. El actor llevaba una pistola automática
en cada mano y lucía tirantes. Pig Pen decía que las pistolas y los tirantes
eran símbolos de impotencia. Garrish no creía que Bogart hubiera sido impotente,
aunque nunca había leído nada sobre él.
Se acercó a su ropero, lo abrió y sacó el gran rifle Mágnum 352 de culata de
nogal que su padre, un ministro metodista, le había comprado por Navidad. En
marzo, él había comprado la mira telescópica.
No debían guardarse armas en la habitación, ni siquiera escopetas de caza, pero
no había sido difícil. Lo había sacado la víspera de la consigna de armas de la
universidad, con una autorización para retirarlo, falsificada. Lo metió en su
funda impermeable y lo escondió en el bosque, detrás del campo de fútbol. Luego,
de madrugada, a eso de las tres, salió a buscarlo y lo llevó arriba por los
dormidos corredores.
Se sentó en la cama con el rifle sobre las rodillas y sollozó. El Pensador,
sentado en su taza, le estaba mirando. Garrish dejó el arma sobre la cama, cruzó
la estancia y de un manotazo lo hizo caer de la mesa al suelo, donde se hizo
añicos. Llamaron a la puerta. Garrish metió el rifle debajo de la cama.
—Entre.
Era Bailey, en calzoncillos. No había futuro para Bailey. Se casaría con una
chica estúpida y tendría hijos estúpidos. Después moriría de cáncer o de
insuficiencia renal.
—¿Cómo estuvo el final de química, Curt?
—Muy bien.
—Me preguntaba si podrías prestarme tus apuntes. Yo lo tengo mañana.
—Lo siento, pero los quemé con todo lo que no me servía.
—¡Oh, Dios mío! ¿Lo ha hecho Piggy? —Señaló los restos del Pensador.
—Creo que sí.
—¿Por qué lo hizo? A mí me gustaba. Iba a comprárselo.
Bailey tenía facciones como de ratón. Los calzoncillos le colgaban por detrás.
Garrish podía ver cómo sería con el tiempo, cómo moriría de enfisema o de algo,
metido en una tienda de oxígeno. Tendría un tono amarillento. Yo podría
ayudarte, pensó Garrish.
—¿Crees que le importaría si me quedara con sus tetudas?
—Supongo que no.
—Bien —Bailey cruzó la habitación, eludiendo cuidadosamente con sus pies
desnudos los fragmentos de cerámica, y quitó las chinchetas de las portadas de
Playboy—. Esta fotografía de Bogart es realmente asombrosa —dijo— ¡Sin tetas,
pero...!
Oye –Miró a Garrish para ver si sonreía. Al ver que no lo hacía, le preguntó —:
Supongo que no piensas tirarla o algo así, ¿verdad?
—No. Mira, pensaba tomar una ducha, si no te importa.
—Bueno. Que tengas un buen verano, Curt.
—Gracias.
Bailey se dirigió hacia la puerta meneando el fondillo del calzoncillo. Se
detuvo y preguntó:
—¿Cuatro puntos este semestre, Curt?
—Como mínimo.
—Enhorabuena. Hasta el curso que viene.
Salió y cerró la puerta. Garrish se quedó sentado en la cama por un momento,
luego sacó el rifle, lo desmontó y lo limpió. Se acercó el cañón al ojo y
contempló el pequeño círculo de luz azul al otro extremo. El cañón estaba
limpio. Volvió a montar el arma.
En el tercer cajon de su escritorio había tres cajas de balas Winchester. Las
colocó en el alféizar de la ventana. Cerró con llave la puerta del cuarto y
volvió a la ventana. Subió las persianas.
La explanada estaba salpicada de estudiantes que paseaban. Quinn y su amigo
idiota estaban jugando con una pelota. Corrían de un lado a otro como hormigas
huyendo de un hormiguero aplastado.
—Voy a decirte algo —dijo Garrish a Bogart—: Dios se enfureció con Caín porque
éste suponía que Dios era vegetariano. Su hermano lo veía de otro modo. Dios
hizo el mundo a Su imagen, y si no te comes el mundo, el mundo te come a ti. Así
que Caín va y le dice a su hermano; «¿Por qué no me lo dijiste?» Y su hermano
contesta: «¿Por qué no me escuchaste?» Y Caín dice: «Está bien, ahora te
escucho.» Así que se carga a tu hermano y luego dice: «¡Eh, Dios! ¿Quieres
carne? ¡Aquí la tienes! ¿Quieres lomo, chuletas o qué?» Y Dios le dice que se
prepare... ¿No es gracioso?
Bogart no contestó.
Garrish abrió la ventana y apoyó los codos en el alféizar, sin dejar que al
cañón del rifle le diera el sol. Puso el ojo en la mira.
Lo tenía apuntando al dormitorio de chicas del Carlton Memorial, del otro lado
de la explanada. Carlton era popularmente conocido como «la perrera». Situó la
cruz de la mira sobre una furgoneta Ford. Una rubia con tejanos y una blusa azul
pálido estaba hablando son sus padres, mientras su padre, rubicundo y calvo,
cargaba las maletas en el coche.
Alguien llamó a la puerta.
Garrish esperó.
Volvieron a llamar.
—¿Curt? Te daré medio pavo por el póster de Bogart.
Bailey.
Garrish no contestó. La chica y su madre se reían de algo, sin saber que sus
intestinos estaban llenos de bacterias que comían y se multiplicaban. El padre
se reunió con ellas y se quedaron juntos al sol, un retrato de familia en la
cruz de la mira.
—¡Maldita sea! —protestó Bailey, sus pasos se oyeron pasillo abajo.
Garrish apretó el gatillo.
El rifle retrocedió contra su hombro, el retroceso blando y perfecto que recibes
cuando has apoyado el arma exactamente en el punto apropiado. La cabeza rubia de
la muchacha sonriente se desintegró.
Su madre siguió sonriendo por un instante y luego se llevó la mano a la boca,
chillando. Garrish le disparó. Mano y cabeza se desintegraron en un estallido
rojo. El padre, que había estado cargando las maletas, echó a correr. Garrish le
siguió y le disparó a la espalda.
Levantó la cabeza, abandonando la mira por un momento. Quinn sostenía la pelota
y contemplaba los sesos de la chica rubia que habían salpicado el cartel de
PROHIBIDO APARCAR que había detrás de su cuerpo tendido. Quinn no se movió. En
toda la explanada la gente se había quedado petrificada, como niños jugando a
las estatuas.
Alguien volvió a llamar a la puerta y sacudió el picaporte. Otra vez Bailey:
—¿Curt? ¿Estás bien, Curt? Creo que alguien ha...
—Muy bien, buen Dios, ¡vamos allá! —exclamó Garrish y disparó a Quinn, pero el
tiro salió desviado. Quinn echó a correr. Bien. El segundo disparo le dio en el
cuello y le arrojó cinco metros adelante.
—¡Curt Garrish se está matando! –chillaba Bailey—. ¡Rollins! ¡Rollins! ¡Ven,
aprisa!
Sus pasos volvieron a perderse por el corredor.
Ahora todos echaban a correr. Garrish oía cómo gritaban, y el apagado rumor de
los pies en la explanada.
Miró a Bogart, que empuñaba sus dos pistolas y miraba por encima de él.
Contempló los restos esparcidos del Pensador de Piggy y se preguntó qué estaría
haciendo Piggy hoy; ¿durmiendo, viendo la televisión, disfrutando de un
maravilloso ágape?
¡Cómete el mundo, Piggy!, pensó Garrish. ¡Hay que tragarlo de golpe!
—¡Garrish! –Ahora era Rollins el que golpeaba la puerta—. ¡Abre, Garrish!
—Se ha encerrado —jadeó Bailey—. Tenía mala cara, se ha matado, lo sé.
Garrish volvió a sacar el cañón por la ventana.
Un muchacho con una camisa a cuadros estaba en cuclillas detrás de un seto,
espiando las ventanas de los dormitorios con desesperación. Quería escapar,
correr, Garrish lo sabía, pero sus piernas estaban yertas.
—Buen Dios, vamos allá —murmuró Garrish, y empezó a disparar de nuevo.

El Asesino -- Stephen King



El Asesino
 Stephen King


Repentinamente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta que no sabía quién era, ni qué estaba haciendo ahí, en una fábrica de municiones. No podía recordar su nombre ni que había estado haciendo antes. No podía recordar nada.
La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje, cintas transportadoras y con el sonido de las partes que estaban siendo ensambladas.
Tomó uno de los revólveres terminados desde una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Evidentemente había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada.
Recogió el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fábrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas.
¾¿Quién Soy? ¾le dijo pausadamente, indeciso.
El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la impresión que no le había escuchado.
¾¿Quién soy? ¿Quién soy? ¾gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista.
Agitó el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Le golpeó, y el empaquetador cayó y, con su cara, golpeó la caja de balas que cayeron sobre el suelo.
Él recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más.
Escuchó el click-click de pisadas detrás de él, se volvió y vio a otro hombre caminando sobre una rampa de vigilancia.
¾¿Quién soy? ¾le gritó. Pero realmente no esperaba obtener respuesta.
Sin embargo, el hombre miró hacia abajo, y comenzó a correr.
Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El hombre se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer, pulsó un botón rojo en la pared.
Una sirena comenzó a aullar, ruidosa y claramente.
¾¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino! ¾bramaron los altavoces.
Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando.
Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y corrió hacia ella.
La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado.
Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo.
Corrió en otra dirección, pero más uniformados llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando por todos lados! ¡Tenía que escapar!
Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había más de ellos allí. Le tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver.
Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo.
¾¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta que sólo quiero saber quién soy!
Dispararon, y los rayos de energía lo abatieron. Todo se volvió oscuro...
Observaron como cerraban la puerta tras él, y entonces el camión se alejó.
¾Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando ¾dijo el guardia.
¾No lo entiendo ¾dijo el segundo, rascándose la cabeza¾. Mira ése. ¿Qué era lo que decía? «Sólo quiero saber quién soy». Eso era.
¾Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están fabricando a esos robots demasiado bien.
Observaron al camión de reparación de robots desaparecer por la curva.


F I N

EL cantar del exangel -- nExTuz ( autor novel )




EL cantar del exangel
Yo que vivo en cima de la hoguera y de brisas que consumen la belleza de primavera
Dime porque tanta soberbia en la pradera de ese campo sacrosanto alla en lo alto
donde el creador nos dio venganza por nuestra sublevación y no perdono.
Sofocando como ninguna te veo que preparas la caldera , llena de cuerpos infortunos
que son tan solo el apetito voraz de mis hambrientas legiones
que actúan como hienas , esperando a su presa.
yo he pecado como ninguno , y de sobra me arrepiento ver lo rojizo de este cielo,
y lo cobrizo de su suelo respirando fuego eterno.
Envidiando el azul de tus magicos colores que pudieron tambien ser mis temores
Dime tierra porque protejes a estos ciegos que son solo lamentos
que se envidian a desmorones y que no se hayan consuelo
creados para amarse y no para destruirse , que me pareció muy triste.
Extraño la vida en ese cielo que hoy a mi me es ajeno , recordando los dias en que veía
el amor de mis amores ,mi ángel de colores,
navegando por los horizontes las nubes que son algodones y acorralado por tus expresiones que quiebran mi santa pureza ,
hoy casi extinta pero queda algo todavía para darme de vuelta a la riendas de lo bueno.
Sera que como te extraño , cada día y que hoy es mi agonía, me mata a terrores la lejania que hoy nos separa por mi idealia
estamos hechos para odiarnos y es que un dia nos amamos.
Dime por que no me perdonan los que en el cielo cobran , se que estan purgando de tanto echar condena
a los que son traidores que un dia se rebelaron y que hoy gobernamos este mundo de sufridos
donde caen las almas extintas, mas erroneos que exclaman perdones.
Acaso el señor de las creaciones , no siente pena , ni emociones
pena por este opositor que solo dijo:
''yo quiero ser libre , libre pa echar raices en el mundo milenario'' , la curiosidad me invadió al extremo y al notar era arrojado al rojo ,
dejame que le diga que me hizo de libre albeldria , y si hoy se arrepiente porque ya no me quiere ,
si soy creacion de sus creaciones , antes que los humanos y antes que los soles .
Porque no me da el perdon que necesito , si ya estoy arrepentido , todavia siento el corazon bombeando amores ,
y el solo hace que paresca la peor de las creaciones,
que soy solo malesa en buena tierra ,que soy hierva seca , soy caso perdido , y hoy un olvido
me harta tanta soberbia que no comprende que estoy malherio ,por dentro solo y sombrio ,
solo me queda esperar al final de los finales , a ver si te hallo amor y te canto al oido ,
con mi voz que me hacia el comandante de los coros ,
todavia intacta y hoy componiendote mi sentir en la insurgencia y mi poemas de amores tu mi angel de colores tambien pido que me perdones.