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domingo, 10 de octubre de 2010

NUL-O -- Philip K. Dick




NUL-O
Philip K. Dick



Lemuel se aferró a la pared de su habitación a oscuras, tenso, a la escucha. Una leve brisa agitó las cortinas de encaje. La luz amarilla de la calle bañó la cama, la cómoda, los libros, juguetes y ropas.
En la habitación de al lado, dos voces murmuraban.
—Jean, debemos hacer algo —dijo la voz de hombre.
Una exclamación estrangulada.
—Ralph, no le hagas daño, por favor. Debes controlarte. No permitiré que le hagas daño.
—No voy a hacerle daño. —La voz del hombre delataba una brutal angustia—. ¿Por qué hace esas cosas? ¿Por qué no juega al béisbol y a tocar y parar, como los chicos normales? ¿Por qué debe quemar tiendas y torturar a animales indefensos? ¿Por qué?
—Es diferente, Ralph. Debemos hacer un esfuerzo por comprenderle.
—Sería mejor que le lleváramos a un médico —dijo su padre—. Tal vez padece alguna disfunción glandular.
—¿Te refieres al viejo doctor Grady? Dijiste que era incapaz de descubrir...
—No me refiero al doctor Grady. Abandonó la profesión cuando Lemuel destrozó su aparato de rayos X y todos los muebles de su consulta. No, esto es mucho más grave. —Una tensa pausa—. Jean, voy a llevarle a la Colina.
—¡Oh, Ralph, por favor!
—Lo digo en serio. —Desolada determinación, el gruñido ronco de un animal atrapado—. Es posible que esos psicólogos puedan hacer algo. Quizá le ayuden. Quizá no.
—Y es posible que no le permitan volver. ¡Oh, Ralph, él es todo cuanto tenemos!
—Claro —murmuró Ralph—. Lo sé, pero ya he tomado la decisión. Aquel día en que apuñaló a su profesor y saltó por la ventana. Tomé la decisión aquel día. Lemuel irá a la Colina...

El día era cálido y soleado. El hospital resplandecía entre los árboles que se mecían, una estructura de hormigón, acero y plástico. Ralph Jorgenson miró a su alrededor vacilante, el sombrero retorcido entre sus dedos, impresionado por la inmensidad del lugar.
Lemuel escuchó con atención. Forzó sus grandes orejas móviles y escuchó muchas voces, un océano de voces que se agitaban a su alrededor. Las voces procedían de todas las habitaciones y consultas, de todas las plantas. Le ponían nervioso.
El doctor James North se acercó a ellos con la mano extendida. Era alto y apuesto, de unos treinta años, cabello castaño y gafas de concha. Su paso era firme y apretó la mano de Lemuel con fuerza y confianza.
—Venga por aquí —dijo con voz potente. Ralph se dirigió hacia el despacho, pero el doctor North negó con la cabeza—. Usted no. El muchacho. Lemuel y yo vamos a charlar a solas.
Lemuel, muy animado, siguió al doctor North hasta su despacho. North bloqueó la puerta con tres cerraduras magnéticas.
—Puedes llamarme James —dijo, sonriendo al muchacho—. Y yo te llamaré Lem, ¿de acuerdo?
—Claro —dijo Lemuel con cautela.
No detectaba hostilidad en el hombre, pero había aprendido a ser precavido. Debía serlo, incluso con este doctor amable y de aspecto bondadoso, un hombre de evidente capacidad intelectual.
North encendió un cigarrillo y examinó al muchacho.
—Cuando maniataste y disecaste a aquellos viejos vagabundos, fue por curiosidad científica, ¿verdad? —preguntó con aire pensativo—. Querías saber... hechos, no opiniones. Querías averiguar por ti mismo cómo estaban hechos los hombres.
El entusiasmo de Lemuel aumentó.
—Pero nadie me comprendió.
—No. —North meneó la cabeza—. No, nadie te comprendió. ¿Sabes por qué?
—Creo que sí.
North paseó de un lado a otro.
—Te haré unas cuantas pruebas. Para descubrir cosas. No te importa, ¿verdad? Ambos aprenderemos más sobre ti. Te he estado estudiando, Lem. He examinado los archivos de la policía y de los periódicos.
De repente, abrió el cajón del escritorio y sacó el Multifásico de Minnesota, el test de Rorschach, el Gestalt de Bender, la baraja de cartas ESP de Rhine, un tablero ouija, un par de dados, un tablero de escritura mágica, una muñeca de cera con arañazos y mechones de cabello y un pequeño trozo de plomo que se transformaba en oro.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó Lemuel.
—Voy a hacerte algunas preguntas y te daré unos cuantos objetos para que juegues con ellos. Observaré tus reacciones, tomaré notas. ¿Qué te parece?
Lemuel vaciló. Necesitaba un amigo desesperadamente..., pero tenía miedo.
—Yo...
El doctor North apoyó la mano en el hombro del muchacho.
—Confía en mí. No soy como esos chicos que te dieron una paliza esta mañana.
Lemuel le dedicó una mirada de gratitud.
—¿Lo sabe? Descubrí que las reglas de su juego eran puramente arbitrarias. Por lo tanto, me orienté hacia la realidad básica de la situación, y cuando tomé el bate golpeé al lanzador y al catcher en la cabeza. Más tarde, descubrí que la ética y la moral humanas son la misma clase de... —Se interrumpió, asustado de repente—. Tal vez yo...
El doctor North se sentó ante su escritorio y se puso a hojear la baraja de Rhine.
—No te preocupes, Lem —dijo en voz baja—. Todo saldrá bien. Yo te comprendo.

Después de las pruebas, los dos permanecieron en silencio. Eran las seis y empezaba a anochecer. Por fin, el doctor North habló.
—Increíble. Apenas puedo creerlo. Eres absolutamente lógico. Estás desprovisto de toda emoción talámica. Tu mente se halla libre de toda inclinación moral y cultural. Eres un paranoico perfecto, sin la menor capacidad de empatía. Eres totalmente incapaz de sentir pena, piedad, compasión o cualquier sentimiento humano normal.
Lemuel asintió.
—Es verdad.
El doctor North se reclinó en la silla, estupefacto.
—Incluso a mí me cuesta asimilarlo. Es sobrecogedor. Posees una superlógica, virgen de toda inclinación valorativa. Y crees que todo el mundo está confabulado contra ti.
—Sí.
—Por supuesto. Has analizado la estructura de la actividad humana y llegado a la conclusión que en cuanto lo descubran, intentarán destruirte.
—Porque soy diferente.
North estaba cautivado.
—Siempre han clasificado la paranoia como una enfermedad mental, ¡pero no lo es! El contacto con la realidad no desaparece; al contrario, el paranoico está directamente relacionado con la realidad. Es un empirista perfecto, y no se encuentra agarrotado por inhibiciones éticas, morales o culturales. El paranoico ve la realidad tal como es. Es el único hombre cuerdo.
—He leído Mein Kampf —dijo Lemuel—. Me ha demostrado que no estoy solo.
Rezó una silenciosa oración de gracias: no estoy solo. Somos muchos más.
El doctor North observó su expresión.
—El embate del futuro —dijo—. Yo no formo parte de él, pero intento comprenderlo. Reconozco que soy un simple ser humano, limitado por mis sentimientos talámicos y los prejuicios culturales. No puedo ser uno de ustedes, pero simpatizo... —Alzó la vista, el rostro encendido de entusiasmo—. ¡Y puedo ser de ayuda!

Lemuel pasó los días siguientes en un estado de perpetuo entusiasmo. El doctor North logró su tutela legal y el muchacho se mudó al apartamento del médico, en la parte alta de la ciudad. Ya no sufría la presión de su familia; podía hacer lo que le apetecía. El doctor North colaboró sin dilación con Lemuel en localizar a otros mutantes paranoicos.
—Lemuel —preguntó una noche el doctor North, después de cenar—, ¿crees que puedes explicar tu teoría Nul-O? Me cuesta asimilar el principio de la orientación hacia el no objeto.
Lemuel indicó el apartamento con un ademán.
—Todos estos objetos aparentes poseen un nombre. Libro, silla, sofá, alfombra, lámpara, cortinas, ventana, puerta, pared, etcétera. Sin embargo, esta división en objetos es puramente artificial, basada en un sistema de pensamiento anticuado. En realidad, los objetos no existen. El Universo, de hecho, es una unidad. Nos han enseñado a pensar en términos de objetos. Esta cosa, aquella cosa. Cuando se alcanza la nulidad total, esta división puramente verbal cesa. Desde hace mucho tiempo ha sobrevivido a su utilidad.
—¿Puedes darme algún ejemplo, hacer alguna demostración?
Lemuel vaciló.
—Es difícil hacerlo solo. Más adelante, cuando nos hayamos puesto en contacto con otros... Puedo hacerlo de una forma tosca, a pequeña escala.
Mientras el doctor North observaba con suma atención, Lemuel recorrió el apartamento y amontonó todos los objetos. Después de reunir libros, cuadros, alfombras, cortinajes, muebles y demás parafernalia, procedió a destrozarlo todo sistemáticamente.
—Como ve —dijo, fatigado y pálido después del violento esfuerzo—, la división en objetos arbitrarios ha desaparecido. Esta unificación de las cosas en su homogeneidad básica puede aplicarse a todo el Universo. El Universo es una gestalt, una sustancia unificada, sin divisiones entre vivo y no vivo, entre ser y no ser. ¡Un inmenso vórtice de energía, no partículas inconexas! Bajo la apariencia puramente artificial de los objetos materiales subyace el mundo de la realidad: un inmenso reino no diferenciado de energía pura. Recuerde: el objeto no es la realidad. ¡Primera ley del pensamiento Nul-O!
El doctor North estaba profundamente impresionado. Lanzó una patada a un fragmento de silla, parte del montón informe de madera, tela, papel y cristales rotos.
—¿Crees que es posible lograr esta restauración de la realidad?
—No lo sé —reconoció Lemuel—. Habrá oposición, por supuesto. Los seres humanos opondrán resistencia; son incapaces de superar su simiesca preocupación por las cosas, objetos brillantes que pueden tocar y poseer. Todo dependerá de lo bien que nos coordinemos mutuamente.
El doctor North sacó un papel del bolsillo y lo desdobló.
—Tengo una pista —dijo en voz baja—. El nombre de un hombre que, en mi opinión, es de los tuyos. Iremos a verle mañana... Después, ya veremos...

El doctor Jacob Weller les recibió con enérgica eficiencia en la entrada de su bien custodiado laboratorio, que dominaba Palo Alto. Hileras de guardias gubernamentales uniformados protegían el trabajo vital que realizaba, el inmenso sistema de laboratorios y oficinas de investigación. Hombres y mujeres ataviados con batas blancas trabajaban día y noche.
—Mi trabajo —explicó, mientras indicaba que cerraran las pesadas puertas— fue básico en el desarrollo de la bomba C, la funda de cobalto de la bomba H. Descubrirás que los principales físicos nucleares son Nul-O.
Lemuel contuvo el aliento.
—Entonces...
—Por supuesto. —Weller no desperdiciaba saliva—. Hace años que trabajamos. Cohetes en Peenemunde, la bomba atómica en Los Álamos, la bomba de hidrógeno, y ahora la bomba de cobalto. Hay muchos científicos, por supuesto, que no son Nul-Os, seres humanos ordinarios con inclinaciones talámicas. Einstein, por ejemplo. Pero no estorbarán. A menos que encontremos mucha oposición, podremos entrar en acción muy pronto.
La puerta trasera del laboratorio se deslizó a un lado y entró un grupo de hombres y mujeres vestidos de blanco. El corazón de Lemuel dio un brinco. Aquí estaban, adultos Nul-Os. Hombres y mujeres, y llevaban años trabajando. Les reconoció con facilidad, por las orejas alargadas y móviles, gracias a las cuales los mutantes Nul-Os captaban ínfimas vibraciones en el aire a grandes distancias. Les permitía comunicarse, sin importar en qué parte del mundo estuvieran.
—Explique nuestro programa —dijo Weller a un hombrecillo rubio que estaba a su lado, sereno e imperturbable, el rostro investido de la seriedad que merecía el momento.
—La bomba de cobalto está casi preparada —dijo el hombre en voz baja, con ligero acento alemán—, pero no constituye la fase final de nuestros planes. También tenemos la bomba T, que significa la consumación de esta fase inicial. Nunca hemos reconocido la existencia de la bomba T. Si los seres humanos descubrieran su existencia, deberíamos enfrentarnos a una oposición emotiva muy seria.
—¿Qué es la bomba T? —preguntó Lemuel, loco de entusiasmo.
—La expresión «bomba T» —explicó el hombrecillo rubio— describe el proceso mediante el cual la Tierra se convierte en una pila atómica, se lleva a la masa crítica, y luego se detona.
Lemuel se quedó pasmado.
—¡No tenía ni idea que habían desarrollado el plan hasta este extremo!
El rubio sonrió.
—Sí, hemos avanzado mucho desde los viejos tiempos. Gracias al doctor Rust, pude diseñar los conceptos ideológicos básicos de nuestro programa. A la postre, unificaremos todo el Universo en una masa homogénea. Ahora mismo, no obstante, nuestra principal preocupación es la Tierra, pero en cuanto hayamos triunfado aquí, nada impedirá que prosigamos nuestra obra indefinidamente.
—El transporte a otros planetas está solucionado —explicó Weller—. El doctor Frisch, aquí presente...
—Una modificación de los misiles teledirigidos que desarrollamos en Peenemunde —continuó el rubio—. Hemos construido una nave que nos llevará a Venus. Una vez allí, iniciaremos la segunda fase de nuestro plan. Fabricaremos una bomba V, que devolverá Venus a su anterior estadio de energía homogénea. Y luego... —Sonrió—. Y luego, una bomba S. La bomba solar. Que, si tenemos éxito, unificará todo este sistema de planetas y lunas en una inmensa gestalt.

El 25 de junio de 1969, el personal Nul-O había logrado, en la práctica, el control de los principales gobiernos mundiales. El proceso, iniciado a mediados de los años treinta, se saldó con un éxito completo, a efectos prácticos. Los Estados Unidos y la Unión Soviética estaban en manos de individuos Nul-Os. Los hombres Nul-Os controlaban los centros del poder político y, por tanto, aceleraron el programa Nul-O. El momento había llegado. El secreto ya no era necesario.
Lemuel y el doctor North presenciaron desde un cohete en órbita la explosión de las primeras bombas H. Gracias a un escrupuloso acuerdo, ambas naciones iniciaron al mismo tiempo los ataques con bombas H. Al cabo de una hora, se habían obtenido excelentes resultados: la mayor parte de Norteamérica y de Europa Oriental habían desaparecido.
Inmensas nubes de partículas se veían por todas partes. Los supervivientes, en África, Asia, en innumerables islas y lugares remotos, se encogieron de terror.
—Perfecto —resonó la voz del doctor North en los auriculares de Lemuel.
Se encontraba en algún lugar oculto bajo la superficie, en los cuarteles generales, celosamente protegidos, donde se estaba construyendo la nave que iría a Venus.
Lemuel se mostró de acuerdo.
—Buen trabajo. ¡Hemos conseguido unificar, como mínimo, una quinta parte de la superficie terrestre!
—Pero la cosa no acabará aquí. Vamos a arrojar más bombas H. Esto impedirá que los seres humanos interfieran en nuestro objetivo principal, las instalaciones de la bomba T. Hay que instalar las terminales, y no será posible mientras los humanos se entrometan. 
Al cabo de una semana fue lanzada la primera bomba C, seguida de más, disparadas desde rampas situadas estratégicamente en Rusia y Estados Unidos.

El 5 de agosto de 1969 la población de la Tierra se había reducido a tres mil habitantes. Los Nul-Os, en sus oficinas subterráneas no cabían en sí de satisfacción. La unificación se estaba llevando a cabo tal como había sido planeada. El sueño iba a convertirse en realidad.
—Ahora —anunció el doctor Weller— iniciaremos la construcción de las terminales de bombas T.

Una terminal se instaló en Arequipa (Perú). La otra, en el extremo opuesto del globo, en Bandoeng (Java). Pasados dos meses, las dos gigantescas torres se alzaron hacia el cielo polvoriento. Las dos colonias de Nul-Os, protegidas con trajes y cascos aislantes, trabajaban día y noche para completar el programa.
El doctor Weller trasladó en avión a Lemuel hasta la instalación peruana. Desde San Francisco a Lima sólo vieron cenizas y hogueras de metal que todavía ardían. Ni la menor señal de vida o entidades separadas; todo se había fundido, hasta transformarse en una masa compacta de escoria. El agua de los océanos bullía. Toda diferenciación entre tierra y agua había desaparecido. La superficie de la Tierra se había reducido a una uniforme extensión gris y blanca, que sustituía a los océanos azules, bosques verdes, carreteras y ciudades de antaño.
—Allí —señaló el doctor Weller—. ¿Lo ves?
Lemuel lo vio al instante. Aquella belleza le dejó sin aliento. Los Nul-Os habían erigido una enorme burbuja, una esfera de plástico transparente que destacaba en medio del ondulante mar de escoria líquida. En el interior de la burbuja se podía ver la terminal, una intrincada red de metal reluciente y cables, que enmudeció al doctor Weller y a Lemuel.
—Como ves —explicó el doctor Weller, mientras el cohete penetraba en la cúpula—, sólo hemos unificado la superficie de la Tierra y, a lo sumo, unos dos kilómetros de roca subterránea. Sin embargo, la inmensa masa del planeta sigue incólume, pero la bomba T se encargará de solucionarlo. El núcleo aún líquido del planeta estallará; toda la esfera se transformará en un nuevo sol. Y cuando la bomba S detone, todo el sistema se convertirá en una masa unificada de gas ardiente.
Lemuel asintió.
—Lógico. Y después...
—La bomba G. El siguiente paso es la galaxia. Las últimas fases del plan... Tan ambiciosas, tan escalofriantes, que apenas nos atrevemos a pensar en ellas... La bomba G, y por fin... —Weller sonrió, con ojos brillantes—, la bomba U.

Aterrizaron y el doctor Frisch salió a recibirles, muy nervioso.
—¡Doctor Weller! —exclamó—. ¡Algo ha salido mal!
—¿Qué pasa?
Una mueca de decepción deformaba el rostro de Frisch. Gracias a un violento esfuerzo Nul-O logró integrar sus facultades mentales y rechazar impulsos talámicos.
—¡Algunos seres humanos han sobrevivido!
Weller se mostró incrédulo.
—¿Qué quiere decir? ¿Cómo...?
—Capté el sonido de sus voces. Estaba dando vueltas a mis orejas, escuchando con sumo placer el rugido y el chapoteo de la escoria en el exterior de la burbuja, cuando capté el ruido de seres humanos normales.
—¿Pero dónde?
—Bajo la superficie. Ciertos industriales acaudalados habían trasladado en secreto sus fábricas bajo tierra, violando las órdenes terminantes del gobierno en sentido contrario.
—Sí, aplicamos una política muy estricta para impedirlo.
—Estos industriales actuaron con la típica codicia talámica. Transportaron bajo tierra enormes masas de trabajadores, para que trabajaran como esclavos cuando la guerra empezara. Diez mil humanos han sobrevivido, como mínimo. Aún siguen vivos, y...
—¿Y qué?
—Han improvisado enormes taladros y se acercan a la máxima velocidad posible. Tendremos que luchar cuerpo a cuerpo. Ya he avisado a la nave de Venus. Se dirigirá a la superficie cuanto antes.
Lemuel y el doctor Weller intercambiaron una mirada de horror. Sólo había unos mil Nul-Os; les superaban en una proporción de diez a uno.
—Esto es terrible —dijo Weller con voz estrangulada—. Justo cuando parecía que el fin estaba cerca. ¿Cuánto falta para que las torres de energía estén dispuestas?
—Pasarán otros seis días antes que podamos llevar la Tierra a su masa crítica —murmuró Frisch—. Y los taladros casi han llegado. Giren las orejas y los escucharán.
Lemuel y el doctor Weller obedecieron. Al instante, percibieron un confuso murmullo de voces, un caótico estruendo creado por los taladros que convergían en las dos burbujas terminales.
—¡Humanos perfectamente ordinarios! —gritó Lemuel—. Lo deduzco por el ruido.
—¡Estamos atrapados!
Weller tomó un desintegrador y Frisch le imitó. Todos los Nul-Os procedieron a armarse. El trabajo quedó relegado. El extremo de un taladro apareció en el suelo con gran estrépito y les apuntó directamente. Los Nul-Os dispararon a discreción, se dispersaron y retrocedieron hacia la torre.
Apareció un segundo taladro, y luego un tercero. Los rayos de energía surcaban el espacio en todas direcciones. Los humanos eran de lo más vulgar, una variedad de obreros trasladados bajo la superficie por sus empleadores. Las formas más bajas de vida humana: funcionarios, conductores de autobús, jornaleros, mecanógrafos, conserjes, sastres, panaderos, operarios de tornos, empleados de compañías navieras, jugadores de béisbol, locutores de radio, mecánicos de garaje, policías, vendedores ambulantes, vendedores de helados, vendedores a domicilio, cobradores, recepcionistas, soldadores, carpinteros, obreros de la construcción, peones, granjeros, políticos, comerciantes... Hombres y mujeres cuya sola existencia aterrorizaba a los Nul-Os.
Masas emocionales de gente corriente, que detestaban la Magna Obra, las bombas, bacterias y misiles teledirigidos, afloraban a la superficie. Se rebelaban, a la postre. Ponían fin a la superlógica: racionalidad sin responsabilidad.
—Estamos perdidos —jadeó Weller—. Olvídense de las torres. Dirijan la nave hacia la superficie.
Un viajante y dos fontaneros prendieron fuego a la terminal. Un grupo de hombres vestidos con ropa de trabajo y camisas de lona se dedicaron a arrancar los cables. Otros, tan ordinarios como los demás, apuntaron sus rifles energéticos contra los intrincados controles. Brotaron llamas. La torre de la terminal osciló de forma ominosa.
La nave de Venus apareció, elevada hacia la superficie mediante un complicado sistema. Al instante, los Nul-Os se precipitaron en su interior, formando dos colas ordenadas. Ninguno perdió la calma en ningún momento, a pesar que los humanos enloquecidos diezmaban sus filas.
—Animales —comentó con tristeza Weller—. Las masas. Animales irracionales, dominados por sus emociones. Bestias, incapaces de ver las cosas con lógica.
Un rayo energético le desintegró, y el hombre que le seguía avanzó. Por fin, el último Nul-O superviviente subió a bordo, y las grandes escotillas se cerraron. Los motores de la nave cobraron vida con un poderoso rugido, y el vehículo salió disparado hacia el cielo a través de la burbuja.
Lemuel yacía donde había caído, cuando un rayo energético, disparado por un electricista enloquecido, le había alcanzado en la pierna izquierda. Vio con tristeza que la nave se elevaba, vacilaba, atravesaba la burbuja y se perdía en el cielo. Estaba rodeado de seres humanos por todas partes; reparaban la burbuja de protección, gritaban órdenes, y corrían de un lado a otro como locos. El murmullo de sus voces hirió sus sensibles oídos. Levantó las manos y se tapó las orejas.
La nave había partido. Él no se hallaba a bordo, pero el plan continuaría sin su ayuda.
Oyó una voz lejana. Era el doctor Frisch, que le llamaba desde la nave. La voz era débil, perdida en la lejanía del espacio, pero Lemuel consiguió discernir algunas palabras por encima del caos que le rodeaba.
—Adiós... Te recordaremos...
—¡Trabajen sin descanso! —gritó en respuesta—. ¡No cejen hasta que el plan se haya consumado!
—Trabajaremos... —La voz se debilitó—. Continuaremos adelante... —Se desvaneció, pero regresó un breve instante—. Triunfaremos...
Luego, sólo silencio.

Lemuel, con una sonrisa beatífica, una sonrisa de felicidad y satisfacción, satisfacción por el trabajo bien hecho, se recostó y esperó a que la manada de animales humanos irracionales acabara con él.


FIN


TRAIDOR -- José María Aroca




TRAIDOR

José María Aroca

* * *
Le cogieron en París.
Los seres misteriosos habían desaparecido. Pero unas cuantas chozas de brillante metal en la tundra siberiana daban mudo testimonio de que no había sido una pesadilla.
En realidad, podía haber sido una pesadilla. Una pesadilla durante la cual la Tierra había permanecido indefensa, incapaz de resistir o de huir, mientras las extrañas formas aleteaban sobre sus verdes campos y sus hermosas ciudades. Y el despertar no había aportado la convicción de que todo había sido un mal sueño. No, había sido una espantosa realidad. Y los terrestres no habían sido capaces de resistir a los seres misteriosos, del mismo modo que un chiquillo no es capaz de matar al ogro de su cuento favorito.
Un curioso parangón, porque lo que finalmente había salvado a la Tierra había sido un cuento infantil. Una fábula.
La antigua fábula del león y el ratón. Cuando el león hubo agotado su orgullosa ciencia contra los invencibles e inmortales invasores de la Tierra, el ratón atacó y los venció.
El ratón, en este caso, fueron los microbios, una de las formas de vida más diminutas: como en el cuento de Wells, los seres misteriosos no estaban inmunizados contra las infecciones bacterianas. Sus monstruosos cuerpos fueron fácil presa de las enfermedades que sus poderosas inteligencias desconocían, y los pocos que sobrevivieron emprendieron una precipitada fuga en su ingenio espacial y desaparecieron definitivamente.
Si el traidor hubiera sabido el efecto que las bacterias iban a tener sobre ellos, les hubiera advertido, desde luego. Les habría informado de todo lo demás, cuando le recogieron en una calle de una gran ciudad como ejemplar de ser humano destinado a la experimentación. Una medida imprescindible antes de efectuar la gran invasión.
Habían escogido bien. A cambio de la recompensa que le ofrecieron, el traidor estaba dispuesto a vender a toda la raza humana. No era un hombre culto, pero era inteligente. Y les dijo todo lo que querían saber acerca de la probable reacción de la humanidad ante una situación con la cual no se había enfrentado nunca. Les dijo todo lo que sabía, sin que tuvieran que presionarle lo más mínimo. Por la recompensa que le habían ofrecido, hubiera sido capaz de cualquier traición.
Le cogieron en París. La multitud lo arrancó de manos de la policía, que no puso demasiado entusiasmo en impedirlo: su traición era del dominio público.
Cuando la multitud hubo saciado un poco su furor y el traidor había perdido la mayor parte de sus vestidos y el dedo pulgar de la mano derecha, le arrojaron al Sena y le mantuvieron debajo de las aguas grises con unas largas pértigas, como si fuera un venenoso reptil.
El traidor se tumbó tranquilamente sobre el lecho del río y sonrió con malignidad mientras un centenar de miles de personas se retorcían en la agonía de la muerte. Luego, el traidor ascendió a la superficie y echó a andar por las desiertas calles de París hasta que llegó al edificio de las Naciones Unidas. Allí se dio a conocer a un teniente de los servicios de vigilancia, diciéndole que había ido a entregarse voluntariamente y que estaba dispuesto a someterse a juicio en cualquier lugar del mundo que desearan.
Sonreía, convencido de su superioridad, de la eficacia de los poderes ultraterrenos que le habían conferido los seres misteriosos. El aparato de seguridad de las Naciones Unidas se hizo cargo de él.
El juicio fue una farsa legal. El acusado se reconoció culpable de haber traicionado al género humano, pero no permitió que le interrogaran. Cuando un abogado insistió, ante sus amables negativas, cayó repentinamente al suelo como herido por un rayo, muerto.
A continuación, el traidor se dirigió al Presidente del Tribunal y le dijo que estaba dispuesto a aceptar cualquier condena que le impusieran, excepto la de muerte. No podían matarle, explicó. Aquello era una parte de la recompensa que los seres misteriosos le habían concedido. La otra parte era él quien podía matar o inmovilizar a cualquier persona desde cualquier distancia.
Cuando terminó de hablar y volvió a sentarse, era evidente que el traidor se sentía muy satisfecho de sí mismo.
Uno de los abogados se puso en pie y se encaró con él.
Si lo que acababa de decir era cierto, preguntó, ¿por qué no habían utilizado aquel poder los seres misteriosos? ¿Por qué no habían matado a todos los habitantes de la Tierra para ocupar después el planeta vacío?
El traidor contempló sus dedos y se encogió de hombros. El dedo pulgar que le había sido arrancado por la furiosa multitud unos días antes empezaba a crecer de nuevo.
- Necesitaban esclavos - respondió.
- ¿Y al final, cuando algunos de ellos estaban todavía sanos?
El traidor miró fijamente al abogado, el cual se sentó bruscamente, dando por terminado su interrogatorio. Pero el hombre que había traicionado a su propia raza sonrió y le permitió seguir viviendo.
Incluso terminó la pregunta por él, y la contestó.
- ¿Por qué no mataron entonces? Tenían otra cosa en el cerebro: ¡bacterias!
Y el traidor rió estruendosamente su macabro chiste.
Los azules ojos del abogado se clavaron en su rostro y el traidor dejó de reír. Casi afablemente, dijo:
- Es una verdadera lástima que yo no sea uno de aquellos seres misteriosos. ¡Las bacterias me hubieran destruido!
Y se echó a reír de nuevo, hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas.
El Presidente del Tribunal aplazó entonces la sesión, y el traidor fue conducido de nuevo a su confortable prisión, por un grupo de aterrorizados policías.
Aquella noche, el abogado no durmió. Permaneció horas enteras sentado en una butaca, contemplando las blancas paredes de su despacho. Se alegraba de que los seres misteriosos no le hubieran concedido también al traidor el don de la telepatía.
Había descubierto su talón de Aquiles.
Las parálisis, las muertes a distancia, eran actos de una voluntad consciente. El mismo había admitido que si su cerebro era destruido, sus poderes quedarían también destruidos. Los seres misteriosos no habían pensado en vengarse, porque sus mentes estaban enteramente ocupadas en la tarea de salvarse a si mismos.
Pero el abogado se daba cuenta de lo inútil de su descubrimiento. No había medio de atacar el cerebro del traidor sin que él lo supiera.
Posiblemente podían anular su conciencia drogándole, o propinándole un fuerte golpe en la cabeza, pero el intentarlo equivaldría a un suicidio colectivo. Al traidor le bastaría una fracción de segundo para matar a todos los seres humanos. No iba a permitir que le operasen el cerebro, convirtiéndole en un idiota para el resto de su vida. Para siempre, rectificó inmediatamente. Pero luego pensó en aquel pulgar que volvía a crecer después de haber sido arrancado... No, extirparle el cerebro no serviría de nada, puesto que volvería a crecerle.
Era inútil seguir pensando en el asunto. No podían hacer absolutamente nada contra su invencibilidad. Aunque...
El abogado consultó su reloj. Eran las cuatro de la mañana. Se puso en pie y se dirigió a la cocina; salió casi inmediatamente, y a continuación se encaminó, a través de las calles silenciosas, hacia el hotel donde se hospedaba el traidor en calidad de prisionero. Al llegar allí, tomó el ascensor hasta el sexto piso.
Dos soñolientos policías se pusieron en pie de un salto al verle llegar. El abogado se llevó un dedo a los labios, recomendándoles silencio, y empujó la puerta de la habitación, que no estaba cerrada. Entró de puntillas, y se acercó a la cama donde reposaba el hombre que era invencible e inmortal... y humano. Humano, y sujeto a la involuntario inconsciencia que la naturaleza exige a todos los hombres.
El traidor estaba durmiendo.
El abogado sacó de su bolsillo una larga aguja de acero, que utilizaba normalmente para pinchar la carne en la cocina de su casa. Sin que le temblara el pulso, la hundió en uno de los cerrados ojos del traidor y la hizo girar una y otra vez, hasta que el cerebro del durmiente quedó convertido en una informe pulpa.
El juicio continuó celebrándose normalmente. El acusado había perdido su aire insolente. Ahora miraba enfrente de él con una expresión vacua, y todos sus movimientos tenían que ser dirigidos. Pero estaba vivo, y su dedo pulgar había vuelto a adquirir su tamaño normal.
El abogado tuvo en cuenta el detalle y no dejó de señalarlo al Tribunal. El dedo pulgar se había regenerado por completo en el período de seis semanas: tenían que partir de la base de que su cerebro se regeneraría en un plazo de seis semanas.
Los jueces deliberaron por espacio de cuatro días. El problema era muy peliagudo, ya que la inmortalidad al servicio del mal estaba más allá de toda posible solución humana. No se trataba de imponer una pena justa a un delincuente: se trataba de proteger a la raza humana de un aniquilamiento repentino. Un problema insoluble... pero que tenía que ser resuelto. El hecho de que el juicio se celebrara en Francia facilitó la solución.
El traidor fue condenado a prisión perpetua - nunca mejor aplicado el término -, pero la sentencia contenía una cláusula especial.
Mientras viviera, el condenado sería guillotinado una vez al mes.

FIN

LA CRIBA -- Isaac Asimov




LA CRIBA
Isaac Asimov





Habían transcurrido cinco años desde que el muro, cada vez más denso, del secreto comenzó a cerrarse en torno a los trabajos del doctor Aaron Rodman.
—Para su propia protección... —le habían advertido.
—En manos de personas sin escrúpulos —habían explicado.
Desde luego, en las manos adecuadas (las suyas, por ejemplo, pensaba el doctor Rodman bastante desesperado), el descubrimiento significaba a todas luces la mayor bendición para la salud humana desde que Pasteur elaboró la teoría de los gérmenes, y la clave más perfecta jamás encontrada para llegar a comprender el mecanismo de la vida.
Sin embargo, tras la conferencia que pronunció en la Academia de Medicina de Nueva York poco después de cumplir su cincuenta aniversario, y en el primer día del siglo XXI (la fecha parecía escogida a propósito), le habían impuesto la obligación de guardar silencio y ya no podía hablar, excepto con determinados funcionarios. Ciertamente, tampoco podía publicar nada.
Pero el Gobierno le mantenía. Disponía de todo el dinero que pudiera necesitar y las computadoras estaban a su disposición para hacer lo que le placiese con ellas. Sus trabajos progresaban rápidamente y los hombres del Gobierno acudían a recibir sus enseñanzas, a que les ayudara a comprender.
—Doctor Rodman —preguntaban—, ¿cómo se explica que un virus pueda propagarse de célula en célula dentro de un organismo y, sin embargo, no sea contagioso de un organismo a otro?
A Rodman le fatigaba tener que repetir una y otra vez que no conocía todas las respuestas. Le molestaba verse obligado a emplear el término «virus».
—No es un virus —decía—, ya que no se trata de una molécula de ácido nucleico. Es algo completamente distinto: una lipoproteína.
La cosa iba mejor cuando sus interlocutores no eran también profesionales de la medicina. Entonces podía intentar explicárselo en términos generales sin embarrancarse constantemente en cuestiones de detalle.
—Toda célula viva —decía en esos casos—, y cada una de las pequeñas estructuras contenidas en la célula, están rodeadas de una membrana. El funcionamiento de cada célula depende de qué moléculas pueden pasar a través de la membrana en uno y otro sentido y a qué ritmo pueden hacerlo. Una ligera alteración en la membrana modificará enormemente la naturaleza del flujo y, con ello, la naturaleza química de la célula y el carácter de su actividad.
—Todas las enfermedades pueden estar causadas por alteraciones en la actividad de la membrana. A través de tales alteraciones pueden lograrse todas las mutaciones. Cualquier técnica capaz de controlar las membranas permitirá controlar la vida. Las hormonas controlan el cuerpo en virtud de su efecto sobre las membranas, y mi lipoproteína viene a ser más bien una hormona artificial, no un virus. La lipoproteína se incorpora a la membrana y con ello induce la producción de más moléculas semejantes a ella misma... y aquí llegamos a la parte que tampoco yo comprendo.
.»Pero las sutiles estructuras de las membranas no son siempre exactamente idénticas en todos sus aspectos. De hecho, difieren en todos los seres vivos; no coinciden exactamente en ningún par de organismos. Una lipoproteína nunca afectará del mismo modo a dos organismos individuales distintos. Lo que en un caso abrirá las células de un organismo a la glucosa, aliviando así los efectos de la diabetes, en otro caso cerrará las células de otro organismo a la lisina, con lo cual le causará la muerte.
Eso era lo que aparentemente les interesaba más; que se tratase de un veneno.
—Un veneno selectivo —decía Rodman—. De entrada, sería imposible determinar, sin detalladísimos estudios computerizados de la bioquímica de las membranas de un individuo concreto, los posibles efectos de una lipoproteína concreta sobre el mismo.
Con el tiempo, fue cerrándose el cerco a su alrededor, su libertad se vio cortada, aunque sin detrimento de su confort,.en un mundo en el que en todas partes comenzaba a perderse la libertad y también el bienestar mientras una humanidad desesperada veía abrirse más y más las quijadas del infierno.
Corría el año 2005 y la población de la Tierra sumaba seis mil millones de habitantes. De no ser por las hambrunas, la cifra alcanzaría los siete mil millones. Mil millones de seres humanos habían muerto de hambre en la pasada generación, y muchos más correrían aún igual suerte.
Peter Affare, presidente de la Organización Mundial de la Alimentación, acudía con frecuencia al laboratorio de Rodman para jugar al ajedrez y charlar un poco. Había sido el primero en comprender la trascendencia de la conferencia de Rodman ante la Academia, decía, y eso le había ayudado a acceder al cargo de presidente. Rodman pensaba que el significado de su disertación no era difícil de comprender, pero nunca hacía ningún comentario sobre el particular.
Affare tenía diez años menos que Rodman, y sus cabellos comenzaban a perder su color rojo. Sonreía con frecuencia, a pesar de que el tema de la conversación raras veces ofrecía motivos para ello puesto que cualquier presidente de una organización encargada de la alimentación mundial debía hablar forzosamente del hambre que asolaba al mundo.
—Si distribuyéramos equitativamente las existencias de alimentos entre todos los habitantes del mundo, todos morirían de hambre —dijo Affare.
—Si se distribuyeran equitativamente —decía Rodman—, tal vez el hecho de hacer justicia por una vez en el mundo serviría de ejemplo y podría inducir a aplicar una política mundial sana. Tal como están las cosas, la desesperación y la furia ante la egoísta buena fortuna de unos pocos alcanzan proporciones mundiales, y todos actúan irracionalmente como venganza.
—Usted tampoco ha renunciado voluntariamente a su propio suplemento de alimentos —dijo Affare.
—Soy humano y egoísta, y mi acción particular poco significaría. No debería pedírseme que la cediera voluntariamente. No debería ofrecérseme ninguna posibilidad de opción en la materia.
—Usted es un romántico —dijo Affare—. ¿No comprende que la Tierra es una lancha salvavidas ? Si distribuimos equitativamente las reservas de alimentos entre todos los hombres, moriremos todos. Si expulsamos a algunos del bote salvavidas, el resto sobrevivirá. El problema no es la muerte de algunos, pues tienen que morir; el problema es la supervivencia de unos cuantos.
—¿Propugnan ustedes oficialmente el «triaje», el sacrificio de unos cuantos por el bien de los demás?
—No podemos hacerlo. Las gentes que ocupan la lancha salvavidas están armadas. Varias regiones amenazan abiertamente con recurrir a las armas nucleares si no reciben más alimentos.
—¿Quiere decir que la respuesta a «Ustedes deben morir para que nosotros vivamos» es «Si nosotros morirnos, vosotros moriréis también»...? Una situación sin salida —comentó Rodman con sorna.
—No exactamente —dijo Affare—. Hay zonas de la Tierra donde no es posible salvar a la gente. Han sobrecargado irremisiblemente su territorio con hordas de famélica humanidad. Supongamos que se les envían alimentos, y supongamos que esos alimentos los matan, de modo que esa zona ya no requiera nuevas remesas.
Rodman sintió la primera punzada de incipiente comprensión.
—¿Los matan, cómo? —preguntó.
—Es posible averiguar las propiedades estructurales medias de las membranas celulares de una población determinada. Podría incorporarse a la remesa de alimentos una lipoproteína particularmente estudiada para hacer uso de esas propiedades, con lo cual la ingestión de esos alimentos tendría fatales consecuencias —dijo Affare.
—Inconcebible —dijo Rodman, pasmado.
—Piénselo bien. La gente no sufriría. Las membranas se irían cerrando lentamente y la persona afectada se dormiría para no volver a despertar; una muerte infinitamente preferible a la inanición que de otro modo será inevitable, o a la aniquilación nuclear. Tampoco morirían todos, pues cualquier población presenta variaciones en las propiedades de sus membranas. En el peor de los casos, fallecería un setenta por ciento de los habitantes. La criba se efectuaría precisamente en aquellos lugares con una superpoblación más grave y menores esperanzas de solución y sobreviviría un número suficiente de personas para asegurar la continuidad de cada nación, cada grupo étnico, cada cultura.
—Matar deliberadamente a miles de millones...
—No les mataríamos. Simplemente crearíamos las condiciones para la muerte de unas cuantas personas. El fallecimiento de unos individuos concretos dependería de la bioquímica particular de sus organismos. Sería obra del dedo de Dios.
—¿Y cuando el mundo descubra lo hechos?
—Cuando eso ocurra ya estaremos muertos —dijo Affare—, y para entonces, un mundo próspero con una población limitada nos agradecerá nuestra heroica acción al optar porque murieran algunos, con tal de evitar la muerte de todos.
El doctor Rodman sintió que le subía el rubor a la cara y tuvo dificultades para articular las palabras.
—La Tierra —dijo— es una lancha salvavidas muy grande y compleja. Todavía no sabemos qué puede o no puede lograrse con una distribución adecuada de los recursos y es evidente que hasta el día de hoy no nos hemos preocupado verdaderamente de distribuirlos. A diario se desperdician alimentos en muchos lugares de la Tierra y el saber que así ocurre es lo que enloquece a los hombres hambrientos.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo fríamente Affare—, pero no podemos hacernos un mundo a nuestro gusto. Debemos tomarlo tal como es.
—Entonces tómeme a mí tal como soy. Usted quiere que proporcione las moléculas de lipoproteína, y no lo haré. No moveré ni un dedo en ese sentido.
—En ese caso —dijo Affare—, su responsabilidad como asesino de masas será mayor que la que me está atribuyendo a mí, y creo que si lo pensase mejor cambiaría de opinión.
Casi a diario recibía visitas de una u otra autoridad, todas ellas personas bien alimentadas. Rodman comenzó a desarrollar una gran susceptibilidad ante lo bien alimentados que estaban todos quienes hablaban de la necesidad de matar a los hambrientos.
El secretario nacional de Agricultura le dijo, en tono sugerente, en una de esas ocasiones:
—¿No sería usted partidario de matar a un rebano de ganado afectado de fiebre aftosa o de ántrax con tal de evitar que la infección se propagase a los rebaños sanos?
—Los seres humanos no son ganado —dijo Rodman—, y el hambre no es contagiosa.
—¡Sí que lo es! —dijo el secretario—. De eso se trata precisamente. Si no hacemos una criba de las sobreabundantes masas de humanidad, su hambre se propagará a zonas hasta ahora no afectadas. No debe negarnos su ayuda.
—¿Cómo me obligarán? ¿Con torturas?
—No. tocaríamos m un solo cabello de su persona. Sus conocimientos en esta materia son demasiado preciosos para nosotros. Pero podríamos retirarle algunos bonos de alimentos.
—La inanición, sin duda, será perjudicial para mí.
—No se trata de usted. Pero si estamos dispuestos a matar a varios miles de millones de personas para salvar a la raza humana, desde luego también podremos emprender la acción mucho menos difícil de retirar los bonos de alimentos a su hija, y a su marido y su bebé.
Rodman guardó silencio, y el secretario prosiguió:
—Le concederemos un plazo para que reflexione. No deseamos actuar contra su familia, pero no tendremos más remedio que hacerlo. Tómese una semana para pensarlo. El próximo jueves recibirá la visita del comité en pleno. Entonces se le planteará la necesidad de comprometerse a colaborar en nuestro proyecto y no podrá haber más dilaciones.
Se redoblaron las medidas de seguridad y Rodman se convirtió franca y totalmente en un prisionero. Una semana más tarde se presentaron en su laboratorio los quince miembros del Consejo Mundial de Alimentación, acompañados del secretario nacional de Agricultura y de unos cuantos miembros de la Asamblea legislativa nacional. Tomaron asiento en torno a la larga mesa de la sala de conferencias del lujoso edificio de investigación construido con fondos públicos.
Estuvieron varias horas discutiendo y .elaborando planes, incorporando a ellos las respuestas de Rodman a algunas cuestiones concretas. Nadie le preguntó si estaba dispuesto a cooperar; nadie parecía imaginar que pudiera tener otra opción. Por fin, Rodman dijo:
—Su proyecto no es viable en cualquier caso. Poco. después de llegar un cargamento de cereales a una determinada región del mundo, sus habitantes comenzarán a morir por centenares de millones. ¿Creen que los supervivientes no asociarán ambos hechos y que no correrán el riesgo de una represalia desesperada con bombas nucleares ?
Affare, que estaba sentado justo frente a Rodman, en el otro extremo del eje menor de la mesa, dijo:
—Somos conscientes de esa posibilidad. ¿Cree que después de pasar años decidiendo un posible curso de acción no hemos tenido en cuenta la posible reacción de las regiones escogidas para la criba?
—¿Cree que les estarán agradecidas? —preguntó Rodman con amargura.
—No sabrán que han sido escogidas. No todos los cargamentos de cereales estarán contaminados con lipoproteína. No concentraremos la acción en ninguna zona particular. y procuraremos contaminar de vez en cuando algunos depósitos de cereales de cultivo local. Además, no todos morirán, sin sólo unos pocos cada vez. Algunos comerán muchos cereales y no les pasará nada, y otros comerán sólo una pequeña cantidad y sufrirán una muerte rápida, según sean sus membranas. Parecerá una epidemia, como una reaparición de la peste negra.
—¿Han pensado en los efectos de una nueva peste negra? ¿Han pensado en el pánico? —preguntó Rodman.
—No les vendrá mal —gruñó el secretario desde un extremo de la mesa—. Tal vez así aprendan la lección.
—Anunciaremos el descubrimiento de una antitoxina —dijo Affare, y se encogió de hombros—. Realizaremos inoculaciones masivas en regiones que sabremos que no se verán afectadas. Doctor Rodman, el mundo está desesperadamente enfermo, y debemos aplicar un remedio desesperado. La humanidad está al borde de una muerte horrible, de modo que, por favor, no discuta el único curso de acción capaz de salvarla.
—De eso se trata. ¿Es ése el único curso posible de acción o están escogiendo simplemente una salida fácil que no exija sacrificios por su parte, sino sólo el de miles de millones de otras personas?
Rodman se interrumpió. en el momento en que entraba un carrito cargado de comida.
—He mandado preparar un tentempié —murmuró—. ¿Podemos disfrutar de unos minutos de tregua mientras comemos?
Alargó la mano para coger un emparedado y luego, unos momentos más tarde, comentó entre sorbo y sorbo de café:
—Al menos, habremos comido bien, mientras preparamos el mayor genocidio de la historia.
Affare examinó críticamente su propio emparedado a medio comer.
—Esto no es comer bien. Ensalada de huevo con pan blanco no exactamente tierno no es comer bien, yo de usted no volvería a solicitar los servicios de la cafetería que ha preparado esto. —Suspiró—. En fin, en un mundo famélico no pueden desperdiciarse los alimentos —y se comió el resto del emparedado.
Rodman observó a los demás y luego cogió el último canapé que quedaba en la bandeja.
—Había pensado que tal vez el tema que estamos discutiendo les habría hecho perder el apetito —dijo—, pero veo que a nadie le ha ocurrido así. Todos han comido.
—Y también usted —dijo impaciente Affare—. Todavía está comiendo.
—Sí, así es —dijo Rodman, y siguió masticando lentamente—. Y les pido que me excusen si el pan no estaba demasiado tierno. Yo mismo preparé los emparedados anoche y ya llevan quince horas hechos.
—¿Usted mismo los preparó? —dijo Affare.
—Tuve que hacerlo; era la única manera de estar seguro de haber incorporado a ellos la lipoproteína adecuada.
—¿Qué está diciendo ?
—Caballeros, ustedes dicen que es necesario matar a unos cuantos para salvar a los demás. Tal vez tengan razón. Me han convencido. Pero para saber exactamente qué estamos haciendo tal vez sea conveniente experimentarlo en nuestra propia carne. He iniciado un pequeño «triaje» particular, y los emparedados que todos ustedes acaban de comer constituyen un experimento en ese sentido.
Algunos altos funcionarios habían comenzado a levantarse.
—¿Nos ha envenenado? —balbuceó el secretario.
—No de manera muy efectiva —respondió Rodman—. Por desgracia, no conozco a fondo sus respectivas bioquímicas, de modo que no puedo garantizar la tasa de mortalidad de un setenta por ciento que ustedes desearían.
Todos le miraban petrificados de terror; los párpados del doctor Rodman se cerraron.
—Aun así, es probable que dos o tres de ustedes mueran en el curso de la próxima semana poco más o menos, y no tienen más que esperar para saber a quién le tocará esa suerte. No existe posible cura ni antídoto, pero no se preocupen. La muerte es totalmente indolora, y será obra del dedo de Dios, como me decía uno de ustedes. Será una buena lección, como ha dicho otro. Tal vez los que sobrevivan cambien de opinión con respecto al «triaje».
—Sólo pretende asustarnos —dijo Affare—. Usted también ha comido esos emparedados.
—Lo sé —dijo Rodman—. Y la lipoproteína estaba adaptada a mi propia bioquímica, de modo que mi muerte será rápida. —Sus ojos se cerraron—. Tendrán que continuar los trabajos sin mí, quienes sobrevivan.

La Casa de la Pesadilla

Edward Lucas White - La Casa de la Pesadilla



     La primera vez que vi la casa, fue desde la cima de un monte, luego de 
     quitar algunas malezas y mirar a través del ancho valle a varios 
     centenares de pies debajo mío, hacia el sol, que estaba hundiéndose tras 
     las lejanas colinas azules. Desde ese punto de vista momentáneo, tenía un 
     exagerado sentido de observación. Me parecía estar colgando sobre una 
     maqueta de carreteras y campos, salpicado de granjas y sentía la decepción 
     familiar de que casi podía arrojar una piedra sobre la casa. 
     Lo que atrajo mi vista fue el pequeño camino en frente de la misma, entre 
     la masa de verdes árboles y el huerto de la casa. Era perfectamente 
     derecho, y estaba bordeado por una constante hilera de árboles, a través 
     de la cual distinguí un sendero color ceniza y un bajo muro de piedra. 
     Notoriamente, entre el huerto y dos de los árboles, había un objeto 
     blanco, que parecía ser una piedra alta, un espigón vertical de caliza, de 
     los varios que los campos de la región están regados. 
     Vi con mucha claridad este camino y me dio una placentera expectación. 
     Había estado viajando fatigosamente por el bosque de aquellas colinas 
     semi-montañosas. No había visto ni una granja, solamente chozas 
     destartaladas a lo largo de la carretera, a través de más de veinte millas 
     de obstáculos e impedimentos. Ahora, cuando no me restaba mucho trecho 
     para llegar a mi destino, veía a corta distancia un buen lugar donde 
     reposar. 
     A medida que aceleraba cautelosamente mi vehículo, a través del comienzo 
     del largo descenso, los árboles me engulleron de nuevo, perdiendo de vista 
     el valle. Me sumergí en una hondonada, y cuando subí de nuevo, en la 
     cresta de la siguiente elevación, volví a ver la casa, más cerca que 
     antes. 
     La piedra elevada atrajo mi atención con cierta sorpresa. ¿No había visto 
     que estaba frente a la casa, cerca del huerto? Evidentemente estaba a la 
     izquierda del camino que conducía a la casa. Mi autocuestionamiento duró 
     hasta que crucé la cresta. Luego vi nuevamente truncada mi perspectiva; 
     pero pronto me puse a mirar para adelante una vez, en la próxima chance de 
     ver el mismo panorama. 
     Al final de la segunda colina solamente se veía de refilón parte del 
     camino y no podía estar seguro, pero en un principio, la piedra elevada 
     parecía estar a la derecha del camino. 
     Llegué a la cima de la tercera y última colina y volví a mirar para abajo, 
     viendo el camino bajo los enormes árboles, casi como si estuviera viendo a 
     través de un tubo. Había una línea de blancura que creí identificar como 
     la piedra alta. Estaba sobre la derecha. 
     Me zambullí en la última de las hondonadas. Mientras remontaba la más 
     lejana cuesta, mantuve mi vista en la cima del camino, delante mío. Cuando 
     mi línea visual transpuso la elevación, pude ver la piedra elevada a mi 
     derecha, entre los numerosos arces. Me detuve a un costado del camino, e 
     inspeccioné mis neumáticos, luego tiré la palanca. 
     A medida que avanzaba, miraba para adelante. ¡Veía la piedra ahora a la 
     izquierda del camino! Estaba realmente asombrado y hasta atemorizado, y me 
     decidí a acercarme lo suficiente a la piedra para comprobar a ciencia 
     cierta si estaba a la derecha o a la izquierda, o si no, en el medio del 
     camino. 
     En mi atolondramiento, puse la velocidad máxima. La máquina dio un brinco 
     y perdí el control. Di un giro a la izquierda, pero fue inútil y choqué 
     contra un gran arce. 
     Cuando volví en mí, estaba caído de espaldas en una zanja. Los últimos 
     rayos de sol enviaban fustes de luz verde-dorada a través de las ramas de 
     los arces. Mi primer pensamiento fue de una rara mezcla de admiración a 
     las bellezas de la naturaleza y de desaprobación por mi propia conducta, 
     por ir de excursión sin acompañante (algo que he lamentado más de una 
     vez). Luego se me aclaró la mente, y me senté. Me sentía mareado, y no 
     estaba sangrando ni tenía huesos rotos; aunque estaba muy sacudido, no 
     había sufrido magulladuras serias. 
     Entonces vi al muchacho. Estaba parado al final del camino color ceniza, 
     cerca del zanjón. Era robusto y macizo; estaba descalzo y tenía los 
     pantalones arremangados a la altura de las rodillas; vestía una camisa 
     color nogal, abierta en el pecho, y no tenía ni capa ni sombrero. Su 
     rostro rezumaba pecas y tenía un horroroso labio leporino. 
     Intenté levantarme y procedí a examinar el destrozo. No había habido 
     explosión ni fuego, pero mi máquina estaba convertida en ruinas. Todo lo 
     que vi estaba hecho pedazos. Mis dos cestas de pertrechos habían, por 
     aquellas cínicas burlas del destino, escapado al destrozo, y estaban 
     incólumes, ni siquiera una botella se había roto. 
     Durante mi investigación, la vista desvaída del muchacho me siguió 
     contínuamente, pero él no pronunció palabra. Cuando me hube convencido de 
     mi impotencia para reparar el daño, fui derecho hacia él y le dirigí la 
     palabra: 
     "¿Cuán lejos está la herrería más cercana?" 
     "Ocho millas," respondió. Tenía un alarmante caso de paladar partido, y 
     sus palabras eran apenas inteligibles. 
     "¿Me puedes guiar hacia allí?" inquirí. 
     "No hay equipo en la casa," replicó; "ni caballo, ni vacas." 
     "¿Qué tan lejos está la siguiente casa?" continué. 
     "Seis millas," respondió. 
     Miré al cielo. El sol ya se había puesto. Y me volví a mirar mi reloj: 
     iban a dar las siete treinta y cinco. 
     "¿Puedo dormir en tu casa esta noche?" pregunté. 
     "Puede venir si usted quiere," dijo, "y puede quedarse a dormir. Casa está 
     descuidada; Ma murió hace tres años, y Pa se fue. No hay nada para comer, 
     salvo harina de trigo y tocino mohoso." 
     "Tengo suficiente comida," respondí, levantando una cesta. "Solo toma esta 
     cesta, ¿lo harás?" 
     "Usted puede venir, si así lo desea," dijo, "pero debe acarrear sus 
     propias cosas." No habló con grosería o rudeza, pero parecía afirmar con 
     docilidad un hecho inofensivo. 
     "Correcto," dije, levantando la otra cesta, "muéstrame el camino." 
     El patio frente a la casa estaba oscuro, bajo una docena o más inmensos 
     ailanthus, bajo los cuales habían crecido gran cantidad de arbustos y 
     pequeños árboles, y por debajo, a su vez, largas y enmarañadas hierbas. Lo 
     que alguna vez fue, aparentemente, un camino, ahora era una estrecha y 
     curvada senda en dirección a la casa. Por todos lados había brotes de 
     ailanthus, y el aire estaba viciado con el desagradable olor de sus raíces 
     y de las hierbas. 
     La casa era de piedra gris, con persianas color verde, pero tan 
     desgastadas que parecían grises como la piedra. Contra el frente había un 
     porche, no muy elevado por encima del suelo, y sin balaustrada o 
     pasamanos. Había varias mecedoras de tablas de nogal americano. Había ocho 
     ventanas cerradas, y en medio entre las ventanas y el porche, una gran 
     puerta, con pequeños paneles color violeta a cada uno de sus lados y 
     montante en forma de abanico por encima. 
     "Abre la puerta," dije al muchacho. 
     "Ábrala usted mismo," replicó, no de manera desagradable ni enfadosa, sino 
     con un tono que uno no podría sino tomarlo como una sugerencia de lo más 
     natural. 
     Bajé mis canastas e intenté con la puerta. Estaba cerrada pero no con 
     llave, y abrió con un penoso trabajo de sus herrumbrosas bisagras, sobre 
     las cuales se combeó locamente, raspando el piso a medida que se movía. El 
     pasillo tenía un olor a moho y humedad. Había varias puertas a ambos 
     lados; el chico me apuntó hacia la primera de la derecha. 
     "Usted puede ocupar ese cuarto," dijo. 
     Abrí la puerta. Se podía distinguir poco, entre el polvillo, las ramas de 
     los árboles fuera, el techo de pizarra y las puertas cerradas. 
     "Mejor trae una lámpara," dije al chico. 
     "No hay lámpara," declaró festivamente. "No hay velas. Usualmente estamos 
     en cama cuando oscurece." 
     Volví a los restos de mi vehículo. Mi cuatro lámparas estaban reducidas a 
     cristales quebrados y metal abollado. Mi linterna estaba hecha puré. Sin 
     embargo, llevaba algunas bujías en un maletín. Estaban un poco machacadas, 
     pero aún se mantenían en una pieza. Regresé con el maletín y en el porche 
     lo abrí y extraje tres velas. 
     Entré a la habitación, donde encontré al muchacho parado justo donde lo 
     dejé, y encendí una vela. Las paredes estaban blanqueadas, el piso pelado. 
     Había un frío y enmohecido aroma, pero la cama parecía estar recién hecha, 
     a pesar que se sentía todo húmedo. 
     Con un par de gotas de su propio sebo, pegué la vela en la esquina de un 
     desvencijado escritorio. No había nada en la habitación, salvo dos sillas 
     desfondadas y una pequeña mesa. Volví a salir al porche a buscar mi 
     maletín, y lo puse en la cama. Quité el pestillo de cada ventana y abrí 
     los postigos. Entonces pregunté al muchacho, quien no se había movido ni 
     hablado, cuál era el camino hacia la cocina. Me guió a través del 
     vestíbulo, hacia la parte trasera de la casa. La cocina era grande, y no 
     tenía más moblaje que algunas sillas de pino, una banqueta de pino y una 
     mesa también de la misma madera. 
     Fijé dos velas en lados opuestos de la mesa. No había horno ni calentador 
     en esa cocina, solo una gran chimenea, y unas cenizas que olían y 
     semejaban tener más de un mes. La madera en la leñera estaba reseca, y 
     tenía un aroma rancio. Un par de herramientas, hachas, estaban oxidadas y 
     desafiladas, pero aún utilizables. Rápidamente hice un gran fuego. Para mi 
     sorpresa, ya que era una noche de mediados de junio y que el tiempo que 
     estaba seco y cálido, el muchacho, con sonrisa tosca en su poco agraciado 
     rostro, se reclinó sobre el fuego, extendiendo las manos y los brazos, 
     hasta casi el punto de tostarse a sí mismo. 
     "¿Tienes frío?" inquirí. 
     "Siempre tengo frío," replicó, acercándose ya peligrosamente al fuego, 
     hasta un punto que pensé que iba a quemarse. 
     Lo dejé tostándose a sí mismo mientras fui en busca de agua. Descubrí una 
     bomba, y tuve un gran trabajo para llenar dos baldes. Cuando puse el agua 
     a hervir, fui por mis cestas al porche. 
     Di una cepillada a la mesa y serví la vianda, pavo frío, jamón frío, pan 
     negro y pan blanco, aceitunas, conserva y pastel. Cuando la lata de sopa 
     estuvo caliente y hube servido el café, invité al chico a sentarse 
     conmigo. 
     "No tengo hambre," dijo; "ya cené." 
     Este chico era una nueva clase de muchacho; todos los chicos que conocía 
     eran voraces devoradores y siempre estaban listos para una nueva ingesta. 
     Yo mismo había sentido hambre, pero de algún modo cuando comencé a comer 
     ya tenía poco apetito, y difícilmente paladeaba la comida. Pronto terminé 
     con mi vianda, apagué el fuego y soplé las velas, y regresé al porche, 
     para sentarme en una de las mecedoras y ponerme a fumar. El muchacho me 
     siguió en silencio, y se sentó en el piso mismo del porche, apoyándose en 
     una columna y dejando uno de sus pies fuera, en la hierba. 
     "¿Qué haces cuando tu padre está fuera?" pregunté. 
     "Solo holgazanear," dijo. "Solo perder el tiempo." 
     "¿Qué tan lejos están de sus vecinos más cercanos?" pregunté. 
     "No hay vecinos cercanos que vengan aquí," indicó. "Dicen que temen a los 
     fantasmas." 
     Yo no estaba asustado; el lugar tenía el aspecto que usualmente se le 
     atribuye a las casas denominadas encantadas. Estaba impresionado por su 
     extraña manera de hablar del asunto, que era como si dijera que ellos 
     tenían miedo de un perro enojado. 
     "¿Has visto algún fantasma por aquí?" continué. 
     "Nunca los vi," respondió, como si hubiera mencionado vagabundos o 
     perdices. "Nunca los escuché. Algunas veces los siento." 
     "¿Tienes miedo a ellos?" pregunté. 
     "Nope," confesó. "No creo en fantasmas; creo en las pesadillas. ¿Alguna 
     vez tuvo pesadillas?" 
     "Raras veces," repliqué. 
     "Yo sí," dijo. "Siempre tengo la misma. Un gran marrano, grande como un 
     buey, que trata de comerme. Despierto tan asustado que podría seguir 
     corriendo. No hay escapatoria. Voy a dormir, y ahí está de nuevo. 
     Despierto más asustado que nunca. Pa decía que eran las tortas de trigo en 
     verano." 
     "Tu habrás hecho alguna broma, alguna vez," dije. 
     "Sip," dijo. "Una vez a una gran cerda, tomé uno de sus cerditos por la 
     pata trasera. Lo tuve por mucho tiempo. Lo dejé caer en el chiquero. 
     Desearía no haberlo hecho. Tengo esa pesadilla tres veces a la semana. Lo 
     peor es ser quemado. Vaya, siento los fantasmas ahora a nuestro alrededor. 

     Él no trataba de asustarme. Estaba simplemente opinando tal y como si 
     hablara de murciélagos o mosquitos. No le contesté, y me quedé 
     involuntariamente escuchándolo. Mi pipa se apagó. No quería fumar otra, 
     pero no me sentía con cansancio como para irme a la cama aún, ya que 
     estaba cómodo donde estaba, aunque el aroma del ailanthus era sumamente 
     desagradable. Volví a llenar mi pipa, la encendí y luego, mientras daba 
     una bocanada, me quedé adormilado por un momento. 
     Desperté con una sensación de que un suave tejido me surcó el rostro. El 
     chico seguía inmóvil. 
     "¿Viste eso?" pregunté rápidamente. 
     "No vi nada," dijo. "¿Qué fue?" 
     "Fue como si una red para atrapar mosquitos me hubiera rozado la cara." 
     "No hay tal red," aseguró; "fue un velo. Ese es uno de los fantasmas. 
     Alguno voló sobre usted; alguno lo tocó con sus largos y fríos dedos. Es 
     uno que arrastró un velo por sobre su rostro, bien, supongo que debe ser 
     Ma." 
     Hablaba con la inatacable convicción del niño en "We Are Seven". No 
     encontré palabras para replicar, y me levanté para ir a la cama. 
     "Buenas noches," dije. 
     "Buenas noches," hizo eco de mis palabras. " 
     Encendí un fósforo, encontré la vela y la fijé a la esquina de la ajada 
     mesa, y me desvestí. La cama tenía un confortable colchón de plumas y al 
     rato estaba dormido. 
     Tenía la sensación de haber estado dormido por un largo rato, cuando 
     comencé a tener una pesadilla, la misma pesadilla que describiera antes el 
     muchacho. Un enorme cerdo, grande como un caballo de carreta, que estaba 
     asomado con sus patas delanteras sobre la cama, tratando de hincarse sobre 
     mí. El animal grunó y resopló, y sentí que yo iba a ser su alimento. Sabía 
     que era solo un sueño, y me esforcé en despertar. 
     Entonces, la gigantesca bestia se movió torpemente, sobre los pies de la 
     cama, y me desperté. 
     Estaba en absoluta oscuridad, tan negra como si estuviera encerrado en un 
     baúl. Mi estremecimiento instantáneamente mermó y mis nervios se calmaron; 
     comprendí en donde estaba, y no sentí el menor pánico. Me di vuelta e 
     intenté volver a dormir. Entonces tuve una real pesadilla, no reconocible 
     como sueño, sobrecogedoramente real, una inenarrable agonía de horror sin 
     razón. 
     Había una Cosa en la habitación; no era un cerdo, ni ninguna otra criatura 
     identificable, sino una Cosa. Era grande como un elefante, y ocupaba la 
     estancia hasta el techo; tenía forma como de jabalí, sentado sobre sus 
     ancas, con sus cuartos delanteros rígidos. Tenía un hocico babeante y 
     rojo, repleto de grandes colmillos, y su mandíbula se movía como si 
     tuviera mucho hambre. Comenzó a encorvarse, lentamente, pulgada por 
     pulgada, hasta que sus vastas patas se montaron en la cama. 
     La cama se comprimió como papel secante húmedo, y sentí el peso de la Cosa 
     sobre mis pies, sobre mis piernas, sobre mi cuerpo y sobre mi pecho. 
     Estaba hambriento, y yo era su platillo, y sus fauces chorreantes se 
     acercaban cada vez más a mi cara. 
     Entonces la indefensión del sueño que me había dejado incapaz de moverme, 
     súbitamente cedió, y grité y me desperté. Esta vez había sentido verdadero 
     terror y no pude despojarme del mismo fácilmente. 
     Era cerca del amanecer: podía discernir levemente a través de los sucios 
     ventanales. Encendí el muñón de la vela y las otras dos, me vestí 
     precipitadamente, hice mi maletín, y lo puse en el porche, contra la 
     pared. Entonces llamé al chico. Súbitamente me di cuenta que no me había 
     dicho su nombre ni yo se lo había preguntado. 
     Grité "¡Hola!" un par de veces, pero no hubo respuesta. Ya no aguantaba 
     más esa casa. Aún estaba empapado del pánico de la pesadilla. Desistí de 
     seguir gritando, no lo busqué, pero con las dos velas, fui a la cocina. 
     Tomé un trago de café frío y comí un biscuit mientras me apresuré a meter 
     mis pertenencias en las cestas. Entonces, dejando un dólar de plata en la 
     mesa, salí con las canastas y las dejé en el porche, junto a mi maletín. 
     Ya había un poco más de luz, la necesaria como para ver el camino. El 
     rocío de la noche había provocado que el paisaje se viera más 
     descorazonador que antes. Sin embargo, todo estaba sereno. No había 
     huellas de ruedas o de herraduras en el camino. La piedra elevada, que 
     ciertamente había causado mi desastre, se erguía como un centinela, frente 
     a donde me encontraba. 
     Me propuse hallar un taller de herrero. Antes que iniciara mi marcha, el 
     sol había ya salido y estaba calentando, no muy alto en el horizonte. 
     Luego de caminar bastante, me acaloré en demasía, y me pareció haber 
     caminado diez millas más que seis cuando llegué a la primer casa. Era una 
     casa pulcramente pintada y cercana a una carretera, con una cerca blanca a 
     lo largo de su jardín. 
     Estaba casi por abrir la puerta cuando un gran perro negro, con una cola 
     ondulada, brincó desde los arbustos. No se puso a ladrar, sino que se 
     sentó tras la puerta, moviendo su cola y observándome con ojos amistosos; 
     yo dudé, tenía mi mano en el picaporte, y lo consideré. El perro podía no 
     ser tan amigable como parecía, y su visión me hizo caer en cuenta que a 
     excepción del muchacho, no había visto otra criatura viviente en la casa 
     en donde había pasado la noche; no había perro ni gato; ni siquiera sapos 
     o aves. Mientras estaba cavilando sobre esta impresión, un hombre salió 
     del interior de la casa. 
     "¿Muerde su perro?" pregunté. 
     "No," respondió; "no muerde, pase usted." 
     Le conté que había tenido un accidente con mi automóvil, y le pregunté si 
     podría conducirme a algún taller de herrería, y luego, de nuevo al lugar 
     de mi siniestro. 
     "Cierto," respondió. "Feliz de ayudarle. ¿Dónde chocó?" 
     "En frente de la casa gris, seis millas atrás," respondí. 
     "¿Esa gran casa de piedra?" interrogó. 
     "La misma," asentí. 
     "¿Usted vino por aquí antes?" preguntó asombrado. "No lo oí." 
     "No," dije; "vine desde la otra dirección." 
     "¿Porque," meditó, "usted tuvo que chocar antes del amanecer. Vino usted a 
     través de las montañas durante la noche?" 
     "No," repliqué; "choqué antes de que caiga la noche." 
     "¡Anochecer!" exclamó. "¿Dónde diablos pasó usted la noche, entonces?" 
     "Dormí en la casa, frente a la cual choqué." 
     "¿En esa gran casa de piedra, entre los árboles?" preguntó como 
     demandando. 
     "Sí," asentí. 
     "¿Por qué?" trinó excitado, "¡Esa casa está encantada! Dicen que si uno 
     pasa por ahí después del anochecer, no se puede decir a que lado del 
     camino se alza la gran piedra blanca." 
     "No lo pude comprobar hasta después del anochecer," dije. 
     "¡Vaya!" exclamó. "¡Mire usted! ¡Y usted durmió en la casa! ¿En verdad 
     usted durmió allí? 
     "Dormí muy bien," dije. "Excepto por una pesadilla, dormí toda la noche." 
     "Bueno," comentó, "no pasaría la noche en esa esa casa, ni siquiera por mi 
     salvación. ¡Y usted se quedó ahí anoche! ¿Cómo diablos se le ocurrió 
     entrar?" 
     "El muchacho me llevó," dije. 
     "¿Qué clase de muchacho?" preguntó, sus ojos fijos en mi con una rara y 
     rústica expresión de absorto interés. 
     "Robusto, pecoso, tenía labio leporino," dije. 
     "¿Y hablaba como si su boca estuviera llena de puré?" inquirió. 
     "Sí," respondí; "un mal caso de paladar partido." 
     "¡Bueno!" exclamó. "Nunca creí en fantasmas, y nunca creí que esa casa 
     estuviera encantada, pero ahora lo se. ¡Y usted durmió ahí!" 
     "No vi ningún fantasma," repliqué ya un poco irritado. 
     "Usted vio un fantasma, seguro," contestó solemnemente. "Ese muchacho del 
     labio leporino, ha muerto hace seis meses."