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lunes, 18 de octubre de 2010

La larva -- Rubén Darío





Como se hablase de Benvenuto Cellini y alguien sonriera de la afirmación que hace el gran artífice en su Vida, de haber visto una vez una salamandra, Isaac Codomano dijo:

-No sonriáis. Yo os juro que he visto, como os estoy viendo a vosotros, si no una salamandra, una larva o una ampusa.

Os contaré el caso en pocas palabras.

Yo nací en un país en donde, como en casi toda América, se practicaba la hechicería y los brujos se comunicaban con lo invisible. Lo misterioso autóctono no desapareció con la llegada de los conquistadores. Antes bien, en la colonia aumentó, con el catolicismo, el uso de evocar las fuerzas extrañas, el demonismo, el mal de ojo. En la ciudad en que pasé mis primeros años se hablaba, lo recuerdo bien, como de cosa usual, de apariciones diabólicas, de fantasmas y de duendes. En una familia pobre, que habitaba en la vecindad de mi casa, ocurrió, por ejemplo, que el espectro de un coronel peninsular se apareció a un joven y le reveló un tesoro enterrado en el patio. El joven murió de la visita extraordinaria, pero la familia quedó rica, como lo son hoy mismo los descendientes. Aparecióse un obispo a otro obispo, para indicarle un lugar en que se encontraba un documento perdido en los archivos de la catedral. El diablo se llevó a una mujer por una ventana, en cierta casa que tengo bien presente. Mi abuela me aseguró la existencia nocturna y pavorosa de un fraile sin cabeza y de una mano peluda y enorme que se aparecía sola, como una infernal araña. Todo eso lo aprendí de oídas, de niño. Pero lo que yo vi, lo que yo palpé, fue a los quince años; lo que yo vi y palpé del mundo de las sombras y de los arcanos tenebrosos.

En aquella ciudad, semejante a ciertas ciudades españolas de provincias, cerraban todos los vecinos las puertas a las ocho, y a más tardar, a las nueve de la noche. Las calles quedaban solitarias y silenciosas. No se oía más ruido que el de las lechuzas anidadas en los aleros, o el ladrido de los perros en la lejanía de los alrededores.

Quien saliese en busca de un médico, de un sacerdote, o para otra urgencia nocturna, tenía que ir por las calles mal empedradas y llenas de baches, alumbrado a penas por los faroles a petróleo que daban su luz escasa colocados en sendos postes. Algunas veces se oían ecos de músicas o de cantos. Eran las serenatas a la manera española, las arias y romanzas que decían, acompañadas por la guitarra, ternezas románticas del novio a la novia. Esto variaba desde la guitarra sola y el novio cantor, de pocos posibles, hasta el cuarteto, septuor, y aun orquesta completa y un piano, que tal o cual señorete adinerado hacía soñar bajo las ventanas de la dama de sus deseos.

Yo tenía quince años, una ansia grande de vida y de mundo. Y una de las cosas que más ambicionaba era poder salir a la calle, e ir con la gente de una de esas serenatas. Pero ¿cómo hacerlo?

La tía abuela que me cuidó desde mi niñez, una vez rezado el rosario, tenía cuidado de recorrer toda la casa, cerrar bien todas las puertas, llevarse las llaves y dejarme bien acostado bajo el pabellón de mi cama. Mas un día supe que por la noche había una serenata. Más aún: uno de mis amigos, tan joven como yo, asistiría a la fiesta, cuyos encantos me pintaba con las más tentadoras palabras. Todas las horas que precedieron a la noche las pasé inquieto, no sin pensar y preparar mi plan de evasión. Así, cuando se fueron las visitas de mi tía abuela -entre ellas un cura y dos licenciados- que llegaban a conversar de política o a jugar el tute o al tresillo, y una vez rezada las oraciones y todo el mundo acostado, no pensé sino en poner en práctica mi proyecto de robar una llave a la venerable señora.

Pasadas como tres horas, ello me costó poco pues sabía en dónde dejaba las llaves, y además, dormía como un bienaventurado. Dueño de la que buscaba, y sabiendo a qué puerta correspondía, logré salir a la calle, en momentos en que, a lo lejos, comenzaban a oírse los acordes de violines, flautas y violoncelos. Me consideré un hombre. Guiado por la melodía, llegue pronto al punto donde se daba la serenata. Mientras los músicos tocaban, los concurrentes tomaban cerveza y licores. Luego, un sastre, que hacía de tenorio, entonó primero A la luz de la pálida luna, y luego Recuerdas cuando la aurora... Entro en tanto detalles para que veáis cómo se me ha quedado fijo en la memoria cuanto ocurrió esa noche para mí extraordinaria. De las ventanas de aquella Dulcinea, se resolvió ir a las de otras. Pasamos por la plaza de la Catedral. Y entonces...He dicho que tenía quince años, era en el trópico, en mí despertaban imperiosas todas las ansias de la adolescencia...

Y en la prisión de mi casa, donde no salía sino para ir al colegio, y con aquella vigilancia, y con aquellas costumbres primitivas... Ignoraba, pues, todos los misterios. Así, ¡cuál no sería mi gozo cuando, al pasar por la plaza de la Catedral, tras la serenata, vi, sentada en una acera, arropada en su rebozo, como entregada al sueño, a una mujer! Me detuve.

¿Joven? ¿Vieja? ¿Mendiga? ¿Loca? ¡Qué me importaba! Yo iba en busca de la soñada revelación, de la aventurera anhelada.

Los de la serenata se alejaban.

La claridad de los faroles de la plaza llegaba escasamente. Me acerqué. Hablé; no diré que con palabras dulces, mas con palabras ardientes y urgidas. Como no obtuviese respuesta, me incliné y toqué la espalda de aquella mujer que ni quería contestarme y hacía lo posible por que no viese su rostro. Fui insinuante y altivo. Y cuando ya creía lograda la victoria, aquella figura se volvió hacia mí, descubrió su cara, y ¡oh espanto de los espantos! aquella cara estaba viscosa y deshecha; un ojo colgaba sobre la mejilla huesona y saniosa; llegó a mí como un relente de putrefacción. De la boca horrible salió como una risa ronca; y luego aquella «cosa», haciendo la más macabra de las muecas, produjo un ruido que se podría indicar así:

-¡Kggggg!...

Con el cabello erizado, di un gran salto, lancé un gran grito. Llamé.

Cuando llegaron algunos de la serenata, la «cosa» había desaparecido.

Os doy mi palabra de honor, concluyó Isaac Codomano, que lo que os he contado es completamente cierto.

EL DIABLO -- GUY DE MAUPASSANT




EL DIABLO


    El campesino permanecía de pie, frente al médico, ante el lecho de la moribunda. La vieja, tranquila, resignada, lúcida, miraba a los dos hombres y los oía charlar. Iba a morir. No se rebelaba, su tiempo había terminado. Tenía noventa y dos años.
    Por la ventana y la puerta abiertas, el sol de julio entraba a raudales, lanzaba su llama caliente sobre el suelo de tierra oscura, sinuoso y aplastado por los zuecos de cuatro generaciones de los aldeanos. También llegaban los olores del campo, traídos por brisa ardiente, olores de hierbas, de trigo, de hojas, quemadas bajo el calor del mediodía. Los saltamontes zumbaban exasperados, llenaban el campo de una crepitación aguda, parecida al ruido de las carracas de madera que venden a los niños en las ferias.
    El médico, elevando la voz, decía:
    —Honoré, no puedes dejar a tu madre sola en este estado ¡Se va a morir de un momento a otro!
    Y el campesino, desolado, repetía:
    —Pero tengo que recoger el trigo. Hace ya demasiado que está segado. Y ahora, precisamente, el tiempo es bueno. ¿Tú que dices, madre?
    Y la vieja moribunda, atenazada aún por la avaricia normanda decía que sí con los ojos y la cabeza, animaba a su hijo a recoger el trigo y a dejarla morir completamente sola.
    Pero el médico se enfadó y, golpeando el suelo con el pie dijo:
    —Eres un verdadero animal, ¿me has oído?, y no te permitiré hacer eso, ¿me has oído? Y si no tienes más remedio que recoger el trigo hoy mismo ¡vete a buscar a la Rapet, demonio, y encárgale que cuide a tu madre! Lo digo yo, ¿me has oído? Y si no me obedeces, te dejaré reventar como un perro cuando tú estés enfermo, ¿me has oído?
    El campesino, alto y delgado, de gestos lentos, torturado por la indecisión, por el miedo al médico y por el amor feroz al ahorro, dudaba, calculaba, balbucía:
    —¿Cuánto cobra la Rapet por cuidar un enfermo? El médico gritaba:
    —¿Y yo qué sé? Depende del tiempo que le pidas. ¡Arréglatelas con ella, diablo! Pero quiero que esté aquí dentro de una hora, ¿me has oído?
    El hombre se decidió.
    —Ya voy, ya voy. No se enfade, señor doctor. Y el doctor se fue, advirtiendo:
    —Ya lo sabes, ya lo sabes: ten cuidado, que yo no bromeo cuando me enfado.
    En cuanto se quedó solo, el campesino se volvió hacia su madre, y, con voz resignada, le dijo:
    —Voy a buscar a la Rapet, ya que él se empeña. Quédate tranquila hasta que yo vuelva.
    Y salió.
    La Rapet, una vieja planchadora, velaba a los muertos y a los moribundos del municipio y de los alrededores. Después, cuando había cosido a sus clientes dentro de la sábana de la que no debían salir más, volvía a coger su plancha con la que restregaba la ropa de los vivos. Arrugada como una manzana vieja, malvada, celosa, avara con una avaricia rayana en lo anormal, doblada en dos como si se le hubiera roto la cintura por el eterno movimiento de la plancha sobre las telas, se diría que tenía una especie de amor monstruoso y cínico por la agonía. Sólo hablaba de las personas que había visto morir, de todas las variedades de muertes a las que había asistido. Y las contaba con una gran profusión de detalles siempre parecidos, como un cazador habla de las piezas cobradas.
    Cuando Honoré Bontemps entró en su casa, la encontró preparando agua con añil, para los cuellos de las aldeanas.
    —Buenas tardes. ¿Qué tal le va, tía Rapet?
    Ella volvió la cabeza hacia él.
    —Así, así. ¿Y a ti?
    —¡Oh! A mí, bien. Es mi madre la que anda mal.
    —¿Tu madre?
    —Sí, mi madre.
    —¿Qué tiene tu madre?
    —Pues que está en las últimas.
    La vieja retiró las manos del agua cuyas gotas, azuladas transparentes le chorreaban hasta la punta de los dedos y caían en el balde.
    Preguntó, con súbita simpatía:
    —¿Tan mal está?
    —El médico dice que no pasa de esta tarde.
    —Pues, entonces, sí que está mal.
    Honoré titubeó. Necesitaba algunos preámbulos para la propuesta que preparaba.  Pero, como no se le ocurría nada, se decidió de golpe:
    —¿Cuánto me llevaría por cuidarla hasta el final? Ya sabe que no somos ricos. Ni siquiera puedo pagarme una criada. Es eso lo que la ha puesto así, a mi pobre madre; demasiado trabajo, demasiadas fatigas. Trabajaba por diez, a pesar de sus noventa y dos años. Ya no queda gente como ella.
    La Rapet respondió gravemente:
    —Hay dos precios: dos francos el día y tres la noche, para los ricos. Un franco el día y dos la noche, para los otros. Tú me darás uno y dos.
    Pero el campesino reflexionaba Conocía bien a su madre. Sabía lo tenaz, lo vigorosa y lo resistente que era. Aquello podía durar ocho días, a pesar de la opinión del médico.
    Resueltamente, dijo:
    —No. Preferiría que me hiciese un precio, vamos, un precio hasta el final. Usted se arriesga y yo también. El médico dice que morirá pronto. Si es así, mejor para usted, peor para mí.  Pero si aguanta hasta mañana o más, mejor para mí, peor para usted.
    La vieja, sorprendida, miraba al hombre. Nunca había tratado una muerte a destajo. Dudaba, tentada por la idea de probar suerte. Después sospechó que la querían engañar.
    —No puedo decir nada hasta que no haya visto a tu madre —contestó.
    —Venga a verla.
    Ella se secó las manos y lo siguió inmediatamente.
    Durante el camino no hablaron nada. Ella andaba de prisa, mientras que él levantaba sus grandes piernas como si debiera, cada paso, atravesar un arroyo.
    Las vacas acostadas en los campos, agobiadas por el calor, levantaban la cabeza pesadamente y lanzaban débiles mugidos a aquellas dos personas que pasaban, para pedirles hierba fresca.
    Al acercarse a su casa, Honoré Bontemps murmuró:
    —¿Y si ya se hubiera acabado?
    Y su deseo inconsciente se manifestó en el sonido de su voz. Pero la vieja no se había muerto. Permanecía echada sobre la espalda, en su camastro, con las manos sobre el cobertor de lana color violeta; unas manos horriblemente delgadas, contraídas, semejantes a animales extraños, a cangrejos, y agarrotadas por los reumatismos, las fatigas, los trabajos casi seculares habían realizado.
    La Rapet se aproximó a la cama y miró atentamente a la moribunda. Le tomó el pulso, le palpó el pecho, la oyó respirar, le hizo preguntas para oírla hablar. Después, la contempló todavía buen rato y salió seguida de Honoré. Su opinión estaba formada. La vieja no llegaría a la noche. Él le preguntó:
    —¿Entonces, qué?
    La mujer respondió:
    —Pues que esto durará dos días, quizá tres. Me pagarás seis ricos por todo.
    Él exclamó:
    —¡Seis francos! ¡Seis francos! ¿Ha perdido la cabeza? Le digo que tiene para cinco o seis horas, no más.
    Y los dos discutieron mucho tiempo, encarnizadamente Como la mujer iba a volverse atrás, como el tiempo pasaba, como el trigo no se iba a recoger solo, al fin él aceptó:
    —Bueno, de acuerdo. Seis francos.
    Y se marchó a grandes zancadas hacia su trigo, tendido en el suelo, bajo el sol pesado que hace madurar las cosechas.
    La mujer entró en la casa.
    Había traído trabajo. Porque, al lado de los moribundos y de los muertos, trabajaba sin descanso, o bien para ella, o bien para la familia que la empleaba en esta tarea a cambio de un suplemento de salario.
    De pronto, preguntó:
    —¿La han sacramentado, al menos, tía Bontemps?
    La campesina dijo que no con la cabeza. Y la Rapet, que era devota, se levantó con vivacidad.
    —¡Santo Dios! ¿Es posible? Voy a buscar al señor cura.
    Y se precipitó hacia la rectoral, tan de prisa que los chiquillos en la plaza, viéndola trotar de aquella manera, creyeron que había sucedido alguna desgracia.
    El sacerdote vino en seguida, con su sobrepelliz, precedido del monaguillo que tocaba una campanilla para anunciar el paso de Dios por el campo ardiente y en calma. Los hombres que trabajaban a lo lejos, se quitaban sus grandes sombreros y permanecían inmóviles esperando que la blanca vestidura desapareciera detrás de una granja. Las mujeres que recogían las gavillas se enderezaban para hacer la señal de la cruz. Unas gallinas negras, asustadas, huían a lo largo de las zanjas, balanceándose sobre las patas, hasta el agujero, que conocían bien, donde desaparecían bruscamente. Un potro, atado en un prado, se asustó al ver la sobrepelliz y se puso a dar vueltas al extremo de la cuerda, lanzando coces. El monaguillo, de sotana roja, iba de prisa. Y el sacerdote, con la cabeza inclinada sobre un hombro y cubierto con su bonete cuadrado, lo seguía murmurando oraciones. Y la Rapet venía detrás, completamente inclinada, doblada en dos, como para prosternarse mientras andaba, y con las manos juntas, como en la iglesia.
    Honoré los vio pasar desde lejos.
    —¿A dónde va nuestro párroco? —preguntó.
    Su jornalero, más sutil, respondió:
    —A llevar el Señor a tu madre, rediez.
    El campesino no se asombró:
    —Ah, pues podría ser.
    Y volvió a la faena.
    La tía Bontemps se confesó, recibió la absolución, comulgó. Y el sacerdote se volvió, dejando solas a las dos mujeres en la casucha sofocante.
    Entonces, la Rapet empezó a observar a la moribunda, preguntándose si aquello iba a durar mucho.
    El día iba declinando. El aire, más fresco, entraba en ráfagas más fuertes, hacía ondear contra la pared una estampa de Epinal sostenida por dos alfileres. Las cortinillas de la ventana, que habían sido blancas y ahora estaban amarillas y llenas de excrementos de mosca, parecían volar, forcejear, querer irse, como el alma de la vieja.
    Ella, inmóvil, con los ojos abiertos, tenía el aspecto de quien espera con indiferencia una muerte muy cercana que tarda en llegar. Su respiración, entrecortada, silbaba un poco en su garganta apretada. Se detendría dentro de un rato, y habría sobre la tierra una mujer menos, a la que nadie añoraría.
    Al caer la noche, volvió Honoré. Al acercarse al lecho vio que su madre vivía aún, y preguntó: «¿Qué tal?», como hacía antes, cuando ella no estaba bien.
    Después despidió a la Rapet, recordándole:
    —Mañana, a las cinco, sin falta.
    Ella contestó:
    —Mañana, a las cinco.
    Llegó, en efecto, al amanecer.
    Honoré, antes de irse a sus tierras, comía la sopa que había hecho él mismo.
    La mujer preguntó:
    Y qué, ¿ha muerto tu madre?
    Él contestó, con un guiño malicioso:
    —Está un poco mejor. 
    Y se marchó.
    La Rapet, presa de inquietud, se acercó a la agonizante, que permanecía en la misma situación, sofocada e impasible, con los ojos abiertos y las manos crispadas sobre el cobertor.
    Y la veladora comprendió que aquello podía seguir así dos días, cuatro días, ocho días. Y el espanto oprimió su corazón de avara, mientras que una cólera furiosa la hacía sublevarse contra aquel bribón que la había engañado y contra aquella mujer que no se moría.
    Se puso a trabajar, sin embargo, y esperé, con la mirada fija en el rostro arrugado de la tía Bontemps.
    Honoré volvió para almorzar. Parecía contento, casi guasón. Después volvió a salir. Realmente, estaba recogiendo el trigo en condiciones óptimas.
    La Rapet se exasperaba. Cada minuto que pasaba le parecía, ahora, tiempo robado, dinero robado. Tenía ganas, unas ganas locas, de coger por el cuello a aquella vieja borrica, a aquella vieja cabezona, a aquella vieja obstinada, y de detener, apretando un poco, aquel leve aliento jadeante que le robaba su tiempo y su dinero.
    Después reflexionó sobre el peligro que corría. Y, con otras ideas en la cabeza, se aproximó a la cama.
    —¿Ha visto ya al diablo? —preguntó.
    La tía Bontemps murmuró:
    —No.
    Entonces la veladora se puso a charlar, a contarle historias para aterrorizar su alma débil de moribunda.
    Unos minutos antes de morir, el diablo se aparecía, según ella, a todos los agonizantes. Tenía una escoba en la mano, un puchero en la cabeza, y lanzaba grandes gritos. Cuando se le veía, era el final, quedaban ya pocos instantes. Y enumeraba todos aquellos a quienes el diablo se había aparecido delante de ella, aquel año:
    Joséphin Loisel, Eulalie Ratier, Sophie Padagnau, Séraphine Grospied.
    La tía Bontemps, conmovida al fin, se agitaba, movía las manos, trataba de volver la cabeza para mirar hacia el fondo de la habitación.
    De pronto, la Rapet desapareció al pie de la cama. En un armario, cogió una sábana y se envolvió en ella. Se tapó la cabeza con el puchero, cuyos tres pies cortos y curvados se levantaban como tres cuernos. Agarró una escoba con la mano derecha y con la mano izquierda, un cubo de hojalata que lanzó bruscamente  al aire para que hiciera ruido al caer.
    Al chocar con el suelo, el cubo produjo un estrépito espantoso. Entonces subida en una silla, la veladora levantó la cortina que colgaba al extremo de la cama, y apareció, gesticulando, lanzando unos gritos agudos desde el fondo del pote de hierro que le tapaba la cara, y amenazando con su escoba, como un diablo de guiñol, a la vida campesina agonizante.
    Enajenada, con mirada de loca, la moribunda hizo un esfuerzo sobrehumano para incorporarse y escapar. Llegó a sacar de la cama los hombros y el pecho. Después, cayó hacia atrás, con un gran suspiro Todo había terminado.
    Y la Rapet, tranquilamente, volvió a colocar en su sitio todos los objetos: la escoba apoyada en el armario, la sábana dentro, el puchero en el hogar, el cubo en la tabla y la silla contra la pared. Después, con los gestos de una profesional, cerró los ojos enormes de la muerta, puso sobre la cama un plato, vertió dentro el agua bendita de la pila, sumergió en ella la rama de boj que colgaba sobre la cómoda y, arrodillándose, se puso a recitar con fervor las oraciones de los difuntos, que se sabía, , por su oficio, de memoria.
    Y cuando Honoré volvió, al atardecer, la encontró rezando, y calculó en seguida que ella le había ganado un franco, porque sólo habían pasado tres días y una noche, que en total hacían cinco francos, en lugar de los seis que él le debía.
    
  

Historia de fantasmas -- E.T.A. Hoffmann




Historia de fantasmas
E.T.A. Hoffmann


Cipriano se puso de pie y empezó a pasear, según costumbre, siempre que su ser estaba embargado por algo muy importante y trataba de expresarse ordenadamente, y recorrió la habitación de un extremo a otro.
Los amigos se sonrieron en silencio. Se podía leer en sus miradas: « ¡Qué cosas tan fantásticas vamos a oír!» Cipriano se sentó y empezó así:
-Ya saben que hace algún tiempo, después de la última campaña, me hallaba en las posesiones del Coronel de P... El Coronel era un hombre alegre y jovial, así como su esposa era la tranquilidad y la ingenuidad en persona.
Mientras yo permanecía allí, el hijo se encontraba en la armada, de modo que la familia se componía del matrimonio, de dos hijas y de una francesa que desempeñaba el cargo de una especie de gobernanta, no obstante estar las jóvenes fuera de la edad de ser gobernadas. La mayor era tan alegre y tan viva que rayaba en el desenfreno, no carente de espíritu; pero apenas podía dar cinco pasos sin danzar tres contradanzas, así como en la conversación saltaba de un tema a otro, infatigable en su actividad. Yo mismo presencié cómo en el espacio de diez minutos hizo punto... leyó..., cantó..., bailó, y que en un momento lloró por el pobre primo que había quedado en el campo de batalla y aún con lágrimas en los ojos prorrumpió en una sonora carcajada, cuando la francesa echó sin querer la dosis de rapé en el hocico del faldero, que al punto comenzó a estornudar, y la vieja a lamentarse: «Ah, che fatalità! Ah carino, poverino!» Acostumbraba a hablar al susodicho faldero sólo en italiano, pues era oriundo de Padua.
Por lo demás, la señorita era la rubia más encantadora que podía imaginarse, y en todos sus extraños caprichos dominaba la amabilidad y la gracia, de manera que ejercía una fascinación irresistible, como sin querer. La hermana más joven, que se llamaba Adelgunda, ofrecía el ejemplo contrario. En vano trato de buscar palabras para expresarles el efecto maravilloso que causó en mí esta criatura la primera vez que la vi. Imaginen la figura más bella y el semblante más hermoso. Aunque una palidez mortal cubría sus mejillas, y su cuerpo se movía suavemente, despacio, con acompasado andar, y cuando una palabra apenas musitada salía de sus labios entreabiertos y resonaba en el amplio salón, se sentía uno estremecido por un miedo fantasmal.
Pronto me sobrepuse a esta sensación de terror, y como pudiese entablar conversación con esta muchacha tan reservada, llegué a la conclusión de que lo raro y lo fantasmagórico de su figura sólo residía en su aspecto, que no dejaba traslucir lo más mínimo de su interior. De lo poco que habló la joven se dejaba traslucir una dulce feminidad, un gran sentido común y un carácter amable. No había huella de tensión alguna, así como la sonrisa dolorosa y la mirada empañada de lágrimas no eran síntoma de ninguna enfermedad física que pudiera influir en el carácter de esta delicada criatura.
Me resultó muy chocante que toda la familia, incluso la vieja francesa, parecían inquietarse en cuanto la joven hablaba con alguien, y trataban de interrumpir la conversación, y, a veces, de manera muy forzada. Lo más raro era que, en cuanto daban las ocho de la noche, la joven primero era advertida por la francesa y luego por su madre, por su hermana y por su padre, para que se retirase a su habitación, igual que se envía a un niño a la cama, para que no se canse, deseándole que duerma bien. La francesa la acompañaba, de modo que ambas nunca estaban a la cena que se servía a las nueve en punto.
La Coronela, dándose cuenta de mi asombro, se anticipó a mis preguntas, advirtiéndome que Adelgunda estaba delicada, y que sobre todo al atardecer y a eso de las nueve se veía atacada de fiebre y que el médico había dictaminado que hacia esta hora, indefectiblemente, fuera a reposar.
Yo sospeché que había otros motivos, aunque no tenía la menor idea. Hasta hoy no he sabido la relación horrible de cosas y acontecimientos que destruyó de un modo tan tremendo el círculo feliz de esta pequeña familia.
Adelgunda era la más alegre y la más juvenil criatura que darse pueda. Se celebraba su catorce cumpleaños, y fueron invitadas una serie de compañeras suyas de juego. Estaban sentadas en un bello bosquecillo del jardín del palacio y bromeaban y se reían, ajenas a que iba oscureciendo cada vez más, a que las escondidas brisas de julio comenzaban a soplar y que se acababa la diversión. En la mágica penumbra del atardecer empezaron a bailar extrañas danzas, tratando de fingirse elfos y ágiles duendes: «Óiganme -gritó Adelgunda, cuando acabó por hacerse de noche en el boscaje-, óiganme, niñas, ahora voy a aparecerme como la mujer vestida de blanco, de la que nos ha contado tantas cosas el viejo jardinero que murió. Pero tienen que venir conmigo hasta el final del jardín, donde está el muro.» Nada más decir esto, se envolvió en su chal blanco y se deslizó ligerísima a través del follaje, y las niñas echaron a correr detrás de ella, riéndose y bromeando. Pero, apenas hubo llegado Adelgunda al arco medio caído se quedó petrificada y todos sus miembros paralizados. El reloj del palacio tocó las nueve: « ¿No ven -exclamó Adelgunda con el tono apagado y cavernoso del mayor espanto-, no ven nada..., la figura... que está delante de mí? ¡Jesús! Extiende la mano hacia mí... ¿no la ven?»
Las niñas no veían lo más mínimo, pero todas se quedaron sobrecogidas por el miedo y el terror. Echaron a correr, hasta que una que parecía la más valiente saltó hacia Adelgunda y trató de cogerla en sus brazos. Pero en el mismo instante Adelgunda se desplomó como muerta. A los gritos despavoridos de las niñas, todos los del palacio salieron apresuradamente. Cogieron a Adelgunda y la metieron dentro. Despertó al fin de su desmayo y refirió temblando que, apenas entró bajo el arco, vio ante ella una figura aérea, envuelta como en niebla, que le alargaba la mano.
Como es natural, se atribuyó la aparición a la extraña confusión que produce la luz del anochecer. Adelgunda se recobró la misma noche, de tal modo, que no se temieron consecuencias algunas, y se dio el asunto por terminado. ¡Y, sin embargo, qué diferente fue! A la noche siguiente, apenas dieron las nueve campanadas, Adelgunda, presa de terror, en mitad de los amigos que la rodeaban, empezó a gritar: « ¡Ahí está, ahí está! ¿No la ven? ¡Ahí está, enfrente de mí!»
Baste saber que desde aquella desgraciada noche, apenas sonaban las nueve, Adelgunda volvía a afirmar que la figura estaba delante de ella y permanecía algunos segundos, sin que nadie pudiese ver lo más mínimo, o por alguna sensación psíquica pudiese percibir la proximidad de un desconocido principio espiritual.
La pobre Adelgunda fue tenida por loca, y la familia se avergonzó, por un extraño absurdo, del estado de la hija, de la hermana. De ahí aquel raro proceder, al que ya he hecho alusión. No faltaron médicos ni medios para librar a la pobre niña de una idea fija, que así llamaban a la aparición, pero todo fue en vano, hasta que ella pidió, entre abundantes lágrimas, que la dejasen, pues la figura que se le aparecía con rasgos inciertos e irreconocibles, no tenía nada de terrorífico, y no le producía ya miedo; incluso tras cada aparición tenía la sensación de que en su interior se despojase de ideas y flotase como incorpórea, debido a lo cual padecía gran cansancio y se sentía enferma. Finalmente, la Coronela trabó conocimiento con un célebre médico, que estaba en el apogeo de su fama, por curar a los locos de manera sumamente artera (mediante ardides muy ingeniosos). Cuando la Coronela le confesó lo que le sucedía a la pobre Adelgunda, el médico se rió mucho y afirmó que no había nada más fácil que curar esta clase de locura, que tenía su base en una imaginación sobreexcitada. La idea de la aparición del fantasma estaba unida al toque de las nueve campanadas, de forma que la fuerza interior del espíritu no podía separarlo, y se trataba de romper desde fuera esta unión. Esto era muy fácil, engañando a la joven con el tiempo y dejando que transcurriesen las nueve, sin que ella se enterase. Si el fantasma no aparecía, ella misma se daría cuenta de que era una alucinación y, posteriormente, mediante medios físicos fortalecedores, se lograría la curación completa.
¡Se llevó a efecto el desdichado consejo! Aquella noche se atrasaron una hora todos los relojes del palacio, incluso el reloj cuyas campanadas resonaban sordamente, para que Adelgunda, cuando se levantase al día siguiente, se equivocase en una hora. Llegó la noche. La pequeña familia, como de costumbre, se hallaba reunida en un cuartito alegremente adornado, sin la compañía de extraños. La Coronela procuraba contar algo divertido, el Coronel empezaba, según costumbre cuando estaba de buen humor, a gastar bromas a la vieja francesa, ayudado por Augusta, la mayor de las señoritas. Todos reían y estaban alegres como nunca.
El reloj de pared dio las ocho (y eran las nueve) y, pálida como la muerte, casi se desvaneció Adelgunda en su butaca... ¡la labor cayó de sus manos! Se levantó, entonces, el tenor reflejado en su semblante, y mirando fijamente el espacio vacío de la habitación, murmuró apagadamente con voz cavernosa: « ¿Cómo? ¿Una hora antes? ¡Ah! ¿No lo ven? ¿No lo ven? ¡Está frente a mí, justo frente a mí!» Todos se estremecieron de horror, pero como nadie viese nada, gritó la Coronela: « ¡Adelgunda! ¡Repórtate! No es nada, es un fantasma de tu mente, un juego de tu imaginación, que te engaña, no vemos nada, absolutamente nada. Si hubiera una figura ante ti, ¿acaso no la veríamos nosotros?... ¡Repórtate, Adelgunda, repórtate!» « ¡Oh, Dios...! ¡Oh, Dios mío -suspiró Adelgunda-, van a volverme loca! ¡Miren, extiende hacia mí el brazo, se acerca... y me hace señas!» Y como inconsciente, con la mirada fija e inmóvil, Adelgunda se volvió, cogió un plato pequeño que por casualidad estaba en la mesa, lo levantó en el aire y lo dejó... y el plato, como transportado por una mano invisible, circuló lentamente en torno a los presentes y fue a depositarse de nuevo en la mesa.
La Coronela y Augusta sufrieron un profundo desmayo, al que siguió un ataque de nervios. El Coronel se rehizo, pero pudo verse en su aspecto trastornado el efecto profundo e intenso que le hizo aquel inexplicable fenómeno.
La vieja francesa, puesta de rodillas, con el rostro hacia tierra, rezando, quedó libre como Adelgunda, de todas las funestas consecuencias. Poco tiempo después la Coronela murió. Augusta se sobrepuso a la enfermedad, pero hubiera sido mejor que muriese antes de quedar en el estado actual. Ella, que era la juventud en persona, como ya les describí al principio, se sumió en un estado de locura tal que me parece todavía más horrible y espeluznante que aquellos que están dominados por una idea fija. Se imaginó que ella era aquel fantasma incorpóreo e invisible de Adelgunda, y rehuía a todos los seres humanos, o se escondía en cuanto alguien comenzaba a hablar o a moverse. Apenas se atrevía a respirar, pues creía firmemente que de aquel modo descubría su presencia y podía causar la muerte a cualquiera. Le abrían la puerta, le daban la comida, que escondía al tomarla, y así, ocultamente, hacía con todo. ¿Puede darse algo más penoso?
El Coronel, desesperado y furioso, se alistó en la nueva campana de guerra. Murió en la batalla victoriosa de W... Es notable, muy notable, que desde aquella noche fatal, Adelgunda quedó libre del fantasma. Se dedica por entero a cuidar a su hermana enferma, y la vieja francesa la ayuda en esta tarea. Según me ha dicho hoy Silvestre, el tío de las pobres niñas, acaba de llegar para consultar con nuestro buen R... acerca del método curativo que debe emplearse con Augusta. ¡Quiera el Cielo facilitar esta improbable curación!
Cipriano calló y también los amigos permanecieron en silencio. Finalmente, Lotario exclamó: « ¡Esta sí que es una condenada historia de fantasmas! ¡Pero no puedo negar que estoy temblando, a pesar de que todo el asunto del plato volante me parece infantil y de mal gusto!» «No tanto -interrumpió Ottomar-, no tanto, ¡querido Lotario! Bien sabes lo que pienso acerca de las historias de fantasmas, bien sabes que estoy en contra de todos los visionarios.»
FIN

CAIN -- Fredric Brown



Fredric Brown



En el pasillo, al nuevo guardián, el pelirrojo, no le gustaban aquellos gemidos ahogados; no creía que fuera a gustarle aquel nuevo trabajo. Sin embargo, estaba de servicio, como Joe, durante toda la noche. Joe señaló con un dedo.
- Ése es Kiessling. Mató a su hermano. ¿Leíste en los diarios el juicio? - dijo.
- Sí - contestó el pelirrojo -. ¿Qué hora es?
- Las tres - respondió Joe -. Aún faltan dos horas.
En el interior de la celda, Dana Kiessling yacía rígido en su catre, con la boca hundida en el cojín que apenas lograba amortiguar los sonidos que él emitía. Se avergonzaba de aquellos sonidos; quería ser valiente. ¿Por qué no lo conseguiría? Su vida había sido un revoltijo tan espantoso. ¿Por qué no lograría el suficiente valor para estar tranquilo durante aquellas pocas horas que le quedaban?
Era un cobarde y ahora, ya fuera de toda duda, se daba cuenta de ello. Pero el saberlo no le ayudaba a luchar contra ello. ¿Estaría completamente deshecho mañana, se preguntaba, en el último minuto de aquella mañana? ¿Tendrían que llevarlo a rastras, gritando como una mujerzuela, empujándolo y sujetándolo a la silla de la que nunca más volvería a levantarse?
Era horroroso imaginar todo eso, pero más horrible resultaba la visión de sí mismo, sujeto ya a aquel invento mortífero, con la negra capucha sobre la cara, y luego el espasmo de su cuerpo al sentir la corriente.
Deseó gritar sólo al pensar en todo aquello. Y dentro de unas pocas horas ya no sería un mero pensamiento; sería un hecho, un hecho consumado. La corriente circulando por su cuerpo, un cuerpo espasmódico, convulsivo. Se acordó de las patas de las ranas en el laboratorio de química, del profesor que colocaba los dos cables, y de las súbitas convulsiones del anca. La rana ya estaba muerta; no había sentido nada en absoluto, pero sin embargo había dado aquellas sacudidas. Mas él estaría vivo cuando la corriente pasase a su través.
¿Viviría después? Eso ya sería el horror de los horrores. Sabía, pues había leído las descripciones de otras ejecuciones, que a veces resulta necesaria una segunda, o incluso una tercera aplicación de la corriente. La primera no siempre lograba matar.
La electricidad no era predecible; había leído en alguna parte que un hombre, un operario de la compañía eléctrica, había sufrido una serie de descargas de alta tensión, descargas que habían llegado a carbonizar varias partes de su cuerpo, pero que sin embargo sobrevivió.
Él también podría sobrevivir. Pero si así fuese, una segunda descarga, un segundo paroxismo de dolor, de carbón, de fuego atravesando sus entrañas, atravesando cada una de sus fibras. Y si ésta fallaba, una tercera. E infinitas, hasta que dictaminasen que ya estaba muerto, hasta que la vida que había en él, la vida que era él, hubiera desaparecido de su cuerpo.
Y después del dolor, la noche eterna de la muerte. También le asustaba esto; no quería morir. Le daba miedo morir.
El miedo a esa nada indefinida le atenazó con tanta fuerza que tuvo que morder el almohadón para no gritar. Siempre le había dado miedo la muerte. El miedo le había acompañado desde niño, desde que supo lo que era la muerte. Había soñado con ello. Y aquel miedo sólo había disminuido ligeramente mientras crecía. Y ahora volvía a él con la misma intensidad que cuando tenía diez años y la muerte de un amigo con el que cada día jugaba a la salida de la escuela había irrumpido en su mente haciéndole comprender su propia condición de mortal. La pena por la muerte de su compañero era sólo una bagatela en comparación con la idea: esto también puede ocurrirme a mi.
Aquella noche la había pasado llorando, igual como lo estaba haciendo esta noche; había intentado luchar contra el pánico de la misma forma en que ahora lo estaba intentando, y con igual suerte. Sin embargo, aquella noche sus padres le habían oído y estuvieron consolándole. Claro que ellos habían pensado que la razón de aquellos llantos era por la pérdida del amigo; habían confundido el miedo con la pena. Su madre se había sentado al borde de la cama y le había cogido de una mano, lo que le había ayudado a no sentirse solo. Pero esta noche se encontraba solo, completamente solo, en la noche más terrorífica de todas. Para una persona que se había pasado la vida temiendo la llegada de la muerte ¿no seria aquel el horror supremo, sabiendo que la muerte llegaría con el alba?
Volvió a morder el almohadón y lo encontró húmedo y empapado. Se echó sobre sus espaldas pero metiéndose el puño en la boca para no gritar.
Las ejecuciones eran increíblemente crueles, pensó. ¿Por qué no podría ser la ley tan compasiva con el criminal como éste lo hubiera sido con su víctima? George no había sufrido; ni siquiera había llegado a saber que iba a morir. Odiando como había odiado a George, y aún le había concedido esa gracia. No había pasado ni un segundo siquiera, ni una fracción de segundo, de miedo ni de conocimiento de lo que esperaba.
Mala suerte había tenido al ser atrapado por culpa de un maldito accidente de segunda categoría, una mera cuestión de guardabarros abollados, sólo dos millas más allá de la escena del crimen y mientras aún seguía con el coche robado. Ni siquiera había ocurrido por su culpa... o quizás sí, ya que, desde luego, se había puesto nervioso. Pero principalmente había sido culpa del otro conductor, queriéndole pasar en un cambio de rasante y cerrándole bruscamente al ver aparecer aquel camión enfrente de ellos. De todas formas tenía que reconocer que, de haber estado en su pleno juicio, habría podido evitar el accidente pisando el freno a fondo y dejando que el otro se colocase delante, en vez de querer acelerar para que no le pasase. El otro conductor había pensado lo mismo que él y también había acelerado. Luego, para evitar el choque de frente con el camión, se había lanzado contra él, incrustándole un guardabarros contra la parte trasera de su coche y enganchando los parachoques de forma que se vieron obligados a detenerse.
Desde luego, no había sido suya la culpa, pero un poco más de juicio por su parte quizá lo hubiera evitado todo. Y luego el coche-patrulla viniendo tan rápidamente, y el policía pidiéndoles sus carnets de conducir después de que él ya había dado un nombre falso...
Intentaba desesperadamente fijar su atención en aquella noche en lugar de hacerlo en la mañana siguiente. Procuraba concentrarse en el juicio, parte del cual conservaba en su memoria como si hubiera tenido lugar aquella misma tarde y otras partes, en cambio, borrosas. Trataba con todas sus fuerzas de pensar en el pasado, en algo, en lo que fuera, tanto si era malo como bueno, hiciera poco o mucho tiempo. Lo importante era apartar de su pensamiento los horrores del futuro, el futuro que le esperaba dentro de unas pocas horas.
Incluso en el asesinato que había cometido. ¿Se arrepentía de haberlo cometido? ¡Sí, sí! Aunque la verdad sea dicha, tampoco sabía si su arrepentimiento era auténtico o si se debía a las consecuencias que ya había tenido que sufrir y de las que aún tenían que llegar: la silla, la silla eléctrica, las quemaduras, las chamuscaduras...
Apartó sus pensamientos hacia la imagen de George.
¿Por qué haría la gente tanta montaña del asesinato del propio hermano? ¿Por qué juzgarían eso peor que la muerte de un extraño? Siendo así que él, George, era tan diametralmente distinto que ya no podía llamársele siquiera hermano. Un déspota, un asqueroso tiranuelo, siempre corrigiendo, siempre encontrándole faltas, exigiéndole pequeñas cantidades de dinero que le debía, mezquino, terco, rencoroso, odioso.
Y sobre todo, o mejor dicho por debajo de todo, avaro. Con una brillante carrera, casa propia y dos o tres mil dólares en el banco, ¿no había rehusado prestarle, categóricamente, casi insultante, a él, a su hermano, aquellos miserables quinientos dólares que él necesitaba para pagar las deudas que le habían caído encima sin ninguna culpa por su parte, y para rehacer su vida por un nuevo camino? Había sido tan terrible verse perseguido por todas partes, atormentado, azuzado...
Sólo por eso ya hubiera tenido motivos suficientes para matar a George. Sólo por esa crueldad inconsciente, esa avaricia, y especialmente por decirle aún que era «para su propio bien»; que haría más daño que beneficio el que le prestase dinero mientras no «aprendiese a ordenar y organizar su propia vida». ¡Su propio hermano, y además su hermano menor, hablándole de esta forma! Con un poco de pedantería, si es que podía jactarse de algo; con el propio orgullo o snobismo del que no ha apostado un centavo en las carreras en toda la vida, del que vigila cuanto bebe, del que se aparta de las mujeres sólo porque las teme.
Y, naturalmente, eso era precisamente lo que le convertía en la clase de tipo que se deja cazar más pronto o más tarde. Él, Dana, conocía a las mujeres y sabía cómo hay que tratarlas; ésa era la razón por la que a sus treinta años aún estaba soltero. Quizás le gustaban incluso demasiado y ésa era la razón por la que nunca había logrado demasiado de sí mismo, pero al menos no había caído en las redes del matrimonio. Cuando te gustan todas, no hay ninguna que te atrape.
Pero, ¡pobre tonto de George! Cada vez amasando más y más dinero y fama; hubiera sido sólo cuestión de tiempo que, a sus veinte años, una mujer no le echase el lazo.
Y a pesar de todo esto... bueno, no pudo conseguir prestados ni cuatro chavos de George, los cien o doscientos pavos que le hubieran permitido conseguir una pausa durante unos días hasta que le llegase el golpe de suerte. Dios, cómo le había molestado tener que suplicar a George por culpa de una cantidad tan pequeña, una cantidad que tan poco significaba para un hombre que ganaba quince o veinte mil al año y que era tan puritano que ni siquiera sabía cómo gastárselos si no era en su casa - ¿para qué necesitaba un soltero como él una casa? - que le había costado veinte mil dólares, en su lujoso coche, en el sirviente que le cuidaba la casa, y en pinturas. Al pollito le comenzaban a gustar ahora los cuadros, y había sido precisamente por culpa de un cuadro por lo que le había matado.
Había tenido la osadía, la mismísima noche en que le había negado el préstamo de quinientos dólares, de enseñarle una pintura por la que había pagado novecientos. Un cuadro moderno con la firma de un francés y que a Dana le había parecido un plato de sopa de guisantes. Y luego se había puesto a hablar de arte y de las delicadezas del mundo, cuando él, Dana, hacía dos meses que no podía pagar el alquiler de su casa.
Era duro tener que pasar con sólo quinientos al año; y sin embargo, ¿no podía pasar él con solo esta cantidad? ¿No había llegado a un punto en que con sólo quinientos tenía suficiente para librarse de todas sus deudas y preocupaciones y comenzar una nueva vida? Y aún tenía que soportar que la enseñasen unas pinturas - y vaya pinturas - que su hermanito, su puerco e imbécil hermanito, el que no había querido prestarle el dinero necesario para librarle de un mal paso, había comprado por novecientos dólares. Y precisamente un cuadro. Ni siquiera un grabado; él mismo tenía algunos grabados en su apartamento; era una tontería tener grabados, pero por lo menos no había pagado ni la cuarta parte de novecientos dólares por todos ellos y un par de vistas de cacerías.
Sí, aquella noche fue cuando decidió matarlo.
Sabía que su hermano no había hecho testamento; y como sus padres habían muerto y no había otros parientes más cercanos, resultaba que él era el único heredero. Digamos treinta mil en el banco, una casa valorada en veinte mil más, diez mil del mobiliario, un coche... Incluso después de pagar los derechos reales y el entierro, resultaba una bonita suma caída del cielo. Quizá cincuenta mil. Al menos cuarenta mil estaban asegurados. El sueldo de ocho años para un zoquete como él. ¿Qué podría hacer con todo eso?
Sí, aquella noche fue cuando decidió matarlo. Se había tomado un mes entero para estudiar hasta el más pequeño detalle, pues no tenía que sufrir el más mínimo resbalón, ni la más leve sospecha que hiciera pensar a la policía que la muerte de George no había sido producida por un accidente. Oh, había hecho un buen trabajo.
Y todo había ido sobre ruedas hasta que aquel maldito loco intentó adelantarle en pleno cambio de rasante...
Y ahora, mañana, ¡no, hoy! ¿Cuánto le quedaba ya? ¿Una hora, dos, tres horas? Seguro que faltaba una hora, por lo menos. Aún tenían que traerle el desayuno, aquel desayuno en que le permitirían tomar lo que le apeteciera... ¡como si le fuera posible poder comer! ¡Pero si un solo bocado de cualquier cosa le haría devolver! Y luego el capellán intentando confortarle con sus palabras... como si con ello pudiera ayudarle en algo. Luego vendría el barbero de la prisión para afeitarle la coronilla y la parte de su pierna donde le conectarían el otro electrodo. Y luego las miradas curiosas de los guardianes a través de los barrotes.
Los electrodos a través de los cuales la corriente carbonizante... Se escuchó a sí mismo gritando y volvió a morderse el puño, y al ver que ni así conseguía apagar sus gritos, volvió a hundir su rostro en el cojín para oír cómo sus gritos se convertían en sollozos entrecortados.
Un cobarde, desde luego. Pero ¿por qué no iba a comportarse como un cobarde, si realmente lo era? Aquellos hombres de las novelas que se dirigen hacia la silla o la horca con toda tranquilidad no eran más que pura imaginación. Un buey no siente miedo cuando lo conducen al matadero, pues no sabe qué es lo que le espera. Aquellos hombres que caminan tranquilamente saben qué es lo que les espera, pero únicamente como una abstracción; son incapaces de imaginárselo.
¿No sentiría cualquier hombre sensible, con imaginación, igual que él? Aquellos guardianes del exterior - podía escuchar el débil murmullo de sus voces una y otra vez - ¿serían más valientes que él?
¿Cuánto quedaba? ¿Tres horas... dos? De todas formas, no mucho.
Y luego el pasillo, el camino hasta (¿llegaría por su propio pie?), la habitación, la silla. El orinal caliente como le llamaban los presos. Uno de ellos incluso le había dicho:
- Amigo, te van a freír.
Freírle. Ni más ni menos que freírle, entre convulsiones espasmódicas, con la sangre hirviendo en las venas; la sacudida, carbonizado, agonizando de dolor... El anca de rana saltando en el laboratorio de química...
El almohadón volvía a estar entre sus dientes; pero a pesar de todo, gritaba. Luego, cuando se le acababa el aire de los pulmones, se detenía, y el silencio aún resultaba más terrorífico que sus propios gritos.
La muerte. Amigo, te van a freír. Y si la corriente no te mata la primera vez, te dan otra sacudida, volviendo a sentir en tu cuerpo aquel relámpago, y luego una tercera vez, con sacudidas horribles...
Y volvió a lanzar un alarido desgarrador.

- Joe, todo esto me revuelve el estómago - estaba diciendo en el pasillo, el guardián pelirrojo, el novato, mientras pensaba que aquel trabajo no iba a gustarle. No le gustaría en absoluto.
Joe, el otro guardián, sonrió.
- Ya te irás acostumbrando a ello - le dijo -. Cada noche hace lo mismo. Hace seis años fue indultado... volviéndose loco y comenzando a gritar por causa del miedo a la silla. Antes de que lo juzgaran. Sólo piensa que acaba de ser juzgado y sentenciado y que cada noche es la última.
El pelirrojo sudaba.
- Seis años. Eso es... - dijo.
Pero Joe ya lo había estado contando.
- Cerca de mil doscientas noches, y cada una de ellas es la última. Desde luego, no sé si fue mejor que lo indultasen.
El pelirrojo no dijo nada, pero comprendió que no iba a gustarle trabajar en un manicomio.

FIN

Apariciones de un Ángel -- Ángela




Apariciones de un Ángel
Ángela
Un día me encontraba en lo más recóndito del cielo, recostado en una nube, cuando de repente vino a mí esa figura, una imagen majestuosa y descomunal, su belleza era inmensa, tanto que perturbó mis pensamientos.
Entonces me puse de pie y me dispuse a buscar a aquella persona que me había puesto las alas de punta. Busqué por todo el cielo, pero mi búsqueda fue vana, no pude encontrar a nadie con semejante belleza.
Pasaron siglos y mi búsqueda seguía inconclusa, no podía entender porque no la encontraba, ¿acaso solo había sido un sueño? ¿No era real? No podía creer que no lo fuera, me negaba rotundamente. Entonces me recosté de nuevo en esa nube, aquella que me traía recuerdos del amor que nunca encontraría, cada vez me volvía mas loco al recordar semejante hermosura, sus ojos tan cálidos, su boca tan frágil y encantadora, aquellas mejillas sonrosadas, un hermoso cabello rojizo incandescente, su escultural figura me hacia pensar en los más viles deseos, mi juicio se perdía con su sola belleza, no podía conciliar el hecho de que sólo existiera en mis pensamientos.
Tal vez solo había sido una ilusión creada por mi perturbada mente, o un llamado divino, el cual anunciaba mi partida del cielo. Deseaba con todas mis fuerzas encontrarla, tenerla a mi lado por la eternidad, entonces me decidí, me levanté de un salto y volé lo más rápido que pude, caí en picada, baje a la tierra sin consentimiento de Dios, y me puse a indagar por todas partes, pero seguía sin aparecer. Solo quedaba un lugar en donde buscar, y si lo hacia seria mi ultimo vistazo al sol, así que me quede acostado en una piedra viendo el crepúsculo y grabé su efigie en mi memoria, respiré hondo y bajé.
Las cosas abajo (infierno) eran terroríficas, había miles de almas torturadas, sus gritos casi me dejaron sordo, traté de caminar con cautela para no ser descubierto, pasé por cada uno de los niveles, llegué a ver a los más viles demonios como a Aamon, Empusa, incluso vi a uno de nuestros antiguos amigos, un ángel caído, su nombre era Ertrael, no podía creer semejante masacre, pero que esperaba, estaba en el infierno, entonces bajé más, y entonces la encontré, su beldad era infinita, me quedé petrificado con semejante atractivo, era la mejor torturadora, sus víctimas reflejaban un dolor monstruoso, no pude hablar solo me quedé detenidamente a observarla, en ese momento sus ojos se posaron en mi, y entonces desperté de mi sueño inalienable.

No podía creer que solo había sido un sueño nada más, me levanté rápidamente, desplegué las alas, quería volar a sus brazos no importaba el castigo que me impusieran al dejar el cielo, entonces sentí un gran estremecimiento.

Mis alas habían sido arrancadas, jamás vería a mi amor verdadero, estaba condenado a no poder dejar el cielo nunca más.



Donde habite el olvido XII -- Luis Cernuda




Donde habite el olvido XII. Luis Cernuda
No es el amor quien muere, 
Somos nosotros mismos. 

Inocencia primera 
Abolida en deseo, 
Olvido de sí mismo en otro olvido, 
Ramas entrelazadas, 
¿Por qué vivir si desapareceréis un día? 

Sólo vive quien mira 
Siempre ante sí los ojos de su aurora, 
Sólo vive quien besa 
Aquel cuerpo de ángel que el amor levantara. 

Fantasmas de la pena, 
A lo lejos, los otros, 

Los que ese amor perdieron, 
Como un recuerdo en sueños, 
Recorriendo las tumbas 
Otro vacío estrechan. 

Por allá van y gimen, 
Muertos en pie, vida tras de la piedra, 
Golpeando impotencia, 
Arañando la sombra 
Con inútil ternura. 

No, no es el amor quien muere.