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sábado, 30 de octubre de 2010

EL FANTASMA Y EL ENSALMADOR -- John Sheridan Le Fanu





EL FANTASMA Y EL
ENSALMADOR
John Sheridan Le Fanu
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Al revisar los papeles de mi respetado y apreciado amigo Francis Purcell,
que hasta el día de su muerte y por espacio de casi cincuenta años
desempeñó las arduas tareas propias de un párroco en el sur de Irlanda,
encontré el documento que presento a continuación. Como éste había
muchos, pues era coleccionista curioso y paciente de antiguas tradiciones
locales, materia muy abundante en la región en la que habitaba. Recuerdo
que recoger y clasificar estas leyendas constituía un pasatiempo para él;
pero no tuve noticia de que su afición por lo maravilloso y lo fantástico
llegara al extremo de incitarle a dejar constancia escrita de los resultados de
sus investigaciones hasta que, bajo la forma de legado universal, su
testamento puso en mis manos todos sus manuscritos. Para quienes piensen
que el estudio de tales temas no concuerda con el carácter y las costumbres
de un cura rural, es conveniente resaltar que existía una clase de sacerdotes,
los de la vieja escuela, clase casi extinta en la actualidad, de costumbres
más refinadas y de gustos más literarios que los de los discípulos de
Maynooth.
Tal vez haya que añadir que en el sur de Irlanda está muy extendida la
superstición que ilustra el siguiente relato, a saber, que el cadáver que ha
recibido sepultura más recientemente, durante la primera etapa de su
estancia contrae la obligación de proporcionar agua fresca para calmar la sed
abrasadora del purgatorio a los demás inquilinos del camposanto en el que
se encuentra. El autor puede dar fe de un caso en el que un agricultor
próspero y respetable de la zona lindante con Tipperary, apenado por la
muerte de su esposa, introdujo en el féretro dos pares de abarcas, unas
ligeras y otras más pesadas, las primeras para el tiempo seco y las segundas
para la lluvia, con el fin de aliviar las fatigas de las inevitables expediciones
que habría de acometer la difunta para buscar agua y repartirla entre las
almas sedientas del purgatorio. Los enfrentamientos se tornan violentos y
desesperados cuando, casualmente, dos cortejos fúnebres se aproximan al
mismo tiempo al cementerio, pues cada cual se empeña en dar prioridad a
su difunto para sepultarle y liberarle de la carga que recae sobre quien llega
el último. No hace mucho sucedió que uno de los dos cortejos, por miedo a
que su amigo difunto perdiera esa inestimable ventaja, llegó al cementerio
por un atajo y, violando uno de sus prejuicios más arraigados, sus miembros
lanzaron el ataúd por encima del muro para no perder tiempo entrando por
la puerta. Se podrían citar numerosos ejemplos, y todos ellos pondrían de
manifiesto cuán arraigada se encuentra esta superstición entre los
campesinos del sur. Pero no entretendré al lector con más preliminares y
procederé a presentarle el siguiente:
Extracto de los manuscritos del difunto reverendo Francis Purcell, de
Drumcoolagh.
«Voy a contar la siguiente historia con todos los detalles que recuerdo y
con las propias palabras del narrador. Tal vez sea necesario destacar que se
trataba de un hombre, como se suele decir, bien hablado, pues durante
mucho tiempo enseñó las artes y las ciencias liberales que a su juicio era
conveniente que conocieran los despiertos jóvenes de su parroquia natal,
circunstancia ésta que podría explicar la aparición de ciertas palabras
altisonantes en el transcurso de la presente narración, más destacables por
su eufonía que por la corrección con que se emplean. Sin más preámbulos,
procedo a presentar ante ustedes las fantásticas aventuras de Terry Neil.
»Pues es una historia rara, y tan cierta como que yo estoy vivo, y hasta
me atrevería a decir que no hay nadie en las siete parroquias que pueda
contarla ni mejor ni con más claridad que yo, porque le pasó a mi padre y la
he oído de su propia boca cien veces. Y no es porque fuera mi padre, pero
puedo decir con orgullo que la palabra de mi padre era tan indigna de crédito
como el juramento de cualquier noble del país. Tanto es así que cuando
algún pobre hombre se metía en líos, siempre era él quien iba de testigo a
los tribunales. Pero bueno, eso da igual. Era el hombre más honrado y más
sobrio de los alrededores, aunque, eso sí, le gustaba un poco demasiado
empinar el codo. No había en todo el pueblo nadie mejor dispuesto para
trabajar y cavar, y era muy mañoso para la carpintería y para arreglar
muebles viejos y cosas por el estilo. Y como es natural, también le dio por
componer huesos, porque no había nadie como él para ajustar la pata de un
taburete o de una mesa, y puedo asegurar que nunca hubo ensalmador con
tantísima clientela, hombres y niños, jóvenes y viejos. No ha habido en el
mundo nadie que arreglara mejor un hueso roto. Pues bien, Terry Neil, que
así se llamaba mi padre, viendo que el corazón se le ponía cada día más
ligero y la cartera más pesada, cogió unas tierrecitas que pertenecían al
señor de Phelim, debajo del viejo castillo, un sitio bien bonito. Ya fuera de
noche o de día, iban a verle pobres desgraciados de toda la región con las
piernas y los brazos rotos, que no podían ni apoyar siquiera un pie en el
suelo, para que les juntara los huesos.
»Todo marchaba muy bien, señoría, pero era costumbre que cuando
Phelim salía al campo, unos cuantos arrendatarios suyos vigilasen el castillo,
como una especie de homenaje a la vieja familia, y la verdad, era un
homenaje muy desagradable para ellos, porque todo el mundo sabía que en
el castillo había algo raro. Al decir de los vecinos, el abuelo de Phelim, que
Dios tenga en su gloria, era un caballero de los pies a la cabeza pero le daba
por pasear en mitad de la noche, igual que lo hacemos usted o yo, y que
Dios quiera que sigamos haciendo, desde el día que se le reventó una vena
cuando sacaba un corcho de una botella. Pero a lo que vamos: el señor se
salía del cuadro en el que estaba pintado su retrato, rompía todos los vasos
y botellas que se le ponían por delante y se bebía lo que tuvieran, cosa que
no es de extrañar. Si por casualidad entraba alguien de la familia, volvía a
subirse a su sitio con cara de inocente, como si no supiera nada de nada, el
muy sinvergüenza.
»Pues bien, señoría, como iba diciendo, una vez los del castillo fueron a
Dublín a pasar una o dos semanas, así que, como de costumbre, varios
arrendatarios fueron a vigilar el castillo, y a la tercera noche le tocó el turno
a mi padre.
»"Maldita sea" se dijo para sus adentros. "Tengo que pasar en vela toda
la noche, y encima con ese espíritu vagabundo, que Dios confunda, dando la
tabarra por la casa y haciendo perrerías." Pero como no había forma de
librarse de aquello, hizo de tripas corazón y allá que se fue a la caída de la
noche, con una botella de whisky y otra de agua bendita.
»Llovía bastante y estaba todo oscuro y tenebroso cuando llegó mi
padre. Se echó un poco de agua bendita por encima y, al poco tiempo, tuvo
que beberse un vaso de whisky para entrar en calor. Le abrió la puerta el
viejo mayordomo, Lawrence O'Connor, que siempre se había llevado bien
con mi padre. Así que al ver quién era y que mi padre le dijo que le tocaba a
él vigilar en el castillo, el mayordomo se ofreció a velar con él. Estoy seguro
de que a mi padre no le pareció mal. Larry le dijo:
»-Vamos a encender fuego en el salón.
»-¿No será mejor en el comedor? -contesta mi padre, porque sabía que
el retrato del señor estaba en el salón.
»-No se puede encender fuego en el comedor, porque en la chimenea
hay un nido de grajillas -dice Lawrence.
»-Pues entonces vamos a la cocina, porque no me parece bien que una
persona como yo esté en el salón -va y dice mi padre.
»-Venga, Terry -dice Lawrence-. Si vamos a mantener la vieja
costumbre, más vale hacerlo como Dios manda.
»"¡Al diablo con las costumbres!", dijo mi padre, pero para sus adentros,
a ver si me entiende, porque no quería que Lawrence notara que tenía
miedo.
»-Bueno, como a ti te parezca, Lawrence -dice, y bajaron a la cocina
hasta que prendiera la leña en el salón, para lo que no tuvieron que esperar
mucho.
»Al poco rato subieron otra vez y se sentaron cómodamente junto a la
chimenea del salón y se pusieron a charlar, fumando y bebiendo a sorbitos el
whisky, con un buen fuego de leña y turba para calentarse las piernas.
»Pues señor, como iba diciendo, estuvieron hablando y fumando tan a
gusto hasta que Lawrence empezó a quedarse dormido, como solía pasarle
con frecuencia, porque era un criado viejo acostumbrado a dormir mucho.
»-Pero hombre, ¿será posible que te estés durmiendo? -dice mi padre.
»-No digas bobadas -le contesta Larry-. Es que cierro los ojos para que
no me entre el humo del tabaco, que me hace llorar. Así que no te metas
donde no te llaman -le dice muy tieso (porque el hombre tenía una panza
enorme, que Dios le tenga en su gloria)-, y continúa con lo que me estabas
contando, que te escucho -le dice, cerrando los ojos.
»Cuando mi padre se dio cuenta de que no servía de nada hablarle,
siguió con la historia de Jim Sullivan y su cabra, que es lo que estaba
contando. Era una historia bien bonita, y tan entretenida que podría haber
despertado a un lirón y aún más a un simple cristiano que se estaba
quedando dormido. Pero, según como lo contaba mi padre, creo que jamás
se ha oído nada por el estilo, porque le ponía toda el alma, como si le fuera
en ello la vida, porque quería que Larry se mantuviera despierto. Pero no le
sirvió de nada, porque lo invadió el sueño, y antes de que terminara de
contar la historia, Larry O'Connor se puso a roncar como un condenado.
»-¡Maldita sea! -dice mi padre-. Este tipo es imposible, es capaz de
dormirse en la misma habitación en la que ronda un espíritu. Que Dios nos
coja confesados -dice, y fue a sacudir a Lawrence para espabilarlo, pero cayó
en la cuenta de que si lo despertaba, seguramente se iría a la cama y lo
dejaría completamente solo, lo que sería todavía peor.
«"En fin, no molestaré al pobre hombre" pensó mi padre. "No estaría
bien interrumpirlo ahora que se ha quedado dormido. Ojalá estuviera yo
igual que él."
»Así que se puso a pasear por la habitación, rezando, hasta que rompió
a sudar, con perdón. Pero como no le servía de nada, se bebió lo menos
medio litro de alcohol para darse ánimos.
»"Ojalá estuviera tan tranquilo como Larry" se dijo. "A lo mejor me
duermo si me lo propongo."
»Y al tiempo que lo pensaba arrastró un sillón grande hasta el de
Lawrence y se acomodó lo mejor que pudo.
»Pero se me olvidaba contarle una cosa muy rara. Aunque no quería
hacerlo, de vez en cuando miraba al cuadro, y se dio cuenta de que los ojos
del retrato lo seguían a todas partes y lo miraban fijamente y hasta le hacían
guiños. Al ver aquello pensó: "Maldita sea mi suerte y el día en que se me
ocurrió venir aquí. Pero nada vale lamentarse. Si tengo que morir, más vale
armarse de valor."
»Pues bien, señoría, intentó tranquilizarse y hasta llegó a pensar que a
lo mejor se había quedado dormido, pero lo desengañó el ruido de la
tormenta, que hacía crujir las grandes ramas de los árboles y silbaba por el
tiro de las chimeneas del castillo. Una vez, el viento dio tal bufido que le
pareció que se iban a desmoronar los muros del castillo de lo fuerte que los
sacudió. De repente se acabó la tormenta, y la noche se quedó de lo más
apacible, como en pleno mes de julio. No habrían pasado más de tres
minutos cuando le pareció oír un ruido sobre la repisa de la chimenea. Mi
padre abrió una pizca los ojos y vio con toda claridad que el viejo señor salía
del cuadro poco a poco, como si se estuviera quitando la chaqueta. Se apoyó
en la repisa y puso los pies en el suelo. Y entonces, el viejo zorro, antes de
seguir adelante, se paró un rato para ver si los dos hombres dormían, y
cuando creyó que todo estaba en orden, estiró un brazo y agarró la botella
de whisky, y se bebió por lo menos medio litro. Cuando quedó satisfecho
dejó la botella en el mismo sitio de antes con todo el cuidado del mundo y se
puso a pasear por la habitación, tan sobrio como si no hubiera bebido ni una
gota de alcohol. Cada vez que se paraba junto a él, a mi padre se le venía un
olor a azufre, y le entró un miedo espantoso, porque sabía que es azufre
precisamente lo que se quema en el infierno, con perdón. Se lo había oído
contar muchas veces al padre Murphy, que tenía que saber lo que pasa allí.
El pobre ya ha muerto, que Dios lo tenga en su gloria. Mire usted, señoría,
mi padre estuvo bastante tranquilo hasta que se le acercó el espíritu. Madre
mía, le pasó tan cerca que el olor a azufre lo dejó sin respiración y le dio un
ataque de tos tan fuerte que casi se cayó del sillón en que estaba.
»-¡Vaya, vaya! -dice el señor parándose a poco más de dos pasos de mi
padre y volviéndose para mirarlo-. De modo que eres tú, ¿eh? ¿Qué tal te
va, Terry Neil?
»-A su disposición, señoría -dice mi padre (cuando se lo permitió el
susto que tenía, porque estaba más muerto que vivo)-. Me alegro de ver a
su señoría.
»-Terence -dice el señor-, eres un hombre respetable (cosa que es
cierta), trabajador y sobrio, un verdadero ejemplo de embriaguez para toda
la parroquia.
»-Gracias, señoría -respondió mi padre, cobrando ánimos-. Usted
siempre ha sido un caballero muy atento. Que Dios tenga en su gloria a su
señoría.
»-¿Que Dios me tenga en su gloria? -dice el espíritu (poniéndosele la
cara roja de ira)-. ¿Que Dios me tenga en su gloria? Pero ¡serás cretino y
bruto! ¿Qué modales son ésos? -dice-. Yo no tengo la culpa de estar muerto,
y la gente como tú no tiene que restregármelo por las narices a la primera
de cambio -dice, dando una patada tan fuerte en el suelo que casi rompió la
madera.
»-No soy más que un pobre hombre, tonto e ignorante -le dice mi
padre.
»-Desde luego que sí -dice el señor-, pero para escuchar tus tonterías y
hablar con gente como tú no me molestaría en subir hasta aquí, quiero decir
en bajar -dice, y a pesar de lo pequeño que fue el error, mi padre se dio
cuenta-. Escúchame bien, Terence Neil -dice-. Siempre fui un buen amo para
Patrick Neil, tu abuelo.
»-Sí que es verdad -dice mi padre.
»-Y además, creo que siempre fui un caballero correcto y sensato -dice
el otro.
»-Así es como yo lo llamaría, sí señor -dice mi padre (aunque era una
mentira muy gorda, pero ¡a ver qué iba a hacer!).
»-Pues aunque fui tan sobrio como la mayoría de los hombres, o al
menos como la mayoría de los caballeros, y aunque en algunas épocas fui un
cristiano tan extravagante como el que más, y caritativo e inhumano con los
pobres -va y dice-, no me encuentro muy a gusto donde vivo ahora, que
sería lo suyo.
»-Sí que es una lástima -dice mi padre-. A lo mejor su señoría debería
hablar con el padre Murphy...
»-Calla la boca, deslenguado -dice el señor-. No es en mi alma en lo que
estoy pensando. No sé cómo te atreves a hablar de almas con un caballero.
Cuando quiera arreglar eso, iré a ver a quien se ocupa de estas cosas. No es
mi alma lo que me molesta -dice sentándose frente a mi padre-. Lo que
tengo mal es la pierna derecha, la que me rompí en Glenvarloch el día en
que maté a Barney.
« (Más adelante, mi padre se enteró de que era uno de sus caballos
preferidos, que se cayó debajo de él al saltar la valla que bordea la cañada.)
»-¿No será que su señoría se siente incómodo por haberlo matado?
»-Calla la boca, estúpido -dice el señor-. Ahora te explico por qué me
molesta la pierna -dice-. En el lugar en que paso la mayor parte del tiempo,
a no ser los pocos ratos que me quedan para dar una vuelta por aquí, tengo
que andar mucho, cosa a la que no estaba acostumbrado antes -dice-; y no
me sienta nada bien, porque sabrás que a la gente con la que estoy le gusta
muchísimo el agua, porque no hay nada mejor para la sed y, además, allí
hace demasiado calor -dice-. Tengo la obligación de llevarles agua, aunque la
verdad es que yo me quedo con muy poca. Te puedo asegurar que es una
tarea complicada, porque esa gente parece estar seca y se la beben toda en
cuanto la llevo. Pero lo que me lleva a mal traer es lo débil que tengo la
pierna y, para abreviar, lo que quiero es que le des un par de tirones para
ponerla en su sitio.
»-Pues, señoría, yo no me atrevería a hacerle una cosa así a su señoría
-dice mi padre (porque no le apetecía lo más mínimo tocar al espíritu)-. Sólo
lo hago con pobres hombres como yo.
»-No seas pelotillero -dice el señor-. Aquí tienes la pierna -dice,
levantándola hacia mi padre-. Dale un buen tirón, porque si no lo haces, te
juro por todos los poderes inmortales que no te dejaré un solo hueso sano.
»Cuando mi padre oyó aquello, comprendió que no le iba a servir de
nada resistirse, así que cogió la pierna y se puso a tirar hasta que la cara se
le cubrió de sudor, bendito sea Dios.
»-Tira fuerte, imbécil -dice el señor.
»-Como mande su señoría -dice mi padre.
»-Más fuerte -dice el señor.
»Y mi padre tiró con todas sus fuerzas.
»-Voy a beber un traguito para darme ánimos -dice el señor, acercando
la mano a la botella y dejando caer todo el peso del cuerpo. Pero, con todo lo
listo que era, metió la pata, porque cogió la otra botella. -A tu salud, Terence
-dice-, y sigue tirando con todas tus fuerzas-. Levantó la botella de agua
bendita, pero casi no se la había acercado a los labios cuando soltó un grito
tan grande que pareció como si la habitación fuera a hacerse pedazos, y
pegó tal sacudida que mi padre se quedó con la pierna en las manos. El
señor dio un salto por encima de la mesa, y mi padre salió volando hasta el
otro extremo de la habitación y se cayó de espaldas en el suelo. Cuando
volvió en sí, el alegre sol de la mañana se colaba por las contraventanas, y él
estaba tumbado de espaldas en el suelo. Tenía agarrada la pata de una silla
que se había desprendido, y el viejo Larry seguía dormido como un tronco y
roncando. Aquella mañana, mi padre fue a ver al padre Murphy, y desde ese
día hasta el de su muerte no dejó de confesarse ni de ir a misa, y, como
hablaba poco de lo que le había pasado, la gente le creía más. En cuanto al
señor, o sea el espíritu, no se sabe si porque no le gustó lo que bebió o
porque perdió una pierna, el caso es que nadie lo volvió a ver deambular.»

GIBRÁN KHALIL GIBRÁN -- EL JARDÍN DEL PROFETA







GIBRÁN KHALIL GIBRÁN

EL JARDÍN DEL PROFETA

(1933)

El regreso del Profeta


Almustafá, el elegido y bieñamado, el que era amanecer de su propio día, volvió a su isla natal, en el mes de Ticrén, el mes del recuerdo.
Y su barca se acercó al puerto,. mientras él permanecía en pie, en la proa, rodeado de su tripulación.
Y tenía una sensación de bienvenida en su corazón. Habló, y el mar resonó en su voz, y dijo:
Mirad, es la isla que me vio nacer. Desde allí me lancé al mundo, con una canción y un acertijo; una canción para los cielos, y una pregunta para la tierra. Y, ¿qué hay entre el cielo y la tierra que lleve la canción y conteste la pregunta, excepto nuestra propia pasión?
El mar me arroja una vez más a estas playas. No somos .sirio una ola más de sus olas. Nos empuja para que seamos su voz. Pero, ¿cómo serlo, a menos que rompamos la simetría de nuestro corazón en la roca y en la arena?
Porque esta es la ley de los marineros y del mar: si quieres ser libre, tienes qué ser como la niebla. Lo informe busca desde' siempre la forma, como las incontables nebulosas tienden a convertirse en soles y lunas; y nosotros, que hemos buscado tenazmente, volvemos ahora a ésta isla. Hemos de convertirnos una vez más en niebla, y tenemos que aprender el principio-de todas las cosas. ¿Para nacer; para vivir hay que romper y fragmentar un mundo?
Para siempre estaremos en busca de playas, para poder cantar, y que nos oigan. Pero, ¿qué decir de la ola que se rompe donde nadie puede oírla? Lo que no escuchamos en nosotros es lo que alimenta nuestro dolor más hondo. Sin embargo, también lo no escuchado, lo insólito, es lo que forma nuestra: alma, para hacer nuestro destino.
Entonces, uno de sus marineros dio un paso adelante, y le dijo:
Maestro, has capitaneado nuestras ansias de llegar a este puerto, y mira: ya hemos` arribado. Sin embargo, hablas de dolor y de corazones que se han de romper.

Y el profeta respondió, diciendo:

¿No os he hablado de la libertad, y de la niebla, que es nuestra mayor libertad? Sin embargo, no sin pena hago este peregrinaje a la isla. en que nací, como un fantasma decapita­do que nuevamente volviera a arrodillarse ante quienes lo decapitaron.
Y otro marinero habló, y dijo:
Mira a la multitud en la rada. En su silencio ha predicho el día y la hora de tu llegada, y acuden, abandonando sus tierras y viñedos, acuciados por su amorosa necesidad, para venir a esperarte.
Y Almustafá miró a lo lejos, hacia la muchedumbre, y su corazón sintió aquella ansiosa espera, y guardó silencio. Luego, surgió un grito de la gente reunida, y fue un grito de afecto y súplica.

Y el profeta miró a sus marineros, y dijo:

¿Y qué les daré? Fui cazador, en una tierra lejana. Con destreza y fuerza he lanzado las flechas de oro que me dieron, pero no he traido ninguna pieza de caza. No seguí el curso de las flechas. Acaso estén ahora brillando al sol en las plumas de águilas heridas que no caerán a tierra. Y acaso estas puntas de flechas hayan caído en las manos de aquellos que las nece­sitan para conseguir pan y vino.
No sé dónde ha terminado el vuelo de estas flechas pero una cosa sí sé: han descrito su órbita en el cielo.
Y aun así, is mano del amor pesa todavía sobre mí, y vosotros, mis marineros, todavía lleváis en vuestras velas mi visión, y no seré mudo. Gritaré cuando la mano de las esta­ciones esté sobre mi garganta, y cantaré mis melodías cuando mis labios estén abrasados por las llamas.
Y los marineros sintieron turbación en sus corazones al hablar él de estas cosas. Y uno de ellos dijo:
Maestro, enséñanos todo lo que sabes, y es posible, puesto que tu sangre fluye en nuestras venas, y puesto que tu aliento tiene la misma fragancia que el nuestro, es posible que comprendamos.

Luego, él respondió, y el viento estaba en su voz, y dijo:

¿Me traéis a mi isla natal para que sea un maestro? Toda­vía no me he encerrado en la sabiduría. Demasiado joven soy, y demasiado inmaduro para hablar de otra cosa que no sea el yo interior, que por siempre es lo profundo, llamando a lo profundo.
Que aquel que busque la sabiduría la encuentre en el fondo de una copa, o en un poco de arcilla roja. Yo sigo siendo el poeta. Y seguiré cantando a la tierra, y cantaré vuestro sueño. Pero ahora, dejadme contemplar el mar.

Y ya el barco entraba en el puerto y atracaba en la rada, y así llegó el profeta a su isla natal, y estuvo una vez más entre su propia gente. Y surgió un gran grito de los corazones que lo esperaban, así que la soledad de su regreso al hogar se estremeció dentro de él.
Y la gente permanecía silenciosa, en espera de sus pala­bras, pero el profeta no les habló inmediatamente, pues la tristeza del recuerdo gravitaba sobre él, y dijo en su corazón:
¿He dicho que cantaré? No; sólo puedo abrir los labios para que la voz de la vida hable a través de mí, y salga el viento en busca de gozo y de confirmación.
Entonces, Karima, la que había jugado con él cuando eran niños, en el jardín de la madre del profeta, habló, y dijo:
Doce años has ocultado tu rostro de nosotros, y doce años hemos padecido hambre y sed de tu voz.
Y el profeta se quedo mirándola con-indecible ternura, porque había sido ella quien le había cerrado los ojos a la madre del profeta, cuando las. blancas alas de la muerte se la llevaron.

Y el respondió, diciendo:

¿Doce años? ¿Has dicho doce. años, -Karima? No he tiedido mi anhelo con la rutilante vara del tiempo, ni. he sondeado los años. Porque el amor, cuando tiene nostalgia del hogar, está más allá de la medida del tiempo, y del sondeo del tiempo.
Hay momentos qué contienen eones de separación. Sin embargo, separarse no es sino una ilusión de la mente. Acaso nunca nos-hayamos separado.
Y Almustafá miró al pueblo congregado, y los vio a todos: a jóvenes y a viejos, a robustos y endebles, a los de rostro curtido por el viento y el sol, y también a los pálidos; y en los rostros de todos ellos había una luz de anhelo y pre­gunta..
Y no de ellos habló, y dijo:
Maestro, la Vida ha sido amarga con nuestras esperanzas y nuestros anhelos. Nuestros corazones. están conturbados y no entendemos por qué. Te ruego que nos consueles; y que abras nuestras mentes al significado de nuestras penas.

Y el corazón del profeta se sintió conmovido, lleno de compasión, y dijo:

La Vida es más vieja que todos los seres vivientes; más que la belleza antes de que esta naciera y adquiriera alas en la Tierra; más que la Verdad, antes de que alguien la dijera.
La Vida canta en nuestros suencios, y. sueña cuando dormitamos. E incluso cuando estamos abatidos y rebajados, la Vida está en su trono, y muy alta. Y cuando lloramos, la Vida sonríe a la luz del sol, y es libre hasta cuando arrastra­mos nuestras cadenas.
A menudo damos a la Vida nombres amargos, pero sólo cuando nosotros mismos estamos amargados y oscuros. Y la consideramos vacía e inútil, pero -sólo cuando nuestra alma vaga por sitios desolados, y cuando el corazón está ebrio de sí mismo.
La Vida es profunda, y alta, y distante; y aunque sólo vuestra más amplia visión puede ver sus pies, la Vida está cerca; y aunque sólo el aliento de vuestro aliento llega a su corazón, la sombra de vuestra sombra cruza su rostro; y el eco de vuestro más tenue grito se convierte, en su pecho, en una primavera, y en un otoño.
Y la Vida está velada y oculta, así como vuestro ego supe­rior está oculto y velado. Sin embargo, cuando la Vida habla todos los vientos se tornan palabras; y cuando vuelve a hablar, las sonrisas de vuestros labios y las lágrimas de vuestros ojos también se convierten en palabras. Cuando la Vida canta, los sordos oyen, y se quedan extasiados; y cuando la Vida llega caminando, los ciegos la contemplan, se asombran, y la siguen, maravillados, atónitos.

Y Almustafá dejó de hablar, y un vasto silencio reinó en el pueblo congregado; y en ese silencio vibraba un canto nunca oído, y se consolaron todos de su soledad y de su pena.

Interludio


Y Almustafá se marchó en seguida, y siguió el, sendero que conducía -a su jardín, que había sido el jardín de su madre y dé su padre, y en donde dormían el sueño eterno, ellos y sus mayores.
Y algunos querían seguirlo, viendo- que era una reunión de bienvenida, y que el profeta estaba solo, pues no quedaba ningún pariente suyo qué preparara el banquete de bienveni­da, según la costumbre de su pueblo.
Pero el capitán de su nave los aconsejó, diciendo:
Dejad que se vaya solo. Porque su pan es el pan de la soledad, y su copa está llena del vino del recuerdo, que desea beber a solas.
Y los marineros se detuvieron, pues sabían que así era, tal como se lo había dicho el capitán. Y todos los que se habían reunido en la rada tuvieron que contener los pasos de sus deseos.
Sólo Karima siguió al profeta, de lejos, suspirando por la soledad de Almustafá, y por sus recuerdos. Y la mujer no habló, sino que, al cabo de un rato, se volvió y se fue a su propia casa, y en el jardín, bajo el almendro, lloró, sin saber el por qué.

La Nación


Y Almustafá llegó al jardín de sus padres, y entró en él, y cerró la reja, para que nadie lo siguiera.
Y durante cuarenta días y cuarenta noches vivió solo en aquella casa y en aquel jardín, y nadie fue a verlo en ese tiempo; nadie se acercó a la reja, pues permanecía cerrada, y toda la gente sabía que Almustafá deseaba estar solo.
Y al cabo de esos cuarenta días con sus noches, él abrió la reja, para que pudieran ir a verlo.
Y acudieron nueve hombres a acompañarlo en el jardín; tres marineros de su bárco, tres que habían servido- en el templo y tres que habían sido sus compañeros de juegos cuando eran niños. Y estos nueve eran sus discípulos.
Y una mañana, sus discípulos sentáronse en torno de él, y había distancias y remembranzas en los ojos del profeta. Y el discípulo de nombre Hafiz le dijo:
Maestro, cuéntame de la ciudad de Orfalese y de la tierra que pisaste allí esos doce años.

Y Almustafá guardó silencio un momento, y miró hacia las colinas y hacia el vasto éter, y había una batalla en su silencio.
Luego, dijo:
Amigos míos y compañeros de ruta, compadeced a la nación que está llena de creencias y vacía de religión.
Tened piedad de la nación que lleva vestidos que no teje ella misma, que come un pan cuyo trigo no cosecha y que bebe un vino que no mana de sus propios lagares.
Compadeced a la nación que aclama a un fanfarrón como a un héroe, y que considera bondadoso al oropelesco y despiadado conquistador.
Compadeced a la nación que desprecia las pasiones cuando duerme, pero que, al despertar, se somete a ellas. Compadeced a la nación que no eleva la voz más que cuando camina en un funeral, que no se enorgullece sino de sus ruinas, y que no se rebela sino cuando su cuello está colo­cado entre la espada y el zoquete de madera.
Compadeced a la nación cuyo estadista es un zorro, cuyo filósofo es un prestidigitador y cuyo arte es un arte de remiendos y gesticulaciones imitadoras.
Compadeced a la nación que da la bienvenida a su nuevo gobernante con fanfarrias, y lo despide con gritos destempla­dos, para luego recibir con más fanfarrias a otro nuevo gober­nante.
Compadeced a la nación cuyos sabios están aniquilados por los años, y cuyos hombres fuertes aún están en la cuna. Compadeced a la nación dividida en fragmentos, cada uno de los cuales se considera una nación.

Sueños y Primaveras


Y uno de sus discípulos dijo: Háblanos de lo que alienta en tu corazón, en este mismo instante.

Y el profeta miró profundamente a ese discípulo suyo, y hubo en su voz un sonido como de estrella que canta, y le dijo:

En vuestro sueño despierto, cuando estáis absortos, escu­chando a vuestro más profundo yo, vuestros pensamientos, como copos de nieve, caen, vibran y engalanan todos los sonidos de vuestros espacios con blanco silencio.
Y, ¿qué son los sueños despiertos, si no nubes que brotan como capullos, y florecen en el árbol del cielo de vuestro corazón? Y, ¿qué son vuestros pensamientos, si no pétalos que los vientos de vuestro corazón esparcen en las colinas y en los campos?
Y aunque anheléis la paz, hasta que lo informe en voso­tros cobre forma, así la nube se acumulará y vagará por los cielos, hasta que los Dedos Benditos moldeen los grises anhe­los en pequeños cristales que serán soles, y lunas, y estrellas. Luego, Sarkis, aquel que era a medias escéptico, habló, y dijo:
Pero vendrá la primavera, y todas las nieves de vuestros pensamientos se derretirán, y ya no serán nada.

Y el profeta replicó:

Cuando llegue la Primavera buscando a su amado entre las somnolientas arboledas y entre los sueños, ciertamente las nieves se derretirán, y correrán en arroyos a buscar al río del valle, para ser coperos de los mirtos y del lirio.
Así se derretirá la nieve de vuestro corazón cuando llegue la primavera; y así correrá vuestro secreto en arroyos que buscarán al río de la Vida, en el valle. Y el río llevará vuestro secreto, y lo llevarán al anchuroso mar.
Todas las cosas se derretirán y se transformarán en cantos, cuando llegue la.fprimavera. Hasta las estrellas, esos grandes copos de nieve que caen lentamente en los campos más vastos, se derretirán para formar arroyos cantarinos. Cuando el Sol de Su rostro surja del más vasto horizonte, ¿qué simetría congelada no se transformará en melopea líqui­da? Y entonces, ¿quién de vosotros no querrá ser el copero del mirto y el lirio?
Fue ayer, apenas, cuando estabais vagando en el ancho mar, y erais seres sin playas, y sin ego. Después, el viento soplo de la Vida, os tejió, como velo de luz en su rostro luego, su mano os reunió y os dio forma, y con la cabeza erguida buscasteis las alturas. Pero él mar siguió con vosotros, y aún mora su canto en vosotros. Y aunque hayáis olvidado quién fue vuestra primera madre, el vasto mar afirmará para siempre, en vosotros, su maternidad, y eternamente os llama­rá a su seno.
En nuestro vagar por las montañas y el desierto, siempre recordaréis la profundidad de su frío corazón. Y aunque a menudo no sepáis por qué. anheláis, o por qué sentís ansias, sin duda alguna tenéis nostalgia de su vasta y rítmica paz.
Y, ¿cómo podría ser de otro modo? En las arboledas y en las emparradas, cuando la lluvia danza en hojas en las coli­nas, cuando cae la nieve, como bendición y alianza, en el valle, cuando conducís vuestros ganados al río; en vuestros campos, cuando los hilos de plata de los arroyos hacen juntos el verde vestido de la tierra; en vuestros jardines, cuando el rocío tempranero refleja los cielos; en vuestros 'prados, cuando la niebla de la noche casi os oculta el camino... En todo esto, el vasto mar está con vosotros, testigo de vuestro legado, y objeto de vuestro amor.
Es el copo de nieve, en vosotros, que corre hacia el vasto mar.

Las Distancias


Y una mañana, mientras el profeta y sus discípulos paseü ban por el jardín, apareció ante la reja una mujer, y era Kari­ma, aquella a quién Almustafá había amado como a una hermana en su niñez. Y Karima permaneció en pie, afuera, sin pedir nada, sin siquiera tocar la reja, sino atisbando, con nostalgia y tristeza; hacia el jardín.
Y Almustafá vio el anhelo en los párpados de Karima, y con rápido paso llegó a la cerca y a la reja, y la abrió para que entrara, y ella entró, y fue bien recibida.
Y Karima habló, y dijo:
¿Dónde: te has ocultado de nosotros, para que no vivamos en la luz de tu presencia? Pues, mira: todos estos largos años te hemos amado y hemos anhelado que tornaras sano y salvo. Y ahora la gente pide a gritos verte y hablar contigo; y soy su mensajera para venir a buscarte, y para pedirte que aparezcas ante el pueblo y le expreses tu sabiduría, y para que. consueles a los afligidos e instruyas a los ignorantes.

Y, mirándola; Almustafá le dijo:

No me llames sabio, a menos que llames sabios a todos los hombres. Soy fruto inmaduro que aún cuelga de la rama, y apenas ayer no era sino un capullo.
Y no llames a nadie tonto ni ignorante, porque en verdad no somos ni sabios ni ignorantes. Somos hojas verdes en el árbol de- la Vida, y la Vida misma está más allá de la sabidu­ría; y seguramente más allá de nuestra ignorancia.
Y ¿en verdad me he aleado de vosotros? ¿No sabéis que no hay más distancia que la que el alma no abarca con la imaginación? Y que cuando el alma recorre esa distancia se transforma en ritmo del alma.
El espacio que hay entre vosotros y vuestro vecinó más indiferente es sin duda mayor -que el que hay entre vosotros y vuestro ser más querido, que mora más allá de las siete tierras y los siete mares.
Porque en el recuerdo no hay distancias; y sólo en el olvi­do hay un abismo que ni vuestra voz ni vuestra mirada pueden atravesar.
Entre las playas de los océanos y la cima de la más alta montaña hay un camino secreto que necesitáis recorrer, si queréis ser uno con los hijos de la tierra.
Y entre vuestro conocimiento y vuestra comprensión hay una senda secreta que tenéis que descubrir, si queréis ser uno con el hombre y, por ende, con vuestro propio ego.
Entre vuestra mano derecha, que da, y vuestra mano izquierda, que recibe, hay un gran espacio. Sólo haciendo que una y otra mano dé y reciba a la vez, podréis anular la distan­cia que las separa, pues sólo sabiendo que no tenéis nada que dar, y que no tenéis nada que recibir, podréis anular el vacío.
En verdad, la más vasta distancia es la que existe entre. vuestra visión en sueños vuestra vigilia; y la que existe entre lo que sólo es un acto, y o que es un deseo.
Y hay aún otra senda que tenéis que recorrer si queréis ser uno con la Vida. Pero de esa senda no os hablaré ahora, pues veo que ya estáis cansados de viajar.

El Profeta reencuentra su Pueblo


Luego, Almustafá y la mujer, acompañados de los nueve discípulos, fueron hasta el mercado, y el profeta habló al pueblo, a sus amigos y a sus vecinos, y había alegría en sus corazones y en sus ojos.

Y dijo Almustafá:

Crecéis en sueños, y vivís vuestra vida más rica mientras dormís. Por ello, todos vuestros días debierais pasarlos dando gracias por lo que habéis recibido en el silencio de la noche.
A menudo pensáis en la noche y habláis de ella como si fuera la estación del reposo, pero, en verdad, la noche es la. estación de la búsqueda y del encuentro.
El día os da el poder del conocimiento y enseña a vuestros dedos a ser diestros en el arte de recibir; pero es la noche la ue os conduce a la casa de tesoros de la Vida.
El Sol enseña a todo lo que crece el anhelo por, la luz. Pero es la noche la que las eleva hacia las estrellas.
En verdad es el silencio y quietud de la noche lo que teje un velo nupcial sobre los árboles del bosque y sobre las flores del jardín; y luego prepara el lujoso banquete y prepara la alcoba nupcial; y en ese santo silencio se concibe el maña­na, en el útero del tiempo.
Así sucede con vosotros, y así, buscáis y encontráis alimento y plenitud. Y aunque al alba el despertar borre vuestros recuerdos, la mesa de los sueños.siempre está dispues­ta y la alcoba nupcial siempre está esperando.
Y el profeta guardó silencio un rato, y ellos también, en espera de sus palabras. Luego, volvió a hablar y dijo.:

Sois espíritus, aunque alentéis en cuerpos, y, como aceite que arde en la oscuridad, sois llamas, aunque estéis presos en lámparas.
Si no fuerais más que cuerpos, comparecer ante vosotros y hablaros sería vano, como si un muerto llamara a los muertos. -Pero no es así. Todo lo que hay de inmortal en vosotros es libre de noche y de día; y no puede albergarse en ninguna casa, ni marchitarse, porque tal es la voluntad del Altísimo. Sois Su aliento, y sois como, el viento, que no puede capturarse, ni enjaularse. Y yo también soy el viento de Su aliento.

Y caminó entre ellos con paso rápido, y volvió a entrar en su jardín.

Y Sarkis,-aquel que era escéptico a medias, habló, y dijo,:
-¿Y qué nos dices de la fealdad, maestro? Tú nunca hablas de la fealdad.

Y Almustafá le contestó,, había un látigo en sus palabras:

Amigo mío, ¿qué hombre puede tacharte de inhospitala­rio si pasa de largo por tu puerta y no toca para que le abras? Y, ¿quién te considerará sordo y descortés si te habla en una lengua extranjera de la que no entiendes nada?
¿No es eso que nunca has querido alcanzar, en cuyo cora­zón no has deseado entrar, no es eso lo que consideras la fealdad?
Ciertamente, si la fealdad es algo es la telaraña que tene­mos ante los Ojos y la cera que tapona nuestros oídos.

El Tiempo


Y un día, mientras departían sentados a las largas sombras de los blancos chopos, uno de los discípulos les dijo: Maestro, me inspira temor el tiempo. Pasa sobre nosotros y nos roba la juventud. Y, ¿qué nos da a cambio?

Y el profeta le contestó:

Toma un puñado de buena tierra. ¿Encuentras en ella una semilla, acaso un gusano? Si tu mano fuera lo suficientemente espaciosa, y paciente la semilla podría convertirse en bosque, y el gusano, en una bandada de ángeles. Y no olvides que los años, que transforman las semillas en bosques y los gusanos en ángeles, pertenecen a este ahora; todos los años son de este mismo ahora.
Y, ¿qué son las estaciones de los años, salvo vuestros pensamientos en cambio constante? La primavera es un despertar en vuestro pecho, y el verano sólo es el reconoci­miento de vuestra fecundidad. ¿No es el otoño lo antiguo que hay en vosotros, cantando una canción de cuna a lo que aún es niño en vuestro ser? Y, ¿qué es el invierno? -os pregunto-, sino un sueño, pletórico de los sueños de las demás estaciones?

Y luego, Mannus, el discípulo inquisitivo, miró en torno de sí y vio plantas en flor enredándose en el sicomoro. Y dijo:

Mira los parásitos, maestro. ¿Qué nos dices de ellos? Son ladrones de ojos siniestros que roban la luz a los laboriosos hijos del sol, y que medran con la savia que corre por sus ramas y sus hojas.

Y el profeta le contestó:

Amigo mío, todos somos parásitos. Nosotros, los que trabajamos para que el suelo fértil se convierta en vida pulsan­te, no somos mejores que los que reciben la vida directamente del suelo abonado, sin saber que la reciben del suelo.
¿Dirá una madre a su hijo: Te devuelvo al bosque, que es tu madre mayor, pues gastas mi corazón y mi mano?
¿O rechazará el cantor su propia canción, diciendo: Vuelve ahora a la cueva de los ecos de donde viniste, porque tu voz consume mi aliento?
¿Y dirá el pastor a sus ovejas: No tengo pastos adonde llevaros a pacer; por lo tanto, que os degüellen, y que seáis un sacrificio para esta causa?
No, amigo mío; todas estas cosas tienen una respuesta obvia, y, como vuestros sueños, se colman cuando estáis dormidos.
Vivimos unos de otros, según la Ley antigua e intemporal. Vivamos así, con amorosa bondad. Nos buscamos unos a otros en nuestra sociedad, y caminamos por los caminos cuando no disponemos de un hogar a cuya vera sentarnos.
Amigos míos, hermanos míos, el camino más anchuroso es vuestro prójimo.
Estas palabras que viven del árbol succionan la leche de la tierra en la dulce calma de la noche, y la tierra, en su tranqui­lo sueño, succiona los pechos del Sol.
Y el Sol, como vosotros, como yo, como todo ser y ,toda cosa, se sienta con igual honor en el banquete del Príncipe cuya puerta siempre permanece abierta, y cuya mesa siempre está dispuesta.
Mannus, amigo mío, todo lo que es, vive siempre de todo lo que es; y todo lo que existe vive confiado, sin playas limi­tantes, de la magnanimidad del Altísimo.

Y una mañana, cuando el cielo aún estaba pálido a la luz de la aurora, caminaron juntos por el jardín y miraron hacia el Oriente, y permanecieron silenciosos ante la salida del sol.

Y al cabo de un rato, Almustafá señaló con el dedo, y dijo:

La imagen del sol matinal en una gota de rocío no es menos que el sol. El reflejo de la vidá en vuestra alma no es menos que la vida.
La gota de rocío reflaja la luz porque es una con la luz, y vosotros reflejáis la vida porque vosotros y la vida sois una misma cosa.
Cuando la oscuridad os envuelva, decid: "Esta oscuridad es una aurora que todavía no nace; y aunque la acción de la noche pese sobre mí, la aurora volverá a nacer en mí, así como nace en las montañas."
La gota de rocío que redondea su esfera en la penumbra del lirio no es diferente a vosotros, que redondeáis vuestra alma en el corazón de Dios.
¿Acaso diría la gota de rocío: "Sólo una vez cada mil años soy una gota de rocío?" Hablad vosotros, y responded: "¿No sabes que la luz de todos los años está brillando en tu esfera?"

La Soledad


Una noche, una gran tormenta visitó aquel sitio, y Almus­tafá y sus discípulos, los nueve, entraron en la casa y sentá­ronse ante la chimenea encendida. Y estaban tranquilos y silenciosos.
Luego, uno de sus discípulos dijo:
Estoy solo, maestro, y los cascos de las horas golpean pesadamente en mi pecho.

Y Almustafá se puso en pie en medio de ellos y dijo, con una voz que era como el sonido del viento fuerte:

¡Solo! ¿Y qué con ello? Solos habéis venido al mundo y solos pasaréis a formar parte de la niebla.
Por tanto, bebed vuestra copa a solas y en silencio. Los días del otoño han dado a otros labios otras copas, y las han llenado de vino am_ argo y dulce, así como han llenado vuestra copa.
Bebed vuestra copa a solas, aunque os sepa, a vuestra propia sangre y a vuestras propias lágrimas, y alabad a la vida por el donde la sed. Porque sin la sed vuestro corazón no es sino la playa desolada, sin cantos y sin mareas.
Bebed vuestra copa a solas y bebedla con exclamaciones de alegría.
Alzadla muy por encima de vuestra cabeza y bebed de un solo trago, a la salud de quienes beben a solas.
Una vez busqué la compañía de los hombres y me senté con ellos a sus mesas de banquete y bebí mucho con ellos; pero, su vino no se me subió a la cabeza, ni fluyó hasta mi pecho. Sólo bajó hasta mis pies. Mi sabiduría se quedó seca y mi corazón permaneció encerrado y sellado. Solamente mis pies los acompañaron en medio de su niebla.
Y no volví a buscar la compañía de los hombres ni a beber vino con ellos sentado a sus mesas.
Por tanto, yo os digo que, aunque los cascos de las horas golpeen pesadamente en vuestro pecho, ¿qué con ello? Bien está que bebáis vuestra copa de tristeza a solas, y vuestra copa de. alegría también la beberéis a solas.

Las Piedras


Y un día, mientras Fardous, el griego, estaba caminando por el jardín, tropezó con una piedra y montó en cólera. Y se volvió y recogió la piedra diciendo en voz baja:
¡Oh cosa muerta que te has atravesado en mi camino! -y arrojó lejos la piedra.

Y Almustafá, el elegido y el bienamado dijo:

¿Por qué dices: " ¡oh cosa muerta?" ¿Has estado tanto tiempo aquí, en este jardín, y no sabes que aquí nada está muerto? Todas las cosas viven y resplandecen en el conoci­miento del día y en la majestad de la noche. Tú y la piedra sois uno; la única diferencia está en los latidos del corazón. Pensarás, amigo mío, que tu corazón late un poco más de prisa. Sí; pero no está tan tranquilo como el de la piedra.
El ritmo de la piedra acaso sea otro ritmo, pero yo te digo que si sondeas las profundidades de tu alma y mides las alturas del espacio, no oirás más que una melodía, y que en esa- melodía la piedra y la estrella cantan, una con otra, al. unísono perfecto.
Si mis palabras no llegan a tu entendimiento, no importa; ya será en otra aurora. Si- has lanzado una maldición a esta piedra porque en tu ceguera has tropezado con ella, entonces
maldecirías a una estrella si tu cabeza se golpeara en ella, en el cielo. Pero día llegará en que reunirás piedras y estrellas, como el niño que reúne los lirios del valle, y entonces sabrás que todas estas cosas son vivientes y fragantes.

Dios


Y el primer día de la semana, cuando llegaban a sus oídos los sonidos de las campanas del templo, uno de sus discípu­los habló y -dijo:
Maestro, por aquí oímos mucho hablar de Dios. ¿Qué nos dices de Dios y quien es El, en realidad?

Y el profeta se puso en pie frente a ellos como un árbol joven, sin miedo a los vientos y a la tempestad, y contestó:

Pensad ahora, compañeros míos y amados amigos míos, en un corazón que contiene a todos vuestros corazones; en un amor que abarca todos vuestros amores; en un espíritu que envuelve a todos vuestros espíritus; en una voz que cubre a todas vuestras voces, y en un silencio más profundo que todos vuestros silencios, e intemporal.
Tratad ahora de percibir en lo más profundo de vuestro yo una belleza más encantadora que todas las cosas bellas; un canto más vasto que los cantos del mar y del bosque; una majestad sentada en un trono junto al cual Orión no es sino una tarima, y que ase un cetro en el que las Pléyades no son sino el resplandor de unas gotas de rocío.
Lo único que habéis buscado siempre es sólo alimento y techo, un vestido y un báculo; buscad ahora a Aquel que no es ni un objetivo para vuestras flechas ni una-cueva de piedra para protegeros de los elementos.
Y aun si mis palabras son una roca y un enigma, buscad para que vuestros corazones se abran, y para que vuestras preguntas puedan llevaros al amor y a la sabiduría del Altí­simo, aquel a quien los hombres llaman Dios.

Y los discípulos permanecieron silenciosos y había per­plejidad en sus corazones; y Almustafá sintió compasión de ellos, y los miró con ternura, y dijo:
Ahora, no hablemos ya de Dios Padre. Hablemos, mejor, dé los dioses, es decir, de vuestros vecinos y de vuestros her­manos, de los elementos que se agitan alrededor de vuestras casas y en vuestros campos.
Os gustaría elevaros hasta las nubes y las consideraríais altas; y os gustaría pasar sobre el vasto mar, y a esto le llama­ríais distancia. Pero yo os digo que, cuando sembráis una semilla en la tierra, alcanzáis una altura mayor; y que cuando elogiáis la belleza de la mañana y saludáis a vuestro vecino, cruzáis un mar mayor.
A menudo cantáis a Dios, el Infinito, y sin embargo, en realidad no oís la canción. Quisiera yo que escuchárais a las aves canoras, y a las hojas que abandonan la rama al pasar el viento, y no olvidéis, amigos míos, que estas hojas sólo cantan cuando están separadas de la rama.
Nuevamente o- s conjuro a que no habléis tanto de Dios, que es vuestro Todo, sino que tratéis de hablar de vosotros, y de comprenderos unos a otros, vecinos a vecinos, de dios a dios.
Porque, ¿quién dará alimento a los polluelos que están en el nido-, si el ave madre vuela por los cielos?.¿ Y qué anémona de los campos será fecundada, amenos que se una a ella una abeja procedente de otra anémona?
Es sólo cuando estáis perdidos en vuestro pequeño yo cuando buscáis el cielo al que llamáis Dios. Quisiera yo quo encontrárais caminos hacia vuestros egos más vastos; que fueseis menos perezosos y pavimentárais los caminos... Marineros míos y amigos míos, sería más sensato hablar menos de Dios, al que no podemos comprender, y que hablá­ramos más de unos y otros, de nosotros mismos, a 'los que acaso podamos comprender. Sin embargo, por ahora quisiera que comprendiérais que somos el aliento y la fragancia de Dios. Somos Dios, en la hoja, en la flor, y, a veces, en el fruto.

Las Vestiduras


Y una mañana, cuando el sol estaba en lo alto, uno de sus discípulos, uno de los tres que habían jugado con él cuando eran niños, se acercó a él- y le dijo:
Maestro, mi ropa está muy usada; y no tengo otra que ponerme. Dame permiso para ir al mercado y para regatear con los mercaderes; acaso consiga por buen precio otra vesti­dura.

Y Almustafá miró a aquel joven, y dijo:

Dame tu vestido viejo.- Y el joven así lo hizo, y permane­ció en pie, desnudo, a la luz del día.

Y Almustafá dijo, con voz de joven corcel que cabalgara por un camino:

Solamente los desnudos viven a la luz del sol. Solamente los sencillos y sin artificios cabalgan en el aire. Y sólo quien se extravía mil veces tendrá una bienvenida, al regresar a su hogar.
Los ángeles están cansados de los astutos. Y apenas ayer un ángel me dijo: "Hemos creado el infierno para los que resplandecen con galas. ¿Qué otra cosa, aparte del fuego,
puede borrar el brillo de una superficie, y fundir algo hasta su núcleo mismo?"
Y yo le dije: "Pero, al crear el infierno, habéis creado también demonios, para gobernarlo." Pero el ángel me replicó: "No; el infierno está gobernado por los que no se some­ten al fuego."
¡Angel sabio, en verdad! Conoce la manera de ser de los hombres y de los hombres a-medias. Es uno de los serafines que acuden a aconsejar a los profetas cuando a éstos los tientan los astutos. Y sin duda alguna sonríen los, serafines cuando sonríen los profetas, y también lloran :cuando los profetas lloran.
Amigos míos y marineros míos, sólo los desnudos viven a la luz del sol. Solamente los que no tienen timón pueden lanzar su velero en el mar mayor. Sólo quien está oscuro en la noche puede despertar con la aurora, y sólo quien duerme con las raíces bajo la nieve llegará a ver la primavera.
Porque vosotros sois como raíces, y como raíces,. sois simples,, pero tenéis la sabiduría de la tierra. Y sois silencio­sos, pero tenéis en vuestro interior ramas aún no nacidas en que murmura el coro de los cuatro vientos.
Sois frágiles e informes, pero sois el principio de gigan­tescos robles, y del esbozado perfil de los sauces que se recor­tan contra el cielo.
Una vez más os digo que no sois sino raíces entre el oscu­ro suelo de la tierra y los viajeros cielos. Y a menudo os he visto levantaros para danzar a la luz, pero también os he visto tímidos. Pues todas las raíces son tímidas. Han escondi­do sus corazones tanto tiempo, que no saben qué hacer con sus corazones.
Pero volverá Mayo, y Mayo es una virgen inquieta, de la qué nacerán, renovadas, las montañas y las llanuras.

El Ser


Y uno de los que habían servido en el templo le pidió: Enséñanos, maestro, para que nuestras palabras sean, como las tuyas, un canto y un incienso para la gente.

Y Almustafá respondió:

Te levantarás por encima de tus palabras, pero tu senda seguirá siendo un ritmo y una fragancia; un ritmo para los amantes, y para todos los que son amados, y una fragancia parados que uieranvivir en un jardín.
Pero te alzarás por encima de tus palabras hasta una cima en que cae polvo de estrellas, y abrirás las manos, hasta que se llenen de polvo de estrellas; y te echarás a dormir, y dormi­rás como un blanco polluelo en su nido; y soñarás con tu mañana, como las blancas violetas sueñan con la primavera. Sí; e irás más profundamente que tus palabras. Buscarás las fuentes originarias de los arroyos, y serás una oculta cueva donde morarán los ecos de las tenues voces de las profundida­des que ni siquiera podéis oír.
Irás más profundamente que tus palabras, más profundo que todos los sonidos, sí, hasta el corazón mismo de la Tierra, y allí estarás solo con Aquél que también camina sobre la Vía Láctea.

Y al cabo de un rato, otro de sus discípulos le preguntó: Maestro, háblanos del ser. ¿Qué significa ser?

Y Almustafá le dedicó una larga mirada de amor. Y se puso en pie, y dio unos pasos, a cierta distancia de ellos; luego, regresó y dijo:
En este jardín yacen mi padre y mi madre, enterrados por las manos de los vivientes; y en este jardín yacen enterradas las semillas del año pasado, traídas aquí en alas del viento.
Mil veces serán enterrados aquí mi madre y mi padre, y mil veces el viento enterrará semillas; y dentro de mil años, voso­tros, y yo, y estas flores, nos reuniremos en este jardín, como ahora, y seremos, con nuestro mismo amor por la vida, y sere­mos, soñando en el espacio, y seremos, alzándonos hacia el sol.
Pero ahora, ser es ser sabios, mas no ajenos a los insensa­tos; es ser fuertes, más no insensibles a los errores del débil; es jugar con vuestros niños, pero no come padres, sino como compañeros de juego, dispuestos a aprender sus juegos.
Ser es ser simples, afables con los ancianos y las ancianas, y sentarse con ellos a la sombra de sus antiguos robles, aunque todavía estéis caminando con la Primavera.
Es buscar al poeta, aunque esté vivo más allá de siete ríos, y estar en paz en su presencia, sin querer nada, sin dudar de nada, y sin preguntas en vuestros labios.
Es saber que el santo y el pecad ór son hermanos gemelos, cuyo padre es nuestro Magnánimo Rey, que aquél nació en instantes antes que el otro, por lo que lo consideramos como el Príncipe Coronado.
Ser es seguir a la Belleza, aunque os conduzca al borde del precipicio, y aunque ella es alada, y vosotros no, y aunque vaya más allá del borde del precipicio, seguidla; porque donde no hay Belleza, no hay nada.
Ser es estar en un jardín de tapias, en un viñedo sin guardián, en una casa de tesoros siempre abierta a los tran­seúntes.
Es ser robado, engañado, decepcionado, y, ¡ay!, incluso ser conducido a una trampa, y tener que soportar las burlas del burlador, y, sin embargo, mirar desde las alturas del ego superior y sonreír, sabiendo que hay una Primavera que acu­dirá a vuestro jardín para danzar con vuestras hojas, y un Otoño que hará madurar vuestras vides; sabiendo que si una sola de vuestras ventanas está abierta hacia el Oriente, nunca estaréis vacíos; sabiendo que todos aquellos a quienes se considera ladrones y malhechores; engañadores y burladores, son vuestros hermanos en necesidad, y que acaso vosotros mismos sois como todos éstos, a los ojos de los benditos habi­tantes de la Ciudad Invisible, que se erige por encima de esta ciudad.
Y oídme, vosotros, cuyas manos modelan y encuentran todas las cosas que se necesitan para la comodidad de nuestros días y de nuestras noches:
Ser es ser un tejedor con dedos que ven, un constructor conciente de la luz y el espacio; es ser un labrador y sentir que se está escondiendo un tesoro en cada semilla que se siembra; es ser un pescador y un cazador con piedad por el pez y la bestia, pero con mayor piedad por los hambrientos y por las necesidades del hombre.
Y, más que nada, os digo esto: Quisiera que todos y cada uno de vosotros fuérais partícipes del propósito de cada hombre, pues sólo así podréis esperar el logro de vuestro buen propósito.
Compañeros y amados amigos míos, sed osados, y no débiles; sed espaciosos, y no confinados; y hasta mi hora final, y hasta vuestra hora final, sed verdaderamente vuestro ego más vasto.
Y dejó de hablar, y una gran tristeza se apoderó de los nueve discípulos, y sus corazones se alejaron del profeta, pues no entendieron las palabras que acababa de pronunciar.
Y he aquí que los tres hombres que eran marineros sintie­ron nostalgias del mar; y que los que habían servido en el templo ansiaron las consola.ciones del santuario; y que los que habían sido sus compañeros desearon marcharse al mercado. Todos estaban sordos a las palabras del profeta, así que los sonidos de esas palabras volvieron a él, como fatiga­dos pájaros sin nido en busca de refugio.
Y Almustafá se apartó de ellos y caminó un trecho por su jardín, sin decir nada, y sin mirarlos.
Y los nueve discípulos empezaron a razonar entre sí, y a, buscar excusas para "sus ansias de marcharse.
Y he aquí que todos dieron media vuelta y tornaron a los lugares de donde procedían de manera que, Almustafá el elegido y bienamado, quedó completamente solo.

El fruto maduro


Y cuando la noche cayó, Almustafá caminó hasta la tumba de su madre, y se sentó bajo el cedro que allí crecía. Y acudió: la sombra de una gran luz sobre el cielo, y el jardín resplandeció como una hermosa joya en el pecho de la tierra.

Y Almustafá exclamó en la soledad de su espíritu:

Gran peso gravita sobre mi alma con su propio fruto maduro. ¿Quién vendrá y tomará de él, y se satisfará? ¿No hay nadie que haya ayunado, y que sea de corazón bondado so y generoso para venir a romper su ayuno en mis primeros rendimientos al sol y liberarme así del peso de mi propia abundancia?
Mi alma está pletórica del vino de las edades. ¿No hay ningún sediento que venga a beber en mi alma?
Había un hombre de pie en el cruce de los caminos, con las manos extendidas hacia los transeúntes, y sus manos esta­can llenas de joyas. Y llamaba a los transeúntes, diciendo:
"Tened piedad de.mí, y tomad algo de mí. ¡En nombre de Dios, tomad algo de mis manos, y consoladme!"
Pero los transeúntes sólo se quedaban mirándold, y nadie tomaba nada de sus manos...
Y hubiera sido preferible que ese hombre fuera un mendi­go -sí, un mendigo de mano temblorosa, que la retirara vacía de su pecho-, que extender la mano llena de ricos presentes, para no encontrar a nadie que quisiera recibir...
Y también había un magnánimo príncipe que plantó sus tiendas de seda entre la montaña y el desierto, y que ordenó a sus criados que encendieran una hoguera, como señal para el extranjero y el vagabundo, y que envió a sus esclavos a observar el camino, para que consiguieran un huésped. Pero los caminos y las sendas del desierto estaban desolados, y no encontraron a huésped alguno.
Y hubiera sido mejor que aquel príncipe fuera un hombre de ninguna parte y sin destino, que buscara comida y techo. Que fuera un vagabundo sin más posesión que su túnica, su báculo y su escudilla de barro. Porque un hombre de esta guisa, al caer la noche, se reuniría con sus iguales, y con los poetas sin hogar y sin destino, y podría compartir su mendi­cidad, y sus recuerdos y sus sueños.
Y también conozco la historia de la hija del gran rey que despertó y se puso su mejor vestido de seda, y sus perlas, y sus rubíes, y que esparció almizcle en su pelo y humedeció sus dedos con ámbar. Y luego descendió desde su torre hasta su jardín, donde el rocío de la noche la calzó con sandalias de oro.
Y en el silencio de la noche, la hija del gran rey buscaba el amor en el jardín, pero en todo el vasto reino de su padre no había un solo hombre que la amara.
Preferible hubiera sido que esa princesa fuera la hija de un labrador, que llevara a pastar sus ovejas a un prado, y que al tornar por la tarde a la casa de su padre llevara de los viñedos en los pliegues de su- vestido. Y al llegar la noche, y el ángel de la noche estuviera sobre el mundo, esta pastorcilla fuera con pasos sigilosos al valle del río, donde la esperaría su amante.
O sería preferible que esta princesa fuera una monja, encerrada en un claustro, quemando su corazón como si fuese incienso, para que su corazón pudiera levantarse con el viento, y consumiera su espíritu, como una vela, para hacer una luz que se alzara hacia la luz mayor, junto con todos los que veneran, y junto con quienes aman y son amados.
Sí; sería preferible que fuera una mujer de remotas épocas, que permaneciera sentada al sol, recordando a quienes hubieran compartido sus años mozos.
Y la noche se puso más oscura, y Almustafá era oscuro, como la noche, y su espíritu era como una nube preñada de lluvia sin caer. Y el profeta volvió a exclamar:
Pesada está mi alma con su propio fruto maduro; pesada está mi alma con su fruto. ¡Quién acudirá ahora a comer de ella y saciarse! Mi alma rebosa plena de su vino. ¿Quién se servirá de él y beberá para refrescarse del calor del desierto? Quisiera mejor ser un árbol sin flores ni fruto pues el dolor de la abundancia es más amargo que la esterilidad, y la tristeza del rico del que nadie quiere tomar es mayor que el dolor del mendigo a quien nadie da nada.
Quisiera mejor ser un pozo seco y en ruinas, y que los hombres arrojaran piedras en mi interior; porque esto sería preferible, y más llevadero, que ser una fuente de agua vivi­ficante junto a la cual los hombres pasan, sin beber.
Y sería mejor que fuera yo un junquillo pisoteado, mejor que una lira de cuerdas de plata, en una casa esplendorosa cuyo dueño carece de dedos, y cuyos hijos son sordos.

La Despedída


Ahora bien, durante siete días y siete noches ningún hombre se acercó al jardín, y. Almustafá permaneció a solas; con sus recuerdos y su dolor; pues aun los que habían oído sus palabras con amor y paciencia le habían vuelto la espalda, en busca de otros días.
Sólo Karima acudió a verlo, envuelto el rostro en silencio, como en un velo; llevaba con ella una copa y un plato; bebi­da, y comida para la soledad y el hambre del profeta. Y una vez que dispuso las viandas ante él, Karima se alejó, en silen­cio.
Y Almustafá volvió a estar en compañía de los blancos chopos, cerca de la reja, y "sentóse, mirando hacia el camino. Y al cabo de un rato percibió una nube de polvo que soplaba por el camino, y que parecía dirigirse hacia él, y de la nube de polvo surgieron los nueve discípulos del profeta, y ante ellos, conduciéndolos, iba Karima.
Y Almustafá salió al encuentro del grupo, en el camino, y ellos traspusieron la reja, y todo estuvo bien, como si se hubiesen marchado apenas hacía una hora.
Los discípulos entraron y comieron con él, ante su mesa frugal, una vez que Karima hubo puesto sobre la mesa el pan y el pescado, y después de escanciar hasta la última gota de vino en las copas. Y al acabar de escanciar el vino, Karima pidió al Maestro:
Dame tu venia para ir a la ciudad a conseguir más vino, y volver a llenar las copas, pues el vino se ha terminado.

Y comieron y bebieron, y se satisfacieron. Y luego, Almustafá habló con potente voz, profunda como el mar, y plena como la marea alta bajo la luna, y dijo:

Amigos míos y compañeros de viaje: debemos separar­nos este día. Durante largo tiempo hemos surcado los proce­losos mares, y hemos subido a las más altas montañas, y hemos luchado con las tormentas. Hemos conocido el hambre, y también nos hemos sentado juntos en los banquetes de bodas. A menudo hemos estado desnudos, pero también hemos llevado vestiduras dignas de un rey. Ciertamente hemos viajado a tierras lejanas, pero ahora tenemos que sepa­rarnos. Juntos seguiréis vuestro camino, y solo emprenderé mi ruta.
Y aunque los mares y las vastas tierras nos separen, segui­remos siendo compañeros de viaje hacia la Montaña Santa. Pero antes de que nos marchemos por nuestros caminos separados, os daré la cosecha y lo mejor de mi corazón:
Id por vuestro camino cantando, pero que cada canto sea breve, pues sólo los cantos que mueren jóvenes en vuestros labios vivirán en los corazones humanos.
Decid una amable verdad en palabras breves, pero nunca digáis una fea verdad sin palabras..Decid a la doncella cuya cabellera brilla al sol que es la hija de la mañana, pero, si miráis al ciego, no le digáis que es uno con la noche.
Escuchad al flautista como si estuviérais escuchando las armonías de abril, pero, si oís hablar al crítico y al buscador de faltas, sed sordos como vuestros propios huesos, y distan­tes como vuestra más lejana imaginación.
Amigos míos y amados míos, en vuestro camino encon­traréis a. hombres con cuernos; dadles guirnaldas de laurel. Y a hombres con garras; dadles pétalos que les sirvan como dedos. Y a hombres con lenguas de serpiente; dadles miel, para que les sirva de palabras.
Sí; encontraréis a todos estos y a otros. Encontraréis al cojo que vende muletas, y al ciego que vende espejos. Y encontraréis a los hombres ricos mendigando a las puertas del Templo.
Al cojo, dadle vuestra agilidad; al ciego, vuestra visión; y procurad dar algo de vosotros al mendigo rico; éste es el más necesitado de todos, pues ciertamente ningún hombre extenderá la mano pidiendo limosna, a menos que sea pobre, aunque tenga grandes posesiones.
Compañeros y amigos míos, os conjuro, por nuestro amor, a que seais incontables senderos que se crucen unos a otros en el desierto, donde transitan los leones y los conejos, y también los lobos y las.ovejas.
Y recordad esto de mí: No os enseño a dar, sino a reci­bir; no a negar, sino a ser plenos; no a ceder, sino a com­prender, con la sonrisa en los labios.
No os enseño el silencio, sino una canción que se dice en voz baja.
Os enseño a reconocer a vuestro ego más vasto, que contiene y abarca a todos los hombres.
Y se levantó de la mesa. Y fue directamente al jardín, y caminó bajo la sombra de los cipreses, mientras el día agoni­zaba. Y sus discípulos lo siguieron, a corta distancia, pues el corazón del profeta estaba apesadumbrado, y sus lenguas se pegaron al piso de boca.
Sólo Karima, una vez que levantó la mesa, se llegó hasta él, y le dijo:.
Maestro, permite que prepare alimentos para mañana, y para vuestro viaje.
Y el profeta la miró con ojos que veían otros mundos, y dijo:
Hermana mía bienamada, ya está hecho, desde el princi­pio de los tiempos. El alimento y la bebida están preparados, para el día de mañana, así como para nuestro ayer y para nuestro ahora.
Me marcho, pero me marcho con una verdad aun no pronunciada; esa verdad que volverá a buscarme y a reunir­me, aunque mis elementos estén dispersos en los silencios de la eternidad; y otra vez volveré ante vosotros; a habla.ros con una voz nueva, nacida del corazón de esos silencios sin fron­teras.
Y si hubiera algo de, belleza que no os hubiere declarado, entonces, una vez más seré llamado, incluso por mi propio nombre, Almustafá, y os daré una señal, para que sepáis que he vuelto a deciros lo que faltaba, pues Dios no me permiti­rá estar oculto a los hombres, ni que su palabra yazga oculta y encubierta en el abismo del corazón humano.
Viviré más allá de la muerte, y cantaré a vuestros oídos,
incluso cuando la vasta marejada me devuelva a la inmensa profundidad del mar.
Me sentaré a vuestra mesa, aunque ya no tenga un cuerpo, e iré con vosotros al campo, como espíritu invisible.
Llegaré a vuestros hogares y a vuestras chimeneas, como huésped no visto.
La muerte no cambia nada, sino las máscaras que cubren nuestros rostros.
El leñador seguirá siendo leñador, el labrador seguirá siendo labrador, y el que lanzó su canto al viento también lo cantará a las Esferas que giran.
Y los discípulos del profeta estaban inmóviles como piedras, y apesadumbrados en sus corazones, porque él había dicho: "Me marcho." Pero ningún hombre extendió la mano para detener al maestro, ni nadie se atrevió a seguir sus pasos.
Y Almustafá salió del jardín de su madre, y sus pasas eran ligeros y silenciosos; y al cabo de un momento, como una hoja barrida por un fuerte viento, ya estaba muy lejos de ellos, y vieron una pálida luz que avanzaba hacia las alturas.
Y los nueve emprendieron su camino, pero la mujer per­maneció todavía en pie al caer la noche, y vio cómo la luz del día y el crepúsculo se volvían una misma cosa; y consoló su desolación y su soledad con las palabras del :profeta: "Me marcho, pero si me marcho con una verdad aún no pronun­ciada, esa misma verdad me buscará y me reunirá, y otra vez volveré."

Niebla


Y era la hora del anochecer.
Y el profeta había llegado a las montañas. Sus pasos lo habían llevado a la niebla, y permanecía en pie entre las rocas y los blancos cipreses, oculto de toda cosa, y habló, y dijo
¡Oh Niebla! hermana mía, aliento blanco aún no encerrada en ningún molde:
Vuelvo a ti, como aliento-blanco y sin voz; como una palabra aún no pronunciada.
¡Oh Niebla! mi alada hermana niebla, ahora estamos juntos y juntos estaremos hasta el segundo día de la vida, cuya aurora te depositará, como gotas de rocío, en un jardín, y a mí, como un recién nacido, en el pecho de una mujer, y lo recordaremos todo.
¡Oh Niebla!, hermana mía, vuelvo a ti como un cora­zón escuchando en tus profundidades; como tu corazón mismo, deseo inquieto y sin objeto, como tu deseo, pensamiento aún no formulado, como tu pensamiento.
¡Oh Niebla!, hermana mía, primogénita de mi madre, mis manos aún asen las verdes semillas que me ordenaste esparcir, y mis labios están sellados con el canto que me ordenaste cantar; y no te traigo ningún fruto, ni eco alguno, pues mis manos eran ciegas, y mis labios, estériles. ¡Oh Niebla!, hermana mía, mucho amé al mundo, y el; mundo me amó, pues todas mis sonrisas estuvieron en labios del mundo, y todas las lágrimas del mundo estuvie­ron en mis ojos. Sin embargo, hubo entre nosotros un golfo de silencio, que no pudimos franquear, y que no pude trasponer.
¡Oh Niebla!, hermana mía, inmortal hermana Niebla: canté los viejos cantos a mis hijos, y ellos los escucharon, 'y hubo una expresión de sorpresa en sus rostros; pero mañana, acaso, olviden el canto. Y aunque no era mío ese canto, descendió a mi corazón, y vivió un momento en mis labios.
¡Oh Niebla!, hermana mía, aunque todo esto ha acae­cido, yo estoy en paz. Fue bastante el cantarles a aquellos que ya habían nacido. Y aunque el canto, en verdad no es mío, encierra, no obstante, el más profundo deseo de mi corazón.
¡Oh Niebla!, hermana mía, hermana Niebla, ahora soy uno contigo. No soy ya un ego. Los muros han caído, y las cadenas se han roto; me elevo hasta ti, yo mismo como niebla, y ,juntos flotaremos sobre el mar, hasta el segundo día de la vida, cuando la aurora nos deposite, a ti, como gotas de rocío en un jardín, y a mí, como a un recién nacido, en el pecho de una mujer.