Páginas

viernes, 3 de diciembre de 2010

CUESTION DE ETIQUETA --- Robert Bloch



CUESTION DE ETIQUETA

Robert Bloch

LA CASA era antigua, como las demás del bloque. La puerta de la verja chirrió cuando la empujé. Fue el único sonido que oí. Mis zapatos habían dejado de chirriar ya hacía mucho tiempo. Ir anotando el censo cansa rápidamente los zapatos.
Subí los peldaños del porche. Estaba harto de subir los peldaños de los porches. Toqué el timbre. Estaba harto de tocar timbres. Oí unos pies en el interior. Estaba harto de oír pies en el interior.
Bien, me comporté como siempre.
«Ya está aquí—pensé sin embargo—. Otra nariz.»
Resulta particularmente cansado ir contando narices.
Todo el mundo sabe lo que es. Andar todo el día. Tocar timbres. Llevar una pesada cartera bajo el brazo. Repetir las mismas estúpidas preguntas una y otra vez. Y cuando acabas, no has vendido ni un aspirador. No has vendido ni un cepillo, o un par de cordones de zapatos. Lo único que has conseguido han sido narices de cuatro centavos, anotando el censo. No hay posibilidades de ascenso. Tío Sam no te llama a su despacho particular, te regale un cigarro y te dice:
—¡Eh, tú! Me han dicho que estás realizando una magnífica labor, yendo de caso en casa. Desde ahora en adelante, te sentarás a este despacho. Ya no contarás más narices.
No, lo único que se logra con el asunto del censo es contar más narices al día siguiente. Narices de cuatro centavos. Grandes y pequeñas, ganchudas, torcidas, rectas, rojizas, blancas, veteadas... hasta que uno acaba por enfermar de alergia nasal. Piensas que si la puerta vuelve a abrirse y ves otra nariz la cerrarás de golpe y te alejaras rápidamente... o golpearás aquella nariz.
Y allí estaba yo, esperando que se asomase aquella nueva nariz. La puerta se abrió.
Apareció un pico muy afilado, la vanguardia de una cara indescriptible, y el cuerpo de una ama de casa corriente. La nariz husmeó el aire y pareció planear con incertidumbre en la protectora sombra de la puerta.
—¿Bien. . . ?
—Vengo en nombre del Gobierno de Estados Unidos, señora. Por el censo.
—¿El empadronamiento, eh?
—Sí. ¿Podría entrar y formularle unas cuantas preguntas?
El mismo diálogo de cada cuarto de hora. Sólo un cambio de personalidades a cada uno.
—Pase.
Un vestíbulo oscuro que daba a un saloncito oscuro. Una lámpara pareció destellar cuando dejé mi cartera sobre la mesa y saqué el formulario
La mujer me contemplaba. Su cara sólida carecía de expresión. Una cara de ama de casa. Solía contemplar a los vendedores de enciclopedias y a los cobradores con un ojo en el fogón de la cocina.
Bien, treinta y cinco preguntas que formular. Rutina. Llené la casilla de «Varón» o «Hembra», y la de «Profesión», y puse la dirección. Luego pregunté:
—¿Nombre?
—Lisa Lorini.
—¿Casada o soltera?
—Soltera. 
—¿Edad? 
—Cuatrocientos siete. 
—¿Edad? 
—Cuatrocientos siete. 
—Oh..., ¿cómo? 
—Cuatrocientos siete.
De acuerdo, había trabajado todo el día, y acababa de tropezarme con una bruja a medias. Contemplé su inexpresivo rostro. Bueno, de prisa, que era tarde.
—¿Ocupación?
—Bruja.
—¿Qué?
—He dicho que soy una bruja.
Por cuatro centavos no estaba nada bien. Fingí escribir la respuesta y pasé a la pregunta siguiente.
—¿Pare quién trabaja?
—Para mí. Y. naturalmente, para mi «amo».
—¿Amo?
—Satán Merkatrig. El Diablo.
Ni por diez centavos podía aguantarse tanta chaladura Lisa Lorini, soltera, cuatrocientos siete años, bruja y trabajando para el Diablo. ¡Oh, no, no valía ni quince centavos!
—Gracias Nada más. Me marcho ya.
La vieja no se sintió interesada. Doblé la hoja, la metí en la cartera, agarré el sombrero, di media vuelta y me encaminé a la puerta.
La puerta había desaparecido.
Si, no era broma. La puerta había desaparecido.
Estaba allí un instante antes, una puerta corriente, de madera. En el salón había un sillón a un lado y una mesita en el otro.
Fui en otra dirección. Tal vez allí... No había puerta. No había ninguna puerta en la habitación.
Andar bajo el sol todo el día no le sienta bien a nadie. Enfurecerse ante las narices es el primer síntoma. Después, uno empieza a oír voces que contestan las preguntas de manera idiota.
Y después, uno ya no encuentra las puertas. Bien. Me volví hacia la vieja.
—Señora..., ¿seria tan amable de mostrarme la salida? Tengo que...
—No hay salida.
Gracioso. No me había dada cuenta de la «calidad» de su voz. Era muy aguda y grave a la vez. Y no mostraba señales de cansancio físico. Y sentí algo más... ¿Era... diversión?
—Pero...
—Me gustaría que me hiciera un rato de compañía. Ha sido una suerte que viniera usted.
¿Que viniera? ¡ Maldita bruja ! ¡ Pero no era una bruja! No hay brujas.
«No hay puertas.»
—Tomará una taza de té conmigo.
—Muy amable, pero...
—Ya está a punto. Siéntese, joven. Voy a sacar el té del fuego.
No había vista la chimenea a mis espaldas. No había visto la llama. Pero el fuego ardía, y había una tetera sobre el brasero. La vieja se agachó y una sombra recayó sobre la pared.
Era una sombra enorme, negra. Enorme y negra, así dicen los niños asustados. La sombra enorme y negra de una mujer que parecía arrastrarse por la pared.
Miré a Lisa Lorini. Seguía pareciendo una ama de casa. Cabello negro, partido en el centro. Una figura esbelta, no encorvada por los años.
Cuatrocientos siete años...
Una buena idea para bromear. Ahora su rostro: nariz prominente, boca apretada, ojos ligeramente almendrados. Pero sus facciones eran ordinarias. Completamente ordinarias, salvo el truco de que la luz del fuego les prestaba una expresión lobuna. Una cara roja que sonreía al inclinarse sobre la tetera.
No, era una loca. Una loca, como las pobres criaturas que solían quemar en las hogueras medievales. Todas estaban locas. Millones de ellas. Todas locas. No eran brujas. Claro que no. Los brujos son un mito. No hay brujos. Pero...
Pero yo estaba asustado.
Ella me sonrió. Una zarpa... una mano, quiero decir, sostenía la taza. El humo ascendía en espirales de un líquido pardusco. Té. Un brebaje de brujas. Bébelo y...
¡Bébelo y ya está! Esto era una majadería. Busqué otra vez la puerta, pero el cuarto estaba muy oscuro. El fuego crepitaba. Era un fuego muy rojo. No podía ver con claridad. Además, hacía mucho calor. Bebe el té y lárgate.
La vieja también sostenía una taza. No había dejado caer nada dentro. ¿Qué se supone que dejan caer las brujas? Hierbas. Y todo aquello que recitan las brujas de Macbeth. ¡En aquella época creían en esas patrañas, lunáticos!
Apuré el té. Tal vez así me dejaría salir. O quizá ella se bebería el té y me dejaría salir. Me animé un poco.
—No tengo muchas visitas.
Sus palabras me llegaron lentamente. Al otro lado de la mesa sentí cómo sus ojos me escrutaban. Me limité a sonreír.
—Antes sí. Pero el negocio ha decaído mucho.
—¿El negocio?
—La brujería. La hechicería. Ya no se estila. Muy pocas personas creen en ella. Ya no acuden en busca de filtros morosos ni nada así. Hace años que no he hecho ningún muñeco.
—¿Muñeco?
—Sí, de cera, con aspecto de un hombre. Luego se le pinchan alfileres en el corazón, y esto provoca la muerte de un enemigo. Hace años que no he matado a nadie. El negocio está arruinado.
Seguro, seguro. ¿Matar hay a alguien? ¿No? De acuerdo, cerremos la oficina y a otra cosa. El negocio está arruinado.
Una mujer fatigada de su profesión. Una vieja sin ocupación. Cesante.
Pero mi mano tembló y casi dejé caer la taza.
—Todos mis hermosos encantamientos y... ¡Pero no bebe su té!
El hombre condenado y su magnífica cena. ¡Cómete el cereal, te sentará bien!
«¡Bébase su té!»
Lo mismo. Mi cerebro me ordenó bebérmelo. Bebérmelo para demostrar que yo no estaba loco; que no estaba loco y que no había brujas y que nada ocurriría. Mis manos se negaban a efectuar la maniobra. Me costó indecible trabajo acercar la taza a mis labios. La vieja me contempló mientras sorbía el té.
El brebaje era muy amargo, acre, pero caliente. Un brebaje desconocido, pero no era Ooloog. Me lo tragué con facilidad, a pesar de su gusto amargo
—Me sorprende, joven, que demuestre tan poco interés por mi trabajo No es fácil tropezarse con una bruja.
«Tenía que decírmelo a mi. Precisamente, a mí.»
—Me gustaría hablar de ello—respondí—, pero otra vez será. Lo cierto es que me quedan aún muchos nombres en la lista y he de irme. Gracias por el té.
Volví a buscar la puerta. El fuego parecía trazar dibujos rojos en la habitación..., pero allí solamente. Mi cabeza también estaba inflamada. Llameaba y bailaba. El té estaba caliente, y ahora el calor se hallaba dentro de mi cabeza. Las sombras se mezclaban con los dibujos rojizos del cuarto, pareciendo invadir mi cerebro. Oscuras sombras del oscuro brebaje del té. Sombras rojas y temblorosas en mi cabeza, ante mis ojos, privándome la vista de la puerta. No podía verla. Tenía la ilusión de que si me concentraba la hallaría. Estaba allí, en alguna parte de la estancia, en algún lugar de aquellas sombras y aquellos rojos resplandores Tenía que estar allí. Pero no podía verla.
A la vieja sí la veía con claridad. Sus facciones indescriptibles poseían ahora más fuerza. La sonrisa irónica parecía contener una antigua sabiduría. No necesitaba arrugas. Aquella sonrisa era más vieja de lo que toda una vida podía grabar en su rostro. Era tan vieja como la sonrisa de una calavera.
Sí, podía verla, aunque no podía ver la puerta por culpa de las luces y las sombras.
—Debo irme—musité.
Mi voz sonó muy lejana. Sólo los ojos de la vieja estaban muy cerca. Sus ojos, conteniendo la luz rojiza y las negras sombras.
Me incorporé.
Probé de sostenerme de pie.
Una vez bebí nueve copas de vodka en una taberna, me levanté para irme a casa y me encontré en el suelo.
Ahora había bebido sólo una taza de té y al levantarme...
Me levanté
Floté. Mis pies no tocaban el suelo. Descansaban en el aire, un aire sólido, compuesto de luces rojas y sombras negras. Mis miembros temblaban por algo más fuerte que el vodka. Unos diminutos alfileres se clavaban en mi cuerpo. Me balanceé en el aire.
—Yo...
—No se vaya todavía—su voz no parecía haber notado mi postura. Pero sí su sonrisa. Bien, lo había comprendido—. No se vaya aún—repitió Lisa Lorini—. Tengo tan pocos invitados... Y usted vendrá conmigo esta noche.
—¿Ir con usted?
—Si... salgo.
—¿A una fiesta?
Con su labio superior retorcido, debía darse cuenta del sitio donde yo me hallaba suspendido. Su sonrisa se ensanchó.
—Sí, así puede llamarse. Lo necesito a usted por cuestión ~de etiqueta
¡La etiqueta de una bruja! ¡Belcebú y Emily Post! Yo estaba rematadamente loco. Flotaba en el aire y hablando de etiqueta.
—Yo tengo que obedecer ciertos reglamentos —continuó explicándome Lisa Lorini—. Lo mismo que ustedes, al acudir a una cena, no pueden ser trece. Pues bien, al acudir yo a una saturnal tenemos que ser trece. Una reunión complete. De lo contrario, a «él» no le gustaría.
—¿Él?
—Satán Merkatrig—volvió a sonreír. Aquella sonrisa comenzaba a angustiarme, como preparándome para... como un convicto atado a un poste, esperando el próximo latigazo.
—Y usted esta noche tiene que acompañarme a la saturnal—añadió Lisa Lorini.
—¿Una saturnal de brujas?
—Exactamente. En la montaña. Tenemos que viajar bastante, de modo que prepárese.
—No iré.
Sí, un chiquillo de tres años negándose a irse a la coma cuando se lo mandan sus padres. Sabía que mi negativa no iba a servirme de nada, flotando en el aire Lo supe cuando la miré a los ojos. Pero no subrayó su idea con ninguna carcajada.
Yo aprendía de prisa. Una hora atrás era un loco. Ahora, aquella sonrisa me oprimía el corazón. Brujería, magia negra, antiguos temores en una habitación negra y rojiza. Todo era real; tan real como los miles que habían muerto en medio de las llamas para expiar su maldad, en una Edad en que los hombres eran bastante sabios como para temer a la blasfemia del hombre ante las leyes de Dios y la Naturaleza.
—Usted irá. Maggit le preparará.
Apareció Maggit. No había puerta, por lo que no sé cómo entró. Ni sé exactamente como era Maggit. Maggit era pequeña y velluda, como una comadreja con manos humanas, muy diminuta, y una cara. No era una cara humana, aunque Maggit tenia ojos, orejas, boca y nariz. Pero la maldad de su cara trascendía a humanidad, la maldad, que se asomaba desde detrás de una diminuta capucha de pelo de animal, y sonreía con una sabiduría que no poseen ni los hombres ni los animales.
Maggit sé arrastró por el suelo y pregunto con una voz aflautada que me asombró más que todo lo demás:
—¿Ama Lisa?
Maggit era..., ¿cómo se dice?..., la familiar de la bruja. El animalito que el Diablo le entrega a una bruja, cuando se firma en la Biblia Negra de Satanás el pacto. La pequeña malvada, el espíritu familiar, servidor de Satanás.
Claro que estas cosas no existen, salvo en las leyes y los escritos de todas las naciones civilizadas de hace miles de años. Tales cosas no pueden existir.
Por lo tanto, era una imaginación mía que aquella cosa se arrastrase hasta el cuerpo flotante, que era el mío, incapaz de mover una solo mano contra aquella otra, velluda, que me estremecía la carne hasta los huesos. Fue una alucinación que sus diminutas zarpas empezasen a frotarse el pecho y la garganta con un ungüento amarillo que Lisa Lorini le dio de un tarro que había sobre la mesa. Era una leyenda aquella risita y aquel restregón del ungüento sobre mis piernas y brazos. Era una pesadilla aquella cosa encaramada en mi hombro, parloteándome al oído, y destilando en el mismo una increíble vileza mientras se contorneaba con voluptuosidad.
—El ungüento para el vuelo —la voz de Lisa Lorini me llegó a través de una candente ola que me hizo temblar—. Ahora, vámonos.
Apenas noté su desnudez. El cabello negro, flotante, la cubría como una capa.
O una mortaja. Una mortaja que vestía por la hechicería muerta tantos años ya. Sus nudosas manos frotaron una pasta amarilla sobre sus miembros. Su cuerpo ascendió flotando, para reunirse con el mio.
—¿Sin escobas?—bromeé histéricamente.
De una popular revista recordaba un articulo sobre «las ilusiones del vuelo» Un ungüento hechicero, restregado sobre los miembros para producir la ilusión del vuelo a través del espacio. La fantasía popular había transformado el ungüento en escobas. Pero la pasta era real. Drogas poderosas. Acónito, belladona y otras. Daban lugar a alucinaciones. Cualquier farmacéutico sabe prepararlas. Esta noche podéis ir a vuestra farmacia del barrio y...
Tenía que suspender tanta necedad.
Pero no podía.
—Cójase de mi mano. —La obedecí. Toqué dos cables eléctricos. Unos calambres muy raros me recorrieron el cuerpo. Nos estábamos elevando. ¿Había una puerta? Flotamos al exterior. Tinieblas. Noche. Vuelo. Ella me sujetaba.
Supermán, el tipo de las revistas infantiles. ¡Basta de histeria! Arriba hacia la oscuridad, con el cuerpo desnudo de la bruja, encorvado y blanco como los cuernos marfileños de una media luna.
La casita abajo. La casita de las brujas.
—Quiero vivir en una caso al lado de la carretera y...
Si, muy divertido, muy gracioso.
¿Cómo es el final? Ah, sí:
—Y ser un enemigo del hombre.
Otra vez la histeria. ¿Pero quién no se pondría histérico, flotando en el aire como una bruja en sábado? Y Maggit, parloteando incesantemente mientras se balanceaba sobre su hombro, con sus diminutas zarpas engarfiadas en el pelo negro de la bruja.
Entonces, descendimos. Me sujeté. La sensación ardiente ya había desaparecido. Soplaba el viento. Abajo, la ciudad parpadeaba. Las ciudades siempre parpadean. Pequeñas luces, que han de servir para ahuyentar las tinieblas nocturnas. Las tinieblas donde los lobos aúllan y las lechuzas sollozan; las tinieblas donde la muerte planea, y las cosas que no están muertas. Luces para guardar, luces para ocultar el temor. Y nosotros, arriba, volando a través de todos los terrores, hacia las negras profundidades.
No sé cuánto duró aquel vuelo. No sé cuándo descendimos. Era una montaña oscura, muy grande, y un fuego brillaba en su cumbre. Había unas figuras acurrucadas, blancas contra el costado de la montaña, negras contra el llameante fuego. Una horda de peludas criaturas estaba diseminada a los pies de las brujas. Había ocho, nueve, diez... no: once.
Más Lisa Lorini y yo.
Trece en el pacto. Trece... y el sacrificio.
Ni miré sus rostros. No eran para ser mirados, sino para ser «temidos». La cara de Lisa Lorini estaba como enmascarada por la exaltación. Era ella la que tenía que preparar el sacrificio. La cabra negra fue conducida a una roca ante el fuego. Una de sus colegas le entregó el cuchillo. Una tercera sostenía el caldero. Y cuando estuvo lleno, todos bebimos. Sí, he dicho «todos».
Aquel ungüento quemaba. Incluso mis pies me sostenían como en una ardiente telaraña. No podía correr, no podía moverme del círculo de luz. Y cuando el tambor empezó a sonar, me uní al corro. Las criaturas estaban golpeando el caldero vacío, y su charla era como un siniestro murmullo a mi alrededor.
—Lisa ha traído un acólito—silbó una de las brujas.
—En lugar de Meg, que no ha podido venir explicó Lisa Lorini.
Fueron las últimas palabras inteligibles que oí, las últimas que logré retener.
Porque el pandemónium subió de punto y el fuego también , y comenzó la asamblea, el vudú, el alboroto, ¿por qué estos términos tan prosaicos? Estaban invocando a alguien.
Y alguien llegó.
Sin llamas. Sin relámpagos. Sin teatralidades. Todo fue hecho por las brujas. En realidad, Nada. Sólo unas salvajes adorando a su ídolo. 
Era puro negocio. Él surgió detrás de una roca, llevando un gran libro bajo el brazo, como un banquero que se dedica a repasar unos balances.
Pero los banqueros no son... negros. No era negroide, en absoluto... sino negro. Incluso el blanco de sus ojos, y las uñas. Una sombra negra, una sombra que cojeaba. No sé si llevaba manta o no.
Todas callaron cuando él penetró en el círculo. Abrió su libro y lo rodearon. Su murmullo se elevó en la noche. Yo me acurruqué junta a una piedra.
Lisa Lorini empezó a hablarle, señalándome. Él no volvió la cabeza, pero estuvo enterado de mi presencia. No sonrió, ni asintió ni realizó el menor movimiento. Pero yo «sentí» todo esto. Dio unas órdenes. Escuchó varios informes.
Era una reunión de negocios. Satanás y compañía, teniendo una asamblea en lo alto de una montaña. Las almas eran objeto de tráfico, y las proezas eran anotadas. Y el hombre negro escribía en el libro, en tanto las brujas charlaban, y yo estaba agazapado, temblando; mientras aquellas criaturas peludas se escurrían por mis tobillos. No debía temblar, ya que las acciones del hombre negro eran muy prosaicas. Prosaicas como... el infierno.
Y entonces ocurrió. Las blancas figuras descendieron desde el cielo. Y una cayó al suelo. Hubo un grito.
—¡Meg! ¡Meg... has venido!
Meg, la bruja que faltaba.
Todas se giraron, cuando ella avanzó.
Entonces habló el hombre negro. No intentaré describir el sonido de su voz. Había en su acento algo primitivo y volcánico. Edad y profundidad, mezcladas conjuntamente, como si el habla humana no pudiese expresar los conceptos demoniacos.
—Hay catorce en este pacto...
No era yo solo el que ahora temblaba. Todas lo hacían. Como figuritas de mantequilla al fuego. La voz era la culpable.
Lisa Lorini dio media vuelta. Me arrastró hacia el círculo antes de que yo pudiese resistirme.
—Yo... creí que Meg no...
—Hay catorce. «Catorce».
La voz era sólo una insinuación. Insinuaba la cólera. 
—Pero...
—Hay una Ley. Y un Castigo.
La voz subrayó las palabras.
—Piedad...
A él no hay que suplicarle piedad.
Vi lo que ocurrió. Vi cómo la negra mano se aferraba a la garganta de Lisa Lorini. La bruja cayó al suelo, rodó sobre si un instante se quedó exánime.
Los negros ojos, las pupilas negras se volvieron hacia mi. 
—Debe de haber trece. Es la Ley. Firma y ocupa su lugar —¿Yo?
A él no se le puede replicar.
Alguien sostenía el caldero. Otra bruja guió mi mano y abrió el libro que él le entregó.
Sentí la escurridiza y peluda forma de Maggit sobre mi pecho. Me estaba mordisqueando el vello. Y la piel. Una gota de sangre cayó en el caldero. Un palo la removió. Me colocaron el palo en la mano.
—Firma—me ordenó el hombre negro.
No le desobedecí. Es imposible al oír su voz.
Mis dedos se movieron. Firmé.
Y entonces su mano, su negra mano, asió la mía. Sentí un estremecimiento y una oleada de fuego, y el susurro del viento, negro, muy negro en mi interior.
Algo yacía ahora en el suelo, pero no era Lisa Lorini. Miré el cuerpo porque me pareció familiar. Era mi propio cuerpo.
El hombre negro decía algo, pero el zumbido de su voz no llegaba claramente a mis oídos. El circulo que me rodeaba no existía para mí.
—Yo te desbautizo en el nombre de...
Maggit me apartó. Me susurró:
—Vuela.
No la escuché. El viaje de regreso fue instintivo... con el instinto nacido en otro cuerpo, en otro cerebro.
Dormí en la casa, dormí en la oscuridad, dormí con la convicción de que al despertar la pesadilla habría terminado.
Me desperté.
Me miré en el espejo.
Vi a Lisa Lorini, con mis ojos... escrutándome desde su cuerpo.
Maggit parloteó a mis pies.
Esto fue hace una semana. Desde entonces he aprendido a escuchar a Maggit. Maggit me cuenta cosas.
Maggit me enseñó los libros y las hierbas. Maggit me ha contado cómo he de hacer los filtros y cómo impedir que envejezca mi cuerpo. Maggit me ha explicado cómo hacer el té, y cómo mezclar la pasta. Maggit dice que esta noche hay otra asamblea en la montaña.
Claro está, recuerdo lo demás. Sé que he firmado el libro y he ocupado el lugar de Lisa Lorini, y sé que no puedo zafarme de ella. A menos que emplee el método de ella. Que vaya a la asamblea, pero que antes alegue una cuestión de etiqueta y me haga acompañar.
Es la única solución.
Hoy, al cabo de una semana , deben estar buscándome. El departamento del censo debe haber enviado a otro agente a cubrir mi ruta. Seguramente será Herb Jackson. Estará en este distrito. Sí, Herb Jackson seguramente llamará esta tarde a mi puerta, y pedirá entrar para hacerle a Lisa Lorini unas preguntas para el empadronamiento.
Cuando llegue, he de estar preparado.
Creo que tendré bastante trabajo confeccionando el té

EL EXTRAÑO VUELO DE RICHARD CLAYTON



EL EXTRAÑO VUELO DE RICHARD CLAYTON

Robert Bloch

Richard Clayton extendió los brazos hasta quedar como un buceador en espera de sumergirse en el azul desde un elevado trampolín. En realidad, era un buceador. Su trampolín era una plateada nave espacial, e intentaba sumergirse, no lanzándose hacia abajo, sino elevándose hacia el cielo azul. El salto no era de veinte o treinta pies..., sino de millones de millas.
Respiró profundamente el hinchado y enguatado científico, alzó sus manos hacia la fría palanca de acero, cerró los ojos y tiró. La palanca se movió hacia abajo.
Durante unos instantes no ocurrió nada.
Luego, una repentina sacudida arrojó a Clayton al suelo. ¡El Future estaba moviéndose!
Las alas de un pájaro batiendo mientras el animal se remonta..., una polilla zumbando al volar..., el temblor detrás de unos músculos en tensión.
La nave espacial Future vibraba de un modo absurdo. Iba de un lado a otro, y las vibraciones sacudían las paredes de acero. Richard Clayton se puso en pie con trabajo, se frotó la lastimada frente y avanzó tambaleándose hacia su pequeña litera. La nave estaba moviéndose, pero seguía vibrando. Clayton miró el tablero de mandos y exclamó:
"¡Dios mío! ¡Se ha roto!"
Era cierto. La sacudida había roto el tablero de mandos. El cristal había caído al suelo, y los discos giraban locamente sobre la desnuda superficie del tablero.
Clayton se sentó, desesperado. Aquello era una grave tragedia. Su pensamiento retrocedió seis lustros, hasta la época en que, siendo un chiquillo de diez años, se habla sentido impresionado por el vuelo de Lindberg. Recordó sus estudios y cómo habla utilizado el dinero de su padre millonario para perfeccionar una máquina voladora que pudiera cruzar el Espacio.
Durante años enteros, Richard Clayton habla trabajado y soñado y proyectado. Estudió a los rusos y a sus cohetes; organizó la Fundación Clayton, y contrató mecánicos, matemáticos, astrónomos e ingenieros para que trabajasen con él. 
Luego se había producido el descubrimiento de la energía atómica, y el Future había sido construido. El Future era una cápsula de acero y duraluminio, sin ventanas y aislada por un procedimiento secreto. En la diminuta cabina había tanques de oxígeno, alimentos en forma de pastillas, excitantes químicos, una instalación de aíre acondicionado... y lugar suficiente para que un hombre pudiera dar seis pasos.
Era una pequeña celda de acero; pero en ella, Richard Clayton se proponía realizar sus ambiciones. Ayudado en su ascensión por cohetes que le empujarían más la de la fuerza de gravedad de la Tierra, volaría por medio de la propulsión nuclear hasta llegar a Marte y regresar.
Tardaría diez años en llegar a Marte; y otros diez años en regresar. La velocidad sería de mil millas por hora. No se trataba de un viaje ideal "a la velocidad de la luz", sino de un lento y desagradable viaje, científicamente calculado. Los mandos estaban instalados de modo que Clayton no tenía necesidad de pilotar su nave. Todo era automático.
"Pero, ¿y ahora qué?", se dijo Clayton, contemplando el destrozado tablero. Habla perdido contacto con el mundo exterior. Estaría incapacitado para leer su progresión en el tablero, incapacitado para calcular el tiempo, y la distancia, y la dirección. Tendría que permanecer sentado allí durante diez, veinte años..., completamente solo en una pequeña cabina. No había espacio para libros, o periódicos, o juegos que pudieran entretenerle. Era un prisionero en la negra bóveda del Espacio.
La Tierra había quedado ya muy lejos debajo de él; no tardaría en ser una bola de fuego verde, más pequeña que la bola de fuego rojo que tendría delante: Marte.
El aeródromo se había llenado de gente deseosa de presenciar su despegue; su ayudante Jerry Chase se habla encargado de mantener el orden. Clayton imaginó a aquella multitud contemplando a su brillante cilindro de acero mientras surgía del humo gaseoso de los cohetes y se precipitaba hacia el cielo como una bala de cañón. Luego, su cilindro se había desvanecido en el azul y la multitud se habría dispersado.
Pero él se había quedado allí, en la nave..., para permanecer durante diez, veinte años...
Sí, se había quedado, pero, ¿cuándo cesaría aquello? El estremecimiento de las paredes y del suelo resultaba insoportable; ni él ni los expertos habían previsto aquel problema. El temblor se transmitía a su cuerpo, a su cerebro. ¿Y si no cesaba, si duraba todo el viaje? ¿Cuánto tiempo podría resistirlo sin enloquecer?
Podía pensar. Clayton se tendió en su litera y recordó: rememoró todos los detalles de su existencia, desde que nació hasta el momento que vivía. Pero agotó todos los recuerdos en un espacio de tiempo demasiado breve.
"Puedo hacer ejercicio", dijo en voz alta. Se levantó del camastro y paseó por la cabina: seis pasos en una dirección, seis pasos en otra. Se cansó de pasear.
Suspirando, Clayton se acercó al lugar donde estaban almacenadas las cápsulas alimenticias.
"Ni siquiera puedo matar el tiempo comiendo -murmuró tristemente-. Sólo tragar una cápsula, y ya está."
La vibración continuaba. Resultaba enloquecedora. Clayton volvió a tenderse en el camastro. Dormiría. Dormiría, si podía lograrlo en medio de aquel movimiento. Apagó la luz. Sus pensamientos volvieron a su extraña situación; un prisionero en el Espacio. En el exterior, los planetas giraban y giraban, y las estrellas parpadeaban en la inmensa negrura de la Nada espacial. Y allí estaba él, seguro y cómodo en una cámara vibratoria, a cubierto del terrible frío, sometido a una espantosa vibración.
Sin embargo, tenía sus compensaciones. En el viaje no habría periódicos que le atormentaran con los relatos del hombre enemigo del hombre; ni estúpidos programas de radio o de televisión que aburrieran. Sólo la maldita omnipresente vibración...
Clayton durmió, moviéndose a través del Espacio.
Cuando despertó no había luz. Allí no se sucedían los días y las noches. Únicamente él y la nave, en el Espacio. Y la vibración continuaba, destrozándole los nervios con su incesante golpear contra el cerebro. Las piernas de Clayton temblaban cuando se levantó y fue a buscar las píldoras alimenticias.
Luego, se sentó y empezó a sufrir. Una terrible sensación de soledad estaba empezando a invadirle. Absolutamente aislado allí..., desconectado de todo. No tenía nada que hacer. Su situación era peor que la de un preso en reclusión solitaria. El preso tenía una celda más amplia, un soplo de aire fresco, un rayo de sol, y el vislumbre de un rostro ocasionál.
Clayton había pensado en sí mismo como en un misántropo. Ahora, anhelaba ver otro rostro. A medida que transcurrían las horas, sus ideas se hacían más raras. Deseaba ver Vida, en alguna forma: hubiera dado una fortuna por la compañía de un insecto en su calabozo volante. El sonido de una voz humana le hubiera producido una gran felicidad. ¡Estaba tan solo!
Nada que hacer sino soportar la vibración, dar el brevísimo paseo, tragar sus píldoras, intentar dormir. Nada en qué pensar. Clayton empezó a desear que llegara el momento en que sus uñas necesitaran ser cortadas; podría alargar la tarea durante horas enteras.
Examinó sus ropas minuciosamente, contempló su rostro barbudo en el pequeño espejo. Escrutó todos los artículos de la cabina del Future.
Y no logró cansarse lo suficiente para volver a dormir. 
Sentía un dolor continuo de cabeza. Por fin consiguió cerrar los ojos y sumirse en una especie de modorra, interrumpida por repentinos sobresaltos.
Cuando se levantó y encendió la luz, hizo un horrible descubrimiento.
Había perdido el sentido del tiempo.
"El tiempo es relativo", le habían dicho siempre. Y ahora comprobaba que era cierto. No tenía nada para medir el tiempo: ningún reloj, ningún vislumbre del sol o de la luna, o de las estrellas, ninguna actividad regular. ¿Cuánto hacía que había iniciado aquel viaje? Por mucho que lo intentó, no pudo recordarlo.
¿Había comido cada seis horas? ¿O cada diez? ¿O cada veinte? ¿Había dormido una vez cada día? ¿Una vez cada tres o cuatro días? ¿Con cuánta frecuencia había paseado? 
Sin ningún instrumento para situarse a sí mismo, estaba completamente perdido. Tragó sus píldoras en una especie de pasmo mental, tratando de no pensar en el estremecimiento que llenaba sus sentidos.
Era terrible. Si perdía la noción del Tiempo, no tardaría en perder la noción de su propia identidad. Enloquecería. Solo, atormentado en una pequeña celda, tenía que aferrarse a algo. ¿Qué era el Tiempo?
No quería pensar en ello. No quería pensar en nada. Tenía que olvidar el mundo que había dejado, si no quería que los recuerdos le enloquecieran.
"Tengo miedo -murmuro-. Miedo de estar solo en la oscuridad. Puedo haber pasado la luna. Puedo estar a un millón de millas de la Tierra... o a diez millones."
Clayton se dio cuenta de que estaba hablando consigo mismo. Aquello era locura. Pero no podía evitarlo, del mismo modo que no podía evitar la terrible vibración que le rodeaba.
"Tengo miedo -dijo, con una voz que resonó profundamente en la pequeña cabina-. Tengo miedo. ¿Qué hora es?" 
Se quedó dormido, murmurando, y el Tiempo fue deslizándose.
Clayton despertó con nuevas energías. Pensó que había perdido el equilibrio. La presión exterior, a pesar de la compensación, había afectado a sus nervios. El oxigeno le había aturdido, y la alimentación a base de píldoras había contribuido a aumentar su malestar. Pero la debilidad ya había pasado. Sonrió, paseó un poco.
Luego, los pensamientos volvieron a inquietarle. ¿Qué día estaba viviendo? ¿Cuántas semanas habían transcurrido desde que despegó? Tal vez hacía meses; un año, dos años. Todo lo de la Tierra parecía muy lejano; casi parte de un sueño. Se sentía más cerca de Marte que de la Tierra; empezaba a "anticipar", en vez de mirar atrás. 
Durante una temporada había obrado maquinalmente. Habla encendido y apagado la luz cuando era necesario, tragado píldoras por costumbre, había atendido al sistema de ventilación de un modo inconsciente.
Richard Clayton fue olvidándose de sí mismo. Asimiló el torturante zumbido hasta convertirlo en un dolor que le decía que estaba viajando a través del Espacio en un proyectil plateado. Pero no significaba nada más. Clayton había dejado de hablarse, se había olvidado de todo. Sólo soñaba en Marte. Cada sacudida de la nave susurraba: "Marte... Marte... Marte."
Sucedio algo maravilloso. Aterrizó. La nave picó, temblando. Cortó suavemente la gaseosa envoltura del planeta rojo. Durante cierto tiempo, Clayton había notado la atracción de una fuerza de gravedad, y supo que los instrumentos automáticos de su nave estaban disminuyendo las descargas atómicas y utilizando la atracción gravitatoria natural del propio Marte.
La nave aterrizó y Clayton abrió la puerta. Rompió los precintos y salió al exterior. Saltó suavemente sobre la hierba de color púrpura. Su cuerpo era ahora libre, ligero. Allí habla aire fresco, y la luz del sol parecía más fuerte, más intensa, a pesar de las nubes que velaban el brillante globo.
A lo lejos se alzaban los bosques, verdes bosques con la vegetación púrpura entre los árboles. Clayton avanzó hacia ellos. El primer árbol tenía unas ramas que se inclinaban hacia el suelo como dos extremedidades.
¡Y eran extremidades! Dos brazos verdes que agarraron a Clayton y lo acercaron al oscuro tronco. Desde allí pudo contemplar las excrecencias de color púrpura que surgían de entre las hojas.
Las excrecencias de color púrpura eran... cabezas.
Diabólicos rostros de color púrpura le contemplaban con ojos carroñosos como hongos muertos. Cada uno de los rostros estaba arrugado como una coliflor de color púrpura, pero debajo de la masa pulposa habla una gran boca. Todos los rostros púrpura tenían una boca púrpura, y de todas las bocas púrpura goteaba sangre. Los brazos del árbol le apretaron un poco más contra el tronco, y uno de los rostros púrpura -un rostro de mujer- estaba acercándose a él.
Clayton luchó, pero los brazos del árbol le mantenían firmemente sujeto y el rostro llegó, frío como la muerte. Su helada llama atravesó todo su ser, ahogando sus sensaciones. 
En aquel momento, Clayton despertó y supo que todo había sido un sueño. Su cuerpo estaba empapado en sudor. Esto le hizo adquirir consciencia de su existencia. Avanzó hacia el espejo, tambaleándose.
Una sola mirada bastó para hacerle retroceder, horrorizado. ¿Formaba también esto parte de su sueño?
En el espejo, Clayton había visto reflejado el rostro de un hombre viejo. Un rostro arrugado, de demacradas mejillas. Pero lo peor eran los ojos: Clayton ni siquiera los reconoció. Rojizos, y profundamente hundidos en unas huesudas cuencas, ardían con una salvaje expresión de horror. Clayton tocó su rostro, vio la mano veteada de venas azules alzarse en el espejo y correr a través del pelo gris.
Recobró en parte el sentido del tiempo. Llevaba años enteros en la nave. ¡Años! ¡Estaba envejeciendo!
Desde luego, aquel género de vida había influido en el proceso, pero, con todo, tenía que haber transcurrido largo tiempo. Clayton supo que pronto llegaría al final de su viaje. Quería llegar antes de sufrir otra pesadilla. A partir del momento, la lucidez y la reserva física tendrían que luchar contra el invisible enemigo del Tiempo. Retrocedió hasta su camastro, mientras el Future, tembloroso como un metálico monstruo volador, se precipitaba en la negrura del Espacio interestelar.
Estaban golpeando la parte exterior de la nave, manos de hierro aporreaban la puerta. Los negros monstruos de metal entraban pesadamente con su amenaza de hierro. Sus rostros severos, acerados, eran inexpresivos cuando agarraron a Clayton, uno por cada brazo, y le obligaban a andar. Le arrastraron a través de la plataforma, andando rápidamente, y le obligaron a subir a la gran torre metálica. Clang, clang, clang, resonaron los pies de metal, mientras subían la escalera de la torre.
Era una escalera de caracol que parecía no tener fin; pero los monstruos de metal no se cansaban. Sus rostros permanecían impasibles, y el hierro no suda. Clayton, en cambio, estaba completamente agotado cuando le arrastraron hasta la Presencia, en la estancia de la torre. La voz metálica zumbó, mecánicamente, como un disco rayado.
Le... encontramos... en... un... pájaro..., oh... Maestro.
Está... hecho... de blan... dura.
Tiene... una... rara... clase... de... vida.
Un... a... ni... mal.
Y luego la retumbante voz desde el centro de la estancia de la torre.
Tengo hambre.
Levantóse de un trono de hierro el Maestro. Una gran trampa de hierro, con mandíbulas de acero, como las de una excavadora mecánica. Las mandíbulas se abrieron, y los horribles dientes brillaron. Una voz surgió de las profundidades.
Alimentadme.
Los brazos de hierro arrastraron a Clayton hasta las mandíbulas del monstruo. Las mandíbulas se cerraron, con un horrible crujido de huesos...
Clayton se despertó gritando. El espejo brilló cuando sus temblorosas manos hubieron encontrado el interruptor de la luz. Clayton contempló el rostro de un hombre viejo, con el pelo casi completamente blanco. Estaba envejeciendo rápidamente. Y se preguntó si su cerebro lo resistiría.
Tragó sus píldoras, dio un corto paseo, escuchó la vibración, renovó el aire, se tendió en la litera. No podía hacer otra cosa... sino esperar. Esperar en una cámara de tortura vibratoria, durante horas, días, semanas, años, siglos. 
Y a intervalos, un sueño. Aterrizó en Marte, y los fantasmas surgieron de una niebla gris. Eran formas en la niebla, como viscosos ectoplasmas, y Clayton veía a través de ellos. Y sus voces eran leves susurros en su alma.
"Aquí está la Vida -susurraban-. Nosótros, las almas de los que hemos cruzado el Vacío muertos, esperábamos la Vida para darnos un festín. Y ahora vamos a tenerlo."
Y le envolvieron en sus vestiduras grises, y sorbieron su sangre con sus bocas grises, ávidas...
En otra ocasión aterrizó en el planeta y no había nada en él. Absolutamente nada. El suelo era árido y se extendía interminablemente en todas direcciones. No había cielo ni sol.
Puso un pie en el suelo, cautelosamente. Y se hundió en la nada. La nada vibraba, lo mismo que el Future, y le estaba engulliendo. Estaba hundiéndose en una profunda sima sin paredes, y el olvido se cerraba a su alrededor...
Al despertar de este último sueño, Clayton se miró al espejo. Sus piernas estaban débiles y sus manos temblaban como las de un anciano. Contempló el rostro que se reflejaba en el espejo: el rostro de un hombre de setenta años.
"¡Dios mío!", murmuró. Era su propia voz... el primer sonido que oía desde hacía... ¿cuánto tiempo? ¿Cuántos años? ¿Cuánto hacía que no oía nada, aparte de la diabólica vibración de la nave? ¿Hasta dónde había llegado el Future? Era ya un hombre viejo.
Una terrible idea cruzó por su cerebro. Tal vez algo había funcionado mal. Tal vez los cálculos eran erróneos, y estaba moviéndose en el Espacio con demasiada lentitud. Tal vez no llegara nunca a Marte. Luego -era una espantosa posibilidad-, pensó que habia sobrepasado Marte, que estaba hundiéndose en las bóvedas vacías, más allá del planeta. 
Tragó sus píldoras y se tendió en la litera. Se sentía un poco más tranquilo; tenía que estarlo. Por primera vez en muchísimo tiempo, recordaba la Tierra.
¿Y si hubiese sido destruida? ¿Asolada por la guerra, la peste o la epidemia mientras él estaba fuera? ¿O arrasada por un meteoro errante? Se sintió asaltado por unas ideas fantásticas... ¿Y si unos Invasores cruzaban el Espacio para conquistar la Tierra, del mismo modo que él lo estaba cruzando para dirigirse a Marte?
Pero, era absurdo preocuparse por todo aquello. El problema consistía en alcanzar su propio objetivo. Y para alcanzarlo, no podía hacer otra cosa más que esperar conservando la vida y la lucidez el tiempo suficiente para lograr sus propósitos. En el vibratorio horror de su celda, Clayton reunió sus escasas energías para adoptar una firme resolución: viviría, y cuando aterrizara vería Marte. No le importaba morir en el largo camino de regreso: viviría hasta que su objetivo se hubiera cumplido. A partir de aquel momento lucharía contra los sueños. A pesar de la infernal vibración de su pequeña cárcel, viviría.
Llegaron unas voces procedentes del exterior de la nave. Los fantasmas aullaron, en las oscuras profundidades del Espacio. Llegaron visiones de monstruos y sueños de tortura, y Clayton los rechazó todos. Cada hora, o día, o año -le era imposible medirlo-, Clayton conseguía arrastrarse hasta el espejo. Y siempre le mostraba que estaba envejeciendo rápidamente. Su pelo, blanco como la nieve, y las arrugas de su rostro le daban un aspecto de increíble senilidad. Pero estaba vivo. Era demasiado viejo para seguir pensando, y estaba demasiado cansado. Se limitaba a vivir -a vegetar- como una planta.
Al principio no se dio cuenta. Estaba tendido en su litera, con los ojos cerrados, sumido en una intensa modorra. Súbitamente, notó que a vibración había cesado. Clayton pensó que había estado soñando de nuevo. Se frotó los ojos, sacudió la cabeza... No: el Future estaba inmóvil. ¡Había aterrizado!
Clayton temblaba inconteniblemente. Era la consecuencia de años de vibración; años de aislamiento sin más compañía que sus descabellados pensamientos. Apenas podía sostenerse en pie.
Pero, habla llegado el momento. Lo que había esperado durante diez largos años. No, tenían que haber sido muchos más años. Pero podría ver Marte. Lo había conseguido. ¡Había realizado lo imposible!
Era un pensamiento estimulante. Y le infundió fuerzas para arrastrarse hasta la puerta: la puerta sellada. Junto a ella había una palanca.
Su envejecido corazón latió excitadaniente mientras empujaba la palanca hacia arriba. La puerta se abrió..., la luz del sol y el aire penetraron en la cabina.
La luz le hizo parpadear, y el aire oprimió sus pulmones. Sus pies se arrastraron...
Clayton cayó en los brazos de Jerry Chase.
Clayton no sabía que era Jerry Chase. No sabía ya nada. La prueba había sido demasiado fuerte.
Chase se quedé mirando el debilitado cuerpo que tenía en los brazos.
-¿Dónde está Mr. Clayton? -murmuró-. ¿Quién es usted?
Miró fijamente el envejecido y arrugado rostro.
-¡Dios mio! ¡Es Mr. Clayton! -exclamó-. Mr. Clayton, ¿qué le sucede? El sistema de propulsión se averió cuando puso usted en marcha la nave, pero las descargas atómicas no se interrumpieron. La nave no despegó siquiera, pero la violencia de las descargas nos impidieron acercarnos hasta ahora. Hace unos instantes cesaron las sacudidas, pero no hemos perdido de vista al Future, ni de día ni de noche. ¿Qué le ha sucedido, Mr. Clayton?
Los apagados ojos azules de Richard Clayton se abrieron. Su marchita boca susurró débilmente:
-He..., he perdido la noción del tiempo. ¿Cuánto..., cuánto he estado en el Future?
El rostro de Jerry Chase estaba muy serio cuando miró de nuevo al anciano y respondió, en voz baja:
-Sólo una semana.
La muerte vidrió los ojos de Richard Clayton: el largo viaje había terminado.


Dulces para esa dulzura --- Robert Bloch



DULCES PARA ESA DULZURA

Robert Bloch

Irma no tenía figura de bruja.
Tenía unos rasgos menudos, regulares, un cutis melocotón y crema, ojos azules, y cabello rubio, casi ceniciento. Además, era una niñita de ocho años.
—¿Por qué la fastidia así? —sollozaba miss Pall—. De este modo le vino la idea, al principio: porque él la llama brujita.
Sam Steever acomodó nuevamente la voluminosa barriga en el crujiente sillón giratorio y plegó las gordas manos sobre el regazo. Su adiposa máscara de abogado permanecía impasible; pero estaba bastante afligido.
Las mujeres como miss Pall no deberían sollozar nunca. Las gafas les resbalan, la delgada nariz se les encoge, los arrugados párpados se les enrojecen y el lacio cabello se les desordena.
—Por favor, domínese —invitaba Sam Steever—. Quizá si discutiéramos ese asunto, desde el principio hasta el fin, de una manera sensata...
—¡No me importa! —miss Pall se sorbía las lágrimas—. Yo no vuelvo allá. No lo soporto. Y a fin de cuentas, tampoco puedo hacer nada. Aquel hombre es su hermano, y ella es la hija de su hermano. La responsabilidad no pesa sobre mí. Yo hice cuanto pude...
—Claro que hizo cuanto pudo —Sam Steever sonrió benignamente, como si miss Pall fuese la presidente de un jurado—. Lo comprendo perfectamente. A pesar de lo cual, no comprendo por qué se ha trastornado usted tanto, querida señorita.
Miss Pall se quitó las gafas y se secó los ojos con un pañuelo estampado de flores. Luego depositó la mojada pelota de tela en el bolso, apretó el cierre, se puso los lentes de nuevo y se irguió en la silla.
—Muy bien, míster Steever —dijo—. Voy a esforzarme lo mejor que sepa para enterarle bien de los motivos que me inducen a dejar de ser una empleada de su hermano.
La buena mujer reprimió un sorbetón tardío, y continuó:
—Me presenté a John Steever hace -dos años, como usted sabe ya, respondiendo a un anuncio en que se solicitaba un ama de llaves. Cuando descubrí que había de actuar de gobernanta de una niña de seis años, huérfana de madre, me descorazoné. Ignoro por completo el arte de cuidar niños.
—Los seis primeros años John contrató una niñera profesional —dijo, asintiendo Sam Steever—. Ya sabe usted que la madre de Irma murió al dar a luz.
—Sí, estoy al corriente del caso —contestó miss Pall, en tono remilgado—. Naturalmente, una niña solitaria, abandonada, enternece el corazón de cualquiera. ¡Y aquella niña estaba tan terriblemente sola...! Ah, míster Steever, si usted la hubiera visto, refugiándose cabizbaja por los rincones de aquella casona tan antigua y fea...
—Sí, la vi, la vi —asintió prestamente Sam Steever con el deseo de evitar otro arranque—. Y sé cuanto ha hecho usted por Irma. Mi hermano es bastante irreflexivo, y hasta un poco egoísta, a veces. No comprende.
—Es cruel —declaró miss Pall con súbita vehemencia—. Cruel y perverso. Aunque sea su hermano, yo afirmo que no sirve para padre de ningún niño. Cuando yo llegué allí, la pequeña tenía los bracitos negros y morados de golpes. El padre solía coger un cinturón...
—Lo sé. A veces pienso que John no se ha recobrado nunca del choque que sufrió al morir su esposa. Por eso estuve tan contento cuando vino usted, querida dama. Pensé que lograría mejorar la situación.
—Lo intenté —gimoteó miss Pall—. Usted sabe que lo intenté. En dos años, nunca levanté la mano contra la niña, aunque su hermano me ha dicho muchísimas veces que la castigara. «Déle una paliza a la brujita —solía recomendarme—. Es lo único que le hace falta: una buena azotaina.» Y entonces la pequeña se escondía detrás de mí y me pedía en un susurro que la protegiese. Pero no lloraba, míster Steever. ¿Sabe usted que nunca la he visto llorar?
Sam Steever se sentía vagamente irritado y un tanto aburrido. Deseaba que la madura clueca siguiera con su polluelo. Por ello sonrió y rezumó meladura.
—Pero ¿qué problema se le plantea, exactamente, querida señora?
—Cuando llegué, todo marchaba estupendamente. Nos aveníamos muy bien. Empecé a enseñar las primeras letras a Irma... y me llevé la sorpresa de ver que ya leía a la perfección. Su hermano negó que él le hubiera enseñado; pero la niña se pasaba horas acurrucada en el sofá, con un libro en las manos. «Muy propio de ella —solía decir el padre—. Una brujita antinatural. No juega con las otras niñas. Es una brujita.» Así se expresaba siempre, míster Steever. Como si la pequeña fuese una especie de... no sé qué. ¡Y en cambio, es tan dulce, sosegada y bonita!
»¿Tan raro es que leyese? Yo misma era como ella, de niña; porque..., pero no importa.
»De todos modos, tuve una sorpresa mayúscula el día que la vi manejar la Enciclopedia Británica. "¿Qué estás leyendo, Irma?", le pregunté: Ella me lo enseñó. Era el artículo sobre brujería.
»¿Ve usted cuan mórbidos pensamientos ha inculcado su hermano en aquella pobre cabecita?
»Yo hice cuanto pude. Salí a comprarle juguetes. Ya sabe usted que no tenía ninguno en absoluto; ni una triste muñeca. ¡Ni siquiera sabía jugar! Probé de hacerle tomar afición a otras niñas de la vecindad; pero fue inútil. Las otras no la entendían a ella, y ella no comprendía a las otras. Hubo escenas desagradables. Los pequeños son crueles; no reflexionan. Y su padre no la dejaba asistir a la escuela pública. Tenía que instruirla yo...
»Entonces le traje la arcilla de escultor. Le gustó. Se pasaba horas haciendo caras de arcilla. Para una niña de seis años, Irma demostraba verdadero talento.
»Hacíamos muñecas y yo les cortaba y cosía vestídos. El primer año fue un año de dicha, míster Steever. Sobre todo durante los meses aquellos que su hermano pasó en América del Sur. Pero este año, a su regreso..., ¡no sabría ni comentarlo siquiera!
—Por favor —dijo Sana Steever—. Debe comprenderlo. John no es feliz. La pérdida de la esposa, el declive de su negocio de importación, y la bebida... Pero, en fin, usted ya está enterada de todo eso.
—De lo único que estoy enterada es de que odia a su hija —atajó viva y repentinamente miss Pall—. La odia. Quiere que sea mala; para poderla azotar «Si usted no vapulea a esta brujita, lo haré yo», suele decir. Y entonces se la lleva arriba y le da con el cinturón... Debe usted hacer algo, míster Steever, si no quiere que acuda a las autoridades yo misma.
Y la loca chismosa lo haría, sin duda, pensó Sam Steever. Remedio: otra dosis de meladura.
—Pero ¿y en cuanto a Irma...? —insistió él.
—Oh, también ha cambiado. Desde que su padre ha regresado, este año. Ya no quiere jugar conmigo, y apenas me mira. Es como si yo la hubiera defraudado, míster Steever, al no protegerla de aquel hombre. Además..., ella misma se cree bruja.
Una locura. Una locura total, increíble. Sam Steever hizo crujir el sillón, al ponerse erguido.
—Ah, no es preciso que me mire así, míster Steever. Se lo dirá ella misma... ¡sí va usted un día de visita a la casa!
El hombre percibió el tono de reproche de la voz de la gobernanta y quiso apaciguarla con un movimiento de cabeza conciliador.
—Me lo dijo con todas las letras —prosiguió miss Pall—. Si su padre quiere que sea bruja, lo será. Y no quiere jugar conmigo, ni con nadie, porque las brujas no juegan. Esta víspera de Todos los Santos pasada quería que le diese una escoba. ¡Ah, si no fuese tan trágico, sería divertido! Esa niña está perdiendo el juicio.
»Hace unas semanas, creí que había cambiado. Fue cuando me pidió, un domingo, que la llevase al templo. "Quiero ver el bautismo", me dijo. Imagínese ¡una niña de ocho años interesada en bautismos! Lee demasiado; ahí está el mal.
»Pues bien, fuimos a la iglesia y estuvo tan dulce como ella sola sabe serlo con su vestidito azul nuevo, y cogida de mi mano. Yo estaba orgullosa de ella, míster Steever, realmente orgullosa.
»Pero después se encerró, una vez más, e inmediatamente, en su concha. Anda por la casa, leyendo, corre por el patio al atardecer y habla consigo misma.
»La causa quizá esté en que su hermano no quisiera traerle un gatito. Ella le importunaba pidiéndole un gato negro. Él le preguntó para qué lo quería, y ella respondió: "Porque las brujas siempre tienen un gato negro." Entonces él se la llevó arriba.
»Yo no se lo puedo impedir, ya sabe usted. Volvió a pegarle la noche que nos quedamos sin electricidad y no supimos encontrar las velas. El dijo que ella las había robado. ¡Imagínese, acusar a una niña de ocho años de robar velas!
«Aquello fue el principio del fin. Entonces hoy, cuando el padre ha encontrado a faltar el cepillo para el cabello...
—¿Dice usted que le pegaba con el cepillo para el cabello?
—Sí. Ella ha confesado que lo robó. Ha dicho que lo necesitaba para su muñeco.
—Pero ¿no ha dicho usted antes que no tiene muñecas ni muñecos?
—En efecto; pero se hizo uno. Al menos yo creo que se lo hizo. Nunca lo he visto... ya que nunca quiere enseñarnos nada; ni nos habla en la mesa. Es imposible gobernarla, simplemente.
»Aunque el muñeco ése que se hizo... es pequeño. Lo sé porque a veces lo lleva escondido bajo el brazo. Le habla y lo acaricia; pero no quiere enseñárnoslo, ni a mí ni a él. Cuando él le preguntó por el cepillo del cabello, ella respondió que lo había cogido para el muñeco.
»Entonces su hermano se ha dejado arrastrar por una cólera terrible... ¡Se había pasado toda la mañana en la habitación empinando el codo de nuevo! Oh, no crea que no lo sé. Pero ella se ha limitado a sonreír, y ha dicho que ahora ya podía volver a cogerlo. Y se ha ido a su mesita escritorio y se lo ha entregado. No lo había estropeado nada; me fijé en que el cepillo conservaba aún el cabello del padre.
»A pesar de lo cual, él se lo ha arrancado de la mano, y luego se ha puesto a golpearle los hombros con el cepillo, y le ha retorcido el brazo, y luego...
Miss Pall se acurrucó en la silla y extrajo unos tremendos y agitados sollozos del angosto pecho.
Sam Steever le dio unas palmaditas en el hombro, agitándose a su alrededor como un elefante sobre un canario herido.
—Eso es todo, míster Steever. He venido a verle, directamente. No quiero volver a la casa aquella ni para recoger mis cosas. No puedo soportarlo más... su manera de pegarle... y el ver cómo ella no lloraba, sino que únicamente se reía, y reía, y reía... A veces creo que, de verdad, es una bruja... que su padre la ha convertido en una bruja...


Sam Steever cogió el teléfono. El timbre había roto el alivio de silencio que quedara después de la precipitada marcha de miss Pall.
—Hola... ¿Eres tú, Sam?
Sam reconoció la voz de su hermano, algo maleada por la bebida.
—Sí, John.
—Supongo que la vieja murciélago ha ido corriendo a verte para dar rienda suelta a la lengua.
—Si te refieres a miss Pall, la he visto, en efecto.
—No le hagas caso. Yo te lo explicaré todo.
—¿Quieres que vaya a verte? Hace meses que no te visito.
—Pues en seguida no. Tengo hora con el médico esta tarde.
—¿Te encuentras mal?
—Me duele el brazo. Será reúma, o algo así. Me aplico un poco de diatermia. Pero mañana te llamaré y pondremos en claro todo ese enredo.
—De acuerdo.
Pero el día siguiente John Steever no llamó. Más o menos a la hora de cenar, Sam le llamó a él.
Cosa rara, respondió al teléfono Irma. Su vocecita delgada, estridente, tenía un acento débil, en los oídos de Sam.
—Papá está arriba, durmiendo. Ha estado enfermo.
—Bueno, no le molestes. ¿De qué se trata? ¿Del brazo?
—De la espalda, ahora. Dentro de poco tendrá que volver al consultorio del médico.
—Dile que le llamaré mañana, pues. Eh..., ¿marcha bien todo, Irma? Quiero decir si no echas de menos a miss Pall. 
—No. Me alegro de que se fuera. Es una tonta.
—Ah. Sí. Comprendo. Pero, si necesitas algo, telefonéame. Y espero que papá se restablezca.
—Sí. Yo también —respondió Irma. Y en seguida se puso a reír, y luego colgó.
La tarde siguiente, cuando John Steever telefoneó a Sam en la oficina de éste, no hubo risitas. Tenía la voz sobria, con la sobriedad aguda del dolor.
—Sam..., por el amor de Dios, ven. ¡A mí me pasa algo!
—¿Qué hay?
—Este dolor... ¡me está matando! Tengo que verte, pronto.
—Me espera un cliente en el despacho; pero me desembarazaré de él. Oye, espera un minuto. ¿Por qué no llamas al médico?
—Ese curandero no puede ayudarme. Me recetó diatermia para el brazo y ayer me la recetó para la espalda.
—¿No te remedió?
—El dolor desapareció, sí. Pero se ha renovado. Me siento... como aplastado. Tengo una opresión aquí, en el pecho. No puedo respirar.
—Por lo que dices, parece una pleuresía. ¿Por qué no lo llamas?
—No es pleuresía. Me examinó ya. Me dijo que estaba más sano que un dólar nuevo. No, orgánicamente no tengo nada anormal. Pero no pude explicarle la verdadera causa.
—¿La verdadera causa?
—Sí. Los ahileres. El alfiler que ese pequeño demonio está clavando en el muñeco que se hizo. En el brazo, en la espalda. Ahora me tiene cogido. No puedo bajar a impedírselo y apoderarme del muñeco. Y nadie más lo creería. Pero es el muñeco, no cabe duda; el que se hizo con cera y con el cabello de mi cepillo. Oh..., al hablar, sufro... ¡Ah, la brujita del diablo! Corre, Sam. Prométeme que harás algo..., lo que sea..., que le quitarás el muñeco..., que te apoderarás del muñeco...


Media hora después, a las cuatro y treinta, Sam Steever entraba en casa de su hermano.
Irma le abrió la puerta.
Sam tuvo un sobresalto al verla plantada allí, risueña e imperturbable, con el cabello rubio pálido peinado inmaculadamente para atrás, dejando al descubierto el rosado óvalo de la cara. Parecía una muñequita, exactamente. Una muñequita...
—Hola, tío Sam.
—Hola, Irma. Tu papá me ha telefoneado, ¿no te lo ha dicho? Decía que no se encontraba muy bien...
—Ya lo sé. Pero ahora está perfectamente. Duerme.
Algo le sucedió a Sam Steever; una gota de agua glacial le bajó por el espinazo.
—¿Duerme? —repitió con voz ronca—. ¿Arriba?
Y antes de que la niña hubiese abierto la boca, subía los escalones a saltos hasta el segundo piso y recorría el pasillo a grandes zancadas, hasta el cuarto de John.
John yacía en la cama. Estaba dormido; solamente dormido. Sam Steever notaba el subir y bajar acompasado del pecho al respirar. Tenía la faz tranquila, sosegada.
Entonces la gota de agua fría se evaporó, y Sam tuvo fuerzas para murmurar:
—Tonterías —entre dientes, al mismo tiempo que se volvía.
Mientras bajaba, improvisaba planes apresuradamente. Unas vacaciones de seis meses, para su hermano... Se abstendrían de llamarlo una cura... Un orfanato para Irma; le darían ocasión de alejarse de aquella morbosa casona antigua, de tantos y tantos libros...
A mitad de. las escaleras, se detuvo. Mirando por encima de la barandilla, vio a Irma en el sofá, acurrucadita como una bolita blanca. Hablaba a una cosa que tenía acunada en los brazos y que iba meciendo con el movimiento del cuerpo.
De modo que la muñeca (o el muñeco) existían, después de todo.
Sam Steever bajó de puntillas, silenciosamente y se acercó a Irma.
—Hola —dijo.
La niña dio un salto y levantó ambos brazos para cubrir por completo lo que fuere que estuviera mimando, y que ahora estrechaba contra sí.
A Sam Steever se le ocurrió la idea de una muñeca apretada por el pecho...
Irma levantaba los ojos hacia él, convertida en una máscara de inocencia. En aquella media luz, su cara parecía realmente una máscara. La máscara de una niña que escondía..., ¿qué?
—Papá está mejor ahora, ¿verdad que sí? —balbució Irma.
—Sí, mucho mejor.
—Yo sabía que lo estaría.
—Pero me temo que tendrá que marcharse a gozar de un descanso. Un descanso muy largo.
Una sonrisa se filtró a través de la máscara.
—Perfecto —dijo la niña.
—Naturalmente —continuó Sam—, tú no podrías quedarte sola aquí. Me estaba preguntando..., quizá podríamos enviarte a una escuela, o a una especie de hogar de...
Irma se puso a reír.
—Ah, no debe preocuparse por mí —replicó. Y dejó sitio en el sofá mientras Sam se sentaba; pero en seguida se levantó de un salto, al verle acercarse a ella.
Con el movimiento, los brazos de Irma se apartaron algo del cuerpo, y Sam Steever vio un par de piernecitas delgadas colgando bajo el codo. Eran unas piernas vestidas con pantalones y que lucían unos trocitos de cuero por zapatos.
—¿Qué tienes ahí, Irma? —preguntó Sam—. ¿Es un muñeco?
Y pausadamente extendió la regordeta mano.
Irma retrocedió.
—No puede verlo —dijo.
—Pues yo quiero verlo. Miss Pall me dijo que haces unos muñecos preciosos.
—Miss Pall es tonta. Y usted también. Vayase.
—Por favor, Irma. Déjame verlo.
Pero mientras estaba hablando, Sam Steever contemplaba ya la parte superior del muñeco, que quedó un momento al descubierto, al retroceder Irma. Era una cabeza perfecta, con mechones de cabello sobre una cara blanca. El crepúsculo disimulaba la fisonomía, pero a pesar de todo Sam reconoció los ojos, la nariz, la barbilla...
Y no pudo continuar fingiendo.
—¡Dame ese muñeco, Irma! —ordenó secamente—. Sé qué es. Sé quién es...
Por un instante, la máscara desapareció de la faz de Irma, y Sam tuvo ante su mirada la imagen del miedo descarnado.
La niña lo sabía. Sabía que él lo sabía.
Pero en seguida, con la misma presteza, la máscara volvió a su sitio.
Irma volvía a ser ni más ni menos que una chiquilla dulce, mimada y terca mientras movía la cabeza alegremente y le miraba con malicia de picaruela.
—¡Oh, tío Sam! —exclamó riendo—. ¡Qué tonto es usted! ¡Si esto no es ni siquiera un muñeco de verdad...!
—¿Qué es, entonces? —murmuró él.
Irma se rió de nuevo, levantando la figura mientras contestaba:
—Pues... ¡es caramelo, únicamente!
—¿Caramelo?
Irma hizo un gesto afirmativo. Luego, con gesto rápido, se metió la cabecita de la imagen en la boca.
Y la cortó de un mordisco.
Arriba sonó un solo grito, desgarrador.
Mientras Sam Steever se volvía y subía las escaleras corriendo, la pequeña Irma, todavía mascando gravemente, salió por la puerta principal y se hundió en la noche.