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viernes, 24 de diciembre de 2010

Reliquia de un mundo olvidado



Reliquia de un mundo olvidado

Hazel Heald y H. P. Lovecraft





(Manuscrito hallado entre los papeles del fallecido Richard H. Johnson,
doctor en Filosofía, miembro del Cabot Museum de Arqueología de Boston, Mass.)


I
No es probable que nadie de Boston -ni los lectores asiduos de cualquier otro lugar- olvide el extraño caso del Cabot Museum. La publicidad que dieron los periódicos a esa momia infernal, las antiguas y terribles leyendas vagamente relacionadas con ella, la morbosa oleada de interés, y los cultos que nacieron en torno suyo durante el año 1932, junto con el espantoso final de los dos intrusos, ocurrido el día primero de diciembre de aquel año, fueron circunstancias que dieron lugar a uno de esos misterios clásicos que se perpetúan a través de las generaciones como tema de tradición popular, y llegan a convertirse en el núcleo de auténticos ciclos mitológicos de terror.
Todo el mundo parece darse cuenta, además, de que se ha suprimido algo muy vital, algo espantoso, de las informaciones ofrecidas al público sobre su horrible desenlace. Las alusiones que se hicieron en un principio acerca del estado de uno de los dos cuerpos, fueron soslayadas y pasadas por alto con demasiada precipitación; tampoco se dio publicidad a las extraordinarias modificaciones experimentadas por la momia. Y otra cosa que sorprendió al público fue el hecho singular de que nunca más se restituyera la momia a la vitrina donde estuvo expuesta. En estos tiempos en que la taxidermia ha progresado tanto, el pretexto de que su estado de desintegración hacía imposible exhibirla, parece particularmente endeble.
Como miembro del gabinete de conservación del Museo estoy en condiciones de revelar todos los hechos omitidos, aunque no lo haré en tanto me encuentre con vida. Hay cosas en el mundo y en el universo que deben permanecer ignoradas de la mayoría, y mantengo la idea de que todos nosotros -el personal del Museo, los periodistas y la policía- hemos contribuido a crear este clima de horror. Con todo, no me parece correcto que un asunto de importancia científica e histórica tan abrumadora permanezca enteramente en silencio: de ahí la relación que he redactado para beneficio de los investigadores serios. La colocaré entre los diversos documentos que se deberán examinar después de mi muerte, dejando se le dé el destino que mis albaceas consideren conveniente. Ciertas amenazas y hechos extraordinarios, acontecidos durante las pasadas semanas, me han llevado a pensar que mi vida -así como la de otros miembros del Museo- está en peligro por insidias de ciertas sociedades secretas de orden místico, de procedencia asiática y polinesia en particular. De ahí la posibilidad de que mis albaceas tengan que intervenir pronto. (Nota de los albaceas: El Doctor Johnson murió de modo repentino en una crisis cardíaca, pero bajo circunstancias un tanto misteriosas, el 22 de abril de 1933. Wentworth Moore, taxidermista del museo, desapareció a mediados del mes anterior. El 18 de febrero del mismo año, el Doctor William Minot, que dirigió la autopsia relacionada con el caso, fue apuñalado por la espalda, falleciendo al día siguiente.)
Creo que los hechos debieron comenzar allá por el año 1879, mucho antes de dimitir yo de mi cargo, a raíz del momento en que el museo adquirió aquella misteriosa momia a la Orient Shipping Company. Su descubrimiento constituyó, en sí, un suceso ominoso, ya que provenía de una cripta de origen desconocido y de fabulosa antigüedad, hallada en un islote que emergió repentinamente del fondo del Pacífico.
El 11 de mayo de 1878, el capitán Charles Weatherbee del carguero Eridanus, que había Zarpado de Wellington, Nueva Zelanda, con rumbo a Valparaíso, Chile, avistó una isla de evidente origen volcánico, no consignada en las cartas de navegación. Emergía de la mar en forma de cono truncado. El capitán Weatherbee bajó a tierra al mando de una expedición. Las abruptas laderas por las que ascendieron mostraban claras huellas de una prolongada inmersión, en tanto que en la cima descubrieron señales recientes de destrucción, tal vez producidas por un temblor de tierra. Entre las rocas dispersas había sólidas piedras de forma manifiestamente artificial. Tras una breve inspección se dieron cuenta de que se hallaban ante una de esas obras de sillería que se encuentran en ciertas islas del Pacífico y que constituyen un perpetuo enigma arqueológico.
Finalmente, los marineros entraron en una sólida cripta de piedra -que al parecer había formado parte de un edificio mucho más grande, construido originalmente bajo tierra-, y allí, acurrucada en un rincón, hallaron la momia espantosa. Después de unos instantes de perplejidad, ante la visión de los relieves que adornaban los muros, los hombres se decidieron a llevarse la momia al barco, no sin gran repugnancia y miedo de tocarla. Junto al cuerpo, como si hubiera estado una vez entre sus ropajes, había
un cilindro de metal desconocido que contenía un rollo de membrana blanquiazul, de naturaleza igualmente desconocida, escrita con raros caracteres de color grisáceo. En el centro del gran piso de piedra había algo así como una losa movible, pero la expedición carecía de los medios adecuados para abrirla.
El Cabot Museum, recientemente establecido en aquel entonces, tuvo noticia del descubrimiento e inmediatamente hizo las gestiones para adquirir la momia y el cilindro. Pickman, miembro también del museo, realizó un viaje a Valparaíso y equipó una goleta para hacer un reconocimiento de la cripta donde habían descubierto el ejemplar. Pero se llevó un chasco. En la marcación registrada de la isla no se veía más que la ininterrumpida superficie de la mar. Los exploradores dedujeron que las mismas fuerzas sísmicas que la habían hecho aparecer repentinamente, la sumergieron de nuevo en las profundidades del agua, donde ya había permanecido cobijada durante incontables miles de años. El secreto de aquella trampa inamovible no se resolvería jamás.
No obstante, quedaban la momia y el cilindro. Y a primeros de noviembre de 1879 colocamos aquélla en la sala de las momias para su exhibición.
El Cabot Museum de Arqueología, especializado en restos de civilizaciones antiguas y desconocidas que no caen dentro del dominio del arte, es una institución pequeña y de escaso renombre, aunque muy bien considerada en los círculos científicos. Se encuentra en el distrito de Beacon Hill, verdadero corazón de Boston -en Mt. Vernon Street, cerca de Joy-, alojado en una antigua mansión particular, a la que se había agregado un ala en la parte trasera, y que constituía el orgullo de su austero vecindario, hasta que los terribles acontecimientos le acarrearon recientemente una popularidad nada deseable.
La sala de las momias, que ocupa el lado oeste de la segunda planta del edificio primitivo (proyectado por Bullfinch y erigido en 1819), está considerada por historiadores y antrop6logos como la mejor de América en su género. En ella pueden encontrarse muestras características de las técnicas egipcias de momificación, desde los primitivos ejemplares de Sakkarah hasta los últimos intentos coptos de la decimoctava dinastía; también hay momias de otras culturas, incluso ejemplares hallados recientemente en las islas Aleutinas, figuras agonizantes pompeyanas, sacadas en escayola de los trágicos vaciados que se encontraron entre las cenizas que inundaron la ciudad, cuerpos momificados por causas naturales, hallados en minas y otras excavaciones, procedentes de todas partes, algunos sorprendidos en posturas grotescas, ocasionadas por la angustia de la muerte... En una palabra, hay de todo lo que cabe esperar de una colección de este género. En 1879, naturalmente, la colección era mucho más amplia que hoy. No obstante, aun entonces era ya considerable. Pero aquel cuerpo horrible hallado en la cripta ciclópea de una isla efímera fue siempre la principal atracción y estuvo rodeado del misterio más impenetrable.
La momia correspondía a un hombre de estatura mediana, de raza desconocida, colocado en cuclillas, aunque de una forma bastante extraña. El rostro, protegido a medias por unas manos casi en forma de garras, tenía la mandíbula inferior extraordinariamente pronunciada, en tanto que las arrugadas facciones mostraban una expresión de pavor tan espantosa, que pocos espectadores podían contemplarla con indiferencia. Sus ojos estaban cerrados, con los párpados apretados fuertemente sobre unos ojos abultados y saltones. Conservaba algunos mechones de cabello y de barba, del mismo color ceniciento que el resto. La contextura del cuerpo aquel era mitad piel y mitad piedra, lo que planteaba un problema insoluble a los expertos que trataban de averiguar cómo había sido embalsamado. En ciertos sitios se veían pequeñas roturas, agujeros producidos por el tiempo y el deterioro. Aún conservaba pegados a la piel algunos jirones de un tejido peculiar, con rastros de dibujos desconocidos.
Sería muy difícil decir por que exactamente resultaba tan horrible. En primer lugar, se sentía ante ella una impresión vaga e indefinible de ilimitada antigüedad, de algo absolutamente ajeno a nosotros, como si se asomara uno al borde de un abismo de insondable tiniebla... Pero, fundamentalmente, era la expresión de pánico cerval que se leía en aquel rostro arrugado, prognático, medio escudado por las manos. Semejante símbolo de terror infinito, cósmico diría yo, no podía menos de comunicar ese sentimiento al espectador, entre brumas de misterio y vana conjetura.
Algunos de los que solían frecuentar el Cabot Museum para visitar esta reliquia de un mundo anterior y olvidado, no tardaron en adquirir fama de impíos. Pero la institución en sí, gracias a su reserva y discreción, no se vio envuelta en el sensacionalismo popular. En el pasado siglo esta clase de prensa no había invadido el campo del saber hasta el extremo que ha llegado hoy. Como es natural los sabios procuraron hacer todo lo posible por clasificar aquel objeto espantoso, aunque sin éxito alguno. Las teorías de una civilización desaparecida en el Pacífico, de la que quizá fuesen vestigios probables las esculturas de la isla de Pascua y las construcciones megalíticas de Ponapé y Nan-Matal, era bastante común entre los eruditos. Las revistas especializadas suscitaban variadas y frecuentes polémicas en torno a un posible continente primordial cuyas cimas más elevadas sobrevivían en las miríadas de islas de Melanesia y Polinesia. La diversidad de fechas que se asignaron a la hipotética y desaparecida cultura -o continente- era a la vez sobrecogedora y divertida. No obstante, se hallaron alusiones tan sorprendentes como importantes en determinados mitos de Tahití y otras islas vecinas.
Entretanto, el extraño cilindro y el indescifrable rollo de desconocidos jeroglíficos, cuidadosamente guardados en la biblioteca del museo, recibía también su parte de atención pública. Nadie ponía en duda su relación con la momia; todo el mundo estaba convencido de que, al desentrañar el misterio de los jeroglíficos, el enigma de aquel horror arrugado y encogido se resolvería también. El cilindro, de unos diez centímetros de diámetro, era de un metal iridiscente que desafiaba cualquier análisis químico, ya que por lo visto era resistente a todo reactivo. Tenía una tapa del mismo metal que encajaba muy ajustadamente, e iba adornado con figuras de indudable valor decorativo y de naturaleza posiblemente simbólica. Se trataba de unos dibujos convencionales que parecían obedecer a un sistema de geometría singularmente extraño, paradójico y de difícil descripción.
No menos misterioso era el rollo que contenía. Se trataba de un pergamino delgado, blancoazulado, imposible de analizar, enrollado alrededor de una fina varilla del mismo metal que el cilindro. Desenrollado dicho pergamino tendría una longitud de algo más de medio metro, y estaba cubierto de grandes y firmes jeroglíficos que se extendían en estrecha columna por el centro del rollo. Estaban dibujados o pintados con una sustancia gris desconocida para los paleógrafos, y no pudieron ser descifrados pese a haber sido enviadas fotocopias a todos los expertos en esta materia.
Es cierto que unos cuantos eruditos, sorprendentemente versados en literatura ocultista y mágica, encontraron vagas semejanzas entre algunos de los jeroglíficos y ciertos símbolos primarios descritos o citados en dos o tres textos esotéricos muy antiguos, como el Libro de Eibon, procedente según se cree de la olvidada Hyperborea, los Fragmentos Pnakóticos, conceptuados como prehumanos y el monstruoso y prohibido Necronomicon, obra del loco Abdul Alhazred. Sin embargo, ninguna de estas semejanzas estaba totalmente clara, y a causa de la mala reputación que gozan las ciencias ocultas, no se hizo ningún esfuerzo por facilitar copias de los jeroglíficos a los iniciados en tales literaturas místicas. De habérseles proporcionado estas copias al principio, tal vez hubiera sido muy diferente el desarrollo posterior de los acontecimientos. La verdad es que habría bastado con que un lector familiarizado con los Cultos sin Nombre de von Junzt hubiera echado una mirada a los jeroglíficos para advertir una relación de significado inequívoco. En este periodo, empero, los lectores de este texto blasfemo eran muy escasos, toda vez que los ejemplares de la obra habían desaparecido casi por completo durante el periodo comprendido entre la prohibición de su edición original (Dusseldorf, 1839) y de la traducción de Bridewell (1845), y la nueva impresión censurada que llevó a cabo la Golden Goblin Press en 1909. Prácticamente ningún ocultista, ningún estudioso de las ciencias esotéricas del pasado primordial, había orientado su atención hacia el extraño rollo, hasta el estallido de sensacionalismo periodístico que precipitó el horrible desenlace.
II
Así, pues, el tiempo transcurrió en forma relativamente apacible durante los cincuenta años siguientes a la instalación de la espantosa momia en el museo. Aquella criatura horrible adquirió cierta celebridad local entre la gente cultivada de Boston, pero nada más. Por lo que se refiere al cilindro y al rollo, después de infructuosos estudios, el asunto cayó materialmente en el olvido. Tan sosegado y conservador era el Cabot Museum que a ningún periodista ni escritor se le ocurrió nunca invadir sus pacíficos recintos en busca de asuntos que asombrasen al público.
La invasión periodística comenzó en la primavera de 1931, cuando una compra de naturaleza un tanto espectacular -la de ciertos objetos extraños y unos cuerpos inexplicablemente bien conservados, que fueron descubiertos en unas criptas bajo las ruinas infames del Château de Faussesflammes, en Averoigne, Francia- puso al museo en las primeras columnas de la prensa. Fiel a su norma de «embarullar» las cosas, el Boston Pillar envió a un articulista de la edición dominical con la misión de ocuparse del acontecimiento y de hinchar la información que proporcionase el propio museo. Y este joven, llamado Stuart Reynolds, encontró en la momia innominada un poderoso aliciente, que sobrepasaba con mucho a las recientes adquisiciones que eran el principal motivo de su visita. Reynolds poseía un conocimiento superficial de la teosofía y era aficionado a especulaciones del tipo de las del coronel Churchward y Lewis Spence sobre continentes perdidos y civilizaciones olvidadas, lo que le hacía particularmente sensible a cualquier reliquia remotísima, como la susodicha momia de desconocido origen.
En el museo, el periodista se hizo insoportable con sus constantes y no siempre inteligentes preguntas, y con sus interminables ruegos para que se corriesen los objetos expuestos con el fin de permitir a los fotógrafos que trabajasen desde ángulos poco corrientes. En la sala de la biblioteca escudriñó incansablemente el extraño cilindro de metal y el rollo de pergamino; los fotografió de todas las maneras y tomó las placas de cada fragmento de aquel texto fantástico. Asimismo, solicitó consultar todos los libros que hiciesen cualquier referencia a culturas primitivas y continentes sumergidos... Se estuvo más de tres horas tomando notas hasta que, por último, cerró su cuaderno y salió directamente para Cambridge con el fin de echar una mirada (caso de conseguir el permiso correspondiente) al prohibido Necronomicon, de la Biblioteca Widener.
El cinco de abril apareció su artículo en la edición dominical del Pillar, literalmente ahogado entre fotografías de la momia, del cilindro y de los jeroglíficos del rollo; el texto estaba redactado en ese estilo característico, simple y pueril, que adopta el Pillar para beneficio de su enorme y mentalmente inmadura clientela. Plagado de inexactitudes, de exageraciones y de sensacionalismo, resultó ser exactamente la clase de noticia que excita a los insensatos y atrae la atención de las multitudes. La consecuencia fue que el museo, de sosegada vida hasta entonces, comenzó a llenarse de una muchedumbre parlanchina y fisgona que nunca habían conocido sus majestuosos corredores.
A pesar de la puerilidad del artículo, tuvimos también visitantes de alto nivel intelectual, ya que las fotos hablaban por sí mismas, y vinieron personas de vasta cultura que sin duda habían leído la noticia por pura casualidad. Recuerdo a este propósito que, en el mes de noviembre, se presentó por allí un personaje extrañísimo. Era un hombre moreno y con turbante, de rostro inexpresivo, barba poblada y manos toscas enfundadas en unos absurdos mitones blancos. Su voz sonaba hueca y artificial. Dio su lacónica dirección en West End y dijo llamarse Swami Chandraputra. Este individuo estaba asombrosamente versado en ciencias ocultas y parecía hondamente impresionado por las semejanzas que aseguraba haber descubierto entre los jeroglíficos del rollo y ciertos signos y símbolos de un mundo anterior, acerca del cual poseía él un extenso conocimiento.
Por el mes de junio, la fama de la momia y del rollo se extendió mucho más allá de Boston, y el personal del museo tuvo que soportar interrogatorios y solicitudes de permiso para tomar fotografías, por parte de un enjambre de ocultistas y amantes del misterio venidos del mundo entero. Todo esto no resultaba precisamente agradable a nuestro personal, ya que nos teníamos por una institución científica, sin simpatía alguna por soñadores ni fantasiosos. No obstante, contestábamos a todas las preguntas con la mayor cortesía. Una consecuencia de estas entrevistas fue otro artículo que apareció en The Occult Review, esta vez firmado por el famoso místico de Nueva Orleans, Etienne-Laurent de Marigny, en el cual afirmaba la completa identidad existente entre algunos de los jeroglíficos del rollo y ciertos ideogramas de horrible significado (copiados de monolitos primordiales o de rituales secretos de sociedades de fanáticos e iniciados esotéricos), que figuraban en el infernal Libro Negro o Cultos sin Nombre de von Junzt.
De Marigny recordaba la muerte espantosa de von Junzt, ocurrida en 1840, un año después de la publicación de su terrible libro en Dusseldorf, y comentaba las terroríficas y en cierto modo sospechosas fuentes de su saber. Sobre todo subrayaba el enorme interés que tenían, para el caso, ciertos relatos de von Junzt relativos a los tremendos ideogramas que él reproducía en su libro. No podía negarse que estos relatos, en los que se citaban expresamente un cilindro y un rollo, sugerían cuando menos cierta afinidad con los objetos del museo. Aun así, eran de una extravagancia tal -puesto que suponían periodos enormes de tiempo y fantásticas anomalías de un mundo anterior-, que se sentía uno mucho más inclinado a admirarlos que a creerlos.
Admirarlos, ciertamente, el público los admiraba, puesto que el espíritu de imitación, en la prensa, es universal. En todas partes surgieron artículos ilustrados en los que se hablaba de los relatos del Libro Negro, se los relacionaba con el horror de la momia, se comparaban los dibujos del cilindro y los jeroglíficos del rollo con las figuras reproducidas por von Junzt, y en todos ellos se aventuraban las teorías más disparatadas y chocantes. La concurrencia del museo se triplicó, y este creciente interés lo veíamos confirmado a diario por la abundante correspondencia -superflua, insustancial en la mayoría de los casos- que sobre este tema se recibía en el museo. Evidentemente la momia y su origen -para el público imaginativo- constituyeron el tema más apasionante de los años 1931 y 1932. Por lo que respecta a mí mismo el efecto principal de este furor fue el de hacerme leer el monstruoso libro de von Junzt en la edición de Golden Goblin... Su lectura atenta me dejó confuso y asqueado, y aun me sentí dichoso de no haber manejado el texto íntegro, en su edición original.
III
Las antiquísimas historias que se relataban en el Libro Negro sobre los dibujos y símbolos, que tan íntimamente parecían relacionarse con los del cilindro y el rollo, eran de tal naturaleza que le mantenían a uno subyugado y sobrecogido. Salvando un abismo incalculable de tiempo -muchísimo antes de la aparición de todas las civilizaciones, razas y continentes conocidos por nosotros-, aquellas historias giraban en torno a una nación y un continente perdidos en la nebulosa Era primordial. Aquel país era conocido legendariamente con el nombre de Mu, y según ciertas tablillas escritas en la primigenia lengua naacal, floreció hacia 200.000 años, cuando la desaparecida Hyperborea rendía un culto sin nombre al dios amorfo Tsathoggua.
Se hacía referencia a un reino o provincia, llamado K'naa, situado en una tierra muy antigua, cuyos primeros pobladores humanos hallaron ruinas monstruosas, abandonadas por sus remotos moradores: seres extraños venidos de las estrellas en oscuras oleadas, que vivieron durante miles y miles de siglos en un mundo ignorado y naciente. K'naa era un lugar sagrado, puesto que en su centro de frío basalto se elevaba orgulloso el Monte de Yaddith-Gho coronado por una fortaleza gigantesca de piedras enormes, infinitamente más vieja que el género humano, y edificada por razas de Yuggoth que habían venido a colonizar nuestro planeta antes del primer brote de vida terrestre.
La raza de Yuggoth se había extinguido varias evos antes, pero había dejado tras ella algo monstruoso y terrible que no desaparecería jamás: su dios infernal o demonio protector, Ghatanothoa, que había descendido a las criptas subterráneas del Yaddith-Gho para iniciar allí una vida latente y eterna. Ningún ser humano había subido jamás por las laderas del Yaddith-Gho, ni había visto aquella fortaleza infame sino como una silueta lejana y exótica que se recortaba contra el cielo. Sin embargo, muchos autores estaban de acuerdo en afirmar que Ghatanothoa estaba allí todavía, oculto, enclaustrado en los insospechados abismos que se hundían bajo los muros megalíticos. En todo tiempo, hubo siempre partidarios de hacer sacrificios a Ghatanothoa, a fin de que no abandonase sus tenebrosas moradas y emergiera en el mundo de los hombres, como había sucedido en los remotísimos tiempos de la raza Yuggoth.
Se decía que si no se le ofrecía ninguna víctima, Ghatanothoa se arrastraría hacia la luz como una exudación de las tinieblas, y se derramaría por las laderas de basalto del Yaddith-Gho, arrasando y destruyendo todo aquello que encontrara a su paso. Ningún ser vivo podía contemplar a Ghatanothoa, ni siquiera una imagen suya por pequeña que fuese, sin sufrir algo peor que la muerte. La visión del dios o de su imagen, como aseguraban las leyendas de Yuggoth, significaba una parálisis y petrificación de lo más sorprendente y extraño: la víctima se convertía en piedra y cuero por fuera, en tanto que, en su interior, el cerebro permanecía perpetuamente vivo... fijo y preso a través de los siglos, enloquecedoramente consciente del paso interminable de los años, en una irremediable pasividad, hasta que el azar o el tiempo consumasen la destrucción de la corteza pétrea que lo aprisionaba, exponiéndose a la muerte. La mayoría de esos cerebros, naturalmente, enloquecían muchísimo antes de que les llegara su último descanso, diferido a tantos evos después. Ningún ojo humano, se decía, había visto jamás a Ghatanothoa, aunque el peligro, en la actualidad, era tan grande como lo había sido en tiempos de la raza de Yuggoth.
Y así, había un culto en K'naa en el que se adoraba a Ghatanothoa, y cada año se sacrificaban doce guerreros y doce doncellas. Estas víctimas eran ofrecidas en los altares del templo de mármol, al pie de la montaña, ya que nadie se atrevía a subir la ladera de basalto del Yaddith-Gho y acercarse a la fortaleza ciclópea de su cresta. Inmenso era el poder de los sacerdotes de Ghatanothoa, porque de ellos dependía la protección de K'naa y de toda la tierra de Mu, contra la aparición petrificadora de la terrible divinidad.
Había en el territorio un centenar de sacerdotes del Dios Oscuro, que se hallaban bajo las órdenes de Imash-Mo, el Sumo Sacerdote, que incluso caminaba delante del Rey Thabou en las fiestas de Nath, y permanecía orgullosamente de pie, mientras el rey se arrodillaba ante el santuario. Cada sacerdote poseía una casa de mármol, un cofre de oro, doscientos esclavos y cien concubinas, a lo que se sumaba una completa inmunidad respecto a la ley civil y un poder absoluto sobre la vida y la muerte de todos los habitantes de K'naa, excepto los sacerdotes del rey. No obstante, a pesar de tales protectores, existía en esta tierra el temor de que Ghatanothoa surgiera de las profundidades y descendiese de la montaña para traer el horror y la petrificación del género humano. En los últimos años, los sacerdotes prohibieron a los hombres aun pensar o imaginar el espantoso aspecto que el dios pudiera tener.
Fue el Año de la Luna Roja (von Junzt lo estima entre el siglo 173 y 148 a. de J), cuando un ser humano se atrevió por vez primera a desafiar a Ghatanothoa y la tremenda amenaza que representaba. Este hereje temerario fue T'yog, Sumo Sacerdote de Shub-Niggurath y guardián del templo de cobre de la Cabra de los Mil Hijos. T'yog había meditado mucho sobre los poderes de los diferentes dioses, y había tenido extraños sueños y revelaciones sobre la vida de este mundo y de los mundos anteriores. Al final, convencido de que los dioses favorables al hombre podrían ser llamados a aliarse contra los dioses hostiles, creyó que Shub-Niggurath, Nug y Yeb, así como Yig, el Dios-Serpiente, estarían dispuestos a formar una coalición con el hombre y luchar contra la tiranía de Ghatanothoa.
Inspirado por la Diosa Madre, T'yog escribió una fórmula extraña en los caracteres hieráticos de la lengua naacal, con la que creía inmunizar al que la poseyera contra el poder petrificador del Dios Oscuro. Con esta protección -pensó- le sería posible a un hombre intrépido emprender la ascensión de la temible pendiente de basalto y penetrar, por primera vez en los anales de la historia, en la ciclópea fortaleza bajo la cual Ghatanothoa vivía en la muerte. Enfrentándose con el dios, y bajo la protección de Shub-Niggurath y de sus hijos, T'yog creía que podría vencerlo, salvando así al género humano de su latente amenaza. Una vez liberada la humanidad gracias a él, podría exigir honores sin límite. Todos los privilegios de los sacerdotes de Ghatanothoa le serían transferidos forzosamente a él, y aun la dignidad de rey o la del dios estarían al alcance de su mano.
T'yog escribió su fórmula protectora sobre una tira de membrana de pthagon (según von Junzt, epitelio interno del extinguido saurio Yakith), y la guardó en un cilindro hueco de metal lagh, desconocido hoy en toda la tierra, que habían traído los Dioses Arquetípicos desde Yuggoth. Este talismán, oculto entre sus vestiduras, sería una garantía contra Ghatanothoa. Pero, además, tendría la virtud de devolverles la vida a las víctimas petrificadas del Dios Oscuro, caso de que ese ser monstruoso surgiese y comenzase su obra devastadora. De este modo, se propuso subir a la montaña, irrumpir en la ciudadela y desafiarle en su propia madriguera. Era imposible saber lo que pasaría después, pero la esperanza de ser el salvador de la humanidad daba una fuerza irrefrenable a su voluntad.
Pero T'yog no había contado con la envidia y el interés de los sacerdotes de Ghatanothoa. No bien acabaron de oír el plan que se proponía, y viendo amenazados el prestigio y los privilegios de que gozaban si era destronado el Dios-Demonio, elevaron clamorosas protestas contra lo que calificaron de sacrilegio, y gritaron que ningún hombre podía vencer a Ghatanothoa, y que cualquier intento de ir en busca suya serviría únicamente para despertar su ira contra toda la humanidad, cosa que ninguna fórmula ni rito podría impedir. Con aquellas voces esperaban predisponer a las turbas contra T'yog. Sin embargo, era tal el anhelo del pueblo por liberarse de Ghatanothoa, y tal su confianza en la habilidad y celo de T'yog, que todas las protestas fueron inútiles. Incluso el rey, que generalmente era un títere de los sacerdotes, se negó a prohibir la atrevida aventura.
Fue entonces cuando los sacerdotes de Ghatanothoa hicieron en secreto lo que no habrían podido hacer abiertamente. Una noche, Imash-Mo, el sumo sacerdote, se introdujo clandestinamente en la cámara de T'yog y le sustrajo el cilindro de metal mientras dormía. Sacó en silencio el texto poderoso y colocó en su lugar otro muy parecido, pero totalmente ineficaz contra dioses ni demonios. Una vez restituido el cilindro, Imash-Mo se sintió satisfecho. No era probable que T'yog revisara el manuscrito. Al creerse protegido por el verdadero rollo, el hereje marcharía hacia la montaña prohibida, hasta la Presencia Maligna... Y Ghatanothoa, sin freno de magia alguna, haría lo demás.
Ya no era necesario predicar contra esa aventura. Que siguiese T'yog su camino, que él encontraría su perdición. En secreto, los sacerdotes guardarían siempre el rollo robado -el auténtico, el verdadero talismán- el cual pasaría de un sumo sacerdote a otro, pero si en el futuro se hiciera necesario alguna vez contravenir la voluntad del Dios-Demonio. Y así, Imash-Mo durmió el resto de la noche en una gran paz, con la fórmula auténtica bajo su poder.
Al amanecer del Día de las Llamas-Celestes (denominación convencional de von Junzt), T'yog, entre oraciones y cánticos del pueblo, y con la bendición del rey Thabou sobre su frente, comenzó la ascensión de la terrible montaña. Llevaba un bastón de vara de tlath en la mano derecha, y el estuche sepultado entre sus ropajes... No había descubierto la impostura. Ni tampoco descubrió la ironía que ocultaban las oraciones de Imash-Mo y los demás sacerdotes de Ghatanothoa, salmodiadas en pro de su protección y éxito.
Aquella mañana el pueblo contempló la diminuta silueta de T'yog, que se esforzaba en ascender por la lejana ladera de basalto. Y aún siguieron mirando después de haberle visto desaparecer tras un reborde peligroso de las rocas. Por la noche, los más imaginativos creyeron percibir un débil temblor convulsivo en la cumbre, aunque nadie quiso tomar en serio esta afirmación. Al día siguiente las muchedumbres no hicieron sino rezar y vigilar la montaña, preguntándose cuánto tardaría T'yog en regresar. Y lo mismo hicieron al otro día, y al otro. Durante varias semanas mantuvieron la esperanza y aguardaron. Después comenzaron a llorarle. Nadie volvió a ver a T'yog, el único que pudo haber salvado a la humanidad de sus terrores.
Después de eso, los hombres se estremecían al recordar la presunción de T'yog, y procuraban no pensar en el castigo que había encontrado su impiedad. Y los sacerdotes de Ghatanothoa sonreían ante los que se sentían contrariados por la voluntad del dios o discutían su derecho a los sacrificios. Años más tarde, la astuta jugada de Imash-Mo llegó a conocimiento del pueblo, pero la noticia no hizo cambiar la general convicción de que a Ghatanothoa era mejor dejarle en paz. Nunca más se atrevieron a desafiarle. Y así transcurrieron los siglos: un rey sucedió a otro rey, y un sumo sacerdote sucedió a otro; y surgieron naciones poderosas que se desmoronaron después, y emergieron de las aguas continentes que luego volvieron a sumergirse. Y con el transcurso de milenios sobrevino la decadencia de K'naa. Hasta que un día se desencadenó una tormenta terrible, los cielos se rasgaron, crecieron las olas, montañosas y enormes, y toda la tierra de Mu se sumergió para siempre.
No obstante, miles de años después, comenzaron a surgir algunos focos de secretas creencias inmemoriales. En lejanas tierras se reunieron los supervivientes de rostro gris que habían logrado escapar a la ira de los espíritus acuáticos, y extraños cielos acogieron el humo de los altares levantados en honor de dioses y demonios desaparecidos. Aunque nadie sabía en qué abismo se sumergiera la fortaleza sagrada, aún había quienes ofrecían abominables sacrificios para evitar que el dios emergiera del océano, entre burbujas, y derramara su ser en la tierra, propagando el horror y la petrificación.
Alrededor de los dispersos sacerdotes, fue desarrollándose el germen de un culto oscuro y secreto -secreto porque las gentes de las nuevas tierras tenían otros dioses y demonios, y sólo veían perversidad en los anteriores-, y dentro de ese culto se ejecutaban acciones espantosas, y se guardaban objetos extraños. Se decía que determinada línea secreta de sacerdotes conservaba aún el verdadero talismán contra Ghatanothoa, el que Imash-Mo había robado a T'yog mientras dormía, aunque no quedaba nadie que pudiera leer o entender las palabras secretas. Asimismo nadie sabía en qué parte del mundo estuvo situada la perdida tierra de K'naa, cuyo centro fue el terrible pico de Yaddith-Gho, coronado por la fortaleza titánica del Dios-Demonio.
Aunque había florecido principalmente en el Pacífico, en alguna región de la tierra de Mu, se decía que ese culto secreto y horrendo de Ghatanothoa había existido igualmente en la Atlántida y en la detestable meseta de Leng. Von Junzt afirmaba que se había practicado, además, en el fabuloso reino subterráneo de K'nyan, y que había penetrado en Egipto, Caldea, Persia, China, en los olvidados imperios semitas de Africa, y en Méjico y Perú, en el Nuevo Mundo. Aportaba una serie de pruebas sobre la íntima relación existente entre dicho culto y el movimiento de brujería que se dio en Europa, contra el cual los papas habían lanzado inútilmente sus anatemas. Con todo, el Occidente nunca fue propicio para su desarrollo. La indignación pública -que se encrespaba ante sus ritos espantosos y sus incalificables sacrificios- había ido podando muchas de sus ramificaciones. Finalmente. se convirtió en un culto clandestino, y nunca pudieron extirparlo por completo. Sobrevivió siempre de una manera o de otra. principalmente en el Lejano Oriente y en las islas del Pacífico, donde sus principios se fundían con la ciencia oculta de los Areoi polinesios.
Von Junzt daba a entender de manera inquietante que había mantenido contacto real con ese culto, de suerte que, al leerlo, me estremecí pensando en lo que se decía de su muerte. Hablaba de la propagación de ciertas ideas relacionadas con la aparición del Dios-Demonio -al que ningún hombre (excepto el malogrado T'yog, que no volvió jamás de su aventura) ha visto-. y ponía de relieve la diferencia entre esa afición a especular y el tabú que vedaba en el antiguo Mu todo intento de imaginar siquiera aquel horror. Aquellos relatos de fascinación y pavor estaban preñados de una curiosidad morbosa por conocer la índole del ser con que T'yog fue a enfrentarse en el edificio prehumano que coronaba la temida montaña, ahora sumergida bajo las aguas. Después, todo había. terminado (¿realmente?). Las insidiosas alusiones del erudito alemán me llenaban de un extraño desasosiego.
Las hipótesis que el mismo von Junzt formulaba sobre el paradero del rollo robado, del auténtico, y sobre el empleo que finalmente le habían dado, me producían casi la misma ansiedad. Pese a mi convicción de que todo aquel asunto era puramente imaginario, no podía evitar un estremecimiento al pensar si un día llegara a aparecer el dios monstruoso, y al imaginar el cuadro de una humanidad transformada repentinamente en una raza de estatuas deformes, cada una con su cerebro vivo, condenada a la conciencia inerte e irremediable por un número incalculable de milenios. El viejo sabio de Dusseldorf tenía una ponzoñosa manera de sugerir más de lo que afirmaba expresamente, cosa que me hizo comprender por qué habían perseguido su libro en tantos países, tachándolo de blasfemo, peligroso e impuro.
Ciertamente el texto aquel me producía malestar, aunque al mismo tiempo ejercía sobre mí una diabólica fascinación, de suerte que no pude dejarlo hasta haberlo terminado. Las reproducciones de dibujos y de ideogramas de Mu eran maravillosamente parecidas a los trazos del extraño cilindro y a los caracteres del rollo, y todo el libro estaba lleno de detalles que sugerían vagas, alarmantes sospechas de afinidad con muchas cuestiones relativas a la momia: el cilindro y el rollo... su hallazgo en el Pacífico... el testimonio insoslayable del viejo capitán Weatherbee, según el cual, la cripta ciclópea donde fue descubierta la momia había estado enclavada en los cimientos de un inmenso edificio... En cierto modo, me alegraba de que hubiera desaparecido aquella isla volcánica antes de que alguien consiguiera abrir la enorme trampa de su cripta.
IV
La lectura del Libro Negro vino a ser una preparación fatalmente idónea para lo que comenzó a sucederme después, en la primavera de 1932. No recuerdo cuándo empezaron a llamarme la atención las noticias cada vez más frecuentes sobre la intervención de la policía en la represión de ciertos cultos orientales. Lo cierto es que, por mayo o junio, me di cuenta de que en todo el mundo se registraba un desusado recrudecimiento de las actividades de determinadas asociaciones místicas de carácter clandestino y hermético, que habitualmente llevaban un vida tranquila.
Probablemente jamás habría llegado yo a relacionar esas noticias con el texto de von Junzt, o con el frenético entusiasmo del público por la momia y el cilindro del museo, de no ser por ciertas expresiones y analogías -la prensa se encargaba de subrayarlas continuamente- con los ritos y las declaraciones de sus dirigentes. Por decirlo así, no pude menos de advertir con inquietud la frecuencia con. que se repetía un nombre -en distintas formas de corrupción- que parecía constituir el núcleo central del mito y que era invariablemente pronunciado con una mezcla de respeto y terror. Algunas fórmulas textuales lo citaban como G'tanta, Tanotah, Than-Tha, Gatan y Ktan-Tan... Las sugerencias de los numerosos aficionados al ocultismo que me escribían eran innecesarias para hacerme ver en estas variantes un tremendo parentesco con el monstruoso nombre consignado por von Junzt: Ghatanothoa.
Había otros aspectos inquietantes, además. Una y otra vez los diarios hacían vagas alusiones a un «rollo auténtico», en torno al cual parecían girar tremendas consecuencias. Se decía que estaba custodiado por un tal «Nagob». Asimismo había una insistente repetición de un nombre que sonaba algo así como Tog, Tiok, Yog, Zob o Yob, que yo, cada vez más excitado, relacionaba involuntariamente con el nombre del desdichado hereje T'yog, como se le llamaba en el Libro Negro. Este nombre solía asociarse a frases enigmáticas tales como «No puede ser más que él», «Contempló su rostro», «lo sabe todo, y no puede ver ni tocar». «Ha prolongado la memoria a través de los evos», «El verdadero pergamino lo liberará», «El puede decir dónde se encuentra».
Algo muy raro había, indudablemente, en el ambiente, y no me extrañó que los ocultistas que me escribían y los periódicos sensacionalistas de los domingos comenzaran a relacionar las nuevas y sorprendentes revueltas religiosas con las leyendas de Mu, por una parte, y con la reciente explotación periodística de la momia, por otra. Los extensos artículos de los primeros momentos, sus insistentes comentarios sobre la momia, el cilindro y el rollo, su relación con el Libro Negro y sus fantásticas especulaciones sobre el asunto entero, muy bien podían haber despertado el fanatismo latente de aquellos centenares de grupos clandestinos, que tanto abundan en nuestro complejo mundo. La prensa, por su parte, no cesaba de echar leña al fuego.. Los relatos sobre las revueltas eran aún más atroces que las historias que yo había leído sobre el asunto.
Al acercarse el verano los vigilantes del museo observaron un curioso cambio en el público que -después de la calma que sucedió al primer impacto publicitario- comenzaba de nuevo a frecuentar el museo, en una segunda oleada de entusiasmo. Cada vez había más personas de aspecto exótico -asiáticos de piel morena, tipos indescriptibles de pelo largo, individuos de barba negra que parecían no estar acostumbrados a vestir a la europea- que preguntaban invariablemente por la sala de las momias y que, a continuación, eran vistos contemplando el ejemplar del Pacífico con verdadero arrobamiento. Había algo siniestro y latente en esa riada de estrafalarios extranjeros, que tenía a los guardianes impresionados. Yo mismo estaba muy lejos de sentirme tranquilo. No paraba de pensar que las revueltas religiosas se debían precisamente a tipos como aquellos... y que quizá había una relación entre dichas agitaciones y aquellas historias referentes a la momia y el manuscrito.
A veces casi me sentía tentado a retirar la momia de la sala, sobre todo cuando me dijo un vigilante que, a una hora en que los grupos de visitantes eran menos numerosos, había visto a varios extranjeros haciendo extrañas reverencias ante ella y susurrando una salmodia que parecía algo así como un canto ritual. Uno de los guardianes empezó a imaginar cosas raras sobre aquel horror petrificado y solitario en su vitrina. Afirmaba que venía observando, de día en día, ciertos cambios sutiles, casi imperceptibles, en la frenética flexión de las manos agarrotadas y en la expresión aterrada del rostro correoso. No podía apartar de sí la idea espeluznante de que aquellos ojos abultados se iban a abrir de repente.
A primeros de septiembre disminuyó la masa de gentes extrañas, y la sala de momias se llegó a encontrar vacía algunas veces. Hubo entonces un intento de apoderarse de la momia cortando el cristal de su vitrina. El delincuente, un atezado polinesio, fue sorprendido a tiempo por un guardián, y detenido antes de que pudiera causar ningún desperfecto. Realizadas las investigaciones pertinentes, el individuo resultó ser un hawaiano, conocido por su participación en determinados cultos secretos, y del cual poseía la policía abundantes antecedentes relacionados con ritos y sacrificios inhumanos. Algunos de los papeles encontrados en su habitación eran de lo más desconcertante, en particular un montón de cuartillas con jeroglíficos asombrosamente parecidos a los del rollo del museo y a las reproducciones del Libro Negro de von Junzt. Pero no se le pudo hacer hablar sobre este asunto.
Escasamente una semana después del incidente hubo otro intento de llegar hasta la momia, seguido de un segundo arresto. Esta vez el transgresor había intentado forzar la cerradura de la vitrina. Se trataba de un cingalés que tenía un historial tan largo como el del hawaiano y que, como él, se negó a hacer declaraciones a la policía. Lo curioso de este caso era que poco antes un guardián había sorprendido a nuestro hombre dirigiendo a la momia un canto muy singular, en el que repetía claramente la palabra «T'yog». En vista de todos estos desagradables incidentes redoblé la vigilancia en la sala de las momias, y ordené que, en adelante, no perdieran de vista el famoso ejemplar ni un solo momento.
Como es de comprender la prensa sacó partido del asunto. Volvió a repetir sus anteriores comentarios sobre la fabulosa tierra de Mu, y proclamó con osadía que la momia no era sino el temerario hereje T'yog, petrificado por la visión que había sufrido en la antiquísima ciudadela, conservándose en este estado durante 175.000 años de la turbulenta historia de nuestro planeta. Y puso de relieve y repitió hasta la saciedad que los extraños visitantes practicaban los ritos de Mu, y que acudían a venerar la momia... o quizá a intentar devolverla a la vida mediante hechizos y encantamientos.
Los periodistas referían continuamente la vieja leyenda según la cual el cerebro de las víctimas de Ghatanothoa permanecía consciente e intacto. Este tema servía de base para una serie de especulaciones inverosímiles y disparatadas. El asunto del «rollo auténtico» recibió también la debida atención. Según la opinión más generalizada, la fórmula que le fue robada a T'yog se hallaba en alguna parte, y los miembros de la secta que la conservaba estaban tratando de ponerse en contacto con el mismo T'yog, aunque no se sabía con qué fin. Consecuencia de este planteamiento del problema fue la tercera oleada de visitantes que nuevamente empezó a invadir el museo para admirar la momia infernal que servía de eje a todo este extraño e inquietante asunto.
Entre las personas que venían al museo -muchas de ellas hacían repetidas visitas- se comentaba cada vez más el cambio levísimo que había experimentado la momia. Me figuro -pese a la poco tranquilizadora observación que nuestro nervioso vigilante había hecho unos meses antes- que el personal del museo estaba excesivamente acostumbrado a ver formas extrañas, para prestar una estrecha atención a los detalles. En cualquier caso, los excitados comentarios de los visitantes hicieron que los vigilantes acabaran por advertir el cambio que, por lo visto, se iba produciendo. Casi al mismo tiempo la prensa volvió a coger el tema... con los escandalosos resultados que eran de esperar.
Naturalmente presté al caso una mayor atención, y, a mediados de octubre, me di cuenta de que se había iniciado en la momia un proceso de desintegración. Debido a algún factor químico o físico del ambiente, las fibras, mitad piedra y mitad cuero, parecían relajarse gradualmente, originando una modificación en la postura de los miembros y la expresión facial de terror. Después de cincuenta años de perfecta conservación este proceso resultaba extraordinariamente desconcertante, y varias veces le pedí al doctor Moore, taxidermista del museo, que pasase a ver el ejemplar aquel. Moore comprobó que sufría una relajación y un reblandecimiento generales, y le administró un baño astringente por medio de pulverizaciones, sin atreverse a intentar nada más por miedo a que sobreviniese una precipitada descomposición.
El efecto que produjo todo esto en las multitudes fue asombroso. Hasta entonces cada noticia publicada por prensa había atraído una marca de visitantes que venían a mirar y a murmurar en voz baja. Ahora, en cambio, aunque los periódicos hablaban sin cesar de los cambios sufridos por la momia, el público acusaba una sensación de temor que refrenaba su morbosa curiosidad. La gente parecía notar el aura que se cernía sobre el museo. En una palabra, el número de visitantes decreció notablemente, lo que puso de manifiesto que la afluencia de estrafalarios extranjeros seguía siendo la misma.
El dieciocho de noviembre, un peruano de sangre india sufrió un extraño ataque de histerismo delante de la momia. Más tarde, gritaba en el hospital: «¡Ha intentado abrir los ojos! ... ¡T'yog ha tratado de abrir los ojos para mirarme!» Por ese tiempo estaba yo decidido a ordenar que retirasen de la sala el siniestro ejemplar, pero quería esperar hasta la próxima reunión de nuestros directores. Me daba cuenta de que el museo comenzaba a gozar de una lamentable reputación en el tranquilo vecindario. Después de este último incidente di instrucciones para que no se le permitiera a nadie detenerse más de unos pocos minutos ante la monstruosa reliquia del Pacífico.
El veinticuatro de noviembre, después de cerrarse el museo, uno de los vigilantes observó una pequeñísima ranura abierta en los ojos de la momia. El fenómeno era muy ligero. Tan sólo se había hecho visible una finísima línea de córnea en cada ojo. Con todo, el fenómeno era de suma importancia. El doctor Moore, mandado llamar inmediatamente, estaba a punto de examinar la parte visible del globo del ojo con una lente de aumento, cuando al tocar los párpados de la momia se cerraron fuertemente otra vez. Todos los intentos de abrirlos -sin forzarlos demasiado- fueron en vano. El taxidermista no se atrevió a aplicar otros procedimientos. Me llamó por teléfono inmediatamente después. Cuando me lo contó sentí que me invadía un terror difícil de definir. Por un momento pude compartir la impresión popular de que algo perverso, sin forma, brotaba de insondables profundidades de tiempo y espacio y se cernía sobre el museo como una amenaza.
Dos noches más tarde un filipino mal encarado intentó esconderse en el museo a la hora de cerrar. Detenido y llevado a la comisaría, se negó a dar su nombre, quedando arrestado como persona sospechosa. Entretanto la estrecha vigilancia a la que era sometida la momia pareció disuadir a estos singulares extranjeros de proseguir su continuo acecho. Al menos disminuyó sensiblemente el número de aquellas gentes, cuando pusimos en vigor la orden de no detenerse ante ella.
Durante las primeras horas de la madrugada del jueves, 1 de diciembre, sobrevino el desenlace. A eso de la una se oyeron unos espantosos alaridos de terror y de agonía que salían del museo. Las frenéticas llamadas telefónicas de los vecinos hicieron que se presentara rápidamente una patrulla de policía en el lugar, al mismo tiempo que varios funcionarios del museo, incluido yo mismo. Algunos agentes rodearon el edificio, en tanto que los demás, junto con el personal del museo, entramos cautelosamente. En el corredor principal encontramos al vigilante nocturno estrangulado -tenía aún la cuerda de cáñamo anudada en la garganta- y comprobamos que, a pesar de todas las precauciones, alguno de aquellos criminales había logrado entrar en el edificio. Un silencio sepulcral lo envolvía todo. Casi teníamos miedo de subir a la sala fatal, donde sabíamos que íbamos a descubrir la explicación de aquella tragedia. Encendimos las luces del edificio desde las llaves centrales del corredor y nos sentimos algo más tranquilos. Finalmente subimos con cautela por la escalera circular y cruzamos el suntuoso umbral de la sala de las momias.
V
A partir de ese momento, las noticias que se publicaron sobre este caso han sido sometidas a censura. Todos coincidimos en que no era aconsejable dar a conocer al público la amenaza que implican para la Tierra estos hechos. He dicho ya que encendimos las luces de todo el edificio antes de subir. Bajo los focos que iluminaban las vitrinas con sus tremendos contenidos presenciamos un horror cuyos pormenores sugerían acontecimientos absolutamente ajenos a nuestra capacidad de comprensión. Había dos intrusos -después habíamos de comprobar que se ocultaron en el edificio antes de la hora de cerrar-, dos intrusos que no serían castigados jamás por el asesinato del vigilante, porque habían pagado ya su crimen.
Uno era birmano, y el otro, un nativo de las islas Fidji. Ambos eran conocidos de la policía por sus repugnantes actividades en relación con determinado culto. Estaban muertos los dos, y cuanto más los examinábamos, más horrible nos parecía aquella forma de morir. En los dos rostros se veía pintada la más frenética e inhumana expresión de horror. Con todo, entre el estado de ambos cuerpos había dIferencias significativas.
El birmano se había desplomado muy cerca de la vitrina de la momia, en cuyo cristal había cortado limpiamente un rectángulo. En su mano derecha sostenía un rollo de pergamino azulado, lleno de jeroglíficos grisáceos: era casi un duplicado del rollo que se guardaba abajo en la biblioteca. Más tarde, después de un examen detenido, llegué a descubrir ligeras diferencias entre los dos textos. No había señales de violencia en el cuerpo, de modo que, a juzgar por la expresión agónica, desesperada, de su rostro contraído, sacamos en conclusión que aquel hombre había muerto a consecuencia de una impresión irresistible de terror.
Pero fue el cuerpo del nativo de Fidji, que estaba allí cerca, lo que más nos impresionó. Uno de los policías fue el primero en verlo, y profirió un grito que debió de alarmar a la vecindad una vez más en aquella noche de espanto. Al ver las facciones contraídas y grisáceas de la víctima -cuyo rostro había sido negro- y la mano que apretaba todavía la linterna, podíamos habernos figurado que había sucedido algo horrible. Pero lo que descubrió el oficial nos cogió desprevenidos. Incluso ahora lo recuerdo con una repugnancia sin límites. En suma, el desdichado, que poco antes habría podido considerarse como un fornido tipo melanesio, era ahora una figura rígida, de color gris ceniza, petrificada... una mezcla de roca y tejido fibroso, idéntica en todos los aspectos a aquella cosa abominable, acurrucada, antiquísima, que se guardaba en la vitrina que acababan de violar.
Y no era eso lo peor. Superando los demás horrores, y acaparando nuestra atención antes de volvernos hacia los cuerpos tendidos en el suelo, vimos el estado de la espantosa momia. Ya no podía decirse que sus cambios fueran imperceptibles. De manera clara y evidente había variado de postura. Se había doblado y hundido a consecuencia de una extraña pérdida de rigidez. Sus manos agarrotadas habían descendido de suerte que ni siquiera tapaban parcialmente el contraído rostro, y - ¡que Dios nos asista! - sus infernales ojos abultados se habían abierto por completo y parecían mirar directamente a los dos intrusos que habían muerto de espanto tal vez.
Aquella mirada lívida, de pez muerto, era terriblemente fascinadora. Me pareció como si nos vigilara durante todo el tiempo que estuvimos examinando los cuerpos de los intrusos. El efecto que producía en nuestros nervios era verdaderamente asombroso porque, en cierto modo, nos hacía experimentar la curiosa sensación de que nos invadía una rigidez interior que hacía más penosa la ejecución del más simple movimiento, rigidez que más tarde desapareció sorprendentemente al pasarnos de uno a otro el rollo de los jeroglíficos para inspeccionarlo. A cada momento me sentía irresistiblemente inclinado a mirar aquellos ojos saltones. Cuando volví a examinarlos, después de haber reconocido los cuerpos, me pareció percibir algo muy singular sobre la superficie vidriosa de aquellas negras pupilas, maravillosamente conservadas. Cuanto más las miraba, más fascinado me sentía. Por último, bajé a la oficina -pese al extraño acartonamiento de mis miembros-, subí un amplificador muy potente y me puse a examinar con detenimiento aquellas pupilas de pez, mientras los demás se agrupaban a mi alrededor, esperando el resultado.
Yo siempre he sido escéptico respecto a la teoría de que pueden quedar grabados en la retina escenas y objetos, en caso de muerte o de coma. Sin embargo, tan pronto como me asomé al aparato, percibí como la imagen de una habitación, distinta por completo a aquella en que estábamos, reflejada en esos ojos vidriosos y remotos. En efecto, en el fondo de la retina había una escena oscuramente perfilada, que indudablemente era reflejo de lo último que aquellos ojos habían visto en vida... hacía millones de años quizá. Los contornos de la imagen parecían haberse desdibujado, de modo que empecé a manipular el amplificador con el fin de añadirle otra lente. El caso es que dicha imagen tenía que haber sido muy clara, aun en su infinita pequeñez, cuando -por efecto de algún diabólico sortilegio o manipulación ejecutada por los visitantes- éstos la contemplaron antes de morir. Con la lente adicional conseguí descubrir muchos detalles invisibles al principio. El atemorizado grupo que me rodeaba estaba pendiente del aluvión de palabras con que intentaba yo referir lo que veía
Porque lo cierto es que, en este año de 1932, yo, un ciudadano de Boston, estaba contemplando una escena perteneciente a un mundo desconocido y absolutamente extraño, a un mundo desaparecido de la vida y de la memoria de los tiempos. Vi un enorme recinto -una cámara de ciclópea sillería- como si se hallase en una de sus esquinas. En los muros había unos relieves tan horribles que, aun en esta imagen imperfecta, me produjeron náuseas por su bestialidad y perversión. Era imposible que fuesen seres humanos los que habían esculpido aquello: imposible, también, que conocieran las formas humanas cuando labraron aquellos motivos espantosos que subyugaban al que los contemplaba. En el centro de la cámara había una descomunal trampa de piedra, levantada para dejar paso a algo que surgía de las profundidades. Aquel ser que brotaba del mundo inferior debió de haber sido claramente visible antes. En realidad, tuvo que serlo cuando los ojos de la momia se abrieron por vez primera ante los intrusos sorprendidos por el terror. Pero bajo mis lentes sólo se distinguía una mancha monstruosa.
Así, pues, estaba examinando el ojo derecho, cuando introduje en el aparato una lente de mayor aumento. Después habría preferido que mi exploración hubiera terminado allí. Pero a la sazón me dominaba el ardor del descubrimiento, de modo que trasladé las lentes al ojo izquierdo de la momia con la esperanza de hallar menos borrosa la imagen de esa retina. Mis manos, temblando de excitación, acartonadas por algún influjo misterioso, manejaban con lentitud el amplificador. Un momento después pude comprobar que, efectivamente, la imagen era menos borrosa que en el otro ojo. Y entonces vi con relativa claridad la insoportable pesadilla que brotaba por la trampa de la cripta ciclópea, en aquel mundo primordial y olvidado... y caí al suelo profiriendo alaridos inarticulados.
Cuando me recobré no se veía ya ninguna imagen clara en ninguno de los dos ojos de la momia. Fue el sargento Keefe, el que miró con mis cristales; yo no me sentía con ánimo para acercarme otra vez al rostro de aquella cosa abominable. Daba gracias a todos los poderes del cosmos por no haber mirado antes. Me hizo falta todo el valor -y que me lo pidieran con insistencia- para decidirme a contar lo que había visto en aquellos momentos de espantosa revelación. En verdad, no pude hablar hasta que nos trasladamos al despacho, lejos de aquella monstruosidad que no debía existir. Por entonces ya había empezado yo a concebir los más terribles presentimientos sobre la momia y sus ojos abultados: me daba la impresión de que la momia tenía una especie de conciencia infernal, mediante la que percibía todo lo que ocurría ante ella, y que trataba en vano de comunicar algún espantoso mensaje desde los abismos del tiempo. Aquello era la locura... Consideré que, al menos, sería mejor estar lejos, si tenía que contar lo que había vislumbrado.
Después de todo, no era mucho lo que tenía que decir. Emergiendo, manando viscosamente de la trampa abierta de aquella cripta gigantesca, había visto una masa monstruosa, increíble, elefantina, del poder fulminador de cuya mirada no se me ocurría dudar. No me siento capaz de describirlo con palabras. Podría decir que era gigantesco, que estaba provisto de tentáculos, de probóscide, que se asemejaba a un pulpo, que era casi amorfo, y deforme, mitad cubierto de escamas y mitad rugoso... Ni de manera aproximada podría reflejar el nauseabundo, el abominable horror extragaláctico y la odiosa e indecible perversidad de aquel ser híbrido de caos y tiniebla. Mientras escribo estas palabras la asociación de ideas me hace volver a sentir debilidad y náuseas. Mientras les contaba en el despacho lo que había visto tuve que esforzarme por no volver a desmayarme.
No estaban menos impresionados los que me escuchaban. Cuando terminé, nadie se atrevió a decir una palabra durante más de un cuarto de hora... Luego hubo comentarios de voz baja, alusiones furtivas a la ciencia espantosa del Libro Negro, a las recientes agitaciones de orden religioso y a los siniestros acontecimientos del museo. Se habló de Ghatanothoa, cuya imagen, por pequeña que fuese, podía petrificar ; de T'yog, del falso pergamino, del héroe que nunca había regresado, del verdadero rollo que podía anular total o parcialmente la petrificación... ¿Había sobrevivido hasta nuestros días?.. Se recordaron los cultos horribles y las frases captadas al azar: «No puede ser nadie más que él», «contempló su rostro», «lo sabe todo, y no puede ver ni tocar», «ha prolongado la memoria a través de los evos», «el verdadero pergamino lo liberará», «él puede decir dónde se encuentra».
Solamente cuando apuntaba la primera luz del alba recobramos nuestro sentido común. Un sentido común que dio por asunto concluido lo que yo había vislumbrado... No había que volver más sobre esta cuestión.
Dimos a la prensa algunos datos parciales, y más adelante cooperamos con ella para censurar aun estos relatos incompletos. Por ejemplo, cuando la autopsia descubrió que tanto el cerebro como los demás órganos internos del individuo de las islas Fidji, petrificado, se conservaban en todo su frescor orgánico, aunque herméticamente cerrados por la petrificación de los tejidos exteriores -anomalía en torno a la cual los médicos siguen discutiendo aún-, lo mantuvimos en secreto por temor a provocar una nueva oleada pública de terror. Sabíamos demasiado bien -porque de las víctimas de Ghatanothoa se decía que conservaban intacto el cerebro y la conciencia- el partido que los periódicos sensacionalistas sabrían sacar de este incidente.
Tan sólo se dijo al público que el hombre que había llevado el rollo de los jeroglíficos -el que lo había intentado depositar sobre la momia por la abertura practicada en la vitrina- no estaba petrificado, en tanto que el que no lo había llevado, sí. Se nos pidió que realizásemos determinados experimentos -aplicar los dos pergaminos al cuerpo petrificado del de Fidji y a la misma momia-, pero nosotros nos negamos rotundamente a apoyar semejantes teorías supersticiosas. Como es natural, la momia fue retirada de la sala y trasladada al laboratorio del museo, en espera de un examen realmente científico, en presencia de alguna autoridad médica competente. Recordando los acontecimientos anteriores, mantuvimos una estrecha vigilancia. A pesar de eso hubo otro intento de entrar en el museo: el cinco de diciembre, a las dos veinticinco de la madrugada. El aparato de alarma funcionó inmediatamente, y el intento quedó frustrado, aunque por desgracia, el criminal (o los criminales) logró escapar.
Me siento profundamente agradecido de que no haya llegado hasta el público ninguna otra alusión al caso. También desearía fervientemente que no hubiese nada más que decir. Algo trascenderá, sin embargo. Es natural. Y si me ocurriese algo, no sé que es lo que mis albaceas harán con este manuscrito. En todo caso, si llegara a publicarse, el asunto ya no estará dolorosamente reciente en la memoria de todos. Me cabe la esperanza, además, de que nadie crea en los hechos si son finalmente revelados. Eso es lo curioso del público. Cuando la prensa sensacionalista lanza algún infundio, está dispuesto a tragarse lo que sea, pero cuando se lleva a cabo una revelación sorprendente y fuera de lo común, la apartan con una sonrisa, como si fuese pura invención. Para bien de la salud mental de las personas, tal vez sea mejor así.
He dicho que habíamos proyectado un examen científico de la momia. Esto sucedió el ocho de diciembre, exactamente una semana después de la horrible culminación de los acontecimientos, y fue dirigida por el eminente doctor William Minot, en colaboración con Wentworth Moore, doctor en Ciencias Naturales y taxidermista del museo. El doctor Minot había presenciado la autopsia del petrificado nativo de Fidji, la semana antes. También estuvieron presentes los señores Lawrence Cabot y Dudley Saltonstall, administradores del museo, los doctores Mason, Wells y Carver, del servicio técnico del museo, dos representantes de la prensa y yo. Durante el transcurso de la semana, el estado del horrible ejemplar no había cambiado visiblemente, aparte cierta relajación de las fibras que daban a la posición de los ojos abiertos una ligera variación de cuando en cuando. A todos nos causaba temor mirarla de frente, pues la impresión de que vigilaba consciente y en silencio se había hecho intolerable. Por mi parte, tuve que hacer un gran esfuerzo para asistir a la autopsia.
El doctor Minot llegó poco después de la una de la tarde, y a los pocos minutos comenzó su reconocimiento de la momia. Al manipular en ella comenzó a desintegrarse rápidamente, en vista de lo cual -y teniendo en cuenta lo que se le había dicho sobre el gradual reblandecimiento de los tejidos a partir del primero de octubre-, decidió que debía hacerse una disección completa antes de que fuera tarde. Preparado, pues, el instrumental necesario que teníamos en el equipo de laboratorio, se empezó inmediatamente la autopsia. La singularidad de aquel tejido grisáceo y momificado le dejó perplejo.
Pero su sorpresa fue mucho mayor cuando hizo la primera incisión profunda. Del corte aquel comenzó a gotear lentamente un líquido espeso y rojo, cuya naturaleza -pese al incalculable número de siglos que separaban a aquella momia de nuestro presente- era absolutamente inequívoca. Unos pocos cortes más, ejecutados con habilidad, dejaron al descubierto diversos órganos en un grado asombroso de conservación... En efecto, todo estaba intacto, excepto en algunos puntos donde la petrificación había penetrado, originando daños o deformaciones. El estado de la momia era tan semejante al del cuerpo del isleño de Fidji, que el eminente médico se quedó estupefacto. La perfección de aquellos ojos terribles y saltones era pavorosa, y su grado de petrificación, muy difícil de determinar.
A las tres y treinta de la tarde abrieron el cráneo... y diez minutos más tarde, nuestro grupo, horrorizado, juraba mantener en secreto el resultado de la autopsia, que sólo documentos custodiados, como este manuscrito, pueden llegar a revelar un día. Incluso los dos periodistas prometieron guardar idéntico silencio. Porque la trepanación acababa de dejar al descubierto un cerebro vivo y palpitante.

EL DESAFÍO DEL MAS ALLÁ C.L. Moore, A. Merritt, H. P. Lovecraft, Robert E. Howard y Frank Belknap Long, Jr.



EL DESAFÍO DEL MAS ALLÁ
C.L. Moore, A. Merritt, H. P. Lovecraft, Robert E. Howard y Frank Belknap Long, Jr.

George Campbell abrió a la oscuridad los ojos aún nublados por el sueño y quedóse mirando hacia el trozo de cielo nocturno que se divisaba a través de la abertura de la tienda de campaña, antes de que se despabilase lo suficiente y se preguntase qué era lo que le había despertado. En el claro y fresco aire de aquellos bosques canadiense parecía haber un soporífero tan fuerte como el de la droga más poderosa. Campbell siguió inmóvil un momento, sumergiéndose lentamente en las fronteras del sueño, consciente del delicioso cansancio que experimentaba, de la desacostumbrada sensación de haber usado a fondo sus músculos, para dormitar ahora a sus anchas. Aquel era el momento más codiciado de sus vacaciones, cuando descansaba después del trabajo, en la transparente y suave noche del bosque.
Deleitándose mientras su mente volvía a hundirse en la nada, Campbell se dijo a sí mismo, una vez más, que aún tenía por delante tres largos meses de libertad. De libertad de las ciudades y de la monotonía; de libertad de la enseñanza, de la Universidad, de los estudiantes sin interés alguno por la geología, que trataba de inculcarles en el impenetrable entendimiento, y con lo que se ganaba la vida; de libertad...
De pronto, la suave somnolencia cesó bruscamente. Afuera, la paz se había visto interrumpida por un estrépito de latas entrechocando entre sí. George Campbell incorporóse súbitamente en su catre y alargó el brazo hacia su linterna. En seguida, y al tiempo que se reía en voz baja, dejó de nuevo la linterna en su sitio. Al forzar la vista entre las tinieblas de la noche, vio afuera una bestezuela nocturna que al corretear entre los botes de conserva había provocado el estrépito. Campbell tendió una mano hacia la abertura de la tienda en busca de un guijarro para arrojarlo contra el intruso animal. Sus dedos dieron con una piedra de buen tamaño, y la alzó por encima de la cabeza, dispuesto a arrojarla.
Pero no llegó a lanzar la piedra. No la tiró porque se dio cuenta de lo extraño que era el guijarro que había cogido. Se trataba de un objeto cúbico, cristalino, que tenía aristas redondeadas. La singular sensación de aquellas caras pétreas causó tal curiosidad en Campbell, que cogió de nuevo la linterna y alumbró con ella el objeto que sostenía en la mano.
Todo vestigio de sueño le abandonó cuando comprobó lo que había encontrado tanteando en la oscuridad. Era un cubo de caras lisas, tan transparente como el cristal de roca. Se trataba de cuarzo, indudablemente, pero no en su habitual forma cristalizada hexagonal. De algún modo que ignoraba, le había sido dada la forma de un cubo perfecto que medía unos diez centímetros por cada una de las desgastadas aristas. Pues, en efecto, estaba increíblemente desgastado. El durísimo cristal aparecía tan redondeado que las aristas casi desaparecían, y el objeto tenía ya cierto aspecto de esfera. Para quedar así, aquel extraño objeto tenía que haberse visto sometido al desgaste a lo largo de milenios, de edades más allá de toda cuenta.
Pero lo más notable de todo era la forma que se podía divisar tenuemente en el corazón de aquel gran cristal. Incluido en el centro del mismo, se veía un pequeño disco de una sustancia pálida y desconocida, con unos caracteres inscritos en su superficie. Eran unos trazos que recordaban vagamente la escritura cuneiforme.
George Campbell arrugó el ceño Y se inclinó más aún sobre el pequeño enigma que tenía en las manos, preso de una curiosidad sin límites. ¿Cómo podía haber quedado incluido un objeto como aquel disco, en el interior de una roca de cristal puro? Recordó vagamente antiguas leyendas que afirmaban que los cristales de cuarzo eran hielo que se había congelado tan intensamente que jamás volvió a deshelarse. Hielo... y escritura cuneiforme. Sí, ¿no se había originado tal escritura entre los sumerios, que llegaron desde el Norte en los más remotos comienzos de la historia, instalándose en la Mesopotamia? Pero Campbell reflexionó un poco y echóse a reír en voz baja. El cuarzo, desde luego, se había formado en los períodos más tempranos de las eras geológicas terrestres, cuando en el planeta no había más que rocas y un intenso calor. El hielo no había llegado hasta docenas de millones de años después que aquel objeto se formara.
Y sin embargo... allí se veía una escritura hecha por el hombre, indudablemente, y que aunque desconocida, le recordaba vagamente los trazos cuneiformes. ¿Era posible que en la era paleozoica hubieran habido seres con capacidad para trazar signos escritos? ¿O bien aquel objeto procedía de otros mundos, y cayó a la tierra como un meteorito? Tal vez...
Decidió no dejarse arrastrar por la imaginación. El silencio y la soledad de aquellos contornos, así como el objeto indudablemente extraño que había hallado, estaban jugando una mala pasada a su sentido común. Encogióse de hombros y dejó el cristal en una esquina de su catre, al tiempo que apagaba la linterna. Quizá el nuevo día, con la mente más despejada, le permitiera aclarar aquel enigma.
Pero el sueño ya no volvió con facilidad. Por un momento, le pareció que al apagar la linterna el cubo cristalino había brillado unos instantes, como si hubiese retenido la luminosidad antes de que se perdiese en las tinieblas circundantes. Aunque... tal vez se hubiera confundido, y sus ojos habían retenido en la retina la imagen luminosa del objeto.
Los rayos del interior del cubo semejaban ahora pequeños soles de zafiro que bañaban la esfera con una luminosidad uniforme.
Ya no había tienda. Sólo había una amplia cortina de niebla reluciente, sobre la esfera.
Campbell sintióse atraído al interior de aquella neblina absorbido por ella como por un poderoso remolino que partiera del sobrenatural globo.
Luego, la luminosa neblina de los soles de zafiro se hizo cada vez más intensa, y los contornos de la esfera se diluyeron, constituyendo un caos giratorio. El fulgor, el movimiento y la música se combinaban entre sí junto con la absorbente neblina. Los soles de zafiro también se fundieron casi imperceptiblemente con la grisácea inmensidad de aquellas pulsaciones carentes de forma.
Entretanto, Campbell notó que la noción de movimiento hacia delante y afuera se hacía cósmica e intolerablemente rápida. Todo patrón de velocidad conocido en la Tierra resultaba allí empequeñecido, y el hombre comprendía que una retirada a la realidad física significaría la muerte instantánea para cualquier ser humano. Le parecía ver, en aquella pesadilla de infierno hipnótico, un desfile de meteoros que iban a percutir dolorosamente en su cerebro. Aunque no había verdaderos puntos de referencia en aquel espacio gris, pulsante y vacío, Campbell notó que se acercaba, y que incluso sobrepasaba a la velocidad de la luz. Por fin su conciencia se extinguió, y una misericordiosa oscuridad lo envolvió todo.
Las ideas y pensamiento volvieron a George Campbell repentinamente, en medio de las más impenetrables tinieblas. No pudo precisar cuántos años -o siglos, o eternidades-, habrían transcurrido desde que voló en el seno de la neblina grisácea. Sólo sabía que se hallaba tranquilo y que no le dolía nada. En realidad, la ausencia de cualquier sensación física era la cualidad más notable del estado en que se hallaba. La negrura parecía ahora menos densa. Era como si él existiera en forma de una inteligencia libre de toda atadura a los sentidos físicos. Podía pensar agudamente y con rapidez, pero no alcanzaba a hacerse una idea de la situación en que se encontraba.
Casi instintivamente, Campbell se dio cuenta de que no estaba solo en la tienda. No había catre de campaña debajo suyo, y él no tenía manos para palpar las mantas y la lona. Tampoco vio la linterna, ni la abertura de la tienda por donde había observado el pálido cielo nocturno. Algo andaba mal. Terriblemente mal...
Lanzó su mente hacia atrás y pensó en el cubo fluorescente que le había hipnotizado. Pensó en eso y en todo lo demás, que siguió después. En el último, momento sintió un terrible pánico, un miedo subconsciente más profundo aún que el causado por la sensación del diabólico vuelo. El miedo le llegaba de un recuerdo vago y remoto, que no podía precisar con exactitud. Trató de recordar forzando su cerebro.
Poco a poco fue haciendo memoria. Una vez, hacía ya mucho tiempo, y mientras ejercía su profesión de geólogo, había leído algo acerca de aquel cubo. Tenía que ver con aquellos discutibles e inquietantes fragmentos llamados Eltdown Shards, que habían sido extraídos en unas excavaciones de estratos precarboníferos en el sur de Inglaterra, treinta años antes. Su forma y las marcas que aparecían en aquellos fragmentos eran tan extraños, que algunos estudiosos insinuaron un origen artificial. Procedían, según se estableció claramente, de una época en que ningún ser humano habitaba el planeta, pero sus contornos y los trazos que se apreciaban en ellos hacían presumir la intervención de la mano del hombre.
No fue en los escritos de ningún científico, sin embargo, donde Campbell halló tal referencia a un cristal que contenía un disco en su interior. La fuente era menos digna de confianza, pero mucho más interesante. Hacia el año 1912, un clérigo de Sussex, culto pero con inclinaciones hacia el ocultismo, el reverendo Arthur Brooke Winters-Hall, procedió a identificar las marcas de Eltdown Shards, y afirmó que se trataba de unos "jeroglíficos prehumanos", que se veneraban en ciertos círculos místicos. Llegó a publicar, por su propia cuenta, lo que calificó de una "traducción" de las asombrosas inscripciones, escrito que aún es citado respetuosamente por los autores de obras ocultistas. En dicha "traducción" -un folleto sorprendentemente extenso, teniendo en cuenta el número limitado de fragmentos originales existentes- se aludía a la naturaleza prehumana de aquellas inscripciones.
La narración hablaba de un mundo -y luego de innumerables mundos- del cosmos en el que existía una poderosa raza de seres con forma de gusano, cuyos logros y cuyo control sobre lo natural sobrepasaban todo cuanto podía imaginar la mente humana. Habían llegado a dominar el arte de la navegación interestelar, y de ese modo poblaron todos los planetas habitables de su galaxia, pero dando muerte a los seres que encontraban y que les estorbaban.
Más allá de los límites de su propia galaxia -que no era la nuestra-, no podían aventurarse en persona, pero descubrieron un medio de trasponer los espacios transgalácticos por medio de la mente.
Así idearon unos objetos peculiares, unos cubos cristalinos dotados de extraña energía, que contenían talismanes hipnóticos y que al ser lanzados fuera de los límites de su propio universo, sólo eran atraídos por la materia sólida y fría, es decir, por materia planetaria.
Aquellos cubos, unos pocos de los cuales debían caer necesariamente en mundos habitados de otras galaxias, formarían los puentes de comunicación mental. La fricción atmosférica quemaba la envoltura protectora, dejando el cubo al descubierto hasta que fuera hallado por seres inteligentes del mundo donde hubiese caído. Por sus características, el cubo debía atraer la curiosidad de un ser dotado de raciocinio. Aquella atención mental, junto con la acción de la luz, serían suficientes para poner en marcha las propiedades especiales del objeto.
La mente que investigase el cubo, sería atraída por el poder del disco central, y trasladada por un hilo de oscura energía hasta el lugar de donde el cubo había partido: el remoto mundo de los seres con forma de gusano, que exploraban los vastos abismos galácticos. Al ser recibida en la máquina a la que cada cubo estaba sintonizado, la mente capturada permanecería en suspenso sin cuerpo ni sentidos, hasta que fuese examinada por uno de los seres de la raza dominante. Luego, por un proceso especial de intercambio, a esa mente le sería extraído todo su contenido. La mente del investigador pasaría a ocupar ahora la extraña máquina, mientras la mente cautiva iba a instalarse en el cuerpo en forma de gusano del interrogador. Luego, mediante otro intercambio, la mente del interrogador daría un salto a través del espacio sin límites hasta el cuerpo vacío e inconsciente del cautivo que se hallaba en el mundo transgaláctico. De este modo, exploraban los mundos más alejados con el disfraz, casi podía decirse, de los nativos.
Terminada la exploración el aventurero utilizaba el cubo y su disco para el viaje de regreso. En ocasiones, la mente capturada era devuelta a su lejano mundo, mas no siempre la raza dominante era tan benévola. A veces, cuando hallaban una raza con capacidad potencial para viajar por el espacio, a fin de eliminar rivales procedían a aniquilar mentes por millares, utilizando las exploradoras como agentes de destrucción.
En otros casos, varios grupos de seres con forma de gusano ocupaban permanentemente un planeta transgaláctico, destruyendo las mentes capturadas como tarea preliminar, antes de instalarse en los cuerpos vacíos. En tal caso, la civilización madre nunca podía ser duplicada, ya que el nuevo planeta no solía contener los elementos artísticos necesarios para el desarrollo de las artes de un modo similar al que conocían los seres con forma de gusano. Así por ejemplo, los cubos sólo podían ser hechos en el planeta origen de aquella raza.
Sólo unos pocos de los incontables cubos enviados al espacio, llegaron a caer en un planeta y a captar la atención de seres inteligentes. Según rezaba el relato, sólo tres habían aterrizado en mundos poblados de nuestro universo. Uno de ellos cayó en un planeta cercano al borde de la galaxia, hacía dos mil millones de años, en tanto que otro lo hizo en el centro galáctico hacía sólo trescientos millones de años. El tercero, y el único del que se supiera que había llegado a nuestro sistema solar, alcanzó la Tierra unos ciento cincuenta millones de años antes.
El opúsculo del doctor Winters se refería especialmente a este último cubo. Cuando dicho objeto cayó en nuestro planeta, escribía él, la especie dominante en el mundo era una raza de seres enormes, con forma de cono, que superaban todas las formas de vida anteriores, tanto en capacidad mental como en conquistas logradas. Esta raza era tan avanzada que llegó a mandar también emisarios al exterior, tanto en el espacio como en el tiempo. En consecuencia se dieron cuenta de lo que sucedía, cuando el cubo cayó del cielo y algunos individuos sufrieron la transmutación mental después de observarlo.
Al comprender que los seres captados representaban mentes invasoras, los jefes ordenaron la destrucción de los sospechosos, aun a costa de dejar desamparadas en el espacio las mentes de sus semejantes. Luego procedieron a ocultar el cubo cuidadosamente de la luz y las miradas, para evitar la amenaza que representaba. Pero no querían destruir un ejemplo tan interesante que podía permitir experimentos de gran valor. De cuando en cuando, algún aventurero carente de escrúpulos trató de llegar hasta el cubo para comprobar sus extraños poderes, pero en todos los casos los inconscientes fueron descubiertos a tiempo y sancionados debidamente.
Los seres en forma de gusano sólo llegaron a enterarse por los nuevos exilados, de lo ocurrido con sus exploradores de la Tierra, por lo que concibieron un odio profundo contra nuestro planeta y sus formas de vida. Lo habrían despoblado, de haber podido, y de hecho enviaron más cubos al espacio, en la esperanza de que cayeran en lugares desguarnecidos, pero tal casualidad nunca llegó a producirse.
Los terrestres de forma cónica conservaron el único cubo existente en el planeta dentro de una especie de altar, como reliquia para efectuar una serie de experimentos, hasta que, después de un tiempo inmemorial, se perdió en el caos de la guerra, al quedar destruida la ciudad polar donde se guardaba. Cuando, cincuenta millones de años antes, los terrestres enviaron sus mentes al futuro infinito, con el fin de evitar el peligro que corrían en la Tierra en ese momento, el paradero del siniestro cubo era desconocido.
Todo esto es lo que los fragmentos de Eltdown Shards habían contado, según el erudito ocultista. Lo que ahora provocaba un vago temor en Campbell era la exactitud con que se había descrito el cubo espacial: dimensiones, consistencia, disco central con jeroglíficos, y efectos hipnóticos del objeto, Mientras pensaba una y otra vez en el asunto, en la oscuridad del extraño medio en que se hallaba, se preguntó si toda la experiencia que había tenido con el cubo no sería una pesadilla provocada por, el recuerdo de alguna de las ridículas obras que había leído.
Campbell no pudo formarse una idea del tiempo que estuvo reflexionando de aquel modo. Todo lo relativo a su estado era tan irreal que las dimensiones ordinarias carecían por completo de sentido. Parecía una eternidad, pero tal vez no había pasado realmente mucho tiempo cuando llegó la interrupción de aquel estado. Lo que ocurrió fue tan extraño e inexplicable como la negación que se produjo luego. Tuvo una sensación -más bien de la mente que del cuerpo- de que todos sus pensamientos eran barridos o absorbidos en tumultuoso caos, más allá de todo control.
Los recuerdos se alzaban de una forma irresponsable y confusa. Todo cuanto estaba en su mente -experiencias, estudios, sueños, ideas y tradiciones-, se presentó de improviso, simultáneamente, con una velocidad de vértigo y tal profusión, que pronto se sintió incapaz de poder diferenciar los conceptos entre sí. El contenido de su conciencia se convirtió en un alud, una cascada, un torbellino. Era algo tan horrible y vertiginoso como el hipnótico vuelo a través del espacio, cuando halló el cubo de cristal. Por fin, su conciencia se aplacó, trayéndole paz y alivio.
Transcurrió otro lapso de negación, y luego volvieron poco a poco las sensaciones. Pero ahora eran físicas, en lugar de mentales. Una luz de color zafiro parecía herir su retina, al tiempo que escuchaba un retumbar sordo y distante. Notó asimismo impresiones táctiles, y se dio cuenta de que estaba tendido encima de algo, si bien notábase en una postura extraña. Trató de mover los brazos, pero no notó respuesta definida a su intento. En lugar de ello, sentía como pequeños pellizcos nerviosos por toda la superficie de su cuerpo.
Trató de abrir más aún los ojos, pero sintióse incapaz de realizar el acto. La luz de color zafiro llegaba hasta él de una manera difusa, nebulosa, y no podía ser enfocada o definida a voluntad. Gradualmente, sin embargo, imágenes visuales comenzaron a filtrarse curiosa e indecisamente. Las características de la visión no eran aquellas a las que estaba acostumbrado, pero al menos pudo establecer una correlación con lo que había conocido antes como sentido visual. Cuando la sensación alcanzó cierto grado de estabilidad, Campbell se dijo que debía estar bajo la influencia de una pesadilla.
Le pareció hallarse en una habitación sumamente vasta, de altura regular, pero de superficie muy amplia en proporción. A los lados -y según le pareció, podía ver las cuatro paredes a la vez- había unas aberturas altas y estrechas que parecían servir simultáneamente de puertas y ventanas. Vio unas mesas extrañas y bajas, como pedestales, y no se apreciaba ningún mueble de forma o proporciones normales. A través de las aberturas fluían torrentes de luz azulina, y por ellas podían verse a lo lejos unos edificios asombrosos, en forma de cubos arracimados. En las paredes, es decir, en los espacios que había entre las aberturas, se apreciaban unos singulares e inquietantes caracteres. Pasó algún tiempo antes de que Campbell comprendiese la razón por la que aquellos caracteres le inquietaban tanto. Era que aquellas inscripciones de las paredes resultaban muy parecidas a las que había en el disco central del cubo cristalino.
El principal elemento de la pesadilla, sin embargo, fue algo más que aquello. Comenzó con el ser viviente que entró al fin por una de las aberturas, avanzando deliberadamente hacia él mientras sostenía una lámina metálica de rara forma, con una superficie bruñida como la de un espejo.
Aquel ser no era humano, y ni siquiera parecía salido de los mitos o los sueños del hombre. Era un gusano gigantesco, de color gris claro, tan grueso como la altura de un hombre, y dos veces más largo. Su cabeza, aparentemente sin ojos, tenia forma más o menos discoidal, estaba bordeada de cilias y poseía un orificio central de color purpúreo. Se deslizaba sobre las patas posteriores, al tiempo que mantenía erguida verticalmente la parte anterior del cuerpo. De las patas o miembros, al menos dos pares de ellos parecían servirle de brazos. De su lomo salía una especie de cerdas purpúreas, y su grotesco cuerpo terminaba en una membrana grisácea en forma de abanico. En torno al cuello tenia un anillo de cilias rojas y flexibles de las que parecían emanar sonidos similares a chasquidos y a cuerdas percutidas, en un ritmo preciso y deliberado.
Pero no fue aquella visión de delirio lo que hizo caer a Campbell en un tercer período de inconsciencia. Para ello necesitó algo más, un choque final e insoportable. Al tiempo que aquel ser parecido a un gusano avanzaba sosteniendo la lámina parecida a un espejo, el hombre echó un vistazo hacía donde debía hallarse él tendido. Pero no fue su cuerpo lo que vio reflejado en la bruñida superficie. En lugar de ello, vio la forma grisácea y repugnante de otro gigantesco gusano.
Campbell salió del lapso final de inconsciencia con pleno conocimiento de su situación. comprendió que su mente se hallaba aprisionada en el cuerpo del ser de algún planeta lejano, mientras que, al otro lado del Universo, su propio cuerpo estaría albergando seguramente la personalidad del monstruo.
Luchó por dominar el horror irracional que le invadía. Considerada desde un punto de vista cósmico, ¿por qué tenia que horrorizarle su metamorfosis? La vida y la conciencia eran las únicas realidades existentes en el Universo. La forma, en cambio, sólo resultaba algo accesorio. Su cuerpo actual no era repugnante más que de acuerdo con los cánones terrestres. El temor y el desagrado se vieron ahogados por el absorbente interés de la aventura increíble.
¿Qué era, al fin y al cabo, su antiguo cuerpo, más que una cloaca que seria destruida por la muerte? Campbell no alentaba ilusiones sentimentales respecto al mundo del que había sido exiliado. ¿Qué le había dado a él, más que sinsabores, pobreza y fatigas? Si aquella otra vida no le proporcionaba más, sin duda tampoco le proporcionaría menos. Pero su intuición le decía a Campbell que podía ofrecerle más, mucho más.
Con la honradez que sólo es posible cuando la vida queda al descubierto hasta su núcleo fundamental, se dio cuenta el hombre de que, en cierto modo, habla ya agotado todas las posibilidades de placer físico inherentes a su antiguo cuerpo terrenal. La Tierra, en resumen, no parecía tener ya atractivos para él. En cambio, la posesión de aquel cuerpo nuevo y extraño, le prometía singulares y desconocidas sensaciones.
Notó que una satisfacción sin límites le embargaba. Era ahora un hombre sin mundo, libre de cualquier convencionalismo o inhibición, no sólo de la Tierra, sino de aquel extraño planeta; libre de toda restricción en los límites del Universo. Sí, era un semidiós. Pensó divertido en su propio cuerpo terrenal, moviéndose entre sus semejantes mientras un monstruo de un mundo lejano contemplaba, seguramente con repulsión, los seres pequeños y frágiles que eran ahora sus iguales, y que huirían aterrados de saber quién era él en realidad.
Allá él en la Tierra. que destruyese a mansalva lo que quisiera. Su antiguo planeta y las razas que lo habitaban ya no tenían significado para George Campbell. De los innumerables convencionalismos de su vida anterior, sentíase surgir pujante y renovado. Aquello no había sido una muerte, sino un renacer: el nacimiento de una mentalidad plena, con una nueva conciencia que en modo alguno le hacía sentirse cautivo en Yekub.
Campbell estremecióse. ¡Yekub! Aquél era el nombre de su nuevo planeta. Pero ¿cómo podía...? Luego lo supo, del mismo modo que se enteró del nombre que correspondía al ser cuyo cuerpo estaba ocupando. El nombre del ser era Tothe. La memoria, fuertemente impresa en el cerebro de Tothe, estaba agitándose en él, como sombras de las nociones que Tothe había adquirido. Profundamente embebidas en los tejidos cerebrales del ser, le hablaban tenuemente y obraban como instintos, permitiéndole entrever el poder y la libertad que podían proporcionarle. ¡En Yekub no sería un esclavo, sino un rey! Sí, lo sería del mismo modo que los antiguos bárbaros ascendieron al trono de los viejos imperios decadentes.
Por vez primera, Campbell contempló interesado todo lo que le rodeaba. Aún seguía tendido en la especie de diván, en medio de una fantástica estancia, mientras el ser en forma de gusano seguía sosteniendo delante de él el bruñido objeto, y hacía sonar las cilias rojas de su cuello. Diose cuenta Campbell de que el otro le hablaba, y lo que le dijo lo comprendió vagamente, a través del cerebro de Tothe. El ser que estaba delante de él era Yukth, señor supremo de la ciencia.
Pero Campbell no atendió, pues estaba pensando un plan, un proyecto tan arriesgado y ajeno al modo de vida del planeta Yekub, que se hallaba más allá de la comprensión de Yukth, y necesariamente tenía que tomarle desprevenido. Yukth, lo mismo que Campbell, vio el objeto metálico de aguda punta que había sobre una mesilla cercana, pero para Yukth el objeto sólo era un instrumento científico. Ni siquiera imaginaba que pudiera ser utilizado como arma. La mente terrenal de Campbell fue la que le suministró aquel conocimiento y le impulsó a actuar, haciendo que el cuerpo de Tothe obrase como ningún ser de Yekub lo había hecho anteriormente.
Campbell aferró el puntiagudo objeto y asestó con él un golpe a Yukth, para después tirar y desgarrar hacia arriba. Yukth retrocedió primero y en seguida se desplomó con las entrañas esparcidas por el suelo. Un instante después, Campbell avanzaba hacia una de las puertas. Su velocidad asombrosa era la primera confirmación de las nuevas calidades físicas de que ahora estaba dotado.
Mientras corría, guiado por el conocimiento implantado en el subconsciente de Tothe, era como si tuviera una especie de sensación especial en las piernas. El cuerpo de Tothe le llevaba por un camino que aquél había recorrido miles de veces, cuando estaba en posesión de su verdadera mente.
Siguió por un corredor, ascendió una escalera estrecha y pasó a través de .una puerta tallada. El mismo instinto que le había llevado hasta allí, le dijo que había encontrado lo que deseaba. Se hallaba en una estancia circular con una cúpula en el techo de la que se desprendía una luz pálida de color azulino. En el centro del piso, tendida con los colores del arco iris, alzábase una extraña estructura compuesta por varios pisos superpuestos, cada uno de ellos de un color vívido y diferente. El piso superior era un cono purpúreo de cuyo vértice se desprendía un vaho azul que ascendía hasta una esfera que flotaba en el aire y que relucía con aspecto translúcido, como el del marfil.
Aquello, según le decían a Campbell los recuerdos profundamente instalados en la mente de Tothe, era el dios de Yekub, al que los nativos del planeta temían y veneraban, sin que supieran exactamente por qué, desde hacía millones de años. Un sacerdote, vermiforme como todos los seres de Yekub, se hallaba ante el altar que ninguna mano mortal había tocado jamás. El tocar aquello hubiera resultado un sacrilegio que jamás se le había ocurrido a un ser del planeta. El sacerdote se horrorizó al ver la actitud de Campbell, el cual le hundió en el cuerpo el arma que aún llevaba con él, quitándole la vida.
Irguiéndose sobre sus patas, similares a las de un ciempiés, Campbell trepó al altar sin escuchar las protestas internas de su conciencia, y sin notar el cambio que se estaba produciendo en la esfera que flotaba en el aire. Se hallaba embriagado por un sentimiento de poderío. Temía las supersticiones de Yekub tan poco como había temido las de la Tierra. Con aquel globo en las manos, sería el rey de Yekub. Los seres vermiformes no osarían negarle nada, cuando tuviera como rehén al dios que veneraban. Tendió una mano hacia la esfera, que ya no era de color marfil, sino roja como la sangre...
El cuerpo de George Campbell salió de la tienda de campaña a la pálida noche de agosto, moviéndose con paso lento y tambaleante, entre los troncos de los enormes árboles, y remontó un sendero tapizado de agujas de pino fuertemente aromatizadas. El aire era frío y vigorizante. Aparecía el cielo como una cúpula oscura constelada de polvo estelar, hacia cuyo fondo la aurora boreal lanzaba destellos de fuego.
La cabeza del hombre se bamboleaba desagradablemente de un lado a otro. De las comisuras de su exangüe boca caían espumarajos ambarinos que se agitaban a impulsos de la brisa nocturna. Al principio anduvo erguido, como lo haría un hombre, pero luego su postura cambió. Su tronco inclinóse y sus miembros parecieron acortarse.
En un mundo lejano del cosmos la criatura vermiforme que era ahora George Campbell aferró contra sí el dios de color rojo sangre y corrió con estremecimientos de insecto a través de un salón de tonos irisados, en dirección a unos portones macizos, hasta llegar al exterior, donde lucían los rayos de extraños soles.
Oscilando con el movimiento de una torpe bestia, el cuerpo de George Campbell estaba arrostrando un destino desconocido. Sus largos y aguzados dedos levantaban las agujas de coníferas mientras avanzaba hacia una amplia extensión de agua reluciente.
A lo lejos, en el mundo extragaláctico de seres en forma de gusanos, George Campbell corría entre ciclópeos edificios de material oscuro, por avenidas plantadas en los costados con grandes helechos, mientras sostenía con fuerza la esfera roja que representaba el dios de Yekub.
Oyóse un áspero grito animal entre los matorrales, cerca del reluciente lago donde la mente de una criatura vermiforme moraba en un cuerpo al que impulsaba el instinto. Unos dientes humanos se hundieron en la suave piel de una criatura del bosque, y luego desgarraron su carne. El pequeño zorro hincó a su vez los colmillos en la muñeca del hombre, respondiendo al ataque, y luego se debatió desesperadamente, mientras la sangre iba fluyendo de su organismo. Lentamente, el cuerpo de George Campbell se puso en pie, con la boca impregnada de sangre fresca. Moviendo con torpeza los miembros, se dirigió hacia las aguas del lago.
Mientras la criatura vermiforme que era George Campbell seguía andando entre los bloques de piedra negra, millares de seres en forma de gusano se prosternaban a su paso. Un poder sobrenatural parecía emanar del oscilante cuerpo que ahora tenía George Campbell, mientras proseguía adelante con movimientos ondulatorios, en dirección al trono de un imperio espiritual que dominaba el planeta.
Un trampero llegó asimismo a la orilla del lago, después de atravesar los densos bosques que rodeaban a la tienda de campaña. Habíase perdido en el bosque, y anduvo errante por el mismo toda la noche.
Al aproximarse a las aguas creyó observar algo que flotaba en ellas. Acercóse al mismo borde, se arrodilló en el blando cieno y tendió un brazo hacia el bulto que allí flotaba. Lentamente lo atrajo hacia la orilla.
Al otro lado del espacio, la criatura vermiforme, que sostenía la roja esfera reluciente, ascendió a un trono que brillaba como la constelación Casiopea, bajo una bóveda de supersoles. La gran deidad que había encima prestaba energía a su organismo en forma de gusano, infundiéndole una espiritualidad sobrehumana y liberándole de las miserias animales.
En la Tierra, el trampero contempló con horror indescriptible el rostro ennegrecido y velludo del ahogado. Era un rostro bestial, repugnante, de expresión primitiva, y de cuya boca contraída fluía una mucosidad negra.
George Campbell sintió contra sí la forma esférica del dios rojo, al que seguía abrazando. Una serie de vibraciones surgían del seno de la deidad y en el momento en que George Campbell sentóse en el trono, sintiendo el poder del Imperio en todas sus fibras, la voz del gran dios de Yebuk, le habló con un acento que avanzó pulsando por las células de su cerebro.
-Aquel que buscó tu cuerpo desde los abismos del espacio, -dijo el dios rojo-, habitará en un organismo irresponsable. No hay ser de Yekub que pueda controlar el cuerpo de un ser humano.
"En toda la superficie de la Tierra, las criaturas vivientes se persiguen unas a otras y se regodean con increíble crueldad matando a los de su especie. No hay mente de ser vermiforme que pueda controlar los bestiales instintos del cuerpo humano, cuando éstos quedan en libertad. Sólo la mente del hombre, condicionada a través de diez mil generaciones, es capaz de mantener a raya sus instintos. Tu cuerpo se destruirá a sí mismo en la Tierra, buscando la sangre de los seres vivos, y el agua donde pueda refrescarse a su gusto. Pero buscará al fin su propia destrucción, ya que el instinto de la muerte es más poderoso en el hombre que el de la vida, y morirá cuando trate de regresar al medio del que una vez salió.
Así habló el dios rojo de Yekub, a George Campbell desde un lejano lugar del espacio-tiempo, mientras el que fuera un hombre, con todos los deseos e instintos humanos anulados, sentábase en el trono y gobernaba el imperio de seres vermiformes con mayor sabiduría, y benevolencia que cualquier ser humano lo hizo nunca en la Tierra, en un imperio de hombres.