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viernes, 18 de marzo de 2011

El príncipe feliz -- Oscar Wilde





El príncipe feliz
Oscar Wilde


En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.
Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un
gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.
Por todo lo cual era muy admirada.
-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una
reputación de conocedor en el arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un
hombre poco práctico.
Y realmente no lo era.
-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-.
El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.
-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre
fracasado, contemplando la estatua maravillosa.
-Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus
soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.
-¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno nunca?
-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.
Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que
unos niños se permitiesen soñar.
Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.
Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.
Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando
volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se
detuvo para hablarle.
-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.
Y el Junco le hizo un profundo saludo.
Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.
Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.
-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene
realmente demasiada familia.
Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.
Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.
Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante.
-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.
Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.
-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me
ame, le debe gustar viajar conmigo.
-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco.
Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.
-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!
Y la Golondrina se fue.
Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.
-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.
Entonces divisó la estatua sobre la columnita.
-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.
Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.
-Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.
Y se dispuso a dormir.
Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.
-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin
embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero
en él era puro egoísmo.
Entonces cayó una nueva gota.
-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen
copete de chimenea.
Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.
La Golondrina miró hacia arriba y vio... ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.
Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad.
-¿Quién sois? -dijo.
-Soy el Príncipe Feliz.
-Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me habéis empapado casi.
-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las
lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor.
Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del
jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto
me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es
que el placeres la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo
ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda
más recurso que llorar.
«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado
bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.
-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre
vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro
está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque
es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más
bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo.
Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina,
Golondrinita, ¿no quieres llevarla el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me
puedo mover.
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y
charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su
caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena
de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita - dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi
mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!
-No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del
río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro
es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas, volamos demasiado bien para eso y además yo
pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.
-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.
-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe.
Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y llevándolo en el pico, voló sobre
los tejados de la ciudad.
Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco.
Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile.
Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.
-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor!
-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él
unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras!
Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el ghetto y vio a los
judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.
Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su
madre habíase quedado dormida de cansancio.
La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego
revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.
-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor.
Y cayó en un delicioso sueño.
Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.
-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.
Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía.
Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.
-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en
invierno!
Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.
Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!...
-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.
Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.
Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la
iglesia.
Por todas parte adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:
-¡Qué extranjera más distinguida!
Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.
-¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata.
Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito.
Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A
mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos
más atronadores que los rugidos de la catarata.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un
joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un
ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos
grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado
frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.
-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle
otro rubí?
-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros
extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un
joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.
-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso.
Y se puso a llorar.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.
Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil
penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se
encontró en la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida en sus manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza,
vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.
-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la
obra.
Y parecía completamente feliz.
Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto.
Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la
cala tirando de unos cabos.
-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.
-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.
Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.
-He venido para deciros adiós -le dijo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?
-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre
las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del
río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen
con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera
próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo
que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.
-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se
le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y
está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo
y su padre no le pegará.
-Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os
quedaríais ciego del todo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.
Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.
-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña.
y corrió a su casa muy alegre.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.
-Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.
-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.
-Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina.
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le
refirió lo que habla visto en países extraños.
Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro;
de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que
caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del
rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran
serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel
veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están
siempre en guerra con las mariposas.
-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo
que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad,
Golondrinita, y dime lo que veas.
Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos
palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas.
Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con
apatía las calles negras.
Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.
- ¡Qué hambre tenemos! -decían.
-¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia.
Y se alejaron bajo la lluvia.
Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.
-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los
hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.
Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza.
Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas
y rieron y jugaron por la calle.
-¡Ya tenemos pan! -gritaban.
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.
Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.
Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo
se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.
La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba
demasiado para hacerlo.
Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las
alas.
Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del
Príncipe.
-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano.
-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí
demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.
-No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es
hermana del Sueño, ¿verdad?
Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.
En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.
El hecho es que la coraza de plomo se habla partido
en dos. Realmente hacia un frío terrible.
A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la
ciudad.
Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!
-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión
del alcalde.
Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.
-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde- En resumidas cuentas,
que está lo mismo que un pordiosero.
-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.
-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando
prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.
Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.
Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.
-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad.
Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que
debía hacerse con el metal.
-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.
-O la mía -dijo cada uno de los concejales.
Y acabaron disputando.
-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse
en el horno; habrá que tirarlo como desecho,
Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.
-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles,
Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.
-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad
de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.

Casi Extinguidos --- Alan Barclay






Casi Extinguidos
Alan Barclay


Desde lo alto de una escarpada colina, Harrison, sentado sobre una roca, podía
ver, a intervalos, por entre los árboles, a la persona que se acercaba corriendo. No
se veía ni se oía aún a los perseguidores. Las empinadas laderas del macizo
central surgían abruptamente de la planicie solamente a seis kilómetros de
distancia. Harinosa adivinaba el pensamiento del desconocido: la esperanza de
que, una vez entre las pendientes laderas y barrancos, de exuberante vegetación,
que llegaban hasta la meseta, sería posible escapar de los perseguidores.
Si hubiera sido un hombre aficionado a las apuestas o si hubiera tenido allí a
alguien con quien apostar hubiera apostado contra el corredor. Muy pocas veces
escapaba nadie de los perseguidores, excepto, naturalmente, los que, como él,
tenían facultades especiales. Harrison no estaba particularmente interesado en el
resultado de esta persecución. Sentía, quizá, un poco de simpatía por el
perseguido, pero en realidad sería mejor que este individuo fuera alcanzado y
capturado. Si escapaba, organizarían la búsqueda Y volverían por aquellos
parajes.
El corredor pasó justamente por debajo de donde estaba Harrison v saltó un
arroyuelo, y entonces Harrison vio con sorpresa que era una mujer; una mujer
fuerte, joven, con largas piernas, y de aspecto vigoroso.
Cuando descubrió esto dejó de ser mero espectador y le embargó una gran
emoción. Se poso de pie lentamente, con la cabeza erguida, como un animal
grande. Harrison era realmente un animal, un animal inteligente y peligroso.
Miró al antiguo camino con los ojos muy abiertos y el oído alerta, por si se
acercaban los perseguidores.
La joven, que había corrido velozmente, sin descanso, jadeaba y sudaba. Durante
la última media hora había trepado por la ladera hasta llegar a la tierra
resquebrajada al pie de la meseta. De cuando en cuando, oía tras ella a sus
enemigos: una piedra que rodaba, una rama que se tronchaba, las voces agudas
de los perseguidores llamándose unos a otros. No estaban muy lejos. Una parte
de ella, la parte inteligente y civilizada, sabía que su fin era seguro. A pesar de
esto, no tenía la menor intención de ceder, ni de estarse quieta esperando que la
cogieran. Estaba viva en este momento, solamente porque ella, y sus padres
antes que ella, habían sido buenos luchadores. En la raza humana, únicamente
habían sobrevivido los que tenían una furiosa y salvaje ansia de luchar y de
Correr’, que eran los invencibles. Continuaría corriendo, revolviéndose, mordiendo
y pataleando hasta su último aliento.
Se adentró en un barranco estrecho y pasó entre dos rocas salientes. Harrison
estaba allí sentado en un tronco y ella se sobresaltó al verle, y Se paró en seco.
En su mano apareció un cuchillo de hoja larga y afilada.
Harrison era alto, de ancho pecho y musculoso.
Llevaba una chaqueta de cuero sin mangas, talones cortos de cuero y un par de
mocasines bien hechos. Tenía el cabello y la barba su aspecto general era limpio
y cuidado. Un pesado cuchillo de monte con una hoja muy afilada, casi una
espada corta, colgaba de su cinto su mano sujetaba un arco. El arco era una
verdadera arma moderna, magistralmente hecha de acero y madera.
Harrison la miró serio. Ella devolvió la desconfiada, con el cuchillo preparado.
Ve por este lado - indicó el hombre -. Por ese barranco de la izquierda y por aquel
pico y valle abajo. Después sigue el arroyo hasta unas casas viejas. ¿Me
entiendes?
Sí – contestó, respirando con fuerza ¿ y después qué?
Estarás libre. Iré a buscarte allí.
Ella le miró un momento desconfiando, y, a continuación, sin preguntar nada más,
sin darle las gracias y sin saber cómo se las iba a arreglar, salió corriendo por cl
barranco en la dirección que él le había indicado.
* * *
Harrison marchó barranco abajo y siguió el camino real por el valle, andando sin
prisa, parándose a escuchar de cuando en cuando. Oyó a los perros y rebuscar
por la maleza tras él cogió el machete y se preparó. No le preocuparon los perros.
Eran dos mastines de ganado de pelo negro. Esperó tras un árbol a que se
aproximaran, y entonces saltó y acuchilló al primero que murió sin un gemido. El
otro no era un animal muy agresivo y al ver al hombre y la suerte que había
corrido su compañero, debió de asustarse bastante.
¡Fuera, Fido, vete! Le gritó Harrison y el perro metió el rabo entre las patas de un
modo muy cómico y salió corriendo.
Un minuto después apareció el primero de los perseguidores. Llevaba el fusil al
hombro e iba escudriñando por delante buscando los perros. Vio a Harrison. Por
un momento los dos hombres se miraron uno al otro. El rostro del recién llegado
no reflejó el sobresalto y la sorpresa que debió de sentir al encontrarse cara a cara
con Harrison, considerado como más peligroso que un animal salvaje. En cuanto
Harrison le vio se lanzó sobre él, atravesándole el cuello con su cuchillo. El otro
dio un grito y se derrumbó sin vida.
El otro perseguidor oyó él gritó. Entre los árboles Se oía trastear en la maleza.
Estos perseguidores estaban muy bien preparados para andar por el bosque.
Durante varias generaciones habían organizado estas batidas para exterminar a
los escasos supervivientes de raza humana.
Harrison sabía que le era imposible subir por la montaña, pues habría hombres
emboscados para no dejarle llegar a ninguna cima. Tratarían de rodearle para
cortarle la retirada.
Preparó su arco y cambió de sitio; pero, aunque tiró muy rápidamente a un bulto
negro que vio moverse entre la maleza, erró el blanco.
Media hora después comprendió que estaba rodeado y que iban estrechando el
cerco. Levantó la cabeza y miró hacia cl pico más alto, por el cual debía de estar
subiendo ahora la joven. Una vez allí estaría a salvo; pero él deseaba con toda su
alma matar a otro de los perseguidores.
Las ramas de un arbusto se movieron de pronto. Harrison apuntó. Una figura
agachada sé mostró un instante y él disparó. La flecha surcó veloz el aire y se oyó
un agudo grito.
Al mismo tiempo oyó silbar las balas a su alrededor. Tenían un sentido de oído
muy desarrollado y debían haberle localizado. Las balas venían ahora de todos los
lados.
Levantó los ojos hacia el pico de la montaña y miró hacia allí con un deseo fiero.
* * *
La mujer, escondida tras un muro medio derrumbado, que había sido parte de una
casa, salió de su escondite cuando vio a Harrison por lo que antes había sido la
calle principal del pueblo.
Andaba tranquilamente con el arco al hombro mirando a los lados, fatigado, pero
no exhausto. La miró con admiración. Comparándola con el tipo corriente de la
mujer antigua no era muy atractiva. Era tosca> con largas piernas y tan salvaje
como un gato montés.
Ven conmigo.
No lo dijo en son de pregunta ni tampoco de orden. Lo dijo como quien habla de
un hecho ya sabido. Eran dos animales, macho y hembra. Eso era todo. A ella ni
quisiera se le ocurrió rehusar. Puede ser que si hubiese rechazado la proposición
la hubiera dejado marcharse. También era posible que si hubiese rehusado le
habría pegado hasta que se sometiese.
¿Muy lejos? - preguntó ella.
• Seis kilómetros - respondió Harrison -. Más allá de aquel barranco.
El hombre echó a andar delante, abandonando el camino real, y caminando por un
sendero un poco por encima del pueblecillo.
¡Entres horas, andando y subiendo las laderas sin cesar, llegaron a un estrecho
valle.
Harrison no hablaba mucho. Probablemente no estaba acostumbrado a hablar con
desconocidos. La mujer no supo que ya estaban llegando a su destino hasta que
se encontraron con otro ser humano que venía por el sendero en dirección
contraria.
Estaba anocheciendo y la mujer distinguía con dificultad la figura del que se
acercaba, que salió 1inesperadamente de detrás de la sombra de un 1arbusto.
Harrison, de todos modos, no dio señal alguna de sorpresa, como si esperase
encontrar a alguien allí. Llamó a la figura con el nombre de Jim y ella vio que Jím
era un muchacho de unos doce años.
Vienes con retraso, Pop - indicó el muchacho -. Estábamos ya
preocupados.
Tuve que venir por el peor camino - gruñó Harrison -. Traje esta mujer. Los
«Ranas» la perseguían.
El muchacho la miró con interés.
Bueno, Pop, tienes las manos llenas ahora, conforme; pero no sé que
pasará cuando Ma la vea. ¿Cómo te llamas? - preguntó a la joven.
Magdalena - contestó ella.
¿De dónde eres?
De allí abajo, del Sur, donde está el mar.
¿Tienes familia?
Ahora no, la perdí hace dos inviernos.
Entremos - ordenó Harrison -. Tengo tanta hambre que podría comerme un
«Rana». ¿Tenéis algo que darnos, Jim?
Seguramente. Cogí una liebre muy grande esta mañana.
* * *
Echaron a andar, rodeando una roca, sé metieron por una abertura natural del
terreno y sé encontraron en una gran cueva. Estaba alumbrada con una luz tenue
y vacilante por varias lámparas colocadas en una especie de nichos en la roca.
Había tres hogueras encendidas y un gran número de figuras, humanas al
parecer, se movían sin cesar de un lado a otro, mientras sus sombras se
proyectaban en las paredes y en el techo.
Después de un momento de confusión, Magdalena pudo ver que en realidad no
había tanta gente.
Vio dos mujeres, una de unos treinta y cinco años v la otra de unos veinte. Esta
última estaba encinta. También había un hombre que parecía viejo, con el cabello
blanco y un brazo deforme. Y varios niños; calculó que debían de ser más de diez.
A pesar de la cantidad de gente que habitaba la cueva, olía a limpio, más que la
vieja bodega que ocuparon sus padres. Un olor a carne guisada le hizo la boca
agua.
Harrison se acercó al fuego donde estaba la mayor de las dos mujeres
inclinándose sobre una olla.
Esta es Magdalena - explicó bruscamente -; los «Ranas» la estaban persiguiendo
y yo la salvé.
Salvarla era tu deber - respondió la mujer -, pero traerla aquí no veo el porqué, Joe
Harrison. Por lo visto esperas que cargue también con esta.
Bueno, yo no veo el modo. Mañana por la mañana a primera hora, se marcha.
Cállate y danos algo que comer - gruñó Harrison.
Por una vez parecía no encontrarse a gusto, e incluso un poco azarado.
La mujer, de un modo poco afable, les puso dos platos de madera, echando un
trozo de carne en cada uno.
Magdalena, que no había comido mucho los dos últimos días, cogió la carne y
empezó a partiría con los dientes. La otra mujer le dio un fuerte pescozón.
Deja de hacer eso – ordenó -. Escúchame.. Muchas cosas han cambiado
desde los antiguos tiempos y supongo que tengo que ayudar a Harrison en lo que
tenga pensado para ti, lo mismo que hice con la joven Lucy que está ahí, pero
todavía hay una o dos cosas que no han cambiado. Esta es mi casa. Puede ser
que vivas en ella y que tengas hijos en ella, pero siempre continuará siendo mi
casa. Y mientras siga siendo mía tiene que estar limpia y decente. Nada de
porquería. Nada de escupir en el suelo. Nada de tirar huesos, ni carne
estropeada por los rincones. Nos hemos hundido muy bajo, pero no hemos
llegado todavía al nivel de los animales. Ahora cómete tu comida limpia y
decentemente no como una bestia salvaje.
- Eso está bien dicho - añadió Harrison -. Esta es Liz, mi mujer. Ella es la que
manda en esta casa.
* * *
Cuando acabaron de comer, Harrison se puso de pie.
Enséñale dónde tiene que dormir, Ma ~ ordenó.
Dio la vuelta sobre sus talones y se acercó al otro fuego donde estaba sentado el
viejo.
Liz condujo a Magdalena a un rincón oscuro donde encontró un catre de lona y
algunas mantas.
Esta noche puedes dormir aquí - le dijo -. Y sacude bien la alfombra y
arregla todo por la mañana. Ahí fuera hay un tanque de agua y puedes lavarte si
quieres y el aseo también está fuera, no quiero porquerías aquí dentro. Y
escúchame bien, joven; sé muy bien lo que piensa Harrison respecto a ti y
supongo que tú lo sabes tan bien como yo. Si no te agrada, lo mejor es que te
marches mañana por la mañana. Si té quedas me figuro que tendré que
apechugar con ello, pero no quiero enterarme de nada. Pase lo que pase entre tú
y Joe tiene que ser fuera de aquí. Tenemos muchos niños, míos y de Lucy, y yo
quiero las cosas decentes y respetables.
Los «Ranas» casi me atraparon, no tengo familia ni dónde ir.
Ya lo sé - respondió Liz -. Quédate si quieres. Este sitio es mejor que
muchos otros, a pesar de que hoy aquí ocurren muchas cosas raras, cosas
difíciles de creer, pero el resultado es que vivimos mejor que muchos. Siempre
tenemos comida abundante.
* * *
Ocurrían allí cosas difíciles de creer. Magda no notó nada extraordinario el primer
día. Por la mañana le despertó el ruido que hacían los niños riéndose y charlando
y se levantó enseguida. Liz estaba quitando las cenizas del fuego. A Harrison v a
los muchachos no se los veía por parte alguna.
Vete abajo al río Y lávate bien - ordenó Liz -. Después te daré el desayuno.
Camina por encima de las rocas todo el tiempo.
Cuando salió, Magda se quedó un momento deslumbrada por la brillante mañana
de sol. El río, que no había visto en la semioscuridad la tarde anterior, estaba
justamente debajo. Los niños estaban salpicándose en la orilla, alborotando y
echándose agua unos a otros. Empezó a bajar a la playa de cascajo.
Anda por las rocas - aconsejó una voz cerca de ella.
Era Jim.
Ten cuidado de andar solo sobre las rocas, no queremos dejar huellas que
los «Ranas» puedan ver desde el aire.
Se volvió para hablarle, pero el sol todavía la deslumbraba y no pudo verle. Un
momento después, sin embargo. Le vio en el río con los otros niños. Fue por la
orilla, lejos del remanse donde estaban los niños v se metió en el río; pero salió
pronto, porque el agua, como venia de la montaña, estaba muy fría. Cuando volvía
se fijó en que todos los niños se habían ido, excepto dos, de unos tres años que
trepaban por las rocas hacia la cueva. Tuvo una vaga impresión de que los niños
habían abandonado el baño de repente.
Lis y la joven Lucy estaban sentadas fuera de la cueva con una fuente de madera
llena de bollos recién sacados del horno.
Magda empezaba a tener la impresión de que había algo anormal en aquel lugar y
en aquella gente. EJ anciano, no tenía más que sesenta años, pero era muy viejo
para un ser humano, ahora que los que quedaban de la raza se veían obligados a
correr y a esconderse para conservar la vida. Salió de la cueva y los niños le
rodearon charlando.
Cogió la bandeja de los bollos. Se puso muy erguido y de repente desapareció.
A nadie pareció sorprenderle. Nadie se inmutó. Los niños se volvieron y miraron
hacia arriba. Magda también miró. Allí estaba Dad de pie en lo alto de un picacho,
a unos cuarenta metros de distancia. Estaba colocando la bandeja de los bollos a
sus pies y de repente apareció de nuevo junto a las mujeres.
Ve a tomar tu desayuno, Johnnie - ordenó Liz.
Johnnie, que tenía unos siete años, miró hacia el picacho. Un momento después
estaba en lo alto, y enseguida bajó con un par de bollos, uno en cada mano.
* * *
Los otros niños: un muchacho y dos chicas fueron a buscar su desayuno del
mismo modo milagroso. A nadie le extrañó este procedimiento.
El viejo trasladó la bandeja a un sitio más cercano y más bajo y los chicos de tres
y cuatro años fueron cogiendo su desayuno igual que otros. Las mujeres se
sirvieron del mismo modo. Liz invitó a Magda a que se uniera a ellas.
Son bollos de avena - le explicó -. En ese bote hay mantequilla, y, en aquel otro,
miel.
Magda se sentó junto a ellas y empezó a comer.
¿Te sorprenden estas costumbres, muchacha? - preguntó Liz.
Hasta ahora no había visto nada igual - afirmó la joven -. Mi padre me contaba
cosas maravillosas sucedidas en tiempos antiguos, pero en aquellos tiempos todo
eran máquinas y aquí no veo ninguna máquina.
Esto no son máquinas - aseguró Liz -. Esto es todo nuevo. Está hecho por la
evolución moderna.
No lo entiendo bien - respondió Magda.
Tampoco yo - afirmó Liz -. Es como lo llama Dad. Es cosa de él, de Joe y de los
niños. Había como sabe millones de los nuestros.
Claro que lo sé. Ciudades llenas de gente, automóviles, aviones. Antes que
vinieran los «Ranas».
Está bien. Nunca comprendí por qué nos odian tanto los «Ranas». Ellos
destruyeron todas las ciudades, persiguen a los que hemos sobrevivido.
Mi padre dice que ya queda poca gente. Dice que dentro de cincuenta años
estaremos totalmente extinguidos. Tiene razón. Antes vivían aquí varias familias,
ahora ya no quedamos más que nosotros.
Pero ¿por qué es esto un adelanto?
Es algo que no acabo de entender. Dad sí. Sabía muchas cosas de la gente
cuando era más joven; les hablaba y se iba educando con lo que oía. El y mi Joe
no olvidan fácilmente las cosas. Son hombres de lucha. Cuando miro a Joe no
puedo imaginármele a él y a sus semejantes extinguidos. Me parece que no
podrían serlo de ningún modo. Dad dice que la humanidad forma parte de todo el
Universo. Que todos descienden de los monos. Que hay millones de los nuestros
viviendo aquí en la Tierra y en Marte. Hemos hecho toda clase de cosas, escrito
toda clase de libros, construido toda clase de máquinas maravillosas, y cuando los
que quedamos pensamos que vamos a ser totalmente extinguidos, algo muy
dentro de nosotros nos dice que esta idea es intolerable y nos defendemos con un
nuevo invento. Este invento es el de saltarnos el espacio.
Muchos otros animales han sido extinguidos - objetó Magda -. Me figuro que ellos
no se lo figuraban, pero el caso es que fueron extinguidos.
No eran animales racionales, como nosotros. Dudo que ellos fueran lo bastante
inteligentes para saber que iban a ser extinguidos. Pero Joe Harrison no es la
clase de persona que acepta tranquilamente esa idea. Me imagino que solo ese
pensamiento le revuelve el estómago.
Así pues, ¿es usted capaz de hacer ese salto en el espacio?
Yo no, querida - contestó Liz, sonriendo -. Joe si, y el padre de Joe y la mayor
parte de los niños. Y también podrán los tuyos cuando los tengas, no lo dudes.
¿Qué pasará si los «Ranas» nos encuentran?
Dad, Joe y todos los niños pueden escapar aseguró Liz.
Pero ¿nosotras...?
Nosotras no, muchacha - repuso Liz sonriendo.
* * *
Liz era un alma amiga. Una hora después pidió a Magda que fuera con ella a lo
alto de la montaña.
Los muchachos han ido a cazar - explicó -. Esto les sienta bien, pero son jóvenes.
Siempre es conveniente andar cerca de ellos. Si tú te vas a quedar con nosotros lo
mejor será que te ocupes de esto. Eres más joven y más ligera que yo. Ahora,
ven.
Liz miró dentro de la cueva.
¡Jim! - gritó -, ven, vamos a subir al monte.
Yo os encontraré allí - replicó la voz de Jim-. Os encontraré cerca de los pinos.
Magda y Liz treparon por las rocas hasta lo alto del monte con mucho trabajo. Liz
no cesaba de hablar. En la cumbre, donde hacía más calor v había arbustos y
maleza, había un grupo de cinco árboles. Cuando se acercaron salió Jim de detrás
de ellos.
¿Dónde están los otros, Jim? - preguntó Liz ansiosamente.
Más allá. Está bien, Ma - la tranquilizó cl muchacho.
Los tres empezaron a subir la pendiente de la montaña. Otros dos o tres niños
aparecieron por allí, pero Jim era el que parecía conocer mejor el camino.
Después de andar una milla, saltó una liebre delante de Magda y desapareció a
gran velocidad. Ella pensó que podía haber hecho algo y continuó mirando la
liebre que pasó al lado de un arbusto y apareció Jim justamente delante de ella. La
liebre reaccionó violentamente, pero el muchacho cayó sobre ella. Magda vio
como le puso la mano en el cuello con un movimiento rapidísimo.
Nos vendrá muy bien para comer - dijo Magda en tono maternal -. Espero que Joe
traiga esta noche un gamo.
* * *
Harrison y Magda salieron juntos por la noche.
No era la primera vez que salían juntos. Cuando salían ni Liz ni nadie hacían
preguntas ni comentarios. Harrison no le había instado para que sea quedara.
Magda pensaba que él toleraría que se fuese, aunque no lo deseaba. Pero
¿adónde iba a ir? El no era un hombre particularmente amable ni simpático.
Hablaba muy poco. Era evidente que no quería tener otra mujer, pero sí más
niños. Niños que pudiesen dar el salto en el espacio como él decía. Pero ella
nunca había conocido lo que era afecto ni amistad y con él sentía una sensación
de seguridad como nunca en su vida había sentido.
Anduvieron juntos barranco abajo sin cogerse de la mano. Esto no entraba en el
carácter de Harrison, caminaban tranquilamente, uno al lado del otro.
Allá abajo, en otro valle, Magda vio un resplandor rojo. Cogió a Harrison por las
muñecas v señaló:
Es una expedición de caza de los «Ranas». Puede ser que desde que tú me
libraste de ellos sepan que hay algunos de los nuestros viviendo en estas
montañas.
El se quedó mirando el resplandor rojo. A la luz de la luna se veía su expresión
feroz.
Voy a ir allí abajo - le dijo a ella -. Tú vete a casa y díselo a Dad. Yo tengo que
irme escondiendo en sitios donde pueda verlos sin ser visto; por tanto no
esperarme hasta mañana. Ve v dile a mi familia que tenga los niños preparados
para trasladarlos si llega el caso...
Sacó su machete de la vaina y como una sombra desapareció de su lado.
Las partidas de caza de los «Ranas» no estaban acostumbradas a luchar con los
humanos que se esconden en sitios más difíciles; cuando se ven perseguidos
huyen y se esconden y no presentan batalla más que cuando se ven acorralados.
No tenían noción de ningún ataque reciente, no provocado, por parte de los
humanos. De todos modos el ser humano era un animal astuto y peligroso y «los
Ranas» tomaron precauciones Mientras cuatro de ellos dormían, el quinto se
quedó de guardia.
Harrison bajó corriendo por el barranco desde lo alto del monte hacia donde se
veía el resplandor de la hoguera y aterrizó muy cerca de ellos, silenciosamente
como una hoja, y se quedó completamente inmóvil. Escuchando atentamente
podía oír los pequeños movimientos que hacía el que estaba de guardia y
consiguió distinguirlo bien para tenerle a tiro. Escogió su posición con cuidado y se
fue acercando hasta que estuvo a un metro de distancia del «Rana» y
describiendo un círculo con la pesada hoja de su cuchillo, le degolló. No se oyó
más que un pequeño zumbido cuando cayo el cuerpo.
Los otros cuatro estaban tendidos alrededor del fuego envueltos en gruesos
capotes. Harrison se acercó con mucho cuidado para cerciorarse de que estaban
dormidos. De repente saltó sobre el más próximo y le cortó la cabeza. El segundo
se movió y empezó a despertarse mientras Harrison sé abalanzaba sobre él y él
«Rana» no exhaló más que un leve gemido antes de morir. Mientras caía sobre su
tercera víctima se dio cuenta de que el último miembro de la banda se incorporaba
y buscaba sus armas. Rápidamente dio una cuchillada al
«Rana» que tenía más cerca y en seguida enfocó con la vista un árbol a medio
kilómetro de distancia y se plantó en su copa en el tiempo de un suspiró.
Permaneció allí hasta el amanecer. El único superviviente de la partida de caza se
quedó alerta mirando a las sombras. Varias veces hizo fuego en cuanto veía
moverse los arbustos. Cuando amaneció examinó los cadáveres de sus
compañeros. El último «Rana» que acuchilló Harrison, vivía aún y su compañero
le disparó en la cabeza para rematarle. Había muy poca compasión y muy poco
compañerismo entre los «Ranas».
Harrison no dejó de observar al «Rana» cuando este se dirigía por la senda abajo
hacia el campo abierto; si hubiese tenido allí su arco probablemente hubiera
acabado con él.
En tres saltos volvió a la cueva y cogió el arco.
Uno de ellos se ha escapado explicó -; tengo que alcanzarle antes que propague
la noticia.
Pero nunca pudo dar con él. Quizá encontró otra banda de «Ranas» que tenía
vehículo. Quizá logró pedir ayuda. Los humanos sabían muy poco sobre la técnica
de los «Ranas» y sobre los medios que poseían para comunicarse.
Bien; ellos saben ya que existen humanos en estos parajes y saben también que
somos luchadores y no siempre huimos y nos escondemos - decía Harrison a su
padre.
¿Crees que debemos mudarnos?
Oh - dijo Harrison moviendo la cabeza con obstinación -; entre otras cosas hay
quien no puede moverse con tanta facilidad como los demás
y miró a Lucy -. Además estas montañas son tan buenas como cualquier otro sitio.
Son salvajes. Hay comida, caza y buenos escondites. Necesitaremos un sitio
donde procrear.
Su padre insistió:
Cuando se den cuenta de que vivimos aquí unos cuantos humanos con mujeres
criando niños, caerán sobre nosotros en expediciones bien organizadas.
Puede ser. Pero creo que los «Ranas» actualmente son muy distintos de como
eran cuando vinieron. Ahora ya son colonos y no conquistadores.
Además deben de estar muy seguros de que nos tienen va dominados. Creo que
si nos limitamos a no atacarlos si no suben ellos a las montañas, quizá se
convenzan que estas montañas son peligrosas para ellos y se abstengan de
intentarlo.
* * *
Era muy fácil para Harrison, su padre y Jim, vigilar los alrededores. Podían saltar
de lo alto de una colina a otra y tener bajo su vigilancia los valles.
Otra expedición de caza, mayor que la anterior, apareció dos semanas después.
Harrison soltó a perros para que le siguieran el rastro y entre su padre y él,
turnándose a razón de cinco kilómetros por día, fueron trazando una senda hasta
la salida del distrito.
Tienen que reconocer que somos más modernos y más fuertes para la caza, Dad -
afirmó Harrison -. Corremos delante de ellos sin parar, día y noche, dando vueltas
y revueltas, y de repente desaparecemos del todo.
Dad esperaba que los iban a dejar ya tranquilos.
Podría ser que los «Ranas» estuvieran preocupados. Lo más probable sería que
tuvieran curiosidad por descubrir cómo se las arreglaban los humanos para
escapar.
De todos modos, mandaron una nave aérea. Harrison y su gente la vieron
acercarse por el Este y se dieron prisa en meter a los niños en la cueva.
Era un aparato grande que flotaba lenta y 51-lenciosamente sobre las montañas.
Les quedaban muy pocos de los conocimientos técnicos que tenían antes los de
su raza v no sabían cuál era la fuerza motriz. Tan solo sabían que era mortal para
ellos. Luego, volvió a pasar más bajo, casi rozando las copas de los árboles. La
cabina era transparente y pudieron ver en su interior una docena de personas
negras.
Harrison, que los estaba observando detrás de un arbusto> rechinó los dientes.
¿Crees que de un salto podríamos meternos allí, entre ellos?- preguntó al viejo.
No veo por qué no - respondió el viejo.
La nave giró bruscamente cuando estaba sobre ellos.
Algo han visto - gruñó Harrison -. Me parece imposible tener a todos estos niños
corriendo por aquí fuera y por el río, expuestos a que los vean y les disparen.
* * *
El artefacto evolucionó durante un par de minutos y luego se dirigió rápidamente
hacia el Sur. Ellos le miraban cómo iba disminuyendo con la distancia, hasta
desaparecer.
Lo mejor es que los niños salgan ahora a dar unas carreras, antes que vuelvan - le
sugirió Harrison.
Fue a buscarlos a la cueva y en un momento estuvieron todos abajo en el río,
chapoteando y salpicándose los unos a los otros como siempre.
No hacía más que cinco minutos que estaban allí, cuando el joven Jim lanzó un
fuerte silbido.
¡Dad! Exclamó señalando.
La nave aérea venía muy baja, a lo largo del río y luego dio media vuelta alrededor
del monte.
Recoge a los niños, Jim - gritó Harrison.
Jim estaba abajo, en el río, entre ellos.
El aeroplano volaba cada vez más bajo. Jim consiguió que los niños
desaparecieran del río. Desaparecieron como hacen las figuras de una pantalla de
cine, quedando inmóviles de pronto. Harrison estaba de pie mirando la nave.
Deben de haber visto algo. Se conoce que nos han visto fuera. Ahora ya saben
que vivimos aquí una familia y verán que somos diferentes del resto de los
humanos.
Enseñó los dientes con un gesto de rabia.
Joe dijo el padre -, vamos allí arriba a arreglarlos.
Harrison miró a su padre y luego al buque, dudando.
¿Crees que podemos?
Sacó su machete de la vaina.
Conforme – repuso -. Diré la palabra mágica. Volvió su fiera y cruel cara hacia
arriba, mirando al aeroplano.
- Ahora - gritó.
Estaban en la nave.
* * *
Había allí ocho «Ranas». Ocho criaturas tan negras que daba pánico mirarlas y
que no comprendían lo que había pasado. Harrison y el viejo empezaron a cortar
piernas, brazos y cabezas. La nave era un vehículo largo y cómo do, con laterales
transparentes, amplias literas y mullidos tapices. En pocos minutos, los humanos
lo dejaron reducido a una cámara sepulcral llena de sangre, de miembros
destrozados y de cadáveres yacentes.
Harrison dejó de acuchillarlos y de dar golpes con el machete.
¿Estás bien, Pa?
Muy bien. Una de estas bestias me ha atravesado una pierna con su cuchillo, pero
estoy sin novedad.
En el extremo delantero estaba el piloto que conducía el aparato, separado del
salón general por un tabique transparente. El conductor estaba inclinado sobre el
cuadro de mandos moviendo febrilmente las palancas. Veían cómo el aparato
subía y bajaba.
Harrison se lanzó sobre el tabique, que crujió, pero no se rompió.
Cuidado, Joe - advirtió el padre.
Tenemos que cogerle. Si vuelve a su base les dirá que tenemos niños y vendrá
por nosotros con más gente.
Vamos a dar un 5a1to dentro de la cabina.
Conforme - gruñó Harrison -. Los dos al mismo tiempo...
Pero su padre saltó primero y cayó sobre el conductor. -
A pesar de la sorpresa que le produjo el milagro de ver a dos hombres atravesar el
tabique, él «Rana» pudo sacar su pistola y montar el gatillo y se oyó una
detonación. Un instante después. Harrison le cogió por detrás y le atravesó el
cuello.
Este es el último.
Miró hacia el salón. El trabajo allí había sido hecho a conciencia. Luego, miró a su
alrededor.
La nave que, evidentemente había sido puesta por el piloto en una ruta fija, se
dirigió hacia el Sur deprisa e iba subiendo.
Tenemos que salir de aquí enseguida - apremió Harrison -. Si perdemos la
orientación y los sitios que conocemos, vamos a vernos muy mal para encontrar
nuestro camino a casa. Ven, Dad, allí tenemos el monte. Vamos a saltar a él.
Su padre estaba recostado contra la pared y se apretaba un costado.
Me siento muy mal - gimió.
Tienes que salir de aquí. Pon los ojos en el monte y salta. Ya te curaremos en
cuanto estemos en casa.
El viejo levantó los ojos y le miró lloroso.
Me parece que no puedo... No tengo fuerza suficiente.
No tienes más remedio, Dad, no tienes más remedio. Tienes que salir de aquí.
Salir de esta nave o te vas al infierno.
Conforme, hijo, haré la prueba.
Mira bien a la colina, a la izquierda - insistió Harrison.
El viejo enfocó bien los ojos, hizo un esfuerzo visible para concentrarse, y
desapareció.
Harrison miró hacia afuera, hacia el monte, \ vio el cadáver de su padre en mitad
del espacio, a unos cien metros de la nave, que caía dando vueltas sobre las
rocas, trescientos metros más abajo.
Harrison saltó un momento después.
La nave con su carga macabra flotó suavemente, y se supone que sería recogida
más tarde, tal vez a miles de kilómetros de allí.
Harrison estaba tumbado sobre la roca ante la cueva mirando a lo lejos, más allá
del valle.
Los matamos a todos. Estamos libres por el momento.
¿Estás apenado por tu Dad?- preguntó Liz.
Supongo que sí - contestó él -. Tú sabes que yo no tengo muchos sentimientos.
No tengo más que la voluntad de vivir, de no ser extinguido
Miró a las estrellas.
Si pudiéramos descubrir de cuál de esas estrellas vienen los «ranas»- musitó -,
podríamos aprender a dar un gran salto de aquí a su planeta. Así podríamos
acabar con ellos.
Dios proteja a los «Ranas» el día en que Joe Harrison y su prole lleguen hasta
ellos - comentó Liz.
Sí, eso es cierto - convino Harrison, enseñando los dientes.