Páginas

lunes, 21 de marzo de 2011

MARIO BENEDETTI - EL PRESUPUESTO



MARIO BENEDETTI - EL PRESUPUESTO



En nuestra oficina regía el mismo presupuesto desde el año mil novecientos 
veintitantos, o sea desde una época en que la mayoría de nosotros estábamos 
luchando con la geografía y con los quebrados. Sin embargo, el jefe se acordaba 
del acontecimiento y a veces, cuando el trabajo disminuía, se sentaba 
familiarmente sobre uno de nuestros escritorios, y así, con las piernas 
colgantes que mostraban después del pantalón unos inmaculados calcetines 
blancos, nos relataba con su vieja emoción y las quinientas noventa y ocho 
palabras de costumbre, el lejano y magnífico día en que su Jefe -él era entonces 
Oficial Primero- le había palmeado el hombro y le había dicho: «Muchacho, 
tenemos presupuesto nuevo», con la sonrisa amplia y satisfecha del que ya ha 
calculado cuántas camisas podrá comprar con el aumento.
Un nuevo presupuesto es la ambición máxima de una oficina pública. Nosotros 
sabíamos que otras dependencias de personal más numeroso que la nuestra, habían 
obtenido presupuesto cada dos o tres años. Y las mirábamos desde nuestra pequeña 
isla administrativa con la misma desesperada resignación con que Robinson veía 
desfilar los barcos por el horizonte, sabiendo que era tan inútil hacer señales 
como sentir envidia. Nuestra envidia o nuestras señales hubieran servido de 
poco, pues ni en los mejores tiempos pasamos de nueve empleados, y era lógico 
que nadie se preocupara de una oficina así de reducida.
Como sabíamos que nada ni nadie en el mundo mejoraría nuestros gajes, 
limitábamos nuestra esperanza a una progresiva reducción de las salidas, y, en 
base a un cooperativismo harto elemental, lo habíamos logrado en buena parte. 
Yo, por ejemplo, pagaba la yerba; el Auxiliar Primero, el té de la tarde; el 
Auxiliar Segundo, el azúcar; las tostadas el Oficial Primero, y el Oficial 
Segundo la manteca. Las dos dactilógrafas y el portero estaban exonerados, pero 
el Jefe, como ganaba un poco más, pagaba el diario que leíamos todos.
Nuestras diversiones particulares se habían también achicado al mínimo. íbamos 
al cine una vez por mes, teniendo buen cuidado de ver todos difer entes 
películas, de modo que, relatándolas luego en la Oficina, estuviéramos al tanto 
de lo que se estrenaba. Habíamos fomentado el culto de juegos de atención tales 
como las damas y el ajedrez, que costaban poco y mantenían el tiempo sin 
bostezos. jugábamos de cinco a seis, cuando ya era imposible que llegaran nuevos 
expedientes, ya que el letrero de la ventanilla advertía que después de las 
cinco no se recibían «asuntos». Tantas veces lo habíamos leído que al final no 
sabíamos quién lo había inventado, ni siquiera qué concepto respondía 
exactamente a la palabra «asunto». A veces alguien venía y preguntaba el número 
de su «asunto». Nosotros le dábamos el del expediente y el hombre se iba 
satisfecho. De modo que un «asunto» podía ser, por ejemplo, un expediente.
En realidad, la vida que pasábamos allí no era mala. De, vez en cuando el jefe 
se creía en la obligación de mostrarnos las ventajas de la administración 
pública sobre el comercio, y algunos de nosotros pensábamos que ya era un poco 
tarde para que opinara diferente.
Uno de sus argumentos era la Seguridad. La seguridad de que no nos dejarían 
cesantes. Para que ello pudiera acontecer, era preciso que se reuniesen los 
senadores, y nosotros sabíamos que los senadores apenas si se reunían cuando 
tenían que interpelar a un Ministro. De modo que por ese lado el jefe tenía 
razón. La Seguridad existía. Claro que también existía la otra seguridad, la de 
que nunca tendríamos un aumento que nos permitiera comprar un sobretodo al 
contado. Pero el jefe, que tampoco podía comprarlo, consideraba que no era ése 
el momento de ponerse a criticar su empleo ni tampoco el nuestro. Y -como 
siempre tenía razón.
Esa paz ya resuelta y casi definitiva que pesaba en nuestra Oficina, dejándonos 
conformes con nuestro pequeño destino y un poco torpes debido a nuestra falta de 
insomnios, se vio un día alterada por la noticia que trajo el Oficial Segundo. 
Era sobrino de un Oficial Primero del Ministerio y resulta que ese tío -dicho 
sea sin desprecio y con propiedad- había sabido que allí se hablaba de un 
presupuesto nuevo para nuestra Oficina. Como en el primer momento no supimos 
quién o quiénes eran los que hablaban de nuestro presupuesto, sonreímos con la 
ironía de lujo que reservábamos para algunas ocasiones, como si el Oficial 
Segundo estuviera un poco loco o como si nosotros pensáramos que él nos tomaba 
por un poco tontos. Pero cuando nos agregó que, según el tío, el que había 
hablado de ello había sido el mismo secretario) o sea el alma parens del 
Ministerio, sentimos de pronto que en nuestras vidas de setenta pesos algo 
estaba cambiando, como si una mano invisible hubiera apretado al fin aquella de 
nuestras tuercas que se hallaba floja, como si nos hubiesen sacudido a bofetadas 
toda la conformidad y toda la resignación.
En mi caso particular, lo primero que se me ocurrió pensar y decir, fue 
«lapicera fuente». Hasta ese momento yo no había sabido que quería comprar una 
lapicera fuente, pero cuando el Oficial Segundo abrió con su noticia ese enorme 
futuro que apareja toda posibilidad, por mínima que sea, en seguida extraje de 
no sé qué sótano de mis deseos una lapicera de color negro con capuchón de plata 
y con mi nombre inscripto. Sabe Dios en qué tiempos se había enraizado en mí.
Vi y oí además como el Auxiliar Primero hablaba de una bicicleta y el jefe 
contemplaba distraídamente el taco desviado de sus zapatos y una de las 
dactilógrafas despreciaba cariñosamente su cartera del último lustro. Vi y oí 
además cómo todos nos pusimos de inmediato a intercambiar'nuestros proyectos, 
sin importarnos realmente nada lo que el otro decía, pero necesitando hallar un 
escape a tanta contenida e ignorada ilusión. Vi y oí además cómo todos decidimos 
festejar la buena nueva financiando con el rubro de reservas una excepcional 
tarde de bizcochos.
Eso -los bizcochos fue el paso primero. Luego siguió el par de zapatos que se 
compró el jefe. A los zapatos del Jefe, mi lapicera adquirida a pagar en diez 
cuotas. Y a mi lapicera, el sobretodo del Oficial Segundo, la cartera de la 
Primera Dactilógrafa, la bicicleta del Auxiliar Primero. Al mes y medio todos 
estábamos empeñados y en angustia.
El Oficial Segundo había traído más noticias. Primeramente, que el presupuesto 
estaba a informe de la Secretaría del Ministerio. Después que no. No era en 
Secretaría. Era en Contaduría. Pero el jefe de Contaduría estaba enfermo y era 
preciso conocer su opinión. Todos nos preocupábamos por la salud de ese jefe del 
que sólo sabíamos que se llarnaba Eugenio y que tenía a estudio nuestro 
presupuesto. Hubiéramos querido obtener hasta un boletín diario de su salud. 
Pero sólo teníamos derecho a las noticias desalentadoras del tío de nuestro 
Oficial Segundo. El jefe de Contaduría seguía peor. Vivimos una tristeza tan 
larga por la enfermedad de ese funcllblwio, que el día de su muerte sentimos, 
como los deudos de un asmátio grave, una especie de alivio al no tener que 
preocuparnos más de él. En realidad, nos pusimos egoístamente alegres, porque 
esto significabala posibilidad de que llenaran la vacante y nombraran otro jefe 
que estudiara al fin nuestro presupuesto.
A los cuatro meses de la muerte de don Eugenio nombraron otro jefe de 
Contaduría. Esa tarde suspendimos la partida de ajedrez, el mate y el trámite 
administrativo. El jefe se puso a tararear un aria de Aida y nosotros nos 
quedamos -por esto y por todo- tan nerviosos, que tuvimos que salir un rato a 
mirar las vidrieras. A la vuelta nos esperaba una emoción. El tío había 
informado que nuestro presupuesto no había estado nunca a estudio de la 
Contaduría. Había sido un error. En realidad, no había salido de la Secretaría. 
Esto significaba un considerable oscurecimiento de nuestro panorama. Si el 
presupuesto a estudio hubiera estado en Contaduría, no nos habríamos alarmado. 
Después de todo, nosotros sabíamos que hasta el momento no se había estudiado 
debido a la enfermedad del jefe. Pero si había estado realmente en Secretaría, 
en la que el Secretario -su jefe supremo- gozaba de perfecta salud, la demora no 
se debía a nada y podía convertirse en demora sin fin.
Allí comenzó la etapa crítica del desaliento. A primera hora nos mirábamos todos 
con la interrogante desesperanzado de costumbre. Al principio todavía 
preguntábamos «¿Saben algo?» Luego optamos por decir «¿Y?» y terminamos 
finalmente por hacer la pregunta con las cejas. Nadie sabía nada. Cuando alguien 
sabía algo, era que el presupuesto todavía estaba a estudio de la Secretaría.
A los ocho meses de la noticia primera, hacía ya dos que mi lapicera no 
funcionaba. El Auxiliar Primero se había roto una costilla gracias a la 
bicicleta. Un judío era el actual propietario de los libros que había comprado 
el Auxiliar Segundo; el reloj del Oficial Primero atrasaba un cuarto de hora por 
jornada; los zapatos del jefe tenían dos medias suelas (una cosida y otra 
clavada), y el sobretodo del Oficial Segundo tenía las solapas gastadas y 
erectas como dos alitas de equivocación.
Una vez supimos que el Ministro había preguntado por el presupuesto. A la 
semana, informó Secretaría. Nosotros queríamos saber qué decía el informe, pero 
el tío no pudo averiguarlo porque era «estrictamente confidencial». Pensamos que 
eso era sencillamente una estupidez, porque nosotros, a todos aquellos 
expedientes que traían una tarjeta en el ángulo superior con leyendas tales como 
«muy urgente», «trámite preferencial» o «estrictamente reservados, los 
tratábamos en igualdad de condiciones que a los otros. Pero por lo visto en el 
Ministerio no eran del mismo parecer.
Otra vez supimos que el Ministro había hablado del presupuesto con el 
Secretario. Como a las conversaciones no se les ponía ninguna tar'eta especial, 
el tío pudo enterarse y enterarnos de que el Ministro estaba de acuerdo. ¿Con 
qué y con quién estaba de acuerdo? Cuando el tío quiso averiguar esto último, el 
Ministro ya no estaba de acuerdo. Entonces, sin otra explicación comprendimos 
que antes había estado de acuerdo con nosotros.
Otra vez supimos que el presupuesto había sido reformado. Lo iban a tratar en la 
sesión del próximo viernes, pero a los catorce viernes que siguieron a ese 
próximo, el presupuesto no había sido tratado. Entonces empezamos a vigilar las 
fechas de las próximas sesiones y cada sábado nos decíamos: «Bueno ahora será 
hasta el viernes. Veremos qué pasa entonces». Llegaba el viernes y no pasaba 
nada. Y el sábado nos decíamos: «Bueno, será hasta el viernes. Veremos qué pasa 
entonces. » Y no pasaba nada. Y no pasaba nunca nada de nada.
Yo estaba ya demasiado empeñado para permanecer impasible, porque la lapicera me 
había estropeado el ritmo económico y desde entonces yo no había podido 
recuperar mi equilibrio. Por eso fue que se me ocurrió que podíamos visitar al 
Ministro.
Durante varias tardes estuvimos ensayando la entrevista. El Oficial Primero 
hacía de Ministro, y el jefe, que había sido designado por aclamación para 
hablar en nombre de todos, le presentaba nuestro reclamo. Cuando estuvimos 
conformes con el ensayo, pedimos audiencia en el Ministerio y nos la concedieron 
para el jueves. El jueves dejamos pues en la Oficina a una de las dactilógrafas 
y al portero, y los demás nos fuimos a conversar con el Ministro. Conversar con 
el Ministro no es lo mismo que conversar con otra persona. Para conversar con el 
Ministro hay que esperar dos horas y media y a veces ocurre, como nos pasó 
precisamente a nosotros, que ni al cabo de esas dos horas y media se puede 
conversar con el Ministro. Sólo llegamos a presencia del Secretario, quien tomó 
nota de las palabras del jefe -muy inferiores al peor de los ensayos, en los que 
nadie tartamudeaba- y volvió con la respuesta del Ministro de que se trataría 
nuestro presupuesto en la sesión del día siguiente.
Cuando -relativamente satisfechos- salíamos del Ministerio, vimos que un auto se 
detenía en la puerta y que de él bajaba el Ministro.
Nos pareció un poco extraiío que el Secretario nos hubiera traído la respuesta 
personal del Ministro sin que éste estuviese presente. Pero en realidad nos 
convenía más confiar un poco y todos asentimos con satisfacción y desahogo 
cuando el jefe opinó que el Secretario seguramente habría consultado al Ministro 
por teléfono.
Al otro día, a las cinco de la tarde estábamos bastante nerviosos. Las cinco de 
la tarde era la hora que nos habían dado para preguntar. Habíamos trabajado muy 
poco; estábamos demasiado inquietos como para que las cosas nos salieran bien. 
Nadie decía nada. El jefe ni siquiera tarareaba su aria. Dejamos pasar seis 
minutos de estricta prudencia. Luego el jefe discó el número que todos sabíamos 
de memoria, y pidió con el Secretario. La conversación duró muy poco. Entre los 
varios «Sí», «Ah, sí», «Ah, bueno» del jefe, se escuchaba el ronquido indistinto 
del otro. Cuando el jefe colgó el tubo, todos sabíamos la respuesta. Sólo para 
confirmarla pusimos atención: «Parece que hoy no tuvieron tiempo. Pero dice el 
Ministro que el presupuesto será tratado sin falta en la sesión del próximo 
viernes. »

1 comentario:

  1. Muy buen aporte. Llevar a cabo la actividad contable es una tarea fundamental en estos tiempos de crisis económica. Realizar el pertinente análisis financiero ayuda a generar ahorros y a evitar gastos innecesarios que terminarían complicando aún más la situación económica de cada uno.

    ResponderEliminar

http://arkaiko.activoforo.com/index.htm
RUEGO QUE AL HACER EL COMENTARIO, AL FINAL, PONGAIS VUESTRO MAIL, POR TENER UNA REFERENCIA EN CASO DE QUE PASARA ALGO, ASI TAMBIEN SI TENEIS ALGUNA IDEA PARA CONTINUAR, O SI EN FORMA DE BLOG, O COMO UN FORO...
SNAKE
http://arkaiko.activoforo.com/index.htm ; alli, se puede hablar mas abiertamente de lo visto, leido, sentido, o de lo que quieras, estas en tu casa