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domingo, 5 de junio de 2011

Dan Brown Ángeles y demonios XX




Dan Brown 


Ángeles y demonios            


 XX



42

El cardenal Mortati, enfundado en su hábito negro, estaba sudando. No sólo la Capilla Sixtina estaba empezando a parecer una sauna, sino que el cónclave debía iniciarse dentro de veinte minutos y aún no se sabía nada de los cuatro cardenales desaparecidos. En su ausencia, los susurros de confusión iniciales que habían intercambiado los car­denales se habían transformado en abierta angustia.
Mortati no podía imaginar dónde estaban los cuatro hombres. ¿Con el camarlengo quizá? Sabía que el camarlengo había ofrecido el tradicional té privado a los cuatro preferiti a primera hora de la tarde, pero ya habían pasado horas. ¿Estarían enfermos? ¿Algo que han co­mido? Mortati lo dudaba. Incluso a las puertas de la muerte, los pre­feriti estarían aquí. Sólo ocurría una vez en la vida, y con frecuencia nunca, que un cardenal tuviera la oportunidad de ser elegido Sumo Pontífice, y por la ley vaticana, el cardenal debía estar dentro de la Capilla Sixtina cuando tuviera lugar la votación. De lo contrario, era inelegible.
Aunque había cuatro preferiti, pocos cardenales dudaban de quién sería el siguiente Papa. En los últimos quince días se había pro­ducido una cascada constante de faxes y llamadas telefónicas que co­mentaban las cualidades de los principales candidatos. Como de cos­tumbre, se habían elegido cuatro nombres como preferiti, cada uno de los cuales cumplía los requisitos tácitos para convertirse en Papa:
Dominio del italiano, español e inglés.
Sin secretos vergonzosos.
Entre sesenta y cinco y ochenta años de edad.

Como de costumbre, uno de los preferiti se había impuesto so­bre los demás. Esta noche, ese hombre era el cardenal Aldo Baggia, de Milán. La hoja de servicios de Baggia, impoluta, combinada con un dominio de los idiomas sin parangón y la capacidad de comunicar la esencia de la espiritualidad, le habían convertido a ojos de todos en el claro favorito.
¿Dónde demonios está?, se preguntó Mortati.
Mortati estaba especialmente nervioso por la desaparición de los cardenales, porque la tarea de supervisar el cónclave había recaído sobre sus espaldas. Una semana antes, el Colegio Cardenalicio había elegido por unanimidad a Mortati para el cargo conocido como Gran Elector: el maestro interno de ceremonias del cónclave. Si bien el ca­marlengo era el miembro de mayor relevancia de la Iglesia, sólo era un sacerdote y estaba poco familiarizado con el complejo proceso de elección, de forma que se elegía a un cardenal para supervisar la ce­remonia desde el interior de la Capilla Sixtina.
Los cardenales solían comentar en broma que el cargo de Gran Elector constituía el honor más cruel de la cristiandad. El nombra­miento inhabilitaba para ser elegido Papa, y también exigía dedicar muchos días previos al cónclave a repasarlas páginas del Universi Do­minici Gregis, con el objetivo de recordar las sutilidades de los ritua­les arcanos del cónclave y asegurar de esta forma que el proceso se lle­vara a cabo de la manera correcta.
Sin embargo, Mortati no estaba resentido. Sabía que había sido el candidato lógico. No sólo era el cardenal de mayor edad, sino que también había sido confidente del difunto Papa, un hecho que eleva­ba su estima. Aunque Mortati aún estaba dentro de la edad legal para ser elegido, era un poco viejo para ser un candidato serio. A los se­tenta y nueve años, había cruzado el umbral tácito en que el colegio ya no confiaba en la salud del elegido, con la vista puesta en el rigu­roso calendario del pontificado. Un Papa solía trabajar unas catorce horas al día, siete días a la semana, y, según la media estadística, mo­ría de agotamiento al cabo de seis años y tres meses. En el Vaticano se decía en broma que aceptar el papado era la «ruta más rápida para ir al cielo».

Muchos creían que Mortati habría podido ser Papa cuando era más joven, de no ser tan liberal. Para acceder al papado, había que guiarse por una particular Santísima Trinidad: conservador, conser­vador, conservador.
Mortati siempre había considerado irónico que el difunto Papa, Dios lo tuviera en su seno, se hubiera revelado sorprendentemente li­beral en cuanto ocupó el trono. Tal vez al presentir que el mundo mo­derno se alejaba cada vez más de la Iglesia, el Papa había propiciado ciertas aperturas, suavizando la posición de la Iglesia sobre las cien­cias, e incluso había donado dinero para causas científicas selectas. Por desgracia, había sido un suicidio político. Los católicos conser­vadores acusaron al Papa de «senil», al tiempo que los científicos pu­ristas le acusaban de intentar extender la influencia de la Iglesia don­de no correspondía.
¿Dónde están?
Mortati se volvió.
Uno de los cardenales le estaba dando golpecitos en el hombro, nervioso.
Tú sabes dónde están, ¿verdad?
Mortati procuró disimular su preocupación.
Puede que sigan con el camarlengo.
¿A esta hora? ¡Eso sería de lo más heterodoxo! —El cardenal frunció el ceño, desconfiado—. ¿Es posible que el camarlengo haya perdido el sentido del tiempo?
Mortati lo dudaba, pero no dijo nada. Era muy consciente de que la mayoría de cardenales apreciaban poco al camarlengo, pues creían que era demasiado joven para servir al Papa. Mortati sospe­chaba que esa antipatía se debía a los celos, y admiraba al joven y aplaudía en secreto la elección del fallecido Papa. Mortati sólo veía convicción cuando miraba a los ojos del camarlengo, y al contrario que muchos cardenales, el camarlengo anteponía la Iglesia y la fe a la política. Era en verdad un hombre de Dios.
Durante todo el ejercicio de sus funciones, la devoción del ca­marlengo se había hecho legendaria. Muchos lo atribuían al aconteci­miento milagroso de su niñez, un acontecimiento que habría impreso una huella indeleble en el corazón de cualquier hombre. El milagro y el prodigio, pensó Mortati, quien a menudo deseaba que en su niñez se hubiera presentado un acontecimiento que le hubiera inyectado esa fe invencible.
Mortati sabía que, por desgracia para la Iglesia, el camarlengo nunca llegaría a Papa cuando fuera mayor. Acceder al papado exigía cierta ambición política, algo de lo que el joven camarlengo carecía en apariencia. Había rechazado en muchas ocasiones las ofertas de as­censo del Papa, pues decía que prefería servir a la Iglesia como un simple sacerdote.
¿Qué vamos a hacer?
El cardenal dio unos golpecitos en la espalda de Mortati, a la es­pera.
Mortati alzó la vista.
¿Perdón?
¡Se retrasan! ¿Qué vamos a hacer?
¿Qué podemos hacer? —contestó Mortati—. Esperar. Y te­ner fe.
El cardenal, sin ocultar el disgusto que le producía la respuesta de Mortati, desapareció en la penumbra.
Mortati se masajeó las sienes y trató de aclarar sus ideas. Pues sí, ¿qué vamos a hacer? Desvió la vista hacia el fresco restaurado de Mi­guel Ángel que colgaba sobre el altar, El Juicio Final. La pintura no contribuyó a mitigar su angustia. Era una representación horripilan­te, de quince metros de altura, de Jesucristo separando a la humani­dad en justos y pecadores, y arrojando a los pecadores al infierno. Había carne despellejada, cuerpos ardiendo, e incluso un rival de Mi­guel Ángel sentado en el infierno, con orejas de asno. Guy de Mau-passant había escrito en una ocasión que el cuadro semejaba algo pin­tado por un carbonero ignorante para una barraca de lucha libre de una feria.
El cardenal Mortati no pudo por menos que darle la razón.

43

Langdon permanecía inmóvil ante la ventana a prueba de balas del despacho papal, y contemplaba el despliegue de las cadenas de tele­visión en la plaza de San Pedro. La siniestra conversación telefónica le había dejado conmocionado. No era el de siempre.
Los Iluminati, como una serpiente surgida de las profundidades olvidadas de la historia, habían reanudado una antigua enemistad. Sin negociación. Sin exigencias. Simple desquite. Diabólicamente sencillo. Una venganza aplazada durante cuatrocientos años. Daba la impresión de que, tras siglos de persecución, la ciencia se había des­quitado.
El camarlengo estaba de pie ante el escritorio y contemplaba el teléfono sin verlo. Olivetti fue el primero que rompió el silencio.
Carlo —dijo, llamando por su nombre al camarlengo, más como un amigo preocupado que como un agente de la autoridad—. Durante veintiséis años he jurado por mi vida proteger este despacho. Parece que esta noche he caído en la deshonra.
El camarlengo meneó la cabeza.
Usted y yo servimos a Dios de maneras diferentes, pero el ser­vicio siempre nos procura honor.
Estos acontecimientos... No puedo imaginar cómo... Esta si­tuación...
Olivetti parecía desbordado.
Será consciente de que sólo podemos proceder de una forma. Soy responsable de la seguridad del Colegio Cardenalicio.

Temo que la responsabilidad es mía, signore.
Entonces, sus hombres supervisarán la evacuación inmediata.
Signore?
Más tarde examinaremos otras posibilidades: peinar el Vatica­no hasta localizar el artefacto, un registro exhaustivo en busca de los cardenales desaparecidos y sus secuestradores. Pero antes hay que poner a salvo a los cardenales. Lo más importante es ahorrar vidas humanas. Esos hombres son los cimientos de nuestra Iglesia.
¿Sugiere que interrumpamos el cónclave ahora mismo?
¿Me queda otra alternativa?
¿Y la misión de elegir a un nuevo Papa?
El joven camarlengo suspiró y se volvió hacia la ventana. Sus ojos pasearon sobre la enorme extensión de Roma.
Su Santidad me dijo una vez que un Papa es un hombre divi­dido entre dos mundos, el mundo real y el divino. Me advirtió de que cualquier Iglesia que hiciera caso omiso del real no sobreviviría para disfrutar del divino. El orgullo y los precedentes no pueden impo­nerse a la razón.
Olivetti asintió, impresionado.
Le he subestimado, signore.
Dio la impresión de que el camarlengo no le escuchaba. Su mi­rada vagó hacia la ventana.
Hablaré con franqueza, signore. El mundo real es mi mundo. Me sumerjo en su fealdad cada día, al igual que otros se sienten libres para buscar algo más puro. Déjeme darle un consejo sobre la situa­ción actual. Para eso me entrenaron. Su instinto, aunque respetable, podría ser desastroso.
El camarlengo se volvió.
Olivetti suspiró.
La evacuación del Colegio Cardenalicio de la Capilla Sixtina es lo peor que se podría hacer en este momento.
El camarlengo no pareció indignado, sólo confuso.
¿Qué sugiere?
No diga nada a los cardenales. Aisle el cónclave. Nos conce­derá tiempo para sopesar otras opciones.
El camarlengo se mostró preocupado.

¿Está sugiriendo que encierre a todo el Colegio Cardenalicio sobre una bomba de tiempo?
Sí, signore. De momento. Más tarde, en caso necesario, pro­cederemos a la evacuación.
El camarlengo meneó la cabeza.
Aplazar la ceremonia antes de que dé inicio es suficiente para abrir una investigación, pero después de que se cierren las puertas, nada puede interferir. El procedimiento del cónclave obliga a...
El mundo real, signore. Esta noche, le toca vivir en él. Escuche con atención. —Olivetti hablaba ahora con la eficiencia de un oficial de campo—. Evacuar a ciento sesenta y cinco cardenales a Roma, sin preparación y sin protección, sería una insensatez. Provocaría pánico y confusión en unos hombres muy viejos, y la verdad, con un ataque fatal este mes ya tenemos bastante.
Un ataque fatal. Las palabras del comandante recordaron a Langdon los titulares que había leído mientras comía con unos estu­diantes en Harvard: EL PAPA SUFRE UN ATAQUE. MUERE MIENTRAS DORMÍA.
Además —añadió Olivetti—, la Capilla Sixtina es una fortale­za. Aunque no le damos publicidad al hecho, el edificio está reforza­do y puede repeler cualquier ataque, salvo el de misiles. Como pre­parativo, peinamos cada centímetro de la capilla esta tarde, en busca de micrófonos ocultos y otros aparatos de espionaje. La capilla está limpia, es un refugio seguro, y estoy convencido de que la antimate­ria no está dentro. Esos hombres no podrían encontrarse en un lugar más seguro. Siempre podemos hablar de la evacuación de emergencia más tarde, si es preciso.
Langdon estaba impresionado. La lógica fría e inteligente de Olivetti le recordaba a Kohler.
Comandante —dijo Vittoria con voz tensa—, existen otras preocupaciones. Nadie había creado tanta antimateria. Sólo puedo calcular de manera aproximada el radio de la explosión. La zona de Roma que nos rodea podría estar en peligro. Si el contenedor se en­cuentra en uno de sus edificios centrales o bajo tierra, el efecto sobre el exterior podría ser mínimo, pero si el contenedor está cerca del pe­rímetro, en este edificio, por ejemplo...
Miró por la ventana la multitud que se agolpaba en la plaza de San Pedro.
Soy muy consciente de mis responsabilidades con el mundo exterior —contestó Olivetti—, lo cual no agrava más la situación. La protección de este santuario ha sido mi única responsabilidad duran­te más de dos décadas. No tengo la menor intención de permitir que esa arma estalle.
El camarlengo Ventresca levantó la vista.
¿Cree que puede encontrarla?
Deje que discuta nuestras opciones con algunos de mis espe­cialistas. Existe la posibilidad, si cortamos la energía eléctrica del Va­ticano, de que podamos eliminar las frecuencias de radio de fondo y crear un entorno lo bastante limpio para obtener una lectura del cam­po magnético de ese contenedor.
Vittoria manifestó su sorpresa, y luego pareció realmente im­presionada.
¿Quiere dejar a oscuras la Ciudad del Vaticano?
Es una posibilidad. Aún no sé si es posible, pero quiero estu­diar esa opción.
Los cardenales se preguntarían qué pasa —recordó Vittoria.
Olivetti negó con la cabeza.
Los cónclaves se celebran a la luz de las velas. Los cardenales no se enterarían. Una vez se aisle el cónclave, podría utilizar a casi to­dos los guardias del perímetro para iniciar un registro. Cien hombres podrían cubrir mucho terreno en cinco horas.
Cuatro horas —corrigió Vittoria—. He de devolver el conte­nedor al CERN en avión. La explosión es inevitable si no recargamos las baterías.
¿No hay forma de recagarlas aquí?
Vittoria sacudió la cabeza.
La interfaz es complicada. De haber podido, la habría traído.
Cuatro horas, pues —dijo Olivetti con el ceño fruncido—. Tiempo suficiente. El pánico no sirve de nada. Signore, tiene diez mi­nutos. Vaya a la capilla y aisle el cónclave. Concédales un poco de tiempo a mis hombres para hacer su trabajo. Cuando nos acerquemos a la hora crítica, tomaremos las decisiones críticas.

Langdon se preguntó si Olivetti permitiría que la situación se prolongara en exceso.
El camarlengo parecía preocupado.
Pero el Colegio preguntará por los preferiti, sobre todo por Baggia... Preguntarán dónde están.
Tendrá que inventar algo, signore. Dígales que les sirvió algo en el té que les sentó mal.
El camarlengo se enfureció.
¿Quiere que mienta al Colegio Cardenalicio?
Por su propio bien. Una bugia veniale. Una mentira piadosa. Su trabajo consistirá en mantener la tranquilidad. —Olivetti se enca­minó a la puerta—. Si me perdonan, debo ponerme en marcha.
Comandante —le urgió el camarlengo—, no podemos olvi­darnos de los cardenales desaparecidos.
Olivetti se detuvo al llegar a la puerta.
Baggia y los demás se hallan ahora fuera de nuestra esfera de influencia. Hemos de dejarlos... por el bien de la mayoría. Los mili­tares lo llaman triage.
¿Quiere decir que vamos a abandonarlos?
La voz del comandante se endureció.
Si hubiera otra solución, signore, alguna forma de localizar a esos cuatro cardenales, daría mi vida por ello. No obstante... —Se­ñaló hacia la ventana, donde el sol del atardecer brillaba sobre un mar infinito de tejados romanos—. Registrar una ciudad de cinco millo­nes de habitantes no está en mis manos. No malgastaré un tiempo precioso en apaciguar mi conciencia con un ejercicio inútil. Lo sien­to, signore.
Vittoria habló de repente.
Pero si detenemos al asesino, ¿podría hacerle hablar?
Olivetti frunció el ceño.
Los soldados no pueden permitirse ser santos, señorita Vetra. Créame, simpatizo con su deseo de atrapar a ese hombre.
No se trata de algo solamente personal —dijo la joven—. El asesino sabe dónde está la antimateria... y los cardenales desapareci­dos. Si pudiéramos encontrarle...
¿Seguirle el juego? —dijo Olivetti—. Créame, retirar toda la
protección del Vaticano con el fin de registrar cientos de iglesias es lo que los Illuminati esperan que hagamos. Desperdiciar un tiempo y unos efectivos humanos preciosos cuando deberíamos estar buscan­do... O peor aún, dejar la Banca Vaticana sin protección. Por no ha­blar de los restantes cardenales.
Sus palabras hicieron mella.
¿Y la policía de Roma? —preguntó el camarlengo—. Podría­mos alertarla de la crisis. Pedir su ayuda para encontrar al secuestra­dor de los cardenales.
Otra equivocación —dijo Olivetti—. Ya sabe lo que los Cara-binieri de Roma opinan de nosotros. Obtendríamos unos cuantos hombres poco entusiastas a cambio de que vendieran nuestra crisis a los medios de comunicación. Justo lo que nuestros enemigos desean. Tal como están las cosas, no tardaremos mucho en tener que lidiar con los medios.
Convertiré a sus cardenales en luminarias de los medios de comu­nicación, pensó Langdon, recordando las palabras del asesino. El ca­dáver del primer cardenal aparece a las ocho de la noche. Después, uno cada hora. A la prensa le encantará.
El camarlengo estaba hablando de nuevo, con voz teñida de ira.
¡Comandante, no podemos dejar desamparados a los carde­nales desaparecidos!
Olivetti miró a los ojos del camarlengo.
La oración de San Francisco, señor. ¿La recuerda?
El joven sacerdote dijo el verso con dolor en su voz.
Dios, concédeme la fuerza de aceptar las cosas que no puedo cambiar...
Confíe en mí —dijo Olivetti—. Ésta es una de tales cosas.
Y tras decir esto se marchó.

44

La oficina central de la BBC se halla en Londres, justo al oeste de Pic-cadilly Circus. Sonó el teléfono de la centralita, y una redactora de su­marios novata descolgó el teléfono.
BBC —dijo mientras apagaba su cigarrillo Dunhill.
La voz que sonó era rasposa, con acento de Oriente Próximo.
Tengo una noticia bomba que podría interesar a su cadena.
La redactora sacó un bolígrafo y una hoja de papel.
¿Referente a?
La elección papal.
Frunció el ceño, cansada. La BBC había emitido ayer una histo­ria preliminar, y la respuesta había sido mediocre. Por lo visto, el pú­blico estaba muy poco interesado en el Vaticano.
¿Cuál es el enfoque?
¿Tienen un reportero en Roma que cubra la elección?
Creo que sí.
He de hablar con él sin intermediarios.
Lo siento, pero no puedo darle el número sin tener idea de...
El cónclave ha recibido una amenaza. Es lo único que puedo decirle.
La redactora tomaba notas.
¿Su nombre?
Mi nombre es irrelevante.
La redactora no se sorprendió.
¿Tiene pruebas de lo que afirma?
Sí.
Me encantaría aceptar su información, pero nuestra política no admite dar el número de nuestros reporteros, a menos que...
Comprendo. Llamaré a otra cadena. Gracias por concederme su tiempo. Adiós...
Un momento —dijo la redactora—. ¿Puede esperar?
La redactora estiró el cuello. El arte de filtrar llamadas de posi­bles chiflados no era una ciencia exacta, pero quien llamaba acababa de superar las dos pruebas de autenticidad que exigía la BBC. Se ha­bía negado a dar su nombre, y estaba ansioso por colgar. Los ganapa­nes y buscadores de gloria solían lloriquear y suplicar.
Por suerte para ella, los reporteros vivían en el miedo eterno de perderse un gran reportaje, de modo que pocas veces la reprendían por ponerlos en contacto con algún psicótico. Hacer perder cinco mi­nutos a un reportero podía perdonarse. Perder un titular no.
Bostezó, miró su ordenador y tecleó las palabras «Ciudad del Vaticano». Cuando vio el nombre del reportero que cubría la elec­ción del Papa, rió para sí. Era un tipo que acababa de aterrizar en la BBC, procedente de un tabloide, al que habían encargado algunos de los reportajes más mundanos de la BBC. Era evidente que le habían destinado al escalón más inferior.
Probablemente se estaba aburriendo de lo lindo, toda la noche esperando a grabar su vídeo de diez segundos en vivo. Seguro que es­taría agradecido de que algo rompiera la monotonía.
La redactora de sumarios de la BBC copió el número del repor­tero en la Ciudad del Vaticano. Después, encendió otro cigarrillo y dio el teléfono a su interlocutor anónimo.


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