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sábado, 21 de julio de 2007

ENLACES DE GRUPOS DE MUSICA; WEB´S OFICIALES

ENLACES MUSICA
; esta entrada, ha estado en otro blog un monton de tiempo, y con una gran acectacion, pero entradas posteriores, han ido "comiendole sitio, aunque aun sigue entrando gente, son enlaces de las paginas web`s originales de los grupos nombrados, u pienso tambien que del tiempo que esta, alguna estara roto el enlace, pero sera solo una pequeña cantidad :


! DISFRUTARLAS !

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ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // LA HIJA DEL TRATANTE DE CABALLOS // D. H. LAWRENCE

D. H. LAWRENCE (1885-1930)


David Herbert Lawrence nació en 1885 en Eastwood, Nottinghamshire, cuarto de los cinco hijos de un minero. Animado por su madre, a la que estaba extraordinariamente unido, estudió magisterio en la Universidad de Nottingham. Ford Madox Fox publicó algunos de sus primeros escritos en The English Review, y le ayudó a encontrar editor para su primera novela, The White Peacock (1911). En 1912 conoció y se enamoró de Frieda Weekley, la mujer alemana de un profesor de lenguas modernas, con la que inició una relación apasionada y muy difícil que inspiraría gran parte de su ficción posterior. Contrajo matrimonio con ella dos años después. En 1913, publicó Hijos y amantes, su primera novela de madurez, y posteriormente un volumen de poesía, Love Poems and Others, y una colección de relatos breves, El oficial prusiano y otras historias (1914). Su novela El arco iris fue censurada en 1915 por obscena. Después de la guerra, abandonó Gran Bretaña y vivió con Frieda en Sicilia, Sri Lanka, Australia, Nuevo México y México. Su fascinación por la cultura azteca le empujaría a escribir La .serpiente emplumada (1926). A principios de la década de 1920, encontró un editor para El arco iris y escribió su segunda parte, Mujeres enamoradas. Durante el invierno de 1924-1925 cayó gravemente enfermo de tuberculosis, enfermedad que padecía desde su juventud. En 1928 publicó de forma privada El amante de lady Chatterley, obra que escandalizó a la sociedad de la época y que, durante más de treinta años, estaría censurada tanto en su país como en Estados Unidos. Autor de numerosos relatos breves, «La hija del tratante de caballos» (The Horse Dealer's Daughter) apareció en The English Review en abril de 1922, y posteriormente formaría parte del volumen England, my England, publicado en octubre de ese mismo año. Lawrence murió en 1930 en Vence, en el sur de Francia, a los cuarenta y cuatro años.


La hija del tratante de caballos



-Y tú, Mabel, ¿qué piensas hacer? -preguntó Joe, con ligereza.
Él se sentía completamente a salvo. Sin preocuparse por su respuesta, se dio la vuelta, empujó una brizna de tabaco hacia la punta de la lengua y la escupió. Como él se sentía a salvo, lo demás carecía de importancia.
Los tres hermanos y la hermana rodeaban la mesa de desayuno vacía, intentando celebrar una absurda reunión. El correo de la mañana había asestado el golpe final a las vicisitudes familiares y todo había terminado. Incluso el triste comedor, con sus pesados muebles de caoba, parecía esperar que acabaran con él.
Pero la reunión no conducía a nada. Un extraño aire de ineficacia flotaba alrededor de los tres hombres mientras se repantigaban en las sillas, fumando y meditando vagamente sobre su situación. La muchacha estaba sola, una joven más bien menuda y de aspecto taciturno, de veintisiete años. No tenía nada que ver con sus hermanos. Habría resultado hermosa si no hubiera sido por la inexpresividad de su rostro, «el de un bull-dog», decían ellos.
Se oyó un estruendo de cascos de caballo en el exterior. Los tres hombres se dieron la vuelta con desgana para mirar. Más allá de los oscuros arbustos de acebo que separaban la franja de hierba de la carretera, divisaron una recua de caballos de tiro que sacaban de su recinto para hacer ejercicio. Aquella sería la última vez. Eran los últimos caballos que pasarían por sus manos. Los jóvenes les dirigieron una mirada muy dura de reprobación. Estaban asustados ante el desmoronamiento de sus vidas, y el sentimiento de desastre que les invadía no les dejaba la menor libertad interior.
Sin embargo, se trataba de tres individuos fuertes y bien parecidos. Joe, el mayor, era un hombre de treinta y tres años, corpulento y atractivo, de tez rubicunda. Tenía el rostro muy colorado, se retorcía el bigote negro con uno de sus gruesos dedos, y su mirada era inquieta y poco profunda. Mostraba su dentadura de un modo muy sensual al reírse, y no parecía nada inteligente. En aquel momento contemplaba los caballos con una expresión vidriosa de impotencia en los ojos, con cierto estupor ante la ruina.
Los enormes caballos de tiro pasaron a gran velocidad. Cuatro de ellos, con las cabezas atadas a las colas, avanzaron con dificultad hacia un sendero que salía de la carretera, pisoteando desdeñosos el fino y oscuro barro con sus grandes pezuñas, balanceando suntuosamente sus anchas grupas, y trotando un pequeño trecho mientras eran conducidos al camino, a la vuelta de la esquina. Cada uno de sus movimientos reflejaba una fuerza hercúlea y aletargada, y una estupidez que los mantenía sometidos. El cuidador, en cabeza, miraba atrás y tensaba la cuerda que los unía. Y la recua desapareció de la vista subiendo por el sendero; la cola del último caballo, tensa y erguida, se alzaba por encima de su ancha y cadenciosa grupa mientras los animales avanzaban como en un sueño por detrás del seto.
Joe los contempló con ojos vidriosos y desesperanzados. Los caballos eran casi tan importantes para él como su propio ser. Tenía la impresión de que todo había acabado. Afortunadamente, estaba prometido a una mujer de su edad, y el padre de ella, administrador de una propiedad vecina, le conseguiría trabajo. Contraería matrimonio y llevaría un arnés. Su vida había terminado, a partir de ahora sería un animal doblegado.
Se volvió inquieto, con las pisadas de los caballos que se alejaban resonando en sus oídos. Luego, con una agitación absurda, cogió las sobras de tocino que había en los platos y, con un silbido apenas perceptible, se las arrojó al terrier que dormía junto a la pantalla de la chimenea. Observó cómo las engullía y esperó a que le mirara. Entonces esbozó una débil sonrisa y, con voz aguda y algo estúpida, exclamó:
-No comerás mucho más tocino, ¿verdad?
El perro movió tristemente la cola y, doblando las patas traseras, dio unas cuantas vueltas antes de tumbarse de nuevo.
Reinó otro silencio estéril en la mesa. Joe se arrellanó en su asiento, sin querer marcharse hasta que el cónclave familiar se disolviera. Fred Henry, el segundo de los hermanos, se sentaba muy erguido, con sus largas piernas y su aire despierto. Había contemplado el paso de los equinos con más sangre fría. Aunque fuera un animal como Joe, seguía manteniendo la calma, nadie se la había arrebatado. Era el amo de cualquier caballo, y su actitud era de condescendiente autoridad. Pero no tenía poder sobre las situaciones de la vida. Empujó hacia arriba su grueso bigote castaño, lejos de su labio, y miró con irritación a su hermana, que continuaba impasible, inescrutable.
-Irás a vivir con Lucy algún tiempo, ¿no es así? -inquirió.
La muchacha no respondió.
-No sé qué otra cosa puedes hacer -prosiguió Fred Henry.
-Colocarte de criada -interrumpió Joe, lacónicamente.
La joven no movió ni un músculo.
-Si yo fuera ella, estudiaría para ser enfermera dijo Malcolm, el más pequeño de todos. Era el benjamín de la familia, un muchacho de veintidós años, de rostro lozano y alegre.
Pero Mabel no le prestó la menor atención. Llevaban tantos años hablando de ella a su alrededor que apenas les oía.
El reloj de mármol de la repisa de la chimenea señaló la media hora, el perro se levantó inquieto de la alfombrilla que había junto al fuego y miró al grupo que rodeaba la mesa del desayuno. Pero siguieron celebrando aquel inútil cónclave.
-Bueno -exclamó de pronto Joe, sin motivo-. Tengo que marcharme.
Empujó la silla hacia atrás, separó bruscamente las rodillas para dejarlas libres, como si montara a caballo, y se acercó a la chimenea. Pero no salió de la habitación; le intrigaba saber qué harían o dirían sus hermanos. Empezó a cargar su pipa, mientras observaba al perro y le decía:
-¿Vienes conmigo? Conque vienes conmigo, ¿eh? Tal como están las cosas, eso es pedirme demasiado, ¿sabes?
El animal movió débilmente la cola, y el hombre estiró la mandíbula, cubrió su pipa con las manos y empezó a dar fuertes chupadas, abandonándose al tabaco y contemplando al perro con mirada ausente. Este fijó sus ojos en él con tristeza y desconfianza. Joe seguía en pie con las rodillas hacia fuera, como si montara a caballo.
-¿Has recibido alguna carta de Lucy? -preguntó Fred Henry a su hermana.
-La semana pasada -contestó la joven, sin inmutarse.
-Y ¿qué decía?
No hubo respuesta.
-¿Te pedía que fueras a vivir una temporada con ella? -continuó Fred Henry.
-Decía que puedo ir cuando quiera.
-Entonces será mejor que lo hagas. Dile que irás el lunes.
Mabel recibió estas palabras en silencio.
-Lo harás, ¿verdad? -insistió Fred Henry, con cierta exasperación.
Pero ella no dijo nada El silencio que reinaba en el cuarto era de impotencia e irritación. Malcolm sonrió neciamente.
-Tendrás que decidirlo antes del próximo miércoles -señaló Joe en voz alta-, o te encontrarás viviendo en el bordillo de una acera.
El rostro de la joven se oscureció, pero continuó impasible.
-Ahí está Jack Fergusson -exclamó Malcolm, que miraba sin propósito claro por la ventana.
-¿Dónde? -dijo Joe, alzando la voz.
-Acaba de pasar.
-¿Viene a casa?
Malcolm estiró el cuello para ver la verja de entrada.
-Sí -replicó.
Hubo un silencio. Mabel seguía sentada en la cabecera de la mesa, como si hubiera cometido algún delito. Entonces se oyó un silbido en la cocina. El perro se levantó y ladró con estridencia. Joe abrió la puerta y gritó:
-¡Pasa!
Al cabo de un momento, entró un joven. Iba envuelto en un sobretodo y en una bufanda morada de lana, y se había calado una gorra de tweed, que no se quitó. Era de estatura media, su rostro era más bien pálido y delgado, sus ojos parecían cansados.
-¡Hola, Jack! ¿Qué tal, Jack? -exclamaron Malcolm y Joe.
Fred Henry se limitó a decir: «Jack!».
-¿Cómo va todo? -preguntó el recién llegado, dirigiéndose claramente a Fred Henry.
-Igual. Tenemos que marcharnos el miércoles. ¿Has cogido un resfriado?
-Sí... y además bien fuerte.
-¿Por qué no te quedas en casa?
-¡Quedarme en casa yo.! Cuando no me tenga en pie, quizá tenga esa suerte -contestó el joven con voz ronca y un ligero acento escocés.
-¡Vaya desastre! -exclamó Joe con regocijo-. Un médico visitando a sus pacientes con ese catarro. No parece lo mejor para ellos, ¿verdad?
El joven médico dirigió lentamente su mirada hacia él.
-¿Acaso te ocurre algo? -le preguntó con sarcasmo.
-No, que yo sepa. ¡Maldita sea! Espero que no, ¿por qué lo dices?
-Estás tan preocupado por los pacientes que pienso si tú serías uno de ellos.
-¡Maldita sea, no! Jamás he sido el paciente de ningún condenado médico, y espero no serlo nunca -respondió Joe.
En ese momento, Mabel se levantó de la mesa y todos parecieron darse cuenta de su presencia. Empezó a apilar los platos. El joven médico la miró, pero no le dijo nada. No la había saludado. Ella salió de la habitación con la bandeja, con el rostro impasible, imperturbable.
-Entonces, ¿cuándo os marcháis? -quiso saber el médico.
-Yo cojo el tren de las once cuarenta -repuso Malcolm-. ¿Vas a bajar con el carruaje, Joe?
-Sí, te lo había dicho, ¿no?
-Pues será mejor que subamos a Mabel en él. Si no te veo antes de irme, adiós, Jack -exclamó Malcolm, estrechándole la mano.
Y abandonó la casa seguido de Joe, que parecía andar con el rabo entre las piernas.
-¡Parece obra del diablo! -dijo el médico, cuando se quedó a solas con Fred Henry-. Entonces, ¿te marchas antes del miércoles?
-Ésas son las órdenes -contestó su interlocutor.
-¿Dónde? ¿A Southampton?
-En efecto.
-¡Diantre! -exclamó Fergusson, apesadumbrado.
Los dos guardaron silencio.
-Y ¿tenéis todos a dónde ir? -inquirió el joven médico.
-Más o menos.
Se produjo otra pausa.
-Te echaré de menos, Freddy, muchacho -aseguró Fergusson.
-Y yo a ti, Jack -respondió su amigo.
Te echaré terriblemente de menos», pensó el médico.
Fred Henry se dio la vuelta. No había nada que decir. Mabel entró de nuevo para terminar de recoger la mesa.
-¿Qué va a hacer entonces, señorita Pervin? -preguntó Fergusson-. ¿Irá a casa de su hermana?
Mabel le miró con aquellos ojos graves e inquietantes que siempre le hacían sentirse incómodo, turbando su aparente desenvoltura.
-No -replicó.
-En nombre de Dios, ¿qué vas a hacer? Dinos qué piensas hacer -gritó Fred Henry, inútilmente.
Pero ella se limitó a apartar la cabeza, y continuó con su trabajo. Dobló el mantel blanco y cubrió la mesa con el de felpilla.
-¡La zorra con peor carácter que ha existido jamás! -rezongó su hermano.
Pero ella terminó sus tareas con el rostro completamente impasible, mientras el joven médico la observaba con interés. Luego salió de la casa.
Fred Henry la siguió con la mirada, apretando los labios mientras sus ojos azules reflejaban un fuerte antagonismo; hizo una mueca de amarga desesperación.
-Aunque la despellejaras viva, no le sacarías nada más -exclamó, en tono resentido.
El médico sonrió débilmente.
-¿Qué piensa hacer entonces? -preguntó.
-¡Que me aspen si lo sé! -contestó Fred Henry.
Siguieron unos instantes de silencio. Luego el doctor se puso en marcha.
-Nos vemos esta noche, ¿verdad? -dijo a su amigo.
-Sí... ¿dónde quedamos? ¿Vamos a Jessdale?
-No sé. Estoy tan resfriado. En cualquier caso, me acercaré a La Luna y las Estrellas.
-Que Lizzie y May nos echen de menos por una vez, ¿eh?
-De acuerdo... si no me encuentro tan mal como ahora.
-Es lo mismo.
Los dos jóvenes cruzaron juntos el pasillo y llegaron a la puerta trasera. La casa era muy grande, pero habían despedido a los criados y ahora estaba desierta. En la parte de atrás había un pequeño patio de ladrillo y fuera de él una enorme explanada, cubierta de una grava roja y fina, con caballerizas a ambos lados. Más allá se extendían los oscuros campos invernales, fríos y húmedos, en declive.
Pero las caballerizas se hallaban vacías. Joseph Pervin, el padre, había sido un hombre sin educación que había llegado a ser un conocido tratante de caballos. Los establos habían estado repletos de animales, y había reinado un continuo alboroto y un ir y venir de caballos, tratantes y mozos de cuadra. En aquella época la cocina estaba llena de criados. Pero en los últimos años el negocio había declinado. El anciano se había casado por segunda vez para recuperar su fortuna. Ahora estaba muerto y todo se había venido abajo; lo único que quedaba eran deudas y amenazas.
Durante meses, Mabel se había ocupado ella sola de la enorme casa, manteniendo el hogar en medio de la penuria para sus inútiles hermanos. Había llevado la casa durante diez años. Pero antes lo había hecho sin escatimar gastos. En aquella época, a pesar de su entorno brutal y grosero, la experiencia de tener dinero le había hecho sentirse orgullosa, segura de sí misma. Los hombres podían ser malhablados, las mujeres de la cocina podían tener mala reputación, sus hermanos podían tener hijos ilegítimos. Pero, mientras hubiera dinero, ella se sentiría tranquila, y salvajemente arrogante y reservada.
Los únicos visitantes que llegaban a la casa eran tratantes de caballos y otros hombres sin educación. Mabel no se relacionaba con nadie de su propio sexo desde la marcha de su hermana. Pero no le importaba. Iba a la iglesia con regularidad, se ocupaba de su padre. Y llevaba en el pensamiento a su querida madre, que había fallecido cuando ella tenía catorce años. También había amado a su padre, de un modo muy diferente, confiando en él y sintiéndose segura bajo su protección, hasta que a los cincuenta y cuatro años había vuelto a casarse. Y entonces se puso en su contra. Ahora él había muerto y los había dejado llenos de deudas.
La joven había sufrido terriblemente durante el período de pobreza. Nada podía, sin embargo, debilitar el extraño y arisco orgullo animal que sentían todos los miembros de la familia. Para Mabel, todo había terminado. Pero ella no cambiaría. Seguiría su propio camino como hasta ahora. Siempre tendría la clave de su propia condición. Como un autómata, tenazmente, había soportado el día a día. ¿Por qué tenía que pensar? ¿Por qué tenía que contestar a los demás? Ya era bastante que hubiera llegado el final y no tuvieran salida. No quería volver a recorrer lúgubremente la calle principal del pequeño pueblo, eludiendo las miradas de todos. No quería volver a rebajarse, entrando en las tiendas y comprando los alimentos más baratos. Eso había terminado. No pensaba en nadie, ni siquiera en sí misma. Como un autómata, tenazmente, parecía sumida en una especie de éxtasis que la acercaba a su sublimación, a su propia glorificación, junto a su difunta madre glorificada.
Por la tarde cogió una bolsa, con unas tijeras de podar, una esponja y un pequeño cepillo de fregar, y salió de la casa. Era un día gris de invierno; reinaba la tristeza en aquellos campos de color verde oscuro y el aire se veía ennegrecido por el humo de las fundiciones cercanas. Mabel avanzó rápida y sombríamente por la calzada, sin prestar atención a nadie, y cruzó el pueblo en dirección al cementerio.
Allí se sentía siempre segura, como si nadie pudiera verla, aunque lo cierto es que estaba expuesta a las miradas de todos los que pasaban junto al muro del camposanto. Sin embargo, bajo la sombra de la enorme e imponente iglesia, entre las tumbas, se sentía inmune al mundo, tan protegida por los gruesos muros del cementerio como si hubiera entrado en otro país.
Cuidadosamente, recortó la hierba de la tumba y dispuso los pequeños crisantemos rosicler en la cruz de latón. Después cogió un jarro vacío de una tumba cercana, trajo agua y, con todo esmero, del modo más minucioso, limpió la lápida de mármol y la albardilla con la esponja.
Hacer esto le proporcionó una gran satisfacción. Tuvo la sensación de entrar en contacto directo con el mundo de su madre. Realizó el trabajo a conciencia, paseó entre los árboles en un estado rayano en la más absoluta felicidad, como si aquella tarea le permitiera establecer una conexión íntima y sutil con su madre. Pues la vida que llevaba en este mundo era mucho menos real que el mundo de ultratumba que había heredado de su madre.
La casa del médico estaba justo al lado de la iglesia. Fergusson, contratado como mero ayudante, trabajaba sin descanso recorriendo los lugares más apartados. Mientras se dirigía presuroso a atender a los pacientes que había en la consulta, lanzó una mirada al camposanto y, con su perspicacia habitual, divisó a la joven limpiando la tumba. Parecía tan abstraída en sus pensamientos y tan distante que era como vislumbrar otro mundo. Algún elemento místico vibró en su interior. Aflojó el paso sin dejar de observarla, como si estuviera hechizado.
Mabel levantó la vista, consciente de que él la examinaba. Sus ojos se encontraron. Y los dos se apresuraron a mirarse de nuevo, sintiendo, de algún modo, que el otro les había descubierto. Fergusson se quitó la gorra y siguió bajando por el camino. En su conciencia, como una visión, quedó grabado el rostro de la joven, alzando la vista de la lápida del cementerio y mirándole con aquellos ojos serenos, inmensos y portentosos. Su semblante era portentoso. Parecía hipnotizarle. Sus ojos emanaban un tremendo poder que se adueñaba de todo su ser, como si hubiera bebido una poderosa droga. Antes se sentía débil y agotado; y ahora tuvo la impresión de revivir, de haberse liberado de sus preocupaciones diarias.
Terminó su trabajo en la consulta tan pronto como pudo, llenando apresuradamente de remedios baratos los frascos de los que esperaban. Luego, con las prisas de siempre, volvió a salir para hacer otra ronda de visitas antes de la hora del té. Siempre prefería andar, si podía, pero especialmente cuando no se encontraba bien. Imaginaba que el movimiento le ayudaba a restablecerse.
Empezaba a anochecer. Era una tarde sombría y gris de invierno, y hacía un frío húmedo y cortante que embotaba todos los sentidos. Pero ¿por qué había de pensar o de reparar en ello? Subió rápidamente la colina y cruzó los campos de color verde oscuro, siguiendo la pista de ceniza A lo lejos, más allá de una suave hondonada, se apiñaba el pequeño pueblo como un montón de brasas, la torre, la aguja, el grupo de casas bajas, transidas, extintas. Y en el extremo más cercano, en la pendiente de la hondonada, estaba Oldmeadow, la morada de los Pervin. Podía ver con claridad las caballerizas y las edificaciones anexas, que se extendían en la ladera. ¡No volvería a ir allí con la misma frecuencia! Perdería otro sostén, otro lugar: la única compañía que le importaba en aquel feo y extraño pueblo. Sólo le quedaría trabajar como un esclavo, correr de una morada a otra sin descanso entre los mineros y los trabajadores de las fundiciones. Aquello le dejaba exhausto y, sin embargo, ¡sentía tantos deseos de ejercer! Le reconfortaba entrar en las casas de los obreros, era como penetrar en la parte más íntima de su existencia. Su ánimo se sentía exaltado y satisfecho. Podía acercarse a las vidas de aquellos hombres y mujeres, rudos, con dificultades para expresarse, terriblemente emocionales. Protestaba, decía que odiaba aquel horrible agujero. Pero lo cierto es que le excitaba; el contacto con la gente tosca y de fuertes sentimientos servía de estímulo a sus nervios.
Debajo de Oldmeadow, en la verde y suave hondonada encharcada de agua, había un estanque cuadrado muy profundo. Errante en medio del paisaje, el joven médico divisó con sus ojos de lince una silueta vestida de negro entrando en el campo y dirigiéndose hacia el estanque. La miró de nuevo. Podía ser Mabel Pervin. Súbitamente, su entendimiento y sus sentidos se aguzaron.
¿Por qué bajaba allí? Fergusson se detuvo en el camino que había en la parte más alta de la ladera, y se quedó observando. En efecto, una pequeña silueta negra se movía entre las sombras del crepúsculo. Le pareció contemplarla en medio de aquella penumbra como si fuera un vidente, con su imaginación, no con sus ojos. Y, sin embargo, podía verla con suficiente claridad siempre que no dejara de observarla. Tenía la sensación de que si apartaba la mirada de ella, la perdería para siempre en aquel oscuro y desapacible atardecer.
Siguió atentamente los movimientos de la joven, firmes y decididos, como si algo la empujara y no tuviera voluntad propia, bajando en línea recta hacia el estanque. Al llegar, se quedó unos instantes en la orilla. No levantó en ningún momento la cabeza. Luego empezó a meterse poco a poco en el agua.
Fergusson continuó inmóvil mientras la pequeña silueta negra avanzaba lenta y deliberadamente hacia el centro del estanque, muy despacio, adentrándose cada vez más en las tranquilas aguas, y prosiguiendo su marcha cuando el nivel le llegó al pecho. Entonces la perdió de vista en medio de la penumbra del lúgubre atardecer.
-¡Santo Dios! -exclamó-. ¿Quién iba a imaginarlo?
Y bajó presuroso, corriendo por los campos encharcados, abriéndose camino entre los setos, hasta llegar a aquella fría hondonada, tenebrosa y cruel. Tardó algunos minutos en llegar al estanque. Se detuvo en la orilla, jadeando. No podía ver nada. Sus ojos parecían penetrar en las aguas muertas. Sí, quizá aquello fuera la oscura sombra de su vestido negro bajo el agua.
Entró lentamente en el estanque. Era muy profundo; sus pies se hundieron en el fondo de lodo, y un frío glacial abrazó con fuerza sus piernas. Mientras avanzaba, podía oler el fango gélido y putrefacto que estancaba aquellas aguas. Era lo menos apropiado para sus pulmones. No obstante, no hizo caso de su repugnancia y continuó adentrándose. El agua helada le llegó por encima de los muslos, de la cintura, del abdomen. La parte más baja de su cuerpo estaba sumergida en aquel siniestro y frío elemento. Y el fondo era tan viscoso e inestable que temía perder pie y hundirse. No sabía nadar y estaba asustado.
Se agachó un poco, extendiendo los brazos por debajo del agua y moviéndolos en círculo, intentando encontrarla. El gélido estanque se agitaba por encima de su pecho. Se adentró algo más, y luego otro poco, con las manos sumergidas, y sintió cómo le cubría el agua. Y tocó el vestido de ella. Pero se le escapó de los dedos. Hizo un esfuerzo desesperado por asirlo.
Y en ese momento perdió el equilibrio y se hundió, de un modo horrible, sintiendo cómo se ahogaba en aquel agua fétida y cenagosa, luchando como un loco durante unos segundos. Finalmente, después de lo que le pareció una eternidad, consiguió hacer pie, sacó la cabeza y miró a uno y otro lado. Respiró con dificultad, y comprendió que estaba vivo. Luego contempló el agua. Ella flotaba en la superficie, muy cerca. Fergusson agarró su vestido y, acercándola a él, se dio la vuelta para regresar a la orilla
Avanzó muy despacio, con sumo cuidado, absorto en su lento caminar. Fue subiendo y subiendo para salir del estanque. El agua ya sólo le cubría las piernas; y se sintió muy agradecido y aliviado por haber escapado de las garras del estanque. Cogió en brazos a la joven y llegó tambaleándose a la orilla, lejos del horror del oscuro y húmedo fango.
La depositó en la hierba. Se hallaba inconsciente y había tragado mucha agua. Logró que la expulsara por la boca, e hizo cuanto pudo por reanimarla. No tardó en oír cómo respiraba de nuevo. Y lo hacía de forma natural. Insistió un poco más. Sentía cómo ella volvía a la vida bajo sus manos; estaba recobrando el conocimiento. Se secó el rostro y, envolviendo a la muchacha en su abrigo, contempló el mundo gris oscuro que les rodeaba, la cogió en brazos y avanzó tambaleándose por la orilla y por los campos.
Le pareció un camino increíblemente largo, y su carga era tan pesada que creyó que no llegaría nunca a Oldmeadow. Pero, finalmente, se encontró junto a las caballerizas y poco después en el patio de la casa. Abrió la puerta y entró en la vivienda Depositó a la joven en la cocina, sobre la alfombrilla de la chimenea, y llamó a sus hermanos. No había nadie. Pero el fuego ardía en el hogar.
Entonces se arrodilló de nuevo para atenderla. Respiraba con normalidad y tenía los ojos abiertos, como si se hubiera recobrado, pero había algo extraño en su mirada. Tenía conciencia de sí misma, pero no del mundo que la rodeaba.
Fergusson corrió escaleras arriba, cogió mantas de una cama y las puso delante del fuego para que se calentaran. Entonces le quitó el vestido empapado y con olor a fango, la secó con una toalla y la envolvió desnuda en las mantas. Después se dirigió al comedor en busca de alguna bebida alcohólica. Encontró un poco de whisky. Tomó un trago y le dio a beber unas gotas a la joven.
El efecto fue instantáneo. Ella le miró directamente a la cara, como si llevara un rato viéndolo, aunque acababa de percatarse de su presencia.
-¿Doctor Fergusson? dijo.
-¿Sí? -respondió.
Él se estaba quitando la chaqueta, y se disponía a buscar algo de ropa seca en el piso de arriba. No podía soportar el hedor del agua estancada y cenagosa, y temía horriblemente por su salud.
-¿Qué he hecho? -preguntó Mabel.
-Se ha metido en el estanque -contestó él.
Había empezado a temblar como si estuviera enfermo, y a duras penas podía ocuparse de ella. Los ojos de la joven seguían clavados en él, y Fergusson sintió cómo su mente se nublaba mientras le devolvía impotente la mirada Sus temblores disminuyeron, y pareció recobrar su fuerza vital, oscura y extraña, pero nuevamente poderosa.
-¿He perdido el juicio? -inquirió la muchacha, sin dejar de mirarlo.
-Quizá, por un momento -replicó.
Estaba tranquilo, pues había recuperado el vigor; su extraño y febril nerviosismo había desaparecido.
-Y ahora, ¿sigo desvariando? -preguntó Mabel.
-¿Que si sigue? -reflexionó un instante-. No -repuso de corazón-, estoy convencido de que no.
El joven volvió la cabeza Estaba asustado, pues se sentía aturdido, y percibía vagamente que, en aquellos instantes, el poder de Mabel era superior al suyo. Y, mientras tanto, ella continuaba mirándolo fijamente.
-¿Dónde puedo encontrar ropa seca para cambiarme? dijo él.
-¿Se tiró al estanque por mí? -quiso saber ella.
-No -respondió-. Entré poco a poco. Pero también acabé sumergido en él.
Reinó un momento de silencio. El vaciló. Estaba ansioso por subir al piso de arriba y ponerse ropa seca. Pero otro deseo latía en su interior. Y la muchacha parecía retenerlo. Era como si su voluntad le hubiera abandonado y estuviera indefenso ante ella. Pero había entrado en calor. Ya no temblaba, aunque su ropa seguía empapada.
-¿Por qué lo ha hecho? -preguntó Mabel.
-Porque no quería que hiciera esa estupidez -exclamó el joven.
-No era ninguna estupidez -dijo ella, con la mirada aún fija en él, tendida en el suelo y con un cojín del sofá bajo la cabeza-. Era lo más razonable. En ese momento, sabía muy bien lo que me convenía.
-Iré a cambiarme de ropa -señaló Fergusson.
Pero era incapaz de alejarse de su presencia hasta que ella se lo pidiera. Era como si Mabel tuviera en sus manos la vida que ardía en su interior, y él no pudiera arrancársela. O tal vez no quería hacerlo.
Inesperadamente, ella se sentó. Entonces se dio cuenta de su estado. Sintió las mantas que la envolvían, tuvo conciencia de sus brazos y de sus piernas. Por unos instantes, creyó enloquecer. Miró a uno y otro lado, con desesperación, como si buscara algo. Fergusson se quedó quieto, asustado. La joven vio su ropa tirada en el suelo.
-¿Quién me ha desnudado? -preguntó, mirándole directa e inevitablemente al rostro.
-Yo -respondió él-, para que volviera en sí.
Durante unos segundos, ella le contempló con desbordante intensidad, con los labios entreabiertos.
-Entonces, ¿me ama? -dijo.
El joven se limitó a clavar sus ojos en ella, fascinado. Su alma pareció fundirse.
Mabel llegó de rodillas hasta él, que seguía en pie, y le abrazó; rodeó sus piernas, apretando los pechos contra sus rodillas y sus muslos, aferrándose a él con una extraña y convulsiva confianza, estrechando sus muslos contra ella, acercándolo a su rostro, a su garganta, mientras le miraba con ojos humildes y apasionados, transfigurada, victoriosa, por primera vez dueña y señora.
-Me amas -susurró, en un singular estado de exaltación, anhelante, triunfal y confiada-. Me amas. Sé que me amas, lo sé.
Y empezó a besarle apasionadamente las rodillas, a pesar de su ropa mojada... y a besarle apasionada e indistintamente las rodillas y las piernas, como si no fuera consciente de nada.
El joven bajó la cabeza y miró los cabellos húmedos y enredados, los hombros salvajes, desnudos e irracionales. Estaba sorprendido, confuso y asustado. Jamás se le había pasado por la imaginación enamorarse de ella. Jamás había querido enamorarse de ella. Cuando la salvó y la ayudó a revivir, él era un médico y ella una paciente. Nunca había pensado en Mabel. Más aún, aquella intromisión del elemento personal era muy desagradable para él, una violación de su honor profesional. Era terrible tenerla allí abrazando sus rodillas. Era terrible. Se rebelaba contra ello, violentamente. Y, sin embargo... y, sin embargo... era incapaz de separarse de la joven.
Ella le miró de nuevo, con la misma súplica de amor ilimitado y el mismo brillo aterrador y trascendente de triunfo. Al contemplar la llama delicada que parecía salir como una luz de su rostro, él se sintió indefenso. Y, sin embargo, nunca había querido amarla. Nunca había tenido esa intención. Y una cierta obstinación le impedía rendirse.
-Me amas -repetía, en un murmullo de profunda y extática certeza-. Me amas.
Las manos de Mabel le acercaban más y más a ella. Se sentía inquieto, incluso un poco horrorizado. Pues lo cierto es que no había querido amarla. Y, sin embargo, las manos de la joven le acercaban a ella. Se apresuró a extender el brazo para no perder el equilibrio, y agarró su hombro desnudo. Una llama pareció abrasar la mano que agarró su suave hombro. No tenía intención de amarla: toda su voluntad se resistía a hacerlo. Era terrible. Y, sin embargo, qué maravilloso era el tacto de sus hombros, que hermoso el resplandor de su rostro. Es posible que la muchacha hubiera perdido el juicio. Le aterraba someterse a ella Y, sin embargo, algo también le dolía en su interior.
Se había quedado observándola desde la puerta, a cierta distancia. Pero su mano seguía en el hombro de la joven. Ella se había callado de repente. Fergusson la miró. Y la expresión de Mabel reflejaba el miedo, la duda; y la luz de su rostro fue extinguiéndose para dar paso de nuevo a una oscura sombra El joven no pudo soportar siquiera el roce de la pregunta que leyó en sus ojos, ni la lúgubre mirada escondida tras ella.
Con un gemido interno, claudicó y dejó que su corazón se rindiera ante ella. Una sonrisa dulce y repentina iluminó el rostro del joven. Y los ojos de Mabel, que no se habían apartado nunca de su cara, se llenaron lentamente, muy lentamente de lágrimas. El contempló aquel agua extraña que brotaba de sus ojos como si fuera un manantial. Y su corazón pareció arder y consumirse dentro de su pecho.
No pudo soportar seguir mirándola. Cayó de rodillas, cogió la cabeza de la joven y estrechó su cara contra su garganta. Ella guardaba silencio. El corazón de Fergusson, que parecía haberse roto, ardía en una especie de agonía dentro de su pecho. Y sintió cómo las lágrimas pausadas y ardientes de Mabel mojaban su garganta Pero fue incapaz de moverse.
Sintió cómo las lágrimas ardientes descendían por su cuello y continuó inmóvil, suspendido en una de las eternidades de los hombres. Sólo ahora se había vuelto imprescindible para él tener el rostro de ella junto al suyo; jamás permitiría que se alejase nuevamente de su lado. Jamás permitiría que escapara de su abrazo. Quería seguir así para siempre, con el corazón dolorido y, al mismo tiempo, rebosante de vida. Sin darse cuenta, miró su pelo suave, húmedo y castaño.
Entonces, súbitamente, llegó hasta él el horrible hedor de aquellas aguas estancadas. Y, en ese instante, ella se apartó y levantó sus ojos melancólicos e insondables. Fergusson tuvo miedo de ellos, y empezó a besarla, sin saber lo que hacía. No quería que sus ojos tuvieran aquella expresión terrible, melancólica e insondable.
Cuando Mabel volvió el semblante hacia él, un delicado rubor encendía sus mejillas; y el joven vio renacer aquel asombroso brillo de alegría en sus ojos que, en realidad, le aterrorizaba, pero que ahora deseaba ver, pues temía mucho más leer la duda en su mirada.
-¿Me amas? -preguntó ella, con voz entrecortada.
-Sí.
Le resultó doloroso decir esa palabra. No porque fuese mentira. Pero llevaba tan poco tiempo siendo cierta que el hecho de pronunciarla pareció romper de nuevo su corazón destrozado. Y ni siquiera ahora quería que fuera verdad.
La muchacha levantó el rostro hacia él, que se agachó para besarla en los labios, dulcemente, con uno de esos besos que esconden una promesa eterna. Y mientras la besaba, se le encogió nuevamente el corazón. Nunca había tenido la intención de amarla. Pero ahora todo había terminado. Había cruzado el abismo que le separaba de ella, y lo que dejaba atrás se había marchitado y estaba vacío.
Después del beso, los ojos de Mabel volvieron a llenarse de lágrimas. Se sentó en silencio, lejos de él, con el semblante vuelto hacia un lado y las manos juntas en su regazo. Las lágrimas se deslizaban muy lentamente por sus mejillas. Reinaba un profundo silencio. El joven tampoco hablaba ni se movía, sentado en la alfombrilla de la chimenea. El extraño dolor de su corazón herido parecía consumirlo. ¿Cómo podía amarla? ¿Y eso era amor? ¡Mira que dejarse destrozar la vida de ese modo! ¡Él, un médico! ¡Sería el hazmerreír de todos si se enteraban! Le atormentó la idea de que los demás pudieran enterarse.
En medio del dolor descarnado de sus emociones, la miró nuevamente. Seguía allí sentada, absorta en sus pensamientos. Fergusson vislumbró una lágrima y su corazón se inflamó. Entonces se dio cuenta de que uno de sus hombros estaba completamente destapado, un brazo desnudo, y de que podía ver uno de sus pequeños pechos; levemente, pues el cuarto estaba casi en la penumbra.
-¿Por qué lloras? -inquirió Fergusson, con una voz extraña.
Ella le miró; y, tras sus lágrimas, la conciencia de su situación llenó sus ojos de oscura vergüenza.
-No lloro, de verdad -repuso la joven, observándole con cierto temor.
Él alargó la mano, y cogió suavemente su brazo desnudo.
-¡Te amo! ¡Te amo! -exclamó, con una voz dulce y trémula que no parecía la suya.
Mabel se estremeció y bajó la cabeza. La ternura e intensidad con que él le agarraba el brazo la turbaban. Levantó su mirada.
-Quiero subir -dijo-. Quiero subir a cogerte algo de ropa seca.
-¿Por qué? -preguntó el joven-. Estoy bien.
-Pero yo quiero subir -insistió-. Y quiero que te cambies.
Fergusson soltó su brazo y ella se envolvió en la manta, contemplándole asustada. Pero siguió inmóvil.
-Bésame -le pidió anhelante.
El joven la besó, pero brevemente, algo enojado.
Tras unos segundos, ella se levantó inquieta, cubriéndose con la manta. Fergusson observó su confusión mientras intentaba andar sin que ésta se cayera. La observó implacable, y ella lo sabía. Y mientras avanzaba, con la manta a rastras, él alcanzó a entrever sus pies, y su blanca pierna, e intentó recordar cómo era cuando él la había tapado. Pero luego rechazó esa idea, pues entonces ella no significaba nada para él, y todo su ser se negaba a evocar la imagen de Mabel cuando aún no significaba nada.
Un ruido sordo dentro de la casa le sobresaltó. Entonces oyó su voz:
-Aquí tienes la ropa.
Fergusson se levantó y fue al pie de la escalera, donde recogió las prendas de vestir que ella le había tirado. Luego volvió junto a la chimenea para secarse y ponerse la ropa. Sonrió al ver su aspecto cuando hubo terminado.
El fuego se estaba apagando, de modo que puso un leño. La casa estaba a oscuras, y sólo se veía la luz de una farola que brillaba débilmente detrás de los acebos. Encendió el gas con las cerillas que encontró en la repisa de la chimenea. Después vació sus bolsillos y amontonó todas sus cosas en un rincón de la antecocina. Luego recogió la ropa empapada de Mabel, con sumo cuidado, y la dejó en otro montón sobre la encimera de cobre.
El reloj de la pared marcaba las seis en punto. Su reloj se había parado. Debía volver a la consulta. Esperó un poco, pero ella continuaba sin bajar. De modo que fue al pie de la escalera y le gritó:
-Tengo que marcharme.
Casi inmediatamente, la oyó acercarse. Llevaba su mejor vestido de voile negro, y su pelo estaba limpio, aunque seguía mojado. La joven le miró... y, a pesar de que no era ésa su intención, esbozó una sonrisa.
-No me gustas nada con esa ropa -exclamó.
-¿Estoy muy mal? -preguntó Fergusson.
Los dos se sentían cohibidos.
-Te prepararé un té -dijo ella.
-No, debo irme.
-¿De veras?
Y volvió a mirarle con aquellos ojos enormes, angustiados y dubitativos. Y Fergusson comprendió de nuevo, por el dolor que sentía en su pecho, hasta qué punto la amaba. Fue hasta ella y se inclinó para besarla, suave, apasionadamente, con el beso de su corazón dolorido.
-Y mi pelo huele fatal -murmuró con vehemencia-; y ¡soy tan horrible, tan horrible! Oh, no, soy demasiado horrible y rompió a llorar amargamente, con verdadero desconsuelo-. No puedes querer amarme, soy espantosa.
-No seas tonta, no seas tonta -exclamó él, tratando de consolarla mientras la besaba y la estrechaba en sus brazos-. Te quiero, quiero casarme contigo, nos casaremos en seguida, en seguida... mañana mismo, de ser posible.
Pero Mabel seguía llorando a lágrima viva.
-Me siento horrible. Me siento horrible. Siento que no soy nada adecuada para ti -dijo entre sollozos.
-No, yo te quiero, te quiero -fue lo único que respondió, ciegamente, en un tono de voz que casi la asustó más que su horror a que no la quisiera.

ENTRE LO GOTICO Y LO VICTORIANO // CUENTOS DE AMOR // EL CORTEJO DE ANTHONY GARSTIN // HUBERT CRACKANTHORPE

HUBERT CRACKANTHORPE(1870-1895)



Hubert Crackanthorpe nació en 1870, hijo de un abogado v de una escritora. Después de recibir una esmerada educación, George Gissing le preparó para su ingreso en la Universidad de Cambridge, donde sólo pasaría un año debido a su enfrentamiento con las autoridades académicas. En 1892, su talento de escritor le llevó a dirigir Albermarle, una publicación especializada en temas sociales. Contrajo matrimonio con Leila Macdonald, descendiente directa de la famosa heroína escocesa Flora Macdonald, con la que no fue demasiado feliz. Vinculado al esteticismo y decadentismo fin de siécle, y muy influenciado por Guy de Maupassant, escribió numerosos relatos breves que recogería en Wreckages: Seven Studies (1893) y Sentimental Studies and a Set of Village Tales (1895), éste dedicado a Henry Harland, editor de la revista literaria The Yellow Book. Crackanthorpe desapareció el 5 de noviembre de 1895 y su cuerpo fue hallado siete semanas más tarde en el Quai Voltaire de París. La policía nunca logró descubrir si se había tratado de un suicidio o de un asesinato. Last Studies (1897), un volumen póstumo de relatos, fue muy bien acogido por la crítica y recibió los elogios de Henry James. «El cortejo de Anthony Garstin» (Anthony Garstin'.s Courtship) apareció por primera vez en Savoy, en julio de 1896.


El cortejo de Anthony Garstin



I
Una densa estampida de ovejas, precipitándose, entre las rocas pizarrosas, surgió de la espesa niebla que envolvía las cumbres del páramo, y el estridente silbato de un pastor rompió la húmeda quietud del aire. No tardó en aparecer la silueta de un hombre, bajando tras el rebaño por la ladera. Se detuvo unos instantes para llamar con un silbido a los dos perros, que, con las orejas hacia atrás, perseguían velozmente a las ovejas más allá de la cima; luego, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, continuó su marcha a grandes zancadas. La fina humareda blanca de un tren que avanzaba con dificultad se deslizaba silenciosa en la distancia; era el único signo de vida en las extensas y desoladas ondulaciones grises de aquel paisaje sin árboles.
Las ovejas corrían una detrás de otra por un viejo y diminuto sendero, entre la hierba parda y desigual; y, cuando el hombre dobló la loma, un estrecho valle se abrió a sus pies: un pequeño mosaico de campos verdes, y aquí y allá una granja encalada, con un oscuro grupo de árboles protectores a cada lado.
El hombre andaba con paso alegre y desenfadado. Su figura era delgada y angulosa; llevaba un sombrero negro muy ajado y unas pesadas botas con hebillas de hierro; su ropa estaba descolorida tras la larga exposición a las inclemencias del tiempo. Tenía los ojos juntos, muy pequeños, con muchas arrugas; y las cejas hirsutas, con algunas vetas grises. Iba muy afeitado, y su aire abstraído daba a su boca una expresión dura y taciturna; sólo se había dejado crecer una descuidada sotabarba color trigueño.
Cuando llegó al pie del páramo, el crepúsculo difuminaba ya la lejanía. Las ovejas atravesaron con gran estrépito un tramo llano y cenagoso cubierto de juncos, mientras los perros las conducían hasta un recinto rodeado de un muro bajo y desigual de piedras sueltas. El hombre cerró la puerta tras ellas, y esperó, llamando imperiosamente a los perros con sus silbidos. Los animales reaparecieron en seguida, y pasaron arrastrándose entre las barras de la cancela. Les dio una patada con desprecio y, después de saltar una cerca que había a escasas yardas, cogió un estrecho sendero.
Poco después, cuando pasaba junto a una hilera de ventanas iluminadas, oyó una voz que le llamaba. Se detuvo y vislumbró, en la entrada del jardín, una figura encorvada de barba blanca con hábitos eclesiásticos.
-Buenas noches, Anthony. ¡Qué noche más fría!
-Ya lo creo, señor Blencarn, ha refrescado bastante -contestó-. He bajado algunos corderos del páramo. Espero que tanto usted como la señorita Rosa se encuentren bien.
Profirió su breve respuesta con fuerte y espontánea cordialidad.
-Gracias, Anthony, gracias. Rosa está en la iglesia, ensayando los himnos que tocará mañana. ¿Qué tal la señora Garstin?
-Bien, bien, muchas gracias. No para de trabajar, ya sabe como es mi madre.
-Adiós, Anthony, buenas noches dijo el anciano, cerrando la verja.
-Buenas noches, señor Blencarn.
Poco después, aparecieron ante su vista las centelleantes luces del pueblo; y de la oscura silueta de la iglesia de campanario cuadrado, que se elevaba junto al camino, salían los lentos y graves acordes del órgano que flotaban en el aire nocturno. Anthony aceleró el paso, y luego se detuvo; pero, al darse cuenta de que había otro hombre, escuchando también, en el puente, a escasas yardas, decidió seguir adelante. Al pasar junto a él, aminoró la marcha y le miró fijamente; pero el hombre hizo caso omiso de su presencia y continuó de espaldas, contemplando el negro y borboteante arroyo por encima del pretil.
Anthony atravesó cabizbajo la desierta calle del pueblo, entre las farolas de luz rojiza que iluminaban ambos lados. De vez en cuando, miraba furtivamente hacia atrás. La calle recta se extendía tras él, brillando con luz trémula. El órgano parecía haber cesado; la figura del puente se había alejado del pretil y daba la impresión de dirigirse a la iglesia. Anthony se detuvo, y vio cómo desaparecía en la oscuridad bajo los árboles del cementerio. Después de unos instantes de vacilación, dejó la carretera y subió una cuesta que conducía a la granja de su madre.
La casa era alargada y muy sencilla. En la parte delantera, la escasa luz impedía ver con claridad un porche encalado y un pequeño jardín cercado por una verja de hierro. En la parte trasera, el cortado del páramo se alzaba como una cortina siniestra y misteriosa colgada en medio de la noche. El hombre dio la vuelta a la casa y llegó, bajó la luz del crepúsculo, a un amplio patio, adoquinado y cubierto parcialmente de hierba, flanqueado por las sombrías siluetas de otras construcciones bajas y alargadas de la granja. Todo estaba sumido en las tinieblas; en algún lugar encima de sus cabezas un murciélago aleteaba, lanzando su lastimoso grito.
En el interior, un centelleante fuego de turba salpicaba el liso empedrado de sombras caprichosas, y parpadeaba entre las poco iluminadas ristras de jamones que colgaban del techo y en los oscuros y brillantes paneles de roble de las alacenas. Una criada muy joven puso el mantel para la cena, y entraba y salía de la cocina acompañada del golpeteo de sus zuecos; la vieja señora Garstin, inclinada sobre el hogar, daba la vuelta con manos temblorosas a unos pasteles que estaba preparando en las brasas.
Cuando oyó las fuertes pisadas de Anthony en el pasillo, la anciana se levantó y observó el reloj de la repisa de la chimenea. Era una mujer grande, muy erguida, casi corpulenta, a pesar de los años. Su rostro estaba demacrado y cetrino; profundas arrugas acentuaban la dureza de sus facciones. Llevaba una cofia negra de viuda sobre sus cabellos de un plomizo gris, unos anteojos con montura dorada y un sucio delantal de cuadros.
-Llegas muy tarde, Tony -se quejó.
Él se quitó el pañuelo de lana que llevaba atado al cuello y, después de colgarlo maquinalmente tras la puerta con el sombrero, respondió:
-Había mucha niebla en las cumbres, y las dos perras son muy torpes.
La anciana asió la manga de su hijo y, a través de los anteojos, escudriñó su rostro con recelo.
-¿Has estado con Rosa Blencarn?
-No, estaba tocando el órgano en la iglesia, y Luke Stock merodeaba por allí -contestó con cierta amargura, apartándose de ella con ruda impaciencia.
La anciana se alejó, moviendo sentenciosamente la cabeza. Empezaron a cenar, y ninguno de los dos dijo nada. Anthony, removía lentamente el té y contemplaba las llamas con aire taciturno; no probó siquiera el tocino que tenía en el plato. De vez en cuando su madre, poniendo a un lado el cuchillo y el tenedor, le miraba con dureza por encima de la mesa, frunciendo su enorme y desagradable boca. Finalmente, dejando con brusquedad la taza, exclamó:
-Me gustaría saber por qué no tienes más orgullo, Tony. ¿Cuánto tiempo vas a seguir llorando y lamentándote como una oveja moribunda? Acabarás cayendo enfermo, y supongo que entonces estarás satisfecho. Sí... me gustaría saber por qué no tienes más orgullo.
Pero él no respondió, y continuó impasible como si no hubiera oído nada.
Poco después, sin levantar los ojos, dijo entre dientes:
-Luke se marcha al sur, el lunes.
-Bueno... en cualquier caso, no creo que su partida cambie nada, ¿verdad? ¿No pretenderás ser de nuevo el hazmerreír de la parroquia?
Anthony enrojeció levemente e, inclinándose sobre su plato, empezó a cenar de forma maquinal.
-Ya está bien, madre -exclamó al cabo de unos instantes-. ¿Acaso piensa que me importan las risas y los chismorreos de cincuenta parroquias? Está muy equivocada -afirmó con una breve y lúgubre carcajada, dando un fuerte puñetazo en la mesa de roble.
-Estás loco, Tony -le espetó la anciana.
-Loco o cuerdo, le diré algo, madre: voy a cumplir cuarenta y seis años al final del invierno, y hay cosas que no pienso escuchar. Rosa Blencarn es lo bastante bonita para mí.
-Sí, lo bastante bonita... Agotas mi paciencia. Lo bastante bonita... vestida con una falda de volantes y saliendo con todos los juerguistas de Penrith. Lo bastante bonita... eso es lo único que te importa. Ha sido una buena sobrina para el pastor.. esa atolondrada e irresponsable criatura, y será una buena esposa para ti, Tony Garstin. ¡Ay, qué necio eres!
Echó la silla hacia atrás y, amontonando ruidosamente los platos de loza, empezó a recoger la cena.
-Esta casa es mía, ¡alabado sea Dios! -continuó diciendo con voz dura y estentórea-, y, mientras siga con vida, Tony, no permitiré que Rosa Blencarn ponga un pie en ella.
Anthony frunció el ceño sin más respuesta, y acercó su silla a la chimenea. A sus espaldas, la anciana se movía de un lado a otro, muy ajetreada.
-¿Encerraste los corderos en el campo de atrás? -inquirió poco después.
-No, están en la parte baja de Hullam -repuso él con brusquedad.
La puerta se cerró tras la anciana, y no tardó en oír sus pasos en el piso superior. Parpadeando pensativo, llenó lentamente su pipa; y, sacando un arrugado periódico del bolsillo, se quedó leyendo y dando caladas junto a la chimenea.
II
La música resonaba en la lóbrega y desierta iglesia. El último destello de claridad diurna brillaba con luz trémula a través de las vidrieras apuntadas, y más allá de las hileras uniformes de oscuros bancos, ocupados tan sólo por un montón de devocionarios en desorden, la luz parpadeante de dos velas iluminaba los tubos del órgano y la figura de la joven balanceándose.
Tocaba enérgicamente. Una o dos veces equivocó las notas y corrigió su error con impaciencia, inclinándose sobre el teclado y agitando manifiestamente sus muñecas mientras apretaba los registros. No llevaba nada en la cabeza (su manto y su sombrero estaban en un taburete, a su lado). Tenía el pelo rubio, suave y sedoso, muy corto detrás del cuello; unos ojos grandes y redondos, realzados por unas pestañas oscuras; unas mejillas toscas y sonrosadas, y unos labios carnosos color escarlata. Vestía con bastante sencillez, un corpiño negro y ajustado con las mangas algo deshilachadas. Sus manos y su cuello no eran delicados; su belleza era musculosa, natural, sin pulir.
Guando finalmente los acordes lentos y pesados del Amén se desvanecieron en la penumbra, se detuvo emocionada, jadeante, y escuchó el silencio de la iglesia. Un niño salió de detrás del órgano.
-Buenas noches, señorita Rosa -dijo el pequeño, alejándose rápidamente por el pasillo.
-Buenas noches, Robert -replicó distraída.
Poco después, con un gesto de impaciencia, como si quisiera desterrar algún pensamiento inoportuno, la joven se puso bruscamente en pie, prendió con alfileres su sombrero, se envolvió en su manto, apagó las velas y avanzó a tientas por la iglesia hacia la puerta entreabierta. Mientras caminaba presurosa por el estrecho sendero que atravesaba el cementerio, una silueta salió repentinamente de la oscuridad.
-¿Quién es? -preguntó asustada.
Le contestó la risa nerviosa de un hombre.
-Sólo soy yo, Rosa. No quería asustarte. Llevo una hora esperando.
La joven no respondió, pero aligeró el paso. Él continuó andando a su lado, a grandes zancadas.
-Me voy el lunes, ya lo sabes -y, como ella no decía nada, prosiguió-:¿Quieres pararte un momento? Me gustaría hablar un poco contigo antes de irme, y mañana he de salir para Scarsdale muy temprano.
-No quiero hablar contigo; no quiero volver a verte jamás. Odio tenerte delante -exclamó con voz ronca e intensa vehemencia.
-Pero tienes que escucharme. Tus protestas no me harán cambiar de idea.
Y, agarrando su brazo, la obligó a detenerse.
-Suéltame, bruto -gritó ella.
-Te soltaré si te quedas quieta. Quiero ser justo contigo, Rosa.
Estaban en una curva de la carretera, frente a frente, casi juntos. Detrás de la corpulenta figura del joven se extendía la oscuridad de un campo ceniciento y fantasmal.
-Y, ¿qué quieres decirme? Termina pronto -dijo ella con resentimiento.
-Solo esto, Rosa -empezó a decir con obstinada solemnidad-. Quiero que sepas que, si tienes algún problema cuando me haya ido... ya sabes a qué me refiero... quiero que sepas que estoy dispuesto a ayudarte. He escrito mi dirección de Londres en un sobre: Luke Stock, Purcell & Co., Mercado de Smithfield, Londres.
-Eres un hombre malvado y pecador. Odio tenerte delante. ¡Ojalá estuvieras muerto!
-Sí, pero tendrías que haberlo pensado antes. No me viniste con esa cantinela el martes... No, espera un momento -añadió, mientras ella forcejeaba para alejarse-. Toma el sobre.
La joven le arrebató el papel y lo rompió con furia, arrojando los trozos a la carretera. Cuando hubo acabado, él exclamó colérico:
-¡Maldita mujer! ¿Serás necia?
-Si no tienes nada más que decir, déjame pasar.
-No, no permitiré que nos separemos así. Puedes ser muy dulce cuando quieres.
Y, cogiéndola por los hombros, la obligó a apoyarse en el muro.
-Estás muy guapa cuando te enfureces -rió con brusquedad, bajando la cabeza para acercarse a ella.
-Suéltame, suéltame, maldito cobarde -protestó con voz entrecortada, luchando por liberar sus brazos.
Agarrándola con fuerza, él insistió:
-Vamos, Rosa, ¿por qué no despedirnos como dos amigos?
-¿Como dos amigos? -repitió ella amargamente-. Con alguien como tú... ¿Por quién me tomas? Déjame volver a casa. Y ojalá desaparezcas de mi vista para siempre! Odio tenerte delante.
-Entonces, lárgate -replicó él, empujándola violentamente hacia la carretera-. Lárgate, estúpida. No podrás decir que no he intentado ser justo; no volveré a tener tantos miramientos contigo. Lárgate; si no sabes hablar de otro modo, tendrás que arreglártelas sola.
La muchacha, recobrando el aliento, observó aturdida cómo se alejaba; luego echó a correr y desapareció en la oscuridad, colina arriba.
III
El anciano señor Blencarn concluyó su ronco sermón. La pequeña congregación, que le había escuchado inmóvil e impasible en sus rígidos trajes de domingo, se puso en pie, y los bancos de los colegiales, en clamoroso coro, entonaron el himno final. Anthony estaba cerca del órgano, contemplando distraído, mientras resonaba a través de la iglesia la sencilla melodía, la destreza de Rosa en el teclado. Los acentuados surcos de su rostro se habían mitigado hasta alcanzar una languidez vaga y pensativa que envejecía algo su expresión: de vez en cuando, como si necesitara una referencia, miraba inquisitivo el perfil de la joven.
Al cabo de unos minutos, el servicio terminó y la congregación empezó a salir lentamente por el pasillo. Un grupo de hombres se quedó rezagado junto a la puerta de la iglesia. Uno de ellos llamó a Anthony, pero éste le saludó secamente inclinando la cabeza y continuó su camino, alejándose a grandes zancadas por la carretera y por los prados grises que subían a su casa. Sin embargo, en cuanto hubo llegado a la cima y nadie podía verlo, torció bruscamente a la izquierda y avanzó por una pequeña y cenagosa hondonada hasta llegar al sendero que bajaba de los páramos.
Trepó por un muro escarpado y cubierto de musgo, y miró expectante el camino oscuro y solitario; tras unos instantes de vacilación, al no divisar a nadie, se sentó en una losa de piedra que sobresalía en la parte más baja de muro.
Por encima de su cabeza, un cielo sombrío se movía empujado por el viento. Las fuertes rachas bajaban alegremente de los páramos... arrastrando enormes y frías masas grises, restos de niebla de la noche anterior. Algunas hojas secas revoloteaban por encima de las piedras, y los balidos lastimeros y temblorosos de muchas ovejas flotaban sobre la ladera.
No tardó en avistar dos siluetas que caminaban hacia él, subiendo lentamente la colina. Esperó sentado a que se acercaran, jugando con su barba trigueña y pisoteando distraídamente la tierra con los talones. Al llegar a la cima, las dos figuras se detuvieron. Metiendo las manos hasta el fondo de los bolsillos, se dirigió tímidamente a ellas.
-¡Ah! Buenos días, Anthony -dijo el anciano con voz aguda y jadeante-. La subida es larga, y mis piernas ya no son lo que eran. Hubo un tiempo en que no me asustaba pasar un día entero caminando por los páramos. Sí, cada vez estoy más débil, Anthony, eso es lo que ocurre. Y si Rosa no fuera una muchacha tan magnífica y tan fuerte, no sé cómo se las arreglaría su viejo tío -y se volvió hacia la joven con una sonrisa trémula y orgullosa.
-¿Quiere cogerme un ratito del brazo, señor Blencarn? -preguntó Anthony-. Lo más probable es que la señorita Rosa esté cansada.
-No, señor Garstin, puedo arreglármelas sola -interrumpió ella, bruscamente.
Anthony la observó mientras hablaba. Llevaba un sombrero de paja con una cinta de terciopelo carmesí y una capa negra ribeteada de piel, que realzaba poderosamente la blancura exquisita de su cuello. Sus enormes ojos oscuros estaban clavados en él. Anthony movió los pies incómodo y bajó la mirada.
La joven cogió a su tío del brazo, y los tres siguieron adelante muy despacio. El anciano señor Blencarn avanzaba con dificultad, deteniéndose de vez en cuando para recobrar el aliento. Anthony andaba a su lado, con la vista en el suelo, dando torpes patadas a los guijarros del camino.
Cuando llegaron a la puerta de la rectoría, el anciano le invitó a entrar.
-Gracias, señor Blencarn, pero ahora no puedo. Tengo que ver unos corderos antes del almuerzo. Hace una mañana espléndida -añadió sin venir a cuento.
-El tío ha comprado un bonito grupo de leghorns*, el martes pasado -comentó Rosa.
Los ojos de Anthony tropezaron con los de la joven; aquella mañana, su rostro tenía una expresión grave y triste que la hacía parecer más mujer, menos niña.
-Sí, enséñale las aves, Rosa. Me gustaría saber qué opina de ellas.
El anciano se dispuso a entrar cojeando en la casa, y Rosa, que lo llevaba del brazo, se volvió para decirle:
-En seguida regreso, señor Garstin.
Anthony se dirigió al patio trasero, y esperó a la joven, contemplando una bandada de pollos muy blancos que se contoneaban picoteando alegremente la hierba que crecía entre los guijarros.
-Sí, señorita Rosa, son un bonito lote -señaló, cuando la muchacha se reunió con él.
-¿Verdad que sí? -exclamó, esparciendo un puñado de grano delante de ella.
Las aves corrieron veloces por el patio estirando sus ávidos cuellos. Los dos se quedaron juntos observándolas.
-¿Qué pagó por ellas? -quiso saber Anthony.
-Cincuenta y cinco chelines.
Él, asintiendo distraídamente con la cabeza, expresó su conformidad.
-El doctor Sanderson, ¿vino ayer a visitar a su tío? -preguntó unos instantes después.
-Sí, antes del mediodía. Dijo que no había empeorado.
-Ya sabe, señorita Rosa, que sigo pensando en usted -empezó a decir de pronto, sin levantar la mirada.
-No creo que le sirva de mucho -respondió ella secamente, esparciendo otro puñado de grano entre las aves-. Supongo que nunca me casaré. Estoy cansada de que me cortejen.
-No la cansaré con mis galanteos -le interrumpió él.
La muchacha estalló en ruidosas carcajadas.
-Es usted un tipo extraño, sin duda.
-En cualquier caso, puedo competir en pie de igualdad con Luke Stock -continuó él con vehemencia-. No estará pensando en salir con él, ¿verdad? Es el joven más insensato y fanfarrón que ha pisado la tierra.
Rosa enrojeció y se mordió los labios.
-No sé a qué se refiere, señor Garstin. Me parece que su conclusión es demasiado precipitada.
-Quizá soy más listo de lo que cree -respondió él con obstinación.
-De todos modos, Luke Stock se ha marchado a Londres.
-Y con un magnífico trabajo, según dicen.
-Está celoso -exclamó la muchacha con sonrisa forzada-. Está celoso de Luke Stock.
-Será mejor que olvide esa tontería. Estoy tan profundamente enamorado de usted que no puedo sentir celos -contestó con gravedad.
La sonrisa se borró del rostro de la joven mientras susurraba
-No puedo pensar en usted de ese modo, señor Garstin.
-Lo sé. Y supongo que es normal, teniendo en cuenta que es casi una niña y yo podría ser su padre -dijo él, sin ocultar su amargura.
-Pero ya sabe que su madre me detesta. Jamás me dejaría entrar en Hootsey.
Anthony se quedó un momento en silencio, meditando con aire taciturno.
-Tendrá que superarlo. Eso no es ningún obstáculo -afirmó.
-No, señor Garstin, es imposible. De veras es imposible. Será mejor que olvide esa idea de una vez para siempre.
-¿Olvidar esa idea? ¡Parece una niña! -exclamó con desprecio-. Lo único que quiero es que usted me ame, y, hasta entonces, no le pediré nada. Seguiré esperando y, recuerde mis palabras, algún día llegará a hacerlo.
Lo dijo muy fuerte, con voz lenta y decidida, y se acercó súbitamente a ella. Con un grito apagado de temor, la muchacha retrocedió hacia la entrada del gallinero.
-Habla usted como un profeta. Me da miedo.
Él sonrió tristemente y se detuvo, escudriñando pensativo el rostro de la muchacha. Parecía a punto de seguir con el tema; pero, en lugar de eso, dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas por la puerta del jardín.
IV
Durante trescientos años había vivido un Garstin en Hootsey. Generación tras generación habían recorrido a pie aquel tramo gris de tierras altas; en primavera, dejando sus rebaños libres por los páramos, y, al terminar el otoño, en las frías tardes de invierno, conduciéndolos de nuevo a casa por el camino de herradura que llevaba a las cumbres. Había sido una estirpe solitaria y de pocas palabras; jamás ninguno había debido nada a nadie, y su orgullo era arisco e inquebrantable... una estirpe recta y apegada a las viejas tradiciones; obstinada, longeva, de expresión ruda y decisiones lentas.
Anthony no había conocido a su padre, que había muerto una noche en lo más alto del páramo, en compañía de su pastor, sepultado bajo la nieve en la gran tormenta de 1849. La gente decía que era el único Garstin que no había llegado a viejo.
Después de su muerte, Jake Atkinson, de Ribblehead, Yorkshire, había venido a vivir a Hootsey. Jake fue un buen granjero y un astuto negociante, además de un hombre muy hábil con las ovejas, hasta que se aficionó a la bebida y a ir de juerga todas las semanas con las prostitutas de Carlisle. Era un tipo generoso y corpulento, de voz profunda; cuando le llegó su hora, aunque tuvo una muerte dolorosa, se mostró alegre y animoso hasta el final. Y su recuerdo perduró en el valle durante años; los hombres hablaban de él con pesar, acordándose de sus bromas, de sus alardes de fuerza, y de su selecta raza de carneros de Herdwicke. Pero dejó tras él innumerables deudas en Carlisle, en Penrith y en casi todas las poblaciones con mercado; deudas que había fingido pagar hacia mucho tiempo con dinero de su hermana. La viuda Garstin vendió los doce carneros Herdwicke y nueve acres de tierra; en menos de seis semanas había liquidado hasta el último penique, y, durante trece meses, llevó luto todos los domingos con muda severidad. La amarga idea de que, sin saberlo ella, Jake hubiera actuado de forma fraudulenta en asuntos monetarios, y hubiese terminado sus días como un infame pecador, hería su orgullo y le llenaba de hostilidad contra el resto del mundo. Pues era una mujer orgullosa e independiente, con la cabeza muy alta, como una verdadera Garstin; y, aunque algunos consideraban a Anthony un muchacho silencioso e insignificante, éste acabó pareciéndose a su madre al convertirse en adulto.
La viuda Garstin tomó en sus manos la dirección de Hootsey, y puso al muchacho a faenar con los dos empleados de la granja. Habían pasado veinticinco años desde la muerte de su tío Jake, asomaban algunos cabellos grises en su barba trigueña, pero seguía trabajando para su madre igual que lo hacía cuando era un muchacho. Y ahora que corrían malos tiempos (el precio del ganado seguía bajando sin cesar; y las cosechas de heno habían ido de mal en peor), la viuda Garstin había prescindido de los empleados; ella y su hijo vivían, año tras año, de un modo muy austero.
Aquella había sido la vida de Anthony Garstin... algo gris, aburrido, la lenta incrustación de monótonos años. Y hasta que Rosa Blencarn llegó para ocuparse de la casa de su tío, jamás había pensado dos veces en el rostro de una mujer.
Los Garstin habían sido siempre muy religiosos, y Anthony llevaba años siendo el consejero seglar del pastor. Vio a su sobrina por primera vez una tarde de verano, allá en la rectoría, mientras contaba el dinero de la colecta. La joven acababa de terminar sus estudios en un colegio de Leeds; llevaba un traje blanco, y él pensó que parecía una dama londinense.
Estaba junto a la ventana, alta, muy erguida y majestuosa, contemplando con ojos soñadores el crepúsculo de verano, mientras él y su tío trabajaban. Cuando Anthony se puso en pie para marcharse, ella le lanzó una mirada de curiosidad; él se apresuró a partir, farfullando un indeciso buenas noches.
La vio por segunda vez el domingo en la iglesia. La observó tímidamente, con vacilante y reverencial discreción: su belleza le pareció deslumbrante, lejana, enigmática. Aquella tarde, la joven señora Forsyth, de Longscale, pasó a tomar el té con su madre, y las dos empezaron a chismorrear de Rosa Blencarn, hablando descaradamente de ella con hiriente desprecio. Anthony estuvo bastante tiempo sentado en silencio, dando chupadas a su pipa; pero, finalmente, cuando su madre llegó a la conclusión de que «la muchacha era muy estirada y se daba aires de grandeza», no pudo evitar decir:
-No hacen más que gastar saliva con tanta cháchara. Supongo que la señorita Blencarn es de una pasta muy diferente a la de unos campesinos como nosotros.
La joven señora Forsyth fue incapaz de reprimir sus risitas ahogadas, y la semana siguiente se rumoreó en todo el valle que «Tony Garstin había perdido el seso por la sobrina del párroco».
Pero él no sabía nada de esto... y, tan reservado como siempre, continuó entregado en cuerpo y alma a la siega del heno hasta que un día, durante el almuerzo, Henry Sisson le preguntó si había empezado a cortejarla; Jacob Sowerby señaló que Tony había tardado demasiado en decidirse, pues habían visto a la muchacha besuqueándose en Crosby Shaws con Curbison el subastador, y los demás hombres (había media docena de ellos holgazaneando cerca del carro de heno) estallaron en ruidosas carcajadas. Anthony enrojeció levemente, dirigiendo su mirada indecisa del uno al otro; luego, dejando muy despacio su bote de cerveza y cogiendo súbitamente a Jacob por el cuello, le dio un fuerte empellón que lo lanzó a la hierba. El hombre se golpeó contra la rueda del carro y, al levantarse, tenía un feo corte en la frente que no dejaba de sangrar. Y, desde ese momento, todos los parroquianos bromearon sobre el cortejo de Tony Garstin.
Y, sin embargo, él apenas había hablado con la joven, aunque se había cruzado con ella en dos ocasiones en el camino que subía a la rectoría. La muchacha le había dedicado una sonrisa sincera y amistosa; pero Anthony sólo se había atrevido a quitarse el sombrero. Él y Henry Sisson siguieron amontonando el heno en el patio trasero, y jamás volvieron a mencionar a Rosa Blencarn. Pero Anthony recordaba sin cesar la extraña dulzura de su rostro, mientras cubría arrodillado los montones de heno; en las cumbres del páramo, mientras marchaba pesadamente tras las ovejas por encima del seco y crujiente brezo; y mientras avanzaba lentamente por el accidentado y estrecho camino, conduciendo a la feria de ganado su carro lleno de corderos.
Pasaban las semanas, y él parecía contentarse con aquellas inocentes y nostálgicas cavilaciones sobre la imagen poco definida de la joven. Se mostraba escéptico respecto a la acusación de Jacob Sowerby y otras indirectas similares lanzadas por su madre; seguía teniendo la impresión de que entre la muchacha y él había una gran distancia; desde la primera vez que la había contemplado, había germinado en él la firme idea de que era muy diferente a las demás mujeres.
Pero cierto atardecer, cuando pasaba por delante de la rectoría al bajar de los páramos, ella le llamó y con ingenua y confiada familiaridad, le pidió consejo sobre la alimentación de las aves de corral. En su afán por contestarle del mejor modo posible, Anthony olvidó su timidez habitual y, volviéndose casi locuaz, dejó de sentirse incómodo en su presencia. Sin embargo, en cuanto cesó el rosario de preguntas, al percibir de nuevo la sonrisa vacilante de sus labios escarlata, y los ojos inmensos y profundos que le contemplaban, se sintió extrañamente turbado y, sonrojándose, recordó la pelea en los campos de heno y la historia de Crosby Shaws.
Después de aquello, las aves de corral se convirtieron en un vínculo entre los dos... un vínculo que él se tomaba muy en serio, sin ser consciente de que era una manera de reunirse con ella; y continuó sintiéndose intimidado en su presencia, a causa de su educación, de sus modales distinguidos, de su elegante vestimenta. Y la amistosa familiaridad con que ella lo trataba no tardó en ser para él un motivo de intenso y secreto orgullo. Varias veces por semana se encontraba con la joven en el camino, y los dos se quedaban charlando un rato; ella elogiaba sus perros, aunque él aseguraba con la mayor seriedad que no eran más que unos pobres perros callejeros; y en una ocasión, riéndose de su formalidad, ella le apodó «Señor Consejero».
Anthony sospechaba que la joven no era querida en el valle, atribuyendo drásticamente su impopularidad a la insensata envidia femenina; pero, de forma instintiva, y en parte debido a su naturaleza reservada, rehuía mencionar su nombre, ni siquiera casualmente, delante de su madre.
Ahora bien, los domingos por la tarde iba con frecuencia a la rectoría, y se despedía de la anciana simulando con torpeza que era algo accidental; y, cuando regresaba, percibía vagamente cómo ella se abstenía de hacer comentarios sobre su ausencia, y cuán extrañamente ajena parecía a la existencia de la sobrina del pastor Blencarn.
Había sido siempre una mujer de lengua afilada; pero, a medida que se acortaban los días, al aproximarse los largos meses de invierno, Anthony la encontraba cada vez más irritable. A veces tenía casi la impresión de que le profesaba un fiero y soterrado resentimiento. Él tenía un carácter obstinado, endurecido por la costumbre de aquel clima crudo e ingobernable; reflexionó pausadamente sobre el asunto y cuando, por fin, después de darle muchas vueltas, empezó a comprender cuánto molestaba a la anciana su relación con Rosa, aceptó impasible la explicación; y se limitó a cambiar su actitud hacia la joven, calculando todos días qué probabilidades tenía de encontrarla, y esforzándose por romper en su presencia, de una vez para siempre, la barrera de su timidez. No era un hombre al que se pudiera manejar con rudeza y, menos aún (y se ufanaba de ello), con artimañas.
Faltaba poco para Navidad cuando sobrevino la crisis. Su madre acababa de regresar del mercado de Penrith. La carreta se encontraba en el patio, y el viejo caballo gris estaba empapado de sudor en medio del aire frío y sereno.
-Creo que ha corrido más de la cuenta. El viejo caballo está muy acalorado -dijo él sin rodeos, acercándose a la cabeza del animal.
La señora Garstin se apeó rápidamente y, colocándose al lado de su hijo, exclamó casi sin aliento:
-Deberías haber venido al mercado, Tony. Han pasado muchas cosas hoy en Penrith. Estaba ayudando a Anna Forsyth a elegir seis yardas de tela en Dockroy cuando hemos visto a Rosa Blencarn saliendo de El Cencerro y el Buey, en compañía de Curbison y del joven Joe Smethwick. Smethwick estaba muy borracho y, para evitar que se cayera al suelo, Curbison y esa muchacha lo sujetaban; y él no tardó en pasar el brazo alrededor de Rosa Blencarn, y caminaban de ese modo delante de todo el mundo...
Anthony seguía descargando los paquetes y llevándolos de uno en uno, maquinalmente, al interior de la casa. Cada vez que salía, encontraba a su madre junto al sudoroso caballo, contando muy animada su historia.
-Y en el camino de regreso, los adelantamos a los tres en el carro de Curbison; Smethwick iba tumbado en el fondo, cantando canciones sentimentales. Estaban atravesando Dunscale, y las gentes salían corriendo de sus casas para verlos pasar.
Anthony llevó el carro hasta el establo, dejando que su madre le gritara el resto de la historia a través del patio.
Media hora después, entró a comer. Durante el almuerzo, no se dirigieron la palabra y, nada más terminar, él salió a grandes zancadas de la casa. Hacia las nueve regresó, encendió su pipa y se sentó a fumar junto al fuego de la cocina.
-¿Dónde has estado, Tony? -preguntó la anciana.
-En la rectoría, cortejando -replicó desafiante, con la pipa en la boca.
Eso había ocurrido diez meses antes; desde entonces, él había esperado tenazmente. Aquella tarde había decidido conseguir a la muchacha, quería que fuera suya; y, mientras su madre se burlaba, como hacía siempre que se presentaba la oportunidad, su paciencia continuaba siendo inagotable. Ella le recordaba que la granja era suya, que él tendría que esperar hasta su muerte para llevar a Hootsey a aquella desvergonzada; y él le respondía que tan pronto como la joven aceptara casarse con él, arrendaría una pequeña propiedad en Scarsdale. Entonces ella cedía, y reprochaba lastimeramente a su hijo que la tratara así, ahora que era anciana, después de todos los años que habían pasado juntos, y él la consolaba haciendo gala de un brusco y evasivo arrepentimiento.
Y, sin embargo, al día siguiente, sus pensamientos volvían a obsesionarse con el rostro de la joven, mientras su ruda e ingenua caballerosidad, inflamada por el recuerdo de su belleza, desvanecía cualquier recelo ante su conducta.
Entretanto, ella coqueteaba con él y se divertía con los hombres más jóvenes. Su anciano tío cayó enfermo en primavera, y apenas podía salir de casa. Ella afirmaba que la vida en el valle le resultaba tremendamente aburrida, que odiaba la tranquilidad del lugar, que echaba de menos Leeds y el emocionante bullicio de sus calles; y, al anochecer, escribía largas cartas a las amigas que había dejado allí, describiendo con caprichosa vivacidad su tribu de rústicos admiradores. Girando llegó la época de la siega, fue a pasar quince días en casa de unos amigos; la víspera de su partida, prometió dar una respuesta a Anthony al regresar de la ciudad. Pero, en lugar de eso, eludió su compañía, fingió habérselo prometido en broma y empezó a salir con Luke Stock, un tratante de ganado de Wigton.
V
Hacía tres semanas que Anthony había bajado el rebaño de los páramos.
Después del almuerzo, él y su madre se sentaron juntos en la sala; era algo que habían hecho todos los domingos por la tarde, año tras año, desde que él podía recordar. Las sillas de caoba, con sus brillantes asientos de crin, estaban colocadas alrededor del cuarto. Una gran colección de premios agrícolas colgaban de las paredes; y había varias tazas de plata sobre un pesado y brillante aparador. Un montón de virutas de bordes dorados llenaban la chimenea que jamás se encendía; había rosas de colores chillones sobre la repisa de la chimenea y, en una pequeña mesa junto a la ventana, bajo una urna de cristal, una cesta dorada llena de flores de tela. Todos los objetos se hallaban dispuestos con escrupulosa precisión; tanto la alfombra como la tela estampada de color rojo que cubría la mesa central estaban muy descoloridas. La estancia estaba increíblemente limpia y, a la luz del frío sol invernal, resultaba adusta e incómoda.
Ninguno de los dos hablaba, ni parecía consciente de la presencia del otro. La vieja señora Garstin, envuelta en un chal de lana, tejía en su asiento; Anthony dormitaba en una silla de duro respaldo.
De pronto, en la lejanía, se oyó el tañido de una campana. Anthony se frotó los ojos adormilado y, cogiendo de la mesa su sombrero de domingo, salió a dar un paseo por los campos sombríos. No tardó en llegar a un tosco asiento de madera, junto al camino de herradura, donde se sentó y volvió a encender su pipa. El aire estaba en calma; debajo de él, una neblina blanca y transparente envolvía el valle. Los perfiles de los páramos, borrosamente agrupados, parecían masas descomunales de oscuras sombras; y, cuando miró atrás, tres recuadros que brillaban con luz trémula le descubrieron las vidrieras iluminadas de la iglesia de campanario cuadrado.
Anthony siguió fumando; y empezó a meditar, con plácido y reverencial ensimismamiento, sobre el Creador del mundo... un mundo irremediable y majestuosamente ordenado; un mundo donde cada objeto... cada grieta de los páramos, el curso serpenteante de cada arroyo... posee un sentido misterioso, un significado inevitable...
Al final del camino peleaban dos carneros; retrocediendo, corriendo juntos, saltando y entrechocando sus cabezas y sus cuernos. Anthony los observó distraídamente mientras proseguía sus modestas reflexiones.
... Y la sucesión de años malos, la ruina progresiva de los granjeros en todo el país, no eran más que el castigo infligido por tanta maldad acumulada en el mundo. En el pasado, Dios enviaba plagas sobre la tierra; en la actualidad, empujado por la ira, arruinaba campos y cultivos, creados para los hombres con Sus propias manos.
Anthony se levantó y continuó su paseo por el camino de herradura. Una multitud de conejos huían de él colina arriba; y una enorme nube de chorlitos, elevándose desde los juncos, volaba en círculo encima de su cabeza, llenando el aire con una profusión de gritos quejumbrosos. De pronto oyó un ruido de piedras, y vio algunos guijarros que rodaban cuesta abajo por la hierba.
Más arriba, la silueta de una mujer se movía entre las rocas. No tardó en reconocerla, por la cinta de terciopelo carmesí que adornaba su sombrero. Anthony subió hasta ella a grandes zancadas, preguntándose por qué no estaría en la iglesia, tocando el órgano en el servicio de la tarde.
Antes de que la joven se diera cuenta de su presencia, él llegó a su lado.
-Pensé que estaría en la iglesia -empezó a decir.
Ella se sobresaltó; luego, recobrando poco a poco la calma, contestó con una débil sonrisa:
-El señor Jenkinson, el nuevo maestro, deseaba probar el órgano.
Anthony se acercó a ella impulsivamente; la muchacha percibió el extraño parpadeo de sus ojos cuando retrocedió apesadumbrada.
-No voy a hacerle daño -exclamó él-. Supongo que la Providencia ha querido que nos encontráramos aquí arriba. Ahora tendrá que darme una respuesta sincera. No puede seguir jugando conmigo eternamente.
Lo dijo de un modo casi brutal; ella se quedó mirándolo fijamente, pálida y jadeante, con unos ojos enormes y asustados. El camino de ovejas no era más que un pequeño sendero delgado como un hilo, con precipicios a ambos lados; bajo ellos se extendía el valle, lejano, sin vida, desdibujado por el sombrío atardecer. La joven buscó inútilmente el modo de escapar.
-Señorita Rosa -prosiguió él, con voz ronca-, ¿no puede pensar un poco en mí? Recuerde que llevo casi dos años esperándola. La he visto salir con un joven, y luego con otro... y a veces parecía que iba a rompérseme el corazón. Muchos días, en las cumbres de los páramos, he estado a punto de volverme loco pensando en usted; y, en medio de la niebla, he abandonado el rebaño para sentarme en un montón de piedras, recordándola tristemente e imaginando su rostro. Muchas noches me he acercado a la rectoría decidido a hablarle con claridad; pero, al llegar el momento, una especie de timidez me lo impedía, y temía tanto disgustarla... Sé que no soy un hombre educado, y quizá le parezca demasiado rudo. Sé que últimamente me he dirigido a usted con brusquedad en un par de ocasiones. Pero si lo hice fue porque la amo con locura, y a veces soy incapaz de dominarme...
Anthony esperó con la vista clavada en ella. La joven pudo ver las gotas de sudor encima de sus cejas hirsutas, la humedad en su barba trigueña; sus dedos callosos retorcían los botones de su chaqueta negra de domingo.
Ella se esforzó por sonreír, pero su labio inferior tembló y sus enormes ojos oscuros se llenaron lentamente de lágrimas.
Y él prosiguió:
-Usted ha llegado a significar todo para mí. Es lo único que me importa en este mundo. No sé cómo expresarlo, soy un hombre sencillo y sin educación; no puedo engatusarla con palabras bonitas como los jóvenes de la ciudad. Pero puedo amarla con todas mis fuerzas, y cuidarla, y trabajar para usted mejor que cualquiera de ellos...
Ella lloraba en silencio mientras le escuchaba, pero él no se daba cuenta: el crepúsculo le impedía ver el rostro de la muchacha.
-No tengo nada en contra -continuó-. Soy un hombre tan bueno como cualquiera de ellos. Sí, un hombre tan bueno como cualquiera de ellos -repitió desafiante, subiendo la voz.
-Es imposible, señor Garstin, es imposible. Ha sido usted muy bueno conmigo... -añadió la joven, con la voz entrecortada por la emoción.
-Pero no pretendía hacerla llorar, muchacha -exclamó, en tono más suave -. No tiene que llorar por eso.
Ella se dejó caer sobre las piedras, deshaciéndose en lágrimas, presa de la desesperación. Anthony la contempló unos instantes, sumido en una torpe perplejidad. Luego, acercándose a ella, puso la mano en su hombro y le dijo dulcemente:
-Vamos, pequeña, ¿qué ocurre? Puede confiar en mí.
Ella movió débilmente la cabeza
-Sí... claro que puede -aseguró-. Vamos, ¿qué pasa?
Haciendo caso omiso de él, Rosa siguió balanceándose hacia delante y hacia atrás, gimiendo angustiada:
-¡Ay! ¡Ojalá estuviera muerta!... ¡Ojalá pudiera morir!
-¿Ojalá pudiera morir? -repitió él-. ¿Qué puede atormentarle de ese modo? Vamos, vamos, pequeña, ¡ya está bien! Todo se arreglará, sea lo que sea...
-No, no -se lamentó ella-. ¡Ojalá pudiera morir!
Las luces del pueblo titilaban en el fondo del valle, y las colinas estaban envueltas en la oscuridad. La joven quitó las manos del rostro, y levantó la cabeza para mirar a Anthony con expresión confusa y asustada.
-Tengo que ir a casa, he de marcharme -murmuró.
-Pero se encuentra usted en apuros.
-No es nada... no sé... no me encuentro bien... no es nada, de veras... se me pasará... será mejor que lo olvide.
-No puedo quedarme con los brazos cruzados si usted tiene problemas.
-No es nada, señor Garstin, de veras -insistió la joven.
-Lo siento, pero no puedo creerlo -protestó con terquedad.
Ella le dirigió una mirada furtiva, atormentada.
-Déjeme ir a casa... tiene que dejarme ir a casa.
La joven hizo un tímido y lastimero intento de firmeza. Anthony clavó sus ojos en ella y le impidió el paso; la muchacha se puso roja como la grana e, incapaz de sostener su mirada, dirigió la vista al otro lado del valle.
-Si me cuenta qué le aflige, tal vez pueda ayudarla.
-No, no es nada... no es nada.
-Si me cuenta qué le aflige, tal vez pueda ayudarla -repitió él, con solemne y premeditada severidad.
Rosa se estremeció, y contempló de nuevo, vagamente, el otro lado del valle.
-Usted no puede hacer nada; no hay nada que pueda hacerse -susurró tristemente.
-Hay un hombre en este asunto -afirmó Anthony.
-¡Déjeme ir! ¡Déjeme ir! -le suplicó Rosa, desesperada
-¿Quién la ha metido en este lío? -su voz sonaba fuerte y áspera.
-Nadie, nadie. No puedo decírselo, señor Garstin... No es nadie -protestó ella, débilmente.
La expresión crispada de Anthony la asustó.
-¡Dios mío! -exclamó él, agarrando su muñeca-. ¿Cómo he podido ser tan necio? Dígame, ¿quién es? ¿Quién es ese hombre?
-Me hace daño. Déjeme ir. No puedo decírselo.
-Y usted, ¿le quiere?
-No, no. Es un hombre malvado y pecador. Dios quiera que no tenga que verlo nunca más. Así se lo dije.
-Pero si es el culpable de su situación, tendrá que casarse con usted -insistió con brutal amargura.
-No se lo permitiré. ¡Le odio! -exclamó con fiereza.
-Pero ¿está dispuesto a casarse con usted?
-No lo sé... ni me importa... me dijo que sí antes de marcharse... Pero prefiero matarme antes que vivir con él.
Anthony soltó las manos de la muchacha y se separó de ella. La joven sólo podía ver su silueta, como una nube sombría. Las cuestas de los páramos estaban silenciosas, oscuras y solitarias. Rosa no tardó en oír nuevamente su voz.
-Se me ocurre un camino para acabar con su sufrimiento.
Ella movió tristemente la cabeza.
-No existe ninguno. Soy una perdida.
-Y ¿si se casa conmigo? -preguntó él con vehemencia.
-No... no comprendo...
-¿Si se casa conmigo en vez de con Luke Stock?
-Pero eso es imposible... el... el...
-Sí, el niño. Lo sé. Pero lo querré como si fuera mío.
Ella se quedó en silencio. Al cabo de un momento, él la oyó responder con una voz extraña y remota:
-¿Acaso quiere decir que... que está dispuesto a casarse conmigo y adoptar al niño?
-Lo estoy -respondió con obstinación.
-Pero la gente... su madre...
-Nadie tiene que saberlo. Este asunto no es de su incumbencia. Creerán que el niño es mío. ¿Acepta eso?
-Sí -se apresuró a contestar muy bajito.
-¿Se casará conmigo si la saco de apuros?
-Sí -repitió en el mismo tono.
Ella le oyó suspirar aliviado.
-Le dije que la Providencia había querido que nos encontráramos aquí arriba -exclamó, medio disimulando su júbilo.
Los dientes de Rosa empezaron a castañetear un poco; la joven sintió que él la miraba con curiosidad en la penumbra.
-Y ahora -prosiguió enérgicamente-, será mejor que vuelva a casa. Deme su mano; la sujetaré para que no se caiga por las piedras.
La ayudó a bajar por la pendiente llena de guijarros, exclamando:
-¡Vaya por Dios! ¡Está usted helada!
En un par de ocasiones, ella resbaló; y él la sostuvo, agarrando con fuerza sus nudillos. Las piedras rodaron cuesta abajo con estrépito, desapareciendo en medio de la noche.
En seguida encontraron el camino de herradura donde crecía la hierba, y, mientras descendían en silencio hacia las luces del pueblo, Anthony comentó gravemente.
-Siempre creí que llegaría mi día.
La joven no contestó; y él añadió circunspecto:
-Mi madre no pondrá las cosas nada fáciles.
La acompañó por el sendero que llevaba a casa de su tío. Cuando divisaron las ventanas iluminadas, Anthony se detuvo.
-Buenas noches, pequeña -dijo cariñosamente-. Deje de preocuparse.
-Buenas noches, señor Garstin -repuso, con la misma voz baja y presurosa con que le había contestado en los páramos.
-Estamos comprometidos, ¿no es así? -quiso saber él, tímidamente.
Rosa le ofreció su rostro, y él la besó torpemente en la mejilla.
VI
La mañana siguiente amaneció helada. El cielo estaba aún radiante y despejado; los campos cubiertos de escarcha centelleaban bajo la fría luz del sol, y aquí y allá, en las lejanas cumbres, resplandecían primorosas crestas de nieve. Anthony tenía que trabajar toda la semana al pie de los páramos, levantando un muro contra las tormentas invernales; era una tarea dura, pues estaba solo, y debía coger las piedras de los escarpes. Dos o tres veces al día, pasaba con su lento y desvencijado carro por delante de la rectoría, y siempre se paraba a mirar furtivamente las ventanas. Pero nunca percibió la menor señal de Rosa Blencarn; y lo cierto es que no ansiaba verla. ¡Le alegraba tanto recordar el modo en que la había cortejado y saber que era suya! Se sentía muy orgulloso de sí mismo: pensaba en todos los demás hombres que la habían cortejado, y su manera de conquistarla le parecía un buen golpe de ingenio.
Así, pues, se abstuvo de mencionar el asunto; saboreando a todas horas su victoria secreta mientras trabajaba solo, e imaginando, con enorme regocijo, los comentarios indignados de las amigas de su madre. Preveía sin temor la implacable oposición de ésta; se sentía fuerte, y su corazón se llenaba de ternura hacia la joven. Y, cuando, a intervalos, se daba súbitamente cuenta de que, después de todo, ella sería suya, cogía las piedras y las empujaba casi con violencia hasta su lugar de destino.
A su alrededor, los blancos y desiertos campos parecían dormir exánimes. La quietud tensaba los árboles sin hojas. El aire glacial activaba su circulación, y, cantando vigorosamente para sí, trabajaba con firme e incansable resolución, aplazando metódicamente el anuncio de su compromiso hasta que el muro estuviera terminado.
Después de una vida tan reservada y solitaria, disfrutaba analizando sus perspectivas de futuro, con firme y tranquilo convencimiento. A medida que se acercaba el final de la semana, empezó a cerrar los ojos a todas las irregularidades del asunto, para asumir casi -en la exaltación de su orgullo- que había conquistado a la muchacha honradamente, y para rechazar, impasible, cualquier pensamiento de Luke Stock, de sus relaciones con la joven y del niño que todos creerían suyo.
Y también había momentos en que, al volver lentamente a casa, al final del día, en medio de la oscuridad, sentía el corazón rebosante de supersticiosa gratitud hacia el Señor de los Cielos que le había concedido su deseo.
El sábado terminó el muro hacia las tres de la tarde. Volvió a casa y, después de ducharse y afeitarse, se puso la chaqueta de domingo; evitando pasar por la cocina, donde su madre tejía junto al fuego, se dirigió con paso decidido a la rectoría.
Fue Rosa quien le abrió la puerta. Al reconocerlo, se sobresaltó, y él la siguió hasta la sala. Anthony tomó asiento y empezó a decir bruscamente:
-He venido, señorita Rosa, para hablar con el señor Blencarn.
Y luego añadió, mirándola con detenimiento:
-Parece estar enferma, pequeña.
La débil sonrisa de la joven acentuó el cansancio y la palidez de su rostro.
-Supongo que no ha dejado de atormentarse -prosiguió él, dulcemente-, y que ha pasado las noches en vela, ¿no es así?
Ella esbozó una vaga sonrisa.
-Pero he venido a arreglar las cosas. Quizá se le ocurrió pensar que yo no era un hombre de palabra.
-No, no, eso no -protestó-, pero... pero...
-Pero ¿qué?
-No debe hacerlo, señor Garstin... He de sobrellevar mi desgracia sola del mejor modo posible -exclamó.
-¿No creerá que me caso con usted por caridad? !Qué poco conoce la naturaleza de mi amor! No, señorita Rosa, aunque ya no puede volverse atrás.
-Pero no puede hacerlo, señor Garstin. Sabe que su madre no me querrá en Hootsey.. no podría vivir allí con ella... preferiría sobrellevar mi desgracia sola, del mejor modo posible... La señora Garstin es tan severa. No podría mirarle a la cara... Puedo irme lejos, a alguna parte... podría ocultárselo a mi tío.
El color de su tez iba y venía; la joven estaba delante de él, pero miraba tristemente por la ventana.
-Quiero que venga a Hootsey. No soy ningún muchacho, nada me impide elegir a mi mujer. Madre la aceptará en la granja, por supuesto: no necesita preocuparse de eso...
-No, señor Garstin, pero ella no, jamás... sé que ella no... Siempre me ha tenido inquina, desde el principio.
-Sí, pero antes era diferente. Las cosas han cambiado -exclamó él con terquedad.
-Mi presencia le resultará todavía más desagradable -dijo la muchacha, con voz entrecortada.
-Madre la aceptará en Hootsey.. la recibirá de buena gana... de buena gana, ¿me oye? Yo respondo de ello.
Anthony dio un violento puñetazo en la mesa. Su determinación asustó a la joven, que se apresuró a mirarle, luchando contra su indecisión.
-Sé cómo manejar a mi madre. Y ahora -concluyó, cambiando de tono-, ¿anda su tío por aquí?
-Creo que está en el cercado -respondió Rosa.
-Bien, saldré fuera y hablaré con él.
-No... no se lo contará, ¿verdad?
-¡Vamos, vamos! ¡Nada de historias terribles! No se preocupe, pequeña. Supongo que si puedo enfrentarme con mi madre, puedo amoldarme al pastor Blencarn.
Anthony se puso en pie y, acercándose a ella, observó su rostro.
-Las rosas tienen que volver a sus mejillas -exclamó, con una carcajada-, no puedo llevar un fantasma a la iglesia.
Ella sonrió temblorosa y él prosiguió, colocando cariñosamente una mano en su hombro:
-Sólo estaba bromeando. Con rosas o sin ellas, será la novia más bonita de todo Cumberland. Nos encontraremos mañana en el camino de Hullam, después de la iglesia -añadió dirigiéndose a la puerta.
Cuando se hubo marchado, la joven corrió sigilosamente a la puerta trasera. La figura de Anthony ya estaba subiendo la ladera cenicienta. No tardó en divisar a su tío, más arriba, saliendo del cercado. Rosa se apresuró a cruzar el gallinero y, trepando a una cuba, se quedó observando las dos siluetas que se acercaban en la cima: Anthony caminando enérgicamente, con las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos; su tío, con el sombrero sobre la nariz, cojeando y apoyándose muy erguido en sus dos bastones. Los dos hombres se encontraron; vio cómo Anthony daba el brazo al anciano, y ambos se alejaban en dirección a los páramos.
La joven entró de nuevo en la casa. El perro de Anthony se acercó a ella, andando cabizbajo por el pasillo. Rosa cogió la cabeza del animal, y se inclinó sobre él para acariciarlo, empujada por un arrebato de cariño casi histérico.
VII
Los dos hombres regresaban hacia la rectoría. Se detuvieron en la entrada del cercado, y el anciano dijo:
-No podría haber deseado un hombre mejor para ella, Anthony. Quizá el Señor me lleve pronto a su lado. Cuando me haya ido, Rosa heredará todos mis bienes. Era la única hija de mi pobre hermano Isaac. Cuando murió su esposa, el pobre se echó a perder y, hasta que llegó a esta casa, la pequeña vivió casi siempre entre extraños. Ha tenido una infancia muy desgraciada... una infancia muy desgraciada. Tú cuidarás de ella, ¿no es así, Anthony?... La verdad es que no podría haber deseado un hombre mejor para ella, ¡estrechémonos la mano!
-Muchas gracias, señor Blencarn, muchas gracias -respondió Anthony con voz ronca, cogiendo la mano del anciano.
E inició el descenso a la granja.
Su corazón estaba lleno de un intenso y extraño júbilo. Sentía, cada vez más henchido de orgullo, que Dios le había confiado esa gran responsabilidad... cuidar de ella; darle, multiplicado por diez, todo el cariño que jamás había conocido en su niñez. Y, junto con su inquebrantable confianza en sí mismo, le invadía un profundo sentimiento de compasión por ella... una tierna compasión que, mitigándose con su amor, hacía que, al recordar tristemente su infancia solitaria, la joven le pareciera mucho más hermosa, mucho más querida. Imaginaba tímidamente, casi con incredulidad, su vida conyugal... en invierno, su regreso a casa al anochecer y ella esperándole con una sonrisa alegre y confiada; las veladas juntos, sentados felices y en silencio junto a la chimenea; y en verano, al llegar el mediodía, en los campos de heno, viéndola atravesar las tierras altas con su almuerzo, llevando quizá un sombrero de ala ancha atado con una cinta roja bajo la barbilla.
Ella no había sido educada para convertirse en la mujer de un granjero; y no era más que una niña, como había dicho el anciano pastor. No tendría que trabajar como las esposas de otros hombres; se vestiría como una dama y los domingos, en la iglesia, llevaría hermosos sombreros y seguiría siendo, como hasta ahora, la belleza del vecindario.
Entretanto, él trabajaría en la granja como nunca lo había hecho, aprovechando todas las oportunidades, negociando con astucia, evitando gastar en él, ahorrando cada penique para darle a ella todos los caprichos... Y, mientras atravesaba el pueblo con sus grandes zancadas, parecía vislumbrar una mejoría en las perspectivas generales, una disminución de la fiebre especuladora en el comercio de las ovejas, el fin de aquel insensato exceso de oferta que saturaba, año tras año, los grandes mercados de invierno en todo el norte, un descenso de la competencia extranjera seguido de una firme reactivación del precio del ganado de engorde... un período de prosperidad futura para el granjero, por fin... Y los años venideros parecían abrirse ante él, y extenderse como una llanura resplandeciente y lejana por la que los dos, cogidos de la mano, estaban llamados a viajar juntos...
Y entonces, de repente, cuando sus pesadas botas resonaron sobre el empedrado del patio, recordó con brutal determinación a su madre, y la tormentosa lucha que le aguardaba.
Esperó hasta que terminaron de cenar y su madre fue a sentarse junto al fuego, en su rincón habitual. Durante algunos minutos, estuvo pensando el mejor modo de darle la noticia De pronto la miró: la labor de punto yacía en su regazo, y estaba muy encorvada en la silla, dando cabezadas. Con la luz parpadeante de los leños, parecía exhausta y derrotada; y él sintió una punzada de incómodo remordimiento. Entonces se acordó de la expresión lastimera y atormentada de los ojos de la muchacha, y de las palabras del anciano cuando se habían despedido en la puerta del cercado, y exclamó:
-Después de todo, tendré que casarme con Rosa Blencarn.
Su madre se sobresaltó y, cerrando momentáneamente los ojos, dijo:
-Estaba descabezando un sueño. ¿Qué has dicho, Tony?
Él vaciló unos instantes, frunciendo la frente hasta formar unos pliegues gruesos y acentuados y jugueteando ruidosamente con su taza de té.
-Después de todo, tendré que casarme con Rosa Blencarn.
La anciana se puso en pie con dificultad y, alejándose del fuego, se dirigió hacia él.
-Tal vez no te haya oído bien, Tony.
Habló muy deprisa y, aunque estaba bastante cerca de su hijo, agarrando con una mano el respaldo de su silla para no perder el equilibrio, su voz sonaba apagada, casi remota.
-Levanta los ojos. Mírame -le ordenó con furia.
Él obedeció malhumorado.
-Vamos, continúa. ¿Qué pretendes decir, Tony?
-Lo que he dicho -repuso obstinadamente, apartando su mirada.
-¿Qué significa eso de que tienes que casarte con ella?
-Ya se lo he dicho, madre -repitió en voz baja.
-¿Quieres decir que has dejado a esa muchacha en situación comprometida?
Él no respondió; se quedó contemplando estúpidamente el suelo.
-Mírame y contesta -le exigió la anciana, agarrando su hombro y zarandeándole.
Anthony levantó el rostro lentamente y encontró su mirada.
-Sí, eso es lo que ocurre -replicó.
-No puede ser cierto. ¡No es más que una desvergonzada treta! -gritó ella.
-Claro que es cierto -exclamó él con parsimonia.
-¿Serías capaz de jurarlo? -preguntó, triunfalmente.
Anthony hizo una pequeña pausa, y luego dijo imperturbable:
-Sí, lo juraré ahora mismo. Coja el libro Sagrado, madre.
Ella levantó la vieja y pesada Biblia de la repisa de la chimenea y la dejó en la mesa, delante de él. Anthony colocó su vigoroso puño sobre ella.
-Repite -continuó la anciana con un incontenible temblor-, le juro, madre, que he dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y que el Señor me ayude.
-Le juro, madre, que he dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y que el Señor me ayude -repitió tras ella.
-Besa el Libro Sagrado -le ordenó la anciana.
Él se llevó la Biblia a los labios. Cuando volvió a dejarla en la mesa, exclamó con una carcajada:
-¿Está satisfecha ahora?
Ella regresó al rincón de la chimenea sin decir una palabra. Los leños del hogar silbaban y crepitaban. En el exterior, el viento arreciaba en medio de la oscuridad, ululando entre los abetos y por delante de las ventanas.
Al cabo de bastante tiempo, él pareció salir de su ensimismamiento y, sacando tranquilamente su pipa del bolsillo, empezó a deshacer muy despacio, en la palma de la mano, unas hebras de tabaco negro.
-La boda será el domingo -dijo sin rodeos.
Ella no respondió.
Anthony la miro.
Tenía apretadas las comisuras de los labios, y una expresión rígida y extraña en el rostro. Le recordó a una estatua de piedra.
-No se encuentra mal, ¿verdad, madre? -preguntó.
Ella movió gravemente la cabeza; luego, cojeando por la estancia, empezó a decir con voz chillona y destemplada:
-Hablaste un día de arrendar una granja en Scarsdale, pero será mejor que sigas aquí. No te estorbaré. Puedes quedarte con el dormitorio grande que da a la fachada, y yo me trasladaré al de tu tío Jake. Ya sabes que esa muchacha nunca me gustó, pero la trataré bien, aunque se me revuelva la sangre. Será bienvenida en esta casa, y no le faltará mi apoyo; tal vez acabe encontrando algo bueno en ella. Pero de ahora en adelante, Tony, no serás hijo mío. Has cometido una indignidad, me has tendido una trampa... sí, una trampa, ésa es la palabra Has llenado de vergüenza y amargura a tu madre, una pobre anciana. Has hecho que tu mera presencia sea despreciable para mí. Puedes quedarte aquí, pero no tocarás jamás un penique de mi dinero; se lo dejaré todo a tu hijo, o a los hijos de tu hijo. Sí -prosiguió, elevando la voz-, sí, al final te has salido con la tuya, y quizá te creas muy listo. Pero llegará el día en que te arrepientas de esto, cuando tu arrepentimiento no sea más que polvo y cenizas. El Señor te castigará, Tony, te castigará como te mereces. Aprenderás que, cuando un matrimonio empieza en pecado, sólo puede terminar del mismo modo. Sí -exclamó al llegar a la puerta, levantando proféticamente su esquelética mano-, sí, cuando yo haya muerto, recordarás las palabras del apóstol: «Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán»*.
Y salió de la estancia dando un portazo.


* Raza de gallinas ponedoras.

* Romanos 2,12.

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