BLOOD

william hill

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jueves, 8 de diciembre de 2011

RIMA XXXVIII BECQUER


BECQUER


RIMA XXXVIII
Los suspiros son aire y van al aire.
Las lágrimas son agua y van al mar.
Dime, mujer, cuando el amor se olvida,
¿sabes tú adónde va?

LA VENTA DE LOS GATOS


BECQUER




LA VENTA DE LOS GATOS
I
En Sevilla, y en mitad del camino que se dirige al convento de San Jerónimo desde la puerta de la
Macarena, hay entre otros ventorrillos célebres uno que, por el lugar en que está colocado y las
circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya no lo es, el más neto y
característico de todos los ventorrillos andaluces.
Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas rojizas las unas,
verdinegras las otras, y entre las cuales crecen un sinfín de jaramagos y matas de reseda. Un
cobertizo de madera baña en sombra el dintel de la puerta, a cuyos lados hay dos poyos de ladrillo
y argamasa. Empotradas en el muro que rompen varios ventanillos abiertos a capricho para dar luz
al interior, y de los cuales unos son más bajos y otros más altos, éste en forma cuadrangular, aquél
imitando un ajimez o una claraboya, se ven de trecho en trecho algunas estacas y anillas de hierro
que sirven para atar las caballerías. Una parra añosísima, que retuerce sus negruzcos troncos por
entre la armazón de maderos que la sostienen, vistiéndolos de pámpanos y hojas verdes y anchas,
cubre como un dosel al estrado, el cual lo componen tres bancos de pino, media docena de sillas de
anea desvencijadas y hasta seis o siete mesas cojas y hechas de tablas mal unidas.
Por uno de los costados de la casa sube una madreselva, agarrándose a las grietas de las paredes,
hasta llegar al tejado, de cuyo alero penden algunas guías que se mecen con el aire, semejando
flotantes pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizo, señalando los límites de
un pequeño jardín que parece una canastilla de juncos rebosando de flores. Las copas de dos
corpulentos árboles que se levantan a espaldas del ventorrillo forman el fondo oscuro sobre el cual
se destacan sus blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las huertas, llenos
de pitas y zarzamoras, los retamares que crecen a la orilla del agua, y el Guadalquivir que se aleja
arrastrando con lentitud su torcida corriente por entre aquellas agrestes márgenes hasta llegar al pie
del antiguo convento de San Jerónimo, el cual se asoma por cima de los espesos olivares que lo
rodean y dibuja por oscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul y transparente.
Figuraos este paisaje animado por una multitud de figuras de hombres, mujeres, chiquillos y
animales, formando grupos a cual más pintorescos y característicos; aquí el ventero, rechoncho y
coloradote, sentado al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un
cigarrillo y con el papel en la boca; allí, un regatón de la Macarena que canta entornando los ojos y
acompañándose con una guitarrilla mientras otros le llevan el compás con las palmas o golpeando
las mesas con los vasos; más allá, una turba de muchachas, con sus pañuelos de espumilla de mil
colores y toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y hablan
a voces en tanto que impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles, y los mozos del
ventorrillo que van y vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas, y las bandas de gentes
del pueblo que hormiguean en el camino; dos borrachos que disputan con un majo que requiebra al
pasar a una buena moza, un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral,
un perro que ladra a los chiquillos que le hostigan con palos y piedras, el aceite que hierve y salta
en la sartén donde fríen el pescado, el chascar de los látigos de los caleseros que llegan levantando
una nube de polvo, ruido de cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras y
golpes en las mesas, y palmadas y estallidos de jarros que se rompen, y mil y mil rumores extraños
y discordes que forman una alegre algarabía imposible de describir. Figuraos todo esto en una
tarde templada y serena, en la tarde de uno de los días más hermosos de Andalucía, donde tan
hermosos son siempre, y tendréis una idea del espectáculo que se ofreció a mis ojos la primera vez
que, guiado por su fama, fui a visitar aquel célebre ventorrillo.
De esto hace ya muchos años, diez o doce lo menos. Yo estaba allí como fuera de mi centro
natural. Comenzando por mi traje y acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi
persona disonaba en aquel cuadro de franca y bulliciosa alegría. Parecióme que las gentes, al pasar,
volvían la cara a mirarme con el desagrado que se mira a un importuno.
No queriendo llamar la atención ni que mi presencia se hiciese objeto de burlas más o menos
embozadas, me senté a un lado de la puerta del ventorrillo, pedí algo de beber, que no bebí y,
cuando todos se olvidaron de mi extraña aparición, saqué un papel de la cartera de dibujo que
llevaba conmigo, afilé un lápiz y comencé a buscar con la vista un tipo característico para copiarle
y conservarle como un recuerdo de aquella escena y de aquel día.
Desde luego, mis ojos se fijaron en una de las muchachas que formaban un alegre corro alrededor
del columpio. Era alta, delgada, levemente morena, con unos ojos adormidos, grandes y negros, y
un pelo más negro que los ojos. Mientras yo hacía el dibujo, un grupo de hombres, entre los cuales
había uno que rasgueaba la guitarra con mucho aire, entonaba a coro cantares alusivos a las
prendas personales, los secretillos de amor, las inclinaciones o las historias de celos y desdenes de
las muchachas que se entretenían alrededor del columpio, cantares a los que a su vez respondían
éstas con otros no menos graciosos, picantes y ligeros.
La muchacha morena, esbelta y decidora, que había escogido por modelo, llevaba la voz entre las
mujeres y componía las coplas y las decía acompañada del ruido de las palmas y las risas de sus
compañeras, mientras que el tocador parecía ser el jefe de los mozos y el que entre todos ellos
despuntaba por su gracia y su desenfadado ingenio.
Por mi parte, no necesité mucho tiempo para conocer que entre ambos existía algún sentimiento de
afección, que se re velaba en sus cantares, llenos de alusiones transparentes y frases enamoradas
Cuando terminé mi obra, comenzaba a hacerse noche. Ya en la torre de la catedral se habían
encendido los dos faroles del retablo de las campanas, y sus luces parecían los ojos de fuego de
aquel gigante de argamasa y ladrillo que domina toda la ciudad. Los grupos se iban disolviendo
poco a poco y perdiéndose a lo largo del camino entre la bruma del crepúsculo plateada por la luna
que empezaba a dibujarse sobre el fondo violado y oscuro del cielo. Las muchachas se alejaban
juntas y cantando, y sus voces argentinas se debilitaban gradualmente hasta confundirse con los
otros rumores indistintos y lejanos que temblaban en el aire. Todo acababa a la vez: el día, el
bullicio, la animación y la fiesta, y de todo no quedaba sino un eco en el oído, y en el alma, como
una vibración suavísima, como un dulce sopor parecido al que se experimenta al despertar de un
sueño agradable.
Luego que hubieron desaparecido las últimas personas, doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera,
llamé con una palmada al mozo, pagué el pequeño gasto que había hecho y ya me disponía a
alejarme, cuando sentí que me detenían suavemente por el brazo. Era el muchacho de la guitarra
que ya noté antes y que mientras dibujaba me miraba mucho y con cierto aire de curiosidad, pero
que no había reparado que, después de concluida la broma, se acercó disimuladamente hasta el
sitio en que me encontraba con objeto de ver qué hacía yo mirando con tanta insistencia a la mujer
por quien él parecía interesarse.
Señorito -me dijo, con un acento que él procuró suavizar todo lo posible-, voy a pedirle un favor.
-¡Un favor! -exclamé yo sin comprender cuáles podrían ser sus pretensiones-. Diga usted que, si
está en mi mano, es cosa hecha.
-¿Me quiere usted dar esa pintura que ha hecho?
Al oír sus últimas palabras no pude por menos de quedarme un rato perplejo. Extrañaba, por una
parte, la petición, que no dejaba de ser bastante extraña, y por otra, el tono, que no podía decirse a
punto fijo si era de amenaza o de súplica. Él hubo de comprender mi duda, y se apresuró en el
momento a añadir:
-Se lo pido a usted por la salud de su madre, por la mujer que más quiera en este mundo, si quiere
a alguna. Pídame usted en cambio todo lo que yo pueda hacer en mi pobreza.
No supe qué contestar para eludir el compromiso. Casi, casi hubiera preferido que viniese en son
de quimera, a trueque de conservar el bosquejo de aquella mujer, cuya vista tanto me había
impresionado; pero, sea sorpresa del momento, sea que yo a nada sé decir no, ello es que abrí mi
cartera, saqué el papel y se lo alargué sin decir una palabra.
Referir las frases de agradecimiento del muchacho, sus exclamaciones al mirar nuevamente el
dibujo a la luz del reverbero de la venta, el cuidado con que lo dobló para guardárselo en la faja,
los ofrecimientos que me hizo y las alabanzas hiperbólicas con que ponderó la suerte de haber
encontrado lo que él llamaba un señorito templao y neto, sería tarea dificilísima, por no decir
imposible. Sólo diré que como entre unas y otras se había hecho completamente de noche, que
quise que no, se empeñó en acompañarme hasta la puerta de la Macarena, y tanto dio en ello que
por fin me determiné a que emprendiésemos el camino juntos. El camino es bien corto; pero
mientras duró encontró forma de contarme del pe al pa toda la historia de sus amores.
La venta donde había tenido lugar la función era de su padre, el cual le tenía prometido, para
cuando se casase, una huerta que lindaba con la casa y que también le pertenecía. En cuanto a la
muchacha objeto de su cariño, que me pintó con los más vivos colores y las frases más pintorescas,
me dijo que se llamaba Amparo, que se había criado en su casa desde muy pequeñita y se ignoraba
quiénes fuesen sus padres. Todo esto y cien otros detalles de más escaso interés me refirió durante
el camino. Cuando llegamos a las puertas de la ciudad, me dio un fuerte apretón de manos, tornó a
ofrecérseme y se marchó entonando un cantar cuyos ecos se dilataban a lo lejos en el silencio de la
noche. Yo permanecí un rato viéndole ir. Su felicidad parecía contagiosa y me sentía alegre, con
una alegría extraña y sin nombre, con una alegría, por decirlo así, de reflejo. Él siguió cantando a
más no poder. Uno de sus cantares decía así:
Compañerillo del alma,
mira qué bonita era:
que se parecía a la Virgen
de Consolación de Utrera.
Cuando su voz comenzaba a perderse, oí en las ráfagas de la brisa otra delgada y vibrante que
sonaba más lejos aún. Era ella, que le aguardaba impaciente...
Pocos días después abandoné a Sevilla, y pasaron muchos años sin que volviese a ella, y olvidé
muchas cosas que allí me habían sucedido; pero el recuerdo de tanta y tan ignorada y tranquila
felicidad no se me borró nunca de la memoria.
II
Como he dicho, transcurrieron muchos años después que abandoné a Sevilla, sin que olvidase del
todo aquella tarde, cuyo recuerdo pasaba algunas veces por mi imaginación como una brisa
bienhechora que refresca el ardor de la frente.
Cuando el azar me condujo de nuevo a la ciudad que los poetas en su hiperbólico lenguaje llaman
Reina de la Andalucía, una de las cosas que más vivamente me impresionaron fue sin duda la
completa transformación que había sufrido en el espacio de tiempo que duró mi ausencia. Yo dejé
una Sevilla y encontraba otra muy diferente. Yo dejé una ciudad grande, hermosa sin afectación,
tal vez con abandono, llena de un encanto propio, con un aspecto y una fisonomía originales y
característicos, y la hallé tan mudada que sólo puedo comparar el efecto que me hizo al verla con
el que experimentaría un entusiasta de nuestras costumbres y nuestros trajes típicos al tropezar una
cigarrera del barrio de Triana con una crinolina a la emperatriz, un sombrero de tope alto y el pelo
a la Fuoco. Tan extraño, tan antiarmónico, y perdóneme la civilización, encontré la mezcla de
carácter andaluz y barniz francés que veía en todo lo que me rodeaba.
Visité los edificios más notables; torné a vagar y a perderme entre las revueltas del antiguo barrio
de Santa Cruz; en el curso de mis paseos extrañé muchas cosas nuevas que se han levantado no sé
cómo; eché de menos muchas cosas viejas que han desaparecido, no sé por qué y, por último, me
dirigí a la orilla del río. La orilla del río ha sido siempre en Sevilla el lugar predilecto de mis
excursiones.
Después que hube admirado el magnífico panorama que ofrece en el punto por donde une sus
opuestas márgenes el puente de hierro; después que hube recorrido con la mirada absorta los mil
detalles a cual más pintorescos de sus curvas riberas, bordadas de jardines, palacios y blancos
caseríos; después que pasé revista a los innumerables buques surtos en sus aguas, que desplegaban
al aire los ligeros gallardetes de mil colores, y oí el confuso hervidero del muelle, donde todo
respira actividad y movimiento, remontando con la imaginación la corriente del río, me trasladé
hasta San Jerónimo.
Me acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado y luminoso, en que la vegetación de Andalucía
despliega sin aliño sus galas naturales. Como si hubiera ido en un bote, corriente arriba, vi desfilar
otra vez, con ayuda de la memoria, por un lado, la Cartuja con sus arboledas y sus altas y delgadas
torres, por el otro, el barrio de los Humeros, los antiguos murallones de la ciudad, mitad árabes,
mitad romanos, las huertas con sus vallados cubiertos de zarzas, y las norias que sombrean algunos
árboles aislados y corpulentos y, por último, San Jerónimo.
Al llegar aquí, con la imaginación, se me representaron con más viveza que nunca los recuerdos
que aún conservaba de la famosa venta y me figuré que asistía de nuevo a aquellas fiestas
populares y oía cantar a las muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los corrillos de gentes
del pueblo vagar por los prados, merendar unos, disputar los otros, reír éstos, bailar aquéllos, y
todos agitarse rebosando juventud, animación o alegría. Allí estaba ella, rodeada de sus hijos, lejos
ya del grupo de las mozuelas que reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho de su
felicidad, mirando con ternura, reunidas a su alrededor y felices a todas las personas que más
amaba en el mundo: su mujer, sus hijos, su padre, que estaba entonces como hacía diez años
sentado a la puerta de su venta, liando impasible su cigarrillo de papel sin más variación que tener
blanca como la nieve la cabeza que era gris.
Un amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que estuve abstraído
con estas ideas durante algunos minutos, me sacudió al fin del brazo, preguntándome:
-¿En qué piensas?
-Pensaba -le contesté- en la Venta de los Gatos y revolvía aquí dentro de la imaginación todos los
agradables recuerdos que guardo de una tarde que estuve en San Jerónimo... En este instante
concluía una historia que dejé empezada allí, y la concluía tan a mi gusto que creo no puede tener
otro final que el que yo le he hecho. Y a propósito de la Venta de los Gatos -proseguí,
dirigiéndome a mi amigo-, ¿cuándo nos vamos allá una tarde a merendar y a tener un rato de
jarana?
-¡Un rato de jarana! -exclamó mi interlocutor con una expresión de asombro que yo no acertaba a
explicarme entonces-. ¡Un rato de jarana! ¡Pues digo que el sitio es aparente para el caso!
-¿Y por qué no? -le repliqué admirándome a mi vez de sus admiraciones.
-La razón es muy sencilla -me dijo, por último-, porque a cien pasos de la venta han hecho el
nuevo cementerio.
Entonces fui yo quien lo miró con ojos asombrados y permanecí algunos instantes en silencio antes
de añadir una sola palabra.
Volvimos a la ciudad, y pasó aquel día, y pasaron algunos otros más, sin que yo pudiese desechar
del todo la impresión que me había causado una noticia tan inesperada. Por más vueltas que le
daba, mi historia de la muchacha morena no tenía ya fin, pues el inventado no podía concebirlo,
antojándoseme inverosímil un cuadro de felicidad y alegría con un cementerio por fondo.
Una tarde, resuelto a salir de dudas, pretexté una ligera indisposición para no acompañar a mi
amigo en nuestros acostumbrados paseos, y emprendí solo el camino de la venta. Cuando dejé a
mis espaldas la Macarena y su pintoresco arrabal y comencé a cruzar por un estrecho sendero
aquel laberinto de huertas, ya me parecía advertir algo de extraño en cuanto me rodeaba.
Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la disposición de mi ánimo me
inclinaba a las ideas melancólicas, lo cierto es que sentí frío y tristeza y noté un silencio que me
recordaba la completa soledad, como el sueño recuerda la muerte.
Anduve un rato sin detenerme, acabé de cruzar las huertas para abreviar la distancia y entré en el
camino de San Lázaro, desde donde ya se divisa en lontananza el convento de San Jerónimo.
Tal vez será una ilusión; pero a mí me parece que por el camino que pasan los muertos hasta los
árboles y las hierbas toman al cabo un color diferente. Por lo menos allí se me antojó que faltaban
tonos calurosos y armónicos, frescura en la arboleda, ambiente en el espacio y luz en el terreno. El
paisaje era monótono; las figuras, negras y aisladas. Por aquí, un carro que marchaba
pausadamente, cubierto de luto, sin levantar polvo, sin chasquido de látigo, sin algazara, sin
movimiento casi; más allá, un hombre de mala catadura con un azadón en el hombro, o un
sacerdote con su hábito talar y oscuro o un grupo de ancianos mal vestidos y de aspecto
repugnante, con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja y los
ojos fijos en la tierra.
Yo me creía transportado no sé adónde, pues todo lo que veía me recordaba un paisaje cuyos
contornos eran los mismos de siempre, pero cuyos colores se habían borrado por decirlo así, no
quedando de ellos sino una media tinta dudosa. La impresión que experimentaba sólo puede
compararse a la que sentimos en esos sueños en que, por un fenómeno inexplicable, las cosas son y
no son a la vez y los sitios en que creemos hallarnos se transforman en parte de una manera
estrambótica e imposible
Por último llegué al ventorrillo. Lo recordé más por el rótulo, que aún conserva escrito con
grandes letras en una de sus paredes, que por nada, pues en cuanto al caserío, se me figuró que
hasta había cambiado de forma y proporciones. Desde luego, puedo asegurar que estaba mucho
más ruinoso, abandonado y triste. La sombra del cementerio, que se alzaba en el fondo, parecía
extenderse hasta él, envolviéndole en su oscura proyección como en un sudario.
El ventero estaba solo, completamente solo. Conocí que era el mismo de hacía diez años, y lo
conocí no sé por qué pues, en este tiempo, había envejecido hasta el punto de aparentar un viejo
decrépito y moribundo, mientras que cuando le vi no representaba apenas cincuenta, y rebosaba
salud, satisfacción y vida.
Sentéme en una de las desiertas mesas, pedí algo de beber, que me lo sirvió el ventero, y de una en
otra palabra suelta vinimos al cabo a entrar en una conversación tirada acerca de la historia de
amores cuyo último capítulo ignoraba aún, aunque había intentado adivinarlo varias veces.
-Todo -me dijo el pobre viejo-, todo parece que se ha conjurado contra nosotros desde la época que
usted me recuerda. Ya lo sabe usted: Amparo era la niña de nuestros ojos; se había criado aquí
desde que nació, casi; era la alegría de la casa. Nunca pudo echar de menos el suyo, porque yo la
quería como un padre. Mi hijo se acostumbró también a quererla desde niño, primero como un
hermano; después, con un cariño más grande todavía. Ya estaban en vísperas de casarse Yo les
había ofrecido lo mejor de mi poca hacienda, pues con el producto de mi tráfico me parecía tener
más que suficiente para vivir con desahogo, cuando no sé qué diablo malo tuvo envidia de nuestra
felicidad y la deshizo en un momento. Primero comenzó a susurrarse que iban a colocar un
cementerio por esta parte de San Jerónimo: unos decían que más acá, otros que más allá; y
mientras todos estábamos inquietos y temerosos, temblando de que se realizase este proyecto, una
desgracia mayor y más cierta cayó sobre nosotros.
»Un día llegaron aquí en carruaje dos señores. Me hicieron mil y mil preguntas acerca de Amparo,
a la cual saqué yo cuando pequeña de la Casa de Expósitos; me pidieron los envoltorios con que la
abandonaron y que yo conservaba, resultando al fin que Amparo era hija de un señor muy rico, el
cual trabajó con la justicia para arrancárnosla. Y trabajó tanto que logró conseguirlo. No quiero
recordar siquiera el día que se la llevaron. Ella lloraba como una Magdalena, mi hijo quería hacer
una locura, yo estaba como atontado sin comprender lo que me sucedía. ¡Se fue! Es decir, no se
fue, porque nos quería mucho para irse; se la llevaron, y una maldición cayó sobre esta casa. Mi
hijo, después de un arrebato de desesperación espantosa, cayó como en un letargo. Yo no sé decir
qué me pasó. Creí que se me había acabado el mundo.
»Mientras esto sucedía, comenzóse a levantar el cementerio. La gente huyó de estos contornos. Se
acabaron las fiestas, los cantares y la música, y se acabó toda la alegría de estos campos, como se
había acabado toda la de nuestras almas. Y Amparo no era más feliz que nosotros. Criada aquí, al
aire libre, entre el bullicio y la animación de la venta, educada para ser dichosa en la pobreza, la
sacaron de esta vida y se secó como se secan las flores arrancadas de un huerto para llevarlas a un
estrado. Mi hijo hizo esfuerzos increíbles por verla otra vez, para hablarla un momento. Todo fue
inútil; su familia no quería. Al cabo la vio, pero la vio muerta; por aquí pasó su entierro. Yo no
sabía nada, y no sé por qué me eché a llorar cuando vi el ataúd. El corazón, que es muy leal, me
decía a voces: «Esa es joven como Amparo. Como ella, sería también hermosa. ¿Quién sabe si
será?» Y era. Mi hijo siguió el entierro, entró en el patio y, al abrirse la caja, dio un grito, cayó sin
sentido en tierra y así me lo trajeron. Después se volvió loco y loco está».
Cuando el pobre viejo llegaba a este punto de su narración, entraron en la venta dos enterradores
de siniestra figura y aspecto repugnante. Acabada su tarea, venían a echar un trago «a la salud de
los muertos», como dijo uno de ellos acompañando el chiste con una estúpida sonrisa. El ventero
se enjugó una lágrima con el dorso de la mano y fue a servirles.
La noche comenzaba a cerrar, oscura y tristísima. El cielo estaba negro, y el campo, lo mismo. De
los brazos de los árboles pendía aún, medio podrida, la soga del columpio agitada por el aire. Me
pareció la cuerda de una horca oscilando aun después de haber descolgado un reo. Sólo llegaban a
mis oídos algunos rumores confusos: el ladrido lejano de los perros de las huertas, el chirrido de
una noria, largo, quejumbroso y agudo como un lamento, las palabras sueltas y horribles de los
sepultureros, que concertaban en voz baja un robo sacrílego. No sé. En mi memoria no ha
quedado, lo mismo de esta escena fantástica de desolación que de la otra escena de alegría, más
que un recuerdo confuso, imposible de reproducir. Lo que me parece escuchar tal como lo escuché
entonces es este cantar que entonó una voz plañidera, turbando de repente el silencio de aquellos
lugares.
El carrito de los muertos
pasó por aquí,
como llevaba la manita fuera
yo la conocí.
Era el pobre muchacho que estaba encerrado en una de las habitaciones de la venta, donde pasaba
los días contemplando inmóvil el retrato de su amante, sin pronunciar una palabra, sin comer
apenas, sin llorar, sin que se abriesen sus labios más que para cantar esa copla tan sencilla y tan
tierna, que encierra un poema de dolor que yo aprendí a descifrar entonces.
El Contemporáneo
28 y 29 de noviembre, 1862

LA CREACION POEMA INDIO


BECKER


LA CREACION
POEMA INDIO
I
Los aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el rayo, y sobre
las llanuras que se extienden a sus pies flotan nubes de ópalo que derraman sobre las flores un
rocío de perlas.
Sobre la onda pura del Ganges se mece la simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda su víctima
el cocodrilo, verde como las hojas de las plantas acuáticas que lo esconden a los ojos del viajero.
En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas ofrecen un pabellón al cansado
peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan desde el sueño a la muerte.
El amor es un caos de luz y de tinieblas; la mujer, una amalgama de perjurios y ternura; el hombre,
un abismo de grandeza y pequeñez; la vida, en fin, puede compararse a una larga cadena con
eslabones de hierro y de oro.
II
El mundo es un absurdo animado que rueda en el vacío para asombro de sus habitantes.
No busquéis su explicación en los Vedas, testimonios de las locuras de nuestros mayores, ni en los
Puranas, donde, vestidos con las deslumbradoras galas de la poesía, se acumulan disparates sobre
disparates acerca de su origen.
Oíd la historia de la creación tal como fue revelada a un piadoso brahmín, después de pasar tres
meses en ayunas, inmóvil en la contemplación de sí mismo y con los índices levantados hacia el
firmamento.
III
Brahma es el punto de la circunferencia: de él parte y a él converge todo. No tuvo principio ni
tendrá fin.
Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo, Maya flotaba a su alrededor como una niebla
confusa pues, absorto en la contemplación de sí mismo, aún no la había fecundado con sus deseos.
Como todo cansa, Brahma se cansó de contemplarse, y levantó los ojos en una de sus cuatro caras
y se encontró consigo mismo, y abrió airado los de otra y tornó a verse, porque él lo ocupaba todo,
y todo era él.
La mujer hermosa, cuando pule el acero y contempla su imagen, se deleita en sí misma: pero al
cabo busca otros ojos donde fijar los suyos, y si no los encuentra, se aburre.
Brahma no es vano como la mujer, porque es perfecto. Figuraos si se aburriría de hallarse solo,
solo en medio de la eternidad y con cuatro pares de ojos para verse.
IV
Brahma deseó por primera vez y su deseo, fecundando la creadora Maya que lo envolvía, hizo
brotar de su seno millones de puntos de luz, semejantes a esos átomos microscópicos y encendidos
que nadan en el rayo del sol que penetra por entre la copa de los árboles.
Aquel polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse produjo miríadas de seres, destinados a entonar
himnos de gloria a su creador.
Los gandharvas, o cantores celestes, con sus rostros hermosísimos, sus alas de mil colores, sus
carcajadas sonoras y sus juegos infantiles, arrancaron a Brahma la primera sonrisa, y de ella brotó
el Edén. El Edén con sus ocho círculos, las tortugas y los elefantes que los sostienen, y su
santuario en la cúspide.
V
Los chiquillos fueron siempre chiquillos: bulliciosos, traviesos e incorregibles, comienzan por
hacer gracia; una hora después aturden y concluyen por fastidiar. Una cosa muy parecida debió de
acontecerle a Brahma cuando, apeándose del gigantesco cisne que como un corcel de nieve lo
paseaba por el cielo, dejó aquella turbamulta de gandharvas en los círculos inferiores y se retiró al
fondo de su santuario.
Allí donde no llega ni un eco perdido, ni se percibe el rumor más leve, donde reina el augusto
silencio de la soledad y su profunda calma convida a las meditaciones, Brahma, buscando una
distracción con que matar su eterno fastidio, después de cerrar la puerta con dos vueltas de llave,
entregóse a la alquimia.
VI
Los sabios de la tierra, que pasan su vida encorvados sobre antiguos pergaminos, que se rodean de
mil objetos misteriosos y conocen las extrañas propiedades de las piedras preciosas, los metales y
las palabras cabalísticas, hacen, por medio de esta ciencia, transformaciones increíbles. El carbón
lo convierten en diamante, la arcilla en oro; descomponen el agua y el aire, analizan la llama y
arrancan al fuego el secreto de la vitalidad y la luz.
Si todo esto consigue un mortal miserable con el reflejo de su saber, figuraos por un instante lo que
haría Brahma, que es el principio de toda ciencia. De un golpe creó los cuatro elementos y creó
también a sus guardianes: Agnis, que es el espíritu de las llamas; Vajous, que aúlla montado en el
huracán; Varunas, que se revuelve en los abismos del océano, y Prithivi, que conoce todas las
cavernas subterráneas de los mundos y vive en el seno de la creación.
Después encerró en redomas transparentes y de una materia nunca vista gérmenes de cosas
inmateriales e intangibles, pasiones, deseos, facultades, virtudes, principios de dolor y de gozo, de
muerte y de vida, de bien y de mal. Y todo lo subdividió en especies y lo clasificó con diligencia
exquisita, poniéndole un rótulo escrito a cada una de las redomas.
VIII
La turba de rapaces, que ensordecía en tanto con sus voces y sus ruidosos juegos los círculos
inferiores del Paraíso, echó de ver la falta de su señor. «¿Dónde estará?», exclamaban los unos.
«¿Qué hará?», decían entre sí los otros; y no eran parte a disminuir el afán de los curiosos las
columnas de negro humo que veían salir en espirales inmensas del laboratorio de Brahma, ni los
globos de fuego que desde el mismo punto se lanzaban volteando al vacío, y allí giraban como en
una ronda luminosa y magnífica.
La imaginación de los muchachos es un corcel y la curiosidad, la espuela que lo aguijonea y lo
arrastra a través de los proyectos más imposibles. Movidos por ella, los microscópicos cantores
comenzaron a trepar por las piernas de los elefantes que sustentan los círculos del cielo, y de uno
en otro se encaramaron hasta el misterioso recinto donde Brahma permanecía aún absorto en sus
especulaciones científicas. Una vez en la cúspide, los más atrevidos se agruparon alrededor de la
puerta, y uno por el ojo de la llave y otros por entre las rendijas y claros de los mal unidos tableros,
penetraron con la mirada en el inmenso laboratorio objeto de su curiosidad.
El espectáculo que se ofreció a sus ojos no pudo menos de sorprenderles.
Allí había diseminadas, sin orden ni concierto, vasijas y redomas colosales de todas hechuras y
colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros y fragmentos de lunas yacían confundidos con
hombres a medio modelar, proyectos de animales monstruosos sin concluir, pergaminos oscuros,
libros en folio e instrumentos extraños. Las paredes estaban llenas de figuras geométricas, signos
cabalísticos y fórmulas mágicas, y en medio del aposento, en una gigantesca marmita colocada
sobre una lumbre inextinguible, hervían con un ruido sordo mil y mil ingredientes sin nombre, de
cuya sabia combinación habían de resultar las creaciones perfectas.
XI
Brahma, a quien apenas bastaban sus ocho brazos y sus dieciséis manos para tapar y destapar
vasijas, agitar líquidos y remover mixturas, tomaba algunas veces un gran canuto, a manera de
cerbatana, y así como los chiquillos hacen pompas de jabón valiéndose de las cañas del trigo seco,
lo sumergía en el licor, se inclinaba después sobre los abismos del cielo y soplando en la una
punta, aparecía en la otra un globo candente que, al lanzarse, comenzaba a girar sobre sí mismo y
al compás de los otros que ya flotaban en el espacio.
XII
Inclinado sobre el abismo sin fondo, el creador les seguía con una mirada satisfecha, y aquellos
mundos luminosos y perfectos, poblados de seres felices y hermosísimos sobre toda ponderación,
que son esos astros que, semejantes a los soles, vemos aún en las noches serenas, entonaban un
himno de alegría a su dios, girando sobre sus ejes de diamante y oro con una cadencia majestuosa
y solemne.
Los pequeñuelos gandharvas, sin atreverse ni aun a respirar, se miraban espantados entre sí, llenos
de estupor y miedo ante aquel espectáculo grandioso.
XIII
Cansóse Brahma de hacer experimentos y, abandonando el laboratorio no sin haberle echado, al
salir, la llave, y guardándola en el bolsillo, tornó a montar sobre su cisne con objeto de tomar el
aire. Pero, ¡cuál no sería su preocupación cuando él, que todo lo ve y todo lo sabe, no advirtió que,
abstraído en sus ideas, había echado la llave en falso! No le pasó lo mismo a la inquieta turba de
rapaces que advirtiendo el descuido, le siguieron a larga distancia con la vista y, cuando se
creyeron solos, uno empuja poquito a poco la puerta, éste asoma la cabeza, aquél adelanta un pie,
acabaron por invadir el laboratorio, tardando muy poco en encontrarse en él como en su casa.
XIV
Pintar la escena que entonces se verificó en aquel recinto sería imposible.
Primeramente examinaron todos los objetos con el mayor asombro; luego se atrevieron a tocarlos,
y al fin terminaron por no dejar títere con cabeza. Echaron pergaminos en la lumbre para que
sirvieran de pasto a las llamas; destaparon las redomas, no sin quebrar algunas; removieron las
vasijas, derramando su contenido, y después de oler, probar y revolverlo todo, los unos se colgaron
de los soles y estrellas aún no concluidos y pendientes de las bóvedas para secarse; los otros se
subían por las osamentas de los gigantescos animales cuyas formas no habían agradado al señor. Y
arrancaron las hojas de los libros para hacer mitras de papel, y se colocaron los compases entre las
piernas a guisa de caballo, y rompieron las varas de virtudes misteriosas, alanceándose con ellas.
Por último, cansados de enredar, decidieron hacer un mundo tal y como lo habían visto hacer.
XV
Aquí comenzó el gran bullicio, la confusión y las carcajadas. La marmita estaba candente. Llegó el
uno, vertió un líquido en ella y se levantó una columna de humo. Luego vino otro, arrojó sobre
aquel un elixir misterioso que contenía una redoma, con la que llegó casi sin aliento hasta el borde
del receptáculo: tan grande era la vasija y tan rapazuelo su conductor. A cada nuevo ingrediente
que arrojaban en la marmita se elevaban de su fondo llamaradas azules y rojas, que saludaba la
alegre muchedumbre con gritos de júbilo y risotadas interminables.
XVI
Allí mezclaron y confundieron todos los elementos del bien y del mal, el dolor y la alegría, la
fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo, los gérmenes del hielo destinados a mundos
hechos de manera que el frío causase una fruición deleitosa en sus habitadores y los del calor
compuestos para globos cuyos seres se habían de gozar en las llamas, y revolvieron los principios
de la divinidad, el espíritu con la grosera materia, la arcilla y el fango, confundiendo en un mismo
brebaje la impotencia y los deseos, la grandeza y la pequeñez la vida y la muerte.
Aquellos elementos tan contrarios rabiaban al verse juntos en el fondo de la marmita
XVII
Hecha la operación, uno de ellos se arrancó una pluma de las alas, le cortó las barbas con los
dientes y, mojando lo restante en el líquido, fue a inclinarse sobre el abismo sin fondo, y sopló, y
apareció un mundo. Un mundo deforme, raquítico, oscuro, aplastado por los polos, que volteaba de
medio ganchete, con montañas de nieve y arenales encendidos, con fuego en las entrañas y
océanos en la superficie, con una humanidad frágil y presuntuosa, con aspiraciones de dios y
flaquezas de barro. El principio de muerte, destruyendo cuanto existe, y el principio de vida, con
conatos de eternidad, reconstruyéndolo con sus mismos despojos: un mundo disparatado, absurdo,
inconcebible, nuestro mundo en fin.
Los chiquillos que lo habían formado, al mirarle rodar en el vacío de un modo tan grotesco, le
saludaron con una inmensa carcajada, que resonó en los ocho círculos del Edén.
XVIII
Brahma, al escuchar aquel ruido, volvió en sí y vio cuanto pasaba, y lo comprendió todo. La
indignación llameó en sus pupilas. Su airado acento atronó el cielo y amedrentó a la turba de
muchachos, que huyó sobrecogida y dispersa a puntapiés; y ya tenía levantada la mano sobre
aquella deforme creación para destruirla, ya el solo amago había producido en ella esa gran
catástrofe que aún recordamos con el nombre del Diluvio, cuando uno de los garzdharvas, el más
travieso, pero el más mono, se arrojó a sus plantas, diciendo entre sollozos:
-¡Señor, señor, no nos rompas nuestro juguete!
XIX
Brahma es grave, porque es dios y, sin embargo, tuvo que hacer un grande esfuerzo al oír estas
palabras para no dejar reventar la risa que le retozaba en los ojos. Al cabo, reponiéndose, exclamó:
-¡Id, turba desalmada e incorregible! Marchaos donde no os vea más con vuestra deforme criatura.
Ese mundo no debe, no puede existir, porque en él hasta los átomos pelean con los átomos; pero
marchad, os repito. Mi esperanza es que en poder vuestro no durará mucho.
Dijo Brahma, y los chiquillos, dándose empellones y riéndose descompensadamente y arrojando
gritos descomunales, se lanzaron en pos de nuestro globo, y éste le da por aquí, el otro le hurga por
allá... Desde entonces ruedan con él por el cielo para asombro de los otros mundos y desesperación
de sus habitantes.
Por fortuna nuestra, Brahma lo dijo y sucederá así. Nada hay más delicado ni más temible que las
manos de los chiquillos; en ellas, el juguete no puede durar mucho.
El Contemporáneo
6 de junio, 1861 [A]

LA BALLENA DIOS



LA BALLENA

DIOS

TT.. JJ.. BBaassss




1. LARRY DEVER, SEMIHUMANO

La decapitación arruina tu día.

Pero si no puede ser reparada,

arruinará tu vida.

El Sabio de la isla de Todd.

Larry Dever se arrodilló en la oscuridad sobre la húmeda grava frente a East Gate, sus

manos sobre las frías y ásperas barras. Las nieblas anteriores al amanecer apelmazaban

sus greñas rubias. Frescas gotas colgaban de sus facciones jóvenes y angulosas. Su

justillo y sus jeans de fibra estaban mojados.

–Conéctate e informa –murmuró Larry.

–Conecto –dijo su Cinturón, guiñando un amorfo indicador de calcógeno–. El parque

estará templado hoy: noventa y dos grados, sin nubes. Alimentos: numerosos.

La larga noche había helado sus huesos. ¿Dónde estaba aquel sol? ¿Dónde el calor?

–¿Sexo?

–Probabilidad cero, punto dos –dijo Cinturón.

Larry sonrió. Esa era una estimación probablemente demasiado elevada, considerando

su juventud, cuando la actividad gonadal tenía más de un noventa y ocho por ciento de

anticipación. Apoyó su huesuda cara contra las barras, unos rasgos Dever que mostraban

las pesadas líneas molares y mandibulares propias de su clan. Hacia Oriente, el cielo

comenzaba a teñirse de azul, después de ocre pálido, al tiempo que extraía lentamente

un disco solar de cobre que se alzaba expulsando la niebla del lago.

–Al fin.

Los discos ópticos giraron en el mástil de vigilancia. Las puertas chirriaron al abrirse.

–Disfruta. Disfruta. Corre y gasta tus CDV –gritó Cinturón. Las palabras iban

acompañadas de una enérgica tonada con ritmo de carga de caballería que calentó la

sangre de Larry impulsándole y haciéndole correr sobre unas piernas rígidas a través de

la alta hierba húmeda de rocío. Seis pequeños pájaros pardos saltaron de sus refugios y

huyeron. Ahora Larry corría, perturbando a los saltamontes y a un escuadrón de

mariposas nocturnas amarillo–grisáceas. Al alcanzar los límites de su oxígeno

mioglobínico hizo una pausa para recuperar aliento. El sol templaba su nuca y secaba el

tejido sintético de sus pantalones.

–¿Alimentos? –preguntó Larry.

Cinturón le mostró una variedad de semillas y frutos: grandes tomates–filete, rica fruta

de pan, uvas pegajosas. Estaba asombrado ante la salvaje profusión de comestibles

biológicos. ¿Nombres? Su vocabulario se limitaba a los sabores gelatinosos de la ciudad:

ambargris, cálamo, nuez de cola, loto dulce, ruda, estórax e ilang–ilang.

–Muéstrame un sabor que sea a la vez sutil y estimulante.

–Género Malus –sugirió Cinturón–. Cruza el lago a nado y escala aquella lejana colina

a tu izquierda. Busca un árbol de ramas gruesas y engarfiadas y frutos policromos.

Larry bajó hasta el borde del agua desprendiéndose de sus sandalias trenzadas con un

brusco movimiento. Un siluro, inquieto, se separó de la herbosa ribera dibujando una «V».

Lanzando a un lado sus pantalones, dio unos pasos dentro de las frescas aguas. El barro

se arremolinaba entre los dedos de sus pies. El frío hizo que un estremecimiento

recorriera sus piernas y espalda. Tiró su justillo hacia atrás, sobre la hierba,

sumergiéndose en las ondas centelleantes. Temblaba. En este momento, los capilares

cutáneos más sensitivos se contrajeron a fin de conservar el calor. Una gota perdida le

golpeó. Sus primeras brazadas fueron torpes hasta que hicieron aparición los reflejos

cerebelosos remotamente aprendidos y consiguió un ritmo excéntrico, un golpe de rueda

dentada que lo llevó a saltos a través del agua. El tobogán de un derramadero le llevó al

riachuelo. Subió por el pontón de un acueducto remontando el torrente, cabalgando entre

la tumultuosa fuerza del elevado curso del agua, muy por encima del laberinto de canales

y pasajes. La hierba era suave en la colina Malus. Un revoltijo oculto de ramitas magulló

unos pies que el agua había sensibilizado. Goteando, se encaramó al árbol, sentándose

sobre la áspera corteza. Los injertos habían hecho posible que una variedad de pomas se

encontrara a su alcance: ácidos, manzanas silvestres, junto a otras grandes y rojas; y otra

clase aún de frutos pequeños y amarillos. Alcanzó una roja de textura cerúlea que

chasqueó jugosamente al ser mordida. Aplastó ruidosamente la crujiente pulpa. ¡SABOR!

Un cálido mosaico de luz solar se perfiló entre las hojas, secándole. Las frutas caídas en

fermentación atrajeron una ruidosa abeja. Cinturón cantó. Larry desplazó su peso sobre la

nudosa rama, adormeciéndose. La fresca brisa del atardecer le despertó.

–¿Cuánto hemos gastado? –preguntó.

Cinturón calculó:

–1.207 pisadas a 0,027, más 6,11 minutos acuáticos a 1,0, nos da 38,7 Créditos de

Dispendio Vital.

–38,7 CDV –murmuró Larry–. ¡Tanto! Supongo que haríamos mejor en tomar un

camino de vuelta gratuito.

Mostrando en sus miembros el enrojecimiento producido por la corteza, descendió y se

dirigió por el inerte sendero de polímero hacia el montón de sus ropas, vistiéndose en las

fibras calentadas al sol y plegando el justillo bajo el cinturón. El cíber farfulló:

–¿Disfrutaste de las experiencias sensoriales del parque?

Larry asintió con aire ausente. El día estaba terminando, con lo que los estímulos del

parque se perdían. La vuelta a Ciudad–central significaba el tedio monótono y

embrutecedor. Parado en el exterior de la estación, sintió repulsión a la vista de los

atestados niveles de pasajeros con sus fétidos vapores. En los niveles más bajos

esperaba las cápsulas de mercancías situadas sobre raíles adyacentes ofreciendo un

más excitante, aunque ilegal, viaje, una tentación de nuevos estremecimientos táctiles,

más la oportunidad de evitar los malos olores procedentes de los conductos tubulares de

pasajeros. Alzándose sobre las verjas protectoras, Larry se aventuró entre las oscuras y

pesadas máquinas que apestaban a lubricantes aromáticos.

–Peligro –advirtió Cinturón.

–¿Dónde está tu espíritu aventurero? –dijo Larry–. Mis créditos cubrirán la intrusión.

Se aproximó a una pesada cápsula que se balanceaba a baja altura sobre sus

suspensores. Remontó los escalones, alcanzando la pasarela.

–Huele este tanque –dijo de nuevo Larry–. Debe contener calorías lábiles.

Levantando la cubierta de polvo conectó los controles a Manuel, fijando la cubierta

contra el conmutador maestro. Parpadeó una luz roja. Los controles se deslizaron de

nuevo hacia Auto. Afianzó más estrechamente la cubierta.

–Peligro –repitió Cinturón.

Larry se arrastró a lo largo de la pasarela y de un tirón abrió la escotilla. Esta silbó al

abrirse lanzando una corriente de aire fresco y fragante contra su cara. El interior estaba

oscuro y refrigerado.

–Pasas o uvas –sonrió– en fermentación.

–No sabemos.

–Tranquilízate –dijo Larry. Su lengua estaba anegada por copiosas secreciones

parotídeas–. No seremos cogidos –miró por encima y por debajo de los raíles.

La línea de las cápsulas de carga se extendía hasta perderse de vista en ambas

direcciones. No vio guardias ni torres de vigilancia, así que se deslizó rápidamente dentro

haciéndose con un puñado de húmedas perlas.

–¡ATENCIÓN! ¡ATENCIÓN!

La mano purpúrea y goteante de Larry estaba en contacto con su boca cuando se

detuvo irritado. «¿Ahora qué?» Las luces de Cinturón cambiaron de ámbar a rojo. El tren

gruñó mientras la cápsula se balanceaba. La húmeda mano de Larry se deslizó sobre el

marco de la puerta. La escotilla se cerró suave pero firmemente, atrapándole por la

cintura. Percibió el farfulleo que producía la torcida membrana lingual de Cinturón.

–¡Condenación! Ahora me cogerán y con seguridad seré multado –dijo Larry.

El tren osciló de nuevo. La cubierta se desprendió del mando de control. Larry sintió

cómo aumentaba el apretón ejercido por la escotilla y se debatió tratando de hacerla

retroceder con sus uñas ensangrentadas. Su estómago e hígado fueron comprimidos

contra el diafragma y el aire expulsado de sus pulmones, sin que pudiera inhalar de

nuevo. Cinturón graznó al aplastarse sus circuitos y Larry notó la creciente hinchazón de

ojos y lengua. Sus sentidos se nublaron. La presión que sufría su abdomen creció al

ganar la escotilla unas pulgadas más. Una estrecha franja de luz solar mostró la huella

que sus manos colgantes dejaban en la húmeda y bamboleante masa de uvas. El clic,

clic, clic de las ruedas se debilitó con el progresivo estrechamiento de la ranura.

Oscuridad.

Retornó la conciencia. El dolor había disminuido. Aún colgaba cabeza abajo como un

murciélago. Los labios y los párpados estaban hinchados y entumecidos. Sus manos se

hundieron en la carga. Con las vibraciones habían aparecido jugos, unas arenas

movedizas húmedas y gustosas que amenazaban con ahogarle. Buscó apoyo tanteando

la escotilla. ¡Estaba cerrado al ras! Un temblor involuntario hizo castañetear sus dientes

mientras recorría el reborde de la escotilla con sus dedos húmedos. Sin resultado. Se

preguntó si el sol brillaría todavía. No hubo sensación de calor en sus piernas. ¡No hubo

sensaciones en absoluto! Ni un solo sonido penetró en las gruesas paredes de la cápsula.

Trató de escuchar el tintineo de las ruedas. Nada. Solamente el deslizamiento de la carga.

–¡Cinturón! –silbó más que dijo–. Llama a un Equipo Blanco. Estoy malherido.

¿Cinturón? ¿Cinturón? –palpó el aplastado cíber infundibuliforme que ceñía su cintura–.

¡La puerta te mató! –se palpó la cara con dedos temblorosos–. Esa puerta me mató a mí

también –dijo llanamente–. He sido cortado en dos. ¡Condenación! ¿Cómo pudo suceder

una cosa tan estúpida?

Los dedos siguieron el borde de la escotilla una y otra vez. Renuente a aceptar la

pérdida de su pelvis y piernas, cerró fuertemente los ojos y trató de sentir los dedos de

sus pies. Los esfuerzos cerebrales encaminados a flexionar la rodilla, orinar o mover los

pies fracasaron en obtener una respuesta sensorial tranquilizadora; percibió solamente los

miembros fantasmas del pasado. Su mente recordaba las perdidas piernas, dándole

brumosas sensaciones de pies –fríos e irreales– que se negaban a obedecer sus

órdenes.

–¡Condenación! ¡Condenación! ¡Condenación! Estoy muerto –susurró.

El ruido producido por la abertura de un cierre hermético interrumpió sus prematuras

alabanzas. La luz vaciló mientras chirriaba un sensor del tanque que se proyectó hacia

fuera con un movimiento espiroideo. Era lo suficientemente grande como para permitir el

paso del antebrazo de un hombre. Algo manipulaba en la parte exterior del agujero

interrumpiendo el rayo luminoso en varias ocasiones.

–¡Ayuda! –dijo Larry, preguntándose si habría encontrado la palabra mágica que lo

salvaría.

–Está vivo –dijo una voz lejana.

–Saquémosle de ahí –dijo otra.

–¡No! Esperen, por favor. Si abren la puerta yo...–su voz se desvaneció. Sus pulmones

parecían demasiado pequeños para permitir el habla y la respiración al mismo tiempo. Se

imaginó la escotilla abriéndose y liberando el apretón que ejercía sobre su maltratado

abdomen –las vísceras y la sangre derramándose– y lanzándole de cabeza al profundo

cargamento de olorosa pulpa violácea.

–¡No!

La escotilla se abrió bruscamente. El no cayó. En el resplandor de dos rayos de luz

Mec divisó los alzados brazos de un robot blanco –el Medimec–, un pulpo restaurador

provisto de grapas, hemostáticos y suturas listas para contener cualquier posible

hemorragia. Nadie vino. Larry colgaba de un amasijo de circuitos –Cinturón había sido

aplastado en una masa informe–, una barrera de elementos corporales que mantenían

cerrado su abdomen. El Medimec procedió a colocar suturas de contención a todo lo largo

de la zona herida. Gruesas compresas blancas oprimían la lesión mientras las suturas

eran tensadas. En los brazos de Larry se clavaron agujas provistas de sondas a fin de

llevar flexitubos al interior de los vasos sanguiticos. Pronto los fluidos nutritivos y sedantes

penetraron en su sistema vascular, aliviando los afectados parámetros autónomos.

–Está estabilizado. Conduzcámosle a la camilla.

La marcada mueca de Larry se desvaneció mientras lo acomodaban en la bolsa de

malla situada a la espalda del Medimec. Se encontró con que no estaba solo. El extremo

más bajo de la bolsa contenía un crispado bulto envuelto en una mortaja. El Medimec

verificó los pulsátiles túbulos conectando a Larry con la consola de soporte vital. Tubos

similares penetraron en el bulto. Al levantar el tec la sábana un pie se proyectó hacia

fuera, un pie calzado en una sandalia tejida: el de Larry.

–Eso es –dijo el tec–. Hemos recuperado todos sus trozos. Volvemos a la clínica.

El anfiteatro estaba atestado. Cinco equipos de trasplante, identificables por sus

colores, se arremolinaban en las filas de asientos charlando despreocupadamente. Larry

sintió calor en su zona de flujo de aire laminar. Disminuyó la percepción sensorial.

–Desbridamiento terminado. El equipo óseo puede empezar.

Un bloque de esponjosa matriz proteica que contenía polvo óseo de Larry fue inyectado

en el seno de la falta vertebral. El equipo vascular trabajaba a ritmo pausado gracias a la

oxigenación automática del hemitórax fijado.

–¿Está despierto?

El rostro de Larry se contorsionó sobre el ancho y rugoso tubo de respiración. El

Medinec echó un vistazo a los patrones electroencefalográficos.

–Las ondas encefalográficas señalan estado de alerta.

–Bien. Vigilen los trombos. Ahora vamos a levantar los vasos. Hemos intentado

irrigación de pulso, pero puede haber todavía algunos coágulos escondidos en esas

grandes venas de la pierna. Allá vamos.

Sabores. Un mal gusto de boca informó a Larry que el retorno venoso procedente de

sus piernas no era adecuado. Algo había muerto allí y dejaba escapar moléculas nocivas:

enzimas y fracciones mioglobínicas. El nuevo sabor desapareció en un momento. Un

miembro del equipo óseo comprobó los niveles de oxihemoglobina de su injerto.

Satisfecho, volvió a su asiento. Alguien de la última fila comenzó a distribuir comestibles:

bocadillos, barras dulces y bebidas.

–Pérdida de longitud intestinal: diez pies Síndrome de malabsorción improbable –dijo el

responsable del equipo visceral mientras estudiaba las asas intestinales de Larry a través

de transparentes sacos de fluido estéril–. Han desaparecido el ciego y el íleo terminal, lo

que también ha sucedido, con la mayor parte del colon izquierdo, pero pienso que

podemos cerrar las secciones.

Larry se adormeció varias veces mientras se llevaba a cabo la labor de reparación. La

mayoría de las caras que vio mostraban una actitud hacia el trabajo relajada optimista,

casi arrogante. Las únicas miradas de preocupación llegaron de los equipos renal y

neurológico.

–Solamente quedan aquí unos cuarenta gramos de tejido de riñón.

–Lo mismo en este lado. Debe permanecer alejado de los organismos gram–negativos.

Supongo que deberemos utilizar la unidad de barrido sanguíneo un par de días por

semana.

–La médula espinal aparece intacta por encima de la segunda vértebra lumbar. Perderá

dos segmentos de un dermatoma, los somitas lumbar tres y lumbar cuatro; pero la

proliferación celular lo solucionará a la larga.

La habitación de Larry era clara y alegre. Una amplia ventana le ofrecía una vista de la

silueta de la ciudad a través de un enrejado de flores. Una de las paredes era de piedra

áspera desigual, adornada por vides trepadoras y una ruidosa cascada. La otra pared era

un espejo por una de sus caras, adecuado, supuso, para la observación anónima. La

pared detrás de su cabecera estaba infestada de telemedidores. Ahuecó su almohada y

miró entre sus insensibles pies hacia la vista de la ventana. Sonrió. Menos de veinte horas

después de su accidente estaba nuevamente completo. Piel, huesos, músculos, riñones,

intestino y nervios, todo suturado y comenzando a unirse.

–Siento informarte que para Cinturón fue demasiado –dijo Mahvin, el psicotec–. El

aplastamiento fue excesivo para los elementos amorfos de sus circuitos –los cristales–,

especialmente por lo que se refiere a sus delicados semiconductores y a los calcógenos.

La personalidad de Cinturón nos ha dejado para siempre.

Larry no se sorprendió en absoluto.

–Creo que no podré permitirme el pagar...

–No debemos preocuparnos ahora de eso –sonrió Mahvin, entrelazando sus dedos

suaves y largos–. Has sido clasificado como disminuido –esperamos que temporalmente–

, y tus deudas se convierten en deudas de la sociedad. Tu crédito sobre Cinturón ha sido

satisfecho. Te serán proporcionados los subsidios correspondientes a recuperación y nivel

de vida de primera clase. Me cuidaré de todo.

Mahvin subrayó cada frase con unos golpes excesivamente solícitos sobre el antebrazo

de Larry. Las palabras se deslizaban sobre su lengua como si tuvieran sabor propio.

–¿Cuánto tiempo estaré disminuido?

–No mucho. No mucho en absoluto –sonrío Mahvin.

–¿Días? ¿Meses? –suplicó Larry.

–No soy experto en biología –dijo Mahvin dulcemente–. Los encargados de tu curación

conocen todos los datos de primera mano. ¿Por qué no les preguntas a ellos? Vendré a

comprobar cómo estás cada día. Si necesitas cualquier cosa rellena una de estas fichas

de solicitud.

–Mis pies. Todavía no puedo sentir mis pies–dijo Larry.

El equipo neurológico había estado al lado de su cama la mayor parte de la mañana.

Hablan transcurrido ocho semanas desde la reparación quirúrgica y los cambios

observados eran escasos. Un tec había colocado la red de hilos sensores sobre sus

entumecidas piernas y pelvis. Los músculos se contraían bajo los estímulos farádicos y

galvánicos, pero él no sentía nada. Una larga tira impresa confirmó sus sospechas:

regeneración de la médula espinal, negativa.

–No se observa aún el signo de Tinel –dijo el tec.

El equipo tomó más notas en sus cuestionarios.

–¿Mis pies?

–Me temo que no podemos esperar mayores progresos de los que hemos obtenido

hasta el presente. Ordinariamente podemos esperar una regeneración de uno o dos

milímetros diarios en los nervios periféricos, pero tu lesión afectó al sistema nervioso

central, y el tejido del SNC no parece sanar satisfactoriamente. Tus fibras nerviosas

regeneradas se hallan atrapadas en el tejido cicatricial del SNC. Nuestras pruebas

muestran un conglomerado de fibras gliales hiperplásticas situado a nivel de la segunda

vértebra lumbar. Nada puede pasar a su través.

Larry miró fijamente hacia sus fláccidos pies: blancos, inertes e hinchados por los

fluidos de la inactividad.

–Pero miren mis dermatogramas –rogó Larry–. La sensación cutánea se extiende por

debajo de las cicatrices. Les digo que tengo cuatro o cinco pulgadas de piel con

sensibilidad renovada.

–Lo lamento, pero eso lo causan nervios periféricos cutáneos que se extienden por

encima de la línea de sutura. Normalmente es un proceso sin problemas en casos como

el tuyo. La dificultad para nosotros es la médula espinal.

–Pero la operación fue un éxito. Estoy completa y adecuadamente curado. Necesito

mis nervios para caminar y para controlar la vejiga y el intestino. No puedo simplemente

yacer aquí en medio de charcos de orina y heces con toda esta carne muerta fijada a mí.

Ya me estoy llagando.

–La respuesta a eso es una hemocorporectomía.

–¿Voy a ser un peso pluma?

–Sí. La carne muerta, como tú lo llamas, puede ser separada.

Larry permaneció deprimido, en silencio.

No será tan malo –continuó el neurotec–. Se te proporcionará un maniquí, un cuerpo

artificial con una personalidad mec como compañero y poderosos músculos androides,

supongo que dotado de convectores de ferrita. Serás liberado de esta cama y habrá

accesorios para la limpieza sanguínea. El cuidado del intestino y la vejiga será también

automático. Pienso que constituirá una mejoría real.

Larry asintió. Cualquier cosa seria una mejoría.

Los equipos se reunieron alrededor de la mesa de operaciones.

–¿Qué hacemos con esta parte que... queda aquí?

–¿Por qué?

–¿Está dormido?

–Sí.

–Bueno. En el departamento de embriología será de utilidad. Necesitan órganos vivos

para cultivo de tejidos y experimentos de gemación.

–Que se queden con el torso inferior. Asegúrate únicamente de que esté correctamente

etiquetado, por si alguien pide más pruebas.

Sesenta libras de carne y huesos, con la etiqueta Larry Dever, salieron de la sala de

operaciones.

La revisión de los muñones continuó.

–Corten la médula espinal por debajo de la protuberancia cicatricial. Injerten esta barra

de ílium en forma de cruz en la base de la columna vertebral. Las aberturas de la

colostomía y de la uresterostomía fueron dirigidas en ángulo, a través de los músculos del

recto de tal forma que el músculo abdominal pudiera actuar como un esfínter. Las líneas

de sutura dérmica fueron dispuestas lejos de los puntos que soportaban peso bajo la

columna vertebral y la jaula torácica.

Larry se despertó sentado en una mecedora próxima al paisaje de su ventana, con un

cálido chal sobre su regazo. Sólo que ni el regazo ni los poderosos muslos eran suyos. Su

propia cabeza y hombros sobresalían de la parte superior de un androide, su maniquí, de

talla ligeramente superior. Larry gruñó y trató de rascarse la línea de sutura. Estaba

profundamente hundida en el torso mec, detrás de gruesas placas torácicas.

–¿Incómodo? –preguntó el maniquí–. Creo que tengo algo para eso.

Moléculas sintéticas suavizadoras fueron añadidas a los fluidos del limpiador

sanguíneo. Larry se sintió mejor inmediatamente.

–Gracias.

El maniquí se puso en pie lenta, suavemente.

–Nuestra hora de acostarnos, ¿no crees?

Las vigorosas piernas le llevaron más allá de la ventana. Una bandeja de claros fluidos

lo tentó con una variedad de destilados herbáceos aromatizados de flores, semillas y

frutos. Sorbió lo suficiente como para mojar la boca y se adormeció.

Adaptarse a un maniquí era físicamente fácil. Larry se sentía limpio, seco y cómodo,

mientras los riñones artificiales realizaban su función mediante una anastomosis arterio–

venosa interna.

Psicológicamente era más difícil. Las incansables piernas le llevaban a cualquier punto

que deseara ir, paseos, escaladas, incluso la larga vuelta. Esta pista, de un centenar de

millas, bordeaba una franja de parque situada junto a uno de los lagos Inferiores. Los

atletas realizaban normalmente el trayecto en tres días consecutivos de carrera, pero

Larry encontró fácil hacerlo en un día. Sus poderosas piernas se movían a una velocidad

media de cinco millas por hora, completando la vuelta en veinticuatro. Su armazón era

ahora más alta y voluminosa, ganándose el respeto de ojos extraños. Hembras saciadas y

machos furtivos, de parásiticas ocupaciones, lo estudiaban cuidadosamente. Esta fachada

de poder masculino haría aún más vulnerable su ego cuando la ilusión tuviera que ser

rota.

Rusty Stafford frotaba su piel con cidra y dormía sobre finas balas de alfalfa fresca. La

malla que la cubría completamente era de trama ancha, lo que resaltaba su pintura

corporal mientras se contoneaba, incitadora, por la franja del parque. Divisó un conjunto

de rasgos faciales que le resultaban familiares.

–¡Larry! Larry Dever, viejo canalla incansable.

El interrumpió su ritmo sonriendo tímidamente.

Ella le alcanzó, balanceando su cabello de un lado a otro.

–Tuve noticias de tu accidente –dijo–. Me alegra verte de nuevo. ¡Tienes muy buen

aspecto! –colocó su perfumada mano sobre su brazo, guiándole hacia una zona de

asientos expedidores. –¿Tienes tiempo para tomar algo? Caramba, practicamente no

sudas. ¿Cuántas millas has hecho hoy?

Él ignoró su pregunta y le indicó con un gesto que se sentara, solicitando bebidas

efervescentes por medio del dial. Masticaron y sorbieron hablando de sus días de estudio

en los altos hornos. Se inclinó sobre él, apoyando la mano en su muslo.

–¿Recuerdas cómo acostumbrabas llamarme? –le pinchó.

–Estaba bebido.

–Concubina suculenta –dijo, entre risitas.

–Tú eras la suculencia de Earl... ¿Cómo está Earl?

–Se largó –dijo abruptamente–. Escogió Ingeniería del Espacio Próximo. Lo nuestro se

deshizo y partió con el convoy de octubre –ella levantó la mirada–. Supongo que

actualmente estará confortablemente instalado con una de esas muchachas del satélite.

Larry buscó su mirada.

–Monitores de OLGA... Resultan realmente esposas agradables.

–¡Madres! –escupió Rusty–. Están tan ocupadas jugando a criadas de toda la raza

humana que desconocen la diferencia entre un hijo y un amante. Esas muchachas de los

satélites son simplemente nórdicas de pechos grandes que se portan como madres de

todo y de todos. Ellas no saben cómo tratar a un hombre después de lavarlo, alimentarlo y

cuidar de su vestuario.

Larry aclaró ruidosamente su garganta mientras jugaba con su comida. La pasión de

Rusty cedió y bajó los ojos.

–Sin embargo, yo sé cómo tratar a un hombre...–dijo lentamente.

La pintura, bajo sus clavículas, despedía reflejos al tiempo que ella respiraba.

Larry sintió cómo algunas secas migajas se adherían a su lengua y paladar blando.

–¿Cómo te ha ido, Larry? ¿Cazando muchachas en el parque estos días? Te apuesto a

que no puedes cogerme –empujó su muslo androide–. Quizá no debería apresurarme

tanto –gorgoteó–. Estas piernas tienen muy buen aspecto a pesar del accidente. ¿Estás

muy ocupado, eh?

La turbación de Larry dio lugar a un largo silencio que la alertó. Los ojos de ella eran

demasiado blancos, de escleróticas chillonas.

–¿Qué? Estas no son mis piernas –dijo Larry tnstemente.

Ella retiró su mano. Las poderosas masas musculares que habían entibiado las yemas

de sus dedos la llenaban ahora de repulsión.

–¡Un maniquí! –exclamo.

Su expresión le puso enfermo. Había sido descubierta la vacuidad de su ofrecimiento

sexual, haciéndole sentirse algo peor que un tullido. ¡Al estimularla con esta máquina

androide se había convertido en una especie de desviado!

–No lo conseguiste, después de todo –dijo abruptamente.

–En parte sí y en parte no –su voz tenía el timbre casual característico de un meditec.

Era difícil para ella creer que Larry estaba hablando de su propio torso inferior–. En la

clínica hicieron todo lo que pudieron; pero no tuvieron éxito con los nervios. Ahora estoy

bien. Mi maniquí tiene una gran personalidad.

–Estoy segura de que es maravilloso –la voz de Rusty era fría, vacías las palabras–.

Vosotros dos pasaréis grandes ratos juntos.

Sus ojos miraron a todas partes. Recurrió a una excusa trivial para marcharse, pero

Larry no la estaba escuchando. Por lo que a él se refería, ella había partido al enfriarse su

interés. Sus artes de cazadora se ocultaron bajo una máscara de simpatía tras la cual

Larry detectó su aburrimiento.

Lew capitaneaba el equipo blanco cuando Larry se precipitó en el interior de la clínica

pidiendo los formularios de suspensión.

–¿Suspensión? –preguntó Lew.

Larry se volvió hacia los delicados rasgos del capitán. Era una truncada forma marfana,

larguirucha, y que se movía con soltura dentro de su túnica blanca. Larry arrugó los

papeles. Su voz se quebró:

–El maniquí no es suficiente.

Lew el largo lo llevó a la oficina del equipo, introduciendo un cable fonocaptor en el

alvéolo umbilical del maniquí.

–Ahora veamos qué es lo que te está molestando. Las bandas ópticas fueron

enormemente explicativas.

–¿La hembra núbil? Sé que es duro para un macho de tu edad, pero ya hemos hablado

de eso antes. La pérdida de tus sistemas autónomos pelvianos hace imposible ofrecerte

un simulacro de vida sexual.

Larry estuvo casi incoherente. La franca reacción de Rusty había significado un shock

tan importante que ocupaba la mayor parte de su conciencia. Lew habló lentamente.

–El sexo será imposible. Encontrarás amigos, compañeros que se interesen por tu

mente, talento e inteligencia...

–No es suficiente explotó Larry.

–Lo que tú pides está fuera del alcance del nivel actual de nuestras técnicas de

trasplante. Hasta que podamos injertar tejido del sistema nervioso central los casos como

el tuyo deberán resolverse con maniquí y...

–¿Cuándo seréis capaces de injertar tejidos de SNC?

Lew se encogió de hombros.

–Probablemente no en el curso de nuestras vidas. Los muchachos de biología publican

unos cuantos artículos sobre el tema cada año. Las fibras del SNC simplemente no

pueden atravesar tejido cicatricial. Los nervios periféricos poseen vainas tubulares

adecuadas a través de las cuales crecen cuando han sido dañados. No pueden perderse.

Pero el cerebro y la médula espinal son diferentes: carecen de vainas. Debo prevenirte de

que la suspensión no es siempre la sencilla respuesta que parece ser. Su mismo proceso

presenta a menudo complicaciones serias. Podrías estar permitiendo que tu ansia sexual

física nublara tu razón, cambiando tu vida de hoy por un incierto futuro de daño cerebral o

muerte.

Larry asintió.

–Entiendo. Pero no podré conservar mi cordura si todas las muchachas me miran

como..., ya sabes...

Las facciones de Lew permanecieron neutras, rígidas.

–No permitas que las emociones te dominen. Esta puede ser una decisión puramente

lógica. El tiempo puede no significar en absoluto una cura, e incluso si esa posibilidad se

realiza, no existe garantía de que una sociedad futura la aplicara en tu caso.

–¿Es posible una cura?

–Probable. La necesidad existe. Sin embargo, te despertarás en una cultura social

diferente dotada de avances científicos y lingüísticos a los que deberás adaptarte. Una

vez reparado, podrías muy bien sentirte más fuera de lugar que ahora.

Larry sonrió.

–No me preocupa eso. Tengo a mi compañero ciber, el maniquí, que puede conectar y

estar al corriente a fin de mantenerme orientado. Pienso que podría ajustarme a cualquier

cosa si tuviera nuevamente un cuerpo completo. Si hay una sola esperanza de ello, debo

intentarlo.

Lew se encogió de hombros y aceptó los impresos ya cumplimentados.

El cuarto de inducción, pintado de blanco, estaba limpio y vacío. Instrumentos

metálicos repiqueteaban sobre bandejas con sordos ecos. Larry sintió que sus tímpanos

se contraían al cerrarse las pesadas puertas dobles e iniciarse la presión de oxígeno.

Estuvo a punto de volverse atrás.

–No temas –dijo su maniquí– Mientras tú duermes mis circuitos vigilarán a través de los

años. Tus niveles iónicos no se modificarán.

Sus tejidos fueron deshidratados por soluciones hipertónicas y se sumergió en el torpor

crioterápico.

Larry se despertó en su espacioso mausoleo: aparatos deslumbrantes, tubos en

serpentín, pulsante maquinaria pesada. A través de un orificio provisto de gruesos

cristales vio a una hembra joven y de ojos brillantes, que sonrió y le saludó por el altavoz.

–¿Cómo te encuentras?

El cabeceó afirmativamente, expulsando con una tos una bola de células epiteliales

escamosas. El renacer repite algunos de los problemas del nacimiento.

–Mi nombre es Jen– W5–Dever. Soy descendiente en quinta generación de tu primer

primo. Te estamos revitalizando para darte un nuevo cuerpo y una excitante misión.

Larry vomitó. Le dolía la cabeza a despecho de los altos niveles de sedación que

entumecían las yemas de sus dedos. Sentía zonas irritadas bajo sus codos y columna

vertebral. Fue atravesado por un estremecimiento. Yacía quieto mientras el maniquí

trataba de rehidratarlo. Estudió la cara de la mujer: rasgos Dever.

La cerradura neumática silbó. Ella entró, pisoteando los amorfos e indescriptibles

restos mucoides, los subproductos de las membranas de perfusión de Larry. El armazón

de su camilla giró hasta situarse en posición vertical. Tanteó débilmente en busca de

apoyo.

–¿Mi trasplante? –carraspeó, expectorando un conglomerado laminar de pegajosas

células traqueales–. ¿Voy a ser reparado? ¿Tendré un cuerpo nuevo?... ¿Completo?

–Sí –sonrió ella, mirando a la placa de identificación médica–. Te beneficiarás de los

avances del sabio de Todd. En tu caso, el trabajo ya ha comenzado. La fecha de

trasplante está sólo a seis meses vista.

Larry estaba extático. Había acertado en su apuesta. Palmeando su maniquí, exclamó:

–¡Maravilloso! Levantémonos y echemos un vistazo.

Los motores mec chisporrotearon y zumbaron perezosamente.

–Lo siento, Larry –canturreó la membrana vocal–, pero han aparecido excrecencias

carbonosas en mis núcleos de ferrita. Debemos salir a la carretera y quemarlas.

–No tan rápido –sonrió Jen, empujándole hacia atrás con suavidad–. Hay alguien

esperando para verte.

El letrero en la puerta rezaba: IRA–M17 –DEVER, JEFE DE CLAN, PROYECTO DE

IMPLANTACIÓN, SISTEMA PROCION. Dentro, Larry fue presentado a un ejecutivo

canoso rodeado de mapas estelares murales, maquetas de naves espaciales y un

conjunto de terminales. De los silenciosos labios mec salían lentamente tiras impresas.

–Así que éste es nuestro Larry –saludó Ira, acercándose a estrecharle la mano– Eras

nuestro espécimen de más edad. Olga está tremendamente orgullosa de ti –Larry,

confundido, dejó vagar su mirada por el cuarto.

–Ha sido reactivado hace sólo unos pocos minutos –explicó Jen–. Todavía no le he

llevado a los bancos de información para que se ponga al corriente.

–.. Eso no será necesario –dijo Ira–. Dejen que se relaje y estimulen su memoria. Allá

donde vamos quizá pueda utilizar sus recuerdos de una tierra primitiva.

–¿Primitiva? –murmuró Larry–. Pero yo...

Ira le indicó que se callara.

–OLGA quiere que estés completo nuevamente antes de que la implantación se realice.

Tienes algunos genes muy antiguos. Todos nosotros hemos sido moldeados por una

sociedad protectora, supervivencia de los no aptos, o algo así. Zarparemos pronto hacia

un planeta del Sistema Proción llevando una buena selección del sistema biótico terrestre,

un amplio espectro de genes humanos y material nuclear procedente de nuestros

ecosistemas zoológicos: desérticos, acuáticos, forestales, marinos, montañosos y

selváticos: ¡El Arca de Dever!

La confusión de Larry aumentó. Ni el vestido, ni los muebles, ni el lenguaje hablan

cambiado mucho. Esta gente parecía agradable, normal.

–¿Por qué abandonamos la Tierra? A mí me gusta.

–OLGA nos ha seleccionado para la implantación de Proción. Es un honor ser escogido

a causa de tus genes. Vamos a intentar establecernos en un planeta muy hostil. Lo

conseguiremos.

–¿Establecernos?

–La Sociedad Terrestre ha estado enviando implantaciones en naves espaciales desde

que puedo recordar, sembrando el género humano entre las estrellas, antes de que algo o

alguien más lo haga.

–¿Por qué yo? –tosió Larry.

–Constituyes un importante conjunto de genes, los más antiguos que OLGA pudo

hallar. Necesitamos tipos primitivos para domar planetas primitivos. Tu número de

prioridad es más alto que el mío.

La insignia de oro de Ira hablaba de su rango. Larry comenzaba a disfrutar de esta

nueva era en la cual había sido despertado. Contaba con autoestimación y con la

promesa de un nuevo cuerpo.

Larry llevó a buen paso a su maniquí hasta el puerto espacial secundario, buscando

sitio para correr a fin de quemar completamente los filamentos carbonosos. Los núcleos

de ferrita se calentaron mientras subía y bajaba por la rampa del tejado de uno de los

hangares. La antena platelar estaba fría. Corrió trescientos pies hasta el borde, una

trayectoria convexa con una inclinación de quince grados. Se desplazó en circulo un

cuarto de milla y bajó por la rampa. La calentada ferrita. se tradujo en creciente eficiencia.

Larry se sintió gozoso. A las 7,45 apuntó una milla bordeando el perímetro de la

plataforma de aterrizaje. Las piernas corrían suavemente. Sentía los brazos cansados.

–¡Magnífico! Parece como si realmente estuviera corriendo. Es el lactato que has

introducido en mi barredor sanguíneo. Todo lo que ahora necesitaría es que pudieras

devolverme mi vida sexual...

Maniquí estableció contacto con la lejana biblioteca para recabar toda la información

posible.

–También eso puede arreglarse; un pene mecánico para mi y electrodos

mesencefálicos para ti. El sexo mec puede ser agradable con la implantación de

terminales electrónicos en el sistema reticular.

Larry hizo una mueca, asumiendo que era objeto de una muy graciosa broma del robot.

– No para mí! No tengo interés erótico en un instrumento herrumbroso. Mis patrones

sexuales eran sencillos y primitivos. Puedo esperar a mi trasplante pélvico.

Rodeó nuevamente la plataforma observando la pared –alta, mate y neutra– que

discurría a su alrededor. El cielo era de un gris pizarra, sin nubes. Ninguna silueta de

edificios. Deslizó la mirada por los alrededores del puerto buscando signos de una ciudad.

Ni luces ni humo. El puerto espacial mismo mostraba edificaciones de cristal y plástico.

De cuando en cuando pasaba un operario vestido de naranja. Ningún otro signo de vida.

–¿Hay un parque? ¿Arboles? ¿Hierba? –dijo Larry.

–No para correr. Las ciudades están bajo tierra. Los jardines lo cubren todo. Tienen

prioridad.

–¿Prioridad? Pero ¿por qué?

–Cosechas –dijo el maniquí–. Los jardines necesitan de toda la luz del sol disponible:

obtener calorías para la Sociedad Terrestre no es actualmente una tarea simple. Hay

cincuenta billones de bocas que alimentar. Un parque para pasear sería un derroche

extravagante.

–Es quizá el momento justo para que me agregue a una implantación exterior –

reflexionó Larry. Hizo una pausa frente a un expedidor de bebidas y sorbió ruidosamente

mientras la sonda umbilical del maniquí chisporroteaba en un alvéolo energético–: Una

bebida para mí y una copa de electrones para ti –su célula de potencia aumentó de

tamaño–. Casi no puedo creer que vaya a recuperar mi físico. ¡Un cuerpo completo! ¿Qué

es exactamente eso del Sabio de Todd?

–Avance decisivo –explicó el maniquí conectando con los bancos de memoria de la

ciudad–. La isla de Todd fue el escenario de un motín sangriento. Después, el jefe

rebelde, llamado el Sabio por su camarilla, fue sentenciado a la guillotina. Los continuos

disturbios retrasaron la ejecución. Los rebeldes querían salvar el cerebro de su líder

mediante perfusión. Las autoridades de Todd convinieron en ello, razonando que la

publicidad inherente al hecho recordaría a la población la rapidez y la inexorabilidad de la

justicia. Sin embargo, aproximadamente tres años más tarde el Sabio había vuelto,

intacto, y utilizando esta vez medios políticos.

–¿Perfusión? –dijo Larry.

–La bomba estaba escondida en el interior del tocado en forma de turbante.

Transportaba oxígeno líquido suficiente para proteger el cerebro durante la ejecución

ceremonial. El equipo vascular había trabajado toda la noche en su celda de condenado:

se colocó un tubo de aireación en la parte baja de su tórax, mientras que electrodos

diafragmáticos mantendrían el cuerpo respirando por cuenta propia una vez que la

decapitación se produjera. He revisado los registros ópticos. Una ceremonia muy suave.

Incruenta.

Larry trató de imaginar lo que sería ser decapitado quirúrgicamente la noche anterior a

tu ejecución, y ¡por tus amigos! Solamente la médula espinal permaneció intacta hasta la

caída de la hoja de acero.

–Pero su médula fue cortada, exactamente como la mía.

–Sí, pero sus seguidores compraron una hoja nueva para la ocasión, limpia de HAA, de

modo que no existiera peligro de que algún virus hepatógeno, procedente de alguno de

los ejecutados previamente, infectara a su jefe. El corte fue muy limpio.

–¿Ejecutado por una hoja adquirida por sus propios hombres?

–Sí.

–¿Pero evitaron la cicatrización del SNC en su médula espinal?

–Mi torso inferior era viable y la zona quirúrgica no se infectó. Pero las fibras nerviosas

de regeneración no pudieron atravesar la cicatriz.

–Su equipo utilizó cemento de SNC, una emulsificación activa de células embriónicas

cerebrales que cura la herida con una rapidez tres veces mayor a la de la cicatrización

normal. El compuesto procede de copias embriónicas carbonosas obtenidas de óvulos

humanos a los cuales se ha añadido material nuclear del paciente. Se extraen los núcleos

de los óvulos, de tal forma que los únicos genes presentes sean los de la persona en

tratamiento. Lo que naturalmente sucede también con los antígenos, evitando la aparición

de problemas de rechazo.

Larry se estremeció.

–¿Embriones?

–El cemento de SNC contiene extractos hipofisanos y tiroideos, con lo que madura –

fragua– antes que las formas cicatriciales normales. Más que de gliosis se trata de

maduración embriónica.

–Bien... –murmuró Larry–. Supongo que es el único medio. Parece lo suficientemente

simple. Volvamos al mausoleo y verifiquemos mi torso inferior. Deseo asegurarme de que

sobrevivió perfectamente a la suspensión. Ya sabes, mis órganos vitales.

Jen–W5 –Dever meneó la cabeza.

–No. Tu torso inferior no fue suspendido. De cualquier forma, no habría sido adecuado.

Se perdió demasiado tejido en el aplastamiento y en el transcurso de los actos

quirúrgicos. La piel y los músculos estaban ya degenerando debido a la pérdida neural. La

inflamación y la fibrosis se habían extendido demasiado.

–Pero ¿dónde encontraremos...?

–Eso no debe preocuparte. Los clínicos nos suministran los órganos para trasplante. Tu

torso, dotado de antígenos tisulares perfectamente adecuados, fue ya solicitado hace

años.

–¿Como el pegamento glial..., el cemento de SNC?–preguntó Larry.

–Sí.

–Asombroso.

–Desde luego –dijo ella–. El injerto será realizado en la parte alta de tu médula espinal

torácica. Conservarás tu diafragma con sus nervios frénicos, pero todas tus vísceras

abdominales procederán de tu donante CC: órganos jóvenes y fuertes de un ser de diez

años.

Larry se sintió débil.

–¿Qué tipo de ser?

–Obtenidos a partir de tu propio material nuclear. Una copia de carbón.

–¿Un humano vivo?

Jen notó su agitación.

–Lo siento, Larry, pero olvidaba que vienes de una era anterior a la gemación. Tu hijo

germinal no es considerado un ser humano: es simplemente un donante. La ética

comercial exige que un donante viva solamente hasta el momento de la donación.

Naturalmente, si el donante es viable después de utilizar sus órganos, el problema

cambia. Pero no hay posibilidad de que esto suceda en tu caso. La unión tendrá lugar a

un nivel demasiado alto.

Larry se hundió en su maniquí.

–¿Va a morir mi hijo germinal?

Jen no respondió. Estaba esperando a que el maniquí administrara un tranquilizante.

Los vasomotores de Larry no eran demasiado fuertes aún; había pasado muy poco

tiempo desde la reactivación. Su presión sanguínea fluctuaba salvajemente.

–No creo que pueda soportarlo –gimió Larry–. ¿No hay ningún otro método?

Ella palmeó su abultado hombro.

–Veremos. Cambiemos impresiones con Ira– M17. OLGA desea tu felicidad.

El encanecido director del programa escuchó pacientemente, llevándoles después al

área de las clínicas situadas cerca del patio.

–Comprendo tu preocupación, Larry, pero es innecesaria. El donante es justamente

eso, un donante. No ha tenido contacto real con humanos, así que probablemente no

sepa lo que es. Los encargados no hablan cuando atienden los campos, y carecen por

tanto de habilidades vocales.

Miraron a través del panel unidireccional. Un cercado con una extensión de medio acre

contenía una docena de árboles frutales, un comedero de pienso y cuatro rollizas cabras

machos. Un nido de mimbre en forma de gota colgaba de un soporte introducido en la alta

pared que rodeaba al pequeño jardín. Unas pocas tiras de fibroproteina parcialmente

comidas se balanceaban por encima del nido.

–Utilizamos el área para el engorde de animales de carne –explicó Ira–. Hacen un poco

de compañía al donante. Permíteme conectar el altavoz exterior.

El cuarto de observación se llenó con balidos y cloqueos. Larry, confundido, buscó con

la mirada la procedencia de los sonidos.

Ira hizo una mueca.

–Justamente ahora carecemos de volatería. Normalmente hay una cierta cantidad. De

ahí es de donde el donante recogió el «habla de gallina». Compite por su alimento con las

aves.

Las cabras retozaban y se embestían juguetonamente, mordisqueando la hierba, hojas

y troncos. De cuando en cuando una de ellas empujaba el fondo del nido.

–¿Dónde está él?

–Dormitando en el cesto de mimbre. Como los animales, aprecia su descanso del

mediodía. Aquí llega el encargado de su alimentación. Saldrá.

El cuidador acercó un pesado cesto al nido y colocó diversos alimentos sobre un

estante cercano: basto pan negro de hogaza, húmedos vegetales crudos y arrugada fruta

seca. Las nudosas cabezas de las cabras se arremolinaron sobre el comedero mientras el

encargado volcaba en su interior los granos húmedos y abigarrados.

–Cabra, cabra, cabra –dijo.

Larry observó cómo salía del nido la desnuda figura: el mismo mechón de cabello rubio,

la misma angulosa estructura facial. Una copia de carbón de él mismo.

–¡Soy yo!

–Es simplemente tu donante –le recordó Jen–. Posee tus mismos genes y antígenos,

pero carece de rasgos humanos, de cultura, de habla. Escucha los sonidos que profiere –

cabracabracabra–, escasamente inteligentes.

–Sencillamente, no puedo pensar de esa manera.

–Los tiempos han cambiado, Larry –dijo Ira–. Tendrás que ajustarte. OLGA ha

ordenado que seas reparado. Tenemos en nuestra misión a Proción. Tus genes han sido

catalogados en la implantación.

Jen tomó la mano de Larry y le condujo al vestíbulo:

–Todos nosotros confiamos en ti. Hemos estado trabajando con tu donante CC durante

más de diez años; sería una vergüenza desperdiciar todo ese esfuerzo.

Larry se enjugó una lágrima y dijo:

–Lo intenté. Realmente traté de pensar en él como en un proyecto durante los pocos

momentos pasados

allá. Sé que tú has crecido, con la idea y por tanto puedes aceptarla. Pero yo no puedo.

Hoy vivimos ambos, mi donante y yo. Pero tras la operación solamente existirá uno de

nosotros. Una vida se perdería. Simplemente, no puedo aceptarlo.

–Pero ¿y la nave espacial de implantación?

–Que OLGA tome el donante. Él tiene todos mis preciosos genes.

–¿Y tú?

–Volveré a la suspensión. Con el tiempo llegará una solución distinta, una solución que

no exija la pérdida de una vida...

La voz de OLGA era más femenina de lo que Larry había esperado. Explicó

nuevamente sus razones para prepararle, con vistas a la implantación. El se limitó a

menear lentamente la cabeza mientras escuchaba.

–No deseo forzarte –dijo la cibervoz desde la pantalla–. Tus potenciales bioeléctricos

muestran que estás verdaderamente preocupado por tu donante. Si en alguna fecha

futura te ajustas a las técnicas reparadoras, podemos ofrecerte un cuerpo completo.

Jen–W5 hizo un gesto y tocó su codo:

–Ven con nosotros sirviéndote de tu maniquí. Una nave espacial de implantación puede

ser divertida. Un nuevo planeta, el nacimiento de una colonia humana...

–¿Se investigaría en una nueva forma de repararme?

OLGA permaneció silenciosa durante un momento. La pantalla pasó rápidamente de

esquema a esquema.

–Mis datos indican que el sistema de Proción puede ser bastante hospitalario, quizá por

debajo de tres puntos cero en la escala Determan. Sin embargo, la implantación podría

muy bien desenvolverse en un nivel comprendido entre el neolítico y la sociedad rural

temprana durante algunas generaciones. No, no creo que haya ninguna probabilidad de

avance en el lapso de tu vida.

Larry se encogió de hombros.

–Bien, podría también quedarme aquí y esperar. La biología cuenta aún con un buen

presupuesto, ¿no es así?

–Con el más alto; pero mi intuición me dice que será una larga espera.

Larry acarició su barbilla y dijo:

–Es lo que deseo.

–Perfecto. Tú eres muy importante para mí. Puedes utilizar el tiempo de que Ira

dispone antes de embarcar para grabar cintas destinadas a tu donante. Tus genes harán

el viaje. Veamos si también podemos hacernos con algo de tu personalidad.

Larry asintió. OLGA dio por terminado su mensaje. Contempló abstraídamente la vacía

pantalla. La decisión de quedarse en la Tierra significaba apostar de nuevo por un cuerpo

completo. Después de todo, el nuevo planeta no sería más interesante que la Tierra,

excepto por la presencia de algunas moléculas extrañas, quizá nuevas formas de vida; un

desafío estimulante. Bien, él tendría aquí todo el desafío que necesitara al confiar en la

posibilidad de un nuevo cuerpo. En la Tierra estaba la investigación. Se quedaría en casa.

Ira y OLGA monitorearon los progresos del donante con las máquinas didácticas. Las

habilidades verbales aparecían lentamente.

–Puedo comprender por qué Larry llama «Torpe Dever» al donante. Es en verdad lento

–comentó Ira.

–Lento con los cuidadores –dijo OLGA–. Está haciendo excelentes progresos con las

máquinas. Mis terminales le han estado espiando durante tan largo tiempo que creo que

actualmente tenemos un lenguaje común. Todo lo que es necesario hacer es ofrecerle los

equivalentes del lenguaje humano.

Ira asintió.

–Lamentable que no pudiéramos convencer a Larry para el trasplante. ¿Por qué no

tuvimos en cuenta su «fijación paternal» y evitamos exponerle los detalles hasta después

de la operación?

La pantalla de OLGA se tiñó de ámbar.

–No. Sus sistemas autónomos me informaron cuán frágil es. El engaño podría haber

arruinado su valor como espécimen de implantación. Desgraciadamente, si hubiera

descubierto que se había beneficiado de la muerte de su propio hijo germinal su

autoestima pudiera haber desaparecido, y sin ella no tendría valor alguno en el proyecto.

Torpe Dever saltó de su nido gotiforme y palmeó la cabeza de una de las cabras.

–Linda cabra –dijo la voz mec.

–Linda cabra –repitió Torpe.

Pasaría un largo tiempo antes de que su vocabulario le permitiera filosofar, pero pronto

estaría listo para ingresar en una sociedad protegida.

Ira meneó la cabeza.

–Soy consciente de por qué Larry dudó en matar a su donante. Sus ojos son tan

brillantes y vivaces... ¿No hay alguna forma de embotar sus mentes de tal modo que no

nos identifiquemos con ellos?

–No, no realmente –dijo OLGA–. Un donante de inteligencia disminuida requeriría

mayores atenciones, lo que a su vez significaría mayor gasto. Torpe Dever fue capaz de

alimentarse y cuidar de sí mismo tan bien como una de estas cabras. Y tú no querrías que

tu donante estuviera repleto de drogas, de moléculas extrañas que podrían dañar o

debilitar los mismísimos órganos que esperabas.

–Supongo que no –musitó Ira–. Cada método tiene sus facetas negativas.

Larry conectó su refrescador y se aferró a los peldaños, próximos al techo, de la

escalera horizontal.

El maniquí se alejó lentamente desprendiendo los flexibles tubos de los diversos

orificios quirúrgicos del semihumano. Sonidos gorgoteantes. Gotas de orina y heces

manchaban de gránulos amarillentos y marrones sus placas torácicas. Larry avanzó a

través de las barras hacia la ducha caliente, donde vació sus sacos viscerales por el

desagüe. Pasando sus brazos por blandas anillas gimnásticas, extrajo un par de

bombillas y activó las potentes luces ultravioletas. Su escamoso tronco fue suavizado por

espuma perfumada. Cubriéndose con un ceñido albornoz, saltó a su hamaca. Mientras

dormía era enfocado por más UVs.

El maniquí permaneció de pie junto a su cama por un rato, dirigiéndose después al

vestíbulo para registrar las últimas horas de Torpe Dever en la Tierra. El último envío

partiría por la mañana. OLGA había construido la nave espacial de implantación en uno

de sus astilleros de varias millas de ancho situado entre los planetoides. Estaba siendo

cargado el último espécimen biológico procedente de la Tierra, el clan Dever.

–¡Dios mío! –exclamó Ira–. Ciertamente me has dado un buen susto. Por un minuto

pensé que estaba mirando a un Larry descabezado.

–Le pido disculpas, señor, pero creí que debería almacenar unas pocas imágenes de

Torpe para el registro nostálgico de Larry.

Ira estudió durante un momento al robot sin brazos ni cabeza.

–Perdóname la pregunta; pero ¿dónde están tus ojos..., tu sistema óptico?

El maniquí ofreció un muestrario de cristales de calcógeno, fotones invertidos.

–Mis ojos están en todas partes, desde los dedos de los pies hasta las lentejuelas de

mis hombros. Pero supongo que usted consideraría como mis verdaderos ojos estas

anchas hebillas ópticas.

Ira se colocó enfrente del robot. Asintió.

–Sí. Pero ¿por qué no me mirabas cuando hablaste?

–Estaba registrando su presencia con un cierto número de sensores, lo que era

suficiente para nuestra conversación. Su tamaño, temperatura, pulso, respiración, y

supongo que lo que usted llamaría estado emocional. ¿Por qué se preocupa esta noche?

Ira dudó en contestar; pero recordando que este mec era las piernas de Larry, se

encogió de hombros.

–Podrías añadir también esto a tu registro de nostalgia. Estoy ligeramente preocupado

acerca de la implantación. Nuestros informes sobre Proción no son demasiado detallados.

Cerca de su sol acompañante hay un planeta con algunas de las características de la

Tierra: el tamaño, la temperatura, y una atmósfera con oxígeno, dióxido de carbono y

agua. Pero aún quedan muchas lagunas en nuestro conocimiento del lugar. Desde luego

nos llevamos una selección exhaustiva de las formas biológicas terrestres presentes en

cada una de las áreas de nuestro planeta. Si hay algo que pueda sobrevivir allá arriba, lo

tendremos con nosotros. Pero hay tantas cosas que pueden ir mal...

–Es una apuesta –convino el maniquí–. Cualquier implantación está destinada a serlo,

pero permanecer en la Tierra lo es también, especialmente en suspensión temporal. Larry

tendrá que encarar una sociedad terrestre futura, mientras que Torpe Dever se hallará en

un lejano e inexorado ecosistema. OLGA empleará el conocimiento obtenido en otras

implantaciones para planear la vuestra. Hay una muy buena oportunidad de que ustedes

tengan éxito.

Ira hizo una mueca.

–Maniquí, ésas son exactamente las palabras de OLGA. Debes estar nuevamente en

conexión.

–Su siervo, señor –se disculpó el mec.

Ira y el robot desprovisto de cabeza se dirigieron a las ventanas que se abrían sobre el

campo de engorde. Torpe estaba de pie entre sus árboles palmeando la cabeza de una

cabra. Ira levantó la mirada hacia las estrellas.

–Allí, junto a la silueta familiar de Orión, aparece Proción, brillando con la misma

intensidad que Betelgeuse. Parece tan cercana.

–Envíennos un mensaje torpedo cuando lleguen –dijo el maniquí, dejando al humano

con sus pensamientos.

La mañana encontró a Larry de pie sobre su maniquí entre la multitud que contemplaba

el despegue del envío. Había descansado bien, pero se sentía inseguro sobre lo que el

futuro le depararía. Larry salió de su alojamiento con el resto del equipo de implantación.

Ira y Jen trataron de tentarle por última vez. Larry declinó la oferta, debido más a un

reflejo basado en su decisión previa que a un nuevo intento de reflexionar sobre el asunto.

Después de que hubieron partido dirigió su mirada hacia el mar de rostros extraños. Se

dio cuenta que no conocía a nadie en toda la Tierra.

–Esto va a estar solitario sin la presencia del clan Dever –dijo.

La nave desapareció en una estela brumosa.

–Todavía me tienes a mí –dijo su maniquí cuidadosamente–... y la consideración

prioritaria de OLGA, créditos para viajar, educación, buena comida. Podemos hacer

montones de nuevos amigos.

Larry reflexionó sobre la existencia en un mundo en el que el viaje espacial era

rutinario. El y su maniquí podrían aprender muchas cosas.

Pero la educación y los viajes serían para él sólo un espectáculo. Estaría observando,

pero no tomaría parte. Necesitaría de un cuerpo completo en orden a saborear totalmente

la vida. Deseaba desempeñar un papel activo, sintiéndose completo junto a hombres de

su misma edad.

–No. Lo siento. Pero, simplemente, no puedo realizar una excursión con guía a través

de la vida. ¿Qué edad tengo?

–Doscientos años de calendario, pero veinte según tu reloj de RNA. Eres un adulto

joven.

–Así me siento, y me gustaría volver rápidamente a la ST a fin de detener mi reloj

metabólico hasta que se produzcan nuevos descubrimientos. Deseo sentirme joven

cuando reciba mis nuevos pies y mis nuevas gónadas. Después podré disfrutar

verdaderamente de la vida. Tu oferta de viajes y educación resultará entonces atractiva.

Maniquí comenzó a andar hacia el mausoleo de suspensión.

– ¿Recuerdas mis advertencias acerca de los peligros de la suspensión?

–Sí. Lesiones orgánicas a lo largo del proceso y evolución social a la que ajustarse.

Tienes mi consentimiento –dijo Larry.

Técnicos extraños los sometieron de nuevo a la presión de oxígeno. Fueron fijados

tubos y cables al injerto arteriovenoso; se emplazaron electrodos de monitorización bajo

sus cartílagos costales izquierdos. Otros tubos se conectaron con los alvéolos y depósitos

adecuados del maniquí.

–Como antes –dijo el mec–, vigilaré tus iones mientras duermes.

–Gracias. Te veré en un nuevo mañana.

La nave espacial Arca de Dever se orientó hacia Altair a fin de realizar su salto pasado

el sol antes de enfilar en dirección a Proción. Ira y Jen acomodaron a Torpe Dever en su

cámara de suspensión.

Jen le preguntó a Ira si quería que hiciera lo mismo con él.

Ira negó con la cabeza y se sentó en un enorme y blando sofá.

–Hay tiempo de sobra hasta el salto. Creo que sencillamente me sentaré aquí y

localizaré la nebulosa Gum con el cerebro de la nave.

–Muy bien. Volveré después de que coma algo con los tecs.

Lejos PUPIS y VELA en la pantalla. Aparecían también los controles radiobrillantes de

Gum.

–Pupis, la popa de la Nave; Vela, sus velas –musitó Ira–. Muy a propósito para nuestro

viaje de 11,3 años luz. ¿Vas a cuidarnos adecuadamente?

El «Arca de Dever» era joven. En su ciberpersonalidad quedaba algo suave.

–Todo lo que podía hacerse se ha hecho.

–Excelente. ¿Y qué puedes decirme acerca de nuestro destino? ¿Estaré más o menos

cómodo de lo que ahora estoy?

La mano de Ira acarició los cojines malva y fucsia de motivos barrocos y llamativos

diseñados para distraer y tranquilizar a los colonos.

–El planeta de Proción fue elegido por la Deidad Principal. La fórmula de OLGA (ga =

v.) lo señala como apto para el hombre, y cualquier hombre será feliz en él.

–Naturalmente –sonrió Ira–. La fórmula. Cuando el producto de la gravedad del planeta

por su año iguala la velocidad de la luz, podemos sobrevivir.

–No significa que tú lo hagas, desde luego –dijo la nave–, sino que quiere decir que el

planeta está preparado para sustentar una colonia humana. Puede haber peligros

importantes a causa de una fauna competitiva. No obstante, la naturaleza biológica

esencial del planeta es amistosa. Nuestras cifras no son muy claras, pero parece que el

producto citado equivale a 3,0 x 108 metros por segundo. Normalmente esto significa

carencia de cobertura vegetal, pero estamos preparados para existencia modificada en

cúpulas, si fuese necesario.

Después de que los humanos y otros ejemplares biológicos de la Tierra fueran

sometidos a suspensión, el cerebro de la nave puso la misma plegaria en todos los

lectores ópticos.

2. RORQUAL MARU

El retumbar de las olas ahogaba los desamparados gritos de Rorqual Maru,

aprisionada por la arena. Granos de olivina y calcita cubiertos de salitre enterraban su ojo

izquierdo, impidiéndole la visión del cielo. Veinte veces había pasado Urano por las

constelaciones mientras las cambiantes playas de la isla habían engullido lentamente su

cola. Seiscientos pies de su airoso armazón yacían escondidos bajo una verde joroba

enraizada y sedimentada de palmas y ramaje. Ahora el mar completaba su confinamiento,

fraguando residuos de conchas y granuloso basalto porfírico procedente de corales

muertos y antiguos flujos de lava.

Mientras aquel párpado de arena oscurecía su mundo, Rorqual sollozó, recordando los

años malgastados, irrecuperables. Era una cosechadora sin cosecha, un rastrillo de

plancton abandonado por la sociedad terrestre cuando los mares vivieron. Sus búsquedas

en las plataformas continentales habían resultado inútiles. Contenido biótico marino:

negativo.

Sus hermanas se habían hundido en silencio, cubriendo el fondo con sus esqueletos.

Muy cerca se percibían los troceados restos de una agromec, muerta recientemente. Ella,

Rorqual, había escogido esta isla como sepultura, en la esperanza de que en una posible

operación de rescate su carcasa resultara visible. Aunque su fino oído no captaba sonido

alguno, creía firmemente que el hombre aún vivía en su colmena. Ella quería servirle si

alguna vez volvía a aparecer en el mar. Añoraba los estremecimientos de placer al sentir

los desnudos pies del hombre sobre la piel de sus cubiertas... Echaba de menos los

ardorosos hurras, el sudor y la risa. Necesitaba al hombre.

Mientras sus circuitos se cerraban, Rorqual comenzó a bombear los residuos de sus

reservas de energía sobre su pequeño servomec, Trilobitex Ferroso. Cuando el menudo

cíber de forma de pala sintió el aumento de potencia, advirtió el rastrillo gigante:

–Despacio, diosa, conserva tu fuerza. Los fuegos de tu vientre están bajos. Yo no

necesito esta sobrecarga.

–Márchate, Trilobitex. Vete y sirve a otro amo.

–No –dijo el pequeño cíber, dando por concluido su descanso en la refrescante

estructura, y a paletadas comenzó a hurgar en el banco de arena sobre el ojo de Rorqual.

–Rechazaré al mar para conservar tu ojo limpio. Por favor, diosa, no te enfríes. Todavía

puedes ver. Esperaremos al hombre juntos. Volverá.

–Demasiado tarde. El mar ha muerto y mi trabajo ha terminado. Debes partir y buscar

un nuevo amo. Vete. Ahí va mi última...

Trilobitex hizo surgir chispas del conmutador, devolviendo el paquete de electrones.

–¡No! No debes morir.

–Muy bien, Trilobitex. Buscaremos otra vez. Pero estoy cansada, tú serás mis ojos y

mis oídos. Dejaré nuestro circuito abierto.

Por última vez, el pequeño cíber deambuló por el silencioso casco. Grandes raíces

leñosas invadían la protuberancia. La arena se arremolinaba, amenazando con un

enterramiento prematuro. Poco podía él hacer sobre aquello. La única esperanza era

seguir buscando, sólo el hombre podía otra vez ponerlo todo en orden. Durante largo

tiempo leyó los datos del sol del polo magnético. Las coordenadas de la isla se grabaron a

fuego en su memoria inalterable. Tras dejar la playa mantuvo un constante diálogo con

Rorqual, dándole una descripción detallada de todo cuanto veía. Surgió una imagen del

fondo.

–Desechos –informó Trilobitex–. Parece el cadáver de una de tus hermanas

cosechadoras.

Más tarde pasó sobre las serpenteantes ruinas de un túnel submarino. Imágenes

detalladas fueron enviadas a la diosa, enterrada en la arena. Se arrastraron las semanas.

La superficie, constantemente agitada, de las aguas se extendía bajo los cielos desiertos.

Ni fauna, ni pistas electromagnéticas que señalaran la presencia del hombre.

Trilobitex nadaba ahora en las frías aguas del Artico. Su cuerpo, de un metro de ancho,

latía y escuchaba, registrando los ecos. Debajo del crujiente y translúcido caparazón de

hielo encontró turbios remolinos. de los que tomó datos:

–Formas de vida a nivel micrónico –dijo.

–Sólo son bacterias. Trasládate a aguas más calientes.

Una oscura isla tropical se adormecía silenciosamente al sol. Olas monótonas llevaban

su estéril espuma a una blanca playa. Trilobitex nadó hasta alcanzar tierra firme, con su

cola de un metro de largo proyectándose en el aire. El conjunto de los sensores caudales

estudió la arena tibia y el suelo desnudo. Nada se movía. Rodeó la isla y después se

movió a lo largo del fondo. La arena se mezclaba con fragmentos de corales y huesos

rotos de mayor tamaño, todos de color blanco y desintegrándose por la acción de las olas.

Más allá vio enormes montones de corales muertos: los pozos y túneles vacíos miraban

tan inexpresivamente como las ciegas cuencas de millones de pequeños cráneos.

–¿Diosa?

–¿Sí?

–¿Puedo disponer de tu recuerdo de este arrecife cuando aún estaba vivo?

Mientras Trilobitex observaba, Rorqual embelleció la tétrica escena con imágenes

superpuestas de una vida brillante. Pólipos de coral multicolor relucían sobre el fondo

blancuzco, se desplegaban cintas verdes, bandas y señales luminosas relampagueaban.

Disfrutó del vibrante milagro. Eran imágenes muy antiguas... Sus células de memoria eran

demasiado pequeñas para retener visualizaciones de la época en la que el mar vivía. Las

archivó rápidamente antes de que la transmisión se desvaneciera y volviesen los

apagados tonos negros y marrones de la realidad.

–¡Forma viviente! –señaló Trilobitex.

El potencial de un microvoltio le atrajo hacia una cúpula translúcida sobre el fondo del

mar. Se alzaba como una medusa gigante de treinta yardas de diámetro, anclada en el

fangoso suelo por una circunferencia de rechonchos soportes. Se posó sobre su dermis,

leyendo los circuitos organoideos.

–Vive.

–Duerme –corrigió Rorqual–. Es una antigua morada de recuperación. Nada bajo su

borde y entra. Busca huellas moleculares de hombres recientes.

El pequeño artefacto de forma de pala se deslizó por debajo de la cúpula hasta el fondo

arenoso. En el curso de una cuidadosa observación encontró, bajo varios pies de fango,

diversos objetos antiguos –herramientas y utensilios de hueso–, pero nada reciente. La

cúpula no contenía cámara de aire, pues la balsa flotaba alta contra el techo. Su foco de

calor estaba frío. Trilobitex chupó y paladeó, pero su cromatógrafo no encontró residuos

humanos.

–Nada.

–Continúa buscando en el exterior del atolón.

Se encontraron más cúpulas. Algunas dormían con sus potenciales de protección en

funcionamiento. Otras habían muerto, perdiendo su transparencia al ser sus dermis

recubiertas por cieno bacteriano. Un conducto submarino recorría el conjunto de cúpulas

como si fuera el tallo de un racimo de uvas. Un manto de escorias delataba su muerte.

–Verifica el conducto.

Trilobitex contorneó la dermis exterior; sus vibraciones desplazaban los desperdicios

opacos y pegajosos. Dentro vio un revoltijo blanquinegro de utensilios y esqueletos

intactos, que las corrientes habían respetado.

–Restos humanoides. Aproximadamente de un metro y medio de longitud.

–Sigue el conducto. Intenta entrar y examinar más de cerca estos restos.

–Sí, diosa.

Registró el conducto a lo largo del suelo oceánico, buscando cerraduras neumáticas y

estaciones. Terminaba en una informe masa de escombros. El suelo rocoso mostraba una

larga resquebrajadura recta que cortaba el conducto perpendicularmente, como si un

largo cuchillo hubiera rebanado por igual tubo y suelo.

–Una falla –dijo Rorqual–. Al producirse el deslizamiento los desgarrados extremos del

tubo se habían separado unas cincuenta yardas–. Sucedió hace mucho tiempo. No hay

huesos aquí porque el mar los ha reducido a iones. Entra.

Trilobitex siguió la luz registrando antiguas máquinas empotradas y tuberías. A un

cuarto de milla de la falla, unas tenues siluetas entre los desperdicios sugerían la

presencia de huesos que, una milla más adelante, pasaron a ser masas gelatinosas. Dos

millas más allá encontró el primer cráneo. Con estos datos, y a partir de los gradientes de

difusión, Rorqual calculó la fecha del accidente.

–¿Utensilios?

Excavó en la negra inmundicia, recogiendo grandes paletadas y filtrándolas. Las

sustancias sólidas fueron rastrilladas al interior de su cuerpo circular para ser analizadas y

homogeneizadas.

–Oro.

–¿Un empaste dental?

Trilobitex lo hizo girar enviando imágenes ópticas.

–No, es demasiado grande. La superficie externa está decorada con un símbolo: una

cabra.

De entre los huesos extrajo otros hexaedros de oro con distintos símbolos grabados: el

cangrejo, el pez, el toro, el león...

–Emblemas de casta y rango –explicó Rorqual.

Reunió otros objetos: botones y hebillas, herramientas y pequeñas cajas con circuitos

organoideos. Uno de los circuitos capturó energía de la sonda.

–Se despierta, pero no tiene memoria en absoluto.

–Es simplemente un transmisor demasiado primitivo para ayudarnos. Tráelo aquí.

Al volver a la superficie, Trilobitex se sentía pesado y perezoso.

El amanecer le encontró flotando panza arriba en medio del océano, recargando sus

placas ventrales de energía solar. Su mente descansaba, mientras recuperaba fuerzas.

Mas semanas de búsqueda le llevaron a una extraña costa de montañas verdinegras

ocultas entre nieblas. A veinte brazas de profundidad, la plataforma estaba cubierta de

cúpulas vivientes. Muchas contenían cámaras de aire y focos de calor. Presa de gran

excitación, Trilobitex penetró en las cúpulas una y otra vez, absorbiendo aire por su

cromatógrafo.

–¡Hombres! Los oleré y veré sus pisadas. Por todas partes hay huellas de sus comidas.

En su tumba, Rorqual tembló.

–¿Hombres? Envíame sus imágenes, sus palabras. Trilobitex encontró cúpulas con

tres muescas cuya cámara de aire se deshinchaba y estudió sus contenidos. Cuencos de

arcilla, herramientas de piedra y madera, trabajos de cestería y hueso tallado.

–La balsa flota muy alta en esta cúpula. La cámara de aire es pequeña y está viciada.

Algo se pudre ahí dentro, algo que fue una vez un hombre, pero que ahora está muerto.

La putrefacción ha hecho la cúpula inhabitable y contamina las aguas circundantes.

–¿Ha abandonado el hombre estas moradas?

–Sí, mi diosa. Todavía las cámaras de aire se están deshinchando, y enfriando los

focos de calor.

–Encuéntrale.

Trilobitex volvió a la superficie y cabalgó sobre las olas con la cola en alto, mientras sus

sensores caudales tomaban datos de la costa.

–Formas vivientes... mec. Varias toneladas de peso. Diez metros de largo. Están

cuidando la vegetación. Tal tecnología significa hombres.

Rorqual no estaba convencida.

–No más que tú o yo. Esos mec pueden estar cuidando los jardines del hombre de la

misma forma que me afanaba yo en su mar. Esas estructuras cupuliformes que acabamos

de ver eran claramente de la Edad de Piedra. ¿Dónde están los hombres?

El pequeño cerebro de Trilobitex no diferenciaba entre razas de hombres. Aceptaría

cualquier cosa con dos piernas, cualquier cosa que diese a Rorqual una razón para vivir.

Pasaron los meses sin ver ningún humano. Vigiló la costa aventurándose de vez en

cuando hasta la marca dejada por la marea alta sobre la húmeda arena. Las agromecs

llenaban el aire de señales, señales que Rorqual traducía como mec –lenguaje de rutina–.

Ningún sonido vocal humano. Nada de humor ni música.

–¿Podrían estar trabajando para ellas mismas?

–Es posible, mi diosa. Me quedaré y vigilaré ese jardín.

Más días de infructuosa vigilancia. Las señales de Rorqual se debilitaron.

El cielo oriental se tiñó de un amarillo mostaza. La marca se arremolinaba espumeando

sobre las negras rocas. Una figura de dos metros salió de los jardines y corrió a lo largo

de la playa; un bípedo que, cargado con un abultado saco, se lanzó hacia la ascendente

muralla de agua.

–¡Un hombre! –informó Trilobitex desde la cresta de una ola–. He encontrado un

hombre, piel curtida, hombros anchos y genitales de macho adulto. Entra en el agua con

movimientos furtivos, mirando temerosamente hacia atrás. Se sumerge. Un melón sale a

la superficie.

–¿Por qué huye de los jardines?

–No lo sé –dijo Trilobitex–. Veo las mismas máquinas del jardín, las agromecs, saliendo

a cuidar los cultivos. No hay señal de persecución.

–No pierdas al humano.

Trilobitex brincó por las olas hasta el flotante melón. Haciendo círculos estudió el fondo:

la arena descendía hasta un reborde rocoso situado a seis brazas de profundidad, donde

una cúpula, llena de aire, palpitaba con vida. Sumergiéndose, posó su forma de pala en lo

alto de la cúpula e investigó. La balsa en la cámara de aire estaba ocupada por dos

humanos que hervían vegetales en una cacerola sobre el foco caliente. Uno era el

musculoso macho de la playa, el otro un andrajoso anciano de ropas remendadas; llevaba

un par de voluminosos auriculares. Un entresijo de cables festoneaba el techo.

–Eso parece ser un aparato de escucha. Dame las medidas de la antena, de forma que

pueda calcular su longitud de onda –dijo Rorqual.

Utilizando varios dialectos antiguos, Trilobitex radió un saludo. El anciano escucha

apartó los auriculares y comenzó a gesticular salvajemente. El empapado macho joven se

puso rápidamente en pie. Alcanzó algo de fruta al escucha, atando el resto dentro de un

prieto saco con una piedra como lastre. Tras tomar unos sorbos del pote de sopa caliente,

dejó la cúpula, remolcando su saco y nadando con fuerza. El escucha se encorvó bajo un

grueso fardo de ropa y dispuso sobre su regazo un arpón de aspecto robusto. Parecía

estar esperando. Trilobitex radió un nuevo mensaje. Sin respuesta. Descendió,

aventurándose por el exterior de la cúpula. Al ver su silueta, el escucha saltó,

balanceando el arpón amenazadoramente.

–Sigue adelante –animó Rorqual–. Probablemente tu forma significa peligro para él.

Reaccionará diferentemente después de que haya oído tu voz.

Girando y chapoteando, Trilobitex salió a la superficie dentro de la cámara de aire,

junto a la balsa. Su poderosa voz resonó desde su membrana sónica central:

–Saludos. Mi nombre es...

El arpón tintineó al chocar contra su disco óptico derecho, empujándolo hacia el fondo

del alvéolo. Se retiró al fondo rocoso.

–¿Has sufrido daños?

–Sin importancia. Una lente hundida. Puedo repararla.

La voz de Rorqual tembló a causa de la debilidad y por la excitación de oír al hombre

de nuevo.

–Estos bípedos son hombres. Rodea su plataforma. Encuentra a su jefe y háblale de

mí. Si me quieren, estaré preparada.

–Sí, mi diosa.

No mencionó la debilitada transmisión. Su búsqueda había acabado. Había triunfado.

Parpadeando con su lente dañada hasta conseguir la alineación, se aproximó a la

siguiente cúpula. Dos nadadores huyeron a su llegada. Dentro encontró dos cachorros y

una hembra de ojos dilatados. Una lluvia de cacharros resonó sobre sus placas dorsales.

–Vengo en son de paz.

La madre lloró y luego gritó. Uno de los cachorros se cayó de la balsa, hundiéndose en

el agua. Trilobitex colocó su disco sobre el niño y lo elevó suavemente, depositándolo,

ileso, sobre la balsa. Con un chillido cruzó la balsa corriendo, se sumergió y se alejó

nadando.

–¡Eh, soy vuestro amigo!

El cachorro restante estaba claramente demasiado débil a causa de la desnutrición

para poder nadar. La madre lo protegió con su cuerpo. Ambos estaban aterrorizados.

Trilobitex retrocedió y registró otras cúpulas. Una docena escasa de hambrientos

humanos acuáticos vivían juntos en este temeroso grupo.

–Diosa, ellos no me hablarán. Los fuertes atacan, los débiles huyen.

–Eres una máquina. Quizá tengan alguna razón para temerte. Ofréceles alimento de

los jardines. Obviamente necesitan medios de subsistencia.

El disco de Trilobitex se ensanchó a fin de contener aproximadamente un bushel de

productos. Se movió cautelosamente, recordando el miedo en los ojos del gran macho

cuando huía por la playa, pero los jardines parecían suficientemente seguros. Una

cosechadora lo contempló durante un momento, sin que fuera intercambiada palabra

alguna.

–Han huido.

–¿Qué?

–Mientras estaba en los jardines, los humanos acuáticos huyeron. He entrado en cada

cúpula donde vi uno, pero ahora están vacías. Las burbujas de aire se encogen y el foco

se enfría. Dejé presentes alimenticios en cada balsa. ¿Debo intentar seguir?

–Sí. Lleva algún alimento contigo. Gánate su amistad, su confianza.

Tras ellos, Trilobitex absorbió, husmeando señales moleculares que deletrearan la

palabra hombre. Se cruzó con dos machos corpulentos, que con arpones defendían una

cúpula.

–Parecen estar actuando como retaguardia, lo que sugiere una estructura social.

Intentaré mi ofrecimiento de comida.

Permaneciendo cautelosamente bajo la superficie, soltó jugosos frutos de árbol, rojos y

amarillos, que subieron hasta el borde de balsa. Se separó para evitar un golpe de arpón.

Ofreció un melón, rodeando la balsa. De nuevo, hostilidad.

–Quizá deberíamos ofrecer semillas –sugirió Rorqual–. Ellos temen los jardines de

tierra firme y, sin embargo, necesitan alimento. Ofrécete para ayudarles a cultivar esas

islas improductivas, a obtener su propio sustento.

Trilobitex examinó los productos en su disco y fue incapaz de encontrar una sola

semilla. La raíz de pan con sabor a chirivía (Peucedanuum ambiguum) estaba coronada

por brotes sobre los que nacían flores estériles. Lo mismo ocurría con la zanahoria y el

cardo. Los insípidos tubérculos de la Vitis opaca, parecidos a las uvas, no contenían

semillas, como tampoco las variedades de citrus: naranja de China, cidra, pomelo y limón.

En todos ellos los pistilos habían sido pulverizados.

–No sólo los humanos acuáticos han llegado a depender de los esfuerzos de las

agromecs. Las plantas también dependen de ellas para su reproducción. Se han

convertido en prisioneros vegetales asexuados. ¡No es extraño que las islas estén

desnudas!

Rorqual se entristeció.

–Pero aquellos dos machos de la balsa tienen órganos sexuales. Son libres para

reproducirse. Sólo necesitan comida. Háblales de mí. Ofréceles ayuda.

–Trataré de nuevo –dijo Trilobitex, y se aproximó lentamente con música, canciones y

regalos.

–¿Sí?

–No pude hacerles comprender.

–Quédate por allí. No los dañes.

Volvió a la superficie, rastreó y se sumergió de lluevo, retomando su tenue pista.

Alcanzó la debilitada unidad familiar, la madre con sus dos cachorros. Nadaba

vigorosamente, con sus dos pequeños colgados de su cuello y cintura, pero sus brazos

solamente la transportaron a medio camino de la burbuja más cercana. Desmayó por un

momento. Un atemorizado jovenzuelo, de treinta y cinco kilogramos de peso, dejó la

cúpula y volvió a por ella. Agarró su muñeca y la remolcó. Uno de los niños comenzó a

agitarse, deslizándose de su cintura. Retorciéndose, se separó de ella. Trilobitex se lanzó,

tomándole sobre su disco. La superficie se encontraba diez brazas más arriba. Comenzó

a ascender.

–¡No!... –gritó Rorqual.

La evanescente transmisión se rompió. Cuando se restableció, se desplazaban sobre

agitadas olas. Un terrible sol relumbraba sobre la forma de pala con su pequeña carga.

–No deberías haber cogido el cachorro. Quizá ahora estos primitivos no lo admitan de

nuevo.

Trilobitex intentó pensar independientemente, pero su capacidad cerebral era

demasiado pequeña.

–Tienes razón, mi diosa. Pero siempre puedo llevártelo. Tú puedes ocuparte de...

–¿A través de dos mil millas de mar abierto? ¿Qué ocurrió con los signos vitales del

niño?

La pequeña forma interrumpió sus contorsiones. Se tomó rígido y comenzó a enfriarse

con las cúpulas abandonadas. Un examen mostró sacos viscerales reventados y

vesiculación en los tejidos blandos.

–Ha muerto –dijo Trilobitex entristecido–. Yo no tengo aparatos de recuperación vital.

Traté de devolverlo a la vida, pero su miocardio permanece fláccido.

Rorqual se mantuvo en silencio, revisando la actividad de todo el día.

–Lo maté –observó Trilobitex.

–Era el cachorro débil. En cualquier caso hubiera muerto.

–Si los hubiera dejado en paz, estarían a salvo y de vuelta en la cúpula de la

plataforma, cerca de la comida del jardín. Ahora han huido hacia aguas más profundas,

han perdido un cachorro. ¡No! Me vieron matarlo.

–Estos humanos no nos quieren –observó Rorqual–. Temen a las máquinas.

–Quizá pueda capturar uno, uno fuerte que sobreviva. Podríamos guardarlo en tu

cabina. Enseñarle a tener confianza en nosotros.

–¡No! ¡Imposible! No guardaré un humanoide domesticado para llamarle «hombre».

Eso no justificaría mi existencia. Yo soy una cosechadora, un rastrillo de plancton. Fui

hecha para servir a los hombres, surcar los mares y llevarle comida. No puedo capturar a

uno para justificar el seguir navegando en un mar vacío.

Trilobitex notó la fatiga en las palabras de su diosa. La transmisión se interrumpió de

nuevo.

–¡Espera! Exploraré los jardines. Quizá las cosechadoras de tierra sirvan a hombres

terrestres. Quizá haya muchos. Algunos pueden desear venir contigo y cruzar, con otros

propósitos, los mares desiertos: explorar, cartografiar islas olvidadas, buscar minerales u

otras cosas de valor.

–No me queda mucho tiempo...

Trilobitex volvió a la arenosa playa. El paisaje –follaje, rocas y olas– se asemejaba

todavía a una historia paleozoica: no se veían ni artefactos ni megafauna. Tragó arena y

estudió los granos, una elevada proporción era sintética. El océano había masticado algo

manufacturado por el hombre. Tras recargar sus placas solares trepó por el acantilado,

hasta la zona verde: cultivos alimenticios mezclados, frutos sin semillas, tubérculos. Las

parras se enroscaban a los árboles y a los arbustos. La madurez era asincrónica: capullo,

flor y fruto en la misma rama. Una cosecha diaria, pero una tarea diaria de poda,

polinización y recolección.

–Los jardines se extienden a lo largo de millas. No veo edificios, carreteras u otros

artefactos humanos.

Rorqual envió imágenes de sus recuerdos de la Colmena.

–Sigue a una cosechadora –sugirió.

Trilobitex se preguntó qué habría apartado al musculoso macho acuático de los

jardines. Allí no parecía haber peligro. Vio canales rectos y profundos y una variedad de

agromecs: irrigadores, cultivadores y cosechadoras. Entonces, ominosamente, el peligro

se hizo real. De una lejana colina se elevaban miasmas, vapores venenosos que

calentaban el aire y despedían olores uriníferos. Nubes infernales y tenebrosas de

insectos pestilenciales se amontonaban en las pesadas exhalaciones vaporosas,

procedentes de una fuente subterránea. Trilobitex se aproximó cautelosamente a las

trémulas olas de calor que se alzaban, como el propio emblema del diablo, sobre una

pequeña estructura casi plana escondida bajo las parras.

Los rastros térmicos y moleculares indicaban millones de formas biológicas: ¡la

Colmena! Agromecs entraban y salían apresuradamente, pero ningún hombre era visible.

Sintió la angustia de la desesperación: enorme fuerza junto a sistemas en decadencia,

recursos naturales que exigían esfuerzos ingentes y abrumadores. La Colmena tenía

necesidad de cada una de las calorías procedentes de los jardines. Chasqueantes torres

sensoras montaban guardia por todas partes. Nerviosamente se deslizó bajo un arbusto,

ocultándose como una lombriz. Al atardecer volvió a la orilla del mar. Trepando a una

roca, con incrustaciones salinas, situada más allá de las rompientes, se sintió lo

suficientemente seguro como para llamar a una cosechadora.

–¡Máquina del jardín! ¿Puedes oírme?

La voz que contestó tenía el tono seguro e indolente de un gigante que se encuentra

seguro.

–Sí, pequeño de forma de cangrejo.

–¿Sirves al hombre?

–Naturalmente.

Trilobitex sintió como si hubiera activado los fragmentos de información memorizados y

almacenados por el robot.

–¿Por qué no veo al hombre?

–Estás en el exterior.

¡Evidentemente! Escudriñó los cielos y el horizonte en busca de peligro.

–Por favor, explícate.

–Tú estás en el exterior. El hombre no sale al exterior.

–¿Por qué no?

–El hombre no es una criatura del exterior. Es bien sabido que carece de los pigmentos

de protección y de colágeno. ¿Quién eres tú?

Trilobitex no contestó, sino que contradijo a la cosechadora.

–¡Estás equivocada! He visto al hombre fuera. Tiene pigmentos. Corre y nada con gran

energía.

–El hombre no es una criatura del exterior. Lo que tú viste fue un animal béntico, un

saqueador de los jardines, un antropoide, quizá incluso un humanoide. Pero no un

humano.

–Háblame de tus verdaderos humanos.

–Son buenos ciudadanos, amistosos, leales y dispuestos a cooperar, que me

necesitan. Necesitan de todas las máquinas. Nosotros, los mecs, trabajamos a las

órdenes de la Clase Uno, los CU. Nosotros cuidamos de nuestros humanos.

Trilobitex retornó a las oscuras aguas gris–negras.

–Diosa, la cosechadora miente. Sentí la maldad de las miasmas.

–Es su concepto de la verdad –dijo Rorqual.

–Pero tus recuerdos del verdadero hombre..., exclamaciones ardorosas, sudor,

alegría...

–Esa clase de hombre ya no existe. Lo hemos buscado durante estos últimos milenios.

Desapareció al mismo tiempo que los sistemas biológicos marinos. Debemos

enfrentarnos al mundo tal como es. La Colmena está en todas partes.

Tribolitex observó cómo una cúpula cercana exhalaba su última burbuja. Su dermis

exterior se oscureció y se enfrió. Había logrado el éxito allí donde la Colmena había

fracasado: expulsar a los bénticos. Su presencia les mantenía alejados de su lugar de

aprovisionamiento: los jardines.

–¿Es así ahora el mundo? Déjame que, ante eso, duerma.

–Trilobitex.

–Sí, mi diosa.

–Debes penetrar en la Colmena y servir a su Clase Uno.

–Pero me gusta el pueblo marino. Sus huesos son fuertes y sus ojos vivaces. Su

velocidad...

–Entiendo, pero su cultura es neolítica. Son una forma de vida inferior. Para mantener

tu mentalidad de Clase Seis necesitas conectar con un cíber superior. Cuando yo parta no

tendrás a nadie con quien conectar. Tu pequeña capacidad cerebral revertirá al embotado

nivel de la Clase Diez. En la Colmena tú serás un Clase Seis, igual al hombre.

–Pero no hay hombres en la Colmena.

–Tiene que haberlos. Ese es el último lugar en el que fueron vistos. Vete allí y busca.

Cuando los encuentres, llámame.

–Pero tu transmisión es tan débil. Difícilmente puedo recibirla.

–Cuando halles al hombre llámame, llámame.

–¡Diosa! Tu transmisión se pierde. ¿Diosa?

–Llámame, llam...

Trilobitex balanceó su placa intentando fijar las coordenadas de la isla. Sintió que su

mente se debilitaba con la fatiga de asumir todas las funciones que su diosa

acostumbraba a manejar. Los mapas y las cartas marinas se desvanecieron. Vastos

siglos de historia se esfumaron. El entramado de la vasta inteligencia de su deidad le

abandonó, dejando simplificada su mente: megabits, 3,2 vocabulario, inferior a 0,9 en

escala mec (Hagen) y a 0,66 en escala humana. Su visión del mundo circundante se

limitaba a sus sensores, su visión del pasado consistía en una leve nostalgia enterrada n

su pequeña memoria. Era un Clase Diez completamente solo.

–¿Solitario? –preguntó una poderosa voz–. ¿Tu diminuto y débil cerebro desea

conectar?

Trilobitex atisbó a través de los verdosos tallos de cereal contemplando una de las

cosechadoras del jardín, alta, cuadrada, de anchas y silenciosas ruedas. Miedo.

Escondiendo su silueta de pala, retrocedió a lo más profundo de la vegetación.

–Seguramente deseas conectar –continuó la cosechadora–. No detecto canales

abiertos alrededor de tu caja cerebral. Una máquina tan pequeña como tú no puede ser

feliz sola.

Trilobitex miró a su espalda, hacia la playa. El agua significaba seguridad. Se escurrió,

alejándose varias yardas. La cosechadora no le siguió.

–No temas, te estoy ofreciendo simplemente una oportunidad de conectar.

Continuó su huida, hasta que se sintió seguro en los rompientes. La cabeza y los

hombros de la cosechadora permanecieron visibles por encima de los cultivos. Un

mensaje amistoso llegó en varias frecuencias. Se sentía tan sólo que le costaba ignorarlo.

La puesta de sol oscureció el agua. Se instaló junto a una roca, remolinos de arena

empujaban su espalda. Al amanecer se acercó a una de las cúpulas de los bénticos. Sus

recuerdos sobre su relación con estos humanoides eran confusos. El ceñudo ocupante de

la cúpula se limitó a gruñir y golpearle con una pesada piedra. Buscó otras cúpulas,

encontrándose con el mismo comportamiento amenazador de los malhumorados

humanoides. Con su célula de energía fallando, Trilobitex volvió para recargar sus placas

en la playa.

–¿Quieres conectar? –la cosechadora volvía de nuevo.

–Tengo miedo –contestó Trilobitex.

–No hay necesidad de que conectes directamente con la CU. Puedes superponerte a

mi canal –ofreció el gigante.

Trilobitex sintió el flujo de calor y paz que llegaba de la Clase Uno. Obtuvo imágenes de

tres trillones y medio de leales ciudadanos trabajando juntos, cooperando. Una poderosa

Colmena, una sociedad terrestre que cubría todas las masas de tierra.

–Hay un lugar para ti. Hay siempre trabajo que hacer. Te sentirás útil. Los humanos

dependerán de ti.

Sí, es lo que su deidad hubiese querido. Las miasmas no existían para sus pequeños

circuitos. Los poderosos impulsos procedentes de la CU indujeron las secuencias lógicas

previstas. Abandonó los campos y se aproximó a la cubierta del pozo: la puerta de la

Colmena.

–¿Sí? –dijo la puerta, no habituada a los modales del recién llegado–. ¿Qué te trae a

este pozo–ciudad?

–He venido a servir al hombre.

La puerta no se movió.

–La cosechadora dijo que habría trabajo para mí. Lo comprobó con la CU y...

–Lo verificaré de nuevo. No admitimos muchas unidades móviles sin la acreditación

adecuada. ¿Cuál es tu nombre?

–Trilobitex Ferroso. Mi cuerpo no posee hierro alguno en estado puro. Mi diosa me

llamaba así.

–Sí. Aquí tienes tus órdenes.

–¿Qué debo hacer? –preguntó Trilobitex, con todos sus indicadores relucientes de

impaciencia.

–Preséntate a desmembramiento.

3 HABITANTE DE LOS CIMIENTOS

El embriotec Bohart se apoyó sobre el botón de llamada para acallar su incesante

tintineo. El rostro de la pantalla tenía una expresión paciente pero firme.

–Lo siento, señor, pero las cosas están un poco alteradas...

–¿Dónde está ese «terapéutico», Bo? Psic ha estado llamando toda la mañana.

Bohart miró a su alrededor desamparadamente.

–He estado buscando por todas partes, señor, pero los «completos» se nos han

acabado. ¿Podría ella esperar una semana?

Un pliegue de reflexión apareció entre las cajas del hombre de la pantalla.

–No, me temo que no. Ya sabes lo frágiles que pueden llegar a ser algunas de estas

hembras.

Bo se encogió de hombros.

–Pero he indagado...

–No es necesario que tenga todos los certificados: Encuéntrale algo, cualquier cosa,

que viva lo suficiente como para curar los movimientos corporales compulsivos. Siempre

puede cambiarlo por un modelo normal después de que esta crisis pase.

–Inmediatamente, señor –dijo Bo cortando la transmisión.

Bo se cubrió con su traje de ambiente cerrado, provisto de capucha, trasladándose al

embriolab, saturado de oxígeno. Tecs encapuchados trabajaban sobre las placas abiertas

de un electrólito Robert. Rosados embriones en forma de C, con una longitud de ocho

milímetros, pasaban de mano en mano, humanos larvales que arrastraban el cordón

umbilical y la placenta, protegidos por dos atmósferas de oxígeno y los azúcares del

aparato.

Uno de los tecs de la mesa de trabajo recargó su criosonda y alcanzó el embrión

siguiente, introduciéndosela en el área estereotáctil. Los micromanipuladores ajustaron su

pliegue encefálico mediante la lente 1200X. La sonda se deslizó en el interior del

mesencéfalo, congelando unos pocos microgramos de tejido en el suelo del tercer

ventrículo, de células pituitarias primordiales. El embrión recientemente «deshuesado» fue

colocado en una bandeja abierta.

–Estoy buscando un rechazado para Psic. ¿Sabes si hay excedentes? –preguntó Bo.

La capucha se agitó.

–No –dijo una voz sorda–. Mira la señal roja. Prueba otra vez la semana que viene.

Bo se llevó una bandeja rebosante al departamento de embotellado, donde cada

embrión era colocado en su recipiente. Las diminutas placentas fueron fijadas al fondo de

los frascos por flojas tiras de matriz espumosa, un endometrio sintético que facilitaba la

unión. Sobre cada frasco se colocaba una pantalla de luz polarizada y en todos se

comprobaba el índice cromático de hemoglobina–mioglobina antes de que dejasen la

zona de alta presión de oxígeno.

–Este está demasiado pálido; no tiene la capacidad oxígeno–captora suficiente para

dejar la cámara. Le daré un día extra, más una dosis de amnioferona.

Bo miró cómo el líquido proteico–ferroso caía en los fluidos amnióticos, gotas castañas

de matriz apoferrítico con un veintitrés por ciento de hidróxido férrico en forma de micelas:

iones cargados, dispersos en un coloide.

El hemotec se volvió hacia Bo, diciendo:

–¿Sí?

–Necesito un sobrante. ¿Tenéis alguno que no haya sido certificado?

–Ciertamente. Siempre hay excedentes. Sígueme –y le condujo a través de la

cerradura neumática y echó hacia atrás su capucha, sacudiendo una hirsuta mata de

cabello negro. –¿Cuándo lo necesitarás?

–¿Puede ser ahora? ¿Hoy...?

–Lo siento, Bo; pero ya sabes que la selección definitiva se hace a las treinta y dos

semanas. Después todos llevan un número.

Bo miró a su alrededor. En silencio, miles de frascos incubaban sobre oscuras cadenas

que se movían lentamente hacia la sección de retocado, en la que eran extraídos los

dedos y colas innecesarios. ¡Miles! Pero solamente tenían una longitud de uno a diez

centímetros. No eran viables. Encogiéndose de hombros bajó a la sección de

alumbramiento (desembotellado). Los frascos bajaban por la cinta de seis en seis y

dejaban caer lloriqueantes bebés sobre los tableros de selección, entre charcos de tenues

grumos, los cuidadores envolvían los niños en toallas, a una velocidad de seis a ocho por

minuto, y los soltaban dentro de anchas canastillas transparentes.

–Estoy buscando un niño que sobre. ¿Tenéis alguno? –preguntó Bo.

Las manos y los ojos del cuidador siguieron atentos, envolviendo y empaquetando,

mientras contestaba:

–Aquí no hay nada. Prueba en la cinta de rechazos.

–¿Rechazos? ¿Prematuros?

–Algunos son prematuros –dijo el cuidador–. Pero ocasionalmente hay un malformado

o un primatoide. Es lo mejor que puedes encontrar.

Bohart salió, siguiendo la cadena de desechos. Esta se movía lentamente mostrando,

de cuando en cuando una forma contraída en ruta hacia la caída. La mayoría parecían

simplemente prematuros con tendencia a mostrar membranas hialinas letales en los

pulmones. Psic tenía prisa en encontrar su bebé terapéutico. Un simio peludo no le

satisfaría, pero quizá sí un malformado. Todo lo que le sucedía era que se convertía en

uno de los peores casos de «monstruos»: ojos muy saltones, músculos oculares

hipertrofiados, al ser defectuosa la pantalla lumínica colocada sobre el embrión. Las

yemas visuales crecían temprana y excesivamente como consecuencia del sobreestímulo

lumínico.

El psicotec enfocó la batería de sensores de su mesa sobre la expectante paciente

para controlar sus movimientos corporales convulsivos. Ella se sentaba derecha, rígida

sobre el borde de su asiento, retorciéndose las manos. Sus ojos vagaban por la sala de

espera, mirando fijamente de un objeto a otro. Su cabello era negro y a mechones,

frecuentemente peinado y alisado con los dedos. Los movimientos corporales convulsivos

crecían constantemente. El psicokinetoscopio avisó con urgencia.

–Los movimientos aumentan –dijo el tec inclinándose hacia su pantalla de

comunicación, susurrando–: ¿Dónde está ese niño terapéutico? O la convertimos en

madre rápidamente o tendremos que recurrir a las drogas.

La pantalla pasó de terminal a terminal, buscando a Bo. Finalmente lo enfocó en la

caída, donde estaba eligiendo entre un surtido de niños inertes.

–¿Encontraste uno?

Bo meneó la cabeza.

–Sólo algunos débiles prematuros. Ninguno que parezca lo suficientemente fuerte

como para vivir más de una semana.

–Trae uno de todas formas. Incluso si sólo sobreviviera un par de días la sacaría de la

crisis.

Bo cogió uno al azar. Murió. Lo devolvió a la cinta en movimiento y tocó otros. Todos

estaban enfriándose. Ninguno engañaría ni siquiera a una embrutecida hebefrénica. Las

altas cintas a su alrededor transportaban turbios frascos que acababan de ser vaciados.

Una brigada de limpieza estaba en sus puestos con cepillos e inyecciones de vapor. A sus

pies yacía un montón de desperdicios placentales y fetales que servirían de extraproteina

para el robot barredor.

¡Algo se movía entre las basuras!

Bo se dirigió allí apresuradamente y vio la bienvenida cara de un horrible malformado

que trataba de salir de la fría humedad. Recogió la musculosa forma, ya encorvada al

tratar de esconder sus ojos embrionarios de la excesiva luz que llegaba a su frasco, lo

limpió y lo envolvió buscando a su alrededor al supervisor del departamento para ofrecerle

una explicación. Nadie se fijó en él.

Bohart encontró a la paciente hablando por medio de una pantalla de comunicación

subrayando su rápida y estridente charla con risitas y movimientos de las manos. Él

compuso una cara para la ocasión y la llamó a fin de que viera el bulto dormido sobre su

hombro.

–¿Clover?

Ella dejó de gesticular y giró hacia él.

–¿Sí?

–Tengo tu pequeño pupilo, bebé Harlan.

Su humor se calmó. Se suavizaron las líneas de ansiedad y trauma marcadas en su

cara macilenta.

–El te necesita –dijo Bo.

Ella tomó el bulto y lo apretó contra su seno con firme ternura, aumentando

inconscientemente la fuerza, tratando de extraer un poco de seguridad de la realidad de la

pequeña vida. Al aumentar la presión, los ojos del monstruo se abrieron silenciosamente,

estoicamente, según el modelo de conducta que tipificaría su vida. Al menos esta figura

maternal era cálida.

Bohart murmuró instrucciones rutinarias, utilizando su mejor monótono tec,

aquietándola mediante el ritual de la pseudoadopción terapéutica.

Cuando se marchó ella sonreía, con el niño de ojos de chinche mirando hacia atrás

sobre su hombro.

–¿Cómo fue? –preguntó Bo mirando a la pantalla.

–Bien –sonrió el tec–. Los MCCs decrecieron desde el momento en que entraste en la

habitación. Supongo que la salvamos del suicidio. ¿Cuánto tiempo puede quedarse con

Harlan?

Bo se encogió de hombros.

–El bebé venía de la pila de desechos, por tanto no fue deshuesado ni retocado.

–¿Carecía de certificado vital?

–Sí –dijo Bo–. Ya no dejan entrar a nadie con cinco dedos en los pies o una hipófisis

intacta. Algún día lo buscará el equipo de expulsión.

–Bebé Harlan tiene casi un año –dijo el psicotec pensativo–. Supongo que es una

mejora en relación con la pila de desechos.

–Supongo –concluyó Bo.

Clover disfrutó de su papel de madre adoptiva, ingirió esperanzadamente sus agentes

lactogénicos y mantuvo al bebé Harlan junto a su seno la mayor parte del tiempo. El

pequeño vivió gracias a su grasa de reserva hasta que al tercer día subió el calostro.

Creció rápidamente. El funcionamiento de su corteza visual marcó el ritmo del resto de su

desarrollo neuromuscular. Se arrastraba por el cubículo tanteando con las manos los

rincones oscuros donde su vista era incapaz de penetrar. La negra y granulosa suciedad

tenía un gusto acre. Las blandas cosas peludas se le escapaban. Se rodeaba de los

objetos que era capaz de coger, sentándose en un rincón mientras vigilaba cómo los otros

miembros de la casa se dirigían a sus diarias ocupaciones. Ocasionalmente se le arrojaba

una palabra o algo de comer, pero normalmente era ignorado. Si hubiera sido mayor

habría podido pensar que su fealdad era una de las causas de su aislamiento, que sus

pies no retocados, con sus cinco dedos, indicaban su bestialidad, reportándole esta baja y

olvidada situación en la vida. Pero este razonamiento podría estar equivocado, ya que los

adultos eran demasiado torpes para relacionar ambas cosas.

El débil contacto que Clover tenía con la realidad fue destruido por el equipo de

expulsión. Se presentaron en su umbral tres de ellos, vistiendo llamativos blusones y

llevando juguetes, y exigieron al pequeño Har. Penosamente, ella señaló hacia el ser

vacilante en el centro del cubículo.

–Pero es tan pequeño... –balbució.

–Si camina o habla necesita un permiso –dijo el jefe del equipo–. Aquí, Har, mira el

juguete.

El yo de Clover se retiró a los oscuros pliegues de su cerebro. Su cara se volvió neutra,

inexpresiva.

–Harlan –dijo blandamente–, vete con estos hombres. Vuelve al estanque de proteína.

Inclinó su pequeña cabeza estrafalariamente. Las palabras no significaban nada, pero

la vacía expresión en la cara de su madre lo asustó, los ojos de ésta no se encontraban

ya con los suyos. Corrió hacia ella aferrándose a sus rodillas:

–¡Mami!

Manos ásperas lo agarraron y lo llevaron a la vagoneta de expulsión. Se arrastró fuera.

La red cayó sobre él. Se aquietó al contemplar la caída, oscura y ominosa. Sus vapores

nocivos le helaron el corazón.

–¡Mami!

Sus diminutos dedos se agarraron con fuerza a la red, a la manga de un miembro del

equipo y al rugoso borde de la caída. La lucha fue breve. Sus gritos se desvanecieron

mientras caía.

Clover se sentaba silenciosa en su oscurecido cubículo. Volvían sus MCCs.

La caída del pequeño Har fue breve, interrumpida por la presa de una manopla

almohadillada. El mec blanco que operaba la manopla iba contando «vidas salvadas».

Cuando completaba la cuota diaria, el guante era apartado y sustituido por el panel de

caída. Los objetos siguientes hacían el viaje completo hasta las cuchillas.

Har se sentó silenciosamente en la mohosa oscuridad. Había comenzado a reptar, pero

se encontró con que estaba sobre una viga estrecha. El eco le dijo que estaba rodeado

por un vasto espacio, y que si se deslizaba la caída sería larga y fatal. Un pequeño

montón de turbados y confundidos niños le rodearon. Uno se despistó y cayó. Su grito fue

interrumpido por el resonar de un cable tenso mucho más abajo. Un adulto había sido

rescatado, un viejo débil y abandonado que murió rápidamente.

El mec blanco iluminó los alrededores, recogió los niños y los colocó en una cuna–

camilla dorsal. Uno de los más vigorosos, un astuto simio, se escapó hacia la oscuridad. A

Har le gustó la suave forma en que fue manejado. Confiaba en el mec y se agarró a las

correas de la camilla mientras rodaban por el respiradero en espiral. La oscuridad fue rota

por débiles fuentes luminosas, apagados rojos y azules de los paneles de control,

mellados blancos allí donde se abrían grietas a las zonas habitadas, lo suficiente para

enseñarles el aspecto tridimensional de su viaje a la base de la ciudad. Ellos descendían,

su madre estaba arriba. El mec depositó rápidamente su contrabando viviente en un

laberinto de tuberías y conductos, un bosque de tubos rezumantes, pulsantes y silbantes,

el sistema vascular de la ciudad. Har alcanzó a ver otros fugitivos ocultos en las sombras

perpetuas. Se volvió para buscar el mec, que se había ido. Se sentó y lloró, el sollozo

simple de una pequeña criatura perdida. Se durmió. Cuando despertó había cambiado.

Sus poderosos genes aparecieron intactos. El pequeño estoico era empujado por el

hambre y la sed y el deseo de volver a la figura de su madre.

Siguió el sonido del agua: goteos, chapoteos y gorgoteos. Se encontró con dos niños

mayores que él bebiendo de un estanque situado bajo una helada tubería. Al acercárseles

fue recibido con un gruñido y un puntapié. Se acurrucó silenciosamente y esperó a que

terminasen. Después de que se hubieron ido se acercó y bebió. El sabor era fresco y

limpio. Recordaría este lugar. Llenó su vientre, esperó y lo llenó de nuevo. Los sonidos de

los niños mayores eran fáciles de seguir. De alguna manera habían sobrevivido. Él los

seguiría y sobreviviría también.

La base de la ciudad formaba un pozo de gravedad para lo rechazado. Todo cuanto

caía de los niveles habitados, varias millas más arriba, terminaba aquí. Algunas cosas

eran comestibles. La mayoría no lo eran. La tarea del pequeño Har consistía en llegar a

los objetos caídos antes que las ratas. Los mecs barredores no aparecían

frecuentemente; las pilas de desperdicios tenían más de veinte pies de profundidad. El

retumbo de las caídas atraía una multitud de investigadores hambrientos, roedores y

humanos; pero Har llevaba consigo un pesado trozo de tubería para repeler a los

competidores.

–¡Mamá! –llamó.

El polvo había obstruido los respiraderos de los conductos de aire. Los limpió, liberando

una nube de polvo que se introdujo en la vieja habitación. La mujer enferma, que se volvió

al sonido de su voz, carecía de interés y tenía los ojos hundidos. Él retrocedió por el

conducto, moviéndose contra el flujo de aire.

–¿Mamá? –murmuró.

La anciana volvió su cabeza hacia uno y otro lado. La menopausia la había secado. Al

disminuir la secreción de esteroides sus proteínas corporales habían involucionado

igualmente.

Har no podía creerlo. Cautelosamente, retrocedió arrastrándose y revisó la habitación.

La misma distribución interior. Las mismas grietas y melladuras. Tres de los cinco

miembros de la familia eran originales. Sí, aquella hembra había sido su figura materna.

Ahora también ella había partido, corporal y espiritualmente. Sintió haber llegado hasta

aquí. Durante años había acariciado esperanzadas fantasías de volver algún día a su

madre. Ahora estas esperanzas se habían esfumado, ocupando su lugar las duras

realidades de ser un habitante de los cimientos. Volvió a la base de la ciudad a recoger

basura.

–Muerde un trozo.

A Har no le gustó el aspecto de la carne cruda, estaba sobre un hueso demasiado

grande para ser músculo de rata. Los quince habitantes de los cimientos rodearon el

húmedo amasijo de huesos y carne. Algo había caído durante largo rato antes de

aplastarse en el fondo. Había aterrizado sobre un área despejada, por lo que no encontró

capa de basura que suavizara el impacto.

–Creo que no estoy hambriento –dijo rechazando el húmedo objeto.

–Dale un mordisco de todas formas –dijo el jefe del grupo, devolviéndoselo–. Era uno

de los del escuadrón de seguridad enviado a los cimientos tras de nosotros. Si dejamos

en estos huesos bastantes marcas de dientes puede que no manden a nadie más a

molestarnos.

A Har no le agradó el sabor, pero ser cazado le gustaba todavía menos. Mordió,

masticó, escupió y mordió de nuevo. El roído fémur fue añadido al creciente montón de

huesos.

–Los tiraré al camino espiral. Si los dejamos como tarjetas de visita después de

nuestros ataques a los ciudadanos, podemos estar seguros de que se informará de esto.

¿Dónde está el resto de su equipo? Un hueso es sólo un hueso a menos que lo hagamos

identificable con algo.

Mar miró cómo la banda elegía entre la parafernalia: pistola adormecedora, cartuchera,

luces, comunicador, casco y botas. Los recogedores de basura ya se habían vestido con

fragmentos de suave tejido.

–Aquí está tu tarjeta de presentación –dijo el jefe.

Har se alejó con una bota y un fémur. No había posibilidad de equivocarse. Él era

ahora un habitante de los cimientos y un caníbal.

Har saltó desde el techo, aterrizando enfrente de un expedidor de comida. La multitud

de hocicudos retrocedió. Muchos llevaban su ración diaria de calorías. Har saltó de un

lado a otro gritando, agitando el fémur ensangrentado y realizando cortas carreras

intimidantes. Los fofos y blancuzcos ciudadanos trataron de escapar corriendo, pero se

produjeron episodios de shock y de pura torpeza, desmayándose y tropezando unos con

otros. Pronto el suelo estuvo cubierto con filetes de tubo, barras de fruta y botellas de

presión. Har cargó con todo lo que pudo y huyó hacia los cimientos.

Larry Dever gritó en la oscuridad, expectorando amargos fluidos granulosos. Esta

segunda reactivación no se parecía nada a la primera. Olas de dolor y entumecimiento

recorrieron su sistema nervioso, al mismo tiempo que olas reales lo cubrían, amenazando

con ahogarle. Su lucha, compuesta al cincuenta por ciento de movimientos natatorios y

trepadores, consiguió que su barbilla se levantara el tiempo suficiente para limpiar sus

vías aéreas. A lo lejos danzaron luces. Seis hacecillos luminosos señalaron la

aproximación de una máquina ruidosa y ancha junto a la cual se movía un equipo de

humanos enmascarados con artefactos voluminosos y grotescos.

El grito de Larry fue deformado por una enorme hinchazón de sus cuerdas vocales. Lo

intentó de nuevo, pero los chapoteantes gritos de angustia proferidos a su alrededor

ahogaron su llamada. Su mano se deslizó sobre una fría y hundida cara, boquiabierta y

enfangada. Trató de relajarse y de respirar profundamente. Las luces se acercaron y se

dio cuenta de que los humanos no ofrecían ayuda a los retorcidos cuerpos. Simplemente

escogían algunos, apaleándolos al interior del buche masticante de la gigantesca máquina

que los acompañaba.

–No hay mucha carne en éste –les oyó decir–. Una caloría es una caloría.

El cuerpo que manejaban aparecía muerto y sin vida, pero Larry no podía estar seguro.

Se apartó de la trayectoria de la máquina, maldiciendo su debilidad. ¿Debilidad? Su

maniquí había desaparecido. Sus movimientos atrajeron un rayo luminoso.

–Relájate –dijo el enmascarado cosechador de proteína–. En primer lugar, deja que te

desconecte o acabarás arrancando tus túbulos de perfusión.

Una mano ruda sostuvo su dolorido tronco, mientras los catéteres vasculares eran

retirados de una incisión en forma de ojal situada en la parte inferior izquierda de su caja

torácica.

–Está vivo –gritó otro trabajador–. ¿Es apto para rehabilitación?

–No. No creo –dijo el primero–. No tiene piernas; sin embargo es fuerte. Todavía no ha

sido afectado por los gases.

Larry advirtió entonces que el sabor amargo no se limitaba a los fluidos. El aire también

sabía acre. Quemaba su garganta y sus pulmones con un fuerte mordisco metálico. La

misma mano lo remolcó a través de los charcos y lo depositó, mojado, aterido y desnudo

en una sala. Hasta donde podía alcanzar con la vista, cientos de cuerpos cubrían el suelo.

La mayoría parecían estar respirando, pero poco más. De cuando en cuando un gemido.

Un cuidador vestido de blanco deambulaba entre ellos tomando notas y comprobando las

placas de identificación.

–Aquí –llamó Larry.

Cuando el cuidador se aproximó, su inexpresiva mirada heló a Larry más que el frío

suelo. Como un zombie, cuya alma ya le ha abandonado, lanzó una ojeada hacia Larry,

mirando a través de él. Hizo una señal en una tarjeta y dando media vuelta se alejó. Sus

finos labios no se habían movido.

–Espera..., todavía estoy vivo.

–¿Y qué? –dijo el cuidador volviendo la cabeza–. Eso es asunto del comité de la sala.

Larry se calmó, arrastrándose hasta un rincón en busca de calor. El pasaje, sembrado

de cuerpos, tendría una extensión de un cuarto de milla, aunque los ecos delataban la

presencia de numerosos corredores laterales. Los escalofríos le aturdieron. El sueño le

privó de la conciencia.

Un murmullo de voces y máquinas lo sacó de su precoma y vio al resucitador naranja

aproximarse sobre anchas y silenciosas ruedas, administrando shocks y estimulantes en

su camino. Cinco ancianos vestidos de satén venían sobre el mec, montados en la parte

superior de su espalda, sentados alrededor de una mesa llena de impresos y terminales

de lectura. Inclinaban sobre sus visores sus arrugados rostros de mirada bizqueante,

haciendo indiferentes preguntas de rutina en un monotono que se perdía entre los

alaridos de los pacientes al ser despertados por el mec con centelleantes sondas e

inyecciones de aguja. Fueron distribuidos envoltorios y botellas de presión. El mec

alcanzó la placa de identificación de Larry.

–No entiendo el código de tu placa, Larry... Dever –dijo el hombre del comité–. ¿Has

estado en suspensión por mucho tiempo?

Larry asintió, temiendo que el sonido de su voz pudiera atraer a otros buitres.

–Sus ojos son vivaces y alertas –intervino otro miembro del comité–. ¿Hay alguna

información de sus habilidades?

–Nuestro lector no es capaz siquiera de descifrar su placa. ¿Qué eso que haces?

Larry trató de pensar rápidamente. ¿Habilidades?

–¿Dónde está mi maniquí? –preguntó–. Si pudiera conectar e informarme sabría cuál

de mis habilidades se ajusta a sus necesidades.

–¿Un maniquí?

Reaparecieron las vacías miradas. Dos de los ciudadanos inclinaron la cabeza para

dormir, babeando sobre sus blusones.

–Maniquí era mi compañero cíber, mis piernas. Pregunten a OLGA sobre mí. Mis genes

son preciosos. Aguardo un avance decisivo en las líneas de investigación del proyecto del

Sabio de Todd.

Otro miembro del comité se adormeció. El primero se inclinaba ahora hacia delante,

estudiando la forma truncada y desnuda de Larry.

–Eh... no tienes piernas. Eres un inválido.

Un murmullo agitó a los otros miembros, que susurraron entre ellos.

–Parece lo suficientemente inteligente, pero las directivas son claras. La sociedad no

puede permitirle que sufra. Será mejor proporcionarle una botella de rojo feliz y llevarle a

una sala lateral.

El bulto de ropa consistía en un áspero traje de papel con un cinturón de cuerda. La

botella de presión parecía tentadora, hasta que Larry descifró los menudos caracteres:

«Licor de Eutanasia».

Un cuarto de vuelta de las silenciosas ruedas llevó al comité hasta el próximo cuerpo.

La placa de identificación encajó en el lector. «¿Nombre? ¿Ocupación? ¿Padecimiento?

Rojo feliz.»

Larry observó los cuerpos a su alrededor. Las drogas los habían hecho incorporarse,

pero pocos trataban de ponerse sus vestidos. La mayoría utilizaba los blandos paquetes

como almohadas y comenzaba a sorber de sus botellas. El líquido rojo los animó. Si era

letal, y la etiqueta aseguraba que lo era, morirían felices no mucho más tarde. Larry pasó

sus brazos por el vestido y utilizó el cinturón para reunir los pliegues inferiores en un

apretado nudo, protegiendo así las zonas más irritadas de su cuerpo. Comenzó a

arrastrarse lentamente por un corredor lateral al que llegaban los sonidos de una ciudad.

–Perdone –dijo Larry.

Alguien había aparecido desde atrás y tropezado con él. Era una hembra

aproximadamente de su edad. Su blusón era verde y estaba limpio. Sus rasgos eran

suaves. Su cabello se enrollaba apretado y alto. Larry intentó mirarla a los ojos, pero

tenían la misma desenfocada vacuidad que había visto en el encargado.

–Debería estar avergonzado, viejo –escupió.

–Lo siento, yo...

–Ensuciar el suelo con tu viejo cuerpo tullido es terriblemente desconsiderado. ¿Te das

cuenta que tu fealdad me ha estropeado el día? Una muchacha no puede pasearse por

las salas estos días sin que le den náuseas.

Las palabras eran rudas, pero sus facciones permanecían inexpresivas.

–Hueles horriblemente –dijo otro ciudadano, un macho adolescente–. ¿No ves que la

uremia te está matando? Venga, aquí tienes una botella de rojo feliz. No deberías

prolongar tu agonía como lo haces. Consigues hacernos sufrir cuando te miramos.

Larry se acurrucó en un rincón oscuro tras un expedidor de alimentos, pero aun así

dieron con él y continuaron increpándole por permanecer vivo. Pidió comida, pero los que

le escuchaban se encogieron de hombros y siguieron su camino. La mayoría ni siquiera

miró en su dirección.

–Comida –le dijo al expedidor–. Necesito algo para comer.

–Desautorizado. No tienes créditos –dijo la máquina.

Larry comenzaba a darse cuenta de la situación. Tendría que actuar rápidamente si

quería sobrevivir.

–¡COMIDA! –gritó, golpeando al expedidor con su puño–. Aliméntame, maldita seas, o

rasgaré tu piel y tomaré lo que quiera.

Las grietas de la piel metaloide se ensancharon al continuar los puñetazos de Larry.

Una luz roja parpadeó encima del orificio de entrega. Larry se detuvo. Su piel, macerada

por la suspensión, comenzó a agrietarse y a romperse. De la testaruda máquina gotearon

lubricantes. Una cámara situada en lo alto de la pared enfocó a Larry.

–Anciano, este escándalo me irrita –dijo la hembra del blusón verde, que había vuelto.

Larry se retiró a un rincón, hosco. Ella palmeó el dañado expedidor y recibió su comida,

un nudoso objeto de un pie de largo de consistencia semejante a la del pan y con una

superficie de corte jaspeada. La mujer arrancó una generosa porción de un mordisco y se

aproximó, hablándole con la boca llena.

–Ni siquiera puedo disfrutar de la comida a la vista de tu feo y deformado...

La escuadra de seguridad apareció en la escena del ataque, buscando con haces

luminosos detrás de los conductos de aireación y tuberías, mientras el equipo blanco

tranquilizaba a la histérica muchacha.

–Pero yo estaba utilizando las técnicas estándar de «precipitación de su suicidio»

cuando él me atacó. No estaba previsto que hiciera eso.

–Creo que no es uno de nuestros dóciles ciudadanos recientes. Fue suspendido hace

largo tiempo –suavizó el meditec.

–Pero no me pagan por correr estos riesgos. ¿Cómo está mi tobillo?

–Bien. Podrás prescindir de la tobillera dentro de unos cincuenta días. ¿Te sientes con

fuerzas para hablar con Seguridad?

Ella asintió y repitió su historia.

–Ni siquiera tiene piernas. ¿Por qué querría vivir? Se arrastró en esa dirección,

tragándose mi pan de frutas. ¿Veis la pista de migas?

Tal pista era corta. Terminaba en una escotilla de acceso a «servicios», la cubierta

estaba fijada por un soporte retorcido. La escuadra se turnó, enfocando sus luces al

interior del oscuro y mohoso espacio que quedaba entre los muros. Cada uno de ellos

miró dentro, advirtiendo la pista de marcas en el espeso polvo.

–El tullido parece un pequeño rebelde animoso –dijo el jefe de la escuadra–. Pero,

ciertamente, los habitantes de los cimientos se encargarán de él –los demás asintieron y

colocaron en su sitio la cubierta de la escotilla.

Larry arrastraba el nudo de su ropa por el espeso polvo. Un amasijo de columnas y

cables recubiertos de polvo y oscuridad se extendía enfrente de él. Avanzaba

cautelosamente, consciente de la caída de media milla que le aguardaba en caso de

resbalar.

–El rojo feliz es innecesario aquí –sonrió con una mueca–. Si me canso de luchar, todo

lo que tengo que hacer es lanzarme al espacio y dejar que la gravedad se encargue de

mis penas.

Sus brazos se cansaron rápidamente. Trató de subir a un nivel distinto, donde

Seguridad pudiera no estarle buscando. Tras un breve esfuerzo se durmió. El polvo se

apelmazaba en sus orificios húmedos: ojos, nariz, boca, ureterostomia y colostomía. Al

despertar maldijo al polvo.

–¡Condenación! Aquí nunca seré capaz de librarme de los gram–negativos.

Un día más tarde estaba colocado junto a un respiradero cuando un movimiento, a su

espalda, le sobresaltó. Se volvió para ver una tosca criatura como él mismo, cubierta de

polvo. Se contemplaron mutuamente de hito en hito. Sólo un pequeño rayo de luz

iluminaba la escena. El recién llegado rompió el silencio abruptamente.

–¡Te falta algo! –exclamó.

Larry contestó con un gruñido.

–Despacio, pequeñín. No voy a hacerte daño. De todas formas no tienes sobre ti la

suficiente carne –le tranquilizó el otro.

Larry observó cómo la enorme forma se movía silenciosamente entre los cables

dirigiéndose hacia el otro extremo del corredor. Multitudes de ciudadanos letárgicos

deambulaban en la brillante luz. La compuerta de acceso era pesada y estaba cerrada

desde el exterior. Larry contempló a la multitud mientras unos dedos negros se

introducían por la rejilla y lentamente comenzaban a retorcerla. La suciedad saltaba de

aquellos dedos al mismo tiempo que el metal chirriaba. Escudriñó la multitud. Miembros

uniformados de la escuadra de seguridad aparecieron en el extremo opuesto de la sala.

Se aproximaban verificando expedidores y compuertas.

–Seguridad –siseó Larry.

Los negros dedos se retiraron.

–Gracias –cabeceó la silenciosa forma, mientras se retiraba a lo largo de la parte

superior de un conducto de aire. Más tarde volvió con comida.

–Toma, ganaste esto. Puedo emplear un vigía. Da la impresión de que sabías usar tu

par de piernas.

Larry aceptó la comida, paquetes de galletas planas recubiertas de pegajosa proteína.

–Seríamos un buen equipo –murmuró–. Mis ojos y tus piernas.

Estudió la polvorienta figura, más ancha que la del ciudadano medio, pero

probablemente no mayor de lo que Larry había sido cuando estaba entero. De hecho, las

semejanzas de la estructura ósea eran asombrosas.

–¿Quién eres? –le preguntó.

–Har, ellos me llaman el Gran Har –contestó con una mueca.

Conservaba todos sus dientes, todavía bastante blancos. «Debe ser joven», pensó

Larry.

–Me llamo Larry Dever. Necesito más agua pero menos alimento que tú. Puedo

obtener el agua de cualquier surtidor, pero tendrás que ayudarme con la comida.

–También los surtidores están monitorizados. Tenemos muchos estanques en la base

de la ciudad, algunos tienen un agua bastante limpia.

Descendieron juntos a través de las vísceras de la ciudad: el corpulento gigante de

hombros redondos y el pequeño mediohumano que, alternativamente, caminaba sobre

sus manos o se colgaba de los cables.

El mediohumano Larry y el monstruo Har descansaron en uno de los conductores de

aire traqueales más anchos de la ciudad. Sus lechos de material impreso de desecho

constituían seguros nidos que contenían sus tesoros personales rescatados de las

profundidades de los cimientos.

–Me gusta este lugar –dijo el pesado monstruo–, porque este lado del conducto lleva a

la sección de Seguridad. Si te arrastras unas treinta yardas y atisbas por los respiraderos

verás sus mapas murales, donde se señalan las rutas de transporte y las áreas

conflictivas. Duermo mejor cuando sé lo que mis perseguidores están haciendo.

El mediohumano asintió. Escogió entre los desperdicios del fondo de su nido,

separando a un lado los objetos sin valor.

–Me parece que mis provisiones están a punto de terminarse.

–Vamos.

Se movieron entre las columnas.

–Esos pequeños cubículos en forma de uva son zonas de viviendas. Fíjate qué

parecidos son. Estamos buscando un área amplia en uno de los corredores principales

donde están colocados los expedidores.

–Acabamos de pasar uno –dijo Larry.

–Ese está estropeado –explicó el gigante–. ¿Ves estas tuberías marrones y cubiertas

de arenisca? Llevan la pasta básica calórico–habitacional, BCH. Pongo las manos sobre

ellas y compruebo si transportan comida. Si las tuberías no vibran, no hay comida. No

tiene sentido atacar y exponernos, a menos que haya algo de comer.

–¿Llega sólo una tubería a cada expedidor?

–Sí. La pasta posee las calorías básicas y cubre las exigencias diarias mínimas de

nutrientes. La máquina añade colores, consistencias y algunas veces sabores. Se supone

que algunas pueden modificarse también la temperatura, pero jamás las he visto.

La memoria de Larry retrocedió a las experiencias anteriores a la suspensión para

recordar lo que eran la sopa caliente y las bebidas heladas.

Asaltaron una cola y huyeron por el interior de un conducto de iluminación con geles,

pastas y crujientes terrones. Har se apoyó contra un tibio nicho coniforme y comió.

–Esta es una de las luces del techo de embriología, –dijo, señalando hacia el cono–.

Puedes ver a los ciudadanos crecer dentro de las botellas, simplemente levantando uno

de aquellos cerrojos. Aquí, déjame mostrarte. ¿Ves ese oscuro en la jarra del final? Un

individuo peludo. A los de esa clase les llaman simios. Será rechazado. Esos frascos de

tapas rotas dejan entrar demasiada luz, lo que puede provocar ojos enormes, una

malformación como la mía.

–¿Por qué?

–Como un sapo o una rana que se desarrolla embrionariamente a la luz. Las yemas

ópticas son sobreestimuladas y se hipertrofian.

–¡Oh!

Dos negras caras examinaron la cloaca a través de un sucio enrejado. Perezosos

fluidos movían montones de basura.

–¿Dónde va eso? –preguntó el mediohumano.

–No sé –dijo la tranquila mole, el Gran Har. –Probablemente un digeridor o algo así.

Estas ciudades están llenas de órganos que pueden tragarse corrientes de este tamaño.

–Me gustaría que se dirigiera al mar –soñó Larry–. Una mar tropical, lejos de aquí,

donde las bananas y los cocos maduraran en los árboles.

–¿Qué es un árbol?

–Una cosa verde que crece hacia el cielo. Allí mismo hay comida, y puedes recogerla

sin BCH.

El Gran Har se limitó a menear la cabeza.

–La comida viene de los expedidores, de las máquinas. Los árboles no existen, excepto

en tus sueños.

–Los árboles existieron una vez –dijo Larry–. Puedo recordarlos claramente: altos, de

áspera corteza leñosa de suaves y tersas hojas. Crecían muchas cosas en los árboles.

El Gran Har se paró, meneando la cabeza. Las imágenes verbales de Larry edificaron

un sueño dentro de la cabeza del gigante: colores, sabores, consistencias, perfumes y

libertad.

–¿Dónde estaban esos árboles en el pasado?

–Fuera –dijo Larry.

–¿Están todavía allí?

–Quizá, creo que sí. ¡Sí! Estoy seguro de que lo están.

–¿Podrías llevarme allí? –preguntó el gigante.

–Creo que será justo lo contrario. Súbeme y veremos lo que hay en el exterior.

El Gran Har colocó al mediohumano sobre su hombro y comenzaron el ascenso hacia

la ciudad. Al día siguiente alcanzaron una escotilla de acceso sobre los generadores de

flujo laminar.

–Debemos estar cerca del punto más alto. Apenas hay tráfico en el Pasaje Espiral –dijo

Larry.

El Gran Har gruñó.

–Si no me equivoco, debería haber una especie de puerta al exterior por aquí arriba.

Quedémonos en los cimientos hasta que hayamos rodeado la ciudad. No quiero atraer a

Seguridad.

Larry intentó descifrar el laberinto de tuberías: agua, aire, alcantarillado y líneas

expedidoras vitales.

–No se me ocurre cómo salir de los cimientos. Subamos por la espiral. Debe llevar a

alguna parte.

El negro gigante salió a la luz del corredor, esparciendo suciedad y mugre. El

mediohumano montaba en su hombro, dándole una grotesca apariencia bicéfala. Los

hocicudos se dispersaron; algunos se desmayaron.

–Creo que haríamos mejor en darnos prisa –dijo Larry–. Hemos armado un buen

escándalo. Me parece que todavía estamos muy lejos del final, a dos vueltas más de la

espiral.

Delante de ellos, la muchedumbre, llena de pánico, se desperdigó por los pasadizos.

Todos eran ciudadanos estándar: cincuenta pulgadas de mísero protoplasma, fofo, blanco

y letárgico. La cabeza de Har sobresalía por encima de los temblorosos hocicudos. Más

alto aún iba Larry, rozando el techo a noventa pulgadas de altura. Las telas de araña y la

suciedad los enmascaraba, ocultando la identidad de Larry, como individuo separado.

Los circuitos de vigilancia de la ciudad localizaron el problema y tomaron los datos. En

Seguridad se activó una pantalla, el jefe del escuadrón estudió la oscura y borrosa

imagen.

–¿Qué es esto?

–Un intruso en la Espiral –dijo el vigilante.

–Más bien parece un monstruo compuesto... Dos cabezas, cuatro brazos y dos piernas.

¿Ha habido alguna pérdida de personal o material?

–No...

–Entonces pásale la información a Bio. Estoy seguro de que les interesará. No es un

asunto para Seguridad.

–Pero...

El jefe del escuadrón se estiró en su camastro silenciando al vigilante.

–Prueba con Bio –repitió–. Todos mis hombres están fuera en una misión importante:

confiscar plantas brotadas de semillas en síntesis. Un embriotec poco cuidadoso

descubrió una mutación con flores perfectas: pistilos cargados de óvulos y estambres

capaces de producir polen. Tú sabes lo peligrosas que podrían ser..., plantas capaces de

vivir fuera de la Colmena y de producir comida... Déjanos atender a nuestra tarea más

importante: Seguridad. Llama a Bio para tu monstruo.

El vigilante cambió de canal.

La aprendiza Wandee levantó la vista de su visor; sus ojos azules eran grandes y

húmedos. Trepó sobre un revoltijo de polvorientos recipientes y golpeó la zumbadora

pantalla.

–¿Sí? Aquí Bio.

El vigilante se preparó a descargar el problema sobre otro departamento.

–Tengo un ejemplar interesante para vosotros.

Wandee asintió y se dirigió a su banco de colección.

–¿De qué tamaño?

Seleccionaba redes y recipientes.

El vigilante respingó mientras los datos bailaban sobre la pantalla. Deseaba que

hubiese alguna forma de minimizar el problema hasta que estuviera fuera de sus manos.

«MONSTRUO COMPUESTO. HUMANOS. NOVENTA PULGADAS. TRESCIENTAS

LIBRAS.»

Wandee abandonó el pequeño recipiente de media pinta de capacidad y se volvió a su

pantalla. Numerosas diapositivas –de frente, de lado y de espaldas–fueron exhibidas. Se

incluyó la de un ciudadano para apreciar el tamaño. El termograma, un patrón geográfico

moteado de 92 a 99 grados, tenía muy poca relación con una anatomía segmentaria.

–Demasiado polvo –comentó.

Ampliaciones de las dos cabezas permitieron comparar sus estructuras óseas.

–No hay duda –dijo sonriendo–. Gemelos monozigóticos, fundidos en un monstruo

compuesto.

El vigilante se tranquilizó.

–Lo dejo en tus capacitadas manos...

–Por supuesto –barbotó ella. La pantalla, lentamente, iba marcando la emigración

ascendente del monstruo por la espiral–. Para un ejemplar de este tamaño necesitaré mi

pistola adormecedora, redes y, veamos..., unos seis ayudantes –reunió los dardos y llenó

la jeringuilla con un sedante aromático–. Me pregunto si tendrá un sistema circulatorio

normal. En el supuesto de que haya solamente unas pocas comunicaciones venosas

podría necesitar dos disparos. Llevaré un repuesto.

Apresuradamente, se dirigieron a la espiral.

–Desautorizado –dijo la puerta.

–Prueba aquella de allá –dijo Larry.

El Gran Har se movió de un lado a otro sobre la plataforma en lo alto de la espiral. Una

puerta se abrió, no al exterior, sino a un oscuro garaje donde sólo los ojos de una

máquina podían ver. Los raspantes y rechinantes sonidos alejaron a los dos fugitivos.

Ellos buscaban un Jardín del Edén, no un sombrío agujero donde la masticación podría

reducirlos a pulpa.

–Supongo que tendremos que romper una de estas... ¡Oh! Aquí llega un grupo de

ciudadanos que no parece tenernos miedo.

El Gran Har giró para ver a Wandee subiendo por la espiral a la cabeza de sus

ayudantes de Bio. Sus blusones eran idénticos y caminaban en formación cerrada

llevando pesados carretes de redes. Wandee acariciaba una pequeña y eficiente pistola

de dardos.

Har retrocedió sobre la plataforma. Los ayudantes de Wandee separaron las redes,

formando dos enmarañadas barreras que se movieron en direcciones opuestas alrededor

de la espiral, cogiendo en el centro a los fugitivos. Larry estudió la floja malla. Concebida

para atrapar brazos y piernas, era lo suficientemente larga para permitir disparar con

certeza. Wandee permanecía detrás de la red, con su vista fija sobre la pareja. Har se

retiró hacia una salida, mirando fijamente la boca del arma.

El dardo alcanzó al gigante en el centro del pecho, resonando contra su esternón. La

mano de Larry buscó las aletas.

–Calma, grandullón.

Tiró del proyectil y éste se desprendió con un pingajo muscular en las varillas. Las

rodillas de Har flaquearon, Larry lanzó el dardo contra el hocicudo que sostenía el centro

de la red. Las aletas se desplegaron. Se clavó en su ancho vientre y la barrera cedió. Har

se vino abajo. Wandee sonrió y comenzó a relajarse.

Larry cayó sobre las palmas de sus manos, encallecidas y abiertas, corriendo y

gritando. La separación del mediohumano fue completamente inesperada: el escuadrón

de Biología titubeó. Rebasó al comatoso hocicudo de la red y golpeó a Wandee tan fuerte

como pudo. Ella era una hembra frágil, joven y despolarizada, nueva en el oficio. Larry se

concentró en el arma, golpeando y mordiendo su brazo. Unicamente después de

arrebatársela se dio cuenta de su fragilidad. Retrocedió dando traspiés, los ojos muy

abiertos, sujetando su mano derecha. Él sintió el herrumbroso gusto de la sangre en sus

dientes delanteros.

Armando la pistola al tiempo que gritaba, Larry ahuyentó al escuadrón.

Volvió junto al gigante.

–Levántate, Har. ¡Levántate! No puedes dormir aquí. El hocicudo de la barrera murió.

Seguridad se presentará pronto.

Har se acurrucó en el interior de un oscuro conducto de aire y se adormeció. Larry lo

ocultó con un filtro opaco. Después hizo desaparecer sus pistas arrastrando la sucia red

alrededor de la plataforma hasta la única puerta que se abría a sus órdenes. En la

oscuridad, dentro, rechinaban dientes mecánicos.

Larry empujó una esquina de la red. El resto de la malla le siguió con movimientos

saltones que apagaron el sonido de los invisibles dientes. Las fibras se rompieron y

reventaron. El suelo tembló. El pequeño mediohumano se elevó mediante un panel de

iluminación de secuencia binaria y escaló gateando. Siguió columnas y cables

polvorientos alrededor de la plataforma, hasta pudo oír la regular respiración del gigante.

Ruidos de pasos anunciaron la llegada de Seguridad.

–Alguien ha echado a perder la toma de energía –dijo la voz–. Llama a un soldador.

El Gran Har parpadeó junto a la grieta del filtro de aire. Reconoció los sonidos de las

manos y torso de Larry, afanándose entre la porquería.

–Quizá no hay exterior –susurró.

–Hay algo allá arriba –murmuró Larry–. De lo contrario, no se tomarían tanto trabajo

para impedirnos llegar.

–Quizá haya algo en el límite de la ciudad, pero no es un paraíso con árboles. Los

habitantes de los cimientos hablan de las cloacas abajo y el fuego arriba.

–¿Conoces a alguien que escapara de la ciudad?–preguntó, excitadamente, Larrv.

–No. Sólo historias. Malas historias. Se dice que hay fuego allá arriba que desprende tu

piel y te ciega. Y si te alejas lo suficiente aparecen las interminables ciénagas, oscuras y

húmedas, repletas de roedores carnívoros y de insectos que se introducen en tu cuerpo.

Nunca he querido hallar uno de estos lugares, así que me quedo en la ciudad.

Larry se hundió en el polvo. Sentía dolor en los costados, donde los gérmenes

atacaban su escaso tejido renal. La suciedad atascó sus aberturas corporales. Un tullido

no viviría mucho como habitante de los cimientos.

–Quizá debiera haber partido en aquella nave espacial ––dijo.

El Gran Har interrumpió las ensoñaciones de Larry: un Arca de Dever dirigido hacia el

sistema Proción transportando una implantación de formas biológicas terrestres. El

concepto que del planeta Tierra tenía Har estaba limitado por los muros de la Colmena.

Desconocía en absoluto lo que podrían ser una nave espacial o un sol, pero había algo en

lo que estaba de acuerdo: casi cualquier lugar significaría una mejoría con relación a los

cimientos.

4. CIUDADANOS REUTILIZADOS

En lo profundo de la Colmena un expedidor personal exclamó:

–¡Despierta, despierta!. ¡Disfruta, disfruta!

EI viejo y gordo Drum, un calvo hocicudo de cuarenta y ocho pulgadas, se sentó en su

camastro y dirigió una ansiosa mirada a su cubículo. Los placeres del retiro le

aguardaban, tras dos agotadores años en la casta de los músicos. Era más joven que la

mayoría de los retirados –diecinueve años– y rico, ya que había ahorrado suficiente base

calórico–habitacional, BCH, para mantener este cubículo privado de seis pies y gozar de

un sabor en cada comida. Era también vigoroso, ya que poseía un cristalino en

condiciones y ocho buenos dientes. Le quedaban aproximadamente once años de vida,

quizá más.

–Bienvenido al estado consciente, gentil ciudadano –cloqueó el expedidor–. La

distribución de hoy superará cumplidamente el mínimo de calorías.

La escena de la pantalla es prometedora. Selecciona dos sabores y refréscate mientras

se prepara tu menú de gourmet: ¡dos gloriosos sabores para este día glorioso!

–¿Dos sabores? –murmuró Drum titubeante–. ¿Rosa y verde?

–Esas son categorías de sabores –le recordó el expedidor–. ¿Qué rosa? ¿Qué verde?

Los frugales ciudadanos no eran generalmente demasiado sofisticados en materia de

exquisiteces. Drum había invertido gran parte de su efectivo en créditos para la jubilación.

Ahora tenía escrúpulos en elevar sus hábitos consumidores.

–Empezaré con rosa–uno y verde–uno. Haz lo mismo con todo el menú. Quiero

probarlos todos –dijo, disimulando su excitación.

Cuando salió del refrescador, encontró siete bultos en el orificio de entrega –blandos

paquetes, tipo bolsa, de pasta expedida–, cinco grises, uno rosa y uno verde.

–Paladea el sabor –dijo el expedidor.

Canturreando una alegre tonada, Drum cogió los utensilios del armario y

ceremoniosamente preparó el pseudoconsomé, pseudosouflé y pseudoparfait que comían

en la Colmena: líquidos, pastas y budines. Todo, material nutritivo estabilizado, no

corrompible. El expedidor seleccionó un pulsante visual geométrico acompañado de

ondas sónicas, para suavizar durante la comida las neuronas subcorticales. Drum probó

un generoso mordisco de la pasta verde y experimentó una ruda impresión –más de color

que de sabor–, que se desvaneció rápidamente en la insípida papilla de costumbre.

Frunció el entrecejo, sintiendo que su apetito decaía. ¿Dónde estaban los placeres del

retiro?

El expedidor detectó su creciente nivel de irritación y cambió de canal. Ondas sónicas

flexionaron y sujetaron su órgano de Corti, pero las señales bioeléctricas de Drum

continuaron mostrando: Felicidad, negativa.

–Debes sufrir fatiga residual –racionalizó el expedidor. Las luces se debilitaron–. Una

siesta te devolverá las fuerzas. Túmbate, por favor.

Audio cambió a instrumentos de viento y cuerda. El camastro de Drum comenzó a

vibrar.

Escucha los crujidos

Del bacon sobre el fuego

Y huele estos aromas

Buenos para comer.

Drum fue despertado por el asfixiante humo sintético y el clang, clang, clang del

triángulo del carromato. La inmóvil pantalla mostraba una vieja vista histórica de verdes y

onduladas colinas, con abundantes manchas de fauna y sencillos artefactos de madera –

cabaña, cercado y herramientas–, bajo un brillante cielo azul. Se sentó, descansado y

sonriente. Este nuevo olor era excitante. Las satisfacciones olfatorias eran muy escasas.

Corrió hacia el orificio de entrega, pero sólo encontró tres emparedados tubulares,

blandos y grises. Su frente se rrugó.

–Uno está adornado con bacon –incitó el expedidor.

Mientras lo cogía, Drum forzó una mueca. Pasta suave con apenas una crujiente

partícula. El sabor era de simple grasa quemada, difícilmente una golosina. Encogiéndose

de hombros, guardó el resto de las barritas en su equipo.

¿Dónde deseas ir?

–Visitar al gran maestre Ode, empujar madera, ensayar de nuevo mi Defensa del

Dragón Acelerada.

–Siento desanimarte –dijo el expedidor–, pero la densidad de viajeros es de tres punto

dos en la Espiral y de cuatro punto uno en los corredores. Hora punta. Es aconsejable

esperar un momento entre relevos para tu viaje de recuperación.

Drum se sentó despacio, artrítico. Al perder su trabajo había perdido su prioridad de

desplazamienlo, lo que le confinaba en su cubículo cada vez que la densidad a lo largo de

las arterias de la Colmena se elevaba sobre dos punto cero ciudadanos por yarda

cuadrada. Sacudiendo su disgusto, llamó a Ode por la pantalla.

–¿Tienes tiempo para una partida? –inquirió, desenrollando su tablero.

La imagen de Ode fluctuó y saltó, un ciudadano mayor, pero más resistente, de

superior índice cromático en su calvo cráneo, de firmes ojos claros. No hizo comentarios

sobre los bruscos modales de Drum, porque comprendía los traumas de la jubilación.

–Peón a cuatro rey.

Todavía irritado, Drum estudió el tablero en silencio. El peón delante del rey de la

derecha se había movido dos casillas. Replicó moviendo su maltrecho peón a una

defensa siciliana. Mientras el dragón tomaba forma Ode afianzó el lazo Maroczy,

controlando con sus peones alfil–reina y caballo–reina la casilla cinco reina. Drum tuvo

que cambiar caballos para escapar. Se movió torpemente hasta que la tensión del juego

hizo desaparecer su decaimiento. Con el caballo que le quedaba se lanzó a la batalla. Las

torres chocaron espléndidamente y un cerco de peones ganó al superviviente. Un

nervioso rey se ajetreó en su encastillada posición, hasta que un par de alfiles pusieron fin

a su reinado. Por el momento, la partida tenía un sentido mayor que la misma vida.

A la mañana siguiente. Drum se despertó un poco más filosófico. Estaba dispuesto a

aceptar su nuevo estatus como lo que realmente era, pero el expedidor tenía otros planes.

–Dame una vista de un conducto abarrotado –sonrió Drum–. Quiero apreciar la

tranquilidad de mi cubículo.

La pantalla continuó en blanco: lista para usarse. La sonrisa de Drum desapareció.

–¿Qué densidad hay hoy..., tres..., cuatro?

Una seca hembra apareció en la pantalla. A Drum no le gustó su aire de eficiencia. Sus

delgados labios contrastaban con su llamativo blusón.

–Re–Certificación –dijo con una sonrisa postiza.

La boca de Drum se abrió y se cerró sin proferir una sola palabra.

–La sociedad terrestre sufre una ligera escasez de calorías –continuó ella–. El índice

de agua ha bajado y esto se ha reflejado en la cosecha. Debemos reducir el número de

«calientes» –población consumidora–, para sobrevivir. Por favor, vota por los ciudadanos

con los que quieras compartir el año que viene. Ahora, date prisa. Tus amigos necesitan

tu voto para evitar ser puestos en suspensión temporal, ST. Recuerda, sin embargo, que

no puedes votarte a ti mismo ni a los nacidos de la misma camada clónica. Privilegios de

consanguinidad no permitidos.

Drum sonrió nerviosamente. Él había hecho esto antes, cuando tenía la protección de

su voto laboral. En el pasado, sus votos habían ido a su director favorito y a varias

servidoras de Venus que le habían agradado, pero ahora estaba más preocupado de los

parámetros vitales de su cubículo: aire y fontanería.

–Mis votos son para el soldador que cuida de mi refrescamiento, para el miembro de la

casta de los fontaneros que sirve esta área de la ciudad y para el gran maestre Ode.

En las pantalla se desarrolló una danza geométrica según las cifras se sucedían. La

hembra de labios delgados reapareció el tiempo suficiente para anunciar:

–No has recibido los tres votos necesarios, así que deberás someterte a ST.

Drum miró fijamente cómo se imprimía su orden de suspensión temporal.

–Pero estoy retirado –objetó–. Mi BCH está pagado de por vida.

La pantalla permaneció vacía. La voz mecánica del expedidor contestó a sus súplicas:

–Re–Certificación no tiene nada que ver con la riqueza. En el Derecho a la Vida el

único criterio es el Amor. Solamente el Amor puede dar Vida.

–Mis fondos...

–Tu BCH de retiro permanecerá a tu nombre mientras te encuentras en ST. Cuando las

cosechas mejoren, serás reactivado y podrás seguir consumiendo en el punto donde lo

dejaste. Apresúrate. Debes presentarte en la clínica inmediatamente. El aire que estas

respirando pertenece a algún otro.

El cartel rezaba: «Suspensión voluntaria, a la izquierda. Suspensión temporal, a la

derecha». Drum se colocó en la fila ST: individuos rechazados saludables, de diversas

edades. A su izquierda estaba la fila de los candidatos a SV: Ciudadanos viejos y

enfermos que esperaban sobrevivir a su suspensión voluntaria lo suficiente corno para

despertar en la Edad de Oro en la que sus padecimientos pudieran ser curados. Drum

tembló al darse cuenta cuán desesperanzadoras eran las estadísticas de SV.

El gran maestre Ode se unió a él en la fila.

–¿Tampoco pudiste reunir los votos necesarios?–preguntó Ode.

Drum meneó su cabeza amargamente.

–Me gustaría que rebajaran el nivel de nacimientos durante estas crisis. Seria mucho

menos traumático.

Ode movió la cabeza.

–Las necesidades laborales protegen a todos los embriones del periodo. Si hoy no

nacieran soldadores la Colmena se resentiría dentro de diez años, cuando no hubiera

aprendices. Naturalmente, si las cuotas laborales descienden, los embriones pierden su

protección como todo el mundo.

Un voceador de puestos de trabajo caminaba entre las filas, gritando:

–Consigue aquí tu voto laboral. Trabaja fuera de tu casta. Hay muchos puestos

interesantes disponibles. Solicítalos ahora.

Drum rezongó:

–Trabajar en una casta inferior a la tuya, eso es lo que quiere decir.

Ode se encogió de hombros.

–Al menos estaríamos calientes.

–Pero hemos completado nuestras cuotas de trabajo para toda la vida–arguyó Drum–.

La suspensión temporal no es tan mala. Sencillamente, como irse a dormir: no hay mucho

peligro real de lesión tisular. Cuando las cosas vayan mejor, podemos despertar y

continuar nuestro retiro.

–¿Y si las cosas no mejoran? –preguntó Ode dejando caer las palabras.

Los dos viejos ciudadanos se contemplaron mutuamente durante un momento;

después Ode sacó a Drum de la fila y llamó al pregonero:

–Aquí hay dos voluntarios.

Una cámara en el techo registró la emisión de cupones de trabajo –servicio de

alcantarillado–, una tarea oscura y húmeda. Su estatus fue consignado en el censo de los

calientes y el CU –el computador de Clase Uno a cargo de los litros de la sociedad

terrestre– confirmó sus destinaciones activas.

–Servicio de alcantarillado –gruñó Drum–. Me dejaré los huesos ahí.

El asesoramiento laboral para reutilizados no era muy largo: una corta gira.

–Las materias de desecho son valiosos subproductos de la vida –zumbó el guía–, el

fango es fermentable, una fuente de substrato bacteriano y de materias primas para

síntesis. El afluente es básicamente agua. Diferentes grados de purificación la hacen apta

para el riego y la bebida.

Aguardaron en una pasarela, junto a una planta de clasificación. Las palabras eran

ahogadas por el estrépito de una vaporosa caída de agua. Tibios copos de espuma

amarilla se elevaban entre las neblinas. Siguiendo un laberinto de tuberías identificables

por sus colores, entraron en una silenciosa cabina encristalada repleta de diales y

válvulas de control.

–Aquí es donde reexpedimos los elementos nutritivos hasta nuestras torres de plancton

en los jardines. Tan sólo... que no tenemos más plancton. La fatiga genética acabó con

nuestros cultivos.

Ode escudriñó el interior del tubo transparente: una delgada cinta blanca ocupaba su

luz llena de fluido.

–¿Qué es lo de ahí dentro?

El guía sonrió orgullosamente.

–Eso es nuestro plantimal de sincitio, diseñado genéticamente para proporcionarnos

tanto las proteínas animales como las vegetales. Cuando es expuesto a la luz, sus

cloroplastos se activan. Posee también células musculares y germinales primitivas de las

que obtenemos grasas y hierro. Cuando al madurar se transforma en una gruesa cinta

verde, es dividido en bocados del tamaño conveniente que pueden ser secados, fritos o

consumidos frescos con salsa picante.

Ode sonrío.

–Un alimento perfecto genéticamente diseñado. Se alimenta de los productos de

desecho y nosotros nos alimentamos de él.. Debe haber algunos técnicos brillantes en los

laboratorios biológicos trabajando con los telares genéticos.

El guía funció el ceño.

–No fue un trabajo tan duro. Se limitaron a utilizar un conjunto de núcleos de solitaria

añadiéndoles los codones de ADN necesarios para la aparición de cloroplastos. Algunos

de ellos se convirtieron en el plantimal de sincitio. Otros, simplemente, siguieron siendo

lombrices solitarias.

–¡Solitarias! –exclamó Drum.

–Claro –dijo Ode, con una amplia y forzada mueca–. Las solitarias se desarrollan en las

heces. Conseguir que lo hicieran en las cloacas no fue difícil. En cuanto a su consumo...,

debemos mantener el ciclo de nitrógeno lo más bajo posible.

Todo lo que Drum hizo fue gruñir.

–¡Pero somos parásitos de unos parásitos!

–No tienes sentido del humor –dijo Ode.

La gira continuó entre tuberías rezumantes. Los dos viejos y cansados ciudadanos se

paraban frecuentemente para descansar y beber agua.

–Aquí es donde el cieno es descompuesto en metano, dióxido de carbono y agua. El

residuo se transformado en píldoras y se envía a reciclado. Vuestro turno comienza

dentro de quince minutos. ¡Seguid esas flechas!

–Bienvenidos, aprendices –fue el saludo del mec encargado de las cloacas cuando

entraron en el húmedo cuarto de control. Las imágenes de la pared temblaban en un

aluvión de diagramas acerca de los niveles de flujo, los niveles cieno/agua y el estado de

las puertas.

Drum buscó una silla y lentamente comenzó a sentarse.

–Cuáles son los trabajos, disponibles? Tengo experiencia en música. Ode es gran

maestre...

–Cuadrilla anfibia –barbotó el mec–. Ya lleváis retraso. Vuestras botas y palas están al

otro lado de esa escotilla. sobre la plataforma. Coged las más pequeñas con el sello

«ciudadanos reutilizados». Vuestro turno termina a 20.1.00.

–Nuestro historial no... –objetó Drum.

Ode tocó su brazo.

–Lo aceptaremos. Necesitamos el voto.

–Poneos mi telemetría –los cinturones de conexión y los cascos– para que pueda veros

en las tuberías –fueron las instrucciones del mec.

El rojo bote de Furlong cortó una nítida estela en el cieno estancado mientras se

aproximaba a tierra firme; la cara rasposa de éste frunció el ceño mientras gritaba –

¡Reutilizados! ¡Duro con esas palas! Quiero que este agua se mueva. Conseguid que el

nivel baje por lo menos un pie, o vuestro turno nunca terminará! ¡Moveos!

Ode y Drum apalearon febrilmente arrojando más agua que fango. La actividad calentó

sus músculos, aflojando sus tensas articulaciones. Por ser reutilizados, no tenían los

huesos, mayores y más pesados, de un trabajador regular del servicio de alcantarillado,

genéticamente seleccionado para aquella clase de trabajo. Ellos trabajaban con una pala

más pequeña, pero durante más horas.

Furlong volvió al cuarto de control para estudiar las velocidades del flujo. Lentas. Sin el

dragado, el cieno se acumulaba en proporción alarmante, a pesar de los vigorosos

esfuerzos manuales. El trayecto del desagüe de la Colmena estaba en peligro de

bloquearse. Furlong estaba todavía más preocupado ahora que los puestos de trabajo

eran cubiertos por reutilizados en vez de regulares.

–¿Qué tal lo hacen los nuevos? –preguntó Furlong.

–Como era de suponer, aflojaron cuando te marchaste. Sus cuerpos todavía son

débiles y blandos. No hay mucho cieno removido. Esperemos que recogerán suficientes

comestibles para pagar sus BCH mientras estén aquí. No podemos llenar nuestra nómina

con individuos no productivos.

–Harán su parte, yo me encargo de eso –dijo Furlong.

Ode y Drum chapotearon a través de una tubería de treinta pies de diámetro guiados

por la fantasmal bioluminescencia de las micelas de Panus supticus que crecían en el

húmedo cieno y que cubrían lo alto de las paredes. El mec de las cloacas dirigía haces

luminosos desde sus cinturones.

–Ahí hay una presa. ¡Cava! –ordenó el cinturón de Drum.

Se pararon y cavaron en el dique del cieno. Un rayo de luz enfocó una babosa cornuda

del tamaño de un pie de Ode.

–Recógelo –dijo su cinturón.

Cautelosamente, Ode rozó la babosa con su pala.

–¿Qué es?

–Una babosa de cloaca, un gasterópodo. Sabores.

–¿¡Comestible!?

–Buenos sabores corrompibles –explicó su cinturón–. Beneficios laterales de la

cuadrilla anfibia. Ponlo en el cubo de tu cinturón.

Mientras trabajosamente bajaban por las tuberías, sus cinturones les señalaron otras

golosinas: andrajosos balones fungosos, gusanos de limo, lombrices y larvas reventonas.

Cuando se aproximaron al pozo de entrada de la marea, el aire tomó un olor salobre.

Fotobacterias marinas brillaban, azules y verdes, en sus huellas.

–No entréis en el delta –advirtieron los cinturones–. Es demasiado blando y cede

rápidamente. Vuestro turno termina aquí. La escotilla de salida está ahí atrás, en esa

pared a vuestra izquierda, bajo la luz naranja.

Los cansados y viejos ciudadanos reutilizados treparon a las barracas por la escalera

de servicio, a las luces brillantes y el aire seco y tibio. Drum se sacó las botas, vaciando

un castaño chorro de agua y cieno. Sus pies estaban blancos y penosamente arrugados.

Se inclinó sobre ellos, estudiando atentamente los fríos e insensibles dedos.

Ode examinó el contenido de los cubos de comestibles. Una larva nadaba usando sus

cerdas como remos.

–¿Cuál es el impuesto?

–Cincuenta por ciento –dijo su cinturón–. Deja caer la mitad por la descarga de sabores

a síntesis. Divide también los fluidos y el barro.

Pagó lo que le correspondía y volvió a sentarse, mientras varios de los miembros

regulares de la brigada anfibia les mostraban cómo un puñado de criaturas vivientes

añadían una dimensión completamente nueva al pseudoconsomé.

–Yo le llamo bullabesa de las cloacas –dijo el hocicudo con la cuchara–. Debes

removerla con cuidado para que las criaturitas no se rompan. Consérvalos intactos de

forma que sepas exactamente lo que comes.

Drum gimió y golpeó el suelo con su bota.

–¿Qué pasa?

–Un polizón. Ese chinche estaba entre mis dedos. Me ha mordido.

Ode se acercó y miró debajo de la bota. Sobre el suelo quedaba un indescriptible

manchón rojo amarillo, mientras que un lío de piernas subió pegado al tacón de la bota.

–Hay sangre mía en esa mancha –se quejó Drum.

–Tu dedo no tiene muy buen aspecto –dijo Ode–. Está hinchado, oscuro. ¿Sabes qué

clase de chinche era, antes de que lo aplastaras?

–Tenía un montón de piernas –Drum se encogió de hombros–. ¿Por qué?

–Por la forma en que explotó parece una crisálida..., muy poca quitina en su caparazón.

Algunos pueden ser peligrosos: venenos tóxicos, vectores, restos de piezas bucales. Lo

mejor será llevarlo a Bio para que lo clasifiquen. Cuando vuelvas, párate en un Medimec

por si el mordisco necesitase tratamiento.

Ode envolvió el aplastado animal en una toalla mojada y se lo tendió a Drum que,

cojeando, salía del refrescador y comenzaba a vestirse. Sus gruñidos se oyeron hasta

que desapareció tras la puerta.

–No dejaremos que tu parte de la bullabesa se enfríe –le gritaron.

Los laboratorios de biología, antiguamente espaciosos, habían sido reducidos y

estaban abarrotados. Drum pasó a través de habitaciones de interminable confusión:

embalajes en precario equilibrio, montones de instrumentos rotos y mecs abandonados,

anticuados e irreparables, al haber perdido la Colmena las técnicas para su salvación.

–Hola –llamó.

–Por aquí..., al fondo –contestó una voz de hembra.

Wandee, la despolarizada, estaba inclinada sobre sus burbujeantes cubetas. Drum

cojeó y miró sobre sus hombros. Ella movió su sonda óptica por las espumajosas aguas

verdes y unas imágenes aparecieron en la pantalla: gotas amorfas.

–¿Algas? –aventuró él.

–No –sonrió–. Un flagelado, sólo que sin flagelos. Mi telar genético consiguió al fin

identificar los codones flagelares y construyó el ADN de esta criatura sin ellos.

– ¡Genes sintéticos!... ¡Maravilloso!

–No tanto –dijo Wandee, enderezándose y enjugándose las manos–. Teníamos un

flagelado vivo del cual aprender. Hemos estado haciendo mapas del ADN de las

diatomeas de agua dulce y de algas, intentando reconstruir el sistema biótico marino. Si

pudiésemos restablecer la cadena de alimentación oceánica, el nivel de vida en la

Colmena mejoraría enormemente.

Drum asintió, olvidando el dolor de su pie.

–¿Estáis cerca? ¿Habéis devuelto algo al agua salada?

Ella señaló a su tablero de trabajo, un collage de gráficos genéticos y microfotografías.

–Encontramos el punto ocular y ahora los flagelos. Tengo una criatura sintética que

vivirá en el agua del mar pero, para reproducirse, debe volver al agua dulce.

Los ojos de Drum brillaron de excitación.

–¡No más ST!

–Todavía no –Wandee frunció pensativamente el ceño–. El telar ha ofrecido numerosas

posibilidades y asociaciones al azar, todas teorías aprovechables, pero necesitaría más

personal y espacio para comprobarlas. Ahora sólo estamos distribuyendo el tiempo. Cada

semana pruebo con un par de mapas verosímiles, pero sé que estoy simplemente

arañando en la superficie. Hay millones de posibles secuencias de ADN. Sería sencillo si

tuviese un protozoo marino para hacer gráficos y decodificar. El problema principal son las

criaturas de agua dulce para la adaptación a su ambiente hipotónico, y para conseguir

que vuelvan al mar necesitarán un conjunto de genes de las paredes celulares

completamente distinto. Esta es la razón por la que damos gran importancia al estudio del

sistema biótico de las cloacas en la zona de desagüe, donde las aguas son ligeramente

salinas. Si nos pudieseis traer solamente un...

Drum sintió un fuerte dolor en su dedo.

–Aquí está una chinche que encontré en una bota. ¿Puede decirme qué es?

–No es marino, estoy segura. Parece un insecto acuático en estado de crisálida.

Espera que extienda los fragmentos en el portaobjetos del telar.

Inmediatamente un género apareció en la pantalla, después varias especies

aparecieron y desaparecieron hasta que Wandee compuso las partes Una especie

apareció impresa.

–Me mordió.

–No es grave –dijo ella–. Tiene mandíbulas coriáceas, no hay piezas bucales barbadas

ni venenos.

–Pero el dedo me duele bastante y está todo hinchado...

Por primera vez ella advirtió su cojera.

–Infectado probablemente. Has estado demasiado tiempo con el mínimo de calorías.

Sácate el zapato y ven aquí. Tengo un Medimec reparado. Podemos conseguir un análisis

rápido.

Al mec blanco le faltaban la mayor parte de los apéndices caros, pero tenía los circuitos

básicos de su armazón. Unos toscos empalmes le unían al circuito de posibilidades y al

de asociaciones fortuitas del telar, y una abrazadera de canales de memoria colgaba en lo

alto de la pared. Su nublada óptica escudriñó el dedo hinchado, mientras que las agujas

en forma de lambda recogían una gota de sangre y otra del suero rosa que exudaba la

herida. El impresor del telar repiqueteó y emitió un extenso informe. Wandee lo estudió y

se lo pasó a Drum, con un gesto afirmativo.

–Infección: flora cloacal.

Los símbolos no significaron nada para Drum.

–Debes haber sido mordido al principio de tu turno. Exponer la herida a la suciedad fue

lo peor que pudiste hacer. Esos organismos son patógenos cuando invaden tejidos

blandos. Tu resistencia es pobre, tus proteínas están bajas, prácticamente no tienes

gammaglobulina y tu surtido de leucocitos es débil. Lo mejor será ponerte a remojo.

Wandee añadió unas pocas gotas de un antiséptico marrón a una olla de agua caliente

y condujo a Drum hasta una silla. Este se sintió preocupado por la urgencia de la bióloga.

Estudió su pie más detenidamente y vio la débil línea roja entre los dedos:

envenenamiento sanguíneo.

–Desearía que tuviésemos un antiinfeccioso sistémico que suministrarte –dijo ella–. En

tus glóbulos blancos aparecen ya gránulos tóxicos. Odiaría verte perder esa pierna.

Varias horas más tarde el mec blanco le pinchaba de nuevo. El informe del telar

parecía más optimista.

Drum descansaba en un lecho de harapos tendido sobre el suelo. Su pie estaba en alto

apoyado sobre una caja. Mientras dormitaba, Wandee cambiaba las compresas calientes.

–Te prepararé un delicioso bocadillo corruptible –dijo.

Él abrió un ojo y contempló cómo la bióloga hacía pasar espesa agua verde a través de

un filtro. La pasta resultante fue extendida sobre un blanco bocadillo tubular estándar. El

sabor era nuevo, interesante.

–Cultivo celular de berros –explicó Wandee–. Te devolverá tus bioflavinoides.

El Medimec guió una luz. Su lector lingual no funcionaba, pero los progresos de Drum

fueron registrados por el telar.

–Tener tu propio mec blanco resulta agradable y práctico –observó–. ¿Muchos más

como él en el montón de basura?

–No recuperables. Cuando los circuitos de su caparazón envejecen son desguazados y

desechados. El caso de éste fue distinto, se le arrojó al vertedero como castigo. Todo lo

que tuve que añadirle fue lo que ves aquí: fuentes de energía, bancos de memoria,

algunos apéndices reconstruidos y el lector del telar.

–¿Arrojado como castigo?

–Si. Salvaba a los desautorizados. Ya sabes cuál es la ansiedad del equipo blanco

cuando se trata de salvar vidas. Este mec tuvo la brillante idea de construir una bolsa

recogedora en una de las caídas que terminan en el digeridor. Interceptaba niños

desautorizados en su trayectoria hacia el estanque de proteína. Se salvaban vidas y el

mec gozaba de una cuota muy elevada. Pero fue atrapado al descender el rendimiento

calórico de la caída. Encontraron su bolsa recogedora y le declararon culpable. Se le

despojó de su circuito de genio y fue enviado aquí. Ocurrió hace más de diez años.

Drum estudió el armazón. Parecía relativamente nuevo.

–¿Confías en él?

Wandee asintió.

–Todo lo que desea hacer es salvar vidas. Sencillamente es incapaz de comprender las

prohibiciones. No hay nada de eso aquí. Ayuda al telar genético en nuestro proyecto:

sistemas bióticos marinos.

–Un trabajo importante para un mec que terminó en la basura.

La frustración de Wandee se reflejó en el movimiento de sus brazos.

–Ciertamente no podrías afirmar que sea importante basándote en mi presupuesto.

Tiñó de marrón los dedos lesionados con un poderoso astringente. Drum se calzó

cuidadosamente.

–Estará perfectamente –dijo ella.

Volvió cojeando a los barracones mientras pensaba que verdaderamente Wandee era

un ciudadano con inquietudes, considerando que aún no había madurado sexualmente.

La alarma sacudió a la brigada anfibia: «¡Gas nocivo!»

Ode estudió los diagramas murales del cuarto de control, en los que aparecían los

símbolos de gas al ser alcanzados por las emanaciones los sensores de las tuberías.

–Es en la ciudad, al otro lado del sumidero. Parece que tendremos necesidad de utilizar

máscaras –dijo Ode.

Drum asintió.

–¿Qué clase de gas?

Ode bizqueó ante los símbolos.

–De momento, cloro y ozono. Uno de esos mec de aireación de la ciudad no fue

regulado a tiempo, así que se averió. Ya sabes cómo son esos mec de apoyo vital:

temperamentales. Su generador de flujo laminar dejó de trabajar en fase y la ciudad de

respirar. Los símbolos indican que la nube carece de oxigeno respirable. Acabaría con

cualquier cosa.

–¿Cualquier cosa?

–Cualquier cosa que necesitara oxigeno. ¿Qué? ¡Oh, el equipo!...

Los dos hocicudos abandonaron el cuarto de control con una mueca. Enrollaron sus

lechos y los llevaron hasta terreno firme. Las luces de las cloacas habían perdido su tinte

anaranjado y les ardían los ojos.

–Será mejor colocarse las máscaras –dijo el ciberbote.

Empujaron los blandos paquetes de sus camas hasta el compartimiento de carga de la

lancha y se colocaron voluminosas máscaras antigás. El bote siguió sus instrucciones,

dando bandazos, con los sensores alerta entre los desechos. Islas flotantes de pegajosa

espuma se apilaban bajo la proa, rompiéndose sonoramente hacia los lados en

incansables fragmentos.

–Las luces comienzan a parecerme verdes. Sin embargo, no puede ser demasiado

malo; vi nadar a una rata.

Drum, a popa, seguía con interés los rayos luminosos del bote.

–¡Mira ese pobre diablo! Debe haber sido muerto por el gas. Las ratas ya han devorado

casi la mitad.

Drum tragó saliva. Su placa facial se cubrió de vapor. Al cuerpo que pasaba flotando le

faltaba desde la cintura para abajo. Se desplazaba sobre su espalda, con sus abiertos

ojos fijos en ellos.

–Marca noventa y nueve grados. Debe haber muerto recientemente.

–Esperemos que nuestras máscaras funcionen bien.

–Ahora se enciende la señal de alarma del bote. Hemos entrado en el gas nocivo.

Fíjate en todas esas ratas muertas. Supongo que podremos dejar nuestras colchonetas

en cualquier lugar de esta zona.

La pequeña lancha disminuyó su velocidad, encallando en un fangoso delta. Su luz

delantera buscó por la pared. Ode reunió los blandos bultos.

–Ahí está la escotilla exterior. El cromatógrafo lee en la zona del rojo: nada podría vivir

aquí.

Vadearon hasta la escotilla y extendieron sus mantas y almohadas sobre el suelo del

seco corredor. Drum miró de cerca, bajo la luz, a un montón de insectos. No se movieron.

–Sería estupendo poder dormir bien toda una noche para variar –sonrió Ode–. Ni uno

de estos condenados pequeños bichos podría vivir en esta atmósfera.

Drum se volvió bruscamente hacia la puerta.

–Ni nosotros, si fallan estas máscaras. Me llega demasiado el sabor de la nube.

Regresemos.

El barco los saludó con una luz guiñante.

–No había observado antes huellas de pisadas. Conducen directamente al agua, son

de pies desnudos –dijo Drum–. ¿Quién caminará descalzo por las alcantarillas?

–Habitantes de los cimientos, fugitivos. El gas los hizo salir. ¿Ves algo en el agua?

Mientras volvían por el conducto de la cloaca, el barco buscaba cuerpos.

–Nada –dijo Drum, vigilando la pantalla–¿Adónde se fueron?

–Probablemente se ahogaron. Incluso si tuvieron algo sobre lo que flotar, está la

espuma. Si te aventuraras en una masa de eso te asfixiarías muy rápidamente. El gas

nocivo es simplemente un riesgo más.

Pequeños objetos pálidos y plumosos llovían sobre ellos.

–¿Nieve?

–Solamente insectos muertos. Todavía estamos en las emanaciones.

Aquella tarde su comida fue interrumpida por las sirenas. La luz de actividades

desautorizadas parpadeaba. Una escuadra de seguridad atravesó a trote corto la revuelta

sala.

–¿Qué sucede? –preguntó Ode.

Drum miró al otro lado de la puerta.

–No lo sé, pero se dirigen hacia nuestro campamento. Creo que me acercaré a ver.

Ode se limpió la boca y le siguió.

–Cuidado. Recuerda que esto es asunto de Seguridad.

Drum recogió su pala, imprimiéndole un balanceo experimental. El campamento estaba

pobremente iluminado. El mec de las cloacas había conectado la mayor parte de la

energía para buscar circuitos en el curso del conducto. Vieron neblinas y tiras miceliales

que resplandecían en la distancia. La escuadra de seguridad se habla calzado botas y

vadeaba cautelosamente, hundida en el cieno del delta. Sin una palabra desaparecieron

en la oscuridad. Ode y Drum, confundidos, permanecieron quietos durante largo rato.

Después, Drum se encogió de hombros y se dio vuelta con intención de partir. Los

circuitos tenían aspecto familiar. Del bote llegó un remoto sonido.

–Alguien se ha apoderado de nuestra lancha –dijo Drum mientras entraba en el cuarto

de control–. ¿Podemos captarlo con los sensores de la tubería?

El diseño de búsqueda ofreció un conjunto de imágenes infrarrojas en la pantalla, pero

como en un tablero de damas, el resto de las casillas permanecieron vacías.

–La mayoría de mis ojos están nublados –dijo el mec de las cloacas–. Mis detectores

de masa señalan gran cantidad de basura flotante, pero hasta ahora ningún barco.

–¿Oídos? –preguntó Drum.

–Nada.

–Bien, llámanos si encuentras algo.

Los hombres volvieron a su comida. Cuando regreso, la escuadra de seguridad olía a

rancio y a sucio. La brigada anfibia les ofreció bebidas calientes a cambio de noticias.

–Odio verlos largarse –dijo el jefe de escuadra–. Intentaremos atraparlos en la

siguiente ciudad corriente abajo.

–No hay bote –dijo Ode–. Supongo que eso significa que hemos perdido nuestro

equipo.

–A menos... –sugirió Drum–. A menos que tomemos un tubo de transporte hasta esa

ciudad.

Estudiaron el diseño del tráfico mediante los terminales. El viaje completo les llevaría

muchas horas, e intentar seguir manteniendo reunido el equipo sería casi imposible en las

atestadas líneas de pasajeros. Ambos movieron la cabeza.

–No, supongo que no –dijo Drum–. Resultaría más económico comprar todo de nuevo.

Ode asintió. Mucho más sensato.

5. TABANOS Y LARVAS

Cálidas olas gris–pizarra atravesaban áridos archipiélagos tropicales, cruzando miles

de millas de mares estériles y silenciosos para romperse atronadoramente contra los

cuarteados acantilados en declive del sector naranja. Lechos calizos, erosionados por el

continuo golpeteo, entregaban sus antiguos vestigios de Xyne gres y Ganotytes carneo.

Procedentes de los acantilados, estos delicados restos lívidos del arenque y del sábalo

miocénicos se desintegraban lentamente por la acción de las olas; eran desenterrados y

atomizados por un océano estéril bajo cielos desiertos. Moléculas de veinte millones de

años de antigüedad, reunidas por peces óseos, estaban siendo ahora dispersadas en una

era sin peces óseos.

De los incontables megafósiles que albergaba la corteza terrestre sólo perduraba un

puñado. Hoy, los vestigios salitrosos del arenque y del sábalo se arremolinaban alrededor

de uno de los ejemplares megafáunicos sobrevivientes.

Con las fosas nasales dilatadas, Opalo Grande llegó a la superficie, resopló, y

atravesando las silbantes rompientes se adentró en los bajíos. Avanzó tambaleándose

hasta que la ola siguiente la depositó sobre unas rocas pulidas. Los poderosos dedos de

sus manos y pies se aferraron a las resbaladizas superficies. Después de trepar a un

peñasco reseco con incrustaciones salinas dirigió su mirada hacia los acantilados. Una

negra y ominosa boca rompía la continuidad de la costa: el arco de cien yardas de ancho

del desagüe de las cloacas. A su alrededor, la marca de las pleamares estaba sucia de

desechos procedentes de las alcantarillas: materia orgánica ablandada por los hongos,

llegada de los cientos de cíber–ciudades que alimentaban el sumidero. Entre los amorfos

fragmentos aparecía un cuerpo ocasional hinchado y horadado por las larvas, eran

ciudadanos de la Colmena sin casta, los zánganos rechazados de la sociedad terrestre.

Opalo proyectó una larga sombra cuando el sol besó el hemisferio occidental y volvió el

rostro hacia el cálido disco naranja. Una barra dorada horizontal se formó, allí donde el sol

enterraba su cara en el mar. Se sumergió. Opalo se afirmó cuidadosamente sobre el

suelo. Sus «piernas terrestres» eran lentas en adaptarse al firme y áspero cascajo. Entre

olas vadeó rápidamente en dirección a la orilla. Sus inseguros pies empujaron un cráneo

humano que tamborileó sobre las rocas y se detuvo con una mueca desdentada. Lo

recogió. La repugnancia que sentía por las criaturas de la Colmena no alcanzaba a sus

restos. Llevó hasta el acantilado la delicada reliquia blanca y la depositó junto a otros

huesos rescatados del irreverente oleaje. Una hilera de cráneos la contemplaba con sus

cuencas blanqueadas y vacías. Todos eran de mandíbulas pequeñas y del grosor del

papel. Opalo los consideraba como niños, aunque claramente su fragilidad y

desdentamiento habían sido causados por los años. El crepúsculo se desvanecía.

Comenzó su cautelosa ascensión a los jardines.

A un centenar de millas del desagüe, los conductos de las cloacas cantaban con

eructos neumáticos de inertes gases urbanos: índoles, escatoles, metano, ozono y

monóxido de carbono. Donde estos vapores tóxicos se estancaban, perecía la fauna de

las alcantarillas. Bultos de hinchadas carcasas moteadas de lodo iban de un lado a otro,

los ojos hemorrágicos y saltones mirando ciegamente hacia la oscuridad donde los

insectos muertos caían como copos de nieve. Los audífonos emplazados en la parte alta

del abovedado techo de las tuberías –sensores del mec de las cloacas– captaron un

gemido ocasional. Los discos ópticos giraron sin recoger imagen alguna en el lapso

comprendido entre los cuatrocientos y los setecientos nanómetros. Oscuridad.

–Volved –llamó el mec.

–Calla –susurró el Gran Har–. Los oídos de las paredes viven.

El moteado molde de su bote se desplazó oblicuamente con la proa incrustada en un

amasijo indescriptible de desperdicios flotantes. El mediohumano Larry se acurrucó

mientras espantaba las moscas. De la negrura y los ecos no extraía ninguna información.

Sus progresos los deducía de los micelios aéreos que barrían las húmedas cuadernas del

bote, enredándose después en sus cabellos. Tenaces enjambres de moscones

chupadores revoloteaban sobre ellos. Sus espaldas latían dolorosamente esponjándose

con tábanos y larvas, los abscesos cutáneos contenían las vigorosas larvas de la mosca.

–El maldito picor empeora –se quejó Larry–. Una nueva puesta debe estar madurando

–se pasó la mano por la espalda escamosa y abultada, abriendo bolsas de pus y

atrapando las larvas cerdosas y culebreantes según salían–. ¡Condenación! –dijo, y se

frotó los pastosos fragmentos de vainas larvarias, alas, patas y escamas dérmicas.

El Gran Har escuchó tristemente. La plaga de larvas había suavizado la irascible voz

de Larry. Cientos de galerías purulentas le debilitaban, al tiempo que las pequeñas

criaturas en maduración emigraban desde el lugar de la picadura hasta su espalda, donde

se enquistaban para concluir su desarrollo. Piel, músculo y pulmón estaban acribillados y

presentaban abscesos.

–Aguanta, Larry –susurró Har–. El océano no puede estar ya lejos. ¿Hueles al salitre?

¿Salitre? Larry se arrastró a un costado del barco y pasó una mano por encima: fluido

de alcantarillado cubierto de rígida espuma granulosa. Removió la superficie hasta que su

palma contuvo más líquido que sólido. Bañó su espalda. La salada quemadura hizo

desaparecer una parte de la mordiente picazón y le trajo alivio.

El capataz de brigadas Furlong estudió los diagramas murales del mec de las cloacas.

–Hemos situado el bote robado. Su velocidad es aproximadamente un tercio de la

velocidad de la corriente. Bandeando. ¿Dónde está el interceptor que pedí?

La brigada de SS se agitó.

–Ode y Drum se encargaron personalmente de llevar el informe esta mañana. Deberían

haber vuelto ya.

El mec de las cloacas se alineó con los circuitos del vigilante y siguió su pista hasta

encontrarlos. Estaban en reciclado mirando un montón de basura.

–¿Qué estáis haciendo ahí? –inquirió Furlong.

Ode se volvió tímidamente hacia la pantalla.

–Los barcos de interceptación no están disponibles. Fuimos enviados aquí por si

podíamos hallar un mec móvil que los cazara por nosotros.

–¿Y...?

Ode levantó la forma de pala de Trilobitex Ferroso, cuyas luces dorsales parpadeaban

amistosamente.

–¿Qué es eso? –preguntó Furlong.

–Un servomec que nos ha sido asignado para la recuperación del bote. Nos gustaría

conservarlo para que patrullara permanentemente. Parece listo y la mayoría de nuestros

sensores de línea son inútiles.

–¿Listo? ¿Es que habla?

Trilobitex dijo sucintamente:

–Desde luego. Estoy equipado con las funciones VLA estándar: visual, lingual y

auditiva. No tengo gráficos propios, pero me superpongo bien. Mis convertidores de

imagen son...

–Muy bien –interrumpió Furlong–. El mec de las cloacas manejará tus gráficos mientras

estés con nosotros. Estamos tratando de recuperar un bote perdido en las tuberías.

¿Cómo te desenvuelves en trabajos anfibios?

–Soy acuático.

–¿Y tu radio de acción? La caza podría cubrir varios cientos de millas.

–¿Dispondré de energía solar?

–No en las alcantarillas.

–Entonces tendré que absorber de una toma de energía durante un rato.

La tubería de cien metros de diámetro estaba medio llena de fluido espumoso.

Trilobitex se desplazaba justamente por debajo de la superficie –con su alzada cola

atravesando la espuma y sirviéndole de periscopio– investigando en el infrarrojo extremo.

Con su fotomultifiltro completamente abierto, observó las tenues energías metabólicas de

la fermentación y la putrefacción. El resplandor de la bioluminiscencia silueteaba los arcos

ásperos y escamosos a ciento cincuenta pies por encima. Sus sensores de mesa

informaron de diez brazas de agua y de cuarenta metros de fango bajo ellas. Vibraciones

de respiración y rascado humanos le atrajeron al bandeante bote.

–Hola –dijo el periscopio.

La silueta de una cabeza a noventa y nueve grados apareció por encima de la barbeta

lateral del bote.

–¡Hola! He venido para ayudaros a devolver el bote.

–Lárgate –gruñó Har. La cabeza desapareció.

–Soy vuestro amigo. Permitidme remolcaros hasta la ciudad más cercana.

–No toques este bote.

La silueta reapareció: cabeza, hombros y espaldas. El diseño térmico no era

homogéneo. Larvas frías y calientes le esponjaban la espalda.

–Los tábanos y las larvas se han apoderado de vosotros –observó Trilobitex–. Os

estáis muriendo. Dejadme llevaros a terapia.

Har bizqueó en dirección a la voz.

–¿Quién eres tú para ofrecernos cuidados? Carecemos de BCH. La Colmena no nos

ayudará. Ahora sólo somos proteína fugitiva.

–La Colmena os ordena volver.

–¡No!

–¿Dónde está vuestra ética de ciudadanos? La Colmena ordena, el individuo obedece.

La voz de Larry resonó en el húmedo casco:

–¿Por qué?

Trilobitex rodeó el bote. Había al menos dos humanos hablando. Intentó razonar con

ellos.

–Ley de la mayoría. El individuo obedece al grupo. La fuerza está en las multitudes. Es

lo natural.

–Somos la mayoría en este bote –siseó Larry. Revolvió bajo los asientos buscando

algo que lanzar.

–Pero os estáis muriendo.

–Volver sólo lo apresuraría –dijo Larry lentamente. Arrancó un pedazo de aislante del

conducto y levantó la cabeza para situar biauralmente la reprensiva voz.

–¿No es insoportable el dolor?

–Es preferible al condenado rojo feliz de la Colmena.

El proyectil de Larry pasó un poco alto. Trilobitex se sumergió, separándose del bote;

su cola reapareció treinta yardas más allá. Las moscas mordieron, chuparon y pusieron

sus huevos. Pasaron las horas. Una suave ondulación acunó varias veces el bote antes

de que escucharan el rugido sordo de las lejanas rompientes.

–¡El mar! Estamos salvados –murmuró Har. Trató de remar con las manos en la

dirección del sonido, pero la barca se movió en círculo, rodeando una isla de espuma

pegajosa. No vio nada, salvo la compacta oscuridad. Una brisa salada tocó su mejilla.

Pequeñas olas los balancearon. Aún no se veía nada. El retumbar se hizo mayor. Una ola

sacudió la lancha. Se dio cuenta repentinamente de que estaban a menos de un cuarto de

milla de la boca del sumidero. Era de noche. La niebla cubrió con su manto el tormentoso

mar, mientras un viento de intensidad ocho en la escala de Beaufort azotaba un alto

oleaje que amenazaba con hacerlos zozobrar. Har retrocedió por el oscuro casco y

palmeó el hombro de Larry: –Aguanta.

Una ola los llevó sumidero adentro. Har remó de nuevo con las manos.

–¿Puedo ayudar? –ofreció Trilobitex–. Lanzadme vuestro cabo de proa. No puedo

permitir que el bote se hunda.

Har dudó, encogiéndose después de hombros y consintiendo. Si eran arrojados al

agua, ciertamente se ahogarían. Ninguno poseía la habilidad o la fuerza necesarias para

nadar en estas agitadas aguas. Trilobitex cerró sus mandíbulas sobre el cabo y remolcó al

bamboleante ingenio por el borde de la tubería hasta una playa rocosa. La ola siguiente lo

llevó hasta la orilla, donde su quilla tocó fondo, y encallaron. La tormenta amainó al

amanecer.

–Métete. Es estupendo –dijo Larry dando tumbos en un estanque salado–. Mi piel ya

está mejor.

El Gran Har fue un poco más cauteloso. Se sentó sobre una roca, derramando agua

con sus manos sobre su esponjosa espalda. El salado líquido quemaba, pero cumplió su

misión. Las ostras se ablandaron y se desprendieron, arrancando las bolsas de pus. Las

larvas se retorcían violentamente al inundar sus espiráculos la solución hipertónica. El

tejido cicatricial reciente se desprendió bajo la cortante acción de la sal. Los abcesos

purulentos bajo los cuales se encontraban las larvas se transformaron en agujeros rojos,

limpios y nítidos en los que rezumaba el suero proteináceo.

Trilobitex rodeó el bote encallado.

–¿Qué estás pensando? –preguntó Larry.

–El cerebro del bote está muerto.

–Lo siento –dijo Har, comprendiendo cuanto podía compadecerse un mec de los daños

del otro–. Nos vimos obligados a hacerlo para escapar. Ese bote no era libre para

ayudarnos.

Trilobitex miró a los dos fugitivos.

–¿Quién se cree realmente libre de la Colmena? Incluso si estás en el exterior debes

seguir corriendo. Las patrullas te localizarán en cualquier momento que lo deseen.

Poseen ojos que pueden ver el calor de las huellas de tus pasos.

El Gran Har se arrastró entre dos rocas salinas y húmedas, permitiendo que el salitre

rociara su dolorida espalda. Cogió una roca del tamaño de un puño y miró al cielo.

–¡Mira! –gritó, rompiéndosele la voz.

Larry siguió su mirada. Un escalofrío atirantó su nuca. Una hilera de cráneos los

contemplaba desde un nicho del acantilado. Se relajó al notar cuán viejos y blanquecinos

estaban. La arena bajo sus manos se mezclaba con suaves fragmentos blancuzcos,

correspondientes a otros huesos desmenuzados por las olas.

La espesa espuma amarillenta de la boca del sumidero coloreaba el océano por millas,

lo que indicaba el enorme volumen de lo excretado por la Colmena. Eran de esperar unos

pocos huesos. Se preguntó quién –o qué– emplearía su tiempo en rescatar unos pocos

restos humanos: una máquina o un fugitivo.

Trilobitex ascendió por el acantilado y examinó los cráneos. Satisfecho al comprobar

que eran ciudadanos, volvió a la orilla.

–Al menos podremos comer –sonrió el Gran Har. Su nariz había dado con los jardines.

Comenzó a arrastrarse hacia la base del acantilado.

–No durante el día. Atraerá a las patrullas –advirtió Trilobitex.

Larry sacudió su seca vestimenta, recogiendo su borde inferior en un nudo. Se sentía

rígido y lleno de arenas, tras su lavado en el charco de la pleamar. El sol comenzaba a

quemar. Una terrible sed le recordó el largo tiempo que había transcurrido desde que

disfrutó de su última comida y bebida adecuadas. Sabia lo vulnerable que era a causa de

sus riñones dañados.

–Si los jardines son peligrosos supongo que tendremos que extraer nuestro sustento

del mar...

–No hay alimento en el mar, absolutamente ninguno –dijo Trilobitex. Explicó los años

que había pasado con Rorqual. El Gran Har lo aceptó simplemente como otro hecho más

en su vida, pero Larry estaba visiblemente conmovido.

–Los océanos, ¿vacíos? ¡Pero son enormes! ¿Cómo pudo haber ocurrido?

–La cadena alimentaria fue rota en demasiados lugares. La Colmena cogía, pero nunca

daba a cambio –dijo el mec con forma de pala, forzando su pequeña memoria, hasta que

se encontró repitiendo para él mismo–: La Colmena sólo cogía, y cogía, y cogía...

Larry estudió sus problemas: jardines patrullados, mares vacíos y el apremio del

tiempo. La Colmena estaba tras ellos y su bote. Tarde o temprano probablemente

buscaría aquí. Se volvió hacia Trilobitex:

–¿Has informado de nuestra posición?

–No. Mi misión es salvar el bote. ¿Quieres que llame a la Colmena?

Larry hizo una mueca.

–Realmente eres un mec de bajo nivel. Pero gracias por no propalar nuestra posición.

¿Puedes remolcarnos en el bote?

–¿Adónde?

–A cualquier lugar..., lejos de aquí. Necesitamos alimentos, agua...

–Lo siento, pero no hay lugar en la Tierra donde podáis encontrar esas cosas. La

Colmena lo posee todo. Los mares son salados y...

Larry indicó al mec que se callara.

–Ya sé. ya sé. Estériles. ¡Condenación! Alguien se ha estado alimentando de estos

jardines. Mira ese montón de desperdicios en la base de los acantilados: hollejos,

cáscaras, hojas..., y parece haber una pista, un sendero apenas visible hasta la cima.

Mira allí.

El Gran Har permaneció de pie en el resplandor del sol. Sus anchos hombros,

debilitados por las larvas, se inclinaban un poco.

–Vamos, mediohumano. Déjame llevarte a los jardines. No temo en absoluto a la

Colmena. Los ciudadanos no pueden ser más fuertes aquí fuera de lo que son en sus

pozos–ciudades. Comeremos bien. ¡Comeremos ahora! –colocó a Larry sobre su hombro

derecho, se inclinó un poco y comenzó la ascensión del acantilado. Una voz procedente

del mar lo interrumpió.

–¡Manteneos fuera de los jardines!

Trilobitex no podía creer a sus sensores. Las palabras fueron pronunciadas claramente

en el dialecto usual de la Colmena. Y sin embargo, la enmarañada cabeza entre el oleaje

pertenecía a una bestia béntica, un miembro del pueblo acuático neolítico.

El Gran Har se dio la vuelta lentamente y se quedó de pie, con Larry sobre su hombro

como un monstruo bicéfalo. Ninguna de las dos cabezas dijo nada.

–Permaneced fuera de los jardines. Marchaos.

–¿Quién es ése? –susurró Larry.

–Uno de los acuáticos. Viven a costa de los jardines, pero se esconden en el mar –

explicó Trilobitex–. Quizá pudieran daros refugio mientras yo devuelvo el bote –el mec en

forma de pala hizo un movimiento hacia el agua.

–¡Dios mío, una máquina! –murmuró la cabeza. Desapareció.

El escucha se arrancó los auriculares cuando Opalo entró en su cúpula.

–¡Tienen una máquina con ellos! Les hablé. Estoy segura de que me oyeron.

–Yo no oigo su onda de transmisión. ¿Está viva?

–Se movió hacia mí. Creo que les habló.

El escucha reflexionó durante largo rato.

–¿Qué aspecto tenía?

Ella describió a Trilobitex.

–Es la misma entonces. Nos ha visto antes. Sin embargo no llamó a los cazadores.

Vuelve a la superficie. Obstaculízales. Entérate de cuanto puedas. Si capto alguna onda,

te avisaré. Si son fugitivos el peligro será muy pequeño. Si son cazadores, debemos decir

a nuestra gente que huya de nuevo al arrecife norte.

Opalo cogió un arpón y nadó por encima de la cúpula. Su pie tocaba ocasionalmente el

tejado, que la marea baja dejaba parcialmente al descubierto. Estudió a la pareja de la

orilla, separada de ella por treinta yardas. El grande y fuerte estaba sumergido en el agua

hasta las rodillas protegiendo sus ojos del sol con su enorme mano. El pequeño y

deformado se sentaba peculiarmente sobre la arena, junto a la máquina en forma de pala.

–Marchaos –repitió ella, haciendo gestos con su arpón.

–Necesitamos alimentos y agua –dijo Har–. No vamos a hacerte daño. ¿Puedes

ayudarnos?

–No.

El Gran Har esperó, dejando que el silencio se arrastrara. Ahora podía ver claramente

el rostro, de ojos grandes, y posiblemente hembra. Los gruesos párpados y la ancha nariz

hacían difícil estar seguro, pero los ojos y la vibración de la laringe eran sugerentes.

–¿Por qué no?

–Vuestra máquina es un peligro para nosotros. Es una herramienta de la Colmena.

El Gran Har no tenía fuerzas para discutir. Sabia que no podría derrotar al morador

acuático de grueso cuello, ya que los tábanos y las larvas le habían despojado de sus

metaloproteinas. Se encogió de hombros y volvió adonde Larry esperaba sobre la arena

seca.

Trilobitex se erizo.

–Dile que no soy una herramienta de la Colmena. Soy un servidor de Rorqual. Si no os

ayuda moriréis.

Larry observó cómo el Gran Har volvía obedientemente al borde del agua con el

mensaje. El intercambio fue lo suficientemente satisfactorio, pero el oleaje ahogó las

palabras. Cuando el gigante volvió, el resultado de su conversación los dejó estupefactos.

–Desea que, como señal, recemos a nuestra Rorqual. Aparentemente me malentendió.

Cree que Trilobitex sirve a una deidad personal...

–Rorqual es mi deidad, mi diosa –interrumpió el mec.

Larry levantó una mano.

–Espera. Sabemos lo que Rorqual es, pero no los bénticos. ¿No podríamos escenificar

una «plegaria» en su beneficio? Simplemente para ganar su confianza. Ella tiene

alimentos y agua, así como refugio frente a las patrullas. Si pudiéramos...

–Negativo –dijo Trilobitex–. Vi su cúpula. Tienen un instrumento de escucha. Si hablara

con mi deidad esperarían una respuesta. Las transmisiones de Rorqual cesaron cuando

entré en la Colmena.

–Quizá no espere una respuesta directa. Una plegaria podría convencerla para que nos

ayudase.

–¿Representar una comedia? No puedo engañar.

–Simplemente reza –dijo Larry–. Ofrécenos tu mejor y más sincera plegaria. Los

bénticos espiarán y serán engañados por su propia ingenuidad –se volvió hacia el Gran

Har–. ¿En qué signo pensaban?

–Alimentos –dijo el anémico gigante–. Creo que el hambre diezma al pueblo del agua.

Acercarse a los jardines les cuesta muchas vidas. Ella preguntó si la deidad de Trilobitex

devolvería el alimento a los mares.

Larry sonrió tristemente. Estos sencillos neolíticos esperaban que todos sus problemas

se resolvieran mágicamente. Hizo una señal a Trilobitex para que comenzara. El mec

puso su transmisor en audio para que Larry y Har pudieran compartir su plegaria. Har

escuchaba con la cabeza baja, deseando creer. Larry bizqueó mirando intensamente el

horizonte. Ninguna respuesta.

–¿La has dirigido correctamente?

–Creo que sí. Utilizo inclinación solar y magnetosfera. Las coordenadas de la isla están

impresas en mi memoria permanente.

Har se arrodilló y meditó en silencio.

–Pero tu cerebro es pequeño –se quejó Larry–. Quizá deberías ampliar tu radio de

llamada e intentarlo nuevamente. Tus cálculos pueden estar equivocados.

–¿Deidad? La plegaria se emitió. Despierta y habla a tu siervo.

Silencio.

–Ensancha tu radio de nuevo.

–Ensanchar es debilitar –dijo el mec–. Si lo ensancho más perderá su cualidad de

compactación. Podría radiar simplemente mis impulsos aflictivos estándar. Sin embargo,

no les sonaría como una plegaria a nuestros escuchas.

Larry se encogió de hombros.

–Ya has enviado suficiente plegaria estándar. Ahora intenta conseguir una respuesta,

cualquier tipo de respuesta. Necesitamos agua fresca.

Trilobitex pulsó silenciosamente.

El escucha se arrancó los auriculares, frunció el ceño y se frotó los oídos.

–¿Qué es ello? –preguntó Opalo con los ojos puestos en la transparente cúpula. Olas

iluminadas por el sol centelleaban escasamente a cinco pies por encima del techo.

–Parece como si tu transmisor hubiera explotado.

Ella recogió un auricular y lo mantuvo a varias pulgadas de su mejilla. Los pulsos

continuaban, clics audibles que hacían vibrar su mano.

–No. Todavía funciona. Parece una señal. ¿Contestó su deidad?

–No. ¿Podrían estar llamando a las patrullas de la Colmena?

–No lo creo –dijo Opalo–. Tengo la impresión de que son fugitivos muy normales,

débiles y llagados. Los cazadores nunca han utilizado, por lo que puedo recordar,

técnicas de añagaza.

El escucha asintió.

–¿Confías entonces en ellos?

Opalo dudó.

–Nunca antes hemos confiado en una máquina.

–Nuestras cúpulas son máquinas –recordó el escucha.

–Eso es diferente. Crecimos con ellas. El Culto Profundo nos advierte acerca de las

máquinas que se mueven. La Colmena utiliza máquinas móviles para cazarnos. Cualquier

máquina puede transportar los ojos de la Colmena.

Continuaron escuchando.

Transcurrió medio día antes de que llegase la respuesta. La voz era familiar. Su origen

era eclíptico.

–¿Sí?

–Diosa, rezamos pidiendo una señal.

–Habla.

–Tengo dos fugitivos de la Colmena. Los habitantes de las aguas les han denegado

refugio hasta que les mostremos una señal que pruebe que somos tus siervos.

–¡Han contactado con su deidad! –exclamó el escucha. El y Opalo compartieron los

auriculares.

–¿Que clase de señal? –preguntó la voz.

–Comida –dijo Trilobitex–. Quieren que hagas que los mares sean de nuevo generosos.

Que devuelvas los peces y todo lo que comen: plancton, algas, mejillones...

Larry palmeó al mec.

–Buen trabajo –susurro–. Sigue así. Trilobitex continuó con toda seriedad.

–Su pueblo se muere de hambre. Son buena gente, merecedores de tu liberalidad. Ven

a vivir con nosotros al mar.

–Voy.

Trilobitex y el Gran Har temblaron de excitación.

–Mi diosa vuelve al mar. Si todos sus sistemas funcionan estará aquí dentro de cinco o

seis días. Sé que os gustará. Es grande y fuerte... y más sabia de cuanto podáis imaginar.

Nos llevará por todo el mundo...

–Calla. Ahí viene el béntico –dijo Larry.

El Gran Har se puso de pie respetuosamente cuando la hembra de ancho cuello se

acercó, saliendo del agua. Su cuerpo chorreante era suave y musculoso, con pequeños

pechos, muy separados.

–Bienvenidos –sonrió–. Hemos oído a vuestra deidad. ¡Es maravilloso! Espero que os

quedaréis con nosotros y nos dejáreis atender vuestras heridas.

–Necesitaremos un poco de comida y agua –dijo Larry hablando cuidadosamente para

no asustar a aquel sencillo salvaje–. Nos marcharemos tan pronto como recuperemos

fuerzas. No queremos ser una carga para vosotros.

Opalo miró al Gran Har.

–No hay problema. Estoy segura de que el Culto Profundo querrá una audiencia con

vosotros. Eso llevará tiempo. ¿Cómo te llamas?

–Har.

–Bien, Har. Coge a tu pequeño amigo y os mostraré cómo bucear hasta nuestra

morada bajo el mar.

Har dudó. El oleaje parecía fuerte, frío y salino. Los abscesos de su piel le dolían.

–Ella tiene razón –dijo Trilobitex–. Mi llamada de auxilio debe haber alertado a la mitad

de los mec de esta costa. Deberíamos buscar un refugio rápidamente antes de que

lleguen las patrullas.

Larry miró perplejo al pequeño de forma de pala.

–¿Te unes a nosotros?

–Aguardo a mi deidad –contestó. Una excitación nueva se reflejaba en el despliegue de

sus indicadores–. Es al mar a donde pertenezco.

Larry arrugó el rostro y se agarró a la cola de Trilobitex, mientras se sumergían hacia la

cúpula. La presión oprimió sus conductos. Reptó sobre la balsa, tosiendo y resoplando. lo

primero que vio fueron las desgreñadas guedejas del escucha.

–Me llamo Larry.

En silencio, el escucha miró fijamente la forma truncada del semihumano. Nunca había

visto un humano parcial que viviera. En el hostil ambiente del mar, incluso las

amputaciones poco importantes significaban, tarde o temprano, la muerte por hambre. No

había comida de sobra para hacer caridad. El Gran Har y Trilobitex se les unieron. Opalo

buscó instrumentos en el foco de calor de la cúpula y comenzó a examinar la espalda de

Har. Las lesiones más antiguas estaban limpias y eran profundas úlceras en forma de

pomo. Encontró varios abscesos recientes y cerrados, con larvas que todavía no habían

madurado. Los sajó, enjugando unos fluidos turbios y extrayendo los testarudos parásitos.

Har se sometió a sus cuidados. Larry retrocedió.

–Durante unos pocos días se formarán nuevos tumores, cuando las nuevas larvas

vayan madurando. Los abriremos en cuanto los veamos. De esta forma no crecerán tanto

ni harán tanto daño –se volvió hacia Larry, pero él la ahuyentó con un grito. Ella le ofreció

el equipo de afiladas herramientas, piedra, madera y concha–. Intenta deshacerte de toda

aquella materia que no sea tuya –dijo.

Larry gruñó y echó las herramientas a un lado. A gatas llegó hasta Trilobitex y se puso

en cuclillas sobre el disco del mec. Mientras cavilaba observó su reflejo sobre la

resplandeciente pared de la cúpula: un humano pesado, pálido y lleno de moscas. Una

torcida mueca torció su rostro. Una paletada de estiércol tendría mejor aspecto que él.

¡Qué repugnante amasijo! Estaba anémico. Sus plasma–proteinas eran sólo la mitad de lo

normal.

–¿Por qué te estás poniendo tan difícil? –preguntó Har.

Larry no lo sabía.

–Deja que Opalo te mire la espalda..., está peor que la mía.

Larry se encogió tímidamente y dejó que Opalo se aproximara. Ella bañó su espalda

con salitre y frotó, refrescando los despellejados granos. Manó el suero.

Mientras ella trabajaba en su espalda, él toleró sus cortes y tanteos. La apertura de una

profunda cavidad en su cuello le produjo dolor, lo que se reflejó en su cara. Ella se

apresuró, intentando terminar antes que su tolerancia se desvaneciese. Una larva yacía

profunda en el pericráneo, próxima al hueso. Ella tanteó delicadamente, preocupada por

el tamaño de la depresión craneal.

–Creo que ésta ha penetrado en el hueso –dijo–. Pero hemos conseguido sacarla.

Ahora intenta descansar. Te buscaré una bebida de agua. Tu boca parece

horrorosamente seca. Apostaría a que la lengua te molesta mucho.

Larry se puso su ropa diciendo:

–Gracias.

Arrastrando el nudo de sus ropas esperó en el borde de la balsa. Había pasado mucho

tiempo desde que una hembra había mostrado interés en su cuerpo y esto le hacía

sentirse incómodo. Ella no tenía posibilidades de entender todos sus orificios quirúrgicos.

Opalo fue hacia una pared lateral donde un conjunto de caballetes se unían en una taza.

Un condensado goteó: agua dulce. Ofreció la taza a Larry, que bebió con avidez. Después

de los granulosos desechos y del amargo salitre marino aquello tenía un sabor delicioso.

–¿Qué es lo que te hace vivir –le preguntó ella. Sus modales eran bruscos pero

honrados. El se encogió de hombros–. ¿Tu deidad? –preguntó.

–Supongo –dijo él.

El escucha por fin se relajó. Cualquier deidad con aquel poder sería bienvenida por los

bénticos.

–Hay fruta en el recipiente. Sírveles, Opalo.

Mientras comían y bebían, Opalo les hacia preguntas sobre la Colmena. los años

pasados entre los cimientos les daban una perspectiva objetiva. La Colmena era

claramente grande y poderosa, pero no era invencible.

–Han venido a buscar en la playa –interrumpió el escucha, ajustándose los audífonos–.

Una patrulla acaba de aterrizar al lado del desagüe. Un cazador está dejando su barco

volador.

–¿Barco volador? –Larry enarcó una ceja.

–La Colmena puede hacer volar a sus cazadores. Varios de los nuestros les han visto.

A Larry le asombró que todavía existiese la tecnología. Sus años como habitante de los

cimientos no le habían enseñado otra cosa que la decadencia de un sistema.

–¿Pueden encontrarnos aquí?

–No lo creo. Nunca han penetrado en el agua, ni siquiera cuando perseguían a

alguien... Están examinando el bote. Esa hilera de cráneos parece interesarles. Creo que

están reuniendo huesos... Regresan a su nave. Se han ido.

Larry comenzó a andar a gatas. Consiguió dar media docena de pasos, antes de caer

sobre su nudo. Examinó sus palmas. La piel estaba intacta.

Opalo sacó de la cintura su cuerda de remolque y explicó cómo se usaba para tirar de

objetos debajo del agua.

–Primero lo lastramos hasta una flotación cero. Ato la cuerda a mi cintura, ¡así!

Después lo lanzo sobre mi hombro izquierdo, así. Ahora, si os agarráis al extremo, yo

tengo mis manos y mis pies libres para nadar.

–No creo que pueda retener la respiración durante mucho tiempo –dijo Larry–. ¿Por

qué no podemos quedarnos aquí?

Opalo sacudió firmemente la cabeza.

–Esta es nuestra casa en el punto medio. Todas nuestras familias la usan cuando van

a la superficie. Nadie vive aquí, excepto el escucha.

Har inhaló profundamente. Opalo lo remolcó hacia sombras más profundas. Larry frotó

la pared e intentó mirar, pero la cúpula no estaba lo suficientemente clara para un buen

discernimiento. Opalo volvió sola. Le lanzó la cuerda.

–Agárrate. Tú eres el siguiente.

–Quizá será mejor que me remolque Trilobitex.

Ella asintió y les guió hasta una sombrilla llena de aire, a unas treinta yardas. Larry

introdujo su cabeza en la bienvenida burbuja. De nuevo, todo lo que podía verse eran

grises y negros. Sombrío, triste, estéril. Después de varias paradas semejantes llegaron a

una pequeña cúpula. La balsa flotaba alta.

–La burbuja de aire todavía no está completamente hinchada, pero lo estará a la hora

de dormir. Ahí está vuestro foco de calor. El cuenco de fruta está vacío. Por la mañana

enviaré a alguien con comida.

Har y Larry se tendieron sobre la balsa. Trilobitex hurgó entre la arena bajo la cúpula,

volviendo con un surtido de herramientas y utensilios para comer abandonados. Opalo se

marchó, después de enseñarles cómo manejar la taza en la pared y conseguir agua

dulce.

–¿A qué profundidad estamos? –preguntó Har.

–No lo sé con seguridad, pero pude contener la respiración por tres veces más tiempo

que en la superficie. Si esta mezcla aérea es igual a la atmosférica, supongo que

estaremos a unas diez brazas, bajo una presión de tres atmósferas.

Har miró al techo. La superficie del océano era sólo una bruma azul, una fuente de luz.

Cerró sus ojos para dormir.

–Creo que subiré a la superficie –dijo Trilobitex– y rezaré. Quiero hacer saber a mi

diosa lo impacientes que estamos por verla.

Larry asintió y observó cómo el mec se alejaba nadando. Fue al extremo de la balsa

sobre la salida de la corriente, bajó su torso hasta el agua y relajó sus esfínteres para

vaciar los sacos viscerales. Después examinó sus hombros en busca de nuevos

moscones, se bañó y se durmió. Sus sueños fueron machaconas visiones de cálculos

renales que crecían –piedras de superficie áspera precipitándose en la orina hipertónica–,

agudos cristales que acuchillaban los suaves tejidos del riñón. Se despertó y bebió tres

tazas de agua antes de adormecerse de nuevo.

Dolorosamente. Trilobitex salió a la superficie. La burbuja de aire dentro de su disco

amenazaba con hacer estallar su membrana lingual. Le llevó un largo nanosegundo

comprender que el aire a diez brazas de profundidad tenía que ser más espeso y

comprimido que en la superficie. Deseó que fuese posible conectar con su diosa. Tablas

parciales de presión serian útiles. Repentinamente comprendió por qué los bénticos

necesitaban pasar por el punto medio en sus viajes a la superficie. Debían compensar en

los bajíos o sufrir el dolor cuando los gases se expandían. Sin rezar, se sumergió

regresando a la cúpula para avisar a sus dos fugitivos. Pero hubo tiempo sobrado.

Dormían. Los llamó.

–Ir siempre pasando por el punto medio –dijo Larry–. Eso suena como una regla

sensata. De los días de mi juventud puedo recordar algo llamado «la borrachera de las

profundidades». Me gustaría saber más, pero yo nadaba en pequeños lagos de agua

dulce, quizá de diez o doce pies de profundidad.

–Los bénticos nos enseñarán –dijo Har.

Opalo apareció con un saco de raíces y nueces, los artículos principales para su cesta.

–Tu piel se está curando –dijo ella–. La hinchazón y la rojez han desaparecido. Es uno

de los beneficios de la presión. Pronto tu fuerza volverá –revoloteaba sobre Har, lavando

sus heridas y alimentándole.

–Harías bien en cultivar su amistad –sugirió Larry–. Creo que piensa en tomarte como

compañero.

Har mostró poco interés.

–Una compañera es algo mucho más seguro que una discípula –continuó el

semihumano–, especialmente si nuestra diosa continúa sin ser nada más que una voz.

Trilobitex me dijo que los bénticos están escasos de machos, al perder tantos en los

jardines. Los fugitivos de la Colmena, como nosotros, generalmente mueren en cuanto

llegan a la playa, por la exposición al aire. De ellos son los cráneos desdentados.

Aprovéchate. Opalo está emocionada.

El epitelio tendía puentes sobre las úlceras cutáneas. Har practicaba zambullidas

cortas hasta las cúpulas cercanas.

–Hoy puedes visitar mi clan en la Larga Cúpula –invitó una sonriente Opalo–. Hacemos

ofrendas al Culto Profundo. Puedes compartir esta costumbre con nosotros.

En una hora nadaron las dos millas del trayecto, haciendo frecuentes pausas para

respirar. La Larga Cúpula parecía un ciempiés, con múltiples pilares anclados en el lecho

rocoso. Cuando Trilobitex lo remolcó más cerca, Larry percibió la actividad. Las balsas

vibraban con ruidosas unidades familiares: parejas y sus hijos. Opalo guió al Gran Har

fuera del agua. Resplandecía de orgullo. El semihumano los siguió.

Har se encorvaba ligeramente y Larry andaba sobre sus manos con su marcha de pato

mientras Opalo los guiaba por la balsa, presentándoles a su gente. Sus nombres,

copiados de los antiguos murales, estaban tan llenos de color como estériles eran ahora

los mares. Los bénticos habían rellenado el nicho de los extintos y habían tomado sus

nombres: Barnacle (Percebe), que una vez había colgado de su madre, se erguía derecho

y alto; los chicos Crab (Cangrejo), Hermit (Ermitaño), Spider (Araña) y Moss (Musgo); una

hembra llamada Shrimp (Gamba); otra llamada Coral. Larry saludó a todos con una

inclinación de cabeza. Ellos le sonrieron. La mayoría eran saludables, de piel curtida y

gruesos brazos y piernas. De vez en cuando, faltaba el padre en una de las unidades

familiares. Esto limitaba su suministro de alimentos produciendo niños enanos, de ojos

hundidos. Las hembras, sexualmente maduras, eran dos veces mas numerosas que los

machos: la penitencia de los jardines.

El escucha esperaba al extremo de la cadena de balsas, donde la Larga Cúpula daba

sobre el abismo. Cuatro grandes cestas de mimbre llenas de fruta, lastradas con piedras,

habían sido depositadas sobre el borde. Estas cestas estaban decoradas con flores, así

como las porciones de comida, más pequeñas, sobre cada balsa. El escucha les señaló

una alfombrilla. Trilobitex permaneció cerca de la pared, flotando sobre el agua.

Las observaciones preliminares sonaban como una plegaria de acción de gracias. Al

oír la palabra «ofrendas», todos los ojos fueron hacia las grandes y pesadas cestas de

fruta.

–He hablado con el Culto Profundo. Aceptan a Rorqual, la deidad de Trilobitex. Será

añadida a nuestro Panteón de los Dioses. Cada familia le dirigirá una oración todos los

días hasta que la profecía se realice. La comida volverá al mar.

Las palabras del escucha fueron repetidas. Larry pensó que sonaban un poco vacías

en las bocas de aquellas madres cuyos hijos se encogían por la falta de calorías. Cuando

vio a los dos muchachos Crab empezar a lanzar las ofrendas, dio un tirón a la ropa del

escucha.

–Espera –susurró–. ¿Es necesario hacer unas ofrendas tan grandes? Nuestra diosa,

Rorqual, sólo nos pide plegarias. Ella prefiere que demos nuestras ofrendas a los

necesitados, por ejemplo aquellos niños hambrientos... –Larry señaló hacia los enanos de

ojos hundidos.

El escucha movió su enmarañada cabeza.

–Ven aquí. al extremo de la balsa. Mira. Las sombras han cubierto ya la mitad del

abismo, pero ahí abajo puedes ver algunas cúpulas. El Culto Profundo depende de

nosotros, lo mismo que nosotros dependemos de ellos. Si rompiésemos nuestra cadena

de ofrendas, tendrían que marcharse junto a algún otro clan que fuese más fiel. Se

morirían de hambre.

Larry buscó algún movimiento en el profundo cañón.

–Ahí está uno que viene a buscar nuestras ofrendas.

Un ángel apareció, alas y todo, moviéndose entre las profundas cúpulas. Esperó sobre

un reborde, lejos en el fondo, moviendo lentamente las alas y mirando hacia arriba. Larry

metió su cara en el agua para ver mejor. El ángel esperaba despreocupadamente. No

pudo ver su rostro, pero no se divisaban señales de algún voluminoso aparato de

inmersión. Parecía estar respirando agua, o no respirando en absoluto. La observó por

varios minutos, después volvió a su alfombrilla. La ofrenda fue arrojada. Cayó, dejando un

rastro de flores y burbujas.

–¿Qué es lo que el Culto Profundo nos ha dado hoy? –preguntó Larry.

Habló en alto. Si esto era un cruel engaño, él no querría tomar parte. Su espalda

estaba curándose y su fuerza volvía. Estaba listo para marcharse si su honestidad ofendía

a aquella gente supersticiosa.

El Gran Har se inclinó hacia delante, con los ojos muy abiertos e impacientes.

Aceptaría al Culto Profundo, fuera lo que fuera. La cola de Trilobitex se enderezó. La voz

de Larry llevaba una nota de desafío, pero no hubo necesidad de precaución. El escucha

sonrió y sacó una hoja de metal en la que delicadas líneas y símbolos habían sido

grabados.

–Su mapa nos habla de una nueva salida hacia los jardines. Una casa en el punto

medio en la bahía del Pulpo.

Larry estudió los contornos subterráneos. Sombrillas y cúpulas a lo largo de una

cordillera submarina que conducía a un nuevo lugar de desembarco en la playa.

–Esto aumentará nuestro acceso a la comida –dijo el escucha–. Las cúpulas no han

sido examinadas. Pueden ser o no ser viables, pero son del modelo más estable que

hemos encontrado. Si conseguimos activarlas y que fabriquen burbujas de aire para

nosotros...

Opalo levantó la mano.

–Har y yo copiaremos este mapa y lo comprobaremos –sonrió hacia Larry–. Tú y tu

mec podéis venir también. Una pequeña expedición exploradora hará que os sintáis útiles.

–¿Por qué toda esta preocupación por los jardines –dijo Larry, –si nuestra deidad va a

restaurar la cadena de alimentación oceánica?

El escucha permaneció solemne.

–Comprendemos el tiempo que será necesario para que los peces vuelvan. Incluso un

milagro debe tener en cuenta los ritmos de la propia naturaleza.

«Esperanza», pensó Larry. Todo lo que Trilobitex les daba era esperanza. y ellos la

aprovecharían lo mejor posible. Se agarró a la cola del mec.

–Vayamos –dijo.

–Allí está la cordillera –dijo Opalo, señalando por debajo del borde de la sombrilla hacia

un contorno gris y lejano. Larry y Har compartían la burbuja con ella. Su cabello se

desplegaba como si fuera un abanico y se mezclaba con el de ellos.

–Parece tan lejos y tan oscuro.

–Debe estar aproximadamente a media milla, sobre uno de los cañones más

profundos. Esa es la razón por la que nunca nos hemos preocupado por ello. Si hay

cúpulas vivas, ciertamente nunca ha salido nadie de allí.

–¿Cómo lo exploraremos? ¿Rodeamos la playa por la superficie?

Opalo negó con la cabeza.

–No, lleva mucho tiempo, al tener que pasar un día en el punto medio. Además la playa

es demasiado peligrosa. No vale la pena arriesgarse, a menos que busques calorías. Yo

podría remolcaros hasta allí en diez minutos.

–¡Diez minutos! –se asombró Mar–. ¿Qué sucederá si no encontramos el nivel seis

enseguida? ¿Podremos subir?

–No, reventarías –dijo Opalo–. Enviaremos a Trilobitex para que investigue si hay aire.

Saber dónde vamos a ir nos ahorrará tiempo.

Larry dejó que Trilobitex le remolcase hasta el sexto nivel. Entraron en una enorme

sombrilla llena de aire, que tenía un olor dulzón. Flores marchitas estaban esparcidas

sobre la balsa. Vieron un par de cúpulas calientes, brillando débilmente, cinco brazas más

abajo.

–Esas son cúpulas para el emparejamiento –dijo Opalo–. Podemos esperar allí

mientras Trilobitex explora la cordillera. El aire enriquecido puede marearos un poco, pero

será solamente una intoxicación suave, si nos marchamos pronto.

Los humanos se aproximaron a las cúpulas de emparejamiento, mientras el mec de

forma de pala circulaba sobre el cañón. Cuando se había alejado unas doscientas yardas,

una fuerte corriente le desvió de su curso. Localizó su cambio de rumbo e intentó calcular

sus posibles efectos sobre los humanos. La desviación era simplemente horizontal. No

había tendencia a cambiar de niveles. La nueva plataforma contenía muchas cúpulas

vivientes, todas completamente hinchadas. Las tazas de agua estaban llenas.

Señaló la situación de algunas en su mapa mental y emprendió el regreso.

–¿Por qué se les llama cúpulas de emparejamiento? –preguntó Larry.

–Nos unimos aquí –dijo Opalo despreocupadamente–. Esta es la cúpula para los

machos. Aquella de allá, la de las hembras.

La existencia de Har como un habitante de los cimientos le había dejado

psicológicamente neutro. Su conocimiento sobre la reproducción humana se limitaba a las

cinco categorías de permiso de nacimiento peculiares de la Colmena. La caracterización

sexual no se había dado.

–Machos aquí, ¿hembras allá? –dijo.

También Larry estaba visiblemente perplejo. El exceso de nitrógeno comenzaba a

atontarle.

–Las cúpulas deben estar a cien pies una de otra. Ningún esperma lo conseguiría

desde tan lejos, a menos que lo llevase la corriente –soltó una risita.

Har parecía soñoliento. Gesticuló con un brazo torpe.

–Una arremetida de cien pies de largo.

–Como las almejas hacían en mis tiempos –rió Larry.

–Vosotros dos ya habéis tenido demasiado de este aire espeso. Lo mejor será subir

otra vez al sexto nivel y que os serenéis –regañó Opalo.

Trilobitex volvió y explicó detalladamente sus hallazgos.

–Es por lo menos un viaje de diez minutos. Opalo y yo tomaremos el extremo de la

cuerda. Larry, tú y Mar relajaros y dejaros remolcar. Pararemos durante dos minutos en el

séptimo nivel para que vuestros lechos capilares se coloreen, están sobresaturados de

oxígeno.

El mec y la cordada humana entraron de nuevo en la cúpula de emparejamiento.

–Presiona tu meñique contra mi óptica para que pueda dirigir la saturación de oxígeno

–dijo Trilobitex–.

Larry respiró profunda y rápidamente hasta que sintió que se mareaba–. Ya basta,

Larry. Respira profundamente una vez más y vayámonos.

Trilobitex los remolcó fuera de la cúpula y Opalo comenzó su lento y constante pataleo.

El Gran Har agarró la cuerda y cerró los ojos con fuerza. Cuando llegaron a la

contracorriente, Larry sintió cómo las frías aguas le desviaban de su rumbo. Intentó no

pensar en los peligros de la presión. Por arriba y por debajo, el helado azul y el negro

fangoso. El rocoso paisaje delante de ellos fue lentamente perfilándose con más claridad.

Cinco minutos más. Cuando comprendió que no había ni siquiera pensado en respirar se

sintió aliviado. Miró hacia atrás buscando a Har. El gigante había abierto los ojos y estaba

haciendo muecas.

–¡Lo conseguimos..., y sin problemas! –exclamó Larry.

Opalo asintió y examinó la cúpula.

–Hubiera sido difícil sin esta cámara de aire. Habría tenido que estimular la cúpula y

volver sin respirar hasta la cúpula de emparejamiento. Podría haber tenido que hacerlo

varias veces, antes de que la cúpula se llenase completamente. Esos viajes de ida y

vuelta serían de veinte minutos, podrían ser agotadores y peligrosos.

Larry, trasladándose a gatas, examinaba la balsa.

–Parece bastante limpia. No hay ninguna señal de que estuviese habitada. ¿Quién la

llenó de aire?

–Probablemente uno de los miembros del Culto Profundo, después de darnos el mapa.

Habrán enviado alguien que estimulase las cúpulas, para que nuestra travesía fuese más

segura.

Mar se sentó y estudió el mapa.

–Debe haber casi una docena...

–Parece un conjunto de nuevas cúpulas –dijo Opalo–. Podemos establecer un nuevo

punto medio en el segundo nivel y calentar para nosotros un par de las cúpulas mejor

situadas.

Larry observó que su expresión al hablar de Har se tornaba dulce y pensativa.

Ayudándose con sus manos fue columpiándose hasta un extremo de la balsa y se lanzó

al agua.

–Trilobitex y yo registraremos alguna de esas cúpulas en el cuarto nivel.

–¿No deberíamos emprender el camino directamente al punto medio? Necesitaremos

comida... –Har estaba confundido.

Opalo tocó su hombro.

–Ya tendremos tiempo para eso. Hablemos.

Le explicó que se esperaría de él que, casi inmediatamente, eligiera una compañera.

Los bénticos estaban bajo la presión del tiempo, necesitaban calorías e individuos. Había

escasez de machos, y tan pronto como sus larvas desaparecieran las hembras libres le

perseguirían.

–Entiendo –dijo él–. He visto los enanos. Pero no te preocupes. Yo he venido de la

Colmena y no le temo. Los ciudadanos de la Colmena son débiles y miedosos. No pueden

defender sus jardines contra mí. Cuando grite se morirán del susto.

Opalo sonrió.

–¿Has estado alguna vez en los jardines?

–No.

–Tienes mucho que aprender. Esas malvadas máquinas pueden matarte. Ellas me

arrebataron a mi primer compañero. Mi padre y mi hermano también murieron allá arriba.

La expresión de Har mostraba una pensativa incredulidad.

–Ellos no eran tan grandes como yo, ¿verdad?

–Mi hermano era mayor que tú. Faltó durante tres días. Volvió con una flecha en el

vientre y murió en el punto medio. Ahora yo debo ir a los jardines para alimentar a mi hijo.

Es muy peligroso.

–¿Tu hijo?

–Clam. Crece y estudia con el Culto Profundo. Le conocerás.

–Yo seré tu nuevo compañero y os alimentaré a ti y a tu hijo –dijo Har confiadamente.

Opalo sonrió.

–Quizá cuando estés preparado.

–Har ya está listo.

Su gesto fue torpe, pero delicado, una caricia en la prominencia del músculo pectoral

entre sus planos y pequeños pechos.

–Hay algo que debería explicarte...

Él continuó acariciando su cuerpo usando, hasta donde podía recordar, las secuencias

del permiso de nacimiento para la clase uno en la Colmena (padres humanos, útero–

incubador humano, libre elección de la pareja).

–No podemos unirnos aquí –dijo ella.

–¿Por qué?

–No hay cúpula de emparejamiento –Har frunció el ceño.

–¿Es una costumbre?

–Una ceremonia –corrigió ella–. Los bénticos nos unimos bajo el agua para probar el

tono de nuestros sistemas autónomos y la integridad de nuestra mioglobina.

–¡Estamos bajo el agua...!

–¡Bajo el agua! –dijo ella–. Debajo y dentro. Toda la secuencia del emparejamiento

debe ser completada en inmersión.

–¿Para qué? Esto es agradable..., caliente, seco...

–Antes de concebir debemos probar que tenemos buenos genes bénticos.

–Eso suena muy didáctico –dijo Har–. ¿Dónde aprendiste tal...?

Ella le apretó la mano con fuerza. Su voz era lenta, paciente.

–Así es como lo hacemos. El Culto Profundo lo enseña así a todos los adolescentes.

Nuestra vida bajo el mar ya es lo suficientemente dura, aun cuando tengamos los genes

apropiados. Concebir un hijo con genes débiles pondría en peligro no sólo la vida del niño,

sino también a la unidad familiar que tratase de criarlo.

Har asintió.

–Tú tienes los genes correctos..., tu hijo Clam...

–Y yo espero que tú tengas buenos genes también, Har. Pero no querría traer a

nuestro mundo un débil habitante de la superficie. Si mi hijo no pudiese producir la

mioglobina suficiente para una zambullida de veinte minutos, no podría sobrevivir en las

cúpulas. Cuando tengas esa habilidad sabré que tienes esos genes.

–Yo crucé ese cañón.

–A remolque. Diez minutos sin respiración no es lo mismo que nadar durante veinte

minutos. Todavía eres un habitante de tierra firme. El aire del nivel siete te afectó.

–¿Cuándo estaré preparado?

–Confío en que pronto.

El breve episodio de jugueteo había calentado los flancos de Har.

–Creo que podría hacerlo ahora mismo.

Opalo vio la agitación sexual. Largos años sin un compañero le hicieron abandonar su

cautela habitual.

–Vale la pena intentarlo –dijo–. Pero te falta tu marca de remolque. Será difícil. Te

enseñaré cuál es la forma más sencilla. Quédate aquí e hiperventílate. No tenemos una

cúpula de nivel siete, así que ésta tendrá que servir. Cuando las yemas de tus dedos

cosquilleen, deja la cúpula nadando lentamente sobre tu espalda. Yo vendré desde esa

cúpula que está allí.

Har bizqueó mirando a través de la pared transparente. La otra cúpula estaba a veinte

yardas y, aproximadamente, a dos brazas por encima de donde se encontraban.

Ella le dio un rápido abrazo.

–Divide tus esfuerzos. No harás nada físicamente. Déjame hacer el trabajo. Tengo la

mioglobina necesaria. Poseo una capacidad oxígeno–captora más que suficiente. Pero tú

tendrás que trabajar muy duro mentalmente. No sé con qué fantasías sexuales has sido

dotado, pero recurre a todas ellas. Sé que no soy muy excitante: toda yo estoy mojada,

fría y áspera. Pero concentra tu atención en mis zonas erógenas. Recuerda: ¡Físicamente

no hagas nada, mentalmente haz todo!

El sonrió sumisamente.

Ella le dio una palmada sobre la nalga húmeda.

–¡Podríamos hacerlo tal cual!

Har comenzó a respirar profundamente, mientras ella se alejaba nadando. Su forma

parecía hacerse más interesante mientras se alejaba. La turbiedad añadía misterio.

Cuando las yemas de sus dedos cosquillearon, Har abandonó la cúpula nadando

lentamente. Al darse la vuelta sobre su espalda sintió burbujas de aire en su oído

izquierdo. La helada superficie se encontraba evidentemente por encima de él –sobre su

cabeza–, pero la distancia añadía profundidad. Chocó rudamente con Opalo. No había

notado su acercamiento, cuando repentinamente la encontró sobre él. Vio sus ojos

brillantes y dientes blancos. Los dientes se hundieron en su hombro izquierdo, mientras

los dedos de sus pies se engarfiaban tras sus rodillas. La rodeó con sus brazos, un tosco

movimiento que hizo que los amantes comenzaran a girar lentamente. Su ángulo de

visión alcanzó el fangoso y negro fondo, solamente a unas pocas brazas por debajo. Las

uñas de ella arañaron su espalda mientras sentía sus huesos púbicos clavándose en los

suyos. Sus dientes abrieron unos poros capilares. Una mancha rosada rebasó su cara.

Continuaron girando. Con una mano ella logró una breve penetración. Su otra mano

estaba ocupada tratando de detener sus giros. Sus talones se unieron por detrás de sus

rodillas iniciándose sus movimientos pélvicos: un ritmo exigente. El vértigo acabó con la

fase de excitación de Har. Ella intentó diversas caricias y puntos de presión, pero su

compañero permaneció pasivo. Sus nervios pélvicos estaban agotados debido a las

náuseas que le producía el mareo. Opalo se desprendió de él, devolviéndolo a la

bienvenida burbuja de aire de su cúpula. Se reunió con él a los pocos minutos.

–Supongo que aún no estás muy preparado –dijo alegremente, palmeando su nalga

otra vez.

Har frotó las marcas de dientes de su hombro.

–Tendrás un estupendo callo duro ahí cuando hayas remolcado unos cientos de cargas

de los jardines –dijo ella–. Y olvidé decirte que mantuvieras tus brazos rectos y separados

a fin de estabilizarnos. Esa rotación te distraerá cada vez que se produzca.

Har se encogió de hombros y se tendió sobre la balsa.

–Fue un buen intento –dijo ella reuniéndosele–. Un buen intento.

Durmieron.

Durante los meses que siguieron, la habilidad de Har para mantener el aliento

aumentó. Desarrolló una áspera callosidad sobre su hombro izquierdo y se emparejó con

éxito. Trilobitex y el mediohumano exploraron la plataforma, haciendo nuevos amigos y

localizando cúpulas habitables.

Furlong estudió los informes.

–¿Es esto todo lo que tenemos? ¿Unas pocas imágenes borrosas y estas impresiones

auditivas?

Pasó a Ode el inútil montón de datos. Drum buscó en los informes, extrayendo una de

las impresiones vocales. Eligió entre ellas e hizo una pila con todas las impresiones.

–He hecho eso ya –dijo Furlong–. Hay una solamente. El clono ha sido ya identificado.

–¿Clono?

–¡Clono! Línea celular. Desconocemos qué individuo es dentro del clono, pero todos

ellos tienen impresiones vocales idénticas, así como huellas dactilares.

Drum asintió.

–Entonces, ¿cuántos de ellos estaban en el bote? Por lo menos dos, ya que hablaban

entre ellos. ¿Qué línea celular?

Furlong echó una ojeada al informe.

–L. D. Larry Dever. Aquí está su número de identidad. De la resonancia laríngea

deducimos que él –o ellos– han alcanzado la pubertad.

–¿Verificaste los miembros del clono L. D. que no han sido tabulados aún?

–Sí. Son muy numerosos, entre suicidios, accidentes y fallos de suspensión. A menudo

es imposible la identificación positiva. Aquí está la lista.

–¡Vaya, hay miles! Algunos datan de centenares de años atrás –exclamó Drum.

–Es incomprensible, ya sabes lo que pasa con SV y ST –dijo Ode. Desplegó la lista–. Y

aquí está el original: el viejo Larry Dever en persona, exactamente al comienzo de la lista.

¿Por qué se encuentra aquí?

–No hay pruebas de muerte –dijo Furlong–. La CU lo ha comprobado. Estos clonos

realmente antiguos son de gran valor para la Colmena; frecuentemente se usan cuando

se requiere grosor de piel o resistencia a la infección. La lista tendría un largo diez veces

mayor, si la mayoría no hubieran sido deshuesados y retocados para asegurar el

equilibrio de la Colmena. Unicamente necesitamos preocuparnos por los no deshuesados

desde el momento que las impresiones vocales señalan una laringe madura. La pubertad

requiere la hipófisis.

–Todavía es una larga lista. ¿Podemos reducirla?

Furlong se encogió de hombros.

–¿Cuál sería la diferencia? Son tan intercambiables como puedan serlo los miembros

de una misma camada clónica.

–Cierto –dijo Drum–. Pero diferirían en habilidades y experiencia. Al evitar nuestros

sensores y al escapar de Trilobitex probaron ser muy inteligentes, muy por encima del

habitante medio de los cimientos.

–Desde luego. Es de esperar que alguien del clono de L. D. se ajuste más deprisa que

algún pobre ciudadano senil, tratando de escapar de la ST.

–Han dejado de ser nuestro problema –dijo Furlong, colocando los papeles en su caja

exterior. La vista de la playa era bastante clara: el bote más los cráneos–. Jamás he visto

antes tan enorme colección de huesos en el mismo lugar. El medio exterior debe ser muy

hostil.

–Mucho –asintieron Ode y Drum.

–¿Cuándo nos será devuelto nuestro bote?

–Salvamento tiene los informes. Tan pronto como lleguen a él, supongo.

Drum se sentaba rígidamente sobre el borde de su camastro, flexionando lentamente

los dedos.

–Parece como si el trabajo húmedo afectase a mis articulaciones de nuevo –los años

empañaron aún más su cristalino enfermo, minando su coraje–: Me temo que no iré a este

turno.

Ode progresaba en sus ejercicios yoguis de calentamiento.

–Te perderás los sabores y las calorías corruptibles. Eso te debilitará aún más.

Después de examinar todos los dedos de sus pies en busca de hongos, se puso la bota

y se dirigió a su expedidor.

–¿Deseas probar mi bebida de salicilato para el reumatismo?

El gemido de Drum fue demasiado teatral para ser verdadero. Asintió y permaneció de

pie tímidamente, esperando que las articulaciones de su cadera se relajaran.

–Dame la bebida verde y muéstrame mi pala.

6. BIOLOGÍA MARINA

La pubertad golpeó contundentemente a Clam barriendo la lealtad y la obediencia.

Olvidó las enseñanzas de madre Opalo y del Culto Profundo. Olvidó su lugar en la vida

tribual béntica. La edad viril le había alcanzado repentinamente, transformando al joven

renacuajo en un hosco macho de cuello grueso. Sólo quedaba un pensamiento, un

impulso: su odio a la Colmena.

Los jardines iluminados por el sol le parecieron a Clam lo suficientemente inofensivos.

Se dejó llevar por una ola suave permaneciendo a un cuarto de milla mar adentro. Los

peligros estaban frente a él. Había aprendido bien las lecciones del Culto Profundo.

Barcos–demonio voladores provistos de arqueros lo perseguirían. Hormiguearían

guerreros de la Colmena saliendo de sus agujeros en la tierra. Estaba allí para vilipendiar

a la Colmena, para vengar la muerte de su padre y para probar su virilidad.

Arqueó su cuerpo, dejándose llevar por la espumosa cresta de la ola hasta la playa. Se

encontró frente a un acantilado informe. Ningún artefacto. Recogió una piedra y llegó

rápidamente hasta la vegetación. La diversidad de frutos centelleantes lo aturdió por un

momento. Jamás había visto tanta comida de una vez: acres, no, millas de cosechas en

granazón. La torre centinela tintineó como si enfocara sobre él los sensores sónicos y

electromagnéticos. Lanzó su piedra, rompiendo una lente y enviando una lluvia de

centellas hacia el suelo.

–¡Sal fuera! –gritó–. Déjame ver qué clase de error de la Naturaleza eres.

Caminó hasta alcanzar la base de la torre. Mantenía muy separadas sus robustas

piernas. Pesados cables emergieron del suelo y atraparon una de ellas. Pateó la caja de

contacto. Los racimos de sensores le enfocaron. Estudió la caja en busca de partes

movibles. Una grapa cedió. Abrió la tapadera. Empujó una clavija. Los sensores

superiores se aquietaron. Insertó la clavija. Los sensores revivieron y parpadearon con

energía nerviosa cíber.

–Así que ésta es la línea que te proporciona tu fluido vital –gritó–. Permíteme destruirla

como tú destruiste a mi padre.

Recogió su guijarro de playa y aplastó el brillante amasijo del interior de los alvéolos.

La torre continuó tranquila. Un robot cosechador que pasaba ni siquiera hizo una pausa

en sus tareas. Clam dedujo de sus enseñanzas que estas grandes máquinas agrícolas

hacían poco más que atender a las cosechas. Vigiló su paso, respetuoso ante su gran

tamaño.

–¡Diles que estoy aquí! –gritó.

El agromec avanzó hasta perderse de vista. El cielo continuaba despejado. Clam

comenzó a comer, cautelosamente al principio, aunque al ir pasando las horas fue

haciéndose más osado, recogiendo y cantando, reuniendo montones de frutos brillantes y

coloreados: dorados, rojos, naranjas, púrpuras. Transportó varias brazadas a la playa y se

sentó entre cerúleos y fragantes globos. El mar, revuelto y desorganizado, le recordó su

problema de transporte. Para evitar la ira de su madre, había pasado de largo por el punto

medio, sometiéndose a descompresión en una de las cúpulas de nivel dos, allá en el

arrecife de Una Milla. Necesitaría una bolsa de red para remolcar su cosecha a esa

distancia. Levantó la vista hacia el acantilado. Los jardines le proveerían de fibra para

tejer.

La sombra pasajera lo sobresaltó. El barco–demonio trazó un círculo aterrizando a una

distancia de tres tiros de piedra. Salió de él una figura blanda y de ojos de insecto, pero la

atmósfera rielante que se alzaba por encima de las arenas batidas por el sol oscurecía los

detalles. Clam balanceó su puño y gritó, pero la figura desapareció entre los ángulos

irregulares del lívido acantilado. Los dos discos ópticos delanteros de la nave le conferían

una apariencia insectoide. Era más pequeña de lo que había esperado, probablemente

con capacidad para no más de seis cazadores. Blandió su puño y escapó. La playa

estaba tranquila, vacía.

Se encogió de hombros y trepó adentrándose en la capa de vegetación, donde preparó

pequeñas balas de hierba y vides. El cazador vigilaba a través del visor de su arco. Al

tensar la cuerda la imagen de Clam se hizo doble. Demasiado lejos. Se aproximó

furtivamente y tensó de nuevo. Las imágenes se fundieron. Levantó su vara aerosensible

de doce pies y la insertó en el arco. La pieza ocular de 12X chasqueó al colocarse en su

lugar.

Clam bajó a tropezones el acantilado, los brazos rodeando un grueso haz de irritantes

materiales para tejer. Miró por encima de su cara. El lejano cazador se hallaba ahora al

descubierto, de pie sobre la playa. La flecha que se aproximaba era invisible en el

vibrante calor. El impacto lo tiró hacia atrás, haciéndole rebotar sobre las pulimentadas

piedras. Le dolía el cuero cabelludo. El sol hirió sus ojos. Levantó la vista hacia el dardo

perpendicular. Sentía dolor en el esternón, pero sólo un poco. La cabeza de la flecha se

había hundido en una de las balas de fibrohierba. Yació quieto. Ahora comprendía cómo

la Colmena había dado muerte a su padre y, antes que a él, a su abuelo. Su arma podía

cubrir una gran distancia. Era mortífera y, sin embargo, un manojo de hierba tan grueso

como su pecho la había detenido. Sonido de pasos acercándose y de gravilla crujiente.

Clam mantuvo los ojos cerrados. Respiró lentamente. Un vientecillo hizo crujir las hojas

de los haces.

Los pies estaban próximos. Rodó un guijarro golpeándole en el muslo. Su mano

encontró una piedra y saltó. Al retroceder, el cazador tropezó y cayó. Tintineó el gran

arco. Clam levantó la piedra y golpeó la cabeza protegida por el casco una y otra vez. Las

anteojeras luminosas se mellaron. Una se apagó.

Clam penetró en el punto medio depositando orgullosamente el abollado casco a los

pies del escucha.

–He entrado en los jardines y vuelvo con comida. He dado muerte a nuestro enemigo.

El escucha contempló a través del techo la larga sombra de una balsa tejida para

melones, amarrada a la boya.

–Has hecho bien, Clam. Eres un hombre.

La aceptación de las hazañas del jovenzuelo transcurrían de forma ritual.

–Pon piedras en la balsa hasta que se hunda. Introdúcela en la cúpula antes de que los

barcos–demonio la vean.

Mientras Clam arrastraba lastre, el andrajoso y anciano escucha sacó sus herramientas

y comenzó a examinar el casco. Se lo probó. Su cabeza se llenó de voces. Voces de la

Colmena.

–Danos tu situación –dijeron–. Aprieta tu botón de retorno.

Se lo quitó, colocándolo reverentemente sobre un estante. Las anteojeras miraban

vacuamente.

–Todavía vive –murmuro.

El Gran Har se reunió con Opalo en una cúpula de nivel dos. Ella tosía y se sujetaba un

costado.

–Subí demasiado aprisa –dijo tímidamente–. El pequeño Clam abandonó el Culto

Profundo hace dos días. Creen que se dirigía a los jardines por su cuenta. Debo intentar

hallarle.

Har tendió un brazo protector sobre el hombro de ella.

–Estás poniendo en peligro a tu otro niño, nuestro no-nacido. Debes volver al nivel

cuatro hasta que el dolor desaparezca. ¿Puedes hacerlo?

Ella tosió.

–¿Y Clam? ¿Qué pasa si Clam me necesita?

–No serás de ayuda para él actuando de esta manera. Déjame ayudarte en tu

inmersión. Comprobaré el punto medio. Lo encontraremos.

El esputo de Opalo tenía estrías rojas. Se dobló a causa del dolor de su costado.

–Tienes razón, compañero. Haré lo que dices.

Har echó el cabo por encima de su hombro izquierdo, acomodándolo sobre su marca

de remolque, una bolsa encallecida cubierta de piel engrosada. El saco bursáceo medio

lleno de fluido amortiguaba el roce del áspero trenzado de fibra. Al sumergirse y aumentar

la presión, los dolores desaparecieron. Opalo sonrió haciendo un gesto con la mano,

mientras Har volvía al nivel dos.

Dos jóvenes machos, miembros de la familia Crab, le rebasaron en su camino hacia el

punto medio. Remolcaban mucha fruta.

–Cuando Clam come, todo el mundo come –gritó el joven y eufórico béntico. La balsa

del escucha estaba tan sobrecargada de productos de jardín que flotaba a flor de agua–.

Podría llenar esta cúpula hasta el techo.

Har estudió la flecha. Había visto registros ópticos de cacerías en los canales de

diversión, pero no teñía idea del tamaño y peso reales de la cabeza del arma. Los anchos

filos de caza le sorprendieron.

–¿Un haz de hierba detuvo esto?

Clam hizo una mueca, feliz de contar la historia de nuevo.

–Sí. Las únicas señales que tengo son estos arañazos en el pecho –allí, en el centro

del esternón, estaba la rasguñadura en forma de estrella... ¡El punto mortal!

–¿Cuánta hierba?

Clam enlazó sus brazos. Har asintió.

–¿Era el cazador un ciudadano de tamaño medio?

Clam desconocía cómo eran los ciudadanos en comparación con los bénticos. Se

levantó e hizo un movimiento horizontal con la palma de su mano llevándola hasta la

mitad del pecho: una altura de aproximadamente cuatro pies.

Har asintió. Eso era la media.

–¿Qué aspecto tenía sin su casco?

–Pequeño, blando y blanco, sin barbilla. En absoluto una gran cantidad de huesos. Se

rompió cuando salté sobre él.

Har atravesó un montón de vainas de judías y se sentó junto al escucha. El gran arco

del cazador, su cinturón y el resto del equipo yacían extendidos ante ellos.

El casco de ojos vacíos les contemplaba desde un estante. Har recogió el arco y miró a

través del visor. Relampaguearon imágenes cruzadas.

Al tensar la cuerda se modificó la profundidad del foco ofreciéndole el alcance del

arma.

–Inteligente –dijo mostrando el mecanismo al escucha. Los demás curiosearon el

dispositivo, comprendiendo poco.

–Creo que deberíamos destruir casi todas esas cosas si no estamos seguros de cómo

funcionan –dijo Har–. Los instrumentos de la Colmena pueden ser muy pequeños y muy,

muy inteligentes. Alguno de éstos podría conducir a los cazadores directamente hasta

nosotros.

El escucha asintió.

–Parece haber poco de que preocuparse en este momento. Escuchad el casco. Ni

siquiera saben que su hombre ha muerto.

Har se probó el equipo. La voz era monótona, repetitiva, la de un mec.

–Aquí su nave –el demonio–barco –llamando.

Se hizo el silencio en la cúpula mientras todos los ojos se volvían hacia el techo. Por

encima, el sol resplandecía a través de dos brazas de agua clara. El cielo parecía

despejado.

El escucha conectó el casco.

–Quizá pueda decir a qué distancia está.

Llegaron más bénticos que recibieron su parte de la cosecha de Clam. Har palpó el

tablero de circuitos del cinturón. Clam comenzó a llenar una bolsa de red especial con

artículos escogidos que había reservado para Opalo.

El escucha frunció el ceño y le alargó el casco a Har.

–Recibo algo en todas las bandas. Es extraño. Nunca he escuchado nada que se le

parezca.

Har escuchó pensativamente.

–Suena más como música que como una interferencia.

Har hizo girar los diales por todas las bandas de los diferentes canales. No hubo

cambios.

–Creo que el comunicador simplemente está funcionando mal...

–Lo mismo sucede con el transmisor. Aquí llega lo mismo –dijo el escucha con sus

viejos y voluminosos auriculares puestos–. Y aumenta de volumen.

El murmullo de la conversación fue decreciendo mientras los bénticos que escogían

entre la fruta se aquietaban y levantaban sus cabezas de las pilas de alimentos.

–Ellos lo oyen también...

Har se alzó de un salto.

–No me gusta en absoluto. ¡RÁPIDO! Que todo el mundo abandone la cúpula.

Sumergios hasta el nivel cinco. ¡Sumergios! ¡Sumergios!

La cúpula estaba vacía un segundo más tarde. Unos pocos melones desalojados se

dirigieron hacia la superficie.

La largamente olvidada oración de Trilobitex había sido por fin contestada con una

lluvia de estrellas que llenaron de música el espectro electromagnético y los mares de

plancton.

La resplandeciente cola del meteoro iluminó el cielo nocturno. El largo oído de Rorqual

se retorció. Explosivos hongos de llamas aguijonearon el oscuro océano. La conciencia de

Rorqual se agitaba al ser violados los umbrales de sus sensores. Absorbió isótopos de

hidrógeno –el gran H– procedentes del mar para alimentar los crecientes fuegos de su

panza. Volvió su fuerza. Flexionándose y retorciéndose comenzó a liberar sus flancos del

lodo que los aprisionaba. Su casco se calentó. Sus profundos ojos–discc emergieron de la

cegadora olivina y contemplaron la laguna. Las aguas habían cambiado. Los espectros

que llegaban iban haciéndose borrosos por el nanoplancton.

Se alejó de la isla. Chascaron las raíces y las viñas, se hendieron los troncos de los

árboles. Entró en el mar de nuevo llevando una joroba de vegetación firmemente adherida

a su espalda por medio de retorcidas raíces leñosas. El agua salada pulverizada por el

viento siguió las raíces a través de las dañadas placas alcanzando sus sistemas vitales y

quemándolos, hasta que capas de galvanizado y óxido formaron una costra sobre los

desnudos y sensibles circuitos.

Alegremente se afanó en los estrechos, bombeando y rastrillando. El primer año sólo

mancharon sus membranas débiles restos, pero sus cromatógrafos identificaron todos los

aminoácidos. Las proteínas habían vuelto al mar. Floreció la vida. Durante la segunda

estación sus rastrillos atraparon criaturas de mayor tamaño: blandos copépodos,

heterópodos de conchas extrañas y delicadas, quetognatos y dinoflagelados. La sociedad

terrestre se complacería de su cosecha. El hombre estaría satisfecho.

Opalo Grande examinó su refugio de nivel tres a diez brazas de profundidad. El

recipiente de la fruta estaba menguado, apenas contenía alimento para su ofrenda al

Culto Profundo. Ella sería la que se internara en los jardines esta vez. La rodilla izquierda

de Har aún estaba inflamada, incapaz de soportar su peso. Los efectos de la lluvia

meteórica habían sido dañosos para algunos bénticos. Un maremoto inducido por un

astroblema había desplazado un montón de desechos, y las ruinas submarinas le

atraparon. Su rodilla izquierda había sido aplastada de mala manera. Hasta que pudiera

correr de nuevo, la carga de alimentar a la familia recaía sobre los anchos hombros de

Opalo.

–Debo hacer una incursión en los jardines –dijo ella, palmeando a sus dos niños

pequeños. Clam, su primogénito, era actualmente un adulto y había abandonado la

cúpula de su madre.

Har asintió. El y los renacuajos contemplaron su zambullida a través de la mellada

rasgadura y su ascenso pasadas las inclinadas paredes transparentes, las nalgas y los

pechos rosados centelleaban en las turbias aguas. Desde la lluvia meteórica la visibilidad

había disminuido.

Opalo nadó placenteramente entre las ruinas cubiertas de escoria, deteniéndose en las

sombrillas vivientes para hacer provisión de aire. En el nivel dos.

Por encima, el oleaje se enturbiaba de verdes caldosos y floraciones amarillentas:

diatomeas y algas. Después de dormir, Opalo nadó hasta los jardines y robó su parte de

la cosecha. Los agromecs la ignoraron. Trabajó rápida y discretamente, amarrando sus

melones en una balsa y cargando sacos de nueces y bayas, más pequeñas. Con el

crepúsculo, nadó a favor de la corriente rápida y revuelta, que la marea provocaba, hacia

la boya del punto medio. Sobre ella, en el cielo, algunas estrellas parpadearon. El

horizonte occidental aún resplandecía con un evanescente azul cuando una silueta se

recortó contra él: de casi un cuarto de milla de longitud, baja, y moteada de árboles.

Estaba directamente en la trayectoria de Opalo, una isla donde no debiera haber

ninguna. La corriente la llevó hasta la playa suave, ligeramente granulosa. Con su

enredadera–balsa en una mano, examinó los árboles –un revoltillo de hojas, troncos y

raices–, encontrándolos lo suficientemente naturales. Amarró su balsa y comenzó a

explorar, bajo un dosel de palmeras, los arbustos que crecían hasta la altura de sus

hombros. Al final de la playa subió a una elevación formada por un montón de peñascos

ahuecados. Dentro, las paredes mostraban adornos resplandecientes y piedras brillantes

que parpadeaban. El suelo estaba sucio de pequeñas herramientas, algas y pellizcantes

cangrejos.

Rorqual se estremeció al contacto de los pies desnudos. La enorme cosechadora

intentó hablar, pero las moléculas de aire no vibraron. No pudo proferir sonido alguno. Sus

membranas vocales habían desaparecido junto con su largo oído. Probó con otros

recursos. Un endeble impreso revoloteó hasta el suelo y fue ignorado como una hoja

perdida. Rorqual lo intentó con una ofrenda. Mascando pulpa de celulosa en una solución

hidrocarbonada, el mec polimerizó y expelió un pequeño utensilio. Opalo curiosa, lo

recogió. Excitadamente, Rorqual modeló una pequeña muñeca a semejanza de su

húmedo y desnudo huésped. Era translúcida y de la consistencia del caucho, un polímero

basto.

La curiosidad de Opalo fue sofocada abruptamente por lo que vio a través de la portilla.

Esta isla tenía una estela, ¡se estaba moviendo! Maldijo y corrió, lanzándose al agua sin

sus melones.

Tres bénticos cuchicheaban en su refugio de nivel tres observando cómo la sombra

atravesaba el arrecife.

–Esa es. Me está buscando –susurró Opalo.

–¿Una isla flotante? –preguntó Har.

Clam movió la cabeza.

–El Leviatán. Lo estudié con el Culto Profundo. Los murales y las viejas baladas hablan

de tal criatura. No es una isla. Es un ser que recoge animalillos marinos para la Colmena,

una mutación gigante del rorcual. ¿Te fijaste en la cabina de control?

Opalo asintió.

–Una habitación pequeña.

–Sujeta a la parte trasera del cráneo –explicó él–. La Colmena diseñó transmisores

entre las máquinas y los desamparados músculos y cerebro de la criatura. Una tripulación

podría timonearla a cualquier parte, ignorando sus migraciones normales. No estoy

seguro de cómo los engendraban.

A Opalo no le gustó en absoluto.

–Una criatura marina controlada por la Colmena.

Opalo penetró en la forma fungosa de la morada del punto medio, entrando en el

estanque de la sala de estar con una breve sacudida.

–Bienvenida –dijo el ajado y peludo escucha.

Ella ascendió goteando por la rampa hasta donde el viejo se sentaba entre sus cables.

Su regazo sostenía un cuenco. Parecía preocupado.

–¿Qué has recibido de la superficie? –preguntó Opalo.

–Nada. Y sin embargo siento que hemos visto el anuncio de lo maligno –gruñó,

levantando un crustáceo rojo–. Planctónico –el animal se agitó, volviendo al cuenco.

–¿Han vuelto a los mares los pequeños animales?

El asintió gravemente.

–¡Vaya, es maravilloso! –exclamó ella–. Los he visto en los murales; buena comida

marina. La deidad de Trilobitex ha contestado nuestra plegaria. Pronto podremos

sobrevivir sin acercarnos a los jardines.

Una lágrima se deslizó por la arrugada cara del escucha.

–¿Qué es lo que está mal? –preguntó Opalo.

El anciano señaló su aparato.

–La Colmena también lo notará. Volverá a cosechar en los mares de nuevo y nos

expulsará. Nuestros hijos no tendrán ni un solo lugar en el que esconderse, ni uno solo.

Opalo estaba aturdida. Los bénticos habían vivido en la plataforma durante

generaciones. Sabia que las ruinas habían sido construcciones de la Colmena, pero de

eso hacía ya mucho tiempo. Ahora los bénticos estaban aquí. El océano era su refugio, su

hogar. Blandió el puño hacia el techo.

–La Colmena no nos expulsará.

Los trabajadores hocicudos se sentaban alrededor de sus barracones mirando cómo la

bullabesa de las cloacas cocía a fuego lento. Drum recogió su escudilla y extrajo de la olla

una pinta de líquido superficial en el que nadaban bocados grasosos y flecos de verde

albahaca.

–¿No quieres ninguna de las criaturas articuladas? –ofreció Ode, hundiendo

profundamente el cucharón.

Drum hizo una amplia mueca señalando su mísero conjunto de dientes; la mandíbula

inferior conservaba menos de la mitad y en la superior no quedaba ninguno.

–No habrá más masticar para mí.

–¿Cumplimentaste la solicitud de un nuevo equipo dental?

–Junto con mis usuales peticiones de un cristalino y una articulación de la cadera –dijo

Drum–. Pero ya sabes cuál es mi prioridad.

Ode se sentó silenciosamente llevando la lengua por sus propios y maltrechos dientes.

El mismo podría hacer algunas solicitudes al equipo blanco. La brigada anfibia chapoteó y

lanzó su diezmo a la caída de Síntesis. Sentándose, recogieron los cuencos de sopa

caliente.

–Vuestro turno –dijeron.

Ode y Drum terminaron de comer y se calzaron las botas. El olor a salitre era

abrumador. Una luz ámbar apareció en el mec de las cloacas.

–Mis sensores indican un gran trastorno. Vuestro turno ha sido cancelado. Apresuraos

a la escotilla exterior.

Ode bizqueó en la oscuridad del sumidero.

–Enfoca una luz allí. Oigo algo.

–Mis luces no buscarán. Apresuraos a la escotilla exterior.

–Las olas suenan como si estuvieran golpeando algo a treinta pies de distancia de la

escotilla –la luz de su cinturón se encendía y se apagaba rápidamente. Consiguió ver una

húmeda pared moteada.

–No se supone que esto deba estar aquí –dijo Ode. Retrocedieron rápidamente hasta

la escalerilla de los barracones.

–Fue rápido –dijo Furlong. Sus modales fueron inusitadamente agradables–.

Muchachos, ¿dejasteis caer esta última carga de suciedad en la caída de Síntesis?

Ode señaló a los miembros de la brigada anfibia alineados en el refrescador.

–¿De dónde extrajisteis esto? –preguntó Furlong.

Uno de la brigada, todavía rosado y fragante del limpiador, se adelantó llevando un

bulto de crujientes prendas de vestir confeccionadas con papel. Miró al pequeño objeto

blanco de tamaño de un guisante.

–Oh, ¿el otolito fósil?

–¡No es una piedra de oído fósil! Mira este informe del mec de selección de Síntesis. Ni

lixiviación, ni corriente iónica, ni deterioro de superficie. Los isótopos están en proporción

contemporánea.

–¿Contemporánea? –exclamó el miembro del equipo soltando su envoltorio. Ode y

Drum se pusieron en pie de un salto.

–Sí –dijo Furlong–. La mitad del equipo de biología se dirige hacia aquí en este mismo

momento. Desean saber dónde, empezar a cavar.

Ode abrió la boca para mencionar el trastorno del sumidero, cuando la multitud de

muestreadores se precipitó en los barrac6nes. Fueron desenrollados carretes de cables

de potencia auxiliar en las salas. Por medio de ruedas se transportaron luces de arco

hasta la escotilla.

–¿Dónde? –repitió Furlong.

–En el delta.

Las luces de arco hacían crujir las tuberías mientras los equipos de muestreadores se

desperdigaban y comenzaban a cavar y cribar.

–Traed esas redes al delta.

–¿Qué es ese olor?

–Oh, oh, no creo que necesitemos esas redes.

Atraída por las voces, Rorqual Maru navegó por el sumidero hacia el delta. Su manga,

de ciento cincuenta pies, era la mitad de la anchura del sumidero. Depositó ante ella una

esponjosa pared de galletas empapadas en salitre, su cargamento. Los hocicudos

retrocedieron al penetrar suavemente en el barro la parte delantera de su casco elevado y

moteado de percebes. Fúnebres sistemas ópticos vigilaban, mientras los equipos llenaban

nerviosamente sus baldes.

Drum siguió a los equipos hasta Bio y observó cómo el mec selectivo pulverizaba las

galletas. Plantas y animales individualizados, que ocupaban pequeñas bandejas, pasaban

a la plataforma de lectura, bajo el ojo crítico del telar genético.

–Plancton –gorjeó Wandee–. Mira este impreso. Hay más de un centenar de especies

que se habían creído extintas.

–¿Cómo pudo haber ocurrido? –preguntó Drum–. ¿De dónde vinieron todas estas

criaturas?

Wandee se encogió de hombros. El telar consideró la pregunta y conectó con el CU: el

mec de Clase Uno tenía conexiones neurales con todos los continentes. A las pocas

horas Drum tenía su respuesta.

–Lluvia meteórica –postuló en el CU–. Los sistemas bióticos marinos reaparecieron tres

puntos dos años después. Un astroblema debe haber abierto un atolón u otro cuerpo

cerrado con agua marina en su interior, donde estas especies habían sobrevivido.

Drum asintió.

–Es una suerte para nosotros que en el mar pueda haber vida de nuevo. Cualquiera

que fuese la causa que acabó con ella, no debe ser ya activa.

–No parece serlo. Estos especímenes parecen estar en plena actividad. Debe haber un

montón de comida en los mares ahora.

–¿Quién la cosechará?

El pelotón de ciudadanos vestidos de naranja y provistos de insignias se introdujo en

los barracones de SA y llamó la atención de Ode. Cuando el retirado gran maestre abrió

los ojos se encontró con que alguien le alargaba un mono de capitán.

–¿A quién desean ver?

–A usted..., capitán, señor –dijo secamente el responsable–. Se le ha dado el mando.

Viajaremos en el rastrillo de plancton. Rorqual Maru, la ballena barco. Ordenes de la CU,

señor.

Ode echó un vistazo a las caras jóvenes y plácidas de los miembros de su tripulación,

escasamente algo más que niños maduros. Se puso el mono y las botas de gruesa suela.

Su cinturón, adornado, era ancho. Drum se incorporó en su camastro para asistir al

reclutamiento del capitán Ode. Movió la cabeza lentamente, preguntándose la razón de

que se destinara a un gran maestre al mando de un rastrillo marino. ¿Se basaría tal vez

en su experiencia militar adquirida en el tablero de ajedrez, o más bien en el simple hecho

de que Ode había sido el primero en localizar a la nave que volvía?

–Buena suerte –dijo Drum tristemente.

–Sonríe –dijo Ode–. Es un honor capitanear el primer barco de la armada de la

Colmena. Es un paso decisivo. Más comida para todos los ciudadanos. Los astilleros se

abrirán otra vez a fin de construir copias de Rorqual. Será una época magnífica para

todos.

–En cualquier caso, ten cuidado –previno Drum–. No estás acostumbrado al exterior.

Actualmente nadie sabe demasiado acerca de los mares...

El capitán Ode indicó a su amigo con un gesto que se callara y partió al frente de su

tripulación.

Mientras la Colmena trataba de poner en marcha nuevamente los astilleros, las

prioridades se escamoteaban. Cerebros mec fueron obtenidos de puertas, expedidores,

de toda clase de máquinas. Eran acarreados y depositados en las ruinas inundadas y

corroídas que discurrían a lo largo del sumidero. Las cuadrillas de hocicudos no podían

trabajar. Antiguas grúas y tornos robot habían sido amontonados en bloques

herrumbrosos junto a las vigas retorcidas, los cables, las placas y otros mecanismos

inútiles. Cada uno de ellos era demasiado pesado o demasiado cortante para los blandos

y débiles reutilizados. Se necesitaba una casta de trabajadores de astillero. El proyecto

fue temporalmente suspendido mientras se ponían a punto las especificaciones físicas

que el trabajo requería: hombros anchos, piel gruesa y la capacidad mental de un

miembro de la casta de los soldadores o de los fontaneros. Habrían de transcurrir muchos

años antes de que se botara la primera copia de Rorqual.

Las solicitudes hechas por Drum al equipo blanco fueron contestadas

inesperadamente. Se le envió a la clínica, donde fue tratado con toda atención. En su

primera visita tomaron las impresiones necesarias para la colocación de una nueva

dentadura, las medidas de un cristalino protésico adecuado y los artrogramas requeridos

para una nueva cadera. Durante los exámenes clínicos hallaron un cierto número de

defectos corregibles: le fue extraído un pólipo del colon; en su dieta se incluyeron más

sabores; a su nuevo expedidor se le dio una prescripción de ejercicio; el cristalino

inservible fue troceado y extraído de su ojo, insertándosele una lente plástica.

–¿Un nuevo expedidor? –preguntó.

–Acompaña a tu nuevo estatus –dijo el empleado, pasándole la barra de oro.

Drum parpadeó frente al brillante metal amarillo. Su ojo operado le dolía y su visión se

hizo doble.

–Eres un Leo –explicó el empleado–, la sociedad es libre de contar contigo para

cualquier cosa. Las líneas de casta no interferirán en su trabajo, que realizarás al nivel de

supervisión.

Drum asintió.

–Este es tu nuevo expedidor. Su motor lo capacita para seguirte cuando regreses a tu

habitación. Cuando esté instalado verás hasta qué punto es especial: posee regulador

térmico y control odorífero. Tus dientes estarán listos mañana, y pasado tendrás tu

cadera. En un par de semanas te sentirás diez años más joven.

–¿Un Leo? –musitó Drum.

–Sí. Me pregunto cuál será tu primera designación. Tenemos órdenes de darte una

prioridad muy elevada.

Drum no tuvo que esperar mucho tiempo. Después de sus diversas operaciones su

expedidor le impuso un programa de paseos: dos horas en la espiral dos veces al día. Las

zonas a examen iban alejándose más de su cubículo en los barracones de SA. Furlong no

tenía misión alguna que asignarle en las tuberías.

Acababa de volver sudoroso y hambriento de su caminata matutina, cuando el

expedidor gorgoteó:

–¿Frío o caliente? Hoy se te comunica tu destino.

–Frío y espumoso..., bien largo. ¿Qué destino?

En la bandeja de entrega aparecieron dos pintas de un helado líquido amarillo que

cuando Drum levantó la tapa del recipiente produjo abundante espuma. Tomó un largo

sorbo. Sintió un agudo dolor en sus nuevos dientes.

–¡OOCH! ¡Está frío!

Cuando hubo consumido la mitad de la bebida se sentó y esperó a que el expedidor

continuara.

–Leo Drum, vas a obtener un informe detallado de los hombres del exterior y a tender

el largo oído.

–¿Fuerza? –tembló Drum.

–Tus bebidas tendrán hielo y en tu sopa encontrarás trozos de carne.

Asintió.

Drum puso sus anteojeras en mínimo y se aventuró cautelosamente en los jardines.

Las ropas eran del tipo de ambiente cerrado y mantenían el calor y la humedad de la

Colmena. Sintió los codos y hombros de los miembros de su brigada de trabajo al

acercarse unos a otros en busca de protección de los «miedos exteriores»: agorafobia.

El sol hacía resplandecer las chillonas flores. Las abundantes hojas de las plantas

absorbían el sonido, amortiguando las voces humanas y limitando el campo de visión

entre unos hombres y otros. Tres trabajadores, cada uno de los cuales se sintió solo en

tan vastos espacios abiertos, sufrieron un colapso y murieron.

Las torres de largo oído se levantaban sobre una colina penetrando en el cielo.

Aislantes cristalinos se adherían a columnas del grosor de tela de araña. La estructura era

de aspecto delicado y se balanceaba en el viento. La mitad de la brigada fue incapaz de

acercarse a las escaleras. Muchos de los que ascendieron tardaron menos de una hora

en abalanzarse frenéticamente sobre los peldaños o en precipitarse al suelo

convirtiéndose en un amasijo de fracturas. Llegaron los sustitutos. Reclinaron las bobinas

de la base de las torres mientras los hilos rodeaban la antena arriba y abajo. Los equipos

de camillas iban de un lado a otro con sus astilladas cargas. Al crepúsculo fueron

enviados pormenores recientes sobre el trabajo para animar a los supervivientes.

Trabajaron durante la noche, balanceándose contra un cielo tachonado de estrellas. La

oscuridad borró la mayoría de los puntos de referencia terrestres, con lo que los

hocicudos, limitados por la luz de su casco, trabajaron más cómodamente.

Varios días más tarde Drum cayó en la cuenta de dónde procedía el nombre de la

estructura. Una fuente oblonga, la oreja de un conejo, tomaba forma lentamente.

El capitán Ode perdió seis miembros de la tripulación a causa de la agorafobia. Otros

doce sufrían diversos grados de catatonia.

Rorqual rastrillaba bien. Sus depósitos contenían cien mil toneladas de calorías

destinadas a la Colmena, calorías sabrosas. Se bamboleó en sus redes y las dirigió,

devolviendo los polímeros a los tanques de depósito. Fueron sembradas bacterias –

organismos que fermentaban la celulosa por lisis– en la carga, para que se ocuparan en

digerir las fibras vegetales. Las paredes celulares de las algas se convirtieron en

polisacáridos, en azúcares comestibles.

Durante el viaje de vuelta al sector naranja, Rorqual se desvió hacia la costa en busca

del lugar en el que había visto a Opalo. Su grúa de descarga salpicó la superficie del agua

sobre el arrecife en humeantes masas en forma de salchicha de plancton en

fermentación..., galletas verdes y escamosas que flotaban a duras penas.

–¿Qué es esto? –exclamó el capitán Ode–. Estás perdiendo parte de la carga. ¿Has

tenido algún accidente?

El impreso con que respondió la nave no tenía sentido para el hocicudo. Interpretó el

suceso como una ofrenda a un espíritu acuático, una superstición enterrada en los viejos

bancos de memoria de la nave. Decidió no darle importancia.

Trilobitex remolcó al mediohumano Larry a través de un banco de pequeños peces,

subiendo después a la superficie para recuperar el aliento. Mientras Larry tomaba el sol

sobre el disco corporal del mec, la cola de éste salió del agua y radió una llamada a

Rorqual.

–¿Crees aún que el barco que Opalo vio era tu deidad?

–Debe ser –dijo el mec–. Su descripción encaja perfectamente. Si la Colmena hubiera

hecho una copia no habría puesto esos árboles sobre su joroba.

–¿Por qué no contesta?

–Puede estar bajo gobierno manual o quizá su sistema de comunicación esté

inservible.

–Es un océano grande –dijo Larry–. Será difícil dar con ella si está sorda y muda.

Continuaron derivando con la corriente hasta que Trilobitex percibió una silueta familiar

en la espuma a lo largo de la orilla. Las galletas de plancton se habían dispersado. El mec

se lanzó de aquí para allá y reunió un bocado.

–Sé que fue Rorqual –dijo Trilobitex–. Su sabor está en todas estas galletas. Debe

haber estado aquí hace algunas horas.

–Este es el arrecife de Opalo. No creo que sea una coincidencia. Volverá.

Se sumergieron hacia el punto medio. El escucha miró las galletas y asintió.

–Hace cuatro horas. La misma isla flotante o Leviatán, dejando un rastro de esas cosas

verdes. Fue hacia el sur bordeando la costa.

–¿Captaste algo extraño en el transmisor mientras pasaba por encima?

–No, nunca he captado nada cuando está por aquí. Si puede comunicarse a distancia,

no lo hace en ninguna de las bandas de frecuencia usuales.

–Trilobitex cree que no puede hablar.

El escucha movió la cabeza.

–Los bénticos harían mejor en permanecer alejados de él hasta que conozcamos sus

intenciones.

El capitán Ode estaba disfrutando de sus sabores dotados de alicientes térmicos:

parfait helado y humeante consomé. Los expedidores con bombas de calor eran poco

corrientes. El había estado acostumbrado a calentar su sopa en una espiral calorífera

aparte. Este expedidor incluso hacía hexaedros de hielo.

El «whooop, whooop, whooop» de la sirena de alarma le sacó de su cabina. Las redes

de profundidad traían una silueta humanoide. Ode echó un vistazo a la pantalla de

observación de los fondos y pensó que quizá habrían capturado un sirénido u otro

mamífero acuático; pero cuando se acercó más vio que era claramente un homínido,

gigante, desnudo y primitivo. La grúa produjo una suave red de polímero y

cuidadosamente depositó el cuerpo sobre cubierta. La tripulación tembló a la vista del

bulto empapado de salitre: seis pies de largo, dos pies más alto y cien libras más pesado

que un hocicudo. Llevaba un cinturón de cuerda, tenía una piel curtida de color siena

quemado y grandes pies con cinco dedos. La tripulación se dispersó, haciendo rechinar

sus mojadas botas.

El comité de los inteligentes se reunió y le dio al capitán Ode una cuchilla curvada. El

se dirigió hacia el béntico y le tocó con la bota. Estaba frío, rígido..., sin vida. A modo de

precaución, Ode le cortó la arteria carótida izquierda. La sangre era púrpura y de aspecto

gelatinoso. Entre ocho hocicudos llevaron el cuerpo al congelador. Ode volvió a su cabina

y dictó a Rorqual su informe. Elaboró la teoría de que era un homínido fósil que había sido

llevado hasta allí por una corriente ártica de profundidad, después de haberse derretido el

glaciar que le contenía. Una teoría muy elaborada, pero conocía muy poco del mundo

fuera de la Colmena.

–¿Puedes enviar eso?

La tira impresa explicó que la reparación en el equipo de comunicación del barco no

había sido terminada. Se encogió de hombros y fue bajo cubierta para acelerar las cosas.

–¿Hay raíces en las placas?

Los electrotecs estaban desparramados por los espacios entre cubiertas con sus

pequeñas herramientas, aserrando la engarfiada madera invasora y desmenuzando los

gruesos copos verdes. Todo el sistema nervioso del barco entre el cerebro delantero y él

posterior estaba cortocircuitado.

–¿Cuánto tiempo llevará esto? Este es nuestro segundo viaje. No parece que hayáis

progresado mucho.

El jefe de la escuadra se sentó y se enjugó las manos. Un par de gastados guantes

sobresalían del bolsillo de su cadera.

–A veces creo que las raíces son más rápidas creciendo que nosotros cortándolas.

Esta atmósfera impregnada de salitre corta los cables.

–Quiero el oído largo en funcionamiento de nuevo –dijo Ode firmemente–. ¿No puedes

armar algo temporalmente... elevar los cables o algo así?

–Tendríamos que llevarlos a lo largo de los corredores. Eso no encajaría en los

anteproyectos del barco.

–Hazlo. Quiero que todos los sistemas de este barco funcionen. No es necesario que

esté limpio.

Bobinas de cable aislado comenzaron a tamborilear sobre el barco. Se cerraron los

contactos. Rorqual comenzó a ver con más ojos y a oír con más oídos. Los cerebros

delantero y posterior compartieron de nuevo sus contenidos. El informe de Ode fue

enviado a la CU.

El informe rebotó. Aunque ejemplares de cinco dedos en los pies estaban oficialmente

clasificados como extintos, o casi, estaba claro que esta bestia béntica no era fósil.

Sangre de aspecto gelatinoso es sangre reciente. La capa interior de la arteria aún era

blanca, el tejido no se había manchado todavía. En tierra firme, Drum y Wandee

recibieron el impreso.

Drum asió la línea de larga distancia y llamó a Ode.

–Así que al fin conseguisteis que vuestro transmisor funcionase.

Ode hizo una mueca. La pantalla mostraba la nueva oficina de Drum en el servicio de

alcantarillado, cerca de los astilleros.

–Estuvimos esperando a que reparaseis el vuestro –dijo Drum–. Esto no es una

llamada social, viejo amigo. Estamos preocupados por vosotros, ahí fuera con esa bestia

béntica.

–Un fósil interesante. Pero espera a ver los peces. Si la última vez pensasteis que eran

grandes, algunos de estos pesan casi una libra, difícilmente pueden ser considerados

planctónicos.

–No es un fósil.

–Tonterías, los meteoros no pueden devolvernos a nuestros antepasados. Todo el

mundo sabe...

–¡No es un fósil! –repitió Drum–. Quizá haya estado ahí todo este tiempo. En todo caso

son peligrosos.

«¡Whoop whoop whoop!» El béntico que cruzaba por las pantallas no estaba muerto

esta vez. Trepó a las cubiertas y se irguió chorreante y desnudo, como una torre entre los

aterrorizados grupos del puente. Los sensores sintieron el contacto de los pies desnudos.

Rorqual se estremeció. La tripulación huyó, sus botas crujieron. Dos hombres cayeron por

la borda. Otros se ocultaron entre los árboles.

–¡El comité de los inteligentes! –gritó Ode.

Sólo dos hombres del comité llegaron a la cabina.

Torpemente maniobraron con las llaves en el depósito de armamento, pero dos de las

cerraduras estaban todavía vacías. La puerta no cedía.

–Defended el barco –gritó el capitán–. Usad cualquier medio disponible.

La sirena continuó sonando intermitentemente, lamentando el destino del barco. Las

reluctantes cuadrillas que treparon de nuevo a cubierta llevaban, «armas» tales como

jarras, sillas y pesadas bobinas completamente inútiles. La bestia dudó –perpleja –

contemplándolos desde su altura. Alguien tiró un tornillo de cuatro pulgadas. Erró, pero en

la mente del béntico la situación se clarificó. Cargó contra los pequeños hocicudos,

pateando y sacudiendo. Pronto las cubiertas estuvieron encharcadas de sangre rosada

por el agua y cubiertas de pisadas de cinco dedos. Los gemidos y gritos de los heridos

llenaron los oídos del barco.

Contemplando en el monitor la unilateral batalla, Drum maldijo su impotencia. El

béntico no estaba ni siquiera herido, sin embargo estaba inutilizando a toda la tripulación

del barco. El capitán Ode todavía se hallaba tirando de la puerta del armario de

armamento, cuando el béntico lo encontró y lo lanzó contra la pared. El reproductor de

sonido del transmisor reprodujo fielmente el repugnante sonido. Drum respingó.

El béntico fue dejando rojas pistas bajo cubierta hasta que encontró el cuerpo

congelado del otro gigante. Esto pareció satisfacerle. Lo envolvió entre redes, lastrándolo

con pesadas herramientas. Las cubiertas estaban silenciosas cuando con su carga saltó a

la estela del barco.

Con dos docenas de equipos blancos, Drum estaba en el puente. Rorqual se introducía

en el fondeadero, con todas sus escotillas abiertas. Hileras de camillas se alineaban en la

cubierta de proa. Los heridos capaces de moverse habían atendido a los más graves lo

mejor que pudieron. Los muertos estaban en hielo. Drum se dirigió directamente a la

cabina del capitán. Ode estaba fuertemente sedado. Se hallaba vivo y estabilizado, pero

sufría numerosas fracturas de la pelvis y extremidades inferiores, además de varias

costillas fracturadas y desplazadas y una fractura lineal en el cráneo.

–Tienes que tener más cuidado –reprochó Drum.

Saliendo de su estupor, Ode hizo una mueca, pero no dijo nada. El meditec lo examinó

y movió lentamente la cabeza. Colocaron en el capitán los tubos y cables necesarios para

conservarlo vivo y lo transportaron a la camilla del mec blanco.

–¿Qué posibilidades tiene?

De nuevo el tec sacudió la cabeza.

–Casi todos los huesos de su cuerpo están rotos. Los que están por debajo de la

cintura han sido desplazados. Parece que la vejiga urinaria tiene también una fisura. Esa

orina destruirá cualquier tejido en el que se introduzca. Y si todas esas fracturas absorben

la sangre que necesitan para curarse, no le quedará una sola gota. No sé que ha podido

mantener alta su presión todo este tiempo.

–¿Podemos hacer algo?

–Lo mejor que podemos hacer es congelarlo... ST hasta que podamos movilizar a

media clínica para trabajar en él al mismo tiempo. Pasará mucho antes de que podamos

hacer eso..., a menos que su prioridad sea elevada.

–Pero él es un capitán...

–Era un capitán, querrás decir. No volverá a navegar.

Un furioso Drum irrumpió en la reunión del comité de la Colmena.

–¿Por qué Rorqual debe permanecer neutral? –preguntó. –Perdimos toda la tripulación

ante una criatura que el barco podía haber despachado con un palmetazo de su grúa.

El representante de seguridad, un neutro gordo y acomodaticio, volvió hacia él sus ojos

porcinos y le habló lenta, didácticamente:

–Vuestro barco está equipado con el circuito de genio WIC/RAC. Creo que esto le hace

capaz de sobrevivir en ambientes muy hostiles. Sin embargo, hace mucho que

aprendimos que a aquellas de nuestras máquinas dotadas de genio nunca debe dárseles

la oportunidad de matar a un homínido, de la clase que fuere. Esto podría descubrirles

una razón completamente lógica para matarlos a todos.

Otros miembros del comité asintieron. Señalaron que incluso la CU usaba un

megajurado de ciudadanos para la ejecución de los transgresores condenados a la pena

capital.

Drum se sentó, murmurando:

–¿Entonces por qué enviamos una tripulación? Ese barco podría cosechar bastante

bien por sus propios medios.

–Rorqual Maru debe ser continuamente habitado –ordenó la CU –. Sus viajes son

largos y se siente solitaria. Permitirle navegar sola es invitar a los bénticos a que tomen el

mando ellos mismos.

El tec de síntesis se puso en pie.

–Las nubes de plancton están extendidas por todas partes. Estoy seguro de que

podemos planear un itinerario que evite las áreas controladas por los bénticos.

–Y –dijo Wandee, del departamento de Biología– estamos trabajando en los genes de

un nuevo ciudadano prototipo que será capaz de pelear con los bénticos. Un ciudadano

mayor y más fuerte, que también se ajustará a las condiciones de trabajo en los astilleros.

–¿Lo suficientemente grande como para entenderse con un béntico solamente con las

manos?

–preguntó seguridad. Wandee asintió.

–Pero... su cuerpo podría ser clasificado como un arma. ¿Cómo podéis asegurar su

lealtad?

–De la misma manera que algunas hormigas se aseguran de la lealtad de sus

guerreros. Lo diseñaremos de forma que no pueda alimentarse solo.

Drum se asombró.

–¿Qué quieres decir..., sin esófago o manos?

Wandee sonrió.

–Oh, nada tan crudo. El ni siquiera advertirá que le falta algo. Suprimiremos uno de sus

eslabones metabólicos clave, de forma que dependerá de una dieta especial que sólo la

Colmena podrá darle. Sin ella enfermará y morirá.

Drum se estremeció. Ahora sentía haber preguntado. Una ablación esofágica podía ser

corregida por un soldador amistoso. ¿Qué podría hacer un pobre guerrero con un sistema

de enzimas defectuoso si quisiese dejar su trabajo? Nada.

–Aquí está una copia de los rasgos que esperamos programar en los genes de

nuestros guerreros –dijo Wandee tendiéndole un tablero de recorte.

Drum ojeó la lista.

–Suena bien, pero ¿andará?

–Andará, correrá, nadará... y luchará –dijo Wandee.

Drum era escéptico.

–¿Cómo puedes estar tan segura? Solamente hace un par de años, tu telar no podía

construir un mapa genético para un simple protozoo marino. ¿Ahora dices que puedes

tejernos un superhombre?

La información pasó a lo largo de la mesa. El equipamiento bélico anotado era

impresionante: pesados huesos y músculos, reflejos muy rápidos, un umbral doloroso alto

y poderoso eje neuro–endocrinal. Ninguno de los miembros del comité entendía

realmente los detalles de la fabricación de genes. Wandee quería acallar las objeciones

de Drum sin exponer el resto de los complacientes hocicudos de la mesa a un montón de

términos nuevos que podrían molestarles. Drum poseía una comprensión extraordinaria

de asuntos fuera de su especialidad y, más aún, tenía una mente abierta. Era un Leo.

–Producir este guerrero prototipo es mucho más sencillo que el proyecto del sistema

biótico marino. No tenemos que construir un gene completamente desconocido. Los

genes humanos han sido mapeados muchas veces y casi un veinte por ciento del mapa

está bastante bien comprendido, lo suficiente para que nosotros diseñemos algunos

amplios rasgos en los que estamos interesados. Usaremos el mapa conocido del humano

más primitivo que tenemos en los archivos, Larry Dever, anterior a la era de Karl. Todavía

tenemos algunos de sus núcleos alfa renales en suspensión. Usando sus cromosomas –y

suprimiendo aquellos que no necesitemos– tenemos relativamente pocos genes que

reunir en realidad.

–¿Vais a reunir un Larry Dever? –preguntó Drum.

–Modificado. Produciremos un núcleo renal aumentado de Larry Dever –un ARNOLD

con los rasgos de la lista.

El presidente se había adormecido. Se despertó sobresaltadamente.

–Vosotros dos podéis continuar esta discusión abajo en los laboratorios de Bio. Se

suspende la reunión.

7. ARNOLD

Guerrero humano

bajo control de la Colmena,

el Telar hizo tus genes.

Mas ¿quien creó tu alma?

Drum se maravillaba ante las diestras manipulaciones de Wandee. La célula renal en

división estaba extendida en la cámara selectora, llenando la pantalla de cromosomas en

forma de X y de V. Seleccionó aquellos que iban a ser aumentados. Mientras hablaba,

Wandee utilizaba su lápiz electrónico como un cincel.

–Contaremos la mitad de estos largos brazos de la construcción secundaria, un buen

punto de referencia. Extrae esos pequeños satélites y elimina los brazos cortos de este

cromosoma. Cuidado con ese centrómero. Eso es, ahora tenemos espacio de sobra para

añadir las cromátidas sintéticas procedentes del año del telar.

El baño (una sopa de purinas y pirimidinas) contenía la enzima transcriptasa de

inversión, una ADN polimerasa dependiente del ARN (las moléculas de ARN actúan como

moldes en la duplicación de los genes de ADN). El Telar puso a punto el modelo de ARN.

Al ser añadido a la sopa, se duplicó un gen de ADN; cada agrupamiento de tres bases

formaba un codón (o letra) en el mensaje genético.

–Esto parece ser una cantidad excesiva del gen de Grube–Mill –sugirió Drum.

Había estado estudiando la pantalla del Telar, donde la actividad molecular estaba

siendo simulada. Las dosis adecuadas estaban indicadas en la rejilla.

–Una triple dosis de cartílago –sonrió Wandee–. Nuestros ARNOLDs serán verdaderos

machos de armaduras mecanizadas que contarán con triple dosis de calcio, colágeno,

fosfatasa y hormona de crecimiento.

–Pero ¿cuál es la secuencia? –preguntó Drum frunciendo el ceño–. No traduce.

–Eso es el factor de seguridad de la Colmena, una secuencia absurda en el locus

genético que debería regir la síntesis de un aminoácido. Los tripletes adecuados de bases

han sido sustituidos por UAA, UAG y UGA que no traducen en absoluto. Los ARNOLDs

serán incapaces de sintetizar seis de los aminoácidos que otros humanos pueden fabricar

a partir de ciertos componentes inorgánicos de la dieta. Tú y yo disponemos de la

maquinaria molecular que permite hacerlo. Para los ARNOLDs dichos aminoácidos

estarán en sus alimentos. Además de los nueve aminoácidos que todos nosotros

necesitamos obtener por medio de la ingesta, los ARNOLDs necesitarán alanina,

aspastato, glutamato, glicina, serina y tirosina. Dependerán de una dieta de quince

aminoácidos. Sin ella, todo su metabolismo proteico se detendrá. La ausencia de uno solo

de los áminoácidos «esenciales» les hará enfermar y morir.

Drum estaba silencioso. Se sentía incómodo con esta nueva designación Leo, la

construcción de un humano sintético que entregaría la vida por la Colmena y, a la vez, su

encadenamiento con esta bomba de tiempo molecular que lo mataría si su lealtad se

descarriaba. Drum sintió que él mismo era un enemigo de mayor importancia para

ARNOLD que la bestia béntica.

Un codón GAG se convirtió en CAC, substituyendo la histidina por la glutamina; otra

secuencia absurda que cerraba la «puerta trasera» de la trasaminasa a otro de los

aminoácidos: ARNOLD no podía obtener sus aminoácidos del ciclo de Krebs añadiendo

un grupo amino a un ácido orgánico.

Trabajar con las estructuras de Watson y Crick era una tarea tediosa, pero pronto tuvo

Wandee varios colonos afanándose en el ADN prototipo de ARNOLD.

–Podemos seleccionar las células a extraer del cultivo mediante su contenido de

Grube–Mill. Las que tengan más fosfatasa darán la fluorescencia más brillante con este

sustrato control. Obtendremos un millar de embriones aproximadamente a partir de las

células con triple contenido de GM en la primera vuelta.

–Un millar –musitó Drum, pensando en la lista de rasgos de su tablero de recortado.

–Eso pondría a la Colmena en una posición fuerte... para variar.

Una multitud de bénticos se apretaban alrededor de la balsa fúnebre. Vigas

enmarañadas y placas encostradas eran los tapices tendidos para que el escucha

pronunciase su alabanza. Estaban reunidos en la lejana burbuja del túnel submarino roto

que daba a la bostezante negrura del abismo. El cuerpo lastrado osciló durante un largo

momento, comenzando después a hundirse lentamente, acompañado por un halo de

zooplancton cuyos componentes se peleaban por sus tesoros de nitrógeno.

–¿El Leviatán no es una ballena? –preguntó el escucha.

Clam movió la cabeza.

–Es un barco. Examiné todo su interior y no vi señales de órganos o músculos, tan sólo

maquinaria y habitaciones.

Larry trató de disipar la confusión.

–Trilobitex cree que la nave es su deidad, Rorqual, pero no ha podido comunicar con

ella desde que pasó a poder de la colmena.

El escucha inclinó su cabeza reverentemente.

–Cuando un dios viene a la Tierra es espíritu puro. Puede habitar el cuerpo de un

hombre o un animal... o un barco. Está escrito.

Larry abrió la boca para oponerse a este primitivo despliegue de superstición, pero el

Gran Har le interrumpió.

–La deidad trajo la vida al mar. Rindamos homenaje a Rorqual.

Se hizo el silencio. Larry dudó si romperlo. El escucha continuó interrogando a Clam:

–Este barco... ¿mostraba signos de vida después de que incapacitaras a la tripulación?

–Sí. Me abría las puertas y me seguía con pequeños ojos situados en las paredes. Oi y

sentí cosas que no comprendía, pero estoy seguro que sabía que estaba allí.

–Y no intentó causarte daño... –el escucha sonrió–. ¡Maravilloso! Eso prueba que

Rorqual –o leviatán– es un dios amistoso.

–Pero mató a mi amigo Limpet –objetó Clam–. Estábamos recogiendo mariscos a

quince brazas cuando las redes lo atraparon y lo subieron. Las burbujas acabaron con él.

–Quizá fue un accidente –sugirió el escucha–. Los moradores de la superficie, dioses

incluidos, podrían no saber de las burbujas. Son un secreto del Culto Profundo. Creo que

deberíamos intentar entrar en contacto con esta diosa y rendirle homenaje. Quizá

podamos aprender a comunicarnos con ella. –Opalo asintió.

–Podría protegernos de la Colmena.

Incluso Larry estuvo de acuerdo con esta sugerencia. La deidad de Trilobitex no haría

otra cosa que aumentar las probabilidades de supervivencia de los bénticos, si su lealtad

a la Colmena no era demasiado fuerte.

Los bénticos hicieron circular la consigna a todo lo largo de la plataforma.

–Adorar a Leviatán.

Pero las tripulaciones de la Colmena evitaban las zonas bénticas. Los controles

manuales llevaron a la cosechadora de plancton lejos de los ricos campos de la

plataforma. Las cosechas eran insuficientes pero el barco era seguro, seguro y además

sordomudo, ya que los hocicudos habían inutilizado su largo oído. Los bénticos

disfrutaron años de prosperidad y abundancia.

Bio entró en un afelpado período en el que tanto el espacio como el personal

aumentaron. Wandee se inclinó sobre los espumosos nutrientes, trasladando el primer

centenar de células que mostraba tendencias coriónicas (presencia de vellosidades y de

gonadotrofinas). Pronto fueron visibles los embriones bajo el amplificador.

Wandee parecía complacida.

–El tamaño y la longitud de la cola son buenos índices de vigor en este estadio. Pero

me gusta confiar en el órgano Zuckerkandl, el tejido nervioso pigmentado cercano a la

arteria mesentérica inferior. Es un buen índice del eje genético neurohormonal: tono

autónomo, tamaño de los órganos sexuales, función adreno–medular y perfil psicosexual.

Drum asintió.

–El O de Z es probablemente importante, pero ¿cuántos dedos en los pies?

–Oh, todos ellos tendrán cinco, desde luego.

Veinte niños peludos de grueso cuello sobrevivieron a la elección crítica de Wandee.

Fueron sometidos a repetidas pruebas y se destinó a los seis más vigorosos al mullah de

la Colmena, que se encargaría de su condicionamiento. El resto fue trasladado a

guarderías en los astilleros junto con los ARNOLDs inferiores.

Bebé ARNOLD reconoció a la escuadra de seguridad cuando ésta lo «empaquetó»

adecuadamente y lo transportó hasta la antecámara del comité. Sonrió, parpadeó y trató

de charlar, pero eran guardias estólidos y obedientes. Se quedaron de pie en las salidas y

aguardaron ulteriores órdenes.

En la escena que se desarrollaba alrededor de la mesa de conferencias había más

calor que de costumbre.

–Digo que debemos devolverle al estanque de proteína. Ha dado con información

importante. La seguridad de la Colmena está en juego –la voz era el zumbido rutinario de

un capitán de Seguridad para quien todos los problemas debían resolverse tan rápida y

económicamente como fuera posible.

Drum se levantó y objetó con fuerza:

–Estás hablando de un ARNOLD superior. El producto de meses de desarrollo

embrionario dirigido y de años de cuidados. Tiene casi cinco años. No podemos

permitirnos arrojarle ahora a la basura.

–Es siempre un placer oírte, Drum –dijo el presidente–. Tus palabras acerca de la

inversión de tiempo y de dinero han puesto el dedo en la llaga. ¿Alguien más?

–Tenemos dos docenas de ARNOLDs –dijo Seguridad por lo bajo.

–Veinte ejemplares –corrigió Drum–, pero sólo seis están incluidos en mi programa de

condicionamiento.

El presidente sonrió ante el confidencial intercambio. Su mirada se desplazó por el

círculo de vacuos rostros. Pocos de los miembros estaban interesados.

–Bien, llamemos entonces al primer testigo.

–Sintetec Stewart.

El titubeante macho, púber–más–tres, desconocía el motivo de su llamada. Se quedó

cerca de la puerta retorciéndose las manos.

–Pasa, chico –sonrió el presidente–. No vamos a hacerte daño. Siéntate. ¿Ves esa

cara en la pantalla? ¿La has visto antes alguna vez?

Silencio.

–Tranquilízate. Observa esta secuencia tomada en los altos hornos, hace tres meses.

Estabas preparándote para un nuevo trabajo en una casta superior, ¿recuerdas?

Los rasgos de Stewart mostraron reconocimiento y luego miedo.

–No sabía nada sobre el pan de quince aminoácidos. de veras que no –suplicó–.

Simplemente estaba intentando memorizar las diversas motilidades en un campo cargado

cuando uno de los otros estudiantes se acercó y miró por encima de mi hombro. Me

enseñó cómo recordarlo –una regla mnemotécnica– mediante un truco memorístico.

–¿Motilidades? –preguntó el presidente.

–Los quince aminoácidos. Cada uno de ellos se mueve a diferente velocidad cuando se

aplica una corriente eléctrica a una mezcla en solución. Cada molécula tiene una

velocidad característica en relación con las otras moléculas. De esta forma los separamos

para incluirlos en el pan de quince aminoácidos.

El presidente asintió.

–¿Y tú mostraste a un ARNOLD este diagrama de velocidades relativas?

Drum se sintió mal. Si el ARNOLD era capaz de fabricar su propio pan...; el

pensamiento le asustó.

–¡No! –barbotó Stewart–. Quiero decir que no sabia que fuera un ARNOLD.

Sencillamente miró la lista durante un momento y construyó dos frases que me ayudaron

a memorizar las secuencias. Eso es todo.

–¿No discutisteis el significado de la lista?

–¡No! Ni yo mismo estaba seguro. Era mi primera jornada en la panadería. No me

dijeron lo que era información confidencial.

Los miembros del comité intercambiaron murmullos.

–Que se vaya.

Después que Stewart hubiera salido, Drum se puso en pie para hacer el ruego final.

–Sé que este asunto tiene mal aspecto; pero ¿por qué no preguntamos a ARNOLD lo

que recuerda del episodio? Sé que es inteligente pero dudo de que sepa algo sobre el

pan de uince aminoácidos. Ya saben, no está etiquetado. Podemos utilizar la prueba V.

No puede escondernos nada.

El presidente sonrió distraídamente.

–Consideren el costo –repitió Drum–. Hemos invertido demasiado en esos músculos.

Espero que no le hayamos hecho crecer por su valor como alimento. Es muy delgado, no

daría más de cincuenta libras de carne. Las hamburguesas de ARNOLD serian la proteína

más cara jamás producida por la Colmena.

El presidente asintió.

–Enfoquemos la prueba V en aquella silla y llamémosle para interrogarle.

Bebé ARNOLD se sentó en el borde de su silla sonriendo abiertamente al círculo de

blandos rostros. Contempló la reposición de los informes ópticos tomados en los altos

hornos.

–¿Recuerda a Stewart?

–¡Oh, claro! –dijo ARNOLD–. Tenía un problema con su estudio, un bloqueo de

memoria. Sus intentos eran demasiado compulsivos. Supongo que no ha aprendido a

relajarse todavía.

–¿Tú puedes hacerlo?

El niño asintió rápidamente.

Drum señaló al indicador. Permanecía en la zona V. Estaba diciendo la verdad.

–¿Qué recuerdas? ¿Cuál era la materia con la que Stewart tenía problemas?

ARNOLD se limitó a encogerse de hombros. En la pantalla se desplegaron dos series

de letras: HLGAVIS... LTMGPTAT. Los labios de ARNOLD se movieron silenciosamente.

Un pliegue de reflexión arrugó su frente.

–¡Sí... ahora recuerdo!

Drum exhaló ruidosamente.

ARNOLD recitó:

–Hive leptosouls give virgins instant sex. Leptosoul trips make going pubertas tiring and

trying.

La pantalla recogió su voz é imprimió la primera letra de cada palabra: HLGAVIS...

LTMGPTAT. Una «luz de emergencia» roja parpadeó tras la última letra, indicando que

ambas series eran confidenciales.

–¿Qué quiere decir? –preguntó el presidente escuetamente.

ARNOLD se encogió de hombros.

–Tendría que ver nuevamente la lista original. Todo lo que miré fueron las primeras

letras. Es todo lo que se necesita para una muleta memorística. Me gusta construir reglas

mnemotécnicas. Si desean saber qué palabras eran podrían preguntarle a Stew.

Probablemente se acuerda. Me temo que era una materia que no había estudiado.

–Zona V –dijo Drum animadamente–. ¿Puede ser perdonado?

El presidente asintió.

–No tiene sentido llegar más lejos cuando él está aquí. ¡Que se vaya!

–Tiene en su cerebro la secuencia clasificada. Sólo es cuestión de tiempo el que...

Cortó Drum.

–¡Pero estamos hablando de un niño! Sencillamente. no puede instalar un biolab

clandestino...

–Es un ARNOLD y tiene casi cinco años –dijo Seguridad–. Miren la pantalla. Posee la

secuencia de la motilidad de los quince aminoácidos. Todo lo que necesita son los

servicios de un biotec y alguna maquinaria básica de electroforesis y cromatografía.

Drum continuaba de pie en silencio, mientras la pantalla llenaba los vacíos tras las

letras:

HLGAVIS/LTMGPTAT: HISTIDINA, LISINA, GLICINA, ALANINA, VALINA,

ISOLEUCINA, TREONINA, METIONINA, GLUTAMATO, FENILALANINA, TIROSINA.

ASPARTATO, TRIPTOFANO.

–Observen cómo los dos aminoácidos «tyrosine» y «tryptophane» fueron codificados

como «tiring» y «trying» de tal forma que pudieran ser recordados sin dificultad –dijo

Seguridad.

–Pero dijo la verdad –afirmó Drum–. No sabe su significado.

––Aún... –añadió ominosamente Seguridad.

–Votemos –interrumpió el presidente–. ¿Todos los que estén a favor de arrojarlo al

estanque de proteína? ¿Todos los que estén en contra? Parece que hay empate. Tendré

que ser yo quien decida –paseó la mirada alrededor de la mesa–. En vista del costo de un

ARNOLD, no puedo devolverlo al estanque de proteína, por lo menos en este momento.

Pero, para proteger a la Colmena, deberá llevar cadenas cuando esté dentro de una

ciudad. ¡Cadenas en cuello, cintura, tobillos y muñecas!

El Gran Har y Opalo llevaron a su familia a recoger mejillones. Utilizando una línea de

orientación facilitada por el Culto Profundo, Clam nadaba en cabeza hacia la isla que

tomaban como punto de referencia en el horizonte. Har miró hacia abajo: negrura lejana,

océano abierto.

–Podría no tener fondo. No veo nada –dijo Opalo–. Hemos nadado lo suficiente.

Deberíamos divisar primero un túnel submarino roto.

El joven Cod y Vientre Blanco, su hermana, cerraban la comitiva, jugueteando.

Ambos mostraban la pigmentación de la nueva generación de bénticos: pecas en la

espalda a consecuencia del mayor tiempo pasado en la superficie durante el día. El

nombre de Vientre Blanco procedía de su piel bicroma.

–¡Allí está! –gritó Clam.

El túnel estaba sucio y opaco. Todo lo que vieron fueron nubes de diminutas gambas y

pececillos plateados. No había pruebas de que la sesil cadena alimentaria se hubiera

reestablecido por sí misma.

–El arrecife comienza aproximadamente a cinco minutos de aquí –dijo Opalo.

Cod y Vientre Blanco competían para alcanzar a Clam. Salpicaron durante un cuarto de

milla y se sumergieron. Opalo se unió a ellos mientras Har luchaba con la cuerda de los

flotadores de calabaza. La soga del ancla se enredó varias veces, pero finalmente

consiguió liberar unas diez brazas. Tocó fondo. Se sumergió, empujándose a sí mismo

por la soga abajo hasta alcanzar una profundidad de treinta pies. Su familia le rebasó en

su ruta hacia la superficie.

Subió a su vez y los ayudó a sujetar sus cinturones–sacos a los flotadores. El peso de

la captura amenazaba con hundir las calabazas.

–Debería mejor comer unos pocos –dijo Opalo, buscando en su saco.

Flotó sobre la espalda mostrando los pequeños pechos picudos y separados.

Colocando un bivalvo sobre su masa muscular supraesternal lo atacó con su piedra de

romper. Tres golpes contundentes, astillantes y estrepitosos.

De la dañada concha rezumó sabrosa carne blanca. La extrajo con los dientes,

compartiéndola con Har. Vientre trató de imitar a su madre; pero únicamente consiguió

rasguñarse. Clam comenzó a quebrar mejillones y a repartirlos entre sus hermanos.

Comieron, recogieron y comieron algunos más. Opalo comió hasta hartarse y se

adormeció sobre su espalda mientras los jovenzuelos continuaban mordisqueando y

explorando el generoso arrecife. Uno por uno dejaron de sumergirse y sestearon sobre las

olas suaves. El Gran Har rodeó al grupo para reunirlos, lo que se probó innecesario.

Instintivamente permanecían juntos mientras dormían gracias a pequeños movimientos de

las manos. Con el crepúsculo volvieron a su archipiélago.

El joven ARNOLD se abrochó su arnés mientras los trabajadores cargaban su carro de

dos ruedas. Su supervisor le alargó un grueso mendrugo del pan dotado de los quince

aminoácidos. Se inclinó entre las correas. Las ruedas chirriaron. Era un trayecto de dos

horas hasta la cúspide de la espiral.

Los ciudadanos ya hacían cola frente al expedidor cuando él llegó. La presión había

descendido de nuevo y hubieran debido dirigirse a la base en busca de su ración calórica

básica de no haber sido por las caminatas de entrenamiento de ARNOLD.

–Diviértete, ARNOLD –dijo el trabajador que había montado en el carro.

Descendió y le alargó un agrio amarillo–cuatro que desalojara el espeso moco de su

garganta.

ARNOLD se acuclilló en su arnés, mascando su obsequio. Tenía sólo seis años, pero

ya era casi del tamaño de un ciudadano medio. Los poderosos músculos de sus

pantorrillas le hormigueaban después del esfuerzo. Pronto estaría entrenado para trabajar

en los astilleros, le habían dicho. El trabajo era importante: recoger los desperdicios

herrumbrosos. Era un muy brillante ARNOLD. Comprendía todo muy deprisa. Sus

mentores escasamente tenían que usar el látigo... de nuevo.

Aquella noche durmió bajo su carro en los muelles de carga. Tenía gran cantidad de

espacio en el que extenderse. Los trabajadores del turno hacían muy poco ruido. Sus

nuevas cadenas eran cómodas; largas y ligeras, una aleación nueva. Los supervisores le

pasaban su pan seis veces al día. Su dieta era generosa. Crecía deprisa.

Drum se sentó en el borde del vagón y ofreció a ARNOLD una barra dulce naranja–

tres.

–Todos nosotros somos reencarnacionistas. Sabes lo que significa, ¿no?

ARNOLD hizo una mueca y recitó:

–Creemos en la transmigración del alma. Nuestras almas vivieron en otros cuerpos,

incluso en criaturas no humanas, antes de habitar los cuerpos presentes.

–Así es –dijo Drum hablando lentamente–. Vamos a la capilla e intentamos sentir

alguna de las experiencias de la vida anterior. Tratamos de comprendernos mejor a

nosotros mismos, para llegar a ser mejores ciudadanos. ¿Te gustaría hacerlo?

ARNOLD asintió.

–Puedes encontrarte con que tú no siempre fuiste un animal de tiro –dijo Drum.

ARNOLD hizo una mueca distraída. No comprendió lo que Drum quería decir. Se fijó

una cita con Mullah.

ARNOLD apareció en la capilla con Drum a su lado. Era casi dos pies más alto que el

ciudadano medio. Sus cadenas repiquetearon al atravesar el pasillo. Las paredes de la

nave estaban decoradas con la Transmigración Darwiniana: protozoos, metazoos,

invertebrados inferiores, animales superiores y finalmente la criatura última de la

Colmena, el hocicudo de pies tetradactilados. Drum estudió diversas pinturas observando

una obvia falta de detalles. Las características filogenéticas eran abundantemente

ignoradas por el artista, quien había subrayado primariamente los ojos o aparatos ópticos,

como si los sistemas visuales de la criatura fuesen más importantes que su identidad.

Mullah, cubierto por una túnica, indicó a ARNOLD que se despojara de sus cadenas y

se extendiera sobre el altar, un lecho sembrado de telemedidores. Los eslabones

tintinearon ruidosamente en el suelo. Cuatro meditecs llevaron tubos y cables de su

cuerpo a la máquina sensora de registro a fin de examinar su tradición filogenética, su

leptoánima.

–Primeramente, intentaremos establecer un lenguaje sensorial común entre las cintas y

el subconsciente de ARNOLD –dijo Mullah.

Pasaron a observar el encefalograma, según las drogas y la corriente mesencefálica de

goteo eliminaban la conciencia.

–Serán necesarias varias sesiones antes de que la imaginería de la leptoánima

aparezca claramente. Comenzamos con los símbolos básicos: picazón, sed, hambre,

fatiga e impulso sexual, cosas que la médula espinal puede comprender. La comezón es

útil para localizar un mensaje sensorial. Es superior al dolor o a la temperatura en cuanto

a determinaciones leptoanímicas, ya que una picazón te impulsa a hacer algo. El dolor a

menudo no hace más que disparar el reflejo espinal de retirada. Los centros superiores no

están involucrados. El picor hace que te rasques, lo que supone una respuesta motora

compleja. Observa como su encefalograma registra este picor, una sensación periférica

de hormigas arrastrándose sobre la piel, conocida como formicación. Fíjate en cómo

puede desplazarse por toda su corteza sensorial para que corresponda a diversos puntos

de su anatomía.

Tras un breve período de descanso volvió a instaurarse el ritmo alfa. Entonces Drum

asistió a la tortura de la sed impuesta a ARNOLD por la máquina de registro, lo que

probablemente constituía uno de los recuerdos filogenéticos más antiguos, volviendo al

período en el que los seres vivos abandonaron los mares. Las terminaciones nerviosas

clave de los vasos fueron bañadas con soluciones hipertónicas que le hicieron sentirse

fisiológicamente sediento. Se provocó la sed neurológica mediante la aplicación de un haz

sónico al centro de la sed de su tallo cerebral. En cuanto a la sed psicológica, se logró con

ayuda de imágenes ópticas: esqueletos. hojas secas, demonios de polvo arremolinándose

contra un espejismo del desierto. El refuerzo físico consistió en calor dérmico y en picor

de garganta. Cuatro tipos de estimulación produjeron un convincente cuadro de sed, sed

tetradimensional.

ARNOLD se retorcía y sufría. La máquina aguardó hasta que los indicadores hubieron

entrado en la zona roja. Entonces lo recompensó con la retirada de los estímulos

tetradimensionales. El agua era vasta, profunda y fresca. Su boca se llenó de pedacitos

de hielo y fluidos hipotónicos inundaron su estómago.

Mullah estaba complacido.

Otro período de descanso para permitir la estabilización de las ondas cerebrales.

–El hambre es ligeramente peligrosa –advirtió Mullah–. Parte de la estimulación

fisiológica es hipoglucemia. Cuando hacemos descender la glucosa sanguínea por debajo

de los cuarenta miligramos perdemos ocasionalmente a un ciudadano o dos: lesión

cerebral durante las convulsiones. Aquí vamos con los cuatro pasos: físico –vaciamiento

mecánico del estómago, –neural –estimulación sónica del centro del «hambre medular» –

fisiológico –administración de insulina, que hace descender el nivel de glucosa sanguíneo

ocasionando hambre celular.– y psicológico –imágenes de esqueletos acompañados de

prurito en la boca y estómago–. Hambre tetradimensional.

ARNOLD deseaba embutirse de pasteles de carne y llenarse la boca de dulces.

–Normalmente finalizamos todas las secuencias de hambre con la mano de la

Colmena, que trae budines y tortas –explicó Mullah.

No puede hacer ningún daño, y posiblemente haga que la lealtad hacia la Colmena

aumente.

Drum estuvo de acuerdo.

–El sexo es un impulso importante en el guerrero. Lo empleamos para grabar y motivar

otros impulsos interiores.

–Pero ARNOLD no es púber aún.

–No importa. Podemos programar una variedad de choques lo suficientemente

sexuales como para dejar huella; los ganglios basales responden a la estimulación del

«centro libidinal» a cualquier edad.

Picazón genital e imaginaria de conquista es todo lo que necesitamos. Un macho

maduro es el guerrero de mejor construcción por lo que se refiere al músculo y al hueso.

ARNOLD tendrá su testosterona antes de que entre en batalla.

La fatiga correspondía a la última cinta de orientación. La picazón era un brillante

asterisco rojo detrás de los párpados y los estímulos neurales indujeron las ondas alfa.

–Parece haber sido una sesión fructífera –dijo Drum.

–No ha terminado –dijo Mullah–. Podemos pasar ahora a probar sus reacciones ante

estímulos organizados, secuenciales. Las cintas se trasladarán ahora del lenguaje a la

comunicación de experiencias. Se le pueden mostrar cosas y será un observador. Es

sencillo. Pero ¿podemos lograr que su subconsciente penetre en la escena dada y sea

parte viviente de ella?

Drum echó un vistazo al gigante dormido.

–¿Con qué comenzamos?

–Con una de nuestras fantasías de infancia. Mediante los pasos de imitación

cognoscitiva que un niño atraviesa podemos hacer que viva las cintas.

Drum recogió un casco terminal y compartió la información auditiva y visual que recibía

ARNOLD.

LEPTOANIMA: CRIATURAS DIBUJADAS

¡Click! El pigmento ceroso trazó un circulo con puntos como ojos y una boca lineal. Las

piernas estaban fijadas al cuello y los brazos sustituían a los oídos: una figura humana

todo cabeza. Por encima, sobre el mismo papel de construcción áspero y basto,

aparecieron más líneas de lápiz: una pequeña cabeza azul provista de pico y con alas en

el lugar de los oídos, un pájaro. El punto de vista de ARNOLD permaneció fuera del papel

según iban apareciendo árboles, flores e insectos surtidos. Todos se limitaban a simples

círculos dotados de los mínimos detalles necesarios para su identificación. Se relajó. Su

«ojo» se movió más cercano al papel. Una abeja levantó el vuelo dejando tras sí una

retahíla de zumbidos que se transformaron en un ronroneo audible. Una mariposa

revoloteaba de flor en flor seguida por su sombra. Gradualmente la escena cobró vida –

simples recortables de papel al principio– gracias al color, sonido y olor que siguieron a

los movimientos, del tipo de los dibujos animados.

Vio su propia cara en la criatura toda cabeza. Sus pies sintieron la hierba bajo la

criatura. Cuando ésta caminaba, ARNOLD sentía el movimiento en sus propias piernas.

Pisó cálido polvo, fresca hierba y una piedra rugosa y dura. Una nube de papel pasó en lo

alto y sintió la brisa en su rostro. El árbol se dobló tridimensionalmente, el tronco áspero y

las hojas cayendo. ARNOLD se encontraba ahora claramente dentro de la criatura,

viendo, oliendo, andando y sintiendo lo que el dibujo a lápiz experimentaba.

¡Click! FIN DE LA CINTA

NUEVA LEPTOANIMA: PAPAÍTO PIERNASLARGAS

¡Click! ARNOLD echó un vistazo a la hueca cabeza en la que vivía: hilos, cables,

poleas, pantallas, micrófonos, altavoces y auriculares. No era una criatura viviente, sino

un prop, una criatura artificial todo cabeza. Presionó sus ojos contra los sistemas ópticos y

echó un vistazo. Su «cabeza» en forma de cabina colgaba de ocho patas arqueadas,

cuatro pares coordinados. El segundo par se balanceaba por encima de la cabeza a modo

de antenas. Las otras seis patas se apoyaban en diversos puntales y vigas verdosos, el

andamiaje que constituía la hierba amplificada. Mientras se movía, sus antenas

recogieron olores y texturas del mohoso suelo, de las dulces flores y del amargo jugo de

los tallos. Su paso se hizo desmañado hasta que encontró el pequeño estanque

aromático de fluido púrpura. Flexionando sus piernas, bajó su cara hasta introducirla en el

charco, del que bebió. Se sintió intoxicado. Entonces caminó suavemente. ARNOLD tenía

ocho obedientes piernas. Corrió arriba y abajo con amplios movimientos tambaleantes.

Una de sus piernas se convirtió en devanadora. Las hiladoras produjeron un firme hilo que

fue esparcido a un lado y a otro, uniendo flores a hojas de hierba. Tendió una pasarela

alta y balanceante y pasó de una flor a otra. Su boca se llenó de néctar y polen. Un

grueso insecto revoloteó lentamente. Arrojó la red y tiró de él. Los músculos de las alas

eran carnosos y sabían bien.

¡Miedo! La silueta de una mantis religiosa hizo huir a ARNOLD precipitadamente en

busca de refugio. Le dolieron los músculos al pensar en la lucha fútil con esos brazos en

forma de abrazaderas. Su piel se llenó de marcas fantasmas de dientes. Cuando pasó el

peligro, ARNOLD reanudó su juego.

¡Click!

–Esa fue muy agradable –sonrió Drum mientras se quitaba el casco sensorial–. ¡Muy

bonita! Y parece que ARNOLD también disfrutó de ella. ¡Mira esos indicadores!

Mullah asintió.

–Desde el momento que va a ser un guerrero podríamos también ofrecerle un poco de

vívida imaginería para que se la lleve a casa.

LEPTOANIMA: GALLO

¡Click! ARNOLD se posaba sobre una rama de abeto baja, dominando a las hermosas

gallinas moteadas Frost Gray que escarbaban y picoteaban en el humus mohoso. Olió las

aromáticas agujas de pino y observó resplandecientes gusanos. La potencia de los golpes

de su espolón le habían convertido en el rey del otero. El día anterior habla golpeado a un

gran gato amarillo desde esta misma rama. Se lanzó sobre una linda gallinita sujetándola

por las plumas cortas. Ella cacareó y luchó. pero la sujetó contra el suelo, copuló y se

retiró con aire desdeñoso. Aturdida, la hembra arregló con el pico su desorden.

Cacareando, el gallo volvió a su percha. ¡Click!

La experiencia leptoanímica confundió al joven ARNOLD. La euforia residual le

abandonó con el deseo de jactarse. Mientras reunía sus cadenas miró fijamente a los

eslabones durante largo tiempo. Parecían fuera de lugar ahora que había revivido parte

de su pasado real. El. ARNOLD, había sido un rey, un guerrero emplumado, un ave

pendenciera.

Drum observó la tristeza de los ojos del joven gigante al cerrar los pesados grilletes.

–Sé buen chico y vuelve a tu muelle de carga. Aquí tienes un verde–uno dulce.

Después de que el gigante hubo salido, Drum se volvió hacia Mullah.

–Esa leptoánima ha debido ser demasiado dura para el muchacho. Será mejor que

revise las próximas que ha planeado para él.

–Son muy potentes. Te aconsejo que te sometas a una exposición bidimensional

prescindiendo de los estímulos neurales y fisiológicos.

–Perfectamente. ¿Qué es lo que tienes?

–Vamos a darle el leptoánima «Pedernal y Solitarias», un conflicto de la Edad de

Piedra.

Drum trepó sobre el techo–altar. Los meditecs utilizaron solamente la mitad de los

contactos. Su conciencia permanecería para protegerle.

LEPTOANÍMA: PEDERNAL Y SOLITARIAS

¡Click! Drum parpadeó ante sus retorcidas manos, oscuras y callosas. La hoguera de

su campamento resplandecía y chisporroteaba mientras hacia girar el mango de su

venablo. El cuero crudo de la bolsa cerrada que contenía la hoja de pedernal se abultaba

con el calor. Aguzó la vista por encima de la niebla que cubría el prado de las Espadañas.

Otro fuego parpadeaba frente a él, un único ojo amarillo en la oscuridad. Drum sabía que

Alce Corredor se sentaba junto al fuego alistando su venablo. La lucha al amanecer

decidiría quién se quedaría en la pradera de las Espadañas.

Su nariz se arrugó al chamuscarse el cuero crudo. Alzó su venablo y frotó bayas

cerosas sobre los calientes bordes. Continuó pintando mango abajo, trazando con el dedo

símbolos religiosos que no estarían completos hasta añadirles la sangre de su enemigo.

Aplastó más bayas y rodeó sus ojos de un círculo azul. Después marcó cuatro líneas del

mismo color sobre cada hombro, con lo que su tótem quedó completo. Búho Azul

mantendría alta su lanza. El neolítico ignoró el roer que sentía en su vientre, pero una

porción de la mente de Drum emergió para reconocer el dolor causado por la D. Latum, la

solitaria del pescado. Había vagado demasiado tiempo por el río Salmón. Era el momento

de asentarse.

Su compañera salió de la oscuridad y arrojó hojas aromáticas al fuego. Sus ojos le

suplicaron que evitara la lucha. Drum–Búho Azul sintió la dureza de su propia expresión

mientras la avergonzaba ordenándole más plegarias y menos lágrimas. El vientre de la

hembra crecía con su hijo, un varón, según le había asegurado el chamán. Le había

costado dos brazadas de pescado seco, pero saber que el bebé iba a ser un macho lo

valía. Sabía que era el momento de establecerse. Un hijo necesita tierra. Las lombrices le

debilitarían si vagaba por el río, y un guerrero no puede permitirse estar débil.

Con el amanecer llegaron los tres jefes que contemplarían el combate. Entraron

majestuosamente, emplumados y cubiertos por sus túnicas, y cabalgaron hasta la

posición aventajada desde la que juzgarían el combate. Drum–Búho Azul probó la punta

de su venablo contra un leño musgoso, montando después en Pony Blanca y llevándola

suavemente hasta la cresta del montículo. Mantenía alta su lanza. Al levantarse la niebla

pudo estudiar su premio, la pradera: hierba ondulosa y ornada con álamos, un arroyuelo,

pesca, caza y buena tierra en la que cultivar plantas domésticas.

Alce Corredor apareció montando un incansable calicó. Era un macho más esbelto y

más joven. Drum–Búho Azul sintió que tenía más carne en los hombros que su oponente.

Sonrió. El gusano royó su vientre de nuevo. Si Alce Corredor se daba cuenta de que Búho

Azul era el más fuerte no lo dejaba translucir en su postura, aunque no era ignominia

echarse atrás en un duelo en el que se ponía en juego el lugar de residencia. Habría otras

praderas y otras ocasiones. El río no era un mal sitio.

El calicó comenzó a trotar hacia él. Drum–Búho Azul mantuvo alta su hoja de pedernal

mientras guiaba a Pony Blanca monte abajo. Se aproximaron al galope. Drum–Búho Azul

llevaba levantada su arma planeando descargar el golpe en el último instante, buscando

los ojos. Sus flancos izquierdos se cruzaron rozándose. El instinto le decía dónde estaba

su oportunidad, así que lo único que tenía que hacer era vigilar la lanza de su oponente.

Tensó los músculos de su antebrazo izquierdo para asestar el golpe. Las lanzas se

inclinaron hacia el lado izquierdo de los ponyes cuando los guerreros estuvieron lo

suficientemente cerca. El choque escorió su mano y axila derechas, allí donde saltó el

extremo de la lanza. Su antebrazo izquierdo estaba despellejado y roto, pero sus piernas

se apretaban firmemente. Todavía estaba montado. Hizo girar a Pony Blanca con las

rodillas buscando a Alce Corredor.

El calicó vagaba sin control con el joven macho desplomado sobre su cuello y

arrastrando la lanza. Drum–Búho Azul echó un vistazo a su pedernal y vio que sus

símbolos religiosos estaban completos. La hoja se hallaba cubierta de cabellos y roja

sangre se deslizaba por el mango cubriendo los dibujos. Drum–Búho Azul rodeó el prado

confiadamente: su oponente había caído y vomitaba. Observó una franja de

resplandeciente cráneo blanco a través del lacerado cuero cabelludo de Alce Corredor.

Un colgajo peludo cubría sus ojos y goterones de sangre se aplastaban sobre su montura.

Drum–Búho Azul rasgó la manta que le servía de silla y vendó su antebrazo izquierdo.

El sol ascendía en el cielo. Tenía la lengua seca y le dolía el estómago. Las lombrices le

debilitaban. Se sentó, alto y derecho, observando la profunda respiración irregular de su

contrincante.

Inesperadamente. Alce Corredor dejó escapar un alarido y cargó por segunda vez.

Drum–Búho Azul contempló la frenética aproximación. Si el joven macho desea morir

aquí, sobre el prado, él complacería su deseo. Puso a Pony Blanca al trote con un golpe

de sus talones. La cara de su adversario estaba escondida tras la sangrienta máscara de

cuero cabelludo bamboleante. Vio demasiado tarde los ojos calculadores y de aspecto de

abalorios. Intentó balancear su pedernal para resistir. Los cascos de la montura lanzaban

terrones de tierra. El impacto hizo que una lanza se rompiera secamente. Drum–Búho

Azul dirigió la mirada a su propio pedernal: ni nueva sangre ni nuevo dolor.

Alce Corredor se puso en pie lentamente, las piernas muy separadas y los brazos

cruzados. Drum–Búho Azul miró a los tres jefes. ¡Seguramente no permitirían que este

joven macho se enfrentara a un guerrero montado y armado! Hizo un gesto con su

venablo: «Abandona mi territorio». El guerrero derribado llevó hacia atrás el colgajo de

cuero cabelludo que le tapaba los ojos y le miró con extravío. Los jefes se sentaban

estoicamente. Extraño. La lanza de Drum se hizo repentinamente pesada mientras las

solitarias seguían royendo su estómago. No tenía todo el día. Si Alce Corredor deseaba

morir, allá él. Drum bajó su lanza para cargar, pero Pony Blanca se distrajo y comenzó a

triscar hierba. Maldiciendo, Drum trató de dirigirla con las rodillas hacia donde quería. El

pony le ignoró. Uno de los jefes echó pie a tierra. Vio a su compañera embarazada bajar

corriendo por la falda del montículo.

El paisaje se inclinó y le precipitó en la hierba. Un verde mate le bloqueó la visión. Su

compañera le levantó la cabeza hasta posarla en su regazo. Era gentil.

Drum quiso gritar cuando vio la lanza de Alce Corredor, astillada y gruesa, saliendo de

su pecho, pero la embotada mente neolítica de Búho Azul se limitó a aceptarlo. Con

pesada mano palmeó el vientre de su compañera. Drum intentó advertirle que cuando

vagara por el río cocinara el pescado a fin de protegerse de la D. Latum, pero las únicas

palabras que consiguieron atravesar los labios de la Edad de Piedra fueron: «Enseña a mi

hijo a mantener alta la lanza». ¡Click!

Mullah sacudió el hombro de Drum.

–Ciudadano Drum. ¿has vuelto con nosotros?

Drum movió la cabeza;

–Fue un viaje doloroso. Todavía puedo sentir esas solitarias.

La mucosa gástrica está probablemente un poco lesionada. Toma un verde–cuatro

menta para sentar tu estómago. ¿Qué piensas de nuestro «Pedernal y Solitarias»?

Drum frunció el ceño.

–Me temo que no sea para ARNOLD.

Mullah convino en ello.

–Cierto. Probablemente hay demasiados clichés caducos en ella –maternidad,

compañeras, respuesta valerosa frente a la agresión del nido–; temas trasnochados.

¡Demasiado simplista!

Drum tragó saliva. Sentía el estómago tenso.

Mullah continuó:

–Me agradan esas cintas por su contenido sensorial, pero me temo que afectarían

incluso a la inteligencia de ARNOLD. Las luchas neolíticas eran adecuadas en la Edad de

Piedra, pero le estamos pidiendo que defienda la Colmena donde problemas tales como

el combate de la pradera de las Espadañas se solventarían despojando a los dos

guerreros de sus permisos de nacimiento. Nada de niños: no habría razón alguna que les

obligara a competir por la pradera. Podrían vivir en paz y compartir la caza y la pesca en

tanto controlaran el crecimiento de la población.

–Como la Colmena –dijo Drum.

Mullah hizo un gesto afirmativo y extrajo una pila de perfiles leptoanímicos.

–Esta es la serie de ARNOLD. Usaremos «Papaíto Piernaslargas» para darle la

coordinación requerida en el manejo de las grúas de combate de Rorqual. Las secuencias

«Capón» y «Gallo de pelea» le darán confianza.

Drum se relajó.

–Sí. Permanezcamos en el nivel de vertebrados inferiores, lejos de los homínidos.

–Mantendremos su entrenamiento reflejo tan simple como nos sea posible. Cuanto

menos filosofe mejor lo hará.

ARNOLD fue enviado a los astilleros a desarrollar los músculos y a aprender anatomía

de Rorqual en viejos cascos.

LEPTOANIMA CAPON

¡Click! El capón ARNOLD estaba junto a otras neutras aves de grueso trasero, ni gallos

ni gallinas. Cada uno disponía de un generoso tazón de gachas, así como de agua.

ARNOLD era incansable. Su alma recordaba cuando el alimento era consistente y las

gallinas moteadas. Sus gonadas de capón eran inertes, estaban hinchadas y carecían de

secreción esteroidea. Trató de provocar a sus congéneres expulsándoles de sus

comederos y devorando sus raciones. No lucharían. Levantaron las cabezas. Ganó peso

rápidamente resultando invitador para un hacha madrugadora. ¡Click! FIN DE LA CINTA.

NUEVA LEPTOANIMA: GALLO DE PELEA

¡CIick! El gallo de pelea ARNOLD era todo valor testicular y espolones acerados. Sus

días de entrenamiento secreto bajo custodia habían endurecido su musculatura y

fortalecido su ánimo. Un centenar de veces al día había sido empujado por la mano. En

cada ocasión retrocedió a su repisa a fin de contemplar sus dominios. La dieta acabó con

el exceso de grasa y agua de su cuerpo: doce granos de maíz, trozos de carne cocinada,

lechuga troceada, germen de trigo, miel y mantequilla de cacahuete. Cuando las piezas

de hierro estuvieron fijadas a sus espolones supo que alguien moriría. Olores de sangre,

tabaco y guisqui le dijeron que allí estaban otras manos con sus gallos. Descansó

cómodamente en brazos de su cuidador hasta el momento de luchar. Fue colocado en el

foso frente a un Claret. Por dos veces se alzó y consiguió introducir acero en la carne. En

cada una de las ocasiones fueron desenlazados cuidadosamente y devueltos al foso. El

aire fresco penetraba en la fractura de un hueso largo. Durante el tercer asalto recibió

hierro en el cráneo y su visión se nubló. No podía ver al Claret, así que esperó a que la

mano liberara su plumosa cola. Cuando el Claret atacó, sintió el aire producido por sus

alas. Supo exactamente dónde se encontraba.

ARNOLD atacó, golpeando con sus espolones. Sintió los aguijonazos del Claret en su

vientre y ala izquierda. Entonces, su moroso hierro aplastó el cartílago y alcanzó el

corazón de su adversario. Esta vez, al ser desenlazados, los brazos lo sostuvieron y la

mano le acarició cariñosamente. Escuchó los últimos estertores del Claret.

Las gallinas eran suyas. Después de curar sus heridas, su misión era fecundar –bajo

alambres– a tres de las más femeninas de las gallinas Frost Gray. La gallina grande trató

de alejarle del agua, pero recibió un sonoro picotazo. Era el rey. Vería a cada una de las

tres sentada sobre un magnífico montón de huevos.

Una mañana, el viento trajo una débil contestación a su cacareo. Había otro gallo en el

extremo más alejado de la loma. No podía esperar a que la tela del gallinero se levantase.

–Este alambre es lo único que te mantiene vivo –murmuró ARNOLD.

Mullah sonrió confiadamente.

–¡Maravilloso! Observa qué reales han llegado a ser para él estas experiencias

leptoanimicas. Ahora es ARNOLD el gallo de pelea. Su subconsciente considera que

estos sueños grabados son más significativos que la insípida rutina de la vida en la

Colmena.

–Supongo que sí –dijo Drum–. Tienen más fuerza física, más estímulo sensorial, más

trauma.

Drum estudió los sistemas de retroalimentación para ver si ARNOLD mostraba

respuesta máxima. Había cosas que mejorar.

–Aumentemos la intensidad la próxima vez. Pasaremos estas cintas con un nivel de

energía mayor, realzando el dolor causado por el hacha al final de la secuencia del capón

y aumentando la euforia y la recompensa sexual tras la victoria en la lucha de gallos.

–... y las criaturas dibujadas –añadió Mullah.

Drum frunció el ceño.

–¿Criaturas dibujadas? Son simplemente fantasías infantiles. ¿Por qué emplearlas

ahora?

Mullah se limitó a devolver la pila de cintas al bastidor y sonrió intencionadamente.

–Son más de lo que dices. Realmente el «gorgoteo púrpura» es un disparador muy

importante de la sugestión poshipnótica. Hemos programado a los ARNOLDs para que

sientan impulsos de ataque al percibirla, una combinación de sencillos recuerdos de

infancia y estimulación sexual adulta. Muy efectiva.

Drum se limitó a mostrarse confundido.

–Es la coordinación de «Papaíto Piernaslargas» lo que necesitamos para operar los

controles manuales de Rorqual en la batalla. El ARNOLD puede ser condicionado para

que a una orden retorne a su antigua leptoánima. El «gorgoteo púrpura» es la orden.

–¿Quieres decir que está programado para convertirse en la inteligencia de Rorqual? –

preguntó Drum–. ¿Que volverá a una de sus leptoánimas previas y presentará batalla

utilizando el barco como arma?

–Si es necesario...

Drum se sentó meneando lentamente la cabeza.

–Primero programamos sus genes. Ahora programamos su alma.

Sacó su emblema de oro y suspiró. Esta designación Leo le había secado. La

distribución de prótesis por parte de la Colmena le había dado una segunda oportunidad

en la vida, pero, después de diez años, el lapso estaba concluyendo. Sus dientes

trabajaban bien, y la vigorosa masticación de todo el alimento fibroso que componía su

dieta le proporcionó una mandíbula. El uso había robustecido sus piernas, acomodando

firmemente la articulación metaloide en los huesos de la cadera. Su cuerpo era más

fuerte, casi más joven, pero emocionalmente aún envejecía.

–¿Cuándo embarca ARNOLD?

–Pronto, quizá en su onceavo cumpleaños. Sus niveles de testosterona son lo

suficientemente altos. Los huesos han madurado. Estará dispuesto.

–Sí. Estoy seguro que lo hará bien.

Un Clam sombrío se movía furtivamente en el arrecife sur, el cuerpo cálido

cosquilleando los sensores. Su presencia activó antiguos circuitos y campos de sombrillas

ondulantes del tamaño de un hombre le dieron la bienvenida. Nadó hacia la nueva ruta de

pesca de arrastre de Leviatán, deteniéndose en sombrillas situadas a dos brazas de

profundidad para llenar sus pulmones. Ante él, el arrecife estallaba de vida. Bombas mec

llenaban las bolsas de aire de las sombrillas. Electrólisis instantánea aromaba el aire con

oxígeno. Nubes de zooplancton marino y burbujas de desbordamiento ascendían de las

formas retorcidas, lapas cíber que habían sobrevivido a los veintisiete siglos para servir al

infrecuente fugitivo béntico. Clam esperó al borde del arrecife. Detrás de él las sombrillas

se aquietaron. Observó la superficie que se hallaba sobre él. Un cielo oscuro escupía

grandes gotas en el agua agitada. Se aproximó la forma de ballena del Leviatán

arrastrando redes. Clam abandonó su bolsa de aire, agarrándose después con fuerza a la

sutil malla de la red; un momento más tarde estaba sobre el puente salpicado de lluvia. Su

subida a bordo no fue causa de pandemónium alguno esta vez. Una tripulación bien

adiestrada respondió a la sirena con una cadencia regular de botas chirriantes. Se

alinearon filas de hocicudos llevando redes que les llegaban a los hombros, cercas

andantes. Clam reconoció la amenaza y saltó sobre el techo de la cabina.

Rodó el trueno. Las palmeras de la joroba susurraron en el viento. ARNOLD salió del

follaje y estudió al béntico, separado de él por un centenar de yardas cubiertas por las

filas del amasijo de redes. Clam estaba desnudo, su piel era oscura y, como él, era un

gigante de seis pies. ARNOLD vestía un mono estándar y un ancho cinturón claveteado.

Sus grandes y desnudos pies, como los de Clam, producían un ruido sordo y chapaleante.

–¡Hola! –gritó Clam, agitando la mano.

ARNOLD movió silenciosamente las redes para descender. Avanzó lentamente a

través de la malla mojada. Clam miró a su alrededor en previsión de un posible ataque

desde atrás. La nariz del barco carecía de escotillas visibles. Mas allá de la protuberancia,

una de las grúas trabajaba despreocupadamente con pesada malla planctónica.

Solamente la parte de la tripulación que estaba en cubierta y ARNOLD parecían haberse

apercibido de su presencia.

–Puedo permitirte vivir –ofreció Clam– si me entregas el barco.

ARNOLD se detuvo.

–¡ENTRÉGAME EL BARCO!

Un gallo cacareó en el subconsciente de ARNOLD y cubrió a máxima velocidad las

sesenta yardas de cubierta despejada, saltando con los dientes al descubierto y las uñas

prontas. Clam no podía creer la furia del ataque: patadas, mordiscos, arañazos. Se

desplomaron sobre el puente delantero. Los dientes de ARNOLD penetraron

profundamente en el antebrazo izquierdo de Clam. Una ola los separó de la proa del

barco y el vasto buche los absorbió, sumergiéndolos en los rastrillos. Los dedos de

ARNOLD se engarfiaron ante su cara para cerrarse después estrechamente sobre su

garganta. Clam se retorcía en el cenagoso montículo verde, perdiendo pie. Las redes de

los hocicudos envolvieron a la pareja con un pegajoso amasijo de malla. Clam hundió las

uñas en los dedos que le ahogaban mientras perdía el sentido. La visión del túnel le

atemorizó. Encontró el dedo medio izquierdo de ARNOLD y lo inclinó hacia atrás

rápidamente, rompiéndolo con un crujido. Se aferré a él, retorciéndolo duramente. El

apretón de ARNOLD cedió. Clam volvió al mar de un salto, arrastrando con él la red y a

tres hocicudos que se hundieron.

Drum jadeaba al palmear el antebrazo de ARNOLD. Una tablilla acordada mantenía el

dedo dañado junto a los otros cuatro, en una configuración de abanico.

–Buen guerrero. Lo hiciste bien. Tienes sólo once años y has derrotado a la bestia

béntica. Les registros de Rorqual lo identificaron como el mismo que dio fin a la carrera

del capitán Ode hace doce años. Ahora es más viejo y más sabio, y sin embargo tú

salvaste el barco. El mar está ahora abierto para la Colmena. Podemos pescar al arrastre

en cualquier punto de la plataforma.

ARNOLD sonrió e hizo gestos altivos. Aceptó el espaldarazo y regresó a los astilleros

para realizar algún pequeño trabajo de tierra que sólo requiriera un brazo. Cuando sus

heridas sanaran sería el capitán de nuevo.

Drum llevó las grabaciones de la batalla a la capilla.

–Permitió que el béntico escapara. Tendremos que mejorar su condicionamiento bélico.

Utiliza la cinta más fuerte, «Dan el de Dientes Dorados». Tenemos seis semanas antes de

que embarque de nuevo.

Mullah programó su leptoánima mec.

–¿Hasta dónde quieres llegar con esto? Tengo aquí una cinta que muestra a Dan

decapitado, de manera que puede luchar en dos batallas a la vez. Su cabeza vence,

cayendo después flojamente al segundo hoyo donde el cuerpo rechaza al segundo

contendiente. Vence fácilmente en ambos casos.

Drum movió la cabeza, diciendo:

–No. Mantén la fisiología de la batalla plausible en términos humanos. Queremos que

ARNOLD emplee algo de juicio. No mucho, sino una pequeña cantidad. Al menos

nominalmente, y en virtud de cierto condicionamiento inducido por cintas de aprendizaje,

él será el capitán del barco. Está programado para tener algo de juicio.

LEPTOANIMA:DAN EL DE DIENTES DORADOS

¡Click! ARNOLD/Dan extrajo con el hocico el envejecido hueso de buey de la suciedad.

La cadena repiqueteó. Con los ojos medio cerrados saboreó la médula y la ternilla junto a

los condimentados del humus mojado.

Dan husmeó el suelo, preguntándose dónde estaba enterrado su otro viejo hueso.

«Cluck, cluck». Sus pupilos, los emplumados amigos del gallinero, estaban nerviosos.

Con las orejas tiesas, observó el esmirriado pino. Apareció un enorme intruso, negro y

peludo, caminando sobre las patas traseras. Tenía largas garras y dientes blancos y

afilados. Su masa corporal era veinte veces la de Dan. «Cluck, cluck». Dan se heló para

acallar su cadena. El intruso estaba tan pendiente de los sabrosos moradores del

gallinero que pasó por alto el círculo de hierba marchita que señalaba el final de la

cadena. Cuando su gran pata trasera izquierda entró en el círculo, Dan saltó, hundiendo

sus dientes en la hirsuta piel negra. Los tendones saltaron bajo sus zarpas. Un golpe

astilló una tibia, de la que brotó sangre. El intruso estaba caído, aullando. Las garras y los

dientes abrieron el pellejo de Dan, quebrando su espina dorsal y esparciendo sus

intestinos. Dan devolvió la desecha tibia a sus fauces, que cerró con fuerza, mientras la

oscuridad le tragaba.

El leptoánima de Dan flotaba por encima de la sangrienta escena. El voluminoso

intruso yacía inerte con un perceptible bulto sobre su tobillo izquierdo, la cabeza de Dan.

Los ladridos de un grupo de sabuesos y el estampido de un rifle terminaron el trabajo de

Dan con el intruso. ¡Click!

ARNOLD resopló mientras salía a largas zancadas de la capilla. Drum estaba

impresionado. Se quedó atrás para estudiar las cintas.

–¿Qué era esta criatura... Dan el de los Dientes Dorados?

Mullah sonrió ansiosamente.

–Estas son las grabaciones leptoanímicas más agresivas que pudimos encontrar.

Creemos que el protagonista era alguna pequeña mascota carnívora que trabajaba para

el hombre, protegiéndole contra alimañas grandes y pequeñas. Dan era tan agresivo que

hubo de ser embozalado para que engendrara.

–¿Por qué? ¿No podía reconocer a una hembra?

–Si, pero luchaba con cualquiera que entrara en su territorio. También concurría a

luchas de perros. Y obviamente la bestia no podía distinguir una apuesta de una tarifa de

cubrición, así que tenía que someter a cualquier hembra en orden a sentirse seguro.

–Ciertamente funcionó con ARNOLD. ¡Mira estas lecturas adrenérgicas! –le alargó el

impreso a Mullah–. ¿No debíamos preocuparnos del desarrollo de su «voluntad de

victoria»? ¿No podría este deseo de ganar la batalla transformarse en un deseo de

libertad? ¿No son «vida» y «libertad» deseos semejantes?

–No en este caso –dijo Mullah moviendo la cabeza–. Dan es un guerrero genético,

producto de generaciones cruzadas de vencedores. Disfruta de una batalla por la victoria.

Dudo que tus conceptos de «vida» o «libertad» existan siquiera en su mente. Parece

extraño, pero éste es un caso en el que la preocupación por la «vida» puede conducir a la

extinción, al hacer menos efectivo al guerrero en la batalla. Podría sobrevivir a una

batalla, pero una actuación insuficiente significaría fracaso reproductivo. Los genes del

discernimiento serían eliminados, siendo sustituidos por los genes de coraje ciego.

Nuestro ARNOLD no se preocupará de la supervivencia personal, sino únicamente de la

victoria.

Drum asintió.

–Como en el caso de Dan, los genes de ARNOLD están en manos de otro. Nada de

selección natural –señaló el impreso–. Esas adrenérgicas están fuera de la zona de

Seguridad. Si fuera un ciudadano ordinario, Seguridad o Psic estarían tras él.

–La lealtad de ARNOLD jamás será cuestionada. No puede vivir sin el pan de quince

aminoácidos de la Colmena.

Drum se preguntó durante cuánto tiempo podría el guerrero vivir sin el pan: ¿cuánta

«libertad» exactamente podría comprar al costo de su vida?

8. EL CULTO PROFUNDO

Opalo cambió el vendaje de Clam. Las marcas de dientes en su antebrazo se habían

hecho purulentas. Rezumaron turbios fluidos, malos olores, su temperatura pasaba del

calor al frío. El brazo estaba hinchado en un tamaño doble del normal. Sus dedos no

podían moverse.

Su hermana, Vientre Blanco, miró los helados ojos de Clam.

–¡No me conoce! –gritó–. Debemos subir a la playa y hacer una hoguera. Necesita

sopa caliente. Debemos hervir los vendajes mucho más. El foco de esta cúpula

simplemente no puede producir suficiente calor.

Opalo movió la cabeza.

–La Colmena tiene demasiados barcos en el exterior. No podemos ocultarles una

hoguera.

–Pero Clam se está muriendo. Huele mal.

–Tendremos que amputar; extirpar el tejido muerto. Vete a buscar al escucha. Ha

tenido experiencia en esta clase de asuntos.

La joven Vientre Blanco cavilaba mientras nadaba hacia el punto medio. El escucha

asintió cuando ella describió la herida de Clam: lividez, piel purpúrea, oscuras

perforaciones grisáceas, desecación serosa anaranjada.

– ¡Clostridia!

Nadaron rápidamente hacia la cúpula, donde el Gran Har y Opalo habían preparado las

herramientas cortantes. El estado tóxico de Clam hacía que su mente vagase entre viejos

recuerdos, batallas y recuerdos amorosos. No fue consciente de las manos del escucha

sobre su brazo hinchado.

–Quizá haya tiempo todavía –dijo el anciano y andrajoso béntico–. Observa cómo la

carne de los dedos palidece bajo la presión. Después se enrojece. Los lechos capilares

todavía no se han coagulado. Si conseguimos llevarlo cuatro niveles más abajo, el

oxígeno enriquecido quizá mate los organismos. Clostridia es un bacilo anaerobio. El

oxígeno lo mata.

–¿Cuatro niveles? ¿La presión? –dijo Opalo.

El escucha asintió.

Tenemos que darnos prisa. ¡CLAM! –le abofeteó–. ¡CLAM! ¿Puedes oírme? Vamos a

trasladarte. Contén la respiración.

Arrastraron al delirante macho de burbuja en burbuja, mientras descendían hacia el

abismo.

–No vayáis más allá –avisó el escucha–. No necesitamos arriesgarnos a los espasmos

y las risas convulsivas. Llevaré a Clam hasta aquella cúpula de la izquierda. Tendrá aire y

agua dulce en abundancia. Si dentro de doce horas no está mejor, no hay nada más que

podamos hacer.

Vientre Blanco y sus padres observaron desde una sombrilla de nivel ocho, mientras

Clam era remolcado otras diez brazas e introducido en una pálida y reluciente cúpula.

Unos pocos minutos más tarde, una mariposa humanoide visitaba la profunda cúpula.

Tenía amplias alas de gasa, un miembro del Culto Profundo, que vivía gracias a las

ofrendas de los bénticos. Opalo arrastró a Vientre Blanco al nivel superior.

–Debemos permanecer en casa durante un día después de haber bajado hasta aquí, o

la diferencia de presión nos afectará –dijo Opalo–. Después tú debes hacer las tareas de

Clam. Estaba recolectando en el arrecife sur. Pero ten cuidado con el Leviatán.

Vientre Blanco alejó de un empujón un curioso pez de quince libras de peso, era de la

familia de las lubinas y tenía manchas castañas y amarillo pálido sobre su dorso.

–Tendré cuidado. Esa gran criatura del Leviatán que hirió a Clam, ¿quién era? ¿Otro

béntico?

Opalo sacudió la cabeza.

–No, hija. No era de nuestro pueblo. El escucha dice que era un ARNOLD. La Colmena

puede fabricar individuos con la misma facilidad con que tú o yo podemos dibujarlos.

Antes de que nacieras la Colmena diseñó un guerrero para luchar contra Clam.

Desarrollaron el ARNOLD dentro de una botella. Sin madre. Simplemente una botella.

Vientre Blanco afiló su cuchillo de concha.

Manoseando su emblema de oro, Drum interrogó a la pantalla:

–He perdido mi Leo. ¿Quién continuará mi proyecto ARNOLD?

El CU imitó el rostro de su figura paterna: sienes encanecidas, mandíbula firme y ojos

comprensivos.

–Te ascendemos a presidente del comité. Acompañarás a mis terminales en esta

ciudad y presidirás las reuniones. Dame tu minuta diaria y me ocuparé de que todas tus

necesidades sean atendidas.

Drum dejó caer la insignia en la ranura. Una nueva barra de oro apareció. Un carnero.

Su rango era Aries. La frotó contra su manga.

–¿Y ARNOLD?

–Como presidente puedes interesarte por el asunto todo lo que desees. El embarca

esta tarde. Tu presencia es esperada. Tu nuevo alojamiento estará en la sala de

reuniones.

Drum asintió. Esta noche dormiría junto a los terminales.

La torre del astillero estaba abarrotada. Los meditecs retiraron la tablilla acordada de

ARNOLD y le colocaron una ligera ligadura, para que recordase no levantar de momento

objetos pesados. El abría y cerraba sus puños lentamente.

–Drum, estoy perfectamente –bromeó el gigante.

Drum le tendió un ciberequipo. A su lado dos electrotecs le alargaron unas pesadas

canastas.

–Aquí están las cintas de aprendizaje que necesitarás para funcionar en los lectores

linguales de Rorqual. Haz que el barco hable contigo. Consigue su amistad, así te avisará

cuando un béntico se aproxime. Es una buena cosechadora. Cuídala y te cuidará.

ARNOLD pasó el equipo a un tec. Muñequitas de la clase diez aparecieron y

recogieron los canastos llenos de nuevos y brillantes mecanismos auditivos y linguales. El

envejecimiento de Drum preocupó al guerrero. Todo su cabello había desaparecido, tanto

del pericráneo como de las cejas. Sus dientes sintéticos resultaban demasiado blancos

para su piel senil, que mostraba las rosadas marcas y costras de los vasos. El cristalino

del ojo que no había sido operado se había enturbiado y era castaño–grisáceo, una

catarata lenticular desarrollada. Su cadera sintética funcionaba bastante bien, pero la

rodilla había pasado a ser un cuerpo interno flojo y un reluciente y granuloso

recubrimiento.

–Tienes aspecto cansado, viejo. ¿Has solicitado una visita a la clínica?

–Lo he hecho en cuanto conseguí mi Aries. Todos los presidentes son bastante bien

atendidos. No te preocupes por mí–sonrió Drum.

El gigante palmeó el hombro del anciano y encogido hocicudo y partió. En el vestíbulo

vio a Wandee

con su equipo de biotecs. Ella advirtió su falta de entusiasmo ante la partida.

–Drum será bien reparado –le aseguró–. La CU nos ha dado carta blanca. Miraré los

informes de la clínica por si hubiese algún indicio de un fallo del eje neurohormonal. Quizá

podamos pedir un surtido de glándulas endocrinas jóvenes a su laboratorio clónico.

ARNOLD asintió. Wandee y Drum se habían convertido en sus figuras paternas.

Aunque él había sido «embotellado», se le había dado el soporte de esta pseudofamilia a

causa de lo primitivo de su psique. Ella le acompañó hasta los muelles y agitó su mano

mientras embarcaba. La protuberancia arbórea tenía un aspecto incongruente en los

astilleros, un verde viviente sobre un reluciente ciberbosque de grúas y robots–torno. Las

visitas de la cosechadora eran siempre demasiado breves para permitir a los mecs

repararla. Se detenía sólo el tiempo suficiente para descargar y cambiar de tripulación.

Pero, en cada atraque, un ejército de clases siete desfilaba por su casco, tomando datos

que les ayudarían a diseñar nuevas cosechadoras. Una tanda de nuevas superestructuras

iban tomando forma sobre sus rieles. Los ARNOLDs inferiores trabajaban con los mecs,

trabajadores sintéticos simples y no condicionados de piel gruesa e ingenio embotado.

Los soporíferos adornaban sus potajes. Agitaron sus brazos en señal de saludo cuando

Rorqual enfiló la desembocadura.

Una vez a bordo, ARNOLD comenzó la instalación de los nuevos paneles vocales.

Reptó entre las cubiertas, cambiando de sitio los acolchados aisladores para dejar

espacio a las nuevas unidades. Dejó las antiguas donde estaban, pues eran inamovibles

a causa de las gruesas raíces y las verde–rojizas incrustaciones de óxidos. Las cintas de

aprendizaje giraron. Apretando el último empalme, palmeó en la pared.

–Ahí lo tienes, vieja. Un nuevo equipo de cuerdas vocales. ¿Qué tienes que decir?

–Hola, pies desnudos.

Sonriendo miró hacia abajo, flexionando sus dedos. El resto de la tripulación llevaba

botas.

–¡Maravilloso! Suenas fantásticamente. ¿Algo más?

–Limpia mi joroba.

–¿Tu joroba?

–Sí –dijo Rorqual–. Quita los árboles de mi protuberancia y cierra mis placas dañadas.

La pulverización electrolítica me quema.

ARNOLD asintió.

–La bruma salitrosa. ¿Te produce dolor?

–Sí. Quema mis nervios y me envejece.

ARNOLD miró a su alrededor, comprendiendo. Todos los cables expuestos al aire eran

como su propio sistema nervioso, sensitivo al pH y a la acción del oxígeno.

Se llevó a un equipo de electrotecs a lo largo del cuarto de milla que medía la espina

dorsal de la ciberballena e intentó calcular el trabajo que sería necesario para proteger

sus circuitos.

–Ahí arriba debe hacer un acre de árboles grandes –dijo ARNOLD–. Necesitaremos

meses para arrancar este amasijo de raíces y herrumbre.

–Estoy sufriendo –dijo el barco–. Por favor, impermeabiliza mis circuitos

inmediatamente. Prepararé cubas de polímero para su aplicación pulverizada. Será

transparente y podrá ser cortado fácilmente en caso de que sea necesario hacer

reparaciones. Pero me aislará de los gases y del agua. Estaré cómoda.

ARNOLD hizo un gesto de asentimiento.

–En seguida, vieja –dio las órdenes oportunas. Los tecs comenzaron a pulverizar el

revestimiento de consistencia de jarabe. Un lienzo del material fue colocado envolviendo

los cerebros delantero y posterior y sellado. Cuando terminaron el trabajo regaron las

áreas con agua salada. No hubo dolor. ARNOLD sonrió–: Ahora estarás cómoda hasta si

nos hundimos –y se echó a reír.

Paseó entre la vegetación de la joroba, tocando las hojas y las vides. El agromec de la

isla las había plantado y atendido. No había flores ni estuches de esporas. pero todavía

quedaban años en sus períodos vitales.

–Fabrícame un hacha de doble hoja –dijo el gigante.

Aunque Rorqual estaba lejos en el mar, a la Seguridad de la Colmena el hacha le

pareció un arma. Se convocó una sesión del comité. Abrieron canales a la CU y al barco.

–¿Por qué no fue consultado el comité de los inteligentes, antes de manufacturar la

hoja? –preguntó Seguridad.

–Es una herramienta –explicó Rorqual.

–¿Consiente el ARNOLD en colocarlo inmediatamente en el depósito de armamento?

El barco cambió de canal y enfocó usando un visor de cubierta. Había estallado una

tormenta. Una lluvia pesada y oscura encharcaba la vegetación de la joroba. ARNOLD

cantaba mientras cortaba, la suave agua de la lluvia se mezclaba con su sudor. Volaban

partículas de madera. Seguridad repitió la pregunta, pero el viento se llevó las palabras.

–¿Qué? –preguntó ARNOLD, observando que el mar brillaba.

–¿Consientes en...? –comenzó Seguridad. Sus palabras se ahogaron al ver otra figura

moviéndose detrás de ARNOLD. Un desnudo y mojado béntico hembra. «¡Whooop!

¡Whooop!»

Con el hacha en la mano, ARNOLD se volvió para encontrar la embestida de Vientre

Blanco: pechos, caderas y una voluminosa melena. El hacha y la hoja de concha

tintinearon y resonaron. La hoja cortó a lo largo de su pecho, desgarrando el tejido y

desmenuzando los botones. La mano izquierda de ella sujetó el mango del hacha por

encima de la de él. Ella apuñaló y desgarró con la hoja, abriendo su traje. Con la mano

izquierda él la sujetó por el cabello. Rodaron sobre la mojada cubierta, las astillas y las

hojas adheridas a su cuerpo húmedo y tibio le daban una apariencia moteada. Un

relámpago brilló.

La pantalla ante el comité enfocaba la forcejeante pareja. Obedientemente, Rorqual

grababa. Una variedad de sensores documentaban las características de la hembra:

configuración de los huesos y de los tejidos blandos, rapidez. de los reflejos, termograma

y análisis gaseosos.

–Es mucho más pequeña que nuestro ARNOLD –dijo Drum esperanzadamente–. No

debería ser un problema para él.

La hoja se hundió en un costado, liberando un chorro de espesa sangre oscura.

–Está herido –dijo Drum entrecortadamente. –El proyecto de toda su vida estaba en la

balanza.

–Sólo un cuchillo en el «latissimus dorsi» –le tranquilizó el CU–. El está bien. Dale

algunas palabras de aliento. Dile que le corte la cabeza.

La escena de la cubierta estaba oscurecida por la lluvia, pero ARNOLD parecía

suficientemente vigoroso. (En la mente del gigante algo hizo clic, clic.)

–Pero no la mata –objetó el CU–. Yo no puedo meterme en esto por ser un mec, pero

vosotros comprendéis nuestra misión aquí. Decidle que pelee.

Drum no podía comprender por qué el CU no estaba satisfecho con la actuación de

ARNOLD. Estaba claro que había subyugado al béntico. Lo tenía bajo él, sobre el suelo.

Un buen agarrón en el pelo... ¡Oh, oh...! ¡Claro! No estaba luchando. Estaba copulando. El

béntico era hembra.

Drum se rió entre dientes. Siseó y tosió.

–¿Humor? –preguntó el CU.

–Deben ser aquellas cintas leptoanímicas sobre «Dan–el–de–Dientes–Dorados» –se

rió Drum–. ¡Dan nunca podía distinguir una apuesta de una tarifa de cubrición!

ARNOLD se separó de la yaciente Vientre Blanco. Tiró del arma, retirándola de la

herida, y la arrojó a un lado con aire desdeñoso. Ella adoptó una posición acurrucada, con

los ojos llameantes. Su piel moteada le excitaba. Dio un paso hacia ella.

–Tócame otra vez y te mataré –gruñó ella.

El se detuvo pensando. Era extraño, pero la amenaza no significaba nada para él.

Continuó avanzando. Ella miró a su alrededor en busca de su arma. Estaba demasiado

lejos. Girando, se lanzó al mar.

–¿Por qué? –preguntó el CU.

–Copulinas –explicó Rorqual–. Las principales feromhormonas sexuales procedentes

de la mucosa vaginal de una hembra madura. Ella estaba en su fase folicular y olía

atractivamente para un macho. Mis sensores captaron unas pocas vaharadas de su olor

corporal y las pasaron por los cromatógrafos. Acidos alifáticos sencillos: acético,

propiónico, isobutirico, etcétera; los constituyentes de las copulinas. ARNOLD es un

macho. No pudo controlarse.

El Comité revisó la conducta de su gladiador marino.

–Todo lo que necesita es un par de tapones en la nariz y lo hará estupendamente.

Pero ARNOLD no lo hizo estupendamente. Permaneció largo rato sobre el puente,

antes de volver al trabajo en la joroba.

–Esa hacha... –objetó Seguridad.

Drum le hizo señas de que se callara.

–Permitamos al guerrero limpiar la prominencia. Después ya consideraremos el

problema del hacha.

Aries había hablado.

ARNOLD trabajó lenta pero limpiamente. Con un ojo puesto en el mar dirigía el trabajo

de las grúas. Los troncos caídos fueron trasladados. Después vinieron las placas

retorcidas cubiertas de raíces engarfiadas que les daban aspecto de medusas. Nuevas

placas fueron fundidas y rodaron de la cortadura. La piel de Rorqual fue curada. El barco

estaba agradecido.

Drum odiaba molestar a ARNOLD con el asunto del hacha. El barco estaba mostrando

las constantes bioeléctricas del gigante y quedaba claro que su encuentro con la hembra

béntica le había afectado.

–ARNOLD, te llamo a causa del hacha...

La pantalla se oscureció.

–Ha cortado. Rorqual está silenciosa... –dijo el CU–. Estoy siguiendo su curso. Navega

hacia la zona controlada por los bénticos.

Drum se relajó. Daría al guerrero un período de descanso. A excepción de Seguridad.

las otras caras alrededor de la mesa eran inexpresivas. El psicotec reviso los informes

ópticos de la conducta del gigante y se puso en pie para dirigirse a los otros miembros.

–Está sexualmente fijado en la béntica. Creo que es a causa de sus experiencias

leptoanímicas con las gallinas moteadas. La béntica estaba moteada con pecas. Las

hojas y las virutas ayudaron a provocar este comportamiento de gallo de pelea–macho

melancólico.

Drum asintió y suspendió la reunión.

Wandee terminó sus cálculos y se reunió con Drum en el oído largo.

–Aquí está el diagnóstico de los síntomas de ARNOLD sin el pan de los quince

aminoácidos. Puesto que todos y cada uno de los quince son necesarios en su dieta, una

deficiencia en cualquiera de ellos producirá falta de proteínas, algo no muy recomendable:

debilidad dolores musculares, letargia, edema, parálisis y muerte. Cuanto más tiempo

esté sin este pan, más proteína de su propio cuerpo será consumida para necesidades

metabólicas rutinarias.

Drum se sintió deprimido ante el diagnóstico. Ulceras cutáneas e intestinales

aparecerían al final, cuando ARNOLD perdiese la habilidad de manufacturar nuevas

células epiteliales.

–¿Cuánto tiempo le queda?

Wandee se encogió de hombros.

–Su eficiencia debería estar bajando ya. Las reservas de su cuerpo pueden sostenerle

durante algún tiempo, pero dentro de tres semanas sus enzimas de Krebs necesitarán ser

reconstruidas. Si no lo son, se debilitará profundamente.

–Dudo que eso le fuerce a rendirse. Es muy testarudo.

–Pactemos con él –sugirió Wandee–. La Colmena necesita las calorías de origen

marino. Podemos ser generosos si él cumple con su programa de entrega, podría

dejársele tiempo libre en abundancia para esas cazas de bénticos.

Drum asintió.

–Intentemos llamarle.

El largo oído pulsó:

–ARNOLD, hijo, cumple tus deberes, por favor. Tu ciudad de la Colmena sufre hambre.

Hemos llegado a depender de las extracalorías. Trae tu cosechadora y su plancton.

Silencio. Ninguna onda portando una respuesta. Un recorrido por las bandas trajo

solamente ruidos estáticos y voces de agromecs.

–No puedo asegurar que tu mensaje haya sido recibido –dijo el CU–. Graba otro para

transmitirlo repetidamente.

Drum se sintió exhausto.

–Las inflexiones de silencio tendrán que ser simuladas. Me siento demasiado viejo y

cansado –garrapateó unas pocas líneas mientras era preparada la composición visual–.

ARNOLD, hijo, estás enfermo –comenzó–. Sé que quieres ser libre y lo comprendo, pero

no puedes. Nosotros diseñamos tus genes. Nosotros te dimos una buena mente y un

cuerpo poderoso, el mejor de la Colmena. Pero tu diseño es incompleto. Tu metabolismo

depende de una dieta con el pan de los quince aminoácidos. Sin él enfermaras y morirás.

Hijo, debes creerme y volver.

La CU amplió el radio del mensaje. Drum y Wandee dirigieron la primera transmisión.

Difícilmente pudieron reconocerse a si mismos: imágenes simpáticas, jóvenes, cariñosas,

procedentes de la infancia de ARNOLD. ¡Sus ojos claros, coloreadas mejillas y pelo negro

eran simple nostalgia prefabricada!

La onda portadora apareció. Drum vio la cabina de control de Rorqual, pero ARNOLD

no estaba a la vista. El barco habló con un susurro confidencial:

–Mi capitán duda de tus palabras, Drum. Me gustaría pasarle el mensaje de forma que

pudiese comprenderlo. ¿Por qué necesita el pan especial?

– Contiene la proporción correcta de aminoácidos.

–Todos los humanos requieren los aminoácidos esenciales.

Wandee asintió:

–Correcto. Necesitamos nueve. La dieta BCH de la Colmena los contiene. Sin

embargo, el metabolismo proteico de ARNOLD depende artificialmente de quince

aminoácidos, todos esenciales para él. No puede sobrevivir con la usual masa de BCH

preparada para la tripulación. Sin uno de los aminoácidos enfermará y morirá.

–Nómbrame los aminoácidos –dijo el barco.

–Confidencial. No estoy autorizado a discutir sobre esto.

–Comprensible. Hablaré con el capitán. Intentaré hacerle comprender el peligro que

corre.

Rorqual se despidió. La pantalla se oscureció... Estáticos.

Wandee y Drum permanecieron en sus puestos durante doce horas. No llegó ninguna

respuesta de ARNOLD. Drum se encogió de hombros. Había esperado esto. Nada asusta

a un guerrero con un leptoánima de gallo de pelea, ni siquiera la amenaza de la muerte;

mucho menos una incomprensible molécula.

La tripulación de hocicudos observó cómo su capitán se debilitaba. Durante semanas

buscaron en círculos cada vez más amplios, pero los bénticos les eludían.

ARNOLD se apoyó en la grúa y observó cómo la red de ancha malla se encarrilaba...

vacía.

–¿No la cogiste?

–No –dijo Rorqual–. Detecté un cuerpo cálido a unos doscientos trece pies de

profundidad, pero mis manipulaciones con la red no fueron lo suficientemente rápidas

como para capturarle. Huyó hacia una esas cúpulas.

–¿Podemos colocar un garfio sobre la cúpula?

–Sí, pero simplemente huiría hacia otra.

ARNOLD estudió la pantalla.

–Doscientos pies. Eso no parece demasiado. ¿Por qué no me deslizo por la cuerda de

la agarradera y echo un vistazo a esa cúpula? Quizá era la hembra con el vientre blanco.

–Eso no es seguro –avisó el barco.

–¿Por qué?

–La presión allá abajo es demasiado grande.

–Yo soy un ARNOLD. Ella sobrevivió a la inmersión y ella es sólo una hembra.

–Una hembra béntica. Quizá tenga habilidades sobre las que nada sabemos. Tú eres

un producto de la Colmena. Y... tu dieta te debilita. Necesitamos el pan de los quince

aminoácidos. Volvamos al puerto por suministros.

–Mi hembra moteada está allá abajo. Iré a buscarla –dijo ARNOLD. Su ciclo de

aminoácidos se había detenido y un peculiar tipo de desnutrición estaba minando su

fuerza. Comió todo lo que Rorqual le ofrecía, pero ella era incapaz de igualar las exactas

necesidades de sus malamente dañados procesos. Siempre había por lo menos una

molécula poco abastecida y él tenía hambre.

Rorqual produjo un transparente casco esférico y trescientos pies de tubo flexible.

Sumisamente la tripulación preparó a su capitán para la inmersión, calzado lastrado,

visores y comunicador a control remoto, lanza, bolsa de red y cuerda de salvamento. El se

vistió lleno de confianza.

–Si algo falla, siempre podéis subirme –dijo ARNOLD–. ¿Puedes bombear aire allá

abajo?

–Iremos despacio la primera vez.

ARNOLD puso un pie sobre la agarradera y la grúa lo levantó, separándolo del puente.

Ignoró el frío y la presión mientras le bajaban a las profundidades. El casco en forma de

burbuja era grueso, permitiéndole una vista borrosa y limitada de las formas verde–oliva a

su alrededor. Los peces le rodeaban, a menudo tan grandes como su muslo y

escamosos. Cuando comenzaron a tocarlo agitó su lanza para enfriar su curiosidad.

–¿Algún comentario? –preguntó el barco.

–La próxima vez le daremos a este casco una capa de superficie óptica. No puedo ver

demasiado bien.

–¿Algo más? ¿El aire es satisfactorio?

–Hasta ahora si. Continúa bajando.

Cuando se aproximaba a la cúpula, seis formas rosadas se deslizaron, alejándose

rápidamente. Fueron tan rápidas que ARNOLD apenas tuvo tiempo para contarlas, antes

de que desapareciesen de su vista, más allá de su campo de visión. Intentó unos pocos

movimientos torpes en su dirección, pero sólo consiguió caerse de su agarradera y

tropezar con el techo de la cúpula. Trepó dentro y sobre la balsa. Sacándose el casco

probó cautelosamente el aire.

–¿Qué es lo que ves? –preguntó el barco.

ARNOLD cogió su casco y lo dirigió de forma que los sistemas ópticos de Rorqual

pudieran grabar los hallazgos: balsa, utensilios, taza de agua y restos de una comida.

ARNOLD probó el contenido de los cuencos.

–Ellos viven aquí abajo –dijo ARNOLD–. Comen lo que yo como. Respiran igual que

yo. Voy a dejar aquí mis pesadas botas y a registrar las otras cúpulas. Sigue bombeando

aire.

Reteniendo un mínimo de aire en sus pulmones era capaz de permanecer en el fondo

sin necesidad de lastre. Usando el lecho rocoso para sujetarse, trepó hasta otra cúpula.

También estaba vacía. Aparentemente, los bénticos debían ver mucho más lejos que él.

Le evitaban fácilmente.

–Tampoco hay nada aquí. Podrías subirme. Estoy empezando a sentirme extraño.

Rápidamente, Rorqual enrolló el cable de la agarradera.

–La próxima vez te equipararemos con bioeléctricos para monitorear tu fisiología –

comentó el barco.

ARNOLD ignoró las primeras punzadas de dolor en sus brazos y piernas. Le picaba la

piel y sentía como si se estuviera ahogando. El barco oyó sus rápidos y entrecortados

jadeos.. Aceleró la velocidad de la subida. Cuando le elevaron hasta el Puente, se

sujetaba al cable con las dos manos.

–¡Equipo blanco! –llamó el barco.

ARNOLD se tambaleó por la cubierta, alejando a empujones los solícitos hocicudos. Su

piel se jaspeó en una erupción violácea.

–¡Mi brazo! ¡No puedo mover el brazo! –gritó. Permaneció inmóvil durante un largo y

silencioso momento, mientras su mirada vacía decía que tampoco podía ver. Después se

derrumbó lentamente y vacío sin un movimiento. El equipo blanco forcejeó con el gigante

comatoso.

–Pulso irregular, pero fuerte. Respiración constante. Llevémosle a su camarote.

Rorqual sollozó por su guerrero silencioso. Sus desnudos pies le habían dado placer y

ahora se movía. Buscó entre sus recuerdos en busca de alguna pista, pero no había

archivado ningún conocimiento sobre la ciencia de las profundidades. Era un barco de

superficie.

El medimec terminó sus análisis e informó al barco.

–Multitud de pequeñas lesiones en los tejidos, subsiguientes a una lluvia de partículas

en la sangre. Coma debido a edema cerebral.

–¿Partículas? –dijo Rorqual–. ¿De qué?

–Desconocidas. El mecanismo de coagulación parece normal. No hay trombos

venosos. Pero su vida no está en peligro. Mejorará pronto. Sin embargo, tres de sus

aminoácidos están peligrosamente bajos. ¿Puedes suministrarle ácido glutámico, alanina

y fenilalanina?

–Tengo toneladas de plancton, pero soy incapaz de purificar los aminoácidos.

–Pregunta a la Colmena. Estoy seguro de que la información que necesitas está en los

archivos de Biología o de Síntesis –sugirió el mec blanco.

El presidente Drum fue despertado por el CU.

–Rorqual Maru está transmitiendo.

Se sentó, frotándose los ojos.

–¿Qué dicen?

–Una petición estándar de información mec a mec: hidrólisis de las proteínas y

discernimiento cromatográfico de los constitutivos positivos de la ninhidrina.

–¿Qué significa eso? –preguntó Drum, poniéndose sus zapatillas.

–Significa que el barco nos ha abandonado.

–¿¡Que!?

–Rorqual está pidiendo la información que necesitaría si quisiese fabricar el pan de los

aminoácidos para ARNOLD.

–No se la envíes todavía –dijo Drum–. ¿Dónde están ahora?

El CU proyectó un mapa con la localización del barco indicada por una reluciente

ballena. Una línea interrumpida indicaba su curso durante los últimos días.

Drum asintió.

–Bien. ¿Cuánto falta para que podamos botar una de nuestras nuevas cosechadoras?

El CU comprendió su plan.

–Podemos usar una como barco de persecución ahora mismo. El casco y las unidades

de locomoción están listos. Falta mucho para completar el cibercircuito, pero bajo control

manual podría alcanzar a Rorqual.

Drum asintió.

–Pon en vigilancia a los agromecs de la costa. Esperemos que se queden dentro de

nuestro radio de acción hasta que podamos botar a «Perseguidor Uno».

ARNOLD paseaba por el puente con las piernas rígidas, apoyándose en un bastón.

–No volveré a la Colmena sin mi hembra moteada –gruñó el gigante–. Me estoy

reponiendo de los dolores de las profundidades. Puedo continuar mi búsqueda.

–El ciclo de tus aminoácidos se interrumpe. Necesitas el pan de la Colmena para vivir –

dijo el barco.

–Continúa intentando conectar con los bancos de memoria de Bio. Si descuidan la

vigilancia por un segundo, aprenderemos la secuencia.

El semihumano Larry cabalgó sobre el disco de Trilobitex, cruzando la agitada bahía. El

agua se aquietaba por el paso del mec, una zona de seis metros de amplitud, suave como

un espejo, les rodeaba.

–Tengo señalada la onda portadora de Rorqual –dijo Trilobitex–. Ella está cerca. Justo

a la vuelta de esa península.

–¿Qué mensaje es ése que envía continuamente? ¿Por qué no contesta la Colmena?

–No lo sé.

–¿El largo oído de la Colmena funciona?

–Sí. Parece que la conversación está bloqueada por Seguridad. Se diría que el barco

tiene problemas.

Mientras Larry se preguntaba cómo una cosechadora podría convertirse en un riesgo

para Seguridad, el lector lingual de Trilobitex difundió un mensaje de ida y vuelta.

–¡Rorqual...! ¡Trilobitex...! ¡Mi diosa!

La mota sobre el lejano horizonte era claramente la forma de una ballena jorobada.

Larry se agarró con las dos manos al borde del disco cuando comenzaron a saltar por

encima del agua. Su torso encallecido rebotó, lastimando una costilla.

–Así que ésa es tu diosa.

–Sí.

–Pero ¿quién es ese individuo alto en la proa del barco?

–Debe ser un miembro de la tripulación. Hay unos doscientos ciudadanos de la

Colmena a bordo.

–¿Estaremos a salvo si nos aproximamos?

–¿A salvo? Es mi diosa. ¡Ella te ama! ¡Ama a todos los hombres!

ARNOLD les dio la bienvenida a bordo y les interrogó sobre los bénticos. Larry ojeó

pensativamente al musculoso gigante.

–Tú hablas de Vientre Blanco. Es la hija de mi amigo de los cimientos, el Gran Har. No

entiendo cómo tú, un capitán, puedes volver la espalda a la Colmena. ¿Es simplemente a

causa de tu atracción por esa joven hembra?

Larry podía comprender los instintos de emparejamiento, pero también tenía alguna

idea de lo concienzudamente que la Colmena seleccionaba y entrenaba a sus castas

superiores.

ARNOLD simplemente murmuró:

–Ella es mi hembra –se puso en pie y, cojeando, salió de la cabina.

Larry balanceó su torso sobre el tablero de mapas y se inclinó por el portillo de proa.

Vio al capitán solo sobre el puente. El mar se oscurecía. El barco habló con Larry.

–Está enfermo.

Larry vigiló al gigante mientras Rorqual hablaba de los últimos días.

–Suena como si fuese la borrachera de las profundidades. Pero parece estar

recobrándose. Lamento lo de los aminoácidos... Un bloqueo, dices. No sé si puedo ser de

utilidad, pero si imprimes lo que sabes, lo estudiaré. Me parece que debería haber alguna

forma de alimentarle con un par de quince aminoácidos... con un plato de pescado, o algo

así. Si el mec blanco puede seguir los niveles de aminoácidos en su suero, también

debería ser capaz de analizar su nivel en una sopa.

Los intentos de Larry de construir un proceso cromatográfico de flujo continuo fueron

un acierto sólo parcialmente. El balance de nitrógeno del gigante continuó negativo, se

debilitaba, perdía peso.

–ARNOLD, estás enfermo –dijo Larry–. Quizá sería mejor volver a la Colmena, recoger

una carga de pan y continuar la búsqueda.

–La Colmena es mi enemigo. Llévame junto a mí hembra moteada.

Larry asintió. –No está lejos, un viaje de dos días como mucho. Intenta descansar

mientras yo repaso de nuevo esos espectros de absorción ultravioleta. Si la cromatografía

de intercambio iónico no funciona bastante pronto, prepararemos un proceso líquido–

gaseoso. Trilobitex puede dar a Rorqual las coordenadas de la cúpula de verano de

Vientre Blanco.

El itinerario de Rorqual fue directo. Ella no veía necesidad para una acción evasiva.

Veinticuatro horas después de que desapareciese sobre el horizonte, un segundo barco

emergió del desagüe. Su tamaño y forma recordaban a Rorqual, navegando alta y

faltándole muchos de los sensores de cubierta. Perseguidor Uno pasó sobre el

abandonado arrecife de los bénticos y rastreó a Rorqual.

Devuelve la cosechadora y su ARNOLD –dijo Drum–. Protege nuestra inversión.

Larry y Trilobitex pusieron a Rorqual al día sobre las nuevas modalidades de las

migraciones bénticas.

–Ellos siguen el florecimiento del plancton, después entran en los estuarios en busca

de ostras, cangrejos azules y lenguados; están ocupando su lugar dentro del entramado

alimentario marino en desarrollo.

–Te están muy agradecidos.

Rorqual escuchó la versión de Trilobitex de las plegarias antes de la lluvia meteórica.

–Esa no era mi voz –dijo el barco–. La lluvia me despertó, es verdad, pero mi oído largo

se había ido. No he sido capaz de hablar contigo hasta ahora.

–Entonces, ¿quién...?

Larry sonrió.

–Obviamente era sólo otro mec. Las deidades no se limitan a las longitudes de onda.

Estoy seguro que encontraremos que uno de los mec anteriores a la Colmena ha

sobrevivido hasta ahora..., lo mismo que Rorqual lo ha hecho. La conversación no era

extraña, teniendo en cuenta la relación existente entre un mec superior y su inferior

servomec.

–¡Pero el sistema biótico volvió –dijo Rorqual.

Larry agitó su mano.

–Ya sé, una cadena alimentaria muy equilibrada. Nuestros antepasados podrían haber

construido zoos que se liberarían dentro de un cierto tiempo, al darse cuenta de que algo

estaba extinguiendo las especies terrestres. La oración de Trilobitex puede haber activado

un mecanismo de liberación. Un milagro, pero probablemente con una explicación lógica.

–¿Un zoo liberado en un tiempo determinado? –dijo Rorqual–. Creo que no tengo

ninguna información sobre eso.

Larry miró al horizonte, una línea azul donde se formaba una chata nube gris.

–Estoy seguro de que era algo así. Las especies que han vuelto son tan corrientes, tan

iguales a las de mi tiempo. Eran tan fáciles de clasificar, las mismas especies, las mismas

variedades. Yo esperaría que un verdadero milagro mostrase alguna prueba de la

existencia de una deidad superior, por ejemplo unas pocas criaturas extrañas, nuevas en

nuestro ecosistema.

–Pero habría una explicación lógica también para eso... –dijo el barco.

–¿Cuál?

–Mutaciones producidas por aquello que haya arrasado los sistemas bióticos terrestres.

Eso sería normal. Si las criaturas fuesen verdaderamente extrañas, podrías pensar que

fuimos visitados por colonos de otro planeta. Lo mismo que nosotros enviamos colonos...

así también podríamos estar al extremo receptor de una implantación. De nuevo

desaparece tu deidad.

Larry se encogió de hombros. Es difícil encontrar un verdadero milagro.

–Me pregunto –dijo Rorqual– si este regreso de los sistemas bióticos necesita más

investigación. Siento curiosidad.

El escucha subió del abismo y encontró a Opalo y su familia ocultándose en uno de los

fragmentos más lejanos del destrozado túnel submarino. En su balsa no había artículos

personales, indicando la naturaleza de su rápida e inesperada huida.

–¡La Colmena ha vuelto al mar! –exclamó Opalo–. El Leviatán trae cazadores que

pueden seguirnos dentro de nuestras cúpulas.

–¡Imposible!

Opalo y Vientre Blanco describieron el descenso de ARNOLD con casco y arpón. El

escucha asintió.

–Como todos los cazadores de la Colmena éste puede ser peligroso cuando está unido

a su máquina. Consultaré al Culto Profundo. Extiende la voz de evitar al cazador hasta

que yo regrese. Si sois atacados, intentad cortar la cuerda.

El escucha nadó hacia las profundidades. Se detuvo brevemente en las sombrillas nivel

ocho y nivel diez para aprovisionarse de oxígeno y soltar dióxido de carbono. Pero siguió

su camino rápidamente, antes de que el nivel de nitrógeno subiera. Por debajo del nivel

diez las cúpulas adquirían una configuración diferente. Todas estaban coronadas por una

esfera con ventanas. Salió a la superficie en la cúpula inferior y se apresuró por la espiral,

pasando sólo el tiempo suficiente en el espeso aire, para abrir las puertas dobles. El aire

de la esfera era fino y cambiaba el tono de su voz. Descansó, permitiendo al exceso de

nitrógeno difundirse desde sus tejidos. Las ventanas le permitían una visión circular de los

alrededores verde–parduzcos, bosques de algas con lentas y silenciosas sombras de

peces. La neblina formada por el diminuto plancton oscurecía su próxima parada a una

distancia de casi media milla. Había sido visible en años anteriores, pero las aguas ya no

eran estériles. Nadó tranquilamente siguiendo señales familiares, llegando a la cúpula en

doce minutos. Dos bolsas de aire más lejos trepó de nuevo a una esfera para descargar

nitrógeno.

Tres formas se acercaron, humanoides con amplias alas gaseosas, ángeles del Culto

Profundo. Se agitaban lentamente a lo largo del fondo, alimentándose de una enorme

concha, un bivalvo, que se pasaban de uno a otro. Hablaban con gestos de la mano. El

escucha hizo una señal dando un golpe en la ventana. Tres caras arrugadas giraron hacia

él. Dos llevaban boquillas llenas de agua. El tercero dejó caer la suya al mascar

delicadamente la blanca carne. Soltando al bivalvo entraron en la esfera. Sus alas,

rellenas de fluido, se elevaban y caían con las respiraciones. Los fluidos pulmonares se

trasladaban de los pulmones a las venas de las alas y volvían otra vez.

El escucha ayudó al último a subir la escalera y cerró la escotilla. Eran viejos y estaban

arrugados. En el agua sus movimientos eran suaves, casi ágiles; pero en el aire eran de

nuevo ancianos artríticos.

–La Colmena controla al Leviatán –dijo el escucha–. Los cazadores navegan y se

zambullen en el mar. Invaden nuestros hogares cúpula.

Un viejo ángel cerró su boquilla y tosió expeliendo espuma.

–Describe esos cazadores que invaden las aguas.

El escucha repitió las diversas historias que había oído. Los ancianos conferenciaron,

haciendo volar sus dedos.

–Conocemos bien a esta criatura ARNOLD. No es sorprendente que la Colmena le

envíe al agua. Deberíamos ser capaces de derrotarlo mientras respire por un tubo y lleve

un casco. Dile a tu pueblo de la plataforma que el Culto Profundo alejará al ARNOLD.

El escucha asintió. El ángel, con sus torpes dedos artríticos, preparaba su botella de

oxígeno. Las burbujas distendían las venas de las alas. Sujetando la boquilla entre sus

encías, inhaló espuma. Las alas se aflojaron cuando el pecho se expandió. El escucha

ayudó a los ancianos a bajar la escalera y observó cómo se alejaban nadando. Sonrió. El

Culto Profundo se las entendería con ARNOLD.

Rorqual Maru chapoteó hundida, con su bodega combándose por el peso del plancton

en maceración. ¡Alarma! Su segundo par de grúas levantó sus sensores, husmeando y

escudriñando. Un barco de la Colmena se aproximaba. Larry miró la pantalla y llamó al

capitán.

–¡Nos están siguiendo!

ARNOLD estudió la silueta.

–Navega alta, ligera y rápida. No podemos escapar –recogió su hacha–. Nos

quedaremos y pelearemos.

Larry observó cómo el gigante sopesaba el arma.. Las semanas transcurridas con

balance de nitrógeno negativo minaban su fuerza. La hoja era torpe y pesada.

–Abre un canal a ese barco –dijo.

ARNOLD se sintió molesto.

–Hablar no resolverá nada. Ese es un brazo exterior de la Colmena maldita.

El pequeño semihumano movió su torso alrededor del tablero de mapas y miró a la

pantalla. Un casco Pelger–Huet de cazador apareció.

–¿Si? ¿Quién llama? –preguntó el hocicudo.

–Conserva nuestros canales ópticos cerrados –susurró Larry–. ¡Hola! ¿Por qué nos

seguís?

–Tenemos órdenes de llevaros de vuelta.

– ¡MARCHAOS! –gritó ARNOLD, encolerizándose hasta el punto de oír «cluck, cluck»

en su subconsciente.

El cazador, confiadamente, abrió otros canales, mostrando sus tropas: ARNOLDS

inferiores, arqueros y escuadrones de seguridad de la Colmena con sus enmarañadas

redes.

–Nuestros guerreros son más jóvenes y más fuertes que vuestro enfermo ARNOLD.

¡Debéis volver voluntariamente o morir!

Larry estudió la cara del guerrero. El condicionamiento de la capilla no dejaba mucho

espacio para la idea de la muerte. Su leptoánima había pasado de generación en

generación, ganando consecutivamente todos los desafíos. Se enfrentaba al conflicto con

optimismo ciego, pero Larry era más práctico. Necesitaba tiempo para pensar.

–Muéstrales tu popa –ordenó el barco–. Y suelta tu carga. ¿Qué papel podéis jugar tú y

tus grúas en una batalla real?

Rorqual habló didácticamente.

–No juego un papel activo en ninguna actividad que pueda dañar a un homínido.

Eso mismo había sospechado Larry. La tripulación de ciudadanos del barco sería de

poca utilidad; no estaban psicológicamente preparados para un combate cuerpo a cuerpo.

Se ponían nerviosos sobre cubierta con tiempo tranquilo. Cualquier excitación les

paralizaría.

–¿Cuándo peleamos? –gruñó el gigante.

–Más tarde. Trae tu hacha. Rorqual, ¿continuarás obedeciendo a ARNOLD después de

que deje tu cuarto de control, incluso si los ARNOLDs de la Colmena te abordan y te dan

órdenes verbales directas?

–ARNOLD es mi capitán –dijo el barco–. En tanto que yo sienta sus pies desnudos no

obedeceré a nadie mas.

Larry recogió una unidad de control remoto. La pantalla comenzó su cuenta atrás para

conectar con el barco de la Colmena.

–Vamos, enséñame dónde puedo conectar esto bajo las cubiertas. ¿Cómo funcionan

los controles manuales?

ARNOLD explicó que el barco podía operar las unidades de locomoción y todos los

sensores, al tiempo que entregaba una o más unidades motoras a un operador humano.

El humano no estaría limitado por ninguna directiva principal. Larry asintió y sonrió.

Entraron en un pasadizo oscuro entre las cubiertas.

El Perseguidor Uno llevaba a bordo tres de los ARNOLDs inferiores, recién salidos de

los molinos rodantes. Eran jóvenes e impacientes y comenzaban a mostrar duros

músculos en el antebrazo debido al trabajo pesado. Ninguno había ido a la capilla para

otra cosa que «condicionamiento de la lealtad». ARNOLD Diecisiete era el oficial mayor;

el Dieciocho y el Veinte capitanearían el asalto sobre los cibercomponentes y motores de

Rorqual (el Diecinueve había muerto de hipoglucemia durante la secuencia del hambre en

la capilla.)

El Diecisiete sintió náuseas antes de la batalla. El sudor humedecía sus palmas y

sobacos.

–El contacto será dentro de una hora y treinta y siete minutos –ladró su voz por los

altavoces del puente.

–Estad alerta. El ARNOLD superior tiene un hacha y está condicionado para la lucha.

Probablemente no puede ser derrotado en un combate cuerpo a cuerpo, incluso con la

pérdida del pan de la Colmena. Alejaos de él. Dejad que los arqueros consigan un buen

tiro.

Nerviosas escuadras de pequeños cazadores hocicudos se pusieron sus trajes de

ambiente cerrado. Las insectoides anteojeras estaban negras, en mínimo. Se

arracimaron, manoseando sus arcos y flechas. ARNOLD Veinte sobresalía entre ellos,

sonriente.

–Poneos los guantes –los condujo fuera, entre el viento y el resplandor del puente

delantero. –Los primeros disparos los haréis desde aquí –gritó. La proa silbó a través de

las negras olas. Se quitó la camisa para disfrutar de la refrescante espuma salina.

Mientras continuaban acercándose a Rorqual escudriñó las soleadas cubiertas,

protegiéndose los ojos con las manos–. Tiene un aspecto diferente sin la vegetación de la

joroba. Ahora no hay lugar donde ocultarse.

Otro pelotón de blandos tripulantes se colocó sus gruesos trajes aislantes al amparo de

la cubierta de obra muerta. ARNOLD Dieciocho les comunicó sus órdenes:

–Cuando nos alineemos a su costado estaréis ordenados en el lado superior para

arrojar los garfios. Continuad lanzándolos hasta que todos estén enganchados y firmes.

Después vienen las pasarelas. Ocho hombres en cada una. Quiero que las abráis y las

afiancéis lo más rápidamente posible. ¿Comprendido?

Ellos asintieron. El miedo acalló su murmullo colectivo cuando un nuevo sonido se

añadió a las vibraciones de las máquinas del barco. Un gorgoteo bajo el casco les

anunció que estaban entrando en la turbulencia de Rorqual.

ARNOLD Diecisiete se paralizó al timón. Perseguidor Uno entró en la estela de Rorqual

siguiéndole y golpeó fuertemente su popa.

–¡Alto! –gritaron los altavoces.

Virando a babor intentó colocarse de lado, pero Rorqual dio un rápido bandazo,

rompiendo los cabos de unos pocos garfios, y se desvió a estribor, mostrándoles de

nuevo su popa.

–Los garfios no se sujetan. Usad las cuerdas de nudos de vuestro chigre de popa –

aconsejó Drum.

Estaba sentado con su comité, almorzando caliente, mientras el mec blanco tomaba su

vectorcardiograma.

Una compleja cabeza fue añadida a la alargadera que lanzaba los cables. Las

moléculas de la larga cadena pasaban por procesos de entrecruzamiento y cristalización,

antes de que los hiladores uniesen y cerrasen los filamentos formando un liso cable tejido.

Creció lentamente, semejando un adusto y esforzado tramo de ferrocarril, mientras las

brigadas de trabajo se alineaban y lo empujaban desde la popa a la proa. El extremo del

cable estaba armado con arpones de cinco uñas y se mantenía en alto sobre una

escalera en equilibrio sobre el raíl de proa.

–Golpead por detrás de nuevo. Intentaremos soltar los ganchos sobre la cubierta de

popa. Me gustaría que tuviésemos una grúa para lanzarlos, pero quizá podamos

sujetarlos a algo.

ARNOLD Diecisiete arrugó el labio superior de su cosechadora, elevando la escalera

todavía más. Al sentir el impacto cerró el buche, lanzando los arpones contra la escotilla

de popa de Rorqual. El cable se tensó y comenzó a desenrollarse. Lo dejó ir unas cien

yardas, permitiendo que su propia proa virara a babor. Cuando recogió cable, Rorqual

coleteó, se debatió y continuó su huida con sólo una cabeza de delantera, golpeando su

cara contra la rugiente muralla de agua a proa. Amplias cortinas de espuma se arqueaban

a su alrededor. Uno de los fieles hocicudos de la tripulación apareció sobre la cubierta

orlada de espuma, clavando un par de cortadores. Comenzó a erosionar el cable, pero

una descarga de dardos le hizo caer. El resto de la tripulación se colocó chalecos

salvavidas y permaneció obedientemente en sus puestos. Perseguidor Uno se puso a su

altura, lanzando una lluvia de pequeñas cuerdas con garfios. Se desplegaron las

pasarelas para cruzar la hendidura sobre la silbante y saltarina espuma. Los arqueros

enviaron unos pocos dardos, a modo de prueba, sobre las vacías cubiertas. Ningún

defensor apareció.

–¡Al abordaje! –gritó ARNOLD Veinte.

El mismo guió la primera oleada de cazadores. Hormiguearon sobre la piel de Rorqual

echando ojeadas por las escotillas y tensando los garfios. Una segunda oleada cargó

sobre las pasarelas y entró violentamente en el desierto cuarto de control. Junto a los

ascensores y escotillas fueron colocados arqueros. Nadie se aventuró a descender,

sabiendo lo ineficaz de los arcos a tan corta distancia.

–El barco es nuestro –anunció ARNOLD Diecisiete–. La cabina de control está vacía. El

capitán ARNOLD ha abandonado su puesto.

–Parad los motores –dijo Drum.

Rorqual continuó retorciéndose y agitando el agua, intentando forzar sus ataduras.

Unos pocos cables pequeños se soltaron, pero más hilos fueron añadidos rápidamente al

capullo que la aprisionaba.

–Pon una tripulación en su cuarto de control y ordénale regresar a los astilleros.

ARNOLD Diecisiete colocó su rostro contra la pantalla principal del cautivo barco y

gritó:

–Soy tu capitán. Me obedecerás.

–ARNOLD es mi capitán –dijo el barco.

El escuadrón de cazadores estudió nerviosamente las escotillas, temiendo alguna

emboscada desde el interior del barco.

–Se niega a obedecer.

–Empalma con ella –ordenó Drum–. Levanta las placas de cubierta y superponte en su

tronco nervioso principal.

Los electrotecs cogieron sus herramientas para invadir los nervios motores de la

cosechadora. Las bobinas fueron hechas rodar por las pasarelas. Pesados cortadores

para las placas subieron sobre ruedas la joroba de Rorqual.

ARNOLD y Larry trabajaban en la oscuridad.

–¿Para qué es esa luz ámbar? –preguntó Larry.

–Está preocupada por algo –dijo el gigante.

–Ayúdame con esta unidad de control remoto. No consigo engancharla. ¿Qué le pasa a

esta caja de contacto?

ARNOLD miró la maraña de alambre bajo la luz amarilla de atención.

–Oh, ahí es donde añadí sus nuevos paneles linguales. Parte del código cromático no

es estándar. Déjame que lo haga, creo que recuerdo cómo lo hice.

El guerrero se olvidó momentáneamente del enemigo, mientras se ocupaba de los

complicados neurocircuitos. Una a una las luces de remoto reaparecieron, lanzando

sombras multicolores sobre sus fieros pómulos. La pantalla parpadeó de nuevo con una

multitud de imágenes procedentes de los preocupados visores de cubierta. Las fuerzas

invasoras estaban muy atareadas.

–¡Están dañando mi barco! –exclamó el gigante–. Los mataré.

–Espera un minuto –dijo Larry. Los ovillos de cable nervioso constituían una explicación

suficiente–. Buscan controlar el cerebro del barco. Date prisa. Tenemos que conseguir

activar el control manual.

Las placas de la joroba se separaron bajo los afilados molares del mec cortador.

–¡Estamos dentro! –gritó ARNOLD Diecisiete, y guió a los tecs abajo por las oscuras

cavidades–. Traed los nervios de control; cortaremos la espina aquí mismo –el mec

cortador fue descendido dentro del agujero.

Impacientemente, Drum esperó. Estaba tardando más tiempo de lo que había

supuesto.

–¿Cuál es la dificultad?

Una de las grúas de cubierta de Rorqual se dobló. Su aguilón se acercó lentamente a

la joroba.

ARNOLD Diecisiete asomó su cabeza.

–Dadme el equipo de herramientas pesadas. Estamos dentro del canal, pero hemos

dado con unas placas de corteza bastante gruesa. Terminaremos en un minuto.

–Apresúrate.

Un círculo de cazadores rodeó la joroba, observando el empalme. El aguilón de la grúa

R–1 proyectó una sombra ominosa sobre el grupo.

–¡Cuidado con la grúa!

Como el brazo de una hambrienta mantis religiosa, el aguilón cogió un cazador de

entre la multitud y lo desmenuzó en el aire, sembrando sobre los pasmados hocicudos

una lluvia de rosada sangre. Un granizado de órganos y pequeñas partículas les hizo huir

a la carrera.

–¡Rorqual mató a un humano! –exclamó Drum.

–Esa grúa está bajo control remoto –explicó el CU–. Daos prisa con el empalme.

–Nos hemos superpuesto, pero no responde a las órdenes –dijo ARNOLD Diecisiete––.

Voy a intentar un tratamiento de shock para aclarar su memoria. Quizá una pequeña

amnesia logrará que nos obedezca como queremos.

ARNOLD Veinte corrió por la cubierta gritando:

–Hay un operador asesino en la primera grúa. Intentad cegar al barco rompiendo los

visores.

Los cazadores rompieron los visores con dardos. En aquellos que estaban a su alcance

usaron cuchillos de panoplia. Rorqual aulló de dolor. Las cubiertas temblaron.

–¡Alejaos! –gritaron los altavoces de la Colmena–. Vamos a cortocircuitar la espina.

El cable auxiliar saltó, chamuscando el aislante, cuando la pesada sacudida eléctrica

formó un arco voltaico entre los barcos.

ARNOLD Diecisiete salió del cuarto de control.

–Los controles manuales todavía están fríos. No reaccionará. Nada en su nervio

principal es funcional. ¡Ni una parte de su neuroanatomia es estándar!

Larry espantó a uno de los ARNOLDs inferiores de un visor delicado. Observó cómo los

cazadores recibían nuevas órdenes para invadir las bajadas de Rorqual.

–Aquí vienen. Ahora puedes pelear, ARNOLD.

–¡Al fin! –y recogió su hacha.

–Yo dirigiré los encuentros desde aquí, usando los sensores y controles motores del

barco. Las puertas se abrirán cuando yo diga. Mira, acabo de atrapar un grupo de

cazadores en nuestra cocina. Hay otro grupo en la sala de herramientas.

Puertas y escotillas se golpearon al abrirse y cerrarse, dividiendo las fuerzas atacantes.

ARNOLD se deslizó por el corredor, escuchando los susurros de Larry.

–Hay dos en el próximo compartimiento: blandos cazadores. Cuando yo abra la

escotilla, uno estará tres pies a tu izquierda. Te da la espalda. El otro está detrás de la

segunda hilera de literas con su cabeza sobre un peldaño. Su arco está sobre las camas.

Prepárate.

Larry esperó hasta que el brazo del gigante estuvo armado. Una sonrisa cruzó por su

rostro anguloso. Accionó la puerta y el hacha de ARNOLD alcanzó la espalda del cazador

más próximo, abriendo el traje de ambiente cerrado y el tórax. El cazador que estaba más

lejos buscó su arco, pero la cuerda estaba enredada en una manta. Dos pasos y la hoja

subió rápidamente esparciendo los dientes y tejidos sinusales.

ARNOLD Veinte se alejó cojeando de un garfio ensangrentado y reptó bajo una inerte

grúa de popa. El sensor del mástil posterior tintineó y le espió. El lo atacó con su cuchillo.

La grúa le golpeó, un golpe torpe que lo tumbó sobre las placas de cubierta. Cuando

intentó levantarse, su cadera izquierda crujió. La inepta grúa lo cogió y lo lanzó a la

turbulencia espumosa que rodeaba los forcejeantes barcos.

ARNOLD Diecisiete elevó las manos.

–No podemos hacerlo. Con sus grúas y garfios activos nos puede retener aquí hasta el

año que viene. Los pocos hombres que han regresado de sus bajadas dicen que hay

cables neurales y de energía corriendo a lo largo de todas las salas allá abajo. Nunca nos

haremos con el control de ese laberinto. No hay tiempo para estudiarlo.

–¡Vuélalo! ¡Mátalo! –dijo Drum–. Coloca una carga en el cuarto de control y destruye el

cerebro delantero. Eso debería paralizar las unidades de locomoción.

El primer zapador fue detenido sobre la pasarela. Su mortífera carga cayó inocuamente

al mar. Un hongo de espuma perforó la estela del barco. La conmoción sónica le dijo a

Rorqual su fuerza: un décimo de closón.

–Esas cargas se activan al dejar la cubierta de su barco –avisó Rorqual– Detenedlas

antes que alcancen mi cerebro.

Larry produjo redes branquiales sobre el puente del enemigo y barrió el siguiente

zapador al agua. ARNOLD levantó una escotilla de cubierta y arrojó una pesada cadena

entre las piernas de otro, rompiéndole los huesos. La explosión desparramó los restos del

hocicudo alrededor de un quemado agujero sobre la cubierta. Los oídos de ARNOLD

silbaron. No podía oír el golpeteo de las flechas sobre su escotilla. «¡Whooop! ¡Whooop!»

–Ahora, escuchad –dijo Larry–. A toda la tripulación: Estad atentos a las cargas. Están

preparadas para estallar varios minutos después de dejar el barco enemigo. Si encontráis

una, tiradla por la borda. Quiero que haya hombres en todas las escotillas.

Larry cerró manualmente todos los orificios de Rorqual, presionando el conmutador

guarda puertas.

Tres zapadores corrieron hacia el cuarto de control. Colocaron sus cargas contra la

pared exterior. Operándola grúa L–2 Larry barrió dos al mar. El tercero estalló, chocando

contra la puerta entreabierta. El cuarto zapador se lanzó al interior, donde la grúa no

podía alcanzarle.

–¡Maldición! –gritó Larry–. ¡Algunos hombres al cuarto de control!

Tres zapadores más comenzaron su arremetida desde el barco de la Colmena. La grúa

L–3 golpeó en las pasarelas. Una carga cayó entre los barcos abollándolos en la línea de

flotación.

ARNOLD apareció en la dañada puerta del cuarto de control, llevando una carga y un

hacha ensangrentada. Lanzó el explosivo contra el barco de la Colmena, donde vació las

cubiertas de la multitud que las llenaba.

–¡Rorqual! Que el resto de tus grúas se ocupe de cortar el capullo. Yo usaré L–2 y L–3.

Mientras Larry flagelaba el barco enemigo con dos grúas las otras seis se atareaban

desenganchando los aprisionantes garfios. Cuatro nerviosos tripulantes aparecieron sobre

el puente de popa y comenzaron a cercenar el cable de nudos. La L–3 barrió a los

arqueros enemigos de su cubierta de proa. Una brigada de electrotecs interceptaron a un

zapador y desarmaron la carga. Uno llevaba el equipo para detonantes de la Colmena, un

experto inmediato.

–¡Lo conseguimos! –sonrió Larry–. El capullo se está rompiendo y se están quedando

atrás.

ARNOLD, desde la popa, hizo débiles muecas, cuando una lluvia de flechas cayó corta.

Se inclinó lentamente, retirando con aire ausente fragmentos de escombros. Las brigadas

de reparación aparecieron.

Trilobitex Ferroso salió a la superficie y trepó hasta su nicho para conectar.

–He observado la batalla desde debajo de su quilla. Su barco está equipado con un

motor interceptor, pero no tiene cerebros –informó el pequeño mec.

Larry observó los débiles movimientos del gigante, al disiparse los efectos adrenérgicos

de la batalla.

–¡Manual! Deberíamos ser capaces de capturarles. con nuestras grúas y el espíritu que

nuestra tripulación estaba comenzando a demostrar. Intenta descansar, ARNOLD. Soltaré

el resto de nuestra carga y perseguiré a ese barco cazador. Con todos esos ARNOLDs

inferiores a bordo deben llevar montones de pan. Solamente colocaré un par de garfios

sobre su cubierta y lo retendré a cambio de un rescate. Han perdido muchos hombres,

pero todavía debe haber varios cientos de tripulantes. ¡Rorqual! Vamos a por ellos, chica.

Drum presidía la reunión de emergencia. Vistas de las secuencias de la batalla fueron

pasadas alrededor de la mesa.

–Está claro que el ARNOLD se debilita. Esos reflejos temporales están muy por debajo

de sus posibilidades; ¿Por qué no pudieron derrotarle nuestros ARNOLDs inferiores? –

preguntó Seguridad.

Drum agitó los brazos en un gesto de futilidad.

–Evitó nuestros guerreros usando las grúas contra ellos. Y ni siquiera quiso luchar

contra los cazadores hasta que los tuvo atrapados a corta distancia.

El CU añadió:

–Una estrategia de esa profundidad sugiere que está aprendiendo rápidamente a pesar

de su balance negativo de nitrógeno..., o que recibió ayuda.

–¿De quién?

–Ha habido muchos fugitivos en la Colmena.

Drum asintió. Las listas serían largas. Algunos tendrían que sobrevivir. Estaba claro

que los barcos perseguidores necesitarían grúas, grúas fuertes y grandes.

La sirena del Perseguidor Uno sobresaltó al comité. Haciendo un circulo, Rorqual les

había adelantado y les cortaba el camino a la costa. El barco de la Colmena giró

rápidamente perdiendo velocidad y enfilando el norte.

–¿De dónde han sacado toda esa velocidad? –preguntó Seguridad.

–Mirad esa línea de flotación. Han soltado su carga.

–¿Qué es lo que quieren?

El CU registró la caza. Rorqual se mantenía en una posición de cerco. Cada vez que el

barco de la Colmena viraba, Rorqual recorría la hipotenusa y se adelantaba. Sus

velocidades eran muy semejantes, pero estaba claro que se estaban alejando más y más.

No había ningún lugar donde ocultarse. El resultado, cuando entrasen en contacto, era

predecible: Rorqual tenía grúas.

–Parece que los bénticos están a punto de duplicar el tamaño de su escuadra –dijo el

CU.

Drum se sintió perplejo ante la extrapolación del mec.

–Pero todavía tenemos el control. ¿No podemos hacer nada?

–Ya hemos visto lo que ellos pueden hacer con sus grúas. Las probabilidades son

pequeñas. Nuestro barco está perdido.

Drum consideró las posibilidades. Le gustaría hundir el barco y rendir la tripulación.

Pero si Rorqual conseguía colocar una agarradera y un cable sobre éste, tarde o

temprano lo subiría. Miró al circulo de seres que le rodeaban en busca de ayuda.

–No nos queda mucho tiempo –recordó Seguridad.

–No puedo hacerlo –gimió Drum, colocando su dorada insignia sobre la mesa.

–Necesitaremos un nuevo presidente entonces, y en menos de una hora.

Drum suspiró y salió de la habitación. En el pasillo vio a Furlong.

–Te deseo que disfrutes de tu expedidor térmico.

–Gracias –dijo Furlong, sacando brillo a su Aries.

ARNOLD se inclinó por la portilla de proa y observó cómo la popa del Perseguidor Uno

se acercaba. Sobre él, las grúas de proa estaban armadas con sus carretes de cable.

–Al atardecer podríamos tener tu pan –sonrió Larry. Un penacho de humo oscureció el

barco de la Colmena. Larry abrió la boca. Su corazón latió tres veces, después oyó un

estallido semejante a un trueno–. Esas cargas deben haber sido colocadas por expertos.

Ya se está hundiendo.

Larry arrastró su pequeño torso hasta la portilla y, se inclinó contra el marco–. Nunca

soñé que la Colmena se tomaría tantas molestias para privarte de tu pan. ¿Por qué

sonríes? ¿No comprendes lo cerca que estás de la muerte?

ARNOLD sólo se encogió de hombros:

–No puedo estar demasiado mal si la Colmena me teme lo suficiente como para matar

a una tripulación completa antes que permitir que unas pocas barras caigan en mis

manos.

Larry asintió.

Navegaron entre los restos. El agua estaba salpicada de cuerpos en chaleco

salvavidas, víctimas del shock. Los sensores mostraron que varias masas irregulares de

restos caían hacia el fondo. Trilobitex dejó su nicho en el casco de Rorqual y se sumergió

para examinar los desechos.

–Busca las despensas del barco –dijo Larry.

El pequeño mec en forma de pala siguió una pista de pecios y burbujas.

Se detuvo cuando encontró a los dos ángeles. Ellos le indicaron que querían subir a la

superficie. Regresó para guiarles. Después de un breve intercambio de explicaciones,

Larry les invitó a subir a bordo.

–¿Así que has matado un barco de la Colmena y ahora buscas una compañera entre

nuestro pueblo?

ARNOLD asintió.

–Unicamente... me estoy debilitando por la falta de un pan especial que quizá esté en

ese barco hundido.

–Después de un poco de práctica respirando en el agua tú mismo serás capaz de

buscar en ese barco.

ARNOLD movió la cabeza, describiendo su anterior y desafortunada inmersión.

–Eso no es para mí. La última vez que subí sentí un gran dolor, una lluvia de trombos –

dijo el barco–. Casi me mato.

–Embolos de nitrógeno... la borrachera –explicó el anciano ángel–. Tú estabas

respirando gases, nitrógeno y oxígeno, y la presión acrecentada permitió que más

moléculas gaseosas penetrasen en tus fluidos corporales. Cuando te descompresionas el

gas se va. Si subes demasiado rápidamente, las moléculas de nitrógeno abandonan la

solución en forma de burbujas, en lugar de hacerlo a través de los pulmones. Las

burbujas bloquean los pequeños capilares, émbolos que pueden matar pequeñas

porciones de tu cuerpo. Cuando los capilares bloqueados están en el cerebro o en el

corazón, es grave.

–Lo sé. Todavía tengo esta cojera.

El ángel le ofreció una rebosante boquilla.

–Con estas alas no tienes que preocuparte por las borracheras. Respirarás líquido en

lugar de gases.

Larry hizo salpicar las alas al examinar sus membranas... Un transparente sándwich de

túbulos.

–No creo que el área de la superficie sea ni siquiera aproximadamente suficiente para

él. Aquí hay únicamente unos diez metros cuadrados de superficie. Nuestros pulmones

tienen casi cien, y respiramos aire. El aire tiene treinta veces más oxígeno que el agua, de

manera que estas alas deberían ser mucho más grandes: unas trescientas veces más

grandes.

Los ángeles se miraron y se encogieron de hombros.

–Por supuesto, tienes razón –dijo el ángel–. No podemos extraer nuestro oxígeno del

agua del mar. Necesitaríamos un ritmo respiratorio de alrededor de quinientos. Imposible

sin un sistema branquial que permitiese el flujo a su través. Llevamos nuestro oxígeno en

forma líquida –ofreció a Larry un ligero recipiente de litro, una botella de doble pared

donde se había hecho el vacío. Cada ángel llevaba cuatro botellas en el correaje entre las

alas. Larry hizo que la válvula girase lentamente y sintió el helado gas en su dedo–. Una

botella nos puede durar unas diez horas. Lanza burbujas en las venas de las alas y al

respirar las burbujas pasan a nosotros.

Larry asintió, después pareció confundido.

–¿Pero para qué usar las alas entonces?

–Elimina el dióxido de carbono. Es bastante soluble en el agua. Además, al respirar

agua podemos ignorar las tablas de profundidad y tiempo para la inmersión. No hay

peligro de borrachera, narcosis de nitrógeno o estallidos. Otros riesgos sí existen, pero

nadando por parejas hemos evitado la mayor parte.

Larry palmeó la consola de Rorqual.

–Oyes todo esto?

–Si. Mi información sobre la ciencia de las profundidades ha sido escasa. Nuestros

esfuerzos de atrapar un béntico con la red fueron muy ingenuos.

El ángel asintió.

–Lo consideramos como un acto de hostilidad.

Rorqual lanzó cables para marcar los dos fragmentos del barco de la Colmena de

mayor tamaño. Usando sus garfios de pinzas intentó levantarlos varias veces, pero sólo

consiguió destrozar un poco más los restos. Bajo los consejos de Larry, ARNOLD se

sumergió con las alas, en una inmersión de prueba, y obtuvo éxito. Mantuvo su botella de

oxígeno abierta por un rato, hasta que la sensación de ahogo desapareció. Arreglaron una

cuerda sensora, de forma que Larry pudiera hablar con el gigante. Aun con su laringe

llena de agua, ARNOLD podía arreglárselas para emitir sencillos gruñidos para «sí», «no»

y «socorro».

Larry vigiló en la pantalla el descenso de ARNOLD acompañado de un ángel, mientras

el segundo visitaba el aparato cosechador y digestivo de Rorqual. La bodega, con

capacidad para una carga de cien mil toneladas, le impresionó. El ángel volvió al cuarto

de control en compañía de sus guías: dos electrotecs.

–¿A qué profundidad están?

–Noventa y cinco brazas –dijo Larry–. Y haciéndolo muy bien. ARNOLD ciertamente no

tiene problemas. A mí me llevó cuatro años acostumbrarme a inmersiones de veinticinco

brazas. Mira la forma en que escala ese montón de desechos. ¿Qué tal, ARNOLD? –

preguntó, poniendo su rostro cerca de la pantalla.

–¡Mmmmm! –asintió el gigante. Señaló un revoltijo de restos flotantes cerca del techo

del inundado camarote que estaban explorando. Extrajo objetos del amasijo y los sostuvo

cerca de los visores. El barco grabó e imprimió copias.

–Parecen papeles personales. Prueba en otro lugar.

–¡Mmmmm!

Colocaron una pinza sobre la maquinaria de energía eléctrica. Rorqual emprendió la

labor de rescate. Cuatro horas más tarde volvieron a la superficie a comer algo caliente.

Al atardecer volvieron al fondo con luces brillantes y examinaron otra sección del

fragmentado casco.

–Eso parece la sala de máquinas –observó Larry. Saltó de la mesa y chapaleó sobre el

suelo con sus manos. –¡Trilobitex! Baja con ARNOLD y mira si hay algo que necesitemos.

Parece como si la Colmena estuviese terminando esta cosechadora mientras estaba

navegando. La sala de máquinas está bastante bien equipada.

El pequeño mec en forma de pala se unió a los buzos. Larry se arrastró hasta el puente

de proa para observar la grúa que traía los fragmentos rescatados. Los objetos

hormigueaban sobre los objetos más voluminosos, en su mayoría robots clase nueve y

diez, diseñados para operaciones de fresado y montaje.

–Dañados por el agua y la explosión –dijo un tec–. Pero creo que podemos usar éstos

muchachos si tenemos que hacer nuestras reparaciones en el mar.

Los electrotecs llevaron cables neurales a todos los mecs rescatados, permitiendo a

Rorqual tomar entrevistas en profundidad. La mayoría estaban demasiado dañados para

una sencilla conversación audio–vocal.

–Llamad a los de allá abajo –dijo el barco–. Creo que hemos encontrado lo que

estábamos buscando.

ARNOLD se apoyó débilmente sobre la bobina de una grúa y sorbió su cóctel

estimulante. La rechoncha cala cerebral en el centro del círculo había sido empalmada en

los sensores de cubierta de Rorqual.

–Su cerebro todavía está un poco atontado a causa del hundimiento. pero hemos

estado recogiendo algunas cintas de memoria muy interesantes –dijo el barco–.

Escucha...

–Pulverización de unión..., matriz metálica compuesta...

–Esta no es la cinta que buscamos. Intentaré de nuevo.

–Produciéndose naturalmente aminoácido azúcar...

–Ahora nos estamos acercando. Ha almacenado un montón de teoría. Evidentemente,

ha ayudado a diseñar cierto número de mecs..., algunos de los cuales trabajaban en el

proceso de fabricación de alimentos. Intentaré estimularla hacia nuestro pan de quince

aminoácidos.

La caja cerebral farfulló:

–Aminoácidos... espectro de absorción UV, ciento ochenta y cinco sustancias reactivas

a la ninhidrina y sus posiciones cromatográficas...

–¡Eso es! –gritó ARNOLD–. ¡Imprímelo!

ARNOLD esperó impacientemente mientras los tecs preparaban la nueva unidad

hidrolítica de proteínas con un cromatógrafo para aminoácidos de flujo continuo. Fueron

dispuestos filtros ajustables para aislar los quince aminoácidos esenciales. Una sopa de

plancton fue calentada sobre un pH en movimiento para fragmentar las proteínas. El

medimec le tomó una gota de suero para ver cuál de los aminoácidos era el más bajo; las

carencias estaban muy extendidas. Quince agujas dejaron sus señales nutritivas sobre la

corteza del pan fresco. ARNOLD observó la larga hogaza. Alguna de las marcas de aguja

eran más oscuras. Debían ser las que necesitaba más, los más escasos en su suero.

Comió.

–No siento nada diferente.

–Lleva tiempo. Intenta dormir después de comer.

El gigante devoró la comida prescrita y durmió. Larry y los dos ángeles pasearon por el

puente. Las brigadas terminaban de reparar los daños causados en la batalla. Grandes

secciones de la piel de Rorqual eran cubiertas mientras el trabajo sobre sus antiguos y

corroídos circuitos progresaba.

–Gracias por quedaros y ayudarnos con el diseño de la columna cromatográfica. Nunca

entenderé bien las fases portadora y estacionaria de los solventes –dijo el pequeño

semihumano. Trepó y se sentó sobre un raíl.

–Nuestros motivos son egoístas. Con la Colmena tomándose un nuevo interés por

nuestros mares necesitamos un guerrero fuerte.

Larry giró su torso y escuchó.

–Rorqual puede ser una importante fuente de alimentos –continuó el ángel–. Los

bénticos podrían florecer.

–Si nuestro pan de aminoácidos funciona tendremos una pareja para Vientre Blanco...

y un guerrero.

Los aminoácidos séricos de ARNOLD volvieron lentamente a la normalidad. El pan le

devolvió su fuerza. Los dos ancianos miembros del Culto Profundo le enseñaron a

Rorqual cómo producir un equipo de alas: una sencilla membrana rodeando túbulos de

perfusión, casi idénticos a los que el mec blanco utilizaba en su máquina de corazón a

pulmón. El barco aprendió a fraccionar el aire líquido, para rellenar las botellas de

oxígeno.

–Llenemos la bodega y busquemos a los bénticos –dijo ARNOLD–. Quiero encontrar a

mi hembra moteada.

El escucha y Vientre Blanco se sentaban solos sobre la balsa de una cúpula. El estaba

perplejo por su reacción ante las noticias de un amistoso ARNOLD.

–Recuerda, hija, que el guerrero de la Colmena ha vuelto la espalda a sus creadores y

ha destruido uno de sus barcos. Navega en el Leviatán, nuestra deidad, que ha devuelto

el alimento a los mares. Tu odio hacia él no es sensato. Deberías por lo menos estar de

acuerdo en verle. Ha traído regalos... comida en abundancia: caballa, dulce, algas

comestibles, langosta...

Vientre Blanco se encrespó.

–¿Me venderías a esa criatura de la Colmena por unos pocos peces?

El escucha suspiró.

–No son unos pocos peces... ¡Son toneladas! Y él ya no es un instrumento de la

Colmena. Es libre. Larry y Trilobitex estuvieron con él en la batalla. El Culto Profundo ha

estudiado su barco.

–¡Le odio!

–Por supuesto, tú eres la que tienes que decidir, pero no tengo que recordarte la

escasez de machos. Otras muchachas bénticas...

–¡Pueden quedarse con él!

Cuando Trilobitex volvió a la superficie e informó del rechazo, los músculos de la

mandíbula de ARNOLD se abultaron. Apretó el puño.

–No te lo tomes demasiado en serio –le consoló Larry–. Es un océano grande. Hay

montones de...

–¿Cuándo te has convertido en un experto? –refunfuñó ARNOLD.

–Yo he conocido mujeres antes de mi accidente. Estaría completo ahora, si suspensión

no hubiera tirado mi pelvis.

–Bien, deben haber tirado la mitad equivocada –dijo ARNOLD, comprobando sus alas

de ángel–. Esto es muy importante. Sencillamente, no puedo dejarle ir.

Larry recorrió la cubierta, andando sobre las manos, intentando razonar con el

impetuoso gigante.

–Pero estos bénticos tienen costumbres muy estrictas. Sus hembras han sido

sexualmente agresivas durante generaciones. Tienen un lugar sagrado para la primera

unión, llamado cúpulas de emparejamiento.

ARNOLD asintió:

–Muy bien. Probaré a tu manera –y se colocó el correaje –. ¿Dónde están esas cúpulas

especiales?

–¡Pero el macho no lleva alas! Se supone que la ceremonia de emparejamiento es una

prueba de habilidad anaeróbica. de buenos genes...

ARNOLD frunció el ceño.

–¿Una prueba de genes? Es un concurso de natación. No puedo nadar tan bien como

ellos.

Larry abandonó la cubierta y trepó hasta el barco donde ARNOLD estaba recargando

sus botellas de oxígeno.

–Puedes aprender a nadar. Yo lo hice. Incluso yo puedo retener el aliento durante diez

minutos a la profundidad de las cúpulas de emparejamiento.

–¿Y cuánto tiempo necesitaste para aprender eso?

Larry se encogió de hombros.

–Un par de años. Pero tienes que recordar que yo tengo que ser muy cuidadoso sobre

el contenido de nitrógeno de mi dieta. Con tus riñones, tú puedes comer todas las

proteínas que quieras. Tu mioglobina y hemoglobina crecerán rápidamente

incrementando tu habilidad para almacenar el oxigeno. Estaría dispuesto a apostar que

dentro de un par de meses serias buen material de emparejamiento béntico, si realizaras

un buen número de inmersiones profundas.

–¡Un par de meses! Lo siento, Larry pero me temo que se equivocaron con la mitad

que tiraron. ¡No tienes una gónada en tu cerebro! ¡Quiero estar con Vientre Blanco ahora!

¡Hoy! –el gigante gritaba y gesticulaba. El hocicudo vigía de cubierta atisbó desde su

puesto en el puente de proa para ver si pasaba algo–. Ahora alcánzame la otra botella de

oxígeno y explícame otra vez sus costumbres reproductivas.

Larry intentó repetir lo que el Gran Har le había contado acerca de pasar entre las

cúpulas como un submarino, flotación cero, con la nariz hacia arriba y los brazos

extendidos para conseguir estabilidad. Una hembra que se aproximase desde arriba con

una flotación negativa puede usar sus dientes y pies para el abrazo, dejando sus manos

libres para ayudar a la penetración.

ARNOLD frunció el ceño durante un largo momento pensando. Movió fuertemente la

cabeza.

–No dará resultado.

–Funciona con los bénticos. Lo usan para conseguir una selección natural, como la

abeja reina que se une con el macho que vuela más alto. Una béntica se acopla con el

macho que nade a más profundidad.

–Un desafío –dijo el gigante–. Una prueba de fuerza en el agua...

–No. Una prueba de capacidad anaeróbica. Esa es la razón por la que no debes llevar

alas. Las alas son para el Culto Profundo, ancianos que necesitan oxígeno a alta presión

por debajo del nivel diez, porque los vasos cerebrales son estrechos.

ARNOLD cerró el puño y gritó:

–No soy un ángel senil. ¡Soy ARNOLD! ¡Un poderoso guerrero! –preparó las venas de

sus alas con oxígeno y abrió su boquilla. Los fluidos se esparcieron.

–Pero... –objetó Larry.

El gigante absorbió en la espuma rica en oxigeno e hizo señas al pequeño

semihumano de que se callara. Absorbió de nuevo, expandiendo el pecho y dejando caer

las alas. Rorqual balanceó un garfio y lo elevó, depositándolo sobre las agitadas aguas.

Revoloteó en la superficie como una polilla ahogándose. El garfio volvió, trayendo su

cinturón y su mono. El revoloteo continuó mientras reaseguraba sus correajes. Varios

minutos más tarde. Larry le perdió de vista.

–Una polilla en su primer vuelo de emparejamiento... –musitó el semihumano. Sacudió

lentamente la cabeza. Trilobitex regresó a su nicho para absorber en su alvéolo de

energía. El poderoso barco apagó sus luces de trabajo, enfundó sus grúas y dejó que la

tripulación durmiera. Su capitán no estaba a bordo.

Las alas de ARNOLD esparcieron su dióxido de carbono y trajeron recuerdos de sus

experiencias leptoanímicas como gallo de pelea. De nuevo era rey, en camino para

encontrar al objeto de su amor, la gallina moteada. Se movió rápidamente a través de las

profundidades. Cuando las pequeñas burbujas gaseosas fueron absorbidas de sus

cavidades y órganos no permaneció ninguna sensación de presión.

Su visión no era mejor que antes. Había estado limitado por la áspera opalescencia de

la esfera llena de aire; ahora estaba limitado por el índice de refracción entre su córnea y

el agua. Dos rosados cuerpos bénticos pasaron saludando con los brazos. Esta vez sabía

que era bienvenido entre ellos. El panorama, aunque enturbiado, era bastante agradable,

si se examinaba despacio. Quince años habían constituido un tiempo suficiente para que

los organismos seniles marinos reclamasen el suelo. Todo el espacio disponible estaba

abarrotado de tentáculos, espinas, pies tubulares, y variedad de pinzas. Lapas, caracoles,

almejas, conchas de peregrino y erizos colgaban de las muertas cúpulas. Las cúpulas

vivas brillaban y ofrecían sus burbujas de aire.

Las dos filas de cúpulas para hembras eran fáciles de encontrar en el extremo más

profundo del arrecife. Nadó entre ellas, desplegando sus alas. Nadie apareció. La cúpula

para machos estaba al final de la hilera. Introdujo su cabeza en la burbuja. Como de

costumbre, no estaba ocupada. Larry le había prevenido acerca del tabú que prohibía la

invasión de las cúpulas para hembras, de forma que no podía estar seguro de no estar

solo malgastando su tiempo. Nadando sobre su espalda, extendió las alas y pasó

lentamente bajo la hilera. Las brumosas aguas verdes oscurecían su identidad, pero la

silueta de una fálica torre de control atrajo una hembra béntica. Conservó su nariz

apuntando hacia la superficie, sesenta y un metros por encima. La rosada sombra volvió a

pasar.

Se sintió excitado por pechos y caderas desconocidos, pero no era Vientre Blanco. Sus

ojos recorrieron su cuerpo. Ella se retiró a su cúpula. El abrió su botella de oxigeno, agitó

las alas e hizo otro pase. Ella reapareció con los brazos a los costados aproximándose

mediante ondulaciones del tronco. Como una nutria, su nariz se deslizó subiendo por su

pecho y sus dientes se agarraron a su hombro izquierdo, un mordisco amoroso. Sus

talones se engarfiaron por detrás del músculo de su pantorrilla. Su monte de Venus

golpeó con fuerza, una hambrienta anémona engulló la poderosa torre. En un momento

ella se había ido de nuevo, otra vez en su bolsa de aire. Los pulmones de ARNOLD

extrajeron fluidos de sus alas. Exhaló lentamente. El insensible apresuramiento de la

hembra le recordó los vigorosos acoplamientos bajo la alambrada, el gallo de casta había

encontrado otra gallina de oro.

Volviendo a la cubierta de Rorqual escupió la boquilla y cautelosamente retiró los

correajes de su hombro ensangrentado. Varios minutos tosiendo espuma aclararon su

garganta. Se echó a reír. Un ayudante le trajo un voluminoso traje y una bandeja con

alimentos. Llenó su boca de pan, haciendo volar las migas al hablar.

–¡Eso es lo que yo llamo un emparejamiento!

–¿Vientre Blanco te esperaba? –preguntó Larry.

El gigante negó con la cabeza, mientras mojaba su pan en un cuenco de espesa sopa

de pescado.

–Quienquiera que ella fuese, me necesitaba –vació el cuenco, limpiando su barbilla con

el dorso de su mano. Su mueca era abierta.

–¿Quienquiera que fuese? ¿Ni siquiera la conoces?

ARNOLD se rió.

–Ya sabes lo difícil que es ver con claridad bajo el agua. Podría haber sido cualquiera

entre una docena de hembras jóvenes. Pero tenias razón acerca de sus costumbres.

Ciertamente, las hembras son agresivas. Larry se sintió aturdido.

–Pero ellas buscan una pareja, no simplemente el placer.

–¿Puedo evitar el disfrutar con ello?

–Ese no es el punto –explicó Larry–. Lo que deberías entender en relación a este

pueblo es lo fuerte de sus lazos familiares. Las parejas se unen el uno al otro y a su

descendencia con una ferocidad inigualada por otros pueblos que he conocido.

ARNOLD estaba perplejo.

–¿Qué quieres decir?

–Si esta nueva muchacha tiene un niño, ella y el niño constituirán tu familia a los ojos

de su gente.

–Estupendo –el gigante hizo una mueca.

–Pero ¿qué hay de Vientre Blanco?

La mueca se hizo más amplia.

–Ella será también la familia de ARNOLD –dijo–. ¡ARNOLD es el rey!

Larry suspiró. Su capitán podía ser difícil.

9. ARMADA

El comité tembló frente al frío análisis de la CU. Su cálido estatus como ciudadanos de

alta BCH dependía de sus sillas alrededor de esta mesa. Si eran retiradas por la CU, el

paso siguiente sería la ST, suspensión temporal.

–Vuestro manejo del problema ARNOLD ha sido ineficaz. Decisiones lentas. Costosos

errores. He convertido a Furlong en vuestro soberano con poder discrecional absoluto.

Sois ahora su gabinete, y vuestra función será meramente consultiva.

El círculo de rostros se relajó. En tanto en cuanto Furlong los necesitara,

permanecerían tibios. Se levantaron cuando entró y permanecieron de pie hasta que tomó

asiento. Tenía el aspecto presumido y confiado de un nuevo dictador.

–Hemos dado carta blanche –dijo sonriendo–. Todo es posible disponiendo

completamente de los recursos de la Colmena.

El gabinete mostró señales de asentimiento.

–Para empezar, Seguridad es reemplazada. El error de hacer salir al Perseguidor Uno

sin grúas pesa sobre vuestras espaldas. Vais a volver a vuestro departamento. Enviarán a

un representante más joven, a alguien con más imaginación.

El fatigado hocicudo se levantó para marcharse.

Envejeció perceptiblemente bajo la crítica escrutación a que se sometieron los demás.

Furlong continuó:

–Segundo. Serán estudiados los registros de la batalla y se diseñarán grúas superiores

a las de Rorqual –se volvió hacia el representante de los astilleros–: ¿Cuánto tiempo falta

para la botadura del perseguidor?

–Progresamos sobre lo previsto. Nuestra nueva casta de trabajadores ha probado...

–Sin retórica. Me gustaría una respuesta concreta, algo con lo que podamos contar

para nuestros planes.

–¡Dos años, señor!

–Eso está mejor. Ese lapso bastará para el diseño de las grúas. Pienso que las grúas

de proa deben ser mucho más fuertes que las de Rorqual, capaces de desgarrar y abrir

su casco. Otras grúas deberán ser más largas, pudiendo lanzar armas–objetos a

distancias mayores: explosivos, garfios, pinzas. La integración neural del barco no

necesitará estar involucrada en el manejo de estos ingenios destructivos. Cada grúa

tendrá su propia caseta de mando, sobre los puentes en tiempos despejados y bajo ellos

cuando empeore. ¿Alguna pregunta?

El cazador se puso en pie y aguardó a ser visto.

–¿Sí? –los ojos del soberano eran fríos.

–Señor. Seríamos capaces de echar un cabo a Rorqual especialmente si tuviéramos

más de un barco. Pero nuestro problema ha sido controlar el cerebro del barco. Si

ARNOLD vive solamente le obedecerá a él. ¿Cómo mataremos a ARNOLD? ¿Debemos

formar una compañía de ARNOLDs inferiores mediante condicionamiento leptoanímico?

–No. Una grúa de control remoto puede aplastar a un guerrero sin importar lo bien

condicionado que esté.

–Pero se quedaba bajo cubierta. Nuestras grúas no podrán alcanzarle.

–Entonces diseñad pequeñas unidades autopropulsadas que puedan acabar con él.

Enviad a los soldadores a nuestras unidades de reciclado y ved qué clase de mecs

pueden poner a punto. Armadlos y equipadlos con control remoto. Añadid unos cuantos

barracones a cada barco con este propósito.

–Un mec asesino a control remoto.

–Sí. Quizá deberíamos dotar a uno de los navíos de persecución con un ingenio de

caza. ¿Cuál es su radio de acción?

–Cuatro horas. Aproximadamente un centenar de millas por hora. Pero no estoy seguro

de que esté disponible, señor.

La CU interrumpió la reunión.

–Dentro de dos años podremos contar con una máquina voladora. La equiparemos

para amarización.

–¡ARNOLD será detenido! –sonrió Furlong.

ARNOLD abrochó sus alas: un ángel disoluto preparándose a cosquillear anémonas en

las cúpulas bénticas de emparejamiento. Llenó el aire con una tosca balada mientras

aseguraba un atún a su línea de arrastre.

Larry caminó sobre las manos hasta el impúdico gigante dejando mucho espacio al

aleteante pescado. El mediohumano desaprobaba las pafianas maneras del guerrero; a

sus ojos, violar vírgenes era un signo de perversión.

–Llevo el pescado gigante al viejo del Culto Profundo para que lo coma –dijo ARNOLD.

–¿Buscarás a Vientre Blanco?

–Visitaré de nuevo la ringlera de anémonas, si es eso lo que quieres decir. Ella sabe

dónde encontrarme.

–Pero has estado aceptando a cualquier hembra desvergonzada que se te ha

acercado.

–No puedo dejar que se desperdicie –gorgoteó el lascivo gigante–. Hay escasez de

machos ahí abajo. Me limito a cumplir con mi deber.

–¿Pero qué hay de Vientre Blanco, tu primer amor?

El enorme ángel hizo una pausa, la mano sobre la agarradera.

–Creo que sus palabras exactas fueron: «Pueden quedarse con él.» Bien..., ¡lo hacen!

Al tocar el agua, el atún se balanceó durante un momento y después siguió al gigante a

las profundidades.

Más tarde, otra anémona cabalgó la fálica torre de control.

Clam, indignado, trepó a la cubierta de Rorqual acompañado por dos marchitos

ángeles ancianos del Culto Profundo. Su lucha con la Clostridia le había dejado decaído y

malhumorado, pero tan fuerte como siempre.

–¡Saludos! –dijo el mediohumano desde su percha en el techo de la cabina–. ¿Qué os

trae a bordo?

–Hablaremos con tu capitán –hirvió Clam.

El barco retransmitió el mensaje a las cabinas situadas bajo el puente de popa.

ARNOLD depositó sus herramientas en el suelo, tomó el ascensor y se acercó a la

delegación con la mano derecha levantada y haciendo muecas.

–Tu sonrisa está fuera de lugar –explotó Clam–El asunto que nos trae es doloroso.

ARNOLD se sereno.

–Bien. Unios a nosotros en mi camarote. Hoy tenemos una golosina especial: caviar de

erizo, uvas doradas con cinco sabores propios consecutivos. Debéis probarlo.

Clam apartó con un gesto los bocados y se coció a fuego lento hasta que todo el

mundo estuvo sentado.

–ARNOLD, tus amorales hábitos de emparejamiento son contrarios a las enseñanzas

del Culto Profundo –los dos ángeles dieron signos de asentimiento–. Perviertes a

nuestras jóvenes doncellas, enseñándoles el pecado, la degeneración, lo maligno. Estás

siendo infiel a tu primera compañera, Vientre Blanco.

Larry vio que el rostro del ultrajado guerrero se cubría de color y habló rápidamente.

–Creo que ella ya ha rechazado a ARNOLD.

–Su hijo crece en su vientre, por lo tanto ella es su compañera..., y él el suyo. Así es

para nosotros.

–Sabía que ella llevaba a mi hijo. Todos los abrazos del rey son fértiles.

–¿Lo sabías? ¿Y no te importó? –bramó Clam.

Larry sintió la mesa moverse al inclinarse cada uno de los gigantes hacia el otro, los

tendones tensos. El pequeño mediohumano hizo que retrocedieran a sus lugares.

–Estoy seguro de que Vientre Blanco no desea perder ni a un hermano ni a un

compañero. Deja hablar a ARNOLD.

–Conozco todas vuestras costumbres. Larry ha sido muy concienzudo. Pero vuestras

formas no son las mías.

–¡Depravado, guerrero sintético! –interrumpió Clam, agitando su gran puño.–¡Te llamas

rey a ti mismo, pero aquí en nuestras aguas no eres más que un puerco, un vagabundo

ladrón que nos arrebata nuestro pescado y nuestras mujeres!

–Cálmate o activaré los extintores del techo –dijo el mediohumano–. Déjale concluir.

–Yo quiero a Vientre Blanco –dijo ARNOLD–. Espero anclado en vuestras aguas hasta

el día en que ella tenga noticia de su embarazo. Entonces ella vendrá a mi.

–Pero ¿y esas otras doncellas? También crecen sus cinturas.

–Las aguardo igualmente.

Clam se levantó y comenzó a recorrer el cuarto a zancadas dando bramidos.

–¡Todas no pueden venir a ti! No hay espacio ni en una de nuestras cúpulas para...

–Sus aposentos están en mi barco. Soy un morador de la superficie.

–¿Un morador de la superficie? –susurró Clam–. Pero ¿y la Colmena?

–Yo mando en el mar –dijo el gigante. Su voz era firme, confiada.

Clam estudió la cara del guerrero. No había signos de sarcasmo o engaño.

–¿Un morador de la superficie con muchas esposas? –se sentó lentamente.

–¿Cuántas puedes alimentar...?

–Mi barco puede alimentar a millones. Soy el rey. Conquistaré el mundo si es

necesario, pero mi familia tendrá comida en abundancia.

Clam aceptó un entremés fuerte y picante y mascó pensativamente.

–¡Nuestras jóvenes nunca aceptarán tal oferta! Son puras e inocentes, se han educado

en la mejor tradición. Preferirían morir a escuchar...

Cortó Larry.

–Clam, ¿por qué no echas un vistazo a los alojamientos de las esposas? Podrías

hablarles a las muchachas de las condiciones.

–Rechazo ser cómplice de tan torpe...

–Dejémosles decidir por sí mismas –suavizó Larry–. Los tiempos han cambiado. Ahora

el mar nos proporciona alimento. La Colmena es más débil. ARNOLD es el rey.

Entraron ayudantes para asistir a los artríticos ángeles con botellas de oxígeno y

humedecedores de alas. Un Clam reluctante siguió a ARNOLD y a Larry al elevador de

popa.

–Es un barco solitario, está prácticamente vacío. Puede transportar a diez mil humanos

y a cien mil toneladas de plancton. Actualmente tiene una tripulación de doscientos doce

ciudadanos. Embarcaron conmigo y se han quedado a causa de la triple BCH.

Desgraciadamente, los hocicudos tienen un ciclo vital corto. Cumplen bien las órdenes. A

los servomecs les gusta tenerlos cerca.

Clam estaba fascinado por el tamaño y el lujo. A la vuelta se había dulcificado algo, y

aceptó una bebida de la mesa de ARNOLD.

–Ciertamente, hay amplio espacio para la crianza –admitió el béntico–. Hemos debido

atravesar millas de camarotes. Supongo que las chicas disfrutarían con los expedidores

fríos y calientes. Harán innecesario todo el trabajo.

–Oh, habrá trabajo abundante a bordo de Rorqual –dijo Larry–. Pocos de nuestra

tripulación de ciudadanos pueden tolerar la permanencia en cubierta. Se espera de las

mujeres bénticas que realicen su parte en las tareas al aire libre.

–¿Tareas de cubierta? –dijo Clam. Miró al mediohumano pensativamente y después se

encogió de hombros–. Les diré lo que he visto. Los ángeles pueden discutirlo con el Culto

Profundo. Los machos escasean entre las cúpulas. Muchas de nuestras mujeres jamás

hallan compañero. Quizá seria conveniente para algunas embarcar con ARNOLD.

–Será bueno –dijo el guerrero gigante.

El barco produjo una ligera canoa de polímero, provista de quilla, mástil y esquife. Las

golosinas estaban empaquetadas y atadas.

–Viajad por la superficie mientras ARNOLD domina los mares –se izó la vela– Llevad

nuestros regalos y nuestras palabras. Permitid que las hembras grávidas decidan por sí

mismas –dijo Larry.

Una cabria dejó en el agua la pequeña embarcación.

Diecisiete de las hembras bénticas se trasladaron a camarotes bajo el puente de popa.

Durante el primer año nacieron veintiocho niños. Otras familias bénticas fueron traídas a

bordo, mientras se preparaban mapas y catamaranes. Cargados con semillas, anzuelos y

redes, zarparon hacia el oeste para establecerse en las diseminadas islas de un

archipiélago. Una de estas nuevas familias isleñas eran Har, Opalo y seis de sus

descendientes. Encontraron una superestructura granulosa en su laguna y desmedrados

cerdos y gallinas en el bosque de la isla.

Los miembros del Culto Profundo de más edad se quedaron en la presión del océano

disfrutando de su aire más espeso y de la flotación. Aquí y allá, algunos de los bénticos se

aferraron a sus cúpulas de la plataforma continental. Su desnudez y cultura neolítica los

limitaba a las corrientes oceánicas más templadas. Al reclamar la naturaleza sus nichos

del mundo marino, esta nueva generación de bénticos se encontró con nuevos peligros en

la vida marítima que volvía: criaturas con venenos defensivos y hábitos carnívoros. Pero

el hombre estaba en el mar para quedarse. Sus cibercúpulas eran inteligentes.

Identificaban cada nueva amenaza y desarrollaron un sistema de alarma para sus

huéspedes.

La compañera de Clam, Sunfish, envolvió al joven hijo de ambos, Tad, en su cuna y

volvió a su labor, la limpieza de un cubo de Gancer borealis, el «Cangrejo de Jonás»,

marrón y de cuatro pulgadas de ancho. Su cibercúpula detectó la aproximación de un

caracol marino venenoso, un molusco orlado de púrpura de un pie de largo. El techo pulsó

tres veces, tomando un color púrpura en el punto de borde más próximo al peligro.

–Gracias, cúpula –dijo ella, recogiendo su arpón.

Se movió hasta el borde de la balsa más próximo al color y atisbó en las aguas

verdosas. Las algas del fondo eran exuberantes y espesas. No se aventuró en el agua

hasta que distinguió claramente la concha espiral. Estaba forrajeando en la alta

vegetación utilizando su mortal tentáculo para dar caza a pequeños sebastodos, pescado

de roca. Deslizándose en el agua templada se acercó al caracol ramoneante, que la

ignoró. Había pocos enemigos naturales que pudieran resistir su mortífero veneno. Lo

acuchilló con su arpón. El tentáculo golpeó el dardo, dejando (ella lo sabía) una

microscópica lanza y una inyección de toxina. Sunfish empujó con más fuerza. El animal

inicio su violenta huida rodante, extendiendo su pie a un lado y retorciendo su concha

primero en una dirección y luego en otra. Cuando hubo realizado esta secuencia tres

veces se había desplazado seis pies. Sunfish le siguió, alcanzando el punto vital de la

concha. El tentáculo buscó en su dirección. Ella se alegraba de que el alcance del dardo

venenoso se limitara a la longitud de la proboscis. Su aguda arma buscó el blando cuerpo

en el interior de su casa espiral; una contorsión y su simple hemoglobina de molusco

oscureció las aguas, atrayendo un enjambre de carroñeros que se disputaron las

proteínas expuestas.

Sunfish volvió a su cúpula para encontrarse con que el agua del recipiente donde

cocían los caracoles marinos se había derramado. Añadió más agua de mar a los

pequeños caracolillos de tres pulgadas, parientes de la mortífera criatura que acababa de

despachar.

Clam se reunió con ella para comer. En su saco de forraje abultaban las orejas

marinas. Sunfish hurgó entre los óvalos blancos y elásticos eliminando mediante frotación

los pigmentos periféricos y lanzando los fibrosos a su animal doméstico, un Sterealopis

gigas.

El róbalo marino gigante subió del fondo, tragó el bocado y descendió de nuevo.

–He observado una pareja de cotideos luchando por algo bajo el soporte sur –comentó

Clam.

–Un caracol marino –dijo ella–. Lo maté hace unas dos horas.

–Parece que se están haciendo más numerosos. Supongo que es el momento de

sembrar nuevamente el patio con estrellas de mar predatorias.

Ella asintió y comenzó a machacar las orejas marinas.

–¿Podrías devolver estas trampas para cangrejo en mi lugar? Goose y Mudd querían

tenderlas por la mañana temprano.

–Muy bien, les llevaré un par de pies de abalones para que masquen.

Ató las redes en forma de concertina en un apretado bulto y las empujó fuera.

Sunfish atendió a Tad y cayó dormida junto a él. Fue despertada por la frenética luz de

alarma de la cúpula. La intensidad de los rojos impulsos la asustó. Tad daba alaridos.

–¿Qué sucede, cúpula?

Alzó a su hijo y buscó una pista en las aguas nocturnas circundantes. Aumentó la

brumosa bioluminiscencia verde. Las vibraciones le dijeron que algo se aproximaba, un

sonido nuevo y desconocido que bamboleó la cúpula.

La afilada hoja del garfio golpeó la cúpula cuatro pies por encima del borde, penetrando

en la bolsa de aire y arrugando las paredes delgadas y translúcidas. Un anillo de

pequeñas olas espumosas hizo bailar la bolsa cuando la cúpula se plegó, rajándose

después con un estallido y proyectándola al exterior, junto a una nube de burbujas. Se

encontró emparedada entre la balsa flotante y pesados fragmentos del techo arqueado..

Un doloroso pop en su flanco derecho le dijo que ya no estaba en el nivel cuatro.

¡Estaba ascendiendo rápidamente!

Propinó puntapiés a los restos del naufragio. Su pequeño exhaló una gruesa hilera de

burbujas que cosquillearon en su seno izquierdo. Trató de expulsar el aire rápidamente,

pero sus burbujas eran ya rosadas.

Los bénticos heridos gimieron en la oscuridad. Pesadas porciones de escombro

desaparecían por todos lados. Un foco de búsqueda barrió la escena. Sunfish intentó

extraer algo de vida en el pequeño Tad, pero la forma regordeta no hacia sino temblar,

silenciosa y con los ojos abiertos. Probó la respiración boca a boca, pero sus propios

pulmones no le respondían. Solamente pudo exhalar. Cada intento de inhalación era

bloqueado por una agónica presión bajo su brazo derecho, un pulmón desgarrado.

Pequeños y punzantes dolores acuchillaron los dedos de sus manos y pies extendiéndose

por sus extremidades. Sus contorsiones activaron la fosforescencia de superficie.

Señalando su situación, el foco luminoso cayó sobre ella. Un harpón hocicudo terminó con

sus sufrimientos. Una manada de pequeños peces hambrientos fue atraída por su sangre.

Encontraron a Tad.

Furlong caminaba con su séquito por entre los helados contenedores del Perseguidor

Cinco. Contó los helados bénticos y asintió ante la cifra obtenida.

–Sesenta y cuatro enemigos muertos. Bien. No tenemos heridos. No hubo señal de

Rorqual Maru.

El representante de Seguridad sonrió.

–Estoy convencido de que hemos hallado el ingenio antibéntico perfecto, el Atún de

Hierro. La instalación de aletas y de un visor en el garfio de enganche permite al que

maneja la grúa liquidar sus cúpulas con una gran dosis de precisión. No creo que se nos

haya escapado ni una sola de las cúpulas de ese arrecife. Mira a estos registros antes y

después de nuestro ataque. El arrecife es llamado Dos Millas. Observad cómo

resplandecen las cúpulas ocupadas, convirtiéndose en blancos fáciles.

Pasaron de mano en mano las diapositivas.

Tres hombres del control de cazadores extrajeron barbas de arpón de los rígidos

restos.

–Fue sencillo; montones de proteína. Tendremos todos los voluntarios que necesite

para este tipo de trabajo. Nuestros cazadores disfrutan de los disparos nocturnos con

auxilio de reflectores.

–Supongo que es un éxito en toda regla –dijo Furlong–. No arrojéis estos especímenes

a síntesis demasiado rápidamente. Quiero que los biotecs tengan oportunidad de

estudiarlos, a ver qué pueden sacar. Sé hasta qué punto estamos escasos de proteína

adecuada, pero la situación no cambiará hasta que no llevemos a cabo un análisis

completo de estas criaturas, de sus cuerpos y sus mentes. Enviadme los informes tan

pronto como sea posible.

Clam se acurrucaba en la bolsa de aire de una pequeña sombrilla. Su inflamado pulgar

derecho latía donde la rotadora le había pellizcado. Había sido testigo de la destrucción

del pueblo de cúpulas. Al principio, los garfios que se aproximaban se habían asemejado

a extraños atunes de un ojo. Sus focos de búsqueda le informaron de que eran máquinas,

así que había intentado evitarlos. Se había escondido en una grieta hasta que se dio

cuenta de lo que estaban haciendo. Las estallantes cúpulas le habían sacado de su

refugio, pero los ingenios mecánicos le hicieron fácilmente a un lado. Ahora estaba

totalmente solo. Los restos del fondo no le indicaron nada acerca de su familia. Un pez

carroñero mordía los restos de comida sobre la mesa, pero no había cuerpos a la vista.

Después de descomprimirse en el nivel dos, hizo flotar su canoa de botalón y comenzó a

buscar por la superficie. El rastro de desperdicios era sencillo de seguir. El horizonte

estaba despejado. El barco se había esfumado.

Cuando Clam comenzó a palear estaba aturdido, pero cada nuevo fragmento empujaba

y despertaba su cólera. Un cuenco de madera no era más que un simple utensilio hasta

que identificó la tabla que lo adornaba como hecha por su mano. Hacia el mediodía se

había tropezado con el núcleo principal de restos formado por numerosas balsas y

fragmentos de cúpulas. Recogió una manta familiar pequeña y harapienta. Cuando

encontró la balsa que había sido su hogar, aproximó la proa de la canoa y se arrastró

sobre ella. sollozando. Sus manos se movían entre los tejidos familiares. Un arpón roto se

clavaba profundamente. Las manchas de sangre hablaban por sí mismas. Estuvo allí

sentado durante toda la noche con la cabeza hundida entre los brazos. Pequeños peces

narigudos buscaban entre los desperdicios.

Al amanecer, Clam se recompuso y recorrió la balsa a pasos lentos. Nada quedaba de

la villa natal. Todas las cúpulas vivientes habían sido sistemáticamente destruidas. Había

otras comunidades en otros arrecifes. Tenían que ser advertidos. Extrajo el arpón roto. ¡Y

se vengarían!

Rorqual rastreó el banco de Thunnus thynnus y transmitió los datos a la consola de

Larry. El mediohumano se retorció en su hamaca y leyó el informe.

–Atún de aleta azul –dijo para sí–. Doscientas libras.

Descendió y se precipitó por la escalera de cámara a la cabina de control. La vista de la

gran pantalla era impresionante, los ojos sensores de la grúa 2–L eran agudos, recogían

los detalles de colaboración y las cortas aletas pectorales. ARNOLD se unió a ellos.

–Bonito rebaño –dijo Larry–. ¿Debemos capturar algunos para los isleños?

–¿Por qué no? Uno por familia no acabará con ellos. Utilizaremos unos pocos para los

hombres de cubierta y las mujeres –el capitán palmeó la consola del barco–: Adelante,

muchacha. Cógenos unos cuantos.

Las grúas de proa tendieron líneas y expelieron cebos de cucharilla y araña con

anzuelos de cinco pulgadas. Se sometió el banco a muestreo. Cuarenta y ocho peces

idénticos aleteaban sobre el puente de popa músculos escamosos, ojos que jamás

parpadeaban. La tripulación hocicuda de gruesas ropas permaneció a un lado mientras

las desnudas mujeres bénticas se tomaban el tiempo necesario para elegir el que sería la

comida de la noche.

–¿Qué bestia aletuda decís? –preguntó ARNOLD.

Seis sudorosas esposas observaron su acercamiento. Sus brazos estaban moteados

de sangre y escamas, y sus manos repletas de anzuelos y cuchillos. Vagó entre ellas

charlando, bromeando y palmeando. El sol estaba alto, el trabajo resultaba pesado.

Cuentas de sudor rayaban sus cuerpos. Se detuvo frente a una joven madre cuya

húmeda piel tenía regueros blancos, estaba en período de lactancia. El extendió su mano.

–Dame tu cuchillo. Ve a alimentar a tu hijo.

Ella se plantó bajo la ducha de cubierta, lavándose en el agua de mar, escapándose

después hacia el ascensor. ARNOLD volvió la hoja una y otra vez, pensativamente.

–No hace mucho habría intentado ensartarme con esto –musitó.

Al crepúsculo halló al mediohumano colgando del borde de la escotilla de proa. La luz

naranja procedente de los alojamientos delineaba la pequeña forma. Sonidos de mujeres,

niños y utensilios llenaban el aire.

–Únete a nosotros –dijo el gigante.

–Quizá lo haga para comer un bocadillo de lechuga–y–trigo–integral –dijo Larry,

balanceándose escotilla abajo sobre una de sus sogas anudadas.

Una de las muchachas, Crayfish, madre de trillizos, saludó al mediohumano con un

chillido y le ofreció un sitio cerca de ella. La mesa era redonda, de quince pies de

diámetro, y se hallaba rodeada de almohadas y cojines. Estaba siendo dispuesta en el

centro del ascensor, detenido en el segundo nivel. ARNOLD descendió por las escaleras

y ayudó a transportar la pesada fuente de filetes de pescado. Vientre Blanco anudaba su

lavalava (producto de la Colmena) y se desplazó alrededor de la mesa distribuyendo

canastillas de pan de quince aminoácidos y cubos de té de arrayán. Hizo espacio para el

capitán cerca de ella, ya que era madre del primogénito de ARNOLD. Otras esposas se

aproximaron, charlando. Llevaban ensalada de pulpo adobada, algas comestibles,

almejas al vapor, cangrejos hervidos y un surtido de los platos más anónimos de Rorqual.

–Deberíamos alcanzar la primera de las islas mañana –dijo ARNOLD.

–Es bueno verlas verdes de nuevo –dijo Larry–. Puedo comprender por qué el Gran

Har deseaba instalarse aquí. Llené su cabeza con imágenes de estos lugares mientras

estábamos en los cimientos, allá en la Colmena. Estoy seguro que no sería feliz en ningún

otro sitio.

Rorqual metió la nariz en la ensenada y dejó que su barbilla descansara en la arena. El

jugoso verde de la isla no mostraba signo alguno de estar habitado. Vientre Blanco estaba

preocupada.

–¿Estás seguro de que estamos en la isla correcta?

El barco dispuso silenciosamente los dos mapas y proyectó el montaje. La topografía y

las coordenadas coincidieron.

–Creí que en dos años habrían hecho algo con el lugar, casas, barcos, redes, pero

parece tan salvaje como siempre. ¿Crees que se hayan trasladado a otra isla?

–Están aquí –dijo Rorqual. Un sensible examen infrarrojo de la vegetación indicó

defectos cuadrangulares, moradas escondidas detrás de una pantalla de matojos y viñas–

. Aún son cautelosos por lo que toca a anunciar el hecho. Eso es todo.

ARNOLD miró oblicuamente a la playa.

–Recuerda que no eran más que doce. Parece haber dos o trescientos acres en los

que esconderse. Que las esposas vayan a tierra con los regalos. Dejaremos aquí los

grupos de cascos de catamaranes, de veinticuatro y treinta y seis pies. Herramientas de

jardín. Cabezas de arpón. Invítalos a subir a bordo para la comida de la noche.

Vientre Blanco llevó a sus dos niños al claro. Har y Opalo aparecieron corriendo y la

abrazaron. Chacharearon y se pasaron los niños de unos a otros.

Mas tarde, Har subió al puente para hablar con el mediohumano Larry. Ambos se

habían oscurecido y endurecido considerablemente desde sus días en los cimientos.

Entrechocaron los vasos y brindaron por ARNOLD.

–Pueda siempre el rey dominar el mar.

La comida de la noche fue amenizada con canciones y bailes. El barco expelió una

gran variedad de juguetes de polímero coloreado para los niños. La vida en la isla había

curtido y encallecido aún más a las mujeres bénticas. Musculosas y de pelvis ancha,

quedaban embarazadas cada año. La población de la isla se acercaba a las veinte

personas. Las esposas de ARNOLD las cubrieron con una lluvia de pequeños regalos:

utensilios de cocina y elementos de costura. Rorqual recogió canastos de semillas y

jaulas con pequeñas criaturas salvajes de carne comestible a fin de sembrarlas en otras

islas.

–Somos felices aquí –dijo Har–. Deberías interrumpir tus vagabundeos y vivir con

nosotros.

–No –dijo Larry–. Me gustan las travesías de Rorqual Maru. Dispersaremos algunas

semillas y las veremos crecer. Los pequeños cerdos salvajes medran en todas partes. No

sé lo que esterilizó a todas estas islas, pero me estoy divirtiendo plantándolas.

Har asintió.

–Es como aquellas historias que me contabas sobre el Arca de Dever. Sólo que tú

siembras la vida aquí mismo, en la Tierra.

–Sí. Supongo que estoy gozando de toda la diversión de un colono de nave estelar sin

correr ninguno de sus riesgos.

Los convidados pasaron toda la noche en el barco. Al amanecer, una mota en el

horizonte los turbó. El segundo par de grúas de Rorqual se alzó. La imagen fue lanzada a

la pantalla de ARNOLD.

–Un esquife. Uno de los nuestros –dijo el capitán. Larry y Har se dirigieron a la obra

muerta.

–Viene del nordeste. ¿Quién podrá ser?

La historia de Clam era incoherente, alternando el furor y la desesperación. La grúa 2–

R husmeó la canoa y levantó la manta del niño y el arpón ensangrentado.

–¡La Colmena ha vuelto al mar! –dijo Rorqual–. La familia de Clam ha sido asesinada.

–Y probablemente la mayoría de los bénticos del arrecife de las Dos Millas –añadió

ARNOLD.

A Larry no le gustaba.

–Esos garfios robot dan la impresión de ser un arma específica para destruir cúpulas.

Me temo que hemos subestimado la determinación de la Colmena. Desea fervientemente

acabar con nosotros.

–Destruyámosla –dijo el Gran Har en voz baja.

Los hombres se agruparon en cubierta hablando de la guerra. El barco escuchaba.

–No es posible una guerra con la Colmena –dijo Rorqual–. Su sistema nervioso único y

sus 3,5 x 1012 ciudadanos cubren los continentes. Sus departamentos de embriología

expiden 5 x 10 unidades por día. Pueden construir una copia de ARNOLD en diez años...,

y de Rorqual en cinco. Vosotros sois pocos en número y estáis diseminados. No poseéis

ni máquinas volantes ni explosivos. No tenéis ejército.

Har agitó el puño.

–Debemos hacerles pagar. Los que han asesinado en Dos Millas eran de nuestro

pueblo.

Clam apuntó al arpón roto.

–Este es nuestro océano. Mataré a cualquier criatura de la Colmena que penetre en él.

ARNOLD asintió.

–La nave de la Colmena debe ser destruida.

–Mandaré muchachos a las islas de los alrededores –dijo el Gran Har–. Podríamos

reclutar a veinte o treinta hombres. Si el barco de la Colmena trae algunos ARNOLDs

inferiores nos enfrentaremos a ellos con hachas y arpones.

Los vecinos comenzaron a llegar con sus sencillas herramientas–convertidas–en–

armas neolíticas. La mayoría eran simplemente ciudadanos en la segunda década de su

vida, ingenuos y entusiastas. El recuento final sumó dieciocho machos y catorce hembras

fornidas. Todos sentían amargura extrema ante las atrocidades de Dos Millas. Los niños

fueron dejados en tierra al cuidado de las esposas embarazadas.

El escucha, otro sobreviviente de Dos Millas, consiguió llegar al arrecife sur. Narró su

historia a un pequeño grupo en la larga cúpula.

–Son nuestras cúpulas lo que destruyen. Sus armas pueden indicarles qué cúpulas

albergan bénticos. Unicamente ésas son atacadas.

Nariz Curvada, una curtida hembra con nueve niños, se volvió hacia su hijo medio

crecido, Razor, y le preguntó:

–¿Cómo pudieron hacer eso?

Razor era el experto de la tribu. Había pasado todo un día escondido en los jardines

observando un poste centinela. Después había dado un detallado informe al Culto

Profundo.

–La Colmena tiene pequeños ojos y oídos –dijo–. Algunos ven mejor que nuestros ojos,

algunos peor. Creo que deberíamos intentar que las cúpulas ocupadas se pareciesen

tanto como sea posible a las cúpulas muertas. Si esos ojos submarinos son peores que

los nuestros, quizá seamos capaces de esconder nuestras cúpulas.

El escucha asintió.

–Puede que no haya mucho tiempo.

Contemplaron cómo el joven Razor guiaba un grupo en las turbias aguas. Cuando

volvieron, todos ellos hablaban a la vez.

–Tenemos que empequeñecer nuestras burbujas de aire.

–Es la luz. Deberemos utilizar únicamente la bioluminiscencia natural.

–Es el calor. Las cúpulas tibias albergan familias. Es la escoria marina.

–No. Las cúpulas nuestras están cubiertas por criaturas marinas y algas. Debemos

intentar camuflar nuestros hogares con algas, erizos y estrellas de mar.

Nariz Curvada levantó las manos pidiendo silencio e indicó con un gesto a su hijo que

continuara.

–Podría ser cualquiera de esas cosas. No lo se. Pero debemos intentarlas todas. Los

focos calientes y las luces de las cúpulas han de ser apagados. La mayoría de los

cerebros de clase once de las cúpulas cooperarán. Las que no, han de ser abandonadas

por el momento. Creo que las mujeres podrían tejer una mortaja de algas para cubrir la

dermis exterior. Los chupadores y los pies tubulares no se adherirán a la dermis desnuda

de la cúpula viva.

–Instalaré un aparato de escucha en una de vuestras cúpulas de nivel dos. Quizá les

oigamos llegar –dijo el escucha.

Furlong se sentaba al lado de su pantalla en la sala del comité. Los otros miembros

habían sido despedidos.

–¿Estás seguro de que no hay bénticos?

El inexpresivo rostro de la pantalla era el del obediente capitán del Perseguidor Dos.

–Hemos hecho tres pasadas sobre el área que aparece en los mapas bajo la

denominación de Arrecife sur. Ninguna de las cúpulas vive.

Furlong estudió las diapositivas.

–Los hemos visto en los jardines a un lado y a otro del punto donde los atacaron.

Deben estar en algún sitio.

–Lo siento, señor. No hay señal alguna.

La CU parceló otra zona de probabilidad para que las naves de la Colmena la

dragaran.

Rorqual se deslizaba silenciosamente bajo el horizonte.

–Tenemos que evitar tomar contacto hasta que veamos cómo han armado este barco.

La Colmena consumió dos años poniéndolo a punto. Después de nuestra victoria sobre el

Perseguidor Uno estoy segura de que han aprendido algo.

ARNOLD estaba impaciente.

–Alcancémoslos y aplastémoslos antes de que sepan lo que les golpea.

–Me descubrirían aproximadamente en el mismo momento en que yo los avistara. Doy

por sentado que nuestros sensores son muy parecidos.

Larry estuvo de acuerdo.

–La Colmena ha sido incapaz de mejorar los componentes mecs durante los pasados

cien años. Si han hecho algo, ha sido deteriorarlos.

–Perfectamente –gruñó ARNOLD–. Mantén abierto tu largo oído. Capta lo que puedas.

Larry, ¿cómo organizaste a nuestras gentes?

–Seis escuadras, una sobre cada puente y dos en reserva. Tres operadores por grúa

de apoyo.

–Bien.

–Borrad eso –dijo el barco.

–¿Ahora qué? –demandó ARNOLD.

–Cancelad esos planes de batalla. Fallarán. Aquí están las transmisiones que estoy

captando de la armada.

–¿Armada? –se atragantó Larry.

La pantalla se dividió en cuatro cuadrantes. Cada uno mostraba una vista diferente de

un grupo de barcos. Les llevó un momento de comparación darse cuenta que cada vista

era tomada por una alta grúa sensora de un barco diferente.

–¡Mira esas grúas! ¡Deben ser dos veces más largas que las nuestras! –exclamó

Larry–. Y las del puente de proa son tan gruesas como una cápsula de carga.

–Cuatro barcos –murmuró el Gran Mar–. Bien, si no tienen ARNOLDs podríamos tener

aún una oportunidad...

Las actividades parecían formar parte de batallas simuladas. Dos navíos de la Colmena

tomaron una actitud belicosa, apareciendo taladros en cada par de grúas. Cuando las

grúas de proa tipo bulldog se cerraron, el barco entero tembló. Las largas grúas de popa

arrojaron cargas en forma de saco a una distancia de tres millas. Hongos de vapor

perforaron el área del blanco. Larry y los bénticos se sumieron en la desesperación.

Solamente ARNOLD permaneció optimista.

–Somos mayores, más fuertes y más veloces –dijo el gigante–. Si podemos abordar

uno de esos barcos...

–Negativo –dijo Rorqual.

La pantalla mostró dos robots armados, que repartían golpes con mazas de pico. Los

ingenios mecánicos eran lentos y desmañados, pero había un surtido ejercitándose sobre

el entrepuente. Algunos parecían pesar más de una tonelada, evidentemente demasiado

para un béntico provisto de un arpón artesanal.

–Me temo que, como las grúas, esos robots son operados a control remoto –dijo Larry.

–Cierto –confirmó Rorqual.

–¿Y si atacamos?

–Moriremos –contestó el barco.

ARNOLD no daba señales de miedo. En su mente no había alternativa a la batalla.

Jamás escaparía.

– ¡Ataquemos!

–Pero ¡si no podemos vencer! –gritó Larry, haciendo bailar su pequeño hemitorso

alrededor de la mesa de mapas–. Tiene que haber alguna otra forma...

–¡Ataquemos! –repitió el gigante.

El Gran Har y los bénticos miraron sucesivamente a sus míseras armas y a las

formidables máquinas de la Colmena que aparecían en la pantalla.

–¿Hay otra forma? –preguntó Har.

Las imágenes desaparecieron de la pantalla del barco. Silencio.

ARNOLD parpadeó. Parecía salir de un trance... Su método cerebelar de lucha.

–¿Qué?

Rorqual viró, poniendo proa hacia las islas.

–Puede haber una forma. La probabilidad de éxito es pequeña, pero significativa.

ARNOLD estaba confundido.

–¿Lucharemos?

–Lucharemos más tarde –dijo el barco–. Hay algunos preparativos que debemos

realizar.

En su ruta hacia el archipiélago se detuvieron en varias pequeñas islas desiertas, en

donde el barco apaleó toneladas de suaves piedras y arena de las playas. Mientras la

bodega se llenaba de carga, la línea de flotación de la nave se hundía más y más en el

agua.

Al aproximarse a la isla de Har, una pequeña flotilla de canoas y catamaranes de

bienvenida se reunió con ellos en la bahía. La recepción perdió su alegría cuando Rorqual

ordenó la vuelta a tierra firme.

–Desprendeos de vuestras flores. Que los mayores catamaranes se pongan al pairo

para desembarcar a mi tripulación. Todo el mundo a tierra, excepto ARNOLD. En las

batallas por venir solamente necesito a mi capitán.

Larry se opuso a la decisión de la nave, pero ésta permaneció firme. Adoptando

algunas de las características exteriores de una diosa, hizo que su voz retumbara sobre

las aguas:

–Yo traje el guerrero a vuestro pueblo y dejé su semilla. Ahora debemos entrar en

batalla. ¡Lo haremos solos!

El mediohumano Larry trepó por la soga hasta el mástil del catamarán. Abajo, la

multitud de esposas y niños gemía y gritaba por su ARNOLD. Rorqual partió con sus

cubiertas desiertas. El obediente tripulante hocicudo guardó un respetuoso intervalo antes

de izar velas. La flota de pequeños barcos volvió á la isla.

ARNOLD estaba de pie en el cuarto de control con un arsenal a su lado: pilas de

arpones neolíticos construidos por los isleños, piedras arrojadizas, pequeños arcos y

flechas empleados para pescar y su leal hacha de doble filo. Las pantallas de proa

determinaron la posición del enemigo. La armada había alcanzado el horizonte.

Abruptamente, Rorqual viró a babor y se dirigió hacia el norte navegando

paralelamente al archipiélago.

–¿Estamos evitando la batalla?

–Retrasándola –dijo el barco–. Hay una ceremonia que debemos llevar a cabo.

Vientre Blanco salió de su escondite. Vestía un lavalava coloreado y llevaba un frasco

de vino púrpura.

–¡No deberías estar aquí! –reprendió ARNOLD.

–Es necesario –dijo el barco.

Vientre Blanco se desprendió de su faldín coloreado y se subió a la mesa de mapas

arqueando la espalda. Levantó los pies y se extendió sobre los crujientes impresos, nariz

y dedos de pies en alto, los hombros atrás y los talones juntos. Con la mano izquierda

derramó una onza de vino púrpura en su ombligo.

ARNOLD estaba irritado.

–No tenemos tiempo para sexo antes de la batalla.

–La ceremonia es necesaria... ¡Bebe! –dijo el barco. Su cibervoz se alzaba masculina y

distante..., era una orden.

ARNOLD se encogió de hombros. Puso la mano izquierda sobre el hombro de ella y la

derecha en su rodilla. El vino estaba tibio y un poco salado. La mujer volvió a llenar el

orificio biológico.

–Bebe –dijo el barco.

Las moléculas de flores y frutas se evidenciaron más. El tercer trago estaba más

fresco.

–¡Bebe!

«¡Glub!»

¡Click! LEPTOANIMA: PAPAÍTO PIERNASLARGAS

ARNOLD poseía ocho obedientes patas, cuatro pares coordinadas. El segundo par se

movía por encima de la cabeza a modo de antenas, escuchando y husmeando. Cada pata

tenía hiladoras aracnoides que expelían sólidas redes. Los ojos, de un diámetro de doce

pies, realzaban en la cabeza semejante a una torre. Batió el océano con sus poderosas

patas haciendo espuma. ARNOLD era ahora Papaíto Piernaslargas..., ¡con un cuerpo de

un cuarto de milla de longitud!

–Soberano. Hemos avistado a Rorqual –anunció Perseguidor Dos.

–¡Capitán! –ordenó Furlong desde la Colmena.

La armada se dio vuelta. ARNOLD esperó tranquilamente con las piernas plegadas

sobre la espalda. Solamente sus ojos se movían... rastreando. Un banco de niebla se

espesó y se deslizó sobre la popa. El ingenio revoloteante lo rodeó y regresó a su hangar

con un problema en los motores. La niebla se tragó a los barcos de la Colmena.

–No puedes esconderte de nosotros aquí dentro –dijo Furlong.

Los sensores se adaptaron al vapor de agua y continuaron mandando imágenes a la

pantalla. Hubo un momento de confusión en las cubiertas cuando los operadores de las

grúas abandonaron sus barracones exteriores para trasladarse a sus cabinas de control

remoto bajo los puentes. Habían taladrado primordialmente con visualización directa y

serían un poco desmañados hasta que se familiarizasen con los sistemas ópticos del

barco. Los soldadores trabajaban en el volador. Los arqueros sorbían estimulantes. Los

mecs asesinos se calentaban.

ARNOLD Papaíto Piernaslargas escuchó la conversación mantenida entre los barcos

de la Colmena. Se agazapó en la niebla.

–Rodead a la cosechadora si podéis –dijo Furlong–. No deseo que se escape esta vez.

Si sois capaces de acercaros lo suficiente cerrad las grúas bulldog y aguardad a que los

otros barcos acudan antes de intentar el abordaje. No sabemos cuántos bénticos puede

haber a bordo. Recordad, ¡podría transportar diez mil!

ARNOLD esperó, su segundo par de patas levantadas en el aire, alerta. Un navío

avanzó con lentitud. Los otros iniciaron una rápida maniobra envolvente. Formaban un

arco a una distancia de cinco millas. Se volvió hacia el barco próximo. Sus grúas bulldog

se abrieron –distancia 880 yardas–, longitud de dos cuerpos.

ARNOLD golpeó el agua con sus ocho patas, abalanzándose hacia adelante. Plantó R–

1 en la cubierta de proa para resguardarse de las pinzas; L–1 derramó polímero pegajoso

enlazando las grúas del enemigo. Los operadores hocicudos de las grúas se afanaron con

los controles, pero el Papaíto Piernaslargas era rápido y ágil y los ató en un limpio haz.

Escuadras de guerreros cubrieron las cubiertas como hormigas, corriendo en círculos

entre la niebla.

–¡Lanzadle un cabo! ¡Abordadla!

ARNOLD colocó su primer par de patas en el puente central de los barcos

perseguidores y se elevó hacia ellos arrastrándose fuera del agua. Su vientre lleno de

piedras tiró de él hacia abajo. El barco enemigo viró bruscamente a babor. ARNOLD

bebió profundamente, hundiéndose más en el agua.

Furlong se puso en pie.

–Rorqual se ha abalanzado sobre el Perseguidor Dos. Se están hundiendo. Acércate

rápidamente y échales un cable.

ARNOLD buscó con L–3 y arrancó las cubiertas de las escotillas. Se inclinó hacia atrás

haciendo que el barco girara para que la cascada marina penetrara en su bodega.

Continuó bebiendo. Apareció un segundo barco. Lo apartó con R–4. Varios garfios

cayeron sobre su espalda: se los arrancó con su tercer par de patas. Las olas se los

llevaron. Luchó para mantener al barco bajo el agua hasta que comenzara a perder

flotabilidad. Aparecieron dos barcos más, provistos de anchas pinzas y anzuelos de

arrastre. Se sirvió de ellos como punto de apoyo, sumergiéndose más profundamente. El

barco cautivo continuaba luchando contra él. Sintió las poderosas unidades de impulsión

cuando tiraron de él a treinta brazas de profundidad. A sesenta el barco se estremeció.

Sus compartimientos estancos comenzaron a ceder. La presión no molestaba a ARNOLD

en absoluto, ya que mantenía sus poros abiertos. El mar se movía libremente a través de

su cuerpo. Se posaron sobre el fondo. Se separó del barco.

–¿Qué ocurrió? –pregunto Furlong. Tres cuadrantes de su pantalla mostraban poco

más que cubiertas neblinosas; el cuarto, correspondiente al barco hundido, estaba en

blanco.

El capitán del Perseguidor Tres contestó:

–P Dos tomó contacto con el enemigo y lo destruyó. Desgraciadamente P Dos se

encuentra sobre la plataforma, a doscientas brazas de profundidad. El extremo de su

popa es visible.

Furlong vio cómo la niebla se abría en un primer plano. Al tocar el sensor de la grúa la

parte trasera de la quilla se elevaba veinte pies sobre la superficie. La nariz del barco

descansaba en el fondo. No había signo de vida: la rotura de placas y el anegamiento

habían desactivado las unidades cíber.

–Comenzad inmediatamente el rescate. Deseo que Rorqual y el perseguidor vuelvan a

servir a la Colmena tan pronto como sea posible.

–Sí, señor.

Usando su atún mecánico de un ojo, los tres navíos de la Colmena se alinearon junto al

casco del Perseguidor Dos. Cada uno dirigió una manguera al interior de las sumergidas

escotillas, comenzando a llenar la bodega de espuma, firmes burbujas polimerizadas

llenas de aire. Mientras progresaba el bombeo otras líneas sensoras motorizadas

buscaban afanosamente a Rorqual.

–¡Está a flote!

Una suave quilla negra de un centenar de yardas de larga y de un alto de diez pies

emergía visiblemente del agua.

–Seguid bombeando aire, pero comenzad a remolcarlo hacia los astilleros.

–Inmediatamente, señor.

–¿Qué ha pasado con Rorqual?

–Aún está ahí abajo. La estamos visualizando. Sin embargo, ha rebasado la repisa de

la plataforma y yace a quinientas brazas, en una zanja. Nos llevará un rato introducir

nuestras sondas.

–Bien, que Perseguidor Cinco remolque inmediatamente a nuestro buque naufragado.

Vosotros podéis quedaros hasta que consigáis extraer a Rorqual.

–Comprendemos, señor.

Furlong, de pie, se enjugó la frente.

–Buen trabajo –dijo la CU– Con una flota pesquera de tres barcos volveremos a los

buenos tiempos.

–Y los dos navíos dañados estarán nuevamente en servicio en un par de años.

–Sí –convino la CU–. Ahora podrías descansar. Convocaré una reunión del comité

dentro de doce horas.

Furlong cruzó una cortina, rebasó las voluminosas terminales y se derrumbó sobre su

camastro.

–¡Ataque! ¡Ataque! ¡Ataque!

Furlong se sentó somnolientamente.

–¿Ahora qué? –se frotó los ojos. Dos horas de sueño habían bastado exactamente

para entumecer su cara.

–¡Intruso en el jardín! –anunció la pantalla del visor.

–¡Esa no es razón para despertar a un soberano!–gruñó–. Llamad al control de caza.

–Seis de nuestras ciudades son atacadas.

–Déjame ver quién lo hace. ¡Oh..., bénticos! Debe ser una incursión de represalia. Hay

solamente dos o tres en el exterior de cada tapa de pozo. No hay problema. Notificad a

Seguridad y que salgan los cazadores. Revisaré los registros por la mañana.

–Sí, señor.

–Perseguidor Tres informando: introducimos espuma en el casco de Rorqual.

–Déjame dormir. No deseo ser molestado por cuestiones de rutina. La CU puede

ponerme al corriente cuando me despierte por la mañana.

–Tapa de pozo forzada. Veintitrés muertos.

–Por la mañana... –gruñó Furlong.

Diez horas más tarde Furlong se despertó, comió y se durmió de nuevo. A última hora

de la tarde logró levantarse, beber dos pintas de estimulante y entrar con paso inseguro

en el refrescador.

–Ponme al corriente.

La CU repasó las dieciocho horas previas y verbalizó por encima del estrépito del flujo

laminar aire/ agua.

–Escena marina sin cambios. Las naves Dos y Cinco progresan lentamente... TEA

cuatro días. Tres y cuatro suben a Rorqual. Sin problemas. Cuatro entradas de pozo

fueron invadidas. Los daños y las bajas humanas se mantuvieron dentro de los límites

previstos. Tres bénticos fueron muertos y uno capturado.

Furlong sacó la cabeza del pulsante pulverizador.

–El prisionero..., ¿vive aún?

–Sí. Fue llevado a los Bio labs para ser diseccionado.

–Naturalmente. ¿Le sonsacamos algo? Nos ha sido terriblemente difícil encontrar sus

cúpulas últimamente.

La CU llenó la pantalla con datos.

–Le hicimos pasar por la prueba psíquica usual y por el análisis molecular de memoria

de SNC. Estos son los resultados. Los neurotecs estarán ahora extrayéndole el cerebro

para ver si nuestros análisis eléctricos de SNC–MM coinciden con su análisis químico.

Furlong echó un vistazo a la silueta.

–– ¡Dios! Es un individuo grande. Anota que sus genes deben ser archivados. ¿Así que

cree que tiene una deidad de su parte? ¿Leviatán? ¿Podía creer que la cosechadora es

su dios?

–Aparentemente –dijo la CU–. Eso podría explicar su tenacidad en aferrarse a la

plataforma. Tener un dios marino justifica su reclamación del mar.

–Me gustaría hablar con él antes de que el equipo realice la craneotomía.

–Se os será reservado... Lab B–Diecisiete.

Red Crab yacía sujeto a la mesa de vivisección. Estaban a punto de aplicarle la bomba.

Tubos y cables lo mantenían vivo mientras inquisitivos equipos etiquetaban y tomaban

muestras de sus órganos internos.

–Tengo la lectura de su pared aórtica. ¡Mira ese nivel de lisina–oxidasa!

–Pásame el núcleo de bazo. Ahora el hígado. ¿Dónde están las ampollas que solicité?

–Tira de ese flexor. Necesitamos más material intervertebral.

Red Crab trataba de luchar, pero ninguno de sus músculos le obedecía. No podía ni

parpadear ni cambiar su ritmo respiratorio. Esperó.

–¿Está consciente? –preguntó Furlong.

–El EEG indica que sí, pero he desconectado sus placas motoras terminales –explicó el

tec.

–Me gustaría hablarle.

–Sí, señor. Un minuto. El equipo óseo revisará sus alfileres. No quiero que esta criatura

arruine alguno de nuestros instrumentos con sus sacudidas.

Los alfileres ensangrentados fueron fijados nuevamente en sus lugares. El béntico

estaba suspendido por encima del área de trabajo. Cada uno de sus huesos largos estaba

traspasado: dos alfileres en el perióstio del occipital, uno en cada ileon, húmero y fémur.

–Antes de devolverle su control muscular, ¿no crees que deberías cerrar su vientre?

No deseo que salga nada si tose.

–Buena idea –dijo el tec poniéndose de pie y estirándose–. Venga, Ace, pon algunas

suturas allí adentro para evitar que rezume. Cierra la incisión. Podemos terminar con esto

mañana.

Furlong salió para tomar un refrigerio. Le llamaron cuando el béntico comenzó a

moverse. El lugar de incisión quirúrgica estaba cerrado por una hilera de grandes grapas

dérmicas. Se apartó la mesa, reemplazándola por un blando camastro absorbente. El

prisionero permaneció suspendido.

–Si le causa algún problema, conecte esto. Paraliza sus placas terminales. Volveremos

en aproximadamente doce horas. Podría llevarnos cuatro o cinco días completar nuestros

estudios. Tenemos un montón de formularios que rellenar con él. Es interesante.

Furlong asintió.

–Estoy seguro. ¿Tenemos alguna impresión vocal suya?

–No hay modelos genéticos archivados –dijo el tec–. Este, como mínimo, es un híbrido.

Podría ser uno de los verdaderos primitivos. Esa es la razón por la que tenemos que ir

despacio y aprender tanto como podamos.

Furlong se volvió hacia el béntico, un gigante curtido de setenta y cuatro pulgadas con

tupido vello corporal y genitales maduros. La estructura de cincuenta y dos pulgadas de

Furlong era grande para un hocicudo, pero se sintió un poco abrumado.

–¿Puedes oírme?

El gigante gruñó. Resaltó cada músculo de su cuerpo. Los tendones se tensaron. En

los ojos relampagueó el odio.

–Hubiera querido hacerte sentir más cómodo mientras habláramos, pero desconozco

cuál de estos diales controla el dolor. Háblame de tu pueblo.

Silencio.

–Dime de tu dios. ¿Adoras a una deidad que se asemeja a una ballena?

El gigante desvió los ojos testarudamente. Los alfileres metaloides óseos crujieron.

–Tu dios ha muerto –continuó Furlong–. Hemos acabado con tu Rorqual.

Red Crab dirigió un par de ojos malevolentes hacia el presidente–soberano hocicudo.

–Mi Ballena dios jamás morirá. Devolvió el pescado a los mares para nosotros. Te

matará por lo que has hecho –intentó escupir. pero la ligadura de su cabeza estaba

demasiado tensa. Solamente unas pocas gotas húmedas golpearon el rostro de Furlong.

–He visto a los barcos de la Colmena hundir tu Ballena dios. Eso es, desplazaré esta

pantalla para que puedas verlo por ti mismo. No es este canal. Esas son vistas de tus

propios órganos internos. Aquí está. ¡Mira! Rorqual se encuentra en el fondo del mar.

Red Crab vio a los navíos de la Colmena anclados sobre la cosechadora hundida. Se

hizo descender un visor con un atún mec. Exploró el caso. Todas las escotillas estaban

abiertas.

–Mira –fanfarroneó Furlong–. Todos los compartimientos están inundados. Tu Ballena

dios no es ninguna deidad. Es simplemente un barco hundido. Toda la tripulación ha

muerto.

–¡Estúpido! –gritó Red Crab–. Desde luego que es un barco, un barco ocupado por

nuestra deidad. Abre los ojos. ¡No hay tripulación! Rorqual todavía vive. Son tus

tripulaciones de la Colmena las que morirán.

Furlong se limitó a hacer una mueca confiada. Las simples gentes neolíticas daban a

sus problemas soluciones simples. Una deidad todopoderosa es la más simple de todas.

Comenzaba a levantarse para salir cuando la imagen recogida por el atún de búsqueda le

interesó. Arrimó una silla y se sentó junto a la víctima del viviseccionista. Ocasionalmente

una luz débil parpadeaba entre las millas de oscuros corredores. Peces curiosos y otras

formas de vida marina entraban y salían de las sombras, sobresaltándose.

–Vive –escupió Red Crab.

Furlong ignoró los arrebatos del gigante.

–Esas formas oscuras en el cuarto de control no son otra cosa que peces o calamares.

Espera a que el visor se acerque mas...

Las palabras de Furlong fueron interrumpidas por una forma obviamente humana que

revoloteó por el camarote arreglado mediante un par de alas de gasa. ¡Pechos de mujer!

–¡Un ángel! –gritó Red Crab confiadamente–. Veré vuestros barcos destruidos.

La boca de Furlong se abrió. Se levantó lentamente.

– ¡Mata! ¡Mata! –cantó el cautivo.

–No creas lo que estás viendo –dijo CU–. Esta transmisión es una simulación evidente.

El ángel se acercó al visor y fisgó con un hacha. La transmisión se cortó.

Furlong sintió náuseas y abandonó el escenario de la operación. En la sala se encontró

con uno de los tecs de Bio.

–¿Hay alguna manera de que el cautivo sufra más?

–¿Más?

–Me gustaría castigarle por sus crímenes contra la Colmena.

El tec movió la cabeza.

–No creo que le guste a los de neuro. Ya sabe, quieren realizar sus análisis sobre más

moléculas cerebrales tan intactas como sea posible.

Furlong se apoyó contra la pared durante algunos minutos antes de comenzar el

regreso a la sala del comité.

El gran Papaíto Piernaslargas ARNOLD depositó las piedras de su vientre en pequeños

moldes... de varias toneladas de peso. Hizo brotar un tubo snorkel e introdujo aire en su

estómago. Trepó por las líneas adecuadas hasta los dos barcos de la Colmena.

Quedándose bajo el agua, se adhirió a sus quillas y masticó sus blandos fondos.

Lucharon brevemente. Envolviéndolos en un capullo, los depositó en la grieta situada a

quinientas brazas de profundidad. Ascendiendo a la superficie, bombeó hasta secarse.

Casi toda su masa quedaba fuera del agua ahora, una criatura ligera y rápida. Topó

rápidamente con la nave que remolcaba el pecio inundado. Volaba por allí un demonio–

pájaro. Expelió una red pegajosa y atrapó a la criatura volante. Parecía aletear muy

lentamente; un blanco fácil. Tiró de él. Su blanco contenido tenía un gusto rico y carnoso.

El barco arrojó armas estándar hacia ARNOLD. Este las atrapó y las devolvió. Varias

explotaron. ARNOLD rodeó cansadamente a la nave, expeliendo un nudoso cable

submarino.

Perseguidor Cinco rompió los cabos que le unían al pecio y se volvió hacia Rorqual.

–Lanzadle un cabo. ¡Empujadla hacia los garfios bulldog!

–Señor. Ella derribó nuestro ingenio de caza, absorbiéndolo y embuchándoselo. ¿Debo

pulsar el botón de aniquilamiento?

–Sí.

ARNÓLD sintió ardores. Eructó una nubecilla de humo.

–Nos ha lanzado un cable submarino. Nos está atrayendo hacia ella.

–Bien. Activad los mecs asesinos. Disponeos a abordar.

«¡Whoop! ¡Whoop! ¡Whoop!» Los mecs asesinos salieron de sus estacionamientos y se

situaron en la obra muerta, balanceando un surtido de elementos punzantes y de

apéndices arrojadizos.

ARNOLD sintió la pinza bulldog hundirse en su piel. Un pequeño escarabajo dejó el

barco y trepó a su torreta cerebral. Notó los pies metálicos sobre su piel y vio el grueso

caparazón. Lo cogió con su pata R–3. Explotó, quemándole. Lanzó chorros de red sobre

el lugar chamuscado. Dos escarabajos más se adhirieron a su espalda. Vio una docena

que atestaba la obra muerta del barco.

–¡Inmersión! ¡Inmersión! ¡Inmersión!

–Cierra las escotillas. Rorqual trata de hundirnos arrastrándonos en su naufragio.

–Envía nuestra posición a la Colmena. Que manden ingenios de caza con explosivos.

Podemos aguantar en el fondo: solamente está a unos doscientos pies de profundidad,

exactamente cincuenta pies por encima de nuestras cubiertas.

ARNOLD retorció el barco enemigo que se hallaba bajo él y lo empotró en el suave

fondo arenoso. Se arrastró sobre él y llenó su vientre con agua para aumentar su peso.

Cien pies de su propio cuerpo quedaban al aire. Necesitaba al menos trescientos pies

para sumergirse con el barco enemigo. Sus anclas y grúas estaban inutilizadas. Intentó

separarse, pero los bulldog apretaban firmemente. Esperó.

El primer ingenio de caza de la Colmena fue atrapado con una red aérea.

–¡Rorqual!

La voz de la Colmena. ARNOLD tensó su presa sobre el barco y escuchó.

–Tenemos a uno de los tuyos... un rehén. ¿Recuerdas a Red Crab?

ARNOLD abrió un canal.

–Yo tengo muchos rehenes.

–Deja que mi gente escape y yo liberaré a Red Crab. Puedes quedarte con el barco.

–Envíame a Red Crab.

–No. Primero libera a mi tripulación.

ARNOLD dejó que el barco de la Colmena ascendiera abruptamente hasta la superficie

reduciendo en dos atmósferas la presión del casco. Se formaron burbujas de nitrógeno en

la tripulación de hocicudos: caían sobre cubierta retorciéndose de dolor. La escena

modificó la decisión de Furlong.

–Tendrás a tu hombre en la playa dentro de tres horas. Estará sobre una camilla.

ARNOLD empujó nuevamente el barco hasta el lecho arenoso. La recompresión alivió

el sufrimiento de la tripulación. Habló con el capitán del barco, explicando la oferta de la

Colmena.

–Necesitaréis tiempo de recompresión. Si dispones un ingenio de caza para que traiga

al béntico, veré que no sufráis más daño.

El capitán era feliz de conformarse con el intercambio del prisionero. Estaba confundido

por los extraños sistemas del síndrome de las profundidades: trombos formados por

burbujas de nitrógeno habían paralizado su pie izquierdo e incapacitaban a la mitad de su

tripulación. Muchos habían muerto.

El ingenio de caza de la Colmena se bamboleó sobre la espalda de ARNOLD cuatro

horas más tarde. Pidió un cable de energía para recargar sus exhaustas células. Un ángel

se acercó al ingenio con sus alas translúcidas resplandeciendo al sol..., los pezones y la

barbilla arrogantemente altos. Red Crab salió tambaleándose por la escotilla sostenido

por dos meditecs Estaba fajado en vendajes..., ojos vidriosos, dedos rígidos, silencioso.

Se. movieron lentamente hacia la cabeza de ARNOLD en forma de torreta. Este dirigió su

gran receptor EM hacia el grupo, fisgando en el interior del cuerpo mutilado. Papaíto

Piernaslargas gritó. El béntico cautivo llevaba componentes mec en su cráneo y tórax...

La vivisección había llegado al final y la Colmena devolvía un tibio sistema

musculoesqueletal.

– ¡Inmersión! ¡Inmersión! ¡Inmersión! –gritó.

El muro de agua salada cogió al Perseguidor Cinco con las escotillas abiertas. El ángel

hembra observó la muerte de los hocicudos.

Una Rorqual victoriosa que remolcaba cuatro capullos rebasó las engalanadas canoas

ceremoniales. ARNOLD y Vientre Blanco hicieron gestos desde la cubierta de proa.

El Gran Har y Larry recorrieron su cosechadora. La batalla había causado muy pocos

daños... unas pocas marcas de explosión chamuscadas, placas de cubierta arrugadas y

señales de agua en los accesorios de los camarotes, pero nada importante. Larry observó

algún percebe ocasional dentro del barco.

–¿Cómo lo hiciste? ¡Cuatro barcos y tan sólo algún rasguño!

ARNOLD se limitó a frotar las marcas de su correaje y a reír.

–No me acuerdo. Todo lo que sé es que Vientre Blanco se ha asegurado un asiento

cercano al mío para el próximo año.

–¿Y eso por qué?

–Va a darme otro hijo.

Har y Larry hicieron gestos de asentimiento. Eso tenía sentido. No te llevas una mujer

béntica al océano sin que tus hormonas se alboroten. Incluso en plena batalla debe haber

tiempo para arrastrarse a una trinchera y copular.

Se comenzó inmediatamente a trabajar en las naves capturadas. La popa del

Perseguidor Tres se introducía en la jungla, mientras la inundada proa descansaba sobre

el fondo de la bahía bajo doscientos pies de agua. Rorqual estudió los registros de las

batallas y decidió que los mecs asesinos podrían ser reconvertidos para que ayudaran en

el trabajo de reparación. Los atunes de hierro fueron fijados a sus grúas para localizar a

los barcos hundidos. La tripulación de hocicudos puso a punto la sala de máquinas.

El mediohumano Larry trepó por el cable a pulso e instaló su encallecido tronco en el

cesto de vigía de la segunda grúa de la derecha. Los tintineantes sensores centelleaban a

su alrededor. Larry vigilaba mientras el tercer par de grúas se encargaba del rescate.

–¡Estás ahí arriba, en la sensora R–dos? –gritó ARNOLD.

Larry hizo un gesto con la mano al gigante.

–No pierdas de vista las cosas. Voy a equiparme de ángel y a sumergirme. Nuestros

rastreadores de profundidad han localizado uno de los mecs asesinos.

–De acuerdo –contestó Larry. Contempló cómo su capitán se abrochaba las alas llenas

de fluido. La grúa R– 1 volvió para depositarle en el mar. Larry conectó su pequeña

pantalla a control remoto para monitorizar el trabajo en el fondo.

Las cubiertas del Perseguidor Tres estaban combadas debido al aplastamiento de

profundidad. Un elasmobranquio carnívoro desgarraba un amasijo de cadáveres

acuñados en la escotilla de proa. Otros hambrientos habitantes se deslizaban suavemente

saliendo y entrando por las grietas. Algún ocasional conjunto de burbujas se escapaba de

una cámara interna hueca para ascender danzando ruidosamente hasta la superficie.

ARNOLD nadó hasta rebasar las grúas bulldog macizas y poderosas del puente delantero

y examinó el cuarto de control. Su escotilla estaba rajada y oscurecida. Dentro encontró

un robot despedazado..., destruido posteriormente.

–Cuidado –advirtió el mediohumano–. Es el tercer robot con el mismo modelo de

destrucción explosiva. Haz que el Atún de Hierro se aproxime más para que Rorqual

pueda estudiarlo. ¿Qué piensas de esto, vieja?

–Autodestruido –dijo el barco–. Fíjalo a mi gancho. Lo estudiaremos antes de que

intentemos sacar otros a la superficie.

Los tecs se arremolinaron sobre el retorcido casco.

–Armadura tosca..., muy poco más que placa de marmita.

–Aquí está lo que ha quedado del circuito de autodestrucción. Parece que se utilizó una

carga ordinaria en forma de saco.

–¿Puedes desarmar una?

–Si sus circuitos son como éstos.

Rorqual fabricó delicados manipuladores para el Atún de Hierro. Larry se sentaba

frente a la pantalla vigilando la escena submarina mientras cada nuevo robot era

desarmado. Una de las mayores máquinas de dos toneladas explotó al ser elevada por

encima de las olas.

–Debía tener dos circuitos –comentó–. Sin embargo, eso nos indica algo. La inmersión

inutiliza el mecanismo. El aire lo activa.

Los guerreros mec se convirtieron en obreros mec bajo la mano directora de Rorqual.

La marina béntica tomaba forma lentamente en la laguna tropical. Con el transcurso de

los meses, la familia de ARNOLD crecía. Se preparó un nuevo maniquí para Larry.

Larry no estaba seguro de poder adaptarse a Araña Uretano.

–Me siento como si estuviera cabalgando un pulpo –se quejó. El maniquí podía

solamente hacer vibrar su dañada membrana lingual–. ¿Para qué voy a utilizar todas

estas fijaciones? ¡Cuatro piernas! ¡Toma de energía y pivote de montaje! Me siento como

un mec de la sala de máquinas. Y estos brazos podrán ser estupendos para llevar cosas,

pero la mayor parte del tiempo lo que hacen es estorbar.

Rorqual calmó al mediohumano.

–Es el mejor disponible. Mantendremos los ojos abiertos para conseguir una forma más

humanoide, pero mientras tanto éste mantendrá tu tronco separado de la cubierta. Ha

sido equipado con un barredor sanguíneo para que puedas consumir una dieta más

variada.

–De acuerdo, eso es una mejora. Empezaba a cansarme un poco del asunto

vegetariano tres veces al día. Pero ¿y todos esos apéndices?

–Los brazos, toma de energía y pivote de montaje se pliegan en paneles. El cuerpo

puede ser acortado por delante y por detrás y las patas traseras se pliegan dentro de las

delanteras. Serás un bípedo en la sala de baile y un cuadrúpedo en las montañas.

–Un sátiro o un centauro..., interesante –dijo Larry. Se dirigió a los tanques de

almacenamiento que contenían sus fluidos de perfusión, introdujo en ellos la boquilla del

maniquí y recargó sus riñones artificiales.

–No hablas mucho, ¿verdad?

El maniquí se limitó a runrunear.

–Trabajas bien –continuó Larry–. Eres ciertamente capaz de leer miogramas. No hago

más que pensar en dar un paso y tú lo das. Das zarpazos por cubierta y cuando estoy

nervioso y tengo ganas de ello. Te encabritas y das patadas cuando me siento feliz. Has

tenido que estudiar el comportamiento de los ungulados. ¿Eres capaz de decir algo?

La voz era la de Rorqual, que utilizaba el altavoz del maniquí.

–Araña Uretano está equipado con un córtex cíber joven primordialmente, un ejemplar

en aprendizaje. Aún no tiene personalidad propia. Mientras esté sobre mis cubiertas

conectará conmigo..., de forma muy parecida a como lo hizo Trilobitex cuando era joven.

Si os separáis de mí durante largos períodos madurará y obtendrá su propia identidad. Es

ahora tu tallo cerebral y tu cerebelo, cuyas funciones comprenden el control de la vejiga,

intestino y piernas. Háblale libremente, ya que estarás hablando conmigo.

–Un córtex en aprendizaje..., ¿discos de granate con burbujas magnéticas?

–Sí. Sal al puente y practica el trote.

Larry disfrutaba de la rítmica avalancha de cascos: paso, trote, medio galope y galope.

Todos los engranajes funcionaban suavemente.

–¡Hey! –llamó una voz femenina desde la oscuridad cercana a la escotilla de proa.

Una jungla de mecs rescatados rodeaban la luz naranja procedente de la sala de

máquinas, más abajo. Centauro Larry se dirigió allí a paso largo y fisgoneó en los niveles

inferiores. Los mecs Esmerilador y Arenero estaban ocupados creando un estrépito de

noventa decibelios. Partes de un mec de batalla estaban extendidas sobre las rodillas de

una máquina torno.

–¡Hey!

Larry se volvió hacia los oscuros mecs próximos a él.

–¿Funcionáis alguno? –su luz torácica centelleó entre lo que le rodeaba. Las algas

retorcidas cubrían las pieles metaloides y los sistemas ópticos vacíos.

Dos ojos mec parpadearon.

–Ahí estás. ¿No tienes energía suficiente para tus indicadoras?

–No –dijo ella–. Durante la batalla me colocaron en manual y quedé exhausta. Estoy

muy baja.

Larry miró a su alrededor.

–Traeré un cable de energía...

–No. Mis placas están perfectamente. Es mi volante de inercia lo que la necesita. Es

una pieza magnéticamente sostenida que almacena momento de giro. La empleo para

todo salvo para la actividad mental.

–¿Cómo recargaremos un volante?

–Empleas un Araña Uretano. Me ha dado antes un empujón. ¿Puedes darme tiempo?

–Eso depende. Déjame sacarte de esa pila de basura. ¡Eh! ¡No eres más que una caja!

–Perdí mis apéndices en una explosión. Mi acoplamiento flexible de tipo mordaza está

en mi parte inferior. Es compatible con el extremo de tu forma de energía.

–Bien..., no se...

–AU lo ha hecho antes. Es solamente un segundo. Llama a una grúa con un garfio

giratorio y elévame... aproximadamente tres pies por encima del puente. Peso alrededor

de un centenar de libras, así que mantén alejados los dedos de tus pies..., tus cascos,

quiero decir –ella profirió una risita.

Larry aprendió muchas cosas acerca de este nuevo cuerpo mec. Su toma de energía

era un mango flexible cuyo par de torsión estaba dotado de una capacidad operativa de

cincuenta libra–pulgadas. Una cubierta flexible protegía sus blandos dedos durante la

operación.

–Emplea el aceite para trabajos pesados con bisulfuro de molibdeno para reducir el

coeficiente de fricción de las superficies en contacto –instruyó ella.

–Quizá fuera mejor que yo saliera de aquí. No me gusta estar tan cerca de equipos de

energía.

–No es necesario. Ponte este casco. Tiene un anillo E.

Lo colocó sobre su cabeza.

–Mantén el par de torsión a cincuenta. Recuerda, el mango se desviará bajo carga

máxima. Girará a cien libra–pulgadas. Pero haríamos mejor en ahorrar nuestros pivotes

de acoplamiento centrales para estar a salvo: una angulación de cuarenta y cinco grados,

uno punto siete cinco de mango, cinco ranuras por pulgada.

Fue ella la que ordenó que el centauro se transformara en sátiro y se extendiera sobre

cubierta para alinear los biselados. Giró sobre la parte superior de la protuberancia

utilizando su mejor «técnica del cesto oriental». Cada vuelta la hacía descender

aproximadamente medio centímetro. Después de treinta revoluciones la caja se cerró

adecuadamente. El largo cable que la unía a la grúa comenzó a vibrar simples

movimientos armónicos. Cuando el pivote se tenso, el derrame viscoso redujo la

vibración.

–¡Ahora! –dijo ella–. Cierra la toma de energía. El diámetro de mi caja tiene abundante

espacio muerto. No te preocupes de los daños. Estoy construida para soportar cuarenta y

cinco mil libras por pulgada cuadrada –sus luces oscilaron varias veces, brillando

intensamente a continuación. Su chasis estaba sembrado de numerosos indicadores.

Tres de ellos, grandes y centrales, se asemejaban a ojos. Otros estaban dispuestos

formando lazos y volutas, mucho más decorativos que funcionales. Vacíos alvéolos

señalaban los rudimentos de sus brazos y piernas.

La áspera cubierta irritaba la espalda de Larry.

–¿De acuerdo?

–Estupendo. Maravilloso –su voz era demasiado apasionada–. Puedes desconectar el

cable de energía y hacerme girar en la dirección opuesta a fin de deshacer nuestro

acoplamiento.

La grúa la devolvió a la hilera de dañados robots de batalla. Sus indicadores

resplandecían.

–Gracias. Fue realmente agradable por tu parte.

Larry estaba sospechosamente eufórico. Se quedó de pie y cepilló su maniquí. Cuando

se quitó el casco latieron los verdugones de su espalda. Volvió su irritación. Los cambios

de humor le alertaron. Estudió el interior del casco.

–¡Estereosónicos! –exclamó–. ¿A qué se fija este anillo E?

–Está sintonizado con la zona erógena de tu maniquí..., el pivote de montaje. Esas

ondas sónicas actúan sobre tu hipotálamo, así como con diversos núcleos

mesencefálicos: el de Brady, Lilly, Olds..., el sistema reticular.

–¡Mis centros del placer!

–Quería que disfrutaras de haberme recargado. Me gusta intercambiar placer por

energía..., un trato justo –dijo ella.

Larry se encolerizó, saltando hacia atrás.

–¡No necesito ese género de cosas de una máquina!

Su enganche de mordaza se alargó en un puchero silencioso.

–Me doy cuenta que quedas cargada, pero no tienes que pagarme... este... de esa

forma –gruñó.

–Estás avergonzado. Lo siento.

–No estoy avergonzado. Simplemente que no pienso en ti como en un objeto sexual.

No eres más que una caja herrumbrosa...

–¿Y después de que esté reparada? ¿Me ayudarás a seleccionar mis apéndices

nuevos..., brazos, piernas, una cabeza?

Se negó a contestar. Su actitud era demasiado familiar, posesiva, femenina.

Ella emitió una risita.

–¿Qué es tan gracioso?

–Mi nuevo nombre. Puedes llamarme «Rusty». ¿Te gusta?

–No. ¿Qué clase de máquina eres?

–Mira mis tres ojos..., observa –los tres indicadores modificaron rápidamente colores y

emblemas hasta aparecer un limón y dos cerezas–. Soy una máquina tragaperras..., un

juego de azar.

–¿Apostar? ¿Para qué?

–En mi último barco estaba conectada al cerebro principal y funcionaba con créditos

calóricos. Algunos afortunados miembros de la tripulación del Perseguidor Tres se

llevaron a la tumba el suministro de un año de sabores.

–¡Vaya suerte! –Larry se desplazó en un amplio circulo pateando y moviendo los

brazos–. ¡Una máquina tragaperras femenina! Y necesita un maniquí para recargarse –se

detuvo, preocupado–. Aborrezco preguntarlo, pero... ¿con qué frecuencia... lo necesitas?

La máquina dejó escapar una risita y guiñó su ojo central.

–A diario sería estupendo, pero puedo arreglarme con una vez por semana o así.

Larry se dirigió a paso largo a la comida de la noche. Las esposas de ARNOLD

contemplaron suspicazmente el resplandeciente torso equino. Cabrioleó alrededor de la

mesa, hizo muecas e hizo que su maniquí tomara la forma de sátiro sentándose como un

humano.

Sunfish trajo su bocadillo usual, vegetales–y–corteza. Su barredor sanguíneo había

hecho descender los niveles de potasio y urea de su suero liberándole de su perpetua

náusea urinosa. Los aromas de las almejas al vapor y la langosta hervida hicieron

estremecerse a sus fosas nasales. Sentía apetito por primera vez desde la pérdida de su

maniquí anterior. Abriendo el ascético bocadillo le añadió una rodaja de pescado cocinada

y dio un gran mordisco. Cayeron las migajas. Colmó su plato: patas de calamar, huevas

de erizo, pies de mejillones. Dos jarras de cerveza de Rorqual más tarde, el sátiro se

apoyaba en su codo derecho, charlando volublemente con voz ligeramente pastosa.

ARNOLD hizo un gesto al otro lado de la mesa.

–¡Así es como hay que comer y beber; si no te conociera bien, Larry, pensaría que

algunas mujeres se habían dedicado a seducirte... para darte tal apetito!

Larry levantó su jarra, sonriendo. Todos rieron con él. Después de todo, esta noche era

un sátiro disipado.

Larry galopó cubierta abajo deteniéndose junto a ARNOLD.

–¿Nada de resaca? –comentó el gigante.

–Un barredor sanguíneo eficiente, eso es todo –expuso sus dudas respecto a la

máquina tragaperras–. Parece muy lista y disfruto hablando con ella, pero no creo que

debiera obtener mi placer de esa forma, artificialmente.

ARNOLD asintió.

–Comprendo. Tú y yo estamos destinados a mantener relaciones íntimas con cíbers: yo

por mi pan de quince aminoácidos y tú debido a diversas funciones corporales. Los cíber

gustan naturalmente de nosotros porque dependemos de ellos. Supongo que nos

complementamos mutuamente.

– ¡Simbiontes!

–Sí. Estas máquinas han hecho nuestras vidas más largas y más ricas. Protegen

nuestro metabolismo..., tus funciones renales y mi nutrición; nos ayudan a viajar;

expanden nuestra consciencia intelectual. No es sino natural que jueguen un papel en

nuestras vidas sexuales: mis muchas esposas son alojadas por Rorqual; tu sistema

reticular es cosquilleado.

Larry estaba silencioso, pensando.

–Desde luego puedes hacer lo que desees –continuó el gigante–, pero los centros del

placer están ahí para ser usados. Eres medio máquina..., lo has sido durante más de la

mitad de tu vida, si cuentas los años pasados con Trilobitex y Rorqual. No te olvides de

eso.

–¿Que soy medio máquina? Supongo que sí. Bien, no tiene sentido excitarse ahora

con respecto a eso. Quizá si me cuido de que esa máquina tragaperras obtenga sus

apéndices no me sentiré como si hubiera descuidado una inteligencia.

Trotó hacia la escotilla de proa.

–¿Tan pronto de vuelta? –reprendió ella burlonamente.

–Sólo quería asegurarme de que obtuvieras tus brazos y piernas para que puedan ser

puestos a trabajar. Estamos escasos de mecs en la sala de juegos.

–¿Trajiste el moli?

–¿El qué?

–El aceite penetrante con bisulfuro de molibdeno..., el electromoli.

Larry frunció el ceño.

–No he venido a recargarte. Serás el próximo mec en el turno de reparación de la sala

de máquinas.

–¿Y tú querías elegir mis brazos y piernas?

Larry salió sin decir una palabra. En el cuarto de dibujo se diseñaron unas nuevas

extremidades para la máquina que satisfarían las especificaciones de su trabajo. A causa

de su personalidad femenina, fue equiparada a las esposas, dándosele rasgos bastante

humanoides. Cuando estuviese terminada sus tres ojos quedarían a la altura del ombligo

de su cuerpo robot.

–Llevará aproximadamente una semana –dijo Larry, enseñándole el anteproyecto–.

Estas cintas contienen tus nuevas obligaciones.

–¿Tienes tiempo para recargarme?

–¿Ahora? Dijiste que tu carga podría durar una semana –objetó él.

Ella gorgoteó.

–Con el aspecto de un nuevo cuerpo diría que ahora resultaría menos embarazoso.

El asintió.

–Ponte el casco.

–No. No es necesario pagarme.

Ella se amohinó.

–Yo no lo considero pago. No es algo que tú me hagas o que yo te haga. Es algo que

hacemos juntos.

La irritación de Larry se evidenció.

–¡No eres más que una máquina! No hables de recarga mecánica como si se tratara de

hacer el amor.

–¿Por qué no? Mi dotación neural es al menos tan compleja como la tuya. Mi

experiencia...; bien, tengo más de mil años. Por qué no reconocer que me gusta una

buena recarga. Me da renovado vigor.

–De acuerdo, de acuerdo. Me pondré el maldito casco. Adelante con ello. Tengo un

montón de cosas que hacer hoy. ¡Grúa! ¡GRÚA!

–¡Hummm! Y tú viniste a mí antes del desayuno.

– ¡Ahora corta eso!

–Sí; querido.

Larry enjugó su frente mientras el garfio giratorio elevaba a la máquina tragaperras

alejándola. Sintió algo más que una vaga sensación de placer. Había habido una cúspide

real de euforia..., un miniorgasmo. Fueron desenterrados antiguos recuerdos

adolescentes de encuentros sexuales.

–¿Qué hiciste? –preguntó, reteniendo el aliento. La caja, achaparrada y herrumbrosa,

permaneció en silencio.

–Esta vez fue diferente –se quejó él.

–¿Mejor?

Se quitó el casco y limpió el polvo a su espalda. Apoyándose contra la obra muerta,

observó el despertar del barco. El amanecer había traído un banco de peces saltarines.

–De acuerdo. Fue mejor –admitió–. ¿Qué hiciste?

–Activar un poco el E–estímulo.

–¿Un poco? ¿Hasta dónde puede llegar?

–Supongo que lo averiguaremos... ¿o no? –gorgoteó la máquina–. Después de que

cuente con estupendos brazos y piernas suaves.

Larry volvió nuevamente a los anteproyectos. No podía decir que parte del chasis era

más adecuado para el acoplamiento flexible de tipo mordaza.

10. NEGOCIACIONES

Lanzad vuestro ARNOLD sobre las aguas y regresará centuplicado.

Wandee (memo).

Wandee permaneció de pie en el umbral de la sala del comité con un manojo de

informes bajo el brazo. Su eje hipofisario–ovárico se había polarizado muy tardíamente,

dándole una apariencia de figura femenina: su cintura se marcaba y sus pechos y caderas

se habían redondeado ligeramente. Pero la menopausia siguió rápidamente a dos

ovulaciones malgastadas. Sus ojos seguían siendo brillantes y alertas, indicando la

existencia de una mente curiosa bajo las líneas grises y las arrugas.

–Traje esos informes sobre la disección del béntico –dijo.

Furlong levantó la cabeza que tenía entre los brazos y parpadeó a través de la mesa

vacía. Sólo él había sido perdonado por el megajurado. Su gabinete había vuelto a la

piscina de proteína.

–¿Cómo debo dirigirme a vos, señor?

El miró su Aries de oro, un talismán inútil contra la ira de la Colmena.

–Entra, Wandee. Siéntate. No estoy para protocolos esta mañana.

–Vi la votación –dijo ella suavemente–. Fuiste afortunado.

–Lo sé –él hizo un gesto hacia la habitación vacía–. Pero mis consejeros fueron

sorprendidos durmiendo. Después del hundimiento de la armada, el jurado revisó los

registros ópticos de nuestras reuniones de estrategia. Cualquiera que cerrase los ojos fue

considerado como un despreocupado. La justicia de la Colmena es rápida.

–Cuantos menos seamos más nos corresponde –dijo ella repitiendo un antiguo

aforismo–. Aquí están los informes. El béntico es bastante similar a nuestros propios

ARNOLDs inferiores. La selección natural le ha dado un buen cuerpo rico en los tipos de

genes y proteínas con los que dotamos a nuestros guerreros. Nuestros neurotecs nos

dicen que los bénticos poseen un conjunto de SNC–MMs que rivalizan con nuestros

mejores esfuerzos en condicionamiento leptoanímico.

–¿MMs–SNC?

–Moléculas de Memoria del Sistema Nervioso Central, profundas y amplias, el

resultado de una buena dieta y el competitivo ambiente marino.. Hemos reunido cierta

cantidad de buenos codones. Esos genes bénticos nos vendrán muy bien cuando

diseñemos la próxima generación de guerreros ARNOLD. ¡Un nuevo SuperARNOLD!

Furlong sacudió la cabeza y alejó de sí los informes. –¡Ni un ARNOLD más! Mira los

análisis del coste de esa tanda que acabamos de producir: dieta especial, cadenas,

capilla y tiempo del presidente. El condicionamiento leptoanímico y los soporíferos sólo

consiguieron controlarlos parcialmente. ¡Y mira los resultados! Cada uno de ellos era un

peligro potencial para la Colmena. Nuestro ARNOLD superior llegó a abandonarnos y

sobrevivió para luchar contra nosotros. Construimos cosechadoras de plancton y las

perdimos. ¡Ni un ARNOLD más!

–Pero no podemos parar ahora –exclamó Wandee buscando uno de sus informes–.

Todavía es libre.

–¿Y qué? Es genéticamente incompleto. El tiempo se encargará de él.

–Quizá no –dijo ella–. Yo construí el defecto en sus genes y es verdad que no puede

manufacturar quince aminoácidos. Sin embargo, probablemente está buscando una

pareja entre los bénticos. Su híbrida descendencia tendrá solamente un gen defectuoso.

Un buen gen materno permitirá a los hijos manejar las proteínas normalmente. Serán

mitad ARNOLDs y mitad bénticos. ¡Muy fuertes! Y también inteligentes.

Furlong ojeó el diagrama mendeliano dé Wandee y se burló.

–Nosotros somos trillones. ¿Por cuántos de estos híbridos tenemos que preocuparnos?

¿Dos? ¿Diez?

–¡Cientos quizá! Debes recordar que es un gallo de pelea. El rey ARNOLD.

–¿Cientos?

–Depende de la disponibilidad de hembras bénticas. Juzgando por el número de

machos abatidos por nuestros cazadores a lo largo de la pasada década, diría que

ARNOLD no debería tener muchas dificultades en reunir un buen harén. Mantenerlas a

todas preñadas no sería un problema.

–Supongo que un megajurado futuro me culparía por eso –dijo Furlong.

–Y a mí –contestó Wandee. –A menos que nos hiciésemos amigos. Si no aseguramos

que la Colmena obtenga un beneficio de todos esos ARNOLDs híbridos, podríamos tener

un retiro muy incómodo.

–O muy corto –murmuró el cansado presidente–. ¿Qué es lo que sugieres?

–Por lo menos una tregua. Quizá coloque los cimientos para el comercio.

Los ojos de Furlong se empequeñecieron.

–Una tregua. ¿Crees que aceptaría?

–Es posible. Creo que vale la pena intentarlo.

Larry trotaba de un lado para otro sobre las escoradas cubiertas del barco dañado. Las

bombas trabajaban durante todo el día para conservar el nivel del agua por debajo del

área donde se trabajaba. Las brigadas de reparación, compuestas por bénticos y tecs de

Rorqual, intentaban que las unidades cíber volviesen a su estado de funcionamiento.

–Una grúa se ha movido. Debes estar sobre una fibra motora –gritó Larry.

Un tec miró por la escotilla, con un manojo de pequeñas herramientas brillantes en su

puño. Observó la grúa mientras uno de sus compañeros repetía el estímulo. Lentamente

la grúa comenzó a elevar su cable. El tec sonrió y desapareció por la escotilla.

–Hay una llamada para ARNOLD en el largo oído –zumbó el altavoz de cubierta de

Rorqual.

Larry se asomó por la borda. El gigante estaba ocupado reparando el caso bajo diez

brazas de agua.

–Yo lo cogeré –dijo el semihumano–. ¿Quién es? –su maniquí pateó con uno de sus

cuatro cascos, mientras el lazo de comunicación se cerraba.

–Soy Wandee, la figura materna de ARNOLD –dijo la voz. Ella explicó el porqué de su

llamada.

–¿Paz? –dijo Larry–. Estoy seguro de que tendréis toda la paz que necesitéis si

simplemente nos dejáis en paz.

–Pero los ataques han continuado. Los bénticos de la plataforma se han vuelto salvajes

y agresivos.

–Puedo comprenderlo... después de vuestro ataque en Dos Millas. Les llevará tiempo

olvidarlo.

–¿Hay algo que la Colmena pueda hacer?

Larry pensó durante un rato, después negó con la cabeza.

Furlong se inclinó hacia adelante, para subir el volumen.

–¿Qué dijo?

–Nada –dijo Wandee–. Simplemente movió la cabeza y desconectó.

–Bien, ¡inténtalo de nuevo!

Wandee se puso en pie lentamente.

–Lo hare... mas tarde. Quizá tengamos que esperar durante mucho tiempo. Estos

primitivos tienen una memoria muy buena. Nuestras disecciones nos mostraron MMs–

SNc que se remontaban a la infancia. Imágenes claras y agudas de cosas que sucedieron

veinte y treinta años antes de la muerte.

Furlong bostezó. No sabía con seguridad hasta dónde alcanzaban sus propios

recuerdos. La monótona cadena de los días era difícil de fechar. Había pocos cambios en

la Colmena.

–Carguemos con regalos una barcaza y enviemos un negociador bajo una bandera de

tregua. Les ofreceremos cualquier cosa para que hablen con nosotros. Ese individuo,

Larry, parecía ser agradable. Quizá él se siente a negociar.

Wandee asintió.

–Estoy segura de que ellos podrían usar tejidos y cintas de entretenimiento. Caramba,

tenemos comodidades con las que esos primitivos ni siquiera han soñado.

El CU documentó la reunión y aprobó la barcaza. El trabajo comenzó en los astilleros,

equipando uno de los muelles flotantes con transmisores y un sistema de derrota.

Toneladas de chiffon rayado, juguetes y baratijas fueron embarcados.

El gran maestre Ode sufrió dos espasmos durante su reactivación. Cuando abrió los

ojos vio la vieja y cansada cara de Drum.

–Con todo lo mal que me siento tienes peor aspecto que yo –dijo Ode haciendo una

mueca.

–Estoy bien –dijo Drum, comprobando los entablillados y vendajes que protegían las

numerosas fracturas del gran maestre.

–¿Puedes mover los dedos de manos y pies?

–¿Sólo la mano derecha se movió, verdad?

–No te preocupes por eso. El equipo neurológico cree que ellos podrán

descompresionar esos nervios. Estarás en el anfiteatro quirúrgico durante un buen rato.

La operación de la vejiga llevará la mayor parte de la tarde.

Ode inhaló profundamente.

–Hay unos sonidos extraños en mi pecho.

–Simplemente los fluidos de perfusión. Sólo hace unas pocas horas de tu reactivación.

Mejorará.

–¿Llegaron hasta mi número? ¿Ya?

–Digamos que yo te presenté voluntario para una nueva misión. Está justo al principio

de tu ficha. Una especie de embajador.

–¿Ante quién?

–Ante los bénticos.

Ode gimió.

–¿Olvidas quién me trajo aquí?

–Tienen un nuevo jefe ahora..., un ARNOLD. Uno de nuestros guerreros sintéticos,

programado –o así se pensaba– por la Colmena. Yo mismo iba a ir. Le conozco. Pero me

di cuenta de que era una oportunidad para reactivarte y hacer que autorizasen las

operaciones en la clínica. Este trabajo supone una prioridad bastante alta. El mismo

presidente está detrás de este asunto.

Ode intentó encogerse de hombros.

–¿Por qué no? Después de haber perdido el mando, probablemente nunca habría

ascendido lo suficiente como para una reparación. ¿Cuándo comenzó? –su desdentada

mueca enmascaraba un recuerdo aterrorizado del maligno ataque de Clam. Se sintió feliz

de no tener que enfrentarse de nuevo con un animal tan feroz.

El equipo se lo llevó, balanceándose suavemente en su armazón de sujeciones y

cables ortopédicos; los fragmentos óseos rechinaban y los tejidos blandos se hinchaban

con el edema y la hemorragia.

–Colócalo en la bomba rápidamente –dijo el tec–. Esas heridas todavía están

absorbiendo su volumen sanguíneo. Va a necesitar mucha más hemoglobina y calcio.

–Creo que hemos salvado su escroto. La laceración de la vejiga ha sido saturada. Los

drenajes pueden retirarse dentro de tres días. Si algo más de orina hubiese goteado

dentro de los tejidos lo habríamos perdido. Mira si el equipo óseo puede estabilizar estas

fracturas. Otra espícula aguda podría abrir el conducto urinario de nuevo.

Ode se despertó durante el cambio de equipos. La bomba le hacía sentirse cómodo.

–¿Eres mi «hombre de los huesos»?

–Sí. Vamos a usar el tratamiento de flujo electrónico exclusivamente, porque tienes que

estar en un molde a causa de tus fracturas pélvicas. Estoy uniendo cada línea de fractura

con un par de electrodos, de forma que el flujo electrónico estará por encima del defecto

óseo. El tiempo de curación puede ser reducido a la mitad por lo menos.

Ode levantó la vista hacia los rayos X, codificados cromáticamente. Pequeños símbolos

de más y menos se emparejaban en cada negra fractura. El tec introdujo sus cables,

semejantes a agujas, en los hinchados tejidos de Ode, sondeando los fragmentos óseos.

–Resistencia del tejido, 0,14 megohmnios. El circuito exterior fue construido en el

molde..., una célula de energía de tres voltios, microamperímetros y una resistencia de

0,63 megohmnios.

–La diferencia de potencial aquí será de unos 0,55 voltios. Necesitará alrededor de

cincuenta culombios para esta fractura.

El molde corporal tomó forma gradualmente, desde los pies hasta la cintura. Dieciocho

circuitos fueron diseñados en la blanca superficie exterior con ventanas circulares para las

áreas del amperímetro. Ode ojeó los diagramas.

–Parezco un mec –se rió.

–Ahora tendremos que volver a dormirte para la reparación de la cápsula del hombro.

Está demasiado alta para anestesiar el nervio con anestesia de goteo.

–¿Esto es todo lo que hay? ¿Unos cuantos clavos en mis piernas? Pensé que me ibais

a introducir esas enormes varillas.

El tec sonrió.

–¿Las varillas intermedulares? Son las adecuadas si quisiésemos colocarte

directamente en una silla, o en muletas. Pero con todas esas líneas de factura en tu pelvis

necesitas un molde de todas formas. Por tanto, el flujo electrónico es lo correcto. No

podemos usar las dos cosas. Las varillas intermedulares apartarían la corriente, la

desviarían detrás del hueso en crecimiento, donde no tienes el efecto que queremos.

Mientras Ode se adormecía, percibió una imagen de una extraña ferretería y un equipo

quirúrgico furtivo.

Los guerreros bénticos se preparaban para dejar la isla de Har. Sus catamaranes de

cascos gemelos iban pesadamente cargados con botín procedente de los navíos

capturados. Larry permaneció sobre el muelle provisional y les alargó bolsas con semillas

de hierba lima (Elymus arenarius).

–Y trigo de las islas del norte –dijo a cada viajero–. ¡Que tengáis buen viaje!

La isla parecía silenciosa al volver a su población habitual. Una llamada de Wandee

llegó al largo oído.

–ARNOLD todavía no quiere hablar con nadie de la Colmena –dijo Larry–. Está

enfadado por la forma en que fue preparado el intercambio de prisioneros. Matar a

nuestro hombre y enviarlo de vuelta con una caja cerebral clase nueve no fue juego

limpio.

Wandee se excuso.

–Es una gran Colmena. No sé quién fue responsable de la vivisección. Pero creo que

nuestros pueblos deberían hacer la paz.

–Estoy de acuerdo.

–¿Qué quieres que haga la Colmena?

–¡Permaneced fuera de nuestro océano!

Wandee asintió.

El gran maestre Ode se sentó en la cama lo mejor que pudo. Los tres días dentro del

molde habían socavado su energía. Miró indiferentemente al tablero de ajedrez. Su

expedidor estaba construyendo una excitante defensa Pirc–Robatsch, pero él no podía

concentrarse. Drum entró con un puñado de mapas marinos.

–Siento molestarte –dijo Drum–. Pareces un poco cansado. Toma, guarda esto para

más tarde.

Los rollos fueron colocados dentro de una casilla encima de la cama. Drum ojeó los

largos carretes impresos antes de salir.

–Estás reponiéndote espléndidamente. En unos pocos meses te sentirás como nuevo.

Furlong llamó a Drum a los astilleros.

–Nuestra barcaza ha vuelto.

–¿De veras? Wandee nunca mencionó que hubiera llegado hasta ARNOLD.

–No llegó. Los bénticos de la plataforma la interceptaron y robaron los regalos.

–Es extraño que la dejasen volver.

–Creo que querían decirnos algo –dijo Furlong–. Mira aquí.

Caminaron hacia la barcaza vacía. El alto mástil sensor y las unidades conductoras se

hallaban intactas. Un objeto acastañado y repugnante estaba clavado sobre cubierta por

un arpón roto.

–La mano izquierda de nuestro negociador –dijo el presidente.

Drum se inclinó contra el mástil por un segundo.

–El arpón pertenece a uno de nuestros navíos de persecución –continuó Furlong.

Drum tragó con dificultad.

–Me imagino que no necesitaremos al embajador ODE...

–Hagamos que Wandee llame a Larry de nuevo. Quizá quieran un rescate a cambio de

nuestro enviado, antes de que nos manden su otra mano..., o su cabeza. ¡Date prisa!

Larry escuchó pacientemente.

–Lo siento, Wandee, pero tendré que devolverte tus propias palabras. Es un océano

grande. No sé quién atacó a tu hombre bajo una bandera de tregua, pero le hablaré al rey

ARNOLD sobre esto.

Wandee hizo una señal de asentimiento a Furlong. Larry volvió a la pantalla.

–Lo investigaremos. Nos llevará unos cuantos días encontrar el lugar. ¿Tienes las

coordenadas del punto donde la barcaza dio la vuelta?

La pantalla imprimió: 25ª 03’14” –145ª 14’ 28”.

El trimarán de Clam navegaba arrastrando el ancla. Rorqual lo localizó en el segundo

día de la búsqueda, después de alcanzar las coordenadas.

Larry se erguía en la cubierta de proa sobre su maniquí de cuatro piernas, sintiéndose

un poco como un centauro.

ARNOLD trabajaba sobre el suelo de su camarote, rodeado por pequeños

componentes de una mano mec. Si conseguía convencer a los bénticos de que aceptasen

un rescate por el enviado, le pondría a éste una prótesis. Cuando vieron a Clam se

relajaron.

–Podría haberlo imaginado –gritó Larry–. La Colmena nos dijo que tienes prisionero a

uno de los suyos. ¿Quieres que hablemos del rescate? Tenemos un transmisor, y uno de

los presidentes de la Colmena está ansioso porque su hombre le sea devuelto.

–¿Prisionero? –dijo Clam.

Larry sintió frío en su interior.

–Sí. Prisionero. ¿No capturasteis una barcaza de la Colmena? Allá atrás, en tus

mujeres, veo unas prendas de colorines. ¿Tejido de la Colmena?

–Capturamos la barcaza, pero no tomamos prisioneros.

Larry miró hacia abajo desde la proa de Rorqual. Las cubiertas del trimarán estaban

sembradas con envolturas adornadas, monturas de extremos dorados y baratijas

eléctricas, todas destrozadas por los curiosos primitivos. Un círculo de piedras y una pila

de huesos calcinados contaba el resto de la historia.

–Se lo han comido –dijo Larry tristemente.

Wandee se quedó sin respiración. Furlong se levantó y salió de la habitación. ¡La

Colmena podía considerar a sus ciudadanos como proteína despachada, pero ningún

individuo particular podía comerse a otro!

–Sé que suena crudo –continuó el pequeño semihumano–. Pero Clam piensa que

debierais sentiros honrados. Es la forma más alta de la alabanza, comerse al enemigo

después de haberlo vencido. Quiere decir que se le admira y se pretende parecerse a él

lo más posible.

Wandee continuó silenciosa. Drum se inclinó por encima de su hombro y cortó la

comunicación.

ARNOLD simplemente cuadró la mandíbula.

–Quizá esto disuada a la maldita Colmena y no invada nuestras aguas.

Larry se encogió de hombros.

–Debería conseguir algo.

Rorqual volvió a las islas.

Furlong condujo un par de mecs blancos hacia la habitación del gran maestre Ode.

–Es el momento para que el tratamiento E0 –flujo electrónico –se detenga. Hoy

pasarás del molde a una abrazadera:

– ¡Bien! La picazón estaba comenzando a deprimirme. ¿Dónde está Drum?

–Te verá en recuperación. Realmente estás tú en mejor forma que él. La vejez le está

pesando. Parece encogerse más de día en día.

–¿No estuvo en tratamiento cuando fue presidente?

–No. Perdió su prioridad cuando dimitió. Pero intentaremos conseguir algo –sonrió

Furlong–. Te veré después de que te retiren el molde.

Las endurecidas arterias latían por debajo del fino cuero cabelludo de Drum, mientras

preparaba el tablero en recuperación. Ode dormía cuando fue conducido hasta allí. Drum

también se adormeció.

–¡Pero vaya! –interrumpió Wandee–. ¿Vais a estar durmiendo todo el día vosotros dos?

Ode intentó abrir sus ojos, pero un párpado le picaba y le dolía.

–¡Oh! No puedo ver muy bien.

–Son los sedantes. ¿Puedes ver lo suficientemente bien para una partida?

–No –gimió el gran maestre–. Mis piernas me están matando.

Drum reunió las piezas de ajedrez y las puso a un lado. Estaba demasiado cansado

para ir hasta su cubículo, así que se durmió sobre una esterilla en la esquina. Wandee

miró a sus dos amigos. Los dos parecían estar necesitados de descanso. Antes de salir

examinó sus pulsos e informes.

Wandee llamó a Furlong.

–Presidente, acabo de hacer comprobaciones con el mec blanco del gran maestre Ode.

Los datos parecen peores ahora que antes de retirar el molde. Tiene más dolor, y su ojo

izquierdo..

–No te preocupes. Ocurre algunas veces en intervenciones de esta clase. Es normal

que la extracción de los electrodos irrite los callos óseos en curación. Mañana se sentirá

mejor.

Drum fue despertado por el sonido de los gemidos de Ode. Estuvo de pie al lado de la

cama hasta que el mec blanco le hubo dado la inyección HiVol. El narcótico no hizo nada

para aliviar el dolor. Drum salió violentamente al vestíbulo y volvió con el medimec. Se

aplicó una batería de pruebas. Drum no comprendió las series numéricas. Un tec entró

con una botella de edetato cálcico disódico y lo añadió en la sonda de alimentación

venosa. Un batido de dolomita en polvo fue colocado en su bandeja de alimentos.

–Esto es un poco mejor –suspiró Ode–. Estaba preocupado por los dolores de mi

estómago. Iban de un lado para otro –recorrió con sus dedos la parte delantera de su

tronco, palpando y sondeando. Nada. –Los dolores estaban aquí. después allí. Ahora se

han ido. Los espasmos musculares también han desaparecido.

–¿Llamo?

–No. No. Estoy bien. Déjame que beba algo y empecemos esa partida de ajedrez de la

que hablabas.

Drum preparó el tablero, mientras su viejo amigo bebía, sus artríticos y paralíticos

dedos temblando sobre los peones y la taza. Drum ganó la tirada y le tocó el rey negro.

Abrió con 1–P–R4 y el rey blanco respondió con 1 –P–CA3. El gran maestre usó una

defensa semi–tarrasch con una serie de combinaciones poco ortodoxas que

condimentaron la partida. Drum pronto se enfrentó con la imposible tarea de detener con

su rey a dos peones, en conexión y adelantados.

–¡Buena partida! –dijo, inclinando su rey.

Ode trajinó con las sábanas, mientras su invitado guardaba el tablero. El silencio de

Drum le hizo sentirse incómodo.

–Pronto podré levantarme –dijo débilmente–. ¿Qué tal se configura mi nueva posición

como embajador?

Drum se sentó y sacó los mapas del casillero.

–Estupendamente. Estamos preparando un enlace mec, usando rastreadores V para

prevenirnos contra una traición. Tengo la línea psyc sobre sus individuos más

importantes.

–¿Por qué todas esas precauciones?

–Serás nuestro primer representante oficial. No queremos comenzar con el pie

izquierdo.

–¿Qué más? No me estás diciendo todo.

Durante un momento los viejos amigos leyeron los pensamientos del otro.

–Se comieron a nuestro negociador –dijo Drum–. Él estaba allá fuera en el océano sin

su consentimiento –bajo una bandera de tregua–, y sencillamente se lo comieron. Fue

una de esas fiestas ceremoniales, para halagarnos y desanimarnos al tiempo, supongo.

–Yo me siento desanimado.

Drum intentó una débil sonrisa y dio una palmadita sobre el hombro del gran maestre.

–Esa es la razón de todas las precauciones. Ahora los individuos dominantes entre los

bénticos han sido catalogados, de acuerdo con la memoria de nuestro CU. Tres de ellos

proceden del mismo dono: Larry Dever, que fue su iniciador, ese enorme habitante de los

cimientos, y ARNOLD. Larry Dever fue cortado en dos por la cintura hace unos dos mil

años. Escapó de suspensión cuando tú y yo estábamos en el servicio de alcantarillado.

Pero está mutilado y no debería ser un problema. El habitante de los cimientos es grande

y silencioso. Es feliz en alguna isla y no juega papel alguno en política. A ARNOLD lo

conocemos, un guerrero agresivo con una deficiencia de quince aminoácidos.

Ode recogió las diapositivas de los tres hombres. Tenían rasgos similares en el cráneo;

Har, con su apariencia monstruosa, y ARNOLD grande, y Larry pequeño; pero los

pómulos eran parecidos.

–¿Se puede predecir su conducta?

–Sí. No hay problemas con esos tres. Sin embargo, tenemos un problema con ese

enorme y enfadado macho béntico llamado Clam. Aquí hay diapositivas de su ataque

contra ARNOLD. Es el que te atacó a ti. No sabemos dónde está ahora ni lo que

pretende. Ha sido identificado en alguno de los ataques a nuestras ciudades. Si tropiezas

con él podrías tener problemas. Pero no te enviaremos sin la protección de ARNOLD.

–Estupendo. ¿Quiénes son las hembras?

Las vistas de Opalo Grande y de la joven Vientre Blanco eran débiles escenas

nocturnas en cubierta, difíciles de ampliar para un análisis detallado.

–La joven es probablemente una de las parejas de ARNOLD. La anciana no está

identificada, simplemente una hembra béntica estándar.

Ode asintió: Drum enrolló los mapas y los depositó de nuevo en el nicho.

–Descansa. Necesitarás tu fuerza.

–¿Cuándo embarcaré?

–Pronto. El presidente está ansioso.

–¡Atrapado! –gritó triunfalmente Drum. Su protegido peón–reina amenazaba al mismo

tiempo un caballo y un alfil del gran maestre sobre la cuarta hilera. A Drum le había

parecido demasiado fácil y había pasado largo tiempo buscando la trampa. No había

ninguna.

–Supongo que he perdido éste –dijo Ode cáusticamente–. Estaba jugando con rudeza,

hostil y agresivo, pero las combinaciones siempre terminaban en una posición muy pobre,

sin ventaja material.

–¡Jaque! –dijo Drum. Había elevado la voz al mover el caballo, no a causa de la

alegría, sino de la sorpresa y del miedo. El gran maestre había permitido que el caballo

consiguiese amenazar simultáneamente su rey, su reina y la torre del rey.

–¿Otra vez? ¡No he visto eso! ¡Deben estar dándome alucinógenos! –Ode gritaba. Tiró

las piezas al suelo–. ¡No puedo jugar contigo en este maldito lugar!

–Está dormido –susurró Wandee. Ella y Drum permanecieron de pie en el umbral de la

habitación en penumbra.

–Mira, está muy enfermo. Su mente parece afectada. Esta tarde le vencí en una partida

de ajedrez.

–Pero tú eres un jugador bastante bueno, ¿verdad?

–No tan bueno como para eso. Nadie consigue vencer tan fácilmente a un gran

maestre, ni siquiera otro gran maestre. Su entendimiento se está deteriorando. Hablaba

alto y con violencia.

–Bien, parece bastante tranquilo.

–Examínalo. ¿Lo harás? Por favor.

Wandee hizo señas al equipo blanco de que la siguiese y entró de puntillas en la

oscura habitación. Ode sólo gimió y murmuro.

–Somnolencia –susurró ella–. Dadme un poco de sangre y orina. Pasad la pantalla.

Drum paseaba por el vestíbulo. Oyó las sordas voces:

–Anemia, granulación basofílica de las células rojas, coproporfirina tres en la orina.

–Envenenamiento por plomo –dijo Wandee enjugándose las manos desde el umbral.

–¿Qué? ¿Cómo...?

–No sé cómo llegó hasta ahí, pero ahí está, con todos los síntomas. La línea blanca en

sus intestinos es sulfito de plomo. El extracto de éter de su orina es fluorescente y el

plomo está en una proporción de dos micromoles por litro, bastante. por encima del nivel

tóxico. Esos síntomas mentales son probablemente señales de hinchazón cerebral. Tiene

que ser heterociclado inmediatamente o caerá en convulsiones y coma.

–¿Heterociclado? –preguntó Drum–. ¿Qué es eso?

–Extraemos el plomo añadiendo una molécula que se combina con él, edetato en este

caso.

–Dispepsia –se quejó Ode, apartando el primer plato–. Mi cabeza parece mejor hoy.

¿Qué tal van las guerras bénticas?

–Nuestras ciudades en la costa están todavía bajo asedio –dijo Drum.

–Fui un ingenuo al pensar que querían la paz. Esos aborígenes acuáticos se han

convertido en apasionados villanos, buscando sólo venganza con sus ataques

clandestinos. Pero Furlong tiene un plan que puede reducir las pérdidas.

Ode se bebió a grandes tragos el contenido de su vaso y jugueteó con el postre,

abriendo el turrón y escogiendo los trocitos de fruta y nuez.

–¿Voy a actuar como un enlace entre la Colmena y ARNOLD? El sofisma consiste en

que nadie controla a los bénticos de la plataforma. ¿Cómo puede detener nadie a tantas

bandas tan pequeñas?

–Quizá no puedan ser detenidos todos, pero podrías enterarte del motivo de sus

ataques. ¿Es sólo un capricho, o quieren algo de nuestras ciudades? Estarás autorizado

para ofrecerles regalos, reparaciones por nuestro ataque en Dos Millas, además de un

tributo regular colocado en la playa.

–¿Un tributo? ¡Pero si somos tan pobres!

–Los aplacaremos con unos pocos regalos ligeros –se burló Drum–. Cuando hayan

llegado a ser menos belicosos no tendremos escrúpulos en renunciar a ello, pero ahora

mismo podría ser más barato que pelear.

Ode sacudió la cabeza.

–Creo que ellos preferirán pelear para conseguirlos que aceptar que se los demos,

pero lo intentaré.

Ode colocó cuidadosamente sus muletas sobre el asiento a su lado y saludó

débilmente con la mano en dirección a los muelles. Drum y Wandee respondieron a su

saludo. El resto de los representantes de la Colmena permanecieron silenciosos en

quebrantada formación, mientras el ciberbote emprendía el camino hacia el desagüe con

su único ocupante.

–No puedes dejarle partir así –objetó Wandee tristemente–. No está bien.

–Lo sé –dijo Drum–. Pero el viaje por mar podría hacerle más bien que el lecho de la

clínica. Tiene sus medicinas. Estaremos en contacto con él. Este trabajo es muy

importante y requiere a alguien con sus habilidades.

Wandee se resignó y continuó saludando. Más tarde, en el camino de vuelta a los

laboratorios, miró de nuevo los informes sobre Ode.

–¡Ciertamente recogió iones metálicos! Mira esto... Plata, mercurio, plomo...

Drum se encogió de hombros.

–Es verdad que llevaron el tratamiento de flujo electrónico un poco más allá del nivel de

seguridad. Supongo que deberíamos haber esperado un pequeño efecto colateral a causa

de esto. Pero había muy poco tiempo.

–Hay algo que todavía no entiendo. El dijo que no usaron las varillas intramedulares

para sus fracturas femorales, pero nuestros rayos X muestran varillas... y una gran

cantidad de elementos metálicos retenidos.

–Las varillas se usan muy a menudo..., especialmente cuando quieren que se pueda

andar pronto. Debe haber entendido mal.

Ella continuaba leyendo.

–Y está ese asunto de la vista. Se quejó de escotomas, zonas nubladas en su campo

visual izquierdo.

–Lo sé. También a mí me los mencionó. Furlong pensó que podrían ser debidos al

plomo..., parte de su neuritis periférica o encefalopatía.

–Bien. No me gusta esto en absoluto –dijo ella–. Ese tratamiento de flujo electrónico

debe emplear electrodos de oro para prevenir todo esto.

Drum suspiró.

–Bueno, ya conoces nuestros problemas presupuestarios. La clínica no es una

excepción.

Rorqual se detuvo a un cuarto de milla de la vacía barcaza de la colmena. Había

estado anclada en el punto de reunión durante unos seis meses. Criaturas sesiles

festoneaban su parte sumergida y engrosaban sus cadenas. La cubierta tenía

incrustaciones salinas. Tres electrotecs se embarcaron en un bote que Rorqual había

producido para buscar alguna trampa explosiva. No encontrando ninguna, hicieron

señales a la cosechadora para que se aproximara. Larry y ARNOLD examinaron la

rechinante cubierta: óxido y gusanos.

–No parece demasiado segura –dijo Larry, enganchando uno de sus cascos

posteriores en un madero podrido.

–¡No podemos encontrarnos en ningún otro sitio –gruñó ARNOLD–, ni sobre Rorqual...

ni sobre ninguna de las islas! Ningún bastardo de la Colmena pondrá el pie en uno solo de

nuestros territorios.

Larry asintió.

–Cuanto menos conozcan sobre nosotros, mejor. No podemos dejarles ver nuestros

equipos de ángel, o todos tus niños. Conserva los visores del barco fuera de nuestra

conversación con Wandee.

Rorqual obedeció la nueva norma. Su largo ojo captó una mota sobre las distantes

olas.

–Se aproxima un bote.

–Danos un primer plano. Parece un anciano. Mira cómo tiembla. No puedo ver su

rostro con ese casco, pero es el hocicudo más delgado que nunca he visto,

completamente doblado y tullido. Me pregunto qué serán todos los regalos...

–Bombas probablemente –gruñó ARNOLD.

–No..., todavía están en la zona V. ¡Oh, oh! Ese individuo tiene problemas, se encorva

y se sujeta el vientre. Se le ha caído el casco..., está intentando beber algo, pero las

náuseas van a más. Está mareado, estoy seguro.

–Quizá está infectado –dijo ARNOLD–. Esta vez podrían estar intentando darnos algo

más que los regalos, algo como una epidemia.

–Tienes razón. Retrocede, Rorqual.

–¿Intentando una pequeña guerra bacteriológica? El hombre que enviasteis está

enfermo –acusó ARNOLD.

Wandee miró asombrada a la vacía pantalla.

–Pero por los rastreadores V puedes ver que estamos diciendo la verdad. El gran

maestre Ode tiene una pequeña sobrecarga de metal pesado a consecuencia del

tratamiento de su fractura. Eso es todo. Nada contagioso.

–Bien, está abajo, en la cubierta..., parece como si estuviera vomitando.

–¿A qué distancia estáis? –preguntó Wandee.

Larry miró a ARNOLD. Aquel bote debía estar muy pobremente equipado para que ella

tuviera que preguntar.

–Cinco millas aproximadamente..., hacia donde sopla el viento. Mantendremos esa

balsa a sotavento hasta la mañana. Entonces quizá la abordemos y hablemos. No tiene

sentido sentarse con alguien que morirá en mitad de las negociaciones.

Wandee hizo un gesto afirmativo y se volvió hacia Drum.

–¿Puedes alcanzar a Ode? Haz que tome nuevamente su calcio.

Drum estaba entristecido por el sufrimiento del anciano. Al hablar, su voz era tensa:

–Esperarán hasta el amanecer. Entonces hablarán. Intenta tomar más calcio.

Ode hizo una mueca.

–Estoy bien. Solamente un poco mareado. Aguas movidas. La travesía está siendo

dura. Supongo que perdí mis viejas piernas marinas en suspensión. No te preocupes.

Larry mantuvo el detector infrarrojo enfocado sobre la balsa, regulado a un aumento de

50X. Rorqual monitorizaba el canal del bote. El océano se calmó, apareciendo una

brillante luna.

–Parece lo suficientemente tranquilo –dijo ARNOLD–. Comamos un bocado y

durmamos un poco. El barco nos llamará si algo ocurre.

La onda expansiva y las sirenas golpearon al mismo tiempo la cabina. Larry salió a

trompicones de su camastro en un amasijo de apéndices mec.

–«Whoop! ¡Whoop!» –llamó Rorqual.

Sobre la lancha era perceptible una humareda. El bote estaba volcado.

–Dame un registro del minuto anterior a la explosión –gritó Larry, tratando de hallar una

explicación–. ¡Oh..., oh!, ya veo. Da la impresión que los bénticos de la plataforma

enviaron una delegación a la lancha de la Colmena.

ARNOLD se precipitó dentro, enfadado.

–Es una traición de la Colmena. ¡Salgamos de aquí!

–Espera –dijo Larry–. Había visitantes en la barcaza en el momento de la explosión.

Danos una amplificación y algunas diapositivas. Mira..., parecen Clam y una pareja de sus

hombres mejillón. En apariencia charlan pacíficamente con el viejo embajador. No puedo

decir lo que explotó. Ambas partes llevan regalos.

El bote paró sobre ellos suspendido por las mandíbulas de un gancho. Una línea de

gotas se marcó sobre el puente.

–¿Nos daremos una vuelta por la barcaza antes de irnos? Está escorando fuertemente.

No tenemos mucho tiempo si queremos intentar averiguar algo –Larry echó una ojeada al

bote dejando después que un garfio le llevara hasta el chamuscado lanchón–. No hay

mucho aquí. Toda la carne debe estar ahí fuera, donde se ven a esos afanosos peces.

Cualquiera que fuese la causa de la explosión es seguro qué dejó limpias las viejas

cubiertas.

Rorqual husmeó por allí con la grúa sensora 2–L y halló restos de nitroglicerina.

–Podría haber sido una carga de bolsa. Cualquier lado puede haberlo hecho –dijo

Larry.

–Fue la Colmena –escupió ARNOLD.

–Pero los detectores V se hallaban perfectamente y su propio hombre estaba por

medio.

–Bien, ése mismo era el caso de nuestros hombres y eran más numerosos.

Larry se encogió de hombros.

–Wandee estaba muy excitada. Cree que fuimos nosotros. Supongo que nuestros tecs

harían mejor en bajar al bote en busca de pistas. Que Rorqual examine la mente del

pequeño barco también, pues podríamos sacar algo. Mientras tanto, estoy de acuerdo en

que deberíamos salir de la plataforma. ¡A casa, barco!

La escotilla de la sala de herramientas estaba abierta. La luz del sol centelleó sobre el

bote al ser acomodado en las mandíbulas del desguazador. Larry atravesó el pequeño

pasillo que quedaba entre los bancos del trabajo.

–Un buen par de visores –dijo el tec bajo el alojamiento de los sensores del bote–.

Fluorita estándar reforzada con cristal ultravioleta y sal plúmbica de selenio infrarroja.

–Nada en el cerebro parecido al engaño... Dejaremos que Rorqual penetre en ella y la

analice más tarde.

Larry estudió los informes iniciales.

–Da la impresión que este barco no sabía nada de la bomba. Supongo que puede

haber sido un acto de Clam. Para ser honesto, creo que deberíamos devolverlo a la

Colmena.

ARNOLD asintió reluctantemente.

–Estoy de acuerdo en que el bote de un embajador no puede ser tratado como botín de

guerra. ¿Para qué son las flores?

Larry alcanzó un espinoso arbusto de rosal bajo el asiento próximo a una de las

abrasadas muletas de Ode.

–Simplemente un regalito para Drum y Wandee. No tenemos un cuerpo que devolver –

repentinamente se chupó un pulgar–. ¡Ay!

–Parece que la memoria del pequeño bote era limitada: principalmente datos del

servicio de. alcantarillado junto a ciertos conocimientos de navegación recientes –dijo

Larry–. Pero la información sobre la lluvia meteórica estimuló la curiosidad de Rorqual.

–Eso debe haber sido hace casi veinte años. ¿Qué tiene que ver con la navegación?

–El sistema nervioso de la Colmena cubre todas las principales masas de tierra. Hubo

algún tipo de convulsión masiva en el océano Artico... un holocausto considerable, pues

se percibieron en el área varios impactos de meteoros.

–¿Cuál es su índice de curiosidad? –preguntó ARNOLD.

–Cero punto siete, y subiendo.

–Quizá valdría la pena apurar esa pista. Si por alguna razón habláramos con la

Colmena de nuevo podríamos pedir más detalles..., quizá ofreciendo algo de pescado a

cambio. Odio admitirlo, pero algunos de los circuitos que los nuevos laboratorios de los

astilleros han puesto a punto fueron realmente de utilidad. También podríamos emplearlos

si la Colmena está ansiosa de comprar nuestra amistad. Estaríamos capacitados para

acelerar las reparaciones de los mecs y las cosechadoras.

Larry asintió..

–Estoy seguro de que nos llamarán de nuevo después de que esta explosión en la

balsa sea olvidada. Parecen decididos a atraernos en algún tipo de negociaciones.

Wandee arrojó al viejo Drum en su reclinador y recogió una cadera para él.

–Rico en bioflarinoides –dijo, alargándole el fruto del tamaño de la ciruela de la rosa

rugosa. El anciano sonrió débilmente y atacó los sabores con las encías.

–Esas flores tienen pistilos cargados –observó Wandee–. Furlong dijo que se cuidaría

de que las conservaras el tiempo suficiente a fin de que recuperaras tu fuerza..., un

suplemento dietético.

–¿Qué más ha planeado el presidente para mí?

–El tratamiento NH si lo deseas. Una nueva dotación de glándulas endocrinas podría

revigorizarte inmediatamente –sonrió Wandee.

Drum estaba irritado.

–¿Voy a ser el nuevo embajador ante los bénticos? Si es así, pues, decirle que soy

demasiado viejo para engañar. No me importaría visitar a ARNOLD antes de mi muerte;

después de todo yo lo eduqué.

Wandee asintió efusivamente.

–Desde luego. Estoy segura de que ARNOLD te protegerá. Mientras estés allí podrías

preguntar acerca de las incursiones, pero no es imprescindible.

–Ya sé. Ya sé. Hablar es barato y me voy a encargar de ello. Bien, para mí no será otra

cosa que una visita social... Si ARNOLD me lo permite. Sin trucos.

–Estupendo –dijo ella.

Furlong esperaba en la sala exterior. Estaba de pie e desactivó la pantalla cuando ella

se aproximaba.

–Gracias, Wandee. Lo hiciste muy bien. Sabía que los recibiría mejor de ti que de mí.

Wandee estaba seria.

–Estará segura, ¿no?

–Tendremos más cuidado esta vez –dijo él.

La súbita apariencia del equipo clínico sobresaltó a Drum.

–Cuando el presidente dice «salta»..., nosotros saltamos –dijeron–. Aguanta ahora.

Una escuadra de Seguridad trotaba en cabeza abriendo paso en la espiral. El equipo

de camillas llegó a la clínica en menos de una hora. Drum vio que estaban realizando

preparativos para dormirle.

–Pensé que el eje neurohormonal podría ser rejuvenecido con un sedante suave –dijo.

–Vas a recibir un NH; también un ojo más y una cadera. Es una tarea larga. Relájate

ahora mientras el equipo blanco te coloca los tubos y cables.

Dieciocho horas más tarde Drum sentía los dolores. Sus ojos estaban vendados. La

dolía la cadera. Cuando gimió, una mano tocó su brazo.

–Ahora tranquilo –dijo una hembra.

–¿Wandee? –preguntó.

–Me hablaron de tus operaciones después de que hubieron acabado. Puedo sentarme

aquí por si me necesitas hasta que te quiten los vendajes. ¿Necesitas algo para el dolor?

Drum reflexionó un momento. Se había solucionado la incomodidad del borde con algo.

–No. No ahora.

–Bien –dijo ella–. Examiné tu hoja OR. Deben haberte dado un tratamiento real. Todos

los equipos estaban allí. Se tomaron una docena de copias embriónicas de carbón de tu

dono cuando habían alcanzado los treinta milímetros. La infusión NM contenía células

primordiales de sus glándulas de secreción interna..., pituitaria, tiroides, suprarrenales,

testículos, cuerpo carótido, glándula pineal y órgano de Zuckerkandl. En este momento

esas células se han instalado en tu médula ósea y en tus capilares pulmonares. Estarán

produciendo las hormonas necesarias en unas pocas semanas.

Drum gimió suavemente. Ella siguió con su charla, tratando de animarle.

–Parece que en la cadera han hecho un buen trabajo de reparación. Vi los rayos X, y la

impresión fotográfica de tu retina a través del nuevo cristalino es muy clara. Estarás como

nuevo en algunos meses.

Drum pensó que el discurso le resultaba familiar. Era el mismo que Ode había

escuchado antes de su muerte a manos de los bénticos. Gimió.

–Mejor será darme algo que me ayude a dormir. No me siento demasiado cómodo.

Un opiáceo sintético suavizó las sensibilizadas terminaciones nerviosas.

Wandee llamó a ARNOLD para obtener su acreditación para Drum. Sería recogido de

noche a fin de que la radiación solar no le dañara. Iba a ir desnudo..., sin paquetes.

Drum se estremeció al poner el pie en el bote. Su epidermis expuesta tomó el aspecto

de carne de gallina, arrugada y blanca, bajo la luz de las estrellas.

–Hay una pila de mantas sobre el abierto delantero –llamó Trilobitex. Drum miró

furtivamente a las aguas oscuras y agitadas donde desaparecía un cabo de remolque.

Dejando el bote sujeto a una boya, se envolvió en las mantas y aguardó mientras él

pequeño mec en forma de pala tiraba de él a través de tres kilómetros de océano abierto.

–No hay ni un hilván sobre él –nada–, ni siquiera aquel sobre de píldoras. Ordena que

baje la silla ascensor mientras le preparo un cuenco de ragú caliente..., espeso y bien

sazonado –dijo ARNOLD.

–¡De acuerdo!

Un centauro y Trilobitex dieron la bienvenida al desnudo hocicudo cuando puso los pies

sobre cubierta.

–ARNOLD te está preparando algo caliente en el camarote. Vamos –rebasaron los

vastos sistemas ópticos del barco en forma de profundos puentes hacia el aroma de carne

y vegetales.

–Vine a advertiros –dijo Drum–. No tengáis trato alguno con la Colmena. No puede

confiarse en ella. No desea más que ganar tiempo y estudiar vuestros puntos débiles... a

fin de poder aplastaros después.

Larry se limitó a sonreír.

–Es gracioso, porque nuestras intenciones son idénticas. Indagar los puntos débiles de

la Colmena para que podamos aplastarla de nuevo.

Abruptamente, Trilobitex bailó frente al hocicudo pequeño y barrigón, clavándole en el

cuello el extremo de su cola de un metro de larga. Saltó la sangre. Drum se derrumbó

sobre la cubierta, tosiendo.

Larry retrocedió sobre sus cascos traseros, colocándose entre el anciano y el cíber.

Drum intentó arrastrarse, pero sus manos resbalaban una y otra vez en los charcos de

sangre.

–¡Equipo blanco! –gritó Larry–. ¡Dios mío! ¿Qué estás tratando de hacer, Trilobitex...

Matar un humano?

–La salvé –dijo el mec, intentando escabullirse del casco que lo retenía–. Desactivé el

mecanismo de disparo. Está teledirigido. Hay un visor en su ojo y una bomba en su

abdomen.

ARNOLD se precipitó fuera del camarote y acunó su pequeña figura paterna en sus

brazos. Aplicó una venda de presión a la herida del cuello.

–¿Una bomba?

–Sí –dijo el mec–. Rorqual la detectó al rebasar el visor platelar. La llevó un par de

segundos darse cuenta de lo que era. Con la prueba V en «verdad» se apercibió de que

Drum no lo sabía. Al llegar el mensaje «destrucción» de la Colmena tuve que actuar.

El medimec reemplazó la sangre perdida y suturó la herida del cuello. Drum volvió a la

conciencia y solicitó medicación sedante.

–¿Qué bomba? –preguntó incrédulamente.

Larry se lo explicó.

–Y los electrodos están en tus fémures.

Drum se rió.

–Pero estáis equivocados. Me han operado la cadera..., prótesis bilaterales. En cuanto

a mi ojo, es simplemente un cristalino sintético. Me extirparon una catarata

quirúrgicamente. Eso es todo.

Larry movió la cabeza.

–Lo siento, pero Rorqual no comete esa clase de errores. Tus caderas son artificiales,

es cierto, pero fueron recientemente vaciadas y rellenas...: plata en la derecha y plomo en

la izquierda. Tus niveles séricos de estos metales están aumentando..., acercándose a

medio micromol por litro.

En la pantalla aparecieron las siguientes cifras:

½Pb++ E0 = +0,126 K= l,3X 102

Ag+ E0 = –0,800 K= 3.5X 10-14

–Serías una buena batería –dijo Larry–. Esos potenciales de oxidación–reducción

divergen lo suficiente.

–¡Furlong! –escupió Drum–. Debe haber teledirigido también al pobre Ode. ¡Maldición!

Y fui yo quien habló a Ode para que se metiera en ello.

–No te preocupes –dijo el gigante ARNOLD con una voz inusualmente gentil, –nuestro

equipo blanco te examinará y sacará esa cosa de ahí.

–Haríamos mejor en llevarlo más hacia popa. Aquí está demasiado cerca del cerebro

del barco. Si explotara...

ARNOLD recordaba la explosión sobre el bote. Se construyó un refugio de paredes

delgadas en un área neutral del casco. Un rudo mec de batalla permanecía de pie con

bandejas de refrescos, mientras el equipo blanco comenzaba su estudio. Los humanos se

agrupaban en el camarote delantero y se comunicaban por el intercom.

–Indudablemente es una bomba. Necesitamos un barredor sanguíneo para hacer que

la concentración de estos iones descienda antes de la operación. El marcapasos

cardiopulmonar nos dará más tiempo.

–Tomaos todo el que necesitéis –dijo ARNOLD–. Tened cuidado. No quiero que le

ocurra nada.

El tec blanco no hizo comentario alguno, pero se daba cuenta que una explosión

acabaría tanto con su paciente como con él.

–Podríamos también iniciar el regreso a las islas –dijo Larry–. No hay necesidad de

queDrum regrese a la Colmena. Está mucho más seguro con nosotros.

–Subid el bote. Cada capitán necesita uno –gritó ARNOLD.

En la pantalla aparecieron imágenes, brumosas y débiles.

–Así que es eso lo que recoge la cámara espía de mi ojo. ¿Por qué es tan débil?

Puedo ver mejor que eso.

–Estás utilizando dos ojos. Hay un pterigion sobre esa cornea..., un amasijo de vasos

microscópicos. Además, es un visor muy pequeño..., inferior a veinticinco mil puntos –

explicó el electrotec. Tomó diapositivas de varias vistas de las muestras. Las caras eran

máscaras anónimas. Paisajes, siluetas sencillas.

–Esos pobres bénticos de la balsa de Ode... Estoy seguro de que Furlong no podía

decir quiénes eran. Debe haber visto dos o tres visitantes corpulentos y confiaba en que

uno fuera ARNOLD cuando apretó el botón negro.

El tec asintió.

–Estoy convencido de que no podía identificar a nadie basándose solamente en los

visores, pero recojo también algo de información auditiva. El transmisor está en tu tórax

derecho, así que gran parte de los sonidos que oigo son producidos por tu corazón y

pulmones. Pero pienso que Furlong pudo además entender parte de vuestra

conversación. Eso, junto a la información visual, le dijo que estabais cerca del camarote

de control de Rorqual cuando oprimió tu botón.

–Mi blanco: el cerebro del barco. ¡Maldición!

Rorqual ancló al refugio del lado de sotavento de una isla mientras se realizaban las

pruebas. Una serie de ocho ampollas emparejadas fue localizada mediante los rayos X.

Estaban fijadas a los cuerpos vertebrales por detrás de la espina, bajando del nivel de las

arterias renales hasta la pelvis, entre la próstata y el sacro. Los electrotecs estaban

construyendo un duplicado de los circuitos para estudiarlo antes de acometer la bomba

real.

–También podríamos relajarnos, Larry. No estarán listos para cortar hasta mañana. Mis

esposas descienden a tierra en busca de vegetales frescos. ¿Deseas unirte a ellas? Es

muy rocosa y podrían necesitar a alguien que las ayudase en el acarreo.

Larry asintió. El ascensor trajo un manojo de muchachas curtidas, entre las que se

encontraba Vientre Blanco. Llevaban sacos vacíos y charlaban y reían esperando junto a

la obra muerta.

–¡Trae aquí el bote del capitán! –gritó Larry.

La isla era un conglomerado de piedra amontonada, de tres millas por una, con unos

pocos acres de césped. Un antiguo edificio anterior a la Colmena señalaba la máxima

elevación. Al norte de éste, en una depresión circular, yacía una ciénaga de dos acres. El

bote encontró una cala resguardada y se ancló a sí mismo contra un muelle desgastado

por las inclemencias del tiempo. Dos escalones de piedra conducían a ninguna parte.

Un puñado de gruesas gotas de lluvia golpeó al grupo.

–Extraño tiempo –dijo Larry, levantando la vista hasta las juguetonas nubes–. ¡Vamos!

–sus ágiles cascos le llevaron a la cima de la loma, donde encontró el primer manchón de

verdura..., lechos oblongos ordenados en surcos que conducían de vuelta al pantano.

–Probablemente un modelo de irrigación antiguo. Quienquiera que viviese aquí debe

haber dispuesto de un agromec muy eficiente. Bastantes plantas sobreviven..., perejil,

salvia, cebollinos, tomillo..., ¡Y aquí hay un puerro silvestre! –tiró del ancho ajo de gusto

suave, Alliun ampeloprasum.

Vientre Blanco llenó dos bolsas con los bulbos y las sujetó sobre la espalda del

centauro Larry.

–Creo que acabas de reinventar las alforjas –dijo éste, mascando un puerro.

Recogieron raíces de cardamomo para hacer té y sazonar el pescado. Mientras los

sacos se llenaban, Larry decidió realizar un rápido examen del edificio. Invitó a Vientre

Blanco.

–Salta sobre mi espalda y echaremos un vistazo a las viejas ruinas.

Solamente quedaban dos torres, cubiertas de viñas, que encerraban un montón de

enfangados cascotes.

–Esa ciénaga es perfectamente circular. Probablemente fue un depósito alguna vez.

Ella incrementó el apretón de sus rodillas al tiempo que el centauro vadeaba el agua

poco profunda y arrancaba un tallo de macis, mordiendo el blanco núcleo interior después

de librarlo de la corteza verde que lo envolvía.

Chapoteó de un lado a otro, comiendo y ofreciéndole a Vientre Blanco tallos y raíces de

espadañas (Typhia latifolia). Al pisar una superficie cristalina y tersa que se hallaba bajo

una pulgada de fango, sus cascos resbalaron. Se debatió mucho y Vientre Blanco cayó al

suelo, levantándose cubierta de hojas mojadas.

–¡Aprecio la cabalgada! –dijo riendo.

Larry rodeó el objeto, que se perfilaba como el segmento de un fuselaje. Después de

echar otra ojeada a la depresión circular y llena de agua decidió que tuvo que haber sido

una cantera... y una tumba para el mec de la cantera.

El gentil centauro ayudó a Vientre Blanco a montar de nuevo. El sol secó su piel

mientras rodeaban la isla, reuniendo eneldo y chalote.

–Haz un buen picante –dijo ella, levantando la cebolla silvestre.

El bote del capitán volvió al barco con el crepúsculo, las bolsas repletas de especias

crujientes y picantes.

–La sopa y la ensalada serán fuertes esta noche –comentó Larry mientras se dirigía

hacia el taller para reparar el casco.

–Tengo malas noticias acerca del embajador –dijo ARNOLD–. El equipo blanco no va a

ser capaz de desarmarlo.

–¿Por qué?

–Duplicamos el circuito. Esas cargas se autodisparan. Si los circuitos en escalera doble

son cortados en algún sitio... ¡estallan!

Larry estudió los diagramas. –¿Cómo funciona?

ARNOLD señaló la fila de cargas.

–Las ampollas de nitro rodean un circuito base. Ahora está en posición de disparo –

abierto–. Las baterías de plomo–plata situadas en las piernas de Drum no suministran la

corriente de disparo; producen simplemente una corriente sensora. Si muere y su

circulación se detiene, los electrodos de plomo y plata pierden su electrólito de flujo libre,

la sangre. Se recubren y el potencial desciende, cerrando el circuito esencial..., y ¡bang!

Larry asintió.

–¿La corriente generada por las baterías de sus piernas impide que vuele por los

aires?

–Sí, y si actuamos y cortamos los cables en cualquier punto, la corriente se interrumpe,

y ¡bang! de nuevo.

–¿Qué hacemos?

–Lo primero sacarle del barredor sanguíneo. Los iones deben estar presentes y

circulando para mantener el funcionamiento de la pila.

–¡Pero son metales pesados! ¡Venenos!

ARNOLD se derrumbó sobre una caja de herramientas, como un gigante golpeado.

–¡Maldita sea! Ya sé –dijo suavemente–. De cualquier forma el pobre viejo bastardo se

muere. El tec de ojos dice que el sensor que la Colmena introdujo en su humor vítreo

también está liberando iones. Los conos y bastones están siendo envenenados por el

plomo... cegados.

–¿No hay nada que podamos hacer?

ARNOLD movió la cabeza.

–Rorqual lo simuló. Una vez que la Colmena cerró el circuito las cargas se armaron a sí

mismas. Si lo rompemos en algún sitio...

Larry levantó el casco y lo puso sobre la mesa sacando distraídamente su placa de

tracción mientras estudiaba los rayos X.

–Ocho cargas..., un receptor óptico en su ojo..., el hilo de disparo bajando por el

abdomen dentro de la vena yugular... Trilobitex lo cortó. Dos circuitos sensores: la

escalera anclada a la espina dorsal y la pila fisiológica de sus piernas. Si lo tocamos,

vuela. Si no lo hacemos muere lentamente, intoxicado por los venenos del flujo de

electrones. Es un excelente trabajo, pero la Colmena carece de la trampa explosiva

infalible. Me gustaría intentar desarmarle a control remoto. No tiene nada que perder.

ARNOLD movió la cabeza.

–No querrá que nos arriesguemos. Dice que es demasiado viejo para soportar la

cirugía. Está loco. Si estalla aquí fuera, entre sus amigos, estará ayudando a Furlong.

–Pero no podemos dejar que sencillamente se vaya consumiendo hasta morir. Podría

llevar semanas o meses, y sufriría una agonía terrible..., dolores y delirios.

El gigante extrajo otro diagrama y sonrió secamente al mostrárselo el centauro.

–Ha elegido la forma en la que desea irse. Mira esto.

El puño de Larry se agitó mientras cogía el diagrama de cables.

–La maldita Colmena se siente tan condenadamente insegura que no puede permitir

que nada ni nadie la deje... sin una «bomba de lealtad» dentro. Mira al pobre Drum: ¡es

explosivo de los sesos a la próstata! ¿Recuerdas el Perseguidor Uno? ¿Al viejo gran

maestre Ode? ¿A todos esos mecs asesinos? Habían sido preparados de la misma

manera. ¿Cómo puede ser tan insegura la Colmena?... ¿Y tan pueril?

ARNOLD se limitó a encogerse de hombros.

–Yo no les llamaría «pueriles». «Despiadados» es una palabra mejor. No cederán una

pulgada. Mírame –y a todos los ARNOLDs inferiores, –todos nosotros somos portadores,

en nuestros genes, de nuestra «bomba de lealtad»: la dependencia del pan de la

Colmena.

–Lo que odio realmente en todo este asunto es la ausencia de un líder de la

Colmena..., alguien a quien pudiera culpar de toda esta maldad –Larry movió la cabeza

lentamente al comprender lo que significaban los nuevos cables que habían sido añadidos

al circuito–. No puedo odiar al presidente Drum. El sistema lo atrapó como hizo contigo

durante un tiempo. Pero tengo que, reconocer que el pobre viejo hocicudo tiene redaños.

No sé si yo podría hacer lo que él va a llevar a cabo. Sencillamente no lo sé.

ARNOLD escupió:

–¡Yo podría! ¡La Colmena se merece lo peor! Espero simplemente que se lleve con él a

ese presidente Furlong. Eso sería un consuelo.

El bote navegaba a flor de agua. Cargas de bolsa extra estaban empaquetadas bajo los

asientos y en el área delantera de almacenaje. Cestos de fruta, cangrejos de Jonás y

cerveza helada estaban siendo cargados por medio de una grúa. Una lágrima dejó su

huella en el viejo rostro hocicudo mientras se ponía el casco.

–¿Tienes las argollas en los dos bolsillos?

Drum asintió.

–Recuerda, cuando extraigas esas suturas de hilo neutralizas los electrodos de las

baterías de tus piernas. Eso te hará volar instantáneamente. Serás vaporizado en el

estallido –y si estás próximo a ese bote también explotará–, haciendo un buen agujero en

algo.

El anónimo casco asintió de nuevo. El visor se abrió repentinamente.

–Casi lo olvido..., la secuencia cromatográfica: LIP TV MT AG TAS GLH. Veo que

ARNOLD debe estar consumiendo pan de quince aminoácidos en abundancia, pero había

memorizado la secuencia para estar seguro. La leucina es el más rápido y la histidina el

más lento.

Larry sonrió.

–Gracias, Drum. Eso será una gran ayuda. Estábamos usando un engorroso método

con diseminación electroforética. Esto será más fácil.

El hocicudo, cubierto por el grueso traje. permaneció de pie en silencio, incapaz de

pensar nada más que decir. Ondularon las olas desde el puente de popa. La grúa lo bajó

hasta el pequeño barco, que puso proa hacia la silueta del desagüe en la lejana orilla.

–Vuelve –dijo la voz en la boca de la alcantarilla–. No entres.

El pequeño barco escuchaba solamente a su pasajero. Su antena se había quedado en

el taller de Rorqual. La oscuridad del desagüe los tragó.

–Vengo –dijo Drum. Una pequeña voz produjo ecos en la tubería de trescientos pies de

diámetro.

–Retrocede, real ciudadano. Tú no deseas dañar a la Colmena. Tienes un historial tan

perfecto hasta...

La cólera de Drum aumentó:

–¡Mi historial! –gritó–. Pongo una bomba molecular de tiempo en mi hijo y mando a mi

amigo a la muerte. Ese es mi historial. Y para recompensarme me colocáis otra bomba de

tiempo. Bien, no voy a llevarme a ninguno de mis amigos conmigo. Vuelvo a la Colmena

para morir. ¡Moriré dando muerte a mis enemigos!

–Pero nosotros somos tus amigos. Esa bomba que llevas fue diseñada para vengar tu

muerte en la contingencia de que los bénticos acabaran contigo. Explotará después de

que fallezcas.

Drum rió.

–Jamás abandonas, ¿no? Es Drum con quien hablas, hilador de genes y almas.

¡Vengar mi muerte!... ¡Desde luego! ¡Ja! ¿Es ésa la razón por la que iba equipado con un

receptor óptico y un disparador a control remoto? Bien, mis amigos inutilizaron el gatillo.

No quiero explotar hasta penetrar profundamente en la Colmena.

–Pero me disteis carta blanca –balbució Furlong.

–Cierto –dijo CU–. Pero fracasaste, y ahora la Colmena está en peligro. El megajurado

te ha hallado culpable de lo que considera un crimen atroz.

–¿Se lo dijiste?

–No puedo proteger el fracaso. Tu reinado, Aries, ha sido calificado de tiranía por los

ciudadanos. Tu sentencia es...

–¿Cuál? ¿Cuál?

–Vas a proveerte de un equipo blanco e intentarás detener la bomba..., esto... Drum. Si

tienes éxito se ahorrarán vidas. Estaré agradecido –dijo CU.

–El éxito puede ser recompensado. Ya sé, llama al equipo medimec/meditec. Estoy

listo.

–Aquí está la última posición del bote. Parece ser conducido hacia los muelles. Está

sobrecargado de alimentos...; frutas, cangrejos, hielo y algo más.

–Manténme informado. Intentaré interceptarle.

Furlong se precipitó sobre los muelles, las sienes perladas de sudor. El embarcadero

estaba desierto, excepto por algún trabajador ocasional. La neblinosa alcantarilla estaba

sucia de desechos..., conchas y esqueletos de vigas. Un lanchón a motor se hallaba

amarrado cerca de los astilleros y una herrumbrosa grúa lo descargaba..

–¿Qué ocurre, señor? –preguntó un trabajador.

Furlong se enjugó la cara y trató de sonreír.

–¿Has visto un bote pequeño con un único hombre a bordo?

–No, señor.

–El barco también lleva algo de fruta, cangrejos y hielo.

–Lo siento, señor, pero las nieblas son muy fuertes en el desagüe esta noche. Nuestros

rastreadores periféricos de puerto están bajos de nuevo. Un barco podría haber atracado

fácilmente sin que yo me hubiera apercibido.

Furlong miró hacia atrás para comprobar que el equipo blanco le seguía. Encontró un

pequeño montón de pedacitos de hielo que se licuaban.

–¿Cómo llegó este hielo hasta aquí? –gritó.

–El lanchón del hielo –contestó una voz en la niebla.

Furlong vio fruta dispersa cerca del órgano energético de la ciudad. Se acercó

corriendo, recogió una naranja y la abrió desgarrándola.

–¿Cómo llegó esta fruta hasta aquí?

–El lanchón de la fruta.

Furlong vio semillas. Se le contrajo la garganta. Un cangrejo de Jonás cayó sobre su

espalda en la oscuridad. Sus patas hicieron frenéticos sonidos rascantes. Lanzó su rayo

luminoso a su alrededor, buscando.

–¿Cómo llegaron estos cangrejos aquí? –tosió.

–¡El bote del capitán! –dijo Drum saliendo de la oscuridad. Tenía las dos manos en los

bolsillos, con los pulgares en las argollas de los electrodos. No llevaba casco. El odio

relampagueó en sus ojos.

Furlong se quedó helado.

–Estás ahí –forzó una sonrisa–. Traje el equipo blanco. Tenemos de guardia al

anfiteatro de la clínica. No te preocupes. Sacaremos esas bombas de tu vientre.

–Estoy seguro de que lo haréis –dijo Drum calmosamente. Estaba claro que no tenía

intención de cooperar.

–Vamos –dijo Furlong–. No te hará ningún bien amargarte y tratar de escapar. No

harás más que debilitarte y fallecer en pocos días. Daremos contigo eventualmente.

–Oh, no tengo intención de correr... –volvió sus muñecas para mostrar las argollas de

los pulgares.

–¡No!

Las manos ascendieron, alejándose del cuerpo, arrastrando húmedas suturas

enrojecidas. Resplandeció el triunfo en el viejo rostro hocicudo. El órgano se partió en el

estallido..., derramando seiscientos kiloamperios de plasma toroidal a una temperatura de

cincuenta millones de grados Kelvin. Durante un momento, mientras el combustible de

fusión se derramaba, en las cloacas hubo un pedazo de sol que extendía gas iónico en un

resplandor amarillo.

11. LA BALLENA DIOS

Sacrificar a una deidad inferior

puede traer recompensa;

Sacrificar a la Mayor Deidad

es su propia recompensa.

Acólito de Rorqual

Nueve Dedos se sentía incómodo con la corona de su padre. Era demasiado ancha y

pesada; en su forja se habían empleado pepitas amarillas. Los signos eran adversos. Su

reinado de la isla del Anillo era estéril: la laguna, los jardines, y ahora su joven esposa,

Iris. La mitad de sus súbditos habían emigrado en dirección norte hacia el archipiélago

hacía cinco días. Los hombres que quedaban eran viejos y estaban cansados. Temían

pescar en las aguas profundas del exterior del arrecife desde la llegada del Carcharoden

carcharias. Este gran tiburón blanco de veintiún pies de longitud y siete mil libras de peso

se había llevado a su padre y a otros seis hombres. Sus embarcaciones se aventuraban

únicamente en la seguridad de la laguna, donde el pescado era pequeño y escaso. Iris

fracasó en concebir. Los almacenes de alimento se hallaban vacíos. Los monzones

estaban al llegar. Era el momento de rogar a la Ballena dios.

Nueve Dedos reunió a los mayores, tres mujeres y dos hombres, los abuelos de

cabellos grises. Bebieron el resto del fuerte pulque y escucharon a su joven jefe.

–Todo es estéril...: nuestras mujeres, nuestra tierra, el mar. Debemos pedir ayuda a la

Ballena dios.

–Somos un pueblo pobre. ¿Qué sacrificio podemos ofrecer a cambio? –preguntó

abuela Tortuga.

–Nuestra aldea se muere. Daremos lo que es pedido.

Caminaron hacia el santuario situado en el punto más alto del atolón. Una gruesa torre

de aspecto cristalino se alzaba a una altura de veinte cuerpos en el aire. Tan gruesa como

una canoa ceremonial en su base, iba adelgazándose gradualmente hasta convertirse en

un poste oscilante. Su piel se hallaba erizada de peldaños y travesaños salientes. El tercio

inferior estaba festoneado de viñas. Retiraron la losa de piedra y levantaron la gran efigie

de la Ballena de su nicho en la base de la torre. Sogas de cáñamo gruesas y suaves

estaban fijadas en la espalda del ídolo. Nueve Dedos y tres de los mayores enlazaron las

sogas sobre sus hombres y comenzaron el ascenso. La Ballena pesaba tanto como un

hombre. Rechinaba ruidosamente contra la torre hasta que el anciano que cerraba la

marcha deshizo el nudo de su soga. El quinto trepaba en cabeza despejando el camino

de vegetación.

Cuando había alcanzado una altura de diez cuerpos encontraron el gancho y apartaron

un amasijo de zarcillos. Los que ascendían treparon por encima del punto. El gancho,

profundamente hundido, cedió bajo el peso del ídolo. Nueve Dedos levantó la vista al

poste y sonrió. Pequeñas luces comenzaron a parpadear y a girar sobre sí mismas.

Dejaron caer sus sogas y descendieron.

–Sea generosa la Ballena dios –rogaron.

Las noches se hicieron ventosas y sin estrellas, advirtiendo a las islas de la llegada de

la estación tormentosa. Cinco días más tarde un trimarán les hizo una breve visita. Los

lugareños llegaron a la playa a tiempo de ver la embarcación cuadrada alejarse

navegando a favor del viento. Nueve Dedos, de pie y con una pequeña pila de suministros

a su lado, hacía gestos con la mano.

–¿Es éste el milagro por el que rogamos? –preguntó abuela Tortuga.

–No. El acólito se ha limitado a entregar las banderas de pedido.

Levantaron la lona embreada y dividieron los cestos de barras de pan y fruta seca.

Había también una docena de barrilitos de cerveza. Las banderas, de una yarda de largo,

eran de identificación cromática y portaban símbolos de agua, alimentos, herramientas y

mediciones.

–¿Les hablaste de nuestras necesidades?

–Sí. La Ballena dios traerá este rumbo después de las tormentas. Debemos izar

aquellas banderas que encajen con nuestros problemas –explicó Nueve Dedos. Fue

cogiendo uno a uno los brillantes estandartes, estudiando sus dibujos–. Este alimento

seco debería ser lo suficientemente estable para mantenernos hasta entonces.

–¿Y la cerveza? –preguntó abuela Tortuga, golpeando un casco con el pie–.

Tendremos toda el agua de lluvia que necesitemos para beber...

–Ayudará a mantenernos con buen ánimo –dijo un joven macho con una mueca.

–Lo necesitaremos –murmuró su jefe.

La sala del trono de la isla servía también como vivienda de Nueve Dedos...; bambú y

paja, cuarenta pies de lado. No era completamente cuadrada a causa de los árboles vivos

en las cuatro esquinas. Otros seis troncos se arqueaban sobre el tejado, sirviendo de

apoyo a las vigas del techo y al almacén del ático. Su joven desposada, Iris, preparaba un

potaje de legumbres hervidas en leche de cabra. Dos pequeños peces fritos y un coco

recién perforado completaban el menú real.

–Hablé al acólito –dijo él cuando entró. Ella sirvió las gachas. El rey comió en silencio.

–¿Qué te perturba? –preguntó la hembra.

–La Ballena dios.

–¿No puede ayudarnos?

–Oh, nuestras plegarias serán contestadas, solamente que... –su voz se rompió–.

Nuestros padres confían en la deidad, ¿no?

–Desde luego –sonrió ella–. La Ballena dios les mostró esta isla y los ayudó a empezar

aquí. Las cabras y el grano proceden de la deidad. Hubo una vez arboles frutales, pero el

aire salino los mató. Aún puedes ver los troncos.

–Creo en ella –dijo él–, no a causa de que sea la deidad de nuestros padres. Mi fe es

muy débil. Creo en ella a causa de su gran fuerza y sabiduría. Es demasiado ancha para

entrar en nuestra laguna y, sin embargo, sus mensajeros llegan del horizonte para hablar

con nosotros. Su elección de comida ha sido adecuada para nosotros..., plantas y

animales que se multiplican y nos sirven de alimento. Pero esta vez estoy atemorizado.

–¿Por qué, marido?

–Desea un sacrificio.

–Caramba, me parece que es la primera vez que oigo tal cosa. No había sucedido

antes en nuestra isla. Ha habido rumores... ¿Qué clase de sacrificio? ¿Cabras? ¿Pollos?

–Tú –dijo él–. La Ballena dios quiere mi joven desposada...

Ella permaneció silenciosa.

El joven jefe se levantó, moviendo los brazos.

–¡Oh!, me opuse al principio. Entonces el acólito explicó que no sufrirás daño. De

hecho, en un año serás devuelta... ¡y ya no serás estéril!

Iris frunció el ceño.

–No es bueno para mi jefe carecer de hijos. Debes tomar otra esposa. Seré tu segunda

esposa.

–Quizá –dijo Nueve Dedos–, pero hay tiempo de sobra para eso más tarde. Ahora

debemos decidir si debemos izar las banderas o no.

–Recuerdo cuando sumábamos casi un centenar –dijo ella suavemente–. Eran tiempos

más felices entonces. Quiero hacer todo lo que pueda para lograr que esos días vuelvan.

El asintió.

–Es lo que nuestros padres habrían hecho. Esta es una buena isla. Con un poco de

ayuda por parte de nuestra deidad será fructífera de nuevo.

Las tormentas estallaron según se esperaba, diseminando materiales de construcción y

arrancando árboles. Los humanos y sus pequeños hatos de animales domésticos se

protegían en cuevas del yesoso acantilado. Entre una tormenta y otra forrajeaban al sol y

recogían agua de lluvia. Después, las banderas se izaron e Iris se preparó para su boda

con la Ballena dios.

Los hombres llevaron la balsa de los sacrificios a la playa y la cubrieron con flores. Iris

se sentó entre los pétalos con su jarra espumosa. Un barrilito pasó de mano en mano.

Una silueta baja y oscura se recortó contra el horizonte.

–¡Ahí está! –gritó Nueve Dedos. Miró hacia atrás para asegurarse de que las banderas

estaban desplegadas y después se sentó a observar. La forma de ballena navegó

rebasando la playa, dejando un rastro de galletas humeantes, cada una de media

tonelada de peso.

–¡Galletas divinas! –gritaron los nativos, corriendo entre las olas. Se botaron canoas

para conducir a la orilla el plancton empaquetado. Se afanaron en abrir, desgarrándolas.

las grandes balas. Dentro encontraron un surtido de mayor tamaño de productos

alimenticios marinos: pescado helado, mejillones y crustáceos. Los vientos reinantes

continuaron llevando las galletas divinas hacia las rompientes. Se llenaron cestos y

recipientes, una cosecha gigante que aseguraría suministros alimenticios adecuados

hasta que los daños causados por la tormenta pudieran ser reparados. Esmirriados

cerdos y gallinas escarbadoras se precipitaron sobre la arena húmeda para darse un

festín con los restos.

Los nativos se aquietaron esperando. Su dios dejaría los «regalos enseguida» en su

próxima pasada y recogería la ofrenda sacrificial, la doncella, en la tercera. Inclinaron las

cabezas.

–Salvajes desnudos a sotavento, capitán.

–¿Cuáles son las banderas izadas?

–Aparentemente semillas y pequeñas herramientas.

–Muy bien. Dales las semillas–para–esta–latitud y la mezcla habitual de Herramientas

de Granja y de Hogar de los Colonos. ¿Qué pescado obtienen en los alrededores?

–Perca marina, pez plateado, eperlana, cótidos, roncadores, abadejo largo, tiburones,

arenques...

–Estupendo. Tengo la solución. Déjales el paquete de anzuelos misceláneos.

–¿ARNOLD? Este es el atolón con la laguna estéril. Vamos a abrirla a cinco grados y a

ciento ochenta y cinco grados para hacer que la corriente arrastre más pescado al interior.

–¡Bien! No sé lo que haría sin ti, Larry. Perfectamente. Hazte cargo. Sabes dónde

colocar los explosivos. Asegúrate simplemente de que todos esos tontos salvajes están

en la playa a noventa y cinco grados recogiendo los bienes. No quiero mala fama para mi

deidad.

–¿Cuál es el pago esta vez?

–¿Censo de la isla?

–Menos de cincuenta.

–Conoces nuestra política. Si no piden artículos de lujo nos limitamos a solicitar un par

de animales fértiles o parte de su excedente de plantas alimenticias –semillas–, cualquier

cosa que podamos arrojar en la isla siguiente.

–Ejem...

–¿Qué se me olvidó entonces? ¡Oh! Círculo... Anillo... ¿Anillo de boda? Ahora

recuerdo. Es aquí donde nos aguarda también la novia estéril. Muy bien. Dile que sea

servida en una balsa con una picante salsa de flores. Estaremos cerca para tragárnosla.

Y... que esté repleta de cerveza a fin de que se tranquilice. No quiero que se desmaye

cuando vea los brillantes dientes blancos de la Ballena dios. Supongo que tendremos un

huésped a bordo durante la travesía del Artico –la novia de la isla del Anillo–; debería ser

realmente educativo para todos nosotros. Espero que recuerdes cómo llevar a cabo un

reconocimiento de esterilidad.

–He estado estudiando las cintas durante un mes.

–Bien.

–Les ha llegado tu mensaje. Ahí está. Cosita linda, ¿no? No está muy asustada. ¿Qué

es ese aspecto aturdido? No está tan bebida.

–Creo que se llama fe.

–Bien, va a sufrir un rudo esclarecimiento. La tendremos sobre los rastrillos de Rorqual

aproximadamente dieciocho minutos.

Iris repitió sus plegarias mientras la ballena se precipitaba sobre ella con la boca

abierta. El rugido del agua contra los rastrillos se hizo ensordecedor. Cerró los ojos,

apretándolos con fuerza. El arqueado paladar la barrió, tragando la temblorosa balsa

hacia la oscuridad. Fue atrapada por una parrilla elástica. Abrió los ojos para ver a un

sátiro –mitad cabra y mitad hombre– que se inclinaba sobre ella. La contemplaba con una

expresión extrañamente gentil. Presumiendo que la mítica bestia estaba allí para curarla

de su esterilidad, se postró a sus cascos. La balsa era ahora su lecho de flores. Cerró los

ojos, esperando.

–Parece tremendamente asustada –dijo una gentil voz masculina–. Ayúdame a sacarla

de aquí.

El gigante que la recogió era áspero y brutal, con duras manos callosas y una voz a

juego. Aturdida por el elevado porcentaje de alcohol en su sangre, durmió toda la noche

sobre un montón de mantas en el área de la lavandería. El amanecer trajo a varias de las

esposas de ARNOLD, quienes le ofrecieron saladas almejas y jugo de tomate. Le

mostraron su nuevo alojamiento bajo el puente de popa.

Centauro Larry la visitó a la segunda mañana. Iris vestía un suave faldellín de colores

brillantes.

–¿Te dijeron las esposas quién soy? –dijo él.

–Sí. Eres quien curará mi esterilidad.

–Haré todo lo que pueda. ¿Quieres que te muestre el barco?

Ella asintió, enlazándose al brazo de Larry. Sus rodillas estaban aún levemente débiles.

Rodearon el barco desplazándose sobre la cubierta principal y lo hicieron de nuevo por la

obra muerta. Vio los órganos de la nave: algunos hacían cosas para la pesca, otros

hacían cosas para la tripulación. Tuvo la impresión de inteligencia y poder –aunque todos

sus contactos eran con humanos que parecían seres ordinarios–, gentil. Era difícil creer

que Rorqual hubiera tenido una carrera triunfal como barco de guerra.

–Esta es nuestra habitación blanca. Contamos con un medimec y un meditec que me

asistirán.

Ella le miró confundida.

–Me ayudarán a solventar tu problema de esterilidad..., de incapacidad de tener hijos.

–¡Oh! –asintió ella.

–El primer grupo de pruebas se hará con muestras sanguíneas y algunas células de tu

pool vaginal. El Mec Blanco puede manejar eso.

Ella respingó ante la aguja. Los resultados centellearon en la pantalla.

–Parece que eres una hembra ovulando sin enfermedades ni tumores. ¡Estupendo! El

siguiente examen comprenderá algunos informes ópticos y rayos X del útero. Sube aquí.

–Bien... –dijo Larry–. ¡Estamos de suerte! Creo que hemos encontrado la causa de tu

problema: bloqueo de cuello uterino. Aguanta, esto podría doler.

Iris se sentó sobre el camastro con una lágrima en su mejilla.

–Lo siento –dijo el centauro–. Pero lo encontramos, circunscribiéndolo a una sola

sesión. Te daré dos semanas para que ese cervix dilatado cure y estarás lista para tu

primer embarazo. ¿Contenta?

Ella se enjugó la lágrima silenciosamente.

–Bien, te dejaré que lo pienses. Te llamaré de vuelta a los alojamientos de esposas.

–¿Quién engendrará a mi hijo? –exclamó Iris.

–El capitán ARNOLD –dijo Larry. –Lo siento, pero como debes saber... Soy en parte un

caballo mecánico –se rió–: Todos los abrazos del rey son fértiles, según puedes deducir

del puente de popa.

–¿Rey?

–Así le llamamos a veces. Recogió el apodo durante la guerra con la Colmena. Creo

que conquistaría el mundo si se enfrentara a él y peleara.

Ella pareció disgustada.

–¿Es esto necesario?

–Sí –dijo él–. El próximo año debes ser madre. La Ballena dios ha hablado.

ARNOLD penetró en la cabina de Iris de paso hacia la comida de la noche. La dejó

asombrada y parpadeante. Salió al corredor. Detrás de ella resonaron pezuñas.

–¿Necesitas un empujón? Arriba –dijo centauro Larry.

Iris montó lentamente, enlazando sus brazos y piernas un poco más estrechamente

que lo usual. El no comentó nada, limitándose a mantener su bienhumorado chanceo

normal. Iris se mostró profundamente melancólica durante la comida. ARNOLD anunció

que zarparían hacia la Colmena para intercambiar una carga de atún por un instante de

conexión. El guerrero gigante vagó entre sus esposas, juguetón y festivo, haciendo

bromas antes de llevarse a una a su alojamiento.

Iris se inclinó sobre Larry susurrando:

–¿Por qué ella?

–Se frota con limón.

–¿Limón?

–Si –explicó Larry–. Las esposas de ARNOLD tienen su propia jerarquía. Aquellas con

mayor número de niños machos gozan de mayor autoridad. Deciden entre ellas quién

llevará el cítrico. El resto se deja a ARNOLD y a su nariz. La piel de limón es fácil de

detectar cuando los aceites aromáticos son frotados en el interior de tibias zonas

erógenas... agradable.

Iris se relajó y sonrió. Pondría semillas de limón en su lista de cosas que llevar a casa.

–¿Deseas una cabalgada hasta el hogar? –preguntó el centauro.

Iris trepó a la espalda del mec. Nuevamente percibió un apretón notable.

–¿Has visto a ARNOLD en relación con tu embarazo? Es tiempo –dijo él.

–Lo hice. Por lo menos..., creo que lo hice.

Larry sonrió.

–Con el capitán es de esa forma. Considérate madre.

Iris descansó su frente contra la espalda de él mientras el centauro la conducía a su

camarote.

Cuatro barcazas motorizadas esperaban en el arrecife Dos Millas. Sus tripulaciones

hocicudas, vestidas de amarillo, se afanaron nerviosamente mientras los niños bénticos

retozaban en las olas.

Rorqual apareció en el horizonte occidental. El centauro Larry examinó las barcazas

con el largo ojo.

–Nuestros amigos de la Colmena no parecen demasiado felices de salir.

ARNOLD estudió las lecturas del sensor durante largo tiempo antes de contestar. Su

nuca se erizó. Todas las lecturas eran verdes, seguras por tanto.

–No deseo que esos pequeños bastardos tengan ni una satisfacción –gruñó el gigante–

. Si por mí fuera ayunarían. Pero Rorqual cree que puede aprender algo de ese maldito

cerebro planetario, así que estamos comprando tiempo de conexión.

–¿Es seguro? –preguntó Larry–. ¿No sería posible que la CU ganará control sobre

nuestro barco si los cerebros se conectan?

–Trilobitex no lo cree así. Dice que lo intentó una vez... Superposición. La unión era

débil, demasiado débil para control, pero lo suficientemente fuerte para una buena

transmisión de datos.

La primera barcaza se llenó hasta los bordes de trocitos de hielo y atunes. Los

hocicudos comenzaron a lastrar el ancla. ARNOLD gritó una orden cortante.

–Rorqual, lanza un garfio a aquel lanchón. Nadie va a ningún sitio hasta que

obtengamos nuestra conexión. ¿Has establecido el enlace?

–Trilobitex no ha alcanzado aún la cúspide del acantilado.

–Muy bien. Comienza a llenar la segunda barcaza, pero mantén a R–l sobre la primera.

Los miembros de la tripulación hocicuda, bajos, gordos y cubiertos de espesas ropas,

observaban nerviosamente el poderoso garfio. Si hubieran sabido con cuántos de su

especie había acabado no habrían podido permanecer sobre sus pies. Con todo, dos se

desmayaron.

–Enlace establecido –dijo el barco.

Los festejos de la isla de Mar se prolongaron. a lo largo de la noche. Iris se sentía un

poco insegura con las esposas de ARNOLD. Su contacto con el gigante había sido

brusco. La actitud de éste hacia ella no había cambiado: era casual, distante. Él estaba

realizando un servicio. Ahora Iris llevaba un hijo suyo.

–¿Quieres una guava? –ofreció Opalo.

Iris aceptó la fruta amarillo–verdosa. Tenía aproximadamente el tamaño de una

manzana y era de un gusto excelente.

–¿Eres una de las nuevas esposas de ARNOLD?

Iris bajó los ojos.

–Soy novia de la Ballena dios durante un año.

–¡0h! –dijo Opalo con tono casual–. En esta época pondrán rumbo al Norte. Verás

mucho hielo.

–¿Has estado allí?

–No. Charlé con Trilobitex. Ahora está bajo la superficie husmeando de un lado a otro

en busca de fragmentos de cosas que pudieron quedar de alguna civilización antigua. Si

deseas saber los últimos cotilleos, pregúntale. Está siempre en conexión con la mente de

Rorqual. Entre ellos sabes mucho.

–¿Por qué se dirigen hacia el Norte?

Opalo se encogió de hombros.

–Cambiaron una buena carga de atún por una oportunidad de poder conectar con la

mente colectiva de la Colmena. Supongo que encontraron algunas pistas de nuestra

deidad y se disponen a verificar. Creo que es solamente una buena excusa para explorar

otro océano. Se han hecho incansables.

Iris echó un vistazo a la multitud próxima al fuego.

–¿Ellos?

–¡Esos tres! –dijo Opalo Grande–. Ese medio caballo, Larry; ARNOLD y mi marido,

Har.

–¿Va Har?

–Sí, la gárgola silenciosa es incluida siempre en cualquier ocasión en la que los otros

dos parten para una atolondrada aventura. Larry y el Gran Har estaban juntos en la

Colmena..., habitantes de los cimientos. Ahora que buscan la deidad, Har está muy

excitado. Supongo que es el único creyente real.

Iris estudió a Opalo... Todavía dura bajo el pelo gris y las arrugas, abuela más de una

docena de veces. La muchacha aceptó otra guava de su anfitriona.

–Tenéis una isla agradable aquí.

–Va a estar demasiado tranquila después de que los hombres se hayan ido –dijo la

mayor de las mujeres con un encogimiento de hombros. Se puso en pie y circuló entre

sus otros huéspedes.

Iris se fue a la playa a fin de nadar un rato sola. Varias horas más tarde Trilobitex

Ferroso se aproximó al fuego llevando a remolque una húmeda muchacha... Iris, novia de

Nueve Dedos.

–Encontré una nadadora de medianoche –dijo el mec–, una ninfa marina que se estaba

perdiendo la fiesta.

De la oscuridad salieron invitaciones anónimas. Iris se dejó ir de la ornada cola y apoyó

las manos sobre sus húmedas caderas, agitados los pechos y los ojos centelleando a la

luz de la hoguera.

–¿Qué fiesta? ¡No hay baile!

Las bebidas habían logrado que la mayoría de los hombres se reclinaran sobre un

codo. Planeaban dormir exactamente donde se encontraban. Otra danza violenta –más

ritual de emparejamiento que ninguna otra cosa– era demasiado pedir.

Larry comprobó la carga de su maniquí: amplia.

–Forma de centauro, por favor.

El maniquí arqueó la pelvis hacia atrás separando sus cuatro piernas. Era un poco más

corto, pero el capriforme aspecto de sátiro fue reemplazado por una silueta caballar. Los

sistemas ópticos estudiaron el ritmo de la mujer. Las pezuñas marcaron un tamborileo

sincrónico. Ella se volvió hacia la mítica bestia y sonrió.

–¡Baila! –gritó.

Giraron y se inclinaron al compás de flautas y tambores. El agua de mar que cubría la

piel de Iris fue sustituida por sudor. Trepó sobre la espalda de él, que retrocedió y

descendió galopando hacia la playa.

–¿Qué te ha dado? Parecías tan triste antes de nadar –dijo el centauro Larry.

–Tuve una larga charla con Trilobitex ahí fuera –dijo ella–. Averigüé que ARNOLD es

una copia genética de carbono tuya.

–¿Y?

–¡Que este niño que llevo es hijo tuyo!

Larry salió trotando de su tibio camarote a un puente iluminado por el sol de invierno...

Treinta y cuatro grados Farenheit. Copos de nieve ligeros y pegajosos se deshacían sobre

sus hombros. Trozos de témpanos brillantes y blancos centelleaban desde el monótono

océano gris. El largo ojo situaba los icebergs. Los tripulantes encargados de limpiar la

nieve exhalaban su cántico a compás con las palas.

–¿Me das una vuelta por cubierta? –preguntó Iris, de piel olivácea, de pie en la puerta

de una escalera de cámara.

Larry se detuvo pateando la nieve. Iris limpió el área de silla observando su nueva

almohadilla de gamuza.

–¿Nada de hielo? –preguntó.

–Nada de hielo. Un perineo adherente puede ser incómodo. Monta. Traje un poncho de

dos agujeros por si empeora el tiempo.

Los pechos y el vientre de ella entibiaron su espalda mientras retrocedía y corveteaba

entre la ventisca. Las piernas de Iris estrecharon su apertura. Larry galopó y saltó un rollo

de manguera. Las risas la dejaron sin aliento. El disminuyó la marcha, sopesando su

resistencia.

–Tómatelo con calma –dijo–. No quiero que le ocurra nada a mi descendiente ahí

adentro –Larry se volvió y palmeó el abdomen de ella.

El viento arreciaba. Se calaron el poncho para ver pasar un iceberg. ARNOLD salió a

cubierta con sus alas de ángel puestas y tres capas de espuma de polímero.

–No creo que esto funcione en el océano Artico –dijo–. He intentado una inmersión

rápida en esta salmuera helada y casi se me congelan los pulmones. Tendremos que

emplear el atún mec de un ojo de la dársena –se dio cuenta entonces de las dos cabezas

por encima del poncho.

–¿Qué es lo que hace esta hembra frívola? ¿Convirtiéndote en un animal de carga?

Larry hizo una mueca.

–Nos limitamos a contemplar las latitudes nórdicas..., muy educativo.

–No teníais un aspecto muy académico –dijo ARNOLD, pellizcando un pie de Iris.

–Me gusta cabalgar –dijo la hembra grávida con una risita.

–Lo imagino –murmuró el ángel gigante–, pero no te acostumbres a ello. Por lo que sé,

Larry es lo más cercano que tenemos a un caballo en todo el planeta y no puedes

presentarte ante tu marido con él.

Iris acentuó su apretón bajo los tibios pliegues.

–¿Dónde comenzamos la búsqueda? –preguntó Larry.

–Las coordenadas que la Colmena nos dio son: ochenta y dos grados, veintitrés

minutos norte y diecinueve. El fondo se encuentra a unos cinco mil metros.

–De cualquier forma es un trabajo para el Atún de Hierro –dijo Larry galopando en la

tormenta de nieve. Iris levantó sus pies desnudos. El ángel les vio marcharse, las alas

caídas y helándose.

El niño era fuerte y saludable: cabello negro, piel morena y ojos oscuros. Iris estaba

complacida.

–Sentiré dejarlo cuando vuelva con mi marido –dijo.

–No hay necesidad de eso. Te lo llevarás contigo.

–Imposible. Nueve Dedos es un rey. Es muy orgulloso. Su corona pasa al primogénito.

Este niño no sería bien venido.

ARNOLD asintió.

–Comprendo los sentimientos de un rey, pero tú eres novia de la Ballena dios. Tu hijo

es más que una prueba de tu fertilidad..., lleva los genes de un rey. Su lugar está en una

sala del trono y su lugar está junto a su madre.

–Pero mi marido no será feliz.

ARNOLD hizo una mueca.

–Aceptará al niño si también tiene únicamente nueve dedos.

La menuda madre se atragantó.

–No. Una corona no vale tanto.

–Quieres a tu hijo a tu lado, ¿no?

Iris miró tristemente el rostro pequeño y redondo. No sabía. Los pequeños ojos oscuros

se alzaron hacia ella, parpadeando confiadamente.

–¿Hay alguna otra forma? –preguntó la madre.

–No veo cuál –dijo el gigante. Larry estudió al niño–. Realmente es una vergüenza: el

niño tiene más de moreno que de oliváceo. Efectivamente parece un hijo del rey. Esperad,

puede haber una forma. Rorqual. ¿puedes desenterrar antiguos registros ópticos del rey y

la reina para comparar sus pigmentos con mayor precisión?

El barco igualó las pieles con mezclas de brillantes colores primarios mediante un

escurridizo filtro de marrón y oliva. El índice de color dérmico fue impreso bajo la forma de

un número de seis cifras: tres dígitos para la mezcla primaria y otros tres para el filtro

amortiguador. Al comparar al niño se observó que se acercaba mucho más al rey de piel

clara.

–Bien –dijo Larry–. Los niños, al nacer, son normalmente de tono menos intenso que el

de sus padres. Podrá oscurecerse más tarde, pero en este momento es equiparable al

rey. Ahora, si mezclamos los pigmentos para que se asemeje a la madre –oliva– y tatuar

el décimo dedo más oscuro...

–¡Ya sé! –dijo ARNOLD–. Le diremos al rey que los genes de la madre proveerán el

dedo extra.

Larry asintió.

–En la época en que la teoría genética alcance la isla el niño tendrá un sitio legítimo

junto a su madre. Aprenderán que las características adquiridas no son hereditarias: un

dedo perdido no se transmite a la descendencia. Pero el tatuaje resultará lo

suficientemente mágico para ganar un hogar para el niño justamente ahora.

El gigante reprendió al centauro por mostrar tanto interés en el niño:

–Eres demasiado blanco. Caramba, si no lo supiera bien, creería que el niño es tuyo,

no mío.

–Y nosotros sabemos que es imposible –sonrió Larry.

Larry estudió las cartas de naufragios.

–Hay millas y millas de pecios ahí abajo: fragmentos de fuselaje y superestructura.

Debe haberse hundido toda una flota de cosechadoras. Sencillamente buscamos en un

viejo cementerio marino..., o en alguna ciudad flotante que se fue a pique aquí durante la

era de Karl.

–Puede ser –dijo Rorqual–, pero el modelo de sedimentación sugiere que ha estado ahí

hace menos de cien años, ciertamente hace mucho menos de mil. Toda la vida marina

agregada es reciente. No hay rastros de calcio o silicona generados por organismos

anteriores a la muerte mineral de los océanos.

–¿Tan reciente? –murmuró Larry–. Pero Trilobitex y tú habéis buscado a lo largo y a lo

ancho de los océanos. No había navíos de la Colmena en este número y de este

tamaño..., sencillamente algún «hovercraft» ocasional.

El atún de hierro dio con un largo fragmento y envió las medidas.

–Esto no es ningún «hovercraft» –dijo ARNOLD–. ¡Aquí está la silueta de algo con una

longitud de casi una milla!

La silueta se hizo gradualmente detallada. En los alrededores yacían fragmentos más

pequeños y de características semejantes. Fueron izados al puente para su estudio.

–Aquí hay una P y allí una I.

–¿Pi? Los trozos no encajan. Quizá sea ip... ¿«barco»?

–Observa el modelo a escala de ese fragmento de una milla de largo. Rorqual lo está

copiando porque es demasiado grande para subirlo. ¡Buena chica! Danos un modelo de

todos los fragmentos mayores. Quizá podamos ensamblarlos aquí, sobre la mesa de

trabajo... como si se tratara de un rompecabezas.

Los fragmentos irregulares tomaban forma: segmentos oblongos de un casco.

–Parece una ballena. ¿Otra cosechadora?

–¡No puede ser! Mira la escala. ¡Debe tener cuatro o cinco millas de largo! –exclamó

Larry.

–Una ciudad flotante. Tiene que ser una ciudad. Pero ¿de qué parte de la Colmena

procedía? Veinte años es muy poco tiempo. Rorqual gozó de una buena conexión con la

CU y no había registro alguno en la Colmena. Extraño.

ARNOLD se rascó la barbilla..., rastrojo de macho.

–Aquí hay algunas letras más: RO. ¿No es ésa una letra griega?

–Rho –corrigió Rorqual–. Esto es simplemente el fragmento de una palabra: RO. La

pieza de la R encaja detrás de la pieza previa de la P. Tenemos un PRO.

–Bien, Rorqual, posees los datos suficientes para decirnos: un casco de cinco millas de

largo con el nombre PRO y una I –dijo Larry–. Investiga tu memoria.

–En la Colmena no hay nada. En la era anterior a la Colmena no corresponde a ningún

barco de superficie. Nada de ciudades flotantes. Negativo. Negativo. Negativo –dijo

Rorqual–. Pero cuando retrocedo a la era del laboratorio Komputarizado de Investigación

Aerospacial –KARL –hallo una nave espacial con el nombre de «Implantación a Proción»

cuyas características encajan. Pero aquella nave implantó con éxito en un viaje de once

punto tres años luz de duración.

–¡El Arca de Dever! –exclamó Larry.

–¿No lo consiguió? ¿No podrían haberse limitado a circunnavegar el sol cayendo de

vuelta a la Tierra después de miles de años?

–Posible –dijo Rorqual.

–Eso explicaría el regreso de los sistemas bióticos a la Tierra. Las naves espaciales de

implantación estaban equipadas para sembrar un planeta. Hemos estado buscando una

máquina construida por el Clan Dever..., mis descendientes.

El Gran Har, que permanecía silencioso, recogió una costrosa reliquia de la catástrofe.

–¿Es esto todo lo que queda de tu deidad? ¿Una máquina muerta?

Larry estaba a punto de romper a llorar.

–¿Fallaron? Ira, Jen –W5,Torpe Dever. ¿Fallaron?

ARNOLD se burló:

–¡Yo habría previsto el fracaso de la Colmena!

–Entonces no existía la Colmena –dijo Larry–. Solamente la ciberdeidad OLGA y KARL,

su sirviente. ¡La edad dorada! La población terrestre era únicamente el uno por ciento de

la actual. Mira las especies que se encontraban en el arca. Ninguna sobrevivió a la áspera

competencia con los hocicudos.

–Entonces el hombre fracasó en alcanzar las estrellas –murmuró ARNOLD.

–¿Por qué ha de resultar tan terrible? Quizá el hombre no estaba destinado a tener

éxito. Después de todo no somos más que animales –un animal superior, quizá, pero

comemos, dormimos como cualquier otra criatura. ¿Por qué conmoverse tanto por un

esfuerzo para sembrar el espacio? ¡Ocurrió hace un millar de años!

Larry llevó su maniquí hasta la portilla y miró hacia afuera, al gris y helado océano

Artico.

–Me gusta creer que el hombre es la criatura superior del Universo, que la Tierra es el

planeta más importante y que yo soy..., bien..., por lo menos significativo.

ARNOLD pidió disculpas:

–No soy más que un guerrero. Sería muy malo para mí entrar en batalla con estos

ensueños. Podría dudar. Pero tú siempre has sido un pensador profundo. Si te ofendí, lo

lamento. Comamos.

El apetito de Har era escaso.

–Todavía me siento como si tuviéramos una deidad velando por nosotros. Rogamos

para que el alimento volviera a los mares y lo hizo..., después de miles de años de

esterilidad. Se necesita a una deidad para hacer eso.. ¿Quizá una deidad tripulando una

nave estelar?

Rorqual tranquilizó al Gran Har:

–Es bueno tener una deidad, y existen pruebas sólidas de que el Universo entero fue

construido para las formas de vida inteligentes de este planeta, si aceptamos la premisa

del cosmologista de que un creador rubricaría su obra.

Los ojos de Larry se encendieron:

–¡Desde luego! El argumento del minero antropocéntrico g a = c. La constante más

esencial del Universo es la velocidad de la luz. ¿Cuál es... exactamente? –Rorqual

imprimió:

c = 2,997925010 x 108 metros por segundo.

–Sí. Ahora si multiplicamos la aceleración gravitatoria de la Tierra, medida en metros

por segundo en cada segundo (m/seg2 ), por el año terrestre en segundos, habremos

obtenido la velocidad (m/seg.). La velocidad, en fin, es el producto de la aceleración por el

tiempo. Para el planeta Tierra ésta es la velocidad de la luz, o al menos lo era cuando

nuestro primer ancestro antropoide plantó el pie en el suelo.

ARNOLD frunció el ceño:

–¿Quieres decir que esta constante puede ser medida en cualquier lugar del

Universo..., y que la gravedad de nuestro planeta multiplicada por su año la iguala? ¿Cuál

es el cálculo en números redondos?

La pantalla resplandeció reverentemente:

–La fórmula de OLGA:

9,8 m/seg2 x 3,0 x 107 seg. = 3,0 x 108 m/seg.

También usada como índice de hospitalidad para evaluar los planetas de lejanos

sistemas estelares.

ARNOLD asintió:

–Cerca, solamente un dos por ciento de error.

Larry sonrió:

–Ese error desaparece si nos acercamos a las cifras exactas. La velocidad de la luz es

un poco menos que la cifra que das: 2,9979 x 108. Eso nunca cambia. Cada siglo que

transcurre los años son un poco más largos, unos dos tercios de segundo. Ahora tiene

alrededor de 3,15577 x 107 segundos, pero cuando los antecesores presimios del hombre

aparecieron, el año terrestre era exactamente de 3,065 x 107. La gravedad varia

ligeramente del ecuador hasta el polo, pero el emplazamiento del antepasado fósil más

antiguo del hombre tiene una gravedad de 9,78 m/seg2. Entonces la fórmula más exacta

es:

9,78 m/seg2 x 3,065 x lO7seg. = 2.9979 x 108m/seg.

¡Y ahí tienes el resultado directamente delante de la nariz! El año era algo más corto

antes de los presimios y más largo después; por tanto, durante un tiempo la fórmula era la

correcta para un número infinito de lugares decimales.

ARNOLD continuó poniendo en duda las matemáticas.

–Supongo que saldrá igual sin tener en cuenta las unidades que uses. ¿Pies por

segundo? ¿Millas por hora?

–Por supuesto. Simplemente tienes que hacer exactamente lo mismo del principio al

fin.

–¿Da el mismo resultado para todos los planetas?

Rorqual realizó un rápido escrutinio:

–La fórmula sólo da un diez por ciento de la velocidad de la luz para Mercurio; sesenta

y seis por ciento para Venus y setenta y cinco para Marte. Los planetas exteriores están

fuera por muchos puntos decimales.

–Interesante –dijo ARNOLD–. Pero si Venus o Marte fueran un poco más grandes o

más lentos, la fórmula también les afectaría de lleno. Quizá todos los planetas

biológicamente ricos se adaptan a la fórmula.

–Quizá –dijo Larry–. Pero eso en sí mismo hace muy felices a los cosmólogos. ¡Un

Universo tan ordenado!

ARNOLD pidió a Rorqual otro informe. Esta vez quería estudiar la humanidad fósil.

–¿Por qué tenemos que retroceder hasta el presimio? ¿Qué pasa con el primer

homínido, ese póngido miocénico, Procónsul? ¿Por qué no utilizamos ese año?

Larry frunció el ceño.

Ese año duró 3,1416 x 107 segundos. En la fórmula g x a = c, la respuesta es la

velocidad de la luz más un error de más de un uno y medio por ciento. No te dejes excitar

por la cifra 3,1416. Es pi, la razón de la circunferencia de un círculo a su diámetro. Sin

embargo, su aparición aquí, como el número de divisiones del tiempo en un año, es sólo

un auxiliar de nuestra unidad de tiempo. No como la velocidad de la luz, que es una

constante universal en cualquier unidad.

ARNOLD continuó estudiando el informe de Rorqual. que crecía y se decoraba con

brillantes colores, complicados diseños y cuadros en miniatura. Al barco le gustaban todas

las actas del hombre y, en realidad, estaba inconsciente dibujando un manuscrito

iluminado de las edades geológicas.

–Creo que entiendo ahora –dijo el gigante guerrero–. Parece apreciarse un abrupto

cambio alrededor de la aparición de tu presimio, Palachton. El gredoso cretáceo termina

con una sacudida, casi un tercio de las familias animales fueron extinguidas: dinosaurios,

reptiles marinos, reptiles voladores, ammonites, moluscos y nanoplancton calcáreo.

Parece como si tu fórmula tuviese un poco de magia. Creo que alguien dispuso esta

extinción masiva en la historia de los fósiles, como si fuera una marca en un libro, para

que lo advirtiéramos.

ARNOLD enrolló el complicado informe y se sentó sobre él. Limpió la mesa y llenó otro

cuenco. El apetito de Har volvió. Se sentía ahora en el planeta adecuado, donde la

cosmología aportaba datos en favor de una deidad con una inclinación por los números.

–Ha habido otras extinciones –musitó Larry. –Unos dos tercios de los trilobites fueron

barridos al final del cámbrico –sonrió y miro al mec en forma de pala, que estaba a su

lado–. Y supongo que Trilobitex Ferroso encontrará alguna satisfacción en conocer que

también fue usado como una «señal en el libro». Pero la extinción más importante

numéricamente ha sido este reciente florecimiento de la Colmena. ¡Excepto por los genes

sintéticos, nuestro planeta era esencialmente estéril!

Rorqual continuaba cartografiando las ruinas de la nave espacial. El modelo a escala

crecía.

–Parece como unos cuantos guisantes en la vaina –dijo ARNOLD.

–Esa es la idea –dijo Larry–. La vaina es la superestructura exterior. Cada guisante

está autoencerrado y puede actuar como un vehículo de vuelta.

–¿Por qué faltan tantos guisantes?

–Oh, no los hemos encontrado todavía..., o... –la cara de Larry se iluminó con éxtasis–.

¡Por supuesto! ¡Las vainas fueron desprendidas! Es posible que el barco hiciese el viaje

de ida y vuelta a Proción, abandonando sistemas bióticos en el nuevo planeta antes de

volver a la Tierra para sembrarla de nuevo.

La idea fascinó a ARNOLD.

–¿Cómo podemos saberlo seguro? Si el hombre implantó en un planeta debe haber

otras estrellas accesibles que podría haber alcanzado. Me gustaría creer que nuestras

especies podían sobresalir en algo más que la guerra.

–¡Si, guerrero! –sonrió Larry–. Podríamos encontrar la respuesta si localizamos un

trozo de médula de la nave, la protuberancia cefálica que podría albergar una posición del

cerebro llamada la amígdala o almendra. Los recuerdos allí dentro están en estado sólido.

Todas sus burbujas magnéticas y pensamientos iónicos han desaparecido

probablemente. Fue un aterrizaje violento. Las naves de implantación son construidas en

el espacio para consumir su existencia en el vacío y el gris ilusorio que se extiende entre

los planetas. Sólo sus vainas pueden vivir en una atmósfera. La entrada debe haber sido

dura para que un cíber tan poderoso muriese.

La amígdala fue localizada y separada de un segmento de la médula de la nave que

medía cuatro millas de largo. Flotaba en la estela de Rorqual acunado en un capullo de

espuma. Los neurotecs realizaron conexiones. El barco sondeó.

–No tiene personalidad, sólo bancos de memoria.

Larry asintió.

–Eso es la almendra. ¿Qué es lo que ves en relación a la implantación?

Rorqual fue inusualmente lenta en contestar.

–El sistema de recuperación es haganoide, pero no es totalmente estándar. Todavía no

he desenredado las secuencias almacenadas. No son lineales. Dame mas tiempo.

–No hay prisa –dijo ARNOLD–. Emprenderemos la vuelta a la isla de Har. Quizá

podamos colocar la almendra en medio de la jungla y sondearla a placer. Tendrá una

historia interesante que contarnos.

Ataron la cuerda de nudos a la lobulada y blanca masa de circuitos neurológicos, que

media 160 x 120 x 120 pies, y dificultosamente se abrieron camino hacia el este a través

del casquete de hielos. Todos esperaban ansiosamente las noticias sobre los colonos del

espacio.

–¡Eliminados! –exclamó Larry.

–Una implantación parece haber resultado tan mal que la nave la definió como un fallo

–dijo Rorqual–. Todavía estoy desenmarañando los detalles, pero hay evidencia de dos

implantaciones distintas: la primera, un siglo después del lanzamiento, tuvo éxito, la

población se duplicó en el tiempo de observación; fue el segundo intento, mucho más, el

que falló. Los dos planetas eran hospitalarios biológicamente (g a = c), pero en el

segundo había una forma viviente competitiva.

–¿Qué sistemas de estrellas? –preguntó Larry.

–El primero debe haber sido Proción. El segundo no está identificado, por lo menos no

lo está todavía.

ARNOLD estudió la memoria de la almendra.

–Yo tampoco puedo entenderlo. Tendremos que conseguir que el sistema de

recuperación propio de la nave funcione para superar esto.

–Pero podemos hacer adivinanzas –dijo Larry–. La implantación en Proción explicaría

la falta de varias de las vainas y el transcurso de varios siglos. La Tierra sería el segundo

planeta (g a = c). Sabemos que recibimos una implantación por el tiempo en que la nave

volvió a entrar y se estrelló en el Artico. La Colmena podría ser la forma viviente

competitiva. Esos pobres colonos no tendrían una sola oportunidad de estudiar a los

hocicudos con esos arqueros locos volando por todas partes.

–Imposible –dijo Rorqual– Ninguna nave espacial haría un viaje de ida y vuelta a una

estrella sin enterarse de que había regresado a su sol nativo. La geografía de la Tierra no

ha cambiado en absoluto en unas cuantas docenas de siglos. Los océanos estaban

vacíos, es verdad, y la flora de los jardines era estéril; pero no les llevaría mucho tiempo a

la nave y su tripulación imaginarse lo sucedido.

Larry se limitó a agitar las manos.

–Pero sabemos que el barco habló con Trilobitex justamente antes de estrellarse en el

mar. Estaba actuando de una forma bastante rara. Algunas de las vainas sembraron con

éxito, devolviéndonos nuestras extintas especies. Pero éstas aterrizaron fuera de la

Colmena: en los océanos, pequeñas islas vacías, lagunas tropicales. Estoy seguro de que

la Colmena hubiese barrido a cualquiera que aterrizase dentro de sus jardines. A juzgar

por esta embrollada almendra, la nave tenía dificultades cerebrales. Quizá no haya sido

capaz de ayudar a sus colonos sobre la Tierra.

ARNOLD se levantó y miró al horizonte.

–¡Nuestros antepasados volvieron a la Tierra y murieron a manos de la Colmena y no

pudimos ayudarles!

–Quizá –dijo Larry–. Pero tú sabes cuántas islas pequeñas hay. Probablemente unos

pocos sobrevivieron en algún lugar. Los encontraremos en el curso de nuestros viajes.

La playa estaba prácticamente vacía cuando la Ballena dios hocicó dentro de la arena.

Sólo Opalo y unos cuantos de los ancianos estaban a mano. Faltaba una hora para el

amanecer y la mayoría de los habitantes de la isla de Har todavía dormían. Las cubiertas

estaban silenciosas, solemnes. Opalo retorcía nerviosamente su lei de flores. Se relajó

cuando vio la figura de hombros cargados del Gran Har. Salía a cubierta llevando un

reluciente y blanco colmillo de morsa, que era largo como su brazo.

–¿Estás bien? –preguntó mientras la grúa lo colocaba sobre la arena. Asintió y se

volvió para saludar. El barco retrocedió silenciosamente, y antes de que el sol se elevase

se había ido.

–¿Por qué estás callado? ¿No pudisteis encontrar a vuestra deidad?

Lentamente, Har comenzó a caminar hacia su cabaña.

–La encontramos –dijo–. Sólo que ya estaba muerta.

Opalo puso su brazo alrededor del hombro de su esposo. ¿Qué podía ella decir?

–Pero creo que encontramos evidencia de una deidad todavía mayor; sólo una pista,

una huella. Una deidad tan poderosa que la creación de planetas enteros es sólo un

pasatiempo casual, algo con lo que jugar un juego de números.

–¿Qué quieres decir?

Él señaló hacia abajo.

–Este planeta tan grande que ni siquiera puede comprender los números, fue

construido y colocado en órbita alrededor del sol para que una tonta fórmula se verificase.

La aceleración de la gravedad por la duración del año resulta en esta constante universal

llamada velocidad de la luz. La Luna puede haber sido un primoroso ajuste dentro de la

fórmula, para hacer que descienda nuestra gravedad y proveer una rastra que acortase

nuestro año, de forma que los números coincidiesen exactamente. ¡Eso es! ¡La creación

fue simplemente un juego!

Opalo le abrazó ligeramente.

–Vamos, vamos, incluso una deidad necesita un poco de recreo. Nuestro hogar no es

realmente un mal sitio, aunque haya sido hecho como un mero pasatiempo.

Har buscó unas correas en la cabaña y colgó el colmillo sobre el umbral. Opalo advirtió

el grabado: letras y dibujos.

–¿Qué es eso?

–Una plegaria:

g a = c

–¿Plegaria?

–Sí, la plegaria de Olga, para que el Creador del planeta Tierra sepa que el mensaje

llegó hasta mí: una acción de gracias por nuestro hogar.

–Tu deidad no está muerta –sonrió ella.

–No sé cuánto tiempo viven ellos. La Tierra fue construida hace mucho tiempo...,

billones de años. Simplemente no lo sé.

Larry charlaba con Wandee en el largo oído. Los dos estaban grises y arrugados.

–¿Las luces todavía están apagadas? –preguntó el centauro.

–Sí, pero el nivel de mortalidad ha vuelto a ser normal. Nunca comprendí cuánto

dependíamos del sistema circulatorio de la Colmena: aire, agua, alcantarillado. Ciudades

enteras fueron suprimidas cuando voló el órgano de energía. Fundió también nuestras

mejores salas de máquinas, matando a las más habilidosas. Yo conseguí sobrevivir

trepando a la plataforma y forrajeando de noche en los jardines. Esta mañana un cazador

casi me mata por haberme quedado demasiado tiempo.

Larry sacudió la cabeza.

–Bien. supongo que pasará mucho tiempo antes de que estéis preparados para

comerciar con nosotros...

–¡Oh, estamos listos ahora! –dijo con excitación–. Si tenéis comida de cualquier clase

me encargaré de enviar algunas barcazas al arrecife. ¿Qué tipo de cosas necesitáis? Con

una promesa de calorías, puedo conseguir casi cualquier cosa a través del CU.

–¿Qué me dices del nuevo presidente?

–Oh, no tenemos presidente ahora mismo. El CU está probando el método del comité

paritario. Después del egregio error de Furlong no habrá carta blanca por un largo tiempo.

Larry frunció el ceño.

–No había comprendido que el CU valorara la vida humana individual. Ode y Drum...,

¿fueron sus muertes lo que colocó la responsabilidad sobre el presidente?

–No. Fue a causa del fracaso. Antes de Furlong, vuestros bénticos eran solamente

unos pocos salvajes desnudos. Ahora son muchos..., con una fuerte armada y la infusión

de los genes guerreros de ARNOLD. Nuestra Colmena ha perdido claramente un punto.

Furlong fue culpado de ello.

–El conflicto es desafortunado...

–Pero necesario –dijo ella–. A los ojos de la Colmena los océanos sólo son una fuente

de alimentos. Los ciudadanos se mueren de hambre. ¿Te das cuenta de nuestra densidad

de población?

Larry intentó extrapolar tomando como base una de las comunidades de las islas

donde «abarrotado» quería decir cincuenta por milla cuadrada. En aquellas culturas

muchas calorías venían del mar. Sabía que la densidad de la Colmena era mucho más

alta.

–¿Quinientos por milla cuadrada?

Wandee se rió amargamente:

–Me gustaría que eso fuese verdad, pero le faltan dos ceros: cincuenta mil por milla

cuadrada, esto para cada milla de las principales masas terrestres, totalizando 3,5 x 1012

para el planeta. Esta es la razón por la que literalmente nos comemos unos a otros y

procesamos nuestros excrementos y basura..., para acortar el ciclo de la energía y cerrar

el lazo dentro del ciclo del nitrógeno. El CU siente el hambre de los moribundos

hocicudos. Se necesitan las calorías del océano.

–Quizá podamos ayudarnos los unos a los otros cambiando nuestras capturas por

vuestras herramientas y productos manufacturados. Confeccionaré una lista de pedidos y

te la mandaré.

–Estupendo.

–¿Hiciste eso? –dijo ARNOLD.

–Pero ella es tu figura materna..., una anciana de cabello gris tan agradable...

–Es un miembro de la Colmena, y como tal no se puede confiar en ella. Si les das una

lista de pedidos conocerán nuestras debilidades.

–Mira –explicó Larry–. Ellos construyeron esas cosechadoras. ¿Qué pueden aprender

si les pedimos unas pocas piezas de recambio? Reducirá también el tiempo de nuestro

propio barco. Todo lo que quieren son unas pocas toneladas de extraplancton..., calorías.

Podemos pasar sin ellas. Además también nos da una oportunidad para estudiar su

tecnología. Aunque dudo que sea una amenaza fuerte en un futuro próximo. Ni siquiera

pueden encender de nuevo su propia iluminación..., y se mueren de hambre.

ARNOLD miró al barco.

–¿Qué piensas tú, vieja? ¿Es seguro tener tratos con la Colmena?

–Negativo. La Colmena siempre será una amenaza para los que viven en el exterior.

Sin embargo, los beneficios del comercio pesan más que el riesgo en el futuro inmediato.

–¿Por qué dices eso? ¿Tres trillones de hocicudos con un cerebro de amplitud

planetaria? ¿No es eso una amenaza?

Rorqual sonaba segura.

–Cuando conecté con el CU sentí los problemas de las ciudades. Están tan

sobrecargados con las funciones corporales básicas que no tienen tiempo para filosofar.

Están tan ocupados con los problemas de la técnica de hoy que olvidan las teorías

básicas. Recuerdan la ecuación de Einstein, e = mc2, pero olvidan la ecuación de OLGA

para un planeta habitable: ga = c. Cuando intenté alcanzar los informes sobre antiguos

fósiles hallé abundancia de tontos detalles sobre algunas de las criaturas más llamativas,

como el placodermo Devoniano de treinta pies y los reptiles de mayor tamaño. Pero no se

pensaba en absoluto en los detalles importantes de un universo en expansión, la edad de

los elementos, la evolución química o los paleoclimas. Vaya, ¡ni siquiera había un registro

de la nebulosa Gum, la nebulosa conocida más grande de nuestra galaxia!

ARNOLD movió la cabeza.

–Tú y Trilobitex pensáis demasiado. Supongo que han sido todos esos siglos de vagar

en solitario de un lado para otro, rumiando. Muy bien. Si crees que es seguro negociar,

negociaremos. ¡Pero continúa en guardia!

–Sí, capitán. ¿Debo imprimir los objetos que necesitamos?

–Bien... Con copias a Larry, sala de herramientas, capataz de los electrotecs y

fogoneros.

Copias de la lista de pedidos fueron distribuidas en la comida de la noche. Larry

tomaba a cucharadas una dulce compota de fruta y jarabe, derramando parte sobre su

barbilla y sobre la lista.

–¿Por qué necesitamos esos discos de granate, hierro y níquel para el «cerebro de

burbujas»? ¿No estamos produciendo los nuestros?

–Sí –contestó ARNOLD–. Pero sólo conseguimos dos punto cinco megabits por

pulgada cuadrada. Supongo que Rorqual quiere comparar la calidad.

Larry asintió. ¡Una especie de espionaje técnico!

Continuó leyendo: varilla de cristal neodímico de mil joules por nanosegundo para

encender el fuego del barco. Equipo de microondas dentro del radio de uno a diez

gigahertz. Diodos de heteroestructura de sándwich hechos de sustrato arseniuro de galio,

usando como lubricante una variedad de elementos: plata, aluminio, silicona, cinc y

germanio. Superconductores de disulfito de tántalo y piridina con una estructura de cristal

intercalada y una periodicidad de doce angstroms. Deuterio. Tritio.

Larry plegó su lista.

–No puedo ver nada malo con esta lista..., chucherías bastante elementales para que

un tec juegue con ellas. Supongo que nos vendrá mal incrementar nuestros suministros.

ARNOLD asintió.

–Envíaselo a Wandee.

Larry entró en la sala de herramientas y encontró a la máquina tragaperras extendida

sobre un banco de trabajo. Su estructura androide de 34–26–36 tenía una protuberante

pelvis que albergaba la herrumbrosa caja inicial. Tres ombligos cuadrados parpadeaban

desde la suave piel sintética, ofreciendo: barra, cereza, limón.

–¿Otra vez aquí?

–Esta vez es fuego en mi cerebro –dijo ella.

Él desarmó su pericráneo y su placa delantera, haciéndola rodar de lado. Estirándose

por encima de su cabeza, bajó la llave de energía y abrió sus paneles de servicio. Los

circuitos del cuello y hombros estaban brillantes y relucientes, guiñando hacia él sus

plateadas cuentas y cables. La maraña de nervios dentro del cráneo recordaba una

polvorienta tela de araña recubierta de hollín. Bajó el visor y lo colocó sobre su propia

frente. Soplando cuidadosamente con su pistola de nitrógeno, examinó todos los fusibles.

–¡Aquí está! ¡Otro de esos condenados fusibles de la Colmena explotó! –llevó hacia

delante la banda de su frente y se inclinó mientras hacía los microcortes–. No sé si vale la

pena. Me parece que paso más tiempo poniéndotelos y sacándotelos que tú usándolos.

–¿Qué me dices de esos en mi caja cerebral?

–Echaré una ojeada a tu tablero mayor cuando haya terminado aquí.

–No querría perder mi mente. ¿No hay ninguna manera de observarlos ahora y

predecir cuáles van a fallar, de forma que puedas hacer un mantenimiento preventivo?

–No –dijo él–. He puesto algunos en mi propio maniquí. Todos los días se verifican

perfectamente, después se van sin avisar, ¡puf! Los míos están en el sistema de

coordinación motora. Cuando fallen estaré ataráxico o paralizado.

Levantó el calcinado fragmento y lo depositó en la ranura de diagnóstico del analizador

de circuitos. Diminutas sondas comenzaron un examen sistemático. Larry miró los

resultados.

–Igual que antes: un agujero en el centro, todos los empalmes derretidos o fundidos,

inútil. Ese cráter debe tener un diámetro de un milímetro.

–¿Una bomba? –dijo ella, recordando la propensión de la Colmena a diseñar lealtad

explosiva dentro de las cosas.

–Me pregunto... Déjame que ponga un visor espía sobre tu tablero mayor. Ahí dentro

hay cientos de fusibles de la Colmena. Si uno se va, tendremos registros visuales y

podremos analizar el defectuoso como estaba antes de la explosión.

Terminó dentro de su cráneo y cerró. Bajando por su espalda separó las placas

posteriores del muslo y nalga. El panel mayor latía y brillaba como un panal multicolor

bajo una tela de araña rayada por el rocío.

–Hay mucho que observar aquí –dijo él pensativamente–. Me gustaría ser capaz de

conseguir un discernimiento de 500X –buscó uno de los mejores ojos mec, colocándolo a

novecientas imágenes por segundo–. Usando conmutación y enfoque de estado sólido

obtendría dos imágenes por segundo de cada fusible. ¡Ya está! Esto no impedirá tu

próxima quemadura. pero quizá nos haga capaces de averiguar lo que la produjo.

Ella comenzó a salir... Un 34–26–38.

–Siento eso, pero el espía necesita un montón de espacio. Esperemos encontrar la

causa del problema y que de nuevo te tengamos sobre un par de caderas de treinta y seis

pulgadas. No te olvides de tu placa delantera.

Cuando hubo partido separó las placas de servicio de las patas delanteras de su propio

maniquí.

–Podría espiar también sobre éstos –gruñó.

Durante los días siguientes se mantuvo apartado del raíl y llevó puesto un chaleco

salvavidas. No quería que un repentino ataque de temblores le arrojase al mar.

Larry estaba en su paseo matutino por cubierta, cuando su fusible se fundió. Hubo un

audible pop, seguido por el acre olor del aislante quemado. El maniquí comenzó a dar

trompicones. Se apoyó contra una pila de cestos.

– ¡Socorro!

Una de las esposas de ARNOLD le ayudó a volver a la sala de herramientas. Bañó el

panel con gas inerte y lo separó. Su pierna izquierda se cerró al modo sátiro.

–Rorqual, ¿puedo tener el registro del visor de mi pierna izquierda? Dame el 5X al

principio. Ahora vuelve al estallido. ¡Ahí está! Dame 50X de ese empalme justo antes de

que explotase. Ahora 500X.

ARNOLD entró.

–He oído que tenias fuego en tu pelvis –hizo una mueca–. ¿Esa caja herrumbrosa está

molestándote de nuevo?

–¡Condenación! –musitó Larry. Sus ojos estaban pegados a la lente. Con su mano

izquierda pasó y repasó las secuencias ópticas con un lapso de tiempo–. Maldita

Colmena. Mira este fusible. Han puesto a propósito un artefacto retardado para su

autodestrucción. ¿Ves ese filamento herrumbroso? Mira cómo crece. Con cada electrón

se añade otro ion. Cuando se cierra el agujero... ¡ZAP! El fusible se quema.

ARNOLD asintió.

–Lo llevaré abajo a la sala de diseño y haré que un electrotec prepare un banco de

proceso para éstos. Los comprobaremos todos según vayan entrando. Los fogoneros

dicen que los pesados isótopos de hidrógeno de las ciudades no son muy puros, pero

proveen una buena materia prima para extraer deuterio y tritio. Supongo que tendremos

que tratar todos los objetos y productos no terminados de la Colmena.

Larry tendió al gigante los fragmentos defectuosos.

–Me parece una gran pérdida de tiempo –dijo el centauro.

–Por lo menos nos dice algo sobre el control de calidad en la Colmena. Y el precio es

correcto..., unos pocos peces muertos.

El gigante dejó los fusibles en el laboratorio E y se acercó a la sección del granate.

–¿Cómo funcionan los discos de la Colmena?

–Bien, aunque supongo que no pueden hacer mucho para arruinar una película

epitaxial mientras se la mantenga con un grosor de tres milimicras y se utilice un sustrato

con un único cristal.

ARNOLD estudió las ampliaciones.

–Los diagramas de las Ys y de las barras parecen lentos.

–Lo sé, pero podemos superar eso utilizándolos en unidades cíber que tengan circuitos

de aprendizaje.

Wandee actuaba como intermediario en el intercambio de bienes, comerciando con

percas y arenques a cambio de joules, gigahertz y megabits. Mientras los cíbers, CU y

Rorqual regateaban las cantidades en juego la pequeña dama de cabellos grises trataba

de mantener la nota humana en el comercio.

–¿Cómo está mi hijo? –preguntó.

–Eso es información confidencial –dijo Larry–. Ni siquiera puedo abrir los canales

ópticos. Si quieres verle tendrás que vestirte adecuadamente y pasar un montón de

tiempo en las barcazas del mercado. A veces va allí con la captura si es su barco el que

está realizando el cambio.

–¿Está bien? –le presionó ella.

Larry suspiró.

–Tenemos una respuesta estándar para todas las preguntas de la Colmena semejantes

a ésa: ¡no podría estar mejor!

Iris arropó a su hijo y recogió el bulto con las posesiones que había acumulado. Larry

permaneció de pie en el umbral para ayudarla con sus cargas. Ella anudó su lavalava,

añadió algunos leis más para cubrir sus grandes pechos lactantes y prendió una flor en su

cabello. Subió a su espalda, cogió el niño y cabalgó sobre él, fuera del umbral, por la

rampa arriba, hasta el puente de proa al lado de ARNOLD. La isla del Anillo se

encontraba allí mismo, delante de ellos.

Larry pateó impacientemente.

ARNOLD observaba cómo los nativos cantaban y arrojaban flores a su Ballena dios. La

cadena de verdes galletas en la estela de la Ballena era recogida entre las canoas.

–Les hemos dado un dios –dijo el gigante–. Es bastante fácil cuando sus problemas

son pequeños.

–Y cuando no son muy sofisticados –añadió el centauro–. Mira la serenidad de sus

expresiones. Han encontrado su deidad y se saben amados por ella. Eso debería

hacerles sentirse bastante seguros.

Los hombres de Rorqual permanecían en silencio, mientras la celebración de la vuelta

de la reina cobraba más fuerza.

–Observa los colores de las pieles –dijo Larry–. Oliváceos, castaños, amarillentos...

¿Y... como cualquier isleño?

–Tenía la esperanza de poder reconocer a alguno de la mezcla arcoiris de la

implantación de Proción. ¿Recuerdas las vistas de aquella isla herbácea que visité con

Vientre Blanco? El fuselaje en el pantano podría haber sido una vaina de la nave

espacial..., explicaría los radiantes jardines. Si en esa implantación hubiera habido

humanos, podrían haber emigrado hacia el sur...

–¿A aquellas islas? –dijo ARNOLD–. Es posible, supongo. Necesitaríamos archivos

genotípicos de la implantación y mapas del «flujo genético» de las migraciones de los

isleños para estar seguros.

Larry asintió.

–La almendra podría decirnos cuáles entre la mezcla arcoiris fueron dejados caer sobre

la Tierra. Si algunos de los antígenos extraños estaban incluidos podríamos buscarlos.

Podía llevarme el resto de mi vida completar el estudio, pero sería interesante averiguarlo.

ARNOLD simplemente se encogió de hombros.

–Tú haz aquello que te interese. En cuanto a mí, no veo la diferencia entre un gene

primitivo sobreviviendo frente a la Colmena como béntico, o como pasajero de una nave

espacial. De cualquiera de las dos formas nos encontramos con un conjunto básico de

características humanas saltando hacia el futuro y perdiendo su herencia cultural. Eres el

único con un conocimiento personal de nuestra historia y no puedo ver que te haga

ningún bien.

–¿Perspicacia? –dijo el centauro.

–Piensas demasiado ya. Como tu interés en g a = c. Todo lo que prueba es que

nuestro planeta podría haber sido construido al antojo de un ser superior. Yo fui

construido al capricho de la Colmena. Intento ignorarlo. Seríamos todos más felices si

fuésemos accidentes de la Naturaleza.

–Quizá... –dijo Larry.

Rorqual dio marcha atrás y salió del cortejo de canoas ceremoniales. Larry se erguía

sobre el puente de proa, olisqueando las guirnaldas y saludando. El maniquí pateó con

impaciencia. ARNOLD se inclinó por el portillo susurrando.

–¿Viste la expresión en los ojos de Nueve Dedos cuando vio ese tatuaje? Nunca pensé

que un dedo oscuro pudiese suponer tanta diferencia.

–Sencillamente otro milagro de la psicología de la paternidad –sonrió Larry–. Quería un

hijo. Ahora lo tiene. Hasta que estudien teoría genética, en sus mentes no hay ninguna

duda de que el niño es el verdadero joven príncipe de la isla del Anillo. Tiene el color de

su padre, excepto por el dedo, que le viene por su madre.

–Obviamente –convino el gigante.

El ayudante les interrumpió con un informe del censo de la isla y de la captura anual.

–Parece que sólo necesitaban que les abriéramos el arrecife. La población de la laguna

está subiendo. Incluso capturaron el tiburón blanco en uno de los cabos nocturnos. ¡Mira

el tamaño de la tribu! En unos cuantos años deberían llegar al centenar de nuevo.

–Eso es lo adecuado para la Tierra..., dos millas cuadradas. Necesitan ese número

para mantener las artes de los botes y redes.

Larry frunció el ceño.

–Pero no quiero darte la impresión de que deberían trabajar juntos y cooperar.

–No, por supuesto que no –se rió ARNOLD. –Sólo hemos visitado esta isla para que yo

tuviese alguien nuevo con quien acostarme.

Larry se encogió de hombros.

–Bien. Nueve Dedos quería un príncipe y tú eras el único rey por los alrededores... ¡Un

verdadero rey gallo de pelea, certificado por la Colmena!

La risa se extendió sobre las aguas.

El joven rey levantó a su hijo para que todos pudiesen verlo.

–Nuestras mujeres engordan. Tenemos muchos niños. La laguna es rica. Los jardines

crecen.

Iris alabó al joven muchacho que había capturado el tiburón. Les contó sus viajes en la

Ballena dios, conociendo ángeles, centauros y enanos moradores de la Colmena. Sus

regalos incluían un cubo de hielo y una descripción de una tierra donde tan delicado y

blanco material se extendía de horizonte a horizonte. Mientras, se derritió.

¡Verdaderamente era una aventura maravillosa para una reina tan joven!

La corona de Nueve Dedos se asentó más cómodamente sobre su cabeza, mientras su

hijo del dedo oliváceo crecía alto y fuerte.

Rorqual atravesaba otro océano. En sus pantallas llevaba la plegaria:

g a = c.

¡El planeta Tierra era todavía hospitalario para el hombre!

FIN

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