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lunes, 28 de junio de 2010

UN CUENTO DE ... STEPHEN KING - HAY QUE AGUANTAR A LOS NIÑOS



HAY QUE AGUANTAR A LOS NIÑOS
STEPHEN KING
-
Su nombre era señorita Sydley, de profesión maestra.
Era una mujer menuda que tenía que ergirse para poder escribir en el punto más alto de la pizarra, como hacía en aquel preciso instante. Tras ella ninguno de los niños reía ni susurraba, ni picaba a escondida ningún dulce que sostuviera en la mano. Conocían demasiado bien los instintos asesinos de la señorita Sydley. La señorita Sydley siempre sabía quién estaba mascando chicle en la parte trasera de la clase, quién guardaba una tirachinas en el bolsillo, quién quería ir al lavabo para intercambiar cromos de béisbol en lugar de hacer sus necesidades. Al igual que Dios, siempre parecía saberlo todo al mismo tiempo.
Su cabello se estaba tornando gris, y el aparato que llevaba para enderezar se maltrecha espalda se dibujaba con toda claridad bajo el vestido estampado. Una mujer menuda, atenazada por constantes sufrimientos; una mujer con ojos de pedernal. Pero la temían. Su
afilada lengua era una leyenda en el patio de la escuela. Al clavarse en un alumno que reía o susurraba, sus ojos podían convertir las rodillas más robustas en pura gelatina.
En aquel momento, mientras apuntaba en la pizarra la lista de palabras que tocaba deletrear, la maestra se dijo que el éxito de su larga carrera docente podía resumirse y confirmarse mediante aquel gesto tan cotidiano. Podía volver la espalda a sus alumnos con toda tranquilidad.
-Vacaciones- anunció mientras escribía la palabra en la pizarra con su letra firme y prosaica-. Edward, haz una frase con la palabra vacaciones, por favor.
- Fui de vacaciones a Nueva York - recitó Edward.
A continuación, repitió la palabra con todo cuidado, tal como les había enseñado la señorita Sydley.
Muy bien Edward- aprobó la maestra mientras escribía la siguiente palabra.
Tenía sus pequeños trucos, por supuesto. Estaba del todo convencida de que el éxito dependía tanto de los pequeños detalles como de las grandes acciones. Aplicaba aquel principio en todo momento, y lo cierto era que nunca fallaba.
Uno de sus pequeños trucos consistía en el modo en que utilizaba las gafas. Toda la clase quedaba reflejada en sus gruesos cristales, y siempre tenía una leve punzada de regocijo al ver sus rostros culpables y asustados cuando los sorprendía en alguna de sus malvados
jueguecitos. En aquel momento, distinguió a través de sus gafas la imagen distorsionada y fantasmal de Robert. El chico estaba arrugando la nariz. La señorita Sydley no habló. Todavía no. Robert se ahorcaría por sí solo si le daban un poco más de cuerda.
-Mañana- articuló con toda claridad-. Robert, haz una frase con la palabra mañana, por favor.
Robert frunció el ceño mientras se concentraba. La clase estaba silenciosa y adormilada aquél caluroso día de finales de septiembre. El reloj eléctrico que pendía de la puerta indicaba que todavía quedaba media hora para que sonara el timbre de las tres, y lo único que impedía que las jóvenes cabezas cayeran sobre sus libros de ortografía era la silenciosa y terrible amenaza que representaba la espalda de la señorita Sydley.
-Estoy esperando, Robert.
-Mañana pasará algo malo- repuso Robert.
Las palabras eran inofensivas, pero a la señorita Sydley, que había desarrollado el séptimo sentido propio de todos los docentes estrictos, no le gustaron ni pizca.
-Ma-ña-na- terminó Robert, tal como le habían enseñado. Mantenía las manos unidas sobre el pupitre y en aquel momento volvió a arrugar la nariz. Al mismo tiempo, esbozó una pequeña sonrisa torva. De pronto, la señorita Sydley tuvo la certeza de que Robert
conocía el pequeño truco de las gafas.
Muy bien, de acuerdo.
Empezó a escribir la siguiente palabra en la pizarra sin regañar a Robert, dejando que su cuerpo erguido transmitiera su propio mensaje. Mientras escribía, observaba atentamente a Robert con un ojo. El chiquillo no tardaría en sacarle la lengua o hacer aquel asqueroso gesto con el dedo que todos los niños e incluso las niñas conocían, a fin de comprobar si la maestra sabía lo que estaba haciendo. Y entonces sería castigado.
El reflejo de Robert era pequeño, fantasmal, distorsionado. La señorita Sydley apenas prestaba atención a la palabra que estaba escribiendo en la pizarra.
De pronto, Robert se transformó.
La señorita Sydley apenas entrevió el cambio, tan sólo distinguió durante una fracción de segundos el rostro de Robert mientras se transformaba en algo... diferente.
Se volvió con brusquedad, con el rostro pálido, ignorando la punzada de dolor que le acometió en la espalda.
Robert la miraba con expresión inocente y perpleja. Sus manos seguían unidas sobre la mesa. En su cogote se apreciaban los primeros indicios de un remolino. No parecía asustado.
«Ha sido fruto de mi imaginación -se dijo la maestra-. Estaba buscando algo, y mi mente me ha jugado una mala pasada. Parece absolutamente inocente... sin embargo...»
-¿Robert?
Pretendía que su voz sonara autoritaria, que tuviera un timbre que impulsara a Robert a confesar. Pero no lo logró.
-¿Si señorita Sydley?
Sus ojos eran de color castaño oscuro, como el lodo que yace en el fondo de un río de cauce lento.
-Nada.
Se volvió de nuevo hacia la pizarra. Un murmullo apenas audible recorrió el aula.
-¡Silencio!- ordenó al tiempo que se daba la vuelta-. Otro sonido y nos quedaremos todos después de la clase.
Se había dirigido a toda la clase, pero, de hecho, su mirada permanecía clavada en Robert, quién se la devolvió con infantil inocencia. «Quién ¿yo? yo no, señorita Sydley.»
La maestra se volvió a la pizarra y empezó a escribir sin espiar a través de sus gafas. La última media hora se le antojó interminable, y tuvo la sensación de que Robert le lanzaba una mirada extraña al salir de la clase. Una mirada que parecía decir: «Tenemos un secreto
¿eh?.»
No podía apartar de sí aquella mirada. Permanecía clavada en su mente, como un trocito de ternera que se le hubiera quedado entre dos muelas, un grano de arena que parecía una montaña.
Cuando se dispuso a tomar su solitaria cena, consistente en huevos escalfados y tostadas, todavía la atenazaba aquella imagen. Sabía que estaba envejeciendo, y lo aceptaba con serenidad. No sería una de aquellas maestras solteronas que patalean y gritan cuando las sacan a rastras de sus clases al llegar el momento de la jubilación. Le recordaban a los jugadores incapaces de apartarse de la mesa del juego cuando van perdiendo. Pero ella no iba perdiendo. Siempre había sido una ganadora.
Bajó la vista hacia los huevos escalfados.
¿Verdad?
Pensó en los limpios rostros de sus alumnos de tercero, y decidió que el de Robert sobresalía sobre los demás.
Se levanto y encendió otra luz.
Más tarde, justo antes de dormirse, el rostro de Robert apareció ante ella, esbozando una desagradable sonrisa en la oscuridad que se extendía tras sus párpados cerrados. El rostro empezó a transformarse...
Pero antes de que pudiera distinguir en qué se estaba convirtiendo aquel rostro, se sumió en las tinieblas del sueño.
La señorita Sydley pasó una noche inquieta, por lo que al día siguiente se mostró brusca y malhumorada. Estaba a la expectativa, casi esperando que alguien susurrara, riera o tal vez pasara una nota al compañero. Pero la clase permaneció en silencio... en un profundo
silencio. Todos los alumnos la miraban sin expresión, y la maestra casi sentía el peso de sus miradas sobre ella, como si se tratara de hormigas ciegas que se pasaran por su cuerpo.
«¡Basta! -se dijo con severidad-. Te estas comportando como una chiquilla asustadiza que acaba de salir de la escuela de maestros.»
Una vez más, el día se le antojó eterno, y creyó sentirse más aliviada qué sus alumnos cuando el timbre anunció el final de las clases. Los niños se alinearon en filas junto a la puerta, niños y niñas ordenados por estatura y cogidos de la mano.
-Podéis retiraos- dijo y se quedó escuchando con amargura los gritos de los niños que corrían por el pasillo y salían a disfrutar del brillante sol.
«¿Qué era lo que vi cuando se transformó? Algo bulboso. Algo que relucía. Algo que me miraba fijamente, si, me miraba fijamente y sonreía y no era un niño, desde luego que no. Era viejo y malvado y... »
-¿Señorita Sydley?
La maestra alzó la cabeza con brusquedad y de sus labios escapó una pequeña exclamación involuntaria.
Era el señor Hanning.
-No pretendía asustarla- dijo el hombre con una sonrisa de disculpa.
-No se preocupe- Repuso la maestra en un tono más hosco del que pretendía dar a sus palabras.
¿En que estaría pensando? ¿Qué era lo que pasaba?
-¿Le importaría comprobar si hay toallas de papel en el lavabo de chicas?
-Ahora mismo voy.
La maestra se incorporó mientras se llevaba las manos a la parte baja de la espalda. El señor Hanning la contempló con expresión compasiva. «No se esfuerce-pensó la señorita Sydley-. A la solterona no le divierte esto en lo absoluto. Ni siquiera le interesa.»
Pasó junto al señor Hanning y se dirigió al lavabo de chicas. Las risas de unos chicos que llevaban maltrechos accesorios de béisbol se apagaron al acercarse ella. Los chicos salieron con expresión culpable antes de reanudar sus carcajadas y gritos en el patio.
La señorita Sydley frunció el ceño mientras pensaba que los niños habían sido distintos en sus tiempos. No más corteses, pues los niños nunca habían sido corteses, y no precisamente más respetuosos con los adultos; pero se apreciaba una suerte de hipocresía que nunca había existido. Un sonriente silencio en presencia de los adultos que nunca había existido. Una suerte de desprecio silencioso que resultaba molesto e inquietante. Como si...
«¿Se ocultaran detrás de las máscaras? ¿Es eso?»
Apartó de sí aquel pensamiento y entró en el baño. Se trataba de una estancia pequeña en forma de L. Los retretes estaban alineados a lo largo del brazo mas largo, mientras que los lavabos se extendían a lo largo de la parte más corta de la habitación.
Mientras inspeccionaba los recipientes de la toalla de papel, divisó su imagen reflejada en uno de los espejos, y quedó petrificada al contemplarse con mayor detalle. No le gustó nada lo que vio... ni pizca. Percibió una mirada que no había tenido dos días antes, una mirada temerosa, vigilante. Con un sobresalto, se dio cuenta de que el reflejo borroso del rostro pálido y respetuoso de Robert se había adueñado de ella.
La puerta del baño se abrió y entraron dos niñas riendo y susurrando. Cuando estaba a punto de doblar la esquina y pasar junto a ellas, oyó que pronunciaban su nombre. Regresó a los lavabos y volvió a inspeccionar los recipientes de toallas.
-Y entonces...
Risitas ahogadas.
-Ella lo sabe pero...
Más risitas, suaves y pegajosas como jabón fundido.
-La señorita Sydley está...
Se acercó un poco para ver sus sombras, difusas y borrosas a causa de la luz que se filtraba a través de las ventanas de cristales lechosos, unidas en su infantil excitación.
Otro pensamiento cruzó su mente.
«Ellas sabían que estaba ahí.»
Sí. Sí, lo sabían. Esas pequeñas zorras lo sabían.
La zarandería. Las sacudiría hasta que les castañearan los dientes y sus risas se convirtieran en aullidos; les golpearía la cabeza contra la pared de azulejos hasta que confesaran que lo sabían.
En aquel momento, las sombras empezaron a transformarse. Parecieron alargarse, fluir como sebo mientras cobraban extrañas formas jorobadas que impulsaron a la señorita Sydley a retroceder hacia los lavados de porcelana, con el corazón desbocado.
Pero las niñas siguieron riendo.
Las voces se transformaron; dejaron de ser infantiles y se convirtieron en sonidos asexuados, desalmados y muy, muy malvados. Un sonido lento y turgente de humor salvaje que doblaba la esquina hacia ella como si del contenido de desagüe se tratara.
Clavó la mirada en aquellas sombras jorobadas y de pronto, empezó a gritar. El grito siguió y siguió, hinchándose en su mente hasta adquirir proporciones dementes. Y en aquel instante, perdió el conocimiento. Las risitas, como carcajadas del diablo, las siguieron hasta las tinieblas.
Por supuesto no podía contarles la verdad.
La señorita Sydley lo supo desde el momento en que abrió los ojos y distinguió los rostros ansiosos del señor Hanning y la señora Crossen. Esta última sostenía bajo su nariz el frasco de sales procedente del botiquín del gimnasio. El señor Hanning se volvió y pidió a las dos niñas que observaban a la señora Sydley con curiosidad que se fueran a casa.
Las dos niñas le dedicaron una sonrisa... una sonrisa lenta, que indicaba que compartían un secreto con ella, y salieron de la escuela.
Muy bien, guardaría el secreto. Durante un tiempo. No permitiría que la gente creyera que se había vuelto loca, o que los primeros tentáculos de la senilidad se habían apoderado de ella antes de tiempo. Jugaría con sus reglas hasta que estuviera en posición de desenmascararlos y arrancar el problema de raíz.
-Creo que he resbalado -Explicó en tono sereno mientras se incorporaba, haciendo caso omiso del terrible dolor de la espalda que la atormentaba-. Algún charco de agua.
El señor Hanning le dirigió una mirada de gratitud.
La maestra se puso en pie entre tremendas punzadas de dolor.
Al día siguiente, la señorita Sydley obligó a Robert a quedarse en la escuela después de clase. El muchacho no había hecho nada malo, por lo que se limitó a acusarlo de una falta imaginaria. No sintió remordimientos por ello. Era un monstruo, no un niño. Tenía que
obligarlo a confesarlo.
La espalda la estaba martirizando. Se dio cuenta de que Robert lo sabía y que esperaba que eso le favorecería. Pero se equivocaba. Esa era otra de sus pequeñas ventajas. La espalda le había dolido de un modo constante durante los últimos doce años, y en muchas ocasiones el dolor había sido tan intenso como en aquel momento... bueno, casi.
Cerró la puerta para que ambos quedaran aislados del exterior.
Durante un momento permaneció inmóvil con la mirada clavada en Robert. Esperó a que el niño bajara los ojos, pero fue en vano. Robert siguió mirándola con fijeza y de pronto, una pequeña sonrisa empezó a dibujarse en las comisuras de sus labios.
Los sonidos de los demás niños en el patio parecían muy lejanos, como pertenecientes a un sueño. Solo el zumbido hipnótico del reloj de la pared era real.
-Somos bastantes -anunció Robert de pronto, como si hablara del tiempo.
Ahora le tocó el turno a la señorita Sydley de permanecer en silencio.
-Once en esta escuela.
«Malvado -se dijo la maestra muy asombrada-. Muy malvado, increíblemente malvado.»
-Los niños que dicen mentiras van al infierno - replicó con toda claridad-. Sé que muchos padres ya no se lo explican a su... prole..., pero te aseguro que es cierto, Robert. Los niños que dicen mentiras van al infierno. y Las niñas también.
La sonrisa de Robert se hizo más amplia y malvada.
-¿Quiere ver cómo me transformo, señorita Sydley? ¿Quiere verlo bien?
Un hormigueo recorrió la espalda de la señorita Sydley.
-Márchate- ordenó con brusquedad-. Y trae a tu madre o a tu padre a la escuela mañana. Entonces arreglaremos todo este asunto.
Eso es. Ya volvía a pisar tierra firme. Esperó que el rostro del niño se contrajera; esperó la aparición de las lágrimas.
En lugar de ello, la sonrisa de Robert se ensanchó aún más, se amplió hasta mostrar sus dientes.
-Será como traemos algo a clase para explicar qué es, ¿verdad señorita Sydley? A Robert... al otro Robert... le gustaba ese juego.
-Todavía está escondido en el fondo de mi cabeza-. la sonrisa se curvó en las comisuras de los labios como si de papel quemado se tratara-. A veces se pone a correr por ahí... me pica quiere que le deje salir.
-Márchate- repitió la señorita Sydley en tono impávido.
El zumbido del reloj se le antojaba cada vez más cercano.
Robert empezó a transformarse.
De pronto, su rostro se difuminó como cera fundida. Los ojos se aplanaron y ensancharon como yema que alguien hubiese pinchado con un cuchillo, la nariz se amplió con un bostezo, la boca desapareció. La cabeza se alargó, y el cabello dejó de ser cabello para concertarse en una maraña desordenada y crispada.
Robert soltó una risita ahogada.
El sonido lento y cavernoso procedía de lo que había sido su nariz, pero la nariz había devorado la parte baja de su rostro; las fosas nasales se habían fundido en un solo agujero que se asemejaba a una enorme boca abierta de par en par.
Robert se levantó sin dejar de reír, y tras él, la señorita Sydley distinguió los últimos vestigios del otro Robert, el chiquillo del que aquel engendro se había apoderado y que aullaba aterrorizado, rogando que lo dejaran salir de allí.
La maestra echó a correr.
Huyó gritando por el pasillo, y los pocos alumnos que quedaban en la escuela se volvieron para mirarla con ojos inocentes y abiertos de par en par. El señor Hanning abrió su puerta de golpe en el momento en que la maestra cruzaba la amplias puertas acristaladas de la entrada, un espantapájaros loco y gesticulante dibujado contra el brillante sol de Septiembre.
El hombre la siguió a la carrera, con la nuez bailándole en la garganta.
La señorita Sydley no veía ni oía nada en absoluto. Bajó a trompicones los escalones de entrada, atravesó la acera y se abalanzó sobre la calle, dejando tras de sí una intensa estela de chillidos. De pronto, se escuchó el atronador y profundo sonido de un claxon, y una fracción de segundos más tarde , el autobús se precipitó sobre ella. A través del parabrisas, el rostro del conductor aparecía contraído en una máscara de temor. Los frenos chirriaron como dragones enojados.
La señorita Sydley cayó al suelo, y las enormes ruedas del vehículo se detuvieron humeantes a pocos centímetros de su cuerpo frágil y enclaustrado en la prótesis. Permaneció tendida en el suelo, temblando mientras el gentío se agolpaba a su alrededor.
Al volverse, comprobó que los niños la miraban con fijeza. Estaban colocados en un apretado círculo, como los asistentes a un entierro en torno a una tumba abierta. A la cabecera de la tumba se hallaba Robert, un pequeño sepulturero preparado para verter la primera palada de tierra sobre su rostro.
La señorita Sydley clavó la mirada en los niños. Sus sombras la cubrían por entero. Sus rostros permanecían impasibles. Algunos de ellos esbozaban pequeñas sonrisas enigmáticas, y la señorita Sydley supo que no tardaría en ponerse a gritar de nuevo.
En consecuencia, la señorita Sydley regresó a finales de Septiembre, dispuesta una vez más a reanudar el juego y conocedora ya de las reglas.
En una ocasión, durante una vigilancia de patio, Robert se acercó a ella con una pelota de goma y una sonrisa pintada en el rostro.
-Somos tantos que no lo creería-dijo-, ni usted ni nadie -añadió con una malvado guiño que la dejó petrificada-. Quiero decir, si intentara explicárselo a alguien...
Una niña que jugaba en los columpios del otro lado del patio la miró con fijeza y estalló en carcajadas.
La señorita Sydley dedicó a Robert una sonrisa llena de serenidad.
-Pero Robert, ¿de qué estás hablando?
Pero Robert siguió sonriendo mientras regresaba para incorporarse al juego.
La señorita Sydley llevó la pistola a la escuela en el bolso. El arma había pertenecido a su hermano, quien se la había arrebatado a un soldado alemán muerto poco después de la batalla de Bulge. Jim llevaba diez años muerto. No había abierto la caja que contenía el arma desde hacía al menos cinco, pero cuando la abrió la vio brillar con destellos apagados. Los cartuchos de munición seguían ahí, así que se dedicó a cargar el arma tal como le había enseñado Jim.
Dedicó una agradable sonrisa a sus alumnos, en especial a Robert. Robert le devolvió la sonrisa, y la maestra distinguió el engendro que flotaba justo debajo de su piel, aquel ser fangoso, lleno de inmundicia.
No tenía idea de qué era lo que anidaba debajo de la piel de Robert, y tampoco le importaba; sólo esperaba que el autentico Robert hubiera desaparecido por completo. No quería convertirse en una asesina. Decidió que el verdadero Robert debía de haber muerto o enloquecido por vivir dentro de aquella cosa sucia y serpenteante que había soltado una risita ahogada en la clase y la había obligado a lanzarse gritando a la calle. Así que, aun en caso de que estuviera vivo, liberarlo de aquel tormento constituiría un acto de misericordia.
-Hoy haremos un examen -anunció la señorita Sydley.
Los alumnos no gruñeron ni se removieron inquietos de sus sillas, sino que se limitaron a mirarla con fijeza. La maestra sentía el peso de sus ojos. Pesados, sofocantes.
-Será un examen muy especial. Los iré llamando uno en uno al aula de mimeografía, y ahí pasaréis el examen. Después les daré un caramelo y podrán irse a casa. ¿no les parece estupendo?
-Robert, tu serás el primero.
Robert se levantó con su sonrisita habitual y arrugó la nariz de un modo bastante ostensible.
-Sí, señorita Sydley.
La maestra tomó su bolso y ambos recorrieron el amplio pasillo, pasando juntos al apagado sonido de los alumnos que recitaban la lección tras las puertas cerradas. La sala de mimeografía se hallaba al final del pasillo, junto a los lavados. La habían insonorizado dos
años antes; la vieja máquina era muy antigua y ruidosa.
La señorita Sydley cerró la puerta con llave una vez estuvieron dentro.
-Nadie puede oírte -dijo con toda tranquilidad mientras sacaba el revolver del bolso-. Ni a tí ni a esto.
-Pero somos muchos -terció Robert con una sonrisa inocente-. Muchos más de los que hay aquí en la escuela.
Posó una de sus pequeñas y limpias manos sobre la bandeja de papel del mimeógrafo.
-¿Le gustaría volver a ver como me transformo?
Antes de que la señorita Sydley pudiera replicar, el rostro de Robert comenzó a relucir y convertirse en la máscara grotesca que ya conocía. La maestra le disparó. Una sola vez. En la cabeza. El niño cayó hacia atrás, sobre los estantes de papel, y a continuación se
deslizó hasta el suelo, un niño muerto, con un pequeño orificio negro justo por encima del ojo derecho.
Tenía un aspecto patético.
Regresó a la clase y los llevó a la sala uno a uno. Mató a doce alumnos, y los hubiera matado a todos si la señora Crossen no hubiera llegado a la sala en busca de un paquete de papel rayado.
La señora Crossen abrió la boca de par en par y se llevó una mano a los labios. Empezó a gritar, y todavía chillaba cuando la señorita Sydley le alcanzó y le colocó una mano en el hombro.
-Tenía que hacerse, Margaret -le explicó-. Es terrible pero tenía que hacerse. Son todos unos monstruos.
La señora Crossen clavó la mirada en los cuerpos enfundados en alegres ropas que yacían esparcidos junto al mimeógrafo, y siguió gritando. La chiquita cuya mano sostenía la señorita Sydley empezó a llorar de un modo constante y monótono. Uaaaaahhh... Uaaaaahhh....
-Transfórmate -ordenó la señorita Sydley-. Enséñaselo a la señora Crossen. Demuéstrale que tenía que hacerse.
-¡Maldita sea, transfórmate! -gritó la señorita Sydley- ¡Maldita zorra, maldita zorra sucia, repugnante y asquerosa! que dios te maldiga, ¡transfórmate!
La maestra alzó el arma. La pequeña se encogió, y en un abrir y cerrar de ojos, la señora Crossen se abalanzo sobre ella como un gato. De pronto, la espalda de la señorita Sydley cedió.
No hubo juicio.
Se sometió a un exhaustivo análisis, se le administraron los medicamentos más avanzados y más tarde empezó a asistir a sesiones de terapia ocupacional. Al cabo de un año, bajo estricta vigilancia, se le permitió participar en una sesión de encuentro experimental.
Su nombre era Buddy Jenkins, de profesión Psiquiatra.
Estaba sentado tras un espejo falso, con una carpeta en las manos, mientras observaba una habitación equipada como guardería. En la pared más alejada, una vaca saltaba sobre la luna y un ratón trepaba por un reloj. La señorita Sydley estaba en una silla de ruedas, con un libro de cuentos sobre las rodillas, rodeada de un grupo de confiados niños retrasados que sonreían y babeaban. Los niños le sonreían, babeaban y la tocaban con sus pequeños dedos mojados, siempre bajo la vigilancia de los asistentes, que permanecían atentos ante cualquier indicio de agresividad por parte de la mujer.
Durante un rato, Buddy creyó que la señorita Sydley reaccionaba bien. Leía en voz alta, acarició la cabeza de una niña y consoló a un chiquillo que había tropezado con un bloque de madera. De pronto, el médico tuvo la impresión de que la maestra había visto algo inquietante, pues frunció el ceño y apartó la vista de los niños.
-Sáquenme de aquí, por favor -rogó en voz baja y monótona, sin dirigirse a nadie en particular.
La sacaron de allí. Buddy Jenkins observó a los niños mientras la seguían con ojos abierto y vacuos, pero, al mismo tiempo, profundos.Uno de ellos esbozó una sonrisa, mientras que otro se introdujo unos dedos en la boca de ademán malicioso.
Aquella noche, la señorita Sydley se rebano el cuello con un trozo de espejo roto, y a partir de aquel momento, Buddy Jenkins empezó a observar a los niños con creciente atención. Al final, apenas si podía apartar la mirada de ellos.

EL CAZADOR DE SUEÑOS -- STEPHEN KING - INTRO

EL CAZADOR DE SUEÑOS -- STEPHEN KING - INTRO



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STEPHEN

KING






EL CAZADOR DE SUEÑOS



Primero las noticias






Del East Oregon, 8 de julio de 1947:


UN BOMBERO VE «PLATILLOS VOLADORES».

Kenrieth Arnold describe nueve objetos en forma de disco.

«Eran brillantes, plateados y se movían

a una velocidad increíble.»


Del Roswell Daily Record, 8 de julio de 1947:



LA FUERZA AÉREA CAPTURA UN

«PLATILLO VOLADOR» SOBRE UNA GRANJA

DE LA REGIÓN DE ROSWELL.

La recuperación del disco siniestrado corrió

a cargo de los servicios de inteligencia.



Del Roswell Daily Record, 9 de julio de 1947:



LA FUERZA AÉREA AFIRMA QUE EL

«PLATILLO VOLADOR» ERA UN GLOBO SONDA.

Del Chicago Daily Tribune, 1 de agosto de 1947:

LA FUERZA AÉREA DECLARA

«NO TENER EXPLICACIÓN»

PARA LO QUE VIO ARNOLD.

850 avistamientos más desde el primer informe.




Del Roswell Daily Record, 19 de octubre de 1947:



UN GRANJERO INDIGNADO CALIFICA DE

«ENGAÑO» AL SUPUESTO

«TRIGO DEL ESPACIO».

Andrew Hoxon niega cualquier vinculación con

«platillos». Asegura que el trigo rojo «sólo es una broma».







Del Courier Journal (Kentucky), 8 de enero de 1948:



MUERE UN CAPITÁN DE LA FUERZA AÉREA

DURANTE LA PERSECUCIÓN DE UN OVNI.

Ultima transmisión de Mantell:

«Metálico y enorme.» Silencio en la fuerza aérea.



Del Nacional de Brasil, 8 de marzo de 1957:



¡SE ESTRELLA EN MATO GROSSO UN EXTRAÑO APARATO

VOLADOR CON FORMA DE ANILLO! ¡DOS MUJERES

EN PELIGRO CERCA DE PONTO PORAN!

«Dentro se oían gritos», declaran.



Del Nacional de Brasil, 12 de marzo de 1957:


¡PÁNICO EN MATO GROSSO!

Rumores de hombres grises con grandes ojos negros

Siguen llegando noticias, pese al escepticismo

de los científicos.

¡CUNDE EL MIEDO EN VARIOS PUEBLOS!



Del Oklahoman, 12 de mayo de 1965:



UN POLICÍA DISPARA A UN OVNI

Dice que el platillo volador flotaba a quince metros

de la carretera 9. El radar de la base aérea lo confirma.



Del Oklahoman, 2 de junio de 1965:



AGRICULTURA CALIFICA DE ENGAÑO

A LAS «PLANTAS EXTRATERRESTRES».

Las «hierbas rojas»,

atribuidas a un grupo de adolescentes con aerosoles.



Del Press-Herald de Portland (Maine), 14 de septiembre de 1965:




SIGUEN AUMENTANDO LAS APARICIONES

DE OVNIS EN NEW HAMPSHIRE.

Los testimonios se concentran en la zona de Exeter.

Un sector de la población teme una invasión extraterrestre.




Del Union-Leader de Manchester (New Hampshire), 19 de septiembre de 1965:



EL OBJETO GIGANTESCO QUE SE VIO CERCA

DE EXETER

ERA UNA ILUSIÓN ÓPTICA.

Los investigadores de la fuerza aérea refutan

el testimonio del policía. El agente Cleland,

en sus trece: «Sé lo que vi.»



Del Union-Leader de Manchester (New Hampshire), 30 de septiembre de 1965:



SIGUE SIN EXPLICARSE LA EPIDEMIA

DE INTOXICACIONES ALIMENTARIAS DE PLAISTOW.

Más de trescientos afectados, la mayoría leves.

Según un funcionario, podría deberse a pozos contaminados.



Del Michigan Journal, 9 de octubre de 1965:



GERALD FORD SOLICITA QUE SE INVESTIGUEN LOS OVNIS.

Según el líder de la oposición, las «luces de Michigan»

podrían tener un origen extraterrestre.



Del Los Angeles Times, 19 de noviembre de 1978:



DOS CIENTÍFICOS COMUNICAN LA PRESENCIA

EN MOJAVEDE UN OBJETO GIGANTESCO

EN FORMA DE DISCO.

Tickman: «Estaba rodeado de lucecitas brillantes.»

Morales: «Vi excrecencias rojas, como cabello de ángel.»




Del Los Angeles Times., 24 de noviembre de 1978:



LOS INVESTIGADORES DE LA POLICÍA Y LA FUERZA AÉREA

NO ENCUENTRAN «CABELLO DE ÁNGEL» EN MOJAVE.

Tickman y Morales se someten con éxito al detector de mentiras.

Descartada la posibilidad de un engaño.



Del New York Times, 16 de agosto de 1980:



LOS «SECUESTRADOS DEL OVNI»

SIGUEN CONVENCIDOS.

Los psicólogos cuestionan los dibujos

de «hombres grises».



Del Wall Street Journal, 9 de febrero de 1985:



CARL SACAN: «NO ESTAMOS SOLOS.»

El célebre científico reafirma su creencia

en los extraterrestres. «Las posibilidades

de que haya vida inteligente son altísimas.»



Del Pboenix Sun, 14 de marzo de 1997:



APARECE UN OVNI GIGANTESCO CERCA DE PRESCOTT.

DECENAS DE TESTIGOS DESCRIBEN UN OBJETO

«EN FORMA DE BUMERÁN».

Avalancha de llamadas a la base aérea.



Del Phoenix Sun, 20 de marzo de 1997:



SIGUEN SIN EXPLICARSE LAS «LUCES DE PHOENIX».

Según un experto, las fotos no están retocadas.

Los investigadores de la fuerza aérea no se pronuncian.



Del Paulden Weekly (Arizona), 9 de abril de 1997:



EL BROTE DE INTOXICACIÓN ALIMENTARIA,

UN MISTERIO. SE DAN POR FALSOS

LOS TESTIMONIOS SOBRE «HIERBA ROJA».



Del Derry Daily News (Maine), 15 de mayo de 2000:



NUEVOS TESTIMONIOS SOBRE

LUCES MISTERIOSAS

EN JEFFERSON TRACT.

Declaraciones del alcalde de Kineo:

«No sé qué son, pero han vuelto varias veces.»







MMDD



Se convirtió en el lema del grupo, aunque Jonesy no tuviera ni idea de quién había empezado a decirlo. «La venganza es muy puta»: eso era suyo. «Fóllame, Freddy» y media docena de expresiones todavía más jugosas llevaban la impronta de Beaver. El que les había enseñado a decir «lo que pasa, pasa» era Henry; era la típica chorrada zen que le gustaba, hasta de niños. Pero «MMDD»... ¿De quién había salido «MMDD»?

Daba igual. Lo importante era que siendo cuatro creían en la segunda mitad; después, siendo cinco, en las dos, y, al volver a ser cuatro, en la primera.

Cuando volvieron a ser los cuatro de siempre, empeoraron las cosas. Hubo más días oscuros, días de fóllame, Freddy. Ellos lo sabían, pero desconocían el motivo. Sabían que les pasaba algo (o en todo caso que eran diferentes), pero no sabían qué. Sabían que estaban atrapados, pero no acababan de saber en qué sentido. Y todo mucho antes de las luces en el cielo. Antes de McCarthy y Becky Shue.

MMDD: a veces se dice por decir. Y a veces sólo se cree en la oscuridad. Entonces ¿cómo se sigue viviendo?




1988: Beaver también llora




Decir que el matrimonio de Beaver no había sido un éxito era como decir que el lanzamiento del Challenger había tenido contratiempos. Joe Clarendon, alias Beaver, y Laurie Sue Kenopensky duraron juntos ocho meses; luego... ¡catacrac! Adiós, muñeca, y a barrer los destrozos.

Beaver no es de los que se amargan la vida. Pregúntaselo a cualquiera de los que salen con él y te lo dirá. Lo que ocurre es que pasa una mala racha. A sus amigos de siempre (los que considera amigos de verdad) sólo les ve una vez al año, durante la semana de noviembre en que se reúnen, y en noviembre pasado él y Laurie Sue aún estaban juntos. Vale que estaba la cosa negra, pero aún no se habían separado. Ahora se pasa la mitad del día (demasiado, lo reconoce hasta él) en los bares del puerto viejo de Portland: el Porthole, el Seaman's Club y el Free Street. Bebe demasiado, fuma demasiados porros y casi todas las mañanas le disgusta lo que ve en el espejo. Sus ojos enrojecidos esquivan el reflejo, y piensa: Debería salir menos, o acabará pasándome como a Pete. Cágate lorito.

Menos bares, menos salir cada día... Que sí, tío, que muy buena idea, pero luego vuelve a las andadas y a tomar por culo, oye. Este jueves toca el Free Street, y no puede faltar la cervecita en la mano, el porrete en el bolsillo y un instrumental del año de la pera en el jukebox, un poco a lo Ventures. Es un éxito de antes de la época de Beaver, que ahora mismo no se acuerda del título, aunque lo sabe, porque desde el divorcio pone mucho las emisoras de Portland donde emiten canciones de las de antes. Es un tipo de música que le relaja. La música de ahora, en muchos casos... Laurie Sue estaba bastante al día, y le gustaba, pero Beaver no acaba de verle la gracia.

El Free Street está casi vacío, aparte de cinco o seis tíos en la barra, otra media docena jugando a billar al fondo, y Beaver con tres colegas en un reservado, bebiendo Miller de barril y jugándose a las cartas cada ronda. ¿Cómo cono se llama el instrumental, con esos punteos de guitarra? ¿Out of Limits, de los MarKets ? ¿ Telstar? Qué va, qué va, ésa tiene un sintetizador, y aquí no se oye ninguno. Total, tampoco le importa a nadie un carajo. Los otros están hablando de Jackson Browne, que ayer dio un concierto en el Civic Center y tocó de cágate, o eso dice George Pelsen, que estaba.

— Os voy a contar otra cosa que fue de cágate —dice George, mirándoles y dándose aires. Luego levanta la barbilla, que es de las flojas, y les enseña una marca roja al lado del cuello—. ¿Sabéis qué es esto?

—Un chupetón, ¿no? —pregunta Kent Astor con cierta timidez.

— ¡Premio para el nene! —dice George —. Nada, que al final del concierto fui con unos colegas a ver si conseguíamos un autógrafo del Jackson, o al menos de David Lindley, que también mola.

Kent y Sean Robideau confirman que Lindley mola; no es un dios de la guitarra (como Mark Knopfler, de los Diré Straits, o Angus Young, de AC/DC; o Clapton, claro), pero molar, lo que se dice molar, mola. Se pega unos solos de la hostia y lleva melenas hasta el hombro, en plan rasta.

Beaver no participa en la conversación. De repente tiene ganas de salir de aquel garito y respirar un poco de aire puro. Ya ve por dónde va George, y es mentira.

No se llamaba Chantay. No sabes ni cómo se llamaba. Pasó de largo como si ni existieras; qué caso quieres que te haga una tía así, si debe de verte como el típico peludo de clase baja de la típica ciudad obrera de Nueva Inglaterra. Subió al autobús del grupo, y fijo que no vuelves a verla en tu vida. Tu mierda de vida, que no tiene ningún interés. Eso, los Chantays. El grupo que suena son los Chantays; ni los Mar-Kets ni los BarKays. Los Chantays. Es Pipeline, de los Chantays, y lo que tienes en el cuello no es ningún chupetón, es que te has cortado al afeitarte.

Eso piensa Beaver, y luego oye llorar. No en el Free Street, sino en su cabeza. Un llanto de hace mucho tiempo, un llanto que se te mete en el cerebro y es como cristales rotos. ¡Fóllame, Freddy! ¡Que alguien lo haga callar, coño!

El que lo hizo callar fui yo, piensa Beaver. Conseguí que no llorara más. Le cogí en brazos y le canté.

George Pelsen, mientras tanto, les cuenta que al final se abrió la puerta de los camerinos, pero que no salió Jackson Browne ni David Lindley, sino el trío de coristas, que se llamaban Randi, Susi y Chantay. Tres tías altas que estaban de muerte.

— ¡Jodeer! —dice Sean poniendo los ojos en blanco. Es un tío tirando a gordo cuyas hazañas sexuales consisten en algún que otro viaje a Boston, donde ve a las que hacen striptease en el Foxy Lady y a las camareras del Hooters —. ¡Cómo estaría la Chantay!

Hace en el aire gestos de masturbarse, y piensa Beaver: al menos en esto sí que parece un experto.

—Total, que me pongo a hablar con ellas... bueno, más que nada con la que se llamaba Chantay, y le digo que si quiere ver la marcha de Portland. Y va la tía...

Beaver se saca un mondadientes del bolsillo y se lo mete en la boca, aislándose de la conversación. De repente el palillo es lo que más ansia. Ni la cerveza que tiene delante ni el porro del bolsillo, y menos a George Pelsen dando la tabarra con lo bien que se lo montaron él y la mítica Chantay en la parte de atrás de la camioneta. ¡Suerte de la capota! Porque George, cuando saca las herramientas, no está para que le molesten.

No alucines tanto, chaval, piensa Beaver. De repente lo ve todo negrísimo, más que nunca desde que Laurie Sue cogió los bártulos y volvió a casa de su madre. En él es muy raro. De repente sólo le apetece salir, llenarse los pulmones de aire fresco y salobre y encontrar una cabina. Quiere llamar por teléfono a Jonesy y Henry, da igual cuál de los dos, decirles «Qué pasa, tío», y que le conteste uno u otro: «Pues nada, Beaver, MMDD. Ni rebotes ni partidos.» Se levanta.

— ¿Adonde vas, tío? —dice George.

Beaver y George estudiaron juntos los dos primeros años de carrera. Entonces George parecía un tío legal, pero de eso hace la tira y media de cervezas.

—A mear —dice Beaver, cambiándose de lado el palillo. —Pues mea deprisa, capullo, porque estoy a punto de llegar a lo interesante —dice George.

No llevaba nada debajo, piensa Beaver. Hoy la sensación es más fuerte que de costumbre; debe de ser el barómetro, o algo. George baja la voz y dice: —Al levantarle la falda...

—No lo digas: no llevaba nada debajo —dice Beaver, que advierte la mirada de sorpresa de George, pero la ignora—. Eso no me lo pierdo.

Se aleja del grupo, camina hacia el lavabo de hombres (con su olor amarillo-rosado a pipí y desinfectante), pasa de largo, deja atrás el de mujeres, deja atrás la puerta donde pone privado y sale a la calle. El cielo está blanco y presagia lluvia, pero se respira buen aire. Qué gusto. Se llena los pulmones y vuelve a pensar. Ni rebotes ni partidos. Sonrió un poco.

Luego camina diez minutos mordiendo palillos, sólo para despejarse la cabeza. En un momento dado (no recuerda exactamente cuál), tira el porro que llevaba en el bolsillo. A continuación llama a Henry desde el teléfono del estanco, al lado de Monument Square. Prevé que saltará el contestador (Henry todavíaestá en la facultad, haciendo un posgrado), pero resulta que está en casa y que contesta a la segunda señal.

— ¿Qué te cuentas, tío? —dice Beaver.

—Ya ves —responde Henry—. Misma mierda, diferente día. ¿Y tú, Beav?

Beaver cierra los ojos. Vuelve, pasajeramente, a estar todo bien, o todo lo bien que puede estar todo en un mundo tan hijoputa.

—Pues mira, más o menos como siempre —contesta—. Tirando.




1993: Pete ayuda, a una damisela en apuros




Pete está sentado delante de su escritorio, justo al lado de la sala de exposición de Macdonald Motors, un concesionario de coches de Bridgton, y juguetea con el llavero. La chapa lleva cuatro letras de esmalte azul: NASA.

Los sueños envejecen más deprisa que los soñadores. He ahí una verdad que ha descubierto Pete con el paso de los años. Sorprende, sin embargo, la dificultad con que mueren los últimos, con gritos roncos y angustiados al fondo del cerebro. Ha pasado mucho tiempo desde que Pete dormía en una habitación empapelada con imágenes de los cohetes Apollo y Saturn, fotos de astronautas, paseos por el espacio y cápsulas espaciales con las pantallas derretidas por el calor extremo del regreso a la atmósfera; fotos de LEMs, de Voyagers, y una de un disco brillante sobre la ínter estatal 80, con gente en el arcén mirando el cielo y protegiéndose la vista con la mano. La foto tiene este pie: este objeto, fotografiado CERCA DE ARVADA (COLORADO) EN 1971, NUNCA HA RECIBIDO EXPLICACIÓN. ES UN VERDADERO OVNI.

Mucho tiempo.

Este año, de todos modos, aún ha aprovechado una de sus dos semanas de vacaciones para visitar Washington, yendo al Smithsonian a diario y dedicándose casi en exclusiva a pasear por la sección de Espacio y Aeronáutica con una sonrisa en los labios. Casi toda la semana se le fue en mirar las rocas lunares y pensar: estas piedras vienen de un sitio donde el cielo siempre está negro, y el silencio es eterno. Neil Armstrong y Buzz Aldrin se trajeron veinte kilos de otro mundo, y ahora están aquí.

Y aquí está él, sentado a su mesa un día en que no ha vendido un solo coche (a la gente no le gusta comprar coches cuando llueve, y en la parte del mundo donde vive Pete llovizna desde el amanecer), jugando con el llavero de la NASA y mirando el reloj. El tiempo, por la tarde, pasa con lentitud, y más cuanto menos falta para las cinco. A las cinco habrá llegado la hora de la primera cerveza. Antes de las cinco, ni loco. Beber durante el día es arriesgarse a tener que vigilar el número de copas, que es lo que hacen los alcohólicos. En cambio, si eres capaz de esperar... de jugar con las llaves y esperar...

Lo otro que espera Pete, además de la primera cerveza del día, es noviembre. El viaje de abril a Washington estuvo bien, y las rocas lunares eran increíbles (le basta con pensar en ellas para revivir la sorpresa), pero estaba solo. Eso, lo de estar solo, ya no era tan agradable. En noviembre, cuando se tome su otra semana, estará con Henry, Jonesy y Beaver. Entonces sí que beberá todo el día sin remordimientos. Cuando estás en el bosque, cazando con los amigos, se puede beber todo el día sin que pase nada. Casi es tradición. Un...

Se abre la puerta y entra una pelirroja guapa: sobre el metro setenta y cinco (a Pete le gustan altas), y de unos treinta años. Mira fugazmente los modelos expuestos (la estrella es el Thunderbird nuevo en granate oscuro, aunque tampoco está mal el Explorer), pero no parece interesada en comprar nada. Luego ve a Pete y se acerca.

Pete se levanta, deja el llavero de la NASA encima del libro de registro y se reúne con la pelirroja en la puerta del despacho. Para entonces ya se ha puesto su mejor sonrisa profesional (doscientos vatios, nena) y ofrece la mano. El apretón de ella es tibio y firme, pero está preocupada.

—No creo que pueda ayudarme —dice.

—Eso a un vendedor de coches nunca se le dice —contesta Pete — . Nos encantan los desafíos. Soy Pete Moore.

Hola —dice ella, pero no da su nombre, que es Trish—. He quedado en Fryeburg dentro de... —Mira el reloj que tan atentamente consulta Pete durante las largas horas de la tarde—. Tres cuartos de hora. Me espera un cliente que quiere comprar una casa, y me parece que tengo una que le gustará; me juego una comisión bastante interesante, y... —Se le han llenado los ojos de lágrimas, y tiene que tragar saliva para que no se le ponga ronca la voz —. ¡... y he perdido las puñeteras llaves! ¡Las del coche! Abre el bolso y hurga dentro.

— Pero tengo la documentación... y algunos papeles... Hay la tira de números, y he pensado que si me hace usted, no sé, una copia, aún podré acudir a la cita. Con esta venta podría salvar el año, señor...

Se le ha olvidado. Pete no se ofende. Moore es casi tan normal como Smith o Jones. Además, está disgustada. ¿Y quién no, habiendo perdido las llaves? Pete lo ha visto cien veces.

—Moore. Pero también se me puede llamar Pete.

— ¿Podría ayudarme, señor Moore? ¿O hay alguien más en el departamento de servicios que pueda solucionármelo?

Dentro está el vejete de Johnny Damon, que estaría encantado de ayudarla, pero entonces seguro que no llegaría a tiempo a Fryeburg.

—Aquí podemos hacerle llaves nuevas, pero habría que calcular entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas —dice—. Más lo segundo.

Ella le mira con ojos llorosos, ojos de un marrón aterciopelado, y profiere un gritito de consternación.

— ¡Mierda! ¡Mierda!

Entonces Pete tiene una idea peculiar: la tal Trish se parece a una conocida de hace mucho tiempo. No tenían mucha relación. La justa para que él le salvara la vida a ella. Se llamaba Josie Rinkenhauer.

— ¡Lo sabía! —dice Trish, que ya no intenta disimular su ronquera—. ¡Estaba segurísima!

Le da la espalda a Pete y empieza a llorar de verdad.

Pete la sigue unos pasos y la coge suavemente por un hombro.

—Un momento, Trish. Espere un poco.

Ha sido un descuido decir su nombre sin que se lo haya dicho ella, pero da igual, porque está demasiado angustiada para darse cuenta de que no se han presentado.

— ¿De dónde viene? —pregunta él—. No es de Bridgton, ¿verdad?

—No —dice ella—. Tenemos las oficinas en Westbrook. Inmobiliaria Dennison. Los del faro. ¿Sabe?

Pete asiente con la cabeza, como si le sonara a algo.

—De ahí vengo, pero me he parado en la farmacia de Bridgton para comprar aspirinas. Antes de las presentaciones importantes siempre me da dolor de cabeza, por los nervios, y ahora es como un martillo...

Pete asiente con gesto compasivo, porque sabe de qué va; claro que sus jaquecas, por lo general, se deben a la cerveza, más que a los nervios, pero bueno, tiene experiencia.

— Como me sobraba tiempo, también he entrado a tomar un café en la tienda pequeña que hay al lado de la farmacia. Por la cafeína: va bien para el dolor de cabeza.

Pete vuelve a asentir. El psicólogo es Henry, pero ya le ha dicho Pete más de una vez que para ser buen vendedor hay que saber mucho de cómo funciona el cerebro humano. Ahora, viendo tranquilizarse un poco a su nueva amiga, se alegra. Mejor. Intuye que puede ayudarla, a condición de que se lo permita. Siente que está listo para el clic, y le gusta. No es que sea nada del otro mundo, ni que vaya a hacerle rico, pero le gusta ese clic.

—Y también he entrado en Renny's, en la acera de enfrente. Me he comprado un pañuelo, por la lluvia... —Se toca el pelo—. Luego he vuelto al coche... ¡y ya no estaban esas llaves cabronas! He desandado el camino desde Renny's a la tienda, y luego a la farmacia, ¡y no están! ¡No podré llegar a tiempo!

Vuelve a instalarse la angustia en su voz, mientras echa otro vistazo al reloj de pared. Para Pete, el tiempo parece un caracol; para ella, un bólido. Es lo que diferencia a la gente, piensa Pete. Como mínimo a una persona.

—Tranquila —dice — . Relájese unos segundos y escuche. Ahora, si le parece, salimos, volvemos juntos a la tienda y buscamos las llaves del coche.

— ¡No están! He mirado en todos los pasillos, en la estantería de las aspirinas, se lo he preguntado a la chica de la caja...

— Con mirar otra vez no se pierde nada —dice él.

Y la dirige hacia la puerta con una leve presión de la mano en la región lumbar, para que le acompañe. Le gusta su perfume, y más le gusta su cabello. Mucho. Si es tan bonito lloviendo, ¿cómo será en un día de sol?

—Es que he quedado a...

—Aún le quedan cuarenta minutos. Ahora que se han ido los turistas, se llega a Fryeburg en veinte minutos. Buscaremos las llaves durante diez minutos y, si no las encontramos, la llevo yo.

Ella le observa, dudosa.

La mirada de Pete se aparta de la chica y penetra en otro despacho.

— ¡Dick! —exclama—. ¡Eh, Dickie!

Dick Macdonald levanta la vista de un revoltijo de facturas.

—Dile a esta señorita que no le pasará nada si la llevo en coche a Fryeburg.

—No es peligroso, señora —dice Dick—. Ni es un obseso sexual ni conduce demasiado deprisa. Sólo querrá venderle un coche nuevo.

Soy dura de roer —dice ella, sonriéndose un poco—, pero bueno, adelante.

— ¿Me coges tú el teléfono, Dick? —pide Pete.

— ¡Uy, difícil me lo pones! Con este tiempo, tendré que apartar a palos a los compradores.

Pete y la pelirroja (Trish) salen, cruzan la calle y recorren los diez o quince metros que hay hasta la calle mayor. La farmacia es el segundo edificio a mano izquierda. Ahora arrecia la llovizna, que casi es lluvia. Ella se cubre el cabello con el pañuelo nuevo y mira fugazmente a Pete, que lleva la cabeza descubierta.

— Se está mojando —dice.

Soy del norte del estado —dice él—. Arriba somos gente dura.

—Y ¿cree que las encontrará? —pregunta ella.

Pete se encoge de hombros.

—Puede. Se me da bien buscar. Es de nacimiento.

— ¿Sabe algo que no sepa yo? —pregunta ella.

Ni rebotes ni partidos, piensa él. Como mínimo eso.

—No —dice—. De momento no.

Entran en la farmacia, haciendo sonar la campanilla de encima de la puerta. La chica del mostrador interrumpe la lectura de una revista. Son las tres y veinte de una tarde lluviosa de septiembre, y, aparte de los tres y el señor Yates (que está arriba, en el despacho), no hay nadie.

—Hola, Pete —dice la dependienta.

— ¿Qué tal, Cathy?

—Aquí, pasando el rato, que no pasa ni a tiros. —Mira a la pelirroja—. Lo siento, señora, pero he vuelto a buscar y no las he encontrado.

—Tranquila —dice Trish con media sonrisa—. Me ha dicho este señor que me llevará en coche.

— Ya —dice Cathy —. Pete es de fiar, pero tanto como para llamarle «señor»...

— Oye, niña, cuidado con lo que dices —le dice Pete con una sonrisa de burla.

Mira el reloj de la pared. A él también se le ha acelerado el tiempo. Bienvenido el cambio. Mira a la pelirroja.

  • O sea que primero ha entrado aquí. Por las aspirinas.

Exacto. He comprado un frasco de Anacin. Luego, como me sobraba tiempo...

—Ya, ya lo sé: se ha tomado un café al lado, en Christie's, y luego ha ido enfrente, a Renny's.

—Sí.

¡No se habrá tomado la aspirina con café caliente! —No, tenía una botella de agua en el coche. —La pelirroja señala un Taurus verde por la ventana—. Es con lo que me la he tomado. Pero en el asiento también he buscado, señor... Pete. Y he mirado si estaban puestas.

Le mira con impaciencia, como diciendo: Ya sé qué piensas, que ésta es una histérica.

— Otra pregunta, la última —dice él—. Si encuentro las llaves, ¿acepta que salgamos a cenar? Podríamos quedar en el West Wharf, que está en la carretera entre aquí y...

—Ya, ya lo conozco —dice ella, que a pesar de los nervios se muestra divertida. Cathy, la dependienta, ya no finge leer la revista. Esto es mucho más interesante—. Oiga, y ¿cómo sabe que no estoy casada o que no tengo novio?

—Porque no lleva anillo —se apresura él a contestar, pese a no haber tenido ocasión de mirarle las manos, al menos de cerca—. Y que no hablaba de prometernos, ¿eh? Nos comemos unas alme-jitas, ensalada de col, pastel de fresa, y tan contentos.

Ella mira el reloj.

—Pete... señor Moore... Perdone, pero ahora mismo no me apetece ligar. Si quiere llevarme, tendré mucho gusto en que cenemos juntos, pero...

—No pido nada más —dice él—, aunque intuyo que irá a la cita en su propio coche. Quedamos en el restaurante. ¿Le va bien a las cinco y media?

—Sí, perfecto, pero...

—Hecho.

Pete está contento. Es agradable estar contento. Los últimos dos años no han sido el colmo de la alegría. ¿Por qué? A saber. ¿Demasiadas noches yendo de bar en bar por la 302 y volviendo a las quinientas con la sensación de haber perdido el tiempo? Sí, pero algo más tiene que haber. ¿O no? En todo caso, no es el momento de meditarlo. La pelirroja tiene una cita. Si llega a tiempo y vende la casa, Pete Moore quizá tenga suerte. Y, aunque no la tenga, seguro que puede ayudarla. Lo nota.

—Ahora voy a hacer algo un poco raro —dice—, pero no se ponga nerviosa, ¿eh? Sólo es un truquito cualquiera, como ponerse el dedo debajo de la nariz para no estornudar, o darse golpes en la frente para acordarse de un nombre. ¿De acuerdo?

—Por mí... —dice ella, intrigadísima.

Pete cierra los ojos, cierra el puño sin apretarlo, se lo pone delante de la cara y despliega el dedo índice, que empieza a oscilar.

Trish mira a Cathy, la dependienta. Cathy se encoge de hombros, como diciendo «a ver qué pasa».

— ¿Señor Moore? —Ahora Trish pone voz de no tenerlas todas consigo — . Oiga, no sé si no es mejor que me...

Pete abre los ojos, respira hondo y baja la mano. No la mira a ella, sino a la puerta de detrás.

— Bueno —dice — . O sea que ha entrado... —Sus ojos se mueven como si la vieran entrar—. Ha ido al mostrador... —Ahí se dirigen sus ojos — . Y debe de haber preguntado algo así como: «¿En qué pasillo están las aspirinas?»

—Sí, le...

—Pero antes ha cogido otra cosa. —Lo ve en el mostrador de los dulces: una señal amarilla y brillante, como la huella de una mano — . ¿Una barra de Snickers?

— De Mounds. —Ella abre mucho sus ojos marrones — . ¿Cómo lo sabe?

—Ha cogido la barra, y luego ha ido a buscar las aspirinas... —Ahora Pete observa el pasillo 2 — . Después ha pagado y ha salido... Salgamos. Hasta luego, Cathy.

Cathy se limita a asentir con la cabeza, mirándole con ojos

como platos.

Pete sale sin prestar atención a la campanilla ni a la lluvia, que ahora ya no es llovizna. Lo amarillo está en la acera, pero difuminándose. Lo borra la lluvia. Pete, sin embargo, sigue viéndolo, lo

cual le satisface. La sensación del «clic»... Muy agradable. Es la línea. Hacía mucho tiempo que no la veía con tanta nitidez.

— Ha vuelto al coche... —dice, hablando consigo mismo — . Se ha tomado un par de aspirinas con el agua...

Cruza lentamente la acera hacia el Taurus. Ella camina detrás con una mirada más nerviosa que antes, casi de miedo.

—Ha abierto la puerta. Llevaba el bolso... las llaves... las aspirinas... la barrita de chocolate... Se lo pasaba todo de mano en mano... y entonces ha sido cuando...

Se agacha, mete la mano en el agua que corre por la cuneta, la hunde hasta la muñeca y saca algo. Dibuja un gesto de mago. El día gris hace brillar las llaves plateadas.

—... se le han caído las llaves.

Ella, al principio, no las coge. Sólo le mira boquiabierta, como si hubiera asistido a un acto de brujería.

—Adelante, cójalas —dice él, sonriendo con menor efusión—, que no es para tener miedo. Casi todo es deducción. Soy el rey de las deducciones. ¡Y el día que se pierda tampoco le iría mal tenerme en el coche! Soy un experto en encontrar el camino.

Entonces ella coge las llaves; lo hace con rapidez, procurando no tocar los dedos de Pete, y él se da cuenta de que la pelirroja no se reunirá con él en ningún restaurante. No hace falta ningún don especial para adivinarlo. Basta con mirarla a los ojos, donde hay más miedo que gratitud.

— Gra... gracias — dice ella. De repente está midiendo el espacio que hay entre los dos, sin muchas ganas de que él lo reduzca.

—De nada, mujer. ¡Y que no se le olvide! A las cinco y media en el West Wharf. Las mejores almejas de esta parte del estado.

Manteniendo la ficción. A veces hay que mantenerla, al margen de cómo se sienta uno. Y, aunque la tarde haya perdido una parte de su alegría, algo queda; Pete ha visto la línea, y eso siempre le procura bienestar. Es un simple truquito, pero es agradable saber que lo conserva.

—A las cinco y media —repite ella; pero, al abrir la puerta del coche, la mirada que arroja por encima del hombro podría tener por destinatario a un perro que, de no ser por la correa, sería capaz de morder. La pelirroja se alegra de que no tengan que llevarla a Fryeburg. Tampoco esta vez le hace falta a Pete ser adivino para darse cuenta.

Se queda debajo de la lluvia, viéndola poner marcha atrás para salir de donde estaba aparcada en batería. En el momento en que se aleja el Taurus, Pete dibuja con la mano un saludo jovial de vendedor de coches. Ella, un poco trastornada, corresponde con un leve gesto; y a las cinco y cuarto (hay que ser puntuales, por si acaso), como era de esperar, Pete llega al West Wharf y no la encuentra. Pasa una hora y sigue sin aparecer. A pesar de ello, se queda un buen rato sentado en la barra, bebiendo cerveza y observando el tráfico de la 302. Hacia las seis menos veinte le parece verla pasar de largo sin frenar: un Taurus verde a toda pastilla bajo una lluvia que se ha vuelto casi torrencial, un Taurus verde que podría (o no) arrastrar un halo tenue de color amarillo que se borra de inmediato en el crepúsculo.

Misma mierda, diferente día, piensa Pete; pero ahora ya no hay ni rastro de alegría, sólo la pena de antes, la pena que se siente como algo merecido, como el precio de una traición que no está olvidada del todo. Enciende un cigarrillo (de niño simulaba que fumaba, pero ahora ya no hace falta fingir) y pide otra cerveza. Milt se la sirve, pero dice:

— Oye, Peter, ¿no quieres comer nada con las cervezas? Te sentaría bien.

De ahí que Pete pida una ración de almejas fritas, y hasta se coma unas cuantas con salsa tártara para acompañar otro par de cervezas. En un momento de la tarde, antes de desplazarse a otro local donde le conozcan menos, intenta telefonear a Jonesy a Massachusetts, pero Jonesy y Carla han salido a cenar, cosa que no hacen casi nunca, y se pone la niñera, que le pregunta si quiere dejar algún recado.

Pete está a punto de decir que no, pero cambia de opinión en el último momento:

—Nada especial. Dile que ha llamado Pete y que ha dicho MMDD.

—M... M... D... D... —La niñera lo apunta—. ¿Sabrá qué...?

—Sí, sí —dice Pete—. Tranquila.

La medianoche le pilla borracho en cualquier antro de New Hampshire. Intenta decirle a una chica igual de borracha que él que de pequeño estaba convencido de que sería el primer ser humano en pisar Marte, y, aunque ella asiente y repite varias veces «ya», Pete sospecha que lo único que entiende es que le gustaría, a ella, otro carajillo de brandy antes de cerrar. Pues vale. No pasa nada. Mañana se despertará con dolor de cabeza, pero no faltará al trabajo, yquizá venda algún coche. O no. La vida sigue. Quién sabe, tal vez venda el Thunderbird granate. Hubo un tiempo en que las cosas no eran así, pero ese tiempo ha pasado. Ahora siempre es todo igual, todo MMDD. Pete supone que se acostumbrará. Creces, te haces adulto y tienes que adaptarte a recibir menos de lo que esperabas. Descubres que la máquina de sueños tiene un letrero grande de NO funciona.

En noviembre irá a cazar con sus amigos. Como ilusión de futuro, es suficiente; eso o una mamada de la chica borracha en el coche, una mamada tosca y con mucho carmín. Querer más es una receta segura para llevarse disgustos.

Los sueños, para los niños.




1998: Henry trata a un paciente de diván




La habitación está poco iluminada. Cuando recibe pacientes, Henry siempre la tiene así. Le parece interesante que se fijen tan pocos en el detalle. El lo atribuye a que en el estado mental de los que vienen a verle tampoco hay mucha luz. La mayoría de sus pacientes son neuróticos (hay más que árboles en el bosque, como le dijo a Jonesy una vez que estaban, ¡aja!, en el bosque), y opina Henry, aunque sin base científica, que sus problemas funcionan como una especie de filtro polarizador entre ellos y el resto del mundo. Cuanto más profunda es la neurosis, menos luz hay en sus cabezas. En general, sus pacientes le suscitan una compasión distanciada, que puede llegar a la lástima. Son pocos los que agotan su paciencia, y uno de ellos es Barry Newman.

A los pacientes que entran en la consulta de Henry por primera vez se les plantea una elección que no suelen captar como tal. Entran y ven una sala agradable, aunque poco iluminada, con chimenea a la izquierda. Esta última contiene un tronco de los que no se consumen, un tronco de acero que imita el abedul y que tiene debajo cuatro chorros de gas distribuidos con ingenio. Al lado de la chimenea hay un sillón de orejas, que es donde se sienta Henry, debajo de una reproducción muy buena de las caléndulas de Van Gogh. (A veces Henry les dice a sus colegas que en la consulta de un psiquiatra siempre debería haber como mínimo un Van Gogh.) El lado opuesto de la sala está ocupado por una butaca y un diván.

A Henry siempre le interesa ver por cuál de los dos se decanta el paciente. Ha ejercido bastantes años para saber que lo que elija el paciente el primer día lo elegirá casi todos los días. Es un tema digno de un artículo. Henry es consciente de ello, pero no consigue concretar la tesis, además de que está pasando por una época de menor interés hacia cuanto sean artículos, revistas, congresos y coloquios. Antes les daba importancia, pero ahora ha cambiado la situación. Duerme menos, come menos, y también ríe menos. En su vida también ha penetrado la oscuridad (el filtro polarizador), y Henry no lo lamenta. Así todo es menos deslumbrante.

Barry Newman siempre ha sido hombre de diván, desde el primer día, y Henry nunca ha cometido el error de relacionar el dato con el estado mental de su paciente. Es algo tan sencillo como que Barry encuentra más cómodo el diván, a pesar de que haya días, pasados los cincuenta minutos, en que Henry tenga que ayudarle a levantarse. Barry Newman mide un metro setenta y pesa ciento noventa kilos. Por eso se lleva tan bien con el diván.

Las sesiones de Barry Newman suelen consistir en informes largos y cansinos sobre las aventuras gastronómicas que le ha deparado la semana; y no porque Barry tenga un paladar exigente, ni mucho menos. De hecho es la antítesis del gourmet: se come todo lo que tenga la mala suerte de entrar en su órbita. Es una máquina de comer. Y su memoria es eidética, al menos a ese respecto. Es a la comida lo que Pete, el amigo de infancia de Henry, a las direcciones y la geografía.

Henry casi ha renunciado del todo a apartar a Barry de los árboles y hacerle examinar el bosque. Por dos motivos: el deseo de Barry de hablar en detalle de la comida, un deseo suave pero implacable, y el hecho de que Barry nunca le haya caído bien a Henry. Los padres de Barry están muertos. Se quedó sin padre a los dieciséis, y sin madre a los veintidós. Le dejaron una herencia de consideración, de la que sólo podrá disponer cuando cumpla los treinta. Entonces pondrán en sus manos el capital... a condición de que continúe con la terapia. En caso contrario, la herencia seguirá retenida hasta los cincuenta.

Henry duda que Barry Newman llegue a los cincuenta.

La presión arterial de Barry (se lo ha dicho él con una punta de orgullo) es de once coma nueve y catorce.

Su índice de colesterol es de doscientos noventa. Es una mina de lípidos.

Soy un derrame ambulante, un infarto que camina, le ha dicho a Henry con la gravedad satisfecha del que puede llamar al pan, pan y al vino, vino, porque en el fondo sabe que a él no le está destinado acabar así. No, a él no.

—Para comer me zampé dos dobles del Burger King —dice en este momento —. Me encantan, porque está el queso caliente, no como en la mayoría, que lo tienen tibio. —Sus labios carnosos, que ofrecen un contraste peculiar con su volumen, se tensan y tiemblan como si estuvieran saboreando el queso fundido — . También me tomé un batido, y volviendo a casa me compré dos barras de chocolate. Luego hice la siesta, y al levantarme puse toda una bolsa de gofres congelados en el microondas. ¡Listos al minuto! —exclama.

Luego ríe. Es la risa de los recuerdos entrañables: una puesta de sol, la tersura de un seno de mujer a través de una blusa fina de seda (aunque, a juicio de Henry, Barry no debe de haberla experimentado) o la sensación de la arena caliente de la playa.

— La mayoría de la gente pone los gofres en la tostadora —prosigue Barry—, pero encuentro que quedan demasiado crujientes. Con el microondas se calientan pero quedan blandos. Calientes... y blandos. —Se relame Io5 labios pequeños — . Después de comerme toda la bolsa, me sentí un poco culpable.

Pronuncia la última frase casi como si fuera un comentario al margen, como si acabara de acordarse de que Henry le escucha por algo. En todas las sesiones hace lo mismo: soltar cuatro o cinco comentarios así... y dale otra vez con la comida.

Ya ha llegado al martes por la tarde. Como es viernes, aún quedan muchas comidas, cenas, meriendas... Henry desconecta. Barry es el último paciente del día. Cuando acabe su inventario calórico, Henry volverá al piso para hacer las maletas. Al día siguiente se levantará a las seis, y entre las siete y las ocho llegará Jonesy en coche. Entonces lo cargarán todo en el Scout viejo de Henry, que ahora sólo se usa para la cacería de noviembre, y hacia las ocho y media habrán puesto los dos rumbo al norte. De camino pasarán por Bridgton a recoger a Pete, y luego a Beaver, que todavía vive cerca de Derry. Cuando se haga de noche estarán en Hole in the Wall, su cabaña de Jefferson Tract, jugando a cartas en el salón y oyendo las canciones solitarias del viento en los aleros. Las escopetas estarán apoyadas en el rincón de la cocina, y los permisos de caza, colgados en el gancho de la puerta trasera.

Estará con sus amigos, lo cual siempre es un poco como volver a casa. Durante una semana quizá se note menos el filtro polarizador. Recordarán viejos tiempos, se reirán de las palabrotas de Beaver, a cuál más gorda, y, si por casualidad hay alguno que cace un ciervo, habrá una cosa más que comentar. Juntos siguen funcionando. Juntos siguen derrotando al tiempo.

La cantinela de Barry Newman es un ruido ininterrumpido de fondo, muy de fondo. Costillas de cerdo, puré de patatas, mazorcas de maíz goteando mantequilla, pastel de chocolate Pepperidge Farm, un bol de Pepsi Cola con cuatro bolas de helado flotando, huevos fritos, huevos duros, huevos escalfados...

Henry asiente en los momentos indicados y lo oye todo sin escuchar. Se trata de un truco clásico de la psiquiatría.

Problemas, lo que son problemas, también los tienen Henry y sus amigos de infancia. Beaver, con las mujeres, es un patán; Pete se pasa un poco con el alcohol (un poco no, mucho, considera Henry), Jonesy y Carla han estado a punto de divorciarse, y Henry todavía batalla con una depresión que le parece tan atractiva como molesta. Vaya, que tienen problemas, pero juntos siguen funcionando, siguen sabiendo armarla, y mañana por la mañana estarán juntos. Este año serán ocho días. Qué bien.

—Ya sé que no debería, pero es que a primera hora me entran unas ansias... Puede que esté bajo de azúcar. Sí, podría ser. Pues eso, que me comí el resto del pastel que había en la nevera. Luego cogí el coche, fui a Dunkin Donuts y pedí una docena de manzana y cuatro...

Henry, cuyos pensamientos siguen ocupados por la cacería anual que empezará mañana, no se da cuenta de lo que dice hasta que ya no tiene remedio.

— Quizá seas un comedor compulsivo, Barry; quizá esté relacionado con que crees que mataste a tu madre. ¿Te parece posible?

Barry se queda callado. Henry alza la vista y repara en que Barry Newman le está mirando con los ojos tan abiertos que hasta se le ven. Y, aunque Henry sepa que no es de recibo seguir tocando la misma tecla, que ni sirve de nada ni está relacionado con ninguna terapia, no le apetece parar. Quizá tenga algo que ver con que pensaba en sus amigos, pero el motivo principal es ver la cara de sorpresa de Barry y lo blancas que se le ponen las mejillas. Henry intuye que lo que le fastidia más de Barry es que esté tan satisfecho de sí mismo. Su confianza interna en que no hay necesidad de modificar su comportamiento autodestructivo, y todavía menos de buscar sus raíces.

— ¿A que crees que la mataste? —pregunta Henry.

Lo dice tranquilamente, casi como un simple comentario.

— ¿Yo? Yo no... Me ofende que...

—Ella venga llamar, diciendo que le dolía el pecho; pero claro, lo decía tan a menudo... ¿No? Una semana de cada dos. A veces parecía que fuera cada dos días. Venga llamarte desde el piso de arriba: «Barry, llama al doctor Withers. Barry, llama a una ambulancia. Barry, llama a urgencias.»

Hasta ahora nunca habían hablado de los padres de Barry. A su manera, suave, obesa, impecable, Barry no lo permitirá. Hablará un poco de ellos (o parecerá que hable de ellos), pero de repente, ¡bingo!, volverá a sus comentarios sobre el cordero asado, o el pollo, o el pato con salsa de naranja... El inventarío de siempre. Henry no sabe nada de los padres de Barry, al menos de boca de su paciente, y aún sabe menos del día en que murió su madre; el día en que se cayó de la cama y se meó en la alfombra sin parar de llamar a su hijo: ciento ochenta kilos de asquerosa gordura, llamando, llamando... No puede saber nada porque no se lo han dicho, pero lo sabe. Y entonces Barry estaba más delgado; en comparación, con sus ochenta y cinco kilos, estaba incluso esbelto.

Es la línea en versión de Henry. Ver la línea. Ya debe de hacer cinco años que Henry no la ve, salvo en algunos sueños; lo daba por terminado, pero vuelve a ocurrir.

—Tú estabas sentado delante de la tele, oyéndola gritar —dice—. Mirabas la tele y comías...

¿ Qué ? ¿ Un pastel de queso ? ¿Un tazón de helado? No lo sé, pero la dejaste gritar.

—¡Ya vale!

— La dejaste gritar, y la verdad es que no me extraña, porque llevaba toda la vida quejándose de lo mismo. No eres tonto. Sabes que es verdad. Son cosas que pasan. Creo que eso también lo sabes. Te has montado una obra de Tennessee Williams por la sencilla razón de que te gusta comer, pero voy a decirte una cosa que no crees: que al final te matará, te matará de verdad. En el fondo no te lo crees, pero es verdad. Ahora ya te late el corazón como cuando entierran a alguien vivo y da puñetazos en la tapa del ataúd. Con treinta y cinco kilos más, o cuarenta y cinco, ¿qué pasará?

—Calla...

— Mira, Barry, el día que te caigas será como cuando se cayó la torre de Babel. Los que lo vean se pasarán años comentándolo. Se caerán los platos de las alacenas, y...

— ¡Que ya vale!

Barry se ha incorporado (esta vez no le ha hecho falta la ayuda de Henry), y está blanco como un muerto, menos por dos rosas silvestres que le crecen en las mejillas.

—... se saldrá el café de las tazas, y te mearás encima igual que ella...

¡que ya vale! —chilla Barry Newman—. ¡no sigas! ¡eres un monstruo!

Pero Henry no puede. No puede. Ve la línea, y cuando se ve la línea no se puede no verla.

—... a menos que despiertes de este sueño envenenado donde vives. Mira, Barry...

Barry, sin embargo, no quiere ver nada. Nada de nada. Sale corriendo por la puerta con un terremoto de nalgas, y Henry se queda solo.

Al principio se queda sentado sin moverse, oyendo el trueno final de la manada de búfalos condensada que es Barry Newman. La sala contigua está vacía; no tiene recepcionista, y la huida de Barry señala el final de la semana. Mejor. Buena la ha armado. Va al diván y se tumba.

—Doctor —dice—, acabo de cagarla.

— ¿Cómo, Henry?

—Le he dicho la verdad a un paciente.

—Pero, Henry, ¿saber la verdad no nos vuelve libres?

—No —se contesta a sí mismo, mirando el techo — . Para nada.

—Cierra los ojos, Henry.

—Como usted diga, doctor.

Cierra los ojos. Ya no hay habitación, sino una oscuridad que se agradece. Henry se ha hecho amigo de la oscuridad. Mañana verá a sus demás amigos (al menos a tres), y volverá a parecerle bien la luz. Ahora, en cambio... Ahora...

—Doctor...

—Dime, Henry.

  • ¿Sabe qué le digo? Que esto es un caso clarísimo de otro día del mismo rollo.

— ¿Qué quiere decir, Henry? ¿Para ti qué significa?

—Todo —dice con los ojos cerrados, y añade — : Nada.

Pero es mentira, y no es la primera que se cuenta en la sala.

Se queda tumbado en el diván, cerrando los ojos y juntando las manos en el pecho (como un cadáver en un velatorio), y al poco tiempo se duerme.

Al día siguiente se reúnen los cuatro en Hole in the Wall, y son ocho días geniales. Pronto terminarán las cacerías fabulosas; quedan pocas, pero claro, ellos no lo saben. Aún faltan unos años para la verdadera oscuridad, pero se acerca.

La oscuridad se acerca.




2001: Jonesy recibe a un alumno




No sabemos qué días nos cambiarán la vida. Probablemente sea una suerte. El día en que cambiará la suya, Jonesy está en su despacho del segundo piso del Emerson College, contemplando su pedacito de Boston y pensando en lo equivocado que estaba T. S. Eliot al calificar a abril de mes más cruel sólo porque un carpintero itinerante de Nazaret fuera crucificado, dicen, por fomentar la rebelión. Cualquier habitante de Boston sabe que el mes más cruel es marzo, que, después de unos días de falsas esperanzas, disfruta dándote de hostias. Hoy es uno de los días de poco fiar en que parece que esté a punto de llegar la primavera, y Jonesy tiene pensado salir a pasear cuando haya terminado el palo que se le avecina. A esas alturas, evidentemente, Jonesy no tiene ni idea de cuántos palos puede dar un solo día. No tiene ni idea de que acabará este en una sala de hospital, hecho un guiñapo y con la vida colgando de un hilo.

Misma mierda, diferente día, piensa; pero esta mierda será muy, muy diferente.

Justo entonces suena el teléfono, y lo coge con una corazonada positiva: debe de ser el chaval ese, Defuniak, llamando para cancelar la cita de las once. Eso es que intuye por dónde irán los tiros, piensa Jonesy. Es muy posible. Lo normal es que sean los alumnos los que concierten citas con sus profesores. Cuando a un chico le dan el mensaje de que quiere verle un profesor... vaya, que no hay que ser un genio.

—Jones. ¿Diga?

— ¡Hombre, Jonesy! ¿Cómo te va la vida? Reconocería la voz donde fuera.

— ¡Henry! ¡Qué pasa, tío! ¡Bien, bien, la vida bien!

Lo cierto es que la vida no presenta un panorama muy halagüeño, y menos faltando un cuarto de hora para que llegue Defuniak, pero todo es relativo, ¿no? Comparado con cómo estará dentro de doce horas, enganchado a un montón de máquinas haciendo bip bip, recién salido de una operación y con otras tres esperándole, Jonesy está lo que se dice en la gloria.

—Me alegro.

Puede que Jonesy note algo raro en la voz de Henry, pero es más probable que lo haya detectado por otras vías.

— ¿Qué te pasa, Henry?

Silencio. Justo cuando Jonesy se dispone a repetir la pregunta, contesta Henry.

—Ayer se me murió un paciente. Vi la esquela por casualidad, en el periódico. Se llamaba Barry Newman. —Hace una pausa—. Era de los de diván.

Jonesy ignora el significado de la expresión, pero algo sabe: que su amigo está muy afectado.

— ¿Suicidio?

—No, infarto. Con veintinueve años. Se cavó su propia tumba con el tenedor y el cuchillo.

— Lo siento.

—Casi hacía dos años que no era paciente mío. Le asusté. Me cogió... un punto de esos. ¿Sabes lo que quiero decir? Jonesy cree que sí.

— ¿La línea?

Henry suspira, pero a Jonesy no le parece un suspiro de pena, sino de alivio.

—Exacto. Estuve bastante bestia. Se fue pitando, como si le quemara el culo.

—Eso no quiere decir que tengas la culpa del infarto.

—Tendrás razón, pero yo no lo siento así. —Una pausa. Luego, con un matiz de humor—: ¿No es un verso de una canción de Jim Croce? ¿Tú estás bien, Jonesy?

— ¿Yo? Sí. ¿Por qué lo preguntas?

—No sé —dice Henry—. Es que... Desde que he abierto el periódico y he visto la foto de Barry en la página de necrológicas, me acuerdo de ti. Quería decirte que tuvieras mucho cuidado.

Jonesy siente un poco de frío alrededor de los huesos (muchos de los cuales no tardarán en romperse).

— ¿A qué te refieres exactamente?

— No sé —dice Henry—; quizá a nada, pero...

— ¿Es la línea?

Jonesy está inquieto. Hace girar la silla y mira por la ventana, al fortuito sol de primavera. Le pasa por la cabeza la posibilidad de que Defuniak tenga problemas mentales, de que lleve una pistola (que esté cargado, como se dice en las novelas policíacas y de suspense que le gusta leer a Jonesy en su tiempo libre) y Henry, de alguna manera, lo haya percibido.

—No lo sé. Lo más seguro es que sea una reacción mal enfocada por ver la foto en la página de muertos. Pero hazme un favor: cuídate, ¿vale?

  • Hombre, si me lo pides tú...

—Así me gusta.

— ¿Y tú estás bien?

— Sí, muy bien.

Jonesy, sin embargo, duda que Henry esté bien, ni mucho ni poco. Está a punto de añadir algo, pero justo entonces oye carraspear a sus espaldas, y comprende que debe de haber llegado Defuniak.

—Me alegro —dice, y vuelve a hacer girar la silla. Efectivamente, ya tiene en la puerta al de las once, y no parece peligroso: un chico cualquiera con una trenca de lo más clasicón, demasiado calurosa para el día que hace. Se le ve delgado, como si comiera poco. Lleva un pendiente y el pelo a lo punky, dibujando pinchos sobre su mirada de preocupación—. Oye, Henry, es que he quedado con alguien. Ya te llamaré.

—No hace falta. Tranquilo.

—¿Seguro?

—Sí, pero no cuelgues. ¿Tienes treinta segundos?

—Claro, hombre. —Le hace a Defuniak un gesto con el dedo, y Defuniak asiente. A pesar de ello, permanece de pie hasta que Jonesy le señala la única silla del despachito que, aparte de la suya, no está cubierta de libros. Defuniak se dirige a ella de mala gana, mientras Jonesy dice al auricular—: Te escucho.

— Creo que deberíamos volver a Derry. Un viajecito rápido tú y yo, para ver a nuestro amigo.

¿A...?

Pero, como no está solo, se resiste a pronunciar un nombre que suena tan infantil.

Henry se lo ahorra diciéndolo él. Primero eran cuatro, y luego cinco, pero no duró y volvieron a ser cuatro. El quinto, sin embargo, no ha llegado a separarse de ellos por completo. Henry lo pronuncia, pronuncia el nombre de un niño que, mágicamente, sigue siendo un niño. Respecto a él, los temores de Henry están más claros y se dejan expresar con mayor facilidad. Le dice a Jonesy que no es que sepa nada en concreto, sino la sensación de que a su amigo de juventud podría hacerle falta una visita.

— ¿Has hablado con su madre? —pregunta Jonesy.

— Creo —dice Henry— que sería mejor... no sé, dejarnos caer. ¿Cómo lo tienes este fin de semana? O si no el de después.

Jonesy no necesita consultar la agenda. Sólo falta un día para el fin de semana. El sábado por la mañana hay una especie de acto para profesores, pero le costará muy poco librarse.

—Éste me van perfecto los dos días —dice—. ¿Paso el sábado? ¿A las diez?

— Por mí, perfecto. —La voz de Henry respira alivio, y se parece más a la de siempre. Jonesy se relaja un poco—. ¿Seguro que te va bien?

— Si tú consideras que hay que ir a ver... —Jonesy titubea— a ver a Douglas, debe de ser así. Ya ha pasado demasiado tiempo.

—Ya ha llegado la persona que esperabas, ¿no?

— Aja.

—Vale, pues te espero el sábado a las diez. Oye, que a lo mejor cogemos el Scout. Así lo paseamos. ¿Qué te parece?

—Sería genial.

Henry se ríe.

— ¿Aún te hace la comida Carla, Jonesy? —Sí. —Jonesy mira su maletín.

— ¿Hoy qué tienes? ¿Atún? —Ensalada de huevo.

— ¡Ñam! Pues nada, me la pierdo. MMDD, ¿vale?

—MMDD —repite Jonesy, pues prefiere no pronunciar las palabras de la sigla delante de un estudiante—. Ya te...

—Y cuídate. Lo digo en serio.

El énfasis con que lo dice es inequívoco, y da un poco de miedo. Sin embargo, Henry cuelga sin darle tiempo a Jonesy de contestar (aunque no sabe qué diría con Defuniak sentado en el rincón, mirando y escuchando).

Por unos instantes, Jonesy mira el auricular con expresión pensativa. Después cuelga, pasa la página de su calendario de mesa y, en la del sábado, tacha «Cóctel en casa del decano Jacobson» y apunta «Dar una excusa. Ir a Derry con Henry para ver a D.». Sin embargo, es una cita a la que no acudirá. El sábado, Derry y sus amigos de infancia serán lo último que le pase por la cabeza.

Jonesy se llena los pulmones, vuelve a vaciarlos y desplaza su atención hacia el molesto visitante. El chico, que está nervioso, cambia de postura en la silla. Jonesy intuye que tiene bastante claro el motivo de la convocatoria.

—A ver, Defuniak —dice—. En el expediente pone que es de Maine.

— Sí, de Pittsfield. Me...

— En el expediente también pone que tiene una beca, y que es buen alumno.

Se da cuenta de una cosa: no es que Defuniak esté preocupado, es que le falta poco para llorar. ¡Qué mal rato, por Dios! Es la primera vez que Jonesy se encuentra en la situación de tener que acusar a un alumno de copiar, pero no lleva mucho tiempo en el mundo de la enseñanza, y supone que no será la última vez. En todo caso, espera que no se repita a menudo, porque es duro: lo que llamaría Beaver una tocada de cojones.

— Señor Defuniak... David... ¿Sabes qué pasa con las becas de los alumnos que copian? ¿En un examen parcial, digamos?

El chico sufre convulsiones, como si hubiera un bromista escondido debajo de la silla y acabara de descargarle una corriente eléctrica de bajo voltaje en las nalgas huesudas. Ahora le tiemblan los labios, y... ¡Ay, Dios mío! Ya está aquí la primera lágrima; ya rueda por su mejilla sin afeitar.

—Pues te lo cuento —dice Jonesy—: desaparecen. Ya lo sabes. ¡Puf! Se evaporan.

—Es que... es que...

En la mesa de Jonesy hay una carpeta. La abre y saca un parcial de historia europea, una de las barbaridades tipo test que el departamento tiene la poca prudencia de exigir. La primera hoja lleva escrito en la parte de arriba («escribid con trazos gruesos y rectos, y, si tenéis que borrar, borrad bien») el nombre david defuniak.

— David, he repasado tu trayectoria en la asignatura, he vuelto a leer tu trabajo sobre el feudalismo en Francia durante la Edad Media y he consultado tu expediente. No destacas, pero eres buen alumno. Otra cosa: tengo la sensación de que te tomas la asignatura como un trámite. ¿Verdad que mi campo no es el que te interesa más ?

Defuniak niega con la cabeza sin decir nada. El sol caprichoso de mediados de marzo le ilumina las lágrimas de las mejillas.

Hay una caja de Kleenex en una esquina de la mesa. Jonesy se la lanza a su alumno, quien, a pesar del trance, no tiene dificultad en cogerla. Buenos reflejos. A los diecinueve años se tienen los cables en perfecto funcionamiento, con todas las conexiones en buen estado.

Tú espera unos años, Defuniak, piensa Jonesy. Yo sólo tengo treinta y siete y ya se me destensan algunos cables.

—Quizá merezcas otra oportunidad —dice.

Lentamente, con calma, forma una bola con el parcial de Defuniak, de una perfección sospechosa (sobresaliente alto).

—Quizá el día del parcial estuvieras enfermo, y no llegaras a presentarte.

—Es verdad, estaba enfermo —dice ansiosamente David Defuniak—. Creo que tenía gripe.

—Entonces, lo más indicado sería que me trajeras un trabajo hecho en casa, en lugar del test que hicieron tus compañeros de clase. Para compensar la nota que te falta. ¿Te parece bien?

— Sí —dice el chico, mientras se seca los ojos frenéticamente con varios pañuelos de papel. Al menos no le ha salido a Jonesy con la típica gilipollez de que no puede demostrarlo, que se quejará al decano, que montará un cirio, y que bla bla bla bla bla. Lo que hace es llorar, reacción incómoda pero que puede ser buena señal: diecinueve años son pocos años, pero hay quien los cumple y ya ha perdido casi toda su conciencia. En gran medida, Defuniak ha admitido su culpabilidad, lo cual indica que quizá contenga un adulto en espera de salir—. Me encantaría.

—Y estamos de acuerdo en que si vuelve a pasar algo por el estilo...

—No pasará —dice el chaval con fervor—. No pasará, profesor Jones.

Jonesy, en realidad, sólo es adjunto, pero no se toma la molestia de corregirle. Ya llegará el día en que merezca llamarse «profesor Jones». Más vale que llegue, porque el hogar de los Jones está a reventar de niños, y, como en el porvenir no haya unos cuantos aumentos de sueldo, se les hará bastante cuesta arriba vivir. Ya ha pasado algunas veces.

—Eso espero —dice—. Entrégame tres mil palabras sobre las consecuencias a corto plazo de la conquista normanda, ¿de acuerdo, David? Cita las fuentes, pero no hace falta que pongas notas. Que sea informal, pero con una tesis convincente. Lo quiero para el próximo lunes. ¿De acuerdo?

—Sí.

—Pues venga, manos a la obra. —Jonesy señala el calzado de Defuniak, que está muy gastado — . Y, la próxima vez que vayas a comprar cerveza, decántate por unas zapatillas nuevas. No me gustaría que volvieras a coger la gripe.

Defuniak camina hacia la puerta y se gira. Está impaciente por salir antes de que el señor Jones cambie de idea, pero también tiene diecinueve años, con la curiosidad que comportan.

— ¿Cómo se ha enterado, si ni siquiera estaba en el examen? Lo vigiló un alumno de posgrado.

—Me he enterado y punto — dice Jonesy con cierta dureza—. Anda, vete a casa, desarróllame bien el tema y sigue con tu beca. Yo también soy de Maine, de Derry, y sé que es mejor ser de Pittsfield que volver a Pittsfield.

—Eso es verdad —dice fervientemente Defuniak—. Gracias. Gracias por darme una oportunidad.

— Cierra la puerta al salir.

Defuniak (que no se gastará el dinero de las zapatillas en cerveza, sino en enviar al hospital un ramo de flores para Jonesy) sale y, obediente, cierra la puerta. Jonesy, de nuevo, hace girar la silla y mira por la ventana. El sol no es fiable, pero tienta. Como lo de Defuniak ha salido mejor de lo que esperaba, piensa que le apetece salir a disfrutar del sol antes de que lleguen más nubes de marzo (quizá con nieve incluida). Tenía planeado comer en el despacho, pero se le ocurre un nuevo plan. Es el peor de su vida, y de lejos, pero eso Jonesy no puede saberlo. El plan consiste en coger el maletín y un ejemplar del Phoenix de Boston e ir a Cambridge, al otro lado del río. Se sentará en un banco y se comerá el bocadillo de huevo y lechuga tomando el sol.

Se levanta para guardar el expediente de Defuniak en el archivador d-f. Su alumno le ha preguntado cómo lo sabía. Buena pregunta, piensa Jonesy. No, buena, no, buenísima. Y la respuesta es la siguiente: lo sabía porque... porque a veces lo sabe. He ahí la única verdad. Si le pusieran una pistola en la cabeza, diría que lo había averiguado durante la primera clase después de los parciales; diría que David Defuniak lo llevaba en letras gordas en la frente, letras en fluorescente rojo, parpadeando culpables: copión copión copión.

Pero sería un cuento chino. Ni sabe, ni ha sabido, ni sabrá leerle a nadie el pensamiento. De acuerdo, a veces se le encienden cosas en la cabeza: fue como se enteró del problema de pastillas de su mujer, y deduce que también es como ha adivinado que Henry, al llamar, estaba chafado (no alucines, tío, que se le notaba en la voz), pero ahora casi ya no le pasa. La verdad es que desde lo de aquella chica, Josie Rinkenhauer, no ha ocurrido nada que mereciera el calificativo de anormal. Quizá en otra época hubiera algo, y quizá tuviera su origen en la infancia y adolescencia de los cuatro, pero lo que está claro es que ha desaparecido. O casi.

Casi.

Dibuja un círculo alrededor de las palabras «Ir a Derry» que tiene escritas en el calendario, y coge el maletín. Justo entonces se le ocurre otra idea, repentina y sin sentido, pero de gran potencia: cuidado con el señor Gray.

Se queda con la mano en el pomo de la puerta. No cabe duda de que ha sido su propia voz.

—¿Qué? —pregunta a la habitación vacía.

Nada.

Jonesy sale de su despacho, cierra y comprueba que no se pueda entrar. En una esquina del tablón de notas de la puerta hay una tarjeta blanca sin nada escrito. Jonesy desclava la chincheta y le da la vuelta. El reverso lleva el siguiente mensaje en letras de imprenta: vuelvo a la una. hasta entonces soy historia. Lo engancha al tablón con total seguridad, pero pasarán casi dos meses antes de que Jonesy vuelva a entrar en el despacho y vea el calendario de mesa abierto por la página del día de San Patricio.

Cuídate, ha dicho Henry; pero Jonesy no piensa en cuidarse. Piensa en el sol de marzo. Piensa en comerse el bocadillo. Piensa que en Cambridge quizá mire a algunas chicas: las faldas son cortas, y el viento de marzo juguetón. Piensa en todo menos en tener cuidado con el señor Gray. Y en cuidarse a sí mismo.

Es un error. También es como cambian las vidas para siempre.








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