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miércoles, 27 de julio de 2011

Pío Baroja La lucha por la vida I


Pío Baroja
La lucha por la vida I
La busca
Prólogo de Ricardo Senabre
Prólogo
Ricardo Senabre
La lucha por la vida, título procedente de las palabras de Darwin en El
origen de las especies, es una de las más famosas y significativas trilogías
de Pío Baroja. Su primera versión, titulada La busca, apareció por
entregas en el diario El Globo, entre el 4 de marzo y el 29 de mayo de
1903, con un total de 59 capítulos. Pero Baroja debió de ir reescribiendo y
ampliando la obra casi al mismo tiempo, o muy poco después de concluir
la publicación de los folletines en El Globo, puesto que a lo largo de 1904
se editaron, en volúmenes independientes, las tres novelas en que se
había convertido aquella primera versión: La busca, Mala hierba y Aurora
roja. Entre La busca de 1903 y la trilogía del año siguiente hay
abundantes diferencias: cambios de estilo, alteración en el orden de
algunos episodios y, sobre todo, una considerable ampliación: de Aurora
roja apenas había unas páginas en la versión publicada en El Globo. Sin
embargo, una vez que se conoce la versión completa de la trilogía parece
evidente que todo lo que Aurora roja aporta al plan primitivo de la obra era
necesario para completar la evolución del personaje central.
Porque ésta es la cuestión. Numerosos comentaristas se han referido a
La lucha por la vida como si se tratara de un gran fresco colectivo, de una
radiografía del Madrid suburbial en el tránsito del siglo XIX al XX Los
múltiples personajes que pueblan estas páginas y que a veces aparecen
sólo fugazmente ayudan, en efecto, a producir la sensación de un mundo
hormiguearte y bullicioso era el que la muchedumbre predomina sobre el
individuo. Pero, en realidad, la diversidad de sucesos y personajes
constituye el fondo -minuciosamente detallado, eso sí- en el que se
inscriben los años de adolescencia y juventud de Manuel Alcázar, desde
su llegada a Madrid, hacia 1888, hasta 1902, cuando es dueño de una
imprenta y acaba de casarse con la Salvadora. Puede considerarse La
lucha por la vida como un relato deformación en el que lo esencial, la línea
conductora que proporciona cohesión y unidad al conjunto, es el proceso
evolutivo de Manuel desde los doce o trece años, esto es, la narración de
sus actos, con los errores y las experiencias que van jalonando su
progresiva instalación en la sociedad. Manuel se une a esa oleada
inmigratoria que, abandonando la periferia o el medio rural comenzó a
invadir las ciudades en busca de mejor fortuna durante los últimos años
del siglo XIX. Las tres novelas marcan nítidamente los sucesivos estadios
por los que transita el personaje. En La busca, cuya historia dura algo
más de tres años, Manuel tras intentar con poco éxito varios trabajos
ínfimos, se acerca a una pandilla de jóvenes hampones y descuideros de
los suburbios con los que participa en pequeños robos, duerme a la
intemperie y se relaciona con randas, pícaros y maleantes del inframundo
madrileño. No acaba de acostumbrarse a esta forma de vida, y la novela
concluye en un amanecer gris, cuando Manuel, considerando el contraste
entre los noctámbulos que vuelven a sus refugios y quienes salen a la calle
dispuestos a comenzar una nueva jornada de trabajo, se afirma en su
propósito de «ser de éstos, de los que trabajan al sol no de los que buscan
el placer en la sombra».
En Mala hierba, Manuel intenta cambiar de vida. Trabaja para un
escultor y un fotógrafo, y acaba por entrar de aprendiz en una imprenta,
con lo que se apunta ya su camino futuro. Pero aún gravita sobre él su
pasado más turbio, y un encuentro fortuito con suprimo Vidal y con el
Bizco, antiguos cómplices de fechorías, lo devuelve temporalmente al
mundo de la delincuencia. El asesinato de Vidal lo impulsa una vez más
a escapar de los barrios bajos. Una «sorda irritación contra todo el mundo»
le hace prestar atención a las teorías del cajista Jesús, partidario de un
anarquismo que conduzca a una sociedad idílica de hombres libres, sin
autoridades, sin luchas, sin injusticias. Este cuadro soñado de un ideal
utópico cierra Mala hierba y prepara el terreno a la historia de Aurora roja,
donde el sector del hampa y el de los artesanos dejan paso, en una
gradación paralela al ascenso social de Manuel, al ámbito de los obreros
asalariados y de las núcleos anarquistas. Es aquí donde cobra relieve un
nuevo personaje: Juan, el hermano de Manuel, que ha abandonado el
seminario y predica una especie de fraternidad universal casi mística en
la que parecen encarnarse las aspiraciones del anarquismo más idealista.
La muerte de Juan al final de la novela simboliza también el final de
un sueño. Baroja recalca en las últimas líneas de la obra el sonido de las
paletadas de tierra en la tumba donde queda enterrado Juan y la vuelta
de los obreros a sus casas -ala realidad- para concluir con una nota
simbólica: «Había oscurecido». Porque, como en otras obras de Baraja, los
elementos del paisaje adquieren un sentido que trasciende la mera función
descriptiva. En La busca, por ejemplo (tercera parte, capítulo II), Manuel ha
pasado la noche guarecido con otros golfos en el pórtico del Observatorio.
Al amanecer anota el narrador- «el cielo, aún oscuro, se llenaba de nubes
negruzcas». Se mencionan a continuación los edificios y «los ejércitos de
chimeneas, todo envuelto en la atmósfera húmeda, fría y triste de la
Prólogo
mañana, bajo un cielo bajo de color de cinc». La mirada se extiende hacia
las afueras de la ciudad y la descripción concluye así: «Por encima de
Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las
crestas blanqueadas por la nieve». La visión de la sierra nevada como una
cima distante de pureza, contemplada por un observador que se ha
hundido entre golfos, prostitutas y delincuentes, desencadena en la frase
siguiente una nota de júbilo: «En pleno silencio, el esquilón de una iglesia
comenzó a sonar alegre, olvidado en la ciudad dormida». Ésta es tina de
las innovaciones radicales de la novelística barojiana: la asimilación de los
rasgos del paisaje al estado de ánimo del personaje o del contemplador,
frente a su antigua función, propia de la narrativa decimonónica, de
elementos decorativos y estáticos.
La complejidad de personajes y escenarios de las tres novelas no es
gratuita ni se halla dispuesta mediante la simple acumulación de
episodios. Todo lo que Baroja introduce en la historia tiene una
repercusión directa o indirecta en la formación de Manuel, en su difícil
adolescencia, en la resolución de sus dudas y en el rumbo de sus
acciones. Manuel se debate desde el principio entre influencias contrarias,
entre personajes que lo incitan a construirse una vida honrada, laboriosa
y digna, como Roberto y la Salvadora -cuyo nombre no es una casualidad-,
y otros que, por el contrario, constituyen una fuerza negativa y procuran
su hundimiento moral, como Vidal y el Bizco. El influjo bienhechor acaba
por triunfar, pero Manuel conoce otros casos de personajes que finalmente
escogen la senda equivocada, como la Justa, que pasa de ser una
muchachita atractiva a convertirse en «una mujerona de burdel». Existen
otros fracasos, como el de Leandro, que se deja arrastrar por la pasión de
unos celos enfermizos, o el de Vida¡, víctima de su ambición desmedida.
De otro signo es el ejemplo de Juan, espíritu puro y generoso, defensor de
unos ideales de imposible realización en una sociedad mediocre,
insolidaria y egoísta. Juan es, en este sentido, el personaje quijotesco por
antonomasia de la literatura barojiana. En el polo opuesto se sitúa don
Alonso, representación del español que vive en el pasado, absorto en las
grandezas pretéritas, como la caricatura degradada de un viejo hidalgo
empobrecido, fuera del tiempo y de la realidad.
Junto a ellos, una multitud de personajes diestramente retratados, cada
uno con sus características y su peculiar historia, forman un conjunto sin
parangón alguno en la literatura narrativa de la época. Mujeres como la
Petra, madre de Manuel o la Salomé, tienen perfiles inconfundibles. Y lo
mismo podría decirse del señor Custodio, el trapero, del cínico Mingote, del
periodista Langairiños, de los anarquistas Prats y el Libertario.
Variadísimo es el friso de chulos y valentones de arrabal -el Valencia, el
Pastiri, el Carnicerín, el Cojo, el Tabuenca-, al igual que el de prostitutas
-la Rubia, la Chata, la Mellrí, la Rabanitos, etc.-, cuya caracterización
Prólogo
lingüística, repleta degiros coloquiales, tics propios, vulgarismos y voces
jergales, es de extraordinaria precisión. Comparada con el dibujo del
mundo suburbial madrileño que Galdós trazó en su novela Misericordia, o
con el Madrid de mendigos y maleantes en que Blasco Ibáñez situó poco
después La horda, la trilogía barojiana ofrece una.variedad mayor de
tipos y ambientes. Su vigencia permanece intacta casi cien años después,
cuando la ciudad y la sociedad han cambiado mucho, precisamente
porque el propósito de La lucha por la vida no era componer una crónica
histórica, sino relatar la formación de un ser humano en un medio hosco y
adverso. Y la existencia de holgazanes, pícaros, estafadores, personas
laboriosas, seres desvalidos y gentes de espíritu generoso no es algo
exclusivo de una época. Esta atención a lo inmutable y esencial, esa
intuición narrativa para seleccionar lo perdurable, dejando a un lado los
rasgos más externamente costumbristas y perecederos de la historia, es lo
que proporciona a La lucha por la vida, como a todas las grandes novelas,
su carácter inmarcesible.
Prólogo
Primera parte
I
Prámbulo - Conceptos un tanto inmorales de una pupilera
Charlas - Se oye cerrar un balcón - Canta un grillo
Acababan de dar las doce, de una manera pausada, acompasada y
respetable, en el reloj del pasillo. Era costumbre de aquel viejo reloj, alto
y de caja estrecha, adelantar y retrasar a su gusto y antojo la uniforme
y monótona serie de las horas que va rodeando nuestra vida, hasta
envolverla y dejarla, como a un niño en la cuna, en el oscuro seno del
tiempo.
Poco después de esta indicación amigable del viejo reloj, hecha con la
voz grave y reposada, propia de un anciano, sonaron las once, de modo
agudo y grotesco, con impertinencia juvenil, en un relojillo petulante de
la vecindad, y minutos más tarde, para mayor confusión y desbarajuste
cronométrico, el reloj de una iglesia próxima dio larga y sonora
campanada, que vibró durante algunos segundos en el aire silencioso.
¿Cuál de los tres relojes estaba en lo fijo? ¿Cuál de aquellas tres
máquinas para medir el tiempo tenía más exactitud en sus indicaciones?
El autor no puede decirlo, y lo siente. Lo siente, porque el tiempo es,
según algunos graves filósofos, el cañamazo en donde bordamos las
tonterías de nuestra vida; y es verdaderamente poco científico el no poder
precisar con seguridad en qué momento empieza el cañamazo de este
libro. Pero el autor lo desconoce: sólo sabe que en aquel minuto, en aquel
segundo, hacía ya largo rato que los caballos de la noche galopaban por
el cielo. Era, pues, la hora del misterio; la hora de la gente maleante; la
hora en que el poeta piensa en la inmortalidad, rimando hijos con
prolijos y amor con dolor; la hora en que la buscona sale de su cubil y el
jugador entra en él; la hora de las aventuras que se buscan y nunca se
encuentran; la hora, en fin, de los sueños de la casta doncella y de los
reumatismos del venerable anciano. Y mientras se deslizaba esta hora
romántica, cesaban en la calle los gritos, las canciones, las riñas; en los
balcones se apagaban las luces, y los tenderos y las porteras retiraban
sus sillas del arroyo para entregarse en brazos del sueño.
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En la morada casta y pura de doña Casiana, la pupilera, reinaba hacía
algún tiempo apacible silencio: sólo entraba por el balcón, abierto de par
en par, el rumor lejano de los coches y el canto de un grillo de la
vecindad, que rascaba en la chirriante cuerda de su instrumento con
persistencia desagradable.
En aquella hora, fuera la que fuese, marcada por los doce lentos y
gangosos ronquidos del reloj del pasillo, no se encontraban en la casa
más que un señor viejo, madrugador impenitente; la dueña, doña
Casiana, patrona también impenitente, para desgracia de sus
huéspedes, y la criada Petra.
La patrona dormía en aquel instante sentada en la mecedora, en el
balcón abierto; la Petra, en la cocina, hacía lo mismo, y el señor viejo
madrugador se entretenía tosiendo en la cama.
Había concluido la Petra de fregar, y el sueño, el calor y el cansancio
la rindieron, sin duda. A la luz de la lamparilla, colgada en el fogón, se
la veía vagamente. Era flaca, macilenta, con el pecho hundido, los brazos
delgados, las manos grandes, rojas, y el pelo gris. Dormía con la boca
abierta, sentada en una silla, con respiración anhelante y fatigosa.
Al sonar las campanadas en el reloj del pasillo, se despertó de repente;
cerró la ventana, de donde entraba nauseabundo olor a establo de la
vaquería de la planta baja; dobló los paños, salió con un rimero de platos
y los dejó sobre la mesa del comedor; luego guardó los cubiertos, el
mantel y el pan sobrante en un armario; descolgó la candileja y entró en
el cuarto, en cuyo balcón dormía la patrona.
-¡Señora! ¡Señora! -llamó varias veces.
-¿Eh? ¿Qué pasa? -murmuró doña Casiana, soñolienta.
-Si quiere usted algo.
-No, nada. ¡Ah, sí! Mañana diga usted al panadero que el lunes que
viene le pagaré.
-Está bien. Buenas noches.
Salía la criada del cuarto, cuando se iluminaron los balcones de la
casa de enfrente; después se abrieron de par en par, y se oyó un preludio
suave de guitarra.
-¡Petra! ¡Petra! -gritó doña Casiana-. Venga usted. ¿Eh? En casa de la
Isabelona... se conoce que ha venido gente.
La criada se asomó al balcón y miró con indiferencia la casa frontera.
-Eso, eso produce -siguió diciendo la patrona-; no estas porquerías de
casas de huéspedes.
En aquel momento apareció en uno de los balcones de la casa vecina
una mujer envuelta en amplia bata, con una flor roja en el pelo, cogida
estrechamente de la cintura por un señorito vestido de etiqueta; con frac
y chaleco blanco.
-Eso, eso produce -repitió la patrona varias veces.
La lucha por la vida I. La busca
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Luego, esta idea debió alterar su bilis, porque añadió con voz irritada:
-Mañana voy a echar el toro al curita y a esas golfas de las hijas de
doña Violante, y a todo el que no me pague. ¡Que tenga una que luchar
con esta granujería! No; pues de mí no se ríen más...
La Petra, sin replicar nada, dio nuevamente las buenas noches y salió
del cuarto. Doña Casiana siguió mascullando sus iras; después
repantigó su cuerpo rechoncho en la mecedora y soñó con un
establecimiento de la misma especie que el de la vecindad; pero un
establecimiento modelo, con salas lujosamente amuebladas, adonde
iban en procesión todos los jóvenes escrofulosos de los círculos y
congregaciones, místicos y mundanos, hasta tal punto, que se veía ella
en la necesidad de poner un despacho de billetes a la puerta.
Mientras la patrona mecía su imaginación en este dulce sueño de
burdel monstruo, la Petra entró en un cuartucho oscuro, lleno de trastos
viejos; dejó la luz en una silla, puso la caja de fósforos, grasienta, en el
recazo de la candileja; leyó un instante en su libro de oraciones, sucio y
mugriento, con letras gordas, repitió algunos rezos, mirando al techo, y
comenzó a desnudarse. La noche estaba sofocante; en aquel agujero el
calor era horrible. La Petra se metió en la cama, se persignó, apagó la
candileja, que humeó largo rato, se tendió y apoyó la cabeza en la
almohada. Un gusano de la carcoma en alguno de aquellos trastos viejos
hacía crujir la madera de modo isócrono...
La Petra durmió con sueño profundo un par de horas, y despertó
ahogada de calor. Habían abierto la puerta, se oían pasos en el pasillo.
-Ya está ahí doña Violante con sus hijas -murmuró la Petra.- Será muy
tarde.
Volverían las tres damas de los jardines, adonde iban después de cenar
en busca de las pesetas necesarias para vivir. La suerte no debió
favorecerlas, porque traían mal humor, y las dos jóvenes disputaban,
achacándose una a otra la culpa de haber perdido el tiempo.
Cesó la conversación, después de unas cuantas frases agrias e
irónicas, y volvió a reinar el silencio. La Petra, desvelada, se abismó en
sus preocupaciones; de nuevo se oyeron pasos, pero leves y rápidos, en
el corredor; después, el ruido de la falleba de un balcón abierto con
cautela.
-Alguna de esas se ha levantado -pensó la Petra.- ¿Qué trapisonda
traerá?
Al cabo de unos minutos se oyó la voz de la patrona, que gritaba
imperiosamente desde su cuarto:
-¡Irene!... ¡Irene!
-¿Qué?
-Salga usted del balcón.
-Y ¿por qué tengo de salir? -replicó una voz áspera, con palabra
Pío Baroja
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estropajosa.
-Porque sí... porque sí...
-¿Pues qué hago yo en el balcón?
-Usted lo sabrá mejor que yo.
-Pues no sé.
-Pues yo sí sé.
-Estaba tomando el fresco.
-Usted sí que es fresca.
-La fresca será usted, señora.
-Cierre usted el balcón. Usted se figura que mi casa es lo que no es.
-Yo ¿qué he hecho?
-No tengo necesidad de decírselo. Para eso, enfrente, enfrente.
-Quiere decir que en casa de la Isabelona -pensó la Petra.
Se oyó cerrar el balcón de golpe; sonaron pasos en el corredor,
seguidos de un portazo. La patrona continuó rezongando durante largo
tiempo; luego hubo un murmullo de conversación tenido en voz baja.
Después no se oyó más que el chirriar persistente del grillo de la
vecindad, que siguió rascando en su desagradable instrumento con la
constancia de un aprendiz de violinista.
La lucha por la vida I. La busca
II
La casa de doña Casiana - Una ceremonia matinal - Complot
En donde se discurre acerca del valor alimenticio de los huesos
La Petra y su familia - Manuel: su llegada a Madrid
...Y el grillo, como virtuoso obstinado, persistió en sus ejercicios
musicales, a la verdad algo monótonos, hasta que apareció en el cielo la
plácida sonrisa del alba. A los primeros rayos del sol calló el músico,
satisfecho, sin duda, de la perfección de su artístico trabajo, y una
codorniz le sustituyó en el solo, dando los tres golpes consabidos. El
sereno llamó con su chuzo en las tiendas, pasaron uno o dos panaderos
con la cesta a la cabeza, se abrió una tienda, luego otra, después un
portal, echó una criada la basura a la acera, se oyó el vocear de un
periódico. Poco después la calle entraba en movimiento.
Serla el autor demasiado audaz si tratase de demostrar la necesidad
matemática en que se encontraba la casa de doña Casiana de hallarse
colocada en la calle de Mesonero Romanos, antes del Olivo, porque,
indudablemente, con la misma razón podía haber estado emplazada en
la del Desengaño, en la de Tudescos, o en otra cualquiera; pero los
deberes del autor, sus deberes de cronista imparcial y verídico, le obligan
a decir la verdad, y la verdad es que la casa estaba en la calle de
Mesonero Romanos, antes del Olivo.
En aquellas horas tempranas no se oía en ella el menor ruido; el
portero había abierto el portal y contemplaba la calle con cierta
melancolía.
El portal, largo, oscuro, mal oliente, era más bien un corredor angosto,
a uno de cuyos lados estaba la portería.
Al pasar junto a esta última, si se echaba una mirada a su interior,
ahogado y repleto de muebles, se veía constantemente una mujer gorda,
inmóvil, muy morena, en cuyos brazos descansaba un niño enteco,
pálido y larguirucho, como una lombriz blanca. Encima de la ventana, se
figuraba uno que, en vez de «Portería», debía poner: «La mujer cañón con
su hijo», o un letrero semejante de barraca de feria.
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Si a esta mujer voluminosa se la preguntaba algo, contestaba con voz
muy chillona, acompañada de un gesto desdeñoso bastante
desagradable. Se seguía adelante, dejando a un lado el antro de la
mujer-cañón, y a la izquierda del portal, daba comienzo la escalera,
siempre a oscuras, sin más ventilación que la de unas ventanas altas,
con rejas, que daban a un patio estrecho, de paredes sucias, llenas de
ventiladores redondos. Para una nariz amplia y espaciosa, dotada de una
pituitaria perspicaz, hubiese sido un curioso sport el de descubrir e
investigar la procedencia y la especie de todos los malos olores,
constitutivos de aquel tufo pesado, propio y característico de la casa.
El autor no llegó a conocer los inquilinos que habitaban los pisos altos;
tiene una idea vaga de que había dos o tres patronas, alguna familia que
alquilaba cuartos a caballeros estables, pero nada más. Por esta causa
el autor no se remonta a las alturas y se detiene en el piso principal.
En éste, de día apenas si se divisaba, por la oscuridad reinante, una
puerta pequeña; de noche, en cambio, a la luz de un farol de petróleo,
podía verse una chapa de hoja de lata, pintada de rojo, en la cual se leía
escrito con letras negras: «Casiana Fernández».
A un lado de la puerta colgaba un trozo de cadena negruzco, que sólo
poniéndose de puntillas y alargando el brazo se alcanzaba; pero como la
puerta estaba siempre entornada, los huéspedes podían entrar y salir sin
necesidad de llamar.
Se pasaba dentro de la casa. Si era de día, encontrábase uno
sumergido en las profundas tinieblas; lo único que denotaba el cambio
de lugar era el olor, no precisamente por ser más agradable que el de la
escalera, pero sí distinto; en cambio, de noche, a la vaga claridad
difundida por una mariposa de corcho, que nadaba sobre el agua y el
aceite de un vaso, sujeto por una anilla de latón a la pared, se advertían,
con cierta vaga nebulosidad, los muebles, cuadros y demás trastos que
ocupaban el recibimiento de la casa.
Frente a la entrada había una mesa ancha y sólida, y sobre ella una
caja de música de las antiguas, con cilindros de acero erizados de
pinchos, y junto a ella una estatua de yeso: figura ennegrecida y sin
nariz, que no se conocía fácilmente si era de algún dios, de algún
semidiós o de algún mortal.
En la pared del recibimiento y en la del pasillo se destacaban cuadros
pintados al óleo, grandes y negruzcos. Un inteligente quizá los hubiese
encontrado detestables; pero la patrona, que se figuraba que cuadro muy
oscuro debía de ser muy bueno, se recreaba, a veces, pensando que
quizá aquellos cuadros, vendidos a un inglés, le sacarían algún día de
apuros.
Eran lienzos en donde el pintor había desarrollado escenas bíblicas
tremebundas: matanzas, asolamientos, fieros males; pero de tal manera,
La lucha por la vida I. La busca
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que a pesar de la prodigalidad del artista en sangre, llagas y cabezas
cortadas, aquellos lienzos, en vez de horrorizar, producían impresión
alegre. Uno de ellos representaba la hija de Herodes contemplando la
cabeza de san Juan Bautista. La figuras todas eran de amable jovialidad;
el rey, con indumentaria de rey de baraja y en la postura de un jugador
de naipes, sonreía; su hija, señora coloradota, sonreía; los familiares,
metidos en sus grandes cascos, sonreían, y hasta la misma cabeza de
san Juan Bautista sonreía, colocada en un plato repujado.
Indudablemente el autor de aquellos cuadros, si no el mérito del dibujo
ni el del colorido, tenía el de la jovialidad.
A derecha e izquierda de la puerta de la casa corría el pasillo, de cuyas
paredes colgaban otra porción de lienzos negros, la mayoría sin marco,
en los cuales no se veía absolutamente nada, y sólo en uno se adivinaba,
después de fijarse mucho, un gallo rojizo picoteando en las hojas de una
verde col.
A este pasillo daban las alcobas, en las que hasta muy entrada la tarde
solían verse por el suelo calcetines sucios, zapatillas rotas, y, sobre las
camas sin hacer, cuellos y puños postizos.
Casi todos los huéspedes se levantaban en aquella casa tarde, excepto
dos comisionistas, un tenedor de libros y un cura, los cuales
madrugaban por mor del oficio, y un señor viejo, que lo hacía por
costumbre o por higiene.
El tenedor de libros se largaba a las ocho de la mañana sin
desayunarse; el cura salía in albis para decir misa; pero los comisionistas
tenían la audaz pretensión de tomar algo en casa, y la patrona empleaba
un procedimiento muy sencillo para no darles ni agua: los dos
comisionistas comenzaban su trabajo de nueve y media a diez; se
acostaban muy tarde, y encargaban a la patrona que les despertase a las
ocho y media; ella cuidaba de no llamarles hasta las diez. Al despertarse
los viajantes y ver la hora, se levantaban, se vestían de prisa y escapaban
disparados, renegando de la patrona. Luego, cuando el elemento
femenino de la casa daba señales de vida, se oían por todas partes gritos,
voces destempladas, conversaciones de una alcoba a otra, y se veía salir
de los cuartos, la mano armada con el servicio de noche, a la patrona, a
alguna de las hijas de doña Violante, a una vizcaína alta y gorda, y a otra
señora, a la que llamaban la Baronesa.
La patrona llevaba invariablemente cubrecorsé de bayeta amarilla; la
Baronesa, peinador lleno de manchas de cosmético, y la vizcaína,
corpiño rojo, por cuya abertura solía presentar a la admiración de los que
transitaban por el corredor una ubre monstruosa y blanca con gruesas
venas azules...
Después de aquella ceremonia matinal, y muchas veces durante la
misma, se iniciaban murmuraciones, disputas, chismes y líos, que
Pío Baroja
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servían de comidilla para las horas restantes.
Al día siguiente de la riña entre la patrona y la Irene, cuando ésta
volvió a su cuarto, luego de realizada su misión, hubo conciliábulo
secreto entre las que quedaron.
-¿No saben ustedes? ¿No han oído nada esta noche? -dijo la vizcaína.
-No -contestaron la patrona y la Baronesa- ¿Qué ocurre?
-La Irene ha metido esta noche un hombre en casa.
-¿Sí?
-Yo misma he oído cómo hablaba con él.
-¡Y había abierto la puerta de la calle! ¡Qué perro! -murmuró la
patrona.
-No; el hombre era de la vecindad.
-Alguno de los estudiantes de arriba -dijo la Baronesa.
-Ya le diré yo cuatro cosas a ese pingo -replicó doña Casiana.
-No; espere usted -contestó la vizcaína-. Vamos a darle un susto a ella
y al galán. Cuando estén hablando, si él viene esta noche, avisamos al
sereno para que llame a la puerta de casa, y al mismo tiempo salimos de
nuestros cuartos con luz, como si fuéramos al comedor, y los cogemos.
Mientras se tramaba el complot en el pasillo, la Petra preparaba el
almuerzo en las oscuridades de la cocina. No tenía gran cosa que
preparar, pues el almuerzo se componía invariablemente de un huevo
frito, que nunca, por casualidad fue grande, y un bistec, que desde los
más remotos tiempos no se recordaba que una vez, por excepción,
hubiera sido blando.
Al mediodía, la vizcaína, con mucho misterio, contó a la Petra el
complot; pero la criada no estaba aquel día para bromas: acababa de
recibir una carta que la llenó de preocupaciones. Su cuñado le escribía
que a Manuel, el mayor de los hijos de la Petra, lo enviaban a Madrid; no
le daba explicaciones claras del porqué de aquella determinación; decía
únicamente la carta que allí, en el pueblo, el chico perdía el tiempo, y que
lo mejor era que fuese a Madrid a aprender un oficio.
A la Petra, aquella carta le hizo cavilar mucho. Después de fregar los
platos se puso a lavar en la artesa; no le abandonaba la idea fija de que,
cuando su cuñado le enviaba a Manuel, habría hecho alguna barbaridad
el muchacho. Pronto lo podía saber, porque a la noche llegaba.
La Petra tenía cuatro hijos, dos varones y dos hembras; las dos
muchachas estaban bien colocadas: la mayor, de doncella, con unas
señoras muy ricas y religiosas; la pequeña, en casa de un empleado.
Los chicos le preocupaban más; el menor no tanto, porque, según le
decían, seguía siendo de buena índole; pero el mayor era revoltoso y
díscolo.
-No se parece a mí -pensaba la Petra-. En cambio, tiene bastante
semejanza con mi marido.
La lucha por la vida I. La busca
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Y esto le producía inquietudes; su marido, Manuel Alcázar, había sido
hombre enérgico y fuerte, y en la última época de su vida, malhumorado
y brutal.
Era maquinista de tren y ganaba buen sueldo. La Petra y él no se
entendían, y el matrimonio andaba siempre a trastazos.
La gente, los conocidos, culpaban de todo a Alcázar, el maquinista,
como si la oposición sistemática de la Petra, que parecía gozar
impacientando al hombre, no fuera bastante para exasperar a
cualquiera. Siempre la Petra había sido así, voluntariosa, con apariencia
de humilde, de una testarudez de mula; en haciendo su capricho, lo
demás le importaba poco.
En vida del maquinista, la situación económica de la familia era
relativamente buena. Alcázar y la Petra pagaban diez y seis duros de casa
en la calle del Reloj, y tenían huéspedes: un ambulante de Correos y
otros empleados del tren.
La existencia de la familia hubiera podido ser sosegada y agradable sin
las diarias peleas entre marido y mujer. Habían llegado los dos a
experimentar necesidad tal de reñir, que por la cosa más insignificante
armaban un escándalo; bastaba que él dijera blanco para que ella
afirmase negro; aquella oposición enfurecía al maquinista, que tiraba los
platos por el aire, abofeteaba a su mujer y andaba a puñetazos con todos
los muebles de la casa. Entonces la Petra, satisfecha de tener motivo
suficiente de aflicción, se encerraba a llorar y a rezar en su cuarto.
Entre el alcohol, las rabietas y el trabajo duro, el maquinista estaba
torpe; un día de agosto, de calor horrible, se cayó del tren a la vía, y, sin
herida ninguna, lo encontraron muerto.
La Petra, desoyendo las advertencias de sus huéspedes, se empeñó en
mudarse de casa porque no le gustaba aquel barrio, lo hizo, tomó nuevos
pupilos, gente informal y sin dinero, que dejaban a deber mucho, o que
no pagaban nada, y, al poco tiempo, se vio en la necesidad de vender sus
muebles y abandonar su nueva casa.
Entonces puso a sus hijas a servir, envió a los dos chicos a un
pueblecillo de la provincia de Soria, en donde su cuñado estaba de jefe
de un apeadero, y entró de sirviente en la casa de huéspedes de doña
Casiana. De ama pasó a criada, sin quejarse. Le bastaba habérsele
ocurrido a ella la idea para considerarla la mejor.
Dos años llevaba en la casa guardando la soldada; su ideal era que sus
hijos pudiesen estudiar en un Seminario y que llegasen a ser curas.
Aquella vuelta de Manuel, el hijo mayor, desbarataba sus planes. ¿
Qué habría pasado?
Y hacía una porción de conjeturas. En tanto, removía con sus manos
deformadas la ropa sucia de los huéspedes.
Llegaba de la ventana del patio una baraúnda de cánticos y voces de
Pío Baroja
15
gente que riñe, alternando con el chirriar de las garruchas de las cuerdas
para tender la ropa.
A media tarde, la Petra comenzó a preparar la comida. La patrona
mandaba traer todas las mañanas una cantidad enorme de huesos para
el sustento de los huéspedes. Es muy posible que en aquel montón de
huesos hubiera, de cuando en cuando, alguno de cristiano; lo seguro es
que, fuesen de carnívoro o de rumiante, en aquellas tibias, húmeros y
fémures, no había nunca una mala piltrafa de carne. Hervía el osario en
el puchero grande con garbanzos, a los cuales se ablandaba con
bicarbonato, y con el caldo se hacía la sopa, la cual, gracias a su
cantidad de sebo, parecía una cosa turbia para limpiar cristales o sacar
brillo a los dorados.
Después de observar en qué estado se encontraba el osario en el
puchero, la Petra hizo la sopa, y luego se dedicó a extraer todas las
piltrafas de los huesos y envolverlas hipócritamente con una salsa de
tomate. Esto constituía el principio en casa de doña Casiana.
Gracias a este régimen higiénico, ninguno de los huéspedes caía
enfermo de obesidad, de gota ni de cualquiera de esas otras
enfermedades por exceso de alimentación, tan frecuentes en los ricos.
Luego de preparar y de servir a los huéspedes la comida, la Petra dejó
el fregado para más tarde y salió de casa a recibir a su hijo.
Aún no había oscurecido del todo; el cielo estaba vagamente rojizo, el
aire sofocante, lleno de un vaho denso de polvo y de vapor. La Petra subió
la calle de Carretas, siguió por la de Atocha, entró en la estación del
Mediodía y se sentó en un banco a esperar a Manuel...
Mientras tanto, el muchacho venía medio dormido, medio asfixiado en
un vagón de tercera.
Había tomado el tren por la noche en el apeadero en donde su tío
estaba de jefe. Al llegara Almazán tuvo que esperar más de una hora a
que saliera un mixto, dando paseos para hacer tiempo por las calles
desiertas.
A Manuel le pareció Almazán enorme, tristísimo; tenía el pueblo,
vislumbrado en la oscuridad de una noche vagamente estrellada, la
apariencia de grande y fantástica ciudad muerta. En las calles estrechas,
de casas bajas, brillaba la luz eléctrica, pálida y mortecina; la espaciosa
plaza con arcos estaba desierta; la torre de una iglesia se erguía en el
cielo.
Manuel bajó hacia el río. Desde el puente presentábase el pueblo aún
más fantástico y misterioso; adivinábanse sobre una muralla las galerías
de un palacio; algunas torres altas y negras se alzaban en medio del
caserío confuso del pueblo; un trozo de luna resplandecía junto a la línea
del horizonte, y el río, dividido en brazos por algunas isletas, brillaba
como si fuera de azogue.
La lucha por la vida I. La busca
16
Salió Manuel de Almazán y tuvo que esperar unas horas en Alcuneza
para transbordar. Estaba cansado, y como en la estación no había
bancos, se tendió en el suelo, entre fardos y pellejos de aceite.
Al amanecer tomó el otro tren, y, a pesar de la dureza del asiento, logró
dormirse.
Manuel llevaba dos años con sus parientes; dejaba la casa con más
satisfacción que pena.
No tuvo para él la vida nada de agradable en aquellos dos años.
La pequeña estación en donde su tío estaba de jefe hallábase próxima
a una aldehuela pobre, rodeada de áridas pedrizas, sin árboles ni matas.
Solía hacer en aquellos parajes una temperatura siberiana; pero las
inclemencias de la naturaleza no eran cosa para preocupar a un chico, y
a Manuel le tenían sin cuidado.
Lo peor era que ni su tío ni la mujer de su tío le mostraron afecto, sino
indiferencia, y esta indiferencia preparó al muchacho para recibir los
pocos beneficios recibidos con una completa frialdad.
No pasaba lo mismo con el hermano de Manuel, con quien los tíos
llegaron a encariñarse.
Los dos muchachos manifestaron condiciones casi en absoluto
opuestas: el mayor, Manuel, gozaba de un carácter ligero, perezoso e
indolente; no quería estudiar ni ir a la escuela; le encantaban las
correrías por el campo, todo lo atrevido y peligroso; el rasgo característico
de Juan, el hermano menor, era sentimentalismo enfermizo que se
desbordaba en lágrimas por la menor causa.
Manuel recordaba que el maestra de escuela y organista del pueblo, un
vejete medio dómine que enseñaba latín a los dos hermanas, aseguraba
que Juan llegaría a ser algo: a Manuel le consideraba como holgazán
aventurero y vagabundo que no podía acabar bien.
Mientras Manuel dormitaba en el coche de tercera se amontonaban en
su imaginación mil recuerdos: los hechos sucedidos la vísperas en casa
de sus tíos se mezclaban en su cerebro con fugaces impresiones de
Madrid, ya medio olvidadas, y las sensaciones de distintas épocas se
intercalaban unas en otras en su memoria, sin razón ni lógica, y, entre
ellas, en la turbamulta de imágenes lejanas y próximas que pasaban ante
sus ojos, se destacaban fuertemente aquellas torres negras entrevistas
de noche en Almazán a la luz de la luna...
Cuando uno de los compañeros de viaje anunció que ya estaban en
Madrid, Manuel sintió verdadera angustia; un crepúsculo rojo esclarecía
el cielo, inyectado de sangre como la pupila de un monstruo; el tren iba
aminorando su marcha; pasaba por delante de las barriadas pobres y de
casas sórdidas; en aquel momento brillaban las luces eléctricas
pálidamente sobre los altos faros de señales...
Se deslizó el tren entre filas de vagones, retemblaron las placas
Pío Baroja
17
giratorias con estrépito férreo y apareció la estación del Mediodía
iluminada por arcos voltaicos.
Descendieron los viajeros; bajó Manuel con su fardelillo de ropa en la
mano, miró a todas partes por si encontraba a su madre, y no la vio en
toda la anchura del andén. Quedó perplejo; siguió luego a la gente, que
marchaba de prisa, con líos y jaulas, hacia una puerta; le pidieron el
billete, se detuvo a registrarse los bolsillos, lo encontró y salió por entre
dos filas de mozos que anunciaban nombres de hoteles.
-¡Manuel! ¿Adónde vas?
Allí estaba su madre. La Petra tenía intención de mostrarse severa;
pero al ver a su hijo se olvidó de su severidad y le abrazó con efusión.
-Pero ¿qué ha pasado? -preguntó en seguida la Petra.
-Nada.
-Y entonces, ¿por qué vienes?
-Me han preguntado si quería estar allá o venir a Madrid, y yo he dicho
que prefería venir a Madrid.
-¿Y nada más?
-Nada más -contestó Manuel con sencillez.
-Y Juan, ¿estudiaba?
-Sí; mucho más que yo. ¿Está lejos la casa, madre?
-Sí. Qué, ¿tienes apetito?
-Ya lo creo: no he comido en todo el camino.
Salieron de la estación al Prado; después subieron por la calle de
Alcalá. Una gasa de polvo llenaba el aire; los faroles brillaban opacos en
la atmósfera enturbiada... Al llegar a la casa, la Petra dio de cenar a
Manuel y le hizo la cama en el suelo, al lado de la suya. El muchacho se
acostó, y era tan violento el contraste del silencio de la aldea con aquella
algarabía de ruido de pasos, conversaciones y voces de la casa, que, a
pesar del cansancio, Manuel no pudo dormir.
Oyó cómo entraban todos los huéspedes; ya era más de media noche
cuanto el cotarro quedó tranquilo; pero de repente se armó una
trapatiesta de voces y de risas alborotadoras, que terminó con una
imprecación de triple blasfemia y una bofetada que resonó
estrepitosamente.
-¿Qué será eso, madre? -preguntó Manuel desde su cama. A la hija de
doña Violante, que la han cogido con el novio -contestó la Petra, medio
dormida; luego le pareció una imprudencia decir esto al muchacho, y
añadió, malhumorada:
-Calla y duerme ya.
La caja de música del recibimiento, movida por la mano de algunos de
los huéspedes, comenzó a tocar aquel aire sentimental de La Mascota, el
dúo de Pippo y Bettina:
La lucha por la vida I. La busca
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¿Me olvidarás, gentil pastor?
Luego quedó todo en silencio.
Pío Baroja
III
Primeras impresiones de Madrid - Los huéspedes - Escena
apacible - Dulces y deleitosas enseñanzas
La madre de Manuel tenía un pariente, primo de su marido, que era
zapatero. Había pensado la Petra, en los días anteriores, enviar a Manuel
de aprendiz a la zapatería; pero le quedaba la esperanza de que el
muchacho se convenciera de que le convenía más estudiar cualquier
cosa que aprender un oficio; y esta esperanza la hizo no decidirse a llevar
al chico a casa de su cuñado.
Algún trabajo costó a Petra convencer a la patrona que permitiera estar
en casa a Manuel; pero al fin lo consiguió. Se convino en que el chico
haría recados y serviría la comida. Luego, cuando pasara la época de
vacaciones, seguiría estudiando.
Al día siguiente de su llegada, el muchacho ayudó a servir la mesa a
su madre.
En el comedor se sentaban todos los huéspedes, menos la Baronesa y
su niña, presididos por la patrona, con su cara llena de arrugas, de color
de orejón, y sus treinta y tantos lunares.
El comedor, un cuarto estrecho y largo, con una ventana al patio,
comunicaba con dos angostos corredores, torcido en ángulo recto; frente
a la ventana se levantaba un aparador de nogal negruzco con estantes,
sobre los cuales lucían baratijas de porcelana y de vidrio, y copas y vasos
en hilera. La mesa del centro era tan larga para cuarto tan pequeño, que
apenas dejaba sitio para pasar por los extremos cuando se sentaban los
huéspedes.
El papel amarillo del cuarto, rasgado en muchos sitios, ostentaba a
trechos círculos negruzcos, de la grasa del pelo de los huéspedes, que,
echados con la silla hacia atrás, apoyaban el respaldar del asiento y la
cabeza en la pared.
Los muebles, las sillas de paja, los cuadros, la estera, llena de
agujeros, todo estaba en aquel cuarto mugriento, como si el polvo de
muchos años se hubiese depositado sobre los objetos unido al sudor de
20
unas cuantas generaciones de huéspedes.
De día, el comedor era oscuro; de noche, lo iluminaba un quinqué de
petróleo de sube y baja que manchaba el techo de humo.
La primera vez que sirvió la mesa Manuel, obedeciendo las
indicaciones de su madre, presidía la mesa la patrona, según su
costumbre; a su derecha se sentaba un señor viejo, de aspecto
cadavérico, un señor muy pulcro, que limpiaba los vasos y los platos con
la servilleta concienzudamente. Este señor tenía a su lado un frasco con
un cuentagotas, y antes de comer comenzó a echar la medicina en el
vino. A la izquierda de la patrona se erguía la vizcaína, mujer alta,
gruesa, de aspecto bestial, nariz larga, labios abultados y color
encendido; y al lado de esta dama, aplastada como un sapo, estaba doña
Violante, a quien los huéspedes llamaban en broma unas veces doña
Violente y otras doña Violada.
Cerca de doña Violante se acomodaban sus hijas; luego, un cura que
charlaba por los codos, un periodista a quien decían el Superhombre, un
joven muy rubio, muy delgado y muy serio, los comisionistas y el tenedor
de libros.
Sirvió Manuel la sopa, la tomaron todos los huéspedes, sorbiéndola
con un desagradable resoplido, y, por mandato de su madre, el
muchacho quedó allí, de pie. Vinieron después los garbanzos, que, si no
por lo grandes, por lo duros hubiesen podido figurar en un parque de
artillería, y uno de los huéspedes se permitió alguna broma acerca de lo
comestible de legumbre tan pétrea; broma que resbaló por el rostro
impasible de doña Casiana sin hacer la menor huella.
Manuel se dedicó a observar a los huéspedes. Era el día siguiente al
complot, y doña Violante y sus niñas estaban hurañas y malhumoradas.
La cara abotagada de doña Violante se fruncía a cada momento, y en sus
ojos saltones y turbios se adivinaba una honda preocupación. Celia, la
mayor de las hijas, molestada por las bromas del cura, comenzó a
contestarle violentamente, maldiciendo de todo lo divino y humano con
una rabia y un odio desesperado y pintoresco, lo que provocó grandes
risas de todos. Irene, la culpable del escándalo de la noche anterior, una
muchacha de quince a diez y seis años, de cabeza gorda, manos y pies
grandes, cuerpo sin desarrollo completo y ademanes pesados y torpes,
no hablaba apenas, ni separaba la vista del plato.
Concluyó la comida, y los huéspedes se largaron cada uno a su
trabajo. Por la noche, Manuel sirvió la cena sin tirar nada ni equivocarse
una vez; pero a los cincos o seis días ya no daba pie con bola.
No se sabe hasta qué punto impresionaron al muchacho los usos y
costumbres de la casa de huéspedes y la clase de pájaros que en ella
vivían; pero no debieron impresionarle mucho. Manuel tuvo que
aguantar mientras sirvió la mesa en los días posteriores una serie
Pío Baroja
21
interminable de advertencias, bromas y cuchufletas.
Mil incidentes, chuscos para el que no tuviera que sufrirlos, se
producían a cada paso: unas veces se encontraba tabaco en la sopa,
otras carbón, ceniza, pedazos de papel de» color en la botella del agua.
Uno de los comisionistas, que padecía del estómago y se pasaba la vida
mirándose la lengua en el espejo, solía levantarse, furioso, cuando
pasaba alguna de estas cosas, a pedir a la dueña que despachase a un
zascandil que hacia tantos disparates.
Manuel se acostumbró a estas manifestaciones contra su humilde
persona, y contestaba cuando le reñían con el mayor descaro e
indiferencia.
Pronto se enteró de la vida y milagros de todos los huéspedes, y se
hallaba dispuesto a soltarles cualquier barbaridad si le fastidiaban
demasiado.
Doña Violante y sus niñas manifestaron por Manuel gran simpatía, la
vieja sobre todo. Llevaban ya varios meses las tres damas viviendo en la
casa; pagaban poco, y cuando no podían, no pagaban, pero eran fáciles
de contentar. Dormían las tres en un cuarto interior, que daba al patio,
del cual venía un olor a leche fermentada, repugnante, que escapaba del
establo del piso bajo.
No tenían en el cubil donde se albergaban sitio ni aun para moverse;
el cuarto que les había asignado la patrona, en relación a la pequeñez del
pupilaje y a la inseguridad del pago, era un chiscón oscuro, ocupado por
dos estrechas camas de hierro, entre las cuales, en el poco sitio que
dejaban ambas, se hallaba embutido un catre de tijera.
Allá dormían aquellas galantes damas; de día correteaban todo
Madrid, y se pasaban la existencia haciendo combinaciones con
prestamistas, empeñando y desempeñando cosas.
Las dos jóvenes, Celia e Irme, aunque madre e hija, pasaban por
hermanas. Doña Violante tuvo en sus buenos tiempos una vida de
pequeña cortesana; logró hacer sus ahorros, sus provisiones, allá para el
invierno de la vejez, cuando un protector anciano le convenció de que
tenía una combinación admirable para ganar mucho dinero en el
Frontón. Doña Violante cayó en el lazo, y el protector la dejó sin un
céntimo. Entonces, doña Violante volvió a las andadas, se quedó medio
ciega, y llegó a aquel estado lamentable, al cual hubiera llegado,
seguramente mucho más pronto, si en el comienzo de su vida le diera el
naipe por ser honrada.
De día, la vieja se pasaba casi siempre metida en su cuarto oscuro, que
olía a establo, a polvos de arroz y a cosmético; de noche, tenía que
acompañar a su hija y a su nieta, en paseos, cafés y teatros, a la busca
y captura del cabrito, como decía el viajante, enfermo del estómago,
hombre entre humorista y malhumorado.
La lucha por la vida I. La busca
22
Celia e Irme, la hija y la nieta de doña Violante, cuando estaban en
casa disputaban a todas horas; quizá esta irritación continua del
carácter dependía de lo amontonadas que vivían; quizá de tanto pasar
ante los ojos de los demás como hermanas llegaron a convencerse de que
lo eran, y, efectivamente, se insultaban y reñían como tales.
Lo único en que concordaban era en asegurar que doña Violante las
estorbaba; la impedimenta de la ciega asustaba a todo viejo libidinoso
que se pusiera a tiro de la Irme y de la Celia.
La patrona doña Casiana, que veía a la menor ocasión el abandono de
la ciega, aconsejaba maternalmente a las dos que se armasen de
paciencia; doña Violante, al fin y al cabo, no era como Calipso, inmortal;
pero ellas contestaban que eso de que tuviesen que trabajar a toda
máquina para comprar potingues y jarabes no les resultaba.
Doña Casiana agitaba la cabeza con melancolía, porque por su edad y
sus circunstancias se colocaba en el lugar de doña Violante, y
argumentaba con el ejemplo, y decía que se pusieran en el caso de la
abuela; pero ninguna de ellas se daba por convencida.
Entonces la patrona les aconsejaba que se mirasen en su espejo. Ella,
según aseguraban, bajó desde las alturas de la comandancia (su marido
había sido comandante de carabineros) hasta las miserias del patronato
de huéspedes, resignada, con la sonrisa del estoicismo en los labios.
Doña Casiana sabía lo que es la resignación, y no tenía en esta vida
más consuelos que unos cuantos tomos de novelas por entregas, dos o
tres folletines y un líquido turbio fabricado misteriosamente por ella
misma con agua azucarada y alcohol.
Este líquido lo echaba en un frasco cuadrado de boca ancha, en cuyo
interior ponía un tronco grueso de anís, y lo guardaba en el armario de
su alcoba.
Alguno que hizo el descubrimiento del frasco, con su rama negra de
anís, lo comparó con esos en donde suelen conservarse fetos y otras
porquerías por el estilo, y desde entonces, cuando la patrona aparecía
con las mejillas sonrosadas, mil comentarios nada favorables a la
templanza de la dueña corrían entre los huéspedes.
-Doña Casiana está ajumada con el aguardiente de feto.
-La buena señora abusa del feto.
-El feto se le ha subido a la cabeza...
Manuel participaba amigablemente de estos espirituales
esparcimientos de los huéspedes. Las facultades de acomodación de
muchacho eran, sin disputa, muy grandes, porque a la semana de verse
en casa de la patrona se figuraba haber vivido siempre allí.
Se desenvolvían sus aptitudes por encanto: cuando se le necesitaba,
no se le veía, y al menor descuido ya estaba en la calle jugando con los
chicos de la vecindad.
Pío Baroja
23
A consecuencia de sus juegos y de sus riñas tenía el traje tan sucio y
tan roto, que la patrona solía llamarle el paje don Rompe Galas,
recordando un tipo desastrado de un sainete que doña Casiana vio,
según decía, representar en sus verdes años.
Generalmente, los que utilizaban con más frecuencia los servicios de
Manuel eran el periodista, a quien llamaban el Superhombre, para enviar
cuartillas a la imprenta, y la Celia y la Irene para el servicio de cartas y
de peticiones de dinero que tenían con sus amigos. Doña Violante,
cuando robaba a su hija algunos céntimos, solía mandar a Manuel al
estanco por una cajetilla, y por el recado le daba un cigarro.
-Fúmalo aquí -le decía-, no te verá nadie.
Manuel se sentaba sobre un baúl, y la vieja, con el pitillo en la boca y
echando humo por las narices, contaba aventuras de sus tiempos de
esplendor.
El cuarto aquel de doña Violante y de sus niñas era infecto; colgaban
en las escarpias clavadas en la pared trapajos sucios, y, entre la falta de
aire y la mezcolanza de olores que allí había, se formaba un tufo capaz
de marear a un buey.
Manuel escuchaba las historias de doña Violante con verdadera
fruición. Sobre todo, en los comentarios era donde la vieja estaba más
graciosa.
-Porque, hijo, créelo -le decía-, una mujer que tenga buenos pechos y
que sea así cachondona -y la vieja daba una chupada al cigarro y
explicaba con un gesto expresivo lo que entendía por aquella palabra, no
menos expresiva—-, siempre se llevará de calle a los hombres.
Doña Violarte solía cantar canciones de zarzuelas españolas y de
operetas francesas, que a Manuel le producían una tristeza horrible. Sin
saber por qué, le daban la impresión de un mundo de placeres
inasequible para él. Cuando oía a doña Violarte cantar aquello de El
juramento
Es el desdén espada de doble filo:
uno mata de amores; otro, de olvido...
se figuraba salones, damas, amores fáciles; pero más que esto, aún le
daban impresión de tristeza los valses de La Diva y de La gran Duquesa.
Las reflexiones de doña Violarte abrían los ojos a Manuel; pero tanto
como ellas colaboraban en este resultado las escenas que diariamente
ocurrían en la casa.
Era también buena profesora una sobrina de doña Casiana, de la edad
poco más o menos de Manuel, una chiquilla flaca, esmirriada, de tan
mala intención, que siempre estaba tramando complots en contra de
alguien.
La lucha por la vida I. La busca
24
Si le pegaban no derramaba una lágrima; solía bajar a la portería
cuando el chico de la portera estaba solo, lo cogía por su cuenta y le
pellizcaba y le daba puntapiés, y de esta manera se vengaba de los
porrazos que ella había recibido.
Después de comer, casi todos los huéspedes iban a sus ocupaciones;
la Celia y la Irme, en unión de la vizcaína, tenían el gran holgorio
espiando a las mujeres de casa de la Isabelona, las cuales solían
asomarse al balcón y hablaban y se hacían señas con los vecinos.
Algunas veces aquellas pobres odaliscas de burdel no se contentaban
con hablar, y bailaban y enseñaban las pantorrillas.
La madre de Manuel, como siempre, estaba pensando en el cielo y en
el infierno; no se preocupaba gran cosa de las pequeñeces de la tierra y
no sabía apartar al chico de espectáculos tan edificantes. El
procedimiento educativo de la Petra no consistía mas que en dar algún
golpe a Manuel y hacerle leer libros de oraciones.
La Petra creía ver resurgir en el muchacho alguno de los rasgos del
carácter del maquinista, y esto le preocupaba. Quería que Manuel fuese
como ella, humilde con los superiores, respetuoso con los sacerdotes...;
pero, ¡buen sitio era aquél para aprender a respetar nada!
Una mañana, luego de celebrada la solemne ceremonia, en la cual
todas las mujeres de la casa salían al pasillo blandiendo el servicio de
noche, se oyó en el cuarto de doña Violante un estrépito de gritos, lloros,
patadas y vociferaciones.
La patrona, la vizcaína y algunos huéspedes salieron al pasillo a fisgar.
De dentro debieron comprender el espionaje, porque cerraron la puerta
y siguió la riña en voz baja.
Manuel y la sobrina de la patrona se quedaron en el pasillo. Se oían
gimoteos de la Irene y las increpaciones de la Celia y de doña Violante.
Al principio no se entendía bien lo que decían; pero se conoce que las
tres mujeres se olvidaron pronto de la determinación de hablar bajo y las
voces se levantaron iracundas.
-¡Anda! ¡Anda a la Casa de Socorro a que te quiten la hinchazón!
¡Bribona! -decía la Celia.
-¿Y qué? ¿Y qué? -contestaba la Irene-. ¿Qué estoy preñada? Ya lo sé.
¿Y qué?
Doña Violante abrió la puerta del pasillo con furia; Manuel y la chica
de la patrona huyeron, y la vieja salió con una camisa de bayeta
remendada y sucia y un pañuelo de hierbas anudado a la cabeza y se
puso a pasear, arrastrando las chanclas, de un lado a otro del corredor.
-¡Cochina! ¡Más que cochina! -murmuraba-. ¡Habrase visto la guarra!
Manuel fue al gabinete, en donde la patrona y la vizcaína charloteaban
en voz baja. La sobrina de la patrona, muerta de curiosidad, preguntaba
a las dos mujeres con irritación creciente:
Pío Baroja
25
-Pero ¿por qué la riñen a la Irene?
La patrona y la vizcaína cambiaron una ojeada amistosa, y se echaron
a reír.
-Di -gritó la niña porfiada, agarrando de la toquilla a su tía-. ¿Qué
importa que tenga ese bulto? ¿Quién le ha hecho ese bulto?
Entonces ya la patrona y la vizcaína no pudieron contener la
carcajada, mientras la chiquilla las miraba con avidez, tratando de
penetrar el sentido de lo que oía.
-¿Quién le ha hecho ese bulto? -decía entre risotadas la vizcaína-. Pero,
hija, si nosotros no sabemos quién le ha hecho el bulto.
Todos los huéspedes repitieron con fruición y entusiasmo la pregunta
de la sobrina de la patrona, y en cualquier discusión de sobremesa algún
chusco salía diciendo de improviso:
-Ya veo que usted sabe quién le ha hecho el bulto -y la frase se acogía
con grandes risotadas.
Luego, pasados unos días, se habló de una consulta misteriosa,
celebrada por las niñas de doña Violarte con la mujer de un barbero de
la calle de jardines, especie de proveedora de angelitos para el limbo; se
dijo que Irene, al volver de la conferencia tenebrosa, vino en un coche,
muy pálida, que la tuvieron que meter en la cama. Lo cierto fue que la
muchacha pasó sin salir del cuarto más de una semana; que, al
aparecer, su aspecto era de convaleciente, y que el ceño de la madre y de
la abuela se desarrugó por completo.
-Tiene cara de infanticida -dijo el cura al verla de nuevo-, pero está más
guapa.
Si algo nefando hubo, nadie podría asegurarlo; pronto se olvidó lo
ocurrido; a la niña se le presentó un protector rico, al parecer, y, en
conmemoración de tan fausto acontecimiento, los huéspedes
participaron del alboroque. Después de cenar, se bebió coñac y
aguardiente: el cura tocó la guitarra; la Irme bailó sevillanas, con menos
gracia que un albañil, según dijo la patrona; el Superhombre cantó unos
fados aprendidos en Portugal, y la vizcaína, por no ser menos, se arrancó
con unas malagueñas, que lo mismo podían ser cante flamenco que
salmos de David.
Sólo el estudiante rubio, con sus ojos de acero, no participaba de la
juerga, embebido en sus pensamientos.
-Y usted, Roberto -le dijo la Celia varias veces-, ¿no canta ni hace usted
nada?
-Yo, no -replicó él, fríamente.
El jovencito la contempló un momento, se encogió de hombros con
indiferencia, y en sus labios pálidos se marcó una sonrisa de desdén y
de burla.
Luego, como acontecía casi siempre en las francachelas de la casa de
La lucha por la vida I. La busca
26
huéspedes, un chusco se puso a darle a la caja de música del pasillo, y
el «Gentil pastor» de La Mascota y el vals de La Diva brotaron confusos;
el Superhombre y Celia dieron unas vueltas de vals y concluyeron
cantando todos una habanera, hasta que se cansaron, y se marchó cada
mochuelo a su olivo.
Pío Baroja
IV
¡Oh, el amor, el amor! - ¿Qué hace don Telmo? - ¿Quién es don
Telmo? - En el cual el estudiante y don Telmo toman ciertas
proporciones novelescas
A la Baronesa apenas se la veía en casa, excepto en las primeras horas
de la mañana y de la noche. Comía y cenaba fuera. A creer a la patrona,
era una trapisondista, y tenía grandes alternativas en su posición, pues
tan pronto se mudaba a una casa buena y llevaba coche como
desaparecía varios meses en el cuartucho infecto de una casa de pupilos
barata.
La hija de la Baronesa, una niña de unos doce a catorce años, no se
presentaba nunca en el comedor ni en el pasillo; su madre la prohibía
toda comunicación con los huéspedes. Se llamaba Kate. Era una
muchacha rubia, muy blanca y muy bonita. Sólo el estudiante Roberto
hablaba con ella algunas veces en inglés.
El muchacho miraba a la chiquilla con entusiasmo.
Aquel verano debió de terminar la mala racha de la Baronesa, porque
comenzó a hacerse ropa y se preparó a mudarse de casa.
Durante unas semanas iban todos los días una costurera y una
aprendiza con trajes y sombreros para la Baronesa y Kate.
Manuel, una noche, vio pasar a la aprendiza de la costurera con una
caja grande en la mano, y se sintió enamorado.
La siguió de lejos con gran miedo de que lo viera. Mientras iba tras ella,
pensaba en lo que se le tendría que decir a una muchacha así, al
acompañarla. Había de ser una cosa galante, exquisita; llegaba a
suponer que estaba a su lado y torturaba su imaginación ideando frases
y giros, y no se le ocurrían más que vulgaridades. En esto, la aprendiza
y su caja se perdieron entre la gente y no volvió a verlas.
Fue para Manuel el recuerdo de aquella chiquilla como una música
encantadora, fantasía, base de otras fantasías. Muchas veces ideaba
historias, en que él hacía siempre de héroe y la aprendiza de heroína. En
tanto que Manuel lamentaba los rigores del destino, Roberto, el
28
estudiante rubio, se dedicaba también a la melancolía, pensando en la
hija de la Baronesa. Algunas bromas tenía que sufrir el estudiante, sobre
todo de la Celia, que, según malas lenguas, trataba de arrancarle de su
habitual frialdad; pero Roberto no se ocupaba de ella.
Días después, un motivo de curiosidad agitó la casa.
Al volver de la calle los huéspedes, se saludaban en broma unos a
otros, diciéndose, a manera de santo y seña: Quién es don Telmo? Qué
hace don Telmo?
Un día estuvo el delegado de policía del distrito hablando en la casa de
don Telmo, y alguien oyó o inventó que se ocuparon los dos del célebre
crimen de la calle de Malasaña. La expectación entre los huéspedes al
conocerse la noticia fue grande, y todos, entre burlas y veras, se pusieron
de acuerdo para espiar al misterioso señor.
Don Telmo se llamaba el viejo cadavérico que limpiaba con la servilleta
las copas y las cucharas, y su reserva predisponía a observarle. Callado,
indiferente, sin terciar en las conversaciones, hombre de muy pocas
palabras, que no se quejaba nunca, llamaba la atención por lo mismo
que parecía empeñado en no llamarla.
Su única ocupación visible era dar cuerda a los siete u ocho relojes de
la casa y arreglarlos cuando se descomponían, cosa que ocurría a cada
paso.
Don Telmo tenía las trazas de un hombre profundamente entristecido,
de un ser desgraciado; en su cara lívida se leía abatimiento profundo. La
barba y el pelo blancos los llevaba muy recortados; sus cejas caían como
pinceles sobre los ojos grises.
En casa andaba envuelto en un gabán verdoso, con gorro griego y
zapatillas de paño. A la calle salía con levita larga y sombrero de copa
muy alto, y sólo algunos días de verano sacaba un jipijapa habanero.
Durante más de un mes, don Telmo fue el motivo de las conversaciones
de la casa de huéspedes.
En el famoso proceso de la calle de Malasaña, una criada declaró que
una tarde vio al hijo de doña Celsa en un aguaducho de la plaza de
Oriente, hablando con un viejo cojo. Para los huéspedes, el tal hombre
no podía ser otro que don Telmo. Con esta sospecha se dedicaron a
espiar al viejo; pero él tenía buena nariz y lo notó al momento; viendo los
huéspedes lo infructuoso de sus tentativas, trataron de registrarle el
cuarto; ensayaron una porción de llaves, hasta abrir la puerta, y se
encontraron dentro con que no había más que un armario con un cerrojo
de seguridad formidable.
La vizcaína y Roberto, el estudiante rubio, rechazaron aquella
campaña de espionaje. El Superhombre, el cura, los comisionistas y las
mujeres de la casa inventaron que la vizcaína y el estudiante eran aliados
de don Telmo, y, probablemente, cómplices en el crimen de la calle de
Pío Baroja
29
Malasaña.
-Indudablemente -dijo el Superhombre-, don Telmo mató a doña Celsa
Nebot; la vizcaína fue la que regó el cadáver con petróleo y le pegó fuego,
y Roberto el que guardó las alhajas en la casa de la calle de Amaniel.
-¡Ese pájaro frito! -replicaba la Celia-. ¿Qué va hacer ése?
-Nada, nada; hay que seguirles la pista -dijo el cura.
-Y pedirle dinero al viejo Shylock -añadió el Superhombre.
Aquel espionaje, llevado entre bromas y veras, terminó en discusiones
y disputas, y, a consecuencia de ellas, se formaron dos grupos en la casa:
el de los sensatos, constituido por los tres criminales y la patrona, y el
de los insensatos, en donde se alistaban todos los demás.
Esta limitación de campos hizo que Roberto y don Telmo intimaran, y
que el estudiante cambiara de sitio en la mesa y se sentara junto al viejo.
Una noche, después de comer, mientras Manuel recogía de la mesa los
cubiertos, los platos y copas, hablaban don Telmo y Roberto.
El estudiante era un razonador dogmático, seco, rectilíneo, que no se
desviaba de su punto de vista nunca; hablaba poco; pero cuando lo
hacía, era de un modo sentencioso.
Un día, discutiendo si los jóvenes debían o no ser ambiciosos y
preocuparse del porvenir, Roberto aseguró que era lo primero que debía
hacerse.
-Pues usted no lo hace -dijo el Superhombre.
-Tengo el convencimiento absoluto -contestó Roberto- de que he de
llegar a ser millonario. Estoy construyendo la máquina que me llenará de
dinero.
El Superhombre, que se las echaba de mundano y de corrido, se
permitió, al oír esto, una broma desdeñosa acerca de las facultades de
Roberto, y éste le replicó de manera tan violenta y tan agresiva, que el
periodista se descompuso y balbuceó una porción de excusas.
Luego, cuando quedaron solos don Telmo y Roberto en la mesa,
siguieron hablando, y del tema general de si lo jóvenes debían o no ser
ambiciosos, pasaron a tratar de las esperanzas que el estudiante tenía de
llegar a ser millonario.
-Yo estoy convencido de que lo seré -dijo el muchacho-. En mi familia
han abundado las personas de gran suerte.
-Eso está muy bien, Roberto -murmuró el viejo-;pero hay que saber
cómo se hace uno rico.
-No crea usted que mi esperanza es ilusoria; yo tengo que heredar, y
no poca cosa; tengo que heredar muchísimo... millones...; los cimientos
de mi obra y el andamiaje están hechos: ahora el caso es que necesito
dinero.
En el rostro de don Telmo se pintó una expresión de sorpresa
desagradable.
La lucha por la vida I. La busca
30
-No tenga usted cuidado -replicó Roberto-, no se lo voy a pedir.
-Hijo mío, si yo tuviera se lo daría con mucho gusto y sin interés. A mí
se me cree millonario.
-No; ya le digo a usted que no trato de sacarle ni un céntimo; lo único
que le pediría a usted sería un consejo.
-Hable uste, hable usted; le escucho con verdadera atención -repuso el
viejo, apoyando un codo en la mesa.
Manuel, que recogía el mantel, aguzó los oídos.
En aquel instante entró en el comedor uno de los comisionistas, y
Roberto, que se preparaba a contar algo, se calló y contempló al intruso
con impertinencia. Era un tipo aristocrático el del estudiante, de pelo
rubio, espeso y peinado para arriba, bigote blanco, como si fuera de
plata: la piel, algo curtida por el sol.
-¿No sigue usted? -le dijo don Telmo.
-No -replicó el estudiante, mirando al comisionista-, porque no quiero
que nadie se entere de lo que yo hablo.
-Venga usted a mi cuarto -repuso don Telmo-; allí hablaremos
tranquilamente. Tomaremos café en mi habitación. ¡Manuel! -dijo
después-,vete por dos cafés.
Manuel, que tenía gran interés en oír lo que contaba el estudiante,
salió a la calle disparado. Tardó en volver con las cafeteras más de un
cuarto de hora, con lo que supuso que Roberto habría terminado su
narración.
Llamó en el cuarto de don Telmo y se preparó a tardar el mayor tiempo
posible allí, para oír todo lo que pudiese de la conversación. Limpió el
velador del cuarto de don Telmo con un paño.
-¿Y cómo averiguó usted eso -preguntaba don Telmo- si no lo sabía su
familia?
-Pues de una manera casual -replicó el estudiante-. Hará dos años, por
esta época, quise yo hacer un regalillo a una hermana, que es ahijada
mía, y a quien le gusta mucho tocar el piano, y se me ocurrió, tres días
antes de su santo, comprar dos óperas, encuadernarlas y enviárselas. Yo
quería que encuadernasen el libro en seguida, pero en las tiendas donde
entré me dijeron que no había tiempo; iba con mis óperas bajo el brazo
por cerca de la plaza de las Descalzas, cuando veo en la pared trasera de
un convento una tiendecilla muy pequeña de encuadernador, como una
covachuela, con escaleras para bajar. Pregunto al hombre, un viejo
encorvado, si quiere encuadernarme el libro en dos días, y me dice que
sí. Bueno -le digo-.,pues yo vendré dentro de dos días. -Se lo enviaré a
usted; Jeme usted sus señas-. Le doy mis señas y me pregunta el
nombre. Roberto Hasting y Núñez de Letona. -¿Es usted Núñez de
Letona? -me pregunta, mirándome con curiosidad. -Sí, señor. -¿Es usted
oriundo de la Rioja? -Sí, ¿y qué? -le digo yo, fastidiado con tanta
Pío Baroja
31
pregunta-. Y el encuadernador, cuya mujer es Núñez de Letona y oriunda
de la Rioja, me cuenta la historia ésta que le he dicho a usted. Yo, al
principio, lo tomé a broma; luego, al cabo de algún tiempo, escribí a mi
madre, y me contestó que sí, que recordaba algo de todo esto.
Don Telmo paró la vista en Manuel.
-¿Qué haces tú aquí? -le preguntó-. Anda fuera; no quiero que vayas
contando después...
-Yo no cuento nada.
-Bueno, pues márchate.
Salió Manuel, y don Telmo y Roberto siguieron hablando. Los
huéspedes interrogaron a Manuel, pero éste no quiso decir nada. Se
había decidido por el bando de los sensatos.
Con esta amistad del viejo y el estudiante el servicio de espías siguió
funcionando. Uno de los comisionistas averiguó que don Telmo celebraba
contratos de retroventa y se dedicaba a prestar dinero sobre casas y
muebles y a otros negocios usurarios.
Alguien le vio en una ropavejería del Rastro, que probablemente sería
suya, y se inventó que en su cuarto guardaba monedas de oro y que de
noche jugaba con ellas encima de la cama.
Se supo también que don Telmo iba a visitar con alguna frecuencia a
una muchacha muy elegante y guapa, según unos querida suya, y,
según otros, su sobrina.
Al siguiente domingo, Manuel sorprendió una conversación entre el
viejo y el estudiante. En un cuarto oscuro había un montante que daba
a la habitación de don Telmo, y desde allí se puso a oír.
-¿De manera que se niega a dar más datos? -preguntaba don Telmo.
-Se niega en absoluto -decía el estudiante-; y él me aseguró que el que
no apareciera el nombre de Fermín Núñez de Letona en el libro
parroquial era consecuencia de una falsificación; que esto lo mandó
hacer un tal Shapfer, agente de Bandon, y que luego los curas se
aprovecharon para apoderarse de unas capellanías. Yo tengo la
certidumbre de que el pueblo en donde nació Fermín Núñez fue Arnedo
o Autol.
Don Telmo contemplaba atentamente un pliego de papel grande: el
árbol genealógico de la familia de Roberto.
-¿Qué camino cree usted que debía seguir? -preguntó el estudiante.
-Necesita usted dinero; pero ¡es tan difícil encontrarlo! -murmuró el
viejo-. ¿Por qué no se casa usted?
-¿Y qué adelantaría?
-Con una mujer rica es lo que digo...
Aquí don Telmo se puso a hablar en voz baja, y tras breves palabras se
despidieron los dos.
El espionaje de los huéspedes se hizo tan fastidioso para los espiados,
La lucha por la vida I. La busca
32
que la vizcaína y don Telmo advirtieron a la patrona que se marchaban.
La desolación de doña Casiana al saber su decisión fue grandísima; tuvo
que recurrir varias veces al armario y dedicarse a los consuelos del
líquido fabricado por ella.
Los huéspedes, con la fuga de la vizcaína y don Telmo, se encontraron
tan chasqueados, que ni los líos de la Irme y la Celia, ni los cuentos del
cura don jacinto, que exageró la nota soez, bastaron para sacar de su
mutismo a la gente.
El tenedor de libros, hombre ictérico, de cara chupada y barba de judío
de monumento, muy silencioso y tímido, que había roto a hablar
intrigado por las cábalas ideadas y fantaseadas sobre la vida de don
Telmo, se fue poniendo cada vez más amarillo de hipocondría.
La marcha de don Telmo la pagaron el estudiante y Manuel. Con el
estudiante no se atrevían más que a darle bromas acerca de su
complicidad con el viejo y la vizcaína; a Manuel le chillaba todo el
mundo, cuando no le daban algún puntapié.
Uno de los comisionistas, el enfermo del estómago, exasperado por el
aburrimiento, el calor y las malas digestiones, no encontró otra
distracción más que insultar y reñir a Manuel mientras éste servía la
mesa, viniera o no a cuento.
-¡Anda, ganguero! -le decía-. ¡Lástima de la comida que te dan!
¡Calamidad!
Esta cantinela, unida a otras del mismo género, comenzaba a fastidiar
a Manuel. Un día el comisionista cargó la mano de insultos y de
improperios sobre Manuel. Le habían enviado al chico por dos cafés, y
tardaba mucho en venir con el servicio; precisamente aquel día no era
suya la culpa de la tardanza, pues le hicieron esperar mucho.
-Te debían poner una albarda, ¡imbécil! -gritó el comisionista al verle
entrar.
-No será usted el que me la ponga -le contestó de mala manera Manuel,
colocando las tazas en la mesa.
-¿Que no? ¿Quieres verlo?
-Sí.
El comisionista se levantó y pegó un puntapié a Manuel en una canilla,
que le hizo ver las estrellas. Dio el muchacho un grito de dolor, y, furioso,
agarrando un plato, se lo tiró a la cabeza del comisionista; éste se
agachó; cruzó el proyectil el comedor, rompió un cristal de la ventana y
cayó al patio, rompiéndose allí con estrépito. El comisionista cogió una
de las cafeteras llenas de café con leche y se la tiró a Manuel, con tanto
acierto, que le dio en la cara; bramó el chico; cegado por la ira y el café
con leche, se lanzó sobre su enemigo, lo arrinconó, y se vengó de sus
insultos y de sus golpes con una serie inacabable de puñetazos y
patadas.
Pío Baroja
33
-¡Que me mata! ¡Que me mata! -chillaba el comisionista con unos
gritos de mujer.
-¡Ladrón! ¡Morral! vociferaba Manuel empleando el repertorio de
insultos más escogido de la calle.
El Superhombre y el cura sujetaron por los brazos a Manuel, dejándole
a merced del comisionista; éste trató de vengarse viendo al chico
acorralado; pero cuando se disponía a pegarle, Manuel le dio una patada
en el estómago que le hizo vomitar toda la comida.
Todos se pusieron en contra de Manuel; pero Roberto le defendió. El
comisionista se marchó a su cuarto, llamó a la patrona y le dijo que no
permanecería un momento en la casa mientras estuviera allí el hijo de la
Petra.
La patrona, cuyo interés mayor era conservar el huésped, comunicó la
decisión a su criada.
-Ya ves lo que has conseguido: ya no puedes estar aquí -dijo la Petra a
su hijo.
-Bueno. Ese morral me las pagará -replicó el muchacho apretándose
los chinchones de la frente-. Le digo a usted que si le encuentro le voy a
machacar los sesos.
-Te guardarás muy bien de decirle nada.
En este momento entró el estudiante en la cocina.
-Has hecho bien, Manuel -exclamó, dirigiéndose a la Petra-. ¿A qué le
insultaba ese mamarracho? Aquí todo dios tiene derecho a meterse con
uno si no hace lo que los demás quieren. ¡Gentuza cobarde!
Al decir esto, Roberto se puso pálido de ira; luego se calmó y preguntó
a la Petra:
-¿Adónde va usted ahora a llevar a Manuel?
-A una zapatería de un primo mío de la calle del Águila.
-¿Está por barrios bajos?
-Sí.
-Algún día iré a verle.
Antes de acostarse Manuel, volvió a aparecer Roberto en la cocina.
-Oye -le dijo a Manuel-, si conoces algún sitio raro por barrios bajos
donde haya mala gente, avísame: iré contigo.
-Le avisaré a usted, no tenga usted cuidado. Bueno. Hasta la vista.
¡Adiós!
Roberto dio la mano a Manuel, y éste la estrechó muy agradecido.
La lucha por la vida I. La busca
Segunda parte
I
La regeneración del calzado y el León de la zapatería
El primer domingo - Una escapatoria
El Bizco y su cuadrilla
El madrileño que alguna vez, por casualidad, se encuentra en los
barrios pobres próximos al Manzanares, hállase sorprendido ante el
espectáculo de miseria y sordidez, de tristeza e incultura que ofrecen las
afueras de Madrid con sus rondas miserables, llenas de polvo en verano
y de lodo en invierno. La corte es ciudad de contrastes; presenta luz
fuerte al lado de sombra oscura; vida refinada, casi europea, en el centro,
vida africana, de aduar, en los suburbios. Hace unos años, no muchos,
cerca de la ronda de Segovia y del Campillo de Gil Imón, existía una casa
de sospechoso aspecto y de no muy buena fama, a juzgar por el rumor
público. El observador...
En este y otros párrafos de la misma calaña tenía yo alguna esperanza,
porque daban a mi novela cierto aspecto fantasmagórico y misterioso;
pero mis amigos me han convencido de que suprima tales párrafos,
porque dicen que en una novela parisiense estarán bien, pero en una
madrileña, no; y añaden, además, que aquí nadie extravía, ni aun
queriendo; ni hay observadores, ni casas de sospechoso aspecto, ni
nada. Yo, resignado, he suprimido esos párrafos, por los cuales esperaba
llegar algún día a la Academia Española, y sigo con mi cuento en un
lenguaje más chabacano.
Sucedió, pues, que al día siguiente de la bronca en el comedor de la
casa de huéspedes, la Petra, muy de mañana, despertó a Manuel y le
mandó vestirse.
Recordó el muchacho la escena del día anterior; la comprobó,
llevándose la mano a la frente, pues aún le dolían los chichones, y por el
tono de su madre comprendió que persistía en su resolución de llevarle
a la zapatería.
Luego que se hubo vestido Manuel salieron madre e hijo de casa y
entraron en la buñolería a tomar una taza de café con leche. Bajaron
36
después a la calle del Arenal, cruzaron la plaza de Oriente, y por el
Viaducto, y luego por la calle del Rosario, siguiendo a lo largo de la pared
de un cuartel, llegaron a unas alturas a cuyo pie pasaba la ronda de
Segovia. Veíase desde allá arriba el campo amarillento que se extendía
hasta Getafe y Villaverde, y los cementerios de San Isidro con sus tapias
grises y sus cipreses negros.
De la ronda de Segovia, que recorrieron en corto trecho, subieron por
la escalinata de la calle del Águila, y en una casa que hacía esquina al
Campillo de Gil Imón se detuvieron.
Había dos zapaterías, ambas cerradas, una en frente de la otra; y la
madre de Manuel que no recordaba cuál de las dos era la de su pariente,
preguntó en una taberna.
-La del señor Ignacio es la de la casa grande -contestó el tabernero-.
Creo que el zapatero vino ya, pero aún no ha abierto el almacén.
Madre e hijo tuvieron que esperar a que abrieran. No era la casa
aquella pequeña ni de mal aspecto; pero parecía que tenía unas ganas
atroces de caerse, porque ostentaba, aquí sí y allí también,
desconchaduras, agujeros y toda clase de cicatrices. Tenía piso bajo y
principal, balcones grandes y anchos con los barandados de hierro
carcomidos por el orín, y los cristales, pequeños y verdes, sujetos con
listas de plomo.
En el piso bajo de la casa, en la parte que daba a la calle del Aguila,
había una cochera, una carpintería, una taberna y la zapatería del
pariente de la Petra. Este establecimiento tenía sobre la puerta de
entrada un rótulo que decía:
«A LA REGENERACIÓN DEL CALZADO»
El historiógrafo del porvenir seguramente encontrará en este letrero
una prueba de lo extendida que estuvo en algunas épocas cierta idea de
regeneración nacional, y no le asombrará que esa idea, que comenzó por
querer reformar y regenerar la Constitución y la raza española,
concluyera en la muestra de una tienda de un rincón de los barrios
bajos, en donde lo único que se hacía era reformar y regenerar el calzado.
Nosotros no negaremos la influencia de esa teoría regeneradora en el
dueño del establecimiento A la regeneración del calzado; pero tenemos
que señalar que este rótulo presuntuoso fue puesto en señal de desafío
a la zapatería de enfrente, y también tenemos que dar fe de que había
sido contestado con otro aún más presuntuoso.
Una mañana los de A la regeneración del calzado se encontraron
anodados al ver el rótulo de la zapatería rival. Se trataba de una hermosa
muestra de dos metros de larga, con este letrero:
Pío Baroja
37
«EL LEÓN DE LA ZAPATERIA»
Esto aún era tolerable; pero lo terrible, o aniquilador, era la pintura
que en medio ostentaba la muestra. Un hermoso león amarillo con cara
de hombre y melena encrespada, puesto de pie, tenía entre las garras
delanteras una bota, al parecer de charol. Debajo de la pintura se leía lo
siguiente: La romperás, pero no la descoserás.
Era un lema abrumador: ¡Un león (fiera) tratando de descoser la bota
hecha por el León (zapatería), y sin poderlo conseguir! ¡Qué humillación
para la fiera! ¡Qué triunfo para la zapatería! La fiera, en este caso, era A
la regeneración del calzado, que había quedado, como suele decirse, a la
altura del betún.
Además del rótulo de la tienda del señor Ignacio, en uno de los
balcones de la casa grande había un busto de mujer, de cartón
probablemente, y un letrero debajo: Perfecta Ruiz; se peinan señoras; a
los lados del portal, en la pared, colgaban varios anuncios, indignos de
llamar la atención del historiógrafo antes mencionado, y en los cuales se
ofrecían cuartos baratos con cama y sin cama, memorialistas y
costureras. Sólo un cartel, en donde estaban pegados horizontal, vertical
y oblicuamente una porción de figurines recortados, merecía pasar a la
historia por su laconismo; decía:
«MODA PARISIEN, ESCORIHUELA, SASTRE»
Manuel, que no se había tomado el trabajo de leer todos estos rótulos,
entró en la casa por una puertecilla que había al lado del portalón de la
cochera, y siguió por un corredor hasta un patio muy sucio.
Cuando salió a la calle habían abierto la zapatería. La Petra y el chico
entraron.
-¿No está el señor Ignacio? -preguntó ella.
-Ahora viene -contestó un muchacho que amontonaba zapatos viejos
en el centro de la tienda.
-Dígale usted que está aquí su prima, la Petra.
Salió el señor Ignacio. Era hombre de unos cuarenta a cincuenta años,
seco y enjuto. Comenzaron a hablar la Petra y él, mientras el muchacho
y un chiquillo seguían amontonando los zapatos viejos. Manuel les
miraba, cuando el mozo le dijo:
-¡Anda, tú, ayuda!
Manuel hizo lo que ellos, y cuando terminaron los tres, esperaron a
que cesaran de hablar la Petra y el señor Ignacio. La Petra contaba a su
primo la última hazaña de Manuel, y el zapatero escuchaba sonriendo.
El hombre no tenía trazas de mala persona; era rubio e imberbe; en su
labio superior sólo nacían unos cuantos pelos azafranados. La tez
La lucha por la vida I. La busca
38
amarilla, rugosa, los surcos profundos de su cara, el aire cansado, le
daban aspecto de hombre débil. Hablaba con cierta vaguedad irónica.
-Te vas a quedar aquí -le dijo la Petra a Manuel.
-Bueno.
-Éste es un barbián -exclamó el señor Ignacio, riendo-; se conforma
pronto.
-Sí; éste todo lo toma con calma. Pero, mira -añadió, dirigiéndose a su
hijo-, si yo sé que haces alguna cosa como la de ayer, ya verás.
Se despidió Manuel de su madre.
-Has estado mucho tiempo en ese pueblo de Soria con mi primo? -le
preguntó el señor Ignacio.
-Dos años.
-Y qué, ¿allí trabajabas mucho?
-Allí no trabajaba nada.
-Pues hijo, aquí no tendrás más remedio. Anda, siéntate a trabajar. Ahí
tienes a tus primos -añadió el señor Ignacio, mostrando al mozo y al
chiquillo-. Éstos también son unos guerreros.
El mozo se llamaba Leandro, y era robusto; no se parecía nada a su
padre; tenía la nariz y los labios gruesos, la expresión testaruda y
varonil; el otro era un chico de la edad de Manuel, delgaducho, esbelto,
con cara de pillo, y se llamaba Vidal.
Se sentaron el señor Ignacio y los tres muchachos alrededor de un tajo
de madera, formado por un tronco de árbol con una gran muesca. El
trabajo consistía en desarmar y deshacer botas y zapatos viejos, que en
grandes fardos atados de mala manera, y en sacos, con un letrero de
papel cosido a la tela, se veían por el almacén por todas partes. En el tajo
se colocaba la bota destinada al descuartizamiento; allí se le daba un
golpe o varios con una cuchilla, hasta cortarle el tacón; después, con las
tenazas, se arrancaban las distintas capas de suela; con tijeras se
quitaban los botones 0 tirantes, y cada cosa se echaba en su espuerta
correspondiente: en una, los tacones; en otras, las gomas, las correas,
las hebillas.
A esto había descendido La regeneración del calzado: a justificar el
título de una manera bastante distinta de la pensada por el que lo puso.
El señor Ignacio, maestro de obra prima, había tenido necesidad, por
falta de trabajo, de abandonar la lezna y el tirapié para dedicarse a las
tenazas y a la cuchilla; de crear, a destruir; de hacer botas nuevas, a
destripar botas viejas. El contraste era duro; pero el señor Ignacio podía
consolarse viendo a su vecino, el de El león de la zapatería, que sólo de
pascuas a ramos tenía alguna mala chapuza que hacer.
La primera mañana de trabajo fue pesadísimo para Manuel; el estar
tanto tiempo quieto le resultó insoportable. Al mediodía entró en el
almacén una vieja gorda, con la comida en una cesta; era la madre del
Pío Baroja
39
señor Ignacio.
-¿Y mi mujer? -le preguntó el zapatero.
-Ha ido a lavar.
-¿Y la Salomé? ¿No viene?
-Tampoco; le ha salido trabajo en una casa para toda la semana.
Sacó la vieja un puchero, platos, cubiertos y un pan grande de la cesta;
extendió un paño en el suelo, sentáronse todos alrededor de él, vertió el
caldo del puchero en los platos, en donde cada uno desmigó un pedazo
de pan, y fueron comiendo. Después dio la vieja a cada uno su ración de
cocido, y, mientras comían, el zapatero discurseó un poco a cerca del
porvenir de España y de los motivos de nuestro atraso, conversación
agradable para la mayoría de los españoles que nos sentimos
regeneradores.
Era el señor Ignacio de un liberalismo templado, hombre a quien
entusiasmaban esas palabras de la soberanía nacional y que hablaba a
boca llena de la Gloriosa. En cuestiones de religión se mostraba
partidario de la libertad de cultos; para él, el ideal hubiese sido que en
España existiese el mismo número de curas católicos, protestantes,
judíos, de todas las religiones porque así, cada uno elegiría el dogma que
le pareciera mejor. Eso sí, si él fuera del Gobierno, expulsaría a todos los
frailes y monjas porque son como la sarna, que viven mejor cuanto más
débil se encuentra el que la padece. A esto arguyó Leandro, el hijo mayor,
diciendo que a los frailes, monjas y demás morralla lo mejor era
degollarlos, como se hace con los cerdos, y que respecto a los curas,
fuesen católicos, protestantes 0 chinos, aunque no hubiera ninguno no
se perdería nada.
Terció también la vieja en la conversación, y como para ella, vendedora
de verduras, la política era principalmente cuestión entre verduleras y
guardias municipales, habló de un motín en que las amables damas del
mercado de la Cebada dispararon sus hortalizas a la cabeza de unos
cuántos guindillas, defensores de un contratista del mercado. Las
verduleras querían asociarse, y después poner la ley y fijar los precios; y
eso a ella no le parecía bien.
-Porque ¡qué moler! -dijo-. ¿Por qué le han de quitar a una el género,
si quiere venderlo más barato? Como si a mí se me pone en el moño darlo
todo de balde.
-Pues, no, señora -le replicó Leandro-. Eso no está bien.
-¿Por qué no?
-Porque no; porque los industriales tienen que ayudarse, y si usted
hace eso, pongo por caso, impide usted que otra venda, y para eso se ha
inventado el socialismo, para favorecer la industria del hombre.
-Bueno; pues que le den dos duros a la industria del hombre y que la
maten.
La lucha por la vida I. La busca
40
Hablaba la mujer muy cachazuda y sentenciosamente. Estaba su
calma muy en perfecta consonancia con su corpachón, de grosor y de
rigidez de tronco; tenía la cara carnosa y de torpes facciones; las arrugas
profundas, bolsas de piel lacia debajo de los ojos; en la cabeza llevaba un
pañuelo negro, muy ceñido y apretado a las sienes.
Era la señora Jacoba, así se llamaba, mujer que no debía sentir ni el
frío ni el calor: verano e invierno se pasaba las horas muertas sentada en
su puesto de verduras de Puerta de Moros: si vendía una lechuga, desde
que el sol nace hasta que se pone, vendía mucho.
Después de comer la familia del zapatero, fueron unos a dormir la
siesta al patio de la casa, y otros se quedaron allí en al almacén.
Vidal, el hijo menor del zapatero, se tendió en el patio al lado de
Manuel, y después de interrogarle acerca de la causa de aquellos
chichones que apuntaban en la frente de su primo, le preguntó:
-¿Tú habías estado alguna vez en esta calle?
-Yo, no.
-Por estos barrios se divierte uno la mar.
-Sí, ¿eh?
-Ya lo creo. ¿Tú no tienes novia?
-Yo, no.
-Pues hay muchas chicas que están deseando tener avío.
-¿De veras?
-Sí, hombre. En la casa donde vivimos hay una chica muy bonita,
amiga de mi novia. Te puedes quedar con ella.
-Pero vosotros, ¿no vivís en esta casa?
-No; nosotros vivimos en el arroyo de Embajadores; mi tía Salomé y mi
abuela son las que viven aquí. Pero allá- en mi casa se divierte uno;
¡gachó! las cosas que me han pasado a mí allí.
-En el pueblo en donde he estado yo -dijo Manuel, para no dejarse
achicar por su primo- había montes más altos que veinte casas de estas.
-En Madrid también hay la Montaña del Príncipe Pío.
-Pero no será tan grande como la del pueblo.
-¿Que no? Si en Madrid está todo lo mejor.
Molestaba bastante a Manuel la superioridad que su primo quería
asignarse, hablándole de mujeres con el tomo de hombre experimentado
que las conoce a fondo. Después de echar la siesta y de terminar una
partida al mus, en que se enzarzaron el zapatero y unos vecinos,
volvieron el señor Ignacio y los muchachos a su faena de cortar tacones
y destripar botas. Se cerró de noche el almacén; el zapatero y sus hijos
se fueron a su casa. Manuel cenó en el cuarto de la señora Jacoba la
verdulera, y durmió en una hermosa cama, que le pareció bastante mejor
que la de la casa de huéspedes.
Ya acostado, pesó el pro y el contra de su nueva posición social y,
Pío Baroja
41
calculando si el fiel de la balanza se inclinaría a uno u otro lado, se quedó
dormido.
Al principio la monotonía en el trabajo y la sujeción atormentaban a
Manuel; pero pronto se acostumbró a una cosa y a otra, y los días le
parecieron más cortos y la labor menos penosa.
El primer domingo dormía Manuel a pierna suelta en casa de la señora
Jacoba, cuando entró Vidal a despertarle. Eran más de las once, la
verdulera, según su costumbre, había salido al amanecer para su
puesto, dejando al muchacho solo.
-¿Qué haces? -le preguntó Vidal- ¿Por qué no te levantas?
-Pues ¿qué hora es?
-La mar de tarde.
Se vistió Manuel de prisa y corriendo, y salieron los dos de casa; cerca,
enfrente de la calle del Águila, en una plazoleta, se reunieron a un grupo
de granujas que jugaban al chito, y observaron muy atentos las
peripecias del juego.
Al mediodía Vidal le dijo a su primo:
-Hoy vamos a comer allá.
-¿En vuestra casa?
-Sí; anda, vamos.
Vidal, cuya especialidad eran los hallazgos, encontró cerca de la fuente
de la ronda, que está próxima a la calle del Águila, un sombrero de copa,
viejo, de grandes alas, escondido el cuitado en un rincón, quizá por
modestia, y empezó a darle de puntapiés y a echarlo por el alto; se asoció
Manuel a la empresa, y entre los dos llevaron aquella reliquia, venerable
por su antigüedad, desde la ronda de Segovia a la de Toledo, y de ésta a
la de Embajadores, hasta dejarla, sin copa y sin alas, en medio del
arroyo. Cometida esta perversidad, Manuel y Vida¡ desembocaron en el
paseo de las Acacias y entraron en una casa cuya entrada mostraba un
arco sin puerta.
Pasaron los dos muchachos por una callejuela, empedrada con cantos
redondos, hasta un patio, y después, por una de sus muchas escalerillas
subieron al balcón del piso primero, en el cual se abría una fila de
puertas y de ventanas pintadas de azul.
-Aquí vivimos nosotros -dijo Vidal, señalando una de aquellas puertas.
Pasaron adentro; era la casa del señor Ignacio pequeña: la componían
dos alcobas, una sala, la cocina y un cuarto oscuro. El primer cuarto era
la sala, amueblada con una cómoda de pino, un sofá, varias sillas de
paja y un espejo verde, lleno de cromos y de fotografías, envuelto en gasa
roja. Solía la familia del zapatero hacer de comedor este cuarto los
domingos, por ser el más espacioso y el de más luz.
Cuando llegaron Manuel y Vidal, hacía tiempo que los esperaban.
Sentáronse todos a la mesa, y la Salomé, la cuñada del zapatero, se
La lucha por la vida I. La busca
42
encargó de servir la comida. Manuel no conocía a la Salomé: Era
parecidísima a su hermana, la madre de Vidal. Las dos, de mediana
estatura, tenían la nariz corta y descarada, los ojos negros y hermosos;
a pesar de su semejanza física, las diferenciaba por completo su aspecto:
la madre de Vidal, llamada Leandra, sucia, despeinada, astrosa, con
trazas de mal humor, parecía mucho más vieja que Salomé, aunque no
la llevaba más que tres o cuatro años. La Salomé mostraba en su
semblante aire alegre y decidido.
¡Y lo que es la suerte! La Leandra, a pesar de su abandono, de su
humor agrio y de su afición al aguardiente, estaba casada con un
hombre trabajador y bueno, y, en cambio, la Salomé, dotada de
excelentes condiciones de laboriosidad y buen genio, había concluido
amontonándose con un gachó entre estafador, descuidero y matón, del
cual tenía dos hijos. Por un espíritu de humildad o de esclavitud, unido
a un natural independiente y bravío, la Salomé adoraba a su hombre, y
se engañaba a sí misma, para considerarlo como tremendo y bragado,
aunque era cobarde y gandul. El bellaco se había dado cuenta clara de
la cosa, y cuando le parecía bien, con ceño terrible aparecía en la casa y
exigía los cuartos que la Salomé ganaba cosiendo a máquina, a cinco
céntimos las dos varas. Ella daba sin pena el producto de su penoso
trabajo, y muchas veces el truhán no se contentaba con sacarle el dinero,
sino que la zurraba además.
Los dos niños de la Salomé no estaban este día en casa del señor
Ignacio; los domingos, después de ponerlos muy guapos y bien vestidos,
su madre los enviaba a casa de una parienta suya, maestra de un taller,
en donde pasaban la tarde.
En la comida, Manuel escuchó, sin terciar en la conversación. Se habló
de una de las muchachas de la vecindad- que se había ido con un chalán
muy rico, hombre casado y con familia.
-Ha hecho bien -dijo la Leandra, vaciando un vaso de vino.
-Si no sabía que era casado...
-¿Qué más da? -contestó la Leandra con aire indiferente.
-Mucho. ¿A ti te gustaría que una mujer se llevara tu marido?
-preguntó la Salomé a su hermana.
-¡Psch!
-Sí; ahora ya se sabe -interrumpió la madre del señor Ignacio-. ¡Si de
dos mujeres no hay una honrá!
Bastante se adelanta con ser honrá -repuso la Leandra-: miseria y
hambre... Si no se casara una, podría una alternar y hasta tener dinero.
-Pues no sé cómo -replicó la Salomé.
-¿Cómo? Aunque fuese haciendo la carrera.
El señor Ignacio desvió con disgusto la vista de su mujer, y el hijo
mayor, Leandro, miró a su madre de modo torvo y severo.
Pío Baroja
43
-¡Bah!, eso se dice -arguyó la Salomé, que quería discutir la cuestión
impersonalmente-; pero a ti no te hubiera gustado que te insultaran por
todas partes.
-¿A mí? ¡Bastante me importa a mí lo que digan! -contestó la zapatera-.
¡Ay, qué leñe! Si me dicen golfa, y no soy golfa..., ya ves: corona de flores;
y si lo soy..., pata.
El señor Ignacio se sentía ofendido, y desvió la conversación, hablando
del crimen de las Peñuelas: se trataba de un organillero celoso que había
matado a su querida por una mala palabra; la cuestión apasionaba; cada
uno dio su parecer. Concluyó la comida, y el señor Ignacio, Leandro,
Vidal y Manuel salieron a la galería a echar la siesta mientras las
mujeres quedaban dentro hablando.
En el patio, todos los vecinos sacaban el petate fuera, y, en camiseta,
medio desnudos, sentados unos, tendidos los otros, dormían en las
galerías.
Anda, tú vamos -dijo Vida¡ a Manuel,
-¿Adónde?
-Con los Piratas. Hoy tenemos cita; nos estarán esperando.
-Pero ¿qué piratas?
-El Bizco y ésos.
-¿Y por qué los llaman así?
-Porque son como los piratas.
Bajaron Manuel y Vidal al patio; salieron de casa y descendieron por el
arroyo de Embajadores.
-Pues nos llaman los Piratas -dijo Vidal-, de una pedrea que tuvimos.
Unos chicos del paseo de las Acacias se habían formado con palos, y
llevaban una bandera española, y, entonces, yo, el Bizco y otros tres o
cuatro, empezamos con ellos a pedradas y les hicimos escapar; y el
Corredor, uno que vive en nuestra casa y que nos vio ir detrás de ellos,
nos dijo: «Pero vosotros, ¿sois piratas o qué? Porque si sois piratas debéis
de llevar la bandera negra». Y al día siguiente yo cogí un delantal oscuro
de mi padre y lo até en un palo y fuimos detrás de los que llevaban la
bandera española, y por poco no se la quitamos; por eso nos llaman los
piratas.
Llegaron los dos primos a una barriada miserable y pequeña.
-Ésta es la Casa del Cabrero -dijo Vidal-;aquí están los socios.
Efectivamente; se hallaba acampada toda la piratería. Allí conoció
Manuel al Bizco, una especie de chimpancé, cuadrado, membrudo, con
los brazos largos, las piernas torcidas y las manos enormes y rojas.
-Este es mi primo -añadió Vidal, presentando a Manuel a la cuadrilla;
y después, para hacerle más interesante, contó cómo había llegado a
casa con dos chichones inmensos producidos en lucha homérica
sostenida contra un hombre.
La lucha por la vida I. La busca
44
El Bizco miró atentamente a Manuel, y viendo que Manuel le observaba
a su vez con tranquilidad, desvió la vista. La cara del Bizco producía el
interés de un bicharraco extraño o de un tic patológico. La frente
estrecha, la nariz roma, los labios abultados, la piel pecosa y el pelo rojo
y duro, le daban el aspecto de un mandril grande y rubio.
Desde el momento que llegó Vidal, la cuadrilla se movilizó y anduvieron
todos los chicos merodeando por la Casa del Cabrero.
Llamaban asía un grupo de casuchas bajas con el patio estrecho y
largo en medio. En aquella hora de calor, a la sombra, dormían como
aletargados, tendidos en el suelo, hombres y mujeres medio desnudos.
Algunas mujeres en camisa, acurrucadas y en corro de cuatro o cinco,
fumaban el mismo cigarro, pasándoselo una a otra y dándole cada una
su chupada.
Pululaba una nube de chiquillos desnudos, de color de tierra, la
mayoría negros, algunos rubios de ojos azules. Como si sintieran ya la
degradación de su miseria, aquellos chicos no alborotaban ni gritaban.
Unas cuantas chiquillas de diez a catorce años charlaban en grupo. El
Bizco y Vidal y los demás las persiguieron por el patio. Corrían las chicas
medio desnudas, insultándoles y chillando.
El Bizco contó que había forzado algunas de aquellas muchachitas.
-Son todas puchereras, como las de la calle de Ceres -dijo uno de los
piratas.
-¿Hacen pucheros? -preguntó Manuel.
-Sí; buenos pucheros.
-Pues ¿por qué son puchereras?
-Pu... lo demás -añadió el chico haciendo un corte de mangas.
-Que son zorras -tartamudeó el Bizco-. Pareces tonto.
Manuel contemplo al Bizco con desprecio, y preguntó a su primo:
-¿Pero esas chicas?
-Ellas y sus madres -repuso Vida] con filosofía-. Casi todas las que
viven aquí.
Salieron los Piratas de la Casa del Cabrero, bajaron a una hondonada,
después de pasar al lado de una valla alta y negra, y por en medio de
Casa Blanca desembocaron en el paseo de Yeserías.
Se acercaron al Depósito de cadáveres, un pabellón blanco próximo al
río, colocado al comienzo de ]a Dehesa del Canal. Le dieron vuelta por si
veían por las ventanas algún muerto, pero las ventanas estaban
cerradas.
Siguieron andando por la orilla del Manzanares, entre los pinos
torcidos de la Dehesa. El río venía exhausto, formado por unos cuantos
hilillos de agua negra y de charcos encima del barro.
Al final de la Dehesa de la Arganzuela, frente a un solar espacioso y
grande, limitado por una valla hecha con latas de petróleo, extendidas y
Pío Baroja
45
clavadas en postes, se detuvo la cuadrilla a contemplar el solar, cuya
área extensa la ocupaban carros de riego, barrederas mecánicas, bombas
de extraer pozos negros, montones de escobas y otra porción de
menesteres y utensilios de la limpieza urbana.
A uno de los lados del solar se levantaba un edificio blanco, en otra
época iglesia o convento, a juzgar por sus dos torres y el hueco de las
campanas abierto en ellas.
Anduvo la cuadrilla husmeando por allí; pasaron los chicos por debajo
de un arco, con un letrero, en donde se leía: «Depósito de Caballos
Padres»; y por detrás del edificio, con trazas de convento, llegaron cerca
de unas barracas de esteras sucias y mugrientas: chozas de aduar
africano, construidas sobre armazón dé palitroques y cañas.
El Bizco entró en una de aquellas chozas y salió con un pedazo de
bacalao en la mano.
Manuel sintió un miedo horrible.
-Me voy -dijo a Vidal.
-¡Anda éste!... -exclamó uno con ironía-. Pues no tienes tú poco sorullo:
De pronto otro de los chicos gritó:
-A najarse, que viene gente.
Echaron todos los de la cuadrilla a correr por el paseo del Canal.
Se veía Madrid envuelto en una nube de polvo, con sus casas
amarillentas. Las altas vidrieras relucían a la luz del sol poniente. Del
paseo del Canal, atravesando un campo de rastrojo, entraron todos por
una callejuela en la plaza de las Peñuelas; luego, por otra calle en cuesta,
subieron al paseo de las Acacias.
Entraron en el Corralón. Manuel y Vidal, después de citarse con la
cuadrilla para el domingo siguiente, subieron la escalera hasta la galería
de la casa del señor Ignacio, y cuando se acercaron a la puerta del
zapatero oyeron gritos.
-Padre está zurrando a la vieja -murmuró Vidal-. Lo que haya hoy que
jamar aquí, pa el gato. Me marcho a acostar.
-Y yo, ¿cómo voy a la otra casa? -preguntó Manuel.
-No tienes más que seguir la ronda hasta llegar a la escalera de la calle
del Águila. No hay pérdida.
Manuel siguió el camino indicado. Hacía un calor horrible; el aire
estaba lleno de polvo: jugaban algunos hombres a los naipes a las
puertas de las tabernas, y en otras, al son de un organillo, bailaban
abrazados.
Cuando llegó Manuel frente a la escalera de la calle del Águila,
anochecía. Se sentó a descansar un rato en el Campillo de Gil Imón.
Veíase desde allá arriba el campo amarillento, cada vez más sombrío con
la proximidad de la noche, y las chimeneas y las casas, perfiladas con
dureza en el horizonte. El cielo azul y verde se inyectaba de rojo a ras de
La lucha por la vida I. La busca
46
tierra, se oscurecía y tomaba colores siniestros, rojos cobrizos, rojos de
púrpura.
Asomaban por encima de las tapias las torrecitas y cipreses del
cementerio de San Isidro; una cúpula redonda se destacaba recortada en
el aire; en su remate se erguía un angelote, con las alas desplegadas,
como presto para levantar el vuelo sobre el fondo incendiado y sangriento
de la tarde.
Por encima de las nubes estratificadas del crepúsculo brillaba una
pálida estrella en una gran franja verde, y en el vago horizonte, animado
por la última palpitación del día, se divisaban, inciertos, montes lejanos.
Pío Baroja
II
El Corralón o la casa del tío Rito - Los odios de vecindad
Cuando la Salomé terminó su labor de costura y fue a dormir a la calle
del Águila, Manuel pasó definitivamente a sentar sus reales a la casa del
tío Rito, del arroyo de Embajadores. Llamaban unos a esta casa la
Corrala, otros el Corralón, otros la Piltra, y con tantos nombres la
designaban, que no parecía sino que los inquilinos pasaban horas y
horas pensando motes para ella.
Daba el Corralón -éste era el nombre más familiar de la piltra del tío
Rito- al paseo de las Acacias; pero no se hallaba en la línea de este paseo,
sino algo metida hacia atrás. La fachada de esta casa, baja, estrecha,
enjalbegada de cal, no indicaba su profundidad y tamaño; se abrían en
esta fachada unos cuantos ventanucos y agujeros asimétricamente
combinados, y un arco sin puerta daba acceso a un callejón empedrado
con cantos, el cual, ensanchado después, formaba un patio, circunscrito
por altas paredes negruzcas.
De los lados del callejón de entrada subían escaleras de ladrillo a
galerías abiertas, que corrían a lo largo de la casa en los tres pisos,
dando la vuelta al patio. Abríanse de trecho en trecho, en el fondo de
estas galerías, filas de puertas pintadas de azul, con un número negro en
el dintel de cada una.
Entre la cal y los ladrillos de las paredes asomaban, como huesos
puestos al descubierto, largueros y travesaños, rodeados de tomizas
resecas. Las columnas de las galerías, así como las zapatas y pies
derechos en que se apoyaban, debían haber estado en otro tiempo
pintados de verde; pero, a consecuencia de la acción constante del sol y
de la lluvia, ya no les quedaban más que alguna que otra zona con su
primitivo color.
Hallábase el patio siempre sucio; en un ángulo se levantaba un
montón de trastos inservibles, cubierto de chapas de cinc; se veían telas
puercas y tablas carcomidas, escombros, ladrillos, tejas y cestos: un
revoltijo de mil diablos. Todas las tardes, algunas vecinas lavaban en el
patio, y cuando terminaban su faena vaciaban los lebrillos en el suelo, y.
48
los grandes charcos, al secarse, dejaban manchas blancas y regueros
azules del agua de añil. Solían echar también los vecinos por cualquier
parte la basura, y cuando llovía, como se obturaba casi siempre la boca
del sumidero, se producía una pestilencia insoportable de la corrupción
del agua negra que inundaba el patio, sobre la cual nadaban hojas de col
y papeles pringosos.
A cada vecino le quedaba para sus menesteres el trozo de galería que
ocupaba su casa; por el aspecto de este espacio podía colegirse el grado
de miseria o de relativo bienestar de cada familia, sus aficiones y sus
gustos.
Aquí se advertía cierta limpieza y curiosidad: la pared blanqueada, una
jaula, algunas flores en pucheretes de barro; allá se traslucía cierto
instinto utilitario en las ristras de ajos puestas a secar, en las uvas
colgadas; en otra parte, un banco de carpintero, la caja de herramientas,
denunciaban al hombre laborioso, que trabajaba en las horas libres.
Pero, en general, no se veían más que ropas sucias, colgadas en las
barandillas; cortinas hechas con esteras, colchas llenas de remiendos de
abigarrados colores, harapos negruzcos puestos sobre mangos de
escobas o tendidos en cuerdas atadas de un pilar a otro, para interceptar
más aún la luz y el aire.
Cada trozo de galería era manifestación de una vida distinta dentro del
comunismo del hambre; había en aquella casa todos los grados y matices
de la miseria: desde la heroica, vestida con el harapo limpio y decente,
hasta la más nauseabunda y repulsiva.
En la mayor parte de los cuartos y chiribitiles de la Corrala, saltaba a
los ojos la miseria resignada y perezosa, unida al empobrecimiento
orgánico y al empobrecimiento moral.
En el espacio que disfrutaba la familia del zapatero; en la punta de una
pértiga muy larga, atada a uno de los pilares, colgaban unos pantalones
llenos de remiendos, que se balanceaban cómicamente.
Del patio grande del Corralón partía un pasillo, lleno de inmundicias,
que daba a otro patio más pequeño, en el invierno convertido en un fétido
pantano.
Un farol, metido dentro de una alambrera, para evitar que lo
rompiesen los chicos a pedradas, colgaba de una de sus paredes negras.
En el patio interior, los cuartos costaban mucho menos que en el
grande; la mayoría eran de veinte y treinta reales; pero los había de dos
y tres pesetas al mes: chiscones oscuros, sin ventilación alguna,
construidos en los huecos de las escaleras y debajo del tejado. En otro
clima más húmedo, la Corrala hubiera sido un foco de infección; el viento
y el sol de Madrid, ese sol que saca ronchas en la piel, se encargaba de
desinfectar aquella madriguera.
Para que en aquella casa hubiese siempre algo terrible y trágico, al
Pío Baroja
49
entrar solía verse en el portal o en el pasillo una mujer borracha y
delirante, que pedía limosna e insultaba a todo el mundo, a quien
llamaban La Muerte. Debía ser muy vieja, o lo parecía al menos; su
mirada era extraviada, su aspecto huraño, la cara llena de costras; uno
de sus párpados inferiores, retraído por alguna enfermedad, dejaba ver
en el interior del globo del ojo, sangriento y turbio. Solía andar La Muerte
cubierta de harapos, en chanclas, con una lata y un cesto viejo, donde
recogía lo que encontraba. Por cierta consideración supersticiosa no la
echaban a la calle.
La primera noche de Manuel en la Corrala vio, no sin cierto asombro,
la verdad de lo que decía Vida¡. Éste y casi todos los de su edad tenían
sus novias entre las chiquillas de la casa, y no era raro, al pasar junto a
un rincón, ver una pareja que se levantaba y echaba a correr.
Los chicos pequeños se divertían jugando al toro, y entre las suertes
más aplaudidas se contaba la de don Tancredo. Se ponía un chico a
cuatro patas, y otro, que no pesase mucho, encima, con los brazos
cruzados, el cuerpo echado para atrás, y en la cabeza, alta y erguida, un
sombrero de papel de tres picos.
Se acercaba el que hacía de toro, mugía sonoramente, olfateaba a don
Tancredo y pasaba junto a él sin derribarle; volvía a pasar un par de
veces, hasta que se largaba. Entonces don Tancredo bajaba de su vivo
pedestal a recibir el aplauso del público. Había toros marrajos, y
guasones que se les ocurría tirar estatua y pedestal al suelo, lo cual era
recibido entre el clamoreo y la algazara del público.
Mientras tanto, las chicas jugaban al corro, las mujeres gritaban de
galería a galería y los hombres charlaban en mangas de camisa; alguno,
sentado en el suelo, rasgueaba monótonamente en las cuerdas de una
guitarra.
La Muerte, la vieja mendiga, solía también amenizar las veladas con
sus largos parlamentos.
Era la Corrala un mundo en pequeño, agitado y febril, que bullía como
una gusanera. Allí se trabajaba, se holgaba, se bebía, se ayunaba, se
moría de hambre; allí se construían muebles, se falsificaban
antigüedades, se zurcían bordados antiguos, se fabricaban buñuelos, se
componían porcelanas rotas, se concertaban robos, se prostituían
mujeres.
Era la Corrala un microcosmo; se decía que, puestos en hilera los
vecinos, llegarían desde el arroyo de Embajadores a la plaza del Progreso;
allí había hombres que lo eran todo, y no eran nada: medio sabios, medio
herreros, medio carpinteros, medio albañiles, medio comerciantes, medio
ladrones.
Era, en general, toda la gente que allí habitaba gente descentrada, que
vivía en el continuo aplanamiento producido por la eterna e irremediable
La lucha por la vida I. La busca
50
miseria; muchos cambiaban de oficio, como un reptil de piel; otros no lo
tenían; algunos peones de carpintero, de albañil, a consecuencia de su
falta de iniciativa, de comprensión y de habilidad, no podían pasar de
peones. Había también gitanos, esquiladores de mulas y de perros, y no
faltaban cargadores, barberos ambulantes y saltimbanquis. Casi todos
ellos, si se terciaba, robaban lo que podían; todos presentaban el mismo
aspecto de miseria y de consunción. Todos sentían una rabia constante,
que se manifestaba en imprecaciones furiosas y en blasfemias.
Vivían como hundidos en las sombras de un sueño profundo, sin
formarse idea clara de su vida, sin aspiraciones, ni planes, ni proyectos,
ni nada.
Había algunos a los cuales un par de vasos de vino les dejaba
borrachos media semana; otros parecían estarlo, sin beber, y reflejaban
constantemente en su rostro el abatimiento más absoluto, del cual no
salían más que en un momento de ira o de indignación.
El dinero era para ellos, la mayoría de las veces, una desgracia.
Comprendiendo instintivamente la debilidad de sus fuerzas y de sus
inclinaciones, se preparaban a hacer ánimos yendo a la taberna; allí se
exaltaban, gritaban, discutían, olvidaban las penas del momento, se
sentían generosos, y cuando, después de soltar baladronadas, se creían
dispuestos para algo, se encontraban sin un céntimo y con las energías
ficticias del alcohol que se iba disipando.
Las mujeres de la casa, por lo general, trabajaban más que los
hombres, y reñían casi constantemente. De treinta años para arriba
tenían todas el mismo carácter y casi el mismo tipo: negras,
desmelenadas, iracundas; gritaban y se desesperaban por cualquier
cosa.
De cuando en cuando, como un suave rayo de sol en la umbría,
penetraba en el alma de aquellos hombres entontecidos y bestiales, de
aquellas mujeres agriadas por la vida áspera y sin consuelo ni ilusión,
un sentimiento romántico, de desinterés, de ternura, que les hacía vivir
humanamente; y cuando pasaba la racha de sentimentalismo, volvían
otra vez a su inercia moral, resignada y pasiva.
Los vecinos constantes del Corralón se contaban entre los del primer
patio. En el otro, la mayoría ambulantes, pasaban en la casa, a lo más,
un par de semanas, y luego, como se decía allí, ahuecaban el ala.
Un día se presentaba un lañador con su gran zurrón, su berbiquí y sus
alicates, que gritaba por las calles, con voz bronca: «¡A componer tinajas
y artesones..., barreños, platos y fuentes!», y después de pasar una corta
temporada se largaba; a la semana siguiente aparecía un vendedor de
telas de saldo, que pregonaba a gritos pañuelos de seda a diez y quince
céntimos; otro día se hospedaba un buhonero con sus cajas llenas de
alfileres, horquillas y pasadores, o algún comprador de galones de oro y
Pío Baroja
51
plata. Ciertas épocas del año daban un contingente de tipos especiales;
la primavera se revelaba por la aparición de vendedores de burros,
caldereros, gitanos y bohemios; en otoño se presentaban cuadrillas de
paletos con quesos de la Mancha y pucheros de miel, y en el invierno
abundaban los nueceros y castañeros.
De los vecinos constantes del primer patio, los que se trataban con el
señor Ignacio, el zapatero, eran: un corrector de pruebas, a quien
llamaban el Corretor, un tal Rebolledo, barbero e inventor, y cuatro
ciegos, que se conocían por los remoquetes de el Calabazas, el Sopistas,
el Brígido y el Cuco, los cuales vivían decentemente con sus mujeres
respectivas y tocaban por las calles los últimos tangos, tientos y coplas
de zarzuela.
El corrector tenía una familia numerosa: su mujer, la suegra, una hija
de veinte años y una lechigada de chiquillos; no le bastaba el jornal que
ganaba corrigiendo pruebas en un periódico, y solía pasar grandes
apuros. El corrector solía llevar un macfarlán destrozado, lleno de flecos;
pañuelo grande y sucio, anudado a la garganta y hongo amarillo, blanco
y mugriento.
Su hija, Milagros de nombre, muchacha esbelta, fina como un pajarito,
estaba en relaciones con Leandro, el primo de Manuel.
Los novios solían tener alternativas en sus amores, unas veces por
coqueterías de ella, otras, por la mala vida de él.
No se entendían, porque la Milagros era un poco entonada y ambiciosa;
se consideraba como venida a menos, y Leandro tenía, en cambio, genio
brusco e irascible.
El otro vecino del zapatero, el señor Zurro, tipo pintoresco y curioso,
no se trataba con el señor Ignacio y odiaba cordialmente al corrector. El
Zurro andaba siempre agazapado tras de unas antiparras azules, llevaba
gorra de piel y balandranes largos.
-Se llama Zurro de apellido -decía el corrector-;pero es un zorro en sus
actos; de estos zorros camperos, maestros en malicias y habilidades.
Según se hablaba, el Zurro entendía su negocio; tenía un puesto en la
parte baja del Rastro, choza oscura e infecta rellena de trapos, casacas
antiguas, retales de telas viejas, tapicerías, trozos de casullas, y, además
de esto, botellas vacías, botellas llenas de aguardiente y coñac, sifones
de agua de Seltz, cerraduras roñosas, escopetas tomadas por la
herrumbre, llaves, pistolas, botones, medallas y otras baratijas sin valor.
Y a pesar de que en la tienda del señor Zurro no entraban,
seguramente, al cabo del día, más de dos personas, que harían un gasto
de un par de reales, el ropavejero marchaba bien.
Vivía con su hija, la Encarna, una flamencona de unos veinticinco
años, muy chulapa, muy descarada, que los domingos salía a pasear con
su padre, cargada de joyas. La Encarna sentía arder en su pecho el fuego
La lucha por la vida I. La busca
52
de la pasión por Leandro; pero éste, enamorado de la Milagros, no
correspondía al fuego del alma de la ropavejera.
Por tal motivo, la Encarna odiaba cordialmente a la Milagros y a los
individuos de su familia, y los ponía a todas horas de cursis y de muertos
de hambre, los injuriaba con motes desdeñosos, como el de Sopista
mendrugo, adjudicado por ella al corrector, y el de La Loca del vaticano a
su hija.
Odios de personas de vida casi común, no era raro que fuesen de un
encono y de un rencor violento; así, los de una y otra familia, no se
miraban sin maldecirse y sin desearse mutuamente las mayores
desgracias.
Pío Baroja
III
Roberto Hasting en la zapatería - Procesión de mendigos
Corte de los Milagros
Una mañana de fines de septiembre presentose Roberto en la puerta
de La regeneración del calzado, y asomando la cabeza al interior del
almacén, dijo:
-¡Hola, Manuel!
-¡Hola, don Roberto!
-Se trabaja, ¿eh?
Manuel se encogió de hombros, dando a entender que no era
precisamente por su gusto.
Roberto vaciló un momento para entrar en la zapatería, y, al último, se
decidió y entró.
-Siéntese usted-le dijo el señor Ignacio, ofreciéndole una silla.
-¿Usted es el tío de Manuel?
-Para servirle.
Se sentó Roberto, ofreció un cigarro al señor Ignacio, otro a Leandro, y
se pusieron a fumar los tres.
-Yo conozco a su sobrino -dijo Roberto al zapatero-, porque vivo en
casa de la Petra.
-¡Ah! ¿Sí?
-Y hoy quisiera que le dejara usted libre un par de horas.
-Sí, señor; toda la tarde, si usted quiere.
-Bueno; entonces, yo vendré por él después de comer.
-Está bien.
Roberto contempló cómo trabajaban, y de repente se levantó y se fue.
Manuel no comprendía qué le quería Roberto, y por la tarde le esperó
con verdadera impaciencia. Llegó, y los dos salieron de la calle del Águila
y bajaron a la ronda de Segovia.
-¿Tú sabes dónde está la Doctrina? -preguntó Roberto a Manuel.
-¿Qué Doctrina?
-Un sitio donde se reúnen los viernes muchos mendigos.
-No sé.
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-¿Sabes dónde está el camino alto de San Isidro?
-Sí.
-Bueno; pues allí vamos a ir; ahí es donde está la Doctrina.
Manuel y Roberto bajaron por el paseo de los Pontones y siguieron en
dirección del puente de Toledo. El estudiante no dijo nada, y Manuel
nada quiso preguntarle.
El día estaba seco, polvoriento. El viento sur, sofocante, echaba
bocanadas de calor y de arena; algunos relámpagos iluminaban las
nubes; se oía el sonar lejano de los truenos; el campo amarilleaba,
cubierto de polvo.
Por el puente de Toledo pasaba una procesión de mendigos y
mendigas, al cual más desastrados y sucios. Salía gente, para formar
aquella procesión del harapo, de las Cambroneras y de las Injurias;
llegaban del paseo Imperial y de los Ocho Hilos; y ya, en filas apretadas,
entraban por el puente de Toledo y seguían por el camino alto de San
Isidro a detenerse ante una casa roja.
-Esto debe ser la Doctrina -dijo Roberto a Manuel, señalándole un
edificio, que tenía un patio con una figura de Cristo en medio.
Se acercaron los dos a la verja. Era aquello un conclave de mendigos,
un conciliábulo de Corte de los Milagros. Las mujeres ocupaban casi todo
el patio; en un extremo, cerca de una capilla, se amontonaban los
hombres; no se veían más que caras hinchadas, de estúpida apariencia;
narices inflamadas y bocas torcidas; viejas gordas y pesadas como
ballenas, melancólicas; viejezuelas esqueléticas, de boca hundida y nariz
de ave rapaz; mendigas vergonzantes con la barba verrugosa, llena de
pelos, y la mirada entre irónica y huraña; mujeres jóvenes, flacas y
extenuadas, desmelenadas y negras; y todas, viejas y jóvenes, envueltas
en trajes raídos, remendados, zurcidos, vueltos a remendar hasta no
dejar una pulgada sin su remiendo. Los mantones, verdes, de color de
aceituna, y el traje triste ciudadano, alternaban con los refajos de bayeta,
amarillos y rojos, de las campesinas.
Roberto paseó mirando con atención el interior del patio. Manuel le
seguía indiferente.
Entre los mendigos, un gran número lo formaban los ciegos; había
lisiados, cojos, mancos; unos hieráticos, silenciosos y graves; otros
movedizos. Se mezclaban las anguarinas pardas con las americanas
raídas y las blusas sucias. Algunos andrajosos llevaban a la espalda
sacos y morrales negros; otros, enormes cachiporras en la mano; un
negrazo, con la cara tatuada a rayas profundas, esclavo, sin duda, en
otra época, envuelto en harapos, se apoyaba en la pared con indiferencia
digna; por entre hombres y mujeres correteaban los chiquillos descalzos
y los perros escuálidos; y todo aquel montón de mendigos, revuelto,
agitado, palpitante, bullía como una gusanera.
Pío Baroja
55
-Vamos -dijo Roberto-, no está aquí ninguna de las que busco. ¿Te has
fijado? -añadió-. ¡Qué pocas caras humanas hay entre los hombres! En
estos miserables no se lee más que la suspicacia, la ruindad, la mala
intención, como en los ricos no se advierte más que la solemnidad, la
gravedad, la pedantería. Es curioso, ¿verdad? Todos los gatos tienen cara
de gatos, todos los bueyes tienen cara de bueyes; en cambio, la mayoría
de los hombres no tienen cara de hombres.
Salieron del patio Roberto y Manuel. Frente a la Doctrina, al otro lado
de la carretera, en unos desmontes arenosos, se sentaron.
-A ti te chocarán -dijo Roberto- estas maniobras mías; pero no te
extrañarán cuando te diga que busco aquí dos mujeres: una, pobre, que
puede hacerme rico: otra, rica, que quizá me hiciera pobre.
Manuel contempló a Roberto con asombro. Tenía siempre cierta
sospecha de que la cabeza del estudiante no andaba bien.
-No, no creas que es una tontería; voy corriendo detrás de una fortuna,
pero de una fortuna enorme; si tú me ayudas, me acordaré de ti.
-Bueno; y ¿qué quiere usted que yo haga?
-Te lo diré cuando llegue el momento.
Manuel no pudo ocultar una sonrisa de ironía.
-Tú no lo crees -murmuró Roberto-; no importa; cuando veas, creerás.
-Claro.
-Por si acaso, si te necesito, ayúdame.
-Le ayudaré a usted en todo lo que pueda -contestó Manuel con fingida
seriedad.
Unos golfos se tendieron en los desmontes, cerca de Manuel y de
Roberto, y éste no quiso seguir hablando.
-Ya empiezan a dividirse en secciones -dijo uno de los golfos, que
llevaba una gorra de cochero, señalando con una vara a las mujeres que
estaban en la Doctrina.
Efectivamente; formáronse grupos alrededor de los árboles del patio,
en cada uno de los cuales colgaba un cartelón con una imagen y un
número en medio.
Ahí están las marquesas -añadió el de la gorra, indicando a unas
cuantas señoras vestidas de negro que se presentaron en el patio.
Se destacaban las caras blancas entre las telas de luto.
-Todas son marquesas -advirtió uno.
-Pues todas no son guapas -replicó Manuel, terciando en la
conversación-. ¿Y a qué vienen aquí?
-Son éstas las que enseñan la doctrina -contestó el de la gorra-; de vez
en cuando regalan sábanas y camisas a las mujeres y a los hombres.
Ahora van a pasar lista.
Comenzó a sonar una campana; cerraron la verja del edificio; se
formaron corros, y en medio de cada uno de ellos entró una señora.
La lucha por la vida I. La busca
56
-¿Ves aquella que está allá? -preguntó Roberto-. Es la sobrina de don
Telmo.
-¿Aquella rubia?
-Sí. Espérame aquí.
Bajó Roberto el camino y se acercó a la verja.
Comenzó la lección de doctrina; salía del patio un rumor de rezo, lento
y monótono.
Manuel se tendió de espaldas en el suelo. Desde allá surgía Madrid,
muy llano, bajo el horizonte gris, por entre la gasa del aire polvoriento.
El cauce ancho del Manzanares,, de color de ocre, aparecía surcado por
alguno que otro hilillo de agua negra. El Guadarrama destacaba de un
modo confuso la línea de sus crestas en el aire empañado.
Roberto paseaba por delante del patio. Seguía el rumor de los
mendigos recitando la doctrina. Una vieja, con pañuelo rojo en la cabeza
y mantón negro que verdeaba, se sentó en el desmonte.
-¿Qué es eso, agüela? ¿No le han querido abrir la puerta? -gritó el de
la gorra.
-No... ¡Las tías brujas esas!
-No tenga usted cuidado, que hoy no dan nada. El viernes que viene es
el reparto. Ya le darán a usted lo menos una sábana -añadió el de la
gorra con aviesa intención.
-Si no me dan más que una sábana -chilló la vieja torciendo la jeta-,
les digo que se la guarden en el moño. ¡Las tías zorras!...
-Ya la han tañado a usted, agüela -exclamó uno de los golfos tendidos
en el suelo-. Usted lo que es, es una ansiosa.
Celebraron los circunstantes la frase, que procedía de una zarzuela, y
el de la gorra siguió explicando a Manuel particularidades de la Doctrina.
-Hay algunas y algunos que se inscriben en dos y en tres secciones
para coger más veces limosnas -dijo-. Nosotros, mi padre y yo, nos
inscribimos una vez en cuatro secciones con nombres distintos... ¡Vaya
un lío que se armó! Y ¡menudo choteo que tuvimos con las marquesas!
-Y ¿para qué querías tanta sábana? -le preguntó Manuel.
-¡Toma!, para pulirlas. Se venden aquí en la misma puerta a dos
chulés.
-Yo voy a comprar una -dijo un cochero de punto que se acercó al
corro-; la unto con aceite de linaza, luego la doy barniz, y hago un
impermeable cogolludo.
-Pero las marquesas, ¿no notan que la gente vende en seguida lo que
ellas dan?
-¡Qué han de notar!
Para los golfos todo aquello no era más que un piadoso entretenimiento
de las señoras devotas: hablaban de ellas con amable ironía.
No llegó a durar una hora la lección de doctrina.
Pío Baroja
57
Sonó una campana; se abrió la puerta de la verja; se disolvieron y
confundieron los grupos; todo el mundo se puso de pie, y comenzaron a
marcharse las mujeres con sus sillas, colocadas en equilibrio sobre la
cabeza, gritando, empujándose violentamente unas a otras; dos o tres
vendedoras pregonaron su mercancía mientras salía aquella
muchedumbre de andrajosos apretándose, chillando, como si escaparan
de algún peligro. Unas viejas corrían pesadamente por la carretera; otras
se ponían a orinar acurrucadas, y todas vociferaban y sentían la
necesidad de insultar a las señoras de la Doctrina, como si
instintivamente adivinasen lo inútil de un simulacro de caridad, que no
remediaba nada. No se oían más que protestas y manifestaciones de odio
y desprecio.
-¡Moler! Con las mujeres de Dios...
-Ahora quien que se confiese una.
-Esas tías borrachas.
-¡Anda que confiesen ellas y la maire que las ha parío!
-Que las den morcilla a todas.
Después de las mujeres salían los hombres, los ciegos, los tullidos y los
mancos, sin apresurarse, hablando con gravedad.
-¡Pues no quien que me case! -murmuraba un ciego, sarcásticamente,
dirigiéndose a un cojo.
-Y tú ¿qué dices? -le preguntaba éste.
-¿Yo? ¡Que naranjas de la China! Que se casen ellas si tien con quien.
Vienen aquí amolando con rezos y oraciones. Aquí no hacen falta
oraciones, sino jierro, mucho jierro.
-Claro, hombre..., parné, eso es lo que hace falta.
-Y todo lo demás... leñe y jarabe de pico...; porque pa dar consejos toos
semos buenos; pero en tocante al manró, ni las gracias.
-Me parece.
Salieron las señoras con sus libros de rezos en la mano; las viejas
mendigas las perseguían y las atosigaban con sus peticiones.
Manuel miraba a todas partes por si encontraba al estudiante; al fin lo
vio cerca de la sobrina de don Telmo. La rubia se volvió a mirarle, y subió
en un coche. Roberto la saludó y el coche echó a andar.
Volvieron Roberto y Manuel por el camino de San Isidro.
Seguía el cielo nublado, el aire seco; la procesión de mendigos
avanzaba en dirección a Madrid. Antes de llegar al puente de Toledo, en
la esquina del camino alto de San Isidro y de la carretera de
Extremadura, en una taberna muy grande entraron Roberto y Manuel.
Roberto pidió una botella de cerveza.
-¿Vives ahí en la misma casa en donde está la zapatería? -preguntó
Roberto.
-No; vivo en el paseo de las Acacias, en una casa que se llama el
La lucha por la vida I. La busca
58
Corralón.
-Bueno, te iré a ver allá; y ya sabes, siempre que vayas a algún sitio
donde se reúna gente pobre o de mala vida avísame.
-Le avisaré a usted. Ya he visto cómo le miraba ,a usted la rubia. Es
bonita.
-Sí.
-Y tiene un coche pistonudo.
-Ya lo creo.
-Y ¿qué? ¿Es que se va usted a casar con ella?
-¿Qué sé yo? Ya veremos. Vamos, aquí no se puede estar -dijo Robertoy
se acercó al mostrador a pagar.
En la taberna, gran número de mendigos, sentados en las mesas,
engullían pedazos de bacalao y piltrafas de carne; un olor picante de
gallinejas y de aceite salía de la cocina.
Salieron. El viento seguía soplando, lleno de arena: volaban locamente
por el aire hojas secas y trozos de periódicos; las casas altas próximas al
puente de Segovia, con sus ventanas estrechas y sus galerías llenas de
harapos, parecían más sórdidas, más grises, entrevistas en la atmósfera
enturbiada por el polvo. De repente, Roberto se paró, y, poniendo la
mano en el hombro de Manuel, le dijo:
-Hazme caso, porque es verdad. Si quieres hacer algo en k vida, no
creas en la palabra imposible. Nada hay imposible para una voluntad
enérgica. Si tratas de disparar una flecha, apunta muy alto, lo más alto
que puedas; cuanto más alto apuntes más lejos irá.
Manuel miró a Roberto con extrañeza, y se encogió de hombros.
Pío Baroja
IV
La vida en la zapatería - Los amigos de Manuel
Hizo calor en aquellos meses de septiembre y octubre; en el almacén
de zapatos no se podía respirar.
Todas las mañanas, Manuel y Vidal, mientras iban a la zapatería,
hablaban de mil cosas, se comunicaban sus impresiones; el dinero, las
mujeres, los planes para el porvenir, eran los motivos constantes de sus
charlas. A los dos les parecía un gran sacrificio, algo como una
eventualidad desgraciada de su mala suerte, pasar días y días metidos
en un rincón arrancando suelas usadas.
Las tardes lánguidas convidaban al sueño. Sobre todo, después de
comer. Manuel sentía sopor y abatimiento profundo. Desde la puerta del
almacén se veían los campos de San Isidro inundados de luz; en el
Campillo de Gil Imón las ropas puestas a secar centelleaban al sol.
Oíanse cacareos de gallos, gritos lejanos de vendedores, silbidos,
apagados por la distancia, de locomotoras. El aire vibraba seco,
abrasado. Algunas vecinas salían a peinarse a la calle, y los colchoneros
vareaban la lana, a la sombra, en el Campillo, mientras las gallinas
correteaban y escarbaban en el suelo.
Después, al caer de la tarde, el aire y la tierra quedaban grises,
polvorientos; a lo lejos, cortando el horizonte, ondulaba la línea del
campo árido, línea ingenua, formada por la enarcadura suave de las
lomas; línea como la de los paisajes dibujados por los chicos, con sus
casas aisladas y sus chimeneas humeantes. Sólo algunas arboledas
verdes manchaban a trechos la llanura amarilla, tostada por el sol y bajo
el cielo pálido, blanquecino, turbio por los vapores del calor; ni un grito,
ni un leve ruido hendía el aire.
Transparentábase, al anochecer, la niebla, y el horizonte se alargaba
hasta verse muy a lo lejos vagas siluetas de montañas no entrevistas de
día, sobre el fondo rojo del crepúsculo.
Cuando en la zapatería dejaban el trabajo, solía ser ya de noche.
Bajaban el señor, Ignacio, Leandro, Manuel y Vidal a la ronda y volvían
a casa.
60
Las luces de gas brillaban a largos trechos en el aire polvoriento; filas
de carros pasaban con lentitud, y a lo largo de las rondas marchaban en
cuadrillas los obreros de los talleres próximos.
Y constantemente, al ir y al venir, la conversación de Manuel y Vidal
versaba sobre lo mismo: las mujeres, el dinero.
No tenía ninguno de los dos una idea romántica, ni mucho menos, de
las mujeres. Para Manuel, una mujer es un animal magnífico, con la
carne dura y el pecho turgente; Vidal no sentía este entusiasmo sexual;
experimentaba por todas las mujeres un sentimiento confuso de
desprecio, de curiosidad y preocupación.
En cuestión de dinero, los dos estaban conformes en que era lo más
selecto y admirable; hablaba, sobre todo Vidal, del dinero con
entusiasmo feroz; pensar que pudiese haber algo, bueno o malo, que no
se consiguiera con jierro, era para él el colmo de los absurdos. Manuel
deseaba el dinero para correr el mundo y ver pueblos, y más pueblos, y
andar en barco. Vidal soñaba con llevar la buena vida en Madrid.
A los dos o tres meses de estancia en el Corralón, Manuel se hallaba
tan acostumbrado a su trabajo y a su vida, que no comprendía que
pudiese hacer otra cosa. No le daban aquellas barriadas miserables la
impresión de tristeza sombría y adusta que produce el que no está
acostumbrado a vivir en ellas; al revés, se le antojaban llenas de
atractivos. Conocía a casi toda la gente del barrio. Vidal y él se
escapaban de casa con cualquier pretexto, y los domingos se reunían con
el Bizco en casa del Cabrero, y marchaban por los alrededores: a las
injurias, a las Cambroneras, a las ventas de Alcorcón, al Campamento y
a los ventorros del camino de Andalucía, en donde se juntaban con
merodeadores y randas, y jugaban con ellos al cané o a la rayuela.
A Manuel no le gustaba la compañía del Bizco; éste no quería reunirse
más que con ladrones. A Manuel y a Vidal constantemente los llevaba a
sitios donde pululaban bandidos y tipos de mala traza, pero Manuel no
se decidía a oponerse a lo que pensaba Vidal.
El lazo de unión entre Manuel y el Bizco era Vidal. El Bizco odiaba a
Manuel y éste sentía odio y repugnancia por e¡ Bizco y no le ocultaba su
repulsión. Era un bruto, una alimaña digna de exterminio. Lujurioso
como un mono, había forzado a algunas chiquillas de la casa del Cabrero
a puñetazos; solía robar a su padre, miserable tejedor de caña, dinero
para ir a algún bajo prostíbulo de las Peñuelas o de la calle de la Chopa,
en donde encontraba mujeronas pintarrajeadas, con la colilla en los
labios, que a él le parecían princesas. Su cráneo estrecho, su mandíbula
fuerte, su morro, la mirada torva, le daban aspecto de brutalidad y
animalidad repelentes. Hombre primitivo, afilaba su puñal, comprado en
el Rastro, y lo guardaba como una cosa sagrada. Si cogía a algún gato o
perro por su cuenta, lo mataba a pinchazos, gozando en martirizar al
Pío Baroja
61
animal. Hablaba torpemente, rellenando sus frases con barbaridades y
blasfemias.
No se sabe quién indujo al Bizco a tatuarse los brazos, o si la idea se
le ocurrió a él; probablemente el tatuaje, visto en alguno de los bandidos
con quien se juntaba, le induciría a él a hacer lo mismo. Vidal le imitó, y
los dos se dedicaron en una época a tatuarse con entusiasmo. Se
pinchaban con un alfiler hasta hacerse un poco de sangre y después
mojaban las heridas con tinta.
El Bizco se pintó cruces, estrellas y nombres en el pecho; Vidal, a quien
no le gustaba pincharse, puso su nombre en un brazo y el de su novia
en el otro; Manuel no quiso marcarse, primeramente, porque le daba
miedo la sangre, y además porque la idea se le había ocurrido al Bizco.
Sentían los dos, uno para otro, hostilidad sorda.
Manuel, siempre en acecho, se encontraba dispuesto a hacerle frente;
el Bizco, sin duda, notaba el desprecio y el odio en los ojos de Manuel, y
esto le confundía.
Para Manuel, la superioridad de un hombre estaba en el talento y,
sobre todo, en la maña; para el Bizco, el valor y la fuerza constituían las
únicas cualidades envidiables: el mérito mayor para él era ser muy
bruto, como decía con entusiasmo.
Por esta condición de habilidad y de maña, que Manuel en tanta
estima tenía, admiraba a los Rebolledos, padre e hijo, los cuales
habitaban también en el Corralón. Rebolledo padre, contrahecho de
cuerpo, enano y jorobado, barbero de oficio, salía afeitar al sol en la
ronda, cerca del Rastro. Tenía el tal enano una cara muy inteligente, ojos
profundos; gastaba bigote y patillas, y melena azulada y grasienta. Vestía
de luto; en verano y en invierno llevaba gabán, y no se sabe por qué
misterios de la química, el gabán negro verdeaba ostensiblemente,
mientras que el pantalón, también negro, tiraba a rojo.
Por las mañanas, Rebolledo salía del Corralón cargado con un banco y
una palomilla de madera, de la que colgaba una bacía de azófar y un
rótulo. Al llegar a un punto de la tapia de las Américas, sujetaba la
palomilla y a su lado el rótulo, un anuncio humorístico, cuya gracia,
probablemente, sólo él comprendía, y que cantaba así:
BARBERÍA MODERNISTA
Barbería Antisética.
Pasar cabayeros, Reboyedo afeita
y
da dinero
Los Rebolledos, padre e hijo, eran muy habilidosos; hacían juguetes de
alambre y de cartón, que vendían luego a los vendedores de las calles;
La lucha por la vida I. La busca
62
tenían su casa, un cuartucho del primer patio, convertido en taller, y allí
un tornillo de presión, un banco de carpintero y una serie de baratijas
rotas, sin aplicación, al parecer, posible.
Con esta frase indicaban en el Corralón el agudo ingenio de Rebolledo:
-Ese enano -decían- tiene en la cabeza un arca de Noé.
Rebolledo padre había construido para su uso particular una
dentadura postiza. Cogió un servilletero de hueso, lo cortó en dos partes
desiguales, y con la mayor de éstas, limando por un lado y por otro, logró
adaptársela a la boca. Luego, con una sierrecilla hizo los dientes, y para
imitar la encía recubrió una parte del antiguo servilletero de lacre.
Rebolledo se quitaba y se ponía la dentadura con una maravillosa
facilidad y comía con ella perfectamente, siempre que tuviera qué, como
decía él.
El hijo del enano, Perico de nombre, prometía ser más avispado aún
que el padre. Entre las hambres que pasaba y las tercianas pertinaces,
estaba flaco y de color de limón. No era contrahecho como el padre, sino
esbelto, delgado, con los ojos brillantes y los movimientos vivos y
desordenados. Parecía, como suele decirse, un ratón debajo de una
escudilla.
Una de las pruebas de su ingenio era un apagavelas mecánico que
había construido con una caja de betún para limpiar las botas.
Sentía Perico gran entusiasmo por las paredes blancas, y allí donde
encontraba alguna dibujaba con carbón procesiones de hombre,
mujeres, caballos y perros, casas echando humo, soldados, barcos en el
mar, la lucha de los hombres flacos con los hombres gordos, y otros
pasos igualmente divertidos.
La obra maestra de Perico en dibujo era el tríptico de don Tancredo,
pintado al carbón en la callejuela de entrada de la Corrala. La obra
produjo la admiración y el asombro de todos los habitantes de la casa.
La primera parte del tríptico representaba al valiente sugestionador de
toros marchando a la plaza a caballo, en medio de un gran golpe de
jinetes; la leyenda decía: «Don Tancredo ba a los toros». En la segunda
parte del tríptico, el rey del valor estaba con su sombrero de tres picos,
cruzado de brazos frente a la fiera; la leyenda cantaba: «Don Tancredo en
su pedestal». Debajo del tercer dibujo se leía: «El toro uye»; y la
representación de esta última escena era admirable; se veía escapar al
toro como alma que lleva el diablo, por entre los toreros, a los cuales se
les veía la nariz de perfil y al mismo tiempo la boca y los dos ojos de
frente.
A pesar de sus triunfos, Perico Rebolledo no se envanecía ni se
consideraba superior a los hombres de su época; su mayor placer era
sentarse al lado de su padre en el patio de la Corrala, entre máquinas de
reloj viejas, manojos de llaves y otra porción de cosas negras y
Pío Baroja
63
descabaladas, y pensar y cavilar las aplicaciones del cristal de unas
gafas, por ejemplo, o de un braguero, o del cuerpo de bomba de una
lavativa, o de cualquier otro trasto roto o descompuesto.
Padre e hijo pasaban la vida soñando maquinarias; para ellos no había
nada inservible: la llave que no abre puerta alguna; la cafetera de viejo
sistema, estrafalaria como un instrumento de física; el quinqué de aceite
con máquina, todo se guardaba, se descomponía y se utilizaba.
Rebolledo, padre e hijo, gastaban más ingenio para vivir miserablemente
que el que emplean un par de docenas de autores cómicos, de periodistas
y de ministros para vivir con esplendidez.
Amigos de Perico Rebolledo eran los Aristas, que luego intimaron con
Manuel.
Los Aristas, dos hermanos, hijos de una planchadora, estaban de
aprendices en una fundición de metales de la Ronda. El más pequeño de
los dos se pasaba la vida en una continua cabriola, dando saltos
mortales, encaramándose por los árboles, andando con los pies para
arriba y haciendo flexiones en todos los montantes de las puertas.
El hermano mayor, muchacho zanquilargo y tartamudo, a quien
llamaban en broma el Aristón, era el chico más fúnebre del planeta; tenía
una necromanía aguda; todo lo relacionado con ataúdes, muertos,
capillas ardientes y cirios le entusiasmaba. Hubiera querido ser
enterrador, cura de un sacramental, guarda de un cementerio; pero su
sueño, lo que más le encantaba, era una funeraria; pensaba, como en un
bello ideal, en las conversaciones que debía de tener el amo de una
tienda de pompas fúnebres con el padre o con la viuda inconsolable, al
ofrecerle coronas de siemprevivas, al ir a tomar las medidas a un muerto,
al pasearse entre los ataúdes. Hacer cajas mortuorias de hombres,
mujeres y chicos, y acompañarles luego al cementerio. Para el Aristón,
las cosas relacionadas con la muerte eran las más importantes de la
vida.
Por estos contrastes del destino, que casi siempre pone las etiquetas
cambiadas a las cosas y a los hombres, el Aristón estaba de comparsa en
un teatro del género chico, por consideración a su padre, que fue
tramoyista, y el tal oficio le disgustaba, porque en el teatro adonde iba
no se moría nadie en la escena, ni salía gente de luto, ni se lloraba. Y
mientras el Aristón no pensaba más que en cosas fúnebres, el otro
hermano soñaba con circos y trapecios y volatineros, y esperaba que
alguna vez la suerte le proporcionaría el medio de cultivar sus facultades
de gimnasta.
La lucha por la vida I. La busca
V
La taberna de la Blasa
Las disputas frecuentes entre Leandro y su novia, la hija del Corretor,
servían muy a menudo de comidilla a los inquilinos de la Corrala.
Leandro era malhumorado y camorrista; se le despertaban los instintos
brutales rápidamente; a pesar de que casi todos los sábados, por la
noche, iba a las tabernas y cafetines dispuesto a armar broncas con
matones y gente cruda, no le había sucedido hasta entonces ningún
accidente desagradable. A su novia, en parte, le gustaba este valor; pero
a la madre de la Milagros le producía verdadera indignación, y
recomendaba a todas horas a su hija que diera a Leandro una despedida
terminante.
La muchacha despedía a su novio; pero luego, al verle volver humilde
y dispuesto a aceptar toda condición, se mostraba menos rigurosa.
Esta confianza en su fuerza hacía a la muchacha ser despótica,
caprichosa y voluble; se divertía dando celos a Leandro; había llegado a
un estado especial, mezcla de cariño y de odio, en el cual el cariño
quedaba dentro y el odio fuera, manifestándose en una crueldad sañuda,
en la satisfacción de mortificar constantemente a su novio.
-Un día lo que tú debías hacer -dijo el señor Ignacio a Leandro,
indignado con las coqueterías de la muchacha- es cogerla en un rincón
y allá hartarte..., y después darla una paliza y dejarla el cuerpo hecho
una breva...; al día siguiente te seguía como un perro.
Leandro, tan valiente con los matones, al lado de su novia resultaba
un doctrino; algunas veces pensó en el consejo de su padre; pero nunca
hubiese tenido ánimos para llevarlo a cabo.
Un sábado, por la tarde, después de una agria disputa con la Milagros,
Leandro invitó a Manuel a dar una vuelta de noche en su compañía.
-¿Adónde iremos? -le preguntó Manuel.
-Al café de Naranjeros, o al cafetín de la Esgrima.
-Donde te parezca.
-Daremos una vuelta por esos chabisques e iremos luego a la taberna
de la Blasa.
65
-¿Va por ahí gente del bronce?
-Claro que va, de lo más granado.
-Entonces avisaré a don Roberto, a aquel señorito que me vino a
buscar para ir a la Doctrina.
-Bueno.
Después del trabajo fue Manuel a la casa de huéspedes y habló con
Roberto.
-Pasar por el café de San Millán a eso de las nueve de la noche -dijo
Roberto-; allí estaré yo con una prima mía.
-¿La va usted a llevar allá? -preguntó asombrado Manuel.
-Sí; es una mujer original, una pintora.
Manuel cenó en la Corrala y contó a Leandro lo que le había dicho
Roberto.
-¿Y esa pintora es guapa? -preguntó Leandro.
-No sé; no la conozco.
-¡Maldita sea la...! Daría cualquier cosa porque viniera, hombre.
-Y yo.
Fueron ambos al café de San Millán, se sentaron y esperaron con
impaciencia. A la hora indicada apareció Roberto con su prima, a la que
llamó Fanny. Era ésta una mujer de treinta a cuarenta años, muy
delgada, de mal color y de tipo varonil y distinguido; tenía algo de la
belleza desgarbada de un caballo de carrera; la nariz corva, la mandíbula
larga, las mejillas hundidas y los ojos grises y fríos. Vestía una chaqueta
de tafetán verde oscuro, falda negra y un sombrero pequeño.
Leandro y Manuel la saludaron con gran timidez y torpeza; dieron la
mano a Roberto, y hablaron.
-Mi prima -dijo Roberto- tiene gana de ver algo de la vida de estos
pobres barrios.
-Pues cuando ustedes quieran —contestó Leandro-. Eso sí, les advierto
a ustedes que hay mala gente por allá.
-¡Oh, yo voy prevenida! -dijo la dama con ligero acento extranjero,
mostrando un revólver de pequeño calibre.
Pagó Roberto, a pesar de las protestas de Leandro, y salieron todos del
café. Desembocaron en la plaza del Rastro, bajaron por la ribera de
Curtidores hasta la ronda de Toledo.
-Si quiere ver la señora la casa donde vivimos nosotros, es ésta -dijo
Leandro.
Pasaron al interior del Corralón; un grupo de chiquillos y de viejas se
les acercó, asombrados de ver a aquellas horas a una mujer con tan
extrañas trazas, y acosaron a preguntas a Manuel y a Leandro. Éste
quería que supiese la Milagros cómo había estado allí con una dama, y
fue acompañando a Fanny y enseñándola los cuchitriles del Corralón.
Aquí, miseria es lo único que se ve -decía Leandro.
La lucha por la vida I. La busca
66
-¡Oh, sí, sí! -contestaba la dama.
-Ahora, si ustedes quieren, vamos a la taberna de la Blasa.
Salieron del Corralón, hasta tomar el arroyo de Embajadores, y
siguieron a lo largo de la empalizada negra de un lavadero. Hacía una
noche oscura; empezaba a lloviznar. Tropezaron con la vía de
circunvalación.
-Tengan ustedes cuidado -dijo Leandro-, que hay un alambre.
Le puso el pie encima. Cruzaron todos la vía y pasaron por delante de
unas casas blancas hasta entrar en el barrio de las Injurias.
Se acercaron a una casita baja con un zócalo oscuro; una puerta de
cristales rotos, empañados, compuestos con tiras de papel, iluminados
por una luz pálida, daba acceso a esta casa. En la opaca claridad de la
vidriera se destacaba a veces la sombra de alguna persona.
Abrió la puerta Leandro, y entraron todos. Un vaho caliente y cargado
de humo les dio en la cara. Un quinqué de petróleo, colgado del techo,
con pantalla blanca, iluminaba la taberna, pequeña y de techo bajo.
Al entrar los cuatro, todos los concurrentes se les quedaron mirando
con expresión de extrañeza; hablaron entre ellos y después siguieron
unos jugando, otros viendo jugar.
Fanny, Roberto, Leandro y Manuel se sentaron a la derecha de la
puerta.
-¿Qué van a tomar? -dijo la mujer del mostrador.
-Cuatro quinces -contestó Leandro.
Llevó la mujer vasos en una bandeja sucia y los colocó en la mesa.
Leandro sacó sesenta céntimos.
-Son a diez -dijo la mujer en tono malhumorado.
-¿Por qué?
-Porque esto es el extrarradio.
-Bueno; cobre usted lo que sea.
La mujer dejó veinte céntimos en la mesa y volvió al mostrador. Era
ancha, tetuda, de obesidad enorme, con la cabeza metida entre los
hombros, con cinco o seis papadas en el cuello; despachaba de cuando
en cuando una copa, que cobraba de antemano, y hablaba poco, con
displicencia, con gesto invariable del malhumor.
Tenía aquel hipopótamo malhumorado, al lado derecho, un depósito de
hoja de lata con su grifo para el aguardiente, y al izquierdo, un frasco de
peleón y un jarro desportillado con el embudo negro encima, adonde
echaba el sobrante de las copas de vino.
La prima de Roberto sacó un frasco de esencias, lo ocultó en la mano
cerrada, y de vez en cuando aspiraba las sales.
Al otro lado de donde estaban Roberto, Fanny, Leandro y Manuel, un
corro de unos veinte hombres se amontonaban alrededor de una mesa
jugando al cané.
Pío Baroja
67
Cerca de ellos, acurrucadas en el suelo, junto a la estufa, recostadas
en la pared, se veían unas cuantas mujeres feas, desgreñadas, vestidas
con corpiños y faldas haraposas, sujetas a la cintura por cuerdas.
-¿Qué son estas mujeres? -preguntó la pintora.
-Son golfas viejas -contestó Leandro-, de esas que van al Botánico y a
los desmontes.
Dos o tres de aquellas infelices llevaban en sus brazos niños de otras
mujeres que iban a pasar allí la noche; algunas dormitaban con la colilla
pegada en el extremo de la boca. Entre la fila de viejas había algunas
chiquillas de trece a catorce años, monstruosas, deformes, con los ojos
legañosos; una de ellas tenía la nariz carcomida completamente, y en su
lugar, un agujero como una llaga; otra era hidrocéfala, con el cuello muy
delgado, y parecía que al menor movimiento se le iba a caer la cabeza de
los hombros.
-¿Tú has visto las tinajas que hay aquí? -preguntó Leandro a Manuel-.
Ven a verlas.
Se levantaron los dos y se acercaron al grupo de los jugadores. Uno de
éstos interrumpía el paso.
-¿Hace usted el favor? -le dijo Leandro con marcada impertinencia.
El hombre separó la silla malhumorado. Las tinajas no ofrecían nada
de particular; eran grandes, empotradas en la pared, pintadas de minio;
cada una de ellas llevaba un letrero de la clase de vino que contenía y un
grifo.
-Y ¿qué tiene esto de raro? -preguntó Manuel.
Leandro sonrió; volvieron a pasar por el mismo sitio, a molestar al
jugador y a sentarse en la mesa.
Roberto y Fanny hablaban en inglés.
-Ese a quien hemos hecho levantar -dijo Leandro- es el baratero de
esta taberna.
-¿Cómo se llama? -preguntó Fanny.
-El Valencia.
El aludido, que oyó su apodo, se volvió y contempló a Leandro; la
mirada de los dos se cruzó un momento desafiadora; el Valencia desvió
los ojos y siguió jugando. Era hombre fuerte, corpulento, de unos
cuarenta años, de cara juanetuda, pelo rojizo y expresión de sarcasmo
desagradable. De vez en cuando echaba una mirada severa al grupo
formado por Fanny Roberto y los otros dos.
-Y ese Valencia, ¿quién es? -preguntó la dama en voz baja.
-Es esterero de oficio -contestó Leandro, alzando la voz-, un gandul que
saca las perras a los chavalejos de mal vivir; antes fue de los del pote, de
esos que van a las casas los domingos, llaman, y si ven que no hay nadie,
meten la palanqueta en la cerradura y crac... Pero ni para eso tenía alma,
porque es más blanco que el papel.
La lucha por la vida I. La busca
68
-Sería curioso averiguar -dijo Roberto- hasta qué punto la miseria ha
servido de centro de gravedad para la degradación de estos hombres.
-¿Y ese viejo de barba blanca que está a su lado? -preguntó Fanny.
-Ese es un apóstol de los que curan con agua; dicen que sabe mucho...
Tiene una cruz en la lengua; pero creo que se la ha pintado él mismo.
-¿Y esa otra?
-Esa es la Paloma, la gamberra del Valencia. Prostituta? -preguntó la
dama.
-Desde hace lo menos cuarenta años -contestó Leandro, riendo.
Todos contemplaron a la Paloma con atención; tenía cara enorme,
blanda, con bolsas de piel violácea, mirada tímida, de animal;
representaba cuarenta años lo menos de prostitución, con sus
enfermedades consiguientes; cuarenta años de noches pasadas en claro,
rondando los cuarteles, durmiendo en cobertizos de las afueras, en las
más nauseabundas casas de dormir.
Entre las mujeres había también una gitana, que de cuando en cuando
se levantaba y cruzaba la taberna con jacarandoso contoneo.
Pidió Leandro unas copas de aguardiente; pero era tan malo, que nadie
lo pudo beber.
-Tú -dijo Leandro a la gitana, ofreciéndole la copa-. ¿Quieres?
-No.
La gitana puso sus manos sobre la mesa, manos cortas, rugosas,
incrustadas en negro.
-¿Quiénes son estos payos? -preguntó a Leandro.
-Son amigos. ¿Quieres o no? -Y le volvió a ofrecer la copa.
-No.
Luego, con voz aguda, gritó:
Apóstol, ¿quieres una copa?
Se levantó del grupo de los jugadores el Apóstol. Estaba borracho y no
podía andar; tenía los ojos viscosos, de animal descompuesto; se acercó
a Leandro y tomó la copa, que tembló entre sus dedos; la acercó a los
labios y la vació.
-¿Quieres más? -le dijo la gitana.
-Sí, sí -murmuró.
Luego se puso a hablar, enseñando los raigones de los dientes
amarillos, sin que se le entendiera nada; bebió las otras copas, apoyó la
mano en la frente, y despacio fue a un rincón, se arrodilló y se tendió en
el suelo.
-¿Quieres que te la diga, princesa? -preguntó la gitana a Fanny,
agarrándole la mano.
-No -replicó secamente la dama.
-¿No me darás unas perrillas para los churumbeles?
No.
Pío Baroja
69
-Escarríá, ¿por qué no me das unas perrillas para los churumbeles?
-¿Que son churumbeles?-preguntó la dama.
-Los hijos -contestó riendo, Leandro.
-¿Tienes hijos? -le dijo Fanny a la gitana.
-Sí.
-¿Cuántos?
-Dos, Míralos aquí.
Y la gitana vino con un chiquitín, rubio, y una niña de cinco o seis
años.
La dama acarició al chiquitín; luego sacó un duro del portamonedas y
se lo dio a la gitana.
Ésta comenzó a hacer aspavientos y zalamerías y a mostrar el duro a
todos los de la taberna.
-Vamos -dijo Leandro-,sacar aquí un machacante de ésos es peligroso.
Salieron los cuatro de la taberna.
-¿Quieren ustedes que demos una vuelta por el barrio? -preguntó
Leandro.
-Sí; vamos -dijo la dama.
Recorrieron juntos las callejuelas de las injurias.
-Tengan ustedes cuidado, que en medio va la alcantarilla -advirtió
Manuel.
Seguía lloviendo; se internaron los cuatro en patios angostos, en donde
se hundían los pies en el lodo infecto. Sólo algún farol de petróleo, sujeto
en la pared de alguna tapia medio caída, brillaba en toda la extensión de
la hondonada, negra de cieno.
-¿Volvemos ya? -preguntó Roberto.
-Sí -respondió la dama.
Tomaron por el arroyo de Embajadores y subieron por el paseo de las
Acacias. Arreciaba la lluvia; alguna que otra luz mortecina brillaba a lo
lejos; en el cielo, oscurísimo, se destacaba, de una manera vaga, la
silueta alta de una chimenea...
Acompañaron Leandro y Manuel hasta la plaza del Rastro a Fanny y a
Roberto, y allí se despidieron, cambiando un apretón de manos.
-¡Qué mujer! -exclamó Leandro.
-Es simpática, ¿eh? -preguntó Manuel.
-Sí es. Daría cualquier cosa por tener algo que ver con ella.
La lucha por la vida I. La busca
VI
Roberto en busca de una mujer - El Tabuenca y sus artificios
Don Alonso o el Hombre-boa
Unos meses después se presentó Roberto en la Corrala, a la hora en
que Manuel y los de la zapatería tornaban de su trabajo.
-¿Tú conoces al señor Zurro? -preguntó Roberto a Manuel. -Sí; aquí al
lado vive.
-Ya lo sé; quisiera hablarle.
-Pues llame usted, porque debe estar.
Acompáñame tú.
Llamó Manuel, les abrió la Encarna y pasaron adentro. El señor Zurro
leía el periódico a la luz de un velón en su cuarto, un verdadero almacén
repleto de bargueños viejos, arcas apolilladas, relojes de chimenea y otra
porción de cosas. Se ahogaba allí cualquiera; no se podía respirar ni dar
un paso sin tropezar con algo.
-¿Es usted el señor Zurro? -preguntó Roberto.
-Sí.
-Yo venía de parte de don Telmo.
-¡De don Telmo! -repitió el viejo, levantándose y ofreciendo una silla al
estudiante-. Siéntese usted. ¿Cómo está ese buen señor?
-Muy bien.
-Es muy amigo mío -siguió diciendo el Zurro-. ¡Vaya! Ya lo creo. Pero
usted me dirá lo que desea, señorito. Para mí, basta que venga usted de
parte de don Telmo para que yo haga lo que pueda por servirle.
-Lo que yo deseo es informarme del paradero de una muchacha
volatinera que vivió hace cinco o seis años en una posada de estos
barrios, en el mesón del Cuco.
-¿Y usted sabe cómo se llamaba la muchacha?
-Sí.
-¿Y dice usted que vivió en el mesón del Cuco?
-Si, señor.
-Yo conozco alguno que vive ahí -murmuró el ropavajero.
71
-Sí; es verdad -repuso la Encarna.
-Aquel hombre de los monos, ¿no vivía allá? -preguntó el señor Zurro.
-No; era la Quinta de Goya -contestó su hija.
-¡Pues, señor!... Espere usted un poco, joven...; espere usted.
-¿No será el Tabuenca el que vive allá, padre? -interrumpió la Encarna.
-Ése es; ese mismo. El Tabuenca. Vaya usted a verle. Dígale usted
-añadió el señor Zurro, dirigiéndose a Roberto- que va de mi parte. Es un
tío de mal genio, muy cascarrabias.
Se despidió Roberto del ropavejero y de su hija, y salió con Manuel a
la galería de la casa.
-¿Y dónde está el mesón del Cuco? -preguntó.
-Por ahí, por las Yeserías -le dijo Manuel.
-Acompáñame; luego cenaremos juntos -dijo Roberto.
-Bueno.
Fueron los dos al mesón, colocado en un paseo a aquellas horas
desierto. Era casa grande, con zaguán a estilo de pueblo y patio lleno de
carros. Preguntaron a un muchacho. El Tabuenca acababa de llegar -les
dijo-. Entraron en el zaguán, iluminado por un farol. Allí había un
hombre.
-¿Vive aquí uno a quien llaman el Tabuenca? -preguntó Roberto.
-Sí. ¿Qué hay? -dijo el hombre.
-Pues que quisiera hablarle.
-Puede usté hablar, porque el Tabuenca soy yo.
Al volverse éste, la luz del farol de petróleo, colgado en la pared, le di¿
en la cara, y Roberto y Manuel le miraron con extrañeza. Era tipo
apergaminado, amarillento; tenía una nariz absurda, nariz arrancada de
cuajo y sustituida por una bolita de carne. Parecía que miraba al mismo
tiempo con los ojos y con los dos agujeros de la nariz. Estaba afeitado,
vestido decentemente y con una boina de visera verde.
El hombre oyó con displicencia lo que le indicó Roberto; después
encendió un cigarro y tiró lejos el fósforo. A causa, sin dura, de la
exigüidad de su órgano nasal, se veía en la necesidad de tapar con los
dedos las ventanas de la nariz para poder fumar.
Roberto creyó que el hombre no había entendido su pregunta y la
repitió dos veces. El Tabuenca no hizo caso; pero, de repente, presa de la
mayor indignación, tiró el cigarro con furia y empezó a blasfemar con voz
gangosa, voz de gaviota, y a decir que no comprendía por qué le
molestaban con cosas que a él no le importaban nada.
-No chille usted tanto -le dijo Roberto, molestado con aquella
algarabía-;van a creer que hemos venido a asesinarle a usted, lo menos.
-Chillo, porque me da la gana.
-Bueno, hombre, bueno; chille usted lo que quiera.
A mí no me dices tú eso, porque te ando en la cara -gritó el Tabuenca.
La lucha por la vida I. La busca
72
-¿Usted a mí? -replicó, riéndose, Roberto; y añadió, dirigiéndose a
Manuel: -Me hacen la santísima los hombres sin nariz, y a este tío chato
le voy a dar un disgusto.
Se retiró el Tabuenca, decidido, y salió al poco rato con un bastón de
estoque, que desenvainó; Roberto buscó por todas partes algo para
defenderse, y encontró una vara de un carretero; el Tabuenca tiró una
estocada a Roberto, y éste la paró con la vara; volvió a tirarle otra
estocada, y Roberto, al pararla, rompió el farol del portal y quedaron a
oscuras. Roberto comenzó a hacer molinetes con su vara, y debió de dar
una vez al Tabuenca en algún sitio delicado, porque el hombre empezó a
gritar horriblemente:
-¡Asesinos! ¡Asesinos!
En esto se presentaron unas cuantas personas en el zaguán, y entre
ellas un arriero gordo, con un candil en la mano.
-¿Qué pasa? -preguntó.
-Estos asesinos, que me quieren matar -gritó el Tabuenca.
No hay nada de eso -repuso Roberto con voz tranquila-, sino que
hemos venido a preguntarle una cosa a este tío, y, sin saber por qué, ha
empezado a gritar y a insultarme.
-Y te andaré en la cara -interrumpió el Tabuenca.
Pues venga usted de una vez; no se quede con las ganas -replicó
Roberto.
-¡Granuja! ¡Cobarde!
-Usted sí que es cobarde. Tiene usted tan pocos riñones como poca
nariz.
El Tabuenca engarzó una porción de insultos y blasfemias, y, volviendo
la espalda, se fue.
-¿Y a mí quién me paga el farol? -preguntó el arriero.
-¿Cuánto vale? -dijo Roberto.
-Tres pesetas.
-Ahí van.
-Ese Tabuenca es un boceras -dijo el arriero del candil, al recibir el
dinero-. ¿Y qué es lo que querían ustedes?
-Preguntarle por una mujer que vivió aquí hace años y que era
volatinera. ‘
-Eso, don Alonso, el Titiri, quizá lo sepa. Si quieren, díganme ustedes
adónde van, y yo le encargaré al Titiri que les busque.
-Bueno; pues dígale usted que le esperamos en el café de San Millán,
a las nueve -dijo Roberto.
-¿Y cómo le vamos a conocer a ese hombre? -preguntó Manuel.
-Es verdad -dijo Roberto-; ¿cómo le vamos a conocer?
-Muy fácilmente. El suele andar, de noche, por los cafés con un
aparato de esos para oír canciones.
Pío Baroja
73
-¿Un fonógrafo?
-Eso es.
En esto apareció en el portal una vieja, que vino gritando:
-¿Quién ha sido el hijo de la grandísima perra que ha roto el farol?
-Calla, calla -le contestó el arriero-,que está todo arreglado.
-¡Hala, vamos! -dijo Manuel a Roberto.
Los dos salieron de la posada y echaron a andar de prisa. Entraron en
el café de San Millán. Roberto pidió de cenar. Manuel conocía al
Tabuenca de verle por las rondas, y explicó a Roberto la clase de tipo que
era mientras cenaban.
El Tabuenca vivía de una porción de artificios construidos por él.
Cuando notaba que el público se cansaba de una cosa, sacaba otra al
mercado, y así iba tirando. Uno de estos artificios era una rueda de
barquillero, que daba vueltas por un círculo de clavos, entre los cuales
había escritos números y pintados colores. Esta rueda la llevaba su
dueño en una caja de cartón, que tenía dos tapas, divididas en cuadritos
con números y colores, donde se apuntaba, y que correspondían a los
números puestos alrededor de los clavos. Solía llevar el Tabuenca en una
mano la caja cerrada y en la otra una mesita de tijera. Colocaba sus
trastos en el rincón de una calle, hacía girar la rueda y, con una voz
gangosa, murmuraba:
-¡Ande la reolina! Hagan juego, señores... Hagan juego. Número o
color... número o color... hagan juego.
Cuando había ya bastantes puestas, lo que era frecuente, daba el
Tabuenca a la rueda del barquillero, diciendo al mismo tiempo su frase:
«¡Ande la reolina!». Saltaba la ballena en los clavos, y antes que se
detuviera, ya sabía el hombre el número y el color que ganaban, y decía:
«El siete encarnado», o «el cinco azul», y siempre acertaba...
Mientras Manuel hablaba, Roberto parecía pensativo.
-¿Ves? -dijo de pronto-. Estas dilaciones son las que aburren; se tiene
un caudal de voluntad en billetes, en onzas, en grandes unidades, y se
necesita la energía en céntimos, en perros chicos. Lo mismo sucede con
la inteligencia; por eso fracasan muchos ambiciosos, inteligentes y
enérgicos. Les falta las fracciones, les falta también, en general, el talento
para disimular sus fuerzas. Poder ser estúpido en ocasiones, sería más
útil probablemente que poder ser discreto en otras tantas.
Manuel, que no comprendía el motivo de aquel chaparrón de frases, se
quedó mirando atónito a Roberto, quien volvió a sumirse en sus
cavilaciones.
Permanecieron los dos silenciosos largo tiempo, cuando entró en el
café un hombre alto, flaco, de pelo entrecano y bigote gris.
-¿Será éste el Titiri, ese don Alonso? -preguntó Roberto.
-Quizá.
La lucha por la vida I. La busca
74
El hombre flaco pasó por delante de todas las mesas, mostrando una
cajita, y diciendo: « Novedé, novedé».
Iba a salir cuando le llamó Roberto.
-¿Usted vive en el mesón del Cuco? -le preguntó.
-Sí, señor.
-¿Es usted don Alonso?
-Para servirle.
-Pues le estábamos esperando. Siéntese usted; tomará usted café con
nosotros.
El hombre se sentó. Tenía un aspecto cómico, mezcla de humildad, de
fanfarronería y de jactancia triste. Miró el plato que acababa de dejar
Roberto, en donde quedaba todavía un trozo de carne asada.
-Perdón -le dijo a Roberto-. ¿Usted no piensa concluir este trozo? ¿No?
Entonces... con su permiso -y cogió el plato, el tenedor y el cuchillo.
-Le traerán a usted otro bistec -dijo Roberto.
-No, no. Si es un capricho; me ha parecido que esta carne debía estar
buena. ¿Me quieres dar un pedazo de pan? -añadió, dirigiéndose a
Manuel-. Gracias, joven, muchas gracias.
Tragó el hombre la carne y el pan en un momento.
-¿Qué? ¿Queda un poco de vino? -preguntó sonriendo.
-Sí -contestó Manuel, vaciando la botella en la copa.
-Ol rait -dijo el hombre al beberla-. ¡Señores! A su disposición. Creo que
querían preguntarme algo.
-Sí.
-Pues a su disposición. Me llamo Alonso de Guzmán Calderón y Téllez.
Aquí donde me ven ustedes, he sido director de un circo en América, he
viajado por todas las tierras y todos los mares del mundo; ahora estoy
sufriendo un temporal deshecho; por las noches ando de café en café con
este fonógrafo, y por la mañana llevo un juego de esos de martingala, que
consiste en una torre Infiel con un espiral. Por debajo de la torre hay un
cañón con resorte que lanza una bola de hueso por la espiral arriba, y
cae luego en un tablero lleno de agujeros y de colores. Esa es mi vida.
¡Yo! ¡El director de un circo ecuestre! He venido a parar en esto, en
ayudante del Tabuenca. ¡Qué cosas se ven en el mundo!
-Quería yo preguntarle -interrumpió Roberto- si por haber vivido en el
mesón del Cuco conocía usted a una tal Rosita Buenavida, volatinera.
-¡Rosita Buenavida! ¿Dice usted que esa mujer se llamaba Rosita
Buenavida?... No, no recuerdo... Tuve en mi compañía una Rosita, pero
no se llamaba Buenavida; mejor se hubiera llamado Mala vida y
costumbres.
-Quizá varió de apellido -dijo Roberto impacientado-. ¿Qué edad tenía
la Rosita que conoció usted?
-Pues le diré a usted; yo fui a París el sesenta y ocho, contratado al
Pío Baroja
75
circo de la Emperatriz. Yo era entonces contorsionista, y en los carteles
me llamaban el Hombre-boa; luego me hice malabarista, y adopté el
nombre de don Alonso. Alonso es mi nombre. A los cuatro meses, Pérez
y yo, Pérez ha sido el gimnasta más grande del mundo, fuimos a América,
y dos o tres años después conocía a Rosita, que entonces tendría
veinticinco o treinta.
-De manera que la Rosita que usted dice tendría ahora sesenta y
tantos -dijo Roberto-; la que yo busco tendrá, a lo más, treinta.
-Entonces no es ella. ¡Caramba, cuánto lo siento! -murmuró don
Alonso, agarrando el vaso de café con leche y llevándoselo a los labios,
como si tuviera miedo de que se lo fuesen a quitar-. ¡Y qué bonita era
aquella chiquilla! Tenía unos ojos verdes como los de un gato. Una
monada, una verdadera monada.
Roberto había quedado pensativo; don Alonso prosiguió hablando,
dirigiéndose a Manuel:
-No hay vida como la del artista de circo -exclamó-. No sé la profesión
de ustedes, y no quiero rebajarla; pero donde esté el arte... ¡Aquel París,
aquel circo de la Emperatriz, no los olvidaré nunca! Verdad es que Pérez
y yo tuvimos suerte: hicimos furor allá, y no digo nada lo que eso supone.
¡Oh! Era una cosa... Una noche, después de trabajar, se encontraba uno
con un recado: «Se le espera en el café tal». Iba uno allá y se encontraba
uno con una mujer de la jai laif, una mujer caprichosa, que convidaba a
cenar... y a todo lo demás. Pero vinieron otros gimnastas al circo de la
Emperatriz; nosotros dejamos de ser novedad, y el empresario, un
yanqui que tenía una porción de compañías, nos dijo a Pérez y a mí si
queríamos ir a Cuba. Adelante -dije yo-, Ol rait.
-¿Ha estado usted en Cuba? -preguntó Roberto, saliendo de su
abstracción.
-¡He estado en tantos sitios! -contestó, con aire de superioridad, el
antiguo Hombre-boa-. Nos embarcamos en el Abre -siguió diciendo don
Alonso- en un barco que se llamaba la Navarr, y estuvimos en La Habana
durante unos ocho meses; trabajando allí, nos salió un negocio de una
lotería, y Pérez y yo ganamos veinte mil pesos oro.
-¡Veinte mil duros! -dijo Manuel.
-¡Cabalito! A la semana siguiente ya los habíamos perdido, y nos
encontrábamos Pérez y yo sin un centavo. Pasábamos unos días
alimentándonos de guayaba y de ñame, hasta que encontramos en el
muelle de La Habana unos gimnastas que estaban más arruinados que
el verbo y nos reunimos a ellos. Era gente que no trabajaba mal; había
acróbatas, clauns, pantomimistas, barristas y una equiyer francesa;
formamos una compañía e hicimos una turné por los pueblos de la isla;
pero una turné morrocotuda. ¡Cómo nos obsequiaban en aquella tierra!
«Pase, mi amigo, y tomará una copa». «Muchísimas gracias». «No me
La lucha por la vida I. La busca
76
desaire el señó; vamo a tomá una copa en eta cantina, ¿no? ...» Y la
bebida andaba que era un gusto. Como yo era el único de la cuadrilla que
sabía hacer cuentas, he tenido educación -añadió don Alonso-, mi padre
fue militar, me nombré director. En uno de los pueblos reforcé la
compañía con una bailarina y un Hércules. La bailarina se llamaba
Rosita Montañés; de ésta me he acordado cuando me hablaban ustedes
de esa Rosita que buscan. La Montañés era española y estaba casada
con el Hércules, un italiano, Napoleó Pitti, de nombre. El matrimonio
llevaba como secretario a un galleguito muy inteligente, pero detestable
como artista, y la Rosita y él se la pegaban al Hércules. No era esto difícil,
porque Napoleó era uno de los hombres más brutos que he conocido;
como fuerte, no había otro: tenía una espalda como una pared maestra;
las orejas, aplastadas por los puñetazos del boxeo; era un barbarote, y
es lo que se dice: «al hombre, por la palabra, y al buey, por el asta»; y el
galleguito le llevaba al Hércules por el asta. El condenado marusiño me
engañó a mí también, aunque no como al Hércules, pues siempre he sido
soltero, gracias a Dios, parte por aprensión y parte por cálculo; y mujeres
no me han faltado -dijo don Alonso, con jactancia.
»¿En qué iba? ¡Ah, sí! Yo no sabía el inglés; la condenada lengua esa,
aunque no es muy difícil, no me entraba; tenía necesidad de un
intérprete, y nombré al gallego secretario de la compañía y taquillero. Así,
juntos, estuvimos cerca de un año, y al cabo de este tiempo llegamos a
una isla inglesa que está cerca de la Jamaica. El gobernador de la isla,
un inglés más barbián que el mundo, con unas patillas que parecían de
fuego, me llamó al desembarcar; y como no había sitio para que
trabajáramos nosotros, habilitó la escuela municipal, que era un palacio,
y mandó tirar todos los tabiques y hacer la pista y las gradas. En el
pueblo, sólo los negros iban a aquella escuela; y estas criaturas, ¿para
qué quieren saber leer y escribir?
»Llevábamos allá un mes, y, a pesar de que no pagábamos el local, de
que solía estar lleno todas las tardes, de que no teníamos apenas gastos,
no ganábamos. ¿En qué consistirá? -me decía yo continuamente-. Un
misterio.
-¿Y en qué consistía? -preguntó Manuel.
Ahora voy. Antes hay que explicar que el gobernador de las patillas
rojas se enamoró de la Rosita, y, sin andarse por las ramas, se la llevó a
su palacio. El pobre Hércules mugía, rompía los platos con los dedos y
desahogaba su dolor y su rabia haciendo barbaridades.
»El gobernador, muy campechano, nos invitaba al galleguito y a mí a
su palacio, y allí, en un jardín que tenía con cedros y palmeras, solíamos
preparar el programa de las funciones y nos entreteníamos en tirar al
blanco, mientras fumábamos unos tabacos admirables y bebíamos copas
de ron. Hacíamos la corte a Rosita, y ella se reía como una loca, y bailaba
Pío Baroja
77
el tango, la cachucha y el vito, y le faltaba al inglés una barbaridad de
veces; un día me dijo el gobernador, que me trataba como a un amigo:
“Ese secretario de usted le roba”. “Creo que sí”, le contesté. “Esta noche
tendrá usted la prueba.
»Concluimos la función; me fui a casa, cené e iba a acostarme, cuando
viene un negrito y me dice que le siga; bueno: lo hago; salimos los dos:
nos acercamos al circo, y en una cantina próxima veo al gobernador y al
jefe de policía del pueblo. Hacía una noche de luna muy hermosa; en la
cantina no había luz; esperamos, y esperamos, y de pronto aparece un
bulto, y se cuela por una ventana del circo. “For uer” -murmuró el
gobernador-. Esto quiere decir: ¡Alante! -añadió don Alonso.
»Nos acercamos los tres, y por la misma ventana pasamos sin hacer
ruido; llegamos, de puntillas, al portal de la antigua escuela, que hacía
de vestíbulo del circo, y que era donde estaba la taquilla, y vemos al
secretario con una linterna en la mano, registrando la caja. “-¡Alto a la
autoridad!” -gritó el gobernador-, y, con el revólver que llevaba en la
mano, disparó un tiro al aire. El secretario quedó paralizado,
mirándonos; el gobernador entonces le apuntó con el arma al pecho y
volvió a disparar a boca de jarro; el hombre vaciló, dio una vuelta en el
aire y cayó muerto.
»El gobernador estaba celoso, y la verdad es que la Rosita quería al
secretario. Yo no he visto en mi vida un dolor tan grande como el de
aquella mujer cuando encontró a su amante muerto. Lloraba y se
arrastraba dando unos lamentos que partían el alma. Napoleó lloró
también.
»Enterramos al secretario, y a los cuatro o cinco días del entierro nos
comunicó el jefe de policía de la isla que la escuela no podía estar más
tiempo haciendo de circo, y que nos fuéramos. Obedecimos la orden,
porque no había más remedio, y durante un par de años estuvimos
andando por pueblos del centro de América, del Yucatán y de México,
hasta que en Tampico se deshizo la compañía. Como allá no había medio
de trabajar, Pérez y yo nos embarcamos para Nueva Orleáns.
-Hermoso pueblo, ¿eh? -dijo Roberto.
-Hermoso. ¿Ha estado usted allí?
-Sí.
-Hombre, ¡cuánto me alegro!
-Qué río, ¿eh?
-¡Un mar! Pues voy a mi historia. La primera vez que trabajamos en la
ciudad, señores, ¡qué éxito! El circo era más alto que una iglesia; yo le
dije al carpintero: «Pon el trapecio nuestro lo más alto posible»; y después
de hacer esta recomendación, me fui a comer.
»En nuestra ausencia llegó al circo el empresario y preguntó:
Es que los gimnastas españoles quieren trabajar a esa altura?” “Eso
La lucha por la vida I. La busca
78
han dicho” -le contestó el carpintero. “-Que les avisen que no quiero ser
responsable de una barbaridad semejante”.
»Estábamos Pérez y yo en el hotel, y nos dan el recado de que fuéramos
en seguida al circo. “-¿Qué pasará?” -me preguntó mi compañero-. “-Ya
verás -le dije yo- cómo nos van a exigir que bajemos el trapecio”.
»Efectivamente; vamos Pérez y yo al circo, y vemos al empresario. Era
eso lo que quería. “-Nada -le dije-, aunque venga el mismísimo presidente
de la República de los Estados Unidos con su señora madre, no bajo el
trapecio ni una pulgada. “-Pues se le obligará a usted”. “-Lo veremos.”
Llamó el empresario a uno de policía; le enseñé yo a éste el contrato, y
me dio la razón: me dijo que mi compañero y yo teníamos el perfecto
derecho de rompernos la cabeza...
-¡Qué país! -murmuró irónicamente Roberto.
-Tiene usted razón -dijo en serio don Alonso-. ¡Qué país! ¡Eso es
adelanto!
»Por la noche, en el circo, antes de debutar, estábamos Pérez y yo
oyendo los comentarios del público. “-Pero esos españoles, ¿van a
trabajar a esa altura?” -se preguntaba la gente-. “-Se van a matar”.
Nosotros tan tranquilos, sonriendo.
»Íbamos a salir a la pista, cuando se nos acerca un señor de sotabarba
marinera, sombrero de copa de alas planas y carrick, y gangueando
mucho, nos dice que nos podía suceder una desgracia trabajando tan
alto, y que, si queríamos, podíamos asegurar la vida, para lo cual no
había más que firmar unos papeles que llevaba en la mano. ¡Cristo! Me
quedé muerto; sentí ganas de estrangular al tío aquel.
»Temblando y haciendo de tripas corazón, salimos Pérez y yo a la pista.
Tuvimos que darnos colorete. Llevábamos un traje azul, cuajado de
estrellas plateadas; una alusión a la bandera del Unichs Steis;
saludamos, y arriba por la cuerda.
»Al principio, yo creí que me caía; se me iba la cabeza, me zumbaban
los oídos; pero con los primeros aplausos se me olvidó todo, y Pérez y yo
hicimos los ejercicios más difíciles con una precisión admirable. El
público aplaudía a rabiar. ¡Que tiempos!
Y el viejo gimnasta sonrió; luego hizo una mueca de amargura; se le
humedecieron los ojos; parpadeó para absorber una lágrima, que escapó
al fin y corrió por la mejilla terrosa.
-Soy un tonto; no lo puedo remediar -murmuró don Alonso para
explicar su debilidad.
-¿Y siguieron ustedes en Nueva Orleáns? -preguntó Roberto.
Allí -contestó don Alonso- nos contrató a Pérez y a mí una gran
empresa de circos de Niu Yoc, que tenía veinte o treinta compañías
andando por toda América. Ibamos en un tren especial todos los
gimnastas, bailarinas, equiyeres, acróbatas, pantomimistas; clauns,
Pío Baroja
79
contorsionistas, Hércules... La mayoría eran italianos y franceses.
-Habría mujeres guapas, ¿eh? -dijo Manuel.
-¡Uf..., así! -contestó don Alonso, uniendo sus dedos-. ¡Mujeres con
unos músculos!... Era una vida como no hay otra -añadió, volviendo a su
tema melancólico-. Se tenía dinero, mujeres, trajes... y, sobre todo, la
gloria, el aplauso...
Y el gimnasta quedó entusiasmado, mirando fijamente a un punto.
Roberto y Manuel le contemplaban con curiosidad.
-Y a la Rosita, ano la volvió usted a ver más? -preguntó Roberto.
-No; me dijeron que se había divorciado de Napoleó para casarse de
nuevo en Beustón con un millonario del Oeste. Las mujeres... ¿Quién se
fía de ellas?... Pero, señores, son las once. Perdonen ustedes; me tengo
que marchar. ¡Muchas gracias! ¡Muchísimas gracias! -murmuró don
Alonso, apretando con efusión la mano de Roberto y la de Manuel-. Ya
nos veremos otra vez, ¿verdad?
-Sí; nos veremos -contestó Roberto.
Don Alonso cogió su fonógrafo en la mano y pasó por entre las mesas
repitiendo su frase: ¡Novedé! ¡Novedé! Luego, después de saludar
nuevamente a Roberto y a Manuel, desapareció.
-Nada, no se averigua nada -murmuró Roberto-. Vaya, adiós; hasta
otro día.
Manuel quedó solo, y pensando en las historias de don Alonso y en los
misterios de Roberto, se fue al Corralón a acostarse.
La lucha por la vida I. La busca
VII
La kermesse de la calle de la Pasión - El Lechuguino
Un café cantante
La kermesse de la calle de la Pasión fue esperada por Leandro con
ansiedad. Otros años había acompañado a Milagros a la verbena de San
Antonio y a las del Prado; bailó con ella, la convidó a buñuelos, la regaló
un tiesto de albahaca; aquel verano la familia del Corretor parecía tener
empeño decidido de apartar a la Milagros de Leandro. Éste se enteró de
que su novia y su madre pensaban ir a la kermesse, y se agenció dos
billetes, y anunció a Manuel que los dos se presentarían allá.
Efectivamente: fueron una noche de agosto, que hacía un calor
horrible; un vaho denso y turbio llenaba las calles de las cercanías del
Rastro, adornadas e iluminadas con farolillos a la veneciana.
Se celebraba la fiesta en un solar grande de la calle de la Pasión.
Entraron Leandro y Manuel: la música del Hospicio tocaba una
habanera. El solar, alumbrado con arcos voltaicos, estaba adornado con
cintas, gasas y flores artificiales, que partían como radios de un poste del
centro e iban hasta los extremos. Frente a la puerta de entrada había
una caseta de tablas, recubierta con percalina roja y amarilla, y una
porción de banderas españolas: era la tómbola.
Leandro y Manuel se sentaron en un rincón y esperaron. El corrector
y su familia llegaron pasadas las diez; la Milagros estaba muy bonita:
vestía traje claro con dibujos azules, pañuelo de crespón negro y zapato
blanco. Iba un poco escotada hasta el nacimiento del cuello, terso y
redondo.
En aquel momento, la banda del Hospicio tocaba a trompetazos el
chotis de Los Cocineros, y Leandro, emocionado, invitó a bailar a la
Milagros. La muchacha hizo un gestillo de desenfado.
-A ver si me manchas el traje nuevo -murmuró, y se puso el pañuelo a
la cintura.
-Si bailas con otro, también te manchará -contestó Leandro,
humildemente.
La Milagros no hizo caso: bailaba cogiéndose la falda con una mano,
81
contestando de una manera displicente y por monosílabos. j
Concluyó el chotis, y Leandro invitó a la familia a ir al ambigú. A la
derecha de la puerta había dos escalinatas adornadas, que conducían a
otro solar a un nivel de seis o siete metros más alto del sitio donde se
celebraba el baile. En una de las escaleras, llenas de banderas
españolas, había un letrero, sostenido por un poste, donde ponía:
«Subida al ambigú»; en la otra: «Bajada del ambigú».
Subieron todos la escalera. El ambigú era un sitio espacioso, con
árboles, alumbrado por globos eléctricos, que colgaban de gruesos
cables. Sentados a las mesas, una multitud abigarrada hablaba a gritos,
palmoteaba y reía.
Tuvieron que esperar muchísimo tiempo para que un mozo trajese
cerveza; la Milagros pidió un helado, y, como no había, no quiso tomar
nada. Estuvo así, sin hablar, considerándose profundamente ofendida,
hasta que se encontró con dos muchachas de su taller, se reunió con
ellas y se le marchó el enfado al momento. Leandro, a la primera ocasión,
abandonó al corrector, se reunió con Manuel y fue a buscar a su novia.
En el solar próximo de la entrada, en el sitio del baile, paseaban, dando
vueltas, las parejas en los momentos de descanso; las dos amigas de la
Milagros y ésta, las tres agarradas del brazo, paseaban muy alegres,
seguidas muy de cerca por tres hombres. Uno de ellos era un señorito
achulapado, alto, de bigote rubio; el otro, un hombre bajito, de facha
ordinaria, con el bigote pintado, la pechera y los dedos llenos de
brillantes, y el tercero un chulapón, con patillas de hacha, mezcla de
gitano y tratante en ganados, con trazas del más abyecto truhán.
Leandro, al notar la maniobra de los tres compadres, se interpuso
entre las muchachas y sus galanteadores, y, volviéndose hacia ellos con
impertinencia, dijo:
-¿Qué hay?
Los tres se hicieron los distraídos y se rezagaron.
-¿Quiénes son? -preguntó Manuel.
Uno es el Lechuguino -dijo Leandro en voz alta para que le oyera su
novia-, un tío que tiene lo menos cincuenta años y anda por ahí
echándoselas de pollo; el bajito, del bigote pintado, es Pepe el Federal y
el otro, Eusebio el Carnicero, un hombre que es dueño de unas cuantas
casas de compromiso.
El arranque fanfarrón de Leandro gustó a una de las muchachas, que
se volvió a mirar al mozo y sonrió; pero a la Milagros no le hizo gracia
ninguna, y, mirando hacia atrás, busco repetidas veces con la mirada al
grupo de los tres hombres.
En esto apareció el que Leandro había designado con el mote de
Lechugino, acompañando al corrector y a su mujer. Las tres muchachas
se acercaron a ellos, y el Lechuguino invitó a bailar a Milagros. Leandro
La lucha por la vida I. La busca
82
miró a su novia angustiosamente; ella, sin hacerle caso, se puso a bailar.
Tocaban el pasodoble de El tambor de granaderos. El Lechuguino era un
bailarín consumado; llevaba a su pareja como una pluma y la hablaba
tan de cerca, que parecía que le estaba besando.
Leandro no sabía qué cara poner, sufría horriblemente: no se decidía
a marcharse. Concluyó aquel baile, y el Lechuguino acompañó a
Milagros a donde estaba su madre.
-¡Vámonos! ¡Vámonos! -dijo Leandro a Manuel-. Si no, voy a hacer un
disparate.
Salieron de allí escapados y entraron en un café cantante de la calle de
la Encomienda. Estaba desierto. Dos chiquillas bailaron en un tablado:
una vestida de maja, y la otra de manolo.
Leandro, pensativo, no hablaba una palabra; Manuel sentía sueño.
-Vamos de aquí -murmuró Leandro, después de breve rato-. Esto está
muy triste.
Salieron a la plaza del Progreso; Leandro, siempre cabizbajo y
pensativo; Manuel, muerto de sueño.
=En el café de la Marina -dijo Leandro- habrá holgorio.
-Más nos vale ir a casa -contestó Manuel.
Leandro, sin atenderle, bajó a la Puerta del Sol; entraron los dos muy
silenciosos por la calle de la Montera y volvieron la esquina de la de
Jardines. Era más de la una. Al paso las busconas, apostadas en los
portales, con sus trajes claros, les detenían, y al ver el aspecto torvo de
Leandro y la facha pobre de Manuel, les dejaban pasar, dándoles alguna
broma por su seriedad.
A la mitad de la calle, estrecha y oscura, brillaba un farol rojo, que
iluminaba la portada sórdida del café de la Marina.
Empujó la puerta Leandro y pasaron dentro. Enfrente, el tablado con
cuatro o cinco espejos, relucía lleno de luz; en el local, angosto, la fila de
mesas arrinconadas a una y otra pared no dejaban en medio más que un
pasillo.
Se sentaron Leandro y Manuel. Éste apoyó la frente en la mano y
quedó dormido; Leandro hizo una seña a dos cantaoras, vestidas con
trajes vistosos, que hablaban con unas mujeres gordas, y las dos fueron
a sentarse a la mesa.
-¿Qué vais a tomar? -las preguntó Leandro.
-Yo alpiste -contestó una de ellas, que era delgadita, nerviosa, con los
ojos pequeños y pintados.
-¿Tú, cómo te llamas?
-Yo, María la Chivato.
-¿Y ésta?
-La Tarugo.
La Tarugo, que era una malagueña gorda y agitanada, se sentó al lado
Pío Baroja
83
de Leandro, y se pusieron los dos a hablar bajo.
Se acercó el mozo a la mesa.
-Tráenos cuatro medias de aguardiente -dijo la Chivato-, porque éste
beberá -añadió dirigiéndose a Manuel y agarrándole del brazo-. ¡Tú,
chaval!
-¡Eh! -exclamó el muchacho, despertándose, sin tener idea de dónde
estaba-. ¿Qué quiere usted?
La Chivato se echó a reír.
-¡Despiértate, hombre, que se te va el tren! ¿Has venido en el mixto de
esta tarde?
-He venido en la... -y Manuel soltó un rosario de barbaridades.
Luego, de muy mal humor, se puso a mirar a todos lados, haciendo
esfuerzos para no dormirse.
En una mesa de al lado, un hombre con trazas de chalán discutía
acerca del cante y del baile flamenco con un bizco de cara de asesino.
-Ya no hay artistas -decía el chalán-;antes venía uno aquí a ver al
Pinto, al Canito, a los Feos, a las Macarronas... Ahora, ¿qué? Ahora, na;
pollos en vinagre.
-Ése es el tocaor -dijo, señalando a este último la Chivato.
No pararon mucho tiempo las dos cantaoras en la mesa de Leandro y
Manuel. El bizco estaba ya en el tablao; empezó a puntear la guitarra, se
sentaron seis mujeres en fila y empezaron a palmotear rítmicamente; la
Tarugo se levantó de su asiento y se arrancó a bailar de costado, luego
zarandeó las caderas de una manera convulsiva; el cantaor comenzó a
gargarizar suavemente; a intervalos callaba y no se oía entonces más que
el castañeteo de los dedos de la Tarugo y los golpes de sus tacones, que
llevaban el contrapunto.
Cuando concluyó la cantaora malagueña, se levantó un gitano de piel
achocolatada, y bailó un tango, un danzón de negro; se retorcía, echaba
el abdomen para adelante y los brazos atrás. Terminó sus movimientos
de caderas afeminados y un trenzado complicadísimo de brazos y de
piernas.
-Eso es trabajar erijo el chalán.
-Mira, yo me voy -murmuró Manuel.
-Espera; vamos a tomar otra copa.
-No; me marcho.
-Bueno; vámonos. ¡Es lástima!
En aquel momento un cantaor gordo, con una cerviz poderosa, y el
guitarrista bizco de cara de asesino, se adelantaron al público, y
mientras el uno rasgueaba la guitarra, poniendo de repente la mano
sobre las cuerdas para detener el sonido, el otro con la cara inyectada,
las venas del cuello tensas y los ojos fuera de las órbitas, lanzaba una
queja gutural, sin duda muy dificultosa, porque le hacía enrojecer hasta
La lucha por la vida I. La busca
84
la frente.
Pío Baroja
VIII
Las vacilaciones de Leandro - En la taberna de la Blasa
El de las tres cartas - Lucha con el Valencia
Algunas noches Manuel oía a Leandro en su cuarto que se revolvía en
la cama y suspiraba con suspiros tan profundos como los mugidos de un
toro.
-Las cosas le van mal -pensaba Manuel.
La ruptura entre la Milagros y Leandro era definitiva. El Lechuguino,
en cambio, ganaba terreno: había conquistado a la madre de la
muchacha, convidaba al corrector y esperaba y acompañaba a la
Milagros.
Un día, al anochecer, los vio Manuel a los dos, calle de Embajadores
abajo: él iba contoneándose, con la capa terciada; ella, arrebujada en el
mantón; él la hablaba y ella se reía.
-¿Qué va a hacer Leandro cuando lo sepa? -preguntó Manuel-. No,
pues yo no se lo digo; ya se encargará alguna bruja de la vecindad de
darle la noticia.
Efectivamente, así pasó; y antes de un mes, nadie ignoraba en la casa
que la Milagros era la novia del Lechuguino; que éste había abandonado
la vida de juerga y de garito, y pensaba seguir con el negocio de su padre:
la venta de materiales para construcciones, y establecerse y hacer la vida
de una persona formal.
Mientras que Leandro trabajaba en la zapatería, el Lechuguino solía
visitar a la familia del corrector, y hablaba con la Milagros ya con el
consentimiento de los padres.
Leandro era, o aparentaba ser, el único no enterado de las nuevas
relaciones de la Milagros. Algunas mañanas, al pasar el mozo por delante
de la casa del señor Zurro, para bajar al patio, solía encontrar a la
Encarna, y ésta, al verle, le preguntaba con sorna por la Milagros,
cuando no solía cantarle un tango, que empezaba diciendo:
De las grandes locuras que el hombre hace,
no comete ninguna como casarse;
86
y especificando la locura y entrando en detalles, añadía a voz en grito:
Y por la mañana él va a la oficina,
y ella queda en casa con algún vecino
que es persona fina.
Leandro sentía el amargor que se deslizaba hasta el fondo de su alma,
y por más que se revolvía para dominar sus instintos, no lograba
tranquilizarse. Un sábado por la noche, mientras volvían por la ronda
hacia casa, Leandro se acercó a Manuel.
-¿Tú sabes si la Milagros habla con el Lechuguino? -4e preguntó.
-¿Yo?
-¿No has oído decir que se van a casar?
-Sí; eso se ha dicho.
-¿Tú qué harías en mi caso?
-Yo... me enteraría.
-¿Y si resultaba verdad?
Manuel se calló. Fueron andando juntos, sin hablarse. De pronto,
Leandro se paró bruscamente y puso la mano en el hombro de Manuel.
-¿Tú crees -dijo- que si una mujer le engaña a un hombre no tiene uno
el derecho de matarla?
-Yo creo que no -contestó Manuel, mirando a Leandro a los ojos.
-Pues cuando un hombre tiene riñones, lo hace con derecho o sin él.
-Pero ¡moler! ¿A ti te ha engañado la Milagros? ¿Estabas casado con
ella? Habéis reñido, y nada más.
-Yo voy a concluir haciendo una barbaridad. Créelo -murmuró
Leandro.
Se callaron los dos. Cruzaron el portal de la Corrala; subieron las
escaleras y entraron en casa. Sacaron la cena; pero Leandro no comió,
bebió tres vasos de agua seguidos y salió a la galería.
Iba a salir Manuel después de cenar, cuando oyó que Leandro le
llamaba repetidas veces.
-¿Qué quieres?
Anda, vamos.
Manuel salió al balcón corrido; la Milagros y su madre, desde la puerta
de su casa, insultaban a Leandro violentamente.
-¡Golfo! ¡Granuja! -decía la mujer del corrector-. Si estuviera aquí su
padre no hablarías de ese modo.
-Y si estuviera su abuelo lo mismo -exclamó Leandro, riéndose de un
modo salvaje-. Anda, vámonos, tú -añadió, dirigiéndose a Manuel-. Ya
está uno harto de estas zorras.
Salieron los dos de la galería, y después del Corralón.
-Pero ¿qué ha pasado? -preguntó Manuel.
Pío Baroja
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-Nada, que esto se ha concluido -contestó Leandro-. La he dicho de
buena manera: Oye, Milagros, ¿es verdad que te vas a casar con el
Lechuguino? «Sí, es verdad, ¿te importa algo?» «Sí, la he contestado,
porque ya sabes que yo te quiero. ¿Es porque es más rico que yo?»
«Aunque fuera más pobre que una rata me casaba con él». «¡Bah!» «¿Es
que no lo crees?» «Bueno». Al último me ha indignado, y la he dicho que
me daba lo mismo que se casara con un perro, y que era una tía zorra
indecente... Luego la madre ha salido a insultarme... Esto ya se ha
concluido. Mejor. Las cosas claras. ¿Adónde vamos? ¿Vamos otra vez a
las Injurias?
-¿Para qué?
-A ver si ese Valencia se sigue poniendo moños conmigo.
Cruzaron la vía de circunvalación. Leandro, dando zancadas, se plantó
en un momento en las Injurias. Manuel apenas podía seguirle.
Entraron en la taberna de la Blasa; los mismos hombres de la noche
anterior jugaban al cané cerca de la estufa. De las mujeres, sólo estaban
la Paloma y la Muerte. Ésta, completamente borracha, dormía sobre la
mesa. La luz daba en su cara erisipelatosa y llena de costras; de la boca
entreabierta, de labios hinchados, le fluía la saliva; la melena estoposa,
gris, sucia, y enmarañada le salía en mechones por debajo del pañuelo
negro, verdoso y lleno de caspa; a pesar de los gritos y riñas de los
jugadores, no pestañeaba; sólo de cuando en cuando lanzaba un
ronquido prolongado, que, al comenzar, era sibilante, y que terminaba
con un estertor ronco. A su lado la Paloma, acurrucada en el suelo al
lado del Valencia, tenía un niño de tres o cuatro años en los brazos,
chiquillo delgaducho y pálido, que parpadeaba sin cesar, a quien daba a
beber una copa de aguardiente.
Por delante del mostrador un hombre alto y flaco, con gorrilla con un
número dorado en la cabeza y blusa azul, se paseaba melancólico; los
brazos, a lo largo del cuerpo, como si no fueran suyos; las piernas,
dobladas. Echaba un sorbo de una copa cuando se le ocurría; se
limpiaba los labios con el dorso de la mano, y volvía a pasearse con
indolencia. Era hermano de la mujer de la taberna.
Se sentaron Leandro y Manuel en la misma mesa donde estaban los
jugadores. Leandro pidió vino, vació un vaso grande de un trago y
suspiró varias veces.
-¡Cristo! -murmuró sordamente Leandro-. Que no se te ocurra
entusiasmarte con una mujer. La más buena es tan venenosa como un
sapo.
Después pareció calmarse; contempló los dibujos del tablero de la
mesa: corazones heridos por una flecha, nombres de mujeres; sacó una
navaja del bolsillo y se puso a grabar letras en la tabla.
Cuando se cansó convidó a uno de los jugadores a beber con él.
La lucha por la vida I. La busca
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-Hombre, muchas gracias -replicó el otro-,estoy jugando.
-Bueno; pues deja usted el juego, y si no quiere usted no se le obliga.
¿Nadie quiere tomar una copa? Yo le convido.
-Se acepta -dijo un hombre alto, encorvado, de aire enfermizo, a quien
llamaban el Pastiri-,levantándose y acercándose a Leandro.
Éste pidió más vino, y se entretuvo en reír alto cuando alguno perdía
y en apostar contra el Valencia.
El Pastiri se aprovechaba, vaciando un vaso tras otro. Era el tal un
borrachín, compadre del Tabuenca, que se dedicaba también a engañar
a los incautos con juegos de ballestilla. Manuel le conocía de verle en la
ribera de Curtidores. Solía ejercer su arte en las afueras, jugando a las
tres cartas. Colocaba tres naipes sobre una tablita; uno de éstos lo
mostraba; luego cambiaba de lugar los otros dos muy despacio, dejando
quieta la carta que había enseñado, y ponía encima de los tres naipes un
palito, y apostaba a que no se indicaba cuál era la que había enseñado.
Y no se daba con la carta nunca; tan bien preparado estaba el juego.
Una operación parecida a ésta solía realizar el Pastiri con tres fichas
de juego de damas, debajo de una de las cuales ponía una bolita de papel
o miga de pan; apostaba a que no se decía debajo de cuál de las tres
estaba la bolita, y si por casualidad alguno acertaba, la escamoteaba con
la uña.
El Pastiri aquella noche estaba repleto de alcohol y completamente
afónico.
Manuel, que había bebido algo de más, sintió el principio del mareo,
pensó en el modo de huir disimuladamente; pero cuando se decidió, el
hermano de la tabernera cerraba la puerta de la taberna. Antes de que
concluyese de hacerlo entró, por la media puerta que aún quedaba
abierta, un hombre bajito, afeitado, vestido de negro, con una boina de
visera, el pelo rizado y aspecto de andrógino repugnante. Saludó
afectuosamente a Leandro. Era un cordero de la casa del tío Rilo, de
fama sospechosa, a quien llamaban el Besuguito, por su cara de pez, y
por mal mote, la Tragabatallones.
Bebió el cordonero un sorbo de una copa, de pie, y se puso a hablar
con voz gruesa, pero de mujer, una voz untuosa, desagradable,
recalcando sus palabras con porción de aspavientos y dengues.
No atajaba nadie su verbosidad. El mejor día -dijo- iban a quedar
enterrados todos los que vivían en las Injurias, entre los escombros de la
Fábrica de Gas.
-Pa mí -añadió- que se debía terraplenar toda esta hondonada; en
parte yo lo sentiría, porque tengo buenas amistades en este barrio.
-¡Ay!... Zape -dijo uno de los jugadores.
-Sí, lo sentiría -siguió diciendo el Besuguito, sin hacer caso de la
interrupción-; pero la verdad es que poco se iba a perder, porque, como
Pío Baroja
89
dice Angelillo, el sereno del barrio, aquí no viven más que los de la busca,
randas y prostitutas.
-¡Cállate tú, sarasa ¡Tragabatallones! -gritó la tabernera-; este barrio
es tan bueno como el tuyo.
-Y en eso no dejas de tener razón -replicó el Besuguito-; porque mira
que el Portillo de Embajadores y las Peñuelas hay que verlos. Na, allí el
sereno no ha conseguido que se cierren las puertas de noche. Él las
cierra, y las abren los vecinos. Porque como todos son de la busca... A mí
me dan cada susto...
Se celebró entre algazara el susto del Besuguito, que siguió
impertérrito con su charla insusbstancial y redicha, adornada de
consideraciones y recovecos. Manuel apoyó un brazo encima de la mesa,
y con una mejilla sobre él quedó dormido.
-Pero tú, ¿por qué no bebes, Pastiri? -preguntó Leandro-. ¿Es que me
desairas? ¿A mí?
-No, hombre; es que ya no puede pasar -contestó el de las tres cartas,
con su voz desgarrada, llevando la mano abierta a la garganta. Luego,
con voz que parecía venir de un órgano roto, gritó:
-¡Paloma!
-¿Quién llama a esta mujer? -contestó inmediatamente el Valencia,
levantando la mirada por entre el grupo de jugadores.
-Yo -contestó el Pastiri-. Que venga la Paloma.
-¡Ah!... ¿Eres tú? Pues no pue ser -replicó el Valencia.
-He dicho que venga la Paloma -repuso el Pastiri, sin mirar al matón.
Éste pareció no oír la frase. El de las tres cartas se levantó molestado
por la descortesía, y dando en la manga al Valencia con el revés de la
mano, repitió su frase, recalcando palabra por palabra:
-He dicho que venga la Paloma, que esos amigos quien hablar con esa
señora.
-Pues yo te digo que no pue ser -contestó el otro.
-Es que esos cabayeros quien hablar con eya.
Bueno... pues que me pidan a mí permiso.
El Pastiri acercó su cara a la del matón, y mirándole a los ojos, gritó:
-¿Sabes, Valencia, que te estás poniendo más patoso que Dios?
-¡Mentira! -replicó el aludido, continuando tranquilamente su juego.
-¿Sabes que te voy a dar dos trompás?
-¡Mentira!
El Pastiri se retiró un poco, con la torpeza de un borracho, y comenzó
a buscar la navaja en el bolsillo interior de su chaqueta, entre las risas
burlonas de todos. Entonces, de pronto, con una decisión repentina,
Leandro se levantó con la cara inyectada de sangre, agarró al Valencia
por las solapas de la chaqueta, y lo zarandeó y le golpeó contra la pared
rudamente.
La lucha por la vida I. La busca
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Todos los jugadores se interpusieron: cayó la mesa y se armó un
estrépito infernal de gritos y vociferaciones. Manuel se despertó
despavorido. Se encontró en medio de una trapatiesta horrorosa; la
mayoría de los jugadores, con el hermano de la tabernera a la cabeza,
querían echar fuera a Leandro; pero éste, apoyado en el mostrador,
recibía a patadas a todo el que se le acercaba.
-Dejadnos solos -gritaba el Valencia con los labios llenos de saliva y
tratando de desasirse de los que lo sujetaban.
-Sí; dejadlos solos -dijo uno de los jugadores.
-Al que me agarre lo mato -exclamó el Valencia, y apareció armado con
un cuchillo largo, de cachas negras.
-Eso es dijo Leandro con sorna-,que se vean los hombres.
-¡Olé! -gritó el Pastiri, entusiasmado, con su voz ronca.
Leandro sacó del bolsillo interior de la americana una navaja larga y
estrecha; todo el mundo se acercó a las paredes para dejar sitio a los
contendientes. La Paloma se desgañitaba gritando:
-¡Que te pierdes! ¡Que te pierdes!
-Llevad a esa mujer -gritó el Valencia con voz trágica-. ¡Ea! -añadió,
haciendo un molinete con su navaja-. Ahora veremos los hombres de
riñones.
Avanzaron los dos rivales hasta el centro de la taberna, lanzándose
furiosas miradas. El interés y el espanto sobrecogió a los espectadores.
El primero que atacó fue el Valencia, se inclinó hacia adelante, como
si quisiera saber dónde le heriría al contrario, se agachó, apuntó a la
ingle y se lanzó sobre Leandro; pero viendo que éste le esperaba sin
retroceder, tranquilo, dio un rápido salto hacia atrás. Luego volvió a los
mismos ataques en falso, intentando sorprender al adversario con sus
fintas, amagando al vientre y tratando de herirle en la cara; pero ante el
brazo inmóvil de Leandro, que parecía querer ahorrar movimiento hasta
tener el golpe seguro, el matón se desconcertó y retrocedió. Entonces
avanzó Leandro. Se adelantaba el mozo con una sangre fría que daba
miedo; se veía en su cara la resolución de clavar al Valencia. En la
taberna reinaba silencio angustioso, y sólo se oía el hipo de la Paloma en
el cuarto de al lado.
El Valencia palideció de tal modo al comprender la decisión de
Leandro, que su cara quedó azulada, los ojos se le dilataron y le
castañetearon los dientes. Al primer envite retrocedió, pero quedó en
guardia; luego el miedo pudo más que él y huyó, sin pensar ya en atacar,
derribando los bancos, y Leandro, ciego, con sonrisa de crueldad en los
labios, le persiguió implacablemente.
El espectáculo era triste y penoso; todos los partidarios del matón
comenzaron a mirarle con sorna.
-Menúo canguelo ties, gachó -gritó el Pastiri-. Pareces un saltamontes.
Pío Baroja
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¡Anda ahí, barbián! ¡Que te la diñan! Si no te retiras pronto, te meten un
palmo de jierro en el cuerpo.
Uno de los golpes de Leandro rasgó la chaqueta del matón.
Entonces éste, poseído del mayor pánico, se refugió detrás del
mostrador; los ojos, desencajados, reflejaban terror espantoso.
Leandro, despreciativo e insolente, quedó parado en medio de la
taberna, y tirando del muelle de su navaja, la cerró. Un murmullo de
admiración salió de los espectadores.
El Valencia lanzó un grito de dolor, como si le hubieran herido; su
honra, su fama de valiente, quedaba por los suelos; desesperado se
acercó a la puerta de la trastienda y miró a la tabernera anhelante. Ésta
debió de entenderle, porque le dio una llave y el Valencia se escabulló.
Pero pronto volvió a abrirse con rapidez la puerta de la trastienda, y
apareció en ella el matón de nuevo, y, blandiendo su largo cuchillo por
la punta, lo lanzó furioso a la cara de Leandro. Pasó el arma zumbando
por el aire como una terrible flecha y quedó temblando clavado en la
pared.
Leandro se levantó al momento, pero el Valencia había desaparecido.
Entonces, repuesto el mozo de la impresión, desclavó la navaja con
calma, la cerró y se la entregó a la tabernera.
-Cuando no se sabe hacer uso de estas cosas -la dijo con petulancia-,
no se deben emplear. Adviértaselo usted así a ese señor cuando le vea.
La tabernera contestó con un gruñido, y Leandro se sentó a recibir
felicitaciones por su valor y sangre fría; todos querían obsequiarle.
-El Valencia empezaba a molestar demasiado -dijo uno-. Daba el pego
todas la noches; y se lo pasaban por ser quien era; pero ya estaba
molestando.
-Claro -repuso otro de los jugadores, un viejo sombrío escapado de
Ceuta, que tenía aire de zorro-. Porque un hombre, cuando tie lado
izquierdo, echa los negros a la manta -e hizo ademán de coger con los
dedos las monedas de encima de la mesa- y se naja.
Pero si ese Valencia es un blanco -dijo el Pastiri con su voz
estropajosa-. Un boceras, que no tie media bofetá.
-Pues él se había empalmao en seguida. ¡Por si acaso! -repuso el
Besuguito con su voz extraña, imitando la actitud del que va a atacar con
una navaja.
-¿Y qué? ¿Y qué? -repuso el Pastiri-. Yo te digo que es un pipi y que no
pue con la jinda que tiene.
-Bueno; pero él se rascaba y echaba cada derrote... -añadió el
cordonero.
-¡Que se rascaba! Pero ¡qué cacho de primo! ¿Tú lo has visto?
-Y bien.
-Pero ¡qué vas a ver tú, si estás cheo!
La lucha por la vida I. La busca
92
Ya quisieras estar tan fresco como yo, ¡bah!
-Pero ¡si no puedes con la tajada que llevas!
-Calla, calla, tú sí que no puedes con la curda; yo te digo que si se
descuida aquí -y el Besuguito señaló a Leandro-, con los viajes que le ha
tirado malamente, le moja.
-¡Magras!
-Es una opinión, hombre.
-Tú no opinas aquí na -exclamó Leandro-. Tú te vas a tomar el fresco
y te callas. El Valencia es más blanco que el papel; lo que dice el Pastiri,
eso. Muy valiente para explotar a los sarasas como tú y a los chavalejos
de mal vivir...; pero cuando se encuentra con un tío que los tiene bien
puestos, ¿qué? Na, que es un ganguero más blanco que el’papel.
-Es verdad -asintieron todos.
-Y menúo abucheo que le vamos a dar a ese gachó -dijo el presidiario
cumplido-, si viene aquí a cobrar el barato.
-¡La pértiga! -exclamó el Pastiri.
-Bueno, señores; ahora yo convido -dijo Leandro-,porque tengo dinero
y porque sí -y sacó unas monedas del bolsillo y dio con ellas en la mesa-.
Tabernera, unas tintas.
-Ya van.
-¡Manuel! ¡Manuel! -gritó después Leandro varias veces-. Pero ¿dónde
está ese chaval?...
Manuel, siguiendo el camino del matón, se había escapado por la
puerta de la trastienda.
Pío Baroja
IX
Una historia inverosímil - Las hermanas de Manuel
Lo incomprensible de la vida
Era ya a principios de otoño; Leandro, por consejo del señor Ignacio,
vivía con su abuela en la calle del Aguila; la Milagros seguía en relaciones
con el Lechuguino. Manuel abandonaba a Vidal y el Bizco en sus
escaramuzas y se juntaba con Rebolledo y los dos Aristas.
El mayor, el Aristón, le entretenía y le aterrorizaba contándole cosas
lúgubres de cementerios y aparecidos; el Aristas pequeño seguía en sus
ejercicios gimnásticos; había hecho un trampolín con una tabla puesta
sobre un montón de arena, y allí aprendía a dar saltos mortales.
Un día apareció en el Corralón don Alonso, el ayudante del Tabuenca,
acompañado de una mujer y de una niña.
La mujer parecía vieja y cansada; la niña era larguirucha y pálida. Don
Alonso las acomodó en un chiscón del patio pequeño.
Traían un fardelillo de ropa, un perro de lanas sucio con mirada muy
inteligente y un mono atado a una cadena; al poco tiempo tuvieron que
vender el mono a unos gitanos que vivían en la Quinta de Goya.
Don Alonso llamó a Manuel y le dijo:
-Vete a buscar a don Roberto y dile que hay aquí una mujer que se
llama Rosa, y que es o ha sido volatinera; debe ser la que él busca.
Manuel fue inmediatamente a la casa; Roberto se había marchado de
allí y no sabían su paradero.
Don Alonso iba por el Corralón con mucha frecuencia y hablaba con la
mujer y la niña. En el marco de la ventana de su casa tenían madre e
hija una cajita con una mata de hierbabuena, que, aunque la regaban
todas las mañanas, como no le daba el sol, apenas crecía. Un día las
mujeres desaparecieron con su hermoso perro de aguas; no dejaron en
la casa más que una pandereta usada y rota ...
Don Alonso tomó la costumbre de aparecer por. el Corralón; solía
echar un párrafo con Rebolledo, el de la barbería modernista, que
hablaba por los codos, y presenciaba las habilidades gimnásticas del
94
Aristas. Una tarde la madre de éste preguntó al antiguo Hombre-boa si
el chico tenía verdaderas disposiciones.
Don Alonso se puso serio y examinó detenidamente los trabajos del
muchacho para darse cuenta de sus facultades, y le dio algunos útiles
consejos.
Era verdaderamente curioso ver al viejo titiritero dando órdenes; lo
hacía con una seriedad augusta.
-Una, dos, tres... O pla... De nuevo. En posición. Las rodillas cerca de
la cabeza..., uñas para abajo..., una, dos..., una, dos... O pla.
Don Alonso no quedó descontento del Aristas, pero afirmó la necesidad
ineludible del trabajo constante.
-Quien algo quiere, algo le cuesta, chiquillo -dijo-, y el ser gimnasta no
está a la altura de cualquiera.
A la madre, confidencialmente, le aseguró que su hijo podría ser un
buen artista de circo.
Después don Alonso, viéndose ante un público numeroso, comenzó a
hablar con volubilidad de los Estados Unidos, de México y de las
Repúblicas sudamericanas.
-¿Por qué no nos cuenta usted cosas de esos países que ha visto? -le
preguntó Perico Rebolledo.
-No, ahora no; tengo que salir con la torre Infiel.
-¡Ah!... Cuente usted -dijeron todos.
-Don Alonso aparentó que le molestaba la petición; pero, cuando tomó
el hilo, contó, una tras otra, historias y anécdotas en tal cantidad, que
casi le tuvieron que pedir que se callara.
-¿Y en esas tierras no ha visto usted hombres muertos por los leones?
-preguntó Aristón.
-No.
-,Es que no hay leones?
-Leones en jaulas.., muchos.
-Pero yo digo en el campo.
-En el campo, no.
Don Alonso pareció bastante contrariado al hacer estas confesiones.
-¿Ni otras fieras tampoco?
-Ya no hay fieras en los países civilizados -dijo el barbero.
-Pues mire usted, sí, allá hay fieras -y don Alonso hizo una mueca
burlona y una señal de inteligencia a Rebolledo-. Una vez me sucedió
una cosa terrible; pasábamos cerca de una isla y oímos cañonazos. Era
la guarnición que tiraba salvas.
-Pero ¿por qué se ríe usted? -preguntó Aristón.
Es nervioso... Pues sí, me acerqué al capitán del barco y le pedí
permiso para que me dejase desembarcar en la isla. Bueno -me dijo-;
llévese usted la Golondrina, si quiere -la Golondrina era el nombre de la
Pío Baroja
95
piragua-;pero dentro de un par de horas esté usted de vuelta.
»Me embarco en mi bote, y ¡hala!, ¡hala!..., llego a la isla, que estaba
poblada de plátanos y cocoteros, y desembarco en una playa, en donde
se hundió la proa de la Golondrina.
Aquí, don Alonso hizo la mueca del hombre que no puede contener la
risa, y lanzó después al barbero una mirada acompañada de un guiño
confidencial.
-Salto a tierra -siguió diciendo don Alonso-;echo a andar, y de pronto,
paf... en la cara, un mosquito enorme, y luego, paf... otro mosquito,
hasta que me rodeó una nube de aquellos animales tan grandes como
murciélagos. Con la cara martirizada echo a correr a la playa, a
embarcarme, cuando veo un cangrejo que estaba junto a la Golondrina;
pero ¡qué cangrejo! Sería como un oso de grande; era negro, reluciente y
hacía fa... fa... fa..., como un automóvil. Verme el bicho y echarse a
correr sobre mí, gritando, todo fue uno; yo corría hacia un cocotero, y
tras... tras... tras..., subí por él hasta arriba. El cangrejo se acerca al
árbol, se detiene pensativo y se decide y empieza a subir también.
-Terrible situación -dijo el barbero.
-Figúrese usted -replicó don Alonso guiñando los ojos—, yo no tenía en
la mano mas que un palito, y me defendí del cangrejo dándole golpes en
los nudillos; pero él, bramando de rabia y con los ojos brillantes, seguía
subiendo. Yo no podía ir más lejos, y pensé en bajar; pero al hacer un
movimiento, ¡tras!... me agarra el granuja del bicho con una de sus
muchas patas de la levita y se queda colgado de mí. El condenado pesaba
de una manera atroz; ya estaba levantando otra de las zarpas para
agarrarme, cuando me acordé que llevaba en el bolsillo del chaleco un
limpiadientes que había comprado en Chicago y que tenía una navajita;
abrí ésta, y en un momento corté los faldones de mi levita, y ¡cataplún!,
desde una altura, lo menos de cuarenta metros, el cangrejo se cayó al
suelo. Yo no sé cómo no se mató. Allá empezo a llorar, y a berrear, y a
dar vueltas al cocotero, en donde yo estaba, mirándome con ojos
terribles. Yo entonces, para algo le tenía que servir a uno el ser gimnasta,
fui saltando de una rama a otra, de cocotero en cocotero y de plátano en
plátano, y el cangrejo siguiéndome, berreando, con los faldones de la
levita en la boca.
»Al llegar cerca de la playa me encuentro con que había bajado la
marea y que la Golondrina andaba a más de cincuenta metros por
encima de las olas. Esperaré -me dije-; pero en esto veo asomar en la
copa del árbol donde estaba la cabeza de una serpiente; me agarro a una
rama, me balanceo para caer lo más lejos posible del cangrejo y se me
rompe la rama y me falta el sostén.
-¿Y qué hizo usted entonces? -preguntó el barbero.
-Di dos saltos mortales en el aire, por si acaso.
La lucha por la vida I. La busca
96
-Fue una precaución útil.
-Ciertamente, creí que estaba perdido. Todo lo contrario: estaba
salvado.
-Pero ¿cómo? -preguntó Aristón.
Nada, que al caer, con la rama que llevaba en la mano di sobre el
cangrejo, y como llevaba tanta fuerza, lo atravesé de parte a parte y le
dejé clavado en la playa. El animal bramaba como un toro; yo me metí
en la Golondrina y me escapé; pero el barco mío se había marchado. Me
puse a remar, no había una vela a la vista. Estoy perdido -dije-;pero
gracias al cangrejo me salvé...
-¿Al cangrejo? -preguntaron todos extrañados.
-Sí; un vapor que pasó a muchas millas, al oír los lamentos del
cangrejo pensó si sería la señal de alarma de algún barco náufrago, se
acercó a la isla, me recogió, y a los pocos días ya estaba con mi
compañía.
Don Alonso, al concluir su narración, hizo una mueca más expresiva y
con su torre Infiel se marchó a la calle. El Aristas, Rebolledo y Manuel
celebraron las historias del titiritero, y el aprendiz de gimnasta se afianzó
más en su idea de seguir trabajando en el trapecio y en el trampolín, para
ver aquellas lejanas tierras de las cuales hablaba don Alonso.
Un par de semanas después ocurrió una de las cosas que más
impresionaron a Manuel en toda su vida. Era domingo; el muchacho fue
a casa de su madre, la ayudó como solía hacer siempre, a secar platos.
Vinieron después las hijas de la Petra, y, por cuestión de unas faldas o
de unas enaguas que la menor había comprado con el dinero de la
mayor, se pasaron las dos toda la tarde riñendo.
Manuel, aburrido de la charla, se fue pretextando una ocupación.
Estaba lloviendo a cántaros; Manuel llegó a la Puerta del Sol, entró en
el café de Levante y se sentó cerca de la ventana. Huía la gente
endomingada corriendo a refugiarse en los portales de la ancha plaza; los
coches pasaban de prisa en medio de aquel diluvio; los paraguas iban y
venían y se entrecruzaban con sus convexidades negras, brillantes por el
agua, como un rebaño de tortugas. A la hora escampó, y Manuel salió del
café; era todavía temprano para ir a casa; Manuel pasó por la plaza de
Oriente y quedó en el Viaducto mirando desde allá a la gente que pasaba
por la calle de Segovia.
En el cielo, ya despejado, nadaban nubes oscuras, blancas en los
bordes, como montañas coronadas de nieve; a impulsos del viento
corrían y desplegaban sus alas; el sol claro alumbraba con rayos de oro
el campo, resplandeciente en las nubes, las enrojecía como brasas;
algunos celajes corrían por el espacio, blancos jirones de espuma. Aún
no manchaba la hierba verde las lomas y las hondonadas de los
alrededores madrileños; los árboles del Campo del Moro aparecían
Pío Baroja
97
rojizos, esqueléticos, entre el follaje de los de hoja perenne; humaredas
negruzcas salían rasando la tierra para ser pronto barridas por el viento.
Al paso de las nubes la llanura cambiaba de color; era sucesivamente
morada, plomiza, amarilla, de cobre; la carretera de Extremadura
trazaba una línea quebrada, con sus dos filas de casas grises y sucias.
Aquel severo, aquel triste paisaje de los alrededores madrileños con su
hosquedad torva y fría le llegaba a Manuel al alma.
Abandonó el balcón del Viaducto, cruzó por unas cuantas callejuelas,
hasta llegar a la calle de Toledo; bajó a la ronda y se dirigió a su casa.
Llegaba cerca del paseo de las Acacias cuando oyó a dos viejas que
hablaban de un crimen cometido hacía un instante en la esquina de la
calle del Amparo.
-Cuando le iban a coger, él mismo se ha matado -dijo una.
Manuel apresuró el paso por curiosidad y se acercó a un grupo de
personas que había a la puerta del Corralón.
-¿De dónde era ese que se ha matado? -preguntó Manuel a Aristas.
-Pero ¡si es Leandro!
-¡Leandro!
-Sí; Leandro, que ha matado a la Milagros, y luego se ha matado él.
-Pero... ¿Es verdad?.
-Sí, hombre. Hace un momento.
-¿Aquí, en casa?
-Aquí mismo.
Manuel, despavorido, subió la escalera hasta la galería. Aún quedaba
el charco de sangre en el suelo. El señor Zurro, el único espectador del
drama, contaba lo ocurrido a un grupo de vecinos.
-Estaba yo aquí, leyendo el periódico -dijo el ropavejero-, y la Milagros,
con su madre, hablaba con el Lechuguino. Estaban los novios de broma,
cuando subió Leandro a la galería; fue a abrir la puerta de su casa y,
antes de entrar, volviéndose de repente, le dice a la Milagros: «¿Es ése tu
novio?» Me pareció que él estaba pálido como un muerto. «Sí», contestó
ella. «Bueno; pues yo vengo aquí a concluir de una vez», gritó. «¿A cuál
de los dos quieres, a él o a mí?» «A él», chilló la Milagros. «Entonces se
acabó todo», gritó Leandro con una voz ronca. «Voy a matarte.» Luego, ya
no me pude dar cuenta de nada; fue todo rápido como un rayo; cuando
me acerqué, la muchacha echaba un caño de sangre por la boca, la
mujer del Corretor gritaba y Leandro seguía al Lechuguino con la navaja
abierta.
-Yo le vi salir de casa -añadió una vieja-; llevaba en la mano la navaja
manchada de sangre; mi marido quiso detenerle, pero él paró como un
toro, le echó un derrote y por poco le mata.
-Y mis tíos, ¿dónde están? -preguntó Manuel.
-En la Casa de Socorro. Han ido detrás de la camilla.
La lucha por la vida I. La busca
98
Bajó Manuel al patio.
-¿Adónde vas? -le preguntó el Aristón.
-Voy a la Casa de Socorro.
-Yo iré contigo.
Se reunió a los dos muchachos un aprendiz de un taller de máquinas
que vivía en la Corrala.
-Yo le vi cuando se mató -dijo el aprendiz-; íbamos corriendo todos
detrás de él, gritando: «¡A ése! ¡A ése!», cuando aparecieron por la calle
del Amparo dos guardias, sacaron el sable y se pusieron delante de él;
entonces Leandro dio un bote hacia atrás, abrió paso entre la gente y
volvió otra vez para aquí; iba a bajar por el paseo de las Acacias, cuando
tropezó con la Muerte, que le empezó a insultar. Leandro se paró, miró a
todos lados; nadie se atrevía a acercarse; le echaban fuego los ojos. De
pronto se metió la navaja por el costado izquierdo, yo no sé cuantas
veces. Cuando uno de los guardias le agarró del brazo, se cayó como un
saco.
Los comentarios del Aristón y del aprendiz eran inacabables; llegaron
los muchachos a la Casa de Socorro, y allí les dijeron que los dos
cadáveres, el de la Milagros y el de Leandro, los habían llevado al
Depósito. Bajaron los tres chicos al Canal, a la casita próxima al río, que
tantas veces Manuel y los de su cuadrilla miraban con curiosidad desde
las ventanas. En la puerta se agrupaban varias personas.
-Vamos a mirar -dijo el Aristón.
Había una ventana abierta de par en par y se asomaron a ella. Tendido
sobre una mesa de mármol estaba Leandro; tenía color de cera, y en su
rostro se leía expresión de soberbia y de desafío. A su lado, la señora
Leandra gritaba y vociferaba; el señor Ignacio, con la mano de su hijo
entre las suyas, lloraba en silencio. En otra mesa rodeaba el cadáver de
la Milagros un grupo de personas. El empleado del Depósito hizo salir a
todos. Al encontrarse el Corretor y el señor Ignacio en la puerta, se vieron
y desviaron la vista: las dos madres, en cambio, se lanzaron miradas de
odio terrible.
El señor Ignacio dispuso que no fueran a dormir al Corralón, sino a la
calle del Águila. Allí, en casa de la señora Jacoba, hubo una algarabía
horrorosa de lloros y de imprecaciones. Las tres mujeres echaban la
culpa de todo a la Milagros, que era una golfa, una mala hembra
descastada, egoísta y miserable.
Un vecino de la Corrala señaló un detalle raro; al reconocer el médico
forense a la Milagros y al quitarle el corsé para apreciar la herida, entre
unos escapularios encontró un medallón chiquito con un retrato de
Leandro.
-¿De quién es este retrato? -dicen que preguntó.
-Del que la ha matado -le contestaron.
Pío Baroja
99
Era una cosa rara que intrigaba a Manuel; muchas veces había
pensado que la Milagros quería a Leandro; aquello casi lo confirmaba.
Durante toda la noche, el señor Ignacio, sentado en una silla, lloró sin
cesar; Vidal estaba asustado y Manuel también. La presencia de la
muerte, vista tan de cerca, les aterrorizó a los dos.
Y mientras lloraban dentro, en la calle las niñas cantaban a coro; y
aquel contraste de angustia y de calma, de dolor y de serenidad, daba a
Manuel una sensación confusa de la vida; algo pensaba él que debía ser
muy triste; algo muy incomprensible y extraño.
La lucha por la vida I. La busca
Tercera parte
I
El drama del tío Patas - La tahona - Karl el hornero
La Sociedad de los Tres
La impresión por la muerte de su hijo en el señor Ignacio fue tan
profunda, que cayó enfermo. Se dejó de trabajar en el almacén, y al cabo
de dos o tres semanas, como el señor Ignacio no se ponía bueno, la
Leandra le dijo a Manuel:
-Mira: vete a casa de tu madre, porque aquí yo no te puedo tener.
Volvió Manuel a la casa de huéspedes, y la Petra, por mediación de la
patrona, llevó al muchacho de mozo a un puesto de pan y verduras
situado en la plaza del Carmen.
Allá, Manuel tuvo que sujetarse más que en la casa del señor Ignacio.
El tío Patas, el dueño del puesto, un gallegazo pesadote como un buey,
puso al corriente a Manuel de sus obligaciones.
Tenía que levantarse el muchacho al amanecer, abrir el puesto, soltar
los fardos de verdura que subía un mozo de la plaza de la Cebada, e ir
tomando el pan que traían los repartidores. Después, barrer la tienda y
esperar a que se levantara el tío Patas, su mujer o su cuñada. Al llegar
alguno de ellos, Manuel abandonaba el mostrador, y con una cesta
pequeña a la cabeza iba con el pan a las casas de los parroquianos de la
vecindad. En ir y venir se pasaba toda la mañana. Por la tarde era más
pesado el trabajo: Manuel tenía que estarse quieto detrás del mostrador,
aburriéndose, vigilado por el ama v su cuñada.
Acostumbrado a los paseos diarios por las rondas, le desesperaba tal
inmovilidad.
La tienda del tío Patas, pequeña y mal oliente, tenía un papel amarillo,
con cenefas verdes, que se despegaba de puro viejo. Un mostrador de
madera, unos cuantos vasares sucios, un quinqué de petróleo en el techo
y dos bancos constituían todo el mobiliario.
La trastienda, a la cual se llegaba por la puerta del fondo, era un
cuarto sin más luz que la que entraba por el montante que daba al
portal. En este cuarto se comía; de él se pasaba a la cocina y de ésta a
un patio estrecho, muy sucia, con una fuente. Al otro lado del patio
102
estaban las alcobas del tío Patas, de su mujer y de la cuñada.
A Manuel le ponían un jergón y unas mantas detrás del mostrador. Allí
dentro, de noche sobre todo, olía a berza podrida; pero más que esto aún
molestaba a Manuel el levantarse de madrugada, cuando el sereno daba
dos o tres golpes con el chuzo a la puerta de la tienda.
En el puesto se vendía algo, lo bastante para vivir, nada más. En aquel
tabuco había reunido el tío Patas una fortuna, ahorrando céntimo a
céntimo.
La historia del tío Patas era verdaderamente interesante. Manuel la
averiguó por las habladurías de los repartidores de pan y de los chicos
de otros puestos.
El tío Patas había llegado a Madrid, desde un pueblo de Lugo, a
buscarse la vida, a los quince años. Al cabo de veinte de economías
inverosímiles, trabajando en una tahona, ahorró tres o cuatro mil
pesetas, y con ellas estableció un puesto de pan y de verdura. Su mujer
despachaba en el puesto, y él seguía trabajando en la tahona y
guardando dinero. Cuando su hijo creció, le tomó en traspaso una
taberna, y luego una casa de préstamos. En esta época de prosperidad
murió la mujer del tío Patas, y el hombre, ya viudo, quiso saborear la
vida, que tan estéril fue para él, y se casó, a pesar de sus cincuenta y
tantos años, con una muchacha, paisana suya, de veinte, que no
pensaba, al ir al matrimonio, más que en convertirse de criada en ama.
Todos los amigos del tío Patas trataron de convencerle de que era una
barbaridad el casarse a sus años, y con una moza tan joven; pero él
siguió en sus trece, y se casó.
A los dos meses de matrimonio, el hijo del tío Patas se entendía con su
madrastra, y poco tiempo después el viejo se enteraba. Espió un día, y
vio salir a su hijo y a su mujer de una casa de compromiso de la calle de
Santa Margarita. Quizá el hombre pensó tomar una determinación
enérgica, decir a los dos algo muy fuerte; pero como era calmoso y
tranquilo, y no quería perturbar sus negocios, dejó pasar el tiempo, y
poco a poco se acostumbró a su situación. Después, la mujer del tío
Patas trajo del pueblo a una hermana suya, y cuando llegó, entre la
mujer y el hijo del tío Patas se la empujaron al viejo, y éste concluyó
amontonándose con su cuñada. Desde entonces, los cuatro vivieron con
tranquilidad completa. Se entendían admirablemente.
A Manuel, que estaba curado de espanto, porque en la Corrala había
más de una combinación matrimonial parecida, no le asombró la cosa;
lo que le indignaba era la tacañería del tío Patas y de su gente.
Toda la escrupulosidad que no tenía la mujer del tío Patas en otras
cuestiones, la guardaba, sin duda, para las cuentas. Acostumbrada a
sisar, conocía al dedillo las socaliñas de las criadas y no se le escapaba
un céntimo: siempre creía que la robaban. Era tal su espíritu de
Pío Baroja
103
economía, que todos en casa comían pan seco, confirmando el dicho
popular de que «en casa del herrero, cuchillo de palo».
La cuñada, mujer cerril, de nariz corta, mejillas rojas, de pecho y
caderas abundantes, podía dar lecciones de sordidez a su hermana, y en
cuestión de falta de pudor y de dignidad la aventajaba con mucho. Solía
andar por la tienda despechugada, y no había repartidor que no la diese
un tiento en la pechera.
-¡Qué gorda estás, oh! -la decían los paisanos.
Y no parecía sino que toda aquella grasa tan manoseada no la
pertenecía, porque no protestaba; pero si alguien trataba de
escamotearla en la cuenta algún panecillo, entonces se ponía hecha una
fiera.
Los domingos, por la tarde, el tío Patas, su mujer, su cuñada y su hijo
solían jugar en la calle, al mus, en una mesita, en medio del arroyo;
nunca se atrevían a dejar la tienda sola.
A los tres meses de entrar Manuel allá, la Petra fue a ver al tío Patas,
y le dijo que diera al chico algún jornal. El tío Patas se echó a reír: le
parecía la pretensión el colmo de lo absurdo, y dijo que no, que era
imposible: que el muchacho no ganaba el pan que comía.
Entonces la Petra buscó otra casa para Manuel, y lo llevó a una tahona
de la calle del Horno de la Mata a que aprendiera el oficio de panadero.
En la tahona, para comenzar el aprendizaje le pusieron en el horno a
ayudar al oficial de pala. El trabajo era superior a sus fuerzas. Se tenía
que levantar a las once de la noche, y comenzaba por limpiar con una
raedera unas latas de hierro, en donde se cocían bollos, pasándolas,
después de frotadas, con una brocha untada en manteca derretida;
hecho esto, ayudaba al oficial de pala a sacar la brasa del horno con un
hierro; luego, mientras el hornero cocía, iba cogiendo tablas
pesadísimas, cargadas de panecillos, y las llevaba del amasadero, a la
boca del horno; y cuando el oficial metía los panecillos dentro, volvía
Manuel con las tablas al amasadero. A medida que el pan salía del
horno, lo mojaba con un cepillo empapado en agua, para dar brillo a la
corteza. A las once de la mañana se concluía el trabajo, y en los
intervalos de descanso, Manuel y los trabajadores dormían.
La vida allí era horriblemente penosa.
La tahona ocupaba un sótano oscuro, triste y sucio. Estaba el piso del
sótano por debajo del nivel de la calle, a la cual tenía unas ventanas con
cristales tan oscurecidos por el polvo y las telarañas, que no dejaban
pasar más que luz turbia y amarillenta. A todas horas se trabajaba con
gas.
Se entraba a la tahona por una puerta que daba a un patio grande, en
el cual se levantaba un cobertizo de cinc agujereado, que protegía de la
lluvia, o trataba de proteger al menos, las cargas de ramaje de retama y
La lucha por la vida I. La busca
104
las pilas de leña allí amontonadas.
De este patio, por una puerta baja, se pasaba a un largo corredor,
estrecho y húmedo, negro por todas partes, y en el cual no se veía más
que allá en el fondo el cuadrado de luz de una ventana alta con unos
cuantos cristales rajados y sucios, por donde entraba claridad triste.
Cuando los ojos se acostumbraban a la penumbra reinante, se veían
en las paredes del corredor cestos de repartir, palas del horno, blusas,
gorras y zapatos colgados en clavos, y en el techo, gruesas telas de araña
plateadas y llenas de polvo.
A ambos lados del pasillo, y a la mitad de su longitud, se abrían dos
puertas frente por frente: una daba al horno; la otra, al amasadero.
El sitio del horno era anchuroso, con las paredes recubiertas de hollín,
negro como una cámara oscura; un mechero de gas brillaba en aquella
caverna, sin iluminar apenas nada. Delante de la boca del horno, en un
tinglado de hierro, estaban colocadas las palas; arriba, en el techo, se
entreveían tubos grandes de chimenea cruzados.
El amasadero, menos negro, resultaba más sombrío que la cocina del
horno; a su interior llegaba una luz pálida por dos ventanas que daban
al patio, con los cristales empañados por el polvo de la harina. Veíase
siempre allí a diez o doce hombres en camiseta, agitando los brazos
desesperadamente sobre las artesas, y en el fondo del local una mula
movía lentamente la máquina de amasar.
La vida en la tahona era antipática y molesta; el trabajo, abrumador, y
el jornal, pequeño: siete reales al día. Manuel, no acostumbrado a sufrir
el calor del horno, se mareaba; además, al mojar los panes recién cocidos
se le quemaban los dedos y sentía repugnancia al verse con las manos
infiltradas de grasa y de hollín.
Tuvo también la mala suerte de que su cama estuviese en el cuarto de
los panaderos, al lado de la de un viejo, mozo de la tahona, enfermo de
catarro crónico, por la infiltración de harina en el pulmón, que
gargajeaba a todas horas.
Manuel, de asco, no podía dormir en el cuarto de los panaderos, y se
marchaba a la cocina del horno y se echaba en el suelo. Se sentía
siempre cansado; pero, a pesar de esto, trabajaba automáticamente.
Luego nadie le hacía caso; los demás panaderos, una colección de
gallegos bastante brutos, le trataban como a una mula; ni siquiera se
ocupó alguno de ellos en saber el nombre de Manuel, y unos le llamaban:
«¡Eh, tú, Choto!»; otros le gritaban: «¡Hala, Barriga!»; cuando hablaban de
él, decían «O golfo, de Madrid», o solamente «o golfo». Él contestaba a los
nombres y motes que le daban.
Al principio, de todos, el más odioso para Manuel, fue el hornero: le
mandaba de manera despótica; se incomodaba si no lo encontraba todo
hecho en seguida. Era este hornero un alemán llamado Karl Schneider;
Pío Baroja
105
había venido a España huyendo de las quintas de su país,
vagabundeando. Tenía veinticuatro o veinticinco años, los ojos muy
claros, el pelo y el bigote casi blancos, de puro rubios.
Hombre tímido y flemático, todo le asombraba y le parecía difícil. Sus
impresiones fuertes no se manifestaban ni en gestos ni en palabras, sino
en un enrojecimiento súbito, que coloreaba sus mejillas y su frente, y
que desaparecía para ser reemplazado por una palidez intensa.
Se expresaba Karl muy bien en castellano, pero de manera rara; sabía
una retahíla de refranes y de frases, que barajaba sin medida; esto daba
a su conversación carácter extraño.
Pronto pudo ver Manuel que el alemán, a pesar de su brusquedad, era
un excelente muchacho, muy inocente, muy sentimental y de candidez
paradisíaca.
Al mes de trabajar en la tahona, Manuel consideraba a Karl como su
único amigo: se trataban los dos como camaradas; se llamaban de tú, y
si el hornero ayudaba muchas veces a su pinche para cualquier trabajo
de fuerza, en cambio, en ocasiones, le pedía su parecer y le consultaba
acerca de puntos y complicaciones sentimentales, que al alemán
intrigaban, y que Manuel resolvía con su perspicacia y su instinto de
chiquillo vagabundo, convencido de que todos los móviles de la vida son
egoístas y bajos. La igualdad entre maestro y ayudante desaparecía
desde que Karl se ponía a la boca del horno. Entonces Manuel debía
obedecer al alemán sin vacilaciones ni tardanzas.
El único vicio de Karl era la borrachera: continuamente tenía sed;
cuando bebía vino y cerveza, marchaba bien; llevaba método en su vida,
y las horas libres las pasaba en la plaza de Oriente o en la Mondoa,
leyendo los dos tomos que constituían su biblioteca: Uno, Las ilusiones
perdidas, de Balzac, y el otro, una colección de poesías alemanas.
Estos dos libros, constantemente leídos, comentados y anotados por él,
le llenaban la cabeza de preocupaciones y de sueños. Entre los
razonamientos amargos y desesperados de Balzac, pero en el fondo
llenos de romanticismo, y las idealidades de Goethe y de Heine, el pobre
hornero vivía en el más irreal de los mundos. Muchas veces Karl
explicaba a Manuel los conflictos de los personajes de su novela favorita,
y le preguntaba cómo se conduciría él en casos semejantes. Manuel
encontraba casi siempre una solución tan lógica, tan natural y tan poco
romántica, que el alemán quedaba perplejo e intrigado con la claridad de
juicio del muchacho; pero luego, pensando otra vez sobre el mismo tema,
veía que la tal solución no podía tener valor para sus personajes
quintaesenciados, porque el conflicto mismo de la novela no hubiera
llegado a existir entre gente de pensamientos vulgares.
En algunas épocas de diez y doce días el alemán necesitaba excitantes
más fuertes que el vino y la lectura, y solía emborracharse con
La lucha por la vida I. La busca
106
aguardiente, y bebía media botella como si fuera agua.
Según contaba a Manuel, sentía una avalancha de tristeza y todo lo
veía negro y desagradable; se encontraba febril, y el único remedio para
su tristeza era el alcohol.
Cuando entraba en la taberna llevaba el corazón oprimido y la cabeza
pesada y llena de ideas feas, y a medida que iba bebiendo -sentía que el
corazón se le ensanchaba y respiraba mejor, y los pensamientos alegres
se le metían en la cabeza. Luego, al salir de la taberna, por más esfuerzos
que hacía, le era imposible conservar la seriedad, y la risa le retozaba en
los labios. Entonces llegaban a su memoria canciones de su tierra, y las
cantaba, llevando el compás al andar. Mientras iba por las calles
céntricas caminaba derecho; pero cuando llegaba a las callejuelas
apartadas, a las avenidas desiertas, se abandonaba al placer de
trompicar y de ir haciendo eses, dando un encontronazo aquí y un
tropezón allá. En aquellas horas todo le parecía al alemán grande,
hermoso, soberbio; el sentimentalismo de su raza se desbordaba en él y
comenzaba a recitar versos y a llorar, y a cualquier conocido que
encontraba en la calle le pedía perdón por su falta imaginaria y le
preguntaba si le seguía estimándole y concediéndole su amistad.
Por muy borracho que se encontrara, nunca se le olvidaba la
obligación, y a la hora de cocer se marchaba vacilando a la tahona; e
inmediatamente que se ponía a la boca del horno se le pasaba la
borrachera y trabajaba como si tal cosa, riéndose él solo de sus
extravagancias.
Tenía el alemán una fuerza orgánica maravillosa, una resistencia
inaudita; Manuel necesitaba dormir todo el tiempo que estaba libre, y
aun así no conseguía levantarse de la cama descansado. Durante dos
meses que pasó Manuel en la tahona, vivió como un autómata. El trabajo
en el horno le había cambiado de tal modo las horas de sueño, que los
días le parecían noches, y al revés.
Un día, Manuel cayó enfermo, y toda la fuerza que le sostenía le
abandonó de repente; dejó el trabajo, cobró la quincena, y, sin saber
cómo, casi arrastrándose, fue hasta la casa de huéspedes.
La Petra, al verle en aquel estado, le hizo acostarse, y Manuel pasó
cerca de dos semanas con calentura muy alta, delirando. Al levantarse
había crecido, estaba demacrado y sentía gran laxitud y
desmadejamiento en todo el cuerpo y una sensibilidad tal, que una
palabra más fuerte que otra le daba ganas de llorar.
Cuando salió a la calle, por consejo de la Petra, compró un broche de
dublé y se lo regaló a doña Casiana, y ésta lo agradeció tanto que le dijo
a su criada que el muchacho podía quedarse en la casa hasta su
completo restablecimiento.
Aquellos días fueron de los más agradables de la vida de Manuel; lo
Pío Baroja
107
único que le molestaba era el hambre.
Hacía un tiempo soberbio, y Manuel marchaba por las mañanas a
pasear al Retiro. El periodista, a quien llamaban el Superhombre,
utilizaba a Manuel para que le copiara cuartillas, y, como compensación,
sin duda, le prestaba novelas de Paul de Kock y de Pigaul-Lebrún,
algunas de un verde muy subido, como Monjas y corsarios y Gustavo el
calavera.
Las teorías amorosas de los dos escritores convencieron a Manuel de
tal manera, que quiso ponerlas en práctica con la sobrina de la patrona.
En dos años la muchacha se había desarrollado tanto, que estaba hecha
una mujer.
Una noche, a primera hora, poco después de cenar, por influencia de
la estación primaveral o por seguir las teorías del autor de Monjas y
corsarios, el caso fue que Manuel convenció a la chica de la patrona de
la utilidad de una explicación a solas, y una vecina los vio a los dos que
marchaban juntos, escaleras arriba, y entraban en el desván.
Cuando iban a encerrarse, la vecina les sorprendió y los llevó contritos
a presencia de doña Casiana. La paliza que la patrona propinó a su
sobrina le quitó a la muchacha las ganas de nuevas aven= . turas, y a la
tía fuerzas para administrar otra a Manuel.
-Tú te vas a la calle -le dijo, agarrándole del brazo e hincándole las
uñas-, y que no te vuelva a ver más aquí, porque te desuello.
Manuel, avergonzado y confuso, no deseaba en aquel momento más
que escapar, y se marchó a la calle en cuanto pudo, como un perro
azotado. Estaba la noche fresca, agradable. Como no tenía un céntimo,
se aburrió pronto de pasear; llamó en la tahona, preguntó por Karl el
hornero, le abrieron y se tendió en una de las camas. Al amanecer se
despertó a la voz de uno de los panaderos, que gritaba:
-¡Eh, tú, golfo, ahueca!
Se levantó Manuel, y salió a la calle. Paseando, se acercó al Viaducto,
a su sitio favorito, a mirar el paisaje y la calle de Segovia.
Era una mañana espléndida, de un día de primavera. En el sotillo
próximo al Campo del Moro algunos soldados se ejercitaban tocando
cornetas y tambores; de una chimenea de ladrillo de la ronda de Segovia
salía a borbotones un humazo oscuro que manchaba el cielo, limpio y
transparente; en los lavaderos del Manzanares brillaban al sol las ropas
puestas a secar, con vívida blancura.
Manuel cruzó despacio el Viaducto, llegó a las Vistillas, miró cómo
unos traperos hacían sus apartijos, después de extender el contenido de
los sacos en el suelo, y se sentó un rato al sol. Veía, con los ojos
entornados, los arcos de la iglesia de la Almudena, por encima de una
tapia; más arriba, el Palacio Real, blanco y brillante; los desmontes
arenosos de la Montaña del Príncipe Pío, y su cuartel rojo y largo, y la
La lucha por la vida I. La busca
108
hilera de casas del paseo de Rosales, con sus cristales incendiados por
la luz del sol.
Hacia la Casa de Campo algunos cerrillos pardos se destacaban,
escuetos, con dos o tres pinos; como recortados y pegados sobre el aire
azul.
De las Vistillas bajó Manuel a la ronda de Segovia. Al pasar por la calle
del Águila vio que el almacén del señor Ignacio seguía cerrado. Entró
Manuel en la casa, y preguntó en el patio por la Salomé.
-Estará trabajando en su casa -le dijeron.
Subió por la escalera y llamó en el cuarto; se oía desde fuera el ruido
de la máquina de coser.
Abrió la Salomé y pasó Manuel. Estaba la costurera tan guapa como
siempre, y, como siempre, trabajando. Sus dos chicos todavía no habían
ido al colegio. La Salomé contó a Manuel que el señor Ignacio había
estado en el hospital y que andaba buscando dinero para pagar algunas
deudas y seguir con el negocio; la Leandra, en aquel momento, en el río;
la señora Jacoba, en el puesto, y Vidal, golfeando y sin querer trabajar.
Se empeñaba en reunirse con un condenado bizco, más malo que un
dolor, y estaba hecho un randa. Andaban siempre los dos con mujeres
perdidas, en los cajones y merenderos de la carretera de Andalucía.
Manuel contó cómo había estado de panadero y cómo se puso malo; lo
que no dijo fue la despedida de casa de su madre.
-Eso no te conviene a ti; debías aprender algún oficio menos fuerte -le
aconsejó la Salomé.
Manuel estuvo charlando con la costurera toda la mañana; ella le
convidó a almorzar, y él aceptó con gusto.
Por la tarde, Manuel se fue de casa de la Salomé, pensando que si él
tuviera más años y un buen oficio que le diera dinero, se casaría con la
Salomé, aunque se viese en la precisión de dar una puñalada al chulapo
que la entretenía.
Al encontrarse en la ronda, lo primero que se le ocurrió a Manuel fue
que no debía ir al puente de Toledo, ni mucho menos a la carretera de
Andalucía, porque allí era fácil que se encontrase con Vidal o con el
Bizco. Pensó así, efectivamente, y, a pesar de esto, bajó hacia el puente,
echó una ojeada por los cajones, y viendo que allí no estaban sus amigos,
siguió por el Canal, atravesó el Manzanares por el puente de un lavadero
y salió a la carretera de Andalucía. En un merendero, con varias mesas
debajo del cobertizo, estaban Vidal y el Bizco entre unos cuantos golfos
que jugaban al cané.
-¡Eh, tú, Vidaf -gritó Manuel.
-¡Rediez! ¿Eres tú? -dijo suprimo.
-Ya ves...
-¿Qué te haces?
Pío Baroja
109
-Nada; ¿y vosotros?
-A lo que cae.
Contempló Manuel cómo jugaban al cané. Cuanto terminaron una de
las partidas, Vidal dijo:
-Qué, ¿vamos a dar un paseo?
-Vamos.
-¿Vienes tú, Bizco?
-Sí.
Echaron los tres a andar carretera de Andalucía adelante.
Vivían Vidal y el Bizco de randas: aquí, cogiendo la manta de un
caballo; allá, llevándose las lamparillas eléctricas de una escalera o
robando alambres del teléfono; lo que se terciaba. No iban al centro de
Madrid, porque no se consideraban todavía bastante diestros.
Hacía unos días, contó Vidal, birlaron entre los dos a un chico una
cabra, a orillas del Manzanares, cerca del puente de Toledo. Vidal
entretuvo al chico jugando a las chapas, mientras que el Bizco agarraba
la cabra y la subía por la rampa de los pinos al paseo de las Yeserías y
la llevaba después a las Injurias. Entonces Vidal, señalándole al chico la
parte opuesta de la rampa, le dijo: «Corre, que por allá va tu cabra», y
mientras el muchacho echaba a trotar en la dirección indicada, Vidal se
escabullía en las Injurias y se juntaba con el Bizco y su querida. Todavía
estaban comiendo la carne de la cabra.
-Es lo que tú debes hacer -dijo Vidal-. Venirte con nosotros. ¡Si ésta es
una vida de chipendi! Ya ves, hace unos días Juan el Burra y el Arenero;
que viven en Casa Blanca, se encontraron en el camino de las Yeserías
con un cerdo muerto. Iba un mozo con una piara al matadero, cuando
se conoce que murió el animal; el mozo lo dejó allá, y Juan el Burra y el
Arenero lo arrastraron hasta su casa, lo descuartizaron y hemos comido
cerdo sus amigos durante más de una semana. ¡Si te digo que es una
vida de chipendi!
Se conocían, por lo que decía Vidal, todos los randas, hasta los de los
barrios más lejanos. Era una vida extrasocial la suya, admirable; hoy se
veían en los Cuatro Caminos; a los tres o cuatro días, en el Puente de
Vallecas o en la Guindalera, se ayudaban unos a otros.
Su radio de acción era una zona comprendida desde el extremo de la
Casa de Campo, en donde se encuentran el ventorro de Agapito y las
ventas de Alcorcón, hasta los Carabancheles; desde aquí, las orillas del
arroyo Abroñigal, La Elipa; el Este, las Ventas y la Concepción hasta la
Prosperidad; luego Tetuán hasta la Puerta de Hierro. Dormían, en
verano, en corrales y cobertizos de las afueras.
Los del centro, mejor vestidos, más aristócratas, tenían ya su golfa, a
]a que fiscalizaban las ganancias y que se cuidaban de ellos; pero la
golfería del centro era ya distinta, de otra clase, con otros matices.
La lucha por la vida I. La busca
110
A veces el Bizco y Vidal habían pasado malas épocas, comiendo gatos
y ratas, guareciéndose en las cuevas del cerrillo de San Blas, de Madrid
Moderno y del cementerio del Este; pero ya tenían los dos su apaño.
-¿Y de trabajar? ¿Nada? -preguntó Manuel.
-¡Trabajar!... pa el gato -contestó Vidal.
Ellos no trabajaban, tartamudeó el Bizco; con su chaira en la mano,
¿quién le tosía a él?
En el cerebro de aquella bestia fiera no habían entrado, ni aun
vagamente, ideas de derechos y de deberes. Ni deberes, ni leyes, ni nada;
para él la fuerza era la razón; el mundo un bosque de caza. Sólo los
miserables podían obedecer la ley del trabajo; así decía él: El trabajo pa
los primos; el miedo pa los blancos.
Mientras hablaban los tres, pasaron por la carretera un hombre y una
mujer con un niño en brazos. Tenían aspecto entristecido, de gente
perseguida y famélica, la mirada tímida y huraña.
-Esos son los que trabajan -exclamó Vidal-. Así están ellos.
-Que se hagan la santísima -murmuró el Bizco.
-¿Adónde irán? -preguntó Manuel, contemplándolos con pena.
A los tejares -contestó Vidal-. A vender azafrán, como dicen por ahí.
-¿Y por qué dicen eso?
-Como el azafrán es tan caro...
Se detuvieron los tres y se tendieron en el suelo. Estuvieron más de
una hora hablando de mujeres y de medios de sacar dinero.
-¿No tenéis perras? -preguntó Vidal a Manuel y al Bizco.
-Dos reales -contestó éste.
-¡Anda, convida! Vamos a tomar una botella.
Accedió el Bizco refunfuñando, se levantaron y se fueron acercando a
Madrid. Una fila de burros blanquecinos pasó por delante de ellos; un
gitano joven y moreno, con una larga vara debajo del brazo, montado en
las ancas del último borrico de la fila, gritaba a cada paso: ¡Coroné!
¡coroné!
-¡Adiós, cañí! -le dijo Vidal.
-Vaya con Dios la gente buena -contestó el gitano, con voz ronca-. Al
llegar a una taberna del camino, al lado de la casucha de un trapero, se
detuvieron, y Vida] pidió la botella de vino.
-¿Qué es esa fábrica? -preguntó Manuel, señalando una que estaba a
la izquierda de la carretera de Andalucía, según se había vuelto a
Madrid.
Ahí hacen dinero con sangre -contestó Vidal solemnemente.
Manuel le miró asustado.
-Es que hacen cola con la sangre que sobra en el Matadero -añadió su
primo riéndose.
Pío Baroja
111
Escanció Vidal en las copas y bebieron los tres. Se veía Madrid en alto,
con su caserío alargado y plano, sobre la arboleda del Canal. A la luz roja
del sol poniente brillaban las ventanas con resplandor de brasa;
destacábanse muy cerca, debajo de San Francisco el Grande, los rojos
depósitos de la fábrica del gas, con sus altos soportes, entre escombreras
negruzcas; del centro de la ciudad brotaban torrecillas de poca altura y
chimeneas que vomitaban, en borbotones negros, columnas de humo
inmovilizadas en el aire tranquilo. A un lado se erguía el observatorio,
sobre un cerrillo, centelleando el sol en sus ventanas; al otro, el
Guadarrama, azul, con sus crestas blancas, se recortaba en el cielo
limpio y transparente, surcado por nubes rojas.
-Na -añadió Vidal, después de un momento de silencio, dirigiéndose a
Manuel-, tú has de venir con nosotros; formaremos una cuadrilla.
-Eso es -tartamudeó el Bizco.
-Bueno; ya veré -dijo Manuel de mala gana.
-¿Qué ya veré ni que hostia? Ya está formada la cuadrilla. Se llamará
la cuadrilla de los Tres.
-Muy bien -gritó el Bizco.
-¿Y nos ayudaremos unos a otros? -preguntó Manuel.
-Claro que sí —contestó su primo-. Y si hay alguno que hace traición...
-Si hay alguno que haga traición -interrumpió el Bizco-, se le cortan los
riñones. Y para dar fuerza a su afirmación sacó el puñal y lo clavó con
energía en la mesa.
Al anochecer volvieron los tres por la carretera hasta el puente de
Toledo, y se separaron allí, citándose para el día siguiente.
Manuel pensaba en lo que le podía comprometer la promesa hecha de
entrar a formar parte de la Sociedad de los Tres. La vida del Bizco y de
Vidal le daba miedo. Tenía que resolverse a dar a su existencia un nuevo
giro; pero ¿cuál? Eso es lo que no sabía.
Durante algún tiempo, Manuel no se atrevió a aparecer en casa de la
patrona; veía a su madre en la calle, y dormía en la cuadra de la casa en
donde servía una de sus hermanas. Luego se dio el caso de que a la
sobrina de la patrona la encontraron en la alcoba de un estudiante de la
vecindad, y esto rehabilitó un tanto a Manuel en la casa de huéspedes.
La lucha por la vida I. La busca
II
Una de las muchas maneras desagradables de morirse que hay
en Madrid - El Expósito - El Cojo y su cueva - La noche
en el observatorio
Un día Manuel se vio bastante sorprendido al saber que su madre no
se levantaba y que estaba enferma. Hacía tiempo que echaba sangre por
la boca; pero no daba importancia a esto.
Manuel se presentó en la casa humildemente, y la patrona en vez de
recriminarle, le hizo pasar a ver a su madre. No se quejaba ésta más que
de un magullamiento grande en todo el cuerpo y de dolor en la espalda.
Pasó así días y días, unas veces mejor, otras peor, hasta que empezó a
tener mucha fiebre y hubo que llamar al médico. La patrona dijo que
habría que llevar a la enferma al hospital; pero como tenía buen corazón,
no se determinó a hacerlo.
Ya había confesado a la Petra el cura de la casa una porción de veces.
Las hermanas de Manuel iban de vez en cuando por allí, pero ninguna
de las dos traía el dinero necesario para comprar las medicinas y los
alimentos que recomendaba el médico.
El Domingo de Piñata, por la noche, la Petra se puso peor; por la tarde
había estado hablando animadamente con su hijo; pero esta animación
fue desapareciendo, hasta que quedó presa de un aniquilamiento mortal.
Aquella noche del Domingo de Piñata tenían los huéspedes de doña
Casiana una cena más suculenta que de ordinario, y después de la cena
unas rosquillas de postre, regadas con el más puro amílico de las
destilerías prusianas.
A las doce de la noche seguía la juerga. La Petra dijo a Manuel.
-Llámale a don jacinto y dile que estoy peor.
Manuel entró en el comedor. En la atmósfera espesa por el humo del
tabaco, apenas se veían las caras congestionadas. Al entrar Manuel, uno
dijo:
-Callad un poco, que hay un enfermo.
Manuel dio el recado al cura.
-Tu madre no tiene más que aprensión. Luego iré -repuso don jacinto.
113
Manuel volvió al cuarto.
-¿No viene? -preguntó la enferma.
-Ahora vendrá; dice que no tiene usted más que aprensión.
-¡Sí; buena aprensión! -murmuró ella tristemente-. Estate aquí.
Manuel se sentó sobre un baúl; tenía un sueño que no veía.
Iba a dormirse cuando le llamó su madre.
-Mira -le dijo-,trae el cuadro de la Virgen de los Dolores que hay en la
sala.
Manuel descolgó el cuadro, un cromo barato, y lo llevó a la alcoba.
-Ponlo a los pies de la cama, que lo pueda ver yo.
Hizo el muchacho lo que le mandaban, y volvió a sentarse. Seguía el
jaleo de canciones, palmadas y castañuelas en el comedor.
De pronto, Manuel, que estaba medio dormido, oyó un estertor fuerte,
que salía del pecho de su madre, y al mismo tiempo vio que su cara, más
pálida, tenía extrañas contracciones.
-¿Qué le pasa a usted?
La enferma no contestó. Entonces Manuel volvió a avisar al cura. Este
abandonó el comedor refunfuñando, miró a la enferma y dijo al
muchacho:
-Tu madre se muere. Estate aquí, que yo vengo en seguida con la
Unción.
Mandó el cura callar a los que alborotaban en el comedor, y enmudeció
la casa entera.
No se oyó entonces más que ruido de pasos, abrir y cerrar de puertas
y luego el estertor de la moribunda y el tic-tac de un reloj del pasillo.
Llegó el cura con otro que traía una estola e hizo todas las ceremonias
de la Unción. Cuando el vicario y sacristán salían, Manuel miró a su
madre y la vio lívida, con la mandíbula desencajada. Estaba muerta. .
El muchacho se quedó solo en el cuarto, iluminado por la luz de aceite,
sentado en un baúl, temblando de frío y de miedo.
Toda la noche la pasó así; de vez en cuando entraba la patrona en
paños menores y preguntaba algo a Manuel, o le hacía alguna
recomendación, que éste, en general, no comprendía.
Manuel aquella noche pensó y sufrió lo que quizá nunca pensara ni
sufriera: reflexionó acerca de la utilidad de la vida y acerca de la muerte
con una lucidez que nunca había tenido. Por más esfuerzos que hacía,
no podía detener aquel flujo de pensamientos que se enlazaban unos con
otros.
A las cuatro de la mañana estaba toda la casa en silencio, cuando
oyose ruido del picaporte en la puerta de la escalera; después, pasos en
el corredor, y luego, el sonido quejumbroso de la caja de música colocada
en la mesa del vestíbulo, que tocaba la Mandolinata.
Manuel se despertó sobresaltado, como de un sueño; no se pudo dar
La lucha por la vida I. La busca
114
cuenta de lo que era aquella música; hasta pensó si se le había
trastornado la cabeza. El organillo, después de unas cuantas paradas y
asmáticos hipos, abandonó la Mandolinata y comenzó a tocar
atropelladamente el dúo de Bettina y de Pippo, de La Mascota
Me olvidarás, gentil pastor,
con ese traje tan señor.
Manuel salió de la alcoba y preguntó en la oscuridad.
-¿Quién es?
Al mismo tiempo se oyeron voces que salían de todos los cuartos. El
organillo interrumpió el aire de La Mascota para emprender con brío el
himno de Garibaldi. De repente cesaron las notas de la caja de música y
una voz ronca gritó:
-¡Paco!¡Paco!
La patrona se levantó y preguntó quiénes alborotaban así; uno de los
que habían entrado en la casa, con voz aguardentosa, dijo que eran
estudiantes de la casa de huéspedes del piso tercero, que venían del baile
en busca de Paco, uno de los comisionistas. La patrona les dijo que había
un muerto en la casa, y uno de los borrachos, que era estudiante de
Medicina, dijo que deseaba verle. Se le pudo disuadir de su idea y todos
se marcharon. Al otro día se avisó a las hermanas de Manuel y se enterró
a la Petra...
Al día siguiente del entierro, Manuel salió de la casa de huéspedes y se
despidió de doña Casiana.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ésta.
-No sé; ya veremos.
-Yo no te puedo tener, pero no quiero que pases hambre. Alguna que
otra vez ven por aquí.
Después de callejear toda la mañana, Manuel se encontró al mediodía
en la ronda de Toledo, recostado en la tapia de las Américas y sin saber
qué hacer. A un lado, sentado también en el suelo, había; un chiquillo
astroso, horriblemente feo y chato, con un ojo nublado, los pies
desnudos y un chaquetón roto, por cuyos agujeros se veía la piel negra,
curtida por el sol y la intemperie. Colgado del cuello llevaba un bote para
coger colillas.
-¿Dónde vives tú? -le preguntó Manuel.
Yo no tengo padre ni madre -contestó indirectamente el muchacho.
-¿Cómo te llamas?
-El Expósito.
-¿Y porqué te llaman Expósito?
-¡Toma! Porque soy inclusero.
-Y tú ¿no has tenido nunca casa?
-Yo no.
Pío Baroja
115
-¿Y dónde sueles dormir?
-Pues en el verano, en las cuevas y en los corrales, y en el invierno, en
las calderas del asfalto.
-¿Y cuando no hay asfalto?
-En algún asilo.
-Pero bueno, ¿qué comes?
-Lo que me dan.
-¿Y se vive bien así?
El inclusero no debió de entender la pregunta o le pareció muy necia,
porque se encogió de hombros. Manuel siguió interrogándole con
curiosidad.
-¿No tienes frío en los pies?
-No.
- ¿Y no haces nada?
-¡Psch...!, lo que se tercia: cojo colillas, vendo arena, y cuando no gano
nada voy al cuartel de María Cristina.
-¿A qué?
-Toma, por rancho.
-¿Y dónde está ese cuartel?
-Cerca de la estación de Atocha. ¿Qué? ¿También quieres ir tú allí?
-Sí; también.
-Pues vamos, no se vaya a pasar la hora del cocido.
Se levantaron los dos y, echaron a andar por las rondas. El Expósito
entró en las tiendas del camino a pedir, y le dieron dos pedazos de pan
y una perra chica.
-¿Quieres ninchi? -dijo ofreciendo uno de los pedazos a Manuel.
-Venga.
Llegaron los dos por la ronda de Atocha frente a la estación del
Mediodía.
-¿Tú conoces la hora? -preguntó el Expósito.
-Sí, son las once.
-Entonces aún es temprano para ir al cuartel.
Frente a la estación, una señora, subida en un coche rojo, peroraba y
ofrecía ungüento para las heridas y un específico para quitar el dolor de
muelas.
El Expósito, mordiendo el pedazo de pan, interrumpió el discurso de la
señora del coche, gritando irónicamente:
-¡Deme usted una tajada para que se me quite el dolor de muelas!
-Y a mí otra -dijo Manuel.
El marido de la señora del coche, un viejo con un ranglán muy largo,
que, en el grupo de los oyentes escuchaba con el mayor respeto lo que
decía su costilla, se indignó y, hablando medio en castellano, dijo:
Ahora sí que os van a dolert de veres.
La lucha por la vida I. La busca
116
Este señor ha venido del Archipipi -interrumpió el Expósito.
El señor trató de coger a uno de los chicos. Manuel y el Expósito se
alejaban corriendo, le daban un quiebro al del ranglán y se plantaban
frente a él.
Sinvergüenses -gritaba el señor- os voy a dart una guantade, que
entonses sí que os van a dolert de verdat.
-Si ya nos duelen -replicaban ellos.
El hombre, en el último grado de exasperación, comenzó a perseguir
frenético a los chicos; un grupo de golfos y de vendedores de periódicos
le achucharon irónicamente, y el viejo, sudando, secándose la cara con
el pañuelo, fue en busca de un guardia municipal.
-¡Golfolaire! ¡Franchute! ¡Méndigo! -le gritó el Expósito.
Luego, riéndose de la guasa, se acercaron al cuartel y se pusieron a la
cola de una fila de pobres y de vagos que esperaban la comida. Una vieja,
que ya había comido, les prestó una lata para recoger el rancho.
Comieron, y después, en unión de otros chiquillos andrajosos,
subieron por los altos arenosos del cerrillo de San Blas, a ver desde allí
el ejercicio de los soldados en el paseo de Atocha.
Manuel se tendió perezosamente al sol; sentía el bienestar de hallarse
libre por completo de preocupaciones, de ver el cielo azul extendiéndose
hasta el infinito. Aquel bienestar le llevó a un sueño profundo.
Cuando se despertó era ya media tarde; el viento arrastraba nubes
oscuras por el cielo. Manuel se sentó; había un grupo de golfos junto a
él, pero entre ellos no estaba el Expósito.
Un nubarrón negro vino avanzando hasta ocultar el sol; poco después
empezó a llover.
-¿Vamos a la cueva del Cojo? -dijo uno de los muchachos.
-Vamos.
Echó toda la golfería a correr, y Manuel con ella, en la dirección del
Retiro. Caían las gruesas gotas de lluvia en líneas oblicuas de color de
acero; en el cielo, algunos rayos de sol pasaban brillantes por entre las
violáceas nubes oscuras y alargadas, como grandes peces inmóviles.
Delante de los golfos, a bastante distancia, corrían dos mujeres y dos
hombres.
Son la Rubia y la Chata, que van con dos paletos -dijo uno.
-Van a la cueva -añadió otro.
Llegaron los muchachos a la parte alta del cerrillo; en la entrada de la
cueva, un agujero hecho en la arena; sentado en el suelo, un hombre a
quien le faltaba una pierna, fumaba en pipa.
-Vamos a entrar -advirtió uno de los golfos al Cojo.
-No se puede -replicó él.
-¿Por qué?
-Porque no.
Pío Baroja
117
-¡Hombre! Déjenos usted entrar hasta que pase la lluvia.
-No puede ser.
-¿Es que están la Rubia y la Chata ahí?
-A vosotros ¿qué os importa?
-¿Vamos a darles un susto a esos paletos? -propuso uno de los golfos,
que llevaba largos tufos negros por encima de las orejas.
-Ven y verás -masculló el Cojo, agarrando una piedra.
-Vamos al observatorio -dijo otro-. Allá no nos mojaremos.
Los de la cuadrilla volvieron hacia atrás, saltaron una tapia que les
salió al paso, y se guarnecieron en el pórtico del observatorio, del lado de
Atocha. Venía el viento del Guadarrama, y allá quedaban al socaire.
La tarde y parte de la noche estuvo lloviendo, y la pasaron hablando de
mujeres, de robos y de crímenes. Dos o tres de aquellos chicos tenían
casa, pero no querían ir. Uno, que se llamaba el Mariané, contó una
porción de timos y de estafas notables; algunos, que demostraban
ingenio y habilidad portentosos, entusiasmaron a la concurrencia.
Agotado este tema, unos cuantos se pusieron a jugar al cané, y el de los
tufos negros, a quien llamaban el Canco, cantó por lo bajo canciones
flamencas con voz de mujer.
De noche, como hacía frío, se tendieron muy juntos en el suelo y
siguieron hablando. A Manuel le chocaba la mala intención de todos; uno
explicó cómo a un viejo de ochenta años, que dormía furtivamente en el
cuchitril formado por cuatro esteras en el lavadero del Manzanares el
Arco Iris, le abrieron una noche que corría viento helado dos de las
esteras, y al día siguiente lo encontraron muerto de frío; el Mariané contó
que había estado con un primo suyo, que era sargento de caballería, en
una casa pública, y el sargento se montó sobre la espalda de una mujer
desnuda y con las espuelas le desgarró los muslos.
-Es que para tener contentas a las mujeres no hay como hacerlas
sufrir -terminó diciendo el Mariané.
Manuel oyó esta sentencia asombrado; pensó en aquella costurerita
que iba a casa de la patrona, y después en la Salomé, y en que no le
hubiese gustado hacerse querer de ellas martirizándolas; y barajando
estás ideas quedó dormido.
Cuando despertó sintió el frío, que le penetraba hasta los huesos.
Alboreaba la mañana, ya no llovía; el cielo, aún oscuro, se llenaba de
nubes negruzcas. Por encima de un seto de evónimos brillaba una
estrella, en medio de la pálida franja del horizonte, y sobre aquella
claridad de ópalo se destacaban entrecruzadas las ramas de los árboles,
todavía sin hojas.
Se oían silbidos de las locomotoras en la estación próxima; hacia
Carabanchel palidecían las luces de los faroles en el campo oscuro
entrevisto a la vaga luminosidad del día naciente.
La lucha por la vida I. La busca
118
Madrid, plano, blanquecino, bañado por la humedad, brotaba de la
noche con sus tejados, que cortaban en una línea recta el cielo; sus
torrecillas, sus altas chimeneas de fábrica y, en el silencio del amanecer,
el pueblo y el paisaje lejano tenían algo de lo irreal y de lo inmóvil de una
pintura.
Clareaba más el cielo, azuleando poco a poco. Se destacaban ya de un
modo preciso las casas nuevas, blancas; las medianerías altas de
ladríllo, agujereadas por ventanucos simétricos; los tejados, los
esquinazos, las balaustradas, las torres rojas, recién construidas, los
ejércitos de chimeneas, todo envuelto en la atmósfera húmeda, fría y
triste de la mañana, bajo un cielo bajo de color de cinc.
Fuera del pueblo, a lo lejos, se extendía la llanura madrileña en;suaves
ondulaciones, por donde nadaban las neblinas del amanecer,
serpenteaba el Manzanares, estrecho como un hilo de plata; se acercaba
al cerrillo de los Ángeles, cruzando campos yermos y barriadas humildes,
para curvarse después y perderse en el horizonte gris. Por encima de
Madrid, el Guadarrama aparecía como una alta muralla azul, con las
crestas blanqueadas por la nieve.
En pleno silencio el esquilón de una iglesia comenzó a sonar alegre,
olvidado en la ciudad dormida.
Manuel sentía mucho frío y comenzó a pasearse de un lado a otro,
golpeándose con las manos en los hombros y en las piernas. Entretenido
en esta operación, no vio a un hombre de boina, con una linterna en la
mano, que se acercó y le dijo:
-¿Qué haces ahí?
Manuel, sin contestar, echó a correr para abajo; poco después
comenzaron a bajar los demás, despertados a puntapiés por el hombre
de la boina.
Al llegar junto al Museo Velasco, el Mariané dijo:
Vamos a ver si hacemos la Pascua a ese morral del Cojo.
-Sí; vamos.
Volvieron a subir por una vereda al sito en donde habían estado la
tarde anterior. De las cuevas del cerrillo de San Blas salían gateando
algunos golfos miserables que, asustados al oír ruido de voces, y
pensando sin duda en alguna batida de la policía, echaban a correr
desnudos, con los harapos debajo del brazo.
Se acercaron a la cueva del Cojo; el Mariané propuso que en castigo a
no haberles dejado entrar el día anterior, debían hacer un montón de
hierbas en la entrada de la cueva y pegarle fuego.
-No, hombre, eso es una barbaridad -dijo el Canco- El hombre alquila
su cueva a la Rubia y a la Chata, que andan por ahí y tienen su
parroquia en el cuartel, y no puede menos de respetar sus contratos.
-Pues hay que amolarle -repuso el Mariané-. Ya veréis. El muchacho
Pío Baroja
119
entró a gatas en la cueva y salió poco después con la pierna de palo del
Cojo en una mano y en la otra un puchero.
-¡Cojo! ¡Cojo! -gritó.
A los gritos se presentó el lisiado en la boca de la cueva, apoyándose
en las manos, andando a rastras, vociferando y blasfemando con furia.
-¡Cojo! ¡Cojo! =-le volvió a gritar el Mariané, como quien azuza a un
perro-. ¡Que se te va la pierna! ¡Que se te escapa el piri! y cogiendo la pata
de palo y el puchero los tiró por el desmonte abajo.
Echaron todos a correr hacia la ronda de Vallecas. Por encima de los
altos y hondonadas del barrio del Pacífico, el disco rojo enorme del sol
brotaba de la tierra y ascendía lento y majestuoso por detrás de unas
casuchas negras.
La lucha por la vida I. La busca
III
Encuentro con Roberto - Roberto cuenta el origen de una
fortuna fantástica
Tuvo Manuel que volver a la tahona a pedir trabajo, y allí, gracias a que
Karl habló al amo, pasó el muchacho algún tiempo sustituyendo a un
repartidor.
Manuel comprendía que aquello no era definitivo, ni llevaba a ninguna
parte; pero no sabía qué hacer, ni qué camino seguir.
Cuando se quedó sin jornal, mientras no le faltó para comer en un
figón, fue viviendo; llegó un día en que se quedó sin un céntimo y
recurrió al cuartel de María Cristina.
Dos o tres días aguardaba entre la fila de mendigos a que sacasen el
rancho, cuando vio a Roberto que entraba en el cuartel. Por no perder la
vez no se acercó; pero, después de comer, le esperó hasta que le vio salir.
-¡Don Roberto! -gritó Manuel.
El estudiante se puso muy pálido; luego se tranquilizó al ver a Manuel.
-¿Qué haces aquí? -dijo.
-Pues, ya ve usted, aquí vengo a comer; no encuentro trabajo.
-¡Ah! ¿Vienes a comer aquí?
-Sí, señor.
-Pues yo vengo a lo mismo -murmuró Roberto riéndose.
-¿Usted?
-Sí; el destino que tenía me lo quitaron.
-¿Y qué hace usted ahora?
-Estoy en un periódico trabajando y esperando a que haya una plaza
vacante. En el cuartel me he hecho amigo de un escultor que viene a
comer también aquí y vivimos los dos en una guardilla. Yo me río de
estas cosas, porque tengo el convencimiento de que he de ser rico, y,
cuando lo sea, recordaré con gusto mis apuros.
-Ya empieza a desbarrar -pensó Manuel.
-¿Es que tú no estás convencido de que yo voy a ser rico?
-Sí; ¡ya lo creo!
-¿Adónde vas? -preguntó Roberto.
121
-A ninguna parte.
-Pasearemos.
Vamos.
Bajaron a la calle de Alfonso XII y entraron en el Retiro; llegaron hasta
el final del paseo de coches, y allí se sentaron en un banco.
-Por aquí andaremos nosotros en carruaje cuando yo sea millonario
-dijo Roberto.
-Usted...; lo que es yo -replicó Manuel.
-Tú también. ¿Te crees tú que te voy a dejar comer en el cuartel cuando
tenga millones?
«La verdad es que estará chiflado, pero tiene buen corazón», pensó
Manuel; luego añadió:
- ¿Han adelantado mucho sus cosas?
-No, mucho, no; todavía la cuestión está embrollada; pero ya se
aclarará.
-¿Sabe usted que el titiritero aquel del fonógrafo -dijo Manuel-vino con
una mujer que se llamaba Rosa? Yo fui a buscarle a usted para ver si era
la que usted decía.
-No. Esta que yo buscaba ha muerto.
-¿Entonces el asunto de usted se habrá aclarado?
-Sí; pero me falta dinero. Don Telmo me prestaba diez mil duros, a
condición de cederle, en el caso de ganar, la mitad de la fortuna al entrar
en posesión de ella, y no he aceptado.
-Qué disparate.
-Quería, además, que me casase con su sobrina.
-¿Y usted no ha querido?
-No.
-Pues es guapa.
-Sí; pero no me gusta.
-¿Qué? ¿Se acuerda usted todavía de la chica de la Baronesa? -¡No me
he de acordar! La he visto. Está preciosa.
-Sí; es bonita.
-¡Bonita sólo! No blasfemes. Desde que la vi, me he decidido. O va uno
al fondo o arriba.
-Se expone usted a quedarse sin nada.
-Ya lo sé; no me importa. O todo o nada.
»Los Hasting han tenido siempre voluntad y decisión para las cosa. El
ejemplo de un pariente mío me alienta. Es un caso de terquedad,
tonificador. Verás.
»Mi tío, el hermano de mi abuelo, estuvo en Londres en una casa de
comercio; supo por un marino que en una isla del Pacífico habían sacado
una vez una caja llena de plata, que suponían sería de un barco que
había salido del Perú para Filipinas. Mi tío logró saber el punto fijo en
La lucha por la vida I. La busca
122
donde había naufragado el barco, e inmediatamente dejó su empleo y se
fue a Filipinas. Fletó un barquito, llegó al punto señalado, un peñón del
archipiélago de Magallanes, sondaron en distintas partes y no llegaron a
sacar, después de grandes trabajos, más que unas cuantas cajas rotas,
en donde no quedaban huellas de nada. Cuando los víveres se acabaron
tuvieron que volver, y mi tío llegó sin un cuarto a Manila, y se metió de
empleado en una casa de comercio. Al año de esto, un yanqui le propuso
buscar el tesoro juntos, y mi tío aceptó, con la condición de que partirían
entre los dos las ganancias. En este segundo viaje sacaron dos cajas
pesadísimas y grandes: una, llena de lingotes de plata; la otra, con onzas
mejicanas. El yanqui y mi tío se repartieron el dinero, y a cada uno le
tocó más de cien mil duros; pero mi tío, que era terco, volvió al lugar del
naufragio, y entonces ya debió de encontrar el tesoro, porque llegó a
Inglaterra con una fortuna colosal. Hoy, los Hasting, que viven en
Inglaterra, siguen siendo millonarios. ¿No te acuerdas de Fanny, la que
vino a la taberna de las injurias con nosotros?
-Sí.
-Pues es de los Hasting ricos de Inglaterra.
-¿Y usted por qué no les pide algún dinero? -preguntó Manuel.
-No, nunca, aunque me muriera de hambre, y eso que ellos se han
prestado muchas veces a favorecerme. Antes de venir a Madrid estuve
viajando por casi todas partes del mundo en un yate del hermano de
Fanny.
-¿Y esa fortuna que usted piensa encontrar está también en alguna
isla? -dijo Manuel.
-Me parece que eres de los que no tienen fe -contestó Roberto-. Antes
de que cantara el gallo me negarías tres veces.
-No; yo no conozco sus asuntos; pero si usted me necesitara a mí, yo
le serviría con mucho gusto.
-Pero dudas de mi estrella, y haces mal; te figuras que estoy chiflado.
-No, no señor.
-¡Bah! Tú te crees que esa fortuna que yo tengo que heredar es una
filfa.
-Yo no sé.
-Pues no; la fortuna existe. ¿Tú te acuerdas una vez que hablaba con
don Telmo delante de ti de cómo había estado en casa de un
encuadernador, y la conversación que tuve con él?
-Sí, señor; me acuerdo.
-Pues bien; aquella conversación fue para mí la base de las
indagaciones que he hecho después; no te contaré yo cómo he ido
recogiendo datos y más datos, poco a poco, porque esto te resultaría
pesado; te mostraré escuetamente la cuestión.
Al concluir esto, Roberto se levantó del banco en donde estaban
Pío Baroja
123
sentados, y dijo a Manuel:
-Vamos de aquí. Aquel señor anda rondándonos; trata de oír nuestra
conversación.
Manuel se levantó, convencido de la chifladura de Roberto; pasaron
por delante del Ángel Caído, llegaron cerca del Observatorio
Meteorológico, y de allí salieron a unos cerrillos que están frente al
Pacífico y al barrio de doña Carlota.
-Aquí se puede hablar -murmuró Roberto-. Si viene alguno, avísame.
-No tenga usted cuidado -respondió Manuel.
-Pues como te decía, esa conversación fue la base de una fortuna que
pronto me pertenecerá; pero mira si será uno torpe y lo mal que se ven
las cosas cuando están al lado de uno. Hasta pasado lo menos un año
de la conversación no empecé yo a hacer gestiones. Las primeras las hice
hace dos años. Un día de Carnaval se me ocurrió la idea. Yo daba
lecciones de inglés y estudiaba en la Universidad; con el poco dinero que
ganaba tenía que enviar parte a mi madre, y parte me servía para vivir y
para las matrículas. Este día de Carnaval, un martes, lo recuerdo, no
tenía más que tres pesetas en el bolsillo; llevaba tanto tiempo trabajando
sin distraerme un momento, que dije: «Nada, hoy voy a hacer una
calaverada; me voy a disfrazar». Efectivamente, en la calle de San Marcos
alquilé un dominó y un antifaz por tres pesetas y me eché a la calle, sin
un céntimo en el bolsillo. Comencé a bajar hacia la Castellana, y al llegar
a la Cibeles me pregunté a mí mismo, extrañado: ¿Para qué habré hecho
yo la necedad de gastar el poco dinero que tenía en disfrazarme, cuando
no conozco a nadie?
»Quise volver, hacia arriba a abandonar mi disfraz; pero había tanta
gente, que tuve que seguir con la marea. No sé si te habrás fijado en lo
solo que se encuentra uno esos días de Carnaval entre las oleadas de la
multitud. Esa soledad entre la muchedumbre es mucho mayor que la
soledad en el bosque. Esto me hizo pensar en las mil torpezas que uno
comete: en la esterilidad de mi vida. “Me voy a consumir -me dije- en una
actividad de ratoncillo; voy a terminar en ser un profesor, una especie de
institutriz inglesa. No; eso nunca. Hay que buscar una ocasión y un fin
para emanciparse de esta existencia mezquina, y si no lanzarse a la vida
trágica”. Pensé también en que era muy posible que la ocasión hubiese
pasado ante mí sin que yo supiese aprovecharme de ella, y de pronto
recordé la conversación con el encuadernador. Me decidí a enterarme,
hasta ver la cosa claramente, sin esperanza ninguna, sólo como una
gimnasia de la voluntad. “Se necesita más voluntad -me dije- para vencer
los detalles que aparecen a cada instante que no para hacer un gran
sacrificio o para tener un momento de abnegación. Los momentos
sublimes, los actos heroicos, son más bien actos de exaltación de la
inteligencia que de voluntad; yo me he sentido siempre capaz de hacer
La lucha por la vida I. La busca
124
una gran cosa, de tomar una trinchera, de defender una barricada, de ir
al Polo Norte; pero ¿sería capaz de llevar a cabo una obra diaria, de
pequeñas molestias y de fastidios cotidianos?” Sí, me dije a mí mismo, y
decidido me metí entre las máscaras y volví a Madrid mientras los demás
alborotaban.
-¿Y desde entonces trabajó usted?
-Desde entonces, con una constancia rabiosa. El encuadernador no
quería darme ningún dato; me instalé en la Casa de Canónigos, pedí el
libro de Turnos, y allí un día y otro estuve revisando listas y listas, hasta
que encontré la fecha del proceso; de aquí me fui a las Salesas, di con el
archivo, y un mes entero pasé allá en una guardilla abriendo legajos,
hasta que pude ver los autos. Luego tuve que sacar fes de bautismo,
buscar recomendaciones para un obispo, andar, correr, intrigar, ir de un
lado a otro, hasta que la cuestión comenzó a aclararse, y con mis
documentos en regla hice mi reclamación en Londres. He plantado
durante estos dos años los cimientos para levantar la torre a la que he
de subir.
-¿Y está usted seguro que los cimientos son sólidos?
-¡Oh, son los hechos! Aquí están -y Roberto sacó un papel doblado del
bolsillo-. Es el árbol genealógico de mi familia. Este círculo rojo es don
Fermín Núñez de Letona, cura de Labraz, que va a Venezuela, a fines del
siglo XVIII. Hace, no se sabe cómo una inmensa fortuna, y vuelve a
España en la época de Trafalgar. En la travesía, un barco inglés aborda
al español en donde viene el cura, y a éste y a los demás pasajeros los
apresan y los llevan a Inglaterra. Don Fermín reclama su fortuna al
Gobierno inglés, se la devuelven, y la coloca en el Banco de Londres, y
viene a España en la época de la guerra de la Independencia. Como en
aquellos tiempos el dinero no estaba muy seguro en España, don Fermín
deja su fortuna en el Banco de Londres, y una de las veces trata de
retirar una cantidad grande, para comprar propiedades, ya a Inglaterra
con la sobrina de un primo suyo y único pariente, llamado Juan Antonio.
Esta sobrina -y Roberto señaló un círculo en el papel- se casa con un
señorito irlandés, Bandon, y muere a los tres años de casada. El cura
don Fermín decide volver a España, y manda girar su fortuna al Banco
de San Fernando, y antes de que se haga el giro, don Fermín muere.
Bandon, el irlandés, presenta un testamento en que el cura deja como
heredera universal a su sobrina, y además prueba que tuvo un hijo de
su mujer, que murió después de bautizado. El primo de don Fermín,
Juan Antonio, el de Labraz, le pone pleito a Bandon, y el pleito dura
cerca de veinte años, y muere Juan Antonio, y el irlandés puede recoger
una parte de la herencia.
»La otra hija de Juan Antonio se casa con un primo suyo, comerciante
de Haro, y tiene tres hijos, dos varones y una hembra. Ésta se mete
Pío Baroja
125
monja, uno de los varones muere en la guerra carlista y el otro entra en
un comercio y se va a América.
»Éste, Juan Manuel Núñez, hace una fortuna regular, se casa con una
criolla y tiene dos hijas: Augusta y Margarita. Augusta, la menor, se casa
con mi padre, Ricardo Hasting, que era un calavera que se escapó de su
casa, y Margarita, con un militar, el coronel Buenavida. Vienen todos a
España en muy buena posición, mi padre se mete en negocios ruinosos,
y ya arruinado, no sé por dónde averigua que la fortuna del cura Núñez
de Letona está a disposición de los herederos; va a Inglaterra, hace su
reclamación, le exigen documentos, saca las fes de bautismo de los
antepasados de su mujer y se encuentra con que la partida de
nacimiento del cura don Fermín no se encuentra por ningún lado. De
pronto, mi padre deja de escribir y pasan años y años, y al cabo de más
de diez recibimos una carta participándonos que ha muerto en Australia.
»Margarita, la hermana de mi madre, queda viuda con una hija; se
vuelve a casar, y el segundo marido resulta un bribón de marca mayor,
que la deja sin un céntimo. La hija del primer matrimonio, Rosa, sin
poder sufrir al padrastro, se escapa de casa con un cómico, y no sabe
más de ella.
» Si has seguido -añadió Roberto- mis explicaciones, habrás visto que
no quedan más parientes de don Fermín Núñez de Letona que mis dos
hermanas y yo, porque la hija de Margarita, Rosa Núñez, ha muerto.
»Ahora, la cuestión está en probar este parentesco, y ese parentesco
está probado; tengo las partidas de bautismo que acreditan que
descendemos en línea directa de Juan Antonio, el hermano de Fermín.
Pero ¿por qué no aparece el nombre de Fermín Núñez de Letona en el
libro parroquial de Labraz? Eso es lo que a mí me preocupó y eso es lo
que he resuelto. Bandon, el irlandés, cuando murió su contrincante
Juan Antonio, envió a España un agente llamado Shaphter, y éste hizo
desaparecer la fe de bautismo de don Fermín. ¿Cómo? Aún no lo sé.
Mientras tanto, yo sigo en Londres la reclamación, sólo para mantener la
causa en estado de litigio, y los Hasting son los que llevan el proceso.
-¿Y a cuánto asciente esa fortuna? -preguntó Manuel.
-Entre el capital y los intereses, a un millón de libras esterlinas.
-¿Y es mucho eso?
-Sin el cambio, unos cien millones de reales; con el cambio, ciento
treinta.
Manuel se echó a reír. .
-¿Para usted solo?
-Para mí y para mis hermanas. Figúrate tú, cuando yo coja esa
cantidad, lo que van a ser para mí estos cochecitos y estas cosas. Nada.
-Y ahora, mientras tanto, no tiene usted una perra.
-Así es la vida; hay que esperar, no hay más remedio. Ahora que nadie
La lucha por la vida I. La busca
126
me cree, gozo yo más con el reconocimiento de mi fuerza que gozaré
después con el éxito. He construido una montaña entera; una niebla
profunda impide verla; mañana se desgarrará la niebla y el monte
aparecerá erguido, con las cumbres cubiertas de nieve.
Manuel encontraba necio estar hablando de tanta grandeza, cuando ni
uno ni otro tenían para comer, y, pretextando una ocupación, se despidió
de Roberto.
Pío Baroja
IV
Dolores la Escandalosa - Las engañifas del Pastiri - Dulce
salvajismo - Un modesto robo en despoblado
Después de una semana pasada al sereno, un día Manuel se decidió a
reunirse con Vidal y el Bizco y a lanzarse a la vida maleante.
Preguntó por sus amigos en los ventorros de la carretera de Andalucía,
en la Llorosa, en las Injurias, y un compinche del Bizco, que se llamaba
el Chungui, le dijo que el Bizco paraba en las Cambroneras, en casa de
una mujer ladrona de fama, conocida por Dolores la Escandalosa.
Fue Manuel a las Cambroneras, preguntó por la Dolores y le indicaron
una puerta en un patio habitado por gitanos.
Llamó Manuel, pero la Dolores no quiso abrir la puerta; luego, con las
explicaciones que le dio el muchacho, le dejó entrar.
La casa de la Escandalosa consistía en un cuarto de unos tres metros
en cuadro; en el fondo se veía una cama, donde dormía vestido el Bizco;
a un lado, una especie de hornacina con su chimenea y un fogón
pequeño. Además, ocupaban el cuarto una mesa, un baúl, un vasar
blanco con platos y pucheros de barro y una palomilla de pino con un
quinqué de petróleo encima.
La Dolores era mujer de cincuenta años próximamente; vestía traje
negro, un pañuelo rojo atado como una venda a la frente, y otro, de color
oscuro, por encima.
Llamó Manuel al Bizco y, cuando éste se despertó, le preguntó por
Vidal.
Ahora vendrá -dijo el Bizco; luego, dirigiéndose a la vieja, gritó:
-Tráeme las botas, tú.
La Dolores no hizo pronto el mandado, y el Bizco, por alarde, para
demostrar el dominio que tenía sobre ella, le dio una bofetada.
La mujer no chistó; Manuel miró al Bizco fríamente, con disgusto; el
otro desvió la vista de modo huraño.
-¿Queréis almorzar? -preguntó el Bizco a Manuel cuando se hubo
levantado.
-Si das algo bueno...
128
La Dolores sacó la sartén del fuego, llena de pedazos de carne y de
patatas.
-No os tratáis poco bien -murmuró Manuel, a quien el hambre hacía
profundamente cínico.
-Nos dan fiado en la casquería -dijo la Dolores, para explicar la
abundancia de carne.
-¡Si tú y yo no afanáramos por ahí -saltó el Bizco, dirigiéndose a la
vieja-, lo que comiéramos nosotros!
La mujer sonrió modestamente. Acabaron con el almuerzo, y la Dolores
sacó una botella de vino.
-Esta mujer -dijo el Bizco-, ahí donde la ves, no hay otra como ella.
Enséñale lo que tenemos en el rincón.
.Ahora no, hombre.
-¿Por qué no?
-¿Si viene alguno?
-Echo el cerrojo.
-Bueno.
Cerró la puerta el Bizco; la Dolores empujó la cama al centro del
cuarto, se acercó a la pared, despegó un trozo de tela rebozado de cal, de
una vara en cuadro, y apareció un boquete lleno de cintas, cordones,
puntillas y otros objetos de pasamanería.
-¿Eh? -dijo el Bizco-. Pues todo esto lo ha afanado ella.
-Aquí debéis tener mucho dinero.
-Sí; algo hay -contestó la Dolores-. Luego dejó caer el trozo de tela que
tapaba la excavación de la pared, lo sujetó y colocó delante la cama. El
Bizco descorrió el cerrojo. Al poco rato llamaban en la puerta.
-Debe ser Vidal -dijo el Bizco, y añadió en voz baja, dirigiéndose a
Manuel: -Oye, tú, a éste no le digas nada.
Entró Vidal con su aire desenvuelto, celebró la llegada de Manuel y los
tres camaradas salieron a la calle.
-¿Vais a barbear por ahí? -preguntó la vieja.
-Sí.
A ver si no vienes tarde, ¿eh? -añadió la Dolores, dirigiéndose al Bizco.
Éste no se dignó contestar a la recomendación.
Salieron los tres a la glorieta del puente de Toledo; allí cerca tomaron
una copa, en el cajón del Garatusa, licenciado de presidio, protector de
descuideros, no sin interés y su cuenta, y luego, por el paseo de los Ocho
Hilos, salieron a la ronda de Toledo.
Como domingo, los alrededores del Rastro rebosaban gente.
A lo largo de la tapia de las grandiosas Américas, en el espacio
comprendido entre el Matadero y la Escuela de Veterinaria, una larga fila
de vendedores ambulantes establecía sus reales.
Había algunos de éstos con trazas de mendigos, inmóviles,
Pío Baroja
129
somnolientos, apoyados en la pared, contemplando con indiferencia sus
géneros: cuadros viejos, cromos nuevos, libros, cosas inútiles,
desportilladas, sucias, convencidos de que nadie mercaría lo que ellos
mostraban al público. Otros gesticulaban, discutían con los
compradores; algunas viejas horribles y atezadas, con sombreros de paja
grandes en la cabeza, las manos negras, los brazos en jarra, la
desvergüenza pronta a surgir del labio, chillaban como cotorras.
Las gitanas, de trajes abigarrados, peinaban al sol a las gitanillas
morenuchas y a los churumbeles, de pelo negro y ojos grandes; una
porción de vagos discurría gravemente; pordioseros envueltos en
harapos, lisiados, lacrosos, clamaban, cantaban, se lamentaban, y el
público dominguero, buscador de gangas, iba y venía, deteniéndose en
este puesto, preguntando, husmeando, y la gente pasaba, con el rostro
inyectado por el calor del sol, un sol de primavera, que cegaba al reflejar
la blancura de creta de la tierra polvorienta, y brillaba y centelleaba con
reflejos mil en los espejos rotos y en los cachivaches de metal, tirados y
amontonados en el suelo. Y para aumentar aquella baraúnda turbadora
de voces y de gritos, dos organillos llenaban el aire con el campanilleo
alegre de sus notas, mezcladas y entrecruzadas.
Manuel, el Bizco y Vidal subieron a la cabecera del Rastro y volvieron
a bajar. En la puerta de las Américas se encontraron con el Pastiri, que
andaba husmeando por allí.
Al ver a Manuel y a los otros dos, el de las tres cartas se les acercó y
les dijo:
-¿Vamos a tomar unas tintas?
-Vamos.
Entraron en una tasca de ¡a Ronda. El Pastiri aquel día estaba solo,
porque su compañero se había marchado a El Escorial, y como no tenía
quien le hiciera el paripé en el juego, no sacaba una perra. Si ellos
tomaban el papel de ganchos, para decidir a los curiosos a jugar, les
daría parte en las ganancias.
-Pregúntale cuánto -dijo el Bizco a Vidal.
-No seas tonto.
El Pastiri explicó la cosa para que la entendiera el Bizco; la cuestión
era apostar y decir en voz alta que ganaban, que él se encarga ría de
meter en ganas de jugar a los espectadores.
Ya, ya sabemos lo que hay que hacer -dijo Vidal.
-¿Y aceptáis la combi?
-Si, hombre.
Repartió el Pastiri tres pesetas por barba, y salieron los cuatro de la
taberna, atravesaron la ronda y se metieron en el Rastro.
A veces se paraba el Pastiri, creyendo tener algún tonto a la vista; el
Bizco o Manuel apuntaban; pero el que parecía tonto sonreía al notar la
La lucha por la vida I. La busca
130
celada, o pasaba indiferente, acostumbrado a presenciar aquellas clases
de timos.
De pronto vio venir el Pastiri un grupo de paletos con sombrero ancho
y calzón corto.
Aluspiar, que ahí vienen unos pardillos, y puede caer algo -dijo, y se
plantó delante de los paletos con su tablita y sus cartas, y comenzó el
juego.
El Bizco apuntó dos pesetas y ganó; Manuel hizo lo mismo, y ganó
también.
-Este hombre es un primo -dijo Vidal, en voz alta, y dirigiéndose al
grupo de los campesinos-. Pero ¿han visto ustedes el dinero que está
perdiendo? -añadió-. Aquel militar le ha ganado seis duros.
Uno de los paletos se acercó al oír esto, y viendo que Manuel y el Bizco
ganaban, apostó una peseta y ganó. Los compañeros del paleto le
aconsejaron que se retirara con su ganancia; pero la codicia pudo más
en él, y, volviendo, apostó dos pesetas y las perdió.
Vidal puso entonces un duro.
-Un machacante -dijo, dando con la moneda en el suelo-. Acertó la
carta y ganó.
El Pastiri hizo un gesto de fastidio.
Apostó el paleto otro duro y lo perdió; miró angustiado a sus paisanos,
sacó otro duro y lo volvió a perder.
En aquel momento se acercó un guardia y se disolvió el grupo; al ver
el movimiento de fuga del Pastiri, el paleto quiso sujetarle, agarrándole
de la americana; pero el hombre dio un tirón y se escabulló por entre la
gente.
Manuel, Vidal y el Bizco salieron por la plaza del Rastro a la calle de
Embajadores.
El Bizco tenía cuatro pesetas, Manuel seis y Vidal catorce.
-¿Y qué le vamos a devolver a ése? -preguntó el Bizco.
-¿Devolver? Nada -contestó Vidal.
-Le vamos a apandar la ganancia del año -dijo Manuel.
-Bueno; que lo maten -replicó Vidal-. Pa chasco que nos fuéramos
nosotros de rositas.
Era hora de almorzar, discutieron adónde irían, y Vidal dispuso que ya
que se encontraban en la calle de Embajadores, la Sociedad de los Tres
en pleno siguiera hacia abajo hasta el merendero de la Manigua.
Se tuvo en cuenta la indicación, y los socios pasaron toda la tarde del
domingo hechos unos príncipes; Vidal estuvo espléndido, gastando el
dinero del Pastiri, convidando a unas chicas y bailando a lo chulo.
A Manuel no le pareció tan mal el comienzo de la vida de golfería. De
noche, los tres socios, un poco cargados de vino, subieron por la calle de
Embajadores, tomando después por la vía de circunvalación.
Pío Baroja
131
-¿Adónde iré a dormir? -preguntó Manuel.
-Ven a mi casa -le contestó Vidal.
Al acercarse a Casa Blanca, se separó el Bizco.
-Gracias a Dios que se va ese tío -murmuró Vidal.
-¿Estás reñido con él?
-Es un tío bestia. Vive con la Escandalosa, que es una vieja zorra; es
verdad que tiene lo menos sesenta años y gasta lo que roba con sus
queridos; pero bueno, le alimenta y él debe considerarla; pues nada,
anda siempre con ella a puntapiés y a puñetazos y la pincha con el
puñal, y hasta una vez ha calentado un hierro y la ha querido quemar.
Bueno que la quite el dinero; pero eso de quemarla, ¿para qué?
Llegaron a Casa Blanca, que era como una aldea pobre, de una calle
sola; Vidal abrió con su llave una puerta, encendió un fósforo y subieron
los dos a un cuarto estrecho con un colchón puesto sobre los ladrillos.
-Te tendrás que echar en el suelo -dijo Vidal-. Esta cama es la de mi
chica.
-Bueno.
-Toma esto para la cabeza -y le arrojó una falda de mujer arrebuñada.
Manuel apoyó allí la cabeza y quedó dormido. Se despertó a la
madrugada. Se incorporó y se sentó en el suelo sin darse cuenta de
dónde podía encontrarse. Entraba pálida claridad de un ventanuco.
Vidal, tendido en el colchón, roncaba; a su lado dormía una muchacha,
respirando con la boca abierta; grandes chafarrinones de pintura le
surcaban las mejillas.
Manuel sentía el malestar de haber bebido demasiado el día anterior y
profundo abatimiento. Pensó seriamente en su vida:
-Yo no sirvo para esto -se dijo-; ni soy un salvaje como el Bizco, ni un
desahogado como Vidal. ¿Y qué hacer?
Ideó mil cosas, la mayoría irrealizables, imaginó proyectos
complicados. En el interior luchaban oscuramente la tendencia de su
madre, de respeto a todo lo establecido, con su instinto antisocial de
vagabundo, aumentado por su clase de vida.
-Vidal y el Bizco -se dijo- son más afortunados que yo; no tienen
vacilaciones ni reparos; se han lanzado...
Pensó que al final podían encontrar el palo o el presidio; pero mientras
tanto no sufrían; el uno por bestialidad, el otro por pereza, se
abandonaban con tranquilidad a la corriente...
A pesar de sus escrúpulos y remordimientos, el verano lo pasó Manuel
protegido por el Bizco y Vidal, viviendo en Casa Blanca con su primo y la
querida de éste, muchachuela vendedora de periódicos y buscona al
mismo tiempo.
La Sociedad de los Tres funcionó por las afueras y las Ventas, la
La lucha por la vida I. La busca
132
Prosperidad y el barrio de doña Carlota, el Puente de Vallecas y los
Cuatro Caminos; y si la existencia de esa Sociedad no llegó a
sospecharse ni a pasar a los anales del crimen, fue porque sus fechorías
se redujeron a modestos robos de los llamados por los profesionales al
descuido.
No se contentaban los tres socios con espigar en las afueras de Madrid:
extendían su radio de acción a los pueblos próximos y a todos los sitios
en general en donde se reuniera alguna gente.
Los mercados y las plazuelas eran lugares de prueba, porque el
descuido podía ser de mayor cantidad; pero, en cambio, la policía andaba
ojo avizor.
En general, los puntos más explotados por ellos eran los lavaderos.
Vidal, con su genuina listeza, convenció al Bizco de que él era quien
poseía más condiciones para el afano; el otro, por vanidad, se lanzaba
siempre a lo más peligroso, el coger la prenda, mientras Vidal y Manuel
estaban a la husma.
Solía decir Vidal a. Manuel, en el momento mismo del robo, cuando el
Bizco se guardaba debajo de la chaqueta la sábana o la camisa:
-Si viene alguno no hagas seña ni nada. Que lo cojan; nosotros
callados, hechos unos púas, sin movernos; nos preguntan algo, nosotros
no sabemos nada, ¿eh?
-Convenido.
Sábanas, camisas, mantas y otra porción de ropas robadas por ellos
las pulían en la ropavejería de la ribera de Curtidores, adonde solía ir de
visita don Telmo. El amo, encargado o lo que fuese, de la tienda,
compraba todo lo que le llevaban los randas a bajo precio.
Vigilaba esta ropavejería de peristas, de las asechanzas de algún
polizonte torpe (los listos no se ocupaban de estas cosas), un hombre a
quien llamaban el Tío Pérnique. Este hombre se pasaba la vida
paseándose por delante del establecimiento. Para disimular la guardia
vendía cordones para las botas y géneros de saldo que le entregaban en
la ropavejería.
En la primavera este hombre se ponía un gorro blanco de cocinero y
pregonaba unos pastelillos con una palabra que apenas pronunciaba y
que se entretenía en cambiar constantemente. Unas veces la palabra
parecía ser ¡Pérquique! ¡Pérquique!; pero inmediatamente cambiaba el
sonido, se transformaba en ¡Pérqueque! o en ¡Párquique! y estas
evoluciones fonéticas se alargaban hasta el infinito.
El origen de esta palabra Pérquique, que no se encuentra en el
diccionario, era el siguiente: Los pastelillos rellenos de crema que vendía
el del gorro blanco los daba al precio de cinco céntimos y los voceaba: ¡A
perra chica! ¡A perra chica! De vocearlos perezosamente suprimió la A
primera y convirtió en e las otras dos, transformando su grito en ¡Perre
Pío Baroja
133
chique! ¡Perre chique! Después, Perre chique se convirtió en Pérquique.
El guardián de la ropavejería, hombre de carácter jovial, tenía la
especialidad en los pregones, los matizaba artísticamente; iba de las
notas agudas a las más graves, o al contrario. Comenzaba, por ejemplo,
en un tono muy alto, gritando:
-¡Miren, a real! ¡Miren, a real! ¡Calcetines y medias a real! ¡Miren, a
real! -Luego bajaba el diapasón, y decía gravemente: -¡Chalequito de
Bayona muy bonito! -Y, por último, en voz de bajo profundo, añadía: -¡A
cuatro perra orda!
El Tío Pérquique conocía la Sociedad de los Tres, y daba al Bizco y a
Vidal algunos consejos.
Más seguro y mucho más productivo que el trato con los peristas de la
ropavejería era el procedimiento de Dolores la Escandalosa, la cual
vendía las cintas y encajes robados por ella a buhoneros que pagaban
bien; pero los socios de la Sociedad de los Tres querían cobrar sus
dividendos pronto.
Hecha la venta se iban los tres a una taberna del final del paseo de
Embajadores, esquina al de las Delicias, que llamaban del Pico del
Pañuelo.
Tenían los socios especial cuidado de no robar en el mismo sitio y de
no presentarse juntos por aquellos parajes de donde había temor de una
vigilancia molesta.
Algunos días, muy pocos, que la rapiña no dio resultado, se vieron los
tres socios obligados a trabajar en el Campillo del Mundo Nuevo,
esparciendo montones de lana y recogiéndola, después de aireada y seca,
con unos rastrillos.
Otro de los medios de subsistencia de la Sociedad era la caza del gato.
El Bizco, que no atesoraba ningún talento, su cabeza, según frase de
Vidal, era un melón calado, poseía, en cambio, uno grandísimo para
coger gatos. Con un saco y una vara se las arreglaba admirablemente.
Bicho que veía, a los pocos instantes había caído.
Los socios no distinguían de gato flaco o tísico, ni de gata embarazada;
todos los que caían se devoraban con idéntico apetito. Se vendían las
pieles en el Rastro; el tabernero del Pico del Pañuelo fiaba el vino y el
pan, cuando no había fondos con qué pagarlos, y la Sociedad se
entregaba al sardanapalesco festín...
Una tarde de agosto, Vidal, que había estado merendando en las
Ventas con su prójima el día anterior, expuso ante sus socios y
compañeros el proyecto de asaltar una casa abandonada del camino del
Este.
Se discutió el proyecto con seriedad, y al día siguiente, por la tarde,
fueron los tres a estudiar el terreno.
Era domingo; había novillos en la plaza; pasaban por la calle de Alcalá
La lucha por la vida I. La busca
134
ómnibus y tranvías llenos de bote en bote, manuelas ocupadas por
mujeronas con mantones de Manila y hombres de aspecto rufianesco.
En los alrededores de la plaza el gentío se amontonaba; de los tranvías
bajaban grupos de gente que corrían hacia la puerta; los revendedores se
abalanzaban sobre ellos voceando; brillaban entre la masa negra de la
multitud los cascos de los guardias a caballo. Del interior de la plaza
salía un vago rumor, como el de la marea.
Vidal, el Bizco y Manuel, lamentándose de no poder entrar allí,
siguieron adelante, pasaron las Ventas y tomaron el camino de Vicálvaro.
El viento sur, cálido, ardoroso, blanqueaba de polvo el campo; por la
carretera pasaban y se cruzaban coches de muerto blancos y negros, de
hombres y de niños, seguidos por tartanas llenas de gente.
Vidal mostró la casa: hallábase a un lado del camino; parecía
abandonada; por delante la rodeaba un jardín con su verja; por la parte
de atrás se extendía un huerto plantado de arbolillos sin hojas, con un
molino para sacar agua. La tapia del huerto, baja, podía escalarse con
relativa facilidad; ningún peligro amenazaba; ni vecinos curiosos ni
perros; la casa más próxima, un taller de marmolista, distaba más de
trescientos metros.
Desde las cercanías de la casa se divisaba el cementerio del Este,
rodeado de campos áridos amarillos y lomas yermas; en dirección
contraria se presentaba la plaza de toros, con su bandera flamante, y las
primeras casas de Madrid; el camino del camposanto se tendía,
polvoriento, por entre hondonadas y taludes verdes, por entre tejares
abandonados y lomas con las entrañas de ocre rojo al descubierto.
Cuando examinaron bien las condiciones de la casa, volvieron los tres
a las Ventas. De noche, se hallaban dispuestos a regresar a Madrid; pero
Vidal aconsejó el quedarse allá para dar el golpe al amanecer del día
siguiente. Decidieron esto, y se tendieron en un tejar en el callejón
constituido por dos murallas de ladrillos apilados.
El viento, frío, sopló durante toda la noche con violencia. El primero
que se despertó fue Manuel, y llamó a los otros dos. Salieron del callejón
formado por los dos muros de ladrillo. Aún era de noche; un trozo de
luna asomaba de vez en cuando en el cielo por entre las nubes oscuras;
a veces se ocultaba, a veces parecía descansar en el seno de uno de
aquellos nubarrones, a los cuales plateaba débilmente.
A lo lejos, sobre Madrid, se cernía gran claridad, irradiada de las luces
del pueblo, en el camposanto blanqueaban algunas lápidas pálidamente.
El alba teñía con su claridad melancólica el cielo, cuando los tres
socios se acercaron a la casa.
A Manuel le palpitaba el corazón con fuerza.
-¡Ah! Una advertencia -dijo Vidal-: Si por casualidad nos pescaran, no
hay que echar a correr, sino quedarse dentro de la casa.
Pío Baroja
135
El Bizco se echó a reír; Manuel, que comprendía que su primo no
hablaba por hablar, preguntó:
-¿Y por qué? .
-Porque si nos pescan en la casa es un robo frustrado, y tiene poco
castigo; en cambio, si nos cogieran huyendo, seria un robó consumado,
lo que tiene mucha pena. Esto me lo dijeron ayer.
-Pues yo escapo si puedo -dijo el Bizco.
-Haz lo que quieras.
Saltaron la cerca de la casa; Vidal quedó a caballo encima, agachado,
espiando, por si venía alguno. Manuel y el Bizco, a horcajadas, se
acercaron a la casa y, afianzando el pie en el tejadillo de un cobertizo,
bajaron a una terraza con un emparrado un tanto más alta que la
huerta.
A esta galería daban la puerta trasera y los balcones del piso bajo de
la casa; pero estaban una y otros tan bien cerrados, que era imposible
abrirlos.
-¿No se puede? -preguntó Vidal desde arriba.
-No.
-Ahí va mi navaja -y Vidal la tiró a la galería.
Manuel intentó con la navaja abrir los balcones, pero no había medio;
el Bizco se puso a empujar con el hombro la puerta, cedió algo, dejando
un resquicio, y entonces Manuel introdujo por allí la hoja del cuchillo, e
hizo correr la lengüeta de la cerradura hasta conseguir abrir la puerta.
Al momento entraron el Bizco y Manuel.
El piso bajo de la casa constaba de un vestíbulo, desde donde
comenzaba la escalera de un corredor, y de dos gabinetes con balcón al
huerto.
La primera idea de Manuel fue salir al vestíbulo, y echar el cerrojo a la
puerta que daba a la carretera.
-Ahora -le dijo al Bizco, que quedó admirado de aquel rasgo de
prudencia -vamos a ver qué hay aquí.
-Se pusieron a registrar la casa con tranquilidad, sin apurarse; no
había nada que valiera tres ochavos. Estaban forzando el armario del
comedor, cuando, de pronto, oyeron muy cerca los ladridos de un perro,
y salieron asustados a la galería.
-¿Qué hay? -preguntaron a Vidal.
-Un condenado perro que se ha puesto a ladrar y va a llamar la
atención de alguno.
-Tírale una piedra.
-¿De dónde?
-Asústale.
-Ladra más.
-Baja aquí, si no te van a ver.
La lucha por la vida I. La busca
136
-Vidal saltó al huerto. El perro, que debía de ser un perro moral,
defensor de la propiedad, siguió ladrando fuerte.
-Pero ¡leñe! -dijo Vidal a sus amigos-, ¿no habéis concluido? -¡Si no hay
nada!
Entraron los tres llenos de miedo, atortolados, cogieron una servilleta
y metieron dentro lo que encontraron a mano, un reloj de cobre, un
candelero de metal blanco, un timbre eléctrico roto, un barómetro de
mercurio, un imán y un cañón de juguete.
Vidal se subió a la tapia con el lío.
-Ahí está -dijo asustado.
- ¿Quién?
-El perro.
-Yo bajaré primero -murmuró Manuel- y se puso la navaja en los
dientes y se dejó caer. El perro, en vez de acercarse, se alejó un poco;
pero siguió ladrando.
Vidal no se atrevía a saltar la tapia con el lío en la mano y lo echó con
cuidado sobre unas matas; en la caída no se rompió más que el
barómetro, lo demás estaba roto. Saltaron la tapia el Bizco y Vidal, y los
tres socios echaron a correr a campo traviesa, perseguidos por el perro
defensor de la propiedad, que ladraba tras de ellos.
-¡Qué brutos somos! -exclamó Vidal deteniéndose-. Si nos ve un
guardia correr así nos coge.
-Y si pasamos por el fielato reconocerán lo que llevamos en el lío y nos
detendrán -añadió Manuel.
La Sociedad se detuvo a deliberar y a tomar acuerdos. Se dejó el botín
al pie de una tapia. Se tendieron en el suelo.
-Por aquí -dijo Vidal- pasan muchos traperos y basureros a La Eiipa.
Al primero que veamos le ofrecemos esto.
-Si nos diesen tres duros -murmuró el Bizco.
-Sí, hombre.
Esperaron un rato y no tardó en pasar un trapero con su saco vacío en
dirección a Madrid. Le llamó Vidal y le propuso la venta.
-¿Cuánto nos da usted por estas cosas?
El trapero miró y remiró lo que había en el lío, y después en tono de
chunga y manera de hablar achulapada preguntó:
-¿Dónde habéis robao eso?
Protestaron los tres socios, pero el trapero no hizo caso de sus
protestas.
-No os puedo dar por to más que tres pesetas.
-No -contestó Vidal-; para eso nos llevamos el lío.
-Bueno. Al primer guardia que encuentre le daré vuestras señas y le
diré que sus lleváis unas cosas robás.
Vengan las tres pesetas -dijo Vidal-; tome usté el lío.
Pío Baroja
137
Tomó Vidal el dinero, y el trapero, riéndose, el envoltorio.
-Cuando veamos al primer guardia le diremos que lleva usted unas
cosas robás -le gritó Vidal al trapero. Alterose éste y empezó a correr
detrás de los tres.
-¡Esperaisos! ¡Esperaisos! -gritaba.
-¿Qué quiere usté?
-Dame mis tres pesetas y toma el lío.
-No; denos usté un duro y no decimos nada.
-Un tiro.
-Denos usté aunque no sea más que dos pesetas.
-Ahí tienes una, bribón.
Cogió Vidal la moneda que tiró el trapero, y como no las tenían todas
consigo, fueron andando de prisa. Cuando llegaron a la casa de la
Dolores, en las Cambroneras, estaban rendidos, nadando en sudor.
Mandaron traer un frasco de vino de la taberna.
-Menuda chapuza hemos hecho, ¡moler! -dijo Vidal.
Después de pagado el frasco les quedaban diez reales; repartidos entre
los tres les tocaron a ochenta céntimos cada uno. Vidal resumió la
jornada diciendo que robar en despoblado tenía todos los Inconvenientes
y ninguna de las ventajas, pues, además de exponerse a ir a presidio
para casi toda la vida y a recibir una paliza y a ser mordido por un perro
moral, corría uno el riesgo de ser miserablemente engañado.
La lucha por la vida I. La busca
V
Vestales del Arroyo - Los trogloditas
-Nada. Tenemos que separarnos de ese bruto de Bizco. Cada vez le
tengo más odio y más asco.
-¿Por qué?
—Porque es un bestia. Que se vaya con esa vieja zorra de la Dolores.
Nosotros, tú y yo, vamos a ir al teatro todas las noches.
-¿Cómo?
-Con la clac. No tenemos que pagar; lo único que hay que hacer es
aplaudir cuando nos den la señal.
La condición ]e pareció a Manuel tan fácil de cumplir, que le preguntó
a su primo:
-Pero oye, ¿cómo no va todo el mundo así?
-Todos no conocen como yo al jefe de la clac.
Fueron, efectivamente, al teatro de Apolo. Manuel los primeros días no
hizo más que pensar en las funciones y en las actrices. Vidal, con la
superioridad que tenía para todo, aprendió las canciones en seguida;
Manuel, en secreto, le envidiaba.
En los entreactos iban los de la clac a una taberna de la calle de
Barquillo, y algunas veces a otra de la plaza del Rey. En esta última
abundaban los alabarderos del circo de Price.
Casi todos los que formaban la legión de aplaudidores contaban pocos
años; algunos, en corto número, trabajaban en algún taller; la mayoría,
golfos y organilleros, terminaban después en comparsas, coristas o
revendedores.
Había entre ellos tipos afeminados, afeitados, con cara de mujer y voz
aguda.
A la puerta del teatro conocieron Vidal y Manuel una cuadrilla de
muchachas, de trece a diez y ocho años, que merodeaban por la calle de
Alcalá, acercándose a los buenos burgueses, fingiéndose vendedoras de
periódicos y llevando constantemente un Heraldo en la mano.
Vidal cultivó la amistad de las muchachas; casi todas eran feas, pero
esto no estorbaba para sus planes, que consistían en ensanchar el radio
139
de acción de sus conocimientos.
-Hay que dejar las afueras y meterse en el centro -decía Vidal.
Vidal quería que Manuel le secundase, pero éste no tenía aptitudes.
Vidal llegó a ser el indispensable para cuatro muchachas que vivían
juntas en Cuatro Caminos, que se llamaban la Mellá, la Goya, la
Rabanitos y la Engracia, y que habían formado como Vidal, el Bizco y
Manuel una Sociedad, aunque anónima.
Las pobres muchachas necesitaban alguna protección; las perseguían
los polizontes más que a las demás mujeres de la vida porque no
pagaban a los inspectores. Solían andar huyendo de los guardias y
agentes, los cuales, cuando había recogida, las llevaban al Gobierno
Civil, y de aquí al convento de las Trinitarias.
La idea de quedar encerradas en el convento producía en ellas
verdadero terror.
-¡Eso de no ver la caye! decían, como si fuera un tremendo castigo.
Y el abandono de noche, en las calles desamparadas, para otros motivo
de horror; el frío, el agua, la nieve, era para ellas la libertad y la vida.
Hablaban todas de manera tosca; decían veniría, saliría, quedría; en
ellas el lenguaje saltaba hacia atrás en curiosa regresión atávica.
Adornaban sus dichos con larga serie de frases y muletillas del teatro.
Llevaban las cuatro una vida terrible; pasaban la mañana y tarde
durmiendo y se acostaban al amanecer.
-Nosotras somos como los gatos -decía la Mellá-, cazamos de noche y
dormimos de día.
La Mellá, la Goya, la Rabanitos y la Engracia, solían venir de noche al
centro de Madrid, acompañadas por un mendigo de barba blanca, cara
sonriente y boina a rayas.
El viejo venía a pedir limosna, era vecino de las muchachas y éstas le
llamaban el Tío Tarrillo y le daban broma por las borracheras que
pescaba. Completamente chocho, le gustaba hablar de lo corrompido de
las costumbres.
La Mellá contaba que el Tío Tarrillo la quiso forzar al volver a casa los
dos solos una noche en los jardinillos del Depósito de Agua, y la dio a la
muchacha tanta risa que no pudo ser.
El mendigo se indignaba al oír esto y perseguía a la indiscreta como un
viejo fauno.
De las cuatro muchachas la más fea era la Mellá; con su cabeza gorda
y disforme, los ojos negros, la boca grande con los dientes rotos, el
cuerpo rechoncho, parecía la bufona de una antigua princesa. Había
estado a punto de entrar de corista en un teatro; pero no pudo, porque,
a pesar de su buena voz y oído, no pronunciaba con claridad por la falta
de dientes.
Estaba la Mellá siempre alegre, a todas horas cantando y riendo;
La lucha por la vida I. La busca
140
llevaba una polvera pequeña en el bolsillo del delantal, que en el fondo
de la tapa tenía un espejo, y mirándose en él a la luz de un farol, se
enharinaba la cara a cada paso.
La Mellá era cariñosa y de muy buen corazón; a Manuel se le
atragantaba por demasiado fea; la muchacha quería captarse sus
simpatías, pero Vidal aconsejó a su primo que no se quedara con ella; le
convenía más la Goya, que sacaba más dinero.
A Manuel no le gustaba la Mellá, a pesar de sus arrumacos; pero la
Goya estaba comprometida con el Soldadito, un hombre con oficio, según
decía ella, porque cuando se ponía a trabajar era pianista de manubrio.
Este organillero sacaba los cuartos a la Goya, que como más bonita
tenía también más parroquia; el Soldadito, la vigilaba, y cuando se iba
con alguno, la seguía y la esperaba a la salida de la casa de citas para
sacarle el dinero.
Vidal, de las cuatro, se dignaba proteger a la Rabanitos y a la Engracia;
las dos se lo disputaban. La Rabanitos parecía una mujer en miniatura:
carita blanca, con manchas azules alrededor de la nariz y de la boca;
cuerpecillo raquítico y delgaducho; labios finos y ojos grandes de
esclerótica azul; en el vestir, una vieja, con su mantoncito oscuro y su
falda negra: ésta era la Rabanitos. Echaba sangre por la boca con
frecuencia; hablaba con remilgos de comadre, haciendo gestos y
jeribeques, y todo su dinero lo gastaba en mojama, en caramelos y en
golosinas.
La Engracia, la otra favorita de Vidal, era el tipo de la mujer de burdel:
llevaba la cara blanca, por los polvos de arroz; sus ojos, negros y
brillantes, tenían expresión de melancolía puramente animal; al hablar
enseñaba los dientes azulados, que contrastaban con la blancura de su
cara empolvada. Pasaba de la alegría al enfado sin transición. No sabía
sonreír. En su cara aleteaba tan pronto la estupidez como una alegría
canallesca, insultante y cínica.
La Engracia hablaba poco, y cuando hablaba era para decir algo muy
bestial y muy sucio, algo de un cinismo y de una pornografía”,
complicada. Tenía la imaginación monstruosa y fecunda.
Un imaginero macabro hubiese encontrado algo genial tallando en
piedra los pensamientos de aquella muchacha en el infierno de una
Danza de la Muerte.
La Engracia no sabía leer. Vestía blusas vistosas, azules y sonrosadas;
pañuelo blanco en la cabeza y delantal de color; andaba siempre
corriendo de un lado a otro, haciendo sonar las monedas del bolsillo.
Llevaba ocho años de buscona y tenía diez y siete. Se lamentaba de haber
crecido, porque decía que de niña ganaba más.
Las amistades de Manuel y de Vidal con las muchachas duraron un
par de meses; Manuel no se decidía por la Mellá, le resultaba demasiado
Pío Baroja
141
fea; Vidal extendía su radio de acción, copeaba con unos cuantos chulos
y se dedicaba a la conquista de una florera que vendía claveles.
La Engracia y la Rabanitos tenían odio feroz a la muchacha.
-Ésa -decía la Rabanitos-, ésa está ya tan deshonrá como nosotras...
Una noche, Vidal no se presentó en Casa Blanca, y a los dos o tres días
apareció en la Puerta del Sol con una mujerona alta, vestida de gris.
-¿Quién es? -le preguntó Manuel a su primo.
-Se llama Violeta; me he quedado con ella.
-¿Y la otra, la de Casa Blanca?
Vidal se encogió de hombros.
-Quédate tú con ella si quieres -dijo.
La antigua querida de Vidal dejó de aparecer también por Casa Blanca,
y a las dos semanas de no pagar, el administrador puso a Manuel en la
calle y vendió el mobiliario: unas cuantas botellas vacías, un puchero y
una cama.
Manuel durmió durante algunos días en los bancos de la plaza de
Oriente y en las sillas de la Castellana y Recoletos. Era el final del verano
y todavía se podía dormir al raso. Algunos céntimos que ganó subiendo
maletas de las estaciones le permitieron ir viviendo, aunque malamente,
hasta octubre.
Hubo días en que no comió más que tronchos de berza cogidos en el
suelo de los mercados; otros, en cambio, se regaló con banquetes de
setenta y ochenta céntimos en los figones.
Llegó octubre, y Manuel empezó a helarse por las noches; su hermana
mayor le proporcionó un gabán raído y una bufanda; pero, a pesar de
esto, cuando no encontraba sitio donde dormir bajo techado, se moría de
frío en la calle.
Una noche, a principios de noviembre, Manuel se encontró a la puerta
de un cafetín de la Cabecera del Rastro con el Bizco, que iba encorvado,
casi desnudo, con los brazos cruzados por delante del pecho, y descalzo;
tenía un aspecto imponente de miseria y de frío.
Dolores la Escandalosa le había dejado por otro.
-¿Dónde podríamos ir a dormir? -le preguntó Manuel.
-Vamos a las cuevas de la Montaña -contestó el Bizco.
-Pero ¿allá se podrá entrar?
-Sí; si no hay mucha gente.
-Entonces, andando.
Salieron los dos, por Puerta de Moros y la calle de los Mancebos, al
Viaducto; cruzaron la plaza de Oriente, siguieron la calle de Bailén y la
de Ferraz, y, al llegar a la Montaña del Príncipe Pío, subieron por una
vereda estrecha, entre pinos recién plantados.
A oscuras anduvieron el Bizco y Manuel de un lado a otro, explorando
los huecos de la Montaña, hasta que la línea de luz que brotaba de una
La lucha por la vida I. La busca
142
rendija de la tierra les indicó una de las cuevas.
Se acercaron al agujero; salía del interior un murmulló interrumpido
de voces roncas.
A la claridad vacilante de una bujía, sujeta en el suelo entre dos
piedras, más de una docena de golfos, sentados unos, otros de rodillas,
formaban corro jugando a las cartas. En los rincones se esbozaban vagas
siluetas de hombres tendidos en la arena.
Un vaho pestilente se exhalaba del interior del agujero.
Temblaba la llama, iluminando a ratos, ya un trozo de la cueva, ya la
cara pálida de uno de los jugadores, y, al parpadear de la luz, las
sombras de los hombres se alargaban y se achicaban en las paredes
arenosas. De cuando en cuando se oía una maldición o una blasfemia.
Manuel pensó haber visto algo parecido en la pesadilla de una fiebre.
-Yo no entro -le dijo al Bizco.
-¿Por qué? -preguntó éste.
-Prefiero helarme.
-Haz lo que quieras. Yo conozco a uno de esos. Es el Intérprete.
-¿Y quién es el Intérprete?
-El capitán de los golfos de la Montaña.
A pesar de estas seguridades, Manuel no se decidió.
-¿Quién está ahí? -se oyó que preguntaban de dentro.
-Yo -contestó el Bizco.
Manuel se alejó de allá a todo correr. Cerca de la cueva había dos o tres
casuchas reunidas, con un corral en medio, cercadas por una tapia de
pedruscos.
Era aquello, según el nombre irónico puesto por la golfería, el Palacio
de Cristal, nido de palomas torcaces de bajo vuelo que garfaban en el
cuartel de la Montaña, y a las cuales, por la noche, acompañaban
gavilanes y gerilfaltes amigos.
El paso del corral estaba cerrado por una puerta de dos hojas.
Manuel la examinó por ver si cedía, pero era fuerte, y blindada con
latas extendidas y claveteadas sobre esteras.
Pensó que allí no habría nadie, e intentó saltar la tapia; subió sobre el
muro bajo de cascote y al ir a pasar, se enredó en un alambre, cayó una
piedra de la cerca al suelo, comenzó a ladrar un perro con furia y se oyó
de dentro una maldición.
Manuel pudo convencerse de que el nido no estaba vacío, y huyó de
allá. En un hueco, algo resguardado de la lluvia, se metió y se acurrucó
a dormir.
Era de noche aún cuando se despertó tiritando de frío, temblando de
la cabeza a los pies. Echó a correr para entrar en reacción; llegó al paseo
de Rosales y dio varias vueltas arriba y abajo.
La noche se le hizo eterna.
Pío Baroja
143
Dejó de llover; a la mañana salió el sol; en un agujero abierto en la
pendiente del terraplén, Manuel se guareció. El sol comenzaba a calentar
de manera deliciosa. Manuel soñó con una mujer muy blanca y muy
hermosa, con cabellos de oro. Se acercó a la dama, muerto de frío, y ella
le envolvió con sus hebras doradas y él se fue quedando en su regazo
agazapado dulcemente, muy dulcemente...
La lucha por la vida I. La busca
VI
El señor Custodio y su hacienda - A la busca
...Y dormía con el más dulce de los sueños, cuando una voz áspera le
trajo a las amargas e impuras realidades de la existencia.
-¿Qué haces ahí, golfo? -le dijeron.
-¡Yo! -murmuró Manuel, abriendo los ojos y contemplando a quien le
hablaba-. Yo no hago nada.
-Sí; ya lo veo, ya lo veo.
Manuel se incorporó; tenía ante sí un viejo de barba entrecana y
mirada adusta, con un saco al hombro y un gancho en la mano. Llevaba
el viejo gorra de piel, una especie de gabán amarillento y bufanda rojiza,
arrollada al cuello.
-¿Es que no tienes casa? -preguntó el hombre.
-No, señor.
-¿Y duermes al aire libre?
-Como no tengo casa...
El trapero se puso a escarbar en el suelo, sacó algunos trapos y
papeles, los guardó en el saco y, volviendo a mirar a Manuel, añadió:
-Más te valdría trabajar.
-Si tuviera trabajo, trabajaría; pero como no tengo... a ver... -y Manuel,
harto de palabras inútiles, se acurrucó para seguir durmiendo.
-Mira... -dijo el trapero- ven conmigo. Yo necesito un chico... te daré de
comer.
Manuel miró al viejo, sin contestar anda.
-Conque ¿quieres o no? Anda, decídete.
Manuel se levantó perezosamente. El trapero subió la cuesta del
terraplén con el saco al hombro, hasta llegar a la calle de Rosales, en
donde tenía un carrito, tirado por dos burros. Arreó el hombre a los
animales, bajaron el paseo de la Florida, y después, por el de los
Melancólicos, pasaron por delante de la Virgen del Puerto y siguieron la
ronda de Segovia. El carro era viejo, compuesto con tiras de pleita, con
su chapa y su número, y estaba cargado con dos o tres sacos, cubos y
espuertas.
145
El trapero, el señor Custodio, así dijo él que se llamaba, tenía facha de
buena persona.
De cuando en cuando recogía algo en la calle y lo echaba en el carro.
Debajo del carro, sujeto por una cadena y andando despacio, iba un
perro con lanas amarillas, largas y lustrosas, perro simpático que, en su
clase, le pareció a Manuel que debía ser tan buena persona como su
amo.
Entre el puente de Segovia y el de Toledo, no muy lejos del .comienzo
del paseo Imperial, se abre una hondonada negra con dos o tres chozas
sórdidas y miserables. Es un hoyo cuadrangular, ennegrecido por el
humo y el polvo del carbón, limitado por murallas de cascote y montones
de escombros.
Al llegar a los bordes de esta hondonada, el trapero se detuvo e indicó
a Manuel una casucha próxima a un Tío Vivo roto y a unos columpios, y
le dijo:
-Esa es mi casa; lleva el carro ahí y vete descargando. ¿Podrás?
-Sí; creo que sí.
-¿Tienes hambre?
-Sí, señor.
-Bueno; pues dile a mi mujer que te dé de almorzar.
Bajó Manuel con el carro hasta la hondonada por una pendiente de
escombros. La casa del trapero era la mayor de todas y tenía corral y un
cobertizo adosado a ella.
Se detuvo Manuel a la puerta de la casucha; una vieja le salió al
encuentro.
-¿Qué quieres tú, chaval? -le dijo-. ¿Quién te manda venir aquí?
-El señor Custodio. Me ha encargado que me diga usted dónde tengo
que dejar lo que va en el carro.
La vieja le indicó el cobertizo.
-Me ha dicho también -agregó el muchacho- que me dé usted de
almorzar.
-¡Te conozco, lebrel! -murmuró la vieja.
Y después de refunfuñar durante largo rato y de esperar a que Manuel
descargara el carro, le dio un trozo de pan y de queso.
La vieja desenganchó los dos borricos del carrito y soltó al perro, que
se puso a ladrar y a jugar de contento; ladró a los burros, uno negro y
otro rucio, que volvieron la cabeza para mirarle, y le enseñaron los
dientes; persiguió desesperadamente a un gato blanco de cola erizada
como un plumero, luego se acercó a Manuel, que, sentado al sol, comía
su trozo de queso y de pan en espera de algo. Almorzaron los dos.
Manuel dio vuelta a la casa para verla. Uno de sus lados estrechos lo
componían dos casetas de baño.
La lucha por la vida I. La busca
146
Estas dos casetas no se hallaban unidas; dejaban entre ambas un
espacio tapado por una puerta de hierro, de las usadas para cerrar las
tiendas, llenas de orín.
Formaban las dos paredes más largas de la casa del trapero estacas
embreadas, y la pared contraria a la de las dos casetas de baño estaba
construida con piedras gruesas e irregulares, y se curvaba hacia el
exterior con un abombamiento como el del ábside de una iglesia. Por
dentro, esta curvatura correspondía a un hueco a modo de ancha
hornacina, ocupado por el fogón de la chimenea.
La casa, a pesar de ser pequeña, no tenía un sistema igual de cubierta;
en unas partes, las latas, con grandes pedruscos encima y con los
intersticios llenos de paja, sustituían a las tejas; en otras, las pizarras
sujetas y afianzadas con barro; en otras, las chapas de cinc.
Se notaba en la construcción de la casa las fases de su crecimiento.
Como el caparazón de una tortuga aumenta a medida del desarrollo del
animal, así la casucha del trapero debió ir agrandándose poco a poco. Al
principio, aquello debió ser una choza para un hombre solo, como la de
un pastor; luego se ensanchó, se alargó, se dividió en habitaciones;
después agregó sus dependencias, su cubierta y su corraliza.
Frente a la puerta de la vivienda, en un raso de tierra apisonado, se
levantaba un Tío Vivo, rodeado de una valla bajita, octogonal, en cuyos
palitroques, podridos por la acción de la humedad y del calor, se
conservaban algunos restos de pintura azul.
Aquellos pobres caballos del Tío Vivo, pintados de rojo, ofrecían a las
miradas del espectador indiferente el más cómico y al mismo tiempo el
más lamentable de los aspectos; uno de los corceles, desteñido,
presentaba color indefinible; otro debió de olvidar una de sus patas en
su veloz carrera; algunos de ellos, en postura elegantemente incómoda,
simbolizaban la tristeza humilde y la modestia honrada y de buen gusto.
Al lado del Tío Vivo se levantaba un caballete formado por dos trípodes,
sobre los cuales se apoyaba una viga, cuyos ganchos servían para colgar
los columpios.
La hondonada negra contaba con tres casuchas más, las tres
construidas con latas, escombros, tablas, cascotes y otros elementos
similares de construcción; una de las chozas se cuarteaba por vejez o
mala construcción, y para impedir su caída, su dueño, sin duda, la puso,
a lo largo de una de las paredes, una fila de estacas, en las cuales se
apoyaba como un cojo en su muleta; otra de las casas tenía, a modo de
asta de bandera, un palo largo en el tejado, con un puchero en la punta...
Después de almorzar, Manuel indicó a la vieja cómo el señor Custodio
le había dicho que se quedara allí.
-Dígame usted si tengo que hacer algo -concluyó diciendo.
-Bueno; quédate aquí. Ten cuidado con la lumbre; si el puchero hierve,
Pío Baroja
147
déjalo; si no, echa al fuego un poco de carbón. ¡Reverte.! ¡Reverte.-gritó la
vieja, llamando al perro-. Que se quede aquí.
Se fue la mujer y quedó Manuel solo con el perro. La olla hervía.
Manuel, seguido de Reverte, recorrió la casa por dentro. Estaba dividida
en tres cuartos: una cocina pequeña y un cuarto grande, al cual entraba
la luz por dos altos ventanillos.
En este cuarto o almacén, por todas partes, de las paredes y del techo,
colgaban trapos viejos de diversos colores, ropas blancas, barretinas y
boinas rojas, trozos de mantones de crespón. En los vasares y en el
suelo, separados por clases y tamaños, había frascos, botellas, tarros,
botes, un verdadero ejército de cacharros de cristal y de porcelana;
rompían fila esos botellones verdosos hidrópicos de las droguerías y unas
cuantas ventrudas damajuanas; luego venían botellas de azumbre, altas,
negruzcas; bombonas recubiertas de paja; después seguía la sección de
aguas medicamentosas, la más variada y numerosa, pues en ella se
incluían los sifones de agua de Seltz y de agua oxigenada, los botellines
de gaseosa, las botellas de Vichy, de Mondáriz, de Carabaña; y pasada
esta sección, se amontonaba la morralla, los frascos de perfumería, los
tarros y botes de pomada, de crema y de velutina.
Además de este departamento de botillería, había otros: de latas de
conservas y de galletas, colocadas en vasares; de botones y llaves
metidos en cajas; de retales, de cintas y de puntillas arrollados en
carretes y cartones.
A Manuel le pareció agradable aquello. Hallábase todo arreglado,
limpio, relativamente; se notaba la mano de una persona ordenada y
pulcra.
En la cocina, enjalbegada de cal, brillaban los pocos trastos de la
espetera. En el fogón, sobre la ceniza blanca, un puchero de barro hervía
con un glu glu suave.
De fuera, apenas llegaba vagamente, y eso como un pálido rumor, el
ruido lejano de la ciudad; reinaba un silencio de aldea; a intervalos,
algún perro ladraba, algún carro resonaba al dar barquinazos por el
camino y volvía el silencio, y en la cocina sólo se escuchaba el glu glu del
puchero, como un suave y confidencial murmullo...
Manuel echaba una mirada de satisfacción, por la rendija de la puerta
a la hondonada negra. En el corral, las gallinas picoteaban la tierra; un
cerdo hozaba y corría asustado de un lado a otro, gruñendo y agitándose
con estremecimientos nerviosos; Reverte bostezaba y guiñaba los ojos
con gravedad, y uno de los burros se revolcaba alegremente entre
pucheros rotos, cestas carcomidas y montones de basura, mientras el
otro le contemplaba con la mayor sorpresa, como escandalizado por un
comportamiento tan poco distinguido.
Toda aquella tierra negra daba a Manuel una impresión de fealdad,
La lucha por la vida I. La busca
148
pero al mismo tiempo de algo tranquilizador, abrigado; le parecía un
medio propio para él. Aquella tierra, formada por el aluvión diario de los
vertederos; aquella tierra, cuyos únicos productos eras latas viejas de
sardinas, conchas de ostras, peines rotos y cacharros desportillados;
aquella tierra, árida y negra, constituida por detritus de la civilización,
por trozos de cal y de mortero y escorias de fábricas, por todo lo arrojado
del pueblo como inservible, le parecía a Manuel un lugar a propósito para
él, residuo también desechado de la vida urbana.
Manuel no había visto más campos que los tristes y pedregosos del
pueblo de Soria y los más tristes aún de los alrededores de Madrid. No
sospechaba que en sitios no cultivados por el hombre hubiese praderas
verdes, bosques frondosos, macizos de flores; creía que los árboles y las
flores sólo nacían en los jardines de los ricos...
Los primeros días en casa del señor Custodio parecieron a Manuel de
demasiada sujeción; pero como en la vida del trapero hay mucho de
vagabundaje, pronto se acostumbró a ella.
Se levantaba el señor Custodio todavía de noche, despertaba a Manuel,
enganchaban entre los dos los borricos al carro y comenzaban a subir a
Madrid, a la caza cotidiana de la bota vieja y del pedazo de trapo. Unas
veces iban por el paseo de los Melancólicos; otras, por las rondas o por
la calle de Segovia.
El invierno comenzaba; a las horas que salían, Madrid estaba
completamente a oscuras. El trapero tenía sus itinerarios fijos y sus
puntos de parada determinados. Cuando iba por las rondas subía por la
calle de Toledo, que era lo más frecuente, se detenía en la plaza de la
Cebada y en Puerta de Moros, llenaba los serones de verdura y seguía
hacia el centro.
Otros días se encaminaba por el paseo de los Melancólicos a la Virgen
del Puerto, de aquí a la Florida, luego a la calle de Rosales, en donde
escogía lo que echaban algunos volquetes de la basura; seguía a la plaza
de San Marcial y llegaba a la plaza de los Mostenses.
En el camino, el señor Custodio no veía nada sin examinar al pasar lo
que fuera, y recogerlo si valía la pena; las hojas de verdura iban a los
serones; el trapo, el papel y los huesos, a los sacos; el cok medio
quemado y el carbón, a un cubo, y el estiércol, al fondo del carro.
Regresaban Manuel y el trapero por la mañana temprano; descargaban
en el raso que había delante de la puerta, y marido y mujer y el chico
hacían las separaciones y clasificaciones. El trapero y su mujer tenían
habilidad y rapidez para esto, pasmosa.
Los días de lluvia hacían la selección dentro del cobertizo. En estos
días la hondonada era un pantano negro, repugnante, y para cruzarlo
había que meterse en el lodo, en algunos sitios hasta media pierna. Todo
en estos días chorreaba agua; en el corral, el cerdo se revolcaba en el
Pío Baroja
149
cieno; las gallinas aparecían con las plumas negras, y los perros
andaban llenos de barro hasta las orejas.
Después de la clasificación de todo lo recogido, el señor Custodio y
Manuel, con una espuerta cada uno, esperaban a que vinieran los carros
de escombros, y cuando descargaban los carreros, iban apartando en el
mismo vertedero: los cartones, los pedazos de trapo, de cristal y de
hueso.
Por las tardes, el señor Custodio iba a algunas cuadras del barrio de
Argüelles a sacar el estiércol y lo llevaba a las huertas del Manzanares.
Entre unas cosas y otras, el señor Custodio sacaba para vivir con
cierta holgura; tenía su negocio perfectamente estudiado, y como el
vender su género no le apremiaba, solía esperar las ocasiones más
convenientes para hacerlo con alguna ventaja.
El papel que almacenaba se lo compraban en las fábricas de cartón; le
daban de treinta a cuarenta céntimos por arroba. Exigían los fabricantes
que estuviera perfectamente seco, y el señor Custodio lo secaba al sol.
Como a veces querían escatimarle en el peso, solía meter en cada saco
tres o cuatro arrobas justas, pesadas con una romana; en la jerga del
talego pintaba un número con tinta, indicador de las arrobas que
contenía; estos sacos los guardaba en una especie de bodega o sentina
de barco que había hecho el trapero ahondando en el suelo del cobertizo.
Cuando había una partida grande de papel se vendía en una fábrica de
cartón del paseo de las Acacias. No solía perder el viaje el señor Custodio,
porque además de vender el género en buenas condiciones, a la vuelta
llevaba su carro a las escombreras de una fábrica de alquitrán que había
por allá, y recogía del suelo carbonilla muy menuda, que se quemaba
bien y ardía como cisco.
Las botellas las vendía el trapero en los almacenes de vino, en las
fábricas de licores y de cervezas; los frascos de específicos, en las
droguerías; los huesos iban a parar a las refinerías, y el trapo, a las
fábricas de papel.
Los desperdicios de pan, hojas de verdura, restos de frutas, se
reservaban para la comida de los cerdos y gallinas, y lo que no servía
para nada se echaba al pudridero y, convertido en fiemo, se vendía en las
huertas próximas al río.
El primer domingo que estuvo allí Manuel, el señor Custodio y su
mujer aprovecharon la tarde. Hacía mucho tiempo que no salían juntos
por no dejar la casa sola; se vistieron los dos muy elegantes y fueron a
visitar a su hija, que estaba de modista en el taller de una parienta.
Manuel se quedó solo muy a gusto con Reverte, contemplando la casa,
el corral, la hondonada; hizo dar vueltas al Tío Vivo, que rechinó como
malhumorado; se subió al caballete del columpio, contempló a las
gallinas, molestó un poco al cerdo y corrió de un lado para otro,
La lucha por la vida I. La busca
150
perseguido por el perro, que ladraba alegremente con furia fingida.
Atraía a Manuel, sin saber por qué, aquella negra hondonada con sus
escombreras, sus casuchas tristes, su cómico y destartalado Tío Vivo, su
caballete de columpio y su suelo, lleno de sorpresas, pues lo mismo
brotaba de sus entrañas negruzcas el pucherete tosco y ordinario, que el
elegante frasco de esencias de la dama; lo mismo el émbolo de una
prosaica jeringa, que el papel satinado y perfumado de una carta de
amor.
Aquella vida tosca y humilde, sustentada con los detritus del vivir
refinado y vicioso; aquella existencia casi salvaje en el suburbio de una
capital, entusiasmaba a Manuel. Le parecía que todo lo arrojado allí de
la urbe, con desprecio, escombros y barreños rotos, tiestos viejos y
peines sin púas, botones y latas de sardinas, todo lo desechado y
menospreciado por la ciudad, se dignificaba y se purificaba al contacto
de la tierra.
Manuel pensó que si con el tiempo llegaba a tener una casucha igual
a la del señor Custodio, y su carro, y sus borricos, y sus gallinas, y su
perro, y además una mujer que le quisiera, sería uno de los hombres casi
felices de este mundo.
Pío Baroja
VII
El señor Custodio y sus ideas - La Justa, el Carnicerín
y el Conejo.
El señor Custodio era hombre inteligente, de luces naturales, muy
observador y aprovechado. No sabía leer ni escribir, y, sin embargo,
hacía notas y cuentas; con cruces y garabatos de su invención, llegaba a
sustituir la escritura, al menos para los usos de su industria.
Sentía el señor Custodio un gran deseo de instruirse, y a no ser porque
le parecía ridículo, se hubiese puesto a aprender a leer y escribir. Por las
tardes, concluido el trabajo, solía decir a Manuel que leyese los
periódicos y revistas ilustradas que recogía por la calle, y el trapero y su
mujer prestaban gran atención a la lectura.
Guardaba también el señor Custodio unos cuantos tomos de novelas
por entregas que había dejado su hija, y Manuel comenzó a leerlos en voz
alta.
Las observaciones del trapero, el cual tomaba por historia la ficción
novelesca, eran siempre atinadas y justas, reveladoras de un instinto de
sensatez y de buen sentido. El criterio sensato del trapero a Manuel no
siempre le agradaba, y a veces se atrevía a defender una tesis romántica
e inmoral; pero el señor Custodio le atajaba en seguida, sin permitirle
que siguiera adelante.
Por razón de su oficio, el trapero tenía una preocupación por el abono
que se desperdiciaba en Madrid.
Solía decir a Manuel:
-¿Tú te figuras el dinero que vale toda la basura que sale de Madrid?
-Yo, no.
-Pues haz la cuenta. A sesenta céntimos la arroba, los millones de
arrobas que saldrán al año... Extiende eso por los alrededores y haz que
el agua del Manzanares y la del Lozoya rieguen esos terrenos, y verías tú
huertas y más huertas.
Otra de las ideas fijas del trapero era la de regenerar los materiales
usados. Creía que se debía de poder sacar la cal y la arena de los
cascotes de mortero, el yeso vivo del ya viejo y apagado, y suponía que
152
esta regeneración daría una gran cantidad de dinero.
El señor Custodio, que había nacido cerca de aquella hondonada en
donde estaba su casa, sentía por sus barrios, y, en general, por Madrid
gran entusiasmo; el Manzanares era para él un río tan serio como el
Amazonas.
El señor Custodio tenía dos hijos, de los cuales no conocía Manuel más
que a Juan, un chulapo alto y moreno, que estaba casado con la hija de
la dueña de un lavadero de la Bombilla. La hija, justa de nombre, estaba
de modista en un taller.
En las primeras semanas, ninguno de los hijos apareció por casa de los
padres. Juan vivía en el lavadero, y la justa, con una pariente suya,
dueña de un taller.
Manuel, que solía hablar mucho con el señor Custodio, pudo notar
pronto que el trapero era, aunque comprendiendo lo ínfimo de su
condición, de orgullo extraordinario, y que tenía acerca del honor y de la
virtud las ideas de un señor noble de la Edad Media.
Al mes de vivir allí, estaba Manuel un domingo a la puerta de la casa,
después de comer, cuando vio que por la pendiente del vertedero bajaba
a la hondonada corriendo, con las faldas recogidas, una muchacha. Al
verla de cerca, Manuel quedó rojo, luego pálido. Era la chiquilla que
había ido dos o tres veces a casa de la patrona, a probar los trajes a la
Baronesa, pero hecha ya una mujer.
Se acercó la muchacha, levantando las faldas y las enaguas
almidonadas, cuidando de no ensuciarse los zapatitos de charol.
-¿Qué vendrá a hacer aquí? -se dijo Manuel.
-¿Está padre? -preguntó ella.
Salió el señor Custodio y abrazó a la muchacha. Era la hija del trapero,
la justa, de quien Manuel oía hablar continuamente, y que, sin saber por
qué, se había figurado que debía de ser muy flaca, muy esmirriada y
desagradable.
La Justa entró en la cocina, y después de mirar las sillas, por si tenían
algo que ensuciara su vestido, se sentó en una. Luego habló por los
codos, diciendo tonterías a porrillo y riendo ella misma sus chistes.
Manuel la escuchaba silencioso; la verdad es que no era tan guapa
como se había figurado, pero no por eso le gustaba menos. Tendría unos
diez y ocho años, era morena, bajita, de ojos muy negros y muy vivos, la
nariz respingona y descarada, la boca sensual, de labios gruesos. Era
algo fondoncilla y abundante de pecho y de caderas; iba limpia, fresca,
con el moño muy empingorotado y unos zapatos nuevos y relucientes.
Mientras hablaba la Justa y la oían extasiados sus padres, se presentó
en la cocina un jorobado de una de las casuchas de la hondonada, a
quien llamaban el Conejo, y que tenía, efectivamente, en su rostro gran
semejanza con el simpático roedor cuyo nombre llevaba.
Pío Baroja
153
Era el Conejo del gremio del señor Custodio, y conocía ajusta desde
niña; Manuel solía verle todos los días, pero no paraba su atención en él.
Entró el Conejo en casa del señor Custodio y se puso a decir simplezas
y a reírse a carcajadas; pero de un modo tan mecánico que molestaba,
porque parecía que detrás de aquel reír continuo debía haber amargura
muy grande. La Justa le tocó la joroba, pues sabido es que esto da la
buena suerte, y el Conejo se echó a reír.
-¿Te han llevado alguna otra vez a la Delegación? -le preguntó ella.
-Sí; muchas veces... ji... ji...
-¿Y por qué?
-Porque el otro día me puse a gritar en la calle: ¡Aire, quién compra el
paraguas de Sagasta, el sombrero de Krüger, el orinal del Papa, una
lavativa que se le ha perdido a una monja cuando estaba hablando con
el sacristán!...
El Conejo daba gritos formidables y la justa se reía a carcajadas.
-¿Y ya no cantas la misa como antes?
-Sí, también.
-Pues cántala.
El jorobado había tomado, como motivo de escándalo, el Prefacio de la
Misa, y substituía las palabras sagradas por otras con que anunciaba su
comercio, y empezó a gritar:
-Quién me vende... las zapatillas... los pantalones... las alpargatas...
las botas viejas... y las usadas... las lavativas... los orinales y hasta la
camisa.
A la justa le producían los gritos del jorobado una risa nerviosa. El
Conejo, después de cantar dos o tres veces el Prefacio, tomó el aire de las
rogativas y cantó unas cosas con voz de tiple y otras con voz de bajo:
El sombrero de copa... y en vez de decir Liberanos dominé, decía: ahora
mismo compraré... el chaleco viejo... una perra gorda daré...
El jorobado tuvo que callarse para que dejara de reír la justa.
De pronto ésta advirtió el entusiasmo de Manuel, y, a pesar de que no
le parecía una gran conquista, se puso seria, le animó y le dedicó
miradas furtivas, que hicieron latir apresuradamente el corazón del
muchacho.
Cuando se fue la hija del señor Custodio, Manuel se quedó como si le
hubieran dejado a oscuras. Pensó que con el recuerdo de las miradas
incendiarias tendría que vivir dos o tres semanas.
Al día siguiente, cuando Manuel se encontró con el Conejo, escuchó las
tonterías que le dijo el jorobado, que siempre estaba hablando del obispo
de Madrid-Alcalá, y luego trató de llevar la conversación al tema del
señor Custodio y su familia.
-Es guapa la Justa, ¿verdad?
-Psch... sí -y el Conejo miró a Manuel con aspecto reservado de hombre
La lucha por la vida I. La busca
154
que oculta un misterio.
-Usted la ha conocido de chica, ¿eh?
-Sí; pero he conocido a otras muchas.
-¿Tiene novio?
-Sí lo tendrá. Todas las mujeres tienen novio, a no ser que sean muy
feas.
-¿Y quién es el novio de la justa?
-Cualquiera; yo creo que es el obispo de Madrid-Alcalá.
El Conejo era hombre de aspecto muy inteligente; tenía la cara larga,
la nariz corva, la frente ancha, los ojos pequeños y brillantes y una
perilla rojiza y en punta como la de un chivo.
Un tic especial, un movimiento convulsivo de la nariz agitaba su rostro
de vez en cuando, y era lo que le daba más semejanza con un conejo.
Reía tan pronto con carcajada nerviosa, metálica, sonora, como con risa
sorda de polichinela. Miraba a la gente de arriba abajo y de abajo arriba,
de manera insolente a fuerza de ser burlona, y para más sorna detenía
su mirada en los botones del traje de su interlocutor, e iba danzando con
la vista de la corbata al pantalón y de las botas al sombrero. Tenía
especial empeño en vestir de un modo ridículo y le gustaba adornarse la
gorra con vistosas plumas de gallo, andar con botas de montar y hacer
otra porción de extravagancias.
Le gustaba también embromar a la gente con sus mentiras, y afirmaba
las cosas que inventaba con tal tesón, que no se comprendía si se estaba
riendo o hablando en serio.
-¿No sabe usted lo que le ha pasado esta tarde al obispo de
Madrid-Alcalá en las Cambroneras? -decía a algún conocido.
-No.
-Pues que ha ido a hacer una visita para darle una limosna a
Garibaldi, y Garibaldi le ha sacado una jícara de chocolate al señor
obispo. Se ha sentado el señor obispo, ha tomado una sopa y clac... no
se sabe qué le ha pasado; se ha quedado muerto.
-¡Pero, hombre!...
-Es cosa de los republicanos -decía el Conejo, muy serio, y se
marchaba a otra parte a propagar la noticia o a contar otro embuste. Se
metía en un grupo:
-¿Ya saben ustedes eso de Weyler?
-No; ¿qué ha pasado?
-Nada; que al volver del Campamento unas moscas se la han puesto
en la cara y le han comido toda la oreja. Ha pasado por el puente de
Segovia echando sangre.
Así se divertía aquel bufón.
Por las mañanas echaba el saco a la espalda e iba al centro de Madrid
y anunciaba su oficio por las calles, mezclando en sus pregones a
Pío Baroja
155
personajes políticos y hombres ilustres, lo que algunas veces le había
valido los honores de la Delegación.
Era el Conejo perverso y malintencionado como un demonio; la
muchacha de los alrededores que tuviera su lío podía temblar, porque se
las apañaba para sorprenderla. Lo sabía todo, lo husmeaba todo; pero,
al parecer, no se valía de sus descubrimientos. Con asustar, estaba
satisfecho.
-El Conejo lo sabrá -le solían decir algunas veces cuando se
sospechaba algo.
-Yo no sé nada; yo no he visto nada -contestaba él riéndose-; yo no sé
nada.
Y de aquí no había medio de sacarle.
Cuando Manuel fue conociendo al Conejo, sintió por él, si no
estimación, cierto respeto por su inteligencia.
Era tan listo aquel jorobado bufón, que se las arreglaba en el Rastro
muchas veces para engañar a sus colegas, que de tontos no tenían un
pelo.
Casi todas las mañanas se reunían los traperos en la cabecera del
Rastro para cambiar impresiones y prendas usadas. El Conejo se
enteraba de lo que necesitaban los vendedores de los puestos, y aquello
que querían; él lo compraba a los traperos y se lo revendía a los de los
puestos, y entre cambalaches y ventas siempre salía ganando...
En los domingos sucesivos la justa tomó como entretenimiento el
entusiasmar a Manuel. La muchacha tenía una libertad absoluta de
palabra y conocimiento completo y acabado de todas las frases -y timos
madrileños.
Manuel, al principio, se mostraba respetuoso; pero viendo que ella no
se incomodaba, se iba atreviendo cada vez más, y la abrazaba a traición.
La Justa se desasía con facilidad y se reía al ver al mozo con su cara seria
y la mirada brillante de deseos.
Con la libertad de palabras que le caracterizaba, la justa tenía
conversaciones escabrosas; contaba a Manuel lo que la decían en la
calle, las proposiciones que los hombres deslizaban en su oído y hablaba
con gran delectación de compañeras de taller que habían perdido su flor
de azahar en la Bombilla o en las Ventas con cualquier Tenorio de
mostrador, que se pasaba la vida atusándose de bigote delante del espejo
de alguna perfumería o tienda de sedas.
Las frases de la justa tenían siempre doble sentido y eran, a veces,
alusiones candentes. Su malicia y su coquetería chulesca y desgarrada
creaba en derredor suyo una atmósfera de deseo.
Manuel sentía por ella anhelo doloroso de posesión, mezclado con gran
tristeza, y hasta con odio, al ver que la justa se reía de él.
Muchas veces, al verla llegar, Manuel se juraba a sí mismo no hablarla,
La lucha por la vida I. La busca
156
ni mirarla, ni decirla nada, y entonces ella le buscaba y le sonreía y le
provocaba haciéndole señas y dándole con el pie.
Era la Justa de una desigualdad de carácter perturbadora. Unas veces,
al verse asida por Manuel de la cintura y sentada en sus rodillas, se
dejaba abrazar y besar; otras, en cambio, sólo porque se le acercaba y le
tomaba la mano, le soltaba una bofetada que le dejaba aturdido.
-Y vuelve por otra -añadía, al parecer incomodada.
Manuel sentía ganas de llorar de ira y de rabia, y se tenía que contener
para no preguntarle con lógica infantil: «¿Por qué la otra tarde dejaste
que te besara?» Pero luego pensaba en la ridiculez de una pregunta así
hecha.
La Justa iba sintiendo cierto cariño por Manuel, pero cariño de
hermana o de amiga; como novio, como pretendiente, no le parecía
bastante para tomarle en serio.
Aquel flirteo, que fue para la justa como un simulacro de amor,
constituyó para Manuel un doloroso despertar de la pubertad. Sentía
vértigos de lujuria, que terminaban en atonía y en aplanamiento
mortales. Y entonces echaba a andar de prisa con el paso irregular de un
atáxico; muchas veces, al atravesar el pinar del Canal, le entraban
deseos de dejarse ahogar en el río; pero el agua sucia y negra no invitaba
a sumergirse en ella.
En estas rachas de lujuria era cuando le acometían con más fuerza los
pensamientos negros y tristes, la idea de la inutilidad de su vida, de la
seguridad de un destino adverso, y al pensar en la existencia de
abandono que se le preparaba, sentía su alma llena de amargura y los
sollozos le subían a la garganta...
Un domingo de invierno, la Justa, que había tomado la costumbre de
ir todos los días de fiesta a casa de sus padres, dejó de aparecer por allá;
Manuel supuso si la causa de esto sería el mal tiempo, y pasó toda la
semana intranquilo y nervioso, contando los días que faltaban para ver
a la justa.
Al domingo siguiente, Manuel se apostó en la esquina del paseo de los
Pontones a esperar que pasara la muchacha, y al verla de lejos le dio un
vuelco el corazón. Venía acompañada por un joven elegante, medio
torero, medio señorito, con un sombrero cordobés y capa azul llena de
bordados. Al final del paseo se despidió la justa del que la acompañaba.
Al otro domingo, la justa se presentó en casa de su padre con una
amiga y el joven de la capa bordada, y presentó a éste al señor Custodio.
Dijo después que era hijo de un carnicero de la Corredera Alta, y muy
rico, hermano de una muchacha del taller, y a su madre la justa le
confesó, alborozada, que el muchacho le había pedido relaciones. Aquella
frase de pedir relaciones, que lo dicen relamiéndose, desde la princesa
altiva hasta la portera humilde, er?cantó a la mujer del trapero,
Pío Baroja
157
mayormente tratándose de un muchacho rico.
El hijo del carnicero fue considerado en casa del señor Custodio como
prototipo de todas las perfecciones y bellezas; Manuel únicamente
protestaba y fulminaba sobre el Carnicerín, como le denominó desde el
primer momento con desprecio, miradas asesinas.
Los sufrimientos de Manuel al comprender que la justa admitía con
entusiasmo como novio al hijo del carnicero fueron crueles; ya no la
melancolía, la ira y la desesperación más rabiosa agitaban su alma.
Eran también demasiadas ventajas las de aquel mozo: alto, gallardo,
esbelto, de naciente y rubio bigote, bien vestido, con los dedos llenos de
sortijas, bailarín consumado y guitarrista hábil; tenía casi el derecho de
estar tan satisfecho de su persona como lo estaba.
-¿Cómo no notará esa mujer -pensaba Manuel- que ese tipo no se
quiere más que a sí mismo? En cambio, yo...
Solía haber los domingos baile en una explanada próxima a la ronda
de Segovia, y el señor Custodio, con su mujer, la Justa y su novio, iban
allí. A Manuel le dejaban guardando la casa; pero algunas veces se
escapó para ver el baile.
Cuando vio a ¡ajusta bailando con el Carnicerín le dieron ganas de
ahogarles a los dos.
Luego el novio era de una petulancia extraordinaria; cuando bailaba se
contoneaba y parecía que iba jaleándose y piropeándose a sí mismo y que
guardaba en el ritmo del baile algo tan precioso, que un movimiento de
abandono podría echarlo todo a perder. Ni aun para decir misa, lo
hubiera hecho con tanta ceremonia.
Como es natural, un conocimiento tan completo de la ciencia del baile,
unido a la conciencia de su superioridad, daban al Carnicerín admirable
aplomo. Era él quien se dejaba conquistar indolentemente por la Justa,
que estaba frenética. Al bailar se le echaba encima, sus ojos brillaban y
le temblaban las alas de la nariz; parecía que le quería sujetar, tragar,
devorar. No separaba la vista de él, y si le veía con otra mujer se alteraba
su rostro rápidamente.
Una de las tardes, el Carnicerín hablaba con un amigo suyo. Manuel
se acercó a oír la conversación.
-¿Es aquélla? -le preguntaba el amigo.
-Sí.
-Gachó, cómo está de colá contigo.
Y el Carnicerín, con sonrisa petulante, añadió:
-La tengo chalá.
Manuel, en aquel momento, le hubiera arrancado el corazón.
La decepción amorosa hizo que Manuel pensara en abandonar la casa
del señor Custodio.
Un día se encontró cerca del Puente de Segovia con el Bizco y otro golfo
La lucha por la vida I. La busca
158
que le acompañaba.
Iban los dos desharrapados; el Bizco tenía el aspecto más ceñudo y
brutal que nunca; llevaba una chaqueta vieja, por entre cuyos agujeros
se veía la piel negruzca; los dos marchaban, según le dijeron, al cruce del
camino de Aravaca con la carretera de Extremadura, a un rincón que
llamaban el Confesonario. Allí pensaban reunirse con el Cura y el
Hospiciano para asaltar una casa.
-Anda, ¿vienes? -le dijo irónicamente el Bizco.
-Yo, no.
-¿Dónde estás ahora?
-En una casa... trabajando.
-¡Valiente panoli! Anda, vente con nosotros.
-No, no puede ser... Oye, ¿y Vidal? ¿No le has vuelto a ver?
El rostro del Bizco quedó más ceñudo.
Ya me las pagará ese charrán. No se escapa sin que yo le pinte un
chirlo en la cara... Pero ¿vienes o no?
-No.
Las ideas del señor Custodio habían influido en Manuel fuertemente;
pero como, a pesar de esto, sus. instintos aventureros le persistían,
pensaba marcharse a América, en hacerse marinero, en alguna cosa por
el estilo.
Pío Baroja
VIII
La plaza - Una boda en la Bombilla - Las calderas del asfalto...
El noviazgo del Carnicerín y de la justa se formalizaba; el señor
Custodio y su mujer se bañaban en agua de rosas, y únicamente Manuel
creía que el matrimonio, al fin, no se realizaría.
El Carnicerín era demasiado estirado y señorito para casarse con la
hija de un trapero; Manuel pensaba que iba a ver si se aprovechaba de
la ocasión; pero nada autorizaba por el momento estas malévolas
suposiciones.
El Carnicerín se mostraba generoso y tenía delicados obsequios para
los padres de su novia.
Un día de verano convidó a toda la familia y a Manuel a una corrida de
toros. La Justa se puso muy elegante y bonita para ir con su novio. El
señor Custodio llevaba las prendas de toda gala: el sombrero hongo
nuevo; nuevo, aunque tenía más de treinta años; su chaqueta de pana,
forrada, excelente para las regiones boreales, y un bastón con puño de
cuerno comprado en el Rastro; la mujer del trapero llevaba un traje
antiguo y pañuelo alfombrado, y Manuel estaba ridículo con su
sombrero, sacado del almacén, que le salía un palmo por delante de los
ojos; traje de invierno, que le sofocaba, y botas estrechas.
Detrás de la Justa y del Carnicerín, el señor Custodio, su mujer y
Manuel llamaban la atención de la gente, que se reía al verlos.
La Justa se volvía a mirarlos y sonreía. Manuel iba furioso, sofocado;
el sombrero le apretaba en la frente y le dolían los pies.
Salieron a la calle de Toledo y llegaron en el tranvía a la Puerta del Sol;
allí subieron a un ómnibus, que los llevó a la Plaza de Toros.
Entraron, y, dirigidos por el Carnicerín, se colocaron cada uno en su
sitio. Había empezado la corrida; la plaza estaba llena. Se veían todas las
gradas y tendidos ocupados por una masa negra de gente.
Manuel miró al redondel; iban a matar al toro cerca de la barrera, a
muy poca distancia de donde ellos estaban. El pobre animal, ya medio
muerto, andaba despacio, seguido de tres o cuatro toreros y del matador,
que, encorvado hacia adelante, con la muleta en una mano y la espada
160
en la otra, marchaba tras de él. Tenía el matador un miedo horrible; se
ponía enfrente del toro, tanteaba dónde le había de pinchar, y al menor
movimiento de. la bestia se preparaba para correr. Luego, si el toro se
quedaba quieto, le daba un pinchazo; después, otro pinchazo, y el animal
bajaba la cabeza y, con la lengua fuera, chorreando sangre, miraba con
ojos tristes de moribundo. Tras de mucho bregar, el matador le clavó la
espada más, y lo mató.
Aplaudió la gente y comenzó a tocar la música. El lance le pareció
bastante desagradable a Manuel; pero esperó con ansiedad. Salieron las
mulillas y arrastraron al toro muerto.
Al poco rato cesó la música y salió otro toro. Los picadores se quedaron
cerca de las vallas, los toreros se aventuraban un poco, daban un
capotazo y echaban a correr en seguida.
No era aquello, ni mucho menos, lo que Manuel se figuraba; lo visto
por él en los cromos de La Lidia. Él creía que los toreros, a fuerza de arte,
andarían jugando con el toro, y no había nada de aquello;
encomendaban su salvación a las piernas, como todo el mundo.
Después de los capotazos de los toreros, dos monosabios comenzaron
a golpear con unas varas al caballo de un picador, hasta hacerle avanzar
al medio. Manuel vio al caballo de cerca: era blanco, grande, huesudo,
con aspecto tristísimo. Los monosabios acercaron el caballo al toro. Éste,
de pronto, se acercó; el picador le aplicó la punta de su lanza, el toro
embistió y levantó al caballo en el aire. Cayó el jinete al suelo, y lo
cogieron en seguida; el caballo trató de levantarse, con todos los
intestinos sangrientos fuera, pisó sus entrañas con los cascos y,
agitando las piernas, cayó convulsivamente al suelo.
Manuel se levantó pálido.
Un monosabio se acercó al caballo, que seguía estremeciéndose; el
animal levantó la cabeza como para pedir auxilio; entonces el hombre le
dio un cachetazo y lo dejó muerto.
-Yo me voy. Esto es una porquería -dijo Manuel al señor Custodio; pero
no era fácil salir de allí en aquel momento.
-Al muchacho -dijo el trapero a su mujer- no le gusta.
La Justa, que se enteró, se echó a reír.
Manuel esperó la muerte del toro mirando al suelo; volvieron a salir las
mulillas, y al arrastrar el caballo quedaron todos los intestinos en el
suelo, y un monosabio los llevó con el rastrillo.
-Mira, mira el mondongo -dijo, riendo, la justa.
Manuel, sin decir nada ni hacer caso de observaciones, salió del
tendido. Bajó a unas galerías grandes, llenas de urinarios que olían mal,
y anduvo buscando la puerta, sin encontrarla.
Sentía rabia contra todo el mundo; contra los demás y contra él. Le
pareció el espectáculo una asquerosidad repugnante y cobarde.
Pío Baroja
161
Él suponía que los toros era una cosa completamente distinta a lo que
acababa de ver; pensaba que se advertiría siempre el dominio del hombre
sobre la fiera, que las estocadas serían como rayos y que en todos los
momentos de la lidia habría algo interesante y sugestivo; y, en vez del
espectáculo que él soñaba, en vez de la apoteosis sangrienta del valor y
de la fuerza, veía una cosa mezquina y sucia, de cobardía y de intestinos;
una fiesta en donde no se notaba más que el miedo del torero y la
crueldad cobarde del público recreándose en sentir la pulsación de aquel
miedo.
Aquello no podía gustar -pensó Manuel- más que a gente como el
Carnicerín, a chulapos afeminados y a mujerzuelas indecentes.
Al llegar a casa, Manuel arrojó de sí con rabia el sombrero y las botas
y el traje con el cual había ido a la plaza tan ridículo...
Se comentó mucho por el señor Custodio y su mujer la indignación de
Manuel, y a él mismo le produjo cierto asombro; comprendía que no le
hubiera gustado; lo que le chocaba es que le produjese tanta ira y tanta
rabia.
Pasó el verano; la justa comenzó a hacer los preparativos para la boda;
Manuel, mientras tanto, proyectaba marcharse de casa del señor
Custodio y salir de Madrid. ¿Adónde? No lo sabía; cuanto más lejos,
mejor -pensaba.
En el mes de noviembre se celebró la boda de una compañera del taller
de la justa, en la Bombilla. No podían ir el señor Custodio y su mujer, y
Manuel acompañó a la justa.
Vivía la novia en la ronda de Toledo, y su casa era el punto de partida
de los invitados.
A la puerta esperaba un ómnibus grande, en donde cabían una
infinidad de personas.
Subieron todos los invitados; la Justa y Manuel se acomodaron en la
imperial del coche y esperaron un rato. Se presentaron los novios,
rodeados de una nube de chiquillos que gritaban; él tenía facha de
hortera; ella, esmirriada y fea, parecía una mona; los padrinos iban
detrás, y en el grupo de éstos, una vieja gorda, chata, bizca, de pelo
blanco, con una rosa roja en la cabeza y una guitarra en la mano,
avanzaba con aire flamenco.
-¡Viva la novia! ¡Vivan los padrinos! -gritó la bizca; contestaron todos
sin gran entusiasmo, y echó a andar el coche en medio de la algarabía y
las voces de unos y de otros. En el camino fueron todos chillando y
cantando.
Manuel, al no ver al Carnicerín allí, no se atrevía a alegrarse, pensando
que estaría ya en los Viveros.
La mañana era hermosa, húmeda; los árboles, de color de cobre, iban
desprendiéndose de sus hojas secas, a impulso de las ráfagas suaves de
La lucha por la vida I. La busca
162
viento; surcaban el cielo pálido nubes blancas; la carretera brillaba por
la humedad; a lo lejos, en el campo, ardían montones de hojas, y las
humaredas espesas corrían rasando la tierra.
Se detuvo el coche en una de las fondas de los Viveros; bajaron todos
del ómnibus, y se reprodujeron los gritos y el clamoreo. El Carnicerín no
estaba allí; pero se presentó poco después, y en la mesa se colocó al lado
de la justa.
A Manuel le pareció el día odioso; hubo momentos en que sintió ganas
de llorar. Pasó toda la tarde desesperado en un rincón, viendo cómo
bailaba la justa con su novio al compás de las notas del organillo.
Al anochecer. Manuel se acercó a la Justa y, con gravedad cómica, la
dijo bruscamente:
-Vamos, tú -y viendo que no le hacía caso, añadió-: Oye, justa, vamos
a casa.
Anda. ¡Déjame a mí en paz! -replicó ella con malos modos.
-Es que tu padre ha dicho que para la noche estés en casa. Anda,
vamos.
-Oye, niño -dijo el Carnicerín con pausa-. tA ti quién te da vela en este
entierro?
-A mí me han encargado...
-Bueno; pues tú te callas. ¿Sabes?
-No me da la gana.
-Te haré callar yo calentándote las orejas.
-¿Usted a mí?... Si usted lo que es es un morral, un ladrón -y Manuel
se echó sobre el Carnicerín; pero uno de los amigos de éste le soltó un
garrotazo en la cabeza que lo dejó atontado. Trató el muchacho de volver
a acometer al hijo del carnicero; dos o tres individuos le empujaron y lo
zarandearon hasta ponerle en la carretera, a la puerta de la fonda.
-¡Hambrón!... Golfo -gritaba Manuel.
-Expresiones en casa -le dijo una de las amigas de la justa con sorna
-y canalla novedá.
Manuel, avergonzado y sediento de venganza, medio aturdido aún con
el golpe, se tapó la cara con la boina y fue andando por el camino,
llorando de rabia. Al poco tiempo sintió alguien que se le acercaba
corriendo tras él.
-Manuel, Manolillo -le dijo la justa con voz cariñosa y burlona-, ¿qué
tienes?
Manuel respiró fuerte y se le escapó un largo sollozo de dolor.
-¿Qué tienes? Anda, vuelve. Iremos juntos.
-No, no; déjame.
Luego no supo qué resolución tomar, y sin hablar más, echó a correr
camino de Madrid.
La carrera secó sus lágrimas y reanimó sus iras. Estaba dispuesto a
Pío Baroja
163
no volver a casa del señor Custodio, aunque se muriera de hambre.
La ira le subía en oleadas a la garganta; sentía furor negro, vagas ideas
de acometer, de destruir todo, de echar todas las cosas al suelo y
despanzurrar a todos los hombres.
El prometía al Carnicerín que, si alguna vez le encontraba a solas, le
echaría las zarpas al cuello hasta estrangularle, le abriría en canal como
a los cerdos y le colgaría con la cabeza para abajo y un palo entre las
costillas y otro en las tripas, y le pondría, además, en la boca una taza
de hoja de lata, para que gotease allí su maldita sangre de cochino.
Y luego generalizaba su odio y pensaba que la sociedad entera se ponía
en contra de él y no trataba más que de martirizarle y de negarle todo.
Pues bien; él se pondría en contra de la sociedad, se reuniría con el
Bizco y asesinaría a diestro y siniestro, y cuando, cansado de hacer
crímenes, le llevaran al patíbulo, miraría desde allí al pueblo con
desprecio y moriría con un supremo gesto de odio y de desdén.
Mientras barajaba en la cabeza todas estas ideas de exterminio, iba
oscureciendo. Manuel subió a la plaza de Oriente, y de allí siguió por la
calle del Arenal.
Estaban asfaltando un trozo de la Puerta del Sol; diez o doce hornillos,
puestos en hilera, vomitaban por sus chimeneas un humo espeso y acre.
Todavía las luces blancas de los arcos voltaicos no había iluminado la
plaza; las siluetas de unos cuantos hombres que removían la masa de
asfalto en las calderas con largos palos, se agitaban diabólicamente ante
las bocas inflamadas de los hornillos.
Manuel se acercó a una de las calderas y oyó que le llamaban. Era el
Bizco; se hallaba sentado sobre unos adoquines.
-¿Qué hacéis aquí? -le preguntó Manuel.
-Nos han derribado las cuevas de la Montaña -dijo el Bizco-, y hace
frío. Y tú, ¿qué? ¿Has dejado la casa?
-Sí.
-Anda, siéntate.
Manuel se sentó y se recostó en una barrica de asfalto.
En los escaparates y en los balcones de las casas iban brillando luces;
llegaban los tranvías suavemente, como si fueran barcos, con sus faroles
amarillos, verdes y rojos; sonaban sus timbres, y corrían por la Puerta
del Sol, trazando elegantes círculos. Cruzaban coches, caballos, carros;
gritaban los vendedores ambulantes en las aceras, había una baraúnda
ensordecedora... Al final de una calle, sobre el resplandor cobrizo del
crepúsculo, se recortaba la silueta aguda de un campanario.
-Y a Vidal, ¿no lo ves? -preguntó Manuel.
-No. Oye: ¿tú tienes dinero? -dijo el Bizco.
Veinte o treinta céntimos nada más.
-¿Vamos por una libreta?
La lucha por la vida I. La busca
164
-Bueno.
Compró Manuel un panecillo, que dio al Bizco, y los dos tomaron una
copa de aguardiente en una taberna. Anduvieron después correteando
por las calles, y a las once, próximamente, volvieron a la Puerta del Sol.
Alrededor de las calderas del asfalto se habían amontonado grupos de
hombres y de chiquillos astrosos; dormían algunos con la cabeza
apoyada en el hornillo, como si fueran a embestir contra él. Los chicos
hablaban y gritaban, y se reían de los espectadores que se acercaban con
curiosidad a mirarles.
-Dormimos como en campaña -decía uno de los golfos.
-Ahora no vendría mal -agregaba otro- pasarse a dar una vuelta por la
plaza Mayor, a ver si nos daban una libra de jamón.
-Tiene trichina.
-Cuidado con el colchón de muelles -vociferaba uno chato, que andaba
con una varita dando en las piernas de los que dormían-. ¡Eh, tú, que
estás estropeando las sábanas!
Al lado de Manuel, un chiquillo raquítico, de labios belfos y ojos
ribeteados, con uno de los pies envuelto en trapos sucios, lloraba y
gimoteaba; Manuel, absorto en sus ideas no se había fijado en él.
-Pues no berreas tú poco -le dijo al enfermo un muchacho que estaba
tendido en el suelo, con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en
una piedra.
-Es que me duele mucho.
-Pues, amolarse. Ahórcate.
Manuel creyó oír la voz del Carnicerín, y miró al que hablaba. Con la
gorra puesta sobre los ojos, no se le veía la cara.
-¿Quién es ése? -preguntó Manuel al Bizco.
-Es el capitán de los de la Montaña: el Intérprete.
-¿Y por qué le habla así a ese chico?
El Bizco se encogió de hombros con un ademán de indiferencia.
-¿Qué te pasa? -le preguntó Manuel al chiquillo.
-Tengo una llaga en un pie -contestó el otro, volviendo a llorar.
-Te callarás -interrumpió el Intérprete, soltando una patada al
enfermo, el cual pudo esquivar el golpe-. Vete a contar eso a la perra de
tu madre... ¡Moler! No se puede dormir aquí.
-Amolarse -gritó Manuel.
-Eso ¿a quién se lo dices? -preguntó el Intérprete, echando la gorra
hacia atrás y mostrando su cara brutal de nariz chata y pómulos
salientes.
-A ti te lo digo ¡ladrón! ¡cobarde!
El Intérprete se levantó y marchó contra Manuel; éste, en un arrebato
de ira, le agarró del cuello con las dos manos, le dio con el talón derecho
un golpe en la pierna, le hizo perder el equilibrio y le tumbó en la tierra.
Pío Baroja
165
Allí le golpeó violentamente. El Intérprete, más forzudo que Manuel, logró
levantarse; pero había perdido la fuerza moral, y Manuel estaba
enardecido y volvió a tumbarle, e iba a darle con un pedrusco en la cara,
cuando una pareja de municipales les separó a puntapiés. El Intérprete
se marchó de allí avergonzado.
Se tranquilizó el corro, y fueron, unos tras otros, tendiéndose
nuevamente alrededor de la caldera.
Manuel se sentó sobre unos adoquines; la lucha le había hecho olvidar
el golpe recibido a la tarde; se sentía valiente y burlón, y encarándose con
los curiosos que contemplaban el corro, unos con risas y otros con
lástima, se puso a hablar con ellos.
-Se va a terminar la sesión -les dijo-. Ahora van a dar comienzo los
grandes ejercicios de canto. Vamos a empezar a roncar, señores. ¡No se
inquieten los señores del público! Tendremos cuidado con las sábanas.
Mañana las enviaremos a lavar al río. Ahora es el momento. El que
quiera -señalando una piedra- puede aprovecharse de estas almohadas.
Son almohadas finas, como las gastan los marqueses de Archipipi. El
que no quiera, que se vaya y no moleste. ¡Ea!, señores: si no pagan, llamo
a la criada y digo que cierre...
-Pero si a todos estos les pasa lo mismo -dijo uno de los golfos-; cuando
duermen van al mesón de la Cuerda. Si todos tienen cara de hambre.
Manuel sentía verbosidad de charlatán. Cuando se cansó se apoyó en
un montón de piedras y, con los brazos cruzados, se dispuso a dormir.
Poco después el grupo de curiosos se había dispersado; no quedaban
más que un municipal y un señor viejo, que hablaba de los golfos en tono
de lástima.
El señor se lamentaba del abandono en que se les dejaba a los chicos,
y decía que en otros países se creaban escuelas y asilos y mil cosas. El
municipal movía la cabeza en señal de duda. Al último resumió la
conversación, diciendo con tono tranquilo de gallego.
-Créame usted a mí: éstos ya no son buenos.
Manuel, al oír aquello, se estremeció; se levantó del suelo en donde
estaba, salió de la Puerta del Sol y se puso a andar sin dirección ni
rumbo.
«¡Éstos ya no son buenos!» La frase le había producido impresión
profunda. ¿Por qué no era bueno él? ¿Por que? Examinó su vida. Él no
era malo, no había hecho daño a nadie. Odiaba al Carnicerín porque le
arrebataba su dicha, le imposibilitaba vivir en el rincón donde
únicamente encontró algún cariño y alguna protección. Después,
contradiciéndose, pensó que quizá era malo y, en ese caso, no tenía más
remedio que corregirse y hacerse mejor.
Embebido en estos pensamientos oyó, al pasar por la calle de Alcalá,
que le llamaban repetidas veces. Era la Mellá y la Rabanitos,
La lucha por la vida I. La busca
166
acurrucadas en un portal.
-¿Qué queréis? -las dijo.
-Na, hombre, hablarte. ¿Has heredado?
-No; ¿qué hacéis?
-Aquí filando -contestó la Mellá.
¿Pues qué pasa?
-Que hay recogida, y ese morral de ispetor, a pesar de que le pagamos,
nos quie llevar a la delega. ¡Acompáñanos!
Manuel las acompañó un rato; pero una y otra se fueron con unos
señores y él quedó solo. Volvió a la Puerta del Sol.
La noche le pareció interminable: dio vueltas y más vueltas; apagaron
la luz eléctrica, los tranvías cesaron de pasar, la plaza quedó a oscuras.
Entre la calle de la Montera y la de Alcalá iban y venían delante de un
café, con las ventanas iluminadas, mujeres de trajes claros y pañuelos
de crespón, cantando, parando a los noctámbulos: unos cuantos chulos,
agazapados tras de los faroles, las vigilaban y charlaban con ellas,
dándoles órdenes...
Luego fueron desfilando busconas, chulos y celestinas. Todo el Madrid
parásito, holgazán, alegre, abandonaba en aquellas horas las tabernas,
los garitos, las casas de juego, las madrigueras y los refugios del vicio, y
por en medio de la miseria que palpitaba en las calles, pasaban los
trasnochadores con el cigarro encendido, hablando, riendo, bromeando
con las busconas, indiferentes a las agonías de tanto miserable
desharrapado, sin pan y sin techo, que se refugiaba temblando de frío en
los quicios de las puertas.
Quedaban algunas viejas busconas en las esquinas, envueltas en el
mantón, fumando...
Tardó mucho en aclarar el cielo; aun de noche se armaron puestos de
café; los cocheros y los golfos se acercaron a tomar su vaso o su copa. Se
apagaron los faroles de gas.
Danzaban las claridades de las linternas de los serenos en el suelo
gris, alumbrado vagamente por el pálido claror del alba, y las siluetas
negras de los traperos se detenían en los montones de basura,
encorvándose para escarbar en ellos. Todavía algún trasnochador pálido,
con el cuello del gabán levantado, se deslizaba siniestro como un búho
ante la luz, y mientras tanto comenzaban a pasar obreros... El Madrid
trabajador y honrado se preparaba para su ruda faena diaria.
Aquella transición del bullicio febril de la noche a la actividad serena y
tranquila de la mañana hizo pensar a Manuel largamente.
Comprendía que eran las de los noctámbulos y las de los trabajadores
vidas paralelas que no llegaban ni un momento a encontrarse. Para los
unos, el placer, el vicio, y la noche; para los otros, el trabajo, la fatiga, el
sol. Y pensaba también que él debía de ser de éstos, de los que trabajan

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