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domingo, 24 de noviembre de 2013

LA VOZ DEL DIABLO - ANNE RICE - LAS BRUJAS DE MAYFAIR - 6

LA VOZ DEL DIABLO  -  ANNE RICE  -  LAS BRUJA DE MAIFAIR  -  6


34
 
LA HISTORIA DE LASHER
 
Permíteme que retroceda a los primeros momentos, como yo los
llamo, al margen de lo que me dijeran otros posteriormente, en una u
otra vida, al margen de lo que llegué a ver en mis sueños.
Recuerdo que yacía en el lecho, junto a mi madre; era un lecho de
madera tallada color café, con unos macizos pilares y un dosel cubier-
to de terciopelo ocre.  
Las paredes estaban pintadas de este mismo color, pero el techo
era de madera oscura. Mi madre lloraba desconsoladamente. Estaba
aterrada. Era una mujer de constitución frágil, con los ojos negros.
Temblaba como una hoja. Yola sujetaba con fuerza mientras mamaba
de sus pechos; la tenía en mi poder, en el sentido de que era más alto y
fuerte que ella.
Sabía quién era ella, sabía que la había penetrado, que su vida pe-
ligraba. Cuando los otros descubrieran mi monstruosidad la acusarían
de ser una bruja y la matarían. Ella era una reina, y las reinas no pue-
den ser monstruos. También sabía que el rey aún no me había visto,
pues las mujeres le habían impedido entrar en la habitación. Las mu-
jeres me tenían tanto miedo como mi madre.
Yo deseaba amar a mi madre. Deseaba su leche. Los hombres que
habitaban en el castillo golpeaban la puerta, amenazando con entrar
por la fuerza en los aposentos de la reina si ésta no les confesaba el
motivo por el cual no les dejaba pasar.
Mi madre no cesaba de llorar; ni siquiera quería tocarme. Me dijo,
en inglés, que Dios la había castigado por lo que había hecho. Dios los
había castigado a ella y al rey, destruyendo sus sueños. Yo era el cas-
tigo a su falta; un ser deforme, de tamaño anormal. No era un ser hu-
mano, sino un monstruo-
¿Qué sabía yo en aquellos momentos? Que era de nuevo un ser de
carne y hueso. Que había regresado. Que tras un arduo viaje había
llegado sano y salvo. Me sentía feliz.
Era lo único que sabía. y que debía asumir el control de la situa-
ción.
Fui yo quien tranquilizó a las mujeres, revelándoles que sabía ha-
blar. Les dije que había bebido suficiente leche, que estaba saciado. En
lo sucesivo, yo mismo iría en busca de leche, queso y demás comida.
Les dije que, para que mi madre no corriera ningún peligro, era pre-
ciso que le abandonara el castillo sin que los demás cortesanos advirtie-
ran mi presencia.
Las mujeres, como es lógico, se quedaron impresionadas al com-
probar que podía hablar, que no era simplemente una gigantesca
criatura recién nacida sino que poseía un mente astuta. Mi madre se
levantó y me miró a través de las lágrimas. Alzó la mano izquierda y vi
la marca de la bruja, el sexto dedo. Sabía que había regresado a través
de ella porque era una poderosa bruja, aunque inocente como todas
las madres. También sabía que debía abandonar ese lugar y dirigirme
al valle.
Mi visión del valle carecía de detalle, de color, de contraste. Era un
concepto análogo aun eco. No se me ocurrió preguntarme: «¿Qué va -
lle?». Sólo sabía que no podía permanecer en el castillo, pues corría un
gran peligro. Recordé vagamente que en el valle había un círculo de
piedras, y dentro de éste un círculo de personas, y más allá otro círculo
de personas, y otro más, etcétera. Los personas giraban en círculo, dan-
zando y entonando unos cantos.
Era una imagen fugaz.
Le dije a mi madre que había venido del valle y que debía regresar a
él. Mi madre se incorporó y murmuró el nombre de mi padre, Douglas
Donnelaith. Ordenó a las mujeres que fueran en busca de Douglas, el
cual se hallaba en esos momentos en la corte, y que lo condujeran a su
presencia. Dijo algo que no alcancé a comprender sobre el hecho de que
una bruja debía copular únicamente con un brujo, que no debió unirse
jamás a Douglas, que por querer dar un heredero al rey había cometido
un trágico error .
Luego cayó al suelo desvanecida.
Las mujeres transmitieron un mensaje a través de una pequeña
ventana practicada en la puerta que conducía a un pasadizo secreto.
Fue la comadrona quien calmó a las otras y comunicó a los hombres, a
través de la puerta, la trágica noticia: la reina había dado a luz un niño
que había nacido muerto.
 
 
 
 
¡Muerto! Yo me eché a reír. El suave sonido de mis carcajadas me
tranquilizó; era tan asombroso como respirar y mamar. Pero las mu-
jeres me miraron alarmadas. Yo debía ser el fruto del amor y la alegría,
pero no era así.
Las voces dijeron a través de la puerta que el rey deseaba ver a su
hijo.
-Traedme unas ropas -dije a las mujeres-. Apresuraos. No pue-
do permanecer en este lugar desnudo e indefenso.
Las mujeres, ansiosas de complacerme, transmitieron mis órdenes
a través de la ventanita que había en la puerta que conducía al pasadi-
zo secreto.
Yo no sabía cómo vestirme. No conocía esas ropas. Mientras ob-
servaba cómo iban vestidas las damas de compañía de la reina, la coma -
drona y mi madre, comprendí que las cosas habían cambiado mucho.
No me preguntes en qué sentido habían cambiado las cosas, pues
lo ignoro. Me vestí apresuradamente con unas elegantes ropas de ter-
ciopelo verde, las cuales pertenecían al criado más alto y delgado del
rey. Me puse una larga túnica con las mangas ricamente bordadas y
ceñida con un cinturón, y una pequeña capa, desprovista de mangas
y ribeteada de piel. Las medias me quedaban holgadas, pues tenía las
piernas delgadas como palillos. Por fortuna, la larga túnica las disi-
mulaba.
Me miré satisfecho en el espejo. Sabía que era hermoso, pues de
otro modo habría infundido aún más temor a las mujeres.
Tenía el pelo castaño. N o era tan largo como ahora, pero pronto me
llegaría a los hombros. Tenía los ojos marrones, como mi madre. Por
último me encasqueté un sombrero adornado con una pluma.
Una vez vestido, la comadrona cayó de rodillas ante mí y ex-
clamó:
-¡Es el príncipe! ¡El heredero que ansiaba el rey!
Las otras mujeres menearon la cabeza horrorizadas y trataron de
calmar a la comadrona, diciéndole que eso era imposible. Mi madre
hundió el rostro en la almohada y rompió a llorar, temiendo por la
suerte de su madre, su hermana y todas las personas que la querían,
lamentándose de que nadie movería un dedo por defenderla. Afirmó
que, si no fuera un pecado mortal a los ojos de Dios, no dudaría en
quitarse la vida.
Yo sólo pensaba en escapar. Temía por mi madre, pero la odiaba
porque no me quería, pues me consideraba un monstruo. Yo sabía
que lo era. Pero sabía que existía un lugar para mí, que tenía un desti-
no. Estaba convencido de ello. Sabía que la actitud de mi madre era
absurda y cruel, pero no sabía expresarlo con palabras ni defender mi
postura. Deseaba protegerla.
 
 
 
 
Las mujeres y yo nos miramos con recelo mientras permanecía-
mos de pie en la espaciosa estancia iluminada por unas velas, con el
techo de madera oscura. Al cabo de unos minutos la comadrona recu-
peró el sentido común y declaró que era preciso sacarme de allí, des-
truir a ese monstruo-
¿Destruirme? La eterna canción. «No -pensé-, esta vez no con-
seguiréis destruirme. Debemos procurar aprender un poco más cada
vez que regresamos. No dejaré que me destruyáis.»
Al fin se abrió la puerta secreta y apareció mi padre, Douglas Don-
nelaith. Era un hombre alto y corpulento; iba vestido con ropas modes-
tas, pero de porte aristocrático, y cubierto con una capa de piel.
Douglas se encontraba en el castillo cuando la reina lo mandó lla-
mar y acudió apresuradamente.
Cuando entró en los aposentos de la reina y me vio, se quedó
perplejo. No observé en él el horror que habían experimentado las
mujeres, sino una curiosa expresión, casi reverente. «Has regresado de
nuevo, Ashlar», murmuró.
Vi que tenía el cabello castaño y los ojos marrones. Yo había he-
redado de él, y de la desgraciada reina, esos rasgos. ¡Pero era Ashlar!
Conocer mi identidad me produjo una emoción tan intensa como si
mi padre me hubiera abrazado y cubierto de besos. Me sentí feliz. Sin
embargo, cuando miré a mi madre, desesperada y temerosa, me eché a
llorar .
-Sí, padre, pero no puedo permanecer en este lugar -dije-.
Aquí corro un gran peligro. Debemos marcharnos inmediatamente.
De pronto comprendí que en realidad no sabía quién era yo ni
quién era mi padre. Era una extraña sensación, como si conociera mi
identidad pero no conociera mi historia ni la época en que había vi-
vido.
No tuve que esforzarme en convencer a mi padre, pues él también
estaba aterrado. Sabía que debíamos escapar.
-Es imposible salvar a la reina -dijo, persignándose y trazando
luego sobre mi frente la señal de la cruz.
Bajamos precipitadamente la escalera, salimos del castillo y nos
dirigimos directamente a una embarcación cubierta que nos aguarda-
ba en las oscuras aguas del Támesis. Cuando llegamos al río me di
cuenta de que no me había despedido de mi madre, lo cual me produ-
jo una profunda tristeza. Al mismo tiempo me sentía angustiado
por haber nacido en este peligroso lugar y en esta inexplicable épo-
ca. Mis cuitas no habían concluido. Sentí deseos de morir, de desa-
parecer .
Contemplé las pestilentes aguas del Támesis, contaminadas por la
inmundicia de Londres, la inmundicia de miles de ciudadanos, y deseé
arrojarme a ellas. Vi en mi mente el oscuro túnel por el que me había
deslizado y deseé regresar a través de él al lugar del que había venido.
Desesperado, rompí a llorar .
Mi padre me abrazó y dijo:
-No llores, Ashlar. Es la voluntad de Dios.
-¿La voluntad de Dios? ¡Mi madre podría morir en la hoguera!
Estaba sediento de leche. Deseaba la leche de mi madre, y lamen-
taba no haber mamado hasta quedar saciado antes de abandonar el
castillo. La posibilidad de que alguien pudiera condenar a mi madre
-mi propia carne-, a morir en la hoguera me resultaba inaceptable.
Debía hacer lo imposible por salvarla, incluso sacrificar mi propia
vida.
Te estoy relatando las circunstancias de mi nacimiento y las horas
posteriores a ese hecho, vividas a la luz de las velas y que jamás olvi-
daré. Las recuerdo con toda claridad. Sin embargo, el nombre de Ash-
lar no significaba nada para mí. N o sabía quién era Ashlar y sigo sin
saberlo.
Debes creerme. Trata de comprenderme. Te aseguro que no sé
nada sobre el santo.
Posteriormente vi cosas y me contaron numerosas historias. Vi a
san Ashlar en la vidriera de la catedral de Donnelaith, en Escocia, y
me contaron que yo me había encarnado en él, que había «regresado
de nuevo».
Pero lo que te cuento ahora es lo que recuerdo. Lo que sabía.
Tardamos varios días en llegar a Escocia.
Era invierno, poco después de Navidad, cuando el temor hace
presa en los campesinos, quienes están convencidos de que los espí-
ritus malignos rondan por doquier y las brujas hacen sus maleficios.
Era la época en que los campesinos olvidaban las enseñanzas de Jesús
y, cubiertos con pieles de animales, iban de puerta en puerta, exi-
giendo un tributo a los supersticiosos habitantes. Era una vieja cos-
tumbre.
Pernoctábamos en pequeñas posadas que hallábamos en el cami-
no. Nos acostábamos entre el heno, a veces junto con otros viajeros,
aunque apenas conseguíamos pegar ojo. Nos detuvimos varias veces
para que yo pudiera beber la templada leche de las vacas que pastaban
en los campos. Era una leche muy rica, aunque no tanto como la de mi
madre. Yo comía mucho queso, un queso puro y exquisito.
Viajábamos a caballo, cubiertos con gruesas prendas de lana y
pieles de animales. Durante el trayecto me distraía contemplando la
nieve que caía, los campos que atravesábamos y las pequeñas aldeas
donde nos refugiábamos, en posadas o chozas de madera. Vi a unos
campesinos cubiertos con pieles de animales danzando alegremente
alrededor de unas hogueras en el bosque. Los que permanecían ence-
rrados en sus casas vivían atemorizados.
-Mira -dijo mi padre, señalando una colina-, ésas son las rui-
nas de un gran monasterio, una abadía construida en tiempos de san
Agustín, el cual fue quemado en la hoguera por orden del rey. Son
tiempos muy peligrosos para los cristianos. Los soldados se dedican a
saquear los monasterios ya expulsar de ellos a las monjas y los sacer-
dotes. Queman las imágenes y destrozan las vidrieras. Los desiertos
claustros sirven de refugio a las ratas ya los pobres. Todo ha quedado
destruido por culpa de un hombre. Es impensable que un hombre
pueda dedicarse a destruir la obra de tantos. Ése es el motivo por el
que has venido, Ashlar .
Yo tenía serias dudas al respecto. Me aterraba que mi padre estu-
viera convencido de ello, que expresara su fe en unos términos tan
simples. Era como si presintiera que mi padre estaba equivocado, o
soñando. En una palabra, me mostraba incrédulo. .
Vi de nuevo los misteriosos círculos formados por unas personas
que bailaban. Traté de ver las piedras situadas casi en el centro, ro-
deando el primer círculo de seres humanos.
Buceé en mi mente de forma consciente y rigurosa a fin de explo-
rar los conocimientos que poseía. Estaba seguro de que había vivido
con anterioridad, pero no de que mi padre conociera el motivo por el
que yo había regresado o lo que yo era realmente. Confiaba en que
algún día se me revelaría la verdad. Pero no estaba seguro.
Cabalgamos entre las ruinas del monasterio. Los cascos de los ca-
ballos resonaban en el suelo de piedra del claustro cuyo tejado había
sido destruido. De pronto rompí a llorar. Sentía una inenarrable tris-
teza al contemplar tanta desolación. Al mismo tiempo, me horroriza-
ba el dolor que ello me producía.
-Tranquilízate, Ashlar -dijo mi padre, tratando de consolarme-.
Regresamos a casa. Nuestra casa está intacta.
Nos adentramos en el bosque. Estaba tan oscuro que apenas veía-
mos nada. Noté la presencia de unos lobos hambrientos en los alrede-
dores; percibí el olor que emanaba su piel. Llegamos a una pequeña
choza, pero sus ocupantes se negaron a abrirnos la puerta, aunque vi-
mos que salía humo por un orificio del techado.
Subimos por una montaña cubierta por una densa arboleda. Los
caminos eran muy escarpados y desde ellos divisábamos el maravillo-
so paisaje de la costa y el mar. Tuvimos que dormir en el bosque, ala
intemperie. Mi padre y yo nos acurrucamos bajo unas gruesas mantas,
con los caballos atados a nuestros pies. Me sentía indefenso en la os-
curidad, rodeado de extraños sonidos y murmullos.
Hacia medianoche mi padre se despertó bruscamente, furioso y  
blasfemando. Se levantó de un salto y desenvainó la espada, pero todo
estaba en silencio.
-Son estúpidos, impotentes, eternos -dijo mi padre.
-¿A quién te refieres?
-A los duendes. No conseguirán lo que pretenden. Vamos, de-
bemos partir. No tardaremos en llegar a casa.
Cabalgamos con cautela a través de la oscuridad, bajo un cielo en-
capotado.
Al fin llegamos a un accidentado camino secreto que conducía al
valle de Donnelaith.
Mi padre me relató la historia. Existían dos entradas que daban
acceso a nuestro maravilloso valle: la carretera principal, por la que
viajaban los carros que transportaban los productos al mercado, y el
lago donde atracaban los barcos que transportaban mercancías a los
países de ultramar. Por ambas rutas acudían incesantes procesiones de
peregrinos para depositar oro sobre el altar de san Ashlar, pedirle que
les curara por medio de un milagro y tocar el sarcófago que contenía
sus restos.
La historia me llenó de temor. ¿Qué querían esas gentes de mí?
Además, estaba desfallecido de hambre, deseaba beber leche, comer
queso y demás productos lácteos, blancos y puros.
Mi padre me explicó que habían estallado numerosas y cruentas
luchas en los Highlands. Los nuestros, el clan de Donnelaith, habían
resistido a los soldados del rey, negándose a quemar los monasterios,
saquear las iglesias y atacar al papa de Roma. Ningún escocés pene-
traba en el valle, ningún comerciante se atrevía a acercarse al pequeño
puerto, a menos que estuviera protegido por una nutrida escolta.
-Somos los habitantes de los Highlands, los cristianos de san
Columba y san Patricio. Pertenecernos a la vieja Iglesia irlandesa. No
capitularemos ante el pomposo rey que habita en el castillo de Wind-
sor y que ha desafiado a Dios, ni ante el arzobispo de Canterbury, su
lacayo. ¡Malditos sean todos los ingleses! Queman a los sacerdotes,
convirtiéndolos en mártires. ¡Pagarán muy cara su crueldad!
Esas palabras me tranquilizaron, aunque no sabía quiénes eran san
Columba y san Patricio. Traté de recordar lo que sabía, pero era como
si mis conocimientos mermaran a medida que mi padre y yo avanzá-
bamos hacia el norte. ¿Acaso sabía esas cosas cuando estaba en brazos
de mi madre o cuando me hallaba en su vientre? Por más que lo in-
tenté, no conseguí atrapar esos recuerdos que huían de mi mente, de-
jando tan sólo un fugaz destello.
Había nacido. Era un hombre de carne y hueso. Vivía y respiraba
nuevamente; la oscuridad se había desvanecido. Contemplé admirado
la nieve que nos rodeaba, el firmamento, de un azul que ningún pintor  
habría sido capaz de reproducir, el profundo valle que se extendía al
pie de la montaña y la imponente iglesia que se erguía a lo lejos.
La nieve caía suavemente a nuestro alrededor. Ya me había acos-
tumbrado al frío y gocé contemplando el paisaje nevado.
-Abrígate bien -dijo mi padre-. No tardaremos en llegar al
castillo, a nuestro hogar.
Yo no quería seguir el sendero que conducía al castillo, sino bajar
a la población. En aquellos días era una ciudad muy importante. No
tenía nada que ver con la pequeña y patética aldea que se fundó más
tarde sobre sus ruinas. Tenía murallas, almenas y una maravillosa ca-
tedral. En ella residían comerciantes y banqueros, y en los campos
que circundaban vivían los agricultores, según me explicó mi padre,
en unas prósperas tierras que, aunque ahora estaban cubiertas de nie-
ve, rendían buenas cosechas y alimentaban al ganado.
Mi padre señaló unos fuertes construidos en lo alto de las colinas
que rodeaban el valle, en los que habitaban unos capitanes leales a Don-
nelaith bajo nuestra protección y en paz.
Observé unas columnas de humo que se alzaban de centenares de
chimeneas y torres diseminadas por el valle, apenas visibles a través
de la densa arboleda. El aire estaba impregnado de unos deliciosos
aromas de comida.
En el mismo centro de la ciudad se alzaba la imponente catedral,
por encima de las casas y las murallas, con su campanario gótico y su
elevado tejado cubiertos de nieve. En su interior brillaban unas luces,
realzando el maravilloso colorido y los dibujos de sus vidrieras. Pese a
lo avanzado de la hora, vi centenares de fieles entrando y saliendo por
las puertas de la catedral.
-Deja que baje ala ciudad -le rogué a mi padre.
Me sentía fuertemente atraído por ese lugar, como si lo conociera,
aunque no era así. Estaba ansioso por visitarlo.
-No, hijo mío, acompáñame.
Mi padre me obligó a acompañarle al castillo, situado sobre ella-
go, que constituía nuestro hogar .
Las aguas del lago estaban cubiertas por una capa de hielo, pero en
primavera, según me dijo mi padre, acudían numerosos comerciantes,
así como pescadores de salmones. Los mercaderes cambiaban lino por
lana, pieles de animales y pescado que les proporcionábamos no-
sotros.
Nuestro castillo consistía en una serie de torres redondas, simila-
res a las del siniestro castillo en el que había nacido yo. Al entrar com-
probé que era menos lujoso que aquél, pero estaba lleno de vida.
El interior -pese a sus elevados arcos y su amplia escalinata-
estaba tan toscamente amueblado que parecía más una cueva que un
castillo. Estaba preparado para un banquete, y ni las mismas hadas del
bosque habrían podido crear un ambiente más cálido y acogedor.
El suelo estaba cubierto de hojas verdes. Unas grandes guirnaldas
decoraban la balaustrada de la escalera, los arcos y el inmenso hogar. El
comedor estaba adornado con ramas de pino albar, muérdago y hiedra.
Curiosamente, yo conocía el nombre de esas plantas siempre verdes.
Contemplé admirado el esplendor de los adornos Varias docenas
de velas ardían junto a los muros del comedor y sobre la mesa, junto a
la cual habían colocado unos bancos para los comensales.
-Siéntate -me ordenó mi padre- y no digas una palabra.
Llegamos en el preciso momento en que iba a iniciarse el banque-
te, que era uno de los doce que se celebraban en Navidad. Todo el clan
había sido invitado. Tan pronto como nos sentamos en un banco si-
tuado en un extremo de la mesa, aparecieron las damas y los caballe-
ros ataviados con ricos ropajes.
Sus ropas no podían compararse con las que me habían entregado
en la corte londinense, pero no dejaban de ser muy elegantes. Buena
parte de los hombres iban vestidos con trajes escoceses a cuadros. Las
mujeres ostentaban unos tocados tan suntuosos como los que lucían
las damas en el castillo del rey, aunque sus vestidos, si bien de alegres
colores, resultaban más sencillos. Muchas de ellas lucían hermosas al-
hajas.
Las alhajas me dejaron deslumbrado. Era como si éstas encerraran
todo el colorido y la luz que resplandecía a mi alrededor. Tanto es así,
que creí que si dejaba caer un rubí en un vaso de agua sus destellos
harían que ésta adquiriera un intenso color rojo.
Mientras gozaba imaginando esas cosas, me fijé en un tronco que
ardía en el hogar. Era tan grande como un árbol. Tenía algunas ramas,
las cuales parecían brazos a los que les hubieran cortado las manos. Mi
padre me explicó en voz baja que se trataba del tronco de Navidad,
que sus hermanos habían traído del bosque.
El gigantesco tronco ardería durante los doce días que duraran los
festejos navideños.
De pronto, mientras los numerosos convidados ocupaban sus pues-
tos a ambos lados de la larga mesa, apareció el hacendado, el padre de
mi padre, Douglas, conde de Donnelaith.
Era un hombre de pelo canoso, con las mejillas rubicundas y una
espesa barba blanca, vestido con el típico traje escocés. Iba acompa-
ñado de tres hermosas mujeres; eran sus hijas, mis tías.
Mi padre me advirtió de nuevo que guardara silencio, pues estaba
atrayendo la atención de los otros comensales. La gente me miraba
preguntándose quién sería aquel joven tan alto, con barba y bigote
castaños y una melena que le rozaba los hombros.
 
 
 
 
Contemplé maravillado al nutrido coro de monjes mientras éstos
ocupaban sus lugares en la escalinata de piedra. Todos ellos estaban
tonsurados, es decir, que llevaban la coronilla rapada, y lucían hábitos
blancos. Empezaron a entonar unos hermosos cánticos que resulta-
ban al mismo tiempo alegres y tristes. La música me impresionó de tal
manera que me sentí cautivado, transportado por ella, incapaz de re-
accionar .
No obstante, me daba perfecta cuenta de lo que ocurría a mi alre-
dedor. Unos sirvientes trajeron una cabeza de cerdo en una bandeja
adornada con hojas verdes, motivos dorados y plateados, velas y man-
zanas de madera pintadas de brillantes colores.
Otros sirvientes aparecieron con unos espetones de los que col-
gaban unos cerdos enteros asados. Tras depositarlos sobre unas mesas
auxiliares, procedieron a trinchar la humeante carne.
Aunque no perdí detalle de lo que sucedía, estaba absorto en los
cantos de los monjes. De pronto, de labios de aquellos veinte o treinta
monjes brotó una preciosa canción de Navidad gaélica que decía así:
 
¿Quién es ese niño
que duerme en brazos de María?
 
Ya conoces esa canción; es tan vieja como la misma Navidad en
Irlanda o Escocia. Y si recuerdas la melodía, quizá puedas compren-
der la emoción que experimenté en aquel momento, cuando mi cora-
zón se unió a las voces de los monjes y el ambiente de la sala quedó
supeditado a la canción.
Me pareció recordar la felicidad que había sentido en el vientre de
mi madre. ¿O acaso era un sentimiento que había experimentado con
anterioridad? Lo ignoro; sólo sé que era un sentimiento tan profundo
e intenso que no podía ser nuevo. Más que euforia, era una sensación de
alegría. Recordaba haber bailado con otras personas, asiéndolas de las
manos. Por otra parte, ese momento me parecía precioso y de un ines-
timable valor, como si tiempo atrás hubiera tenido que pagar un eleva -
do precio por él.
La música se detuvo tal como había empezado. Tras beber un
poco de vino, los monjes se marcharon por donde habían venido. Los
comensales empezaron conversar alegremente.
El hacendado se puso en pie para proponer un brindis, mientras
los criados llenaban las copas. A continuación, todos empezaron a
comer. Mi padre me sirvió unos pedazos de queso de unas gigantescas
bolas que portaban los criados y me advirtió que comiera como un
hombre adulto. Pidió que me trajeran leche, pero ninguno de los
comensales reparó en ello, pues todos estaban ocupados charlando y
riendo. Algunos hombres jóvenes se habían enzarzado en un combate
de lucha libre.
A medida que pasaba el tiempo noté que algunos comensales em-
pezaban a fijarse en mí, observándome con curiosidad y murmurando
con su vecino de mesa o preguntándole a mi padre: «¿Quién es ese jo-
ven que has traído a cenar con nosotros?»
Mi padre se limitaba a soltar una carcajada, procurando eludir la
pregunta. Comía sin apetito, mirando inquieto a su alrededor. De pronto
se levantó y alzó la copa. Yo apenas podía distinguir su perfilo sus oj os,
pues tenía el rostro oculto por la larga cabellera y la no menos larga
barba, pero oí su voz, firme y clara:
-Deseo presentar a mi padre, mi madre, mis mayores y mis pa-
rientes a este chico, Ashlar, mi hijo.
Los presentes prorrumpieron en aplausos y vítores, pero de re-
pente enmudecieron y se quedaron mirando fijamente a mi padre ya
mí. Éste me indicó que me pusiera en pie y yo obedecí, suponiendo
que deseaba que dijera unas palabras. Le pasaba casi la cabeza, pues mi
padre tenía una estatura normal.
Todos me miraron y comenzaron a murmurar. Una de las muje-
res soltó un grito. El hacendado me observó detenidamente con sus
perspicaces ojos azules y yo me sentí incómodo.
Los monjes, que se hallaban en el vestíbulo, aparecieron de nuevo.
Dos de ellos se acercaron para mirarme. Me parecían unos seres ex-
traordinarios, con sus coronillas rapadas y sus largos hábitos blancos
como los vestidos de las mujeres. Al poco, todos ellos se acercaron
para observarme, alarmados.
-Es mi hijo -declaró mi padre-. Es Ashlar, que ha regresado
de nuevo.
Al oír sus palabras varias mujeres profirieron un grito; algunas se
desvanecieron. Los hombres se pusieron en pie, imitando al hacenda-
do. Éste descargó un violento puñetazo sobre la mesa, haciendo que
temblaran los platos y los cubiertos y derribando las copas de vino.
Luego, a pesar de su avanzada edad, el hacendado se encaramó al
banco de un salto y exclamó con una voz ronca llena de rencor, sin
apartar la vista de mí:
-¡Taltos!
Taltos. Yo conocía esa palabra. Era la que solían emplear para de-
signarme.
Sentí deseos de huir, pero mi padre me sujetó de la mano, obli-
gándome a permanecer inmóvil junto a él. Unos comensales se levan-
taron y abandonaron la estancia. Algunas ancianas, visiblemente per-
plejas y aturdidas, se apresuraron también a salir, acompañadas de sus
maridos e hijos.
 
 
 
 
-¡Regresad! -exclamó mi padre-. ¡Es san Ashlar! Háblales,
hijo. Diles que es una señal enviada del cielo.
-¿Qué puedo decirles, padre? -pregunté yo.
Al oír el sonido de mi voz, aunque a mí no me parecía que tuviera
nada de particular, todos los presentes echaron a correr despavoridos.
Furioso, el hacendado se subió encima de la mesa y apartó de una pata-
da los platos que le rodeaban, mientras los sirvientes corrían a ocultar-
se. Todas las mujeres habían desaparecido.
Los monjes se habían marchado, excepto dos. Uno de ellos era
muy alto, aunque no tanto como yo, tenía los ojos verdes, de mirada
bondadosa, y era pelirrojo. Me miró sonriendo, y su sonrisa me pro-
dujo el mismo efecto tranquilizador que la música.
Sabía que los otros me aborrecían. Sabía que habían huido de mí.
Sabía que mi presencia les infundía tanto pánico como a las mujeres
que habían atendido a mi madre durante el parto, e incluso a mi pro-
pia madre.
Yo trataba de entenderlo, de comprender el significado de esa re-
accion.
-Taltos -dije, como si esa palabra fuera un resorte que pudiera
revelarme algo que permanecía oculto en mi mente. Pero no fue así.
-Taltos -repitió el sacerdote. Era un franciscano, aunque en
aquellos momentos yo ignoraba que lo fuera. Después sonrió de
nuevo.
Todos se habían marchado excepto mi padre, yo mismo, el sacer-
dote, el hacendado -que seguía encaramado encima de la mesa-, y
tres hombres que estaban acuclillados junto al hogar, como si aguar-
daran algo, aunque ignoro qué.
Me asustaba ver cómo miraban al hacendado y la forma en que
éste me observaba a mí.
-¡Es Ashlar! -dijo mi padre-. ¿Acaso no lo veis? ¿Qué debe
hacer Dios para reclamar vuestra atención? ¿Debe hacer que se abata
un rayo sobre el campanario y lo destruya? ¡Es él, padre!
Yo me eché a temblar. Era una curiosa sensación que jamás había
experimentado antes, ni cuando sentí que el frío me calaba los huesos.
No podía controlar mi agitación. Era como si la tierra temblara vio-
lentamente bajo mis pies.
El sacerdote se acercó a mí. Sus verdes ojos me recordaban las es-
meraldas, aunque eran mucho más claros. Me acarició la cabeza, la
mejilla y la barba suavemente, con ternura.
-Es Ashlar -murmuró.
-Es Taltos, el demonio -declaró el hacendado-. Haré que lo
quemen en la hoguera.
Los tres individuos que permanecían junto al hogar avanzaron
hacia mí, pero mi padre y el sacerdote se interpusieron en su camino.
Trata de imaginar la escena. Unos gritando que debían destruirme,
como si fueran el arcángel Gabriel, mientras que los otros pretendían
impedir que cumplieran su propósito.
Yo contemplé el fuego fijamente, consciente de que éste podía
consumirme, de que padecería unos sufrimientos atroces si me arro-
jaban a las llamas, las cuales no tardarían en devorarme. De pronto
evoqué los gritos y gemidos de miles de almas que padecían indes-
criptibles tormentos. Pero a medida que aumentaba mi terror me ol-
vidaba de todo; sólo era consciente de que tenía el cuerpo tenso y de
que mis rodillas no cesaban de temblar .
El sacerdote me rodeó los hombros con un brazo y me condujo
fuera del comedor, diciendo:
-No destruiréis lo que Dios ha creado.
Casi rompí a llorar al sentir su brazo en torno a mis hombros, pro-
tegiéndome.
El sacerdote y yo salimos del castillo, seguidos de mi padre y el
hacendado, el cual me observaba con recelo, y nos dirigimos a la ca-
tedral. Seguía nevando y todas las personas con las que nos topamos
iban cubiertas de pies a cabeza con prendas de lana y pieles de anima-
les, de forma que era prácticamente imposible distinguir a los hom-
bres de las mujeres. Algunos eran de talla menuda, como los niños,
pero tenían el rostro arrugado y envejecido.
La catedral estaba abierta y llena de luz. Al acercarnos comprobé
que estaba también adornada con hojas, muérdago y ramas de pino.
En su interior había unas personas entonando unos cantos muy be-
llos. El ambiente estaba impregnado de aroma a pino, y el viento traía
un agradable olor ahumo.
El aire que entonaba el coro era muy alegre, más festivo, discor-
dante y triunfante que la canción que habían cantado los monjes. No
poseía un acompasado ritmo que me cautivara, pero me sentí trans-
portado por el júbilo que transmitía la exultante melodía, la cual hizo
que se me llenaran los ojos de lágrimas.
Penetramos en la iglesia lentamente, junto con un nutrido grupo
de fieles. Me sentía tan embargado de emoción que apenas era ca-
paz de dar un paso. El hacendado -que se había cubierto el rostro
con la capa de lana-, mi padre -que iba arropado con pieles de ani-
males- y el sacerdote -que se había puesto la capucha para guare-
cerse del frío-, me sostenían, atónitos ante mi profunda emoción, y
me ayudaban a caminar .
Mientras la procesión de peregrinos avanzaba por la gigantesca
nave, miré maravillado a mi alrededor. Nada de cuanto había con-
templado hasta entonces era comparable a esta imponente catedral.
 
 
 
 
Sus maravillosas vidrieras y sus airosos arcos parecía haber sido dise-
ñados por los dioses. Al fondo, sobre el altar, había una vidriera en
forma de flor. Era tal su perfección, que no parecía haber sido cons-
truida por manos humanas. Me sentía confundido y sobrecogido por
la belleza y la solemnidad de aquel lugar .
Al acercarme al altar vi un establo lleno de paja, en el que había
una vaca, un buey y un cordero. Los animales estaban inquietos, y del
suelo de paja ascendía el cálido olor de sus excrementos. Junto a ellos
había un hombre y una mujer de piedra. No eran más que imágenes.
Sus ojos y su cabello estaban pintados. Entre ellos, en una cuna, yacía
un niño de mármol, como el hombre y la mujer, rechoncho y son-
riente, con unos resplandecientes ojos de cristal.
Al contemplarlos me sentí tan perplejo como cuando observé los
ojos del bondadoso sacerdote, los cuales, como te he dicho, me re-
cordaban las esmeraldas.
La música otorgaba a la escena un aire irreal y todo parecía mo-
verse lentamente, como en un sueño. Sin embargo, de pronto com-
prendí la verdad.
Comprendí que jamás había sido un niño como el que yacía en la
cuna, como otros seres humanos, que mi tamaño y mi apariencia ha-
bían aterrado a mi madre. Era un monstruo; estaba convencido de
ello. Recordaba con claridad los gritos que habían proferido al verme
las mujeres que atendían a mi madre. Sabía que no era un ser humano
como los demás.
El sacerdote me dijo que me arrodillara y besara al Niño Jesús, el
cual había muerto para salvarnos. Luego señaló el ensangrentado cru-
cifijo que colgaba de una alta columna situada a mi derecha. Vi aun
hombre clavado en él, con sangre que brotaba de las heridas de sus pies
y sus manos. Era Jesucristo. El Dios del bosque. El Dios de los campos.
Comprendí que Jesucristo y el Niño Jesús eran la misma persona. De
nuevo, oí en mi mente unos desgarrados lamentos, como los gritos que
profieren las víctimas de una matanza.
Me sentía tan embargado por la emoción que me producían aquella
escena y el sonido de la música, que temía perder el conocimiento.
Quizás estuve apunto de traspasar en aquellos instantes el velo que
ocultaba mi misterioso pasado. Pero aún debía vivir momentos más
dolorosos, en los cuales sería el protagonista absoluto, y nada me fue
revelado.
Mientras contemplaba el crucifijo, me estremecí al pensar en aque-
lla horrible muerte. Me parecía monstruoso que alguien fuera capaz de
crear a una inocente criatura condenada a sufrir semejante martirio.
Luego comprendí que todos los humanos habían nacido para morir .
Desde el momento de su nacimiento debían esforzarse en sobrevivir y
aprender a desenvolverse en el mundo. Me arrodillé y besé al niño de
piedra, pintado en tonos suaves a fin de darle una apariencia real. Miré
los impávidos rostros de piedra del hombre y la mujer. Luego miré al
sacerdote.
La música cesó de pronto y en su lugar oí los murmullos y las to-
ses de los fieles que llenaban la gigantesca nave.
-Ven, Ashlar -dijo el sacerdote, conduciéndome discreta y apre-
suradamente a través de la multitud.
Penetramos en una capilla situada detrás del altar. Junto a la puerta
habían apostados dos monjes, que sólo permitían entrar a los fieles de
dos en dos. El sacerdote que nos acompañaba les rogó que cerraran el
acceso a la misma y pidieran a los peregrinos que aguardaran unos ins-
tantes.
Los monjes dijeron a los fieles que el hacendado deseaba rezar
ante san Ashlar. Nadie protestó, pues les pareció un deseo de lo más
lógico y natural. Las personas que aguardaban para entrar en la capilla
se arrodillaron y empezaron a rezar el rosario.
Nos hallábamos solos en la pequeña capilla, cuyos muros eran la
mitad de altos que los de la nave. Pese a su reducido tamaño, me sentí
vivamente impresionado por la solemnidad que emanaba aquel lugar .
Junto a los muros, debajo de las ventanas, ardían numerosas velas. En
medio de la habitación yacía un enorme sarcófago con una efigie ta-
llada en la tapa. En torno a él se arrodillaban los fieles que acudían a
este lugar para rendir tributo al santo, rezando y depositando besos
sobre la figura de piedra tallada en el sarcófago.
-Mira, hijo mío -dijo el sacerdote, señalando una vidriera orien-
tada hacia el oeste.
No pude ver los colores, pues era de noche, pero distinguí la fi-
gura que había representada en ella por las juntas de plomo que unían
Ientre sí los múltiples fragmentos de vidrio. Vi aun hombre que lucía
una larga túnica y una corona. Observé que era más alto que las otras
figuras que estaban junto a él y que su cabellera, al igual que su barba,
era larga y tupida como la mía.
En la vidriera había grabadas, en latín, unas palabras que al prin-
cipio no alcancé a comprender .
El sacerdote atravesó la estancia, alzó la cabeza y leyó los versos
en voz alta, traduciéndolos al inglés para que yo pudiera compren-
derlos:
 
San Ashlar, amado hijo de Dios
y de la Virgen María,
regresará de nuevo.
 
 
 
 
Sana a los enfermos,
consuela a los afligidos,
aplaca el dolor
de quienes deben morir.
Sálvanos, bendito Ashlar,
de las tinieblas.
Arroja a los demonios del valle.
Guíanos hacia la luz.
 
Las palabras del sacerdote me impresionaron profundamente. La
música comenzó a sonar nuevamente, a lo lejos, tan jubilosa como
antes. Yo traté de resistirme, de no dejarme arrastrar por ella, pero no
pude evitarlo, y su fuerza hizo que se disipara el hechizo de las pala-
bras. A continuación abandonamos la capilla.
El sacerdote nos condujo ala sacristía de la catedral, donde nos
sentamos ante una mesa. Era una habitación pequeña y acogedora,
diferente de las demás estancias que había visto hasta entonces, ex-
cepto en una rústica posada. Me sentía a gusto en ella.
Me acerqué al fuego para calentarme, pero de pronto recordé que
el hacendado deseaba quemarme en la hoguera y retrocedí espantado,
arrebujándome en mi capa de terciopelo.
-¿Qué significa Taltos? -pregunté, volviéndome hacia los tres,
que me observaban en silencio-. ¿Qué nombre me habéis puesto? ¿y
quién es ese Ashlar, el santo que regresa periódicamente a la tierra?
Al oír la última pregunta, mi padre cerró los ojos y agachó la ca-
beza, apesadumbrado. Su padre me miró enfurecido, pero el sacerdote
siguió contemplándome como si hubiera descendido del cielo. Al ca-
bo de unos instantes, respondió:
-Tú eres Ashlar, hijo mío. Dios ha querido que Ashlar se reen-
carnara más de una vez, que regresara una y otra vez ala tierra para
honor y gloria de su Creador, concediéndole esa dispensa de las leyes
de la naturaleza, como a la Virgen, que ascendió a los cielos, y como el
profeta Elías, que subió al cielo en cuerpo y alma. Dios ha querido
que regreses ala tierra a través del vientre de una mujer, y quizás a
través del pecado de una mujer.
-Así es -dijo el hacendado con aire sombrío-. No ha sido por
medio de los duendes, sino por medio del pecado de una bruja y un
hijo de nuestro clan.
Mi padre se mostraba al mismo tiempo asustado y avergonzado.
Yo miré al sacerdote. Deseaba hablarle de mi madre, explicarle que
tenía un sexto dedo en la mano izquierda y que me lo había enseñado
diciendo que era la marca de una bruja, pero no me atreví a hacerlo.
 
 
 
 
Sabía que el viejo hacendado deseaba destruirme. Percibí su odio ha-
cia mí, frío e implacable.
-Al nacer ostentabas la marca de Dios -dijo el hacendado-. Mi
condenado hijo ha conseguido lo que no han conseguido en cientos
de años los duendes que habitan en las colinas.
-¿Acaso has visto caer la bellota de la encina? -preguntó el sa-
cerdote-. ¿ Cómo sabes que esta criatura no es uno de los nuestros ?
-Ella tenía seis dedos -contestó mi padre con voz apenas au-
dible.
-¿Y yaciste con ella? -inquirió el hacendado.
Mi padre asintió; murmuró que era una gran dama, que no podía
decir su nombre, pero que era un personaje tan importante que él te-
mía por su vida.
-Nadie debe saberlo -dijo el sacerdote-. Nadie debe saber lo
que ha ocurrido. Tomaré al niño a mi cargo y haré que se consagre a la
Virgen, que jamás toque a una mujer.
Luego me instaló en una acogedora habitación y cerró la puerta
con llave. La habitación disponía sólo de una pequeña ventana por la
que se filtraba un aire muy frío, pero vi a través de ella un pedacito de
cielo y unas estrellas.
¿Qué significaban esas palabras? Lo ignoraba. Cuando me enca-
ramé al lecho y miré por la ventana, cuando vi el tenebroso bosque y
la escarpada silueta de las montañas, sentí miedo. Creí ver a los duen-
des acercarse. Me pareció oír sus voces y los tambores. Rodearían a
Taltos batiendo los tambores para inmovilizarlo, para despojarlo de
su poder. «Crea un gigante o una giganta para nosotros; crea una raza
que castigue a los pérfidos duendes, que los elimine de la faz de la tie-
rra.» Temía que treparan por el muro, que arrancaran los barrotes de
la ventana y penetraran en la habitación...
Me tumbé en el lecho. Cuando alcé la mirada comprobé que los
barrotes se hallaban intactos. No había sido más que una alucinación.
Había pernoctado en rústicas posadas rodeado de borrachos y pros-
titutas, en bosques donde incluso los lobos huían de los duendes.
Ahora estaba a salvo.
Una hora antes del amanecer el sacerdote entró en mi habitación.
Al despertarme oí el tañido de una campana y recordé haberla oído en
sueños, como un martillo golpeando reiteradamente un yunque.
El sacerdote me dio unos golpecitos en el hombro y dijo:
-Acompáñame, Ashlar.
Vi las almenas de la ciudad. Vi las antorchas de los vigías. Vi el
negro firmamento y las estrellas. La nieve cubría el suelo. La campana
seguía tañendo implacablemente. Al notar que estaba temblando de
miedo, el sacerdote me sostuvo con un brazo.
 
 
 
 
-Las campanas doblan para ahuyentar a los demonios ya los es-
píritus del valle -dijo-. Para alejar a los Sluagh, a los Ganfer ya los
perversos duendes. Ya deben de saber que has venido. La campana
nos protegerá. Su sonido les obligará a ocultarse en el bosque, donde
no puedan hacer daño a nadie.
-¿Quiénes son esos seres? -pregunté-. Me asusta el tañido de
la campana.
-No temas, hijo. Es la voz de Dios. Ven conmigo a la iglesia.
El sacerdote se inclinó y me besó en la mejilla.
-Sí, padre -contesté obediente. El afecto que me demostraba el
sacerdote era como un bálsamo para mi atormentado espíritu.
La catedral estaba desierta. La campana sonaba más lejana, pues
estaba instalada en lo alto del campanario y su eco reverberaba en el
valle, no en el interior de la iglesia.
El sacerdote me besó de nuevo y me condujo hasta la capilla del ;
santo. Hacía frío y todo estaba negro como boca de lobo. .,
-Eres Ashlar, hijo mío. No existe la menor duda al respecto.
Cuéntame lo que recuerdas de tu nacimiento.
Yo no quería responder. Sentí vergüenza al recordar a mi madre
llorando atemorizada, tratando de apartarme de su lado mientras me
aferraba a su pecho para mamar.
No respondí.
-¿Quién es Ashlar, padre? ¿Qué debo hacer?
-No te preocupes, hijo mío. Te enviaré a Italia, ala casa de nuestra
orden, en Asís, donde estudiarás para ser sacerdote.
Yo no comprendí sus palabras.
-En este país, ahora persiguen a los sacerdotes -prosiguió-.
Fuera de este valle están los seguidores rebeldes del Rey, los luteranos
y demás canallas que pretenden destruirnos y destruir nuestra cate-
dral. El Señor te ha enviado para salvarnos, pero debes estudiar y to-
mar los hábitos sacerdotales. Por encima de todo, debes consagrarte a
la Virgen. No debes tocar jamás a una mujer; es preciso que renuncies
a ese goce a fin de servir al Señor. Puedes hacer lo que gustes con otros
frailes, pero no debes pecar con una mujer, ¿has entendido?
»Esta noche, unos hombres te conducirán en barco hasta Italia.
Más adelante, cuando Dios nos indique que ha llegado el momento
propicio o te revele sus designios, podrás regresar .
-¿Y qué es lo que debo hacer?
-Conducir al pueblo por la senda del Señor, rezar, decir misa, impo-
ner las manos sobre los enfermos y curarlos, como hacías antes. ¡Salvar a
la gente de las garras de los diablos luteranos! ¡Ser el santo!
Lo que me pedía el sacerdote me parecía imposible. ¿Dónde esta-
ba Italia? ¿Por qué debía ir allí?
 
 
 
 
-¿Podré conseguirlo? -pregunté.
-Sí, hijo mío -respondió el sacerdote, sonriendo-. Tú eres
Taltos. Puedes obrar milagros.
-Entonces ambas leyendas son ciertas -dije-. Yo soy al mismo
tiempo el santo y el monstruo.
-Cuando estés en Italia -contestó el sacerdote-, el santo te im-
partirá su bendición en la basílica de San Francisco ya partir de ese
momento todo quedará en manos de Dios. La gente teme a T altos,
pues se cuentan siniestras leyendas sobre él, pero cuando reaparece, al
cabo de varios siglos, su regreso constituye siempre un buen augurio.
San Ashlar era un T altos, por eso estábamos convencidos de que re-
gresaría de nuevo.
-Entonces no soy un ser mortal -dije-. ¿ Pretendes que pro-
meta que imitaré al santo?
-Eres muy listo para ser un Taltos -respondió el sacerdote-.
Sin embargo, posees una ingenuidad y una bondad divinas. En reali-
dad, la decisión depende de ti. Puedes encarnar la maldad, como Tal-
tos, o comportarte como el santo. ¡Ojalá yo fuera tú! ¡Ojalá no fuese
un pobre sacerdote perseguido y condenado por el rey de Inglaterra
a morir en la hoguera, descuartizado o ahorcado! Actualmente, en
Alemania, Lutero recibe las revelaciones de Dios mientras está senta-
do en el retrete y arroja sus excrementos ala cara del demonio. Así es
la religión hoy en día. ¿ Prefieres ocultarte en el valle, para sembrar la
desolación y el terror, o ser un santo? -Sin darme tiempo a contestar,
el sacerdote me preguntó-: ¿Sabías que Tomás Moro ha sido ejecu-
tado en Londres? Le han cortado la cabeza, la han clavado en una pica
y la han exhibido en el puente de Londres por deseo expreso de la
puta del rey.
Sentí deseos de salir huyendo de aquella tenebrosa iglesia, de di-
rigirme al bosque, donde los pájaros habían comenzado a cantar. Las
palabras del sacerdote me confundían y angustiaban, pero al pensar en
el bosque y el valle sentí un pánico que hizo que el corazón me latiera
aceleradamente y me sudaran las manos.
-Taltos no es nada -murmuró el sacerdote-. Vea ocultarte en
el bosque si deseas ser un Taltos. Los duendes no tardarán en dar
contigo. Te apresarán y te obligarán a crear una legión de gigantes.
Eso no debe suceder. Tu prole sería monstruosa. Debes comportarte
como el santo. Tú eres el santo.
¡Los duendes! Miré al sacerdote, tratando de comprender lo que
decía.
-Tú eres el santo -repitió.
En aquel momento irrumpieron unos hombres en la catedral, ar-
mados y cubiertos con capas de piel. El sacerdote les dio unas órdenes
en latín que apenas logré comprender. Sabía que iban a conducirme en
barco a Italia, que era su prisionero. Aterrado, me volví hacia la vi-
driera que representaba asan Ashlar, como si él pudiera salvarme.
Al alzar la vista sucedió un milagro. El sol comenzaba a despuntar
y, aunque sus rayos no penetraban directamente a través de la vidrie-
ra, el suave resplandor realzó sus vívidos y maravillosos colores. El
santo me sonrió, rodeado de una bola de fuego. Yo contemplé admi-
rado sus negras e intensas pupilas, sus labios rojos y sus ropajes car-
mesí. Sabía que no era sino un efecto óptico, pero no podía apartar la
vista de él. De pronto sentí una inmensa paz.
Evoqué el aterrado rostro de mi madre, sus gritos mientras los va-
lerosos miembros del clan de Donnelaith echaban a correr como una  
pandilla de ratas.
-Tú eres el santo -murmuró el sacerdote.
En aquellos momentos hice un solemne juramento, aunque no me !
atreví a pronunciar las palabras en voz alta.
Observé fijamente la vidriera, tratando de asimilar todos sus de-
talles. Contemplé al santo, descalzo, con el pie apoyado sobre los
cuerpos de los Ganfer, los Sluagh, los demonios del infierno. En la
mano sostenía una estaca cuyo extremo estaba clavado en el diablo
que se hallaba postrado a sus pies. Observé los cuerpos, excelente-
mente dibujados, de los siniestros duendes y espíritus, mientras no- .
taba que el corazón me latía cada vez con mayor violencia.
La luz se había intensificado, haciendo que el santo pareciera una
deslumbrante visión formada por fragmentos de oro, azul, rojo rubí y
blanco.
-¡San Ashlar! -murmuré.
Los hombres armados me sujetaron del brazo.
-Ve con Dios, Ashlar. Entrega tu alma al Señor y ,cuando la muer-
te visite de nuevo, conocerás la paz.
Ése fue mi nacimiento, caballeros. Así fue como regresé a la tierra.
Ahora os contaré el resto de la historia, lo alto que llegué a escalar.
Supuse que no volvería a ver ni al hacendado, ni al sacerdote, ni el
valle, ni la catedral. Me condujeron hasta un pequeño bote que, tras
abandonar las heladas aguas del puerto, se dirigió hacia el sur, hasta
donde se hallaba atracado un gigantesco buque. Me condujeron a
bordo y me instalaron en un pequeño camarote. Me sentía como un
prisionero. Sólo bebía leche, pues los alimentos sólidos me repugna-
ban y el violento oleaje hacía que me sintiera mareado.
Nadie me comunicó por qué me habían encerrado en el camarote,
el cual carecía de las comodidades más elementales. No disponía de
ningún libro para estudiar o leer; ni siquiera de un rosario para rezar .
Los hombres barbudos que se ocupaban de mí parecían temerme y se
mostraban reacios a darme explicaciones. Finalmente, comencé a can-
tar para distraerme, sumido en una especie de trance.
A medida que cantaba iba inventando la letra de las canciones, sin
detenerme a pensar en la belleza de éstas, como quien trenza guirnal-
das con flores. Canté durante varias horas. Tenía una voz profunda,
cuyo sonido me resultaba grato. Me tumbé en el camastro, con los
ojos cerrados, y canté unas variaciones de los himnos que había oído
en Donnelaith. No cesé de cantar hasta que me arrancaron de ese
trance, o hasta que caí dormido.
No recuerdo en qué momento comprendí que el invierno había
finalizado y que al fin habíamos alcanzado las costas de Italia. Al mi-
rar por la pequeña ventana, cruzada por unos barrotes, vi que el sol
brillaba suavemente sobre unas onduladas colinas y unos riscos de
indescriptible belleza.
Luego sucedió algo extraordinario. Los hombres que me habían
acompañado durante la travesía, los cuales seguían negándose a res-
ponder a mis preguntas, me abandonaron a las puertas de un monas-
terio tras hacer sonar la campanilla situada junto a la verja.
Antes de marcharse, los hombres me entregaron un pequeño pa-
quete.
Permanecí durante unos instantes inmóvil, aturdido. Al volverme
vi aun monje que había abierto la verja y me observaba detenida-
mente. Yo aún lucía las elegantes ropas que me habían dado en Lon-
dres, aunque tras la larga travesía estaban manchadas; la barba y el
cabello me habían crecido mucho. Sólo portaba el paquete, el cual me
apresuré a entregar al monje.
Éste retiró el envoltorio de cuero y vi que contenía un pergamino
doblado en cuarto, en el que había escritas unas palabras.
-Anda, pasa -dijo el monje amablemente.
Tras echar un vistazo a la carta escrita en el pergamino, se alejó
apresuradamente, dejándome asolas en un hermoso y apacible jardín
rebosante de flores amarillas e iluminado por el cálido sol del me-
diodía. A lo lejos oí unas voces masculinas que cantaban, como los
monjes de Donnelaith. Era un sonido fascinante. Cerré los ojos y
aspiré el aroma de las flores, dejándome llevar por el melodioso so-
nido.
Al cabo de un rato aparecieron unos monjes. Los que había visto
en Escocia iban vestidos de blanco, pero éstos llevaban unos toscos
hábitos marrones e iban calzados con sandalias.
-¡Hermano Ashlar! -exclamaron prácticamente a coro, mien-
tras me besaban en ambas mejillas y me abrazaban.
Sus sonrisas eran tan dulces, su mirada tan afectuosa, que rompí a
llorar .
 
 
 
 
-De ahora en adelante vivirás con nosotros -dijeron-. No de-
bes temer nada. Te hallas bajo la protección de Dios.
-¿Qué dice la carta? -pregunté en inglés al monje que sostenía
el pergamino.
-Que has consagrado tu vida al Señor. Que deseas seguir los pa-
sos de nuestro fundador, san Francisco, y ser sacerdote.
Luego los monjes me besaron y abrazaron de nuevo. No parecían
asustados, por lo que deduje que no sabían nada de mí ni de las cir-
cunstancias de mi nacimiento. Aparte de mi desmesurada estatura y
mis largos cabellos, podía pasar por uno de ellos.
Eso me extrañó.
Durante la cena -los monjes me ofrecieron leche y alimentos más
apetitosos que los que ellos mismos comían- permanecí en silencio
sin saber qué hacer ni qué decir. Al parecer, no estaba prisionero. Si
deseaba marcharme, no tenía más que saltar la tapia.
Pero ¿por qué había de hacerlo?, pensé. Luego acompañé a los
monjes a la capilla y canté con ellos. Al oír mi voz, sonrieron y asin-
tieron en señal de aprobación. Mientras cantaban contemplé el cruci-
fijo que había en el altar, el símbolo de los cristianos, Jesús clavado en
la cruz. No lo digo por decir, sino para que intentéis imaginar el
cuerpo de Jesús tal como lo vi yo, herido, sangrando, con una corona
de espinas. El Dios de los bosques, arrastrado a través de los campos
por unos seres armados con palos.
De pronto me sentí embargado por una intensa emoción. Decidí
permanecer un tiempo en el monasterio. Después de todo, si no me
encontraba a gusto siempre podía escaparme. Aunque, si lo hacía,
perdería asan Ashlar.
Por la noche, cuando los monjes me condujeron a mi celda, dije:
-No es necesario que me encerréis. No trataré de huir.
Los monjes me miraron perplejos y contestaron que no pensaban
encerrarme. Luego me indicaron que la puerta carecía de cerradura.
Feliz y satisfecho, me tumbé en la cama y me quedé medio dor-
mido. De vez en cuando oía las voces de los monjes cantando en la
capilla.
Por la mañana, cuando me dijeron que debíamos partir hacia Asís
respondí que estaba dispuesto. Los monjes me advirtieron que, como
auténticos franciscanos que éramos, fieles a las normas de nuestro
hermano fundador, no viajaríamos a caballo, sino que recorreríamos
el camino a pie.
 
 
 
 
35
 
PROSIGUE LA HISTORIA DE LASHER
 
Durante el viaje a Asís, les tomé mucho afecto a los frailes que me
acompañaban. Comprendí que no sabían nada de mí salvo que desea-
ba ser sacerdote. Llevaba un hábito marrón y sandalias, como ellos, y
un cilicio ceñido a la cintura como único adorno. No me había corta-
do el cabello, y llevaba mis elegantes ropas en un hatillo, pero parecía
uno de ellos.
Mientras caminábamos por la carretera, los sacerdotes me habla-
ron sobre san Francisco de Asís, el fundador de su orden. Me expli-
caron que Francisco, que era muy rico, había renunciado a su fortuna
para convertirse en un mendigo y un predicador. Cuidaba de los le-
prosos, los cuales le infundían un pánico mortal, y de todos los ani-
males con tal ternura que las aves se posaban en su brazo y los lobos se
dejaban domesticar por él.
Mientras charlábamos imaginaba el rostro de Francisco: una mez-
cla del radiante sacerdote franciscano de ojos verdes que había conoci-
do en Escocia y de los inocentes semblantes de los frailes; aunque tal
vez fuera un mero ideal inventado por mí, puesto que había aprendido
a crear imágenes y sueños.
Fuera lo que fuese, conocía a Francisco.
Sí, lo conocía. Conocía sus temores cuando su padre lo maldijo.
Conocía su alegría cuando se consagró a Jesús. Conocía el amor que
sentía hacia los animales, a los cuales llamaba hermanos, y hacia la
gente que veíamos a nuestro alrededor: los campesinos italianos que
trabajaban en los campos y las gentes de la ciudad, los monasterios y
las casas solariegas que nos ofrecían cobijo por la noche.
 
 
 
 
- Me sentía tan dichoso que empecé a preguntarme si mi nacimien-
to en Gran Bretaña no habría sido una pesadilla, algo que no había
sucedido.
Me sentía a gusto entre los monjes franciscanos, siguiendo los pa-
sos de san Francisco. Me parecía haber nacido en una época que no me
correspondía. Si el hecho de ser santo significaba imitar a Francisco,
estaba dispuesto a hacerlo. La austera vida de los franciscanos me pa-
recía natural y me proporcionaba una gran paz de espíritu, como si
recordara unos tiempos en que los seres humanos eran buenos y cari-
tativos, antes de que sucediera algo terrible.
Vi por doquier niños trabajando en los campos con sus padres o
jugando en las calles de las aldeas. Cuando entramos en Asís, com-
probé que estaba llena de niños de distintas edades, como cualquier
ciudad. Comprendí, sin que nadie me lo dijera, que los niños eran se-
res humanos pequeños, no siniestros personajes como los duendes,
mis enemigos, los cuales deseaban matarme por envidia, ese nefasto
sentimiento que me aterraba aunque desconocía su significado. Los
niños que vi eran muy hermosos y se desarrollaban lenta y progresi-
vamente, año tras año, hasta alcanzar el grado de madurez y conoci-
miento que yo había alcanzado en un breve espacio de tiempo.
Cuando vela a una madre dando de mamar a su hijo, ansiaba beber
su leche. Pero sabía que no era la leche de una bruja. No tenía los po-
deres de ésta; no podía ayudarme acrecer rápidamente, aunque la
verdad es que ya estaba muy crecido. De hecho, durante el viaje había
aumentado de estatura y ofrecía el aspecto de un joven de veinte años
fuerte y saludable.

Decidí no revelar mis pensamientos y gozar contemplando el
paisaje, los viñedos, los campos y, sobre todo, la suave luz del sol ita-
liano.
Asís era una ciudad construida sobre una elevada colina, de forma
que desde uno de sus numerosos promontorios pude divisar en todo
su esplendor el paisaje que la circundaba, infinitamente más atrayente
que los abruptos riscos y montes coronados de nieve que rodeaban
Donnelaith.
Mis recuerdos sobre Donnelaith eran cada vez más confusos. De
no haber aprendido a escribir a las pocas semanas de llegar a Asís, y
consignado en una clave secreta todo cuanto había experimentado,
sin duda habría olvidado mis orígenes, los cuales se me antojaban va-
gos y ambiguos.
Pero no deseo perderme en divagaciones. Llegamos a las puertas
de Asís a mediodía. Los frailes me condujeron de inmediato a la basí-
lica de San Francisco, situada en el otro extremo de la ciudad. Se tra-
taba de un inmenso edificio, aunque no tan frío como la catedral de  
Donnelaith. Tenía unos arcos redondeados, en lugar de puntiagudos,
y sus muros estaban decorados con maravillosos frescos del santo,
bajo los cuales se hallaba la capilla de éste, que era visitada por legio-
nes de fieles, al igual que la de san Ashlar en el valle.
Vi a centenares de personas junto a la inmensa tumba del santo
-la cual no ostentaba una efigie del mismo-, apoyando las manos en
ella, o besándola, y rogando en voz alta a san Francisco que las sanara,
las consolara o intercediera por ellas ante el Señor.
Yo también apoyé las manos en el sarcófago y recé a san Francis-
co, el cual había adquirido ante mis ojos una nueva personalidad,
convirtiéndose en un personaje de leyenda.
-Aquí estoy, Francisco -murmuré ante su tumba-. He venido
para ser sacerdote, pero tú sabes que me han enviado aquí para que me
convierta en santo.
Sentía una profunda satisfacción; nadie conocía mi secreto. Sabía
que un día regresaría a Escocia con los preceptos de Francisco, para
salvar a mi pueblo tal como me había indicado el bondadoso sacer-
dote. Estaba destinado a realizar, a través de la humildad, grandes ha-
zañas.
Sin embargo, traté de no dejarme deslumbrar por ello. «Si deseas
convertirte en santo debes imitar a Francisco ya estos frailes -me
dije-. Debes renunciar a toda ambición, pues un santo no debe ser
ambicioso. Un santo es el siervo de Jesús, cuya voluntad debe acatar
ciegamente.»
Pero, pese a esa confesión o promesa que me hice a mí mismo, en  
el fondo estaba convencido de que conseguiría mis propósitos. Estaba
destinado a brillar como la imagen de san Ashlar en la vidriera de la
catedral.
Permanecí varias horas en la capilla del santo, embriagado por el
ambiente de devoción que se respiraba en aquel lugar. Percibía el fer-
vor de los fieles que se postraban ante la tumba del santo casi como si
fuera música. Comprendí que era extremadamente sensible no sólo a
la música, sino a toda clase de sonidos. Todo me afectaba: el canto de
los pájaros, el timbre de las voces de las personas, y el ritmo y la ca-
dencia de sus palabras. Cuando encontraba a alguien que hablaba
de forma natural utilizando aliteraciones, me quedaba absolutamente
fascinado.
Pero lo que me fascinaba en aquellos momentos era el delirio de
los fieles y el intenso fervor que inspiraba Francisco.
Ese mismo día los frailes me llevaron a visitar Carceri, la ermita en
la que Francisco y sus primeros seguidores habían llevado una vida
solitaria. Visité sus celdas y contemplé la hermosa campiña que la ro-
deaba. Éste era el lugar donde Francisco había vivido y rezado.
 
 
 
 
No sentía deseos de regresar a Escocia. Lo que me preocupaba,
sin embargo, no eran los votos de pobreza, castidad y obediencia, sino
el que la leyenda de san Ashlar devorara mi alma mientras me impul-
saba a alcanzar las cotas que había alcanzado el santo.
Permíteme que me detenga para hacer hincapié en un extremo.
No abandoné Italia, ni mi vida como monje franciscano, hasta que no
transcurrieron más de veinte años. No recuerdo cuántos exactamente.
Sé que no fueron treinta y tres, pues ésa es la edad en que murió Jesús
y lo habría recordado.
Te cuento esto para que comprendas dos cosas. Primero, que no ,
puedo abordar de inmediato el capítulo de Donnelaith, puesto que
aún no ha llegado el momento y segundo, que durante esos años mi
cuerpo seguía siendo fuerte y vigoroso. Mi piel había perdido tersura
y se había vuelto más áspera, y mi rostro mostraba algunas arrugas,
pero no muchas. Aparte de eso, presentaba el mismo aspecto que cuan-
do llegué a Italia.
Quiero que comprendas que me sentía plenamente dichoso lle-
vando la vida de un monje franciscano -la cual me resultaba del todo
natural-, ya que ello constituye el núcleo de esta historia.
La Navidad se celebraba en Italia con gran pompa y devoción, tal
como solía celebrarse en la Escocia de pesadilla que yo había conoci-
do brevemente. El veinticinco de diciembre se convirtió para mí en la
fecha más sagrada y lo pasaba siempre en Asís. ,
Antes de pasar mis primeras Navidades allí, ya había leído la his-
toria del Niño Jesús, nacido en un pesebre, y contemplado innumera-
bles cuadros en los que éste aparecía en brazos de la Virgen María.
Cerré los ojos e imaginé ser algo que jamás había sido: un bebé, un
niño inocente e indefenso. En aquellos momentos experimenté una
profunda dicha y decidí ver a Jesús -un niño puro e inocente- en
todos los hombres y las mujeres con quienes me tropezara. Si me
enojaba o enfurecía durante unos instantes, cosa que sucedía rara vez,
pensaba en el Niño Jesús. Imaginaba que lo sostenía en brazos. Creía
en él ciegamente, convencido de que algún día, cuando alcanzara mi
destino, me reuniría con él. Me arrodillaría en el pesebre y acariciaría
la manita del niño Jesús.
A fin de cuentas, Dios era eterno. El Niño Jesús, Jesucristo nues-
tro Salvador, Dios Padre, el Espíritu Santo, todos eran lo mismo. Lo
comprendí con toda claridad casi de inmediato. Tanto es así, que las
cuestiones teológicas me hacían reír. Cuando abandoné Italia, me ha-
bía convertido en sacerdote y predicador, cantor de cánticos sagrados
y curandero. En suma, en un hombre que procuraba consolar y hacer
felices a cuantas personas conocía.
Pero, permíteme explicártelo más detalladamente.
 
 
 
 
Desde el principio, mi ingenuidad y franqueza asombraron a los
frailes, los cuales no podían adivinar que ello se debía a que era un
niño. El hecho de que me entusiasmara la leche y el queso les divertía;
mi habilidad para aprender despertaba su admiración. Al cabo de
poco tiempo sabía escribir en italiano, inglés y latín.
Me convertí, en definitiva, en un santo en cuerpo y alma.
No existía tarea demasiado baja o humilde para mí. Solía acom-
pañar con frecuencia a los monjes que atendían a los enfermos de le-
pra en las afueras de la ciudad.
No temía a los leprosos. Podían haberme infundido pavor, como
a Francisco, pero procuraba no pensar en ello. Ahí radicaba la clave de
mi personalidad, en que era capaz de apartar de mi mente todo cuanto
me angustiaba y pensar sólo en aquello que me complacía.
Nada de lo experimentado hasta la fecha me repelía, salvo el odio
y la violencia. Esa actitud se mantuvo constante durante todos los
años que permanecí en la tierra. Por regla general, las cosas me en-
tristecían o entusiasmaban, sin medias tintas.
Los leprosos me interesaban precisamente porque otros los re-
chazaban; por supuesto, sabía que Francisco se había esforzado en
vencer el temor que le inspiraban, y yo estaba resuelto a ser un santo
tan grande como él. Me complacía consolar a los leprosos. Daba de
comer y lavaba a los que estaban demasiado enfermos para hacerlo
por sí mismos. Al enterarme de que, en cierta ocasión, santa Catalina
de Siena había bebido el agua con la que se había lavado un leproso,
decidí imitarla.
Desde un principio fui conocido en Asís como el ingenuo, el ino-
cente, el deslumbrado por Dios, por decirlo así. Un joven monje que
estaba en perfecta sintonía con el espíritu de Francisco, que hacía de
modo espontáneo y natural lo que propugnaba el santo.
Debido a mi candor, a mi absoluta falta de doblez, la gente solía
sincerarse conmigo, alentada por mi mirada franca y curiosa. Siempre
estaba dispuesto a escuchar lo que las personas deseaban contarme.
Lo cierto es que a través de los pequeños gestos y las tímidas confe-
siones de la gente, aprendí las grandes verdades que encierra la vida.
Eso fue lo que sucedió en el interior de mi mente.
Por las noches aprendía a leer y escribir. Escribía constantemente,
aun a costa de sacrificar horas de sueño. Aprendí de memoria varias
canciones y poemas. Estudié las pinturas de la basílica, los grandes
frescos de Giotto que relatan los episodios más importantes de la vida
de san Francisco, incluido aquel en el que se expone el origen de sus
estigmas, las misteriosas heridas en las manos y los pies. Me mezclaba
entre los peregrinos para conversar con ellos y aprender cosas intere-
santes del mundo.
 
 
 
 
El primer año cuya fecha recuerdo es 1536. Iba con frecuencia a
Florencia para atender a los pobres, visitar sus chozas y llevarles pan y
agua. Florencia era todavía la ciudad de los Médicis. Puede que hu-
biese perdido cierto esplendor, como algunos han sostenido poste-
riormente, pero no creo que nadie hubiera sido capaz de hacer tal
afirmación en aquella época.
Al contrario, Florencia era una magnífica y próspera ciudad. Se
vendían miles de libros y las esculturas de Miguel Angel estaban por
doquier. Los gremios seguían siendo muy poderosos, aunque buena
parte del comercio se había trasladado al Nuevo Mundo. La ciudad
constituía un inagotable espectáculo de procesiones, como la gran
procesión de Corpus, y representaciones de hermosos cuadros vi-
vientes y obras de teatro.
El banco de los Médicis era por aquel entonces el más importante
del mundo.
En Florencia había infinidad de personas cultas, inteligentes e in-
geniosas; era la cuna del poeta Dante y del genio político llamado
Maquiavelo; la ciudad de Fray Angélico y Giotto, Leonardo da Vinci
y Botticelli; una ciudad de grandes escritores, pintores, príncipes y
santos. La propia ciudad estaba hecha de sólida piedra y repleta de
palacios, iglesias, plazas, jardines y puentes. Era una ciudad única en
el mundo.

El incremento de mis obligaciones me brindó la oportunidad de
recorrer todos y cada uno de los rincones de Florencia, adonde llega-
ban las noticias de cuanto ocurría en el resto del mundo.
El mundo se encontraba al borde de la catástrofe. La gente asegu-
raba que el fin se hallaba próximo.
El rey inglés, Enrique VIII, había renunciado a la fe verdadera; la
gran ciudad de Roma acababa de recuperarse del ataque perpetrado
por las tropas protestantes y los católicos españoles. El Papa y los
cardenales habían tenido que refugiarse en el castillo de Sant Angelo,
lo cual había causado una profunda amargura entre la población.
Cada nueve o diez años se producían nuevos brotes de peste, la
cual se cobraba un elevado número de víctimas. El continente estaba
sacudido por las guerras.
Las noticias más inquietantes, sin embargo, se referían a las fecho-
rías de los protestantes en el extranjero. Se hablaba del loco Martín
Lutero, el cual había conseguido que todo el pueblo alemán se indis-
pusiera contra la Iglesia, y de otros herejes, como los anabaptistas y
los calvinistas, cuyas doctrinas atraían cada vez a más almas cristianas.
Se decía que el Papa se sentía impotente contra esas herejías. Se
convocaron varios concilios, pero no se solucionó nada. La Iglesia
emprendió una reforma en respuesta a los grandes herejes: Calvino y  
Lutero. Pero el mundo había sido dividido en dos por los protestan-
tes, quienes acabaron con toda una cultura al romper con la autoridad
del Papa.
No obstante, nuestro universo de Asís, Florencia y el resto de las
ciudades y poblaciones italianas seguía en pleno apogeo, próspero y
fiel a Jesucristo. Al leer las Sagradas Escrituras, me parecía imposible
creer que nuestro Señor no hubiera caminado por la Vía Apia. Italia
colmaba mi espíritu con su música, sus jardines y su campiña; no de-
seaba vivir en otro país. Roma era la única ciudad que me atraía más
que Florencia, acaso debido a su tamaño, al esplendor de San Pedro.
Pero Venecia era también una ciudad maravillosa. A mi entender, los
pobres de una ciudad eran semejantes a los de otra. El hambre era el
hambre. Ellos siempre me recibían con los brazos abiertos.
No me costó ningún esfuerzo convertirme en un auténtico pove-
rello: desprovisto de bienes, refugiándome donde podía por las no-
ches, dejando que el Espíritu Santo me iluminara cuando alguien me
formulaba una pregunta complicada o me pedía que pronunciara una
verdad.
Recuerdo que experimenté una profunda alegría el día que pro-
nuncié mi primer sermón, en una plaza de Florencia, con los brazos
extendidos, rehuyendo- como solíamos hacer los franciscanos-los  
temas teológicos y centrándome en la dedicación personal a Dios.
«Debemos tratar de imitar al Niño Jesús, ser inocentes, puros y bon-
dadosos como él ».
Tal era el deseo de Francisco, que fuéramos como los mendigos y
los vagabundos, los cuales se expresan con absoluta sinceridad y lim-
pieza de corazón. Pero nuestra orden estaba seriamente dividida en
materia de interpretación. ¿Qué era lo que pretendía realmente Fran-
cisco? ¿A qué clase de normas debíamos atenernos? ¿Quiénes eran los
auténticos pobres? ¿Quiénes eran los auténticamente puros?
Yo procuré evitar todo tipo de decisiones y conclusiones. A me-
nudo conversaba en voz alta con Francisco, quien constituía un mo-
delo que yo intentaba imitar en todo. Me dediqué con empeño a las
obras de caridad, y mis desvelos para con los enfermos dieron exce-
lentes resultados.
No se trataba de milagros. Los cojos no arrojaban de pronto sus
muletas y se ponían a gritar: «¡Puedo andar!» No, se trataba más bien
de una habilidad innata para cuidar a los enfermos, para conseguir que
los más graves se recuperaran, para arrancarlos de las garras de la muer-
te. Poco a poco me di cuenta de que poseía ciertas cualidades que con-
tribuían a que los enfermos sanaran. Por ejemplo, comprendí que si yo
mismo acercaba un vaso de agua a los labios de un enfermo, éste se re-
cuperaba antes que si dejaba que lo atendiera otra persona.
 
 
 
 
Durante esos años aprendí otra cosa: que buena parte de mis her-
manos de la orden no cumplían el voto de castidad. Es más, muchos
de ellos tenían queridas, frecuentaban los burdeles legales de Floren-
cia o mantenían relaciones ilícitas con algún compañero. Yo también
me sentía atraído por jóvenes de ambos sexos y, en ocasiones, tenía
sueños eróticos o me despertaba por las noches sintiendo un fuerte
deseo carnal. Cuando llegué a Italia había alcanzado la madurez se-
xual, y tenía vello en los genitales y en las axilas. Siempre fui, en ese
aspecto, como cualquier otro hombre normal.
Recordaba las palabras del fraile franciscano en Donnelaith: «Ja-
más debes tocar a una mujer.» Pensaba en ellas con frecuencia. Lógi-
camente, sabía que los hombres y las mujeres copulan para tener hi-
jos, y llegué a la conclusión de que el sacerdote me había hecho esa
severa advertencia con un único propósito: evitar que engendrara un
monstruo como yo.
Pero ¿qué clase de monstruo era yo? No estaba seguro. Mi naci-
miento y mis orígenes se habían convertido en una tortura, una ver-
güenza que no podía confiar a nadie.
Asimismo, por esa época -durante los primeros años, a medida
que se formaba mi personalidad- empecé a sospechar que ciertas
personas me vigilaban, unas personas que conocían mi verdadera
identidad y pretendían desenmascararme.
Con frecuencia veía a holandeses en las calles de Florencia, a quie-
nes reconocía por su atuendo. Estaba convencido de que me espiaban..
Un día llegó a Asís un inglés, el cual permaneció allí durante varias
semanas. Solía acudir todos los días a la iglesia para oírme predicar. Re-
cuerdo que era primavera. Yo les relataba a los fieles episodios de la
vida de san Francisco, mientras el desconocido no apartaba de mí su
fría mirada.
Cuando divisaba a uno de esos espías, me volvía y lo miraba fija..
mente. A veces echaba a andar hacia ellos, pero salían corriendo. Al
cabo de un tiempo, sin embargo, regresaban.
El problema de la castidad me atormentaba, especialmente el he-
cho de que si copulaba con una mujer podría nacer un monstruo.
Yo deseaba ante todo cumplir la voluntad de Dios. Tener una aman-
te no era nada destacable, mientras que el hecho de no gozar de los pla-
ceres de la carne, de vivir sin averiguar la respuesta de ese misterio, su-
ponía un gran sacrificio.
Decidí seguir las huellas del santo.
No alimenté el fuego de la pasión y, en consecuencia, no me dejé
abrasar por ella.
Todos sabían que había elegido el camino de la pureza, que ni si-
quiera miraba a las mujeres. Un gran número de enfermos a los que
atendía sanaron, aunque ignoro si ello se debía a un milagro o a mis
dotes.
Aparte del cuidado de los pobres y los enfermos, tenía otra pa-
sión. Era la idea, muy en boga en aquellos días, de que los cantos po-
dían atraer a los fieles hacia Jesús tan fácilmente como los sermones
evangélicos. Comencé a componer mis propios cánticos, unos versos
sencillos que interpretaba con mucho ritmo en el transcurso de re-
uniones informales. Prefería cantar antes que pronunciar un sermón.
Estaba cansado de oírme propugnar las verdades más simples, pero
nunca me cansaba de cantar .
La gente sabía que cuando yo aparecía cantaría al menos una bre-
ve canción, un poema recitado al son de un pequeño laúd. En ocasio-
nes me pasaba varios días sin hablar; me limitaba a cantar, aunque pro-
curaba hacerlo discretamente y no enojar a nadie.
Diez años después de mi llegada a Italia pronuncié los votos defi-
nitivos. Pude haberlo hecho con anterioridad, pero preferí estudiar a
fondo antes de recibir las órdenes sagradas. Pasaba mucho tiempo
viajando, recorriendo los caminos y hablando con personas a quienes
llevaba la palabra de Dios. El tiempo carecía de importancia para mí.
No tenía ninguna prisa por cumplir mi destino.
El hecho de recibir las órdenes sagradas reforzó mi firmeza y vo-
luntad de atender a los necesitados. No temía cuidar a moribundos y
enfermos a quienes otros ni siquiera se atrevían a acercarse.
Pero no todo era perfecto. De vez en cuando me despertaba sobre-
saltado, recordando las circunstancias de mi nacimiento, y trataba de
convencerme de que era imposible. Pero me veía obligado a afrontar la
realidad, pues no tenía otra madre, ni padre, ni hermanos. Lo cierto es
que yo no era como imaginaban los demás. Recordaba a la reina, el río
y el valle de Escocia como si fueran elementos de una pesadilla.
En ocasiones, después de esos tumultuosos instantes, veía a unas
personas siguiéndome, vigilando cada uno de mis gestos, espiándome.
Por más que intentaba convencerme de que mis sospechas eran infun-
dadas, no lo conseguía.
Otras veces traicionaba mi naturaleza de forma espontánea. El
sabor de la leche me encantaba, y el diablo me tentaba haciéndome
imaginar unos pechos de mujer. Incluso durante la cuaresma sentía la
necesidad de beber leche; no podía soportar el ayuno y caía con fre-
cuencia en el pecado de la gula. A veces comía queso o algún otro ali-
mento blando, pero lo que más me gustaba era la leche.
En cierta ocasión me metí en un campo lleno de animales que
pastaban. El sol comenzaba a despuntar y no había un alma por los
alrededores. Al menos, eso creí yo. Me arrodillé junto a una vaca, la
ordeñé y bebí ávidamente su leche.
 
 
 
 
Cuando hube saciado mi sed, me tumbé en la hierba y contemplé
el firmamento. Sentía remordimientos por aquel acto bestial. De
pronto apareció un viejo campesino. Iba vestido con ropas humildes,
aunque limpias y remendadas, y tenía el rostro tostado por el sol.
Al verme, masculló unas palabras con voz temblorosa y echó a
correr. Yo salí corriendo tras él, con las faldas del hábito arremanga-
das para no tropezar .
-¿Qué has dicho? -le pregunté cuando conseguí alcanzarlo.
El hombre me miró con recelo, murmuró una maldición y salió
huyendo.
Permanecí inmóvil, profundamente avergonzado. Ese hombre sa-
bía que yo no era un ser humano. A partir de aquel día empezó a ator-
mentarme la idea de que estaba ocultando mi identidad, engañando a
las personas que me rodeaban..
Al cabo de un tiempo me tropecé de nuevo con el viejo campesino
en la ciudad. Estaba con otros individuos. Habría jurado que al verme
se puso a murmurar con sus compañeros, pero pensé que quizá fueran
imaginaciones mías y no hice caso. Una mañana, al salir de mi celda
del claustro, vi una jarra llena de leche junto a la puerta. Durante unos
momentos me quedé helado, sin saber qué hacer. Sólo sabía que esa
jarra de leche representaba una ofrenda. De pronto vi el valle, a los
duendes ya un gigante entre ellos. Se dirigían cantando hacia el círcu.,
lo de piedras, para hacer las ofrendas de leche. Me sentí mareado. Por
primera vez en muchos años vi el círculo de piedras con toda claridad,
así como los círculos formados por personas, cada uno de ellos más
grande que el anterior, extendiéndose por todo el valle hasta que per-
dí la cuenta.
Cogí la jarra de leche y bebí ávidamente, como de costumbre.
Cuando alcé la vista vi unas siluetas en las sombras del claustro, al
otro lado del jardín del monasterio, las cuales se alejaron precipitada-
mente.
Tengo la impresión de que unos monjes presenciaron la escena.
Me quedé desconcertado. No me atrevía a comentar con nadie mi
extraña experiencia e intenté apartarla de mi mente. Le dije asan
Francisco que yo era su instrumento, que sólo me importaba servir a
Dios.
Estoy seguro de que aquella noche vi aun holandés que me se-
guía. Por la mañana regresé a Asís para hablar con Francisco, renovar
mis votos y purificar mi alma.
Durante los días sucesivos acudieron numerosas personas para
pedirme que las curara. Yo imponía mis manos sobre ellas, a veces con
asombrosos resultados. Estoy convencido de que los campesinos
murmuraban sobre mí. Las ofrendas de leche empezaron a aparecer
en los lugares más insospechados. A veces, al subir por una calle halla-
ba una jarra de leche en la esquina.
Por aquella época empecé también a temer que no hubiera sido
bautizado. A menos que la aterrada comadrona y las damas de com-
pañía que atendieron a mi madre lo hubiesen hecho. Pero no lo creía.
Mientras pensaba en ello, tratando de recordar todos los pormenores
del lugar donde había nacido y del lugar donde me había exiliado, en
el norte del país, comprendí que si no estaba bautizado no podía ha-
ber recibido las órdenes sagradas, lo que significaba que no estaba ca-
pacitado para consagrar el pan y el vino y transformarlos en el cuerpo
y la sangre de Jesús.
Pensé horrorizado que nada de cuanto había hecho hasta la fecha
daría fruto. Ello me llevó aun grave estado de melancolía y me sumí
en el más profundo mutismo.
Un día comprendí con meridiana claridad que mi nacimiento en
Inglaterra y exilio en Donnelaith eran meras imaginaciones mías. Era
imposible que aquello hubiese ocurrido. Jamás había oído hablar de
una catedral en Donnelaith, ni de que allí vivieran unos monjes de
nuestra orden. Claro está que Enrique VIII había perseguido durante
muchos años a los católicos. Hacía muy poco que la bondadosa reina
María había restaurado la Iglesia verdadera.
Si mis imaginaciones eran ciertas, tan sólo tenía veinte años. A
menos que mi infancia fuera una experiencia que hubiese quedado
sepultada en la memoria, algo imposible de recordar. Pero no lo creía
probable. Cuanto más pensaba en ello, más sospechoso me parecía
todo lo referente a mis orígenes y más angustiado me sentía.
Al final decidí que debía conocer a una mujer en el sentido bíbli-
co. Debía averiguar si era un auténtico hombre. Hacía muchos años
que ansiaba tener relaciones con una mujer, y ahora tenía una excusa
perfecta para hacerlo.
Supuse que en los brazos de una mujer averiguaría si era lo sufi-
cientemente animal para poseer un alma inmortal. Aunque pareciera
una contradicción, no dejaba de ser cierto. Deseaba ser humano, y
para averiguarlo debía cometer un pecado mortal.
Fui a Florencia, a uno de los numerosos burdeles que conocía, al
cual había llevado en varias ocasiones los sacramentos a prostitutas
que agonizaban, y donde había impartido la extremaunción aun po-
bre comerciante que había tenido la desgracia de morir en brazos de
una mujer. Puesto que había visitado numerosas veces el burdel ves-
tido de sacerdote, supuse que nadie se escandalizaría por ello.
Al entrar en el burdel, las mujeres me saludaron amablemente.
-Buenos días, padre Ashlar -dijeron sonriendo con ternura,
como si yo fuera un idiota o un niño.
 
 
 
 
Por primera vez sentí repugnancia de hallarme en aquel lugar, en
presencia de las rameras. Salí apresuradamente, me encaminé hacia el
Arno y atravesé uno de sus puentes, el cual estaba atestado de tiendas
y de gente que paseaba por él. Al alzar la vista vi a un individuo, un
holandés, que no dejaba de observarme. Me dirigí resueltamente hacia
él, pero el desconocido salió huyendo y desapareció entre el gentío.
De pronto me sentí muy fatigado e, impulsivamente, extendí los
brazos y empecé a cantar. Estaba perplejo y asustado; trataba de con-
ciliar mis recuerdos con mi devoción al Señor .
A esas horas las calles de Florencia estaban llenas de tipos extra-
vagantes, de modo que el hecho de que un franciscano medio loco se
pusiera a cantar en medio de un puente no constituía un espectáculo
fuera de lo común.
Poco a poco, sin embargo, la gente empezó a reparar en mí y se
formó un pequeño grupo a mi alrededor. Yo seguí cantando, mecién-
dome de un lado a otro, totalmente enfrascado en la canción. De
pronto, al alzar la vista vi a una hermosa mujer que me estaba obser-
vando, una mujer de ojos verdes, como los del padre franciscano que
había visto en Donnelaith, y con una larga melena rubia. Iba vestida
de negro, envuelta en una capa de terciopelo y adornada con suntuo-
sas alhajas.
Súbitamente sucedió algo extraordinario. La mujer se bajó el velo
que le cubría la cabeza y se alejó. En aquel momento me di cuenta
de que el rostro que me había estado observando se hallaba situado en
la parte posterior de la cabeza, como si ésta estuviera al revés. ¡Era in-
creíble!
Sentí una pasión abrasadora, unos deseos incontenibles de seguir a
aquella mujer que era un monstruo como yo.
Cesé de cantar y rechacé bruscamente las limosnas que me ofre-
cían las personas que me rodeaban. «Entregad las en la iglesia -di-
je-. Dádselas a quienes las merecen.» A continuación eché acorrer
tras la desconocida, quien me aguardaba en un callejón. Al aproxi-
marme alzó el velo, mostrándome de nuevo su rostro, y empezó a ca-
minar apresuradamente.
Al cabo de unos instantes se detuvo y llamó a una puerta, la cual
no tardó en abrirse. Yola seguí, temiendo que la misteriosa mujer
desapareciera y que no pudiese verla nunca más. De pronto se volvió,
me agarró de la muñeca y me obligó a entrar .
Me encontré en un pequeño jardín, semejante a los numerosos
patios que hay en Florencia, rodeado de viejos y desconchados muros
color ocre y lleno de alegres flores. Había otras tres mujeres senta-
das en un banco, bajo un árbol, las cuales lucían trajes de voluminosas
faldas, ricamente bordados, con un profundo escote que realzaba su  
pecho. Al volverse, comprobé que la mujer a la que había seguido te-
nía el rostro en su sitio y era tan normal como las otras. Sin duda había
sido un efecto óptico causado por el hecho de bajarse apresurada-
mente el velo.
Más tarde, la mujer me confesó que había sido un pequeño truco
para desconcertarme.
Yo me sentí aturdido. De pronto, las mujeres se abalanzaron hacia
mí, diciendo:
-Quítate la ropa y quédate con nosotras en este jardín.
La rubia, que se llamaba Lucrecia, reconoció que me había obli-
gado a seguirla utilizando sus artes mágicas, pero que no debía temer
nada, pues no eran brujas, sino que sus hombres habían ido de caza y
ellas deseaban divertirse un rato.
¿Que sus hombres habían ido de caza? Aunque sonaba un tanto
extraño, supuse que era cierto. Esas mujeres eran rameras que dispo-
nían de un día libre y habían decidido divertirse conmigo.
-Estamos orgullosas de iniciarte en el amor -dijo la mayor de
las mujeres, que era tan bella como sus compañeras.
Me condujeron a una alcoba situada al otro lado del patio, donde
me despojaron del hábito y las sandalias. Después de quitarse la ropa,
entre risas y exclamaciones de júbilo, se pusieron a bailar a mi alrede-
dor, desnudas como sílfides, entonando una alegre canción. Para ellas
se trataba de un juego, de una broma. Deseaban escandalizar al jo-
ven franciscano que, aunque lucía una poblada barba, seguía siendo
virgen.
Pero no me escandalicé; sabía que todo el mundo hacía esas cosas.
Me parecía estar en el Jardín de las Delicias, retozando desnudo, can-
tando y bailando rodeado de flores y frutas.
De pronto el temor hizo presa en mí y me sentí mareado, como si
estuviera a punto de desvanecerme.
Me comporté ante esas mujeres como un sátiro, mientras ellas se
reían de mi inexperiencia. Al fin se tumbaron en el lecho, junto a mí, y
me cubrieron de besos y caricias. Yo empecé a succionar el pezón de
una de ellas con tal avidez, que la mujer profirió un grito de dolor. Las
otras me besaron los hombros, la espalda, el pecho y el miembro viril.
Imaginé que me hallaba de nuevo en Inglaterra, mamando en bra-
zos de mi madre, embriagado de placer. Hice el amor con todas las
mujeres, una tras otra, mientras gritaba y exclamaba de gozo. Luego
volví a copular con ellas.
Al cabo de un rato observé que había oscurecido. Las estrellas
brillaban en el cielo y los sonidos de la ciudad comenzaban a disi-
parse.
Me quedé profundamente dormido.
 
 
 
 
Soñé que estaba junto a mi madre, la cual se había convertido en
una criatura alta y delgada como yo, demasiado alta para ser una mujer
real. Ya no me odiaba ni gritaba de terror, sino que me acariciaba dul-
cemente con unos dedos desmesuradamente largos, como los míos.
¿Acaso no veía todo el mundo que yo era un monstruo como esa mu-
jer? ¿Cómo era posible que se dejaran engañar?
Luego soñé que me hallaba envuelto en una espesa niebla, mien-
tras la gente pasaba apresuradamente junto a mí gimiendo y llorando.
Se. había producido una carnicería. «¡Taltos!», gritó alguien. Al alzar
la vista comprobé que se trataba del viejo campesino que había visto
en un campo cercano a Florencia. «Taltos», repitió, depositando ante
mí una jarra de leche.
Me desperté, sediento, me incorporé de inmediato y miré ami al-
rededor.

Las mujeres permanecían tendidas, inmóviles pero con los ojos
abiertos. Eso me causó una sensación tan horripilante como ver el
rostro de la desconocida situado en la parte posterior de su cabeza.
Traté de despertar a la rubia, la cual tenía la vista clavada en mí, pero
fue inútil. En cuanto la toqué me di cuenta de que yacía muerta en
medio de un charco de sangre. Todas estaban muertas. Una de ellas se
encontraba acostada junto a mí y las otras tres en el suelo. El lecho
estaba empapado en sangre y apestaba a muerte.
En un acto de incontrolable cobardía, salí precipitadamente al pa-
tio y me desplomé junto a la fuente, temblando. Al cabo de unos minu-
tos me levanté, regresé a la alcoba y comprendí que lo que había visto
no era fruto de mi imaginación. Todas las mujeres estaban muertas.
Impuse mis manos sobre ellas repetidamente, tratando de reanimarlas,
pero no podía curarlas de la muerte.
Acto seguido me vestí, me calcé las sandalias y salí corriendo.
¿Qué había causado la muerte de esas mujeres? De repente recor-
dé las palabras del franciscano: «No debes tocar jamás a una mujer.»
Aunque había anochecido y las calles de la ciudad estaban muy
oscuras, conseguí regresar al monasterio y me encerré en mi celda. A
la mañana siguiente, la noticia de la muerte de las cuatro mujeres se
había extendido por toda Florencia. Había estallado una nueva plaga.
Hice lo que solía hacer cuando me hallaba en un apuro. Regresé
andando a Asís. Se acercaba el invierno y, aunque en aquella región
solía ser templado, el viento y el frío no me facilitaron el camino de
regreso. Pero no me importó. Me di cuenta de que me seguía un
hombre montado a caballo, pero estaba tan ansioso por llegar a Asís
que apenas me fijé en él.
Tan pronto como llegué al monasterio me puse a rezar. Rogué a
san Francisco que me guiara y me ayudara; rogué a la Virgen que  
perdonara los pecados que había cometido con aquellas mujeres. per-
manecí tendido en el suelo de la iglesia, con los brazos extendidos,
como suelen hacer los sacerdotes cuando reciben las órdenes sagradas.
Lloré amargamente, invocando el perdón de Dios. Me negaba a creer
que mi pecado hubiera causado la muerte de esas mujeres.
Vi el dulce rostro del Niño Jesús e imaginé que yo era también un
niño inocente e indefenso.
-Socórreme, Jesús, socórreme, Virgen María. ¿Qué puedo hacer
para limpiar mi alma de pecado?
Al día siguiente fui a confesarme con uno de los sacerdotes más
ancianos que residían en el monasterio.
Era italiano, pero acababa de regresar de Inglaterra, donde mu-
chos protestantes eran ejecutados. Los franciscanos habíamos empe-  
zado a reconstruir nuestros monasterios en aquel país y enviado a
unos monjes para oficiar misa e impartir los sacramentos a los católi-
cos que habían mantenido su fe durante la persecución religiosa.
Deseaba confesarlo todo: mi nacimiento, mis recuerdos, las ex-
trañas cosas que me había dicho el monje en Donnelaith. Sin embar-
go, cuando me arrodillé ante el anciano sacerdote, no me atreví a re-
latarle aquellas experiencias, pues parecían fruto de la imaginación de
un loco. Pensé que yo no era sino un hombre de carne y hueso que,
debido a extrañas circunstancias, había olvidado su infancia y sus
orígenes.
Unicamente le confesé que me había acostado con las cuatro mu-
jeres y que mi pecado había sido el causante de su muerte, aunque ig-
noraba el motivo.
Mi confesor se echó a reír suavemente y me tranquilizó. Yo no
había matado a esas mujeres, me dijo, sino que Dios había evitado que
contrajera la peste y muriera como ellas. Sin duda aquello indicaba
que me reservaba un destino muy especial. Me aconsejó que no pen-
sara más en el asunto. Muchos sacerdotes habían caído en la tentación
de acostarse con una ramera. Lo importante era arrepentirse del pe-
cado y seguir sirviendo a Dios.
-No seas orgulloso, Ashlar -dijo el sacerdote-. Has sucumbi-
do al pecado, como todos los mortales. Ahora sabes que no merece la
pena condenarse por gozar de los placeres carnales. Agradece al Señor
que haya evitado que contraigas la peste y mueras.
Me dijo que llegaría un día en que yo debería ir a Inglaterra, que
Inglaterra nos necesitaría.
-La reina María se muere -dijo-. Si la corona pasa a manos de
Isabel, la hija de la bruja, los católicos padecerán de nuevo terribles
persecuciones.
Salí del confesionario, recé la penitencia que el sacerdote me había
impuesto y me dirigí a los campos, sobre los que soplaba un gélido
viento invernal.
Me sentía muy abatido. No creía que el Señor me hubiera absuel-
to de mis pecados. Yo había matado a esas mujeres; lo sabía. Las tomé
por brujas, pero no lo eran. El rostro en la parte posterior de la cabeza
había sido un truco, un mero efecto óptico. Las había matado porque
creí que eran brujas.
Sin embargo, presentía que había algo más. ¿Cuál era la verdad?
Sólo existía un medio de averiguarlo. Debía ir a Inglaterra en calidad de
misionero, luchar contra las herejías protestantes, ir al valle de Donne-
laith. Si hallaba el castillo, si hallaba la catedral, si contemplaba la vi-
driera de san Ashlar, sabría que no eran imaginaciones mías. Debía
hallar al clan de Donnelaith, descifrar el significado de las palabras que
había pronunciado el sacerdote, averiguar si yo era realmente Ashlar,
el santo.
Anduve a través de los campos, temblando y pensando que tam-
bién en mi hermosa y amada Italia hacía frío en invierno, como si re-
cordara el frío que había padecido, en otra época, en Inglaterra, mi
país natal. Estos momentos eran decisivos para mí. No quería aban-
donar Italia. Recordé de nuevo las palabras del sacerdote de Donne-
laith: «Tú mismo puedes elegir el camino que desees seguir.»
¿Por qué no podía permanecer aquí para seguir sirviendo a Dios y
a san Francisco? ¿Por qué no podía olvidar el pasado? En cuanto a las
mujeres, jamás volvería a tocar a ninguna. No deseaba provocar más
muertes. y en lo referente asan Ashlar, ¿quién era ese santo que ni si-
quiera figuraba en el calendario eclesiástico? Sí, deseaba permanecer
aquí, en la soleada Italia, en este lugar que se había convertido en mi
hogar.
Me di cuenta de que me seguía un hombre. Lo había visto tan
pronto como salí de la ciudad. Iba vestido de negro de los pies ala
cabeza y montado en un corcel negro.
-¿Puedo ofreceros mi caballo, padre? -me preguntó al acercarse.
Tenía el acento de los comerciantes holandeses. Lo había oído con
frecuencia en Florencia, en Roma y en otros lugares. Al alzar la vista
comprobé que tenía el cabello rubio rojizo y los ojos azules. Presen-
taba un aspecto germánico, o más bien holandés. En cualquier caso,
procedía de un país de herejes.
-No -respondí bruscamente-. Soy franciscano, no debo mon-
tar a caballo. ¿Por qué me sigues? Te he visto en Florencia. Te he visto
en varios lugares.
-Es preciso que hablemos -le contestó el extraño-. Acompáña-
me. Los demás no conocen tu verdadera identidad, pero yo sé quién
eres.
 
 
 
 
Sus palabras me llenaron de terror. Fue como si de pronto cayera
sobre mí la espada de Damocles, la cual había permanecido suspendida
sobre mi cabeza a lo largo de toda mi vida. Me quedé anonadado, como
si me hubieran asestado un golpe mortal. Avancé unos pasos, tropecé y
caí sobre la hierba, donde permanecí tendido, protegiéndome los ojos
del resplandor del sol.
El desconocido desmontó y se detuvo frente a mí, ocultando los
rayos del sol. Era alto y corpulento, como la mayoría de las gentes del
norte de Europa, tenía unas pobladas cejas y blancas mejillas.
-Sé quién eres, Ashlar -me dijo en italiano, aunque con marca-
do acento holandés. Luego prosiguió en latín-: Sé que naciste en los
Highlands. Sé que perteneces al clan de Donnelaith. Oí hablar de ti
poco después de tu nacimiento. Los rumores sobre dicho aconteci-
miento no tardaron en extenderse a otros países.
»He tardado muchos años en dar con tu paradero. Te he estado
observando. Te he reconocido por tu estatura, tus largos dedos, tus
dotes de cantor y tu afición a la leche. Te he visto beber con avidez la
leche que te ofrecen los campesinos. Pero ¿ sabes lo que éstos harían
contigo si pudieran? Tú y los de tu especie necesitáis alimentaros de
leche y queso, en los sombríos bosques del mundo. Los campesinos lo
saben y, por la noche, dejan esas ofrendas sobre la mesa o junto a la
puerta de tu celda.
-¿Acaso pretendes decir que soy el diablo? ¿ Un espíritu de los
bosques ? ¿ Un demonio ? Te equivocas.
Me dolía la cabeza. No podía creer que lo que me sucedía en aque-
llos momentos fuera cierto, sino más bien una pesadilla. Contemplé la
hierba que me rodeaba, el frío cielo, como para cerciorarme de no estar
soñando. Quizás esa escena, las terribles palabras que acababa de pro-
nunciar el extraño, no fueran sino recuerdos que habían permanecido
sepultados en mi memoria.
-Hace unos días, en Florencia, mataste a cuatro mujeres. Fue la
prueba definitiva que confirmó tu identidad.
-¡Dios mío! ¡Entonces lo sabes! Es cierto -contesté, rompiendo
a llorar-. Pero ¿cómo las maté? ¿Por qué murieron? Sólo hice lo que
hacen otros hombres.
-Causarás la muerte de todas las mujeres con quienes mantengas
una relación -dijo el holandés-. ¿ Acaso no te lo advirtieron antes de
que abandonaras el valle ? Fue una imprudencia enviarte a Italia. Hace
muchos años que te buscamos, confiando en dar con tu paradero.
Ellos debieron ponerse en contacto con nosotros. Saben quiénes so-
mos, saben que estábamos dispuestos a pagar oro con tal de dar con-
tigo, pero son testarudos.
Yo lo miré horrorizado.
 
 
 
 
-Te refieres a mí como si fuera un esclavo. ¡Soy hijo de mi padre!
El holandés me imploró que tratara de comprenderlo.
-Nuestros emisarios se lo repitieron una y otra vez, pero sus su-
persticiones les cegaban...
-¿Emisarios? ¿De dónde? ¿De quién? ¿Del diablo? -pregunté,
mirando fijamente al desconocido montado en el caballo negro-.
¿ Quién está ciego ? Señor, concédeme la gracia de comprender sus pa -
labras, de combatir las astutas mentiras del diablo. ¡Explícate! ¡Dime
quién mató a esas mujeres o te juro que te romperé todos los huesos del
cuerpo!
Me puse en pie, furioso, dispuesto a abalanzarme sobre él si no me
daba una respuesta. Estaba ciego de rabia. El extraño retrocedió ate-
morizado, pues yo era mucho más alto que él.
-Escucha, Ashlar, no te estoy mintiendo. Te estoy diciendo la
verdad. Ninguna mujer normal y corriente puede tener un hijo tuyo;
sólo una bruja, un monstruo fruto de la unión entre un demonio y una
bruja, o una auténtica hembra de fu especie.
Sus palabras me chocaron. ¡Una auténtica hembra de mi especie!
¿Qué imágenes evocaba esa frase en mi mente? ¿Una mujer alta y her-
mosa, de tez pálida, con unos dedos largos y delicados, como los míos,
y dotada de extraordinaria agilidad? ¿No había visto a una hembra
semejante cuando copulé con las rameras? ¿O lo había soñado? De
pronto me sentí conmovido, como si hubiera percibido las notas de una
melodiosa música o aspirado el olor del incienso. Recordé a mi madre,
quien al extender la mano me había revelado la marca de la bruja.
-No te das cuenta del peligro que corres si los campesinos de es-
tas tierras descubren tu identidad -dijo el extraño-. ¿Por qué crees
que los escoceses se apresuraron a enviarte aquí?
-No trates de atemorizarme. Vivo una vida de paz y amor, con-
sagrada a Dios ya los necesitados. Me enviaron aquí para que fuera
sacerdote.
Tras decir eso, sentí que me invadía una profunda calma. Estaba
convencido de mis palabras. Alcé la vista al cielo y su belleza se me
antojó una prueba más que suficiente de la gracia de Dios.
-Te enviaron aquí para que los campesinos no te destruyeran
como solían hacer con los de tu especie. Si te vieran, si sospecharan
que eres capaz de engendrar un monstruo como tú, retornarían a sus
bárbaras y paganas costumbres-
-¿Mi especie? ¿A qué te refieres? -pregunté indignado, crispan-
do los puños.
Me sentía impotente. No podía lastimarlo. En mis veinte años de
vida, jamás había golpeado a nadie. La violencia era algo totalmente
ajeno a mí. Desesperado, eché acorrer.
 
 
 
 
-¡No huyas! -gritó el holandés, echando a correr detrás de
mí-. Podemos partir de inmediato. Llevo suficientes provisiones para
los dos. No posees bienes ni objetos personales. Lo único que necesi-
tas es tu breviario. Acompáñame a Amsterdam. Una vez que estés a
salvo, te contaré la verdad.
-¡No! -contesté, volviéndome bruscamente-. No iré a Ams-
terdam contigo. Es un infierno lleno de herejes. ¿Qué pretendes insi-
nuar? ¿Que no soy un hombre de carne y hueso?
El holandés me observó atemorizado, pero esta vez no retrocedió.
-Tu cuerpo puede engañar a la gente -respondió-, pero nadie
conoce los recovecos de tu alma. Según las antiguas leyendas, los de tu
especie no tenéis alma, por lo que no podéis salvaros. Estáis condena-
dos a permanecer sumidos eternamente en las tinieblas, entre el cielo y
la tierra, pues el paraíso os está vedado. Así pues, vuestra única esperan-
za es regresar a la tierra bajo la forma de un ser humano.
Lo miré atónito, no sólo porque me parecía inconcebible que me
tomara por un demonio o un monstruo, sino porque no podía creer
que existieran esos seres. ¡Sumidos eternamente en las tinieblas! ¡In-
capaces de alcanzar el paraíso!
Observé fijamente a ese desconocido capaz de pronunciar tan te-
rribles palabras, las cuales habían evocado en mi mente unas imágenes
siniestras. Estaba convencido de que era el diablo, de que lo único que
pretendía era apoderarse de mi alma.
-¿Cómo te atreves a afirmar que carezco de alma, que no conse-
guiré salvarme?
Enfurecido, le asesté un golpe que lo derribó. Mi fuerza me asom-
bró. Lo observé tendido en el suelo, alarmado por haber caído en el
pecado de la ira.
Al cabo de unos segundos, di media vuelta y eché acorrer hacia el
monasterio.
El desconocido me siguió, aunque guardando las distancias. Al
verme entrar en el monasterio hizo un gesto de fastidio, pero no in-
tentó detenerme. Supuse que no se atrevía a penetrar en un recinto
sagrado, a contemplar la cruz.
Aquella noche comprendí lo que debía hacer. Bajé a la capilla de
San Francisco y me postré ante su tumba.
-¿Cómo es posible que no posea un alma? -le pregunté al san-
to-. Te suplico que me guíes, Padre. Ayuda a tu hijo, Madre de Dios.
Me siento solo e indefenso.
Al cabo de un rato me sumí en un profundo sueño. Vi a unos án-
geles que rodeaban a la Virgen, la cual sonreía con ternura al niño que
sostenía en sus brazos, que era yo mismo. Francisco me dijo que mi
destino no era identificarme con Cristo crucificado, sino con el Niño
Jesús. Luego me dijo que debía regresar a Escocia, donde había co-
menzado todo.
Me disgustaba abandonar Asís en esos momentos, poco antes de
Navidad, pues no podría asistir a la procesión ni ayudar a construir el
belén, con los pastores y la Sagrada Familia. Sin embargo, comprendí
que en cuanto obtuviera el permiso partiría.
Viajaría al norte y visitaría Donnelaith, para tratar de descifrar el
misterio que me angustiaba.
Fui a hablar con nuestro padre superior, un anciano sabio y bon-
dadoso que había servido toda su vida en el lugar natal de Francisco.
Tras exponerle el problema, me contestó:
-Debes saber, Ashlar, que si regresas a Inglaterra morirás como
un mártir. Acaba de llegar a Italia la noticia de que Isabel, la hija de
Ana Bolena, la bruja, ha sido coronada reina de Inglaterra. Ha co-
menzado de nuevo la persecución y ejecución de los católicos.
Ana Bolena, la bruja. Tardé unos minutos en recordar que el sa-
cerdote había mencionado a la amante de Enrique, al cual había he-
chizado y obligado a enemistarse con la Iglesia. Sí, Isabel era su hija.
La bondadosa reina María, que había tratado de restituir la fe, había
muerto.
-No dejaré que eso me detenga, padre -dije-. Debo regresar.
A continuación le relaté toda la historia.
Mientras hablaba, no cesaba de pasearme arriba y abajo por la
habitación. Le conté cuanto me había sido revelado y mi encuentro
con el extraño holandés. Le hablé del hacendado, de mi padre, de la
vidriera de san Ashlar y el monje que había visto en el valle, el cual me
había dicho: «Tú eres Ashlar. Has regresado a la tierra. Puedes ser un
santo».
Al contarle que había matado a las cuatro rameras, pensé que el
padre superior se echaría a reír como había hecho mi confesor. Pero
no fue así.
Me miró estupefacto, en silencio, y luego llamó a su ayudante. Cuan-
do apareció el joven monje, le dijo:
-Haz pasar al escocés.
-¿El escocés? -pregunté yo-. ¿A quién os referís?
-Es un hombre que ha venido a buscarte desde Escocia. Nos ne-
gamos a permitir que regresaras con él, pues no le creímos. Pero tú
mismo has confirmado su historia. Es tu hermano. Lo envía tu padre.
Ahora sabemos que lo que ha dicho es cierto.
Miré asombrado al anciano sacerdote. De pronto me di cuenta de
que en el fondo deseaba que éste desmintiera mis palabras, que me
dijera que eran imaginaciones mías y que debía tratar de borrar esos
pensamientos de mi mente.
 
 
 
 
-Conduce al joven conde ante mí -ordenó el padre superior a
su ayudante.
Me sentía acorralado. Miré hacia la ventana, como si fuera el único
medio de escape.
Temía que el hombre al que el padre superior había mandado lla-
mar fuera el holandés que me había estado siguiendo. «Es imposible
que me suceda esto -pensé-, estoy en gracia de Dios. El Señor no
dejará que el diablo me lleve al infierno.» Cerré los ojos y traté de
sentir mi alma. ¿Quién era el canalla que se atrevía a afirmar que yo no
poseía alma?
Entró en la habitación un hombre alto y pelirrojo, cuya rústica
vestimenta denotaba que era escocés. Llevaba el típico traje a cuadros,
una vieja capa de piel y unos gastados zapatos de cuero. Parecía un
salvaje de los bosques comparado con los civilizados caballeros ita-
lianos, quienes lucían medias de seda y ricos ropajes. El desconocido
era, como he dicho, pelirrojo, con unos mechones castaños, y tenía los
ojos oscuros. Cuando le miré comprendí que le había visto anterior-
mente, pero no me acordaba dónde.
De pronto recordé a unos hombres que había visto en casa del ha-
cendado, en Navidad, agazapados junto a la chimenea. El hacendado
les ordenó: «¡Quemadlo!», y éstos avanzaron hacia mí, dispuestos a
obedecer al jefe del clan de Donnelaith. El desconocido pertenecía al
clan, aunque era demasiado joven para haber estado presente en aque-
llos momentos.
-Hemos venido a buscarte, Ashlar -murmuró el desconocido-.
Te necesitamos. Nuestro padre es ahora el jefe del clan y desea que re-
greses a casa.
Acto seguido se arrodilló ante mí y me besó la mano.
-No hagas eso -dije suavemente-. No soy más que un instru-
mento del Señor. Abrázame, de hombre a hombre, y dime lo que
pretendes de mí.
-Soy tu hermano -contestó él abrazándome tal como le había
pedido-. Gracias a Dios, nuestra catedral sigue en pie, nuestro valle
todavía existe. Pero tememos que nuestros enemigos lo destruyan.
Los herejes nos han advertido que nos atacarán antes de Navidad;
pretenden destruir nuestros ritos. Nos tachan de paganos, brujos y
embusteros, pero los embusteros son ellos. Debes ayudarnos a de-
fender la fe verdadera. El suelo de Inglaterra y Escocia está bañado en
sangre.
Durante unos minutos le miré fijamente. Luego observé la in-
quieta expresión de nuestro padre superior ya su ayudante, quien me
miraba con curiosidad, como si estuviera convencido de que yo era un
santo. Yo sabía, por supuesto, que los herejes solían tacharnos de
brujos y embusteros, unos términos más apropiados para ellos mi,'
mos que para nosotros.
Pensé en el holandés que aguardaba fuera, vigilándome. Quizás
esta escena había sido maquinada por él. Pero no. El desconocido era
evidentemente hijo de mi padre, con quien guardaba un gran pareci-
do. Todo lo demás era cierto. .I
 
-Acompáñame -dijo mi hermano-. Nuestro padre nos espera.
Has respondido a nuestras oraciones. Eres el santo que Dios nos envía
para guiamos. Debemos partir sin demora.
En aquel momento mi mente me jugó una mala pasada. Me advir-
tió que una parte de lo que decía mi hermano era cierta y la otra no.
Pero, si uno acepta el horror, debe aceptar también la fantasía. La vera-
cidad de una parte del relato dependía de la otra. Sí, mi nacimiento se
había desarrollado tal como yo recordaba. Sabía que mi madre era una
bruja. E incluso sospechaba quién era esa bruja. Así pues, yo era el
santo, y había llegado mi hora.
En suma, sabía que las palabras de mi hermano encerraban una
parte de verdad y otra de fantasía, una mezcla de datos fidedignos y de
leyenda. Desesperado, horrorizado por lo que no podía negar, decidí
aceptar cuanto me había dicho, la verdad y la fantasía. Ya nada podía
impedirme regresar a casa.
-Iré contigo, hermano -dije, sin pensármelo dos veces, seduci-
do por la misión que me aguardaba.
Permanecí en vela toda la noche, rogando a Dios que me conce-
diera el valor necesario para afrontar el martirio, para estar dispuesto a
sacrificar la vida con tal de defender la fe verdadera.
Jamás dudé que mi muerte tendría un significado. Al amanecer
estaba convencido de que mi destino era convertirme en mártir. Pero,
antes de morir en la hoguera, libraría una dura batalla.
Cuando despuntó el día, fui a ver a nuestro padre superior y le pedí
dos cosas. En primer lugar, que me llevara a la iglesia y me bautizara,
imponiéndome el nombre de Ashlar en el nombre del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo, como si no hubiera sido bautizado. Luego le pedí
que pusiera sus manos sobre mí y me concediera las órdenes sagradas,
como si jamás las hubiera recibido. En definitiva, le pedí que me
otorgara el poder que otro sacerdote le había otorgado a él, un sacer-
dote que, a su vez, lo había recibido de manos de otro, y así sucesiva-
mente hasta remontamos a Jesús, quien había puesto sus manos sobre
Pedro y le había dicho: «Construiré mi Iglesia sobre esta roca.»
-Haré lo que deseas, querido hijo -respondió el padre superior-.
Si crees que esas ceremonias te darán fuerza y valor, haré lo que me pides
en nombre de Francisco. Jamás me has pedido nada. Ven, acompáñame
a la iglesia.
 
 
 
 
«De este modo tendré la certeza de ser hijo de Jesús -pensé-,
nacido del agua y el espíritu, y de ser un sacerdote del Señor .»
-No me abandones, Francisco -le supliqué al santo.
 
Se decidió que atravesaríamos la católica Francia y luego viajaría-
mos por mar hasta Inglaterra. Debido a que el tiempo apremiaba, el pa-
dre superior me dispensó de mis votos de no montar a caballo.
Emprendimos de inmediato nuestro largo viaje. En total éramos
cinco hombres, todos escoceses. Viajábamos durante el día sin des-
canso y por la noche acampábamos en el bosque. Aparte de mí, todos
iban fuertemente armados.
En París me encontré de nuevo con el holandés. Un domingo por
la mañana nos hallábamos entre la muchedumbre que había acudido
para oír misa en Notre Dame, en esta ciudad católica, cuando el ho-
landés se acercó a mí y murmuró:
-No seas loco, Ashlar. No debes regresar al valle.
-Aléjate de mí -contesté.
Pero había algo en su rostro -una frialdad, un desprecio, una re-
signación, como si supiera que era inevitable que yo regresara a Don-
nelaith- que me fascinó. Mi hermano y sus hombres lo miraron
como si estuvieran dispuestos a clavarle un cuchillo al menor movi-
miento sospechoso.
-Ven conmigo a Amsterdam -insistió el holandés-. Deja que
te explique la auténtica historia. Si regresas al valle morirás. En Ingla-
terra persiguen a los sacerdotes y no te librarás de una muerte segura.
Si regresas al valle te convertirás en un animal de sacrificio. No seas
idiota.
Yo me acerqué a él y dije:
-Cuéntame la historia aquí, en París. Sentémonos y cuéntamela
ahora.
Pero, antes de que pudiera terminar la frase, mi hermano le asestó
al holandés un puñetazo y lo derribó. La gente, alarmada, comenzó a
gritar.
-Ya te lo advertimos -le espetó mi hermano al holandés-. Alé-
jate de nosotros; no te acerques al valle.
El holandés me miró con odio; o quizás era simplemente rabia lo
que sentía.
Mi hermano y sus hombres me obligaron a penetrar en la iglesia.
«¡Un animal de sacrificio!» «¡Toda mujer normal y corriente con
la que copules morirá!»
Aquel encuentro había destruido mi paz espiritual. Hubiera jura-
do que varias personas que se encontraban en la catedral habían pre-
senciado esa violenta escena y me observaban con recelo. Algunos
mostraban una expresión divertida. Al acercarme al altar para recibir
la comunión, murmuré:
-Te suplico que restituyas mi inocencia y pureza, Señor.
Por las calles de París vi multitud de pintorescos personajes. Es-
taba convencido de que todos me observaban -los gitanos, los cojos,
los jorobados-, pero sin duda era fruto de mi imaginación. Al fin
cerré los ojos y empecé a cantar mentalmente unas canciones.
Al día siguiente, al anochecer, nos cambiamos de ropa y zarpamos
rumbo a Inglaterra. Sobre el mar se cernía una espesa niebla y hacía
mucho frío. Viajábamos hacia la tierra de los cielos plomizos, la eterna
lluvia y el misterio, una tierra de secretos y terribles verdades.
Arribamos a Escocia cuatro noches más tarde, subrepticiamente,
pues Isabel había mandado perseguir y quemar en la hoguera a los
sacerdotes. Nos dirigimos hacia los Highlands mientras el invierno
me envolvía como una tela de araña y las escarpadas montañas mur-
muraban: «Te hemos atrapado. No tienes escapatoria.»
No dejaba de pensar en el hombre de Amsterdam. Sin embargo,
estaba decidido a ir a Donnelaith y exigirle a mi padre que me revelara
la verdad; no leyendas y oraciones, sino los motivos del terror que
había visto dibujado en el rostro de mi madre y en muchos otros.
 
 
 
 
36
 
PROSIGUE LA HISTORIA DE LASHER
 
El valle se encontraba bajo el asedio de nuestros enemigos. El paso
principal estaba cerrado. Recorrimos el camino a través de un túnel
secreto, el cual me pareció que se había vuelto más angosto y peligro-
so que la última vez que lo había atravesado. Era tan escarpado y os-
curo que temí que nos viéramos obligados a retroceder.
Pero de pronto apareció ante nuestros ojos el espléndido valle de
Donnelaith, cubierto por un manto de nieve e iluminado por los dé-
biles rayos de un sol navideño.
Miles de fieles, procedentes de poblaciones vecinas, se habían refu-
giado allí, huyendo de las guerras religiosas que azotaban el país. No
era una multitud como la que había visto en Roma o París, aunque para
esta hermosa y solitaria tierra se trataba de una población muy nu-
merosa. Habían construido unos cobertizos provisionales junto a las
murallas de la pequeña población y los muros de la catedral, y el suelo
del valle estaba cubierto de madrigueras. Habían erigido unas barri-
cadas para impedir el acceso al paso principal. Había un millar de ho-
gueras encendidas y el paisaje se hallaba salpicado de tiendas de campa-
ña, como si se tratara de una guerra regia.
El cielo se estaba nublando y el sol había adquirido un brillante
tono naranja. Las luces de la catedral estaban encendidas. Soplaba un
viento frío, aunque no helado, y las vidrieras resplandecían a la luz
de las velas. Los últimos rayos de sol se reflejaban en las aguas del
lago, por cuyas orillas patrullaban unos montañeses fuertemente ar-
mados.
-Deseo rezar -le dije a mi hermano.
 
 
 
 
-No -contestó éste-. Debemos ir de inmediato al castillo. Es
un milagro que no hayan destruido el valle todavía. Es Nochebuena.
Nos advirtieron que nos atacarían esta noche. Existen unas facciones
en el seno de nuestro clan que desean abrazar la fe protestante, pues
tienen el convencimiento de que Calvino y Knox hablan en nombre
de la conciencia. Son los miembros más ancianos del clan y están ob-
sesionados con las supersticiones. Temo que los nuestros se enzarcen
en una cruel lucha intestina.
-Muy bien -dije.
Pero ardía en deseos de ver la catedral, de evocar la primera Na-
vidad en que había contemplado al Niño Jesús en el pesebre, rodeado
de los..animales y del delicioso olor a heno y muérdago. Sí, era No-
chebuena, lo que significaba que todavía no habían instalado al Niño
Jesús en el pesebre. Había llegado a tiempo para presenciar dicha ce-
remonia, quizá podría depositarlo yo mismo en el pesebre. Pese a las
circunstancias, pese al frío ya la oscuridad, pensé: «Éste es mi hogar .»
El castillo era tal como lo recordaba, una inmensa mole de piedra,
tan horrendo como todos los edificios construidos por los Médicis y
los que había contemplado durante mi periplo a través de la Europa
devastada por la guerra. Cuando lo vi alzarse ante mí, fui presa del
terror. Al atravesar el puente levadizo me detuve unos instantes y
contemplé el valle a mis pies, con la pequeña población de Donne-
laith, más mísera que Asís. Súbitamente el paisaje me pareció inhós-
pito y amenazador, una tierra de gentes de tez clara, toscas e incultas,
con las que no tenía la menor afinidad.
¿A qué venía aquel ataque de cobardía? En aquellos momentos
deseaba encontrarme en la iglesia de Santa Maria dei Fiori, en Floren-
cia, escuchando los cánticos o la misa. Deseaba estar en Asís para re-
cibir a los peregrinos. Por primera vez en más de veinte años no esta-
ría allí en Navidad.
Al anochecer, la muchedumbre comenzó a dispersarse y los bos-
ques adquirieron un aspecto más tenebroso y siniestro, como si qui-
sieran engullir los escasos edificios construidos por el hombre.
Durante unos segundos creí ver un par de figuras enanas, defor-
mes y horripilantes, las cuales abandonaron precipitadamente el cas-
tillo, atravesaron el puente y se perdieron en las sombras.
Estaba tan oscuro que dudaba si las había visto realmente o eran
fruto de mi imaginación.
Contemplé de nuevo el valle, conmovido ante la belleza de la ca-
tedral. Sus imponentes líneas góticas resultaban más airosas que las de
las iglesias de Florencia. Sus arcos parecían rozar el cielo. Sus vidrieras
eran de ensueño. «Es preciso salvar esta obra de arte», pensé, con los
ojos llenos de lágrimas.
 
 
 
 
Acto seguido penetré en el castillo, decidido a averiguar la verdad.
En el salón principal ardía un fuego, y junto a la chimenea había
unos hombres vestidos con oscuras prendas de lana.
Mi padre estaba sentado en una silla de madera tallada. Al verme,
se puso en pie y ordenó a los otros que se retiraran.
Lo reconocí de inmediato. Era de complexión fuerte, como su pa-
dre, aunque de rostro más curtido y más joven que el hacendado. Tenía
el cabello castaño, salpicado de canas, y una mirada bondadosa.
-¡Ashlar! -exclamó, estrechándome afectuosamente entre sus
brazos-. Gracias a Dios que has venido.
Recordé que al conocernos me había mirado con el mismo cariño
que ahora, haciendo que me sintiera profundamente conmovido.
-Siéntate junto al fuego y charlemos -dijo.
Isabel, la hija de Ana Bolena, ocupaba el trono de Inglaterra, pero
no representaba el peligro más serio. John Knox, un fanático presbi-
teriano, había regresado del exilio, erigiéndose en cabecilla de una re-
belión iconoclasta que se había extendido por todo el país.
-La locura se ha apoderado de la gente -dijo mi padre-. Están
empeñados en destruir las imágenes de la Virgen, en quemar nuestros
libros, como si fuéramos idólatras. ¡Gracias a Dios que has regresado
para salvarnos, Ashlar!
Yo me estremecí.
-Padre, no somos idólatras y yo no soy un ídolo -dije-. Soy un
sacerdote de Dios. No puedo detener la guerra. Mientras vivía en Ita-
lia, oí muchas historias sobre las atrocidades perpetradas por nuestros
enemigos. Tan sólo sé curar a los enfermos y atender a los menestero-
sos. Son cosas insignificantes.
-¡Cosas insignificantes! ¡Tú eres nuestro destino! Somos monta-
ñeses católicos y necesitamos un líder que nos defienda. Temo que los ,
protestantes y los ingleses consigan forzar el paso. N os han advertido
que, si nos atrevemos a celebrar la misa del gallo en la catedral, atacarán
la población. Disponemos de suficientes ovejas y trigo. Si logramos
resistir durante esta noche y los doce días de Navidad, es posible que
comprendan que Dios nos protege y nos dejen en paz.
»Esta noche debes encabezar la procesión, Ashlar, y entonar los
himnos latinos. Debes depositar al Niño Jesús en el pesebre, entre la
Virgen María y san José, rodeado de los animales. Debes ser nuestro
sacerdote, hacer lo que suelen hacer los sacerdotes. Debes rezar con
fervor y suplicar a Dios que se apiade de nosotros.
Yo sabía que los protestantes consideraban arcaico ese concepto
de que los sacerdotes éramos unos personajes misteriosos y elevados,
que disfrutábamos de una comunicación con Dios que las personas
corrientes no estaban capacitadas para mantener.
 
 
 
 
-En efecto, puedo hacer lo que me pides, como lo haría cualquier
sacerdote -respondí-. Pero ¿qué sucederá si conseguimos resistir
durante toda la Navidad? ¿Crees acaso que nuestros enemigos retro-
cederán? ¿Que no nos atacarán en cuanto se hayan agotado nuestras
provisiones?
-En Navidad su odio se intensifica, Ashlar. Detestan nuestra bri-
llante liturgia romana, nuestros ricos ropajes, el incienso, las velas. De-
testan nuestra misa latina. Las viejas supersticiones se reavivan en Es-
cocia. La Navidad, en los tiempos paganos, era la época de las brujas,
cuando los muertos vagaban entre los vivos. Fuera de este valle, dicen
que albergamos a las brujas, que los habitantes de Donnelaith posee-
mos las dotes de los hechiceros. Dicen que nuestro valle está lleno de
duendes que se han apoderado de las almas de los difuntos. Nuestros
enemigos nos tachan de papistas, de practicar la brujería. Están dis-
puestos a luchar hasta la muerte para defender el derecho de afirmar
que Jesucristo no se halla encarnado en el pan y el vino, que es un peca-
do rezarle a la Virgen.
-Lo sé -respondí.
«¿Es posible que los duendes se hayan apoderado de las almas
de los difuntos?», pensé, sintiendo que un escalofrío me recorría el
cuerpo.
-Dicen que nuestro santo es un ídolo, que adoramos al diablo.
Nuestro Cristo es el Cristo viviente.
-Y yo debo infundir fuerza y valor ala gente -murmuré-. Lo
cual no significa, sin embargo, que deba derramar la sangre de nues-
tros enemigos.
-No, tan sólo elevar tus súplicas al Hijo de Dios -contestó mi
padre-. Unir a las personas, silenciar a los insatisfechos. Sí, existen
muchos insatisfechos y amargados entre nosotros. Los puritanos, los
que desearían cambiar el rumbo de los acontecimientos, los que afir-
man que debemos quemar a las brujas y los brujos que viven entre
nosotros. Es preciso que impongas paz y orden. Convoca ala gente en
nombre de san Ashlar. Oficia la misa del gallo.
-Y tú les dirás que soy el santo representado en la vidriera.
-¡Lo eres! -respondió mi padre-. ¡Sabes que lo eres! Has re-
gresado por la gracia de Dios. Eres Ashlar, el santo. Durante veintitrés
años has vivido en olor de santidad entre los franciscanos. No seas tan
humilde, hijo mío. Debes mostrar valor. Ya tenemos suficientes sa-
cerdotes cobardes en el valle, temblando en la sacristía, temiendo que
los puritanos los apresen mientras se hallan ante el altar y los arrojen a
la hoguera-
Al oír estas palabras recordé las Navidades que había pasado, ha-
cía muchos años, en Donnelaith. Recordé cuando mi abuelo ordenó a
sus hombres que me arrojaran a la hoguera. ¿ Encenderían esta noche
una hoguera después de la misa del gallo, cuando la luz de Cristo res-
plandeciera en el universo?
De pronto sucedió algo que atrajo mi atención, alejando esos pen-
samientos de mi mente. Noté un intenso aroma que no lograba identi-
ficar. Era un olor tan fuerte que me sentí confundido.
-Eres Ashlar -insistió mi padre, enojado por mi silencio.
-No lo sé, padre -contesté.
-¡Por supuesto que lo sabes! -exclamó una voz desconocida.
Era una voz femenina. Al volverme vi a una mujer algo más joven
que yo, rubia, con el cabello largo y sedoso, ataviada con un traje rica-
mente bordado. Era ella quien exhalaba el intenso aroma que había
percibido hacía unos instantes, provocando unos cambios en mi cuer-
po, haciendo que prendiera en mí un deseo abrasador.
Me sentí impresionado por su belleza, por su larga melena y sus
resplandecientes ojos azules, tan parecidos a los de nuestro padre. Yo
tenía los ojos negros, como mi madre. En aquel momento recordé las
palabras del holandés: «Una auténtica hembra de tu especie.» Pero
ésta era una mujer de carne y hueso. Se parecía más a mi padre que yo
mismo. Sabía que cuando viera a una mujer de mi especie la recono-
cería, al igual que era capaz de reconocer otras cosas.
La mujer se dirigió hacia mí. Su perfume me embriagaba. Yo no
sabía qué hacer ni qué decir; sentía al mismo tiempo hambre, sed y
una pasión que me consumía.
-No eres san Ashlar, hermano -dijo-. ¡Eres Taltos! La maldi-
ción de este valle desde la época de las tinieblas, la maldición que lle-
vamos en nuestra sangre.
-¡Silencio, bruja! -exclamó mi padre-. ¡No digas una palabra
más! Os mataré a ti ya tus seguidores con mis propias manos.
-Sí, como los buenos protestantes de Roma -replicó la mujer en
tono burlón, alzando la cabeza con gesto desafiante y volviéndose
hacia mí-. ¿Qué dicen en Italia, Ashlar? ¿No lo sabes? «Si nuestro
padre fuera un hereje, no dudaríamos en arrojarlo a la hoguera.» ¿Lo
he dicho bien?
-Creo que sí, hermana -murmuré-. Pero te ruego que tengas
paciencia conmigo.
-¿Paciencia? ¿Acaso no naciste dotado de una gran sabiduría?
¿O es ésa otra de tus mentiras? ¿No era tu madre una reina, la cual
murió decapitada?
-Silencio, Emaleth -dijo mi padre-. Yo no te temo.
-Eres el único, padre. Mírame, hermano, escucha mis palabras.
-No comprendo lo que dices. Mi madre fue una gran reina, aun-
que ignoro su nombre -balbucí.
 
 
 
 
En efecto, hacía tiempo que sospechaba que mi madre había sido
una reina, era absurdo intentar disimularlo. Esta mujer era lo sufi-
cientemente inteligente para saber la verdad, para ver más allá de mi
dulce talante franciscano y mi ingenuo rostro.
De pronto recordé la expresión de odio de mi madre, su suave
pezón entre mis labios. Espantado, me cubrí el rostro con las manos.
¿Por qué me había empeñado en regresar y averiguar la verdad? ¿Por
qué no me había quedado en Italia? Había sido un idiota. ¿De qué me
servía conocer estas terribles verdades ?
-Ana Bolena -dijo Emaleth, mi hermana-. Tu madre era la rei-
na Ana, que fue ejecutada por prácticas de brujería.
Yo meneé la cabeza. Sólo veía a una pobre mujer aterrada, gritan-
do para que alguien se llevara a su monstruoso hijo.
-Ana Bolena... -murmuré.
Recordé las historias que había oído contar sobre los mártires de
aquella época, los cartujos y los sacerdotes que se negaron a ratificar el
escandaloso matrimonio del rey y Ana Bolena.
Al ver que no la contradecía, mi hermana prosiguió:
-La reina de Inglaterra que actualmente ocupa el trono es tu
hermana. Ha jurado que jamás se casará ni dejará que ningún hombre
la toque, pues le aterra pensar que por sus venas corre la sangre de su
madre, la cual parió un monstruo.
Mi padre trató de interrumpirla, pero mi hermana se volvió hacia
él, alzando el dedo con gesto amenazador y obligándole a retroceder.
-¡Silencio, anciano! Tú tienes la culpa. Copulaste con Ana a sa-
biendas de que tenía un sexto dedo, como las brujas. Sabías que, debi-
do a esa marca ya tu herencia, podríais engendrar un T altos...
-¿Quién puede demostrar que ello es cierto? -preguntó mi pa-
dre-. Todos los hombres y mujeres de aquella época han muerto.
Sólo está viva Isabel, que a la sazón era una niña. Pero la pequeña
princesa no se hallaba en el castillo esa noche. Si supiera que tiene un
hermano, el cual podría reivindicar la corona de Inglaterra, no dudaría
en matarlo, independientemente de que éste fuera o no un monstruo.
Sus palabras me afectaron como me afectaba la música, la belle-
Za, el asombro y el temor. Lo sabía. Lo recordaba perfectamente. Lo
comprendía. Sentí una punzada de dolor al recordar la vieja histo-
ria. La reina Ana había sido acusada de hechizar a Su Majestad y de
parir un monstruo. Enrique, deseoso de demostrar que no lo había en-
gendrado él, la había acusado de adulterio y había ordenado a cinco
hombres -de probada inmoralidad y perfidia- que prepararan para
la reina el camino hacia el patíbulo.
-Pero ninguno de ellos era el padre de la criatura -dijo mi her-
mana-. Fue nuestro padre. Gracias a ello, yo soy una bruja y tú un
Taltos. Las brujas del valle lo saben. Al igual que los duendes, los
monstruos y los seres marginados que se han visto obligados a ocul-
tarse en las colinas. Están ansiosos de que llegue el día en que me
acueste con un hombre con el que consiga engendrar un Taltos, como
la desdichada reina Ana.
Mi hermana avanzó hacia mí, sin apartar la mirada de mi rostro,
mientras el eco de sus terribles palabras resonaba en mis oídos.
-De esta forma tendrían otro demonio con el que torturar a los
seres humanos -continuó, sujetándome las manos para impedir que
me tapara los oídos-. Veo que has percibido el aroma que exhalo, al
igual que yo he notado tu olor. Yo soy una bruja y tú un ser diabólico.
N os conocemos bien. He hecho voto de castidad, al igual que Isabel.
Ningún hombre conseguirá que conciba un monstruo. Pero en este
valle existen otras brujas capaces de percibir el aroma del demonio, el
olor de la maldad. Saben que has llegado, y los duendes no tardarán en
saberlo también.
Pensé en las criaturas enanas que había visto salir del castillo. De
pronto mi hermana se volvió bruscamente, como si hubiera oído algo
sospechoso. Al cabo de unos segundos sonaron unas sofocadas car-
cajadas procedentes de la escalera.
Mi padre avanzó unos pasos y dijo:
-Por el amor de Dios y de su divino Hijo, no escuches a tu her-
mana, Ashlar. Tal como ella misma ha reconocido, es una bruja. Te
odia, cree que eres un Taltos, que naciste dotado de una gran sabidu-
ría. Te detesta porque eres superior a ella, que no es sino una mujer de
carne y hueso, como tu madre. Puede que sea capaz de parir un pro-
digio como tú, pero no lo sabe con certeza. Los duendes están dis-
gustados, aunque es fácil aplacarlos. Son unos monstruos legendarios
que han habitado siempre en las montañas y los valles de Irlanda y
Escocia; todavía seguirán aquí cuando todos hayamos muerto. Care-
cen de importancia.
-Pero ¿ quién es ese T altos, padre? -inquirí yo-. ¿Acaso se trata
también de un legendario monstruo? ¿De dónde procede?
Mi padre agachó la cabeza y respondió:

-Antaño, cuando éramos guerreros y reunimos las grandes pie-
dras que forman el círculo, protegimos este valle de los romanos, los
daneses, los hombres del norte y los ingleses.
-Así es -terció mi hermana-. También lo protegimos de los
Taltos cuando éstos huyeron de la isla, perseguidos por los romanos,
y trataron de ocultarse en este valle.
Mi padre apoyó las manos sobre mis hombros, sin hacer caso de
las palabras de mi hermana, y prosiguió:
-Ahora debemos proteger Donnelaith de los escoceses, nuestros
 
 
 
 
compatriotas, en nombre de nuestra reina católica, nuestra soberana, I
y de nuestra fe. Todas nuestras esperanzas están depositadas en María
Estuardo. Olvida esas leyendas sobre magia y brujería. Has venido
aquí con una misión muy concreta. Debes instalar aMaría Estuardo
en el trono de Inglaterra. Debes destruir a John Knox ya sus secuaces.
Escocia no debe caer bajo el dominio de los puritanos y de los in-
gleses.
-Nuestro padre no puede responder a tu pregunta, hermano -di-
jo Emaleth.
-¿Qué pretendes que haga? -le pregunté a mi hermana.
-Márchate del valle -contestó-, tal como has venido. Huye
para salvar tu vida y las nuestras antes de que las brujas den con tu
paradero, antes de que los duendes sepan que estás aquí. Huye para
impedir que los protestantes nos ataquen. Tú mismo constituyes una
prueba que confirma cuanto dicen sobre nosotros, hermano. Eres un
monstruo, el hijo de una bruja. Si reavivas los viejos ritos, los protes-
tantes no dudarán en atacarnos. Puedes engañar a los humanos que te
rodean, pero no puedes ganar una batalla librada en el nombre de
Dios. Estás condenado a sucumbir.
-¿Por qué? -pregunté-. ¿Cómo sabes que estoy condenado?
-No escuches sus mentiras -dijo mi padre-. Estamos hartos de
oír sus mentiras. San Ashlar derrotó al enemigo. Ashlar era un Taltos
y construyó una catedral en nombre de Dios. En el lugar donde su
esposa, la reina pagana, fue quemada por defender la antigua fe, brotó
un arroyo en cuyas aguas Ashlar bautizó a todos los que vivían entre
el lago y el paso. Ashlar venció a los otros T altos. Los aniquiló para
que los hombres creados a imagen y semejanza de Dios pudieran go-
bernar la tierra. La iglesia de Jesús fue construida sobre los Taltos.
Si eso es brujería, también lo es la Iglesia de Dios. Son la misma cosa.
-Sí -dijo Emaleth-, él los mató en nombre de su propio Dios.
Él provocó la matanza para salvar su propio pellejo. Participó en ella
impulsado por el temor, el odio y el rencor. Aniquiló a su clan para
salvarse a sí mismo. Incluso sacrificó a su esposa. ¡Ése es tu gran san-
to! Un monstruo que embaucó a quienes lo rodeaban para ser ensal-
zado y no morir con los suyos.
-No le prestes atención, hijo -dijo mi padre, dirigiéndose a mí-.
Tú eres ahora nuestro milagro. Sólo ocurre una vez cada siglo.
Mi hermana se volvió furiosa hacia mí, pero mi padre la detuvo.
Al verlos juntos comprobé lo mucho que se parecían.
-Aguarda -contesté suavemente-. Creo comprenderlo. Todos
nacemos con una oportunidad ante los ojos de Dios. La palabra Tal-
tos no significa nada en sí misma. Soy un hombre de carne y hueso.
Estoy bautizado. He recibido las órdenes sagradas. Poseo un alma. Mi  
deformidad física no me impedirá alcanzar el cielo; en todo caso serán
mis actos. No estamos predestinados, como afirman los luteranos y
los calvinistas.
-Nadie te lo discute -dijo Emaleth.
-Entonces déjame guiar a nuestras gentes, hermana. Deja que
demuestre, mediante mis buenas obras, que poseo la gracia de Dios. No
soy un ser diabólico, me niego a serlo. Si alguna vez he hecho daño a los
demás, ha sido sin querer. Si, tal como dices, soy hijo de una bruja,
quizá pueda utilizar mis poderes para derrotar a mi hermana e instalar
en el trono a María Estuardo.
-¡Conque naciste dotado de una gran sabiduría! -exclamó mi
hermana en tono burlón-. Eres un idiota, te dejas engañar por quie-
nes te tienen prisionero. «Es preciso crear un Taltos para que sea
devorado por el fuego de los dioses. Para que llueva y crezcan las co-
sechas.»
-Eso son viejas supercherías y no tienen la menor importancia
-dijo mi padre-. Nuestro Señor Jesucristo es el Dios de los bos-
ques. Es nuestro Dios. El Taltos no es nuestra víctima propiciatoria,
sino nuestro santo. La Virgen María es nuestra Holda. Cuando los
borrachos de la aldea se adornan con pieles y cuernos de animales es
para participar en la procesión hasta el pesebre, no para ofrendar sus
sacrificios a los dioses, como hacían antaño.
»Estamos en paz con los viejos espíritus y con nuestro Dios. Es-
tamos en paz con la naturaleza, pues hemos convertido a Taltos en san
Ashlar. En este valle hemos gozado de seguridad y prosperidad du-
rante un millar de años. Piensa en ello, hija, ¡Un millar de años! Los
duendes nos temen. No se atreverán a atacarnos. Por la noche deja-
mos junto ala puerta nuestras ofrendas de leche, y ellos no se atreven
a llevarse más que la que dejamos.
-Eso se terminará muy pronto -contestó Emaleth-. Vete, Ash-
lar, no des a los protestantes el pretexto que necesitan para atacarnos.
Las brujas de este valle sabrán que estás aquí. Percibirán tu aroma.

Márchate antes de que sea demasiado tarde. Vete a vivir al talia, donde
nadie sabe quién eres.
-Te aseguro que poseo un alma, hermana -repliqué, alzando la
voz-. Confía en mí. Puedo reunir a las gentes. Puedo conseguir que
permanezcamos a salvo.
Emaleth meneó la cabeza y se volvió de espaldas.
-¿Acaso eres capaz de conseguirlo tú? -le preguntó mi padre en
tono acusador-. ¿Acaso puedes mantenernos a salvo por medio de
tus encantamientos y maleficios? Nuestro mundo está apunto de su-
cumbir. ¿Qué puedes hacer para evitarlo? Escucha, Ashlar, nuestro
valle es muy pequeño, una pequeña parte de la región del norte, pero  
hemos perdurado hasta la fecha y seguiremos perdurando. A fin de
cuentas, el mundo se compone de pequeños valles, de grupos de gente
que aman, trabajan y rezan juntos, al igual que nosotros. Sálvanos,
hijo. Te lo imploro. Invoca al Dios en el que crees para que nos ayude.
Tu identidad no tiene la menor importancia, ni tampoco lo que hicie-
ran tus padres.
-Ningún protestante y tampoco ningún católico pueden demos-
trar nada en mi contra -dije suavemente-. ¿Serías capaz de contarles
lo que sabes, hermana?
-Acabarán enterándose, tenlo por seguro.
Di media vuelta y abandoné la estancia. Ahora era un sacerdote
no un humilde franciscano, sino un misionero, y sabía lo que debía
hacer .
Tras atravesar el patio del castillo y el puente, bajé por el nevado
sendero que conducía a la iglesia. Vi a lo lejos a unas personas que ca-
minaban en procesión portando antorchas. Al aproximarme me ob-
servaron con recelo y murmuraron mi nombre, a lo que yo contesté
haciendo con ambas manos la señal de la cruz.
Vi a unos hombres danzando en los campos, a la luz de las antor-
chas. Sus siluetas se recortaban sobre el cielo, y observé que lucían
pieles y cuernos de animales. Habían iniciado sus viejos ritos paganos.
Era preciso que me colocara a la cabeza de la procesión y condujera a
las gentes hasta el pesebre, donde aguardaba el Niño Jesús.
Cuando alcancé las puertas de la población, vi aun gran número
de personas congregadas ante la catedral. Me dirigí hacia ellas y les
pedí que aguardaran. Luego entré en la sacristía, donde me encontré a
dos ancianos sacerdotes que me miraron temerosos.
-Dadme una sotana y una sobrepelliz blanca. Rápido. Debo re-
unir a las gentes de este valle.
Los sacerdotes me ayudaron a vestirme. Al cabo de unos minutos
aparecieron unos jóvenes acólitos, los cuales se apresuraron a ponerse
también una sotana y una sobrepelliz.
-Vamos, padres -dije a los atemorizados sacerdotes-. Los
muchachos son más valientes que vosotros. ¿Qué hora es? Debemos
incorporarnos a la procesión. La misa debe celebrarse a las doce en
punto. No puedo salvar y unir a todos los protestantes, católicos y
paganos, pero puedo llevar el cuerpo y la sangre de Jesucristo al altar
mediante la transubstanciación. Esta noche, Jesús nacerá de nuevo en
este valle.
Luego salí de la sacristía y me dirigí a la multitud:
-Preparaos para la procesión navideña -dije-. ¿Quiénes de
vosotros haréis de José y de María? ¿A qué niño de esta aldea puedo
colocar en el pesebre para que represente el papel de Jesús, antes de
decir misa? Deseo que esta noche la Sagrada Familia esté representada
por personas de carne y hueso, por vecinos de este valle. Todos los
que vais cubiertos con pieles y cuernos de animales debéis dirigiros en
procesión hasta el pesebre y arrodillaros ante el Niño Jesús, como hi -
cieron el buey, el cordero y el burro. Venid, hijos míos. Ha llegado la
hora.
Todos me miraban entusiasmados. Vi la gracia de Dios en sus
rostros. De pronto me percaté de que una mujer diminuta y deforme,
cubierta con un tosco chal, me observaba. Durante unos instantes vi
sus pérfidos ojillos y su desdentada sonrisa, antes de que desapare-
ciera entre la multitud que la rodeaba. «No es más que una enana
-pensé-. Si los duendes existen, son unas criaturas diabólicas y la
única forma de expulsarlas es hacer que la luz de Cristo resplandezca
en este valle.»
Cerré los ojos, junté las palmas de las manos formando una pe-
queña iglesia, y empecé a cantar con emoción el hermoso himno de
Adviento:
 
Ven, Emmanuel,
a rescatar al cautivo Israel
que languidece en el exilio,
hasta que aparezca el Hijo de Dios...
U n coro de voces se unió a la mía, mientas sonaban unas flautas,
unas panderetas y unos tambores.
Alegrad vuestros corazones,
pues Emmanuel
pronto acudirá
a rescatar a Israel.
 
La campana de la catedral comenzó a tañer, no para alejar al dia-
blo, sino para llamar a todos los fieles que se encontraban en la mon-
taña, el valle y las orillas del lago.
Algunos gritaron: «¡Los protestantes oirán la campana! ¡Nos des-
truirán!» Pero sus protestas pronto quedaron sofocadas por las vo-
ces que exclamaban: «¡Ashlar! ¡Padre Ashlar! ¡Ha regresado nuestro
santo!»
-Dejad que el sonido de la campana aleje al diablo, a las brujas y
a todos los seres malvados de este valle -dije-. ¡Que expulse a los
protestantes!
Mis palabras arrancaron encendidos aplausos y exclamaciones de
aprobación.
 
 
 
 
A continuación se alzaron un millar de voces, las cuales entonaron
el himno de Adviento, y yo me retiré ala sacristía para ponerme una
hermosa casulla verde y dorada y unos ropajes finamente bordados,
dignos de la solemne ceremonia que iba a oficiar y que nada tenían
que envidiar a los ropajes que solían utilizar los sacerdotes en Floren-
cia. Los otros sacerdotes se vistieron a toda prisa, mientras los acólitos
se apresuraban a distribuir entre los fieles las velas sagradas para la
procesión. Según me informaron, habían acudido de muchas leguas a
la redonda, portando ramas de muérdago, personas que jamás se ha-
bían atrevido anteriormente a participar en las celebraciones navi-
deñas.
-Si muero esta noche, Padre -recé-, encomiendo en tus manos
mi alma.
Era casi medianoche, pero aún era demasiado temprano para salir.
Así pues, permanecí arrodillado, rezando, tratando de reunir fuerzas
y rogándole a san Francisco que me infundiera. valor. Al alzar los ojos
vi a mi hermana junto a la puerta de la sacristía, cubierta con una vo-
luminosa capa verde oscuro. Me hizo un ademán para indicarme que
la siguiera a la habitación contigua.
Era una estancia que yo no había visto nunca, revestida de made-
ra, con muebles de caoba y estanterías empotradas en las paredes. Era
el lugar ideal para que un sacerdote celebrara una conferencia secreta;
tal vez se trataba de un estudio. Vi unos textos en latín que conocía y
una hermosa imagen de nuestro fundador, san Francisco, aunque nin-
guna reproducción realizada en yeso o mármol podía compararse con
la radiante imagen de Francisco que veía en mi mente.
Mi espíritu estaba en paz. No deseaba hablar con mi hermana,
sino rezar. Su aroma me turbaba.
La habitación estaba iluminada por unas velas. A través de las pe-
queñas ventanas sólo se divisaban los copos de nieve que caían. Al
entrar me chocó ver al holandés sentado ante una mesa situada en un
rincón. Éste me miró con gesto hosco, se quitó el sombrero y me in-
dicó que ocupara la silla colocada frente a él.
Al percibir el intenso perfume que exhalaba mi hermana sentí de
nuevo unos fuertes deseos eróticos, los cuales traté de apartar de mi
mente.
Yo estaba vestido y preparado para celebrar misa. Me senté frente
al holandés y apoyé las manos en la mesa.
-¿Qué queréis de mí? -pregunté, mirando a mi hermana y al ho-
landés-. ¿Acaso habéis venido a confesaros para poder recibir esta
noche el cuerpo y la sangre de Jesucristo?
-Deseamos que te salves -respondió mi hermana-. Debes mar-
charte inmediatamente.
 
 
 
 
-¿Y abandonar a estas buenas gentes y su causa? Estás loca.
-Escucha, Ashlar -dijo el hombre de Amsterdam-. Te ofrezco
mi protección. Puedo sacarte esta noche del valle a través de un cami-
no secreto. Deja que los pusilánimes sacerdotes se enfrenten solos al
enemigo.
-¿Pretendes conducirme a un país protestante ? ¿Con qué fin ?
-Antiguamente -contestó mi hermana-, antes de que los ro-
manos y los pictos se instalaran en esta tierra, los de tu especie vivían
en una isla, desnudos y salvajes como los monos de la selva. Estaban
dotados de una innata sabiduría, sí, pero eran salvajes e incultos.
»Al principio los romanos trataron de copular con ellos, como lo
habían hecho otros pueblos, confiando en engendrar unos hijos ca-
paces de alcanzar la madurez al cabo de pocas horas, lo cual les con-
vertiría en la raza más poderosa del universo. Pero sólo conseguían
crear un Taltos una vez cada mil años. Al comprobar que las mujeres
morían cuando los Taltos varones las dejaban preñadas, y que las
hembras Taltos impulsaban a los hombres a copular con ellas desen-
frenada e infructuosamente, los romanos decidieron eliminarlos de la
faz de la tierra.
»Pero la especie sobrevivió en las islas y en los Highlands, pues
eran capaces de multiplicarse como las ratas. Finalmente, cuando se
implantó la fe cristiana en este país, cuando vinieron los monjes ir-
landeses en nombre de san Patricio, Ashlar, el líder de los Taltos, se
arrodilló ante la imagen de Jesucristo y declaró que su especie debía
ser exterminada, pues los individuos que la integraban no poseían
alma. Ashlar temía que si los T altos adquirían las costumbres de la
civilización, dada su inmadurez, su torpeza y su propensión a repro-
ducirse desordenadamente, invadirían la tierra.
»Ashlar abandonó a los suyos y se unió a los cristianos. Fue a
Roma y habló con Gregorio Magno.
»De modo que traicionó a los suyos, a los T altos. Las gentes ce-
lebraron un ritual, una ofrenda consistente en una bárbara matanza.
»Pero de vez en cuando, a lo largo de los años, la semilla germina,
produciendo unos gigantes, unas extrañas criaturas dotadas de una
gran habilidad para imitar a otros y para cantar, pero incapaces de se-
riedad o firmeza de carácter.
-Eso no es cierto -protesté-. Yo mismo soy prueba de ello.
-No -contestó mi hermana-, eres un buen seguidor de san
Francisco, que fue un mendigo y un santo, porque eres un ignorante,
un idiota. Eso es lo que era san Francisco, un idiota que andaba des-
calzo predicando la bondad, sin saber una palabra de teología, y obli-
gando a sus seguidores a desprenderse de todos sus bienes. Italia era el
lugar ideal para enviarte, la Italia de los franciscanos. Posees el cerebro  
de un Taltos, los cuales sólo desean cantar y bailar todo el día, y en-
gendrar hijos con los que jugar, cantar y bailar...
-Soy célibe. Estoy consagrado a Dios. No sé nada de esas cosas
-repuse, profundamente herido-. N o soy como esos seres que
describes. ¿ Cómo te atreves a ofenderme ? -pregunté indignado.
Luego agaché la cabeza y murmuré humildemente-: Ayúdame, Fran-
cisco.
-Conozco esa historia -terció el holandés-. Pertenezco a una
orden denominada Talamasca. Conocemos a Taltos. Nuestro funda-
dor contempló con sus propios ojos al Taltos de su época. Su gran as-
piración era unir al T altos varón con el T altos hembra, o con una bruja
cuy..sangre fuera lo suficientemente resistente para aceptar la semi-
lla masculina. Ése ha sido nuestro propósito durante muchos siglos:
observar, esperar y rescatar a los Taltos varón y hembra de una ge-
neración. Sabemos que actualmente existe un T altos hembra, Ashlar.
¿Comprendes lo que eso significa?
Yo miré a mi hermana, la cual se había quedado perpleja. Eviden-
temente, no lo sabía, Miró al holandés con recelo, pero éste continuó
apresuradamente.
-¿Tienes alma, padre? -me preguntó, adoptando un tono más
amable-. ¿Posees la inteligencia suficiente para comprender lo que
ello significa? Me refiero a una auténtica hembra Taltos, la cual podría
parir una caterva de hijos capaces de sostenerse en pie y hablar desde
el momento en que nacieran. Unos hijos capaces de engendrar rápi-
damente otros hijos.
-Eres un cretino -contesté despectivamente-. Te presentas
aquí como el diablo para tentar a Jesús en el desierto. ¿Pretendes insi-
nuar que podría convertirme en el dueño y señor del mundo?
-Así es. Estoy dispuesto a ayudarte, a conseguir que los de tu
especie regresen y sean tan poderosos como antes.
-¿Cómo es que estás dispuesto a hacer eso por mí, si me consi-
deras un monstruo imbécil e ignorante?
-Ve con él, Ashlar -dijo mi hermana-. No sé si esa hembra
existe. Nunca he visto a una T altos femenina, pero sé que de vez en
cuando nace una. Si no partes con él, morirás esta misma noche. Su-
pongo que habrás oído hablar de los duendes. ¿Sabes de qué tipo de
seres se trata?
Yo guardé silencio. Deseaba contestar que me tenía sin cuidado.
-Son aquellos descendientes de brujas que no logran convertirse
en T altos. Se adueñan de las almas de los condenados.
-Los condenados se hallan en el infierno -respondí.
-Sabes que eso no es cierto. Los condenados regresan bajo múl-
tiples formas. Pueden mostrarse codiciosos, rencorosos y vengativos.
 
 
 
 
Los seres diabólicos bailan y fornican para atraer a hombres y mujeres
cristianos aptos para convertirse en hechiceros, a fin de que éstos bai-
len y copulen a su vez, confiando en que su sangre se una y engendren
un Taltos.En eso consiste la brujería, hermano. Siempre ha sido así. Tratan
de atraer a mujeres borrachas que estén dispuestas a arriesgar la vida
para crear un T altos. Es la vieja leyenda que se oculta en estos tenebro-
sos valles. El propósito es crear una raza de gigantes que, debido a su
elevado número, consiga expulsar a otros seres mortales de la tierra.
-Dios no permitirá que eso suceda -respondí con calma.
-Ni tampoco las gentes de este valle -dijo el holandés-. ¿Aca-
so no lo comprendes? A lo largo de los siglos han utilizado a los Tal-
tos, tratando de unir aun macho y una hembra, pero para sus propios
fines, para cumplir sus crueles rituales.
-No comprendo lo que dices. Yo no soy como esos seres.
-En mi casa, en Amsterdam, hay un millar de libros que versan
sobre los de tu especie y otros seres prodigiosos; contienen todos los
datos que hemos conseguido reunir a lo largo de los años. Si no eres
un imbécil y un ignorante, ven conmigo.
-¿Y qué eres tú ? -inquirí-. ¿El alquimista que pretende crear
un gran homúnculo ?
Mi hermana apoyó la cabeza en la mesa y rompió a llorar .
-Oí esas leyendas de niña -dijo con amargura, enjugándose las
lágrimas con sus largos dedos-. Recé para que los Taltos no apare-
cieran jamás. No dejaré que ninguno me toque, pues temo engendrar
uno de esos monstruos. Si eso ocurriera, lo estrangularía antes que
permitir que mamara la leche de mis pechos. Pero tú, hermano, pu-
diste sobrevivir, bebiste la leche de la bruja y te desarrollaste. Luego te
enviaron al extranjero para salvarte. y ahora has regresado para hacer
que se cumplan las siniestras profecías. ¿No lo comprendes? Las bru-
jas te aguardan impacientes. Los malévolos duendes no tardarán en
saber que estás aquí. Los protestantes tienen el valle sitiado. Esperan
la oportunidad de atacarnos, la chispa que prenda la mecha.
-¡Mentira! -exclamé-. Me estás mintiendo para sofocar la luz
de Cristo que resplandecerá esta noche en el valle. Ya has oído las
campanas. Debo ir a celebrar misa. No te acerques al altar con tus pa-
ganas supercherías, hermana. No depositaré el cuerpo de Cristo sobre
tu lengua.
Tras estas palabras, me dirigí apresuradamente hacia las puertas de
la catedral. Al abrirlas, la muchedumbre rompió en aplausos y vítores.
Me sentía confundido por cuanto había oído sobre amenazas, sospe-
chas, brujas y seres diabólicos. Era pura demonología, de eso estaba
seguro.
 
 
 
 
Avancé hacia la multitud, alzando la mano para impartir la bendi-
ción: In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti, amen. Una bonita
muchacha con la cabeza cubierta por un velo azul, me dijo que deseaba
representar el papel de la Virgen María, y un joven imberbe, de sonro-
sadas mejillas, se ofreció para hacer de José. Luego, alguien depositó en
mis brazos a un hermoso niño de pocos días de edad.
Los hombres cubiertos con pieles de animales se habían congre-
gado ante la iglesia, sosteniendo unas velas encendidas. Todo el valle
resplandecía a la luz de un millar de velas, las cuales no tardarían en
iluminar la imponente catedral que se erigía a mis espaldas.
Durante unos segundos vi de nuevo a un ser diminuto y deforme,
cubierto con un grueso chal. No parecía un monstruo, sin embargo,
sino uno de los numerosos enanos que pululan por las calles de Flo-
rencia. Espantados, algunos se apartaron para abrirle paso, y el extra-
ño ser huyó entre la multitud. Es lógico que las personas ignorantes se
asusten al ver a un enano jorobado. No se lo reprocho.
En aquel momento comenzaron a sonar las campanadas de me-
dianoche. Era Navidad. Jesús había nacido. Los gaiteros penetraron
en la iglesia ataviados con sus trajes escoceses, seguidos de unos niños
vestidos de blanco, como los ángeles. Acto seguido la catedral se llenó
de una multitud compuesta por gentes ricas, pobres, bien vestidas y
harapientas.
Un nutrido coro de voces se alzó de nuevo, entonando el himno
titulado «Jesús ha nacido». Oí el sonido de las panderetas, las gaitas y
los tambores. Me sentí embargado de emoción, pero seguí avanzando
por el pasillo de la iglesia, sin apartar la vista del rutilante altar y el
pesebre situado a la derecha del mismo, junto a la barandilla de már-
mol frente a la cual se arrodillarían los fieles para recibir la comunión.

El niño que llevaba en brazos comenzó a berrear ya agitar las piernas,
como si él también quisiera anunciar la buena nueva.
Yo nunca había sido un niño como el que sostenía en mis brazos,
nunca había sido un prodigio como ése. Yo representaba algo antiguo
y olvidado, tal vez adorado en la época de las tinieblas. Pero no tenía
importancia. Dios me veía, conocía mi amor por Él, mi amor por Su
pueblo, mi amor por el Niño Jesús que había nacido en Belén y por
todos los que hablaban en Su nombre. San Francisco también conocía
a su fiel servidor, su discípulo, su hijo.
Al fin alcancé el santuario, hice una genuflexión ante el altar y
deposité al niño en la cuna rellena de paja. El pobre rompió a llo-
rar desconsoladamente al sentirse abandonado. Mis ojos se llena-
ron de lágrimas al contemplar a aquella hermosa criatura de ras-
gos perfectamente simétricos, ojos claros y límpidos y potentes pul-
mones.
 
 
 
 
Luego retrocedí unos pasos. La Virgen María estaba arrodillada
junto al niño. A la derecha de la cuna se encontraba el joven san José. Al
cabo de unos momentos aparecieron los pastores, unos pastores de
Donnelaith, tansportáando ovejas sobre los hombros y guiando a la
vaca y el buey. Los cánticos sonaban más fuertes y hermosos, acompa -
ñados por los tambores y las gaitas. Empecé a mecerme al ritmo de la
dulce melodía, embargado por la emoción. Mientras escuchaba subyu-
gado los sones de la música, me di cuenta de que no había visto a mi
santo. Al avanzar hacia el altar, no se me había ocurrido dirigir la mira-
da hacia la vidriera. Pero no tenía importancia. N o era sino una imagen
histórica hecha de vidrio.
Estaba dispuesto para la consagración del pan y el vino. Los mo-
naguillos también estaban preparados. Avancé hacia el pie de los es-
calones y empecé a recitar las antiguas palabras en latín.
«Me dirigiré al altar de Dios.»
En el momento de la consagración, cuando los monaguillos em-
pezaron a hacer sonar las campanitas sostuve en alto la Hostia. «Éste
es mi cuerpo -dije. Y, contemplando el cáliz, añadí-: Ésta es mi
sangre.» Luego, comí el cuerpo y bebí la sangre.
A continuación me volví para administrar la comunión y vi a los
fieles dirigirse en procesión hacia el altar, jóvenes y ancianos, hombres
y mujeres que sostenían a sus hijitos en brazos mientras abrían la boca
para recibir la sagrada Hostia.
En lo alto, entre los estrechos y elevados arcos del inmenso edifi-
cio, oscilaban unas sombras pero la luz de las velas se extendía por
toda la nave, iluminando cada rincón y dando calor a la fría piedra de
la catedral.
Mi padre, el hacendado, había acudido para recibir la comunión
acompañado de mi hermana, Emaleth, quien en el último momento
agachó la cabeza para que nadie se diera cuenta de que no se la había
administrado. Vi también a algunos de mis tíos y tías, a los que ha-
bía conocido años atrás, así como a los jefes de otros clanes. Les se-
guían los campesinos y pastores del valle y los comerciantes de la ciu-
dad, formando una hilera interminable de comulgantes.
Tardé más de una hora en administrar la comunión a los fieles,
llenando el cáliz una y otra vez, hasta que por fin todos los hombres y
las mujeres del valle hubieron participado en el sacramento.
Jamás había presenciado en parte alguna, ni en los soleados cam-
pos ni en las iglesias italianas, una escena que transmitiera tal sensa-
ción de felicidad. Cuando me volví para pronunciar las últimas pala-
bras: «Podéis iros, la misa ha terminado», observé en todos los rostros
una expresión de profunda dicha y entereza.
La campanita empezó a sonar más deprisa, casi frenéticamen-
te, para destacar la alegría de ese momento. Las gaitas comenzaron a
tocar una hermosa melodía, acompañadas por el batir de los tam-
bores.
-¡Al castillo! -gritó la multitud-. ¡El hacendado nos invita a una
fiesta!
De pronto se acercaron a mí un par de fornidos campesinos, los
cuales me sacaron de la catedral a hombros.
-Desafiaremos a las fuerzas del infierno -declaró la multitud-.
Lucharemos hasta la muerte si es necesario.
Mientras los campesinos me transportaban sobre sus hombros a
través de la nave, me sentí tan arrebatado por las alegres notas de la mú -
sica que no habría sido capaz de dar un paso. Al pasar frente ala vi-
driera me volví para contemplar la Oscura imagen de mi santo.
«Mañana, cuando salga el sol, vendré a verte -pensé-. No me
abandones, Francisco. Confío en haber cumplido tus deseos.» Lue-
go me dejé subyugar de nuevo por la música, meciéndome al ritmo
de la misma, hasta tal punto que apenas podía mantenerme derecho
mientras los campesinos me transportaban hacia la explanada situa-
da frente a la catedral, cubierta de nieve e iluminada por las antor-
chas del castillo.
El salón principal del castillo estaba decorado con ramas de pino y
muérdago, tal como lo contemplara la primera vez, con todas las velas
encendidas. Cuando los campesinos me depositaron en el suelo, ante
la mesa dispuesta para el banquete, unos hombres colocaron el enor-
me tronco de Navidad en el hogar y lo encendieron.
«Arde, arde durante las doce noches de Navidad», cantaron los
aldeanos al son de las gaitas y los tambores, mientras aparecían unos
sirvientes portando bandejas de viandas y jarras de vino.
-¡Celebremos la Navidad como se merece! -exclamó mi pa-
dre-. No debemos dejarnos vencer por el temor.
En aquel momento entraron unos sirvientes con una cabeza de
cerdo sobre una inmensa bandeja y unos cochinillos ensartados en
espetones. Los niños y las damas, ataviadas con suntuosos ropajes,
formaron círculos y comenzaron a bailar alegremente. A continua-
ción todos los asistentes se incorporaron a la danza tribal.
-Nos has devuelto al Señor, Ashlar-dijo mi padre-. Que Dios
te bendiga.
Yo contemplé asombrado la escena que se desarrollaba ante mis
ojos, fascinado por el son de la música. Hasta los gaiteros se pusieron
a bailar mientras seguían tocando, lo cual no era empresa fácil. Los
círculos de bailarines se deslizaban airosamente por la estancia, im-
pregnada de un penetrante y suculento aroma a comida, mientras el
fuego ardía en el hogar.
 
 
 
 
Cerré los ojos. No sé cuánto tiempo permanecí con la cabeza apo-
yada en el respaldo de la silla, escuchando las risas y las canciones de
los asistentes. Alguien me entregó una copa de vino y la apuré de un
trago. A fin de cuentas, estábamos en Navidad y no era el momento
de comportarse como un austero franciscano.
De pronto percibí un leve cambio en el ambiente. El batir de los
tambores se había vuelto más pausado y las gaitas habían comenzado
a interpretar una melodía más suave y melancólica.
Abrí los ojos. Los asistentes estaban sumidos en un profundo si-
lencio, enfrascados en la música. Me sentía mareado. Miré los rostros
de los músicos y observé que mostraban una expresión inane, vacua,
como si estuvieran ebrios.
La música que sonaba no era una alegre canción navideña, sino
algo infinitamente más triste. Traté de levantarme, pero no pude, sub-
yugado por la monótona melodía que sonaba machaconamente, como
alguien que repite el mismo gesto una y otra vez.
En aquel momento percibí el extraño aroma, el que exhalaba mi
hermana, y de nuevo me sentí embargado por un poderoso deseo
sexual.
De pronto todos los asistentes, que se hallaban desperdigados por
la espaciosa habitación y la escalinata, lanzaron una exclamación de
asombro. Algunos ocultaron su rostro y otros retrocedieron espan-
tados.
-¿Qué sucede? -pregunté.
Mi padre permaneció inmóvil, estupefacto, junto a mi hermana
Emaleth y otros parientes y jefes de clanes, mientras los tambores y
las gaitas seguían sonando.
El aroma se había vuelto más intenso. Mientras me esforzaba por
permanecer erguido, vi entrar aun grupo de personas vestidas con
prendas blancas y negras.
No era la primera vez que veía esos austeros trajes, esos cuellos
blancos y rígidos. Eran puritanos. ¿Habían venido acaso para decla-
rarnos la guerra?
Avanzaron hacia nosotros formando un grupo compacto, como si
ocultaran algo o a alguien entre ellos. Los músicos seguían tocando,
ajenos ala presencia de los intrusos, tan subyugados por la melodía
como yo mismo.
Sentí deseos de exclamar: «¡Mirad, han venido los protestantes!»,
pero me contuve. El penetrante olor hacía que me sintiera aturdido.
Al cabo de unos minutos los desconocidos se apartaron y en me-
dio de ellos apareció una enana con una grotesca joroba, sonriendo y
observándome con mirada febril.
-¡Taltos! ¡Taltos! ¡Taltos! -gritó, avanzando hacia mí.
 
 
 
 
De pronto comprendí que el olor provenía de ella. Mi hermana se
precipitó hacia la enana, pero mi padre la detuvo bruscamente.
La enana la miró con rencor y exclamó:
-¡No podrás impedir que mi alto y apuesto hermano y yo en-
gendremos gigantes!
La enana abrió los brazos, desgarrándose el harapiento vestido y
revelando unos voluminosos pechos que colgaban sobre su menudo
vientre.
Aspiré su potente aroma, sintiendo que estaba a punto de perder
el conocimiento. La enana se encaramó a la mesa y la contemplé fas-
cinado, como si se tratara de una hermosa y esbelta mujer, mientras
ella me acariciaba con sus largos y delicados dedos. «Una auténtica
hembra de tu especie.»
-¡No, Ashlar! -gritó mi hermana.
Pero mi padre le asestó un puñetazo, derribándola al suelo.
La mujer sonrió. Mientras yo la observaba, su cabello dorado ro-
jizo empezó a crecer, desparramándose por su espalda desnuda y en-
tre sus pechos. Ella alzó este tupido velo y me mostró su desnudez,
acariciándose los pechos y mirándome lascivamente. Luego separó los
secretos labios de la sonrosada y húmeda boca que tenía entre las
plernas.
Yo había perdido la razón; me dominaban la pasión, la música y la
fascinante belleza de la mujer que tenía ante mí. Alguien me ayudó a
subirme sobre la mesa, y la mujer se tumbó y se abrió de piernas.
-¡Taltos! ¡Taltos! ¡Taltos! ¡Engendrad un Taltos!
Las gaitas y los tambores sonaban cada vez más fuerte, como si no'
existieran límites para el volumen que podía alcanzar la música. Con-
templé los labios que asomaban entre el vello púbico de la mujer,
abiertos, sonrientes, como si fueran a hablar. Estaban húmedos, y yo
percibía su potente aroma, los deseaba, los necesitaba.
Saqué el miembro, lo introduje entre sus piernas y empecé a mo-
verme con fuerza.
Sentí un éxtasis similar a cuando mamaba de los pechos de mi
madre, como no había vuelto a sentirlo desde que me acosté con las
rameras en Florencia, mientras escuchaba sus risas y les acariciaba sus
suaves pechos y el vello secreto oculto bajo sus faldas. Noté que los
labios de la mujer me oprimían el miembro, haciéndome gritar de
placer y desear que aquellos momentos no concluyeran nunca. ¡Pen-
sar que había vivido sin conocer ese exquisito goce! Había sido un
idiota.
Las tablas de la mesa crujían debajo de nosotros. Las tazas caye-
ron al suelo. Yo estaba empapado en sudor; el calor del fuego me :
abrasaba.
 
 
 
 
Debajo de mí, sobre las duras tablas de madera, entre charcos de
vino y restos de comida, yacía, no una hermosa mujer pelirroja, sino
una enana deforme que sonreía mostrándome su desdentada boca.
-¡No me importa! ¡Dámelo! -exclamé enloquecido de pasión.
Había perdido la razón y la noción del tiempo.
De pronto noté que me separaban de la enana, mientras ésta se-
guía moviéndose sobre la mesa y un ser monstruoso brotaba del os-
curo orificio donde había depositado mi semilla.
-¡No quiero verlo! -grité-. ¡Basta! ¡Perdóname, Dios mío!
Los asistentes rompieron a reír, mientras el sonido de los tambo-
res y las gaitas retumbaba en mis oídos. Creo recordar que me puse a
gritar como una bestia herida, aunque no alcanzaba a oír mis gritos.
Del vientre de la bruja brotó un nuevo Taltos, un monstruo, el
cual sacó primero sus gigantescos brazos dotados de unas manos
y unos dedos desmesuradamente largos. Después asomó la estrecha y
viscosa cabeza, mientras la madre profería un grito de dolor, y per-
maneció postrado sobre la mesa, mirándome con aire desafiante.
A medida que aumentaba rápidamente de tamaño, empezó a des-
lizarse sobre la mesa, con los ojos brillantes, la boca abierta, el terso
cutis resplandeciente y perfecto como el de una criatura humana.
Luego se abalanzó ávidamente sobre su madre, como había hecho yo
mismo al nacer, y empezó a mamar de sus pechos. Cuando estuvo sa-
ciado se incorporó, mientras la gente aplaudía y vitoreaba.

-¡Taltos! -gritaron-. ¡Engendrad un Taltos femenino! ¡Una
hembra! ¡Engendrad otros Taltos hasta que amanezca!
-¡No, basta! -grité.
Pero mientras el monstruo que acababa de nacer, esa horripilante
criatura, ese extraño gigante, se montaba sobre la bruja y copulaba
con ella como había hecho yo, trajeron a otra grotesca enana y la co-
locaron ante mí, obligándome a tumbarme encima de ella. Mi miem-
bro la buscó; la deseaba, la olía.
¿Dónde estaban mis santos?
Los asistentes entonaban cánticos con voz monótona e incesante
al son de los tambores, mientras golpeaban el suelo con los pies.
Cuando me separaron de la bruja, noté que tenía la vista nublada. Al-
guien me arrojó un vaso de vino ala cara para despejarme. En aquel
momento, la segunda mujer que me habían traído parió otro mons-
truoso ser .
-¡Taltos! ¡Taltos! ¡Taltos! -gritaron todos-. ¡Es una hembra!
¡Tenemos la pareja!
Los asistentes empezaron a gritar enloquecidos ya bailar, pero no
formando círculos, sino agarrados del brazo y saltando sobre la mesa,
las sillas y la escalinata. Mi padre presenciaba la escena furioso y ho-
rrorizado, meneando la cabeza. Trató de decirme algo, pero sus pala-
bras quedaron sofocadas por los gritos de la multitud.
-jEngendrad Taltos hasta la mañana de Navidad! -gritaban-.
jEngendradlos para que mueran en la hoguera!
Cuando conseguí ponerme en pie, vi que un grupo de personas se
abalanzaba sobre el primer monstruo que había nacido, un chico tan
alto como su padre, y lo arrojaba a las llamas.
-jDeteneos en el nombre del Señor! -exclamé. Pero nadie me
oyó.
Ni yo mismo oía mis palabras y los gritos del monstruo, aunque
vi la angustia pintada en su terso semblante. Desesperado, me arrodi-
llé, incliné la cabeza y recé:
-Dios mío, ayúdanos. Detén esta barbarie. Nos utilizan para el
sacrificio, como si fuéramos corderos. No permitas que nos maten a
todos.
La multitud rugía y seguía danzando y cantando con voz monó-
tona. De pronto oí unos gritos más potentes que los míos. Era impo-
sible no oírlos.
Al alzar la cabeza vi que unos soldados habían forzado las puertas.
Un centenar de hombres irrumpió en la sala. Por cada hombre arma-
do con un escudo y una espada, había un pastor o un campesino que
blandía una horca o un azadón.
-¡Hechiceros! -gritaron los soldados.
Yo me levanté y traté de imponer silencio mientras los agresores
se precipitaban sobre los asistentes, cortándoles la cabeza y apuña-
lándolos mientras éstos suplicaban que se apiadaran de ellos. Los
hombres trataron de proteger a las mujeres, pero fue en vano; incluso
los niños fueron víctimas de la furia de nuestros agresores.
Unos hombres me sujetaron por los brazos y me sacaron del cas-
tillo, junto con los otros monstruos y las brujas que los habían parido.
Hacía mucho frío y los lamentos y gritos de guerra reverberaban en
todo el valle.
-¡Dios mío, ayúdanos! -grité-. ¡Esto es injusto! ¡Castiga a los
que hayan pecado, pero no a las víctimas inocentes!
Los hombres me arrojaron al suelo de piedra de la catedral y me
arrastraron a través de la nave. Vi unas llamas y oí el ruido de los
cristales de las vidrieras al romperse. Sentí que el humo me asfixiaba
y que mi piel se laceraba mientras me arrastraban por el suelo de la
catedral. A lo lejos vi que la paja del pesebre comenzaba a arder,
mientras los aterrados animales trataban inútilmente de escapar de
las llamas.
Al fin me arrojaron a los pies de la tumba de san Ashlar.
-¡Arrojadlo a través de la vidriera! -exclamaron unas voces.
 
 
 
 
-Al incorporarme comprobé que todos los bancos y los ornamen-
tos de la catedral estaban ardiendo. Las llamas lo devoraban todo,
mientras que las víctimas de la matanza no cesaban de gemir y gritar .
De pronto, unas manos me sujetaron por los brazos y las piernas y me
arrojaron a través de la vidriera del santo.
Sentí el impacto en mi rostro y mi pecho y oí estallar el cristal.
«Voy a morir -pensé-. Al fin mi alma alcanzará la paz. Subiré al
cielo, entre las estrellas, y el Señor me explicará los motivos de esta
barbarie.»
Me pareció ver el valle. Vi la población en llamas: todas las casas,
chabolas y cobertizos ardían. Vi el suelo sembrado de cadáveres y
comprendí que no eran alucinaciones. Estaba vivo.
En aquel momento apareció la multitud y noté que unas manos
me agarraban y empezaban a arrastrarme de nuevo.
-¡Conducidlo hacia el círculo! -exclamaron unas voces-. ¡Lle-
vadlos a todos, a las brujas ya los Taltos, y quemad los en el círculo!
De pronto noté que me sumía en la oscuridad. Traté desespera-
damente de no perder el conocimiento, de ganar tiempo. «Dios mío
-pensé-, no permitas que muera en la hoguera.»
Cuando me obligaron a ponerme en pie vi que estaba rodeado por
el viejo círculo de piedras. Sus toscas siluetas se recortaban sobre el
cielo y las llamas devoraban la población y la maravillosa catedral, la
cual había quedado reducida a un montón de cascotes.
Alguien me arrojó una piedra, y otra, y otra más. Noté que un
hilo de sangre se deslizaba por mi rostro. Oí el crepitar de las llamas
y sentí su calor mientras la multitud seguía apedreándome. Tenía el
cuerpo tan dolorido que cuando me rozaron las llamas apenas las
sentí.
-Te encomiendo mi alma, Señor. Soy tu humilde siervo. Apiáda -
te de mí, Dios mío. Apiádate de mí, Jesús. Apiádate de mí, Virgen
María, Madre de Dios, ahora y en la hora de... En tus manos enco-
miendo mi alma.
 
Luego...
No vi el rostro de Dios.
No vi al Niño Jesús entre mis brazos.
No vi a la Virgen María. «Ahora y en la hora de nuestra muerte.»
No vi la luz.
No presencié el juicio final.
No vi el cielo.
No vi el infierno.
...
No vi las tinieblas.
...
 
 
 
 
Y de pronto apareció Suzanne.
La oí invocar mi nombre.
Ashlar, san Ashlar...
 
Apareció como una luminosa visión en medio del círculo de pie-
dras y oí su voz.
Al principio sonaba muy débil, como a través de un largo túnel
formado por el tiempo, como una pequeña chispa. Luego, poco a po-
co, la percibí con más claridad:
-Ven, Lasher, escucha mi voz.
-¿Quién soy yo?
¿Era ésa mi voz? ¿Era yo quien había formulado esa pregunta?
El tiempo no existía. No existía el pasado, ni el futuro, ni la me-
mona...
Tan sólo una vaga y cálida visión a través de la niebla, una borrosa
entidad que se alzaba en medio del círculo de piedras.
Luego percibí su respuesta, pronunciada con voz infantil, su risa,
su amor:
-Eres Lasher, mi vengador. ¡Mi Lasher!

 
 
 
 
37
 
Lasher permaneció sentado en silencio, con la cabeza inclinada y
las manos apoyadas en la mesa.
Michael no dijo nada, sino que miró de soslayo a Clement Nor-
gan, a Aaron ya Erich Stólov. El rostro de Aaron expresaba compa-
sión. Stólov estaba atónito.
El rostro de Lasher revelaba una profunda serenidad. Tenía
los ojos llenos de lágrimas, unas lágrimas que relucían como joyas.
Michael se estremeció, como si quisiera liberarse del hechizo que
ejercía sobre él la belleza de aquel monstruo, su voz suave y acari-
ciadora.
-Estoy en sus manos, caballeros -dijo Lasher con suavidad,
observando a Erich Stólov-. He regresado al cabo de varios siglos
para solicitar la ayuda de su organización. En cierta ocasión me la
ofrecieron, me explicaron sus propósitos, pero no les creí. Ahora me
siento perseguido y amenazado de nuevo.
Stólov miró tímidamente a Aaron ya Michael. Norgan observó
fijamente a Stólov, como si aguardara que éste le diese instrucciones.
-Has hecho bien -respondió Stólov-. Has obrado juiciosa-
mente. Estamos dispuestos a llevarte a Amsterdam. Por eso hemos
venido.
-No dejaré que se lo lleven -dijo Michael.
-¿Qué pretende que hagamos? -preguntó Stólov-. ¿Que nos
crucemos de brazos mientras contemplamos cómo lo destruye?
-Ya has oído mi historia, Michael -dijo Lasher con tristeza,
enjugándose los ojos con el dorso de la mano, como un niño.
-Te garantizo que nadie te hará daño -afirmó Stólov. Luego se
volvió hacia Michael y añadió-: Lo llevaremos aun lugar donde no
pueda lastimar a nadie, ni a usted ni a ninguna Mayfair. Conseguirán
olvidarse de él, como si jamás hubiera estado aquí...
-No, aguarde -terció Lasher-. Has escuchado mi relato, Mi-
chael-dijo, mirándolo fijamente, implorando su perdón. Parecía el
Cristo de Durero-. No puedes lastimarme -prosiguió con voz en-
trecortada, embargado por la emoción-. No puedes matarme. ¿De
qué me culpas? Mírame a los ojos. Sé que eres incapaz de matarme.
-Estás loco -murmuró Michael.
Aaron apoyó la mano en el hombro de Michael y dijo:  
-No habrá más muertes. Lo llevaremos a Amsterdam. Acompa-
ñaré a Erich ya Norgan. Me aseguraré de que es conducido directa-
mente a la casa madre, donde permanecerá...
-No -replicó Michael.
-Es un misterio demasiado grande e insondable para que un hom-
bre lo destruya en unos segundos -dijo Stólov.
-Se equivoca -contestó Michael.
-Debemos investigarlo -dijo Aaron-. ¡Por Dios bendito! ¿Es
que no comprendes lo que significa, Michael? Trata de razonar.
-Por supuesto que lo comprendo -respondió Michael-. Ro-
wan también lo comprendió. ¡Al infierno con el misterio! -excla-
mó, mirando a Stólov-. Ése fue siempre su objetivo, ¿no es cierto? No
pretendía aguardar y reunir datos, sino hacer que los Taltos se unie-
ran, unir a un macho con una hembra para que se reprodujeran, tal
como el holandés le dijo a Lasher.
Erich meneó la cabeza.
-No queremos que nadie resulte herido -dijo-, y mucho me-
nos él. Deseamos estudiarlo, investigar sus rasgos y costumbres.
-Es mentira, es mentira -respondió Michael-. Todos, incluso
tú, Aaron, estáis metidos en el asunto. Os habéis dejado seducir por
ese monstruo.
-Mírame, Michael -murmuró Lasher-. Matar a alguien re-
quiere una gran fuerza de voluntad, una gran vanidad. ¿Por qué ha-
brías de matarme? ¿Acaso estás loco? ¿Estás dispuesto a arrojarme de
nuevo a las tinieblas sin estudiar el problema y tratar de conjurar el
hechizo? No creo que seas tan insensato y tan cruel.
-¿Por qué tienes tanto empeño en convencerme? -preguntó
Michael-. ¿Acaso no confías en que estos hombres te protejan?
-Eres mi padre, Michael. Ayúdame. Acompáñanos a Amster-
dam -contestó Lasher. Luego se volvió hacia Stólov y añadió-: Su-
pongo que tienen ya a la mujer, ala Taltos hembra. Yo no he conse-
guido engendrar una, pero ustedes la tienen.
Stólov no respondió, sino que se limitó a observarlo fijamente.
-Eso son meras conjeturas -contestó Aaron-. No poseemos
una Taltos hembra. No tenemos esos secretos, pero te ofrecemos
nuestra protección. Te ofrecemos un santuario donde te sentirás se-
guro, donde te interrogaremos y te ayudaremos en todo cuanto po-
damos.
Lasher esbozó una pequeña sonrisa y miró de nuevo a Stólov. Lue-
go volvió a enjugarse los ojos con su larga y delicada mano, mientras
Michael no apartaba la vista de él.
-Ellos mataron al doctor Larkin, Aaron -dijo Michael-. Ma-
taron al doctor Flanagan en San Francisco. Están dispuestos a destruir
cualquier obstáculo que se interponga en su camino. Desean obtener
un Taltos, tal como el holandés le dijo a Ashlar hace quinientos años.
Te han engañado, ya mí también. Tú lo sabías cuando entramos en
esta habitación.
-No puedo creerlo. ¿Qué tiene que decir a eso, Stólov? -pre-
guntó Aaron-. Norgan, vaya a llamar a Yuri. Está con Mona en la
otra casa. A víselo inmediatamente.
Norgan no se movió. Stólov se puso en pie lentamente y dijo:
-Comprendo que estb es difícil para usted, Michael. Desea ven-
garse, desea destruirlo.
-No intente llevárselo, amigo -respondió Michael-. No se lo
permitiré.
-Tranquilízate. Espera a Yuri -dijo Aaron.
-¿Para qué? ¿Para que podáis dominarme? ¿Has olvidado el
poema que te di?
-¿Qué poema? -preguntó Lasher con curiosidad-. ¿Sabes un
poema? ¿Por qué no me lo recitas? Me encantan los poemas. Rowan
solía recitármelos.
-Conozco infinidad de poemas -contestó Michael-. Escucha
estos versos y lo comprenderás todo:
 
Deja que el diablo narre su historia,
deja que suscite la ira de los ángeles.
Haz que los muertos resuciten,
y los alquimistas huyan.
 
-No comprendo esas palabras -dijo Lasher ingenuamente-.
¿Qué significan? Los versos no riman.
De pronto Lasher miró hacia el techo y Stólov hizo otro tanto;
mejor dicho, alzó la cabeza levemente, como si hubiera oído un ruido
sospechoso.
Era una música que sonaba débilmente y que provenía del viejo
gramófono de Julien.
Michael soltó una amarga carcajada y exclamó:
 
 
 
 
-¡Ya me había olvidado de ese trasto!
Acto seguido se levantó apresuradamente y se abalanzó sobre
Lasher, el cual retrocedió asustado y se colocó detrás de Stólov y
Norgan, quienes también se habían puesto en pie.
-No puedes matarme -murmuró Lasher-. No puedes hacerlo,
padre. J¡No dejaré que me mates!
-No podrás impedírmelo -respondió Michael.
-Eres como los protestantes, padre. Ellos querían destruir para
siempre la maravillosa vidriera.
-¡Peor para ti!
El monstruo se volvió hacia la izquierda y miró la puerta que
comuniba con las dependencias de la cocina.
Michael se volvió también rápidamente y vio a Julien de pie junto
a la puerta. Ofrecía el mismo aspecto de siempre, distinguido, con el
pelo blanco y los ojos azules, sonriendo divertido, con los brazos
cruzados como para impedirles el paso.
Lasher echó a correr hacia el pasillo mientras los demás trataban
de detenerlo. Michael le siguió, apartando bruscamente a Aaron de su
camino y golpeando a Stólov ya Norgan, que cayeron al suelo.
De pronto Lasher se detuvo en seco, con la mirada fija ante él.
Michael vio de nuevo a Julien, enmarcado por los gigantescos arcos
del vestíbulo y observándolos sin dejar de sonreír.
Cuando Michael trató de precipitarse sobre Lasher, éste dio me-
dia vuelta y echó a correr escalera arriba.
Michael lo persiguió, respirando trabajosamente, con los brazos
extendidos, intentando sujetarlo por un pie o el borde de la negra so-
tana. Oyó a Stólov subir la escalera tras él, jadeando, y de pronto notó
que lo agarraba del hombro.
En aquel momento Julien apareció en lo alto de la escalera, blo-
queando el acceso a la puerta que comunicaba con la parte posterior
de la casa. Al verlo, Lasher retrocedió apresuradamente y casi cayó al
suelo. Luego bajó hasta el descansillo del segundo piso y subió preci-
pitadamente por la otra escalera hacia la tercera planta.
-¡Suélteme! -le ordenó Michael a Stólov.
-¡No dejaré que lo mate! -contestó éste.
Michael se volvió bruscamente, alzó el puño izquierdo y le asestó
un gancho que hizo que Stólov bajara rodando todo el tramo de es-
calera.
Durante unos segundos, Michael contempló con pesar el cuerpo
de Stólov que yacía como un pelele al pie de la escalinata.
Mientras tanto, Lasher había alcanzado el dormitorio del tercer
piso y Michael le oyó cerrar la puerta y echar el cerrojo.
Michael corrió tras él y comenzó a golpear la puerta con los pu-  
ños, tratando de derribarla. Al fin le propinó una patada y oyó que la
cerradura cedía.
La música seguía sonando en el pequeño gramófono. La ventana
que daba al tejado del porche estaba abierta.
-Por el amor de Dios, Michael, no me hagas esto -murmuró
Lasher-. Mi único pecado ha sido tratar de sobrevivir .
-Tú asesinaste a mi hijo -respondió Michael-. Mi esposa se
está muriendo por tu culpa. Te apoderaste del cuerpo de mi hijo y lo
sometiste a tu voluntad. Has destruido a mi esposa, al igual que des-
truiste a su madre, ya la madre de su madre, ya otras mujeres. ¡Te
juro que te mataré! Te mataré en nombre de san Francisco, de san
Miguel, de la Virgen María y del Niño Jesús que tanto amas.
Tras estas palabras, Michael le asestó un puñetazo que estuvo a
punto de derribarlo y que hizo que brotara un chorro de sangre de su
nanz.
-¡No me mates! -gritó el monstruo.
-¿No querías ser un hombre de carne y hueso? Ahora sabrás lo
que siente un hombre al morir .
-¡Ya lo sé! ¡Ayúdame, Dios mío! -gritó Lasher.
Cuando Michael se abalanzó de nuevo sobre él, Lasher le propinó
una patada en la pierna al mismo tiempo que le asestaba un puñetazo,
derribándolo al suelo. Michael lo miró estupefacto, pues no imagina-
ba que un ser tan enclenque como Lasher poseyera tanta fuerza.
Al cabo de unos minutos Michael logró incorporarse. Estaba ma-
reado y le dolía el pecho.
-Maldito seas -murmuró-. Eres más fuerte de lo creía, pero no
conseguirás detenerme.
Michael se abalanzó de nuevo sobre el monstruo, pero éste lo es-
quivó y volvió a asestarle un violento puñetazo en la mandíbula.
-¡Coge el martillo, Michael! -dijo Julien.
Michael se volvió y vio que sobre la repisa de la ventana ha-
bía un martillo. Era el que había cogido para defenderse cuando regis-
tró la casa la noche que creyó que había penetrado un intruso y se
había topado con Julien. Lo cogió apresuradamente y, sosteniéndolo
con ambas manos, se precipitó sobre Lasher y se lo hundió en el
cráneo.
El martillo atravesó el cuero cabelludo y la fontanela -la abertu-
ra que todavía no se había cerrado- del monstruo. Éste miró a Mi-
chael estupefacto, con la boca abierta, mientras la sangre se deslizaba
por su rostro.
Michael extrajo el martillo de la herida y volvió a clavárselo en el
cráneo, hasta el cerebro. Era un golpe mortal, capaz de acabar con
cualquier ser humano, pero el monstruo siguió mirando a Michael fi-
jamente, con expresión vacía, mientras un espeso chorro de sangre
brotaba de la herida.
-j¡Ayúdame, Dios mío! -exclamó Lasher-. ¿Por qué, Señor,
por qué ? -gimió desesperado.
La sangre se deslizaba por su frente, su nariz y sus labios. Parecía
Jesús coronado de espinas.
Michael alzó de nuevo el martillo, dispuesto a golpearlo nueva-
mente.
En aquel momento apareció Norgan, jadeando y con el rostro
congestionado. Se abalanzó sobre Michael, pero éste le clavó el mar-
tillo en la frente. Norgan murió al instante.
Michael arrancó el martillo de la herida y Norgan cayó hacia de-
lante.
Lasher dio unos pasos vacilantes, como si estuviera a punto de
perder el equilibrio, gimiendo suavemente mientras la sangre le em-
papaba el negro cabello y las ropas. Al mirar hacia la ventana vio a una
joven de aspecto frágil de pie sobre el tejado del porche, entre las
sombras. Llevaba un vestido floreado que le llegaba hasta las rodillas
y el pelo corto. En torno al cuello lucía una cadena de oro de la que
pendía una espléndida esmeralda. La joven hizo un gesto con la mano,
indicándole que se aproximara.
-Ya voy, querida -dijo Lasher, precipitándose hacia la ventana
y encaramándose a la repisa de ésta-. Espérame, querida Antha. No
tecalgas.
Mientras Lasher se ponía en pie, tratando de no perder el equili-
brio, Michael se encaramó apresuradamente al tejado. Pero la joven
había desaparecido. Había anochecido y la luna brillaba en el cielo.
Ambos se hallaban a una distancia de tres pisos del suelo. Michael
golpeó de nuevo a Lasher con el martillo, hiriéndole en la sien, y éste
se precipitó al vacío.
El monstruo cayó sin proferir un grito y se estrelló contra las bal-
dosas del jardín.
Michael se metió el martillo bajo la cintura de los pantalones, sal-
vó la pequeña barandilla que rodeaba el tejado y empezó a descender,
sujetándose ala enredadera ya las ramas de los plátanos para amorti-
guar la caída.
El monstruo yacía sobre las baldosas como un monigote. Estaba
muerto.
Sus ojos azules contemplaban fijamente el cielo, y tenía la boca
abierta.
Michael se arrodilló junto a él y empezó a golpearle en el rostro
con el martillo, partiéndole los huesos de la frente, los pómulos y la
mandíbula.
 
 
 
 
Al cabo de unos minutos se detuvo y contempló al monstruo, el
cual yacía destrozado, como un muñeco de goma o de plástico. La
sangre brotaba a borbotones de las numerosas heridas que presentaba
en el rostro y el cuerpo.
No obstante, Michael lo golpeó de nuevo, clavándole el martillo
en el cuello y sajándole la yugular. Le golpeó una y otra vez, hasta casi
separarle la cabeza del tronco.
Al fin, exhausto, se sentó en el porche de la planta baja con el en-
sangrentado martillo en las manos, tratando de recobrar el alien-
to. Sintió una aguda punzada en el pecho, pero no le dio importan-
cia. Contempló el cadáver de Lasher, postrado a sus pies en el oscuro
jardín. Luego alzó la vista y observó el resplandor de la luna y las
estrellas. Unas ramas de plátano yacían sobre el cuerpo inerte del
monstruo, el cual había quedado reducido aun amasijo de huesos,
sangre, dientes y mechones de cabello negro.
Michael se incorporó. El dolor era más fuerte y apenas le dejaba
respirar. Pasó por encima del cadáver y atravesó la extensión de cés-
ped, contemplando la oscura fachada de la casa. Todas las luces esta-
ban apagadas y las ventanas quedaban ocultas por las ramas de los
plátanos y las magnolias. Luego dirigió la vista hacia los matorrales
que crecían junto a la verja y la calle, que estaba desierta.
El jardín se hallaba en silencio, al igual que la casa. No había tes-
tigos. Se había producido una muerte en el profundo silencio y las
sombras del Garden District, pero nadie la había presenciado. Nadie
se presentaría para interrogar a Michael; nadie había visto nada.
«¿Qué voy a hacer ahora?», se preguntó. Estaba temblando y te-
nía las manos sudadas y manchadas de sangre. Le dolía un tobillo;
probablemente se lo había torcido al descender por el emparrado o
cuando aterrizó en el suelo. No tenía importancia. Afortunadamente,
podía caminar y moverse. Debía limpiar el martillo. Michael se volvió
y contempló la parte posterior del jardín, donde se hallaba la piscina,
cuyas aguas relucían a la luz de la luna, y las gigantescas ramas de la
encina de Deirdre, que se alzaban hacia el cielo como si quisieran al-
canzar las pálidas nubes.
-Debajo de la encina -pensó-. Cuando haya recobrado el re-
suello...
De golpe se desplomó sobre la hierba.
 
 
 
 
38
 
Michael permaneció tendido en el suelo durante un rato. No esta-
ba dormido. El dolor aparecía y desaparecía de forma intermitente. Al
cabo de unos minutos se incorporó. Notó de nuevo un espasmo de
dolor, pero era menos intenso y estaba localizado en los ventrículos o
en las válvulas del corazón. En cualquier caso, no tenía importancia.
Se puso en pie y se dirigió hacia el camino empedrado.
La casa estaba a oscuras, silenciosa. «Mi amada Rowan... Aa-  
ron...» Pero no podía dejar el cadáver de Lasher tendido en el jardín.
Al aproximarse observó que éste parecía más aplanado, aunque
quizá se debía a la grotesca postura. Cuando se agachó y alzó el torso
del suelo, los restos de la cabeza -unos fragmentos de carne y hue-
So-, se desprendieron del tronco y cayeron sobre las baldosas.
«Regresaré más tarde para recoger la cabeza", pensó Michael.
Luego agarró el cadáver por los pies y empezó a arrastrarlo por el ca-
mino empedrado hacia la parte trasera del jardín.
No le costaría ningún esfuerzo desembarazarse de los restos del
monstruo después de haberlo matado. El cuerpo pesaba poco y decidió
tomarse las cosas con calma. Se le ocurrió enterrarlo debajo del mirto
que crecía junto a la fachada, donde una vez, de niño, al pasar frente a
la casa, había visto al «hombre» mientras éste le observaba sonriendo.
Pero luego pensó que podía verle alguien desde el otro lado de la
calle. No, era mejor enterrarlo en la parte trasera del jardín. Nadie le
vería enterrarlo debajo de la encina de Deirdre. Luego tendría que
desembarazarse de los otros dos cadáveres, el de Norgan y el de Stó-
lov. Sabía que Stólov estaba muerto; lo comprendió cuando lo vio
caer hacia atrás. Michael le había partido el cuello. Norgan también
estaba muerto.
 
 
 
 
Michael había intentado en vano reanimar a Stólov. Tal vez fuera
cierto lo que decían, que un miembro de la familia Mayfair podía
matar a alguien y nadie hacía nada.
El jardín trasero estaba oscuro y húmedo. Los plátanos habían
vuelto a crecer tras la helada de Navidad y sus ramas se extendían so-
bre la tapia. Debido a la oscuridad, Michael apenas podía ver las raíces
de la encina. Depositó el cadáver en el suelo y le colocó los brazos
sobre el pecho. Parecía un gigantesco muñeco, con sus grandes pies y
sus enormes manazas, blanco como el plástico, frío e inerte.
A continuación, Michael regresó junto al porche, donde yacía la
cabeza. Se quitó el jersey y la camisa y volvió a ponerse el jersey.
Luego cogió la cabeza con cuidado, procurando no mancharse más, y
envolvió los restos de la misma en la camisa, limpiando el charco de
sangre que había quedado con el pañuelo que llevaba en el bolsillo.
Se le ocurrió meter los restos de la cabeza en un tarro antes de sepul-
tarlos, pero no quería perder tiempo. Rowan le necesitaba y era posible
que Aaron estuviese malherido. Además, aún tenía que enterrar los
otros dos cadáveres y no podía arriesgarse a que alguien le viera.
Michael transportó la cabeza hasta la encina. Luego cerró la verja
que rodeaba la parte trasera del jardín, por si aparecía de improviso
algún Mayfair .
La pala estaba en el cobertizo. Michael jamás la había utilizado,
puesto que en la casa trabajaban unos jardineros, pero era preciso que
se desembarazara del cadáver antes de que alguien descubriese lo su-
cedido.
La tierra que rodeaba la encina estaba empapada a causa de la llu-
via, de modo que le resultó bastante fácil cavar un hoyo profundo. Las
raíces, sin embargo, representaban un obstáculo, pero al final consi-
guió cavar una fosa de forma irregular, más amplia de lo previsto y
muy distinta de las sepulturas rectangulares de las películas de horror
y los funerales modernos. Tras depositar el cadáver en la fosa, enterró
la cabeza envuelta en la camisa empapada de sangre. Debido a la hu-
medad y al calor, los restos del monstruo no tardarían en descompo-
nerse. Ya habían comenzado las lluvias primaverales.
Bendita lluvia. Michael contempló la fosa. Lo único que distin-
guió fue una mano blanca que asomaba entre la tierra. No parecía la
de un ser humano; tenía los dedos demasiado largos y los nudillos
excesivamente grandes. Más bien parecía de cera.
Luego alzó la vista hacia las oscuras ramas de los árboles. Había
empezado a llover, pero tan sólo unas gotas.
El jardín estaba desierto y silencioso. En el pabellón de huéspedes
no había ninguna luz encendida y en la vivienda contigua a la mansión
también reinaba el silencio.
 
 
 
 
Michael contempló la fosa por última vez. La mano parecía más
pequeña, más delgada, menos sustancial. Los dedos estaban apeloto-
nados y presentaban una extraña forma. Decididamente, no parecía
una mano humana.
De pronto observó algo que brillaba en la oscuridad, un leve des-
tello verde.
Michael se arrodilló junto a la fosa, apoyó la mano izquierda en el
borde de la misma para no perder el equilibrio y metió la derecha en
el hoyo.
Al cabo de unos instantes notó el duro y frío tacto de la esmeralda.
Michael agarró la cadena que había quedado adherida a la san-
grienta masa y sacó la mano del hoyo.
«Por fin te tengo», murmuró, contemplando la esmeralda.
Por lo visto, el monstruo la llevaba colgada alrededor del cuello,
dentro de la camisa.
Michael observó la maravillosa joya a la luz de las estrellas. No
sintió la menor emoción. Nada. Sólo la triste satisfacción de haber
recuperado la esmeralda Mayfair, de haberla rescatado de la siniestra
fosa donde reposaban los restos de quien, en definitiva, había perdido
la batalla.
Sí, había perdido la batalla.  
De pronto Michael notó que se le nublaba la vista. Todo estaba
muy oscuro y silencioso. Sostuvo la cadena en sus manos unos ins-
tantes, como si fuera un rosario, y luego se la guardó en el bolsillo de
los pantalones.
Acto seguido cerró los ojos, lo cual hizo que perdiera momentá-
neamente el equilibrio y casi cayera en la fosa. Cuando volvió a abrir-
los, distinguió el jardín débilmente. La mano había desaparecido en-
tre la tierra.
Súbitamente oyó un ruido, como si se cerrara la verja. ¿Habría al-
guien en la casa?
Debía apresurarse, por muy fatigado que se sintiera.
No podía perder tiempo.
Tardó unos quince minutos en cubrir la fosa con tierra.
La lluvia comenzó a arreciar, empapando las hojas de las camelias
y las baldosas del camino.
Michael permaneció unos minutos junto a la fosa, apoyado en la
pala, y recitó en voz alta unos versos del poema de Julien:
 
Mata a lo seres que no son humanos
con instrumentos toscos y crueles,
a fin de que sus atormentadas almas
consigan alcanzar la luz.
 
 
 
 
Luego se desplomó junto a la encina y cerró los ojos. El dolor era
más intenso, como si hubiera permanecido agazapado esperando
el momento de volver a atacar. Le costaba respirar, pero al cabo de
unos minutos el dolor remitió y su respiración adquirió de nuevo un
ritmo pausado y regular.
Michael permaneció postrado junto a la encina y al fin se quedó
dormido, suponiendo que alguien pueda dormir sabiendo que ha co-
metido un delito. Al cabo de unos momentos soñó que se sumía en
unas tinieblas donde le aguardaban otros, muchos otros, para inte-
rrogarlo, consolarlo y condenarlo. En el aire flotaban multitud de es-
píritus. ¿Acaso era preciso que uno se quedara dormido para verles el
rostro y percibir sus lamentos?
Tal vez. Acudieron a su memoria viejas imágenes, fragmentos in-
conexos de antiguas historias y sueños. Sin embargo, no se dejó arras-
trar por estos recuerdos.
Durmió durante unos minutos sintiéndose a salvo, en compañía
de la lluvia, la cual caía a su alrededor pero no conseguía alcanzarle, en
su jardín, al abrigo de la vetusta encina.
De pronto vio la imagen del cadáver, lívido y destrozado, que dor-
mía a sus pies, si es que es posible aplicar a los muertos una palabra
tan suave como «dormir».
Los vivos dormían plácidamente, como Michael. ¿Qué suerte les
aguardaba a quienes habían muerto, recientemente o hacía mucho
tiempo, a los que habían desaparecido definitivamente de la tierra?
Lívido, tendido como un monigote, derrotado de nuevo al cabo
de tantos siglos, enterrado en una fosa sin una lápida que lo identifi-
cara...
Michael se despertó sobresaltado y estuvo apunto de proferir un
grito.
 
 
 
 
39
 
Cuando alzó la vista vio a través de la valla que rodeaba la piscina
que la mansión estaba inundada de luz.
Había varias luces encendidas en la planta baja y en los pisos supe-
riores. Michael creyó ver a alguien entrar en una habitación del primer
piso. Quizá se trataba de Eugenia. Pobre anciana. Tal vez había pre-
senciado la escena. Tal vez había visto los cadáveres. Era como una
sombra oculta tras la persiana. Michael no estaba seguro de que fuera
ella. Se encontraba demasiado lejos para oír las voces de los ocupantes
de la casa.
Cuando se dirigió al cobertizo para dejar la pala, la lluvia comen-
zó a arreciar de nuevo, intensificando la fragancia de las flores y los
arbustos.
De pronto estalló un relámpago y unas gruesas gotas de lluvia ca-
yeron sobre su rostro y sus manos.
Michael abrió la verja y se dirigió al grifo que había junto a la pis-
cina. Tras quitarse el jersey, se lavó los brazos, la cara y el pecho. El
dolor persistía, como si algo le estuviera mordiendo, y notó que ape-
nas tenía tacto en la mano izquierda. No obstante, podía abrirla y ce-
rrarla. Luego se volvió hacia la encina, pero no consiguió distinguir la
fosa que yacía a sus pies.
La lluvia lavaba las baldosas sobre las que había muerto Lasher .
Caía con fuerza, arrastrando los restos de sangre, huesos y tejidos,
hasta que el suelo quedó completamente limpio.
Michael permaneció inmóvil, calado hasta las huesos. Deseaba fu-
marse un cigarrillo, pero sabía que la lluvia lo apagaría. A través de la
ventana del comedor vio la imagen borrosa de Aaron, sentado an-
te la mesa, como si no se hubiera movido de allí, y la de y uri, de pie
junto a él. Al lado de ellos había una figura que Michael no logró iden-
tificar .
De modo que había gente en la casa. Era de prever. Era lógico que
acabara apareciendo alguien, Beatrice, Mona u otro miembro de la
familia...
Después de que la lluvia hubo limpiado todas las manchas de san-
gre, Michael se encaminó hacia la entrada principal de la casa.
Había dos coches patrulla aparcados frente a la puerta, con las lu-
ces encendidas. Junto a ellos había varios hombres, entre los cuales se
encontraban Ryan y el joven Pierce. Mona estaba también allí, vestida
con unos tejanos y una camiseta. Al verla, Michael sintió deseos de
romper a llorar.
«¿Por qué no me arrestan? -pensó-. ¿Por qué no han registrado
el jardín? ¿Cuánto tiempo hace que ha llegado la policía? ¿Cuánto
tardarán en descubrir la fosa?»
Ésas y otras preguntas se agolpaban confusamente en su mente.
Observó que no había ninguna ambulancia, aunque eso no signi-
ficaba nada. Quizá Rowan había muerto y la habían trasladado al de-
pósito. «Debo subir a verla inmediatamente -pensó Michael-. No
me sacarán de aquí antes de que me haya despedido de ella con un
beso.»
Michael echó a caminar hacia los escalones de la entrada.
En cuanto lo vio, Ryan se precipitó hacia él y dijo:
-Gracias a Dios que has regresado. Ha sucedido algo inexcusa-
ble. Ha sido un malentendido. Ocurrió poco después de que te fueras.
Te prometo que no volverá a suceder .
-¿Qué ha pasado? -preguntó Michael.
Mona lo miró impasible. Presentaba un aspecto encantador y muy
juvenil, como de costumbre. Tenía unos ojos verdes que nunca deja-
ban de asombrarle. Michael recordó lo que había dicho Lasher sobre
las joyas.
-Como he dicho, fue un error -contestó Ryan-. Los guardias
y las enfermeras se marcharon, dejando la casa abandonada. Incluso
Henri se marchó. El único que permaneció aquí fue Aaron, que se
quedó dormido.
Mona hizo un gesto ambiguo y alzó una de sus suaves y bonitas
manos. Realmente, era una chica muy atractiva.
-¿Rowan está bien? -preguntó Michael. No recordaba lo que
Ryan había dicho; sólo sabía, por su expresión, que Rowan no había
muerto.
-Sí, perfectamente -respondió Ryan-. Por lo visto, se quedó a
solas en la casa con las puertas abiertas. Alguien les dijo a los guardias
que podían marcharse. Al parecer, se trataba de un cura de la parro-
quia, pero no hemos podido dar con él. No te preocupes, lo encontra-
remos. Ese individuo les dijo a las enfermeras que Rowan estaba bien
y que...
-Pero Rowan está bien, ¿no? -insistió Michael.
-Sí. No han robado nada. Eugenia estaba en su habitación, pero
no vio ni oyó nada sospechoso. Cuando llegaron Mona y Yuri, com-
probaron que la casa estaba vacía. Despertaron a Aaron y me avisaron
inmediatamente.
-Comprendo -dijo Michael.
-No sabíamos dónde estabas. Luego Aaron recordó que habías
salido a dar un paseo. Llegué tan pronto como pude. Menos mal que
no ha sucedido nada malo. Hemos despachado a las enfermeras y los
guardias y los hemos sustituido por otros.
-Ya lo veo -respondió Michael.
Al entrar en la casa comprobó que todo estaba intacto: la alfombra
roja que cubría la escalera, el tapiz oriental colocado frente a la puerta,
unas huellas de barro en el suelo, etcétera.
Michael se volvió y miró a Mona, que se hallaba detrás de su tío.
Los tejanos no podían ser más ceñidos. Michael pensó que la historia
de la moda en el siglo veinte habría sido muy distinta si el algodón
empleado para confeccionar esas prendas no fuera tan resistente.
-No han tocado nada -dijo Ryan-. No falta nada. Todavía no
hemos registrado toda la casa, pero...
-No te preocupes, lo haré yo mismo -respondió Michael.
-He doblado el número de guardias y enfermeras -prosiguió
Ryan-. Nadie está autorizado a salir de aquí sin permiso expreso de
un miembro de la familia. No hay derecho a que no puedas salir a
dar un paseo sin tener que preocuparte por Rowan.
-Sí -contestó Michael-, subiré a verla ahora mismo.
Rowan llevaba un camisón blanco de seda, de manga larga y con
unos puños estrechos. Su rostro mostraba la misma expresión de
asombro que cuando Michael la dejó. Tenía las manos cruzadas sobre
el pecho y estaba cubierta por una colcha de lino bordada, ribeteada
con una cinta azul. La habitación olía a limpio. El ambiente estaba
impregnado del aroma de las velas y las flores amarillas colocadas en
un jarrón, sobre la mesa que utilizaban las enfermeras.
-Son unas flores muy bonitas -observó Michael.
-Sí -respondió Pierce-. Cada vez que ocurre algo, Bea envía
flores. En cualquier caso, no creo que Rowan se diera cuenta de que se
había quedado sola.
-No, yo tampoco -dijo Michael.
Ryan siguió disculpándose y le juró a Michael que jamás volvería
a suceder nada parecido. De pronto, Hamilton Mayfair salió de entre
las sombras, saludó brevemente y se esfumó tan sigilosamente como
había aparecido.
Beatrice entró en la habitación gesticulando y haciendo tintinear
sus pulseras de oro. Michael notó su beso antes de verla y aspirar su
perfume a jazmín. Le recordaba la fragancia del jardín en verano. El
verano. No tardaría en llegar. La habitación se hallaba en penumbra,
como de costumbre; sólo estaban encendidas las velas y la lámpara de
la mesilla de noche. Beatrice abrazó a Michael y exclamó:
-¡Pero si estás empapado!
-Tienes razón -contestó Michael.
-Vamos, no pongas esa cara -dijo Bea en tono de reproche-.
No ha pasado nada. Mona y Yuri se ocuparon de todo. Estábamos
empeñados en averiguar lo sucedido antes de que regresaras.
-Gracias.
-Pareces agotado -terció Mona-. Necesitas descansar.
-Y quítate esa ropa -dijo Beatrice-. Vas a pillar un resfriado.
¿Dónde están tus cosas? ¿En la habitación delantera?
Michael asintió.
-Yo te ayudaré -dijo Mona.
-¿Dónde está Aaron? -preguntó Michael.
-Está perfectamente -respondió Beatrice, sonriendo-. No te
preocupes por él. Está tomándose una taza de té en el comedor. En
cuanto Mona y Yuri lo despertaron, se puso en acción. No le ocurre
nada. Te traeré un poco de té. Deja que Mona te ayude. Y quítate esa
ropa de una vez.
Bea miró a Michael de arriba abajo. El jersey y los pantalones es-
taban empapados, por lo que no se distinguían las manchas de sangre.
Pero cuando la ropa se secara sí que se notarían, pensó Michael.
Mona entró en el dormitorio delantero y Michael la siguió. Todo
estaba intacto. Michael observó el lecho matrimonial, cubierto con un
dosel blanco, y las rosas amarillas colocadas en la repisa de la chime-
nea. Las cortinas estaban descorridas y la luz de las farolas penetraba
por las ventanas, a través de las ramas de las encinas. «Parece una ha-
bitación construida en lo alto de un árbol», pensó Michael.
Mona le ayudó a quitarse el jersey.
-Estas prendas están tan viejas que voy a hacerte un favor -di-
jo-. Voy a quemarlas. ¿Sabes si la chimenea tira?
Michael asintió.
-¿Qué hiciste con los cadáveres de esos dos hombres?
-No hables tan alto -contestó Mona, bajándole la cremallera
de la bragueta-. Yuri y yo nos encargamos de todo. No hagas pre-
guntas.
-Supongo que sabes que lo maté -dijo Michael.
Mona asintió.
-Sí. Ojalá hubiera estado presente. Me hubiera encantado ver a
ese individuo de cerca.
-No lo creo. y no se te ocurra buscar su cadáver ni preguntarme
dónde lo he enterrado...
Mona guardó silencio. Mostraba una expresión firme y decidida,
ajena a su influencia, a su ternura ya la preocupación que él sentía por
ella. Su mezcla de inocencia y sabiduría le intrigaban. Poseía una be-
lleza fresca y juvenil, aunque en ocasiones parecía enfrascada en os-
curos pensamientos poco acordes con su edad.
-¿Te sientes decepcionada? -preguntó Michael.
Mona no respondió. En aquellos momentos parecía una mujer
madura, responsable. Tenía el aire de misterio -el simple misterio
de otro ser, desconocido debido a su naturaleza e individualidad- de
una persona a la que nunca llegaremos a poseer ni lograremos com-
prender del todo.
Michael sacó del bolsillo la esmeralda, cubierta de barro, y se la
entregó. Mona lo miró perpleja.
-Llévatela -dijo Michael-. Es tuya. Tómala. No intentes ave-
riguar nada. No es necesario que lo comprendas.
Mona lo observó en silencio, seria, tratando de asimilar sus pala-
bras pero sin dejar traslucir sus emociones. Su expresión denotaba
respeto o, tal vez, simplemente frialdad.
Mona cerró el puño, como si quisiera ocultar la esmeralda, y dijo
tranquilamente:
-Ve a darte un baño. Descansa un rato. Pero antes dame los pan-
talones, los calcetines y los zapatos. Me desharé de ellos.
 
 
 
 
40
 
La luz del amanecer lo despertó. Al incorporarse comprobó que
estaba en la habitación de Rowan, sentado junto a su lecho. Ella lo
observaba como si pudiera verlo. Michael no recordaba haberse que-
dado dormido.
Durante la noche le había relatado toda la historia. De cabo a rabo.
le contó la historia de Lasher y cómo lo había matado, clavándole el
martillo en el cráneo y atravesándole la fontanela. No sabía si hablaba
lo suficientemente alto para que ella le oyera, pero confiaba en que le
hubiera entendido. Se lo contó de un tirón, sin ninguna interrupción.
Estaba seguro de que Rowan querría saber cómo había terminado la
historia. Según le había dicho al conductor del camión, estaba ansiosa
por regresar a casa.
Cuando terminó de narrarle la historia, Michael guardó silencio.
Al cerrar los ojos le pareció oír la voz de Lasher hablándole sobre su
amada Italia, el cálido sol y el Niño Jesús. Michael se preguntó si le
habría hablado de ello a Rowan.
Asimismo, se preguntó si el alma de Lasher estaría ahí arriba, si
era cierto que san Ashlar regresaría de nuevo a la tierra. ¿Dónde apa-
recería de nuevo? ¿En Donnelaith o aquí, en esta casa? Era imposible
adivinarlo.
-Cuando eso ocurra yo ya estaré muerto -dijo suavemente-.
Tardó un siglo en aparecer ante Suzanne. Pero no creo que siga aquí.
Creo que ha hallado la luz. y Julien también. Puede que Julien le
ayudara a encontrarla. Es posible que las palabras de Evelyn fueran
ciertas.
Michael recitó el poema en voz baja, deteniéndose unos segundos
antes de pronunciar los últimos versos.
 
 
 
 
Aniquila a los hijos del mal,
no te apiades de sus inocentes sonrisas,
pues de otro modo la primavera no brillará,
ni reinarán los nuestros en el edén.
 
Aguardó unos momentos y luego dijo:
-Lo siento por él. Fue horroroso. Pero tenía que hacer lo que
hice. Lo hice por amor a mi esposa y mi hijo. Existían razones de más
peso y sé que los otros no lo hubieran hecho. Pero debía hacerlo,
porque, de lo contrario, él hubiera acabado conquistándolos a todos.
Eso fue lo horroroso. Era un ser puro.
Después, Michael se había quedado dormido. Soñó con Inglate-
rra, con valles nevados y catedrales. Supuso que tendría esos sueños
durante un tiempo. Quizá los tendría siempre. Pese a que lucía el sol,
estaba lloviendo. Era una buena señal.
-¿Quieres que te cante, cariño? -preguntó suavemente. Luego
se echó a reír-. Sólo conozco unas veinticinco canciones irlandesas.
Pero, de pronto, sintió una profunda tristeza al recordar el rostro
de Lasher mientras le contaba que solía cantar para los fieles, y sus
grandes e inocentes ojos azules. Recordó la suave barba negra y el
vello que le cubría el labio superior, su vivacidad, un tanto pueril, y la
forma en que había cantado sotto voce para demostrarles cómo sona-
ba la melodía.
«Está muerto, yo lo he matado.» Michael se estremeció. Había
amanecido. «No te preocupes más. Levántate.»
En aquel momento entró Hamilton Mayfair .
-¿Te apetece una taza de café? Me quedaré un rato con ella. Está
muy guapa esta mañana.
-Siempre está guapa -respondió Michael-. Gracias. Bajaré a
estirar las piernas.
Salió de la habitación y bajó la escalera.
La casa estaba inundada de luz, y las gotas de lluvia relucían sobre
los cristales de las ventanas.
Michael percibió el olor procedente de la chimenea del dormito-
rio. Mona la había encendido la noche anterior para quemar sus pan-
talones y su jersey.
Sintió deseos de encender la chimenea del salón y tomarse el café
ahí, al calor del fuego y del sol que penetraba en la estancia.
Atravesó el salón y se dirigió a la primera chimenea, su favorita,
con sus flores talladas en mármol. Luego se sentó, cruzó las piernas al
estilo indio y se apoyó en la piedra. No tenía fuerzas para prepararse
una taza de café, ni para ir a por leña para encender el fuego. N o sabía
quién estaba en la casa. N o sabía qué hacer .
 
 
 
 
Cerró los ojos. «Está muerto, tú lo has matado. Se acabó.»
De pronto oyó que alguien abría y cerraba la puerta principal y, al
cabo de unos instantes, apareció Aaron. Al ver a Michael se llevó un
pequeño sobresalto.
Aaron iba perfectamente peinado y afeitado; llevaba una chaque-
ta de lana gris claro, camisa blanca y corbata. Tenía aspecto de haber
descansado.
-Sé que nunca me perdonarás -dijo Michael-, pero no tuve más
remedio que hacerlo.
-¿Por qué no voy a perdonarte? -repuso Aaron en tono tran-
quilizador-. No te preocupes. No pienses en ello. Olvida este des-
agradable episodio. Lo que lamento es no haber podido ayudarte. No
podía hacerlo.
-¿Por qué? ¿Porque te atraía su misterio, porque te inspiraba
lástima o por cariño?
Aaron reflexionó unos momentos antes de responder. Miró a su
alrededor para cerciorarse de que estaban solos y luego se sentó en un
sillón tapizado con un tejido de ganchillo.
-Sinceramente, no lo sé -contestó con aire serio-. Sólo sé que
no podía matarlo. -Luego añadió con una voz apenas audible-:
Hubiera sido incapaz.
-¿Y la Orden?
-No sé qué decirte sobre la Orden. He recibido unos mensajes
ordenándome que me ponga en contacto con la casa matriz de Ams-
terdam o Londres. Quieren que regrese, pero no lo haré. Yuri hallará
la respuesta. Partió esta mañana. No quería dejar a Mona, pero al final
lo convencí. Ha prometido llamarnos todas las noches. Está tan ena-
morado de Mona que, de no ser porque tenía que cumplir esta misión,
no se habría separado de ella. Quiere hablar con los Mayores. Está
empeñado en averiguar lo sucedido, si Stólov y Norgan fueron en-
viados aquí para capturar a Lasher y llevarlo a Europa, y, en tal caso,
si fueron los Mayores quienes se lo ordenaron.
-¿Y tú qué crees, o qué sospechas?
-Francamente, no lo sé. A veces pienso que me he pasado la vida
dejándome engañar por los demás. Tal vez envíen a alguien para que
me mate, como hicieron con los dos médicos. En caso de que eso
ocurra, no quiero que hagas nada. No puedes hacer nada al respecto.
Otras veces creo que la Orden no es más que un grupo de viejos eru-
ditos que se dedican a recabar información de casos interesantes, que
no existe ningún móvil oculto y siniestro, que al final descubriremos
que Stólov y Norgan decidieron por su cuenta capturar a Lasher para
tratar de crear otros seres como él. Cuando los informes médicos ca-
yeron en sus manos, vieron una posibilidad a la que no pudieron re-
sistirse. Supongo que Rowan sintió lo mismo cuando vio ese prodigio
médico y decidió llevárselo de aquí. «Los eruditos alimentan el mal..
Los científicos tratan de sacarle provecho.» Creo que eso fue lo que
sucedió. Descubrieron algo peligroso y útil. No actuaban de acuerdo
con los otros. Mintieron a los Mayores.. No lo sé. Ya no formo parte
de la organización. Sea lo que sea lo que descubran, no me lo comu-
nicarán.
-Pero ¿Y Yuri? ¿Crees que pueden hacerle daño?
Aaron soltó una amarga carcajada.
-Según ellos, no le guardan rencor. Yuri no les teme. Ha regre-
sado a Londres dispuesto a enfrentarse a ellos. Creo que es perfecta-
mente capaz de cuidar de sí mismo.
Michael pensó en Yuri, en su breve trato con él, en la impresión
que le había causado de inocencia, astucia y fuerza.
-La verdad es que no me preocupa -declaró Aaron-. Yuri de-
sea regresar para reunirse con Mona. Por consiguiente, sé que llevará
cuidado.
Michael sonrió.
-Supongo que tienes razón -dijo.
-Confío en que halle la respuesta. Está obsesionado con la Or-
den, con desentrañar el misterio de los Mayores, el propósito de la
organización. Imagino que Mona lo salvará, del mismo modo que
Beatrice me salvó a mí. Es extraño el poder que tiene esta familia. Es
un poder que no tiene nada que ver con... él.
-¿Y Stólov y Norgan? ¿Crees que vendrán a buscarlos?
-No. Olvida también ese asunto. Yuri se encargará de resolverlo.
No existen pruebas de que estuvieron aquí. Nadie vendrá a buscarlos,
te lo aseguro.
-Da la impresión de que estás resignado, pero no pareces satis-
fecho -observó Michael.
-Las heridas tardarán un tiempo en cicatrizar -respondió Aa-
ron con calma-. De todos modos, me siento más satisfecho que an-
tes. No estoy dispuesto a renunciar a mis creencias por culpa de dos
seres malvados.
-Lasher te explicó cuál era el propósito de la Orden -dijo Mi-
chael.
-Cierto. Pero eso sucedió hace tiempo, en otra época, cuando la
gente creía unas cosas en las que ahora no cree.
-Supongo que tienes razón.
-Yuri hallará la respuesta -dijo Aaron con un suspiro-. Estoy
convencido de que regresará.
-¿No temes que traten de lastimarte?
-No -contestó Aaron-. No creo que se molesten en intentar-
lo. Los conozco bien. Al fin y al cabo, he pasado muchos años metido
en la organización.
Michael guardó silencio.
-Sé que ya no formo parte de ella -prosiguió Aaron-. Sé que mi
hogar está aquí, que ésta es mi familia. Sé que estoy casado y que jamás
abandonaré a Beatrice. Quizá..., quizás... En cuanto a... Talamasca, a
sus secretos y propósitos..., me tienen sin cuidado. Creo que todo ello
dejó de importarme en Navidad, cuando Rowan perdió su primera
batalla. O tal vez fue cuando la vi postrada en la camilla, inconsciente.
El caso es que ya no me importa. y cuando algo deja de importarme,
procuro borrarlo de mi mente.
-¿Por qué no llamaste a la policía para denunciar la muerte de
Stólov y Norgan?
Aaron miró asombrado a Michael.
-Ya conoces la respuesta. Te debía ese favor, ¿no crees? Quisiera
transmitirte un poco de mi serenidad. Por otra parte, fueron Mona y
y uri quienes decidieron no decir nada. Yo estaba demasiado aturdido
para tomar ninguna decisión. Hicimos lo que nos pareció más senci-
llo. Es lo más aconsejable.
-¿Lo más sencillo?
-Sí, lo que tú hiciste con Lasher .
Michael no respondió.
-Queda mucho por hacer -dijo Aaron-. La familia todavía no
comprende que está a salvo, pero no tardará en darse cuenta. La vida
de todos cambiará en cuanto comprendan que la pesadilla ha termi-
nado. Ya no será necesario que mantengan las persianas bajadas; po-
drán dejar que penetre el sol.
-Sí.
-Haremos que los mejores especialistas visiten a Rowan. Quería
traerte una cinta, el Canon de Pachelbel. Bea me contó que, un día que
Rowan fue a visitarla, le puso esa pieza y ella le dijo que la entusias-
maba.
-¿Crees todo lo que dijo Lasher sobre el Taltos, las leyendas y
los duendes?
-Sí y no. -Aaron reflexionó unos instantes y luego añadió-:
Estoy harto de secretos y misterios. -Parecía sorprendido de la tran-
quilidad con que se tomaba el asunto-. Deseo estar con mi familia. I
Quiero que Deirdre Mayfair me perdone por no haberla ayudado; que
Rowan Mayfair me perdone por no haber impedido que resultara las-
timada. Quiero que tú me perdones por el daño que has sufrido, por
dejar que cargaras tú solo con la responsabilidad de matarlo. y luego
quiero olvidar.
-Al final, ha ganado la familia-dijo Michael-. Ha ganado Julien.
 
 
 
 
-Has ganado tú -respondió Aaron-. y Mona ha empezado a
conquistar algunas victorias -añadió sonriendo-. Sé que Mona es
como una hija para ti. Es una muchacha muy decidida. Iré a visitarla.
Afirma que está tan enamorada de Yuri que, si no la telefonea esta
noche, se volverá loca, como Ofelia. Tengo que ir a ver a Vivian ya la
anciana Evelyn. ¿Te apetece acompañarme? Daremos un paseo por
la avenida. Son unas diez manzanas.
-Ahora mismo no me apetece. Quizá más tarde. Ve tú.
Tras una breve pausa, Aaron dijo:
-Quieren que vayas a la calle Amelia. Mona confía en que la ayu-
des a restaurar la casa. Está muy abandonada.
-Es una casa preciosa.
-Necesita que le eches una mano.
-De acuerdo. Anda, vete.
A la mañana siguiente se puso a llover de nuevo. Michael estaba
sentado debajo de la encina, junto a la fosa, contemplando la húmeda
tierra que la cubría.
Ryan se acercó para charlar con él, procurando no pisar la hierba
para no ensuciarse los zapatos. Michael comprendió que no se trataba
de nada urgente. Ryan tenía aspecto de haber descansado bien, como
si supiera que todo había terminado.
Ryan ni siquiera dirigió una mirada al lugar donde se hallaba la
fosa, ni reparó en que alrededor de las raíces de la encina la tierra pa-
recía haber sido excavada recientemente.
-Debo decirte algo -dijo Michael.
Ryan lo miró con cierto recelo y temor y luego asintió lentamente.
-El peligro ha pasado -dijo Michael-. Puedes prescindir de los
guardias. Sólo necesitamos a una enfermera que cuide de Rowan por
las noches. Despide también a Henri. Págale lo suficiente para que
pueda retirarse o envíalo a casa de Mona.
Ryan guardó silencio durante unos instantes y asintió de nuevo.
-Comunícaselo a los demás -continuó Michael-. Deben sa-
berlo. Ya no existe ningún peligro. Las mujeres pueden estar tran-
quilas, no sufrirán más; ya no habrá más muertes. Es posible que los
de Talamasca se pongan en contacto contigo. Si lo hacen, diles que
vengan a hablar conmigo. No quiero que las mujeres se preocupen
más. No sucederá nada. Están a salvo. En cuanto a los médicos que
murieron, desgraciadamente nada de cuanto pueda hacer o decir les
devolverá la vida.
Ryan abrió la boca como si quisiera hacer una pregunta, pero se
limitó a decir:
 
 
 
 
-Descuida, me encargaré de decírselo a todos. Me ocuparé tam-
bién de resolver el asunto de los médicos. En cuanto a Henri, creo
que es una magnífica idea enviarlo a casa de Mona. Patrick tendrá que
acostumbrarse a él; de todos modos, no está en condiciones de opo-
nerse. En realidad vine a ver cómo te encontrabas. Me alegro de que
estés bien.
Michael asintió y esbozó una leve sonrisa.
Después de comer, se sentó junto al lecho de Rowan y le dijo a la
enfermera que podía marcharse. No soportaba su presencia. Deseaba
estar a solas con su mujer. La enfermera había insinuado que tenía que
ir a visitar a su madre, la cual se hallaba ingresada en el hospital Touro.
-Puede marcharse -le dijo Michael-. Puedo arreglármelas yo
solo. Regrese a las seis.
La enfermera se mostró muy agradecida. Michael la observó a
través de la ventana mientras se alejaba. Al llegar a la esquina, la en-
fermera se detuvo y encendió un cigarrillo; luego se dirigió apresura-
damente hacia la parada del tranvía.
Michael se fijó en una mujer alta que se hallaba de pie, apoyada en
la verja. Tenía el cabello dorado rojizo, muy largo, y era bastante atrac-
tiva. Pero, como muchas mujeres hoy en día, estaba esquelética. Quizá
se trataba de una de las primas Mayfair, que había venido a visitar a Ro-
wan. Michael se apartó de la ventana, pensando que si llamaba al tim-
bre no le abriría. Estaba muy a gusto a solas con Rowan.
Regresó junto al lecho y se sentó en el sillón.
La pistola descansaba sobre la superficie de mármol de la cómoda.
Era un objeto grande, feo o hermoso según los sentimientos que le
inspiraran a uno las pistolas. Michael no tenía nada contra las armas,
pero no le gustaba tener una allí porque temía dejarse llevar por un
arrebato y pegarse un tiro. Miró a Rowan y pensó: «No puedo suici-
darme mientras tú me necesites, amor mío. No lo haré. Quizá suceda
un milagro...»
Se preguntó si Rowan sentiría algo.
El médico le había informado esta mañana que Rowan estaba más
fuerte, pero seguía sumida en un estado vegetativo.
Le habían administrado lípidos. Le habían dado un masaje en las
piernas y los brazos. Le habían pintado los labios para que tuviera
mejor aspecto y le habían cepillado el cabello.
Además, tenía que ocuparse de Mona, pensó Michael.
-Al margen de su relación con Yuri, me necesita -dijo en voz
alta-. Bueno, no es que me necesite, pero no quiero que nadie la las-
time ni a ella ni a nadie de la familia. Debo estar aquí el día de san Pa-
tricio para recibirlos a la puerta, para estrecharles la mano. Soy el due-
ño y señor de esta casa hasta que...
Se reclinó en el sillón, pensando en Mona, cuyos besos se habían
vuelto muy castos desde que Rowan había regresado a casa. Era una
muchacha muy atractiva. Qué curioso que Yuri y ella se hubieran
enamorado.
Quizá Mona y Pierce habían comenzado ya a trazar planes para el
Mayfair Medical.
«No le entregaremos la fortuna de la familia a esa delincuente juve-
nil», había afirmado Randall anoche, mientras discutía con Bea frente
a la puerta de la habitación de Rowan.
«Calla -contestó Bea-, no seas ridículo. Es como la realeza. Esa
chica es un símbolo. Eso es todo.»
Michael estiró las piernas, cruzó los brazos y observó la tentadora
pistola, con su gatillo gris plateado, su cilindro lleno de cartuchos y su
cañón metido en un estuche negro de plástico, cuya correa colgaba
formando una especie de soga para ahorcar a los reos.
«No, más adelante», pensó Michael. Aunque no creía que llegara a
pegarse un tiro. Era mejor ingerir algo, algo que le envenenara lenta-
mente. Luego se acostaría junto a ella y moriría estrechándola entre
sus brazos.
«Cuando ella muera -pensó-. Sí, eso es lo que haré.»
Decidió guardar la pistola en un lugar seguro para evitar acceden-
tes. Esta mañana habían acudido unos primos para visitar a Rowan,
acompañados de sus hijos, y el día de san Patricio la casa estaría llena
de niños. En la calle Magazine, a dos manzanas de allí, organizarían
un gran desfile con carrozas desde las cuales la gente arrojaría patatas,
coles y demás ingredientes utilizados para preparar un estofado ir- ,
landés. Según le habían dicho, a la familia le encantaba presenciar el
desfile. Él también disfrutaría.
Era preciso que quitara esa pistola de en medio. Uno de los niños
podía verla.
Silencio.
Seguía lloviendo. La casa crujía como si estuviera poblada de fan-
tasmas. De pronto Michael oyó el ruido de una puerta al cerrarse
bruscamente. Debía de ser el viento. Quizá se trataba de la portezuela
de un coche o de la puerta de una casa vecina. A veces, los sonidos
engañan.
La lluvia batía sobre la repisa de granito de la ventana, un sonido
peculiar de esa hermosa habitación.  
-Ojalá pudiera hablar con alguien, confesar lo que he hecho -di-
jo Michael en voz baja, mirando a Rowan-. Lo más importante es que
ya no debes preocuparte. Todo ha terminado de la forma en que creo  
que habrías querido que terminara. Me gustaría saber que me perdo-
nas. Es curioso. En Navidad, cuando creí que te había fallado, sentí
unos remordimientos atroces. y ahora que he ganado es peor. Es me-
jor no participar en ciertas batallas. La victoria cuesta demasiado cara.
Rowan permaneció impasible.
-¿Te apetece oír un poco de música, cariño? -preguntó Mi-
chael-. ¿Quieres que ponga un disco en el viejo gramófono? Me gusta
su sonido. Nadie lo oirá, salvo tú y yo. Iré a buscarlo.
Michael se levantó y la besó en los labios. Sabían a carmín. Eso le
recordó los tiempos del instituto y sonrió. Quizá le había pintado los
labios la enfermera. Rowan estaba pálida, muy guapa, con la mirada
perdida en el infinito.
Michael encontró el gramófono en el desván y lo cogió, junto con
unos discos de La Traviata. Permaneció inmóvil unos instantes, sos-
teniendo el gramófono y los discos, mientras admiraba a través de la
ventana la combinación de lluvia y sol.
La ventana estaba cerrada.
El suelo estaba limpio.
Michael pensó de nuevo en Julien, en su repentina aparición junto
a la puerta, impidiéndole el paso a Lasher .
-No había vuelto a pensar en ti desde entonces -dijo Michael-.
Confío en que hayas desaparecido para siempre.
El tiempo transcurría lentamente. Michael se preguntó si sería ca-
paz de utilizar de nuevo esta habitación. Observó la ventana y el bor-
de del tejado del porche. Recordó el último gesto de Antha, indicán-
dole a Lasher que la siguiera.
-Haz que los muertos regresen para ser testigos de tus actos
-murmuró.
Michael empezó a bajar la escalera lentamente. De pronto se detu-
vo, alarmado, casi antes de darse cuenta de lo que oía. ¿Qué era ese
sonido? Durante unos instantes permaneció inmóvil, sosteniendo el
gramófono y los discos. Luego los depositó en el suelo.
Le pareció oír a una mujer sollozando, ¿o era un niño? Era un
sonido desgarrador. No se trataba de la enfermera, la cual tardaría
unas horas en regresar. Los sollozos provenían de la habitación de .
Rowan.
Durante unos segundos Michael pensó que era Rowan quien es-
taba llorando, aunque en el fondo sabía que eso era imposible.
-Te quiero mucho -dlijo una voz desconocida-. Bebe leche.
Anda, bebe. Pobre mamá.
Michael sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. No alcan-
zaba a comprender lo que sucedía. Aterrado, bajó sigilosamente y se
asomó ala habitación de Rowan.
 
 
 
 
Vio a una joven sentada en el lecho. Era muy alta y delgada, como
Lasher, de tez pálida y con una cabellera de un rubio rojizo que le caía
por la espalda. Era la muchacha que había visto en la calle, apoyada en
la verja. Sostenía a Rowan entre sus brazos, mientras ésta mamaba de
su pecho derecho.
-Eso es, bebe leche -dijo la muchacha, con los ojos llenos de
lágrimas-. Me haces daño, pero debes beber leche. Así recuperarás
las fuerzas.
Luego, la joven se apartó ligeramente y le ofreció a Rowan su pe-
cho izquierdo. Ésta empezó a succionarlo ávidamente, agitando la
mano izquierda, como si quisiera agarrar la cabeza de la muchacha.
De pronto, la joven alzó la vista y miró aterrada a Michael. Tenía
Los ojos verdes e inmensos, como Lasher, su rostro era un óvalo per-
fecto y su boca parecía la de un querubín.
Rowan se incorporó, emitió un débil gemido, agarró a la mucha-
cha de los cabellos y se apartó bruscamente de ella.
-¡Michael! ¡Michael! ¡Michael! -gritó. Luego miró horrorizada
a la joven, señalándola con el dedo, mientras ésta se levantaba de un
salto y se tapaba los oídos. -¡Michael! -gritó Rowan de nuevo.
La joven rompió a llorar desconsoladamente, como una criatura.
-No, mamá, no -balbuceó, cubriéndose el rostro con sus largos
dedos-. No hagas eso, mamá.
-¡Mátala, Michael! -gritó Rowan-. ¡Mátala!
La joven retrocedió espantada.
-No, mamá, no... -dijo.
-¡Mátala! -repitió Rowan.
-¡No puedo! -contestó Michael-. ¡Dios mío, no puedo ma-
tarla!
-Entonces lo haré yo -dijo Rowan.
Acto seguido cogió la pistola que descansaba sobre la mesilla de
noche y, sosteniéndola con manos temblorosas, disparó tres veces
contra la joven, hiriéndola en el rostro. Una densa humareda invadió
la habitación.
Las balas destrozaron el rostro de la joven. La sangre brotó a bor-
botones a través de la ensangrentada máscara.
La chica cayó fulminada. Michael contempló el cuerpo que yacía
sobre la alfombra, con la cabellera desparramada sobre los hombros.
Rowan soltó la pistola y rompió a llorar histéricamente, cubrién-
dose la boca con la mano izquierda para sofocar sus sollozos. Luego
se levantó torpemente y se apoyó en uno de los pilares del lecho.
-Cierra la puerta -dijo con voz entrecortada.
Temblando, como si estuviera a punto de desplomarse, avanzó
unos pasos y se arrodilló junto al cuerpo de la joven.
 
 
 
 
-¡Emaleth! ¡Pequeña mía! -sollozó.
Estrechó entre sus brazos el cadáver de la muchacha, la cual lle-
vaba la camisa abierta. Su cabello, largo y sedoso como el de Lasher ,
cubría la sanguinolenta e informe masa que había sido su rostro. Sus
largas y delicadas manos yacían inertes, como las ramas de un árbol en
invierno, mientras en el suelo se formaba un charco de sangre.
-¡Mi pobre niña! -gimió Rowan.
Luego acercó los labios al pecho de la joven y empezó a mamar de
nuevo.
En la habitación no. se oía el menor ruido. Todo estaba en silencio.
Rowan succionó ávidamente el pezón izquierdo de la joven y luego el
derecho.
Michael la observaba estupefacto.
Unos minutos después, Rowan se incorporó, se limpió los labios
y emitió un largo y profundo gemido.
Michael se arrodilló junto a su esposa mientras ésta contemplaba
fijamente el cadáver de la joven, llorando desconsoladamente. Luego,
Rowan cogió con la yema del dedo una gota de leche del pezón dere-
cho de la joven y se lo llevó a los labios.
Al cabo de unos momentos se volvió hacia Michael y lo miró fi-  
jamente, como para darle a entender que lo sabía todo. Era ella, Ro-
wan. Estaba curada.
Después, sin dejar de llorar, cogió ambas manos de Michael como
si quisiera tranquilizarlo, aunque las suyas estaban frías y tembloro-
sas, y dijo:
-No te preocupes, Michael. La enterraré al pie de la encina. Na-
die sabrá lo ocurrido. La enterraré junto a él. Tú ya has hecho sufi-
ciente. Yo misma me encargaré de enterrar a mi hija.
Luego cerró los ojos y se recostó contra Michael.
-No te preocupes por nada -repitió, sollozando y acariciándole
la mano- ¡Mi querida niña! ¡Mi Emaleth! Yo misma le daré sepul-
tura.
Las diez de la noche,
5 de agosto de 1992.

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