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domingo, 5 de febrero de 2012

EL EXTRAÑO H. P. Lovecraft




EL EXTRAÑO
H. P. Lovecraft


Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel
que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y
alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles
descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus
ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el
arruinado y sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos
recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenza con ir más allá, hacia el otro.
No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y
con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados
corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de
pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y
quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles
arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje
y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un
escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber
atendido a mis necesidades, y sin embargo no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni
ninguna cosa viviente salvo ratas, muerciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera
me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental
de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo.
Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra
cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos
cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros
mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber
escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de
la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a
mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante
de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a
causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas
enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo
soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me
alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores,
de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto
de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que
en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis
manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía
en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era
vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se
interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí
mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro,
ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era
la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un
frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué
no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Antojóseme que la noche
había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna
ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio
cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado
la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un
obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre,
aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano,
tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la
losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció
luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había
terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor
circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de
observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar,
pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su
caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me
incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez
primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me
decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles
cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos
podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto
mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de
piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada,
pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto,
invadióme el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el
extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando
plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en
sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños
que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad
tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé
abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor de precipitarme desde la
increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y
grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora
estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan
simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva
de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la
verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de
mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba
fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se
extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético
anhelo de luz, ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni
me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de
luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis
circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una
especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo
abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de
curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos
remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos
de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un
venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante
familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y
que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas
alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las
ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre
de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré el interior y vi un grupo de personas
extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana,
apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban
en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi
mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en
venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido
concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado
y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas
los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios
sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con
las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las
paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos
espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo
viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una
presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación,
similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más
nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití —un aullido horrendo que me repugnó
casi tanto como su morbosa causa—, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible,
indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre
reunión en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo
que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de
podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de
algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo
—o al menos había dejado de serlo—, y sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus
rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas
humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más
aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un
tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin
nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaba
a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar
la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi
voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboléandome, di
unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la
proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que
enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba
más y más, cuando de pronto, mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por
debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por
mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus
árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se
erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el
supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se
desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y
execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de
mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté,
ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones
y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el
recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la
luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas
de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y sin embargo en mi nueva y salvaje libertad, agradezco casi la
amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño
a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia
esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué una fría
e inexorable superficie de pulido espejo.
F I N

...TAMBIEN PASEAMOS PERROS Robert A. Heinlein




«...TAMBIEN PASEAMOS PERROS»
Robert A. Heinlein



- ¡Servicios Generales... miss Cormet al habla...!
Se dirigió a la placa luminosa con la dosis justa de afectuosa amistad hospitalaria e impersonal eficiencia. La pantalla centelleó un momento, después apareció en ella la imagen estereotipada de una viuda gorda y rolliza, exageradamente vestida y enjoyada.
-¡Oh, amiga mía - decía la imagen -, ¡estoy tan desesperada! Me pregunto si podrá usted ayudarme...
- Estoy segura que sí - dijo miss Cormet, valorando rápidamente el coste del traje y las joyas (si eran buenas, se dijo haciendo una reserva mental) y decidió que era una clienta que podía dejar un buen provecho. - Cuente usted sus cuitas. Su nombre primero, si me hace el favor... - Apretó un botón sobre la mesa en forma de herradura que la envolvía, sobre el que había marcado DEPARTAMENTO DE CREDITO.
- Todo esto es tan complicado... - insistía la imagen. - A Peter se le ha ocurrido romperse la cadera.
- Miss Cormet apretó inmediatamente el botón marcado SERVICIO MEDICO. - Ya le había dicho que el polo era peligroso. No tiene usted idea, querida, de cómo sufre una madre. Y ahora, precisamente. Es tan inoportuno...
-¿Quiere usted que nos ocupemos de él? ¿Dónde está ahora?
-¿Ocuparse de él? ¡Qué tontería! El Hospital Conmemorativo se encargará de ello. Bastante lo hemos dotado, me parece. Es mi cena lo que me preocupa. La Princesa estará tan contrariada...
La luz de respuesta del Departamento de Crédito centelleaba furiosamente. Miss Cormet prosiguió el diálogo.
- Comprendo. Se lo arreglaremos nosotros. Y ahora deme su nombre, señora, y actual residencia.
- Pero ¿es que no sabe usted mi nombre?
- Podemos saberlo - miss Cormet eludió diplomáticamente la respuesta -, pero los Servicios Generales respetan siempre el incógnito de sus clientes.
-¡Ah, sí, claro! ¡Qué considerados! Soy mistress Peter van Hogbeín Johnson. - Míss Cormet dominó su reacción. No había necesidad de consultar con el Departamento de Crédito para esto. Pero su transparencia lanzó en el acto destellos, marcando AAA... sin límite. - Pero no veo qué pueden ustedes hacer - continuaba mistress Johnson -; no puedo estar en dos sitios a la vez.
- A los Servicios Especiales les gustan las misiones difíciles - le aseguró miss Cormet -. Y ahora, si me hace el favor de darme detalles...
No sin dificultad consiguió que la buena señora le contase una historia coherente. Su hijo, Peter III, una especie de Peter Pan ya crecidito, cuyas facciones eran familiares a Grace Cormet a través de varios años de estereograbado, ataviado con las más extravagantes indumentarias requeridas para las diversiones de su ociosa existencia, había cometido la imprudencia de elegir la víspera de la función social más importante de su madre para
pegarse un serio batacazo. Más aún, había sido tan imprevisor que lo había hecho a medio continente de distancia de la autora de sus días.
Miss Cormet creyó comprender que la técnica de mistress Johnson para conservar a su hijo a salvo bajo su tutela era correr al lado de su cama en el acto y de paso seleccionar a sus enfermeras. Pero la cena que daba aquella noche representaba la culminación de meses enteros de cuidadosas maniobras. ¿Qué tenía que hacer?
Miss Cormet se dijo que la prosperidad de los Servicios Generales y sus propios y considerables ingresos dependían en gran parte de la estupidez, falta de iniciativa y desidia de personas como aquel parásito y le explicó que los Servicios Generales se ocuparían de que su cena fuese un éxito social completo, disponiendo una pantalla estereoscópica en su salón a fin de que pudiese recibir a sus huéspedes y hacerles las explicaciones necesarias mientras corría al lado de su hijo. Miss Cormet se ocuparía también de que el más apto de los organizadores sociales se encargase de todo; se trataba de una persona cuya posición en la sociedad era irreprochable y cuya relación con los Servicios Generales era ignorada de todos. Con un poco de habilidad el desastre podía ser convertido en un triunfo social que elevaría la reputación de mistress Johnson como hospitalaria anfitriona y madre abnegada.
- Un vehículo aéreo estará a su disposición dentro de veinte minutos - añadió mientras conectaba con el servicio marcado TRANSPORTES - y la llevará al cohete-puerto. Uno de nuestros jóvenes colaboradores la acompañará para que le dé usted más amplios detalles en el camino hasta el puerto. Se le reservará un departamento para usted y una litera para su doncella en el cohete de las 16.45, para Newark. Y ahora descanse. Los Servicios Generales se ocuparán de todo.
-¡Oh, gracias, gracias amiga mía! ¡Ha sido usted tan útil!... No tiene usted idea de las responsabilidades que tiene una persona como yo.
Miss Cormet sonrió con simpatía profesional, diciéndose que aquella buena mujer estaba madura para sacarle más cuartos.
- Parece usted extenuada, madame - dijo con solicitud -. ¿Quiere usted una masajista para acompañarla en el viaje? ¿Está usted delicada de salud? Quizá un médico sería todavía mejor...
-¡Cuán atenta es usted!
- Se los mandaré a los dos - decidió miss Cormet conectando, y con el vago pesar de no haberle propuesto un cohete fletado expresamente. El servicio especial, no incluido en las listas de tarifas fijas, era proporcionado con un fuerte recargo. A veces este «fuerte» se elevaba a la totalidad de lo que el tráfico podía soportar.
Conectó con EJECUTIVO y en la pantalla apareció un hombre joven de mirada viva.
- Tome nota, Steve - dijo ella -. Servicio Especial Triple A. He empezado el servicio inmediatamente.
-¿Triple A... bonificación? - dijo el muchacho arqueando las cejas.
- Indudablemente. Dele a la vieja las cifras... con cuidado. Y otra cosa el hijo de la clienta está en el hospital. Vigile las enfermeras. Si alguna de ellas tiene la más pequeña pizca de sex-appeal, despídala y póngale un esperpento.
- Entendido muchacha. Transcribo.
Limpió de nuevo la pantalla, el «hábil para el servicio» luminoso de su cabina se volvió automáticamente verde, después, casi en seguida, se puso nuevamente rojo y una nueva figura se formó en la pantalla.
No se andaba por las ramas, aquél. Grace Cormet vio a un hombre de unos cuarenta años, bien vestido, de cintura estrecha y ojos penetrantes, duros, pero corteses.
- Servicios Generales - dijo ella -. Miss Cormet al habla.
-¡Ah, miss Cormet! - empezó él -, quisiera ver a su jefe.
-¿Al jefe de distribuciones?
- No, quisiera ver al presidente de Servicios Generales.
- ¿Quiere usted decirme de qué se trata? Quizá yo pueda serle útil.
- Lo siento, pero no puedo dar explicaciones. Tengo que verlo en seguida.
Y Servicios Generales lo siente también. Míster Clare es un hombre muy ocupado, es imposible verlo sin estar citado y haber expuesto previamente el motivo de la visita.
-¿Ha registrado usted?
- Ciertamente...
- Pues, por favor, deje de hacerlo.
Sobre la consola, a la vista del cliente cerró el registrador. Por debajo de su mesa volvió a conectarlo. A los Servicios Generales se les pedía algunas veces cometer actos ilegales y sus empleados confidenciales no querían correr riesgos. El hombre buscó algo entre los pliegues de su camisa y se lo tendió. El efecto estereoscópico hizo que diese la impresión de salir de la pantalla.
Sus entrenadas facciones acusaron la sorpresa. Era el sello de un oficial planetario, y el color de la cubierta era verde.
- Esto lo arregla todo.
- Muy bien - dijo él -. ¿Puede usted encontrarme y hacerme entrar dentro de diez minutos? ¿En la sala de espera?
- Allí estaré, míster... míster... -. Pero él había cortado.
Grace Cormet conectó con el jefe de distribución y pidió relevo. Después, cortando su cuadro de servicios, sacó la bobina que llevaba la grabación clandestina de su conferencia, la miró como indecisa y al cabo de un momento la metió en un agujero de la tapa de su mesa, donde un fuerte campo magnético borró los surcos no fijados del metal blando.
Por la puerta de atrás entró una muchacha en la cabina. Era rubia decorativa, y parecía una muñeca. Pero no lo era.
- Bien, Grace - dijo -. ¿Algo que atender?
- No. Hoja limpia.
-¿Qué te pasa? ¿Enferma?
- No. - Sin más explicación Grace salió de su cabina, pasó por delante de las demás que albergaban operadoras que anotaban los servicios prestados y entró en un gran vestíbulo donde trabajaban centenares de redactores del catálogo. Estos no disponían de un equipo tan completo como la cabina que miss Grace acababa de abandonar. Un enorme volumen, ejemplar de la lista de precios corrientes en todos los servicios y un dispositivo normal de visión y oído permitían a un operador del catálogo informar al público de casi todo lo que un cliente ordinario pudiese desear. Si una llamada salía del alcance del catalogo, era transferida a los aristócratas de los recursos, como Grace.
Cortó por la sala de archivos, siguió un corredor por entre docenas de maquinas de taladrar tarjetas y entró en una habitación. Un ascensor neumático la llevó al piso donde se hallaba el despacho del presidente. La secretaria del presidente no le detuvo ni al parecer la anunció. Pero Grace observó que las manos de la muchacha manejaban las llaves de la caja de caudales.
Los operadores de distribución no entran en el despacho de un presidente de una corporación de un billón de activo. Pero los Servicios Generales estaban organizados como ningún otro negocio de este planeta. Era un negocio sui generis, en el cual un entrenamiento especial era una comodidad digna de ser tenida en cuenta, de ser comprada y vendida, pero una habilidad especial en los recursos y un ingenio vivo eran de suma importancia. En su jerarquía, Jay Clare, el presidente, tenía, en primer lugar, su mano derecha; Saunders Francis era el segundo y el grupo de doce operadores, de los cuales Grace era uno de ellos, que recibía llamadas en el cuadro de recepción ilimitado, venían inmediatamente después. Ellos y los operadores de campo magnético, que ejecutaban las tareas no clasificadas más difíciles,
formaban un solo grupo, en realidad, porque los operadores de recepción ilimitada y los de campo magnético ilimitado alternaban en las plazas sin discriminación.
Después de ellos vienen centenares de miles de otros empleados diseminados por todo el planeta, desde el jefe contable, el director del departamento jurídico, el jefe de los servicios de archivos, hasta los directores locales, los redactores del catálogo y hasta el último de los empleados; taquígrafas dispuestas a tomar al dictado donde y cuando se les ordenase, galanes profesionales dispuestos a ocupar un sitio vacante en una cena y el hombre que alquilaba armadillos o pulgas amaestradas.
Grace Cormet entró en el despacho de míster Clare. Era la única habitación del edificio no cerrada con mecanismo electromecánico y equipo de comunicación. No contenía más que la mesa (vacía), un par de sillas y una pantalla estereoscópica que, cuando no estaba en uso, recordaba la famosa pintura de Krantz «El Buda llorando». El original estaba, en realidad, en el subterráneo, trescientos metros más abajo.
-¡Hola, Grace! - la saludó el presidente tendiéndole una hoja de papel -. Dígame usted qué piensa de esto. Sauce dice que no le gusta.
Saunder Francis volvió sus ojos abultados de su jefe a Grace Cormet, pero no confirmó ni negó la declaración.
Miss Cormet leyó:
«¿PUEDE USTED SOPORTARLO?
¿Puede usted soportar los SERVICIOS GENERALES?
¿¿¿Puede usted soportar el no utilizar los SERVICIOS GENERALES???
En esta era de aviones a chorro ¿Puede usted soportar perder el tiempo haciendo sus compras, pagando personalmente sus facturas, ocupándose de su departamento?
Nosotros distraeremos al niño y daremos de comer al gato.
Nosotros le alquilaremos un piso y compraremos sus zapatos.
Nosotros escribiremos a su madre política y sumaremos las matrices de sus cheques.
No hay trabajo demasiado grande para nosotros No hay trabajo demasiado pequeño... y todo asombrosamente barato!
SERVICIOS GENERALES
Marque D-E-S-E-P-R-I-S-A
P. S. TAMBIEN PASEAMOS PERROS.»
-¿Qué le parece?
- Sauce tiene razón. A mí tampoco me gusta.
-¿Por qué?
- Demasiado obvio. Demasiada verborrea. No va al fondo del asunto.
-¿Cuál es su idea para conquistar el mercado marginal?
Grace reflexionó un momento, después cogió una estilográfica y escribió:
¿QUIERE USTED VER ASESINADO A ALGUIEN?
(Entonces no llame a SERVICIOS GENERALES)
Pero para cualquier otro servicio, marque
D-E-S-E-P-R-I-S-A. Vale la pena.
P. S. También paseamos perros.
-¡Hem!... Quizá esté bien - dijo míster Clare cautelosamente -. Lo probaremos. Sauce imprímalo en tipo B, dos semanas América del Norte, y dígame cómo sale. - Francis metió el papel en su cartera, siempre sin cambiar su impasible expresión. - Pues como iba diciendo...
- Jefe - interrumpió miss Grace -, le he fijado una entrevista. - Miró su reloj sortija. - Hace exactamente dos minutos cuarenta segundos. Enviado del Gobierno.
- Recíbalo bien y despídalo. Estoy ocupado.
- Consigna verde.
Clare levantó rápidamente la vista. Incluso Francis parecía interesado.
-¿Sí? - preguntó Clare -. ¿Ha grabado usted su conversación con él?
- La he borrado.
-¿Lo ha...? En fin, usted sabrá por qué. Me gustan sus intuiciones. Hágalo entrar.
Gloria asintió con la cabeza y salió.
Encontró a su hombre, que acababa de llegar, en la sala de espera y lo llevó a través de doce habitaciones cuyos conserjes, de haber ido solo le hubieran preguntado su identidad y el motivo de su visita. Una vez estuvo sentado en el despacho de míster Clare, dirigió una mirada circular a la habitación.
-¿Puedo hablar con usted en particular, míster Clare?
- Míster Francis es mi mano derecha. Ha hablado usted ya con miss Cormet.
- Muy bien. - Sacó una insignia verde y se la tendió. - De momento no hay necesidad de pronunciar nombres. Estoy seguro de su discreción.
El presidente de Servicios Generales se incorporó con impaciencia.
- Vamos al asunto. Es usted Pierre Beaumont. Jefe de Protocolo. ¿Es que la Administración quiere encargarnos algún trabajo?
Beaumont permaneció impasible ante el cambio de actitud.
- Me conoce usted. Muy bien. Vamos, pues, al asunto. El Gobierno puede quizá querer algún trabajo. En todo caso nuestra conversación no debe en modo alguno salir de aquí...
- Todas las relaciones de Servicios Generales son confidenciales.
Hizo una pausa.
- Esto no es confidencial; es un secreto.
- Le entiendo - dijo Clare -. Siga.
- Tiene usted una Organización muy interesante, míster Clare. Tengo entendido que se encarga usted de cualquier cosa que se le encargue... según el precio.
- Siempre que sea legal.
-¡Oh, sí, desde luego! Pero legal es una palabra susceptible de interpretación. Admiré la forma como su compañía trató el asunto de la Segunda Expedición Plutoniana. Algunos de sus métodos eran... sí, ingeniosos.
- Si tiene usted alguna critica que dirigir a nuestras acciones será mejor que se dirija a nuestros departamentos jurídicos por las vías normales acostumbradas.
Beaumont levantó la palma de la mano frente a él.
-¡Oh, no, míster Clare, por favor! No me ha entendido usted. No era ninguna crítica, era admiración. ¡Qué recursos! ¡Qué gran diplomático hubiera sido usted!
- No hagamos más esgrima. ¿Qué quiere usted?
Míster Beaumont avanzó los labios.
- Vamos a suponer que tiene usted que mantener una docena de representantes de cada raza inteligente de este sistema planetario y quiere usted que sean completamente felices. ¿Podría usted hacerlo?
- Presión de aire, humedad... - dijo Clare como pensando en voz alta -, densidad de radiación, química atmosférica, temperaturas, condiciones culturales... todo esto es muy sencillo. Pero ¿y la gravedad? Podríamos utilizar un centrífugo para los jupiterianos, pero los marcianos y los titanes ya es otro asunto. No hay manera de reducir la gravedad normal de la Tierra. No; seria necesario mantenerlos en el espacio o en la Luna. Esto no entra dentro de nuestro ramo, no ofrecemos servicios más allá de la estratosfera.
- No seria más allá de la estratosfera - dijo Beaumont, moviendo negativamente la cabeza -. Puede usted considerar como condición indispensable que tendría que realizarlo todo sobre la superficie de la Tierra.
-¿Por qué?
-¿Es costumbre de los Servicios Generales informarse de la razón por la cual un cliente quiere un servicio determinado?
- No, perdone.
- Perfectamente. Pero necesita usted más informaciones a fin de que pueda comprender lo que debe ser llevado a cabo y el porqué tiene que ser secreto. Va a celebrarse una conferencia en este planeta, en un próximo futuro, a noventa días todo lo más. Hasta que la conferencia esté convocada, no debe transpirar la sospecha de que tiene que celebrarse. Si estos planes fuesen anticipados en ciertos lugares no valdría la pena celebrarla. Le propongo que considere usted esta conferencia como una reunión de la mesa redonda de científicos eminentes de nuestro Sistema, aproximadamente de la misma importancia y forma de la sesión de la Academia, celebrada en Marte la primavera pasada. Debe usted hacer todos los preparativos para el mantenimiento de los delegados, pero debe usted ocultar estos preparativos a las ramificaciones de su organización hasta que se las necesite. En cuanto a los detalles...
Pero Clare le interrumpió.
- Parece que usted supone que hemos aceptado este trabajo. Tal como lo ha explicado usted; nos llevaría a un ridículo fracaso. A Servicios Generales no le gustan los fracasos. Ya sabe usted, como sé yo también, que la gente de baja gravedad no puede pasar más que algunas horas a alta gravedad sin poner gravemente en peligro su salud. Las expediciones interplanetarias son siempre realizadas a planetas de baja gravedad y lo serán siempre.
- Si contestó Beaumont pacientemente -, siempre ha sido así. ¿Se da usted cuenta del tremendo handicap diplomático con que trabajarían Venus y la Tierra como consecuencia?
- No le entiendo.
- No es necesario. Lo psicología política no es su ramo. Dé usted por descontado que es así y que la Administración está decidida a que esta conferencia tenga lugar en la Tierra.
-¿Por qué no en la Luna?
- No es lo mismo en absoluto - dijo Beaumont negando -. Aun cuando la administremos, Luna City es un puerto del tratado. No es lo mismo psicológicamente.
- Míster Beaumont - dijo Clare moviendo la cabeza -, creo que no comprende usted la naturaleza de los Servicios Generales, aunque no consigo apreciar las sutiles exigencias de la diplomacia. Ni hacemos milagros ni prometemos hacerlos. Somos tan sólo los hombres útiles del último siglo, aumentando velocidad y asociados. Somos el equivalente del último día de la vieja clase sirviente, pero no somos el genio de Aladino. No mantenemos siquiera investigaciones de laboratorio en el sentido científico. Nos limitamos a hacer el mejor uso posible de los adelantos modernos en comunicación y organización, para hacer lo que puede hacerse. - Levantó una mano en dirección al muro de enfrente sobre el cual se encontraba en bajo relieve la marca insignia de la organización; un poste. - Aquí tiene usted el espíritu de la clase de perro Scotch tirando de la correa y husmeando un trabajo que hacemos. Paseamos perros, por ejemplo, de gente que está demasiado ocupada para poderlos pasear. Mi abuelo se abrió camino desde el colegio paseando perros. Yo sigo paseándolos todavía. No prometo milagros ni hago juegos malabares con la política.
Beaumont juntó cuidadosamente las puntas de sus dedos.
- Ustedes pasean perros a cambio de una tarifa. Pero, desde luego, lo hacen ustedes... paseen ustedes el mío. Cinco créditos mínimos parece realmente barato.
- Lo es. Pero cien mil perros, dos veces al día, pronto Se elevan a una cifra importante.
- La «cifra» para pasear este «perro» sería considerable.
-¿Cuánto? - preguntó Francis, dando su primer signo de interés
Beaumont fijó su mirada en él.
- Señor mío, el resultado de esta... Mesa Redonda representaría una diferencia de literalmente centenares de billones de créditos para este planeta. No sellaremos la boca de la vaca que nos trilla el trigo, si me permite la forma de expresarme.
-¿Cuánto?
-¿Sería razonable un treinta por ciento del coste?
- Podría no representar gran cosa - dijo Francis moviendo la cabeza.
- Bien, desde luego, no regatearé. Supongamos que dejásemos en sus manos, caballeros... perdón miss Cormet... decidir lo que vale el servicio. Creo poder confiar en su patriotismo racial y planetario para llegar a una valoración adecuada.
Francis se sentó; no dijo nada, pero parecía contento.
- Un momento - respondió Clare -. No hemos aceptado esta misión.
- Hemos discutido el precio - observó Beaumont.
Clare miró de Francis a Grace Cormet y después examinó sus uñas.
- Deme veinticuatro horas para ver si es posible o no - dijo finalmente -, y le diré si pasearé o no a su perro.
- Estoy seguro de que lo paseará - dijo Beaumont.
Y poniéndose el abrigo, se marchó.
- Okay, cerebros privilegiados - dijo Clare amargamente -, ustedes lo han querido.
- Yo estaba deseando estar fuera de aquí - dijo Grace.
- Ponga un equipo en todo esto menos en el problema de la gravedad - propuso Francis -. Es la Única pega. Lo demás es rutina.
- Ciertamente - asintió Clare -, pero hará mejor en encargarlo a alguien. Si no puede usted, nos encontraremos con ciertos preparativos Onerosos de los cuales no nos reembolsaremos nunca. ¿A quién quiere usted? ¿A Grace?
- Así lo supongo - respondió Francis -. Sabe contar hasta diez.
Grace Cormet lo miró fríamente.
- Hay momentos, Sauce Francis, en que lamento haberme casado contigo.
- Dejen sus asuntos domésticos fuera de este despacho - les advirtió Clare -. ¿Por dónde empiezan?
- Vamos a averiguar quién entiende más en cuestiones de gravitación - decidió Francis -. Grace, será mejor que llamemos al doctor Krathwohl a la pantalla.
- Perfectamente - asintió ella, dirigiéndose a los controles de la estéreo -. Tiene cierta belleza este asunto. No hay necesidad de saber nada; basta con saber dónde averiguarlo.
El doctor Krathwohl formaba parte del personal permanente de los Servicios Generales. No tenía trabajo fijo. La compañía consideraba que valía la pena mantenerlo con todo lujo y comodidad suministrándole una cantidad ilimitada para los periódicos científicos y asistencia a las reuniones que los sabios daban de vez en cuando. El doctor Krathwohl carecía de la aptitud especializada del científico investigador; era un dilettante por naturaleza.
De vez en cuando le hacían alguna pregunta. En esto consistía su trabajo.
- ¡Oh, hola qué tal! - dijo la afable cara del doctor Krathwohl sonriendo en la pantalla -. Acabo de encontrarme con una cosa divertidísima en el último número de Nature. Arroja la luz más interesante sobre la teoría de...
- Un momento, doctor - lo interrumpió ella -. tengo un poco de prisa...
- Diga, querida...
- ¿Quién entiende más en gravitación?
-¿En qué sentido lo dice? ¿Quiere usted un astrofísico o desea usted tratar el tema bajo un punto de vista de mecánica teórica? En el primer caso, Farquarson me parece que es su hombre.
- Quiero saber qué es lo que la crea.
- Teoría del campo gravitatorio, ¿verdad? En este caso no le conviene Farquarson. Es, ante todo, un balístico descriptivo. La obra del doctor Julián sobre este tema es de peso, posiblemente definitiva.
-¿Cuándo podemos ponernos en contacto con él?
- ¡Es imposible! Murió el año pasado, el pobre. Una gran pérdida...
Grace se abstuvo de decirle hasta qué punto era grande la pérdida y añadió:
-¿Y quién se ha calzado sus botas?
-¿Quién... qué? ¡Ah, está usted bromeando! Comprendo. Desea usted el nombre de la primera personalidad actual en la teoría del campo magnético. Yo diría O'Neil.
-¿Dónde está?
- Tengo que averiguarlo. Lo conozco sólo superficialmente... es un hombre difícil.
- Hágalo, por favor. Entre tanto ¿con quién podríamos hablar para saber un poco de qué se trata?
- ¿Por qué no prueba usted al joven Carson, de su departamento de ingeniería? Se interesaba por estas cosas antes de aceptar un cargo con nosotros. Es un muchacho inteligente, he tenido muchas conversaciones con él.
- Lo haré. Gracias, doctor. Llame al despacho del jefe en cuanto haya usted localizado a O'Neil.
Cortó.
Carson estuvo de acuerdo con la opinión de Krathwohl, pero pareció perplejo.
- O'Neil es un hombre arrogante, que no coopera. He trabajado a sus órdenes. Indudablemente sabe más acerca de la teoría del campo magnético y la estructura del espacio que ningún otro hombre viviente.
Carson había sido llamado al círculo interior, donde se le puso al corriente del problema. Confesó que no veía solución.
- Quizá ponemos las cosas demasiado difíciles - indicó Clare -. Tengo algunas ideas. Interrúmpame si me equivoco Carson.
- Diga, jefe.
- Bien. El aumento de la gravedad se produce por la proximidad de una masa, ¿no es así? La gravedad normal de la Tierra es producida, piles, por la proximidad de la propia Tierra. Bien. ¿Cuál sería el efecto producido al situar una gran masa sobre un punto determinado de la superficie de la Tierra; no serviría esto para contrarrestar la atracción terrestre?
- Teóricamente, sí. Pero tendría que ser una masa de unas dimensiones monstruosas.
- No importa.
- No lo entiende usted, jefe. La atracción ejercida sobre un punto determinado de la Tierra requeriría otro planeta del tamaño de ella en contacto con ella en aquel punto. Desde luego, puesto que no quiere usted anular enteramente la atracción, sino sólo aminorarla, gana usted cierta ventaja utilizando una masa menor que tendría su centro de gravedad más cerca del punto en cuestión que el centro de gravedad de la Tierra. Pero esto no bastaría, sin embargo. La atracción, al accionar inversamente al cuadrado de la distancia, en este caso la mitad del diámetro, la masa y la subsiguiente atracción equivale directamente al cubo del diámetro.
-¿Y qué resultado nos da esto?
Carson sacó una regla de cálculo y la manejó durante algunos segundos. Levantó la vista.
- Casi tengo miedo de contestar. Para conseguir algún resultado, necesitarla usted un asteroide, de tamaño considerable y de plomo.
- Los asteroides han sido ya desplazados otras veces
- Sí, pero ¿y detenerlo? No, jefe; no hay fuente concebible de energía ni medios de aplicarla que nos permitan situar un gran planeta sobre un punto determinado de la Tierra y mantenerlo allí.
- En fin, la idea es buena mientras dura... - dijo Clare, pensativo.
La lisa frente de Grace se había fruncido mientras seguía la discusión. Entonces intervino ella.
- Yo creo que podrían ustedes utilizar una pequeña masa sumamente pesada con mayor eficacia. Creo haber leído algo acerca de un material que pesa toneladas por centímetro cúbico.
- El núcleo de las estrellas enanas - asintió Carson -. Lo único que necesitaríamos para ello seria una astronave capaz de recorrer algunos años de luz en pocos días para minar el interior de una estrella, y una nueva teoría del espacio-tiempo.
- Muy bien, desarróllela.
- Un minuto - observó Francis -. ¿El magnetismo es muy similar a la gravedad, no?
- Pues...
- ¿Habría alguna manera de magnetizar estos miradores desde los pequeños planetas? Puede haber algo curioso en su química corpórea.
- Excelente idea - asintió Carson -, pero aunque su economía interna sea curiosa, no es esta forma de curiosidad. Siguen siendo orgánicos.
- No lo creo. Si los cerdos tuviesen alas, serían palomas.
El estéreo-anunciador funcionó. El doctor Krathwohl anunció que O'Neil podía ser encontrado en su casa de campo de Portage, Wisconsin. No lo había llamado y preferiría no hacerlo, a menos que el jefe insistiese.
Clare le dio las gracias y se volvió hacia los otros.
- Estamos perdiendo el tiempo - dijo -. Después de llevar años en este asunto deberíamos hacer algo mejor que tratar de decidir cuestiones técnicas. No soy físico ni me importa un comino en qué forma actúa la gravitación. Esto es asunto de O'Neil. Y de Carson. Carson, váyase a Wisconsin y que O'Neil se ponga al trabajo.
-¿Yo?
- Usted. Usted es un operador de este ramo, con la paga adecuada, tendrá usted un cohete y una carta de crédito a su disposición. Tiene usted que despegar dentro de siete u ocho minutos.
Carson parpadeó.
-¿Y mi trabajo aquí?
- El departamento de ingeniería será informado, lo mismo que la contabilidad. En marcha.
Sin responder, Carson se dirigió hacia la puerta. Al llegar a ella ya corría.
La marcha de Carson los dejó sin nada que hacer hasta que, a su regreso, presentase su informe; sin nada que hacer, es decir, como no fuese iniciar la acción en los cuantiosos detalles de reproducir las particularidades físicas y culturales de otros tres planetas y cuatro satélites mayores exclusivos por sus características de aceleración gravitacional de la superficie normal. La tarea, aunque nueva, no ofrecía verdaderas dificultades para los Servicios Generales. En alguna parte había personas que conocían la solución a estas cuestiones. La vasta organización llamada Servicios Generales estaba montada para encontrarlas, contratarías y ponerlas a trabajar. Cualquiera de los colaboradores del catálogo
o de los ilimitados empleados de otras secciones eran capaces de asumir esta tarea y resolverla sin excitación ni prisas.
Francis llamó a uno de los operadores ilimitados. No se tomó siquiera la molestia de elegirlo, sino que llamó al primero que encontró a mano en el cuadro de «disponibles». Todos ellos eran «capaces». Le explicó en detalle lo que tenía que hacer y lo olvidó en el acto. Las máquinas de taladrar fichas meterían un poco más de ruido, las pantallas estereoscópicas lanzarían destellos y avispados muchachos de todas las regiones de la Tierra abandonarían lo que estaban haciendo para encontrar a los especialistas que ejecutarían el trabajo requerido. Se volvió hacia Clare, el cual le dijo:
- Me gustaría saber detrás de qué anda Beaumont. ¿Conferencia de científicos?... ¡Puah!
- Creí que no le interesaba a usted la política, Jay.
- Y así es. Me tiene sin cuidado la política, sea interplanetaria o no, salvo cuando afecta mi negocio. Pero si supiéramos lo que se trama, quizá hubiéramos podido estrujarlo un poco más.
- Bien - intervino Grace -. Me parece que puede usted dar por sentado que los verdaderos pesos pesados de todos los planetas van a encontrarse y dividir la Galia en «partes tres».
- Sí, pero ¿quién queda al margen?
- Marte, supongo.
- Parece probable. Y a los venusianos les echarán un hueso. En este caso, podemos especular un poco con la Corporación Comercial Pan-Jupiteriana.
- Despacio, amigo, despacio - avisó Francis -. Haga esto y puede usted tener gente interesada. Este es un trabajo muy delicado...
- Me parece que tiene razón. Sin embargo, abra bien los ojos. Debe de haber alguna manera de cortar una tajada del pastel antes de que todo esté listo.
El teléfono de Grace Cormet llamó. Lo sacó de su bolsillo y dijo:
- ¿Diga...?
- Mistress Hogbein Jonhson quiere hablar con usted.
- Atiéndala usted. Estoy fuera.
- No quiere hablar con nadie más que con usted
- Bien. Póngala en el estéreo del jefe, pero conserve el paralelo. Se entenderá usted con ella cuando haya terminado yo.
La pantalla cobró vida, mostrando la carnosa cara de mistress Johnson enmarcada en el centro del recuadro.
- ¡Oh, miss Cormet! - se lamentó -, ha habido algún error espantoso. En esta nave no hay estéreo.
Se instalará en Cincinatti. Dentro de veinte minutos.
- ¿Está usted segura?
- Completamente segura.
- ¡Oh, gracias! ¡Es tan consolador hablar con usted! ¿Sabe usted? Estoy pensando en nombrarla mi secretaria social
- Gracias - respondió Grace sin entonación -, pero estoy ligada por un contrato.
- ¡Pero qué tontería! ¡Puede usted romperlo!
- No, lo siento, mistress Johnson. Usted lo pase bien. - Colgó la pantalla y habló nuevamente por el teléfono. - Diga a Contabilidad que doblen su tarifa. Y no quiero volver a hablar con ella. - De nuevo cortó y, furiosa, se metió el aparato en el bolsillo.
- ¡Secretaria social!
Después de cenar, Clare se había retirado a sus habitaciones antes de que Carson lo llamase de nuevo. Francis recibió la llamada desde su despacho.
- ¿Ha habido suerte? - preguntó, una vez hubo aparecido su imagen en la pantalla
- Bastante. He visto a O'Neil.
- Bien. ¿Va a hacerlo?
- Quiere usted decir, puede hacerlo, ¿verdad?
- Bien... ¿puede?
- Esto es lo curioso. Yo no creía que fuese teóricamente posible. Pero después de hablar con él, estoy convencido de que lo es. O'Neil tiene un nuevo concepto de la teoría del campo magnético... algo que no ha sido nunca publicado. Este hombre es un genio.
- No me importa - dijo Francis - que sea un genio o un idiota mongoloide. ¿Puede construir alguna especie de gravedad exterior?
- Creo que sí. Realmente, me parece que puede.
- Perfectamente. ¿Lo ha contratado usted?
- No. Este es el punto malo. Por esto lo llamo. La cosa es así. Lo encontré casualmente de buen humor, y como habíamos trabajado juntos y no había suscitado sus iras con tanta frecuencia como sus otros ayudantes, me invitó a cenar. Hablamos de una serie de cosas (no hay que darle prisa) y le expuse la proposición. Le interesó medianamente... me refiero a la idea, y discutió la teoría conmigo o mejor dicho, contra mí. Pero no quiere intervenir en ella.
-¿Por qué no? No le ofrecería usted bastante dinero. Me parece que será mejor que hable yo con él.
- No, míster Francis, no. No me entiende usted. El dinero no le interesa. Tiene fortuna personal suficiente para sus investigaciones y todo lo que desee. Pero en estos momentos se ocupa de la teoría de la mecánica ondulatoria y no quiere que le molesten con nada más.
- ¿No le ha hecho usted comprender lo importante que era?
- Sí y no. Principalmente, no. Lo he intentado, pero para él lo único importante es lo que él quiere. Es una especie de esnobismo intelectual. Las demás gentes no cuentan, simplemente.
- Muy bien - dijo Francis -. Hasta ahora ha trabajado usted bien. Va usted a hacer lo siguiente. En cuanto yo corte llamará usted a EJECUTIVA y dictará una transcripción de todo lo que pueda recordar de lo que ha dicho acerca de la teoría de la gravitación. Buscaremos al más ducho en materia después de él, se lo transmitiremos y veremos si le da algunas ideas sobre las cuales trabajar. Entre tanto, pondré un equipo al trabajo sobre el fondo de lo que haya dicho O'Neil. Debe de haber un punto débil en alguna parte; es mera cuestión de encontrar dónde. Quizá hay una mujer de por medio...
- Ya hace tiempo que le ha pasado esto.
-...o quizá lleva otra idea en la cabeza. Ya lo veremos. Quisiera que se quedase usted aquí. Puesto que no puede contratarlo, quizá pueda usted convencerlo de que lo contrate a usted. Es usted nuestro oleoducto, quiero conservarlo abierto. Tenemos que averiguar qué es lo que quiere o qué es lo que teme.
- No teme nada; en esto soy categórico.
- Entonces, quiere algo. Si no es dinero, ni mujeres, es algo más. Es la ley de la naturaleza.
- Lo dudo - respondió Carson lentamente -. ¡Oiga! ¿Le he hablado a usted de su manía?
- No. ¿Cuál es?
- La porcelana. En particular, la porcelana Ming. Tiene la mejor colección del mundo, creo. ¡Pues sí sé lo que quiere!
- ¡Venga, pues, suéltelo, hombre, suéltelo!
- Un pequeño cuenco de porcelana, de unos diez centímetros de diámetro. Tiene un nombre chino que quiere decir «Flor del Olvido».
- ¡Hem!... no me parece muy significativo. ¿Cree usted que tiene gran empeño en él?
- Me consta. Tiene una litografía en colores en su estudio, donde puede mirarla constantemente. Pero le duele hablar de él.
- Averigüe usted dónde está y de quién es.
- Lo sé. En el British Museum. Por esto no puede comprarlo.
- Ya... - dijo Carson, pensativo -. Bien, pues, olvídela. Adelante.
Clare bajó al despacho de Francis y los tres hablaron de lo mismo.
- Yo creo que tenemos que hacer intervenir a Beaumont - comentó una vez estuvo al corriente de la situación -. Será necesario que el Gobierno se desprenda de algo, del British Museum. ¿Y bien? - añadió al ver a Francis cariacontecido -. ¿Qué le pasa? ¿Qué hay de mal en ello?
- Yo lo sé - intervino Grace -. ¿Recuerda usted el tratado por el cual la Gran Bretaña entró en la Confederación planetaria?
- No he estado nunca muy fuerte en historia.
- La cosa es así. Dudo de que el Gobierno planetario pueda disponer de nada perteneciente al museo sin permiso del Parlamento británico.
- ¿Por qué no? Con tratado o sin tratado el Gobierno planetario es soberano. La cosa quedó bien establecida en el Incidente Brasileño.
- Sí, desde luego. Pero podría ocasionar preguntas en la Cámara de los Comunes y esto llevaría a una cosa que Beaumont quiere evitar a toda costa, la publicidad.
- O. K. ¿Y qué propone usted?
- Yo propondría que Sance y yo demos un salto hasta Inglaterra y averigüemos si tienen muy bien clavada la «Flor del Olvido», quién la custodia y qué debilidad tiene...
Los ojos de Clare pasaron de Grace a Francis, el cual estaba pálido, síntoma en él que indicaba asentimiento para sus íntimos.
- O. K. - asintió Clare - buena idea. ¿Toman un especial?
- No, tenemos tiempo de tomar el de medianoche de Nueva York. ¡Adiós!...
- Adiós. Llámeme mañana.
Cuando al día siguiente Grace apareció en la pantalla de su jefe, éste la miró y lanzó una exclamación.
- ¡Válgame Dios, muchacha! ¿Pero qué le ha pasado a su cabello?
- Hemos localizado al sujeto - explicó ella sucintamente -. Su debilidad son las rubias.
- Pero tiene usted la piel más pálida también...
- Desde luego. ¿Qué le parece?
- ¡Estupendo! Pero la prefería a usted como era. ¿Y qué dice Sance de todo esto?
- No le importa, es el negocio. Pero volviendo al asunto, no tengo gran cosa que comunicarle. Va a ser cosa de mucha mano izquierda. Por el procedimiento ordinario se necesitaría un temblor de tierra para sacar algo de aquella tumba.
- No hagan nada que no sea efectivo.
- Ya me conoce usted, jefe. No lo pondré a usted en un compromiso. Pero será caro.
- Desde luego.
- Eso es todo, por ahora. Llamaré mañana.
Al día siguiente volvía a ser morena.
- ¿Qué es esto? ¿Un baile de máscaras? - preguntó Clare.
- Parece que no era el tipo de rubia que le gusta - explicó Grace -. Pero he encontrado el que le interesa.
- ¿Y ha surtido efecto?
- Creo que surtirá. Sance se está procurando un facsímil integral. Con suerte, nos veremos mañana.
Aparecieron al día siguiente, al parecer con las manos vacías.
- ¿Y bien? - dijo Clare -. ¿Qué hay?
- Aísle la habitación, Jay - propuso Francis -. Hablaremos.
Clare hizo funcionar un interruptor que aislaba toda interferencia, haciendo la habitación más hermética que un féretro.
- ¿Qué hay de aquello? ¿Lo han conseguido?
- Enséñaselo, Grace.
Grace le volvió la espalda, buscó por entre sus ropas durante un momento, se volvió de nuevo y colocó suavemente el objeto sobre la mesa.
No era bello, era la belleza misma. Sus suaves curvas no tenían ornamentación alguna, un decorado lo hubiera mancillado. En su presencia se hablaba en voz baja por temor a que un súbito estallido lo quebrase.
Clare avanzó la mano para tocarlo, pero cambió de parecer y volvió a retirarla. Pero inclinó la cabeza y se quedó mirando el objeto. El fondo de la tacita era sumamente difícil de enfocar, de mirar; daba la sensación de que al fijar la vista en él iba hundiéndose más y más, como ahogándose en un océano de luz. Echó la cabeza hacia atrás y pestañeó:
- ¡Dios!... - dijo -. ¡Dios mío! ¡No creí que estas cosas existiesen....!
Miró a Grace y después a Francis. Le pareció que éste tenía lágrimas en los ojos, a menos que fuese en los suyos propios.
- Oiga, jefe - dijo Francis -, ¿no podríamos quedarnos con el objeto y abandonar el asunto éste?
- Es inútil hablar más de ello - dijo Francis, desalentado.-. No podemos guardarlo, jefe. No hubiera debido proponérselo y usted no hubiera debido escucharme. Vamos a llamar a O'Neil.
- Podríamos esperar un día más antes de hacer nada - aventuró Clare, sin poder separar sus ojos de la «Flor del Olvido».
Grace movió la cabeza.
- Es inútil. Sería más difícil todavía, lo sé.
Se dirigió deliberadamente al estéreo y manejó los controles.
O'Neil estaba contrariado de que lo hubiesen molestado y doblemente molesto de que hubiesen utilizado la señal de urgencia en su pantalla desconectada.
- ¿Qué pasa? - preguntó -. ¿Qué pretenden ustedes al molestar a un ciudadano particular mientras está desconectado? Hablen, y les deseo que valga la pena, de lo contrario los mando a los tribunales.
- Quisiéramos que hiciese usted un pequeño trabajo para nosotros doctor - comenzó Clare.
- ¿Cómo? - O'Neil parecía casi demasiado sorprendido para estar colérico. - ¿Pretenden ustedes no moverse de aquí y decirme que han invadido ustedes la intimidad de mí hogar para pedirme que trabaje para ustedes?
- Lo paga será satisfactoria.
O'Neil pareció contar hasta diez antes de contestar.
- Oiga - dijo pausadamente -, hay hombres en el mundo que se imaginan que pueden comprarlo todo a todo el mundo. Le concedo que tienen cierto fundamento en su creencia. Pero yo no estoy en venta. En vista de que parece usted ser una de estas personas haré cuanto pueda porque esta conferencia le cueste caro. Recibirá usted noticias de mi abogado. ¡Buenas noches!
- ¡Un momento! - suplicó Clare -. Creo que le interesan a usted las porcelanas...
- ¿Y qué importancia tiene eso?
- ¡Enséñeselo, Grace!
Grace acercó la «Flor del Olvido» a la pantalla manejándola cuidadosamente, reverentemente.
O'Neil no decía nada. Se inclinó hacia adelante y miró. Daba la impresión de que iba a salir de la pantalla.
- ¿De dónde han sacado ustedes esto? - dijo al final.
- Eso no tiene importancia.
- Se lo compro, al precio que sea.
- No está en venta. Pero podría ser suyo... si llegamos a un acuerdo...
- Es producto de un robo - dijo O'Neil, mirándolos.
- Se equívoca usted. No encontrará usted a nadie que se interese por tal acusación. Respecto a su trabajo...
O'Neil apartó la vista del cuenco.
- ¿Qué es lo que quieren ustedes que haga?
Clare le explicó el problema y una vez hubo terminado O'Neil movió la cabeza.
- Es ridículo - dijo.
- Tenemos motivos para creer que es teóricamente posible.
- ¡Oh, ciertamente! ¡También es teóricamente posible vivir eternamente Pero hasta ahora nadie lo ha conseguido.
- Creemos que usted puede hacerlo.
- ¡Muchas gracias! ¡Oiga! - O'Neil fijó un dedo sobre la pantalla. - Me han mandado ustedes al joven Carson, ese...
- Obraba bajo órdenes mías.
- Entonces no me gusta su manera de obrar.
- ¿Y qué hay del trabajo?... ¿Y de esto? - dijo, señalando al cuenco.
O'Neil lo contemplaba, mordiéndose los bigotes.
- Supongamos... - dijo al final -, que hago una honrada tentativa, dentro de mis limitadas facultades, para proporcionarles lo que desean y... fracaso.
- Pagamos sólo los resultados - dijo Clare moviendo negativamente la cabeza -. ¡Oh, su sueldo, sí, desde luego! Pero esto, no. Esto es una gratificación extraordinaria de su trabajo, si triunfa usted.
O'Neil parecía estar dispuesto a aceptar y súbitamente, respondió:
- Pueden estar ustedes engatusándome con una colorografía. Por la pantalla no puedo decirlo.
- Venga usted mismo a verlo - dijo Clare con indiferencia.
- Iré. Voy. No se muevan de donde están. ¿Quién es usted? ¡Maldita sea, hombre! ¿Cómo se llama usted?
Dos horas después llegaba como un huracán.
- ¡Me han estafado ustedes! ¡La «Flor» está todavía en Inglaterra! ¡He hecho investigaciones!... ¡Les... les castigaré, señores, con mis propias manos!
- Véalo usted mismo - respondió Clare; apartándose de la mesa para no privar más la vista de O'Neil.
Lo dejaron que mirase. Respetaban su necesidad de paz, sumido en su contemplación. Al cabo de largo rato se volvió hacia ellos, pero no dijo nada.
- ¿Y bien? - preguntó Clare.
- Les construiré su maldito artefacto - dijo con voz sombría -. Voy a calcular una aproximación al proyecto, aquí mismo.
Beaumont vino en persona a verlos el día anterior a la primera sesión de la conferencia.
- Es una mera visita de cortesía, míster Clare - declaró -. Quería únicamente expresarle mi reconocimiento por la obra que han realizado ustedes. Y a entregar a ustedes esto.
«Esto» resultó ser un cheque sobre el Banco Central por el importe convenido. Clare lo cogió, lo examinó, asintió y lo metió en un cajón de la mesa.
- Debo deducir, por consiguiente - dijo -, que el Gobierno está satisfecho de los servicios prestados.
- Eso es decirlo muy modestamente - le aseguró Beaumont -. A ser perfectamente sincero, no creí que pudiesen ustedes hacer tanto. Parece que hayan pensado ustedes en todo. La delegación Callistán está fuera ahora, inspeccionando y viendo los puntos de vista en uno de los pequeños tanques que nos han preparado. Son deliciosos. Confidencialmente, creo que podemos depender de su voto en las próximas sesiones.
- ¿Los protectores de gravedad funcionan perfectamente, no?
- Perfectamente. He entrado en un tanque de visión antes de entregárselo. Era tan ligero como la proverbial pluma. Demasiado ligero, sentí casi el mareo del espacio. - Sonrió medio irónicamente. - He entrado en los departamentos jupiterianos también. Esto ya era otra cosa.
- Sí, desde luego - asintió Clare -. Dos veces y medio el peso normal es opresivo, por no decir nada más.
- Es un bello final a una tarea difícil. Tiene que seguir adelante. ¡Ah, sí, otro pequeño detalle! He hablado con el doctor O'Neil de la posibilidad de que la Administración se interesase en otros usos para su nuevo desarrollo. A fin de simplificar las cosas sería conveniente que me diese usted el finiquito de la actuación de O'Neil cerca de los Servicios Generales.
Clare lo miró meditabundo, como el «Buda llorando», y se mordió el pulgar;
- No - dijo lentamente -, temo que esto sea difícil.
- ¿Por qué no? - preguntó Beaumont -. Esto evitaría la necesidad de adjudicación y la pérdida de tiempo consiguiente. Estamos dispuestos a reconocer sus servicios y a recompensarlos.
- ¡Hem!... Me parece que no se hace usted pleno cargo de la situación, míster Beaumont. Entre nuestro contrato con el Doctor O'Neil y su contrato con nosotros hay una cierta cantidad de espacio libre. Usted nos pidió ciertos servicios y ciertos utensilios con los cuales conseguir estos servicios. Nosotros se los procuramos... por un precio. Listos. Pero nuestro contrato con el doctor O'Neil lo convertía en un empleado permanente durante todo el tiempo de su actuación. Los resultados de sus investigaciones y las patentes que las afectan son propiedad de los Servicios Generales.
- ¿De veras? - dijo Beaumont -. El doctor tiene otra impresión.
- El doctor O'Neil se equívoca. En serio, míster Beaumont, nos pidió usted que le proyectásemos un cañón de asedio, hablando en metáfora para matar un mosquito. ¿Esperaba usted de nosotros, como hombres de negocios, que tirásemos el cañón después de un solo disparo?
- No, supongo que no. ¿Y qué piensan ustedes hacer?
- Esperamos explotar comercialmente el modulador de gravedades. Imagino que podríamos obtener un buen precio por ciertas adaptaciones del mismo en Marte.
- Sí, supongo que sí. Pero para ser brutalmente claro, míster Clare, temo que sea imposible. Es una cuestión de política publica imperativa que este desarrollo se limite a los terrestres. En realidad, la administración considerará necesario intervenir y hacer de él un monopolio del Gobierno.
- ¿Ha pensado en como mantener a míster O'Neil en su sitio?
- En vistas a un cambio de circunstancia, no. ¿Cuál es su idea?
- Una sociedad, en la cual él sería tenedor de un bloque de acciones y presidente. Uno de nuestros brillantes cerebros mas jóvenes ocuparía la presidencia del Consejo de Administración. - Clare pensaba en Carson. - habría acciones suficientes para seguir adelante - añadió, observando el rostro de Beaumont.
- Supongo que esta sociedad estaría bajo contrato con el gobierno... ¿su único cliente? - respondió Beaumont, haciendo como que no oía la pulla.
- Esa es la idea.
- ¡Hein!... sí, parece factible. Quizá será mejor que hable con el doctor O'neil.
- Como usted quiera.
Beaumont convoco a O'Neil en la pantalla y habló con el a media voz. O mejor dicho, Beaumont hablaba a medía voz. O'neil demostró una tendencia a hacer añicos el micrófono. Clare mandó buscar a Francis y Grace y les explicó lo ocurrido. Beaumont se aparto de la pantalla.
- El doctor desea hablar con usted, míster Clare.
- O'Neil lo miró con maldad.
- ¿Qué encerrona es esta que tengo que escuchar? ¿Qué cuento es éste de que los efectos de O'neil sean de su propiedad?
- Estaba en su contrato, doctor, ¿no se acuerda usted?.
- ¡El contrato! ¡Jamás he leído esta tontería! Pero les diré a ustedes; los voy a llevar a los tribunales. Los ataré con gruesos nudos antes de permitirles burlarse de mí de esta manera.
- ¡Un momento, doctor, se lo ruego! - dijo Clare, conciliador -. No tenemos el menor deseo de sacar ventajas de un mero punto técnico legal y nadie le discute su interés. Permítame que le esboce cuál es mi plan.
Se inclinó rápidamente sobre los diseños. O'Neil escuchaba, pero su expresión seguía sin haberse suavizado cuando termino.
- No me interesa - dijo bruscamente -. En cuanto a mí hace referencia, el Gobierno puede quedarse con todo. Y ya me ocuparé de que así sea.
- No he mencionado todavía la otra condición - añadió Clare.
- No se moleste.
- Tengo que hacerlo. Será puramente una cuestión de acuerdo entre caballeros, pero es esencial. Tiene usted en custodia la «Flor del Olvido»
O'Neil se puso en el acto en guardia.
- ¿Qué quiere usted decir, «en custodia»? Es mía. Entiéndame bien, mía.
- Es suya - repitió Clare -. Sin embargo, a cambio de las concesiones que le hacemos referentes a nuestro contrato, queremos algo.
- ¿Qué? - preguntó O'Neil. La mención del cuenco le inquietó.
- Es suyo y conserva usted su posesión. Pero quiero su palabra de que yo, o míster Francis, o miss Cormet, podremos ir a verla de vez en cuando... frecuentemente.
- ¿Quiere usted decir que quieren meramente venir a verla? - dijo O'Neil, al parecer incrédulo.
- Meramente.
- ¿Para gozar de ella?
- Exacto.
O'Neil lo miró con una nueva expresión de respeto.
- No le había entendido a usted al principio, míster Clare, le pido excusas. En cuanto a la tontería esa de la sociedad, haga lo que quiera, me tiene sin cuidado. Miss Cormet, míster Francis y usted pueden venir a ver la «Flor del Olvido» siempre que quieran. Les doy mi palabra.
- Gracias, doctor O'Neil, en nombre de todos.
Cerró el interruptor en cuanto la más elemental cortesía se lo permitió.
Beaumont también miraba a Clare con redoblado respeto.
- Me parece - dijo -, que la próxima vez no intervendré en su organización de detalles. Tomaré unas vacaciones. Adieu, caballeros... y miss Cormet.
Una vez la puerta se hubo bajado tras él, Grace observó:
- Me parece que lo hemos quitado de en medio.
- Sí - dijo Clare -. Le hemos «paseado el perro»; O'Neil ha tenido lo que quería; Beaumont también... y más aún.
- ¿Detrás de qué anda exactamente?
- No lo sé, pero me parece que le gustaría ser el primer presidente de la Federación del Sistema Solar, cuando exista una cosa semejante. Con los ases que le hemos puesto en su juego, puede conseguirlo. ¿Se da usted cuenta de las potencialidades del efecto de O'Neil?
- Vagamente - dijo Francis.
- ¿Ha imaginado usted su importancia en la navegación del espacio? ¿O las posibilidades que añade como medio de colonización? ¿O su empleo recreativo? En esto sólo hay una fortuna.
- ¿Y qué sacaremos de ello?
- ¿Qué sacaremos de ello? Dinero, muchacho. Sacos y sacos de dinero. El dinero siempre procura satisfacer los caprichos de la gente.
Miró hacia la marca registrada del perro Scotch.
- Dinero - repitió Francis -. Sí, supongo que sí...
- En todo caso - añadió Grace - siempre podemos ir a ver la «Flor».
FIN

Starship Troopers


TROPAS DEL ESPACIO

Robert A. Heinlein

Título original: Starship Troopers







Al sargento Arthur George Smith, soldado, ciudadano, científico,

y a todos los sargentos que han trabajado para hacer hombres de

simples muchachos.




Capitulo 1




- ¡Vamos, micos! ¿Acaso queréis vivir para siempre?

Alocución de un sargento desconocido a su pelotón, en ...




Siempre me entran escalofríos antes de una bajada. Ya me han dado las inyecciones,

por supuesto, y me han sometido a la preparación hipnótica; por tanto, cabe suponer

que no debo sentir miedo. El psiquiatra de la nave ha comprobado mis ondas

cerebrales, haciéndome preguntas tontas mientras yo estaba dormido, y me dice que no

es miedo, que no es nada importante..., que sólo es como ese temblor característico del

caballo de carreras ansioso por lanzarse en la puerta de salida.

Sobre eso no puedo opinar, pues nunca he sido caballo de carreras, pero la verdad es

que cada vez siento un terror mortal.

Treinta minutos antes de la hora D, tras haber pasado lista en la sala de bajadas del

Rodger Young, nos inspeccionó nuestro jefe de pelotón. No era el jefe de siempre,

porque al teniente Rasczak se lo habían cargado en nuestra última bajada; se trataba

en realidad del sargento Jelal, sargento profesional de navío. Jelly era un turcofinlandés

de Iskander, cerca de Próxima; un hombrecillo moreno con aspecto de clérigo

pero a quien yo he visto coger a dos soldados enloquecidos, tan grandes que tuvo que






ponerse de puntillas para agarrarles, golpearles la cabeza como si fueran dos cocos y

echarse atrás tan sereno mientras los otros caían.

Fuera de servicio no estaba mal... para ser sargento. Incluso se le podía llamar «Jelly»

en sus narices. No los reclutas, claro, pero sí cualquiera que hubiera hecho al menos

una bajada de combate.

Sin embargo, ahora estaba de servicio. Todos habíamos pasado ya la inspección del

equipo de combate (claro, se trata del propio cuello, ¿no?), el sargento del pelotón nos

había repasado cuidadosamente después de pasar lista, y ahora Jelly volvía a

concentrarse en nosotros, con el rostro muy serio y los ojos atentos al menor detalle. Se

detuvo al pasar junto al hombre que estaba delante de mí, apretó el conmutador de su

cinturón que daba la lectura del estado físico, y le dijo:

- ¡Fuera!

- Pero, mi sargento, ¡si no es más que un resfriado! El médico dijo...

Jelly le interrumpió:

- «Pero, mi sargento...» - remedó burlón -. No es el médico el que va a bajar..., ni tú

tampoco, con grado y medio de fiebre. ¿Crees que tengo tiempo para charlar contigo

justo antes de una bajada? ¡Fuera!

Jenkins nos dejó con aire triste y furioso, y yo me sentí muy mal también. Como se

habían cargado al teniente en la última bajada, y con eso de los ascensos yo era ahora

jefe ayudante de sección - segunda sección en esta bajada -, ahora iba a tener un

hueco en mi sección y sin medios de llenarlo. Lo cual es malo, pues significa que un

hombre puede verse en un problema muy grave, pedir socorro y no encontrar a nadie

que le ayude.

Jelly no retiró a nadie más. De pronto, se detuvo delante de nosotros, nos miró de arriba

abajo y agitó la cabeza con pesadumbre.

- ¡Vaya una pandilla de micos! - gruñó -. Tal vez si se os cargaran a todos en esta

bajada, los jefes podrían empezar otra vez y conseguir el tipo de hombres que el

teniente esperaba que fuerais. Pero probablemente no será así, con la clase de reclutas

que nos vienen en estos tiempos. - De pronto, se puso en posición de firmes y gritó:

- ¡Sólo quiero recordaros, micos, que todos y cada uno de vosotros le habéis costado al

gobierno, contando las armas, el traje acorazado, las municiones, los instrumentos, la

instrucción y demás, e incluido todo lo que coméis de más, habéis costado, digo, un

total de más de medio millón! Añadid a eso los treinta centavos que valéis realmente, y

es una gran suma. - Nos miró furioso -. ¡De modo que hay que devolverlo todo! No nos

importa perderos a vosotros, pero no podemos quedarnos sin ese precioso traje que

lleváis. No quiero héroes en este equipo. Al teniente no le gustaría. Tenéis un trabajo

que hacer. Bajáis, lo hacéis, mantenéis los oídos bien abiertos para la llamada de

regreso, y aparecéis para que os recojan a paso ligero y por números. ¿Entendido?

De nuevo nos miró con el ceño fruncido:

- Se supone que conocéis el plan. Pero, por si alguno de vosotros no tiene cabeza que






le hayan podido hipnotizar, lo repetiré otra vez. Se os dejará caer en dos líneas de

guerrillas, calculadas a intervalos de dos mil metros. Os pondréis en contacto conmigo

en cuanto piséis tierra, y tomaréis la posición y distancia de los compañeros de pelotón,

a ambos lados, mientras os cubrís. Ya habréis perdido diez segundos, de modo que os

dedicaréis a destruir todo lo que tengáis a mano hasta que los hombres de los flancos

aterricen.

Hablaba de mí; como jefe ayudante de sección yo iba a estar en el flanco izquierdo, sin

nadie al lado. Empecé a temblar.

- Apenas lleguen ellos - prosiguió -, ¡enderezad las líneas! ¡Igualad los intervalos! Dejad

lo que estéis haciendo y poneos en formación. Doce segundos. Luego avanzad a salto

de rana, pares e impares, mientras los jefes ayudantes llevan la cuenta y dirigen la

maniobra de envolvimiento - me miró -. Si habéis hecho todo eso con cuidado, cosa que

dudo, los flancos establecerán contacto cuando suene la llamada de recogida. En cuyo

momento volveréis a casa. ¿Alguna pregunta?

No hubo ninguna; jamás las había. El continuó:

- Una palabra más: esto sólo es una incursión, no una batalla. Es una demostración de

potencia de armamento, y una intimidación. Nuestra misión consiste en que el enemigo

comprenda que podríamos destruir su ciudad, aunque no lo hagamos, pero que no

pueden sentirse seguros aunque nos abstengamos de realizar un bombardeo total. No

cogeréis prisioneros. Sólo mataréis cuando no podáis evitarlo. Pero toda la zona en que

bajéis ha de quedar destruida. No quiero que ninguno de vosotros, holgazanes, vuelva

a bordo sin haber gastado todas las bombas. ¿Entendido? - Miró el reloj -. Los Rufianes

de Rasczak tienen fama de cumplir bien. Antes de que se lo cargaran, el teniente me

encargó que os dijera que él siempre tendrá los ojos fijos en vosotros, cada minuto...,¡y

que espera que vuestros nombres reluzcan!

Jelly miró ahora al sargento Migliaccio, primer jefe de sección.

- Cinco minutos para el padre - declaró.

Algunos chicos salieron de las filas, se acercaron y se arrodillaron delante de Migliaccio,

y no necesariamente los de su propio credo, pues había musulmanes, cristianos,

agnósticos, judíos.. El siempre estaba allí para todos cuantos quisieran hablar con él.

He oído decir que antes solía haber cuerpos militares cuyos capellanes no luchaban

junto a los soldados, pero jamás he comprendido que eso pudiera funcionar. Quiero

decir, ¿cómo puede bendecir un capellán algo que no está dispuesto a hacer

personalmente? En cualquier caso, en la Infantería Móvil todo el mundo baja a tierra y

todo el mundo lucha, desde el capellán hasta el cocinero y el secretario del Viejo. Una

vez bajáramos por el tubo no quedaría un solo Rufián a bordo, excepto Jenkins, por

supuesto, pero no por culpa suya.

Yo no me acerqué. Siempre temía que alguien me viera temblar si lo hacía y, de todas

formas, el padre podía bendecirme con la misma facilidad desde donde estaba. Pero él

se acercó a mí cuando los últimos rezagados se pusieron en pie, y aproximó su casco






al mío para hablarme en privado.

- Johnnie - dijo en voz baja -, ésta es tu primera bajada como oficial subalterno.

- Sí - contesté.

Yo no era realmente un subalterno, como tampoco Jelly era realmente un oficial.

- Sólo esto, Johnnie. No te quieras hacer el héroe. Conoces tu trabajo; hazlo y nada

más. No intentes ganar una medalla.

- De acuerdo. Gracias, padre. No lo haré.

Añadió algo en un lenguaje que no conozco, me dio un golpecito en el hombro y se

apresuró a volver a su sección. Jelly gritó entonces: «Aten... ción!» y todos hicimos

chocar los talones.

- ¡Pelotón!

- ¡Sección! - gritaron Migliaccio y Johnson como un eco.

- Por secciones. A babor y estribor. ¡Preparados para la bajada!

- ¡Sección! ¡Métanse en las cápsulas! ¡Adelante!

- ¡Escuadra!

Yo tuve que esperar mientras las escuadras cuatro y cinco se metían en las cápsulas y

bajaban por el tubo de disparo, antes de que mi cápsula apareciera en el remolque de

babor y pudiera meterme en ella. Me pregunté si aquellos guerreros de la antigüedad

también sintieron escalofríos al meterse en el caballo de Troya. ¿O sólo me pasaba a

mí? Jelly verificaba la identidad de cada hombre que iba siendo encerrado en la

cápsula, y a mí me puso el sello personalmente. Al hacerlo se inclinó hacia mí y me dijo:

- No hagas estupideces, Johnnie. Sólo se trata de un ejercicio.

La tapa se cerró sobre mí y quedé solo. «¡Sólo se trata de un ejercicio, dice!» Empecé a

temblar de modo incontrolable.

Entonces oí por los audífonos a Jelly, desde el tubo de la línea central:

- ¡Puente! Los Rufianes de Rasczak... ¡dispuestos a bajar!

- ¡Dieciséis segundos, teniente! - oí la alegre voz de contralto de la capitana Deladrier...,

y me molestó que ella llamara «teniente» a Jelly. Porque, sí, nuestro teniente había

muerto y, claro, Jelly conseguiría su mando..., pero nosotros seguíamos siendo los

Rufianes de Rasczak. - ¡Buena suerte, chicos! - añadió.

- Gracias, mi capitana.

- ¡Preparados! Cinco segundos.

Yo estaba amarrado por todas partes con correas: la frente, el vientre, las piernas...

Pero temblaba más que nunca.

Es mejor una vez te han lanzado. Porque hasta ese momento estás sentado allí en una

oscuridad total, envuelto como una momia contra los aceleradores, casi incapaz de

respirar... y sabiendo que apenas hay nitrógeno a tu alrededor en la cápsula, aun en el

caso de que uno pudiera abrir el casco, cosa que no se puede hacer, y sabiendo que,

de todos modos, la cápsula está rodeada por los tubos de lanzamiento, y que si la nave

recibe un buen disparo antes de lanzarte nadie rezará por ti y morirás allí solo, incapaz






de moverte, impotente. Esa espera interminable en la oscuridad es lo que le hace

temblar a uno, porque piensa que se han olvidado de él... o que la nave ha sido

alcanzada y se va a quedar en órbita como algo muerto, y que uno pronto morirá

también, incapaz de moverse, de respirar. O que ha chocado con una nave en órbita y

se le ha cargado a él de paso, si es que no se asa al bajar.

Entonces empezamos a sufrir los efectos del programa de frenado de la nave y yo dejé

de temblar. Ocho g (unidad estándar de gravedad) diría yo, o quizá diez. Cuando una

piloto maneja la nave no resulta demasiado cómodo; uno acaba con moretones en

todos los puntos donde aprietan las correas. Sí, sí, ya sé que las mujeres son mejores

pilotos que los hombres, que sus reacciones son más rápidas y que pueden tolerar más

g. Pueden entrar y salir con mayor rapidez, lo que supone más probabilidades para

todos, para uno mismo y para ellas. Pero sigue sin ser divertido el verse proyectado

contra la espina dorsal con una fuerza equivalente a diez veces el propio peso.

Sin embargo, debo admitir que la capitana Deladrier conoce su oficio. No hubo pérdida

de tiempo en cuanto el Rodger Young hubo frenado. Inmediatamente le oí decir: «Tubo

de línea central... ¡fuego!», y hubo dos retrocesos cuado Jelly y su sargento de pelotón

fueron descargados; y al cabo de un segundo: «Tubos de babor y estribor... ¡fuego

automático!», y los demás comenzamos a dejar la nave.

¡Bump!, y la cápsula pega un salto hacia delante. ¡Bump!, y salta de nuevo, lo mismo

que los cartuchos que van entrando en la cámara de un arma automática antigua. Bien,

eso es exactamente lo que somos. Sólo que los cañones del arma eran dos tubos de

lanzamiento gemelos montados en una nave espacial de transporte de tropas, y cada

cartucho era una cápsula lo bastante grande - pero apenas - para llevar a un soldado de

infantería con todo el equipo de campaña.

¡Bump! Yo estaba acostumbrado al número tres, que salía más pronto. Ahora me había

convertido en «el último de la cola», el último después de tres escuadras. Eso supone

una espera muy tediosa a pesar de que se dispara una cápsula cada segundo. Intenté

contar los que salían: ¡bump! (doce), ¡bump! (trece), ¡bump (catorce) con un sonido

extraño: la cápsula vacía en la que debía haber ido Jenkins, ¡bump!...

Y luego, ¡clang!, ya es mi turno, ahora que mi cápsula entra en la cámara de disparo.

Entonces, ¡buump!, la explosión golpea con una fuerza que hace que la maniobra de

frenado de la capitana parezca un golpecito cariñoso.

Y luego, de repente, nada.

Nada en absoluto. Ni sonido, ni presión, ni peso. Flotando en la oscuridad... Caída libre,

quizás a cincuenta kilómetros sobre la atmósfera efectiva, cayendo sin peso hacia la

superficie de un planeta que jamás has visto. Pero ahora ya no hay temblor; es la

espera de antes lo que agota. Una vez descargado ya no pueden herirte, porque si algo

va mal, sucederá tan aprisa que uno ni se entera de que ha muerto. Bueno, apenas se

entera.

Casi en seguida sentí que la cápsula giraba y se enderezaba de modo que todo mi peso






vino a gravitar sobre mi espalda; un peso que ascendía rápidamente hasta alcanzar el

total (, g, según nos habían dicho) para ese planeta cuando la cápsula tuviera la

velocidad terminal adecuada a la fina atmósfera superior. Un piloto que sea un auténtico

artista (y la capitana lo era) se aproxima y frena, de modo que la velocidad de

lanzamiento al salir del tubo le ponga en punto muerto en el espacio relativo a la

velocidad de rotación del planeta en aquella latitud. Las cápsulas cargadas son

pesadas; se lanzan por la atmósfera superior sin desplazarse demasiado de la posición,

si bien un pelotón tiene que dispersarse algo en la bajada, perdiendo un poco la

perfecta formación en que es lanzado. Un piloto torpe puede estropear las cosas

esparciendo un grupo de ataque sobre una extensión tan grande que no permita

reagruparse para la retirada, y mucho menos para llevar a cabo su misión. Un soldado

de infantería sólo puede luchar si alguien le coloca en su zona; en cierto sentido,

supongo que los pilotos son tan esenciales como nosotros.

Por la suavidad con que mi cápsula entraba en la atmósfera, comprendí que la capitana

nos había dejado caer con un vector lateral tan próximo a cero como pudiera pedirse.

Me sentí feliz, no sólo porque seríamos una formación compacta al caer en tierra y no

habría pérdida de tiempo, sino también porque un piloto que baja adecuadamente a los

hombres es asimismo un piloto preciso para la recogida.

El casco exterior de la cápsula se quemó y empezó a desprenderse con una sacudida,

y yo di la vuelta. Al fin cayó todo y volví a enderezarme. Los frenos de turbulencia del

segundo casco entraron en acción y la marcha se hizo difícil, más violenta a medida

que se iban quemando de uno en uno y el segundo casco se hacía pedazos. Una de las

cosas que ayuda a que el que viaja en la cápsula viva lo suficiente para cobrar la

pensión es el hecho de que esa caída de las envolturas de la cápsula no sólo reduce la

velocidad de bajada, sino que también llena el espacio sobre el área del blanco de tanta

porquería que el radar recoge reflejos a docenas por cada soldado que está bajando, y

cualquiera de ellos puede ser un hombre, o una bomba, o lo que sea. Lo bastante para

que una computadora balística sufra un ataque de nervios..., cosa que ocurre a veces.

Para complicar más las cosas, la nave deja caer una serie de cápsulas falsas en los

segundos que siguen inmediatamente a la bajada de los soldados, y que caen más

aprisa porque no van desprendiendo capas. Adelantan pues a los soldados, explotan,

arrojan restos, actúan como cohetes, y aún hacen más cosas para aumentar la

confusión del comité de recepción en tierra.

Mientras tanto, la nave sigue con firmeza la señal luminosa direccional del jefe de

pelotón, sin hacer caso de los «ruidos de radar» que ha creado, y va siguiendo a los

soldados y computando su situación para uso futuro.

Una vez se desprendió el segundo casco, el tercero abrió automáticamente mi primer

paracaídas. No duró mucho, pero eso ya lo esperaba yo; un buen tirón a varios g y él se

fue por su lado y yo por el mío. El segundo paracaídas duró un poco más, y el tercero

bastante más aún. Ya empezaba a hacer demasiado calor dentro de la cápsula, de






modo que deseé llegar a tierra.

El tercer casco se desprendió al desaparecer el último paracaídas, y ya no tuve nada en

torno excepto mi traje acorazado y un huevo de plástico. Aún seguía atrapado por

correas en su interior e incapaz de moverme. Era el momento de decidir cómo y dónde

iba a caer. Sin mover los brazos - porque no podía -, apreté el conmutador para una

lectura de proximidad, que apareció en el reflector instrumental, dentro del casco y

delante de mi frente.

Dos kilómetros. Un poco demasiado cerca para lo que me gustaba, en especial sin

compañía. La cápsula interior casi había alcanzado la velocidad normal; en nada me

ayudaría seguir dentro de ella, y su temperatura indicaba que no se abriría

automáticamente durante algún tiempo, de modo que apreté un conmutador con el Otro

pulgar y me libré de aquel huevo.

La primera descarga cortó todas las correas; la segunda hizo explotar el plástico a mi

alrededor en ocho trozos separados, y me vi fuera, sentado en el aire y ¡capaz de ver!

Además, los ocho pedazos estaban cubiertos de metal, excepto el pequeño trozo por

donde yo había podido leer la proximidad, y darían el mismo reflejo que un hombre con

el traje acorazado. Cualquier visor de radar, vivo o cibernético, pasaría ahora un mal

rato tratando de identificarme entre todos los desechos que me rodeaban, por no

mencionar los miles de restos en muchos kilómetros a la redonda, por encima y por

debajo de mí. Parte del entrenamiento de un miembro de la Infantería Móvil consiste en

dejarle ver desde tierra, a simple vista y por radar, lo confusa que es una bajada para

los que esperan en el terreno, porque uno se siente terriblemente desnudo allá arriba.

Es fácil dejarse dominar por el pánico y abrir un paracaídas muy pronto, con lo que uno

se convierte en un blanco demasiado fácil, o dejar de abrirlo y romperse los tobillos, y

también la columna vertebral, y el cráneo.

De modo que me estiré para desentumecerme y miré en torno; luego me doblé de

nuevo y me enderecé, como hace un ave que planea, y eché una buena ojeada. Era de

noche allá abajo, como estaba planeado, pero los visores infrarrojos permiten calcular

muy bien el terreno una vez uno se ha acostumbrado a ellos.

El río que cortaba en diagonal la ciudad estaba casi debajo de mí y parecía ascender

muy aprisa, brillando claramente y con una temperatura más alta que la de la tierra. No

me importaba en qué lado fuese a caer, pero lo que no deseaba era caer en el mismo

río, porque me hundiría hasta el fondo.

Observé un resplandor a la derecha, hacia mi altura: algún nativo poco amistoso, allá

abajo, había quemado lo que probablemente era un pedazo de mi cápsula. De modo

que disparé contra mi primer paracaídas en seguida, tratando de alejarme de su

pantalla mientras él seguía los blancos que caían. Me preparé para el choque del

retroceso, giré luego y continué flotando hacia abajo unos veinte segundos antes, de

descargar el paracaídas, porque no deseaba llamar la atención sobre mí al no bajar a la

misma velocidad que todo lo que me rodeaba.






Y debió de funcionar, porque no me acertaron.

A unos doscientos metros de altura solté el segundo paracaídas. Vi de inmediato que

iba a dar en el río, y descubrí que estaba a punto de pasar a unos treinta metros sobre

una especie de almacén de tejado plano junto al río. Me libré del paracaídas y logré un

aterrizaje bastante bueno, aunque algo brusco, sobre el tejado, mediante los

propulsores del traje. Estaba buscando la señal luminosa del sargento Jelal cuando

aterricé.

Y descubrí que estaba en el mal lado del río. La señal de Jelly aparecía en la brújula

dentro de mi casco mucho más al sur de donde debía estar; luego yo estaba demasiado

al norte. Troté hacia el río por el tejado mientras establecía contacto con el jefe de la

escuadra más próxima a mí, descubrí que él estaba a un par de kilómetros de dónde

debía, le grité: «Ace, ¡endereza tu fila!», arrojé una bomba detrás de mí y salté desde el

tejado hasta el otro lado del río. Ace contestó, como era de esperar, porque él debería

haber estado en mi sitio pero no quería abandonar su escuadra; sin embargo, no le

gustaba aceptar órdenes de mí.

El almacén estalló a mis espaldas y la explosión me alcanzó mientras aún estaba sobre

el río y no escudado por los edificios del otro lado, como era mi deseo. Casi me

destrozó los giróstatos, y estuve a punto de caer. Había puesto la bomba para que

estallara a los quince segundos... ¿o no? De pronto comprendí que me había excitado

en exceso, lo peor que se puede hacer una vez en tierra. «Sólo se trata de un

ejercicio», había dicho Jelly, y así debía ser. Tómate tu tiempo y hazlo bien, aunque se

necesite otro medio segundo más.

Al caer tomé otra lectura sobre Ace y le dije de nuevo que realineara su escuadra. No

me contestó, pero ya lo estaba haciendo. Lo dejé pasar. Mientras Ace hiciera su tarea,

podía permitirme el aceptar su malhumor... de momento. Mas una vez de nuevo a bordo

de la nave (si Jelly me mantenía como jefe ayudante de sección), ya nos las

arreglaríamos para buscar eventualmente un rincón tranquilo donde descubrir quién era

el jefe. Él era un cabo de carrera, y yo sólo un hombre en servicio temporal actuando

como cabo. pero él estaba a mis órdenes, y uno no puede permitirse el menor desliz en

esas circunstancias. No para siempre.

No obstante, ahora no tenía tiempo de pensar en eso. Mientras saltaba sobre el río

había distinguido un espléndido blanco y quería alcanzarlo antes de que lo viera nadie

más: un grupo muy grande de lo que parecían ser edificios públicos sobre una colina.

Templos quizás... o un palacio. Estaban a kilómetros del área que barríamos, pero una

de las reglas del programa «destroza y sal corriendo» consiste en emplear al menos la

mitad de las municiones fuera del área elegida: de ese modo se confunde al enemigo

en cuanto a la posición verdadera. Eso y estar siempre en movimiento, y hacerlo todo

de prisa. Ellos siempre nos sobrepasan en número; la sorpresa y la velocidad es lo que

nos salva.

Estaba ya cargando mi lanzacohetes mientras volvía a ponerme en contacto con Ace y






le decía por segunda vez que se realineara. La voz de Jelly llegó hasta mí por el circuito

general:

- ¡Pelotón! ¡A salto de rana! ¡Adelante!

Mi jefe, el sargento Johnson, repitió como un eco:

- ¡A salto de rana! Números impares. ¡Adelante!

Eso me evitaba toda preocupación por unos veinte segundos, de modo que salté sobre

el edificio más cercano, me coloqué el lanzador sobre el hombro, hallé el blanco y

apreté el primer gatillo para que el cohete-bomba pudiera fijarse en su blanco, luego

apreté el segundo gatillo, eché un beso al cohete que ya salía y salté de nuevo a tierra.

- Segunda sección, ¡números pares! - grité. Fui contando mentalmente y ordené -:

¡Adelante!

Y yo lo hice también, saltando sobre la siguiente fila de edificios. Mientras estaba en el

aire, barrí con el lanzallamas la primera fila junto al río. Parecían ser construcciones de

madera, de modo que era el momento de iniciar una buena fogata. Con un poco de

suerte, algunos de esos almacenes contendrían petróleo, o incluso explosivos. Al tirar,

los lanzadores sobre mis hombros arrojaron dos pequeñas bombas H. E. a un par de

metros a cada lado, a mi flanco izquierdo y derecho, pero nunca vi el resultado pues,

justo en ese instante, dio en el blanco mi primer cohete. con ese brillo inconfundible - si

uno lo ha visto alguna vez - de una explosión atómica. Era muy chiquitita, por supuesto,

menos de dos kilotones de producto nominal, con una compresión de implosión para

producir resultados de una masa menos que crítica, pero, claro. ¿quién desea estar

próximo a una catástrofe cósmica? Ya era suficiente barrer la cumbre de aquella colina

y hacer que en la ciudad todos se refugiaran contra lo que caía. Mejor aún, cualquiera

de los tipos de la localidad que por casualidad estuviera fuera de casa y mirando hacia

aquí, no vería nada más por un par de horas..., es decir no me vería a mí. El resplandor

de la explosión no me afectaba, ni afectaría a ninguno de nosotros; nuestros cascos son

muy pesados, llevamos visores sobre los ojos y estamos adiestrados para encogernos y

que todo lo reciba el traje acorazado, si es que miramos donde no debemos.

Así es que me limité a parpadear, luego abrí bien los ojos y vi un ciudadano de la

localidad que salía precisamente por una abertura del edificio que se hallaba frente a

mí. El me miró, yo le miré. Empezaba a alzar algo - un arma, supongo - cuando Jelly

gritó:

- Números impares. ¡Adelante!

No podía perder el tiempo con él. Estaba a unos buenos quinientos metros de donde

debía encontrarme en ese momento, y aún tenía el lanzallamas en la mano izquierda.

De modo que le dejé frito y salté sobre el edificio del que él saliera cuando yo

empezaba a contar. Por supuesto, un lanzallamas de mano tiene propósitos

incendiarios en primer lugar, pero es una buena arma defensiva antipersonal

en un

momento de apuro; no hay que apuntar con demasiado cuidado.

Entre la excitación y la ansiedad por unirme a los demás pegué un salto demasiado






alto, y demasiado amplio. Siempre es una tentación el obtener la máxima potencia del

mecanismo del salto, pero no hay que hacerlo. Eso te deja colgado en el aire por unos

segundos, un blanco demasiado fácil. El modo de avanzar es pasar por encima de cada

edificio cuando se llega a él, apenas rozándolo y aprovechando cualquier punto

ventajoso para cubrirse al caer, sin quedarse jamás en el mismo lugar más de un par de

segundos, ni darles nunca tiempo para que apunten. Estar ya en otro sitio, en cualquier

sitio. Moviéndose siempre.

Calculé mal este salto - demasiado para una fila de edificios, muy poco para la fila de

detrás -, así que me encontré bajando sobre un tejado. Pero no un buen tejado liso

donde podría haber esperado tres segundos para lanzar otra bomba A; éste era un

conglomerado de cañerías, puntales y hierros en confusión. Una fábrica tal vez, quizá

de productos químicos. No era lugar para aterrizar. Peor aún: allí había media docena

de nativos. Los de este planeta son humanoides, de unos tres metros de altura, mucho

más huesudos que nosotros y con una temperatura del cuerpo más alta. No llevan

ninguna clase de ropas, y se mantienen en pie sobre una serie de puntales, como un

anuncio de neón. Todavía resultan más extraños a la luz del día y viéndolos con los

ojos desnudos, pero prefiero luchar con ellos que con los arácnidos. Las Chinches me

ponen enfermo.

Si esos tipos estaban ya allí treinta segundos antes, cuando estalló mi cohete-bomba,

entonces no podían verme en absoluto. Pero yo no estaba seguro de ello, ni en modo

alguno quería luchar con ellos; no era ese tipo de incursión. De modo que di otro salto

cuando aún estaba en el aire, lanzando un puñado de píldoras de fuego de diez

segundos para mantenerlos ocupados, caí en tierra, salté de nuevo, grité: «¡Segunda

sección! ¡Números pares! ¡Adelante!», y también yo avancé para cerrar el círculo

mientras trataba de hallar, cada vez que saltaba, un blanco digno de otro cohete. Me

quedaban aún tres pequeñas bombas A y, desde luego, no quería volver con ellas.

Pero se me había quedado bien grabado que uno ha de conseguir todo el valor de su

dinero en lo referente a las armas atómicas, y era sólo la segunda vez que me permitían

llevarlas.

Precisamente ahora trataba de divisar sus depósitos de agua. Un tiro directo allí

convertiría la ciudad en inhabitable, les forzaría a evacuaría sin que nosotros

tuviéramos que matar a nadie, es decir exactamente el fin con el que habíamos bajado.

Según el mapa que yo había estudiado bajo hipnosis, debían de estar a unos cinco

kilómetros corriente arriba de donde me hallaba.

Pero no conseguía verlos; mis saltos no me llevaban a bastante altura. Tuve la

tentación de subir más, mas entonces recordé lo que me dijera Migliaccio acerca de no

buscar una medalla, de modo que me limité a cumplir órdenes. Puse el lanzador

automático y le dejé lanzar un par de pequeñas bombas cada vez que lo apretaba,

seguí incendiando cosas al azar mientras lo hacía, e intenté descubrir los depósitos de

agua o cualquier otro blanco que valiera la pena.






Bien, había algo allá arriba y a mi alcance. Tanto si se trataba de depósitos de agua

como si no, era grande. Así que salté sobre el edificio más alto que tenía cerca, me

afirmé en él y disparé. Cuando bajaba de allí oí a Jelly:

- ¡Johnnie! ¡Red! ¡Empezad a doblar por los flancos!

Contesté, oí que Red contestaba, puse en marcha mi señal luminosa para que Red me

hallara con seguridad, y capté la suya mientras yo gritaba:

- ¡Segunda sección! ¡En marcha hacia dentro para rodear! ¡Contesten, jefes de

escuadra!

La cuarta y quinta contestaron.

- Wilco - dijo Ace -. Ya estamos haciéndolo. Recoge bien los pies.

La señal de Red me mostró que el flanco derecho estaba casi delante de mí, y a unos

buenos veinticinco kilómetros. ¡Estupendo! Ace tenía razón: yo tendría que levantar

mucho los pies o nunca cerraría la curva a tiempo, y aún tenía un par de bombas

pesadas y diversas municiones cuya utilización requería hallar el momento preciso.

Habíamos aterrizado en formación Y, con Jelly en el vértice y Red y yo en los extremos

de los dos brazos de la v: Ahora teníamos que cerrarnos en círculo en torno al punto de

recogida, lo que significaba que Red y yo habíamos de cubrir más terreno que los otros

y seguir haciendo todos los destrozos posibles.

Al menos, el avance a salto de rana ya había concluido una vez empezamos a cerrar el

círculo. Podía dejar de contar y concentrarme en la velocidad. Porque cada vez iba a

ser más peligroso estar por allí, incluso moviéndonos de prisa. Habíamos empezado

con la ventaja enorme de la sorpresa, llegando a tierra sin ser alcanzados - por lo

menos confiaba en que nadie hubiera sido alcanzado en la bajada -, y habíamos ido

saltando de acá para allá de modo que pudiéramos disparar sin temor a darnos unos a

otros, mientras ellos corrían peligro de acertar a los suyos al disparamos..., si es que

llegaban a descubrirnos para disparar, claro. (No soy un experto en teórica, pero dudo

que cualquier computadora hubiera logrado analizar lo que estábamos haciendo con

tiempo para predecir lo que haríamos después.)

Sin embargo, las defensas de aquellas gentes empezaban ya a devolver el fuego,

coordinado o no. Casi me dieron un par de veces con explosivos, lo bastante para que

los dientes me entrechocaran incluso dentro del traje acorazado, y en una ocasión me

rozó cierto rayo que me puso los pelos de punta y casi me paralizó por un momento,

como si me hubiera dado en el nervio del codo pero en todo mi cuerpo. Si el traje no

hubiera estado programado para saltar, supongo que habría palmado allí mismo.

Cosas así hacen que uno se pare a preguntarse por qué demonios se hizo soldado...,

sólo que estaba demasiado ocupado para detenerme por nada. En dos ocasiones,

saltando a ciegas sobre los edificios, caí justo en medio de un grupo de huesudos y me

largué en seguida mientras hacía girar salvajemente el lanzallamas.

Así espoleado, cerré la mitad de mi parte del circulo, quizá seis kilómetros, en un tiempo

mínimo pero sin causar más que destrozos casuales. El lanzador se había quedado






vacío hacía dos saltos; al encontrarme solo en una especie de patio, me detuve a poner

mis reservas de bombas H. E. en él, mientras establecía contacto con Ace y descubría

que aún estaba lo bastante lejos delante del pelotón del flanco como para emplear mis

últimos cohetes A. Salté pues al edificio más alto del vecindario.

Ya había luz suficiente para ver. Me levanté los visores sobre la frente y registré el

panorama con los ojos sin proteger buscando a mis espaldas algo a lo que valiera la

pena disparar, cualquier cosa. No tenía tiempo de ser meticuloso.

Había algo en el horizonte, en la dirección de su puerto espacial: administración y

control quizás, o tal vez incluso una nave espacial. Casi en línea, y como a medio

camino, había una estructura enorme que no podía identificar. La distancia hasta el

puerto espacial era excesiva pero dejé que el cohete lo viera, le dije: «¡Ve a buscarlo,

encanto!» y lo lancé. Luego metí el último, lo apunté sobre el blanco más próximo y

salté.

El edificio recibió un impacto directo justo cuando yo lo dejaba. O bien un huesudo

había juzgado (correctamente) que valía la pena cargarse uno de sus edificios para

destrozar a uno de nosotros, o bien alguno de mis compañeros se estaba descuidando

mucho con los disparos. De cualquier forma, no quería saltar desde aquel punto tan

alto, y decidí cruzar por otro par de edificios en vez de pasarles por encima. De modo

que cogí el pesado lanzallamas de la espalda al llegar allí, me puse los visores sobre

los ojos y derribé la pared frente a mí con un rayo a toda potencia. Cayó una sección

del muro y entré por el hueco.

Y me eché atrás a toda prisa.

No sabía qué había abierto. Una congregación en la iglesia quizás, o una posada, o

incluso su cuartel general de defensa. Lo único que sabia es que se trataba de una

habitación enorme, y llena de más huesudos de los que deseaba ver en toda mi vida.

No debía de tratarse de una iglesia, ya que alguien me disparó cuando yo me eché

atrás y salí a toda prisa; un disparo que rebotó en el traje acorazado, que me

ensordeció por un instante y que hizo que me tambaleara. Pero eso me recordó que no

debía irme sin dejarles un recuerdo de mi visita. Cogí lo primero que encontré en el

cinturón, lo arrojé y vi que empezaba a sonar. Como te dicen en la Básica, hacer algo

constructivo en seguida vale más que discurrir algo mejor para hacerlo horas más tarde.

Por pura suerte había hecho lo adecuado. Se trataba de una bomba especial, de las

que se nos habían dado para esta misión con instrucciones de utilizarlas si hallábamos

el modo más efectivo de hacerlo. El ruido que yo escuché al lanzarla era la misma

bomba gritando en idioma huesudo (traducción libre):

- ¡Soy una bomba de treinta segundos! ¡Soy una bomba de treinta segundos!

Veintinueve..., veintiocho..., veintisiete...

Se suponía que eso les destrozaría los nervios. Tal vez fuera así; desde luego, a mí me

dejó hecho polvo. Es más amable matar a un hombre de un tiro. No esperé la cuenta

atrás y salté mientras me preguntaba si ellos encontrarían bastantes puertas y ventanas






para largarse de allí a tiempo.

Capté la señal luminosa de Red en el punto más alto del salto, y la de Ace cuando ya

caía. Estaba retrasándome de nuevo... Era el momento de correr.

Tres minutos más tarde habíamos cerrado el círculo. Tenía a Red a mi flanco izquierdo,

a un kilómetro. El se lo comunicó a Jelly. Oímos que éste gruñía, más relajado ya, a

todo el pelotón:

- El círculo está cerrado, pero la nave de recogida no ha bajado aún. Adelantaros

lentamente para reuniros; seguid haciendo daño, pero cuidado con el compañero que

tenéis a cada lado; ¡no le deis a él! Buen trabajo hasta ahora. No lo estropeéis.

¡Pelotón! ¡Por secciones! ¡A contarse!

A mí sí me parecía un buen trabajo. Gran parte de la ciudad estaba ardiendo y, aunque

ahora ya había mucha luz diurna, apenas podía decirse que los ojos desnudos sirvieran

más que los visores, tan espeso era el humo.

Johnson, nuestro jefe de sección, gritó:

- ¡Segunda sección, informen!

Yo contesté:

- ¡Escuadras cuatro, cinco y seis! ¡Llamen e informen!

El conjunto de circuitos de seguridad de que disponíamos en las nuevas unidades

apresuraba desde luego las cosas. Jelly podía hablar con todos, o con sus jefes de

sección; uno de éstos podía llamar a todos sus hombres o a los suboficiales; y el

pelotón podía identificarse en la mitad de tiempo cuando los segundos contaban.

Escuché las respuestas de la cuarta escuadra mientras hacía el inventario del

armamento que me quedaba, y lancé una bomba hacia un huesudo que sacaba la

cabeza por una esquina. El se largó y yo también. «A reunirse», había dicho el jefe.

La cuarta escuadra no consiguió hacerse oír hasta que su jefe se acordó de conectar

con el número de Jenkins; la quinta contestó como un ábaco y yo empezaba a sentirme

bien... cuando se hizo el silencio tras el número cuatro de la escuadra de Ace. Yo grité:

- ¡Ace! ¿Dónde está Dizzy?

- Cállate - dijo él. Número seis. ¡Responda!

- ¡Seis! - contestó Smith.

- ¡Siete!

- Sexta escuadra. Falta Flores - completó Ace -. Jefe de la escuadra a la búsqueda.

- Falta un hombre - informé a Johnson - Flores, de la escuadra seis.

- ¿Desaparecido o muerto?,

- No lo sé. El jefe de la escuadra y el jefe ayudante de sección salen a buscarle.

- ¡Johnnie, deja que lo haga Ace!

Pero yo no le oí, de modo que no contesté. Sin embargo, él informó a Jelly, y pude oír

sus juramentos. Ahora bien, yo no andaba buscando una medalla, pero es cosa del jefe

ayudante de sección el ir a recoger a la gente. Es su trabajo; al fin y al cabo, es el último

mono. Los jefes de escuadra tienen otro trabajo que hacer. Como sin duda se habrá






adivinado ya, el jefe ayudante de sección no es necesario mientras el jefe de sección

esté vivo.

En ese preciso momento me sentía de verdad el último mono y olvidado ya, porque

estaba oyendo el sonido más dulce del universo: el soporte en el que la nave de

recogida aterrizaría nos estaba llamando. Ese punto de aterrizaje es un cohete robot

que se lanza por delante de la nave de recogida, una especie de soporte que se

introduce en tierra y empieza a emitir su música de bienvenida. La nave de recogida

llega a él automáticamente tres minutos más tarde, y más vale estar cerca porque ese

autobús no espera y ya no hay otro después.

Pero nadie se larga dejándose a un compañero, al menos mientras exista la posibilidad

de que aún esté vivo. Es algo que no se hace en los Rufianes de Rasczak, ni en el

cuerpo de la Infantería Móvil. Se procura recogerlo. Oí que Jelly ordenaba:

- ¡Cabeza arriba, muchachos! ¡Apiñaos en el círculo de recogida! ¡A paso ligero!

Y oí la dulce voz del soporte: - «... para gloria eterna de la infantería brilla el nombre,

brilla el nombre de Rodger Young» - y yo deseaba tanto dirigirme hacia allí que casi

sentía el deseo en todo mi cuerpo.

Pero me fui en otra dirección siguiendo la señal de Ace y utilizando lo que me quedaba

de bombas, de píldoras de fuego y de cualquier cosa que me pesara.

- ¡Ace! ¿Has captado la señal?

- Sí. ¡Vuélvete, inútil!

- Ahora ya puedo verte. ¿Dónde está él?

- Justo delante de mí, quizás a medio kilómetro. ¡Lárgate! Es uno de mis hombres.

No contesté. Simplemente, corté en oblicuo hacia la izquierda para alcanzar a Ace

donde él decía que estaba Dizzy.

Y encontré a Ace de pie junto a él, con un par de huesudos caídos bajo el lanzallamas y

alguno más corriendo a lo lejos. Bajé a su lado.

- Quitémosle el traje acorazado. ¡La nave bajará en cualquier momento!

- Está demasiado malherido.

Miré y vi que era cierto. Había un agujero en su traje, y salía sangre. Estábamos en

apuros. Para recoger a un herido se le quita el traje acorazado, se le lleva sencillamente

en brazos - no es problema con un traje electrónico - y uno se larga a paso ligero. Un

hombre desnudo pesa menos que el traje y las municiones que uno ya ha disparado.

- ¿Qué hacemos?

- Llevarlo - contestó Ace -. Cógele por el lado izquierdo del cinturón. El le cogió por el

derecho y pusimos a Flores en pie -. ¡Agárralo bien! Ahora, dispuesto a saltar. Uno...,

dos...

Saltamos. No muy lejos, ni bien. Un hombre solo no hubiera podido levantarle del suelo

ya que el traje acorazado pesa demasiado. Pero repartiendo el peso entre dos hombres

sí puede hacerse.

Saltamos y saltamos una y otra vez, Ace llevando la cuenta y los dos enderezando a






Dizzy cada vez que dábamos en tierra. Por lo visto, tenía rotos los girostatos.

Oímos cómo se interrumpía la música del soporte cuando la nave de recogida aterrizó

sobre él. Lo miré... Estaba demasiado lejos. Oímos gritar al sargento del pelotón:

- En sucesión. ¡Dispuestos a embarcar!

Y Ace gritó:

- ¡Retrase la orden!

Saltamos al fin al espacio abierto y distinguimos la nave sobre su cola, oímos el ulular

de sus sirenas, vimos al pelotón todavía en tierra a su alrededor, en círculo de

interdicción, encogidos tras el escudo que habían formado.

Y oímos gritar a Jelly:

- En sucesión, atención a la nave... ¡Adelante!

¡Pero nosotros estábamos aún demasiado lejos! Vi cómo iban separándose los de la

primera escuadra y metiéndose en la nave, a medida que se cerraba el círculo de

interdicción.

Una sola figura salió del círculo y corrió hacia nosotros a toda la velocidad posible con

un traje de comando.

Jelly nos cogió mientras estábamos en el aire, agarró a Flores por su soporte en Y y

nos ayudó a alzarle.

Tres saltos más nos llevaron a la nave. Todos estaban ya dentro, pero la puerta seguía

abierta. Le metimos y la cerramos mientras la piloto de la nave gritaba que le habíamos

hecho perder el punto de reencuentro y que nos íbamos a matar todos. Jelly no le hizo

el menor caso. Depositamos a Flores en el suelo y nos echamos a su lado. Cuando la

explosión de salida nos sacudió, Jelly hablaba para sí:

«Todos presentes, teniente. Tres hombres heridos... ¡pero todos presentes!».

Diré esto en favor de la capitana Deladrier: no hacen mejores pilotos. El reencuentro de

la nave de recogida con la nave en órbita está calculado con toda precisión. No sé

cómo pero es así, y eso no lo cambia nadie. Es imposible.

Sólo que ella lo hizo. Vio en su pantalla que la nave de recogida no había hecho la

explosión a tiempo, frenó en seco, tomó velocidad de nuevo... y consiguió introducirnos

en el momento preciso y a ojo, pues no había tiempo para computarlo. Si el

Todopoderoso necesita alguna vez un ayudante para mantener a las estrellas en su

curso, yo sé donde puede encontrarlo.

Flores murió antes de llegar a la nave en órbita.

Capítulo

Me asustó tanto que me largué

y no me paré que yo recuerde,

ni me volví hasta llegar a casa,






y me encerré en el cuarto de mi madre.

Yanqui Doodle, ánimo,

Yanqui Doodle, dandy,

cuidado con la música y el paso.

y atiende bien a las chicas.

La verdad es que yo nunca me había propuesto enrolarme.

¡Y, desde luego, no en infantería! Primero habría aceptado diez latigazos en la plaza

pública y que mi padre me dijera que yo era una vergüenza para el orgulloso apellido de

la familia.

Claro, le había mencionado a mi padre, en mi último año en la escuela superior, que

estaba meditando la idea de presentarme voluntario para el servicio federal. Supongo

que es lo que piensa todo chico cuando va a cumplir los dieciocho años, y yo los

cumplía en la semana de mi graduación. Por supuesto, la mayoría de los muchachos se

limitan a pensarlo, juegan un poco con la idea y luego se dedican a otra cosa: van a la

universidad, o buscan empleo, o algo por el estilo. Supongo que lo mismo habría hecho

yo, de no ser porque mi mejor amigo estaba pensando muy en serio en unirse al ejército.

Carl y yo lo habíamos hecho todo juntos en la escuela superior: seguir a las chicas,

citarnos con ellas, participar en el equipo de debates y trabajar en electrónica en el

laboratorio de su casa. Yo no sabía demasiado acerca de la teoría electrónica, pero

tengo buena mano con el soldador. Carl era el cerebro y yo llevaba a cabo sus

instrucciones. Era divertido; cualquier cosa que hiciéramos juntos resultaba divertido.

Los padres de Carl no tenían, ni mucho menos, tanto dinero como mi padre, pero eso

no importaba entre nosotros. Cuando mi padre me compró un helicóptero Rolls al

cumplir los catorce años, éste fue tan de Carl como mío, y por otra parte su laboratorio

del sótano era mío también.

Por tanto, cuando Carl me dijo que no iba a seguir con los estudios, sino que primero se

alistaría por un plazo de servicio en el ejército, eso me hizo pensar. Porque él hablaba

muy en serio, como si creyera que eso era lo más natural, correcto y obvio.

Así que le dije que yo me alistaría también. Él me lanzó una mirada extraña.

- Tu viejo no te dejará.

- ¿No? ¿Y cómo va a impedírmelo?

Por supuesto, no podía. Legalmente no. Es la primera elección libre por completo que

tiene uno, y quizá la última. Cuando un chico o una chica cumple dieciocho años puede

presentarse voluntario y nadie puede oponerse a ello.

- Ya lo verás - y luego Carl cambió de tema.

De modo que lo hablé con mi padre, tentativamente, empezando con subterfugios.

El soltó el periódico y el cigarro y me miró.

- Hijo, has perdido la cabeza.

Murmuré que no lo creía así.






- Bueno, pues a mí me lo parece - suspiró -. Sin embargo..., debía haberlo esperado. Es

una etapa previsible en el desarrollo de un chico. Recuerdo cuando aprendiste a

caminar y dejaste de ser un bebé... Francamente, fuiste un diablillo durante algún

tiempo. Rompiste uno de los jarrones Ming de tu madre, y estoy seguro de que a

propósito, pero eras demasiado joven para conocer todo su valor, así que sólo te

castigamos con unos golpecitos en la mano. Recuerdo el día en que me cogiste uno de

mis puros, y lo malo que te pusiste. Tu madre y yo no hicimos el menor comentario al

ver que eras incapaz de cenar aquella noche, y nunca te lo he mencionado, hasta

ahora... Los chicos han de probarlo todo y descubrir por sí mismos que los vicios de los

hombres no son para ellos. Te observamos cuando, al llegar a la adolescencia,

empezaste a notar que las chicas eran diferentes... y maravillosas - suspiró de nuevo -.

Todo etapas normales. Y la última, justo al término de la adolescencia, es cuando un

chico decide unirse al ejército y llevar un bonito uniforme. O decide que está

enamorado, con un amor como nadie experimentó antes, y que tiene que casarse en

seguida. O las dos cosas - sonrió amargamente -. En mi caso fueron ambas cosas.

Pero las superé a tiempo para no hacer el ridículo y arruinar mi vida.

- Pero, papá, yo no voy a arruinar mi vida. Sólo es un plazo de servicio, no la carrera

militar.

- Dejemos eso, ¿quieres? Escúchame bien, porque voy a decirte lo que vas a ser, y por

qué quieres serlo. En primer lugar, esta familia se ha mantenido alejada de la política y

se ha dedicado a trabajar en su propio beneficio durante más de cien años. No veo

razón para que rompas ese palmarés tan estupendo. Supongo que todo es influencia

de ese tipo de la escuela superior..., ¿cómo se llama? Ya sabes a quién me refiero.

Se refería a nuestro profesor de historia y filosofía moral. Un veterano, naturalmente.

- El señor Dubois.

- Hum, qué nombre más idiota. Le va. Extranjero, sin duda. Debería ir contra la ley

utilizar las escuelas como estaciones de reclutamiento simuladas. Creo que voy a

escribir una carta muy fuerte al respecto. ¡Un contribuyente tiene ciertos derechos!

- Pero padre, él no hace eso en absoluto. El... - Me detuve, pues no sabía cómo

describirlo. Dubois tenía un aire arrogante, superior. Actuaba como si ninguno de

nosotros valiéramos lo suficiente como para presentarnos voluntarios al ejército. A mí

no me gustaba -. En todo caso, trata de desanimarnos.

- Ya. ¿Sabes cual es el mejor modo de obligar a caminar a un cerdo? No importa.

Cuando te gradúes vas a estudiar comercio en Harvard, eso ya lo sabes. Después irás

a la Sorbona y viajarás un poco también, conocerás a algunos de nuestros

distribuidores y averiguarás cómo funciona el negocio en otros países. Luego volverás a

casa y te pondrás a trabajar. Empezarás con los trabajos habituales, empleado de

almacén o algo así, sólo por aquello de las apariencias, pero serás un ejecutivo antes

de que te des cuenta, porque yo ya no soy joven y, cuanto antes me liberes de la carga,

mejor. En cuanto estés preparado y bien capacitado, serás jefe. ¿Qué tal te suena ese






programa, comparado con perder dos años de tu vida?

No dije una palabra. Nada de eso era nuevo para mí. Pensaría en ello. Mi padre se

puso en pie y me cogió por los hombros

- Hijo, no creas que no te comprendo. Pero entiende bien la realidad. Si hubiera una

guerra, yo sería el primero en enviarte a ella y transformar el negocio en producción

bélica. Sin embargo, no la hay y, si Dios nos ayuda, nunca la habrá otra vez. Hemos

vencido a las guerras. Este planeta es ahora pacífico y feliz, y disfrutamos de relaciones

bastante buenas con los demás planetas. Así pues, ¿a qué se reduce ese llamado

«Servicio Federal»? A parasitismo; puro y simple parasitismo. Un organismo sin

función, anticuado por completo, y que vive de los contribuyentes. Un estilo de vida

decididamente caro, para gentes inferiores que de otro modo no tendrían empleo, y que

así viven a expensas del pueblo unos años para darse luego importancia durante el

resto de su vida. ¿Es eso lo que quieres hacer?

- ¡Carl no es inferior!

- Lo siento. No, él es un chico estupendo..., pero equivocado. - frunció el ceño y luego

sonrió -. Hijo, yo quería reservarme esto como una sorpresa para ti, el regalo de tu

graduación... Pero voy a decírtelo ahora para que te sea más fácil quitarte esas

tonterías de la cabeza. No es que tema lo que puedas hacer; confío en tu sentido

común, incluso a tu tierna edad. Pero ahora estás preocupado, lo sé, y esto te animará

¿No adivinas de qué se trata?

- Pues no.

- Un viaje de vacaciones a Marte - sonrió.

Yo debí de quedarme como pasmado.

- ¡Caray, padre, no tenía idea...!

- Había de ser una sorpresa para ti, y veo que en efecto lo ha sido. Sé lo que los chicos

sienten acerca de los viajes, aunque me desconcierta qué placer encuentran en ello

después de la primera vez. Pero es un buen momento para que lo hagas. Y por tu

cuenta, créeme, que te alejes por una vez del sistema, porque estarás demasiado

ocupado para pasar siquiera una semana en la Luna una vez aceptes todas las

responsabilidades. - Recogió el periódico -. No, no me des las gracias. Vete y déjame

que termine de leer el periódico, porque van a venir unos señores a verme esta tarde,

ahora mismo. Por negocios.

Me largué corriendo. Supongo que él creyó que todo estaba arreglado, y creo que yo

también. ¡Marte! ¡Y solo! Pero no le hablé a Carl de ello. Tenía la terrible sospecha de

que él lo consideraría un soborno. Bien, quizá lo fuera. En cambio, le dije sencillamente

que mi padre y yo teníamos, al parecer, ideas muy diferentes al respecto.

- Sí - dijo -. Y el mío también. Pero se trata de mi vida.

Pensé en ello durante la última sesión de nuestra clase de historia y filosofía moral. Esa

asignatura era diferente de las demás, porque todos teníamos que estudiarla pero no

era obligatorio aprobarla. Además, a Dubois nunca parecía preocuparle si nos






interesábamos por la clase o no. Se limitaba a señalar con el muñón de su brazo

izquierdo (jamás se molestaba en aprender los nombres) y a lanzar una pregunta. Y así

empezaba la discusión.

No obstante, el último día trataba de averiguar, por lo visto, lo que teníamos aprendido.

Una chica le dijo algo bruscamente:

- Mi madre dice que la violencia nunca resuelve nada.

- ¿Que no? - Dubois la miró furioso -. Estoy seguro de que los padres de la ciudad de

Cartago se alegrarían de saberlo. ¿Por qué no se lo dice su madre? ¿O usted?

Ya se habían enredado así antes; como no podían suspender el curso, no era

necesario dar coba al señor Dubois. Ella dijo;

- ¿Se está burlando de mí? ¡Todo el mundo sabe que Cartago fue destruida!

- Pues usted no parecía saberlo - replicó él secamente -. Puesto que lo sabe, ¿no diría

que la violencia sí influyó, y mucho, en su destino? Sin embargo, yo no me burlaba de

usted; sólo expresaba mi desprecio por una idea estúpida e inexcusable, práctica que

sigo siempre. A cualquiera que se aferre a esa doctrina históricamente falsa, e inmoral

por completo, de que la violencia jamás resuelve nada, yo le aconsejaría que conjurara

a los fantasmas de Napoleón Bonaparte y del Duque de Wellington, y les dejara

discutirlo. El fantasma de Hitler podría ser el árbitro, y el jurado bien podrían formarlo el

dodo, la gran alca y la paloma silvestre. La violencia, la fuerza bruta, ha arreglado más

cosas en la historia que cualquier otro factor, y la opinión contraria constituye el peor de

los absurdos. Los que olvidan esta verdad básica siempre han pagado por ello con su

vida y su libertad - suspiró.

»Otro año, otra clase... y, para mí, otro fracaso. Uno puede llevar a un chico al

conocimiento, pero no puede obligarle a pensar. - De pronto me señaló con el muñón -.

A ver, usted, ¿cuál es la diferencia moral, si es que hay alguna, entre el soldado y el

civil?

- La diferencia - contesté cuidadosamente - se basa en la cuestión de la virtud cívica.

Un soldado acepta la responsabilidad personal por la seguridad de la política del cuerpo

del que forma parte, defendiéndola si es necesario con su vida. El civil, no.

- Las palabras exactas del libro - dijo despectivamente -. Pero, ¿lo entiende? ¿Lo cree?

- No lo sé, señor.

- ¡Claro que no! ¡Dudo que cualquiera de ustedes reconociera «la virtud cívica» aunque

apareciera de pronto y les gritara a la cara! - miró el reloj -. Y eso es todo. Un todo

definitivo. Quizá nos encontremos de nuevo en circunstancias más felices. Pueden irse.

Después de eso la graduación y, tres días más tarde, mi cumpleaños, seguido menos

de una semana después por el cumpleaños de Carl; y yo todavía no le había dicho que

no iba a alistarme. Estoy seguro de que él ya lo suponía, pero jamás hablábamos de

ello; resultaba embarazoso. Me limité a quedar en reunirme con él al día siguiente de su

cumpleaños, y entonces nos dirigimos juntos a la oficina de reclutamiento.

En los escalones del Edificio Federal tropezamos con Carmencita Ibáñez, compañera






nuestra de clase y una de las razones más agradables de pertenecer a una raza con

dos sexos. Carmen no era mi chica, ni la de nadie. Jamás se citaba dos veces seguidas

con el mismo chico, y nos trataba a todos con idéntica dulzura y de un modo bastante

impersonal. Pero yo la conocía muy bien, ya que solía venir a nuestra piscina (porque

ésta tenía las medidas olímpicas), a veces con un chico, a veces con otro. O sola,

porque mamá la animaba a hacerlo, ya que la consideraba «una buena influencia». Y,

por una vez, mi madre tenía razón.

Nos vio y nos esperó sonriendo, con la cara llena de hoyuelos.

- ¡Hola, muchachos!

- Hola, Ochee Chyornya - contesté -. ¿Qué te trae por aquí?

- ¿No lo adivinas? Hoy es mi cumpleaños.

- ¿Qué? Muchas felicidades.

- Así que voy a alistarme.

- Oh... - creo que Carl quedó tan sorprendido como yo. Pero Carmencita era así. Jamás

andaba contando chismes y era muy reservada sobre sus cosas -. ¿No bromeas? -

pregunté tontamente.

- ¿Por qué había de bromear? Voy a ser piloto espacial. Al menos voy a intentarlo.

- No hay razón para que no lo consigas - dijo Carl rápidamente.

Tenía razón. Ahora sé muy bien cuánta razón tenía. Carmen era pequeña y linda, con

una salud a toda prueba y reflejos perfectos (viéndola tomar parte en ella, hasta una

competición submarinista parecía fácil), muy rápida en matemáticas. Yo había

terminado con un aprobado en álgebra y un notable en aritmética comercial; Carmen

había seguido todos los cursos en matemáticas que ofrecía la escuela, y además uno

avanzado. Sin embargo, nunca se me había ocurrido preguntarme por qué. La verdad

era que Carmencita resultaba tan ornamental que nadie la calificaba jamás de útil.

- Nosotros..., bueno, yo - dijo Carl - estoy también aquí para alistarme.

- Y yo - dije -. Nos alistamos los dos.

No había tomado ninguna decisión; la verdad es que mis labios hablaban por su cuenta.

- ¡Ah, estupendo!

- Y además, también yo quiero ser piloto espacial - añadí con firmeza.

No se rió. Contestó muy en serio:

- ¡Magnífico! Quizá nos encontremos en los entrenamientos. Así lo espero.

- ¿Cursos de colisión? - bromeó Carl -. No me parece un buen camino para ser piloto

- No digas tonterías, Carl. En tierra, por supuesto. ¿También tú vas para piloto?

- ¿Yo? Yo no soy un camionero. Ya me conoces. Investigación y Desarrollo. Electrónica.

- ¡Camioneros! Espero que te manden a Plutón y te dejen allí para que te congeles.

Bueno, es una broma. Buena suerte. ¿Entramos?

La oficina de reclutamiento estaba al otro lado de una barandilla, en la rotonda. Allí

estaba sentado ante una mesa un sargento de Flota, con uniforme de gala, tan

refulgente como un circo. Llevaba el pecho lleno de cintas que yo era incapaz de






descifrar, pero le faltaba el brazo derecho tan por completo que la chaqueta había sido

cortada sin esa manga y, al acercarse uno a la barandilla, veía que no tenía piernas.

Eso no parecía molestarle. Carl dijo:

- Buenos días. He venido a alistarme.

- Y yo también - añadí.

No nos hizo caso. Consiguió inclinarse ligeramente sin moverse de la silla y dijo:

- Buenos días, señorita. ¿Qué puedo hacer por usted?

- También yo deseo alistarme.

- Buena chica - sonrió él -. Si quiere ir a la sala doscientos uno y preguntar por la mayor

Rojas, ella se ocupará de usted. - La miró de arriba abajo -. ¿Piloto?

- Si es posible.

- Ya parece una. Bien, vea a Rojas.

Se fue Carmen, dándole a él las gracias y con un «hasta luego» para nosotros.

Entonces el sargento nos miró y pareció sopesarnos con una total ausencia de la

complacencia que demostrara ante Carmencita.

- ¿Sí? - preguntó -. ¿Para qué? ¿Batallones de trabajo?

- ¡Oh, no! - dije -. Yo voy a ser piloto.

- ¿Usted? - me miró fijamente y luego apartó la vista.

- Yo estoy interesado en el cuerpo de Investigación y Desarrollo - dijo Carl con

sobriedad -, especialmente en la electrónica. Creo que las oportunidades son bastante

buenas.

- Lo son si es usted capaz - replicó el sargento de Flota secamente -, pero no si carece

de lo que se necesita, tanto en preparación como en habilidad. Miren, muchachos,

¿tienen idea de por qué me han puesto aquí, tan a la vista?

Yo ni siquiera lo entendí. Carl preguntó:

- ¿Porqué?

- ¡Porque al gobierno no le importa un pito si ustedes se alistan o no! Porque se ha

vuelto muy meticuloso, con eso de que ahora hay tanta gente, demasiada gente, que

pretende servir un plazo, obtener sus privilegios políticos y llevar una cinta en la solapa

para que todos sepan que es veterano, tanto si ha visto el combate como si no. Ahora

bien, si ustedes se empeñan en alistarse y yo no consigo convencerles de que no lo

hagan, entonces tendrán que aceptarles porque ése es su derecho constitucional. La

Constitución dice que todos, hombres o mujeres, tienen derecho, por su nacimiento, a

servir en el ejército y poseer la ciudadanía plena. Pero la verdad es que tenemos

muchas dificultades para hallar quehaceres para todos los voluntarios que sean

auténticas glorias. No todos pueden ser militares de verdad; no necesitamos tantos y,

de todas formas, la mayoría de los voluntarios no son material de primera clase como

soldados. ¿Tienen alguna idea de lo que se necesita para hacer de un hombre un

soldado?

- No - admití.






- La mayoría de la gente piensa que sólo se necesitan dos manos, dos pies y una

mente idiota. Tal vez sea así, para carne de cañón. Posiblemente, eso es todo lo que

requería Julio César. Pero un soldado raso es hoy en día un especialista tan altamente

cualificado que más le valdría dedicarse a cualquier otro oficio; no tenemos plazas para

los torpes. Por eso, para los que insisten en servir un plazo pero que carecen de lo que

nosotros deseamos y de lo que han de tener, hemos preparado toda una lista de

trabajos sucios, desagradables y peligrosos que, o bien les obliguen a volverse a casa

con el rabo entre las piernas y sin acabar el servicio, o por lo menos les hagan recordar

durante el resto de su vida que el derecho de ciudadanía es muy valioso para ellos,

porque lo han pagado caro. Por ejemplo, esa señorita que estaba aquí quiere ser piloto.

Espero que lo consiga; siempre necesitamos buenos pilotos, ya que nunca hay

suficientes. Tal vez logre serlo, pero si falla puede acabar en la Antártida, con esos ojos

tan lindos enrojecidos a fuerza de no ver más que luz artificial y con las manos llenas de

callos a causa de trabajos duros y desagradables.

Yo deseaba decirle que lo menos que conseguiría Carmencita sería un puesto de

programadora para la vigilancia espacial, porque era un as en matemáticas, pero él

seguía hablando:

- De modo que me han puesto aquí para que les desanime, muchachos. Mírenme bien.

- hizo girar la silla para asegurarse de que veíamos que no tenía piernas -. Supongamos

que no terminan cavando túneles en la Luna, o haciendo de cobayos humanos para

estudiar nuevas enfermedades, porque carecen de talento. Supongamos que los

convierten en buenos luchadores. Échenme una mirada... esto es lo que pueden

conseguir. Eso si no les matan en combate y sus padres reciben un telegrama de

«profunda condolencia». Que es lo más probable, porque en estos tiempos, tanto en el

adiestramiento como en el combate, no hay muchos heridos. Si se empeñan, lo más

probable es que acaben en un ataúd. Yo soy la pura excepción. Tuve suerte; aunque tal

vez ustedes no lo consideren suerte. - Hizo una pausa y añadió -: Entonces, ¿por qué

no se van a casa o a la universidad, y se hacen químicos o agentes de seguros o algo

por el estilo? Un plazo de servicio no es un campamento de críos; es el auténtico

servicio militar, duro y peligroso incluso en tiempo de paz, y de lo más irrazonable

después. Sin vacaciones. Sin aventuras románticas. ¿Y bien?

Carl dijo:

- Yo he venido a alistarme.

- Y yo también.

- ¿Se dan cuenta de que no les permitirán elegir el servicio?

- Pensé que podíamos declarar nuestras preferencias - dijo Carl.

- Desde luego. Y ésa es la última elección que harán hasta el fin del servicio. El oficial

de colocaciones también atiende a esa elección, claro. Lo primero que hace es

comprobar si esta semana hay demanda de sopladores de vidrio zurdos, si es que es

eso lo que ustedes desean ardientemente. Si se ve obligado a admitir que sí hay






demanda de lo que ustedes han elegido, probablemente en el fondo del Pacífico,

entonces vienen las pruebas de preparación y de habilidad innata. En una ocasión de

cada veinte se ve forzado a admitir que todo va bien, y ustedes consiguen ese puesto, a

menos que algún bromista les entregue los despachos para hacer algo muy distinto.

Pero en las otras diecinueve ocasiones se limita a rechazarlas, diciendo que ustedes

hacen falta para el equipo de pruebas de supervivencia en Titán. - Y añadió pensativo -:

Hace un frío espantoso en Titán. Muy a menudo fallan los equipos experimentales. Hay

que hacer auténticas pruebas sobre el terreno, claro; los laboratorios nunca obtienen

todas las respuestas.

- Yo puedo cualificarme para electrónica - aseguró Carl con firmeza - si hay

posibilidades de conseguir un puesto.

- ¿Y usted, amigo?

Vacilé..., y de pronto decidí que, si no corría el riesgo, toda la vida estaría

preguntándome si era algo más que el hijo del jefe.

- Acepto el riesgo.

- Bien, no dirán que no les avisé. ¿Traen los certificados de nacimiento? Enséñenme el

carnet de identidad.

Diez minutos después, aunque todavía no habíamos jurado, estábamos en el piso

superior, donde nos examinaron, pincharon, controlaron... Decidí que el examen físico

se basaba en que, si uno no está enfermo, ellos hacen todo lo posible para ponerle

enfermo. Si no lo consiguen, entonces ya se ha ingresado.

Pregunté a uno de los médicos qué porcentaje de víctimas dejaban de pasar el examen

físico. Pareció sobresaltarse.

- ¿Cómo? Nosotros nunca eliminamos a nadie. La ley no nos lo permite.

- Pero entonces... disculpe, doctor, entonces ¿para qué todo este desfile de tíos en

cueros y con carne de gallina?

- Bueno, el propósito consiste en descubrir... - me dió un tirón y me golpeó en la rodilla

con un martillo (yo le di una patada, pero no muy fuerte) -, en descubrir qué deberes es

físicamente capaz de cumplimentar. Pero si usted viniera aquí en una silla de ruedas, y

ciego de ambos ojos, y fuera lo bastante idiota para insistir en enrolarse, encontrarían

algo igualmente idiota que encajara con usted. Por ejemplo, contarle al tacto las patitas

a una oruga. El único fallo posible en este examen es que los psiquiatras decidan que

usted no es capaz de comprender el juramento.

- Ya. Doctor, ¿era usted ya médico cuando se alistó? ¿O decidieron ellos que debía ser

médico y le mandaron a la facultad?

- ¿Yo? - Habló escandalizado -. ¿Le parezco tan idiota? Yo soy un funcionario civil.

- Oh, lo siento, señor.

- No importa. El servicio militar es para las hormigas. Créame, yo les veo ir y les veo

volver..., cuando vuelven. Veo lo que el servicio les ha hecho. Y ¿para qué? Para

obtener un beneficio político puramente nominal que no rinde un centavo y que, de






todas formas, la mayoría de ellos no saben ni siquiera utilizar con prudencia. Ahora

bien, si dejaran que los médicos dirigieran esto... Pero vamos a dejarlo; usted podría

pensar que cometo traición, tanto si tenemos libertad de palabra como si no. Ahora

bien, jovencito, si tiene cabeza suficiente para contar hasta diez, se echará atrás

mientras pueda. Tome, entregue estos papeles al sargento de reclutamiento. Y

recuerde lo que le he dicho.

Volví a la rotonda. Carl ya estaba allí. El sargento repasó mis papeles y dijo con tristeza:

- Por lo visto, los dos están vergonzosamente sanos, aparte de algún agujero en la

cabeza. Un momento, he de traer unos testigos.

Apretó un botón y acudieron dos empleadas, una con aire de hacha de guerra y la otra

bastante linda. El señaló nuestros formularios de examen físico, nuestros certificados de

nacimiento y tarjetas de identidad, y dijo con aire formal:

- Pido y exijo de ambas que, por separado y con toda gravedad, examinen estas

pruebas, decidan lo que son y comprueben, también por separado, qué relación, si la

hay, tiene cada uno de estos documentos con los dos hombres que se hallan en su

presencia.

Lo hicieron como si se tratara de una rutina aburrida, como así era - estoy seguro - para

ellas. Sin embargo, escrutaron cada documento, nos tomaron las huellas dactilares -

¡otra vez! - y la más agraciada de las dos se aplicó una lupa de joyero en el ojo y

comparó las huellas actuales con las del certificado de nacimiento. Lo mismo hizo con

las firmas. Yo empecé a dudar de si sería yo mismo.

El sargento añadió:

- ¿Han averiguado si esas pruebas demuestran su competencia para prestar el

juramento de alistamiento? En ese caso, ¿qué dicen?

Respondió la mayor:

- Unida a los informes del examen médico hemos hallado la conclusión, debidamente

certificada por una cámara autorizada por psiquiatras, que declara que ambos son

mentalmente competentes para prestar el juramento, y que ninguno de los dos está

bajo la influencia del alcohol, los narcóticos o cualquier droga que incapacite

legalmente, ni tampoco de la hipnosis.

- Muy bien. - Se volvió hacia nosotros diciendo -: Repitan conmigo: «Yo, mayor de edad,

y por mi propia voluntad...»

- Yo - repetimos por separado -, mayor de edad y por mi propia voluntad..., sin coerción,

promesa ni inducción de ninguna clase, tras haber sido debidamente aconsejado y

avisado acerca del significado y consecuencias de este juramento... Me enrolo en el

Servicio Federal, de la Federación Terrena, por un plazo no inferior a dos años, y que

puede prolongarse mientras las necesidades del Servicio así lo exijan...

(Tragué saliva al llegar a esa parte. Siempre había pensado que «el plazo» eran dos

años, aunque ya sabía algo más porque algunos lo habían contado. ¡Vaya, estábamos

alistándonos de por vida!)






- Juro mantener y defender la Constitución de la Federación contra sus enemigos en

Tierra o fuera de ella, proteger y defender las libertades y privilegios constitucionales de

todos los ciudadanos y residentes legales de la Federación, sus estados y territorios

asociados, y cumplir en Tierra o fuera de ella todos los deberes de carácter legal que

me sean asignados por autoridad legal, directa o delegada...

Y obedecer todas las órdenes legales del comandante en jefe del Servicio Terreno, y de

todos los oficiales o personas delegadas que se hallen por encima de mí...

Y exigir la misma obediencia a todos los miembros del Servicio u otras personas, o

seres no - humanos, que se encuentren legalmente a mis órdenes...

Y, una vez sea honorablemente licenciado, al término de mi plazo de servicio activo, o

bien me encuentre en situación de retiro inactivo después de haber terminado dicho

plazo, juro llevar a cabo todos los deberes y obligaciones, y disfrutar de todos los

privilegios de ciudadanía de la Federación, incluidos el deber, la obligación y el derecho

de disfrutar de los privilegios políticos durante el resto de mi vida natural, a menos que

sea privado de tal honor por el veredicto de un tribunal de mis pares soberanos.

¡Caray! Dubois nos había hecho analizar el juramento del servicio en la clase de historia

y filosofía moral, y nos había obligado a aprenderlo frase por frase, pero uno no

comprende realmente toda su importancia hasta que aquello se desmorona sobre uno

mismo en un solo bloque, tan abrumador e irremediable como el carro de Visnú.

Al menos me hizo comprender que yo ya no era un civil, aunque estuviera con los

faldones de la camisa colgando y la cabeza vacía. No sabía aún lo que era, pero si lo

que no era.

- ¡Así Dios me ayude! - terminamos ambos, y Carl se santiguó, y lo mismo hizo la

empleada más joven.

Después aún hubo más firmas y huellas dactilares de los cinco que estábamos allí, y se

sacaron cromofotografias de Carl y de mí que se unieron a nuestros papeles. El

sargento de Flota alzó finalmente la vista:

- Bien, ya pasa de la hora del almuerzo. Es hora de que se vayan, muchachos.

- Oiga, sargento... - dije yo, tragando con dificultad.

- ¿Qué dice? Hable claro.

- ¿Podría llamar a mis padres desde aquí? Decirles lo que... lo que he hecho.

- Podemos hacer algo mejor que eso.

- ¿Señor?

- Disponen de cuarenta y ocho horas de permiso. - Sonrió fríamente -. ¿Saben lo que

ocurrirá si no vuelven?

- Pues... ¿un consejo de guerra?

- Nada. Nada en absoluto. Sólo que se escribirá en sus documentos: Plazo no

completado satisfactoriamente, y jamás, jamás conseguirían una segunda oportunidad.

Ese es nuestro «período de refresco», durante el cual nos libramos de unos críos

inmaduros que no se proponían en realidad alistarse y que jamás debieron haber






prestado el juramento. Eso ahorra dinero al gobierno, y mucho dolor a esos críos y a

sus padres. Los vecinos no tienen por qué saberlo. Ni siquiera tienen por qué decírselo

a sus padres. - Apartó la silla de la mesa -. Así que hasta el mediodía de pasado

mañana. Si les veo. Recojan sus efectos personales.

Fue una salida muy poco airosa. Mi padre me armó una bronca, luego dejó de

hablarme. En cuanto a mamá, se llevó el disgusto a su habitación. Cuando al fin me

marché, una hora antes de lo necesario, sólo salieron a despedirme el cocinero y los

criados.

Me detuve ante la mesa del sargento de reclutamiento, pensé en saludar y decidí que

aún no sabía hacerlo. El alzó la vista.

- ¡Ah!, aquí están sus papeles. Llévelos a la sala doscientos uno, allí le meterán en el

molino. Llame y entre.

Dos días más tarde ya sabía que no iba a ser piloto. Algunas de las cosas que los

examinadores escribieron acerca de mí fueron:

Insuficiente captación intuitiva de las relaciones espaciales. Insuficiente talento

matemático. Deficiente preparación matemática. Reacción de tiempo adecuada. Buena

vista. Me alegró que al menos dijeran esas dos cosas, porque ya empezaba a pensar

que mi velocidad de cálculo no pasaba de contar con los dedos.

El oficial de colocación me permitió hacer una lista de mis preferencias en orden

inverso, y todavía padecí cuatro días más los tests de aptitud más absurdos que había

visto en la vida. Por ejemplo, ¿qué pretenden averiguar cuando un estenógrafo salta de

la silla y chilla: «¡Serpientes!»? Porque no había ninguna serpiente, sólo un pedacito

inocente de tubo de plástico.

Los tests escritos y orales me parecieron igualmente idiotas, pero por lo visto a ellos les

encantaban, de modo que los hice. En lo que tuve más cuidado fue en la lista de mis

preferencias. Naturalmente, declaré que trabajar en la marina espacial, y en cualquier

puesto - aparte del de piloto -, tanto si iba como técnico de la sala de máquinas o como

cocinero. Sabía que prefería cualquier trabajo en la marina antes que en el ejército.

Deseaba viajar.

Después puse en la lista Inteligencia, ya que un espía también viaja mucho y pensé que

no podía ser aburrido (estaba equivocado, pero no importa). A continuación hice una

lista muy larga: guerra psicológica, guerra química, guerra biológica, ecología de

combate (no sabía qué era eso, pero parecía interesante), cuerpo de logística (una

simple equivocación: yo había estudiado lógica en el equipo de debate, y resultó que

«logística» tiene un significado totalmente distinto), y una docena más. Lo último que

elegí, con cierta vacilación, fue el cuerpo K- de Infantería.

No me molesté en escribir los diversos cuerpos auxiliares no combatientes porque, si no

me elegían para un cuerpo de combate, no me importaba que me utilizaran como

animal experimental o me enviaran como obrero para la colonización de Venus.

Cualquiera de los dos era el premio de consolación más idiota.






Weiss, el oficial de colocación, me llamó una semana después de prestar el juramento.

En realidad era un comandante retirado de la guerra psicológica, en servicio activo de

momento, pero vestía de paisano e insistía en que le llamáramos solo «Mister», y uno

podía relajarse y hablar con calma con él. Tenía ante él mi lista de preferencias y los

informes de todos mis tests, y también el informe de mis resultados en la escuela

superior, lo cual me satisfizo, pues allí me habían calificado estupendamente. Había

llegado bastante alto, pero no demasiado para que me tacharan de empollón; no me

habían suspendido ningún curso, y yo sólo había dejado una clase y había sido

bastante popular en la escuela:

equipo de natación, grupo de debate, equipo de carreras, tesorero de la clase, medalla

de plata en la competición literaria anual, presidente del comité de bienvenida y cosas

así. Un record muy completo, y todo estaba en los informes. Me miró cuando entré y

dijo:

- Siéntate, Johnnie. - Volvió a mirar el informe; luego lo dejó -. ¿Te gustan los perros?

- ¿Cómo? Sí, señor.

- ¿Hasta qué punto? ¿Te llevabas el perro a la cama? Y a propósito, ¿dónde está tu

perro ahora?

- Bueno, es que no tengo perro de momento. Pero cuando lo tenía, pues, no, no dormía

en mi cama. Verá, mi madre no me dejaba meter al perro en casa.

- ¿Pero no lo metías de contrabando?

- Verá... - Pensé en explicarle aquella táctica de mi madre, del «no estoy enfadada, pero

si muy dolida», cuando intentaba hacer algo que no entraba en sus propósitos. Mas ni

siquiera lo intenté -. No, señor.

- Hum... ¿Has visto alguna vez un neo-perro?

- Sí, una vez, señor. Lo exhibieron en el teatro MacArthur hace dos años. Pero la

Asociación Protectora de Animales protestó.

- Déjame explicarte lo que significa un equipo K-. Un neo-perro no es sólo un perro

que habla.

- Yo no pude entender a aquel neo en el MacArthur. ¿Es cierto que hablan?

- Sí. Sencillamente hay que adiestrar el oído para comprender su acento. No pueden

pronunciar ciertas letras: b, v, p, m, y uno tiene que acostumbrarse a sus equivalentes;

algo similar al handicap de un labio leporino, pero con otras letras. No importa, su habla

es tan clara como la de un humano. Ahora bien, un neo no es un perro que habla, no es

un perro en absoluto. Es un simbiótico mutado artificialmente y derivado de la raza

canina. Un neo, un Caleb adiestrado, es seis veces más inteligente que un perro,

digamos tan inteligente como un humano deficiente mental; sólo que esa comparación

no es justa para el neo. Un deficiente mental es algo defectuoso, mientras que un neo

es un genio estable en su propia línea de trabajo.

Soltó un gruñido:

- Siempre, claro está, que tenga su simbiótico. Ése es el problema. Hum... Eres






demasiado joven para haber estado casado, pero sí habrás visto de cerca el

matrimonio, por lo menos el de tus padres. ¿Puedes imaginarte casado con un Caleb?

- ¿Cómo? No, imposible.

- La relación emocional entre el perro-hombre y el hombre-perro en un equipo K- es

mucho más íntima y mucho más importante que la relación emocional en la mayoría de

los matrimonios. Si el amo muere, nosotros matamos al neo-perro en seguida. Es todo

lo que podemos hacer por el pobrecillo. Una muerte misericordiosa. Y si el neo-perro

muere..., bueno, no podemos matar al hombre, aunque sería la solución más sencilla.

En cambio le cogemos, le hospitalizamos y lentamente conseguimos que se recupere. -

Cogió una pluma e hizo una seña -. No creo que podamos arriesgarnos a destinar a K-

a un muchacho que no sabía vencer en ingenio a su madre para que el perro durmiera

con él. De modo que pensemos en alguna otra cosa.

Sólo entonces comprendí que debía haber fallado en todos los puntos de mi lista por

encima del cuerpo de K-, y que ahora había fallado en esto también. Me quedé tan

atónito que casi se me pasó por alto su observación siguiente. El mayor Weiss dijo con

aire meditabundo y carente de expresión, como si hablara sobre otro que ya llevara

mucho tiempo muerto:

- Una vez fui la mitad de un equipo K-. Cuando mi Caleb murió en accidente me

tuvieron bajo sedantes durante seis semanas; luego me rehabilitaron para otro trabajo.

Johnnie, estos cursos que has seguido... ¿Por qué no estudiaste algo útil?

- ¿Señor?

- Ahora es demasiado tarde. Olvídalo. Hum..., tu instructor de historia y filosofía moral

parece tener muy buena opinión de ti.

- ¿Sí? - Me sorprendí -. ¿Qué ha dicho?

- Dice - sonrió Weis - que no eres torpe, sólo ignorante y cargado de prejuicios por

culpa de tu ambiente. Viniendo de él es una gran alabanza. Yo le conozco.

¡A mi no me sonaba a alabanza!

- Y un chico que consigue un aprobado justo en apreciación de la televisión no puede

ser tan malo - continuó Weiss -. ¿Qué te parecería ir a Infantería?

Salí del Edificio Federal algo alicaído, pero no me sentía del todo desgraciado. Por lo

menos era un soldado. Llevaba en el bolsillo documentos que lo demostraban. No me

habían calificado como demasiado torpe e inútil para otra cosa que no fuera el trabajo

manual.

Pasaban unos minutos de la hora de salida y el edificio estaba vacío, aparte del escaso

personal nocturno y unos cuantos rezagados. Tropecé en la rotonda con un hombre que

salía en ese momento; su rostro me pareció familiar, pero no conseguía situarle. El me

pescó mirándole, y me reconoció.

- Buenas tardes - dijo alegremente -. ¿No ha embarcado todavía?

Y entonces le reconocí: era el sargento de Flota que nos había tomado el juramento.

Supongo que me quedé con la boca abierta. El hombre vestía ropas civiles, caminaba






sobre dos piernas y tenía dos brazos.

- Ah, buenas tardes, mi sargento - murmuré.

Comprendió perfectamente mi expresión. - me miró de arriba abajo y sonrió

tranquilamente:

- Relájese. muchacho. No tengo que hacer el show del terror después de las horas de

trabajo, y no lo hago. ¿No le han destinado aun?

- Acabo de recibir mis órdenes.

¿Para qué?

- Infantería Móvil.

Su rostro se abrió en una amplia sonrisa de gozo y me tendió la mano.

Mi equipo! Chócala, hijo. Haremos de ti un hombre... o te mataremos en el intento.

Quizá las dos cosas.

- ¿Es una buena elección? - pregunté dudoso.

- ¿Buena? Hijo, es la única elección. La Infantería Móvil es el ejército. Todo lo demás

son gentes que aprietan botones, o profesores que sólo sirven para entregarnos la

faena.. nosotros hacemos el trabajo. - De nuevo me estrechó la mano y añadió -:

Envíame una tarjeta: «Sargento de Flota Ho, Edificio Federal»; con eso me llegará.

Buena suerte.

Y se marchó con los hombros echados atrás, haciendo resonar los tacones y con la

cabeza muy erguida.

Me miré la mano. La que él me había ofrecido - la que le faltaba. la mano derecha. Sin

embargo, me había parecido de carne, y había estrechado la mía con firmeza. Había

leído algo acerca de esas prótesis electrónicas, pero resulta asombroso la primera vez

que uno se tropieza con ellas.

Volví al hotel donde los reclutas se alojaban temporalmente hasta que los distribuyeran.

Ni siquiera teníamos uniformes aún, sólo monos sencillos que llevábamos durante el

día, y nuestra propia ropa después del servicio. Fui a mi cuarto y empecé a hacer el

equipaje, ya que me marchaba temprano a la mañana siguiente, quiero decir el equipaje

que enviaría a casa. Weiss me había aconsejado que no me llevara nada más que

fotografías familiares y quizás un instrumento musical, si es que tocaba alguno, cosa

que yo no hacía. Carl había embarcado tres días antes, pues había conseguido lo que

deseaba: Investigación y Desarrollo. Yo estaba tan feliz por ello como desconcertado se

habría quedado él al ver lo que yo había conseguido. Carmencita había embarcado

también con el rango de cadete guardiamarina (a prueba). Iba a ser piloto, después de

todo, si podía conseguirlo. Y sospechaba que sí podría.

Mi compañero de habitación entró mientras yo estaba haciendo la maleta.

- ¿Recibiste las órdenes? - preguntó.

- Sí.

- ¿Qué?

- Infantería Móvil.






- ¿Infantería? ¡Oh, pobre payaso idiota! Lo siento por ti, de veras que si.

Me enderecé y le grité furioso:

- ¡Cállate! La Infantería Móvil es el mejor cuerpo del ejército. ¡Es el ejército! El resto de

vosotros sólo servís para entregarnos la faena. ¡Nosotros hacemos el trabajo!

- ¡Ya lo descubrirás! - dijo riéndose.

- ¿Quieres que te parta los dientes?

Capitulo

Él las regirá con cetro de hierro

Apocalipsis, -

Hice la Básica en el Campamento Arthur Currie, en las praderas del norte, junto con un

par de miles de víctimas más. Y al decir «campamento» me refiero al único edificio

permanente que había allí para alojar el equipo. Nosotros dormíamos y comíamos en

tiendas; vivíamos al aire libre (si a eso se le podía llamar «vivir», cosa que no creía

entonces). Yo estaba acostumbrado a un clima más cálido, y me parecía que el Polo

Norte estaba a pocos kilómetros del campamento y que se acercaba día a día. Que

volvía la Era del Hielo, sin duda alguna.

Pero el ejercicio le mantiene a uno caliente, y ellos se preocupaban de que hiciéramos

mucho ejercicio.

En nuestra primera mañana allí nos despertaron antes del amanecer. Yo había tenido

problemas para ajustarme al cambio de hora según las zonas y creí que no había hecho

más que dormirme. Me era imposible aceptar que cualquiera pensara en serio que yo

iba a levantarme a media noche.

¡Vaya si lo pensaban! De un altavoz, situado no sé dónde, salía, atronadora, una

marcha militar capaz de despertar a los muertos, y un tío peludo que había bajado

corriendo por la calle del campamento y gritando: «¡Todo el mundo fuera! ¡Piernas

fuera! ¡A paso ligero!» volvió de nuevo, justo cuando yo me echaba las sábanas sobre

la cabeza y me encogía en la litera. Me tiró al suelo, duro y frío. Fue una atención

impersonal; ni siquiera esperó a ver si yo me había caído.

Diez minutos más tarde, vestido con pantalones, camiseta y zapatos, formaba con los

demás, en filas desordenadas, para hacer ejercicios precisamente cuando el sol

asomaba por el este. Frente a nosotros había un hombre de anchos hombros y aspecto

astuto, vestido exactamente igual que todos, salvo que mientras yo parecía un cadáver

mal embalsamado (y como tal me sentía), su barbilla estaba azulada por un magnífico

afeitado, los pantalones tenían una raya perfecta, podían utilizarse los zapatos que

llevaba como espejo y se le veía totalmente alerta, con los ojos bien abiertos, relajado y

descansado. Uno tenía la impresión de que aquel hombre jamás necesitaba dormir,






sólo una revisión cada diez mil kilómetros y quitarle el polvo de vez en cuando.

Entonces rugió:

- ¡Compañía! ¡Aten... ción! Soy el sargento de nave Zim, oficial al mando de la

compañía. Cuando se dirijan a mí deben saludar y decir «señor»; en realidad, saludarán

y dirán «señor» a todo el que lleve el bastón de mando de instructor.

Llevaba un bastoncillo de caña en la mano, e hizo un rápido molinete con él para

demostrar a qué se refería con lo del bastón de mando del instructor. Yo había

observado que algunos lo llevaban cuando llegamos la noche anterior, y me había

propuesto hacerme con uno, porque parecían estupendos. Ahora cambié de opinión.

- Ya que no tenemos bastantes oficiales por aquí para que practiquen - prosiguió -,

practicarán con nosotros. ¿Quién ha estornudado?

No hubo respuesta.

- ¿QUIEN HA ESTORNUDADO?

- Yo - respondió una voz.

- Yo ¿qué?

- Yo he estornudado.

- Yo he estornudado, ¡SEÑOR!

- Yo he estornudado, señor. Tengo frío, señor.

- ¡Ooooh! - Zim se dirigió al hombre que había estornudado, le puso la férula del bastón

a un par de centímetros de la nariz y exigió -: ¿Nombre?

- Jenkins..., señor.

- Jenkins - repitió Zim, como si fuera una palabra repugnante, vergonzosa incluso -.

Supongo que alguna noche que estés de guardia estornudarás sólo porque tienes una

nariz muy sensible, ¿no?

- Espero que no, señor.

- Y yo también. Pero tienes frío. Hum..., arreglemos eso. - Señaló con el bastón -. ¿Ves

ese arsenal de ahí? - Yo miré y no vi más que la pradera, a excepción de un edificio que

parecía estar casi en el horizonte -. Sal de la fila. Corre a su alrededor. ¡Corre! ¡Rápido!

¡Bronski!, Márquele el paso.

- De acuerdo, sargento.

Uno de los cinco o seis que llevaban bastón corrió en pos de Jenkins, le alcanzó con

facilidad y le pegó en el trasero con el bastón. Zim se volvió al resto de nosotros, que

seguíamos firmes y temblorosos. Se paseó arriba y abajo, nos examinó detenidamente

y pareció tristísimo. Al fin dio un paso atrás, se irguió ante todos nosotros, agitó la

cabeza y dijo, como si hablara consigo mismo pero con una voz resonante:

- ¡Y pensar que esto había de sucederme a mí! - Nos miró -. Unos micos..., no, micos

no; ni siquiera llegáis a eso. Una recua repugnante de burros piojosos, con el pecho

hundido, la barriga fuera, llorosos porque acabáis de soltaros del delantal de mamá. En

mi vida había visto un puñado tan repugnante de hijitos de mamá. Vosotros... ¡eh, tú,

mete la barriga, mira al frente! ¡Estoy hablando contigo!






Metí el vientre aunque no estaba seguro de que se hubiera dirigido a mí. Él continuó

hablando y hablando, y yo empecé a olvidarme de la carne de gallina al oír su perorata.

Ni una sola vez se repitió, ni una sola vez utilizó blasfemias u obscenidades - supe

después que las ahorraba para ocasiones muy especiales, y ésta no lo era -, pero

describió nuestros fallos físicos, mentales, morales y genéticos con detalles insultantes

y perfectos.

Sin embargo, no sé por qué, no me sentí insultado. Me interesaba profundamente

estudiar su dominio del lenguaje. Ojalá lo hubiéramos tenido en el equipo de debate. Al

fin se detuvo; parecía a punto de llorar.

- No puedo soportarlo - dijo amargamente -. Habré de librarme de algunos como sea.

Tenía mejores soldaditos de madera a mis seis años. ¡Vamos a ver! ¿Alguno de

vosotros, piojos de la selva, cree que puede pegarme? ¿Hay un hombre entre toda esta

gente? ¡Hablad!

Hubo un breve silencio, al que contribuí. Porque yo no tenía la menor duda de que él sí

podía azotarme. Estaba convencido de ello.

Entonces se oyó una voz al extremo de la fila.

- Creo que yo sí puedo..., señor.

Zim pareció encantado.

- ¡Estupendo! Ven aquí donde pueda verte. - El recluta lo hizo y era impresionante; al

menos diez centímetros más alto que el sargento Zim, y más ancho de hombros -.

¿Cómo te llamas, soldado?

- Breckinridge, señor, y peso ciento cinco kilos; no tengo nada de barriga.

- ¿Te gustaría luchar de algún modo en particular?

- Señor, usted puede elegir su propio modo de morir. No soy tan meticuloso.

- De acuerdo, no hay reglas. Empieza cuando quieras.

Zim echó el bastón a un lado y aquello empezó... y se acabo. El recluta grandote estaba

sentado en el suelo, sosteniéndose la muñeca izquierda con la otra mano. No dijo nada.

Zim se acercó a él.

- ¿Rota?

- Creo que sí..., señor.

- Lo siento. Hiciste que me apresurara un poco. ¿Sabes dónde está el dispensario? No

importa. ¡Jones! Llévate a Breckinridge al dispensario. - Cuando se iban, Zim dio a éste

un golpecito en el hombro derecho y le dijo serenamente -: Lo probaremos otra vez

dentro de uno o dos meses. Ya te demostraré lo que ha ocurrido.

Creo que se proponía hablarle en privado, pero estaban de pie a unos dos metros

delante del punto en que yo me iba convirtiendo poco a poco en un bloque de hielo.

Zim se echó atrás y gritó de nuevo:

- De acuerdo, tenemos un hombre en esta compañía, por lo menos. Ahora me siento

mejor. ¿Hay otro? ¿Hay otros dos? ¿Acaso dos de vosotros, escuerzos escrofulosos,

creéis que podéis vencerme? - Miró nuestras filas de arriba abajo -. Vosotros,






pusilánimes con la piel de gallina... ¡Ah!, ¿sí? ¡Salid!

Dos muchachos, que estaban hombro con hombro en las filas, salieron juntos. Supongo

que lo habrían concertado en un susurro allí mismo, pero estaban bastante lejos y yo no

les había oído. Zim sonrió.

- Nombres, para vuestros parientes más cercanos, por favor.

- Heinrich.

- Heinrich ¿qué?

- Heinrich, señor. Perdone un momento - habló con rapidez al otro recluta, y añadió

cortésmente -: El no habla mucho inglés estándar todavía, señor.

- Meyer; mein Herr - dijo el segundo.

- De acuerdo, hay muchos que no lo hablan al llegar aquí; tampoco yo lo sabía. Dile a

Meyer que no se preocupe, que ya lo aprenderá. Pero ¿entiende lo que vamos a hacer?

- Jawohl - contestó Meyer.

- Ciertamente, señor. Entiende el estándar, pero no lo habla con fluidez.

- De acuerdo. ¿Dónde os hicieron esas cicatrices en la cara? ¿En Heidelberg?

- Nein... No, señor. En Königsberg.

- Es lo mismo. - Zim había recogido el bastón después de luchar con Breckinridge. Lo

hizo girar y preguntó -: ¿Os gustaría tener uno de éstos?

- No sería justo con usted, señor - contestó Heinrich cuidadosamente -. Con las manos

desnudas, si quiere.

- Como gustéis. Aunque podría engañaros. ¿Königsberg, eh? ¿Alguna regla?

- ¿Cómo puede haber reglas, señor, siendo tres?

- Un punto interesante. Bien, convengamos en que, si alguien le saca los ojos a otro,

tiene que volver a ponérselos en su sitio cuando todo haya terminado. Dile a tu

camarada que ya estoy listo. Empezad cuando queráis.

Zim echó su bastón a un lado; alguien lo recogió.

- ¿Bromea, señor? No queremos sacarle los ojos.

- Entonces nada de sacar los ojos, de acuerdo. ¡Disparad ya!

- ¿Cómo?

- ¡Que vengáis y luchéis! ¡O volved a las filas!

La verdad es que no estoy seguro de haber visto lo que ocurrió; tal vez me lo contaron

más tarde, en el adiestramiento. Pero he aquí lo que yo creo que sucedió. Los dos se

colocaron a ambos lados del oficial de nuestra compañía, hasta tenerle bien

flanqueado, mas sin contacto entre ellos. En esa situación, el hombre que actúa solo

puede elegir entre cuatro movimientos básicos, movimientos que sacan ventaja de su

propia movilidad y de la coordinación superior de un hombre comparado con dos. El

sargento Zim dice, y tiene toda la razón, que cualquier grupo es más débil que un

hombre solo, a menos que todos estén entrenados para actuar conjuntamente. Por

ejemplo, Zim pudo haber iniciado una finta contra uno, atacado después al otro con

algún golpe paralizante, por ejemplo en la rodilla, y acabado después tranquilamente






con el primero.

En cambio les permitió que le atacaran. Meyer cayó sobre él con rapidez, tratando de

aferrarse a su cuerpo y derribarle, supongo que para que Heinrich pudiera acabar con

él, tal vez con las botas. Así creo que empezó.

Y esto es lo que creo que vi. Meyer jamás llegó a tocarle. El sargento Zim dio media

vuelta y se le enfrentó a la vez que daba una patada a Heinrich en el vientre, y luego

Meyer salió volando por el aire, vuelo iniciado por un buen golpe de Zim.

De lo que tengo plena seguridad es de que la pelea empezó, y de que ahora teníamos

a dos muchachos alemanes durmiendo pacíficamente, uno casi al lado del otro, uno

boca abajo y otro boca arriba, y Zim, de pie sobre ellos, ni siquiera respiraba

agitadamente.

- Jones - dijo -. No, Jones ya se fue, ¿verdad? ¡Mahmud! Un cubo de agua y a

recomponerlos. ¿Quién tiene mi mondadientes?

Momentos más tarde, los dos estaban conscientes, mojados y de nuevo en las filas.

Zim nos miró y preguntó con voz serena:

- ¿Alguien más? ¿O empezamos ya con los ejercicios de calistenia?

Yo no esperaba que saliera otro, ni creo que lo esperara Zim. Pero del extremo del

flanco izquierdo, donde colocan a los más bajos, salió un muchacho de las filas y se

adelantó hasta el centro. Zim le miró de arriba abajo.

- ¿Sólo tú? ¿O quieres elegir un socio?

- Sólo yo, señor.

- Como quieras. ¿Nombre?

- Shujumi, señor.

Zim abrió los ojos de par en par.

- ¿Pariente del coronel Shujumi?

- Tengo el honor de ser su hijo, señor.

- ¡Ah, ya! ¡Bien! ¿Cinturón negro?

- No, señor. Todavía no.

- Me alegro de que lo hayas dicho. Bien, Shujumi, ¿vamos a luchar según las reglas, o

envío ya por la ambulancia?

- Como quiera, señor. Pero, si se me permite una opinión, creo que las reglas serían lo

más prudente.

- No sé exactamente lo que quieres decir con eso, pero de acuerdo.

Zim echó a un lado la insignia de su autoridad y luego, así Dios me ayude, ambos se

echaron hacia atrás, se pusieron uno frente a otro y se hicieron una reverencia.

Después comenzaron a hacer círculos sin perderse de vista, semi-inclinados, lanzando

algunos pases tentativos y mirándose como un par de gallos de pelea. De pronto se

tocaron..., y el bajito estaba en tierra y el sargento Zim volaba por el aire sobre su

cabeza. Pero no llegó a aterrizar con aquel ¡bum! que quitaba el aliento, como le

ocurriera a Meyer. Cayó girando sobre sí mismo, y estaba en pie casi a la vez que






Shujumi y frente a él.

- ¡Banzai! - gritó Zim, y sonrió.

- Arigato - contestó Shujumi devolviéndole la sonrisa.

Se rozaron de nuevo casi sin pausa y yo creí que el sargento iba a volar otra vez. Pero

no; se lanzó contra el otro, hubo una confusión de brazos y piernas y, cuando fue

aclarándose el embrollo, vi que Zim estaba metiéndole a Shujumi su propio pie

izquierdo en la oreja derecha, algo que encajaba muy mal.

Shujumi dio en el suelo con la mano libre. Zim le soltó en seguida. Volvieron a hacerse

una reverencia.

- ¿Otro intento, señor?

- Lo siento, tenemos trabajo que hacer. En otra ocasión. ¿eh? Por la diversión... y el

honor. Quizá debí habértelo dicho. Tu honorable padre me adiestró en la lucha.

- Ya me lo había imaginado, señor. Otro día entonces.

Zim le dio un golpe en el hombro.

- Vuelve a las filas, soldado. ¡Compañía!

Entonces, durante veinte minutos, nos dedicamos a los ejercicios de calistenia, y quedé

tan empapado en sudor como antes estuviera helado. Zim los dirigía personalmente,

haciendo lo mismo que nosotros y gritando la cuenta. Por cuanto podía ver, no estaba

alterado ni respiraba siquiera con dificultad cuando terminamos. Jamás volvió a dirigir

los ejercicios a partir de esa mañana (ya no le vimos de nuevo antes del desayuno; el

rango tiene sus privilegios), pero sí lo hizo ese día y, cuando todo hubo acabado y nos

sentíamos agotados, él nos dirigió al trote hasta la cantina gritándonos todo el camino:

- ¡A paso ligero! ¡A paso ligero! ¡Sin arrastrar los pies!

Siempre íbamos trotando a todas partes en el Campamento Arthur Currie. Nunca

averigüé quién era Currie, pero debió de haber sido un gran corredor.

Breckinridge estaba ya en la cantina, con la mano enyesada. Más bien la muñeca, pues

se le veían los dedos. Le oí decir:

- Nada, una fractura idiota, por haber jugado con el jefe. Pero, esperad, ya le arreglaré.

Yo tenía mis dudas. Quizá lo hiciera Shujumi, pero no aquel gorila. Sencillamente, era

incapaz de comprender que estaba derrotado. Me disgustó Zim desde el momento en

que le puse los ojos encima. Pero tenía estilo.

El desayuno estaba bien; todas las comidas en realidad. Allí no regía esa estupidez de

algunos internados consistente en fastidiarles la vida a los chicos en la mesa. Si uno

quería agarrar lo que fuera y comérselo con las manos, nadie se metía con él, lo cual

era estupendo, ya que las comidas eran prácticamente el único momento del día en que

no se daban órdenes. Claro que el desayuno no era nada en comparación con lo que

yo tomaba en casa, y los civiles que nos servían nos lanzaban la comida de un modo

que hubiera hecho que mi madre perdiera el color y se largara a su habitación, pero

estaba caliente y era abundante, y la cocina era buena aunque sencilla. Yo devoraba

como cuatro veces más de lo que comía normalmente, y lo hacía pasar con una taza






tras otra de café con crema y mucho azúcar. Me habría comido un tiburón sin pararme a

pelarlo.

Jenkins apareció con el cabo Bronski tras él cuando yo me llenaba el plato de nuevo.

Ambos se detuvieron por un instante ante la mesa donde Zim comía solo, y luego

Jenkins se dejó caer en un taburete vacío junto a mí. Estaba hecho una lástima: pálido,

exhausto, respiraba roncamente. Yo le dije:

- Voy a servirte café.

Agitó la cabeza.

- Es mejor que comas - insistí -. Unos huevos revueltos...¡eso es fácil de tragar!

- No puedo comer. Ese asqueroso hijo de tal y cual... - Y se puso a maldecir a Zim en

un tono monótono, casi inexpresivo. Todo lo que le pedí fue que me dejara saltarme el

desayuno para echarme un rato. Bronski no me dejó; dijo que tenía que ver al oficial al

mando de la compañía. Así que fui y le dije que estaba enfermo; se lo dije. Se limitó a

tocarme la frente y a tomarme el pulso, y me contestó que la visita de los enfermos era

a las nueve. No quiso dejarme volver a la tienda. ¡Oh, esa rata! Le cogeré en una noche

oscura, sí señor.

Le serví unos huevos de todos modos, y café. De pronto empezó a comer. El sargento

Zim se levantó para salir mientras la mayoría de nosotros seguíamos comiendo y se

detuvo junto a nuestra mesa.

- Jenkins.

- ¿Qué? Sí, señor.

- A las nueve en punto acuda a la enfermería y que le vea el doctor.

Jenkins apretó bruscamente las mandíbulas y contestó con voz lenta:

- No necesito píldoras..., señor. Ya me las arreglaré para salir adelante.

- A las nueve en punto. Es una orden - dijo, y se fue.

Jenkins inició de nuevo su monótona cantinela. Al fin se calmó, empezó a comer los

huevos y dijo en voz un poco más alta:

- No puedo por menos de preguntarme qué clase de madre trajo eso al mundo. Me

gustaría echarle una mirada, nada más ¿O es que no tuvo madre?

Era una pregunta retórica pero obtuvo respuesta. Al extremo de la mesa, varios

taburetes más allá, estaba uno de los cabos instructores. Había terminado de comer y

estaba fumando y hurgándose los dientes con el palillo simultáneamente. Era indudable

que nos había oído.

- Jenkins...

- ¿Señor?

- ¿No sabe nada de los sargentos?

- Bien..., estoy aprendiendo.

- No tienen madre. Puede preguntárselo a cualquier recluta después del adiestramiento.

- Lanzó el humo hacia nosotros - Se reproducen por fisión..., como las bacterias.






Capitulo

Yahveh dijo a Gedeón: Demasiado numeroso es el pueblo que te acompaña. [...]

pregona esto a oídos del pueblo: «El que tenga miedo y tiemble, que se vuelva y

mire» [...] Veintidós mil hombres de la tropa se volvieron, y quedaron diez mil. Yahveh

dijo a Gedeón: «Hay todavía demasiada gente; Hazles bajar al agua y allí te los pondré

a prueba» [...] Gedeón hizo bajar la gente al agua y Yahveh le dijo: «A todos los que

lamieren el agua con la lengua como lame un perro, los pondrás a un lado y a todos los

que se arrodillen para beber, los pondrás al otro». El número de los que lamieron el

agua con las manos a la boca resultó ser de trescientos. [...] Entonces Yahveh dijo a

Gedeón: «Con los trescientos hombres [...] os salvaré [...] todos los demás vuelvan

cada uno a su casa».

Jueces, , -

Dos semanas después de llegar allí, nos quitaron los catres. Quiero decir que tuvimos el

dudoso placer de plegarlos, cargarlos seis kilómetros y dejarlos en un almacén. Para

entonces ya no nos importó; el suelo parecía mucho más cálido y blando,

especialmente cuando la alerta sonaba a media noche y teníamos que salir a rastras y

jugar a la guerra, cosa que ocurría unas tres veces por semana. Pero yo me dormía

inmediatamente después de una de esas maniobras; había aprendido a dormir en

cualquier lugar, en cualquier momento, sentado, de pie, incluso marchando en fila.

Hasta podía dormir al formar en parada por la tarde, en posición de firmes, y disfrutar de

la música sin que ésta me despertará... Pero podía despertarme instantáneamente en

cuanto se oía la orden de pasar revista.

Hice un descubrimiento muy importante en el Campamento Currie. La felicidad consiste

en dormir lo suficiente. Sólo eso; nada más. Todas las personas ricas y desgraciadas

que uno conoce toman pastillas para dormir. Los de Infantería Móvil no las necesitan.

Denle a un soldado un catre y tiempo para dormir y se sentirá tan feliz como un gusano

en una manzana..., un gusano dormido.

Teóricamente, disfrutábamos de ocho buenas horas de sueño cada noche, y una hora y

media después de la cena como tiempo libre. Pero en realidad las horas de sueño

dependían de las alertas, el servicio nocturno, las marchas por el campo y la voluntad

de Dios y el capricho de todos los que estaban por encima de uno. Y en cuanto al

tiempo libre de la tarde, si no lo fastidiaba algún servicio extra por delitos de poca

monta, lo más normal era tener que sacarle brillo a los zapatos, lavar la ropa, cortarse el

pelo (algunos tuvimos suerte con los peluqueros, pero hasta una cabeza afeitada al

rape resultaba agradable, y cualquiera puede hacer eso), por no mencionar otras mil

faenas más relacionadas con el equipo, la persona o las exigencias de los sargentos.

Por ejemplo, aprendimos a contestar:






«¡Bañado!» al pasar lista por la mañana, lo que quería decir que uno se había tomado

un baño al menos desde la diana anterior. Cualquiera podía mentir y salirse con la suya

(yo lo hice un par de veces), pero al menos uno de nuestra compañía, que soltó esa

palabra cuando había pruebas palpables y convincentes de que no se había bañado

desde hacía cierto tiempo, fue fregoteado con cepillos duros y con jabón del suelo por

sus compañeros de escuadrón mientras un cabo instructor vigilaba y soltaba

sugerencias muy útiles.

Pero si no se tenía cosa más urgente que hacer después de la cena, cabía escribir una

carta, tumbarse a la bartola, charlar, comentar sobre los mil y un fallos morales y

mentales de los sargentos, y lo mejor de todo: hablar de la hembra de la especie

(estábamos convencidos de que no existían tales criaturas, que sólo era un mito creado

por la imaginación exacerbada; un chico de nuestra compañía afirmaba haber visto una

chica allá en el cuartel general del regimiento, pero todos lo juzgaron un embustero y un

fantasioso). O bien jugar a las cartas. Yo aprendí, y lo pagué bien caro, a no ir

directamente al robo, y nunca lo he hecho desde entonces. En realidad, jamás he

jugado a las cartas desde entonces.

O bien, si realmente se disponía de veinte minutos, se podía dormir. A eso se dedicaba

la mayoría; casi siempre íbamos varias semanas atrasados en cuanto al sueño.

Tal vez haya dado la impresión de que el campamento era más duro de lo necesario.

No es cierto.

Era lo mas duro posible, y además a propósito.

Todo recluta estaba convencido de que se trataba de puro egoísmo, sadismo calculado,

el gozo diabólico de unos tarados mentales al hacernos sufrir a los demás.

No era cierto. Estaba demasiado programado, era demasiado intelectual, estaba

organizado con un exceso de eficiencia e impersonalidad, para ser crueldad por el puro

placer de la crueldad. Se había planeado como una operación, y con propósitos tan

carentes de emociones como los de un cirujano. Sí, admito que tal vez algunos

instructores disfrutaban con ello, pero tampoco me consta que lo hicieran; y en cambio

si sé ahora que los oficiales de psicología trataban de rechazar a los déspotas al elegir

instructores. Buscaban personas bien adiestradas en el arte de hacer la vida lo más

dura posible para un recluta. Un déspota es alguien demasiado estúpido y demasiado

involucrado emocionalmente para que resulte eficiente, y es probable que se canse de

su diversión y acabe siendo demasiado blando.

Sin embargo, tal vez hubiera algún déspota entre ellos. Al fin y al cabo he oído decir

que ciertos cirujanos (y no necesariamente los malos) disfrutan con los cortes y la

sangre que acompañan al arte humano de la cirugía.

De eso se trataba: de cirugía. Su propósito inmediato consistía en librarse lo antes

posible de aquellos reclutas que fueran demasiado blandos o demasiado infantiles para

llegar a ser miembros de la Infantería Móvil. ¡Y vaya si se libraban de ellos a manadas!

(Casi me tiraron a mí.) Nuestra compañía se redujo al tamaño de una patrulla en las






primeras seis semanas. A algunos se les dejó ir y se les permitió que, si lo deseaban,

cumplieran su plazo de servicio en las unidades de no - combatientes; a otros se les

despidió acusados de Mala Conducta, o de Actuación Insatisfactoria, o por Consejo

Médico.

Generalmente, uno no sabía por qué se marchaba un hombre, a menos que le viera irse

y él ofreciera voluntariamente esa información. Pero algunos de ellos se hartaban, lo

expresaban en voz alta y presentaban la renuncia, perdiendo para siempre la

posibilidad de disfrutar de privilegios políticos. Otros, en especial hombres maduros, no

podían soportar el esfuerzo físico por mucho que lo intentaran. Me acuerdo de uno de

ellos, un tipo agradable llamado Carruthers, que debía tener treinta y cinco años. Se lo

llevaron en una camilla mientras seguía gritando, casi sin voz, que aquello no era

justo... y que volvería.

Fue un poco triste porque apreciábamos a Carruthers y él lo había intentado de verdad,

así que tratamos de apartar la vista y dimos por sentado que ya no le veríamos de

nuevo, que era un firme candidato a las ropas civiles como inútil para el servicio. Sólo

que si le vimos de nuevo mucho después. Había rechazado la licencia (no estábamos

obligados a aceptar la decisión médica) y nos lo encontramos como tercer cocinero en

un transporte de tropas. El se acordaba de mí y no paraba de hablar de los viejos

tiempos, tan orgulloso de haber sido alumno del Campamento Currie como lo estaba mi

padre de su acento de Harvard. Se juzgaba así un poco mejor que el marinero

corriente. Bien, tal vez lo fuera.

Pero más importante que el propósito de quitarnos toda grasa superflua, y de ahorrar al

gobierno los costes de entrenamiento de los que no servían para ello, estaba el

propósito primordial de asegurarse, hasta donde fuera humanamente posible, de que

ningún soldado entrara en una cápsula de bajada de combate a menos que estuviera

preparado para ello: en forma, resuelto, disciplinado y entrenado. De lo contrario, no era

justo para la Federación; desde luego, no era justo para sus compañeros de equipo y, lo

peor de todo, no era justo para él mismo.

Pero ¿era acaso el campamento más duro de lo necesario?

Todo lo que puedo decir es esto: la próxima vez que tenga que hacer una bajada de

combate quiero que los hombres que estén junto a mí sean graduados del

Campamento Currie, o de su equivalente en Siberia. De otro modo me negaré a entrar

en la cápsula.

Por supuesto, entonces yo pensaba que todo aquello era un montón de estupideces

cargadas de malicia. Por ejemplo, cuando llevábamos allí una semana nos dieron una

especie de uniforme marrón de desfile a cambio del traje de faena que habíamos

soportado todo ese tiempo (los uniformes completos vinieron mucho más tarde). Me fui

con la chaqueta al almacén y me quejé al sargento de aprovisionamiento. Como sólo

tenía ese cargo y unos modales bastante paternales, le juzgué semi - civil. Aún no sabía

leer entonces las cintas que llevaba en el pecho, o no me habría atrevido a hablarle.






- Mi sargento, esta chaqueta es demasiado larga. El comandante de mi compañía dice

que me sienta como si fuera una tienda de campaña.

Miró la pieza del uniforme pero no la tocó.

- ¿De veras?

- Sí. Quiero una que me siente bien.

Ni siquiera entonces se movió.

- Voy a decirte una cosa. hijito. Sólo hay dos tamaños en este ejército. Demasiado

grande y demasiado pequeño.

- Sin embargo, el oficial de mi compañía...

- No lo dudo.

- Pero ¿qué voy a hacer?

- ¡Ah! ¿Es un consejo lo que quieres? Bien. eso es lo que tenemos en el almacén..., y

acabamos de recibirlo. Verás lo que haré. Te daré una aguja, incluso te daré una bobina

de hilo. No necesitas tijeras; una hoja de afeitar es mucho mejor. Puedes estrecharla

por las caderas, pero deja tela hacia los hombros porque habrás de ensancharla más

adelante.

El único comentario del sargento Zim al ver mi obra fue:

- Puedes hacerlo bastante mejor. Dos horas de servicio extra.

De modo que lo arreglé para la revista siguiente.

Aquellas primeras seis semanas se dedicaron a endurecernos a base de ejercicios de

desfile de tropas y de muchas marchas. Eventualmente, así como fueron aclarándose

las filas por los que se iban a casa, o adonde fuera, llegamos al punto en que podíamos

caminar ochenta kilómetros en diez horas sin agotamos, lo que es una buena marca

para un caballo, en caso de que usted nunca haya utilizado las piernas. Y no

descansábamos deteniéndonos, sino cambiando el paso: marcha lenta, marcha rápida

y trote. A veces recorríamos toda esa distancia, vivaqueábamos, comíamos las raciones

de campaña, dormíamos en sacos de dormir y regresábamos al día siguiente...,

marchando, por supuesto.

Un día partimos para una marcha diurna corriente, sin el saco de dormir sobre los

hombros, sin raciones. No me sorprendió que no nos detuviéramos a almorzar; ya había

aprendido a robar azúcar y pan duro de la cantina y a ocultármelo en los bolsillos pero,

cuando seguimos alejándonos del campamento por la tarde, empecé a preocuparme.

Sin embargo, había aprendido a no hacer preguntas tontas.

Nos detuvimos poco antes de anochecer, tres compañías ahora algo reducidas.

Formamos un batallón y desfilamos sin música, se montó la guardia y se disolvió la

formación. Inmediatamente alcé la vista hacia el cabo instructor Bronski porque era un

poco más fácil tratar con él que con los demás, y porque yo sentía cierta

responsabilidad. Daba la casualidad de que, en ese momento, yo era un caso caborecluta.

Esas sardinetas no significaban demasiado - aparte del privilegio de llevarse las

broncas por lo que hacía la propia escuadra además de por lo que hacía uno mismo -, y






solían desvanecerse con la misma rapidez con que aparecían. Zim había probado

primero a todos los de más edad como cabos, y yo había heredado un brazalete con las

sardinetas dos días antes, cuando nuestro jefe de escuadra no pudo aguantar más y

tuvo que ser llevado al hospital.

Así que dije:

- Cabo Bronski, ¿cuándo darán el pienso? ¿A qué hora comemos?

Me sonrió.

- Llevo un par de galletas. ¿Quieres que las comparta contigo?

- ¿Cómo? ¡Oh!, no, señor; gracias. - Yo llevaba mucho más que un par de galletas; ya

estaba aprendiendo -. ¿Acaso no van a tocar fajina?

- A mi tampoco me lo han dicho, hijo. Pero no veo que lleguen helicópteros. Ahora bien,

si yo estuviera en tu lugar reuniría a mi escuadra y discurriría algo. Tal vez uno de

vosotros consiga darle a un conejo con una piedra.

- Si, señor, pero... ¿vamos a quedarnos aquí toda la noche? No tenemos sacos de

dormir.

Sus cejas se alzaron.

- ¿Que no hay sacos de dormir? ¡Vaya, si que es cosa...! - Pareció meditarlo -. Hum...

¿Has visto alguna vez cómo se apretujan las ovejas unas contra otras bajo una

tormenta de nieve?

- No, señor.

- Puedes probar. Ellas no se hielan, quizá vosotros tampoco. O bien, si no te gusta la

compañía, prueba a caminar por ahí toda la noche. Nadie te molestará mientras sigas

dentro de los límites de los centinelas. No te helarás si no paras de moverte. Claro que

mañana tal vez estés un poco cansado... - dijo, y sonrió otra vez.

Saludé y me volví a mi escuadra. Reunimos las provisiones que llevábamos y nos las

repartimos, así que acabé con menos comida de lo que tenía antes. Algunos idiotas ni

siquiera se habían llevado nada, o se habían comido todo lo que llevaban durante la

marcha. Pero unas cuantas galletas y un par de ciruelas hacen milagros para acallar

ese despertador que es el estómago.

Y además, ese truco de las ovejas da buenos resultados. Toda nuestra sección, tres

escuadras, lo puso en práctica. Claro que no lo recomiendo como el mejor modo de

dormir, pues o uno está en el círculo exterior, helado por un lado y tratando de

calentarse por el otro, o se encuentra en el interior más caliente pero sufriendo las

patadas, los codazos y la halitosis de los demás. Uno va pasando de una posición a

otra durante toda la noche, como si estuviera en un asador, sin despertar del todo pero

sin estar profundamente dormido. Lo cual hace que una noche se alargue hasta parecer

una eternidad.

Nos despertamos al amanecer al grito familiar de: «¡Arriba! ¡A paso ligero!», animados

por los bastones que los instructores aplicaban con destreza sobre los que destacaban

del montón, y luego hicimos ejercicios de calistenia. Me sentía como si fuera ya






cadáver, y apenas comprendía que pudiera tocarme los pies. Pero lo hice a pesar del

dolor y, veinte minutos más tarde, ya de nuevo en camino, sólo me sentía más viejo. El

sargento Zim ni siquiera tenía arrugado el uniforme, y el muy canalla incluso se las

había arreglado para afeitarse.

El sol nos calentaba la espalda mientras marchábamos, y Zim nos hizo cantar; música

antigua al principio, como «Le Régiment de Sambre et Meuse», y «Caissons» y «Halls

Montezuma», y luego nuestra propia «Polca de las tropas», que lanza al paso rápido

y luego al trote. El sargento Zim era incapaz de cantar afinado; todo lo que tenía era

mucha voz. Pero Breckinridge si tenía un oído estupendo y nos arrastraba a todos, a

pesar de las terribles notas desafinadas de Zim. Ya nos sentíamos otra vez orgullosos y

satisfechos de nosotros mismos.

Pero no nos sentimos tan orgullosos ochenta kilómetros más tarde. Había sido una

noche muy larga, y un día interminable, y Zim nos pegó una bronca por nuestro aspecto

en la revista y algunos se llevaron un paquete por no haberse afeitado en los nueve

minutos justos entre el término de la marcha y la presencia en la revista. Varios reclutas

presentaron la renuncia esa noche, y yo pensé en ello, pero no lo hice porque llevaba

aquellas sardinetas y no me habían degradado todavía.

Esa noche hubo una alerta de dos horas.

Más tarde aprendí a apreciar aquel lujo casi hogareño de sentirse escudado por dos o

tres docenas de cuerpos cálidos porque, doce semanas después, me bajaron en cueros

vivos en una zona primitiva de las Rocosas del Canadá, y tuve que encontrar el camino,

más de sesenta kilómetros a través de las montañas. Lo hice, odiando al ejército a cada

paso que daba.

Sin embargo, no estaba en demasiada mala forma cuando me presenté. Un par de

conejos se habían despistado algo más que yo, de modo que no llegué muerto de

hambre, ni completamente desnudo. Llevaba sobre el cuerpo una buena capa de grasa

de conejo y de suciedad, y mocasines en los pies, ya que los conejos no necesitaban la

piel para nada. Es curioso lo que se puede hacer con una astilla de roca si se dispone

de una. Supongo que nuestros antepasados cavernícolas no eran tan torpes como a

veces pensamos.

Otros lo consiguieron también, los que aún quedaban por allí para intentarlo y no

quisieron renunciar antes que aceptar la prueba; todos excepto dos chicos, que

murieron en ella. Todos volvimos a las montañas y nos pasamos trece días

buscándolos, trabajando con helicópteros para dirigirnos desde arriba y el mejor equipo

de comunicación para ayudarnos, y con los instructores con trajes electrónicos para

supervisar y comprobar cualquier rumor, porque la Infantería Móvil no abandona a los

suyos mientras quede una mínima esperanza.

Luego los enterramos con todos los honores a los sones de Esta tierra es nuestra y con

el rango póstumo de capitán, los primeros de nuestro regimiento que llegaron tan alto.

Porque de un capitán no se espera necesariamente que siga vivo (morir es parte de su






oficio), pero si les preocupa mucho cómo muere. Ha de ser con la cabeza alta, a paso

ligero y sin dejar de esforzarse.

Breckinridge fue uno de ellos; el otro era un australiano que no conocía. No fueron los

primeros en morir en el adiestramiento, ni los últimos.

Capitulo

Tiene que ser culpable, de lo contrario no estaría aquí.

Cañón de estribor: ¡FUEGO!

El disparo es demasiado bueno para ese piojoso, ¡lárgale una patada!

Cañón de babor: ¡FUEGO!

Canto antiguo utilizado para dirigir el ritmo de las salvas de los cañones.

Pero eso fue después de que salimos del Campamento Currie, y en nuestra estancia en

él habían ocurrido muchas cosas. Entrenamiento de combate, sobre todo; ejercicios de

combate y maniobras de combate, con las manos desnudas, o un simulacro de armas

nucleares. Jamás habría pensado que hubiese tantos modos diferentes de luchar. Para

empezar, con las manos y los pies, y si usted cree que eso no son armas, es que no ha

visto al sargento Zim y al capitán Frankel (oficial al mando de nuestro batallón) haciendo

una demostración de boxeo francés, o al pequeño Shujumi trabajando con las manos y

con una amplia sonrisa. Zim lo nombró inmediatamente instructor con este propósito, y

nos exigió que aceptáramos sus órdenes, aunque no teníamos que saludarle ni decir

«señor».

A medida que fueron aclarándose las filas, Zim dejó de molestarse en acudir

personalmente a la formación, excepto en el momento de la revista, y cada vez

dedicaba más tiempo a la instrucción, completando la labor de los instructores. Era

mortal de necesidad con cualquier arma, pero sobre todo le encantaban los cuchillos y

usaba el de su propia confección en vez de utilizar el modelo general, que era muy

bueno. Era un poco más humano como profesor individual, o sea sencillamente

insoportable en vez de un repugnante bicho. Incluso era muy paciente con las

preguntas tontas.

Una vez, durante uno de los descansos de dos minutos que se concedían a lo largo de

todo un día de faena, uno de los chicos, un muchacho llamado Ted Hendrick, le

preguntó:

- Mi sargento, supongo que esto de lanzar el cuchillo es divertido, pero ¿por qué

tenemos que aprenderlo? ¿De qué va a servirnos?

- Bien - contestó Zim -. Supongamos que todo lo que tienes es un cuchillo. O ni siquiera

eso. ¿Qué haces? ¿Decir tus oraciones y morir? ¿O cargarte al enemigo como sea?

Hijo, esto es algo auténtico, no es un juego en el que puedas rendirte si ves que vas






muy retrasado.

- Pero eso es precisamente lo que quiero decir, señor. Supongamos que no tengo

ningún arma. O sólo uno de esos mondadientes. Y que el hombre contra el que lucho

tiene toda clase de armas peligrosas. No es posible hacer nada al respecto. El me tiene

liquidado ya.

- Te equivocas por completo, hijo - respondió Zim casi amablemente -. No existe eso de

«armas peligrosas».

- ¿Cómo, señor?

- Que no hay armas peligrosas; sólo hombres peligrosos. Estamos tratando de

enseñarte a ser peligroso... para el enemigo. Peligroso incluso sin cuchillo. Mortal

mientras te quede una mano o un pie y aún estés vivo. Si no sabes lo que quiero decir

debes leer Horacio en el puente o La muerte del bueno de Richard; los dos libros están

en la biblioteca del campamento. Pero veamos ese caso que mencionaste

anteriormente. Yo soy tú, y todo lo que tienes es un cuchillo. Ese blanco que está detrás

de mi, ése que has fallado, el número tres, es un centinela armado con todo menos una

bomba de hidrógeno. Tienes que matarle, en silencio, inmediatamente y sin darle

tiempo a pedir ayuda. - Zim se volvió ligeramente y ¡ziuu! un cuchillo que ni siquiera

tenía antes en la mano temblaba en el centro del blanco número tres -. ¿Lo ves? Vale

más que lleves dos cuchillos, pero tienes que hacerte con él aunque sea con las manos

desnudas.

- Pero...

- ¿Aún te preocupa algo? Habla. Para eso estoy aquí, para contestar a tus preguntas.

- Sí, señor. Usted dijo que ese centinela no llevaba ninguna bomba H. Pero es que sí

las llevan, ésa es la cuestión. Bueno, por lo menos nosotros las llevamos si somos

centinelas, y es muy probable que el centinela al que ataquemos las lleve también. Es

decir, no ese hombre precisamente, pero sí el enemigo que combatimos.

- Te comprendo.

- ¿Lo ve, señor? Si podemos utilizar la bomba H y, como usted dice, no se trata de un

juego sino de algo real, de una guerra, y nadie está bromeando, ¿no resulta ridículo

todo esto de ir arrastrándose entre los matojos, lanzando cuchillos y exponiéndose uno

a que lo maten, e incluso a perder la guerra, si dispone de un arma real que pueda

utilizar para ganarla? ¿De qué sirve que todo un ejército de hombres arriesguen la vida

con armas anticuadas, cuando uno de esos intelectuales puede hacer mucho más sólo

con apretar un botón?

Zim no contestó en seguida, lo que era algo muy extraño en él. Luego dijo suavemente:

- ¿Te encuentras a gusto en la infantería, Hendrick? Porque ya sabes que puedes

presentar la renuncia.

Hendrick murmuró algo en voz baja. Zim dijo:

- ¡Más alto!

- Yo no quiero renunciar, señor. Me propongo sudar hasta cumplir mi plazo de servicio.






- Comprendo. Bien, la pregunta que has hecho, ni tú deberías haberla hecho, ni un

sargento está cualificado para contestarla. Se supone que ya sabías la respuesta antes

de unirte a nosotros. O debías saberla. ¿No había en tu escuela un curso de historia y

filosofía moral?

- ¿Cómo? Claro que sí, señor.

- Entonces ya oíste la respuesta. Pero te daré mi propia opinión..., extraoficialmente,

claro. Si quisieras enseñarle una lección a un bebé, ¿le abrirías la cabeza?

- ¿Qué? ¡Caray! No, señor.

- Claro que no. Se la meterías en ella poco a poco. Hay circunstancias en que puede

ser tan estúpido atacar una ciudad enemiga con bombas H como lo sería abrirle la

cabeza a un niño con un hacha. La guerra no es, pura y simplemente, violencia y

muerte; la guerra es la violencia controlada por un propósito. El propósito de la guerra

consiste en mantener por la fuerza las decisiones de tu gobierno. El propósito no es

matar al enemigo sólo por el hecho de matarle, sino obligarle a hacer lo que tú quieras

que haga. No la muerte, sino la violencia controlada y con propósito. Ahora bien, no es

asunto tuyo, ni mío, decidir el propósito o el control. Jamás corresponde a un soldado el

decidir cuándo, dónde o cómo (o por qué) está luchando; eso corresponde a los

estadistas y generales. Los estadistas deciden por qué y hasta qué punto; a partir de

ahí, los generales nos dicen dónde, cuándo y cómo. Nosotros nos encargamos de la

violencia; otras personas, «mentes más viejas y más sabias» según dicen, se encargan

del control. Como debe ser. Esa es la mejor respuesta que puedo darte. Si no te

satisface, te daré una notita para que vayas a hablar con el comandante del regimiento.

Si él no consigue convencerte, entonces ¡vete a casa y sé un paisano! Porque, desde

luego, en ese caso jamás serás un buen soldado.

Se puso en pie de un salto.

- Creo que me habéis hecho hablar demasiado con una excusa - dijo -. ¡Arriba,

soldados! ¡A paso ligero! ¡Contra los blancos! Hendrick, tú el primero. Esta vez quiero

que tires el cuchillo hacia el sur. El sur, ¿entiendes? No el norte. Ese blanco va a

atacarte por el sur y quiero que el cuchillo vaya por lo menos en esa dirección. Sé que

no darás en el blanco, pero a ver si puedes asustarle un poco. No vayas a rebanarte

una oreja, ni a clavárselo al que viene detrás de ti, pero métete en esa cabezota tuya

sin seso la idea del sur. ¿Dispuesto? Al blanco. ¡Ya!

Hendrick falló de nuevo.

Nos entrenábamos con palos, y con alambre (¡hay que ver cuántas cosas

desagradables pueden hacerse con un alambre!), y aprendimos todo cuanto puede

hacerse con armas realmente modernas, y cómo hacerlo, y cómo mantener el equipo:

armas nucleares simuladas, cohetes de infantería y distintos tipos de gas, de veneno,

de armas incendiarias y de demolición. Así como otras cosas que más vale no discutir

aquí. Pero también aprendimos mucho de las armas «anticuadas». Por ejemplo,

bayonetas en rifles falsos, o rifles que no eran falsos sino casi idénticos al rifle de






infantería del Siglo XX, similares a los rifles deportivos que se usan para la caza; sólo

que nosotros disparábamos balas sólidas, balas de plomo sobre blancos a distancias

bien medidas y blancos móviles que simulaban emboscadas. Se suponía que eso nos

hacía aprender a utilizar cualquier arma que apuntase automáticamente y nos

adiestraba a estar alerta, dispuestos a lo que fuera. Bien, supongo que lo conseguían.

Estoy muy seguro de que sí.

Usábamos esos rifles en las maniobras en campo abierto para simular armas mortales y

más desagradables también. Utilizábamos con profusión el simulacro; teníamos que

hacerlo. Una bomba o granada «explosiva», contra el material o personal, sólo

explotaba lo suficiente para soltar gran cantidad de humo negro; también había otras

que soltaban un gas que hacía estornudar y llorar, lo cual significaba que uno ya estaba

muerto o paralizado, y eso era tan desagradable que todos estábamos pendientes de

las precauciones antigás, porque además le pegaban una bronca al que se había

dejado pescar.

Todavía dormíamos menos, pues más de la mitad de las maniobras se hacían de

noche, con visores, radar, equipo de audio y cosas por el estilo.

Los rifles que utilizábamos para simular armas que apuntaban automáticamente

estaban cargados con cartuchos sin bala. Sólo una entre quinientas, al azar, era una

bala auténtica. ¿Peligro? Sí y no. Ya el mero hecho de estar vivo es peligroso, y una

bala no explosiva no mataría probablemente a menos que diera en la cabeza o en el

corazón, y quizá ni siquiera entonces. Lo que hacía aquella «bala auténtica entre

quinientas» era que nos preocupáramos por ponernos a cubierto, en especial porque

sabíamos que los que disparaban esos rifles eran instructores, tiradores certeros, y que

en realidad hacían todo lo posible por acertar. Nos aseguraban que no se proponían

darle a un hombre en la cabeza, pero que a veces suceden accidentes.

Claro que este tipo de seguridad no resultaba muy tranquilizador. Aquella bala auténtica

entre quinientas convertía las tediosas maniobras en una ruleta rusa a gran escala. Uno

dejaba de aburrirse la primera vez que oía un «sssh» junto al oído antes de oír los

disparos del rifle.

Pero nos fuimos confiando, ésa es la verdad, y entonces nos llegaron noticias del alto

mando de que si no nos despabilábamos, esa incidencia de balas auténticas sería de

una entre cien, y que si eso no funcionaba, de una entre cincuenta. No sé si ese cambio

se llevó a cabo o no - no había forma de saberlo - pero sí sé que reaccionamos a toda

prisa porque un chico de la compañía inmediata recibió en las nalgas una bala

auténtica, lo que dio lugar a una cicatriz asombrosa y a muchos comentarios

ingeniosos, y al renovado interés por parte de todos por ponerse a cubierto. Nos reímos

de aquel chico porque recibió el disparo en ese sitio. pero todos sabíamos que podía

haber sido en nuestra propia cabeza.

Los instructores que no disparaban no se ponían a cubierto. Vestían una camisa blanca

y paseaban erguidos de un lado a otro con sus estúpidos bastones. muy seguros al






parecer de que ni siquiera un recluta dispararía intencionadamente contra un instructor,

lo que tal vez fuera exceso de confianza por parte de algunos. Sin embargo, sólo había

una posibilidad entre quinientas de que incluso un disparo lanzado con toda intención

asesina fuera real, y el factor de seguridad aumentaba si pensábamos que, de todos

modos, el recluta no sabría disparar tan bien. Un rifle no es un arma fácil, no puede

ajustarse automáticamente en absoluto. He oído decir que, incluso en aquellos tiempos

en que las guerras se libraban y decidían con esos rifles, se necesitaban varios miles de

tiros para matar a un hombre. Parece imposible, pero todas las historias militares están

de acuerdo en que es cierto. Al parecer, la mayoría de las veces ni siquiera se

apuntaba; sólo se disparaban para forzar al enemigo a mantener la cabeza baja e

impedir que ellos disparasen.

En cualquier caso, ningún instructor resultó herido o muerto por disparos de rifle.

Tampoco los reclutas murieron por las balas; todas las muertes fueron ocasionadas por

otras armas, o por cualquier cosa que resultaba muy contraproducente si uno no la

hacía según las reglas. Por ejemplo, un chico se rompió el cuello poniéndose a cubierto

con demasiado entusiasmo cuando empezaron a dispararle, pero ninguna bala le

alcanzó.

Sin embargo, y por una reacción en cadena, este asunto de las balas y de ponerse a

cubierto me hundió hasta el fondo en el Campamento Currie. En primer lugar, ya había

perdido mis sardinetas. no tanto por lo que yo hiciera sino por algo que hizo uno de mi

escuadra cuando yo ni siquiera estaba allí, cosa que expliqué. Bronski me dijo que me

callara la boca. De modo que fui a contárselo a Zim. Este me dijo fríamente que yo era

responsable de lo que hicieran mis hombres, tanto si estaba con ellos como si no, y me

impuso seis horas de trabajo extra, aparte de echarme una bronca por haberle hablado

sin el permiso de Bronski. Luego recibí una carta que me trastornó mucho; mi madre se

decidió al fin a escribirme. A continuación, me disloqué el hombro en mi primer ejercicio

con traje acorazado (los que se utilizan en las prácticas llevan un dispositivo, de modo

que el instructor pueda dañar el traje a voluntad por control remoto. Me caí y me

disloqué el hombro), lo cual me dejó demasiado tiempo libre para pensar, en un

momento en que tenía muchas razones, o así me lo parecía, para sentir pena de mí

mismo.

Como estaba libre de trabajos pesados, aquella mañana era oficial de día en la oficina

del comandante del batallón. Al principio me esforcé muchísimo, pues nunca había

estado allí antes y deseaba causar una buena impresión. Pero descubrí que no era celo

por el trabajo lo que quería el capitán Frankel, sino que me estuviera sentado y quieto,

sin decir nada y sin molestarle. Lo cual también me dejó tiempo para compadecerme de

mí mismo, ya que no me atrevía a dormirme.

Poco después del almuerzo, se me fue todo el sueño de repente. Entró el sargento Zim,

seguido por tres hombres. Zim iba tan limpio y arreglado como de costumbre, pero la

expresión de su rostro le asemejaba a la clásica figura de la muerte sobre el caballo






fantasmal, y en el ojo derecho llevaba una señal como si alguien se lo hubiera puesto

morado, cosa imposible, por supuesto. De los tres hombres que le acompañaban, el de

en medio era Ted Hendrick. Iba muy sucio pero, claro, la compañía estaba de

maniobras en el campo; nadie barre por allí y uno pasa mucho tiempo revolcándose en

la porquería. Sin embargo, tenía también el labio partido y sangre en la barbilla y en la

camisa, y le faltaba la gorra. Tenía una mirada salvaje.

Iba entre dos policías militares. Éstos llevaban rifles; Hendrick no. Uno de ellos era de

mi escuadra, un tipo llamado Leivy. Parecía excitado y satisfecho, y me hizo un guiño

cuando nadie nos miraba.

El capitán Frankel se mostró sorprendido:

- ¿Qué ocurre, sargento?

Zim, firme y rígido, habló como si recitara algo de memoria:

- Señor, el oficial al mando de la compañía informa al oficial al mando del batallón.

Disciplina. Articulo nueve mil ciento siete. Desprecio de las órdenes y normas tácticas,

estando el equipo en simulacro de combate. Artículo nueve mil ciento veinte.

Desobediencia a las órdenes, en las mismas condiciones.

- ¿Y me lo trae a mi, sargento? - El capitán Frankel estaba desconcertado -.

¿Oficialmente?

Aún no comprendo cómo un hombre puede parecer tan apurado como Zim cuando a la

vez su rostro y su voz eran totalmente inexpresivos.

- Señor, si me permite que le explique... El hombre no aceptó la disciplina

administrativa. Insistió en ver al oficial al mando del batallón.

- Comprendo. Un legalista. Bien, sigo sin entenderlo, sargento, pero técnicamente es su

privilegio. ¿A qué se referían las órdenes y normas tácticas?

- Era una «congelación», señor.

Miré a Hendrick pensando: «Vaya, vaya, se la va a cargar». Se llama «congelación» a

lo que debe hacer un soldado que se pone a cubierto todo lo aprisa que puede y luego

se congela, es decir no se mueve en absoluto, ni siquiera eleva las cejas, hasta que le

relevan de la orden. También se puede congelar a alguien que ya está a cubierto. Se

cuentan historias de hombres que han sido heridos durante una congelación y han

muerto lentamente, sin moverse siquiera, sin emitir un sonido.

Frankel alzó las cejas.

- ¿Y en cuanto a la segunda parte?

- Lo mismo, señor. Tras fallar en la congelación, se negó a obedecer la orden de

quedarse congelado de nuevo cuando se le mandó que lo hiciera.

- ¿Nombre?

El capitán Frankel estaba ahora muy serio.

- Hendrick T.C., señor - contestó Zim -. Recluta siete nueve seis cero nueve dos cuatro.

- Muy bien, Hendrick, queda privado de todos los privilegios durante treinta días y

recluido en su tienda cuando no esté de servicio o durante las comidas, con la única






excepción de las necesidades sanitarias. Estará de servicio tres horas extra cada día a

las órdenes del cabo de guardia: una hora antes de apagar las luces, una hora justo

antes de diana y otra hora durante la comida de mediodía y en lugar de ella. Su cena

consistirá en pan y agua, tanto pan como pueda comer. Estará de servicio diez horas

extra cada domingo, y ya se ajustará al horario para que pueda asistir a los servicios

religiosos si es que lo desea.

Yo pensé: «¡Madre mía, ya no puede haber más!»

El capitán Frankel continuó:

- Hendrick, la única razón por la que le tratamos con tanta benevolencia es que no se

me permite otra cosa que no sea un consejo de guerra, y no quiero estropear la hoja de

servicio de su compañía. Retírese.

Volvía la vista a los papeles sobre su mesa, con el incidente casi olvidado, cuando

Hendrick aulló:

- ¡Pero es que no ha oído lo que yo tengo que decir!

El capitán alzó los ojos.

- ¡Vaya, lo siento! ¿Es que usted tiene algo que decir?

- Pues... ¡maldita sea, sí! El sargento Zim la ha tomado conmigo. Ha estado

acosándome, acosándome, acosándome todo el día, desde el momento en que llegué.

El...

- Es su trabajo - dijo el capitán fríamente -. ¿Niega las dos acusaciones en contra de

usted?

- No, ¡pero él no le ha dicho que yo estaba echado sobre un hormiguero!

Frankel pareció asqueado.

- Ya, de modo que usted permitiría que le mataran, y quizás a sus compañeros de

equipo también, por unas cuantas hormiguitas.

- No unas cuantas. Había cientos de hormigas. ¡Y de las que pican!

- ¿De verdad? Jovencito, permítame que se lo explique bien claro. Aunque hubiera sido

un nido de víboras, se suponía que se le exigía que usted siguiera congelado. - Hizo

una pausa -. ¿Tiene algo que decir en su defensa?

Hendrick seguía con la boca abierta.

- ¡Claro que si! ¡El me golpeó! ¡Me puso las manos encima! Todos ellos están siempre

golpeándonos con esos estúpidos bastoncitos, dándonos en el trasero y entre los

hombros, y poniéndonos firmes, y lo he aguantado. Pero esta vez me ha pegado con

las manos. Me derribó al suelo y gritó: «¡Congélate. imbécil!» ¿Qué le parece eso?

El capitán Frankel se miró las manos y volvió a alzar la vista a Hendrick.

- Joven, usted sufre una confusión muy común entre los civiles. Cree que a sus

superiores no se les permite que «le pongan las manos encima», como dice. En

condiciones puramente sociales eso es cierto. Por ejemplo, si coincidiéramos

casualmente en un teatro o en una tienda, yo no tendría más derecho, siempre que

usted me tratara con el debido respeto a mi rango, a darle una bofetada del que tendría






usted a dármela a mí. Mas en lo referente al servicio, la regla es totalmente distinta...

Giró en su silla y señaló algunos libros bastante desencuadernados.

- Esas son las leyes bajo las cuales vive ahora. Puede examinar todos los artículos de

esos libros, todos los casos de consejo de guerra que se han presentado, y no

encontrará una sola palabra que diga, o implique, que un oficial superior no puede

«ponerle las manos encima», o golpearle de cualquier otro modo, por cuestiones del

servicio. Hendrick, yo podría romperle la mandíbula, y sólo tendría que responder ante

mis oficiales superiores en cuanto a la necesidad de dicho acto. Pero no sería

responsable ante usted. Podría hacer todavía más. Hay circunstancias en las que a un

oficial superior, comisionado o no, no sólo se le permite, sino que se le exige que mate

a un oficial o a un hombre a sus órdenes, sin demora y quizá sin previo aviso y, lejos de

ser castigado, se ve felicitado por ello. Cuando se pone fin a una conducta cobarde

frente al enemigo, por ejemplo. - Dio unos golpecitos en su mesa -. En cuanto a esos

bastones, tienen dos razones de ser. En primer lugar, indican la autoridad de esos

hombres. En segundo lugar, esperamos que los utilicen sobre ustedes para obligarles a

ponerse firmes y a marchar a paso ligero. No hay posibilidad de que ustedes resulten

heridos, tal como los usan; todo lo más les dolerá un poco. Pero ahorran miles de

palabras. Digamos que usted no se presenta puntual a diana. Sin duda, el cabo de

servicio podría ir a hablarle con todo cariño, preguntarle si desea tomar el desayuno en

la cama esa mañana, si es que pudiéramos permitimos el lujo de tener un cabo que

actuara de camarera. Pero no podemos; por eso le da un buen golpe a su cama portátil

y sigue trotando por la fila, aplicando el castigo donde hace falta. Por supuesto, podría

darle una patada, lo que sería igualmente legal, y casi tan efectivo. Pero el general a

cargo del adiestramiento y la disciplina cree que es más digno, tanto para el cabo de

servicio como para usted, sacar a un dormilón de la cama con ese bastón impersonal

de la autoridad. Y yo también. Aunque nada importa lo que usted y yo pensemos al

respecto. Así es como lo hacemos y basta.

Hizo una pausa, suspiró y continuó:

- Hendrick, le explico todo esto porque es inútil castigar a un hombre a menos que éste

sepa por qué se le castiga. Usted ha sido un mal chico (y digo «chico» porque

evidentemente no es un hombre todavía, aunque seguiremos intentándolo), un chico

demasiado malo teniendo en cuenta la etapa de su adiestramiento. Nada que haya

dicho sirve de defensa, ni siquiera como circunstancias atenuantes. Usted no parece

conocer las reglas, ni tener idea de su deber como soldado. Así que dígame con sus

propias palabras por qué se siente maltratado. Quiero que todo quede claro. Podría

haber algo en su favor, aunque confieso que no consigo imaginar qué pueda ser.

Yo había echado una miradita o dos al rostro de Hendrick mientras el capitán seguía

haciéndole pedazos; en cierto modo, sus palabras suaves eran una bronca mucho peor

que cualquiera de las de Zim. La expresión de Hendrick había pasado de la indignación

al más puro asombro, y luego a la depresión.






- ¡Hable! - gritó Frankel repentinamente.

- Yo..., bien, se dio la orden de congelación y yo me arrojé al suelo, y entonces descubrí

que estaba sobre ese hormiguero. Así que me puse de rodillas para separarme como

medio metro, y entonces me golpearon por detrás y caí de bruces, y él me gritó, y yo

me levanté y le di un golpe, y él...

- ¡CÁLLESE!

El capitán Frankel había saltado de la silla y parecía medir tres metros, aunque apenas

era más alto que yo. Miraba fijamente a Hendrick.

- ¿Que usted... golpeó... al oficial... de su compañía?

- ¿Qué? Ya se lo he dicho. Pero él me dio primero. Por detrás. Yo ni siquiera le vi. Y

eso no se lo aguanto a nadie. Así que le pegué, y él me golpeó otra vez, y entonces...

- ¡Silencio!

Hendrick se detuvo. Luego añadió:

- Quiero salir de este asqueroso cuerpo.

- Creo que podemos darle ese gusto - dijo Frankel con voz gélida -. Y a toda prisa

además.

- Pues denme un papel. Presento la renuncia.

- Un momento. Sargento Zim.

- Si, señor.

Zim no había hablado en todo ese tiempo. Seguía en pie, la mirada al frente, rígido

como una estatua, inmóvil a excepción de los músculos de la mandíbula que se le

contraían espasmódicamente. Le miré ahora y comprobé que tenía un ojo morado, algo

precioso. Hendrick debía de haberle atizado de firme. Pero Zim no lo había

mencionado, ni el capitán Frankel lo había preguntado, suponiendo quizá que el

sargento había tropezado con una puerta y que ya se lo explicaría más tarde si lo

deseaba.

- ¿Se han hecho públicos los artículos pertinentes a su compañía, como es de rigor?

- Sí, señor. Se han dado a conocer, y se leen todos los domingos por la mañana.

- Lo sé muy bien. Sólo lo preguntaba para el informe.

Todos los domingos, justo antes de la llamada para ir a la capilla, nos hacían formar y

nos leían en voz alta los artículos disciplinarios de las Leyes y Ordenanzas de las

Fuerzas Militares. Estaban colocados también en el tablón ante la tienda de los oficiales

de servicio. Nadie hacía mucho caso de esa lectura; no era más que otro ejercicio. Uno

podía ponerse firme y dormir mientras los leían. Lo único que entendíamos, si es que

entendíamos algo, era lo que se denominaba «los treinta y un modos de dar en tierra».

Después de todo, los instructores ya se ocupan de que uno se empape bien de todas

las ordenanzas que necesita saber. Esos «treinta y un modos» eran un chiste viejo. Me

refiero a las treinta y una ofensas capitales. De vez en cuando, alguien presumía, o

acusaba a otro, de haber descubierto el modo treinta y dos, siempre algo ridículo y

generalmente obsceno.






«Golpear a un oficial superior...»

De repente, aquello ya no resultaba divertido. ¿Pegar a Zim? ¿Colgar a un hombre por

eso? Caray, casi todo el mundo en la compañía había probado a luchar con el sargento

Zim, y algunos incluso le habíamos atizado cuando nos instruía en el combate cuerpo a

cuerpo. Porque él se hacia cargo de nosotros personalmente cuando ya nos habían

trabajado los demás instructores y empezábamos a creérnoslo. Entonces venía él a

sacarnos brillo. En una ocasión vi como Shujumi le dejaba inconsciente. Bronski le tiró

un cubo de agua y Zim se levantó, sonrió, le dio la mano a Shujumi... y lo lanzó volando

hacia el horizonte.

El capitán Frankel miró en torno y me hizo una seña.

- Usted. Llame al cuartel general del regimiento.

Lo hice, aunque los dedos no me obedecían. Me eché atrás cuando el rostro del oficial

apareció en la pantalla y el capitán se hizo cargo de la llamada.

- Ayudante - dijo aquel rostro.

- El oficial al mando del segundo batallón - dijo Frankel con voz tensa - presenta sus

respetos al oficial al mando del regimiento. Solicito y exijo un oficial para actuar en un

tribunal.

El rostro preguntó:

- ¿Cuándo lo necesita, Ian?

- En cuanto pueda presentarse aquí.

- Inmediatamente. Estoy seguro de que Jake está en el cuartel general. ¿Artículo y

nombre?

El capitán Frankel identificó a Hendrick y citó el número de un artículo. El rostro en la

pantalla soltó un silbido y se puso grave.

- En seguida, Ian. Si no puedo encontrar a Jake, iré ahí personalmente, en cuanto se lo

diga al Viejo.

El capitán Frankel se volvió hacia Zim.

- Esta escolta... ¿son testigos?

- Sí, señor.

- ¿Lo vio también el jefe de su sección? - Zim vaciló un segundo.

- Creo que sí, señor.

- Tráigalo. ¿Hay alguien por ahí con traje electrónico?

- Si, señor.

Zim utilizó el teléfono mientras Frankel decía a Hendrick:

- ¿Qué testigos puede aportar en su defensa?

- ¿Cómo? Yo no necesito testigos. El sabe lo que hizo. Sólo quiero ese papel y

largarme de aquí.

- Cada cosa a su tiempo.

Y en un tiempo muy rápido, me dije yo. Menos de cinco minutos después entró a paso

ligero el cabo Jones en traje de comando, llevando al cabo Mahmud en brazos. Dejó






caer, a Mahmud y se largó justo cuando entraba el teniente Spieksma. Este dijo:

- Buenas tardes, capitán. ¿Están aquí el acusado y los testigos?

- Todo dispuesto. Ya puede empezar, Jake.

- ¿La grabadora en marcha?

- Lo está ahora.

- Muy bien. Hendrick, un paso al frente. - Hendrick obedeció con aire desconcertado,

como si empezara a fallarle la seguridad en sí mismo. El teniente Spieksma continuó a

toda prisa -: Consejo de guerra llevado a cabo por orden del mayor F. X. Malley, oficial

al mando del tercer regimiento, Campamento Arthur Currie, bajo la Orden General

Número Cuatro, publicada por el general al mando de las cuestiones de Adiestramiento

y Disciplina, referente a las Leyes y Ordenanzas de las Fuerzas Militares, Federación

Terrena. A petición del capitán Ian Frankel, asignado a la Infantería Móvil y al frente del

Segundo Batallón, Tercer Regimiento. El tribunal: Teniente Jacques Spieksma,

asignado a la Infantería Móvil y al frente del Primer Batallón, Tercer Regimiento.

Acusado: Hendrick, Theodore C., recluta siete nueve seis cero nueve dos cuatro.

Artículo nueve mil ochenta. Delito: golpear a su oficial superior, estando la Federación

Terrena en estado de emergencia.

Lo que me dejó atónito fue la rapidez con que se hacía aquello. De pronto me vi

nombrado «oficial del tribunal», y se me ordenó que «retirara» a los testigos y los

tuviera dispuestos. No sabía cómo iba a llevarme al sargento Zim si a éste no le daba la

gana, pero él echó una mirada a Mahmud y a los dos soldados y todos salieron, a fin de

no oír lo que allí se decía. Zim se separó de los demás y se limitó a esperar. Mahmud

se sentó en el suelo y encendió un cigarrillo que tuvo que apagar, ya que fue el primero

al que llamaron. En menos de veinte minutos todos habían prestado declaración,

relatando casi la misma historia que Hendrick. A Zim no le llamaron para nada.

El teniente Spieksma preguntó a Hendrick:

- ¿Desea interrogar a los testigos? El tribunal le ayudará si lo desea.

- No.

- Póngase firme y diga «señor» cuando se dirija al tribunal.

- No, señor. - Y añadió -: Quiero un abogado.

- La ley no permite un abogado en un consejo de guerra. ¿Quiere declarar en su propia

defensa? No se le exige que lo haga y, en vista de las pruebas presentadas, el tribunal

no tomará nota judicial si decide no hacerlo. Pero se le avisa que cualquier declaración

que haga puede ser utilizada en contra suya, y que será sometido a contrainterrogatorio.

- No tengo nada que decir. - Hendrick se encogió de hombros -. ¿De qué me serviría?

- El tribunal insiste: ¿desea declarar en su propia defensa?

- No, señor.

- El tribunal debe hacerle una pregunta técnica. El artículo según el cual se ve acusado

¿le fue dado a conocer antes del momento de la supuesta ofensa de que se le acusa?

Puede contestar sí o no, o quedarse callado, pero es responsable de su respuesta,






según el artículo nueve mil ciento sesenta y siete, que se refiere al perjurio.

El acusado siguió mudo.

- Muy bien. El tribunal volverá a leerle el artículo de la acusación en voz alta, y le

repetirá la pregunta. «Artículo nueve mil ochenta. Cualquier miembro de las Fuerzas

Militares que ataque o golpee, o intente atacar o golpear...»

- Oh, supongo que sí. Nos leen todo eso cada domingo por la mañana, una lista de

cosas que no puedes hacer.

- ¿Le fue o no le fue leído ese artículo en particular?

- Pues..., sí, señor. Lo fue.

- Muy bien. Habiéndose negado a declarar, ¿tiene algo que decir como circunstancias

atenuantes?

- ¿Señor?

- ¿Quiere decirle al tribunal algo al respecto? ¿Cualquier circunstancia que crea que tal

vez afecte a las pruebas presentadas? ¿O algo que pueda mitigar la supuesta ofensa,

como por ejemplo, que estaba enfermo, o drogado, o sometido a medicación? No está

bajo juramento en este punto; puede decir lo que quiera que crea que vaya a ayudarle.

Lo que el tribunal trata de descubrir es esto: ¿hay algo en este caso que le parezca

injusto? Si es así, ¿por qué?

- ¡Claro! ¡Claro que es injusto! ¡Todo el caso es injusto! ¡El me golpeó primero! ¿Me ha

oído? ¡El me golpeó primero!

- ¿Algo más?

- ¿Qué? No, señor. ¿No es bastante?

- El juicio ha terminado. Soldado Theodore C. Hendrick, ¡un paso al frente!

El teniente Spieksma había estado en posición de firmes todo el tiempo; ahora, el

capitán Frankel se levantó también. De pronto, aquel lugar pareció helado.

- Soldado Hendrick, se le declara culpable de la acusación.

El estómago se me revolvió de repente. Se lo iban a cargar. Iban a ahorcar a Ted

Hendrick. Y yo había desayunado junto a él precisamente esa mañana...

- El tribunal le sentencia - continuó la voz, mientras yo temía vomitar - a diez latigazos y

a expulsión por mala conducta.

Hendrick tragó saliva.

- Quiero presentar mi renuncia al ejército.

- El tribunal no se lo permite. El tribunal desea añadir que su castigo es muy leve,

sencillamente porque este tribunal no tiene jurisdicción para asignar un mayor castigo.

La autoridad que le presentó ante este tribunal especificó un consejo de guerra. y este

tribunal no va a discutir sus razones. Pero si usted hubiera sido sometido a un consejo

de guerra general, es casi seguro que, con las pruebas presentadas ante este tribunal,

dicho consejo le hubiera condenado a ser colgado por el cuello hasta morir. Es usted

afortunado, y la autoridad que nos lo sometió ha sido muy misericordiosa. - El teniente

Spieksma hizo una pausa y continuó -: La sentencia será llevada a cabo en cuanto la






autoridad competente haya revisado y aprobado el informe, si es que lo aprueba. El

tribunal se retira. Sáquenlo de aquí y enciérrenlo.

Lo último iba dirigido a mí, pero en realidad no tuve que hacer nada más que telefonear

a la tienda de la guardia, que me entregó un recibo por Hendrick cuando se lo llevaron.

A la llamada para los enfermos, esa tarde el capitán Frankel me libró de servicio y me

envió a ver al médico, el cual volvió a declararme apto para el servicio. Regresé a mi

compañía justo a tiempo para vestirme y formar para la revista, y para que Zim me

insultara por llevar «manchas en el uniforme». Bueno, él tenía una mancha aún mayor

sobre un ojo. pero no se lo mencioné.

Alguien había levantado un gran poste en el terreno de revista, justo donde estaba el

ayudante. Cuando llegó el momento de leer las órdenes, en vez de la «orden de rutina

del día», u otra tontería semejante, dieron a conocer el consejo de guerra de Hendrick.

Luego le sacaron entre dos guardias armados, con las manos esposadas ante él.

Nunca había visto azotar a nadie. Allá en casa, cuando lo hacen en público, claro,

siempre lo llevan a cabo detrás del Edificio Federal, y mi padre me había dado órdenes

estrictas de que me apartara de allí. Intenté desobedecerle una vez, pero lo fui dejando

de un día para otro y ya no volví a intentarlo.

Una vez es demasiado.

Los guardias le levantaron los brazos y sujetaron las esposas a un gancho en la parte

superior del poste. Luego le quitaron la camisa, y resultó que ya estaba preparado y no

llevaba camiseta. El ayudante dijo:

- Lleven a cabo la sentencia del tribunal.

Un cabo instructor de otro batallón se adelantó con el látigo. El sargento de guardia

llevó la cuenta.

Es una cuenta muy lenta, cinco segundos entre cada azote, y parece mucho más. Ted

ni siquiera parpadeó hasta el tercero, luego empezó a sollozar.

Lo siguiente que supe fue que estaba mirando al cabo Bronski. Este me golpeaba en el

rostro y su mirada era intensa. Se detuvo y preguntó:

- ¿Ya se encuentra bien? De acuerdo, vuelva a las filas. A paso ligero. Estamos a punto

de pasar revista.

Eso hicimos, y volvimos al área de nuestra compañía. No comí mucho esa noche en la

cena, pero tampoco lo hizo la mayoría.

Nadie dijo una palabra acerca de mi desmayo. Descubrí después que no había sido el

único, que un par de docenas de chicos se habían desmayado también.

Capitulo

Lo que obtenemos por poco precio lo estimamos con demasiada ligereza...

Sería extraño en realidad que algo tan excelente como la LIBERTAD






no fuera tan caro.

- Thomas Paine

La noche siguiente a la expulsión de Hendrick sufrí la mayor depresión durante mi

estancia en el Campamento Currie. No podía dormir, y uno tiene que haber vivido en un

campamento del ejército para comprender lo mal que ha de sentirse un recluta para que

le ocurra eso. Sin embargo, no había hecho ejercicio en todo el día, de modo que no

estaba físicamente cansado, y el hombro me dolía todavía, aunque me hubieran

declarado apto para el servicio, y tenía aquella carta de mi madre en la cabeza, y cada

vez que cerraba los ojos oía el «crack» del latigazo y veía a Ted lanzarse contra el

poste.

No me deprimía el haber perdido las sardinetas. Eso ya no me importaba lo más

mínimo porque estaba dispuesto a presentar la renuncia; decidido a hacerlo en realidad.

De no haber ocurrido todo a medianoche, cuando no disponía de papel y pluma, lo

habría hecho allí mismo.

Ted había cometido un gran error, de una duración de medio segundo. Y realmente

había sido sólo un error porque, aunque odiaba la tropa (¿a quién le gustaba?), había

estado tratando de ganarse a pulso sus privilegios políticos. Deseaba entrar en la

política. Con frecuencia nos decía:

- Cuando consiga la ciudadanía, habrá algunos cambios. Esperad y veréis.

Bien, nunca ocuparía un cargo público. Se había despistado un solo instante y estaba

acabado.

Si le había ocurrido a él, todavía podía ocurrirme a mí. ¿Y si yo cometía un error, al día

siguiente o a la semana siguiente...? Ni siquiera me permitirían renunciar. Me azotarían

a golpe de tambor.

Había llegado el momento de admitir que yo estaba equivocado, y que papá tenía

razón; el momento de presentar aquel pedacito de papel, largarme a casa y decirle a mi

padre que estaba dispuesto a ir a Harvard y a empezar después a trabajar en el

negocio, si aún me lo permitía. El momento de ver al sargento Zim a primera hora de la

mañana y decirle que ya estaba harto. Pero no hasta mañana, porque uno no despierta

al sargento Zim a no ser por algo que con toda seguridad él deba considerar una

emergencia. Créanme ¡no se le despierta! No al sargento Zim.

El sargento Zim...

Me preocupaba tanto como el caso de Ted. Una vez acabó el consejo de guerra y se

llevaron a Ted, el sargento se había quedado en el despacho y preguntado al capitán

Frankel:

- ¿Puedo hablar con el oficial al mando del batallón, señor?

- Desde luego. Me proponía pedirle que se quedara para decirle unas palabras.

Siéntese.

Zim me señaló con un gesto, el capitán me miró y no tuvieron que decirme que saliera.






Me largué a toda prisa. Pero no había nadie en la oficina exterior, sólo un par de

empleados civiles. No me atrevía a salir de allí por si el capitán me llamaba. Así que

cogí una silla y me senté.

Les oía hablar a través de la partición en la que apoyaba la cabeza. El cuartel general

era un edificio más que una tienda, ya que albergaba el equipo de comunicación y

grabación de modo permanente, pero era lo mínimo, un barracón. Las particiones

interiores no servían de nada. Dudo que los civiles les oyeran, pues ambos llevaban

audífonos de trascripción y estaban inclinados sobre sus máquinas. Además, no me

importaban ellos. Yo no pretendía espiar. Bueno, quizá sí.

Zim dijo:

- Señor, solicito ser transferido a un equipo de combate.

Frankel respondió:

- No le oigo, Charlie. El oído enfermo me molesta otra vez.

- Hablo completamente en serio, señor. Este no es mi tipo de servicio.

- Deje de venir a llorar por sus problemas, sargento - repuso Frankel, malhumorado -. Al

menos espere hasta que hayamos acabado con los asuntos de rutina. ¿Qué diablos

sucedió?

- Mi capitán, ese chico no se merece diez latigazos.

- Claro que no. Usted sabe quién cometió el error, y yo también.

- Sí, señor.

- ¿Entonces? Usted sabe mejor que yo que, en esta etapa, estos chicos son como

animales salvajes. Sabe cuándo puede volverles la espalda sin correr riesgos y cuándo

no. Conoce las reglas y las ordenanzas sobre el artículo nueve mil ochenta, y nunca

debe darles la oportunidad de violarlo. Por supuesto, algunos lo intentarán, si no fueran

agresivos, no serían buen material para la Infantería Móvil. Son dóciles cuando están

formados, y es bastante seguro darles la espalda cuando están comiendo o durmiendo,

o sentados sobre el trasero en una conferencia. Pero sáquelos al campo en maniobras

de combate, o algo que les lance a la acción rebosantes de adrenalina, y son tan

explosivos como un montón de fulminato de mercurio. Eso lo sabe, todos los

instructores lo saben. Y están adiestrados para ello; adiestrados para observarlo,

adiestrados para reconocerlo antes de que ocurra. Explíqueme cómo es posible que un

recluta no adiestrado le pusiera un ojo morado. Ese chico nunca debió ponerle la mano

encima; usted debió dejarle inconsciente al comprender que iba a hacerlo. De modo

que ¿por qué no reaccionó inmediatamente? ¿Se está ablandando acaso?

- No lo sé - contestó Zim lentamente -. Supongo que es así.

- Hum... Si eso es cierto, un equipo de combate es el último lugar para usted. Pero no

es cierto. O no lo era la última vez que usted y yo salimos juntos hace tres días.

Entonces, ¿qué pasó?

Zim fue lento en responder:

- Creo que lo había calificado mentalmente como uno de los seguros.






- Esos no existen.

- Sí, señor. Pero era tan responsable, estaba tan tercamente decidido a conseguirlo

como fuera... (no tenía aptitudes, pero seguía intentándolo) que sin duda lo juzgué así

inconscientemente. - Zim guardó silencio; luego añadió -: Supongo que le apreciaba.

- Un instructor no puede permitirse apreciar a uno de sus hombres.

- Lo sé, señor. Pero les aprecio. Son un grupo estupendo. A estas alturas ya nos hemos

librado de los auténticos inútiles. El único problema de Hendrick, aparte de su torpeza,

es que creía saber todas las respuestas. Eso no me importaba; también yo creía

saberlas a su edad. Los inútiles se han ido a casa, y los que quedan están ansiosos,

decididos a dar gusto, y son rápidos..., tan encantadores como una camada de

cachorros. Muchos serán buenos soldados.

- De modo que ése fue el punto débil. Que el chico le gustaba. Y por eso no consiguió

detenerle a tiempo. Y él ha terminado con un consejo de guerra, los latigazos y la

expulsión. Encantador.

- Ojalá hubiera podido recibir yo personalmente esos azotes, señor - dijo Zim

ansiosamente.

- Tendrá que esperar su turno, pues yo soy su superior. ¿Qué cree que he estado

deseando durante la última hora? ¿Qué cree que temí desde el momento en que le vi

entrar aquí con un ojo morado? Hice todo lo posible por quitármelo de encima con un

castigo administrativo, y el muy estúpido no me dejaba en paz. Sin embargo, nunca

pensé que sería lo bastante loco como para chillar que le había atacado. Es un imbécil,

y usted debía haberlo sacado de aquí hace semanas en vez de mimarle hasta que se

metiera en problemas. Pero me lo dijo a gritos y delante de testigos, obligándome a

tomar nota oficialmente..., y eso acabó con nosotros. Ya no había modo de eliminarlo

de los informes, ni modo de evitar el consejo de guerra. Sólo podíamos seguir adelante,

tomarnos la medicina y acabar con un civil más, que estará contra nosotros el resto de

su vida. Porque un hombre así tiene que ser azotado; ni usted ni yo podemos aceptar el

castigo por él, aunque la culpa sea nuestra. Porque el regimiento debe ver lo que ocurre

cuando se viola el artículo nueve mil ochenta. Es culpa nuestra, mas el castigo lo recibe

él.

- Culpa mía, capitán. Por eso quiero que me transfieran. Señor, creo que es mejor para

el equipo.

- ¿Sí, eh? Pues yo decido lo que es mejor para mi batallón y no usted, sargento.

Charlie, ¿quién cree que sacó su nombre del sombrero? ¿Y por qué? Acuérdese de

hace doce años. Era un cabo, ¿se acuerda? ¿Dónde estaba?

- Aquí, como usted sabe muy bien, capitán. Exactamente aquí, en esta pradera olvidada

de Dios... ¡Y ojalá nunca hubiera vuelto a ella!

- Eso querríamos todos. Pero da la casualidad de que es el trabajo más importante y

más delicado del ejército: convertir a esos cachorros mimados en soldados. ¿Quién era

el crío más mimado de su sección?






- Hum... - contestó Zim lentamente -. No me atrevería a decir que usted fue el peor,

capitán.

- ¿No se atreve, eh? Pues tendría que pensar mucho para nombrar a otro candidato. Yo

le odiaba a muerte, «cabo Zim».

Este pareció sorprendido y algo dolido.

- ¿De verdad, capitán? Pues yo no le odiaba. Le apreciaba más bien.

- ¿Sí? Bien, el odio es otro lujo que un instructor jamás puede permitirse. No debemos

odiarles, ni debemos apreciarles. Debemos enseñarles. Pero si usted me apreciaba

entonces..., ¡vaya!, creo recordar que tenía un modo muy raro de demostrarlo.

¿Todavía me aprecia? No, no me conteste. No me importa la respuesta o, mejor dicho,

no quiero saberla, sea cual sea. Dejémoslo. Yo le despreciaba entonces, y soñaba con

hallar el modo de atacarle. No obstante, usted siempre estaba alerta y jamás me dio la

oportunidad de verme en un consejo de guerra por el nueve mil ochenta. Por eso sigo

aquí, gracias a usted. Y ahora, en cuanto a su petición..., usted solía repetir mucho una

orden que me dio una y otra vez cuando yo era un recluta. Tanto que llegué a odiarla

más que cualquier otra cosa de las que usted decía o hacía. ¿Lo recuerda? Yo sí, y

ahora se la devuelvo: «Soldado, ¡cierre el pico y actúe como un militar!»

- Sí, señor.

- No se vaya aún. Todo este asunto no ha sido una pérdida total. Cualquier regimiento

de reclutas necesita una buena lección sobre el significado del nueve cero ocho cero,

como ambos sabemos. Aún no han aprendido a pensar, no quieren leer y pocas veces

escuchan..., pero sí ven, y la desgracia del joven Hendrick tal vez salve algún día a uno

de sus compañeros de ser colgado por el cuello hasta que muera. Sin embargo lamento

que esa lección objetiva tuviera que ocurrir en mi batallón, y desde luego me propongo

que este batallón no nos dé otra ocasión semejante. Reúna a sus instructores y

hábleles. Durante veinticuatro horas, esos chicos estarán en estado de shock. Luego se

pondrán melancólicos, y la tensión irá creciendo. Hacia el jueves o viernes algún chico

que está a punto de largarse de todos modos empezará a pensar en el hecho de que

Hendrick no fue tan castigado al fin y al cabo, que ni siquiera recibió el número de

latigazos que se aplican por conducir borracho..., y tal vez imagine que vale la pena

atacar al instructor que más odia. Sargento ¡ese golpe jamás ha de darse! ¿Me

entiende?

- Sí, señor.

- Quiero que los instructores sean diez veces más prudentes que hasta ahora. Quiero

que mantengan las distancias. Quiero que tengan ojos en la nuca, que estén tan alertas

como un ratón en una jaula de gatos. Bronski..., dígale unas palabras a Bronski. Tiene

tendencia a confraternizar.

- Le pondré en su sitio, señor.

- Cuídese de hacerlo. Porque al próximo chico que se engalle hay que dejarlo

inconsciente, no darle un golpecito como hoy. Ha de caer inconsciente, y el instructor






tiene que hacerlo antes de que el otro llegue a tocarle, o acabaré con él por

incompetente. Que sepan eso. Han de demostrar a esos chicos que no sólo resulta

caro, sino imposible, violar el artículo nueve mil ochenta. Que incluso el hecho de

intentarlo les cuesta un puñetazo, un cubo de agua en la cara, una mandíbula rota... y

nada más.

- Sí, señor. Así se hará.

- Más vale. Porque no sólo degradaré al instructor que se descuide, sino que

personalmente me lo llevaré a la pradera y le atizaré a gusto, ya que no quiero a otro de

mis muchachos colgado en el poste de los azotes por dejadez de los profesores.

Retírese.

- Sí, señor. Buenas tardes, mi capitán.

- ¿Qué hay de bueno en esta tarde? Ah, Charlie...

- ¿Sí, señor?

- Si no está demasiado ocupado esta noche, ¿por qué no se trae las zapatillas y los

guantes a la sala de oficiales y «danzamos» un poco? Digamos hacia las ocho.

- Sí, señor.

- No es una orden, es una invitación. Si realmente se está ablandando, a lo mejor puedo

quitarle las insignias de una patada.

- ¿Le gustaría apostar algo, mi capitán?

- ¿Cómo? ¿Sentado siempre aquí, ante la mesa, y ya con barriga por no moverme de la

silla? ¡Claro que no! A menos que usted esté dispuesto a luchar con un pie metido en

un cubo de cemento. En serio, Charlie, hemos tenido un día asqueroso, y aún será peor

antes de que termine. Si usted y yo sudamos un poco y nos damos unos cuantos

golpes, tal vez podamos dormir esta noche a pesar de todos esos críos mimados por

sus madres.

- Estaré allí, mi capitán. No cene demasiado. He de resolver un par de cosas por mí

mismo.

- No voy a cenar. Voy a seguir sentado aquí y a sudar este informe que el oficial al

mando del regimiento desea ver después de cenar y que alguien, cuyo nombre no

quiero mencionar, me ha retrasado ya dos horas. De modo que tal vez llegue un poco

tarde a nuestra sesión de baile. Váyase ahora, Charlie, y no me moleste más. Hasta

luego.

El sargento Zim salió tan bruscamente que apenas tuve tiempo de inclinarme a atarme

un zapato para estar fuera de la vista, tras el archivo, cuando él pasó por la oficina

exterior. El capitán Frankel gritaba ya:

- ¡Oficial de día! ¡Oficial! ¡OFICIAL! ¿Es que tengo que llamarle tres veces? ¿Cómo se

llama? Pues asígnese una hora de trabajo extra, con el equipo completo. Busque a los

oficiales al mando de las compañías E, F y G con mis saludos. Quiero verles antes de la

revista. Después vaya a mi tienda y tráigame un uniforme de gala limpio: gorro, armas

de cinto, zapatos, cintas..., pero no medallas. Déjemelo aquí. Luego acuda a la






enfermería. Si es capaz de rascarse con ese brazo, como le he visto hacerlo, no puede

tener tan mal el hombro. Dispone de treinta minutos antes de la llamada a los enfermos.

¡A paso ligero, soldado!

Conseguí hacerlo pescando a dos de ellos en las duchas de los instructores (un oficial

de día puede ir donde sea) y al tercero en su mesa. Las órdenes que le dan a uno no

son imposibles, sólo lo parecen porque casi lo son. Estaba preparando el uniforme de

revista del capitán Frankel cuando sonó la llamada a los enfermos. Sin alzar la vista

gruñó: «Deje este trabajo extra. Retírese», así que llegué a mi tienda justo a tiempo de

que me castigaran por «Uniforme desastrado. Dos puntos», y ver los últimos y

lastimosos minutos de Ted Hendrick en la Infantería Móvil.

Por eso tuve mucho en qué pensar mientras yacía despierto esa noche. Sabía que el

sargento Zim trabajaba intensamente, pero jamás se me había ocurrido que pudiera no

estar muy orgulloso y satisfecho de sí mismo con lo que hacía. Parecía tan altanero, tan

seguro de sí, tan en paz con el mundo y consigo mismo...

La idea de que aquel robot invencible creyera que había fallado y se sintiera tan

profunda y personalmente avergonzado que deseara escapar y ocultar su rostro entre

desconocidos, dando como excusa que su marcha sería «mejor para el equipo», me

había trastornado tanto, y en cierto modo incluso más, como ver azotar a Ted.

Y que el capitán Frankel estuviera de acuerdo con él, en cuanto a la gravedad del fallo,

quiero decir, y que aún echara sal en la herida... ¡Vaya, vaya, vaya! Los sargentos no

reciben las broncas. Las dan. Es ley de naturaleza.

Pero tuve que admitir que lo que el sargento Zim había tenido que oír y tragarse era tan

humillante y tan degradante que cualquier cosa que nos dijera un sargento parecía, en

comparación, una canción romántica. Y sin embargo, el capitán ni siquiera había alzado

la voz.

Todo el incidente era tan ridículamente imposible que jamás sentí siquiera la tentación

de mencionárselo a alguien.

Y el mismo capitán Frankel... A los oficiales no los veíamos muy a menudo. Aparecían

para la revista de la tarde. llegando en el último momento y sin hacer nada que

supusiera un trabajo duro. Nos inspeccionaban una vez a la semana. haciendo

comentarios en privado a los sargentos; comentarios que, invariablemente, implicaban

molestias para alguien, no para ellos desde luego. Y decidían cada semana qué

compañía había ganado el honor de llevar los colores del regimiento. Aparte de eso

aparecían de vez en cuando para una inspección por sorpresa, planchados,

inmaculados, remotos y oliendo débilmente a colonia desaparecían otra vez.

Claro, uno o dos nos acompañaban siempre en las marchas, y en dos ocasiones el

capitán Frankel había demostrado su virtuosismo en el boxeo francés. Pero los oficiales

no trabajaban, no hacían un auténtico trabajo, ni tenían preocupaciones, porque los

sargentos estaban por debajo de ellos, no por encima de ellos.

Sin embargo, al parecer el capitán Frankel trabajaba tanto que perdía algunas comidas,






estaba tan ocupado con una cosa u otra que se quejaba de falta de ejercicio, y había de

dedicar su tiempo libre a sudar un poco.

En cuanto a preocupaciones, debo decir honradamente que parecía más trastornado

por lo ocurrido con Hendrick que el mismo Zim. Sin embargo, no conocía a Hendrick ni

de vista; se había visto obligado a preguntarle su nombre.

Tuve la molesta impresión de que yo había estado completamente equivocado en

cuanto a la naturaleza misma del mundo en que vivía, como si todas sus partes fueran

distintas de lo que parecían ser -, como si uno descubriera que su propia madre no era

la que siempre había visto, sino una desconocida con una máscara de goma.

Ahora bien. yo estaba seguro de una cosa: no quería averiguar qué era exactamente la

Infantería Móvil. Si era tan dura que incluso los semidioses sargentos y oficiales se

sentían desgraciados en ella, ¡desde luego era demasiado dura para Johnnie! ¿(Cómo

evitar cometer errores en algo que uno ni siquiera entiende? Yo no quería que me

colgaran del cuello hasta que muriese. Ni siquiera quería correr el riesgo de ser

azotado, aunque siempre haya un médico presente para asegurarse de que no se hace

daño permanente. Nadie de nuestra familia había sido azotado jamás (a excepción de

unos golpecitos en el colegio, por supuesto, lo cual no es exactamente lo mismo). No

había criminales en nuestra familia, ni por el lado materno ni por el paterno, nadie

acusado de un crimen. Éramos una familia orgullosa; lo único que nos faltaba era la

ciudadanía, y papá no consideraba eso como un auténtico honor, sino como algo vano

e inútil. Pero si yo era azotado..., probablemente él sufriría un ataque.

Y sin embargo, Hendrick no había hecho nada que yo no hubiera pensado hacer mil

veces. ¿Por qué no lo había hecho? Por timidez, supongo. Sabía que cualquiera de

aquellos instructores podía acabar conmigo, de modo que había cerrado la boca y

jamás lo había intentado. No tienes valor, Johnnie. Por lo menos Ted Hendrick sí había

tenido agallas. Yo no, y un hombre sin agallas no sirve para el ejército, desde luego.

Aparte de eso, el capitán Frankel ni siquiera había aceptado que fuera culpa de Ted.

Aunque yo no violara el nueve cero ocho cero por falta de agallas, ¿quién me

aseguraba que no cometería otro día otra falta - que no fuese culpa mía - acabando de

todos modos colgado en el poste de los azotes?

Es hora de irte, Johnnie, mientras aún tienes tiempo.

La carta de mi madre vino a confirmar mi decisión. Había podido endurecer mi corazón

contra mis padres mientras éstos me rechazaban, pero ahora que empezaban a

ablandarse no podía soportarlo. O al menos mamá se ablandaba. Así, me había escrito:

...aunque lo sienta debo decirte que tu padre todavía no permite que se mencione tu

nombre. Pero, querido mío, ése es su modo de lamentarlo, ya que él no puede llorar.

Debes entender, pequeño, que tu padre te ama más que a su vida, más que a mí, y que

le has herido profundamente. Les dice a todos que ya eres un adulto capaz de tomar

tus propias decisiones, y que se siente orgulloso de ti. Mas es su orgullo el que habla, el






amargo dolor de un hombre orgulloso al que ha herido muy hondo en su corazón el ser

que más ama. Debes entender, Johnnie, que él no habla de ti ni te ha escrito porque no

puede. Todavía no, por lo menos hasta que su dolor sea soportable. Cuando eso ocurra

yo lo sabré, y entonces intercederé por ti, y todos estaremos juntos otra vez.

En cuanto a mí, ¿cómo puede enojarse una madre por algo que haga su pequeñín?

Claro que me haces sufrir, pero no por eso te quiero menos. Estés donde estés, y

hagas lo que quieras hacer, siempre serás mi pequeñín, el que se hace daño en una

rodilla y viene corriendo a mi regazo para que le consuele. Mi regazo se ha hecho más

pequeño o quizá tú hayas crecido (aunque yo no lo he creído nunca); sin embargo, mis

brazos te estarán esperando siempre que los necesites. Los niños pequeños nunca

dejan de necesitar el regazo de su madre, ¿verdad, cariño? Espero que no. Espero que

me escribas y me lo digas.

Sin embargo, debo añadir que, en vista del tiempo terriblemente largo que hace que no

has escrito, será sin duda mejor (a menos que yo te haga saber lo contrario) que dirijas

las cartas que me escribas a casa de tía Eleonora. Ella me las remitirá en seguida, sin

originar más problemas. ¿Lo entiendes?

Mil besos a mi nene.

Tu MADRE

Claro que lo entendía, y muy bien. Y si mi padre no podía llorar, yo si. Y lloré.

Al fin logré dormirme, e inmediatamente me despertó una alerta. Corrimos todos al área

de bombardeo, todo el regimiento, e hicimos un simulacro de ataque, sin municiones.

Por otra parte, llevábamos el equipo completo, no acorazado, incluidos los audífonos, y

apenas nos habíamos desplegado cuando llegó la orden de que nos congeláramos.

Aguantamos aquella congelación al menos una hora, y la aguantamos respirando

apenas. Hasta un ratoncito que pasara de puntillas habría podido oírse. Algo sí pasó y

por encima de mí, un coyote, creo. Ni parpadeé. Pasamos un frío terrible aguantando

aquella congelación, pero no me importó. Sabía que era la última.

Ni siquiera oí el toque de diana al día siguiente; por primera vez en muchas semanas

me tiraron del saco de dormir, y casi no llegué a la formación para los ejercicios de la

mañana. De todos modos, no tenía por qué presentar la renuncia antes del desayuno,

ya que, en primer lugar, había de hablar con Zim. Pero éste no apareció en el

desayuno. Pedí permiso a Bronski para ir a ver al oficial al mando de la compañía y me

dijo: «Claro. Como quieras», sin preguntarme por qué.

Pero no se puede ver a un hombre que no está. Iniciamos una marcha después del

desayuno, y yo aún no le había echado la vista encima. Fue ida y vuelta, y nos llevaron

el almuerzo en helicóptero, un lujo inesperado. El que se olvidaran de darnos las

raciones de campaña antes de la marcha significaba, por lo general, morirse de

hambre, a no ser que uno hubiera cogido algo por su cuenta, y yo no había cogido

nada. Tenía demasiadas cosas en qué pensar.






El sargento Zim vino con las raciones y nos llamó para entregarnos

el correo allí mismo, lo que no era un lujo inesperado. Diré esto en favor de la

Infantería Móvil: pueden quitarte la comida, el agua, el sueño o lo que sea, sin previo

aviso, pero jamás te retienen el correo un minuto más de lo que exigen las

circunstancias. Es algo tuyo, y te lo llevan por el primer transporte disponible, y puedes

leerlo en el primer respiro, incluso durante las maniobras. Eso nunca había sido

demasiado importante para mi, ya que (aparte de un par de cartas de Carl) no había

recibido más que notitas tontas hasta que mi madre me escribió.

Ni siquiera me acerqué cuando Zim empezó a repartirlo. Decidí que no hablaría con él

hasta que volviéramos; no quería darle razones para que se fijara en mí hasta que

estuviésemos cerca del cuartel general. Así que me sorprendió oír mi nombre y ver que

me entregaba una carta. Fui corriendo a recogerla.

Y lo que aún me sorprendió más es que era de Dubois, mi profesor de historia y filosofía

moral en la escuela superior. Antes habría esperado una carta de Santa Claus.

Pero es que, al leerla, siguió pareciéndome un error. Tuve que comprobar la dirección y

el remitente para convencerme de que sí la había escrito él, y de que era para mi.

Mi querido muchacho:

Te habría escrito mucho antes para expresarte mi satisfacción y orgullo al saber que no

sólo te habías presentado voluntario al servicio, sino que también habías elegido mi

propio cuerpo del ejército. Pero no para expresar sorpresa. Eso era lo que esperaba de

ti, aparte de la satisfacción adicional, y muy personal, de que eligieras la Infantería

Móvil. Ése es el tipo de logro que no tiene lugar con demasiada frecuencia y que, sin

embargo, hace que valgan la pena todos los esfuerzos realizados por un profesor.

Hemos de rechazar muchos guijarros, mucha arena, pero las pepitas de oro son

nuestra recompensa.

A estas horas ya habrás comprendido por qué no te escribí de inmediato. Muchos

jóvenes, y no necesariamente por una falta reprensible, se ven rechazados durante el

entrenamiento. Por eso he esperado (manteniéndome en contacto a través de mis

relaciones) hasta que «has sudado el período de instrucción» (¡qué bien conocemos

todos el período de instrucción!) y estás seguro de que, aparte de algún accidente o

enfermedad, completarás el adiestramiento y tu plazo de servicio.

Ahora estás atravesando la parte más dura del mismo, no la más dura físicamente

(pues esa dureza física ya no te molestará más; la tienes superada), sino la más dura

espiritualmente. Me refiero a los profundos reajustes que trastornan el alma, y a las

reevaluaciones precisas para transformar a un ciudadano en potencia en uno que ya lo

es. O más bien debería decir que ya has pasado la parte más difícil a pesar de todas las

tribulaciones que te aguardan todavía y las vallas, cada una más alta que la anterior,

que aún debes saltar. Pero es la «cima» lo que cuenta y, conociéndote bien, muchacho,

sé que he aguardado el tiempo suficiente para estar seguro de que ya has superado la






«cima», o estarías en tu casa en este momento.

Cuando alcanzaste esa cima espiritual sentiste algo, algo nuevo. Quizá no puedas

expresarlo con palabras (yo sé que no podía cuando era un recluta). De modo que

permite que un viejo camarada te preste las palabras, ya que con frecuencia ayuda el

saber expresarlo con discreción. Es sencillamente esto: el destino más noble al que un

hombre puede aspirar consiste en poner su cuerpo mortal entre su amado hogar y la

desolación de la guerra. Las palabras no son mías, por supuesto, como habrás

adivinado. Las verdades fundamentales no cambian y, cuando un hombre de visión

profunda expresa una de ellas, ya no es necesario formularlas de nuevo por mucho que

el mundo cambie. Es una verdad inmutable y siempre cierta, en todos los tiempos, para

todos los hombres y para todas las naciones.

Envíame noticias tuyas, por favor, si puedes dedicarle a este viejo parte de tu precioso

tiempo libre y escribir una carta de vez en cuando. Y si por casualidad tropezaras con

alguno de mis colegas de otros tiempos, transmítele mis más calurosos saludos.

¡Buena suerte, soldado! Estoy orgulloso de ti.

JEAN V. DUBOIS

Coronel retirado de la Infantería Móvil

La firma era tan sorprendente como la carta en sí. ¿El viejo Boca Amarga un coronel?

¡Vaya, el oficial al mando de nuestro regimiento era sólo un mayor! Dubois jamás había

hecho alarde de su rango en la escuela. Nosotros habíamos supuesto (si es que

pensábamos en ello) que debía de haber sido un cabo o algo así, al que retiraron

cuando perdió la mano y al que habían dado un trabajo fácil, la enseñanza de un curso

que no había que aprobar ni que aprender, sólo asistir a clase. Por supuesto, sabíamos

que era un veterano, ya que la historia y filosofía moral ha de ser enseñada por un

ciudadano. Pero ¿la Infantería Móvil? No lo parecía. Tan remilgado, siempre

despectivo, meticuloso como un maestro de baile..., no uno de nosotros, los de la tropa,

los micos.

Mas así había firmado la carta.

Durante el largo camino de regreso al campamento, estuve pensando en aquella carta

asombrosa. No sonaba en absoluto a lo que él decía en clase. Bien, no quiero decir que

se contradijera con las cosas que explicaba, pero el tono era completamente distinto.

¿Desde cuándo un coronel le llama «camarada» a un soldado?

Cuando era sólo «mister Dubois», y yo uno de los chicos que asistía a su clase, apenas

parecía verme. Sólo una vez, cuando me echó una bronca, diciéndome que yo tenía

demasiado dinero y muy poco sentido común. (Bueno, el que mi viejo pudiera haber

comprado toda la escuela para regalármela por Navidad ¿era acaso un crimen? Desde

luego, no era asunto de Dubois.)

Siempre había estado insistiendo en «el valor», comparando la teoría marxista con la

teoría ortodoxa de «el uso». Dubois había dicho:






- Por supuesto, la definición marxista del valor es ridícula. Por mucho esfuerzo y trabajo

que uno ponga en ello, jamás conseguirá convertir una tarta de barro en una tarta de

manzana; seguirá siendo una tarta de barro, que nada vale. Y como corolario, el trabajo

mal realizado fácilmente puede restar valor: un cocinero sin talento puede transformar

unas manzanas frescas y valiosas en algo incomible, que nada vale. Y a la inversa, un

gran chef es capaz de realizar, con esos mismos materiales, algo de valor superior a la

tarta de manzana ordinaria, sin más esfuerzo que el que realiza un cocinero vulgar para

preparar un postre corriente.

»Estos ejemplos de cocina tiran por tierra la teoría marxista del valor, su falacia de la

que se deriva ese gran fraude que es el comunismo, e ilustran la verdad de la definición

que se mide en términos de uso, tan de sentido común.

Dubois había agitado furioso el muñón:

- Sin embargo, ¡y que se despierten esos de atrás!, sin embargo, digo, ese viejo místico

del Das Kapital, torturado, confuso y neurótico, anticientífico e ilógico, ese fraude

pomposo llamado Karl Marx, tuvo con todo la intuición de una verdad muy importante.

Si hubiera tenido una mente analítica, tal vez hubiera formulado la primera definición

adecuada de «valor», y le habría ahorrado muchísimo sufrimiento a este planeta.

»O tal vez no - añadió -. ¡Usted!

Me incorporé sobresaltado.

- Si no es capaz de escuchar, quizá pueda decirle a la clase si el valor es relativo, o si

por el contrario es algo absoluto.

Yo había estado escuchando, pero no veía razón alguna para no escuchar con los ojos

cerrados y en una postura cómoda. Sin embargo, su pregunta me cogió desprevenido.

No había leído la lección de aquel día.

- Absoluto - contesté al azar.

- Se equivoca - dijo fríamente -. El «valor» no tiene significado si no es en relación con

los seres vivientes. El valor de una cosa siempre es relativo a una persona en particular.

Es algo completamente personal y distinto en cantidad para cada ser humano. Lo de

«valor en el mercado» es una ficción; no es más que la suposición calculada de los

valores personales medios, todos los cuales han de ser cuantitativamente distintos, o el

comercio sería imposible.

Yo me había preguntado mientras él hablaba qué habría dicho mi padre si le hubiese

oído llamar «ficción» al valor en el mercado... Probablemente habría soltado un gruñido

de disgusto.

- Esta relación tan personal, «el valor» - prosiguió -, tiene dos factores para un ser

humano: primero, lo que puede hacer con una cosa, su uso. Y segundo, qué deben

hacer para conseguirla, su costo. Hay una antigua canción que asegura que «las

mejores cosas de la vida son gratuitas». ¡No es cierto! ¡Es totalmente falso! Esa fue la

falacia trágica que produjo la decadencia y el colapso de las democracias del Siglo XX.

Esos nobles experimentos fallaron porque se había hecho creer a la gente que podían






votar para pedir lo que querían, y conseguirlo sin esfuerzo, sin sudor, sin lágrimas.

»Nada de valor es gratuito. Incluso el aliento vital, la respiración, se obtiene en el

nacimiento mediante el esfuerzo y el dolor.

- Todavía seguía mirándome, y ahora añadió -: Si todos ustedes tuvieran que luchar por

sus juguetes como ha de luchar el recién nacido para vivir, serían más felices... y

mucho más ricos. Tal como están las cosas para algunos de ustedes, les compadezco

por la pobreza de su riqueza. ¡Usted! Le concedo en este instante el premio por la

carrera de los cien metros. ¿Le hace eso feliz?

- ¡Caray! Supongo que si lo sería.

- Sin bromas, por favor. Ya tiene el premio. Mire, aquí lo escribo: «Gran premio por el

campeonato, el sprint de cien metros» - vino hasta mi asiento y me lo colocó sobre el

pecho -. Ahí lo tiene. ¿Es feliz? ¿Lo valora o no?

Me sentí amargado. Primero su golpe bajo sobre los chicos ricos - el típico desdén de

los que no tienen dinero - y ahora esa farsa. Me lo quité de un tirón y se lo devolví.

Dubois pareció sorprendido.

- ¿No le hace feliz?

- Sabe muy bien que llegué el cuarto.

- ¡Exactamente! El primer premio no tiene valor para usted, porque no lo ha ganado.

Pero sí disfruta de una modesta satisfacción al ser el cuarto; se lo ganó. Confío en que

alguno de estos sonámbulos que tengo aquí entiendan esta pequeña moraleja.

Supongo que el poeta que escribió la letra de aquella canción quería implicar que las

mejores cosas de la vida han de comprarse con algo distinto del dinero, lo cual es

cierto, lo mismo que el significado literal de sus palabras es falso. Las mejores cosas de

la vida están por encima del dinero; su precio es la angustia, el sudor y la dedicación, y

el precio que exige la más preciosa de todas las cosas en la vida es la vida misma, el

costo definitivo para el valor perfecto.

Medité en las cosas que oyera decir a Dubois - coronel Dubois -, así como en su

extraordinaria carta, mientras regresaba al campamento. Luego dejé de pensar porque

la banda se colocó junto a mi grupo en la columna y cantamos durante un rato, el grupo

francés La marsellesa, por supuesto, y Madelon e Hijos del afán y del peligro, y luego

Légion étrangére y Mademoiselle d'Armentiéres.

Es agradable que toque la banda, porque anima cuando uno se encuentra

arrastrándose por la pradera. No habíamos tenido más que música enlatada al principio,

y eso sólo para la revista y las llamadas. Mas los de arriba habían descubierto muy

pronto quién sabía tocar y quién no, de modo que se trajeron instrumentos y se

organizó una banda del regimiento, toda nuestra. Incluso el director y el tambor eran

reclutas.

Lo cual no significaba que se libraran de nada. ¡Oh, no! Sólo se les permitía y animaba

a practicar en su tiempo libre por la noche, o los domingos y fiestas, pero llegaron a

desfilar muy satisfechos y a pavonearse en la revista, en vez de estar en las filas con






sus compañeros. Así se organizaban la mayoría de las cosas. Nuestro capellán, por

ejemplo, era un recluta. Tenía más edad que la mayoría de nosotros, y había sido

ordenado en alguna secta casi desconocida, de la que yo jamás había oído hablar. Sin

embargo, ponía mucho fuego en sus sermones, tanto si su teología era ortodoxa como

si no, y desde luego se hallaba en situación de comprender los problemas de un recluta.

Y los cantos resultaban divertidos. Además, no había otro sitio al que ir el domingo por

la mañana, entre la limpieza y el almuerzo.

La banda tenía muchos problemas. pero los chicos se las arreglaban para que

funcionara. El campamento tenía cuatro gaitas y algunos uniformes escoceses.

donados por Lochiel de Cameron, cuyo hijo había muerto allí mismo, durante el

entrenamiento, y resultó que uno de los reclutas sabía tocar la gaita: había aprendido

con los boy-scouts escoceses. Pronto tuvimos cuatro: quizá no tocaran bien. pero sí

muy fuerte. Las gaitas suenan muy raras cuando uno las oye por primera vez, y los

dientes rechinan cuando se oye practicar a uno de ellos, porque es como si tuviera un

gato bajo el brazo. y además le estuviera mordiendo el rabo.

No obstante, es algo que emociona. La primera vez que los gaiteros chocaron los

tacones ante la banda y empezaron a tocar Los muertos de El Alamein se me pusieron

los pelos tan de punta que hasta me levantaron el gorro. Ya lo creo que emociona...,

hasta saltan las lágrimas.

No podíamos llevar a la banda en las marchas, por supuesto. porque no se les

concedían privilegios especiales. Era imposible llevar las tubas y los tambores, porque

los de la banda tenían que cargar con el equipo, como todo el mundo; sólo se las

arreglaban con algún instrumento lo bastante pequeño para añadirlo a su carga. Pero la

Infantería Móvil tiene instrumentos musicales que no creo que se encuentren en

ninguna otra parte, como una cajita apenas mayor que una armónica, un truco

electrónico que hace el mismo efecto que un cuerno impresionante, y que se toca del

mismo modo. Suena la llamada para la banda cuando vamos de marcha. cada

muchacho abre el equipo sin detenerse, los compañeros le sacan el instrumento, y él va

trotando hacia su posición en la columna de la compañía y empieza a tocar.

Y eso ayuda.

La banda fue retrasándose. hasta que casi dejamos de oírla y por eso también dejamos

de cantar, porque perdemos el ritmo si la música queda demasiado lejos.

De pronto comprendí que me sentía maravillosamente bien.

Intenté pensar por qué. ¿Porque llegaríamos dentro de un par de horas y entonces

presentaría la renuncia? No. En realidad. cuando decidí hacerlo había experimentado

una gran paz, se me habían calmado los nervios y había podido dormir. Pero esto era

otra cosa, y no veía la razón...

Y entonces lo comprendí. ¡Había sobrepasado «la cima»!

Ya había acabado el «período de reajuste» de que hablara el coronel Dubois. Había

cubierto la cima, y ahora iba hacia abajo, cantando alegremente. Aquella pradera era






tan plana como una tarta, pero yo me había sentido como si ascendiera penosamente

por una montaña. Y luego, en algún momento - creo que fue mientras cantábamos -,

había cubierto la cima, y ahora todo era colina abajo. Mi equipo parecía más ligero, y ya

no estaba preocupado.

No hablé con el sargento Zim cuando llegamos; ya no lo necesitaba. En cambio, él sí

me habló, haciéndome señas de que me acercara cuando rompimos filas.

- ¿Sí, señor?

- Voy a hacerte una pregunta personal, de modo que no respondas si no quieres.

Se detuvo y me pregunté si sospechaba que yo había oído la bronca que le echaran.

Temblé de miedo.

- Cuando llegó hoy el correo - prosiguió - recibiste una carta. Por casualidad, ya que no

es asunto mío, vi el nombre del remitente. Es un nombre bastante corriente en algunos

lugares pero, ésta es la pregunta personal que no necesitas contestar, ¿sabes si la

persona que escribió esa carta tiene por casualidad cortada la mano izquierda por la

muñeca?

Supongo que me quedé con la boca abierta.

- ¿Cómo lo sabe, señor?

- Estaba muy cerca cuando sucedió. Es el coronel Dubois, ¿verdad?

- Sí, señor - y añadí -: Fue mi profesor de historia y filosofía moral en la escuela superior.

Creo que fue la única ocasión en que dejé algo impresionado al sargento Zim. Sus

cejas se alzaron algunos milímetros y los ojos se agrandaron ligeramente.

- ¿De veras? Pues tuviste una suerte extraordinaria. - Y continuó -: Cuando contestes a

su carta, si no te importa, podrías decirle que el sargento Zim le envía sus respetos.

- Sí, señor. Bueno... creo que él también le envía un mensaje.

- ¿Cómo?

- Bueno, no estoy seguro. - Saqué la carta y leí -: «Si por casualidad tropiezas con

alguno de mis colegas, dale mis más calurosos saludos». ¿Se refiere a usted, señor?

Zim meditó un segundo; sus ojos parecían mirar a través de mí, a lo lejos.

- Pues... sí. A mí, entre otros. Muchas gracias. - Luego, de pronto, todo hubo acabado y

dijo bruscamente -: Nueve minutos y a la revista. Y también tienes que ducharte y

cambiarte. A paso ligero, soldado.

Capitulo

El joven recluta es tonto...; piensa en el suicidio.

Ha perdido sus agallas; ya no tiene orgullo.

Pero día a día le llevan a patadas, y eso le ayuda un poco.

Hasta que se encuentra una mañana con un equipo adecuado y completo.

Librándose de la suciedad, librándose de la compasión.






Y acabando para siempre de hacer las cosas más o menos bien.

RUDYARD KIPLING

No voy a hablar mucho más de mi adiestramiento. La mayor parte fue simplemente

trabajo, pero al fin me sentí encajado, y eso es suficiente.

Sin embargo, deseo comentar algo acerca de los trajes electrónicos, en parte porque

me sentía fascinado por ellos y también porque eso fue lo que me metió en problemas.

No me quejo; recibí mi merecido.

Un miembro de la Infantería Móvil vive gracias a su traje, lo mismo que un miembro del

K- vive con y para su socio perruno. Los trajes electrónicos son los responsables de

que se nos llame «infantería móvil», y no «infantería» a secas. (Claro que también son

responsables la nave espacial que nos suelta sobre el terreno, y las cápsulas en las que

caemos.) Nuestros trajes nos proporcionan mejor vista, mejor oído, una espalda más

fuerte (para llevar armas más pesadas y más municiones), mejores piernas, más

inteligencia («inteligencia» en sentido militar: un hombre con ese traje puede ser tan

idiota como cualquiera. sólo que más le valdrá no serlo), más potencia de tiro, mayor

resistencia y menor vulnerabilidad.

Ese traje no es un traje espacial, aunque puede servir. No es primordialmente una

armadura, aunque los Caballeros de la Tabla Redonda no iban tan blindados como

nosotros. No es un tanque, pero un solo soldado de Infantería Móvil podría coger todo

un escuadrón de tanques y destrozarlo sin ayuda de nadie, si es que alguien fuera tan

idiota como para lanzar tanques contra un I.M. El traje no es una nave, pero puede volar

un poco; por otra parte, ni las naves espaciales, ni las armas, pueden luchar contra un

hombre que lo lleve puesto, a no ser saturando de bombas el área en que se encuentra

(lo cual sería como quemar una casa para matar una mosca). Y a la inversa. nosotros

podemos hacer muchas cosas que resultan imposibles para una nave, aérea,

sumergible o espacial.

Hay una docena de modos distintos de originar una destrucción impersonal por

completo mediante naves y misiles de uno u otro tipo, con catástrofes tan inmensas y

generales que la guerra termina porque esa nación, o planeta, ha cesado de existir. Lo

que hacemos nosotros es totalmente distinto. Nosotros hacemos la guerra de un modo

tan personal como pudiera serlo un puñetazo en la nariz. Podemos ser muy selectivos,

aplicando exactamente la cantidad necesaria de presión en el punto especifico y en el

momento preciso. Por supuesto, nunca nos han dicho que bajemos y matemos a todos

los pelirrojos zurdos en un área particular, mas si nos lo dijeran lo haríamos. Y lo

haremos.

Nosotros somos los que vamos a un lugar en especial, a la hora H, ocupamos el terreno

indicado, nos instalamos en él, sacamos al enemigo de sus agujeros y les forzamos allí

mismo a rendirse o morir. Somos la infantería sanguinaria, los rudos, los soldados de a

pie que van donde está el enemigo y lo capturan personalmente. Llevamos haciendo






esto, con cambios en el armamento pero no en nuestro oficio, al menos desde hace

cinco mil años, cuando los soldados de a pie de Sargón el Grande obligaron a los

sumerios a gritar: «¡Basta!»

Tal vez puedan prescindir de nosotros algún día. Tal vez algún genio loco y miope, con

la frente abombada y una mente cibernética, invente un arma capaz de bajar por un

agujero, hacer salir al enemigo y obligarle a rendirse o morir, sin matar a la vez a los

compañeros que se hallan prisioneros allí. No lo sé; no soy un genio. Sólo soy un I.M.

Mientras tanto, y hasta que construyan una máquina que nos reemplace, mis

compañeros pueden encargarse de todo ese trabajo, y yo aportaré mi granito de arena.

Tal vez algún día quede todo ordenado y arreglado, y consigamos eso que cantamos en

las marchas: «Ya no tendremos que estudiar más sobre la guerra». Es posible. Es

posible que ese mismo día el leopardo se vea libre de sus manchas y se convierta en

una vaca de Jersey. Pero, repito: no lo sé. No soy un profesor de cosmopolítica. Sólo

soy un I.M. Cuando el gobierno me envía a la guerra, voy. Mientras tanto, hago muchas

prácticas.

Pero, en tanto no dispongan de una máquina para reemplazarnos, se han preocupado

de inventar cosas que nos ayudan. El traje en particular.

No hay necesidad de describir su aspecto, ya que ha sido fotografiado con mucha

frecuencia. Vestido con él, uno parece un gran simio de acero, con armas de tamaño

gorila. (Quizá por eso cualquier sargento suele iniciar todas sus observaciones con un:

«Vosotros, micos...», aunque lo más probable es que los sargentos de César utilizaran

el mismo apelativo.)

No obstante, los trajes son muchísimo más fuertes que un gorila. Si un I.M. vestido con

él luchara con un gorila, éste resultaría muerto, aplastado, y ni el I.M. ni su traje se

verían afectados en lo más mínimo.

Los «músculos», la seudomusculatura, han tenido mucha publicidad, mas el mérito está

realmente en el control de toda esa potencia. Lo más genial del diseño es que uno no

tiene que controlar el traje; se limita a llevarlo como la ropa corriente, como la piel. En lo

que se refiere a los distintos tipos de nave hay que aprender a pilotarlas, y se necesita

mucho tiempo, todo un juego distinto de reflejos, una mentalidad diferente y artificial.

Incluso montar en bicicleta exige un arte adquirido, algo muy distinto de caminar, y no

digamos una nave espacial... Eso nunca será para mí. Las naves espaciales son para

los acróbatas, que además son buenos matemáticos.

Pero en cuanto al traje, basta con ponérselo.

Pesa unos mil kilos, quizá, con todo el equipo; sin embargo, la primera vez que te

meten en uno, inmediatamente puedes caminar, correr, saltar, echarte, coger un huevo

sin romperlo (se necesita un poco de práctica. pero todo mejora con la práctica), bailar

una jiga (si es que uno sabe bailarla, quiero decir sin el traje) y saltar sobre la casa

contigua y aterrizar como una pluma.

El secreto está en la retroacción negativa y la amplificación.






No me pidan que les dibuje todos los circuitos de un traje; no puedo. No obstante, sé

que hay violinistas magníficos, solistas de concierto, que tampoco son capaces de

hacer un violín. Puedo encargarme del cuidado del traje en tierra, y de sus reparaciones

en campaña, y comprobar los trescientos cuarenta y siete pasos, desde «frío» a

«dispuesto a llevar», y eso es todo lo que se espera de un estúpido I.M. Pero si mi traje

se estropea de verdad, lo que hago es llamar al médico, un doctor en ciencias

(ingeniería electromecánica) que figura entre el personal de las naves, por lo general un

teniente (léase «capitán» entre nosotros), formando parte de la compañía de la nave

transporte de tropas, o que, para su desgracia, ha sido asignado a un cuartel general

del regimiento en el Campamento Currie, un destino peor que la muerte para uno de la

marina espacial.

Con todo, si realmente está usted interesado en las impresiones, estéreos y

esquemática de la fisiología del traje, puede encontrar la mayoría de las respuestas, la

parte no clasificada, en cualquier biblioteca pública de buen tamaño. En cuanto a la

parte clasificada, puede acudir a un agente enemigo de confianza, y digo «de

confianza» porque los espías son bastante pillos. A lo mejor, sólo le cuentan lo que

usted podría averiguar gratis en la biblioteca.

Pero he aquí como funciona, exceptuando el diagrama. La parte interior del traje es una

masa de receptores de presión, cientos de ellos. Se aprieta un botón con el dedo, el

traje recibe la presión, la amplifica, y empuja a la vez para tomar la presión de todos los

receptores que dieron la orden de apretar. Parece confuso, pero la retroacción negativa

resulta siempre confusa la primera vez, aunque el cuerpo lo ha estado haciendo

inconscientemente desde que uno dejó de patear como un bebé. Los niños aún lo están

aprendiendo, por eso son tan torpes. Los adolescentes y adultos lo hacen sin saber

cómo lo aprendieron. y un hombre con la enfermedad de Parkinson no puede hacerlo

por tener estropeados los circuitos.

El traje está dotado de retroacción, lo que significa que se adapta a cualquier

movimiento que uno haga, si bien con mucha más fuerza.

Fuerza controlada, y controlada sin que uno tenga que pensar en ella. Se da un salto y

ese traje tan pesado salta, pero más alto de lo que uno podría saltar. Se pega un salto

mayor aún, y los propulsores del traje entran en acción, amplificando lo que hicieron los

«músculos» de las piernas y dando un impulso de tres propulsores, cuyo eje de presión

pasa por el centro de masa del usuario. De modo que saltas sobre la casa que está

ante ti. Y te hace bajar con la misma rapidez con la que subiste, porque el traje advierte

tu proximidad al punto de bajada (una especie de radar sencillo, similar a un fusible de

proximidad) y por tanto corta los propulsores de nuevo, justo en la cantidad adecuada

para ayudar al aterrizaje sin que uno tenga que pensar en ello.

Y ésa es la belleza de un traje electrónico, el no haber de pensar en él. No hay que

conducirlo, ni hacerlo volar, ni dirigirlo; uno se limita a llevarlo y él recibe las órdenes

directamente de los músculos y hace por su usuario lo que los músculos de éste tratan






de hacer. Eso deja la mente libre para manejar las armas y observar lo que pasa en

torno, lo cual es de suprema importancia para un soldado de infantería que desea morir

en la cama. Si a éste se le carga con una serie de aparatos que está obligado a vigilar,

cualquiera equipado con algo mucho más sencillo - digamos un hacha de piedra - se le

echará encima y le romperá la cabeza mientras él esté tratando de leer un cuadrante.

«ojos» y «oídos» están dispuestos para ayudar sin necesidad de que se les preste

atención. Digamos que uno tiene tres audiocircuitos, comunes en un traje de

merodeador. El control de frecuencia para mantener la seguridad táctica es muy

complejo, con al menos dos frecuencias por cada circuito, las dos necesarias para

cualquier señal; cada una de ellas oscila bajo el control de un reloj de cesio, conectado

al microsegundo con el otro extremo, pero ése no es problema para el que lleva el traje.

Si uno desea el circuito A con el jefe de su escuadra, da un mordisco; si quiere el

circuito B, da dos, etc. El micro está colocado en la garganta, los audífonos en los oídos

y no pueden fallar, así que sólo hay que hablar. Aparte de esto, los micrófonos

exteriores, a cada lado del casco, dan la lectura biauricular del ambiente inmediato, lo

mismo que si uno llevara la cabeza desnuda, o bien se pueden anular todos los ruidos

del exterior que molesten - a fin de no perderse lo que dice el jefe de patrulla -

moviendo simplemente la cabeza.

Como la cabeza es la única parte del cuerpo que no está involucrada en los receptores

de presión que controlan los músculos del traje, se usa la cabeza (la mandíbula, la

barbilla, el cuello) para conectar cuanto necesita, lo cual deja las manos libres para

luchar. Una placa en la barbilla maneja toda la información visual, al igual que la

mandíbula conecta los mandos del audio. Toda la información se lee en una pantalla

delante de la frente, y ahí ve uno todo lo que está ocurriendo por arriba y por detrás de

él. Ese enorme casco procura cierta semejanza con un gorila hidrocéfalo, mas, con

suerte, el enemigo no vivirá lo suficiente para sentirse ofendido por ese aspecto, y es

una disposición muy conveniente ya que permite ir pasando de una a otra información

por radar con mayor rapidez que se cambia de canal para evitar los anuncios, captar

una distancia, localizar al jefe, comprobar los dos flancos, y prácticamente todo.

Si uno agita la cabeza como un caballo al que le molesta una mosca, los visores

infrarrojos se suben a la frente; basta con volver a agitarla y se bajan. Si se suelta el

lanzador de bombas, el traje lo retiene hasta que uno lo necesita otra vez. No hace falta

mencionar los turnos de aprovisionamiento de agua o de aire, los girostatos, etc. ya que

el fin de todos estos aparatos es el mismo: dejar libertad para que uno ejecute su tarea:

matar.

Por supuesto, todo requiere práctica. y uno sigue practicando hasta que la elección del

circuito adecuado resulta algo tan automático como cepillarse los dientes. Con todo, el

hecho de llevar el traje y de moverse con él, casi no requiere adiestramiento. Si se

practican los saltos porque, aunque uno lo hace de modo totalmente natural, llega con

ello a saltar más alto, más aprisa, a mayor distancia y durante más tiempo. Esto último






supone un nuevo enfoque: Los segundos en el aire pueden utilizarse, pues los

segundos son joyas inapreciables en un combate. Mientras uno se halla sobre el

terreno en pleno salto, puede obtener la situación y distancia, elegir un blanco, hablar y

escuchar, disparar un arma, volver a cargar, decidir saltar de nuevo sin caer en tierra, y

anular el automático para utilizar los propulsores otra vez. Todo eso puede hacerse

durante un salto, a fuerza de práctica.

No obstante, en general, el traje electrónico no requiere práctica; sencillamente, él lo

hace todo por ti. Como lo haría uno mismo, pero mejor. Todo menos una cosa: no

puedes rascarte donde te pica. Si alguna vez encuentro un traje que me permita

rascarme entre las paletillas, me casaré con él.

Hay tres tipos principales de trajes I.M.: de merodeador, de comando y de explorador.

Estos últimos son muy rápidos y de largo alcance, pero con poco armamento. Los trajes

de comando son más pesados, con mayor potencia de marcha y de salto, y tienen el

triple que los demás en cuanto a mecanismo de comunicación y radar, y un rastreador y

contador de bajas que actúa por inercia. Los de merodeador son para esos chicos de

mirada adormilada..., los verdugos.

Creo que ya he explicado que me enamoré de mi traje electrónico, aun cuando en la

primera prueba me disloqué un hombro. A partir de entonces. cualquier día en que mi

sección obtenía permiso para practicar con los trajes, era una fiesta para mí. El día en

que sufrí el accidente yo actuaba como jefe de sección, sin serlo, armado con cohetes

de bomba A simulados para utilizarlos en un simulacro de oscuridad contra un

simulacro de ataque del enemigo. Ese era el problema, todo era un simulacro, pero uno

había de actuar como si todo fuera auténtico.

Estábamos retirándonos, «avanzando hacia la retaguardia» quiero decir, cuando uno de

los instructores le cortó la energía a uno de mis hombres por radio control, haciendo de

él una baja indefensa. De acuerdo con las ordenanzas de la Infantería Móvil, yo ordené

su recogida, sintiéndome muy satisfecho de haber lanzado esa orden antes de que mi

número dos interviniera para decirlo, y me dediqué luego a lo que tenía que hacer, que

era tirar una falsa bomba atómica para desanimar al supuesto enemigo que nos estaba

dominando.

Nuestro flanco se movía de un lado a otro, y se suponía que yo había de disparar en

diagonal, dejando espacio suficiente para proteger a mis hombres de la explosión, pero

apuntando con la exactitud precisa para tumbar a los otros. Con toda rapidez, desde

luego. Los movimientos sobre el terreno, y el problema en sí, se habían discutido por

anticipado. Todavía éramos novatos, de modo que las únicas variaciones posibles

serían las supuestas bajas.

Las normas me exigían que localizara exactamente, mediante la señal del radar, a mis

hombres, a los cuales podría afectar la explosión. Pero todo tenía que hacerse a toda

prisa, y yo no era sobresaliente en lectura de aquel radar diminuto. Fallé sólo un

contacto, me subí los visores y miré con los ojos desnudos y a la luz del sol. Tenía






mucho sitio. ¡Caray! Si hasta veía al único hombre afectado, a cosa de un kilómetro de

distancia, y todo lo que yo tenía era una pequeña bomba R.E. sin otra función que

despedir mucho humo y poco más... De modo que elegí un punto a ojo, cogí el lanzador

de cohetes y lo dejé volar.

Entonces me alejé a paso ligero creyéndome muy listo. No había perdido ni un segundo.

Y me cortaron la energía en el aire. Eso no lastima... es una acción retardada, que

acaba en el aterrizaje. Caí en tierra y allí me quedé, medio en cuclillas, sostenido por

los girostatos pero incapaz de moverme. Nadie puede hacer un movimiento cuando

está envuelto en una tonelada de metal y le han cortado la energía.

En cambio, empecé a soltar maldiciones. Jamás había pensado que harían de mí una

baja cuando se suponía que yo estaba dirigiendo el asunto. Hubo tacos y demás

comentarios.

Debería haber sabido que el sargento Zim actuaba como monitor del jefe de sección.

Cayó sobre mí a paso ligero y me habló en privado, cara a cara. Me sugirió que debía

dedicarme a barrer los suelos, ya que era demasiado estúpido, torpe y descuidado para

lavar los platos sucios. Habló de mi pasado y de mi probable futuro, y de muchas otras

cosas que yo no deseaba oír. Terminó diciendo con voz fría:

- ¿Te gustaría que el coronel Dubois viera lo que has hecho? Entonces me dejó. Esperé

allí, encogido, durante dos horas hasta que acabó el ejercicio. El traje, que antes me

resultaba ligero como una pluma, las auténticas botas de siete leguas, me parecía

ahora una apisonadora. Al fin volvió a recogerme, me conectó de nuevo la energía y

ambos fuimos a toda velocidad al cuartel general del batallón.

El capitán Frankel me dijo menos, pero me hizo más daño. Después hizo una pausa y

preguntó con esa voz monótona que utilizan los oficiales cuando citan el reglamento:

- Puede solicitar un juicio en consejo de guerra si lo desea. ¿Qué dice?

Tragué saliva y respondí:

- ¡No señor!

Hasta ese momento no había comprendido hasta qué punto me había metido en un lío.

El capitán Frankel pareció relajarse ligeramente:

- Entonces veremos qué tiene que decir el oficial al mando del regimiento. Sargento,

escolte al prisionero.

Nos dirigimos rápidamente al cuartel general del regimiento y por primera vez vi cara a

cara al oficial al mando. Para entonces ya estaba seguro de que iba a ir a juicio, pasara

lo que pasara, pero recordaba muy bien lo que le ocurrió a Ted Hendrick por hablar. De

modo que no dije nada.

El mayor Malloy sólo me dirigió un total de cinco palabras. Después de oír al sargento

Zim, dijo tres:

- ¿Es eso cierto?

Yo respondí con un «Si, señor», y ahí terminó mi actuación. Entonces el mayor Malloy

preguntó al capitán Frankel:






- ¿Hay alguna posibilidad de mejorar a este hombre?

- Eso creo, señor - dijo el capitán Frankel.

- Entonces probaremos con un castigo - dijo el mayor Malloy. Se volvió hacia mi y

añadió:

- Cinco latigazos.

Bien, desde luego no me hicieron esperar. Quince minutos después el doctor había

comprobado ya a fondo el estado de mi corazón, y el sargento de guardia me colocaba

esa camisa especial que pueden retirar sin sacarla por los brazos, es decir con una

cremallera que baja desde el cuello hasta las manos. Acababa de sonar la llamada a

revista, y yo me sentía como ausente de todo ello, algo que, según he descubierto, es

un modo de estar muerto de miedo. La alucinación de una pesadilla.

Zim entró en la tienda de guardia justo al terminar la llamada. Miró al sargento de

guardia - el cabo Jones - y éste salió. Zim se acercó a mí, me metió algo en la mano y

murmuró:

- Muérdelo, que eso ayuda. Yo lo sé.

Era un bocado de goma, como el que solíamos ponernos para evitar los dientes rotos

en los ejercicios de combate cuerpo a cuerpo. Se fue. Me lo metí en la boca. Luego me

pusieron las esposas y salimos.

Leyeron la orden: «... en un simulacro de combate, grave negligencia que, en acción,

habría causado la muerte de un compañero de equipo», y entonces me quitaron la

camisa y me colgaron.

Ahora bien, es muy curioso: los azotes no son tan duros de aceptar como de ver. No

quiero decir que sea un dulce. Me dolió más de lo que nada me doliera en la vida, y la

espera entre los golpes es aún peor que los golpes en sí. Pero el bocado de goma me

ayudó, y el único grito que solté no llegó a oírse.

Y otra cosa curiosa: nadie me lo mencionó, ni siquiera los compañeros. Por cuanto

pude ver, Zim y los instructores me trataron después exactamente igual que antes.

Desde el instante en que el doctor me pintó con algo las señales y me dijo que volviera

al servicio, todo quedó olvidado. Incluso conseguí cenar un poco esa noche, y simular

que tomaba parte en la charla general de la mesa.

Algo más acerca de esos castigos administrativos: no hay una mala nota permanente.

Esos informes se destruyen al final del adiestramiento, y uno sale completamente

limpio. Lo único que queda es lo que duele más.

Que uno no lo olvida.

Capítulo

Instruye al joven según sus disposiciones.

que luego, de viejo, no se apartará de ellos.






Proverbios, -

Se azotó también a algunos otros, pero a muy pocos. Hendrick fue el único de nuestro

regimiento que recibió los azotes por sentencia de un consejo de guerra; los demás

fueron un castigo administrativo, como el mío, y para eso había que llegar hasta el

oficial al mando del regimiento, cosa que un oficial subordinado juzga molesta, por

decirlo suavemente. Incluso entonces era más probable que el mayor Malloy echara al

hombre de una patada «por conducta indeseable» antes que mandara colocar el poste

de los azotes. En cierto modo, ser azotado por castigo administrativo es casi un

cumplido; significa que los superiores opinan que hay ciertas probabilidades de que uno

llegue a adquirir eventualmente el carácter necesario para ser un soldado y un

ciudadano, por extraño que parezca de momento.

Yo fui el único que recibió el máximo castigo administrativo; ninguno de los otros

mereció más de tres azotes. Nadie estuvo tan cerca como yo de acabar con ropas de

paisano, pero conseguí pasar. Eso es una distinción social. No la recomiendo.

En cambio, sí tuvimos otro caso mucho peor que el mío o el de Ted Hendrick. algo

realmente nauseabundo. Una vez levantaron la horca.

Bueno, entendámonos. El caso no tuvo en realidad nada que ver con el ejército. El

crimen no se cometió en el Campamento Currie, y el oficial de colocación que aceptara

a aquel chico para la Infantería Móvil debió de estremecerse al saberlo.

El muchacho desertó dos días después de que llegáramos a Currie. Ridículo, por

supuesto, mas en aquel caso nada tuvo lógica. ¿Por qué no presentó la renuncia? La

deserción, naturalmente, es una de esas «treinta y una» ordenanzas que dan contigo

en tierra, pero el ejército no pide para el culpable la pena de muerte, a menos que haya

circunstancias especiales, como «deserción frente al enemigo» o algo que haga de ella,

en vez de un modo bastante informal de renunciar, otra cosa imposible de pasar por

alto.

El ejército no hace el menor esfuerzo por hallar a los desertores y traerlos de vuelta. Lo

cual tiene cierta lógica absurda. Todos somos voluntarios. Somos I.M. porque queremos

serlo, estamos orgullosos de ser I.M., y la Infantería Móvil está orgullosa de nosotros. Si

un hombre no lo siente así, desde los pies llenos de callos hasta las orejas llenas de

pelos, yo no le quiero a mi lado cuando haya problemas. Si estoy en peligro, quiero a mi

alrededor hombres que vendrán a recogerme porque soy I.M. y mi piel significa para

ellos tanto como la suya propia. No quiero soldaditos sintéticos, corriendo con el rabo

entre las piernas en cuanto las cosas se ponen feas. Es mucho más seguro tener un

espacio vacío al lado que un supuesto soldado que alimente el síndrome de «recluta a

la fuerza». Por tanto, si alguien sale huyendo, se le deja huir. Es una pérdida de tiempo

y de dinero el ir a buscarle.

No obstante, la mayoría de ellos vuelven - aunque a veces tarden años -, en cuyo caso

el ejército les da desdeñosamente sus cincuenta azotes, en vez de colgarlos, y les deja






en libertad. Supongo que debe de ser agotador para los nervios de cualquiera el

saberse un fugitivo cuando todo el mundo es ciudadano o residente legal, aunque la

policía no esté tratando de encontrarle. «El malvado huye aunque nadie le persiga.» La

tentación de presentarse de nuevo, aceptar los azotes y poder respirar tranquilo debe

de ser abrumadora.

Pero este muchacho no regresó voluntariamente. Llevaba ya cuatro meses ausente, y

dudo que ni su compañía le recordara, ya que sólo había estado con ellos un par de

días. Probablemente no era más que un nombre sin rostro, «Dillinger, N. L.», del que se

informaba a diario al pasar lista por la mañana: ausente sin permiso.

Y entonces mató a una niña.

Fue juzgado y condenado por un tribunal local, pero la tarjeta de identidad demostró

que era un soldado no licenciado; hubo que notificarlo al ministerio, y nuestro general

en jefe intervino en seguida. Entonces nos lo devolvieron, ya que la ley y la jurisdicción

militar tienen precedencia sobre el código civil.

¿Por qué se molestó el general? ¿Por qué no dejó que el sheriff de la localidad hiciera

el trabajo?

¿Para «darnos una lección»?

En absoluto. Estoy seguro de que nuestro general no creyó que ninguno de sus chicos

necesitara sentirse asqueado para no andar por ahí matando niñas. Ahora estoy

convencido de que nos habría evitado el espectáculo de haberle sido posible.

Aprendimos una lección, aunque nadie lo mencionara entonces, y una que cuesta

mucho tiempo saber bien, hasta que llega a cobrar carta de naturaleza.

La Infantería Móvil cuida de los suyos, pase lo que pase.

Dillinger nos pertenecía a nosotros, aún estaba en nuestra nómina. Aunque no le

quisiéramos en el cuerpo, aunque nunca debiéramos haberle aceptado, aunque nos

habríamos alegrado de rechazarle, era miembro de nuestro regimiento. No podíamos

renegar de él y dejar que un sheriff se encargara de matarle a dos mil kilómetros de

nosotros. Cuando es necesario hacerlo, un hombre - un verdadero hombre - mata

personalmente a su perro; no busca a otro para que lo haga.

Los informes del regimiento decían que Dillinger era nuestro, de modo que nuestro

deber era ocuparnos de él.

Esa tarde fuimos al terreno de revista a marcha lenta, sesenta redobles por minuto (y es

difícil mantener el paso cuando uno está acostumbrado a ciento cuarenta), mientras la

banda tocaba Canto fúnebre por los que nadie ha llorado. Entonces sacaron a Dillinger,

vestido con el uniforme completo de la I.M., como nosotros, y la banda tocó Danny

Deever mientras le quitaban todo rastro de insignias, incluso los botones y la gorra,

dejándole con un traje marrón y azul claro que ya no era el uniforme. Los tambores

tocaron unos instantes sin parar y todo terminó.

Volvimos a las tiendas a trote rápido. No creo que nadie se desmayara, ni que nadie

vomitara tampoco, aunque la mayoría apenas cenamos nada esa noche, y nunca he






visto tan silenciosa la cantina. Por desagradable que resultara (era la primera vez que

yo veía la muerte; la primera vez para la mayoría de nosotros), no fue el mismo shock

de cuando azotaron a Ted Hendrick. Quiero decir que uno no podía ponerse en el lugar

de Dillinger, ni se le ocurría pensar: «Podía haber sido yo». Aparte de la cuestión

técnica de la deserción, Dillinger había cometido al menos cuatro crímenes capitales.

Aunque su víctima no hubiese muerto, él habría bailado a los sones de Danny Deever

por cualquiera de los otros tres: secuestro, petición de rescate, negligencia criminal,

etcétera.

No le compadecí entonces, ni ahora le compadezco. Ese viejo dicho de que

«comprenderlo todo es perdonarlo todo» resulta muy falso. Porque hay cosas que,

cuanto más las comprendes, más las odias. Reservo mi compasión para la pequeña

Barbara Anne Enthwaite, a quien nunca he visto, y para sus padres, que nunca volverán

a verla de nuevo.

Cuando la banda dejó sus instrumentos esa noche iniciamos los treinta días de luto por

Barbara, y de vergüenza por nosotros, con las banderas con crespón negro, sin música

en la revista y sin cantos en las marchas. Sólo una vez oí quejarse a alguien, y otro le

preguntó de inmediato qué le parecería recibir unos cuantos golpes. Desde luego no

había sido culpa nuestra, pero nuestro trabajo consiste en defender a las niñas, no en

matarlas. Nuestro regimiento había sido deshonrado, y había que borrar esa mancha.

Estábamos en desgracia, y nos sentíamos en desgracia.

Esa noche traté de imaginar cómo podría evitarse que sucedieran tales cosas. Por

supuesto, apenas suceden en estos días, pero incluso una vez es demasiado. No

conseguí encontrar una respuesta que me satisficiera. Ese Dillinger parecía un chico

normal, y su conducta e informes no podían haber sido tan malos, pues de lo contrario

jamás habría llegado al Campamento Currie, para empezar. Supongo que era una de

esas personalidades patológicas sobre las que uno lee en los libros, y a las que no es

posible reconocer.

Bien, si no habíamos podido evitar que sucediera una vez, sí había un medio de evitar

que se repitiera. El que habíamos utilizado.

Si Dillinger comprendía bien lo que hacía (cosa que parecía increíble), entonces había

recibido su merecido. Excepto que era una vergüenza que no hubiera sufrido tanto

como la pequeña Barbara Anne. Prácticamente, no había sufrido en absoluto.

Pero supongamos, pues es lo que parecía más probable, que estuviera tan loco como

para no darse cuenta de que estaba haciendo algo malo. Entonces ¿qué?

Bien, matamos a los perros rabiosos, ¿no?

Sí, pero estar tan loco es una enfermedad...

No veía más que dos alternativas: o bien era imposible que se recuperara, en cuyo caso

mejor estaba muerto, por su propio bien y por la seguridad de los demás, o bien era

posible tratarle y devolverle la salud. En cuyo caso, pensé, si alguna vez llegaba a estar

lo bastante sano como para vivir en una sociedad civilizada, y meditaba en lo que hizo






cuando estaba «enfermo»..., ¿qué le quedaba sino el suicidio?, ¿cómo podría vivir

consigo mismo?

Sin embargo, supongamos que escapase antes de que le curaran y volviera a matar

otra vez. Y quizás, incluso otra vez. ¿Cómo explicar eso a los abrumados padres de la

víctima, y en vista de los antecedentes además?

Entonces sólo veía una respuesta.

Recordé de pronto una discusión en nuestra clase de historia y filosofía moral. Dubois

hablaba sobre los desórdenes que precedieron al colapso de la república de

Norteamérica, allá en el Siglo XX. Según él, antes de que todo se viniera abajo hubo un

período en el que crímenes como el de Dillinger eran tan corrientes como las peleas de

perros. El Terror no sólo se hallaba implantado en Norteamérica; Rusia y las Islas

Británicas lo sufrían también, así como otros países. Pero llegó al colmo en

Norteamérica poco antes de que la civilización se hiciera pedazos.

Las gentes cumplidoras de la ley - nos había dicho Dubois - apenas se atrevían a ir a un

parque público por la noche. Hacerlo suponía correr el riesgo de verse atacados por

jóvenes salvajes armados con cadenas, cuchillos, pistolas de fabricación casera o

porras, y como mínimo resultar herido, robado con toda seguridad o quedar inválido de

por vida, o muerto incluso. Tal estado de cosas duró muchos años, hasta que estalló la

guerra entre la Alianza ruso - anglo - americana y la Hegemonía china. El asesinato, el

vicio, las drogas, el robo, los asaltos y el vandalismo estaban a la orden del día. Y no

sólo ocurría en los parques, sino también en las calles y a plena luz del día, en los

alrededores de las escuelas, incluso en el interior de las mismas. Pero los parques,

sobre todo, eran tan peligrosos que las gentes honradas se alejaban de ellos en cuanto

caía la noche.

Yo había intentado imaginar que aquello ocurriera en nuestras escuelas, y

sencillamente me había resultado imposible. Ni en nuestros parques. Un parque era un

lugar para divertirse, no para que te atacaran. En cuanto a que te mataran en uno de

ellos...

- Señor Dubois, ¿acaso no tenían policía? ¿Ni tribunales?

- Tenían mucha más policía que nosotros. Y más tribunales. Y todos sobrecargados de

trabajo.

- Entonces no lo entiendo.

Si un chico de nuestra ciudad hiciera algo semejante, él y su padre serían azotados,

uno junto a otro. Mas esas cosas no ocurrían ahora. Dubois me pidió entonces:

- Defina a un «delincuente juvenil».

- Pues... uno de esos chicos que solían pegar a la gente.

- Mal.

- ¿Cómo? Pero el libro dice...

- Discúlpeme. El texto lo dice así. Sin embargo, llamar rabo a una pata no hace que el

nombre encaje. «Delincuente juvenil» es una contradicción de términos, que expresa la






clave del problema y el fallo en resolverlo. ¿Ha criado alguna vez un cachorro?

- Sí, señor.

- ¿Le enseñó a comportarse bien dentro de casa?

- Pues... sí, señor. Precisamente, mi lentitud en domesticarlo fue lo que hizo que mi

madre decidiera al final que los perros debían estar fuera de casa.

- ¿Sí? Y cuando su perrito cometía algún error, ¿se enojaba usted?

- ¿Por qué? Él no sabía hacerlo mejor. Sólo era un cachorro.

- ¿Qué hacía usted?

- Bueno, le reñía, le frotaba el morro con aquello y le daba unos golpes.

- Con toda seguridad él no comprendía sus palabras.

- No, pero sí veía que yo le estaba riñendo.

- Sin embargo, acaba de decir que usted no estaba furioso.

Dubois tenía un modo muy molesto de confundirle a uno.

- No, pero tenía que hacerle pensar que lo estaba. Había de aprender, ¿no?

- Concedido. Pero, si ya había quedado bien claro que usted desaprobaba aquello,

¿cómo podía ser tan cruel como para pegarle además? Usted dijo que el pobre

animalito no sabía que obraba mal. No obstante, le bacía daño a propósito.

¡Justifíquese! ¿O acaso es un sádico?

No sabía entonces lo que era un «sádico», pero conocía a los cachorros.

- Señor Dubois, ¡el caso es que hay que hacerlo! Primero le riñes para que sepa que ha

hecho algo malo, luego le metes el morro en la porquería para que sepa a qué te

refieres y le pegas para que no vuelva a hacerlo otra vez. Y hay que hacerlo en

seguida. No sirve de nada castigarle más tarde; eso sólo le confunde. Incluso así, el

cachorro no aprende con una sola lección; de modo que se le vigila y se le coge otra

vez y se le pega aún más. Pronto aprende. Pero limitarse a reñirle es una pérdida de

tiempo. - Y entonces añadí -: Supongo que nunca ha educado cachorros.

- Muchos. Ahora estoy criando un pachón... según sus métodos. Volvamos a esos

criminales juveniles. Los peores eran algo más jóvenes que ustedes, los de esta clase,

y con frecuencia habían empezado de niños su carrera fuera de la ley. No nos

olvidemos de ese cachorro. Los chicos eran capturados a menudo. La policía los

arrestaba a puñados a diario. ¿Les reñían? Sí, y a veces con severidad. ¿Les frotaban

el morro en lo que habían hecho? Raras veces. La prensa y los organismos oficiales

solían mantener sus nombres en secreto; en muchos lugares, así lo exigía la ley para

los criminales menores de dieciocho años. ¿Les pegaban? ¡Por supuesto que no! A la

mayoría no les habían pegado ni de niños. Había una teoría, y muy extendida, según la

cual los golpes, o cualquier castigo que supusiera dolor, causaban al niño un daño

psíquico permanente.

(Pensé entonces que sin duda mi padre jamás había oído hablar de esa teoría.)

- El castigo corporal en las escuelas estaba prohibido por la ley - había continuado

Dubois -. Los azotes, como sentencia de un tribunal, sólo se permitían en una pequeña






provincia, Delaware, y únicamente por algunos crímenes, y rara vez se llevaban a

efecto. Estaban considerados como un castigo «cruel y extraordinario». - Y Dubois

había murmurado -: No comprendo esas objeciones al castigo «cruel y extraordinario».

Aunque un juez haya de ser benévolo en sus propósitos, su sentencia ha de hacer que

el criminal sufra o no hay castigo, y el dolor es el mecanismo básico, innato en nosotros

merced a millones de años de evolución, que nos salvaguarda al avisarnos de que algo

amenaza nuestra supervivencia. ¿Por qué ha de negarse la sociedad a utilizar un

mecanismo de supervivencia tan altamente perfeccionado? Sin embargo, ese período

estaba dominado por las teorías seudo-psicológicas y pre-científicas.

»En cuanto a lo de «extraordinario», el castigo debe ser extraordinario, o no sirve a sus

propósitos. - Entonces señaló a otro chico con el muñón -: ¿Qué ocurriría si a un

cachorro se le pegara cada hora?

- Pues... probablemente le volveríamos loco.

- Probablemente. Desde luego, no le enseñaríamos nada. ¿Cuánto tiempo ha pasado

desde que el director de esta escuela tuvo que azotar a un alumno?

- No estoy seguro. Unos dos años. El chico había robado...

- No importa. Es suficiente tiempo. Significa que tal castigo resulta tan extraordinario

como para tener un gran significado, e instruir. Volviendo a aquellos jóvenes

criminales..., probablemente no les pegaban de niños; desde luego, no les azotaban por

sus crímenes. La secuencia normal era: por una primera ofensa un aviso, una

reprimenda, a menudo sin juicio. Después de varias ofensas, una sentencia de

confinamiento, pero una sentencia que podía suspenderse mientras el chico quedaba

en libertad a prueba. Podía ser arrestado varias veces. incluso condenado varias veces,

antes de ser castigado, un castigo que consistía simplemente en encerrarlo con otros

como él, de los que aprendía más hábitos criminales. Si no se metía en líos durante su

encierro, generalmente podía librarse de más de la mitad de la condena saliendo a

prueba «bajo palabra», según la fraseología de la época.

»Esta secuencia increíble duraba años y años, mientras sus crímenes aumentaban en

frecuencia y maldad, sin más castigos que esos encierros esporádicos, aburridos pero

cómodos. De pronto, al cumplir los dieciocho años, y según la ley, este llamado

«delincuente juvenil» se convertía en un criminal adulto. Y a veces, en cuestión de

semanas o meses, acababa en la celda de la muerte esperando su ejecución por haber

cometido un asesinato. ¡Usted!

Me había señalado de nuevo.

- Supongamos que se limita a reñir a su cachorro sin castigarlo nunca, que le deja

seguir soltando porquería por la casa, que de vez en cuando le encierra en un edificio

exterior, pero vuelve a dejarle entrar pronto en casa diciéndole tan sólo que no lo haga

de nuevo. Luego, un día, se da cuenta de que ya es un perro crecido y que sin embargo

no está educado para la casa, y usted coge un arma y le mata de un tiro. Comentarios,

por favor.






- ¡Vaya! En cuanto a educar a un perro, ése es el modo más absurdo del que he oído

hablar.

- De acuerdo. O a un niño. ¿De quién sería la culpa?

- Pues... mía, supongo.

- De acuerdo otra vez. Mas yo no lo supongo. Lo sé.

- Señor Dubois - estalló una chica -, pero ¿por qué? ¿Por qué no pegaban a los niños

cuando lo necesitaban, y usaban buenas dosis de correa con los mayores que lo

merecían, una lección que jamás olvidarían? Me refiero a los que hacían algo realmente

malo. ¿Por qué no?

- No lo sé - había contestado él secamente -, excepto que el método aprobado durante

siglos para instilar la virtud social y el respeto a la ley en la mente de los jóvenes no

atraía a la clase precientífica y seudoprofesional, los que se denominaban a sí mismos

«asistentes sociales», o a veces «psicólogos infantiles». Era demasiado sencillo para

ellos, al parecer, ya que cualquiera podía hacerlo echando mano tan sólo de la

paciencia y la firmeza necesarias para adiestrar a un cachorro. A veces me he

preguntado si no tendrían intereses creados en aquel desorden, pero es improbable; los

adultos actúan casi siempre por «razones elevadas», sea cual sea su conducta.

- ¡Pero santo cielo! - rebatió la chica -. A mi no me gustaban las zurras, como a ningún

niño; no obstante. cuando la necesitaba, mi madre me daba una. La única vez que me

dieron azotes en la escuela recibí otra buena tanda cuando llegué a casa, y eso fue

hace años. Confío en que nunca me veré ante un juez que me sentencie a ser azotada;

una se porta bien, y esas cosas no ocurren. No veo nada erróneo en nuestro sistema,

es mucho mejor que no poder salir a la calle por miedo a que te maten. ¡Cielos, eso es

horrible!

- Estoy de acuerdo. Jovencita, el trágico error de lo que hicieron aquellas gentes bien

intencionadas, en contraste con lo que ellos creían hacer, tiene raíces muy profundas.

Porque ellos no tenían una teoría científica de la moral. Sí tenían una teoría de valores

morales, y trataban de vivir de acuerdo con ella (no debería haberme burlado de sus

motivos), pero su teoría era errónea: un cincuenta por ciento de sueños quiméricos y

otro cincuenta por ciento de charlatanería racionalizada. Cuanto más ansiosos estaban

de obrar bien, más se alejaban de la verdad. Verá, ellos suponían que el hombre tiene

un instinto moral.

- ¿Cómo, señor? Bueno, lo cierto es que sí lo tiene. ¡Yo lo tengo!

- No querida, usted tiene una conciencia cultivada, y muy cuidadosamente adiestrada.

El hombre no tiene instinto moral. No nace con sentido moral. Usted no nació con él, ni

yo, como no lo tiene el cachorro. Nosotros adquirimos el sentido moral, si es que lo

adquirimos, mediante el adiestramiento, la experiencia y el sudor de la mente. Esos

desgraciados criminales juveniles nacían sin sentido moral, igual que usted y que yo,

pero no tenían oportunidades de adquirirlo; su experiencia no se lo permitía. ¿Qué es el

sentido moral? Es una elaboración del instinto de supervivencia. El instinto de






supervivencia está en la misma naturaleza humana, y todo aspecto de nuestra

personalidad deriva de él. Todo lo que entra en conflicto con el instinto de supervivencia

actúa, más pronto o más tarde, para eliminar al individuo, y por tanto deja de aparecer

en las generaciones futuras. Esta verdad es matemáticamente demostrable, y

comprobable en todas partes. Es el imperativo eterno que controla todo lo que hacemos.

»Pero el instinto de supervivencia puede cultivarse en motivaciones más sutiles y

mucho más complejas que el instinto ciego y brutal del individuo por seguir vivo.

Jovencita, lo que usted llamó «su instinto moral» no es más que lo que le enseñaron

sus mayores: la verdad de que la supervivencia puede tener imperativos más fuertes

que los de la suya personal. La supervivencia de su familia, por ejemplo. O de sus hijos,

cuando los tenga. O de su nación si seguimos ascendiendo por la escala. Una teoría

científicamente comprobable de los valores morales debe estar arraigada en el instinto

de supervivencia del individuo, ¡y en nada más!, y debe describir correctamente la

jerarquía de supervivencia, observar las motivaciones a cada nivel y resolver todos los

conflictos.

»Nosotros disponemos ahora de esa teoría, y podemos resolver cualquier problema

moral a cualquier nivel. El propio interés, el deber para con la familia, el deber hacia el

país, la responsabilidad hacia la raza humana... Incluso estamos desarrollando una

ética exacta para las relaciones extrahumanas. Pero todos los problemas morales

pueden ilustrarse con esta cita: «Ningún hombre es capaz de más amor que una gata

que muere por defender a sus gatitos». Una vez comprenda usted el problema al que

se enfrenta esa gata, y cómo lo resuelve, entonces podrá examinarse y descubrir hasta

qué punto de la escala moral está dispuesta a subir.

»Esos delincuentes juveniles estaban en el nivel mas bajo. Nacidos únicamente con el

instinto de supervivencia, la moralidad mas elevada a la que llegaban era una débil

lealtad hacia los grupos de sus pares, las pandillas callejeras. Pero aquellos

«empeñados en hacer el bien» intentaban «apelar a sus mejores instintos» «llegar

hasta ellos», «prender la chispa de su sentido moral». ¡Bobadas! Ellos no tenían

«mejores instintos»; la experiencia les enseñaba que lo que hacían era su modo de

sobrevivir. El cachorro jamás recibió su zurra; por tanto, lo que hacía con placer y con

éxito debía de ser «moral».

»La base de toda moralidad es el deber, un concepto con la misma relación con

respecto al grupo que el interés egoísta tiene con respecto al individuo. Nadie predicaba

el deber a aquellos chicos de modo que pudieran entenderlo, es decir con una zurra. No

obstante, la sociedad en que vivían les hablaba constantemente de sus «derechos».

»Y así los resultados hubieran podido predecirse, ya que un ser humano no tiene

derechos naturales en absoluto.

Dubois había hecho una pausa. Y alguien mordió el anzuelo.

- ¿Señor? ¿Qué opina entonces de lo de «la vida, la libertad y la búsqueda de la

felicidad»?






- Ah, sí, «los derechos inalienables». Cada año hay alguno que cita esa poesía

magnífica. ¿La «vida»? ¿Qué derecho a la vida tiene un hombre que se está ahogando

en el Pacífico? El océano no se apiadará de sus gritos. ¿Qué «derecho» a la vida tiene

el hombre que debe morir si ha de salvar a sus hijos? Si él prefiere salvar la suya, ¿lo

hará por cuestión de «derechos»? Si dos hombres están muriéndose de hambre, y el

canibalismo es la única alternativa frente a la muerte, ¿a cuál de los dos pertenece ese

«derecho inalienable»? ¿Y es de verdad un «derecho»? En cuanto a la libertad, los

héroes que firmaron aquel gran documento se comprometieron a comprar la libertad

con su vida. La libertad jamás es inalienable; debe redimirse con regularidad con la

sangre de los patriotas, o se pierde para siempre. De todos los llamados «derechos

humanos naturales» que se han inventado, la libertad es el más caro, desde luego, y

jamás será gratuito.

»Y respecto al tercer derecho, la «búsqueda de la felicidad», en realidad sí es

inalienable, pero no un derecho; es, sencillamente, una condición universal que los

tiranos no nos pueden arrebatar, ni los patriotas restaurar. Tanto si me meten en una

celda como si me queman en la hoguera o me coronan rey, yo puedo seguir «buscando

la felicidad» mientras mi cerebro viva; mas ni los dioses, ni los santos, ni los sabios, ni

las drogas sutiles pueden asegurar que la consiga.

Entonces Dubois se volvió hacia mí:

- Dije antes que «delincuente juvenil» era una contradicción de términos. «Delincuente»

significa que ha fallado en el cumplimiento del deber. Ahora bien, el deber es una virtud

de adultos. En realidad, un joven sólo se hace adulto cuando adquiere un conocimiento

del deber y lo abraza con afecto idéntico al amor que ha sentido por sí mismo desde

que nació. Nunca hubo, ni puede haber, un «delincuente juvenil». Por otra parte, por

cada criminal joven hay siempre uno o más delincuentes adultos, gentes maduras que o

no conocen su deber o, conociéndolo, fallan en cumplirlo. Y ése fue el punto débil que

destruyó lo que durante muchos años fuera una cultura admirable. Los gamberros que

asolaban las calles eran síntomas de una grave enfermedad; sus ciudadanos (todos

eran ciudadanos entonces) glorificaron su mitología de los derechos... y se olvidaron

por completo de sus deberes. Ninguna nación así constituida es capaz de perdurar.

Me pregunté si el coronel Dubois habría calificado a Dillinger como criminal juvenil que

merecía piedad aunque tuviéramos que librarnos de él, o como delincuente adulto que

sólo merecía el desprecio.

No lo sé. Nunca lo sabría. De lo único que estaba seguro es de que nunca volvería a

matar a otra niña. Eso me satisfizo. Y así me dormí.

Capítulo






No tenemos lugar en este cuerpo para los buenos perdedores.

Queremos hombres rudos, que vayan allí ¡y ganen!

- Almirante JONAS INGRAM,

Cuando hubimos acabado con todos los ejercicios que un soldado puede hacer en tierra

llana, nos llevaron a unas montañas terribles para hacer cosas más difíciles todavía: las

Rocosas del Canadá, entre el monte de Buena Esperanza y el monte Waddington. El

Campamento Sargento Spooky Smith era muy parecido al Campamento Currie (aparte

de su situación más dura), pero era mucho más pequeño. Bien, el tercer regimiento

también era ahora mucho más pequeño: menos de cuatrocientos hombres, cuando

habíamos empezado con más de dos mil. La compañía H estaba organizada ahora

como un simple pelotón, y el batallón como si fuera una compañía. Pero seguíamos

llamándonos «la compañía R», y Zim era «oficial al mando de la compañía», y no Jefe

de pelotón.

Lo que significaba aquel endurecimiento, realmente, era mucha más instrucción

personal. Teníamos más cabos instructores que antes escuadras, y el sargento Zim,

con sólo cincuenta hombres a su cargo en vez de los doscientos sesenta con que

empezara, tenía sus vigilantes ojos fijos constantemente en cada uno de nosotros...,

incluso cuando no estaba allí. Por lo menos, en el momento en que uno hacía algo mal

resultaba que lo tenía precisamente a sus espaldas.

Sin embargo, las broncas que recibíamos tenían un aire casi amistoso, lo que resultaba

horrible en cierto modo, porque nosotros habíamos cambiado también, no sólo el

regimiento. Los que quedábamos - uno de cada cinco - éramos casi soldados, y Zim

trataba de que lo fuéramos del todo, y no de fastidiarnos porque si.

Ahora también veíamos más al capitán Frankel. Se pasaba la mayor parte del tiempo

enseñándonos, y no sentado ante una mesa; nos conocía a todos, de nombre y de

vista, y parecía tener un archivo en la mente. Sabía exactamente qué progresos había

hecho cada hombre con cada arma, con cada pieza de equipo, por no mencionar el

trabajo extra que había hecho, los informes médicos o si había recibido carta de casa

últimamente.

No era tan severo con nosotros como Zim; sus palabras eran suaves, y había que hacer

una auténtica barbaridad para que se borrara la sonrisa amistosa de su rostro; sin

embargo, no había que dejarse engañar por eso, ya que había pura armadura de berilo

tras la sonrisa. Nunca llegué a decidir quién era mejor soldado, si Zim o el capitán

Frankel; quiero decir si se prescindía del cargo y se pensaba en los dos como soldados.

Indudablemente, ambos valían más que los demás instructores, pero ¿quién era el

mejor? Zim lo hacía todo con precisión y estilo, como si estuviera pasando revista; el

capitán Frankel hacía lo mismo con aire de divertirse, como si fuera un juego. Los

resultados eran idénticos, mas nada resultaba tan fácil como parecía si era el capitán el

que lo realizaba.






Necesitábamos esa abundancia de instructores. Saltar con el traje, como ya he dicho,

resulta fácil en terreno llano. Bien, el traje salta a igual altura y con la misma facilidad en

las montañas, pero supone una gran diferencia tener que saltar sobre un muro vertical

de granito, entre dos árboles muy juntos, y anular el control de propulsión en el último

instante. Tuvimos tres bajas graves en la práctica en campo abierto, dos muertos y un

licenciado por orden médica.

Con todo, esa muralla rocosa es todavía más dura sin el traje, equipados con cuerdas y

picos. La verdad es que yo no comprendía qué utilidad podían tener aquellos ejercicios

de alpinismo para las tropas espaciales, pero ya había aprendido a tener la boca

cerrada y tratar de asimilar cuanto nos enseñaran. Lo aprendí y no fue tan difícil. Si

alguien me hubiera dicho un año antes que sería capaz de trepar por una pared de

roca, tan lisa y perpendicular como el muro de un edificio, sólo con un martillo, unos

clavitos de acero y un rollo de cuerda, me habría reído en su cara. Soy un tipo de

terreno llano. Corrijo: era un tipo de terreno llano. Ha habido algunos cambios.

Allí empecé a descubrir hasta qué punto había cambiado. En el Campamento Sargento

Spooky Smith teníamos permiso, para ir a la ciudad, quiero decir. Bueno, también en el

Campamento Currie habíamos tenido «permiso» después del primer mes. Lo cual

significaba que un domingo por la tarde, si uno no estaba de servicio, podía identificarse

en la tienda del oficial de día y alejarse paseando del campamento todo lo que quisiera,

siempre que recordara que había de estar de regreso al pasar lista por la noche. Pero

allí no había nada a esa distancia, si se exceptúa a los conejos: ni chicas, ni teatros, ni

bailes, ni nada.

Sin embargo, el permiso, incluso en el Campamento Currie, no era mal privilegio. A

veces puede ser muy importante, en realidad, el alejarse hasta no ver una tienda, ni un

sargento, ni siquiera los rostros de los mejores amigos entre la tropa, y no tener que ir a

paso ligero porque sí, y disponer de tiempo para examinar la propia alma. Podías

perder ese privilegio según diversos grados: verte limitado al campamento, o a la calle

de tu propia compañía, lo que significaba que ni siquiera podías ir a la biblioteca, ni a lo

que llamaban cariñosamente «la tienda de recreo» (partidas de parchís y juergas

semejantes). O bien te veías aislado, lo que quería decir que debías quedarte en tu

tienda cuando no era requerida tu presencia en otra parte.

Esto último no tenía demasiada importancia. pues solía añadirse a horas de trabajo

extra, tan agobiantes que no quedaba demasiado tiempo para estar solo, aparte de

poder dormir. Era como un simple adorno, como una cereza sobre el pastel, para

avisarte, a ti y al mundo, de que no sólo habías cometido una estupidez, sino algo

indigno de un miembro de la Infantería Móvil, y por tanto no merecías reunirte con los

demás soldados hasta haber limpiado la mancha.

En cambio, en el Campamento Spooky podíamos ir a la ciudad, si lo permitía el servicio,

la buena conducta, etc., por supuesto. Salían naves de transporte hacia Vancouver

todos los domingos por la mañana, justo después de los servicios religiosos (que se






habían adelantado a treinta minutos después del desayuno), y volvían justo antes de la

cena y también antes del toque de queda. Los instructores podían pasar el sábado por

la noche en la ciudad, u obtener un pase de tres días si el servicio se lo permitía.

No había hecho más que salir dela nave en mi primer permiso cuando comprendí en

parte que había cambiado. Johnnie ya no encajaba. En la vida civil, quiero decir. Todo

me parecía absurdamente complejo, e increíblemente desordenado.

No trato de criticar a Vancouver. Es una hermosa ciudad, en un marco precioso; las

gentes son encantadoras, están acostumbradas a tener a la I.M. en la ciudad, y acogen

muy bien a las tropas. Hay un centro social para nosotros en la misma ciudad, donde

celebran bailes para los soldados cada semana y se ocupan de que haya jovencitas

para que bailemos con ellas, y señoras mayores para asegurarse de que un muchacho

tímido (yo, con gran asombro por mi parte, ¡pero prueben a estar unos cuantos meses

sin más hembras alrededor que las conejas!) sea presentado a alguien y pueda bailar,

por mal que lo haga.

Sin embargo, yo no fui al centro social en aquel primer permiso. Me dediqué a pasear y

a mirarlo todo, los hermosos edificios, los escaparates llenos de todo tipo de cosas

innecesarias (ni un arma entre ellas) y las gentes que iban de un lado a otro o paseaban

haciendo exactamente lo que les daba la gana, sin ver a dos vestidos del mismo

modo... Y a las chicas.

Especialmente a las chicas. Aún no había comprendido lo maravillosas que eran.

Bueno, yo he sido un entusiasta de las chicas desde el día en que observé por primera

vez que la diferencia consistía en algo más que en vestirse de modo distinto. Por cuanto

recuerdo, jamás pasé por ese período que se supone pasan los chicos, cuando saben

que las chicas son distintas y no les gustan. A mí siempre me han gustado las chicas.

Pero ese día comprendí que siempre las había mirado como algo, normal.

Las chicas son sencillamente maravillosas. El hecho de pararse en una esquina y verlas

pasar ya resulta encantador. No caminan. Por lo menos no hacen lo que nosotros al

caminar. No sé cómo describirlo pero es algo mucho más complejo y totalmente

delicioso. No mueven sólo los pies, se mueve todo, y en distintas direcciones..., y todo

con gracia.

Aún seguiría allí si no hubiera venido un policía. Se dirigió a nosotros y dijo:

- ¿Qué tal, muchachos? ¿Os divertís?

Leí rápidamente las cintas sobre su pecho y quedé impresionado:

- ¡Sí, señor!

- No tienes por qué decirme señor. Aquí no hay gran cosa que hacer. ¿Por qué no vais

al centro de hospitalidad? - Nos dió la dirección, nos señaló el camino y partimos hacia

allí: Pat Leivy, «Gatito» Smith y yo. Aún nos gritó: «¡Que lo paséis bien! ¡Y no os metáis

en líos!», exactamente lo mismo que nos dijera el sargento Zim cuando entramos en la

nave.

Pero no llegamos allí. Pat Leivy había vivido en Seattle cuando era pequeño, y quería






echar una ojeada a su antigua ciudad. Tenía dinero, y se ofreció a pagarnos el trayecto

en la nave si le acompañábamos. No me importó. Las naves salían cada veinte minutos

y nuestros pases no se limitaban a Vancouver. Smith decidió venir también.

Seattle no era muy diferente de Vancouver, y las chicas abundaban asimismo. Me

encantó. Sin embargo, Seattle no estaba tan acostumbrada a tener a la I.M. a manadas,

y elegimos un mal sitio para cenar, en el que no se nos acogió bien, un bar - restaurante

allá en los muelles.

Verán, no es que estuviéramos bebidos. Bueno, «Gatito» Smith había tomado dos

cervezas con la cena, pero siempre se mostraba amistoso y amable. De ahí le venía el

apodo. La primera vez que luchó cuerpo a cuerpo con el cabo John, éste le había dicho

con disgusto: «Un gatito me habría dado más fuerte», de modo que se le quedó el

nombre.

Éramos los únicos uniformes del lugar, los demás clientes eran marineros, de la marina

mercante. Seattle acoge muchísimas naves de superficie. Yo lo ignoraba entonces,

pero los de la marina mercante no nos aprecian. Se debe en parte al hecho de que sus

sindicatos han intentado una y otra vez que su profesión sea clasificada como

equivalente al Servicio Federal, sin el menor éxito. Mas también sé que es algo más,

algo que se remonta a siglos de historia.

Había por allí jóvenes de nuestra edad - la edad adecuada para servir un plazo, sólo

que ellos no estaban en el ejército -, con el pelo largo, desaliñados, sucios. Bien,

digamos con el aspecto que tenía yo antes de enrolarme.

De pronto empezamos a notar que, en la mesa detrás de la nuestra, dos de aquellos

idiotas y dos marineros (a juzgar por la ropa) se dedicaban a comentar con el propósito

de que los oyéramos. No voy a repetir sus palabras...

No dijimos nada. De pronto, cuando los comentarios se hacían ya más personales y las

risotadas más fuertes, y todo el mundo se había callado y estaba escuchando, «Gatito»

me susurró:

- Salgamos de aquí.

Capté la mirada de Pat Leivy; éste asintió. No teníamos ninguna cuestión que resolver.

Se trataba de uno de esos lugares en los que pagas antes de tomar las copas. Nos

levantamos y salimos. Ellos nos siguieron.

Pat me susurró: «Ten cuidado», y seguimos caminando sin mirar atrás.

Cargaron contra nosotros.

Le di al mío un golpe en el cuello al dar la vuelta, le dejé pasar a mi lado y giré para

ayudar a mis compañeros. Pero todo había terminado. Cuatro atacantes. cuatro en el

suelo. «Gatito» se había librado de dos, y Pat había enrollado al otro en torno a una

farola por lanzarle un poco demasiado fuerte.

Alguien, el propietario supongo, debió de haber llamado a la policía en cuanto nos

pusimos en pie para salir, puesto que llegaron casi en seguida mientras aún estábamos

preguntándonos qué hacíamos con aquello. Dos policías. Era ese tipo de vecindario.






El más viejo de los dos quería que presentáramos una denuncia, pero no estábamos

dispuestos. Zim había dicho que no nos metiéramos en problemas. «Gatito», con su

carita de crío de quince años, dijo:

- Supongo que tropezaron.

- Claro - dijo el oficial de policía; retiró un cuchillo de la mano extendida de mi atacante.

lo colocó contra el bordillo y rompió la hoja -. Bien, muchachos, será mejor que salgáis

corriendo..., y de la ciudad.

Nos fuimos. Me alegré de que ni Pat ni «Gatito» quisieran llevar más lejos el asunto. Es

muy grave que un civil ataque a un miembro de las Fuerzas Armadas pero, ¿qué

diablos?, las cuentas estaban saldadas. Ellos nos atacaron y se llevaron los golpes.

Empatados.

Sin embargo, es una buena medida la de no ir de permiso armados, y que nos hayan

adiestrado a salir de apuros sin matar. Porque todo sucedió por reflejos. Nunca creí que

saltarían contra nosotros hasta que lo hicieron, y no pensé nada en absoluto hasta que

todo hubo terminado.

Pero así es como aprendí por primera vez hasta qué punto había cambiado.

Volvimos a la estación y tomamos la nave hacia Vancouver.

Empezamos a practicar bajadas de combate en cuanto nos trasladaron al Campamento

Spooky. Un pelotón cada vez, en rotación (un pelotón completo, es decir una

compañía), era transportado al norte de Walla Walla, subía a bordo, iba al espacio,

hacía una bajada, pasaba por un ejercicio y volvía al campamento en otra nave. Un día

de faena. Con ocho compañías eso nos daba casi una bajada por semana, y luego un

poco más cuando se intensificaron los ejercicios y las bajadas se hicieron más difíciles:

sobre montañas, en el hielo ártico. en el desierto australiano y, antes de graduarnos, en

la Luna, donde la cápsula se coloca a sólo treinta metros y explota al lanzarte, y uno

tiene que andar muy listo y aterrizar sólo con el traje (sin aire ni paracaídas), y donde un

mal aterrizaje puede dejarte sin aire y sin vida.

Si menudearon más las bajadas fue por culpa de las bajas, muertos o heridos, y

también porque algunos se negaron a entrar en las cápsulas. Lo hicieron y ahí acabo

todo para ellos; ni siquiera les riñeron, sólo los retiraron a un lado, aquella noche se les

pagó y fuera. Hasta un hombre que había hecho varias bajadas podía verse vencido por

el pánico y negarse. Los instructores se mostraban amables con él, tratándole como a

un amigo que está enfermo y no mejora.

Nunca me negué a entrar en la cápsula, pero desde luego sí sufrí pánico. Siempre

temblaba. Estaba aterrado a más no poder cada vez. Y aún lo estoy.

Pero nunca pertenecerá a las tropas espaciales quien no haga esas bajadas.

Cuentan una historia, que probablemente será falsa, de un I.M. que estaba de visita

turística en París. Visitó los Inválidos, miró la tumba de Napoleón y preguntó a un

guardia francés:






- ¿Quién es?

Lógicamente, el francés se mostró escandalizado.

- ¿Es que monsieur no lo sabe? ¡Es la tumba de Napoleón! Napoleón Bonaparte, el

soldado más grande que ha vivido jamás.

El I.M. pensó en ello. Luego preguntó:

- ¿Sí? ¿En qué lugares bajó?

Casi con seguridad que es mentira, porque hay un gran letrero ante la puerta que dice

exactamente quién era Napoleón. Pero así es como sienten al respecto las tropas

espaciales.

Al fin nos graduamos.

Ahora veo que me he dejado por decir casi todo. Ni una palabra sobre la mayoría de

nuestras armas, nada del día en que bajamos todos y estuvimos tres días para apagar

un bosque incendiado; nada de aquella «alerta de prácticas» que resultó real, sólo que

no lo supimos hasta que hubo terminado, ni del día en que voló la tienda del cocinero...

En realidad, no he hablado del tiempo y, créanme, el tiempo es muy importante para un

soldado de infantería, la lluvia y el barro especialmente. Pero, si bien es importante

mientras sucede, parece demasiado aburrido hablar de ello. Pueden obtener

descripciones de casi cualquier clase de tiempo en un almanaque, y encajarlas en

cualquier pasaje. Probablemente acertarán.

El regimiento había empezado con . hombres; nos graduamos . De los otros,

catorce habían muerto (uno ejecutado, y su nombre borrado) y los demás habían

renunciado, habían sido despedidos, o transferidos o licenciados por los médicos, etc.

El mayor Malloy hizo un discurso corto, todos recibimos el certificado, pasamos revista

por última vez y se acabó el regimiento, guardándose su bandera hasta que se

necesitara de nuevo (tres semanas más tarde) para enseñar a otro par de miles de

civiles que eran un cuerpo de ejército, y no una multitud.

Ya era un «Soldado Adiestrado», con autorización de poner esas iniciales ante mi

número de serie en vez de la «R» de recluta. Un gran día.

El más grande de mi vida hasta entonces.

Capítulo

El árbol de la libertad debe ser regado de vez en cuando con la sangre de los patriotas.

- Thomas Jefferson,

Es decir, creí que era un «Soldado Adiestrado» hasta que me presenté en mi nave.

¿Hay alguna ley por la que uno no pueda equivocarse?

Sé que no he mencionado en absoluto cómo la Federación Terrena pasó de la «paz» a

un «estado de emergencia», y después a la «guerra». La verdad es que yo tampoco me






di mucha cuenta de ello. Cuando me alisté, la «paz» era la condición normal; al menos,

eso pensaba la gente (¿y quién espera jamás otra cosa?). Luego, estando yo en Currie,

se pasó a «estado de emergencia», pero yo seguí sin advertirlo puesto que la opinión

del cabo Bronski sobre mi corte de pelo, uniforme, ejercicios de combate y equipo era

mucho más importante para mí, y lo que pensara el sargento Zim acerca de dichas

cosas era terriblemente importante. En cualquier caso, la «emergencia» sigue siendo

paz.

La «paz» es una situación en la que ningún civil presta atención a las bajas militares

que no merecen una historia espectacular en primera página, a menos que dicho civil

sea pariente próximo de una de las bajas. Pero si alguna vez hubo una época en la

historia en que «paz» significara que no había guerras en marcha, yo he sido incapaz

de descubrirla. Cuando me presenté en mi primer destino, «Los Gatos Monteses de

Willie», también conocidos por la Compañía K, Tercer Regimiento, Primera División,

Infantería Móvil, y me embarqué con ellos en el Valley Forge (con aquel certificado

engañoso en mi mochila), la guerra llevaba varios años en marcha.

Los historiadores no se ponen de acuerdo, al parecer, en si esta guerra debería

llamarse «Tercera Guerra Espacial» (o Cuarta), o si el de «Primera Guerra Interestelar»

sería un nombre más adecuado. Nosotros sólo la llamamos la «Guerra de las

Chinches» si es que hablamos de ella, cosa que no solemos hacer; en cualquier caso,

los historiadores fijan el principio de la guerra después del día en que yo me uní a mi

primer destino y nave. Para ellos, todo lo ocurrido hasta entonces, y aun después,

fueron «incidentes», «patrullas» o «acciones de policía». Sin embargo, uno queda tan

muerto si la palma en un «incidente» como si muere en una guerra declarada.

Pero, si he de ser sincero, un soldado no advierte la guerra mucho más que un civil,

excepto en su pequeña parcela, y eso sólo en los días en que eso tiene lugar. El resto

del tiempo está mucho más preocupado con el tiempo libre, los caprichos de los

sargentos y las oportunidades de ganarse al cocinero entre las comidas. Sin embargo,

cuando «Gatito» Smith, Al Jenkins y yo nos unimos a ellos en la base Luna, cada uno

de los Gatos Monteses de Willie había hecho ya más de una bajada de combate; ellos

eran soldados, y nosotros no. No nos sentíamos abrumados por ello - al menos yo - y

era mucho más fácil tratar con los sargentos y cabos después del pánico calculado que

infundían los instructores.

Necesitamos algún tiempo para descubrir que ese trato comparativamente amable

significaba tan sólo que no éramos nadie, y que apenas valía la pena echarnos una

bronca a menos que hubiéramos demostrado en una bajada - una auténtica bajada de

combate - que podíamos reemplazar a los verdaderos Gatos Monteses que ya habían

luchado y habían muerto, y cuyas literas ocupábamos ahora nosotros.

Permítanme que les cuente hasta qué punto era yo novato.

Mientras el Valley Forge se hallaba todavía en la base Luna, me encontré por






casualidad con mi jefe de sección vestido con uniforme de gala. Llevaba en la oreja

izquierda un pequeño pendiente, una diminuta calavera de oro de hermosa talla, y bajo

ella, en vez de las convencionales tibias cruzadas del antiguo diseño de la bandera

pirata, había un manojo de huesecillos de oro, tan chiquitines que casi no se veían.

En casa, yo siempre me había puesto pendientes y otras joyas cuando salía a una cita.

Tenía unos pendientes de clip preciosos. rubíes tan grandes como la uña del meñique,

que habían pertenecido al abuelo de mi padre. Me gustan las joyas, y me había dolido

bastante que me pidieran que las dejara antes de entrar en la Básica. Pero por lo visto

había un tipo de joya que sí podía llevarse con el uniforme. Yo no tenía agujeros en las

orejas - mi madre no lo aprobaba, para los chicos -, pero podía hacer que el joyero lo

montara en un clip. Aún me quedaba parte del dinero de la paga de mi graduación, y

estaba ansioso de gastarlo antes de que se enmoheciera.

- Oiga, mi sargento. ¿Dónde se compran esos pendientes? Son preciosos.

No me miró despectivamente, ni siquiera sonrió. Sólo dijo:

- ¿Te gustan?

- ¡Claro que sí! - El oro en bruto destacaba los dorados del uniforme mejor que lo harían

las gemas. Estaba pensando que un par todavía sería más bonito. sólo que con los

huesos cruzados en vez de toda aquella confusión que colgaba del pendiente -. ¿Los

venden en la base?

- No, aquí nunca se venden. - Y añadió -: Al menos, no creo que puedas comprar uno

aquí..., espero. Pero te diré una cosa: cuando lleguemos al lugar donde puedas

comprarlo, yo me encargaré de que lo sepas. Es una promesa.

- Ah, gracias.

- De nada.

Vi después más calaveras de aquellas, unas con más huesecitos, otras con menos. Mi

suposición había sido correcta: se permitía esa joya con el uniforme, al menos estando

de permiso. Luego tuve mi oportunidad de «comprar» una, casi inmediatamente, y

descubrí que el precio era irrazonablemente alto para un adorno tan sencillo.

Fue la Operación Casa de Chinches, la primera batalla de Klendathu según la llaman

los libros de historia, poco después de que Buenos Aires fuera borrada del mapa. Se

necesitó la pérdida de Buenos Aires para hacer que esos «marmotas civiles»

comprendieran que estaba ocurriendo algo muy grave, porque la gente que no ha

viajado no cree realmente en otros planetas, al menos aquí abajo que es donde cuenta.

Yo sé que apenas había creído en ellos, y había estado obsesionado por el espacio

desde que era un crío.

Pero lo de Buenos Aires aterró realmente a los civiles, que pidieron a gritos que todas

las fuerzas volvieran a casa, desde todas partes, se pusieran en órbita en torno al

planeta, prácticamente hombro con hombro, y defendieran el espacio que ocupa la

Tierra.






Eso era una tontería, por supuesto, ya que no se gana una guerra mediante la defensa

sino con el ataque. Ningún «Ministerio de Defensa» ganó jamás una guerra;

compruébenlo en la historia. Pero el pedir a gritos tácticas de defensa en cuanto se

advierte la amenaza de una guerra parece ser la reacción civil más normal. Luego se

empeñan en dirigirla, como el pasajero que trata de quitarle los controles al piloto en

una emergencia.

Sin embargo, nadie me pidió mi opinión entonces; me dieron órdenes. Aparte de la

imposibilidad de llevar las tropas a casa en vista de nuestras obligaciones de los

tratados, con todo lo que eso supondría para los planetas colonos de la Federación y

para todos nuestros aliados, estábamos muy ocupados haciendo otra cosa mejor: llevar

la guerra hasta las Chinches. Supongo que yo pensé en la destrucción de Buenos Aires

mucho menos que la mayoría de los civiles. Ya estábamos a un par de parsecs según

el impulso Cherenkov, y la noticia no nos llegó hasta que la recibimos de otra nave

después de que acabó el impulso.

Recuerdo que pensé que era algo terrible, y que lo sentí por el único porteño de la

nave. Pero Buenos Aires no era mi hogar, la Tierra estaba muy lejos, y yo me hallaba

muy ocupado, ya que el ataque a Klendathu, el planeta de las Chinches, se inició

inmediatamente después, y pasábamos el tiempo hasta el momento del ataque atados

con correas a las literas, drogados e inconscientes, anulado el campo de gravedad

interna del Valley Forge a fin de ahorrar energía y conseguir mayor velocidad.

Pero la pérdida de Buenos Aires significó mucho para mí en realidad, ya que transformó

mi vida totalmente. Sin embargo, eso no lo supe hasta unos meses más tarde.

Cuando llegó el momento de bajar en Klendathu se me asignó a Dutch Bamburger

como supernumerario. El se las arregló para ocultar su satisfacción ante la noticia y, en

cuanto el sargento de pelotón estuvo fuera del alcance de su oído, me dijo:

- Escucha, chico, pégate a mí pero apártate de mi camino. Si me retrasas ahí abajo, te

romperé tu estúpido cuello.

Me limité a asentir. Empezaba a comprender que aquélla no era una bajada de

prácticas.

Luego me dieron los temblores por algún rato, y en seguida bajamos.

La Operación Casa de Chinches hubiera debido llamarse Casa de Locos. Todo salió

mal. Se había planeado como un movimiento general para poner al enemigo de rodillas.

ocupar la capital y los puntos clave de su planeta y terminar la guerra. En cambio, casi

la perdimos nosotros.

No estoy criticando al general Diennes. No sé si es cierto o no que él exigió más tropas

y más apoyo pero permitió que le anulara el mariscal en jefe. Tampoco era asunto mío.

Además, dudo que alguno de esos sabelotodo conozca la totalidad de los hechos.

Lo que sí sé es que el general bajó con nosotros y nos dirigió sobre el terreno, y que

cuando la situación se hizo imposible, él en persona dirigió los ataques de diversión que

permitieron que alguno de nosotros (incluido yo) fuéramos recogidos, y que por eso






recibió la muerte allí mismo. Ahora es un resto radiactivo en Klendathu, y es demasiado

tarde para llevarlo a juicio, de modo que ¿para qué hablar de ello?

Sin embargo, tengo un comentario que hacer para cualquier estratega de sillón que

jamás haya hecho una bajada. Sí, estoy de acuerdo en que el planeta de las Chinches

podía haber sido aplastado con bombas H hasta que quedara cubierto de cristal

radiactivo. Pero ¿habría ganado eso la guerra? Las Chinches no son como nosotros.

Esos seudoarácnidos no son siquiera como las arañas. Son artrópodos que, por

casualidad, se parecen a la idea que tendría un loco de una araña gigante e inteligente,

pero su organización, psicológica y económica, es más semejante a la de las termitas.

Son entidades comunales, la dictadura definitiva de la colmena. Asolar la superficie de

su planeta habría matado soldados y obreros, pero no habría matado a la casta de los

cerebros y de las reinas. Dudo que alguien pueda estar seguro de que incluso un

disparo directo con una bomba H matara a una reina; no sabemos a cuánta profundidad

están. Tampoco estoy ansioso por descubrirlo, pues ninguno de los chicos que bajaron

por aquellos agujeros ha subido otra vez.

Entonces supongamos que destruimos la superficie productiva de Klendathu. Seguirían

teniendo naves y colonias, y otros planetas, como tenemos nosotros, y su cuartel

general estaría intacto, de modo que, a menos que se rindieran, la guerra no habría

terminado. No teníamos bombas nova en aquella época. no podíamos hacer estallar en

pedazos todo el planeta. Si aceptaban el castigo y no se rendían, la guerra debía

continuar.

Si es que ellos pueden rendirse...

Los soldados no. Sus obreros no saben luchar (y se pierde mucho tiempo y municiones

matando a obreros que no dicen ni pío), y su casta de soldados no sabe rendirse. Pero

no cometan el error de pensar que las Chinches sólo son insectos estúpidos porque

tienen ese aspecto y no saben rendirse. Sus guerreros son listos, muy diestros y

agresivos, más listos que uno, según la regla universal, si la Chinche dispara primero.

Puedes quemarle una pata, dos patas, tres patas, y ella sigue avanzando; le quemas

las cuatro de un lado y cae..., pero sigue disparando. Has de divisar el centro nervioso y

disparar allí, e incluso entonces seguirá trotando junto a uno, disparando a la nada,

hasta estrellarse contra un muro o lo que sea.

La bajada fue un lío desde el principio. Cincuenta naves formaban nuestro grupo, y se

suponía que dejarían el impulso de Cherenkov y tomarían el impulso de reacción con

una coordinación tan perfecta que darían en la órbita y nos bajarían en formación donde

se suponía que debíamos caer, sin hacer ni un circuito en torno al planeta para alinear

su propia formación. Supongo que eso es difícil. Es más, sé que lo es. Pero cuando

sale mal lo paga la I.M.

Nosotros tuvimos suerte porque el Valley Forge y todo lo que contenía desapareció

antes de que diéramos en tierra. En aquella formación rápida y tensa (, kilómetros por

segundo de velocidad orbital no es un paseo) entró en colisión con el Ypres, y ambas






naves quedaron destruidas. Tuvimos suerte de salir de los tubos..., los que salimos,

claro, porque la nave seguía disparando cápsulas cuando quedó destruida. Pero no me

di cuenta de ello. Estaba dentro de mi cápsula, y en dirección al suelo. Supongo que el

oficial al mando de nuestra compañía sabía que la nave se había perdido (y la mitad de

sus Gatos Monteses con ella) puesto que salió el primero y tuvo que comprenderlo al

perder contacto de repente, por el circuito de comando, con el capitán de la nave.

Pero ya no hay modo de preguntárselo, porque él no fue recogido. Lo único que yo

comprendí gradualmente fue que aquello iba de mal en peor.

Las siguientes dieciocho horas fueron una pesadilla. No voy a hablar mucho de ello

porque no recuerdo demasiado, sólo escenas de horror. Nunca me han gustado las

arañas, venenosas o no; encontrarme una araña común en la cama me pone los pelos

de punta. En las tarántulas no quiero ni pensar, y soy incapaz de comer langosta,

cangrejos, ni nada parecido. En cuanto tuve la primera visión de una Chinche casi me

estalló la cabeza. Pasaron unos segundos antes de comprender que la había matado, y

que podía dejar de disparar. Supongo que sería un obrero; dudo que yo estuviera en

forma para enfrentarme a un guerrero y ganar.

Pero de todos modos yo estaba en mejor forma que el cuerpo de K-. Estos habían de

bajar (si la bajada se hubiera hecho de modo correcto) en la periferia de nuestro blanco,

y se suponía que los neo-perros se adelantarían y facilitarían inteligencia táctica a los

escuadrones de interdicción, cuyo papel era asegurar la periferia. Esos Calebs no van

armados, por supuesto, aparte de sus dientes. Se supone que un neo-perro oye, ve,

huele y le dice a su socio lo que averigua por radio. Todo lo que lleva es una radio y una

bomba de destrucción con la que él (o su socio) pueden hacer estallar al perro en caso

de recibir una herida grave o ser capturado.

Esos pobres perros no esperaron a que los capturaran; al parecer, la mayoría de ellos

se suicidaron en cuanto establecieron contacto. Sentían lo mismo que yo acerca de las

Chinches, sólo que peor. Ahora hay neo-perros adoctrinados desde la infancia para

observar y evadirse, sin volarse la cabeza ante la simple visión y olor de una Chinche.

Pero aquellos no estaban adiestrados así.

No sólo eso fue mal. Pueden pensar lo que quieran, pero todo fue un lío. Yo no sabía lo

que pasaba, por supuesto. Me limité a seguir junto a Dutch, tratando de disparar y

abrasar a todo lo que se moviera, dejando caer una granada por un agujero en cuanto

veía uno. Me acostumbré tan de prisa que pronto fui capaz de matar a una Chinche sin

perder municiones ni el juicio, aunque todavía no sabía distinguir entre las que eran

inofensivas y las que no. Sólo una entre cincuenta es un guerrero, pero ésa compensa

por las otras cuarenta y nueve. Sus armas personales no son tan pesadas como las

nuestras, pero sí igualmente letales: tienen un rayo que penetra el traje acorazado y

saja la carne como si cortara un huevo duro, y cooperan entre ellas incluso mejor que

nosotros... porque el cerebro que está pensando por toda una escuadra no está donde

uno puede alcanzarlo, sino allá abajo, en uno de los agujeros.






Dutch y yo tuvimos suerte durante mucho tiempo, destruyendo en un área como de un

par de kilómetros cuadrados, haciendo estallar los agujeros con bombas, matando lo

que encontrábamos en la superficie y ahorrando los propulsores cuanto nos era posible

para una emergencia. La idea era asegurar todo el blanco, y permitir que los refuerzos y

la artillería pesada bajaran sin hallar oposición importante. No se trataba de un raid,

sino de una batalla para establecer una cabeza de puente, quedarse en ella, asegurarla

y permitir que las tropas de refresco y la artillería pesada capturaran o pacificaran todo

el planeta.

Sólo que no lo conseguimos.

Nuestra sección sí lo estaba haciendo bien. Pero estaba en el punto erróneo, y fuera de

contacto con la otra sección; el jefe y el sargento de pelotón habían muerto, y nadie

formó de nuevo nuestras filas. Pero habíamos establecido nuestra posición, la escuadra

de armas espaciales había establecido una posición fuerte, y estábamos dispuestos a

entregar nuestra posición a las tropas de refresco en cuanto éstas aparecieran

Sólo que no aparecieron. Bajaron donde nosotros debíamos haber caído, hallaron

nativos poco amistosos y ése fue su problema. Nunca los vimos. De modo que nos

quedamos donde estábamos, recogiendo heridos de vez en cuando y pasándolos

cuando había oportunidad..., mientras nos íbamos quedando sin municiones, sin el

líquido para los saltos, e incluso sin energía para que los trajes continuaran

moviéndose. Pareció durar algo así como un par de miles de años.

Dutch y yo íbamos corriendo junto a un muro, a fin de llegar a nuestro escuadrón de

armas espaciales en respuesta a una llamada de auxilio, cuando la tierra se abrió de

pronto delante de Dutch, salió una Chinche y mi compañero cayó.

Disparé el lanzallamas contra la Chinche y lancé una granada en el agujero, que se

cerró, y me volví a ver qué le había ocurrido a Dutch. Estaba en el suelo pero no

parecía herido. Un sargento de pelotón, a través de los monitores, puede averiguar el

estado físico de cada uno de sus hombres, distinguir a los muertos de los que

sencillamente no pueden valerse sin ayuda y hacer que los recojan. Pero también

puede hacerse manualmente, con los conmutadores a la derecha del cinturón del traje.

Dutch no contestó cuando le llamé. La temperatura de su cuerpo era de grados, la

respiración, los latidos del corazón y el cerebro daban lectura cero... Aquello tenía muy

mal aspecto pero, a lo mejor, lo que estaba muerto era el traje y no él. Quería

convencerme a mí mismo, olvidando que el indicador de temperatura no habría dado

lectura alguna en ese caso. De todos modos, cogí el abrelatas de mi propio cinturón y

empecé a sacarle del traje. tratando a la vez de vigilar en torno.

Entonces oí una llamada general por el casco. llamada que deseo no volver a oír nunca

más.

- ¡Sauve qui peut! ¡A casa! ¡A casa! En cualquier nave que podáis. ¡Seis minutos!

¡Todos, salvaos y recoged a los camaradas! ¡A casa en cualquier nave! ¡Sauve qui peut!

Traté de darme prisa.






La cabeza se le separó del cuerpo cuando traté de sacarle del traje, de modo que le

dejé caer y me largué de allí. En una bajada posterior habría tenido el sentido común

suficiente para recoger sus municiones, pero estaba demasiado aterrado para pensar.

Me largué sencillamente de un salto y traté de reunirme con los demás en la posición

hacia la que nos encaminábamos.

Aquello ya estaba evacuado, y me creí perdido, perdido y abandonado. Entonces oí la

llamada, no la que debería haber oído, Yankee Doodle (de haber sido una nave del

Valley Forge), sino «Caña de azúcar» una música que no conocía. No importaba, era

una nave. Me dirigí a ella, utilizando generosamente el líquido de saltos que me

quedaba y llegué a bordo justo cuando estaban a punto de cerrar; poco después estaba

en el Voortrek en tal estado de shock que ni podía recordar mi número de serie.

He oído decir que lo llamaron una «victoria estratégica», pero yo estaba allí y afirmo

que nos dieron una buena paliza.

Seis semanas más tarde (y sintiéndome unos sesenta años más viejo), en la Base de la

Flota en Santuario subí a otra nave y me presenté como miembro del servicio al

sargento Jelal, del Rodger Young. En el lóbulo de la oreja izquierda yo llevaba una

calavera con un huesecito. Al Jenkins estaba conmigo, y llevaba una exactamente igual

(«Gatito» jamás consiguió salir del tubo). Los pocos Gatos Monteses supervivientes

estaban distribuidos por todas partes en la Flota; habíamos perdido la mitad de nuestras

fuerzas en la colisión entre el Valley Forge y el Ypres; la desastrosa batalla en tierra

había hecho ascender nuestras bajas al ochenta por Ciento, y los altos mandos

decidieron que era imposible reunir de nuevo el equipo con los supervivientes, de modo

que lo cancelaron, metieron los informes en los archivos y esperaron a que las heridas

se hubieran curado antes de reactivar la Compañía K (Gatos Monteses) con nuevas

caras y viejas tradiciones.

Además, había muchos huecos que llenar en otros equipos.

El sargento Jelal nos dio la bienvenida calurosamente, nos dijo que nos uníamos a un

equipo fantástico, «el mejor de la Flota», en una nave perfecta, y ni siquiera pareció

advertir las calaveras en las orejas. Más tarde, ese mismo día, nos llevó a conocer al

teniente, que sonrió tímidamente y nos dijo unas palabritas paternales. Observé que Al

Jenkins no llevaba la calavera de oro. Ni yo tampoco, porque ya había notado que nadie

la llevaba en los Rufianes de Rasczak.

Y no lo hacían porque, entre los Rufianes de Rasczak no importaba en lo más mínimo

cuántas bajadas de combate hubiera hecho uno, ni cuáles, o eras un Rufián o no lo

eras..., y en ese caso no les importabas en absoluto. Puesto que no habíamos ido a

ellos como reclutas, sino como veteranos de combate, nos concedieron el beneficio de

la duda cuanto les fue posible, y nos dieron la bienvenida sin más que aquella pizca

inevitable de formalidad que todo el mundo muestra ante un invitado que no es miembro

de la familia.






Pero menos de una semana más tarde, una vez hecha una bajada de combate con

ellos, ya fuimos del todo Rufianes, miembros de la familia. Todos nos tuteábamos,

incluso reñíamos a veces pero sin que ningún bando sintiera que por ello éramos

menos que hermanos de sangre; nos pedíamos y prestábamos cosas, nos incluían en

las partidas de juego y gozábamos del privilegio de expresar nuestras propias

opiniones, por tontas que fueran, con completa libertad..., y ver que las rechazaban con

la misma libertad. Incluso tuteábamos a los suboficiales en muchas ocasiones, excepto

estando de servicio. El sargento Jelal estaba siempre de servicio, por supuesto, a

menos que uno tropezara con él de permiso, en cuyo caso era «Jelly», un hombre que

hacía todos los esfuerzos posibles para comportarse como si su rango señorial no

significara nada entre los Rufianes.

Pero el teniente era siempre «el teniente», nunca «mister Rasczak», ni siquiera

«teniente Rasczak». Sencillamente «el teniente», al que se hablaba, y del que se

hablaba, en tercera persona. No había más dios que el teniente, y el sargento Jelal era

su profeta. Jelly podía decir «no» por su cuenta y tal vez le discutieran la decisión, al

menos los sargentos inferiores, pero si decía: «Al teniente no le gustaría esto» estaba

hablando ex - cátedra y el asunto quedaba liquidado. Nadie trató de comprobar jamás si

al teniente le habría gustado o no. La Palabra había sido dicha.

El teniente era un padre para nosotros, y nos amaba y nos mimaba; sin embargo,

estaba siempre bastante remoto a bordo de la nave..., e incluso en tierra, a menos que

fuera en una bajada. Pero, claro, nadie va a pensar que, en una bajada, un oficial

podría preocuparse por cada hombre del pelotón extendido sobre más de doscientos

kilómetros cuadrados de terreno. Sin embargo, él sí. Él sí se preocupaba por cada uno

de nosotros. No soy capaz de explicar cómo podía seguirnos la pista a todos, pero, en

medio del estruendo, sonaba su voz por el circuito de mando: «¡Johnson! ¡Compruebe

la escuadra seis! Smitty tiene problemas», y lo que más valía para nosotros era que el

teniente lo había observado antes que el propio jefe de escuadra de Smith.

Aparte de eso, cada uno sabía, con una certeza absoluta, que, mientras aún siguiera

vivo, el teniente no se retiraría a la nave sin él. En la guerra de las Chinches se han

cogido prisioneros, pero ninguno de los Rufianes de Rasczak.

Jelly era como una madre para nosotros, siempre próximo a nosotros; nos cuidaba,

pero no nos mimaba en absoluto. Sin embargo, nunca nos llevó ante el teniente para

acusarnos, jamás hubo un consejo de guerra entre los Rufianes y ninguno fue ni

siquiera azotado. Tampoco Jelly nos imponía servicio extra a menudo; tenía otros

métodos para dominarnos. Te miraba de arriba a abajo en la revista diaria y decía

simplemente: «En la marina tendrías buen aspecto. ¿Por qué no pides el traslado», y

conseguía resultados, ya que era artículo de fe entre nosotros que los miembros de una

tripulación de la marina dormían con el uniforme puesto y jamás se lavaban por debajo

del cuello.

Pero Jelly no tenía que mantener la disciplina entre los soldados, porque la mantenía






entre sus suboficiales y esperaba de éstos que hicieran lo mismo. Mi jefe de escuadra,

cuando me uní a ellos, era Green «el Rojo». Después de un par de bajadas, cuando ya

sabía lo magnífico que era ser un Rufián, se me subió el orgullo a la cabeza, me confié

en exceso... y le contesté airadamente al «Rojo». El no me acusó ante Jelly, sólo me

llevó a la lavandería, me dio un par de puñetazos y nos hicimos buenos amigos. En

realidad, me recomendó para cabo segundo más adelante.

La verdad es que no sabíamos si los miembros de la tripulación dormían con la ropa

puesta o no; nosotros nos manteníamos en nuestra parte de la nave y los marineros en

la suya, porque no se les acogía precisamente bien si aparecían por nuestra sección

como no fuese por razones de servicio... Después de todo, hay ciertas normas sociales

y uno debe mantenerlas, ¿no? El teniente tenía su camarote en la sección de los

oficiales varones, en la parte de la nave perteneciente a la marina, pero nosotros

tampoco íbamos por allí más que de servicio y aun así en raras ocasiones. Sí que nos

ofrecíamos, en cambio, para servicio de guardia, porque el Rodger Young era una nave

mixta y el capitán y algunos oficiales eran mujeres; en la parte delantera del mamparo

treinta estaba la sección de las damas, y día y noche dos I.M. armados hacían guardia

ante la puerta. (Durante las batallas, esa puerta, como todas las demás cerradas a gas,

quedaba asegurada; nadie se perdía una bajada.)

Los oficiales tenían el privilegio de ir a esa parte del mamparo treinta de servicio, y

todos ellos, incluidos el teniente, comían en una cantina mixta, más allá. Pero no se

entretenían allí; comían y se largaban. Tal vez algunas naves de transporte se dirijan de

otro modo, pero así era como se llevaban las cosas en el Rodger Young. Tanto el

teniente como la capitana Deladrier querían una nave en regla, y la conseguían.

Sin embargo, el servicio de guardia era un privilegio. Resultaba un gran descanso el

estar de pie junto a aquella puerta, con los brazos cruzados y las piernas abiertas,

medio adormilado y sin pensar en nada..., pero siempre bien consciente de que, en

cualquier momento, uno podía ver a una mujer aunque no tuviera la oportunidad de

hablarle mas que de asuntos del servicio. En cierta ocasión, me llamaron al despacho

de la sobrecargo, y ella me habló; me miró a los ojos y me dijo:

- Lleve esto al ingeniero jefe, por favor.

Mi trabajo diario en la nave, aparte de la limpieza, consistía en atender el equipo

electrónico bajo la supervisión del «Padre» Migliaccio, jefe de sección en la primera

sección, lo mismo que antes solía trabajar bajo la vigilancia de Carl. No hacíamos

bajadas de combate con demasiada frecuencia, y todo el mundo trabajaba a diario. Si

un hombre no tenía otro talento, siempre podía lavar los mamparos, pues nada estaba

suficientemente limpio como para satisfacer al sargento Jelal. Seguíamos las reglas de

la I.M.: todo el mundo lucha, todo el mundo trabaja. Nuestro cocinero principal era

Johnson, sargento de la segunda sección, un amable muchacho de Georgia (la del

hemisferio occidental, no la otra) y un chef de gran talento. También él era un tragón; le

gustaba picar entre las comidas, y no veía razón para que los demás no lo hicieran.






Como el Padre dirigía una sección y el cocinero la otra, estábamos muy bien cuidados

en cuerpo y alma, pero ¿y si se cargaban a uno de los dos? ¿Cuál de ellos

preferiríamos que cayera? Una cuestión que jamás tratamos de resolver, pero que

siempre podía discutirse.

El Rodger Young siguió estando muy ocupado, e hicimos cierto número de bajadas,

todas diferentes. Cada bajada había de ser distinta, para que el enemigo no pudiera

calcular lo que haríamos. Pero no hubo más batallas conjuntas. Operamos solos,

patrullando y llevando a cabo incursiones. La verdad es que la Federación Terrena no

podía organizar entonces una batalla a gran escala: el fracaso de la operación Casa de

Chinches había costado demasiadas naves, y demasiados hombres adiestrados. Es

necesario disponer de tiempo para reponerse y entrenar más hombres.

Mientras tanto, las pequeñas naves rápidas, entre ellas el Rodger Young y otras de

transporte, trataban de estar en todas partes a la vez, inquietando al enemigo,

causándole bajas y largándose a toda prisa. También nosotros teníamos bajas, y las

cubríamos cuando volvíamos a Santuario a buscar más cápsulas. Yo seguía temblando

de pánico en cada bajada, pero las batallas auténticas no ocurrían con demasiada

frecuencia, ni eran demasiado largas, y entre una y otra había días y días de vida a

bordo entre los Rufianes.

Fue el período más feliz de mi vida, aunque entonces no fuera plenamente consciente

de ello. Yo hacía mi parte de trabajo, como los demás, y disfrutaba también.

No nos sentimos realmente mal hasta que cayó el teniente.

Supongo que ése fue el peor momento de mi vida. Yo estaba ya en baja forma por una

razón personal: mi madre se hallaba en Buenos Aires cuando las Chinches destruyeron

esa ciudad.

Lo descubrí una de las veces en que hicimos parada en Santuario a recoger cápsulas y

nos repartieron el correo, gracias a una carta de mi tía Eleonora, que no fue puesta en

clave y enviada como urgente porque ella se había olvidado de poner la señal

adecuada, y que me llegó tal como la escribiera: apenas tres líneas cargadas de

amargura. En cierto modo parecía culparme por la muerte de mi madre. No quedaba

bien claro si era porque yo estaba en las Fuerzas Armadas, y por tanto debía haber

impedido el raid, o porque ella opinaba que mi madre había hecho el viaje a Buenos

Aires porque yo no estaba en casa, que era donde debía haber estado. Se las

arreglaba para implicar ambas cosas en la misma frase.

La rompí e intenté olvidarme de ello. Pensé que mis padres habían muerto ya, los dos,

pues papá jamás habría enviado sola a mi madre a un viaje tan largo. Tía Eleonora no

lo decía, pero ella jamás habría mencionado a mi padre en cualquier caso; toda su

devoción era para su hermana. Casi estaba en lo cierto, aunque luego me enteré de

que papá había planeado ir con ella, pero había surgido algo importante y él se había

quedado para arreglarlo con el propósito de viajar al día siguiente. Pero tía Eleonora no

me lo dijo.






Un par de horas más tarde, el teniente envió a buscarme y me preguntó amablemente

si me gustaría quedarme de permiso en Santuario mientras la nave seguía patrullando;

me indicó que había acumulado mucho tiempo de Descanso y Recreo (D&R), y bien

podía utilizarlo ahora. Ignoro cómo se había enterado de que yo había perdido a un

miembro de mi familia, pero indudablemente lo sabía. Le dije que no, y que muchas

gracias, señor. Prefería esperar a que todo el equipo disfrutáramos juntos del descanso.

Luego me alegré de haber actuado así, pues de lo contrario no habría estado en la

nave cuando mataron al teniente, y eso me habría resultado demasiado duro de

soportar. Sucedió muy de prisa, y justo antes de la recogida. Un hombre de la tercera

escuadra estaba herido, no grave pero sí caído en tierra; el jefe ayudante de sección

avanzó a recogerle... y recibió un buen tiro. El teniente, como de costumbre, lo estaba

observando todo a la vez; sin duda había comprobado el estado físico de cada uno de

ellos por control remoto. pero jamás lo sabremos. Lo que hizo fue asegurarse de que el

jefe ayudante de sección aún estaba vivo. Entonces los recogió a ambos

personalmente, uno en cada brazo.

Los arrastró en los últimos diez metros y ambos pudieron ser introducidos en la nave de

recogida y, con todo el mundo dentro, desaparecido el escudo protector y sin

interdicción, el teniente fue alcanzado y murió instantáneamente.

He omitido con todo propósito los nombres del soldado y del jefe ayudante de sección.

El teniente estaba recogiéndonos a todos nosotros con su último aliento. Tal vez yo

fuera el soldado. No importaba. Lo que sí importa es que nuestra familia se había

quedado sin padre. Era el cabeza de familia, del que habíamos recibido el nombre, el

padre que había hecho de nosotros lo que éramos.

Cuando el teniente nos dejó, la capitana Deladrier invitó al sargento Jelal a comer en la

parte delantera, con los demás jefes de departamento, pero él pidió que le excusaran.

¿Han visto alguna vez a ese tipo de viuda, con gran firmeza de carácter, que conserva

unida a su familia comportándose como si el cabeza de familia hubiera salido y fuera a

regresar en cualquier momento? Eso es lo que Jelly hizo. Si acaso se mostró un poco

más estricto con nosotros que antes y, si alguna vez tenía que decir: «Al teniente no le

habría gustado eso», sus palabras eran casi más de lo que un hombre podía soportar.

Jelly no lo decía muy a menudo.

Dejó nuestra organización de equipo de combate casi como estaba; en vez de cambiar

a todo el mundo, se limitó a ascender al jefe ayudante de la segunda sección a sargento

de pelotón (nominal), dejando a los jefes de sección donde eran necesarios - con sus

mismas secciones -, y a mí me ascendió de jefe ayudante de sección a cabo, es decir,

un jefe ayudante de sección algo más ornamental. Y el sargento siguió comportándose

como si el teniente estuviera simplemente ausente y él se limitara a pasarnos sus

órdenes, como de costumbre.

Eso nos salvó.






Capítulo

No tengo nada que ofrecer más que sangre, trabajo, lágrimas y sudor.

- W. Churchill, Estadista y soldado del Siglo XX

Cuando volvimos a la nave después del raid contra los Huesudos, el mismo en el que

murió Dizzy Flores, la primera bajada del sargento Jelal como jefe de pelotón, un

artillero de la nave, que se encargaba de la cerradura del bote de recogida, me

preguntó:

- ¿Cómo fue?

- Rutina - contesté brevemente.

Supongo que su pregunta era amistosa, pero yo me sentía muy confuso y no tenía

ganas de hablar. Triste por Dizzy, contento de que le hubiéramos recogido al menos,

pero furioso porque hubiera sido inútil, y todo ello mezclado con esa impresión de

agotamiento y de felicidad por estar de regreso en la nave otra vez, capaz de mover

brazos y piernas y notar que todos están presentes. Además, ¿cómo puede hablarse de

una bajada con un hombre que jamás ha hecho una?

- ¿De verdad? - contestó -. Vosotros lo tenéis muy fácil. Descansáis treinta días y

trabajáis treinta minutos. Yo tengo guardia cada tres y vuelta otra vez.

- Si, lo supongo - dije, y me alejé -. Algunos nacemos con suerte.

- Soldado, parece que estás en las nubes - dijo a mis espaldas.

Y sin embargo había mucho de verdad en lo que dijo el artillero de la marina. Las tropas

espaciales somos como los aviadores de las guerras antiguas y mecanizadas: una

carrera militar, larga y densa, podía suponer tan sólo unas cuantas horas de combate

auténtico frente al enemigo, y el resto era entrenamiento, preparación, ataque y vuelta a

la nave, arreglar lo deshecho, prepararse para otra batalla, y práctica, práctica, práctica

en los intermedios. No hicimos otra bajada en casi tres semanas, y ésa en un planeta

distinto y en torno a otra estrella, una colonia de Chinches. Incluso con el impulso

Cherenkov, las estrellas están muy alejadas unas de otras.

Mientras tanto, recibí mis insignias de cabo, nombrado por Jelly y confirmado por la

capitana Deladrier en ausencia de un oficial comisionado propio. En teoría, el rango no

sería permanente hasta que se aprobara, ante una vacante, por el representante de la I.

M. de la Flota, pero eso no significaba nada, ya que el índice de bajas era tan elevado

que siempre había más vacantes en los oficiales de Transporte que cuerpos calientes

para llenarlas. Yo era cabo cuando Jelly dijo que lo era; el resto era burocracia.

Pero el artillero no tenía razón del todo sobre lo del descanso, pues había cincuenta y

tres trajes electrónicos que comprobar, el servicio, las reparaciones entre las bajadas,

por no mencionar las armas y el equipo especial. A veces, Migliaccio rechazaba un

traje, Jelly confirmaba la decisión, y el ingeniero de armas de la nave, el teniente Farley,






decidía que no podía repararlo sin las facilidades de Base; entonces había que sacar un

traje nuevo del almacén y pasarlo de «frío» a «caliente», proceso agotador que exigía

veintiséis horas de trabajo, sin contar el tiempo del hombre al que se le estaba

ajustando.

Sí que estábamos ocupados.

Pero nos divertíamos también. Siempre había varias competiciones en marcha, desde

los dados a la Escuadra de Honor, y teníamos la mejor banda de jazz en muchos años

luz en el espacio (la única quizá), con el sargento Johnson y su trompeta llevando un

ritmo suave para los himnos o dándole al metal hasta que saltaban los mamparos si la

ocasión lo requería. Después de aquella recogida fenomenal (¿o debería decir

«femenina»?) sin una balística programada, el herrero del pelotón, Archie Campbell,

hizo un modelo del Rodger Young para la capitana, y todos firmamos, y Archie grabó

nuestras firmas en una placa: «A la piloto lvette Deladrier, con la gratitud de los

Rufianes de Rasczak», y la invitamos a comer con nosotros, y el Rufián Downbeat

Combo tocó durante la cena. y luego el soldado más joven se la entregó. Ella casi se

echó a llorar y le besó, y besó también a Jelly, que se puso rojo como la grana.

Después de ser nombrado cabo, yo tenía que arreglar las cosas con Ace, porque Jelly

me confirmó como jefe ayudante de sección. Aquello no estaba bien. Un hombre

debería ir ascendiendo por etapas. Yo debía haber cumplido un período como jefe de

escuadra en vez de saltar de cabo segundo y jefe ayudante de escuadra a cabo y jefe

ayudante de sección. Jelly lo sabía, por supuesto, pero sé muy bien que estaba

tratando de mantener el equipo lo más parecido posible a cuando vivía el teniente, lo

que significaba que no debía cambiar los jefes de escuadra y de sección.

Ahora bien, eso me dejaba a mi con un problema difícil: los tres cabos a mis órdenes

como jefes de escuadra eran en realidad más antiguos que yo, pero, si el sargento

Johnson se la cargaba en la bajada siguiente, no sólo perderíamos un magnífico

cocinero sino que eso me dejaría al frente de la sección. No debe haber la menor

sombra de duda cuando se da una orden: al menos, no en un combate. Yo tenía que

aclarar cualquier duda posible antes de que bajáramos de nuevo.

Ace era el problema. No sólo era el más antiguo de los tres, sino que era un cabo de

carrera y además mayor que yo. Si Ace me aceptaba, no tendría problema alguno con

las otras dos escuadras.

En realidad, yo no había tenido problemas con él a bordo. Después de que

recogiéramos juntos a Flores, se había mostrado bastante correcto. Por otra parte, no

había habido motivos de roce; nuestras tareas en la nave no nos permitían reunirnos, a

no ser en la revista diaria y la guardia, y así todo es fácil. Pero había algo en el aire. El

no me trataba como a alguien de quien tuviera que recibir órdenes.

Así que le busqué en mi tiempo libre. Estaba echado en la litera leyendo un libro, Los

Rangers del espacio contra la Galaxia, un cuento bastante bueno, aunque dudo que un

cuerpo militar tuviera jamás tantas aventuras y tan pocos fracasos. La nave disponía de






una buena biblioteca.

- Ace, tengo que hablar contigo.

Alzó la vista.

- ¿De veras? Acabo de dejar la nave. Estoy libre de servicio.

- Tengo que hablarte ahora. Suelta ese libro.

- Pero ¿qué es tan urgente? Quiero terminar este capítulo.

- Vamos, Ace. Si no puedes esperar, yo te diré cómo acaba.

- Hazlo y te mato.

Pero ya había dejado el libro y se incorporaba muy atento. Le dije:

- Ace, es acerca de ese asunto de la organización de la sección... Tú eres más antiguo

que yo. Deberías ser el jefe ayudante de sección.

- ¡Oh, es eso otra vez!

- Sí. Creo que tú y yo deberíamos ir a hablar con Johnson y hacer que éste arreglara las

cosas con Jelly.

- Eso crees, ¿eh?

- Sí. Así es como debería ser.

- ¿De veras? Mira, pequeñajo, voy a decirte algo. Yo no tenía nada contra ti. En

realidad, acudiste aquel día a paso ligero para recoger a Dizzy, eso te lo concedo. Pero

si quieres una escuadra, tendrás que buscarte una tú solito. No pienses en la mía. ¡Mis

chicos ni siquiera pelarían patatas para ti!

- ¿Es tu última palabra?

- Mi primera, única y última palabra.

Suspiré.

- Eso me figuraba. Pero tenía que estar seguro. Bien, eso lo arregla todo. Sin embargo,

tengo otra cosa en la cabeza. Observé por casualidad que los lavabos necesitan una

limpieza... y creo que tal vez tú y yo deberíamos hacerla. De modo que deja el libro,

pues, como dice Jelly, los suboficiales siempre están de servicio.

No se movió de momento. Dijo en voz baja:

- ¿Crees realmente que es necesario, pequeñajo? Como te he dicho, no tengo nada

contra ti.

- Pues a mí me parece que sí.

- ¿Crees que puedes hacerlo?

- Voy a intentarlo.

- De acuerdo. Vamos a ello.

Nos fuimos a los lavabos, sacamos a un soldado que estaba a punto de tomar una

ducha, que en realidad no necesitaba, y cerramos la puerta. Ace dijo:

- ¿Has pensado en alguna restricción, pequeñajo?

- Bueno, no me había propuesto matarte.

- De acuerdo. Tampoco huesos rotos, nada que nos impida a cualquiera de los dos

bajar la próxima vez..., a no ser en caso de accidente. ¿Te va?






- Me va - acepté -. Bien, será mejor que me quite la camisa.

- No me gustaría manchártela de sangre - dijo, más relajado.

Empecé a quitármela y él me lanzó una coz dirigida a la rodilla. Sin advertir ni dar la

menor señal de tensión.

Sólo que no encontró mi rodilla. porque yo ya había aprendido. Una auténtica pelea

dura por lo general sólo un par de segundos, el tiempo que se necesita para matar a un

hombre, o dejarle sin sentido o incapaz de pelear. Pero habíamos acordado no

hacemos un daño permanente, y eso cambia las cosas. Los dos éramos jóvenes,

estábamos en magníficas condiciones, bien entrenados y acostumbrados a aceptar

castigos. Ace era más corpulento, yo quizás un poco más rápido. En tales condiciones,

la estúpida pelea ha de continuar hasta que uno u otro se sienta demasiado agotado...

a menos que las cosas se arreglen antes por casualidad. Pero ninguno de los dos iba a

permitirlo; éramos profesionales y astutos.

De modo que la cosa siguió durante un tiempo muy largo, aburrido y penoso. Los

detalles que pudiera dar resultarían triviales e inútiles; además no tuve tiempo de tomar

notas.

Al cabo de todo ese tiempo me vi de espaldas en tierra mientras Ace me echaba agua

en el rostro. Me miró, me ayudó a ponerme en pie y me apoyó en un mamparo para que

me afirmara.

- ¡Pégame! - dijo.

- ¿Cómo?

Yo estaba mareado y veía doble.

- Johnnie..., pégame.

Su cara flotaba en el aire delante de mí. Apunté y me lancé con toda la fuerza posible,

aunque apenas hubiera podido matar a un mosquito ya enfermo. Ace cerró los ojos y

cayó al suelo, y yo tuve que cogerme a un puntal para no caer tras él. Se puso

lentamente en pie.

- Muy bien, Johnnie - dijo, agitando la cabeza -. Ya he aprendido la lección. No tendrás

más problemas conmigo..., ni con nadie de la sección. ¿De acuerdo?

Asentí; la cabeza me dolía horriblemente.

- ¿Un apretón de manos? - preguntó.

Eso hicimos, y también me dolió.

Casi todo el mundo sabía más del desarrollo de la guerra que nosotros, aunque

estuviéramos metidos en ella. Por supuesto, eso ocurría después de que las Chinches

hubieran localizado nuestro planeta a través de los Huesudos y con sus incursiones

hubieran destruido Buenos Aires, transformando los «problemas de contacto» en una

guerra declarada, pero antes de que hubiéramos reunido las fuerzas, y antes de que los

Huesudos se hubieran cambiado de bando, convirtiéndose de hecho en nuestros

cobeligerantes y aliados. Una interdicción para la Tierra, efectiva en parte, había sido






establecida desde Luna (nosotros no lo sabíamos), pero, hablando en términos

generales, la Federación Terrena estaba perdiendo la guerra.

Tampoco sabíamos eso. E ignorábamos los terribles esfuerzos que se llevaban a cabo

para alterar las alianzas contra nosotros y atraer a los Huesudos a nuestro lado. Lo más

que nos dijeron al respecto, al darnos instrucciones antes del raid en el que mataron a

Flores, fue que actuáramos sin violencia extremada con los Huesudos, que

destruyéramos todas las propiedades posibles pero que sólo matáramos a los

habitantes cuando fuera inevitable.

Lo que ignora un hombre no puede revelarlo si lo capturan: ni las drogas, ni la tortura, ni

el lavado de cerebro, ni la falta de sueño, pueden arrancarte un secreto que no posees.

Por eso nos dijeron únicamente lo que era imprescindible para los propósitos técnicos.

En el pasado había ejércitos que se replegaban y abandonaban la batalla porque los

hombres no sabían por qué luchaban ni contra qué, y por tanto les faltaba la voluntad

de luchar. Pero en la I.M. no existe esa debilidad. Para empezar, todos y cada uno

éramos voluntarios por una u otra razón, unas buenas, otras malas. Pero luchábamos

porque pertenecíamos a la I.M. Éramos profesionales, con esprit de corps. Éramos los

Rufianes de Rasczak, el mejor equipo de toda la I.M. ya expurgada; entrábamos en las

cápsulas porque Jelly nos decía que era hora de hacerlo, y luchábamos al bajar porque

eso es lo que hacen los Rufianes de Rasczak.

Desde luego, no sabíamos que estábamos perdiendo la guerra.

Las Chinches ponen huevos. Y no sólo los ponen, sino que los retienen como reserva y

los incuban cuando los necesitan. Si matábamos a un guerrero, o a mil, o a diez mil, los

que debían reemplazarles eran incubados y puestos en servicio casi antes de que

nosotros volviéramos a la base. Imaginen, si les parece, a una Chinche supervisora de

la población lanzando un telefonazo a alguien, allá abajo, y diciéndole:

- Joe, caliéntame diez mil guerreros y tenlos dispuestos para el miércoles..., y dile a los

ingenieros que activen los incubadores de reserva N, O, P, Q y R, pues hay mucha

demanda.

No digo que lo hicieran exactamente así, pero ésos eran los resultados. Sin embargo,

no cometan el error de creer que actuaban puramente por instinto, como las termitas o

las hormigas. Sus actos eran tan inteligentes como los nuestros (¡las razas torpes no

construyen naves espaciales!), y estaban mucho mejor coordinados. Se necesita un

mínimo de un año para adiestrar a un soldado y lograr que luche en coordinación con

sus compañeros. Un guerrero Chinche nace ya sabiendo hacerlo.

Cada vez que matábamos mil Chinches a costa de un I.M. era como una victoria para

ellos. Nosotros aprendíamos, ¡y a qué precio!, cuán eficiente puede ser un comunismo

total si lo utilizan gentes adaptadas realmente a ello merced a la evolución. A los

comisarios Chinches no les importaba más el perder soldados que a nosotros emplear

municiones. Tal vez hubiéramos podido preverlo estudiando las derrotas que la

Hegemonía china infligió a la Alianza ruso - anglo - americana; sin embargo, el






problema con esas «lecciones de la historia» es que generalmente se leen mejor

después de haber caído de bruces.

Pero sí estábamos aprendiendo. Las instrucciones técnicas y las órdenes tácticas

resultantes de cada batalla con ellos se extendían por toda la Flota. Aprendimos a

distinguir a los obreros de los guerreros; si uno tenía tiempo, podía averiguarlo por la

forma del caparazón, pero la regla más segura era: si viene hacia ti, es un guerrero; si

huye, puedes darle la espalda. Aprendimos a no malgastar municiones ni siquiera con

los guerreros, excepto en defensa propia; en cambio íbamos tras ellos. Primero

encontrar un agujero, luego arrojar una bomba de gas que explota pocos segundos más

tarde liberando un líquido oleoso que se evapora en un gas nervioso letal para las

Chinches (e inocuo para nosotros), más pesado que el aire y que tiende a bajar..., y

entonces se puede utilizar una segunda granada de H. E. para cerrar el agujero.

No sabíamos todavía si esas bombas llegaban a suficiente profundidad para matar a las

reinas, pero sí que a las Chinches no les gustaba esa táctica; nuestro servicio de

espionaje a través de los Huesudos, y entre las mismas Chinches, era definitivo en ese

punto. Además, de ese modo aniquilábamos a fondo su colonia. Tal vez se las

arreglaran para evacuar a las reinas y cerebros..., pero al menos estábamos

aprendiendo a hacerles daño.

Ahora bien, en cuanto a los Rufianes se refiere, esos bombardeos de gas eran

sencillamente otro ejercicio que se hacia de acuerdo con las órdenes, por números y a

paso ligero.

Al fin tuvimos que volver a Santuario a por más cápsulas. Éstas se agotan (bueno, y

nosotros también), y cuando se acaban hay que volver a la Base, aunque los

generadores Cherenkov aún pudieran llevar la nave dos veces en torno a la Galaxia.

Poco antes de eso llegó un despacho nombrando a Jelly teniente, en el puesto de

Rasczak. Jelly trató de mantenerlo en secreto, pero la capitana Deladrier lo publicó y

luego le pidió que comiera en la parte delantera con los demás oficiales. Pero él siguió

pasando el resto del tiempo con nosotros.

Para entonces ya habíamos hecho varias bajadas con él como jefe de pelotón, y el

equipo se había acostumbrado a seguir adelante sin el teniente. Todavía nos dolía,

pero ya era cosa de rutina. En cuanto Jelal recibió el nombramiento, hablamos entre

nosotros y decidimos que ya era hora de que lleváramos el nombre de nuestro jefe,

como hacían otros equipos.

Johnson era el más antiguo y fue a decírselo a Jelly, obligándome a acompañarle para

prestarle apoyo moral.

- ¿Sí? - gruñó Jelly.

- Verá, mi sar..., quiero decir, mi teniente. Hemos estado pensando.

- ¿Sobre qué?

- Bueno, los chicos lo han hablado entre ellos y piensan... Bien, creen que el equipo

debería llamarse «Los Jaguares de Jelly».






- Conque sí, ¿eh? ¿Cuántos están a favor de ese nombre?

- La decisión es unánime - dijo Johnson sencillamente.

- ¿Y qué? Cincuenta y dos «sí»... y un «no». Gana el «no».

Y nadie volvió a sacar a relucir el tema.

Poco después nos colocaron en la órbita de Santuario. Me alegré de estar allí, ya que el

campo de seudogravedad interna de la nave había sido previamente retirado durante

más de dos días mientras el ingeniero jefe lo arreglaba, dejándonos en caída libre, cosa

que odio. Nunca seré un auténtico astronauta. Sentir la tierra bajo los pies me parece

estupendo. A todo el pelotón se le concedieron diez días de Descanso y Recreo, y

fuimos transferidos a los barracones de la Base.

Nunca había aprendido las coordenadas de Santuario, ni el nombre o el número de

catálogo de la estrella en torno a la cual gira, porque lo que uno ignora no lo puede

decir. El lugar es ultrasecreto, sólo conocido de los capitanes de las naves, los oficiales

que las pilotan y gentes así, y todos ellos bajo órdenes hipnóticas de suicidarse, si es

necesario, para evitar que los capturen. De modo que yo prefería no saberlo. Con la

posibilidad de que el enemigo pudiera tomar la base Luna, e incluso ocupar la Tierra, la

Federación mantenía todas las fuerzas posibles en Santuario, de modo que un desastre

en la Tierra no significara necesariamente la capitulación.

Pero si puede decirse qué tipo de planeta es. Como la Tierra, pero retrasado.

Literalmente retrasado, como el niño que necesita diez años para aprender a decir

adiós, y que jamás se las arregla para saber comer correctamente. Es un planeta de lo

más parecido a la Tierra, de la misma época según los planetólogos; y su estrella es de

la misma edad que el Sol y del mismo tipo. según los astrofísicos. Tiene mucha flora y

fauna, la misma atmósfera que la Tierra, o parecida, y casi el mismo clima; incluso tiene

una luna de buen tamaño, y las mareas excepcionales de la Tierra.

A pesar de todas estas ventajas, apenas se ha desarrollado. Verán, el problema es que

es escaso en mutaciones; no disfruta del elevado nivel de radiación natural de la Tierra.

Su flora más típica y más desarrollada es un helecho gigante y primitivo; su animal más

característico es un protoinsecto que ni siquiera ha creado colonias. No estoy hablando

de la flora y fauna trasplantadas; nuestras plantas se instalan allí y arrinconan a las

nativas.

Con el progreso evolutivo casi a cero por falta de radiación y, en consecuencia, un radio

de mutación muy bajo, las formas de vida nativa en Santuario no han tenido una

oportunidad decente para evolucionar, y no están en condiciones de competir. Sus

esquemas genéticos siguen fijos durante un tiempo relativamente largo. No son

adaptables; es como si se vieran forzados a jugar con las mismas cartas una y otra vez,

durante siglos y siglos, sin esperanzas de llegar a tener una mano mejor.

Mientras estuvieron solos, eso no les importó demasiado; eran deficientes mentales

relacionándose con deficientes mentales, por así decirlo. Pero cuando las gentes que

habían evolucionado en un planeta que disfruta de radiación elevada y de gran espíritu






competitivo se instalaron allí, los nativos se vieron dominados.

Ahora bien, todo lo anterior era obvio para mí desde mis clases de biología en la

escuela superior, pero el técnico de la Estación de Investigación del planeta que me lo

estaba explicando sacó a relucir una cuestión en la que yo nunca había pensado.

¿Y los seres humanos que han colonizado Santuario?

No los transeúntes como yo, sino los colonos que viven en Santuario, muchos de los

cuales nacieron allí, y cuyos descendientes seguirán viviendo allí hasta la enésima

generación. ¿Qué hay de sus descendientes? A nadie le hace daño no recibir

radiaciones; en realidad es un poco más sano. La leucemia, y ciertos tipos de cáncer,

son casi desconocidos en Santuario. Aparte de eso, la situación económica, de

momento, está a su favor, pues cuando plantan un campo de trigo (terreno) no

necesitan siquiera quitar las malas hierbas. El trigo de la Tierra desplaza todo lo nativo.

Pero los descendientes de esos colonos no evolucionarán. No mucho por lo menos.

Ese tipo me dijo que podían mejorar un poco merced a mutación por otras causas, por

la sangre nueva que traen los inmigrantes, y por la selección natural entre los

esquemas genéticos que ya tienen. Pero todo eso apenas tiene importancia comparado

con el índice evolutivo de la Tierra y de cualquier planeta normal. Entonces ¿qué

ocurre? ¿Se quedan en su nivel actual mientras el resto de la raza humana sigue

adelantándose, hasta ser fósiles vivos, tan fuera de lugar como un pitecántropo en una

nave espacial? ¿O acaso se preocupan por el destino de sus descendientes y se

someten a rayos X con regularidad, o se dedican a las explosiones nucleares cada año

a fin de tener una reserva de radiación en su atmósfera? (Aceptando, por supuesto, los

peligros inmediatos de la radiación en sí mismos con objeto de proveer una herencia

genética adecuada de mutaciones en beneficio de sus descendientes).

Dicho investigador predice que no harán nada. Afirma que la raza humana es

demasiado individualista, demasiado egoísta, para preocuparse tanto por las

generaciones futuras. Dice que el empobrecimiento genético de las generaciones

distantes por falta de radiación es algo por lo que la mayoría de la gente es incapaz de

preocuparse. Y, por supuesto, es una amenaza muy distante. La evolución funciona tan

lentamente, incluso en la Tierra, que el desarrollo de nuevas especies es cuestión de

muchos, muchos miles de años.

No lo sé. Caray, si la mitad del tiempo no sé ni lo que voy a hacer yo. ¿cómo voy a

predecir lo que hará una colonia de extraños? Pero estoy seguro de esto: Santuario va

a ser totalmente colonizado, por nosotros o por las Chinches. O por alguien más. Es

una utopía en potencia, y estando las tierras tan escasas por esta parte de la Galaxia,

no se le va a dejar en manos de las formas primitivas carentes de inteligencia.

Es un lugar encantador, mejor en muchos aspectos, para unos días de Descanso y

Recreo, que la Tierra. En segundo lugar, y aunque tiene muchísimos civiles, más de un

millón, éstos no son malos para ser civiles. Saben que hay una guerra en marcha. La

mitad de ellos están empleados en la Base o en la industria de guerra; el resto cultiva






alimentos y se los vende a la Flota. Podría decirse que tienen Intereses legales en la

guerra pero, sean cuales fueren sus razones, respetan el uniforme y no les incomoda

tener allí a los soldados. Muy al contrario Si un I.M. entra en una tienda, el propietario le

llama «señor» y parece decirlo realmente en serio, aunque a la vez esté tratando de

venderle algo inútil por un precio demasiado alto.

En primer lugar, la mitad de esos civiles son mujeres. Uno tiene que haber estado

mucho tiempo de patrulla para apreciar eso como es debido. Tienes que haber estado

soñando con el día de guardia, con el privilegio de estar dos horas de cada seis con la

columna vertebral contra el mamparo y las orejas alzadas a la espera de captar una voz

femenina. Supongo que será más fácil en las naves que tocan todos los puertos, pero

yo prefiero el Rodger Young. Es algo bueno saber que la razón definitiva por la que uno

lucha sí existe, y que no es sólo cosa de su imaginación.

Además de ese maravilloso cincuenta por ciento de los civiles, el cuarenta por ciento de

las gentes del Servicio Federal en Santuario también lo constituyen mujeres. Añádase a

todo ello que uno disfruta del paisaje más maravilloso de todo el universo explorado.

Y aparte de esas ventajas naturales insuperables, mucho se ha hecho artificialmente

para que no se malgaste el tiempo de Descanso y Recreo. La mayoría de los civiles

parecen tener dos empleos; incluso se les ve ojerosos por pasarse toda la noche de pie

para hacer más agradable el permiso de un soldado. Churchill Road, que va desde la

Base a la ciudad, está abarrotada a ambos lados de empresas destinadas a que un

hombre se desprenda sin dolor de ese dinero que, de todas formas, no tiene en qué

gastar, con el agradable acompañamiento de bebidas, diversiones y música.

Si uno es capaz de pasar ante esas trampas, y aunque ya le hayan sangrado de toda

cosa de valor, todavía existen otros lugares en la ciudad casi tan satisfactorios (me

refiero a que allí también hay chicas), y que el pueblo agradecido ofrece gratis; muy

parecidos al centro social de Vancouver, pero con una acogida todavía mejor.

Santuario, y en especial la ciudad, Espíritu Santo, me pareció un lugar tan ideal que

estuve meditando en la idea de retirarme allí cuando expirara mi plazo. Después de

todo, nada me importaba realmente que mis descendientes (si es que los había)

tuvieran veinticinco mil años después largos tentáculos verdes como todos los demás, o

sólo el equipo normal con que yo me había visto forzado a cargar. Aquel profesor de la

Estación de Investigación no era capaz de asustarme con su amenaza de la carencia

de radiación. En mi opinión (y por lo que veo a mi alrededor), la raza humana ya había

alcanzado su cima definitiva, de todos modos.

Sin duda el jabalí macho siente lo mismo por el jabalí hembra pero, si es así, ambos

somos muy sinceros.

Hay otras oportunidades de diversión en ese lugar. Recuerdo con especial placer una

noche en la que un grupo de Rufianes se enzarzó en una discusión amistosa con un

grupo de marineros (no del Rodger Young) sentados en la mesa inmediata. Por culpa

de las bebidas, la discusión fue algo escandalosa. De modo que acudió la Policía de la






Base y le puso fin con las porras cuando ya estábamos

caldeándonos en la respuesta. No hubo consecuencias, aparte de que nosotros tuvimos

que pagar los muebles rotos. El comandante de la Base opina que a un hombre que

disfruta de D&R se le debe permitir algo de diversión mientras no falte a esas treinta y

una normas que pueden acabar con él.

También los barracones donde nos acomodaban estaban bien, nada lujosos pero sí

cómodos. y la cocina funciona veinticuatro horas al día, encargándose de todo el trabajo

los civiles. No hay toque de diana, ni de queda. Realmente, uno está de permiso y no

tiene por qué ir a los barracones si no quiere. Yo me quedé en ellos sin embargo, ya

que me parecía ridículo gastarme el dinero en los hoteles cuando allí tenía una cama

limpia, buena y gratis, y había mejores modos de gastar mis pagas acumuladas.

La hora extra de cada día resultaba agradable también, ya que podía dormir nueve

horas y disponer luego de toda una jornada completa. Recuperé todo el tiempo de

sueño que llevaba atrasado desde la Operación Casa de Chinches.

La verdad es que era como un hotel. Ace y yo teníamos un cuarto para nosotros solos,

en la parte de los suboficiales de visita. Una mañana, cuando nuestro Descanso y

Recreo se acercaba por desgracia a su fin, yo estaba durmiendo pacíficamente bajo la

luna local cuando Ace casi me tira de la cama.

- ¡A paso ligero, soldado! Las Chinches están atacando.

Le dije lo que podía hacer con las Chinches.

- Vámonos de juerga - insistió.

- No tengo dinero - dije.

La noche anterior había tenido una cita con una encantadora química de la Estación de

Investigación. Había conocido a Carl en Plutón, y Carl me había escrito diciéndome que

tratara de verla si alguna vez iba a Santuario. Era una pelirroja muy esbelta, con gustos

caros. Al parecer, Carl le había insinuado que yo tenía más dinero del que necesitaba,

ya que ella decidió la noche anterior que era precisamente su oportunidad de trabar

conocimiento con el champaña local. No quise dejar mal a Carl confesando que todo lo

que tenía era la paga de un soldado. De modo que la invité a beberlo mientras yo me

tomaba lo que allí llaman (aunque no lo es) zumo de piña. El resultado fue que tuve que

volver a pie después (los taxis no son gratuitos). Sin embargo, había valido la pena. Y,

después de todo, ¿qué es el dinero? Hablo del dinero de las Chinches, claro.

- No es problema - dijo Ace -. Puedo invitarte. Anoche tuve suerte. Conocí a uno de la

marina que no sabe nada de porcentajes.

De modo que me levanté, me afeité y me duché, y fuimos a la cocina en busca de

media docena de huevos con algo semejante a patatas, jamón, pastelillos calientes,

etc., y luego nos fuimos a la ciudad a tomar algo. El camino a lo largo de Churchill Road

era caluroso, de modo que Ace decidió parar en una cantina. También yo entré para

comprobar si allí el zumo de piña era auténtico. No lo era, pero estaba frío. No se puede

pedir todo.






Hablamos de esto y de lo otro. y Ace pidió otra ronda. Probé con el zumo de fresas: lo

mismo. Ace se quedó mirando el vaso y luego me preguntó:

- ¿Has pensado alguna vez en presentarte para oficial?

- ¿Qué? ¿Estás loco? - exclamé.

- No. Mira, Johnnie, esta guerra puede durar mucho. A pesar de toda la propaganda

enfocada a los de casa, tú y yo sabemos que las Chinches no están dispuestas a

rendirse. Así que, ¿por qué no hacer planes? Como dice el refrán: si has de tocar en la

banda, vale más que lleves la batuta que el tambor.

Estaba asombrado ante el giro que había tomado la conversación, especialmente

viniendo de Ace.

- ¿Y tú? ¿También tú buscas un cargo?

- ¿Yo? - dijo asombrado -. Comprueba tus circuitos, hijo; estás sacando conclusiones

erróneas. Yo no tengo cultura, y soy diez veces mayor que tú. Pero tú si tienes cultura

suficiente para pasar los exámenes de la Escuela de Candidatos Oficiales, y además el

coeficiente de inteligencia que a ellos les gusta. Te garantizo que, si te haces de

carrera, serás sargento antes que yo, y te elegirán para la Escuela al día siguiente.

- ¡Ahora sé que estás loco!

- Escucha a tu papaíto. Odio decirte esto, pero tú eres lo bastante estúpido, vehemente

y sincero como para llegar a ser el tipo de oficial al que los hombres siguen encantados

adonde sea. Ahora bien, yo..., bueno, yo soy suboficial por naturaleza, con la actitud

pesimista idónea para contrarrestar el entusiasmo de las personas como tú. Algún día

seré sargento, y luego cumpliré mis veinte años de servicio y me retiraré y conseguiré

uno de esos trabajos de reserva, policía tal vez, y me casaré con una chica gorda y con

los mismos gustos vulgares que yo, y me dedicaré al deporte, y a pescar, y a irme

muriendo a gusto. - Se detuvo para aclararse la garganta y continuó -: Pero tú seguirás

en el ejército, y probablemente alcanzarás un alto rango y morirás gloriosamente, y un

día leeré algo acerca de ti en la prensa y diré con orgullo: «Yo le conocí. ¡Vaya, hasta

solía prestarle dinero! Fuimos cabos juntos». ¿Bien?

- Nunca he pensado en ello - dije lentamente -. Sólo me proponía cumplir un plazo de

servicio.

- ¿Acaso ves que licencien ahora a los que ya lo han cumplido? - Sonrió amargamente

-. ¿Y esperas conseguirlo en dos años?

Eso sí me daba que pensar. Mientras la guerra continuara, un «plazo» no se daba por

finalizado. Al menos, no para las tropas espaciales. Era una diferencia de actitud sobre

todo, al menos de momento. Los que estábamos cumpliendo un plazo podíamos

pensar: «Cuando termine esta maldita guerra de los insectos...» Pero un oficial de

carrera jamás pensaría así. No le esperaba nada, aparte del retiro... o la muerte.

Por otra parte, tampoco a nosotros. Pero si uno se hacia de «carrera» y no terminaba la

guerra en veinte años... bueno, podían ponerse muy pesados acerca de sus privilegios

políticos, aunque jamás retuvieran a un hombre que no quisiera quedarse.






- Quizá no en un plazo de dos años - admití -, pero la guerra no durará siempre.

- ¿Que no?

- ¿Cómo sería posible?

- Que me cuelguen si lo sé. A mi no me dicen esas cosas. Pero eso no es lo que te

preocupa, Johnnie. ¿Acaso te espera alguna chica?

- No. Bueno, había una - contesté lentamente -. Pero no pasó de decirme «querido

Johnnie».

Era una mentira, pero la dije porque Ace parecía esperarlo. Carmen no era mi chica, ni

una chica que esperara a nadie, pero sí me escribía cartas y las empezaba con un

«Querido Johnnie» en las raras ocasiones en que lo hacía.

- Es lo que hacen siempre - asintió Ace con sagacidad -. Prefieren casarse con civiles y

tener a alguien con quien charlar cuando tienen ganas. No te importe, hijo; encontrarás

muchas más que dispuestas a casarse contigo cuando te retires, y a esa edad estarás

más capacitado para manejar a una esposa. El matrimonio es el desastre para un

joven, y la comodidad para un viejo. - Miró el vaso -. Me da náuseas verte bebiendo esa

porquería.

- A mí me ocurre lo mismo con lo que bebes tú - le dije.

- Como dices, hay gente para todo. - Se encogió de hombros -. Piensa en lo que te he

dicho.

- Lo haré.

Ace se metió después en una partida de cartas, me prestó dinero y yo me fui a pasear.

Necesitaba pensar.

¿Hacerme de carrera? Aparte de esas bobadas de conseguir un cargo, ¿deseaba yo

seguir la carrera? Bueno, yo había pasado por todo esto para obtener mis privilegios

políticos, ¿no?, y si seguía la carrera militar estaría tan lejos del privilegio de votar como

si jamás me hubiera alistado, porque mientras uno lleva el uniforme no puede votar. Lo

cual es como debe ser, por supuesto. Es que si dejaran votar a los Rufianes, ¡esos

idiotas serían capaces de votar para que no se hiciera una bajada! No es posible. Sin

embargo, yo me había enrolado con objeto de ganar el voto.

¿O no?

¿Me había preocupado alguna vez por votar? No. Era el prestigio, el orgullo, la situación

social del ciudadano.

¿O no?

Ni por salvar mi vida era capaz de recordar por qué me había enrolado.

De todas formas, el proceso de votar no era lo que hacía a un ciudadano. El teniente

había sido un ciudadano en el auténtico sentido de la palabra, aunque no hubiera vivido

lo suficiente para emitir un voto. Porque había «votado» cada vez que hizo una bajada.

¡Y yo también!

Me parecía escuchar todavía al coronel Dubois:

- La ciudadanía es una actitud, un estado de la mente, una convicción emocional de






que el todo es mayor que la parte, y que la parte debe sentirse humildemente orgullosa

de sacrificarse para que el todo pueda vivir.

Ignoraba todavía si anhelaba colocar mi único cuerpo «entre el amado hogar y la

desolación de la guerra», porque seguía sufriendo los temblores antes de cada bajada,

y esa «desolación» podía ser muy desolada. Sin embargo, al fin comprendía lo que el

coronel Dubois había querido decir. La I.M. era mía, y yo era de ella. Si eso era lo que

la I.M. hacia para romper la monotonía, yo lo haría también. El patriotismo era algo

esotérico para mí, una idea demasiado amplia para que yo la captara. Pero la I.M. era

mi banda, a la que yo pertenecía. Ellos eran toda la familia que me quedaba, los

hermanos que nunca había tenido, amigos más íntimos de lo que Carl fuese jamás. Si

les dejara, estaría perdido.

Entonces, ¿por qué no convertirme en militar de carrera?

De acuerdo, de acuerdo, pero ¿y esa tontería de presentarme para un cargo? Eso era

otra cosa. Podía imaginarme sirviendo veinte años y luego viviendo tranquilo, al modo

en que Ace lo había descrito, con cintas en el pecho y zapatillas en los pies, y las

veladas en el Club de Veteranos recordando viejos tiempos con otros que también

estuvieron en el ejército. Pero ¿oficial de carrera? Aún me parecía oír a Al Jenkins en

una de las discusiones que tuvimos al respecto:

- ¡Yo soy un soldado! ¡Y voy a seguir siendo soldado! Si sólo eres un soldado, no

esperan nada de ti. ¿Quién quiere ser oficial? ¡Ni siquiera sargento! Respiras el mismo

aire que ellos ¿no? Y comes lo mismo. Y vas a los mismos lugares y haces las mismas

bajadas. Pero sin preocupaciones.

También eso me daba en qué pensar. ¿Qué me habían proporcionado las sardinetas,

aparte de alguna bronca?

Sin embargo, yo sabía que sería sargento si alguna vez me lo ofrecían. Uno no rehúsa

nada; un I.M. no rehúsa nada. Se adelanta y lo acepta. Un ascenso también, supongo.

No, eso no ocurrirá. ¿Quién era yo para pensar que podía ser alguna vez lo que había

sido el teniente Rasczak?

Paseando, me había acercado a la Escuela de Candidatos, aunque no creo que me

propusiera ir allí. Una compañía de cadetes se encontraba en el terreno de revista,

haciendo ejercicios al trote y con el mismo aspecto que los reclutas, en la Básica. El sol

calentaba, y aquello parecía más incómodo que una sesión de pelea en la sala de

bajadas del Rodger Young. Yo no había marchado de ese modo desde que terminé la

Básica. Esa tontería de los ejercicios para agotar a los muchachos ya estaba superada.

Los observé un poco, sudando con los uniformes. Oí cómo les reñían..., los sargentos

también. Lo de siempre. Agité la cabeza y me alejé de allí... y regresé a los barracones,

fui al ala de los oficiales y busqué la habitación de Jelly.

Estaba con los pies sobre la mesa, y leyendo una revista. Di con los nudillos en el

marco de la puerta. El alzó la vista y gruñó.

- ¿Sí?






- Mi sarg..., quiero decir, mi teniente...

- ¡Dilo de una vez!

- Señor, quiero seguir la carrera militar.

Bajó los pies de la mesa.

- Levanta la mano derecha.

Me tomó el juramento, buscó en el cajón de la mesa y sacó unos papeles.

Tenía mis documentos preparados, esperándome para que los firmara. Y ni siquiera se

lo había dicho a Ace. ¿Qué les parece?

Capítulo

No basta en absoluto con que un oficial sea capaz [...] Debe ser también un caballero

de educación liberal, modales refinados, cortesía perfecta y el mayor sentido del honor

personal [...] Ningún acto meritorio por parte de un subordinado debe escapar a su

atención, aunque la recompensa sea tan sólo una palabra de aprobación. Y, a la

inversa, no debe pasar por alto una sola falta de cualquier subordinado.

Por muy ciertos que sean los principios políticos por los que ahora luchamos, las naves

deben ser gobernadas bajo un sistema de absoluto despotismo.

Confío en que he dejado claro ante vosotros las tremendas responsabilidades [...]

Debemos hacer cuanto podamos con todo lo que tenemos.

JOHN PAUL JONES

de septiembre de .

Extractos de una carta al comité naval de los insurrectos de N.A.

El Rodger Young volvía de nuevo a la Base en busca de reemplazos, tanto de cápsulas

como de hombres. Se habían cargado a Al Jenkins cuando cubría una recogida, que

nos había costado el Padre también. Y además había que reemplazarme a mí. Llevaba

ahora las insignias de sargento (por la muerte de Migliaccio), pero tenía la corazonada

de que serían de Ace en cuanto yo dejara la nave. Sabia que había sido algo

puramente honorario, ese ascenso sólo había sido una amable despedida por parte de

Jelly, ya que yo me iba a la Escuela de Oficiales.

Pero eso no me impedía sentirme orgulloso de ellas. En el campo de aterrizaje de la

Flota crucé la puerta de salida con la cabeza muy alta y me fui al mostrador de

cuarentena para que me sellaran las órdenes. Mientras lo hacían, oí una voz cortés y

respetuosa a mis espaldas.

- Disculpe, sargento, pero ese bote que acaba de bajar ¿es del Rodger...?

Me volví para ver quién hablaba; me fijé en las mangas, vi que era un cabo, un hombre






bajo y ligeramente cargado de hombros, sin duda uno de nuestros...

- ¡Padre!

Entonces el cabo me echó los brazos al cuello:

- ¡John! ¡John! ¡Oh, mi pequeño Johnnie!

Le besé, le abracé y me eché a llorar. Tal vez el empleado civil del mostrador de

cuarentena no hubiera visto nunca que dos suboficiales se besasen. Bien, sólo con que

hubiera alzado una ceja en gesto de sorpresa le habría pateado. Pero ni eso vi. Estaba

muy ocupado. El tuvo que recordarme que me llevara las órdenes.

Para entonces ya nos habíamos limpiado la nariz y secado las lágrimas. Ya no éramos

un espectáculo. Le dije:

- Papá, busquemos un rincón tranquilo y sentémonos a hablar. Quiero que me lo

cuentes todo - Inspiré profundamente -. Creí que habías muerto.

- No. Casi me mataron en una o dos ocasiones. Pero, hijo..., sargento, he de averiguar

lo de ese bote de aterrizaje. Verás...

- ¡Oh, ése! Sí, es del Rodger Young. Precisamente yo...

- Entonces tengo que largarme ahora mismo. - Parecía muy desilusionado -. He de

presentarme allí. - Luego añadió ansiosamente -: Pero tú volverás pronto a bordo ¿no,

Johnnie? ¿O es que estás de Descanso y Recreo?

- No, no. - Pensé a toda prisa. ¡Mira que ocurrir esto! -. Verás, padre, yo sé el horario

del bote. No subirás a bordo por lo menos en una hora y pico. Ese bote no es de

recogida rápida; tiene que encargarse del combustible cuando el Rodger complete este

pase, si es que el piloto no ha de esperar al pase siguiente. Hay que cargar primero.

Me miró dudoso:

- Mis órdenes dicen que me presente de inmediato al piloto en el primer bote disponible

de la nave.

- ¡Padre, padre! ¿Por qué has de ser tan condenadamente reglamentario? A la chica

que pilota eso no le importará que tú subas ahora o justo cuando vayan a largarse. De

todas formas, harán la llamada por los altavoces diez minutos antes de salir. No puedes

perderlo.

Me dejó que le llevara a un rincón tranquilo. Cuando nos sentamos repitió:

- ¿Irás en el mismo bote, John? ¿O más tarde?

- Yo...

Le enseñé mis órdenes; me pareció el modo más sencillo de darle la noticia. Barcos

que se cruzan en la noche, como en la historia de Evangeline... ¡caray, qué modo de

salir mal las cosas!

El las leyó, vi lágrimas en sus ojos y dije a toda prisa:

- Mira, padre, voy a tratar de volver. No querría estar en otro equipo que con los

Rufianes. Y más ahora que estás tú con ellos. Bueno, yo sé que es una desilusión,

pero...

- No estoy desilusionado, John.






- ¿Cómo?

- Es orgullo. Mi hijo va a ser oficial. Mi pequeño Johnnie... Claro, desilusión también.

Había estado soñando con este día. Pero puedo esperar un poco más. - sonrió entre

lágrimas -. Has crecido, muchacho. Y engordado también.

- Supongo que sí. Pero, papá, no soy oficial aún, y tal vez sólo pase unos días fuera del

Rodger. Quiero decir que a veces nos despiden con toda rapidez y...

- ¡Basta de eso, jovencito!

- ¿Qué?

- Tú lograrás ser oficial. No vuelvas a hablar de que te despidan. - de pronto sonrió -. Es

la primera vez que he podido decirle a un sargento que se callara.

- Bien..., desde luego lo intentaré, padre, y si lo consigo seguro que pediré ir al viejo

Rodger. Pero...

- Sí, lo sé. Pero tu petición no significará nada a menos que haya una vacante para ti.

No importa. Si esta hora es cuanto tenemos, vamos a sacarle el mayor partido posible.

Estoy tan orgulloso de ti que me estallan las costuras. ¿Cómo te ha ido, Johnnie?

- ¡Oh, estupendo, estupendo!

Yo pensaba que la cosa no era tan mala. Mi padre estaría mejor con los Rufianes que

en cualquier otro equipo. Todos mis amigos cuidarían de él, le conservarían vivo. Tenía

que enviar un telegrama a Ace. Porque mi padre, desde luego, jamás revelaría que yo

era su hijo.

- Papá. ¿cuánto tiempo llevas en esto?

- Poco más de un año.

- ¡Y ya eres cabo!

Sonrió amargamente.

- Los hacen a toda prisa en estos tiempos.

No tenía que preguntar a qué se refería. Las bajas. Siempre había vacantes en los

Cuadros de Organización. Apenas se conseguían bastantes soldados adiestrados para

llenarlas. En cambio. dije:

- Sí, pero papá, tú eres..., quiero decir, ¿no eres un poco viejo para el ejército? Podrías

estar en la marina, o en logística, o...

- ¡Yo quise la Infantería Móvil y lo conseguí! - replicó enfáticamente -. Y no soy más

viejo que la mayoría de los sargentos, no tan viejo en realidad. Hijo, el simple hecho de

que tenga veintidós años más que tú no me coloca en una silla de ruedas. Y la edad

tiene sus ventajas también.

Había algo de cierto en eso. Recordé que el sargento Zim siempre había probado

primero a los hombres maduros cuando se trataba de dar sardinetas a los soldados. Y

papá jamás haría tonterías en la Básica como yo, nada de latigazos para él.

Probablemente, ya le habían considerado para suboficial antes de que terminara la

Básica. El ejército necesita muchos hombres maduros -; es una organización

paternalista.






No tenía que preguntarle por qué había elegido la I.M., ni por qué medios había venido

a parar a mi nave. Me alegraba de ello, y me sentía más adulado que si me hubiera

expresado todo su orgullo en palabras. Tampoco iba a preguntarle por qué se había

alistado: creía saberlo ya. Por mamá. Ninguno de los dos la había mencionado, era

demasiado penoso. De modo que cambié de tema bruscamente.

- Ponme al día. Dime dónde has estado, y qué has hecho.

- Bien, me adiestré en el Campamento San Martín.

- ¿Cómo? ¿No en Currie?

- Es uno nuevo. Pero con el mismo régimen, según creo. Sólo que en él te adiestran

dos meses más aprisa, porque no tienes los domingos libres. Luego pedí el Rodger

Young, pero no lo conseguí, y terminé en los Voluntarios de McSlattery. Es un buen

equipo.

- Sí, lo se - tenían fama de rudos, duros y desagradables, casi tan buenos como los

Rufianes.

- Debería decir que era un buen equipo. Hice varias bajadas con ellos y mataron a

algunos chicos, así que al cabo de algún tiempo conseguí éstas - y se miró las

sardinetas -. Ya era cabo cuando bajamos en Sheel...

- ¿Tú estabas allí? ¡Yo también!

Con una emoción repentina me sentí más cerca de mi padre de lo que había estado en

mi vida.

- Lo sé. Al menos sabía que estaba allí tu equipo. Yo me hallaba a unos ochenta

kilómetros al norte de tu posición, por lo que pude adivinar. Nos encargamos del

contraataque cuando ellos empezaron a surgir del suelo como murciélagos de una

cueva. - Se encogió de hombros -. De modo que, cuando acabó aquello, yo era un cabo

sin equipo. No quedaba lo suficiente de nosotros como para un cuadro de jefes

completo. Por eso me enviaron aquí. Podía haber ido con los Osos de Kodiak, pero dije

unas palabritas al encargado de las colocaciones y, por supuesto, el Rodger Young vino

con una vacante para un cabo. Así que aquí estoy.

- ¿Y cuándo te enrolaste?

Comprendí que era un error en cuanto hube hecho la pregunta, pero había que dejar el

tema de los Voluntarios de McSlattery; el huérfano de un equipo muerto desea olvidarlo.

Papá respondió en voz baja:

- Poco después de lo de Buenos Aires.

- Ah, comprendo.

No habló durante unos segundos. Luego añadió suavemente:

- No estoy seguro de que lo comprendas, hijo.

- ¿Cómo dices?

- No será fácil de explicar. Desde luego, la pérdida de tu madre tuvo mucho que ver en

ello. Pero no me enrolé por vengarla, aunque también pensaba en eso. Tú tuviste

mucho más que ver con ello.






- ¿Yo?

- Sí, tú, hijo. Siempre comprendí lo que tú hacías mejor que tu madre. No la culpes. Ella

jamás tuvo la oportunidad de entenderlo, lo mismo que un pájaro es incapaz de

entender lo que significa nadar. Yo sabía incluso por qué lo hiciste, aunque entonces

quería que tú lo supieras. Por lo menos la mitad de mi enfado contigo era puro

resentimiento porque tú estabas haciendo algo que en el fondo de mi corazón,

comprendía que también debía haber hecho. Pero tampoco tú fuiste la causa de que

me enrolara. Sólo colaboraste en mi decisión, y no interviniste en el servicio que elegí. -

Hizo una pausa -. Yo no estaba en buena forma cuando tú te enrolaste. Visitaba a mi

hipnoterapeuta con bastante regularidad, jamás lo sospechaste, ¿verdad?, pero no

habíamos llegado más que a la franca aceptación de que yo me sentía muy

insatisfecho. Después de que te fuiste te eché la culpa, pero no era culpa tuya, y lo

sabía, y supongo que mi terapeuta también. Creo que yo me enteré de que estábamos

metidos en un gran problema antes que la mayoría, pues nos pidieron que nos

dedicáramos al armamento militar más de un mes antes de que se anunciara el estado

de emergencia. Estábamos dedicados casi enteramente a la producción de armamento

mientras tú te hallabas aún en el campamento.

»Me sentí mejor durante ese período, trabajando hasta agotarme y demasiado ocupado

para acudir al terapeuta. Luego me sentí más preocupado que nunca. - sonrió -. ¿Hijo,

sabes mucho acerca de los civiles?

- Bien..., no hablamos el mismo lenguaje. Eso sí lo sé.

- Muy bien expresado. ¿Te acuerdas de la señora Ruitman? Tuve unos cuantos días de

permiso en cuanto terminé la Básica y fui a casa. Vi a algunos de nuestros amigos para

despedirme de ellos, y también a ella la visité. Estuvo hablando de muchas bobadas y

al fin dijo: «¿De modo que se va? Bueno, si para en Faraway debe buscar a mis

queridos amigos, los Regate».

»Le dije, con la mayor amabilidad posible, que no lo creía probable, ya que los

arácnidos habían ocupado Faraway. Eso no la preocupó en absoluto. Se limitó a decir:

«¡Oh, eso no importa! Ellos son civiles» - y mi padre sonrió maliciosamente.

- Sí, lo sé.

- Pero me adelanto a mi historia. Te dije que entonces aún me sentía más preocupado.

La muerte de tu madre me dejó libre para lo que tenía que hacer, aunque ella y yo

estábamos más unidos que la mayoría. Sin embargo, su muerte me liberó. Entregué el

negocio a Morales.

- ¿El viejo Morales? ¿Podrá manejarlo?

- Sí. Porque tiene que hacerlo. Muchos estamos haciendo cosas que jamás creímos

que pudiéramos hacer. Le di un buen puñado de acciones, ya sabes el viejo dicho de la

fuerza que mueve el mundo, y el resto lo dividí en dos partes, dejándolo en fideicomiso.

La mitad para las Hijas de la Caridad; la mitad para ti cuando quieras volver y cogerlo.

Si vuelves. No importa. Al menos había descubierto qué andaba mal en mí. - Hizo una






pausa y añadió suavemente -: Tenía que hacer un acto de fe. Tenía que demostrarme a

mí mismo que era un hombre. No sólo un animal dedicado a la economía, productor -

consumidor, sino un hombre.

En ese momento, antes de que yo pudiera responderle nada, los altavoces del muro

empezaron a cantar: «...brilla el nombre, brilla el nombre de Rodger Young», y una voz

femenina añadió: «Personal para el Rodger Young, suban a bordo. Dársena H. Nueve

minutos».

Mi padre se puso en pie de un salto y cogió su mochila.

- ¡Ese es para mi! Cuídate, hijo, y aprueba esos exámenes. O descubrirás que aún no

eres lo bastante mayor para valerte por ti mismo.

- Lo haré, padre.

Me abrazó a toda prisa.

- ¡Te veré cuando volvamos! - dijo, y se largó a paso ligero.

En la oficina exterior de la comandancia me presenté a un sargento de Flota que se

parecía muchísimo al sargento Ro; incluso le faltaba un brazo. Sin embargo, no tenía su

sonrisa. Yo dije:

- Sargento de carrera, John Rico, desea presentarse al oficial al mando según sus

órdenes.

Miró el reloj.

- Su bote bajó hace setenta y tres minutos. ¿Qué ha ocurrido?

Entonces se lo expliqué. Se mordió el labio inferior y me miró meditabundo.

- He oído todas las excusas posibles. Pero usted acaba de iniciar una nueva página. Su

padre, su propio padre, ¿Iba realmente a presentarse en su nave justo cuando usted

salía de ella?

- La pura verdad, sargento. Puede comprobarlo..., el cabo Emilio Rico.

- No comprobamos las declaraciones de los «jóvenes caballeros» aquí. Simplemente,

las archivamos por si resulta que no han dicho la verdad. De acuerdo, un chico que no

llegara tarde por despedir a su padre no valdría mucho en cualquier caso. Dejémoslo

estar.

- Gracias, sargento. ¿Me presento ahora al oficial al mando?

- Ya se ha presentado a él. - Hizo una señal en una lista -. Quizá dentro de un mes, a

partir de ahora, le enviará con otras dos docenas de oficiales. Aquí tiene sus órdenes, y

una lista de las cosas que no debe hacer. Puede empezar por quitarse esas sardinetas.

Pero guárdelas; tal vez las necesite más tarde. A partir de ahora, usted es «mister

Rico» no «sargento».

- Sí, señor.

- No me llame «señor». Yo le llamaré «señor» a usted. Pero no le gustará.

No voy a describir la Escuela de Candidatos a Oficiales (E.C.O.). Es como la Básica






pero al cubo, y con muchos libros. Por las mañanas nos comportábamos como

soldados, haciendo las cosas de siempre que ya hiciéramos en la Básica, y en

combate, y recibiendo broncas por el modo en que lo hacíamos... de boca de los

sargentos. Por las tardes éramos cadetes y «caballeros», y contestábamos preguntas y

recibíamos clases referentes a una lista interminable de temas: matemáticas, ciencias,

galactografía, xenología, hipnopedia, logística, estrategia y táctica, comunicaciones, ley

militar, lectura de terrenos, armas especiales, psicología de mando, cualquier cosa,

desde el cuidado y alimentación de los soldados a por qué Jerjes perdió la gran batalla.

Sobre todo cómo convertirse en una catástrofe viviente a la vez que se cuida a

cincuenta hombres, educándoles, apreciándoles, dirigiéndoles, salvándoles... pero

jamás mimándoles.

Teníamos camas, que utilizábamos muy poco; teníamos habitaciones, duchas y baños,

y cada cuatro candidatos disponíamos de un sirviente civil que nos hacía la cama, nos

limpiaba las habitaciones y sacaba brillo a los zapatos, preparaba los uniformes y hacía

cualquier recado. No se proponían que este servicio fuera un lujo; su propósito consistía

en dar al estudiante más tiempo para cumplir lo que era realmente imposible al liberarle

de todo aquello que cualquier graduado de Básica sabe ya hacer perfectamente.

Seis días trabajarás y harás todo lo posible,

el séptimo lo mismo y colgarás del cable.

O, como dice la versión del ejército: «y limpiarás el establo», lo que demuestra cuántos

siglos tiene este refrán. Ojalá pudiera vérmelas con uno de esos civiles que creen que

nosotros vivimos bien, y hacerle pasar un mes en la E.C.O.

Por las tardes, y todo el domingo, estudiábamos hasta quemarnos las pestañas y sentir

dolor en los oídos; luego dormíamos (si es que dormíamos) con un altavoz hipnopédico

sonando bajo la almohada.

Nuestras canciones de marcha eran adecuadamente derrotistas: «¡No quiero el ejército

para mí, no quiero el ejército para mí! Preferiría estar tras el arado como en los viejos

tiempos». O «No quiero estudiar más sobre guerra»; o «¡No hagáis un soldado de mi

hijo!, gritó la madre llorosa», y - la favorita de todas - el viejo clásico «Los caballeros

oficiales», con el estribillo sobre la pequeña oveja perdida: «¡Dios tenga piedad de

aquellos como nosotros, oh, sí!».

Sin embargo, yo no recuerdo haberme sentido desgraciado. Demasiado ocupado,

supongo. Allí no existía esa «rima» psicológica que había que escalar y con la que uno

tropieza en la Básica. Allí sólo había, sencillamente, el temor constante a fracasar. Me

preocupaba sobre todo la mala preparación que yo llevaba en matemáticas. Mi

compañero de habitación, un colono de Hesperus con el nombre extrañamente

adecuado de «Ángel», se quedaba en píe noche tras noche dándome clase.

La mayoría de los instructores, especialmente los oficiales, eran inválidos. Los únicos






que recuerdo con el dominio completo de brazos, piernas, ojos, oídos. etc., eran

algunos de los suboficiales instructores de combate, y tampoco todos. Nuestro profesor

en las peleas sucias iba sentado en una silla electrónica, llevaba un collarín de plástico

y estaba totalmente paralizado del cuello para abajo. Pero no tenía paralizada la lengua,

su vista era fotográfica y la cólera con que podía analizar y criticar cuanto veía

compensaba aquel impedimento de escasa importancia.

Al principio me preguntaba por qué aquellos hombres, candidatos indudables al retiro

físico y a la pensión completa, no se aprovechaban de ello y se iban a casa. Luego dejé

de preguntármelo.

Supongo que la mayor emoción de toda mi carrera de cadete fue una visita de la alférez

Ibáñez, la de los ojos oscuros, oficial de vigilancia y piloto bajo instrucción en la corbeta

transporte Mannerheim. Apareció Carmencita con un aspecto increíble, con el traje

blanco de la marina, y tan pequeña como un pisapapeles, mientras mi clase estaba

formada por la revista de la cena. Pasó ante todos nosotros - se podía oír cómo

estallaban los ojos a su paso - siguió en línea recta hasta el oficial de servicio y le

preguntó por mí, diciendo mi nombre con voz clara y penetrante.

Del oficial de servicio, capitán Chandar, todos creíamos que no había sonreído en la

vida, ni a su propia madre; pero ahora sonrió a la pequeña Carmen haciendo una

extraña mueca y admitió mi existencia, ante lo cual ella le miró encantada agitando las

pestañas, le explicó que su nave estaba a punto de salir y que, por favor, ¿podía

llevárseme a cenar?

Así me encontré en posesión de un pase de tres horas, altamente irregular y que no

tenía precedentes. Tal vez la marina haya desarrollado técnicas de hipnosis que aún no

han llegado al ejército. O quizás el arma secreta de Carmencita sea más antigua, y no

utilizable por la I.M. En cualquier caso, no sólo me lo pasé maravillosamente bien, sino

que mi prestigio entre mis compañeros de clase, no demasiado alto hasta entonces,

llegó a la cumbre.

Fue una noche gloriosa, y valió la pena fallar en dos clases al día siguiente. La

ensombreció un poco el hecho de que los dos sabíamos lo de Carl - que murió cuando

las Chinches destrozaron nuestra estación de reserva en Plutón -, pero sólo un poco, ya

que ambos habíamos aprendido a vivir con esas cosas.

Algo si me dejó atónito. Carmen se relajó y se quitó la gorra mientras estábamos

comiendo, y su cabello, negro como ala de cuervo, había desaparecido. Ya sé que

muchas chicas de la marina se afeitan la cabeza; después de todo, no resulta práctico

tener que preocuparse del cabello largo en un barco de guerra, y muy en especial un

piloto no puede correr el riesgo de que el pelo se le ponga delante de los ojos en una

maniobra de caída libre. Caray, yo me había afeitado también la cabeza sólo por

comodidad y limpieza, pero mi imagen mental de la pequeña Carmen incluía su melena

de pelo negro y espeso.

Ahora bien, ¿saben?, en cuanto uno se acostumbra a ello resulta incluso gracioso.






Quiero decir que, si una chica es guapa, sigue siéndolo con la cabeza afeitada. Y eso

sirve para distinguir a una chica de la marina de las civiles, como aquellas antiguas

calaveras de las bajadas de combate. Hacía que Carmen tuviera un aire distinguido, le

daba dignidad y, por primera vez, comprendí plenamente que era en verdad un oficial y

un luchador..., aparte de ser una chica muy bonita.

Volví al cuartel con estrellas en los ojos y un ligero olor a perfume. Carmen me había

dado un beso de despedida.

La única clase de la E.C.O. a cuyo contenido voy a referirme es la de historia y filosofía

moral.

Me sorprendió descubrirla en el currículum. Dicha materia no tiene nada que ver con el

combate ni con la dirección de un pelotón; su relación con la guerra (con lo que sí está

relacionada) consiste en explicar por qué se lucha, tema que ya ha decidido cualquier

candidato mucho antes de llegar a la Escuela de Candidatos a Oficiales. Un I.M. lucha

porque es I.M.

Decidí que esa clase debía de ser una repetición en beneficio de aquellos de nosotros

(quizá la tercera parte) que no habían asistido a ella en el colegio. Más del veinte por

ciento de mi clase de cadetes no provenían de la Tierra (siempre firma un porcentaje

mucho mayor de gentes de las colonias que de la Tierra, lo que hace que uno se

pregunte por qué), y de las tres cuartas partes de terrestres algunos eran de territorios

asociados y de otros lugares donde tal vez no se enseñaba historia y filosofía moral. De

modo que la juzgué como una clase de adorno que aliviaría un poco de las más

difíciles, las de las notas con puntos decimales.

Me equivoqué. Al contrario que en la escuela superior, aquí había que aprobarla. No

con exámenes, sin embargo. El curso los incluía, claro, más ejercicios preparados, tests

y demás... pero sin notas. Lo que había que obtener era la opinión del instructor de que

uno merecía la comisión.

Si su opinión era contraria, uno se hallaba sentado ante una junta que no sólo se

preguntaba si podrías ser oficial, sino si pertenecías al ejército en cualquier rango, por

rápido que uno fuera con las armas, y que decidía si debía darte instrucción extra o

despacharte y condenarte a ser un civil.

La historia y filosofía moral actúa como una bomba de explosión retardada. Uno se

despierta a media noche y piensa: «¿Pero qué diablos quiso decir con eso?». Lo mismo

había ocurrido incluso con mi clase en la escuela superior. Muchas veces ni sabía de lo

que hablaba el coronel Dubois. Cuando yo estudiaba creía que era una estupidez que

esa asignatura estuviera en el departamento de ciencias. No era como la física o la

química. ¿Por qué no la incluían en los otros estudios inútiles a los que pertenecía? La

única razón por la que la seguía atentamente era por las discusiones tan deliciosas que

se originaban.

No tenía idea de que «mister Dubois» trataba de enseñarme por qué luchar, incluso






mucho después de que yo decidiera que, de todas formas, deseaba hacerlo.

Bueno, ¿por qué tenía yo que luchar en realidad? ¿No era ridículo que expusiera mi

tierna piel a la violencia de unos desconocidos poco amistosos? ¿Especialmente si la

paga, en el rango que fuera, no suponía siquiera un sueldo, y las horas terribles y las

condiciones de trabajo eran peores aún? Cuando yo podía estar tranquilamente

sentado en casa mientras se encargaban de esas cosas personas duras de cráneo que

disfrutaban con ese juego. Especialmente, cuando los desconocidos contra los que

luchaba jamás me habían hecho nada personalmente hasta que yo iba allí y empezaba

a destrozarles su casa. Pero ¿qué clase de tontería es ésta?

¿Luchas porque eres un I.M.? Chico, estás tan loco como los perros del doctor Pavlov.

Corta el rollo y empieza a pensar.

El mayor Reid, nuestro instructor, era ciego y tenía la desconcertante costumbre de

mirar al frente y llamarte por tu nombre. Estábamos repasando los sucesos a raíz de la

guerra entre la Alianza ruso-anglo-americana y la Hegemonía china, a partir de .

Pero ese día supimos la noticia de la destrucción de San Francisco y del Valle de San

Joaquín. Yo pensé que él nos haría algunos comentarios. Después de todo, incluso un

civil podía comprenderlo ahora: se trataba de las Chinches o nosotros. Luchar o morir.

El mayor Reid no mencionó San Francisco. Hizo que uno de nosotros resumiera el

tratado negociado en Nueva Delhi en el que se ignoró por completo a los prisioneros de

guerra y, por implicación, ese tema se abandonó ya para siempre; luego, el armisticio

quedó reducido a nada, y los prisioneros continuaron donde estaban; en un bando,

porque en el otro se les dejó en libertad y, durante los Desórdenes, se volvieron a sus

casas o no, según su voluntad.

La víctima del mayor Reid habló de los prisioneros no liberados: supervivientes de dos

divisiones de paracaidistas británicos y unos cuantos miles de civiles capturados sobre

todo en Japón, Filipinas y Rusia, y sentenciados por «crímenes» políticos.

- Aparte de ellos había otros muchos prisioneros militares - continuó la víctima del

mayor Reid - capturados durante y antes de la guerra. Incluso se rumoreó que algunos

habían sido capturados en otra guerra anterior, de la que tampoco fueron liberados. El

total de prisioneros retenidos jamás se supo. Los cálculos más exactos dan el número

de unos sesenta y cinco mil.

- ¿Por qué los «más exactos»?

- Bueno, ése es el cálculo del libro de texto, señor.

- Por favor, sea más preciso al hablar. ¿El número era mayor o menor que cien mil?

- No lo sé, señor.

- Nadie lo sabe. ¿Era mayor que mil?

- Probablemente, señor. Casi seguro.

- Completamente seguro, porque muchos más llegaron a escapar, volvieron a casa y

dieron sus nombres. Veo que no se ha leído la lección a fondo. ¡Señor Rico!

Ahora era yo la víctima.






- Sí, señor.

- ¿Cree que mil prisioneros no liberados son razón suficiente para empezar o reanudar

una guerra? Recuerde que millones de inocentes pueden morir, que morirán con

seguridad, si la guerra se inicia o se reanuda.

No vacilé:

- ¡Sí, señor! Es razón más que suficiente.

- «Más que suficiente». Muy bien. Y un prisionero no liberado por el enemigo, ¿es razón

suficiente para iniciar o reanudar una guerra?

Vacilé. Sabía la respuesta de la I.M., pero no creí que fuera ésa la que él quería. Insistió

bruscamente:

- ¡Vamos, vamos, señor Rico! Tenemos un límite superior de mil; le invito a meditar en

el límite inferior de uno solo. Nadie puede firmar un pagaré que diga «una cantidad

entre una y mil libras», y empezar una guerra es algo mucho más serio que pagar

dinero. ¿No sería criminal poner en peligro a todo un país, a dos países en realidad,

para salvar a un hombre, especialmente si ese hombre tal vez no se lo merece? ¿Y si

muere mientras tanto? Miles de personas mueren a diario por culpa de los accidentes;

entonces, ¿por qué dudar por un solo hombre? ¡Conteste! Conteste sí o no. Está

haciéndonos perder el tiempo.

Me tenía cogido. Le di la respuesta de las tropas espaciales.

- ¡Sí, señor!

- Sí ¿qué?

- No importa si se trata de mil o de uno solo. Hay que luchar.

- ¡Ajá! El número de prisioneros no importa. Muy bien. Ahora pruébeme esa respuesta.

Me quedé helado. Sabia que era la respuesta correcta. Pero no el por qué. El seguía

atacando.

- Hable, señor Rico. Esta es una ciencia exacta. Usted ha hecho una declaración

matemática; tiene que demostrarla. Alguien puede afirmar que usted ha asegurado, por

analogía, que una patata tiene el mismo valor, ni más ni menos, que mil patatas, ¿no?

- ¡No, señor!

- ¿Por qué no? ¡Demuéstrelo!

- Los hombres no son patatas.

- Muy bien, señor Rico. Creo que ya hemos fatigado bastante su pobre cerebro por un

día. Traiga mañana a clase una prueba escrita, en lógica simbólica, de su respuesta a

mi pregunta original. Le daré una pista. Vea la referencia siete en el capítulo de hoy.

¡Señor Salomon! ¿Cómo surgió la presente organización política de los Desórdenes?

¿Y cuál es la justificación moral?

Salomon tropezó en la primera parte. Sin embargo, nadie puede describir con exactitud

cómo llegó a existir la Federación, sólo sabemos qué ocurrió. Con los gobiernos

nacionales inutilizados a finales del Siglo XX, algo tenía que llenar el vacío y, en

muchos casos, eso supuso el regreso de los veteranos. Habían perdido una guerra, la






mayoría no tenían empleo, muchos estaban amargados por el tratado de Nueva Delhi,

especialmente por la cuestión de los Prisioneros de Guerra, un asunto feo, y todos

sabían luchar. Pero no fue una revolución, sino más bien lo que sucedió en Rusia en

: cayó el Sistema existente y surgió otro.

El primer caso conocido en Aberdeen, Escocia, fue típico. Algunos veteranos se

agruparon como vigilantes para evitar los motines y los saqueos, colgaron a varias

personas (incluidos dos ex - combatientes) y decidieron que en su comité no habría

más que veteranos. Algo arbitrario al principio. Confiaban un poco en sus camaradas,

no confiaban en nadie más. Lo que empezó como una medida de emergencia se

convirtió en práctica constitucional en un par de generaciones.

Probablemente, esos ex - combatientes escoceses, ya que juzgaron necesario ahorcar

a otros veteranos de la guerra, decidieron que en caso necesario no iban a permitir que

unos «malditos civiles, que se aprovechaban de la guerra y del mercado negro, y

rehuían el servicio y se beneficiaban de todo» tuvieran nada que ver en ello, ¡Tendrían

que hacer lo que se les dijera mientras nosotros, los «micos» del ejército, arreglábamos

las cosas! Tal vez lo creo porque supongo que yo habría sentido lo mismo, y los

historiadores están de acuerdo en que el antagonismo entre los civiles y los soldados

que volvían de la guerra era mucho más intenso de lo que podamos imaginar hoy día.

Salomon no respondió según el libro. Finalmente, el mayor Reid le cortó:

- Traiga mañana a clase un resumen de tres mil palabras. Señor Salomon, ¿puede

darme una razón, no histórica ni teórica sino práctica, de por qué la ciudadanía se limita

hoy a los veteranos licenciados?

- Pues porque son hombres escogidos, señor. Son muy inteligentes.

- ¡Ridículo!

- ¿Señor?

- ¿Acaso esta palabra es demasiado larga para que la entienda? Dije que eso era una

majadería. Los hombres del ejército no son más inteligentes que los civiles. En muchos

casos, los civiles lo son más. Esa fue la justificación que se buscó en el intento de golpe

de estado justo antes del tratado de Nueva Delhi, la llamada «Rebelión de los

científicos». Es decir: que la élite inteligente dirija las cosas y tendremos la utopía. Algo

que se les cayó por su propio peso, naturalmente. Porque la investigación científica, a

pesar de sus beneficios sociales, no es en sí una virtud social, y los que la practican

pueden ser hombres tan egoístas que incluso carezcan de responsabilidad social. Le he

dado una pista, señor. ¿No la ha captado?

Salomon contestó:

- Pues... porque los soldados son disciplinados, señor.

El mayor Reid se mostró amable con él.

- Lo siento. Una teoría atractiva que no está apoyada por los hechos. A usted y a mí no

se nos permite votar mientras sigamos en el ejército, ni puede comprobarse que la

disciplina militar haga a un hombre autodisciplinado una vez haya dejado el servicio,






pues el índice de criminalidad entre los veteranos es muy similar al de los civiles. Y ha

olvidado además que, en tiempo de paz, la mayoría de los veteranos proceden de

servicios auxiliares no combatientes, y que no han estado sometidos a todos los rigores

de la disciplina militar; sólo se han visto sometidos a molestias, a exceso de trabajo y a

peligros. Y sin embargo, sus votos cuentan.

»Señor Salomon, le he hecho una pregunta con truco - sonrió -. La razón práctica para

la continuación de nuestro sistema es la misma razón práctica que existe para que

continúe cualquier cosa. Porque da resultados satisfactorios. Sin embargo, resulta

instructivo observar los detalles. A través de la historia, los hombres han trabajado para

poner la ciudadanía soberana en manos de aquellos que sabrían guardarla y utilizarla

con prudencia en beneficio de todos. Un primer intento fue la monarquía absoluta,

apasionadamente defendida como «el derecho divino de los reyes».

»A veces se hicieron intentos para elegir un buen monarca en vez de dejarlo en manos

de Dios, como cuando los suecos eligieron a un francés, el general Bernadotte, para

que les gobernara. La objeción que puede hacerse es que la provisión de Bernadottes

es limitada.

»Los ejemplos históricos van de la monarquía absoluta a la anarquía absoluta. La

humanidad ha probado casi todos los métodos, y aún se han propuesto algunos más,

algunos horribles en extremo, como el comunismo tipo hormiguero animado por Platón

bajo el título engañoso de La República. Pero el intento siempre ha sido moralista:

aportar un gobierno estable y benévolo.

»Todos los sistemas han tratado de conseguirlo limitando los derechos de ciudadanía a

aquellos a los que se juzgaba con la sabiduría suficiente para usarla con justicia.

Repito: todos los sistemas, incluso las llamadas «democracias sin limites», excluían de

los derechos de ciudadanía a no menos de la cuarta parte de su población por razones

de edad, nacimiento, censo, antecedentes criminales u otras causas.

Sonrió cínicamente y prosiguió:

- Nunca he comprendido que un subnormal de treinta años pueda votar con mayor

sabiduría que un genio de quince, pero ésa era la época del «derecho divino del

hombre común». No importa. Ya pagaron por su locura.

»Los derechos soberanos de ciudadanía han sido concedidos mediante toda clase de

reglas: lugar de nacimiento, origen familiar, raza, sexo, propiedades, cultura, edad,

religión, etcétera. Todos esos sistemas funcionaron, pero ninguno bien. Todos fueron

calificados de tiránicos por muchos, y al fin cayeron o fueron derribados.

»Ahora bien, aquí estamos nosotros con otro sistema, y el nuestro funciona muy bien.

Muchos se quejan, pero nadie se rebela; la libertad personal para todos es la mayor en

la historia, las leyes son pocas, los impuestos reducidos, el nivel de vida es tan alto

como lo permite la productividad, el crimen apenas se conoce. ¿Por qué? No porque

nuestros votantes sean más inteligentes que otros; ya hemos rechazado ese

argumento. Señor Tammany, ¿puede decirnos por qué nuestro sistema funciona, y






funciona mejor que cualquiera de los que utilizaron nuestros antepasados?

No sé de dónde sacó Clyde Tammany su nombre; yo le habría tomado por hindú.

Contestó:

- Bien, creo adivinar que es porque los electores son un grupo pequeño; saben que las

decisiones dependen de ellos, y estudian el tema a fondo.

- Nada de suposiciones, por favor; ésta es una ciencia exacta. Y su suposición es

incorrecta. Los nobles gobernantes de otros muchos sistemas eran un grupo pequeño y

muy consciente de todo su poder. Además, nuestros ciudadanos de pleno derecho no

son una fracción pequeña en todas partes. Usted sabe, o debería saber, que el

porcentaje de ciudadanos entre los adultos va de más del ochenta por ciento en

Iskander a menos del tres por ciento en algunas naciones de la Tierra, y sin embargo el

gobierno es muy parecido en todas partes. Tampoco los votantes son hombres

elegidos; no tienen una sabiduría especial, ni talento o adiestramiento en cuanto a sus

tareas soberanas. Por tanto, ¿qué diferencia hay entre nuestros votantes y los que

votaban como ciudadanos en el pasado? Ya hemos supuesto bastantes cosas. Voy a

declarar lo que es obvio: bajo nuestro sistema, todo votante, y todo el que tiene un

cargo, es un hombre que ha demostrado, en el servicio voluntario y difícil, que pone el

bienestar del grupo por delante de sus ventajas personales.

»Y ésa es la diferencia práctica.

»Puede fallarle la sabiduría, puede carecer de virtud cívica. Pero su actuación, en

conjunto y por término medio, es mucho mejor que la de cualquier otra clase de

gobernantes de la historia.

Hizo una pausa para tocar la esfera de un reloj antiguo y «leer» la hora con los dedos.

- Casi ha terminado la clase y aún hemos de decidir la razón moral para nuestro éxito

en cuanto a gobernarnos a nosotros mismos. Ahora bien, el éxito continuado jamás es

cuestión de suerte. Recuerden que aquí se trata de la ciencia, no de soñar despierto. El

universo es lo que es, no lo que queremos que sea. Votar supone tener autoridad, la

autoridad suprema de la que se deriva toda otra autoridad, como la mía para

amargarles la vida una vez al día. Fuerza, si lo prefieren. El derecho de votar es fuerza,

pura y simple, la fuerza del palo y el hacha. Tanto si es ejercida por diez hombres como

por diez mil millones, la autoridad política es fuerza.

»Pero este universo consiste en dualidades emparejadas. ¿Cuál es el reverso de la

autoridad, señor Rico?

Había elegido algo que si podía contestar:

- La responsabilidad, señor.

- Un aplauso. Tanto por razones prácticas como por razones morales matemáticamente

demostrables, la autoridad y la responsabilidad deben ser iguales, y así tiene lugar un

equilibrio tan perfecto como el de una corriente que fluye entre puntos de distinta

potencia. Permitir una autoridad irresponsable es sembrar el desastre; hacer a un

hombre responsable de algo que no controla es comportarse con idiotez ciega. Las






democracias sin límites eran inestables porque sus ciudadanos no eran responsables

de su manera de ejercer su autoridad soberana, aparte de la lógica trágica de la

historia. Este único «impuesto por votar» que nosotros debemos pagar no se conocía.

No se hacían intentos para decidir si un votante era socialmente responsable al extremo

de su autoridad literalmente ilimitada. Si él votaba por lo imposible, el desastroso

posible ocurría de inmediato, y entonces se le hacía responsable a él, volis nolis, y no

sólo era destruido él sino también su templo carente de fundamentos.

»Superficialmente, nuestro sistema apenas es ligeramente distinto: nosotros tenemos

una democracia no limitada por la raza, el color, el credo, el nacimiento, la riqueza, el

sexo o la convicción, y cualquiera puede ganar el poder soberano mediante un plazo de

servicio, generalmente corto y no demasiado duro, en comparación con los esfuerzos

de nuestros antepasados cavernícolas. Pero esa ligera diferencia supone un sistema

que funciona, ya que está construido para encajar con los hechos frente a otro que es

inestable por sí mismo. Puesto que la ciudadanía soberana es lo supremo en cuanto a

autoridad humana, nos aseguramos de que todos los que la poseen acepten lo

definitivo en cuanto a responsabilidad social. Exigimos que toda persona que desee

ejercer el control sobre el estado ponga en peligro su propia vida, y la pierda si es

necesario, para salvar la vida del estado. La máxima responsabilidad que un ser

humano puede aceptar está así equilibrada con la autoridad suprema que un humano

puede ejercer. Yin y Yang, perfectos e iguales.

Y el mayor añadió:

- ¿Puede alguien aclarar por qué nunca ha habido una revolución contra nuestro

sistema, a pesar del hecho de que todo gobierno de la historia las ha tenido? ¿A pesar

del hecho notorio de que las quejas son constantes?

- Señor - uno de los cadetes mayores aprovechó la ocasión - la revolución es imposible.

- Sí, pero ¿por qué?

- Porque la revolución, el levantarse en armas, no sólo requiere la insatisfacción, sino

también la agresividad. Un revolucionario ha de estar dispuesto a luchar y morir, o sólo

es un exaltado de salón. Si usted separa a los agresivos y los convierte en guardianes

de las ovejas, éstas nunca crearán problemas.

- ¡Muy bien expresado! La analogía siempre es sospechosa, pero ésta se acerca mucho

a la verdad. Tráigame una prueba matemática mañana. Hay tiempo para una pregunta

más. Háganla y la contestaré. ¿Quién habla?

- Bien. señor... ¿Por qué no...? Bueno, ¿por qué no llegar al límite, exigiendo que todos

sirvan en el ejército y dejando que todos voten?

- Joven, ¿puede usted devolverme la vista?

- ¿Cómo? No. señor!

- Pues eso sería mucho más fácil que instilar virtud moral, responsabilidad social, en

una persona que no la tenga, ni la quiera, y que se resienta de que le echen esa carga

encima. Por eso hacemos que sea tan difícil alistarse y tan fácil presentar la renuncia.






La responsabilidad social por encima del nivel familiar, o al menos tribal, requiere

imaginación, devoción, lealtad, todas las virtudes importantes que un hombre debe

desarrollar por sí mismo. Si se le imponen, las rechazará con asco. El servicio

obligatorio ya se probó en el pasado. Repase en la biblioteca los informes psiquiátricos

de los prisioneros sometidos a un lavado de cerebro en la llamada «Guerra de Corea»,

hacia , el Informe Mayer. Traiga un análisis a la clase. - Tocó de nuevo el reloj -.

Retírense.

El mayor Reid sí nos hacía trabajar.

Pero era interesante. A mí me cayó uno de aquellos ejercicios de tesis maestras que él

lanzaba con tanta liberalidad. Yo había sugerido que las Cruzadas fueron diferentes de

la mayoría de las guerras. Casi me corta la cabeza, y además me entregó esto: «Se le

exige que demuestre que la guerra y la perfección moral derivan de la misma herencia

genética».

Lo resumiré así: todas las guerras surgen debido al crecimiento de población (sí, incluso

las Cruzadas, aunque uno tiene que estudiar las rutas comerciales y el índice de

natalidad, y varios otros aspectos, para demostrarlo). La moral social - todas las reglas

morales correctas - deriva del instinto de supervivencia; la conducta moral es la

conducta de supervivencia por encima del nivel individual, como en el caso del padre

que muere por salvar a sus hijos. Pero como el crecimiento de la población resulta del

proceso de supervivencia a través de los demás, entonces, la guerra, ya que resulta del

crecimiento de la población, deriva del mismo instinto heredado que produce todas las

reglas morales adecuadas a los seres humanos.

A comprobar: ¿Es posible abolir la guerra reduciendo el crecimiento de la población

(acabando así con los males evidentes de la guerra) mediante la creación de un código

moral bajo el cual la población quede limitada a los recursos?

Sin debatir la utilidad o moralidad de la paternidad planificada, puede comprobarse

mediante la observación que cualquier raza que detiene su propio crecimiento es

absorbida por las razas que se expanden. Algunos pueblos lo hicieron, según se lee en

el historia de la Tierra, y otras razas avanzaron y se apoderaron de ellos.

Sin embargo, supongamos que la raza humana consigue equilibrar los nacimientos y

las defunciones del modo más adecuado a sus propios planetas, y de ese modo reina la

paz. ¿Qué ocurre entonces?

Pues que muy pronto (digamos el miércoles próximo) las Chinches vienen, acaban con

esta raza que «ya no quiere estudiar más acerca de la guerra» y el universo se olvida

de nosotros para siempre. Cosa que todavía puede suceder. O bien nosotros nos

expandimos y borramos a las Chinches, o ellas aumentan en número y nos borran,

porque ambas razas son fuertes e inteligentes, y desean el mismo espacio vital.

¿Saben ustedes con qué rapidez conseguiría el aumento de población que llenáramos

todo el universo, hombro con hombro? La respuesta es asombrosa: es como el

parpadeo de un ojo en términos de la edad de nuestra raza.






Pruébenlo. Es una expansión a interés compuesto.

Pero ¿tiene algún derecho el hombre a extenderse por el universo?

El hombre es lo que es: un animal salvaje con voluntad de sobrevivir y (hasta ahora)

con la capacidad necesaria para enfrentarse a cualquier competencia. A menos que

uno lo acepte así, todo lo que se diga sobre la moral social, la guerra, la política - lo que

sea - es pura tontería. La moral correcta surge de saber lo que el hombre es, y no lo

que a esas viejas solteronas, a esos hombres de buenas intenciones y deseosos de

obrar bien, les gustaría que fuera.

El universo nos hará saber - más adelante - si el hombre tiene o no algún «derecho» a

expandirse a través de él.

Mientras tanto, la I.M. estará allí, a paso ligero y en movimiento constante, al lado de

nuestra propia raza.

Hacia el final se nos fue embarcando a todos para que sirviéramos a las órdenes de un

oficial de combate con experiencia. Se trataba de un examen semifinal, pues el

instructor a bordo decidiría si uno tenía o no lo que se ha de tener. Cabía pedir la

revisión de un tribunal, pero jamás supe de nadie que lo hiciera; o volvían con buenas

notas o ya no volvíamos a verles.

Algunos no habían fallado el examen, lo que ocurre es que habían muerto, ya que se

les enviaba a naves a punto de entrar en acción. Se nos exigía que tuviéramos siempre

el equipaje preparado. Una vez, a la hora del almuerzo, se llamó a todos los oficiales

cadetes de mi compañía; se marcharon sin comer y yo me encontré nombrado oficial al

mando de la compañía de cadetes.

Como las sardinetas para los reclutas, éste es un honor algo incómodo, pero a los dos

días vino mi llamada.

Fui a paso ligero al despacho del oficial al mando, con la mochila al hombro y

sintiéndome rebosante de orgullo. Estaba harto de acostarme tarde y de quemarme las

cejas con los libros sin llegar a dominar la materia, y harto de quedar mal en clase.

¡Unas cuantas semanas en la alegre compañía de un equipo de combate era justo lo

que Johnnie necesitaba!

Pasé ante algunos cadetes recién llegados que trotaban hacia la clase en formación

cerrada, todos con esa expresión seria que los candidatos a la E.C.O. tienen cuando

comprenden que probablemente se equivocaron al presentarse para oficiales, y me

puse a cantar tan contento. Callé al observar que ya podían oírme desde el despacho.

Había en él otros dos cadetes, Hassan y Byrd. Hassan el Asesino era el mayor de

nuestra clase, y se parecía a un monstruo que algún pescador hubiera conservado en

una botella, mientras que Birdie no era mucho mayor que un pajarito, y apenas más

violento que él.

Nos hicieron entrar en el sanctasanctórum. El oficial al mando estaba en la silla de

ruedas. Nunca le vimos sin ella, excepto en la inspección y revista del sábado. Supongo

que le hacía mucho daño el caminar. Pero eso no significaba que no se le viera; uno






podía estar trabajando en un problema en la pizarra, dar media vuelta, y descubrir la

silla de ruedas detrás de él y al coronel Nielssen leyendo sus errores.

Jamás interrumpía, porque había la orden tácita de no gritar:«¡Atención!» pero resultaba

desconcertante. Parecía capaz de hallarse en seis sitios a la vez.

Este oficial tenía el rango permanente de general de Flota (sí, se trataba de ese

Nielssen); su rango de coronel era temporal, pendiente de un segundo retiro y eso le

permitía actuar como oficial al mando. En una ocasión pregunté al pagador y él

confirmó lo que las reglas estipulaban: el oficial al mando sólo tenía la paga de coronel,

pero recuperaría la paga de general de Flota el día en que decidiera retirarse de nuevo.

Bien, como dice Ace, hay gente para todo. A mí no se me ocurriría preferir media paga

por el privilegio de adiestrar a una horda de cadetes.

El coronel Nielssen alzó la vista y dijo:

- Buenos días, caballeros. Pónganse cómodos.

Yo me senté, aunque no me sentía cómodo. Él se dirigió a una máquina de café, sacó

cuatro tazas y Hassan le ayudó a repartirlas. No me apetecía el café, pero un cadete no

rehúsa la hospitalidad de su oficial al mando.

Él tomó un sorbo.

- Tengo sus despachos, caballeros - anunció - y sus despachos provisionales pero

quiero estar seguro de que comprenden su situación.

Ya nos habían dado conferencias al respecto. Íbamos a ser oficiales sólo el tiempo

suficiente para la instrucción y las pruebas, «supernumerarios, a prueba y

provisionales». Novatos, totalmente superfluos, con buena conducta y excesivamente

provisionales. Seríamos de nuevo cadetes en cuanto volviéramos, y podíamos ser

rechazados en cualquier momento por los oficiales que nos examinaran.

Seríamos «tercer teniente provisional» - un rango tan necesario como los pies para un

pez -, en esa delgada línea entre sargentos de Flota y auténticos oficiales. Es lo más

bajo en lo que uno puede estar aunque se le llame, sin embargo, «oficial». Si alguien

saludaba alguna vez a un tercer teniente, era porque la luz era muy mala.

- Sus despachos dicen «tercer teniente» - continuó -, pero su paga seguirá siendo la

misma, y se les seguirá llamando simplemente «señor». El único cambio en el uniforme

serán unas estrellitas en el hombro, más pequeñas incluso que la insignia de cadete.

Continuarán recibiendo instrucción, puesto que todavía no ha quedado establecido que

estén preparados para ser oficiales. - Sonrió -. ¿Por qué llamarles entonces «tercer

teniente»...?

También yo me lo había preguntado. ¿Por qué tanto cuento sobre unos «despachos»

que no eran auténticos despachos?

Claro, ya sabía la respuesta del libro...

- ¿Señor Byrd? - preguntó el coronel.

- Pues... para colocarnos en la línea de mando, señor.

- ¡Exactamente! - Se volvió hacia el Cuadro de Mandos, en un muro. Era la pirámide






habitual, con la cadena de mandos bien definida hasta la base -. Miren esto.

Señaló un recuadro unido al suyo por una línea horizontal. Decía: Ayudante del oficial al

mando (Señorita Kendrick).

- Caballeros - continuó -, yo tendría muchos problemas para dirigir este lugar sin la

señorita Kendrick. Su cabeza es un archivo de acceso rápido de todo lo que sucede por

aquí. - Pulsó un control en su silla y habló al aire -. Señorita Kendrick, ¿qué nota sacó el

cadete Byrd en ley militar el trimestre pasado?

La respuesta llegó en seguida:

- Noventa y tres por ciento, coronel.

- Gracias - dijo éste -. ¿Lo ven? Yo firmo cualquier cosa que lleve las iniciales de la

señorita Kendrick. Me molestaría que un comité de investigación descubriera con qué

frecuencia firma ella en mi nombre y yo ni siquiera lo veo. Dígame, señor Byrd, si yo

muriera de repente; ¿seguiría la señorita Kendrick llevando esto adelante?

- Pues... - Birdie parecía desconcertado -. Supongo que, con las cosas de rutina, ella

haría lo que fuera neces...

- ¡Ella no haría nada en absoluto! - tronó el coronel -. A menos que el coronel Chauncey

le dijera lo que debía hacer..., y a su estilo. Es una mujer muy lista, y comprende lo que

a usted, por lo visto, le resulta difícil, es decir: que ella no está en la línea de mando ni

tiene autoridad.

Se detuvo. Luego prosiguió:

- La «línea de mando» no es sólo una frase. Es tan real como un bofetón en el rostro. Si

yo le ordenara combatir como cadete, lo más que podría hacer sería pasar las órdenes

de otro. Si mataran a su jefe de pelotón y usted diera entonces una orden a un soldado,

una buena orden, sensata y prudente, obraría erróneamente, y el soldado cometería el

mismo error si le obedeciese. Porque un cadete no pude estar en la línea de mando. Un

cadete no tiene existencia militar ni rango, y no es un soldado. Es un estudiante que

llegará a ser soldado, bien oficial o en su rango anterior. Mientras esté bajo la disciplina

del ejército, no está en el ejército. Por eso...

Un cero. Un cero y sin adornos. Si un cadete no estaba siquiera en el ejército...

- ¿Coronel?

- ¿Cómo? Hable, jovencito. Señor Rico...

Estaba un poco asustado, pero tenía que decirlo:

- Pero..., si no estamos en el ejército..., entonces ¿no somos I.M., señor?

Me miró fijamente.

- ¿Le preocupa eso?

- Pues no creo que me guste mucho, señor.

No me gustaba nada. Me sentía desnudo.

- Comprendo. - Pero no parecía enojado -. Deje que yo me preocupe por los aspectos

de la ley espacial acerca de este asunto, hijo.

- Pero...






- Es una orden. Técnicamente, usted no es un I.M. Pero la I.M. no se ha olvidado de

usted. La I.M. nunca olvida a los suyos, estén donde estén. Si usted cayera muerto en

este instante seria incinerado como John Rico, segundo teniente, Infantería Móvil de... -

Se detuvo -. Señorita Kendrick, ¿cuál era la nave del señor Rico?

- El Rodger Young.

- Gracias - y añadió -: de la nave de transporte y combate Rodger Young, asignado al

equipo de combate móvil, segundo pelotón, de la compañía George, tercer regimiento,

primera división, I. M., los «Rufianes».

Lo recitaba con toda facilidad y sin consultar nada, una vez le hubieron recordado mi

nave.

- Un buen equipo de hombres, señor Rico, orgullosos y desagradables. Sus órdenes

finales volverían a ellos en caso de defunción, y así figuraría su nombre en el Memorial

Hall. Así se nombra siempre a un cadete muerto, hijo, para que podamos enviarlo con

los suyos.

Sentí una emoción de alivio y nostalgia, y me perdí unas cuantas palabras.

...con los labios cerrados mientras yo hablo, les tendremos de vuelta en la I.M. donde

pertenecen. Ustedes deben ser oficiales temporales para su crucero de prácticas,

porque no hay lugar para los parásitos en una bajada de combate. Ustedes lucharán y

aceptarán órdenes, y darán órdenes. Ordenes legales, porque tienen el rango y se les

ordena que sirvan en ese equipo. Lo cual hace que cualquier orden que ustedes den

para llevar a cabo los deberes que se les han asignado sea tan obligatoria como una

firmada por el comandante en jefe.

»Incluso más - continuó -. Una vez estén en la línea de mando deben hallarse

instantáneamente dispuestos a asumir el más alto mando. Si alguno de ustedes está en

un equipo de un solo pelotón, muy probable en el actual estado de la guerra, como

ayudante del jefe de pelotón, si se cargan a su jefe pasa a serlo usted. - Agitó la cabeza

-. No «jefe de pelotón en acción». No un cadete dirigiendo una maniobra. No un «oficial

joven bajo instrucción». De pronto, usted es el Viejo, el Jefe, el oficial al mando, y

descubre, con una terrible impresión, que los seres humanos dependen sólo de usted

para que les diga qué deben hacer, cómo luchar, cómo completar la misión y salir vivos.

Ellos esperan la voz segura del mando, mientras los segundos cuentan, y de usted

depende dar esa voz y tomar las decisiones, y lanzar las órdenes adecuadas, y no sólo

las más correctas, con voz serena y tranquila. Porque es seguro, caballeros, que su

equipo está en apuros, ¡en un gran apuro!, y una voz extraña en la que se adivine el

pánico puede convertir al mejor equipo de combate de la galaxia en una masa sin líder,

sin ley y amenazada por el terror.

»Todo ese peso implacable caerá sin aviso. Deben actuar de inmediato, sin tener más

que a Dios por encima de ustedes. No esperen de El que les dé los detalles tácticos;

ésa es tarea, suya. Dios hará todo lo que un soldado tiene derecho a esperar de El, si

les ayuda a evitar que su voz revele el pánico que de seguro sienten.






Hizo una pausa. Yo estaba muy serio, Birdie tenía un aspecto notablemente grave y

muy joven, y Hassan sonreía despectivo. Deseé hallarme de regreso en la sala de

bajadas del Rodger, sin sardinetas e incluso habiendo recibido una buena tunda. Había

mucho que decir acerca del trabajo de ayudante de jefe de sección. Si bien se mira, es

mucho más fácil morir que usar la cabeza. El coronel continuó:

- Ese es el momento de la verdad, caballeros. Lamentablemente, no hay otro método,

conocido de la ciencia militar, para distinguir a un auténtico oficial de una mala imitación

con insignias en los hombres que la prueba del fuego. Los auténticos la pasan... o

mueren con gallardía; las imitaciones fracasan lamentablemente.

»A veces, al fracasar, esas malas imitaciones mueren. Pero la tragedia está en la

pérdida de los otros, de los demás hombres buenos: sargentos, cabos y soldados, cuya

única falta es su mala fortuna de hallarse bajo el mando de un incompetente.

»Intentamos evitarlo. Nuestra primera regla insoslayable es que todo candidato ha de

ser un soldado adiestrado que haya pasado la prueba de fuego, un veterano de bajadas

de combate. Ningún otro ejército de la historia cumplió a rajatabla esta regla, aunque

algunos se aproximaron a ello. La mayoría de las grandes academias militares del

pasado, Saint Cyr, West Point, Sandhurst, Colorado Springs, ni siquiera simularon

seguirla. Aceptaban a los muchachos civiles, los adiestraban, les daban un despacho y

los enviaban, sin la menor experiencia de combate, a dirigir hombres. Y a veces

descubrían demasiado tarde que el elegante y joven «oficial» era un idiota, un cobarde

o un histérico.

»Al menos, nosotros no tenemos fracasados de ese tipo. Sabemos que ustedes son

buenos soldados, valientes y capaces, ya duchos en la batalla, o no estarían aquí.

Sabemos que su inteligencia y su cultura se ajustan a un mínimo aceptable. Con eso

para empezar, eliminamos a la mayor cantidad posible de los no plenamente

competentes y los devolvemos de inmediato a las filas, antes de estropear a unos

buenos soldados al forzarles por encima de su capacidad. El curso es muy duro porque

lo que más tarde se espera de ustedes todavía lo será más.

»Con el tiempo conseguimos un grupo pequeño cuyas probabilidades parecen bastante

buenas. El criterio más importante y aún no demostrado es lo que no podemos probar

aquí: ese algo indefinible que supone la diferencia entre un líder en la batalla y el

hombre que simplemente tiene el cargo, pero no la vocación. Por eso hay que

demostrarlo en el campo de batalla.

»Caballeros, ya han llegado a ese punto. ¿Están dispuestos a prestar el juramento?

Hubo un instante de silencio; luego, Hassan el Asesino contestó con firmeza: «¡Sí, mi

coronel!», Birdie y yo lo repetimos como un eco.

Él frunció el ceño.

- Les he estado diciendo lo maravillosos que son, físicamente perfectos, mentalmente

alertas, entrenados, disciplinados, probados. La viva imagen del elegante y joven oficial

- gruñó -. ¡Tonterías! Tal vez sean oficiales algún día. Así lo espero. No sólo nos






molesta malgastar dinero, tiempo y esfuerzo, sino que también, y lo que es mucho más

importante, yo sufro angustias mortales cada vez que envío a uno de ustedes, oficiales

a medio hacer, a la Flota, sabiendo que puedo estar dejando suelto a un Frankenstein

entre un buen equipo de combate. Si comprendieran bien a lo que se enfrentan, no

estarían tan dispuestos a prestar el juramento en cuanto se les hace la pregunta. Tal

vez lo rechazarían, obligándome a devolverles a su rango permanente. Pero es que no

lo comprenden.

»De modo que lo intentaré una vez más. Señor Rico, ¿ha pensado alguna vez lo que

sería para usted verse ante un consejo de guerra por perder un regimiento?

Me quedé atónito.

- ¿Cómo? No, señor, ¡jamás!

Hallarse ante un consejo de guerra (por cualquier razón) es muchísimo peor para un

oficial que para un soldado. Esas ofensas que suponen el despido de los soldados - tal

vez con azotes, posiblemente sin ellos - son la muerte para un oficial. ¡Más le valdría no

haber nacido!

- Piense en ello - dijo el coronel secamente -. Cuando sugerí que tal vez mataran a su

jefe de pelotón no estaba citando lo peor, ni mucho menos, en cuestión de desastres

militares. ¡Señor Hassan! ¿Cuál es el mayor número de niveles de mando que cae en

una sola batalla?

El Asesino habló con voz aún más dura.

- No estoy seguro, señor. ¿No hubo un breve período, durante la Operación Casa de

Chinches, en que un mayor estuvo al mando de una brigada, antes del Sauve qui peut?

- Sí, lo hubo; y su nombre era Fredericks. Consiguió una condecoración y un ascenso.

Si nos remontamos a la Segunda Guerra Global podemos hallar el caso en que un

oficial naval recién nombrado tomó el mando de un barco importante, y no sólo luchó y

lo dirigió, sino que envió señales como si fuera un almirante. Y estaba justificado,

aunque había oficiales superiores a él en la línea de mando que ni siquiera estaban

heridos. Hubo circunstancias especiales, un corte en las comunicaciones. Pero yo

pienso en un caso en que cuatro niveles fueron eliminados en seis minutos. Como si un

jefe de pelotón cerrara los ojos y al abrirlos se encontrara al mando de una brigada.

¿Han oído la historia?

Silencio mortal.

- Muy bien. Fue en una de esas guerras de emboscadas que estallaron como

consecuencia de las guerras napoleónicas. Ese joven oficial era el más novato en un

navío, de la Flota de mar en realidad. Ese joven, poco más o menos de la edad de

ustedes y los de su clase, no estaba comisionado. Llevaba el título de «tercer teniente,

temporal». Observen que ése es el título que ustedes están a punto de obtener. No

tenía experiencia de combate; había cuatro oficiales en la cadena de mando por encima

de él. Cuando la batalla empezó, su oficial más directo fue herido. El chico lo recogió y

lo quitó de la línea de fuego. Eso fue todo, la recogida de un camarada. Pero lo hizo sin






que se le ordenara que dejara su puesto. Todos los demás oficiales resultaron muertos

mientras él retiraba al herido, y el joven fue juzgado por «desertar de su puesto como

oficial al mando en presencia del enemigo», condenado y degradado.

Me quedé sin voz.

- ¿Por eso, señor?

- ¿Por qué no? Cierto, también nosotros recogemos a los heridos. Pero lo hacemos en

circunstancias muy distintas a las de un navío en el mar, y se dan órdenes al encargado

de hacerlo. Sin embargo, la recogida jamás es una excusa para abandonar la batalla en

presencia del enemigo. La familia de este chico trató, durante siglo y medio, de que se

revisara su condena. Sin éxito, por supuesto. Existían dudas acerca de algunas

circunstancias, mas ninguna de que hubiera dejado el puesto durante la batalla sin

haber recibido la orden. Cierto, era un novato, pero tuvo suerte de que no le ahorcaran.

- El coronel Nielssen me miró con ojos fríos -. Señor Rico, ¿podría ocurrirle lo mismo?

Tragué saliva:

- Espero que no, señor.

- Permítame decirle si sería posible en este crucero de prácticas. Supongamos que está

en una operación de naves múltiples, con todo un regimiento en la bajada. Los oficiales

bajan primero, por supuesto. Hay ventajas e inconvenientes en eso, pero lo hacemos

por razones de moral; ningún soldado toca tierra en un planeta hostil sin un oficial.

Supongamos que las Chinches lo saben..., y tal vez lo sepan. Supongamos que

inventan algún truco para aniquilar a todos aquellos que llegan primero a tierra, pero no

para acabar con todos los que siguen bajando. Ahora supongamos, ya que usted es un

supernumerario, que tiene que ocupar cualquier cápsula vacante en vez de ser

disparado con la primera oleada. ¿Dónde le deja eso?

- Pues..., no estoy seguro, señor.

- Acaba de heredar el mando de un regimiento. ¿Qué va a hacer con su mando, señor?

Hable pronto..., ¡las Chinches no esperan!

- Yo... - Recordé la respuesta del libro y la repetí como un loro -: Tomaré el mando y

actuaré como las circunstancias lo permitan, señor, según la situación táctica tal como

yo la vea.

- ¿Conque sí, eh? - gruñó el coronel -. Y a usted le matarán también. Eso es lo único

que conseguirá con semejante estupidez. - Sin embargo, yo confío en que usted baje

sin parar de moverse y gritando órdenes a todo el mundo, tanto si tienen sentido como

si no. No esperamos que los gatitos luchen con los tigres y ganen; sólo confiamos en

que lo intenten. De acuerdo, pónganse en pie. Levanten la mano derecha.

Luchó él por ponerse en pie. Treinta segundos más tarde ya éramos oficiales

«provisionales, a prueba y supernumerarios».

Pensé que ahora nos daría las insignias y nos dejaría ir. Se supone que no tenemos

que comprarlas; son un préstamo, como esa comisión temporal que representan. Pero






el hombre se retrepó en la silla y pareció casi humano.

- Miren, muchachos, ya les he dado una conferencia sobre lo malo que va a ser. Quiero

que se preocupen por ello, que lo hagan por adelantado, que planeen los pasos que

darán frente a cualquier combinación de malas noticias que les lleguen, plenamente

conscientes de que su vida pertenece a sus hombres, y que no es suya para

malgastarla en una búsqueda suicida de la gloria. Ni tampoco para salvarla, si la

situación requiere que la sacrifiquen. Quiero que se preocupen por morir antes de una

bajada, de modo que puedan sentirse tranquilos cuando empiece el lío.

»Imposible, claro. A no ser por una cosa: ¿cuál es el único factor que puede salvarles

cuando la carga sea demasiado pesada? ¿Alguna respuesta?

Nadie contestó.

- ¡Oh, vamos! - dijo el coronel Nielssen despectivamente -. No son reclutas. ¡Señor

Hassan!

- El sargento al mando, señor - contestó el Asesino lentamente.

- Es obvio. Probablemente será mayor que ustedes, habrá hecho más bajadas y, desde

luego, conocerá mejor al equipo. Como no llevará esa terrible carga del alto mando,

podrá pensar con mayor claridad que ustedes. Pídanle consejo. Tienen un circuito sólo

para eso.

»Ello no disminuirá su confianza en ustedes; está acostumbrado a que le consulten. Si

no lo hacen pensará que son idiotas, unos malditos sabelotodo... y tendrá razón.

»Pero ustedes no necesitan seguir su consejo. Tanto si aprovechan su sugerencia

como si se les ocurre algún plan distinto, tomen la decisión y lancen las órdenes. Lo

único, ¡lo único!, que puede llenar de terror el corazón de un buen sargento de pelotón

es descubrir que está trabajando para un jefe que no sabe tomar una decisión.

»Jamás ha habido un cuerpo de ejército en el que oficiales y soldados fueran más

interdependientes que en la I.M., y los sargentos son el aglutinante que los mantiene

unidos. No lo olviden nunca.

Giró la silla de ruedas hasta un armario junto a su mesa. Contenía fila tras fila de

departamentos, cada uno con una cajita. Sacó una y la abrió.

- ¿Señor Hassan?

- ¿Señor?

- Estas insignias fueron llevadas por el capitán Terence O'Kelly en su crucero de

prácticas. ¿Le parece bien llevarlas?

- Señor... - La voz del Asesino tembló y creí que aquel gigantón iba a estallar en llanto -.

¡Sí, señor!

- Venga. - El coronel Nielssen se las puso y luego dijo -: Llévelas con la misma bizarría

que él..., pero devuélvalas. ¿Me entiende?

- Sí, señor. Haré todo lo posible.

- Estoy seguro. Hay un coche aéreo esperando en el tejado, y su nave sale dentro de

veintiocho minutos. ¡Llévese su despacho, señor!






El Asesino saludó y salió. El coronel se volvió y tomó otra caja.

- Señor Byrd, ¿es usted supersticioso?

- No, señor.

- ¿De veras? Pues yo sí. Supongo que no le importará llevar estas insignias, que a su

vez llevaron cinco oficiales, todos ellos muertos en acción.

Birdie apenas vaciló:

- No, señor.

- Estupendo. Porque esos cinco oficiales acumularon diecisiete citaciones, desde la

Medalla de Tierra al León Herido. Acérquese. Esta con la mancha marrón debe llevarla

siempre en el hombro izquierdo. ¡Y no trate de limpiarla! Procure tan sólo que la otra no

se manche del mismo modo. A menos que sea necesario, y usted sabrá cuándo lo es.

Aquí tiene una lista de los que las llevaron. Tiene treinta minutos hasta que salga su

transporte. Vaya al Memorial Hall y lea los informes de cada uno de ellos.

- Sí, señor.

- ¡Llévese su despacho, señor!

Se volvió a mi, me miró al rostro y dijo bruscamente:

- ¿Le preocupa algo, hijo? Hable.

- Verá... - Tenía que decirlo -. Señor, ese tercer teniente provisional, el que fue

degradado... ¿Cómo averiguó usted lo que sucedió?

- ¡Oh! Joven, yo no pretendía asustarle. Simplemente; me proponía alertarle. La batalla

tuvo lugar en junio de mil ochocientos trece, al viejo estilo, entre el buque

norteamericano Chesapeake y el británico Shannon. Busque en la Enciclopedia Naval,

su nave la tendrá. - Se volvió hacia la caja de insignias y frunció el ceño. Luego dijo -:

Señor Rico, tengo una carta de uno de sus profesores de la escuela superior, oficial

retirado, en la que solicita que se le entreguen las insignias que él llevó como tercer

teniente. Lamento decir que debo contestarle que no.

- ¿Señor?

Estaba encantado al saber que el coronel Dubois todavía seguía mi pista, y

desilusionado a la vez.

- ¡Porque no puedo! Entregué esas insignias hace dos años... y jamás volvieron. Baja

total. Hum... - Cogió otra caja y me miró -. Usted podría iniciar un par nuevo. El metal no

es importante; la importancia de la petición está en el hecho de que su profesor

solicitara que las llevase usted.

- Como usted diga, señor.

- O bien... - agitó la caja en la mano - podría aceptar éstas. Han sido llevadas cinco

veces, y los últimos cuatro candidatos fallaron todos en su comisión. Nada deshonroso,

sólo mala suerte. ¿Está dispuesto a tratar de romper el maleficio? ¿A transformarlas en

insignias de la buena suerte?

Hubiera preferido acariciar a un tiburón. Pero contesté:

- De acuerdo, señor. Lo intentaré.






- Muy bien. - Me las puso -. Gracias, señor Rico. Verá, eran las mías. Yo las llevé el

primero... y me gustaría muchísimo que me las devolvieran libres de esa mala suerte, y

que usted se graduara.

Me sentí dos metros más alto.

- ¡Lo intentaré, señor!

- Sé que lo hará. Ahora puede llevarse su despacho, señor. El mismo coche aéreo les

llevará a usted y a Byrd. Un momento... ¿Lleva los textos de matemáticas en la mochila?

- ¿Cómo, señor? No, señor.

- Cójalos. Ya se ha avisado al encargado del peso de la nave de esa carga extra.

Saludé y me marché a paso ligero. Me había reducido de nuevo a mi tamaño en cuanto

mencionó las matemáticas.

Tenía los libros sobre la mesa de mi estudio, atados y con una hoja de las asignaciones

diarias, metida bajo el cordel. Tuve la impresión de que el coronel Nielssen jamás

dejaba nada al azar..., pero eso ya lo sabía todo el mundo.

Birdie estaba esperando en el tejado junto al coche aéreo. Miró los libros y sonrió.

- Mala suerte. Bien, si estamos en la misma nave te daré clases. ¿Cuál es la tuya?

- Tours.

- Lo siento, yo me voy al Moskva. - Entramos, comprobé el piloto, vi que había sido

fijado de antemano hacia el campo, cerré la puerta y el coche despegó. Birdie añadió -:

Podía haber sido peor. El Asesino no sólo se llevó los libros de matemáticas, sino dos

asignaturas más.

Birdie era indudablemente inteligente, y no había presumido cuando se ofreció para

darme clases. Tenía todo el aspecto de un profesor, aunque sus insignias demostraban

que era también un soldado.

En vez de estudiar matemáticas, Birdie las enseñaba. Durante una hora al día era

miembro de la facultad, lo mismo que el pequeño Shujumi nos adiestraba en el judo en

Campamento Currie. La I.M. no desperdicia nada, no puede permitírselo. Birdie obtuvo

su licenciatura en matemáticas al cumplir los dieciocho años, de modo que,

naturalmente, le asignaron trabajo extra como instructor, lo que no le impedía verse

reprendido por lo que fuera el resto del tiempo.

Y no es que se llevara muchas broncas. Birdie poseía esa rara combinación de intelecto

brillante, cultura sólida, sentido común y agallas, que hace que un cadete sea calificado

de general en potencia. Todos opinábamos que tenía muchas probabilidades de verse

al frente de una brigada para cuando cumpliera los treinta, y más con la guerra en

marcha.

Pero mis ambiciones no llegaban tan lejos.

- Sería una vergüenza asquerosa que el Asesino fracasara - dije, aunque lo que en

realidad pensaba era que seria una vergüenza asquerosa si me suspendían a mi.

- No lo hará - contestó Birdie alegremente -. Se lo harán sudar como sea, aunque






tengan que meterle en una cabina hipnótica y alimentarle por un tubo. De todas formas,

Hassan podría ser suspendido y, a la vez, recibir un ascenso.

- ¿Cómo?

- ¿No lo sabes? El rango permanente del Asesino es de primer teniente, con mando en

activo, naturalmente. Si le suspenden, recupera su cargo. Mira el reglamento.

Conocía el reglamento. Si me suspendían en matemáticas, yo volvía a ser un simple

sargento, lo que siempre es mejor que recibir un puñetazo en un ojo, se mire como se

mire. Ya lo había pensado, quedándome despierto noche tras noche después de fallar

en un test. Pero esto era distinto.

- Espera - protesté -. ¿Dices que él cedió su grado permanente de primer teniente..., y

ahora sólo es tercer teniente provisional..., con objeto de llegar a ser segundo teniente?

¿Estás loco? ¿O el loco es él?

Birdie sonrió.

- Sólo lo bastante para que los dos seamos buenos I.M.

- No lo comprendo...

- Claro que si. El Asesino no tiene más cultura que la recibida en la I.M. Por tanto,

¿cuáles son sus perspectivas de ascenso? Estoy seguro de que podría dirigir a todo un

regimiento en batalla y hacer un trabajo magnífico, siempre que otro planeara la

operación. Pero dirigir una batalla no es más que una fracción de lo que hace un oficial,

especialmente un oficial maduro. Para mandar en una guerra, incluso para planear una

sola batalla y montar la operación, has de saber la teoría del juego y conocer el análisis

operacional, la lógica simbólica, la síntesis pesimista y otra docena más de materias

abstrusas. Puedes aprenderlas por tu cuenta si tienes buena base. Pero has de

dominarlas o nunca pasarás de capitán, o quizá de mayor. El Asesino sabe lo que se

hace.

- Supongo que sí - dije lentamente -. Birdie, el coronel Nielssen debía de saber que

Hassan era oficial; que es un oficial realmente.

- Por supuesto.

- Pues no habló como si lo supiera. A todos nos largó la misma conferencia.

- No del todo. ¿No te diste cuenta de que, cuando quería que se respondiera de cierto

modo a una pregunta, siempre se dirigía al Asesino?

Decidí que era cierto.

- Birdie, ¿cuál es tu rango permanente?

El coche estaba aterrizando; él se detuvo un instante, ya con la mano en la portezuela y

dijo:

- Soldado raso..., ¡y no puedo arriesgarme a que me suspendan!

- No fallarás - gruñí -. ¡No puedes!

Me sorprendió que ni siquiera fuese cabo, pero un chico tan listo y tan culto como Birdie

iría a la Escuela de Oficiales con toda rapidez en cuanto se fogueara en combate, lo

cual, con la guerra en marcha, podía ser unos meses después de cumplir los dieciocho.






- Veremos.

La sonrisa de Birdie aún era más amplia.

- Tú te graduarás. Hassan y yo tendremos que preocuparnos, pero tú no.

- ¿Que no? Supongamos que la señorita Kendrick me coge manía. - Abrió la puerta y se

sobresaltó -. ¡Eh, que está sonando mi llamada! Hasta la vista.

- Hasta la vista, Birdie.

Pero ya no volví a verle, y él no se graduó. Se le encargó una comisión dos semanas

más tarde, y sus insignias volvieron con otra condecoración más, la número dieciocho...

El León Herido, una condecoración póstuma.

Capítulo

¿Creéis que este cuerpo de ejército tan baqueteado es un parvulario?

Bueno. ¡Pues no lo es! ¿Entendido?

Observación atribuida a un cabo de los ejércitos helenos ante las murallas de Troya.

A.C.

El Rodger Young lleva un pelotón y está abarrotado; el Tours lleva seis... y aún hay

sitio. Tiene los tubos suficientes para dejarlos caer a todos a la vez, y todavía queda

sitio libre para llevar dos veces ese número y hacer una segunda bajada. Claro que

entonces estaría más que abarrotado y habría que hacer las comidas en el cuarto de

marchas, y poner literas en los pasillos y salas de bajada, y tomar aire cuando el de al

lado no inspira, ¡y decirle que saque ese codo de mi ojo! Me alegro de que no doblaran

el número mientras yo estaba en esa nave.

Pero la nave tiene velocidad e impulso suficientes para lanzar tropas numerosas y en

buenas condiciones de lucha en cualquier punto del espacio de la Federación, y en gran

parte del espacio de las Chinches. Con el impulso de los generadores Cherenkov puede

hacer parsecs, digamos de Sol a Capella, cuarenta y seis años luz, en menos de

seis semanas.

Por supuesto, un transporte de seis pelotones no es mucho comparado con una nave

de batalla, o una de pasajeros; tan enormes resultan problemáticas. La I.M. prefiere

corbetas ligeras y rápidas de un pelotón, que dan flexibilidad a cualquier operación

mientras que, si lo dejáramos en manos de la marina, sólo tendríamos transportes de

regimientos. Se necesita casi tanto protocolo de la marina para dirigir una corbeta como

para dirigir un monstruo lo bastante grande para un regimiento, aparte del

mantenimiento y la limpieza, por supuesto, pero de eso se encargan los soldados. De

todos modos, esos soldados perezosos no hacen nada más que dormir, comer y sacar

brillo a los botones, así que les irá bien tener un poco de trabajo. Eso dice la marina.

La verdadera opinión de la marina aún es más extremada: el ejército está anticuado y






debería ser abolido.

La marina no lo dice oficialmente, pero si uno habla con un oficial naval que esté de

D&R, y pavoneándose, se enterará de muchas cosas. Ellos creen que pueden luchar en

cualquier guerra, ganarla y enviar a unos cuantos de los suyos para mantener

sojuzgado el planeta hasta que el Cuerpo Diplomático se haga cargo.

Admito que sus nuevos «juguetes» pueden borrar a cualquier planeta del cielo. Nunca

lo he visto, pero lo creo. Tal vez yo esté tan anticuado como el Tyrannosaurus Rex.

Pero no me siento anticuado, y nosotros, los micos, podemos hacer muchas cosas que

le resultan imposibles al mejor navío. Si el gobierno no quiere que se hagan esas cosas,

ya nos lo dirá sin duda alguna.

Quizá sea mejor que ni la marina ni la I.M. tengan la última palabra. Un hombre no

puede aspirar a mariscal del espacio a menos que haya mandado un regimiento y una

nave capital, haya pasado por la I.M., con todas sus dificultades, y luego sea oficial

naval (creo que el pequeño Birdie pensaba en eso); o bien hacerse primero piloto

espacial, y luego ir al Campamento Currie, etcétera.

Seguro que yo escucharía con todo respeto al hombre que hubiese hecho ambas cosas.

Como la mayoría de los transportes, el Tours es una nave mixta. El cambio más notable

para mí fue que me permitieran el paso al «Norte del Treinta». El mamparo que separa

la sección de las damas de la de los rudos personajes que se afeitan no es

necesariamente el número pero, por tradición, se le llama el «Mamparo Treinta» en

cualquier nave mixta. La sala de oficiales está justo tras él, y más allá empieza el

espacio reservado a las damas. En el Tours la sala de oficiales servía también como

cantina para las mujeres, que comían justo antes que nosotros y, entre las comidas, se

dividía - mediante una partición - en una sala de recreo para ellas, y un saloncito para

sus oficiales. Los oficiales varones tenían un salón, llamado el salón de juego, justo

detrás del treinta.

Además del hecho tan obvio de que la bajada y recogida exige los mejores pilotos (o

sea mujeres), hay otra razón más de peso para asignar a los transportes esas oficiales

navales. Es bueno para la moral de las tropas.

Olvidemos las tradiciones de la I.M. por un momento. ¿Se les ocurre algo más estúpido

que permitir que le disparen a uno desde la nave en una cápsula, sin más perspectiva

que las heridas y la muerte? Y en cambio, si alguien ha de cometer esa estupidez, ¿se

les ocurre un medio más seguro de mantener a un hombre entusiasmado hasta el punto

de hallarse dispuesto a hacerlo que recordarle de continuo que la única buena razón

por la que los hombres luchan es una realidad viva y que respira a su lado?

En una nave mixta, lo último que oye un soldado antes de una bajada (quizá lo último

que oiga en la vida) es una voz de mujer deseándole suerte. Si ustedes no creen que

eso sea importante, probablemente es que ya no pertenecen a la raza humana.

El Tours tenía quince oficiales navales, ocho femeninos y siete masculinos, y ocho

oficiales de I.M. incluido yo mismo (y me satisface mucho decirlo). No voy a admitir que






el «Mamparo Treinta» me llevara a la Escuela de Oficiales, pero el privilegio de comer

con las señoras es un incentivo mayor que el aumento de paga. La capitana era la

presidenta de la cantina; mi jefe, el capitán Blackstone, el vicepresidente, no por el

rango (tres oficiales navales iban por delante de él) pero, como oficial al mando de las

fuerzas de ataque, tenía de facto más categoría que todo el mundo, excepto la capitana.

Todas las comidas eran formales. Esperábamos en la sala de juego hasta que sonaba

la hora, entrábamos con el capitán Blackstone y aguardábamos de pie tras las sillas.

Entonces llegaba la capitana seguida de sus damas y, cuando ella llegaba a la

cabecera de la mesa, el capitán Blackstone se inclinaba y decía: «Señora presidenta...,

señoras...», y ella contestaba: «Señor vicepresidente..., caballeros...», y el que estaba

al lado de cada mujer la ayudaba a sentarse.

Este ritual establecía que se trataba de un acontecimiento social, no de una conferencia

de oficiales; por tanto, se utilizaban rangos y títulos, excepto que a los oficiales navales

más recientes, y a mí entre los I.M., se nos llamaba «señor» o «señorita», con una

excepción que me desconcertó.

En mi primera comida a bordo, oí que llamaban «mayor» al capitán Blackstone, aunque

las insignias de sus hombros decían claramente «capitán». Más tarde averigüé la

verdad. No puede haber dos capitanes en un navío de la marina; por tanto, un capitán

del ejército sube de rango socialmente antes que cometer el error incalificable de ser

llamado por el título reservado al monarca absoluto. Si un capitán de la marina está a

bordo y no es la capitana, a él o a ella se le llama «comodoro», aunque la capitana sea

una simple teniente.

La I.M. observa todo esto, evitando inconvenientes en la sala de oficiales y sin prestar

atención a esa tonta costumbre en nuestra propia parte del barco.

La jerarquía se observaba rigurosamente en cada lado de la mesa, con la capitana a la

cabecera y el oficial al mando de las fuerzas de combate al otro extremo, la cadete más

joven a su derecha y yo a la derecha de la capitana. Con mucho gusto me habría

sentado junto a la cadete más joven, pues era muy bonita, pero ese arreglo está

cuidadosamente planeado. Ni siquiera llegué a saber nunca cómo se llamaba.

Yo sabía que, por ser el inferior de todos, debía sentarme a la derecha de la capitana,

pero lo que ignoraba era que debía ayudarla a sentarse. En mi primera comida ella se

quedó esperando, y nadie se sentó hasta que el tercer ingeniero ayudante me dio un

codazo. En la vida me he visto más apurado, desde un incidente muy desgraciado en el

jardín de infancia, aunque la capitana Jorgensen actuó como si nada hubiera sucedido.

Cuando la capitana se pone en pie, la comida ha terminado. Ella era bastante puntual,

pero en una ocasión siguió sentada sólo unos minutos y el capitán Blackstone se enojó.

Así que se puso en pie y dijo:

- Capitana...

- ¿Sí, mayor?

- ¿Querrá la capitana dar la orden de que se nos sirva a mis oficiales y a mi en la sala






de juego?

- Ciertamente, señor - contestó ella fríamente.

Y nos sirvieron. Pero ningún oficial naval se unió a nosotros.

Al sábado siguiente, ella ejerció su privilegio de inspeccionar los I.M. a bordo, cosa que

rara vez hacen las capitanas de una nave transporte. Se limitó, sin embargo, a recorrer

las filas sin hacer comentarios. No era realmente una ordenancista, y tenía una sonrisa

agradable cuando perdía su rigidez. El capitán Blackstone asignó al segundo teniente

«Rusty» Graham para que me hiciera sudar las matemáticas; ella lo descubrió (no sé

cómo) y dijo al capitán Blackstone que me enviara a su despacho después del

almuerzo, una hora cada día, y allí me daba clase de matemáticas, e incluso me reñía

cuando mis «deberes» no estaban correctos.

Nuestros seis pelotones eran dos compañías que formaban un batallón de choque. El

capitán Blackstone mandaba la Compañía D los Bribones de Blackie, y también el

batallón. El oficial al mando de nuestro batallón según el cuadro de mandos, el mayor

Xera, iba con las Compañías A y B en la nave gemela del Tours, el Playa de

Normandía, quizás a media galaxia de distancia. Sólo estaba al frente de nosotros

cuando todo el batallón bajaba a la vez, salvo en el caso de que el capitán Blackie

enviara ciertos informes y cartas a través de él. Otros asuntos iban directamente a la

Flota, División o Base, y Blackie tenía un sargento que era un auténtico genio para

ayudarle a tener las cosas en orden y a manejar tanto una compañía como un batallón

de choque en combate.

Los detalles administrativos no son sencillos en un ejército extendido a través de

cientos de naves y a través de muchos años luz. En el viejo Valley Forge, en el Rodger

Young y ahora en el Tours, yo estaba en el mismo regimiento: el Tercer Regimiento (los

«Mimaditos») de la Primera División de I.M. (Polaris). Dos batallones formados por

unidades disponibles habían recibido el nombre de «Tercer Regimiento» en la

Operación Casa de Chinches, pero yo no vi a «mi» regimiento. Todo lo que vi fue al

capitán Bamburger y a muchas Chinches.

Tal vez me enviaran con una comisión a los Mimaditos, me hiciera viejo y me jubilara,

sin ver jamás al oficial al mando de la compañía, pero él también mandaba el primer

pelotón (los «Moscardones») en otra corbeta. No supe su nombre hasta que lo vi en mi

despacho de la E.C.O.

Hay una leyenda sobre un «pelotón perdido» que se fue de Descanso y Recreo cuando

su corbeta quedó fuera de servicio. El oficial al mando de la compañía acababa de ser

ascendido, y los otros pelotones habían sido distribuidos tácticamente en otros puntos.

He olvidado qué le sucedió al teniente del pelotón, pero el D&R es el momento de rutina

para cambiar a un oficial, en teoría después de que alguien ha ido a relevarle, si bien

los relevos siempre son escasos.

Dicen que ese pelotón disfrutó de un año local de vida feliz por la Churchill Road antes






de que alguien los echara de menos. No me lo creo. Pero podría suceder.

La escasez crónica de oficiales afectaba mucho a mis deberes en los Bribones de

Blackie. La I.M. tiene el porcentaje menor de oficiales de cualquier ejército, y este factor

es precisamente parte del «prisma divisional» de la I.M. «Prisma divisional» es jerga

militar, pero la idea es sencilla: si uno tiene . soldados, ¿cuántos luchan?, ¿y

cuántos se limitan a pelar patatas, conducir camiones, contar tumbas y manejar el

papeleo?

En la I.M. luchan . hombres.

En las guerras masivas del siglo XX se necesitaban a veces . hombres (¡es un

hecho!) para que sólo . lucharan.

Admito que necesitamos a la marina para que nos coloque donde hemos de luchar; sin

embargo, las fuerzas de ataque de la I.M., incluso en una corbeta, suponen al menos el

triple de la tripulación de la nave. También se necesitan civiles para que nos faciliten las

provisiones y nos sirvan. Un diez por ciento de la I.M. estamos de Descanso y Recreo

en cualquier momento, y a los mejores se les envía en rotación como instructores a los

campamentos de reclutas.

Aunque haya algunos I.M. en despachos, siempre verán ustedes que les falta un brazo,

una pierna o algo semejante. Estos - como el sargento Ho y el coronel Nielssen - son

los que se niegan a retirarse, y realmente valen por dos, ya que así permiten que haya

más I.M. al ocupar esos puestos que requieren espíritu de lucha pero no perfección

física. Realizan un trabajo que no pueden hacer los civiles, porque en ese caso

contrataríamos civiles. Los civiles son como las judías; uno los compra cuando los

necesita para cualquier trabajo que sólo requiera habilidad y sentido común.

Pero no se puede comprar el espíritu de lucha. Anda escaso. Nosotros lo usamos todo,

y no malgastamos nada. El I.M. es el ejército más pequeño de la historia con relación a

la población que defiende. No se puede comprar a un I.M., ni forzarle, ni coaccionarle,

ni siquiera se le puede retener si él desea irse. Puede presentar la renuncia treinta

segundos antes de una bajada, perder el valor y negarse a entrar en la cápsula, y lo

único que ocurre es que se le paga y nunca puede votar.

En la E.C.O. estudiamos ejércitos que, a lo largo de la historia, eran conducidos como

esclavos de galeras. Pero el I.M. es un hombre libre; lo que le impulsa surge de su

interior, del respeto a sí mismo y de la necesidad del respeto de sus compañeros, y de

ese orgullo al formar parte de ellos que se llama moral o esprit de corps.

La base de nuestra moral es «todo el mundo trabaja, todos luchan». Un I.M. no anda

buscando influencias para conseguir un trabajo fácil y seguro; ésos no existen. Por

supuesto, un soldado trata de buscar lo mejor, porque a cualquiera con el sentido

común suficiente para marcar el paso se le ocurre si no debería estar limpiando

compartimentos o arreglando los almacenes; es el viejo derecho del soldado.

Pero todos los puestos «fáciles y seguros» están cubiertos por civiles, y ese buen

soldado está en su cápsula seguro de que todos, desde el general hasta el último mico,






van con él. Tal vez a años luz, o en un día diferente, o quizás una hora más tarde, no

importa. Lo que importa es que todo el mundo baja. Por eso entra en su cápsula,

aunque no tenga conciencia de ello.

Si alguna vez nos desviamos de esto, la I.M. se hará pedazos. Todo lo que nos

mantiene unidos es una idea, que une con más fuerza que el acero, pero cuyo poder

mágico depende de que siga intacta.

Esta regla de que «todos luchan» es lo que permite que la I.M. siga adelante con tan

pocos oficiales.

Sé de esto más de lo que quisiera porque hice una pregunta tonta en historia militar y

me encargaron la realización de un trabajo que me obligó a averiguar casi todo lo

ocurrido desde «De Bello Gallico» al «Colapso de la Hegemonía Dorada», el clásico de

Tsing. Piensen en una división ideal de la I.M. (sobre el papel, porque no la encontrarán

en parte alguna). ¿Cuántos oficiales requiere? No importan las unidades provenientes

de otros cuerpos; tal vez no estén presentes en una trifulca y no son como la I.M. (los

talentos especiales unidos a la Logística y Comunicaciones tienen todos el rango de

oficial). Si a un tipo de memoria especial, como un telépata o un sensor, o un hombre

de suerte, le hace feliz que yo le salude, estoy dispuesto a hacerlo. El es más valioso

que yo, y jamás podría reemplazarle aunque viviera doscientos años. O bien cojan el

cuerpo K-; un cincuenta por ciento «oficiales», pero el otro cincuenta por ciento son

neo-perros.

Ninguno de ésos está en la línea de mando, de modo que limitémonos a nosotros y a lo

que se necesita para dirigirnos.

Esta división imaginaria tiene . hombres en pelotones, cada uno con un

teniente. Tres pelotones por compañía exigen capitanes; cuatro compañías por un

batallón exigen mayores o tenientes coroneles. Seis regimientos con seis coroneles

pueden formar dos o tres brigadas, cada una con un general de segunda más un

general de primera, jefe supremo.

Y eso nos da oficiales de un total, incluidos los mandos, de ..

No hay lagunas, y cada oficial manda un equipo. Los oficiales suponen un total del tres

por ciento, que es lo que tiene la I.M., pero dispuesto de un modo distinto. En realidad,

muchos pelotones están mandados por sargentos, y muchos oficiales tienen más de un

cargo con objeto de cumplir algunas tareas totalmente necesarias.

Incluso un jefe de pelotón ha de tener su personal: su sargento de pelotón.

Pero puede pasarse sin uno, y su sargento puede pasarse sin él.

Sin embargo, un general ha de tener su plantilla; el trabajo es demasiado amplio para

realizarlo solo. Necesita un buen personal de planeamiento, y un personal más reducido

de combate. Como nunca hay suficientes oficiales, en su transporte los oficiales doblan

como personal de planificación, y son elegidos entre los mejores matemáticos en

logística de la I.M. Y luego bajan a luchar con sus propios equipos. El general baja con

su personal de combate, más un pequeño equipo de las tropas más duras de la I.M. La






tarea de éstas consiste en impedir que el general sea molestado por los extraños

mientras dirige la batalla. A veces lo consiguen.

Además de ese personal necesario, cualquier equipo superior a un pelotón debería

tener un oficial delegado. Pero nunca hay suficientes oficiales, así que nos las

arreglamos con lo que tenemos. Llenar cada puesto necesario de combate, una tarea

para un oficial, exigiría un promedio de oficiales del cinco por ciento; pero el tres por

ciento es todo lo que tenemos.

En vez de ese óptimo cinco por ciento, que la I.M. jamás puede alcanzar, en el pasado

muchos ejércitos comisionaban al diez por ciento de su número, o incluso al quince por

ciento... ¡y en ocasiones un ridículo veinte por ciento! Esto suena como un cuento de

hadas, pero fue realidad, especialmente durante el Siglo XX.

¿Qué clase de ejército tiene más oficiales que cabos? (¡Y más suboficiales que

soldados!)

Un ejército organizado para perder las guerras, si es que la historia significa algo. Un

ejército que es, sobre todo, organización, burocracia y altos cargos, y la mayoría de

cuyos soldados jamás luchan.

Pero ¿qué hacen los oficiales que no mandan a los que luchan?

Tocar el violón al parecer: oficial del club de oficiales, oficial de moral, oficial de

atletismo, oficial de información pública, oficial de recreo, oficial de transporte, oficial

legal, capellán, capellán ayudante, segundo ayudante del capellán, oficial al cargo de

cualquier cosa que se les ocurra, incluso, sí, ¡oficial de la guardería!

En la I.M. todas esas cosas son trabajo extra para los oficiales de combate o, si son

auténticos trabajos, se realizan mejor, de modo más barato y sin desmoralizar a un

equipo de lucha, contratando civiles. Pero la situación llegó a ser tan decadente en una

de las mayores potencias del Siglo XX que a los verdaderos oficiales, los que

mandaban a los hombres en la batalla, les dieron insignias especiales para distinguirlos

de las hordas de húsares de salón.

La escasez de oficiales empeoró a medida que avanzaba la guerra, porque el índice de

bajas siempre es mayor entre los oficiales, y la I.M. jamás da un mando a un hombre

sólo para llenar una vacante. A la larga, cada regimiento debe proveer su parte de

oficiales. Las fuerzas de ataque en el Tours necesitaban treinta oficiales: seis jefes de

pelotón, dos oficiales al mando de una compañía y dos ayudantes, y un oficial al mando

de las fuerzas de ataque con su personal: un delegado y un ayudante.

Lo que tenían eran seis... y yo.

Cuadro de Mandos

Batallón de choque - Fuerzas de ataque

Capitán Blackstone

(«primer cargo»)

Sargento de Flota






Compañía C Compañía D

«Los Walaby de Warren» «Los Bribones de Blackie»

Primer teniente Warren Capitán Blackstone

(«segundo cargo»)

Primer pelotón Primer pelotón

Primer teniente Bayonne (Primer teniente Silva - Hospital)

Segundo pelotón Segundo pelotón

Segundo teniente Sukarno Segundo teniente Khoroshen

Tercer pelotón Tercer pelotón

Segundo teniente N'gam Segundo teniente Graham

Yo debía haber estado a las órdenes del teniente Silva, pero él salió para el hospital el

día en que yo me presenté, enfermo con algún tipo de trastorno nervioso. Sin embargo,

eso no significaba necesariamente que yo recibiera su pelotón. Un tercer teniente

temporal no está considerado como una baza. El capitán Blackstone podía colocarme a

las órdenes del teniente Bayonne, y poner a un sargento a cargo de su primer pelotón,

e incluso aceptar un «tercer cargo» y dirigir el pelotón personalmente.

En realidad hizo ambas cosas, aunque a la vez me asignara como jefe de pelotón del

primer pelotón de los Bribones. Lo consiguió tomando al mejor sargento de los Walaby

para que actuara como su personal de batallón, y luego puso a su sargento de flota

como sargento de pelotón de su primer pelotón, un trabajo dos grados por debajo de

sus insignias. Entonces el capitán Blackstone me lo explicó en una conferencia

pesadísima: yo figuraría en el cuadro de mandos como jefe de pelotón, pero el mismo

Blackie y el sargento de Flota lo dirigirían.

Mientras yo me portara bien, podría seguir actuando; incluso se me permitiría bajar

como jefe de pelotón, pero una palabra de mi sargento al oficial al mando de mi

compañía y las tenazas se cerrarían sobre mí.

Me pareció muy bien. Sería mi pelotón mientras pudiera dirigirlo y, si no era capaz,

cuanto antes me retiraran mejor para todo el mundo. Además, no destrozaba tanto los

nervios el conseguir así un pelotón en vez de por una catástrofe repentina en la batalla.

Me tomé mi trabajo muy en serio porque era mí pelotón, pero aún no había aprendido a

delegar autoridad y, durante una semana, estuve en la sección de las tropas mucho

más de lo conveniente para un equipo. Blackie me llamó a su despacho.

- Hijo, ¿qué diablos cree que está haciendo?

Contesté rígidamente que trataba de que mi pelotón estuviera dispuesto para la acción.

- ¿De veras? Pues no es eso lo que consigue. Los tiene más nerviosos que una

colmena de abejas enloquecidas. ¿Por qué demonios cree que le entregué al mejor






sargento de la flota? Si se va a su camarote, se cuelga de un gancho ¡y se queda allí...!

hasta que suene el «Preparados para la acción», él le entregará el pelotón tan afinado

como un violín.

- Como el capitán quiera - contesté bruscamente.

- Y otra cosa..., no puedo soportar a un oficial que actúe como un maldito cadete. Olvide

esa estupidez de hablarme en tercera persona. Guárdesela para los generales y la

capitana. Deje de cuadrar los hombros y chocar los talones. Se supone que los oficiales

han de mostrarse relajados, hijo.

- Sí, señor.

- Y que sea la última vez que me dice «señor» durante toda una semana. Lo mismo

digo del saludo. Quítese ese aire de cadete malhumorado y trate de sonreír.

- Si, se... De acuerdo.

- Así está mejor. Apóyese en la pared. Rásquese. Bostece. Lo que sea, menos esa

actitud de soldadito de plomo.

Lo intenté... y sonreí tontamente al descubrir que no es fácil romper un hábito. Apoyarse

es mucho más difícil que mantenerse firme. El capitán Blackstone me estudió.

- Practíquelo - dijo -. Un oficial no puede parecer asustado ni tenso. Eso es contagioso.

Ahora dígame, Johnnie, qué necesita su pelotón. No importan las trivialidades; no me

interesa saber si cada hombre tiene el número reglamentario de calcetines en el

armario.

- Hum... - Pensé a toda prisa -. ¿Sabe, por casualidad, si el teniente Silva se proponía

ascender a Brumby a sargento?

- Da la casualidad de que si lo sé. ¿Cuál es su opinión?

- Bien..., el informe dice que ha estado actuando como jefe de sección durante los dos

últimos meses. Sus notas de eficiencia son buenas.

- Le he pedido su opinión, Rico.

- Pues, se... Lo siento. Nunca le he visto trabajar sobre el terreno, de modo que no

puedo tener una auténtica opinión; todo el mundo puede actuar bien en la sala de

bajadas. Pero, tal como lo veo, él ha estado actuando como sargento demasiado tiempo

para rebajarle ahora y promover a un jefe de escuadra por encima de él. Debería

conseguir esa tercera sardineta antes de que bajemos, o ser transferido cuando

volvamos. Antes incluso, si hay oportunidades de transferencia espacial.

Blackie gruñó:

- Se muestra usted muy generoso al ceder a mis Bribones..., para ser un tercer teniente.

Me puse rojo.

- Sin embargo - dije -, es un punto débil en mi pelotón. Brumby debería ser ascendido o

transferido. No le quiero de nuevo en su antiguo puesto con alguien ascendido por

encima de él. Es posible que se sienta amargado, y entonces habría otro punto débil. Si

no puede conseguir esa otra sardineta, debería ir a presentarse en el Departamento de

Reemplazos. Así no se sentirá humillado y tendrá la oportunidad de llegar a ser






sargento en otro equipo, en vez de quedarse aquí, en un callejón sin salida.

- ¿De veras? - No sonaba burlón en realidad -. Después de ese análisis maestro,

aplique sus poderes de deducción y dígame por qué el teniente Silva no lo transfirió

hace tres semanas, cuando llegamos a Santuario.

Ya me lo había preguntado yo. El momento de transferir a un hombre es lo antes

posible en cuanto uno decide dejar que se marche... y sin aviso. «Es mejor para el

hombre y para el equipo», dice el libro. Contesté lentamente:

- ¿Estaba ya enfermo el teniente Silva en ese momento, mi capitán?

- No.

Las piezas encajaban.

- Capitán, recomiendo a Brumby para el ascenso inmediato.

- Hace un momento estaba a punto de prescindir de él como inútil - replicó enarcando

las cejas.

- Oh, no lo es ni mucho menos. Dije que tenía que ser una cosa u otra pero no sabía

cuál. Ahora si lo sé.

- Continúe.

- Bien, eso supone que el teniente Silva es un oficial eficiente...

- Le diré, para su información, que Silva «el Rápido» tiene un historial de «Excelente,

Recomendado para el Ascenso» en su Formulario Treinta y Uno.

- Pero yo sabía ya que él era bueno - continué -, porque he heredado un magnífico

pelotón. Tal vez un buen oficial no ascienda a un hombre por..., bueno, por muchas

razones, y sin embargo no pone sus dudas por escrito. Sin embargo, en este caso, de

no haber podido recomendarle para sargento, no le habría retenido en el equipo a fin de

poder sacarle de la nave a la primera oportunidad. Pero no lo hizo. Por tanto, sé que se

proponía ascender a Brumby. - Y añadí -: Pero no comprendo por qué no lo hizo hace

tres semanas, para que Brumby pudiera haber lucido su tercera sardineta en el D&R.

El capitán Blackstone sonrió.

- Eso es porque usted no me considera eficiente a mí.

- ¿Cómo dice, señor?

- No importa. Usted ha sabido desentrañar esta maraña, y yo no espero nunca que un

cadete todavía tierno conozca todos los trucos. Pero escuche y aprenda, hijo. Mientras

dure esta guerra, no ascienda jamás a un hombre justo antes de volver a la Base.

- ¿Por qué no, mi capitán?

- Me habló de enviar a Brumby al Departamento de Reemplazo si no iba a ser

ascendido. Pues ahí es, exactamente, adonde habría ido a parar si le hubiéramos

ascendido hace tres semanas. Usted no sabe lo ansiosos que se muestran ahí, en el

departamento de suboficiales. Repase los archivos y encontrará la petición de que

enviemos dos sargentos por cuadro. Con un sargento de pelotón enviado a la E.C.O. y

un puesto de sargento vacante, yo estaba bajo en mi plantilla y podía rehusar. - Sonrió

sarcástico -. Es una guerra muy dura, hijo, y ellos te roban a tus hombres si no les






vigilas. - Sacó dos hojas de papel de un cajón -. Mire.

Uno era una carta de Silva al capitán Blackie, recomendando a Brumby para sargento.

Llevaba fecha de hacía más de un mes.

El otro era el despacho de Brumby para sargento, fechado el día siguiente a nuestra

salida de Santuario.

- ¿Eso le convence? - preguntó.

- ¿Cómo? ¡Claro que sí!

- He estado esperando a que usted descubriera el punto débil de su equipo y me dijera

lo que había que hacer. Me satisface que lo adivinara, aunque sólo a medias, porque un

oficial con experiencia lo habría analizado de inmediato con el cuerpo de mando y los

informes del servicio. No importa, así es como se gana experiencia. Ahora veamos lo

que debe hacer. Escríbame una carta como la de Silva, con fecha de ayer. Encargue a

su sargento de pelotón que le diga a Brumby que usted le ha propuesto para una

tercera sardineta, sin mencionar que Silva lo hizo. Usted no lo sabía cuando hizo la

recomendación, de modo que lo dejaremos así. Cuando yo le tome el juramento a

Brumby, le haré saber que sus dos oficiales le recomendaron por separado, lo que hará

que se sienta eufórico. ¿De acuerdo? ¿Algo más?

- Pues..., no en la organización, a menos que el teniente Silva planeara ascender a

Naidi, segundo de Brumby. En cuyo caso podríamos ascender a un suboficial a

aspirante, y eso nos permitiría ascender a cuatro soldados a suboficiales, incluidos tres

vacantes que existen ahora. No sé si es política suya el mantener el cuerpo de mando

(C.D.M.) lleno, o no.

- Podríamos hacerlo - repuso amablemente Blackie -, puesto que usted y yo sabemos

que algunos de esos chicos no van a tener muchos días para disfrutarlo. Recuerde tan

sólo que nunca ascendemos a un hombre a menos que haya entrado en combate, por

lo menos no en los Bribones de Blackie. Discurra el modo de hacerlo con su sargento

de pelotón y comuníquemelo. No hay prisa. En cualquier momento antes de que me

acueste hoy. ¿Algo más?

- Bien, mi capitán, estoy preocupado por los trajes.

- Y yo también. Y todos los pelotones.

- No sé de los demás pelotones pero, con cinco reclutas que vestir, más cuatro trajes

dañados, y dos más retirados esta semana pasada y reemplazados por el almacén...

No sé cómo Cunha y Navarre podrán calentar tantos y hacer los tests de rutina en los

otros cuarenta y uno, y que todo esté dispuesto para la fecha calculada. Aunque no

surjan problemas...

- Siempre surgen problemas.

- Sí, mi capitán. Pero se requieren doscientas ochenta y seis horas de trabajo sólo para

calentar y probar, más ciento veintitrés horas de comprobaciones de rutina. Y siempre

se necesita algo más de tiempo.

- Bien, ¿qué cree usted que puede hacerse? Los demás pelotones le ayudarán si






terminan con sus propios trajes por anticipado. Cosa que dudo. No espere que le

ayuden los Walaby; es más probable que tengamos que ayudarles.

- Ya... Mi capitán, no sé qué opinará usted de esto, ya que me dijo que permaneciera

alejado de la sección de tropas, pero cuando yo era cabo fui ayudante del sargento de

Artillería y Armaduras.

- Siga.

- Bien, al final yo mismo era el sargento de A. y A. Pero sólo ocupaba el puesto de otro

hombre, ya que no soy un mecánico cualificado en A. y A. Sin embargo, sí soy un

ayudante bastante bueno y, si me lo permitiera..., bueno, podría calentar los trajes

nuevos o hacer las comprobaciones de rutina. Así Cunha y Navarre tendrían más

tiempo para los auténticos problemas.

Blackie se echó atrás y sonrió.

- Señor Rico, he revisado las ordenanzas cuidadosamente, y no encuentro ninguna que

diga que un oficial no deba ensuciarse las manos. - Y añadió -: Menciono esto porque

algunos de los «jóvenes caballeros» que nos han sido asignados han leído, al parecer,

esa ordenanza que no existe. De acuerdo, coja un mono de trabajo, pues no hay

necesidad de que se ensucie el uniforme además de las manos. Vaya a buscar a su

sargento de pelotón, háblele de lo de Brumby y ordénele que prepare las

recomendaciones para llenar esos vacíos en el C.D.M., por si yo decidiera confirmar su

recomendación de Brumby. Luego dígale que usted va a dedicar todo su tiempo al

trabajo en Artillería y Armaduras, y que desea que él se encargue de todo lo demás.

Dígale que, si tiene algún problema, le busque a usted en la Armería. No le diga que me

consultó; sólo déle órdenes. ¿Me sigue?

- Sí, se... Sí.

- De acuerdo, adelante. Al pasar por la sala de juego, presente por favor mis respetos a

«Rusty» y dígale que venga a verme.

Jamás estuve tan ocupado como durante las dos semanas siguientes, ni siquiera en el

campamento de reclutas. Trabajar como mecánico de Artillería y Armaduras unas diez

horas al día no era mi única tarea. Estaban las matemáticas, por supuesto, y no había

modo de saltárselo, puesto que me daba clases la capitana. Y las comidas, digamos

hora y media al día. Más el trabajo de mantenerme en forma, afeitarme, ducharme,

abotonarme los uniformes y tratar de encontrar al sargento de marina y obligarle a abrir

la lavandería para sacar un uniforme limpio diez minutos antes de la inspección. (Es

una ley no escrita de la marina la de que todo debe estar siempre cerrado cuando más

se necesita.)

Montar guardia, la revista, la inspección y un mínimo de rutina de pelotón suponía otra

hora al día. Pero además, yo era «George». Cada equipo tiene un «George». Es el

oficial más joven, al que se encargan todos los trabajos adicionales: monitor de

atletismo, censor del correo, árbitro en las competiciones, oficial de escuela, encargado

de cursos por correspondencia, fiscal en un consejo de guerra, tesorero del fondo de






préstamos mutuos, custodio de las publicaciones registradas, oficial de almacén, oficial

de la cantina de tropa, y un interminable etcétera.

«Rusty» Graham había sido «George» hasta que me pasó alegremente el muerto. No

se sintió tan alegre cuando yo insistí en el inventario de todo aquello que debía hacer.

Me sugirió que, si no tenía el sentido común suficiente para aceptar el inventario

firmado por un oficial comisionado, tal vez entonces una orden directa me hiciera

cambiar de opinión. Pero me mostré firme y le dije que pusiera sus órdenes por escrito,

y con una copia certificada, de modo que yo pudiera conservar el original y entregar la

copia al oficial al mando del equipo.

«Rusty» se echó atrás, furioso (ni siquiera un segundo teniente es tan tonto como para

poner tales órdenes por escrito). Aquello no me alegró ni mucho menos, puesto que

«Rusty» era mi compañero de habitación y me ayudaba con las matemáticas, pero aún

así hicimos el inventario. Me llevé una bronca del teniente Warren por ser tan

estúpidamente oficioso, pero abrió su caja y me permitió ver los partes registrados. El

capitán Blackstone abrió la suya sin comentarios, y no sería yo capaz de decir si él

aprobó que yo hiciera el inventario o no.

Los partes estaban bien, pero no lo referente a las cuentas. ¡Pobre «Rusty»! Había

aceptado las cuentas de su predecesor y ahora no cuadraban... Y no sólo el otro oficial

no estaba en la nave, sino que había muerto. «Rusty» se pasó una noche sin dormir (¡y

yo también!) y luego se presentó a Blackie y le dijo la verdad.

Este le pegó una bronca, luego repasó lo que faltaba y halló el modo de describir la

mayor parte como «perdido en combate». Lo cual redujo el abono de «Rusty» a unos

cuantos días de paga, pero Blackie le obligó a seguir con ese trabajo, posponiendo por

tanto indefinidamente la liquidación en efectivo.

No todos los trabajos de «George» daban tantos dolores de cabeza. No hubo ningún

consejo de guerra, ya que no suele haberlos en un buen equipo de combate. Tampoco

había correo que censurar, ya que el barco iba con impulso Cherenkov. Y lo mismo

ocurría con los préstamos, por razones similares. Delegué en Brumby la cuestión del

atletismo, y la del arbitraje dependía de si había competiciones o no. La cantina de la

tropa era excelente; yo ponía la inicial en los menús y a veces inspeccionaba la cocina,

es decir abría un bocadillo sin quitarme siquiera el mono cuando trabajaba hasta tarde

en la Armería. Los cursos de correspondencia significaban mucho papeleo, ya que

algunos continuaban con sus estudios - tanto si había guerra como si no -. pero los

delegué en mi sargento de pelotón, y el suboficial, que era su ayudante, llevaba los

informes.

Sin embargo, los trabajos de «George» sumaban unas dos horas al día, ya que había

muchísimos.

Calculen cómo me dejaba todo esto: diez horas de A. y A.; tres horas de matemáticas;

comidas: hora y media; aseo personal: una hora; papeleo militar: una hora; «George»:

dos horas; dormir: ocho horas. Total: veintiséis horas y media. La nave ni siquiera se






regía según el día de Santuario, de veinticinco horas, porque una vez en marcha,

seguíamos la hora de Greenwich y el calendario universal.

Por tanto, sólo podía privarme de horas de sueño.

Estaba sentado en la sala de juego, hacia la una de la madrugada, luchando con las

matemáticas, cuando entró el capitán Blackstone.

- Buenas noches, mi capitán - le dije.

- Buenos días, querrá decir. ¿Qué demonios le pasa, hijo? ¿Insomnio?

- No exactamente.

Cogió el montón de hojas, diciendo:

- ¿No puede encargarse su sargento de todos estos papeles? Ah, ya comprendo.

Váyase a la cama.

- Pero, mi capitán...

- Vuelva a sentarse, Johnnie. Me proponía hablarle. Nunca le veo aquí, en la sala de

juego, por las tardes. Paso ante su habitación y siempre está trabajando en su mesa.

Cuando su compañero se acuesta, usted se traslada aquí. ¿Cuál es el problema?

- Bueno..., parece que no consigo ponerme al día.

- Eso no lo consigue nadie. ¿Cómo va su trabajo en la Armería?

- Muy bien. Creo que lo completaremos.

- También yo lo creo. Mire, hijo, usted ha de tener sentido de la proporción. Tiene dos

deberes primordiales. El primero cuidarse de que el equipo de su pelotón esté a punto,

y eso ya lo hace. No tiene que preocuparse por el pelotón en sí, como le dije. El

segundo, y tan importante como el otro, es que se encuentre dispuesto para luchar. Se

olvida de eso.

- Estaré dispuesto, mi capitán.

- Tonterías. No está haciendo ejercicio, y pierde sueño. ¿Es así como se prepara una

bajada? Cuando uno dirige un pelotón, hijo, ha de estar en forma. De aquí en adelante,

hará ejercicio desde las cuatro y media a las seis todos los días. Estará en la cama y

con la luz apagada a las once y, si tarda en dormirse quince minutos dos noches

seguidas, informará al médico para que le imponga un tratamiento. Es una orden.

- Si, señor. - Sentí que los mamparos caían sobre mi y añadí desesperado -: Mi capitán,

no veo cómo puedo acostarme a las once y a la vez encargarme de que se haga todo.

- Entonces, que no se haga. Como le dije. muchacho, ha de tener sentido de la

proporción. Dígame en qué emplea su tiempo.

Se lo dije y asintió.

- Lo que me figuraba. - Recogió el cuaderno de «deberes» de matemáticas y volvió a

dejarlo -. Esto, por ejemplo. Desde luego, quiere trabajar en ello, pero ¿por qué ha de

hacerlo con tanta intensidad antes de que nos metamos en acción?

- Bueno, yo pensé...

- Lo que no hizo precisamente fue pensar. Hay cuatro posibilidades, y sólo una le exige

que termine esos deberes. Primera: podrían matarle. Segunda: podría recibir una herida






y retirarse con una comisión honoraria. Tercera: podría salir bien, pero que le

suspendiera en su Formulario Treinta y Uno su examinador, es decir yo. Lo cual es

precisamente lo que tanto teme de momento. Pero, hijo, yo ni siquiera le permitiré bajar

si usted aparece con los ojos enrojecidos por falta de sueño y los músculos fláccidos

por falta de ejercicio. La cuarta posibilidad es que usted comprenda bien su deber, en

cuyo caso tal vez le deje dirigir un pelotón. Entonces supongamos que lo hace y que

nos ofrece la mejor actuación desde que Aquiles mató a Héctor, y yo le apruebo. Sólo

en ese caso habría de terminar sus ejercicios de matemáticas. De modo que puede

realizarlos en el viaje de regreso.

»Con esto queda liquidado el asunto: ya hablaré yo con la capitana. Y ahora mismo le

relevo del resto de sus tareas. En el camino de vuelta a casa podrá dedicar tiempo a las

matemáticas. Si es que volvemos a casa. Pero jamás llegará a ninguna parte si no

aprende a establecer prioridades. ¡Váyase a la cama!

Una semana más tarde hicimos un reencuentro, dejando el impulso Cherenkov y

reduciendo la velocidad de la luz mientras la flota intercambiaba señales. Se nos

enviaron Instrucciones, el Plan de Batalla, nuestra Misión y Ordenes - un montón de

palabras tan largo como una novela - y nos dijeron que no bajáramos en cápsulas.

Sí, estaríamos en la operación, pero marcharíamos como caballeros resguardados en

botes de retirada. La razón de ello era que la Federación dominaba ya la superficie: las

Divisiones Segunda, Tercera y Quinta de I.M. lo habían hecho..., y pagando en efectivo.

Aquel lugar no parecía digno de ese precio. El Planeta P es más pequeño que la Tierra,

con una gravedad de superficie de ,, compuesto sobre todo de mares fríos como el

hielo y rocas, con una flora a base de líquenes y ninguna fauna de interés. Es imposible

respirar la atmósfera durante mucho tiempo, pues está contaminada con óxido nitroso y

demasiado ozono. Su único continente es poco más o menos la mitad de Australia,

aparte de unas islas que carecen de valor. Probablemente, requeriría tanta formación

de tierras como Venus antes de que pudiéramos utilizarlo.

Sin embargo, no estábamos comprando una finca para vivir en ella. Si habíamos ido a

ese lugar era porque las Chinches estaban allí, y lo habían ocupado para luchar contra

nosotros, según pensaba el Alto Mando. Este nos comunicó que el Planeta P era una

base de avance incompleta ( +/- %) para utilizarla en contra nuestra.

Como el planeta no valía la pena, la solución de rutina para librarse de la base de las

Chinches sería que las naves quedaran a una distancia segura y convirtieran aquella

esfera en inhabitable, tanto para el hombre como para la Chinche. Pero el comandante

en jefe tenía otras ideas.

La operación estaba planeada como una incursión. Resulta increíble llamar incursión a

una batalla que supone cientos de naves y miles de bajas, sobre todo teniendo en

cuenta que, mientras tanto, la marina y muchas otras tropas mantenían la guerra en

marcha a muchos años luz, en el espacio de las Chinches, con objeto de impedirles que

acudieran a defender este planeta.






Pero el comandante en jefe no malgastaba hombres. Este raid gigante decidiría tal vez

quién iba a ganar la guerra, ya fuera al año siguiente o treinta años más tarde.

Necesitábamos aprender más cosas sobre la psicología de las Chinches. ¿Habría que

borrarlas a todas de la Galaxia? ¿O era posible derrotarlas e imponer la paz? No lo

sabíamos. Las comprendíamos tan poco como entendíamos a las termitas.

Para aprender su psicología habíamos de entrar en comunicación con ellas, saber sus

motivaciones, descubrir por qué luchaban y en qué condiciones se detendrían. Y, para

eso, el Cuerpo de Guerra Psicológica necesitaba prisioneros.

Los obreros son fáciles de capturar, pero un obrero Chinche apenas es algo más que

una máquina animada. Los guerreros pueden capturarse quemándoles bastantes patas

como para dejarlos inválidos; pero son casi tan estúpidos, sin el que los dirige, como los

obreros. De tales prisioneros nuestros investigadores habían aprendido cosas muy

importantes: la invención de aquel gas aceitoso que mataba a las Chinches pero no a

nosotros surgió del análisis de la bioquímica de los obreros y guerreros, y de sus

investigaciones habían surgido otras armas nuevas incluso en el breve tiempo que

llevaba yo en el ejército. Sin embargo, para descubrir por qué luchaban las Chinches,

necesitábamos estudiar a los miembros de su casta de cerebros. Y también

confiábamos en intercambiar prisioneros.

Hasta ese momento, jamás habíamos cogido a una Chinche viva. O bien habíamos

liquidado sus colonias de la superficie, como en Sheol, o (con demasiada frecuencia)

las tropas se habían introducido por sus agujeros y no habían vuelto a salir. Muchos

hombres valientes se habían perdido de ese modo.

Sin embargo, aún habíamos perdido más por fallos en la recogida. A veces, un equipo

sobre el terreno veía cómo barrían del cielo a sus naves. ¿Qué le sucedía a tal equipo?

Que probablemente moría hasta el último hombre. Con seguridad, seguía luchando

hasta haber agotado la energía y las municiones, y entonces los supervivientes eran

capturados con la misma facilidad que un insecto caído de espaldas.

Por nuestros cobeligerantes, los Huesudos, sabíamos que muchos soldados

desaparecidos seguían vivos y prisioneros (confiábamos en que fuesen miles; al menos

estábamos seguros de que eran centenares). Los del Servicio de Inteligencia opinaban

que los prisioneros eran llevados siempre a Klendathu. Las Chinches sienten la misma

curiosidad acerca de nosotros que nosotros acerca de ellas, una raza de individuos

capaces de construir ciudades, naves espaciales y ejércitos puede ser incluso más

misteriosa para una colmena que estos bichos lo son para nosotros.

Fuera como fuese, ¡deseábamos recuperar a los prisioneros!

Según la lógica severa del universo, quizás eso parezca una debilidad. Tal vez alguna

raza que no se moleste en rescatar a uno de los suyos explote esa característica

humana para borramos del universo. Los Huesudos apenas cuentan con esa

característica, y las Chinches no la conocen en absoluto, al parecer. Nadie ha visto

jamás que una Chinche acudiera en ayuda de un camarada herido. Cooperan






perfectamente en la lucha, pero abandonan a sus unidades en el instante en que ya no

les resultan útiles.

Nuestra conducta es diferente. Cuántas veces se ha podido leer este titular: DOS

HOMBRES MURIERON AL TRATAR DE RESCATAR A UN NIÑO QUE SE AHOGABA.

Si un hombre se pierde en las montañas, cientos saldrán a buscarle, aunque tal vez

algunos mueran. Sin embargo, cuando de nuevo alguien se pierde, otros tantos

voluntarios aparecen.

Mala aritmética..., pero muy humana. Pervive en todas nuestras tradiciones, en todas

las religiones humanas y en toda nuestra literatura la convicción racial de que, cuando

un ser humano necesita ayuda, nadie debe pensar en el precio.

¿Debilidad? Tal vez sea ésa la única fuerza que nos permita ganar una galaxia.

Sea debilidad o fuerza, las Chinches no la tienen. Y no habría posibilidad de

intercambiar guerreros por guerreros.

Pero, en una poliarquía de colmena, algunas castas son valiosas. Así lo esperaba al

menos el Cuerpo de Guerra Psicológica. Si pudiéramos capturar a las Chinches

cerebro, vivas y sin heridas, tal vez lográramos comerciar en buenos términos.

¿Y si capturásemos a una reina?

¿Cuál sería el valor de intercambio por una reina? ¿Todo un regimiento? Nadie lo

sabía, pero el Plan de Batalla nos ordenaba que capturáramos a la «aristocracia» de las

Chinches, reinas y cerebros, a cualquier precio, apostando a que podríamos

intercambiarlos por seres humanos.

El tercer propósito de la Operación Realeza consistía en desarrollar métodos: cómo

bajar a sus agujeros, cómo sacarlos de allí, cómo vencerlos sin aniquilarlos por

completo. A soldado por guerrero podíamos ahora derrotarles sobre el terreno; a nave

por nave, nuestra marina era mejor, pero hasta el momento no habíamos tenido suerte

al tratar de bajar por sus agujeros.

Si fallábamos en este intercambio de los prisioneros en los términos que fuese,

entonces todavía teníamos que: a) ganar la guerra; b) hacerlo de tal modo que

pudiéramos recuperar a los nuestros o c) (había que admitirlo) morir intentándolo y

perder. El Planeta P era el terreno de pruebas para decidir si era posible aprender a

exterminarlos.

Se leyeron las Instrucciones a los soldados, y cada uno siguió oyéndolas en sueños

durante la preparación por hipnosis. De modo que, aunque todos sabíamos que la

Operación Realeza estaba preparando el terreno para el rescate eventual de nuestros

compañeros, también sabíamos que en el Planeta P no había prisioneros humanos, ya

que nunca habíamos bajado allí. De modo que nadie necesitaba tratar de ganar una

medalla con la esperanza de efectuar personalmente un rescate. No era sino otra caza

de Chinches. pero con fuerzas masivas y con nuevas técnicas. Íbamos a pelar ese

planeta como si fuera una cebolla, hasta que todas las Chinches hubieran salido a la

superficie






La marina había asolado las islas y la parte no ocupada del continente hasta que todo

quedó lleno de radiactividad. Podíamos perseguir a las Chinches sin preocuparnos por

la retaguardia. La marina mantenía asimismo toda una red de naves en órbita en torno

al planeta, para escoltar a las de transporte y mantener la vigilancia de la superficie, a

fin de asegurarse de que las Chinches no nos atacaran por detrás a pesar de aquella

destrucción.

Según el plan de batalla, las órdenes para los Bribones de Blackie eran que

apoyáramos a la misión principal cuando se nos dijera, cuando se presentara la

oportunidad, relevando a otra compañía en una zona capturada, protegiendo a las

unidades de otros cuerpos en esa zona, manteniendo el contacto con las unidades de I.

M. en torno a nosotros... y destruyendo a cualquier Chinche que asomara

su maldita cabeza.

De modo que nos bajaron cómodamente en una nave y aterrizamos sin oposición. Me

llevé a mi pelotón al trote, con los trajes electrónicos. Blackie iba por delante para

encontrarse con el oficial al mando de la compañía, al que había que relevar, captar la

situación y estudiar el terreno. Así que echó a correr hacia el horizonte como un conejo

al que persiguen.

Hice que Cunha enviara a los exploradores de la primera sección para localizar los

ángulos delanteros del área de mi pelotón, y envié al sargento hacia la izquierda para

que estableciera contacto con un pelotón del Quinto Regimiento. Nosotros, el Tercer

Regimiento, teníamos que mantener una extensión de quinientos kilómetros de anchura

y ciento treinta de longitud; mi parte en ella era un rectángulo de setenta kilómetros de

longitud y veinticinco de anchura en el flanco izquierdo del ángulo delantero. Los

Walaby estaban detrás de nosotros, el pelotón del teniente Khoroshen a la derecha, y

«Rusty» tras él.

Nuestro Primer Regimiento ya había relevado a un regimiento de la Quinta División

delante de nosotros, con un «salto» que les colocó en mi ángulo y por delante.

«Vanguardia» y «retaguardia», «flanco derecho» e «izquierdo» se referían a la

orientación establecida en las señales de reconocimiento de cada traje de comando,

que se ajustaban a la red de señales del plan de batalla. No teníamos un auténtico

frente, simplemente un área, y de momento la única lucha se llevaba a cabo a varios

cientos de kilómetros a nuestra arbitraria derecha y retaguardia.

En algún punto de esa zona, probablemente a unos trescientos kilómetros, debía de

estar el segundo pelotón, Compañía G, Segundo Batallón, Tercer Regimiento...,

comúnmente conocido como los Rufianes.

O tal vez estuvieran a cuarenta años luz de distancia. La organización táctica nunca

encaja con el Cuadro de Organización. Todo lo que yo sabía del Plan es que algo

llamado «el Segundo Batallón» estaba a nuestra derecha, más allá de los muchachos

del Playa de Normandía. Pero ese batallón podía pertenecer a otra división. El mariscal






del Espacio juega al ajedrez sin consultar con las piezas.

De todos modos, yo no debía pensar ahora en los Rufianes. Tenía mi tarea como

miembro de los Bribones. Mi pelotón estaba bien de momento - todo lo seguro que

puede estarse en un planeta hostil - pero yo tenía mucho que hacer antes de que el

primer escuadrón de Cunha llegara al extremo más lejano. Necesitaba:

. Localizar al jefe de pelotón que había estado defendiendo esta zona.

. Fijar los ángulos e identificarlos para los jefes de sección y de escuadra.

. Establecer contacto con ocho jefes de pelotón en los flancos y en los ángulos, cinco

de los cuales deberían estar ya en posición (los del Quinto y Primer Regimiento), y tres

(Khoroshen, de los Bribones, y Bayone y Sukarno, de los Walaby) que ahora

avanzaban hacia su posición.

. Conseguir que mis propios muchachos se extendieran hasta sus puntos iniciales con

la mayor rapidez posible y por la ruta más corta.

Esos puntos debían establecerse en primer lugar, ya que la columna abierta en que

desembarcamos no lo haría. La última escuadra de Brumby debía desplazarse hacia el

flanco izquierdo; la escuadra líder de Cunha tenía que extenderse desde la vanguardia

a la izquierda, en oblicuo; las otras cuatro escuadras habían de abrirse en abanico en el

centro.

Ese es el despliegue normal, y habíamos hecho prácticas para realizarlo con rapidez en

la sala de bajadas.

- ¡Cunha! ¡Brumby! Tiempo para desplegarlos - grité, utilizando el circuito de los

suboficiales.

- ¡Entendido, uno! ¡Entendido, dos!

- Jefes de sección, tomen el mando y avisen a cada recluta. Van a pasar muchos

Chalados. No quiero que les disparen por error.

- Pasé a mi circuito privado y dije -: Sargento, ¿ha establecido contacto con la izquierda?

- Sí, señor. Me ven a mí y a usted.

- Bien. no veo una señal luminosa en nuestro ángulo de anclaje..

- Falta.

-...así que dirija a Cunha por D.R. Lo mismo para el explorador jefe - ése era Hugues - y

que éste fije una nueva señal.

Me pregunté por qué el Tercero o el Quinto no habrían reemplazado aquella señal de

anclaje en mi ángulo izquierdo, donde tres regimientos se unían, pero era inútil hablar

de ello y continué:

- D.R. Conteste. Tienen dos siete cinco. doce kilómetros.

- Señor. El cambio de dirección es nueve seis, límite doce kilómetros.

- Bastante cerca. No he encontrado todavía a mi número opuesto, de modo que estoy

adelantando al máximo. Cuidado con las tropas.

- Lo tengo, señor Rico.

Avancé a toda velocidad mientras seguía hablando por el circuito de oficiales:






- Cuadro Negro Uno, conteste Negro Uno... Chalados de Chang..., ¿me oyen?

Contesten.

Quería hablar con el jefe de patrulla que íbamos a relevar, y no por cumplir

simplemente, sino para conseguir información.

No me gustaba lo que había visto.

O bien los jefes supremos eran demasiado optimistas al creer que habíamos montado

unas fuerzas invencibles contra una pequeña base de Chinches, todavía no

desarrollada, o los Bribones habían ido a caer en un punto donde todo era un caos. En

los pocos momentos que llevaba fuera de la nave había visto ya media docena de trajes

electrónicos por el suelo; confiaba en que estuvieran vacíos, hombres muertos

posiblemente, pero de todas formas eran demasiados.

Aparte de eso, mi radar táctico mostraba todo un pelotón (el mío) avanzando en

posición, pero sólo algunos dirigiéndose a la recogida o aún en posición. Tampoco veía

yo sistema alguno en sus movimientos.

Yo era responsable de . kilómetros cuadrados de terreno hostil, y deseaba

ardientemente descubrir cuanto pudiera, antes de que mis escuadras se metieran en el

lío. El plan de batalla había ordenado una nueva doctrina táctica que yo hallaba

deprimente: no cierren los túneles de las Chinches. Blackie nos lo había explicado como

si se le hubiera ocurrido a él y le gustara, pero yo lo dudaba.

La estrategia era sencilla y supongo que lógica... si podíamos permitirnos las pérdidas.

Que salgan las Chinches. Buscarlas y matarlas en la superficie. Que siguieran saliendo.

No bombardeen los agujeros, no arrojen gas... Que salgan. Al cabo de algún tiempo -

un día, dos días, una semana -, si realmente nuestras fuerzas eran abrumadoras,

dejarían de salir. El personal de Planeamiento había calculado (¡no me pregunten

cómo!) que las Chinches permitirían que muriera de un setenta a un noventa por ciento

de sus guerreros antes de renunciar a borrarnos de la superficie.

Entonces empezaríamos a introducirnos en el interior, matando a los guerreros

supervivientes al bajar, y tratando de capturar viva a la «realeza». Sabíamos el aspecto

que tenía la casta de los cerebros, los habíamos visto muertos (en fotografía) y

sabíamos que no podían correr: unas patas apenas funcionales y un cuerpo hinchado

que era, sobre todo, sistema nervioso. A las reinas jamás las habíamos visto los

humanos, pero el Cuerpo de Guerra Biológica había hecho unos diseños de lo que se

suponía que sería su aspecto: monstruos obscenos, más grandes que un caballo y

totalmente inmóviles.

Aparte de los cerebros y reinas, podía haber otras castas en la realeza. Si así fuera

había que animar a los guerreros a salir y morir, y luego capturar viva cualquier cosa,

excepto guerreros y obreros.

Un plan preciso y precioso... sobre el papel. Lo que significaba para mí era que yo tenía

un área de x kilómetros tal vez, abarrotada de agujeros de Chinches sin cerrar.

Deseaba las coordenadas de cada uno de ellos.






Si había demasiados..., bueno, podía cegar algunos por accidente y dejar que mis

chicos se concentraran en la vigilancia del resto. Un soldado con traje de merodeador

puede cubrir mucho terreno, pero no puede vigilar dos cosas a la vez. No es un ser

sobrehumano.

Salté varios kilómetros por delante de la primera escuadra sin dejar de llamar al jefe del

pelotón de Chalados, llamando a la vez a cualquiera de sus oficiales y describiendo la

nota de mi transmisión de señal (da, di, da, da).

No hubo respuesta.

Al fin fue mi jefe el que me contestó:

- ¡Johnnie! Corte ese ruido. Contésteme por el circuito de conferencia.

Eso hice, y Blackie me dijo secamente que dejara de buscar al jefe de los Chalados por

el Cuadro Negro Uno. Ya no existían. Oh, tal vez quedara algún suboficial vivo en

alguna parte, pero la cadena de mando se había roto.

Según el libro, alguien asciende siempre. Pero eso sucede cuando se han roto

demasiados eslabones. Como el coronel Nielssen me dijera en una ocasión allá en el

remoto pasado, es decir hacía casi un mes.

El capitán Chang había entrado en acción con tres oficiales además de él; sólo quedaba

uno ahora (mi compañero de clase, Abe Moise) y Blackie trataba de averiguar por él la

situación. Abe no fue de mucha ayuda. Cuando yo me uní a la conferencia y me

identifiqué, Abe pensó que yo era el oficial al mando de su batallón y me dio un informe

abrumadoramente preciso, al tiempo que carente de todo sentido.

Blackie interrumpió y me ordenó que continuara.

- Olvídese de las órdenes de relevo. La situación será tal como usted la vea, de modo

que siga moviéndose y observe.

- ¡De acuerdo, jefe! - Crucé mi propia área hacia el extremo más lejano, el ángulo de

anclaje, a toda velocidad posible, abriendo los circuitos en mi primer salto -: ¡Sargento!

¿Qué hay de esa señal para el anclaje?

- En ese ángulo no hay lugar para colocarla, señor. Hay allí un nuevo cráter, escala seis.

Solté un silbido. Podría meterse todo el Tours en un cráter de tamaño seis. Uno de los

trucos que las Chinches utilizaban contra nosotros, si estábamos en la superficie y ellos

bajo tierra, era hacer estallar minas. (Nunca usaban misiles, excepto desde las naves

espaciales.) Si uno estaba próximo al punto de explosión, el shock de ésta acababa con

él; si estaba en el aire al estallar la mina, la onda expansiva alteraba los girostatos y

dejaba el traje sin control.

Nunca había visto un cráter mayor que los de la escala cuatro. La teoría era que jamás

originarían una explosión demasiado intensa por el daño que supondría para sus

hábitats trogloditas, aunque los reforzaran.

- Coloque otra señal - le dije -. Comuníqueselo a los jefes de sección y de escuadra.

- Ya lo he hecho, señor. Ángulo uno, uno, cero; kilómetros uno punto tres. Da, dit, dit.

Debería poder leerlo, ya que está a unos tres, cinco, de donde está usted.






Hablaba con la serenidad de un sargento instructor de maniobras, y me pregunté si

habría notado algún nerviosismo exagerado en mi voz.

Lo encontré en mi radar, sobre la ceja izquierda: uno largo y dos cortos.

- De acuerdo. Veo que la primera escuadra de Cunha está casi en posición. Disperse

esa escuadra y que patrulle en el cráter. Iguale las áreas. Brumby tendrá que tomar seis

kilómetros más de longitud.

Me dije, muy enojado, que cada hombre tenía ya que patrullar treinta kilómetros

cuadrados; si ahora lo extendíamos tanto significaría treinta y cinco por hombre. y una

Chinche puede salir por un agujero de menos de un metro y medio de ancho.

- Está muy caliente ese cráter? - añadí.

- Rojo ámbar en el borde. No he estado en su interior, señor.

- Manténgase fuera. Lo comprobará más tarde. - Rojo ámbar mataría a un humano sin

protección, pero un soldado con el traje electrónico puede soportarlo por algún tiempo.

Si había tanta radiación en el borde, sin duda el fondo nos freiría los ojos. Dígale a Naidi

que envíe a Malan y Bjork a la zona ámbar, y que ellos fijen escuchas en tierra.

Dos de mis cinco reclutas iban en aquella primera escuadra, y los reclutas son como

cachorros curiosos: meten la nariz en todo.

- Dígale a Naidi que me interesan dos cosas: el movimiento dentro del cráter y los

ruidos en el terreno alrededor. - Nosotros no íbamos a enviar tropas por un agujero tan

radiactivo que sólo la salida los matara. Pero las Chinches sí lo harían, si con ello

lograban alcanzarnos -. Que Naidi me dé el informe. Que nos lo dé a los dos, quiero

decir.

- Sí, señor. - Y mi sargento de pelotón añadió -: ¿Puedo hacer una sugerencia?

- Por supuesto. Y no espere a pedir permiso la próxima vez.

- Navarre puede manejar el resto de la primera sección. El sargento Cunha podría llevar

la escuadra al cráter y dejar a Naidi libre para supervisar la vigilancia de los escuchas

en tierra.

Sabía lo que él estaba pensando. Naidi, un cabo reciente que jamás había tenido una

escuadra sobre el terreno, no era realmente el hombre para cubrir lo que parecía el

punto de mayor peligro en el Cuadro Negro Uno. El sargento quería retirar de allí a

Naidi por las mismas razones por las que yo retirara a los reclutas.

Me pregunté si él sabría lo que yo estaba pensando. El tipo usaba el traje que llevara

como personal del batallón de Blackie; tenía un circuito más que yo, uno privado con el

capitán Blackstone.

Probablemente Blackie estaba escuchándonos por ese circuito extra. Era indudable que

el sargento de mi pelotón no estaba de acuerdo con la disposición que yo daba al

mismo. Si no seguía su consejo tal vez oyera de inmediato la voz de Blackie

interrumpiéndome y diciendo:

«Sargento, tome el mando. Señor Rico, está relevado»

Pero, ¡maldita sea!, un cabo al que no se le permitiera mandar su escuadra no era un






cabo, y un jefe de pelotón que sólo repitiera las sugerencias de su sargento era un traje

vacío.

No lo medité demasiado. La idea cruzó como un rayo por mi cabeza y contesté de

inmediato:

- No puedo perder a un cabo para que se dedique a cuidar a dos reclutas. Ni a un

sargento para que dirija a cuatro soldados y un cabo segundo...

- Pero...

- Aguarde. Quiero que se releve la vigilancia del cráter cada hora. Quiero que nuestro

primer pelotón revise los agujeros rápidamente. Los jefes de escuadra comprobarán

cualquier agujero del que se informe y darán señales indicando las coordenadas, de

modo que los jefes de sección, el sargento de pelotón y el jefe de pelotón puedan

inspeccionarías a medida que vayan llegando. Si no hay demasiados, pondremos

guardia en cada uno. Lo decidiré más tarde.

- Sí, señor.

- En el segundo turno quiero que un pelotón, con todos los hombres posibles y

lentamente, revise los agujeros que nos saltamos en la primera pasada. Los ayudantes

de los jefes de escuadra utilizarán los visores en esa pasada. Los jefes de escuadra

observarán la posición de cualquier soldado o traje sobre el terreno. Tal vez queden

algunos Chalados, heridos pero vivos. Pero nadie ha de detenerse, ni para comprobar

el estado físico, a menos que yo lo ordene. Primero hemos de conocer la situación de

las Chinches.

- Sí, señor.

- ¿Alguna sugerencia?

- Sólo una - contestó -. Creo que los ayudantes de escuadra deberían usar los visores

en esa primera pasada.

- Bien, hágalo de ese modo.

Su sugerencia tenía sentido, ya que la temperatura del aire en la superficie era mucho

más baja que la que las Chinches tienen en sus túneles; un agujero camuflado dejaría

salir aire que se vería como un géiser con los rayos infrarrojos. Miré el radar.

- Los chicos de Cunha están casi al límite - proseguí -. Inicie el desfile.

- ¡Muy bien, señor!

- Corto.

Apagué el amplio circuito y continué hacia el cráter mientras escuchaba a todo el

mundo a la vez. El sargento ya revisaba el plan dispuesto, interceptando a una

escuadra y dirigiéndola hacia el cráter, distribuyendo el resto de la primera sección en

una contramarcha de dos escuadras, a la vez que mantenía a la segunda sección en

una barrida de rotación según lo previsto, pero con seis kilómetros más de profundidad.

También hacía que avanzaran las secciones, luego las dejaba y cogía la primera

escuadra cuando ésta llegaba al ángulo de anclaje en el cráter y le daba instrucciones,

y después hablaba a los jefes de sección con el tiempo suficiente para darles la nueva






posición de las señales a las que dirigirse.

Lo hizo con la misma precisión que el tambor en un desfile, y con más rapidez y menos

palabras de lo que lo habría hecho yo. Un ejercicio de emisión de órdenes con el traje

energético, y con un pelotón extendido sobre muchos kilómetros de terreno, es mucho

más difícil que la precisión exacta de un desfile, pero tiene que ser así o de lo contrario

se les vuela la cabeza a los compañeros en la acción o, como en este caso, se barre

dos veces una parte del terreno y se salta la otra.

Pero el maestro de maniobras sólo tiene un radar de la situación de su formación;

puede ver únicamente con sus ojos a los que tiene cerca. Mientras yo escuchaba, los

veía en mi propio radar, como luciérnagas que pasaran ante mi rostro en líneas

precisas, «deslizándose a rastras» porque, incluso sesenta kilómetros por hora es una

marcha lenta si se comprime una formación de treinta kilómetros en un radar que un

hombre pueda ver.

Escuchaba a todo el mundo a la vez, porque quería oír lo que se decía en las

escuadras.

Nadie hablaba. Cunha y Brumby dieron sus órdenes secundarias y se callaron. Los

cabos repitieron los cambios de escuadra que eran necesarios; los ayudantes de

escuadra y sección repitieron las correcciones ocasionales de intervalo o alineación, y

los soldados no dijeron nada en absoluto.

Oía la respiración de cincuenta hombres como el rumor silencioso de la marea, roto

exclusivamente por las órdenes imprescindibles y con las menos palabras posibles.

Blackie había tenido razón: al pelotón lo habían puesto en mis manos «tan afinado

como un violín».

¡No me necesitaban! Yo podía irme a casa, y mi pelotón seguiría adelante tan bien

como ahora.

Quizá mejor...

No estaba seguro de haber acertado al destacar a Cunha para guardar el cráter: si

estallaba allí el lío, y no llegábamos a tiempo hasta aquellos chicos, la excusa de que yo

lo había hecho «según el libro» sería inútil. Si te matan, o si dejas que otro muera

«según el libro», la muerte sigue siendo irremediable.

Me pregunté si los Rufianes tendrían alguna vacante para un sargento fracasado.

La mayoría del Cuadro Negro Uno era tan llano como la pradera en torno al

Campamento Currie, y mucho más desnudo. Me alegré por ello, pues nos daba la

oportunidad de ver a una Chinche saliendo de la tierra y disparar primero. Cubríamos

tanto terreno que los intervalos de seis kilómetros entre los hombres, y de unos seis

minutos entre las oleadas de una barrida, representaban toda la densidad con la que

podía funcionar el pelotón. No era suficiente; cualquier punto estaría libre de vigilancia

al menos durante tres o cuatro minutos entre las pasadas del pelotón, y pueden salir

muchas Chinches de un pequeño agujero en tres o cuatro minutos.

El radar ve más rápido que el ojo, por supuesto, pero no con tanta exactitud.






Además, no nos atrevíamos a utilizar sino armas selectivas de corto alcance, porque

nuestros hombres se extendían en torno y en todas direcciones. Si una Chinche

asomaba la cabeza, y se le lanzaba un disparo letal, seguro que no demasiado lejos de

ella había un soldado. Eso limita mucho el alcance y la fuerza del armamento que uno

se atreve a utilizar. En esta operación, sólo los oficiales y sargentos iban armados con

cohetes - bomba, pero es que, además, no se esperaba que los usáramos. Si un cohetebomba

no encuentra su blanco, tiene la desagradable costumbre de seguir y seguir

buscando hasta encontrar uno, y no sabe distinguir al amigo del enemigo. El cerebro

que puede introducirse en un cohete de tamaño reducido es bastante torpe.

Hubiera preferido cambiar mi función en aquella zona con miles de I.M. en torno a

nosotros, por el simple ataque con un pelotón en el que uno sabe dónde están los

suyos y todo lo demás es un blanco enemigo.

No perdí el tiempo quejándome. No dejaba de saltar hacia el cráter mientras observaba

el terreno y trataba de mirar por el radar también. No encontré agujeros de Chinches,

pero salté sobre un lecho seco, casi un cañón, que podía ocultar algunos. No me detuve

a verlo; sencillamente, di sus coordenadas a mi sargento de pelotón y le ordené que

alguien los comprobara.

El cráter era incluso mayor de lo que yo había imaginado; el Tours se habría perdido

dentro de él. Pasé el contador de radiación a la cascada direccional, tomé la lectura del

fondo y los lados: de rojo a rojo múltiple, hasta el limite de la escala; peligroso para una

larga exposición, incluso para un hombre con el traje acorazado. Calculé su anchura y

profundidad mediante el contador de amplio alcance del casco, y luego giré en torno y

traté de distinguir alguna abertura que llevase bajo tierra. No encontré ninguna, pero sí

hallé aparatos de observación del cráter colocados allí por los pelotones de los

regimientos quinto y primero, de modo que dividí la vigilancia por sectores, a fin de que

los aparatos solicitaran ayuda de los tres pelotones, coordinados a través del primer

teniente Do Campo, de los Cazadores de Cabezas, a nuestra izquierda. Entonces

saqué de allí a Naidi y la mitad de su escuadra (incluidos los reclutas) y los envié de

nuevo al pelotón, informando de esto a mi jefe y a mi sargento de pelotón.

- Mi capitán - dije a Blackie -, no recibimos vibraciones del suelo. Voy a bajar ahí y

comprobar si hay agujeros. Las lecturas demuestran que no tendré demasiada

radiación si yo...

- Joven, aléjese de ese cráter.

- Pero, mi capitán, yo sólo quería...

- Cállese. No puede aprender nada útil. Aléjese.

- Sí, señor.

Las nueve horas siguientes fueron tediosas. Habíamos sido condicionados de

antemano para cuarenta horas de servicio (dos revoluciones del Planeta P) mediante el

sueño forzado, la elevación del azúcar en la sangre y la adoctrinación por hipnotismo y,

por supuesto, los trajes son autónomos en lo referente a las necesidades personales.






Los trajes no pueden durar tanto tiempo, pero cada hombre llevaba unidades de

energía extra, y cartuchos de aire para recargar. Sin embargo, un pelotón que no actúa

resulta aburrido, y es fácil distraerse.

Hice cuanto se me ocurrió, ordenando a Cunha y a Brumby que se turnaran como

sargentos de maniobras (dejando así al sargento y al jefe de pelotón libres para circular

a su antojo). Ordené que no se repitieran las pasadas según el mismo esquema, a fin

de que cada hombre comprobara cada vez un terreno nuevo para él. Hay una variación

enorme de esquemas para cubrir un área dada, si se alternan las combinaciones.

Aparte de eso, consulté con mi sargento de pelotón y anuncié que se concederían

puntos para una mención de honor por el primer agujero descubierto, la primera

Chinche aniquilada, etc. Trucos de campamento, pero estar alerta significa seguir vivo,

de modo que cualquier cosa es buena para evitar el aburrimiento.

Finalmente, recibimos la visita de una unidad especial - tres ingenieros de combate en

un coche aéreo utilitario - que escoltaba a un dotado, un sensor especial. Blackie me

avisó de que llegaban.

- Protéjalos y déles lo que pidan.

- Sí, señor. ¿Qué necesitarán?

- ¿Cómo voy a saberlo? Si el mayor Landry desea que usted se quite la piel y baile sin

ella, tiene que complacerle.

- Sí, señor. El mayor Landry.

Hice correr la voz y preparé guardaespaldas por subzonas. Luego fui a recibirlos

cuando llegaron porque sentía curiosidad. Nunca había visto a un dotado espacial en su

trabajo. Aterrizaron en la retaguardia de mi flanco derecho y salieron del vehículo. El

mayor Landry y dos oficiales llevaban traje acorazado y lanzallamas de mano, pero el

sensor no, ni armas tampoco; sólo una mascarilla de oxígeno. Iba vestido con uniforme

de faena sin insignias, y parecía terriblemente aburrido por todo aquello. No me lo

presentaron. Tenía el aspecto de un chico de dieciocho años..., hasta que me acerqué y

vi la red de arrugas en torno a sus ojos cansados.

Al bajar se quitó la mascarilla. Me quedé horrorizado y hablé al mayor Landry de casco

a casco, sin radio.

- Mayor, aquí el aire está «caliente». Además, se nos ha avisado de que...

- Cállese - dijo el mayor -. El lo sabe.

Me callé. El dotado se alejó a poca distancia, dio media vuelta y se tiró del labio inferior.

Tenía los ojos cerrados y parecía sumido en sus pensamientos. Luego los abrió y dijo,

malhumorado:

- ¿Cómo esperan que uno trabaje con todos esos idiotas saltando alrededor?

El mayor Landry ordenó bruscamente:

- Que el pelotón baje a tierra.

Tragué saliva y empecé a discutir... Luego hablé por el circuito que todos podían oír:

- Primer pelotón de los Bribones..., ¡al suelo y congelados!






Diré en favor del teniente Silva que todo lo que oí fue el eco de mi orden. tal como la

repetía a la escuadra. Entonces pregunté:

- Mayor. ¿puedo dejarles que se muevan en tierra?

- No. Y cállese.

De pronto el sensor regresó al coche y se puso la máscara. No había sitio para mí, pero

me permitieron - me ordenaron en realidad - que me agarrara al vehículo y me elevara

con ellos. Nos alejamos un par de kilómetros. De nuevo, el sensor se quitó la mascara y

se paseó un rato. Esta vez habló a uno de los ingenieros de combate, que inclinó la

cabeza y empezó a hacer dibujos en un cuaderno.

Esa unidad de misión especial aterrizó una docena de veces en mi área. repitiendo

cada vez la misma rutina aparentemente sin sentido: luego se trasladaron al terreno del

Quinto Regimiento

Justo antes de irse, el oficial que había estado escribiendo arrancó una hoja del

cuaderno y me la entregó.

- Aquí tiene el mapa subterráneo. La banda roja y ancha es el único bulevar de las

Chinches en su área. Está casi a trescientos metros de profundidad al comienzo, pero

sube hacia la retaguardia izquierda y sale a menos de ciento cincuenta. Esa red de

líneas azules que se une a ella es una gran colonia de Chinches. He marcado los

únicos lugares en los que se halla a unos treinta metros de la superficie. Podrá poner en

ellos unos escuchas hasta que vengamos aquí a resolverlo.

Me quedé mirándole:

- ¿Este mapa es digno de crédito?

El oficial ingeniero miró al sensor y luego me dijo en voz baja:

- ¡Por supuesto que sí, idiota! ¿Qué intenta hacer? ¿Trastornarle?

Se marcharon mientras yo lo estudiaba. Aquel artista ingeniero había hecho un doble

diseño, y la caja los había combinado en una pintura estereográfica de los primeros

trescientos metros bajo la superficie. Me quedé tan abstraído mirándolo que tuvieron

que recordarme que anulara la orden de «congelación». Entonces retiré a los escuchas

de tierra del cráter, saqué a dos hombres de cada escuadra y les di la situación de

aquel mapa infernal para que escucharan a lo largo del camino principal de las

Chinches y por toda la ciudad.

Informé a Blackie. Éste me cortó en cuanto empecé a describir los túneles de las

Chinches según las coordenadas.

- El mayor Landry ya me envió un facsímil. Déme únicamente las coordenadas de sus

puestos de escucha.

Eso hice. Entonces me dijo:

- No está mal, Johnnie. Pero tampoco es eso lo que yo quiero. Ha puesto más escuchas

de lo que necesita sobre esos túneles. Coloque a cuatro a lo largo del bulevar de las

Chinches, y ponga cuatro más en círculo en torno a su ciudad. Eso le deja otros cuatro.

Sitúe a uno en el triángulo formado por el ángulo de su retaguardia derecha y el túnel






principal, y los otros tres en el área mayor al otro lado del túnel.

- Si, señor. - Y añadí -: Mi capitán, ¿podemos confiar en ese mapa?

- ¿Qué le preocupa?

- Bueno..., parece magia. Magia negra.

- Ya. Mire, hijo, tengo un mensaje especial del mariscal del Espacio para usted. Me

ordena que le diga que este mapa es oficial, y que él se preocupará de todo lo demás a

fin de que usted dedique todo su tiempo al pelotón. ¿Me sigue?

- Sí, mi capitán.

- Pero las Chinches pueden desplazarse a toda prisa, de modo que preste una atención

especial a los puestos de escucha fuera del área de los túneles. Cualquier ruido que, en

esos cuatro puestos exteriores, sea más alto que el suspiro de una mariposa, ha de ser

comunicado de inmediato, sea lo que sea.

- Sí, señor.

- Cuando se desplazan hacen un ruido semejante al tocino que se está friendo, por si

nunca lo ha oído. Detenga esas patrullas de su pelotón. Deje a un hombre en

observación visual del cráter. Que la mitad del pelotón duerma dos horas, mientras la

otra mitad hace turnos de dos en dos para escuchar.

- Sí, señor.

- Tal vez le visiten más ingenieros de combate. Aquí está el plan revisado. Una

compañía de zapadores hará estallar y cerrará ese túnel principal donde se halla más

cerca de la superficie, ya sea en su flanco izquierdo o más allá, en el territorio de los

Cazadores de Cabezas. A la vez, otra compañía de ingenieros hará lo mismo en el

punto en que el túnel se bifurca, a unos cincuenta kilómetros a su derecha, en el

territorio del Primer Regimiento. Cuando se hayan llevado a cabo las voladuras, una

gran parte de su calle principal, y otra parte aún mayor de su ciudad, quedarán

cortadas. Mientras tanto, se estará haciendo lo mismo en otros muchos lugares.

Después... ya veremos, O bien las Chinches salen a la superficie y tenemos una batalla

campal, o se quedan quietecitas y tendremos que bajar a buscarlas, por secciones.

- Comprendo.

No estaba muy seguro, pero sí había comprendido mi cometido: disponer de nuevo los

puestos de escucha y que durmiera la mitad del pelotón. Luego la caza de Chinches, en

la superficie si teníamos suerte, o abajo si era preciso hacerlo.

- Que su flanco establezca contacto con esa compañía de zapadores cuando llegue.

Ayúdeles si lo necesitan.

- De acuerdo, mi capitán - dije de corazón.

Los ingenieros de combate son casi tan buen equipo como la infantería; es un placer

trabajar con ellos. En caso de apuro luchan, quizá no con arte pero sí con valor. O bien

siguen adelante con su trabajo sin alzar siquiera la cabeza mientras la batalla se

desarrolla en torno a ellos. Tienen un lema extraoficial, muy cínico y muy antiguo:

«Primero hacemos los agujeros, luego morimos en ellos», que viene a complementar el






lema oficial: «¡Podemos hacerlo!» Ambos son literalmente ciertos.

- Adelante, hijo.

Doce puestos de escucha significaban que podía situar media escuadra en cada

puesto, o un cabo y un subcabo más tres soldados, y permitir que dos de cada grupo de

cuatro durmieran mientras los otros dos se turnaban para escuchar. Navarre y el otro

ayudante de sección podían observar el cráter, dormir y cambiar de turno, mientras los

sargentos de sección se turnaban para encargarse del pelotón. La redistribución no

necesitó más de diez minutos, una vez hube detallado el plan y dado a conocer la

situación a los sargentos. Nadie había de desplazarse demasiado. Avisé a todos de que

estuvieran alerta a la llegada de una compañía de ingenieros. En cuanto cada sección

me informó de que su puesto de escucha ya estaba en marcha, hablé por el circuito

general:

- Números impares. Échense y prepárense a dormir. Uno..., dos..., tres..., cuatro...,

cinco..., ¡duerman!

Un traje no es una cama, pero sirve. Lo mejor de la preparación hipnótica para el

combate es que, en el caso improbable de que haya oportunidad de descansar, puede

dormirse a un hombre de inmediato merced a una orden poshipnótica y despertarlo con

la misma rapidez, teniéndolo alerta y dispuesto a luchar. Eso salva muchas vidas,

porque un hombre puede agotarse de tal modo en la batalla que empiece a disparar

contra cosas que ni siquiera existen, y en cambio no ve aquello que debería atacar.

Pero yo no tenía intenciones de dormir. No me habían dicho que lo hiciera, ni yo lo

había pedido. La misma idea de dormir sabiendo que tal vez muchos miles de Chinches

estaban apenas a unas docenas de metros me revolvía el estómago. Tal vez aquel

sensor fuera infalible; quizá las Chinches no pudieran alcanzarnos sin alertar a los

puestos de escucha.

Quizá..., pero no quería correr el riesgo.

Abrí el circuito privado:

- Sargento.

- Sí, señor.

- También usted podría echarse una siesta. Yo me quedaré de vigilancia. Échese y

prepárese para dormir. Uno..., dos...

- Disculpe, señor. Tengo una sugerencia.

- ¿Sí?

- Si he comprendido bien el plan revisado, no se espera acción alguna durante las

próximas cuatro horas. Usted podría dormir ahora, y luego...

- Olvídelo, sargento. Yo no voy a dormir. Voy a hacer la ronda de los puestos de

escucha y esperar a esa compañía de zapadores.

- Muy bien, señor.

- Comprobaré el número tres, ya que estoy aquí. Quédese usted con Brumby y

descanse un poco mientras...






- ¡Johnnie!

Corté la conversación.

- Sí, mi capitán.

¿Habría estado escuchando el Viejo?

- ¿Ha establecido ya todos los puestos?

- Sí, mi capitán, y los números impares están durmiendo. Estoy a punto de inspeccionar

cada puesto. Luego...

- Que lo haga el sargento. Quiero que usted descanse.

- Pero mi capitán...

- Échese. Es una orden directa. Prepárese para dormir. Uno..., dos..., tres... - ¡Johnnie!

- Mi capitán, con su permiso me gustaría inspeccionar mis puestos primero. Luego

descansaré, si usted lo dice, pero preferiría seguir despierto. Yo...

Oí una risita de Blackie.

- Mire, hijo, ya ha dormido una hora y diez minutos.

- ¿Cómo?

- Compruebe el reloj. - Lo hice, y me sentí como un idiota -. ¿Esta bien despierto, hijo?

- Sí, señor. Así lo creo.

- Las cosas se han animado. Despierte a los impares y ponga a los números pares a

dormir. Con suerte, tal vez dispongan de una hora. Así que duérmalos, inspeccione los

puestos y vuelva a llamarme.

Lo hice e inicié la ronda sin decir una palabra a mi sargento de pelotón. Estaba enojado,

tanto con él como con Blackie... Con el oficial al mando de mi compañía porque me

molestaba que me hubiera hecho dormir contra mi voluntad, y en cuanto al sargento,

tenía la molesta sospecha de que eso no habría ocurrido de no haber sido él el

auténtico jefe y yo tan sólo un figurón.

Pero después de comprobar los puestos número tres y uno (no había ruidos de ninguna

clase; los dos estaban por delante del área de las Chinches) me fui calmando. Después

de todo, era una tontería echar la culpa a un sargento, incluso a un sargento de Flota,

por algo que hiciera el capitán.

- Sargento...

- ¿Sí, señor Rico?

- ¿Quiere dormir ahora con los números pares? Le despertaré un minuto o dos antes

que a ellos.

Vaciló ligeramente.

- Señor, me gustaría inspeccionar los puestos de escucha.

- ¿No lo ha hecho ya?

- No, señor. He dormido la última hora.

- ¿Cómo?

Su voz sonaba apurada.

- El capitán me pidió que lo hiciera. Puso a Brumby temporalmente al mando y me






durmió inmediatamente después de relevarle a usted.

Empecé a hablar... y me eché a reír sin poder evitarlo.

- Sargento, podemos irnos donde sea y dormir otro ratito. Estamos perdiendo el tiempo.

El capitán Blackie es el que dirige este pelotón.

- He descubierto, señor - contestó rígidamente - que el capitán Blackstone siempre tiene

una buena razón para todo lo que hace.

Asentí pensativo, olvidando que estaba a quince kilómetros de mi interlocutor.

- Sí, es cierto. Siempre tiene una buena razón. y como nos hizo dormir a los dos,

probablemente nos quiere a ambos despiertos y alerta ahora.

- Creo que ésa es la verdad.

- Y... ¿tiene alguna idea de por qué?

Fue bastante lento en responder.

- Señor Rico - dijo lentamente -, si el capitán lo supiera nos lo diría. Jamás he visto que

él retuviera información. Pero hace a veces las cosas de cierto modo sin poder explicar

por qué. Las corazonadas del capitán..., bueno, he aprendido a respetarlas.

- Sí. Los jefes de escuadra son todos números pares. ¿Están dormidos?

- Sí, señor.

- Alerte al cabo segundo de cada escuadra. No despertaremos ahora a nadie, pero

cuando lo hagamos, los instantes pueden ser importantes.

- Inmediatamente.

Comprobé el puesto adelantado que me faltaba, luego cubrí los cuatro puestos que

cerraban la ciudad de las Chinches, puse mis audífonos en la onda de cada escucha.

Tenía que forzarme a escuchar porque se les oía allá abajo, hablando entre ellos. Yo

deseaba salir corriendo, y escuchar era todo lo que podía hacer para que no se me

notara el miedo.

Me pregunté si aquel «talento especial» no sería tan sólo un hombre con un oído

increíblemente agudo.

Bien, no sé cómo lo hizo pero el caso es que las Chinches estaban donde él dijo que

estarían. Allá en la Escuela de Oficiales nos habían hecho demostraciones con una

grabación del sonido de las Chinches. Los cuatro puestos de escucha estaban

recogiendo los sonidos típicos de una gran ciudad, ese chirrido que tal vez sea su

conversación (aunque ¿para qué necesitan hablar si todos están controlados, y por

control remoto, por la casta de los cerebros?), algo semejante al crujir de ramitas y

hojas secas, y un susurro de fondo que siempre se oye en una ciudad y que tal vez sea

maquinaria, el acondicionador de aire quizás.

Pero no se oía ese ruido siseante que hacen al cortar por la roca.

Los sonidos a lo largo del bulevar de las Chinches no eran los típicos de una gran

ciudad, sino un ronquido vago que se incrementaba cada pocos minutos, como si

pasara mucho tráfico por él. Escuché en el puesto número cinco y luego tuve una idea y

la comprobé haciendo que cada hombre de guardia, en cada uno de los cuatro puestos






a lo largo del túnel, me gritara: «¡Ahora!» cada vez que el rugido se hacía más fuerte.

Entonces informé:

- ¿Mi capitán?

- ¿Si, Johnnie?

- El tráfico por esa carretera Chinche va en una dirección, desde donde yo estoy hacia

usted. La velocidad es, aproximadamente, de ciento ochenta kilómetros por hora, y

pasa una carga cada minuto poco más o menos.

- Bastante aproximado - concedió -. Yo lo calculé en ciento setenta y cinco, con una

carga cada cincuenta y ocho segundos.

- ¡Oh! - Me sentí algo apurado y cambié de tema -. No he visto a la compañía de

zapadores.

- Ni la verá. Eligieron un punto en la retaguardia del área de los Cazadores de Cabezas.

Lo siento. Debería habérselo dicho. ¿Algo más?

- No, señor.

Desconecté y me sentí mejor. Incluso Blackie podía olvidarse de algo, y mi idea no

había sido errónea. Dejé la zona del túnel para inspeccionar el puesto de escucha a

derecha y a retaguardia del área Chinche, el puesto ocho.

Como en los demás, había dos hombres dormidos, uno escuchando y uno de guardia.

Pregunté a éste:

- ¿Recibe algo?

- No, señor.

El hombre que escuchaba, uno de mis cinco reclutas, alzó la vista y dijo:

- Señor Rico, creo que este aparato acaba de estropearse.

- Lo comprobaré - dije.

Se movió a un lado para permitirme escuchar por él. «¡Tocino frito!» y tan alto que casi

me parecía olerlo! Pulsé todos los botones de bandas del circuito:

- ¡Primer pelotón, arriba! ¡Despierten, llamen e informen!

Y luego, por el circuito de los oficiales:

- ¡Capitán! ¡Capitán Blackstone! ¡Urgente!

- Tranquilo, Johnnie. Informe.

- Sonidos de «tocino frito», señor - contesté, tratando desesperadamente de mantener

firme la voz -. Puesto doce, en coordenadas Este Nueve, Cuadro Negro Uno.

- Este Nueve - asintió -. ¿Decibelios?

Miré apresuradamente el contador sobre el radar:

- No lo sé, mi capitán. Fuera de escala y en el punto máximo. ¡Parece ser que los tengo

justo bajo los pies!

- ¡Estupendo! - estalló, y yo me pregunté como podía sentirse así -. ¡La mejor noticia

que he tenido hoy! Ahora escuche, hijo. Despierte a sus muchachos...

- ¡Ya lo he hecho, señor!

- Muy bien. Retire a dos escuchas y qué vayan a comprobar en torno al puesto doce.






Trate de imaginar por dónde van a salir las Chinches. Y apodérese de ese punto. ¿Me

entiende?

- Le oigo, señor - dije cuidadosamente, pero no le entiendo.

Suspiró:

- Johnnie, va a hacer que me salgan canas. Mire, hijo, nosotros queremos que salgan, y

cuantos más mejor. Usted no tiene armamento para hacerles frente, aparte de hacer

estallar su túnel cuando lleguen a la superficie... ¡y eso es precisamente lo que no debe

hacer! Si salen como un ejército, ni un regimiento es capaz de dominarlos. Pero eso es

exactamente lo que quiere el general, y tiene una brigada de armas pesadas en órbita

aguardando el instante. De modo que usted observa el punto de salida, se retira y lo

mantiene bajo observación. Si tiene la suerte de que se realice una salida importante en

su área, se merecerá un reconocimiento que le llevará hasta la cumbre. Así que ¡suerte

y siga vivo! ¿Lo ha entendido ya?

- Observar la salida, retirarme y evitar el contacto.

- Sí.

- Observar e informar.

- Eso es.

Retiré a los escuchas nueve y diez del tramo medio del «bulevar de las Chinches» y les

ordené que se acercaran a las coordenadas Este Nueve desde la derecha y la

izquierda, deteniéndose cada kilómetro para comprobar si oían ruidos de «tocino frito».

Al mismo tiempo, corrí el puesto doce y lo llevé hacia la retaguardia, a la vez que

constataba cómo iba desapareciendo el sonido.

Mientras tanto, mi sargento iba reagrupando al pelotón en el área delantera, entre la

ciudad Chinche y el cráter, todos menos los doce hombres que escuchaban sobre el

terreno. Como teníamos la orden de no atacar, ambos nos preocupábamos ante la

perspectiva de tener al pelotón demasiado extendido para que los hombres pudieran

prestarse ayuda. De modo que los reagrupamos en una línea compacta de ocho

kilómetros de longitud, con la sección de Brumby a la izquierda, más cerca de la ciudad

Chinche. Eso dejaba a los hombres con una separación de menos de trescientos

metros (casi hombro con hombro para las tropas espaciales), así que coloqué a nueve

hombres en puestos de escucha a distancia de apoyo de un flanco o del otro. Sólo los

tres escuchas que trabajaban conmigo estaban fuera del alcance de una pronta ayuda.

Dije a Bayonne, de los Walaby, y a Do Campo, de los Cazadores de Cabezas, que ya

no estaba patrullando y porqué, e informé de nuestra reagrupación al capitán

Blackstone, quien gruñó:

- Como prefiera. ¿Ha calculado ya ese punto de salida?

- Parece encontrarse en Este Diez, mi capitán, pero es difícil fijarlo. Los sonidos son

muy altos en un área de unos cinco kilómetros, y parece que se incrementan. Estoy

intentando rodearla en un nivel de intensidad que apenas se halla en la escala. - Y

añadí -: ¿Podrían estar haciendo un nuevo túnel horizontal, justo bajo la superficie?






Pareció sorprendido.

- Es posible, mas espero que no... Queremos que salgan. - Luego continuó -: Hágame

saber si el centro del ruido se mueve. Compruébelo.

- Sí, señor. Mi capitán...

- Diga.

- Usted nos dijo que no atacáramos cuando salieran. Si es que salen. Entonces ¿qué

hemos de hacer? ¿Vamos a ser sólo espectadores?

Hubo un largo silencio, quince o veinte segundos; tal vez estuviera consultando «a los

de arriba». Al fin dijo:

- Señor Rico, usted no tiene que atacar ni en Este Diez ni cerca de ese punto, sino en

cualquier otro sitio. El propósito es cazar Chinches.

- Sí, señor - dije alegremente -. Cazaremos Chinches.

- ¡Johnnie! - exclamó bruscamente -. Si trata de cazar medallas en vez de Chinches, y

yo lo averiguo, ¡se encontrará con un Formulario Treinta y Uno de muy mal aspecto!

- Mi capitán - repliqué ansioso - ni siquiera quiero ganar una medalla. La idea es cazar

Chinches.

- De acuerdo. Ahora, deje de molestarme.

Llamé a mi sargento de pelotón, explicándole los nuevos limites de nuestra tarea, y le

dije que corriera la voz, y que se asegurara de que el traje de cada hombre tuviese una

carga suficiente de energía, aire y potencia.

- Acabamos de hacerlo, señor. Sugiero que relevemos a los soldados que están con

usted - y nombró a tres hombres.

Era razonable, ya que mis escuchas en tierra no habían tenido tiempo de recargar. Pero

los relevos que él había nombrado eran todos ellos exploradores

Me maldije en silencio por mi estupidez, El traje de un explorador es tan rápido como el

de un comando, y tiene dos veces la velocidad del de merodeador. Yo había tenido la

molesta sensación de que algo quedaba por hacer, y lo había atribuido al nerviosismo

que sentía siempre que estaba cerca de las Chinches.

Ahora lo sabía. Aquí estaba yo, a quince kilómetros de mi pelotón, con un grupo de tres

hombres... con traje de merodeador. Cuando las Chinches salieran, iba a verme

enfrentado a una decisión imposible, a menos que los hombres que me acompañaban

pudieran correr a la misma velocidad que yo.

- Está bien - dije -, pero ya no necesito a esos tres hombres. Envíe a Hughes

inmediatamente. Que él releve a Nyberg. Utilice a los otros tres exploradores para

relevar a los puestos de escucha más adelante.

- ¿Sólo Hughes? - preguntó, dudoso.

- Hughes es suficiente. Yo mismo me encargaré de la escucha. Dos de nosotros

podemos vigilar el área. Ahora sabemos dónde están ellos. - Y añadí -: Que venga

Hughes a paso ligero.

Durante los siguientes treinta y siete minutos nada sucedió. Hughes y yo fuimos de un






lado a otro por la vanguardia y retaguardia de la zona en torno a Este Diez, escuchando

cinco segundos cada vez y avanzando luego. Ya no era necesario instalar el micrófono

en la roca; bastaba con que tocara el suelo para recoger el ruido de «tocino frito», fuerte

y claro. El área de ruido se expandía, pero su centro no cambiaba. En una ocasión

llamé al capitán Blackstone para decirle que el sonido había cesado en seco, y tres

minutos después para decirle que ya se había reanudado. Aparte de eso utilicé el

circuito de los exploradores e hice que mi sargento se ocupara del pelotón y de los

puestos de escucha junto al mismo.

Al cabo de ese tiempo, todo sucedió a la vez.

Una voz gritó por el circuito de exploradores:

- Tocino frito! ¡Albert Dos!

Lo abrí y grité:

- ¡Capitán! ¡Tocino frito en Albert Dos, Negro Uno! - Y establecí contacto con los

pelotones que me rodeaban -: ¡Informen! ¡Tocino frito en Albert Dos, Cuadro Negro

Uno.!

Inmediatamente, oí a Do Campo informando:

- Sonidos de tocino frito en Adolf Tres, Verde Doce.

Se lo pasé a Blackie y, al conectar de nuevo el circuito de mis exploradores, oí:

- ¡Chinches! ¡Chinches! ¡Socorro!

- ¿Dónde?

No hubo respuesta. Volví a preguntar:

- ¡Sargento! ¿Quién informó de Chinches?

Contestó al instante:

- Están saliendo de su ciudad..., hacia Bangkok Seis.

- ¡Atáqueles! - Pasé a Blackie -: Chinches en Bangkok Seis, Negro Uno... ¡Estoy

atacando!

- Ya le oí ordenarlo - contestó sereno -. ¿Qué hay de Este Diez?

- Este Diez esta...

De pronto, el terreno se hundió bajo mis pies y me vi rodeado de Chinches.

No sabía qué había ocurrido. No estaba herido; había sido como caer entre las ramas

de los árboles..., sólo que estas ramas estaban vivas y me atacaban a empellones

mientras mis girostatos protestaban y trataban de mantenerme en pie. Una caída de

tres o cuatro metros, a profundidad suficiente para no ver la luz del día.

Y de repente la salida de los monstruos vivientes me hizo subir de nuevo a la superficie,

y el adiestramiento recibido dio buenos resultados. Estuve al instante en pie, hablando y

luchando:

- La salida principal por Este Diez..., no, Este Once, donde estoy ahora. Un agujero

enorme por el que salen a centenares..., a más que centenares.

Llevaba un lanzallamas en cada mano y los iba quemando a la vez que informaba.

- ¡Salga de ahí, Johnnie!






- ¡Ya! - y empecé a saltar.

Y me detuve. Detuve el salto a tiempo, dejé de lanzar llamas y los miré bien..., porque

de pronto comprendí que yo debía de estar muerto.

- Corrijo - dije, sin apenas poder creerlo -. La salida por Este Once es un camuflaje. No

hay guerreros.

- Repita.

- Este Once, Negro Uno. En este ataque no hay más que obreros hasta el momento. No

hay guerreros. Esto rodeado de Chinches, y todavía siguen saliendo, pero ninguna de

ellas va armada, y las que están más próximas a mí tienen los rasgos típicos del obrero.

No he sido atacado. - Y añadí -: Mi capitán, ¿cree que éste podría ser un movimiento de

diversión? ¿Con el ataque auténtico por otro punto?

- Podría ser - admitió -. Su informe ya ha sido enviado a la división, de modo que deje

que sean ellos los que discurran. Siga por ahí y compruebe lo que ha informado. No dé

por sentado que todas son obreros; puede descubrir la verdad del modo peor para

usted.

- De acuerdo, mi capitán.

Di un salto enorme, muy amplio, tratando de salir de aquella masa de monstruos

inofensivos pero asquerosos.

La llanura reseca estaba cubierta de formas negras que reptaban en todas direcciones.

Puse al máximo los controles de los propulsores y aumenté el salto gritando:

- ¡Hughes! ¡Informe!

- ¡Chinches, señor Rico! Millones y millones de ellas. ¡Estoy quemándolas!

- Hughes, eche una buena mirada a esas Chinches. ¿Algunas devuelven el ataque?

¿No son todas obreros?

- ¿Cómo? - Di en tierra y salté de nuevo. El continuó -: ¡Eh! Tiene razón, señor. ¿Cómo

lo supo?

- Únase de nuevo a su escuadra, Hughes. - Cambié de circuito -. Mi capitán, varios

miles de Chinches han salido cerca de aquí en cierto número de agujeros aún no

calculado. No me han atacado. Repito: no me han atacado en absoluto. Si hay algún

guerrero entre ellas, deben estar aguardando la orden de hacer fuego y utilizando a los

obreros como camuflaje.

No me contestó.

Hubo un vivo resplandor muy brillante a la izquierda, seguido de inmediato por otro

similar pero más lejos, a la derecha. Automáticamente anoté el tiempo y las posiciones.

- Capitán Blackstone..., responda.

En la parte alta del salto intenté captar su señal, pero el horizonte estaba lleno de

colinas bajas en Cuadro Negro Dos. Cambié y grité:

- ¡Sargento! ¿Puede buscar por mí al capitán?

En ese mismo instante se apagó la señal de mi sargento.

Me dirigí allí a toda la velocidad que fui capaz de sacarle al traje. No había estado






observando el radar cuidadosamente; el sargento tenía el pelotón y yo había estado

muy ocupado, primero con los escuchas y luego con unos centenares de Chinches.

Había suprimido todas las señales, excepto las de los suboficiales, para ver mejor.

Estudié ahora el radar, capté a Brumby y a Cunha, sus jefes de escuadra y los

ayudantes de sección.

- Cunha ¿dónde está mi sargento de pelotón?

- Reconociendo un agujero, señor.

- Dígale que estoy en camino y voy a reunirme con ellos. - Cambié de circuito sin

esperar -. Primer pelotón de los Bribones a segundo pelotón..., ¡respondan!

- ¿Qué quiere? - gruñó el teniente Koroshen.

- No encuentro al capitán.

- Ni lo encontrará. No está.

- ¿Muerto?

- No. Pero ha perdido la energía, así que ya no cuenta.

- Oh, entonces ¿es usted el oficial al mando de la compañía?

- Sí, ¿y qué? ¿Acaso quiere ayuda?

- No, señor.

- Entonces cállese, a menos que la necesite. Tenemos aquí mucho más de lo que

podemos manejar.

- Muy bien - y de pronto comprendí que también yo tenía mucho más de lo que podía

manejar.

A la vez que informaba a Koroshen, cambié a visión completa y a corto alcance, ya que

estaba casi al lado de mi pelotón, y ahora vi que mi primera sección desaparecía, un

hombre tras otro. La señal de Brumby fue la primera en desaparecer.

- ¡Cunha! ¿Qué sucede con mi primera sección?

Su voz sonó tensa:

- Están bajando todos, tras el sargento de pelotón.

Si hay algo en el libro que sirva para esta situación, no lo conozco. ¿Había actuado

Brumby sin órdenes? ¿O se las habían dado sin que yo las oyera? Bueno, el hombre

estaba ya bajando por un agujero de las Chinches, fuera de la vista y del oído... ¿Era el

momento para andar con legalismos? Ya hablaríamos de todo eso mañana. Si alguno

de nosotros tenía un mañana...

- Muy bien - dije -. Regreso ahora. Informe.

Mi último salto me llevó entre ellos. Vi una Chinche a mi derecha y le di antes de bajar.

Esta no era un obrero; había estado disparando mientras se movía.

- He perdido tres hombres - contestó Cunha entrecortadamente. No sé cuántos habrá

perdido Brumby. Estallaron por tres lugares a la vez. Ahí es donde tuvimos las bajas.

Pero estamos diezmándolos...

Una tremenda onda expansiva me alcanzó justo cuando saltaba de nuevo,

desviándome en el aire. Tres minutos treinta y siete segundos..., o sea cincuenta

kilómetros. ¿Serían los zapadores que hacían estallar los agujeros?

- ¡Primeras secciones! ¡Prepárense para otra onda expansiva! - y aterricé torpemente

casi sobre un grupo de tres o cuatro Chinches. No estaban muertas, pero tampoco

luchaban; sólo se retorcían. Les lancé una granada y salté de nuevo. ¡Atizadles ahora! -

grité -. Están casi fuera de combate. ¡Y cuidado con esa siguiente...!

La segunda explosión resonó cuando lo estaba diciendo. No fue tan violenta.

- ¡Cunha! Recoja a su sección. Que todos ataquen a paso ligero.

La recogida fue lenta y desordenada; faltaban demasiados hombres, como comprobé

en el radar. Pero el ataque fue preciso y rápido. Yo disparaba en el borde y cacé a

media docena de Chinches. La última se mostró activa de pronto, justo antes de que la

quemara. ¿Por qué les afectaban los golpes más que a nosotros? ¿Porque no llevaban

armadura? ¿O era su cerebro Chinche, allá abajo, en algún punto, el que estaba

afectado?

La recogida general totalizó diecinueve hombres efectivos, más dos muertos, dos

heridos y tres fuera de acción por fallo del traje. A dos de estos últimos les estaba

reparando Navarre el traje, recogiendo unidades de energía de los muertos y heridos. El

tercero era imposible de arreglar, por tener dañada la radio y el radar, de modo que

Navarre le encargó que cuidara a los heridos, lo más próximo a una recogida que

podíamos hacer hasta que fuéramos relevados.

Mientras tanto, yo estaba inspeccionando, con el sargento Cunha, los tres puntos por

donde habían salido las Chinches de su hábitat inferior. La comparación con el mapa

subterráneo demostraba, como cualquiera podía haber adivinado, que habían hecho

nuevos agujeros en los puntos donde sus túneles estaban más próximos a la superficie.

Un agujero estaba ya cerrado; era un montón de rocas sueltas. El segundo no mostraba

actividad alguna de Chinches. Le dije a Cunha que dejara allí a un cabo y un soldado

con órdenes de matar a cualquier Chinche y de cerrar el agujero con una bomba si

empezaban a salir. Estaba muy bien que el mariscal del Espacio siguiera sentado y

decidiendo qué agujeros debían cerrarse, pero yo tenía allí una situación, no una teoría.

Luego examiné el tercer agujero, el que se había tragado a mi sargento y a medio

pelotón de mis hombres.

Había un corredor a seis metros de la superficie, y las Chinches se habían limitado a

retirar el tejado a lo largo de unos quince metros. Adónde había ido a parar esa roca, y

si eso fue lo que originó el ruido de tocino frito mientras lo hacían, no lo sabía. El tejado

de roca había desaparecido, y los lados del agujero estaban inclinados y acanalados. El

mapa mostraba lo que debía haber sucedido; los otros dos agujeros provenían de

pequeños túneles laterales, pero éste era parte de su laberinto principal, de modo que

los otros dos habían sido movimientos de diversión, y el ataque principal había surgido

de aquí.

¿Acaso aquellas Chinches eran capaces de ver a través de la roca sólida?

No había nada a la vista en el agujero, ni Chinche ni humano. Cunha me indicó la

dirección por donde se había adentrado la segunda sección. Ya habían pasado siete

minutos y cuarenta segundos desde que el sargento se introdujera por el agujero, y algo

más de siete desde que le siguiera Brumby. Miré hacia la oscuridad, tragué saliva y se

me revolvió el estómago.

- Sargento, tome el mando de su sección - dije, tratando de que mi voz sonara

despreocupada -. Si necesita ayuda, llame al teniente Koroshen.

- ¿Órdenes, señor?

- Ninguna. A menos que vengan de arriba. Voy a bajar y a buscar a la segunda sección,

y tal vez quede fuera de contacto por algún tiempo.

Luego me lancé a toda prisa al agujero porque ya me fallaban los nervios.

A mis espaldas oí:

- ¡Sección! ¡Primera escuadra! ¡Segunda escuadra! ¡Tercera escuadra! ¡Por escuadras,

síganme! - y Cunha saltó al agujero también.

Así no me sentí tan solo.

Hice que Cunha dejara dos hombres en la boca para cubrir la retaguardia, uno en el

suelo del túnel y el otro a nivel de la superficie. Entonces les dirigí por el túnel que había

seguido la segunda sección, avanzando con la mayor rapidez posible, que no era

excesiva, ya que el tejado del túnel estaba justo sobre nuestra cabeza. Un hombre

puede moverse como si patinara con un traje acorazado y sin alzar los pies, pero no es

fácil ni natural. Sin el traje, podríamos haber avanzado mucho más aprisa.

Utilizamos de inmediato los visores y eso nos confirmó algo que habíamos aprendido en

teoría: las Chinches ven mediante infrarrojos. Aquel túnel oscuro estaba bien iluminado

si se miraba con los visores. De momento, no tenía rasgos especiales; eran simples

muros de roca que se arqueaban sobre un suelo uniforme y nivelado.

Llegamos a otro túnel que cruzaba aquél en el que estábamos, y me detuve. Hay reglas

sobre el modo de disponer las fuerzas de ataque bajo tierra, pero ¿de qué sirven? Lo

único seguro era que el hombre que había escrito aquellas reglas jamás las había

probado, porque, antes de la Operación Realeza, nadie había vuelto para decir lo que

había funcionado y lo que había sido inútil.

Una de las reglas exigía que se pusieran guardias en cada intersección semejante a

ésta. Pero yo ya había dejado dos hombres guardando nuestro punto de salida. Si

dejaba el diez por ciento de mis fuerzas en cada intersección, pronto estaría diez veces

más cerca de la muerte.

Decidí que nos mantendríamos unidos, y decidí también que ninguno de nosotros sería

capturado. No por las Chinches. Era mejor una muerte limpia y noble, y con esa

decisión mi mente se liberó de un gran peso y ya no me sentí preocupado.

Miré con cautela en la intersección, examiné ambos lados: no se veían Chinches. De

modo que grité por el circuito de los suboficiales:

- ¡Brumby!

El resultado fue asombroso. Uno apenas oye su propia voz cuando habla por la radio

del traje, ya que se está escudado de todo sonido. Pero allí abajo, en aquella red de

corredores, mi voz volvió hacia mí como si todo el complejo fuera un enorme

amplificador de ondas:

- ¡BRRRUMMBY!

Sentí un gran dolor en los oídos:

Y al instante lo sufrí de nuevo:

- ¡SEÑORR RRRICCCO!

- No tan fuerte - dije, tratando también yo de hablar muy bajito -. ¿Dónde está?

Brumby contestó en un tono menos ensordecedor:

- Señor, no lo sé. Estamos perdidos.

- Bien, tómelo con calma. Vamos a buscarles. No pueden hallarse muy lejos. ¿Está el

sargento de pelotón con usted?

- No, señor. Nosotros nunca...

- Espere. - Cambié a mi circuito privado -: Sargento...

- Le oigo, señor. - Su voz sonaba serena, y había reducido el volumen al máximo -.

Brumby y yo estamos en contacto por radio, pero aún no hemos podido reunirnos.

- ¿Dónde está usted?

Vaciló ligeramente:

- Señor, mi consejo es que se reúnan con la sección de Brumby y luego regresen a la

superficie.

- Responda a mi pregunta.

- Señor Rico, podría pasarse toda una semana aquí y no me encontraría. Además, no

puedo moverme. Usted debe...

- ¡Cállese, sargento! ¿Está herido?

- No, señor, pero...

- Entonces ¿por qué no puede moverse? ¿Hay Chinches?

- Muchísimas. Ahora no pueden llegar hasta mí, pero tampoco yo puedo salir. Por eso

creo que será mejor que usted...

- Sargento, ¡está perdiendo el tiempo! Estoy seguro de que sabe exactamente el

camino que siguió. Dígamelo mientras yo miro el mapa. Y deme una lectura de vernier

de su rastreador. Es una orden directa. Informe.

Lo hizo, con precisión y concisión. Encendí la lámpara de la cabeza, me quité los

visores y lo fui siguiendo en el mapa.

- De acuerdo - dije en seguida -. Usted se halla directamente debajo de nosotros, en

otros dos niveles inferiores, y ya sé qué camino tomar. Estaremos ahí en cuanto

recojamos a la segunda sección. Espere - y pasé a Brumby.

- Diga, señor.

- Cuando llegó a la primera intersección del túnel, ¿continuó hacia la derecha, la

izquierda o siguió adelante?

- Seguí recto hacia adelante, señor.

- De acuerdo. Cunha, tráigalos a todos. Brumby, ¿tiene problemas con las Chinches?

- Ahora no, señor. Pero así es como nos perdimos. Nos enredamos con un puñados de

ellos y, cuando terminó, vimos que nos habían obligado a dar la vuelta.

Empecé a preguntar por las bajas; luego decidí que las malas noticias podían esperar.

Quería reunir a mi pelotón y salir de allí. Una ciudad de Chinches, sin Chinches a la

vista, me preocupaba mucho más que los habitantes que habíamos supuesto que

íbamos a encontrar. Brumby nos dirigió en las dos intersecciones siguientes, y yo fui

tirando bombas «paralizadoras» en cada corredor que no utilizábamos. Las bombas

«paralizadoras» son un derivado del gas nervioso que habíamos utilizado contra las

Chinches en el pasado; en vez de matarlas, origina en las Chinches una especie de

parálisis temblorosa. Nos las habían entregado para esta operación, pero habría

cambiado toda una tonelada de éstas por algunas bombas auténticas. Sin embargo, tal

vez nos protegieran los flancos.

En un túnel muy largo perdí el contacto con Brumby; algún problema con la reflexión de

las ondas de radio, supongo, pues le cogí de nuevo en la intersección siguiente.

Pero allí ya no podía decirme a qué lado debía volverme. Era el lugar donde las

Chinches les habían atacado.

Y entonces cayeron sobre nosotros.

No sé de dónde salieron. Un segundo todo estaba tranquilo... y al segundo siguiente oí

el grito de «¡Chinches! ¡Chinches!», procedente de los hombres que me seguían. Me

volví y de pronto aquello se llenó de Chinches. Sospecho que ésas paredes pulidas no

son tan sólidas como parecen. Es el único modo de explicar cómo aparecieron

repentinamente a nuestro alrededor y entre nosotros.

No podíamos usar lanzallamas, ni podíamos lanzar bombas; había demasiado peligro

de matarnos entre nosotros. Pero las Chinches no tenían tantos remilgos sobre sus

congéneres, con tal de matar a uno de nosotros. Sin embargo, teníamos manos, y

teníamos pies...

No pudo haber durado más de un minuto, y desaparecieron con la misma rapidez. Sólo

quedaron sus restos en el suelo..., y también cuatro de mis hombres.

Uno era el sargento Brumby, muerto. Durante la escaramuza se nos había unido la

segunda sección. No estaban muy lejos, se mantenían agrupados para no perderse

todavía más en aquel laberinto, y habían oído la lucha. Nos habían localizado por el

estruendo, ya que les era imposible por radio.

Cunha y yo nos aseguramos de que los caídos estaban realmente muertos y entonces

consolidamos las dos secciones en una de cuatro escuadras y seguimos bajando...,

hasta hallar a las Chinches que habían tenido sitiado a nuestro sargento de pelotón.

La lucha no fue tal, porque él ya me había avisado de lo que podía esperar. Había

capturado a una Chinche cerebro y estaba utilizando su hinchado cuerpo como escudo.

El no podía salir, pero tampoco ellos podían atacarle sin suicidarse (literalmente) al

matar a su propio cerebro.

Como no teníamos esa desventaja, los atacamos por detrás.

Estaba yo mirando aquella cosa horrible que él retenía, y me sentía satisfecho a pesar

de nuestras pérdidas, cuando de pronto oí muy cerca el ruido de «tocino frito». Un gran

trozo del techo cayó sobre mí, y la Operación Realeza terminó para Johnnie Rico.

Me desperté en la cama y pensé que estaba de vuelta en la E.C.O. y que había tenido

una pesadilla espantosa acerca de las Chinches. Pero no estaba en la Escuela de

Candidatos a Oficiales, sino en una enfermería temporal de la nave transporte Argonne,

y realmente había tenido un pelotón a mi cargo durante casi doce horas.

Ahora ya no era sino un paciente más que padecía envenenamiento de óxido nitroso y

exposición excesiva a la radiación por haber estado sin el traje acorazado durante más

de una hora antes de que me retiraran, más unas costillas rotas y el golpe en la cabeza

que me dejara fuera de acción.

Pasó mucho tiempo antes de que me enterara de todo lo referente a la Operación

Realeza, aunque algunos detalles jamás los sabré. Por qué Brumby se metió en el

agujero con su sección, por ejemplo. Brumby está muerto, y Naidi murió también

después de él, y lo que de verdad me alegra es que ambos consiguieran sus sardinetas

y las llevaran aquel día en el Planeta P cuando nada salió según el plan.

Lo que sí llegué a saber eventualmente fue por qué mi sargento de pelotón decidió

bajar a aquella ciudad de las Chinches. Había sido mi informe al capitán Blackstone,

cuando le dije que aquella salida espectacular no había sido más que un movimiento de

diversión: obreros enviados a la muerte. Cuando los auténticos guerreros Chinches

surgieron donde él estaba, el sargento decidió (correctamente, y minutos antes de que

el alto mando llegara a la misma conclusión) que las Chinches estaban actuando a la

desesperada, o no utilizarían a sus obreros simplemente para que recibieran nuestros

disparos.

Vio que el contraataque dirigido desde la ciudad de las Chinches no tenía fuerza

suficiente, y decidió que el enemigo carecía ahora de reservas. Entonces pensó que, en

ese preciso momento, un hombre que actuara solo quizá tuviera la oportunidad de

efectuar una incursión, hallar a la «realeza» y capturarla. Recuerden: ése era el

propósito de la operación. Teníamos abundancia de fuerzas para esterilizar

sencillamente el Planeta P, pero nuestro objetivo era capturar las castas de la realeza y

aprender a introducirnos en su ciudad. De modo que él lo intentó, aprovechó ese

momento... y triunfó en ambas cosas.

Lo cual supuso la mención de «misión cumplida» para el primer pelotón de los

Bribones. No eran muchos los otros pelotones, entre varios centenares de ellos, que

podían decir lo mismo. No se capturaron reinas (las Chinches las mataron primero), y

sólo seis cerebros. Ninguno de los seis fueron intercambiados, porque no vivieron lo

suficiente. Pero los chicos del Departamento de Guerra Psicológica consiguieron

especímenes vivos, de modo que supongo que la Operación Realeza sí fue un éxito.

Mi sargento de pelotón recibió un ascenso por mérito de campaña. A mí no me

ofrecieron uno (ni yo lo habría aceptado), pero no me sorprendió saber que él sí había

sido ascendido. El capitán Blackie me había dicho que yo tenía «al mejor sargento de la

flota», y jamás tuve duda de que su opinión fuera correcta. Había conocido antes a mi

sargento de pelotón. No creo que ningún otro Bribón lo supiera; no por mí, y desde

luego no por él. Dudo que el mismo Blackie lo supiera. Pero yo había conocido a mi

sargento de pelotón desde mi primer día como recluta.

Se llama Zim.

Mi papel en la Operación Realeza no me pareció un gran éxito. Estuve en el Argonne

más de un mes, primero como paciente, luego como baja de reemplazo, antes de que

se decidieran a dejarme, con algunos otros, en Santuario. Eso me dio demasiado

tiempo para pensar, sobre todo en las bajas, y en lo mal que yo había actuado durante

mi breve período en el terreno como jefe de pelotón. Sabia que no lo había mantenido

todo en orden al modo en que el teniente solía hacerlo. Ni siquiera me las había

arreglado para que me hirieran luchando; había permitido que me cayera encima un

trozo de roca.

En cuanto a las bajas..., no sabía cuántas eran, pero si que, cuando yo cerré filas, sólo

quedaban cuatro escuadras, y yo había empezado con seis. Ignoraba cuántas más

podía haber habido antes de que Zim los sacara a la superficie, antes de que los

Bribones fueran relevados o recogidos.

Ni siquiera sabía si el capitán Blackstone seguía vivo (en realidad si lo estaba; se había

hecho cargo del mando en el momento en que yo me metía bajo tierra), y no tenía idea

del procedimiento a seguir si un candidato a oficial estaba vivo y su examinador muerto.

Pero estaba convencido de que el Formulario Treinta y Uno volvería a hacer de mí, con

toda seguridad, un sargento. Realmente, ya no me parecía importante que el libro de

matemáticas se hubiera quedado en otra nave.

Sin embargo, cuando me permitieron levantarme de la cama la primera semana que

estuve en el Argonne, y después de andar meditabundo y tristón todo un día, pedí

prestados unos libros a uno de los oficiales y me puse a trabajar. Las matemáticas

suponen un trabajo duro y que ocupa la mente, y no viene mal aprender todo lo posible

al respecto, sea cual fuere el rango que uno tenga. Todas las cosas importantes se

basan en las matemáticas.

Cuando al fin me presenté en la E.C.O. y devolví mis insignias, me enteré de que era un

cadete de nuevo, y no un sargento. Supongo que Blackie me concedió el beneficio de la

duda.

Mi compañero de cuarto, Angel, estaba en nuestra habitación con los pies sobre la

mesa y ante ellos un paquete: mis libros de matemáticas. Me miró y pareció

sorprendido.

- ¡Eh, John! ¡Creíamos que se te habían cargado!

- ¿A mí? Las Chinches no me quieren tanto. ¿Cuándo te vas?

- ¡Vaya, ya he salido de aquí! - protestó Angel -. Me fui un día después que tú, hice tres

bajadas y regresé hace una semana. ¿Qué te retrasó tanto?

- Volví por el camino más largo. Estuve un mes como pasajero.

- Algunos tienen suerte. ¿Qué bajadas hiciste?

- Ninguna - admití.

Sonrió:

- ¡Algunos tienen suerte de veras!

Quizás Ángel tuviera razón, porque finalmente me gradué. Pero él tuvo parte del mérito,

por su paciencia al darme clases. Supongo que mi «suerte» se ha basado

generalmente en los demás: Angel y Jelly, y el teniente, y Carl, y el coronel Dubois, sí, y

mi padre, y Blackie..., y Brumby, y Ace... y, sobre todo y siempre, el sargento Zim.

Capitán de grado Zim ahora, con rango permanente de primer teniente. No habría sido

correcto que yo acabara con un rango superior al suyo.

Bennie Montez, compañero mío de clase, y yo estábamos en el campo de aterrizaje de

la flota el día siguiente a la graduación, esperando subir a nuestras naves. Éramos aún

unos segundos tenientes tan novatos que el hecho de que nos saludaran nos ponía

nerviosos, y yo lo disimulaba leyendo la lista de naves en órbita en torno a Santuario,

una lista tan larga que estaba bien claro que algo importante se preparaba, aunque

nadie había juzgado correcto mencionármelo. Me sentía excitado. Se habían cumplido a

la vez mis dos deseos más ardientes: me enviaban a mi antiguo equipo, y mientras mi

padre aún estaba allí. Y lo que se estaba preparando, fuera lo que fuera, significaba

que el teniente Jelal pronto me daría la última cepillada imprescindible, con alguna

bajada importante en perspectiva.

Estaba tan entusiasmado que no podía hablar de ello, así que me dedicaba a estudiar

las listas. ¡Caray, qué cantidad de naves! Las habían colocado según el tipo a que

pertenecían, eran demasiadas para situarlas de otro modo. Empecé por leer los

transportes de tropas, lo único que le importaba a un I.M.

¡Y estaba el Mannerheim! ¿Habría alguna posibilidad de ver a Carmen? Casi seguro

que no, pero podía enviar un despacho y averiguarlo.

Grandes naves: el nuevo Valley Forge, y el nuevo Ypres. Y Maraton, El Alamein, Iwo,

Gallipoli, Layte, Mame, Tours, Gettysburg, Hastings, Alamo, Waterloo..., todos aquellos

lugares cuyos nombres brillaban merced a los soldados que lucharan allí, cubiertos de

barro.

Y pequeñas naves, las que recibieron sus nombres de las tropas de infantería: Horacio,

Alvin York, Swamp Fox, el mismo Rodger Young, ¡bendito sea!, el Coronel Bowie,

Devereux, Vercingetorix, Sandino, Aubréy Causens, Kamehameha, Audie Murphy,

Xenofon, Aguinaldo...

Dije:

- Debería haber una llamada Magsaysay.

- ¿Por qué? - preguntó Bennie.

- ¿Por Ramón Magsaysay - le expliqué -. Un gran hombre, un gran soldado, y

probablemente el jefe de la guerra psicológica si viviera hoy. ¿No estudiaste historia?

- Bueno... - admitió Bennie -, aprendí que Simón Bolívar construyó las Pirámides, se

cargó a la Armada e hizo el primer viaje a la Luna.

- Olvidaste que se casó con Cleopatra.

- ¡Oh, eso! Bien, supongo que cada país tiene su propia versión de la historia.

- Estoy seguro de ello.

Añadí algo entre dientes y Bennie preguntó;

- ¿Qué has dicho?

- Lo siento, Bennie, no es más que un antiguo refrán, en mi propio idioma. Supongo que

podría traducirse, más o menos, por «El hogar está donde está tu corazón».

- Pero ¿qué idioma es ése?

- Tagalo. Mi lengua nativa.

- ¿No hablan inglés estándar en tu tierra?

- Por supuesto que sí. Para los negocios, la escuela y cosas así. Sólo en casa

hablamos un poco nuestra lengua. Por tradición, ya sabes.

- Sí, lo sé. Los míos hablan en español por idéntica razón. Pero ¿dónde...? - En el

altavoz empezó a sonar Meadowland, y Bennie me lanzó una amplia sonrisa -: ¡Tengo

una cita con una nave! Cuídate, amigo. Ya nos veremos.

- Cuidado con las Chinches.

Me volví y continué leyendo nombres de las naves: Pal Maleter. Montgomery, Tchaka,

Jeronimo...

Y entonces oí el sonido más dulce del mundo: «¡... brilla el nombre, brilla el nombre de

Rodger Young!»

Agarré la mochila y salí corriendo. «El hogar está donde está tu corazón»..., y yo volvía

a mi hogar.

Capítulo

¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?

Génesis, -

¿Qué os parece? Sí un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas. ¿no

dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada?

Mateo, -

Pues, ¡cuánto más vale un hombre que una oveja!

Mateo, -

En el nombre de Dios, el Benéfico, el Misericordioso..., el que salve la vida de uno será

como si hubiera salvado la vida de toda la humanidad.

El Corán. Sura V.

Cada año ganamos un poco. Hay que mantener el sentido de la proporción.

- La hora, señor.

Mi oficial más joven bajo instrucción, Candidato o «tercer teniente» Bearpaw (Garra de

Oso) estaba justo ante mi puerta. Tenía un aspecto terriblemente joven, y era casi tan

inocente como cualquiera de sus antepasados, los cazadores de cabelleras.

- De acuerdo, Jimmie. - Yo ya llevaba el traje acorazado. Ambos nos fuimos a la sala de

bajadas y le dije mientras caminábamos -: Una cosa más, Jimmie. Pégate a mí pero no

te entrometas en mi camino. Pásatelo bien y gasta todas las municiones. Si por

casualidad me matan, tú eres el jefe, pero si eres listo, dejarás que tu sargento de

pelotón dé las señales.

- Sí, señor.

Cuando entramos, el sargento de pelotón los puso firmes a todos y me saludó. Le

devolví el saludo y dije: «Descansen», empezando a recorrer la primera sección

mientras Jimmie lo hacía con la segunda. Luego inspeccioné la segunda sección

también, comprobándolo todo en cada hombre. Mi sargento de pelotón es mucho más

cuidadoso qué yo, de modo que no encontré nada erróneo. Jamás lo encuentro. Pero

los hombres se siente mejor si el Viejo lo examina todo... Y además, es mi deber.

Luego avancé hasta el centro.

- Otra caza de Chinches, muchachos. Esta es un poco distinta, como sabéis. Puesto

que aún retienen prisioneros de los nuestros no podemos utilizar la bomba nova en

Klendathu, de modo que esta vez bajamos, nos quedamos, nos hacemos fuertes y les

arrebatamos su posición. No bajará una nave a recogernos; en cambio, nos enviarán

más municiones y raciones. Si os cogen prisioneros, mantened la cabeza bien alta y

seguid las reglas, porque tenéis a todo el equipo que os apoya, y a toda la Federación a

vuestras espaldas. Iremos y os rescataremos. De eso dependen los muchachos del

Swamp Fox y el Montgomery. Los que aún están vivos siguen esperando, sabiendo

bien que apareceremos. Y aquí estamos. Ahora hemos de rescatarles.

»No olvidéis que recibiremos ayuda de todos lados, incluso de encima de nosotros.

Sólo hemos de preocuparnos de nuestra pequeña parte, para realizar nuestro papel

como lo hemos ensayado.

»Una última cosa. Recibí una carta del capitán Jelal justo antes de que saliéramos. Dice

que sus nuevas piernas le funcionan estupendamente. Pero también me pidió que os

dijera que piensa en vosotros... ¡y que espera que vuestros nombres reluzcan!

»Y yo también. Cinco minutos para el Padre.

Sentí que empezaba a temblar. Fue un alivio cuando de nuevo pude ponerlos firmes y

añadir:

- Por secciones..., a babor y estribor..., ¡preparados para la bajada!

Ya me encontraba bien entonces, cuando empecé a vigilar cómo entraba cada hombre

en su cápsula, por un lado, mientras Jimmie y el sargento de pelotón lo hacían por el

otro. Luego metimos a Jimmie en la cápsula número de la línea central. Una vez su

rostro quedó cubierto, el temblor se apoderó de mí.

El sargento de pelotón me pasó el brazo sobre los hombros, ya con armadura.

- Sólo es un ejercicio, hijo.

- Lo sé, papá. - Dejé de temblar en seguida -. No es más que la espera; eso es todo.

- Comprendo. Cuatro minutos. ¿Nos metemos, señor?

- Por supuesto, padre. - Le di un rápido abrazo y dejé que la tripulación me metiera en

la cápsula. Ya no volvieron los temblores. Pronto fui capaz de informar -: ¡Puente! Los

Rufianes de Rico... ¡dispuestos a bajar!

- Treinta y un segundos, teniente. - Y ella añadió -: ¡Buena suerte, muchachos! Esta vez

los cogeremos.

- De acuerdo, capitana.

- Comprobemos. ¿Un poco de música mientras esperan? - y la puso en marcha.

«A la gloria eterna de la infantería...»

NOTA HISTÓRICA

Rodger Young, soldado de infantería , División de Infantería (Los Castaños de

Indias de Ohio), nació en Tiffin, Ohio, el de abril de 1928, y murió el 3 de julio de

1948 en la isla Nueva Georgia, del archipiélago de las Salomón, al sur del Pacífico,

mientras atacaba y destruía él sólo un nido de ametralladoras enemigo. Su pelotón

había sido diezmado por el intenso fuego de esas ametralladoras. El soldado Young

resultó herido por las primeras ráfagas. Se arrastró hacia el fortín, fue herido por

segunda vez, pero continuó avanzando, disparando su rifle al hacerlo. Se aproximó al

nido de ametralladoras y lo atacó y destruyó con granadas de mano, pero entonces le

hirieron por tercera vez y murió.

Su acción osada y valerosa en circunstancias de abrumador peligro permitió que sus

camaradas escaparan sin más bajas, y se le concedió la Medalla del Honor a título

póstumo.

FIN

-

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