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william hill

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sábado, 25 de febrero de 2012

NARRACIONES OCULTISTAS Y CUENTOS MACABROS




NARRACIONES OCULTISTAS


Y CUENTOS MACABROS







La cueva de los ecos
Un Matusalén ártico
El campo luminoso
Una vida encantada
La hazaña de un Gossain hindú
Demonología y magia eclesiástica
Asesinato a distancia
La mano misteriosa
El alma de un violín
Los espíritus vampiros
La resurrección de los muertos
La imaginación, la magia y el ocultismo






LA CUEVA DE LOS ECOS


UNA HISTORIA EXTRAÑA, PERO VERDADERA1


En una de la provincias más distantes del Imperio ruso y en una pequeña ciudad


fronteriza a la Siberia, ocurrió hace más de treinta años una tragedia misteriosa. A


cosa de seis verstas de la ciudad de P…, célebre por la hermosura salvaje de sus


campiñas y por la riqueza de sus habitantes, en general propietarios de minas y de


fundiciones de hierro, existía una mansión aristocrática. La familia que la habitaba se


componía del dueño, solterón viejo y rico, y de su hermano, viudo con dos hijos y tres


hijas. Se sabía que el propietario, señor Izvertzoff, había adoptado a los hijos de su


hermano, y habiendo tomado un cariño especial por el mayor de sus sobrinos, llamado


Nicolás, le instituyó único heredero de sus numerosos Estados.


Pasó el tiempo. El tío envejecía y el sobrino se acercaba a su mayor edad. Los días y los


años habían pasado en una serenidad monótona, cuando en el hasta entonces claro


horizonte de la familia se formó una nube. En un día desgraciado se le ocurrió a una de


las sobrinas aprender a tocar la cítara. Como el instrumento es de origen puramente


teutón, y como no podía encontrarse maestro alguno en los alrededores, el


complaciente tío envió a buscar uno y otro a San Petersburgo. Después de una


investigación minuciosa, sólo pudo darse con un profesor que no tuviera inconveniente


en aventurarse a ir tan cerca de la Siberia. Era un artista alemán, anciano, que


compartiendo su cariño igualmente entre su instrumento y su hija, rubia y bonita, no


quería separarse de ninguno de los dos. Y así sucedió que en una hermosa mañana llegó


el profesor a la mansión, con su caja de música debajo del brazo y su linda Minchen


apoyándose en el otro.


Desde aquel día la pequeña nube empezó a crecer rápidamente, pues cada vibración


del melodioso instrumento encontraba un eco en el corazón del viejo solterón. La


música despierta el amor, se dice, y la obra comenzada por la cítara fue completada por


los hermosos ojos azules de Minchen. Al cabo de seis meses, la sobrina se había hecho


una hábil tocadora de cítara y el tío estaba locamente enamorado.


Una mañana reunió a su familia adoptiva, abrazó a todos muy cariñosamente,


prometió recordarlos en su testamento y, por último, se desahogó declarando su


resolución inquebrantable de casarse con la Minchen de ojos azules. Después se les


echó al cuello y lloró en silencioso arrobamiento. La familia, comprendiendo que. la


1 Esta historia está sacada del relato de un testigo presencial, un señor ruso muy piadoso y digno de


crédito. Además, los hechos están copiados de los registros de la Policía de P… El testigo en cuestión los


atribuye, por supuesto, parte a la intervención divina y parte al diablo. – H. P. B.






herencia se le escapaba, lloró también, aunque por causa muy distinta. Después de


haber llorado se consolaron y trataron de alegrarse, pues el anciano caballero era


amado sinceramente de todos. Sin embargo, no todos se alegraron. Nicolás, que


también se había sentido herido en el corazón por la linda alemana, y que de un golpe


se veía privado de ella y del dinero de su tío, ni se consoló ni se alegró, sino que


desapareció durante todo un día.


Mientras tanto el señor Izvertzoff había ordenado que preparasen su coche de viaje


para el día siguiente, y se susurró que iba a la capital del distrito, a alguna distancia de


su casa, con la intención de variar su testamento. Aunque era muy rico, no tenía ningún


administrador de sus Estados y él mismo llevaba sus libros de contabilidad. Aquella


misma tarde, después de cenar, se le oyó en su habitación reprendiendo agriamente a


un criado que hacía más de treinta años estaba a su servicio. Este hombre, llamado Iván,


era natural del Asia del Norte, de Kanischatka; había sido educado por la familia en la


religión cristiana, y se le creía muy adicto a su amo. Unos cuantos días después, cuando


la primera de las trágicas circunstancias que voy a relatar había traído a aquel sitio a


toda la fuerza de la Policía, se recordó que Iván estaba borracho aquella noche; que su


amo, que tenía horror a este vicio, le había apaleado paternalmente y le había echado


fuera de la habitación, y aun se le vio dando traspiés fuera de la puerta y se le oyeron


proferir amenazas.


En el vasto dominio del señor Izvertzoff había una extraña caverna que excitaba la


curiosidad de todo el que la visitaba. Existe hoy todavía, y es muy conocida de todos los


habitantes de P… Un bosque de pinos comienza a corta distancia de la puerta del jardín


y sube en escarpadas laderas a lo largo de cerros rocosos, a los que ciñe con el ancho


cinturón de su vegetación impenetrable. La galería que conduce al interior de la


caverna, conocida por la Cueva de los Ecos, está situada a media milla de la mansión,


desde la cual aparece corno una pequeña excavación de la ladera, oculta por la maleza,


aunque no tan completamente que impida ver cualquier persona que entre en ella


desde la terraza de la casa. Al penetrar en la gruta, el explorador ve en el fondo de la


misma una estrecha abertura, pasada la cual se encuentra una elevadísima caverna,


débilmente iluminada por hendiduras en el abovedado techo a cincuenta pies de altura.


La caverna es inmensa, y podría contener holgadamente de dos a tres mil personas. En


el tiempo del señor Izvertzoff una parte de ella estaba embaldosada, y en el verano se


usaba a menudo como salón de baile en las jiras campestres. Es de forma oval irregular,


y se va estrechando gradualmente hasta convertirse en un ancho corredor que se


extiende varias millas, ensanchándose a trechos y formando otras estancias tan grandes


y elevadas como la primera, pero con la diferencia de que no pueden cruzarse sino en


botes, por estar siempre llenas de agua. Estos receptáculos naturales tienen la


reputación de ser insondables.


En la orilla del primero dé estos canales existe una pequeña plataforma con algunos


asientos rústicos, cubiertos de musgo, convenientemente colocados, y en este sitio es


donde se oye en toda su intensidad el fenómeno de los ecos que dan nombre a la gruta.


Una palabra susurrada, y hasta un suspiro, es recogido por infinidad de voces burlonas, y


en lugar de disminuir de volumen, como hacen los ecos honrados, el sonido se hace más


y más intenso a cada sucesiva repetición, hasta que al fin estalla como la repercusión de


un tiro de pistola y retrocede en forma de gemido lastimero a lo largo del corredor.


En el día en cuestión, el señor Izvertzoff había indicado su intención de dar un baile en


esta cueva al celebrar su boda, que había fijado para una fecha cercana. Al día siguiente


por la mañana, mientras hacía sus preparativos para el viaje,. su familia le vio entrar en


la gruta acompañado solamente por su criado siberiano. Media hora después Iván


volvió a la mansión por una tabaquera que su amo había dejado olvidada, y regresó con


ella a la gruta. Una hora más tarde la casa entera se puso en conmoción por sus grandes


gritos. Pálido y chorreando agua, Iván se precipitó dentro como un loco, y declaró que el


señor Izvertzoff había desaparecido, pues que no se le encontraba en ninguna parte de


la caverna. Creyendo que se habla caído en el lago, se había sumergido en el primer


receptáculo en su busca, con peligro inminente de su propia vida.


El día pasó sin que diesen resultado las pesquisas en busca del anciano. La Policía


invadió la casa, y el más desesperado parecía ser Nicolás, el sobrino, que a su llegada se


había encontrado con la triste noticia.


Una negra sospecha recayó sobre Iván el siberiano. Había sido castigado por su amo la


noche anterior y se le había oído jurar que tomaría venganza. Le había acompañado


solo a la cueva, y cuando registraron su habitación se encontró debajo de la cama una


caja llena de riquísimas joyas de familia. En vano fue que el siervo pusiese a Dios por


testigo de que la caja le había sido confiada por su amo precisamente antes de que se


dirigieran a la cueva; que la intención de su amo era hacer remontar las joyas que


destinaba a la novia como regalo, y que él, Iván, daría gustoso su propia vida para


devolvérsela a su amo, si supiese que éste estaba muerto. No se le hizo ningún caso, sin


embargo, y fue arrestado y metido en la cárcel bajo acusación de asesinato. Allí se le


encerró, pues según la legislación rusa, no podía, al menos por aquellos tiempos, ser


condenado criminal alguno a muerte, por demostrado que estuviese su delito, siempre


que no se hubiese confesado culpable.


Después de una semana de inútiles investigaciones, la familia se vistió de riguroso


luto, y como el testamento primitivo no había sido modificado, toda la propiedad pasó


a manos del sobrino. El viejo profesor y su hija soportaron este repentino revés de la


fortuna con flema verdaderamente germánica, y se prepararon a partir. El anciano cogió


su cítara debajo del brazo y se dispuso a marchar con su Minchen, cuando el sobrino le


detuvo, ofreciéndose, en lugar de su difunto tío, como esposo de la linda damisela.


Encontraron muy agradable el cambio, y, sin causar gran ruido, fueron casados los dos


jóvenes.


Transcurrieron diez años, y nos encontramos nuevamente a la feliz familia al principio


de 1859. La linda Minchen se había puesto gruesa y se había hecho vulgar. Desde el día


de la desaparición del anciano, Nicolás se había vuelto áspero y retraído en sus


costumbres, admirándose muchos de tal cambio, pues nunca se le veía sonreír. Parecía


que el único objeto de su vida era el encontrar al asesino de su tío o, más bien, hacer


que Iván confesase su crimen. Pero este hombre persistía aún en que era inocente.


Sólo un hijo había tenido la joven pareja, y por cierto que era un niño extraño.


Pequeño, delicado y siempre enfermo, parecía que su frágil vida pendía de un hilo.


Cuando sus facciones estaban en reposo era tal su parecido con el tío, que los


individuos de la familia a menudo se alejaban de él con terror. Tenía la cara pálida y


arrugada de un viejo de sesenta años sobre los hombros de un niño de nueve. Nunca se


le vio reír ni jugar. Encaramado en su silla alta, permanecía sentado gravemente,


cruzando los brazos de una manera que era peculiar al difunto señor Izvertzoff, y así se


pasaba horas y horas inmóvil y adormecido. A sus nodrizas se les veía a menudo


santiguarse furtivamente al acercarse a él por la noche, y ninguna de ellas hubiera


consentido en dormir a solas con él en su cuarto. La conducta del padre para con su hijo


era aún más extraña. Parecía quererlo apasionadamente y al mismo tiempo odiarlo en


extremo. Muy rara vez le besaba o acariciaba, sino que, con semblante lívido y ojos


espantados, pasaba largas horas mirándole, mientras que el niño estaba tranquilamente


sentado en su rincón, con sus maneras de viejo propias de un duende. El niño no había


salido nunca de la hacienda, y pocos de la familia conocían su existencia.


A mediados de julio, un viajero húngaro, de elevada estatura, precedido de una gran


reputación de excentricidad, fortuna y poderes misteriosos, llegó a la ciudad de P…


desde el Norte, donde había residido muchos años. Se estableció en la pequeña ciudad


en compañía de un shamano, o mago de la Siberia del Sur, con quien se decía que


verificaba experimentos de magnetismo. Daba comidas y reuniones, e invariablemente


exhibía a su shamano, de quien estaba muy orgulloso, para divertir a sus huéspedes. Un


día los notables de P… invadieron repentinamente los dominios de Nicolás Izvertzoff


solicitando les prestase su cueva para pasar una velada. Nicolás consintió con gran


repugnancia, y sólo después de una vacilación aún mayor se dejó persuadir para unirse a


la partida.


La primera caverna y la plataforma al lado del insondable lago estaban refulgentes de


luz. Centenares de velas y de antorchas de vacilantes llamas, metidas en las hendiduras


de las rocas, iluminaban aquel sitio, y ahuyentaban las sombras de ángulos y rincones en


donde habían estado agazapadas, sin ser molestadas, durante muchos años. Las


estalactitas de las paredes chispeaban brillantemente, y los dormidos ecos fueron


repentinamente despertados por alegre confusión de risas y conversaciones.


El shamano, a quien su amigo y patrón no había perdido de vista un momento, estaba


sentado en un rincón, y, como de costumbre, hipnotizado, encaramado en una roca


saliente a la mitad del camino entre la entrada y el agua. Con su rostro de amarillo


limón, lleno de arrugas, su nariz chata y barba rala, parecía más bien un horrible ídolo de


piedra que un ser humano. Muchos de la partida se apretaban a su alrededor recibiendo


atinadas contestaciones a las preguntas que le dirigían, pues el húngaro sometía


gustoso su “sujeto” magnetizado a los interrogatorios.


De pronto una señora hizo la observación de que en aquella misma cueva había


desaparecido el señor Izvertzoff hacía diez años. El extranjero pareció interesarse en el


caso, mostrando deseos de saber lo acaecido. En su consecuencia, buscaron a Nicolás


entre la multitud y le condujeron delante del grupo de curiosos. Era el huésped, y le fue


imposible el negarse a hacer la deseada narración. Repitió, pues, el triste relato con voz


temblorosa, pálido semblante y viéndosele brillar las lágrimas en sus ojos febriles. Los


asistentes se afectaron mucho, murmurando grandes elogios sobre la conducta del


amante sobrino, que tan bien honraba la memoria de su tío y bienhechor. Cuando, de


repente, la voz de Nicolás se ahogó en su garganta, sus ojos parecieron salir de sus


órbitas y, con un gemido ronco, retrocedió tambaleándose. Todos los ojos siguieron con


curiosidad su aterrada vista, que se fijó y permaneció clavada sobre una diminuta cara


de bruja que se asomaba por detrás del húngaro.


–¿De dónde vienes? ¿Quién te trajo aquí, niño?– balbuceó Nicolás, pálido como la


muerte.


–Yo estaba acostado, papá; este hombre vino por mi y me trajo aquí en sus brazos


–contestó con sencillez el muchacho, señalando al shamano, a lado de quien se hallaba


en la roca, y el cual seguía con los ojos cerrados, moviéndose de un lado a otro como un


péndulo viviente.


–Esto es muy extraño –observó uno de los huéspedes –, pues este hombre no se ha


movido de su sitio.


–¡Gran Dios! ¡Qué parecido tan extraordinario!– murmuró un antiguo vecino de la


ciudad, amigo de la persona desaparecida.


–¡Mientes, niño!–exclamó con fiereza el padre –Vete a la cama, éste no es sitio para ti.


–Vamos, vamos –dijo el húngaro, interponiéndose con una expresión extraña en su


cara, y rodeando con sus brazos la delicada figura del niño–; el pequeño ha visto el


doble de mi shamano que a menudo vaga a gran distancia de su cuerpo, y ha tomado al


fantasma por el hombre mismo. Dejadlo permanecer un rato con nosotros.


A estas extrañas palabras los asistentes se miraron con muda sorpresa, mientras que


algunos hicieron piadosamente el signo de la cruz, presumiendo, indudablemente, que


se trataba del diablo y de sus obras.


–Y por otro lado –siguió diciendo el húngaro con un acento de firmeza peculiar,


dirigiéndose a la generalidad de los concurrentes más bien que a algunos en particular


–¿por qué no habríamos de tratar, con ayuda de mis shamano de descubrir el misterio


que encierra esta tragedia? Está todavía en la cárcel la persona de quien se sospecha.


¿Cómo no ha confesado su delito todavía? Esto es seguramente muy extraño; pero


vamos a saber la verdad dentro de algunos minutos. ¡Que todo el mundo guarde


silencio!


Se aproximó entonces al tehuktchené, e inmediatamente dio principio a sus


manipulaciones, sin siquiera pedir permiso al dueño del lugar. Este último permanecía


en su sitio como petrificado de horror y sin poder articular una palabra. La idea


encontró una aprobación general, a excepción de él, y especialmente aprobó el


pensamiento el inspector de Policía, coronel S.


–Señoras y caballeros –dijo el magnetizador con voz suave–: permitidme que en esta


ocasión proceda de una manera distinta de lo que generalmente acostumbro a hacerlo.


Voy a emplear el método de la magia nativa. Es más apropiado a este agreste lugar y de


mucho más efecto, corno ustedes verán, que nuestro método europeo de


magnetización.


Sin esperar contestación, sacó de un saco que siempre llevaba consigo, primeramente,


un pequeño tambor, y después dos redomas pequeñas, una llena de un líquido y la otra


vacía. Con el contenido de la primera roció al shamano, quien empezó a temblar y a


balancearse más violentamente que nunca. El aire se llenó de un perfume de especias, y


la misma atmósfera pareció hacerse más clara. Luego, con horror de los presentes, se


acercó al tibetano, y sacando de un bolsillo un puñal en miniatura, le hundió la acerada


hoja en el antebrazo y sacó sangre, que recogió en la redoma vacía. Cuando estuvo


medio llena oprimió el orificio de la herida con el dedo pulgar, y detuvo la salida de la


sangre con la misma facilidad que si hubiera puesto el tapón a una botella, después de


lo cual roció la sangre sobre la cabeza del niño. Luego se colgó el tambor al cuello y, con


dos palillos de marfil cubiertos de signos y letras mágicas, empezó a tocar una especie


de diana para atraer los espíritus, según él decía.


Los circunstantes, medio sorprendidos, medio aterrorizados por este extraordinario


procedimiento, se apiñaban ansiosamente a su alrededor, y durante algunos momentos


reinó un silencio de muerte en toda la inmensa caverna. Nicolás, con semblante lívido


como el de un cadáver, permanecía sin articular palabra. El magnetizador se había


colocado entre el shamano y la plataforma, cuando principió a tocar lentamente el


tambor. Las primeras notas eran como sordas, y vibraban tan suavemente en el aire, que


no despertaron eco alguno; pero el shamano apresuró su movimiento de vaivén y el


niño se mostró intranquilo. Entonces el que tocaba el tambor principió un canto lento,


bajo, solemne e impresionante.


A medida que aquellas palabras desconocidas salían de sus labios, las llamas de las


velas y de las antorchas ondulaban y fluctuaban, hasta que principiaran a bailar al


compás del canto. Un viento frío vino silbando de los obscuros corredores, más allá del


agua, dejando en pos de sí un eco quejumbroso. Luego una especie de neblina que


parecía brotar del suelo y paredes rocosas se condensó en torno del shamano y del


muchacho. Alrededor de este último el aura era plateada y transparente, pero la nube


que envolvía al primero era roja y siniestra. Aproximándose más a la plataforma, el


mago dio un redoble más fuerte en el tambor; redoble que esta vez fue recogido por el


eco con un efecto terrorífico. Retumbaba cerca y lejos con estruendo incesante; un


clamor más y más ruidoso sucedía a otro, hasta que el estrépito formidable pareció el


coro de mil voces de demonios que se levantaban de las insondables profundidades del


lago. El agua misma, cuya superficie, iluminada por las muchas luces, había estado hasta


entonces tan llana como un cristal, se puso repentinamente agitada, como si una


poderosa ráfaga de viento hubiese recorrido su inmóvil superficie.


Otro canto, otro redoble del tambor, y la montaña entera se estremeció hasta sus


cimientos, con estruendos parecidos a los de formidables cañonazos disparados en los


inacabables y obscuros corredores. El cuerpo del shamano se levantó dos yardas en el


aire y, moviendo la cabeza de un lado a otro y balanceándose, apareció sentado y


suspendido como una aparición. Pero la transformación que se operó entonces en el


muchacho heló de terror a cuantos presenciaban la escena. La nube plateada que


rodeaba al niño pareció que le levantaba también en el aire; mas, al contrario del


shamano, sus pies no abandonaron el suelo. El muchacho principió a crecer como si la


obra de los años se verificase milagrosamente en algunos segundos. Se tornó alto y


grande, y sus seniles facciones se hicieron más y más viejas, a la par que su cuerpo. Unos


cuantos segundos más, y la forma juvenil desapareció completamente, absorbida en su


totalidad por otra individualidad diferente y con horror de los circunstantes, que


conocían su apariencia, esta individualidad era la del viejo Sr. Izvertzoff, quien tenía en


la sien una gran herida abierta, de la que caían gruesas gotas de sangre.


El fantasma se movió hacia Nicolás, hasta que se puso directamente enfrente de él,


mientras que éste, con el pelo erizado y con los ojos de un loco, miraba a su propio hijo


transformado inesperadamente en su tío mismo. El silencio sepulcral fue interrumpido


por el húngaro, quien, dirigiéndose al niño–fantasma, le preguntó con voz solemne:


–En nombre del gran Maestro, de Aquel que todo lo puede, contéstanos la verdad y


nada más que la verdad. Espíritu intranquilo, ¿te perdiste por accidente, o fuiste


cobardemente asesinado?


Los labios del espectro se movieron, pero fue el eco el que contestó en su lugar,


diciendo con lúgubres resonancias:


–¡Asesinado! ¡Asesinado! ¡A–se–si–na–do!...


–¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por quién? –preguntó el conjurador.


La aparición señaló con el dedo a Nicolás, y sin apartar la vista ni bajar el brazo se


retiró, andando lentamente de espaldas y hacia el lago. A cada paso que daba el


fantasma, Izvertzoff el joven, como obligado por una fascinación irresistible, avanzaba


un paso hacia él, hasta que el espectro llegó al lago, viéndosele en seguida deslizarse


sobre su superficie. ¡Era una escena de fantasmagoría verdaderamente horrible!


Cuando llegó a dos pasos del borde del abismo de agua, una violenta convulsión agitó


el cuerpo del culpable. Arrojándose de rodillas se agarró desesperadamente a uno de


los asientos rústicos y, dilatándose sus ojos de una manera salvaje, dio un grande y


penetrante grito de agonía. El fantasma entonces permaneció inmóvil sobre el agua y,


doblando lentamente su dedo extendido, le ordenó acercarse. Agazapado, presa de un


terror abyecto, el miserable gritaba hasta que la caverna resonó una y otra vez:


–¡No fui yo…, no; yo no os asesiné!


Entonces se oyó una caída; era el muchacho que apareció sobre las obscuras aguas


luchando por su vida en medio del lago, viéndose a la inmóvil y terrible aparición


inclinada sobre él.


–¡Papá, papá, sálvame… que me ahogo!…–exclamó una débil voz lastimera en medio


del ruido de los burlones ecos.


–¡Mi hijo!–gritó Nicolás con el acento de un loco y poniéndose en pie de un salto –. ¡Mi


hijo! ¡Salvadlo! ¡Oh! ¡Salvadlo!… ¡Sí, confieso. ¡Yo soy el asesino!… ¡Yo fui quien le


mató!


Otra caída en el agua, y el fantasma desapareció. Dando un grito de horror los


circunstantes se precipitaron hacia la plataforma; pero sus pies se clavaron


repentinamente en el suelo al ver, en medio de los remolinos, una masa blanquecina e


informe enlazando al asesino y al niño en un estrecho abrazo y hundiéndose


lentamente en el insondable lago.


A la mañana siguiente, cuando, después de una noche de insomnio, algunos de la


partida visitaron la residencia del húngaro, la encontraron cerrada y desierta. Él y el


shamano habían desaparecido. Muchos son los habitantes de P… que recuerdan el caso


todavía. El Inspector de Policía, Coronel S., murió algunos años después en la completa


seguridad de que el noble viajero era el diablo. La consternación general creció de


punto al ver convertida en llamas la mansión Izvertzoff aquella misma noche. El


Arzobispo ejecutó la ceremonia del exorcismo; pero aquel lugar se considera maldito


hasta el presente. En cuanto al Gobierno, investigó los hechos y… ordenó el silencio.






UN MATUSALÉN ÁRTICO


HISTORIETA DE NAVIDAD


El antiguo castillo de un rico propietario de Finlandia se veía muy favorecido de


gentes en aquella fría noche de Navidad, gentes reunidas al amor del fuego del


clásico hogar, todo recuerdos de la santa tradición hospitalaria de sus nobles


antepasados, por la que se conservaban aún vivas las prácticas y supersticiones de la


Edad Media, en parte rusas, llevadas de las orillas del Neva por los últimos dueños.


No faltaban, no, en aquella noche augusta consagrada por los siglos, ni el árbol de


Noel, de o Navidad, ni los demás preparativos de fiesta que son de rigor allí como en


toda la tierra.


El castillo estaba lleno de tesoros arcaicos: los ceñudos retratos de los antecesores en


viejos y carcomidos marcos; toda clase de armas de caballeros en las panoplias, y de


antiguos vestuarios señoriles en los armarios. Extenso, misterioso, el tal castillo, como


todos los edificios de su clase, no faltaban en él tampoco antiguos torreones


desportillados y desiertos; baluartes almenados; góticos ventanales; sus sótanos


mohosos, obscuros e interminables, no visitados desde hacía quizá docenas de


generaciones, y enlazados con cuevas y escapes subterráneos, donde más de un preso


había quizá padecido las torturas de alguna vieja venganza, para retornar su espectro,


después de muerto aquél de angustia, a pedir justicia contra los vivos. Era, en fin, el tal


castillo–palacio, un resto imponente de un pasado feudal no menos imponente que él


mismo y el más apto, por tanto, para la reproducción de toda clase de horrores


románticos. Tranquilícese, sin embargo, el lector, que semejante marco de antiguos


horrores no va a jugar papel alguno, como podía esperarse, en esta mi verídica


narración.


El héroe principal de ella es, por el contrario, un hombre vulgarísimo a quien


llamaremos Erkler, o mejor el Dr. Erkler, profesor de medicina, alemán por línea paterna


y completamente ruso por su educación, como por su madre2.


El Dr. Erkler era un consumado viajero, por haber acompañado en todas sus empresas


a uno de los más famosos exploradores en sus viajes alrededor del mundo. Uno y otro,


el doctor y el explorador, habían tenido ocasiones varias de ver cara a cara la muerte y


desafiarla intrépidos, ora bajo las nieves polares, ora bajo los tórridos calores del


trópico.


2 Estas mismas condiciones de ascendencia prusiana y rusa nobiliarias reunía, como es sabido, H. P. B.,


cosa que nos hace sospechar si, bajo el velo de esta ficción, no se oculta alguno de tantos sucedidos de la


autora.


Entre el cúmulo de sus tan numerosos como emocionantes recuerdos, el doctor


parecía mostrar una no disimulada preferencia entusiasta hacia “sus inviernos” pasados


en Groenlandia y Nueva Zembla, más que hacia aquellos otros, por ejemplo, de la


Australia, donde, entre otras peripecias graves, estuvieron a punto de morir de sed él y


los suyos durante una travesía de catorce horas sin sombra ni agua.


–Sí –solía decir el doctor en medio de sus pintorescas y vivas narraciones.– Lo he


experimentado todo... ¡Todo, excepto eso que, en su ignorancia, llaman lo sobrenatural


las gentes supersticiosas!… Sin embargo –añadió, con trémula y baja voz –, hay en mi ya


larga vida un suceso sumamente extraordinario. He tropezado una vez con un extraño


hombre, rodeado de circunstancias completamente inexplicables, capaces de confundir


al más escéptico…


Todos los circunstantes sintieron, al oír aquello, el aletazo de la curiosidad, una


curiosidad terrorífica, bien adecuada al momento aquel en que el viento silbaba con


estrépito y caía la nieve en abundancia, haciendo más inestimable el beneficio de las


comodidades de cuantos le escuchaban al doctor en torno del hogar. El sabio continuó


de esta manera:


–En el año de mil ochocientos setenta y ocho nos fue forzoso invernar en la costa


noroeste de Spizberg, en nuestra exploración del fugaz verano anterior hacia el polo.


Como de costumbre, el propósito de abrirnos un camino hacia el polo ártico, fracasó


por causa de los iceberg, y tras vanos esfuerzos tuvimos que rendirnos a la dura


fatalidad. De allí a pocos días, la terrible noche polar tendió sobre nosotros su manto


cruel, y nuestras naves quedaron aprisionadas por los hielos en el golfo del Mussel3,


donde habíamos de pasar ociosos y separados de todo trato humano durante ocho


largos meses del invierno polar.


Sentí que mi fuerte voluntad me flaqueaba ante tan negra perspectiva, y más aún en


cierta espantosa noche de tempestad en que los , torbellinos de ventisca destruyeron


nuestros depósitos de provisiones, entre ellas catorce ciervos, con cuya carne


contábamos como arma contra la vida ártica que exige, según nadie ignora, un aumento


considerable en la cantidad y la calidad de los alimentos. Nos resignamos, no obstante,


lo mejor que pudimos por nuestra pérdida cruel y hasta llegamos a acostumbrarnos al


más nutritivo alimento del país, consistente en la carne de foca y en su grasa.


Para prevenirnos contra los rigores de la invernada, los hombres de nuestra tripulación


habían construido con los restos salvados del anterior desastre, una casita bastante


aceptable y dividida en dos departamentos, uno para mí y los otros tres jefes, y el


segundo para ellos. Agotando, además, todas nuestras previsiones meteorológicas y


magnéticas, añadimos al edificio un tercer cuerpo o establo protector para los escasos


ciervos que se habían salvado de la catástrofe.


3 Curiosa coincidencia onomástica con el célebre puerto asturiano del mismo nombre: una prueba más


del carácter protosemita de todo el Occidente europeo en sus épocas prehistóricas.


Se iniciaron al punto la inacabable serie de monótonos días y noches, que eran una


eterna noche sin aurora ni crepúsculo. Como, además, nos habíamos trazado el plan de


que dos de nuestros barcos regresasen en Septiembre antes de que los cortasen la


retirada los hielos, y este plan se habla frustrado por haberse anticipado la estación, la


tripulación era triple o cuádruple de la calculada para la invernada y para los elementos


con que contábamos para afrontarla, así que no sólo teníamos que economizar las


provisiones, sino también el combustible y la luz. Las lámparas se encendían sólo para


objetos de urgencia o científicos.


Teníamos que contentarnos, pues, con sólo la luz que quisiese darnos la Providencia


en aquella noche sin día: es a saber, la luz de la luna y la de las auroras boreales, pero,


¿cómo describir la gloria de aquellos incomparables fenómenos celestes? ¿Cómo


ponderar las cambiantes luces y colores de sus irradiaciones tan fantásticas corno


gigantescas de variedad infinita? En cuanto a las noches de luna de Noviembre, eran


sencillamente maravillosas, con los siempre cambiantes espectáculos de sus rayos entre


hielos y nieve. El encanto de tales momentos no se apartará jamás de mi imaginación.


Una de estas últimas noches, o por mejor decir, un día de estos, acaso, pues que desde


fines de Noviembre hasta mediados de Febrero no tuvimos crepúsculo alguno que nos


permitiese establecer diferencia entre la noche y el día, acertamos a columbrar entre las


irisaciones de la luna una como mancha obscura que se movía hacia nosotros,


remedando más que a un rebaño, que por fuerza tenía que ser blanco en aquellas


latitudes, a un grupo compacto de hombres trotando hacia el lugar donde nos


hallábamos, sobre la planicie nevada. ¿Qué seres humanos podían, sin embargo, ser


aquéllos?


Sí, era ya indudable: aunque nos resistiésemos a dar crédito a nuestros ojos, un


pelotón como de cincuenta hombres, se aproximaba rápidamente a nuestra vivienda.


Eran cincuenta cazadores de focas guiados por Matilin, el más famoso veterano de tales


empresas peligrosas, y que, como nosotros, habían sido cortados por los hielos en su


retirada.


Los hicimos entrar, atendiéndolos y obsequiándolos lo mejor que pudimos. Después


interrogamos a Matilin:


–¿Cómo supisteis que estábamos aquí?


–Nos lo dijo y nos enseñó el camino hasta vuestro albergue el viejo Johan–


contestaron varios, señalando a uno de sus compañeros: un anciano venerable con el


cabello más blanco que la misma nieve.


–Verdaderamente que es asombroso el que un anciano como éste se dedique aún a


cazar focas en compañía de hombres jóvenes como vosotros, en lugar de aguardar en el


rincón de su hogar, al amor de la lumbre, la llegada del último de sus días. Además,


¿cómo acertó a saber nuestra presencia en la solitaria región del oso blanco?– dijimos a


una.


Tanto el buen Matilin, como los demás de su grupo sonrieron compasivos ante nuestra


ignorancia. Según ellos nos aseguraron, “el viejo Johan” lo sabia todo, añadiendo:


–Bien novicios debéis de ser en estas tierras polares cuando ignoráis la existencia de


este prodigioso Johan y ahora tanto os asombráis de su presencia –dijo otro.


–Vengo cazando focas en estos mares desde hace cuarenta y cinco años, día tras día–


añadió el primero –y siempre le he conocido igual al buen Johan, a quien todos


veneramos con su cabellera blanca y su aspecto majestuoso. Es más: recuerdo


perfectamente que cuando yo era niño y acostumbraba a salir a la mar con mi padre,


éste y mi abuelo me contaban lo mismo, punto por punto, respecto de Johan, añadiendo


que igual contaron a mi abuelo, su padre y el padre de su padres… ¡Todos le habían


conocido igualmente anciano e imponente de grandeza con sus ojos de fuego y su


cabellera toda nieve!


–¡Según tal cuenta, el buen viejo tiene ya más de doscientos años! opuse festivo e


incrédulo.


Para sacarme de mi escepticismo, varios marineros rodearon al patriarca de la barba y


cabellera blanca importunándole:


–Abuelo querido, ¿tendréis la bondad de decirnos vuestra verdadera edad?


–Realmente, hijos míos, yo mismo no lo sé –replicó con la más seráfica de las sonrisas.


–Nunca conté mis años y vivo así el tiempo que Dios me ha decretado en su sabiduría


inescrutable…


–Pero, ¿cómo supisteis que invernábamos aquí? –le interrogué a mi vez.


–Él me guió –repuso simplemente –. Sólo sabía lo que sabía…


–No me atreví a indagar más, terminó el doctor –coronando su narración con estas


palabras, dichas en voz muy baja y como hablando ya consigo mismo:


–¡Inexplicable! ¡Absolutamente inexplicable!...






EL CAMPO LUMINOSO


Procedentes de Grecia habíamos llegado a Constantinopla un alegre y escogido


grupo de turistas. Doce o más horas al día habíamos dedicado a subir y bajar por


las escarpadas alturas de Pera, visitando lugares, encaramándonos en lo alto de


los minaretes y abriéndonos camino entre jaurías hambrientas: los perros vagabundos,


tradicionales dueños de las calles de Estambul. Se dice que la vida bohemia es


contagiosa, y que ninguna civilización ha alcanzado a destruir el encanto de la libertad


omnímoda una vez que se han gustado sus dulzuras. El gitano no puede vivir sin su


tienda portátil, que es su carro, ya veces el viaje a pie es para él una segunda naturaleza,


una fascinación irresistible de su nómada y precaria existencia. Mi principal cuidado,


por tanto, desde que entré en Constantinopla, fue el de evitar que mi perdiguero Ralph


cayese también víctima de tamaño contagio viniendo en ganas de unirse alegremente a


los beduinos de su canina raza que infestaban las calles de la ciudad.


Aquel hermoso camarada de mi perro era mi más fiel y constante amigo, y temeroso


de perderle, le vigilaba en sus menores impulsos; pero el pobre animal se portó durante


los tres primeros días como un cuadrúpedo medianamente educado. A las imprudentes


acometidas de sus congéneres mahometanos, su única respuesta era la de meter el rabo


entre piernas, bajar humildemente las orejas y buscar acobardado la protección de


cualquiera de nosotros. Viéndole, pues, tan refractario a las malas compañías empecé a


confiarme en su discreción y disminuyendo mi vigilancia, pero de allí a poco tuve que


lamentar el haber puesto una excesiva confianza en mala parte. En un momento de


descuido, unas sirenas de cuatro patas le sedujeron traidoras, y lo único que de él vi fue


la punta de su gallardo rabo desapareciendo en sucia y tortuosa callejuela.


Inútiles resultaron después las pesquisas practicadas para dar con el paradero final de


mi mudo compañero. Ofrecí veinte, treinta, cuarenta francos a quien le hallase y me te


trajese. En un momento se puso en su busca una legión de malteses más vagabundos


que los mismos perros, y que asaltaron nuestro hotel trayendo sendos perros sarnosos


en sus brazos, perros que pretendían hacer pasar por mi fiel amigo. Mientras más me


resistía yo a semejante matute, más porfiaban ellos, y uno de aquellos miserables,


cayendo de rodillas y sacando del pecho una antigua y corroída medalla de la Virgen,


llegó hasta a jurarme que la misma Reina del Cielo se le había aparecido para indicarle


cuál era el verdadero animal. Un momento hasta me temí que la súbita desaparición de


Ralph determinase un curioso motín, como acaso habría ocurrido si nuestro patrón no


hiciese venir a una pareja de kavasses o policías que se encargaron de aventar corteses a


aquella turba de bípedos y de cuadrúpedos.


Sospeché entonces que ya no volvería a ver más a mi perrito, y aun acabé por perder


toda esperanza, cuando el conserje del hotel –un honorable ex salteador de caminos,


hombre que no habría pasado menos de media docena de años como penado en las


galeras –me aseguró solemnemente que todas mis pesquisas serían inútiles, pues mi


perdiguero habría sido muerto y devorado por sus congéneres, dado que los perros


turcos vagabundos encuentran muy de su gusto las carnes de sus sabrosos hermanos los


perritos de Inglaterra.


La anterior escena había ocurrido en plena calle, a la puerta del hotel, y ya iba a


retornar a mis habitaciones, cuando una anciana griega, que me había estado oyendo


desde el umbral de una casa cerrada, dijo a mi acompañante Miss H… que, si


queríamos, podía interrogarse sobre el caso a los derviches.


–¿Y qué pueden saber esas gentes acerca del paradero de mi can? Les respondí con


ironía.


–Los hombres santos lo saben todo, para ellos no hay secretos– objetó


misteriosamente la anciana. –La semana pasada me robaron un abrigo nuevo que mi


hijo me trajo de Brusa y, como veis, lo recobré y lo tengo puesto.


–Pero, entonces, los santos hombres os le han transformado también de nuevo en


viejo –añadió uno de los de la partida señalando a un gran jirón preso con alfileres que


mostraba el abrigo en la espalda.


–Esta es, precisamente, la parte más grave de mi historia –contesté la vieja con


aplomo; –porque, habéis de saber que ellos me mostraron en el espejo mágico el barrio,


la casa y hasta la habitación donde el judío que me le robase estaba en aquel instante


haciéndole pedazos. Mi hijo y yo volamos al punto al barrio de Kalindijkulosek donde


atrapamos al ladrón en plena faena, al mismo ladrón que habíamos visto en el espejo y


que, convicto y confeso, pronto fue metido en la cárcel.


Aunque ninguno de los de la partida sabíamos qué podría ser aquello del espejo


mágico de los derviches, resolvimos ir a ver a uno de éstos al otro día. En efecto, apenas


los muecines, con monótono vocear, habían cantado desde los altos minaretes la hora


del mediodía, descendimos desde la colina de Pera hasta el puerto de Gálata,


abriéndonos paso a codazos por entre los abigarrados concurrentes al mercado. Aquella


Babel de cien lenguas; aquella ensordecedora algarabía nos levantaba dolor de cabeza.


Por otra parte, allí no hay medio de orientarse ni de buscar las calles por sus nombres ni


las casas por su número, y hay que confiar en Alab y en su profeta, cuando no en las


vagas indicaciones de la proximidad del punto que se busca a tal edificio o mezquita.


A costa, pues, de mil rodeos y pesquisas, acabamos por encontrar el barrio donde se


vendían cosas inglesas, detrás del cual se encontraba el sitio al que nos dirigíamos.


Aunque el guía de nuestro hotel no sabía tampoco el retiro de los “santos hombres”, un


chicuelo griego, en toda la sencillez del desnudo más nativo, consintió, mediante una


moneducha de cobre, en llevarnos a la presencia de uno de aquellos adivinos.


Penetramos en un sombrío salón, que más bien parecía establo abandonado. El piso,


largo y estrecho, estaba cubierto de arena, y sólo recibía luz por pequeñas ventanas allá


arriba. Los derviches, terminados sus ritos matinales, descansaban, sin duda, unos


tendidos cuan largos eran, otros recostados, y en pie, con extraviada mirada meditando,


nos dijeron, acerca de la Deidad invisible. Todos ellos parecían de inerte mármol, sin


responder a nuestras preguntas. Nuestra perplejidad acabó pronto, sin embargo,


cuando uno de ellos, seco y alto, con una puntiaguda gorra que le hacía parecer mucho


más alto aún, surgió no sé de dónde, diciéndonos que él era el superior de aquella


comunidad de santos, añadiendo que no nos habían respondido porque cuando,


mediante la oración, se ponen en comunicación con Alah, no se les puede interrumpir


por motivo alguno.


Nuestro intérprete explicó al viejo que nuestra visita sólo a él se dirigía, puesto que él


era el depositario de la varilla adivinatoria. Al punto nos extendió la mano en demanda


de la previa limosna. Luego que se hubo guardado ésta, se negó a practicar ceremonia


alguna para la averiguación del paradero del perro más que ante dos miembros


solamente de nuestra comitiva, que fueron Miss H… y mi persona.


Ambos penetramos seguidamente tras el derviche a lo largo de un corredor


semisubterráneo; subimos por una escalera portátil a una pieza artesonada, y de ella


hasta un miserable desván, lleno de polvo y de telarañas. Allí vimos en un rincón un


bulto, que yo creí era un montón corno de trapos viejos y que se movió poniéndose en


pie. Era la criatura más deforme y astrosa que en mi vida he visto. Una mujer–niña; una


enana hidrocéfala e imponente, con unos hombros de granadero, y por piernas dos


patitas de araña, piernas arqueadas que apenas si podían soportar la desproporción de


la feísima mole de su cuerpo. Su cara, burlona y agresiva como la de un sátiro, mostraba


una media luna roja pintada sobre su frente; su cabeza se escondía bajo un mugriento


turbante; sus piernas ostentaban grandes bombachos turcos; una sucia muselina


envolvía su cuerpo, alcanzando apenas a cubrir las deformidades de sus carnes, llenas de


tatuajes, signos y letras árabes.


La espantosa criatura se desplomó más que se sentó en medio de la pieza, levantando


una molesta nube de polvo; ¡era la famosa Tatmos, el oráculo de Damasco, al decir de


las gentes!


Al punto el derviche trazó con tiza en torno de la muchacha un círculo de unos tres


pies de radio; sacó, no sé de dónde, doce lamparitas de cobre, que llenó del contenido


negruzco de una botella que ocultaba en su pecho y las colocó sin simetría en torno de


la víctima; de un entrepaño de la desvencijada puerta arrancó una astilla y, cogiéndola


entre el pulgar y el índice, empezó a soplarla a intervalos regulares, mascullando al par


oraciones, fórmulas como de encantamiento, hasta que de pronto, y sin causa


ostensible, brotó una chispa de la astilla que comenzó a arder corno una seca pajuela.


Con aquel fuego, tan extrañamente obtenido, comenzó a encender las doce lámparas


del círculo.


Tatmos la adivina, que hasta entonces había yacido inerte, se quitó rápidamente los


bombachos y los arrojó al rincón, dejándonos al descubierto con sus monstruosos pies,


la belleza adicional de un sexto dedo. El derviche, por su parte, entró en el círculo, y,


cogiéndola por los tobillos, la alzó cual un saco de patatas, poniéndola bonitamente


cabeza abajo, balanceándola en esta posición como un péndulo, y acabando por hacerla


girar en el aire del más extraño modo.


Mi compañera, Miss H…, aterrada ante el estupendo caso que tenla a la vista, huyó a


refugiarse en el ángulo más apartado, mientras que la enana, bajo el impulso del


derviche, acabó por adquirir un movimiento rotatorio, como el de una peonza, durante


dos minutos, hasta que fue disminuyendo y cesó por completo.


La infeliz enana, así mesmerizada, parecía sumida en un estado como de catalepsia,


con su barba sobre el pecho, y espantosa sobre toda ponderación. El derviche luego


cerró cuidadosamente la única ventana del recinto y habríamos quedado a obscuras a


no ser por un agujero de la misma, por donde penetraba un rayo de sol, que venia a caer


exactamente sobre la muchacha. Nos impuso silencio con ademán solemne, cruzó los


brazos sobre el pecho, y, fijando su mirada en el punto brillante que caía sobre la cabeza


de Tatmos, quedó tan inmóvil como ella, mientras yo me deshacía en cábalas


pretendiendo averiguar qué relación podrían tener tamañas extravagancias con la


averiguación del paradero de mi Ralph.


El disco brillante que demarcaba el rayo de sol se fue convirtiendo, no sé cómo, en una


estrella brillante. Por inexplicable fenómeno de óptica, la estancia que antes había


estado pobremente iluminada por aquel rayito de luz, se fue obscureciendo más y más a


medida que aumentaba en brillantez la estrella, hasta que nos vimos envueltos en una


obscuridad verdaderamente cimeriana, mientras que la estrella titilaba y giraba


lentamente al principio; luego, con vertiginosa rapidez, creciendo hasta envolver a la


enana como en un océano luminoso. Finalmente, la estrella decreció en su giro, al par


que se iba apagando con los suaves destellos de la luna en el agua, iluminando sin


penumbras el círculo y dejando el resto en absoluta obscuridad.


Llegado así el supremo momento, el derviche, sin pronunciar palabra, alargó la mano,


con la que me cogió la mía, señalándome el círculo luminoso. Por todo su ámbito vimos


como formarse y condensarse flóculos blanquecinos de plateado brillo lunar, los cuales


constituyeron bien pronto informes figuras cambiantes, al modo de reflexiones astrales


en un espejo. Pronto, con asombro por mi parte, y con la consternación de mi amiga, se


nos presentó, en el panorama así formado, el puente principal, que une a la antigua con


la nueva ciudad, atravesando el Cuerno de Oro desde Gálata a Estambul. Vimos


deslizarse por el Bósforo los alegres caiques; el hormiguear de la ciudad; las quintas; los


palacios y demás edificios encarnados, reflejándose fantásticos en las aguas iluminadas


por el sol del mediodía y desfilando mágicamente, hasta el punto de que no podíamos


discernir si era todo aquello lo que se movía o nos movíamos simplemente nosotros. Lo


más extraño del caso era que, no obstante toda aquella agitada vida que se mostraba a


nuestra vista, no se escuchaba el menor ruido, sino que se desarrollaba en el silencio


angustioso de un ensueño singular… Las calles iban sucediéndose unas a otras en raudo


desfilar nuestro o suyo. Ora pasaba una tienda de estrecha callejuela; ora un café turco


lleno de fumadores de opio en el momento en que uno de éstos vertía inadvertido el


café y el narghilé sobre su vecino, recibiendo de él una sarta de injurias. De visión en


visión llegamos as¡ ante un gran edificio, en el que reconocí el palacio del Ministerio de


Hacienda, y allí, ¡oh, dolor! en los fosos traseros del mismo, moribundo y lleno de fango


su sedoso pelo, yacía mi pobre perro Ralph, rodeado de otros perros de pésima


catadura, que se entretenían en cazar moscas a la sombra…


Sabía ya, pues, cuanto deseaba, aunque no había dicho ni una palabra acerca del perro


al derviche. impaciente por comprobar lo de mi perro traté de salir, pero, desaparecida


ya la escena, Miss H… se colocó a su vez al lado del derviche, murmurando en su oído


no sé qué palabras con ese tono ardiente y apasionado con que suelen las jóvenes


enamoradas hablar del adorado él.


–Pensaré en él –dijo.


No bien formulado casi mentalmente el deseo que tales palabras entrañaban, cuando


se nos presentó una gran planicie de arena, en cuyo fondo se veía el azulado mar bajo


los rayos del sol y un gran vapor surcando las aguas a lo largo de la costa, seguido de


blanca estela. La cubierta hormigueaba de pasajeros, y entre ellos resaltaba, apoyado


contra la barandilla de popa, un apuesto joven… ¡Era él!


Miss H… suspiró, se sonrió y sonrojó alternativamente con la natural emoción.


Después concentró de nuevo su pensamiento, y he aquí ya que al par el barco se aleja y


desaparece. El espejo mágico queda unos momentos sin panorama. Mas bien pronto


otras manchas luminosas aparecen en su faz, que componen al fin el ámbito de una


biblioteca con alfombra y cortinones verdes. Ante un montón de libros y sentado en una


frailera, está escribiendo un anciano a la luz de la lámpara. Su cabello es gris y está


peinado hacia atrás; su cara toda afeitada y respirando benevolencia…


El derviche hizo entonces un pequeño movimiento con la mano, imponiéndonos


silencio. La luz del mágico campo palideció y de nuevo que damos sin ver imagen


ninguna. De allí a poco tornó a mostrársenos Constantinopla, y con ella nuestra


habitación del hotel con sus libros y periódicos sobre la mesa; el sombrero de viaje de


mi amiga colgado en la percha, y sobre su cama el vestido que se había quitado aquella


mañana para venir. Los detalles más reales completaban el cuadro, y para mayor


maravilla vimos sobre la mesa dos cartas sin abrir, recién traídas por el correo y cuya


letra de los sobres al punto fue reconocida por mi amiga. Eran ambas de un pariente


suyo muy querido, por cuyo silencio se sentía inquieta hacía días.


Nuevo cambio de la mágica escena, y henos ya como en el cuarto ocupado por el


hermano de Miss H…, quien yacía echado hacia atrás en un sillón, mientras que un


criado le ponía paños en la cabeza, de la que con horror vimos que salía sangre. No


acertábamos a explicarnos aquello, habiéndole dejado hacía una hora y en perfecta


salud. Miss H… lanzó un grito, y cogiéndome presurosa por la mano se lanzó hacia la


puerta. Llegamos presurosos a casa, pudiendo comprobar, en efecto, que el joven


hermano de Miss H… acababa de caerse por la escalera, produciéndose una herida de


escasa importancia; que sobre la mesa de nuestro gabinete esperaban, recién traídas,


dos cartas dirigidas a Miss H… por un pariente desde Atenas. No me faltó más para


comprobar en un todo nuestras visiones de el campo luminoso del espejo mágico del


derviche, sino tomar un carruaje, dirigirnos hacia el Ministerio de Hacienda, en cuyo


foso, tal y como tuviese la desdicha de verle en aquel espejo, estropeado, famélico, pero


aún con vida, yacía mi hermoso perdiguero, rodeado de otros perros de mal aspecto que


cazaban moscas…






UNA VIDA ENCANTADA


(TAL COMO LA REFIRIÓ UNA PLUMA)


INTRODUCCIÓN


Las tortuosas calles de A…, pequeña ciudad rhenana, se veían sepultadas bajo un


densísimo manto de niebla en una fría noche del otoño de 1884. Los moradores se


habían ya retirado horas hacía, buscando en el sueño el descanso para sus


laboriosas tareas del día. Todo era reposo, silencio, soledad y tristeza en aquellos


ámbitos vacíos…


También yo me hallaba en mi lecho; pero, ¡ay!, de bien diferente manera por el dolor y


la enfermedad que en él me retenían desde hacía varios días. El silencio en torno mío en


aquella noche de misterio era tal que, según la paradójica frase de Longfelow, hasta se


oía el silencio mismo. Percibía claramente hasta el latido de mi propia sangre al circular


violenta por mis miembros doloridos, y mi sobreexcitada imaginación me llevaba como


a escuchar el susurro de una voz humana musitando no sé qué misteriosas cosas en mi


oído. No parecía sino que era un eco transmitido desde largas distancias en una de esas


gargantas de montaña tan solitarias como maravillosamente resonantes, que pueden


transmitir una palabra a media milla cual por un tubo acústico. Era, sí, la voz tan familiar


para mí desde hace tantos años: la voz de uno de esos grandes seres a quienes no se les


puede conocer sin sentirse en el acto presa de la más viva veneración, y a quien, en los


trances más crueles del paroxismo de mis dolores mentales y físicos siempre he debido


la luz de un rayo de consuelo y de esperanza…


–¡Olvida tus propios dolores –me decía aquella suavísima e inefable voz– apartando tu


imaginación de ellos¡ Piensa en días felices y pretéritos;


en las lecciones que tantas veces has recibido acerca de los grandes misterios de la


Naturaleza, verdades que los hombres, ciegos a toda luz espiritual, tanto se obstinan en


no querer ver. Quiero hoy añadirte a tales enseñanzas otra relativa a una vida extraña


de ese ser que tienes ahí delante, precisamente tras las vidrieras de esa casa tristona de


enfrente.


Y diciendo esto, la voz parecía querer revelarme algo muy raro: el misterio de un alma


tras las paredes de la casa frontera. Los densos jirones de niebla que lamían la fachada


como fantasmas, fueron desapareciendo, y una claridad brillante y suave cual la de la


luna, parecía tender, por decirlo así, un puente encantado entre mis ojos y la casa


aquella, cuyas paredes acabaron como por hacerse transparentes a mi mirada,


dejándome ver con toda limpidez el interior de una habitación pequeña, como de un


chalet suizo, con negruzcas paredes llenas de estantes con libros, manuscritos y arcaicos


decorados. De pechos sobre una obscura mesa de nogal se veía un viejo mal encarado,


un espectro casi, según lo amarillo y extenuado que se hallaba, con sus ojillos


penetrantes y sus manos de marfil, escribiendo a la luz de la fúnebre lámpara, que


apenas si servía para hacer más densas las tristezas y obscuridades de aquel pobre


recinto.


Un instante después, al ir a hacer un movimiento involuntario como para ver mejor


aquel cuadro, diría que todo él por entero, es decir, habitación, libros, espectro, etc.,


atravesando el puente de argentina luz astral que cruzaba la calle, se había trasladado


frente a frente de mí hacia los pies de mi cama.


–Presta atento oído al rumor de esa pluma al rasgar el papel. –continuó diciéndome la


voz misteriosa, tan distante y, sin embargo, tan cercana. –Así alcanzarás a saber por la


pluma misma la más espeluznante y real de las historias de dolor que imaginarte


puedes, olvidándote de tus propios sufrimientos y acortando las terribles horas de esta


noche de insomnio. ¡Ensaya, pues! –añadió, repitiendo la tan conocida fórmula de


cabalistas y rosacruces.


Ensayé, al punto, como se me ordenaba, concentrando toda mí atención en la


imponente figura del anciano, quien parecía no darse ni cuenta de mi presencia. Al


principio, el rasgueo de la pluma de ave de éste, me resultaba casi imperceptible, pero


poco a poco fue haciéndose más claro y comprensible para mí, cual si aquel personaje


de misterio estuviese relatando en alta voz aquello mismo que escribía. Pero no; los


labios de aquel espectro viviente no se desplegaban ni un instante para pronunciar la


palabra más ínfima. La voz, por otra parte, era vaga, vacía, cual acentos de seres del otro


mundo, y a cada letra y palabra un fulgor lívido y fosfórico parecía brotar bajo los


puntos de la pluma, a la manera de un fuego fatuo, no obstante hallarse, quizá, el ser


que delante tenía, a muchos miles de millas de Alemania, cosa nada infrecuente en el


encantado misterio de la noche, cuando, en alas de nuestra mágica imaginación


“aprendemos bajo los destellas de sidérea sombra el sublime lenguaje del otro mundo”,


que lord Byron diría. Los clichés astrales de mis ojos y oídos internos se impresionaron


de un modo indeleble con las frases aquellas, así que hoy no tengo sino copiarlas para


transmitirlas como las recibí, con riesgo de que las tornéis por una novela forjada de


propósito, acerca de un personaje fantástico, cuyo verdadero nombre averiguar no


pude.


Ora la aceptéis como realidad, ora la consideréis como cuento, espero, sin embargo,


que ha de resultaros del más vivo interés.


Empiezo.






I


EL DESCONOCIDO


Nací en una aldeíta suiza; un grupo de míseras cabañas enclavado entre dos glaciares


imponentes, bajo una cumbre de nieves perpetuas, y a ella, viejo de cuerpo y enfermo


de espíritu, me he retirado desde hace treinta años, para esperar tranquilo, con mi


muerte, el día de mi liberación… Pero aún vivo, acaso sólo para dar testimonio de


hechos pasmosos sepultados en el fondo de mi corazón: ¡todo un mundo de horrores


que mejor quisiera callar que revelar!


Soy un perfecto abúlico, porque, debido a mi prematura instrucción, adquirí falsas


ideas, a las que hechos posteriores se han encargado de dar el mentís más rotundo.


Muchos, al oír el relato de mis cuitas, las considerarán como absolutamente


providenciales, y yo mismo, que no creo en Providencia alguna, tampoco puedo


atribuirlos a la mera casualidad, sino al eterno juego de causas y efectos que


constituyen la vida del mundo. Aunque enfermo y decrépito, mi mente ha conservado


toda la frescura de los primeros días, y recuerdo hasta los detalles más nimios de


aquella terrible causa de todos mis males ulteriores. Ello me demuestra, bien a pesar


mío, la existencia de una entidad excelsa, causa de todos mis males, entidad real, que yo


desearía fuese tan sólo mera creación de mi loca fantasía… ¡Oh, ser maldito, tan


terrible como bondadoso! ¡Oh, santo y respetado señor, todo perdón: tú, modelo de


todas las virtudes, fuiste, no obstante, quien amargó para siempre toda mi existencia,


arrojándome violentamente fuera de la égida monótona, pero segura y tranquila, de lo


que llamamos vida vulgar; tú, el poderoso que, tan a pesar mío, me evidenciaste la


realidad de una vida futura y de mundos por encima del que vemos, añadiendo así


horrores tras horrores a mi mísero vivir!…


Para mostrar bien mi estado actual, tengo que interrumpir y detener la vorágine de


estos recuerdos, hablando de mi persona. ¡Cuánto no daría, sin embargo, por borrar de


mi conciencia ese odioso y maldito Yo, causa de todos nuestros males terrenos!


Nací en Suiza, de padres franceses, para quienes toda la sabiduría del mundo se


encerraba en esa trinidad literaria del barón de Hoibach, Rousseau y Voltaire. Educado


en las aulas alemanas, fui ateo de cabeza a pies, y empedernido materialista para quien


no podía existir nada fuera del mundo visible que nos rodea, y menos un ser que


pudiese estar encima de este mundo y como fuera de él. En cuanto al alma, añadía, aún


en el supuesto de que exista, tiene que ser material. Para el mismo Orígenes, el epíteto


de incorporeus dado a Dios, sólo significa una causa más sutil, pero siempre física, de la


que ninguna idea clara podemos formar en definitiva. ¿Cómo, pues, va ella a producir


efectos tangibles? Así, no hay por qué añadir que miré siempre al naciente


espiritualismo con desdén y asco, y casi con ira también las insinuaciones religiosas de


ciertos sacerdotes, sentimientos que, a pesar de todas mis tristes experiencias, conservo


aún.






Pascal, en la parte octava de sus Pensamientos, se muestra indeciso acerca de la misma


existencia de Dios. “Examinando, en efecto, por doquiera si semejante Ser Supremo ha


dejado por el mundo alguna huella de si mismo, no veo doquiera sino obscuridad,


inquietud y duda completa…” Pero si bien en semejante Dios extracósmico jamás he


creído, ya no puedo reírme, no, de las potencialidades maravillosas de ciertos hombres


de Oriente, que les convierten virtualmente en unos dioses. Creo firmemente en sus


fenómenos, porque los he visto. Es más, los detesto y maldigo cualquiera que sea quien


los produzca, y mi vida entera, despedazada y estéril, es una protesta contra tal


negación.


Por consecuencia de unos pleitos desgraciados, al morir mis padres perdí casi toda mi


fortuna, por lo cual resolví, más por los que amaba que por mí mismo, labrarme una


fortuna nueva, y aceptando la propuesta: de unos ricos comerciantes hamburgueses, me


embarqué para el Japón, en calidad de representante de la Casa aquella. Mi hermana, a


quien idolatraba, había casado con uno de modesta condición.


El éxito más franco secundó a mis empresas. Merced a la confianza en mí depositada


por amigos ricos del país, pude negociar fácilmente en comarcas poco o nada abiertas


entonces a los extranjeros. Aunque indiferente por igual a todas las religiones, me


interesó de un modo especial el buddhismo por su elevada filosofía, y en mis ratos de


solaz visité los más curiosos templos japoneses, entre ellos parte de los treinta y seis


monasterios buddhistas de Kioto: Day–Bootzoo, con su gigantesca campana;


Enarino–lassero, Tzeonene, Higadzi–Hong–Vonsi, Kie–Misoo y muchos otros. Nunca,


sin embargo, curé de mi escepticismo, y me burlaba de los bonzos y ascetas del Japón,


no menos que antes lo hiciera de los sacerdotes cristianos y de los espiritistas, sin


admitir la posibilidad más nimia de que pudiesen aquéllos poseer poderes extraños in


estudiados por nuestra ciencia positiva. Ridículos en el más alto grado, además, me


resultaban los supersticiosos buddhistas, buscando el hacerse tan indiferentes para el


dolor como para el placer, por el dominio de las pasiones.


Un día fatal y memorable, entablé amistad con un anciano bonzo denominado


Tamoora Hideyeri. Con él visité el dorado Kwon–On, y de su gran saber aprendí no


poco. No obstante la devoción y afecto que por él sentía, no perdonaba nunca la


ocasión propicia de burlarme de sus sentimientos religiosos; pero era de tan dulce


condición como ilustrada, y a fuerza de buen buddhista, jamás se me mostró ofendido


lo más mínimo por mis sarcasmos, limitándose a responder imperturbable: “Esperad, y


veréis algún día”. Su privilegiada mentalidad no podía creer que fuese sincero mi


escéptico ateísmo, tan por encima de la creencia ridícula en un mundo invisible


rechazado por la Ciencia y lleno de deidades y de espíritus malos y buenos. El apacible


sacerdote me decía únicamente: “El hombre es un ser espiritual que es recompensado y


castigado, alternativamente, por sus méritos y por sus culpas, teniendo por ello que


volver, reencarnado, múltiples veces a la Tierra”. Contra aquellas célebres frases de


Jeremy Collier de que somos meras máquinas ambulantes, simples cabezas parlantes y


sin alma ni más leyes que las de la materia, argüía que si nuestras acciones estuviesen de


antemano previstas y decretadas, sin que tuviésemos más libertad en ellas que la que


tienen de detenerse las aguas de un río, la sabia doctrina del Karma, o de que cada cual


recoge aquello que sembró, sería absurda. Así, pues, toda la metafísica de mi amigo se


basaba en esta imaginaria ley, junta con la de la metempsícosis y otros delirios de este


jaez.


–Después de esta vida material no podemos –dijo absurdamente mi amigo cierto día


–vivir en el completo uso de nuestra conciencia sin habernos construido, por decirlo así,


un vehículo, una sólida base de espiritualidad. Quien durante esta vida física, consciente


y responsable, no ha aprendido a vivir en espíritu, no puede aspirar luego a una plena


conciencia espiritual, cuando, privado de su cuerpo, tenga que vivir como mero espíritu.


–Pues, ¿qué entiende usted por vida como espíritu? –le pregunté.


–La vida es un plano puramente espiritual, el Jushitz Devaloka, o paraíso buddhista,


por cuanto el hombre, mediante su cerebro animal y todas las facultades que desarrolla


aquí en la Tierra, se labra ese elevadísimo estado celeste entre dos sucesivas


existencias, transportando a ese plano de superior felicidad cuanto aquí abajo labró,


mediante. el estudio y la contemplación.


–¿Qué le sucede al hombre que rehúsa la contemplación, es decir, que se niega a fijar


su vista en la punta de su nariz, después de la muerte de su cuerpo? –le pregunté burlón.


–Que será tratado al tenor de aquel estado mental que en su conciencia prevaleció. En


el caso mejor, tendrá un renacimiento inmediato, y en el peor un Avitchi o infierno


mental. No es preciso, sin embargo, hacerse un completo asceta: basta con esforzarse


en aproximarse al Espíritu viviendo una vida espiritual; abriendo, aunque sólo sea por


un momento, la puerta de nuestro Templo Interior.


–¡Sois siempre poético, aun en vuestras paradojas!, amigo mío –le respondí –¿Queréis


explicarme un poco semejante misterio?


–No es ningún misterio, replicó– pero gustoso os responderé.– Suponed que el “plano


espiritual” de que os hablo sea cual un templo en el que jamás pisasteis y cuya


existencia, por tanto, creéis tener fundamento para negar, pero que alguien, compasivo,


os toma por la mano, y conduciéndoos hacia la entrada, os hace mirar dentro un


instante tan sólo. Por este mero hecho habréis establecido un lazo imperecedero con el


templo. No podréis, desde aquel día, negar su existencia, ni el hecho de haber entrado


en él, y según haya sido vuestro trabajo en él breve o largo, así viviréis en él después de


la muerte.


–¿Pues qué tiene que ver mi conciencia post–mortem con semejante templo, aun en el


falso caso de que la otra vida exista?


–¡Mucho! Después de la muerte– terminó diciendo el sabio anciano –no puede haber


conciencia alguna fuera del Templo del Espíritu. Lo ejecutado en sus ámbitos es lo único


que a vuestra muerte sobrevivirá, porque todo lo demás, como vano e ilusorio, está


llamado a disolverse en el Océano de Maya o de la ilusión.


Como me chocaba, a fuerza de simple curioso, la peregrina y absurda idea de vivir


fuera de mi cuerpo, disfracé mi escepticismo, y fingiendo interesarme por todo aquello,


obligué a mi amigo a que continuase, engañado por completo respecto de mis


intenciones.


Tamoora Hideyeri servía en Tri–Onene, templo buddhista famoso no sólo en el Japón,


sino en toda China y en el Tibet; no hay en Kioto otro tan venerado, y sus monjes,


secuaces de Dzeno–doo, son tenidos por los mejores y los más sabios, entre aquellas


fraternidades meritísimas, relacionadas a su vez con los ascetas o eremitas llamados


Jamabooshi, discípulos de Lao–tse. Así se explican los altos vuelos metafísicos que, con


ánimo de curarme mi ceguera mental, diese siempre mi amigo a nuestra conversación,


llevándome hacia sus enmarañadas doctrinas con sus peroratas, disparatadas a mi juicio,


y sus ideas de espiritualidad, cuya práctica parece una verdadera gimnasia del plano


espiritual.


Tamoora había dedicado más de las dos terceras partes de su vida a la yoga o


contemplación práctica, que le había dado las pruebas de que,. una vez despojados los


hombres de su cuerpo material con la muerte, vivían con plena conciencia en el mundo


espiritual recogiendo el fruto centuplicado de sus acciones nobles y altos sentimientos,


salario proporcionado, decía el asceta, al trabajo que se esforzaba aquí abajo en realizar.


–Pero, y si uno no hace más que asomarse al templo de la espiritualidad y retroceder,


¿qué le acontecerá después? –objeté con mi eterno escepticismo.


–Pues que en la otra vida no tendríais nada bueno que recordar, salvo aquel feliz


instante, porque en dicha vida espiritual sólo se registran y viven las impresiones


espirituales –respondió el monje.


–Entonces, antes de reencarnar aquí abajo, ¿qué me sucedería? –añadí burlonamente.


–Entonces –dijo, lento y solemne el sacerdote, con un aplomo severo que daba frío


–durante un período, que parecería una eternidad a vuestra angustia, no haríais sino


repetir una y mil veces la acción de abrir y cerrar el templo con esa desesperante


repetición de los temas de la calentura.


Semejante tarea que el buen hombre me asignaba post–mortem, me hizo soltar una


carcajada. ¡Aquello era el colmo del absurdo! Pero mi amigo se limitó a suspirar,


compasivo, añadiendo, así que yo le pedí perdones por mi sinceridad:


–No. Dicho estado espiritual después de la muerte no consiste en una repetición


mímica y automática de lo realizado en la vida, sino el llenar y completar los vacíos de


ella. Yo me he limitado a poneros un ejemplo, incomprensible para vos, por lo que veo,


de los misterios relativos a la Visión del Alma. Siendo entonces nuestro estado de


conciencia el goce final de cuantos actos espirituales hemos ejecutado en vida, cuando


uno de éstos ha resultado fallido, no podemos esperar otra cosa que la repetición del


acto mismo.


Y saludándome cortésmente, como buen japonés, el noble sacerdote se despidió de


mí.


¡Ah, si me hubiera sido entonces posible el saber lo que después aprendí por dolorosa


experiencia..., cuán poco me hubiera burlado de aquella enseñanza sapientísima!... Mas


no, yo no podía creer a ojos cerrados en tamaños absurdos, y muy especialmente en que


ciertos hombres elevados pudiesen adquirir poderes como sobrenaturales.


Experimentaba una repulsión instintiva hacia aquellos eremitas o yamabooshi,


protectores de todas las sectas buddhistas del Japón, –porque sus pretensiones


milagreras me parecían el colmo de la necedad. ¿Quiénes podrán ser estos presuntos


magos, de ojos bajos y manos cruzadas, esos “santos” mendigos, moradores extraños de


montañas apartadas y escabrosas, inaccesibles hasta el punto de que a los simples


curiosos acerca de su naturaleza les era imposible de todo punto llegar hasta ellas?…


No podían ellos ser sino unos adivinos sin vergüenza, unos gitanos vendedores de


hechizos, talismanes y brujerías.


Como se ve, mis insultos y mis odios alcanzaban por igual a maestros y a discípulos,


porque conviene no olvidar que los yamabooshi, aunque no aceptan a los profanos


cerca de ellos, a algunos, tras duras pruebas, los reciben como discípulos, quienes dan


perfecto testimonio acerca de la sabiduría y de la pureza de su vida.


Mis desprecios no se detuvieron ni en los mismos sintos, es decir, en aquellos otros


religiosos del Sin–Syu, o Sintoísmo, cuya divisa es la de “fe en los dioses y en el camino


de los dioses”, porque practican un culto absurdo a los llamados “espíritus de la


Naturaleza”. Así me capté no pocos enemigos, porque los Sinlo–kanusi, o maestros


espirituales de este culto, pertenecen a la aristocracia japonesa, con el propio Mikado a


su cabeza, y los secuaces del mismo constituyen el elemento más sabio de todo el


Japón. No olvidemos que los kanusi, o maestros del Sintoísmo, no proceden de


ordenación regular alguna conocida, ni forman casta aparte. Como jamás alardean de


poseer poderes ni privilegios que les eleven sobre los demás, y visten como los seglares


pasando como meros estudiantes de las ocultas ciencias del espíritu, más de una vez


tuve contacto con ellos sin sospechar siquiera su elevada categoría.






II


EL VISITANTE MISTERIOSO


Con el transcurso de los años, en lugar de mejorar, se agravó mi lamentable


escepticismo. Mi hermana, que era toda mi familia en el mundo, se había casado, vivía


en Nuremberg y sus hijos me eran queridos como si hijos míos fuesen. ¡Oh, y cómo


amaba a aquella hermana mártir que antaño se sacrificó a sí misma y al hombre que se


prestó a ayudar a mi padre en su vejez y darme a mí la educación debida…! Los que


sostienen que ningún ateo puede ser ni súbdito leal, ni fiel pariente, ni amigo cariñoso,


profieren la mayor de las calumnias. Es falso, sí, que el materialista se endurezca de


corazón con los años, incapaz de amar, como dicen amar los –creyentes. Puede que ello


sea verdad en algún caso, y que el positivista propenda a la vulgaridad y al egoísmo,


pero el hombre bondadoso que se hace lo que suele llamarse ateo, no por motivos


egoístas, sino por amor a la verdad, no hace sino fortalecer sus afectos hacia los


hombres todos. Cuántas aspiraciones hacia lo desconocido dejan –de sentir; cuántas


esperanzas se rechazan respecto de un cielo con su Dios correspondiente, se


concentran, centuplicadas sin duda, en los seres amados y aun se extienden a la


humanidad entera…


Un amor así fue el que me impulsó a sacrificar mi dicha para asegurar la de aquella


santa hermana que había sido una madre para mí. Casi niño, partí para Hamburgo,


donde luché con el ardor de quien trata de ayudar a sus seres queridos. Mi primer placer


efectivo fue el de ver casada a mi hermana con el hombre a quien por mí había


sacrificado, y ayudarles. Tan desinteresado era mi cariño hacia ellos y luego hacia sus


hijos, que jamás quise constituirme por mi parte un hogar nuevo, pues el hogar de mi


hermana, compuesto pronto de once personas, era mi iglesia única y el objeto de mis


idolatrías. Por dos veces, en nueve años, crucé el mar con el solo fin de estrechar contra


mi corazón a seres tan caros a mi amor, tornando en seguida al extremo Oriente a


seguir trabajando para ellos.


Desde el Japón mantuve siempre correspondencia con mi familia, hasta que un día la


correspondencia quedó cortada por ésta, sin que pudiese Yo adivinar la causa. Durante


todo un año estuve sin noticia alguna, esperando en vano día tras día y temiéndome


alguna desgracia. Cuantos esfuerzos hice por saber de ella fueron inútiles.


–Mi buen amigo –me dijo un día mi único confidente Tamoora –¿por qué no buscáis el


remedio a vuestras ansiedades consultando a un santo yamabooshi?


No hay por qué decir con qué desprecio rechacé la propuesta. Pero a medida que los


correos de Europa se sucedían en vano, mi ansiedad se iba trocando en desesperación


irresistible, que degeneró en una especie de locura. Era ya inútil toda lucha, y yo,


pesimista a estilo Holbach, creyente en el aforismo de que la necesidad era el acicate


para la dicha filosófica y el factor que más vigoriza a la humana flaqueza, me sentía


vencido… Olvidando, pues, mi fatalismo frente a los ciegos decretos del destino, no


podía resignarme. Mi conducta, mi temperamento eran ya muy otros que los de antaño,


y, cual joven histérico, mil veces trataba mi mirada de sondear a través de los mares la


verdadera causa de aquel enigma que me ponía ya al borde de la locura. Sí; un


despreciable y supersticioso anhelo, me movía, bien a pesar mío, a desear conocer lo


pasado y lo futuro…


Cierto día, al. declinar el sol, mi amigo, el bonzo venerable, se presentó en mi barraca.


Como hacía días que no nos veíamos, venía a informarse sobre mi salud.


–¿Por qué os molestáis en ello? –le dije sarcástico, aunque arrepintiéndome al punto


de mi imprudencia –¿Teníais más sino consultar a un yamabooshi, que a distancia


pueden verlo. y saberlo todo?


Ante tamaño ex abrupto, pareció un tanto ofendido el bonzo; pero, al contemplar mi


abatido aspecto, replicó bondadoso que debería yo seguir su consejo de siempre,


consultando acerca de mis torturas mentales a un miembro de aquella santa Orden.


–Desafío a cuantos se jactan de poseer poderes mágicos– le repliqué, presa de retador


desprecio –a que me adivinen en quién estaba yo pensando ahora y qué es lo que esta


persona realiza en estos momentos.


A lo cual el imperturbable bonzo respondió:


–Nada más fácil: dos puertas por cima de mi casa se halla un santo yamabooshi


visitando a un sinto que yace enfermo. Con sólo que pronunciéis una palabra afirmativa,


os puedo conducir a su presencia augusta…


Y la palabra fue pronunciada, con lo cual quedó ya dictada mi sentencia cruel para


mientras viva. ¿Cómo describir, en efecto, la escena que vino después? Baste decir que


no habían transcurrido apenas quince minutos desde que acepté la propuesta del


bonzo, cuando me vi frente por frente de un anciano alto, noble y extraordinariamente


majestuoso, para ser de esa raza japonesa tan delgada, macilenta y minúscula. Allí


donde pensé hallar una obsequiosidad servil, tropecé con ese tranquilo y digno


continente característico del hombre que conoce su superioridad moral y mira con


benevolencia la equivocación de aquellos que no alcanzan a reconocerla debidamente.


A las preguntas irreverentes y burlonas que, necio, le hice, guardó silencio, mirándome


de hito en hito cual mirarla un médico a un enfermo en su delirio, y yo, desde el instante


mismo en que él fijó su escrutadora mirada en mis ojos, sentí, o vi más bien, un como


delgado, y argentino hilo de luz, que, brotando de sus intensos ojos, penetraba buido en


lo más recóndito de mi ser, sacando de mi corazón y de mi cerebro, bien a pesar mío, el


secreto de mis más íntimos sentimientos y pensamientos. No cabía duda, aquel hombre


imponente se adueñaba de todo mi ser, hasta el punto de serme aquello


angustiosamente intolerable.


Esforzándome cuanto pude en romper la fascinación aquella, le incité a que me dijese


qué era lo que había podido leer en mi pensamiento.


–Una ansiedad extremada por saber qué puede haberle ocurrido a su lejana hermana,


a su esposo y a sus hijos –fue la respuesta exacta que me dió con toda tranquilidad


aquel hombre–prodigio, añadiendo detalles completos acerca de la morada de aquéllos.


Escéptico incurable, dirigí una mirada acusadora al bonzo, sospechando de su


indiscreción; mas al punto me avergoncé de mi sospecha sabiendo por un lado que los


japoneses son esencialmente veraces y caballeros, y por otro, que Tamoora no podía


saber nada acerca de la disposición interior de la casa de mi hermana, cuya descripción


exacta, sin embargo, acababa de darme el yamabooshi.


–El extranjero –respondió éste, al interrogarle de nuevo acerca del actual estado de mi


inolvidable hermana –no se fía de palabras de nadie, ni de nada que él no pueda percibir


por sí mismo. La impresión que en él pudiesen causar las palabras del yamabooshi


acerca de aquélla, apenas duraría breves horas, dejándole luego tanto o más


desgraciado que antes, por lo cual sólo cabe un remedio, y es el de que el extranjero vea


y conozca la verdad por sí mismo. ¿Está, pues, dispuesto a dejarse poner en el estado


requerido a todo yámabooshi, estado para él desconocido?


Al oír aquello, mi primera impresión fue, como siempre, la de la son risa escéptica.


Aunque sin fe jamás en ellos, yo había oído en Europa hablar de pretendidos


clarividentes, de sonámbulos magnetizados y otras cosas análogas, por lo que,


desconfiado, presté, no obstante, mi silencioso consentimiento.






III


MAGIA PSÍQUICA


Desde aquel instante procedió a operar el anciano yamabooshi. Alzó la vista al sol y al


excelso Espíritu de Ten–dzio–dai–dzio que al sol preside, y hallándole propicio, sacó de


bajo su manto una cajita de laca con un papel de corteza de morera y una pluma de ave,


con la que dibuj6 sobre el papiro unos cuantos mantrams en caracteres naiden, escritura


sagrada que sólo entienden ciertos místicos iniciados. Luego extrajo también un


espejito redondo de bruñido acero, cuyo brillo era extraordinario, y colocándoselo ante


los ojos, me ordenó que mirase en él.


Yo había oído hablar de semejantes espejos de los templos y hasta los había visto


varias veces, siendo opinión corriente en el país que en ellos, y bajo la dirección de


sacerdotes iniciados, pueden verse aparecer los grandes espíritus reveladores de


nuestro destino, o sean los daij–dzins, Por ello me supuse que el anciano iba a evocar


con el espejo la aparición de una de tales entidades para que contestase a mis


preguntas, pero lo que me aconteció fue harto diferente.


En efecto, tan pronto como tomé en mis manos el espejo abrumado por la angustia de


mi absurda posición, noté como paralizados mis brazos y hasta mi mente, con aquel


temor quizá con que tantos otros sienten en su frente el invisible aletazo de la intrusa.


¿Qué era aquella sensación tan nueva y tan contraria a mi eterno escepticismo, aquel


hielo que paralizaba de horror todos mis nervios y aun la conciencia y la razón en mi


propio cerebro? Cual si una serpiente venenosa me hubiese mordido el corazón, dejé


caer el… –¡me avergüenzo de usar el adjetivo!… –el espejo mágico, sin atreverme a


recogerle del sofá sobre el que me había reclinado. Se entabló un momento en mi ser


una lucha terrible entre mi indomable orgullo, mi ingénito escepticismo y el ansia


inexplicable que me impulsaba a pesar mío a sumergir mi mirada en el fondo del


espejo… Vencí mi debilidad un instante, y mis ojos pudieron leer en un librito abierto al


azar sobre el sofá esta extraña sentencia: “El velo de lo futuro, le descorre a veces la


mano de la misericordia.” Entonces, como quien reta al Destino, recogí el fatídico y


brillante disco metálico, y me dispuse a mirar en él. El anciano cambió breves palabras


con mi amigo el bonzo, y éste, acallando mis constantes suspicacias, me dijo:


–Este santo anciano le advierte previamente que si os decidís a ver mágicamente, por


fin, en el espejo, tendréis que someteros luego a un procedimiento adecuado de


purificación, sin lo cual –añadió recalcando solemnemente las palabras –lo que vais a


ver lo veréis una, mil, cien mil veces y siempre contra toda vuestra voluntad y deseo.


–¿Cómo? –le dije con insolencia.


–Sí, una purificación muy necesaria para vuestra futura tranquilidad; una purificación


indispensable, si no queréis sufrir constantemente la mayor de las torturas; una


purificación, en fin, sin la cual os transformaríais para lo sucesivo en un vidente


irresponsable y desgraciado, y tamaña responsabilidad gravitaría sobre mi conciencia, si


no os lo advirtiese así, del modo más terminante.


–¡Tiempo habrá luego de pensarlo! –respondí imprudentemente.


–¡Ya estáis al menos, advertido –exclamó el bonzo, con desconsuelo –y toda la


responsabilidad de lo que os ocurra caerá únicamente sobre vos mismo, por vuestra


terquedad absurda!


No pude ya reprimir mi impaciencia, y miré el reloj con gesto que no pasó inadvertido


al yamabooshi: ¡eran, precisamente, las cinco y siete minutos!


–Concentrad cuanto podáis en vuestra mente sobre cuanto deseáis ver o saber– dijo el


“exorcista” poniéndome el espejo mágico en mis manos, con más impaciencia e


incredulidad que gratitud por mi parte. Tras un último momento de vacilación, exclamé,


mirando ya en el espejo:


–Sólo deseo saber el por qué mi hermana ha dejado de escribirme tan repentinamente


desde…


¿Pronuncié yo, en realidad, tales palabras, o las pensé tan sólo? Nunca he podido


saberlo sólo sí tengo bien presente que, mientras abismaba mi mirada en el espejo


misterioso, el yamabooshi tenía extrañamente fija en mí su vista de acero sin que jamás


me haya sido dable poner en claro si aquella escena duró tres horas, o tres meros


segundos. Recuerdo, sí, los detalles más nimios de la escena, desde que cogí el espejo


con mi izquierda, mientras mantenía entre el pulgar y el índice de mi derecha un papiro


cuajado de rúnicos caracteres. Recuerdo que, en aquel mismo punto, perdí la noción


cabal de cuanto me rodeaba, y fue tan rápida la transición desde mi estado de vigilia a


aquel nuevo e indefinible estado, que, aunque habían desaparecido de in¡ vista el bonzo,


el yamabooshi y el recinto todo, me veía claramente desdoblado, cual si fuesen de otro


y no mías mi cabeza y mi espalda, reclinadas sobre el diván y con el espejo y el papiro


entre las manos…


Súbito, experimenté una necesidad invencible como de marchar hacia adelante,


lanzado, disparado como un proyectil, fuera de mi sitio, iba a decir, necio, ¡fuera de mi


cuerpo! Al par que mis otros sentidos se paralizaban, mis ojos, a lo que creí, adquirieron


una clarividencia. tal como jamás lo hubiese creído…Me vi, al parecer, en la nueva casa


de Nuremberg habitada por mi hermana, casa que sólo conocía por dibujos, frente a


panoramas familiares de la gran ciudad, y al mismo tiempo, cual luz que se apaga o


destello vital, que se extingue, cual algo, en fin, de lo que deben experimentar los


moribundos, mi pensamiento parecía anonadarse en la noción de un ridículo muy


ridículo, sentimiento que fue interrumpido en seguida por la clara visión mental de mí


mismo, de lo que yo consideraba mi cuerpo, mi todo –no puedo expresarlo de otra


manera –recostado en el sofá, inerte, frío, los ojos vidriosos, con la palidez de la muerte


toda en el semblante, mientras que, inclinado amorosamente sobre aquel mi cadáver y


cortando el aire en todas direcciones con sus huesosas y amarillentas manos, se hallaba


la gallarda silueta del yamabooshi, hacia quien, en aquel momento, sentía el odio más


rabioso e insaciable… Así, cuando iba en pensamiento a saltar sobre el infame


charlatán, mi cadáver, los dos ancianos, el recinto entero, pareció vibrar y vacilar


flotante, alejándose prontamente de mí en medio de un resplandor rojizo. Luego me


rodearon unas formas grotescas, vagas, repugnantes. Al hacer, en fin, un supremo


esfuerzo para darme cuenta de quién era yo realmente en aquel instante pues que así


me veía separado brutalmente de mi cadáver, un denso velo de informe obscuridad


cayó sobre mi ser, extinguiendo mi mente bajo negro paño funerario…






IV


VISIÓN DE HORRORES


¿Dónde estoy? ¿Qué me acontece?, me pregunté ansiosamente tan pronto como, al


cabo de un tiempo cuya duración me sería imposible de precisar, torné a hallarme en


posesión de mis sentidos, advirtiendo, con sorpresa, que me movía rapidísimo hacia


adelante, a la vez que experimentaba una rara y extraña sensación como de nadar en el


seno de un agua tranquila, sin esfuerzo ni molestia alguna y rodeado por todas partes


de la obscuridad más completa. Se diría que bogaba a lo largo de una inacabable galería


submarina y llena de agua; de una tierra densísima, al par que perfectamente


penetrable, o de un aire no menos sofocante y denso que la tierra misma, aunque


ninguno de aquellos elementos me molestase lo más mínimo en mi desenfrenada


marcha de humano proyectil lanzado hacia lo desconocido…, mientras que aun sonaba


el eco de aquella mi última frase: “deseo saber las razones por las que mi hermana


querida guarda tan prolongado silencio para conmigo que…” Pero de cuantas palabras


constaba aquella frase, sólo una, la de “saber”, perduraba angustiosa en mi oído,


viniendo a mí cual una criatura viviente que con ello me obsesionase.


Otro movimiento más rápido e involuntario, otra nueva zambullida en aquel tan


informe como angustioso elemento, y héme aquí ya, de pie, efectivamente de pie,


dentro del suelo, amacizado, por todos lados en una tierra compacta, y, que resultaba,


sin embargo, de perfecta transparencia para mis perturbadísimos sentidos. ¡Cuán


absurda, cuán inexplicable situación! Un nuevo instante de suprema angustia, y héme


ahora ¡horror de horrores! con un negro ataúd tendido bajo mis pies; una sencilla caja de


pino, lecho postrero de un desdichado que ya no era un hombre de carne, sino un


repugnante esqueleto, dislocado y mutilado, cual víctima de nueva Inquisición, mientras


la voz aquella, mía y no mía a la vez, repetía el eterno sonsonete postrero de “…saber


las razones por las que…” sonando junto a mí, pero como proviniendo, no obstante, de


la más apartada lejanía y despertando en mi mente la idea de que en todas aquellas


intolerables angustias no llevaba empleado tiempo alguno, pues que estaba


pronunciando, todavía las palabras mismas con las que en Kioto, al lado del


yamabooshi, empezaba a formular mi anhelo de saber lo que a mi pobre hermana


acontecía a la sazón.


Súbito, aquellos informes y repugnantes restos principiaron a revestirse de carne y


como a recomponerse en el más extraño de los retornos retrospectivos, hasta reintegrar


el aspecto normal de un hombre cuya fisonomía ¡ay! me era harto conocida, pues que


resultaba nada menos que el marido de mi pobre hermana, a quien tanto había amado


también; pero a quien, en medio de la mayor indiferencia, veía ahora destrozado como


si acabase de ser víctima de un accidente cruel. –¿Qué te ha ocurrido, desdichado?


–traté de preguntarle.


En el inexplicable estado en que yo me hallaba, no bien me formulaba mentalmente


una pregunta cualquiera, la contestación se me presentaba instantánea cual en un


panorama retrospectivo. Vi, pues, así, en el acto y detalle tras detalle, todas las


circunstancias que rodearon a la muerte de mi desdichado Karl, a saber: que el principal


de la fábrica, en la que, lleno de robustez y de vida, él trabajaba, había traído de


América y montado una monstruosa máquina de aserrar maderas; que éste, para apretar


una tuerca o examinar el motor, había tenido un momento de descuido, y que había


sido cogido por el juego del volante, precipitado, hecho trizas, antes de que los


compañeros pudieran correr en su auxilio… ¡Muerto, triturado, transformado en


horrible hacinamiento de carne y de sangre, que, sin embargo, no me causaba la


emoción más ínfima, cual si de frío mármol fuese!


En mi macabra, aunque indiferente pesadilla, acompañé al cortejo funerario. Nos


detuvimos en la casa de la familia y, como si se tratase de otro que no fuera yo,


presencié impasible la escena de la llegada a ella de la espantosa noticia con sus


menores detalles; escuché el grito de agonía de mi enloquecida hermana; percibí el


sordo golpe de su cuerpo, cayendo pesadamente sobre los restos de su esposo, y hasta


oí pronunciar mi nombre. Pero no se crea que lo percibía como de ordinario, sino mucho


más intensamente, pues que podía seguir con la más impasible de las curiosidades


indiscretas, el sacudimiento y la perturbación instantánea de aquel cerebro al estallar la


escena; el movimiento vermiforme y agigantado de las fibras tubulares; el cambio


fulgurante de coloración en el encéfalo y el paso de la materia nerviosa toda desde el


blanco al escarlata, al rojo sombrío y al azul: un como relámpago lívido y fosfórico


seguido de completa obscuridad en los ámbitos de la memoria, cual si aquella


fulguración surgida de la tapa del cráneo, se ensanchase dibujando un contorno


humano, duplicado, desprendido del inerte cuerpo de mi hermana, que se iba


extendiendo y esfumando, mientras que yo me decía a mí mismo: “¡Esto es la locura, la


incurable locura de por vida, pues que el principio inteligente, no sólo no está


extinguido temporalmente, sino que acaba de abandonar para siempre el tabernáculo


craneano, arrojado de él por la fuerza terrible de la repentina emoción…” “El lazo entre


la esencia animal y la divina se acaba de romper”, me dije, mientras que al oír el término


“divino” tan poco familiar en mí, “mi Pensamiento” se echó como a reír… al par que


seguían resonando como en el primer momento el final de mi inacabable frase… “saber


las razones por las que mi hermana querida guarda tan…”


Al conjuro de mi inacabable pregunta, la escena reveladora continuó. Vi a la madre, a


mi propia hermana, convertida en una infeliz idiota en el manicomio de la ciudad, y a


sus siete hijos menores en un asilo, mientras que mis predilectos, el chico, de quince


años, y la chica mayor, de catorce, se ponían a servir como criados. El capitán de un


buque mercante se llevaba a mi sobrino, y una vieja hebrea adoptaba a la pobre niña.


Yo seguía anotando en mi mente todos aquellos horripilantes detalles, con una


indiferencia y una sangre fría pasmosas. La misma idea de “horrores” debe entenderse


corno algo ulterior, pues que yo no sentía, en verdad, horror alguno, ni durante toda la


visión aquélla experimenté la noción más débil de amor ni de piedad, porque mis


sentimientos parecían paralizados, abolidos, al igual de mis sentidos externos… Sólo al


volver en mí fue cuando pude darme cuenta en toda su enormidad de aquellas pérdidas


irreparables, y por ello confieso que no poco de lo que siempre negara obstinadamente,


me veía a admitirlo, en vista de tamañas experiencias. Si alguien me hubiese dicho antes


que el hombre podía actuar fuera de su cuerpo, pensar fuera de su cerebro y ser


transportado mentalmente a miles de leguas de distancia de su carne por medio de un


poder incomprensible y misterioso, al punto le hubiera deputado por loco, ¡y, sin


embargo, este loco soy yo! Diez, ciento, mil veces durante el resto de mi miserable


existencia, he pasado por semejante vida fuera de mi cuerpo. ¡Hora funesta fue aquella


en que fue despertado en mí por vez primera tan terrible poder, pues ya ni el consuelo


me queda de poder atribuir tales visiones de sucesos distantes a delirios de la locura!…


Si un loco ve lo que no existe, mis visiones, ¡ay!, han resultado, por el contrario,


infaliblemente exactas, para desgracia mía.


Pero sigamos con mi narración.


Apenas había visto a mi infeliz sobrina en su albergue israelita, cuando percibí un


segundo choque de la misma naturaleza que el primero que me había lanzado y hecho


bogar a través de las entrañas de la Tierra. Abrí nuevamente los ojos y me hallé en el


mismo punto de partida, fijando casualmente mi vista en las manecillas del reloj, que


marcaban, ¡absurdo misterio! las cinco y siete minutos y medio… ¡Todas mis espantosas


experiencias se habían desarrollado, pues, en sólo medio minuto!


Aun esta misma noción del brevísimo instante transcurrido entre el momento en que


miré al reloj al tomar el espejo de manos del yamabooshi y aquel otro momento de


medio minuto después, es también un pensamiento posterior. Iba ya a desplegar los


labios para seguirme burlando del yamabooshi y de su experimento, cuando el recuerdo


completo de cuanto acababa de ver fulguró cual vívido relámpago en mi cerebro. Un


grito de desesperación suprema se escapó de mi pecho, y sentí como sí la creación


entera se desplomase sobre mi cabeza en un caos de ruina y desolación. Mi corazón


presentía ya el destino que me aguardaba, y un fúnebre manto de tristeza cayó fatal


sobre mí para todo el resto de mi vida…






V


LA ETERNA DUDA


Momentos después de lo que va referido, experimenté una reacción tan repentina


como repentino fue mi pesar. Una formidable duda, un furioso deseo de negar lo que


había visto, me asaltó, tratando de considerar el asunto como mero sueño insustancial y


vano, hijo de mis nerviosidades y de mi exceso de trabajo. Sí, aquello no era sino un


falaz espejismo, una estúpida ilusión sensitiva, una anormalidad de mi debilidad mental


nacida.


–De otro modo –pensaba –¿cómo pude pasar revista a los horribles y distantes


panoramas en simple medio minuto? Sólo en un sueño pueden darse tan por completo


abolidas las nociones básicas del tiempo y del espacio. El yamabooshi nada tiene que


ver con semejante pesadilla de horrores. Acaso no hizo sino recoger los propios clichés


de mi cerebro perturbado; acaso, usando una bebida infernal, secreto de los de su secta,


me ha privado del conocimiento unos segundos para sugerirme esta visión monstruosa.


La teoría moderna relativa al ensueño y la rápida excitación de los ganglios cerebrales,


son explicación suficiente de cuantas anormalidades acabo de experimentar. ¡Fuera,


pues, necios temores! ¡Mañana mismo partiré para Europa!


Este insensato monólogo le formulé en voz alta, sin el menor miramiento de respeto


hacia el bonzo, ni siquiera hacia el yamabooshi que, hierático en su primera actitud,


parecía leer tranquilo en mi interior con un silencio lleno de dignidad. El bonzo, por su


parte, irradiando la más compasiva simpatía, se aproximó a mí cual lo hubiera hecho con


un niño enfermo, y con lágrimas en los ojos, me dijo estrechándome las manos:


–Por lo que más améis, amigo mío, no dejéis la población sin antes ser purificado del


impuro contacto con los dai–djin o espíritus inferiores, cuya intervención ha sido precisa


para conducir a vuestra inexperta alma hacia la remota región que ansiabais ver. No


perdáis, pues, el tiempo, hijo mío; cerrad la entrada de tan peligrosos intrusos hasta


vuestro Yo Interior, y haced que para ello os purifique en seguida el santo Maestro.


Nada hay tan sordo a la razón como la cólera, una vez desatada. La “savia del


raciocinio”, no podía, en aquel trance, “apagar el fuego de la pasión”, antes bien,


caldeada al rojo blanco esta última, sentía ya efectivo odio contra el venerable anciano


y no podía perdonarle su ingerencia en el suceso. Así que, aquel dulce amigo cuyo


nombre no puedo pronunciar ,hoy sin emocionarme, recibió la más acre y dura repulsa


por sus frases, como protesta airada contra la idea de que yo pudiera llegar nunca a


considerar la visión que había tenido sino como mero sueño, y como un gran impostor,


por tanto, al yamabooshi.


–Partiré mañana, aunque en ello me fuese la vida –insistí furibundo.


–… Pero os arrepentiréis toda vuestra vida si antes no hacéis que el santo asceta haya


cerrado una por una todas las entradas, hoy abiertas para los intrusos dai–djins, quienes,


de lo contrario, no tardarán en dominaros por completo –siguió porfiando el bonzo.


No le dejé seguir, antes bien, brutal y despectivo, pronuncié no sé qué frases relativas


a la paga que debla de dar al yamabooshi por su experiencia conmigo, a lo que el bonzo


replicó con dignidad regia:


–El santo desprecia toda recompensa. ¡Su Orden es la más rica del mundo, dado que


sus miembros, al hallarse por encima de todos los deseos terrenales, nada necesitan!…


–Y añadió: –No insultéis así al hombre compasivo que, por mera piedad hacia vuestros


dolores, se prestó gustoso a libraros de vuestra mental tortura.


Todo en vano. El espíritu de la rebeldía se había adueñado de mí en términos que me


era ya imposible el prestar oído a palabras tan llenas de sabiduría. Por fortuna, al volver


la cabeza para seguir en mis ataques rabiosos, el yamabooshi había desaparecido.


¡Oh, y cuán estúpido era! Ciego a la evidencia, ¿por qué no reconocí el sublime poder


del santo asceta? ¿Por qué no vi que al él desaparecer huía para siempre la paz de mi


vida?… El fiero demonio del escepticismo, la incrédula negación sistemática de todo


cuanto por mis propios ojos había visto, obstinándome, sin embargo, en creerlo necia


fantasía, eran ya más poderosos que cualquiera otra fuerza de mi ser.


–¿Debo acaso creer, con la caterva de los supersticiosos y los débiles, que por encima


de este mero compuesto de fósforo y otras materias hay algo que puede hacerme ver


independientemente de mis sentidos físicos? me decía, añadiendo: –¿Nunca? El creer


en los dai–djin de mi importuno amigo, equivaldría a admitir también las llamadas


inteligencias planetarias, por los astrólogos, y el que los dioses del Sol y de Júpiter, de


Saturno o de Mercurio y demás espíritus que guían las esferas de sus orbes, se


preocupan también de los mortales. Tamaño absurdo de invisibles criaturas


arrastrándome por el ámbito de sus elementos, es un insulto a la razón humana; un


fárrago inadmisible de locas supersticiones.


Así desvariaba yo ante el bonzo, pero, su paciencia, inalterable, superaba aun a mis


furores, y una vez más insistió en que me sometiese a la ceremonia de la purificación,


para evitar futuros eventos horribles.


–¡Jamás! –grité ya exasperado, y parafraseando a Richter añadí: –Prefiero morar en la


atmósfera rarificada de una sana incredulidad, que en las nebulosidades de la necia


superstición. Pero, como no puedo prolongar mis dudas, partiré para Europa en el


primer correo.


Semejante determinación acabó de desconcertar a mi bonzo.


–¡Amigo, de extranjera tierra! –exclamó –Ojalá no tengáis que arrepentiros


tardíamente de vuestra ciega obstinación. ¡Que Kwan–Ou, el Santo Uno, y la Diosa de la


Misericordia os protejan contra los djinsi, pues desde el momento en que rechazáis la


purificación del yamabooshi, él es impotente para protegeros contra las malas


influencias evocadas por vuestra incredulidad. ¡Permitid, al menos, en esta hora


solemne, a un anciano que os quiere bien, que os enseñe algo que ignoráis aún! Sabed


que, a menos que aquel venerable maestro que para aliviaros en vuestros dolores os


abrió las puertas del santuario de vuestra alma, pueda, con la purificación, completar su


obra, vuestra futura vida será tan espantosa que no merecerá la pena de vivirla.


Abandonado así al poder de fuerzas poderosas, os sentiréis perseguido por ellas y


acosado hasta la locura. Sabed que el peligroso don de la clarividencia, si bien se realiza


por propia voluntad por aquellos para quien la Madre de Misericordia no tiene ya


secretos, tratándose, por el contrario, de principiantes como usted, no puede lograrse


sino por mediación de los djins aéreos, espíritus de la naturaleza, que, aunque


inteligentes, carecen del divino don de la compasión, porque no tienen alma como


nosotros. Nada tiene que temer, en verdad, de ellos, el arahat o adepto que ha


sometido ya a semejantes criaturas, haciéndolas sus sumisos servidores, pero quien


carece de tamaño poder, no es sino el esclavo de las mismas. Reprimid vuestro


ignorante orgullo y vuestras ironías y sabed que durante visiones corno la vuestra, el


dai–djin tiene al vidente completamente bajo su poder, y este vidente, durante todo el


tiempo de la visión astral no es él mismo, no es ya su propio e inmanente ser, sino que


participa, por decirlo así, de la naturaleza de su guía, quien, en tales momentos en que


así dirige su vista interna, guarda su alma en vil prisión, convirtiéndola en un ser como


él, es decir, en un ser sin alma, desposeído de su divina luz espiritual, y, por tanto,


careciendo a la sazón de toda emoción humana, tal como el temor, la piedad y el amor.


–¡Basta ya! –interrumpí exasperado, al recordar con estas últimas palabras la


indiferencia extraña con que, “en mi alucinación”, había presenciado la catástrofe de mi


cuñado, la desesperación de mi hermana y su repentina locura –Si sabíais esto, ¿por qué


me aconsejasteis experiencia tan peligrosa?


–Ella iba a durar tan sólo unos segundos, y mal alguno se hubiese derivado de ella si


hubieseis cumplido vuestra promesa de someteros después a la purificación. Yo


deseaba únicamente vuestro bien, porque mi corazón se despedazaba al veros sufrir día


tras día, y no ignoraba que el experimento, dirigido por uno que sabe, es inofensivo, y


sólo es peligroso cuando se desatiende aquella precaución. El “Maestro de Visión”,


aquel que ha abierto una entrada en vuestra alma, es quien tiene luego que cerrarla,


contra intrusiones ulteriores, con el sello de la Purificación.


–El “Maestro de Visión”: ¡decid más bien el Maestro de la Impostura!...


Tan dolorosamente intensa fue la expresión de pesar que se reflejó en el semblante


del bonzo al escuchar este último insulto a su guía, que, levantándose y saludándome


ceremoniosamente, se alejó de mí con estas sencillas palabras:


–¡Adiós, pues!






VI


PARTO, PERO NO SOLO


Pocos días después de la escena, me embarqué para Europa, sin volver a ver ya al buen


bonzo. Sin duda estaba ofendido por mis impertinencias e insultos. ¿Qué furia extraña,


en efecto, se apoderaba de mí y me obligaba, casi sin poderlo remediar, a insultar al


santo asceta?… Sin duda, más que una fuerza exterior e insensible que me dominase,


era mi amor propio escéptico el que así me impulsaba, y tan seguro me hallaba


realmente acerca de las imposturas del yamabooshi, que de antemano saboreaba ya mi


triunfo sobre él, al retornar entre los míos de allí a varias semanas, y hallarlos sanos y


dichosos.


Mas, ¡ay!, no hacía una semana que me encontraba a bordo, cuando la venda incrédula


comenzó a caer tardíamente de mis ojos.


Desde el día memorable de la experiencia del espejo, yo experimentaba en todo mi


ser un cambio inexplicable, que en un principio achacaba a las preocupaciones acerca de


los míos, con las que llevaba luchando varios, meses. Durante el día me encontraba


abstraído, como embobado, perdiendo de vista por algunos minutos toda la realidad


que me rodeaba. Mis noches eran intranquilas; mis ensueños tristísimos y hasta con


horrores de angustiosas pesadillas. Aunque buen marino, y con tiempo


extraordinariamente hermoso, sentía vagos mareos, y advertía de cuando en cuando


que las caras familiares de los pasajeros adquirían en tales momentos lar, más grotescas


formas de caricatura. Así, cierta vez, Max Guinner, un joven alemán, a quien conocía de


antaño, pareció transformado de repente en su anciano padre, a quien enterráremos


tres años antes en el cementerio de nuestra colonia. Conversábamos sobre cubierta


acerca del finado y de sus negocios, cuando la cabeza de Max se me antojó rodeada de


una nebulosidad extraña y gris que, condensándose gradualmente en torno de su cara,


sanota y colorada, la dió bien pronto toda la rugosa apariencia de aquel a quien antaño


yo mismo diese tierra.


Otra vez, mientras que el capitán hablaba de un ladrón malayo, a cuya captura había


contribuido, vi a su lado la repugnante y amarillenta cara del hombre a quien


correspondía la descripción del marino, y aunque, por supuesto, guardé silencio


respecto a tamañas alucinaciones creyéndolas debidas a las causas visibles que dice la


Medicina, ello es que se iban haciendo más frecuentes de día en día.


Cierto noche me sentí despertar bruscamente por un penetrante grito de angustia…


Era la voz de una mujer en el paroxismo de su desesperación impotente. Despertando,


salté en una habitación que me era completamente desconocida, donde una


adolescente, una niña casi, luchaba desesperadamente contra un hombre de mediana


edad y de fuerzas hercúleas, que la había sorprendido mientras dormía, al par que


detrás de la puerta, cerrada con llave, advertí una vieja haciendo la centinela, vieja en


cuya cara infernal reconocí al punto a la judía que había adoptado a mi sobrinita, según


viese en el ensueño de Kioto por las artes del yamabooshi. Al volver a mi estado normal


y darme cuenta de mi situación, caí en la cuenta, ¡oh desesperación cruel!, de que la


víctima del brutal atropello no era otra que mi propia sobrina…


Ni más ni menos que en mi primera visión en Kioto, yo no sentía en mí esa compasión


que nace de la simpatía hacia la desgracia de un ser amado, sino más bien una


indignación varonil ante la afrenta infligida a una criatura desvalida. Así que me


precipité fieramente en su socorro, asaltando el cuello de aquel ser lascivo y bestial;


pero, no obstante mi esfuerzo rabioso, el hombre continuó corno si yo no existiese. El


rufián cobarde, exasperado ante la resistencia de la doncella, levantó irritado su brazo


vigoroso y de un terrible puñetazo sobre los dorados bucles de su cabecita, la tendió en


el suelo. Salté entonces sobre la lujuriosa bestia prorrumpiendo en un rugido de tigresa


que defiende a sus cachorros, tratando de ahogarle entre mis garras; pero, horror de


horrores. ¡Noté entonces, por primera vez, que aquel mi yo no era sino una vana


sombra!


Mis imprecaciones y gritos despertaron a todos los pasajeros, quienes los atribuyeron


a una pesadilla, así que no intenté confiar a nadie lo que me acontecía. Pero desde aquel


infausto día, mi vida no fue ya sino una inacabable serie de torturas, porque, apenas


cerraba los ojos, se me representaba con singular viveza el espantoso cuadro de dolores,


desastres o crímenes pasados, presentes o futuros, cual si un demonio obseso se


complaciese en ofrecerme el macabro panorama de todo cuanto de horripilante, bestial


o maligno existe en este despreciable mundo. Nunca un destello de felicidad,


hermosura o virtud descendió, en cambio, hasta la lóbrega cárcel de mi mental


infortunio, sino lascivias, traiciones y crueldades sin fin, en inacabable calidoscopio,


como consecuencia de las pasiones humanas desatadas doquier.


–¿Será todo esto –me dije al fin– el cumplimiento fatal del vaticinio de mi amigo el


bonzo? ¿Estará mi alma real y efectivamente bajo el impío dominio de los crueles


dai–djins?… Mas, no – me respondí al punto, tratando en vano de recobrar la


tranquilidad perdida –Esto no es sino una pasajera anormalidad que cesará tan luego


como me vea en Nuremberg y me convenza de lo infundado de mis absurdos temores.


El hecho mismo de que mi imaginación no me ofrece sino escenas macabras, me


demuestra que ello carece de toda realidad –Pero entonces creí estar oyendo las


palabras del bonzo, cuando me decía:


Dos planos únicos de visión tiene el hombre: el augusto plano del amor trascendente y


las aspiraciones espirituales hacia una eterna Luz, y el tempestuoso mar de las pasiones


humanas, en cuya luz inferior se bañan los descarriados dai–djins.






VII


¡LA ETERNIDAD ES UN ENSUEÑO FUGAZ!


Antaño, las absurdas creencias de ciertas gentes respecto de los espíritus buenos y


malos, me parecían incomprensibles, pero, a partir, ¡ay!, de las dolorosas experiencias de


aquellos momentos, las comprendía ya.


Para robustecer, no obstante, mi incredulidad nativa, procuraba evocar en mi mente


cuanto me era dable los recuerdos de mis lecturas antisupersticiosas: el juicioso razonar


de Hume; las áticas mordacidades sarcásticas de Voltaire, y aquellos pasajes de


Rousseau, donde llamaba a la superstición “la eterna perturbación de la sociedad”.–¿A


qué afectarnos por las fantasmagorías del ensueño –me decía con ellos –cuando luego


comprobamos su completa falsedad en la vigilia? ¿Por qué, como dijo el clásico, han de


asustarnos con cosas que no son; nombres cuyo sentido no vemos?…


Un día en que el anciano capitán nos relataba supersticiosas historias marineras, un


infatuado y pedante misionero inglés nos recordó aquella frase de Fielding de que “la


superstición da al hombre la estupidez de la, bestia”, pero en el mismo instante que tal


decía, le vi vacilar de un modo, extraño y detenerse bruscamente, mientras que yo, que


había permanecido alejado de la conversación general, creí leer claramente en la


aureola de vibrantes radiaciones que desde hacía muchos días percibía sobre todas las


cabezas, las palabras con que Fielding concluía su proposición: “…y el escepticismo le


torna loco”.


Había ya oído hablar muchas veces, sin admitirla, la afirmación de que quienes


pretenden gozar del dudoso privilegio de la clarividencia ven los pensamientos de las


personas presentes como retratados en su propia aura. Yo ya, ¡absurda paradoja!, me


veía dotado, en efecto, de la facultad desagradabilísima de poder comprobar por mi la


exactitud del odioso hecho, agregando un nuevo conjunto de horrores a mi ridícula


vida, y viéndome forzado a tener que ocultar a los demás dones tan funestos, cual si se


tratara de un caso de lepra. Mi odio entonces hacia el yamabooshi y el bonzo no tuvo


límites, pues aquél, sin duda alguna, había tocado con sus nefastas manipulaciones


algún secreto resorte de mi cerebro fisiológico y puesto en acción alguna facultad de las


ordinariamente ocultas en la constitución humana… ¡Y el maldito farsante japonés


había introducido tal plaga en mí mismo!


De nada práctico me servía in¡ impotente cólera. Además, bogábamos ya en aguas


europeas, y de allí a pocos días anclaríamos en Hamburgo, donde cesarían mis dudas y


temores. Aun cuando la clarividencia pudiese existir en algún caso, tal como en la


lectura de los pensamientos, lo de ver las cosas a distancia, según yo lo había soñado


bajo la sugestión del yamabooshi, era demasiado admitir dentro de las humanas


posibilidades… Pese a todos estos tristes razonamientos, mi corazón parecía decirme


que me engañaba en ellos, sintiendo como si mi definitiva condenación se hallase


próxima, con sufrimientos tan atenazadores, que intensificaban peligrosamente mi


postración física y mental.






La noche misma de nuestra entrada en Hamburgo me asaltó un ensueño cruel. Me


parecía que yo mismo me veía muerto; mi cuerpo yacía rígido e inerte, y al par que mi


conciencia se daba cuenta de ello, parecía prepararse también a su extinción; mas, como


tenía aprendido que el cerebro, conservaba el calor vital durante unos minutos más que


los órganos periféricos, aquello no me podía extrañar. Así, en el crepúsculo del gran


misterio, al borde, ya sin duda, de la tenebrosa sima “que ningún mortal puede repasar


una vez franqueada”; mi pensamiento, envuelto en los restos de una vitalidad que


escapaba por instantes, se iba extinguiendo como una llama, y asistiendo al propio


tiempo a su aniquilamiento, pero tornando mi “yo”, nota de aquellas mis últimas


impresiones con el apresuramiento de aquel que sabe que va a caer el negro manto de


la nada sobre su conciencia para tener el goce de sentir todo el gran triunfo de mis


convicciones relativas a la completa y absoluta cesación del ser…


Todo se iba obscureciendo por momentos en derredor mío. Enormes sombras,


fantásticas e informes, desfilaban ante mi desvanecida vista; primero lentas, luego


aceleradas, y, finalmente, girando vertiginosas en torno de mí, cual en terrible danza


macabra, y una vez alcanzado su objeto de intensificar las tinieblas, abriendo un como


indefinido ámbito de vacías e impalpables negruras; un insondable océano de eternidad,


por el que, ilimitado, se deslizaba el tiempo, esa fantástica progenie del, hombre, sin


que jamás alcance a acabarlo de cruzar…


No en vano ha dicho Catón que los ensueños no son sino el reflejo de todos nuestros


temores y esperanzas. Como en estado de vigilia jamás he temido a la muerte, ante la


evidencia de mi inminente afán me sentí tranquilo, hasta consolado de que el término


de mis torturas mentales se avecindase. La angustia aquella mía se había ya tornado


intolerable, y si, como dice Séneca, la muerte no es sino la cesación de todo cuanto


fuésemos antes, valía más morir que no soportar durante tantos meses tamaña agonía.


–Mi cuerpo está ya muerto –me decía –y mi “yo”, mi conciencia, que es la que de mi


queda por algunos momentos más, se prepara ya a seguirle; debilitándose mis


percepciones mentales, se irán borrando segundo tras segundo, hasta que el anhelado


olvido me envuelva por completo en su sudario. ¡Ven, pues, dulce y consoladora muerte;


tu sueño sin ensueños es un puerto de paz y de refugio en medio de las borrascas de la


vida...! ¡Dichosa, pues, la barca solitaria que a la ansiada orilla de la muerte me conduce!


Allí, en su regazo eterno, descansaré por siempre, y tú, pobre cuerpo ¡adiós! ¡Gustoso te


abandono, ya que me has dado más dolores que placeres en la vida!


Mientras yo entonaba este himno a la muerte libertadora, la examinaba al par con


extraña curiosidad, no pudiendo menos de maravillarme, sin embargo, de que mi acción


cerebral continuase siendo tan vigorosa. Mi cuerpo, desvanecido ante mi vista algunos


segundos, reaparecía una y varías veces con su cadavérica faz… De improviso


experimenté un violentísimo deseo de saber cuánto duraría el complicado proceso de


mi disolución antes de que el cerebro, estampando su último sello, me dejase inerte. A


través de las, para mí transparentes, paredes de mi cráneo, podía contemplar y hasta


tocar mi masa cerebral. ¿Con qué manos?, me es imposible el precisarlo; pero el


contacto de su iría y viscosa materia, me producía profundísima impresión. Con un


terror indecible, advertí que mi sangre se había congelado por completo, y que, alterada


la íntima constitución de mis células cerebrales, se imposibilitaba ya en absoluto todo


funcionamiento… Al par, la misma o mayor obscuridad me rodeaba impenetrable en


todas direcciones; pero además, enfrente de mi, y fuese la que fuese la dirección de mi


mirada, veía un como gigantesco reloj circular, cuya caraza enorme y blanca se


destacaba de un modo siniestro sobre aquel oscuro marco que le rodeaba. Su péndola


oscilaba con la acostumbrada regularidad a uno y otro lado, como si pretendiese divisar


la eternidad, y las agujas señalaban ¡cosa bien extraordinaria!, las cinco y siete minutos,


es decir, la hora precisa en que comenzase en Kioto mi tortura.


No bien noté esta terrible coincidencia, cuando, horrorizado del modo más pavoroso,


me sentí arrastrado de idéntica manera que antaño; nadando, bogando veloz por debajo


del suelo, en el mismo medio viscoso y paradójico. Así me vi otra vez ante la tumba,


donde los despedazados restos de mi cuñado yacían; presencié luego,


retrospectivamente, su muerte desdichada; la escena de la recepción de la noticia fatal


por mi hermana, con el aditamento de su locura, todo sin perder el detalle más mínimo.


Para mayor espanto esta vez, ¡ay!, ya no estaba, acorazado en aquella tranquila


indiferencia de roca con que viese la vez primera la escena, sino que mis torturas


mentales, mi ansiedad, mi desesperación en medio de aquel ciclón de muerte, ya no


tenían límites…¡Oh, y cómo sufría aquel cúmulo de horrores infernales, con el añadido


del peor de todos, que era la desesperada realidad de que mi cuerpo estaba ya


muerto…!


No bien se hizo una leve pausa de alivio, torné a ver de igual modo la enorme esfera


con sus manecillas colosales marcando ¡las cinco y siete y medio minutos! Pero, antes de


que hubiera tenido tiempo de darme cuenta exacta de tal cambio, la aguja empezó a


moverse lentamente hacia atrás, deteniéndose en el séptimo minuto, para sentirme


otra y otra vez forzado a padecer sin término la repetición de los mismos horrores de


bogar por el seno de la tierra y de presenciar la repetición exacta e implacable de las


mismísimas escenas espantosas que parecían no terminar jamás…


Al propio tiempo mi conciencia parecía triplicarse, quintuplicarse, decuplicarse,


pudiendo vivir y sentir en el mismo lapso de tiempo en media docena de sitios a la vez,


desfilando ante mí múltiples sucesos de su vida en diferentes épocas y circunstancias de


mi vida, pero predominando sobre todas mi experiencia espiritual de Kioto. A la manera


de como en la famosa fuga del Don Juan, de Mozart, se destacan desgarradoras las


notas de la desesperación de Elvira, sin que por esto se entrecrucen ni confundan con la


melodía del minuet, ni con el canto de seducción, ni con el coro, de la misma manera


pasé una y mil veces, mezclada con las congojas de las demás escenas, por aquella


indescriptible agonía de Kioto, y oía las inútiles exhortaciones del bonzo, al par que se


me presentaban, sin con ello confundirse, múltiples recuerdos, ora de mi niñez o de mi


adolescencia, ora de mis padres, ora, en fin, de aquel día memorable en que salvara a un


amigo que estaba ahogándose y me burlaba de su padre, que me daba emocionado las


gracias por haber así salvado “su alma”, no preparada sin duda aún para dar cuentas a


“su Hacedor”. ¡Todo ello, por supuesto, en la conciencia más complicada y multiforme!


–¡Hablad, hablad de personalidades múltiples, vosotros los profesores de


psicofisiologia! –me decía en medio de aquella tortura que habría bastado a matar a


media docena de hombres –¡Hablad vosotros, orgullosos, infatuados con la lectura de


miles de libros L… jamás podríais explicarme, no obstante, la sucesión de aquella


horrorosa cadena real, al par que ensoñada, cuyo desfilar parecía no tener fin. No,


aunque se rebelase mi conciencia contra ciertas afirmaciones teológicas, negar no podía


ya la realidad de mi Yo inmortal… ¿Cuál, es, pues, oh Misterio, tu insondable Realidad


que de tal modo conduces, sin término conocido y con el cuerpo ya muerto, a nuestro


pensamiento y nuestra imaginación? ¿Podrá, acaso, ser cierta esa doctrina de la


reencarnación en la que tanto porfiaba el bonzo que creyese? ¿Por qué no, si cada año


nace una nueva hoja y una nueva flor de una misma y permanente raíz?…


En aquel punto, el fatídico reloj desapareció, mientras que la voz cariñosa del bonzo


una vez más parecía repetir: “En el caso de que hayáis entreabierto sólo una vez la


puerta del augusto Santuario de vuestra alma, tendréis que abrirla y cerrarla una y mil


veces durante un periodo que, por más corto que sea, os parecerá una eternidad…”


Un instante después, la voz del bonzo era ahogada por multitud de otras voces en la


cubierta. Anegado en un sudor frío, desperté. ¡Estábamos en Hamburgo!






VIII


DESGRACIAS A GRANEL


Mis socios de Hamburgo apenas pudieron reconocerme, ¡tan enfermo, y cambiado


estaba! Al punto partí para Nuremberg.


Media hora después de mi llegada a la ciudad de Nuremberg, toda duda relativa a la


verdad de mi visión de Kioto había desaparecido. La realidad era, si cabe, peor que


aquélla, y en adelante estaba fatalmente condenado a la vida más infeliz. Seguro podía


estar de que, en efecto, había visto uno por uno todos los detalles de la tragedia


desgarradora: mi cuñado destrozado por los engranajes de la máquina; mi hermana, loca


y próxima a morir, y mi sobrina, la flor más acabada de la Naturaleza, deshonrada y en


un antro de infamia; los niños pequeños muertos en un asilo, bajo una enfermedad


contagiosa, y el único sobrino que sobrevivía, ausente de ignorado paradero. Todo un


hogar feliz, aniquilado, quedando yo tan sólo como triste testigo de ello en este


miserable mundo de desolación, deshonra y muerte. La brutalidad del choque, el peso


horrendo del enorme desastre, me hizo caer desvanecido, pero no sin antes oír estas


crueles palabras del burgomaestre:


–Si antes de partir de Kioto hubieseis telegrafiado a las autoridades de la ciudad


vuestra residencia y vuestra intención de regresar a vuestro país para encargaros de


vuestra familia, hubiéramos podido colocarla provisionalmente en otra parte,


salvándolos as! de su destino; pero como todos ignorábamos que los niños tuviesen


pariente alguno, sólo pudimos internarlos en el asilo donde por desgracia han


sucumbido…


Este era el golpe de gracia dado a mi desesperación. ¡Sí, mi abandono había matado a


mis sobrinitos! Si yo, en vez de aferrarme a mis ridículos escepticismos, hubiese seguido


los consejos del bonzo Tamoora y dado crédito a la desgracia que por clarividencia y


clariaudiencia me había hecho ver y oír el yamabooshi, aquello se hubiera podido evitar


telegrafiando a las autoridades antes de mi regreso. Acaso podría, pues, no alcanzarme


la censura de mis semejantes; pero jamás podría ya escapar a las recriminaciones de mi


propia conciencia, ni a la tortura de mi corazón en todos los días de mi vida. Allí fue,


entonces, el maldecir mis pertinaces terquedades; mi sistemática negación de los


hechos que yo mismo había visto, y hasta mi torcida educación. El mundo entero no


había sabido darme otra…


Me sobrepuse a mi dolor, en un supremo esfuerzo, a fin de cumplir un último deber


mío para con los muertos y con los vivos. Pero una vez que saqué a mi hermana del asilo


e hice que viniese a su lado a su hija para asistirla en sus últimos días, no sin obligar a


confesar su crimen a la infame judía, todas mis fuerzas me abandonaron, y una semana


escasa después de mi llegada convertirme en un loco delirante atrapado bajo la garra de


una fiebre cerebral. Durante algún tiempo fluctué entre la muerte y la vida, desafiando


la pericia de los mejores médicos. Por fin venció mi robusta constitución, y, con gran


pesar mío, me declararon salvado… ¡Salvado, sí, pero condenado a llevar eternamente


sobre mis hombros la carga aborrecible de la vida, sin esperanza de remedio en la tierra


y rehusando creer en otra cosa alguna más que en una corta supervivencia de la


conciencia más allá de la tumba, y con el aditamento insufrible de la vuelta inmediata,


durante los primeros días de la convalecencia, de aquellas inevitables visiones, cuya


realidad ya no podía negar, ni considerarlas de allí en adelante como “las hijas de un


cerebro ocioso, concebidas por la loca fantasía”, sino la fotografía de las desgracias de


mis mejores amigos! ¡Mi tortura era, pues, la del Prometeo encadenado, y durante la


noche una despiadada y férrea mano de hierro me conducía a la cabecera de la cama de


mi hermana, forzado a observar hora tras hora el silencioso desmoronarse de su


gastado organismo, y a presenciar, como si dentro de él estuviese, los sufrimientos de


un cerebro deshabitado por su dueño, e imposibilitado reflejar ni transmitir sus


percepciones. Aún había algo peor para mí, y era el tener que mirar durante el día el


rostro inocente e infantil de mi sobrinita, tan sublimemente pura en su misma


profanación, y presenciar durante la noche, con el retorno de mis visiones, la escena,


siempre renovada de su deshonra… Sueños de perfecta forma objetiva, idénticos a los


sufridos en el vapor, y noche tras noche repetidos…


Algo, sin embargo, se había desarrollado nuevo en mí, cual la oruga que,


evolucionando en crisálida, acaba por transformarse en mariposa, el símbolo del alma;


algo nuevo y trascendental había brotado en mi ser de su antes cerrado capullo, y veía


ya, no sólo como en un principio y por consecuencia de la identificación de mi


naturaleza interna con la del dai–djin obsesor, sino por el espontáneo desarrollo de un


nuevo poder personal y psíquico que aquellas infernales criaturas trataban de impedir,


cuidando de que no pudiese ver nada elevado ni agradable. Mi lacerado Corazón era


fuente ya de amor y simpatía hacía todos los dolores de mis semejantes, cual si un


corazón nuevo fluyese fuera del corazón físico, repercutiendo fuertemente en mi alma


separada del cuerpo. Así, ¡infeliz de mí!, tuve que apurar hasta las heces del sufrimiento


por haber rechazado en Kioto la purificación ofrecida, purificación en que tardíamente


creía ya, bajo el insoportable yugo de dai–djin.


Poco falta de mi triste historia. La pobre mártir de mi hermana loca, falleció, al fin,


víctima de la tisis; su tierna hija no tardó en seguirla. En cuanto a mí, ya era un anciano


prematuro de sesenta años, en lugar de treinta. Incapaz de sacudir mi yugo, que me


mantenía tan al borde de la locura, tomé la resolución heroica de tornar a Kioto,


postrarme a los pies del yamabooshi, pedirle perdón por mi necedad y no separarme de


su lado hasta que aquel espíritu infernal que yo mismo había evocado, y del que mi


incredulidad me impidió el separarme, fuese ahuyentado para siempre…


Tres meses después, me vi nuevamente en mi casa japonesa al lado del venerable


bonzo Tamoora Hideyeri, para que me condujese, sin perder un momento, a la


presencia del santo asceta… La respuesta del bonzo me llenó de estupor. ¡El


yamabooshi había abandonado el país sin que se supiese su paradero y, según su


costumbre, no tornaría al país hasta dentro de siete años!


Ante tamaño contratiempo fui a pedir ayuda y protección a otros santos yamabooshis,


y aun cuando sabía harto bien que en mi caso era inútil el buscar otro Adepto eficaz que


me curase, mi venerable amigo Tamoora hizo cuanto pudo por remediar mi desgraciada


situación. ¡Todo en vano!; aquel gusano roedor amenazaba siempre acabar con mi razón


y con mi vida. El bonzo y otros santos varones de su fraternidad me invitaron a que me


incorporase a su instituto, diciéndome:


–Sólo el que evocó sobre vos el dai–djin es quien tiene el poder de ahuyentarle. ínterin


llega, la voluntad y la firme fe en los nativos poderes inherentes a nuestra alma es la


que os puede servir de lenitivo. Un “espíritu” de la perversión de éste puede ser


desalojado fácilmente de un alma en un principio, pero si se le deja apoderarse de ella,


como en vuestro caso, se hace punto menos que imposible el desarraigar a tamaño ente


infernal, sin poner en gran peligro la vida de la víctima.


Agradecido, acepté lo que aquellos piadosos varones me proponían. No obstante el


demonio de mi incredulidad, tan arraigada en mi alma como el propio dai–djin, me


esforcé en no perder aquella mi última probabilidad de salvación. Arreglé, pues, mis


negocios comerciales. A pesar de mis pérdidas, me vi sorprendido con que poseía una


regular fortuna, aunque las riquezas, sin nadie con quien compartirlas, ya no tenían


atractivo alguno para mí, porque, con el gran Lau–tze, había ya aprendido que el


conocimiento, la distinción entre lo que es real y lo que es ilusorio, es el áncora de


salvación contra los embates de la vida. Asegurada una pequeña renta, abandoné el


mundo e me incorporé al discipulado de “los Maestros de la Gran Visión”, en un retiro


tranquilo y misterioso, donde, en soledad y silencio, llevo sondados mil hondos


problemas de la ciencia y de la vida, y leído numerosos volúmenes secretos de la


biblioteca oculta de Tzionene, mediante lo que he logrado el dominio sobre ciertos


seres del mundo inferior. Pero no pude conseguir el gran secreto del señorío sobre los


funestos dai–djin. La clave sobre tan peligroso elemental sólo es poseída por los más


altos iniciados de aquella Escuela de Ocultismo, pues hay que llegar antes a la suprema


categoría de los santos yamabooshis. Mi eterno y nativo escepticismo era siempre un


obstáculo para grandes progresos, y así, en mi nueva situación serenamente ascética, los


consabidos cuadros se reproducían de cuando en cuando sin que lo pudiese evitar, por


lo que convencido de mi ineptitud para la condición sublime de un Adepto ni de un


Vidente, desistí de continuar. Sin esperanzas ya de perder por completo mi don fatal,


regresé a Europa, confinándome en este chalet suizo, donde mi desgraciada hermana y


yo hemos nacido, y donde escribo.


–Hijo mío –me había dicho el noble bonzo –no os desesperéis. Considerad como una


mera consecuencia de vuestro karma lo que os ha sucedido. Ningún hombre que


voluntariamente se haya entregado al señorío de un dai–djin puede esperar nunca el


alcanzar el estado de yamabooshi, Arahat o Adepto, a menos de ser purificado


inmediatamente. Al igual de la cicatriz que deja toda herida, la marca fatídica de un


dai–djin no puede borrarse jamás de un alma hasta que ésta sea purificada por un nuevo


nacimiento. No os desalentéis, antes bien, resignaos con vuestra desgracia que os ha


conducido más o menos tortuosamente a adquirir ciertos conocimientos


transcendentes, que de otro modo habríais despreciado siempre. De tamaño


conocimiento no os podrá despojar nunca el más poderoso dai–djin. ¡Adiós, pues, y que


la gran Madre de Misericordia os conceda su protección augusta y su consuelo...!


Desde entonces, mi vida de estudioso anacoreta ha hecho mucho más tardías mis


visiones; bendigo al yamabooshi que me sacara del abismo de mi materialismo


primitivo, y he mantenido la más fraternal de las correspondencias con el bonzo


Tamoora Hindeyeri, cuya santa muerte, gracias a mi funesto don, tuve el privilegio de


presenciar a tantos miles de leguas, en el instante mismo en que ocurría.






LA HAZAÑA DE UN GOSSAÍN HINDÚ


En la India, como en la China, el Japón y en otras partes de Oriente, es innegable


que existen juglares o prestidigitadores, algunos de los cuales superan en sus


habilidades a cuanto conocemos aquí en Occidente. Pero estos juglares distan de


alcanzar a realizar los prodigios que ejecutan los faquires, tales como el del crecimiento


extraordinario del “mango”, descrito por el Dr. Carpenter en estos términos4:


4 Este caso es frecuente. Vaya otro relato análogo tomado de una revista espiritualista:


“El difunto doctor B…, miembro del Real Colegio de Cirujanos de Londres, a quien me unían los más


íntimos lazos de la amistad –cuenta en “Asclepios” el Dr. F. Malibrán–, era un hombre de dotes


excepcionales. Además de ocupar un puesto muy eminente en su profesión, habla viajado extensamente,


en particular por la India, y poseía varios idiomas orientales. Era de trato agradable y carácter jovial, y si


se le podía tachar de algún defecto, eran sus gustos raros y estrambóticos. Para él, todo lo fantástico y


misterioso tenla un encanto especial. De las paredes de su gabinete colgaban los cuadros enigmáticos de


Wiertz, los dibujos grotescos de Blake y las incoherentes composiciones de Fusell. En cuanto a los


volúmenes que formaban su copiosa biblioteca, allí se podían consultar tratados sobre las ciencias


cabalísticas, la teosofía y el espiritismo: Jacobo Bohme, Blavatsky, Flammarión, Myers, etc. Entre las obras


curiosas figuraban las narraciones inverosímiles de Poe, los cuentos droláticos de Balzác y las novelas


fantásticas de Hoffmann.


“Hablando una tarde sobre la India y las cosas extraordinarias que se pueden ver en ese país, me relató


así la hazaña de un faquir:


“Paseándome una tarde por uno de los barrios más pobres de Madrás, observé a uno de esos faquires


rodeado de un grupo de treinta o cuarenta personas. El faquir recorrió con la vista el círculo de


espectadores, y calculando que eran suficientes, dijo: “Hermanos míos, quiero que me obsequiéis con


unas cuantas parahs (centavos) y tendré entonces mucho placer en mostraros la “Suerte del Mango”. La


mayor parte de las personas presentes contribuyeron con su cuota, y el faquir, muy contento con la


colecta, se colocó en seguida en el centro del grupo y empezó sus preparativos. Sacó del cinturón una


semilla de mango, y procedió a cavar con un cuchillo un agujero en el suelo. Luego enterró la semilla en


cuestión y volvió a tapar el agujero con tierra. Hecha esta maniobra, cubrió el sitio con un pañuelo, y


dando unos pasos hacia atrás, cruzó los brazos y alzó los ojos al cielo, murmurando unos cuantos


encantamientos. Terminada la jerigonza, levantó el pañuelo y apareció una matita de mango, la cual fue


tomando mayores dimensiones hasta alcanzar una altura .de casi veinte pies… “¡Mirad –dijo el faquir con


una sonrisa de satisfacción –cuan alta está la mata y qué hermosa fruta cuelga de ella! Voy a trepar por


sus ramas y os arrojaré unos sabrosos mangos.” Efectivamente, empezó a subir por el árbol hasta llegar a


las ramas más elevadas, desapareciendo entre ellas por completo. Todos nosotros, llenos de sorpresa,


esperábamos a que el faquir asomase la cara; pero, en lugar de esto, la visión de la mata de mango se fue


haciendo cada vez más tenue e, igual que el faquir, terminó por desvanecerse ,en el espacio. ¿Cómo


explicar este fenómeno? No lo puedo. 0 fuimos todos víctimas de una ilusión óptica, o el faquir nos


hipnotizó y se escapó antes que pudiésemos volver de nuestro estupor.”


No hablemos ya del otro espeluznante experimento de “los enterrados en vida”, acto de faquirismo


que ya han tratado de imitar los europeos, ora con actos como el reciente del Palace Hotel de Madrid, o


como los del hindú Kapparu, quien hipnotizó en Sandouski, Estado de Ohío, a una joven americana, Miss


“La mayoría de los que han visitado la India aseguran que es verdaderamente la mayor


maravilla que hasta ahora he visto. Que un robusto mango crezca casi de golpe hasta


seis pulgadas de altura en un trozo de suelo lleno de hierba no manipulado ni visitado


previamente por el faquir, pues de cubierto con un cestillo invertido, y que el mismo


arbolito suba desde seis pulgadas hasta seis pies, bajo cestos cada vez mayores y en el


intervalo de simple media hora, es cosa prodigiosa, que deja bien atrás a las más


vistosas operaciones de juegos de manos de la mismísima médium feminista Miss


Nidul”.


A propósito del caso que antecede, séame permitido el narrar otro de mi experiencia


personal en mis viajes por el Oriente misterioso.


Me hallaba en Carupuz, camino de Benarés, la ciudad santa de los hindúes, cuando a


una señora amiga mía le robaron todo el contenido de su maleta: joyas, vestidos y hasta


un libro de notas, con el diario que esmeradamente llevaba desde hacía tres meses.


Todo había desaparecido misteriosamente del fondo de aquélla, sin que la cerrada


cerradura ni los costados de la maleta presentasen la menor huella de violación.


Desde la desaparición de los objetos habían mediado, por lo menos, varias horas; un


día y una noche quizá, que es lo que habíamos empleado en visitar las vecinas ruinas


ocasionadas por las huestes de Nana Sahib en sus represalias contra los ingleses


invasores.


La primera idea que se le ocurrió, naturalmente, a ¡ni amiga, fué la de recurrir a la


Policía, y el primer pensamiento mío, por el contrarío, fué el de pedir ayuda a algún


santo hombre o gossaln, verdaderos sábelotodo, o en su defecto a un juglar. Pero los


prejuicios de nuestra civilización prevalecieron, como siempre, en la decisión de mi


compañera, quien perdió más de una semana en pesquisas inútiles y en idas y venidas a


la chabatara o prefectura de policía indígena. Cansada ya, accedió, al fin, a mis deseos, y


Florencia Gibson, enterrándola viva, a dos metros de profundidad y dejándola ocho días sepultada. La


sensacional experiencia se llevó a cabo ante trts mil personas. Miss Florencia Gibson se sometió a ella con


el deseo de asegurar, con la suma concertada, su futuro pasar y la vejez de su madre, a quien habla de


entregársele el tanto convenido si se daba el caso de que ella no volviese a la vida.


Conducida a Cida Point Opera House, fué allí hipnotizada, metida en un féretro y enterrada.


Al octavo día se desenterró el féretro y miss Florencia apareció en estado horroroso a los ojos de los


médicos y de los espectadores. Su cuerpo estaba rígido y frío, sus labios descolorados y sus vestidos


impregnados de humedad. El hindú empleó una hora en sus manipulaciones para devolver la vida a aquel


cuerpo inerte. Por fin, miss Florencia exhaló un profundo suspiro; se agitaron convulsivamente sus


miembros y abrió sus ojos espantados. Salvo una extenuación marcada, los médicos no hallaron ninguna


otra irregularidad en los movimientos respiratorios.


Miss Florencia no experimentó sensación ninguna en el ataúd, y narra su resurrección del siguiente


modo:


“Tuve la impresión de que cala de una altura inmensa y que era arrebatada por una catarata. Todos mis


miembros estaban rígidos y creía que iban a quebrarse. Me parecía haber crecido algunas pulgadas. ¡No


volvería a someterme a esta experiencia ni por un millón!


se buscó a un gossaín, que pronto llegó a nuestro bungalow, situado en la orilla derecha


del río y dominando todo el panorama del Ganges.


La experiencia se realizó allí mismo en la terraza de la casita, ante la familia toda de


nuestro hostelero, mestizo portugués muy amable, dos franceses recién llegados, que


se reían impíos de nuestra estúpida superstición, la interesada y yo.


Eran las tres de la tarde. El calor nos sofocaba, no obstante lo cual el santo gossaín,


verdadero esqueleto viviente de color de caoba, pidió que cesase de funcionar el


gigantesco abanico que para refrescar un poco aquel ambiente de horno estaba


suspendido sobre nuestras cabezas. Sin duda, aunque no lo dijo, lo exigía así porque es


sabido que las corrientes de aire contrarían la producción de todos los fenómenos


magnéticos de índole delicada.


Recordé entonces el famoso procedimiento adivinatorio llamado de la “marmita o


cacharro viviente”, que es el instrumento que ordinariamente emplean los hindúes para


descubrir el paradero de los objetos perdidos; pues, bajo el influjo del magnetizador


que opera, el trebejo en cuestión gira y rueda por el suelo hasta llegar al sitio donde


yace el objeto que se busca, y pensé que el gossaín le emplearía también entonces. Pero


me equivoqué en mis inducciones.


El gossaín, en efecto, procedió de un modo muy distinto. Pidió le diesen un objeto


cualquiera del uso personal de la dueña y que hubiese estado en contacto en el maletín


con los perdidos. La señora le entregó entonces un par de guantes, que él estrujó entre


sus manos, dándoles muchas vueltas entre ellas corno haciéndolos una pelota. Luego los


tiró al suelo; extendió en cruz sus brazos con los dedos abiertos, dando una vuelta


completa sobre sí mismo como para orientarse en la dirección que llevasen los objetos


robados. Se Detuvo de repente con un vivo sacudimiento eléctrico, y, se tiró cuan largo


era, quedó inmóvil. Se sentó, al fin, con las piernas cruzadas y con los brazos siempre


extendidos y en la misma dirección cual bajo un fuerte estado cataléptico.


La operación esta duró una larga hora, tiempo que en aquella sofocante atmósfera


constituía para nosotros una verdadera tortura, hasta que instantáneamente nuestro


huésped dió un salto hacia la balaustrada y comenzó a mirar hacia el río como extasiado


bajo un encanto misterioso. Todos miramos también ansiosos en la misma dirección,


viendo venir, en efecto, no se sabe cómo ni de dónde, una masa obscura, cuya verdadera


naturaleza nos era imposible discernir.


La mole en cuestión se diría que venía impelida por una fuerza misteriosa, dando


vueltas con lentitud primero y con gran rapidez después, como la consabida “marmita


giratoria” antes referida. Flotaba la masa como sostenida por invisible barquilla y se


dirigía en derechura hacia nosotros como un ave que viniese volando.


Pronto aquello llegó hasta la orilla del río y desapareció entre la maleza de su orilla


para reaparecer a poco, rebotando con fuerza al saltar la paredilla del jardín para caer


pesadamente, por último, sobre las extendidas manos del santo asceta o gossaín, quien


le recogió con un movimiento como automático.


Al abrir entonces el anciano sus antes cerrados ojos, dió un profundo suspiro,


apoderándose de él un violentísimo terror convulsivo, mientras que nosotros nos


habíamos quedado paralizados de asombro, y los dos franceses, antes tan escépticos,


parecían como idiotizados. Levantóse luego el gossaín, desenvolvió la cubierta de lona


embreada, dentro de la que, ¡oh, sorpresa!, se hallaban los objetos robados y en buen


estado, sin faltar uno; finalmente, sin decir palabra y sin esperar a recibir por su prodigio


ni las gracias siquiera por parte de la anonadada dueña, hizo una profunda zalema y


desapareció calle adelante, costándonos gran trabajo el alcanzarle para hacerle aceptar


a viva fuerza media docena de rupias, que el anciano recibió en su escudilla.


Bien seguro estoy de que este mi verídico relato, que los demás testigos presénciales


del hecho pueden atestiguar por sí, parecerá un cuento de hadas a no pocos europeos y


americanos que jamás visitaron la India. Pero siempre tendremos en nuestro abono,


contra los suspicaces y malévolos análisis telescópicos y microscópicos, e insolentes de


nuestros científicos al uso, el testimonio del no menos inexplicable “juego del árbol”,


antes copiado del trabajo de nuestro sabio físico el doctor Carpenter…5


5 Este relato está transcripto del The Religio–Philosophical Journal del 22 de Diciembre de 1877, por la


revista A Modérn Panarion.






DEMONOLOGÍA Y MAGIA ECLESIÁSTICA


En la famosa obra de Bodin La Demonomanie; ou traité des Sorciers (París, 1587) se


relata una espeluznante historia acerca de Catalina de Médicis. El autor era un


ilustre escritor, quien durante veinticinco años estuvo coleccionando documentos


auténticos, sacados de los archivos de las más importantes ciudades de Francia,


para escribir una obra completa acerca de la hechicería y el poder de “los demonios”.


Semejante libro presenta, según la gráfica expresión de Eliphas Lévi, la más notable


colección que darse puede acerca de “los hechos más sangrientos y espantosos, los más


repugnantes actos de superstición, los encarcelamientos y ejecuciones capitales de más


estúpida ferocidad”.


–¡Quememos a todo el mundo! –parecía decir la Inquisición –Dios distinguirá


fácilmente a los suyos.


Locos infelices, mujeres histéricas e idiotas, eran quemadas vivas, sin compasión


alguna, por el crimen de “magia”. Pero al mismo tiempo, ¡cuántos y cuán grandes


criminales no escaparon a esta injusta y sanguinaria justicia! Esto es lo que nos hace


apreciar perfectamente Bodin.


Catalina de Médicis, la piadosísima cristiana que tan meritoria se había hecho a los


ojos de la Iglesia de Cristo por la horrenda e inolvidable carnicería de San Bartolomé; la


reina Catalina, decimos, tenía a su servicio un sacerdote apóstata jacobino. Sumamente


versado en el “negro arte” tan patrocinado siempre por la familia de los Médicis, se


había hecho acreedor a la gratitud y protección de su piadosa señora, merced a su


destreza sin igual en matar las gentes a distancia y sin responsabilidad, torturando por


medio de varios hechizos a sus figuras de cera. El proceso ha sido descrito repetidas


veces y apenas necesitamos repetirlo.


Carlos estaba en cama, atacado de incurable dolencia. La reina madre, que con la


muerte del paciente iba a perderlo todo, recurrió a la necromancia y quiso consultar el


oráculo de la “cabeza sangrienta”. Esta operación infernal requería la decapitación de un


niño que debía poseer una gran hermosura y pureza. Dicho niño había sido preparado


para su primera comunión por el capellán de Palacio, el cual estaba enterado del infame


proyecto, Llegado el día señalado para la ejecución de éste, y en punto de la media


noche, en el aposento del enfermo y en presencia únicamente de Catalina y de unos


cuantos de sus confederados, se celebró la “misa del diablo”. Permítasenos citar el resto


de la historia tal y como la encontramos en una de las obras de Lévi: “En esta misa,


celebrada ante la imagen del demonio teniendo bajo sus pies una cruz invertida, el


hechicero–sacerdote consagraba dos hostias, negra y grande la una, blanca y pequeña la


otra. Esta se dió al niño, al cual conducían vestido de blanco como para el bautismo, y a


quien mataron en las mismas gradas del altar inmediatamente después de su comunión.


La cabeza, separada de un solo golpe del tronco, fue colocada, aún palpitante, sobre la


gran hostia negra que cubría a la patena, y luego fue dejada encima de una mesa, en la


cual ardían algunas lámparas fúnebres. Comenzó entonces el exorcismo. El demonio


tenía que pronunciar un oráculo y contestar por mediación de la cabeza cortada a una


pregunta secreta que el rey no se atrevía a pronunciar en alta voz y que no había sido


comunicada a nadie… En aquel momento, una voz débil, una extraña voz que nada


tenía ya de humana, se dejó oír en la cabeza del infeliz y pequeño mártir…” Pero de


nada sirvió semejante crimen de hechicería, porque el rey murió y… ¡Catalina de


Médicis continuó siendo la fiel hija de Roma! Y es lo notable, que el escritor católico


Des Mousseaux, que en su Demonología usa con tan excesiva libertad los materiales de


la obra de Bodin para formular su formidable acusación contra “los espiritistas y otros


hechiceros”, haya pasado cuidadosamente por alto tan interesante episodio.


Es también un hecho bien probado que el Papa Silvestre II fue acusado públicamente


por el cardenal Benno de encantador y hechicero. La “cabeza oracular” de bronce


fabricada por Su Santidad, era de la misma especie que la construida por Alberto


Magno, que fue hecha pedazos por Tomás de Aquino, no porque fuese obra del


demonio o por él estuviese habitada, sino porque el espíritu que estaba encerrado en


ella por la fuerza magnética, hablaba sin parar como una taravilla, y su charla continua


impedía al elocuente santo el trabajar en sus problemas filosóficos. Semejantes cabezas


y hasta estatuas parlantes completas, solemnes trofeos de la ciencia mágica de monjes


y obispos, eran meros “facsímiles” de los dioses “animados” de los antiguos templos. La


acusación contra el Papa resultó cierta en aquella época, y se le probó también que


estaba acompañado constantemente de “demonios” o “espíritus”. En el capítulo


anterior hemos ' mencionado a Benedicto IX, a Juan XX y a los Gregorios VI y VII, todos


los cuales eran conocidos como magos. Este último Papa era, además, el famoso


Hildebrando, del cual se ha dicho que era tan diestro “en hacer salir rayos de la


bocamanga de su vestido”, que ello dió motivo al respetable escritor espiritista Mr.


Howitt, para creer que era tal el origen del célebre “rayo del Vaticano”.


En cuanto a las hazañas mágicas del obispo de Ratisbona y del “angélico” doctor


Tomás de Aquino, son demasiado conocidas para relatarlas de nuevo. Si el prelado


católico era tan hábil para hacer creer a las gentes durante una cruda noche de invierno


que estaban gozando de las delicias de un espléndido día de verano, y que los


carámbanos pendientes de las ramas de los árboles del jardín eran otros tantos frutos


tropicales, también los magos de la India, aun hoy mismo, y sin necesidad de dios ni


diablo alguno fuera de su conocimiento de leyes no conocidas de la Naturaleza, pueden


poner en juego ante su asombrado público semejantes poderes biológicos, pues que


todos estos pretendidos “milagros”, son producidos por un mismo y dormido poder


humano que nos es inherente a todos, cifrándose sólo el problema en saber


desarrollarlos.


Durante lo época de la Reforma el estudio de la magia y de la alquimia había


adquirido tal preponderancia entre el clero, que dió lugar a los mayores escándalos. El


cardenal Wolsey fue acusado públicamente ante el Tribunal y el Consejo privado, de


complicidad con un hombre llamado Wood, conocidísimo como hechicero, y el cual


declaró: “Mi señor, el cardenal, posee un anillo de tal virtud que cualquier cosa que desea


de la gracia de los reyes le es concedida…”, añadiendo: “Maese Cromwell, cuando servía


como criado en casa de mi señor el cardenal…, leía muchos de sus libros y especialmente


el llamado Libro de Salomón, y estudiaba las virtudes que, según el canon del rey, poseen


los metales todos”. Este caso, juntamente con otros igualmente curiosos, pueden verse


entre los papeles de Cromwell, en la oficina de Archivos de la Casa de Documentos


públicos.


En dicho Archivo se conserva asimismo una relación de las aventuras de cierto


sacerdote llamado William Stapleton, que fue preso como conjurado durante el


reinado de Enrique VIII El sacerdote siciliano a quien Benvenuto Cellini llama


nigromántico, se hizo famoso por sus afortunadas conjuraciones en las que no fue


molestado jamás. La notable aventura que con él tuvo Cellini en el Coliseo de Roma, en


donde el sacerdote conjuró a una legión entera de diablos, es harto conocida del


público ilustrado. Por supuesto que el subsiguiente encuentro de Cellini con su amiga,


predicho y anunciado con todos sus detalles por el conjurador, en el tiempo preciso


fijado por él, será considerado siempre por los frívolos y los escépticos como una “mera


y curiosa coincidencia”.


A últimos del siglo XVI, con dificultad podía encontrarse la más ínfima parroquia en la


cual no se entregasen sus vicarios al estudio de la magia y de la alquimia. La práctica del


exorcismo para expeler los diablos al modo de como lo realizase Cristo –quien, dicho


sea de paso, no empleó jamás tal procedimiento –condujo al clero a la “sagrada magia”


en oposición al “negro arte”, de cuyo crimen eran acusados todos cuantos no era monjes


o sacerdotes. Los conocimientos ocultos espigados por la Iglesia Romana en los, en otro


tiempo fértiles, campos de la Teurgia, los reservaba ella cuidadosamente para su propio


uso, y enviaba únicamente al patíbulo, mediante la Inquisición, a cuantos prácticos


cazaban furtivamente en los campos de aquella Ciencia de ciencias. Los anales de la


Historia así lo comprueban. “Sólo en el transcurso de quince años (1580 a 1595) –dice


Tomás Wright en su obra Magia y Hechicería –y en el limitadísimo territorio de la


Lorena, el inquisidor Remigius quemó implacable a unos novecientos brujos de ambos


sexos”. En tales tiempos publicaba Bodin su célebre obra dicha.


Así, mientras que el clero ortodoxo evocaba legiones enteras de “demonios” por


medio de encantos mágicos sin ser molestado por las autoridades, con tal que no


enseñase ninguna Herejía y se mantuviese fiel a los dogmas establecidos, se


perpetraban, por otra parte, actos de inaudita crueldad en las personas de pobres locos.


Por ejemplo, Gabriel Malagrida, anciano de ochenta años, fue quemado por estos


verdugos estilo Jack Ketches, en 1761. Existe en la biblioteca de Amsterdam una copia


de su famoso proceso, traducido de la edición de Lisboa. Malagrida, en efecto, fué


acusado de hechicería y de mantener pacto con el diablo, el cual ¡le había revelado lo


futuro!… La profecía comunicada por “el enemigo del género humano” al pobre jesuita


visionario aquél, está concebida en estos términos: "El reo ha confesado que el


demonio, bajo la forma de la bienaventurada Virgen María, le ha ordenado el escribir la


vida del Anticristo; que tenían que existir, a bien decir, tres Anticristos sucesivos, y que


el último nacería en Milán del sacrílego comercio de un fraile con una monja, en


1920…”, y otras enormidades más a este tenor.


…Bajo este tan cristiano estandarte6, y en el breve espacio de catorce años, Tomás de


Torquemada, confesor de la reina Isabel la Católica, quemó a más de diez mil personas


y sentenció al tormento a otras ochenta mil. Orobio, el famoso escritor que, por espacio


de tanto tiempo permaneció encarcelado escapando difícilmente a la hoguera,


inmortalizó esta institución en sus obras una vez que se vio libertado en Holanda, no


encontrando mejor argumento contra la Santa Iglesia que abrazar la fe judaica, y hasta


someterse a la circuncisión.


…Granger, por su parte, nos refiere la historia de aquel famoso caballo a quien, por


artes mágicas, se decía que se le había enseñado a señalar los lugares en un mapa y la


hora en el reloj. El caballo y su dueño fueron acusados por el Santo Oficio de tener


pacto con el demonio y ambos fueron quemados, con gran ceremonia, como hechiceros,


en un auto de fe celebrado en Lisboa el año de 1601. Tamaña institución del


Cristianismo llegó a tener hasta su correspondiente Dante que la inmortalizase:


“Macedo, jesuita portugués –dice el autor de la Demonología –descubrió el origen de la


Santa Inquisición nada menos que en el paraíso terrenal, pretendiendo que el mismo


Dios fue el primero que empezó a desempeñar el oficio de inquisidor, tanto con Caín


como con los impíos fabricantes de la Torre de Babel”.


Ciertamente, añadimos, que en ninguna parte fueron más practicadas por el clero las


artes de la hechicería y de la magia que en España y Portugal, debido a que los moros


habían estado siempre versadísimos en las ciencias ocultas, y a que en Toledo,


Salamanca, Sevilla, etc., existieron grandes escuelas de magia. Los cabalistas


salmantinos es fama que eran muy expertos en todas las ciencias ocultas; conocían las


virtudes de las piedras preciosas y habían arrancado a la Inquisición sus más preciados


secretos.


El cura de Barjota, de la diócesis española de Calahorra, vino a ser la maravilla del siglo


XVI por sus mágicos poderes. El más extraordinario de sus hechos era el de poderse


trasladar a los países más distantes, presenciar en ellos los más interesantes sucesos y


profetizarlos luego al volver a su vicaría. Añade la Crónica que el cura contaba al efecto


con un demonio familiar, pero que luego fue ingrato con éste, dándose trazas para


engañarle. Informado por el tal demonio acerca de una conspiración que se tramaba


contra el Papa por sus galanteos excesivos con cierta hermosa dama, el buen cura se


transportó en doble astral a Roma, salvando así la vida de Su Santidad. Después de ello


se arrepintió; confesó sus pecados al galante Papa, y fue absuelto. “A su regreso de


6 Se refiere al estandarte de la Santa Inquisición, sacado de un original que existe en la biblioteca de El


Escorial, donde, al pie del inmaculado trono del Todopoderoso, figura una cruz carmesí con una rama de


olivo a un lado y al otro una espada tinta en sangre hasta su empuñadura y escrito en letras de oro el


lema de los Salmos, que dice: Exurge, Domine, et judica causam mean.


Roma, y por mera fórmula, fue puesto bajo la custodia de los inquisidores, pero fue


perdonado y recobró su libertad al poco tiempo”.


Fray Pedro, monje dominico del siglo XVI –el propio mago que se dice regaló al


famoso licenciado Eugenio Torralba, médico del almirante de Castilla, un demonio


llamado Ezequiel –debió su mucha fama al subsiguiente proceso que por ello hubo de


descargar sobre el antedicho Torralba. El extraordinario proceso está descrito en los


documentos que se conservan en los Archivos de la Inquisición. El cardenal de Volterra


y el de Santa Cruz testimonian que vieron a Ezequiel y tuvieron íntimos tratos con el


mismo, quien, a la postre, resultó ser, durante el resto de la vida de Torralba, un


elemental puro y bondadoso, que llevó a cabo mil acciones benéficas y se mantuvo fiel


a dicho médico hasta el último momento de su vida. La propia Inquisición, teniendo en


cuenta esto, absolvió a Torralba, y, aunque la sátira de Cervantes le ha asegurado una


fama inmortal, ni Torralba, ni el monje Pedro son unos héroes ficticios, sino personajes


históricos, citados en los documentos eclesiásticos que existen en Roma y en Cuenca,


en cuya ciudad se ventiló el proceso el día 29 de Enero de 1530.


El libro del Dr. W. G. Soldan, Geschichte der Hexen procese, aus den Quellen


dargestelli, de Stutgart, ha llegado a ser tan famoso en Alemania como en Francia lo


fuera la Demonología, de Bodin. Es el tratado alemán más completo sobre la hechicería


en el siglo XVI, y cuantos sientan interés por saber las secretas maquinaciones que


motivaron aquellos asesinatos a millares perpetrados por un clero que pretendía creer


en el diablo, las encontrará divulgadas en dicha obra. El verdadero origen de las diarias


acusaciones y sentencias de muerte por hechicería es hábilmente atribuido a


enemistades políticas y personales, en especial al odio de los católicos contra los


protestantes. La astuta labor de los jesuitas se manifiesta en cada una de las páginas de


aquellas sangrientas tragedias, y en Bamberg y Wurzbourg, donde estos dignos hijos de


Loyola eran más poderosos por aquel tiempo, eran donde con más frecuencia se


presentaban los casos de hechiceria.


Los falsificadores eclesiásticos que acusan a la magia, al espiritismo y hasta el


magnetismo de ser producidos por el demonio, o han olvidado o jamás han leído a los


clásicos. Ninguno de nuestros hipócritas han mirado con más desprecio los abusos de la


magia como el verdadero iniciado de la antigüedad. Ninguna ley medioeval ni moderna


pudo ser tan severa como la del hierofante, porque si bien expulsaba al brujo


“inconsciente”, a la persona perturbada por un demonio, del interior de los templos, los


sacerdotes, en lugar de quemarlos despiadadamente, cuidaban con tierna solicitud al


infeliz “poseso” en hospitales donde se le devolvía la salud. Pero respecto de aquel que,


por medio de hechicería consciente, había adquirido poderes peligrosos para sus


semejantes, los sacerdotes de la antigüedad eran severísimos. “Cualquier persona


accidentalmente culpable de homicidio, o convicta de brujería era excluida de los


misterios de Eleusis” –dice Taylor en su obra Los Misterios báquicos y eleusinos –La


pretensión de Agustín de que todas las explicaciones dadas sobre ello por los


neoplatónicos eran invenciones de éstos, es absurda, por cuanto casi todas ellas están


expuestas, más o menos explícitamente, por el propio Platón. Los Misterios son tan






antiguos como el mundo, y cualquiera bien versado en el esoterismo de las mitologías


de las diversas naciones puede seguir sus huellas hasta los días del período antevédico


en la India. En ésta se exige al candidato a la iniciación la virtud y pureza más estrictas,


tanto si pretende ser un Sannyasi, un santo, como si desea ser un Purohita o sacerdote


público, bien, en fin, si se contenta con ser un mero faquir… ¡Indudablemente el


ejercicio de las virtudes exigidas aún para este último caso, es incompatible con la idea


que aquí en Occidente tenemos del culto diabólico y de sus lascivos fines!…


Estos faquires, aunque no pueden pasar nunca del primer grado de la iniciación, son,


no obstante los únicos agentes entre el mundo de los vivos y los “silenciosos hermanos”,


o sannyasis, quienes jamás cruzan ya los umbrales de sus sagradas viviendas. Los


fukarayoguis están eternamente adscriptos a sus templos y, ¿quién sabe si estos


cenobitas, aislados así del mundo profano, tienen que ver mucho más de lo que


comúnmente se cree, con los fenómenos psicológicos operados siempre bajo su oculta


dirección por los faquires, tan gráficamente descriptos por Luis Jacolliot…, ese


“escéptico y empedernido racionalista” como él mismo se jacta de ser en su obra


L´Espiritisme dans le monde?… No obstante su incorregible racionalismo, este autor


francés se vio obligado a admitir las mayores maravillas respecto de los faquires, vistas


por su propios ojos en su larga residencia en la India.


Por regla general los brahmanes –dice Jacolliot –rara vez pasan de la clase de grihastas


o sacerdotes de las castas vulgares, y purohilas, exorcistas, adivinos, profetas y


evocadores de espíritus. Y no obstante vemos… que estos iniciados del grado inferior


se atribuyen, y parecen poseer en efecto, unas facultades desarrolladas hasta un grado


tal, que jamás han sido igualadas en Europa. En cuanto a los iniciados pertenecientes a


la segunda y en especial a la tercera categoría, tienen la pretensión de no conocer el


tiempo ni el espacio, y de ser hasta dueños de la muerte y de la vida. Iniciados de estas


clases confiesa Jacolliot que no los encontró nunca, porque, –añade –“no se les ve jamás


ni en las cercanías ni aun en el interior de los templos, excepto en la fiesta lustral del


fuego sagrado. En esta ocasión aparecen a media noche, en una plataforma erigida en el


centro del estanque sagrado, cual otros tantos espectros, e iluminando el espacio con


sus conjuros. Una brillante columna de luz se eleva en torno de ellos desde el suelo al


cielo; surcan el aire los más extraños sonidos y los cinco o seis mil fieles llegados de


todos los puntos de la India para contemplar un instante a aquellos semidioses, se


prosternan invocando a las almas de sus antepasados queridos”.






ASESINATO A DISTANCIA7


Cierta mañana de 1867, una espantosa noticia conmovió a todo el Oriente


europeo: Miguel Obrenovitch, rey de Servía; su tía Katinka, o Catalina, y la hija


de ésta, habían sido asesinados en pleno día en el propio jardín de su palacio, sin


saberse quiénes fueran los asesinos. El príncipe estaba cosido materialmente a


puñaladas y acribillado a tiros; la princesa Catalina tenía deshecha la cabeza a golpes, y


su joven hija agonizaba a consecuencia de sus heridas. Todas las circunstancias del


terrible crimen causaron, como era natural, una excitación y una ansiedad general


rayanas en la locura.


Desde aquel instante cruel, de Bucarest hasta Trieste, así en el Imperio austriaco como


en todos los países dependientes del dudoso protectorado de Turquía, ningún


aristócrata de sangre, ni príncipe, se creyó seguro y se extendió doquiera el rumor de


que aquel crimen político había sido ejecutado por Tzerno–Guorgey, o sea por el


príncipe Kara–Georgevitch. Numerosos inocentes fueron encarcelados, mientras que,


como suele suceder siempre, lograron escapar los verdaderos regicidas. Un niño, muy


amado en Servia, próximo pariente de las víctimas, fue sacado de un colegio parisiense,


conducido con toda pompa a Belgrado y coronado como rey de Servía bajo el nombre


de Hospodar.


Dado lo que son en todos los pueblos las pasiones políticas, la tragedia de Belgrado se


olvidó, borrándose con ello las rivalidades y odios que ella despertara. Pero había una


anciana matrona servía, ligada por los más íntimos afectos a la familia de los


Obrenovitch, y que, como Raquel, no se avenía fácilmente a consolarse con la muerte


de los suyos. Proclamado el joven Obrenovitch, sobrino que era del príncipe asesinado,


la matrona misteriosa vendió su patrimonio y desapareció de la vista de todos, no sin


jurar antes, sobre la tumba de las víctimas, que las vengaría.


Quien escribe esta verídica historia había pasado unos días en Belgrado tres meses


antes de cometerse el crimen, y conocía a la princesa Katinka, que era una criatura


muelle, abúlica, pero llena de bondad, y una perfecta parisina por su excelente trato y


educación. En cuanto a los personajes que figuran en esta narración, como aún viven,


ocultaré su s nombres bajo sus iniciales.


La anciana servía aquella de nuestro relato, que de tal manera había jurado venganza,


salía muy poco de su casa, ni aun para visitar de tarde en tarde a su amiga la princesa


Katinka. Lánguidamente reclinada sobre tapices y orientales almohadones y ataviada


7 Este relato está tomado de la Revista A Modern Panarion, quien inserta la carta que sobre él dirigió H. P.


B. al editor de The Sun.


con el típico vestido nacional, recordaba a la propia Sibila de Cumas en sus días de


tranquilo reposo y alejamiento del mundo.


Cierto que se contaban extrañas historias acerca de los conocimientos ocultos de


aquella solitaria mujer, circulando entre los huéspedes reunidos alrededor del hogar de


nuestra modesta posada relatos aterradores, capaces de poner los pelos de punta al


más valiente. El primo de una solterona tía de nuestro obeso posadero, había caído


cierto día bajo la garra de un vampiro cruel que estuvo a punto de desangrarle y matarle


con sus continuadas visitas nocturnas. Vanos fueron los esfuerzos del pobre cura de la


parroquia que le exorcizara, y ya desesperaban todos acerca de la victima, cuando


Gospoja P. –así llamaré desde ahora a la misteriosa sibila –le curó al joven, ahuyentando


al espíritu obsesor con sólo amenazarle con el puño y reprenderle en su propia lengua.


Allí, en Belgrado fue, pues, donde aprendí el curioso detalle de que todos los fantasmas


tienen un lenguaje peculiar suyo.


Añadamos también que Gospoja P., o séase la anciana en cuestión, tenía como


sirviente a una joven gitana de unos catorce años, procedente de Rumania, gitana


llamada a desempeñar un gran papel en este espantoso relato. Quiénes fueron los


padres de la muchacha y cuál el lugar de su, nacimiento, lo ignoraban todos, incluso ella


misma. A mí se me contó que una tropa de vagabundos la habían abandonado un día en


el patio de la Gospoja P., y que ella respondía por el nombre de Frosya o “la niña


sonámbula”, por su rara anormalidad de dormirse sonambúlicamente a la menor


insinuación y de hablar en este estado cual una médium autómata.


Por aquel entonces viajaba yo mucho. Diez y ocho meses después del asesinato del


príncipe servio, recorría la pintoresca comarca italiana de Banat en un carricoche de mi


propiedad, para el que iba alquilando sucesivamente caballo en las localidades que


visitaba.


Cierto día de mi peregrinación, extasiada con la contemplación de las bellezas del


paisaje, estuve a punto de atropellar, distraída, a un anciano sabio francés, quien, como


yo, recorría, aunque a pie, aquellos lugares. Simpatizamos ambos, y sin ceremonias


enfadosas, aceptó el puesto que yo le ofrecí de buena voluntad a mi lado, un modesto


asiento de heno en mi carro, de constante traqueteo. El nombre del científico francés


era célebre en las Sociedades consagradas a los estudios del magnetismo y sus


similares, como uno de los mejores discípulos de Dupotet.


–¡Cuánto me alegro de nuestro encuentro! –me dijo mi sabio compañero en el curso de


nuestra científica conversación. En esta solitaria Tebaida deliciosa he encontrado un


“sujeto sensitivo”, una muchacha de lo más notable que darse puede. ¡Es una maravilla, y


por su mediación tratamos esta noche, con su familia, de descubrir, mediante sus dotes


clarividentes, el misterio que rodea a cierto asesinato.


–¿De quién se trata? –pregunté curiosa.


–De una gitanilla rumana, quien parece se ha criado entre la familia del príncipe de


Servía, aquel príncipe que ya no existe, porque pronto, hará dos años que fue asesinado


del modo más miste… ¡Eh, diable, tened cuidado, que nos vamos a despeñar por ese


precipicio! – se interrumpió a sí propio el francés, arrebatándome las riendas del


caballo.


–¿Acaso el príncipe Obrenovitch? –exclamé alarmadísima.


–¡El mismo!, y como os digo –continuó el francés –pienso llegar junto a la aldea esta


misma noche para ultimar allí una serie de sesiones de magnetismo, desarrollando con


dicho fin una de las más admirables manifestaciones que yacen ocultas en el fondo de


nuestro espíritu. Si os prestáis a acompañarme, podréis servir de intérprete, puesto que


aquella familia no habla el francés.


A mí, con aquello, no me cabía la menor duda de que se trataba de Frosya y de que


Gospoja P. la acompañaría, como así resultó bien pronto.


Caía la tarde y llegábamos a la falda de una montaña: le vieux château, como el buen


francés dió en llamarla. En uno de aquellos sombríos albergues de la poética falda nos


detuvimos, sentándonos en un rústico banco de la entrada. Mientras que mi compañero


de viaje cuidaba galantemente de mi caballo, vi sobre un inseguro puentecillo de la


torrentera vecina la figura espectral, pálida y alta de mi antigua amiga Gospoja P…,


quien no pareció mostrar sorpresa alguna por ello. Al llegar a mí me saludó con el triple


beso en ambas mejillas, característico de Servia, y me condujo cariñosamente a su choza


de hiedra, donde, reclinada en una alfombrilla sobre la hierba y con la espalda contra la


pared, reconocí a la joven Frosya…


Frosya vestía el clásico traje válaco; una especie de turbante de gasa con cintas y


doradas medallitas; camisa blanca de mangas abiertas y falda de chillones colores. Su


cara presentaba una palidez extremada, sus ojos cerrados, daban a su cuerpo ese


aspecto de estatua peculiar a todos los sonámbulos clarividentes, hasta el punto de que,


a no ser por el ritmo respiratorio de su pecho adornado de medallas y sartas de collares


de cuentas, se la hubiera creído muerta. El francés me dijo que la había ya dormido de


igual modo que la noche antes, y sin reparar más en nuestra presencia, les dió unos


cuantos pases y la llevó al estado cataléptico. Cerróla después uno por uno los dedos de


la derecha, salvo el índice, con el cual la hizo señalar a la estrella de la tarde, que lucía


esplendorosa en el inmenso azul del cielo. Siguió así regulando los pases magnéticos y


manejando los invisibles pero poderosos fluidos de Frosya como un hábil pintor que da


los últimos toques a su cuadro. En aquel momento, la anciana le detuvo y le dijo en voz


baja:


–Esperad a las nueve, a que se oculte el hermoso lucero. Los vurdalakis vagan en


derredor y pueden contrarrestar nuestra influencia.


–¿Qué es lo que decís? –opuso, contrariado, el magnetizador.


Yo le expliqué a éste entonces qué eran en Oriente los vurdalakis y su perniciosa


intervención, tan temida por la anciana.


–¡Vurdalakis! ¡Bah! Harto tenemos ya con los espíritus cristianos que acaso nos honren


esta noche con su visita.


La Gospoja se había tornado pálida como una muerta; su entrecejo tenía un


fruncimiento pavoroso, y sus encendidos ojos chispeaban fatídicos.


–Decidle que no se chancée en momentos como los de estas horas nocturnas.


–exclamó –Este señor no conoce el país y no sabe que hasta la misma santa iglesia de


ahí enfrente sería impotente para protegernos contra la irritación de los vurdalakis.


Y, empujando con desagrado un manojo de hierbas que había dejado en el suelo el


botánico francés, añadió:


–¿Qué envoltorio es este? ¡Son plantas de verbena, la hierba de San Juan, que no


deben dejarse aquí, so pena de atraer a los vagabundos vampiros!


La noche había ya extendido su manto por completo, y la luna, con su luz plateada de


fantasmagóricos tintes, realzaba el misterioso ámbito del paisaje, en una de aquellas


placideces del Banat que resultan tan hermosas casi corno las del Oriente. Nos


hallábamos operando el fenómeno magnético, en medio de aquel campo, porque el


pobre párroco de la aldea había dicho al magnetizador:


–Alejaos del lugar, no sea que invadan su recinto y el de la iglesia vuestros demonios


extranjeros, contra los que, como extranjeros, no tendrán valor mis exorcismos.


El francés se había quitado su guardapolvo de viaje y arrollado las mangas de su


camisa, tomando la actitud teatral tan del caso en semejantes operaciones


magnetizadoras. Bajo sus dedos nerviosos, el fluido parecía resplandecer como luces


fosfóricas. Frosya, cara a cara de la luna, nos dejaba ver todos sus movimientos


convulsivos cual si de día fuese. Grandes goterones de sudor surgían de su frente,


resbalando por sus demacradas mejillas. Seguidamente la muchacha inició un lento


vaivén de inquietud, y comenzó a entonar una salmodia extraña, cuyas notas y palabras


recogía ávida Gospoja, transformada en la estatua de la atención, con su dedo huesoso


en los labios; los ojos saltándose de sus órbitas; su cuerpo inerte y una actitud de


ansiedad indescriptible, formando con la joven Frosya un contraste digno de ser


inmortalizado en un cuadro. Además, la escena toda que empezó seguidamente a


desarrollarse, era harto digna de cualquiera de las más trágicas del Macbeth: la infeliz


muchacha, retorciéndose atormentada bajo los tan invisibles corno poderosos fluidos


que sobre ella descargaba su tiránico magnetizador, y de otro lado la vieja matrona,


obsesionada por su sed ardiente de venganza, y esperando oír pronunciar, al fin, de un


momento a otro, el nombre del asesino de su amado príncipe servio. Hasta el


omnipotente magnetizador francés parecía transfigurado; erizada eléctricamente su


nívea y rizada cabellera, y agigantada de un modo increíble su tosca y pequeña estatura.


No había, pues, allí engaño ni teatralidad, sino una de las más estupendas y aterradoras


experiencias de magnetismo nativo, bien por encima de los más altos conocimientos


ocultistas del que la había provocado inconscientemente.


Súbito, como movida por un resorte y un poder sobrenaturales, Frosya se puso en pie;


no aguardaba más para lanzarse hacia lo desconocido cual una autómata, que a recibir


las órdenes del que en aquellos instantes era su omnímodo dueño. Este, entonces, tomó


solemnemente la mano de la Gospoja y, colocándola sobre la de la sonámbula, ordenó a


esta última que obedeciese a aquélla.


–¿Qué es lo que ves, hija mía? –murmuró ansiosamente la señora servia –¿Puede,


acaso, tu espíritu, dar con los asesinos de nuestro príncipe y decirme sus nombres?


–¡Busca, pues, solícita, lo que la señora te manda! –ordenó a su vez, con firmeza, el


magnetizador.


–Ya estoy en camino –exclamó débilmente la chiquilla con vocecita que, más que de


sus labios, parecía salir de su doble y a corta distancia.


Imposible describir con acierto lo que en este momento aconteció. Algo así como una


nube blanquecina e informe se fue condensando al lado de Frosya, envolviéndola


primero con su azulada y metálica luz y destacándose claramente después a su lado con


cárdenos, cloróticos destellos de relámpago, cual un cuerpo nuevo y brillante junto a


cuerpo material, para separarse de éste al fin, coherente, semisólido y, después de flotar


unos segundos sobre el espacio, lanzarse raudo y silencioso hacia el riachuelo,


desapareciendo al fin corriente abajo en la lontananza, confundido con los rayos de la


luna, cual jirón de niebla deshecho en noche otoñal.


No hay que añadir que la escena tenía absorbida todas mis potencias bajo un sopor de


ensueño misterioso. ¡Veía, en efecto, desarrollarse ante mis ojos espantados nada


menos que la evocación de los scin–leca de Oriente! Dupotet tenía razón al afirmar,


corno lo hizo, que el magnetismo occidental no es sino la magia consciente de los


antiguos, y el espiritismo el inconsciente efecto de la misma magia sobra ciertos


organismos neurasténicos.


Conviene añadir que, no bien el vaporoso doble astral de la joven se había


desprendido de su cuerpo físico, la pérfida Gospoja, con un veloz movimiento de la


mano que tenía libre, había sacado de debajo su abrigo y colocado en el seno de la


magnetizada un pequeño estilete o puñal, todo con tal rapidez, que ni el mismo


magnetizador se dió cuenta de ello, según me dijo luego. Siguió entonces un sepulcral


silencio, en el que se oía casi el emocionado latido de nuestros respectivos corazones,


mientras que nuestros cuerpos parecían haberse petrificado de sorpresa como el de la


mujer de Lot. Mas, a poco, la sonámbula lanzó un estridente grito que conmovió los


ecos de la montaña, al par que se inclinaba hacia delante. Empuñando el huido estilete,


comenzó a esgrimirle con saña a diestro y siniestro, en su alrededor, con la más salvaje


sonrisa de la venganza satisfecha, en aquellos sus enemigos imaginarios, y lanzando


espuma por la boca, al par que pronunciaba varias veces, entre incoherentes


exclamaciones guturales, dos vulgares nombres cristianos de hombre… El


magnetizador, al ver aquello, se había aterrado de tal forma que, en vez de descargar de


fluidos a la sonámbula en aquella escena de angustia, la cargaba más y más de ellos,


vigorizándola.


–¡Desgraciado, deteneos! – le grité exasperada –¡La vais a matar, si es que ella no llega


a mataros!


El imprudente magnetizador, sin darse cuenta, había despertado, a no dudarlo, sutiles


fuerzas o entidades de la Naturaleza Oculta sobré las que carecía de todo poder. La


sonámbula misma, en su paroxismo homicida, le asestó con saña una tremenda


puñalada que él pudo evitar dando oblicuamente un gran salto, pero no sin que


recibiera un rasguño de consideración en el brazo derecho. Aterrado así el infeliz


francés, trepó con la agilidad de un gato perseguido al muro vecino, en el que se puso a


cabalgar a horcajadas, al par que, temblando aún de miedo, alcanzó a reunir los restos


de su desecha voluntad para lograr que, al fin, soltase la muchacha el arma y quedase


paralizada.


–¿Qué habéis hecho, desgraciada? –gritó entonces a Frosya el magnetizador en su


nativa lengua francesa –¡Responded, claramente, al punto!


A lo que ésta contestó en el más correcto parisién con gran estupefacción mía, pues


sabía que normalmente la chiquilla ignoraba aquella lengua:


–No he hecho otra cosa que… lo que ella me ha ordenado que hiciese, y eso porque


vos mismo me habíais exigido que la obedeciese en todo…


–¿Pues qué es lo que os ha mandado hacer la vieja bruja? –añadió el francés


irrespetuosamente.


–Que encontrase a los asesinos del príncipe de… y que, así que los viera, los matase,


como lo acabo de hacer… ¡Oh, qué felicidad; vengados, vengados al fin! –añadió ya en


su propia lengua.


Una estruendosa exclamación triunfal de la Gospoja acogió estas últimas frases de la


inconsciente sonámbula. Una carcajada infernal de venganza satisfecha, carcajada que


hizo ladrar lúgubremente a todos los perros de los contornos.


–Vengada, sí, vengada; ¡lo sabía! Mi corazón no me engaña al decirme que aquellos


infames criminales han dejado ya de existir –exclamó –y cayó al suelo agotada de


nervios, arrastrando con ella a la sonámbula.


–¡Oh, y qué buen sujeto de experiencias es esta muchacha! –dijo el pobre francés, bien


ajeno al verdadero desenlace de aquella inocente práctica de magia de mala ley


–¡Peligrosa sí, pero admirable! –terminó frotándose las manos contentísimo.


De allí a pocas horas me separé del pobre francés, de la Gospoja y de Frosya. Tres días


más tarde me hallaba en el comedor de un buen hotel en T… esperando que me


sirviesen el desayuno. Mi vista se fijó distraídamente en un periódico, donde con


sorpresa inaudita leí:


“Dos muertes misteriosas.


Viena…


Anoche a las nueve y cuarenta y cinco minutos, cuando el Príncipe se retiraba a su


cámara, dos señores de su séquito dieron las más vivas muestras de angustioso terror,


tambaleándose como ebrios por el ámbito de la cámara, cual si pretendiesen esquivar


los golpes de un invisible asesino. Incapacitados de prestar atención a las preguntas del


Príncipe y del resto de los circunstantes, cayeron prontamente en el suelo en medio de


una extraña agonía. Sus cuerpos no mostraban señal alguna de heridas ni de aplopejía, y


sí sólo en la piel unas manchas grandes y negruzcas, cual de unas absurdas puñaladas


que hubiesen. desgarrado las carnes sin tocar a la epidermis. La autopsia ha mostrado


en aquellas heridas llenas de sangre coagulada, la huella de un instrumento punzante,


un puñal o la punta de una espada. La Facultad de Medicina se ve obligada a confesarse


incapaz de descifrar tamaño enigma científico. En las altas esferas reina gran excitación


con este motivo…”






LA MANO MISTERIOSA8


Acabábamos de almorzar, y en esas horas de modorra de la siesta nos hallábamos


varios amigos reposando sobre nuestras mecedoras en la galería de nuestra


residencia veraniega inmediata a San Petersburgo. La atmósfera caliginosa


8 Por referirse esta historieta, como se ve, a H. P. Blavatsky, la insertaos aquí, tomándola de las Revistas


que la tradujeron bien del Theosophist, Madrás, bien del Listok y del Rebas, de San Petersburgo, revistas


rusas en que apareció por primera vez, dando luego vueltas por las publicaciones diferentes países. En el


artículo en cuestión añade que el caso acaeció 1886, y las personas que en él figuran eran todas


conocidísimas de la buena sociedad rusa.


Por otra parte, según relatos contestes de Olcott, Sinnett, Hartmann y otros, H. P. B. acostumbraba a


realizar actos semejantes de verdadera “protección invisible”, como cuando detuvo en la estepa a un tren


de viajeros próximo ya a un terrible corte de la vía.


Hablando nosotros varias veces con D. José Xifré, el veterano y querido teósofo de la primera hora,


hombre que tantos sacrificios ha hecho por la causa, le hemos oído contar rasgos semejantes con los que


la Maestra le salvó la vida en dos o tres ocasiones memorables, una de ellas cuando iba a tomar un tren


que fue víctima, con muchos de sus viajeros, de un choque espantoso. La escena que en El tesoro de los


lagos de Somiedo fingimos con el alquimista de Cudillero (al final de la parte segunda), está calcada en la


primera entrevista que “le petit espagnol”, como aquélla paternalmente le llamaba, tuvo con la misma en


la isla de Wight… ¡Y cuántas de estas invisibles protecciones no se ven acumuladas o impedidas por la


oposición a ellas del karma de nuestros vicios!


A no ser por estos últimos, serían frecuentísimos los casos como el que subsigue, que tomamos de una


Revista inglesa:


“Mister S. Wilmont, habiendo embarcado en el steamer “City of Limerik” para atravesar el Atlántico,


refiere que durante el viaje hubieron de sufrir una tempestad horrorosa que duró nueve días, durante los


cuales no le había sido posible conciliar el sueño, hasta que la madrugada del noveno, habiéndose


apaciguado algo el viento, se durmió profundamente y soñó que veía a su esposa (la cual habla dejado


bien de salud al tiempo de su partida) abrir la puerta del camarote y, después de dudar un momento al ver


que no estaba solo, entrar resueltamente, colgarse a su cuello, abrazarle y desaparecer.


Al despertar quedó sorprendido al ver que su compañero de camarote, Mr. Williams J. Tait, con la


cabeza apoyada en la mano, le miraba fijamente, y más aún cuando éste le dijo: “–Muy bien; vaya un


desahogo el de usted para recibir aquí la visita de una dama.” Wilmont insistió para obtener una


explicación a estas palabras, siendo rehusada, hasta que más tarde Mr. Tait accedió a contarle lo que


había visto hallándose en su lecho completamente desvelado, y que fue exactamente lo soñado por Mr.


Wilmont. Al siguiente día de desembarcar, Mr. Wilmont fue a buscar a su esposa, que habla ido a visitar a


sus padres, y al encontrarse solos, lo primero que ella le preguntó fue “–¿Has recibido mi visita el


martes?” Y le refirió que se hallaba muy intranquila por él a causa de la tempestad, no pudiendo conciliar


el sueño pensando en el riesgo que podía correr, y que a las cuatro y media de la madrugada le parecía


que se iba hacia él. Atravesando el mar, vio al cabo de cierto tiempo un steamer al cual subió,


descendiendo en seguida al camarote donde él se hallaba; y siguió describiendo la escena y los objetos tal


y como referidos quedan anteriormente.”


presagiaba tempestad, el sol quemaba y reinaba en torno nuestro la inmovilidad y el


silencio más completo.


La dueña de la casa, María Nicolaevne, leía en voz alta uno de los más curiosos relatos


publicados en diferentes diarios y revistas rusas, por H. P. Blavatsky, bajo su


pseudónimo de Radha Bai. El relato se refería a Las azules montañas de Nilgiri, en la


India. Todos escuchábamos embelesados a María, quien leía con entusiasmo aquellas


preciosidades, gesticulando y deteniéndose de cuando en cuando para hacer


observaciones o contestar a las que se le hacían. Necesitada, al fin, de un descanso en la


lectura, abandonó un momento. el libro, exclamando:


–¡Cuán maravilloso es todo esto!


–Cierto –replicó escéptico un caballero de los de la concurrencia –todo cuanto nos


narra Radha Bai acerca de las hechicerías aterradoras de los Mula–Kurumba de aquellas


montañas, es muy hermoso, pero, pura invención; meros cuentos de hadas, para niños.


Aquella dura frase nos desagradó a todos, pero a quien más exasperó fue a María


Nikolaevne, la cual, en brusco movimiento nervioso, se dejó caer los lentes. La burlona


indicación procedía del elocuente e infatigable orador ruso Pietre Petrovitch.


–Antes de expresaros así –le contestó la dama –necesitaríais, querido Petrovitch, leer


por entero la obra con todas las mil citas eruditas que la avaloran, citas que…


–Yo me permitiría, sin embargo, preguntar una cosa –interrumpió obstinadamente el


notable orador –¿Cómo sabe usted, señora, que tales referencias no son fantasmagorías


de algún pobre pseudo–sabio hindú? ¿Cómo admite tan de ligero las citas de autores


ingleses y de otros países, que se hacen en el libro, ni si tienen ellos o no, en último


extremo, la autoridad debida?


–Perdóneme, querido amigo. Radha Bai no ha escrito estas páginas sólo para usted y


para mí, sino para públicos agresivos y de diferentes opiniones. Yo la conozco bien y sé


que no ha pensado jamás en engañar a su amado público ruso, ni a los demás públicos


serios para los que con tanta frecuencia escribe. Puedo citar, además, acerca de estos


mismos asuntos a un testigo veraz y que está bien vivo…


–La opinión es libre, señora. Usted puede muy bien creer, a ojos cerrados, todas estas


cosas, pero a mí, por mi parte, también me es lícito el deputarlas como una completa


sarta de embustes y…


Acaeció entonces una cosa singularísima e inexplicable. Al pronunciar el señor Pietre


Petrovitch aquella última palabra “embuste”, dió un repentino salto sobre su asiento


cual si le hubiese mordido una víbora. Seguidamente echó a correr escalera abajo como


un loco; requisó todos los objetos debajo la galería; examinó uno por uno, con


minucioso esmero, todos los macizos del jardín, y, pálido como un muerto, retornó a


nuestro lado, en la terraza.


–¿Qué es lo que le ocurre, amigo? –exclamó alarmada e intentando socorrerle, María


Nikolaevne.


Petrovitch no contestó, sino que revisó segunda vez los peldaños de la escalera, los


techos, y todo, en fin, y hasta recorrió con mirada escrutadora los últimos confines del


bosque.


–Pero, ¿qué es lo que está usted buscando, en fin?–exclamamos todos exasperados.


–No, nada… –dijo vacilante el doctor Pietre, con voz imperceptible y enjugándose las


gruesas gotas de sudor frío que brotaban de su frente –Acaso se trata de una broma


que…


–¿Una broma? –insistimos, llenos de extrañeza.


–Pero, en serio, ¿es que no han visto ustedes realmente a nadie? acabó por preguntar,


ansioso, nuestro hombre.


Unos a otros nos miramos todos entonces, como dudando de lo que oíamos y hasta


temiendo por la razón del escéptico amigo. Después respondimos a una:


–No; no hemos visto a nadie, fuera de los aquí presentes, desde hace rato.


–¡Pues yo sí que he visto a alguien! –balbuceó el doctor… ¡Y he visto y tocado una


mano también! Una mano que…


–¿Qué es lo que decís?…


–Sí; que he visto una mano, indudablemente de mujer; una mano blanca, aristocrática


y transparente cruzada por venas azules. juraría corno que alguien que hubiese venido


no sé cómo del jardín frontero me hubiese cogido familiarmente por el brazo,


apretándomelo hasta tres veces, cual si tratase de arrastrarme hacia afuera de la


galería… Tal decía, respirando con dificultad y pálido como la cera, el bueno de Pietre


Petrovitch.


–Sin duda lo ha soñado –le dijimos para tranquilizarle.


–No lo sé si ha sido visión o ensueño –añadió –lo que sí sé es que he tenido el tiempo


suficiente para examinar la mano por completo, pues que ha permanecido algunos


segundos asida a mi brazo corno unas tenazas, y acabando por fundirse en mi brazo


como un efluvio nervioso o eléctrico.


–Esta es buena lección, sin duda –arguyó la señora Nikolaevne solemnemente –Sabed


que es la propia forma astral de Radha Bai la que se le ha mostrado y le ha cogido por el


brazo para hacerle a usted la cariñosa advertencia de que se abstenga de calumniarla


ante las gentes en lo sucesivo.


El aspecto de Pietre Petrovitch era el de un hombre atontado; entenebrecido como


ante realidades de un orden muy superior a cuanto buenamente imaginase nunca.


Distraído, absorto, y como si aun le durase el astral contacto de la mano, examinaba una


y otra vez la manga de su chaquet. Luego tornó a su búsqueda por el jardín, como un


hombre maniático que trata de perseguir la sombra de lo que ya no existe…Todos le


seguimos…


Entretanto, la tensión eléctrica se había hecho insoportable. Fulguró el relámpago,


estalló instantáneo un horrísono trueno, y vimos caer al par casi sobre nuestras cabezas


el rayo…Un momento más, y todo el alero del tejado de la casa que acabábamos de


abandonar, se desplomó con estrépito sobre la galería aquella, en la que un momento


antes estábamos leyendo la mágica obra de Radha–Baf…


En medio del terror que nos inmovilizó a todos en el jardín, se oía la entrecortada voz


de angustia de Pietre Petrovitch, que decía ya con patéticos acentos de convencido:


–¡La mano! ¡Sí; su mano aristocrática e inconfundible, que me quería arrastrar fuera de


la galería para salvarme y salvarles del peligro…!


–Todos asentimos de corazón, aterrados y sin decir palabra. En efecto, ¡era demasiado


elocuente todo aquello para ser frívolamente considerado!






EL ALMA DE UN VIOLÍN


I


Un anciano alemán, profesor de música, llegó a París cierto día del año 1828,


estableciéndose muy modestamente en uno de los barrios más tranquilos de la


gran urbe, con uno de sus discípulos. El nombre del anciano era el de Samuel


Klaus y el del joven respondía al mucho más poético de Franz Stenio.


Era este último un novel violinista dotado, según la fama, de un talento musical


extraordinario; casi milagroso, mas, como era pobre y sin una reputación europea,


todavía permaneció varios años desconocido e inapreciado en el seno de la capital de


Francia, metrópoli de la siempre caprichosa moda occidental.


Franz Stenio había nacido en Steyer, y no contaba aún treinta años en los días a que


nos vamos a referir. Naturalmente soñador y filósofo, con todas esas rarezas místicas


del verdadero hombre de genio, no parecía sino uno de esos héroes inquietantes de los


Cuentos fantásticos de Hoffmann. Sus primeras, edades estaban llenas de cosas


extraordinarias, excéntricas, increíbles, hasta el punto de que nos vemos precisados hoy


a referir su historia brevemente para la mejor inteligencia de este puntual relato.


Nació Stenio en el seno de una familia de piadosos labriegos, moradores de una tan


apartada como apacible aldeíta en el corazón de los Alpes de Steyer, y fue criado, según


se dice, por los propios gnomos y demás genios del país que velaron solícitos en torno


de su cuna. Creció así el niño en ese ambiente mágico de fantasmas, de hadas y de


vampiros que tan esencial papel desempeñan en todos los dulces hogares de Steyer, de


Esclavonia y demás del Austria meridional.


Educado más tarde como estudiante a la sombra de los antiguos castillos rhenanos, se


diría que el joven Franz había vivido toda su vida hasta entonces en ese emocionante


plano llamado “de lo sobrenatural”. Además, durante algunos años estudió algo de


ciencias ocultas con un gran discípulo de Kunrath y de Paracelso, por lo cual era tan


diestro en hechicerías de todo género, incluso en “ceremonias mágicas” y secretos


teóricos de la Alquimia, como el más ladino de los gitanos húngaros.


No obstante todo esto, el joven Franz amaba con delirio la música y, sobre todo y ante


todo, a su violín. Así que, a los veintidós años de edad, arrinconó por completo sus


estudios ocultos, y se consagró desde entonces por entero a su arte, aunque


permaneciendo fiel adorador de los dioses griegos, en especial de las Musas de Euterpe,


en cuyo altar y en el de Pan y de Orfeo rendía el más noble culto de admiración con su


instrumento, que hubiera ansiado parangonar la flauta y la lira de estos últimos dioses.


Las notas de su stradivarius le alejaban sublimes de todo cuanto en este bajo mundo no


fuesen sus ensueños musicales con ninfas, sirenas y demás paganas diosas de la melodía


y de la poesía. Como nube de perfumado incienso, los acentos celestiales de su violín


querido, subían a la altura, mientras que el joven virtuoso soñaba siempre despierto,


viviendo la vida real como a través de un ambiente encantado. Así, aun en su misma


aldea, donde sólo se respiraba magia y brujería, pasó siempre como un niño


singularísimo, y llegó a ser todo un hombre, sin casi haber tenido juventud.


Nunca cautivó al artista una linda cara de muchacha que fuese capaz de arrancarle de


sus solitarios estudios. Su violín eran todos sus amores; en su compañía única había


vivido siempre, sin contar con otro auditorio para sus conciertos musicales que los


dioses y diosas de la Grecia clásica de aquellas sierras. ¡Un ininterrumpido ensueño de


armonía y de luz1


¡Cuán vívidos, cuán gloriosos, pero cuán inútiles eran estos ensueños perdurables del


maravilloso Franz! ¡Él era un héroe de la música como el dios egipcio con su lira, o el


dios griego con su caramillo, y hasta las diosas del amor y de la belleza dejaban sus


excelsas moradas sugestionadas por el arte supremo de las escalas de su violín!…


–¡Oh! –se decía más de una vez el joven en sus nostalgias de un arte nunca oído


–¿Podría yo atraer y encerrar una ninfa del Parnaso en el alma de mi querido violín?


¿Alcanzaría yo a robar algún día ese misterio que se cuenta de los dos grandes dioses de


la música domesticando con mi canto a las fieras y embelesando a los hombres hasta


obligarles también a rendirme culto?


Tales venían siendo los ensueños de Franz, ansioso siempre de esas glorias, tan


efímeras, de la fama entre los hombres. Por desgracia para él, su madre, al enviudar, le


llamó a su lado a la aldea, arrancándole de ;a Universidad alemana en la que llevaba ya


dos años. Esta llamada echó por tierra todos los proyectos del joven, a lo menos en lo


relativo a su inmediato porvenir, pues, que fuera de su aldea y al calar de su casa, no


contaba con los medios necesarios para satisfacer sus necesidades, por limitadas que


ellas fuesen.


Para colmo, su madre, que constituía su único amor en la tierra, falleció a poco de


haber estrechado entre sus brazos a su amado benjamín, y aun se dió el caso, no sé por


qué, de que las comadre s de la aldehuela desataron cruelmente sus lenguas respecto de


las verdaderas causas determinantes de la muerte de la aldeana, relacionándolas acaso


con la estancia de su hijo.


La señora viuda de Stenio, en efecto, antes de regresar su Franz, era una mujer alegre,


fuerte y joven todavía; un alma piadosa y temerosa, además, de Dios; que jamás faltó a


misa ni dejó nunca de orar a diario. Sin embargo de ello, el primer domingo que siguió a


la llegada del joven estudiante, cuando la pobre aldeana, limpiaba del polvo de varios


años el librito de oraciones que Franz había usado en su infancia cuando se sentaba a su


lado en la iglesia, y en el momento, en fin, en que el alegre repique de las campanas


resonaba llamando a todos para la santa misa, la amante madre escuchó, con escalofrío


mortal, cómo las sonoras campanadas aquellas eran ahogadas por las notas macabras


del violín, respondiendo sarcástico a la llamada con las salvajes melodías de “La danza


de las Brujas”9. Le faltó muy poco para desmayarse a la aldeana cuando su hijo querido


se negó después rotundamente a ir a misa, añadiendo, impío, que todo el tiempo


pasado en la iglesia era tiempo perdido, y que además los ruidosos sones del vetusto


órgano le crispaban sus nervios de artista. Para completar aquel cúmulo de


enormidades blasfemas y mejor acallar las desesperadas súplicas maternales, la invitó el


gran perverso a que escuchase el bellísimo “Himno al Sol”, que acababa de componer.


La buena señora de Stenio perdió desde aquel triste domingo la ordinaria placidez de


su espíritu y fue a desahogar sus angustias y remordimientos a los pies del confesor. La


respuesta del sacerdote a sus dudas llevó su alma sencilla y lógica al borde de la


desesperación, pues de la severidad de aquél no recibió respecto de su hijo sino los más


funestos augurios. Un continuo sobresalto, un terror sin límites avasalló desde entonces


a la anciana, que no dejaba de rezar noche y día por la casi imposible salvación de su


hijo, y, no contenta con hacer en vano los votos más temerarios para lograr ésta, viendo


que ni aun los salmos de latín ni las humildes súplicas en alemán que dirigía a la Corte


celestial entera, daban resultado alguno para con aquel réprobo, hizo varias


peregrinaciones a santuarios distantes, en una de las cuales por los nevados campos del


Tirol la atacó un fuerte enfriamiento que la llevó rápidamente a la tumba. Se veía, pues,


que, en cierto modo, el voto de la señora Stenio se había cumplido, dado que la buena


señora podía ya, en su nuevo estado de después de esta vida, realizar personalmente su


visita a los santos y abogar cerca de ellos por aquel perverso que renegaba de la Iglesia,


nuestra santa Madre; que tenía invencible horror al órgano y que se burlaba de los


sacerdotes y de sus confesonarios.


Bien ajeno estaba Franz a la idea de haber sido el causante verdadero, aunque


inconsciente, de la muerte de su madre; lamentó de todo corazón, y de allí a pocas


semanas vendió todos los trebejos de su casa y las modestas fincas de su hacienda, y,


ligero así de bolsa como de preocupaciones, resolvió recorrer el mundo como un buen


bohemio sin establecerse ni trabajar en nada.


9 Aquelarre (Witches Sabbath o Sábado de las Brujas). – La supuesta danza y asamblea de brujas en algún


paraje solitario, donde se acusaba a las brujas de comunicarse directamente con el diablo. Todas las razas


y todos los pueblos han creído en esto, y algunos creen aún hoy día. Así, el principal punto de reunión de


todas las brujas de Rusia se dice que es la Montaña Pelada (Lissaya Gord), situada cerca de Kief, y en


Alemania, el Brocken, en los montes del Harz. En el viejo Boston (Estados Unidos de América) se


congregaban cerca del “Estanque del Diablo”, en una vasta selva ahora desaparecida. En Salem les dieron


muerte casi a voluntad de los dignatarios de la Iglesia, y en la Carolina del Sur fue quemada una hechicera


en época tan reciente como el año 1865. En Alemania e Inglaterra fueron asesinadas a millares por la


Iglesia y el Estado, después de verse obligadas a mentir y confesar, por la violencia del tormento, su


participación en el “Sábado de las Brujas”. La noche de Santa Walpurgis o Walpurga, cuya fiesta celebra


la Iglesia el día 1.0 de Mayo, noche que aun hoy día ven llegar las gentes sencillas con cierto temor


supersticioso, se hizo famosa en la Edad Media por el aquelarre que celebraban brujos y brujas en la


agreste montaña del Brocken o Blocksberg, el más elevado pico del Harz. Esta escena está


magistralmente descrita en la primera parte del Fausto de Goethe. (Del Glosario Teosófico, por H. P. B.)


Visitó así el joven Franz Stenio las principales ciudades europeas. Depositada su


modesta fortuna en un Banco, recorrió a pie Alemania y Austria, pagando con notas de


su violín los hospedajes en cuantas hosterías y casas de labor visitaba, pasando no pocos


días de la buena. estación entre las verduras de los campos y el augusto silencio de los


bosques umbrosos, cara a cara con la Naturaleza, soñando siempre con los ojos


abiertos, y reduciéndolo todo a armonías a lo Hesiodo o a lo Anacreonte, ni más ni


menos que el alquimista reduce todo a oro. Hasta en sus nocturnos conciertos en las


hosterías y en los prados aldeanos los días de fiesta, los circunstantes eran para su


artística imaginación pastores y pastoras de la feliz Arcadia que le coreaban corno al


propio dios Pan en sus triunfos. El suelo de los salones, prados eran para él de las más


sugestivas creaciones mitológicas; sacerdotes y sacerdotisas de Tersícore aquellos


rudos labriegos y aquellas sanotas hijas de la Alemania rural, de mejillas como frescas


manzanas, labios de cereza y ojos de cielo, bailando como una danza sagrada bajo las


cadencias de un vals…


Su violín, en los momentos solitarios, pasados por su dueño en lo más espeso de la


selva de pinos, parecía animar con fuerzas de sagrada magia a los mismos árboles, a las


peñas, a los musgos, a todo cuanto, como nuevo Orfeo, le rodeaba embelesado, y se


figuraba ver el joven, en el delirio de sus musicales ensueños, que hasta las aguas del


arroyuelo detenían también su curso para seguir oyéndole, mientras la cigüeña, el


águila o el hubo parecían preguntarle en su lenguaje ignorado: ¿Eres tú Franz Stenio, o


el mismo Orfeo redivivo?


Aquel tiempo fue la época más feliz de su existencia de continua exaltación artística;


de divinos deliquios; de ensueños inenarrables. En nada afectaran nunca al joven las


últimas palabras de su madre agonizante, que murmuraran en su oído todos los


horrores de una tan próxima como definitiva condenación. Aquello no podía


compararse más que a su concepto músico del pagano dominio de Plutón, señor del


tétrico reino de las sombras, quien, al oír su instrumento, le daba la bienvenida a sus


estados como a un nuevo libertador de otra Eurídice cual la de Orfeo. Una vez más la


rueda de Isi6n se había parado ante las mágicas cadencias, dando así un descanso al


triste seductor de Juno y un mentís a cuantos creyesen eternos los suplicios de los


condenados en aquella inabordable mansión pues que Franz mismo veía a Tántalo


olvidarse de su inextinguible sed al beber en aquel torrente de armonías; a Sísifo


quedar inmóvil sin sentir ya el peso de su aplastante roca, y sonrientes a las propias


Furias infernales. Vemos, pues, que la mitología clásica era para Franz, como para tantos


otros elegidos, el más seguro antídoto contra los terrores y amenazas teológicas, sobre


la vieja y alta Mitología fortalecida y espiritualizada por la Música. Euterpe, por la


mano de su fiel discípulo Franz, triunfaba, en fin, hasta del infierno mismo.


Pero todo acaba pronto, ¡oh dolor!, en este infame mundo, y los ensueños del joven


Franz no pudieron sustraerse a tamaña ley. Llegó, al fin, cierto día a la ciudad en cuya


universidad enseñaba Samuel Klaus, su viejo profesor de violín. Cuando este santo


anciano vio pobre, huérfano y solo a su discípulo favorito, sintió centuplicársele el


cariño que hacia el Muchacho sentía, y estrechándole contra su noble corazón le adoptó


generoso como hijo.


El violinista Klaus parecía evocar con su grotesca y oronda persona las románicas tallas


medievales, pero, desmintiendo aquellas sus apariencias de trasgo o duende fantástico,


gozaba de uno de los más grandes corazones, de un alma de ternuras femeniles y de una


abnegación no inferior a la de cualquiera de los mártires del Cristianismo. Al referirle su


joven discípulo la historia de los últimos años de su ausencia, el viejo maestro le tomó


por la mano y llevándole a su estudio le dijo tan sólo:


–Abandona la vida errabunda y quédate aquí conmigo. Podrás lograr gloria y dinero.


Yo, anciano y sin familia, no seré más que un padre para ti. Vivamos, pues, juntos,


olvidando todo lo de este mundo, salvo la gloria que en breve tiempo conquistaremos.


Maestro y discípulo acordaron ambos pasar a París, tocando en varias ciudades


alemanas del camino. Con ello, el joven Franz olvidó en breve su vida vagabunda;


desechó las nostalgias de su independencia artística, despertándose, en cambio, su


antigua y dormida ambición de lauros y de oro. Contento desde la muerte de su madre


con el aplauso de los dioses moradores de su volcánica fantasía, quería además el


aplauso también de los hombres mortales. Bajo la severa enseñanza de Klaus, su talento


musical nativo ganaba en vigor y en magia cada día, extendiéndose la fama de sus


méritos rápidamente por ciudades y villas. Las más geniales mentalidades de varios


centros le proclamaron pronto violinista sin rival, el violinista único, con lo cual no hay


que añadir que perdieron la cabeza al fin, tanto el maestro como el discípulo.


Mas la capital de Francia no le concedió de buenas a primeras al joven tamaña


reputación, porque es sabido que París acostumbra a hacerse por si mismo las


reputaciones, sin aceptarlas bajo la fe de otros. Así que el violinista Franz llevaba ya allí


tres años y remontaba aún por la áspera pendiente de su calvario como artista, cuando


le acaeció un suceso que llegó a marchitar todos sus ensueños de gloria. El primer


concierto de Paganini puso a la ciudad–luz en intensa conmoción. El maestro italiano


apareció, y Lutecia entera cayó a sus pies.






II


Llegados a este punto de nuestro relato, conviene recordar una superstición medieval


que ha subsistido hasta mediados del presente siglo, y es la de atribuir todas las


grandezas del genio a que éste mantenía estrecho “pacto con el diablo”.


Todos los artistas, Paganini inclusive, fueron inculpados de semejante pacto.


Del gran violinista Tartini, asombro del siglo XVII, se llegó a decir que sus mágicos


efectos sobre sus auditorios hechizados se debían no más que a sus tratos con los


malignos. Así, su célebre Sonata del Diablo fue causa de las más terribles leyendas. Ella,


conocida también por “El ensueño de Tartini”, se atribuyó a la directa inspiración del


propio Satanás, quien la ejecutó ante Tartini mientras éste dormía, y el propio músico


fue el primer culpable de semejante fama por sus frases imprudentes10.


De tamañas acusaciones brujescas no se han escapado tampoco los más célebres


cantantes, por los efectos maravillosos logrados con su voz sobre sus auditorios


embelesados. La voz sublime de Pasta se atribuía a que su madre, en los tres últimos


meses de su embarazo, había sido arrebatada al cielo, y en medio de su éxtasis, había


tomado parte en un coro de excelsos serafines. La Malibrán debía su voz a Santa


Cecilia, patrona de los músicos, según unos, y al mismísimo diablo, según otros, que ya


la cantaba al oído junto a su cuna para que se durmiese. Por último, el Jubal de Dryden


alcanzó el supremo arte de tocar a guisa de violín en una simple concha marina con


cuerdas, arrastrando¡, sin embargo, a la enloquecida multitud y haciéndola decir que un


ángel del cielo era, y no las cuerdas de la concha, el que producía aquellos sonidos.


El avaro violinista italiano de Paganini no podía menos de tener otra leyenda análoga,


porque sin ella eran inexplicables sus prodigios. Eran tales, en efecto, las emociones que


con su instrumento despertaba en sus auditorios, que se dice que el gran Rossini lloró


como una muchacha sentimental alemana al escucharle por vez primera. La princesa


Elisa de Lucca, hermana de Napoleón I, y a cuyo servicio estuvo algún tiempo como


director de su orquesta privada Paganini, no podía oír las primeras notas del músico sin


desmayarse al punto. La magia de su arco le permitía al gran artista determinar a


voluntad los más aparatosos ataques histéricos en las mujeres y despertar entre los


hombres fuertes el más loco frenesí, haciendo de cualquier cobarde un héroe, y del


soldado más aguerrido, una nerviosa chicuela. De aquí el que las leyendas macabras


acerca del artista hubiesen tomado tanto pábulo especialmente y esto no se decía por


nadie sin terror y de oído a oído–, que todo aquello se debía no más a que las cuerdas


de su violín no eran como las de los demás instrumentos, sino que estaban torcidas con


verdaderos intestinos humanos, extraídos por su hechicería con arreglo a los cánones


más horribles de la necromancia.


Esto último, por mucho que choque a sabios oídos occidentales, nada tiene de


imposible, en efecto. Acaso la tradición de la misma necromancia del medioevo pudo


dar lugar a tamaña leyenda, porque es un hecho probado en Ocultismo que muchos


10 A la famosa Sonata del Diablo, de Tartini, se le atribuye el siguiente origen:


“Después de haber luchado en vano a fin de hallar inspiración para la sonata que estaba componiendo,


el maestro quedó profundamente dormido.


“Preocupado como estaba con su tema, Tartini soñó que continuaba su trabajo de la vigilia tan


estérilmente, que, desesperado, invocó al diablo, quien, apareciéndosele, le propuso la más abundante


inspiración a cambio de su alma.


“Hecho el trato, el maestro escuchó al instante un violín maravilloso que ejecutaba la sonata más


asombrosa que podía oírse, sobre todo en las frases finales, que no parecían, en efecto, cosas de este


mundo…


“Tartini despertó sobresaltado, pero, con la inexplicable inspiración en el sueño recibida, lleno de


ardor, tomó su instrumento, y al punto quedó compuesta la obra que desde entonces se llamó La Sonata


del Diablo.


magos negros orientales, en especial los tántricas bengaleses recitadores de tantras o


conjuros para atraer a los espíritus maléficos, usan, para sus perversas obras, de los


propios órganos internos de los cadáveres. Ahora, por otra parte, que nos son mejor


conocidos los poderes peligrosos del magnetismo, mesmerismo e hipnotismo,


manejados técnicamente por los propios médicos, podría suponerse, con menos peligro


que antes de ser escarnecido, que los efectos mágicos que Paganini producía con su


violín, no eran debidos solamente a su genio musical, antes bien, aquellos fenómenos


de pasmo, patología y sugestión experimentados por sus auditorios (pasmos que tenían


algo de sobrenatural y de diabólico, según muchos de sus biógrafos), se debían a más


misterioso origen que el de la impecable ejecución y técnica del maestro. De aquí


también el que pudiese hasta cambiar de nombre al instrumento, haciendo, con sus


melodías en la cuerda G sola, que no pareciese sino flauta el violín.


Rumores tales podían tomar cuerpo mucho mejor antaño que ahora en que las gentes


son mucho más escépticas, y llegarse a murmurar así en su ciudad natal y aun en toda


Italia, que Paganini había asesinado a su esposa y más tarde a una querida, y a la que, no


obstante su pasión, no tuvo inconveniente en sacrificar con sus propias manos para el


logro de sus diabólicas ambiciones. Con el conocimiento previo que tenía, en efecto,


respecto de diferentes artes necromantes, había conseguido luego aprisionar en el alma


de su violín de Cremona las almas amantes de sus dos víctimas.


Los íntimos de Ernesto T. W. Hoffmann, el admirable autor de El maestro Martín, el


tonelero de Nuremberg; El elixir diabólico y otras narraciones místicas y espeluznantes,


aseguran que el consejero Crespel de El violín de Cremona, estaba basado en el


legendario caso de Paganini, pues, según todos saben, el fantástico cuento narra cómo


Crespel el violinista había encerrado en su violín el alma de una diva famosa, a quien


había amado con delirio y aun había incorporado a su instrumento la pura alma de


Antonia, su propia hija.


Una nación, en fin, como Italia, que había tenido entre sus antepasados alas famosas


familias necrománticas de los criminales Borgias y Médicis, bien podía fomentar


leyendas como aquélla, máxime cuando cierto periodo de la juventud de Paganini


resulta, en efecto, envuelto en un misterio impenetrable, lo que junto con aquella


extraordinaria facilidad con la que sacaba los más extraterrestres sones de su


instrumento, incluso el de la voz humana, bien pudieron dar pábulo a tamaña leyenda


terrorífica.






III


Hasta aquellos días de nuestro cuento, Franz Stenio no había oído hablar de Paganini.


En tales tiempos, precursores del vapor y de la electricidad, la Prensa casi no existía, y


era más corto el vuelo de la fama.


El muchacho, devorado por la envidia, juró competir con el mago genovés, y hasta


superarle si podía. ¡Sí, o alcanzaría a ser el atrevido joven el más famoso de todos los


violinistas de su época, o haría añicos su indócil instrumento! El viejo Klaus aplaudió con


toda su alma tan heroica determinación.


Frotándose las manos con muestras del más loco contento, Samuel Klaus saltaba


alegre sobre su pata coja como un estropeado sátiro, adulando y halagando a su


discípulo predilecto, como si cumpliese el deber sagrado de consagrar a un héroe.


Franz era capaz de sufrirlo todo, menos el fracaso. Era indiscutible que tocaba ya como


un maestro; pero los críticos severos le habían afirmado que necesitaba unos cuantos


años más de labor esforzada antes de que pudiese aspirar al don de arrebatar a su


auditorio. Esto ocurrió hacía tres años, a la llegada a París del discípulo y el maestro. Por


último, tras de un estudio desesperado durante más de dos años, en los que puede


decirse que Franz no hizo otra cosa, el artista Sleyer le tenía ya preparada su primera


audición en el Teatro de la ópera, ante el público más exigente del mundo. Mas ¡golpe


fatal asestado a las floridas ilusiones del artista!, la presentación de Paganini entonces,


se encargó de dar al traste con tan dorados ensueños. ¡Había que esperar, y no poco,


ante la refulgente aparición de aquel astro único!…


Al principio, el Envidioso Franz, se contentó con sonreír ante el ciego entusiasmo, los


himnos de elogio cantados en loor del italiano y el asombro casi supersticioso con que


doquiera oía pronunciar el odioso nombre, pero bien pronto éste llegó a ser para los


corazones de entrambos un hierro candente que se los abrasaba. últimamente el sólo


nombre de su rival cuyos éxitos eran cada día más estupendos, les producía casi accesos


de locura.


Concluyó la primera serie de conciertos sin que ni el viejo ni el joven hubiesen podido


oír a Paganini y juzgar por sí mismos. Eran tan exorbitantes los precios hasta de los


puestos más ínfimos y tan pequeña la esperanza de que aquel grandísimo avaro se


mostrase generoso con un humilde y desconocido hermano en el Arte, que hubieron de


resignarse a esperar a que la suerte los deparase el medio como a tantos otros les había


acaecido. Pero llegó un día en que les fue imposible aguantar más, y, empeñando sus


dos relojes, compraron dos modestos asientos para el concierto.


¿Cómo describir las emociones de aquella noche feliz y fatal al mismo tiempo? El


auditorio estaba más enloquecido que nunca: los hombres rugían o lloraban; las damas


chillaban histéricas, desmayándose, mientras que Klaus y Stenio, más pálidos que


espectros, se mordían los labios en silencio. Al brotar la primera nota del arco mágico


de Paganini ambos sintieron un escalofrío sobrenatural, como si la helada mano de la


muerte les hubiese tocado en el corazón. Su tortura era violenta, sobrehumana, al par


que indescriptible su emoción artística… Acabada la función a media noche, y mientras


que delegados escogidos de las Sociedades filarmónicas y del Conservatorio


desenganchaban los caballos del coche del coloso y lo arrastraban en triunfo hasta su


casa, los dos cuitados alemanes, tambaleándose como dos ebrios y sin decirse palabra,


tristes y desesperados, retornaban a su tugurio, ocupando sus acostumbrados asientos


junto al fuego, hasta que Franz, pálido como la misma muerte, rompió el triste silencio,


y dijo:


–¡Samuel, Samuel, no nos queda ya más salvación que el morir!... ¿Me oís? Nada


somos, nada valernos; éramos dos infelices ilusos al creer que nadie pudiese llegar a


rivalizar con él, con…


El nombre odioso, e impronunciable del mago se le atravesaba en la garganta. Lleno de


rabia, impotente, se revolcó por los suelos, desesperado.


El apergaminado semblante del maestro Samuel se tornó lívido primero, y


congestionado después; sus pequeños y grises ojos despedían una singular


fosforescencia. Inclinándose hacia el oído de su discípulo, le dijo, con voz entrecortada y


cavernosa:


–¡Neín, neín! ¡Te equivocas, mi Franz amado, te equivocas! Yo te enseñé del divino arte


cuanto un simple mortal, cristiano viejo puede enseñar a otro mortal. ¿Tengo yo la


culpa de que estos condenados italianos apelen a los recursos diabólicos de la Magia


Negra, enseñados por Satanás en persona, para poder triunfar sin réplica en el mundo


del arte?


Franz, al oír aquello, miró a su maestro de un modo siniestro, echando fuego por sus


ojos febriles. Aquella mirada era todo un poema de la desesperación, que parecía decir:


–Si así fuese, ¡yo no tendría tampoco inconveniente alguno en venderme en cuerpo y


alma al mismísimo diablo!


Mas nada dijeron sus contraídos labios. Antes bien, apartando el joven la mirada de su


maestro, se puso a contemplar como un idiota el mortecino fuego y empezó a soñar:


¡Soñaba, sí, que retornaban como antaño sus incoherentes anhelos; sus ansias, tomadas


por realidades en sus años juveniles, cuando hablaba con los gnomos, con las brujas, con


las hadas de la selva, inspirando las más extrahumanas melodías a su instrumento. Las


siniestras sombras de Tántalo y de Sísifo resucitando como antaño en las


peregrinaciones bohemias del joven, parecían decirle con inaudita perversidad:


–¿Qué pueden importarte, tonto, los horrores de un infierno en el que ya no crees? Y


aun en el supuesto mismo de que existiese, ¿qué otro sitio puede ser sino el grandioso


lugar descrito con –épicos colores por los clásicos griegos, no el de los imbéciles


fanáticos modernos, es decir, una vasta región llena de sombras conscientes, entre las


cuales podrías acaso gallardearte como un segundo Orfeo?


Franz indudablemente enloquecía por momentos. Ya sus ojos, inyectados en sangre,


miraban de un modo excesivamente singular a su maestro. Luego, al verse sorprendido,


eludía la mirada bondadosa del pobre viejo. Samuel comprendía, en efecto, el estado


mental de su discípulo, e hizo cuanto podía por sacarle de él, pero todo fue en vano.


–Franz, hijo mío –le decía –te aseguro, sí, que el funesto arte de ese italiano no es


natural, no, ni debido al estudio ni al genio, ni adquirido, repito, por las vías ordinarias


que siguen los demás mortales. Deja de mirarme así, de ese modo tan inquietante,


porque lo que te digo no es ya un secreto para nadie. Escucha y comprenderás…


Y haciendo un esfuerzo como para rechazar una sombra de miedo, continuó:


–¿Sabes bien lo que se susurraba acerca de la muerte de Tartini el de la “Danza de las


brujas”? Pues que murió un sábado, a altas horas de la noche, estrangulado por su


mismo demonio familiar quien antes le diese el secreto aquel de dotar de la voz


humana a su violín, encerrando en el alma del instrumento el alma de una infeliz


doncella a quien, al efecto, asesinase. Pues sabe además, que Paganini ha hecho otra


cosa peor todavía, pues, para conseguir otro tanto para su instrumento y hacerle que


pueda reír, llorar, gritar, suplicar, blasfemar u orar todo junto, con los más patéticos


acentos humanos, ha asesinado no sólo a su mujer y a su querida, sino al amigo más


intimo, que le amaba con delirio, haciendo, con su intestino retorcido por él mismo, las


cuerdas para su violín. ¡De aquí el secreto de su genio mágico y de esas sucesiones de


melodías inauditas con las que enloquecía sus públicos a diario! Estas cosas, pues, no


puedes conseguirlas tú nunca, a menos que…


El anciano no pudo concluir la frase. Algo vio entonces en la mirada diabólica del


enloquecido discípulo que le dejó petrificado de espanto, y le hizo cubrirse la cara con


las manos para no volver a verlo… ¡Franz tenía un rictus imponente, satánico! Sus ojos


de hiena, su palidez de cadáver, lo decían todo…


Con cavernosa voz exclamó dificultosamente al fin:


–Pero, ¿habláis seriamente?


–¿Qué duda cabe, desde el, momento en que os empeño mi palabra de ayudaros,


cueste lo que cueste respondió Samuel.


–Es decir que –continuó el terrible joven –creéis firmemente que si yo alcanzase a


contar con los medios de proporcionarme. también intestinos humanos podría igualar a


Paganini y aun superarle…


El anciano se descubrió la cara, y como quien ha tomado ya una resolución heroica,


añadió de un modo siniestro:


–Los meros intestinos humanos no bastan por sí para el logro de nuestro intento, sino


que tienen que haber sido arrancados ellos a alguien que le haya querido a uno con


afecto desinteresado y santo. Tartini dotó a su violín con el alma de una virgen que le


amaba y que murió por causa de él al ver que su amor hacia el gran músico no era por


éste correspondido. Aquel efectivo diablo humano recogió en una redoma el aliento


postrero de la doncella y luego le transfirió a su violín. En lo que atañe a Paganini,


conviene añadir que aquel amigo por él asesinado, lo había sido con su consentimiento,


en medio de la más asombrosas de las renunciaciones.


–¡Oh divino poder de la voz humana, no igualado por ningún otro poder del mundo!–


continuó el viejo –¿Qué magia hay en la tierra que pueda igualarse a la suya? Yo os


habría enseñado también este magno, este último secreto, si no fuese porque ello


equivale a arrojarse para siempre en las garras de aquel, cuyo nombre no puede


pronunciarse de noche… –añadió el anciano tornando a las supersticiones de su


juventud.


Franz, en lugar de responder, se levantó de su asiento con una tranquilidad que daba


frío; descolgó su violín, y de un tirón salvaje, le arrancó las cuerdas y las echó en el


fuego. Las cuerdas, al quemarse, parecían silbar y retorcerse como serpientes en las


ascuas. Samuel dió un grito horrorizado.


–Por todas las brujas de la Tesalia y por las negras artes todas de Circe, la perversa


maga; por el mismísimo Plutón y todas sus infernales furias, te juro, ¡oh mi santo


maestro Samuel!, que no volveré a coger es violín en las manos hasta que le ponga


cuerdas humanas.


Y echando espumarajos de rabia, cayó al suelo sin sentido. El pobre maestro le alzó


con ternura de madre; le depositó suavemente en el lecho y voló en busca de un médico,


alarmadísimo…






IV


Franz Stenio luchó varios días entre la vida y la muerte. El médico diagnosticó una


fiebre cerebral, de la que todo podía temerse. Yacía el joven en un casi continuo delirio,


y Klaus, que le cuidaba noche y día con verdadera solicitud paterna], estaba horrorizado


de su propia obra. El viejo profesor, no obstante los años que llevaba tratando a su


discípulo, no había comprendido hasta entonces toda la nativa brutalidad de aquel alma


selvática, supersticiosa e impasible, cuya vida entera se había refugiado en la pasión por


la música tan sólo, alma que únicamente podía alimentarse del aplauso, alma terrenal,


inhumana; alma genuina de artista, pero con la parte divina ausente en absoluto de


aquel hijo de las musas, toda imaginación y poesía cerebral, pero sin corazón, sin


piedad.


Mas de una vez, al seguir el inseguible hilo de aquella delirante fantasía, el buen


anciano se creía transportado por vez primera a una región inexplorada, absurda de


locura, cual si aquella naturaleza psíquica, encerrada en el débil cuerpo del enfermo, no


fuese de esta Tierra, sino de algún otro planeta informe o incompleto. El terror ante


todo ello le tenía también enfermo ya a él, y hasta llegó a preguntarse si valdría la pena


de salvar la vida de aquella criatura infernal o dejarla morir piadosamente antes de que


recobrase el uso de sus sentidos.


Amaba no obstante demasiado a “su hijo” para así hacerlo, por lo que en el acto


rechazó su mente esta última idea. Franz había hechizado el alma esencialmente música


del maestro, y no parecía sino que la vida de los dos se hallaba ligada con un vínculo


irrompible por el Hado mismo. Semejante convicción, adquirida en un vivo rayo de luz


espiritual a la cabecera del enfermo, se decidió al fin, como si fuese una revelación, a


salvar al muchacho, aun cuando fuese a costa de su ya gastada e inútil vida.


Era aquel el séptimo día de enfermedad. La crisis de la mañana fue la más terrible de


cuantas habían asaltado hasta entonces al joven, quien llevaba ya veinticuatro horas sin


cesar de disparatar ni de cerrar los ojos, y describiendo con macabra minuciosidad sus


detalles más nimios. Espectros espantosos; sombras siniestras de crimen flotaban en


sarta inacabable en los ámbitos aquellos, sarta cuyos personajes eran puntualmente


nombrados y designados por el enfermo como si se tratase de antiguos conocidos. Se


creía un nuevo Sísifo, atado al peñasco del Caúcaso con los cuatro fragmentos de


intestino transformados en otras tantas cuerdas de violín… Un río Stix, no de negras


aguas, sino de roja sangre, corría a sus pies de condenado eterno, y añadía enloquecido:


–¿Deseas, ¡oh infeliz anciano!, saber cómo se llama esta roca de mi Cáucaso? ¡Pues se


llama Samuel Klaus, aquel pobre viejo que me enseñó a tocar el violín!


–¡Oh, sí, yo soy, yo solo, la causa de tu desgracia, hijo mío! –le contestaba éste llorando


y cogiéndole las manos con desesperación –¡Yo mismo, al tratar de consolarte, te he


matado imprudentemente, pues que te he herido de muerte a tu imaginación al


informarte acerca de las negras artes de Paganini!


–¡Ja, ja, ja! –replicaba el enfermo con horrísona carcajada satánica –Pobre viejo chocho,


¿qué es lo que me dices? ¡Tu carne es deleznable¡ ¡Yo la cortaría así!… ¡Tú no vales nada


y sólo parecerías bien extendido tu intestino sobre un buen violín de Cremona y metida


en su alma el alma tuya!


Klaus sintió un escalofrío mortal, pero guardó silencio, e inclinándose sobre la frente


del joven abrasada por la fiebre, depositó en ella un beso largo y amantísimo…,


saliendo unos instantes fuera de la estancia porque sentía que le ahogaba la


desesperación. Al retornar de allí a poco, el delirio había tomado otro curso. Franz


cantaba, tratando de imitar las notas de su violín, con la misma satisfacción salvaje que


si ya tuviese tendidos en éste, a guisa de cuerdas, los intestinos del maestro.


Por la tarde el delirio revistió una forma imposible de describir. Ígneos espíritus


metían en la hoguera a su queridísimo instrumento. Manos esqueléticas, manos que


eran las del joven, brotando chispas y llamas por todos sus dedos, hacían señas al viejo


para que se acercase, y abrirle en canal con absoluta rapidez, ¡para disecarle ferozmente


a él, a Samuel Klaus el maestro, “el único hombre que, al amarle tan tierna y


desinteresadamente, era el único también cuyos intestinos podían serie de alguna


utilidad al mundo.”


Al otro día, y como por encanto, la fiebre cesó, y dos días después Stenio pudo dejar el


lecho sin conservar recuerdos de su enfermedad y sin sospechar que en sus delirios


había dejado a Klaus leer en el fondo de sus más secretos pensamientos… El único


resultado fatal de la enfermedad fue aquella que, firme el joven en su promesa al


arrancar a su violín sus antiguas cuerdas, y careciendo su indomable pasión artística de


semejante válvula, se sumid en el estudio de la Alquimia, la Quiromancia y demás artes


ocultas con tanta y mayor pasión que la que antes sintiera por la música.


Pasaron semanas y aun meses, y ni el maestro ni el discípulo mentaron siquiera a


Paganini. El violín, sin cuerdas y cubierto de polvo y telarañas, oscilaba colgado en su


sitio, olvidado y mudo, y en medio de la profunda melancolía que se había apoderado


de entrambos apenas si cruzaban la palabra. Se diría que el violín no era sino un cadáver


que la fatalidad había interpuesto entre los dos. Sarcástico y sombrío, el joven evitaba


cuidadosamente toda conversación sobre la música.


Para sondear un tanto en el alma del joven y saber lo que pasaba en ella, cierto día el


anciano sacó de su caja su olvidado violín y se puso a tocar no sé qué tarantela. A las


primeras notas Franz experimentó una sacudida nerviosa semejante a un latigazo, pero


nada dijo. Los ojos se le salían de las órbitas y escapó al fin como un loco, vagando al


azar por las calles de París durante muchas horas, mientras que el buen Klaus arrojó su


instrumento y se encerró en su alcoba hasta el otro día.


Como se ve, aquello no podía continuar así.


Una noche, en la que el joven Stenio estaba más sombrío e imponente quizá que


nunca, el viejo maestro se levantó repentinamente de su silla, y dirigiéndose con


resolución hacia su discípulo amado, imprimió un largo beso en la frente de éste,


diciéndole amoroso:


–Franz querido: esto no puede continuar así. ¿No crees que es llegado el tiempo de


poner fin a nuestra violenta situación?


Franz despertó sobresaltado de su letargo habitual, respondiendo como en sueños:


–Cierto: ya es tiempo más que sobrado de ponerlo fin.


Ambos se fueron a acostar sin decir más palabra.


Al otro día no vio Franz al anciano en su sitio de costumbre. Se vistió y pasó al


comedor que separaba las dos alcobas. Ni el fuego había sido encendido aquel día,


como era el hábito de Samuel, ni se veía otra huella alguna de las ordinarias


ocupaciones del maestro. Franz, extrañado de todo aquello, se sentó en su sitio de


siempre al lado de la apagada chimenea, cayendo en su eterna obsesión, obsesión de la


que salió extrañamente al extender las manos hacia atrás para cruzarlas tras su cabeza;


chocaron ellas con algo que estaba en el estante de detrás y que cayó al suelo con


estrépito… ¡Era la caja del violín del pobre Klaus, que caía rodando a los pies de su


discípulo y vaciaba su contenido, su violín mismo, cuyas cuerdas, al dar de plano contra


la chimenea, produjeron algo así como un gemido lastimero. El efecto que aquello


produjo en el joven fue mágico.


–¡Samuel, Samuel! –gritó sin hallar respuesta –¿Qué es lo que pasa? –añadió,


dirigiéndose ansiosamente hacia la alcoba de éste.


Mas en aquel punto retrocedió espantado ante el eco de su propia voz, que no lograba


contestación alguna… La habitación estaba a obscuras, y al abrirla vio que Samuel Klaus


yacía sobre su lecho, rígido y frío… ¡Estaba muerto!


El choque fue terrible. La loca ambición del artista fanático no dejó ni lugar casi al


primer impulso de afecto hacia aquel amado muerto a quien tanto debía… Iba, pues, a


obrar en el acto, como era de temerse, cuando su vista perturbada se fijó en un escrito


dirigido a él y que decía:


“Franz, hijo querido. Cuando leas ésta, tu viejo maestro, tu amigo, habrá hecho ya el mayor


sacrificio que por el logro de tu ideal de fama y riqueza podía. El que te amó tanto, hele ya


aquí frío e inerte. Ya sabes lo que te corresponde hacer… ¡Fuera necias preocupaciones! Yo,


libre y espontáneamente, te he ofrendado mi cuerpo, en holocausto a tu fama futura, y


realizarías la más negra de las ingratitudes si, por timidez o cobardía, hicieses inútil este


sacrificio mío. Cuando tu amado violín se vea con sus nuevas cuerdas y estas cuerdas sean


una parte de mi propio ser, aquél se verá ya investido del mismo secreto mágico del célebre


Paganini. En ellas, en mis cuerdas, encontrarás, siempre que quieras, los ecos de mi voz, Mis


gemidos, mis cantos de amor y de bienvenida, los acentos todos más patéticos, en fin, de mi


inmenso amor hacia ti. Así, pues, mi Franz idolatrado, ¡nada temas; nada vaciles! Coge


triunfalmente tu instrumento y lánzate al mundo siguiendo los pasos de aquel que sembró


la desesperación y la desgracia en la senda de nuestras ilusiones… Preséntate altanero en


cuantos lugares él se presente a los públicos; búrlate de él y rétale al más gallardo de los


desafíos. Entonces alcanzarás a comprender y a oír, oh, Franz querido, cuán potentes son


siempre las notas de todo amor desinteresado, y en la última caricia de aquellas cuerdas te


acordarás de que son el cuerpo y el alma de tu abnegado maestro que, por última vez, te


abraza y te bendice,


Samuel”


Dos ardientes lágrimas pugnaron por brotar de los ojos del enloquecido Stenio, pero


se evaporaron antes casi de surgir, mientras que aquéllos, con fulgores demoníacos


nacidos de un orgullo y de una ambición sin límites, se fijaron con fruición en el yerto


cadáver. La pluma se resiste a escribir lo que allí pasó más tarde, una vez que se


cumplieron los trámites de la ley con el suicida, porque conviene advertir que el


abnegado Samuel Klaus lo había previsto todo para asegurar la impunidad de su


discípulo, escribiendo una carta a la Justicia para que a nadie se culpase de su muerte.


Después de un casi simulacro de autopsia por parte de las autoridades judiciales, allí


quedó el cadáver del pobre Klaus, a la completa voluntad de su heredero…


No habían transcurrido bien quince días, después de aquel de la desgracia, cuando ya


estaba el violín de Franz descolgado de su sitio, desempolvado, limpio y con sus cuatro


flamantes cuerdas nuevas. Su dueño, el impasible Franz Stenio, no se atrevía ni a


mirarlas. Quiso tocar, pero el mismo arco parecía temblar en sus manos como el puñal


en las del asesino novicio. Resolvió entonces no tocar hasta el memorable día aquel en


que había de rivalizar con el odiado Paganini, y aun superarle, sin duda. Por entonces el


estupendo artista no se encontraba ya en París, sino que recorría triunfa] las ciudades


flamencas de Bélgica.










V


Pocos días después de lo narrado, se hallaba el maestro Paganini en el comedor de su


hotel, de regreso de su concierto de aquella noche y rodeado de sus constantes


admiradores, cuando se te acercó un extraño joven, de mirada extraviada y selvática,


que te entregó una tarjeta, con unas cuantas líneas de lápiz.


Paganini lanzó sobre el intruso una de aquellas mágicas miradas suyas que pocos


hombres podían soportar cara a cara; pero se encontró, como vulgarmente se dice, con


la horma de su zapato, puesto que el joven, sin bajar la vista, la sostuvo como de


potencia a potencia. Saludóle entonces fríamente, y le dijo con toda sequedad:


–Estoy a vuestra completa disposición, caballero. Fijad la noche, y se hará como


deseáis.


Al otro día la ciudad entera supo estupefacta que se preparaba para una noche


inmediata un desafío singular: el que entrañaba el cartel siguiente, fijado en todas las


esquinas:


“En la noche de…, en el Gran Teatro de la ópera, debutará ante el respetable público


el joven artista alemán Franz Stenio, quien ha venido ex profeso a esta población con el


solo objeto de medir sus dotes musicales como violinista con el maravilloso maestro


Paganini, compitiendo con el artista famoso en la interpretación de sus más difíciles


composiciones. Aceptado noblemente el reto por el maestro sin rival, Franz Stenio


ejecutará en competencia con él, el conocido capricho fantástico que lleva el título de


“Danza de las Brujas”.


El efecto de la noticia aquella no pudo ser más delirante, cosa bien prevista por el


avaro Paganini, que, no perdiendo nunca de vista su negocio, miraba a él tanto y más


que a su propio arte. Había así doblado el precio de las localidades aquella memorable


noche, no obstante lo cual el gran teatro se llenó de bote en bote.


Llegado el día del certamen, no se hablaba de otra cosa en la ciudad y aun en las


vecinas. De los ojos de Stenio el sueño había huido, y toda la noche anterior la habla


pasado en su habitación más inquieto que la fiera en su cubil, cayendo sobre su cama al


amanecer agotado física y moralmente, cayendo, digo, en un estado comatoso que no


parecía sino el prólogo de su muerte.


Entonces tuvo esta macabra pesadilla, que parecía realidad más bien que ensueño:


El violín estaba sobre la mesa inmediata, encerrado en su caja con llave, que el joven


nunca desamparaba desde el día en que le pusiese impávido las consabidas cuerdas, y a


las que no había rozado una sola vez con su arco. Desde el famoso día aquel se había


ejercitado en otro instrumento.


Súbito, el dormido joven creyó ver completamente despierto como si la tapa de la caja


se levantase por sí misma dejando ver el cadáver del viejo Klaus, con sus fosforescentes


ojos abiertos, que le miraban suplicantes, mientras que una cavernosa al par que difusa


voz, la del propio Samuel Klaus, le decía:


–¡Franz, hijo querido, soy muy desgraciado en esta mi nueva vida de ultratumba,


porque no puedo, no, separarme de… ellas, de las cuerdas!


Éstas, como respondiendo telepáticamente a la angustia de su dueño el anciano,


parecieron sonar débilmente, como un gemido…


Aquello le dejó a Franz transido de espanto; sus cabellos se erizaban y su sangre se le


helaba en las venas.


–¡Esto no es más que un sueño, un vano sueño! –repetía maquinalmente, para en vano


darse alientos.


–¡Sí, he hecho todo lo posible, hijito, todo lo posible para desprenderme de estas


malditas cuerdas, pero todo inútil. ¿Podrías ayudarme tú, que estás aún vivo?


Los sonidos se fueron agudizando más y más, hasta hacerse chillones y estridentes,


mientras que, dentro de la caja y en toda la cavidad de la mesa, un arañar extraño como


de ratas, un zumbar como de enjambre de abejas, bordoneaba angustioso y horrible.


Aquellos ruidos le eran bien familiares al miserable Franz, pues que los había


observado a menudo desde la tarde en que había operado el macabro despojo para


colocarle como pedestal de su loca ambición, pero hasta entonces había logrado


persuadirse, mejor o peor, de que se trataba de una alucinación.


Aquello era, sin embargo, bien real, dolorosamente real. Quiso hablar, pedir socorro,


huir; pero, como sucede siempre en tales casos de pesadilla, los pies quedaron clavados


en el suelo y la voz expiró en su garganta. Aquellos saltos y sacudidas eran cada vez más


angustiosos, hasta que llegó un momento en que sonaron unos estallidos como de algo


que se rompiese dentro de la caja. La visión de su violín ya sin cuerdas mágicas le sumía


en la desesperación.


Hizo entonces el joven un supremo esfuerzo por libertarse del íncubo que le


obsesionaba, mientras que la vocecita suplicante de siempre repetía:


–¡Hazlo, hazlo por lo que más ames; hazlo por ti mismo si no, y ayúdame a


desprenderme de mi…!


Franz saltó hacia la entreabierta caja como el avaro a quien tratan de robarle su


tesoro, o como fiera a quien disputan su presa, y en el paroxismo de su desesperación,


rugió furioso crispando las manos:


–Diablo, monstruo, o lo que seas, ¡deja quieto mi violín!


Y mientras tal decía, sujetó la caja con su izquierda y aseguró la tapa, al par que, con la


derecha, dibujaba sobre ésta, mediante un trozo de la colofonia del arco, la famosa


pentalfa, el Sello Salomónico, con el que en los cuentos de Las mil y una noches


aprisionaba el rey en sus redomas a huestes enteras de los jinas rebeldes.


Un aullido de protesta resonó en el interior de la cerrada caja.


–¡Eres un perverso ingrato, mi amado Franz! ¡Sin embargo, te perdono tu insolencia,


por lo mismo que te amo! Sábete bien, no obstante, que no puedes encerrarme. ¡Mira!…


Y al decir esto, una obscura niebla surgió del seno de la cerrada caja, extendiéndose


por la estancia toda y envolviendo en sus frías y viscosas volutas el cuerpo del


aterrorizado Franz, cual los anillos de la serpiente antes de estrangular a su víctima. A


su contacto de insoportable angustia, el desventurado dió un agudo grito y despertó…


–No ha sido sino un mal sueño –exclamó abrumado el joven y oprimiendo contra su


corazón la caja de su estradivarius.


Su violín, en efecto, estaba allí, e intactas sobre su puente sus preciadas cuerdas


mágicas, con lo que recobró al punto su sangre fría de siempre. Limpió seguidamente y


con esmero el instrumento, dió resina a las cerdas del arco, puso en tensión las cuerdas,


templándolas, y hasta llegó a ensayar las primeras notas de Las Brujas, primero con


miedo y luego con denodados bríos.


Aquellas primeras notas de la obra, insultantes y altivas cual himno de combate, al par


que dulces y majestuosas cual arpegios de serafines, revelaron al hábil Franz una nueva


y gigantesca potencia en su arco. En los ligados de notas que después venían, se veían


surgir iris maravillosos, cataratas de luces, tibias, perfumadas, ultraterrestres…, cual en


un supremo himno de amor, de juventud y de eterna primavera. Aquellas armonías,


nunca oídas, parecían poder hacer que los ríos detuviesen su curso, que las montañas se


trasladasen de sitio y hasta que los poderes del infierno inexorable se enterneciesen de


piedad… Los legato se convirtieron en singulares arpegios y terminaron por unos acres


staccalos, semejantes a la carcajada de una harpía infernal… De nuevo asaltaron


entonces a Franz los terrores astrales de la pesadilla; reconoció en aquella carcajada la


propia voz de su anciano maestro Samuel y arrojó acobardado el arco.


No atreviéndose a continuar aquella evocación musical brujesca, encerró


cuidadosamente en su caja el terrible instrumento; lo llevó al comedor, y, vistiéndose


con el mayor esmero, se dió a esperar lo más tranquilamente que pudo la hora solemne


de marchar a la palestra.






VI


El momento supremo llegó: Franz Stenio se hallaba en su puesto, tranquilo y


sonriente. El teatro estaba lleno de bote en bote y mucha gente había quedado fuera


pretendiendo entrar por dinero o por favor. Un río de oro desaguaba, pues, en el


bolsillo del avaro Paganini, seguro, además, de su triunfo artístico.


Le tocaba empezar al famoso maestro. Cuando, dueño perfecto del público, salió a


escena con su estradivarius, estalló una frenética tempestad de aplausos, que duró largo


rato, haciendo retemblar las paredes del salón. En medio del más religioso silencio,


preludió sus célebres variaciones de “La Bruja”, interrumpidas por mal contenidos


¡bravos! Al acabarlas de un modo prodigioso, aquello fue el delirio de entusiasmo,


haciendo creer al joven Stenio, durante largo rato, que su turno no le llegaría nunca, o


que el público, creyendo insuperable la ejecución que acababa de oír, ni se prestaría a


escucharle siquiera. Por fin, el maestro, abrumado por tantos lauros, pudo retirarse del


escenario, pero no sin tropezar su desdeñosa mirada triunfal con la serena y retadora


del joven Franz, que se disponía para su faena.


La frialdad más glacial acogió las primeras notas de Stenio, sin que el presagio de tan


mal comienzo le desconcertase lo más mínimo. Pálido, erguido, sereno, con la más


despreciativa sonrisa en sus delgados labios, continuó, sin embargo, impasible y seguro


de sí mismo.


Al avanzar las notas del preludio, una extraña reacción se operó en el público. Si,


aquella hábil factura musical era la misma de Paganini, se dijeron pronto todos, pero era


algo más también, sin disputa. No pocos llegaron a pensar que jamás había mostrado


tan extraordinaria originalidad el artista italiano, ni aun en sus momentos más sublimes.


Las cuerdas aquellas, pisadas por los largos y enérgicos dedos del joven Stenio,


vibraban, temblaban sobrehumanas, cual los intestinos aún palpitantes de la víctima


bajo el escalpelo del disector; gimiendo en extraña melodía, corno el lamento angélico


de un niño moribundo. Aquellas no eran, no, las resonancias ordinarias de unas cuerdas,


sino notas de la lira de Orfeo, evocadas por la mirada satánica y siempre fija en ellas de


aquellos sus ojazos azules. En torno, si, de aquel novísimo mago del arte, los sonidos


parecían colorearse y tomar formas tangibles, como criaturas brotadas de las cuerdas al


conjuro del joven artista, criaturas infernales, informes, burlonas, proteicas, en la más


brujesca de las danzas macabras, mientras que allá en las sombrías interioridades del


escenario parecían estarse representando al par las mayores lubricidades, los más


sabáticos y monstruosos himeneos…


El público se vio así presa bien pronto de la más inevitable alucinación colectiva.


Paralizados todos, e impotentes para romper el peligroso encanto, todos yacían pálidos


y jadeantes, acurrucados en sus asientos respectivos, con el frío sudor de la muerte.


Todas las delicias del opio, todos los ensueños mórbidos de los paraísos artificiales


ensoñados en sus pipas por los más perturbados fantaseadores coránicos, con huríes


seductoras en cuyos labios de fuego libasen a un tiempo la vida y la muerte, estaban allí,


y el público entero vivía, horrorizado y agónico, el veneno de aquel enloquecedor


delirio… Las señoras chillaban y se desmayaban, los hombres rechinaban los dientes y


crispaban las manos con ardores de calentura…


Llegó así el finale, a un tiempo mismo anhelado y temido, después de un verdadero


terremoto de entusiasmo y frenesí. Un último y radiante saludo del joven Stenio, y héle


ya alzando su arco para atacar triunfante el allegro famoso. Entonces sus ojos


tropezaron un momento con los de Paganini, quien sentado tranquilamente en el palco


del empresario, no se había quedado atrás en sus aplausos, aunque sus ojillos, negros y


penetrantes como puñales, mostraban la más impasible indiferencia, fijos, no en Franz,


sino en las misteriosas cuerdas del estradivarius. Aquello estuvo a punto de turbar al


joven, pero se repuso, y dejando caer gallardamente el arco, dió, al punto, las primeras


notas.


El entusiasmo del público llegó entonces a su paroxismo, porque era ya indudable que


las mágicas voces de mil brujas, sonaban allí mismo en los ámbitos de la escena. Aquí


ladraban con ella rabiosos perros y aullaban lobos y tigres famélicos; allá silbaba la


serpiente venenosa; chirriaba la corneja, rugía el león, gemía el viento, estallaba el


trueno, cantaban, al par, en fin, el ruiseñor y el grillo… Luego el cromatismo de las


últimas escalas, no parecía sino las desenfrenadas carreras y vuelos de las malditas, en


una saturnal sin precedentes en las noches de Walpurgis…


Pero en los momentos mismos de aquella satánica apoteosis del delirio; en mitad de


una de las escalas cromáticas postreras, acaeció una cosa extraña sobre toda


ponderación. Los sonidos se habían hecho inconexos, contradictorios, inarmónicos,


absurdos, mientras que del fondo de la caja sonora surgía la voz cascada y chillona del


anciano Samuel Ktaus, que, espeluznante y mortal, le decía:


–¿Cumplí o no cumplí mi promesa, Franz, hijo querido? ¿Estás ya, pues, contento de mí


y de mi sacrificio?


A la diabólica aparición de aquella voz, el encanto funesto quedó roto al punto, y libre


ya con ello el público de la fascinación que le había dominado hasta entonces,


prorrumpió en carcajadas estruendosas, en burlas y en silbidos. Los músicos de la


orquesta, pálidos aun por las emociones macabras anteriormente sufridas, se


desternillaban de risa sobre sus atriles, y el auditorio en masa se levantó y requirió la


puerta riendo ruidosamente, aunque sin acertar con la clave de aquel enigma. Mas, bien


pronto hubo de quedarse petrificado todo aquel agitado mar de – butacas y palcos,


porque todos los circunstantes percibieron algo que les heló de espanto. Las hermosas


facciones juveniles de Franz Stenio cambiaron y envejecieron en un segundo; su


gallardo cuerpo se encorvó al instante como bajo el peso de los años… Los más


sensitivos fueron más allá aun, en sus videncias, puesto que, surgiendo del cuerpo de


Franz como un vapor giratorio y opalino, pronto vieron formarse una blanca nube que


se contorneó en derredor de esta otra forma más amplia y amenazadora: la del viejo


maestro Samuel Klaus, gruñona y grotesca, con el vientre sangrando y con los intestinos


tendidos sobre la caja del violín, mientras con frenético movimiento, ya de un


condenado eterno, Franz, rascaba y rascaba con su arco sobre aquellas cuerdas humanas,


como esas figuras malditas talladas en los románicos capiteles del medioevo…


El pánico fue general: cada cual ganó enloquecido la puerta exterior como mejor pudo,


aterrados por los estallidos consecutivos como cuatro grandes truenos de las cuerdas


fatídicas, que se arrancaban con violencia de la pontezuela del maldito violín.


Los pocos que acudieron a la escena para socorrer al desdichado artista, le hallaron


con el violín hecho pedazos y con las cuerdas enrolladas en su cuello, como serpientes


vengadoras que le acababan de ahogar.


Cuando la gente de fuera se hubo informado del desgraciado fin de Franz Stenio sin


dejar para pagar su entierro ni la cuenta de su hotel, Nicolás Paganini, aunque avaro


siempre y en todo momento, se apresuró a satisfacer ambas por entero, y a recoger


también hasta las últimas astillas del destrozado violín.


¿Por qué lo haría?…






LOS “ESPÍRITUS” VAMPIROS11


Cada una de las cosas organizadas de este mundo, tanto del visible como del


invisible, tiene un elemento apropiado para sí misma. El pez vive en el agua; la


planta consume el ácido carbónico, el cual, por el contrario, es mortal para el


animal y el hombre. Algunos seres están organizados para vivir en las capas más


enrarecidas del aire; otros en las más densas. La vida, para unos, pende de la luz del sol,


mientras que para otros precisa de la obscuridad. De este modo la sabia economía de la


Naturaleza adapta siempre alguna forma viva a cada una de las condiciones existentes.


Estas analogías permiten inferir que en toda la Naturaleza no existe punto alguno


inhabitado, y que además cada cosa viviente cuenta con cuantas condiciones se precisan


para su vida. Ahora bien; admitiendo que en el universo existe una parte invisible, la


disposición inmutable de la Naturaleza autoriza la conclusión de que semejante parte


está ocupada, ni más ni menos que la parte visible, y desde el momento en que existen


espíritus, fuerza es aceptar la existencia de una gran diversidad de los mismos, dentro


de su mundo respectivo.


Decir que todos los espíritus son iguales entre sí, o que están adaptados a un mismo


medio ambiente, o, en fin, que poseen poderes idénticos, o que obedecen a las mismas


afinidades y atracciones, sería tan absurdo como pensar que todos los animales son


anfibios, o que todos los hombres pueden nutrirse con la misma clase de alimentos.


Razonable es, pues, el suponer que los espíritus más groseros están sumergidos en los


más profundos abismos de la atmósfera espiritual, es decir, de lo más cercano a nuestra


tierra, mientras que las naturalezas más puras, están muchísimo mas lejos del terrestre


ambiente… Suponer lo contrario y pensar que cualquiera de estos girados de espíritus


pueden ocupar el sitio ni las condiciones de los otros, equivaldría como a esperar que en


ley de hidráulica dos líquidos de diferentes densidades pueden cambiar el grado que le


corresponde en el aerómetro de Baumé.


Görres relata (Mystiques, III, 63) una conversación que él tuvo con algunos hindúes de


la costa de Malabar. Habiéndoles preguntado si entre ellos se presentaban espíritus o


apariciones respondieron: “–Sí; pero son malos espíritus. Los buenos se aparecen


poquísimas veces. Los malos espíritus aquellos son generalmente los de los suicidas y


personas asesinadas, es decir, de las que han muerto de un modo violento, quienes


revolotean en torno nuestro y se nos aparecen como fantasmas, engañando a las gentes


11 Estas páginas y las que subsiguen, están tomadas de Isis sin Velo, traducción del malogrado teósofo de


la primera hora, Don Francisco de Montolin y de Togores, uno de los ilustres fundadores de la Sociedad


Teosófica en España.


de cortos alcances y tentando a las demás personas de mil maneras diferentes,


siéndoles la noche especialmente favorable para ello.”


Porfirio (De Sacrificiis, capitulo de El verdadero culto) nos presenta sobre esto algunos


hechos repugnantes cuya verdad está comprobada por la experiencia de todos los


estudiantes de magia. “El alma de las gentes perversas –dice –tiene, aun después de la


muerte, cierto apego a su cuerpo y una afinidad hacia él proporcionada a la violencia


con que se quebrantó su unión. Por eso nosotros, cuando desarrollamos ciertas


facultades, podemos ve r a muchos espíritus cernerse, poseídos de desesperación, en


torno de sus restos terrenales y hasta buscar anhelantes los. pútridos despojos de otros


cuerpos, y, sobré todo, la sangre recientemente derramada, la que, por un momento,


parece comunicarles algunas de las facultades de la vida.” Si algún espiritista pone en


duda las palabras del gran teurgo, no tiene más que ensayar en sus sesiones de


materialización los efectos de una poca de sangre humana fresca. ”Los dioses y los


ángeles se nos aparecen –dice Jámblico –en medio de paz y de Armonía, y los demonios


malos, revolviéndolo todo sin orden ni concierto… En cuanto a las almas ordinarias, es


muy raro el que podamos percibirlas.”


El alma, en efecto, nace en este mundo abandonando el otro mundo, en el cual ha


existido antes de encarnar en la Tierra… Ella parece luego morir cuando se separa de su


cuerpo, en el cual como en frágil barca ha cruzado por esta vida… Pero esta muerte no


aniquila el alma, sino que la transforma tan sólo, ora en un ser protector de esos que los


romanos conocían y reverenciaban con tal nombre y con el de manes, penates y lares,


ora, si ha sido perverso, en una larva, un lemur, un espíritu errante, terror de los


malvados… Cuando por razón de vicios, crímenes y pasiones animales un espíritu


desencarnado ha caído en la octava esfera: el Hades alegórico pagano o el gehnna de la


Biblia, que es la región más próxima a nuestra Tierra, puede arrepentirse con el


vislumbre de razón y de conciencia que aún conserva… Un ardiente deseo de resarcirse


de sus sufrimientos; un ferviente anhelo de retorno, pueden conducirle de nuevo hacia


la atmósfera terrestre, donde quedará errante y sufriendo más o menos en su triste


soledad. Sus instintos le impulsarán a buscar con avidez el contacto de los vivos…


Tales espíritus son los invisibles, pero demasiado palpables vampiros magnéticos; los


demonios subjetivos tan bien conocidos por las monjas y frailes extáticos de la Edad


Media y por los “brujos” a quienes tanta celebridad dió el Martillo de Hechiceros;


verdaderos clarividentes sensitivos según sus propias confesiones. Son los demonios


sanguinarios de Porfirio; las larvas y lemures de los antiguos; los abominables


instrumentos de sugestión que condujeron a tantas desgraciadas y débiles víctimas al


tormento y al patíbulo. Orígenes sostiene que cuantos demonios obsesionaban a los


energúmenos del Nuevo Testamento eran “espíritus” humanos… Moisés sabía


perfectamente quiénes eran estos desgraciados y no ignoraba las tremendas


consecuencias a que estaban expuestas las personas que cedían a tales influencias


demoníacas, por cuyo motivo promulgó sus terribles decretos contra tales “brujos”.


Jesús, en cambio, lleno de justicia y de divino amor hacia la Humanidad, se limitaba a


curarlos en lugar de matarlos. Más tarde, andando los tiempos, nuestro clero, el


pretendido modelo de virtudes cristianas, siguió la ley de Moisés, prescindiendo de


Aquel a quien llamaban “su Dios Vivo”, y quemaron por millares a los pretendidos


hechiceros,… ¡Hechicero! ¡Fatídico nombre que llevaba aparejada antaño la muerte más


ignominiosa y que hoy día, levanta, en cambio, una tempestad de sarcasmos y de


ridículo!…


La historia de los sortilegios de Salem, tal como los encontramos registrados en las


obras de Cotton, Mather, Calef, Upham y otros, son un trágico capítulo de la historia de


Norteamérica, que jamás ha sido descrito de acuerdo con la verdad de los hechos.


En el pueblo de Salem Vitcheraft, cuatro o cinco muchachas se sintieron convertidas


en médiums espontáneas, como hoy diríamos, por haber convivido con una negra india


del Oeste norteamericano, quien era muy ducha en las operaciones de magia negra


conocidas por rito de Obeah. Las indicadas muchachas se empezaron a sentir como


maltratadas por alfilerazos, pellizcos y mordiscos en diferentes partes de su cuerpo,


debidos a invisibles espectros que no las dejaban un momento de reposo. La célebre


Narración de Deodat Lawson (Londres, 1704), consigna que “aquellos espíritus,


obsesores de las muchachas, las maltrataban por el conocido método hechiceril del


emboutement, o sea de las figurillas de cera, trapos, etcétera, representando a las


víctimas, y sobre las que clavaban los alfileres, daban los pellizcos, etc., que luego, por


telepatía, experimentaban las infelices jovenzuelas”. Mr. Upham nos refiere que Abigail


Hobles, una de estas muchachas, reconoció que había hecho pacto con el diablo, “el cual


se le aparecía bajo la forma de un mancebo, y le mandaba que atormentase a las


doncellas a quienes conocía, llevándole imágenes de madera que más o menos se les


pareciesen y espinas para clavarlas en dichas imágenes, lo cual hacía ella al pie de la


letra, con estas últimas, recibiendo entonces aquellas muchachas idéntico dolor al que


experimentarían si las propias espinas se clavasen en sus carnes”.


Todos estos lamentables hechos históricos cuya validez ha sido comprobada por el


irrecusable testimonio de los Tribunales que entendieron en la causa, confirma la


doctrina de Paracelso, siendo por demás sorprendente que un sabio tan sesudo como


Upham, haya podido acumular en las mil páginas de sus dos volúmenes, semejante


masa de evidencia legal para demostrar la intervención en aquellos hechos de almas


ligadas aun a la Tierra y de los maliciosos espíritus de la Naturaleza, sin sospechar la


verdad ocultista que se halla detrás de estas tragedias, ya que hace algunos siglos que


Lucrecio ponía en boca del viejo Ennius estas frases de perfecto ocultismo, que dicen:


Bis duo sunt homínis: mane, caro, spíritus, umbra;


Quator ista loci bis duo suscipiant:


Terra tegil carnem; lumulam circanivolat umbra,


Orcus habet manes.


Respecto de esta clase de hechos, por increíbles que hoy parezcan a nuestro


escepticismo, no debemos preguntarnos, imparciales, cuál de los autores antiguos


menciona hechos de índole tan aparentemente sobrenatural, sino más bien, quién de


ellos es el que no los menciona. En la Odisea de Homero (v. 82) hallamos a Ulises


evocando el espíritu de su amigo el adivino Tiresias, mediante la ceremonia de la “fiesta


de la sangre”. El héroe de Troya desenvaina su espada, ahuyentando con ella a los


millares de sedientos fantasmas atraídos por el cruento sacrificio, y su mismo amigo


Tiresias no se atreve a acercarse al hoyo sangriento, mientras que Ulises blande el arma


homicida… Al troyano Eneas, en la Eneida de Virgilio (libro VI, v. 260), al tratar de


descender al reino de las sombras, la Sibila que le guía a sus umbrales, le ordena que


desenvaine su espada y se abra paso a través de la compacta muchedumbre de las


fugaces sombras que le obstruyen sedientas su camino:


Taque invade víam, vaginâque eripe ferrum.


Glanvil, en su Sadducismus Triumphatus, da una reseña maravillosa de la aparición del


“tamborilero de Tedworth”, acaecida en 1661, y en la cual el scin–lecca, o duplicado del


brujo tamborilero, se asustaba grandemente a la vista de una espada. Psellus, en su obra


De Daemon, hace una larga narración acerca del terrible estado en que se vio sumida. su


cuñada por la posesión de un daimon elementario, y de cómo fue curada aquella por el


conjurador Anaphalangis, quien comenzó amenazando con la espada desenvainada al


invisible obsesor de aquel cuerpo, hasta lograr que le desalojase. Psellus expone luego


el catecismo de la demonología en estos o parecidos términos:


“¿Deseáis saber si los cuerpos invisibles de los espíritus pueden ser heridos con una


espada u otra arma cualquiera? Pues sabed que si, que pueden serio. Un objeto duro


arrojado contra ellos les causará el correspondiente dolor como si aun viviesen aquí


abajo; porque, aunque sus cuerpos no estén ya formados de las substancias resistentes


que los nuestros, no por ello dejan de ser sensibles, porque en los seres dotados de


sensibilidad no son únicamente sus nervios los que tienen la facultad de sentir, sino que


también la tiene el espíritu que reside en ellos… Sin auxilio de organismo físico alguno,


el espíritu ve, oye y siente cualquier contacto… Si le dividís en dos, sentirá el mismo


dolor que experimentaría cualquier hombre vivo, porque su cuerpo actual no deja de ser


materia, aunque de naturaleza tan sutil que generalmente es invisible para nuestros


ojos.


… Sin embargo, hay una cosa que distingue al cuerpo del vivo del muerto, y es que


cuando se seccionan los miembros de una persona viva no pueden volver a reunirse las


dos porciones fácilmente, mientras que el tenue cuerpo etéreo de un demonio se


reintegra inmediatamente después que se le, ha cercenado por completo, a la manera


como el agua o el aire se unen después que les ha atravesado un cuerpo sólido


cualquiera. Mas, a pesar de ello, cada rasguño o herida inferida es causa de dolores para


aquel demonio, razón por la cual todos ellos temen la punta de la espada o los demás


instrumentos de defensa.


Bodin, el más sabio demonólogo de su siglo, sostiene la misma opinión tan repetida


así mismo por el Porfirio y Jámblico, siguiendo a Platón y a Plutarco, como saben


además muy bien todos los teurgistas. En la Demonología de aquel sabio se nos cuenta:


Recuerdo que en 1557 un demonio elemental de los llamados relampagueantes, cayó


con el rayo en casa del zapatero Pondot, y al punto empezaron a llover piedras en toda


la habitación, con las cuales pudo llenar un arcón el ama de la casa, cerrando enseguida


herméticamente las ventanas, lo que no impidió, sin embargo, el que las piedras


siguiesen cayendo, aunque sin dañar a ninguno de los allí presentes. El magistrado


Latomí vino a informarse, pero no bien entró cuando el espíritu le arrebató su


sombrero. Seis días iban así transcurridos cuando el consejero M. J. Morgues llegó


también a buscarme para esclarecer tal misterio. Cuando entramos en la casa ya alguien


había aconsejado al dueño de la misma que se encomendase a Dios de todo corazón y


blandiese con energía por todo el ámbito del aposento su espada desenvainada. Desde


aquel momento cesaron como por encanto aquellos fenómenos que durante una


semana les habían tenido tan molestos.”


Los libros de hechicería de la Edad Media están llenos de narraciones análogas, pero


los más antiguos filósofos no sólo mencionan relatos análogos, sino que puntualmente


los describen y analizan.


Proclo figura en primera línea en punto a semejantes maravillas. Pasma


verdaderamente la colección de hechos que presenta, corroborados por testigos, entre


ellos algunos famosos filósofos. Al recordar muchos casos de su tiempo en los que a no


pocos cadáveres se los había encontrado con diferentes posiciones en sus tumbas, lo


atribuye a que eran larvas o vampiros, “como los casos –añade –referidos por los


antiguos respecto de Aristio, Epiménides y Hermodoro”, o como los otros cinco de la


Historia de Clearco, el discípulo de Aristóteles. Para acabar, cita el caso de Filonea. Esta


hija del Demostrator, añade, casada contra su voluntad con un tal Krotero, murió poco


después, pero a los seis meses de muerta volvió a la vida, como dice Proclo, a causa de


su antiguo amor por el joven Macates, a quien visitó durante muchas noches sucesivas


hasta que ella, o mejor dicho el vampiro que hacía sus veces, murió de rabia. Su cuerpo


muerto, después de su segundo fallecimiento, fue visto por toda la ciudad en la casa de


su padre, mientras que su sepultura se encontró vacía. Semejante suceso está


confirmado por las Epístolas de Hiparco y por las de Arriedo a Filipo, según relata


Catalina Crowe en su Nighi–Side of Nature, pág. 335. Demócrito en sus escritos


referentes al Hades, diserta, en fin, ampliamente sobre las posibilidades de que algunos


muertos retornen a la vida.


Para hacerse cargo de la timidez, frivolidad y prejuicios con los que se suelen juzgar


estos y otros mil hechos del pasado, no hay sino hojear la obra del Dr. Figuier, Historia


de lo maravilloso en los tiempos modernos. La obra apoyada en testimonios tan valiosos


como el del célebre Dr. Calmeil, director del asilo de lunáticos de Charentón, se ocupa


documentadísimamente de los profetas de Cevennes; los camisardos, los jansenistas, el


diácono Paris y cien otras epidemias de neurosis consignadas en la historia de los


últimos siglos y que sólo podemos ligeramente mencionar, máxime habiendo sido


descriptos por cuantos autores modernos se han ocupado de estos problemas.


Los asombrosos fenómenos de los convulsionarios de Cevennes se presentaron como


una verdadera epidemia a fines de 1700. Las medidas inhumanas adoptadas por los


católicos franceses para extirpar aquel espíritu de profecía que había asaltado a una


población entera, son sucesos históricos sobre los que no tenemos por qué insistir. El


mero hecho de que un puñado de hombres, mujeres y niños, que apenas sumaban dos


mil personas, resistiesen durante años enteros a los 60.000 soldados del rey, es ya por sí


solo un prodigio. Todas las maravillas acaecidas a aquéllos, están registradas en los


procesos que hoy se conservan en los Archivos de Francia. Existe entre éstos el informe


oficial que el feroz abate Chayla, prior de Lava¡ elevó a Roma, y en el cual se lamenta de


que el espíritu maligno fuese tan poderoso que no bastase exorcismo ni tortura


inquisitorial alguna que alcanzase a desalojarle de los cevenneses. Añade el abate que él


mismo puso las manos de esta gente sobre carbones encendidos; que envolvió a varios


otros en algodón impregnado en aceite y les prendió fuego, sin conseguir en uno y otro


caso que se chamuscasen ni que se formase una sola ampolla en su epidermis; que se


dispararon tiros sobre ellos a quemarropa, encontrándose luego aplastadas las bajas


entre la ropa y la piel, sin producirles el menor rasguño, etc.…, etc.…


“A fines del siglo XVII –dice el Dr. Figuier después de relatar todo esto –una anciana


importó en Cevennes aquel espíritu de profecía, que bien pronto se comunicó a


diversos jóvenes de ambos sexos, acabando el contagio por ser general. Hombres,


mujeres, tiernos niños se habían constituido en torrentes de la más extraña inspiración,


expresándose, no en patois ordinario, sino en el más correcto francés, lengua tan poco


conocida en la región en aquel tiempo. Hasta los niños de pecho profetizaban. Ocho mil


profetas –continúa –se esparcieron por el país y la mitad de las facultades de Medicina


de Francia, entre ellas la de Montpeller, se apresuraron a constituirse en Cevennes,


declarándose maravilladas y confundidas al escuchar a gentes sin cultura literaria alguna


disertar eruditamente de cosas de las que jamás supieron una palabra, y hasta se


expresaban con igual lucidez ¡meros niños de teta!, durando horas y horas los tales


discursos… Aquello –añade el comentador –no fue sino una momentánea exaltación de


las facultades intelectuales, fenómenos que pueden observarse en muchas afecciones


del cerebro”… ¡Exaltación momentánea, que dura muchas horas, en cerebros de niños


de pecho, hablando en correcto francés antes de que hayan podido aprender ni una sola


palabra de su patois: ¡Oh milagro de la fisiología! Prodigio debía ser tu nombre, exclama


el católico Des Mousseaux al comentar la obra de Figuier en la suya acerca de “Las


costumbres y prácticas de los demonios”.


Vengamos ahora a los no menos célebres prodigios de los jansenistas, según el Dr.


Figuier, con gran copia de datos históricos, nos cuenta.


El diácono Paris era un jansenista que murió en 1727. Inmediatamente después de su


muerte comenzaron a ocurrir junto a su tumba los más sorprendentes fenómenos. El


cementerio rebosaba de gente desde la madrugada hasta la noche, y los jesuítas,


exasperados al ver que los herejes verificaban las curas más maravillosas y todo género


de prodigios, acudieron a las autoridades, obteniendo de ellas la orden de que se


cerrase la entrada a la tumba del célebre diácono. Pero a pesar de todos los obstáculos,


las maravillas continuaron durante unos veinte años. El obispo Douglas, que fue a París


con este exclusivo objeto, visitó el sepulcro y pudo comprobar que los milagros


continuaban como el primer día entre los convulsionarios, cosa que, forzosamente, se


achacó, como siempre, al diablo. El propio Hume, en sus Ensayos filosóficos, añade:


“Jamás seguramente se habrán atribuido a una sola persona tantos milagros corno los


que últimamente se han dado como acaecidos junto a la tumba del diácono Paris.


Doquiera se veían enfermos que habían sanado, sordos que habían oído y ciegos que


habían recobrado la vista por la virtud del sepulcro santo. Pero lo más extraordinario


del caso es que muchos de dichos milagros acaecieron en el sitio mismo de la tumba,


ante jueces de indiscutible seriedad y rectitud, en una época ilustrada, hechos que ni los


propios jesuítas, a pesar de ser gentes de ordinario instruidas; de contar con el apoyo de


las autoridades civiles, y de ser decididos enemigos de las opiniones en cuyo favor se


dice que fueron obrados los milagros, han sido capaces tú de negarlos, ni de refutarlos,


ni de descubrir su verdadera causa. Tal es la verdad que arroja el testimonio histórico


acerca de semejantes sucesos.”


El Dr. Middleton, en su Investigación libre, obra que escribió acerca de dichos


fenómenos a los diez y nueve años de haber comenzado y cuando ya estaban en franca


decadencia, declara que la evidencia de tales milagros es tan plena e indiscutible por lo


menos como la de las maravillas que de los apóstoles se refieren. En efecto, dichos


fenómenos, cuya autenticidad está probada por tantos millares de testigos, ante


magistrados y a despecho del clero católico entonces omnipotente, deben ser


colocados entre los más sorprendentes que registran la Historia. Carré de Montgeron,


miembro del Parlamento, que se hizo famoso por sus relaciones con los jansenistas, los


enumera cuidadosamente en los cuatro gruesos volúmenes en cuarto dedicados al rey,


bajo el título de La Vérité des miraeles operés par l´intercession de M. de Paris,


demontrée contre l'Archevêque de Sens. Por sus irrespetuosidades hacia el clero romano


fue encerrado en la Bastilla; pero era tal el cúmulo de testimonios personales y oficiales


aducidos para probar cada uno de los casos, que la obra fue aceptada.


“Una de las –convulsionarias –dice Figuier –apoyada por sus lomos en la punta de


aguda estaca, se mantenía doblada en forma de arco con la mayor impasibilidad. El


placer mayor que podía darse a esta criatura era recibir en tal posición y sobre su


estómago el golpe de un pedrusco de cincuenta libras suspendido de una polea.


Montgeron y muchos otros testigos añaden que, no sólo no mostraba magulladuras la


muchacha, sino que pedía a voz en grito que golpeasen aún más fuerte.


Juana Maulet, otra joven de veinte años, apoyada su espalda contra la pared, recibía


sobre su epigastrio centenares de golpes dados por un forzudo gañán con un martillo


de treinta libras sobre un taladro de hierro apoyado así sobre la boca del estómago de


la débil paciente. Pudiera creerse –añade Montgeron al relatarlo –que el taladro debería


hundirse en las entrañas de ésta, pero, al contrario, ella gritaba, con la cara radiante de


felicidad: “¡Oh qué delicia, y cuánto placer me causa este golpeteo ¡Valor, hermano, y


golpead con doble fuerza, si podéis!…”


La relación oficial de tales maravillas, que es mucho más completa que la de Figuier,


añade otros detalles, tales como el de aquellos que serenamente se ponían a describir


sucesos distantes, luego infaliblemente comprobados; el de mantenerse en el aire


muchos de estos convulsionarios merced a una fuerza invisible y sin que todos los


esfuerzos reunidos de los miembros de la Comisión eran impotentes para obligarles a


que bajasen. Se vieron ancianas trepando con agilidad de gatos monteses por muros


verticales hasta de treinta pies de altura.


El Dr. Calmeil, director del Asilo de locos de Charentón, dió acerca de estos y otros


fenómenos análogos la acostumbrada explicación que de ellos dan los médicos: “el


meteorismo o plenitud de gases en el tubo digestivo; el estado espasmódico del útero


de las mujeres; la turgencia de las envolturas carnosas de las capas musculares que


protegen y cubren el abdomen, etc.; añadiendo que la asombrosa resistencia ofrecida


por el cuerpo de los convulsionarios era debida al histerismo o a la epilepsia, fuerza que


tiene algunos puntos de contacto con los cambios de sensibilidad que se producen por


el miedo, la cólera, en una palabra, cualquiera otra pasión de ánimo llevada hasta el


paroxismo. Para el terrible crítico católico Des Mousseaux, en su obra citada, replica


lleno de indignación ante ésta y otras opiniones semejantes de nuestra ciencia médica:


“¿Estaba el ilustrado médico completamente despierto cuando formuló tales


teorías?… Si él o el Dr. Figuier quisiesen mantener seriamente sus categóricas


afirmaciones podríamos decirles: “¿Nos permitiríais una vez, por vía de experimento,


insultaros tan duramente que estallaseis en justa indignación contra nosotros al oír de


nuestros labios, por ejemplo que falseáis la ciencia y estafáis a vuestro público, y,


aprovechando tal momento, repitiésemos con vosotros los experimentos de Cevennes,


dándoos un saludable masaje con estacas o garrotes, seguros de que otra cosa no


resultarían estos terribles golpes, dado el estado de insensibilidad a que seguramente


os llevaría vuestra cólera?”


Inútil es el añadir que el reto de Des Mousseaux ha quedado, por siempre, sin


respuesta.


Volvamos a los hechos de vampirismo.


Verdaderas o falsas, existen entre los orientales “supersticiones” de una naturaleza tal


como jamás pudieron soñar un Edgard Poe o un Hoffmann, y estas creencias se hallan


infiltradas en la misma sangre de las naciones que las dieron vida. Cuidadosamente


expurgadas de toda exageración, se verá que encierran una creencia universal en


aquellas almas astrales, inquietas y errabundas conocidas con los nombres de gulas o


vampiros. Un obispo armenio del siglo V, llamado Yeznik, cita algunos ejemplos de esta


clase en el libro I, párrafos 20 y 30, de una obra manuscrita que se conservaba hace unos


treinta años en la biblioteca del monasterio de Etchmeadzine, en la Armenia rusa. Entre


otras existe una tradición que data de los tiempos del paganismo y, según la cual,


siempre que un héroe cuya vida es todavía necesaria en la tierra, cae en el campo de


batalla, los aralez, o sean los antiguos dioses populares del país, quienes poseen la


facultad de poder volver a la vida a los que han muerto en el combate, lamen las


sangrientas heridas de la víctima, y soplan sobre ellos hasta que les han comunicado una


vida nueva y vigorosa, después de lo cual, el guerrero se levanta; desaparecen todas sus


heridas y vuelve a ocupar su puesto en la batalla. Pero el espíritu inmortal del héroe


vuela muy lejos, entretanto, y vive el resto de sus días en un templo abandonado y


lejano.


Tan luego, por otra parte, corno un adepto era iniciado en el último y más solemne


misterio de la transmisión de la vida, el séptimo y temible rito de la gran operación


sacerdotal que constituye la más elevada teurgia, ya no pertenece más a este mundo. Su


alma era ya libre desde aquel momento, y los siete pecados mortales, en acecho siempre


hasta entonces para devorar su corazón al tiempo en que su alma libertada por la


muerte cruzase las siete escaleras y los siete portales, ya no podían dañarle ni en muerte


ni en vida, por cuanto había pasado ya las siete dobles pruebas y los doce trabajos de la


hora final. El Sumo Hierofante era quien únicamente sabía cómo llevar a cabo esta


solemne operación de infundir su propio aliento vital y su propia alma astral en el


adepto escogido por él para sucederle, y quien de esta suerte quedaba así dotado de


una doble vida12.


La Epístola V a los Hebreos trata del sacrificio de sangre. “En donde existe un


testamento –dice –necesariamente debe mediar la muerte del testador… Sin el


derramamiento de sangre no hay remisión alguna…” La sangre produce fantasmas, y


sus emanaciones proporcionan a ciertos espíritus los materiales necesarios para formar


sus apariciones transitorias. “La sangre –dice Eliphas Levi es la primera encarnación del


fluido universal, la luz vital materializada. Su producción es la más maravillosa de todas


las maravillas de la Naturaleza; vive, porque se transforma perpetuamente, siendo el


efectivo Proteo universal. La sangre procede de principios en los cuales antes no existía


nada análogo, y que se convierte en carne, huesos, cabellos, sudor, lágrimas… La


sustancia universal, con su doble movimiento, es el gran arcano del Ser, la sangre es a su


vez el gran arcano de la vida.


“La sangre, dice el hindú Ramatsariar, contiene todos los secretos de la existencia;


ningún ser viviente puede existir sin ella. El comer sangre es profanar la obra del


Creador.” Por ello Moisés, siguiendo la universal tradición prohíbe hacerlo.


Paracelso escribe que con los vapores de la sangre puede uno evocar cualquier espíritu


que desee ver, puesto que con sus emanaciones se formará una apariencia, un cuerpo


12 La feroz costumbre introducida posteriormente entre el pueblo de sacrificar víctimas humanas, es una


mera copia pervertida en los Misterios Teúrgicos. Los sacerdotes paganos que no pertenecían a la clase


de los hierofantes continuaron practicando algún tiempo este horrible rito, el cual servía para ocultar sus


verdaderos propósitos. Pero el Heracles griego está representado como el adversario de los sacrificios


humanos y como el destructor a los hombres o monstruos que los ofrecían. Bunsen demuestra,


apoyándose en el hecho de que en los más antiguos monumentos no se nota figura o señal alguna que


indiquen que entonces se verificaban sacrificios humanos, que esta costumbre habla sido abolida en el


antiguo Imperio a la conclusión del séptimo siglo, después de Menes. Además, tres mil años antes de


Jesucristo, Hipócrates habla prohibido severamente los sacrificios humanos entre los cartagineses. Difilus


ordenó que las víctimas humanas fuesen sustituidas por toros. Amoris obligó a los sacerdotes a sustituir


por figuras de cera las víctimas aquellas.


visible –pero esto es perfecta hechicería o necromancia. –Los hierofantes de Baal se


inferían profundas incisiones en su cuerpo y con su propia sangre producían apariciones


objetivas y tangibles. Los secuaces de cierta secta persa, muchos de los cuales se ven en


las cercanías de los establecimientos rusos de Temerchan–Shoura y Derbent, tienen sus


misterios religiosos, durante los cuales forman un gran círculo y giran en frenética


danza. Estando arruinados sus templos, verifican sus ritos en edificios retirados y


cerrados a toda vista desde el exterior, edificios con una gruesa capa de arena como


pavimento. Todos van vestidos con flotantes vestiduras blancas y las cabezas desnudas


y afeitadas. Armados de cuchillos y excitados por la macabra danza, pronto llegan a un


grado tal de excitación furiosa que comienzan a herirse a sí propios y a los otros hasta


que no pueden más y el pavimento queda empapado en sangre. Antes de que semejante


“Misterio” termine, cada hombre tiene un compañero con quien danza. Algunas veces


los espectrales bailarines tienen cabellos en sus cráneos lo cual se diferencian de los


naturales de sus inconscientes cabezas. Como hemos prometido solemnemente el no


divulgar los demás detalles de esta terrible ceremonia que sólo hemos presenciado una


vez, debemos abandonar este punto, añadiendo que durante el tiempo en que


estuvimos en Petrovsk, del Cáucaso, presenciamos otro misterio semejante.


Antiguamente las hechiceras de Tesalia añadían algunas veces a la sangre del célebre


cordero negro, la de un niño, para mejor evocar las sombras. A los sacerdotes se les


enseñaba el arte de evocar los espíritus de los muertos, así como los de los elementos,


pero su manera de proceder no era ciertamente las de aquellas terribles hechiceras.


Entre los yakuts de Siberia, en los mismos confines del lago Bai kal y junto al río


Vitema, existe otra tribu que practica la hechicería tal y como la ejercían las famosas


brujas de la Tesalia. Sus creencias religiosas son una mezcla extraña de superstición y de


filosofía… Según ellas las almas de los muertos se convierten en “sombras” condenadas


a vagar sobre la tierra hasta que se verifique cierto cambio, ora favorable, ora adverso,


que ellos explican, por supuesto. Las sombras luminosas o sean las de los buenos, se


convierten en los guardianes o protectores de aquellos a quienes han amado en la


tierra. Las sombras obscuras, siempre procuran, por el contrario, causar daño a cuantos


en vida conocieron, incitándoles al crimen y demás malas acciones perjudicando así por


todos los medios a los mortales… Durante los sacrificios de sangre, que siempre se


verifican de noche, los yakuts evocan las sombras obscuras o malvadas para saber de


ellas el modo cómo han de contener su malignidad. La sangre les es necesaria para esta,


porque sin sus vapores, no podrían aquéllas hacerse visibles, y aun serían, creen, más


peligrosas, pues que la extraerían de las personas vivientes por medio de la


transpiración. En cuanto a las sombras buenas o luminosas, ellas no precisan ser


evocadas así, porque les desagrada, y porque cuando quieren, pueden hacer sentir, sin


necesidad de nada, su presencia.


La evocación por medio de la sangre se practica también, aunque con diferente objeto,


en distintos puntos de Bulgaria y de Moldavia, especialmente en los distritos vecinos a


los musulmanes. La tiranía y esclavitud horribles a que han estado sujetos estos


desgraciados cristianos durante siglos les ha hecho mil veces más impresionables y más


supersticiosos. El día 7 de Mayo de cada año, los habitantes de Bulgaria y Moldavia


Valaca celebran “la fiesta de los muertos”. En efecto, después de puesto el sol, multitud


de hombres y mujeres, llevando sendos cirios en las manos, acuden a los cementerios y


oran sobre las tumbas de sus difuntos.


Esta antigua y solemne ceremonia, llamada Trizna, es una reminiscencia general de los


primitivos ritos cristianos; pero era más solemne todavía mientras duró la esclavitud


musulmana… Entre los habitantes de las ciudades la ceremonia es ya meramente


rituaria; pero entre algunos campesinos el rito toma proporciones de toda una


evocación teúrgica. La víspera del día de la Ascensión, las mujeres búlgaras encienden


una porción de lámparas y cirios; junto a las tumbas colocan crisoles sobre trípodes, y el


incienso perfuma la atmósfera en un grandísimo radio alrededor. Desde que anochece


hasta un poco antes de la media noche, y en memoria del muerto, se convida a comer a


los amigos y a un cierto número de mendigos, obsequiándoles además con vino y raki o


aguardiente, y se distribuye dinero a los pobres. En cuanto ha terminado la fiesta, se


acercan los convidados a la tumba, y llamando al difunto por su nombre, le dan las


gracias por las bondades de que han sido objeto. Cuando ya todos, incluso los parientes


más cercanos, se han ido marchando, una mujer, generalmente la de más edad, se queda


sola con el muerto, y se asegura que procede entonces a la ceremonia de la evocación.


Prosternada de hinojos, y después de fervientes súplicas al muerto una y mil veces


repetidas para que se presente, la mujer se extrae un número mayor o menor de gotas


de sangre del lado izquierdo de su pecho y las deja caer lentamente sobre la tumba.


Esto da fuerza al invisible espíritu del muerto que vaga en derredor del sepulcro,


permitiéndole, por algunos instantes, el asumir forma visible y dar sus instrucciones


adecuadas a la cristiana teurgista o bien bendiciéndola simplemente y desapareciendo


hasta el año próximo. Tan firmemente está arraigada semejante creencia, que, con


motivo de una dificultad de familia, hemos oído a una mujer moldava proponer a su


hermano el demorar toda decisión acerca del asunto debatido hasta que en la noche de


la Ascensión pudiese el padre resolver la dificultad, cosa a la que el hermano accedió


como si su padre se hallase en la habitación contigua.


Que en la Naturaleza existen secretos terribles, bien puede creerlo el que, como


nosotros, ha sido testigo del caso del zuachar ruso, caso en el que no pudo el hechicero


morir hasta que comunicase a otro la palabra, lo cual rara vez dejan de hacerlo por su


parte los hierofantes de la Magia Blanca.


Los hindúes creen tan firmemente como los servíos y húngaros en los vampiros. “El


hecho de un espectro que reaparece para chupar la sangre humana, dice el Dr. Pierart


famoso mesmerizador, en un artículo sabio de la Revue Spiritualiste, volumen IV, no es


tan inexplicable como parece, y menos para los espiritistas, quienes admiten los


fenómenos llamados de bicorporeidad o duplicación del alma. Esas manos espectrales


que hemos estrechado, esos miembros materializados que tan palpablemente hemos


visto en las sesiones mediumnímicas, son una prueba evidente acerca de cuántas y


cuántas cosas son posibles, bajo condiciones favorables, para esos espectros de lo astral


evocados por ellas.”


Al así expresarse el respetable médico, no hace sino reproducir la teoría cabalista


acerca de los shandim, o sea de la categoría más inferior de todos los seres espirituales.


Al referirnos Maimónides en su obra Abodah Sarah que las gentes de su tiempo se veían


obligadas a mantener íntimas relaciones con sus difuntos, describen las fiestas de


sangre que en tales casos se celebraban. Cavaban al efecto un hoyo en el suelo en el


cual vertían sangre fresca y, colocando encima del mismo una mesa, evocaban a los


espíritus, quienes presurosos acudían, contestando a todas sus preguntas. No obstante


de ello, Pierart, con toda su doctrina teurgista acerca del vampirismo, se muestra


indignadísimo contra la superstición del clero al ordenar que se atraviese con una estaca


el corazón de todo cadáver sobre quien hayan recaído sospechas de vampirismo.


En tanto que la forma astral del muerto no esté completamente desprendida del


cuerpo, existe, en efecto, cierta trabazón en virtud de la cual, mediante la atracción


magnética, puede obligarse a aquella forma a que retorne y se posesione de nuevo del


cuerpo. Acontece en ocasiones que la forma astral no se ha desprendido de éste más


que a medias, por decirlo así, cuando el cuerpo es enterrado por presentar todas las


apariencias de una muerte efectiva. En semejantes horribles casos, el alma astral,


aterrada, retorna violentamente a su envoltura de carne, y entonces la desdichada


víctima, o bien acaba de morir realmente tras el paroxismo de las atroces angustias de


la sofocación, o bien, si durante su existencia terrestre, ha sido groseramente material,


se convierte en un vampiro…


En este segundo caso, empieza para el mísero cataléptico, así enterrado en vida, una


existencia verdaderamente bicorpórea, en la que el cuerpo que yace aprisionado en la


tumba es sostenido con la sangre o fluidos vitales que sus cuerpos astrales


fantasmáticos roban aquí y allá a los vivos, porque, es sabido, que esta última forma


etérea puede ir donde le plazca y, en tanto que el lazo que la mantiene unida al cuerpo


no se rompa, vagar en forma ya visible ya invisible, alimentándose arteramente de sus


humanas víctimas. A juzgar por todas las apariencias, semejante espíritu logra


seguidamente el transmitir, mediante una disposición misteriosa e invisible que acaso


llegue a ser explicada algún día, el producto de su succiones fluidicas al cuerpo material


que yace inerte en el fondo de la tumba, contribuyendo así a perpetuar en cierto modo


aquel su estado de catalepsia,


Brierre de Boismont cita algunos casos por el estilo, completamente auténticos, que


ha tenido a bien calificar de “alucinaciones”. “Una reciente investigación ha demostrado


–dice un periódico francés –que en 1871 dos cadáveres fueron sometidos al infame


tratamiento de la superstición popular, por instigación del clero… ¡Oh ciega


preocupación!, “pero el Dr. Pierart, citado por el escritor católico Des Monsseaux quien


resueltamente admite el vampirismo, exclama: “–¿Ciega superstición, decís? Sí, tan


ciega como gustéis, pero, ¿de dónde provienen tales preocupaciones? ¿Por qué se han


perpetuado ellas a través de todas las épocas y en tantísimos países? Después de la


infinidad de casos de vampirismos como se han visto, ¿debemos decir nosotros que hoy


ya no sucede tal cosa y que los casos que de ello se relatan jamás tuvieron sólido


fundamento? De la nada, nada se hace. Cada creencia, cada costumbre, procede de los


hechos y causas que le han dado origen. Si nunca se hubiese visto aparecer en el seno de


las familias de ciertos países, seres revestidos de las ordinarias apariencias, de los


muertos yendo a chupar la sangre de una o varias personas y si de esto no hubiese


resultado la muerte por extenuación de la víctima, nadie hubiese ido jamás a


desenterrar los cadáveres a los cementerios, ni jamás hubiésemos presenciado nosotros


el hecho increíble de haberse encontrado personas enterradas varios años antes, con el


cuerpo blando y flexible, los ojos abiertos, la tez sonrosada, con la boca y narices llenas


de sangre y manando sangre a torrentes en el acto de ser decapitada”.


Uno de los más importantes ejemplos de vampirismo figura en las cartas reservadas


del filósofo, marqués d'Argens, y en la Revue Britanique de Marzo de 1837, el viajero


inglés Pashley describe algunos casos de que tuvo noticia en la isla de Candía. El Dr.


Jobard, sabio belga, anticatólico y antiespiritista, da testimonio de otros casos análogos


en su obra acerca de Les Hauts Phenomenes de la Magie, pág. 199.


“No quiero examinar, dice el obispo de Avrauches Huet (Huetiana, página 81), si los


casos de vampirismo que se relatan diariamente son verdaderos o meros frutos de un


error popular, mas es lo cierto que han sido atestiguados por tantos autores


competentes y fidedignos y por un número tan considerable de testigos de vista, que


nadie debe decidirse en esta cuestión sin contar con una gran dosis de prudencia.”


Aquel buen señor de Des Mousseaux, que tanto se ha molestado recogiendo


materiales para su teoría demonológica, nos sale con algunos ejemplos sensacionales


para demostrar que todos estos casos se deben a la intervención del diablo, el cual toma


las formas fantasmáticas de los muertos para revestirse de ellas y vagar por las noches


chupando la sangre de las gentes, explicación que a nosotros nos parecería excelente si


no pudiésemos arreglarnos con otras mejores sin traer a la escena a personaje tan


siniestro. Si de una vez para siempre queremos creer en el retorno de los espíritus,


tenemos una multitud de perversos sensualistas, miserables y criminales de todas


clases, especialmente suicidas, capaces de rivalizar en malicia con el mismísimo diablo


en sus mejores días, que ya es bastante por sí solo el vernos actualmente obligados a


creer en lo que vemos y sabemos que es un hecho, o sea en los espíritus, sin necesidad de


añadir a nuestro panteón de espectros a un diablo a quien nadie ha visto nunca.


Sin embargo, en lo que al vampirismo se refiere, hay particularidades interesantísimas


que recoger, desde el momento en que la creencia en tal fenómeno ha existido desde


las épocas más remotas en todos los países. Las naciones eslavas, los griegos, válacos y


servios, dudarían primero de la existencia de sus enemigos los turcos que del hecho


relativo a la existencia de los vampiros. Los brucolak o vurdalak, como son


denominados estos últimos, son huéspedes sobrado familiares en el hogar eslavo para


que se dude de ellos. Escritores del mayor talento, hombres tan integérrimos como


llenos de perspicacia, se han ocupado del asunto creyendo en él por supuesto.… ¿De


dónde proviene esta máxima creencia a través de los tiempos; esa identidad de detalles


y analogías en las descripciones de aquel singular fenómeno, que encontramos en el


testimonio jurado de pueblos extraños los unos a los otros y que discrepan, sin


embargo, por completo respecto a otras varias supersticiones?


“Hay –dice Dom Calmet, escéptico monje benedictino del siglo XIX, en su artículo


Apparitions (vol. II, pág. 47 de la obra antes citada) –dos procedimientos distintos para


destruir la creencia de estos pretendidos espectros… El primero consiste en explicar los


prodigios del vampirismo por medio de meras causas físicas: el segundo en negar


completamente la verdad de tales relatos, cosa que consideramos lo más seguro y más


prudente”.


El primer procedimiento de explicar, en efecto, el vampirismo por medio de causas


físicas, aunque ocultas, es el adoptado por la escuela de Mesmerismo de Pierart, y, no


son ciertamente los espiritistas quiénes más derecho puedan tener de rechazar lo


plausible de esta explicación. El segundo plan, sin embargo, es el adoptado por los


hombres de ciencia y por los escépticos. Según advierte Des Mousseaux, no hay camino


que menos filosofía requiera que este procedimiento expedito de la negación rotunda


de lo que se ignora.


“Cierto día –añade Dom Calmet –empezó a aparecerse inopinadamente a los


habitantes de una aldea, cerca de Kodom, el espectro de un pastor, y, a consecuencia del


susto, o bien por otra causa cualquiera, todos murieron antes de una semana.


Exasperados los demás campesinos ante aquello, fueron en busca del cadáver del pastor


y le desenterraron, clavándole con una gran estaca en el suelo. Otra vez se apareció, sin


embargo su espectro aquella. misma noche, sumiendo a la población en terrores casi


apocalípticos y matando por sofocación a varios habitantes, en vista de lo cual, las


autoridades locales entregaron el cuerpo del pastor al verdugo, el cual le quemó en un


campo vecino. El cadáver –añade Des Mousseaux al comentar el hecho –aullaba como


un loco, pateando y resistiéndose como si estuviese vivo, arrojando rojas oleadas de


sangre por la herida de la estaca, y las apariciones de su espectro no cesaron hasta que


el cuerpo todo no quedó reducido a cenizas.


“En más de una ocasión –continúa Dom Calmet –varios agentes de la justicia visitaron


los lugares que, según públicos rumores, eran frecuentados por espectros. Los cadáveres


de éstos fueron al punto exhumados y siempre se observó sano y sonrosado el cuerpo


de todos los sospechosos de vampirismo. Se observaba también que los objetos


familiares de las casas antaño habitadas por ellos en vida, se movían extrañamente sin


que nadie los tocase. Por un celo muy natural, las autoridades se negaban generalmente


a la cremación o a la decapitación, sin cumplir antes los procedimientos legales: se


citaban, pues, testigos, y sus declaraciones eran oídas y atentamente meditadas. Luego


se pasaba al examen de los cadáveres desenterrados, y si presentaban, por su parte, las


inequívocas señales dichas de su vampirismo, eran entregados al verdugo.


“La dificultad principal, empero, de todo esto –termina Dom Calmet –consiste en


saber el cómo y cuándo estos vampiros pueden abandonar sus tumbas y, luego de


realizar sus proezas, tornar a entrar en ellas, sin que parezca que la tierra haya sido


removida lo más mínimo, habiéndosele visto por los testigos con sus habituales


vestidos, comiendo y vagando en fin, de un lado a otro, cual si estuviesen vivos… Y si


todo ello no es sino pura fantasía por parte de quienes se vieron favorecidos por


semejantes visitas, ¿por qué, indefectiblemente se encuentran luego en sus respectivas


sepulturas los cadáveres de tales espectros, frescos y flexibles, llenos de sangre, y sin


ofrecer en su cuerpo señales de descomposición alguna?


¿Cómo explicar el que al día siguiente de la noche en que repetidos espectros


aterrorizaron con su aparición a los vecinos, sus pies resultaban sucios, y cubiertos de


barro, cosa que no se observaba en modo alguno con los demás cadáveres del mismo


cementerio? ¿Por qué, una vez quemados los cuerpos de los vampiros, nunca tornan a


aparecer sus espectros y por qué, en fin, han ocurrido casos semejantes con tanta


frecuencia en este país, haciendo imposible el desterrar de él tamañas supersticiones?”.


Existe, a no dudarlo, un estado de semimuerte, fenómeno de naturaleza desconocida y


desechado, por tanto, como superstición por la fisiología y la psicología de nuestra


época. En semejante estado, el cuerpo está virtualmente muerto, y en los casos de


aquellas personas en los que la materia haya predominado sobre el espíritu, sin que una


perversión absoluta, sin embargo, haya destruido “el hilo de oro” que une al alma


humana con su Supremo Espíritu, una vez que el cuerpo físico yace abandonado a sí


mismo, el alma astral se irá desprendiendo de él por medio de esfuerzos graduales,


separándose completamente de aquél al romper el eslabón último de los corpóreos


vínculos. A partir de este momento, una polarización magnética repelerá violentamente


al hombre etéreo, de la masa orgánica de su cuerpo, ya en franca descomposición, y


toda la dificultad consiste, primero, en que nosotros nos imaginamos que el momento


de tal separación entre los dos cuerpos es aquel en que el hombre es declarado muerto


por la ciencia, y no después, y segundo, en la incredulidad dominante acerca de la


existencia, sea del alma, sea del espíritu, mantenida injustamente por esa misma ciencia.


Pierart trata de demostrar en su trabajo que son siempre peligrosos los


enterramientos prematuros, aun cuando ofrezca señales indudables de putrefacción.


“Los infelices muertos catalépticos –dice –enterrados como muertos efectivos en


lugares secos y frescos en donde el cuerpo no puede ser destruido por causas locales, su


espíritu, (es decir, su cuerpo astral), revistiéndose de un cuerpo fluidico (o etéreo) se ve


impelido a abandonar su tumba y a ejecutar, a expensas de los seres vivientes, los actos


peculiares de su vida física, los de nutrición muy especialmente, y cuyos elementos


gracias a un misterioso lazo existente entre el cuerpo y el alma, lazo que la ciencia


espiritualista explicará algún día, son transmitidos al cuerpo material que yace en la


sepultura, ayudándole de este modo a conservar su mísera existencia. Semejantes


espíritus, vagando en sus cuerpos efímeros, han sido vistos con frecuencia alejándose o


retornando a los cementerios, y se ha sabido que, cayendo sobre vivos, les han chupado


la sangre, vampirizándoles. Ulteriores investigaciones judiciales, luego, han venido a


demostrar que, a consecuencia de tamaña monstruosidad, sobrevenía una


extraordinaria hemación o desangre de las víctimas, quienes por ello, más de una vez


habían sucumbido.”


Así, pues, al tenor del piadoso consejo de Dom Calmet, o debemos persistir en negar


los hechos, o bien, si es que hemos de aceptar los testimonios humanos y legales, muy


dignos de respeto, aceptar la única explicación posible dada por Glanvil al decir en el


volumen II, pág. 70 de su Sadducismus Triumphalus, que “las almas de los difuntos se


encarnan en vehículos aéreos o etéreos, como está plenamente comprobado por


hombres tan eminentes como el Dr. More, al evidenciar que semejante doctrina fue


siempre la de los Santos Padres y los más antiguos filósofos…”


Antes de abandonar el repulsivo tema del vampirismo, y sin otra garantía que la de


habérnoslo comunicado varios testigos fidedignos, queremos citar un caso más para


que pueda servir de ejemplo:


A principios de este siglo, acaeció en Rusia uno de los más horribles casos de


vampirismo que la Historia registra. El gobernador de la provincia de Tch*** era un


hombre de unos sesenta años, y de un carácter celoso, malicioso y cruel. Investido de


una autoridad despótica, la ejercía sin contemplación alguna, llevado siempre del


primer impulso de sus brutales instintos. Se había enamorado el gobernador de una


linda muchacha, hija de un oficial subordinado suyo, y, a pesar de que la doncella estaba


prometida a un joven que la amaba extraordinariamente, el tirano obligó al padre de la


muchacha a que la desposase con él y no con el joven. Presa de la mayor desesperación,


la pobre víctima llegó a ser la esposa del viejo, quien bien pronto se mostró lleno de


celos, llegando hasta golpearla y encerrarla semanas enteras en su domicilio sin dejarla


hablar con nadie más que en su presencia. Por último, el odioso gobernador cayó


enfermo cierto día y murió; pero al sentir ya próximo su inevitable fin, hizo jurar a su


esposa que no se volvería a casar, conminándola, con las más horribles imprecaciones,


de que en el caso de que faltase a su juramento, llegaría hasta salir del sepulcro, y la


mataría.


El tirano fue enterrado en el cementerio de la ciudad que cae al otro lado del río, y su


libertada viuda, de allí a poco, venciendo sus escrúpulos por su juramento, dió de nuevo


oídos a las instancias de su antiguo novio, y quedaron comprometidos ambos para


casarse en plazo breve.


La noche misma de la acostumbrada fiesta esponsalicia, cuando ya se había retirado


todo el mundo, se alborotó la antigua casa con unos angustiosos gritos de horror y


lamentos que salían de la cámara de la novia. Se forzaron al punto las puertas y se vio


con sorpresa que la infeliz mujer yacía desmayada en su lecho, al par que se percibía el


ruido como de un carruaje saliendo del patio. El cuerpo de la joven estaba lleno de


cardenales debidos, al parecer, a fuertes pellizcos recibidos, y en su cuello se veía una


como ligerísima punzada de la que brotaban gotitas de sangre. Todo el mundo quedó


pronto pasmado de. horror al volver en sí la viuda y narrar aterrorizada que su difunto


marido, el gobernador, había entrado súbitamente y sin saber cómo en la cerrada


habitación, exactamente como en vida, con la diferencia de presentar en su semblante


una horrible palidez cadavérica, y la había golpeado y pellizcado cruelmente, después


de haberle echado en cara su inconstancia.


Inútil es añadir que nadie dió crédito a semejante relato, pero a la mañana siguiente el


centinela apostado en el otro extremo del puente por el que cruza el río, refirió que,


momentos antes de la media noche, un carruaje arrastrado por seis caballos, pasó con


velocidad vertiginosa por el puente, en dirección de la ciudad y sin hacer el menor caso


de las voces de ¡alto!, que se le dieron.


El nuevo gobernador, que no creía en la historia de semejante aparición, tornó la


precaución, sin embargo, de doblar los centinelas de la otra parte del puente, a pesar de


lo cual, el suceso se repetía noche tras noche con desesperante regularidad. Los


soldados custodios de la barrera del pontazgo, declaraban unánimes que, a pesar de


todos sus cuidados y de los esfuerzos hechos para detenerle, el fantástico carruaje


pasaba velozmente por delante sin que fuesen ellos capaces de impedirlo. Todas las


noches también se oía en el patio de la casa el mismo ruido, prolongado y sordo, del


coche consabido; los vigilantes, juntamente con los criados y la familia de la viuda.


quedaban sumidos al punto en un profundo sueño, y todas las mañanas resultaba, en


fin, la pobre víctima, magullada, ensangrentada y desfallecida.


No hay que decir la consternación que tamaño suceso producía ya en toda la ciudad.


Los médicos no acertaban a explicar aquel caso; los sacerdotes se constituían en el


palacio de la viuda para en él pasar la noche en oración, mas al acercarse el instante de


la media noche todos caían presa de un letargo invencible. El mismo arzobispo llegó de


la capital y practicó en persona la ceremonia del exorcismo, pero a la mañana siguiente


se halló a la viuda en estado más deplorable que nunca y ya próxima a morir.


Para calmar, en fin, al horrorizado vecindario, el gobernador se vio obligado a adoptar


las medidas más severas. Situó a cincuenta cosacos a lo largo del puente con orden


terminante de detener a todo trance al carruaje–fantasma. Sonaron, sin embargo, las


doce campanadas de la media noche y se vio venir veloz el coche por el camino del


cementerio. El oficial de guardia y un sacerdote, crucifijo en mano, se plantaron delante


de la barrera del pontazgo, gritando a la vez:


–En el nombre de Dios y en el del Czar, ¿quién viene aquí? –A lo que, una cabeza harto


conocida por todos, apareció por la ventanilla del coche, y una voz, que no lo era menos,


contestó con energía:


–¡El Consejero secreto de Estado y Gobernador C!… –y en el mismo instante, el


sacerdote, el oficial y los cincuenta soldados fueron lanzados violentamente a un lado,


cual sacudidos por una conmoción eléctrica, al par que el fantástico y lujoso tren


cruzaba veloz sin que nadie pudiese detenerle.


El arzobispo, entonces, y como último recurso, apeló al procedimiento sancionado por


el tiempo, o sea el de desenterrar el cuerpo y clavarlo en tierra por medio de una aguda


estaca de roble que le atravesase el corazón, cosa que fue puntualmente ejecutada con


gran pompa religiosa y en presencia de todo el pueblo. Los narradores del maravilloso


hecho me aseguraron que el cuerpo del gobernador se halló, en efecto, repleto de


sangre y con las mejillas y los labios rojos. En el momento de clavarte la estaca exhaló


un gemido, mientras que un gran chorro de sangre brotó con ímpetu a bastante altura.


El arzobispo pronunció luego el exorcismo acostumbrado, y, desde entonces, no se oyó


hablar más del vampiro ni de su fantástico carruaje.


Hasta qué punto las circunstancias del caso hayan podido ser exageradas por la


tradición, no podemos decirlo, pero nosotros lo sabemos hace años por un testigo


ocular, y aun hoy día existen aún familias en Rusia cuyos ancianos miembros recuerdan


fielmente el espantoso suceso.






LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS


Las pretensiones de los amigos de la ciencia esotérica de que Paracelso produjo


químicamente homúnculos por medio de ciertas combinaciones alquímicas


desconocidas aún, son, como es natural, calificadas de patrañas. Pero si Paracelso


no hizo homúnculos, otros adeptos de la Magia, sí que los desarrollaron no hace


todavía un milenio, y por la misma ley por medio de la cual el biólogo llama a la vida a


sus animáculos, o como el famoso caballero inglés Andrew Crosse de Somersetshire


produjo colonias enteras de ácaros… cosa que le valió la consiguiente persecución


como impío… ¿Quién –dice Bain –es capaz de poner límites a las ocultas posibilidades


de la vida?


Numerosísimos son los misterios de las regiones inexploradas de la Naturaleza, y aun


aquellos fenómenos que se tienen por conocidos, tienen siempre una oculta facies que


se desconoce todavía, porque no hay un solo mineral, una planta sola que haya revelado


la última de sus propiedades a los sabios. ¿Qué es, en efecto, lo que saben los


naturalistas acerca de la naturaleza íntima de los reinos de la Naturaleza? ¿Cómo


pueden estar seguros ellos de que, por cada una de las propiedades, descubiertas, no


existan cien otras ocultas en la naturaleza interna e inexplorada de la planta o de la


piedra? Siempre que Plinio, el naturalista, Eliano y hasta Diodoro Sículo, atribuyen a


alguna planta o mineral una virtud oculta desconocida de nuestros botánicos y físicos,


procurando con laudable perseverancia desembarazar la verdad histórica de las


exageraciones y fábulas que la ocultan, sus afirmaciones son rechazadas de plano como


absurdas.


Desde tiempo inmemorial ha sido objeto de las especulaciones científicas el averiguar


la verdadera naturaleza del llamado principio vital. La ciencia exacta conoce solamente


cinco poderes de la naturaleza; el cabalista conoce siete, y en estos dos adicionales e


ignotos se encierra todo el misterio de la vida. Uno de éstos es el espíritu inmortal,


cuyo reflejo está unido de un modo invisible hasta con la materia inorgánica. En cuanto


al otro, dejaremos a cada cual que la descubra por sí mismo. El profesor José De


Compte en su Correlación de la fuerza vital con las fuerzas físicas y químicas, se


pregunta cuál sea la nota diferencia¡ entre el organismo vivo y el muerto,


contestándose: “¡Ninguna! Todas las fuerzas químicas y físicas, sacadas del depósito


común de la Naturaleza y encerradas en el organismo viviente, parecen existir todavía


en el muerto, aunque ellas van desapareciendo a medida que avanza la descomposición.


Y, sin embargo, ¿cuál es la índole de esta diferencia, expresada en fórmulas de la ciencia


positiva? ¿Qué es aquello que se ha ido y dónde es donde se ha ido ello? Hay algo aquí,


en efecto, que la ciencia no ha podido todavía comprender, y la pérdida de este algo es


precisamente lo que acaece en el momento de la muerte y lo que constituye, en su más


elevado sentido la fuerza vital”.


Por imposible que parezca a la ciencia el encontrar y explicar la Vida, tal misterio es un


misterio a medias, no solamente para los grandes adeptos y videntes, sino hasta para


los creyentes sinceros en un mundo espiritual…, infalible intuición con la cual nada


tiene que ver la razón fría. Por más que se contradigan entre sí los dogmas erróneos


inventados por el hombre, la verdad permanece una, y no existe religión alguna, sea


cristiana o pagana, que no esté firmemente asentada sobre la roca de los siglos: Dios y


el Espíritu inmortal del hombre.


Todo animal está más o menos dotado de la facultad de percibir, sino los espíritus, por


lo menos algo que por ahora es. invisible para la generalidad de los hombres y que


únicamente puede ser vista por una clarividente. Hemos hecho centenares de


experimentos con gatos, perros, monos, y una vez con un tigre domesticado. El espejo


redondo, conocido por el “cristal mágico” fue fuertemente mesmerizado por un señor


hindú que antes habitaba en Dindigul y que hoy reside apartado en su retiro de los


Gates Occidentales. Dicho señor, a la manera de los antiguos marsos y psilas,


encantadores de serpientes, tenía domesticado un tigre de Malabar. El animal se


hallaba como sumido en una modorra crónica. Inofensivo y manso como un perro, los


niños hacían con él toda clase de travesuras, pero cada vez que se le obligaba a mirar en


el “espejo mágico”, el pobre bicho entraba en un estado de extraordinaria excitación.


Sus ojos expresaban entonces el más vivo terror humano. Incapaz de poder apartar la


vista del espejo y fascinado, temblaba ante la vista de algo desconocido para nosotros, y


cuando se le retiraba éste, quedaba aturdido y postrado durante unas horas. ¿Qué


imagen fantástica de su propio mundo animal e invisible podía ver en el espejo, para


sentir tamaños terrores? Nadie puede decirlo, excepto quizá aquel ser que producía la


escena.


El mismo efecto observé también con un sirio, semicristiano y semigentil de


Kumankulam, reputado como hechicero.


Estábamos reunidos siete hombres y dos mujeres, una de éstas natural del país. Cerca


de nosotros estaba un cachorro de tigre entretenido con un hueso, y un wanderoo o


mono–león, personificación de la malicia, con su negro pelaje, sus patillas y perilla


blanca como la nieve y sus ojuelos chispeantes y ladinos. Había, por último, una


hermosa y dorada oropéndola atusándose su cola con el pico en forma de percha, junto


a la ventana. En la India, tales sesiones, que podríamos llamar “espiritistas”, no precisan


realizarse a obscuras, como entre los europeos, ni otra cosa que un silencio perfecto y


una buena armonía entre los circunstantes. La luz penetraba a torrentes por las puertas


y ventanas abiertas, mientras que un lejano murmullo de vida procedente de la selva


vecina, nos enviaba los ecos de miríadas de insectos, pájaros y cuadrúpedos. Rodeadas


todas las fachadas por un hermoso jardín, veíamos afuera los rojos racimos de la eritrina


o árbol del coral; respirábamos la fragancia de árboles y arbustos y de las flores de las


begonias cuyos blancos pétalos vibraban acariciados por una suave brisa. En una


palabra, estábamos rodeados de luz, de armonía y de perfumes, y la amplia estancia


aquella estaba llena de diversas flores y arbustos de los consagrados a los dioses del


país, sin faltar por supuesto, la suave albahaca, la flor de Vishnú sin la cual no puede


celebrarse en Bengala ninguna ceremonia de culto, y las ramas de la Ficus religiosa, árbol


dedicado a la misma resplandeciente deidad y entre cuyas hojas se veían mezcladas las


sonrosadas flores del loto y de la tuberosa.


Mientras un faquir, verdaderamente santo, pero muy sucio, permanecía sumido en sus


contemplaciones y se operaban en su torno diversas maravillas bajo la dirección de su


voluntad, el mono y el pájaro estaban tan tranquilos. So1o el tigre temblaba


visiblemente y miraba con recelo entorno de la estancia, como si sus verdes ojos


fosfóricos siguiesen a algún ser invisible que discurriese por ésta. Pronto el mono quedó


también acurrucado e inmóvil, perdida su habitual vivacidad, y al caer junto a él una flor


azulada de las varias que flotaban por el aire como movidas por manos invisibles,


experimentó tal sobresalto nervioso que fue a refugiarse bajo el traje de su amo. Se oía


aquí y allí un como ruido de alas invisibles y caían en torno nuestro flores arrojadas por


alguien a quien no veíamos. Finalmente, como alguien se quejase de calor, fuimos bien


pronto obsequiados también con un finísimo y perfumado rocío refrescante que al caer


sobre nosotros nos producía una sensación de felicidad inexplicable.


Cuando el faquir hubo terminado su exhibición de magia blanca, el brujo o conjurador


se preparó a su vez para operar una de esas series de maravillas que las relaciones de los


viajeros han hecho familiares al público, mostrando, entre otras cosas, el hecho de que


los animales poseen naturalmente la clarividencia y hasta la facultad de distinguir los


buenos espíritus de los malos. Todos los actos del hechicero fueron precedidos por


fumigaciones de substancias resinosas, mientras que el tigre, el mono y el pájaro daban


muestras de un terror indescriptible…


Hechos como el referido no son nada en comparación de los que los juglares de


profesión ejercitan. Ibn Batuta, el gran viajero árabe, cuenta lo siguiente: “Asistiendo a


una gran fiesta dada en la corte del virrey de Khansa, éste hizo venir a un juglar el cual


invitado a realizar alguna de sus maravillas cogió una bola de madera agujereada de la


que pendían largas correa s y que fue lanzada por el juglar al espacio, subiendo tan alta


que la perdimos de vista igualmente que a la correa salvo su parte inferior que quedó en


manos del encantador. Seguidamente éste ordenó a uno de los chicos que le ayudaban


que trepase correa arriba, como lo realizó hasta que le perdimos de vista también.


Momentos después, le llamó el hechicero por tres veces al muchacho, y como no


recibiese de él respuesta, se mostró iracundo; empuño su cuchillo y desapareció del


mismo modo trepando por la correa. Al poco rato empezamos aterrorizados a ver caer


despedazados y uno a uno los miembros del muchacho y, en fin, su ensangrentada


cabeza. El juglar descendió detrás enardecido y jadeante, con sus vestidos


ensangrentados, se prosternó después ante el emir. Éste pareció como darle órdenes,


por virtud de los cuales, sin duda, el hechicero empezó, a recoger y a ajustar unos


miembros con otros. Dió después una patada en el suelo, y al punto se enderezó sano y


bueno el chiquillo… Wallah, le dijo el jaique que estaba a mi lado. Aquí no ha pasado


nada realmente: ¡todo ha sido una mera farsa!”


¿Y quién duda de que todo aquello era una efectiva farsa; una ilusión o maya como


dicen los hindúes? Pero cuando puede obligarse a que un corro de diez mil personas,


sufran a un tiempo semejante ilusión colectiva durante el público espectáculo, los


medios por los cuales puede determinarse en aquéllos ilusión tan asombrosa bien


merecen llamar la atención de la ciencia. Cuando por medio de una magia tal un


hombre que está en presencia vuestra, en una habitación cuyas puertas habéis cerrado y


cuyas llaves tenéis en la mano, desaparece súbitamente cual relámpago y sin verle por


parte alguna, oís su voz proviniendo de diversos sitios del aposento y que se ríe de


vuestra perplejidad, seguramente que un arte tal no es indigno del estudio de físicos


tan escépticos como Carpenter o Huxley.


Lo que el moro Ibu Batuta vio en China allá por el año de 1348, lo vio igualmente en


Batavia hacia 1670 el viajero anglo–holandés Eduardo Melton, según relata en su


EngeIsh Edelmans Zeldzaame en Geden Kwaardige Zee en Land Reizen, etc. (Amsterdam,


1702). También se consignan hechos análogos en las célebres Memorias del emperador


Jahangire, páginas 99 y 102…


El encantador Chibh Chondor, del que antes hablamos, después de una famosa sesión


de la que sugestionó a varias cobras venenosas, terminó su sesión haciendo pasmosos


experimentos sobre objetos inanimados. Con unos simples pases que hizo con las


manos en dirección del objeto sobre el que quería actuar, y, sin moverse de su sitio,


apagaba o disminuía el brillo de las luces más apartadas de la habitación; hacía que


bailasen los muebles, incluso los mismos divanes en los que estábamos sentados, abría y


cerraba a distancia las puertas… Viendo de repente que un hindú estaba sacando agua


del pozo del jardín, dió un pase en aquella dirección y la cuerda se detuvo súbitamente


en su descenso resistiendo cuantos esfuerzos realizara en contrario el asombrado


jardinero. Dió otro pase al punto el encantador y la cuerda tornó a bajar. Entonces le


pregunté a ChibhChondor:


–¿Empleáis iguales medios con los objetos inanimados que con los seres vivientes?


–Yo no tengo más que un medio –me contestó –que es la voluntad. El hombre es una


síntesis suprema de todas las fuerzas. materiales e intelectuales y debe dominarlas


todas. Un brahmán no podría deciros más que esto…


Desechando toda idea de milagro ante semejantes fenómenos, quisiéramos ahora


preguntar: ¿qué objeción lógica puede aducirse contra la pretensión de que muchos


taumaturgos han logrado hasta la reanimación de los muertos? Los faquires llegan, en


efecto, aun a decir que es tan extraordinariamente poderosa la fuerza de voluntad del


hombre, que puede reanimar a un cuerpo aparentemente muerto, obligando a


retroceder en su camino al alma fugitiva que aún no ha roto por completo el hilo que


durante la vida la ha mantenido unida con su cuerpo. Docenas de tales faquires han


permitido el ser enterrados vivos ante millares de testigos, resucitando algunas


semanas después. Y si los faquires poseen el secreto de semejante proceso artificial,


idéntico o análogo al de la hibernación de ciertos animales, ¿por qué no conceder que


sus antecesores, los gimnosofistas y el mismo Apolonio de Tyana, que con ellos había


estudiado en la India, e igualmente Jesús y otros profetas e iluminados todos los cuales


sabían acerca de los misterios de la vida y de la muerte mucho más que cualquiera de


nuestros hombres de ciencia, no podían, corno se cuenta, haber resucitado a personas


muertas recientemente? Familiarizados completamente con semejante poder, con


aquel algo misterioso que el profesor Le Conte confiesa que la ciencia aún no ha podido


comprender, Eliseo, Jesús, Pablo y Apolonio, ascetas entusiastas e iniciados sabios bien


pudieron, como se dice, hacer volver a la vida y sin milagro a cualquier hombre que “no


estuviese muerto, sino durmiendo”, al tenor de la propia frase de Jesús consignada en el


Evangelio.


Si las moléculas de un cadáver están impregnadas de las fuerzas físico–químicas del


organismo viviente como dice el Manual de Fisiologia, de J. Hughes Bennet, nada impide


el que puedan ser puestas de nuevo en movimiento desde el instante en que logremos


conocer la naturaleza de la fuerza vital y la manera de dominarla. Para el materialista no


habrá siquiera que hablar de la reinfusión del alma, por lo mismo que ésta no existe y


que el cuerpo es al modo de una máquina vital, una locomotora, que se pondrá en


movimiento en cuanto se le aplique fuerza y que se detendrá cuando la fuerza falte.


Para el teólogo el caso presenta mayores dificultades, porque en su opinión la muerte


rompe el lazo que unía al cuerpo con el alma y ésta no puede ser devuelta a aquél sino


mediante un milagro, del mismo modo que el recién nacido no puede ser obligado a


reanudar la vida fetal después del parto y una vez cortado el cordón umbilical que le


ligaba con la madre. Pero el filósofo hermético, manteniéndose entre estos dos


enemigos irreconciliables, se hace dueño de la situación, porque él conoce que el alma


es una forma compuesta de fluido nervioso y de éter cósmico, y sabe cómo la fuerza


vital puede, a voluntad, hacerse activa o latente en tanto que no medie la destrucción


irreparable de algún órgano necesario para la vida…


En el momento de la muerte –dice el filósofo Oetinger en sus Pensamientos acerca del


nacimiento y generación de los seres –un cuerpo, el físico, exuda al otro, el doble astral,


por una especie de fenómeno de ósmosis y a través del cerebro. Luego este último


doble queda cerca de su antigua vestidura carnal, ligado aún a ella por una doble


atracción física y espiritual, y hasta que dicho lazo se rompa, puede, en condiciones


adecuadas, retornar a su cuerpo físico, reanudando la vida interrumpida. Esto y no otra


cosa es lo que realizamos a diario durante el sueño; más completamente durante el


éxtasis, y de un modo más sorprendente y admirable bajo el mandato y con el auxilio de


un Adepto hermético. Jámblico declara que la persona dotada de estos poderes “está


llena del espíritu de Dios”, porque semejante ser, al dominar así a todos los poderes o


espíritus de las más altas esferas, no es un mortal ya, sino un dios. Por eso San Pablo, en


su Epístola a los Corintios, dice que los espíritus de los profetas están sujetos a los


profetas.


Algunas personas tienen la facultad natural y otras la adquirida de disociar el cuerpo


interno del externo a voluntad, haciéndole emprender largos viajes y permitiéndole


aparecerse ante aquellos a quienes así visita. Numerosos son ciertamente los casos


referidos por testigos irreprochables de dobles de personas a los que han visto y con los


que han hablado a cientos de leguas del punto en que se hallaban los cuerpos físicos de


ellos. Si hemos de creer a Plinio (Historia Natural, VII, c. 52) y a Plutarco (Sobre el


daemon de Sócrates, 22), Hermotimus podía a voluntad caer en éxtasis, y entonces su


segundo cuerpo podía encaminarse a cualquier sitio, por distante que estuviese. Del


mismo modo el abate Fretheim, el famoso autor de Steganographie, en el siglo XVII,


podía conversar a distancia con sus amigos por el solo poder de su voluntad… Cordanus


podía realizar otro tanto. “Cuando lo hacía –dice el mismo (De Res, Var, V)–, sentía


como si se abriese una puerta y como si yo mismo pasase inmediatamente por ella


dejando mi cuerpo detrás de mí”. Otro tanto cuenta Nasse (Zeitschrift fir Psychische


Aerie, 1820) respecto de Wesermann.


Napier, Osborne, el mayor Lawes, Quenouillet, Nikiforovitch y muchos otros testigos


modernos acreditan cómo los faquires son capaces, mediante la preparación de una


larga dieta y reposo, de poner su cuerpo en condiciones para poder ser enterrados a seis


pies bajo tierra durante un período de tiempo poco menos que indefinido. Sir Claudio


Wade (Osborne, El campo y la corte de Randfit Singh, y Braid, On France) estaba


presente en la corte de Rundjit–Singh cuando un faquir estuvo durante seis semanas


enterrado vivo en un ataúd sepultado tres pies bajo el suelo de la habitación, la cual


estaba vigilada día y noche por cuatro centinelas. “Al volver a abrir el ataúd al cabo de


aquel tiempo –dice Sir Claudio –vimos dentro una figura metida en un saco de lino


blanco atado con un cordón a la altura de la cabeza. Despojado del saco el falso cadáver,


se procedió a rociarle con agua caliente. Las piernas y los brazos estaban encogidos y


rígidos y la cabeza caída sobre un hombro cual un verdadero muerto. El médico


comprobó que no percibía pulsación alguna ni el corazón se movía siquiera lo más


mínimo, pero que se conservaba todavía algún calor en la región cerebral, faltando ya en


las restantes partes del cuerpo. Se friccionó enérgicamente éste, se le quitaron los


tapones de cera y algodón colocados en nariz y oídos, le frotaron los párpados con


manteca clarificada y, lo que parecía más extraño, se le aplicó una hogaza caliente de


una pulgada de espesor en la coronilla. A la tercera vez que se le aplicó la torta u


hogaza, el cuerpo experimentó violentas convulsiones, se dilataron las ventanas de la


nariz, restableci6se la respiración y adquirieron su flexibilidad ordinaria las


articulaciones, pero el pulso era todavía muy débil. La lengua, untada con grasa,


comenzó a moverse y el paciente habló, reconociendo a los presentes. Conviene


advertir, que además del taponado de nariz y oídos, la lengua había sido vuelta hacia


atrás, de modo que obturase la garganta, cerrando así todo orificio de entrada al aire


atmosférico para evitar, no sólo la acción de éste sobre los tejidos orgánicos, sino


también el que en él pudiesen depositarse gérmenes de putrefacción, los cuales, al


suspenderse la vitalidad en el organismo, podrían determinar su descomposición, a la


manera que cualquier otra carne expuesta a la intemperie.”


Existen asimismo localidades en las cuales los faquires se resisten a ser enterrados


vivos, tales como en aquellas de la India meridional, que están infestadas por las


voracísimas hormigas blancas, y no hay ciertamente faquir, por muy santo que sea,


capaz de prestarse a ser así devorado antes de operarse su resurrección.


Casos como los anteriores, que podrían multiplicarse hasta lo infinito, colocan a la


ciencia ante este embarazoso dilema: o declarar farsantes a tantos testigos irrecusables


o admitir que ello cae dentro de leyes naturales aún desconocidas. Y si esto sucede con


los faquires. ¿por qué no admitir los casos evangélicos de Lázaro, del hijo de la


Shunamita o de la hija de Jairo?


Esto, por otra parte, se relaciona con el problema de la evidencia externa respecto de


la verdadera muerte. Las mejores autoridades médicas convienen en que no hay


seguridad alguna. El Dr. Todd Thomson en su Apéndice a la Ciencia Oculta, vol. 1, dice


que– ni la inmovilidad del cuerpo, ni el hundimiento de los ojos, ni la rigidez cadavérica,


ni la ausencia de respiración ni de pulso, pueden tomarse por señales inequívocas de la


completa extinción de la vida. Únicamente la descomposición total puede constituir


irrefragable prueba. Ya en su tiempo Demócrito aseguraba que no existe signo cierto


alguno acerca de la muerte real. (Cornelio Celso, libro III, c. VI) Plinio (Hist. Nat., I. VII, c.


LII) sostenía lo mismo. Asclepíades, ilustre médico, añadía que la seguridad era aún


menor tratándose dé mujeres que de hombres.


El Dr. Thomson presenta varios casos notables, tales como el de Francisco Neville,


caballero normando que murió aparentemente dos veces con grave riesgo de ser


enterrado vivo. Lady Russell estuvo así a punto de ser sepultada en vida, pero mientras


que por ella doblaban las campanas, se levantó diciendo: “–¡Ya él hora de ir a misa!”


Diemerbroese menciona el caso de un campesino que no dió la menor señal de vida


durante tres días, pero que resurgió con espanto de todos al ser descendido a la fosa. En


1836, a un respetable ciudadano de Bruselas le acaeció lo mismo, y se levantó pidiendo


café y periódicos al tiempo de ir a atornillársele la tapa del ataúd. En la Prensa diaria no


es raro también el tropezar con hechos de esta clase. En los momentos en que


escribimos esta (Abril de 1877), en una carta de Londres a The Times, de Nueva York,


leemos: “Miss Annei Goodale, la actriz, falleció hace tres semanas, pero ayer mismo no


se la había enterrado aún por estar su cuerpo aun caliente y sus facciones suaves y


movibles”.


Los cabalistas dicen que el hombre no está muerto aun después de enterrado su


cuerpo, porque si la Naturaleza en nada procede por saltos, según la sentencia


hermética, la muerte no es repentina jamás, sino siempre gradual, porque así como es


gradual el nacimiento, la muerte lo es también. Los cristianos ilustrados, al paso que


creen implícitamente en. la resurrección de la hija de Jairo y en otros milagros bíblicos,


y que, por otra parte, se indignarían de oírse llamar supersticiosos, rechazan,


despreciativos, casos corno el de Apolonio o el de Empédocles, que son idénticos.


Nuestros sabios, al menos, son más lógicos al medir a unos y otros por el mismo rasero,


desde el momento en que no tienen todavía a la existencia del alma como un hecho


científicamente demostrado por sus dos únicos medios de certeza a saber: la


observación y la experiencia, como, si, a más de éstos, no existiesen muchos otros


conocidos o por conocer todavía.


Pero una vez que el alma y el espíritu se han separado por completo del cuerpo,


rompiéndose el último hilo que los une, toda resurrección es imposible. “Una hoja


después de desprendida de la rama ya no vuelve a adherirse a ella jamás”, dice Eliphas


Levi; o como dice La Science del Esprits, “La oruga se convierte en mariposa, pero la


mariposa no retorna a ser larva”.


La Naturaleza, en efecto, cierra siempre las puertas tras sí a todo lo que evoluciona


hacia adelante. Las formas, pasan; el pensamiento, permanece; lo accidental, cambia;


pero lo esencial perdura y reencarna en formas nuevas, más perfectas cada día…






LA IMAGINACIÓN, LA MAGIA Y EL OCULTISMO


Qué es la imaginación? –Los psicólogos nos dicen que es el poder p1ástico o


modelador del alma, pero los materialistas la confunden con la fantasía. La


diferencia radical que media, en efecto, entre la fantasía y la imaginación está


admirablemente indicada por Wordsvorth en el prefacio de sus Baladas, y no


es disculpable, en manera alguna, la actual confusión entre estas dos palabras, que


suelen darse casi siempre. como equivalentes.


Pitágoras sostiene que la imaginación no es otra cosa que el recuerdo de precedentes


estados espirituales, mentales y físicos, al paso que la fantasía es el mero y


desordenado automatismo del cerebro material y, según la máxima enseñanza de la


filosofía antigua, la Idea Eterna, esto es, la Imaginación del Ánima Mundi, que vivificó y


moldeó al Caos primordial. Por esto, de igual modo que el Logos Demiúrgico moldeó y


dió forma a la Materia cósmica, así el hombre, cuando alcanza plena conciencia de sus


excelsos poderes, puede hacer, hasta cierto punto, lo mismo. Si Fidias, amasando las


partículas de arcilla, pudo dar la forma plástica a la sublime idea evocada por la magia


de su facultad creadora o imaginativa, la madre que conoce su poder, puede modelar, en


la forma que desee, al hijo que lleva en su seno. El escultor, ignorando sus verdaderos


poderes divinos, produce sólo una figura inanimada, aunque admirable, mientras que el


alma de la madre, violentamente afectada por su propia imaginación, proyecta


ciegamente en la luz astral la imagen del objeto que le ha impresionado, y esta imagen


resulta luego estampada por repercusión en el feto. Fournié, en su Physiologie da


systéme nerpeux cerebro–espinal, añade que si sabemos por la ciencia que un paso dado


por nosotros en la tierra afecta en una ínfima parte al propio equilibrio del universo,


podemos imaginar que lo mismo acaecerá con aquellos movimientos vibratorios que


acompañan al pensamiento. Así, el éter cósmico, o luz astral de los cabalistas, debe


estar lleno de semejantes fotografías continuas de todo cuanto ocurre, pudiendo


decirse que una no pequeña parte de la energía del universo debe estar empleada en la


producción y conservación de semejantes pinturas.


El Dr. Magendie, en sus Précis elementaire de Physiológie, admite la influencia de la


imaginación en la producción de deformidades o teratologías entre los animales. El


nacimiento, por ejemplo, de polluelos con cabeza de halcón, le explica por la teoría de


que la aparición del enemigo hereditario de la raza gallinácea, obró sobre la


imaginación de la gallina y comunicó así a la materia del germen ciertos movimientos


determinantes del fenómeno… Tal es la experiencia de cuantos se dedican a la cría de


animales, y ello está comprobado por Columela, Jonatt y tantos otros…


Catalina Crowe, en su célebre obra Niht–side of Nature, diserta extensamente, con


demostraciones adecuadas, acerca del poder de la mente sobre la materia y con este


asunto se relaciona el fenómeno de los estigmas, o señales concordantes, que aparecen


en el cuerpo de personas de imaginación exaltada. En el caso de la extática tirolesa


Catalina Emnierich, y en otros muchos, las llagas de la crucifixión, producidas por sus


éxtasis, según se dice, eran perfectamente reales… Igual se cuenta de dos señoritas


polacas que contemplaban desde su ventana una tempestad. El rayo cayó cerca de ellas,


fundiendo el collar de oro que llevaba la una, y una reproducción exacta de la forma de


aquél quedó estereotipada en el cuello de ésta. La otra joven, aterrorizada por el


accidente acaecido a su compañera, quedó paralizada del susto y, a poco, la misma señal


del collar impresa sobre la garganta de su compañera, apareció también en la suya y


perduró largo tiempo. El doctor alemán Justinos Kerner refiere este caso, aún más


extraordinario: “En los días de la invasión francesa, un cosaco acorraló a un francés,


trabándose entre ambos un¡ lucha a muerte, de la que el francés resultó mal herido. Una


persona que se había refugiado en aquel sitio aterrorizada, se impresionó de tal


manera, que cuando llegó a su casa presentaba heridas análogas en. su propio cuerpo”.


En estos casos, como en todos aquellos en que sobrevienen trastornos orgánicos y


hasta la muerte merced a una súbita acción de la mente sobre el cuerpo, Magendie no


podría hallar otra razón explicativa distinta de la imaginación, y si él fuese ocultista, al


estilo de Paracelso o Van Helmont, este problema no le resultaría problema, porque


comprendería que el poder de la voluntad y de la imaginación humanas –consciente


aquélla e inconsciente ésta– actuando sobre el éter universal, puede determinar


trastornos, tanto mentales como físicos, no sólo sobre víctimas escogidas de intento,


sino también, y por acción refleja, sobre uno mismo, sin darse cuenta de ello. Uno de los


principios fundamentales de la Magia es el de que, cuándo una corriente de este fluido


sutil no es impelida con la fuerza suficiente para alcanzar su objetivo, o en él encuentra


fuerte obstáculo, reaccionará sobre el individuo que la ha lanzado, al modo como la


pelota retorna hacia la mano que contra el muro la dirigió. En apoyo de esto se citan


muchos casos de personas que, al pretender pasar plaza de hechiceros con sus malas


acciones, fueron víctimas ellos mismos de sus propios intentos.


Deleuze ha coleccionado en su Bibliothéque du magnetisme animal, cierto número de


hechos notables tomados de Van–Helmont: “Se dice que hay hombres que pueden


causar la muerte de un pájaro mirándole durante un cuarto de hora con la imaginación


dirigida hacia el deseo de que muera, cosa confirmada por Rousseau en sus propias


experiencias de Egipto y de Oriente, puesto que así pudo conseguir dar muerte a varios


sapos, hasta que una vez que quiso repetir la prueba en Lyon y el sapo, viendo que no


podía sustraerse a su mirada, dió una vuelta en redondo, se hinchó y se quedó a su vez


mirando fijamente hacia su dañador, con lo que Rousseau experimentó una debilidad


tan grande que a poco se desmaya. Durante algún tiempo temió hasta por su vida…”


Pero, volvamos a la cuestión de la teratología. Wierus, en su obra De prestigiis


demonum, cuenta que a cierta mujer embarazada la amenazó su marido diciéndola que


tenía el diablo en el cuerpo. El terror de la madre fue tal, que el niño nació deforme. En


la obra demonológica de Peramatus se refieren análogas monstruosidades respecto de


cierta criatura nacida en San Lorenzo (Indias Occidentales) en 1573, monstruosidades


confirmadas por el testimonio del entonces Duque de Medina Sidonia y consignadas en


la célebre obra de Henry More acerca de La inmortalidad del alma, donde se dice que el


niño en cuestión, además de sus horribles deformidades en boca, nariz y orejas,


ostentaba dos carnosidades en forma de cuernos sobre su cabeza, largos pelos, como


cerdas, un doble ceñidor, una especie de bolsa de carne en la cintura y una como


campanilla carnosa en la mano izquierda, todo al tenor del conjunto absurdo y diabólico


de cierto hechicero indio a quien la embarazada contemplara horrorizada danzar en una


de las clásicas fiestas brujescas de esta clase de gentes.


No queremos fatigar más al lector con el relato de nuevos casos teratológicos sacados


de las obras de los clásicos antiguos para confirmar nuestro aserto de que tamañas


aberraciones se deben a las acciones recíprocas entre la imaginación de la madre y el


akasha o éter cósmico, que dirían los orientales y Van Helmont.


El archaens, o Principio Vital cósmico de este último, no es otra cosa que la luz astral


de los cabalistas y el éter universal de la moderna ciencia, y ciertamente que si las


marcas más insignificantes del feto en los casos referidos y en mil otros no son debidas


a la imaginación de la madre, ¿a qué otra cosa podría atribuir el Profesor Magendie la


formación de las escamas córneas, cuernos de cabra y el pelaje propio de los animales,


que hemos visto caracterizando a tan monstruosa progenie?… Verdaderamente que la


relación en que se hallan entre sí el feto y la madre es bien poco diferente a la del


inquilino respecto de la casa, de cuyas condiciones depende su calor, su bienestar, su


salud y aun su vida…


Demócrito de Abdera nos enseña que el espacio entero está lleno de átomos, y


nuestros astrónomos nos muestran a estos átomos juntándose para formar mundos y


después las razas mismas de los seres que han de poblarlos. Si, pues, en la voluntad y en


la imaginación humanas existe una potencia que, concentrando corrientes de estos


átomos sobre un punto objetivo, pueden moldear un niño, al tenor de las impresiones


sentidas por la imaginación de la madre, ¿por qué no ha de ser creíble también que


estas mismas potencias, por una especie de inversión o cambio de signo de tales


corrientes, puedan disipar y destruir cualquier parte y hasta el cuerpo todo del ser que


aún no ha nacido de su seno?…


Viene aquí, pues, el problema de los falsos embarazos, que tanto ha preocupado lo


mismo al médico que a sus pacientes. Si la cabeza, el brazo y la mano de los tres


célebres casos teratológicos relatados por Van Helmont pudieron desaparecer por


efecto de una emoción de espanto de la embarazada, ¿por qué no ha de poder la misma


u otra emoción ser causa de una total disociación y extinción del feto en la llamada


falsa preñez? Tales casos, aunque muy raros, ocurren realmente, dejando burlada, de


paso, a la ciencia. Aunque en la sangre de la madre no circule efectivamente ningún


disolvente químico capaz de disociar los elementos del feto sin destruirla a ella misma,


es un hecho que, como dice el escéptico doctor Fournié al relatar con desconfianza


aquellos casos, cante esta extraña serie de fenómenos, nuestro papel es el de meros


historiadores, pues que al tratar de hallar razones científicas para ellos, tropezamos,


como de costumbre, con los inescrutables misterios de la vida, y a medida que


avanzamos en nuestra investigación advertirnos más y más que aquello es para


nosotros un terreno vedado”…


Desde la aparición del espiritismo, los médicos y los experimentadores se encuentran


más dispuestos que nunca a tratar a grandes filósofos, como Paracelso y Van Helmont,


como unos embaucadores supersticiosos y charlatanes, y a ridiculizar frívolamente sus


nociones acerca del archeus cósmico o del anima mundi, con todos sus demás


conocimientos cosmológicos y antropológicos. Y, sin embargo, ¿qué progresos


positivos ha logrado la Medicina desde aquel día en que lord Bacon la clasificó entre el


grupo de las ciencias conjeturales, por contraposición a las ciencias exactas?… La


psicología es una rama científica casi desconocida hasta ahora, al decir de las mayores


autoridades en la materia, y la fisiología, según la gran autoridad de Fournié en el


prefacio de su erudita obra Phisiologie du sistéme nerpeux, a poco que profundicemos,


nos lleva a un terreno en el que notamos que no sólo está por desarrollar la fisiología


del cerebro, sino que del propio sistema nervioso no existe fisiología alguna.


Cierto día oímos decir a un sabio académico francés que haría con gusto el sacrificio


de su propia reputación, a trueque de borrar de la memoria de las gentes el recuerdo de


los infinitos errores y equivocaciones ridículas de sus colegas, y tiempo vendrá, en


efecto, en que los hijos de los hombres de ciencia se avergüencen y renieguen del


degradante materialismo y ruin criterio científico–pasional de sus padres. La simple


ilustración intelectual no puede reconocer lo espiritual. Así como el rayo del sol apaga


el brillo del fuego, del propio modo el espíritu ofusca los ojos de la mera inteligencia.


¡Cuán fielmente el propio racionalista Lecky ha pintado la inconsciente propensión de


los hombres de ciencia a burlarse de todo lo nuevo, recibiéndolo siempre a buena


cuenta con la más escéptica incredulidad. Saturados de la frivolidad de moda, así que


conquistan un puesto en las Academias, dan un cuarto de conversión y se tornan en


perseguidores de los que vienen detrás de ellos. “Es una circunstancia bien curiosa en la


ciencia –dice Howitt –que el propio Benjamín Franklin, que experimentó el ridículo de


las Academias a causa de las tentativas que hizo para identificar la electricidad con el


rayo, fuese luego uno de los del comité de sabios que en 1784 examinaron los


principios del naciente mesmerismo y lo rechazaron de plano como una ridícula farsa”.


…Nuestros filósofos, en conjunto, son los herederos del fracasado método de


inducción aristotélica, con el cual el Estagirita llegó a la conclusión de que la tierra


estaba en el centro del universo, mientras que su maestro Platón “perdido en el


laberinto de las vaguedades pitagóricas” estaba perfectamente enterado del sistema


heliocéntrico. juzgándolos, pues, a aquellos, por el modo como tratan al arcaico saber,


nos vemos obligados a sospechar que tan elevadísimo y respetable asociación nuestra


abriga sentimientos sumamente mezquinos hacia aquellos sus hermanos mayores de la


antigüedad, como si tuviesen siempre en sus mentes y corazones aquel refrán famoso


que reza: “¡Quita el Sol, y al punto verás lucir a las más, pequeñas estrellas!”…


Constantemente se habla de “la magia de la imaginación”. Al hablar, pues, de la


imaginación, debe antes hablarse de la Magia.


Mago, Magiano, provienen de Mag o Maha. Esta palabra es la raíz también de la


palabra mágico. El Maha–atma (el de la grande alma o espíritu) en la India, tenía un


sacerdote en los tiempos prevédicos. Los magos eran los sacerdotes del dios–fuego (el


éter trascendente o Akasha, la Luz Astral). Les encontramos entre los asirios y


babilonios, lo mismo que entre los persas adoradores del fuego. Los tres magos,


también llamados reyes, de los que se dice que ofrecieron al Niño Jesús dones en oro,


incienso y mirra, eran adoradores del fuego como los demás, y también astrólogos, pues


vieron “su estrella”. Al gran sacerdote de los parsis en Surat, se le llama Mobed; algunos


derivan esta palabra de Megh, Meh–ab, algo noble y grandes. Los discípulos de


Zoroastro eran llamados según Kleuker, Meghestom. La palabra “mágico”, título antes


de honor, tiene hoy día su significado de todo punto contrario al verdadero.


Antiguamente era sinónimo de todo lo más honroso y respetable; de uno que poseía los


mayores conocimientos y sabiduría. Hoy ha venido a ser un epíteto degradante para


designar a todo embustero o charlatán: uno “que ha vendido su alma al diablo”, uno que


hace mal uso de sus facultades y emplea sus conocimientos para los usos más perversos,


todo esto de acuerdo con las enseñanzas del clero y según una masa de estúpidos


supersticiosos, quienes creen que el mágico es un brujo, un encantador, un hechicero.


Pero los cristianos, olvidan que Moisés era un mago, y Daniel “el Maestro de los magos


astrólogos, caldeos y adivinos” (Daniel, VII). La palabra, en fin, se deriva del Magh o


Malihindú, o sea del sánscrito Maha grande; un hombre bien versado en la ciencia


secreta o esotérica; o propiamente hablando, un sacerdote.


Maimonides, el gran teólogo e historiador judío, ha demostrado que la Magia Caldea,


la ciencia de Moisés y de otros grandes taumaturgos, estaba fundada en su profundo


conocimiento de las leyes naturales. Enterados completamente de todos los recursos de


los reinos mineral, vegetal y animal, expertos en química y física ocultas, tan psicólogos


como fisiólogos, ¿qué tiene de extraordinario que a los adeptos instruidos en los


misteriosos santuarios de los templos pudiesen llevar a cabo maravillas que aun hoy día


se tendrían por sobrenaturales? Es un insulto a la naturaleza humana el infamar con el


nombre de impostura a la Magia y Ciencia 0culta. El creer que durante tantos miles de


años una mitad del género humano practicaba el engaño y el fraude a expensas de la


otra mitad, equivale a decir que la raza humana se compone sólo de bribones y de


idiotas incurables. ¿En dónde está el país en que no se haya practicado la magia? ¿En


qué época ha sido olvidada por completo?


En los más antiguos documentos, ahora en nuestro poder, los Vedas y las primeras


leyes de Manú, encontramos muchos ritos mágicos practicados y permitidos por los


brahmanes13. En el Tíbet, el Japón y la China se enseña hoy día lo que los antiguos


caldeos enseñaban. El clero de estos países prueba que la práctica de la moral y de la


pureza física, junta con ciertas austeridades, desarrolla el poder vital de la propia


13 Véase el Código publicado por Sir William Jones, cap. IX, pág. 11.


iluminación. Concediendo al hombre el dominio sobre su propio espíritu vital, le da un


verdadero poder sobre los espíritus elementarios, inferiores a el mismo. Vemos que la


Magia es tan antigua en Occidente como en Oriente. Los druídas de la Gran Bretaña las


practicaban en las silenciosas criptas de sus cavernas profundas, y Plinio se extiende


mucho en un capítulo acerca de la “sabiduría” de los jefes celtas14. Los semotheos, los


druídas de las Galias explicaban las ciencias, tanto físicas como espirituales. Enseñaban


los secretos del Universo, el armonioso progreso de los cuerpos celestes, la formación


de la tierra, y sobre todo la inmortalidad del alma15. En sus grutas sagradas, academias


naturales construidas por la mano del Arquitecto Invisible, se reunían los iniciados a la


hora precisa de la media noche, para instruirse acerca de lo que el hombre era y de lo


que será16. No necesitaban de iluminación artificial, ni de gas destructor de la vida, que


brillase sus templos, porque la. casta diosa de la noche difundía sus rayos argentinos


sobre sus cabezas coronadas de roble, y sus sagrados bardos vestidos de blanco


conocían la manera de hablar con la reina solitaria de la bóveda estrellada17.


En el cementerio del pasado remoto permanecen sus robles sagrados, ahora secos y


despojados de su simbolismo espiritual por el venenoso soplo del materialismo. Para el


estudiante de las ciencias ocultas su vegetación es todavía exuberante y lozana y tan


llena de verdades profundas y sagradas como cuando el archi–druida verificaba sus


creaciones mágicas, y tremolando la rama de muérdago, arrancaba con su dorada hoz el


ramo verde de su madre, el roble. La Magia es tan antigua como el hombre. Es tan


imposible citar la época en que por primera vez aparece, como indicar el día en que


nació el primer hombre. Siempre que algún escritor ha intentado relacionar sus


orígenes en algún país, en armonía con tales o cuales datos históricos, investigaciones


ulteriores han demostrado que sus opiniones eran infundadas. Odín, el sacerdote y


monarca escandinavo, creen algunos que fue el primero que introdujo las prácticas


mágicas, unos setenta años antes de J. C., pero es fácil demostrar que los misteriosos


ritos de las sacerdotisas llamadas Voilers Valas, son muy anteriores a aquella época18.


Algunos autores modernos se esfuerzan en probar que Zoroastro fue el fundador de la


Magia, únicamente porque fue el fundador de la religión de los magos. Ammiano


Marcelino, Arnobio, Plinio y otros historiadores antiguos demuestran que sólo fue un


reformador de la Magia tal como la practicaban caldeos y egipcios19. (Isis, I, 79).


La Magia era considerada como una ciencia divina que conduce a participar de los


atributos de la misma Divinidad. “Descubre las operaciones de la Naturaleza, dice Philo


14 Plinio: “Historia Nat.” XXX, 1, Id. XVI, 14, XXXV, 9.


15 Pomponio les atribuye el conocimiento de las ciencias más elevadas.


16 César, III, 14.


17 Plinio, XXX.


18 Munter: “Sobre las más antiguas religiones nórticas anteriores a Odín”. Memorias de la Sociedad de


Anticuarios de Francia. Tomo II, pág. 230.


19 Ammiano Marcelino, XXVI, 6.


Judaeus, y conduce a la contemplación de los poderes celestiales20. En los últimos


períodos, el abuso de la misma y su degeneración en hechicería, hicieron que, en


general, fuese odiada.


Nosotros, sin embargo, debemos ocuparnos de ella, sólo tal como era en el pasado


remoto, durante el cual cada una de las religiones verdaderas se fundaba en el estudio y


conocimiento de los poderes ocultos de la Naturaleza. No fue la clase sacerdotal la que


en Persia estableció la magia, como vulgarmente se cree, sino los Magos, cuyo nombre


se deriva de la misma. Los Mobeds, sacerdotes de los parsis, los antiguos Ghebers o


Geberin, son llamados hasta hoy día Magoi, en el dialecto pehlvi21. La Magia aparece en


el mundo con las primeras razas de hombres. Cassiano menciona un tratado bien


conocido en los siglos IV y V, que se atribuía a Cam, el hijo de Noé, quien se creía lo


había recibido de Jared, la cuarta generación de Seth, el hijo de Adán22. Moisés debía


sus conocimientos a la madre de la princesa egipcia Thermuthis, quien lo salvó de las


aguas del Nilo. La esposa de Pharaon23, Batria, era una iniciada y los judíos debían a ella


su profeta, “instruido en toda la sabiduría de los egipcios y famoso en palabras y


obras”24. Justino Mártir, apoyándose en la autoridad de Trogo Pompeyo, nos muestra a


José como habiendo adquirido grandes conocimientos en las artes mágicas de los


sumos sacerdotes del Egipto25. Los libros de Numa, descritos por Livio, consistían en


tratados mágicos de la filosofía natural, y fueron encontrados en su tumba, pero no era


permitido el darlos a conocer, para que no fuesen revelados los más secretos misterios


de la religión establecida. El Senado y los tribunos del pueblo resolvieron quemar


públicamente tales libros26.


Entre los hindúes tenía la Magia un carácter más esotérico, si cabe, que entre los


egipcios. Se la consideraba tan sagrada, que su existencia era admitida a medias y sólo


practicada en los casos de las más imperiosas necesidades públicas. Más que materia


religiosa, se la consideraba como divina. Los hierofantes egipcios, a pesar de practicar


una moral pura y austera, no pueden ser comparados con los ascetas gímnosofistas, ya


sea por la santidad de su vida, ya por los milagrosos poderes en ellos desarrollados por


la sobrenatural renuncia de todo lo terreno. Quienes les conocen bien guardan hacia


ellos mayor veneración que hacia los magos caldeos. Desdeñando las más simples


comodidades de la vida, viven en bosques apartados, llevando la vida de los más


solitarios ermitaños, mientras que sus hermanos egipcios, por lo menos, viven en


comunidad. A pesar del borrón arrojado por la Historia sobre todos aquellos que han


practicado la magia y la adivinación, se les considera como poseedores de los mayores


20 Philo Ind. “De Specialibus”.


21 “Zend–Avesta”, vol. II, pág. 506.


22 Casslano: “Conferencia”, I, 21.


23 De Vita et Morte Moises, pág. 199.


24 “Hechos de los Apóstoles>, VII, 22.


25 Justino, XXXVI, 2.


26 “Historia de la Magia”, vol. I, pág. 9. “Legibus”.


secretos de la ciencia médica y con conocimiento jamás sobrepujado en la práctica de la


misma. Numerosos son los volúmenes conservados en los conventos hindúes donde


constan las pruebas de sus conocimientos. El intentar decir si estos gimnosofístas eran


los fundadores de la Magia en la India, o si ellos ponían en práctica lo que les había sido


transmitido como una herencia de los más antiguos Rishis o Patriarcas prevédicos (de


quienes pretenden descender directamente los brahmanes), será considerado como una


mera especulación por los sabios del positivismo. “El cuidado que demostraban en la


educación de la juventud y en familiarizarla con los sentimientos generosos y con la


virtud más sincera, les honra en grado sumo, y sus máximas y discursos, conservados por


los historiadores, prueban lo muy entendidos que eran en filosofía, metafísica,


astronomía, religión y moral”. Los gimnosofistas conservaron su dignidad bajo la


dominación de los más poderosos príncipes; jamás condescendieron con humillarse a


visitarlos ni a molestarles por el más pequeño favor. Cuando ellos deseaban los


consejos u oraciones de estos santos hombres estaban obligados a ir ellos mismos en su


busca, o a enviarlos mensajeros. Para estos hombres no había secreto encerrado en


plantas o minerales, que no fuese conocido. Habían penetrado en las profundidades de


la Naturaleza, y la fisiología y psicología eran para ellos libros abiertos. El resultado de


todos sus estudios se condensa en aquella ciencia o Macha–giolia a la que ahora se


designa supersticiosamente con el nombre de Magia…


Giordano Bruno, igual que los platónicos alejandrinos y los más antiguos cabalistas


sostienen que Jesús fue un mago, en el sentido que Cicerón Porfirío da a esta palabra,


como sinónimo de sabiduría divina. “Idéntico sentido es el de Philo Judaeus, para quien


son los magos los más maravillosos investigadores de los secretos misterios naturales,


no en el sentido degradante que nuestro siglo da a la palabra magia. En concepto de


aquél, los magos son aquellos hombres santos que, apartándose por sí mismos de todas


las cosas de este mundo, contemplan las virtudes divinas, y comprenden con nítida


claridad la excelsa naturaleza de los dioses y espíritus, iniciando a otros en los mismos


Misterios o sea en el alto secreto de mantener en vida continuidad de relaciones con los


seres invisibles. (Isis, I, 165).


No hay explicaciones, sean las que fueren, capaces de afectar de un modo vital la


estabilidad de una creencia –como la de la Magia –que la Humanidad haya heredado de


las primeras razas de hombres, aquellas razas que, si admitimos la evolución espiritual


del hombre como admitimos su evolución física, poseían la gran verdad de labios de sus


antecesores, los “dioses de sus padres” que permanecían al otro lado de las aguas. “La


identidad de la Biblia con las leyendas de los libros sagrados hindúes y las cosmogonías


de otras naciones, será demostrada algún día. Las fábulas de las edades mitopeicas,


como pronto habrá de verse, no han hecho más que alegorizar las grandes verdades de la


Geología y la Antropología. A estas fábulas tan ridículamente expresadas, tendrá que


acudir la ciencia para buscar los “eslabones perdidos”. Por otra parte, ¿por qué median


tan raras “coincidencias” entre las míticas historias respectivas de pueblos


extremadamente separados? ¿De dónde procede la identidad de las primitivas


concepciones, las que no obstante ser hoy llamadas leyendas o fábulas, contienen en sí


el núcleo de hechos históricos y un fondo de verdad profundamente enterrada bajo la


capa de poéticas ficciones populares, que no por eso dejan de ser ciertas?… La creencia


en el supernaturalismo sería de otra manera inexplicable. Decir que el mito ha brotado,


crecido y evolucionado al través de épocas innumerables sin un motivo, sin una base


firme en que apoyarse, cual único producto de la más frívola fantasía, sería profesar un


absurdo tan grande como el que admite la Teología al decir que el universo ha sido


creado de la nada.


Los taumaturgos de todos los tiempos, escuelas y países producían sus maravillas


porque estaban perfectamente familiarizados con las imponderables, pero


perfectamente reales, ondulaciones de la luz astral (el archeus, de los griegos). Los tales


prodigios tenían un doble carácter físico y psíquico; el primero comprendía el conjunto


de efectos producidos sobre los objetos materiales; el segundo, los fenómenos


mentales de Mesmer y de sus continuadores. Estos han sido representados en nuestros


tiempos por dos hombres ilustradísimos, Du Potet y Regazzoni, cuyos maravillosos


poderes han sido bien atestiguados en Francia y en otros países. El mesmerismo es la


rama más importante de la Magia, y sus fenómenos son los efectos del agente universal


(archeas, akasha) que media en toda operación mágica y que ha dado lugar en todas las


épocas a los llamados milagros. Los antiguos le llamaban Caos, Platón y los pitagóricos,


le Alma del mundo; y según los indios, la deidad, bajo la forma del Eter transcendente


(Pater omnípotens aether) que penetra todas las cosas. Entre otros nombres, este


Proteo universal u omnipotente nebuloso, como de Mirville le denomina en son de


burla, era llamado por los teurgistas “el fuego viviente”, “el Espíritu de Luz” y Magnes.


Este último nombre indica sus propiedades magnéticas y muestra su naturaleza mágica,


porque mágoç y magnhç son dos ramas procedentes del mismo tronco.


Para encontrar el origen de la palabra magnetismo, es menester remontarnos a una


época inconcebible por lo remota. Muchos creen que la piedra llamada imán (magnhç)


debe su nombre a Magnesia, ciudad o comarca de la Tesalia, en donde tales piedras se


encuentran en abundancia. Nosotros creemos, sin embargo, que la opinión de los


filósofos herméticos es la única correcta. La palabra Magh, magus se deriva dé la


sánscrita Mahaji, el grande, el sabio, el ungido por la sabiduría divina. “Eumolpus es el


fundador mítico de los eumolpides, sacerdotes que atribuían su propia sabiduría, no a


ellos mismos, sino a la Divina Inteligencia reflejada en ellos”, como dice Dunlap en su


“Musah y sus Misterios” (pág. III). Hércules era conocido como el rey de los Musianos, y


la llamada fiesta musiana era la simbolizadora de la unión del Espíritu y la Materia:


Adonis y Venus o Baco y Ceres. Las distintas cosmogonías nos muestran que cada


nación consideraba al Alma–Arquetípica Universal como la “mente” del Creador


Demiúrgico, la Sophia de los Gnósticos o el Espíritu Santo considerado como principio


femenino. Como los magos derivaban su nombre de ella, la piedra magnesiana o imán


era así llamada en honor suyo, pues ellos fueron los primeros en descubrir sus


propiedades maravillosas. El país estaba cuajado de templos, y entre ellos había algunos


de Hércules musiano, y por esto, cuando fue conocida la piedra que los sacerdotes


usaban en sus curaciones y mágicos designios, recibió el nombre de piedra magnesíana


o herdelita. Sócrates, ocupándose de ella, dice: “Eurípides la llama piedra magnesiana,


pero el vulgo la llama heráclita. (Platón, Ion (Burgess), vol. VI, pág. 294.) Los magos eran


los que daban nombre al país y a la piedra, y no ésta y aquél a los magos. Plinio nos


enseña que el anillo nupcial entre los romanos era magnetizado por los sacerdotes


antes de la ceremonia. Los antiguos historiadores paganos han guardado


cuidadosamente silencio respecto de ciertos Misterios de los “sabios” (magos), y


Pausanias dice que fue avisado en sueños de que no revelase los santos ritos del templo


de Deméter y Persephoneia de Atenas a los profanos…27


Dos cosas son necesarias para adquirir el poder mágico: libertar la voluntad de toda


servidumbre y ejercitarse en su dominio. La voluntad soberana está representada por el


ángel resplandeciente que retiene al drag6n bajo sus plantas y te mata. En cuanto al


gran agente mágico, la doble corriente de luz, el fuego viviente y astral de la tierra ha


sido representado por la serpiente con cabeza de monstruo: la serpiente del caduceo de


Mercurio; la del Génesis; la bronceada de Moisés; el macho cabrío de los aquelarres; el


Baphomet de los templarios; el Hyle de los gnósticos y, por fin, el diablo de Mirville y


demás católicos. Pero en realidad, dicho agente mágico no es sino la fuerza ciega que


tienen que vencer las almas para librarse por sí mismas de las cadenas terrenales,


porque si su voluntad no las liberta de esta fatal atracción, serán absorbidas por la


corriente misma de la fuerza que las ha producido.


Eliphas Levi dice en su Dogma y Ritual de la Alta Magia:


“Todas las operaciones mágicas consisten en libertarse uno mismo de los anillos de la


Antigua Serpiente, y después en colocar el pie sobre su cabeza y conducirla según la


voluntad del operador. “–Yo te daré –dice la Serpiente en el mito evangélico –todos los


reinos de la Tierra, si, postrándote a mis pies, me adorases.” Y el Iniciado le contesta:


“–¡No me humillaré ante ti; nada puedes tú darme; antes bien, tú me obedecerás,


porque yo soy tu Señor y Maestro” Así, pues, el Diablo, no es una Entidad. Es una fuerza


errante, como su mismo nombre indica. Una corriente magnética u ódica, formada por


una cadena o cúmulo de voluntades perversas, dando origen a ese espíritu maligno que


el Evangelio llama legión y que precipita en el mar a un rebaño de cerdos, otra alegoría


que demuestra cómo las naturalezas inferiores son arrastradas por las fuerzas ciegas


del error y del pecado.


En su extensa obra acerca de las manifestaciones místicas de la naturaleza humana, el


naturalista y filósofo alemán Maximiliano Perty, dice: “Las manifestaciones mágicas se


fundan, en parte, en otro orden de cosas por completo distinto de aquel cuya naturaleza


conocemos por tiempo, espacio y causalidad. Sus manifestaciones pueden llevarse muy


pocas veces al terreno de la experiencia; pero pueden ser cuidadosamente observadas


cuando en nuestra presencia acaezcan”. El faquir Kovindasami, descrito por Jacolliot,


había alcanzado tal purificación, que su espíritu, libre ya casi, podía, con su voluntad que


es una fuerza creadora, mandar a los elementos y a los poderes de la Naturaleza:


“mandato de espíritu a espíritu y de vida a vida”, y desarrollar en breves horas una


semilla que en condiciones ordinarias habría necesitado muchos días. Esto no es un


27 Attic., I, XIV.


milagro, a menos que definamos el milagro “como algo que está en contradicción con la


constitución establecida y con las leyes conocidas de la Naturaleza”; pero, ¿pueden


sostener nuestros naturalistas la pretensión de que lo que ellos han establecido por la


observación, es infalible, o de que conocen todas las leyes de la Naturaleza?… Si la


vegetación puede ser estimulada por la luz violeta, el fluido magnético que emanaba de


las manos del faquir concentrando en el germen el akasa o principio de vida, producía


cambios aún más rápidos e intensos, porque el principio de vida es una fuerza ciega,


obediente a la influencia que la domine, y capaz de seguir el molde de la imaginación


creadora del faquir. La voluntad crea, porque la voluntad puesta en movimiento es


fuerza y la fuerza produce materia… Para ello, Kovindasami no necesitó sino su espíritu


divino y su alma astral con ayuda de unos seres puros o pitris, mientras que el


despreciable juglar o necromante, llevado por su impureza, sed de riquezas o egoísmo,


no puede atraer al efecto sino espíritus impuros: los klippoth, afrites o devs del astral


más abyecto…


Aunque las ciencias ocultas son víctimas de la malicia de una clase tienen sus


defensores en todas las épocas. En primera línea está Isaac Newton, quien creía en el


magnetismo tal como lo enseñaban Paracelso y Van Helmont y todos los filósofos del


fuego en general. Nadie podrá negar que su doctrina del espacio universal y de la


atracción sea una verdadera teoría sobre el magnetismo. Si algún valor tienen sus


palabras, éstas nos indican que en sus “Principios fundamentales de Filosofia” él


fundaba todas sus especulaciones en el “alma del mundo”, el gran agente universal y


magnético, al cual denominaba sensorium divinum. Se trata, dice, de un espíritu


sutilísimo que penetra todas las cosas, hasta los cuerpos más duros, y que se halla


oculto en su sustancia. En virtud de la fuerza y actividad de este espíritu, los cuerpos se


atraen unos a otros y se adhieren al ponerse en contacto. Por su mediación, los cuerpos


eléctricos obran, lo mismo a grandes que a pequeñas distancias, atrayéndose o


repeliéndose. Por él la luz se difunde, se refleja, se refracta y calienta a los cuerpos.


Todos los sentidos son excitados por este espíritu y por él los animales mueven sus


miembros. Semejantes problemas no pueden explicarse en pocas palabras, porque


carecemos aún de la experiencia necesaria para determinar completamente las leyes


mediante las cuales este espíritu universal opera…


Si la vista de un sujeto es hábilmente dirigida (por un mago o por su propio Espíritu), la


luz astral transferirá sus más secretas noticias a nuestro escrutinio, porque si bien es un


libro que está siempre cerrado para todos aquellos “que ven pero que no perciben”, está


siempre abierto para todo aquel que quiera abrirlo. Contiene un registro completo e


intacto de todo cuanto ha sido, es y será. Los actos más insignificantes de nuestra vida


están impresos en él, y así también quedan fotografiados en sus hojas eternas nuestros


pensamientos. Es el libro que vemos abierto por el ángel en el Apocalipsis, “el cual es el


Libro de la vida, y según el cual los muertos son juzgados dé acuerdo con sus obras”. Es,


en resumen, la MEMORIA DE DIOS. Los oráculos caldeos, dice Cory, aseguran que la


impresión de los pensamientos, caracteres, hombres y otras visiones divinas aparecen


en Éter… En él todas las cosas sin figura están figuradas, según un antiguo fragmento


de los Oráculos caldeos, de Zoroastro… La memoria, desesperación del materialista,


enigma del psicólogo, esfinge de la ciencia, es para el estudiante de las antiguas


filosofías un mero nombre para expresar aquel poder que el hombre ejerce


inconscientemente y que comparte con muchos animales, merced al cual su mirada


interna contempla en la luz astral las imágenes de pasados incidentes y sensaciones. En


lugar de buscar en los ganglios cerebrales unos micrógrafos de lo que vive y de lo que ha


muerto, “de escenas que hemos presenciado e incidentes en que hemos intervenido”,


ellos van al vasto receptáculo en donde los recuerdos de cada vida humana, lo mismo


que cada pulsación del Cosmos visible, se hallan almacenados por toda la Eternidad. Ese


relámpago de memoria que, según supone también la tradición, muestra a las personas


que se están ahogando cada una de las escenas ya olvidadas de su vida mortal, es


simplemente el brillo súbito del alma que, por librarse del peligro (con una evocación


suprema diríamos nosotros a las divinas fuerzas secretas de lo inconsciente) se arroja a


las galerías silenciosas, en las que yace pintada su historia toda con los más indelebles


colores. El hecho de que con frecuencia reconozcamos escenas, paisajes y


conversaciones que vemos u oímos por vez primera, se ha citado como una prueba de la


reencarnación, pero los sabios de la antigüedad y los filósofos medioevos que aunque


tal fenómeno es una prueba de la persistencia y de la inmortalidad del alma, sino que,


cuando durante el sueño reposa nuestro cuerpo, elementario, la forma astral queda


libre, y deslizándose fuera de su prisión terrena, platica con el mundo exterior y viaja a


través de los mundos visibles e invisibles…


Descartes, aunque adorador de la materia, era uno de los más decididos partidarios de


la doctrina del magnetismo universal. Su sistema de física era muy parecido al de los


grandes filósofos. El espacio para él está lleno de una materia fluida y elementaria,


fuente única de la vida, envolviendo y haciendo mover a todos los cuerpos celestes. Las


corrientes magnéticas de Mesmer son los torbellinos cartesianos disfrazados, y


Ennemoser, en su Historia de la Magia, así lo afirma… Las obras de Pierre Poret Naudé,


en 1679, vindican las doctrinas del magnetismo oculto en su Apología de los grandes


hombres falsamente acusados de necromancia.


… El doctor Hufeland ha escrito en 1817 una obra sobre Magia, en la que sienta la


teoría de la simpatía magnética universal, e igual hace Zenzel Wirdig en su Nueva


Medicina espiritual, y el gran Henry More, de la Universidad de Cambridge sigue las


doctrinas de Cardan, Van Helmont y otros místicos… Kepler participaba de la creencia


cabalística de que los espíritus de los astros son “otras tantas inteligencias, y cree que a


cada planeta le informa un principio inteligente, y que todos los planetas están


habitados por todos los seres espirituales, quienes ejercen su influencia sobre los otros


seres que moran en otras esferas más materiales que las suyas, especialmente en


nuestra Tierra… Bautista Porta en su Magia Natural atribuye en último término todos


los fenómenos ocultos posibles al ánima mundi que a todas las cosas liga. Esta luz astral


actúa en armonía y simpatía con toda la Naturaleza, es la esencia prima de la que


nuestros espíritus están formados y, obrando al unísono con la fuente de donde


procede, hace que nuestros cuerpos siderales lleguen a ser capaces de producir mágicas


maravillas. Todo el secreto estriba en nuestro conocimiento. Creía él en la piedra


filosofal “de la que el mundo tiene tan gran opinión y que ha dado motivo a tantas


jactancias, pero que ha sido encontrada felizmente por algunos”, extendiéndose en


insinuaciones acerca de su “significación espiritual”…


En 1643, el Padre Kircher enseñó una filosofía completa de magnetismo universal


(Magnes sive de arte magnetici opus tripartitam). Sus numerosas obras abarcan muchas


cuestiones indicadas sólo por Paracelso. Contradice a Gilbert en lo de que la tierra sea


un gran imán, pues que Sólo existe un verdadero IMÁN en el Universo, y de él procede la


magnetización de todo cuanto existe: el Sol espiritual de los cabalistas o Logos, y si el


Sol, la Luna y las estrellas eran altamente magnéticas, lo debían al flúido universal y


magnético en que se bañan, o sea la Luz espiritual. Prueba la simpatía misteriosa que


existe entre los cuerpos de los tres reinos, y muchos de sus ejemplos han sido ya


comprobados por los naturalistas… El magnetismo de amor puro es la causa original de


todas las cosas creadas… Para ejercitar el poder mágico en pro del bien, se precisa:


nobleza de alma; voluntad poderosa e intensa; facultad imaginativa. Un hombre libre de


las tentaciones mundanas y de la sensualidad, puede curar de este modo las


enfermedades más incurables…


Cada ser creado en esta esfera sub–lunar procede del magnale magnum


(anima–mundi) y con el se relaciona. El hombre posee un poder celestial doble y está


aliado con la vida de los cielos. Este poder existe como dice Van Helmont en su Opera


Omnia (1682, pág. 720); “no sólo en el hombre sino en todas las cosas… pero es


necesario que la fuerza mágica sea despertada lo mismo en el hombre exterior que en el


interior… Nosotros llamarnos a esto un poder mágico; pero el ignorante no hará más


que asustarse con la expresión: podéis llamarle, pues, un poder espiritual (spiritualis


robur vocitaveris). Semejante poder mágico existe en el hombre interno y ha de ser


despertado”. La Loubére en sus Notas para una relación histórica del reino de Siam dice


que los talaipones u hombres santos (buddhistas) siameses son respetados siempre por


los animales feroces gracias al uso de la magia, “porque todos ellos creen que la


Naturaleza está animada y que existen genios tutelares”.


“¿Qué es el sueño sonambúlico, dice Du Potet, sino un efecto de la magia? Lo que


llamamos fluido nervioso o magnetismo, los hombres de la antigüedad lo llamaban


oculta potencia del alma o Magia. La magia se fund6 en la existencia de un mundo


heterogéneo situado fuera de nosotros y con el que podemos entrar en comunicación


por medio de ciertas artes prácticas. Es tan grande el poder del fluido mágico que


ninguna fuerza físico–química es capaz de destruirle”.


“El alma humana dice Cornelio Agripa posee, por el mero hecho de formar parte de la


esencia universal, un poder maravilloso. Quien de él se adueña puede remontarse en


conocimientos hasta una altura tan grande como pueda imaginar, a condición sólo de


permanecer íntimamente unido a dicha fuerza La Verdad y el porvenir pueden


mostrarse continuamente a los ojos del alma; su poder ya no conoce límites; el tiempo y


el espacio desaparecen ante la mirada de águila del alma inmortal…


La Magia teúrgica es la última expresión de la ciencia psicológica oculta. Los


académicos la desprecian como una alucinación o un charlatanismo. Nosotros, sin


embargo, les negamos rotundamente a éstos el derecho de emitir su opinión sobre un


asunto en el que jamás han investigado. No tienen ellos más derecho para juzgar la


Magia en el estado actual de sus conocimientos, que el que tiene un habitante de las


islas Fidgi para aventurar su opinión acerca de los trabajos de Faraday o de Agassiz.


Todo lo más que ellos pueden hacer es rectificarse algún día de sus presentes errores…


Los prodigios llevados a cabo por los sacerdotes de la Magia teúrgica tienen una


autenticidad tan completa, y su evidencia es tan abrumadora, que, antes de confesar


que habían ellos sobrepujados a los cristianos en materia de milagros, sir David


Brevoster los concede grandísimos conocimientos en física y filosofía natural. La ciencia


se halla metida en un desagradable dilema: o confesar los superiores conocimientos de


los antiguos, o admitir que el espíritu posee poderes jamás imaginados por los filósofos


modernos.


¿Dónde esta el secreto real de la Magia acerca del que tanto hablan los herméticos?


Que existía y que existe un gran secreto, ningún estudiante sincero de literatura


esotérica lo pondrá jamás en duda. Diferentes hombres de genio, como sin duda lo eran


muchos de los filósofos herméticos, no se hubieran hecho pasar por locos ellos mismos


procurando enloquecer a otros durante varios millares de años consecutivos. Que este


gran secreto, comúnmente llamado “la piedra filosofal” envolvía una significación tanto


física como espiritual, es lo que en todas épocas se ha sospechado. El autor de las


Observaciones de la Alquimia y de los alquimistas (E. A. Hitchcock: Swedenborg, un


filósofo hermético) hace observar con gran acierto que el sujeto del Arte hermético es


el Hombre y que el objeto de dicho arte es la humana perfección. El hombre es


espiritual mente la piedra filosofal, o sea una “triunidad”, pero físicamente es también


dicha piedra…


Mucho más numerosos de lo que suponen los materialistas modernos, son los


hombres instruidos y los pensadores que creen en la existencia del Ocultismo y de la


Magia, dos cosas en extremo diferentes y que han sido confundidas por la mayor parte


de los creyentes, y hasta por aquellos que siendo teosofistas, han llegado al punto de


pensar que la magia negra forma parte del Ocultismo.


Los poderes que les son conferidos al hombre por el Ocultismo y los medios que


deben emplear su adquisición, han dado lugar a nociones tan variadas como fantásticas.


Los unos se imaginan que para convertirse en un Zanoni es suficiente la dirección de un


maestro en el arte; los otros, que solamente se trataba de atravesar el canal de Suez y


darse una vuelta por la India, para convertirse en rival de Roger Bacon y del Conde de


San Germán; Margrave, con su juventud siempre renaciente, es el ideal de muchos


otros, que consideran que el cambio que él hizo de su alma por obtener este favor no


fue un precio demasiado grande. Buen número de entre ellos identifican la hechicería


pura y simple con el Ocultismo y hacen retroceder hacia la luz “los espectros


desencarnados, errantes en las tinieblas, que gravitan sobre las orillas de la Estigia”,


amén de otros altos hechos de este calibre, y ya se creen Adeptos completos. Para


otros, la filosofía de los antiguos Arhats no es otra cosa que la Magia ceremonial, cuyas


reglas trazara, riéndose, Eliphas Levi. En una palabra, estos filósofos sencillos,


consideran el Ocultismo a través de todos los géneros de prismas que puede imaginar


su fantasía.


Estos candidatos a la Sabiduría y al Poder ¿no se indignarán si se les hace conocer la


verdad pura y simple? En todo caso, viene a ser no solamente útil, sino necesario el


desengañar a la mayor parte de ellos, antes de que llegue a ser demasiado tarde. Entre


los centenares de bravos que en Occidente se califican de “Ocultistas”, es posible que


no se encuentre ni media docena que tenga una idea aproximadamente correcta de la


naturaleza de la ciencia en la cual pretenden llegar a ser maestros. Con raras


excepciones, se encuentran casi todos en el camino de la hechicería. Antes de protestar


contra esta alegación, sería conveniente que pusieran un poco en orden su cerebro, y


una vez que hubiese conocido la verdadera relación entre las artes ocultas y el


Ocultismo, podrían indignarse, si todavía consideraban tener derecho. Ellos, entonces,


fijándose, sabrían que el Ocultismo difiere de la Magia y de otras ciencias secretas,


tanto como el glorioso sol difiere de una vulgar candela; tanto como el Espíritu


inmutable e inmortal del hombre–reflejo del Todo absoluto, sin causa e Incognoscible,


difiere de la arcilla mortal que forma el cuerpo humano.


En todas nuestras tan deficientísimas lenguas occidentales, las palabras han sido


desfiguradas siempre con ánimo de velar las ideas que contenían en sí, y cuanto más


materiales venían a ser éstas, más se condensaban en la fría atmósfera de ese egoísmo


que sólo se ocupa de los bienes de este mundo; más se sentía la necesidad de encontrar


términos nuevos para expresar lo que se consideraba tácitamente como superstición


averiguada. Tales palabras no hubiesen podido servir de expresión sino a ideas para las


cuales ningún hombre instruido encontraría Cabida en su inteligencia: “Magia”,


sinónimo de suertes de manos; “hechicería”, como equivalencia de ignorancia crasa, y,


“Ocultismo”, como el resultado de las tristes elucubraciones de aquellos cerebros


helados que, según tal sentir, tuvieron los Filósofos del fuego, los Jacob Boehme y los


Saint Martín, pareciendo términos más que suficientes para especificar las diversas


vueltas de juego de manos de que se trataba. Tales son los despreciativos términos


aplicados a las escorias que fueron dejadas en el mundo por las épocas de tinieblas que


han sido llamadas la Edad Media y la Antigüedad pagana. Esta es la razón del por qué


no existen términos en nuestras lenguas occidentales que permitan indicar la diferencia


que existe entre los poderes ocultos y las ciencias que conducen a su adquisición, con la


misma exactitud que lo hacen las lenguas orientales y particularmente el sánscrito. Las


palabras milagro y encantamiento tienen en el fondo el mismo sentido, puesto que


ambas expresan la idea de resultados producidos ¡violando las leyes de la Naturaleza!


Pero, ¿qué se entiende precisamente por estos conceptos? Un cristiano cree


firmemente en los milagros que Dios le hizo producir a Moisés, en tanto que rechaza


con indignación los de los magos de Faraón o se los atribuye al diablo. Nuestros


piadosos enemigos hacen venir de este último personaje todo el Ocultismo, en tanto


que sus adversarios, los semi–incrédulos, se mofan a la vez de Moisés, de los magos y


del Ocultismo, y enrojecerían de ira si se les supusiera capaces de ocuparse de


semejantes supersticiones. Todo ello porque no existe ningún término que pueda


designar convenientemente estas cosas; porque nos faltan palabras que tengan la


precisión necesaria de sentido y que nos permitan distinguir lo sublime y lo verdadero,


de lo absurdo y lo ridículo.


Lo absurdo y lo ridículo se encuentra en las interpretaciones teológicas que dicen que


los milagros son una violación de las leyes de la Naturaleza, hecha por el hombre, por el


diablo o por Dios. Lo sublime y lo verdadero, es que los milagros de Moisés y de los


magos fueron producidos por la acción de las leyes naturales, leyes que, tanto los


magos como Moisés, habían aprendido a conocer en los santuarios que eran las


Academias de Ciencias de su tiempo, donde se enseñaba el verdadero Ocultismo.


Esta última palabra, traducción del concepto compuesto Gupta Vidya (ciencia secreta),


no tiene un sentido muy claro. ¿De qué ciencia se trata?


Cuatro nombres sirven especialmente, entre muchos otros en el sánscrito, para


designar las diferentes ramas del saber esotérico, y aun el mismo de los Purânas


exotéricos. 1º la Yajna Vidya, que es el conocimiento de los poderes ocultos que pueden


despertarse en la Naturaleza por ciertas ceremonias y ciertos ritos religiosos; 2º la


Maha Vidya “La Gran Ciencia”, respecto de la cual es a veces la magia de los cabalistas y


la de los tantrikas, una hechicería de la peor especie; 3º, la Gupta– Vidya, la ciencia de


los poderes místicos contenidos en el sonido (éter) y que son despertados por los


Mantras (plegarias, cantos o encantamientos), cuyo efecto depende del ritmo y la


melodía; una operación mágica, en fin, basada sobre el conocimiento de las fuerzas de


la Naturaleza y su correlación, y 4º, el Alma Vidya que equivale a las palabras Ciencia


del Alma o Sabiduría Verdadera cuyo sentido, entre los Orientales, alcanza una


extensión mucho más considerable, que entre nosotros los europeos.


Esta última ciencia del Alma Vidya es la sola especie del ocultismo a que debe aspirar


todo teosofista admirador de “Luz sobre el sendero”, o la que desea llegar a ser un sabio


despojándose del egoísmo. Las otras son solamente ramas de las “Ciencias ocultas”, es


decir, partes basadas sobre el conocimiento de la esencia de las cosas en los diferentes


reinos de la Naturaleza –minerales, plantas, animales –ciencias materiales en suma, por


más que la esencia de las cosas sea invisible hasta el punto de haber escapado hasta


aquí a las investigaciones de la Ciencia. La alquimia, la astrología, la fisiología oculta, la


quiromancia existen en la Naturaleza, y las ciencias exactas, tal vez nombradas así por


paradoja, han descubierto ya un buen número de sus secretos. Pero la clarividencia, que


ha sido designada en la India con el nombre simbólico “del Ojo de Siva”, y en el Japón


con el de “Visión infinita”, no es el hipnotismo, hijo bastardo del Mesmerismo, y no


podría ser adquirida por artes de este género. Podrán obtenerse con ellos y por ellos,


buenos resultados, malos o indiferentes; pero el Alma Vidya los tiene en escasa estima.


Además, ella los contiene a todos, y en ocasiones puede emplearlos con objeto de hacer


el bien, después de haberlos desembarazado de sus escorias y de la más insignificante


partícula de tendencia egoísta.


Nos explicamos. No importa que se atrevan algunos a estudiar las artes ocultas que se


acaban de mencionar, sin el auxilio de una preparación difícil, y sin que le sea necesario


adoptar un género de vida demasiado especial. Hasta se les podría dispensar de un alto


desenvolvimiento moral, pero en este caso, nueve sobre diez de los estudiantes


resultarían hechiceros muy aceptables y no tardarían mucho en caer de lleno en la


magia negra. ¿Qué gran mal habría en ello? Los vudus y los dugpas comen, beben, y se


regocijan sobre los montones de víctimas de sus artes infernales, del mismo modo que


los elegantes viviseccionistas y los hipnotizadores titulados de la facultad de medicina;


la sola diferencia entre estas dos clases de gentes, está en que los vudus y los dugpas


son hechiceros con conocimiento de causa, en tanto que determinadas celebridades


médicas son hechiceros inconscientes. Pero, como quiera que los unos y los otros deben


recoger los frutos de sus hazañas en magia negra, las gentes del Occidente son muy


simples cuando no se atreven a tomar de la hechicería más que la condenación y el


castigo, dejando de lado los provechos y los goces que ellos se podrían procurar.


Nosotros lo repetimos; el hipnotismo y la vivisección son hechicería pura y simple,


aunque sin el saber de que gozan los vudus y los dugpas, saber que no es capaz de


adquirir ningún Charcot–Richet durante cincuenta encarnaciones de estudios


obstinados y de experimentaciones continuas. Por lo tanto, aquellos que, con plena


ignorancia de su naturaleza, quieren ocuparse de magia, se encuentran con las duras


reglas impuestas para alcanzar el Atma Vidya, y se desvían del verdadero Ocultismo,


viniendo a ser mágicos, no importa por qué medios, a riesgo de quedarse vudus o


dugpas por diez encarnaciones consecutivas.


Con esto, es muy probable que nuestros lectores presten todo su interés hacia cuartos,


sintiéndose invenciblemente atraídos hacia el Ocultismo, no comprenden la verdadera


naturaleza del objeto de sus aspiraciones, ni se encuentran todavía acorazados contra


las pasiones, y menos aun, desembarazados de todo egoísmo.


¿Qué deberán hacer estos infelices, campo cerrado en que luchan las más contrarias


fuerzas? Dicho queda antes. Una vez que el deseo por el Ocultismo se despierta en el


corazón de un hombre, ya no existe un rincón en el mundo entero en el que pueda


encontrar la paz; torturado por una inquietud incesante, él vaga por los desiertos de la


vida, buscando en vano el sendero que le conducirá al reposo. Como de un pebetero


humeante, sale de su corazón el humo de sus pasiones y deseos egoístas, ocultándole a


sus ojos la Puerta de Oro. ¿Deberá rodar él entonces por los abismos de la hechicería y


de la magia negra, y a través de numerosas encarnaciones, amasarse un Karma más y


más terrible? ¿No habrá para él otro mejor camino?


Un solo camino existe: Que no aspire a más de lo que puede alcanzar. Que no cargue


sus espaldas con un peso mayor que sus fuerzas. Sin pretender verse convertido en un


Mahatma, un Buddha o un gran Santo, que estudie la “Ciencia del alma” y que venga a


ser así uno de los modestos bienhechores que no tienen poderes sobrehumanos. Los


Siddhis (poderes de los Arhats) son únicamente para aquellos que pueden “vivir la vida,


cumpliendo a la letra los terribles sacrificios exigidos para la adquisición de estos


poderes. Que sepan ellos, si todavía no lo saben, que el verdadero Ocultismo es “la


Gran renunciación del yo”, renunciación incondicional y absoluta en pensamiento y en


acción. Es el altruismo, que para siempre jamás separa al que lo practica del número de


los vivientes. Cuando aquél se ha dedicado a la obra “ya no vive para sí, sino que vive


para el mundo”. Mucho se le perdona durante los primeros años de pruebas. Pero desde


que él es “aceptado”, su personalidad debe desaparecer; es preciso que se convierta en


una simple fuerza bienhechora de la Naturaleza.


El candidato a ocultista, no tiene ya más que dos polos hacia donde poderse dirigir;


porque se abren a su paso dos caminos, sin que fuera de ellos le sea posible encontrar


un lugar de reposo; es preciso que arribe laboriosamente, paso a paso, y siguiendo, a


través de numerosas encarnaciones que se sucederán rápidamente y sin ningún


intervalo de reposo devakánico, por la escala de oro que conduce al estado de Mahatma


(condición de Arhat, de Bodhisatva), de donde, al primer paso en falso, rodará para caer


en los abismos en que se hallan los dugpas…


Todo esto se ignora, o se ha perdido de vista. Cuando se puede seguir la evolución


silenciosa de las primeras aspiraciones de los candidatos, suele notarse cuán extrañas


son las ideas que se apoderan de su espíritu. Entre ellos, la facultad de razonar se


deforma de tal manera, que llegan hasta imaginarse que les es posible purificar sus


pasiones de modo, que volviendo su llama hacia dentro y encerrándola en el corazón, se


convierta en una energía capaz de hacerles llegar a las regiones superiores, e


introducirles hasta en el verdadero santuario del Alma, donde ellos comparecerán ante


el Yo Superior, o ante el Maestro. Así, por un vigoroso esfuerzo de voluntad, domando


sus pasiones, en lugar de inmolarlas, las dejan ellos continuar ardiendo en su alma bajo


una delgada capa de cenizas. ¡Pobres ciegos visionarios!


Encerrad una banda de deshollinadores ebrios, completamente tiznados y sudorosos


en un santuario alfombrado de paños blancos, y figuraos que en lugar de cambiar esos


paños en harapos repugnantes, atrajeran los deshollinadores la blancura sobre sus caras


y vestidos, logrando así salir de allí inmaculados, como lo estaba el santuario antes de


que ellos entraran. Tal es la absurda pretensión de muchos candidatos a Ocultistas…


¡Extraña aberración del espíritu humano! Durante su cautividad en la vida terrestre, no


tiene él otra conciencia que la de su intelecto, que nosotros hemos denominado “el


alma humana”, mientras que el “alma espiritual” es el vehículo del Espíritu. El alma


humana o pasional se compone, en su naturaleza superior, de aspiraciones, de


voliciones espirituales y de amor divino. Su naturaleza inferior está formada de deseos


terrestres, de pasiones animales, resultantes de su unión con el vehículo asiento de


estas pasiones. El alma es entonces la intermediaria entre la naturaleza animal del


hombre, que ella trata de subyugar por su razón, y su naturaleza espiritual o divina, a la


cual va a reunirse cuando queda domado el animal interior. Este último es el “alma


animal”, instintiva, en que viven las pasiones que imprudentes y entusiastas encierran


en su pecho, tratando de adormecerlas en lugar de destruirlas. ¿Esperan ellos que las


aguas cenagosas del sumidero animal podrán transformarse en las ondas cristalinas de


la vida? ¿Sobre qué terreno neutro pueden ellas tener aprisionadas las pasiones para


que el hombre no pueda ser afectado por ellas? El amor y la lujuria, bestias fogosas,


quedan vivientes en el lugar en que han nacido, en el alma animal, porque ni la porción


superior ni la inferior del alma humana les permite entrar, no obstante que ellas no


pueden evitar las manchas de su contacto. En cuanto al Alma trascendente –el YO, el


Espíritu –es tan incapaz de asimilarse tales sentimientos, como le es al agua mezclarse


con el aceite o el sebo líquidos. Es, pues, el mental, el solo lazo que une al hombre de la


tierra con el Alma trascendente, víctima de este estado de cosas, encontrándose


constantemente en peligro de ser arrastrada a perderse en los abismos de la materia, a


causa de las pasiones que pueden despertarse a cada instante. ¿Y cómo podría él


ponerse de acuerdo con la divina armonía del principio superior, si esta armonía es


destruida por la sola presencia de las pasiones animales en el santuario en preparación?


¿Cómo llegaría a dominar la armonía, cuando el alma, a causa del tumulto de pasiones y


deseos del hombre astral, se mancha y desconcierta? Figuraos una jauría de perros


introducida en una iglesia, haciendo coro con sus aullidos al sonido del órgano.


Este “astral”, este doble etéreo, que existe en el animal de igual manera que en el


hombre, no es el compañero del Ego divino, sino del cuerpo físico. Es el lazo entre el yo


personal o conciencia inferior de Manas, y el cuerpo, y sirve él de vehículo a la vida


transitoria no a la inmortal. Corno a nosotros nuestra sombra, así sigue él


mecánicamente todos los movimientos, todas las impulsiones del cuerpo. Queda


siempre unido a la materia y no sube al Espíritu jamás. Cuando la voluntad implacable


ha destilado las pasiones en su retorta y las ha evaporado; cuando todos los deseos de


la carne han muerto al par del sentimiento del yo personal, y el astral ha sido reducido a


cero, es cuando la unión don el Yo puede efectuarse. En el instante en que el astral no


hace más que reflejar al hombre domado, a la personalidad todavía viviente pero


desprovista de deseos y de egoísmos, es cuando el brillante Augoeides, el Ego divino,


puede vibrar en armonía consciente con los dos polos de la entidad humana, el hombre


cuya materia se halla ya purificada, y la eternamente pura Alma Espiritual,


permaneciendo indisolublemente unida al Yo, que es el Maestro, el místico Cristo de


los gnósticos, fundido con Él ya para siempre.


¿Cómo el hombre ordinario, continuamente preocupado por las cosas mundanas y las


ambiciones de riqueza y poderío, puede pretender entrar así por la angosta puerta del


Ocultismo?


No ya la satisfacción de los sentidos, sino hasta los goces mentales, implican por sí


mismos la pérdida inmediata de los poderes del discernimiento espiritual. jamás, puede


la voz del Maestro hacerse oír por los oídos de aquel que no puede distinguir aún con


claridad entre la voz de éste y la de un perverso y engañoso dugpa.


El terrible “fruto de maldición”, fruto del Mar Muerto, asume constantemente la más


seductora y mística apariencia; pero al tocar nuestros labios se trueca en cenizas y en


hieles el corazón, con “sus abismos más y más profundos; sus tinieblas pavorosas, que


dan la locura en lugar de la Sabiduría; la culpa, en vez de la inocencia; el despecho, en


vez de la esperanza, y la congoja infernal, en lugar de los deliquios del éxtasis”, sin que


tales víctimas del más cruel de los engaños lleguen a reconocerlo en su ceguera…


Cualquiera que sea la intención con que el principiante se lance por el Sendero de la


Derecha o el de la Izquierda, toda hechicería realizada, sea consciente o inconsciente,


trae aparejado su karma respectivo. Semejante karma será a la manera de las ondas que


en el lago forma al caer la piedra. ¡Cuán esencial no será, pues, jara nosotros, el que nos


abstengamos de precipitarnos en prácticas cuyo terrible alcance desconocemos!


Pero a nadie se le impone más carga que la que sus hombros pueden soportar. Existen


ciertamente efectivos “magos de nacimiento”, es decir, místicos y ocultistas a quienes


múltiples y fructíferas encarnaciones les han puesto ya a prueba de toda pasión, es


decir, que ningún fuego terrenal puede ya inflamarles, ni sus almas tienen ya eco para


todo aquello que no sea el grito de dolor de la desgraciada Humanidad.


Semejantes seres son los únicos que pueden estar seguros del triunfo final. Se han


despojado del sentimiento de baja personalidad, y al así paralizar por completo los


impulsos de su “astral” animal, han forzado, valerosos, las Puertas de Oro, estrechas y


difíciles. No así cuantos tienen que soporta todavía el lastre de sus pecados en esta y en


anteriores existencias, pues para ellos la Puerta de Oro de la Sabiduría puede


transformarse en el amplio sendero que conduce al aniquilamiento final. Tamaña


Puerta de Perdición es la de las Artes Ocultas practicadas con fines egoístas, Artes


diametralmente opuestas a las sublimidades de la Alma Vidya.


Además, no hay que olvidar que nos hallamos aún en el Kaliyuga o Edad Negra, y que


la fatal influencia de ésta es mil veces más poderosa en Occidente que en Oriente. De


aquí las infinitas víctimas que causan los poderes reinantes en esta tenebrosa edad,


cielo de luchas e imperio de las más engañosas ilusiones, una de ellas la de creer que es


fácil el traspasar los umbrales del Ocultismo sin un inmenso sacrificio.


Semejante error es el ensueño de no pocos teosofistas, animados por el funesto deseo


de egoísmos y poderes. “La puerta es estrecha, y de acceso difícil”, se ha dicho siempre.


Tanto, que con sólo mencionarles algunas de las dificultades preliminares, los


aspirantes occidentales han retrocedido espantados. Que se detengan, sí, aquí, pues si


después de retroceder ante la estrecha Puerta su funesto anhelo hacia lo Oculto les


lleva hacia el dorado misterio que brilla a la luz de la ilusión, pueden estar seguros de


que acabarán siendo unos dugpas, por aquella siniestra Via fatale del infierno dantesco,


sobre cuyo frontispicio leyese. el gran épico:


“Per me si va nella citta dolente,


per me si va nell'eterno dolore,


per me si va tra la perduta gente…”


Por esto conviene, finalmente, decir algo acerca de los primeros pasos en el camino


del Ocultismo, estableciendo de una vez para siempre:


La diferencia esencial entre el Ocultismo teórico y el Ocultismo práctico, o sea entre


lo que, por una parte, se conoce generalmente con el nombre de Teosofía, y por otra


con el de Ciencia Oculta.


La naturaleza de las dificultades inherentes al estudio de esta última.


Es relativamente fácil ser teósofo. Toda persona que posea medianas capacidades


intelectuales y tendencia a la metafísica, que lleve una vida pura y desinteresada, con


mayor placer en ayudar a sus semejantes que en ser ayudado; que se encuentre


dispuesto a sacrificar su propia satisfacción en aras del prójimo y ame la Verdad, la


Bondad y la Sabiduría por sí mismas y no por el beneficio que le puedan allegar, es


teósofo.


Pero todo esto es muy distinto de entrar en el Sendero que conduce al conocimiento


de lo que conviene hacer, así como a la verdadera distinción entre el bien y el mal; de


entrar en el Sendero que conduce al hombre hacia el poder con cuya ayuda puede hacer


el bien que desee sin que, frecuentemente, parezca realizar para ello el menor esfuerzo.


Hay además un punto importante que debe conocer el estudiante. La enorme


responsabilidad que asume el Instructor por amor al discípulo.


Desde los Gurus de Oriente, que enseñan abierta o secretamente, hasta un corto


número de cabalistas que, en los países occidentales, tratan etc. enseñar los rudimentos


de la ciencia sagrada a sus discípulos (los hierofantes occidentales ignoran


frecuentemente el peligro a que se exponen), todos los Instructores están sometidos a


la misma ley inviolable. Desde el momento en que realmente comienzan a enseñar,


desde que confieren un poder cualquiera (psíquico, mental o físico) a sus discípulos,


toman sobre sí todas las faltas que éstos puedan cometer relativas a las ciencias ocultas,


ya por acción, ya por omisión, hasta el momento en que, por la iniciación, convertido el


discípulo en maestro, sea el solo responsable.


Hay una ley religiosa, fatal y mística, muy reverenciada v respetada por los griegos,


olvidada a medias por los católico–romanos y olvidada del todo por la iglesia


protestante. Data de los primeros días del cristianismo y está basada sobre la ley que


acabamos de indicar, de la que es símbolo y expresión. Es el dogma de la santidad del


lazo entre padrino y madrina de un niño28. Aquéllos toman tácitamente la


responsabilidad del bautizazo (ungido, como en verdadera iniciación o misterio) hasta


el día en que el niño llega a ser entidad responsable, conocedora del bien y del mal. Esto


esclarece el porqué los instructores toman sus precauciones y piden a los chelas,


discípulos en estado probatorio, una prueba de siete años, a fin de comprobar su


aptitud y desarrollar las cualidades necesarias a la seguridad del Maestro y del


discípulo.


28 El lazó establecido por estas relaciones reviste tal carácter de santidad en la Iglesia griega, que el


matrimonio entre padrino y madrina del mismo niño es considerado como incestuoso, ilegal y disuelto


por la ley. Esta absoluta prohibición se extiende hasta los hijos de los padrinos y madrinas.


El Ocultismo no es la magia. Es relativamente fácil aprender el uso de los encantos o el


medio de servirse de las fuerzas sutiles, aunque materiales, de naturaleza psíquica. Los


poderes del alma animal en el hombre se despiertan muy pronto. Fuerzas tales como el


amor, el odio o la pasión se desarrollan fácilmente. Pero esto es magia negra y brujería,


porque del motivo, y solamente del motivo, depende que el ejercicio de cualquier poder


sea magia negra, malhechora, o magia blanca, bienhechora. Es imposible emplear las


fuerzas espirituales si queda en el operador el más leve resto de egoísmo, pues a menos


que la intención sea enteramente pura, la voluntad espiritual se transformará en


voluntad psíquica actuante en el plano astral y pudiera producir terribles resultados.


Los poderes y las fuerzas de la naturaleza animal pueden ser empleados por los


egoístas y vengativos, lo mismo que por los desinteresados y dispuestos a perdonar;


pero los poderes y las fuerzas del Espíritu los manejan solamente los de perfecta pureza


de corazón. Esta es la Divina Magia.


¿Cuáles son, por lo tanto, las condiciones requeridas para ser estudiante de la Divina


Sabiduría?


Porque es preciso comprender que tal instrucción no puede darse a menos de poseer


ciertas condiciones y practicarlas rigurosamente durante los años de estudio. Esta es


condición sine qua non. Nadie puede nadar si no se sumerge en aguas suficientemente


profundas. No puede volar el pájaro antes de que sus alas se hayan desarrollado


suficientemente y que tenga ante sí el espacio necesario y valor para lanzarse a él.


El hombre que quiere manejar una espada de dos filos debe ser un muy diestro


maestro de esgrima, si no quiere herirse a sí mismo, y lo que sería más grave, herir a los


demás al primer ensayo.


Para dar una idea aproximada de las condiciones en que solamente puede proseguirse


con seguridad el estudio de la Sabiduría Divina, es decir, sin el peligro de que la magia


divina se convierta en magia negra, extractaré una página de las reglas privadas que


posee todo instructor oriental. Los siguientes pasajes han sido entresacados de un gran


número, y su explicación va a continuación de los mismos.


El lugar reservado para dar la instrucción debe ser de tal manera escogido, que en él no


pueda distraerse la mente y debe estar lleno de objetos que tengan influencia


evolucionante (magnética). Deben lucir allí los cinco colores sagrados, reunidos en un


círculo, en medio de otros objetos.


[El lugar debe ser reservado y no ha de servir para ningún otro uso. Los cinco colores


sagrados son los del prisma, arreglados de cierta manera, porque estos colores tienen


mucha influencia magnética. Por influencias maléficas se designan todos los desórdenes


que pueden producirse por las contiendas, querellas, malos sentimientos, etc., de los


que se dice que se imprimen inmediatamente en la luz astral de la atmósfera de una


habitación y flotan a su alrededor en el aire. Esta primera condición parece bastante


fácil de cumplir; sin embargo, se debe reconocer que es una de las más difíciles].


Antes de autorizar al discípulo para estudiar cara a cara, debe adquirir los


conocimientos preliminares en un grupo escogido de otros upásakas (discípulos) cuyo


número debe ser impar.


[Cara a cara significa, en este caso, un estudio independiente, o separado de otros,


cuando el discípulo recibe la instrucción cara a cara, sea consigo mismo (su Yo superior,


o Yo divino) sea con su gurú. Solamente entonces recibe cada cual la debida instrucción,


según el uso que ha hecho de sus conocimientos.


Esto sólo debe ocurrir hacia el final del ciclo de instrucción].


Antes que tu (el instructor) puedas dar a conocer a tu discípulo las santas palabras de


Lamrin, o que puedas permitirle prepararse para DubJeb, debes velar que esté


enteramente purificada su mente, y en paz con todos, especialmente con las otras


partes de él mismo. De otro modo, las palabras de sabiduría y de la buena Ley se


dispersarán y las arrastrará el viento.


[Lamrin es un trabajo de instrucciones prácticas de Tson–Kapa, en dos partes; una con


fin eclesiástico y exotérico, y la otra de uso esotérico. Prepararse para Dabjeb se refiere


a la preparación de los objetos empleados para la clarividencia, tales como los espejos y


los cristales. Las “otras partes de él mismo” designan los estudiantes de su grupo. A


menos que reine la mayor armonía entre ellos, no es posible el éxito. El instructor


compone los grupos según las naturalezas magnéticas y eléctricas de los estudiantes,


reuniendo y agrupando con el mayor cuidado los elementos positivos y negativos].


Mientras estudian los upâkasas, deben tener cuidado de estar unidos como los dedos


de una misma mano: Tú grabarás en sus mentes que lo que a uno hiera debe herir a los


otros, y si la alegría de uno no encuentra eco en el corazón de los demás, no existen las


condiciones requeridas y es inútil proseguir.


[Esto no sucederá si la elección, preliminar ha sido hecha según las cualidades


magnéticas requeridas. Está reconocido que chelas llenos de promesas y preparados


para recibir la verdad, han debido esperar mucho tiempo (años) a consecuencia de su


temperamento y de la imposibilidad en que se encontraban de ponerse al unísono con


sus compañeros].


Los condiscípulos deben de ser acordados por el Gurú como las cuerdas de un laúd,


que cada una es diferente de las otras y, sin embargo, emiten sonidos en armonía con


las demás. Colectivamente deben formar como un teclado que en todas sus partes


responda a tono, al más ligero toque del Maestro. De este modo sus espíritus se abrirán


a las armonías de la Sabiduría que vibrarán a través de todos y de cada uno,


produciendo efectos agradables a los dioses (tutelares o ángeles guardianes) y útiles al


discípulo. Así la Sabiduría grabará una huella en sus corazones y jamás se alterará la


armonía de la ley.


VI. Los que deseen adquirir el conocimiento que conduce a los Siddhis (poderes


ocultos) deben renunciar a todas las vanidades de la vida y del mundo. (Sigue la


enumeración de los Siddhis.)


Nadie puede sentir diferencia entre él y los demás estudiantes, ni pensar “yo soy el


más sabio” o “el más santo, o más agradable al Instructor que mi hermano, etc., sin dejar


de ser upásaka. Deben, ante todo, estar fijos sus pensamientos sobre su corazón para


destruir en él todo sentimiento hostil a cualquier ser viviente. Debe estar lleno el


corazón del sentimiento de la no separatividad, tanto respecto de los seres como de


todo lo existente en la Naturaleza; de otra manera no puede obtenerse éxito alguno.


Un lana no debe temer más que las influencias de la vida exterior (emanaciones


magnéticas de las criaturas vivientes). Por esta razón, aun cuando se sienta uno con


todos, en su naturaleza interior, debe tener mucho cuidado en separar su ser físico


(exterior) de toda influencia extraña. Solamente él debe comer y beber en sus platos y


vasos. Debe evitar todo contacto corporal (tocar o ser tocado) con los seres humanos, lo


mismo que con los animales.


[No le es permitido ningún animal favorito y hasta le está prohibido tocar a ciertos


árboles y plantas. Un discípulo debe vivir, por decirlo así, en su propia atmósfera a fin


de individualizarla en vista de los designios ocultos].


Debe mantener la mente cerrada a todo lo que no sean las verdades eternas de la


Naturaleza, a fin de que la Doctrina del corazón no se reduzca a la doctrina del ojo


(formalismo vacío y exotérico).


Ninguna carne, nada que tenga en sí vida, debe comer el discípulo. No debe beber


vino, licores, ni fumar opio, porque son como malos espíritus que aferran a los


imprevisores y destruyen su mente.


[Se supone que el vino y los licores conservan el siniestro magnetismo de cuantos han


contribuido a su elaboración, y que la carne de todo animal conserva los rasgos


psíquicos característicos de su especie].


La meditación, la abstinencia en todo, la observancia de los deberes morales, los


elevados pensamientos, las buenas acciones y las benévolas palabras, así como una


buena voluntad hacia todos y un completo olvido de sí mismo, son los más eficaces


medios para obtener el conocimiento y prepararse para recibir la superior Sabiduría.


Solamente por la estricta observancia de estas reglas, puede el discípulo adquirir, en


un tiempo dado, los poderes de los Arhates, el desarrollo que, poco a poco, le hará Uno


con el Todo Universal.


Estos doce pasajes han sido entresacados de setenta y tres reglas cuya enunciación


sería inútil, porque no tendrían sentido para los europeos. Pero las expuestas bastan


para mostrar las graves dificultades de que está sembrado el sendero para quien, nacido


y educado en los países occidentales quiera ser upásaka29.


29 Es preciso. recordar que todos los chelas, hasta los mismos discípulos laicos, se llaman upásakas hasta


después de la primera Iniciación, en que se convierten en lanús–upásakas. Hasta entonces, aun los que


pertenecen a las Lamaserias son puestos aparte, y se consideran como laicos.


Toda la educación, y especialmente la educación inglesa, está basada sobre el principio


de la emulación y de la lucha. Todo educando se ve impedido a aprender más


rápidamente y adelantar a sus compañeros, sobrepujándolos por todos los medios


posibles. Lo que tan sin razón se llama la “amigable rivalidad” se cultiva asiduamente y


se fortifica en cada pormenor de la vida.


¿Cómo puede un occidental, con semejantes ideas inculcadas desde la infancia,


llegarse a sentir par a par de sus condiscípulos– como los dedos de su misma mano? El


instructor no escoge sus condiscípulos según su propia apreciación o su simpatía


personal, sino que los escoge por otra clase de consideraciones, y el que quiera ser


estudiante debe tener, ante todo, bastante fortaleza para destruir en su corazón todo


sentimiento de antipatía o desvío respecto de los otros. ¿Cuántos occidentales están


preparados seriamente ni siquiera para intentarlo?


Y luego vienen los pormenores de la vida diaria. ¡La orden de no tocar ni aun la mano


del más próximo y del más querido! ¡Cuán contrario es esto a las nociones occidentales


sobre los afectos y buenos sentimientos! ¡Cuán frío y duro parece! Se dirá: es egoísmo


abstenerse de proporcionar placer a los demás tan sólo por el deseo del propio


perfeccionamiento. Que los que así piensen difieran para otra vida el propósito de


entrar con ardiente en el Sendero. Pero que no se glorifiquen en su llamado desinterés,


porque, en realidad, se dejan engañar las falsas apariencias, por ideas convencionales


basadas sobre la sentimentalidad o la cortesía, cosas todas de una vida artificial y que


no son reglas de la verdad.


Pero, aun dejando aparte estas dificultades, que pueden considerarse de orden


exterior, aunque no por ello se aminore su importancia, ¿cómo podrán los estudiantes


del Occidente ponerse armoniosamente al unísono como se ordena? El personalismo se


ha desarrollado con tal fuerza en Europa y América, que no hay escuela, ni aun entre


artistas, cuyos miembros no se odien o no sientan celos unos de otros. El odio y la


envidia profesionales han llegado a ser proverbiales; cada cual busca su ventaja a toda


costa, y la llamada cortesía no es más que engañosa máscara que oculta los demonios


de los celos y del odio.


En Oriente la idea de la no separatividad se inculca persistentemente desde la


infancia, como lo es en Occidente la idea de rivalidad. La ambición personal, los


sentimientos y deseos personales no se estimulan allí para que lleguen a ser imperiosos.


Cuando el terreno es bueno por naturaleza y se cultiva en buen sentido, al convertirse


el niño en hombre ha contraído el hábito de la subordinación de su Yo inferior al Yo


superior, y este es fuerte y poderoso.


En Occidente piensan los hombres que su simpatía o antipatía hacia los demás


hombres, o hacia las cosas, son los principios directores según los cuales deben de obrar,


tratando frecuentemente de imponer tal regla de vida a los demás.


Quienes lamentan haber aprendido poco en la Sociedad Teosófica deben grabar en su


corazón las palabras que aparecen en un artículo publicado en The Path: “La llave de


cada grado es el propio aspirante”.


No es “el temor de Dios”, el principio de la Sabiduría; pero el “conocimiento del Yo” es


la Sabiduría misma.


Cuán grande y verdadera le parece entonces al estudiante ocultista que ha empezado


a comprobar algunas verdades, la respuesta del oráculo de Delfos a cuantos van en


busca de la Sabiduría Oculta; palabras confirmadas y repetidas miles de veces por el


sabio Sócrates:






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