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lunes, 1 de agosto de 2011

El Carbunclo Azul Sir Arthur Conan Doyle


EL CARBUNCLO AZUL
Sir Arthur Conan Doyle
Dos días después de la Navidad, pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con la intención de transmitirle las felicitaciones propias de la época. Lo encontré tumbado en el sofá, con una bata morada, el colgador de las pipas a su derecha y un montón de periódicos arrugados, que evidentemente acababa de estudiar, al alcance de la mano. Al lado del sofá había una silla de madera, y de una esquina de su respaldo colgaba un sombrero de fieltro ajado y mugriento, gastadísimo por el uso y roto por varias partes. Una lupa y unas pinzas dejadas sobre el asiento indicaban que el sombrero había sido colgado allí con el fin de examinarlo.
—Veo que está usted ocupado —dije—. ¿Le interrumpo?
—Nada de eso. Me alegro de tener un amigo con el que poder comentar mis conclusiones. Se trata de un caso absolutamente trivial —señaló con el pulgar el viejo sombrero—, pero algunos detalles relacionados con él no carecen por completo de interés, e incluso resultan instructivos.
Me senté en su butaca y me calenté las manos en la chimenea, pues estaba cayendo una buena helada y los cristales estaban cubiertos de placas de hielo.
—Supongo —comenté— que, a pesar de su aspecto inocente, ese objeto tendrá una historia terrible... o tal vez es la pista que le guiará a la solución de algún misterio y al castigo de algún delito.
—No, qué va. Nada de crímenes —dijo Sherlock Holmes, echándose a reír—. Tan sólo uno de esos incidentes caprichosos que suelen suceder cuando tenemos cuatro millones de seres humanos apretujados en unas pocas millas cuadradas. Entre las acciones y reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cualquier combinación de acontecimientos es posible, y pueden surgir muchos pequeños problemas que resultan extraños y sorprendentes, sin tener nada de delictivo. Ya hemos tenido experiencias de ese tipo.
—Ya lo creo —comenté—. Hasta el punto de que, de los seis últimos casos que he añadido a mis archivos, hay tres completamente libres de delito, en el aspecto legal.
—Exacto. Se refiere usted a mi intento de recuperar los papeles de Irene Adler, al curioso caso de la señorita Mary Sutherland, y a la aventura del hombre del labio retorcido. Pues bien, no me cabe duda de que este asuntillo pertenece a la misma categoría inocente. ¿Conoce usted a Peterson, el recadero?
—Sí.
—Este trofeo le pertenece.
—¿Es su sombrero?
—No, no, lo encontró. El propietario es desconocido. Le ruego que no lo mire como un sombrerucho desastrado, sino como un problema intelectual. Veamos, primero, cómo llegó aquí. Llegó la mañana de Navidad, en compañía de un ganso cebado que, no me cabe duda, ahora mismo se está asando en la cocina de Peterson. Los hechos son los siguientes. A eso de las cuatro de la mañana del día de Navidad, Peterson, que, como usted sabe, es un tipo muy honrado, regresaba de alguna pequeña celebración y se dirigía a su casa bajando por Tottenham Court Road. A la luz de las farolas vio a un hombre alto que caminaba delante de él, tambaleándose un poco y con un ganso blanco al hombro. Al llegar a la esquina de Goodge Street, se produjo una trifulca entre este desconocido y un grupillo de maleantes. Uno de éstos le quitó el sombrero de un golpe; el desconocido levantó su bastón para defenderse y, al enarbolarlo sobre su cabeza, rompió el escaparate de la tienda que tenía detrás. Peterson había echado a correr para defender al desconocido contra sus agresores, pero el hombre, asustado por haber roto el escaparate y viendo una persona de uniforme que corría hacia él, dejó caer el ganso, puso pies en polvorosa y se desvaneció en el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court Road. También los matones huyeron al ver aparecer a Peterson, que quedó dueño del campo de batalla y también del botín de guerra, formado por este destartalado sombrero y un impecable ejemplar de ganso de 
—¿Cómo es que no se los devolvió a su dueño?
—Mi querido amigo, en eso consiste el problema. Es cierto que en una tarjetita atada a la pata izquierda del ave decía «Para la señora de Henry Baker», y también es cierto que en el forro de este sombrero pueden leerse las iniciales «H. B.»; pero como en esta ciudad nuestra existen varios miles de Bakers y varios cientos de Henry Bakers, no resulta nada fácil devolverle a uno de ellos sus propiedades perdidas.
—¿Y qué hizo entonces Peterson?
—La misma mañana de Navidad me trajo el sombrero y el ganso, sabiendo que a mí me interesan hasta los problemas más insignificantes. Hemos guardado el ganso hasta esta mañana, cuando empezó a dar señales de que, a pesar de la helada, más valía comérselo sin retrasos innecesarios. Así pues, el hombre que lo encontró se lo ha llevado para que cumpla el destino final de todo ganso, y yo sigo en poder del sombrero del desconocido caballero que se quedó sin su cena de Navidad.
—¿No puso ningún anuncio?
—No.
—¿Y qué pistas tiene usted de su identidad?
—Sólo lo que podemos deducir.
—¿De su sombrero?
—Exactamente.
—Está usted de broma. ¿Qué se podría sacar de esa ruina de fieltro?
—Aquí tiene mi lupa. Ya conoce usted mis métodos. ¿Qué puede deducir usted referente a la personalidad del hombre que llevaba esta prenda?
Tomé el pingajo en mis manos y le di un par de vueltas de mala gana. Era un vulgar sombrero negro de copa redonda, duro y muy gastado. El forro había sido de seda roja, pero ahora estaba casi completamente descolorido. No llevaba el nombre del fabricante, pero, tal como Holmes había dicho, tenía garabateadas en un costado las iniciales «H. B.». El ala tenía presillas para sujetar una goma elástica, pero faltaba ésta. Por lo demás, estaba agrietado, lleno de polvo y cubierto de manchas, aunque parecía que habían intentado disimular las partes descoloridas pintándolas con tinta.
—No veo nada —dije, devolviéndoselo a mi amigo.
—Al contrario, Watson, lo tiene todo a la vista. Pero no es capaz de razonar a partir de lo que ve. Es usted demasiado tímido a la hora de hacer deducciones.
—Entonces, por favor, dígame qué deduce usted de este sombrero.
Lo cogió de mis manos y lo examinó con aquel aire introspectivo tan característico.
—Quizás podría haber resultado más sugerente —dijo—, pero aun así hay unas cuantas deducciones muy claras, y otras que presentan, por lo menos, un fuerte saldo de probabilidad. Por supuesto, salta a la vista que el propietario es un hombre de elevada inteligencia, y también que hace menos de tres años era bastante rico, aunque en la actualidad atraviesa malos momentos. Era un hombre previsor, pero ahora no lo es tanto, lo cual parece indicar una regresión moral que, unida a su declive económico, podría significar que sobre él actúa alguna influencia maligna, probablemente la bebida. Esto podría explicar también el hecho evidente de que su mujer ha dejado de amarle.
—¡Pero... Holmes, por favor!
—Sin embargo, aún conserva un cierto grado de amor propio —continuó, sin hacer caso de mis protestas—. Es un hombre que lleva una vida sedentaria, sale poco, se encuentra en muy mala forma física, de edad madura, y con el pelo gris, que se ha cortado hace pocos días y en el que se aplica fijador. Éstos son los datos más aparentes que se deducen de este sombrero. Además, dicho sea de paso, es sumamente improbable que tenga instalación de gas en su casa.
—Se burla usted de mí, Holmes.
—Ni muchos menos. ¿Es posible que aún ahora, cuando le acabo de dar los resultados, sea usted incapaz de ver cómo los he obtenido?
—No cabe duda de que soy un estúpido, pero tengo que confesar que soy incapaz de seguirle. Por ejemplo: ¿de dónde saca que el hombre es inteligente?
A modo de respuesta, Holmes se encasquetó el sombrero en la cabeza. Le cubría por completo la frente y quedó apoyado en el puente de la nariz.
—Cuestión de capacidad cúbica —dijo—. Un hombre con un cerebro tan grande tiene que tener algo dentro.
—¿Y su declive económico?
—Este sombrero tiene tres años. Fue por entonces cuando salieron estas alas planas y curvadas por los bordes. Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en la cinta de seda con remates y en la excelente calidad del forro. Si este hombre podía permitirse comprar un sombrero tan caro hace tres años, y desde entonces no ha comprado otro, es indudable que ha venido a menos.
—Bueno, sí, desde luego eso está claro. ¿Y eso de que era previsor, y lo de la regresión moral?
Sherlock Holmes se echó a reír.
—Aquí está la precisión —dijo, señalando con el dedo la presilla para enganchar la goma sujetasombreros—. Ningún sombrero se vende con esto. El que nuestro hombre lo hiciera poner es señal de un cierto nivel de previsión, ya que se tomó la molestia de adoptar esta precaución contra el viento. Pero como vemos que desde entonces se le ha roto la goma y no se ha molestado en cambiarla, resulta evidente que ya no es tan previsor como antes, lo que demuestra claramente que su carácter se debilita. Por otra parte, ha procurado disimular algunas de las manchas pintándolas con tinta, señal de que no ha perdido por completo su amor propio.
—Desde luego, es un razonamiento plausible.
—Los otros detalles, lo de la edad madura, el cabello gris, el reciente corte de pelo y el fijador, se advierten examinando con atención la parte inferior del forro. La lupa revela una gran cantidad de puntas de cabello, limpiamente cortadas por la tijera del peluquero. Todos están pegajosos, y se nota un inconfundible olor a fijador. Este polvo, fíjese usted, no es el polvo gris y terroso de la calle, sino la pelusilla parda de las casas, lo cual demuestra que ha permanecido colgado dentro de casa la mayor parte del tiempo; y las manchas de sudor del interior son una prueba palpable de que el propietario transpira abundantemente y, por lo tanto, difícilmente puede encontrarse en buena forma física.
—Pero lo de su mujer... dice usted que ha dejado de amarle.
—Este sombrero no se ha cepillado en semanas. Cuando le vea a usted, querido Watson, con polvo de una semana acumulado en el sombrero, y su esposa le deje salir en semejante estado, también sospecharé que ha tenido la desgracia de perder el cariño de su mujer.
—Pero podría tratarse de un soltero.
—No, llevaba a casa el ganso como ofrenda de paz a su mujer. Recuerde la tarjeta atada a la pata del ave.
—Tiene usted respuesta para todo. Pero ¿cómo demonios ha deducido que no hay instalación de gas en su casa?
—Una mancha de sebo, e incluso dos, pueden caer por casualidad; pero cuando veo nada menos que cinco, creo que existen pocas dudas de que este individuo entra en frecuente contacto con sebo ardiendo; probablemente, sube las escaleras cada noche con el sombrero en una mano y un candil goteante en la otra. En cualquier caso, un aplique de gas no produce manchas de sebo. ¿Está usted satisfecho?
—Bueno, es muy ingenioso —dije, echándome a reír—. Pero, puesto que no se ha cometido ningún delito, como antes decíamos, y no se ha producido ningún daño, a excepción del extravío de un ganso, todo esto me parece un despilfarro de energía.
Sherlock Holmes había abierto la boca para responder cuando la puerta se abrió de par en par y Peterson el recadero entró en la habitación con el rostro enrojecido y una expresión de asombro sin límites.
—¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor! —decía jadeante.
—¿Eh? ¿Qué pasa con él? ¿Ha vuelto a la vida y ha salido volando por la ventana de la cocina? —Holmes rodó sobre el sofá para ver mejor la cara excitada del hombre.
—¡Mire, señor! ¡Vea lo que ha encontrado mi mujer en el buche! —extendió la mano y mostró en el centro de la palma una piedra azul de brillo deslumbrador, bastante más pequeña que una alubia, pero tan pura y radiante que centelleaba como una luz eléctrica en el hueco oscuro de la mano.
Sherlock Holmes se incorporó lanzando un silbido.
—¡Por Júpiter, Peterson! —exclamó—. ¡A eso le llamo yo encontrar un tesoro! Supongo que sabe lo que tiene en la mano.
—¡Un diamante, señor! ¡Una piedra preciosa! ¡Corta el cristal como si fuera masilla!
—Es más que una piedra preciosa. Es la piedra preciosa.
—¿No se referirá al carbunclo azul de la condesa de Morcar? —exclamé yo.
—Precisamente. No podría dejar de reconocer su tamaño y forma, después de haber estado leyendo el anuncio en el Times tantos días seguidos. Es una piedra absolutamente única, y sobre su valor sólo se pueden hacer conjeturas, pero la recompensa que se ofrece, mil libras esterlinas, no llega ni a la vigésima parte de su precio en el mercado.
—¡Mil libras! ¡Santo Dios misericordioso! —el recadero se desplomó sobre una silla, mirándonos alternativamente a uno y a otro.
—Ésa es la recompensa, y tengo razones para creer que existen consideraciones sentimentales en la historia de esa piedra que harían que la condesa se desprendiera de la mitad de su fortuna con tal de recuperarla.
—Si no recuerdo mal, desapareció en el hotel Cosmopolitan —comenté.
—Exactamente, el 22 de diciembre, hace cinco días. John Horner, fontanero, fue acusado de haberla sustraído del joyero de la señora. Las pruebas en su contra eran tan sólidas que el caso ha pasado ya a los tribunales. Creo que tengo por aquí un informe —rebuscó entre los periódicos, consultando las fechas, hasta que seleccionó uno, lo dobló y leyó el siguiente párrafo:
«Robo de joyas en el hotel Cosmopolitan. John Horner, de 26 años, fontanero, ha sido detenido bajo la acusación de haber sustraído, el 22 del corriente, del joyero de la condesa de Morcar, la valiosa piedra conocida como "el carbunclo azul". James Ryder, jefe de servicio del hotel, declaró que el día del robo había conducido a Horner al gabinete de la condesa de Morcar, para que soldara el segundo barrote de la rejilla de la chimenea, que estaba suelto. Permaneció un rato junto a Horner, pero al cabo de algún tiempo tuvo que ausentarse. Al regresar comprobó que Horner había desaparecido, que el escritorio había sido forzado y que el cofrecillo de tafilete en el que, según se supo luego, la condesa acostumbraba a guardar la joya, estaba tirado, vacío, sobre el tocador. Ryder dio la alarma al instante, y Horner fue detenido esa misma noche, pero no se pudo encontrar la piedra en su poder ni en su domicilio. Catherine Cusack, doncella de la condesa, declaró haber oído el grito de angustia que profirió Ryder al descubrir el robo, y haber corrido a la habitación, donde se encontró con la situación ya descrita por el anterior testigo. El inspector Bradstreet, de la División B, confirmó la detención de Horner, que se resistió violentamente y declaró su inocencia en los términos más enérgicos. Al existir constancia de que el detenido había sufrido una condena anterior por robo, el magistrado se negó a tratar sumariamente el caso, remitiéndolo a un tribunal superior. Horner, que dio muestras de intensa emoción durante las diligencias, se desmayó al oír la decisión y tuvo que ser sacado de la sala.»
—¡Hum! Hasta aquí, el informe de la policía —dijo Holmes, pensativo—. Ahora, la cuestión es dilucidar la cadena de acontecimientos que van desde un joyero desvalijado, en un extremo, al buche de
un ganso en Tottenham Court Road, en el otro. Como ve, Watson, nuestras pequeñas deducciones han adquirido de pronto un aspecto mucho más importante y menos inocente. Aquí está la piedra; la piedra vino del ganso y el ganso vino del señor Henry Baker, el caballero del sombrero raído y todas las demás características con las que le he estado aburriendo. Así que tendremos que ponernos muy en serio a la tarea de localizar a este caballero y determinar el papel que ha desempeñado en este pequeño misterio. Y para eso, empezaremos por el método más sencillo, que sin duda consiste en poner un anuncio en todos los periódicos de la tarde. Si esto falla, recurriremos a otros métodos.
—¿Qué va usted a decir?
—Deme un lápiz y esa hoja de papel. Vamos a ver: «Encontrados un ganso y un sombrero negro de fieltro en la esquina de Goodge Street. El señor Henry Baker puede recuperarlos presentándose esta tarde a las 6,30 en el 221 B de Baker Street». Claro y conciso.
—Mucho. Pero ¿lo verá él?
—Bueno, desde luego mirará los periódicos, porque para un hombre pobre se trata de una pérdida importante. No cabe duda de que se asustó tanto al romper el escaparate y ver acercarse a Peterson que no pensó más que en huir; pero luego debe de haberse arrepentido del impulso que le hizo soltar el ave. Pero además, al incluir su nombre nos aseguramos de que lo vea, porque todos los que le conozcan se lo harán notar. Aquí tiene, Peterson, corra a la agencia y que inserten este anuncio en los periódicos de la tarde.
—¿En cuáles, señor?
—Oh, pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, la St.James Gazette, el Evening News, el Standard, el Echo y cualquier otro que se le ocurra.
—Muy bien, señor. ¿Y la piedra?
—Ah, sí, yo guardaré la piedra. Gracias. Y oiga, Peterson, en el camino de vuelta compre un ganso y tráigalo aquí, porque tenemos que darle uno a este caballero a cambio del que se está comiendo su familia.
Cuando el recadero se hubo marchado, Holmes levantó la piedra y la miró al trasluz.
—¡Qué maravilla! —dijo—. Fíjese cómo brilla y centellea. Por supuesto, esto es como un imán para el crimen, lo mismo que todas las buenas piedras preciosas. Son el cebo favorito del diablo. En las piedras más grandes y más antiguas, se puede decir que cada faceta equivale a un crimen sangriento. Esta piedra aún no tiene ni veinte años de edad. La encontraron a orillas del río Amoy, en el sur de China, y presenta la particularidad de poseer todas las características del carbunclo, salvo que es de color azul en lugar de rojo rubí. A pesar de su juventud, ya cuenta con un siniestro historial. Ha habido dos asesinatos, un atentado con vitriolo, un suicidio y varios robos, todo por culpa de estos doce kilates de carbón cristalizado. ¿Quién pensaría que tan hermoso juguete es un proveedor de carne para el patíbulo y la cárcel? Lo guardaré en mi caja fuerte y le escribiré unas líneas a la condesa, avisándole de que lo tenemos.
—¿Cree usted que ese Horner es inocente?
—No lo puedo saber.
—Entonces, ¿cree usted que este otro, Henry Baker, tiene algo que ver con el asunto?
—Me parece mucho más probable que Henry Baker sea un hombre completamente inocente, que no tenía ni idea de que el ave que llevaba valía mucho más que si estuviera hecha de oro macizo. No obstante, eso lo comprobaremos mediante una sencilla prueba si recibimos respuesta a nuestro anuncio.
—¿Y hasta entonces no puede hacer nada?
—Nada.
—En tal caso, continuaré mi ronda profesional.
—Encantado de verle. Cenaré a las siete. Creo que hay becada. Por cierto que, en vista de los recientes acontecimientos, quizás deba decirle a la señora Hudson que examine cuidadosamente el buche.
Me entretuve con un paciente, y era ya más tarde de las seis y media cuando pude volver a Baker Street. Al acercarme a la casa vi a un hombre alto con boina escocesa y chaqueta abotonada hasta la barbilla, que aguardaba en el brillante semicírculo de luz de la entrada. Justo cuando yo llegaba, la puerta se abrió y nos hicieron entrar juntos a los aposentos de Holmes.
—El señor Henry Baker, supongo —dijo Holmes, levantándose de su butaca y saludando al visitante con aquel aire de jovialidad espontánea que tan fácil le resultaba adoptar—. Por favor, siéntese aquí junto al fuego, señor Baker. Hace frío esta noche, y veo que su circulación se adapta mejor al verano que al invierno. Ah, Watson, llega usted muy a punto. ¿Es éste su sombrero, señor Baker?
—Sí, señor, es mi sombrero, sin duda alguna.
Era un hombre corpulento, de hombros cargados, cabeza voluminosa y un rostro amplio e inteligente, rematado por una barba puntiaguda, de color castaño canoso. Un toque de color en la nariz y las mejillas, junto con un ligero temblor en su mano extendida, me recordaron la suposición de Holmes acerca de sus hábitos. Su levita, negra y raída, estaba abotonada hasta arriba, con el cuello alzado, y sus flacas muñecas salían de las mangas sin que se advirtieran indicios de puños ni de camisa. Hablaba en voz baja y entrecortada, eligiendo cuidadosamente sus palabras, y en general daba la impresión de un hombre culto e instruido, maltratado por la fortuna.
—Hemos guardado estas cosas durante varios días —dijo Holmes— porque esperábamos ver un anuncio suyo, dando su dirección. No entiendo cómo no puso usted el anuncio.
Nuestro visitante emitió una risa avergonzada.
—No ando tan abundante de chelines como en otros tiempos —dijo—. Estaba convencido de que la pandilla de maleantes que me asaltó se había llevado mi sombrero y el ganso. No tenía intención de gastar más dinero en un vano intento de recuperarlos.
—Es muy natural. A propósito del ave... nos vimos obligados a comérnosla.
—¡Se la comieron! —nuestro visitante estaba tan excitado que casi se levantó de la silla.
—Sí; de no hacerlo no le habría aprovechado a nadie. Pero supongo que este otro ganso que hay sobre el aparador, que pesa aproximadamente lo mismo y está perfectamente fresco, servirá igual de bien para sus propósitos.
—¡Oh, desde luego, desde luego! —respondió el señor Baker con un suspiro de alivio.
—Por supuesto, aún tenemos las plumas, las patas, el buche y demás restos de su ganso, así que si usted quiere...
El hombre se echó a reír de buena gana.
—Podrían servirme como recuerdo de la aventura —dijo—, pero aparte de eso, no veo de qué utilidad me iban a resultar los disjecta membra de mi difunto amigo. No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones a la excelente ave que veo sobre el aparador.
Sherlock Holmes me lanzó una intensa mirada de reojo, acompañada de un encogimiento de hombros.
—Pues aquí tiene usted su sombrero, y aquí su ave —dijo—. Por cierto, ¿le importaría decirme dónde adquirió el otro ganso? Soy bastante aficionado a las aves de corral y pocas veces he visto una mejor criada.
—Desde luego, señor —dijo Baker, que se había levantado, con su recién adquirida propiedad bajo el brazo—. Algunos de nosotros frecuentamos el mesón Alpha, cerca del museo... Durante el día, sabe usted, nos encontramos en el museo mismo. Este año, el patrón, que se llama Windigate, estableció un Club del Ganso, en el que, pagando unos pocos peniques cada semana, recibiríamos un ganso por
Navidad. Pagué religiosamente mis peniques, y el resto ya lo conoce usted. Le estoy muy agradecido, señor, pues una boina escocesa no resulta adecuada ni para mis años ni para mi carácter discreto.
Con cómica pomposidad, nos dedicó una solemne reverencia y se marchó por su camino.
—Con esto queda liquidado el señor Henry Baker —dijo Holmes, después de cerrar la puerta tras él—. Es indudable que no sabe nada del asunto. ¿Tiene usted hambre, Watson?
—No demasiada.
—Entonces, le propongo que aplacemos la cena y sigamos esta pista mientras aún esté fresca.
—Con mucho gusto.
Hacía una noche muy cruda, de manera que nos pusimos nuestros gabanes y nos envolvimos el cuello con bufandas. En el exterior, las estrellas brillaban con luz fría en un cielo sin nubes, y el aliento de los transeúntes despedía tanto humo como un pistoletazo. Nuestras pisadas resonaban fuertes y secas mientras cruzábamos el barrio de los médicos, Wimpole Street, Harley Street y Wigmore Street, hasta desembocar en Oxford Street. Al cabo de un cuarto de hora nos encontrábamos en Bloomsbury, frente al mesón Alpha, que es un pequeño establecimiento público situado en la esquina de una de las calles que se dirigen a Holborn. Holmes abrió la puerta del bar y pidió dos vasos de cerveza al dueño, un hombre de cara colorada y delantal blanco.
—Su cerveza debe de ser excelente, si es tan buena como sus gansos —dijo.
—¡Mis gansos! —el hombre parecía sorprendido.
—Sí. Hace tan sólo media hora, he estado hablando con el señor Henry Baker, que es miembro de su Club del Ganso.
—¡Ah, ya comprendo! Pero, verá usted, señor, los gansos no son míos.
—¿Ah, no? ¿De quién son, entonces?
—Bueno, le compré las dos docenas a un vendedor de Covent Garden.
—¿De verdad? Conozco a algunos de ellos. ¿Cuál fue?
—Se llama Breckinridge.
—¡Ah! No le conozco. Bueno, a su salud, patrón, y por la prosperidad de su casa. Buenas noches.
—Y ahora, vamos por el señor Breckinridge —continuó, abotonándose el gabán mientras salíamos al aire helado de la calle—. Recuerde, Watson, que aunque tengamos a un extremo de la cadena una cosa tan vulgar como un ganso, en el otro tenemos un hombre que se va a pasar siete años de trabajos forzados, a menos que podamos demostrar su inocencia. Es posible que nuestra investigación confirme su culpabilidad; pero, en cualquier caso, tenemos una línea de investigación que la policía no ha encontrado y que una increíble casualidad ha puesto en nuestras manos. Sigámosla hasta su último extremo. ¡Rumbo al sur, pues, y a paso ligero!
Atravesamos Holborn, bajando por Endell Street, y zigzagueamos por una serie de callejuelas hasta llegar al mercado de Covent Garden. Uno de los puestos más grandes tenía encima el rótulo de Breckinridge, y el dueño, un hombre con aspecto de caballo, de cara astuta y patillas recortadas, estaba ayudando a un muchacho a echar el cierre.
—Buenas noches, y fresquitas —dijo Holmes.
El vendedor asintió y dirigió una mirada inquisitiva a mi compañero.
—Por lo que veo, se le han terminado los gansos —continuó Holmes, señalando los estantes de mármol vacíos.
—Mañana por la mañana podré venderle quinientos.
—Eso no me sirve.
—Bueno, quedan algunos que han cogido olor a gas.
—Oiga, que vengo recomendado.
—¿Por quién?
—Por el dueño del Alpha.
—Ah, sí. Le envié un par de docenas.
—Y de muy buena calidad. ¿De dónde los sacó usted?
Ante mi sorpresa, la pregunta provocó un estallido de cólera en el vendedor.
—Oiga usted, señor —dijo con la cabeza erguida y los brazos en jarras—. ¿Adónde quiere llegar? Me gustan las cosas claritas.
—He sido bastante claro. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que suministró al Alpha.
—Y yo no quiero decírselo. ¿Qué pasa?
—Oh, la cosa no tiene importancia. Pero no sé por qué se pone usted así por una nimiedad.
—¡Me pongo como quiero! ¡Y usted también se pondría así si le fastidiasen tanto como a mí! Cuando pago buen dinero por un buen artículo, ahí debe terminar la cosa. ¿A qué viene tanto «¿Dónde están los gansos?» y «¿A quién le ha vendido los gansos?» y «¿Cuánto quiere usted por los gansos?» Cualquiera diría que no hay otros gansos en el mundo, a juzgar por el alboroto que se arma con ellos.
—Le aseguro que no tengo relación alguna con los que le han estado interrogando —dijo Holmes con tono indiferente—. Si no nos lo quiere decir, la apuesta se queda en nada. Pero me considero un entendido en aves de corral y he apostado cinco libras a que el ave que me comí es de campo.
—Pues ha perdido usted sus cinco libras, porque fue criada en Londres —atajó el vendedor.
—De eso, nada.
—Le digo yo que sí.
—No le creo.
—¿Se cree que sabe de aves más que yo, que vengo manejándolas desde que era un mocoso? Le digo que todos los gansos que le vendí al Alpha eran de Londres.
—No conseguirá convencerme.
—¿Quiere apostar algo?
—Es como robarle el dinero, porque me consta que tengo razón. Pero le apuesto un soberano, sólo para que aprenda a no ser tan terco.
El vendedor se rió por lo bajo y dijo:
—Tráeme los libros, Bill.
El muchacho trajo un librito muy fino y otro muy grande con tapas grasientas, y los colocó juntos bajo la lámpara.
—Y ahora, señor Sabelotodo —dijo el vendedor—, creía que no me quedaban gansos, pero ya verá cómo aún me queda uno en la tienda. ¿Ve usted este librito?
—Sí, ¿y qué?
—Es la lista de mis proveedores. ¿Ve usted? Pues bien, en esta página están los del campo, y detrás de cada nombre hay un número que indica la página de su cuenta en el libro mayor. ¡Veamos ahora! ¿Ve esta otra página en tinta roja? Pues es la lista de mis proveedores de la ciudad. Ahora, fíjese en el tercer nombre. Léamelo.
—Señora Oakshott,117 Brixton Road... 249 —leyó Holmes.
—Exacto. Ahora, busque esa página en el libro mayor. Holmes buscó la página indicada.
—Aquí está: señora Oakshott, 117 Brixton Road, proveedores de huevos y pollería.
—Muy bien. ¿Cuáles la última entrada?
—Veintidós de diciembre. Veinticuatro gansos a siete chelines y seis peniques.
—Exacto. Ahí lo tiene. ¿Qué pone debajo?
—Vendidos al señor Windigate, del Alpha, a doce chelines.
—¿Qué me dice usted ahora?
Sherlock Holmes parecía profundamente disgustado. Sacó un soberano del bolsillo y lo arrojó sobre el mostrador, retirándose con el aire de quien está tan fastidiado que incluso le faltan las palabras. A los pocos metros se detuvo bajo un farol y se echó a reír de aquel modo alegre y silencioso tan característico en él.
—Cuando vea usted un hombre con patillas recortadas de ese modo y el «Pink’Up» asomándole del bolsillo, puede estar seguro de que siempre se le podrá sonsacar mediante una apuesta —dijo—. Me atrevería a decir que si le hubiera puesto delante cien libras, el tipo no me habría dado una información tan completa como la que le saqué haciéndole creer que me ganaba una apuesta. Bien, Watson, me parece que nos vamos acercando al foral de nuestra investigación, y lo único que queda por determinar es si debemos visitar a esta señora Oakshott esta misma noche o si lo dejamos para mañana. Por lo que dijo ese tipo tan malhumorado, está claro que hay otras personas interesadas en el asunto, aparte de nosotros, y yo creo...
Sus comentarios se vieron interrumpidos de pronto por un fuerte vocerío procedente del puesto que acabábamos de abandonar. Al darnos la vuelta, vimos a un sujeto pequeño y con cara de rata, de pie en el centro del círculo de luz proyectado por la lámpara colgante, mientras Breckinridge, el tendero, enmarcado en la puerta de su establecimiento, agitaba ferozmente sus puños en dirección a la figura encogida del otro.
—¡Ya estoy harto de ustedes y sus gansos! —gritaba—. ¡Váyanse todos al diablo! Si vuelven a fastidiarme con sus tonterías, les soltaré el perro. Que venga aquí la señora Oakshott y le contestaré, pero ¿a usted qué le importa? ¿Acaso le compré a usted los gansos?
—No, pero uno de ellos era mío —gimió el hombrecillo.
—Pues pídaselo a la señora Oakshott.
—Ella me dijo que se lo pidiera a usted.
—Pues, por mí, se lo puede ir a pedir al rey de Prusia. Yo ya no aguanto más. ¡Largo de aquí!
Dio unos pasos hacia delante con gesto feroz y el preguntón se esfumó entre las tinieblas.
—Ajá, esto puede ahorrarnos una visita a Brixton Road —susurró Holmes—. Venga conmigo y veremos qué podemos sacarle a ese tipo.
Avanzando a largas zancadas entre los reducidos grupillos de gente que aún rondaban en torno a los puestos iluminados, mi compañero no tardó en alcanzar al hombrecillo y le tocó con la mano en el hombro. El individuo se volvió bruscamente y pude ver a la luz de gas que de su cara había desaparecido todo rastro de color.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —preguntó con voz temblorosa.
—Perdone usted —dijo Holmes en tono suave—, pero no he podido evitar oír lo que le preguntaba hace un momento al tendero, y creo que yo podría ayudarle.
—¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber nada de este asunto?
—Me llamo Sherlock Holmes, y mi trabajo consiste en saber lo que otros no saben.
—Pero usted no puede saber nada de esto.
—Perdone, pero lo sé todo. Anda usted buscando unos gansos que la señora Oakshott, de Brixton Road, vendió a un tendero llamado Breckinridge, y que éste a su vez vendió al señor Windigate, del Alpha, y éste a su club, uno de cuyos miembros es el señor Henry Baker.
—Ah, señor, es usted el hombre que yo necesito —exclamó el hombrecillo, con las manos extendidas y los dedos temblorosos—. Me sería difícil explicarle el interés que tengo en este asunto.
Sherlock Holmes hizo señas a un coche que pasaba.
—En tal caso, lo mejor sería hablar de ello en una habitación confortable, y no en este mercado azotado por el viento —dijo—. Pero antes de seguir adelante, dígame por favor a quién tengo el placer de ayudar.
El hombre vaciló un instante.
—Me llamo John Robinson —respondió, con una mirada de soslayo.
—No, no, el nombre verdadero —dijo Holmes en tono amable—. Siempre resulta incómodo tratar de negocios con un alias.
Un súbito rubor cubrió las blancas mejillas del desconocido.
—Está bien, mi verdadero nombre es James Ryder.
—Eso es. Jefe de servicio del hotel Cosmopolitan. Por favor, suba al coche y pronto podré informarle de todo lo que desea saber.
El hombrecillo se nos quedó mirando con ojos medio asustados y medio esperanzados, como quien no está seguro de si le aguarda un golpe de suerte o una catástrofe. Subió por fin al coche, y al cabo de media hora nos encontrábamos de vuelta en la sala de estar de Baker Street. No se había pronunciado una sola palabra durante todo el trayecto, pero la respiración agitada de nuestro nuevo acompañante y su continuo abrir y cerrar de manos hablaban bien a las claras de la tensión nerviosa que le dominaba.
—¡Henos aquí! —dijo Holmes alegremente cuando penetramos en la habitación—. Un buen fuego es lo más adecuado para este tiempo. Parece que tiene usted frío, señor Ryder. Por favor, siéntese en el sillón de mimbre. Permita que me ponga las zapatillas antes de zanjar este asuntillo suyo. ¡Ya está! ¿Así que quiere usted saber lo que fue de aquellos gansos?
—Sí, señor.
—O más bien, deberíamos decir de aquel ganso. Me parece que lo que le interesaba era un ave concreta... blanca, con una franja negra en la cola.
Ryder se estremeció de emoción.
—¡Oh, señor! —exclamó—. ¿Puede usted decirme dónde fue a parar?
—Aquí.
—¿Aquí?
—Sí, y resultó ser un ave de lo más notable. No me extraña que le interese tanto. Como que puso un huevo después de muerta... el huevo azul más pequeño, precioso y brillante que jamás se ha visto. Lo tengo aquí en mi museo.
Nuestro visitante se puso en pie, tambaleándose, y se agarró con la mano derecha a la repisa de la chimenea. Holmes abrió su caja fuerte y mostró el carbunclo azul, que brillaba como una estrella, con un resplandor frío que irradiaba en todas direcciones. Ryder se lo quedó mirando con las facciones contraídas, sin decidirse entre reclamarlo o negar todo conocimiento del mismo.
—Se acabó el juego, Ryder —dijo Holmes muy tranquilo—. Sosténgase, hombre, que se va a caer al fuego. Ayúdele a sentarse, Watson. Le falta sangre fría para meterse en robos impunemente. Dele un trago de brandy. Así. Ahora parece un poco más humano. ¡Menudo mequetrefe, ya lo creo!
Durante un momento había estado a punto de desplomarse, pero el brandy hizo subir un toque de color a sus mejillas, y permaneció sentado, mirando con ojos asustados a su acusador.
—Tengo ya en mis manos casi todos los eslabones y las pruebas que podría necesitar, así que es poco lo que puede usted decirme. No obstante, hay que aclarar ese poco para que el caso quede completo. ¿Había usted oído hablar de esta piedra de la condesa de Morcar, Ryder?
—Fue Catherine Cusack quien me habló de ella —dijo el hombre con voz cascada.
—Ya veo. La doncella de la señora. Bien, la tentación de hacerse rico de golpe y con facilidad fue demasiado fuerte para usted, como lo ha sido antes para hombres mejores que usted; pero no se ha mostrado muy escrupuloso en los métodos empleados. Me parece, Ryder, que tiene usted madera de bellaco miserable. Sabía que ese pobre fontanero, Horner, había estado complicado hace tiempo en un asunto semejante, y que eso le convertiría en el blanco de todas las sospechas. ¿Y qué hizo entonces? Usted y su cómplice Cusack hicieron un pequeño estropicio en el cuarto de la señora y se las arreglaron para que hiciesen llamar a Horner. Y luego, después de que Horner se marchara, desvalijaron el joyero, dieron la alarma e hicieron detener a ese pobre hombre. A continuación...
De pronto, Ryder se dejó caer sobre la alfombra y se agarró a las rodillas de mi compañero.
—¡Por amor de Dios, tenga compasión! —chillaba—. ¡Piense en mi padre! ¡En mi madre! Esto les rompería el corazón. Jamás hice nada malo antes, y no lo volveré a hacer. ¡Lo juro! ¡Lo juro sobre la Biblia! ¡No me lleve a los tribunales! ¡Por amor de Cristo, no lo haga!
—¡Vuelva a sentarse en la silla! —dijo Holmes rudamente—. Es muy bonito eso de llorar y arrastrarse ahora, pero bien poco pensó usted en ese pobre Horner, preso por un delito del que no sabe nada.
—Huiré, señor Holmes. Saldré del país. Así tendrán que retirar los cargos contra él.
—¡Hum! Ya hablaremos de eso. Y ahora, oigamos la auténtica versión del siguiente acto. ¿Cómo llegó la piedra al buche del ganso, y cómo llegó el ganso al mercado público? Díganos la verdad, porque en ello reside su única esperanza de salvación.
Ryder se pasó la lengua por los labios resecos.
—Le diré lo que sucedió, señor —dijo—. Una vez detenido Horner, me pareció que lo mejor sería esconder la piedra cuanto antes, porque no sabía en qué momento se le podía ocurrir a la policía registrarme a mí y mi habitación. En el hotel no había ningún escondite seguro. Salí como si fuera a hacer un recado y me fui a casa de mi hermana, que está casada con un tipo llamado Oakshott y vive en Brixton Road, donde se dedica a engordar gansos para el mercado. Durante todo el camino, cada hombre que veía se me antojaba un policía o un detective, y aunque hacía una noche bastante fría, antes de llegar a Brixton Road me chorreaba el sudor por toda la cara. Mi hermana me preguntó qué me ocurría para estar tan pálido, pero le dije que estaba nervioso por el robo de joyas en el hotel. Luego me fui al patio trasero, me fumé una pipa y traté de decidir qué era lo que más me convenía hacer.
»En otros tiempos tuve un amigo llamado Maudsley que se fue por el mal camino y acaba de cumplir condena en Pentonville. Un día nos encontramos y se puso a hablarme sobre las diversas clases de ladrones y cómo se deshacían de lo robado. Sabía que no me delataría, porque yo conocía un par de asuntillos suyos, así que decidí ir a Kilburn, que es donde vive, y confiarle mi situación. Él me indicará cómo convertir la piedra en dinero. Pero ¿cómo llegar hasta él sin contratiempos? Pensé en la angustia que había pasado viniendo del hotel, pensando que en cualquier momento me podían detener y registrar, y que encontrarían la piedra en el bolsillo de mi chaleco. En aquel momento estaba apoyado en la pared, mirando a los gansos que correteaban alrededor de mis pies, y de pronto se me ocurrió una idea para burlar al mejor detective que haya existido en el mundo.
»Unas semanas antes, mi hermana me había dicho que podía elegir uno de sus gansos como regalo de Navidad, y yo sabía que siempre cumplía su palabra. Cogería ahora mismo mi ganso y en su interior llevaría la piedra hasta Kilburn. Había en el patio un pequeño cobertizo, y me metí detrás de él con uno de los gansos, un magnífico ejemplar, blanco y con una franja en la cola. Lo sujeté, le abrí el pico y le metí la piedra por el gaznate, tan abajo como pude llegar con los dedos. El pájaro tragó, y sentí la piedra pasar por la garganta y llegar al buche. Pero el animal forcejeaba y aleteaba, y mi hermana salió a
ver qué ocurría. Cuando me volví para hablarle, el bicho se me escapó y regresó dando un pequeño vuelo entre sus compañeros.
»—¿Qué estás haciendo con ese ganso, Jem? —preguntó mi hermana.
»—Bueno —dije—, como dijiste que me ibas a regalar uno por Navidad, estaba mirando cuál es el más gordo.
»—Oh, ya hemos apartado uno para ti —dijo ella—. Lo llamamos el ganso de Jem. Es aquel grande y blanco. En total hay veintiséis; o sea, uno para ti, otro para nosotros y dos docenas para vender.
»—Gracias, Maggie —dije yo—. Pero, si te da lo mismo, prefiero ese otro que estaba examinando.
»—El otro pesa por lo menos tres libras más —dijo ella—, y lo hemos engordado expresamente para ti.
»—No importa. Prefiero el otro, y me lo voy a llevar ahora —dije.
»—Bueno, como quieras —dijo ella, un poco mosqueada—. ¿Cuál es el que dices que quieres?
»—Aquel blanco con una raya en la cola, que está justo en medio.
»—De acuerdo. Mátalo y te lo llevas.
»Así lo hice, señor Holmes, y me llevé el ave hasta Kilburn. Le conté a mi amigo lo que había hecho, porque es de la clase de gente a la que se le puede contar una cosa así. Se rió hasta partirse el pecho, y luego cogimos un cuchillo y abrimos el ganso. Se me encogió el corazón, porque allí no había ni rastro de la piedra, y comprendí que había cometido una terrible equivocación. Dejé el ganso, corrí a casa de mi hermana y fui derecho al patio. No había ni un ganso a la vista.
»—¿Dónde están todos, Maggie? —exclamé.
»—Se los llevaron a la tienda.
»—¿A qué tienda?
»—A la de Breckinridge, en Covent Garden.
»—¿Había otro con una raya en la cola, igual que el que yo me llevé? —pregunté.
»—Sí, Jem, había dos con raya en la cola. Jamás pude distinguirlos.
»Entonces, naturalmente, lo comprendí todo, y corrí a toda la velocidad de mis piernas en busca de ese Breckinridge; pero ya había vendido todo el lote y se negó a decirme a quién. Ya le han oído ustedes esta noche. Pues todas las veces ha sido igual. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco. A veces, yo también lo creo. Y ahora... ahora soy un ladrón, estoy marcado, y sin haber llegado a tocar la riqueza por la que vendí mi buena fama. ¡Que Dios se apiade de mí! ¡Que Dios se apiade de mí!
Estalló en sollozos convulsivos, con la cara oculta entre las manos.
Se produjo un largo silencio, roto tan sólo por su agitada respiración y por el rítmico tamborileo de los dedos de Sherlock Holmes sobre el borde de la mesa. Por fin, mi amigo se levantó y abrió la puerta de par en par.
—¡Váyase! —dijo.
—¿Cómo, señor? ¡Oh! ¡Dios le bendiga!
—Ni una palabra más. ¡Fuera de aquí!
Y no hicieron falta más palabras. Hubo una carrera precipitada, un pataleo en la escalera, un portazo y el seco repicar de pies que corrían en la calle.
—Al fin y al cabo, Watson —dijo Holmes, estirando la mano en busca de su pipa de arcilla—, la policía no me paga para que cubra sus deficiencias. Si Horner corriera peligro, sería diferente, pero este individuo no declarará contra él, y el proceso no seguirá adelante. Supongo que estoy indultando a un delincuente, pero también es posible que esté salvando un alma. Este tipo no volverá a descarriarse. Está
demasiado asustado. Métalo en la cárcel y lo convertirá en carne de presidio para el resto de su vida. Además, estamos en época de perdonar. La casualidad ha puesto en nuestro camino un problema de lo más curioso y extravagante, y su solución es recompensa suficiente. Si tiene usted la amabilidad de tirar de la campanilla, doctor, iniciaremos otra investigación, cuyo tema principal será también un ave de corral.
F I N



SIR ARTHUR CONAN DOYLE EL ARISTÓCRATA SOLTERÓN




SIR ARTHUR CONAN DOYLE
EL ARISTÓCRATA SOLTERÓN
1
EL ARISTÓCRATA SOLTERÓN
Sir Arthur Conan Doyle
Hace ya mucho tiempo que el matrimonio de lord St. Simon y la curiosa manera en que terminó dejaron de ser temas de interés en los selectos círculos en los que se mueve el infortunado novio. Nuevos escándalos lo han eclipsado, y sus detalles más picantes han acaparado las murmuraciones, desviándolas de este drama que ya tiene cuatro años de antigüedad. No obstante, como tengo razones para creer que los hechos completos no se han revelado nunca al público en general, y dado que mi amigo Sherlock Holmes desempeñó un importante papel en el esclarecimiento del asunto, considero que ninguna biografía suya estaría completa sin un breve resumen de este notable episodio.
Pocas semanas antes de mi propia boda, cuando aún compartía con Holmes el apartamento de Baker Street, mi amigo regresó a casa después de un paseo y encontró una carta aguardándole encima de la mesa. Yo me había quedado en casa todo el día, porque el tiempo se había puesto de repente muy lluvioso, con fuertes vientos de otoño, y la bala que me había traído dentro del cuerpo como recuerdo de mi campaña de Afganistán palpitaba con monótona persistencia. Tumbado en una poltrona con una pierna encima de otra, me había rodeado de una nube de periódicos hasta que, saturado al fin de noticias, los tiré a un lado y me quedé postrado e inerte, contemplando el escudo y las iniciales del sobre que había encima de la mesa, y preguntándome perezosamente quién sería aquel noble que escribía a mi amigo.
—Tiene una carta de lo más elegante —comenté al entrar él—. Si no recuerdo mal, las cartas de esta mañana eran de un pescadero y de un aduanero del puerto.
—Sí, desde luego, mi correspondencia tiene el encanto de la variedad —respondió él, sonriendo—. Y, por lo general, las más humildes son las más interesantes. Ésta parece una de esas molestas convocatorias sociales que le obligan a uno a aburrirse o a mentir.
Rompió el lacre y echó un vistazo al contenido.
—¡Ah, caramba! ¡Después de todo, puede que resulte interesante!
—¿No es un acto social, entonces?
—No; estrictamente profesional.
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—¿Y de un cliente noble?
—Uno de los grandes de Inglaterra.
—Querido amigo, le felicito.
—Le aseguro, Watson, sin falsa modestia, que la categoría de mi cliente me importa mucho menos que el interés que ofrezca su caso. Sin embargo, es posible que esta nueva investigación no carezca de interés. Ha leído usted con atención los últimos periódicos, ¿no es cierto?
—Eso parece —dije melancólicamente, señalando un enorme montón que había en un rincón—. No tenía otra cosa que hacer.
—Es una suerte, porque así quizás pueda ponerme al corriente. Yo no leo más que los sucesos y los anuncios personales. Estos últimos son siempre instructivos. Pero si usted ha seguido de cerca los últimos acontecimientos, habrá leído acerca de lord St. Simon y su boda.
—Oh, sí, y con el mayor interés.
—Estupendo. La carta que tengo en la mano es de lord St. Simon. Se la voy a leer y, a cambio, usted repasará esos periódicos y me enseñará todo lo que tenga que ver con el asunto. Esto es lo que dice:
«Querido señor Sherlock Holmes: Lord Backwater me asegura que puedo confiar plenamente en su juicio y discreción. Así pues, he decidido hacerle una visita para consultarle con respecto al dolorosísimo suceso acaecido en relación con mi boda. El señor Lestrade, de Scotland Yard, se encuentra ya trabajando en el asunto, pero me ha asegurado que no hay inconveniente alguno en que usted coopere, e incluso cree que podría resultar de alguna ayuda. Pasaré a verle a las cuatro de la tarde, y le agradecería que aplazara cualquier otro compromiso que pudiera tener a esa hora, ya que el asunto es de trascendental importancia. Suyo afectísimo, ROBERT ST. SIMON.»
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—Está fechada en Grosvenor Mansions, escrita con pluma de ave, y el noble señor ha tenido la desgracia de mancharse de tinta la parte de fuera de su meñique derecho —comentó Holmes, volviendo a doblar la carta.
—Dice que a las cuatro, y ahora son las tres. Falta una hora para que venga.
—Entonces, tengo el tiempo justo, contando con su ayuda, para ponerme al corriente del tema. Repase esos periódicos y ordene los artículos por orden de fechas, mientras yo miro quién es nuestro cliente —sacó un volumen de tapas rojas de una hilera de libros de referencia que había junto a la repisa de la chimenea—. Aquí está —dijo, sentándose y abriéndolo sobre las rodillas—. «Robert Walsingham de Vere St. Simon, segundo hijo del duque de Balmoral»... ¡Hum! Escudo: Campo de azur, con tres abrojos en jefe sobre banda de sable. Nacido en 1846. Tiene, pues, cuarenta y un años, que es una edad madura para casarse. Fue subsecretario de las colonias en una administración anterior. El duque, su padre, fue durante algún tiempo ministro de Asuntos Exteriores. Han heredado sangre de los Plantagenet por vía directa y de los Tudor por vía materna. ¡Ajá! Bueno, en todo esto no hay nada que resulte muy instructivo. Creo que dependo de usted, Watson, para obtener datos más sólidos.
—Me resultará muy fácil encontrar lo que busco —dije yo—, porque los hechos son bastante recientes y el asunto me llamó bastante la atención. Sin embargo, no me atrevía a hablarle del tema, porque sabía que tenía una investigación entre manos y que no le gusta que se entrometan otras cosas.
—Ah, se refiere usted al insignificante problema del furgón de muebles de Grosvenor Square. Eso ya está aclarado de sobra... aunque la verdad es que era evidente desde un principio. Por favor, deme los resultados de su selección de prensa.
—Aquí está la primera noticia que he podido encontrar. Está en la columna personal del Morning Post y, como ve, lleva fecha de hace unas semanas. «Se ha concertado una boda», dice, «que, si los rumores son ciertos, tendrá lugar dentro de muy poco, entre lord Robert St. Simon, segundo hijo del duque de Balmoral, y la señorita Hatty Doran, hija única de Aloysius Doran, de San Francisco, California, EE.UU.» Eso es todo.
—Escueto y al grano —comentó Holmes, extendiendo hacia el fuego sus largas y delgadas piernas.
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—En la sección de sociedad de la misma semana apareció un párrafo ampliando lo anterior. ¡Ah, aquí está!: «Pronto será necesario imponer medidas de protección sobre el mercado matrimonial, en vista de que el principio de libre comercio parece actuar decididamente en contra de nuestro producto nacional. Una tras otra, las grandes casas nobiliarias de Gran Bretaña van cayendo en manos de nuestras bellas primas del otro lado del Atlántico. Durante la última semana se ha producido una importante incorporación a la lista de premios obtenidos por estas encantadoras invasoras. Lord St. Simon, que durante más de veinte años se había mostrado inmune a las flechas del travieso dios, ha anunciado de manera oficial su próximo enlace con la señorita Hatty Doran, la fascinante hija de un millonario californiano. La señorita Doran, cuya atractiva figura y bello rostro atrajeron mucha atención en las fiestas de Westbury House, es hija única y se rumorea que su dote está muy por encima de las seis cifras, y que aún podría aumentar en el futuro. Teniendo en cuenta que es un secreto a voces que el duque de Balmoral se ha visto obligado a vender su colección de pintura en los últimos años, y que lord St. Simon carece de propiedades, si exceptuamos la pequeña finca de Birchmoor, parece evidente que la heredera californiana no es la única que sale ganando con una alianza que le permitirá realizar la fácil y habitual transición de dama republicana a aristócrata británica».
—¿Algo más? —preguntó Holmes, bostezando.
—Oh, sí, mucho. Hay otro párrafo en el Morning Post diciendo que la boda sería un acto absolutamente privado, que se celebraría en San Jorge, en Hanover Square, que sólo se invitaría a media docena de amigos íntimos, y que luego todos se reunirían en una casa amueblada de Lancaster Gate, alquilada por el señor Aloysius Doran. Dos días después... es decir, el miércoles pasado... hay una breve noticia de que la boda se ha celebrado y que los novios pasarían la luna de miel en casa de lord Backwater, cerca de Petersfield. Éstas son todas las noticias que se publicaron antes de la desaparición de la novia.
—¿Antes de qué? —preguntó Holmes con sobresalto.
—De la desaparición de la dama.
—¿Y cuándo desapareció?
—Durante el almuerzo de boda.
—Caramba. Esto es más interesante de lo que yo pensaba; y de lo más dramático.
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—Sí, a mí me pareció un poco fuera de lo corriente.
—Muchas novias desaparecen antes de la ceremonia, y alguna que otra durante la luna de miel; pero no recuerdo nada tan súbito como esto. Por favor, déme detalles.
—Le advierto que son muy incompletos.
—Quizás podamos hacer que lo sean menos.
—Lo poco que se sabe viene todo seguido en un solo artículo publicado ayer por la mañana, que voy a leerle. Se titula «Extraño incidente en una boda de alta sociedad».
«La familia de lord Robert St. Simon ha quedado sumida en la mayor consternación por los extraños y dolorosos sucesos ocurridos en relación con su boda. La ceremonia, tal como se anunciaba brevemente en la prensa de ayer, se celebró anteayer por la mañana, pero hasta hoy no había sido posible confirmar los extraños rumores que circulaban de manera insistente. A pesar de los esfuerzos de los amigos por silenciar el asunto, éste ha atraído de tal modo la atención del público que de nada serviría fingir desconocimiento de un tema que está en todas las conversaciones.
»La ceremonia, que se celebró en la iglesia de San Jorge, en Hanover Square, tuvo lugar en privado, asistiendo tan sólo el padre de la novia, señor Aloysius Doran, la duquesa de Balmoral, lord Backwater, lord Eustace y lady Clara St. Simon (hermano menor y hermana del novio), y lady Alicia Whittington. A continuación, el cortejo se dirigió a la casa del señor Aloysius Doran, en Lancaster Gate, donde se había preparado un almuerzo. Parece que allí se produjo un pequeño incidente, provocado por una mujer cuyo nombre no se ha podido confirmar, que intentó penetrar por la fuerza en la casa tras el cortejo nupcial, alegando ciertas reclamaciones que tenía que hacerle a lord St. Simon. Tras una larga y bochornosa escena, el mayordomo y un lacayo consiguieron expulsarla. La novia, que afortunadamente había entrado en la casa antes de esta desagradable interrupción, se había sentado a almorzar con los demás cuando se quejó de una repentina indisposición y se retiró a su habitación.
Como su prolongada ausencia empezaba a provocar comentarios, su padre fue a buscarla; pero la doncella le dijo que sólo había entrado un momento en su habitación para coger un abrigo y un sombrero, y que luego había salido a toda prisa por el pasillo. Uno de los lacayos declaró haber visto salir de la casa a una señora cuya vestimenta respondía a la descripción, pero se
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negaba a creer que fuera la novia, por estar convencido de que ésta se encontraba con los invitados. Al comprobar que su hija había desaparecido, el señor Aloysius Doran, acompañado por el novio, se puso en contacto con la policía sin pérdida de tiempo, y en la actualidad se están llevando a cabo intensas investigaciones, que probablemente no tardarán en esclarecer este misterioso asunto. Sin embargo, a últimas horas de esta noche todavía no se sabía nada del paradero de la dama desaparecida. Los rumores se han desatado, y se dice que la policía ha detenido a la mujer que provocó el incidente, en la creencia de que, por celos o algún otro motivo, pueda estar relacionada con la misteriosa desaparición de la novia.»
—¿Y eso es todo?
—Sólo hay una notita en otro de los periódicos, pero bastante sugerente.
—¿Qué dice?
—Que la señorita Flora Millar, la dama que provocó el incidente, había sido detenida. Parece que es una antigua bailarina del Allegro, y que conocía al novio desde hace varios años. No hay más detalles, y el caso queda ahora en sus manos... Al menos, tal como lo ha expuesto la prensa.
—Y parece tratarse de un caso sumamente interesante. No me lo perdería por nada del mundo. Pero creo que llaman a la puerta, Watson, y dado que el reloj marca poco más de las cuatro, no me cabe duda de que aquí llega nuestro aristocrático cliente. No se le ocurra marcharse, Watson, porque me interesa mucho tener un testigo, aunque sólo sea para confirmar mi propia memoria.
—El señor Robert St. Simon —anunció nuestro botones, abriendo la puerta de par en par, para dejar entrar a un caballero de rostro agradable y expresión inteligente, altivo y pálido, quizás con algo de petulancia en el gesto de la boca, y con la mirada firme y abierta de quien ha tenido la suerte de nacer para mandar y ser obedecido. Aunque sus movimientos eran vivos, su aspecto general daba una errónea impresión de edad, porque iba ligeramente encorvado y se le doblaban un poco las rodillas al andar. Además, al quitarse el sombrero de ala ondulada, vimos que sus cabellos tenían las puntas grises y empezaban a clarear en la coronilla. En cuanto a su atuendo, era perfecto hasta rayar con la afectación: cuello alto, levita negra, chaleco blanco, guantes amarillos, zapatos de charol y polainas de color claro. Entró despacio en la habitación, girando la
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cabeza de izquierda a derecha y balanceando en la mano derecha el cordón del que colgaban sus gafas con montura de oro.
—Buenos días, lord St. Simon —dijo Holmes, levantándose y haciendo una reverencia—. Por favor, siéntese en la butaca de mimbre. Éste es mi amigo y colaborador, el doctor Watson. Acérquese un poco al fuego y hablaremos del asunto.
—Un asunto sumamente doloroso para mí, como podrá usted imaginar, señor Holmes. Me ha herido en lo más hondo. Tengo entendido, señor, que usted ya ha intervenido en varios casos delicados, parecidos a éste, aunque supongo que no afectarían a personas de la misma clase social.
—En efecto, voy descendiendo.
—¿Cómo dice?
—Mi último cliente de este tipo fue un rey.
—¡Caramba! No tenía idea. ¿Y qué rey?
—El rey de Escandinavia.
—¿Cómo? ¿También desapareció su esposa?
—Como usted comprenderá —dijo Holmes suavemente—, aplico a los asuntos de mis otros clientes la misma reserva que le prometo aplicar a los suyos.
—¡Naturalmente! ¡Tiene razón, mucha razón! Le pido mil perdones. En cuanto a mi caso, estoy dispuesto a proporcionarle cualquier información que pueda ayudarle a formarse una opinión.
—Gracias. Sé todo lo que ha aparecido en la prensa, pero nada más. Supongo que puedo considerarlo correcto... Por ejemplo, este artículo sobre la desaparición de la novia.
El señor St. Simon le echó un vistazo.
—Sí, es más o menos correcto en lo que dice.
—Pero hace falta mucha información complementaria para que alguien pueda adelantar una opinión. Creo que el modo más directo de conocer los hechos sería preguntarle a usted.
—Adelante.
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—¿Cuándo conoció usted a la señorita Hatty Doran?
—Hace un año, en San Francisco.
—¿Estaba usted de viaje por los Estados Unidos?
—Sí.
—¿Fue entonces cuando se prometieron?
—No.
—¿Pero su relación era amistosa?
—A mí me divertía estar con ella, y ella se daba cuenta de que yo me divertía.
—¿Es muy rico su padre?
—Dicen que es el hombre más rico de la Costa Oeste.
—¿Y cómo adquirió su fortuna?
—Con las minas. Hace unos pocos años no tenía nada. Entonces, encontró oro, invirtió y subió como un cohete.
—Veamos: ¿qué impresión tiene usted sobre el carácter de la señorita... es decir, de su esposa?
El noble aceleró el balanceo de sus gafas y se quedó mirando al fuego.
—Verá usted, señor Holmes —dijo—. Mi esposa tenía ya veinte años cuando su padre se hizo rico. Se había pasado la vida correteando por un campamento minero y vagando por bosques y montañas, de manera que su educación debe más a la naturaleza que a los maestros de escuela. Es lo que en Inglaterra llamaríamos una buena pieza, con un carácter fuerte, impetuoso y libre, no sujeto a tradiciones de ningún tipo. Es impetuosa... hasta diría que volcánica. Toma decisiones con rapidez y no vacila en llevarlas a la práctica. Por otra parte, yo no le habría dado el apellido que tengo el honor de llevar —soltó una tosecilla solemne— si no pensara que tiene un fondo de nobleza. Creo que es capaz de sacrificios heroicos y que cualquier acto deshonroso la repugnaría.
—¿Tiene una fotografía suya?
—He traído esto.
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Abrió un medallón y nos mostró el retrato de una mujer muy hermosa. No se trataba de una fotografía, sino de una miniatura sobre marfil, y el artista había sacado el máximo partido al lustroso cabello negro, los ojos grandes y oscuros y la exquisita boca. Holmes lo miró con gran atención durante un buen rato. Luego cerró el medallón y se lo devolvió a lord St. Simon.
—Así pues, la joven vino a Londres y aquí reanudaron sus relaciones.
—Sí, su padre la trajo a pasar la última temporada en Londres. Nos vimos varias veces, nos prometimos y por fin nos casamos.
—Tengo entendido que la novia aportó una dote considerable.
—Una buena dote. Pero no mayor de lo habitual en mi familia.
—Y, por supuesto, la dote es ahora suya, puesto que el matrimonio es un hecho consumado.
—La verdad, no he hecho averiguaciones al respecto.
—Es muy natural. ¿Vio usted a la señorita Doran el día antes de la boda?
—Sí.
—¿Estaba ella de buen humor?
—Mejor que nunca. No paraba de hablar de la vida que llevaríamos en el futuro.
—Vaya, vaya. Eso es muy interesante. ¿Y la mañana de la boda?
—Estaba animadísima... Por lo menos, hasta después de la ceremonia.
—¿Y después observó usted algún cambio en ella?
—Bueno, a decir verdad, fue entonces cuando advertí las primeras señales de que su temperamento es un poquitín violento. Pero el incidente fue demasiado trivial como para mencionarlo, y no puede tener ninguna relación con el caso.
—A pesar de todo, le ruego que nos lo cuente.
—Oh, es una niñería. Cuando íbamos hacia la sacristía se le cayó el ramo. Pasaba en aquel momento por la primera fila de reclinatorios, y se le cayó en uno de ellos. Hubo un instante de demora, pero el caballero del reclinatorio se lo devolvió y no parecía que se hubiera estropeado
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con la caída. Aun así, cuando le mencioné el asunto, me contestó bruscamente; y luego, en el coche, camino de casa, parecía absurdamente agitada por aquella insignificancia.
—Vaya, vaya. Dice usted que había un caballero en el reclinatorio. Según eso, había algo de público en la boda, ¿no?
—Oh, sí. Es imposible evitarlo cuando la iglesia está abierta.
—El caballero en cuestión, ¿no sería amigo de su esposa?
—No, no; le he llamado caballero por cortesía, pero era una persona bastante vulgar. Apenas me fijé en su aspecto. Pero creo que nos estamos desviando del tema.
—Así pues, la señora St. Simon regresó de la boda en un estado de ánimo menos jubiloso que el que tenía al ir. ¿Qué hizo al entrar de nuevo en casa de su padre?
—La vi mantener una conversación con su doncella.
—¿Y quién es esta doncella?
—Se llama Alice. Es norteamericana y vino de California con ella.
—¿Una doncella de confianza?
—Quizás demasiado. A mí me parecía que su señora le permitía excesivas libertades. Aunque, por supuesto, en América estas cosas se ven de un modo diferente.
—¿Cuánto tiempo estuvo hablando con esta Alice?
—Oh, unos minutos. Yo tenía otras cosas en que pensar.
—¿No oyó usted lo que decían?
—La señora St. Simon dijo algo acerca de «pisarle a otro la licencia». Solía utilizar esa jerga de los mineros para hablar. No tengo ni idea de lo que quiso decir con eso.
—A veces, la jerga norteamericana resulta muy expresiva. ¿Qué hizo su esposa cuando terminó de hablar con la doncella?
—Entró en el comedor.
—¿Del brazo de usted?
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—No, sola. Era muy independiente en cuestiones de poca monta como ésa. Y luego, cuando llevábamos unos diez minutos sentados, se levantó con prisas, murmuró unas palabras de disculpa y salió de la habitación. Ya no la volvimos a ver.
—Pero, según tengo entendido, esta doncella, Alice, ha declarado que su esposa fue a su habitación, se puso un abrigo largo para tapar el vestido de novia, se caló un sombrero y salió de la casa.
—Exactamente. Y más tarde la vieron entrando en Hyde Park en compañía de Flora Millar, una mujer que ahora está detenida y que ya había provocado un incidente en casa del señor Doran aquella misma mañana.
—Ah, sí. Me gustaría conocer algunos detalles sobre esta dama y sus relaciones con usted.
Lord St. Simon se encogió de hombros y levantó las cejas.
—Durante algunos años hemos mantenido relaciones amistosas... podría decirse que muy amistosas. Ella trabajaba en el Allegro. La he tratado con generosidad, y no tiene ningún motivo razonable de queja contra mí, pero ya sabe usted cómo son las mujeres, señor Holmes. Flora era encantadora, pero demasiado atolondrada, y sentía devoción por mí. Cuando se enteró de que me iba a casar, me escribió unas cartas terribles; y, a decir verdad, la razón de que la boda se celebrara en la intimidad fue que yo temía que diese un escándalo en la iglesia. Se presentó en la puerta de la casa del señor Doran cuando nosotros acabábamos de volver, e intentó abrirse paso a empujones, pronunciando frases muy injuriosas contra mi esposa, e incluso amenazándola, pero yo había previsto la posibilidad de que ocurriera algo semejante, y había dado instrucciones al servicio, que no tardó en expulsarla. Se tranquilizó en cuanto vio que no sacaría nada con armar alboroto.
—¿Su esposa oyó todo esto?
—No, gracias a Dios, no lo oyó.
—¿Pero más tarde la vieron paseando con esta misma mujer?
—Sí. Y al señor Lestrade, de Scotland Yard, eso le parece muy grave. Cree que Flora atrajo con engaños a mi esposa hacia alguna terrible trampa.
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—Bueno, es una suposición que entra dentro de lo posible.
—¿También usted lo cree?
—No dije que fuera probable. ¿Le parece probable a usted?
—Yo no creo que Flora sea capaz de hacer daño a una mosca.
—No obstante, los celos pueden provocar extraños cambios en el carácter. ¿Podría decirme cuál es su propia teoría acerca de lo sucedido?
—Bueno, en realidad he venido aquí en busca de una teoría, no a exponer la mía. Le he dado todos los datos. Sin embargo, ya que lo pregunta, puedo decirle que se me ha pasado por la cabeza la posibilidad de que la emoción de la boda y la conciencia de haber dado un salto social tan inmenso le hayan provocado a mi esposa algún pequeño trastorno nervioso de naturaleza transitoria.
—En pocas palabras, que sufrió un arrebato de locura.
—Bueno, la verdad, si consideramos que ha vuelto la espalda... no digo a mí, sino a algo a lo que tantas otras han aspirado sin éxito... me resulta difícil hallar otra explicación.
—Bien, desde luego, también es una hipótesis concebible —dijo Holmes sonriendo—. Y ahora, lord St. Simon, creo que ya dispongo de casi todos los datos. ¿Puedo preguntar si en la mesa estaban ustedes sentados de modo que pudieran ver por la ventana?
—Podíamos ver el otro lado de la calle, y el parque.
—Perfecto. En tal caso, creo que no necesito entretenerlo más tiempo. Ya me pondré en comunicación con usted.
—Si es que tiene la suerte de resolver el problema —dijo nuestro cliente, levantándose de su asiento.
—Ya lo he resuelto.
—¿Eh? ¿Cómo dice?
—Digo que ya lo he resuelto.
—Entonces, ¿dónde está mi esposa?
—Ése es un detalle que no tardaré en proporcionarle.
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Lord St. Simon meneó la cabeza.
—Me temo que esto exija cabezas más inteligentes que la suya o la mía —comentó, y tras una pomposa inclinación, al estilo antiguo, salió de la habitación.
—El bueno de lord St. Simon me hace un gran honor al colocar mi cabeza al mismo nivel que la suya —dijo Sherlock Holmes, echándose a reír—. Después de tanto interrogatorio, no me vendrá mal un poco de whisky con soda. Ya había sacado mis conclusiones sobre el caso antes de que nuestro cliente entrara en la habitación.
—¡Pero Holmes!
—Tengo en mi archivo varios casos similares, aunque, como le dije antes, ninguno tan precipitado. Todo el interrogatorio sirvió únicamente para convertir mis conjeturas en certeza. En ocasiones, la evidencia circunstancial resulta muy convincente, como cuando uno se encuentra una trucha en la leche, por citar el ejemplo de Thoreau.
—Pero yo he oído todo lo que ha oído usted.
—Pero sin disponer del conocimiento de otros casos anteriores, que a mí me ha sido muy útil. Hace años se dio un caso muy semejante en Aberdeen, y en Munich, al año siguiente de la guerra franco-prusiana, ocurrió algo muy parecido. Es uno de esos casos... Pero ¡caramba, aquí viene Lestrade! Buenas tardes, Lestrade. Encontrará usted otro vaso encima del aparador, y aquí en la caja tiene cigarros.
El inspector de policía vestía chaqueta y corbata marineras, que le daban un aspecto decididamente náutico, y llevaba en la mano una bolsa de lona negra. Con un breve saludo, se sentó y encendió el cigarro que le ofrecían.
—¿Qué le trae por aquí? —preguntó Holmes con un brillo malicioso en los ojos—. Parece usted descontento.
—Y estoy descontento. Es este caso infernal de la boda de St. Simon. No le encuentro ni pies ni cabeza al asunto.
—¿De verdad? Me sorprende usted.
—¿Cuándo se ha visto un asunto tan lioso? Todas las pistas se me escurren entre los dedos. He estado todo el día trabajando en ello.
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—Y parece que ha salido mojadísimo del empeño —dijo Holmes, tocándole la manga de la chaqueta marinera.
—Sí, es que he estado dragando el Serpentine.
—¿Y para qué, en nombre de todos los santos?
—En busca del cuerpo de lady St. Simon.
Sherlock Holmes se echó hacia atrás en su asiento y rompió en carcajadas.
—¿Y no se le ha ocurrido dragar la pila de la fuente de Trafalgar Square?
—¿Por qué? ¿Qué quiere decir?
—Pues que tiene usted tantas posibilidades de encontrar a la dama en un sitio como en otro.
Lestrade le dirigió a mi compañero una mirada de furia.
—Supongo que usted ya lo sabe todo —se burló.
—Bueno, acabo de enterarme de los hechos, pero ya he llegado a una conclusión.
—¡Ah, claro! Y no cree usted que el Serpentine intervenga para nada en el asunto.
—Lo considero muy improbable.
—Entonces, tal vez tenga usted la bondad de explicar cómo es que encontramos esto en él —y diciendo esto, abrió la bolsa y volcó en el suelo su contenido; un vestido de novia de seda tornasolada, un par de zapatos de raso blanco, una guirnalda y un velo de novia, todo ello descolorido y empapado. Encima del montón colocó un anillo de boda nuevo—. Aquí tiene, maestro Holmes. A ver cómo casca usted esta nuez.
—Vaya, vaya —dijo mi amigo, lanzando al aire anillos de humo azulado—. ¿Ha encontrado usted todo eso al dragar el Serpentine?
—No, lo encontró un guarda del parque, flotando cerca de la orilla. Han sido identificadas como las prendas que vestía la novia, y me pareció que si la ropa estaba allí, el cuerpo no se encontraría muy lejos.
—Según ese brillante razonamiento, todos los cadáveres deben encontrarse cerca de un armario ropero. Y dígame, por favor, ¿qué esperaba obtener con todo esto?
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—Alguna prueba que complicara a Flora Millar en la desaparición.
—Me temo que le va a resultar difícil.
—¿Conque eso se teme, eh? —exclamó Lestrade, algo picado—. Pues yo me temo, Holmes, que sus deducciones y sus inferencias no le sirven de gran cosa. Ha metido dos veces la pata en otros tantos minutos. Este vestido acusa a la señorita Flora Millar.
—¿Y de qué manera?
—En el vestido hay un bolsillo. En el bolsillo hay un tarjetero. En el tarjetero hay una nota. Y aquí está la nota —la plantó de un manotazo en la mesa, delante de él—. Escuche esto: «Nos veremos cuando todo esté arreglado. Ven en seguida. F. H. M.». Pues bien, desde un principio mi teoría ha sido que lady St. Simon fue atraída con engaños por Flora Millar, y que ésta, sin duda con ayuda de algunos cómplices, es responsable de su desaparición. Aquí, firmada con sus iniciales, está la nota que sin duda le pasó disimuladamente en la puerta, y que sirvió de cebo para atraerla hasta sus manos.
—Muy bien, Lestrade —dijo Holmes, riendo—. Es usted fantástico. Déjeme verlo —cogió el papel con indiferencia, pero algo le llamó la atención al instante, haciéndole emitir un grito de satisfacción.
—¡Esto sí que es importante! —dijo.
—¡Vaya! ¿Le parece a usted?
—Ya lo creo. Le felicito calurosamente.
Lestrade se levantó con aire triunfal e inclinó la cabeza para mirar.
—¡Pero...! —exclamó—. ¡Si lo está usted mirando por el otro lado!
—Al contrario, éste es el lado bueno.
—¿El lado bueno? ¡Está usted loco! ¡La nota escrita a lápiz está por aquí!
—Pero por aquí hay algo que parece un fragmento de una factura de hotel, que es lo que me interesa, y mucho.
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—Eso no significa nada. Ya me había fijado —dijo Lestrade—. «4 de octubre, habitación 8 chelines, desayuno 2 chelines y 6 peniques, cóctel 1 chelín, comida 2 chelines y 6 peniques, vaso de jerez 8 peniques.» Yo no veo nada ahí.
—Probablemente, no. Pero aun así, es muy importante. También la nota es importante, o al menos lo son las iniciales, así que le felicito de nuevo.
—Ya he perdido bastante tiempo —dijo Lestrade, poniéndose en pie—. Yo creo en el trabajo duro, y no en sentarme junto a la chimenea urdiendo bellas teorías. Buenos días, señor Holmes, y ya veremos quién llega antes al fondo del asunto —recogió las prendas, las metió otra vez en la bolsa y se dirigió a la puerta.
—Le voy a dar una pequeña pista, Lestrade —dijo Holmes lentamente—. Voy a decirle la verdadera solución del asunto. Lady St. Simon es un mito. No existe ni existió nunca semejante persona.
Lestrade miró con tristeza a mi compañero. Luego se volvió a mí, se dio tres golpecitos en la frente, meneó solemnemente la cabeza y se marchó con prisas.
Apenas se había cerrado la puerta tras él, cuando Sherlock Holmes se levantó y se puso su abrigo.
—Algo de razón tiene este buen hombre en lo que dice sobre el trabajo de campo —comentó—. Así pues, Watson, creo que tendré que dejarle algún tiempo solo con sus periódicos.
Eran más de las cinco cuando Sherlock Holmes se marchó, pero no tuve tiempo de aburrirme, porque antes de que transcurriera una hora llegó un recadero con una gran caja plana, que procedió a desenvolver con ayuda de un muchacho que le acompañaba. Al poco rato, y con gran asombro por mi parte, sobre nuestra modesta mesa de caoba se desplegaba una cena fría totalmente epicúrea. Había un par de cuartos de becada fría, un faisán, un pastel de foie-gras y varias botellas añejas, cubiertas de telarañas. Tras extender todas aquellas delicias, los dos visitantes se esfumaron como si fueran genios de las Mil y Una Noches, sin dar explicaciones, aparte de que las viandas estaban pagadas y que les habían encargado llevarlas a nuestra dirección.
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Poco antes de las nueve, Sherlock Holmes entró a paso rápido en la sala. Traía una expresión seria, pero había un brillo en sus ojos que me hizo pensar que no le habían fallado sus suposiciones.
—Veo que han traído la cena —dijo, frotándose las manos.
—Parece que espera usted invitados. Han traído bastante para cinco personas.
—Sí, me parece muy posible que se deje caer por aquí alguna visita —dijo—. Me sorprende que lord St. Simon no haya llegado aún. ¡Ajá! Creo que oigo sus pasos en la escalera.
Era, en efecto, nuestro visitante de por la mañana, que entró como una tromba, balanceando sus lentes con más fuerza que nunca y con una expresión de absoluto desconcierto en sus aristocráticas facciones.
—Veo que mi mensajero dio con usted —dijo Holmes.
—Sí, y debo confesar que el contenido del mensaje me dejó absolutamente perplejo. ¿Tiene usted un buen fundamento para lo que dice?
—El mejor que se podría tener.
Lord St. Simon se dejó caer en un sillón y se pasó la mano por la frente.
—¿Qué dirá el duque —murmuró— cuando se entere de que un miembro de su familia ha sido sometido a semejante humillación?
—Ha sido puro accidente. Yo no veo que haya ninguna humillación.
—Ah, usted mira las cosas desde otro punto de vista.
—Yo no creo que se pueda culpar a nadie. A mi entender, la dama no podía actuar de otro modo, aunque la brusquedad de su proceder sea, sin duda, lamentable. Al carecer de madre, no tenía a nadie que la aconsejara en esa crisis.
—Ha sido un desaire, señor, un desaire público —dijo lord St. Simon, tamborileando con los dedos sobre la mesa.
—Debe usted ser indulgente con esta pobre muchacha, colocada en una situación tan sin precedentes.
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—Nada de indulgencias. Estoy verdaderamente indignado, y he sido víctima de un abuso vergonzoso.
—Creo que ha sonado el timbre —dijo Holmes—. Sí, se oyen pasos en el vestíbulo. Si yo no puedo convencerle de que considere el asunto con mejores ojos, lord St. Simon, he traído un abogado que quizás tenga más éxito.
Abrió la puerta e hizo entrar a una dama y a un caballero.
—Lord St. Simon —dijo—: permítame que le presente al señor Francis Hay Moulton y señora. A la señora creo que ya la conocía.
Al ver a los recién llegados, nuestro cliente se había puesto en pie de un salto y permanecía muy tieso, con la mirada gacha y la mano metida bajo la pechera de su levita, convertido en la viva imagen de la dignidad ofendida. La dama se había adelantado rápidamente para ofrecerle la mano, pero él siguió negándose a levantar la vista. Posiblemente, ello le ayudó a mantener su resolución, pues la mirada suplicante de la mujer era difícil de resistir.
—Estás enfadado, Robert —dijo ella—. Bueno, supongo que te sobran motivos.
—Por favor, no te molestes en ofrecer disculpas —dijo lord St. Simon en tono amargado.
—Oh, sí, ya sé que te he tratado muy mal, y que debería haber hablado contigo antes de marcharme; pero estaba como atontada, y desde que vi aquí a Frank, no supe lo que hacía ni lo que decía. No me explico cómo no caí desmayada delante mismo del altar.
—¿Desea usted, señora Moulton, que mi amigo y yo salgamos de la habitación mientras usted se explica?
—Si se me permite dar una opinión —intervino el caballero desconocido—, ya ha habido demasiado secreto en este asunto. Por mi parte, me gustaría que Europa y América enteras oyeran las explicaciones.
Era un hombre de baja estatura, fibroso, tostado por el sol, de expresión avispada y movimientos ágiles.
—Entonces, contaré nuestra historia sin más preámbulo —dijo la señora—. Frank y yo nos conocimos en el 81, en el campamento minero de McQuire, cerca de las Rocosas, donde papá explotaba una mina. Nos hicimos novios, Frank y yo, pero un día papá dio con una buena veta y
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se forró de dinero, mientras el pobre Frank tenía una mina que fue a menos y acabó en nada. Cuanto más rico se hacia papá, más pobre era Frank; llegó un momento en que papá se negó a que nuestro compromiso siguiera adelante, y me llevó a San Francisco, pero Frank no se dio por vencido y me siguió hasta allí; nos vimos sin que papá supiera nada. De haberlo sabido, se habría puesto furioso, así que lo organizamos todo nosotros solos. Frank dijo que también él se haría rico, y que no volvería a buscarme hasta que tuviera tanto dinero como papá. Yo prometí esperarle hasta el fin de los tiempos, y juré que mientras él viviera no me casaría con ningún otro. Entonces, él dijo: «¿Por qué no nos casamos ahora mismo, y así estaré seguro de ti? No revelaré que soy tu marido hasta que vuelva a reclamarte». En fin, discutimos el asunto y resultó que él ya lo tenía todo arreglado, con un cura esperando y todo, de manera que nos casamos allí mismo; y después, Frank se fue a buscar fortuna y yo me volví con papá.
»Lo siguiente que supe de Frank fue que estaba en Montana; después oí que andaba buscando oro en Arizona, y más tarde tuve noticias suyas desde Nuevo México. Y un día apareció en los periódicos un largo reportaje sobre un campamento minero atacado por los indios apaches, y allí estaba el nombre de mi Frank entre las víctimas. Caí desmayada y estuve muy enferma durante meses. Papá pensó que estaba tísica y me llevó a la mitad de los médicos de San Francisco. Durante más de un año no llegaron más noticias, y ya no dudé de que Frank estuviera muerto de verdad. Entonces apareció en San Francisco lord St. Simon, nosotros vinimos a Londres, se organizó la boda y papá estaba muy contento, pero yo seguía convencida de que ningún hombre en el mundo podría ocupar en mi corazón el puesto de mi pobre Frank.
»Aun así, de haberme casado con lord St. Simon, yo le habría sido leal. No tenemos control sobre nuestro amor, pero sí sobre nuestras acciones. Fui con él al altar con la intención de ser para él tan buena esposa como me fuera posible. Pero puede usted imaginarse lo que sentí cuando, al acercarme al altar, volví la mirada hacia atrás y vi a Frank mirándome desde el primer reclinatorio. Al principio, lo tomé por un fantasma; pero cuando lo miré de nuevo seguía allí, como preguntándome con la mirada si me alegraba de verlo o lo lamentaba. No sé cómo no caí al suelo. Sé que todo me daba vueltas, y las palabras del sacerdote me sonaban en los oídos como el zumbido de una abeja. No sabía qué hacer. ¿Debía interrumpir la ceremonia y dar un escándalo en la iglesia? Me volví a mirarlo, y me pareció que se daba cuenta de lo que yo pensaba, porque se llevó los dedos a los labios para indicarme que permaneciera callada. Luego le vi garabatear en un papel y supe que me estaba escribiendo una nota. Al pasar junto a su reclinatorio, camino de la
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salida, dejé caer mi ramo junto a él y él me metió la nota en la mano al devolverme las flores. Eran sólo unas palabras diciéndome que me reuniera con él cuando él me diera la señal. Por supuesto, ni por un momento dudé de que mi principal obligación era para con él, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que él me indicara.
»Cuando llegamos a casa, se lo conté a mi doncella, que le había conocido en California y siempre le tuvo simpatía. Le ordené que no dijera nada y que preparase mi abrigo y unas cuantas cosas para llevarme. Sé que tendría que habérselo dicho a lord St. Simon, pero resultaba muy difícil hacerlo delante de su madre y de todos aquellos grandes personajes. Decidí largarme primero y dar explicaciones después. No llevaba ni diez minutos sentada a la mesa cuando vi a Frank por la ventana, al otro lado de la calle. Me hizo una seña y echó a andar hacia el parque. Yo me levanté, me puse el abrigo y salí tras él. En la calle se me acercó una mujer que me dijo no sé qué acerca de lord St. John... Por lo poco que entendí, me pareció que también ella tenía su pequeño secreto anterior a la boda... Pero conseguí librarme de ella y pronto alcancé a Frank. Nos metimos en un coche y fuimos a un apartamento que tenía alquilado en Gordon Square, y allí se celebró mi verdadera boda, después de tantos años de espera. Frank había caído prisionero de los apaches, había escapado, llegó a San Francisco, averiguó que yo le había dado por muerto y me había venido a Inglaterra, me siguió hasta aquí, y me encontró la mañana misma de mi segunda boda.
—Lo leí en un periódico —explicó el norteamericano—. Venía el nombre y la iglesia, pero no la dirección de la novia.
—Entonces discutimos lo que debíamos hacer, y Frank era partidario de revelarlo todo, pero a mí me daba tanta vergüenza que prefería desaparecer y no volver a ver a nadie; todo lo más, escribirle unas líneas a papá para hacerle saber que estaba viva. Me resultaba espantoso pensar en todos aquellos personajes de la nobleza, sentados a la mesa y esperando mi regreso. Frank cogió mis ropas y demás cosas de novia, hizo un bulto con todas ellas y las tiró en algún sitio donde nadie las encontrara, para que no me siguieran la pista por ellas. Lo más seguro es que nos hubiéramos marchado a París mañana, pero este caballero, el señor Holmes, vino a vernos esta tarde y nos hizo ver con toda claridad que yo estaba equivocada y Frank tenía razón, y tanto secreto no hacía sino empeorar nuestra situación. Entonces nos ofreció la oportunidad de hablar a solas con lord St. Simon, y por eso hemos venido sin perder tiempo a su casa. Ahora, Robert, ya
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sabes todo lo que ha sucedido; lamento mucho haberte hecho daño y espero que no pienses muy mal de mí.
Lord St. Simon no había suavizado en lo más mínimo su rígida actitud, y había escuchado el largo relato con el ceño fruncido y los labios apretados.
—Perdonen —dijo—, pero no tengo por costumbre discutir de mis asuntos personales más íntimos de una manera tan pública.
—Entonces, ¿no me perdonas? ¿No me darás la mano antes de que me vaya?
—Oh, desde luego, si eso le causa algún placer —extendió la mano y estrechó fríamente la que le tendían.
—Tenía la esperanza —surgió Holmes— de que me acompañaran en una cena amistosa.
—Creo que eso ya es pedir demasiado —respondió su señoría—. Quizás no me quede más remedio que aceptar el curso de los acontecimientos, pero no esperarán que me ponga a celebrarlo. Con su permiso, creo que voy a despedirme. Muy buenas noches a todos —hizo una amplia reverencia que nos abarcó a todos y salió a grandes zancadas de la habitación.
—Entonces, espero que al menos ustedes me honren con su compañía —dijo Sherlock Holmes—. Siempre es un placer conocer a un norteamericano, señor Moulton; soy de los que opinan que la estupidez de un monarca y las torpezas de un ministro en tiempos lejanos no impedirán que nuestros hijos sean algún día ciudadanos de una única nación que abarcará todo el mundo, bajo una bandera que combinará los colores de la Union Jack con las Barras y Estrellas.
—Ha sido un caso interesante —comentó Holmes cuando nuestros visitantes se hubieron marchado—, porque demuestra con toda claridad lo sencilla que puede ser la explicación de un asunto que a primera vista parece casi inexplicable. No podríamos encontrar otro más inexplicable. Y no encontraríamos una explicación más natural que la serie de acontecimientos narrada por esta señora, aunque los resultados no podrían ser más extraños si se miran, por ejemplo, desde el punto de vista del señor Lestrade, de Scotland Yard.
—Así pues, no se equivocaba usted.
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—Desde un principio había dos hechos que me resultaron evidentísimos. El primero, que la novia había acudido por su propia voluntad a la boda; el otro, que se había arrepentido a los pocos minutos de regresar a casa. Evidentemente, algo había ocurrido durante la mañana que le hizo cambiar de opinión. ¿Qué podía haber sido? No podía haber hablado con nadie, porque todo el tiempo estuvo acompañada del novio. ¿Acaso había visto a alguien? De ser así, tenía que haber sido alguien procedente de América, porque llevaba demasiado poco tiempo en nuestro país como para que alguien hubiera podido adquirir tal influencia sobre ella que su mera visión la indujera a cambiar tan radicalmente de planes. Como ve, ya hemos llegado, por un proceso de exclusión, a la idea de que la novia había visto a un americano. ¿Quién podía ser este americano, y por qué ejercía tanta influencia sobre ella? Podía tratarse de un amante; o podía tratarse de un marido. Sabíamos que había pasado su juventud en ambientes muy rudos y en condiciones poco normales. Hasta aquí había llegado antes de escuchar el relato de lord St. Simon. Cuando éste nos habló de un hombre en un reclinatorio, del cambio de humor de la novia, del truco tan transparente de recoger una nota dejando caer un ramo de flores, de la conversación con la doncella y confidente, y de la significativa alusión a «pisarle la licencia a otro», que en la jerga de los mineros significa apoderarse de lo que otro ha reclamado con anterioridad, la situación se me hizo absolutamente clara. Ella se había fugado con un hombre, y este hombre tenía que ser un amante o un marido anterior; lo más probable parecía lo último.
—¿Y cómo demonios consiguió usted localizarlos?
—Podría haber resultado difícil, pero el amigo Lestrade tenía en sus manos una información cuyo valor desconocía. Las iniciales, desde luego, eran muy importantes, pero aún más importante era saber que hacía menos de una semana que nuestro hombre había pagado su cuenta en uno de los hoteles más selectos de Londres.
—¿De dónde sacó lo de selecto?
—Por lo selecto de los precios. Ocho chelines por una cama y ocho peniques por una copa de jerez indicaban que se trataba de uno de los hoteles más caros de Londres. No hay muchos que cobren esos precios. En el segundo que visité, en Northumberland Avenue, pude ver en el libro de registros que el señor Francis H. Moulton, caballero norteamericano, se había marchado el día anterior; y al examinar su factura, me encontré con las mismas cuentas que habíamos visto en la copia. Había dejado dicho que se le enviara la correspondencia al 226 de Gordon Square, así que
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allá me encaminé, tuve la suerte de encontrar en casa a la pareja de enamorados y me atreví a ofrecerles algunos consejos paternales, indicándoles que sería mucho mejor, en todos los aspectos, que aclararan un poco su situación, tanto al público en general como a lord St. Simon en particular. Los invité a que se encontraran aquí con él y, como ve, conseguí que también él acudiera a la cita.
—Pero con resultados no demasiado buenos —comenté yo—. Desde luego, la conducta del caballero no ha sido muy elegante.
—¡Ah, Watson! —dijo Holmes sonriendo—. Puede que tampoco usted se comportara muy elegantemente si, después de todo el trabajo que representa echarse novia y casarse, se encontrara privado en un instante de esposa y de fortuna. Creo que debemos ser clementes al juzgar a lord St. Simon, y dar gracias a nuestra buena estrella, porque no es probable que lleguemos a encontrarnos en su misma situación. Acerque su silla y páseme el violín; el único problema que aún nos queda por resolver es cómo pasar estas aburridas veladas de otoño.
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