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domingo, 17 de mayo de 2009

DE PROFUNDIS --- OSCAR WILDE (Epistola)

DE PROFUNDIS --- OSCAR WILDE
(Epistola: Encarcelado y Vinculos)
Argumento
La obra toma la forma de una larga y emocional epístola épica a su amante Alfred Douglas, hijo de los marqueses de Queensberry, escrita en la prisión de Reading, donde cumplía una pena por
comportamiento indecente y sodomía.
«Detrás de la alegría y la risa, puede haber una naturaleza vulgar, dura e insensible. Pero detrás del sufrimiento, hay siempre sufrimiento. Al contrario que el placer, el dolor no lleva máscara.»
(Behind joy and laughter there may be a temperament, coarse, hard and callous. But behind sorrow there is always sorrow. Pain, unlike pleasure, wears no mask).
Mientras estuvo en prisión, Wilde no fue autorizado a enviar la carta que escribió, apenas se le permitió llevar el manuscrito consigo hasta el final de la pena. Wilde acabó por confiar el manuscrito a su amigo periodista Robert Ross, que hizo dos copias dactilografiadas. Una la envió a Douglas que negó siempre haberla recibido. En 1905, cuatro años después de la muerte de Wilde, Ross publicó una versión reducida de la carta (cerca de un tercio) con el título De Profundis, que se utilizaría en posteriores ediciones. Un mes antes de salir de la cárcel, Wilde escribió una carta introductoria del escrito para su amigo Robert. En ella menciona su deseo acerca del título:
Esta es una carta encíclica, y -como las bulas del Santo Padre se nombran a partir de sus primeras palabras- esta podría llamarse: "Epistola: in carcere et vinculis".

El original fue donado en 1909, por Ross, al British Museum, con la condición expresa de que no fuera presentado al público durante cincuenta años. La segunda copia dactilografiada fue utilizada para la publicación de la "primera versión completa y rigurosa" por Vyvyan Holland, hijo de Wilde, en 1949. En realidad, cuando en 1960, el manuscrito fue revelado al público, fue posible establecer que la copia dactilografiada contenía cerca de un centenar de errores. La versión corregida se publicó en 1962 en el libro de cartas "The Letters of Oscar Wilde".


...
Oscar Wilde
DE PROFUNDIS


A: lord Alfred Douglas

[Enero-marzo de 1897] H. M. Prison, Reading

Querido Bosie: Después de larga e infructuosa espera, he decidido escribirte yo, tanto por ti como por mí, pues no me gustaría pensar que he pasado dos largos años de prisión sin recibir de ti ni una sola línea, ni aun noticia ni mensaje que no me dieran dolor.
Nuestra infausta y lamentabilísima amistad ha acabado en ruina e infamia pública para mí, pero el recuerdo de nuestro antiguo afecto me acompaña a menudo, y la idea de que el aborrecimiento, la amargura y el desprecio ocupen para siempre ese lugar de mi cora-zón que en otro tiempo ocupó el amor me resulta muy triste; y tú mismo sentirás, creo, en tu corazón que escribirme cuando me consumo en la soledad de la vida de presidio es me-jor que publicar mis cartas sin mi permiso o dedicarme poemas sin consultar, aunque el mundo no haya de saber nada de las palabras de dolor o de pasión, de remordimiento o indiferencia, que quieras enviarme en respuesta o apelación.
No me cabe duda de que en esta carta en la que tengo que escribir de tu vida y la mía, del pasado y el futuro, de cosas dulces que se tornaron amargura y cosas amargas que pueden trocarse en alegría, ha de haber mucho que hiera tu vanidad en lo vivo. Si así fue-ra, vuelve a leerla una y otra vez hasta que mate tu vanidad. Si algo encuentras en ella de lo que te parezca ser acusado injustamente, recuerda que hay que agradecer que existan faltas de las que se nos pueda acusar injustamente. Si hubiera en ella un solo pasaje que lleve lágrimas a tus ojos, llora como lloramos en la cárcel, donde el día no menos que la noche está hecho para llorar. Eso es lo único que puede salvarte. Si vas con lamentacio-nes a tu madre, como hiciste a propósito del desprecio de ti que manifesté en mi carta a Robbie, estarás totalmente perdido. Si encuentras una sola excusa falsa para ti, enseguida encontrarás un ciento, y serás exactamente lo mismo que fuiste antes. ¿Sigues diciendo, como le dijiste a Robbie en tu contestación, que yo «te atribuyo motivos indignos»? ¡Si tú no tenías motivos en la vida! No tenías más que apetitos. Un motivo es un propósito inte-lectual. ¿Que eras «muy joven» cuando empezó nuestra amistad? Tu defecto no era que supieras muy poco de la vida, sino que sabías mucho. El alba de la juventud, con su flor delicada, su luz clara y pura, su alegría inocente y expectante, tú la habías dejado muy atrás. Con pies muy raudos y corredores habías pasado del Romance al Realismo. La cloaca y las cosas que en ella viven habían empezado a fascinarte. Ése fue el origen del problema en el que buscaste mi ayuda, y yo, nada sabio según la sabiduría de este mundo, por compasión y simpatía te la di. Tienes que leer esta carta de principio a fin, aunque cada palabra sea para ti el fuego o el escalpelo del cirujano, que hace arder o sangrar la carne delicada. Recuerda que el necio a los ojos de los dioses y el necio a los ojos del hombre son muy distintos. Siendo enteramente ignorante de los modos del Arte en su re-volución o los estados del pensamiento en su progreso, de la pompa del verso latino o la música más rica de las vocales griegas, de la escultura toscana o el canto isabelino, se puede estar lleno de la más dulce sabiduría. El verdadero necio, ése del que los dioses se ríen o al que arruinan, es el que no se conoce a sí mismo. Yo fui de ésos demasiado tiem-po. Tú has sido de ésos demasiado tiempo. No lo seas más. No tengas miedo. El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien. Recuerda asimismo que lo que para ti sea penoso leer, aún más penoso es para mí escribirlo. Contigo los Po-deres Invisibles han sido muy buenos. Te han permitido ver las formas extrañas y trágicas de la Vida como se ven las sombras en un cristal. La cabeza de Medusa, que petrifica a los hombres, a ti se te ha dado mirarla en espejo solamente. Tú has caminado libre entre las flores. A mí me han arrebatado el mundo hermoso del color y el movimiento.
Voy a empezar diciéndote que me culpo terriblemente. Aquí sentado en esta celda os-cura, vestido de presidiario, infamado y hundido, me culpo. En las noches de angustia perturbadas y febriles, en los días de dolor largos y monótonos, es a mí a quien culpo. Me culpo por dejar que una amistad no intelectual, una amistad cuyo objetivo primario no era la creación y contemplación de cosas bellas, dominara enteramente mi vida. Desde el primer momento hubo demasiada distancia entre nosotros. Tú habías estado ocioso en el colegio, peor que ocioso en la universidad. No te dabas cuenta de que un artista, y sobre todo un artista como soy yo, es decir, aquel en el que la calidad de la obra depende de la intensificación de la personalidad, requiere para el desarrollo de su arte la compañía de ideas, y una atmósfera intelectual, sosiego, paz y soledad. Tú admirabas mi obra cuando la veías acabada; gozabas con los éxitos brillantes de mi estreno, y los banquetes brillan-tes que los seguían; te enorgullecías, y era muy natural, de ser el amigo íntimo de un ar-tista tan distinguido; pero no podías entender las condiciones que exige la producción de la obra artística. No hablo en frases de exageración retórica, sino en términos de fidelidad absoluta al hecho material, si te recuerdo que durante todo el tiempo que estuvimos jun-tos no escribí nunca ni una sola línea. Fuera en Torquay, Coring, Londres, Florencia o en otros lugares, mi vida, mientras tú estuviste a mi lado, fue totalmente estéril y nada crea-dora. Y con escasos intervalos estuviste, lamento decirlo, siempre a mi lado.
Recuerdo, por ejemplo, que en el mes de septiembre del 93, por escoger un solo ejem-plo entre muchos, tomé unas habitaciones, únicamente para trabajar sin que nadie me mo-lestara, porque había roto lo acordado con John Hare, para quien había prometido escribir una obra, y que me estaba apremiando. Durante la primera semana te mantuviste lejos. Habíamos disentido, y a decir verdad lógicamente, sobre la cuestión del valor artístico de tu traducción de Salomé, así que te contentaste con mandarme cartas necias sobre ese te-ma. En esa semana escribí y terminé hasta el último detalle, tal y como después se repre-sentaría, el primer acto de Un marido ideal. En la segunda semana volviste, y práctica-mente tuve que abandonar el trabajo. Yo llegaba cada mañana a St James's Place a las once y media, para poder pensar y escribir sin las interrupciones inevitables en mi propia casa, aun siendo esa casa tranquila y pacífica. Pero era vano intento. A las doce llegabas en coche, y te ponías a fumar y charlar hasta la una y media, en que había que llevarte a almorzar al Café Royal o al Berkeley. El almuerzo, con sus copas, solía durar hasta las tres y media. Durante una hora te retirabas a White's. A la hora del té volvías a aparecer, y te quedabas hasta la hora de vestirse para la comida. Comías conmigo en el Savoy o en Tite Street. Por regla general no nos separábamos hasta después de medianoche, porque había que rematar el día memorable con una cena en Willis's. Esa fue mi vida durante aquellos tres meses, día tras día, salvo en los cuatro días en que estuviste fuera del país. Entonces, por supuesto, tuve que ir a Calais a recogerte. Para una persona de mi naturale-za y temperamento, era una posición a la vez grotesca y trágica.
Ahora te darás cuenta, ¿no? Ahora tienes que ver que tu incapacidad de estar solo; tu naturaleza inexorable en su continua exigencia de la atención y el tiempo de los demás; tu carencia de la menor aptitud para la concentración intelectual sostenida; el desdichado accidente -porque quiero pensar que fue sólo eso-- de que no pudieras adquirir el «talante de Oxford» en materia intelectual, quiero decir no haber llegado nunca al juego airoso con las ideas, sino sólo a la violencia de la opinión; te darás cuenta de que todas esas co-sas, combinadas con el hecho de tener puestos tus deseos e intereses en la Vida y no en el Arte, eran tan destructivas para tu propio avance en la cultura como lo eran para mi traba-jo de artista. Cuando comparo mi amistad contigo con la de hombres todavía más jóve-nes, como John Gray y Pierre Lout's, me da vergüenza. Mi vida real, mi vida superior estaba con ellos y con personas como ellos.
De los resultados atroces de mi amistad contigo no hablo por ahora. Estoy pensando únicamente en su calidad mientras duró. Fue intelectualmente degradante para mí. Tú te-nías los rudimentos de un temperamento artístico en germen. Pero yo te conocí demasia-do tarde o demasiado pronto, no lo sé. Cuando estabas lejos yo estaba bien. En el mo-mento, a primeros de diciembre del año al que me he referido, en que conseguí convencer a tu madre de que te sacara de Inglaterra, volví a recoger la trama rota y enredada de mi imaginación, retomé mi vida en mis manos, y no sólo acabé los tres actos que faltaban de Un marido ideal, sino que concebí y había casi completado otras dos piezas de índole to-talmente distinta, la Tragedia florentina y La Sainte Courtisane, cuando de pronto, sin ser llamado, sin ser bienvenido, y en circunstancias fatídicas para mi felicidad, volviste. Las dos obras que entonces quedaron imperfectas no las pude retomar. El estado de ánimo que las había creado no lo pude recuperar nunca. Ahora que tú mismo has publicado un volumen de poesía, podrás reconocer la verdad de todo lo que aquí he dicho. Puedas o no, sigue siendo una verdad horrible en el corazón mismo de nuestra amistad. Mientras estu-viste conmigo fuiste la ruina absoluta de mi Arte, y al permitir que constantemente te in-terpusieras entre el Arte y yo me cubrí de vergüenza y de culpa en el más alto grado. Tú no lo sabías ver, no lo sabías entender, no lo sabías apreciar. Yo no tenía ningún derecho a esperarlo de ti. Tus intereses empezaban y acababan en tus comidas y tus caprichos. Tus deseos eran sencillamente diversiones, de placeres ordinarios o no tan ordinarios. Eran lo que tu temperamento necesitaba, o creía necesitar en aquel momento. Debería haberte prohibido la entrada en mi casa y en mis habitaciones salvo por invitación. Me culpo sin paliativos por mi debilidad. Era pura debilidad. Media hora con el Arte siempre fue más para mí que un ciclo contigo. Realmente nada, en ningún período de mi vida, tu-vo nunca la menor importancia para mí en comparación con el Arte. Pero en un artista la debilidad es un crimen, cuando es una debilidad que paraliza la imaginación.
Me culpo también por haber dejado que me llevases a una ruina financiera absoluta y deshonrosa. Me acuerdo de una mañana a comienzos de octubre del 92; estaba yo sentado en el bosque ya amarilleante de Bracknell con tu madre. En aquel tiempo yo sabía muy poco de tu verdadera naturaleza. Había estado de sábado a lunes contigo en Oxford. Tú habías estado diez días conmigo en Cromer, jugando al golf. La conversación recayó so-bre ti, y tu madre empezó a hablarme de tu carácter. Me habló de tus dos defectos princi-pales, tu vanidad y, según sus palabras, tu «absoluta inconsciencia en materia de dine-ro». Recuerdo muy bien cómo me reí. No tenía ni idea de que lo primero me llevaría a la cárcel y lo segundo a la quiebra. Pensé que la vanidad era una especie de flor airosa en un hombre joven; en cuanto a la prodigalidad -porque pensé que no se refería más que a la prodigalidad-, las virtudes de la prudencia y el ahorro no estaban ni en mi naturaleza ni en mi estirpe. Pero antes de que nuestra amistad cumpliera un mes más empecé a ver lo que realmente quería decir tu madre. Tu insistencia en una vida de abundancia desenfre-nada; tus incesantes peticiones de dinero; tu pretensión de que todos tus placeres los pa-gara yo, estuviera o no contigo, me pusieron al cabo de un tiempo en serios aprietos pe-cuniarios, y lo que para mí, al menos, hacía aquellos derroches tan monótonos y faltos de interés, conforme tu persistente ocupación de mi vida se hacía cada vez más fuerte, era que el dinero realmente se gastara poco más que en los placeres de comer, beber y ese tipo de cosas. De vez en cuando es un gozo tener la mesa roja de vino y rosas, pero tú ibas más allá de todo gusto y mesura. Tú exigías sin elegancia y recibías sin gratitud. Dis-te en pensar que tenías una especie de derecho a vivir a mi costa y con un lujo profuso al que nunca habías estado acostumbrado, y que por eso mismo aguzaba tanto más tus apeti-tos, y al final si perdías dinero jugando en un casino de Argel te bastaba con telegrafiar-me a la mañana siguiente a Londres para que abonase tus pérdidas en tu cuenta del banco, y no volvías a pensar más en el asunto.
Si te digo que entre el otoño de 1892 y la fecha de mi encarcelamiento me gasté contigo y en ti más de 5.000 libras en dinero contante y sonante, letras aparte, te harás una idea de la clase de vida que exigías. ¿Te parece que exagero? Mis gastos ordinarios contigo para un día cualquiera en Londres -en almuerzo, comida, cena, diversiones, coches y demás- sumaban entre 12 y 20 libras, y el gasto semanal, lógicamente proporcionado, oscilaba entre las 80 y las 130 libras. Nuestros tres meses en Goring me costaron (contando, por supuesto, el alquiler) 1.340 libras. He tenido que recorrer paso a paso cada apunte de mi vida con el Receptor de Quiebras. Fue horrible. «La vida llana y alto el pensamiento» era, por supuesto, un ideal que en aquella época no podías apreciar, pero ese despilfarro fue una vergüenza para los dos. Una de las comidas más deliciosas que recuerdo la hici-mos Robbie y yo en un cafetillo del Soho, y vino a costar en chelines lo que costaban en libras las comidas que yo te daba. De aquella comida con Robbie salió el primero y mejor de todos mis diálogos. Idea, título, tratamiento, tono, todo salió con un cubierto de tres francos y medio. De las comidas desenfrenadas contigo no queda más que el recuerdo de haber comido demasiado y bebido demasiado. Y el ceder yo a tus demandas era malo pa-ra ti. Eso lo sabes ahora. Te hacía a menudo codicioso; a veces no poco desaprensivo; insolente siempre. En demasiadas ocasiones había muy poca alegría, muy poco privilegio en invitarte. Olvidabas, no diré la cortesía formal de dar las gracias, porque las cortesías formales no van bien con una amistad estrecha, sino simplemente la elegancia de la com-pañía cordial, el encanto de la conversación agradable, el rEpirvóvxaxóP, que decían los griegos, y todas esas delicadezas amables que embellecen la vida, y que son un acompa-ñamiento de la vida como podría ser la música, armonización de las cosas y melodía en los intervalos desabridos o silenciosos. Y aunque pueda parecerte extraño que una perso-na en la terrible situación en que yo estoy encuentre diferencia entre una infamia y otra, aun así reconozco francamente que la locura de tirar todo ese dinero por ti, y dejarte dila-pidar mi fortuna con daño tuyo no menos que mío, para mí y a mis ojos pone en mi Quie-bra una nota de disipación vulgar que me hace avergonzarme de ella doblemente. Yo es-taba hecho para otras cosas.
Pero más que nada me culpo de la total degradación ética en que permití que me sumie-ras. La base del carácter es la fuerza de voluntad, y la mía se plegó absolutamente a la tuya. Suena grotesco, pero no por ello es menos cierto. Aquellas escenas incesantes que parecían ser casi físicamente necesarias para ti, y en las que tu mente y tu cuerpo se de-formaban y te convertías en algo tan terrible de mirar como de escuchar; esa manía es-pantosa que has heredado de tu padre, la manía de escribir cartas repugnantes y odiosas; esa absoluta falta de control sobre tus emociones que se manifestaba lo mismo en tus lar-gos y rencorosos estados de silencio reconcentrado como en los accesos súbitos de ira casi epiléptica; todas esas cosas, en alusión a las cuales una de las cartas que te escribí, dejada por ti en el Savoy o en otro hotel y por lo tanto presentada ante el Tribunal por el abogado de tu padre, contenía un ruego no exento de patetismo, si en aquel tiempo hubie-ras sido capaz de ver el patetismo en sus elementos o en su expresión, esas cosas, digo, fueron el origen y las causas de mi fatídica rendición a tus demandas cada día mayores. Me agotabas. Era el triunfo de la naturaleza pequeña sobre la grande. Era esa tiranía de los débiles sobre los fuertes que en no sé dónde de una de mis obras describo como «la única tiranía que dura».
Y era inevitable. En toda relación de la vida con otros tiene uno que encontrar algún moyen de viere. En tu caso, había que ceder ante ti o dejarte. No cabía otra alternativa. Por cariño hacia ti, profundo aunque equivocado; por una gran compasión de tus defectos de modo de ser y temperamento; por mi proverbial buen carácter y mi pereza celta; por una aversión artística a las escenas groseras y las palabras feas; por esa incapacidad para el rencor de cualquier clase que en aquel tiempo me caracterizaba; por mi negativa a que me amargasen o afeasen la vida lo que para mí, con la vista realmente puesta en otras co-sas, eran meras minucias que no valían más de un momento de pensamiento o interés; por esas razones, aunque parezcan tontas, yo cedía siempre. Y el resultado natural era que tus pretensiones, tus ansias de dominio, tus imposiciones fueran cada día más descomedidas. Tu motivo más ruin, tu apetito más bajo, tu pasión más vulgar, eran para ti leyes a las que había que amoldar siempre las vidas de los demás, y a las cuales, llegado el caso, había que sacrificarlas sin escrúpulo. Sabiendo que con una escena podías siempre salirte con la tuya, era lo más natural que recurrieras, no dudo que casi inconscientemente, a todos los excesos de la violencia ruin. Al final no sabías a qué meta corrías, ni con qué propósito. Habiendo entrado a saco en mi genio, mi voluntad y mi fortuna, quisiste, con la ceguera de una codicia sin fondo, mi existencia entera. La tomaste. En el momento supremo y trágicamente decisivo de toda mi vida, el que precedió al lamentable paso de iniciar mi acción absurda, de un lado estaba tu padre atacándome con tarjetas repugnantes dejadas en mi club, de otro lado estabas tú atacándome con cartas no menos detestables. La carta que recibí de ti en la mañana del día en que te dejé llevarme al juzgado de guardia para solicitar la ridícula orden de detención de tu padre fue una de las peores que nunca escri-bieras, y por la más vergonzosa razón. Entre vosotros dos perdí la cabeza. Mi juicio me abandonó. El terror ocupó su lugar. No vi escapatoria posible, lo digo francamente, de ninguno de los dos. Ciegamente avancé como un buey al matadero. Había cometido un error psicológico colosal. Siempre había pensado que el ceder ante ti en las cosas menu-das no significaba nada: que cuando llegase un gran momento podría reafirmar mi fuerza de voluntad en su superioridad natural. No fue así. En el gran momento mi fuerza de vo-luntad me falló por completo. En la vida no hay verdaderamente cosa pequeña ni grande. Todas las cosas son del mismo valor y del mismo tamaño. Mi costumbre -al principio fru-to, más que nada, de la indiferencia- de ceder a ti en todo había venido a ser insensible-mente una parte real de mi naturaleza. Sin yo saberlo, había estereotipado mi tempera-mento en un solo estado permanente y fatal. Por eso, en el sutil epílogo a la primera edi-ción de sus ensayos, dice Patter que «El fracaso es formar hábitos». Cuando lo dijo, los obtusos de Oxford no vieron en la frase más que una inversión traviesa del texto un tanto manido de la Ética de Aristóteles, pero lleva escondida una verdad prodigiosa, terrible. Yo te había dejado minar la fuerza de mi carácter, y para mí la formación de un hábito había sido no ya Fracaso, sino Ruina. Éticamente habías sido todavía más destructivo pa-ra mí que en lo artístico.
Una vez obtenida la orden de detención, tu voluntad fue, no hay que decirlo, la que lo dirigió todo. En unos momentos en los que yo debería haber estado en Londres asesorán-dome de personas sabias, y considerando con calma la trampa atroz donde me había de-jado meter -la ratonera, como tu padre la sigue llamando hasta el día de hoy- , tú te em-peñaste en que te llevara a Montecarlo, de todos los lugares repugnantes que hay en el mundo, para poder pasarte todo el día jugando, y toda la noche, mientras estuviera abierto el Casino. En cuanto a mí, que no le veo el encanto al bacará, yo me quedaba afuera solo. Te negaste a comentar siquiera fuera en cinco minutos la situación en la que tú y tu padre me habíais puesto. Lo mío era sencillamente pagar tus gastos de hotel y tus pérdidas. La más mínima alusión a la prueba que me aguardaba era un fastidio. Una nueva marca de champán que nos recomendaran tenía más interés para ti.
A nuestro regreso a Londres, los amigos que verdaderamente deseaban mi bien me im-ploraron que me fuera al extranjero, que no afrontara un proceso imposible. Tú les impu-taste motivos viles para dar ese consejo, y a mí cobardía por prestarle oídos. Tú me for-zaste a quedarme para salir adelante en el estrado, si era posible, con perjurios tontos y absurdos. Al final, yo fui, naturalmente, detenido, y tu padre fue el héroe del día; más aún, en realidad, que el héroe del día; tu familia se codea ahora, mira qué curioso, con los Inmortales: pues por uno de esos efectos grotescos que son, por así decirlo, el elemento gótico de la historia, y que hacen de Clío la menos seria de todas las Musas, tu padre vivi-rá siempre entre los padres buenos y puros de la literatura de catequesis, tu sitio está con el del Niño Samuel, y yo me veo sentado en el cenagal más bajo de Malebolge, entre Gi-lles de Retz y el marqués de Sade.
Por supuesto que debería haberme librado de ti. Me debería haber sacudido tu persona como se sacude uno de la ropa una cosa que le ha pinchado. En el más maravilloso de todos sus dramas, Esquilo nos habla del gran Señor que cría en su casa al cachorro de león, el λέοντος ίνιν, y le quiere porque acude con mirada encendida a su llamada y le pi-de mimoso la comida: φαιδρωπός ποτί χετρα σαίνων τε γαστρός ένέγχις. Y la cosa crece y muestra la naturaleza de su raza, ήθος τò πρόσθε τοχήων, y destruye al señor y su casa y todas sus pertenencias. Siento que yo fui como él. Pero mi falta estuvo, no en que no me separara de ti, sino en que me separé de ti demasiadas veces. Que yo recuerde, ponía fin a mi amistad contigo cada tres meses sin falta, y cada vez que lo hacía tú te las ingeniabas con súplicas, telegramas, cartas, la intervención de tus amigos, la intervención de los mí-os, etcétera, para persuadirme a dejarte volver. Cuando a finales de marzo del 93 saliste de mi casa de Torquay, yo había resuelto no volver a hablar contigo, ni permitir que bajo ninguna circunstancia te acercases a mí, tan repugnante había sido la escena que me hiciste la noche antes de tu partida. Escribiste y telegrafiaste desde Bristol rogando que te perdonara y te recibiera. Tu tutor, que se había quedado conmigo, me dijo que a su juicio eras a veces totalmente irresponsable de tus palabras y tus actos, y que la mayoría, si no todos, de los de Magdalena eran de la misma opinión. Yo accedí a recibirte, y por supues-to te perdoné. Camino de Londres me suplicaste que te llevara al Savoy. Aquella visita fue funesta para mí.
Tres meses después, en junio, estamos en Goring. Unos amigos tuyos de Oxford vienen invitados de sábado a lunes. La mañana del día en que se fueron me hiciste una escena tan espantosa, tan lamentable, que te dije que debíamos separarnos. Lo recuerdo muy bien: estábamos en el campo llano de croquet, en medio de la hermosa pradera, y te hice notar que nos estábamos deshaciendo mutuamente la vida, que tú estabas destrozando la mía por completo y que era evidente que yo no te hacía realmente feliz, y que lo único sabio y filosófico era una despedida irrevocable, una separación total. Tú te fuiste mal-humorado después de comer, dejando una de tus cartas más ofensivas para que el mayor-domo me la entregara después de tu marcha. No habían pasado tres días cuando me tele-grafiaste desde Londres con el ruego de que te perdonara y te dejara volver. Yo había al-quilado aquel sitio para darte gusto. Había contratado a tus propios criados a petición tu-ya. Siempre había lamentado muchísimo aquel genio horrible del que verdaderamente eras víctima. Te tenía cariño. Así que te dejé volver y te perdoné. Otros tres meses des-pués, en septiembre, hubo nuevas escenas, con ocasión de haberte yo señalado las faltas elementales de tu intento de traducción de Salomé. A estas alturas ya debes tener sufi-ciente dominio del francés para saber que la traducción era tan indigna de ti, como mero oxoniano, como de la obra que pretendía verter. Claro está que entonces no lo sabías, y en una de las cartas violentas que me escribiste al respecto decías no tener «obligación intelectual de ninguna especie» hacia mí. Recuerdo que al leer esa afirmación pensé que era lo único realmente veraz que me habías escrito en todo el curso de nuestra amistad. Vi que una naturaleza menos cultivada realmente te habría ido mucho mejor. No digo esto con ninguna amargura, simplemente como un hecho de la compañía. A fin de cuen-tas el ligamento de toda compañía, sea en el matrimonio o en la amistad, es la conversa-ción, y la conversación tiene que tener una base común, y entre dos personas de cultura muy diferente la única base común posible es el nivel más bajo. Lo trivial en el pensa-miento y en la acción es encantador. Yo había hecho de ello la clave de una filosofía muy brillante expresada en obras de teatro y paradojas. Pero la espuma y la necedad de nuestra vida a menudo se me hacían muy cansadas; sólo en el cenagal nos encontrábamos; y aun siendo fascinante, terriblemente fascinante el único tema sobre el que invariablemente giraba tu charla, aun así acabó por resultarme absolutamente monótono. A menudo me aburría mortalmente, y lo aceptaba como aceptaba tu pasión por ir al music-hall, o tu ma-nía de derroches absurdos en la comida y la bebida, o cualquier otra de tus características menos atractivas para mí, es decir, como algo que simplemente había que soportar, una parte del alto precio que se pagaba por conocerte. Cuando tras salir de Goring fui a pasar dos semanas a Dinard te enfadaste muchísimo conmigo por no llevarte, y, antes de mi marcha, hiciste algunas escenas muy desagradables sobre el tema en el Albemarle Hotel, y me enviaste algunos telegramas igualmente desagradables a una casa de campo donde estaba pasando unos días. Yo te dije, lo recuerdo, que me parecía que estabas obligado a estar un poco con tu familia, porque habías pasado toda la temporada lejos de ellos. Pero en realidad, para serte totalmente franco, no habría podido bajo ninguna circunstancia tenerte conmigo. Llevábamos juntos casi doce semanas. Yo necesitaba reposo y libertad de la terrible tensión de tu compañía. Me era necesario estar un poco solo. Intelectual-mente necesario. Y por eso te confieso que en esa carta tuya que he citado vi una buena oportunidad de poner fin a la amistad funesta que había nacido entre nosotros, y ponerle fin sin amargura, como ya de hecho lo había intentado aquella luminosa mañana de junio en Goring, tres meses antes. Se me hizo ver, sin embargo -debo decir honradamente que fue uno de mis amigos, a quien habías acudido en el apuro-, que sería para ti muy hirien-te, quizá casi humillante, que te devolviera el trabajo como se le devuelve el ejercicio a un colegial; que yo esperaba demasiado de ti intelectualmente; y que, al margen de lo que escribieras o hicieras, me tenías una devoción total y absoluta. Yo no quería ser el prime-ro en frustrar o desanimar tus comienzos literarios; sabía muy bien que ninguna traduc-ción, a menos que la hiciera un poeta, podía reproducir adecuadamente el color y la ca-dencia de mi obra; la devoción me parecía, y me sigue pareciendo, una cosa maravillosa, que no hay que desechar a la ligera; de modo que os retomé, a ti y la traducción. Exacta-mente tres meses más tarde, tras una serie de escenas que culminaron en una más repug-nante de lo habitual, cuando un lunes por la tarde viniste a mis habitaciones acompañado por dos de tus amigos, me vi literalmente huyendo al extranjero a la mañana siguiente para escapar de ti, dando a mi familia una razón absurda de mi súbita marcha, y dejándole a mi criado una dirección falsa por miedo a que me siguieras en el primer tren. Y recuer-do que esa tarde, en el tren que me llevaba en volandas a París, me puse a pensar en lo imposible, terrible, absolutamente equivocado del estado en que había caído mi vida, si yo, un hombre de reputación mundial, tenía materialmente que salir corriendo de Inglate-rra por librarme de una amistad que era completamente destructiva de todo lo bueno que había en mí, desde el punto de vista intelectual o ético; y siendo la persona de la que huía, no un ser terrible salido de la cloaca o del cenagal a la vida moderna y con el que yo hubiera enredado mis días, sino tú, un muchacho de mi misma posición y rango social, que habías ido a mi mismo colegio de Oxford y eras un invitado constante en mi casa. Llegaron los habituales telegramas de ruegos y remordimientos: me hice el sordo. Por fin amenazaste con que, a menos que consintiera en recibirte, por nada del mundo accederías a irte a Egipto. Yo mismo, con tu conocimiento y conformidad, le había rogado a tu ma-dre que te enviara a Egipto para alejarte de Inglaterra, porque en Londres estabas echando tu vida a perder. Sabía que si no ibas se llevaría una desilusión terrible, y pensando en ella te recibí, y bajo la influencia de una gran emoción, que ni siquiera a ti se te puede haber olvidado, perdoné el pasado; aunque no dije absolutamente nada del futuro.
A mi vuelta a Londres al día siguiente, recuerdo haber estado sentado en mi habitación, intentando triste y seriamente determinar si de verdad eras o no lo que me.parecías ser, tan lleno de terribles defectos, tan totalmente ruinoso para ti y para los demás, tan fatídico para el que simplemente te conociera o estuviera contigo. Toda una semana estuve pen-sándolo, y preguntándome si en el fondo no sería que yo era injusto y me equivocaba en mi estimación de ti. Al cabo de la semana me traen una carta de tu madre. Expresaba con puntos y comas las mismas impresiones que yo tenía de ti. En ella hablaba de tu vanidad ciega y exagerada, que te hacía despreciar tu casa y calificar de «filisteo» a tu hermano mayor -candidissima anima-; de tu mal genio, que hacía que le diera miedo hablarte de tu vida, de la vida que ella intuía, sabía, que estabas llevando; de tu conducta en cuestiones de dinero, tan penosa para ella en más de un aspecto; de la degeneración y el cambio que había habido en ti. Tu madre veía, cómo no, que la herencia te había cargado con un le-gado terrible, y lo reconocía con franqueza, lo reconocía con terror: es «el único de mis hijos que ha heredado el fatal temperamento de los Douglas», decía de ti. Al final afirma-ba que se sentía obligada a declarar que tu amistad conmigo, en su opinión, había intensi-ficado de tal modo tu vanidad que ésta había llegado a ser la fuente de todos tus defectos, y me pedía encarecidamente que no te viera en el extranjero. Yo le respondí inmediata-mente, diciéndole que estaba totalmente de acuerdo con todas y cada una de sus palabras. Añadí mucho más. Llegué hasta donde podía llegar. Le conté que el origen de nuestra amistad era que tú, en tus tiempos de estudiante en Oxford, habías venido a pedirme que te ayudara en un asunto muy serio de una índole muy particular. Le conté que tu vida ha-bía estado continuamente turbada de la misma manera. De tu ida a Bélgica habías echado tú la culpa a tu compañero en ese viaje, y tu madre me había reprochado el habértelo pre-sentado. Yo trasladé la culpa a donde debía estar, sobre tus hombros. Acabé asegurándole que no tenía la menor intención de reunirme contigo en el extranjero, y rogándole que tratase de retenerte allí, bien como agregado honorario, si eso fuera posible, o para apren-der lenguas modernas, si no lo fuera; o con el motivo que le pareciera, al menos durante dos o tres años, y por tu bien así como por el mío.
Entretanto tú me estabas escribiendo en cada correo que venía de Egipto. Yo no hice el mas mínimo caso de ninguna de tus comunicaciones. Las leía y las rompía. Tenía muy decidido no tener más trato contigo. Estaba resuelto, y me dediqué con alegría al arte cu-yo progreso te había dejado interrumpir. Pasados tres meses, tu madre, con esa desdicha-da debilidad de la voluntad que la caracteriza, y que en la tragedia de mi vida ha sido un elemento no menos fatídico que la violencia de tu padre, me escribe ella misma -no me cabe duda, claro está, que instigada por ti- y me dice que estás preocupadísimo por no saber de mí, y que para que no tenga excusa para no comunicarme contigo me envía tu dirección en Atenas, que, por supuesto, yo conocía perfectamente. Confieso que su carta me dejó absolutamente pasmado. No entendía que, después de lo que me había escrito en diciembre, y lo que yo le había escrito a ella en respuesta, pudiera de ninguna manera tra-tar de reparar o reanudar mi desgraciada amistad contigo. Respondí a su carta, natural-mente, y una vez más la insté a que intentase ponerte en relación con alguna embajada, para evitar que volvieses a Inglaterra, pero a ti no te escribí, ni hice más caso de tus tele-gramas que antes de que tu madre me escribiera. Finalmente telegrafiaste a mi mujer pi-diéndole que usara de su influencia conmigo para que yo te escribiera. Nuestra amistad siempre había sido una fuente de malestar para ella: no sólo porque nunca le agradaste personalmente, sino porque veía cómo tu compañía continua me alteraba, y no para me-jor; de todos modos, lo mismo que contigo había mostrado siempre la mayor finura y hospitalidad, así tampoco pudo soportar la idea de que yo fuera de ninguna manera ingra-to -porque eso le parecía- con ninguno de mis amigos. Pensaba, sabía de hecho, que eso no iba con mi carácter. A petición suya sí me comuniqué contigo. Recuerdo muy bien el texto de mi telegrama. Te decía que el tiempo cura todas las heridas, pero que de allí a muchos meses no quería ni escribirte ni verte. Tú saliste inmediatamente para París, en-viándome por el camino telegramas apasionados en los que suplicabas que te viera una vez, aunque no fuera más. Yo me negué. Llegaste a París un sábado por la noche, y en-contraste en el hotel una breve carta mía diciendo que no quería verte. A la mañana si-guiente recibí en Tite Street un telegrama tuyo de unas diez u once páginas. En él decla-rabas que, fuera lo que fuese lo que me hubieras hecho, no podías creer que yo me negase rotundamente a verte; me recordabas que por verme siquiera una hora habías viajado du-rante seis días con sus noches por Europa sin hacer alto ni una sola vez; hacías un llama-miento muy patético, lo reconozco, y acababas con lo que me pareció ser una amenaza de suicidio, y no muy velada. Tú mismo me habías contado con frecuencia cuántos había habido en tu estirpe que se habían manchado las manos con su propia sangre; tu tío cier-tamente, tu abuelo posiblemente; muchos otros en la línea mala y demente de la que pro-cedes. La piedad, mi antiguo afecto por ti, la consideración a tu madre, para quien tu muerte en tan terribles circunstancias habría sido un golpe casi insoportable, el horror de pensar que una vida tan joven, y que entre todos sus feos defectos aún tenía en sí una promesa de belleza, pudiera tener un fin tan repulsivo, la mera humanidad: todo eso, si hicieran falta excusas, debe servirme de excusa por haber consentido otorgarte una última entrevista. Cuando llegué a París, tus lágrimas, derramadas una y otra vez durante toda la velada, que caían sobre tus mejillas como lluvia mientras comíamos primero en Voisin y cenábamos después en Paillard; la alegría no fingida que mostraste al verme, tomándome de la mano siempre que podías, como si fueras un niño dulce y penitente; tu contrición, tan sencilla y sincera, en aquel momento, me hicieron acceder a reanudar nuestra amistad. Dos días después habíamos vuelto a Londres, tu padre te vio almorzando conmigo en el Café Royal, se sentó a mi mesa, bebió de mi vino, y esa tarde, mediante una carta dirigida a ti, inició su primer ataque contra mí.
Puede ser extraño, pero otra vez me vi puesto, no diré en la ocasión, sino en el deber de separarme de ti. No hace falta que te señale que me refiero a tu conducta conmigo en Brighton del 10 al 13 de octubre de 1894. Remontarse a hace tres años es mucho para ti. Pero los que vivimos en la cárcel, y en cuyas vidas no hay más acontecimiento que la pe-na, tenemos que medir el tiempo por espasmos de dolor y el registro de los momentos amargos. No tenemos otra cosa en que pensar. El sufrimiento -por curioso que esto pueda parecerte- es el medio por el que existimos, y es el único medio por el que somos cons-cientes de existir; y el recuerdo del sufrimiento en el pasado nos es necesario como ga-rantía, evidencia, de nuestra identidad continuada. Entre yo y el recuerdo de la alegría hay un abismo no menos profundo que entre yo y la alegría en su inmediatez. Si nuestra vida juntos hubiera sido como el mundo se la imaginaba, una vida tan sólo de placer, di-sipación y risas, yo no sería capaz de recordar ni uno solo de sus pasajes. Es porque estu-vo llena de momentos y días trágicos, amargos, siniestros en sus avisos, grises o tremen-dos en sus escenas monótonas y violencias indecorosas, por lo que veo u oigo cada inci-dente con todo su detalle, veo y oigo, de hecho, poco más. Hasta tal punto se nutren los hombres de dolor en este lugar, que mi amistad contigo, en la forma en que me veo for-zado a recordarla, se me aparece siempre como un preludio consonante con esos variados modos de angustia que cada día tengo que atravesar; más aún, como algo que los exige; como si mi vida, no obstante lo que pareciera a mis ojos y a los de los demás, hubiera si-do constantemente una auténtica Sinfonía del Dolor, pasando por sus movimientos rítmi-camente enlazados hasta su cierta resolución, con esa inevitabilidad que caracteriza en el Arte el tratamiento de todo gran tema.
He hablado de tu conducta conmigo durante tres días seguidos, hace tres años, ¿no es verdad? Yo estaba solo en Worthing, tratando de acabar mi última obra de teatro. Las dos visitas que me habías hecho habían acabado. De pronto apareciste por tercera vez, con un acompañante, y llegaste a proponer que se alojara en mi casa. Yo (reconocerás ahora que con toda propiedad) me negué en rotundo. Os atendí, naturalmente; no me quedaba otro remedio; pero fuera, no en mi casa. Al día siguiente, un lunes, tu compañero volvió a las obligaciones de su profesión, y tú te quedaste conmigo. Aburrido de Worthing, y todavía más, no me cabe duda, de mis esfuerzos infructuosos por concentrar mi atención en la obra, la única cosa que en aquel momento me interesaba, insistes en que te lleve al Grand Hotel de Brighton. La noche de nuestra llegada caes enfermo con esa temible fiebre baja estúpidamente llamada influenza; tu segundo, si no tercer, ataque. No tengo que recordar-te cómo te atendí y te cuidé, no sólo con todo lujo de frutas, flores, regalos, libros y todas esas cosas que pueden comprarse con dinero, sino con ese afecto, ternura y amor que, pienses tú lo que pienses, no se compran con dinero. Salvo una hora de caminata por las mañanas, y una hora de paseo en coche por las tardes, no salí del hotel. Conseguí uvas especiales de Londres para ti, porque las que había en el hotel no te gustaban; inventé co-sas para agradarte, permanecía contigo o en la habitación contigua a la tuya, me sentaba a tu lado todas las noches para sosegarte o distraerte.
A los cuatro o cinco días te recuperas, y yo alquilo unas habitaciones para tratar de ter-minar la obra. Tú, por supuesto, me acompañas. En la mañana del día siguiente a nuestra instalación me pongo muy malo. Tú tienes que ir a Londres a un asunto, pero prometes volver por la tarde. En Londres te encuentras a un amigo, y no vuelves a Brighton hasta última hora del día siguiente; para entonces yo tengo una fiebre terrible, y el médico des-cubre que me has contagiado la influenza. No podría imaginarse cosa más incómoda para un enfermo que lo que resultaron ser aquellas habitaciones. Mi cuarto de estar está en el primer piso, mi dormitorio en el tercero. No hay ningún criado para atenderme, ni nadie siquiera para enviar un recado ni traer lo que mande el médico. Pero estás tú. No me in-quieto. Los dos días siguientes me dejas completamente solo, sin cuidados, sin asistencia, sin nada. No era cuestión de uvas, flores ni regalos encantadores: era cuestión de lo más imprescindible; yo no podía procurarme ni la leche que me había mandado el médico; la limonada se dijo que era imposible; y cuando te rogué que me llevaras un libro de la li-brería, o si no tenían lo que yo quería que escogieras otra cosa, ni te molestaste en ir. Y cuando en consecuencia yo me quedo todo el día sin nada que leer, me dices con toda tranquilidad que me compraste el libro y prometieron enviarlo, afirmación que después descubrí por casualidad haber sido totalmente falsa desde el principio hasta el final. Todo ese tiempo estabas, por supuesto, viviendo a mi costa, paseando en coche, cenando en el Grand Hotel, y de hecho sólo apareciendo por mi habitación en busca de dinero. El sába-do por la noche, habiéndome tenido totalmente desatendido y solo desde por la mañana, te pedí que volvieras después de cenar y me hicieras un rato de compañía. En tono irrita-do y con malos modales me lo prometes. Espero hasta las once y no apareces. Entonces te dejé una nota en tu habitación sólo recordándote la promesa que me habías hecho, y có-mo la habías cumplido. A las tres de la mañana, sin poder dormir y atormentado por la sed, bajo al cuarto de estar, en medio de la oscuridad y del frío, con la esperanza de en-contrar agua allí. Te encontré a ti. Te abalanzaste sobre mí con cuantas palabras atroces te pudieron sugerir un estado descontrolado y una naturaleza indisciplinada y sin educación. Con la terrible alquimia del egotismo, transformaste tu remordimiento en rabia. Me acu-saste de egoísmo por esperar que estuvieras conmigo estando yo enfermo; de interponer-me entre tú y tus diversiones; de querer privarte de tus placeres. Me dijiste, y sé que era toda la verdad, que habías vuelto a medianoche únicamente para cambiarte de traje, y volver a salir a donde pensabas que te esperaban nuevos placeres, pero que al dejarte una carta en la que te recordaba que me habías tenido abandonado todo el día y toda la vela-da, realmente te había quitado las ganas de otros disfrutes, y reducido tu capacidad para nuevos deleites. Yo me volví arriba asqueado, y seguí insomne hasta el amanecer, y hasta mucho después del amanecer no pude conseguir nada con que aplacar la sed de la fiebre que tenía. A las once entraste en mi habitación. En la escena precedente no pude por me-nos de observar que con la carta por lo menos te había contenido en una noche de excesos mayores de lo acostumbrado. Por la mañana ya habías vuelto en ti. Yo lógicamente espe-raba oír qué excusas aducías, y de qué manera ibas a pedir el perdón que en el fondo sa-bías que te aguardaba invariablemente, hicieras lo que hicieras; tu absoluta confianza en que yo siempre te perdonaría era realmente lo que siempre me gustó más de ti, quizá lo mejor que había en ti. Lejos de eso, empezaste a repetir la misma escena con nuevos ím-petus y expresiones más violentas. Yo, al cabo, te mandé salir de la habitación; tú fingiste hacerlo, pero cuando levanté la cabeza de la almohada donde la había enterrado, seguías estando allí, y con risa brutal y rabia histérica avanzaste de pronto hacia mí. Una sensa-ción de horror me invadió, no supe por qué exacta razón; pero salté de la cama inmedia-tamente, y descalzo y como estaba bajé los dos tramos de escalera al cuarto de estar, de donde no salí hasta que el dueño de la casa -a quien había mandado llamar- me aseguró que ya no estabas en mi dormitorio, y prometió quedarse cerca por si le necesitaba. Tras un intervalo de una hora, en el que el médico vino y me encontró, por supuesto, en un estado de postración nerviosa total, así como con más fiebre de la que había tenido al principio, tú volviste sigilosamente, por dinero: tomaste lo que pudiste encontrar en el tocador y en la chimenea, y saliste de la casa con tu equipaje. ¿Necesito decirte lo que pensé de ti durante los dos miserables días de enfermedad y soledad que siguieron? ¿Será necesario que afirme que vi claramente que sería una deshonra para mí mantener aunque sólo fuera un trato superficial con una persona como tú habías demostrado ser? ¿Que vi llegado el último momento, y lo vi como realmente un gran alivio? ¿Y que supe que en el futuro mi Arte y la Vida serían mas libres y mejores y más hermosos en todos los aspec-tos? Enfermo como estaba, me sentí a gusto. El hecho de que la separación fuera irrevo-cable me daba paz. Para el martes no tenía fiebre, y por primera vez comí en el piso de abajo. El miércoles era mi cumpleaños. Entre los telegramas y comunicaciones que había sobre mi mesa encontré una carta con tu letra. La abrí embargado por una sensación de tristeza. Sabía que había pasado el tiempo en que una frase bonita, una expresión de afec-to, una palabra de aflicción me habrían hecho volver a aceptarte. Pero me engañaba de medio a medio. Te había subestimado. ¡La carta que me enviaste por mi cumpleaños era una elaborada repetición de las dos escenas, puestas astuta y cuidadosamente por escrito! Te mofabas de mí con vulgaridades. Tu única satisfacción en todo el asunto, decías, era haberte retirado al Grand Hotel y haber cargado el almuerzo en mi cuenta antes de irte a Londres. Me felicitabas por mi prudencia al salir de la cama, por mi abrupta huida al piso de abajo. «Fue un momento feo para ti», decías, «más feo de lo que crees». No, eso lo sentí muy bien. Lo que realmente quería decir no lo sabía: si tenías encima la pistola que habías comprado para intentar asustar a tu padre, y que una vez, creyéndola descargada, habías disparado en un restaurante público estando conmigo; si tu mano se movía hacia un vulgar cuchillo de mesa que por casualidad yacía sobre la mesa entre nosotros; si, ol-vidando por la rabia tu baja estatura y menor fortaleza, habías pensado en algún insulto especialmente personal, o ataque incluso, estando yo allí tendido y enfermo: no lo sabía. Sigo sin saberlo en el día de hoy. Lo único que sé es que me embargó un sentimiento de total horror, y que sentí que, a menos que saliera de la habitación al instante, y escapara, tú habrías hecho, o intentado, algo que habría sido, incluso para ti, motivo de vergüenza para toda la vida. Sólo una vez antes de eso había experimentado yo un sentimiento tal de horror ante un ser humano. Fue cuando en mi biblioteca de Tite Street tu padre, agitando sus manitas en el aire con furia epiléptica, con su matón, o amigo, entre él y yo, me estu-vo soltando todas las palabras sucias que acudieron a su sucia mente, y chillando las atro-ces amenazas que después tan astutamente pondría en práctica. En ese caso fue él, por supuesto, el que tuvo que salir primero de la habitación. Le eché. En tu caso me fui yo. No era la primera vez que había tenido que salvarte de ti mismo.
Concluías tu carta diciendo: «Cuando no estás subido al pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente». ¡Ah, qué fibra tan grosera revela eso! ¡Qué falta total de imaginación! ¡Qué insensible, qué vulgar era ya el tempe-ramento! «Cuando no estás subido al pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente.» Cuántas veces han vuelto a mí esas palabras en la triste celda solitaria de las diversas cárceles a donde me han mandado. Me las he dicho una y otra vez, y he visto en ellas, espero que injustamente, algo del secreto de tu extraño silencio. Que tú me escribieras eso, cuando la propia enfermedad y la fiebre que sufría las había contraído por cuidarte, fue, no hay que decirlo, de una zafiedad y crudeza repug-nantes; pero que cualquier ser humano del mundo escribiera eso a otro sería un pecado que no tiene perdón, si hubiera algún pecado que no lo tuviese.
Confieso que cuando acabé tu carta me sentía casi poluto, como si con asociarme a al-guien de tal naturaleza hubiera manchado y envilecido mi vida irreparablemente. Y es verdad que eso había hecho, pero para saber hasta qué punto tenía que vivir seis meses más. Resolví conmigo mismo volver a Londres el viernes, y ver a sir George Lewis per-sonalmente para pedirle que escribiera a tu padre diciéndole que había tomado la deter-minación de jamás, bajo ninguna circunstancia, dejarte entrar en mi casa, sentarte a mi mesa, hablar conmigo, pasear conmigo, ni en ningún lugar ni tiempo acompañarme de ninguna manera. Hecho esto, te habría escrito únicamente para informarte del curso de acción que había adoptado; las razones inevitablemente las habrías visto tú. Lo tenía todo dispuesto el jueves por la noche, y el viernes por la mañana, mientras desayunaba antes de partir, abrí casualmente el periódico y vi en él un telegrama donde decía que tu her-mano mayor, el verdadero cabeza de familia, el heredero del título, el sostén de la casa, había sido hallado muerto en una acequia, con el arma descargada a su lado. El horror de las circunstancias de la tragedia, de la que ahora se sabe que fue un accidente, pero en-tonces teñida de una insinuación más sombría; el patetismo de la muerte súbita de un hombre querido por todos los que le conocían, y casi en vísperas, por decirlo así, de su boda; mi conciencia de la desdicha que iba a ser para tu madre la pérdida de la persona que era su consuelo y su alegría en la vida, y que, como ella misma me dijera una vez, desde el día en que nació no le había hecho derramar ni una sola lágrima; mi conciencia de tu propio aislamiento, al estar tus otros hermanos en Europa, y por lo tanto ser tú el único al que tu madre y tu hermana podían mirar, no sólo para compañía de su dolor, sino también para esas pesadas responsabilidades de horrible detalle que la Muerte siempre trae consigo; el mero sentimiento de las lacrimae rerum, de las lágrimas de que está he-cho el mundo, y de la tristeza de todo lo humano: de la confluencia de esos pensamientos y emociones agolpados en mi cerebro brotó una piedad infinita de ti y de tu familia. De mis propios dolores y acritudes contra ti me olvidé. Lo que tú habías sido para mí en mi enfermedad no podía yo serlo para ti en tu duelo. Al momento te telegrafié mi condolen-cia más honda, y en la carta subsiguiente te invité a venir a mi casa tan pronto como pu-dieras. Sentía que abandonarte en ese preciso momento, y formalmente por medio de un abogado, habría sido demasiado terrible para ti.
A tu regreso a la ciudad desde el escenario material de la tragedia, a donde habías sido convocado, viniste enseguida a mí con dulzura y sencillez, vestido de luto y con los ojos empañados de lágrimas. Buscabas consuelo y ayuda como podría buscarlos un niño. Yo te abrí mi casa, mi hogar, mi corazón. Hice también mía tu pena, para ayudarte a sopor-tarla. Nunca, ni con una palabra, aludí a tu comportamiento conmigo, a las escenas re-pugnantes, a la carta repugnante. Tu dolor, que era real, me parecía acercarte a mí más de lo que nunca estuvieras. Las flores que tomaste de mí para ponerlas en la tumba de tu hermano habían de ser un símbolo no sólo de la belleza de su vida, sino de la belleza que yace latente en todas las vidas y puede ser sacada a la luz.
Los dioses son extraños. No sólo de nuestros vicios hacen instrumentos con que flage-larnos. Nos llevan a la ruina con lo que en nosotros hay de bueno, de amable, de humano, de amoroso. De no haber sido por mi piedad y mi afecto hacia ti y los tuyos, yo no estaría ahora llorando en este lugar terrible.
Por supuesto que en toda nuestra relación se descubre, no ya el Destino, sino la Fatali-dad: la Fatalidad que camina siempre deprisa, porque va al derramamiento de sangre. Por tu padre procedes de una estirpe con la que el matrimonio es horrible, la amistad fatal, y que pone manos violentas sobre su propia vida o las vidas ajenas. En toda pequeña cir-cunstancia en la que los caminos de nuestras vidas se cruzaron; en todo punto de impor-tancia grande o aparentemente trivial en que acudiste a mí buscando placer o buscando ayuda; en las ocasiones menudas, los accidentes leves que no parecen, en su relación con la vida, más que el polvo que danza en un rayo de luz o la hoja que cae del árbol revolo-teando, venía detrás la Ruina, como el eco de un grito amargo, o la sombra que caza con el animal de presa. Nuestra amistad realmente comienza cuando me pides, en una carta muy patética y encantadora, que te auxilie en una situación pavorosa para cualquiera, y doblemente para un muchacho de Oxford: así lo hago, y el resultado de usar tú mi nom-bre como amigo tuyo ante sir George Lewis es que empiezo a perder su estima y su amis-tad, una amistad de quince años. Cuando me vi privado de su consejo, su ayuda y su con-sideración, me vi privado de lo que era la gran salvaguardia de mi vida.
Me mandas un poema muy bonito, de la escuela poética estudiantil, para mi aproba-ción; yo contesto con una carta de fantásticos conceptos literarios te comparo con Hilas, o Jacinto, Jonquil o Narciso, o alguien a quien el gran dios de la Poesía favoreciera y hon-rara con su amor. La carta es como un pasaje de uno de los sonetos de Shakespeare, tras-puesto a tono menor. Sólo la pueden entender los que hayan leído el Banquete de Platón, o captado el espíritu de cierto ánimo grave que se nos ha hecho hermoso en los mármoles griegos. Era, déjame decirlo con franqueza, el tipo de carta que yo habría escrito, en un momento feliz aunque caprichoso, a cualquier joven gentil de una u otra Universidad que me hubiera enviado un poema de su mano, seguro de que tendría el ingenio o cultura su-ficientes para interpretar a derechas sus fantásticas expresiones. ¡Mira la historia de esa carta! Pasa de ti a las manos de un compañero aborrecible; de él a una panda de chantajis-tas; se reparten copias por Londres, a mis amigos y al empresario del teatro donde se está representando mi obra; se le dan todos los sentidos menos el recto; la Sociedad se embe-lesa con absurdos rumores de que he tenido que pagar una enorme suma de dinero por haberte escrito una carta infamante; esto sirve de base al peor ataque de tu padre; yo mismo presento la carta original ante el Tribunal para que se vea lo que es en realidad; el abogado de tu padre la denuncia como intento repulsivo e insidioso de corromper a la Inocencia; al cabo entra a- formar parte de una acusación criminal; la Corona la recoge; el juez dictamina sobre ella con poca erudición y mucha moralidad; al final voy por ella a la cárcel. Ése es el resultado de escribirte una carta encantadora.
Mientras estoy contigo en Salisbury te asustas muchísimo con una comunicación ame-nazante de un antiguo compañero tuyo; me ruegas que vea al autor y te ayude; así lo ha-go; el resultado es la Ruina para mí. Me veo obligado a echar sobre mis hombros todo lo que tú has hecho y responder por ello. Cuando te suspenden en la licenciatura y tienes que salir de Oxford, me telegrafías a Londres suplicándome que vaya a estar contigo. Lo hago inmediatamente; me pides que te lleve a Goring, porque en esas circunstancias no querías ir a tu casa; en Goring ves una casa que te encanta; la alquilo por ti; el resultado desde todos los puntos de vista es la Ruina para mí. Un día vienes a pedirme, como favor personal, que escriba algo para una revista estudiantil de Oxford que va a poner en mar-cha un amigo tuyo, de quien jamás había oído hablar en mi vida ni sabía nada en absolu-to. Por darte gusto -¿qué no hice siempre por darte gusto?- le mando una página de para-dojas destinadas en un principio a la Saturday Review. Pocos meses después me encuen-tro sentado en el banquillo del Old Bailey por el carácter de la revista. Forma parte de la acusación de la Corona contra mí. Se me pide que saque la cara por la prosa de tu amigo y tus propios versos. Lo primero no lo puedo paliar; lo segundo, leal hasta el amargo fin a tu juvenil literatura y a tu vida juvenil, sí lo defiendo con denuedo, y no tolero que se diga que eres un escritor de indecencias. Pero voy a la cárcel, de todos modos, por la revista estudiantil de tu amigo y «el Amor que no se atreve a decir su nombre». En Navidad te hago un «regalo muy bonito», como lo calificabas en la carta de agradecimiento, por el que sabía que tenías capricho, que valía 40 o 50 libras como mucho. Cuando llega el crac de mi vida, y quedo arruinado, el alguacil que embarga mi biblioteca y la pone en venta lo hace para pagar el «regalo muy bonito». Fue por eso por lo que se sacó a subasta mi casa. En el momento final y terrible en que me veo asediado, y espoleado por tu asedio a iniciar un acción contra tu padre y hacerle detener, el clavo ardiendo al que me agarro en mis esfuerzos desesperados por evadirme es el enorme gasto. Le digo al abogado en tu presencia que no tengo fondos, que de ninguna manera puedo correr con las altísimas costas, que no dispongo de ningún dinero. Lo que dije era, como sabes, la pura verdad. En aquel viernes fatal, en vez de estar en el despacho de Humphreys consintiendo débil-mente en mi propia ruina, yo habría estado libre y feliz en Francia lejos de ti y de tu pa-dre, ignorante de su aborrecible tarjeta e indiferente a tus cartas, si hubiera podido salir del Avondale Hotel. Pero la gente del hotel se negó en rotundo a dejarme marchar. Tú te habías alojado conmigo durante diez días; habías acabado incluso, para mi gran y, lo re-conocerás, legítima indignación, por traerte a un compañero tuyo a alojarse conmigo también; mi factura por los diez días sumaba casi 140 libras. El propietario dijo que no podía permitir que se sacase mi equipaje del hotel mientras no hubiera pagado la totalidad de la cuenta. Eso fue lo que me retuvo en Londres. De no ser por la cuenta del hotel me habría ido a París el jueves por la mañana.
Cuando le dije al abogado que no tenía dinero para hacer frente al gigantesco gasto, inmediatamente interviniste. Dijiste que tu familia pagaría de mil amores todo lo que hi-ciera alta; que tu padre había sido un íncubo para todos ellos; que a menudo habían co-mentado la posibilidad de meterle en un manicomio para no tenerle por medio; que era una fuente diaria de molestias y disgustos para tu madre y para todos; que con que yo di-era un paso adelante para que le encerraran, la familia me tendría por su adalid y su bene-factor; y que los propios parientes ricos de tu madre tendrían verdadero placer en sufragar todas las costas y gastos que el esfuerzo pudiera requerir. El abogado tiró para adelante, y deprisa y corriendo se me llevó al juzgado de guardia. No me quedaba ninguna excusa para no ir. Se me obligó. Ni que decir tiene que tu familia no paga las costas, y que, cuando se me deja en la bancarrota, es por obra de tu padre, y por las costas -su miserable monto-: unas 700 libras. En el momento presente mi mujer, enemistada conmigo por la importante cuestión de si debo contar con tres libras o tres libras y diez chelines a la se-mana para vivir, está preparando los trámites de un divorcio, para el cual, por supuesto, serán necesarias pruebas totalmente nuevas y un proceso totalmente nuevo, quizá seguido de acciones más serias. Yo, naturalmente, no sé nada de los detalles. Lo único que se es el nombre del testigo en cuya declaración se apoyan los abogados de mi mujer. Es tu pro-pio criado de Oxford, a quien por expreso deseo tuyo tomé a mi servicio en el verano que pasamos en Goring.
Pero no hace falta que siga poniendo ejemplos de la extraña Fatalidad que pareces ha-ber atraído sobre mí en todas las cosas, grandes o pequeñas. Me hace sentir a veces como si tú mismo no hubieras sido más que una marioneta movida por una mano secreta e invi-sible para llevar sucesos terribles a un terrible desenlace. Pero también las marionetas tie-nen pasiones. Introducen una trama nueva en lo que presentan, y tuercen el desenlace or-denado de la vicisitud para amoldarlo a su capricho o su apetito. Ser enteramente libre, y al mismo tiempo enteramente sometida a ley, es la paradoja eterna de la vida humana, que a cada momento hacemos realidad; y a menudo pienso que ésa es la única explica-ción posible de tu naturaleza, si es que los profundos y terribles misterios de un alma hu-mana pueden tener explicación, salvo la que hace que el misterio sea todavía mas prodi-gioso.
Por supuesto que tú tenías tus ilusiones, vivías en ellas de hecho, y a través de sus nie-blas cambiantes y sus velos de colores lo veías todo cambiado. Pensabas, lo recuerdo muy bien, que tu dedicación a mí, con total abandono de tu familia y vida familiar, era prueba de tu maravilloso aprecio hacia mí y de tu gran afecto. Sin duda a ti te lo parecía. Pero date cuenta de que conmigo estaban el lujo, la vida regalada, el placer ilimitado, el dinero sin tasa. Tu vida familiar te aburría. El «vino barato y frío de Salisbury», por em-plear una frase de tu invención, te sabía mal. De mi lado, y junto con mis atractivos inte-lectuales, estaban las ollas de Egipto. Cuando no me encontrabas a mí, los compañeros que elegías como sustitutos no eran como para presumir.
También pensaste que decirle a tu padre en una carta de abogado que antes que romper tu amistad eterna conmigo preferías renunciar a la asignación anual de 250 libras que, creo que con deducciones por tus deudas de Oxford, te estaba pasando por entonces, era situarse en la caballería andante de la amistad y pulsar la más noble nota de abnegación. Pero la cesión de tu pitanza no significaba que estuvieras dispuesto a dejar ni uno solo de tus lujos más superfluos ni de tus derroches más innecesarios. Al revés. Tu apetito de lu-jos nunca fue mayor. Mis gastos de ocho días en París contigo y tu criado italiano suma-ron casi 150 libras: sólo en Paillard se fueron 85. Al tren de vida que querías llevar, todo tu estipendio de un año, comiendo solo y siendo especialmente ahorrativo en tu selección de los placeres menos costosos, difícilmente te habría durado tres semanas. El hecho de haber renunciado con fingida bravata a tu asignación, valiera lo que valiese, te daba al menos una razón pasable para tu pretensión de vivir a mis expensas, o lo que a ti te pare-cía una razón pasable; y en muchas ocasiones la esgrimiste seriamente, y la formulaste con puntos y comas; y el abuso continuo, principalmente, claro está, de mí, pero sé que también hasta cierto punto de tu madre, nunca fue tan penoso, porque, al menos en mi caso, nunca fue más absolutamente desprovisto de la menor palabra de gratitud ni sentido de la medida.
Pensaste también que al atacar a tu propio padre con cartas horribles, telegramas ofen-sivos y postales insultantes estabas realmente librando batallas por tu madre, sosteniendo su causa y vengando las ofensas y sufrimientos, sin duda terribles, de su vida matrimo-nial. Fue una total equivocación por tu parte; y una de las peores. La manera de vengar las ofensas de tu padre a tu madre, si lo considerabas parte de tus deberes de hijo, hubiera sido ser para tu madre mejor hijo de lo que eras: no hacer que le diera miedo hablar con-tigo de cosas serias; no firmar facturas para que ella las pagase; ser más suave con ella y no causarle penas. Tu hermano Francis le dio grandes compensaciones por lo que había sufrido, con su dulzura y bondad hacia ella en los breves años de su vida delicada. Tú de-berías haberle tomado por modelo. Te equivocaste incluso al imaginar que para tu madre habría sido una delicia y una dicha absoluta que a través de mí hubieras conseguido lle-var a tu padre a la cárcel. Estoy seguro de que te equivocabas. Y si quieres saber qué es lo que verdaderamente siente una mujer que tiene a su marido, al padre de sus hijos, vestido de presidiario y en una celda de presidio, escribe a mi mujer y pregúntaselo. Ella te lo dirá.
También yo tenía mis ilusiones. Pensaba que la vida iba a ser una comedia brillante, y tú una de sus muchas figuras airosas. Descubrí que era una tragedia repugnante y repelen-te, y que la siniestra ocasión de la gran catástrofe, siniestra por lo concentrado de su obje-tivo y la intensidad de una fuerza de voluntad encogida, eras precisamente tú, despojado de aquella máscara de alegría y placer con la que lo mismo tú que yo nos habíamos deja-do engañar y extraviar.
Ahora podrás entender, ¿no es cierto?, un poco de lo que estoy sufriendo. No sé qué pe-riódico, creo que la Pall Mall Gazette, hablando del ensayo general de una de mis obras, decía que me seguías a todas partes como mi sombra: el recuerdo de nuestra amistad es la sombra que va conmigo aquí; que parece no dejarme nunca; que me despierta por las no-ches para contarme una y otra vez la misma historia, hasta que su reiteración cansina ahuyenta el sueño hasta el alba; al alba vuelve a empezar; me sigue al patio de la cárcel y me hace hablar solo mientras hago la ronda; me veo obligado a recordar cada detalle que acompañó a cada momento horrible; no hay nada de cuanto sucedió en esos años infaus-tos que no pueda recrear en esa cámara del cerebro que está reservada al dolor o a la de-sesperación; hasta la última nota forzada de tu voz, hasta el último temblor y gesto de tus manos nerviosas, hasta la última palabra amarga, hasta la última frase venenosa vuelve a mí; me acuerdo de la calle o del río por donde pasamos, de la pared o del bosque que nos rodeaba, de qué figura hacían en la esfera las manecillas del reloj, de hacia dónde iban las alas del viento, de qué forma y color tenía la luna.
Hay, lo sé, una única respuesta a todo lo que te he dicho, y es que me querías; que a lo largo de esos dos años y medio en que los Hados estuvieron tejiendo un único dibujo es-carlata con los hilos de nuestras vidas divididas, realmente me quisiste. Sí; sé que así fue. No importa cómo te portases conmigo, siempre sentí que en el fondo me querías de ver-dad. Aunque veía con toda claridad que mi posición en el mundo del Arte, el interés que mi personalidad siempre había suscitado, mi dinero, el lujo en que vivía, las mil y una cosas que componían una vida tan encantadora y prodigiosamente inverosímil como era la mía, que todas y cada una de esas cosas eran elementos que te fascinaban y te hacían aferrarte a mí, aun así, aparte de todo eso, había algo mas para ti, una extraña atracción: me querías mucho más que a nadie. Pero tú, como yo, has tenido una terrible tragedia en tu vida, aunque de signo totalmente contrario a la mía. ¿Quieres saber qué fue? Fue esto. En ti el Odio siempre fue más fuerte que el Amor. Tu odio hacia tu padre era de tal mag-nitud que superaba, anulaba, eclipsaba totalmente tu amor hacia mí. No hubo lucha algu-na entre ellos, o si la hubo fue poca; de tales dimensiones era tu Odio y tan monstruoso. Tú no te dabas cuenta de que no hay sitio para las dos pasiones en una misma alma. No pueden vivir juntas en esa hermosa mansión. El Amor se alimenta de la imaginación, que nos hace más sabios que lo que sabemos, mejores que lo que sentimos, más nobles que lo que somos; que nos capacita para ver la Vida como un todo; que es lo único que nos per-mite comprender a los demás en sus relaciones así reales como ideales. Sólo lo bello, y bellamente concebido, alimenta el Amor. Pero el Odio se nutre de cualquier cosa. No hubo copa de champán que bebieras, no hubo plato exquisito que comieras en todos esos años, que no alimentara tu Odio y lo cebara. Para satisfacerlo jugaste con mi vida, lo mismo que jugabas con mi dinero, al desgaire, sin freno, indiferente a las consecuencias. Si perdías, pensabas que la pérdida no sería tuya. Si ganabas, sabías que tuyos serían el júbilo y las ventajas de la victoria.
El Odio ciega. Tú no te dabas cuenta de eso. El Amor alcanza a leer lo escrito en la es-trella más remota, pero el Odio te cegó de tal modo que no veías más allá del jardín an-gosto, tapiado y ya marchito de tus deseos vulgares. Tu terrible falta de imaginación, el único defecto realmente fatídico de tu carácter, era enteramente resultado del Odio que vivía en ti. Sutilmente, en silencio y en secreto, el Odio iba royendo tu naturaleza, como muerde el liquen la raíz de una planta ajada, hasta que llegaste a no ver otra cosa que los intereses más ruines y los objetivos más mezquinos. Esa facultad que el Amor habría alentado en ti, el Odio la envenenó y paralizó. Cuando tu padre empezó a atacarme fue como amigo tuyo particular, y en una carta particular dirigida a ti. Tan pronto como leí esa carta, con sus amenazas obscenas y sus violencias groseras, vi de inmediato que un peligro terrible se cernía en el horizonte de mis agitados días; te dije que no quería ser la cabeza de turco entre vosotros dos, con vuestro odio inveterado; que yo en Londres era naturalmente una presa mucho mayor para él que un ministro de Asuntos Exteriores en Homburg; que sería injusto conmigo colocarme aunque sólo fuera por un instante en se-mejante posición; y que tenía mejores cosas que hacer en la vida que aguantar escenas con un hombre borracho, déclassé y medio idiota como él. No hubo manera de hacértelo ver. El Odio te cegaba. Te empeñaste en que la pelea realmente no tenía nada que ver conmigo; en que no ibas a tolerar que tu padre mandase en tus amistades particulares; en que sería muy injusto que yo interviniera. Ya antes de verme por ese motivo le habías enviado a tu padre un telegrama necio y vulgar a guisa de respuesta. Con eso, claro está, te condenabas a seguir un rumbo necio y vulgar. Los errores fatales de la vida no se de-ben a que seamos insensatos: un momento de insensatez puede ser nuestro mejor momen-to. Se deben a que somos lógicos. Hay una gran diferencia. Ese telegrama condicionó a partir de ahí todas tus relaciones con tu padre, y por consiguiente toda mi vida. Y lo gro-tesco es que era un telegrama del que el más vulgar galopín se habría avergonzado. De los telegramas insolentes se pasó con toda naturalidad a las cartas de abogado presuntuo-sas, y el resultado de tus cartas de abogado a tu padre fue, claro está, espolearle todavía más. No le dejaste otra alternativa que seguir. Le impusiste como cuestión de honor, de deshonor mas bien, que tu acción surtiera efectos aún mayores. Así que a la vez siguiente me ataca a mí, ya no en carta particular y como amigo tuyo particular, sino en público y como hombre público. Tengo que echarle de mi casa. Va buscándome de restaurante en restaurante, para insultarme ante la faz del mundo, y de tal modo que el replicar fuera mi ruina, y el no replicar fuera mi ruina también. ¿No fue ése el momento en que tú deberías haber dado un paso al frente para decir que antes que exponerme a tan odiosos ataques, a tan infame persecución por tu causa, de buen grado y al momento renunciabas a todo títu-lo sobre mi amistad? Ahora será eso lo que pienses, me figuro. Pero entonces ni se te pa-só por la cabeza. El Odio te cegaba. Lo único que se te ocurrió (aparte, naturalmente, de escribirle cartas y telegramas insultantes) fue comprar una pistola ridícula que se dispara en el Berkeley en circunstancias que desatan un escándalo mayor de cuantos llegaran nunca a tus oídos. En realidad, la idea de ser el objeto de una disputa terrible entre tu pa-dre y un hombre de mi posición parecía deleitarte. Halagaba tu vanidad, supongo que con toda lógica, y acrecentaba tu importancia ante ti mismo. Que tu padre se hubiera llevado tu cuerpo, que a mí no me interesaba, y me hubiera dejado tu alma, que no le interesaba a él, habría sido para ti una solución lamentable del litigio. Olfateaste la ocasión de un es-cándalo público y corriste a ella. La perspectiva de una batalla en la que tú estarías a sal-vo te entusiasmó. No recuerdo haberte visto nunca de mejor humor que el que mostraste en el resto de aquella temporada. Tu única decepción pareció ser que al final no pasó na-da, y que entre nosotros no hubo más encuentro ni alboroto. Te consolaste enviándole telegramas de tal carácter, que al cabo el desgraciado te escribió diciendo que había dado orden a sus criados de que no le pasaran ningún telegrama bajo ningún pretexto. Eso no te arredró. Viste las inmensas oportunidades que brindaba la tarjeta postal abierta, y las explotaste a fondo. Le aguijoneaste aún más en la persecución de su presa. Yo no creo que él tampoco la hubiera dejado. Los instintos de la familia eran fuertes en él. Su odio hacia ti era tan persistente como el tuyo hacia él, y yo era el buey de cabestrillo para los dos, y un modo de ataque a la vez que un modo de protección. Su mismo afán de notorie-dad no era simplemente individual, sino racial. De todos modos, si su interés hubiera fla-queado por un momento, tus cartas y postales lo habrían vuelto en seguida a su antiguo ardor. Eso hicieron, y él lógicamente fue más lejos aún. Tras haberme acometido como caballero particular y en privado, como hombre público y en público, al cabo decide lan-zar su gran ataque final contra mí como artista, y en el lugar donde mi Arte se está repre-sentando. Se procura por medios fraudulentos una butaca para el estreno de una de mis obras, y trama un plan para interrumpir la representación, hacer un sucio discurso sobre mí ante el público, insultar a mis actores, arrojarme proyectiles ofensivos o indecentes cuando salga a saludar al final, arruinarme totalmente de alguna manera asquerosa a tra-vés de mi trabajo. Por puro azar, en la sinceridad breve y accidental de una ebriedad ma-yor de lo habitual, alardea de su intención públicamente. Se informa a la policía, y se im-pide su entrada en el teatro. Tú tuviste entonces tu oportunidad. Tu oportunidad fue ésa. ¿No te das cuenta ahora de que deberías haberla visto, y haberte adelantado a decir que no querías que mi Arte, a lo menos, se perdiera por ti? Tú sabías lo que mi Arte era para mí, la gran nota fundamental con que me había revelado, en primer lugar ante mí mismo, y después ante el mundo; la verdadera pasión de mi vida; el amor frente al que todos los demás amores eran como agua de pantano al vino tinto, o la luciérnaga del pantano al mágico espejo de la luna. ¿No comprendes ahora que tu falta de imaginación era el único defecto realmente fatídico de tu carácter? Lo que tuviste que hacer era muy sencillo, y lo tenías muy claro ante ti, pero el Odio te había cegado y no veías nada. Yo no podía pedir excusas a tu padre porque él llevara casi nueve meses insultándome y persiguiéndome de la manera más aborrecible. No podía sacarte de mi vida. Lo había intentado una y otra vez. Había llegado incluso a dejar Inglaterra y marcharme al extranjero con la esperanza de escapar de ti. Nada había servido de nada. Tú eras la única persona que podía hacer algo. La clave de la situación estaba enteramente en ti. Fue la gran oportunidad que tuvis-te de darme alguna pequeña compensación por todo el amor, el afecto, la bondad, la ge-nerosidad y los desvelos que yo te había mostrado. Si me hubieras apreciado en la décima parte de mi valor como artista lo habrías hecho. Pero el Odio te cegaba. La facultad «que es lo único que nos permite comprender a los demás en sus relaciones así reales como ideales» estaba muerta en ti. No pensabas más que en la manera de llevar a tu padre a la cárcel. Verle «en el banquillo», como solías decir: ésa era tu única idea. Esa frase vino a ser uno de los muchos estribillos de tu conversación diaria. Se la oía en todas las comi-das. Bien, pues viste satisfecho tu deseo. El Odio te concedió todo lo que querías. Fue un Señor indulgente contigo. Lo es, en efecto, con todos los que le sirven. Dos días te sentas-te en un asiento elevado con los guardias, y te regalaste los ojos con el espectáculo de tu padre en el banquillo del Tribunal Central de lo Criminal. Y al tercer día yo ocupé su lu-gar. ¿Qué había pasado? Que en el espantoso juego de odio que os traíais, los dos habíais echado mi alma a los dados, y casualmente habías perdido tú. Nada más.
Ya ves que tengo que escribir tu vida para ti, y tú tienes que comprenderla. Hace ahora más de cuatro años que nos conocemos. La mitad de ese tiempo hemos estado juntos; la otra mitad yo he tenido que pasarla en la cárcel como resultado de nuestra amistad. Dón-de recibirás esta carta, si es que te llega, no lo sé. Roma, Nápoles, París, Venecia, alguna hermosa ciudad sobre mar o río, no lo dudo, te acoge. Estás rodeado, si no de todo el lujo inútil que tuviste conmigo, por lo menos de todo lo que es placentero a la vista, al oído y al gusto. La Vida es muy bella para ti. Y sin embargo, si eres sabio, y quieres encontrar la Vida aún mucho más bella, y de otra manera, dejarás que la lectura de esta carta terrible -porque sé que eso signifique una crisis y un punto de inflexión tan importante para tu vi-da como escribirla lo es para mí. Tu cara pálida solía sonrojarse fácilmente con el vino o el placer. Si, mientras lees lo que aquí está escrito, de tanto en tanto te arde de vergüenza como al calor de un horno, tanto mejor será para ti. El vicio supremo es la superficiali-dad. Todo lo que se comprende está bien.
Ya he llegado a la prisión preventiva, ¿verdad? Tras pasar una noche en la comisaría me mandan allí en un coche celular. Tú estuviste de lo mas atento y amable. Casi todas las tardes, si no todas las tardes hasta que te fuiste al extranjero, te tomaste la molestia de ir a Holloway a verme. También escribías unas cartas muy dulces y cariñosas. Pero que no era tu padre sino tú quien me había metido en la cárcel, que desde el principio hasta el final tú eras el responsable, que si estaba allí era a causa de ti, por ti y por obra tuya, eso no lo pensaste ni por un momento. Ni siquiera el espectáculo de verme tras los barrotes de una jaula de madera pudo espabilar esa naturaleza sin imaginación. Tenías la conmise-ración y el sentimentalismo del espectador de un drama más bien patético. Que tú fueras el autor de la abominable tragedia ni se te ocurrió. Yo vi que no te dabas cuenta de nada de lo que habías hecho. No quise ser yo el que te dijera lo que tu propio corazón debería haberte dicho, lo que en verdad te habría dicho si no hubieras dejado que el Odio lo endu-reciera y lo insensibilizara. Todo le tiene a uno que venir de su propia naturaleza. De na-da vale decirle a nadie algo que no siente y no puede entender. Si ahora te escribo como lo hago es porque tu propio silencio y comportamiento durante mi larga prisión lo han hecho necesario. Además, de tal modo salieron las cosas que el golpe sólo me alcanzó a mí. Eso me agradó. Por muchas razones aceptaba sufrir, aunque siempre hubiera a mis ojos, cuando te miraba, algo no poco despreciable en tu completa y testaruda ceguera. Recuerdo que me enseñaste rebosante de orgullo una carta sobre mí que habías publicado en uno de los periódicos populacheros. Era un escrito muy prudente, moderado, vulgar incluso. Apelabas al «sentido inglés de la equidad», o algo así de horrendo, en favor de «un hombre caído». Era el tipo de carta que podrías haber escrito si se hubiera presentado una acusación dolorosa contra alguna persona respetable a la que personalmente no cono-cieras de nada. Pero a ti te parecía una carta maravillosa. La veías como una demostra-ción de caballerosidad casi quijotesca. Estoy enterado de que escribiste otras cartas a otros periódicos, que no las publicaron. Pero eran únicamente para decir que odiabas a tu padre. A nadie le importaba que le odiaras o no. El Odio, aún tienes que aprenderlo, es, intelectualmente considerado, la Negación Eterna. Considerado desde el punto de vista de las emociones es una forma de Atrofia, y mata todo lo que no sea él mismo. Escribir a los periódicos para decir que uno odia a otra persona es como si uno escribiera a los periódi-cos para decir que tiene una enfermedad secreta y vergonzosa: el hecho de que el hombre al que odiabas fuera tu propio padre, y que ese sentimiento fuera plenamente correspon-dido, no hacía tu Odio noble ni hermoso en modo alguno. Si algo demostraba, era senci-llamente que se trataba de una enfermedad hereditaria.
Recuerdo también, cuando se embargó mi casa y se pusieron en venta mis libros y mis muebles, y la quiebra era inminente, que lógicamente te escribí diciéndotelo. No hice mención de que era para pagar unos regalos que te había hecho para lo que los alguaciles habían entrado en la casa donde tantas veces cenaste. Pensé, con razón o sin ella, que esa noticia podría herirte un poco. Me limité a contarte los hechos escuetos. Creí oportuno que los conocieras. Me respondiste desde Boulogne en tonos casi de exultación lírica. Decías que sabías que tu padre estaba «muy alcanzado de dinero», y había tenido que pe-dir 1.500 libras para los gastos del proceso, y que mi quiebra era realmente un «triunfo espléndido» sobre él, ¡porque así no podría sacarme nada de las costas! ¿Te das cuenta ahora de lo que es que el Odio ciegue a una persona? ¿Reconoces ahora que al describirlo como una Atrofia destructora de todo lo que no sea él mismo estaba describiendo cientí-ficamente un hecho psicológico real? Que todas mis cosas bonitas hubieran de venderse: mis dibujos de Burne Jones; mis dibujos de Whistler; mi Monticelli; mis Simeon Solo-mons; mis porcelanas; mi biblioteca con su colección de volúmenes dedicados de casi todos los poetas de mi tiempo, de Hugo a Whitman, de Swinburne a Mallarmé, de Morris a Verlaine; con sus ediciones bellamente encuadernadas de las obras de mi padre y de mi madre; su maravilloso despliegue de premios de la universidad y del colegio, sus éditions de luxe y demás cosas, todo eso para ti no era absolutamente nada. Decías que era un fas-tidio: nada más. Lo que realmente veías en ello era la posibilidad de que tu padre pudiera acabar perdiendo unos pocos centenares de libras, y esa consideración ruin te colmó de extática dicha. En cuanto a las costas del juicio, tal vez te interese saber que tu padre de-claró abiertamente en el Orleans Club que si le hubiera costado 20.000 libras las habría dado por muy bien empleadas, por lo mucho que había significado para él de deleite, dis-frute y triunfo. El hecho de que pudiera no sólo meterme en la cárcel por dos años, sino sacarme una tarde para hacerme públicamente insolvente, fue un extrarrefinamiento de placer con el que no contaba. Fue el punto culminante de mi humillación, y de su victoria perfecta y total. Si tu padre no hubiera podido pedirme las costas, tú, lo sé perfectamente, al menos de palabra te habrías mostrado muy apenado por la pérdida de mi entera biblio-teca, pérdida irreparable para un hombre de letras, de mis pérdidas materiales la más pe-nosa para mí. Podrías incluso, recordando las cantidades de dinero que yo me había gas-tado en ti pródigamente y cómo habías vivido a mi costa durante años, haberte tomado la molestia de comprar para mí algunos de mis libros. Los mejores se dieron todos por me-nos de 150 libras: más o menos lo que yo gastaba en ti en una semana cualquiera. Pero el mezquino y vil placer de pensar que a tu padre le fueran a faltar unos peniques del bolsi-llo te hizo olvidarte de lo que habría podido ser una pequeña compensación, tan leve, tan fácil, tan barata, tan obvia, y para mí tan infinitamente valiosa, si la hubieras hecho. ¿Tengo razón al decir que el Odio ciega? ¿Lo ves ahora? Si no lo ves, haz un esfuerzo.
Con qué claridad lo vi yo entonces, como ahora, no hace falta que te lo diga. Pero a mí mismo me dije: «A toda costa tengo que conservar el Amor en mi corazón. Si voy a la cárcel sin Amor, ¿quesera de mi Alma?». Las cartas que te escribía en aquella época des-de Holloway eran mis intentos de conservar el Amor como nota dominante de mi natura-leza. Podía, si hubiera querido, haberte hecho pedazos con reproches amargos. Podía ha-berte desgarrado con maldiciones. Podía haberte puesto un espejo, y haberte mostrado una imagen tal de ti mismo que no la habrías reconocido como tuya hasta verla remedar tus gestos de horror, y entonces habrías sabido de quién era figura, y la habrías aborreci-do y te habrías aborrecido para siempre. Y más que eso. Se estaban cargando los pecados de otro a mi cuenta. De haber querido, en uno u otro de los juicios podría haberme salva-do a su costa, no de la vergüenza, no, pero sí de la prisión. Si me hubiera molestado en mostrar que los testigos de la Corona -los tres más importantes- habían sido cuidadosa-mente preparados por tu padre y sus abogados, no sólo en sus reticencias, sino en sus afirmaciones, para la absoluta transferencia, deliberada, planeada y ensayada, de las ac-ciones y andanzas de otro sobre mí, podría haberles hecho recusar por el juez uno a uno, más sumariamente incluso que lo fue el pobre y perjuro Atkins. Podía haber salido del juzgado riéndome del mundo, libre, con las manos en los bolsillos. Se me sometió a la mayor presión para que lo hiciera. Me aconsejaron, me rogaron, me instaron encarecida-mente a hacerlo personas cuyo único interés era mi bienestar y el bienestar de mi casa. Pero me negué. No quise. No he lamentado mi decisión ni un solo instante, ni en los mo-mentos más amargos de mi encarcelamiento. Ese comportamiento habría estado por de-bajo de mí. Los pecados de la carne no son nada. Son enfermedades para que las cure un médico, si es que hay que curarlas. Sólo los pecados del alma son vergonzosos. Haber conseguido mi absolución por esos medios habría sido una tortura para toda mi vida. Pero ¿tú crees realmente que eras digno del amor que yo entonces te mostraba, o que yo ni por un instante pensé que lo fueras? ¿Tú crees realmente que en algún período de nuestra amistad fuiste digno del amor que te mostré, ni que por un instante pensé que lo fueras? Yo sabía que no lo eras. Pero el Amor no trafica en un mercado, ni usa balanza de merca-chifle. Su dicha, como la dicha del intelecto, es sentirse vivo. El objetivo del Amor es amar: ni más ni menos. Tú eras mi enemigo: un enemigo como no ha tenido ningún hom-bre. Yo te había dado mi vida, y para satisfacer las más bajas y despreciables de todas las pasiones humanas, el Odio, la Vanidad y la Codicia, tú la habías tirado. En menos de tres años me habías arruinado completamente desde todos los puntos de vista. Por mi propio bien lo único que podía hacer era amarte. Sabía que, si me permitía odiarte, en el seco desierto de la existencia que tenía que cruzar, y que aún estoy cruzando, no habría peña que no perdiera su sombra, ni palmera que no se secara, ni pozo o agua que no viniera envenenada. ¿Empiezas ahora a comprender un poco? ¿Va despertando tu imaginación del prolongado letargo en que ha estado sumida? Sabes ya lo que es el Odio. ¿Empiezas a barruntar lo que es el Amor, y cómo es el Amor? No es demasiado tarde para que lo aprendas, aunque para enseñártelo haya tenido yo que ir a una celda de presidio.
Tras mi terrible sentencia, cuando me vestí de presidiario y la puerta de la cárcel se ce-rró, me quedé así, entre las ruinas de mi vida maravillosa, aplastado por la angustia, des-atinado por el terror, aturdido por el sufrimiento. Pero no quise odiarte. Todos los días me decía: «Hoy tengo que conservar el Amor en mi corazón, porque si no, ¿cómo soportaré el día?». Me recordaba que, al menos, no habías querido hacerme daño; me obligué a pensar que lo único que habías hecho era tender un arco a la ventura, y la flecha había atravesado a un rey entre las juntas del arnés. Haberte puesto en la balanza con la más pequeña de mis penas, la más mezquina de mis pérdidas, habría sido, pensaba, injusto. Resolví mirarte como a alguien que también sufría. Me forcé a creer que al fin se había caído la venda de tus ojos, tanto tiempo ciegos. Me imaginaba, con dolor, cuál habría si-do tu espanto cuando contemplaste la obra terrible de tus manos. Hubo momentos, inclu-so en aquellos días oscuros, los más oscuros de toda mi vida, en que hasta anhelé conso-larte. Tan seguro estaba de que por fin te habías dado cuenta de lo que habías hecho.
No se me ocurrió entonces que pudieras tener el vicio supremo, la superficialidad. De hecho, fue un verdadero dolor para mí tener que comunicarte que debía reservar forzosa-mente mi primera oportunidad de recibir carta para asuntos familiares; pero mi cuñado me había escrito diciendo que con una sola vez que escribiera a mi mujer, ella, por mí y por nuestros hijos, renunciaría a pedir el divorcio. Sentí que ése era mi deber. Dejando aparte otras razones, no podía soportar la idea de que me separasen de Cyril, mi hermoso, amante y amable hijo, mi amigo sobre todos los amigos, mi compañero sobre todos los compañeros, del que un solo cabello de su cabecita de oro me habría sido más caro y va-lioso, no diré que tú de la cabeza a los pies, sino que toda la crisolita del mundo entero; como siempre lo había sido, aunque yo llegué a entenderlo demasiado tarde.
Dos semanas después de tu petición tuve noticias tuyas. Robert Sherard, el mas valiente y caballeroso de todos los seres brillantes, me viene a ver, y entre otras cosas me dice que en el ridículo Mercure de France, con su absurda afectación de ser el verdadero centro de la corrupción literaria, estás a punto de publicar un artículo sobre mí con muestras de mis cartas. Me pregunta si es realmente por deseo mío. Yo me quedé estupefacto, y muy con-trariado, y di orden de parar aquello inmediatamente. Habías dejado mis cartas por medio para que las robaran tus compañeros chantajistas, para que las escamoteara el servicio de los hoteles, para que las vendieran las criadas. Eso no era más que descuido y falta de apreciación de lo que yo te escribía. Pero que te propusieras seriamente publicar extractos del resto me pareció casi increíble. ¿Y qué cartas eran? No pude informarme. Ésa fue la primera noticia que tuve de ti. Me desagradó.
La segunda llegó poco después. Se habían presentado en la cárcel los abogados de tu padre, y me entregaron personalmente una notificación de fallido por unas miserables 700 libras, el importe de sus costas. Fui declarado insolvente público y se me ordenó comparecer ante el juez. Yo estaba firmemente convencido, y lo sigo estando, y volveré sobre ese tema, de que esas costas las debería haber pagado tu familia. Tú personalmente habías asumido la responsabilidad de afirmar que tu familia las pagaría. Por eso el abo-gado tomó el caso como lo tomó. La responsabilidad era toda tuya. Aun al margen de tu compromiso en nombre de la familia, tenías que haber sentido que eras tú el que había atraído sobre mí toda la ruina; lo menos que se podía hacer era ahorrarme la ignominia añadida de la quiebra por una suma absolutamente despreciable, menos de la mitad de lo que me había gastado en ti en tres cortos meses de verano en Goring. Pero de eso no ha-blemos más por ahora. Sí que recibí por medio del pasante, lo reconozco, un mensaje tu-yo sobre el asunto, o por lo menos relacionado con la ocasión. El día que vino a tomar mis declaraciones, se inclinó sobre la mesa -estábamos en presencia del vigilante-, y, lue-go de consultar un papel que sacó del bolsillo, me dijo en voz baja: «El príncipe Fleur-de-Lys le envía sus recuerdos». Yo me le quedé mirando. Él repitió el mensaje. Yo no le en-tendía. «El caballero está en estos momentos en el extranjero», añadió misteriosamente. Entonces caí de golpe, y recuerdo que, por primera y última vez en toda mi vida de presi-dio, solté la carcajada. En esa carcajada iba todo el desprecio del mundo. ¡El príncipe Fleur-de-Lys! Vi -y los hechos subsiguientes me demostrarían que había visto bien- que nada de lo ocurrido te había hecho comprender lo más mínimo. A tus ojos seguías siendo el príncipe gentil de una comedia trivial, no la figura sombría de un espectáculo trágico. Todo lo que había pasado no era mas que una pluma para la gorra que orla una cabeza estrecha, una flor de adorno para el jubón que oculta un corazón que el Odio, y el Odio solamente, calienta, y que el Amor, y el Amor solamente, encuentra frío. ¡Príncipe Fleur-de-Lys! Sin duda hacías muy bien en comunicarte conmigo bajo nombre supuesto. Yo, en aquellos momentos, no tenía nombre alguno. En la vasta prisión donde entonces estaba encarcelado, no era más que el número y la letra de una pequeña celda de una larga gale-ría, uno entre mil números sin vida, como entre mil vidas sin vida. Pero seguramente habría muchos nombres de verdad en la historia de verdad que te habrían cuadrado mu-cho mejor, y con los que no me habría sido nada difícil reconocerte al instante. No se me ocurrió buscarte tras las lentejuelas de una visera de pacotilla sólo apta para una mascara-da cómica. ¡Ah, si tu alma hubiera estado como para su propia perfección, incluso debe-ría haber estado lacerada de pena, doblegada por el remordimiento y humillada por la aflicción, no habría sido ése el disfraz escogido para entrar a su sombra en la Casa del Dolor! Las cosas grandes de la vida son lo que parecen, y por esa razón, por extraño que te resulte, a menudo son difíciles de interpretar. Pero las cosas pequeñas de la vida son símbolos. Por ellas es como mejor recibimos las lecciones amargas. Tu elección aparen-temente casual de un nombre fingido fue, y lo seguirá siendo, simbólica. Te revela.
Seis semanas después llega una tercera noticia. Me sacan de la enfermería, donde esta-ba en cama muy enfermo, para recibir un mensaje especial de ti por mediación del direc-tor de la prisión. Él me lee una carta que le habías dirigido, donde afirmabas que te pro-ponías publicar un artículo «sobre el caso del señor Oscar Wilde» en el Mercure de France («revista», añadías no se sabe por qué razón, «que es el equivalente de nuestra Fortnightly Reviera») y tenías mucho interés en obtener mi permiso para publicar extrac-tos y selecciones de... ¿qué cartas? ¡Las cartas que yo te había escrito desde Holloway! ¡Las cartas que para ti deberían haber sido lo más sagrado y lo más secreto del mundo entero! ¡Ésas eran las cartas que querías publicar para asombro del ajado décadent, para chismorreo del voraz feuilletoniste, para estupefacción de los personajillos del Quartier Latin! Si en tu corazón no había nada que clamase contra un sacrilegio tan grosero, podí-as haberte acordado al menos del soneto que escribiera quien con tanta pena y desprecio vio vender en Londres, en pública subasta, las cartas de John Keats, y haber entendido al cabo el auténtico sentido de mis versos:

I think they love not Art
Who break the crystal of a poet's heart
Those small and sickly eyes may glare or gloat.
[Yo creo que no aman el Arte / quienes rompen el cristal del corazón de un poeta / para deleite de ojos ruines y enfermizos.]
Porque ¿qué querías demostrar con ese artículo? ¿Que yo te había querido demasiado? El gamin de París ya lo sabía. Todos leen los periódicos, y casi todos escriben en ellos. ¿Que yo era un hombre genial? Los franceses lo habían entendido, y la peculiar calidad de mi genio, mucho mejor que lo entendías tú, o podías entenderlo. ¿Que la genialidad se acompaña con frecuencia de un curioso retorcimiento de la pasión y el deseo? Admirable: pero ese tema hubiera sido más propio de Lombroso que de ti. Además, el fenómeno pa-tológico en cuestión se encuentra también entre los que carecen de genialidad. ¿Que en tu guerra de odio con tu padre yo fui a la vez escudo y arma para los dos? Más aún, ¿que en esa caza atroz de mi vida que tuvo lugar una vez acabada la guerra él no me habría podi-do dar alcance si no estuvieran ya tus redes tendidas a mis pies? Totalmente cierto; pero me dicen que eso ya lo había hecho Henri Bauér la mar de bien. Además, para corroborar su tesis, si tal hubiera sido tu intención, no te hacía falta publicar mis cartas; por lo menos las escritas desde Holloway.
¿Dirás, en respuesta a mis preguntas, que en una de las cartas de Holloway yo mismo te había pedido que intentaras, hasta donde fuera posible, limpiar un poco mi nombre ante alguna pequeña porción del mundo? Ciertamente lo hice. Recuerda cómo y por qué estoy aquí, en este mismo momento. ¿Crees que estoy aquí por mis relaciones con los testigos del juicio? Mis relaciones, reales o supuestas, con esa clase de gente no eran materia de interés ni para el gobierno ni para la sociedad. No sabían nada de ellas, y menos aún les importaban. Estoy aquí por haber intentado llevar a la cárcel a tu padre. El intento fraca-só, por supuesto. Mis propios abogados tiraron la toalla. Tu padre me volvió completa-mente las tornas, y me llevó a la cárcel a mí, y aún me tiene en ella. Por eso se me escar-nece. Por eso se me desprecia. Por eso tengo que cumplir hasta el último día, hasta la úl-tima hora, hasta el último minuto de mi terrible reclusión. Por eso se han denegado mis apelaciones.
Tú eras la única persona que, sin exponerte de ninguna manera a escarnio ni peligro ni culpa, podría haber dado otro color a todo el asunto; haber puesto la cuestión bajo otra luz; haber mostrado hasta cierto punto cómo eran las cosas en realidad. Yo, por supuesto, no habría esperado, ni deseado, que declarases cómo y con qué fin habías buscado mi ayuda cuando tu apuro de Oxford; ni cómo, ni con qué fin, si es que algún fin tenías, prácticamente no te habías despegado de mí durante casi tres años. Mis intentos incesan-tes de cortar una amistad que era tan ruinosa para mí como artista, como hombre de posi-ción, como miembro de la sociedad incluso, no tenían por qué haber sido relatados con la precisión con que aquí se han consignado. Tampoco hubiera querido que describieras las escenas que hacías con tan monótona reiteración; ni que dieras a la imprenta tus maravi-llosas series de telegramas, con su extraña mezcla de romance y finanzas; ni que citaras de tus cartas los pasajes mas repugnantes o despiadados, como yo he tenido que hacer. Aun así, pensé que habría sido bueno, para ti y para mí, que elevaras alguna protesta co-ntra la versión que daba tu padre de nuestra amistad, no menos grotesca que venenosa, y tan absurda en lo tocante a ti como deshonrosa en lo tocante a mí. Esa versión ha pasado ya a la historia seria: se cita, se cree y se relata; el predicador ha hecho de ella su texto, y el moralista su tema baldío; y yo, que hablaba a todas las edades, he tenido que aceptar mi veredicto de un monicaco y bufón. He dicho en esta carta, y reconozco que con cierta acritud, que tal es la ironía de las cosas, que tu padre vivirá para ser el héroe de un opús-culo de catequesis; que a ti se te colocará al lado del niño Samuel, y que mi sitio estará entre Gilles de Retz y el marqués de Sade. Me atrevo a decir que más vale así. No quiero quejarme. Una de las muchas lecciones que se aprenden en la cárcel es que las cosas son lo que son, y serán lo que hayan de ser. Tampoco dudo que el leproso del medievalismo y el autor de Justine serán mejor compañía que Sandford y Merton.
Pero en el momento en que te escribí pensaba que para ti y para mí sería bueno, sería propio, sería acertado no aceptar la historia que tu padre había presentado a través de sus abogados para edificación de un mundo filisteo, y por eso te pedí que pensaras y escribie-ras algo que se acercara más a la verdad. Por lo menos habría sido mejor para ti que gara-batear para los periódicos franceses sobre la vida doméstica de tus padres. ¿Qué les im-portaba a los franceses que tus padres hubieran sido o no felices en su vida doméstica? No se concibe un tema que menos les pudiera interesar. Lo que sí les interesaba era cómo un artista de mi distinción, que por la escuela y movimiento que encarnaba había ejercido una influencia marcada en la dirección del pensamiento francés, podía, tras llevar seme-jante vida, iniciar semejante acción. Si para tu artículo hubieras propuesto publicar las cartas, me temo que incontables, en las que te había hablado de la ruina que estabas aca-rreando a mi vida, de la locura de los estados de ira que estabas dejando que te dominaran con daño tuyo y mío, y de mi deseo, más aún, mi determinación de poner fin a una amis-tad tan funesta para mí en todos los aspectos, yo lo habría entendido, aunque no habría permitido que tales cartas se publicaran; cuando los abogados de tu padre, queriendo sor-prenderme en contradicción, presentaron de pronto ante el tribunal una carta mía que te había escrito en marzo del 93, donde afirmaba que antes que soportar una repetición de las detestables escenas que parecían darte tan terrible placer consentiría de grado en ser «chantajeado por todos los renters de Londres», fue para mí un dolor muy real que ese lado de mi amistad contigo fuera incidentalmente revelado a la mirada del vulgo; pero el que tú fueras tan tardo en ver, tan carente de toda sensibilidad, y tan falto de apreciación de lo raro, lo delicado y lo hermoso, como para tú mismo proponer la publicación de las cartas en las que, y con las que, yo intentaba mantener vivos el espíritu y el alma mismos del Amor, para que pudiera habitar en mi cuerpo a través de los largos años de humilla-ción de ese cuerpo: eso fue, y sigue siendo para mí, causa del dolor más profundo, del desengaño más lacerante. Por qué lo hiciste, temo saberlo demasiado bien. Si el Odio ce-gó tus ojos, la Vanidad te cosió los párpados con hilos de hierro. La facultad «que es lo único que nos permite comprender a los demás en sus relaciones así reales como idea-les», tu egotismo estrecho la había embotado, y el largo desuso la había inutilizado. La imaginación estaba tan encarcelada como yo. La Vanidad había puesto barrotes en las ventanas, y el carcelero se llamaba Odio.
Todo esto tuvo lugar en la primera quincena de noviembre del año antepasado. Un gran río de vida fluye entre ti y una fecha tan distante. Apenas o nada puedes ver a través de un desierto tan ancho. Pero a mí me parece como si hubiera sido, no diré ayer, sino hoy. El sufrimiento es un único momento largo. No lo podemos dividir en estaciones. Sólo podemos registrar sus modos y anotar su retorno. Para nosotros el tiempo en sí no avanza. Gira. Parece dar vueltas en torno a un único centro de dolor. La inmovilidad paralizante de una vida regulada en cada una de sus circunstancias según un patrón invariable, de forma que comemos y bebemos, caminamos y nos acostamos y rezamos, o por lo menos nos arrodillamos en oración, conforme a las leyes inflexibles de una fórmula de hierro: esa inmovilidad, que hace que cada día terrible sea igual a los demás hasta en el menor detalle, parece comunicarse a aquellas fuerzas externas cuya esencia misma es el cambio incesante. De la época de la siembra o de la recolección, de los segadores que se doblan sobre la mies o los vendimiadores que serpean entre las viñas, de la hierba del huerto blanqueada de capullos rotos o salpicada de frutos caídos, no sabemos nada, ni podemos saber nada. Para nosotros sólo hay una estación, la estación del Dolor. Es como si hasta el sol y la luna nos hubieran quitado. Afuera el día podrá ser azul y oro, pero la luz que se filtra por el grueso vidrio del ventanuco enrejado que tenemos encima es gris y miserable. En la celda siempre es atardecer, como en el corazón es siempre medianoche. Y en la es-fera del pensamiento, no menos que en la esfera del tiempo, ya no hay movimiento. Aquello que tú personalmente habrás olvidado hace mucho tiempo, o puedes olvidar con facilidad, a mí me está pasando ahora, y mañana me volverá a pasar. Acuérdate de esto, y podrás comprender un poco el porqué de que te escriba, y te escriba de esta manera.
Una semana después me trasladan aquí. Pasan otros tres meses y mi madre se muere. Tú sabías, nadie mejor, lo mucho que yo la quería y la veneraba. Su muerte fue tan terri-ble para mí que yo, que en tiempos fuera señor del lenguaje, no tengo palabras con que expresar mi angustia y mi vergüenza. Nunca, ni en los días más perfectos de mi desarro-llo como artista, pude tener palabras dignas con que llevar una carga tan augusta, ni acompañar con suficiente majestad de música el purpúreo cortejo de mi pena incomuni-cable. Ella y mi padre me habían legado un nombre que ellos habían ennoblecido y hon-rado no sólo en la Literatura, el Arte, la Arqueología y la Ciencia, sino en la historia pú-blica de mi propio país y en su evolución como nación. Yo había manchado ese nombre eternamente. Había hecho de él un mote bajo entre gente baja. Lo había arrastrado por el mismísimo fango. Lo había entregado a bestias para que lo bestializaran, y a necios para que lo hicieran sinónimo de necedad. Lo que entonces sufrí, y sufro aún, no hay pluma que lo escriba ni papel que lo registre. Mi mujer, que por entonces era buena y cariñosa conmigo, por que yo no oyera la noticia de labios indiferentes o extraños, vino, a pesar de estar enferma, de Génova a Inglaterra para anunciarme ella misma una pérdida tan irrepa-rable, tan irredimible. Me llegaron mensajes de simpatía de todos los que todavía me te-nían afecto. Incluso personas que no me habían conocido personalmente, al saber que en mi vida rota había entrado una nueva aflicción, escribieron pidiendo que se me transmi-tiera alguna expresión de condolencia. Tú solo te mantuviste al margen, y ni me enviaste ningún mensaje ni me escribiste ninguna carta. De tales acciones es mejor decir lo que Virgilio dice en Dante de aquellos cuyas vidas han sido baldías en impulsos nobles y hue-ras de intención: «Non ragioniam di lor, ma guarda, epassa».
Transcurren otros tres meses. El calendario de mi conducta y trabajo diarios que cuelga fuera de la puerta de mi celda, con mi nombre y condena escritos, me dice que estamos en mayo. Mis amigos vienen a verme otra vez. Les pregunto, como hago siempre, por ti. Me dicen que estás en tu villa de Nápoles, y que vas a sacar un libro de poemas. Al final de la entrevista se menciona de pasada que me los vas a dedicar. Esa noticia me dio como una náusea de la vida. No dije nada, pero silenciosamente volví a mi celda con desprecio y desdén en el corazón. ¿Cómo se te pudo ocurrir dedicarme un libro de poemas sin antes pedirme permiso? ¿Ocurrírsete he dicho? ¿Cómo te pudiste atrever a semejante cosa? ¿Darás como respuesta que en los tiempos de mi grandeza y fama yo había consentido en recibir la dedicatoria de tus primeras obras? Ciertamente lo hice; como habría aceptado el homenaje de cualquier otro muchacho que hiciera sus comienzos en el difícil y bello arte de la literatura. Todo homenaje es delicioso para un artista, y doblemente dulce cuando viene de la juventud. El laurel se marchita cuando son manos añosas las que lo cortan. Sólo la juventud tiene derecho a coronar a un artista. Ése es el verdadero privilegio de ser joven, aunque la juventud no lo sepa. Pero los tiempos de humillación e infamia son dife-rentes de los de grandeza y fama. Aún tienes que aprender que la Prosperidad, el Placer y el Éxito pueden ser de grano tosco y fibra vulgar, pero el Dolor es lo más sensible de todo lo creado. No hay nada que se mueva en todo el mundo del pensamiento o del movimien-to a lo que el Dolor no vibre con pulsación terrible, aunque exquisita. La fina hoja batida de oro trémulo que registra la dirección de fuerzas que el ojo es incapaz de ver es grosera en comparación. Es una herida que sangra cuando la toca otra mano que no sea la del Amor, y aun entonces vuelve a sangrar, aunque no sea de sufrimiento.
Pudiste escribir al director de la prisión de Wandsworth solicitando mi permiso para publicar mis cartas en el Mercure de France, «que es el equivalente de nuestra Fortnigh-tly Review». ¿Por qué no haber escrito al director de la prisión de Reading solicitando mi permiso para que me dedicases tus poemas, dándoles la descripción fantástica que te hu-biera parecido? ¿Fue porque en un caso la revista en cuestión tenía mi prohibición de pu-blicar unas cartas cuya propiedad legal, como por supuesto sabes de sobra, era y es exclu-sivamente mía, y en el otro creíste poder salirte con la tuya sin que supiera nada hasta que fuera demasiado tarde para intervenir? El mero hecho de que yo fuera un hombre deshon-rado, arruinado y encarcelado debería haberte movido, si deseabas escribir mi nombre en la primera página de tu libro, a pedírmelo como un favor, un honor, un privilegio. Así es como hay que dirigirse a los que están en la aflicción y en el oprobio.
Allí donde hay Dolor hay terreno sagrado. Algún día te darás cuenta de lo que esto sig-nifica. Hasta entonces no sabrás nada de la vida. Robbie, y naturalezas como la suya, se dan cuenta. Cuando me llevaron de la cárcel al Tribunal de Quiebras entre dos policías, Robbie estaba esperando en el largo y siniestro corredor, para poder, delante de todo el gentío, que ante un gesto tan dulce y simple enmudeció, quitarse gravemente el sombrero ante mí, cuando esposado y con la cabeza gacha pasé junto a él. Hombres han ido al cielo por cosas más pequeñas. Con ese espíritu, y con ese modo de amor, se arrodillaban los santos para besar los pies de los pobres o se inclinaban para besar al leproso en la mejilla. Jamás le he dicho una sola palabra sobre lo que hizo. Este es el momento en que no sé si sabe que reparé siquiera en su acción. No es una cosa que se pueda agradecer formalmen-te en lenguaje formal. La conservo en el tesoro de mi corazón. La guardo ahí como una deuda secreta que me alegra pensar que no podría pagar nunca. Está embalsamada y en-dulzada con la mirra y la casia de muchas lágrimas. Cuando la Sabiduría me ha sido im-provechosa, y la Filosofía estéril, y los proverbios y frases de los que pretendían darme consuelo han sido como polvo y cenizas en mi boca, la memoria de aquel pequeño gesto humilde y silencioso de Amor ha abierto para mí todos los pozos de la piedad, ha hecho al desierto florecer como una rosa, y me ha llevado de la amargura del exilio solitario a la armonía con el corazón herido, roto y grande del mundo. Cuando tú puedas comprender, no sólo lo hermoso que fue el gesto de Robbie, sino por qué significó tanto para mí, y siempre significará tanto, entonces, quizá, te darás cuenta de cómo y con qué espíritu de-berías haberme pedido permiso para dedicarme tus versos.
Hay que decir que en cualquier caso no habría aceptado la dedicatoria. Aunque, posi-blemente, en otras circunstancias me habría agradado que se me hiciera esa petición, la habría denegado por ti, al margen de cuáles fueran mis sentimientos. El primer libro de poemas que en la primavera de su virilidad lanza un muchacho al mundo debe ser como un capullo o una flor primaveral, como el espino blanco del prado de Magdalena o las prímulas de los campos de Cumnor. No debe estar cargado con el peso de una tragedia terrible, repugnante; de un escándalo terrible, repugnante. Haber dejado que mi nombre sirviera como heraldo del libro habría sido un grave error artístico. Habría rodeado la obra entera de una atmósfera equivocada, y en el arte moderno la atmósfera importa mu-cho. La vida moderna es compleja y relativa. Ésas son sus dos notas distintivas. Para re-flejar la primera hace falta atmósfera, con su sutileza de nuances, de sugerencia, de pers-pectivas extrañas; para la segunda hace falta fondo. Por eso la Escultura ha dejado de ser un arte representativo; y por eso la Música es un arte representativo; y por eso la Literatu-ra es, y ha sido, y será siempre el supremo arte representativo.
Tu librito debería haber traído consigo aires sicilianos y arcadios, no la fetidez pestilen-te del banquillo de los criminales ni el aire viciado de la celda de presidio. Y no es sólo que una dedicatoria como la que proponías hubiera sido un error de gusto en Arte; es que desde otros puntos de vista habría sido totalmente indecorosa. Habría parecido una pro-longación de tu conducta antes y después de mi detención. Habría dado a la gente la im-presión de querer ser una estúpida bravata: un ejemplo de esa clase de coraje que se ven-de barato y se compra barato en las calles de la vergüenza. En lo que a nuestra amistad se refiere, Némesis nos ha aplastado a los dos como moscas. La dedicatoria de versos a mí en prisión habría parecido una especie de necio esfuerzo de réplica mordaz, talento del que en tus viejos tiempos de escribidor de cartas horribles -tiempos que espero, sincera-mente y por tu bien, que no vuelvan nunca solías enorgullecerte abiertamente y te jacta-bas con alegría. No habría producido el efecto serio, hermoso, que confío -creo, de he-cho- que buscabas. Si me hubieras consultado, yo te habría aconsejado que retrasaras un poco la publicación de tus versos; o, si eso te desagradaba, que publicaras anónimamente al principio, y después, cuando tu canto hubiera conquistado amantes -la única clase de amantes que realmente vale la pena conquistar-, haberte dado la vuelta y dicho al mundo: «Estas flores que admiráis las he sembrado yo, y ahora se las ofrezco a alguien a quien tenéis por paria y proscrito: son mi tributo a lo que yo amo y reverencio y admiro en él». Pero escogiste mal método y mal momento. Hay un tacto en el amor, y un tacto en la lite-ratura: tú no fuiste sensible ni al uno ni al otro.
Te he hablado largamente sobre este punto para que adviertas todo lo que encierra, y entiendas por qué me apresuré a escribir a Robbie en términos tan desdeñosos y despecti-vos hacia ti, y prohibí tajantemente la dedicatoria, y quise que las palabras que escribía de ti fueran copiadas cuidadosamente y se te enviaran. Sentí que ya era hora de que se te hi-ciera ver, reconocer, comprender un poco de lo que habías hecho. La ceguera puede lle-gar hasta el extremo de ser grotesca, y una naturaleza carente de imaginación, si no se hace nada por espabilarla, se petrifica en insensibilidad absoluta, de modo que aunque el cuerpo coma y beba y tenga sus placeres, el alma, de la que el cuerpo es casa, puede es-tar, como la de Branca d'Oria en Dante, muerta absolutamente. Parece ser que mi carta llegó muy a tiempo. Cayó sobre ti, hasta donde me es dado juzgar, como un trueno. En tu respuesta a Robbie dices haberte quedado «privado de toda capacidad de pensamiento y expresión». En efecto, al parecer no se te ocurre nada mejor que escribir a tu madre que-jándote. Ella, naturalmente, con esa ceguera para tu verdadero bien que ha sido su mal-hadada fortuna y la tuya, te da todos los consuelos imaginables, y arrullado por ella vuel-ves, supongo, a tu desdichado e indigno estado anterior; mientras que, en lo que a mí res-pecta, participa a mis amigos que está «muy disgustada» por la severidad de mis observa-ciones sobre ti. En realidad no sólo a mis amigos les comunica su disgusto, sino también a los que -número mucho más crecido, no hay por qué recordártelo- no son mis amigos; y ahora se me informa, por cauces muy bien dispuestos hacia ti y los tuyos, de que a conse-cuencia de eso mucha de la simpatía que, en razón de mi genio distinguido y mis terribles padecimientos, había ido creciendo en torno a mí, con paso lento pero seguro, se ha disi-pado del todo. Se dice: «¡Vaya! ¡Primero quiso meter en la cárcel al bondadoso padre y fracasó; ahora arremete contra el inocente hijo y le culpa de su fracaso! ¡Cuánta razón teníamos al despreciarle! ¡Cómo se merece nuestro desprecio!». Me parece a mí que, cuando se mencione mi nombre en presencia de tu madre, si no tiene una palabra de pena ni de remordimiento por su parte -no pequeña en la ruina de mi casa, lo más decoroso se-ría que se quedara callada. Y en cuanto a ti, ¿no crees ahora que, en lugar de escribirle a ella con tus quejas, habría sido mejor para ti, en todos los aspectos, escribirme a mí direc-tamente, y haber tenido el coraje de decirme lo que tuvieras que decir? Ya hace casi un año que escribí esa carta. No es posible que hayas pasado todo ese tiempo «privado de toda capacidad de pensamiento y expresión». ¿Por qué no me escribiste? Viste por mi carta lo mucho que me había herido, lo que me había afrentado todo tu comportamiento. Más que eso: viste tu entera amistad conmigo colocada ante ti, por fin, a su verdadera luz, y de un modo que no admitía equívoco. Antaño te había dicho muchas veces que estabas arruinando mi vida. Tú siempre te habías reído. Cuando Edwin Levy, en el comienzo mismo de nuestra amistad, viendo de qué manera me empujabas a cargar con el peso, y la molestia, y hasta el gasto de aquel desdichado aprieto tuyo en Oxford, si hemos de lla-marlo así, a propósito del cual se había recabado su consejo y su ayuda, se pasó una hora entera poniéndome en guardia contra ti, tú te reíste cuando en Bracknell te relaté mi larga e impresionante entrevista con él. Cuando te dije que hasta aquel desdichado que al final compartiría conmigo el banquillo me había avisado más de una vez de que tú serías mu-cho más conducente a mi total destrucción que ninguno de los chicos vulgares a los que tuve la necedad de conocer, tú te reíste, aunque la cosa no pareció divertirte mucho. Cuando mis amigos más prudentes o menos complacientes me avisaron o me dejaron por mi amistad contigo, te reíste con desprecio. Te reíste a carcajadas cuando, al escribirte tu padre su primera carta insultante contra mí, te dije que era consciente de no ser más que una cabeza de turco en vuestra horrenda guerra y que entre los dos acabaríais conmigo. Pero todas esas cosas habían ocurrido como yo dije que sucederían, en lo que hace a re-sultados. No tenías excusa para no ver cómo se había cumplido todo. ¿Por qué no me es-cribiste? ¿Fue cobardía? ¿Fue insensibilidad? ¿Qué fue? El hecho de que yo estuviera indignado contigo, y hubiera manifestado mi indignación, era mayor motivo para escribir. Si mi carta te parecía justa, debías haber escrito. Si te parecía injusta en lo más mínimo, debías haber escrito. Yo esperaba una carta. Estaba seguro de que por fin verías que si el viejo afecto, el amor tantas veces declarado, los mil gestos de cariño mal correspondido que te había prodigado, las mil deudas impagadas de gratitud que me debías; que si todo eso no era nada para ti, el mero deber, el más estéril de todos los lazos que unen a los hombres, te haría escribir. No puedes decir que pensaras seriamente que sólo se me per-mitía recibir comunicaciones de orden práctico de miembros de mi familia. Sabías per-fectamente que cada doce semanas Robbie me mandaba un pequeño resumen de noticias literarias. No cabe cosa más encantadora que sus cartas, por su ingenio, su crítica inteli-gente y concentrada, su ligereza: son cartas de verdad; son como oír hablar a una persona; tienen la calidad de una causerie intime francesa: y en sus delicadas deferencias hacia mí, unas veces apelando a mi juicio, otras a mi sentido del humor, otras a mi instinto de la belleza o a mi cultura y recordándome de cien formas sutiles que en otro tiempo fui para muchos un árbitro del estilo en el Arte, para algunos el árbitro supremo, demuestra tener el tacto del amor además del tacto de la literatura. Sus cartas han sido para mí los peque-ños mensajeros de ese mundo hermoso e irreal del Arte donde en otro tiempo fui Rey, y donde de hecho habría seguido siendo Rey si no me hubiera dejado llevar al mundo im-perfecto de las pasiones groseras e inacabadas, del apetito sin distinción, el deseo sin lí-mite y la codicia informe. Pero, con todo y con eso, no me digas que no podías entender, o concebir al menos en tu propio magín, que, aun por las razones ordinarias de la mera curiosidad psicológica, habría sido para mí más interesante saber de ti que enterarme de que Alfred Austin quería sacar un libro de poemas, o que Street estaba escribiendo crítica de teatro para el Daily Chronicle, o que uno que no sabe decir un panegírico sin tartamu-dear había declarado a la señora Meynell la nueva Sibila del Estilo.
¡Ah, si hubieras sido tú el encarcelado!: no diré que por una falta mía, que una idea tan horrible ni la podría soportar, sino por una falta tuya, por un error tuyo, fe en un amigo indigno, desliz en el cenagal de la sensualidad, confianza mal puesta o amor mal dirigido, o ninguna de esas cosas o todas, ¿crees que yo te habría dejado reconcomerte en las tinie-blas y la soledad sin intentar de alguna manera, por pequeña que fuese, ayudarte a llevar el fardo amargo de tu desgracia? ¿Crees que no te habría hecho saber que si tú sufrías, yo sufría también; que si llorabas, también había lágrimas en mis ojos; y que si yacías en la casa de la servidumbre y despreciado de los hombres, yo con mis propias penas había he-cho una casa donde habitar hasta tu vuelta, un tesoro donde todo lo que los hombres te habían negado estaría guardado para sanarte, aumentado al ciento por uno? Si la amarga necesidad, o la prudencia para mí más amarga aún, me hubieran impedido estar cerca de ti y me hubieran robado la alegría de tu presencia, aunque fuera viéndote entre barrotes y en figura de ignominia, yo te habría escrito a toda hora con la esperanza de que una mera frase, una sola palabra, siquiera un eco entrecortado de Amor te llegase. Si te hubieras negado a recibir mis cartas, aun así habría escrito, para que supieras que en cualquier ca-so siempre había cartas esperándote. Muchos lo han hecho conmigo. Cada tres meses hay personas que me escriben, o que proponen escribirme. Sus cartas y comunicaciones se guardan. Me serán entregadas cuando salga de la cárcel. Sé que están ahí. Sé los nombres de las personas que las han escrito. Sé que están llenas de solidaridad, de bondad y de afecto. Eso me basta. No necesito saber más. Tu silencio ha sido horrible. Y no ha sido un silencio sólo de semanas y meses, sino de años; de años incluso para la cuenta de los que, como tú, viven velozmente en la felicidad, y apenas entrevén los pies dorados de los días que pasan danzando, y pierden el aliento persiguiendo el placer. Es un silencio sin excusa; un silencio sin atenuantes. Yo sabía que tenías los pies de barro. ¿Quién lo iba a saber mejor? Cuando escribí, entre mis aforismos, que eran únicamente los pies de barro los que hacían precioso el oro de la imagen, en ti estaba pensando. Pero no es una imagen de oro con pies de barro lo que has hecho de ti mismo. Con el mismísimo polvo del ca-mino común que las pezuñas del ganado convierten en cieno has modelado tu perfecto retrato para que yo lo mire, de modo que, no importa cuál hubiera sido mi deseo secreto, me fuera ya imposible sentir otra cosa que desprecio y desdén por ti, y sentir otra cosa que desprecio y desdén por mí mismo. Y dejando a un lado todas las demás razones, tu indiferencia, tu respeto del mundo, tu insensibilidad, tu prudencia, como lo quieras lla-mar, se me ha hecho doblemente amarga por las peculiares circunstancias que acompaña-ron o siguieron a mi caída.
Otros desgraciados, cuando los meten en la cárcel, aunque despojados de la belleza del mundo, al menos están a salvo, en alguna medida, de los golpes más mortíferos del mun-do, de sus dardos más temibles. Pueden ocultarse en lo oscuro de sus celdas, y de su pro-pia desgracia hacer como un santuario. El mundo, una vez que ha conseguido lo que que-ría, sigue su camino, y a ellos les deja sufrir en paz. No ha sido así conmigo. Pena tras pena han venido a llamar a las puertas de la cárcel en mi busca. Han abierto de par en par las puertas y las han dejado entrar. Pocos o ninguno de mis amigos han podido verme. Pero mis enemigos han tenido paso franco a mí siempre. Dos veces en mis comparecen-cias públicas ante el Tribunal de Quiebras, otras dos veces en mis traslados públicos de una prisión a otra, he sido expuesto en condiciones de humillación indescriptible a la mi-rada y la mofa de los hombres. El mensajero de la Muerte me ha traído sus noticias y ha seguido adelante, y en total soledad, y aislado de todo lo que pudiera darme consuelo o sugerir alivio, he tenido que soportar la carga intolerable de tristeza y remordimiento que el recuerdo de mi madre ponía sobre mí y sigue poniendo. Apenas el tiempo había embo-tado, que no curado, esa herida, cuando me llegan de mi esposa cartas violentas, duras y amargas, por conducto de su abogado. De inmediato se me acusa y amenaza de pobreza. Eso lo puedo soportar. Puedo hacerme a cosas aún peores. Pero me arrebatan legalmente a mis dos hijos; y eso es y seguirá siendo siempre para mí un motivo de aflicción infinita, de suplicio infinito, de dolor sin fin y sin límite. Que la ley decida, y se arrogue la facul-tad de decidir, que yo soy indigno de estar con mis propios hijos, eso es absolutamente horrible para mí. La ignominia de la prisión no es nada comparada con eso. Envidio a los otros hombres que pasean el patio conmigo. Estoy seguro de que sus hijos los esperan, aguardan su venida, los recibirán con dulzura.
Los pobres son más sabios, más caritativos, más bondadosos, más sensibles que noso-tros. A sus ojos la cárcel es una tragedia en la vida de un hombre, un infortunio, un per-cance, algo que reclama la solidaridad de los demás. Hablan del que está encarcelado, y no dicen sino que está «en un apuro». Es la expresión que usan siempre, y lleva dentro la sabiduría perfecta del Amor. En la gente de nuestro rango no es así. Entre nosotros la cár-cel te hace un paria. Yo, y la gente como yo, apenas si tenemos derecho al aire y al sol. Nuestra presencia contamina los placeres de los demás. Nadie nos acoge cuando reapare-cemos. Revisitar los atisbos de la luna no es para nosotros. Hasta nuestros hijos nos qui-tan. Esos bellos vínculos con la humanidad se rompen. Estamos condenados a estar solos, aunque nuestros hijos vivan. Se nos niega lo único que podría sanarnos y ayudarnos, po-ner bálsamo en el corazón golpeado y paz en el alma dolorida.
Y a todo eso se ha añadido el hecho pequeño y duro de que con tus acciones y con tu si-lencio, con lo que has hecho y lo que has dejado sin hacer, has conseguido que cada día de mi largo encarcelamiento se me hiciera todavía más difícil de soportar. Hasta el pan y el agua de la prisión los has cambiado con tu conducta: lo uno lo has hecho amargo, lo otro salobre para mí. La tristeza que deberías haber compartido la has duplicado, el dolor que deberías haber tratado de aliviar lo has hecho angustia. No me cabe ninguna duda de que no era ésa tu intención. Sé que no era ésa tu intención. Fue simplemente ese «único defecto verdaderamente fatal de tu carácter, tu absoluta falta de imaginación».
Y el final de todo es que tengo que perdonarte. He de hacerlo. No escribo esta carta pa-ra poner amargura en tu corazón, sino para arrancarla del mío. Por mi propio bien tengo que perdonarte. No puede uno tener siempre una víbora comiéndole el pecho, ni levantar-se todas las noches para sembrar abrojos en el jardín del alma. No me será nada difícil hacerlo, si tú me ayudas un poco. Todo lo que me hicieras en los viejos tiempos siempre lo perdonaba de buen grado. Entonces eso no te hacía ningún bien. Sólo aquel en cuya vida no haya ninguna mancha puede perdonar pecados. Pero ahora que estoy humillado y deshonrado es otra cosa. Mi perdón ahora debería significar mucho para ti. Algún día te darás cuenta. Sea enseguida o no, pronto o tarde o nunca, para mí el camino está claro. No puedo permitir que vayas por la vida con el peso en el corazón de haber arruinado a un hombre como yo. Ese pensamiento podría sumirte en una indiferencia despiadada, o en una tristeza morbosa. Tengo que tomar ese peso de ti y echarlo sobre mis hombros.
Tengo que decirme que ni tú ni tu padre, multiplicados por mil, podríais haber arruina-do a un hombre como yo; que yo me arruiné; y que nadie, ni grande ni pequeño, se arrui-na si no es por su propia mano. Estoy totalmente dispuesto a hacerlo. Estoy intentando hacerlo, aunque en estos momentos no te lo parezca. Si he presentado esta acusación in-misericorde contra ti, piensa qué acusación presento sin misericordia contra mí. Lo que tú me hiciste fue terrible, pero lo que yo me hice fue mucho más terrible aún.
Yo era un hombre que estaba en relaciones simbólicas con el arte y la cultura de mi época. Eso lo había comprendido yo solo ya en los albores de mi edad adulta, y se lo ha-bía hecho comprender a mi época después. Pocos mantienen esa posición en vida y la ven reconocida. La suele descubrir, si la descubre, el historiador, o el crítico, mucho después de que el hombre y su tiempo hayan pasado. En mi caso no fue así. La sentí yo mismo, e hice que otros la sintieran. Byron fue una figura simbólica, pero sus relaciones fueron con la pasión de su época y su cansancio de la pasión. Las mías eran con algo mas noble, más permanente, de consecuencias más vitales, de mayor alcance.
Los dioses me lo habían dado casi todo. Tenía genialidad, un apellido distinguido, posi-ción social elevada, brillantez, osadía intelectual; hacía del arte una filosofía, y de la filo-sofía un arte; alteraba las mentes de los hombres y los colores de las cosas; no había nada que dijera o hiciera que no causara asombro; tomé el teatro, la forma más objetiva que conoce el arte, y lo convertí en un modo de expresión tan personal como la canción o el soneto, a la vez que ensanchaba su radio y enriquecía su caracterización; teatro, novela, poema en rima, poema en prosa, diálogo sutil o fantástico, todo lo que tocaba lo hacía hermoso con un género nuevo de hermosura; a la verdad misma le di lo falso no menos que lo verdadero como legítimos dominios, y mostré que lo falso y lo verdadero no son sino formas de existencia intelectual. Traté el Arte como la realidad suprema, la vida co-mo un mero modo de ficción; desperté la imaginación de mi siglo de suerte que crease mito y leyenda alrededor de mí; resumí todos los sistemas en una frase, y toda la existen-cia en una agudeza.
Junto con esas cosas, tenía otras distintas. Me dejaba arrastrar a largas rachas de indo-lencia sensual y sin sentido. Me divertía ser un fláneur, un dandy, un personaje mundano. Me rodeaba de naturalezas mezquinas y de mentes inferiores. Vine a ser el manirroto de mi propio genio, y malbaratar una juventud eterna me proporcionaba un curioso gozo. Cansado de estar en las alturas, iba deliberadamente a las bajuras en busca de nuevas sen-saciones. Lo que la paradoja era para mí en la esfera del pensamiento, eso vino a ser la perversidad en la esfera de la pasión. El deseo, al final, era una enfermedad, o una locura, o ambas cosas. Me hice desatento a las vidas de los demás. Tomaba el placer donde me placía y seguía de largo. Olvidé que cada pequeña acción de cada día hace o deshace el carácter, y que por lo tanto lo que uno ha hecho en la cámara secreta lo tiene que vocear un día desde los tejados. Dejé de ser Señor de mí mismo. Ya no era el Capitán de mi Al-ma, y no lo sabía. Dejé que tú me dominaras, y que tu padre me atemorizara. Acabé en una espantosa deshonra. Ahora para mí sólo queda una cosa, la absoluta Humildad: lo mismo que para ti sólo queda una cosa, la absoluta Humildad también. Te vendría bien bajar al polvo y aprenderla a mi lado.
Llevo en la cárcel casi dos años. De mi naturaleza ha brotado la desesperación salvaje; un abandono al dolor que era penoso de ver; ira terrible e impotente; amargura y despre-cio; angustia que lloraba a gritos; tormento que no encontraba voz; tristeza muda. He pa-sado por todos los modos posibles del sufrimiento. Mejor que el propio Wordsworth sé lo que Wordsworth quería decir cuando escribió:

Suffering is permanent, obscure, and dark
And has the nature of Infinity.

[El sufrimiento es permanente, oscuro y tenebroso, / y posee el carácter de la Infinitud.]

Pero, aunque a veces me regocijara en la idea de que mis sufrimientos fueran intermi-nables, no podía soportar que no tuvieran sentido. Ahora encuentro escondido en mi natu-raleza algo que me dice que no hay nada en el mundo que carezca de sentido, y el sufri-miento menos que nada. Ese algo escondido en mi naturaleza, como un tesoro en un campo, es la Humildad.
Es lo último que me queda, y lo mejor: el descubrimiento final al que he llegado; el punto de partida de un nuevo derrotero. Me ha venido de dentro de mí mismo, y por eso sé que ha venido cuando debía. No podría haber venido ni antes ni después. Si alguien me lo hubiera dicho lo habría rechazado. Si me lo hubieran traído lo habría rehusado. Como yo lo encontré, quiero conservarlo. Tengo que conservarlo. Es la única cosa que contiene los elementos de la vida, de una nueva vida, de una Vita Nuova para mí. De todas las co-sas es la más extraña. No se la puede dar, ni nos la puede dar otro. No se puede adquirir si no es cediendo todo lo que uno tiene. únicamente cuando ha perdido todas las cosas sabe uno que la posee.
Ahora que me doy cuenta de lo que hay dentro de mí, veo con toda claridad lo que ten-go que hacer, lo que de hecho debo hacer. Y cuando empleo una expresión así, no hace falta que te diga que no estoy aludiendo a ninguna sanción o mandato exteriores. No ad-mito ninguno. Soy mucho mas individualista que nunca. Nada me parece del menor valor salvo lo que uno saca de sí mismo. Mi naturaleza está buscando un modo nuevo de auto-rrealización. Eso es lo único que me interesa. Y lo primero que tengo que hacer es li-brarme de cualquier posible acritud de sentimiento hacia ti.
Estoy completamente sin dinero, y absolutamente sin hogar. Pero hay en el mundo co-sas peores. Con toda franqueza te digo que antes que salir de esta prisión con amargura en el corazón contra ti o contra el mundo, iría contento y alegre mendigando el pan de puerta en puerta. Si no me dieran nada en la casa del rico, algo me darían en la del pobre. Los que tienen mucho son con frecuencia avarientos. Los que tienen poco siempre com-parten. No me importaría nada dormir en la hierba fresca en el verano, y cuando entrase el invierno cobijarme al calor de la niara apretada, o bajo el saledizo de un granero, mien-tras tuviera amor en mi corazón. Las exterioridades de la vida me parecen ahora carentes de importancia. Ya ves a qué intensidad de individualismo he llegado, o más bien estoy llegando, porque el viaje es largo, y «donde yo pongo el pie hay espinas».
Por supuesto que sé que no me tocará pedir limosna por los caminos, y que si alguna vez me tiendo a la noche en la hierba verde será para escribir sonetos a la Luna. Cuando salga de la cárcel, Robbie me estará esperando al otro lado del portón de hierro, y él es el símbolo no sólo de su propio afecto, sino del afecto de muchos más. Creo que en cual-quier caso tendré bastante para ir tirando durante año y medio, de modo que, si no puedo escribir libros hermosos, podré al menos leer libros hermosos, y ¿cabe alegría mayor? Después espero poder recrear mi facultad creadora. Pero si las cosas fueran distintas; si no me quedara un amigo en el mundo; si no hubiera una sola casa abierta para mí siquiera por compasión; si tuviera que aceptar el zurrón y el capote raído de la pura indigencia; mientras me viera libre de resentimiento, dureza y acritud podría afrontar la vida con mu-cha más calma y confianza que si mi cuerpo vistiera de púrpura y lino fino, y dentro el alma estuviera enferma de odio. Y realmente no voy a tener dificultad para perdonarte. Pero para que sea un placer para mí es preciso que tú sientas que lo quieres. Cuando realmente lo quieras lo encontrarás esperándote.
No es preciso que te diga que mi tarea no termina ahí. En ese caso sería comparativa-mente fácil. Es mucho más lo que me aguarda. Tengo montes mucho más escarpados que subir, valles mucho más oscuros que cruzar. Y todo lo he de sacar de mí mismo. Ni la Religión, ni la Moral, ni la Razón me pueden ayudar.
La Moral no me ayuda. Yo nací antinomista. Soy de ésos que están hechos para las ex-cepciones, no para las leyes. Pero aunque veo que no hay nada malo en lo que uno hace, veo que hay algo malo en lo que uno llega a ser. Está bien haberlo aprendido.
La Religión no me ayuda. La fe que otros ponen en lo que no se ve, yo la pongo en lo que se puede tocar y mirar. Mis Dioses moran en templos hechos con manos, y dentro del círculo de la experiencia real se perfecciona y completa mi credo: acaso se complete de-masiado, porque como muchos o todos los que han puesto su Cielo en esta tierra, he ha-llado en él no solo la hermosura del Cielo, sino también el horror del Infierno. Cuando pienso en la Religión, pienso que me gustaría fundar una orden para los que no creen: la Cofradía de los Huérfanos se podría llamar, y allí, en un altar sin ninguna vela encendida, un sacerdote, en cuyo corazón la paz no tuviera asilo, podría celebrar con pan sin bende-cir y un cáliz vacío de vino. Todo para ser verdad ha de hacerse religión. Y el agnosti-cismo debe tener su ritual lo mismo que la fe. Ha sembrado sus mártires, debería cose-char sus santos, y alabar a Dios todos los días por haberse ocultado a los ojos de los hom-bres. Pero, ya sea fe o agnosticismo, no puede ser nada exterior a mí. Sus símbolos los tengo que crear yo. Sólo es espiritual lo que hace su propia forma. Si no encuentro su se-creto dentro de mí, nunca lo encontraré. Si no lo tengo ya, no vendrá a mí jamás.
La Razón no me ayuda. Me dice que las leyes por las que se me condena son leyes equivocadas e injustas, y que el sistema por el que he padecido es un sistema equivocado e injusto. Pero, de algún modo, tengo que hacer que ambas cosas sean justas y acertadas para mí. Y exactamente como en el Arte lo único que interesa es lo que determinada cosa es para uno en determinado momento, así también en la evolución ética del carácter. Yo tengo que hacer que todo lo que me ha ocurrido sea bueno para mí. La cama de tabla, la comida asquerosa, las duras sogas que hay que deshacer en estopa hasta que las yemas de los dedos se acorchan de dolor, los menesteres serviles con que empieza y termina cada día, las órdenes brutales que parecen inseparables de la rutina, el espantoso traje que hace grotesco el dolor, el silencio, la soledad, la vergüenza: todas y cada una de esas cosas las tengo que transformar en experiencia espiritual. No hay una sola degradación del cuerpo que no deba tratar de convertir en espiritualización del alma.
Quiero llegar a poder decir, con toda sencillez, sin afectación, que los dos grandes pun-tos de inflexión de mi vida fueron cuando mi padre me mandó a Oxford y cuando la so-ciedad me mandó a la cárcel. No diré que sea lo mejor que me podría haber ocurrido, porque esa frase sabría a amargura excesiva conmigo mismo. Preferiría decir, o que se dijera de mí, que fui tan hijo de mi época que en mi contumacia, y por esa contumacia, convertí las cosas buenas de mi vida en mal, y las cosas malas de mi vida en bien. Pero poco importa lo que yo diga o digan los demás. Lo importante, lo que tengo ante mí, lo que tengo que hacer si no quiero estar durante el breve resto de mis días lisiado, desfigu-rado e incompleto, es absorber en mi naturaleza todo lo que se me ha hecho, hacerlo parte de mí, aceptarlo sin queja, ni miedo, ni renuencia. El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien.
Cuando llegué a la cárcel hubo quienes me aconsejaron que intentara olvidarme de quién era. Fue un consejo ruinoso. Sólo dándome cuenta de lo que soy he encontrado consuelo de algún tipo. Ahora otros me aconsejan que cuando salga intente olvidar que alguna vez estuve encarcelado. Sé que eso sería igualmente fatal. Significaría estar siem-pre obsesionado por una sensación intolerable de ignominia, y que esas cosas que están hechas para mí como para todos los demás -la belleza del sol y de la luna, el desfile de las estaciones, la música del amanecer y el silencio de las grandes noches, la lluvia que cae entre las hojas o el rocío que se encarama a la hierba y la baña de plata-, se contaminarían todas para mí, y perderían su poder de curar y su poder de comunicar alegría. Rechazar las propias experiencias es detener el propio desarrollo. Negar las propias experiencias es poner una mentira en los labios de la propia vida. Es nada menos que renegar del Alma. Pues así como el cuerpo absorbe cosas de todas clases, cosas vulgares y sucias no menos que las que el sacerdote o una visión ha purificado, y las convierte en fuerza o velocidad, en el juego de bellos músculos y el modelado de carne hermosa, en las curvas y colores del pelo, de los labios, del ojo; así el Alma, a su vez, tiene también sus funciones nutriti-vas, y puede transformar en estados de pensamiento nobles, y pasiones de alto valor, lo que en sí es bajo, cruel y degradante: más aún, puede encontrar en eso sus modos mas augustos de afirmación, y a menudo alcanzar su revelación más perfecta mediante aque-llo que iba orientado a profanar o a destruir.
El hecho de haber sido preso común de un presidio común yo lo tengo que aceptar francamente, y, por curioso que pueda parecerte, una de las cosas que tendré que apren-der yo solo será a no avergonzarme de él. Debo aceptarlo como un castigo, y, si uno se avergüenza de haber sido castigado, el castigo no le habrá servido de nada. Por supuesto que hay muchas cosas por las que se me condenó que yo no había hecho, pero también hay muchas cosas por las que se me condenó que había hecho, y un número todavía ma-yor de cosas en mi vida de las que nunca fui inculpado siquiera. Y en cuanto a lo que he dicho en esta carta, que los dioses son extraños y nos castigan tanto por lo que hay de bueno y humano en nosotros como por lo que hay de malo y perverso, debo aceptar el hecho de que a uno se le castiga por el bien lo mismo que por el mal que hace. No me cabe duda de que está en razón que así sea. Es algo que ayuda, o debería ayudar, a com-prender ambas cosas, y a no envanecerse demasiado de ninguna de las dos. Y si yo en-tonces no me avergüenzo de mi castigo, como espero no avergonzarme, podré pensar y moverme y vivir con libertad.
Muchos hombres excarcelados sacan consigo la prisión al aire, la ocultan como una in-famia secreta en el corazón, y al cabo, como pobres cosas envenenadas, se arrastran a morir en un rincón. Es penoso que tengan que hacerlo, y es malo, muy malo, que la So-ciedad los obligue a hacerlo. La Sociedad se arroga el derecho de infligir castigos atroces al individuo, pero también tiene el vicio supremo de la superficialidad, y no alcanza a darse cuenta de lo que ha hecho. Cuando el castigo del hombre termina, la Sociedad le deja a sus recursos: es decir, le abandona en el preciso momento en que empieza su deber más alto para con él. La verdad es que se avergüenza de sus propias acciones, y rehuye a aquellos a los que ha castigado, como se rehuye a un acreedor al que no se puede pagar, o a aquel a quien se ha hecho un mal irreparable e irremisible. Yo por mi parte sostengo que, si yo comprendo lo que he sufrido, la Sociedad debe comprender lo que me ha infli-gido, y que no debe haber ni amargura ni odio por ninguna de las partes.
Claro que sé que desde un punto de vista las cosas se me harán más cuesta arriba que a otros; así ha de ser, por la propia naturaleza del caso. Los pobres ladrones y proscritos que están encarcelados aquí conmigo son en muchos aspectos más afortunados que yo. El caminito de gris ciudad o verde campo que vio su pecado es pequeño; para encontrar a quienes no sepan nada de lo que han hecho no tienen que ir más allá de lo que vuela un pájaro entre el crepúsculo del alba y el alba misma; pero para mí «el mundo se ha reduci-do a la anchura de una mano», y dondequiera que vaya mi nombre está escrito con plomo sobre las peñas. Porque yo no he venido de la oscuridad a la notoriedad momentánea del delito, sino de una especie de eternidad de fama a una especie de eternidad de infamia, y a veces a mí mismo me parece haber demostrado, si hacía falta demostrarlo, que de lo famoso a lo infame no hay más que un paso, si lo hay.
Aun así, en el propio hecho de que la gente me haya de reconocer allí donde vaya, y sa-berlo todo de mi vida en lo que ha tenido de desvarío, distingo algo bueno para mí. Me impondrá la necesidad de volver a afirmarme como artista, y tan pronto como me sea po-sible. Si soy capaz de hacer siquiera otra obra de arte hermosa podré quitarle a la malicia su veneno, y a la cobardía su mofa, y arrancar de raíz la lengua del escarnio. Y si la vida es, como sin duda lo es, un problema para mí, también yo soy un problema para la Vida. La gente ha de adoptar una actitud hacia mí, y con ello juzgarse y juzgarme. No es nece-sario que diga que no hablo de personas concretas. Los únicos con los que me interesaría estar son los artistas y las personas que han sufrido: los que saben lo que es la Belleza, y los que saben lo que es el Dolor; nadie más me interesa. Ni le planteo exigencias a la Vi-da. En todo lo que he dicho me preocupa únicamente mi actitud mental hacia la vida en su totalidad; y siento que no avergonzarme de haber sido castigado es una de las primeras metas que tengo que alcanzar, para mi propia perfección, y por lo imperfecto que soy.
Después tengo que aprender a ser feliz. En otro tiempo lo supe, o creí saberlo, por ins-tinto. En otro tiempo mi corazón estaba siempre en primavera. Mi temperamento era hermano de la dicha. Yo llenaba mi vida de placer hasta el borde, como se llena hasta el borde una copa de vino. Ahora estoy afrontando la vida desde una óptica completamente nueva, y hasta lo que es imaginar la felicidad me resulta a menudo extremadamente difí-cil. Recuerdo que en mi primer curso de Oxford leí en el Renacimiento de Pater -ese libro que ha tenido una influencia tan extraña sobre mi vida- que Dante coloca en las bajuras del Infierno a los que viven empecinados en la tristeza; y me fui a la biblioteca del cole-gio y miré el pasaje de la Divina Comedia donde bajo la ciénaga terrible yacen los que estuvieron «tristes en el aire dulce», repitiendo para siempre en sus suspiros:

Tristi fummo
nell' aer dolce che dal sol s'allegra.

[Tristes estuvimos / en el aire dulce que con el sol se alegra.]

Yo sabía que la Iglesia condenaba la accidia, pero la idea toda me parecía muy fantásti-ca, el tipo de pecado, me dije, que inventa un sacerdote que no sabe nada de la vida real. Ni entendía tampoco que Dante, que dice que «el dolor nos recasa con Dios», pudiera ser tan duro con los enamorados de la melancolía, si verdaderamente los hubiera. No tenía ni idea de que un día ésa iba a ser una de las mayores tentaciones de mi vida.
Mientras estuve en la prisión de Wandsworth anhelaba morir. Era mi único deseo. Cuando tras dos meses en la enfermería me trasladaron aquí, y vi que poco a poco iba mejorando mi salud física, me puse rabioso. Decidí suicidarme el mismo día que saliera de la cárcel. Al cabo de un tiempo ese mal ánimo pasó, y resolví vivir, pero vestido de tinieblas como un Rey se viste de púrpura: no volver a sonreír; convertir toda casa donde entrara en casa de duelo; hacer a mis amigos caminar despacio y tristes conmigo; ense-ñarles que la melancolía es el verdadero secreto de la vida; lisiarlos con un dolor ajeno; desfigurarlos con mi pena. Ahora pienso de otro modo muy distinto. Veo que sería des-agradecido y malo si cuando mis amigos vienen a verme pusiera una cara tan larga que ellos tuvieran que ponerla más larga aún para solidarizarse; o, si quisiera recibirlos, invi-tarlos a sentarse en silencio a comer hierbas amargas y asados funerarios. Tengo que aprender a estar alegre y contento.
En las dos últimas ocasiones en que se me permitió ver aquí a mis amigos traté de estar lo más alegre posible, y manifestar mi alegría para compensarlos siquiera levemente por la molestia de haber hecho todo el viaje desde Londres para visitarme. Es una compensa-ción pequeña, lo sé, pero estoy seguro de que es la que más les agrada. El sábado hará una semana que vi a Robbie durante una hora, y traté de dar la expresión más completa posible del deleite que realmente me producía nuestro encuentro. Y que, en los principios y las ideas que aquí me estoy forjando, voy bien encaminado, me lo demuestra el hecho de que es ahora cuando, por primera vez desde mi encarcelamiento, tengo un verdadero deseo de vivir.
Es tanto lo que me queda por hacer, que me parecería una terrible tragedia morir antes de haber podido completar siquiera una pequeña parte. Veo nuevos caminos en el Arte y en la Vida, cada uno de los cuales es un modo inédito de perfección. Anhelo vivir para poder explorar lo que para mí es nada menos que un mundo nuevo. ¿Quieres saber qué es ese mundo nuevo? Creo que te lo puedes imaginar. Es el mundo en el que vivo hace al-gún tiempo.
El dolor, pues, y todo lo que enseña, es mi mundo nuevo. Yo vivía enteramente para el placer. Rehuía el dolor y el sufrimiento de cualquier clase. Los detestaba. Estaba resuelto a no verlos en lo posible, es decir, a tratarlos como modos de imperfección. No eran parte de mi plan de vida. No tenían sitio en mi filosofía. Mi madre, que conocía la vida como un todo, solía citarme a menudo los versos de Goethe, escritos por Carlyle en un libro que le había regalado años atrás, y traducidos, me figuro, también por él:

Who never ate his bread in sorrow,
Who never spent the midnight hours
Weeping and waiting for the morrow,
He knows you not, ye Heavenly Powers.

[El que nunca comió su pan con dolor, / el que nunca pasó las horas de la medianoche / llorando y espe-rando a la mañana, / ése no os conoce, Potencias Celestiales.]

Eran los versos que aquella noble Reina de Prusia, a quien Napoleón trató con tan gro-sera brutalidad, citaba en su humillación y exilio; eran versos que mi madre citaba a me-nudo en las tribulaciones de sus últimos años; yo me negaba en rotundo a aceptar o admi-tir la enorme verdad oculta en ellos. No la podía entender. Recuerdo muy bien que le de-cía que yo no quería comer mi pan con dolor, ni pasar ninguna noche llorando y esperan-do despierto un amanecer más amargo. No tenía yo ni idea de que era una de las cosas especiales que los Hados me tenían reservadas; que durante un año entero de mi vida, realmente, iba a hacer poco más. Pero es así como se me ha adjudicado mi parte; y duran-te los últimos meses, tras terribles luchas y dificultades, he podido comprender algunas de las lecciones que se ocultan en el corazón de la pena. Los clérigos, y la gente que usa frases sin sabiduría, hablan a veces del sufrimiento como un misterio. La verdad es que es una revelación. Se descubren cosas que uno nunca había descubierto. La historia entera se ve desde otra óptica. Lo que sobre el Arte se había sentido oscuramente por instinto, se comprende intelectual y emocionalmente con perfecta claridad de visión y absoluta inten-sidad de aprehensión.
Yo veo ahora que el dolor, por ser la emoción suprema de que el hombre es capaz, es a la vez el tipo y la prueba de todo gran Arte. Lo que el artista va siempre buscando es ese modo de existencia en el que alma y cuerpo son una unidad indivisible; en el que lo exte-rior es expresivo de lo interior; en el que la Forma revela. De tales modos de existencia hay no pocos: la juventud y las artes atentas a la juventud pueden servirnos de modelo en un momento; en otro quizá pensemos que, por su sutileza y sensibilidad de impresión, su sugerencia de un espíritu que habita en las cosas externas y se reviste de tierra y aire, de bruma y ciudad por igual, y por la mórbida simpatía de sus estados, y tonos y colores, el arte del paisaje moderno está realizando para nosotros pictóricamente lo que los griegos realizaron con tal perfección plástica. La música, en la que todo contenido está absorbido en la expresión y no se puede separar de ella, es un ejemplo complejo, y una flor o un ni-ño son un ejemplo simple de lo que quiero decir: pero el Dolor es el tipo acabado, lo mismo en la vida que en el Arte.
Tras la Alegría y la Risa puede haber un temperamento grosero, duro y encallecido. Pe-ro tras el Dolor siempre hay Dolor. La Pena, a diferencia del Placer, no lleva mascara. La verdad en el Arte no es ninguna correspondencia entre la idea esencial y la existencia ac-cidental; no es la semejanza de figura y sombra, ni de la forma reflejada en el cristal y la forma misma; no es ningún Eco que baje de la oquedad de un monte, como no es el pozo de agua de plata en el valle que muestra la Luna a la Luna y Narciso a Narciso. La verdad en el Arte es la unidad de la cosa consigo misma; lo exterior hecho expresivo de lo inter-ior; el alma encarnada; el cuerpo movido por el espíritu. Por eso no hay verdad compara-ble al Dolor. Hay momentos en que el Dolor me parece ser la única verdad. Otras cosas podrán ser ilusiones de la vista o del apetito, hechas para cegar lo uno y empachar lo otro, pero con el Dolor se han construido mundos, y en el nacimiento de un niño o de una es-trella hay dolor.
Más que eso: hay en torno al Dolor una intensa, una extraordinaria realidad. He dicho de mí que estaba en relaciones simbólicas con el arte y la cultura de mi época. No hay un solo hombre desdichado de los que están conmigo en este lugar desdichado que no esté en relaciones simbólicas con el secreto mismo de la vida. Porque el secreto de la vida es el sufrimiento. Eso es lo que se oculta detrás de todo. Cuando empezamos a vivir, lo dul-ce es tan dulce para nosotros, y lo amargo es tan amargo, que inevitablemente dirigimos todos nuestros deseos al placer, y aspiramos no ya a «alimentarnos de miel un mes o dos», sino a no probar otro alimento en todos nuestros años, ignorantes de que mientras tanto podemos estar realmente matando de hambre el alma.
Recuerdo haber hablado una vez sobre este tema con una de las personalidades mas hermosas de cuantas he conocido: una mujer, cuya simpatía y noble bondad hacia mí an-tes y después de la tragedia de mi encarcelamiento sería imposible describir; que verda-deramente me ha ayudado, aunque ella no lo sabe, a soportar el peso de mis males más que nadie en el mundo; y todo por el mero hecho de su existencia: por ser lo que es, en parte un ideal y en parte una influencia, una sugerencia de lo que uno podría llegar a ser y a la vez una ayuda real para llegar a serlo, un alma que embalsama el aire común y hace parecer lo espiritual tan natural y sencillo como la luz del sol o el mar, una persona para quien la Belleza y el Dolor caminan de la mano y tienen el mismo mensaje. En la ocasión que ahora tengo presente recuerdo nítidamente haberle dicho que en una sola callejuela de Londres había sufrimiento bastante para demostrar que Dios no amaba al hombre, y que dondequiera que hubiera dolor, aunque sólo fuera el de un niño en un jardincillo llo-rando por una falta que hubiese o no cometido, la entera faz de la creación quedaba des-figurada por completo. Estaba totalmente equivocado. Ella me lo dijo, pero yo no la po-día creer. No estaba en la esfera en donde se alcanza esa convicción. Ahora me parece que el Amor de alguna clase es la única explicación posible de la extraordinaria cantidad de sufrimiento que hay en el mundo. No concibo otra explicación. Estoy convencido de que no la hay, y de que si, como he dicho, se han construido mundos con el Dolor, ha si-do por las manos del Amor, porque de ninguna otra manera podía el Alma del hombre para quien se han hecho los mundos alcanzar la plena estatura de su perfección. Placer para el cuerpo hermoso, pero Dolor para el Alma hermosa.
Cuando digo que estoy convencido de estas cosas hablo con demasiado orgullo. A lo le-jos, como una perla perfecta, se ve la ciudad de Dios. Es tan maravillosa que parece como si un niño pudiera alcanzarla en un día de verano. Y un niño podría. Pero para mí y los que son como yo es diferente. Se puede captar una cosa en un momento único, pero se la pierde en las largas horas que le siguen con pies de plomo. Es tan difícil mantener «las alturas que el alma es capaz de coronar». Es en la Eternidad donde pensamos, pero nos movemos despacio por el Tiempo; y de cómo pasa de despacio el tiempo para los que estamos en la cárcel no hace falta que vuelva a hablar, ni del cansancio y la desesperación que se te filtran en la celda, y en la celda del corazón, con una insistencia tan extraña que tiene uno, por así decirlo, que engalanar y barrer la casa para recibirlos como para un in-vitado inoportuno, o un amo acerbo, o un esclavo del cual fuera uno esclavo por suerte o por desgracia. Y, aunque en el presente te cueste creerlo, no por ello es menos cierto que para ti, que vives con libertad, comodidad y ocio, es más fácil aprender las lecciones de la Humildad que para mí, que empiezo el día hincándome de rodillas y fregando el suelo de mi celda. Porque la vida de presidio, con sus incontables privaciones y restricciones, te hace rebelde. Lo más terrible no es que te rompa el corazón -los corazones están hechos para romperse-, sino que te lo petrifica. A veces se tiene la impresión de que sólo con una frente de bronce y labios de desdén es posible llegar al final del día. Y el que está en es-tado de rebeldía no puede recibir la gracia, por emplear la frase que tanto le gusta a la Iglesia -y con tanta razón, me atrevo a decir-; porque en la vida, como en el Arte, el esta-do de rebeldía cierra los cauces del alma, y no deja entrar los aires del cielo. Pero yo ten-go que aprender esas lecciones aquí, si he de aprenderlas en alguna parte, y he de estar lleno de alegría si tengo puestos los pies en el buen camino y vuelto el rostro hacia «la puerta que se llama Hermosa», aunque pueda caerme muchas veces en el fango, y extra-viarme a menudo en la niebla.
Esta vida nueva, como por mi amor a Dante me gusta a veces llamarla, por supuesto que no es ninguna vida nueva, sino sencillamente la continuación, por desarrollo y evolu-ción, de mi vida anterior. Recuerdo, estando en Oxford, haberle dicho a uno de mis ami-gos -íbamos paseando por las veredas estrechas de Magdalena, pobladas de pájaros, una mañana de junio antes de mi graduación- que quería comer del fruto de todos los árboles del jardín del mundo, y que salía al mundo con esa pasión en mi alma. Y así fue, efecti-vamente, como salí, y así viví. Mi único error fue limitarme tan exclusivamente a los ár-boles de lo que me parecía ser el lado soleado del jardín, y esquivar el otro lado por su sombra y su oscuridad. El fracaso, la desgracia, la pobreza, el dolor, la desesperación, el sufrimiento, las lágrimas incluso, las palabras truncas que salen de los labios del dolor, el remordimiento que hace caminar sobre espinas, la conciencia que condena, la humilla-ción de uno mismo que castiga, la miseria que pone cenizas sobre su cabeza, la angustia que escoge la arpillera por vestido y en su propia bebida pone hiel, todas ésas eran cosas que me daban miedo. Y como había resuelto no saber nada de ellas, me vi obligado a probarlas una tras otra, a nutrirme de ellas, a pasar un tiempo, de hecho, sin otro alimen-to. No lamento ni un solo instante haber vivido para el placer. Lo hice hasta el fondo, como se debe hacer todo lo que uno haga. No hubo placer que no experimentara. Eché la perla de mi alma a una copa de vino. Bajé por el sendero de las prímulas al son de flautas. Viví de miel. Pero haber continuado en la misma vida habría sido malo porque habría si-do limitador. Tenía que pasar adelante. La otra mitad del jardín también tenía sus secretos para mí.
Naturalmente, todo eso está anunciado y prefigurado en mi arte. Algo está en «El prín-cipe feliz»; algo en «El joven rey», sobre todo en el pasaje donde el obispo le dice al mu-chacho arrodillado: «El que hizo la desdicha, ¿no es mas sabio que tú?», una frase que cuando la escribí me pareció poco mas que una frase; mucho está oculto en la nota de Fa-talidad que corre como un hilo de púrpura por el paño de oro de Dorian Cray; en «El crí-tico artista» está expuesto en muchos colores; en El alma del hombre está consignado con sencillez y en letras demasiado fáciles de leer; es uno de los estribillos cuyos motivos re-currentes hacen que Salomé se parezca tanto a una pieza musical y la traban como una balada; en el poema en prosa del hombre que del bronce de la imagen del «Placer que vive para un Momento» tiene que hacer la imagen del «Dolor que permanece para Siem-pre», está encarnado. No podría haber sido de otro modo. En cada momento de nuestra vida somos lo que vamos a ser no menos que lo que hemos sido. El Arte es un símbolo, porque el hombre es un símbolo.
Es, si soy capaz de alcanzarlo plenamente, la realización última de la vida artística. Porque la vida artística es simple autodesarrollo. La humildad en el artista es su acepta-ción franca de todas las experiencias, lo mismo que el Amor en el artista es simplemente ese sentido de la Belleza que revela al mundo su cuerpo y su alma. En Mario el epicúreo Pater pretende reconciliar la vida artística con la vida de la religión, en el sentido profun-do, dulce y austero de la palabra. Pero Mario es poco más que un espectador: un especta-dor ideal, sí, y a quien le es dado «contemplar el espectáculo de la vida con emociones apropiadas», que es como Wordsworth define el verdadero objetivo del poeta; pero sólo un espectador, y quizá una pizca demasiado atento a la elegancia de las vasijas del San-tuario para darse cuenta de que lo que contempla es el Santuario del Dolor.
Yo veo un nexo mucho más íntimo e inmediato entre la verdadera vida de Cristo y la verdadera vida del artista, y me produce un vivo placer pensar que mucho antes de que el Dolor se enseñorease de mis días y me atase a su rueda había yo escrito en El alma del hombre que el que quiera vivir como Cristo tiene que ser entera y absolutamente él mis-mo, y había tomado como tipos no sólo al pastor en el monte y el preso en su celda, sino también al pintor para quien el mundo es un desfile y el poeta para quien el mundo es una canción. Recuerdo haberle dicho una vez a Ándré Gide, estando con él en un café de Pa-rís, que la Metafísica tenía escaso interés real para mí y la Moral absolutamente ninguno, pero que no había nada de cuanto dijeron Platón o Cristo que no pudiera trasladarse in-mediatamente a la esfera del Arte, y ahí encontrar su total cumplimiento. Era una genera-lización tan profunda como novedosa.
Y no es únicamente que en Cristo se descubra esa unidad estrecha de personalidad y perfección que es lo que realmente distingue el Arte clásico del romántico y hace de Cris-to el verdadero precursor del movimiento romántico en la vida, sino que la propia base de su naturaleza era la misma que la de la naturaleza del artista, una imaginación intensa y flamígera. Él realizó en toda la esfera de las relaciones humanas esa simpatía imaginativa que en la esfera del Arte es el único secreto de la creación. El comprendió la lepra del leproso, la tiniebla del ciego, la fiera miseria de los que viven para el placer, la extraña pobreza de los ricos. Ahora veras ¿verdad que sí? que cuando me escribiste en mi tribula-ción: «Cuando no estás en tu pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés en-fermo me iré inmediatamente», estabas tan lejos del verdadero temple del artista como de lo que Matthew Arnold llama «el secreto de Jesús». Lo uno o lo otro te habría enseñado que lo que le ocurra a otro te ocurre a ti, y si quieres una inscripción para leerla al alba y a la noche, y para el placer o para el dolor, escribe en la pared de tu casa con letras que el sol dore y la luna argente: «Lo que le ocurra a otro me ocurre a mí»; y si alguien te pre-guntase qué puede querer decir esa inscripción, respóndele que quiere decir «el corazón del Señor Jesucristo y el cerebro de Shakespeare».
Es cierto que el sitio de Cristo está con los poetas. Toda su concepción de la Humani-dad brotaba directamente de la imaginación y sólo se puede realizar con ella. Lo que Dios era para el Panteísta era el hombre para él. Él fue el primero en concebir las razas dividi-das como una unidad. Antes había dioses y hombres. Él solo vio que en los montes de la vida no había más que Dios y Hombre, y, sintiendo a través del misticismo de la simpatía que en él se habían encarnado ambos, se llama a sí mismo Hijo del Uno o hijo del otro, según su talante. Más que ninguna otra persona histórica despierta en nosotros ese temple de asombro al que el Romance siempre apela. Para mí sigue habiendo algo casi increíble en la idea de un joven campesino de Galilea que imagina poder llevar sobre sus hombros la carga del mundo entero: todo lo que ya se había hecho y sufrido, y todo lo que quedaba por hacer y sufrir: los pecados de Nerón, de César Borgia, de Alejandro VI, y del que fue Emperador de Roma y Sacerdote del Sol; los sufrimientos de aquellos cuyo nombre es Legión y que tienen su morada entre los sepulcros, las nacionalidades oprimidas, los ni-ños de las fábricas, los ladrones, los encarcelados, los proscritos, los que enmudecen bajo la opresión y cuyo silencio sólo lo oye Dios; y que no sólo lo imagina sino que lo logra, de suerte que en el momento presente todos los que entran en contacto con su personali-dad, aunque quizá no se inclinen ante su altar ni se arrodillen ante su sacerdote, empero sienten de algún modo que la fealdad de sus pecados desaparece y la belleza de su dolor se les revela.
He dicho de él que su sitio está con los poetas. Es verdad. Shelley y Sófocles son de los suyos. Pero su vida entera también es el más maravilloso de los poemas. En «piedad y terror» no hay nada en todo el ciclo de la Tragedia Griega que la alcance. La absoluta pu-reza del protagonista eleva el plan entero a una altura de arte romántico del que los sufri-mientos del «linaje de Tebas y de Penélope» quedan excluidos por su mismo horror, y demuestra cuánto erraba Aristóteles al decir en su tratado sobre el Drama que sería impo-sible soportar el espectáculo del dolor de un inocente. Ni en Esquilo ni en Dante, maes-tros severos de la ternura, ni en Shakespeare, el más puramente humano de todos los grandes artistas, ni en la totalidad del mito y la leyenda celtas, donde la galanura del mundo se muestra a través de una bruma de lágrimas y la vida de un hombre no es más que la vida de una flor, hay nada que en pura simplicidad de patetismo fundida y unida con sublimidad de efecto trágico pueda ni equipararse ni acercarse siquiera al último acto de la Pasión de Cristo. La parva cena con sus compañeros, de los cuales uno ya le había vendido a un precio; la angustia en el silencioso olivar bajo la luna; el falso amigo que se acerca para entregarle con un beso; el amigo que todavía creía en él, y en quien como so-bre una roca había esperado edificar su Casa de Refugio para el Hombre, que le niega cuando el gallo grita al amanecer; su soledad absoluta, su sumisión, su aceptación de to-do; y al lado de todo eso, escenas como el sumo sacerdote de la Ortodoxia que se rasga iracundo las vestiduras, y el Magistrado de la Justicia Civil que pide agua con la vana es-peranza de limpiarse de esa mancha de sangre inocente que hace de él la figura escarlata de la Historia; la ceremonia de coronación del Dolor, una de las cosas más prodigiosas que haya en toda la crónica de los tiempos; la crucifixión del Inocente ante los ojos de su madre y del discípulo al que amaba; los soldados que se juegan sus ropas a los dados; la terrible muerte con que dio al mundo su símbolo más eterno; y su entierro final en el se-pulcro del hombre rico, con el cuerpo envuelto en lino egipcio y especias y perfumes ca-ros como si hubiera sido el hijo de un Rey: cuando se contempla todo eso desde el punto de vista del Arte solamente, no se puede por menos de agradecer que el oficio supremo de la Iglesia sea la representación de la tragedia sin el derramamiento de sangre, la pre-sentación mística mediante diálogo y vestidura y gesto incluso de la Pasión de su Señor, y es siempre una fuente de placer y profundo respeto para mí recordar que la última super-vivencia del Coro griego, por lo demás perdido para el arte, se encuentra en el acólito que responde al sacerdote en la Misa.
Y sin embargo la vida de Cristo -tan enteramente pueden Dolor y Belleza ser una sola cosa en su significado y manifestación- es realmente un idilio, aunque acabe con el velo del templo desgarrado, y las tinieblas cubriendo la faz de la tierra, y la piedra rodada a la puerta del sepulcro. Uno siempre piensa en él como un joven novio con sus compañeros, como de hecho él mismo se describe en una ocasión, o un pastor que se pierde por el va-lle con sus ovejas en busca de prado verde o arroyo fresco, o un cantor que con música intenta alzar los muros de la ciudad de Dios, o un amante para cuyo amor el mundo ente-ro era pequeño. Sus milagros me parecen tan exquisitos como la llegada de la Primavera, e igual de naturales. No encuentro dificultad alguna en creer que fuera tal el encanto de su personalidad que su mera presencia pudiera poner paz en las almas angustiadas, y que los que tocaban su vestido o sus manos se olvidaran de sus dolores; o que, a su paso por el camino de la vida, gente que no había visto nada de los misterios de la vida los viera claramente, y otros que habían sido sordos a toda voz que no fuera la del Placer oyeran por vez primera la voz del Amor y la encontraran tan «musical como el laúd de Apolo»; o que las malas pasiones huyeran ante él, y hombres cuyas vidas embotadas sin imagina-ción no habían sido sino un modo de muerte se alzaran como del sepulcro a su llamada; o que, cuando enseñaba en la ladera, la multitud se olvidara de su hambre y su sed y los cuidados de este mundo, y que a los amigos que le escuchaban al sentarse a comer la co-mida grosera les pareciera delicada, y el agua supiera a buen vino, y la casa entera se lle-nara de la fragancia y la dulzura del nardo.
Renan, en su Vie deisus -ese gentil Quinto Evangelio, el Evangelio según Santo Tomás se le podría llamar-, dice no sé por dónde que el gran logro de Cristo fue hacerse tan amado después de su muerte como lo había sido en vida. Y ciertamente, si su lugar está con los poetas, es el cabeza de todos los amantes. Él vio que el amor era ese secreto per-dido del mundo que los sabios venían buscando, y que únicamente a través del amor po-día uno acercarse al corazón del leproso o a los pies de Dios.
Y, sobre todo, Cristo es el más supremo de los Individualistas. La humildad, como la aceptación artística de todas las experiencias, no es sino un modo de manifestación. Es el alma del hombre lo que Cristo anda buscando siempre. La llama «el Reino de Dios» -~ paacíIEla zov 9Eot~>- y la encuentra en toda persona. La compara con cosas pequeñas, con una semilla diminuta, con un puñado de levadura, con una perla. Porque sólo realiza uno su alma desprendiéndose de todas las pasiones ajenas, de toda la cultura adquirida, y de todas las posesiones exteriores, sean buenas o malas.
Yo aguanté frente a todo con cierta testarudez de la voluntad y mucha rebelión de la na-turaleza hasta que no me quedó nada en el mundo más que Cyril. Había perdido mi nom-bre, mi posición, mi felicidad, mi libertad, mi hacienda. Era un preso y un indigente. Pero aún me quedaba una sola cosa hermosa, mi hijo mayor. De improviso la ley me lo quitó. Fue un golpe tan atroz que no supe qué hacer, así que me tiré de rodillas, y agaché la ca-beza, y lloré y dije: «El cuerpo de un niño es como el cuerpo del Señor: no soy digno de ninguno de los dos». Ese momento pareció salvarme. Entonces vi que lo único que había para mí era aceptarlo todo. Desde entonces -por curioso que esto sin duda te resulte- he sido más feliz.
Era, por supuesto, mi alma en su esencia última lo que había alcanzado. De muchas maneras yo había sido su enemigo, pero me la encontré esperándome como amiga. Cuan-do se entra en contacto con ella, el alma le hace a uno sencillo como un niño, como dijo Cristo que había que ser. Es trágico que tan pocas personas «posean su alma» antes de morir. «Nada hay más infrecuente en todo hombre», dice Emerson, «que un acto que sea propiamente suyo». Es totalmente cierto. La mayoría de las personas son otras personas. Sus pensamientos son las opiniones de otro, su vida un remedo, sus pasiones una cita. Cristo no fue sólo el Individualista supremo, sino el primero de la Historia. Se ha querido hacer de él un vulgar Filántropo, como los espantosos filántropos del siglo diecinueve, o se le ha colocado como Altruista al lado de los acientíficos y los sentimentales. Pero en realidad no fue ni lo uno ni lo otro. Tiene compasión, naturalmente, de los pobres, de los que están encerrados en las cárceles, de los humildes, de los desdichados, pero tiene mu-cha más compasión de los ricos, de los hedonistas duros, de los que dilapidan su libertad en hacerse esclavos de las cosas, de los que visten telas suaves y viven en las casas de los reyes. La Riqueza y el Placer le parecían tragedias realmente mayores que la Pobreza y el Dolor. Y en cuanto al Altruismo, ¿quién supo mejor que él que es la vocación y no la vo-lición lo que nos determina, y que no se pueden recoger uvas de los espinos ni higos de los cardos?
Vivir para los demás como objetivo concreto y deliberado no fue su credo. No fue la base de su credo. Cuando dice: « Perdonad a vuestros enemigos», no lo dice por el bien del enemigo sino por el bien de uno mismo, y porque el Amor es más bello que el Odio. Cuando ruega al joven al que amó con verle: «Vende todo lo que tienes y dáselo a los po-bres», no es en el estado de los pobres en lo que está pensando, sino en el alma del joven, el alma gentil que la riqueza estaba desfigurando. En su visión de la vida coincide con el artista que sabe que por la ley inevitable del propio perfeccionamiento el poeta ha de can-tar, y el escultor pensar en bronce, y el pintor hacer del mundo espejo de sus estados de ánimo, tan seguro y tan cierto como que el majuelo ha de florecer en primavera, y el trigo llamear de oro al tiempo de la siega, y la Luna en sus ordenadas andanzas cambiar de es-cudo en hoz y de hoz en escudo.
Pero aunque Cristo no dijera a los hombres: «Vivid para los demás», señaló que no ha-bía diferencia real entre las vidas de los demás y la vida propia. De esta forma dio al hombre una personalidad extendida, de titán. Desde su venida, la historia de cada indivi-duo es, o se puede hacer, la historia del mundo. Claro está que la Cultura ha intensificado la personalidad del hombre. El Arte nos ha hecho mentalmente multitudes. Quienes po-seen el temperamento artístico van al destierro con Dante y aprenden cuán salado es el pan de otros y cuán empinadas sus escaleras; captan por un momento la serenidad y la calma de Goethe, pero saben muy bien por qué Baudelaire gritó a Dios:

O Seigneur, donnez-moi la force et le courage
De contempler mon corps et mon suer sans dégoût.

[Señor, dame valor y fortaleza / para contemplar mi cuerpo y mi corazón sin asco.]

De los sonetos de Shakespeare extraen, quizá para su daño, el secreto de su amor y se lo apropian; miran con ojos nuevos a la vida moderna porque han escuchado un nocturno de Chopin, o manejado cosas griegas, o leído la historia de la pasión de un hombre muer-to por una mujer muerta cuyos cabellos eran como hilos de oro fino y cuya boca era una granada. Pero la simpatía del temperamento artístico va necesariamente a lo que ha halla-do expresión. En palabras o en color, en música o en mármol, tras las máscaras pintadas de un drama de Esquilo o por las cañas horadadas y unidas de un pastor siciliano tienen que haberse revelado el hombre y su mensaje.
Para el artista, la expresión es el único modo de concebir la vida. Para él lo mudo está muerto. Pero para Cristo no era así. Con una imaginación tan ancha y tan prodigiosa que casi espanta, él tomó por reino suyo el mundo entero de lo que no se expresa, el mundo sin voz de la pena, y se hizo su portavoz eterno. A ésos de los que he hablado, los que enmudecen bajo la opresión y «cuyo silencio sólo lo oye Dios», los escogió por herma-nos. Quiso ser ojos para los ciegos, oídos para los sordos, y un grito en los labios de los que tenían la lengua atada. Su deseo fue ser, para los incontables que no habían encontra-do palabra, una trompeta con que llamar al Cielo. Y sintiendo, con la naturaleza artística de alguien para quien el Dolor y el Sufrimiento eran modos de realizar su concepción de lo Bello, que una idea no tiene ningún valor hasta que se encarna y se hace imagen, él hace de sí mismo la imagen del Varón de Dolores, y como tal ha fascinado y dominado el Arte como ningún dios griego lo consiguió jamás.
Porque los dioses griegos, a pesar del blanco y rojo de sus miembros hermosos y lige-ros, no eran realmente lo que parecían. El curvo sobrecejo de Apolo era como el orbe del sol creciente sobre un monte al amanecer, y sus pies eran como las alas de la mañana, pero él había sido cruel con Marsias y había dejado a Niobe sin hijos; en los acerados es-cudos de los ojos de Palas no había habido piedad para Aracne; Hera no tuvo en verdad más cosa noble que su pompa y sus pavones, y el propio Padre de los Dioses había sido demasiado aficionado a las hijas de los hombres. Las dos figuras hondas y sugestivas de la mitología griega fueron, para la religión, Deméter, una diosa de la tierra, no del núme-ro de los Olímpicos, y para el arte Dionisos, hijo de una mujer mortal para quien el mo-mento de alumbrarle fue también el momento de morir.
Pero la Vida misma, de su más modesta y humilde esfera, dio alguien mucho más ma-ravilloso que la madre de Proserpina o el hijo de Sémele. Del taller de carpintero de Na-zaret había salido una personalidad infinitamente mayor que cuantas hicieran el mito o la leyenda, y, cosa extraña, destinada a revelar al mundo el significado místico del vino y la belleza real de los lirios del campo como nadie, ni en el Citerón ni en Enna, lo había he-cho nunca.
El canto de Isaías, «Es despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores y sabedor de la aflicción: y nos ocultamos el rostro ante él», le pareció una prefiguración de sí mismo, y en él la profecía se cumplió. No hemos de tener miedo de una frase como ésa. Cada obra de arte es el cumplimiento de una profecía. Porque cada obra de arte es la conversión de una idea en imagen. Cada ser humano debe ser el cumplimiento de una profecía. Porque cada ser humano debe ser la realización de un ideal, o en la mente de Dios o en la mente del hombre. Cristo halló el tipo, y lo fijó, y el sueño de un poeta virgi-liano, en Jerusalén o en Babilonia, dentro de la larga marcha de los siglos se hizo carne en él a quien el mundo estaba esperando. «Tenía el semblante más desfigurado que el de ningún hombre, y su forma más que los hijos de los hombres», son algunos de los signos que advierte Isaías como distintivos del nuevo ideal, y, tan pronto como el Arte entendió lo que se significaba, se abrió como una flor en la presencia de uno en quien la verdad en el Arte se desplegó como jamás hasta entonces. Pues ¿no es la verdad en el Arte, como he dicho, «aquello en que lo exterior se hace expresivo de lo interior; el alma encarnada, y el cuerpo movido por el espíritu; aquello en que la Forma revela»?
Para mí una de las cosas de la historia que más hay que lamentar es que al renacimiento propio de Cristo, que había dado la catedral de Chartres, el ciclo de las leyendas artúricas, la vida de San Francisco de Asís, el arte de Giotto y la Divina Comedia de Dante, no se le dejara desarrollarse por sus vías, sino que fuera interrumpido y estropeado por el espanto-so Renacimiento clásico que nos dio a Petrarca, y los frescos de Rafael, y la arquitectura paladiana, y la tragedia formal francesa, y la catedral de San Pablo, y la poesía de Pope, y todo lo que está hecho desde fuera y con reglas muertas, y no brota de dentro a impulsos de un espíritu que lo informa. Pero dondequiera que haya un movimiento romántico en el Arte, allí de algún modo, y bajo alguna forma, está Cristo, o el alma de Cristo. Está en Romeo y Julieta, en el Cuento de invierno, en la poesía provenzal, en «El marinero de antaño», en «La Belle Dame sans Merci» y en la «Balada de la caridad» de Chatterton.
Le debemos las cosas y las personas más diversas. Los Miserables de Hugo, las Flores del Mal de Baudelaire, la nota de piedad de las novelas rusas, las vidrieras y tapicerías y obras cuatrocentistas de Burne Jones y Morris, Verlaine y los poemas de Verlaine, le per-tenecen tanto como la Torre de Giotto, Lanzarote y Ginebra, Tannháuser, los turbados mármoles románticos de Miguel Angel, la arquitectura apuntada y el amor a los niños y a las flores: cosas ambas, por cierto, que tuvieron poco sitio en el arte clásico, apenas el suficiente para crecer o jugar, pero que desde el siglo doce hasta nuestros días vienen continuamente apareciendo en el arte, en distintos modos y en distintos tiempos, sin aviso y a capricho, como es propio de niños y de flores; así la primavera siempre nos parece como si las flores hubieran estado escondidas, y únicamente salieran al sol por miedo a que la gente adulta se cansara de buscarlas y abandonara la búsqueda, y la vida de un ni-ño no es más que un día de abril en el que hay lluvia y sol para el narciso.
Y es lo imaginativo de la naturaleza del propio Cristo lo que hace de él ese centro pal-pitante del romance. Las figuras extrañas del drama poético y la balada están hechas por la imaginación de otros, pero de su propia imaginación enteramente se creó a sí mismo Jesús de Nazaret. El grito de Isaías realmente no tenía más que ver con su venida que el canto del ruiseñor tiene que ver con el orto de la luna; no más, aunque quizá no menos. El fue la negación tanto como la afirmación de la profecía. Por cada expectativa que cum-plió, destruyó otra. En toda belleza, dice Bacon, hay «alguna extrañeza de proporción», y de los que han nacido del espíritu, esto es, de los que como él mismo son fuerzas dinámi-cas, Cristo dice que son como el viento que «sopla donde quiere y nadie sabe de dónde viene ni adónde va». Por eso es él tan fascinante para los artistas. Tiene todos los elemen-tos cromáticos de la vida: misterio, extrañeza, patetismo, sugerencia, éxtasis, amor. Apela a la capacidad de asombro, y crea ese ánimo en cuya sola virtud puede ser comprendido.
Y para mí es un gozo recordar que si él es «todo él imaginación», el propio mundo es de la misma sustancia. Dije en Dorian Gray que los grandes pecados del mundo tienen lugar en el cerebro, pero es en el cerebro donde todo tiene lugar. Ahora sabemos que no vemos con los ojos ni oímos con los oídos. Ellos no son sino cauces de transmisión, ade-cuada o inadecuada, de las impresiones sensoriales. Es en el cerebro donde la amapola es roja, donde la manzana es aromática, donde canta la alondra.
Últimamente he estado estudiando los cuatro poemas en prosa sobre Cristo con cierta diligencia. En Navidad conseguí hacerme con un Testamento en griego, y cada mañana, después de limpiar mi celda y sacar brillo a mis latas, leo un poco de los Evangelios, una docena de versículos tomados al azar de cualquier parte. Es una manera deliciosa de em-pezar el día. Para ti, en tu vida turbulenta y desordenada, sería cosa excelente hacer lo mismo. Te haría un bien incalculable, y el griego es muy sencillo. La repetición intermi-nable, a hora y a deshora, nos ha estropeado la naiveté, la frescura, el sencillo encanto romántico de los Evangelios. Los oímos leer demasiadas veces y demasiado mal, y toda repetición es antiespiritual.
Cuando se vuelve al griego es como salir de una casa angosta y oscura y entrar en un jardín de lirios.
Y para mí el placer se duplica al pensar que es extremadamente probable que tengamos los términos reales, los ipsissima verba, que empleó Cristo. Siempre se ha supuesto que Cristo hablaba en arameo. Hasta Renan lo creyó. Pero ahora sabemos que los campesinos de Galilea, como los campesinos irlandeses de nuestros días, eran bilingües, y que el griego era la lengua normal de uso en toda Palestina, lo mismo que en todo el mundo oriental. Nunca me gustó la idea de que sólo conociéramos las palabras de Cristo por la traducción de una traducción. Me deleita pensar que en lo referente a su conversación Cármides podría haberle escuchado, y Sócrates haber razonado con él, y Platón haberle entendido; que de verdad dijo έγώ єίμι ό ποιμήν ό χαλός [«Yo soy el buen pastor», Jn 10:11 y 141; que al pensar en los lirios del campo, y cómo ni se afanan ni hilan, su expre-sión absoluta fue χαταμέθετε τάχρίνα τοv αγρον πẃς αυξαάνεί ονχπιά ονδέ νηθει [«Consi-derad los lirios del campo, cómo crecen; ni se afanan ni hilan», Mt 6:281, y que su última palabra al clamar: «Mi vida ha sido completada, ha llegado a su cumplimiento, ha alcan-zado su perfección», fue exactamente la que San Juan nos dice que fue: τετέλεσται [«ha terminado», Jn 19:301: nada más.
Y mientras, al leer los Evangelios -particularmente el del propio San Juan, o quien fue-ra el gnóstico temprano que tomase su nombre y su manto-, veo esta continua afirmación de la imaginación como base de toda vida espiritual y material, veo también que para Cristo la imaginación no era sino una forma del Amor, y que para él el Amor era Señor en el más pleno sentido de la palabra. Hace unas seis semanas el médico me autorizó a comer pan blanco en vez del pan basto, negro o moreno, del rancho normal de la cárcel. Es una gran exquisitez. A ti te resultará extraño que un pan seco pueda ser una exquisitez para nadie. Yo te aseguro que para mí lo es tanto que al terminar cada comida me como cuidadosamente las migas que puedan quedar en mi plato de lata, o que hayan caído so-bre la toalla áspera que se usa como mantel para no manchar la mesa; y no por hambre -ahora me dan de comer bastante y más-, sino simplemente por que no se desperdicie nada de lo que me dan. Así habría que mirar el amor.
Cristo, como todas las personalidades fascinantes, tenía la facultad no ya de decir él co-sas hermosas, sino de hacer que otras personas le dijeran cosas hermosas a él; y a mí me encanta la historia que nos cuenta San Marcos de aquella mujer griega -la γυνή Έλληνίς- que, cuando queriendo probar su fe él le dijo que no le podía dar el pan de los hijos de Israel, le contestó que los perrillos -χυνάριχ, «perrillos» habría que traducir- que están debajo de la mesa comen de las migas que los hijos dejan caer. La mayoría de la gente vive para el amor y la admiración. Pero es de amor y admiración de lo que deberíamos vivir. Si algún amor se tiene con nosotros, deberíamos reconocer que somos totalmente indignos de él. Nadie es digno de ser amado. El hecho de que Dios ame al hombre de-muestra que en el orden divino de las cosas ideales está escrito que se dé amor eterno a lo que es eternamente indigno. O, si esa frase te suena amarga, digamos que toda persona es digna de amor, salvo la que cree serlo. El amor es un sacramento que habría que recibir de rodillas, y el Domine, non sum dignus tendría que estar en los labios y en los corazo-nes de quienes lo reciben. Desearía que a veces pensaras en eso. Te hace mucha falta.
Si alguna vez vuelvo a escribir, en el sentido de hacer obra artística, hay sólo dos temas sobre los cuales y mediante los cuales deseo expresarme: uno es «Cristo, como precursor del movimiento romántico en la vida»; el otro es «la vida artística considerada en su rela-ción con la conducta». El primero es, sobra decirlo, de una fascinación intensa, pues en Cristo no veo sólo los elementos esenciales del tipo romántico supremo, sino también to-dos los accidentes, las obstinaciones incluso, del temperamento romántico. Fue la primera persona que dijo a los hombres que debían vivir como las flores. Él fijó la frase. Tomó a los niños como tipo de lo que los hombres debían intentar ser. Los puso como ejemplos a sus mayores, cosa que yo siempre he pensado que es la principal utilidad de los niños, si es que lo perfecto ha de tener alguna utilidad. Dante dice que el alma del hombre viene de la mano de Dios «llorando y riendo como una niña», y también Cristo veía que el alma de cada uno debía ser «a guisa di Janciulla, che piangendo e ridendo pargoleggia». Sentía que la vida era cambiante, fluida, activa, y que dejar que se estereotipase en una u otra forma era la muerte. Dijo que no había que tomar demasiado en serio los intereses mate-riales, comunes; que ser impráctico era una gran cosa; que no había que afanarse dema-siado en los negocios. «Los pájaros no lo hacen, ¿por qué ha de hacerlo el hombre?» Es maravilloso cuando dice: «No penséis en el mañana. ¿No es el alma más que la comida? ¿No es el cuerpo mas que el vestido?». Un griego podría haber dicho la segunda frase. Está llena de sentimiento griego. Pero sólo Cristo pudo decir las dos, y así darnos la vida tan perfectamente compendiada.
Su moral es toda ella simpatía, como debería ser la moral. Aunque lo único que hubiera dicho fuera: «Sus pecados le son perdonados porque mucho amó», habría valido la pena morir por haber dicho eso. Su justicia es toda ella justicia poética, exactamente lo que debería ser la justicia. El mendigo va al cielo porque ha sido infeliz. No concibo mejor razón para que se le envíe allí. Los que trabajan una hora en la viña, al frescor de la tarde, reciben la misma recompensa que los que llevaban todo el día sudando a pleno sol. ¿Y por qué no? Probablemente nadie merecía nada. O acaso fueran personas de otro tipo. Cristo no tenía paciencia con los sistemas obtusos, mecánicos, maquinales, que tratan a las personas como si fueran cosas, y por lo tanto tratan igual a todas: como si hubiera en el mundo una persona, o una cosa si vamos a eso, igual que otra. Para él no había leyes; sólo había excepciones.
Eso que es la tónica misma del arte romántico era para él la base propia de la vida real. No veía otra base. Y cuando le llevaron a una mujer sorprendida en acto de pecado y le mostraron su sentencia escrita en la ley y le preguntaron qué había que hacer, él escribió con un dedo en el suelo como si no los oyera, y al cabo, cuando le apremiaron una vez y otra, alzó la vista y dijo: «Aquel de vosotros que nunca haya pecado, sea el primero que le tire la piedra». Valía la pena vivir para decir eso.
Como todas las naturalezas poéticas, amaba a los ignorantes. Sabía que en el alma de un ignorante siempre hay sitio para una gran idea. Pero no soportaba a los estúpidos, so-bre todo a los estúpidos por educación: a los que están llenos de opiniones sin compren-der ni una sola de ellas, que es un tipo peculiarmente moderno, y resumido por Cristo cuando lo describe como el tipo del que tiene la llave del conocimiento, no sabe usarla él y no deja que otros la usen, aunque con ella se pueda abrir la puerta del Reino de Dios. Su mayor guerra fue contra los filisteos. Ésa es la guerra que tiene que librar todo hijo de la luz. El filisteísmo era la marca de la época y la comunidad en que vivió. Por su lerda cerrazón a las ideas, su respetabilidad obtusa, su ortodoxia tediosa, su adoración del éxito vulgar, su total absorción en el lado materialista y grosero de la vida y su estimación ridí-cula de sí mismos y de su importancia, los judíos de Jerusalén en tiempos de Cristo eran la exacta réplica de los filisteos británicos en los nuestros. Cristo se burló de los «sepul-cros blanqueados» de la respetabilidad, y fijó esa frase para siempre. Trató el éxito mun-dano como cosa absolutamente despreciable. No veía en él absolutamente nada. Miraba las riquezas como un estorbo para el hombre. No quería ni oír de lo que fuera sacrificar la vida a un sistema de pensamiento o de conducta. Señalaba que las formas y ceremonias se habían hecho para el hombre, no el hombre para las formas y ceremonias. Tomó la ob-servancia del sábado como tipo de las cosas por las que no hay que dar un ochavo. Las filantropías frías, las caridades públicas ostentosas, los pesados formalismos tan queridos para la mentalidad de clase media, los denunció con desdén total e implacable. Para noso-tros lo que se llama Ortodoxia es sólo una aquiescencia ininteligente y barata, pero para ellos, y en sus manos, era una tiranía terrible y paralizante. Cristo se la llevó por delante. Mostró que sólo el espíritu tenía valor. Le placía especialmente señalarles que a pesar de estar siempre leyendo la Ley y los Profetas no tenían realmente la menor idea de lo que quería decir ni lo uno ni lo otro. Frente a su afán de partir cada día en su rutina fija de de-beres prescritos, lo mismo que hacían partes de la menta y la ruda, él predicó la enorme importancia de vivir completamente para el momento.
Aquellos a quienes salvó de sus pecados se salvan simplemente para momentos bellos de sus vidas. María Magdalena, cuando ve a Cristo, rompe el rico vaso de alabastro que le diera uno de sus siete amantes y derrama las especias aromáticas sobre sus pies polvo-rientos y cansados, y por ese solo momento estará sentada para siempre con Ruth y Bea-triz en las frondas de la nívea Rosa del Paraíso. Lo único que Cristo nos dice a modo de pequeña advertencia es que todo momento debe ser hermoso, que el alma debe estar siempre dispuesta para la venida del Novio, siempre esperando la voz del Amante. Sien-do el filisteísmo simplemente ese lado de la naturaleza del hombre que no está iluminado por la imaginación, él ve todas las influencias bellas de la vida como modos de Luz: la imaginación misma es la luz del mundo, τό φως τovχοσμον el mundo es hecho por ella, y sin embargo el mundo no la comprende; porque la imaginación no es sino una manifesta-ción del Amor, y es el amor, y la capacidad para el amor, lo que distingue a un ser huma-no de otro.
Pero es al tratar con el Pecador cuando es mas romántico, en el sentido de más real. El mundo siempre había amado al Santo como lo más cercano posible a la perfección de Dios. Cristo, por un divino instinto que había en él, parece haber amado siempre al peca-dor como lo más cercano posible a la perfección del hombre. Su deseo primordial no era el de reformar a las personas, como no era su deseo primordial el de aliviar el sufrimien-to. Convertir a un ladrón interesante en tedioso hombre probo no era su objetivo. Habría tenido poca estima por la Sociedad de Ayuda a los Presos y otros movimientos modernos de esa índole. La conversión de un publicano en fariseo no le habría parecido ninguna gran cosa. Pero de una manera aún no comprendida por el mundo él veía el pecado y el sufrimiento como en sí mismos cosas hermosas, santas, y modos de perfección. Parece una idea muy peligrosa. Lo es. Todas las grandes ideas son peligrosas. Que era el credo de Cristo no admite duda. Que sea el credo verdadero yo no lo dudo.
Claro está que el pecador ha de arrepentirse. Pero ¿por qué? Sencillamente porque de otro modo no podría comprender lo que ha hecho. El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más que eso. Es el medio por el que uno altera su pasado. Los griegos lo tuvieron por imposible. A menudo dicen en sus aforismos gnómicos: «Ni los Dioses pueden alterar el pasado». Cristo mostró que el pecador más vulgar podía hacerlo. Que era justo lo que podía hacer. Cristo, si le hubieran preguntado, habría dicho -tengo la certeza absoluta- que en el momento en que el hijo pródigo se hincó de rodillas y lloró, realmente transformó el haber dilapidado su caudal con rameras, y luego guardado cerdos y hambreado por las algarrobas que comían, en episodios hermosos y santos de su vida. A la mayoría de la gente le cuesta trabajo captar la idea. Me atrevería a decir que hay que ir a la cárcel para entenderla. Si es así, quizá merezca la pena ir a la cárcel.
¡Hay algo tan único en Cristo! Claro está que, así como hay falsos amaneceres antes del amanecer, y días de invierno tan llenos de súbito sol que engañan al sabio croco y le ha-cen malbaratar su oro antes de tiempo, y hacen que algún pájaro tonto llame a su compa-ñera para construir en ramas peladas, así también hubo cristianos antes de Cristo. Eso lo deberíamos agradecer. Lo desdichado es que no haya habido ninguno desde entonces. Hago una excepción, San Francisco de Asís. Pero es que Dios le había dado de nacimien-to un alma de poeta, y él mismo de muy joven había tomado por esposa en bodas místicas a la Pobreza; y con alma de poeta y cuerpo de mendigo el camino de la perfección no le fue difícil. Comprendió a Cristo, y por eso vino a ser como él. No hace falta que el Liber Conformitatum nos diga que la vida de San Francisco fue la verdadera Imitatio Christi: un poema comparado con el cual el libro que lleva ese nombre no es más que prosa. De hecho ahí está el encanto de Cristo, a fin de cuentas. El es justamente como una obra de arte. No es que realmente enseñe nada, sino que por entrar en su presencia uno llega a ser algo. Y todos estamos predestinados a su presencia. Por lo menos una vez en su vida, to-do hombre camina con Cristo a Emaús.
En cuanto al otro tema, la relación de la vida artística con la conducta, sin duda te pare-cerá extraño que lo elija. La gente apunta a la prisión de Reading y dice: «Ahí es a donde conduce la vida artística». Pues podría conducir a sitios peores. Las personas más mecá-nicas, para quienes la vida es una especulación astuta dependiente de un cuidadoso cálcu-lo de medios y recursos, saben siempre a dónde van, y van. Parten del deseo de ser el sa-cristán de la parroquia, y, cualquiera que sea la esfera en que estén situados, consiguen ser el sacristán de la parroquia y nada más. Un hombre cuyo deseo sea ser algo aparte de sí mismo, ser Miembro del Parlamento, o tendero próspero, o abogado eminente, o juez, o cualquier bobada semejante, de todas consigue ser lo que quiere ser. Ése es su castigo. El que quiera una máscara tiene que llevarla.
Pero con las fuerzas dinámicas de la vida, y aquellos en quienes esas fuerzas dinámicas se encarnan, no sucede lo mismo. Las personas cuyo deseo es únicamente la autorrealiza-ción no saben nunca a dónde van. No lo pueden saber. En un sentido de la palabra es ne-cesario, por supuesto, como decía el oráculo griego, conocerse a uno mismo. Ese es el primer logro del conocimiento. Pero reconocer que el alma de un hombre es incognosci-ble es el logro último de la Sabiduría. El misterio final es uno mismo. Cuando se ha pesa-do el sol en una balanza, y medido los pasos de la luna, y trazado el mapa de los siete cie-los estrella por estrella, aún queda uno mismo. ¿Quién puede calcular la órbita de su pro-pia alma? Cuando el hijo de Kis salió a buscar los asnos de su padre, no sabía que un hombre de Dios le estaba esperando con el mismísimo óleo de la coronación, y que su propia alma era ya el Alma de un Rey.
Espero vivir lo bastante, y hacer obra de tal carácter, que al final de mis días pueda de-cir: «Sí, aquí justamente es a donde conduce la vida artística». Dos de las vidas más per-fectas que me he encontrado en mi propia experiencia son las vidas de Verlaine y del príncipe Kropotkin; los dos, hombres que pasaron años en prisión; el primero el único poeta cristiano desde Dante, el otro un hombre con el alma de ese hermoso Cristo blanco que parece estar despuntando en Rusia. Y durante los últimos siete u ocho meses, a pesar de una sucesión de grandes tribulaciones que me llegaban del mundo exterior casi sin pausa, he estado en contacto directo con un nuevo espíritu que opera en esta prisión por conducto de los hombres y de las cosas, y que me ha ayudado como no se puede expresar con palabras; de suerte que, así como en el primer año de mi encarcelamiento no hice otra cosa, ni recuerdo haber hecho otra cosa, que retorcerme las manos con desesperación im-potente y decir: «¡Qué final! ¡Qué espantoso final!», ahora intento decirme, y a veces cuando no me estoy torturando me digo de verdad y sinceramente: «¡Qué comienzo! ¡Qué maravilloso comienzo!». Puede ser que verdaderamente lo sea. Puede llegar a serlo. Si lo es, deberé mucho a esta nueva personalidad que ha alterado la vida de todos los hombres que hay aquí.
Las cosas en sí mismas son de poca importancia, de hecho no tienen -demos por una vez las gracias a la Metafísica por habernos enseñado algo- existencia real. Sólo el espíri-tu es importante. Se puede infligir castigo de tal modo que cure, no que abra una herida, lo mismo que se puede dar limosna de tal modo que el pan se haga piedra en las manos del que da. Del cambio que hay -no en las normas, que están escritas en letras de hierro, sino en el espíritu que se sirve de ellas como su expresión- te podrás dar cuenta si te digo que si me hubieran liberado el pasado mes de mayo, como lo intenté, habría salido de este lugar aborreciéndolo y aborreciendo a todos sus funcionarios con una amargura de odio que habría envenenado mi vida. He tenido un año más de prisión, pero la Humanidad ha estado en la cárcel con todos nosotros, y ahora cuando salga siempre recordaré grandes bondades que aquí he recibido de casi todo el mundo, y el día de mi liberación daré las gracias a muchas personas y pediré que ellas a su vez me recuerden.
El sistema penitenciario es absoluta y totalmente equivocado. Daría cualquier cosa por poder alterarlo cuando salga. Pretendo intentarlo. Pero no hay nada en el mundo tan equi-vocado que el espíritu de la Humanidad, que es el espíritu del Amor, el espíritu del Cristo que no está en las Iglesias, no pueda hacerlo, si no acertado, al menos soportable sin de-masiada amargura de corazón.
Sé también que fuera me están esperando muchas cosas muy deliciosas, desde lo que San Francisco llama «mi hermano el viento» y «mi hermana la lluvia», cosas galanas las dos, hasta los escaparates y los atardeceres de las grandes ciudades. Si hiciera una lista de todo lo que todavía me queda, no sabría dónde parar; porque, en verdad, Dios hizo el mundo para mí tanto como para cualquier otro. Acaso salga con algo que antes no tenía. No necesito decirte que para mí las reformas en moral son tan vacuas y vulgares como las reformas en teología. Pero, si proponerse ser un hombre mejor es hipocresía acientífica, haber llegado a ser un hombre más profundo es el privilegio de los que han sufrido. Y a eso creo haber llegado. Juzga tú mismo.
Si, cuando haya salido, un amigo mío diera una fiesta y no me invitara, no me importa-ría nada. Puedo ser perfectamente feliz solo. Con libertad, libros, flores y la luna, ¿quién no puede ser feliz? Además, las fiestas ya no son para mí. He dado demasiadas para que me diviertan. Para mí ese lado de la vida se ha acabado, y me atrevo a decir que por suer-te. Pero si, cuando haya salido, un amigo mío tuviera una pena y se negara a dejarme compartirla, eso lo sentiría muy amargamente. Si cerrara las puertas de la casa doliente contra mí, yo volvería una vez y otra y suplicaría que me dejasen entrar, para poder com-partir lo que tengo derecho a compartir. Si él me juzgase indigno, no merecedor de llorar con él, yo lo sentiría como la humillación más lacerante, como el modo más terrible de ponerme en vergüenza. Pero eso no podría ser. Tengo derecho a compartir el Dolor, y el que puede mirar la hermosura del mundo, y compartir su dolor, y comprender algo del prodigio de los dos, está en contacto inmediato con las cosas divinas, y se ha acercado tanto como el que más al secreto de Dios.
Quizá entre en mi arte también, no menos que en mi vida, una nota aún más profunda, de mayor unidad de pasión y rectitud de impulso. No la amplitud, sino la intensidad, es el verdadero objetivo del' Arte moderno. Lo que nos interesa en el Arte ya no es el tipo. Es la excepción lo que tenemos que tratar. Yo no puedo poner mis sufrimientos en la forma que hayan tomado, ni que decir tiene. El Arte no empieza sino allí donde la Imitación termina. Pero algo tiene que entrar en mi obra, de una armonía de las palabras más com-pleta quizá, de cadencias más ricas, de efectos de color más curiosos, de orden arquitec-tónico más simple, de alguna cualidad estética, en fin.
Cuando Marsias fue «arrancado de la vaina de sus miembros» -dalla vagina delle me-more sue, según una de las frases mas terribles, más a lo Tácito de Dante-, ya no tuvo más canto, decían los griegos. Apolo había salido vencedor. La lira había vencido a la caña. Pero quizá los griegos se equivocasen. Yo oigo en mucho del Arte moderno el grito de Marsias. Es amargo en Baudelaire, dulce y lamentoso en Lamartine, místico en Ver-laine. Está en las resoluciones diferidas de la música de Chopin. Está en el descontento que ronda los rostros recurrentes de las mujeres de Burne Jones. Hasta Matthew Arnold, cuya canción de Calicles habla del «triunfo de la dulce lira persuasiva.» y de la «final vic-toria famosa» con una nota tan clara de lírica belleza, hasta él, en ese fondo desasosegado de duda y angustia que ronda sus versos, tiene no poco de lo mismo. Ni Goethe ni Wordsworth pudieron sanarle, aunque a ambos los siguió por turno, y cuando quiere llo-rar por «Tirsis» o cantar al «Gitano Estudiante», es la caña lo que tiene que tomar para expresar su melodía. Pero, quedara o no en silencio el fauno frigio, yo no puedo. La ex-presión me es tan necesaria como la hoja y el capullo para las ramas negras de los árboles que se asoman sobre el muro de la cárcel y tanto se agitan en el viento. Entre mi arte y el mundo hay ahora un ancho abismo, pero entre el Arte y yo no hay ninguno. Espero, al menos, que no haya ninguno.
A cada uno de nosotros se le han adjudicado diferentes destinos. La libertad, el placer, las diversiones, una vida cómoda han sido tu parte, y no eres digno de ella. La mía ha si-do de infamia pública, de largo encarcelamiento, de desdicha, de ruina, de deshonra, y tampoco soy digno de ella; todavía no, por lo menos. Recuerdo que solía decir que creía poder soportar una tragedia de verdad si me llegara con manto de púrpura y la máscara de un dolor noble, pero que lo horrendo de la modernidad era que vestía la Tragedia de Co-media, de suerte que las grandes realidades parecían ordinarias o grotescas o faltas de es-tilo. Eso es muy cierto de la modernidad. Probablemente siempre ha sido cierto de la vida real. Se dice que todos los martirios han parecido mezquinos al espectador. El siglo die-cinueve no es excepción a la regla general.
Todo lo que ha rodeado mi tragedia ha sido odioso, mezquino, repelente, falto de estilo. Ya nuestro traje nos hace grotescos. Somos los fantoches del dolor. Somos payasos que tienen roto el corazón. Estamos especialmente ideados para excitar el sentido del humor. El 13 de noviembre de 1895 me llevaron de aquí a Londres. Desde las dos hasta las dos y media de ese día tuve que estar en el andén central de Clapham Junction vestido de presi-diario y esposado, a la vista del mundo entero. Me habían sacado de la enfermería sin un momento para prepararme. Era el más grotesco de los objetos posibles. La gente al verme se reía. Con la llegada de cada tren aumentaba el público. Su regocijo no podía ser ma-yor. Pero eso antes de saber quién era yo. Cuando se lo decían, se reían todavía más. Allí estuve media hora, bajo la lluvia gris de noviembre, rodeado por una chusma que se bur-laba de mí. Durante un año después de que me hicieran eso estuve llorando todos los días a la misma hora y por el mismo espacio de tiempo. Esto no es tan trágico como posible-mente te parezca. Para el que está en la cárcel, las lágrimas son parte de la experiencia de cada día. Un día en la cárcel en el que no se llore es un día en que el corazón está duro, no un día en que el corazón esté alegre.
Pues bien, ahora realmente empiezo a sentir más pena por los que se reían que por mí. Claro está que cuando me vieron yo no estaba en mi pedestal. Estaba en la picota. Pero hay que tener una naturaleza muy inimaginativa para interesarse por las personas sólo cuando están en el pedestal. Un pedestal puede ser una cosa muy irreal. Una picota es una realidad terrorífica. Deberían haber sabido también interpretar mejor el dolor. He dicho que tras el Dolor hay siempre Dolor. Aún más sensato sería decir que tras el dolor hay siempre un alma. Y burlarse de un alma dolorida es una cosa horrenda. No pueden ser hermosas las vidas de quienes lo hagan. En la economía extrañamente simple del mundo, sólo se obtiene lo que se da, y a los que no tienen imaginación bastante para traspasar la mera cáscara de las cosas y apiadarse, ¿qué piedad puede dárseles sino la del desprecio?
Te he hecho esta relación de cómo me trasladaron aquí únicamente para que te des cuenta de lo duro que me ha resultado sacar otra cosa de mi castigo que amargura y de-sesperación. Pero tengo que hacerlo, y de vez en cuando tengo momentos de sumisión y aceptación. Toda la primavera puede ocultarse en un solo capullo, y el bajo nido terrero de la alondra puede encerrar la dicha que ha de anunciar los pies de muchas auroras rosa-das y rojas, y así también puede ser que la belleza de vida que aún quede para mí se con-tenga en un momento de rendirse, rebajarse y humillarse. Puedo, de cualquier manera, limitarme a seguir las líneas de mi desarrollo, y aceptando todo lo que me ha pasado ha-cerme digno de él.
Solía decirse de mí que era demasiado individualista. He de ser mucho más individua-lista que nunca. He de sacar mucho más de dentro de mí que nunca, y pedirle al mundo mucho menos que nunca. La verdad es que mi ruina no brotó de una vida demasiado in-dividualista, sino demasiado poco. La única acción afrentosa, imperdonable y para siem-pre despreciable de mi vida fue dejarme arrastrar a apelar a la Sociedad en busca de ayuda y protección contra tu padre. Semejante apelación contra cualquiera habría estado ya bastante mal desde el punto de vista individualista, pero ¿qué excusa podrá haber nunca para haberla hecho contra alguien de semejante naturaleza y aspecto?
Ni que decir tiene que, una vez que puse en marcha las fuerzas de la Sociedad, la So-ciedad se volvió contra mí, diciendo: «Hasta ahora has vivido desafiando mis leyes, ¿y ahora a esas leyes les pides protección? Pues hasta el fondo se han de aplicar. Atente a lo que has pedido». El resultado es que estoy en la cárcel. Y yo sentía amargamente la ironía y la ignominia de mi posición cuando en el curso de mis tres juicios, empezando por el del juzgado de guardia, veía a tu padre entrar y salir con la esperanza de atraer la atención pública, como si alguien pudiera dejar de observar o recordar el porte y vestimenta de mozo de cuadra, las piernas torcidas, las manos temblonas, el belfo colgante, la sonrisa bestial e imbécil. Incluso cuando no estaba, o no se le veía, sentía yo su presencia, y las espantosas paredes vacías del salón de justicia, hasta el aire, me parecían a veces cuaja-dos de máscaras innumerables de aquella cara simiesca. Ciertamente no ha habido hombre que cayera de una manera tan innoble, y por obra de tan innobles instrumentos, como yo. No sé en qué parte de Dorian Gray digo que «todo cuidado es poco en la elección de los enemigos». Qué lejos estaba de pensar que por un paria iba a acabar en paria yo mis-mo.
Aquel apremiarme, obligarme a pedir ayuda a la Sociedad, es una de las cosas que me hacen despreciarte tanto, que me hacen despreciarme tanto por haber cedido ante ti. El que no me apreciaras como artista era muy excusable. Era temperamental. No lo podías remediar. Pero podías haberme apreciado como Individualista. Para eso no hacía falta ninguna cultura. Pero no lo hiciste, y con eso pusiste el elemento de filisteísmo en una vida que había sido una protesta total contra él, y desde algunos puntos de vista una aniquilación total de él. El elemento filisteo de la vida no consiste en no entender el Arte. Hay gente encantadora, pescadores, pastores, labriegos, campesinos, personas así, que no saben nada del Arte y son la mismísima sal de la tierra. El filisteo es el que sostiene y secunda las fuerzas mecánicas, pesadas, lerdas y ciegas de la Sociedad, y que no reconoce la fuerza dinámica cuando la ve en un hombre o en un movimiento.
A la gente le pareció horrendo que yo hubiera invitado a cenar a las cosas malas de la vida, y encontrado placer en su compañía. Pero eran, desde el punto de vista con que yo, como artista de la vida, las miraba, enormemente sugestivas y estimulantes. Era como comer con panteras. En el peligro estaba la mitad de la emoción. Yo sentía lo que debe sentir el encantador de serpientes cuando incita a la cobra a salir de la tela pintada o el cesto de mimbre que la envuelve, y le hace abrir la capucha a una orden suya, y mecerse en el aire como se mece reposadamente una planta en el agua. Para mí eran serpientes doradas y brillantes. Su veneno era parte de su perfección. No sabía que cuando me hirie-ran sería al toque de tu flauta y a sueldo de tu padre. No me siento nada avergonzado de haberlas conocido. Eran intensamente interesantes. De lo que sí me avergüenzo es de la horrible atmósfera de filisteísmo en que tú me metiste. Yo era un artista para tratar con Ariel. Tú me hiciste forcejear con Calibán. En lugar de hacer cosas hermosas, coloridas, musicales como Salomé, y la Tragedia florentina, y La Sainte Courtisane, me vi obligado a mandarle a tu padre largas cartas de abogado y constreñido a apelar a aquello mismo contra lo que siempre protesté. Clibborn y Atkins eran maravillosos en su guerra infame contra la vida. Invitarlos era una aventura increíble. Dumas pére, Cellini, Goya, Edgar Allan Poe o Baudelaire habrían hecho lo mismo. Lo que para mí es asqueroso es el recuerdo de visitas interminables al abogado Humphreys en tu compañía, cuando a la luz siniestra y cegadora de un cuarto pelado nos sentábamos tú y yo muy serios a decirle mentiras serias a un hombre calvo, hasta que yo literalmente gemía y bostezaba de hastío. Ahí fue donde me encontré al cabo de dos años de amistad contigo, en el mismísimo cen-tro de Filistia, lejos de todo lo hermoso, brillante, maravilloso, audaz. Al final tuve yo que adelantarme, por ti, como adalid de la Respetabilidad en la conducta, el Puritanismo en la vida, y la Moralidad en el Arte. Voilá oú mMent les mauvais chemins! [«¡Véase a dónde conducen los malos caminos!»]
Y para mí lo curioso es que intentaras imitar a tu padre en sus principales características. No entiendo que fuera para ti un modelo cuando debería haber sido una advertencia, si no es porque siempre que entre dos personas hay odio, hay alguna clase de unión o hermandad. Supongo que, por alguna extraña ley de antipatía de los símiles, os aborrecí-ais, no porque en tantos puntos fuerais tan diferentes, sino por ser en algunos tan pareci-dos. En junio de 1893, cuando saliste de Oxford sin título y con deudas, en sí pequeñas pero considerables para un hombre de la renta de tu padre, él te escribió una carta muy vulgar, violenta e insultante. La carta con que tú le contestaste era peor en todos los sen-tidos, y naturalmente mucho menos excusable, y por consiguiente te enorgulleció mucho. Recuerdo muy bien que me dijiste con tu aire más fatuo que podías derrotar a tu padre «en su propio terreno». Gran verdad. Pero ¡vaya terreno! ¡Vaya competición! Tú te reías y te burlabas de tu padre porque se retirase de la casa de tu primo donde vivía para escri-birle cartas puercas desde un hotel cercano. Tú hacías lo mismo conmigo. Constantemen-te almorzabas conmigo en un restaurante público, te enfadabas o hacías una escena durante el almuerzo, y luego te retirabas al White's Club a escribirme una carta de lo más sucio. La única diferencia entre tu padre y tú era que tú, después de despacharme la carta por mensajero especial, te presentabas en mi piso unas horas más tarde, no para pedir disculpas, sino para saber si había encargado cena en el Savoy, y si no, por qué no. A veces llegabas incluso antes de que hubiera leído la carta ofensiva. Me acuerdo que en una ocasión me habías pedido que invitara a almorzar en el Café Royal a dos de tus amigos, a uno de los cuales no le había visto en la vida. Así lo hice, y a petición tuya encargué por adelantado un almuerzo especialmente lujoso. Recuerdo que se hizo llamar al chef, y se dieron instrucciones particulares acerca de los vinos. En lugar de ir al almuerzo me mandaste al Café una carta insultante, calculada para que me llegase cuando ya llevábamos media hora esperándote. Yo leí la primera línea, vi de qué se trataba, y echándomela al bolsillo les expliqué a tus amigos que estabas súbitamente indispuesto, y que el resto de la carta se refería a tus síntomas. La verdad es que no la leí hasta la hora de vestirme para cenar en Tite Street aquella noche. Estaba en el medio de su cenagal, preguntándome con infinita tristeza cómo podías escribir cartas que eran verdaderamente como la baba y el espumarajo en labios de un epiléptico, cuando entró mi criado para decirme que estabas en el vestíbulo y empeñado en verme cinco minutos. Al punto ordené que subieras. Lle-gaste, reconozco que muy asustado y pálido, pidiéndome consejo y auxilio, porque te habían dicho que un enviado riel abogado Lumley había estado preguntando por ti en Cadogan Place, y temías estar amenazado por el lío de Oxford o algún peligro nuevo. Yo te tranquilicé; te dije, como así resultó ser, que probablemente no sería más que la factura de alguna tienda, y te dejé quedarte a cenar y pasar la velada conmigo. Tú no dijiste una sola palabra sobre tu odiosa carta, ni yo tampoco. La traté simplemente como un síntoma desdichado de un temperamento desdichado. Jamás se aludió al tema. Escribirme una car-ta asquerosa a las dos y media y correr a mí en busca de ayuda y apoyo a las siete y cuar-to de la misma tarde era en tu vida una cosa de lo más natural. Bien aventajaste a tu padre en esos hábitos, lo mismo que en otros. Cuando las cartas repugnantes que él te había escrito se leyeron en vista pública, él lógicamente sintió vergüenza y fingió que lloraba. Si sus propios abogados hubieran leído las que tú le enviaste, el horror y la repugnancia de todos los presentes habrían sido todavía mayores. Ni era sólo que en el estilo «le derrota-ses en su propio terreno», sino que en el modo de ataque le dabas quince y raya. Te valías del telegrama público y de la tarjeta postal sin sobre. Yo creo que esos modos de incordio se los podías haber dejado a gente como Alfred Wood, que tiene ahí su única fuente de ingresos. ¿No te parece? Lo que para él y los de su calaña era una profesión fue para ti un placer, y bien malo. Ni has abandonado tampoco la horrible costumbre de escribir cartas ofensivas después de todo lo que a mí me ha ocurrido con ellas y por ellas. Aún la cuen-tas entre tus habilidades, y la ejercitas con mis amigos, con quienes me han tratado bien en la cárcel, como Robert Sherard y otros. Debería darte vergüenza. Cuando Robert She-rard supo por mí que yo no quería que publicaras ningún artículo sobre mí en el Mercure de France, con o sin cartas, deberías haberle estado agradecido por averiguar mis deseos al respecto, y evitar que sin querer me hicieras todavía más daño del que ya me habías hecho. Recuerda que una carta paternalista y filistea sobre «juego limpio» con «un hombre caído» está muy bien para un periódico inglés. Está en las viejas tradiciones del pe-riodismo inglés en lo que respecta a su actitud hacia los artistas. Pero en Francia ese tono nos habría hecho objeto, a mí de ridículo y a ti de desprecio. Yo no habría podido autori-zar ningún artículo sin conocer su objetivo, tono, planteamiento y demás. En el arte las buenas intenciones no tienen el menor valor. Todo el arte malo ha nacido de buenas in-tenciones.
Ni es Robert Sherard el único de mis amigos al que has dirigido cartas amargas y viru-lentas porque quisieron consultar mis deseos y pareceres en asuntos que me concernían, la publicación de artículos sobre mí, la dedicatoria de tus versos, la entrega de mis cartas y regalos, etcétera. También a otros los has molestado o intentado molestar.
¿Se te ocurre alguna vez pensar en qué espantosa posición habría estado si durante es-tos dos años, durante mi espantosa condena, hubiera dependido de ti como amigo? ¿Al-guna vez lo piensas? ¿Alguna vez sientes gratitud hacia quienes con bondad sin tasa, de-voción sin límite, alegría y gozo de dar, han aligerado mi negra carga, me han visitado una y otra vez, me han escrito cartas bellas y solidarias, han gestionado mis asuntos por mí, han organizado para mí mi vida futura, han estado junto a mí frente a la maledicencia, el sarcasmo, la mofa descarada y hasta el insulto? Doy gracias a Dios todos los días por haberme dado otros amigos que tú. Todo se lo debo a ellos. Hasta los libros que hay en mi celda están pagados por Robbie con el dinero de sus gastos. De la misma fuente saldrá mi ropa cuando me liberen. No me da vergüenza aceptar lo que se me da con amor y afecto. Me enorgullece. Pero ¿piensas tú alguna vez en lo que han sido para mí amigos como More Adey, Robbie, Robert Sherard, Frank Harris y Arthur Clifton, en consuelo, ayuda, cariño, solidaridad y todas esas cosas? Me figuro que ni se te habrá pasado por la cabeza. Y sin embargo, si tuvieras algo de imaginación, sabrías que no hay una sola per-sona que me haya tratado bien en mi vida de presidio, hasta el vigilante que me da unos buenos días o unas buenas noches que no entran en sus obligaciones, hasta los policías vulgares que a su manera tosca y familiar pretendían confortarme en mis idas y venidas al Tribunal de Quiebras en condiciones de terrible angustia mental, hasta el pobre ladrón que, al reconocerme según hacíamos la ronda en el patio de Wandsworth, me susurró con esa ronca voz carcelaria que da el silencio largo y obligado: «Lo siento por usted: para la gente como usted es más duro que para la gente como nosotros»; no hay una sola, digo, que no debiera enorgullecerte que te dejara postrarte de rodillas y limpiarle el barro de los zapatos.
¿Tendrás la suficiente imaginación para ver qué espantosa tragedia fue para mí cruzar-me con tu familia? ¿Qué tragedia habría sido para cualquiera que tuviera gran posición, gran nombre, algo importante que perder? Apenas hay una persona adulta en tu familia -con la excepción de Percy, que realmente es un buen hombre- que no haya contribuido de algún modo a mi ruina.
Te he hablado de tu madre con cierta amargura, y te aconsejo encarecidamente que le enseñes esta carta, por ti sobre todo. Si le resultara doloroso leer semejante acusación co-ntra uno de sus hijos, que recuerde que mi madre, que intelectualmente está a la altura de Elizabeth Barrett Browning, e históricamente a la de Madame Roland, murió deshecha de pena porque el hijo de cuyo genio y arte había estado tan orgullosa, y en quien siempre había visto el digno continuador de un apellido distinguido, había sido condenado a dos años de trabajos forzados. Me preguntarás de qué manera contribuyó tu madre a mi des-trucción. Te lo voy a decir. Así como tú te esforzaste en trasladarme todas tus responsabi-lidades inmorales, así tu madre se esforzó en trasladarme todas sus responsabilidades mo-rales con respecto a ti. En vez de hablar de tu vida directamente contigo, como corres-ponde a una madre, siempre me escribió en privado con súplicas fervientes y temblorosas de que no te dijera que me escribía. Ya ves en qué posición me vi colocado entre tu ma-dre y tú: tan falsa, tan absurda y tan trágica como la que ocupé entre tú y tu padre. En agosto de 1892, y el 8 de noviembre de ese mismo año, tuve dos largas entrevistas con tu madre acerca de ti. En ambas ocasiones le pregunté por qué no te hablaba a ti directamen-te En ambas ocasiones me respondió lo mismo: «Me da miedo: se pone furioso si se le dice algo». La primera vez te conocía tan por encima que no entendí lo que quería decir. La segunda vez te conocía tan bien que lo entendí perfectamente. (Durante el intervalo habías tenido un ataque de ictericia y el médico te había mandado una semana a Bournemouth, y me habías inducido a acompañarte porque no te gustaba estar solo.) Pero el primer deber de una madre es no tener miedo de hablar seriamente a su hijo. Si tu madre te hubiera hablado seriamente de los problemas en que te veía en julio de 1892 y te hubiera hecho sincerarte con ella, habría sido mucho mejor, y al final habríais quedado los dos mucho más contentos. Todas las comunicaciones furtivas y secretas conmigo estuvieron mal. ¿De qué servía que tu madre me mandase innumerables notitas, con la palabra «Privado» en el sobre, rogándome que no te invitara tantas veces a comer, y que no te diera dinero, y acabando siempre con la ansiosa posdata: «Que por nada del mundo sepa AYed que le he escrito»? ¿Qué se podía conseguir con semejante correspondencia? ¿Esperaste tú alguna vez a que se te invitase a comer? Jamás. Hacías todas tus comidas conmigo como si tal cosa. Si yo protestaba, tú siempre tenías una observación: «Si no como contigo, ¿dónde voy a comer? No pretenderás que me vaya a comer a casa». Frente a eso no cabía respuesta. Y si yo me negaba en redondo a que comieras conmigo, siempre me amenazabas con hacer alguna tontería, y siempre la hacías. ¿Qué posible resultado podía seguirse de cartas como las que me enviaba tu madre, sino el que efectivamente se siguió, una necia y fatal traslación de la responsabilidad moral a mis hombros? De los diversos pormenores en que la debilidad y falta de coraje de tu madre fueron tan ruinosas para ella, para ti y para mí no quiero seguir hablando; pero ¿no es verdad que, cuando supo que tu padre iba a mi casa a hacer una escena asquerosa y desatar un escándalo público, pudo haber visto que se avecinaba una crisis seria y haber tomado algunas medidas serias para tratar de evitarla? Pero lo único que se le ocurrió fue mandar al astuto George Wyndham, con su lengua sutil, a proponerme ¿qué? ¡Que «te alejara poco a poco»!
¡Como si yo hubiera podido alejarte poco a poco! Había intentado poner fin a nuestra amistad de todas las formas posibles, llegando incluso a dejar Inglaterra y dar una direc-ción falsa en el extranjero con la esperanza de romper de un solo tajo un vínculo que me era ya irritante, odioso y ruinoso. ¿Tú crees que yo podía «alejarte poco a poco»? ¿Crees que eso habría satisfecho a tu padre? Sabes que no. Porque lo que tu padre quería no era la cesación de nuestra amistad, sino un escándalo público. Eso era lo que buscaba. Hacía años que no salía su nombre en los periódicos. Vio la oportunidad de aparecer ante el público británico en un papel totalmente nuevo, el de padre cariñoso. Su sentido del humor se picó. Si yo hubiera cortado mi amistad contigo se habría llevado una desilusión terrible, y la modesta notoriedad de un segundo proceso de divorcio, por repugnantes que fueran sus detalles y su origen, le habría dado consuelo. Porque lo que quería era populari-dad, y posar de defensor de la pureza, como lo llaman, es, en el estado actual del público británico, la manera más segura de convertirse en figura heroica del momento. De este público he dicho yo en uno de mis dramas que es Calibán durante una mitad del año y Tartufo durante la otra, y tu padre, en quien puede decirse que ambos personajes se en-carnaron, estaba de ese modo llamado a ser el representante idóneo del puritanismo en su forma agresiva y más característica. Ningún alejarte poco a poco habría servido de nada, suponiendo que hubiera sido factible. ¿No te parece ahora que lo único que debió hacer tu madre fue pedirme que fuera a verla, y en presencia de ti y de tu hermano decirme rotun-damente que la amistad debía cesar desde ese punto y hora? Habría encontrado en mí el más caluroso apoyo, y estando Drumlanrig y yo en la habitación no habría tenido por qué temer hablarte. No lo hizo. Le daban miedo sus responsabilidades, y quiso trasladarlas a mí. Sí me escribió una carta. Una carta breve, pidiéndome que no enviara la carta de abo-gado a tu padre advirtiéndole que debía desistir. Tenía toda la razón. Era ridículo que yo consultara abogados y buscara su protección. Pero anulaba cualquier efecto que su carta pudiera haber producido con su posdata habitual: «Que por nada del mundo sepa Alfred que le he escrito».
Te hechizaba la idea de que yo también, como tú, le enviara cartas de abogado a tu pa-dre. Fue sugerencia tuya. Yo no podía decirte que tu madre era muy contraria a esa idea, porque tu madre me había ligado con las promesas más solemnes de no hablarte nunca de las cartas que me escribía, y yo tontamente cumplí lo que le había prometido. ¿No ves que hizo mal en no hablarte a ti directamente? ¿Que todas las entrevistas conmigo en la escalera y la correspondencia por la puerta de atrás estuvieron mal? Nadie puede trasladar a otra persona sus responsabilidades. Siempre acaban volviendo a su legítimo dueño. Tu única idea de la vida, tu única filosofía, si alguna filosofía se te puede atribuir, era que todo lo que hicieras debía pagarlo otra persona: no quiero decir únicamente en el sentido financiero -eso no era más que la aplicación práctica de tu filosofía a la vida cotidiana-, sino en el sentido más amplio y más pleno de la responsabilidad transferida. Tú hiciste de eso tu credo. Salió muy bien mientras duró. Me obligaste a emprender la acción porque sabías que tu padre no atacaría tu vida ni te atacaría a ti de ninguna manera, y que yo de-fendería ambas cosas hasta el fin, y tomaría sobre mis hombros todo lo que se me echase. Tenías toda la razón. Tu padre y yo, cada uno, claro está, por distintos motivos, hicimos exactamente lo que esperabas. Pero no se sabe cómo, a pesar de todo, lo cierto es que no te has librado. La «teoría del niño Samuel», como podemos llamarla en aras de la breve-dad, está muy bien por lo que hace al mundo en general. Podrá encontrar bastante despre-cio en Londres, y algo de sarcasmo en Oxford, pero sólo porque en uno y otro lugar hay unas cuantas personas que te conocen, y porque en los dos has dejado huellas de tu paso. Fuera de un pequeño círculo de esas dos ciudades, el mundo te mira como al buen mu-chacho que casi se deja tentar al mal por el artista perverso e inmoral, pero que ha sido rescatado en el último momento por su padre bueno y amoroso. Queda muy bien. Pero tú sabes que no te has librado. No me refiero a una tonta pregunta hecha por un tonto jura-do, que fue naturalmente tratada con desprecio por la Corona y por el juez. Eso no le im-portaba a nadie. Me refiero quizá principalmente a ti. A tus propios ojos, y algún día ten-drás que pensar en tu conducta, no estás, no puedes estar del todo satisfecho de cómo han salido las cosas. Secretamente debes pensar en ti con bastante vergüenza. Una cara de piedra es cosa excelente para mostrar al mundo, pero de vez en cuando, cuando estés solo y sin público, tendrás, me figuro, que quitarte la máscara aunque sólo sea para respirar. Porque si no, realmente te asfixiarías.
Y del mismo modo tu madre tendrá que lamentar a veces haber intentado trasladar sus graves responsabilidades a otra persona, que ya tenía bastante fardo que llevar. Ocupaba respecto a ti la posición de ambos padres. ¿Cumplió realmente los deberes de alguno? Si yo aguantaba tu mal carácter y tu grosería y tus escenas, también ella podía haberlos aguantado. La última vez que vi a mi mujer -hace de eso catorce meses-, le dije que iba a tener que ser padre y madre para Cyril. Le describí la manera de tratar contigo que tenía tu madre con todos sus detalles, como la he expuesto en esta carta, aunque lógicamente con mucha más extensión. Le conté la razón de las incesantes notas con la palabra «Pri-vado» en el sobre que llegaban a Tite Street procedentes de tu madre, tan incesantes que mi mujer se reía y decía que debíamos estar colaborando en una novela de sociedad o al-go por el estilo. Le imploré que no sea para Cyril lo que tu madre ha sido para ti. Le dije que le educara de tal modo que, si él derramara sangre inocente, fuera a decírselo, para que ella primero le lavara las manos, y después le enseñara a limpiar el alma por la peni-tencia o la expiación. Le dije que, si le atemorizaba afrontar la responsabilidad de la vida de otro, aunque fuera su propio hijo, buscara un custodio que la ayudase. Cosa que ha hecho, y me alegro. Ha escogido a Adrian Hope, un hombre de alta cuna y cultura y exce-lente carácter, primo suyo, a quien conociste una vez en Tite Street, y con él Cyril y Vyv-yan tienen buenas posibilidades de un futuro hermoso. Tu madre, si le daba miedo hablar seriamente contigo, debería haber elegido entre sus parientes a alguien a quien hubieras escuchado. Pero no debió tener miedo. Debió hablarlo todo contigo y afrontarlo. En cualquier caso, mira el resultado. ¿Está satisfecha y contenta?
Sé que me echa a mí la culpa. Me lo dicen, no personas que te conocen, sino personas que ni te conocen ni tienen ganas de conocerte. Me lo dicen a menudo. Habla de la in-fluencia de un hombre mayor sobre otro más joven, por ejemplo. Es una de sus actitudes favoritas hacia la cuestión, y siempre una llamada eficaz a los prejuicios y la ignorancia populares. No hace falta que yo te pregunte qué influencia tuve sobre ti. Tú sabes que ninguna. Era una de tus bravatas frecuentes que no tenía ninguna; y la única, de hecho, bien fundada. ¿Qué había en ti, si vamos a ver, en lo que yo pudiera influir? ¿Tu cerebro? Estaba subdesarrollado. ¿Tu imaginación? Estaba muerta. ¿Tu corazón? Aún no había nacido. De todas las personas que han cruzado mi vida, fuiste la sola y única en la que no pude de ninguna manera influir en ninguna dirección. Cuando estaba enfermo y desvalido por una fiebre que había contraído cuidándote, no tuve influencia bastante sobre ti para inducirte a que me llevaras siquiera una taza de leche que beber, ni que te ocuparas de que tuviera lo más indispensable en la habitación de un enfermo, ni que te molestaras en recorrer doscientas yardas en coche para traerme un libro de una librería pagado por mí. Cuando estaba materialmente ocupado en escribir, y dando a la pluma comedias que ha-bían de superar a Congreve en brillantez, y a Dumas hijo en filosofía, y supongo que a todos los demás en todas las demás cualidades, no tuve influencia bastante sobre ti para que me dejaras tranquilo como hay que dejar a un artista. Dondequiera que estuviera mi cuarto de escribir, para ti era un gabinete cualquiera, un sitio donde fumar y beber vino con agua de Seltz, y hablar de memeces. La «influencia de un hombre mayor sobre un hombre más joven» es una excelente teoría hasta que llega a mis oídos. Entonces pasa a ser grotesca. Cuando llegue a los tuyos, supongo que sonreirás... para tus adentros. Cier-tamente estás en tu derecho de hacerlo. También oigo muchas cosas de lo que tu madre dice del dinero. Declara, y con total justicia, que fue incansable en sus súplicas de que no te diera dinero. Lo reconozco. Sus cartas fueron innumerables, y la posdata «Por favor que no sepa Alfred que le he escrito» aparece en todas. Pero para mí no era ningún placer tener que pagarte absolutamente todo, desde el afeitado por la mañana hasta el taxi por la noche. Era un horror. Me quejaba ante ti una y otra vez. Solía decirte -lo recuerdas, ¿ver-dad?- que detestaba que me considerases una persona «útil», que ningún artista desea que le consideren ni le traten así; porque los artistas, como el arte mismo, son por su naturale-za esencialmente inútiles. Tú te irritabas mucho cuando te lo decía. La verdad siempre te irritaba. La verdad, en efecto, es una cosa muy dolorosa de escuchar y muy dolorosa de pronunciar. Pero no por eso cambiabas de ideas ni de modo de vida. Todos los días tenía yo que pagar todas y cada una de las cosas que hacías en el día. Sólo una persona de bon-dad absurda o de necedad indescriptible lo habría hecho. Desdichadamente yo era una combinación completa de ambas. Cada vez que te sugería que tu madre debía pasarte el dinero que necesitabas, siempre tenías una respuesta muy bonita y airosa. Decías que la renta que le dejaba tu padre -unas 1.500 libras al año, creo-- era totalmente insuficiente para los gastos de una señora de su posición, y que no podías ir a pedirle más dinero del que ya te daba. Tenías toda la razón en lo de que su renta fuera absolutamente inadecuada para una señora de su posición y de sus gustos, pero eso no era excusa para que tú vivie-ras con lujo a mi costa; al contrario, debía haberte servido de indicación para vivir con economía. El hecho es que eras, y supongo que lo seguirás siendo, el sentimentalista típi-co. Por que sentimentalista es sencillamente el que quiere darse el lujo de una emoción sin pagarla. La intención de respetar el bolsillo de tu madre era hermosa. La de hacerlo a costa mía era fea. Tú crees que se pueden tener emociones gratis. No se puede. Hasta las emociones más nobles y más abnegadas hay que pagarlas. Cosa extraña, por eso son no-bles. La vida intelectual y emocional de la gente vulgar es una cosa muy despreciable. Así como toman prestadas las ideas de una especie de biblioteca circulante del pensa-miento -el Zeitgeist de una época que no tiene alma- y las devuelven manchadas al final de la semana, así intentan siempre obtener las emociones a crédito, y se niegan a pagar la factura cuando llega. Tú deberías salir de esa concepción de la vida. En cuanto tengas que pagar por una emoción sabrás su calidad, y habrás ganado con ese conocimiento. Y re-cuerda que el sentimentalista siempre es un cínico en el fondo. La realidad es que el sen-timentalismo no es sino un cinismo en vacaciones. Y por muy delicioso que sea el cinis-mo desde su lado intelectual, ahora que ha cambiado el Tonel por el Club, nunca podrá ser más que la filosofía perfecta para el hombre que no tenga alma. Tiene su valor social, y para un artista todos los modos de expresión son interesantes, pero en sí mismo es poca cosa, porque al cínico auténtico nada se le revela.
Creo que si ahora vuelves la vista a tu actitud hacia la renta de tu madre, y tu actitud hacia mi renta, no te sentirás orgulloso; y acaso puedas algún día, si no le enseñas esta carta, explicarle a tu madre que en lo de vivir a costa mía no se consultaron mis deseos en ningún momento. No fue más que una forma peculiar, y para mí personalmente desagra-dabilísima, que adoptó tu devoción a mí. Hacerte dependiente de mí lo mismo para las sumas más pequeñas que para las más grandes te prestaba a tus ojos todo el encanto de la niñez, y al insistir en que yo pagara hasta el último de tus placeres creías haber encontra-do el secreto de la eterna juventud. Confieso que me duele oír lo que tu madre va dicien-do de mí, y estoy seguro de que si reflexionas convendrás conmigo en que, si no tiene ni una palabra de pesar ni de pena por la ruina que tu linaje ha atraído sobre el mío, haría mejor en estarse callada. Por supuesto que no hay motivo para que vea ninguna parte de esta carta referente a ninguna evolución mental que yo haya pasado, o a ningún punto de partida que espere alcanzar. No tendría interés para ella. Pero las partes que se refieren estrictamente a tu vida, yo que tú se las enseñaría.
Yo que tú, de hecho, no querría ser amado sobre falsas apariencias. No hay ninguna ra-zón para que un hombre muestre su vida al mundo. El mundo no entiende las cosas. Pero con las personas cuyo afecto se desea es diferente. Un gran amigo mío -que hace ya diez años que lo es- vino a verme hace algún tiempo y me dijo que no creía una sola palabra de lo que se decía contra mí, y quería que yo supiese que él me consideraba totalmente inocente, y víctima de una trama inmunda urdida por tu padre. Yo al oírle me eché a llorar, y le dije que, aunque hubiera muchas cosas entre las acusaciones concretas de tu padre que eran totalmente falsas y se me habían cargado por una malignidad repugnante, de todos modos mi vida había estado llena de placeres perversos y pasiones extrañas, y que a menos que aceptara ese hecho como tal hecho y lo comprendiera hasta el fondo, yo no podría de ningún modo seguir siendo amigo suyo, ni estar siquiera en su compañía. Fue para él un choque terrible, pero somos amigos, y yo no he conseguido su amistad sobre falsas apariencias. Te he dicho que decir la verdad es doloroso. Verse obligado a contar mentiras es mucho peor.
Recuerdo que estaba sentado en el banquillo durante mi último juicio, escuchando la denuncia atroz que hacía de mí Lockwood -como una cosa sacada de Tácito, como un pasaje de Dante, como una de las invectivas de Savonarola contra los papas de Roma-, y asqueado y horrorizado ante lo que oía. Y de pronto se me ocurrió pensar: «¡Qué espléndido sería que fuera yo el que estuviera diciendo todo eso sobre mí!». Entonces vi en seguida que lo que se diga de un hombre no es nada. Lo que importa es quién lo diga. El momento más alto de un hombre, no me cabe ninguna duda, es cuando se arrodilla en el polvo y se golpea el pecho y cuenta todos los pecados de su vida. Así contigo. Serías mu-cho más feliz si tu madre supiera por lo menos un poco de tu vida dicho por ti. Yo le conté bastante en diciembre de 1893, pero claro está que con las obligadas reticencias y ge-neralidades. Al parecer no le dio más coraje en sus relaciones contigo. Al revés. Puso más empeño que nunca en no mirar a la verdad. Si tú mismo se lo dijeras sería distinto. Puede ser que muchas de mis palabras te resulten demasiado amargas. Pero los hechos no los puedes negar. Las cosas fueron como he dicho que fueron, y si has leído esta carta con la atención con que debes leerla te habrás encontrado cara a cara contigo mismo.
Te he escrito todo esto, muy por extenso, para que comprendas lo que fuiste para mí an-tes de mi encarcelamiento, durante aquellos tres años de amistad funesta; lo que has sido para mí durante mi encarcelamiento, ya casi a dos lunas de completarse; y lo que yo espe-ro ser para mí y para los demás cuando mi encarcelamiento haya acabado. No puedo re-construir mi carta ni rescribirla. Tendrás que tomarla como está, en muchos sitios embo-rronada con lágrimas, en algunos con señales de pasión o de dolor, y desentrañarla como puedas, con sus borrones y sus correcciones. En cuanto a las correcciones y enmiendas, las he hecho para que mis palabras sean expresión absoluta de mis pensamientos, y no pequen ni de exceso ni de deficiencia. El lenguaje requiere afinación, como un violín: y lo mismo que demasiadas vibraciones o demasiado pocas en la voz del cantante o en el temblor de la cuerda falsean la nota, así demasiadas palabras o demasiado pocas estropean el mensaje. Tal cual es, en cualquier caso, mi carta tiene su concreto significado de-trás de cada frase. No hay ninguna retórica en ella. Allí donde lleva borradura o sustitu-ción, ligera o complicada, es porque busco dar mi impresión real, encontrar para mi talan-te su equivalencia exacta. Lo que es primero en el sentimiento es lo que siempre llega lo último en la forma.
Reconozco que es una carta severa. No te he ahorrado nada. Podrías decirme que, des-pués de reconocer que pesarte con el más pequeño
de mis dolores, la más mezquina de mis pérdidas, sería realmente injusto hacia ti, eso ha sido lo que he hecho, un pesaje me-ticuloso, escrúpulo a escrúpulo, de tu carácter. Es verdad. Pero recuerda que tú mismo te pusiste en la balanza.
Recuerda que, si puesto frente a un solo instante de mi encarcelamiento el platillo don-de tú estás sube hasta el fiel, la Vanidad te hizo escoger el platillo, y la Vanidad te hizo aferrarte a él. Ahí estuvo el gran error psicológico de nuestra amistad, su absoluta falta de proporción. Te metiste a la fuerza en una vida que te venía grande, cuya órbita rebasaba tu capacidad de visión no menos que tu capacidad de movimiento cíclico, cuyos pensa-mientos, pasiones y acciones eran intensos en valor, anchos en interés, y estaban carga-dos, demasiado cargados verdaderamente, de consecuencias prodigiosas o tremendas. Tu pequeña vida de pequeños caprichos y humores era admirable en su pequeña esfera. Era admirable en Oxford, donde lo peor que te podía pasar era una reprimenda del decano o un sermón del presidente, y donde la emoción más alta era que Magdalena ganase la regata, y encender una hoguera en el patio como celebración del augusto evento. Debería haber continuado en su esfera cuando saliste de Oxford. Tú personalmente estabas muy bien. Eras un ejemplar muy completo de un tipo muy moderno. Únicamente con respecto a mí estuviste mal. Tu derroche desaforado no era un delito. La juventud siempre es manirrota. Lo lamentable era que me obligaras a mí a pagar tus derroches. Tu deseo de tener un amigo con quien pasar tu tiempo desde por la mañana hasta por la noche era encanta-dor. Era casi idílico. Pero deberías haberte pegado a un amigo que no fuera un hombre de letras, un artista para quien tu presencia continua fuera tan completamente destructiva de toda obra hermosa como efectivamente paralizante de la facultad creadora. No había nada de malo en que considerases seriamente que la manera más perfecta de pasar una velada era una comida con champán en el Savoy, luego un palco en un music-hall, y una cena con champán en Willis's como bonne-bouche para acabar. Jóvenes deliciosos de la misma opinión los hay en Londres a montones. No es ni siquiera una excentricidad. Es la condi-ción para ser socio de White's. Pero no tenías ningún derecho a exigir que yo fuera el proveedor de esos placeres para ti. Ahí mostrabas tu nula apreciación real de mi genio. Tu pelea con tu padre, se interprete como se interprete, también es obvio que debería haber quedado enteramente entre vosotros dos. Debería haber sido en el patio de atrás. Creo que es ahí donde se suelen hacer. Tu error fue insistir en representarla como una tragico-media sobre un estrado de la Historia, con el mundo entero como auditorio, y yo como premio para el vencedor de la despreciable contienda. El que tu padre te aborreciera y tú aborrecieras a tu padre no le interesaba nada al público inglés. Esos sentimientos son muy corrientes en la vida doméstica inglesa, y no deberían salir del lugar que caracterizan: el hogar. Lejos del círculo hogareño no pintan nada. Traducirlos es una tropelía. La vida familiar no es una bandera roja para flamearla por las calles, ni un clarín para hacerlo so-nar por los tejados. Tú sacaste la Domesticidad de su esfera, como a ti mismo te habías sacado de tu esfera.
Y los que se salen de su esfera cambian sólo de entorno, no de naturaleza. No adquieren los pensamientos ni las pasiones propias de la esfera a la que pasan. No está en su mano hacerlo. Las fuerzas emocionales, como digo en alguna parte de Intenciones, son tan limi-tadas en extensión y duración como las fuerzas de la energía física. La copita que está hecha para contener una cantidad contiene esa cantidad y no más, aunque todas las tinas purpúreas de Borgoña estén de vino hasta el borde y la uva recogida en los viñedos pe-dregosos de España les llegue a los pisadores hasta la rodilla. No hay error más común que el de pensar que quienes son causa u ocasión de grandes tragedias comparten un sen-tir adecuado a lo trágico; no hay error más fatal que esperarlo de ellos. El mártir, en su «camisa de fuego», podrá estar contemplando la faz de Dios, pero para el que apila la le-ña, o abre los troncos para que ardan mejor, toda esa escena no es más que el sacrificio de un buey para el matarife, o la tala de un árbol para el carbonero del bosque, o la caída de una flor para el que siega la hierba con la guadaña. Las grandes pasiones son para los grandes de alma, y los grandes hechos sólo los ven los que están a una altura con ellos.
Yo no conozco nada en todo el Teatro más incomparable desde el punto de vista del Arte, ni más sugestivo por su sutileza de observación, que el retrato que hace Shakespea-re de Rosencrantz y Guildenstern. Son los amigos de colegio de Hamlet. Han sido sus compañeros. Traen consigo recuerdos de días agradables que pasaron juntos. En el mo-mento en que se cruzan con él en la obra, él vacila bajo el peso de una carga intolerable para un hombre de su temperamento. Los muertos han salido armados del sepulcro para imponerle una misión que es a la vez demasiado grande y demasiado ruin para él. Él es un soñador, y se le ordena que actúe. Tiene naturaleza de poeta y se le pide que se las vea con las complejidades comunes de causa y efecto, con la vida en su materialización práctica, de la que no sabe nada, no con la vida en su esencia ideal, de la que tanto sabe. No tiene idea de qué hacer, y su desvarío es fingir desvarío. Bruto se sirvió de la locura como manto para ocultar la espada de su resolución, la daga de su voluntad, pero para Hamlet la locura es una mera máscara con que ocultar la debilidad. En hacer gestos y chistes ve una ocasión de demorarse. Juega con la acción como juega un artista con una teoría. Se hace espía de sus propias acciones, y escuchando sus propias palabras sabe que no son sino «palabras, palabras, palabras». En lugar de héroe de su propia historia, pretende ser espectador de su propia tragedia. Descree de todo y de sí, pero su duda no le ayuda, por-que no nace de escepticismo, sino de una voluntad dividida.
De todo esto Guildenstern y Rosencrantz no entienden nada. Cabecean, sonríen, y lo que dice el uno lo repite el otro con iteración más penosa. Cuando por fin, a través del drama dentro del drama y el juego de los títeres, Hamlet «atrapa la conciencia» del Rey y desaloja de su trono al miserable aterrado, Guildenstern y Rosencrantz no ven en esa conducta más que una lamentable infracción del protocolo cortesano. Es lo más lejos que pueden llegar en «la contemplación del espectáculo de la vida con emociones apropia-das». Están junto al secreto de Hamlet y no saben nada de él. Ni serviría de nada contár-selo. Son las copitas que pueden contener tanto y no más. Ya al final se insinúa que, atra-pados en una astuta trampa tendida para otros, encuentran o pueden encontrar una muerte violenta y repentina. Pero un final trágico de esa clase, aunque tocado por el humor de Hamlet con algo de la sorpresa y la justicia de la comedia, realmente no es para gente como ellos. Ellos no mueren nunca. Horacio, que, para «justificar a Hamlet y su causa ante los insatisfechos», «se aparta por un tiempo de la dicha y en este duro mundo sigue alentando con dolor», muere, aunque sin público, y no deja hermanos. Pero Guildenstern y Rosencrantz son tan inmortales como Angelo y Tartufo, y su lugar está con ellos. Son lo que la vida moderna ha aportado al ideal antiguo de la amistad. El que escriba un nue-vo De amicitia tendrá que encontrarles un nicho y elogiarlos en prosa tusculana. Son tipos fijados para siempre. Censurarlos demostraría falta de apreciación. Únicamente están fuera de su esfera: eso es todo. La sublimidad de alma no se contagia. Los altos pensamientos, las altas emociones están aislados por su propia existencia. Lo que ni siquiera Ofelia podía entender no iban a comprenderlo «Guildenstern y el gentil Rosencrantz», «Rosencrantz y el gentil Guildenstern». Por supuesto que no pretendo compararte. Hay una amplia diferencia entre vosotros. Lo que en ellos era azar, en ti fue elección. Deliberadamente y sin que yo te invitara te metiste en mi esfera, usurpaste allí un sitio para el que no tenías ni derecho ni cualidades, y cuando mediante una persistencia singular, ha-ciendo de tu presencia parte de todos y cada uno de los días, conseguiste absorber mi vida entera, no supiste hacer nada mejor con esa vida que romperla en pedazos. Por extraño que pueda parecerte, era lo natural. Si se le da a un niño un juguete demasiado prodigioso para su pequeña mente, o demasiado bello para sus ojos semiabiertos, lo rompe, si es obstinado; si es distraído lo deja caer y se va con sus compañeros. Así pasó contigo. Una vez que te apropiaste de mi vida, no supiste qué hacer con ella. No podías saberlo. Era una cosa demasiado maravillosa para estar en tus manos. Deberías haberla dejado caer y haber vuelto al juego de tus compañeros. Pero por desdicha eras obstinado, y la rompiste. Quizá en eso, al final, esté el secreto último de todo lo que ha ocurrido. Porque los secre-tos siempre son más pequeños que sus manifestaciones. Por el desplazamiento de un átomo puede estremecerse un mundo. Y para no ahorrarme nada a mí, ya que nada te ahorro a ti, añadiré esto: que mi encuentro contigo era peligroso para mí, pero lo que lo hizo funesto fue el particular momento en que nos encontramos. Porque tú estabas en esa etapa de la vida en que todo lo que se hace no es más que sembrar la semilla, y yo estaba en esa etapa de la vida en la que todo lo que se hace es nada menos que recoger la cosecha.
Hay algunas cosas mas de las que tengo que escribirte. La primera es mi quiebra. Supe hace algunos días, reconozco que con gran decepción, que ya es demasiado tarde para que tu familia reembolse a tu padre, que eso sería ilegal, y que yo habré de permanecer en mi dolorosa situación presente durante un tiempo aún considerable. Para mí es amargo porque me aseguran de fuentes jurídicas que no puedo ni publicar un libro sin permiso del Receptor, a quien hay que presentar todas las cuentas. No puedo firmar un contrato con el empresario de un teatro, ni poner en escena una obra, sin que los ingresos pasen a tu padre y a mis otros tres o cuatro acreedores. Creo que incluso tú reconocerás ahora que el plan de «hacerle una buena» a tu padre permitiéndole hacerme a mí insolvente no ha sido realmente el éxito brillante y redondo que tú te prometías. Al menos no lo ha sido para mí, y habría que haber consultado con mis sentimientos de dolor y humillación ante mi indigencia más que con tu cáustico e inesperado sentido del humor. La realidad de los hechos es que al permitir mi quiebra, como al empujarme al primer proceso, le hacías el juego a tu padre, y hacías exactamente lo que él quería. Solo, desasistido, él habría sido impotente desde el primer momento. En ti -aunque tú no pretendieras llenar tan horrible puesto- ha encontrado siempre su mejor aliado.
Me dice More Adey en su carta que el verano pasado expresaste realmente en más de una ocasión tu deseo de devolverme «un poco de lo que gasté» en ti. Como yo le dije en mi contestación, por desdicha yo gasté en ti mi arte, mi vida, mi nombre, mi lugar en la historia, y si tu familia tuviera todas las cosas maravillosas del mundo a su disposición, o lo que el mundo juzga maravilloso, genio, belleza, riqueza, posición, etcétera, y todas las pusiera a mis pies, con eso no se me devolvería ni una décima parte de las cosas más pe-queñas que se me han arrebatado, ni una sola de las lágrimas más pequeñas que he vertido. Pero claro está que todo lo que se hace hay que pagarlo. Eso es así hasta para el insolvente. Tú pareces tener la impresión de que la quiebra es para un hombre una manera cómoda de esquivar el pago de sus deudas, de «hacérsela» a los acreedores, en realidad. Pues es justamente lo contrario. Es el sistema por el que los acreedores de un hombre «se la hacen» a él, si hemos de seguir con tu frase favorita, y por el que la Ley, mediante la confiscación de todas sus propiedades, le obliga a pagar todas y cada una de sus deudas, y si así no lo hace le deja tan indigente como el más vulgar pordiosero que se acoja a un soportal o se arrastre por un camino con la mano tendida por esa limosna que, al menos en Inglaterra, le da miedo pedir. La Ley me ha quitado no ya todo lo que tenía, mis libros, muebles, cuadros, mis derechos de autor sobre mis obras publicadas, mis derechos de au-tor sobre mis obras de teatro, realmente todo desde El príncipe feliz y El abanico de lady Windermere hasta las alfombras de mi escalera y el limpiabarros de mi puerta, sino tam-bién todo lo que pueda tener en el futuro. Mi renta sobre los bienes dotales, por ejemplo, se vendió. Afortunadamente pude comprarla a través de mis amigos. De no haber sido así, en caso de fallecimiento de mi mujer, mis dos hijos serían mientras yo viviera tan in-digentes como yo. Mi parte en las tierras de Irlanda, que mi propio padre me legó, será, me figuro, lo siguiente. Me da una gran amargura que se venda, pero habré de pasar por ello.
Están por medio los setecientos peniques de tu padre -¿o eran libras?-, y hay que reem-bolsarlos. Aun despojado de todo lo que tengo, y de todo lo que pueda tener, y declarado insolvente total, todavía tengo que pagar mis deudas. Las comidas en el Savoy: la sopa de tortuga, los orondos hortolanos envueltos en arrugadas hojas de parra siciliana, el recio champán de color ambarino, casi de aroma ambarino -Dagonet de 1880 era tu vino favorito, ¿verdad?-, todo eso hay que pagarlo todavía. Las cenas en Willis's, la cuvée especial de Perrier Jouet que siempre nos reservaban, los pátés maravillosos traídos directamente de Estrasburgo, el prodigioso fine champagne servido siempre en el fondo de grandes co-pas acampanadas para que su bouquet fuera mejor saboreado por los auténticos epicuros de lo realmente exquisito de la vida, eso no puede quedar sin pagar, como las deudas incobrables de un client trapacero. Hasta los delicados gemelos -cuatro piedras de luna, bruma de plata, en forma de corazón, montadas en cerco de rubíes y brillantes alternados- que yo diseñé y encargué en Henry Lewis como regalito especial para ti, para celebrar el éxito de mi segunda comedia, hasta eso, aunque creo que los vendiste por cuatro perras pocos meses después, hay que pagarlo. No le voy a dejar al joyero sin fondos por los regalos que te hice, independientemente de lo que tú hicieras con ellos. Así que, aunque me declaren insolvente, ya ves que aún tengo que pagar mis deudas.
Y lo que pasa con un insolvente pasa en la vida con todos los demás. Por cada pequeña cosa que se hace, alguien tiene que pagar. Tú mismo incluso -con todo tu deseo de liber-tad absoluta de todas las obligaciones, tu insistencia en que de todo te provean otros, tus intentos de rechazar todo compromiso de afecto, o de consideración, o de gratitud-, tú mismo tendrás un día que reflexionar seriamente sobre lo que has hecho, y tratar, aunque sea en vano, de expiarlo de algún modo. El hecho de que realmente no puedas hacerlo será parte de tu castigo. No puedes lavarte las manos de toda responsabilidad, y pasar con un gesto de hombros o una sonrisa a un nuevo amigo o un banquete recién servido. No puedes tratar todo lo que has atraído sobre mí como una reminiscencia sentimental. que sacar de cuando en cuando con los cigarrillos y los licores, fondo pintoresco para una vi-da moderna de placer, como un tapiz antiguo colgado en una posada vulgar. De momento podrá tener el encanto de una salsa nueva o una cosecha reciente, pero los restos de un festín se enrancian, y las heces de una botella son amargas. Hoy, o mañana, o cuando sea, tienes que comprenderlo. Porque si no podrías morirte sin haberlo comprendido, y enton-ces ¡qué vida tan ruin, famélica, falta de imaginación habrías tenido! En mi carta a More he sugerido un punto de vista que debes adoptar respecto al tema lo antes posible. Él te dirá lo que es. Para entenderlo tendrás que cultivar tu imaginación. Recuerda que la ima
ginación es esa cualidad que nos permite ver las cosas y las personas en sus relaciones reales e ideales. Si no eres capaz de comprenderlo solo, háblalo con otros. Yo he tenido que mirar mi pasado de frente. Mira tu pasado de frente. Siéntate tranquilamente a estu-diarlo. El vicio supremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien. Háblalo con tu hermano. De hecho la persona con quien hablarlo es Percy. Dale a leer esta carta, y cuéntale todas las circunstancias de nuestra amistad. Exponiéndoselo todo con claridad, no hay persona de mejor juicio. Si le hubiéramos dicho la verdad, ¡cuánto sufrimiento y vergüenza se me habría ahorrado! Recordarás que lo propuse, la noche que llegaste a Londres de Argel. Te negaste de plano. Por eso cuando vino a casa después de comer tuvimos que montar la comedia de que tu padre era un demente, víctima de espejismos absurdos e inexplicables. La comedia fue excelente mientras duró, y no menos porque Percy se la tomara totalmente en serio. Por desgracia acabó de una manera muy repulsiva. El tema sobre el que ahora escribo es uno de sus resultados, y si a ti te molesta, te ruego que no olvides que es la más profunda de mis humillaciones, y que he de pasar por ella. No tengo alternativa. Ni tú tampoco.
Lo segundo de lo que tengo que hablarte se refiere a las condiciones, circunstancias y lugar de nuestro encuentro cuando mi plazo de reclusión se haya cumplido. Por extractos de la carta que le escribiste a Robbie a comienzos del verano del año pasado, entiendo que has sellado en dos paquetes mis cartas y mis regalos -o lo que quede de unas y otros- y deseas entregármelos personalmente. Es necesario, por supuesto, que los entregues. Tú no entendiste por qué te escribía cartas hermosas, como no entendías por qué te hacía re-galos hermosos. No te diste cuenta de que lo primero no era para publicado, como lo segundo no era para empeñado. Además, pertenecen a un lado de la vida que hace tiempo que pasó, a una amistad que, por la razón que fuese, tú no supiste apreciar en su valor debido. Te asombrarás cuando vuelvas la vista ahora a aquellos días en que tenías mi vida entera en tus manos. Yo también los miro con asombro, y con otras emociones bien dis-tintas.
Seré liberado, si todo va bien, a finales de mayo, y espero irme inmediatamente con Robbie y More Adey a algún pueblecito costero de otro país. El mar, como dice Eurípides en uno de sus dramas sobre lfigenia, lava las manchas y las heridas del mundo. Θάλασσα χλνΐει πάντα τ’ανθώπων xaxá.
Espero estar por lo menos un mes con mis amigos, y poder tener, en su sana y cariñosa compañía, paz y equilibrio, un corazón menos agitado y un estado de ánimo más risueño. Siento un anhelo extraño de las grandes cosas simples y primigenias, como el Mar, para mí no menos madre que la Tierra. Me parece que todos miramos a la Naturaleza dema-siado y vivimos con ella demasiado poco. Yo encuentro una gran cordura en la actitud de los griegos. Ellos nunca charlaban de puestas de sol, ni discutían si en la hierba las som-bras eran realmente violáceas o no. Pero veían que el mar era para el nadador, y la arena para los pies del corredor. Amaban los árboles por la sombra que dan, y el bosque por su silencio al mediodía. El viñador se ceñía el pelo de hiedra para resguardarse de los rayos del sol según se encorvaba sobre los brotes tiernos, y para el artista y el atleta, los dos ti-pos que Grecia nos ha dado, se tejían en guirnaldas las hojas del laurel amargo y del pere-jil silvestre, que por lo demás no rendían ningún servicio al hombre.
Decimos que somos una era utilitaria, y no conocemos la utilidad de nada. Hemos olvi-dado que el Agua limpia y el Fuego purifica, y que la Tierra es madre de todos nosotros. La consecuencia es que nuestro Arte es de la Luna y juega con sombras, mientras que el arte griego es del Sol y trata directamente con las cosas. Yo tengo la seguridad de que en las fuerzas elementales hay purificación, y quiero volver a ellas y vivir en su presencia. Claro está que para alguien tan moderno como yo soy, enfant de mon siécle, el mero he-cho de contemplar el mundo siempre será hermoso. Tiemblo de placer cuando pienso que el mismo día en que salga de la cárcel estarán floreciendo en los jardines el codeso y las lilas, y que veré al viento agitar en inquieta belleza el oro cimbreño de lo uno, y a las otras sacudir la púrpura pálida de sus penachos de modo que todo el aire será Arabia para mí. Linneo cayó de hinojos y lloró de alegría cuando vio por primera vez el largo páramo de las tierras altas inglesas teñido de amarillo por los capullos aromáticos del tojo, y yo sé que para mí, para quien las flores forman parte del deseo, hay lágrimas esperando en los pétalos de alguna rosa. Siempre me ha ocurrido, desde mi niñez. No hay un solo color oculto en el cáliz de una flor, o en la curva de una concha, al que mi naturaleza no res-ponda, en virtud de alguna sutil simpatía con el alma de las cosas. Como Gautier, siempre he sido de aquellos pour qui le monde visible existe.
Aun así, ahora soy consciente de que detrás de toda esa Belleza, por satisfactoria que sea, se esconde un Espíritu del cual las formas y figuras pintadas no son sino modos de manifestación, y con ese Espíritu deseo ponerme en armonía. Me he cansado de las decla-raciones articuladas de hombres y cosas. Lo Místico en el Arte, lo Místico en la Vida, lo Místico en la Naturaleza: eso es lo que busco, y en las grandes sinfonías de la Música, en la iniciación del Dolor, en las profundidades del Mar quizá lo encuentre. Me es absoluta-mente necesario encontrarlo en alguna parte.
En todos los juicios se enjuicia la propia vida, como todas las sentencias son sentencias de muerte; y a mí me han juzgado tres veces. La primera vez salí de la tribuna para ser detenido, la segunda para ser devuelto a la prisión preventiva, la tercera para ser encarce-lado por dos años. La Sociedad, tal como la hemos constituido, no tendrá sitio para mí, no tiene ninguno que ofrecer; pero la Naturaleza, cuyas dulces lluvias caen por igual sobre justos e injustos, tendrá tajos en las peñas donde yo pueda esconderme, y valles secretos en cuyo silencio pueda llorar tranquilo. Prenderá estrellas en la noche para que pueda caminar por la oscuridad sin tropezar, y mandará el viento sobre mis huellas para que na-die pueda seguirme en mi perjuicio; me limpiará en vastas aguas, y con hierbas amargas me sanará.
Al cabo de un mes, cuando las rosas de junio estén en toda su desbordada opulencia, concertaré contigo por conducto de Robbie, si me siento capaz, un encuentro en alguna ciudad extranjera tranquila como Brujas, cuyas casas grises y verdes canales y calles frescas y silenciosas, tenían un encanto para mí, hace años. De momento tendrás que cambiar de nombre. El titulillo del que tanto te ufanabas y es verdad que hacías que tu nombre sonara a nombre de flor- lo tendrás que abandonar, si quieres verme, así como también mi nombre, que en tiempos fuera tan musical en la boca de la Fama, habrá de ser abandonado por mí. ¡Qué estrecho, y ruin, e insuficiente para sus cargas es este siglo nuestro! Puede dar al Éxito su palacio de pórfido, pero para morada del Dolor y la Ver-güenza no conserva siquiera una choza: lo único que puede hacer por mí es ordenarme que cambie mi nombre por otro, cuando incluso el medievalismo me habría dado cubrir-me con la capucha del monje o el velo del leproso y estar en paz.
Espero que nuestro encuentro sea como debería ser un encuentro entre tú y yo, después de todo lo ocurrido. En los viejos tiempos hubo siempre un ancho abismo entre nosotros, el abismo del Arte conseguido y la cultura adquirida; ahora hay entre nosotros un abismo todavía mayor, el abismo del Dolor; pero para la Humildad nada es imposible, y para el Amor todo es fácil.
En cuanto a la carta con que respondas a ésta, puede ser todo lo larga o corta que tú quieras. Dirige el sobre al Director de la Prisión de Reading. Dentro, en otro sobre abier-to, pon tu carta para mí: si el papel es muy fino no escribas por los dos lados, porque así a otros les cuesta trabajo leer. Yo te he escrito con total libertad. Tú me puedes escribir igual. Lo que he de saber de ti es por qué no has hecho ningún intento de escribirme, des-de el mes de agosto del año antepasado, y más particularmente después de que, en mayo del año pasado, hace ahora once meses, supieras, y reconocieras ante otros que sabías, cuánto me habías hecho sufrir, y cómo yo era consciente. Un mes tras otro esperé noticias tuyas. Aunque no hubiera estado esperando, aunque te hubiera cerrado la puerta, deberías haber recordado que nadie puede cerrar las puertas al Amor para siempre. El juez injusto del Evangelio acaba por levantarse para dar una decisión justa porque la justicia llama todos los días a su puerta; y de noche el amigo en cuyo corazón no hay amistad de verdad cede al cabo ante su amigo «por su importunidad». No hay cárcel en el mundo que el Amor no pueda asaltar. Si eso no lo has entendido, es que no has entendido nada del Amor. También quiero que me cuentes todo
lo relativo a tu artículo sobre mí para el Mercure de France. Algo sé de él. Dame citas literales. Está compuesto en letras de molde. Dame también las palabras exactas de la de-dicatoria de tus poemas. Si están en prosa, cita la prosa; si en verso, cita el verso. No me cabe duda de que será hermosa. Escríbeme con toda franqueza sobre ti; sobre tu vida; tus amigos; tus ocupaciones; tus libros. Háblame de tu libro y su acogida. Lo que tengas que decir en tu descargo, dilo sin miedo. No escribas lo que no sientes: eso es todo. Si en tu carta hay algo de falso o fingido, lo detectaré en seguida por el tono. No por nada, ni en vano, en mi culto de toda la vida a la literatura me he hecho

Miser of sound and syllable, no less
Than Midas of his coinage.

[Avaro de sonidos y de dabas, / como Midas de sus monedas.]

Recuerda también que aún estoy por conocerte. Quizá estemos aún por conocernos.
Acerca de ti no me queda más que una última cosa que decir. No te dé miedo el pasado. Si te dicen que es irrevocable, no lo creas. El pasado, el presente y el futuro no son sino un momento a la vista de Dios, a cuya vista debemos tratar de vivir. El tiempo y el espa-cio, la sucesión y la extensión, son meras condiciones accidentales del Pensamiento. La Imaginación puede trascenderlos, y moverse en una esfera libre de existencias ideales. Las cosas, además, son en su esencia lo que queremos que sean. Una cosa es según el modo en que se la mire. «Allí donde otros», dice Blake, «no ven más que la Aurora que despunta sobre el monte, yo veo a los hijos de Dios clamando de alegría». Lo que para el mundo y para mí mismo parecía mi futuro, yo lo perdí irremisiblemente cuando me dejé incitar a querellarme contra tu padre; me atrevo a decir que lo había perdido, en realidad, mucho antes. Lo que tengo ante mí es mi pasado. He de conseguir mirarlo con otros ojos, hacer que el mundo lo mire con otros ojos, hacer que Dios lo mire con otros ojos. Eso no lo puedo conseguir soslayándolo, ni menospreciándolo, ni alabándolo, ni negándolo. Úni-camente se puede hacer aceptándolo plenamente como una parte inevitable de la evolu-ción de mi vida y mi carácter: inclinando la cabeza a todo lo que he sufrido. Cuán lejos estoy de la verdadera templanza de ánimo, esta carta con sus humores inciertos y cam-biantes, su sarcasmo y su amargura, sus aspiraciones y su incapacidad de realizar esas aspiraciones, te lo mostrará muy claramente. Pero no olvides en qué terrible escuela estoy haciendo los deberes. Y aun siendo como soy incompleto e imperfecto, aun así quizá ten-gas todavía mucho que ganar de mí. Viniste a mí para aprender el Placer de la Vida y el Placer del Arte. Acaso se me haya escogido para enseñarte algo que es mucho más mara-villoso, el significado del Dolor y su belleza. Tu amigo que te quiere,
OSCAR WILDE

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