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lunes, 23 de febrero de 2009

MATURIN -- MELMOTH EL ERRABUNDO -- 1ªparte

MELMOTH EL ERRABUNDO (1820)


Charles Robert Maturin






Alive again? Then show me where he is.
I’ll give a thousand pounds to look upon him.
SHAKESPEARE
En el otoño de 1816, John Melmoth, estudiante del Trinity College (Dublín), abandonó
dicho centro para asistir a un tío moribundo en el que tenía puestas principalmente sus
esperanzas de independencia. John era el huérfano de un hermano menor, cuya pequeña
propiedad apenas sufragaba los gastos de enseñanza de John; pero el tío era rico, soltero
y viejo, y John, desde su infancia, había llegado a concebir por él ese confuso
sentimiento, mezcla de miedo y ansiedad sin conciliar - sentimiento a la vez de
atracción y de repulsión -, con que miramos a una persona que (como nos han enseñado
a creer niñeras, criadas y padres) tiene los hilos de nuestra propia existencia en sus
manos, y puede prolongarlos o romperlos cuanto le plazca.
Al recibir esta llamada, John partió inmediatamente para asistir a su tío.
La belleza del campo por el que viajaba - era el condado de Wicklow - no conseguía
impedir que su espíritu se demorara en infinidad de pensamientos dolorosos, algunos
relativos al pasado, y los más al futuro. El capricho y mal carácter de su tío, las extrañas
referencias sobre el motivo de esa vida retirada que había llevado durante largos años,
su propia situación de dependencia, martilleaban dura y pesadamente en su cerebro. Se
despabiló para alejarlos...; se incorporó, acomodándose en el asiento del correo, en el
que era pasajero único; miró el paisaje, consultó su reloj; luego creyó por un momento
que los había conjurado..., pero no había nada con qué sustituirlos, y se vio obligado a
llamarlos otra vez para que le hiciesen compañía. Cuando el espíritu se muestra así de
diligente en llamar a los invasores, no es extraño que la conquista se efectúe con
presteza. A medida que el carruaje se iba acercando a Lodge - así se llamaba la vieja
mansión de los Melmoth -, sentía lohn el corazón más oprimido.
El recuerdo de este temible tío de su infancia, al que jamás le permitieron acercarse sin
recibir innumerables recomendaciones - no ser molesto, no acercarse demasiado, no
importunarle con preguntas, no alterar bajo ningún concepto el orden inviolable de su
caja de rapé, su campanilla y sus lentes, ni exponerse a que el dorado brillo del plomo
de su bastón le tentase a cometer el pecado mortal de cogerlo... y por último, mantener
diestramente su peligroso rumbo zigzagueante por el aposento sin estrellarse contra las
pilas de libros, globos terráqueos, viejos periódicos, soportes de pelucas, pipas, latas de
tabaco, por no hablar de los escollos de ratoneras y libros mohosos de debajo de las
sillas... junto con la reverencia final, ya en la puerta, la cual debía ser cerrada con
cautelosa suavidad, y bajar la escalera como si llevase calzado de fieltro -. A este
recuerdo siguió el de sus años escolares, cuando, por Navidades y Pascua, enviaban el
desastrado jamelgo, hazmerreír del colegio, a traer al renuente visitante a Lodge...
donde su pasatiempo consistía en permanecer sentado frente a su tío, sin hablar ni
moverse, hasta que los dos se asemejaban a Raimundo y el espectro de Beatriz, de El
Monje...; luego le observaba sacar los huesos de flaco carnero de su plato de caldo
insulso, del que servía a su sobrino con innecesaria cautela, para no «darle más del que
quería»; después corría a acostarse todavía de día, incluso en invierno, para ahorrar una
pulgada de vela, y allí permanecía despierto y desasosegado a causa del hambre, hasta
que el retiro de su tío a las ocho en punto indicaba al ama de la racionada casa que era el
momento de subirle furtivamente algunos trozos de su propia y escasa comida,
recomendándole con susurros, entre bocado y bocado, que no se lo dijera a su tío.
Luego, su vida en el colegio, transcurrida en un ático del segundo bloque, ensombrecida
por una invitación al campo: pasaba el verano lúgubremente, deambulando por las
calles desiertas, ya que su tío no quería costear los gastos de su viaje; las únicas señales
de su existencia, recibidas trimestralmente en forma de epístolas, contenían, junto a las
escasas pero puntuales asignaciones, quejas acerca de los gastos de su educación,
advertencias contra el despilfarro y lamentaciones por los incumplimientos de los
arrendatarios y la pérdida de valor de las tierras. Todos estos recuerdos le venían; y con
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ellos, la imagen de aquella última escena en que los labios de su padre moribundo
grabaron en él su dependencia respecto a su tío:
-John, voy a dejarte, mi pobre muchacho; Dios quiere llevarse a tu padre antes de que
haya podido hacer por ti lo que habría hecho esta hora menos dolorosa. John, debes
recurrir a tu tío para todo. Él tiene sus rarezas y sus debilidades, pero tienes que
aprender a soportarle con ellas, y con muchas otras cosas también, como no tardarás en
averiguar. Y ahora, hijo mío, pido al que es padre de todos los huérfanos que considere
tu desventurada situación y abogue en tu favor a los ojos de tu tío - y al evocar esta
escena en su memoria se le llenaron los ojos de lárimas, y se apresuró a enjugárselos en
el momento en que el coche se detenía para que él bajase ante la verja de la casa de su
tío.
Se apeó y, con una muda de ropa envuelta en un pañuelo (era su único equipaje), se
acercó a la verja. La casa del guarda estaba en ruinas, y un muchacho descalzo salió
apresuradamente de una cabaña contigua para hacer girar sobre su único gozne lo que
en otro tiempo fuera verja y ahora no consistía sino en unas cuantas tablas unidas de tan
precaria manera que claqueteaban como sacudidas por un ventarrón. El obstinado poste
de la verja, cediendo finalmente a la fuerza conjunta de John y de su descalzo ayudante,
chirrió pesadamente entre el barro y las piedras, donde trazó un surco profundo y
fangoso, y dejó la entrada expedita. John, tras buscar inútilmente en el bolsillo alguna
moneda con que recompensar a su ayudante, prosiguió su marcha, mientras el chico, de
regreso, se apartó del camino de un salto, precipitándose en el barro con todo el
chapoteo y anfibio placer de un pato, y casi tan orgulloso de su agilidad como de «servir
a un señor». Mientras avanzaba John lentamente por el embarrado camino que un día
fuera paseo, iba descubriendo, a la dudosa luz del atardecer otoñal, signos de creciente
desolación desde la última vez que había visitado el lugar..., signos que la penuria había
agravado y convertido en clara miseria. No había valla ni seto alrededor de la
propiedad: un muro de piedras sueltas, sin mortero, en cuyos numerosos boquetes
crecían la aliaga o el espino, ocupaba su lugar. No había un solo árbol o arbusto en el
campo de césped; y el césped mismo se había convertido en terreno de pasto donde unas
cuantas ovejas triscaban su escaso alimento en medio de piedras, cardos y tierra dura,
entre los que hacían rara y escuálida aparición algunas hojas de yerba.
La casa propiamente dicha se recortaba aún vigorosamente en la oscuridad del cielo
nocturno; pues no había pabellones, dependencias, arbustos ni árboles que la ocultaran o
la protegieran y suavizaran la severidad de su silueta. John, tras una melancólica mirada
a la escalinata invadida de yerba y a las entabladas ventanas, «se dirigió» a llamar a la
puerta; pero no había aldaba; piedras sueltas, en cambio, las había en abundancia; y
John llamó enérgicamente con una de ellas, hasta que los furiosos ladridos de un mastín,
que amenazaba con romper la cadena a cada salto y cuyos aullidos y gruñidos, unidos a
«unos ojos relucientes y unos colmillos centelleantes», sazonados tanto por el hambre
como por la furia, hicieron que el asaltante levantara el sitio de la puerta y emprendiera
el conocido camino que conducía a la cocina. Una luz brillaba débilmente en la ventana,
al acercarse alzó el picaporte con mano indecisa; pero cuando vio la reunión que había
en el interior, entró con el paso del hombre que ya no duda en ser bien recibido.
En torno a un fuego de turba, cuya abundancia de combustible daba testimonio de la
indisposición del «amo», quien probablemente se habría echado él mismo sobre el
fuego si hubiera visto vaciar el cubo de carbón de una vez, se hallaban sentados la vieja
ama de llaves, dos o tres acompañantes - o sea, personas que comían, bebían y
haraganeaban en cualquier cocina que estuviese abierta a la vecindad con motivo de
alguna desgracia o alegría, todo por la estima en que tenían a su señoría, y por el gran
respeto que sentían por su familia -, y una vieja a quien John reconoció inmediatamente
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como la curandera de la vecindad..., una sibila marchita que prolongaba su escuálida
existencia ejerciendo sus artes en los temores, ignorancia y sufrimientos de seres tan
miserables como ella. Entre las gentes de buena posición, a las que a veces tenía acceso
por mediación de los criados, aplicaba remedios sencillos, con los que su habilidad
obtenía a veces resultados productivos. Entre las de clase inferior, hablaba y hablaba de
los efectos del «mal de ojo», contra el que ponderaba las maravillas de algún remedio de
infalible eficacia; y mientras hablaba, agitaba sus grises mechones con tan brujeril
ansiedad, que jamás dejaba de transmitir a su aterrado y medio crédulo auditorio cierta
cantidad de ese entusiasmo que, en medio de su conciencia de la impostura, sentía
probablemente ella misma en gran medida; ahora, cuando el caso se revelaba finalmente
desesperado, cuando la misma credulidad perdía la paciencia, y la esperanza y la vida se
escapaban conjuntamente, instaba al miserable paciente a que confesara que tenía algo
en el corazón; y cuando arrancaba tal confesión del cansancio del dolor y la ignorancia
de la pobreza, asentía y murmuraba misteriosamente, como dando a entender a los
espectadores que había tenido que luchar con dificultades que el poder humano no era
capaz de vencer. Cuando no había pretexto alguno de indisposición, entonces visitaba la
cocina de «su señoría» o la cabaña del campesino; si la obstinación y la persistente
convalecencia de la comarca amenazaba con matarla de hambre, aún le quedaba un
recurso: si no había vida que acortar, había buenaventuras que decir; se valía «de
hechizos, oráculos, levantar figuras y patrañas por el estilo que sobrepujan a nuestros
alcances». Nadie torcía tan bien como ella el hilo místico que debía introducir en la
cueva de la calera, en cuyo rincón se hallaba de pie el tembloroso consultante del
porvenir, dudando si la respuesta a su pregunta de «¿quién lo sostiene?» iba a ser
pronunciada por la voz del demonio o del amante.
Nadie sabía averiguar tan bien como ella dónde confluían los cuatro arroyos en los que,
llegada la ominosa estación, debía sumergirse el camisón, y tenderlo luego ante el fuego
- en nombre del que no nos atrevemos a mencionar en presencia de «oídos educados» -
para que se convirtiese en el malogrado marido antes del amanecer. Nadie como ella –
decía - sabía con qué mano había que sostener el peine, a la vez que utilizaba la otra
para llevarse la manzana a la boca, durante cuya operación la sombra del maridofantasma
cruzaría el espejo ante el cual se ejecutaba. Nadie era más hábil y activa en
quitar todos los utensilios de hierro de la cocina donde las crédulas y aterradas víctimas
de su brujería ejecutaban habitualmente estas ceremonias, no fuera que, en vez de la
forma de un joven apuesto exhibiendo un anillo en su blanco dedo, surgiese una figura
sin cabeza, se llegase a la chimenea, cogiese un asador largo o, a falta de él, echase
mano de un atizador del hogar, y tomase al durmiente, con el largo de ese hierro, la
medida para su ataúd. Nadie, en fin, sabía mejor que ella atormentar o amedrentar a sus
víctimas haciéndolas creer en esa fuerza que puede reducir y de hecho ha reducido las
mentalidades más fuertes al nivel de las más débiles: y bajo el influjo de ella, el
cultivado escéptico lord Lyttleton aulló un día, y rechinó y se retorció en sus últimas
horas; como aquella pobre muchacha que, convencida de la horrible visita del vampiro,
chillaba y gritaba que su abuelo le chupaba la sangre mientras dormía, y falleció a causa
del imaginario horror. Ése era el ser al que el viejo Melmoth había confiado su vida,
mitad por credulidad, y - como dice Hibernicè - más de la mitad por avaricia. John
avanzó entre este grupo, reconociendo a unos, desaprobando a muchos, y desconfiando
de todos. La vieja ama de llaves le recibió con cordialidad; él era siempre su «niño
rubio», dijo (entre paréntesis, el joven tenía el pelo negro como el azabache); y trató de
alzar su mano consumida hasta su cabeza en un gesto entre bendición y caricia, hasta
que la dificultad de su intento le hizo ver que esa cabeza estaba unas catorce pulgadas
más arriba de lo que ella alcanzaba, desde la última vez que la acarició. Los hombres,
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con la deferencia del irlandés hacia una persona de clase superior, se levantaron todos al
verle entrar (sus taburetes chirriaron sobre las losas rotas), y desearon a su señoría «mil
años de larga y dichosa vida; y si su señoría no iba a tomar alguna cosa para aliviar la
pena del corazón»; y al decir esto, cinco o seis coloradas y huesudas manos le tendieron
sendos vasos de whisky a la vez. Durante todo este tiempo, la sibila permaneció en
silencio sentada en un rincón de la espaciosa chimenea, soltando espesas bocanadas de
su pipa. John declinó, amable, el ofrecimiento de la bebida, aceptó las atenciones de la
vieja ama cordialmente, miró de reojo a la vieja arrugada del rincón ya continuación
echó una ojeada a la mesa, la cual exhibía un banquete muy distinto del que él estaba
acostumbrado a ver en «tiempos de su señoría». Había un cuenco de patatas que el viejo
Melmoth habría considerado suficiente para el consumo de una semana. Había salmón
salado (lujo desconocido incluso en Londres. Véanse los cuentos de Mrs. Edgeworth:
«The Absentee»).
Había ternera de lo más tierna, acompañada de callos; por último, había también
langosta y rodaballo frito en cantidad suficiente como para justificar que el autor de esta
historia afirme, «suo periculo», que cuando su bisabuelo, el deán de Killala, contrató
criados para el deanato, estos pusieron como condición que no se les exigiera comer
rodaballo o langosta más de dos veces a la semana. Además, había botellas de cerveza
de Wicklow, amplia y subrepticiamente sacadas de la bodega de «su señoría», y que
ahora hacían su primera aparición en el hogar de la cocina, y manifestaban su
impaciencia por volver a ser taponadas siseando, escupiendo y rebullendo delante del
fuego, que provocaba su animosidad. Pero el whisky (genuinamente falsificado, con
fuerte olor a yerbajo y a humo, y exhalando desafío a la aduana) parecía el «verdadero
anfitrión» del festín: todo el mundo lo alababa, y los tragos eran tan largos como las
alabanzas.
John, viendo la reunión y pensando que su tío estaba en la agonía, no pudo por menos
de recordar la escena de la muerte de don Quijote en la que, a pesar de la pena que
producía la disolución del esforzado caballero, sabemos que «con todo, comía la
sobrina, brindaba el ama y se regocijaba Sancho Panza». Después de corresponder
«como pudo» a la cortesía de la reunión, preguntó cómo estaba su tío. «Todo lo mal que
se puede estar.» «Ahora se encuentra mucho mejor, gracias señoría», contestó la
reunión en tan rápido y discordante unísono, que John miró a uno tras otro, no sabiendo
a quién o qué creer. «Dicen que su señoría ha recibido un susto», dijo un individuo de
más de seis pies de estatura, acercándose a modo de susurro, y rugiendo las palabras
seis pulgadas por encima de la cabeza de John. «Pero luego su señoría ha tenido un
pasmo», dijo un hombre que se estaba bebiendo tranquilamente lo que John había
rechazado. A estas palabras, la sibila, que seguía en el rincón, se quitó lentamente la
pipa de la boca, y se volvió hacia la concurrencia; jamás suscitaron los movimientos
oraculares de una pitonisa en su trípode más terror ni impusieron más profundo silencio.
«No está aqui», dijo apretando su dedo marchito contra su arrugada frente, «ni aqui... ni
aqui»; y extendió la mano hacia las frentes de los que estaban cerca de ella, todos los
cuales inclinaron la cabeza como si recibiesen una bendición, aunque inmediatamente
recurrieron a la bebida como para asegurarse sus efectos. «Todo está aqui... todo está en
el corazón»; y al tiempo que lo decía, separó y apretó los dedos sobre su cavernoso
pecho con tal vehemencia que hizo estremecer a sus oyentes. «Todo está aqui», añadió,
repitiendo el gesto (probablemente, alentada por el efecto que había producido); luego
se hundió en su asiento, volvió a coger su pipa, y no dijo ya nada más. En este momento
de involuntario temor por parte de John, y de aterrador silencio por parte del resto de los
presentes, se oyó un ruido insólito en la casa, y toda la reunión dio un respingo como si
hubieran descargado en medio de ellos un mosquete: fue el desacostumbrado sonido de
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la campanilla de Melmoth. Sus criados eran tan pocos, y se hallaban tan asiduamente
junto a él, que el sonido de la campanilla les sobresaltó como si doblase por su propio
entierro. «Siempre la hacía sonar con la mano para llamarme a mí», dijo la vieja ama
de llaves, saliendo apresuradamente de la cocina; «él decía que hacerlo con el tirador
estropeaba el cordón».
El sonido de la campana hizo pleno efecto. El ama entró atribulada en la habitación
seguida de varias mujeres, las plañideras irlandesas, dispuestas todas a recetar al
moribundo o a llorar al muerto, todas dando palmadas con sus manos callosas o
enjugándose sus ojos secos. Estas brujas rodearon el lecho; y viendo su sonora, violenta
y desesperada aflicción, y oyendo sus gritos de «¡Ay, se nos va, su señoría se nos va, su
señoría se nos va!», uno habría imaginado que sus vidas estaban unidas a él como las de
las esposas de la historia de Simbad el Marino, que eran enterradas vivas con el cadáver
de sus maridos. Cuatro de ellas se retorcían las manos y gemían alrededor de la cama,
mientras otra, con toda la destreza de una Mrs. Quickly, palpaba los pies de su señoría,
y «más y más arriba», y «todo estaba frío como una piedra».
El viejo Melmoth apartó los pies de la zarpa de la bruja, contó con su aguda mirada
(aguda, teniendo en cuenta el inminente ofuscamiento de la muerte) el número de las
que se habían congregado alrededor de su lecho, se incorporó apoyándose en su afilado
codo y, apartando al ama de llaves (que trataba de arreglarle el gorro de dormir que se le
había ladeado con el forcejeo y daba a su rostro macilento y moribundo una especie de
grotesca ferocidad), bramó en un tono tal que hizo estremecer a los presentes: «¿Quién
diablos os ha traído aquí?» La pregunta dispersó la reunión por un momento; pero
reagrupándose instantáneamente, conferenciaron en voz baja; y tras santiguarse varias
veces, murmuraron: «El diablo... el Señor nos asista; lo primero que ha dicho ha sido el
nombre del diablo».
-¡Sí -rugió el inválido-, y el diablo es lo primero que ven mis ojos!
-¿Dónde, dónde? -exclamó la aterrada ama de llaves pegándose al inválido, y medio
ocultándose en la manta que arrancó sin piedad a las agitadas y descubiertas piernas de
su señor.
-Ahí, ahí -repetía él (durante la batalla de la manta), señalando a las agrupadas y
aterradas mujeres, presas de horror al verse tratadas como los mismos demonios a los
que habían venido a conjurar.
-¡Oh!, el Señor le conserve la cabeza a su señoría -dijo el ama de llaves en un tono más
conciliador, cuando se le hubo pasado el miedo -; estoy segura de que su señoría las
conoce a todas, ésta se llama... y ésta... y ésta... - fue señalando a cada una de ellas,
añadiendo su nombre, que nosotros pasamos por alto para ahorrar al lector la tortura de
este recitado (como prueba de nuestra lenidad, incluiremos solamente el último,
Cotchleen O'Mulligan).
-¡Mientes, perra! -gruñó Melmoth-: el nombre de éstas es Legión, pues son muchas...
sácalas de esta habitación... aléjalas de la puerta; si aúllan a mi muerte, aullarán de
veras..., pero no por mi muerte (pues me verán muerto, y condenado también, con los
ojos secos), sino por el whisky que habrían robado si hubiesen podido - y el viejo
Melmoth sacó una llave que tenía debajo de la almohada y la agitó en un inútil triunfo
ante la vieja ama, la cual poseía desde mucho tiempo atrás un medio de acceder a la
bebida que «su señoría» ignoraba -, y por la falta de provisiones con que las mimas.
-¡Mimarlas, Jesús! - exclamó el ama.
-Sí; además, por qué hay tantas velas encendidas, todas de a cuatro lo menos; y lo
mismo abajo, estoy seguro. ¡Ah!, eres... eres un demonio derrochador.
-La verdad, señoría, es que todas son de a seis.
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-¿De a seis... y por qué diablos has encendido de a seis?; ¿es que crees que estáis
velando al difunto ya? ¿Eh?
-¡Oh!, todavía no, señoría, todavía no - corearon las brujas -, eso cuando llegue la hora
del Señor, señoría - añadieron con mal reprimida impaciencia por que tal
acontecimiento sucediera.
-Su señoría debería pensar en poner en paz su alma.
-Ésa es la primera frase razonable que has dicho - dijo el moribundo -, tráeme mi
devocionario; está debajo de ese viejo sacabotas... sacúdele las telarañas; no lo he
abierto desde hace años - se lo tendió la vieja administradora, a la que dirigió una
mirada de reproche -. ¿Quién te ha mandado encender velas de a seis en la cocina,
acémila dilapidadora? ¿Cuántos años hace que vives en esta casa?
-No lo sé, señoría.
-¿ Y has visto alguna vez un solo derroche o dispendio en ella?
-¡Oh, nunca, nunca, señoría!
-¿Y se ha derrochado alguna vez una sola vela en la cocina?
-Nunca, nunca, señoría.
-¿Y no has sido siempre todo lo ahorrativa que te han permitido la mano y la cabeza y el
corazón?
-¡Oh, sí, desde luego, señoría!; cualquier alma a nuestro alrededor lo sabe..., todo el
mundo piensa con justicia, señoría, que tenéis la casa y la mano más cerradas de la
región... Su señoría ha dado siempre buena prueba de ello.
-Entonces, ¿cómo te atreves a abrir mi puño antes de que me lo haya abierto la muerte?
- dijo el avaro moribundo agitando hacia ella su flaca mano -. Huelo a carne en la casa...
y he oído voces... he oído girar la llave de la puerta una y otra vez. ¡Ah, si pudiera
levantarme! - dijo, derrumbándose en el lecho con impaciente desesperación -. ¡Ah, si
pudiera levantarme para ver el dispendio y la ruina que se está cometiendo! Pero esto
me matará - prosiguió, hundiéndose en el flaco cabezal, pues nunca se permitió el lujo
de emplear una almohada como Dios manda -, me matará... sólo el pensarlo me está
matando ya.
Las mujeres, decepcionadas y frustradas, tras varios guiños y susurros, salieron
precipitadamente de la habitación, pero fueron llamadas por las voces vehementes del
viejo Melmoth.
-¿Adónde vais ahora? ¿A la cocina a hartaros de comer y de empinar el codo? ¿No
quiere ninguna quedarse a escuchar, mientras se lee una oración por mí? Algún día os
hará falta también, brujas.
Aterrada por esta reconvención y amenaza, la comitiva regresó en silencio; y se fueron
colocando todas alrededor de la cama, mientras el ama, aunque católica, preguntó si su
señoría deseaba que viniera un pastor a administrarle los derechos (ritos) de su Iglesia.
Los ojos del moribundo chispearon de enojo ante tal proposición.
-¿Para qué? ...¿para que le den una bufanda y una cinta de sombrero en el funeral?
Anda, léeme las oraciones, vieja... algo salvarán.
El ama hizo el intento, pero no tardó en renunciar, alegando, con justicia, que tenía los
ojos llorosos desde que su señoría cayera enfermo.
-Eso es porque siempre andas bebiendo - dijo el inválido con un gesto de malevolencia
que la contracción de la cercana muerte convirtió en rictus espantoso-. ¡Eh!... ¿no hay
ninguna, entre las que rechináis y gemís ahí, que pueda coger un devocionario por mí?
Imprecadas de este modo, una de las mujeres ofreció sus servicios; y de ella habría
podido decirse con toda justicia, como del «muy habilidoso hombre del reloj» de los
tiempos de Dogberry, que «sabía leer y escribir por naturaleza»; pues jamás había ido
a la escuela, y no había visto ni abierto un devocionario protestante en su vida; sin
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embargo, siguió adelante y, con más énfasis que discreción, leyó casi todo el servicio
«de parida», el cual, como viene en los devocionarios después del de los entierros,
quizá creyó que tenía relación con el estado del inválido.
Leía con gran solemnidad... Fue una lástima que la interrumpieran dos veces durante su
declamación, una el viejo Melmoth, quien, poco después del comienzo de los rezos, se
volvió hacia la vieja ama y le dijo en un tono escandalosamente audible: «Baja a la
cocina y cierra el tiro de la chimenea para que no gaste; y cierra la puerta con llave, y
que te oiga yo cerrarla. No puedo pensar en otra cosa mientras no me hagas eso». La
otra corrió a cargo del joven John Melmoth, quien había entrado sigilosamente en la
habitación al oír las inadecuadas palabras que recitaba la ignorante mujer: tomándole el
devocionario de las manos, al tiempo que se arrodillaba junto a ella, leyó con voz
contenida parte del servicio solemne que, de acuerdo con las normas de la Iglesia
anglicana, está destinado a reconfortar a los que están a punto de expirar.
-Ésa es la voz de John - dijo el moribundo; y el poco afecto que había manifestado
siempre por el desventurado muchacho inundó en este momento su duro corazón, y lo
conmovió. Se sentía, también, rodeado de sirvientes desalmados y rapaces; y por escasa
que hubiese sido su confianza en un pariente al que había tratado siempre como a un
extraño, comprendió que en esta hora no era ningún desconocido; y se aferró a este
apoyo como a una paja en medio de un naufragio -. John, mi pobre muchacho, estás ahí.
Te he tenido lejos de mí cuando estaba vivo, y ahora eres quien más cerca está de mí en
mi última hora... John, sigue leyendo.
John, profundamente conmovido por el estado en que veía a este pobre hombre, con
toda su riqueza, así como su solemne petición de consuelo en sus últimos momentos,
siguió leyendo; pero poco después su voz se hizo confusa, por el horror con que
escuchaba el creciente hipo del paciente, el cual, sin embargo, se volvía de cuando en
cuando, con gran trabajo, a preguntarle al ama si había cerrado el tiro. John, que era un
joven sensible, se levantó un poco nervioso.
-¡Cómo!, ¿me dejas como los demás? - dijo el viejo Melmoth, tratando de incorporarse
en la cama.
-No, señor - dijo John, observando el alterado semblante del moribundo -; es que me
parece que necesitáis algún refrigerio, algún remedio, señor.
-Sí; lo necesito, lo necesito, pero ¿en quién puedo confiar para que me lo traiga? Éstas
(y sus ojos macilentos vagaron por el grupo), éstas me envenenarán.
-Confiad en mí, señor - dijo John -; yo iré a casa del boticario, o a quienquiera que
acostumbréis acudir.
El viejo le cogió la mano, le atrajo a la cama, lanzó a los presentes una mirada
amenazadora y, no obstante, recelosa, y luego susurró con una voz de agónica ansiedad:
-Quiero un vaso de vino; eso me mantendrá vivo unas horas. Pero no hay nadie en quien
pueda confiar para que me lo traiga... me robarían una botella y me arruinarían.
John se quedó estupefacto.
-Señor, por el amor de Dios, permitidme a mí traeros un vaso de vino.
-¿Sabes dónde está? - dijo el viejo con una expresión en el rostro que John no logró
entender.
-No, señor; sabéis que yo he sido más bien un extraño aquí.
-Toma esta llave - dijo el viejo Melmoth, tras un espasmo violento -; toma esta llave; el
vino está en ese cuarto: Madeira. Yo siempre les he dicho que no había nada ahí, pero
ellos no me creían; de lo contrario, no me habrían robado como lo han hecho. Una vez
les dije que era whisky, pero eso fue peor, porque entonces empezaron a beber el doble.
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John cogió la llave de su tío; el moribundo le apretó la mano. Y John, interpretándolo
como un gesto de afecto, le devolvió el apretón. Pero se sintió decepcionado al oírle
susurrar:
-John, muchacho, no bebas tú mientras estés ahí dentro.
-¡Dios Todopoderoso! - exclamó John, arrojando indignado la llave sobre la cama;
luego, recordando que el miserable ser que tenía delante no podía ser ya objeto de
resentimiento alguno, le prometió lo que le pedía, y entró en el cuarto jamás hollado por
otros pies que los del viejo Melmoth por espacio de casi sesenta años.
Tuvo dificultad en encontrar el vino, y tardó lo bastante como para despertar sospechas
en su tío..., pero su espíritu se sentía turbado y su mano insegura. No pudo por menos de
observar la singular expresión de su tío, en la que a la palidez de la muerte venía a
sumársele el temor a concederle permiso para entrar en dicho cuarto. Ni le pasaron
inadvertidas las miradas de horror que las mujeres intercambiaron al verle dirigirse a la
puerta. Y, finalmente, cuando entró, su memoria fue lo bastante malévola como para
evocar vagos recuerdos de una historia, demasiado horrible para la imaginación,
relacionada con este cuarto secreto. Recordó que, durante muchísimos afios, no se sabía
que hubiese entrado nadie en él, aparte de su tío.
Antes de salir, levantó la mortecina luz y miró en torno suyo con una mezcla de terror y
curiosidad. Había infinidad de trastos viejos e inútiles, tal como se sabe que se
almacenan y se pudren en el gabinete de un avaro; pero los ojos de John se sintieron
atraídos durante un instante, como por arte de magia, hacia un retrato que colgaba de la
pared. Y le pareció, incluso a su mirada inexperta, que era muy superior en calidad a la
multitud de retratos de familia que acumulan polvo eternamente en las paredes de las
mansiones familiares. Representaba a un hombre de edad mediana. No había nada
notable en su ropa o en su semblante; pero sus ojos, le dio la impresión, tenían esa
mirada que uno desearía no haber visto jamás, y que comprende que no podrá olvidar ya
nunca. De haber conocido la poesía de Southey, habría podido exclamar a menudo,
después, a lo largo de su vida:
«Sólo los ojos tenían vida,
Brillaban con la luz del demonio».
« Thalaba»
Movido por un impulso a la vez irresistible y doloroso, se acercó al retrato, sostuvo la
vela ante él, y pudo distinguir las palabras del borde del cuadro: Jno. Melmoth, anno
1646. John no era ni de naturaleza tímida, ni de constitución nerviosa, ni de hábito
supersticioso; sin embargo, siguió mirando con estúpido horror este singular retrato
hasta que, despertado por la tos de su tío, volvió apresuradamente al aposento. El viejo
se tragó el vino de un sorbo. Pareció revivir un poco; hacía tiempo que no probaba un
cordial de esta naturaleza..., su corazón se animó en una momentánea confianza.
-John, ¿qué has visto en ese cuarto?
-Nada, señor.
-Eso es mentira; todo el mundo quiere engañarme o robarme.
-Señor, yo no pretendo hacer ninguna de esas dos cosas.
-Bueno, ¿qué has visto que... que te haya chocado?
-Sólo un retrato, señor.
-¡Un retrato, señor...! ¡Pues yo te digo que el original está vivo todavía!
John, aunque se hallaba aún bajo el efecto de sus recientes impresiones, no pudo por
menos de mirarle con incredulidad.
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-John - susurró su tío -; John, dicen que me estoy muriendo de esto y de aquello; unos
dicen que por falta de alimento y otros que por falta de medicinas... pero, John - y su
rostro se puso espantosamente lívido -, de lo que me estoy muriendo es de terror. Ese
hombre - y extendió su flaco brazo hacia el cuarto secreto como si señalara a un ser vivo
-, ese hombre, y tengo mis buenas razones para saberlo, está vivo todavía.
-¿Cómo es posible, señor - dijo John involuntariamente -. La fecha del cuadro es de
1646.
-La has visto... has reparado en ella - dijo su tío -. Bueno... - se arrebujó y asintió con la
cabeza, en su cabezal, por un momento; después, agarrando la mano de John con una
expresión indescifrable, exclamó-: Le verás otra vez; está vivo - luego, hundiéndose
nuevamente en el cabezal, cayó en una especie de sueño o estupor, con los ojos abiertos
aún, y fijos en John.
La casa se encontraba ahora completamente en silencio, y John tuvo tiempo y espacio
para reflexionar. En su mente se agolpaban pensamientos que no deseaba tener, pero
que tampoco rechazaba. Pensaba en los hábitos y el carácter de su tío, y le daba vueltas
una y otra vez al asunto; y se dijo a sí mismo: «Es el último hombre de la tierra que
caería en la superstición. Jamás ha pensado en otra cosa que en la cotización de los
valores y las variaciones de la bolsa, y en mis gastos de colegio, que es lo que más le
pesaba en el corazón. Y que este hombre se muera de terror... de un terror ridículo a que
un hombre de hace ciento cincuenta años viva todavía; sin embargo... sin embargo, se
está muriendo». John se interrumpió; porque la realidad confunde al lógico más
obstinado. «Con toda su dureza de espíritu y de corazón, se está muriendo de miedo. Lo
he oído en la cocina, y lo he oído de él mismo... no pueden engañarle. Si me hubieran
dicho que era nervioso, o imaginativo, o supersticioso..., pero una persona tan insensible
a todas esas impresiones..., un hombre que, como dice el pobre Butler en el Anticuario,
de sus Remaim, «habría vendido a Cristo otra vez por las monedas de plata que Judas
obtuvo»... ¡que un hombre así se muera de espanto! «Pero lo cierto es que se está
muriendo», se dijo John clavando sus ojos temerosos en el hocico contraído, ojos
vidriosos, mandíbula caída, y todo el horrible aparato de la facies hippocratica que
mostraba, y que no tardaría en dejar de mostrar.
El viejo Melmoth parecía en este momento sumido en un profundo estupor; sus ojos
habían perdido la poca expresión que había revelado antes, y sus manos, que hacía poco
agarraron convulsivamente las mantas, habían aflojado su breve y temblona
contracción, y permanecían ahora extendidas a lo largo de la cama como garras de
alguna ave que hubiese perecido de hambre... así de flacas eran, así de amarillas, así de
relajadas. John, poco acostumbrado a la visión de la muerte, creyó que sólo era síntoma
de que se iba a dormir; y, movido por un impulso que no se atrevía a confesarse a sí
mismo, cogió la miserable luz y se aventuró una vez más a entrar en el cuarto prohibido:
la cámara azul de la morada. El movimiento sacó al moribundo de su sopor, que se
incorporó como por un resorte en la cama. John no pudo verle, pues se hallaba ahora en
el cuarto; pero le oyó gruñir, o más bien oyó el farfullar ahogado y gutural que anuncia
el horrible conflicto entre la convulsión muscular y la mental. Se sobresaltó; dio media
vuelta; pero al hacerla, le pareció percibir que los ojos del retrato, en los que había
fijado los suyos, se habían movido, y regresó precipitadamente junto al lecho de su tío.
El viejo Melmoth expiró en el transcurso de esa noche, y lo hizo como había vivido, en
una especie de delirio de avaricia. John no podía haber imaginado escena más horrible
que la que le depararon las últimas horas de este hombre. Juraba y blasfemaba a
propósito de tres monedas de medio penique que le faltaban, según decía, en una cuenta
que había sacado con su moro de cuadra, unas semanas atrás, a propósito del heno para
el famélico caballo que tenía. Luego agarró la mano de John y le pidió que le
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administrara el sacramento. «Si mando venir al pastor, me supondrá algún gasto que no
puedo pagar... no puedo. Dicen que soy rico... mira esta manta; pero no me importaría,
si pudiera salvar mi alma.» y delirando, añadía: «La verdad, doctor, es que soy muy
pobre. Nunca he molestado a un pastor, y todo lo que necesito es que me concedáis dos
insignificantes favores, muy poca cosa para vos: que salvéis mi alma, y (susurrando)
que me consigáis un ataúd de la parroquia... no me queda bastante dinero para un
entierro. Siempre he dicho a todo el mundo que soy pobre; pero cuanto más lo digo,
menos me creen».
John, profundamente disgustado, se apartó de la cama y se sentó en un rincón. Las
mujeres estaban otra vez en la habitación, ahora muy oscura. Melmoth se había callado
a causa de la debilidad, y durante un rato reinó un silencio mortal. En ese momento,
John vio abrirse la puerta y aparecer en ella una figura que miró por toda la habitación;
luego, tranquila y deliberadamente, se retiró; aunque no antes de que John descubriera
en su rostro el mismísimo original del retrato. Su primer impulso fue proferir una
exclamación; pero se había quedado sin aliento. Iba, pues, a levantarse para perseguir a
la figura, pero una breve reflexión le contuvo. ¡Nada más absurdo que alarmarse o
asombrarse por el parecido entre un hombre vivo y el retrato de un muerto! La
semejanza era, desde luego, lo bastante grande como para que le chocara, aun en esta
habitación a oscuras; pero sin duda se trataba de un parecido tan sólo; y aunque podía
ser lo suficientemente impresionante como para aterrar a un anciano de hábitos
sombríos y retraídos, y de constitución endeble, John decidió que no debía producir el
mismo efecto en él.
Pero mientras se felicitaba por esta decisión, se abrió la puerta, apareció en ella la
figura, y le hizo señas afirmativas con la cabeza con una familiaridad en cierto modo
sobrecogedora. John se levantó de un salto esta vez, dispuesto a perseguirla; pero la
persecución quedó frustrada en ese momento por unos débiles aunque escalofriantes
chillidos de su tío, quien forcejeaba a la vez con la vieja ama y con las ansias de la
muerte. La pobre mujer, preocupada por la reputación de su señor y la suya propia,
trataba de ponerle un camisón y un gorro de dormir limpios; y Melmoth, que tenía la
justa sensación de que le estaban quitando algo, gritaba débilmente:
-¡Me están robando... robándome en mi última hora... robando a un moribundo. John...
¿no me ayudas?.. moriré como un pordiosero; me están quitando mi último camisón...
moriré como un pordiosero...
Y el avaro expiró.
_ __________ _
You that wander; scream, and groan,
Round the mansions once you owned
ROWE
P
ocos días después del funeral, se abrió el testamento en presencia de los
correspondientes testigos, y John se encontró con que era heredero único de la
propiedad de su tío, la cual, aunque originalmente moderada, debido a la avaricia y a la
vida mezquina de su tío, se había incrementado considerablemente.
Al concluir la lectura del testamento, el abogado afiadió:
-Hay unas palabras aquí, en la esquina del pergamino, que no parecen formar parte del
testamento, ya que no tienen forma de codicilo ni llevan la firma del testador; pero, a mi
entender, son de puño y letra del difunto.
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Mientras hablaba, le mostró las líneas a Melmoth, quien inmediatamente reconoció la
letra de su tío (aquella letra perpendicular y tacaña que parecía decidida a aprovechar el
papel al máximo, abreviando ahorrativamente cada palabra y dejando apenas un átomo
de margen), y leyó, no sin emoción, lo siguiente: «Ordeno a mi sobrino y heredero,
John Melmoth, que quite, destruya o mande destruir, el retrato con la inscripción J.
Melmoth, 1646, que cuelga de mi cuarto. Asimismo, le insto a que busque un
manuscrito, que creo hallará en el tercer cajón, el de más abajo, de la izquierda de la
cómoda de caoba que hay bajo dicho retrato; está entre unos papeles sin valor, tales
como sermones manuscritos y folletos sobre el progreso de Irlanda y cosas así; lo
distinguirá porque está atado con una cinta negra, y el papel se encuentra muy
estropeado y descolorido. Puede leerlo si quiere; pero creo que es mejor que no lo
haga. En todo caso, le insto, si es que queda alguna autoridad en un moribundo, a que
lo queme.»
Después de leer esta nota singular, prosiguieron con el asunto de la reunión; y como el
testamento del viejo Melmoth estaba muy claro y legalmente redactado, todo quedó
solucionado en seguida; y se disolvió la asamblea y John Melmoth se quedó a solas.
Debíamos haber mencionado que los tutores designados por el testamento (ya que aún
no había alcanzado la mayoría de edad) le aconsejaron que regresara al colegio y
completara puntualmente su educación; pero John adujo la conveniencia de tributar el
debido respeto a la memoria de su tío permaneciendo un tiempo decoroso en la casa,
después del fallecimiento. No era éste el verdadero motivo. La curiosidad, o quizá,
mejor, la feroz y pavorosa obsesión por la persecución de un objeto indeterminado, se
había apoderado de su espíritu. Sus tutores (hombres respetables y ricos de la vecindad,
y a cuyos ojos había aumentado rápida y sensiblemente la importancia de John desde la
lectura del testamento), le insistieron para que se alojase temporalmente en sus
respectivas casas, hasta que decidiera regresar a Dublín. John declinó agradecido, pero
con firmeza, estos ofrecimientos. Pidieron todos sus caballos, le estrecharon la mano al
heredero y se marcharon..., y Melmoth se quedó solo.
El resto del día lo pasó sumido en lúgubres y desasosegadas reflexiones, registrando la
alcoba de su tío, acercándose a la puerta del cuarto secreto para, a continuación,
retirarse de ella, vigilando las nubes y escuchando el viento, como si la oscuridad de las
unas o los murmullos del otro le aliviaran en vez de aumentar el peso que gravitaba
sobre su espíritu. Finalmente, hacia el anochecer, llamó a la vieja mujer, de quien
esperaba alguna explicación sobre las extraordinarias circunstancias que había
presenciado a su llegada a la casa de su tío. La anciana, orgullosa de que se la llamara,
acudió en seguida; pero tenía muy poco que decir. Su información discurrió más o
menos en estos términos (ahorramos al lector sus interminables circunloquios, sus giros
irlandeses y las frecuentes interrupciones debidas a sus aplicaciones de rapé y al ponche
de whisky que Melmoth tuvo buen cuidado de servirle). Declaró «que su señoría (como
llamaba siempre al difunto) entraba a menudo en el pequeño gabinete del interior de su
alcoba, a leer, durante los dos últimos años; que la gente, sabedora de que su señoría
tenía dinero, y suponiendo que lo guardaba en ese sitio, había entrado en el cuarto (en
otras palabras, había habido un intento de robo), aunque no habían encontrado más que
papeles, y se habían marchado sin llevarse nada; que él se asustó tanto que mandó tapiar
la ventana, pero ella estaba convencida de que habla algo más, pues cuando su señoría
perdía tan sólo medio penique, lo proclamaba a los cuatro vientos, y, en cambio, una
vez que estuvo tapiada la ventana, no volvió a decir ni media palabra; que después su
señoría solía encerrarse con llave en su propia habitación, y aunque nunca fue
aficionado a la lectura, le encontraba siempre, al subirle la cena, inclinado sobre un
papel, que escondía tan pronto como alguien entraba en su habitación, y que una vez
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hubo un gran revuelo por un cuadro que él trataba de esconder; que sabiendo que había
una extraña historia en la familia, hizo lo posible por enterarse, y hasta fue a casa de
Biddy Branningan (la sibila curandera antes mencionada) para averiguar la verdad, pero
Biddy se limitó a mover negativamente la cabeza, llenar su pipa, pronunciar algunas
palabras que ella no logró entender, y a seguir fumando; que tres días antes de que su
señoría cayera (es decir, enfermara), estaba ella en la entrada del patio (que en otro
tiempo se hallaba rodeado por los establos, el palomar y todos los etcéteras habituales
de la residencia de un hacendado, pero que ahora era tan sólo una ruinosa fila de
dependencias desmanteladas, techadas con albarda y ocupadas por cerdos), cuando su
señoría le gritó que cerrara la puerta con llave (su señoría estaba siempre ansioso por
cerrar las puertas temprano), e iba a hacerlo ella apresuradamente cuando le arrebató él
la llave de una manotada, espetando una maldición (pues andaba siempre preocupado
por cerrar con llave, aunque las cerraduras se hallaban en muy mal estado, y las llaves
estaban tan herrumbrosas que al girar sonaban en la casa como quejido de muerto); que
se quedó un minuto de pie, viendo lo furioso que estaba, hasta que él le devolvió la
llave, y luego le oyó soltar un grito y le vio desplomarse en la entrada; que ella se
apresuró a levantarlo, esperando que fuera un ataque; que lo encontró tieso y sin
sentido, por lo que gritó pidiendo ayuda; que la servidumbre de la cocina acudió a
ayudarla; que ella estaba tan asustada y aterrada que no sabía lo que hacía ni decía; pero
recordaba, con todo su terror, que al recobrarse, su primer signo de vida fue alzar el
brazo señalando hacia el patio, y en ese momento vio la figura de un hombre alto cruzar
el patio, y salir, no supo por dónde ni cómo, pues la verja de entrada estaba cerrada con
llave y no había sido abierta desde hacía años, y ellos se encontraban reunidos todos
alrededor de su señoría, junto a la otra puerta; ella vio la figura, su sombra en el muro, y
la vio avanzar len- tamente por el patio; y presa de terror, había exclamado:
«¡Detenedle!»; pero nadie le había hecho caso porque estaban ocupados en atender a su
señoría; y cuando le trasladaron a su alcoba, nadie pensó sino en hacerle volver en sí
otra vez. y no podía decir nada más. Su señoría (el joven Melmoth) sabía tanto como
ella, había conocido su última enfermedad, había oído sus últimas palabras, le había
visto morir... así que cómo iba a saber ella más que su señoría.
-Cierto - dijo Melmoth -; es verdad que le he visto morir; pero... usted ha dicho que
había una extraña historia en la familia: ¿no sabe nada sobre el particular?
-Ni una palabra; es de mucho antes de mi época, de antes de que naciera yo.
-Sí, quizá sea así; pero ¿fue mi tío alguna vez supersticioso, imaginativo?
Y Melmoth se vio obligado a emplear muchas expresiones sinónimas, antes de hacerse
comprender. Cuando lo consiguió, la respuesta fue clara y decisiva:
-No, nunca. Cuando su señoría se sentaba en la cocina, durante el invierno, para
ahorrarse el fuego de su propia habitación, jamás soportaba las charlas de las viejas que
venían a encender sus pipas a las veces (de vez en cuando). Solía mostrarse tan
impaciente que se limitaban a fumar en silencio, sin el consolador acompañamiento de
un mal chismorreo sobre algún niño que sufría mal de ojo, o algún otro que, aunque en
apariencia era un mocoso llorón, quejica y lisiado durante el día, por la noche iba
regularmente a bailar con la buena gente a la cima del monte vecino, atraído con este
motivo por el sonido de una gaita que indefectiblemente oía a la puerta de su cabaña
todas las noches.
Los pensamientos de Melmoth comenzaron a adquirir tintes algo más sombríos al oír
esta información. Si su tío no era supersticioso, puede que su extraña y repentina
enfermedad, y hasta la terrible visita que la precedió, se debiera a alguna injusticia que
su rapacidad había cometido con la viuda y el huérfano. Preguntó indirecta y
cautamente a la vieja al respecto... y su respuesta absolvió por entero al difunto.
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-Era un hombre – dijo - de mano y corazón duros, pero tan celoso de los derechos de los
demás como de los suyos propios. Habría matado de hambre al mundo entero, pero no
habría estafado ni medio penique.
El último recurso de Melmoth fue mandar llamar a Biddy Brannigan, que aún se
encontraba en la casa, de la que esperaba oír al menos la extraña historia que la vieja
confesaba que había en la familia. Llegó, pues, y al presentarse a Melmoth, fue curioso
observar la mezcla de servilismo y autoridad de su mirada, resultado de los hábitos de
su vida, que eran, alternativamente, uno de abyecta mendicidad y otro de arrogante pero
hábil impostura. Al hacer su aparición, se quedó en la puerta, temerosa, y con una
inclinación reverencial, murmurando palabras que, con la posible pretensión de
bendiciones, tenían, sin embargo, por el tono áspero y el aspecto brujeril de la que
hablaba, toda la apariencia de maldiciones; pero al ser interrogada acerca de la historia,
se infló de importancia: su figura pareció dilatarse espantosamente como la de Alecto de
Virgilio, que en un momento cambia su apariencia de débil anciana por la de una furia
amenazadora. Entró decidida en la habitación, se sentó, o más bien se acuclilló junto al
hogar de la chimenea como una liebre, a juzgar por su silueta, extendió sus manos
huesudas y secas hacia el fuego, y se meció durante largo rato en silencio, antes de
comenzar su narración. Cuando la hubo terminado, Melmoth siguió, atónito, en el
estado de ánimo en que le habían sumido las últimas circunstancias singulares...
escuchando con variadas y crecientes emociones de interés, curiosidad y terror una
historia tan disparatada, tan improbable o, mejor, tan realmente increíble, que de no
haberse dominado se habría ruborizado hasta la raíz del cabello. Resultado de estas
impresiones fue la decisión de visitar el cuarto secreto y examinar el manuscrito esa
misma noche.
Pero de momento era imposible llevar a cabo tal resolución porque, al pedir luces, el
ama le confesó que la última había ardido en el velatorio de su señoria; así que se le
encargó al muchacho descalzo que fuese corriendo al pueblo vecino y trajese velas; y si
pueden, que te dejen un par de palmatorias, añadió el ama.
-¿No hay palmatorias en la casa? -preguntó Melmoth.
-Las hay, cariño, y muchas, pero no tenemos tiempo para abrir el viejo , arcón, pues las
plateadas están en el fondo, y las de bronce, que son las que andan por ahí (en la casa),
una no tiene el casquillo de encajar la vela, y la otra no tiene pie.
-¿ Y cómo ha sujetado la última? - preguntó Melmoth .
-La encajé en una patata -precisó el ama.
Conque echó a correr desalado el mozo, y Melmoth, hacia el anochecer, se retiró a
meditar.
Era una noche apropiada para la meditación, y Melmoth tuvo tiempo de sobra, antes de
que el mozo regresara con el recado. El tiempo era frío y oscuro; pesadas nubes
prometían una larga y lúgubre sucesión de lluvias otoñales; pasaban rápidas las nubes,
una tras otra, como oscuros estandartes de una hueste inminente cuyo avance significara
la devastación. Al inclinarse Melmoth sobre la ventana, cuyo desencajado marco, al
igual que sus cristales rajados y rotos, temblequeaba a cada ráfaga de viento, sus ojos no
descubrieron otra cosa que la más deprimente de las perspectivas: el jardín de un avaro.
Muros derruidos, paseos invadidos por la maleza y una yerba baja y desmedrada que ni
siquiera era verde, y árboles sin hojas, así como una lujuriante cosecha de ortigas y
cardos que alzaban sus desgarbadas cabezas allí donde un día hubo flores, oscilando y
meciéndose de manera caprichosa y desagradable al azotarlos el viento. Era un verdor
de cementerio, el jardín de la muerte. Se volvió hacia la habitación en busca de alivio,
pero no había alivio allí: el enmaderado estaba negro de mugre, y en muchos sitios se
hallaba rajado y despegado de la pared; la herrumbrosa parrilla del hogar,
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desconocedora desde hacía años de lo que era un fuego y entre cuyas barras deslucidas
no salía sino humo desagradable; las sillas desvencijadas con los asientos desfondados,
y la gran butaca de cuero exhibiendo el relleno alrededor de los bordes gastados,
mientras los clavos, aunque en su sitio, habían dejado de sujetar lo que un día
aseguraran; la repisa de la chimenea, que, sucia más por el tiempo que por el humo,
mostraba por todo adorno la mitad de unas despabiladeras, un andrajoso almanaque de
1750, un reloj enmudecido por falta de reparación y una escopeta oxidada y sin llave.
Evidentemente, el espectáculo de desolación hizo que Melmoth volviera a sus
pensamientos, pese a lo inquietos y desagradables que erar Recapituló la historia de la
sibila, palabra por palabra, con el aire del hombre que está interrogando a un testigo y
trata de que se contradiga.
«El primero de los Melmoth, dice ella, que se estableció en Irlanda fue un oficial del
ejército de Cromwell, que obtuvo una cesión de tierras, propiedal confiscada a una
familia irlandesa adicta a la causa real. El hermano mayor d este hombre había viajado
por el extranjero y había residido en el continent durante tanto tiempo que su familia
había llegado a olvidarlo por completo. No había ayudado el afecto a tenerle en la
memoria, pues corrían extrañas historias acerca del viajero. Se decía que era como el
"mago condenado del gra: Glendower", "un caballero que poseía singulares secretos".
»Téngase en cuenta que, en esta época, e incluso más tarde, la creencia en la astrología
y la brujería estaba muy generalizada. Incluso durante el reinado de Carlos II, Dryden
calculó el nacimiento de su hijo Carlos, los ridículos libros de Glanville estaban en
boga, y Del Río y Wierus eran tan populares que hasta un autor dramático (Shadwell)
llegó a citarlos abundantemente en notas anejas a su curiosa comedia sobre las brujas de
Lancashire. Se decía que en vida de Melmoth, el viajero llegó a hacerle una visita; y
aunque por aquellas fechas debía de ser de edad considerablemente avanzada, para
asombro de su familia, su persona no denotaba el más ligero indicio de tener un año más
que la última vez que le vieron. Su visita fue corta, no habló para nada del pasado ni del
futuro, ni su familia le alentó a hacerlo. Se dijo que no se sentían a gusto en presencia
suya. Al marcharse, les dejó su retrato (el mismo que Melmoth había visto en el cuarto
secreto, fechado en 1646); y no le volvieron a ver. Años años má tarde, llegó una
persona de Inglaterra, se dirigió a la casa de los Melmoth preguntando por el viajero y
dando muestras del más maravilloso e insaciable deseo de obtener alguna noticia de él.
La familia no pudo facilitarle ninguna, tras unos días de inquietas indagaciones y de
nerviosismo, se marchó dejando ya por negligencia, ya con toda intención, un
manuscrito que contenía un extraordinaria relación de las circunstancias bajo las cuales
había conocido John Melmoth el Viajero (como él le llamaba).
»Guardaron el manuscrito y el retrato, y corrió el rumor de que aún vivía, que le habían
visto a menudo en Irlanda, incluso en el presente siglo..., pero que no se sabía que
apareciese sino cuando le llegaba la última hora a algún miembro de la familia; y ni aun
entonces, a menos que las malas pasiones o hábitos del miembro en cuestión arrojaran
una sombra de tenebroso y horren do interés sobre su última hora.
»Por consiguiente, se consideró un augurio nada favorable para el destino espiritual del
último Melmoth el que este extraordinario personaje hubiera visitado, o hubieran
imaginado que visitaba, la casa antes de su fallecimiento.»
Ésta fue la información facilitada por Biddy Brannigan, a la que ella añadió su propia y
solemne convicción de que John Melmoth el Viajero no había cambiado ni en un pelo
hasta ese mismo día, ni se le había encogido un solo músculo de su armazón; que ella
conocía a quienes le habían visto, y que estaban dispuestos a confirmar lo que decían
mediante juramento si era necesario; que nunca se le había oído hablar, ni se le había
visto panicipar en ninguna comida, ni se sabía tampoco que hubiese entrado en otra casa
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que en la de su familia; y, finalmente, que ella misma creía que su última aparición no
presagiaba nada bueno para los vivos ni para los muertos.
John se hallaba meditando todavía sobre todo esto cuando llegaron las velas; y haciendo
caso omiso de los pálidos semblantes y de los susurros admonitorios de los sirvientes,
entró resueltamente en el gabinete secreto, cerró la puena y procedió a buscar el
manuscrito. Lo encontró en seguida, ya que estaban claramente explicadas las
instrucciones del viejo Melmoth, y las recordaba muy bien. El manuscrito, viejo,
deteriorado y descolorido, estaba exactamente en el cajón que el anciano decía. Las
manos de Melmoth sintieron tanto frío como las de su tío muerto, cuando extrajeron las
páginas de su escondrijo. Se sentó a leerlas... Un mortal silencio reinaba en la casa.
Melmoth miró inquieto las velas, las avivó y siguió pareciéndole que estaba muy oscuro
(tal vez le parecía que la llama era un poco azulenca, pero se guardó para sí esta idea).
Lo cierto es que cambió varias veces de postura, y hasta habría cambiado de silla, de
haber habido alguna más en el aposento.
Durante unos momentos, se sumió en un estado de sombría abstracción, hasta que le
sobresaltó el ruido del reloj al dar las doce: era lo único que oía desde hacía algunas
horas; y los ruidos producidos por las cosas inanimadas, cuando todos los seres vivos
alrededor parecen muertos, poseen en esa hora un efecto indeciblemente pavoroso. John
miró su manuscrito con cierto desasosiego, lo abrió, se detuvo en las primeras líneas y,
mientras el viento suspiraba en torno al desolado aposento, y la lluvia tamborileaba con
lúgubre sonido contra la desguarnecida ventana, deseó (¿por qué lo desearía?), deseó
que el gemido del viento fuera menos lúgubre, y el golpeteo de la lluvia menos
monótono... Se le puede perdonar; era medianoche pasada, y no había otro ser humano
despierto, aparte de él, en diez millas a la redonda cuando comenzó a leer.
_ __________ _
parebat eidolon senex
PLINIO
El manuscrito estaba descolorido, tachado y mutilado más allá de los límites alcanzados
por ningún otro que haya puesto a prueba la paciencia de un lector. Ni el propio
Michaelis, al examinar el supuesto autógrafo de san Marcos en Venecia, tuvo más
dificultades: Melmoth sólo pudo ver clara alguna frase suelta aquí y allá. El autor, al
parecer, era un inglés llamado Stanton que había viajado por el extranjero poco después
de la Restauración. Para viajar en aquel entonces, no se contaba con los medios que el
adelanto moderno ha introducido, y los estudiosos y literatos, los intelectuales, los
ociosos y los curiosos, vagaban por el continente durante años como Tom Coryat,
aunque tenían la modestia, a su regreso, de titular meramente «apuntes» el producto de
sus múltiples observaciones y trabajos.
»Stanton, allá por el año 1676, estuvo en España; era, como la mayoría de los viajeros
de aquella época, hombre de erudición, inteligencia y curiosidad, pero ignoraba la
lengua del país y andaba trabajosamente de convento en convento en busca de lo que
llamaban "hospitalidad", es decir, de cama y comida, a condición de sostener un debate
en latín acerca e alguna cuestión teológica o metafísica con un monje que acabaría
siendo el campeón en la disputa. Ahora bien, como la teología era católica, y la
metafísica aristotélica, Stanton deseaba a veces encontrarse en la miserable posada de
cuya suciedad y famélica ración había luchado por escapar; pero aunque sus reverendos
antagonistas denunciaban siempre su credo, y se consolaban, si eran derrotados, con la
certeza de que se iba a condenar por su doble condición de hereje e inglés, se veían
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obligados a reconocer que su latín era bueno y su lógica irrebatible; y en la mayoría de
los casos se le permitía cenar y dormir en paz. No fue éste su sino la le del 17 de agosto
de 1677, cuando se encontraba en las llanuras de Valencia, abandonado cobardemente
por su guía, el cual, aterrado ante la visión de una cruz erigida en memoria de un
asesinato, se escurrió de su mula calladamente y, santiguándose a cada paso mientras se
alejaba del hereje, dejó a Stanton en medio de los terrores de una tormenta que se
avecinaba, y de los peligros de un país desconocido. La sublime y suave belleza del
paisaje que le rodeaba había colmado de deleite el alma de Stanton, y gozó de este
encanto como suele hacerlo un inglés: en silencio.
»Los espléndidos vestigios de dos dinastías desaparecidas: las ruinas de los palacios
romanos y de las fortalezas musulmanas, se alzaban a su alrededor y por encima de él;
las negras y pesadas nubes de tormenta que avanzaban lentamente parecían los sudarios
de estos espectros de desaparecida grandeza; se acercaban a ellos, pero no los cubrían ni
los ocultaban, como si la misma naturaleza se sintiera por una vez temerosa del poderío
del hombre; y allá lejos, el hermoso valle de Valencia se arrebolaba e incendiaba con
todo el esplendor del crespúsculo, como una novia que recibe el último y encendido
beso del esposo ante la proximidad de la noche. Stanton miró en torno suyo. Le
impresionaba la diferencia arquitectónica entre las ruinas romanas y las musulmanas.
Entre las primeras estaban los restos de un teatro y algo así como una plaza pública; las
segundas consistían sólo en fragmentos de fortalezas almenadas, encastilladas,
fortificadas de pies a cabeza, sin una mala abertura por donde entrar con comodidad...,
las únicas aberturas eran sólo aspilleras para las flechas; todo denotaba poder militar, y
despótico sometimiento a l'outrance. El contraste habría encantado a un filósofo, quien
se habría entregado a la reflexión de que, si bien los griegos y los romanos fueron
salvajes (como dice acertadamente el doctor Johnson que debe ser todo pueblo que
quiere apoderarse de algo), fueron unos salvajes maravillosos para su tiempo, ya que
sólo ellos han dejado vestigios de su gusto por el placer en los países que conquistaron,
mediante sus soberbios teatros, templos (igualmente dedicados, de una manera o de
otra, al placer) y termas, mientras que otras bandas salvajes de conquistadores no
dejaron jamás tras ellos otra cosa que las huellas de su avidez por el poder. En eso
pensaba Stanton mientras contemplaba, vigorosamente recortado, aunque oscurecido
por las sombrías nubes, el inmenso esqueleto de un anfiteatro romano, sus gigantescos
peristilos coronados con arcos, recibiendo unas veces un destello de luz, otras,
mezclándose con el púrpura de la nube cargada de electricidad; y luego, la sólida y
pesada mole de una fortaleza musulmana, sin una luz entre sus impermeables murallas,
una oscura, aislada, impenetrable imagen del poder. Stanton se olvidó de su cobarde
guía, de su soledad, de su peligro en medio de la tormenta inminente y del inhóspito
país, donde su nombre y su tierra le cerrarían todas las puertas, ya que toda descarga del
cielo se supondría justificada por la atrevida intrusión de un hereje en la morada de un
cristiano viejo, como los católicos españoles se llaman absurdamente a sí mismos para
diferenciarse de los musulmanes bautizados. Todo esto se le borró del pensamiento al
contemplar el esplendoroso e impresionante escenario que tenía ante sí: la lucha de la
luz con las tinieblas, y la oscuridad amenazando a una claridad aún más terrible, y
anunciando su amenaza en la azul y lívida masa nubosa que se cernía en el aire como un
ángel destructor con sus flechas apuntadas, aunque en una dirección inquietantemente
indefinida. Pero cesó de tener en olvido estos locales e insignificantes peligros, como la
sublimidad de la ficción podría definirlos, cuando vio el primer relámpago, ancho y rojo
como el pendón de un ejército insolente con la divisa Vae victis!, reducir a polvo los
restos de una torre romana; las rocas hendidas rodaron monte abajo y llegaron hasta los
pies de Stanton. Se sintió aterrado y, aguardando el mandato del Poder, bajo cuyos ojos
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las pirámides, los palacios, y los gusanos que edificaron unas y otros, y los que arrastran
su existencia bajo su sombra o su opresión, son igualmente despreciables, siguió de pie,
recogido en sí mismo; y por un momento sintió ese desafío del peligro que el peligro
mismo suscita, y con el que deseamos medir nuestras fuerzas como si se tratase de un
enemigo físico, instándole a hacer lo peor, conscientes de que lo peor que él haga será
en definitiva para nosotros lo mejor. Siguió inmóvil, y vio el reflejo brillante, breve y
maligno de otro relámpago por encima de las ruinas del antiguo poderío, y la
exuberancia de toda la vegetación. ¡Singular contraste! Las reliquias del arte en
perpetuo deterioro... y las producciones de la naturaleza en eterna renovación. (¡Ah, con
qué propósito se renuevan, sino para burlarse de los perecederos monumentos con que
los hombres tratan de rivalizar!) Las mismas pirámides deben perecer; en cambio, la
yerba que crece entre sus piedras descoyuntadas se renovará año tras año. Estaba
Stanton meditando en todas estas cosas, cuando su pensamiento quedó en suspenso al
ver dos personas que transportaban el cuerpo de una joven, aparentemente muy
hermosa, que había muerto víctima de un rayo. Se acercó Stanton y oyó las voces de los
que la llevaban, que repetían: "¡Nadie la llorará!" "¡Nadie la llorará!" y decían otras
voces, mientras otros dos llevaban en brazos la figura requemada y ennegrecida de lo
que había sido un hombre apuesto y gallardo: "¡Nadie llorará por él ahora!" Eran
amantes, y él había muerto carbonizado por el rayo que la había matado a ella, al tratar
de interponerse para protegerla. Cuando iban a cargar con los muertos otra vez, se
acercó una persona con paso y gesto tranquilos, como si no tuviera conciencia alguna
del peligro y fuese incapaz de sentir miedo; y después de mirar a los dos desventurados
un momento, soltó tan sonora y feroz risotada, al tiempo que se incorporaba, que los
campesinos, sobrecogidos de horror tanto por la risa como por la tormenta, echaron a
correr, llevándose los cadáveres con ellos... Incluso los temores de Stanton quedaron
eclipsados por su asombro; y volviéndose hacia el desconocido, que seguía en el mismo
lugar, le preguntó el motivo de tal injuria a la humanidad El desconocido se volvió
lentamente, revelando un semblante que... (aquí el manuscrito tenía unas líneas
ilegibles)... dijo en inglés... (aquí seguía un grar espacio en blanco; y el siguiente pasaje
legible, aunque era evidentemente con tinuación del relato, no era más que un
fragmento) [...].
»Los terrores de la noche hicieron de Stanton un enérgico e insistente suplicante; y la
voz chillona de la vieja, repitiendo: "¡Herejes, no; ingleses, no!¡Protégenos, Madre de
Dios! ¡ Vade retro, Satanás!", seguida del golpazo de la puertaventana (típica de las
casas de Valencia) que había abierto para soltar su andanada de anatemas, y que cerró
como un relámpago, fueron incapaces de rechazar su inoportuna petición de amparo en
una noche cuyos terrores debieron de ablandar todas las mezquinas pasiones locales,
convirtiéndose en un terrible sentimiento de miedo hacia el poder que los causaba, y de
compasión por quienes a ellos se exponían. Pero Stanton intuía que había algo más que
ur mero fanatismo nacional en las exclamaciones de la anciana; había un extraño y
personal horror por el inglés... y estaba en lo cierto; pero esto no disminuyó lo acucian
te de su [...].
»La casa era hermosa y espaciosa, pero el melancólico aspecto de abandono [...].
»Los bancos estaban junto a la pared, pero no había nadie que se sentara en ellos; las
mesas se hallaban extendidas en lo que había sido el salón, aunque parecía como si
nadie se hubiese sentado en torno a ellas desde hacía mucho años; el reloj latía
débilmente, no se oían voces alegres u ocupadas que ahogaran su sonido; el tiempo
impartía su tremenda lección al silencio solamente los hogares estaban negros de
combustible largo tiempo consumido; los retratos de familia eran los únicos moradores
de la mansión; parecían decir desde sus marcos deteriorados: "No hay nadie que se mire
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en nosotros"; y los ecos de los pasos de Stanton y de su débil guía eran el único sonido
audible entre el estrépito de los truenos que aún retumbaban terriblemente, aunque más
distantes..., cada trueno era como el murmullo apagado de un corazón consumido. Al
proseguir, oyeron un grito desgarrado. Stanton se detuvo, y le vinieror al pensamiento
imágenes espantosas de los peligros a que se exponen los viajeros del continente en las
moradas deshabitadas y remotas.
»-No hagáis caso - dijo la vieja, encendiendo una lámpara miserable - no es más que el
[...].
»Satisfecha ahora la vieja, por comprobación ocular, de que su invitado inglés, aunque
fuese el diablo, no tenía cuernos, pezuñas ni rabo, soportaba la señal de la cruz sin
cambiar de forma, y de que, cuando hablaba, no le salía de la boca ni una sola bocanada
sulfúrea, empezó a animarse; y al final le contó su historia, la cual, pese a lo incómodo
que Stanton se sentía [...].
»- Entonces desapareció todo obstáculo; los padres y los familiares dejaron de oponerse,
y la joven pareja se unió. Jamás hubo nada tan hermoso: parecían ángeles que hubieran
anticipado sólo unos años su celestial y eterna unión. Se celebraron con gran pompa las
bodas, y pocos días después hubo un banquete en esta misma cámara enmaderada en la
que os habéis detenido al ver lo lúgubre que es. Aquella noche se colgaron ricos tapices
que representaban las hazañas del Cid; en especial, aquella en la que quemó a unos
musulmanes que se negaron a renunciar a su execrable religión. Se les representaba
hermosamente torturados, retorciéndose y aullando, y salía de sus bocas: «¡Mahoma!
¡Mahoma!», tal como le invocaban en la agonía de la hoguera; casi podía oírseles gritar.
En la parte de arriba de la habitación, al pie de un espléndido estrado, sobre el que había
una imagen de la Virgen, se hallaba doña Isabel de Cardoza, madre de la novia; y junto
a ella estaba doña Inés, la novia, sentada sobre ricos cojines; el novio se hallaba sentado
frente a ella; y aunque no hablaban entre sí, sus ojos, que se alzaban lentamente para
apartarse de súbito (ojos que se ruborizaban), se contaban el delicioso secreto de su
felicidad. Don Pedro de Cardoza había reunido gran número de invitados en honor de
las nupcias de su hija; entre ellos estaba un inglés llamado Melmoth, un viajero; nadie
sabía quién le había traído. Estuvo sentado en silencio, como el resto, mientras se
ofrecían a los invitados refrescos y barquillos azucarados. La noche era muy calurosa, y
la luna resplandecía como un sol sobre las ruinas de Sagunto; los bordados cortinajes se
agitaban pesadamente, como si el viento hiciese un vano esfuerzo por levantarlos, y
desistiera a continuación.»
(Aquí había otro tachón del manuscrito, aunque muy breve.)
«La reunión se dispersó por los diversos senderos del jardín; el novio y la novia
pasearon por uno de ellos, en el que el perfume de los naranjos se mezclaba con el de
los mirtos en flor. Al regresar al salón preguntaron los dos si había oído alguien los
exquisitos sones que flotaban en el jardín, justo antes de entrar. Nadie los había oído.
Ellos se mostraron sorprendidos. El inglés no había abandonado el salón; dicen que
sonrió, de manera extraordinaria y peculiar al oír tal observación. Su silencio había
chocado ya anteriormente; pero lo atribuyeron a su desconocimiento de la lengua
española, ignorancia que los españoles no desean comprobar ni disipar dirigiéndole la
palabra a un extranjero. En cuanto a la cuestión de la música, no volvió a suscitarse
hasta que los invitados se hubieron sentado a cenar, momento en que doña Inés y su
joven esposo, intercambiando una sonrisa de complacida sorpresa, manifestaron haber
oído los mismos deliciosos sones a su alrededor. Los invitados prestaron atención, pero
ninguno consiguió oírlos; todo el mundo lo consideró extraordinario. ¡Chisst!,
exclamaron todas las voces casi al mismo tiempo. Se hizo un silencio mortal...; podría
haberse pensado, por sus miradas atentas, que escuchaban hasta con los ojos. Este
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profundo silencio, en contraste con el esplendor de la fiesta y la luz que difundían las
antorchas que sostenían los criados, producía un efecto singular: durante unos
momentos, pareció una asamblea de muertos. El silencio fue interrumpido, aunque no
había cesado la causa del asombro, por la entrada del padre Olavida, confesor de doña
Isabel, el cual había sido requerido antes del banquete para que administrase la
extremaunción a un moribundo de la vecindad. Era un sacerdote de santidad poco
común, muy querido en la familia y respetado en el pueblo, donde manifestaba un gusto
y talento poco frecuentes por el exorcismo: de hecho, era el fuerte del buen padre, del
que él mismo se vanagloriaba. El diablo no podía caer en peores manos que en las del
padre Olavida; pues cuando se resistía contumaz al latín, e incluso a los primeros
versículos del Evangelio de san Juan en griego, al que no recurría el buen padre si no
era en casos de extrema obstinación y dificultad (aquí Stanton se acordó de la historia
inglesa del Muchacho de Bilsdon y aun en España se avergonzó de sus compatriotas),
apelaba siempre a la Inquisición; y si los demonios seguían tan obstinados como antes,
luego se les veía salir volando de los posesos, tan pronto como, en medio de sus gritos
(indudablemente de blasfemia), se les ataba al poste. Algunos persistían hasta que les
rodeaban las llamas; pero hasta los más porfiados eran desalojados cuando concluía el
trabajo, pues ni el propio diablo podía ya habitar un ennegrecido y pegajoso amasijo de
cenizas. Así, la fama del padre Olavida se extendió por todas partes, y la familia
Cardoza puso especial empeño en lograr que fuese su confesor, cosa que consiguió. La
misión que venía ahora de realizar había ensombrecido el semblante del buen padre,
pero esta sombra se disipó tan pronto como se mezcló entre los invitados y fue
presentado a todos. Inmediatamente le hicieron sitio, y se sentó casualmente frente al
inglés. Al serle ofrecido el vino, el padre Olavida (que como he dicho antes, era hombre
de singular santidad), se dispuso a elevar una breve oración interior. Dudó, tembló y
desistió; y, apartando el vino, se enjugó unas gotas de la frente con la manga de su
hábito. Doña Isabel hizo una seña a un criado, y éste se acercó a ofrecer otro vino de
más calidad al padre. Movió los labios como en un esfuerzo por pronunciar una
bendición sobre él y los allí reunidos, pero su esfuerzo volvió a fracasar; y el cambio
que experimentó su semblante fue tan extraordinario que todos los invitados repararon
en él. Tuvo conciencia de lo alterado de su expresión, y trató de disiparla esforzándose
en levantar la copa hasta los labios. Y tan fuerte era la tensión con que los reunidos le
observaban que el único rumor que se oyó en la espaciosa y poblada sala fue el susurro
del hábito, al intentar levantar la copa de nuevo... en vano. Los invitados permanecieron
sentados en atónito silencio. Sólo el padre Olavida estaba de pie; pero en ese momento
se levantó el inglés, que pareció decidido a atraer la atención de Olavida mediante una
mirada como de fascinación. Olavida se tambaleó, vaciló, se agarró al brazo de un paje
y, finalmente, cerrando los ojos un momento como para escapar a la terrible fascinación
de esa mirada terrible (todos los invitados habían notado, desde que hizo su entrada, que
los ojos del inglés despedían un fulgor pavoroso y preternatural) , exclamó:
»-¿Quién hay entre nosotros? ¿Quién? No puedo pronunciar una bendición mientras él
esté aquí. No puedo invocar una jaculatoria. ¡Donde pisa, la tierra se abrasa! ¡Donde
respira, el aire se vuelve fuego! ¡Donde come, el alimento se envenena! ¡Donde mira, su
mirada se hace relámpago! ¿Quién está entre nosotros? ¿Quién? - repitió el sacerdote en
la angustia de la imprecación, al tiempo que se le caía hacia atrás la cogulla y se le
erizaban los endebles cabellos que rodeaban su afeitado cráneo, a causa de la terrible
emoción, al tiempo que sus brazos abiertos, emergiendo de las mangas del hábito y
extendidos hacia el extranjero, sugerían la idea de un inspirado, en un rapto tremendo de
denuncia profética. Estaba de pie..., completamente inmóvil, mientras el inglés
permanecía sereno y estático frente a él.
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»Hubo un agitado revuelo en las actitudes de quienes les rodeaban que contrastó
notablemente con las posturas inmóviles y rígidas de los dos, que seguían mirándose en
silencio.
»-¿Quién le conoce? - exclamó Olavida, recobrándose aparentemente del trance -;
¿quién le conoce?, ¿quién le ha traído aquí?
»Los invitados negaron uno por uno conocer al inglés, y cada cual preguntaba a su
vecino en voz baja quién le habría llevado allí. Entonces el padre Qlavida señaló con el
brazo a los presentes, y les preguntó por separado:
»-¿Le conoces?
»-¡No!, ¡no!, ¡no!, -le fueron contantando todos.
»-Pues yo sí le conozco - dijo el padre Olavida - ¡por este sudor frío- y se secó la frente
-, ¡y por estas articulaciones crispadas! - y trató de santiguarse, aunque no pudo. Alzó la
voz, hablando con creciente dificultad-: Por este pan y por este vino, que recibe el fiel
como el cuerpo y la sangre de Cristo, pero que su presencia convierte en sustancias tan
venenosas como los espumarajos del agonizante Judas...; por todo eso, le conozco, ¡Y le
ordeno que se vaya! Es... es...
» Y se inclinó hacia adelante mientras hablaba, y clavó la mirada en el inglés con una
expresión que era mezcla de cólera y de temor, y le daba un aspecto terrible. A estas
palabras, los invitados se levantaron... y los reunidos formaron ahora dos grupos
diferentes, el de los sorprendidos, que se juntaron a un lado repetían: «¿Quién es, quién
es?», y el del inglés, inmóvil, y Olavida, que había quedado en una actitud mortalmente
rígida, señalándole. [...]
» Trasladaron el cuerpo a otra habitación, y nadie advinió que el inglés había ido hasta
que los invitados regresaron a la sala. Se quedaron hasta más tarde comentando tan
extraordinario incidente, y por último acordaron continuar en la casa, no fuese que el
espíritu maligno (pues no creían que el inglés fuera nada mejor) se tomara con el
cadáver libertades nada agradables para un católico, sobre todo habiendo muerto
evidentemente sin el auxilio de los últimos sacramentos. Y acababan de adoptar esta
loable resolución, cuando estremecieron al oír gritos de horror y agonía procedentes de
la cámara nupcial, adonde la joven pareja se había retirado.
»Echaron a correr hacia la puerta, pero el padre llegó primero. La abrieron
violentamente, y descubrieron el cadáver de la novia en brazos del esposo. [...]
»Nunca recobró el juicio; la familia abandonó la mansión, tan terrible para ellos por
tantas desventuras. Uno de los aposentos lo ocupa aún el desdichado loco; eran suyos
los gritos que hemos oído al cruzar las desiertas habitaciones. Se pasa el día callado;
pero cuando llega la medianoche, grita siempre con voz penetrante y apenas humana:
"¡Ya vienen!, ¡ya vienen!"; y luego se sume en un profundo silencio.
»El funeral del padre Olavida estuvo acompañado de una circunstancia extraordinaria.
Fue enterrado en un convento vecino; y la reputación de santidad, unida al interés que
despertó su singular muerte, atrajo a la ceremonia gran número de asistentes. El sermón
del funeral corrió a cargo de un monje de destacada elocuencia, contratado
expresamente con ese fin. Para que el efecto de su discurso resultara más intenso, se
colocó el cadáver en la nave, tendido en el féretro, con el rostro descubierto. El monje
tomó su texto de uno de los profetas: "La muerte ha subido a nuestros palacios". Se
extendió sobre muerte, cuya llegada, repentina o gradual, es igualmente espantosa para
el hombre. Habló de las vicisitudes de los imperios con profunda elocuencia y
erudición, pero su auditorio no parecía mostrarse muy afectado. Citó varios pasajes de
las vidas de los santos, describió las glorias del martirio y el heroísmo de los que habían
derramado su sangre o muerto en la hoguera por Cristo y su antísima madre; pero la
gente parecía esperar que dijera algo que les llega más hondo. Cuando prorrumpió en
24
invectivas contra los tiranos bajo cuyas sangrientas persecuciones sufrieron estos
hombres santos, sus oyentes se enderezaron un instante, pues siempre resulta más fácil
excitar una pasión que un seentimiento moral. Pero cuando habló del muerto, y señaló
con enfático gesto hacia el cadáver que yacía frío e inmóvil ante ellos, todas las miradas
se clavaron en él, y todos los oídos permanecieron atentos. Incluso los enamorados que,
so pretexto de mojar sus dedos en el agua bendita, intercambiaban billetes amorosos,
suspendieron un momento tan interesante correspondencia para escuchar al predicador.
Éste hizo hincapié en las virtudes del difunto, de quien dijo que era especial protegido
de la Virgen; y enumerando las diversas pérdidas que su fallecimiento representaba para
la comunidad a la que pertenecía, para la sociedad, y para la religión en general, se
inflamó finalmente, en una encendida reconvención a la deidad a este propósito.
»-¿Por qué? -exclamó-, ¿por qué, Dios mío, nos has tratado así? ¿Por qué has arrancado
de entre nosotros a este glorioso santo, cuyos méritos, adecuadamente aplicados,
habrían sido sin duda alguna suficientes para expiar la apostasía de san Pedro, la
hostilidad de san Pablo (antes de su conversión), y aun la traición del propio Judas?
¿Por qué, oh, Dios, nos lo has arrebatado?
»Y una voz profunda y cavernosa, entre los asistentes, contestó.
»-Porque merecía su destino.
»Los murmullos de aprobación con que todos alababan la increpación del orador medio
ahogaron tan extraordinaria interrupción; y aunque hubo algún revuelo en la inmediata
vecindad del que había hablado, el resto del auditorio siguió escuchando atentamente.
»-¿Qué es? -prosiguió el predicador, señalando hacia el cadáver-, ¿qué es lo que has
dejado aquí, siervo de Dios?
»-El orgullo, la ignorancia, el temor -contestó la misma voz en un tono aún más
patético.
»El tumulto se hizo ahora general. El predicador se detuvo; y abriéndose la multitud en
círculo, dejó aislada la figura de un monje que pertenecía al convento, el cual había
estado de pie; entre ellos [...].
»Tras comprobar la inutilidad de toda clase de admoniciones, exhortaciones y
disciplinas, así como de la visita que el obispo de la diócesis hizo personalmente al
convento al ser informaqo de estos extraordinarios incidentes para obtener alguna
explicación del contuptaz monje, se acordó, en capítulo extraordinario, entregarlo al
brazo de la Inquisición. El monje manifestó gran horror cuando le comunicaron esta
decisión, y se ofreció a declarar una y otra vez cuanto pudiera contar sobre la causa de
la muerte del padre Olavida. Su humillación y sus repetidos ofrecimientos de confesar
llegaron demasiado tarde. Fue transferido a la Inquisición. Los procedimientos de ese
tribunal se revelan muy raramente, pero hay un informe secreto (no puedo garantizar su
veracidad) sobre lo que dijo y sufrió allí. En su primer interrogatorio, dijo que referiría
cuanto podía. Se le dijo que eso no bastaba, que tenía que decir todo lo que sabía [...].
»-¿Por qué mostraste ese horror en el funeral del padre Olavida?
»- Todo el mundo dio muestras de horror y pesar ante la muerte de ese venerable
eclesiástico que murió en olor de santidad. De haber hecho yo lo contrario, podía
haberse utilizado como prueba de culpabilidad.
»-¿Por qué interrumpiste al predicador con tan extraordinarias exclamaciones?
»A esto no hubo respuesta.
»-¿Por qué persistes en ese obstinado y peligroso silencio? Te ruego, hermano, que
mires la cruz que cuelga de ese muro - y el inquisidor señaló el gran crucifijo negro que
había detrás de la silla donde estaba sentado -; una gota de sangre derramada puede
purificarte de todos los pecados que hayas cometido en vida; pero toda la sangre,
sumada a la intercesión de la Reina del cielo y a los méritos de todos sus mártires, y más
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aún, a la absolución del Papa, no pueden liberarte de la condenación si mueres en
pecado.
»-Pues, ¿qué pecado he cometido?
»-El más grande de todos los posibles: negarte a contestar a las preguntas que te hace el
tribunal de la sagrada y misericordiosa Inquisición; no quieres decirnos lo que sabes
referente a la muerte del padre Olavida.
»- Ya he dicho que creo que pereció a causa de su ignorancia y su presunción.
»-¿Qué pruebas puedes aducir?
»-Ansiaba conocer un secreto inalcanzable para el hombre.
»-¿ Cuál ?
»-El secreto para descubrir la presencia o al agente del poder maligno.
»-¿Posees tú ese secreto?
»Tras larga vacilación, dijo claramente el prisionero, aunque con voz muy débil:
»-Mi señor me prohíbe revelarlo.
»-Si tu señor fuese Jesucristo, no te prohibiría obedecer los mandamientos ni contestar a
las preguntas de la Inquisición.
»-No estoy seguro de eso.
»Hubo un clamor general de horror ante estas palabras. El interrogatorio prosiguió:
»-Si creías que Olavida era culpable de investigaciones o estudios condenados por
nuestra Santa Madre Iglesia, ¿por qué no lo denunciaste a la Inquisición?
»-Porque no creí que le fueran a reportar ningún dafio; su mente era demasiado débil...,
murió a causa del esfuerzo -dijo el prisionero con gran énfasis.
»-¿Crees tú, entonces, que hace falta una mente fuerte para alcanzar esos secretos
abominables, así como para investigar su naturaleza y sus tendencias?
»-No; creo que la fortaleza ha de ser más bien corporal.
»-Después trataremos eso -dijo el inquisidor, haciendo una seña para que se reanudara la
tortura. [...]
»El prisionero soportó la primera y segunda sesiones con valor inquebrantable; pero al
aplicarle la tortura del agua, que desde luego resulta insoportable para todo ser humano,
tanto a la hora de sufrirla como de describirla, exclamó en un jadeante intervalo que lo
revelaría todo. Le soltaron, le reanimaron, le confortaron, y al otro día hizo la siguiente
confesión [...].
»La vieja española siguió contándole a Stanton que [...] y que, a partir de entonces
habían visto al inglés por la vecindad, y que, desde luego, le vieron, había oído decir
ella, esa misma noche.
»-¡Gran D...s! -exclamó Stanton, al recordar al desconocido cuya risa demoníaca tanto
le había asustado mientras contemplaba los cuerpos sin vida de los amantes fulminados
y ennegrecidos por el rayo.»
Como, tras unas páginas embotronadas e ilegibles, el manuscrito se volvía más claro,
Melmoth siguió leyendo, perplejo e insatisfecho, sin saber qué relación podía tener esta
historia española con su antepasado, al que, no obstante, reconocía bajo el título de el
inglés; preguntándose por qué pensó Stanton, a su regreso a Irlanda, que valía la pena
escribir un largo manuscrito sobre un suceso ocurrido en España, y dejarlo después en
manos de la familia para que pudiera «comprobar que eran falsedades», como podría
decir Dogberry... Su admiración disminuyó, aunque su curiosidad se incrementó aún
más con la lectura de las siguientes líneas, que descifró con cierta dificultad. Al parecer,
Stanton se encontraba ahora en Inglaterra. [...]
«Hacia el año 1677, Stanton estaba en Londres, y con el pensamiento absorto en su
misterioso compatriota. Este tema constante de sus meditaciones había producido un
visible cambio en su aspecto exterior: su manera de andar era como la que Salustio nos
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cuenta de Catilina; los suyos eran, también, foedi oculi. A cada momento se decía a sí
mismo: "Si consiguiese dar con ese ser, no le llamaré hombre"; y un momento después
decía: "y si acabo encontrándole?" Con este estado de ánimo, resulta bastante raro que
se metiera en diversiones públicas, pero así es. Cuando una pasión violenta devora el
alma, sentimos más que nunca la necesidad de excitación externa; y nuestra
dependencia del mundo en cuanto a alivio temporal aumenta en proporción directa a
nuestro desprecio por el mundo y todas sus obras. y así solía frecuentar los teatros,
entonces de moda, cuando
La hermosa suspiraba viendo un drama cortesano
y ni una máscara se iba defraudada.
»En aquel entonces, los teatros de Londres ofrecían un espectáculo que debía acallar
para siempre el necio clamor contra la progresiva relajación de la moral..., necio incluso
para la pluma de Juvenal; pero mucho más si provenía de labios de un moderno
puritano. El vicio es casi siempre igual. La única diferencia en la vida que merece
destacarse es la de los modales, y ahí nosotros aventajamos en mucho a nuestros
antepasados. Se dice que la hipocresía es el homenaje que el vicio tributa a la virtud,
que el decoro es la expresión exterior de ese homenaje; si es así, debemos reconocer que
el vicio se ha vuelto recientemente muy humilde. Sin embargo, había algo espléndido,
ostentoso y llamativo en los vicios del reinado de Carlos II. Para corroborarlo, basta una
ojeada a los teatros, cuando Stanton acostumbraba frecuentarlos. En la entrada se
hallaban, a un lado, los lacayos de un noble elegante (con los brazos ocultos bajo sus
libreas), rodeando la silla de manos de una popular actriz1, a la que debían llevarse, vi et
armis, en cuanto subiese, al terminar la representación. Al otro lado aguardaba el coche
acristalado de una mujer de moda, esperando llevarse a Kynaston (el Adonis del día), en
su atuendo femenino, al parque, al terminar la obra, y exhibirle con todo el lujoso
esplendor de su afeminada belleza (realzada por el disfraz teatral), por la que tanto se
distinguía.
»Dado que entonces las funciones se daban a las cuatro, quedaba luego tarde de sobra
para pasear, y para la cita a medianoche, en que se reunían los grupos en St. James Park
a la luz de las antorchas, todos enmascarados, y confirmaban el título de la obra de
Wycherly, Amor en el bosque. Los palcos, cuando Stanton echaba una mirada desde el
suyo, estaban llenos de mujeres cuyos hombros y pechos al aire, bien testimoniados en
los cuadros de Lely y en las páginas de Grammont, podían ahorrar al moderno
puritanismo muchos gemidos reprobatorios y conmovidas reminiscencias. Todas habían
tenido la precaución de enviar a algún familiar varón, la noche del estreno de una obra,
para que les dijese si era apropiada para asistir a ella personas "de bien"; pero a pesar de
esta medida, en algunos pasajes (que solían surgir cada dos frases) se veían obligadas a
abrir sus abanicos, o incluso a taparse con el adorable rizo de la sien que ni el propio
Prynne fue capaz de describir.
»Los hombres de los palcos constituían dos clases diferentes, los "hombres de ingenio y
placer de la ciudad", que se distinguían por sus lazos de Flandes manchados de rapé,
sus anillos de diamantes, pretendido regalo de una amante de alcurnia (n'importe si la
duquesa de Portsmouth o Nell Gwynne), sus pelucas despeinadas, cuyos bucles
descendían hasta la cintura, y el bajo y displicente tono con que maltrataban a Dryden,
1 Mrs. Marshall, la Roxana original del Aiexanderde Lee, y única mujer virtuosa de la escena por aquel
entonces. Era conducida tal como se describe por deseo de lord Orrery, quien, viendo rechazados todos
sus requerimientos, llegó a simular una ceremonia de desposorios, ejecutada por un criado disfrazado de
sacerdote. (N. del A.)
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Lee y Otway, y citaban a Sedley ya Rochester; la otra categoría la formaban los
amantes, los amables «galanes de las damas», igualmente llamativos por sus blancos
guantes orlados, sus obsequiosas reverencias y el hábito de empezar todas las frases que
dirigían a una dama con la profana exclamación de "¡Oh, Jesús!"2, o esa otra más suave,
pero igualmente absurda, de "Le ruego, señora”, o "Ardo, señora"3. Una circunstancia
bastante singular caracterizaba los modales del día: las mujeres no habían encontrado
entonces su adecuado nivel en la vida; eran, alternativamente, adoradas como diosas y
asaltadas como prostitutas; y el hombre que en este momento se dirigía a su amante con
un lenguaje tomado de Orondates adorando a Casandra, al momento siguiente la
interpelaba con un cinismo capaz de hacer entojecer el pórtico del Covent Garden4.
»La platea presentaba un espectáculo más variado. Había críticos penrechados de pies a
cabeza desde Aristóteles a Bossu; estos hombres comían a las doce, daban conferencias
en el café hasta las cuatro, luego mandaban a un mozo que les limpiara los zapatos, y se
dirigían al teatro, donde, hasta que se alzaba el telón, permanecían sentados en ceñudo
descanso, aguardando su presa de la noche. Estaban los estudiantes, apuestos, petulantes
y habladores; y aquí y allá se veía algún pacífico ciudadano quitándose su copudo
sombrero y ocultando su pequeño lazo bajo los pliegues de una enorme capa puritana,
mientras sus ojos, inclinados con una expresión medio impúdica, medio ferviente hacia
una mujer con antifaz, embozada en una capucha y una bufanda, delataban qué era lo
que le había impulsado a entrar en estas "tiendas de Kedar". Había mujeres también,
pero todas con antifaces, los cuales, aunque los llevaban con tanta propiedad como tía
Dinah en Tristram Shandy, servían para ocultarlas de los "jóvenes incautos" por los que
venían, y de todos excepto de las vendedoras de naranjas, que las saludaban de manera
ostentosa al cruzar la puerta5. En el gallinero estaban las almas felices que aguardaban
el cumplimiento de la promesa de Dryden en uno de sus prólogos6; no importaba si era
el espectro de la madre de Almanzor con su sudario empapado, o el de Layo, el cual,
según los directores de escena, se eleva con su carro, escoltado por los fantasmas de sus
tres asistentes asesinados, broma que no se le escapó al Abbé le Blanc7 en su receta para
escribir una tragedia inglesa. Algunos, de cuando en cuando, pedían a gritos "la quema
del Papa”; pero aunque
"El espacio obedece a lo ilimitado de la pieza
Que empezaba en Méjico y concluía en Grecia”,
no siempre era posible proporcionarles tan loable diversión, ya que la escena de las
piezas populares se situaba generalmente en África o en España; sir Robert Howard,
Elkanath Settle y John Dryden; todos coincidían en la elección de temas españoles y
moros para sus obras principales. Entre este alegre grupo se sentaban algunas mujeres
elegantes, ocultas detrás de sus antifaces, las cuales disfrutaban, en el anonimato, de la
2 Véase Pope (copiando a Donne):
Paz, locos, u os detendrá Gonsonpor papistas,
Si os sorprende con vuestro Jesús, Jesús... (N. del A.)
3 Véase el Old Bacht'lor, cuya Araminta, cansada de la repetición de esta frase, prohíbe a su amante que
se dirija a ella con ninguna frase que empiece de ese modo. (N. del A.)
4 Véase cualquiera de las viejas obras de teatro, lector, que tengas la paciencia de leer; o, instar omnium,
lee los galantes amores de Rhodophil y Melantha, Palamede y Doralice, en Mariage à la Mode de
Dryden. (N. del A)
5 Véase Oroonoko de Sourhern; me refiero a la parte cómica. (N. del A.)
6 «Un encanto, una canción, un homicidio y un fantasma». Prólogo a Edipo. (N. del A.)
7 Véanse las Cartas de LeBlanc. (N. del A.)
28
licencia que abiertamente no se atrevían a permitirse, y confirmando la característica
descripción de Gay, aunque lo escribiera muchos años después:
"Sentada entre la chusma del gallinero
Laura está segura y se ríe de bromas
Que hacen arrugar el ceño a los del palco ".
»Stanton contempló todo esto con la expresión de aquel a quien "no hace sonreír cosa
alguna”. Se volvió hacia el escenario; la obra era Alejandro, escrita por Lee, y el
personaje principal estaba representado por Hart, cuyo divino ardor al hacer el amor se
dice que casi inclinaba al auditorio a creer que estaba viendo al "hijo de Amón".
»Había suficientes absurdos como para ofender a un espectador clásico o incluso
razonable. Había héroes griegos con rosas en el calzado, plumas en los gorros y pelucas
que les llegaban a la cintura; y princesas persas de rígidos corsés y pelo empolvado.
Pero la ilusión de la escena estaba bien sostenida; porque las heroínas eran rivales tanto
en la vida real como en la teatral. Fue esa memorable noche cuando, según la historia
del veterano Betterton8, Mrs. Barry, qu hacía de Roxana, tuvo un altercado en los
camerinos con Mrs. BoWtell (que representaba el papel de Statira) a propósito de un
velo cuya propiedad atribuyó con parcialidad el tramoyista a esta última. Roxana
reprimió su enojo hasta el quinto acto, en el que, al apuñalar a Statira, le asestó el golpe
con tal fuen que le traspasó el corsé y le infligió una seria aunque nada grave herida. Mr
Bowtell se desmayó; se suspendió la función y, con la conmoción que este incidente
provocó en la sala, se levantaron muchos espectadores, entre ellos Stanton. Fue en ese
momento cuando descubrió, en el asiento de delante, objeto de sus búsquedas durante
cuatro años: el inglés al que había visto en 1as llanuras de Valencia, y al que
identificaba con el protagonista de la extraord naria narración que allí había escuchado.
»Se estaba levantando. No había nada peculiar ni notable en su aspecto pero la
expresión de sus ojos era imposible de olvidar. A Stanton le latió corazón con
violencia..., una bruma se extendió sobre sus ojos..., un malestar desconocido y mortal,
acompañado de una sensación hormigueante en cada poro, de los que brotaban gotas de
sudor frío, le anunciaron la [...].
»Antes de haberse recuperado del todo, una música dulce, solemne y deliciosa aleteó en
tomo suyo, ascendiendo de manera audible desde el suelo, y aumetado su dulzura y
poder, hasta que pareció inundar todo el edificio. Movido por un súbito impulso de
asombro, preguntó a los que tenía junto a él de dónde provenían esos sones exquisitos.
Pero, por la manera de contestarle, era evidente que aquellos a quienes se había dirigido
le tomaban por loco; y, efectivamente, notable cambio de su expresión podía justificar
tal sospecha. Entonces recordó la noche aquella en España, en que los mismos dulces y
misteriosos sones fuera oídos tan sólo por los jóvenes esposos poco antes de morir.
"¿Acaso seré yo próxima víctima?", pensó Stanton; "¿estarán destinados esos acordes
celestiales que parecen prepararnos para el cielo, a denunciar tan sólo la presencia de
u demonio encarnado que se burla de los devotos con esa 'música celestial' mientras se
dispone a envolvemos con 'las llamas del infierno'?" Es muy raro que en ese momento,
cuando la imaginación había alcanzado el punto más alto, cual do el objeto que había
perseguido en vano durante tanto tiempo parecía haber vuelto en un instante tangible y
posible de captar con la mente y el cuerpo, cuando ese espíritu, con el que se había
debatido en la oscuridad, estaba a punto de confesar su nombre, Stanton empezara a
sentir una especie de decepción ante futilidad de sus persecuciones; como Bruce al
8 Véase History of the Stage de Betterton (N. del A.)
29
descubrir la fuente del Nilo, o Gibbon al concluir su Historia. El sentimiento que había
abrigado durante tanto tiempo, que de hecho había convertido en un deber, no era en
definitiva sino una mera curiosidad; pero ¿hay pasión más irascible, o más capaz de dar
una especie de grandeza romántica a todos los vagabundeos y excentricidades? La
curiosidad es en cierto modo como el amor, siempre establece un lazo entre el objeto y
el sentimiento; y con tal que este último posea suficiente energía, no importa lo
despreciable que sea el primero. La turbación de Stanton, causada, por decirlo así, por la
aparición accidental de un desconocido, podía haber hecho sonreír a un niño; pero
ningún hombre en su lugar, y en posesión de la plena energía de sus pasiones, habría
podido hacer otra cosa que temblar ante la angustiosa emoción con que sintió que le
venía, súbita e irresistiblemente, el instante crucial de su destino.
»Terminada la función, se detuvo unos momentos en la calle desierta. Era una hermosa
noche de luna, y vio cerca de él una figura cuya sombra, proyectada a medias en la
calzada (entonces no había señales, y la única defensa del peatón eran las cadenas y los
postes), parecía de proporciones gigantescas. Hacía tanto tiempo que estaba
acostumbrado a contender con estos fantasmas de la imaginación, que sentía una
especie de obstinado placer en someterlos. Se dirigió hacia allí y observó que la sombra
era alargada debido al hecho de proyectarse en el suelo, y que la figura que la
proyectaba era de estatura normal; se acercó a ella, y descubrió al mismísimo objeto de
sus indagaciones: el hombre a quien había visto un instante en Valencia, y al que, tras
una búsqueda de cuatro años, había reconocido en el teatro [...].
»-¿Me buscabas?
»-Sí.
»-¿Tienes algo que preguntarme?
»-Sí, muchas cosas.
»-Habla entonces.
»-Éste no es el lugar.
»-¡No es el lugar!, pobre desdichado; yo soy independiente del tiempo y del lugar.
Habla, si es que tienes algo que preguntar o que aprender.
»- Tengo muchas cosas que preguntar, pero espero no aprender nada de ti.
»- Te engañas a ti mismo; pero ya desharemos ese engaño la próxima vez que nos
veamos.
»-¿Y cuándo será eso? -dijo Stanton, agarrándole del brazo-; dime la hora y el lugar.
»-La hora será a mediodía -respondió el desconocido con una horrible y enigmática
sonrisa-; y el lugar, entre los muros desnudos de un manicomio, donde te levantarás
entre el ruido de tus cadenas y los crujidos de la paja de tu lecho, para venir a
saludarme..., aunque aún conservarás la maldición de la cordura y de la memoria. Aún
seguirá sonando, allí, mi voz en tus oídos, y verás reflejada en cada objeto animado o
inanimado la mirada de estos ojos, hasta que los contemples otra vez.
»-¿Es en esa situación tan horrible como nos volveremos a ver? -preguntó Stanton,
estremeciéndose bajo la fulgurante llama de aquellos ojos demoníacos.
»- Yo nunca -dijo el desconocido con tono enfático-, nunca abandono a mis amigos en
la desgracia. Cuando se encuentran hundidos en el más bajo abismo de la desventura
humana, están seguros de que serán visitados por mí. [...]
El relato, cuando Melmoth logró encontrar su continuación, mostraba a Stanton, unos
años después, en un estado de lo más lamentable.
»Siempre se le había tenido por una persona rara, y tal suposición, agravada por sus
constantes alusiones a Melmoth, su obsesiva persecución, su extraño comportamiento
en el teatro, y su insistencia en los diversos detalles de sus extraordinarios encuentros,
con toda la intensidad de la más profunda convicción (lo que no conseguía impresionar
30
a nadie más que a sí mismo), hizo que algunas personas prudentes concibiesen la idea
de que tenía trastornado el juicio. Probablemente, la malevolencia de estas personas se
coaligó con su prudencia. El francés egoísta9 dice que sentimos placer incluso con las
desgracias de nuestros amigos... a plus forte, con las de nuestros enemigos; y como todo
el mundo es naturalmente enemigo de un hombre de genio, la noticia de la dolencia de
Stanton se propagó con infernal diligencia. El pariente inmediato , de Stanton, hombre
en precaria situación económica pero sin escrúpulos, observó con atención cómo se
propagaba la noticia, y vio cómo se cerraba la trampa en torno a su víctima. Una
mañana le esperó, acompañado de una persona de aspecto grave aunque algo repulsivo.
Encontró a Stanton, como de costumbre, abstraído e inquieto; y tras unos momentos de
conversación, le propuso dar un paseo en coche por las afueras de Londres, cosa que,
según dijo, le animaría y refrescaría. Stanton objetó que era difícil alquilar un coche
(pues es curioso que, en aquella época, el número de coches particulares, aunque
infinitamente más reducido que el de hoy, era, sin embargo, muy superior a los de
alquiler), y le propuso a su vez un paseo en barca. Esto, como es natural, no convenía a
los propósitos del pariente; y tras simular que llamaba a un coche (el cual estaba
esperando ya al final de la calle), Stanton y sus acompañantes subieron en él y salieron
como a unas dos millas de Londres.
»Luego el coche se detuvo.
»-Ven, primo -dijo el Stanton más joven-, vamos a echar una mirada a una compra que
he hecho.
»Stanton descendió distraído, y le siguió a través de un pequeño patio empedrado, con
el otro individuo detrás.
»-La verdad, primo -dijo Stanton-, es que tu elección no me parece muy acertada; tu
casa tiene el aspecto un poco lúgubre.
»-No te preocupes, primo -replicó el otro-; ya corregiré lo que tú digas, cuando hayas
vivido un tiempo en ella.
»Unos sirvientes de aspecto ruin y rostro sospechoso les aguardaban en la entrada, y
subieron por una estrecha escalera que conducía a una habitación miserablemente
amueblada.
»-Espera aquí -dijo el pariente al hombre que les acompañaba-, voy a buscar compañía
para que mi primo se distraiga en su soledad.
»Los dejó solos. Stanton no hizo caso de su compañero, sino que, como era costumbre
en él, cogió el primer libro que encontró a mano y comenzó a leer. Era un volumen
manuscrito... En aquel entonces eran mucho más frecuentes que ahora.
»Le pareció que las primeras líneas revelaban que su autor tenía trastornadas las
facultades mentales. Era un proyecto (escrito, al parecer, después del gran incendio de
Londres) de reconstrucción de la ciudad en piedra, y un intento de demostrar con
cálculos descabellados, falsos y, no obstante, plausibles a veces, que podía llevarse a
cabo dicho proyecto utilizando los colosales fragmentos de Stonehenge, que el escritor
proponía trasladar con este fin. Añadía varios dibujos grotescos de ingenios ideados
para el transporte de tales bloques, y en una esquina de la página había añadido una
nota: "los habría diseñado más detalladamente, pero no se me permite tener cuchillo
para afilar la pluma”.
»El siguiente volumen se titulaba: Proyecto para la propagación del cristianismo en el
extranjero, por donde cabe esperar que su acogida llegue a ser general en todo el
mundo. Este modesto proyecto consistía en convertir a los embajadores turcos (que
habían estado en Londres unos años antes), ofreciéndoles para ello la elección entre ser
9 Rochefoucault (N. del A.)
31
estrangulados en el acto, o hacerse cristianos: Naturalmente, el autor contaba con que
aceptarían la alternativa más fácil; pero incluso ésta presentaba una grave condición, a
saber, que debían comprometerse ante el juez a convertir veinte musulmanes diarios a
su regreso a Turquía. El resto del folleto discurría de manera muy similar al estilo
concluyente del capitán Boabdil: estos veinte convertirían veinte cada uno; y al
convertir estos cuatrocientos conversos, a su vez, a su cuota correspondiente, todos los
turcos quedarían convertidos antes de que el Grand Signior se enterara. Luego venía el
coup d'éclat: una buena mañana, cada minarete de Constantinopla debía echar las
campanas al vuelo, en vez de los gritos del muecín; y el imán, al salir a ver lo que
ocurría, debía ser acogido por el arzobispo de Canterbury, in pontificalibus, oficiando
una misa solemne en la iglesia de Santa Sofía, con lo que concluiría todo el asunto.
Aquí parecía surgir una objeción, que la ingenuidad del escritor había anticipado.
"Pueden objetar -decía- los que tienen el espíritu lleno de rencor, que puesto que el
arzobispo predica en inglés, sus sermones no servirán de mucho al pueblo turco, al que
le parecerá todo una inútil algarabía". Pero esto (el que el arzobispo utilizase su propia
lengua) lo "evitaba" indicando con gran sensatez que, donde el servicio se oficiaba en
una lengua desconocida, se apreciaba que la devoción de las gentes aumentaba por esta
misma razón; como, por ejemplo, en la Iglesia de Roma: san Agustín, con sus monjes,
salió al encuentro del rey Etelberto cantando letanías (en una lengua que posiblemente
no entendía su majestad), y le convirtió a él y a todo su séquito en el acto; que los libros
sibilinos[...].
»Cum multis aliis
»Entre las páginas, había recortadas en papel, de manera exquisita, las siluetas de
algunos de estos embajadores turcos; el pelo de las barbas, en particular, estaba trazado
a pluma con una delicadeza que parecía obra de las manos de un hada..., pero las
páginas terminaban con una queja del autor porque se le hubiese privado de tijeras. No
obstante, se consolaba a sí mismo, y al lector, asegurando que esa noche cogería un rayo
de luna, cuando ésta entrara a través de las rejas, y tan pronto como lo afilase en los
hierros de la puerta, haría maravillas con él. En la página siguiente se revelaba una
melancólica prueba del poderoso pero postrado intelecto. Contenía unas cuantas líneas
incoherentes, atribuidas al poeta dramático Lee, que empezaban:
“Ojalá mis pulmones pudiesen gemir
Cual guisantes salteados!... "
»No había prueba alguna de que estas miserables líneas hubiesen sido escritas realmente
por Lee, salvo que su metro correspondía al elegante cuarteto de la época. Es extraño
que Stanton siguiera leyendo absorto, sin el menor recelo de peligro, el álbum de un
manicomio, sin pensar en qué lugar estaba, al que delataban tan manifiestamente tales
composiciones.
»Después de mucho rato, miró a su alrededor y se dio cuenta de que su acompañante se
había ido. Las campanillas eran raras en aquel entonces. Se dirigió a la puerta... estaba
cerrada. Llamó... y su voz fue coreada por otras muchas, pero en tonos tan fieros y
discordantes que se calló, presa de involuntario terror. Como pasaba el tiempo y no
acudía nadie, se dirigió a la ventana, y entonces se dio cuenta por primera vez de que
estaba enrejada. Miró el estrecho patio enlosado, en el que no había ser humano alguno;
aunque, de haberlo habido, no habría podido encontrar en él sentimiento de ningún
género.
»lnvadido por un indecible horror, se hundió, más que se sentó, junto a la miserable
ventana, y "deseó la luz".
32
»A medianoche despertó de su sopor, mitad desmayo mitad sueño, dado que
probablemente la dureza de la silla y la mesa de pino sobre la que estaba apoyado no
contribuían a prolongarlo.
»Estaba completamente a oscuras: el horror de su situación se apoderó en seguida de él,
y por un momento casi se sintió digno inquilino de esta espantosa mansión. Buscó a
tientas la puerta, la sacudió con desesperado forcejeo y empezó a dar gritos tremendos,
mezclados de protestas y órdenes. Sus gritos fueron coreados al punto por un centenar
de voces. Existe en los locos una malignidad peculiar, acompañada de una
extraordinaria agudeza de los sentidos, sobre todo para distinguir la voz de un extraño.
Los gritos que Stanton oía desde todas partes eran como un salvaje e infernal aullido de
júbilo porque la mansión del dolor había conseguido un nuevo inquilino.
»Calló, agotado: se oyeron pasos rápidos y atronadores en el corredor. Se abrió la
puerta, y apareció en el umbral un hombre de aspecto feroz; detrás se vislumbraban
confusamente otros dos.
»-¡Déjame salir, bellaco!
»-¡Calla ya, mi lindo camarada!; ¿a qué viene este alboroto?
»-¿Dónde estoy?
»-Donde debes.
»-¿Te atreves a retenerme aquí?
»-Sí, y a algo más que eso - contestó el rufián, descargándole una tanda de latigazos en
la espalda y los hombros, hasta que el paciente cayó al suelo temblando de rabia y de
dolor -. Después de esto, ya sabes que estás donde debes estar - repitió el rufián,
blandiendo el látigo por encima de él -; y sigue el consejo de un amigo, y no vuelvas a
armar más ruido. Los muchachos están dispuestos a ponerte los grillos, y lo van a hacer
a una señal de este látigo; a menos que prefieras que te dé otro repaso primero.
»Mientras hablaba, entraron los otros en la habitación con los grilletes en la mano (las
camisas de fuerza eran poco conocidas o utilizadas entonces) y, a juzgar por sus
terribles semblantes y actitudes, no mostraban ninguna renuencia en aplicarlos. El
desagradable ruido que hacían al arrastrarlos por el pavimento de piedra le heló la
sangre a Stanton; el efecto, sin embargo, fue beneficioso. Tuvo presencia de ánimo para
comprender su (supuesto) estado lamentable, suplicar perdón al despiadado guardián, y
prometer completa sumisión a sus órdenes. Esto aplacó al rufián, y se retiró.
»Stanton hizo acopio de todo su poder de resolución para soportar la horrible noche; vio
todo lo que tenía ante sí, y se dijo que tenía que afrontarlo. Tras larga y agitada
deliberación, concluyó que lo mejor era seguir aparentando la misma sumisión y
tranquilidad, esperando propiciarse así, con el tiempo, a los miserables en cuyas manos
estaba o, con su apariencia inofensiva, favorecer momentos de tolerancia que le
pudiesen brindar finalmente la huida. Así que decidió portarse con la más absoluta
tranquilidad, y velar por que su voz no se oyera nunca en la casa, reservándose otras
decisiones con un grado de astucia tal, que le hizo estremecer, pensando que quizá fuera
ésa la sagacidad propia de la locura incipiente, o una primera consecuencia de las
espantosas costumbres del lugar.
»Sometió estas decisiones a desesperada prueba esa misma noche. Contiguos a la
habitación de Stanton se alojaban dos vecinos de lo más incompatibles. Uno de ellos era
un tejedor puritano que se había vuelto loco a causa de un sermón del celebrado Hugh
Peters, y había ido a parar al manicomio con toda la predestinación y reprobación que le
cabían en el cuerpo... y más. Repetía con regularidad los cinco puntos mientras duraba
el día, y se imaginaba a sí mismo predicando en un conventículo con notable éxito;
hacia el anochecer, sus visiones se volvían más tenebrosas, y a medianoche sus
blasfemias eran horribles. La celda opuesta la ocupaba un sastre legitimista que se había
33
arruinado fiando a caballeros y damas (porque en esa ,época, y mucho más tarde, hasta
los tiempos de la reina Ana, las señoras empleaban a los sastres incluso para que les
hiciesen y les adaptasen los corsés), el cual se había vuelto loco con la bebida y la
lealtad en la quema del Parlamento Rump, y desde entonces hacía retumbar las celdas
del manicomio citando fragmentos de canciones del malogrado coronel Lovelace, trozos
del Cutter of Coleman Street, de Cowley, y algún curioso pasaje de las obras teatrales
de Aphra Behn, donde a los caballeros partidarios de Carlos I se les calificaba de
heroicos y se representaba a lady Lambert y lady Desborough acudiendo al servicio
religioso precedidas de grandes biblias transportadas por pajes, y enamorándose de dos
caballeros en el trayecto.
»- Tabitha. Tabitha -gritó una voz medio jubilosa, medio burlona-, tú también irás con
tu pelo rizado y tus pechos desnudos -luego añadió con voz afectada-: Antes solía bailar
las canarias, esposa.
»Esto no dejaba nunca de herir los sentimientos del tejedor puritano (o más bien de
influir en sus instintos), quien inmediatamente contestaba: «El coronel Harrison vendrá
del oeste cabalgando sobre una mula de color cielo, que significa instrucción»10.
»-Mientes puritano hijo de p... -rugió el sastre legitimista-; el coronel Harrison será
condenado antes de que monte jamás sobre una mula de color cielo -y concluyó su
enérgica frase con fragmentos de canciones antioliverianas:
"Ojalá viva yo para ver
Al viejo Noll colgando de un árbol
Ya muchos como él;
Maldito, maldito sea,
Caigan todos los males sobre él. "
»-Sois caballeros honorables; puedo tocaros muchas tonadas -chirrió un pobre violinista
que solía tocar en las tabernas para los del partido legitimista, y recordaba las palabras
exactas de un músico similar que tocaba para el coronel Blunt en el comité.
»-Entonces tócame esa de "la Rebelión está destruyendo la casa” - exclamó el sastre,
danzando frenéticamente en su celda (en la medida en que se lo permitían las cadenas)
siguiendo unos compases imaginarios.
»El tejedor no pudo contenerse más tiempo.
»-¿Hasta cuándo, Señor -exclamó-, hasta cuándo seguirán ofendiendo tus enemigos tu
santuario, en el que se me ha colocado como ungido profesor?; ¿también aquí, donde se
me ha enviado para que predique a las almas que sufren prisión? Abre las esclusas de tu
poder, y aunque tus olas y tempestades arremetan contra mí, deja que testifique en
medio de ellas, como aquel que, extendiendo las manos para nadar, levanta una para
advertir a su compañero que está a punto de irse al fondo: hermana Ruth, ¿por qué te
desnudas el pecho poniendo de relieve mi fragilidad? Señor, deja que tu fuerte brazo
esté con nosotros como lo estuvo cuando frenaste el escudo, la espada y la batalla, y tu
pie se hundía en la sangre de tus enemigos, y la lengua de tus perros estaba roja de la
misma. Sumerge todos tus vestidos en esa sangre, y déjame tejerte otros nuevos cuando
los tengas manchados. ¿Cuándo pisarán tus santos en el lagar de tu ira? ¡Sangre!,
¡sangre!; ¡los santos la reclaman, la tierra se abre para beberla, el infierno está sediento
de ella!... Hermana Ruth, te lo ruego, oculta tus pechos y no seas como las mujeres
vanidosas de esta generación. ¡Oh!, ojalá haya un día como ése, un día del Señor de los
ejércitos, en el que se desmoronen las torres! Dispénsame de la batalla, pues no soy
10 Véase Cutter of Colman Street. (N. del A.)
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hombre fuerte para la guerra; déjame en la retaguardia del ejército para maldecir, con la
maldición de Meroz, a los que no acuden en ayuda del Señor contra el poderoso... para
maldecir, también, a este sastre malvado; sí, para maldecirle con saña. Señor, estoy en
las tiendas de Kedar, mis pies tropiezan en las montañas oscuras, ¡me caigo, me caigo! -
y el pobre desdichado, agotado por sus delirantes congojas, cayó y se arrastró durante
un rato en la paja-. ¡Oh, he sufrido una caída dolorosa!; hermana Ruth, ¡oh, hermana
Ruth! No te alegres de mi mal. ¡Ah, enemiga mía!, pero aunque me caiga, yo sabré
levantarme.
»Cualquiera que fuese la satisfacción que a la hermana Ruth le hubiese reportado esta
seguridad, de haber podido oírle, se multiplicaba por diez en el tejedor, cuyos
afectuosos recuerdos se cambiaron de repente en otros de carácter bélico, extraídos de
un desventurado y tumultuoso revoltijo de desechos intelectuales.
»-El Señor es un hombre de guerra -gritó-. ¡Mirad a Marston Moor! ¡Mirad la ciudad, la
orgullosa ciudad, llena de soberbia y de pecado! ¡Mirad las aguas del Severn, rojas de
sangre como las olas del mar Rojo! Las pezuñas estaban rotas por las cabriolas, las
cabriolas de los poderosos. Luego, Señor, vino tu triunfo, y el triunfo de tus santos, a
cargar con cadenas a los reyes, y a sus nobles con grilletes de hierro.
»El malévolo sastre prorrumpió a su vez:
»-Gracias a los pérfidos escoceses, y a su solemne liga y pacto, y al castillo de
Carisbrook, puritano desorejado -vociferó-. Si no llega a ser por ellos, le habría tomado
yo las medidas al rey para hacerle una capa de terciopelo tan grande como la Torre de
Londres, y un aletazo con ella habría arrojado a ese "nariz de tomate" al Támesis y lo
habría mandado al infierno.
»-¡Mientes con toda tu boca! -gritó el tejedor-; te lo voy a probar sin armas, con mi
lanzadera contra tu aguja, y te voy a derribar al suelo después, como derribó David a
Goliat. Fue la jerarquía, la jerarquía prelaticia, egoísta, mundana, carnal, del hombre (tal
era el término indecente con que los puritanos designaban a Carlos I) la que empujó al
piadoso a buscar la dulce palabra en sazón de sus propios pastores, los cuales
abominaron justamente el atuendo papal de mangas anchas, órganos lujuriosos y casas
con campanario. Hermana Ruth, no me tientes con esa cabeza de becerro chorreante de
sangre; arrójala, te lo ruego, hermana, es impropia en la mano de una mujer, aunque
beban de ella los hermanos... ¡Ay de ti, adversaria!, ¿acaso no ves cómo las llamas
envuelven la ciudad maldita bajo su hijo arminiano y papista? ¡Londres está en llamas!,
¡en llamas! -vociferó-; y las teas que le prendieron fuego venían de sus habitantes
semipapistas, arminianos y condenados. ¡Fuego!... ¡fuego!
»La voz con que profirió las últimas palabras sonó terrible y poderosa, pero fue como el
gemido de un niño comparada con la que repitió este grito, como un eco, en un tono que
hizo estremecer toda la casa. Era la voz de una loca que había perdido a su marido, sus
hijos, su sustento, y finalmente su juicio, en el espantoso incendio de Londres. El grito
de fuego jamás dejaba de despertar en ella, con terrible puntualidad, dolorosas
asociaciones. Había estado sumida en un sueño inquieto, y ahora se despertó tan de
repente como aquella noche terrible. Era sábado por la noche, también, y se había
observado que se ponía particularmente violenta en esas noches: era su terrible fiesta
semanal de locura. Se despertó para descubrirse a sí misma huyendo de las llamas; y
dramatizó la escena entera con tan horrible fidelidad que la resolución de Stanton se vio
mucho más en peligro por ella que por la batalla entre sus vecinos Testimonio y
Cascarrabias. Comenzó a gritar que la estaba sofocando el humo; ya continuación saltó
de la cama pidiendo que encendieran una luz, y de repente pareció deslumbrada como
por un resplandor que irrumpía a través de su ventana.
»- ¡EI día final! ¡EI mismo cielo está en llamas!
35
»-Ese día no llegará mientras no sea destruido primero el Hombre de Pecado -exclamó
el tejedor-; en tu delirio, ves luz y fuego, y sin embargo estás completamente a oscuras...
¡te compadezco, pobre alma loca, te compadezco!
»La loca no le hizo caso; parecía subir por una escalera hasta la habitación de sus hijos.
Gritaba que se quemaba, se chamuscaba, se asfixiaba; pareció flaquearle el valor, y
retrocedió.
»- ¡Pero mis hijos están ahí! -exclamó con una voz de indescriptible agonía, mientras
parecía realizar otro esfuerzo-. Aquí estoy... aquí estoy para salvaros... ¡Oh, Dios!
¡Están envueltos en llamas! ¡Cogeos de este brazo; no, de ése no, que está quemado e
inútil... bueno, los dos están igual... cogeos de mis ropas... ¡no, que están ardiendo
también! ¡Bueno, cogeos de mí como estoy!... ¡y el pelo, cómo crepita!... Agua, una
gota de agua para mi pequeñín... no es más que un bebé... para mi pequeñín, ¡dejadme a
mí que me queme! -guardó un sobrecogido silencio, al ver caer una viga en llamas que
estuvo a punto de destrozar la escalera en la que se encontraba-. ¡El tejado se derrumba
sobre mi cabeza! -gritó.
»-La tierra es endeble, y todos sus habitantes también -salmodió el tejedor-; yo
sostendré sus pilares.
»La loca indicó la destrucción del lugar donde creía que estaba con un salto
desesperado, acompañado de un grito frenético, y luego presenció serenamente cómo se
precipitaban sus hijos sobre los fragmentos ardiendo y desaparecían en el abismo de
fuego de abajo. "¡Ahí van... uno... dos... tres... todos!", y su voz se apagó en una serie de
quejidos bajos, y sus convulsiones se convirtieron en débiles y fríos estremecimientos,
como sollozos de una tormenta extenuada, imaginándose "a salvo y desesperada", en
medio de los mil desventurados sin hogar que se congregaron en las afueras de Londres,
en las noches espantosas que siguieron al incendio, sin comida, ni techo, ni ropas,
contemplando las quemadas ruinas de sus propiedades y sus casas. Parecía oír los
lamentos, y hasta repetía algunos de forma conmovedora, aunque a todos contestaba con
las mismas palabras: "¡Pero yo he perdido a todos mis hijos... a todos!"Era curioso
observar que, cuando esta infeliz comenzaba a desvariar, enmudecían todos los demás.
El grito de la naturaleza acallaba al resto: ella era el único paciente en la casa que no
estaba enfermo de política, de religión, de ebriedad o de alguna pasión pervertida; y
pese a lo aterradores que eran siempre sus frenéticos accesos, Stanton solía esperarlos
con una especie de alivio tras los disonantes, melancólicos y ridículos delirios de los
otros
»Pero los máximos esfuerzos de su resolución comenzaban a tambalearse ante los
continuos horrores del lugar. Las impresiones de sus sentidos empezaban a desafiar la
capacidad de la razón que los rechazaba. No podía dejar de oír los gritos horribles que
se reperían por las noches, ni el espantoso restallar del látigo que empleaban para
imponerles silencio. Empezaba a perder la esperanza, ya que se daba cuenta de que su
sumisa tranquilidad (que él había adoptado para conseguir una mayor indulgencia que
contribuyese a su fuga o, quizás, a convencer de su cordura al guardián) era interpretada
por el insensible rufián, que conocía las distintas variedades de locura, como una
especie más refinada de esa astucia que estaba acostumbrado a vigilar y a desbaratar.
»Al principio de descubrir su situación, se había propuesto cuidar su salud y juicio todo
lo que el lugar permitiera, como base única de su esperanza de liberación. Pero al
disminuir esa esperanza, dejó de pensar en el medio de llevarla a cabo. Al principio se
levantaba temprano, caminaba incesantemente alrededor de su celda y aprovechaba
cualquier ocasión para estar al aire libre. Observaba un estricto cuidado de su persona
en lo referente al aseo, y con apetito o sin él, se forzaba a tomar la comida miserable que
le daban; y todos estos esfuerzos le resultaban incluso agradables, ya que los motivaba
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la esperanza. Pero luego empezó a descuidarlos. Se pasaba la mitad del día tumbado en
su lecho miserable, donde tomaba frecuentemente las comidas; dejó de afeitarse y
cambiarse de ropa y, cuando el sol entraba en su celda, se volvía de espaldas, tumbado
en la paja, con un suspiro de quebrantado desaliento. Antes, cuando soplaba el aire a
través de su reja, solía decir: "¡Bendito aire del cielo, yo te volveré a respirar en plena
libertad! Reserva tu frescor para esa deliciosa noche en que yo te aspire, y sea tan libre
como tú". Ahora, cuando lo sentía, suspiraba y no decía nada. El canto de los gorriones,
el tamborileo de la lluvia o el gemido del viento, ruidos que había escuchado con placer
sentado en su lecho porque le recordaban la naturaleza, le tenían ahora sin cuidado.
»Empezó a escuchar a veces, con sombrío y macabro placer, los gritos de sus
desventurados compañeros. Se volvió escuálido, apático, indiferente, y adqui- rió un
aspecto repugnante [...].
»Fue una de esas noches sombrías cuando, dando vueltas en su lecho miserable -tanto
más miserable por la imposibilidad de abandonarlo sin sentir más "desasosiego"-, notó
que el pobre resplandor que proporcionaba la chimenea quedaba oscurecido por la
interposición de algún cuerpo opaco. Se volvió débilmente hacia la luz no con
curiosidad, sino por un deseo de distraer la monotonía de su desventura observando el
más leve cambio que ocurría accidentalmente en la oscura atmósfera de su celda. Entre
él y la luz, de pie, se hallaba la figura de Melmoth, exactamente igual que la viera la
primera vez; su aspecto era el mismo; su expresión, idéntica: fría, pétrea, rígida; sus
ojos, con su infernal e hipnótico fulgor, eran también los mismos.
»A Stanton se le agolpó en el alma su pasión dominante; entendió esta aparición como
la llamada a una entrevista terrible y trascendental. Sintió que su corazón latía con
violencia, y podría haber exclamado con la desventurada heroína de Lee: "¡Jadea como
los cobardes antes de la batalla! ¡Oh, la gran marcha ha sonado!"
»Melmoth se acercó a él con esa calma tremenda que se burla del terror que provoca.
»-Se ha cumplido mi profecía: te levantas para venir a mi encuentro cargado de cadenas,
y haciendo crujir la paja de tu camastro... ¿no soy un auténtico profeta? -Stanton guardó
silencio-. ¿No es tu situación verdaderamente miserable? -Stanton siguió callado: estaba
empezando a creer que se trataba de un fingimiento de su locura. Pensó para sí: "¿Cómo
podría haber llegado hasta aquí?"-. ¿Es que no deseas verte libre? -Stanton se removió
en la paja, y su crujido pareció contestar a la pregunta-. Yo tengo poder para liberarte.
»Melmoth hablaba muy lenta, suavemente; y la melodiosa dulzura de su voz contrastaba
de manera terrible con la pétrea dureza de sus facciones y el brillo diabólico de sus ojos.
»-¿Quién eres tú, y por dónde has entrado? -dijo, por fin, Stanton, en un tono que
pretendía ser inquisitivo y autoritario, pero que, debido a sus hábitos y a su estado de
escuálida debilidad, sonó a un tiempo débil y quejumbroso. La lobreguez de su
habitación miserable había afectado a su entendimiento como el desdichado huésped de
una morada similar cuando, presentado al examinador médico, se le informó de que era
completamente albino: "Su piel se había descolorido, los ojos se le habían vuelto
blancos; no podía soportar luz; y al exponérsele a ella, se apartó, con una mezcla de
debilidad y desasosiego, más con las contorsiones del niño que con los forcejeos del
hombre".
»Tal era la situación de Stanton; estaba ahora demasiado débil, y el poder nemigo no
parecía que fuese a hacer mella en sus potencias intelectuales o corporales [...].
De todo el horrible diálogo, sólo eran legibles las siguientes palabras del manuscrito:
»-Ahora ya me conoces.
»-Yo siempre te he conocido.
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»-Eso no es verdad; creías conocerme, y ésa ha sido la causa de tu descabellada [...] de
la [...] de venir a parar finalmente a esta mansión del dolor, donde yo puedo encontrarte,
donde sólo yo puedo socorrerte.
»-¡Tú eres el demonio!
»-¡El demonio! ¡Desagradable palabra! ¿Fue un demonio o un ser humano el que le te
trajo? Escúchame, Stanton; no te envuelvas en esa miserable manta no puede sofocar
mis palabras. Créeme: ¡aunque te envuelvas en nubes de truenos, tendrás que oírme!
Stanton, piensa en tu desventura. ¿Qué ofrecen las paredes desnudas al entendimiento o
a los sentidos? Una superficie encalada, ilustrada con garabatos de carbón o de tiza roja
que tus felices predecesores han dejado para que tú dibujes encima. A ti te gusta el
dibujo... Confío en te perfecciones. y aquí hay una reja a través de la cual te mira el sol
como madrastra, y sopla la brisa como si pretendiera atormentarte con un suspiro de esa
boca dulce de cuyo beso no gozarás jamás. ¿Y dónde está tu biblioteca, hombre
intelectual y viajero? -prosiguió en un tono de profunda ironía-, ¿dónde están tus
compañeros, tus eminencias del mundo, como dice tu predilecto Shakespeare? ¡ Tendrás
que conformarte con la araña y la rata que se arrastran y roen alrededor de tu jergón! He
conocido prisioneros en la Bastilla que las alimentaban y las tenían por compañeras...
¿Por qué no empiezas tú también ? Sé de una araña que descendía a un golpecito con el
dedo, y de una rata se acercaba cuando traían la comida diaria para compartirla con su
comparo de cárcel. ¡Qué encantador, tener sabandijas por invitados! Sí, y cuando les
falla el festín, ¡se comen al anfitrión! Te estremeces. ¿Serías tú, acaso, el primer
prisionero devorado vivo por las sabandijas que infestan las celdas? ¡Delicioso
banquete, "no en el que comes, sino en el que eres comido"! Tus huéspedes sin
embargo, te darán una prueba de arrepentimiento mientras te devoran: harán rechinar
sus dientes, y tú los sentirás, ¡y quizá los oigas también! y por toda comida (¡oh, con lo
remilgado que eres!), una sopa que el gato ha lamido; ¿ y por qué no, si seguramente ha
contribuido al brebaje con su progenie?
Después, tus horas de soledad, deliciosamente distraídas con los aullidos del hambre,
los alaridos de la locura, el restallar del látigo y los sollozos angustiados de los que,
como tú, se supone que están locos, ¡O los han vuelto locos los crímenes de otros!
Stanton, ¿crees acaso que conservarás la cordura en medio de tales escenas? Imagina
que tu razón se mantiene intacta, y que tu salud no se arruina; supón todo eso, cosa que
es, en realidad, más de lo que una raronable suposición puede conceder; imagina, luego,
el efecto de la continuidad de estas escenas en tus sentidos nada más. Llegará el
momento, y no ha de tardar, en que por puro hábito, repetirás como un eco el grito de
cada desdichado que se aloja cerca de ti; a continuación callarás, te apretarás tu
palpitante cabeza con las manos, y prestarás atención, con horrible ansiedad, tratando de
averiguar si el grito procedía de ellos o de ti. Llegará un momento en que, por falta de
ocupación, por el abandono y el horrible vacío de tus horas, estarás tan deseoso de oír
esos alaridos como aterrado estabas antes al oírlos... y espiarás los desvaríos de tu
vecino como si siguieras una escena de teatro. Toda humanidad se habrá extinguido en
ti. Los delirios de esos desdichados se convertirán a un tiempo en tu diversión y tu
tortura. Estarás pendiente de los ruidos, para burlarte de ellos con las muecas y
bramidos de un demonio. La mente tiene la facultad de acomodarse a su situación, y tú
lo vas a experimentar en su más horrible y deplorable eficacia. Entonces le sobreviene a
uno la duda espantosa sobre su propia lucidez, anuncio terrible de que esa duda se
convertirá muy pronto en temor, y de que ese temor se volverá certidumbre. Quizá (y
eso es más horrible aún) el temor se convierta finalmente en esperanza: separado de la
sociedad, vigilado por un guardián brutal, retorciéndote con toda la impotente agonía de
un espíritu encarcelado, sin comunicación y sin simpatías, imposibilitado para
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intercambiar ideas, si no es con aquellos cuyas concepciones no son más que espectros
horrendos de un entendimiento extinguido, y para oír el grato sonido de la voz humana,
si no es para confundirlo con el aullido del demonio que te hará taparte los oídos
profanados por su intrusión..., tu miedo se convertirá finalmente en la más pavorosa de
las esperanzas; desearás convertirte en uno de ellos, escapar a la agonía de la
conciencia. Igual que los que se asoman largamente a un precipicio acaban sintiendo
deseos de arrojarse a él para aliviar la intolerable tentación de su vértigo11, así los oirás
reír en medio de sus violentos paroxismos, y te dirás: "Sin duda, estos desdichados
tienen algún consuelo; en cambio yo no tengo ninguno: mi cordura es mi mayor
maldición en esta morada de horrores. Ellos devoran ansiosamente su comida
miserable, mientras que yo abomino la mía. Ellos duermen profundamente, mientras
que mi sueño. es... peor que su vigilia. Ellos reviven cada mañana con alguna deliciosa
ilusión de solapada locura, calmados por la esperanza de escapar, sorprendiendo o
atormentando a su guardián; mi cordura excluye tales esperanzas. Sé que no podré
escapar jamás, y el conservar mis facultades no hace sino agravar mi dolor. Sufro
todas sus miserias... pero no tengo ninguno de sus consuelos. Ellos ríen... yo los oigo;
ojalá pudiera reír como ellos". Y lo intentarás; yel mismo esfuerzo será una invocación
al demonio de la locura para que venga y tome plena posesión de tu ser para siempre.»
(Había otros detalles, amenazas y tentaciones utilizados por Melmoth, que resultan
demasiado horribles para incluirlos aquí. Sirva uno de ejemplo):
«Tú crees que el poder intelectual es algo distinto de la vitalidad del alma o en otras
palabras, que aunque tu razón fuera destruida (y ya casi lo está), tu alma podría gozar de
la beatitud con el pleno ejercicio de sus ampliadas y exaltadas facultades, y todas las
nubes que la oscureciesen serían disipadas por e Sol de la Justicia, en cuyos rayos
esperas calentarte eternamente. Ahora bien sin meternos en sutilezas metafísicas sobre
la distinción entre la mente y el alma, la experiencia debe enseñarte que no puede haber
crimen en el que lo locos no deseen precipitarse, y de hecho no se precipiten; el daño es
su ocupación, la malicia su hábito, el homicidio su deporte, y la blasfemia su gozo. Si
un alma en ese estado puede sentirse llena de esperanza, es algo que debes juz gar tú
mismo; pero me parece que con la pérdida de la razón (y la razón nc puede durar en un
lugar como éste), pierdes también la esperanza de inmortalidad. ¡Escucha! -dijo el
tentador, guardando silencio-, escucha a ese infeliz que desvaría a tu lado, y cuyas
blasfemias podrían asustar al mismo demonio Un día fue un eminente predicador
puritano. La mitad del día se imagina que está en el púlpito lanzando maldiciones contra
los papistas, los arminianos e incluso los sublapsarianos (ya que él era de la doctrina
opuesta, es decir, supra lapsariano). Echa espumarajos, se estremece, rechina los
dientes; puedes imaginarlo en el infierno que él está pintando, con ese fuego y azufre
que tanto prodiga brotándole de verdad de sus propias fauces. Por la noche su credo se
venga de él: se cree uno de esos réprobos contra quienes ha estado tronando todo el día,
y maldice a Dios por la misma razón por la que ha estado todo e día glorificándole.
»Aquel al que ha estado proclamando durante doce horas como "el más amable entre
diez mil", se convierte en objeto de hostilidad demoníaca y de. execración. Agarra los
barrotes de hierro de su cama, y dice que está arrancando la cruz de los mismos
cimientos del Calvario; y es curioso que en la mismo medida en que han sido intensos,
vívidos y elocuentes sus ejercicios matinales son violentas y horribles sus blasfemias
nocturnas... ¡Mira! Ahora se cree un demonio; ¡escucha su diabólica elocuencia de
horror!
»Stanton prestó atención, y se estremeció [...].
11 Hecho que me relaró una persona que estuvo a punto de suicidarse, en una siruación similar, para
escapar de lo que ella llamaba la «agudísima tortura del vértigo» (N. del A)
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»-¡Huye... huye por tu vida! -exclamó el tentador-; sal a la vida y a la libertad y a la
cordura. Tu felicidad social, tus potencias intelectuales, tus intereses inmortales, quizá,
dependen de tu elección en este momento. Ahí está la puerta, y la llave la tengo en mi
mano. ¡Elige... elige!
»-¿Cómo ha llegado esa llave a tu mano?, ¿cuáles son las condiciones para mi
liberación? -dijo Stanton [...].
»La explicación de las condiciones ocupaba varias páginas, las cuales, para suplicio del
joven Melmoth, eran completamente ilegibles. Parecía, no obstante, que Stanton las
había rechazado con gran enojo y horror, porque exclamaba finalmente:
»-¡Vete de aquí, monstruo, demonio!... Vete a tu tierra. Hasta esta mansión de horror
tiembla de contenerte; sus paredes sudan, sus suelos se estremecen bajo tus pisadas
[...].»
El final de tan extraordinario manuscrito se hallaba en tal estado que, de quince
mohosas y estropeadas páginas, Melmoth apenas pudo averiguar el número de líneas.
Jamás ningún paleógrafo, extendiendo con mano temblorosa las hojas calcinadas de un
manuscrito herculáneo, y esperando descubrir algún verso de la Eneida escrito por el
propio Virgilio, o siquiera alguna inenarrable abominación de Petronio o de Marcial,
felizmente explicativa de los misterios de las Spintrias o de las orgías de los seguidores
del culto Fálico, emprendió con más infructuosa diligencia, ni meneó negativamente la
cabeza con más desaliento sobre su tarea. Lo único que logró ver claro era que tendía
más a excitar que a calmar esa sed febril de saber que consumía lo más íntimo de su ser.
El manuscrito no decía nada más sobre Melmoth, pero informaba que Stanton fue
liberado finalmente de su encierro, que su búsqueda de Melmoth fue incesante e
infatigable, que él mismo consideraba esta obsesión suya como una especie de locura, y
que, a la vez que la reconocía como una pasión dominante, la sentía también como el
mayor suplicio de su vida. Volvió a visitar el continente, regresó a Inglaterra, viajó,
indagó, rastreó, sobornó, pero sin resultado. Estaba condenado a no volver a ver en vida
al ser con el que se había encontrado tres veces en circunstancias excepcionales.
Finalmente, tras averiguar que había nacido en Irlanda, decidió ir allí... Fue, y su
búsqueda volvió a resultar infructuosa, y sus preguntas quedaron sin respuesta. La
familia no sabía nada de él o al menos se negó a revelar a un extraño lo que sabía o
imaginaba; y Stanton se marchó poco convencido. Hay que señalar que tam- poco él,
por lo que se desprendía de las páginas medio borradas del manuscrito, reveló a los
mortales los detalles de su conversación en el manicomio; y la más leve alusión al
respecto provocaba en él accesos de furia y de melancolía singulares y alarmantes. No
obstante, dejó el manuscrito en manos de la familia, posiblemente por considerar que su
depósito estaría a salvo, dada la falta de curiosidad que había mostrado, y su evidente
indiferencia respecto a su pariente, o el poco gusto por la lectura, ya fuese de
manuscritos o de libros. En realidad, parece que hizo como los hombres que, hallándose
en peligro en alta mar, confían sus cartas y mensajes a una botella sellada, y la arrojan a
las olas. Las últimas líneas legibles del manuscrito eran sumamente extraordinarias. [...]
«Lo he buscado por todas partes. El deseo de verle otra vez se ha convertido en un
fuego que me consume por dentro: es la necesaria condición de mi existencia. Le he
buscado por última vez en Irlanda, de donde he averiguado que procede; pero en vano.
Quizá nuestro encuentro final sea en [...].»
Aquí acababa el manuscrito que Melmoth encontró en el cuarto secreto de su tío.
Cuando hubo terminado, se apoyó en la mesa junto a la cual lo había estado leyendo, y
ocultó el rostro entre sus brazos cruzados, con cierta sensación de mareo, y sumido en
un estado a la vez de perplejidad y excitación. Unos momentos después, se levantó,
presa de un sobresalto involuntario, y vio que el retrato le contemplaba fijamente desde
40
su lienzo. Se hallaba a unas diez pulgadas de donde estaba sentado, y la fuerte luz que
accidentalmente se proyectaba sobre él, y el hecho de ser la única representación de una
figura humana en la habitación, parecían aumentar esta proximidad. Melmoth tuvo la
impresión, por un momento, como si estuviera a punto de recibir una explicación de
labios del retrato.
Lo miró a su vez: toda la casa estaba en silencio... se hallaban solos los dos. Por último,
se disipó esta ilusión; y como el pensamiento pasa veloz de un extremo al otro, recordó
la orden de su tío de destruir el retrato. Lo cogió; sus manos temblaron al principio, pero
la deteriorada tela pareció ayudarle en el esfuerzo. La arrancó del bastidor con una
exclamación medio de terror, medio de triunfo; el lienzo cayó a sus pies, y Melmoth se
estremeció al verlo caer. Esperaba oír algún espantoso ruido, algún inimaginable suspiro
de profético horror, tras este acto de sacrilegio; porque eso es lo que le parecía el
arrancar el retrato de un antepasado de los muros de su morada natal. Se quedó en
suspenso y prestó atención: «No oyó voz alguna, y nadie contestó»; pero en el momento
de caer la destrozada tela al suelo, sus ondulaciones confirieron al rostro una especie de
sonrisa. Melmoth sintió un horror indescriptible ante esta fugaz e imaginaria
resurrección de la figura. La cogió, corrió precipitadamente a la alcoba contigua, la
desgarró, la hizo trozos, y estuvo observando atentamente los fragmentos mientras
ardían como la yesca en la chimenea encendida de la habitación. Cuando hubo visto
consumirse la última llama, Melmoth se echó en la cama, con la esperanza de conciliar
un sueño profundo y reparador. Había cumplido lo que se le había encomendado, y se
sentía agotado corporal y mentalmente; pero su sueño no fue tan profundo como él
deseaba. El fuego, que ardía sin llama, le turbaba de cuando en cuando. Daba vueltas y
más vueltas, pero seguía viendo el mismo resplandor rojo en el polvoriento mobiliario
del aposento. El viento soplaba con fuerza esa noche, y la chirriante puerta hacía sonar
sus goznes; cada ruido parecía como si una mano forcejeara en la cerradura, o unos
pasos se detuvieran en el umbral. Pero (Melmoth no pudo precisarlo jamás), ¿soñó o no,
que la figura de su antepasado aparecía en la puerta? Confusamente, como lo había visto
la primera vez, la noche de la muerte de su tío, le vio entrar en la habitación, acercarse a
la cama; y le oyó susurrar: «Así que me has quemado, ¿eh?; pero no importa, puedo
sobrevivir a esas llamas. Estoy vivo. Estoy junto a ti». Melmoth, sobresaltado, se
incorporó en la cama... Era ya de día. Miró a su alrededor: no había más ser humano en
la habitación que él mismo. Sentía un ligero dolor en la muñeca del brazo derecho. Se la
miró; la tenía amoratada, como si se la hubiese sujetado recientemente una mano
poderosa.
_ __________ _
Haste with your weapons, cut the shrouds and stay
And hew at once the mizen-mast away.
FALCONER
A la tarde siguiente, Melmoth se retiró temprano. El desasosiego de la noche anterior le
inclinaba a descansar, y la lobreguez del día no le hacía desear otra cosa que terminar
cuanto antes. Era el final del otoño; durante todo el día habían estado pasando
morosamente espesas nubes, en una atmósfera cargada y tenebrosa, mientras
transcurrían las horas por las mentes y las vidas humanas. No cayó ni una gota de lluvia;
las nubes se alejaban presagiosas como buques de guerra, tras reconocer un fuerte, para
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volver con redoblada fuerza y furor. No tardó en cumplirse la amenaza; llegó el
atardecer, prematuramente oscurecido por las nubes que parecían sobrecargadas de
diluvio.
Sonoras y repentinas ráfagas de viento azotaban la casa de cuando en cuando; y de
repente cesaron. Hacia la noche se desencadenó la tempestad con toda su fuerza; la
cama de Melmoth se estremecía de forma tal que era imposible dormir. «Le gustaba el
temblor de las almenas»; pero no le hacía ninguna gracia la posibilidad de que se
derrumbasen las chimeneas, de que se hundiesen los tejados, ni los cristales rotos de las
ventanas que ya se esparcían por toda su habitación. Se levantó y bajó a la cocina,
donde sabía que había fuego encendido, y donde la aterrada servidumbre se había
reunido; todos aseguraban, mientras rugía el viento en la chimenea, que jamás habían
presenciado una tormenta igual, y murmuraban medrosas oraciones, entre ráfaga y
ráfaga, por los que se encontraban «en alta mar esta noche». La proximidad de la casa
de Melmoth a lo que los marineros llamaban una costa escabrosa confería una tremenda
sinceridad a sus oraciones y temores.
En seguida, empero, se dio cuenta de que tenían la cabeza llena de terrores, aparte de los
de la tormenta. La reciente muerte de su tío, y la supuesta visita de aquel ser
extraordinario, en cuya existencia creían todos firmemente, estaban inseparablemente
relacionadas con las causas o consecuencias de esta tempestad, y se susurraban unos a
otros sus temerosas sospechas, de manera que sus cuchicheos llegaban al oído de
Melmoth a cada recorrido que hacía por el estropeado suelo de la cocina. El terror es
muy propenso a las asociaciones; nos gusta relacionar la agitación de los elementos con
la vida agitada del hombre; y jamás ha habido descarga eléctrica o fulgor de relámpago
que no se haya relacionado en la imaginación de alguien con una calamidad que debía
ser temida, rechazada o soportada, o con la fatalidad del vivo y el destino del muerto. La
tremenda tormenta que sacudió toda Inglaterra la noche de la muerte de Cromwell dio
pie a que sus capellanes puritanos declarasen que el Señor se lo había llevado en un
torbellino y carro de fuego, como se llevara al profeta Elías, mientras que los
monárquicos, aportando su propia construcción al asunto, proclamaron su
convencimiento de que el Príncipe de los poderes del aire había reclamado su derecho,
llevándose el cuerpo de su víctima (cuya alma había comprado hacía ya tiempo)
mediante una tempestad, cuyo feroz aullido y triunfal destrucción podían ser
diversamente interpretados, y con igual justicia, por uno y otro grupo, como testimonio
fehaciente de sus mutuas acusaciones. Un grupo exactamente igual (mutatis mutandis),
se hallaba congregado en torno al crepitante fuego y la tambaleante chimenea de la
cocina de Melmoth.
-Se va en ese viento -dijo una de las brujas, quitándose la pipa de la boca y tratando en
vano de encenderla otra vez con las brasas que el viento esparcía como el polvo-; en ese
viento se va...
-Volverá -exclamó otra sibila-, volverá... ¡él no descansa! Vaga y sollo-a hasta que dice
lo que no pudo decir en vida. ¡Que Dios nos proteja! -y añadió, gritándole a la chimenea
como si se dirigiese a un espíritu atormentado-: Dinos lo que tengas que decir, y para ya
este ventarrón, ¿quieres? -una ráfaga bajó atronadora por el cañón de la chimenea; la
bruja se estremeció y se echó hacia atrás.
-Si es esto lo que quieres... y esto... y esto -gritó una mujer joven en la que Melmoth no
había reparado antes-, llévatelos -y se arrancó ansiosamente los papillotes que llevaba
en el pelo y los arrojó al fuego.
Entonces recordó Melmoth que le habían contado el día anterior una historia ridícula
sobre esta joven, la cual había tenido la «mala suerte» de ondularse el pelo con unos
viejos e inservibles documentos de la familia; y ahora imaginaba que había provocado a
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«los que han escrito esos galimatías que llevo en la cabeza», al retener lo que había
pertenecido al difunto; y arrojando los trozos de papel al fuego, exclamó:
-¡Terminad, por el amor de Dios, y lleváoslo todo!... Ya tenéis lo que reclamabais, ahora
¿queréis terminar? -la risa que Melmoth apenas pudo contener se le cortó al sonar un
estampido que se oyó claramente en medio de la tormenta.
-¡Chissst... silencio!, eso ha sido el disparo de una bengala... hay un barco en peligro.
Callaron y prestaron atención. Ya hemos dicho lo próxima que estaba a la costa la
morada de los Melmoth. Esto tenía acostumbrados a sus habitantes a los terrores del
naufragio y de los pasajeros que se ahogaban. Hay que decir, en honor a ellos, que no
oían jamás esas voces y estruendo sino como una llamada, una lastimera, irresistible
llamada a su humanidad. No sabían nada sobre las bárbaras prácticas en las costas
inglesas, donde ataban una linterna a las patas de un caballo trabado, cuyos brincos
servían para desorientar a los náufragos y a los desdichados, haciéndoles concebir la
vana esperanza de que la luz que veían fuese un faro, redoblando así los horrores de la
muerte al confundir esas esperanzas de socorro.
La reunión de la cocina miró anhelante el rostro de Melmoth como si su expresión
pudiera revelarles «los secretos del venerable». La tormenta cesó un momento, y hubo
un silencio lúgubre y profundo de pavorosa expectación. Se oyó el estampido otra vez...
no podía haber error.
-Ha sido un disparo -exclamó Melmoth-, ¡hay un barco en peligro -y echó a correr,
gritando a los hombres que le siguieran.
Los hombres se contagiaron de la excitación de la empresa y el peligro. Una tormenta
fuera de casa es, en definitiva, mejor que una tormenta dentro de ella; fuera tenemos
algo con qué luchar, dentro sólo nos resta sufrir; y la más rigurosa tormenta, al excitar
las energías de su víctima, le proporciona al mismo tiempo un estímulo para la acción, y
un consuelo para el orgullo; cosa que les falta a quienes se quedan sentados entre
tambaleantes paredes, y casi se inclinan a desear sólo tener que sufrir, y no tener que
temer.
Mientras los hombres buscaban un centenar de chubasqueros, botas y gorros del antiguo
amo, registrando por todos los rincones de la casa, y uno se ponía una enorme capa de la
ventana, donde colgaba desde hacía tiempo a modo de cortina, dada la carencia de
cristales y contraventanas, otro cogía una peluca del asador, donde la habían atado para
que hiciese de plumero, y un tercero peleaba con una gata y su camada por un par de
botas, de las que había tomado posesión para parir. Melmoth había subido a la última
habitación de la casa. La ventana estaba abierta; de haber sido de día, desde esta ventana
se habría dominado una amplia perspectiva del mar y la costa. Se asomó cuanto pudo, y
escuchó con temerosa y muda ansiedad. La noche era oscura; pero a lo lejos, su mirada,
aguzada por la intensa solicitud, distinguió una luz en el mar. Una ráfaga de fuerte
viento le hizo apartarse momentáneamente de la ventana; cuando se asomó otra vez,
vio un débil fogonazo, al que siguió el estampido de un arma de fuego.
No hacía falta ver más; pocos momentos después, Melmoth se dirigía hacia la costa. El
trayecto era corto, y todos andaban lo más deprisa que podían; pero la violencia de la
tormenta les obligaba a avanzar despacio, y la ansiedad que les dominaba hacía que les
pareciese la marcha más lenta todavía. De cuando en cuando, se decían unos a otros,
con voz ahogada y sin aliento: «Llamad a la gente de esas cabañas... hay luz en esa
casa... están todos levantados... no es extraño, ¿quién podría dormir en una noche
como ésta? Llevad baja la linterna, es imposible ir por la playa».
-¡Otro disparo! -exclamaron al ver surgir un débil fogonazo en la oscuridad, seguido de
un estampido en la costa como si abriesen fuego sobre la tumba de las víctimas.
-Aquí están las rocas; agarraos fuerte y marchad juntos.
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Bajaron por allí.
-¡Gran Dios! -exclamó Melmoth, que llegó entre los primeros-, ¡qué noche!, iY qué
espectáculo! Levantad las linternas... ¿oís gritos? Gritadles... decidles que tienen auxilio
y esperanza muy cerca. Un momento -añadió-; dejadme subir a esa roca... desde ahí
oirán mi voz.
Avanzó desesperadamente a través del agua, con la espuma de las rompientes casi
ahogándole, llegó a donde se proponía y, exaltado por el éxito, gritó con todas sus
fuerzas. Pero su voz, sofocada por la tempestad, se borró incluso para sus propios oídos.
Su sonido fue débil y lastimero, más parecido a un lamento que a un grito alentador de
esperanza. En ese momento, entre las nubes desgarradas que se desplazaban veloces por
el cielo como un ejército en desbandada, surgió la luna con un resplandor impresionante
y repentino. Melmoth pudo ver claramente la nave y el peligro que corría. Estaba
escorada y golpeaba contra un escollo, por encima del cual las olas hacían saltar su
espuma a una altura de treinta pies. Estaba ya medio sumergida; no quedaba más que el
casco, con las jarcias hechas una maraña y el palo mayor tronchado; ya cada ola que
embarcaba, oía Melmoth con claridad los gritos ahogados de los que eran barridos de la
cubierta, o de aquellos que, con el cuerpo y el espíritu extenuados, aflojaban su
entumecida presa en la que cifraban su esperanza y su vida... conscientes de que el
próximo grito saldría de ellos mismos, y de que sería el último. Hay algo tan horrible en
el hecho de presenciar la muerte de seres humanos cerca de nosotros, y pensar que un
paso dado con acierto, o un brazo firmemente tendido, podría salvar al menos a uno, y
damos cuenta, sin embargo, de que no sabemos dónde apoyamos para dar ese paso, y
que no nos es posible extender ese brazo, que Melmoth sintió que le abandonaban los
sentidos a causa de la impresión; y durante un momento gritó, en medio de la tormenta,
con aullidos verdaderamente dementes. A todo esto la gente del lugar, alarmada por la
noticia de que un barco se había estrellado contra la costa, acudía en tropel; y los que
por experiencia o confianza, o incluso por ignorancia, repetían sin cesar: «Es imposible
que se salve... van a perecer todos a bordo», apretaban el paso involuntariamente
mientras seguían augurando, como si estuvieran deseosos de presenciar el cumplimiento
de sus propias predicciones, aunque parecían correr para impedirlo.
Hubo un hombre en particular que, mientras corrían hacia la playa, no paraba de
asegurar a los demás a cada instante, con el resuello que la prisa le dejaba, que «se iría a
pique antes de llegar ellos», y escuchaba con una sonrisa casi de triunfo las
exclamaciones de «¡Jesús nos proteja!, no digáis eso», o «No lo quiera Dios, que aún
ayudaremos en algo». Cuando llegaron, este hombre escaló un peñasco con gran riesgo
de su vida, echó una mirada a la nave, informó de su desesperada situación a los que
estaban abajo, y gritó: «¿No lo decía yo? ¿No tenía yo razón?» Y mientras crecía la
tormenta, se le oyó aún: «¿No tenía yo razón?» Y cuando los gritos de la tripulación en
trance de muerte llegaron arrastrados por el viento hasta sus oídos, aún se le oyó repetir:
«¿Tenía yo razón o no?» Extraño sentimiento de orgullo, capaz de erigir sus trofeos en
medio de sepulturas. Con este mismo ánimo aconsejamos a los que hace padecer la
vida, y a los que hacen padecer los elementos; y cuando a la víctima le falla el corazón,
nos consolamos exclamando: «¿No lo predecia yo? ¿No decía yo lo que iba a pasar?»
Lo curioso es que este hombre perdió la vida esa misma noche, en el más desesperado e
infructuoso intento por salvar a un miembro de la tripulación que nadaba a seis yardas
de él. Toda la costa se hallaba ahora atestada de mirones impotentes; cada peñasco y
farallón se encontraba coronado de gente; parecía una batalla entablada entre el mar y la
tierra, entre la esperanza y la desesperación. No había posibilidad de prestar ayuda
eficaz, ningún bote resistía el temporal; sin embargo, y hasta el final, se oyeron gritos
alentadores de roca en roca: gritos terribles, proclamando que la salvación estaba
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próxima... e inalcanzable; sostenían en alto las linternas, en todas direcciones,
mostrando así a los desdichados la costa enteramente poblada de vida, y las rugientes e
inaccesibles olas de en medio; lanzaban cuerdas, al tiempo que gritaban palabras de
ayuda y de ánimo, que trataba de coger alguna mano fría, tensa, desesperada, que sólo
conseguía dar zarpazos en las olas... para aflojarse, agitarse por encima de la cabeza
sumergida... y desaparecer. Fue en ese momento cuando Melmoth, sobreponiéndose a
su terror, y mirando en torno suyo, lo vio todo y se fijó en los centenares de personas
ansiosas, inquietas y atareadas; y aunque evidentemente en vano, el ver todo esto le
levantó el corazón. « ¡Cuánta bondad hay en el hombre -exclamó para sí-, cuando la
suscita el sufrimiento de sus semejantes!»
No tuvo tiempo, en ese instante, de analizar esa mezcla que él llamaba bondad, y
resolverla en sus elementos componentes de curiosidad, excitación, orgullo de poseer
fuerza física, o relativa conciencia de sentirse a salvo. No tuvo tiempo, porque en ese
momento descubrió, de pie sobre la roca que se alzaba unas yardas por encima de él,
una figura que no manifestaba ni compasión ni terror, ni decía nada, ni ofrecía ayuda
alguna. Melmoth apenas podía mantener el equilibrio sobre la roca resbaladiza y
oscilante en que se hallaba. La figura, que estaba en un punto más elevado, parecía
igualmente impasible ante la tormenta y ante el espectáculo. El paletó de Melmoth, pese
a los esfuerzos de éste por envolverse en él, se agitaba como un andrajo; sin embargo, ni
una hebra de las ropas del desconocido parecía tremolar con el viento. Pero no le
sorprendía esto tanto como su manifiesta indiferencia ante la angustia y el
terror que le rodeaban; y exclamó:
-¡Dios mío!, ¿cómo es posible que nadie con aspecto humano pueda estar ahí sin hacer
algo, sin manifestar sus sentimientos ante la muerte de esos pobres desdichados?
Se produjo una calma, o fue el viento que barrió todos los ruidos; el caso es que unos
momentos después oyó Melmoth claramente estas palabras: «Que mueran». Miró hacia
arriba. La figura estaba aún allí, con los brazos cruzados sobre el pecho, el pie
adelantado, inmóvil, como desafiando los blancos y encrespados rociones de las olas, de
modo que la severa silueta, recortada por el reflejo tormentoso e incierto de la luna,
parecía contemplar la escena con una expresión pavorosa, repugnante, inhumana. En ese
momento, una tremenda ola que rompió sobre la cubierta del casco arrancó un grito de
horror a los espectadores; fue como si repitieran el de las víctimas cuyos cadáveres iban
a ser arrojados dentro de poco a sus pies, destrozados y exánimes.
Al cesar el grito, Melmoth oyó una carcajada que le heló la sangre. Provenía de la figura
que estaba encima de él. Como un relámpago, acudió entonces a su memoria la imagen
de aquella noche en España en que Stanton tropezó por primera vez con ese ser
extraordinario, cuya vida encantada, «desafiando el espacio y el tiempo», había ejercido
tan fatal influjo sobre la suya, y cuya demoníaca personalidad reconoció por primera
vez por la risa con que saludó el espectáculo de los amantes carbonizados. El eco de esa
risa resonaba aún en los oídos de Melmoth: tuvo efectivamente la certeza de que era ese
misterioso ser el que estaba cerca de él. Su espíritu, debido a sus recientes e intensas
investigaciones, se excitó al punto, y se ensombreció como la atmósfera bajo una nube
cargada de electricidad, sin fuerza ahora para indagaciones, conjeturas ni cálculos.
Inmediatamente, empezó a trepar por la roca. La figura estaba a pocos pies de él: el
objeto de sus sueños diurnos y nocturnos se encontraba por fin al alcance de su mente y
de su brazo... era casi tangible. Ni los mismos Fang y Snare12, con todo el entusiasmo
de su celo profesional, llegaron a decir jamás «ojalá le echara el guante alguna vez»
con más ansiedad que Melmoth mientras subía por la empinada y peligrosa cuesta, hacia
12 Véase Enrique IV. Segunda Parte. (N. del A.)
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el borde de la roca donde se encontraba la figura inmóvil y oscura. Jadeando por la furia
de la tormenta, la vehemencia de sus propios esfuerzos y la dificultad de la ascensión, se
encontró ahora casi pie a pie, y cara a cara, con el objeto de su persecución, cuando,
apoyándose en un fragmento de piedra suelto cuya caída no habría herido a un niño, si
bien su vida dependía de esa vacilante inseguridad, perdió apoyo, y cayó de espaldas...
La rugiente sima de abajo pareció levantar sus diez mil brazos para atraparle y
devorarle. No sufrió el instantáneo vértigo de la caída; pero al llegar al agua, sintió el
chapuzón y oyó el rugido. Se hundió, y a continuación salió a la superficie. Se debatió,
sin encontrar dónde agarrarse. Se hundió otra vez, con un vago pensamiento de que si
llegaba al fondo, si tocaba algo sólido, estaría a salvo. Diez mil trompetas parecieron
sonar entonces en sus oídos; de sus ojos brotaron resplandores. «Le pareció que
caminaba a través del agua y del fuego», y no recordó nada más hasta varios días
después, en que despertó en la cama, con la vieja ama junto a él, y exclamó:
-¡Qué sueño más horrible! -luego, dejándose caer de espaldas al sentir su agotamiento,
añadió-: ¡ Y qué débil me ha dejado!
_
_ _________ _
-Quien ha infierno -respondió Sancho-,
«nula es retencio», según he oído decir.
CERVANTES
Tras esta exclamación, Melmoth se quedó callado unas horas mientras le volvía la
memoria, se le aclaraban los sentidos, y su majestad el entendimiento tornaba
lentamente a su trono vacío.
-Ahora lo recuerdo todo -dijo, incorporándose en la cama con tan súbita energía que
sobresaltó a la vieja ama, la cual creyó que le volvía la cura; pero cuando se acercó al
lecho con la vela en una mano, protegiéndose los ojos con la otra mientras proyectaba
todo el resplandor de la luz sobre el rostro del paciente, vio en seguida en sus ojos el
brillo de la lucidez, en sus movimientos la fuerza de la salud. No se sentía capaz de
negarse el placer de contestar a sus anhelantes preguntas sobre cómo había sido salvado,
cómo había terminado la tormenta, y si, aparte de él, había sobrevivido guien más del
naufragio; pero consciente de su flojedad, se impuso solemmente la obligación de no
permitirle hablar ni oír, dado que lo importante era que recobrara la razón; y tras
observar fielmente esta decisión durante varios días (¡prueba espantosa!), se sentía
ahora como Fátima en Cymon, la cual, amenazada por el mago con la pérdida del habla,
exclamó:
»-¡Bárbaro!, ¿no quedarás satisfecho con mi muerte?»
La vieja ama comenzó su relato, que tuvo el efecto de adormecer a Melmoth, el cual se
sumió en un profundo descanso antes de que llegara a la mitad: sintió la beatitud de los
inválidos de que habla Spenser, quien solía contrastar bardos irlandeses y descubrió que
estos hombres infatigables proseguían su búsqueda de historias en cuanto se levantaban
por la mañana. Al principio, Melmoth escuchó con atención; pero no tardó en
encontrarse en ese estado le describe Joanna Baillie:
Del que, medio dormido, débilmente oye
El rumor de la charla en sus oídos.
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Poco después, su respiración sosegada indicó al ama que «estaba molestando los sordos
oídos de un hombre soñoliento»; luego, mientras corría las cortinas y bajaba la luz, las
imágenes de su historia se incorporaron a los sueños de él, que aún parecía medio
despierto.
Por la mañana, Melmoth se incorporó, miró en torno suyo, lo recordó todo al instante,
aunque no con claridad, y sintió intensos deseos de ver al extranjero salvado del
naufragio, el cual, según recordaba que había dicho el ama (mientras sus palabras
parecían vacilar en el umbral de sus sentidos embotados, aún seguía con vida, y estaba
en la casa, aunque débil y enfermo a causa de las contusiones recibidas y del
agotamiento y el terror que había experimentado. Las opiniones de la servidumbre sobre
este extranjero eran muy variadas. El saber que era católico había tranquilizado sus
corazones, porque lo primero que hizo al recobrar el conocimiento fue pedir un
sacerdote católico, y la primera vez que hizo uso de la palabra fue para expresar su
satisfacción por encontrarse en un país donde podía gozar del beneficio de los ritos de
su propia Iglesia. Así que todo estaba bien; pero había en él una misteriosa arrogancia y
reserva que mantenía alejada la oficiosa curiosidad de los criados. A menudo hablaba
para sí en una lengua que ellos no entendían; esperaban que el sacerdote les
tranquilizara sobre este punto. Pero el sacerdote, después de escuchar largamente en la
puerta del inválido, afirmó que la lengua en que sostenía tales soliloquios no era latín; y
tras unas horas de conversación con él, se negó a decir en qué lengua hablaba consigo
mismo el extranjero, y prohibió que se le hiciera pregunta alguna al respecto. Esto les
sentó mal; pero peor aún les supo averiguar que el extranjero hablaba inglés con toda
soltura y fluidez, y por tanto, quizá no tuviera derecho, como toda la casa afirmaba, a
atormentarles con esas voces desconocidas que, por lo sonoras y fuertes, sonaban a los
oídos de todos como una invocación a algún ser invisible.
-Cuando quiere algo, lo pide en inglés - decía la fatigada ama de llaves -, y sabe decir
que quiere una vela o irse a la cama; así que, ¿por qué diablo no lo dice todo en inglés?
Sabe también rezarle en inglés a esa imagen que se saca a cada momento del pecho, y le
habla, aunque no es ningún santo al que reza, estoy segura (se la vi de refilón), sino más
bien el diablo... Jesús nos asista!
Todos estos extraños rumores, y mil más, llegaron a oídos de Melmoth más deprisa de
lo que él podía digerirlos.
-¿Está el padre Fay aquí, en la casa? -preguntó por último, al saber que el sacerdote
visitaba al extranjero diariamente-. Si está, dile que quiero verle.
El padre Fay acudió tan pronto como dejó el aposento del extranjero.
Era un sacerdote grave y honrado, de quien «hablaban bien los que estaban fuera» del
seno de su propio credo; y al entrar en la habitación, Melmoth se sonrió de las
habladurías de sus criados.
-Os agradezco vuestra atención para con este desventurado caballero que, según creo, se
encuentra alojado en mi casa.
-Es mi deber.
-Me han dicho que a veces habla en una lengua desconocida -el sacerdote asintió-.
¿Sabéis de qué país es?
-Es español-dijo el sacerdote.
Esta respuesta simple, directa, tuvo la virtud de convencer a Melmoth de su veracidad, y
de disipar todo el misterio que la estupidez de sus criados había formado a su alrededor.
El sacerdote pasó a contarle los detalles de la pérdida del barco. Era un mercante inglés
con destino a Wexford o Waterford, con muchos pasajeros a bordo; ¡el mal tiempo lo
había empujado hacia la costa de Wicklow, había encallado la noche del 19 de octubre,
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durante la intensa oscuridad que acompañó al temporal, en un arrecife poco visible,
donde se hizo pedazos. La tripulación, los pasajeros, todos habían perecido salvo este
español. Era extraño, también, que este hombre hubiera salvado la vida de Melmoth.
Cuando nadaba por salvar la suya, le vio caer de la roca por la que trepaba y, aunque se
encontraba casi exhausto, hizo acopio de las fuerzas que le quedaban para salvar a una
persona que, según imaginaba, se había expuesto al peligro por humanidad. Consiguió
salvarle, aunque Melmoth no tuvo conciencia de ello entonces; y por la mañana les
encontraron en la playa, abrazados el uno al otro, pero rígidos y sin sentido. Al ir a
levantarlos vieron que mostraban signos de vida, y el extranjero fue trasladado a casa de
Melmoth.
-Le debe usted la vida -dijo el sacerdote al terminar.
-Iré ahora mismo a darle las gracias -dijo Melmoth; pero al ayudarle a levantarse, la
vieja le susurró con visible terror:
-¡Por lo que más quiera, no le diga que es un Melmoth! Se puso como un loco cuando
mencionaron el nombre delante de él, la otra noche.
El desagradable recuerdo de algunas partes del manuscrito le vinieron a la memoria al
oír estas palabras, pero consiguió dominarse, y se dirigió al aposento que ocupaba el
extranjero.
El español era un hombre de unos treinta años, de aspecto noble y modales agradables.
A la gravedad de su nación se añadía un matiz más profundo de singular melancolía.
Hablaba inglés con soltura; y cuando Melmoth le preguntó sobre el particular, dijo que
lo había aprendido en una escuela dolorosa. Entonces Melmoth cambió de tema, y l.e
manifestó una sincera gratitud por haberle salvado la vida.
-Señor -dijo el español-, disculpadme; si vuestra vida fuese para vos tan cara como la
mía, no me lo agradeceríais.
-Sin embargo, habéis hecho los más extremados esfuerzos por salvarla -dijo Melmoth.
-Eso fue instintivo -dijo el español.
-Pero también luchasteis por salvar la mía -dijo Melmoth.
-Eso también fue el instinto del momento -dijo el español; luego, recobrando su altiva
cortesía, añadió-: O digamos que fue un impulso de mi parte buena. Soy un completo
desconocido en este país, y lo habría pasado muy mal de no ser por la protección que
me brinda vuestro techo.
Melmoth observó que hablaba con evidente dolor, y unos momentos después confesó
que, aunque había escapado sin graves daños, estaba tan magullado y lleno de heridas
que aún respiraba con dificultad, y no había recuperado el completo dominio de sus
miembros. Al concluir la enumeración de sus sufrimientos durante la tormenta, el
naufragio y la lucha subsiguiente por salvar la vida, exclamó en español:
-¡Dios mío!, ¿por qué se salvó Jonás y perecieron los marineros?
Iba a retirarse Melmoth, imaginándolo entregado a alguna piadosa oración, cuando le
detuvo el español.
-Señor, ¿podéis decirme vuestro nombre? ...
Melmoth se detuvo; se estremeció, y con un esfuerzo que más parecía una convulsión,
vomitó su nombre:
-Me llamo Melmoth.
-¿Tuvisteis un antepasado, muy remoto, que estuvo... en un período quizá más allá de
los recuerdos familiares...? Pero es inútil la pregunta -dijo cubriéndose el rostro con
ambas manos y gimiendo en voz alta.
Melmoth le escuchó con una mezcla de emoción y de terror.
-Quizá, si continuáis, pueda contestaros... Proseguid, señor.
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-¿Tuvisteis -dijo el español, esforzándose en hablar precipitadamente-, tuvisteis,
entonces, un pariente que, al parecer, estuvo en España hace unos ciento cuarenta años?
-Creo... me temo que sí... lo tuve.
-Entonces es suficiente, señor:.. dejadme... quizá mañana... Dejadme ahora.
-Es imposible dejaros ahora -dijo Melmoth, cogiéndole en sus brazos antes de que se
desplomara al suelo.
No había perdido el conocimiento, ya que sus ojos giraban con expresión terrible, y
trataba de decir algo. Estaban solos; Melmoth, incapaz de dejarle, dio una voz pidiendo
agua; y cuando intentaba desabrocharle el chaleco y darle aire, su mano tropezó con una
miniatura cerca del corazón del extranjero. El hecho de tocarla actuó en el paciente con
toda la fuerza del más poderoso reconstituyente. La agarró con su mano fría, con la
fuerza de la muerte, y murmuró con voz cavernosa y emocionada:
-¿Qué habéis hecho? -palpó ansiosamente la cinta de la que colgaba y, tranquilizado al
ver que su terrible tesoro estaba a salvo, volvió los ojos hacia Melmoth con una
expresión de temerosa serenidad-. ¿Entonces lo sabéis todo?
-Yo no sé nada -dijo Melmoth, vacilante.
El español se levantó del suelo, donde casi se había derrumbado, se liberó de los brazos
que le sostenían; y enérgico, aunque tambaleante, corrió hacia las velas (era de noche),
y puso la miniatura ante los ojos de Melmoth. Era el retrato de aquel ser extraordinario.
Estaba pintado en un estilo tosco y de poco gusto; pero era tan fiel, que el lápiz parecía
haber sido manejado más bien con la mente que con los dedos.
-¿Es éste, el original de este retrato, vuestro antepasado? ¿Sois descendiente suyo? ¿Sois
el depositario de ese terrible secreto que...? -de nuevo se derrumbó al suelo, presa de
una convulsión, y Melmoth, para cuyo estado de debilitamiento esta escena resultaba
excesiva, tuvo que ser llevado a su propio aposento.
Transcurrieron varios días antes de ver nuevamente a su huésped; su ademán era a la
sazón sosegado y tranquilo; y hasta pareció recordar la necesidad de excusarse por su
agitación en su anterior encuentro. Empezó... vaciló... y calló; trató en vano de ordenar
sus ideas, o más bien su lenguaje; pero el esfuerzo renovó de tal modo su agitación que
Melmoth sintió por su parte la necesidad de evitar las consecuencias, y se puso a
preguntarle, de la manera más inoportuna, el motivo de su viaje a Irlanda. Tras una larga
pausa, dijo el español:
-Hasta hace unos días, señor, creía que ningún mortal podría obligarme a revelar ese
motivo. Dado lo increíble que es, lo juzgaba incomunicable. Me creía solo en el mundo,
sin afectos ni consuelo. Es curioso que el azar me haya puesto en contacto con el único
ser del que podía esperar ayuda, y quizá un cambio de las circunstancias que me han
colocado en tan extraordinaria situación.
Este exordio, pronunciado con sosegada aunque conmovida gravedad, impresionó a
Melmoth. Se sentó, y se dispuso a escuchar; y el español empezó a hablar. Pero tras
cierta vacilación, se arrancó el retrato del cuello, y pisoteándolo con gesto claramente
continental, exclamó:
-¡Demonio!, ¡demonio! ¡Me tienes cogido por el cuello! -y aplastan do el retrato con el
pie, cristal y todo, dijo-: Ahora me siento mejor.
La estancia donde se hallaban era un aposento bajo, oscuro y escasamente amueblado.
La noche era tempestuosa; y como el viento batía las ventanas puertas, a Melmoth le
pareció como si escuchase a algún heraldo del «destino y el miedo». Una honda y
desagradable agitación sacudió su espíritu; y en la larga pausa que precedió al relato del
español, pudo oír los latidos de su corazón. Se levantó e intentó detener la narración con
un gesto de la mano; pero el español lo tomó por una muestra de impaciencia, y
comenzó la historia, que, por consideración al lector, expondremos sin las interminables
49
interrupciones, preguntas, anticipaciones de curiosidad y sobresaltos de terror con que la
fue cortando Melmoth.
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Soy, señor, como sabéis, natural de España, pero habéis de saber que , siendo de una de
sus más nobles familias; de una familia que podía sentirse orgullosa en su época de
mayor esplendor: la casa de Moncada. De esto no tuve conciencia durante los primeros
años de mi vida; pero recuerdo que en esos años experimenté el singular contraste de ser
tratado con la mayor ternura, y mantenido en el más sórdido aislamiento. Vivía en una
casa miserable de las afueras de Madrid con una anciana, cuyo afecto por mí parecía
estar dictado tanto por el interés como por la inclinación. Allí era visitado todas las
semanas por un joven caballero y una hermosa mujer; me acariciaban, me llamaban su
hijo bienamado, y yo, atraído por la gracia con que se envolvía la capa mi padre, y se
ajustaba el velo mi madre, así como por cierto aire de indescriptible superioridad sobre
los que me rodeaban, correspondía anhelante a sus caricias y les pedía que me llevaran a
casa con ellos; y cuando oían estas palabras, lloraban siempre, entregaban un valioso
presente a la mujer con la que yo vivía, cuyas atenciones se redoblaban con este
esperado estimulante, y se marchaban.
»Yo observaba que sus visitas eran siempre breves, e invariablemente de noche; así, una
sombra de misterio envolvió los días de mi infancia, y tiñó quizá de manera perenne e
imborrable las averiguaciones, el carácter y los sentimientos de mi actual existencia.
Ocurrió un cambio repentino: un día me llevaron de visita, espléndidamente vestido, y
en un soberbio vehículo movimiento me producía vértigo, cosa nueva y sorprendente
para mí, a un palacio cuya fachada me pareció que llegaba hasta el cielo. Me pasaron
apresuradamente a través de varias estancias cuyo esplendor me hacía daño a los ojos,
entre un ejército de criados, hasta un gabinete donde se hallaba sentado un noble
anciano ante el cual, por la serena majestuosidad de su porte y la silenciosa
magnificencia que le rodeaba, me sentí dispuesto a dejarme caer de rodillas y a adorarle
como adoramos a los santos, a los que descubrimos alojados en alguna remota y
solitaria capilla, después de cruzar las naves de una inmensa iglesia. Mis padres estaban
allí, y los dos parecían asustados ante la presencia de aquella anciana visión, pálida y
augusta; su temor hacía aumentar el mío, y cuando me llevaron a sus pies, me sentí
como si fueran a sacrificarme. Sin embargo, me abrazó con cierta renuencia y gran
austeridad; y cuando hubo cumplido con este protocolo, durante el cual no paré de
temblar, me sacó un criado y me condujo a un aposento donde fui tratado como el hijo
de un grande; por la noche fui visitado por mi padre y mi madre; ella derramó
abundantes lágrimas sobre mí al abrazarme, pero me pareció percibir que mezclaba
lágrimas de dolor con las de cariño. Todo a mi alrededor parecía tan extraño que hasta
me parecía normal en este cambio. Me sentía tan turbado que suponía que a los demás
les ocurría lo mismo; lo contrario me habría sorprendido sobremanera.
»Los cambios se sucedieron con tal rapidez que tuvieron sobre mí un efecto
embriagador. Tenía yo por entonces doce años, y los hábitos contraídos en la primera
etapa de mi vida tendían a exaltar mi imaginación en detrimento de las demás
facultades. Cada vez que se abría la puerta esperaba una aventura; aunque eso sucedía
rara vez, y sólo para anunciar las horas de devoción, comida y ejercicio. Al tercer día de
haber sido recibido en el palacio de Moncada, se abrió la puerta a una hora inusitada
(circunstancia que me hizo temblar de expectación), y mis padres, escoltados por varios
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criados, entraron acompañados de un joven cuya gran estatura y distinguida figura
hacían que pareciese mucho mayor que yo, aunque en realidad tenía un año menos.
»-Alonso -me dijo mi padre-, abraza a tu hermano.
»Avancé con todo el entusiasmo del afecto juvenil, que siente placer en los nuevos
requerimientos de su corazón y medio desea que no terminen esas solicitudes; pero el
lento paso de mi hermano, el gesto calculado con que extendió sus brazos e inclinó un
momento su cabeza sobre mi hombro izquierdo, y luego la levantó, y el penetrante y
altivo relampagueo de sus ojos, en los que no había un solo destello de fraternidad, me
repelieron y desconcertaron Habíamos obedecido a nuestro padre, no obstante, y nos
habíamos abrazado.
»-Dejadme ver juntas vuestras manos -dijo mi padre, que al parecer disfrutaba
viéndonos.
»Tendí la mano a mi hermano, y nos la estrechamos durante unos instantes; y mis
padres permanecieron a cierta distancia, contemplándonos; en el espacio de esos pocos
instantes tuve ocasión de observar la mirada de mis padres, y juzgar el efecto que cada
uno de los dos producía en ellos. El contraste no me era favorable en modo alguno. Yo
era alto, pero mi hermano lo era mucho más; él tenía un aire de seguridad, de conquista
podría decir: el esplendor de su tez sólo era igualado por la negrura de sus ojos, que se
desviaron de mí a nuestros padres, como diciendo: "Elegid entre nosotros, y
rechazadme si os atrevéis".
»Se acercaron nuestros padres, y nos abrazaron a los dos. Yo me colgué de sus cuellos;
mi hermano soportó sus caricias con una especie de orgullosa impaciencia que parecía
exigir un reconocimiento más explícito.
»Me dejaron. Esa misma noche, toda la casa, que contaba lo menos con unos doscientos
criados, se sumió en la desesperación. El duque de Moncada, aquella terrible visión
anticipada de la mortalidad que yo había visto tan sólo una vez, había muerto. Habían
quitado los tapices de los muros; todas las estancias estaban llenas de eclesiásticos; me
olvidaron los criados, y anduve vagando por las espaciosas habitaciones, hasta que
levanté casualmente un cortinaje de terciopelo negro, y me encontré ante una visión
que, debido a mi corta edad, me dejó paralizado. Mis padres, vestidos de luto, estaban
sentados junto a una figura que me pareció mi abuelo dormido, aunque con un sueño
muy profundo; también estaba mi hermano, vestido de luto; pero su extraña y grotesca
indumentaria no lograba disimular la impaciencia con que la llevaba, y la expresión
contenida de su semblante, y el fulgor altanero de sus ojos, revelaban una especie de
exasperación por el papel que se veía obligado a desempeñar. Entré precipitadamente;
me retuvieron los criados, y pregunté:
»-¿Por qué no se me permite estar donde está mi hermano menor?
»Un clérigo me sacó del aposento. Yo forcejeé para librarme, y pregunté con una
arrogancia acorde con mis pretensiones, más que con mis esperanzas: " ¿Quién soy en
realidad?"
»-El nieto del difunto duque de Moncada -fue la respuesta.
»- ¿ Y por qué me tratan de este modo?
»A esto no hubo respuesta ninguna. Me llevaron a mi aposento, y me vigilaron
estrechamente durante el entierro del duque de Moncada. No se me permitió asistir al
funeral. Vi salir del palacio la espléndida y melancólica cabalgata. Corrí a la ventana a
presenciar la pompa del cortejo, pero no me dejaron participar. Dos días más tarde me
dijeron que me aguardaba un coche en la puerta. Subí a él y fui conducido a un
convento de ex jesuitas (como todo el mundo sabía que eran, aunque nadie en Madrid se
atrevía a decirlo) , donde se acordó que residiría y sería educado, y donde me convertí
en seminarista ese mismo día. Me entregué de lleno a mis estudios; mis profesores
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estaban contentos, mis padres me visitaban con frecuencia, daban las habituales
muestras de afecto, y todo iba bien; hasta un día en que, al marcharse, oí comentar a una
vieja criada de su séquito cuán extraño era que el hijo mayor del (actual) duque de
Moncada recibiera instrucción en un convento, y se le preparase para la vida monástica,
mientras que el más joven vivía en un espléndido palacio rodeado de profesores, tal
como requería su rango. La palabra "vida monástica" vibró en mis oídos; me dio la
clave no sólo de la indulgencia que había notado en el convento (indulgencia totalmente
en desacuerdo con la habitual severidad de su disciplina), sino también del peculiar
lenguaje con que invariablemente se dirigían a mí tanto el Superior como los hermanos
y los condiscípulos. El primero, al que veía una vez por semana, me dispensaba las más
lisonjeras alabanzas a propósito de los progresos que yo hacía en mis estudios
(alabanzas que me cubrían de rubor, pues demasiado bien sabía yo que eral muy
modestos, comparados con los de otros condiscípulos), y luego me daba su bendición;
aunque no sin añadir: "¡Dios mío!, no permitas que este cordero se aparte de tu redil".
»Delante de mí, los hermanos adoptaban siempre un aire de tranquilidad que subrayaba
su actitud más que la más exagerada elocuencia. Las pequeña disputas e intrigas de
convento, los agrios e incesantes conflictos de hábitos caracteres e intereses, los
esfuerzos por sepultar el espíritu frente a los objetos que lo excitaban, las luchas por
distraer la interminable monotonía y elevar la desesperada mediocridad... todo eso
convierte la vida monástica en el envés de la tapicería, donde no vemos más que toscos
hilos y torpes siluetas, sin la vivez. de los colores, la riqueza del tejido o el esplendor
del bordado que confieren la superficie exterior una calidad tan rica y deslumbrante;
todo esto se ocultaba cuidadosamente. Algo oí, no obstante; y aunque era muy joven, no
pude por menos de preguntarme cómo hombres que abrigaban las peores pasiones de la
vida en su retiro, podían imaginar que ese retiro fuera un refugio para las erosiones de
su mal genio, las admoniciones de la conciencia y las acusaciones de Dios. El mismo
disimulo utilizaban mis condiscípulos: toda la casa iniciaba una farsa en cuanto entraba
yo. Si me unía a ellos durante el recreo, se dedica ban a las pocas diversiones permitidas
con una especie de lánguida impaciencia, como si aquello les hubiese interrumpido otra
actividad mucho más elevada. Uno de ellos se acercaba a mí y me decía: "¡Es una pena
que sean necesarios estos ejercicios para sostener nuestra frágil naturaleza!, ¡qué
lástima que no podamos dedicar todas nuestras energías al servicio de Dios!" Otro
decía "¡Nunca me siento feliz más que cuando estoy en el coro! ¡Qué delicioso
panegírico ha hecho el Superior del difunto fray José! ¡Qué conmovedor ha sido ese
réquiem! ¡Escuchándolo, imaginaba que se abrían los cielos y que los ángeles
descendían para recibir su alma!"
»Todo esto, y mucho más, me acostumbré a oír todos los días. Luego empecé a
comprender. Supongo que ellos creían que se las habían con una persona débil; pero la
descarada tosquedad de sus manejos sólo sirvió para avivar mi perspicacia, que
empezaba a despertar tímidamente. Yo les decía:
»-¿Pensáis, pues, abrazar la vida monástica?
»-Eso esperamos.
»-Sin embargo, yo te he oído a ti una vez, Oliva (no te diste cuenta de que estaba cerca
y podía oírte), te oí quejarte de lo largas y aburridas que son las homilías de la víspera
de Todos los Santos.
»-Seguramente me encontraba en esa ocasión bajo la influencia de algún mal espíritu -
dijo Oliva, que era un chico no mayor que yo-. A veces se le permite a Satanás tentar a
aquellos cuya vocación se halla en sus comienzos, y por tanto tienen más miedo de
perderla.
52
»- Y también te he oído a ti, Balcastro, decir que no te gustaba la música; y conste que a
mí la del coro me parece la menos capaz de despertar el gusto por ella.
»-Dios ha tocado mi corazón desde entonces -replicó el joven hipócrita, santiguándose-;
y tú sabes, hermano del alma, que está la promesa de que se abrirán los oídos de los
sordos.
»-¿Dónde están esas palabas?
»-En la Biblia.
»-¿En la Biblia? Pero si no se nos permite leerla.
»-Cierto, mi querido Moncada; pero tenemos en su lugar la palabra de nuestro Superior
y la de los hermanos, y eso basta.
»-Es cierto; nuestros directores espirituales habrán de asumir sobre sí la entera
responsabilidad de ese estado, cuyos goces y castigos tienen en sus propias manos; pero,
Balcastro, ¿estás dispuesto a aceptar esa vida fiado en su palabra, así como la otra, y
renunciar al mundo antes de haberlo probado?
»-Mi querido amigo, tú lo que quieres es tentarme.
»-No lo digo para tentarte-dije; e iba a marcharme indignado, cuando el tañido de la
campana produjo entre nosotros su efecto habitual.
»Mis compañeros adoptaron un aire más santurrón, y yo traté de mostrarme más
sosegado.
»Mientras nos dirigíamos a la iglesia, iban hablando en voz baja, aunque de manera que
me llegaran los susurros. Les oía decir:
»-En vano se resiste a la gracia; jamás ha habido vocación más clara; jamás ha obtenido
Dios una victoria más gloriosa. Tiene ya el aspecto de un hijo del cielo: el gesto
monástico, la mirada baja; el movimiento de sus brazos imita de manera natural la señal
de la cruz y hasta los pliegues de su manto se ordenan espontáneamente, por instinto
divino, como los del hábito de un monje.
» Y todo esto cuando mi ademán era nervioso, se me ruborizaba la cara, y la levantaba a
menudo hacia el cielo, y movía los brazos con atropello para ajustarme la capa que se
me resbalaba de un hombro a causa de mi agitación, y cuyos desordenados pliegues
parecían todo menos los del hábito de un monje.
»Desde esa noche empecé a darme cuenta del peligro que corría, y a pensar en la
manera de conjurarlo. Yo no sentía la menor inclinación por la vida monástica; pero
después de vísperas, y de los ejercicios nocturnos en mi propia celda, empecé a dudar si
no sería ya esta misma repugnancia un pecado. El. silencio y la noche hacían más
intensa esta impresión, y estuve echado en la cama sin dormir durante muchas horas,
suplicando a Dios que me iluminara, que no dejara que me opusiera a su voluntad, sino
que me revelara claramente su deseo; y si no le placía llamarme a la vida monástica, que
me ayudara en mi decisión de soportar cuanto se me infligiera, antes que profanar ese
estado con unos votos arrancados a la fuerza y con una mente enajenada. Para que mis
plegarias fuesen más efectivas, las ofrecí primero a la Virgen, luego al santo patrón de
la familia, y por último al santo en cuya víspera nací. Estuve en la cama, presa de gran
agitación, hasta la madrugada; y acudí a maitines sin haber pegado ojo, aunque con la
impresión de haber llegado a una resolución... Al menos eso creía yo. ¡Ay!, no sabía
con qué me iba a enfrentar. Era como el que sale a la mar con provisiones para un día, y
se cree pertrechado para un viaje al polo. Ese día llevé a cabo mis ejercicios (como ellos
los llamaban) con especial fervor; sentía ya la necesidad del disimulo: lección fatal de
las instituciones monásticas. Comimos a las doce; poco después llegó el coche de mi
padre, y se me permitió salir a pasear una hora por la orilla del Manzanares. Para
sorpresa mía, mi padre estaba en el coche; y aunque me acogió con una especie de
embarazo, me alegré de encontrarme con él. Al menos era seglar... tendria corazón.
53
»Me desilusionó la frase medida con que me invitó a subir, lo que me enfrió
instantáneamente y me movió a adoptar la firme determinación de ponerme en guardia
frente a él, tanto como entre los muros del convento. Inició la conversación:
»-¿Te gusta tu convento, hijo?
»-Muchísimo (no había ápice de verdad en mi respuesta, pero el temor a caer en la
trampa empuja siempre hacia la mentira, cosa que hay que agradecer únicamente a
nuestros educadores).
»-El Superior te quiere mucho.
»-Así parece.
»-Los hermanos siguen atentos tus estudios, están muy capacitados para dirigirlos, y
aprecian tus progresos.
»-Así parece.
»-Y los compañeros... son hijos de las primeras familias de España; todos parecen muy
contentos con su situación, y están deseosos de abrazar sus ventajas.
»-Así parece.
»-Mi querido hijo, ¿por qué me has contestado tres veces con la misma frase monótona
y sin sentido? .
»-Porque creo que todo es apariencia.
»-¿Cómo puedes decir que la devoción de estos santos varones, y la profunda aplicación
de sus alumnos, cuyos estudios son beneficiosos para el hombre y redundan en la gloria
de la Iglesia, a la que se han consagrado...?
»-Mi queridísimo padre, de ellos no digo nada; en cuanto a mí, no podré ser jamás
monje... si éste es vuestro propósito. Echadme a patadas, ordenad a vuestros lacayos que
me arrojen del coche... convertidme en uno de esos mendigos que pregonan por las
calles fuego y agua13; pero no me obliguéis a ser monje.
»Mi padre se quedó estupefacto ante tal apóstrofe. No dijo una palabra. No había
esperado tan prematura revelación del secreto que él imaginaba que tendría que
desentrañar, y oírlo con toda claridad. En ese momento, el coche entró en el Prado: ante
nuestros ojos desfilaba un millar de suntuosos carruajes, con caballos empenachados,
soberbias gualdrapas y hermosas mujeres que saludaban con inclinaciones de cabeza a
los caballeros, los cuales se ponían un instante de pie sobre el estribo y luego hacían un
gesto de adieu a las "damas de su amor". Entonces vi cómo mi padre se atreglaba su
hermosa capa, la redecilla de seda que envolvía su largo pelo negro, y hacer una señal a
sus lacayos para que pararan, con el fin de caminar entre la multitud. Yo aproveché la
ocasión, y le cogí por la capa:
»-Padre, os gusta este mundo, ¿verdad?; ¿cómo me pedís que renuncie yo a él?, ¿a mí,
que soy un niño?
»- Tú eres demasiado pequeño para este mundo, hijo mío.
»-¡Ah!, entonces, padre, sin duda lo soy mucho más para ese otro que me obligáis a
abrazar.
»-¡Obligarte, hijo, siendo mi primogénito!
» Y dijo estas palabras con tal ternura que instintivamente besé sus manos, y sus labios
apretaron ávidamente mi frente. Fue entonces cuando estudié, con toda la ansiedad de la
esperanza, la fisionomía de mi padre, o lo que los artistas llamarían su fisico.
»Me había engendrado antes de cumplir los dieciséis años; sus facciones eran bellas, y
su figura la más gallarda y adorable que yo había contemplado. Su temprano
matrimonio le había preservado de todos los malos excesos de la juventud y conservaba
el rubor de semblante, la elasticidad de músculos y la gracia juvenil que con tanta
13 «Fuego para los cigarros, y agua helada para beber», voces que aún se pregonan por Madrid,
(N. del A)
54
frecuencia marchitan los vicios casi antes de que alcancen la plenitud. Tenía entonces
veintiocho años tan sólo, y parecía diez más joven. Evidentemente, tenía conciencia de
ello, y estaba tan vivo para los goces jóvenes como si se hallara aún en la flor de la vida.
Pero al tiempo que se entregaba a todos los lujos del goce juvenil y del esplendor
voluptuoso, condenaba a uno, que era al menos lo bastante joven como para ser su hijo,
a la fría y desesperanzada monotonía de un claustro. Me agarré a ese argumento con la
fuerza del que se está ahogando. Pero jamás se ha agarrado el que está a punto de
ahogarse a una paja tan débil como el que depende del sentimiento mundano de otro
para sostenerse.
»El placer es muy egoísta; y cuando el egoísmo busca consuelo en el egoísmo, es como
cuando el insolvente pide a su compañero de cárcel que sea su fiador. Ésa era mi
convicción en aquel momento; sin embargo, pensé (pues el sufrimiento suple a la
experiencia en la juventud y son muy expertos casuistas los que se han graduado
únicamente en la escuela de la adversidad), pensé que el gusto por el placer, a la vez que
vuelve al hombre egoísta en un sentido, le hace generoso en otro. El verdadero sibarita,
aunque no sería capaz de prescindir del más pequeño goce para salvar al mundo de la
destrucción, desearía no obstante que todo el mundo disfrutara (con tal de que no fuese
a sus expensas), porque su goce aumentaría con ello. En eso fié, y supliqué a mi padre
que me permitiera echar otra mirada a la brillante escena que teníamos ante nosotros.
Accedió; y sus sentimientos, ablandados por esta complacencia y alborozados por el
espectáculo (mucho más interesante para él que para mí, que iba sólo pendiente de sus
efectos en él), se mostró más favorable que nunca. Me aproveché de esto y, mientras
regresábamos al convento, empeñé todo el poder de mi naturaleza y mi intelecto en una
(casi) angustiosa llamada a su corazón. Me comparé al desdichado Esaú, privado de su
derecho de primogenitura por su hermano menor, y exclamé con sus palabras: "¡No
quiero que le bendigan en mi lugar! ¡Bendíceme a mí también, oh padre mío!" Mi padre
se sintió conmovido; me prometió tener en cuenta todos mis ruegos; pero me dio a
entender que tropezaría con alguna objeción por parte de mi madre, y con bastantes por
la del director espiritual, quien (como averigué después) tenía dominada a toda la
familia; y hasta aludió a cierta dificultad insuperable e inexplicable. Consintió, empero,
que le besara la mano al partir, y trató de reprimir en vano sus emociones al notarla
mojada por mis lágrimas.
»Dos días después me avisaron que fuese a hablar con el director espiritual de mi
madre, el cual me estaba esperando en el locutorio. Yo atribuí esta demora a alguna
larga deliberación familiar, o (lo que me parecía más probable) conspiración; traté de
prepararme para la guerra múltiple que debía entablar con mis padres, así como con los
directores, superiores y monjes y condiscípulos, confabulados todos para ganar la
partida, sin preocuparme de si su ataque sería mediante asalto, zapa, mina o cerco. Me
puse a calcular la fuerza de los asaltantes, y a procurar reunir las armas que convenían a
las distintas formas de ataque. Mi padre era amable, flexible y vacilante. Le había
ablandado, le había ganado a mi favor, y comprendí que eso era todo lo que podía sacar
de él. Pero al director espiritual había que hacerle frente con armas distintas. Mientras
bajaba al locutorio, adopté la expresión y ademanes convenientes, modulé mi voz y
ordené mis ropas. Puse en guardia el cuerpo, la mente, el ánimo, el vestido, todo. Él era
un eclesiástico grave pero de aspecto amable; había que tener la perfidia de un Judas
para sospechar alguna traición por su parte. Me sentí desarmado, incluso experimenté
cierto remordimiento. "Quizá -me dije- me he estado armando contra un mensaje de
reconciliación". El director empezó con preguntas intrascendentes acerca de mi salud y
mis progresos en los estudios, aunque me las hacía en un tono de interés. Me dije que no
era correcto por parte suya abordar la cuestión que motivaba su visita demasiado pronto;
55
le contesté sosegadamente, pero el corazón me latía con violencia. Siguió un silencio;
luego, volviéndose súbitamente hacia mí, dijo:
»-Hijo mío, comprendo que tus objeciones a la vida monástica son insuperables. No me
extraña; sus exigencias han de parecer sin duda bastante inconciliables con la juventud
y, de hecho, no conozco ningún período de la vida en que la abstinencia, la privación y
la soledad resulten particularmente agradables; ése era el deseo de tus padres,
evidentemente, pero...
»Sus palabras, tan llenas de candor, me vencieron; abandoné la cautela y todo lo demás
al preguntarle:
»-Pero ¿qué, padre?
»-Pero, iba a decir, qué pocas veces coincide nuestro punto de vista con los de quienes
se ocupan de nosotros, y qué difícil es decidir cuál es el menos erróneo.
»-¿Eso es todo? -dije yo, hundiéndome en el desencanto.
»-Eso es todo; por ejemplo, algunas personas (yo fui una de ellas, en otro tiempo) son lo
bastante imaginativas como para creer que la superior experiencia y el probado afecto
de los padres les capacita para decidir este tipo de cuestiones mejor que los hijos; es
más, he oído de algunos que han llevado su absurdo hasta el extremo de hablar de
derechos naturales, de imperativos del deber, y de la útil coerción del autodominio; pero
desde que he tenido el placer de conocer tu decisión, empiezo a pensar que un joven,
aunque no haya cumplido los trece años, puede ser un juez incomparable en última
instancia, sobre todo cuando la cuestión se relaciona de algún modo con sus intereses
eternos y temporales; en tal caso, tiene evidentemente la doble ventaja de contar con el
dictado de sus padres espirituales y sus padres naturales.
»-Padre, os ruego que habléis sin burla ni ironía; podéis ser muy sagaz, pero sólo os
pido que seáis inteligible y serio.
»-¿Quieres entonces que te hable seriamente? -y pareció recogerse en sí mismo al
hacerme esta pregunta.
»-Por supuesto.
»-Pues, bien, hijo: ¿no crees que tus padres te aman? ¿No has recibido desde tu infancia
todas las muestras de afecto? ¿No has sido estrechado contra sus pechos desde tu misma
cuna?
»Ante estas palabras, luché en vano por reprimir mis sentimientos, y lloré, al tiempo que
contestaba.
»-Sí.
»-Siento, hijo mío, verte abrumado de ese modo; mi deseo era apelar a tu razón (pues
tienes una capacidad de raciocinio nada común)... y a tu razón apelo: ¿crees que tus
padres, que te han tratado con esa ternura, que te aman como a sus propias almas, serían
capaces de obrar (como tu conducta les acusa) con inmotivada y caprichosa crueldad
para contigo? ¿No te das cuenta de que hay una razón, y que debe de ser de bastante
peso? ¿No sería más digno de ti, así como de tu elevado sentido del deber, averiguarla
en vez de discutirla?
»-¿Es que tiene que ver con mi conducta, entonces?.. Estoy dispuesto a hacer lo que
sea... a sacrificar lo que haga falta...
»-Comprendo... quieres sacrificar lo que sea, menos lo que se te pide; todo, menos tu
propia inclinación.
»-Pero habéis aludido a una razón.
»El director guardó silencio.
»-Me habéis instado a que la pregunte.
»El director siguió callado.
56
»-Padre, os lo suplico por el hábito que lleváis, desveladme ese terrible fantasma; no
hay nada a lo que yo no pueda hacer frente.
»-Salvo el mandato de tus padres. Pero, ¿acaso estoy yo en libertad de revelarte ese
secreto? -dijo el director, en un tono de debate interior-. ¿Cómo sé que tú, que has
ofendido la autoridad paterna desde el principio mismo, respetarás los sentimientos de
tus padres?
»-Padre, no os comprendo.
»-Mi querido hijo, me veo obligado a obrar con precaución y reserva, cosa que no va
con mi carácter, que es naturalmente tan abierto como el tuyo. Me da miedo revelar un
secreto; repugna a mis hábitos de profunda confianza; y me resisto a confiar nada a una
persona impulsiva como tú. Me siento reducido a una penosa situación.
»-Padre, hablad y obrad con franqueza; mi situación lo necesita, y vuestra propia
profesión os lo exige igualmente. Padre, recordad la inscripción que hay sobre vuestro
confesonario; a mí me emocionó cuando la leí: "Dios te oye". Sabéis que Dios os oye
siempre; ¿no vais a ser sincero con alguien a quien Dios ha puesto en vuestras manos?
»Yo hablaba muy excitado, y el director pareció afectarse por un momento; es decir, se
pasó la mano por los ojos, que tenía tan secos como... su corazón. Guardó silencio unos
minutos, y luego dijo:
»-Hijo mío, ¿puedo confiar en ti? Te confieso que venía preparado para tratarte como a
un niño; pero me doy cuenta de que puedo considerarte como un hombre. Posees la
inteligencia, la penetración, la decisión de un hombre. ¿Tienes los sentimientos de un
hombre, también?
»- Vedlo vos mismo padre.
»No percibí que su ironía, su secreto y su alarde de sentimiento eran teatrales y
ocultaban su falta de sinceridad y de franco interés.
»-Desearía confiar en ti, hijo mío.
»-Os estaría muy agradecido.
»- Y revelártelo.
»-Reveládmelo, padre.
»-Bien, entonces, imagínalo tú mismo.
»-Oh, padre, no me digáis que imagine nada... decidme la verdad.
»-Tonto... ¿soy tan mal pintor, que necesito escribir el nombre debajo de la figura?
»-Os comprendo, padre, no volveré a interrumpiros.
»-Imagina, pues, el honor de una de las primeras casas de España; la paz de una entera
familia... los sentimientos de un padre... la honra de una madre, los intereses de la
religión... la salvación eterna de un individuo, todo colocado sobre un plato de una
balanza. ¿Qué crees que podría pesar más que todo eso?
»-Nada -contesté con ardor.
Sin embargo, en el otro plato tienes que poner esa nada: el capricho de un niño que aún
no ha cumplido trece años; eso es todo lo que tienes que oponer a los derechos de la
naturaleza, de la sociedad y de Dios.
»-Padre, estoy traspasado de horror por lo que habéis dicho; ¿depende todo eso de mí?
»-Sí, de ti... enteramente de ti.
»-Pero entonces... me siento desconcertado... estoy dispuesto a sacrificarme... decidme
qué debo hacer.
»-Abraza, hijo mío, la vida monástica; eso colmará de alegría a los que te aman,
asegurará tu salvación, y agradará a Dios, que te llama en este momento por medio de
las voces de tus afectuosos padres y las súplicas del ministro del cielo que ahora se
arrodilla ante ti.
»Y se hincó de rodillas ante mí.
57
»Esta postración, tan inesperada, tan repugnante y tan similar a la costumbre monástica
de fingida humillación anuló por completo el efecto de su discurso. Me retiré de sus
brazos, que él había extendido hacia mí.
»-Padre, no puedo... nunca seré monje.
»-¡Desdichado!, ¿te niegas, pues, a escuchar la llamada de tu conciencia, la admonición
de tus padres y la voz de Dios?
»El enojo con que pronunció estas palabras, el cambio de ángel solícito a demonio
furibundo y amenazador, tuvo el efecto contrario exactamente al esperado. Dije
tranquilamente:
»-Mi conciencia no me recrimina nada; yo nunca he desobedecido sus dictados. Mis
padres me lo piden solamente a través de vuestra boca; y yo espero que vuestra boca no
esté inspirada por ellos. En cuanto a la voz de Dios, que vibra en el fondo de mi
corazón, me aconseja que no os obedezca, ya que habéis adulterado su servicio y lo
habéis prostituido con vuestros votos.
»Al oír esto, cambió completamente la expresión del director, su actitud y hasta su voz;
del tono suplicante o de terror, pasó instantáneamente, y con la facilidad de un actor, a
una rígida y envarada severidad. Su figura se levantó del suelo, ante mí, como la del
profeta Samuel ante los atónitos ojos de Saúl. Dejó al dramaturgo y se convirtió en
monje en un segundo:
»-¿Así que no quieres pronunciar tus votos?
»-No, padre.
»- ¿ Y afrontarás el enojo de tus padres y la condena de la Iglesia?
»-No he hecho nada que merezca ninguna de las dos cosas.
»-Sin embargo, a las dos desafías, al abrigar el horrible propósito de convertirte en
enemigo de Dios.
»- Yo no soy enemigo de Dios, hablando con sinceridad.
»-¡Embustero, hipócrita, eso es una blasfemia!
»-Por favor, padre, esas palabras son impropias de vuestra condición, e inadecuadas en
este lugar.
»-Admito la justicia del reproche, y me someto a ella, aunque proceda de la boca de un
niño -y bajando sus ojos hipócritas, entrelazó las manos sobre su pecho, y murmuró-:
Fiat voluntas tua. Hijo mío, mi celo por el servicio de Dios y el honor de tu familia, a la
que me siento vinculado igualmente por principio y por afecto, me han llevado
demasiado lejos, lo confieso; pero ¿tengo que pedirte perdón a ti también, hijo, en razón
de este mismo afecto y este celo por tu casa, de la que su descendiente se muestra tan
despegado?
»La mezcla de humillación y de ironía de estas palabras no produjeron ninguna
impresión en mí. Él se dio cuenta, pues tras elevar lentamente los ojos para ver el
efecto, me descubrió de pie, en silencio, sin confiar mi voz a las palabras, no fuese a
decir algo temerario y ofensivo, ni atreverme a alzar los ojos, no fuese que su expresión
resultara elocuente sin necesidad de palabras.
»Creo que el director consideró su situación crítica; su interés por la familia dependía de
ello, y trató de cubrir su retirada con toda la habilidad y capacidad de maniobra de un
eclesiástico dotado de poder táctico.
»-Hijo mío, nos hemos equivocado los dos; yo por mi celo, y tú por... no importa por
qué; lo que debemos hacer ahora es perdonamos mutuamente, y suplicar el perdón de
Dios, a quien hemos ofendido; arrodillémonos ante él, y aunque en nuestros corazones
ardan pasiones humanas, Dios puede escoger este instante para imprimir en ellos el
sello de la gracia, y marcarlos así para siempre. A menudo, después del terremoto y del
torbellino, se oye la voz apagada y serena, y allí está Dios... Recemos.
58
»Caí de rodillas, decidido a rezar en mi interior; pero seguidamente, el fervor de sus
palabras, la elocuencia y la energía de sus plegarias me arrastraron con él, y me sentí
impulsado a rezar contra todo lo que me dictaba el corazón. Se había reservado este
triunfo para el final, y había actuado acertadamente. Jamás oí palabras más inspiradas;
mientras escuchaba, involuntariamente, aquellas efusiones que no parecían provenir de
labios mortales, comencé a dudar de mis propios motivos, y a indagar en mi alma.
Había despreciado sus reproches, había desafiado y vencido a su pasión; pero sus
plegarias me hicieron llorar. Este manejo de los sentimientos es uno de los ejercicios
más dolorosos y humillantes; la virtud de ayer se convierte en vicio hoy; preguntamos
con el desalentado e inquieto escepticismo de Pilato: ¿Cuál es la verdad?; pero el
oráculo que en un momento dado era elocuente, al momento siguiente se muestra mudo;
o si contesta, es con esa ambiguedad que nos asusta de tal modo que nos hace
consultarlo una vez... y otra... y otra... y siempre en vano.
»Ahora me encontraba exactamente en el estado más propicio para los designios del
director; pero él estaba cansado debido al papel que había representado antes con tan
poco éxito, y se marchó, suplicándome que siguiera pidiendo al cielo que se dignara
iluminarme, que él rezaría a todos los santos para que tocaran el corazón de mis padres
y les revelaran el medio de salvarme del crimen y del perjurio de una vocación forzada,
sin empujarme con ello a otro de mayor negrura y magnitud. Dicho esto, se fue a
apremiar a mis padres, con toda su influencia, para que adoptaran las más rigurosas
medidas a fin de obligarme a abrazar la vida conventual. Sus motivos para obrar así eran
bastante fuertes cuando me visitó; pero su fuerza se había multiplicado por diez antes de
dejarme. Había confiado en el poder de sus amonestaciones; había sido rechazado; la
afrenta de tal derrota le hirió en lo más hondo de su corazón. Había sido sólo un
partidario de la causa; ahora se convirtió en parte. Lo que antes fuera una cuestión de
conciencia, ahora era una cuestión de honor para él; y me inclino a creer que puso
mayor empeño en la segunda, o se armó un buen lío con las dos, en la intimidad de su
mente. Sea como fuere, yo pasé unos días, a raíz de su visita, en un estado de indecible
excitación. Tenía algo que esperar, y eso a menudo es mejor que algo que gozar. La
copa de la esperanza despierta siempre sed; la de la fruición, la decepciona o la
extingue.
»Me dediqué a dar largos paseos solitarios por el jardín. Me forjaba conversaciones
imaginarias. Mis compañeros me observaban, y se decían unos a otros, según sus
instrucciones: "Medita sobre su vocación; está suplicando que le ilumine la gracia, no
le molestemos". Yo no les desengañaba; pero pensaba con creciente horror en ese
sistema que obligaba a la hipocresía a una edad excesivamente precoz, y convertía el
último vicio de la vida en el primero de la juventud conventual. Pero pronto olvidé estas
reflexiones, y me sumí en fantásticos ensueños. Me imaginaba a mí mismo en el palacio
de mi padre; les veía a él, a mi madre y al director enzarzados en una discusión.
Inventaba las palabras de cada uno, e imaginaba lo que sentían. Me representé la
apasionada elocuencia del director, sus vigorosas protestas sobre mi aversión a los
hábitos, su declaración de que una mayor insistencia por parte de ellos resultaría tan
impía como inútil. Vi la impresión que hacía en todos, alabándome a mí mismo en boca
de mi padre. Vi ablandarse a mi madre. Oí el murmullo de dudosa aquiescencia... de
decisión, de felicitaciones. Oí aproximarse el coche... oí abrirse de par en par las puertas
del convento. Libertad... libertad... me encontraba en sus brazos; no, estaba a sus pies.
Que se pregunten los que se sonríen de lo que digo si deben más a la imaginación o a la
realidad cuanto han gozado en la vida, si es que efectivamente han gozado. En estas
escenificaciones interiores, no obstante, las personas nunca hablaban con el interés que
yo deseaba; y las palabras que yo les ponía en la boca podían haber sido expresadas mil
59
veces con más convicción por mí. Sin embargo, disfrutaba al máximo con estos
fingimientos, y quizá no contribuía poco a ello el pensar que estaba engañando a mis
camaradas todo el tiempo. Pero el disimulo enseña a disimular, y la única cuestión es si
acabaremos siendo maestros en el arte, o víctimas. Cuestión que resuelve pronto nuestro
egoísmo.
»Al sexto día oí, con el corazón palpitante, que se detenía un coche. Habría jurado que
oí el ruido de sus ruedas. Antes de que me llamaran estaba ya en el locutorio. Sabía que
no me equivocaba, y no me equivoqué. Me llevaron al palacio de mi padre, en un estado
de delirio: ante mí se alzaban visiones de repulsa y reconciliación, de gratitud y
desesperación. Fui conducido a una habitación donde se hallaban reunidos mi padre, mi
madre y el director, los tres sentados y mudos como estatuas. Me acerqué, bese sus
manos, ya continuación me quedé de pie a cierta distancia, sin atreverme a respirar
siquiera. Mi padre fue el primero en romper el silencio; pero habló con el aire del
hombre que repite algo que le han ordenado; y el tono de su voz desdecía cada una de
las palabras preparadas de antemano.
»-Hijo mío, he enviado por ti, no ya para enfrentarme a tu débil y perversa obcecación,
sino para anunciarte mi propia decisión. La voluntad del cielo y la de tus padres te han
consagrado a su servicio, y tu resistencia sólo puede traemos la desdicha, sin que ello
haga cambiar un ápice esta resolución.
»Al oír estas palabras, se me abrió la boca involuntariamente, ya que me faltó el aire; mi
padre creyó que iba a replicar y se apresuró a impedirlo.
»-Hijo mío, toda oposición es inútil, y toda discusión también. Tu destino está decidido,
y aunque tu resistencia te haga desdichado, no logrará alterarlo. Resígnate, hijo, a la
voluntad del cielo y de tus padres, a los que puedes ofender, pero no violentar. Esta
reverenda persona puede explicarte mejor que yo la necesidad de obediencia.
»Y mi padre, evidentemente cansado de una tarea que no mostraba el menor deseo de
realizar, se levantó para marcharse, cuando le detuvo el director:
»-Esperad, señor, y aseguradle a vuestro hijo antes de iros que, desde la última vez que
le vi, he cumplido mi promesa, y que os he expuesto, a vos y a la duquesa, todos los
argumentos que he creído que podían redundar mejor en beneficio de sus intereses.
»Me di cuenta de la hipócrita ambiguedad de sus palabras; y, tras respirar
profundamente, dije:
»-Reverendo àdre, como hijo, no quiero utilizar un intermediario entre mis padres y yo.
Estoy ante ellos; y si no he necesitado intercesor para sus corazones, vuestra
intervención sigue siendo igual de innecesaria. Yo os supliqué tan sólo que les
transmitierais mi invencible repugnancia.
»Los tres me interrumpieron con exclamaciones, al tiempo que repetían mis últimas
palabras: "¡Invencible repugnancia! ¿Para esto has sido admitido a nuestra presencia?
¿Para esto hemos estado soportando tanto tiempo tu terquedad, sólo para oírtela
repetir agravada?"
»-Sí, padre... para eso, o para nada. Si no se me permite hablar, ¿por qué se me hace
venir a vuestra presencia?
»-Porque nosotros esperábamos comprobar tu sumisión.
»-Permitidme que os dé pruebas de ella de rodillas -y me arrodillé, esperando que mi
gesto suavizara el efecto de las palabras que no pude evitar pronunciar.
»Besé la mano de mi padre... que él no retiró, y noté que le temblaba. Besé el borde del
vestido de mi madre... Ella trató de retirarlo con una mano, pero con la otra se ocultó el
rostro, y me pareció ver por entre sus dedos que lloraba. Me arrodillé ante el director
también, y supliqué su bendición, y me forcé a m mismo, aunque con la boca asqueada,
a besarle la mano; pero él me arrancó su hábito de la mano, alzó los ojos, extendió los
60
dedos, y adoptó la actitud dc hombre que retrocede de horror ante un ser que merece la
mayor condena reprobación. Entonces comprendí que mi única oportunidad estaba en
mi padres. Me volví hacia ellos, pero retrocedieron, y se mostraron deseosos de delegar
el resto de la tarea en el director. Éste se acercó a mí.
»-Hijo mío, has manifestado que tu repugnancia hacia la vida consagrada a Dios es
invencible; pero, ¿no hay cosas más invencibles aún para tu resolución? Piensa en las
maldiciones de Dios, confirmadas por las de tus padres intensificadas por todas las
fulminaciones de la Iglesia, cuyo abrazo has rechazado, y cuya santidad has profanado
con este mismo rechazo.
»-Padre, esas palabras son terribles, pero ahora no tengo tiempo para aclaraciones.
»-Pobre desdichado, no te comprendo... ni te comprendes a ti mismo.
»-¡Oh, sí... yo sí que me comprendo! -exclamé. Y, de rodillas todavía me volví a mi
padre y pregunté-: Padre mío, ¿está la vida... la vida humana completamente prohibida
para mí?
»-Lo está -dijo el director, contestando por mi padre.
»-¿No existe apelación alguna?
»-Ninguna.
»-¿Ni profesión?
»-¡Profesión!, ¡pobre degenerado!
»-Dejad que adopte la más humilde, pero no me hagáis monje.
»-Eres tan libertino como débil.
»-¡Oh, padre, padre!, os lo suplico: no consintáis que este hombre conteste por vos.
Dadme una espada... mandadme a los ejércitos de España en busca de la muerte... la
muerte es todo lo que pido, antes que la vida a la que queréis condenarme.
»-Imposible -dijo mi padre, retirándose lúgubremente de la ventana en la que había
estado apoyado-; el honor de una familia ilustre... la dignidad de un grande de España.
»-¡Oh, padre, de qué poco valdrá, cuando me esté consumiendo en mi tumba prematura,
y vos expiréis con el corazón destrozado sobre esa flor que vuestra propia voz condenó
a marchitarse allí!
»Mi padre tembló.
»-Señor, os suplico... os aconsejo que os retiréis; esta escena es poco conveniente para
el cumplimiento de los deberes devocionales que debéis llevar a cabo esta noche.
»-¿Entonces me dejáis? -grité cuando se iban.
»-Sí... sí -repitió el director-; quédate, agobiado con la maldición de tu padre.
»-¡Oh, no! -exclamó mi padre.
»Pero el director le había sujetado con sus manos y le presionó fuertemente. "Y de tu
madre", remachó.
»Oí sollozar a mi madre, y su sollozo fue como si rechazara esa maldición; pero no se
atrevió a hablar, y yo no pude. El director tenía ahora a dos víctimas en sus manos, y a
la tercera a sus pies. No pudo reprimir una expresión de triunfo. Guardó silencio, hizo
acopio de todo el poder de su voz, y tronó: "¡ Y de Dios!"; y salió precipitadamente de
la estancia acompañado de mi padre y mi madre, cuyas manos llevaba cogidas. Me sentí
como fulminado por un rayo. El susurro de sus vestidos, al salir, pareció el torbellino
que aguarda la presencia del ángel exterminador. Exclamé, en la desesperada agonía de
mi desdicha: "¡Ojalá estuviera aquí mi hermano para que intercediese por mí!..." Y tras
pronunciar estas palabras me desplomé. Mi cabeza chocó contra una mesa de mármol, y
caí al suelo cubierto de sangre.
»Los criados (de los que, según era costumbre de la nobleza española, había en palacio
unos doscientos) me encontraron en ese estado. Prorrumpieron en exclamaciones... me
prestaron auxilio... creyeron que había atentado contra mi propia vida; pero el cirujano
61
que me asistió era un hombre de ciencia y de gran corazón, y tras cortarme el largo
cabello pegado por los coágulos de sangre y examinar la herida, declaró que carecía de
importancia. Mi madre fue de su opinión, pues a los tres días me mandó llamar a su
aposento. Subí. Una venda negra, un fuerte dolor de cabeza y una acusada palidez, eran
los únicos vestigios de mi accidente, como quedó calificado. El director le había
sugerido que ésta era una buena coyuntura para FIJAR LA IMPRESIÓN. ¡Qué bien
entienden las personas religiosas el secreto de hacer actuar cada acontecimiento del
mundo presente en el futuro, al tiempo que fingen hacer que predomine el futuro sobre
el presente! Aunque viviera el doble de lo normal, no olvidaría la entrevista que sostuve
con mi madre. Estaba sola cuando entré, y sentada de espaldas a mí. Me arrodillé y besé
su mano. Mi palidez y mi sumisión parecieron afectarla... pero luchó con sus
emociones, las reprimió, y dijo en un tono frío y aprendido:
»-¿A qué vienen estas muestras externas de respeto, cuando tu corazón las repudia?
»-Señora, no tengo conciencia de que sea así.
»-¡Conque no! Entonces, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué no le has ahorrado a tu padre,
hace tiempo ya, la vergüenza de suplicar a su hijo..., la vergüenza aún más humillante
de suplicarte en vano, y no le has ahorrado al padre director el escándalo de ver violada
la autoridad de la Iglesia en la persona de su ministro, y las protestas del deber tan
ineficaces como las llamadas de la naturaleza? Y a mí... ¡Ah!, ¿por qué no me has
ahorrado a mí esta hora de congoja y de vergüenza? -y prorrumpió en un mar de
lágrimas que ahogaban mi alma.
»-Señora, ¿qué he hecho yo para merecer el reproche de vuestras lágrimas? ¿Es acaso
un crimen mi falta de vocación por la vida monástica?
»-En ti, sí es un crimen.
»-Pero entonces, querida madre, si se le hubiese propuesto esto mismo a mi hermano, y
lo hubiera rechazado, ¿habría sido un crimen también?
»Dije esto casi involuntariamente, y sólo a manera de comparación. No entrañaba
ningún significado ulterior, ni tenía yo idea de que mi madre pudiera considerarlo como
otra cosa que una injustificable parcialidad. Pero me di cuenta de que no era así al
replicar ella en un tono que me heló la sangre:
»-Hay una gran diferencia entre él y tú.
»-Sí, señora; él es vuestro preferido.
»-No; pongo al cielo por testigo de que no.
»Si antes parecía severa, terminantemente imperturbable, ahora pronunció estas
palabras con una sinceridad que me llegó al fondo del corazón: parecía apelar al cielo
frente a los prejuicios de su hijo. Me sentí conmovido... y dije:
»Pero señora, esta diferencia de posición resulta inexplicable.
»-¿ Y querrías que te la explicara yo?
»-O quien fuera, señora.
»-¿Yo? -repitió sin escucharme; luego, besando un crucifijo que colgaba sobre su pecho,
añadió-: ¡Dios mío!, el castigo es justo, y a él me someto, aunque me lo inflija mi
propio hijo. Tú eres ilegítimo -prosiguió, volviéndose súbitamente hacia mí-; eres
ilegítimo... y tu hermano no; y tu intrusión en la casa de tu padre no sólo es una
desgracia, sino un perpetuo recuerdo de ese crimen que lo agrava sin posibilidad de
absolución.
»Me quedé sin habla.
»-¡Ay, hijo mío! - continuó diciendo-, ten piedad de tu madre. ¿No es esta confesión,
arrancada a la fuerza por mi propio hijo, suficiente para expiar mi culpa?
»-Proseguid, señora, ahora puedo soportar lo que sea.
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»-Debes soportarlo, pues me has obligado a esta revelación. Yo soy de un rango muy
inferior al de tu padre. Tú fuiste nuestro primer hijo. Él me amaba; y perdonando mi
debilidad como prueba de mi devoción a él, nos casamos, y tu hermano es nuestro hijo
legítimo. Tu padre, preocupado por mi reputación, desde el momento en que me uní a él
convino conmigo, ya que nuestro matrimonio era secreto, y su fecha dudosa, que se
anunciaría que tú eras nuestro legítimo descendiente. Durante años, tu abuelo, irritado
por nuestro matrimonio, se negó a vernos, y vivimos en el retiro... ¡Ojalá hubiera
muerto yo entonces! Pocos días antes de su muerte se aplacó, y mandó llamarnos; no
había tiempo para confesar el engaño en que le habíamos tenido, y fuiste presentado
como el hijo de su hijo, y heredero de sus títulos. Pero desde ese momento no he
conocido un instante de paz. La mentira que yo había pronunciado ante Dios y ante el
mundo, y ante un pariente moribundo, la injusticia cometida con tu hermano, la
violación de los deberes naturales y de las exigencias legales, las convulsiones de la
conciencia, todo me acusaba no sólo del pecado de perjurio, sino del de sacrilegio.
»-¡De sacrilegio!
»-Sí; y cada hora que te retrasas tú en aceptar los hábitos, es una hora robada a Dios.
Antes de que nacieras, ya te había consagrado a Él como único medio de expiar mi
crimen. Mientras te tuve en mi seno sin vida, me atreví a implorar su perdón con la
única condición de que más tarde intercedieras en mi favor como ministro de la religión.
Confié en tus oraciones antes de que tuvieses el don de la palabra. Decidí fiar mi
penitencia en quien, convirtiéndose en hijo de Dios, redimiese mi ofensa de haberle
hecho hijo del pecado. En mi imaginación, me arrodillaba ya ante tu confesonario... y
oía que por la autoridad de la Iglesia y delegación del cielo, me perdonabas. Y te veía de
pie, junto a mi lecho de muerte... y te sentía apretar tu crucifijo en mis labios, y señalar
hacia ese cielo donde yo esperaba que mi voto hubiese asegurado un sitio para ti. Antes
de que nacieras, ya me había esforzado yo por que subieses al cielo; y mi recompensa es
que tu obstinación amenaza con arrojarnos a los dos al abismo de la perdición. ¡Oh, hijo
mío, si nuestras oraciones e intercesiones sirven para librar del castigo a las almas de
nuestros familiares difuntos, escucha las vivas recomendaciones de un familiar vivo que
te implora que no la sentencies a la eterna condenación!
»Fui incapaz de contestar; mi madre se dio cuenta y redobló sus esfuerzos.
»-Hijo mío, si yo supiese que arrodillándome a tus pies ablandaba tu obcecación, me
postraría ante ellos en este momento.
»-¡Oh, señora, tan antinatural humillación me mataría!
»-Sin embargo, no cedes..., la angustia de esta confesión, el interés de mi salvación y de
la tuya propia, es más, la preservación de mi vida, no cuentan para ti -se dio cuenta de
que estas palabras me hacían temblar, y las repitió-: Sí, de mi vida; a partir del día en
que tu inflexibilidad me exponga a la infamia, no viviré. Si tú tienes una decisión que
tomar, yo también; y no temo las consecuencias; porque Dios culpará a tu alma, no a la
mía, del crimen al que me obliga un hijo ilegítimo... Sin embargo, no quieres ceder.
Bien; entonces, la prosternación de mi cuerpo no significa nada al lado de la
prosternación del alma a la que ya me has empujado. Me arrodillo ante mi hijo para
suplicarle la vida y la salvación -y se arrodilló ante mí.
»Traté de levantarla; ella me rechazó, y exclamó con voz ronca de desesperación:
»-¿Así que no quieres ceder?
»- Yo no he dicho eso.
»-¿Entonces qué dices? ...no me levantes, no te acerques hasta que no me hayas
contestado.
»-Lo pensaré.
»-¡Pensarlo! Tienes que decidirlo.
63
»-Lo haré, lo haré.
»-¿Pero qué harás?
»-Seré lo que queráis que sea.
»Al pronunciar yo estas palabras, mi madre cayó desvanecida a mis pies. Mientras
trataba de levantarla, sin saber si era un cadáver lo que tenía en mis brazos, comprendí
que jamás me habría perdonado a mí mismo, si por negarme a cumplir su último ruego,
se hubiese visto ella reducida a tal situación.
»Me vi abrumado de felicitaciones, bendiciones y abrazos. Yo lo recibí todo con manos
temblorosas, labios fríos, cerebro vacilante y un corazón que se me había vuelto de
piedra. Todo desfilaba ante mí como un sueño. Observaba aquel desfile sin pensar
siquiera en quién iba a ser la víctima.
Regresé al convento. Pensé que mi destino estaba decidido; me sentía como el que ve
ponerse en movimiento una enorme maquinaria (cuyo trabajo consiste en triturarle), y la
mira horrorizado, pero con la fría apariencia del que analiza la complejidad de sus
engranajes, y calcula el impacto irresistible de su golpe. He leído acerca de un
desventurado judío14 que, por mandato de un emperador moro, fue expuesto en la arena
a la furia de un león que había sido mantenido en ayunas durante cuarenta y ocho horas
con este fin. El horrible rugido del hambriento animal hizo temblar a los verdugos
cuando ataron la cuerda alrededor del cuerpo de la gimiente víctima. Entre vanos
forcejeos, súplicas de misericordia y alaridos de desesperación, fue atado, izado y
bajado a la arena. En el momento de tocar el suelo, cayó petrificado, aterrado. No
profirió un solo grito... no fue capaz de respirar siquiera, ni de hacer un movimiento...
cayó, con todo el cuerpo contraído, como un bulto; y allí quedó, igual que una
protuberancia de la tierra. Lo mismo me ocurrió a mí: se habían acabado mis gritos y
forcejeos; había sido arrojado a la arena, y allí estaba. Yo me repetía: "Debo ser monje",
y ahí terminaba todo el debate. Si me alababan lo bien hechos que estaban mis deberes o
me reprendían porque estaban mal, yo no manifestaba ni alegría ni tristeza... decía
simplemente: "Debo ser monje". Si me instaban a que hiciera un poco de ejercicio en el
jardín del convento, o reprobaban mi exceso cuando paseaba después de las horas
permitidas, seguía contestando: "Debo ser monje". Eran muy indulgentes conmigo en lo
que atañía a estos vagabundeos. Que pronunciara los votos un hijo... el hijo mayor del
duque de Moncada, suponía un triunfo glorioso para los ex jesuitas; y no dejarían de
sacar el máximo provecho de ello.
»Me preguntaron qué libros quería leer... y contesté: "Los que ellos quieran".
Observaron que me gustaban las flores y los jarrones de porcelana, y los llenaban con el
más exquisito producto del jardín (renovándolo cada día), y de este modo embellecían
mi aposento. Me gustaba la música... lo descubrieron al incorporarme sin pensar al coro.
Mi voz era buena, y mi profunda tristeza confería un acento especial a mis cánticos, por
lo que estos hombres, siempre al acecho para captar cualquier cosa que les
engrandeciese a ellos o sirviese para embaucar a sus víctimas, me aseguraron que estaba
dotado de gran inspiración.
»Ante tales alardes de indulgencia, yo manifestaba siempre una ingratitud totalmente
ajena a mi carácter. Jamás leía los libros que me proporcionaban; desdeñaba las flores
con que llenaban mi habitación; en cuanto al soberbio órgano que introdujeron en mi
aposento, no lo toqué más que para sacar algunos acordes profundos y melancólicos de
sus llaves. A quienes me instaban lue empleara mi talento en la pintura o en la música,
seguía contestando la misma apática monotonía: "Debo ser monje".
14 Véase Anachronism prepense de Buffa. (N. del A.)
64
»-Pero hermano, el amar las flores, la música y todo cuanto puede consagrarse a Dios,
es digno también de la atención del hombre... ofendes a la indulgencia del Superior.
»-Puede ser.
»-Como muestra de reconocimiento a Dios, debes darle gracias por estas mavillosas
obras de su creación -a todo esto, yo tenía la habitación llena de rosas y claveles-; debes
agradecerle también las cualidades con que te ha distinguido para cantar sus
alabanzas..., tu voz es la más rica y poderosa de la Iglesia.
»-No lo dudo.
»-Hermano, me contestas al tuntún.
»- Tal como siento..., pero no me hagas caso.
»-¿Damos un paseo por el jardín?
»-Como quieras.
»-¿O prefieres ir en busca de un momento de consuelo con el Superior?
»-Como quieras.
»-Pero, ¿por qué hablas con esa indiferencia?, ¿acaso se puede apreciar el perfume de
las flores y las consolaciones de tu Superior a un mismo tiempo?
»-Eso creo.
»-¿Por qué?
»-Porque debo ser monje.
»-Pero hermano, ¿es que nunca dirás más frase que esa, que no contiene o significado
que el de la estupefacción y el delirio?
»-Es igual, imagíname entonces delirante y estupefacto... pero sé que debo ser monje.
»A estas palabras, que yo suponía que pronunciaba en un tono muy distinto del tono
habitual de la conversación monástica, intervino otro, y me preguntó qué decía en clave
tan baja.
»-Sólo decía -repliqué- que debo ser monje.
»-Gracias a Dios que no era algo peor -contestó el que había preguntado-; tu contumacia
tiene que haber agotado hace tiempo al Superior y a los hermanos. Gracias a Dios que
no es nada peor.
»Al oír esto, sentí que mis pasiones resucitaban. Exclamé:
»-¡Peor!, ¿qué más puedo temer yo? ¿Acaso no voy a ser monje?
»A partir de esa tarde (no recuerdo cuándo fue) mi libertad quedó restringida; ya no se
me permitió pasear, conversar con los demás compañeros o novicios; dispusieron una
mesa aparte para mí en el refectorio, y durante los oficios los otros asientos que estaban
junto al mío permanecieron vacíos..., aunque mi celda seguía adornada con flores y
grabados, y me dejaban sobre la mesa juguetes exquisitamente trabajados. No me daba
cuenta de que me trataban como a un lunático, aunque mis expresiones estúpidamente
repetidas podían justificar muy bien la actitud de todos hacia mí... Ellos tenían sus
propios planes de acuerdo con el director; mi silencio los justificaba. El director venía a
verme con frecuencia y los desdichados hipócritas le acompañaban hasta mi celda. Por
lo general (y a falta de otra ocupación), me encontraban arreglando las flores o mirando
los grabados; y entonces le decían:
»-Como veis, es todo lo feliz que quiere; no necesita nada... está completamente
ocupado cuidando sus rosas.
»-No, no estoy ocupado -replicaba yo-; ¡ocupación es lo que me falta!
»Entonces ellos se encogían de hombros, intercambiaban misteriosas miradas con el
director, y yo me alegraba de verles marcharse, sin pensar en la amenaza que su
ausencia significaba para mí. Porque entonces se sucedían las consultas en el palacio de
Moncada, sobre si se me podría persuadir para que mostrara la suficiente lucidez para
permitirme pronunciar los votos. Parecía que los reverendos padres estaban tan
65
deseosos de convertir en santo a un idiota como sus antiguos enemigos los moros. Había
ahora toda una facción confabulada contra mí; para hacerle frente se requería algo más
que la fuerza de un hombre. Todo eran atribulados viajes del palacio de Moncada al
convento y viceversa. Yo era loco, contumaz, herético, idiota... de todo... cualquier cosa
que pudiese aliviar la celosa angustia de mis padres, la codicia de los monjes o la
ambición de los ex jesuitas, que se reían del terror de los demás y permanecían atentos a
sus propios intereses. Les preocupaba bien poco que estuviese loco o no; alistar a un
hijo de la primera casa de España entre sus miembros, tenerle prisionero por loco, o
exorcizarlo por endemoniado, era lo mismo. Sería un coup de théâtre; y con tal de
asumir ellos los primeros papeles, les importaba muy poco la catástrofe.
Afortunadamente, durante toda esta conmoción de impostura, temor, falsedad y
tergiversación, el Superior se mostró imperturbable. Dejó que siguiera el tumulto, que
aumentara en importancia; él había decidido que yo tenía la suficiente lucidez para
pronunciar los votos. Yo ignoraba todo esto; y me quedé asombrado cuando se me
llamó al locutorio la víspera de mi noviciado. Había llevado a cabo mis ejercicios
religiosos con normalidad, no había recibido amonestación alguna del maestro de los
novicios, y me hallaba totalmente desprevenido para la escena que me esperaba. En el
locutorio estaban reunidos mi padre, mi madre, el director y otras personas a las que yo
no conocía. Avancé con expresión serena y paso regular. Creo que era tan dueño de mis
facultades como cualquiera. El Superior, cogiéndome del brazo, me paseó por la
estancia, diciendo:
»-Mira...
» Yo le interrumpí:
»-Señor; ¿a qué viene esto?
»Por toda respuesta, se limitó a ponerme el dedo en los labios; y luego me pidió que
mostrara mis dibujos. Los traje y los ofrecí, con una rodilla en el suelo, primero a mi
madre y luego a mi padre. Eran bocetos de monasterios y prisiones. Mi madre apartó los
ojos... mi padre, apartando los dibujos, dijo:
»- Yo no entiendo de estas cosas.
»-Pero os gusta la música, sin duda. Debéis oírle tocar.
»Había un pequeño órgano en la estancia adyacente al locutorio; a mi madre no se le
permitió pasar. Inconscientemente, elegí el "Sacrificio de Jephtha". Mi padre se afectó
mucho y me pidió que parara. El Superior creyó que era no sólo un tributo a mi talento,
sino un reconocimiento de la eficacia de su institución, y aplaudió sin discreción ni
mesura. Hasta ese momento, jamás pensé que podía ser el motivo de una reunión en el
convento. El Superior estaba decidido a hacerme jesuita, y por tal motivo defendía mi
cordura. Los monjes querían que hubiera un exorcismo, un auto de fe, alguna bagatela
por el estilo, para distraer la monotonía monástica, y por ello estaban deseosos de que
yo estuviera o pareciese trastornado o poseso. Sin embargo, fracasaron sus piadosos
deseos. Acudí cuando me llamaron, me comporté con escrupulosa corrección, y se
designó el día siguiente para que pronunciara los votos.
»Ese día siguiente... ¡Ah, ojalá pudiera describirlo!... pero es imposible; el profundo
estupor en que me sumí me impedía tener conciencia de cosas que habrían chocado al
espectador más indiferente. Estaba tan abstraído que, aunque recuerdo los hechos, no
puedo referir el más ligero indicio de los sentimientos que suscitaron. Esa noche dormí
profundamente hasta que me despertó una llamada a la puerta:
»-Hijo mío, ¿qué haces?
»Reconocí la voz del Superior, y contesté:
»-Estaba durmiendo, padre.
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»- Yo estaba macerando mi cuerpo por ti a los pies del altar, hijo: el flagelo está rojó
con mi sangre.
»No contesté, porque pensé que la maceración la merecía mucho más el traidor que el
traicionado. Sin embargo, me equivocaba; porque, en realidad, el Superior sentía cierta
compunción, y había asumido esta penitencia por mi repugnancia y enajenación mental
más que por sus propios pecados. Pero, ¡cuán falso es el tratado con Dios que firmamos
con nuestra propia sangre, cuando Él mismo ha declarado que sólo aceptará un
sacrificio, el del Cordero, desde la creación del mundo! Dos veces se me turbó de ese
modo durante la noche, y las dos veces contesté lo mismo. El Superior, no tengo la
menor duda, era sincero. Él creía que lo hacía todo para mayor gloria de Dios, y sus
hombros ensangrentados daban testimonio de su celo. Pero yo me encontraba en tal
estado de osificación mental que ni sentía, ni oía, ni entendía; y cuando llamó por
segunda y tercera vez a la puerta de mi celda para anunciar la severidad de sus
maceraciones y la eficacia de intercesión ante Dios, contesté:
»-¿No se permite a los criminales dormir la noche antes de su ejecución?
»Al oír estas palabras, que seguramente le hicieron estremecer, el Superior cayó de
rodillas ante la puerta de mi celda, y yo me di la vuelta para seguir durmiendo. Pero
pude oír las voces de los monjes cuando levantaron al Superior y lo trasladaron a su
celda. Decían:
»-Es incorregible... os humilláis en vano; cuando sea nuestro, le veréis como un ser
distinto... entonces se postrará ante vos.
»Oí esto y me dormí.
»Llegó la mañana; yo sabía lo que traería el nuevo día: me había representado toda la
escena en mi mente. Imaginé que presenciaba las lágrimas de mis padres, la simpatía de
la congregación. Me pareció ver temblar las manos de los sacerdotes al sacudir el
incienso, y estremecerse a los acólitos que sostenían sus casullas. De pronto, mi ánimo
cambió: Sentí... ¿qué fue lo que sentí?.. una mezcla de malignidad, desesperación y de
fuerza de lo más formidable. Un relámpago pareció brotar de mis ojos ante una
posibilidad: podía cambiar los papeles de sacrificantes y sacrificado en un segundo;
podía fulminar a mi madre con una palabra, cuando estuviera allí de pie... podía partirle
el corazón a mi padre con una simple frase... podía sembrar más desolación a mi
alrededor de la que aparentemente pueden causar el vicio, el poder o la maldad humanas
en sus víctimas más despreciables... ¡Sí!, esa madrugada sentí en mí la pugna de la
naturaleza, el sentimiento, la compunción, el orgullo, la malevolencia y la
desesperación. Los primeros eran parte de mi ser, los segundos los había adquirido
todos en el convento. Dije a los que me asistían esa mañana:
»-Me estáis ataviando para hacer de víctima, pero puedo convertir a mis verdugos en
víctimas, si quiero -y solté una carcajada.
»Mi risa dejó aterrados a los que me rodeaban; se retiraron, y fueron a comunicar mi
estado al Superior. Vino éste a mi aposento; el convento entero se sintió alarmado,
estaba en juego su prestigio; se habían hecho ya todos los preparativos... y todo el
mundo había decidido que yo debía ser monje, loco ono.
»El Superior estaba aterrado, lo vi en cuanto entró en mi celda.
»-Hijo mío, ¿qué significa todo esto?
»-Nada, padre, nada; sólo que me ha venido de repente una idea.
»- Ya la discutiremos en otra ocasión, hijo; ahora...
»-Ahora -repetí yo con una carcajada que debió de lacerar los oídos del Superior-, ahora
sólo tengo una alternativa que proponeros: que mi padre mi hermano ocupen mi lugar...
eso es todo. Yo jamás seré monje.
67
»El Superior, ante estas palabras, empezó a pasear por la celda. Yo corrí tras él,
exclamando en un tono que sin duda debió llenarle de horror:
»-Me niego a pronunciar los votos; que los que quieren obligarme carguen con la culpa;
que expíe mi padre, en su propia persona, el pecado de haberme traído al mundo; que
sacrifique mi hermano su orgullo... ¿por qué debo ser yo la víctima del crimen de uno y
de las pasiones del otro?
»-Hijo mío, todo eso ya quedó acordado antes.
»-Sí, ya lo sé..., ya sé que se me condenó, por decreto del Todopoderoso cuando aún
estaba en el vientre de mi madre; pero jamás suscribiré ese decreto con mi propia mano.
»-Hijo mío, qué puedo decirte yo... has aprobado ya tu noviciado.
»-Sí, en un estado de completa estupefacción.
»- Todo Madrid ha acudido aquí para oírte pronunciar los votos.
»-Entonces, todo Madrid me oirá renunciar a ellos y repudiarlos.
»-Éste es el día señalado. Los ministros de Dios están preparados para entregarte a sus
brazos. El cielo y la tierra, todo cuanto tiene valor en el tiempo o es precioso para la
eternidad, ha sido llamado aquí, y espera oír las irrevocables palabras que sellarán tu
salvación y confirmarán la de aquellos quienes tú amas. ¿Qué demonio ha tomado
posesión de ti, hijo, y te ha atrapado en el instante en que avanzabas hacia Cristo para
derribarte y despedazarte? ¿Cómo podré, cómo podría la comunidad, y todas las almas
que debe escapar al castigo por el mérito de tus oraciones, responder ante Dios de tu
horrible apostasía?
»-Que respondan de sí mismas... que cada uno de nosotros responda de mismo; ése es el
dictado de la razón.
»-¿De la razón, mi pobre y alucinado hijo, cuando la razón no tiene nada que ver con la
religión?
»Me senté, crucé los brazos sobre el pecho, y me abstuve de contestar una sola palabra.
El Superior se quedó de pie, con los brazos cruzados también, cabeza inclinada y toda
su figura adoptó un aire de honda y mortificada meditación. Cualquier otro podría
haberle imaginado buscando a Dios en los abismos del pensamiento, pero yo sabía que
lo estaba buscando donde jamás lo encontraría: en el abismo de ese corazón que es
"falso y desesperadamente malvado”. Se acercó a mí; y exclamé:
»-¡No os acerquéis!... Ahora vais a repetirme la historia de mi sumisión; pues yo os digo
que era fingida; y la regularidad de mis ejercicios devotos, completamente maquinal o
falsa; y mi conformidad con la disciplina la observé con la esperanza de escapar de ella
en última instancia. Ahora siento mi conciencia descargada y mi corazón aliviado. ¿Me
oís, comprendéis lo que digo? Éstas son las primeras palabras verdaderas que pronuncio
desde que entré en estos muros, las únicas que pronunciaré dentro de ellos, quizá;
conservadlas siempre, arrugad el ceño, santiguaos y elevad los ojos cuanto queráis.
Continuad vuestro drama religioso. ¿Qué es lo que veis ante vos tan horrible que
retrocedéis, os santiguáis y alzáis los ojos y las manos al cielo? ¡Un ser al que la
desesperación empuja a proclamar una desesperada verdad! Puede que la verdad resulte
horrible para quienes viven en un convento, cuya vida es artificiosa y pervertida; cuyos
corazones se encuentran falseados hasta más allá de lo que alcanza la mano del cielo
(que ellos se enajenan con su hipocresía). Pero siento que, en este momento, produzco
menos horror a los ojos de Dios que si me hallara en el altar (al que me empujáis),
ofendiéndolo con unos votos que mi corazón pugnará por rechazar tan pronto como los
pronuncie.
»Tras estas palabras, que dije sin duda con la más grosera e insultante violencia, casi
esperé que me derribara de una bofetada, que llamara a los hermanos legos para que me
llevaran a la clausura o me encerraran en la mazmorra del convento, sabía que existía tal
68
lugar. Quizá deseaba yo todo eso. Empujado hasta el último extremo, sentí una especie
de orgullo empujándoles yo a ellos también. Estaba dispuesto a arrastrar cualquier cosa
que provocara mi violenta excitación, cualquier rápida y vertiginosa contingencia,
incluso cualquier intenso sufrimiento, y preparado para hacerles frente. Pero tales
paroxismos se agotan muy pronto, y nos agotan a nosotros igualmente por su misma
violencia.
»Asombrado ante el silencio del Superior, alcé los ojos hacia él. Dije, en un tono
moderado que sonó extraño incluso a mis propios oídos:
»-Bien, decidme cuál es mi sentencia.
»Siguió callado. Había observado la crisis, y ahora, hábilmente, estudiaba las
características de la enfermedad mental para aplicar sus remedios. Seguía de pie, delante
de mí, manso e inmóvil, con los brazos cruzados, los ojos bajos, sin la menor muestra
de resentimiento en toda su actitud. Los pliegues de su hábito, renunciando a revelar su
agitación interior, parecían tallados en piedra. Su silencio, imperceptiblemente, me
apaciguó, y me reproché el haberme dejado llevar por mi violencia. Así nos dominan los
hombres de este mundo con sus pasiones, y los del otro con el aparente sometimiento de
ellas. Por último, dijo:
»-Hijo mío, te has rebelado contra Dios, te has resistido a su Santo Espíritu, has
profanado su santuario y has ofendido a su ministro; y yo, en su nombre y en el mío
propio, te lo perdono todo. Juzga los diversos caracteres de nuestros sistemas por los
distintos resultados en nosotros dos. Tú injurias, difamas y acusas..., yo bendigo y
perdono: ¿quién de nosotros se encuentra, pues, bajo la influencia del evangelio de
Cristo, y al amparo de la bendición de la Iglesia? Pero dejando aparte esa cuestión, que
no estás en este momento en condiciones de decidir, abordaré sólo un asunto más; si eso
fracasa, no me volveré a oponer a tus deseos, ni te incitaré a prostituirte con un
sacrificio que el hombre despreciaría, y Dios tendría que desdeñar. Y es más, haré
incluso cuanto esté de mi mano por complacer tus deseos, que desde ahora los hago
también míos.
»Al oír estas palabras, tan sinceras y llenas de bondad, me sentí impulsado a
arrodillarme a sus pies; pero el temor y la experiencia me contuvieron, y me limité a
hacer un gesto de reverencia.
»-Prométeme únicamente que esperarás con paciencia hasta que haya acabado de
exponerte la última cuestión; si tiene éxito o no, es cosa que me interesa bien poco, y
me preocupa menos aún.
»Se lo prometí... y se marchó. Poco después regresó. Su semblante estaba algo más
alterado; pero siguió luchando por conservar la expresión severa. Notaba en él cierta
agitación; pero no sabía si provenía de él o de mí. Dejó la puerta entornada, y lo primero
que dijo me dejó perplejo:
»-Hijo mío, tú estás muy familiarizado con las historias clásicas.
»-Pero, ¿qué tiene que ver eso, padre?
»-¿Recuerdas la famosa anécdota del general romano que echó a puntapiés, de los
peldaños de su tribuna, al pueblo, a los senadores y a los sacerdotes, atropelló la ley,
injurió a la religión, pero al final se sintió conmovido por la naturaleza, pues se aplacó
cuando su madre se prosternó ante él exclamando: "Hijo mío, antes de pisar las calles
de Roma tendrás que pisar el cuerpo de la que te ha dado la vida”?
»-Lo recuerdo; pero ¿con qué objeto lo decís?
»-Con éste-y abrió la puerta de par en par-; muestra ahora, si puedes, más obcecación
que un pagano.
»Al abrirse la puerta, vi a mi madre en el umbral, postrada y con el rostro en el suelo. y
dijo con voz ahogada:
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»-Avanza... rompe con tus votos... pero tendrás que perjurar sobre el cuerpo de tu
madre.
»Traté de levantarla; pero ella se pegó al suelo, repitiendo las mismas palabras; y su
espléndido vestido, que se extendía sobre las losas con sus joyas y su terciopelo,
contrastaba tremendamente con su postura humillada, y con la desesperación que ardía
en sus ojos cuando los alzó hacia mí un instante. Crispado de angustia y de horror, me
tambaleé, yendo a parar a los brazos del Superior, quien aprovechó ese momento para
llevarme a la iglesia. Mi madre nos siguió... y prosiguió la ceremonia. Pronuncié los
votos de castidad, pobreza y obediencia, y unos instantes después mi destino estaba
decidido [...].
»Se sucedieron los días, uno tras otro, durante muchos meses, pero no dejaron en mí
recuerdo alguno, ni deseo de tener ninguno tampoco. Debí de experimentar muchas
emociones; pero todas se aplacaron como las olas del mar bajo la oscuridad de un cielo
de medianoche: su agitación prosigue; pero no hay luz que delate su movimiento ni
indique cuándo se elevan o se hunden. Un profundo estupor dominaba mis sentidos y mi
alma; y quizá, en este estado, me encontraba en las condiciones más idóneas para la
existencia monótona a la que estaba condenado. Lo cierto es que llevaba a cabo todas
las ocupaciones conventuales con una regularidad irreprochable y una apatía que no
dejaba de ser elogiada. Mi vida era un mar sin corrientes. Obedecía los mandatos con la
misma maquinal puntualidad que la campana llamando a los oficios. Ningún autómata,
construido de acuerdo con los más perfectos principios de la mecánica, y obediente a
dichos principios con una exactitud casi milagrosa, podría dar a un artista menos
ocasión para quejas o decepciones de la que daba yo al Superior y a la comunidad. Era
siempre el primero en el coro. No recibía visitas en el locutorio... y cuando se me
permitía salir, declinaba tal permiso. Si se me imponía alguna penitencia, me somería a
ella; si se nos concedía algún solaz, jamás participaba en él. Nunca solicité que se me
dispensara de los maitines ni de las vigilias. En el refectorio permanecía callado; en el
jardín, paseaba solo. Ni pensaba, ni sentía, ni vivía... si la vida depende de la conciencia,
y los movimientos de la voluntad. Dormía en mi existencia como el Simurgh de la
fábula persa, pero este sueño no iba a durar mucho tiempo. Mi retraimiento y mi
tranquilidad no convenían a los jesuitas. Mi estupor, mi paso sigiloso, mis ojos fijos, mi
profundo mutismo podían muy bien imbuir a una comunidad supersticiosa la idea de
que no era un ser humano quien deambulaba por sus claustros y frecuentaba su coro.
Pero ellos abrigaban ideas muy distintas. Consideraban todo esto como un tácito
reproche a los esfuerzos, disputas, intrigas y estratagemas en las que andaban
entregados en cuerpo y alma desde la mañana a la noche. Quizá creían que me mantenía
reservado sólo para vigilarles. Quizá no había motivos de curiosidad o de queja en el
convento, en esa época... Una pizca servía para ambas cosas.
»Sin embargo, comenzó a revivir la vieja historia de mi trastorno mental, y decidieron
sacar de ella todo el partido posible. Murmuraban en el refectorio, conferenciaban en el
jardín..., movían negativamente la cabeza, me señalaban en el claustro y, finalmente,
llegaron al convencimiento de que lo que ellos deseaban o imaginaban era cierto. Luego
sintieron todos sus conciencias interesadas en la investigación; y un grupo escogido,
encabezado por un viejo monje de bastante influencia y reputación, fue a hablar con el
Superior. Le hablaron de mi desasimiento, mis movimientos maquinales, mi figura de
autómata, mis palabras incoherentes, mi estúpida devoción, mi total extrañamiento
respecto al espíritu de la vida monástica, mientras que mi escrupulosa, rígida e
inflexible actitud formal era meramente una parodia. El Superior les escuchó con suma
indiferencia. Se había puesto de acuerdo secretamente con mi familia, había
conferenciado con el director y se había prometido a sí mismo que yo sería monje. Lo
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había conseguido a costa de muchos esfuerzos (con el resultado que se ha visto), y ahora
le preocupaba poco que estuviera loco o no. Con gesto grave, les prohibió que volvieran
a entremeterse en este asunto, y les advirtió que se reservaba para sí toda futura
indagación. Se retiraron vencidos, pero no desalentados, y acordaron vigilarme
conjuntamente; o sea, acosarme, perseguirme y atormentarme, atribuyéndome un
carácter que era producto de su malicia, de su curiosidad o de la ociosidad e impudicia
de su desocupada inventiva. A partir de entonces, el convento entero se convirtió en un
tumulto de conspiración y conjura. Las puertas sonaban allí donde me oían acercarme; y
siempre había tres o cuatro susurrando donde yo paseaba; y carraspeaban, se hacían
señas y, de manera audible, se ponían a hablar de los temas más triviales en mi
presencia, dando a entender, mientras fingían disimular, que su último tema de
conversación había sido yo. Yo me reía en mi interior. Me decía: "Pobres seres
pervertidos, con qué afectación de bullicio y aparato dramático os afanáis en distraer
la miseria de vuestra vacuidad sin esperanza; vosotros lucháis, yo me someto". No
tardaron las trampas que preparaban en estrecharse a mi alrededor, y se fueron metiendo
en mi camino con una asiduidad que yo no podía evitar, y una aparente benevolencia
que me costaba trabajo rechazar. Decían con el tono más suave:
»-Querido hermano, estás melancólico..., te devora la desazón..., quiera Dios que
nuestros fraternales esfuerzos logren disipar tu pesadumbre. Pero ¿de dónde te viene esa
melancolía que parece consumirte?
»Ante estas palabras, yo no podía evitar mirarles con ojos llenos de reproche, y creo que
de lágrimas también... aunque sin decir palabra. El estado en que ellos me veían era
causa suficiente para la melancolía que me reprochaban.
»Fracasado este ataque, adoptaron otro método. Intentaron hacerme participar en las
reuniones del convento. Me hablaron de mil cosas sobre injustas parcialidades y
castigos arbitrarios que en un convento se daban a diario, Aludieron a un hermano,
anciano y de precaria salud, al que se obligaba a asistir a maitines, cuando el médico
que les asistía había advertido que eso le mataría; y efectivamente, había muerto,
mientras que un joven favorito, rebosante de salud, estaba dispensado de los maitines
siempre que quería quedarse en cama hasta las nueve de la mañana; se quejaron de que
el confesonario no estaba atendido como debía (y quizá esto había influido en mí,
añadió otro), y de que el torno tampoco estaba bien atendido. Este conjunto de voces
disonante esta tremenda transición que iba desde quejarse de descuidar los misterios del
alma en su más profunda comunión con Dios hasta los más ínfimos detalles de los
abusos en materia de disciplina conventual, me sublevaron inmediatamente. Hasta
entonces había ocultado con dificultad mi desagrado, pero ahora me notó de tal modo
que la reunión abandonó sus propósitos por el momento e hizo señas a un monje de
experiencia para que me acompañara en mi solitario paseo, al apartarme de ellos. Se
acercó a mí y dijo:
»-Hermano, estás solo.
»-Es que quiero estarlo.
»-Pero ¿por qué?
»-No estoy obligado a declarar mis razones.
»-Cierto; pero puedes confiármelas a mí.
»-No tengo nada que confiar.
»-Comprendo... Por nada del mundo quisiera entrometerme en tu vida; reserva eso para
amigos más dignos.
»Me pareció bastante raro que, al mismo tiempo que me pedía confianza declarara que
comprendía que no tuviese nada que confiarle a él... y, finalmente, me rogara que
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reservase mis confidencias para los amigos más allegados. Guardé silencio, sin
embargo, hasta que dijo:
»-Pero, hermano, a ti te devora el aburrimiento.
»Seguí callado.
»-Ojalá encontrase el medio de disiparlo -dije mirándole con serenidad-; ¿se puede
encontrar ese medio entre los muros de un convento?
»-Sí, mi querido hermano..., desde luego que sí; el debate en que se halla enzarzada la
comunidad del convento sobre la mejor hora para maitines, ya que el Superior quiere
restablecer la antigua.
»-¿ y qué diferencia hay entre una y otra?
»-Cinco minutos largos. -
»-Reconozco la importancia de la cuestión.
»-¡Oh!, una vez que empieces a comprenderlo, tu felicidad en el convento será
interminable. Siempre hay algo de qué preocuparse y por qué discutir. Interésate,
querido hermano, en estas cuestiones, y no tendrás un solo momento de aburrimiento
por el que lamentarte.
»Al oír esto, clavé los ojos en él. Dije serenamente, aunque creo que con énfasis:
»-Entonces no tengo más que remover en mi propio espíritu el aburrimiento, la maldad,
la curiosidad, y todas las pasiones contra las que vuestro retiro debiera protegerme, para
hacer ese retiro soportable. Perdóname si no puedo, como vosotros, pedirle a Dios
permiso para pactar con su enemigo la corrupción que fomento, mientras me jacto de
rezar contra ella.
»Guardó silencio, alzó las manos y se santiguó; y yo me dije: "Que Dios perdone tu
hipocresía”, mientras él tomaba otro rumbo y repetía a sus compañeros:
»-Está loco, irremisiblemente loco.
»-Entonces ¿qué? -dijeron varias voces.
»Hubo un cuchicheo apagado. Vi juntarse varias cabezas. No sabía qué estarían
tramando, ni me importaba. Seguí paseando solo; era una deliciosa noche de luna. Veía
el resplandor entre los árboles, pero los árboles me parecían murallas. Sus troncos eran
como el diamante, y sus entrelazadas ramas parecían enroscarse en abrazos que decían:
"De aquí no se puede pasar".
»Me senté al lado de una fuente: junto a ella había un álamo corpulento; lo recuerdo
muy bien. Un anciano sacerdote (el cual, aunque yo no lo había notado, se había
apartado de los demás) se sentó cerca de mí. Empezó a hacer triviales comentarios sobre
la transitoriedad de la vida humana. Yo moví negativamente la cabeza, y él comprendió,
por una especie de intuición que no suele ser infrecuente entre los jesuitas, que no era
por ahí. Cambió de tema, y comentó la belleza de la floresta y la limpia pureza del
manantial. Yo asentí. Y añadió:
»-¡Ojalá fuese la vida tan pura como ese riachuelo!
» Yo suspiré:
»-¡Ojalá fuese la vida tan fresca y tan fecunda para mí como la de ese árbol!
»-Pero, hijo mío, ¿acaso no se secan las fuentes y se marchitan los árboles?
»-Sí, padre, sí; la fuente de mi vida se ha secado y la rama verde de mi vida se ha
agostado para siempre.
»Al pronunciar estas palabras, no pude reprimir unas lágrimas. El padre se sintió
embargado por lo que él llamó el momento en que Dios exhalaba su hálito sobre mi
alma. Nuestra conversación fue muy larga, y yo le escuchaba con una especie de
desganada y obstinada atención; porque, involuntariamente, me había sentido inclinado
a reconocer que era la única persona en toda la comunidad que jamás me había
hostigado con la más ligera impertinencia antes ni después de mi profesión: cuando se
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dijeron las peores cosas de mí, jamás les había prestado oídos; y cuando se vaticinaron
los peores augurios sobre mí, había movido la cabeza y había guardado silencio. Su
carácter era intachable, y sus observaciones religiosas me parecían tan ejemplares y
acertadas como las mías propias. Con todo, no me fiaba de él, como de ningún ser
humano; pero le escuchaba con paciencia; y mi paciencia no debió de ser insignificante,
pues al cabo de una hora (yo no sabía que nuestra conversación estuviese permitida
hasta muy pasada la hora de nuestro retiro habitual), volvió a repetir:
»-Mi querido hijo, ya verás cómo te reconcilias con la vida conventual.
»-Padre, eso no sucederá nunca, nunca... a menos que esta fuente se agote y este árbol
se seque de la noche a la mañana.
»-Hijo, Dios ha hecho muchas veces milagros más grandes para salvar un alma.
»Nos separamos, y me retiré a mi celda. No sé qué hicieron él y los demás, pero antes
de maitines se armó tal alboroto en el convento que cualquiera habría pensado que se
había incendiado Madrid. Los seminaristas, los novicios y los monjes iban de celda en
celda, subían y bajaban las escaleras, corrían alocados por los pasillos y sin que nadie
les dijera nada...; reinaba la más completa confusión. Ni sonaba la campana, ni se
impartían órdenes para restablecer la tranquilidad; la voz de la autoridad parecía haber
sido acallada para siempre con los gritos alborotados. Desde la ventana, les vi correr por
el jardín en todas las direcciones, abrazándose unos a otros, deshaciéndose en
exclamaciones, rezando, pasando con mano trémula las cuentas de sus rosarios y
alzando los ojos en éxtasis. El júbilo de un convento tiene algo de burdo, de antinatural,
y hasta de alarmante. Inmediatamente entré en sospechas, pero me dije: "Lo peor ya ha
pasado; después de haberme hecho monje, no me pueden hacer ya nada peor". No tardé
en salir de dudas. Un ruido de pasos se acercó a mi puerta.
»-Deprisa, hermano; ven corriendo al jardín.
»No tuve elección; me rodearon y casi me transportaron ellos mismos.
»Allí estaba reunida la comunidad entera, el Superior entre ellos, sin intentar reprimir el
alboroto, sino más bien alentándolo. Cada rostro estaba encendido de gozo, y los ojos
despedían una luz especial, pero todas las manifestaciones me parecían falsas e
hipócritas, Me condujeron, o más bien me arrastraron, hasta el lugar donde yo había
estado conversando largamente la noche anterior. La fuente se había secado y el árbol se
habla marchitado. Me quedé atónito, mientras todos repetían a mi alrededor: "¡Milagro!
¡Milagro!" "¡Dios mismo confirma tu vocación con su propia mano!"
»El Superior hizo un gesto para que callaran. Luego se dirigió a mí con voz serena:
»-Hijo mío, se te requiere tan sólo para que creas en la evidencia de tus propios ojos.
¿Tendrás por engañosos tus mismos sentidos, antes que creer a Dios? Póstrate, te lo
suplico, ante Él, y reconoce al punto, por un público y solemne acto de fe, esa
misericordia que no ha dudado en realizar un milagro para brindarte la salvación.
» Yo me sentía más asombrado que conmovido por lo que veía y oía, pero me arrodillé
delante de todos ellos, tal como se me pedía. Junté mis manos, y dije en voz alta:
»-Dios mío, si te has dignado hacer este milagro por mí, sin duda me iluminarás y
enriquecerás con la gracia para comprenderlo y apreciarlo. Mi mente está confundida,
pero tú puedes iluminarla. Mi corazón es duro, pero no está más allá del alcance de tu
omnipotencia tocarlo y someterlo. Una señal que en él reciba en este instante, un
susurro que vibre en sus recónditos espacios, no será menos revelador de tu
misericordia que una señal en la materia inanimada, que sólo ofusca mis sentidos.
»El Superior me interrumpió.
»-¡Detente! -dijo-. ¡Ésas no son las palabras que deberías usar! Tu verdadera fe es
incredulidad, y tu oración, una irónica ofensa a la misericordia que finges suplicar.
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»-Padre, poned las palabras que queráis en mi boca, y yo las repetiré... Si no me
convenzo, al menos me someto.
»-Debes pedir perdón a la comunidad por la ofensa que tu tácita repugnancia a la vida
de Dios le ha infligido -así lo hice-. Debes expresar tu agradecimiento a la comunidad
por la alegría que han testimoniado todos ante esta milagrosa prueba de la autenticidad
de tu vocación -así lo hice-. Debes agradecer a Dios, también, la visible intercesión de
su poder sobrenatural, no tanto en desagravio de su gracia como por el honor para esta
casa, que ha tenido a bien iluminar y dignificar con un milagro.
»Dudé un poco. Dije:
»-Padre, ¿se me permite pronunciar esa oración interiormente?
»El Superior vaciló también; pensó que no estaría bien llevar las cosas demasiado lejos,
y dijo finalmente:
»-Como quieras.
» Yo estaba todavía de rodillas junto al árbol y la fuente. Me postré entonces con el
rostro contra tierra y oré íntima e intensamente, mientras todos me rodeaban de pie;
pero las palabras de mi plegaria fueron bien distintas de las que ellos suponían. Al
incorporarme, fui abrazado por media comunidad. Algunos llegaron incluso a derramar
lágrimas, cuya fuente no estaba seguramente en sus corazones. La alegría hipócrita
ofende sólo al incauto, pero la aflicción hipócrita degrada al que la finge. Ese día
transcurrió enteramente en una especie de orgía. Se abreviaron los ejercicios, se
embellecieron las colaciones con confites y dulces, y todos recibieron permiso para ir de
unas celdas a otras sin una orden especial del Superior. Circularon entre todos los
miembros presentes de chocolate, rapé, agua granizada, licores y (lo que era más
aceptable y necesario) servilletas y toallas del más fino y blanco damasco. El Superior
estuvo encerrado la mitad del día con dos hermanos discretos, como todos los llamaban
(es decir hombres elegidos para asesorar al Superior, en el supuesto de su absoluta e
inusitada incapacidad, de la misma manera que el papa Sixto fue elegido por su
supuesta imbecilidad), para preparar un informe autentificado del milagro que debía ser
despachado a los principales conventos de España. No era necesario distribuir la noticia
por Madrid, ya que la habían conocido una hora después de que ocurriera... Los
maliciosos dicen que una hora antes.
»Debo confesar que el agitado alborozo de ese día, tan distinto de los que yo había visto
transcurrir en el convento anteriormente, produjo en mí un efecto imposible de
describir. Me acariciaron, me convirtieron en el héroe de la fiesta (una fiesta conventual
siempre tiene algo de singular y de artificial), casi me deificaron. Yo me entregué a la
embriaguez del día: me creí verdaderamente el favorito de la deidad durante unas horas.
Me dije a mí mismo mil cosas lisonjeras. Si esta impostura fue criminal, expié mi
crimen muy pronto. Al día siguiente todo recobró su orden habitual, y comprobé cómo
la comunidad era capaz de pasar en un momento del extremo desorden a la rigidez de
sus costumbres cotidianas.
»Mi convicción a este respecto no disminuyó en los inmediatos días que siguieron. Las
oscilaciones de un convento vibran con un intervalo muy corto. Un día todo es regocijo,
y al siguiente, inexorable disciplina.
»Unos días después tuve una prueba sorprendente de ese fundamento por el que, a pesar
del milagro, mi repugnancia por la vida monástica seguía incólume. Alguien, se dijo,
había cometido una pequeña infracción de las reglas monásticas. Afortunadamente, la
ligera infracción fue cometida por un pariente lejano del Arzobispo de Toledo, y
consistia tan sólo en haber entrado en la iglesia en estado de embriaguez (vicio raro
entre los españoles), intentar desalojar al predicador de su púlpito; cosa que al no poder
hacer, se subió a horcajadas, como pudo, en el altar, derribó los cirios, volcó los jarrones
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y el copón, y trató de arrancar, como con las garras de un demonio, la pintura que
colgaba encima de la mesa lateral, soltando sin parar las más horribles blasfemias y
pidiendo el retrato de la Virgen en un lenguaje irrepetible. Se celebró una consulta. La
comunidad, como es de suponer, armó un escándalo horrible durante el incidente.
Todos, excepto yo, se alarmaron y alborotaron. Se habló mucho de la Inquisición: el
escándalo era atroz; el desafuero imperdonable, y la reparación imposible. Tres días
después llegó orden del Arzobispo de suspender todos los trámites; y al día siguiente, el
joven que había cometido tan sacrílega afrenta compareció en la sala de sesiones de los
jesuitas, donde se hallaban reunidos el Superior y unos cuantos monjes, leyó un breve
texto que uno de ellos había preparado para él sobre la expresiva palabra "Ebrietas", y
se marchó a tomar posesión de una gran prebenda de la diócesis de su pariente el
Arzobispo. Justo al día siguiente de esta escandalosa escena de componenda, impostura
y profanación, un monje fue sorprendido cuando se dirigía, después de la hora
permitida, a una celda contigua a devolver un libro que le habían prestado. En castigo
por este delito, fue obligado a permanecer sentado durante la refección, y por tres días
consecutivos, descalzo y con la túnica del revés, en una losa del suelo de la sala. Fue
obligado a acusarse de toda suerte de crímenes, muchos de los cuales no resultaría
decoroso mencionar, y a exclamar de vez en cuando: "¡Dios mío, justo es mi castigo!"
El segundo día descubrieron que una mano compasiva había colocado una esterilla
debajo de él. Inmediatamente se produjo una conmoción en el refectorio. El pobre
desdichado se encontraba aquejado de una enfermedad que convertía en algo peor que
la muerte el permanecer sentado, o más bien tendido, sobre las losas del suelo; y algún
ser misericordioso le había puesto subrepticiamente la esterilla. En seguida se inició una
investigación. Un joven en quien no había reparado yo antes se levantó de la mesa y,
arrodillándose ante el Superior, confesó su culpa. El Superior adoptó una expresión
severa, se retiró con algunos monjes ancianos para deliberar sobre este nuevo crimen de
humanidad, y unos momentos después sonó la campana anunciando a todos que
debíamos retirarnos a nuestras celdas. Nos retiramos temblando, y mientras nos
postrábamos ante el crucifijo de nuestras celdas, nos preguntamos quién sería la
siguiente víctima, o en qué consistiría su castigo. Sólo volví a ver a este joven una vez.
Era hijo de una rica e influyente familia; pero ni aun su riqueza contrarrestaba su
contumacia, en opinión del convento, es decir, de los cuatro monjes de rígidos
principios con los que el Superior consultaba todas las noches. Los jesuitas son
proclives a adular al poder; pero aún lo son más a detentarlo ellos, si pueden. El
resultado del debate fue que el transgresor debía sufrir severa humillación y penitencia
en presencia de ellos. Se le anunció la sentencia, y el joven se sometió. Repitió todas las
palabras de contrición que le dictaron. Luego se desnudó los hombros y se flageló a sí
mismo hasta que le manó sangre, repitiendo a cada golpe: "Dios mío, te pido perdón por
haber dado esa leve comodidad o alivio a fray Paolo durante su merecida penitencia".
Y ejecutó todo esto, abrigando en el fondo de su alma la intención de seguir aliviando y
socorriendo a fray Paolo siempre que tuviera ocasión. Luego creyó que todo había
terminado. Le ordenaron que se retirase a su celda. Así lo hizo; pero los monjes no
habían quedado satisfechos con esta interrogación. Sospechaban desde hacía tiempo que
fray Paolo no cumplía las reglas, e imaginaban que podrían arrancarle esta confesión
por medio del joven, cuya humanidad aumentaba sus recelos. Las virtudes de la
naturaleza se consideran siempre vicios en un convento. Así que, apenas se había
metido en la cama, entraron en su celda unos cuantos. Le dijeron que venían de parte del
Superior a imponerle un nuevo castigo, a menos que revelara el secreto del interés que
mostraba por fray Paolo. En vano protestó: "No tengo más interés por él que el de la
humanidad y la compasión”. Eran palabras que ellos no entendían. Y en vano insistió:
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"Yo me infligiré cuantos castigos tenga a bien ordenarme el Superior; pero ahora tengo
la espalda ensangrentada"..., y se descubrió para que la vieran. Los verdugos eran
despiadados. Le obligaron a abandonar la cama y le aplicaron las disciplinas con tan
atroz severidad que finalmente, loco de vergüenza, de rabia y de dolor, se zafó de ellos
y echó a correr pidiendo auxilio y piedad. Los monjes estaban en sus celdas; ninguno se
atrevió a moverse: se estremecieron y se dieron la vuelta en sus jergones de paja. Era la
víspera de san Juan el Menor, y a mí se me había ordenado lo que en los conventos se
llama una hora de recogimiento, la cual debía pasar en la iglesia. Había obedecido yo la
orden, y estaba con el rostro y el cuerpo postrados en los peldaños de mármol del altar,
hasta casi quedarme inconsciente, cuando oí que el reloj daba las doce. Me di cuenta de
que había transcurrido la hora sin el menor recogimiento por mi parte. "Y así ha de ser
siempre -exclamé, poniéndome de pie-; me privan de la capacidad de pensar, y luego
me piden que me recoja a reflexionar". Cuando volvía por el corredor, oí unos gritos
pavorosos que me hicieron estremecer. Súbitamente, vi venir un espectro hacia mí... caí
de rodillas y exclame:
»-Satana, vade retro. ..apage Satana.
»Un ser humano desnudo, cubierto de sangre y profiriendo gritos de rabia y tortura pasó
como un relámpago junto a mí; le perseguían cuatro monjes, portando luces. Yo había
cerrado la puerta del final de la galería, y comprendí que volverían a pasar por mi lado;
aún estaba de rodillas, y temblaba de pies a cabeza. La víctima llegó a la puerta, la
encontró cerrada, y le alcanzaron. Miré hacia allí y sorprendí un grupo digno de
Murillo. Jamás había visto yo una figura humana más perfecta que la de este joven
desventurado. Se quedó en una actitud de desesperación; estaba bañado en sangre. Los
monjes, con sus luces, flagelos y hábitos oscuros, se asemejaban a un grupo de
demonios que hubieran apresado a un ángel extraviado. Eran como las furias infernales
acosando a Orestes. Y, a decir verdad, ningún escultor antiguo talló jamás una figura
más exquisita y perfecta que la que ellos despedazaban de tan bárbara manera. Pese al
embotamiento de mi espíritu por el largo sopor de todas sus potencias, este espectáculo
de horror y crueldad me despertó al instante. Acudí en su defensa, luché con los monjes,
proferí expresiones que, aunque apenas tenía conciencia de decirlas, ellos recordaron y
exageraron con toda la precisión de la malicia.
»No recuerdo qué sucedió a continuación; pero el resultado del asunto fue que me
confinaron a mi celda durante toda la semana siguiente por mi osada interferencia en la
disciplina del convento. Y el castigo adicional que le cayó al pobre novicio por resistirse
a la flagelación fue aplicado con tal severidad que estuvo delirando de vergüenza y
dolor. Rechazó la comida, no logró encontrar sosiego alguno, y murió a la octava noche
de la escena que yo había presenciado. Había sido de carácter habitualmente dócil y
afable, aficionado a la literatura, y ni siquiera el disfraz del convento había logrado
ocultar la gracia distinguida de su persona y modales. ¡De haber vivido en el siglo,
cuánta hermosura habrían aportado sus cualidades! Puede que el mundo hubiera
abusado de ellas y las hubiera pervertido, es cierto; pero ¿habrían tenido jamás los
abusos mundanos tan horrible y desastroso final?; ¿habría sido azotado en él, hasta
hacerle enloquecer, y después otra vez hasta matarle? Fue enterrado en el cementerio
del convento, y el propio Superior pronunció su panegírico... ¡El Superior!, bajo cuya
orden, permiso, o connivencia al menos, había sido arrastrado hasta la locura, a fin de
obtener un secreto trivial e imaginario.
»Durante esta exhibición, mi repugnancia creció hasta un grado incalculable. Había
odiado la vida conventual...; ahora la despreciaba; y todo juez de la naturaleza humana
sabe que es más difícil desarraigar el último sentimiento que el primero. No tardé en
tener motivo para sentir renovados ambos sentimientos. El tiempo fue intensamente
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caluroso ese año. En el convento se declaró una epidemia: cada día eran enviados dos o
tres a la enfermería, y a los que habían merecido pequeños castigos se les permitía, a
modo de conmutación, cuidar a los enfermos. Yo estaba deseoso de encontrarme entre
ellos, incluso había decidido cometer algún ligero pecado que pudiese merecer este
castigo, lo que para mí habría supuesto mayor satisfacción. ¿Me atreveré a confesar mis
razones, señor? Deseaba ver a esos hombres, de ser posible, despojados de su disfraz
conventual y forzados a la sinceridad por el dolor de la enfermedad y la proximidad de
la muerte. Me veía a mí mismo triunfando ya, imaginando su agonizante confesión,
oyéndoles reconocer las seducciones empleadas para atraparme y lamentar las miserias
con las que me habían envuelto, e implorar con labios crispados mi perdón en... no, no
en vano.
»Este deseo, aunque vengativo, no dejaba de tener sus disculpas; pero no tardé en
ahorrarme la molestia de llevarlo a cabo por mi propia cuenta. Esa misma noche me
mandó llamar el Superior, y me pidió que fuese a atender a la enfermería, relevándome,
al mismo tiempo, de vísperas.
»En la primera cama a la que me acerqué descubrí a fray Paolo. No se había recuperado
de las dolencias que contrajo durante su penitencia; y la muerte del joven novicio (tan
estérilmente acaecida) fue fatal para él.
»Le ofrecí medicinas, traté de acomodarle en su lecho. Rechazó mis dos ofrecimientos;
y moviendo débilmente la mano, dijo:
»-Déjame, al menos, morir en paz.
»Unos momentos después abrió los ojos, y me reconoció. Un destello de placer tembló
en su semblante, ya que recordaba el interés que yo había mostrado por su desventurado
amigo. Con voz apenas inteligible, dijo:
»-¿Eres tú?
»-Sí, hermano, soy yo; ¿puedo hacer algo por ti?
»Tras una prolongada pausa, dijo:
»-Sí, sí puedes.
»-Dime entonces.
»Bajó la voz, que ya antes era casi inaudible, y susurró:
»-No permitas que nadie se acerque a mí en mis últimos momentos... no te molestaré
mucho, porque esos momentos están ya cerca.
»Apreté su mano en señal de aquiescencia. Pero me pareció que había algo a la vez
terrible e impropio en esta petición de un moribundo. Le pregunté:
»-Mi querido hermano, ¿entonces vas a morir?; ¿no deseas el beneficio de los últimos
sacramentos?
»Movió negativamente la cabeza, y me temo que comprendí demasiado bien. Dejé de
importunarle; y pocos momentos después dijo, con una voz que a duras penas logré
entender:
»-Déjales, déjame morir. Ellos no me han dejado fuerza alguna para desear otra cosa.
»Cerró los ojos; yo me senté junto a la cama, reteniendo su mano en la mía. Al
principio, sentí que quería apretármela; le falló el intento y su presión se relajó. Fray
Paolo había dejado de existir.
»Seguí sentado, con la mano muerta cogida, hasta que un gemido de la cama contigua
hizo que despertara de mi abstracción. Estaba ese lecho ocupado por el anciano monje
con quien había sostenido una larga conversación la noche antes del milagro, en el que
aún creía yo firmemente.
»Había observado que este hombre era de carácter y modales amables y atractivos.
Quizá estas cualidades van siempre unidas a una gran debilidad intelectual y una
frialdad de temperamento en los hombres (puede que en las mujeres sea distinto, pero
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mi experiencia personal jamás ha dejado de constatar que donde hay una especie de
suavidad femenina en el carácter del varón, hay también traición, disimulo y falta de
corazón). Al menos, si existe tal relación, es seguro que la vida conventual proporciona
todas las ventajas a la debilidad interior y al atractivo exterior. Ese simulado deseo de
ayudar, sin energía e incluso sin convicción, halaga tanto a las mentes débiles que lo
ejercitan como a las aún más débiles que lo reciben. A este hombre se le había
considerado siempre muy débil y, no obstante, muy fascinante. Lo habían utilizado más
de una vez para atrapar a los jóvenes novicios. Ahora se estaba muriendo. Conmovido
por su estado, me olvidé de todo ante sus tremendos clamores, y le ofrecí cuanta ayuda
estuviese de mi mano.
»-No quiero nada, sino morir -fue su respuesta.
»Su semblante estaba completamente sereno, pero su serenidad era más apatía que
resignación.
»-¿Estás entonces totalmente seguro de tu proximidad a la santidad?
»-De eso no sé nada.
»-Entonces, hermano, ¿crees que son esas palabras propias de un moribundo?
»-Sí, si dice la verdad.
»-¿Aun siendo monje?, ¿y católico?
»-Eso no son más que nombres; sé que ésa es la verdad; al menos ahora.
»-¡Me asombras!
»-No me importa; me encuentro al borde del precipicio... y voy a precipitarme en él; y
que los mirones griten o no tiene muy poca importancia para mí.
»- ¿ Y, no obstante, has expresado tu disposición a morir?
»-¡Disposición! ¡Oh, impaciencia!... Soy un reloj que ha marcado los mismos minutos y
las mismas horas durante sesenta años. ¿No ha llegado ya el momento de que la
máquina desee terminar? La monotonía de mi existencia es capaz de hacer deseable la
transición, y hasta el dolor. Estoy cansado, y quiero variar... eso es todo.
»-Pero para mí, y para toda la comunidad, parecías resignado a la vida monástica.
»-Simulaba una mentira... He vivido siempre en la mentira... Yo mismo era una
mentira... Y pido perdón en mis últimos momentos por decir la verdad... Supongo que
nadie puede refutar ni desacreditar mis palabras... Lo cierto es que he odiado la vida
monástica. Inflígele dolor al hombre, y sus energías despertarán; condénale a la locura,
y dormitará como los animales torpes y satisfechos que viven encerrados en una cerca;
pero condénale al dolor y a la inanición, como se hace en los conventos, y unirás los
sufrimientos del infierno a los del aniquilamiento. Durante sesenta años, he maldecido
mi existencia. Jamás he despertado a la esperanza, ya que nunca he tenido nada que
hacer ni que esperar. Jamás me acosté consolado, pues al concluir cada día, sólo podía
contar el número de burlas deliberadas hechas a Dios en forma de ejercicios de
devoción. La vida presente se sitúa más allá del alcance de tu voluntad; y bajo el influjo
de operaciones mecánicas se convierte, para los seres que piensan, en un tormento
insoportable.
»Jamás he comido con apetito, porque sabía que con él o sin él debía ir al refectorio
cuando sonaba la campana. Jamás me acosté a descansar en paz, porque sabía que la
campana me llamaría desafiando a la naturaleza, sin tener en cuenta si ésta necesitaba
más o menos descanso. Jamás he rezado, pues mis oraciones me fueron impuestas desde
fuera. Jamás he esperado, pues mis esperanzas se fundaron siempre, no en la verdad de
Dios, sino en las promesas y amenazas del hombre. Mi salvación estaba suspendida en
el aliento de un ser tan débil como yo mismo, cuya debilidad, sin embargo, me he visto
obligado a adular y a combatir para obtener un destello de la gracia de Dios, a través de
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la oscura y distorsionada mediación de los vicios del hombre. Jamás me llegó ese
destello... Muero sin luz, sin esperanza, sin fe, sin consuelo.
»Pronunció estas palabras con una calma más aterradora que las más violentas
convulsiones de desesperación. Boqueó, falto de aire...
»-Pero hermano, tú siempre has sido puntual en los ejercicios religiosos.
»-Eso era puramente maquinal... ¿acaso no crees a un hombre que está a punto de
morir?
»-Pero tú me insististe, en una larga conversación, para que abrazara la vida monástica,
y tu insistencia debió de ser sincera, pues fue después de mi profesión.
»-Es corriente que el miserable desee ver a sus compañeros en su misma situación. Es
muy egoísta, muy de misántropo; pero también muy natural. Tú mismo has visto las
jaulas suspendidas de las celdas; ¿no se emplean pájaros domesticados para atrapar a los
silvestres? Nosotros éramos pájaros enjaulados; ¿puedes culparnos a nosotros de esta
impostura?
»En estas palabras no pude por menos de reconocer la sencillez de la profunda
corrupción15, esa espantosa parálisis del alma por la que queda incapacitada para recibir
o suscitar cualquier impresión, cuando dice al acusador: acércate, protesta, acusa... yo te
desafío. Mi conciencia está muerta, y no oye ni pronuncia, ni repite reproche alguno. Yo
estaba asombrado. Luché contra mi propia convicción. Dije:
»-Pero tu regularidad en los ejercicios religiosos...
»- ¿No has oído nunca tañer una campana?
»-Pero tu voz ha sido siempre la más profunda y la más distinta del coro.
»-¿No has oído nunca tocar un órgano? [...].
»Me estremecí; sin embargo, seguí haciéndole preguntas; pensé que no me quedaba
demasiado por saber. Le dije:
»-Pero, hermano, los ejercicios religiosos en los que constantemente estabas absorto han
debido infundirte imperceptiblemente algo del espíritu de que están dotados... ¿no?
Seguramente has tenido que pasar de las formas de la religión a su espíritu... ¿no,
hermano? Habla con la sinceridad del que va a morir. ¡Ojalá tuviese yo esa esperanza!
Soportaría lo que fuese con tal de obtenerla.
»-No existe tal esperanza -dijo el moribundo-; no te engañes en eso. La repetición de los
deberes religiosos, sin el sentimiento o el espíritu religioso, produce una insensibilidad
de corazón incurable. No hay nadie más irreligioso en la tierra que los que se ocupan
constantemente de sus facetas externas. Creo sinceramente que la mitad de nuestros
hermanos legos son ateos. He oído hablar y he leído algo sobre esos a quienes llamamos
herejes. Tienen sus acomodadores en el templo (horrible profanación, dirás tú, eso de
alquilar sillas en la casa de Dios, y con razón); tienen quien toque las campanas cuando
entierran a sus muertos; y esos desventurados no tienen otra prueba que dar de su
religiosidad que vigilar, mientras dura el oficio divino (en el que sus deberes les
impiden participar), los honorarios que sacan, y arrodillarse pronunciando los nombres
de Cristo y de Dios, en medio del ruido de las sillas que alquilan, cosa que siempre les
suscita asociaciones, y les hace levantarse del suelo en pos de la centésima parte de la
plata con que Judas vendió al Salvador y a sí mismo. Luego están los campaneros: uno
creería que la muerte podría humanizarles. ¡Ah, pero nada de eso!... Cobran según la
profundidad de la fosa. Y el campanero, el sepulturero y los sobrevivientes entablan a
veces una batalla campal sobre los restos sin vida cuya pesadez es el más poderoso y
mudo reproche a su deshumanizada contienda.
» Yo no sabía de todo esto; pero me aferré a sus primeras palabras.
15 Véase Julien Delmour de Madame Genlis. (N del A)
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»-Entonces, ¿mueres sm esperanzas y sm confianza? –guardó silencio-. Sin embargo, tú
me apremiaste con una elocuencia casi divina, con un milagro ejecutado casi delante de
mis ojos.
»Se rió. Hay algo verdaderamente horrible en la risa del moribundo: oscilando en el
límite entre los dos mundos, parece lanzar un mentís a ambos y proclamar la igual
impostura de los placeres del uno y las esperanzas del otro.
»-Fui yo quien hizo ese milagro -dijo con toda la tranquilidad y, ¡ay!, con esa especie de
triunfo del impostor deliberado-. Sabía dónde estaba el depósito que alimenta esa
fuente. Con la autorización del Superior, lo secamos por la noche. Trabajamos mucho; y
nos reíamos de tu credulidad a cada cubo que sacábamos.
»-Pero el árbol...
»- Yo estaba en posesión de ciertos secretos químicos; no tengo tiempo para revelártelos
ahora; asperjé cierto fluido sobre las hojas del álamo esa noche, y por la mañana
parecían marchitas; ve a verlas otra vez dentro de un par de semanas, y las encontrarás
tan verdes como antes.
»- ¿ Y ésas son tus últimas palabras?
»-Ésas son.
»-¿ Y es así como me engañaste?
»Se debatió unos momentos ante esta pregunta; y luego, casi incorporándose en su
lecho, exclamó:
»-¡Porque yo era monje, y deseaba aumentar el número de víctimas, con mi impostura,
para satisfacer mi orgullo!¡Y de los compañeros de mi miseria, para aliviar su
malignidad!
»Estaba crispado; la natural mansedumbre y serenidad de su semblante se había
transformado en algo que no soy capaz de describir..., algo a la vez burlesco, triunfal y
diabólico. En ese horrible momento se lo perdoné todo. Cogí un crucifijo que tenía
junto a la cama y se lo ofrecí para que lo besara. Él lo apartó.
»-Si hubiese querido continuar esta farsa, habría llamado a otro actor. Sabes que podría
tener al Superior y a medio convento junto a mi lecho en este momento si quisiera, con
sus cirios, su agua bendita y sus trebejos para la extremaunción y toda esa mascarada
fúnebre con que tratan de embaucar aun al propio moribundo e insultar incluso a Dios
en el umbral de su morada eterna. He soportado tu compañía porque creía, por tu
repugnancia a la vida monástica, que oirías atento sus engaños y su desesperación.
»Pese a lo deplorable que había sido antes la imagen de esa vida para mí, su descripción
superaba mi imaginación. La había concebido carente de todos los placeres de la vida, y
había concebido el futuro de una gran sequedad; pero ahora pesaba también el otro
mundo en la balanza, y resultaba insuficiente. El genio del monacato parecía blandir una
espada de doble filo, y levantarla entre el tiempo y la eternidad. Su hoja llevaba una
doble inscripción: en el lado del mundo tenía grabada la palabra "sufrimiento"; en el de
la eternidad, "desesperación". Sumido en la más completa negrura de mi alma, seguí
preguntándo si tenía alguna esperanza... ¡él !, mientras me despojaba a mí de todo
vestigio de ella con cada palabra que decía.
»-Pero ¿todo ha de hundirse en ese abismo de tiniebla? ¿No hay luz, ni esperanza, ni
refugio para el que sufre? ¿No llegaremos algunos de nosotros reconciliamos con
nuestra situación, resignándonos primero con ella cobrándole cariño después? Y, por
último, ¿no podríamos (si nuestra repugnancia es invencible) convertirla en mérito a los
ojos de Dios, y ofrecerle el sacrificio de nuestras esperanzas y deseos terrenales, en la
confianza de recibir cambio un amplio y glorioso equivalente? Aunque seamos
incapaces de ofrecer este sacrificio con el fervor que aseguraría su aceptación, ¿no
podemos espera sin embargo, que no sea enteramente menospreciada... que podamos
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alcanzar la serenidad, si no la felicidad...; la resignación, si no la alegría? Habla, dime
eso puede ser.
»- Tú quieres arrancar el engaño de labios de la muerte; pero no lo conseguirás. Escucha
tu destino: los que están dotados de lo que podemos llamar carácter religioso, es decir,
los que son visionarios, débiles, taciturnos ascéticos, pueden llegar a una especie de
embriaguez en los momentos de devoción. Pueden, al abrazar las imágenes, imaginar
que la piedra se estremece al tocarla; que se mueven las figuras, acceden a sus
peticiones y vuelven hacia ellos sus ojos inertes con expresión de benevolencia. Pueden
llegar a creer, al besar el crucifijo, que oyen voces celestiales que les anuncian su
perdón; que el Salvador del mundo tiende sus brazos hacia ellos para invitarles a la
beatitud; que el cielo se abre bajo sus miradas, y que las armonías del paraíso se
enriquecen para glorificar su apoteosis. Pero todo eso no es más que una embriaguez
que el físico más ignorante puede despertar en sus pacientes con determinadas
medicinas. El secreto de este extático transporte podemos encontrarlo en la tienda del
boticario, o comprarlo a un precio más barato. Los habitantes del norte de Europa
consiguen ese estado de exaltación mediante el uso de aguardiente, los turcos con el
opio, los derviches con la danza... y los monjes cristianos con el dominio del orgullo
espiritual sobre el agotamiento del cuerpo macerado. Todo es embriaguez, con la única
diferencia que la de los hombres de este mundo produce siemple autocomplacencia,
mientras que la de los hombres del otro genera un complacencia cuya supuesta fuente se
encuentra en Dios. Por tanto, la embriaguez es más profunda, más ilusoria y más
peligrosa. Pero la naturaleza, violada por estos excesos, impone los más usurarios
intereses a esta ilícita indulgencia. Les hace pagar los momentos de arrobamiento con
horas de desesperación. Su precipitación desde el éxtasis al horror es casi instantánea.
En el transcurso de unos instantes, pasan de ser los elegidos del cielo a convertirse en
sus desechos. Dudan de la autenticidad de sus transportes, de la autenticidad de su
vocación. Dudan de todo: de la sinceridad de sus oraciones, y hasta de la eficacia del
sacrificio del Salvador y de la intercesión de la santísima Virgen. Caen del paraíso al
infierno. Aúllan, gritan, blasfeman desde el fondo de los abismos infernales en los que
se imaginan sumergidos, vomitan imprecaciones contra su Creador..., se declaran
condenados desde toda la eternidad por sus pecados, aunque su único pecado consiste
en su incapacidad para soportar una emoción preternatural. El paroxismo cesa y, en sus
propias imaginaciones, se convierten de nuevo en elegidos de Dios. Y a quienes les
interrogan con la mirada hasta su última desesperación contestan que Satanás ha
obtenido permiso para abofetearles; que se hallaban ante el rostro oculto de Dios, etc.
Todos los santos, de Mahoma a Francisco Javier, no han sido sino una mezcla de locura,
orgullo y autodisciplina; esto último podía haber tenido mucha menos trascendencia,
pero esos hombres se vengaron siempre de sus propios castigos imponiendo los
máximos rigores a los demás.
»No existe estado mental más horrible que aquel en el que nos vemos forzados por
convicción a escuchar, deseando que cada palabra sea falsa, y sabiendo que es cierta
cada una de ellas. Ése era el mío, pero traté de paliarlo diciendo:
»-Jamás ha sido mi ambición ser santo; pero ¿tan deplorable es la situación de los
demás?
»El monje, que parecía disfrutar en esta ocasión descargando la concentrada malicia de
sesenta años de sufrimientos e hipocresía, hizo acopio de fuerzas para contestar. Parecía
como si jamás pudiera llegar a infligir todo lo que le habían infligido a él.
»-Los que están dotados de una fuerte sensibilidad, sin un temperamento religioso, son
los más desgraciados de todos, pero sus sufrimientos acaban pronto. Se ven
mortificados, anulados por la devoción monótona: se sienten exasperados por la
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estúpida insolencia y por la inflada superioridad. Luchan; se resisten. Se les aplican
penitencias y castigos. Su propia violencia justifica la extrema violencia del tratamiento;
y de todos modos, se les aplicaría sin esa justificación, porque no hay nada que halague
más el orgullo del poder que una contienda victoriosa con el orgullo del intelecto. Lo
demás puedes deducirlo tú fácilmente, dado que lo has presenciado. Ya viste al
desdichado joven que trató de entrometerse en el caso de Paolo. Le azotaron hasta
volverle loco. Le torturaron primero hasta el frenesí, y luego hasta la estupefacción... ¡Y
murió! Fui yo el secreto e insospechado consejero de todo su proceso.
»-¡Monstruo! -exclamé, pues la verdad nos había colocado ahora en plano de igualdad,
y hasta excluía el tratamiento que el humanitarismo nos dictaría al hablarle a un
moribundo.
»-Pero ¿por qué? -dijo él con esa serenidad que antes fue atractiva y ahora me
repugnaba, si bien había prevalecido siempre de manera indiscutible en su rostro-; así se
acortaron sus sufrimientos; ¿me culpas por haber disminuido su duración?
»Había algo frío, irónico y burlesco incluso en la suavidad de este hombre que imprimía
cierta fuerza a sus más triviales observaciones. Parecía como si se hubiese reservado la
verdad de toda la vida, para lanzarla en su última hora.
»-Ése es el destino de los dotados de una fuerte sensibilidad; los que son menos
sensibles languidecen en una imperceptible decadencia. Se pasan la vida vigilando unas
cuantas flores, cuidando pájaros. Son puntuales en sus ejercicios religiosos, no reciben
censuras ni elogios... se consumen inmersos en la apatía y el aburrimiento. Desean la
muerte, cuyos preliminares pueden aportar una breve excitación en el convento; pero se
ven decepcionados, por- que su estado les impide toda excitación, y mueren como han
vivido... sin excitarse ni despertar. Se encienden los cirios, pero ellos no los ven..., les
ungen, pero ellos no lo sienten..., se reza, pero ellos no pueden participar en esas
oraciones; en realidad, se representa todo el drama, pero el actor principal está ausente...
está muerto. Los demás se entregan a constantes ensoñaciones. Pasean a solas por el
claustro y por el jardín. Se nutren con el veneno de la ponzoñosa y estéril ilusión.
Sueñan que un terremoto reduce a polvo los muros, que un volcán estalla en el centro
del jardín. Imaginan una revolución del gobierno, un ataque de bandidos... cualquier
cosa inverosímil. Luego se refugian en la posibilidad de un incendio {si hay un
incendio, se abren las puertas de par en par, a la voz de 'sauve qui peut'). Tal posibilidad
les hace concebir las más ardientes esperanzas: podrían salir corriendo... precipitarse a
las calles, al campo... En realidad, les gustaría echar a correr hacia donde pudiesen
escapar. Después flaquean estas esperanzas: comienzan a sentirse nerviosos, enfermos,
desasosegados. Si tienen influencia, consiguen alguna reducción de sus deberes y
permanecen en sus celdas relajados, torpes... idiotizados; si no tienen influencias, se les
obliga a cumplir puntualmente sus obligaciones, y su idiotismo empieza mucho antes;
como los caballos enfermos que se emplean en los molinos, que se vuelven ciegos antes
que los condenados a soportar su existencia en un trabajo ordinario. Algunos se refugian
en la religión, como ellos dicen. Piden consuelo al Superior; pero ¿qué puede hacer el
Superior? Él es sólo un hombre, también, y siente quizá la misma desesperación que
devora a los desventurados que le suplican que les libere de ella. Luego se arrodillan
ante las imágenes de los santos... los invocan; a veces, los injurian. Suplican su
intercesión, se quejan de su ineficacia, y acuden a algún otro cuyos méritos imaginan
más altos a los ojos de Dios. Suplican la intercesión de Cristo y de la Virgen como
último recurso. Pero este último recurso les falla también: la propia Virgen es
inexorable, aunque desgasten su pedestal con las rodillas, y sus pies con los besos.
Luego andan por las galerías, de noche; despiertan a los durmientes, llaman a todas las
puertas, gritan: "Hermano san Jerónimo, ruega por mí... hermano san Agustín, ruega
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por mí". Después, aparece el cartel pegado en la balaustrada del altar: "Queridos
hermanos, rogad por el alma errante de un monje". Al día siguiente, el cartel contiene
esta inscripción: "Las oraciones de la comunidad se aplicarán a un monje que se halla
en la desesperación". Entonces descubren que la intercesión humana es tan estéril como
la divina en proporcionar la remisión de unos sufrimientos que, mientras siga
infligiéndolos su profesión, no logrará neutralizar ni mitigar ningún poder. Se recluyen
en sus celdas... A los pocos días, se oye doblar la campana, y los hermanos exclaman:
"Ha muerto en olor de santidad", y se apresuran a armar sus trampas para atrapar a otra
víctima.
»-¿Es ésa, pues, la vida monástica?
»-Ésa; sólo hay dos excepciones, la de quienes son capaces de renovar cada día, con
ayuda de la imaginación, la esperanza de escapar, y ven con ilusión hasta la hora de la
muerte, y los que, como yo, reducen su desdicha a base de fragmentarla, y, como la
araña, se liberan del veneno que crece en ellos, y que les reventaría, inoculando una gota
en cada insecto que se debate, agoniza y perece en su red... ¡como tú!
»Al pronunciar estas últimas palabras, cruzó por la mirada del desdichado moribundo
un fugaz destello de malevolencia que me aterró. Me aparté de su lecho un momento.
Volví a su lado, le miré. Tenía los ojos cerrados, las manos extendidas. Lo toqué, lo
levanté... Había muerto; y ésas habían sido sus últimas palabras. Las facciones de su
rostro eran la fisonomía de su alma: serenas y pálidas, aunque aún perduraba una fría
expresión de burla en la curva de sus labios.
»Salí apresuradamente de la enfermería. En ese momento tenía permiso, como los
demás visitantes de los enfermos, para salir al jardín después de las horas asignadas,
quizá para reducir la posibilidad de contagio. Yo estaba dispuesto a aprovechar lo más
posible este permiso. El jardín, con su serena belleza bañada por la luna, su celestial
inocencia, su teología de estrellas, era para mí a la vez un reproche y un consuelo. Traté
de reflexionar, de analizar... los dos esfuerzos fracasaron; y quizá en este silencio del
alma, en esta suspensión de todas las voces clamorosas de las pasiones, es cuando más
preparados estamos para oír la voz de Dios. Mi imaginación se representó súbitamente
la augusta y dilatada bóveda que tenía encima de mí como una iglesia: las imágenes de
los santos se volvían más confusas a mis ojos al contemplar las estrellas, y hasta el altar,
sobre el que estaba representada la crucifixión del Salvador del mundo, palidecía a los
ojos del alma al ver la luna navegando con su esplendor. Caí de rodillas. No sabía a
quién rezar, pero jamás me había sentido más dispuesto a hacerlo. En ese momento noté
que me tocaban el hábito. Al principio me estremecí ante la idea de que me hubiesen
sorprendido en un acto prohibido. Me levanté inmediatamente. Junto a mí había una
figura oscura que me dijo en tono apagado e impreciso: "Lee esto -y me puso un papel
en la mano-; lo he llevado cosido en el interior de mi hábito cuatro días. Te he estado
vigilando noche y día. No he tenido ocasión hasta ahora... siempre estabas en tu celda,
o en el coro, o en la enfermería. Rómpelo y tira los trozos a la fuente, o trágatelos, en
cuanto lo hayas leído. Adiós, lo he arriesgado todo por ti". Y desapareció.
»Al marcharse, reconocí su figura: era el portero del convento. Comprendí el riesgo que
había corrido al entregarme ese papel; pues era regla del convento que todas las cartas,
tanto las dirigidas a los internos, novicios o monjes como las escritas por ellos, debían
ser leídas primero por el Superior, y yo no sabía que se hubiese infringido jamás. La
luna proporcionaba suficiente luz. Empecé a leer, al tiempo que una vaga esperanza, sin
motivo ni fundamento, palpitaba en el fondo de mi corazón. El papel contenía el
siguiente mensaje:
»"Queridísimo hermano (¡Dios mío!, ¡cómo me estremecí!): Comprendo que te indignes
al leer estas primeras líneas que te dirijo; te sup!ico, por los dos, que las leas con
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serenidad y atención. Los dos hemos sido víctimas de la imposición paterna y
sacerdotal; la primera podemos perdonarla, ya que nuestros padres son víctimas
también; el director tiene sus conciencias en su mano, y sus destinos y los nuestros a sus
pies. ¡Ah, hermano mío, qué historia me toca revelarte! Yo fui educado, por orden
expresa del director, cuya influencia sobre los criados es tan ilimitada como sobre su
desdichado señor, en completa hostilidad hacia ti, teniéndote por alguien que venía a
privarme de mis derechos naturales, y a degradar a la familia con su intrusión ilegítima.
¿Acaso no disculpa eso, en cierto modo, mi antipática sequedad el día en que nos
conocimos? Desde la cuna me enseñaron a odiarte y a temerte. A odiarte como
enemigo, y a temerte como impostor. Ése era el plan del director. Él creía que la
sujección en que tenía a mi padre y a mi madre era demasiado tenue para satisfacer su
ambición de poder dentro de la familia, o para realizar sus esperanzas de distinción
profesional. El fundamento de todo poder eclesiástico descansa en el temor. Debía
descubrir o inventar un crimen. En la familia circulaban vagos rumores; los períodos de
tristeza de mi madre, las ocasionales tribulaciones de mi padre, le brindaron la clave,
que él siguió con incansable industria a través de todas las sinuosidades de la duda, el
misterio y el desencanto; hasta que, en un momento de penitencia, mi madre, aterrada
por sus constantes condenas si le ocultaba algún secreto de su corazón o de su vida, le
reveló la verdad.
»"Los dos éramos pequeños entonces. Inmediatamente trazó el plan que ha venido
ejecutando casi por su propia cuenta. Estoy convencido de que, al principio de sus
maquinaciones, no tenía la menor malevolencia hacia ti. Su único objeto era el fomento
de sus intereses, que los eclesiásticos identifican siempre con los de la Iglesia. Mandar,
tiranizar, manipular a toda una familia, y de tanta alcurnia, valiéndose del conocimiento
de la fragilidad de uno de sus miembros, era todo lo que pretendía. Los que por sus
votos están excluidos del interés que los afectos naturales nos proporcionan en la vida,
lo buscan en esos otros afectos artificiales del orgullo y el autoritarismo; y ahí es donde
lo encontró el director. Todo, a partir de entonces, fue manejado e inspirado por él. Él
fue quien decidió que nos tuvieran separados desde nuestra infancia, temeroso de que la
naturaleza hiciese fracasar sus planes; él fue quien inspiró en mí sentimientos de
implacable animosidad contra ti. Cuando mi madre vacilaba, él le recordaba su promesa
solemne que tan irreflexivamente le había confiado. Cuando mi padre murmuraba, la
vergüenza de la fragilidad de mi madre, las violentas discusiones domésticas, las
tremendas palabras de impostura, perjurio, sacrilegio y resentimiento de la Iglesia
tronaban en sus oídos. No te será difícil imaginar que este hombre no se detiene ante
nada, cuando, casi siendo yo un niño aún, me reveló la fragilidad de mi madre a fin de
asegurarse mi temprana y celosa cooperación en sus designios. ¡El cielo fulmine al
desdichado que de este modo contamina los oídos y seca el corazón de un niño con el
chisme de la vergüenza de su padre para asegurarse un partidario para la Iglesia! Eso no
fue todo. Desde el momento en que fui capaz de escucharle y comprenderle, me
envenenó el corazón valiéndose de todos los medios a su alcance. Exageró la
parcialidad de mi madre respecto a ti, con la que me aseguraba que a menudo luchaba
ella en vano en su conciencia. Me describía a mi padre débil y disipado, aunque
afectuoso, y con el natural orgullo de un padre joven inexorablemente apegado a sus
hijos. Decía: 'Hijo mío, prepárate para luchar contra una hueste de prejuicios. Los
intereses de Dios, así como los de la sociedad, lo exigen. Adopta un tono altivo ante tus
padres. Tú estás en posesión del secreto que corroe sus conciencias; úsalo en tu propio
beneficio'. Juzga el efecto de estas palabras en un temperamento naturalmente
violento... palabras, además, pronunciadas por alguien a quien se me había enseñado a
considerar como el representante de la Divinidad.
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»"Durante todo ese tiempo, como he sabido después, estuvo deliberando en su interior
sobre si debía apoyar tu causa en vez de la mía, o al menos vacilando entre las dos, para
aumentar su influencia sobre nuestros padres, mediante el refuerzo adicional de la
sospecha. Fuera cual fuese su decisión, puedes calcular fácilmente el efecto de sus
lecciones en mí. Me volví inquieto, celoso y vindicativo; insolente con mis padres y
desconfiado de cuanto me rodeaba. Antes de cumplir los once años injurié a mi padre
por su parcialidad respecto a ti, insulté a mi madre por su crimen, traté con despotismo a
los criados, me convertí en el terror y el tormento de toda la casa; y el desdichado que
de este modo me transformó en demonio prematuro, ultrajó a la naturaleza, y me obligó
a pisotear todo lazo que debía haberme enseñado a respetar y a amar, se consolaba con
el pensamiento de que con ello obedecía a la llamada de sus funciones, y reforzaba las
manos de la Iglesia.
, Scire volunt secreta domus et inde timeri. '
»"La víspera de nuestra primera entrevista (que no había sido proyectada previamente),
el director fue a hablar con mi padre; le dijo: 'Señor, creo que sería bueno que se
conociesen los dos hermanos. Tal vez Dios toque sus corazones, y por esta piadosa
influencia os venga la ocasión de cambiar el mandato que amenaza a uno de ellos con la
reclusión, y a los dos con una separación cruel y definitiva' .Mi padre accedió con
lágrimas de alegría. Aquellas lágrimas no ablandaron el corazón del director, que vino
corriendo a mi aposento y me dijo: 'Hijo mío, haz acopio de toda tu resolución, porque
tus arteros, crueles y parciales padres están preparándote una escena: han decidido
presentarte a tu hermano bastardo'. 'Le despreciaré delante de ellos, si se atreven', dije,
con el orgullo de la tiranía prematura. 'No, hijo mío, no estaría bien; debes aparentar que
acatas sus deseos, pero no debes ser su víctima. Prométemelo, querido hijo; prométeme
mostrarte resuelto, pero usar del disimulo'. 'Os prometo mostrar resolución; en cuanto al
disimulo, lo dejo para vos'. A continuación, corrió a hablar con mi padre. 'Señor, he
utilizado toda la elocuencia del cielo y de la naturaleza con vuestro hijo más joven. Se
ha ablandado... se ha enternecido; ya arde en deseos de precipitarse en ese abrazo
fraterno, y oír cómo derramáis vuestra bendición sobre los corazones y cuerpos unidos
de vuestros dos hijos... pues los dos son hijos vuestros. Debéis desechar todo prejuicio
y...' ¡Yo no tengo ningún prejuicio! -dijo mi pobre padre-; dejad que vea como se
abrazan mis hijos, y si el cielo me llama en ese momento, obedeceré muriendo de gozo'.
El director le censuró las expresiones que brotaban de su corazón; e impasible ante
ellas, volvió a mí con su encargo: 'Hijo mío, te he advertido de la conspiración que
contra ti ha urdido tu propia familia. Mañana tendrás la prueba: te será presentado tu
hermano; se te requerirá que le abraces... deberás acceder; pero cuando llegue el
momento, tu padre está decidido a interpretarlo como señal de renuncia por tu parte a
tus derechos naturales. Cumple con tus padres hipócritas, abraza a este hermano, pero
dale un aire de repugnancia a la acción que justifique tu conciencia, al tiempo que
engañe a quienes querían engañarte a ti. Estáte atento a la palabra que servirá de señal,
hijo mío; abrázate como a una serpiente: su astucia no es menor, y su veneno es igual de
mortal. Recuerda que tu resolución decidirá el resultado de este encuentro. Adopta
apariencia de afecto, pero recuerda que tienes en tus brazos a tu más mortal enemigo'.
Al oír estas palabras, pese a lo insensible que yo era, me estremecí. Dije: '¡Es mi
hermano!' 'No tiene nada que ver -dijo el director-: es el enemigo de Dios... un impostor
ilegítimo. Ahora, hijo mío, ¿estás preparado?'; y yo contesté: 'Lo estoy'. Esa noche, sin
embargo, me sentí muy inquieto. Pedí que llamaran al director. Le dije con orgullo:
'¿Qué disposiciones se van a tomar sobre ese pobre desdichado (refiriéndome a ti)?'
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'Haremos que abrace la vida monástica' , dijo el director. A estas palabras, sentí un
interés por ti como nunca había notado antes. Y dije con decisión, ya que él me había
enseñado a adoptar un tono decidido: 'Jamás será monje'. El director pareció vacilar:
temblaba ante el espíritu que él mismo había invocado. 'Hagamos que siga la carrera de
las armas -dije-; que se aliste como soldado; yo puedo facilitarle los medios de que
ascienda. Si escoge una profesión más humilde, no me avergonzará reconocerle; pero,
padre, jamás será monje'. 'Pero mi querido hijo, ¿en qué se funda tan extraordinaria
objeción? Es el único medio de restablecer la paz de la familia, y de dársela a un ser
infortunado por quien tanto te interesas'. 'Padre, terminad con ese lenguaje. Prometedme
como condición de mi obediencia a vuestros deseos de mañana, que jamás forzaréis a
mi hermano a que sea monje'. '¡Forzarle, hijo mío!, en una vocación sagrada no puede
haber violencia' .'No estoy seguro de eso; pero os pido la promesa que acabo de decir'.
El director vaciló, y por último dijo: 'Lo prometo'. Y se apresuró a ir a mi padre, y
contarle que ya no había oposición alguna para nuestro encuentro, y que yo estaba
encantado con la decisión que se me había anunciado de que mi hermano abrazase la
vida monástica. Así es como se concertó nuestro primer encuentro. Cuando, por orden
de mi padre, se entrelazaron nuestros brazos, te juro, hermano mío, que los sentí
estremecerse de afecto. Pero el instinto de la naturaleza fue reemplazado en seguida por
la fuerza del hábito; retrocedí, e hice acopio de todas las fuerzas de la naturaleza y la
pasión para el terrible ademán que debía adoptar ante nuestros padres, mientras el
director sonreía detrás de ellos, animándome con gestos. Pensé que había desempeñado
mi papel con éxito, al menos ante mí mismo, y me retiré de la escena con paso
orgulloso, como si pisara un mundo postrado... cuando sólo había pisoteado la
naturaleza y mi propio corazón. Pocos días después me enviaron a un convento. El
director estaba alarmado por el tono dogmático que él mismo me había enseñado a
adoptar, e insistió en la necesidad de atender a mi educación. Mis padres accedieron a
cuanto él les exigió. Yo, perplejo, consentí; pero cuando el coche me conducía al
convento, le repetí al director: 'Recordadlo: mi hermano no ha de ser monje'.
»(A continuación venían unas líneas que no logré descifrar, al parecer por el estado de
agitación en que habían sido escritas; la precipitación y el ardoroso carácter de mi
hermano se reflejaba en sus escritos. Tras muchas páginas emborronadas, pude
desentrañar lo siguiente): [...].
»"Era extraño que tú, que habías sido objeto de mi arraigado odio antes de mi estancia
en el convento, te convirtieras en objeto de mi interés a partir de ese momento. Había
adoptado tu causa por orgullo; ahora la defendí por experiencia. La compasión, el
instinto, o lo que fuera, comenzó a adquirir el carácter de deber. Cuando vi con qué
indignidad eran tratadas las clases inferiores, me dije a mí mismo: 'No, jamás sufrirá eso
él. Es mi hermano'. Cuando aprobaba mis exámenes, y me felicitaban, me decía: 'Jamás
podrá participar él de este aplauso'. Cuando era castigado, cosa que acontecía con
mucha más frecuencia, pensaba: 'Jamás sentirá él esta mortificación' .Mi imaginación se
dilataba. Me consideraba tu futuro protector, me figuraba a mí mismo redimiendo la
injusticia de la naturaleza ayudándote, engrandeciéndote, obligándote a confesar que me
debías más a mí que a tus padres, y rindiéndome, con el corazón desarmado y desnudo,
a tu gratitud, sólo por afecto. Te oía llamarme hermano... te pedía que me llamases
benefactor. Mi naturaleza, orgullosa, desinteresada y ardiente, no se había librado por
completo de la influencia del director; pero cada esfuerzo que realizaba apuntaba, con
un impulso indescriptible, hacia ti. Quizá el secreto de todo esto hay que buscarlo en mi
carácter, que siempre se ha rebelado contra las imposiciones, y ha querido aprender por
sí mismo cuanto le interesaba, y se mueve por el objeto de sus propios afectos. Es cierto
que yo, en el momento en que me enseñaban a odiarte, deseaba tu amistad. En el
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convento, tus ojos bondadosos y tus miradas amables me obsesionaban constantemente.
A las manifestaciones de amistad que repetidamente me hacían los internos, yo
contestaba: 'Quiero a mi hermano'. Mi conducta era excéntrica y violenta.
Evidentemente, mi conciencia empezaba a rebelarse contra mis hábitos. Con tal
violencia a veces que hacía temblar a todos por mi salud; otras, no había castigo, por
riguroso que fuese, capaz de someterme a la ordinaria disciplina de la casa. La
comunidad empezó a cansarse de mi obstinación, violencia e irregularidades.
Escribieron al director para que me sacaran; pero antes de que tuvieran tiempo de
hacerlo me acometió un acceso de fiebre. Me dedicaron una incesante atención; pero
tenía algo en el espíritu que ningún cuidado podía disipar. Cuando me traían la medicina
con la más escrupulosa puntualidad, decía: 'Traedme a mi hermano; y si esto es veneno,
estoy dispuesto a beberlo de su mano; le he ofendido demasiado'. Cuando la campana
llamaba a maitines y vísperas, yo decía: '¿Van a hacer monje a mi hermano? El director
me ha prometido que no, pero sois todos embusteros'. Por último, amortiguaron el
tañido de la campana. y yo oía su sonido sofocado y exclamaba: 'Vosotros tocáis por su
funeral, pero yo... ¡soy su asesino!' La comunidad estaba aterrada ante estas
exclamaciones que yo repetía sin cesar, y de cuyo significado no podían acusarse. Me
sacaron en estado de delirio, y me llevaron al palacio de mi padre, en Madrid. Una
figura como la tuya se sentó junto a mí en el coche, bajó cuando nos detuvimos, me
acompañó a donde fui, y luego me ayudó a subir de nuevo al carruaje. La impresión fue
tan vívida que dije a los criados: 'Dejadme, mi hermano me ayudará'. Cuando me
preguntaron por la mañana cómo había descansado, contesté: 'Muy bien... Alonso ha
estado toda la noche junto a mi cabecera'. Insté a este quimérico compañero a que
prosiguiera en sus atenciones; y cuando arreglaron las almohadas a mi gusto, dije: '¡Qué
amable es mi hermano... qué servicial!... Pero ¿por qué no quiere hablar?' En
determinado momento, me negué rotundamente a comer, porque el espectro parecía
rechazar la comida. Dije: 'No insistas hermano, no quiero nada. ¡Oh, suplicaré su
perdón!, hoy es día de abstinencia... ésa es su razón; mira cómo se señala el hábito... eso
es suficiente'. Es muy extraño que la comida de aquella casa estuviera casualmente
envenenada, y que dos de mis criados murieran al tomarla, antes de llegar a Madrid.
Menciono estos detalles sólo para que veas la influencia que habías adquirido en mi
imaginación y en mis afectos. Al recobrar el juicio, lo primero que hice fue preguntar
por ti. Habían previsto esto, y mi padre y mi madre, evitando la discusión, y temblando
incluso de que ésta pudiera suscitarse, porque conocían la violencia de mi carácter,
delegaron todo el asunto en el director. Así que se encargó él... y ahora verás cómo lo
manejó. En nuestro primer encuentro, se me acercó a felicitarme por mi convalecencia,
confesándome que lamentaba las rigideces de disciplina que debí de sufrir en el
convento; y me aseguró que mis padres harían de mi casa un paraíso. Cuando ya llevaba
un rato hablando, dije: '¿Qué habéis hecho con mi hermano?' 'Está en el seno de Dios',
dijo el director, santiguándose. Comprendí inmediatamente lo que eso significaba. Me
levanté y eché a correr antes de que él terminara. '¿Adónde vas, hijo mío? ‘A ver a mis
padres'. ‘A tus padres es imposible que puedas verles ahora'. 'Pues os aseguro que les
veré. No me digáis más lo que tengo que hacer... ni os degradéis con esa prostituida
humillación -pues había adoptado una actitud suplicante-, quiero ver a mis padres.
Anunciadme a ellos ahora mismo, o y podéis despediros de vuestra influencia en la
familia' .Al oír estas palabras se estremeció. No temía al poder de mis palabras, aunque
sí a mis raptos de apasionamiento. Sus propias lecciones se volvían contra él en este
momento. Me había hecho violento e impetuoso porque así convenía a sus propósitos,
pero no había calculado ni estaba preparado para este sesgo imprevisto que había
tomado mis sentimientos, tan opuesto al que él se había esforzado en darles Creyó que
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excitando mis pasiones podía afirmar su dirección. ¡Ay de quienes enseñan al elefante a
dirigir su trompa contra el enemigo, pues olvidan que retrayéndose súbitamente, pueden
arrancar de su lomo al conductor, y pisotearlo en el fango! Tal era la situación del
director y mía. Yo insistía en ir a ver e ese mismo instante a mi padre. Él se oponía,
suplicaba; finalmente, como último recurso, me recordó su continua indulgencia, su
alabanza de mis pasiones Mi respuesta fue breve; ¡pero ojalá calara en el alma de esta
clase de preceptores y de sacerdotes! 'Eso es lo que ha hecho de mí lo que soy.
Conducidme al aposento de mi padre, u os llevaré a puntapiés hasta su puerta'. Ante tal
amenaza que él vio que era muy capaz de cumplir (pues, como sabes, mi constitución es
atlética, y mi estatura es el doble que la suya) se echó a temblar. Y te confies que esta
muestra de debilidad física y mental hizo que aumentara mi desprecio por él. Caminó
cabizbajo delante de mí hasta el aposento donde mi padre y madre se hallaban sentados,
en un balcón que daba al jardín. Imaginaban que estaba todo arreglado, y se asombraron
al verme llegar precipitadamente seguido del director, con una expresión que no
auguraba ningún resultado feliz de nuestra entrevista. El director les hizo una seña que
yo no capté, ellos tuvieron tiempo de interpretar; y al plantarme delante de ellos, lívido
de fiebre, encendido de pasión, y tartamudeando frases inarticuladas, se estremecieron.
Dirigieron una mirada de reproche al director, a la que él respondió como de costumbre,
con señas. No las entendí, pero un momento después comprendí su significado. Le dije
a mi padre: 'Señor, ¿es cierto que habéis hecho monje a mi hermano?' Mi padre vaciló;
por último, dijo: 'Creía que director se había encargado de hablar contigo sobre el
asunto'. 'Padre, ¿qué ti ne que ver un director en los asuntos que pueda haber entre un
padre y un hijo? Este hombre no puede ser nunca un padre... no puede tener hijos;
¿cómo puede juzgar, entonces, en un caso como éste?' 'Te olvidas a ti mismo... olvidas
el respeto que se le debe a un ministro de la iglesia'. 'Padre, acabo de levantarme del
lecho de la muerte, vos y mi madre teméis por mi vida... y esa vida depende todavía de
vuestras palabras. Yo le prometí sumisión a este desdichado, con una condición que él
ha violado: que...' 'Detente -dijo mi padre en un tono autoritario que encajaba muy mal
con los labios temblorosos de los que salían tales palabras-; o sal de este aposento'.
'Señor -terció el director en tono suave-, no permitáis que sea yo causa de disensión en
una familia cuya felicidad y honra ha sido siempre mi objetivo, después de los intereses
de la Iglesia. Permitidle que continúe; el pensamiento de nuestro Señor crucificado me
sostendrá frente a sus ofensas', y se santiguó. '¡Miserable! -exclamé agarrándole del
hábito-, ¡sois un hipócrita y un farsante!'; y no sé de qué violencia habría sido capaz, de
no haberse interpuesto mi padre. Mi madre profirió un grito aterrado, y a continuación
siguió una escena de confusión, de la que no recuerdo nada, salvo las hipócritas
exclamaciones del director, forcejeando aparentemente entre mi padre y yo, mientras
suplicaba la mediación de Dios en favor de ambos. Repetía sin cesar: 'Señor, no
intervengáis; cada afrenta que recibo es un sacrificio a los ojos del cielo; esto me
capacitará como intercesor de mi calumniador ante Dios'; y santiguándose, invocaba los
nombres más sagrados, y exclamaba: 'Unid estos insultos, calumnias y golpes a esa
preponderancia de mérito que pesa ya en la balanza del cielo frente a mis pecados', y se
atrevió a mezclar las súplicas de intercesión de los santos, la pureza de la Virgen
Inmaculada y hasta la sangre y la agonía de Cristo, con las viles sumisiones de su propia
hipocresía. A todo esto, el aposento se había llenado de sirvientes. A mi madre la
sacaron gritando todavía de terror. Mi padre, que la amaba, cayó, dominado por este
espectáculo, y por mi desaforada conducta, en un acceso de furor... y llegó a sacar la
espada. Yo solté una carcajada que le heló la sangre, al verle venir hacia mí. Extendí los
brazos, le presenté mi pecho, y exclamé: '¡Herid!... ésa es la consumación del poder
monástico: se empieza violando la naturaleza, y se termina en el filicidio. ¡Herid!
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Conceded este glorioso triunfo a la influencia de la Iglesia, y sumadlo a los méritos de
este sagrado director. Ya habéis sacrificado a vuestro Esaú, a vuestro primogénito; que
sea ahora Jacob vuestra siguiente víctima'. Retrocedió mi padre; e irritado por la
desfiguración que causaba en mí la violencia de mi agitación, exclamó: '¡Demonio!'; y
se quedó a cierta distancia, mirándome y temblando. '¿Y quién me ha hecho así? Ése,
que ha fomentado mis malas pasiones para sus propios fines; y porque un impulso
generoso irrumpe por el lado de la naturaleza, me califica de loco o pretende hacerme
enloquecer para llevar a cabo sus propósitos. Padre mío, veo trastocado todo el poder y
sistema de la naturaleza, merced a las artes de un eclesiástico corrompido. Gracias a su
intervención, mi hermano ha sido encarcelado de por vida; gracias a su mediación,
nuestro nacimiento se convertido en una maldición para mi madre y para vos. ¿Qué
hemos tenido la familia desde que su influencia se asentó en ella fatalmente, sino
disensiones y desdichas? Vuestra espada apuntaba a mi corazón en este momento; ¿ha
sido la naturaleza o un monje quien ha prestado armas a un padre para enfrentarle a su
hijo, cuyo crimen ha sido interceder por su hermano? Echad a este hombre, cuya
presencia eclipsa nuestros corazones, y hablemos un momento mo padre e hijo; y si no
me humillo ante vos, arrojadme para siempre de vuestro lado. Padre, por Dios os lo
pido, observad la diferencia entre este hombre y yo, ahora que estamos ante vos. Los
dos estamos ante el tribunal de vuestro corazón: juzgadnos. Una imagen seca e
inexpresiva del poder egoísta, consagrada por el nombre de la Iglesia, ocupa por entero
su alma... yo os imploro por los intereses de la naturaleza, que deben ser sinceros puesto
que son contrarios a los míos propios. Él sólo quiere secar vuestra alma... yo pretendo
conmoverla. ¿Pone él su corazón en lo que dice?, ¿derrama acaso alguna lágrima?,
emplea alguna expresión apasionada? Él invoca a Dios... mientras que yo sólo invoco a
vos. La misma violencia que vos condenáis con justicia no es sólo vindicación, sino
también mi elogio. Quienes anteponen su causa a ellos mismos no necesitan demostrar
que su defensa es sincera'. 'Agravas tu crimen cubrirlo con otro; siempre has sido
violento, obstinado y rebelde'. 'Pero, ¿quién me ha hecho así? Preguntádselo a él;
preguntádselo a esta escena vergonzosa, en la que su duplicidad me ha empujado a
desempeñar semejante papel'. 'Si deseas mostrarme sumisión, dame primero una prueba
de ello, y prométeme que jamás me torturarás sacando a relucir de nuevo este tema. El
destino de tu hermano está decidido: prométeme no volver a pronunciar más nombre,
y...'. 'Nunca, nunca -exclamé-; nunca violentaré mi conciencia con semejante promesa;
y la sequedad de quien proponga tal cosa debe de estar más allá del alcance de la gracia
de Dios'. No obstante, mientras pronunciaba as palabras, me arrodillé ante mi padre;
pero él se apartó de mí. desesperado, me volví hacia el director. Dije: 'Si sois ministro
del cielo, probad la veracidad de vuestra misión... poned paz en esta familia trastornada,
conciliad a mi padre con sus dos hijos. Podéis hacerlo con una palabra; sabéis que
podéis. Sin embargo, os negáis a pronunciarla. Mi infortunado hermano era tan
inflexible a vuestras súplicas, y sin embargo, no estaban inspiradas por un sentimiento
tan justificable como el mío'. Había ofendido al director hasta unos extremos
imperdonables. Lo sabía, y hablaba más para exponer la situación que para persuadirle.
No esperaba respuesta suya, y no me sentí defraudado: no dijo una palabra. Me arrodillé
en medio de la estancia, entre ellos y exclamé: 'Desamparado de mi padre y de vos,
apelo, sin embargo, al cielo. A él recurro como testigo de la promesa que hago de no
abandonar a mi perseguido hermano, de quien se me ha hecho instrumento de traición.
Sé que tenéis poder... pues bien, lo desafío. Sé que todas las artes del engaño, de la
impostura, de la malevolencia... que todos los recursos de la tierra y del infierno, se
confabularán contra mí. Tomo al cielo por testigo contra vos, y le pido únicamente su
ayuda para asegurarme la victoria'. Mi padre perdió la paciencia; pidió a los criados que
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me levantaran y me sacaran a la fuerza. Este recurso a la fuerza, tan repugnante a mis
hábitos de absoluta tolerancia, operó fatalmente sobre mis energías, apenas recobradas
del delirio, y demasiado cansadas por la última lucha. Recaí en una locura parcial. Dije
violentamente: 'Padre mío, no sabéis cuán amable, generosa y clemente es la persona
que perseguís de este modo... Yo mismo le debo la vida. Preguntad a vuestros criados si
no me asistió él, paso a paso, durante mi viaje. Si no me administró la comida y las
medicinas, y me arregló las almohadas en las que descansaba'. 'Tú deliras', exclamó mi
padre al oír este disparatado discurso; aunque dirigió una temerosa mirada inquisitiva a
los criados. Los temblorosos sirvientes juraron, uno tras otro, con toda la convicción de
que eran capaces, que ningún ser humano aparte de ellos se me había acercado desde
que saliera del convento hasta la llegada a Madrid. Los pocos vestigios de lucidez que
me quedaban me abandonaron al oír esta declaración, que no obstante era verídica punto
por punto. Desmentí con toda mi furia al último que habló... y arremetí contra los que
tenía a mi lado. Mi padre, asombrado ante mi violenta reacción, exclamó de repente:
'Está loco'. El director, que hasta ahora había permanecido en silencio, tomó
inmediatamente la palabra y repitió: 'Está loco'. Los criados, medio aterrados, medio
convencidos, lo repitieron también como un eco.
»"Me cogieron, y me sacaron de allí, y la violencia, que siempre ha provoca0do en mí
una violencia equivalente, corroboró lo que mi padre temía y el director deseaba. Me
comporté exactamente como cabía esperar del niño que apenas acaba de salir de unas
fiebres, y que todavía delira. En mi aposento, desgarré las colgaduras, y no quedó un
jarrón de porcelana en la habitación que no arrojara a sus cabezas. Cuando me sujetaron,
les mordí las manos; y cuando, finalmente, se vieron obligados a atarme, roí las cuerdas,
rompiéndolas tras un esfuerzo violento. A decir verdad, colmé las esperanzas del
director. Me tuvieron encerrado en mi aposento varios días. En ese tiempo, sólo
recuperé las fuerzas que normalmente renacen en estado de aislamiento: las de la
inflexible resolución y el profundo disimulo. Y no tardé en poner en práctica las dos. El
duodécimo día de mi encierro, apareció un criado en la puerta y, haciendo una profunda
reverencia, anunció que si me sentía recobrado, mi padre deseaba verme. Me incliné,
imitando sus movimientos maquinales, y le seguí con los pasos de una estatua. Encontré
a mi padre en compañía del director. Avanzó hacia mí y me interpeló con una
precipitación que denotaba que hacía esfuerzos para hablar. Ensartó unas cuantas frases
aturulladas sobre lo contento que estaba por mi recuperación, y dijo a continuación:
'¿Has reflexionado sobre lo que hablamos en nuestra última conversación?' 'He
reflexionado sobre eso. He tenido tiempo para hacerla: '¿Y te ha servido de algo?' 'Eso
creo'. 'Entonces el resultado será favorable a las esperanzas de la familia, y a los
intereses de la Iglesia' .Las últimas palabras me produjeron un ligero escalofrío; pero
contesté como debía. Unos momentos después se acercó a mí el director. Me habló en
tono amistoso, y encaminó la conversación hacia temas intrascendentes. Yo le contesté
(¡qué esfuerzo me costó contestarle!), aunque con toda la frialdad de una cortesía
forzada. No obstante, todo siguió perfectamente. La familia parecía contenta de mi
recuperación. Mi padre, cansado, estaba contento de lograr la paz a cualquier precio. Mi
madre, más debilitada aún por las luchas entre su conciencia y las sugerencias del
director, lloró, y dijo que se sentía feliz. Transcurrió un mes en profunda aunque
traidora paz entre las partes. Ellos me consideran sometido, pero [...].
»"En realidad, los esfuerzos del director en el seno de la familia bastarían para precipitar
mis decisiones. Te ha metido en un convento, pero no para fomentar el proselitismo de
la Iglesia. El palacio del duque de Moncada, bajo su influencia, se ha convertido en un
convento también. Mi madre es casi una monja; su vida entera se consume implorando
perdón por un crimen por el que el director, a fin de asegurarse su propia influencia, le
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impone nuevas penitencias a cada hora. Mi padre corre atropelladamente del libertinaje
a la austeridad: vacila entre este mundo y el otro; llevado de la amargura de sus
sentimientos desesperados censura a veces a mi madre, para compartir seguidamente
con ella las más severas penitencias. ¿No habrá algo tremendamente erróneo en la
religión, cuando suple las rectificaciones interiores con severidades externas? Siento
que soy un espíritu inquisitivo; y si consiguiera ese libro que llaman Biblia (el cual,
aunque dicen que contiene la palabra de Cristo, jamás nos permiten ver), creo... Pero no
importa. Los mismos criados han adoptado ya el carácter in ordine ad spiritualia.
Hablan en voz baja, se santiguan cuando el reloj da las horas, comentan, incluso en mi
presencia, la gloria que supondría para Dios y la Iglesia si se lograse convencer a mi
padre para que sacrifique su familia a los intereses de uno y otra.
»"Mi fiebre ha bajado. No he perdido un instante en consultar tus intereses... He oído
decir que hay una posibilidad de anular tus votos; o sea, según me han dicho, puedes
declarar que te obligaron a hacerlo mediante el engaño y el terror. Compréndeme,
Alonso, yo preferiría que te pudrieses en un convento, a verte como prueba viviente de
la vergüenza de nuestra madre. Pero me han informado que la anulación de tus votos se
puede hacer ante los tribunales civiles. Si es factible, puedes ser libre, y yo me sentiré
dichoso. No repares en gastos; estoy en situación de poderlos sufragar. Si no vacilas en
tu determinación, no tengo duda que conseguiremos nuestro triunfo final. Digo nuestro:
no encontraré un momento de paz hasta que tú te veas totalmente libre. Con la mitad de
mi asignación anual, he sobornado a uno de los criados, que es hermano del portero del
convento, para que te haga llegar estas líneas. Contéstame por el mismo conducto; es
secreto y seguro. Según entiendo, debes redactar un informe para ponerlo en manos de
un abogado. Tendrá que estar claramente redactado... Pero recuerda; no digas una sola
palabra sobre nuestra desventurada madre; me da vergüenza decir esto a su hijo.
Procúrate papel como puedas. Si tienes dificultades, yo te lo mandaré; pero para evitar
sospechas, y no tener que recurrir demasiadas veces al portero, trata de conseguirlo por
ti mismo. Tus deberes conventuales te facilitarán el pretexto para redactar tu confesión...
yo me ocuparé de la seguridad de la entrega. Te encomiendo a la sagrada custodia de
Dios... no del Dios de los monjes y los directo- res, sino del Dios de la naturaleza y la
misericordia... Tu afectuoso hermano,
Juan de Moncada".
»Tal era el contenido de los papeles que recibí en varias tandas, una tras otra, de manos
del portero. Me tragué el primero tan pronto como lo leí; en cuanto al resto, encontré la
forma de destruirlo secretamente... mi asistencia en la enfermería me facilitaba grandes
dispensas.»
Al llegar a este punto del relato, el español estaba tan agitado (aunque, al parecer, más
debido a su estado emocional que a su cansancio), que Melmoth le rogó que lo
suspendiera por unos días, a lo que accedió el agotado narrador.
_ ________ _ _
_
____ _____ _ ____, ___ ___ __ ____.
HOMERO
91
Cuando transcurridos varios días, el español trató de describir sus sentimientos al recibir
la carta de su hermano, y la súbita resurrección de su corazón, y esperanza y existencia
al concluir su lectura; tembló... profirió unos sonidos inarticulados, lloró, y a Melmoth -
dada su poco continental sensibilidad- le pareció su agitación tan violenta que le rogó
que prescindiese de la descripción de sus sentimientos, y prosiguiese su narración.
-Tenéis razón -dijo el español secándose las lágrimas-; la alegría es una convulsión,
pero la aflicción es un hábito; y describir lo que no se puede comunicar es tan absurdo
como hablarle de colores a un ciego. Pasaré, no a hablar de mis sentimientos, sino de los
resultados que produjeron. Un nuevo mundo de esperanza se abrió para mí. Me parecía
ver la libertad ante el cielo, cuando paseaba por el jardín. Me reía del chirrido
discordante de las puertas al abrirse, y me decía a mí mismo: «Pronto os abriréis para
mí, definitivamente». Me comporté con desusada consideración para con la comunidad.
Pero, en medio de todo esto, no dejaba de observar las más escrupulosas precauciones
que me había sugerido mi hermano. ¿Estoy confesando la fuerza o la debilidad de mi
corazón? En medio de todo el disimulo sistemático que estaba dispuesto y deseoso de
llevar a cabo, la única circunstancia que me apenaba era el verme obligado a destruir las
cartas de aquel amado y generoso joven que lo arriesgaba todo por mi emancipación.
Entretanto, proseguí mis preparativos con una industria inconcebible para vos, que no
habéis estado jamás en un convento.
»Había empezado la cuaresma, y toda la comunidad se preparaba para la confesión
general. Guardábamos completo silencio, los monjes se postraban ante las capillas de
los santos, ocupaban sus horas tomando nota de sus conciencias y convirtiendo las
triviales negligencias en la disciplina conventual en pecados a los ojos de Dios, a fin de
dar importancia a su penitencia ante el confesor. De hecho, les habría gustado acusarse
de un crimen para escapar de la monotonía de una conciencia monástica. Había una
especie de sorda agitación en la casa, lo que favorecía enormemente mis propósitos.
Hora tras hora, andaba yo pidiendo papel para redactar mi confesión. Me lo daban;
aunque mis frecuentes peticiones despenaban recelo. Pero estaban muy lejos de saber lo
que yo escribía. Algunos decían (porque todo llama la atención en un convento): "Está
escribiendo la historia de su familia, y se la va a soltar al confesor, junto con los
secretos de su propia alma” . Otros comentaban: "Ha vivido en estado de enajenación
durante bastante tiempo; ahora va a dar cuenta a Dios de todo ello... nunca oiremos
una palabra sobre el particular". Otros, más sensatos, decían: "Está hastiado de la vida
monástica; está redactando un informe de su monotonía y su tedio, y como es natural
ha de ser largo". y después de dar sus opiniones, bostezaban, lo cual venía a corroborar
lo que decían.
»El Superior me observaba en silencio. Estaba alarmado, y con razón. Consultó con
algunos hermanos discretos, a los que ya he aludido anteriormente, y el resultado fue
que iniciaron una inquieta vigilancia, que yo mismo estimulaba sin cesar con mi
absurda y constante demanda de papel. En esto, lo reconozco, cometí una gran
equivocación. Era imposible que la conciencia más exagerada llegara a cargarse, aun en
un convento, con el suficiente número de crímenes como para llenar las hojas que yo
pedía. Las estaba llenando con sus crímenes, no con los míos. Otro gran error que
cometí fue dejar que la confesión general me cogiera desprevenido. Me lo anunciaron
mientras paseábamos por el jardín. Ya he dicho que había adoptado una actitud amistosa
hacia ellos. Así que me dijeron:
»- Te has preparado ampliamente para la gran confesión.
»-Sí, así es.
»-Entonces esperamos grandes beneficios espirituales de su resultado.
92
»-Confío en que los tendréis -y no dije más; pero estas alusiones me inquietaron
enormemente.
»Otro me dijo:
»-Hermano, en medio de los numerosos pecados que abruman tu conciencia, y para
cuya redacción necesitas pliegos enteros de papel, ¿no sería un alivio para ti abrir tu
espíritu al Superior, y pedirle a él previamente unos momentos de consuelo y dirección?
»A lo que contesté:
»-Te lo agradezco, y lo tomaré en consideración... -pero yo pensaba en otra cosa.
»Unas noches antes de la confesión general, le entregué al portero el último pliego de
mi memorial. Hasta ahora, nuestras entrevistas habían pasado inadvertidas. Había
recibido misivas de mi hermano y había contestado a ellas, y nuestra correspondencia se
había efectuado con un sigilo sin precedentes en un convento. Pero esta última noche, al
poner las hojas en manos del portero, observé un cambio en su semblante que me aterró.
Había sido un hombre fuerte, robusto; pero ahora, a la luz de la luna, pude comprobar
que era una sombra de sí mismo: sus manos temblaron al cogerme el pliego... y le falló
la voz al prometerme la habitual discreción. Su cambio, que todo el convento había
notado, me había pasado inadvertido hasta esta noche; mi atención había estado
demasiado ocupada en mi propia situación. De todos modos, me di cuenta entonces; y le
dije:
»-Pero ¿qué te pasa?
»-¿ Y me lo preguntas tú? Me han consumido los terrores del oficio al que me ha
empujado el soborno. ¿Sabes cuál es el riesgo que corro? El de ser encarcelado de por
vida, o más bien de por muerte... y quizá el de que me denuncien a la Inquisición. Cada
línea que yo te entrego, o que paso de parte tuya, es un cargo contra mi propia alma...
Tiemblo cada vez que me veo contigo. Yo sé que tienes las fuentes de la vida y la
muerte, las temporales y las eternas, en tus manos. El secreto del que soy transmisor no
debe ser confiado más que a uno, y tú eres otro. Cuando me siento en mi puesto, pienso
que cada paso que suena en el claustro viene a mandarme a la presencia del Superior.
Cuando asisto al coro, en medio de los cánticos de devoción, tu voz se eleva para
acusarme. Cuando estoy acostado por la noche, el espíritu maligno se encuentra junto a
mi lecho, me acusa de perjurio, y reclama su presa; y sus emisarios me asedian allá
donde voy... me acosan las torturas del infierno. Los santos arrugan el ceño en sus
altares cuando me detengo ante ellos, y veo el retrato del traidor Judas allí donde vuelvo
los ojos. Si me duermo un momento, me despiertan mis propios gritos. Y exclamo: "No
me acuséis; él todavía no ha violado los votos, yo sólo soy un agente... he sido
sobornado... no encendáis esos fuegos por mí". Y me estremezco, y me incorporo
empapado de un sudor frío. He perdido el sosiego, el apetito. Quiera Dios que te vayas
del convento; y de no haber sido yo el instrumento de tu libertad, habríamos escapado
los dos de la condenación eterna.
»Traté de apaciguarle, de asegurarle su impunidad; pero nada pudo satisfacerle sino mi
solemne y sincera promesa de que éste era el último pliego que le pedía que entregase.
Se marchó tranquilizado ante esta seguridad; y yo sentí que los peligros de mi empresa
se multiplicaban a mi alrededor a cada hora.
"Este hombre era de fiar, aunque tímido de carácter; ¿y qué confianza podemos tener en
un ser que alarga la mano derecha, mientras le tiembla la izquierda al utilizarla para
transmitir tu secreto al enemigo? Murió pocas semanas después. Creo que su fidelidad a
mí, en su agonía, se debió al delirio que se apoderó de él en sus últimos momentos.
Pero, ¡cuánto sufrí durante esas horas!... Su muerte en tales circunstancias, y la poco
cristiana alegría que experimenté por ello, no eran sino nuevas pruebas en contra del
antinatural estado de vida que hacía casi necesarios tal suceso y tales sentimientos. La
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noche siguiente a nuestra última entrevista recibí en mi celda la sorprendente visita del
Superior, acompañado de cuatro monjes. Presentí que el acontecimiento no auguraba
nada bueno. Me eché a temblar de pies a cabeza, aunque los recibí con respeto. El
Superior se sentó frente a mí, colocando el asiento de forma que me hallase yo de cara a
la luz. No entendí qué podía significar esta medida, pero pienso ahora que deseaba
captar hasta el más mínimo cambio de expresión de mi semblante, mientras el suyo
permanecía oculto para mí. Los cuatro monjes se quedaron de pie detrás de su silla, con
los brazos cruzados, los labios cerrados, los ojos entornados y las cabezas inclinadas:
parecían designados obligadamente a presenciar la ejecución de un criminal. El Superior
comenzó con voz suave:
»-Hijo mío, estos últimos días has estado intensamente dedicado a redactar tu
confesión... lo cual es muy loable. Pero ¿te has acusado de todos los crímenes de los que
te culpa tu conciencia?
»-Sí, padre.
»-¿Seguro que de todos?
»-Padre, me he acusado de todos aquellos de los que tengo conciencia. ¿Quién sino
Dios puede penetrar en los abismos del corazón? Yo he hurgado en el mío cuanto he
podido.
»- ¿ Y has anotado todas las acusaciones que has descubierto en él?
»-Sí.
»-¿Y no has descubierto entre ellas el crimen de obtener medios de escribir tu confesión
para utilizarlos con fines bien distintos?
»Estábamos llegando al asunto; consideré necesario recurrir a mi decisión... y dije, con
perdonable equívoco:
»-Ése es un crimen del que mi conciencia no me acusa.
»-Hijo mío, no disimules ante tu conciencia ni ante mí. Yo debería estar en tu
estimación, incluso por encima de ella; pues si ella te desvía y te engaña, es a mí a quien
deberías acudir y dirigirte. Pero veo que es inútil tratar de conmover tu corazón. Apelo a
él por última vez con estas sencillas palabras. Cuentas tan sólo con unos momentos de
indulgencia: utilízalos o desperdícialos: haz lo que quieras Voy a hacerte unas cuantas
preguntas muy sencillas, pero si te niegas a contestar, o no lo haces con sinceridad,
caerá tu sangre sobre tu propia cabeza.
»Me estremecí, pero dije:
»-Padre, ¿acaso me he negado a contestar a vuestras preguntas?
»-Tus respuestas son siempre interrogaciones o evasivas. Tienen que ser directas y
simples, a las preguntas que voy a hacerte en presencia de estos hermanos. De tus
respuestas dependen más cosas de las que tú te crees. La voz de la advertencia me sale
muy a pesar mío...
»Aterrado ante estas palabras, y anonadado por el deseo de conjurarlas, me levanté de la
silla; luego aspiré con dificultad, y me apoyé en ella.
»-¡Dios mío! -dije-, ¿a qué vienen estos terribles preámbulos? ¿De qué soy culpable?
¿Por qué se me amonesta con tanta frecuencia con palabras que no son sino veladas
amenazas? ¿Por qué no se me dice cuál es mi pecado?
»Los cuatro monjes, que ni habían hablado ni habían levantado la cabeza hasta ese
momento, dirigieron ahora sus lívidos ojos hacia mí, y repitieron a la vez, con una voz
que parecía brotar del fondo de un sepulcro:
»- Tu crimen es...
»El Superior les hizo una seña para que callaran, y esta interrupción aumentó mi alarma.
Es cierto que, cuando tenemos conciencia de ser culpables, sospechamos siempre que
los demás van a dar a nuestras culpas mucha más importancia. Sus conciencias se
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vengan de la lenidad de la nuestra con las más horribles exageraciones. No sabía de qué
crimen venían a acusarme; y ya sentía yo la acusación de mi correspondencia
clandestina como un peso en la balanza de sus sentimientos. Había oído decir que los
crímenes de los conventos eran a veces abominablemente atroces; y me sentí tan
ansioso ahora por oír una acusación clara contra mí como unos momentos antes por
evitarla. A estos vagos temores les sustituyeron inmediatamente otros más reales, al
formularme sus preguntas el Superior:
»-Has pedido gran cantidad de papel: ¿cómo lo has empleado?
»Me recobré y dije:
»-Como debía.
»-Cómo, ¿descargando tu conciencia?
»-Sí, descargando mi conciencia.
»-Eso es falso; el más grande pecador de la tierra no podría emborronar tantas páginas
con las anotaciones de sus crímenes.
»-Me han dicho muchas veces en el convento que yo era el más grande pecador de la
tierra.
»-Otra vez divagas, y conviertes tus ambiguedades en reproches... eso no; debes
contestar con claridad: ¿con qué fin pediste tanto papel, y cómo lo has empleado?
»- Ya os lo he dicho.
»-¿Lo has utilizado, entonces, para tu confesión?
»Guardé silencio, pero asentí con la cabeza.
»-Entonces puedes mostrarnos las pruebas de tu aplicación a los deberes. ¿Dónde está el
manuscrito con tu confesión?
»Me ruboricé y vacilé, al tiempo que les enseñaba media docena de páginas
garabateadas a manera de confesión. Era ridículo. No suponían más que una décima
parte del papel que había recibido.
»-¿Ésta es tu confesión?
»-Ésta es.
»-¿Y te atreves a decir que has empleado todo el papel que se te ha entregado en esto? -
guardé silencio-. ¡Desdichado! -exclamó el Superior perdiendo toda paciencia-, explica
ahora mismo con qué fin has empleado el papel que se te ha facilitado. Confiesa al
punto que lo has empleado con fines contrarios a los intereses de esta casa.
»Estas palabras me indignaron. Otra vez vi la pezuña hendida bajo la vestidura
monástica.
»-¿Por qué voy a ser yo sospechoso -contesté-, si vos no sois culpable? ¿De qué puedo
acusaros? ¿De qué podría quejarme, si no hay motivo? Vuestra propia conciencia debe
responder a esta pregunta por mí.
»A estas palabras, los monjes se dispusieron a intervenir nuevamente, cuando el
Superior, acallándoles con una seña, siguió con preguntas precisas que paralizaban toda
la energía de la pasión.
»-¿No quieres decirme qué has hecho con el papel que se te ha entregado? -guardé
silencio-. Te ordeno, por la sagrada obediencia que me debes, que me lo reveles ahora
mismo.
»Su voz se había elevado, furiosa, mientras hablaba, y actuó de estímulo en la mía.
»-No tenéis derecho, padre -dije-, a exigirme tal declaración.
»-No es cuestión de derecho, ahora. Te ordeno que me lo digas. Te lo exijo por el
juramento que hiciste ante el altar de Cristo, junto a la imagen de su bendita madre.
»-No tenéis derecho a demandarme ese juramento. Conozco las reglas de la casa: soy
responsable ante el confesor.
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»-¿Opones, entonces, el derecho al poder? No tardarás en comprobar que, entre estos
muros, son una misma cosa.
»- Yo no opongo nada... quizá sean lo mismo.
»-¿ Y no quieres decir qué has hecho con esos pliegos, emborronados seguramente con
las más infernales calumnias?
»-No.
»-¿Y quieres cargar las consecuencias de tu terquedad sobre tu propia cabeza?
»-Sí.
»Y los cuatro monjes corearon con el mismo tono afectado:
-Caigan las consecuencias sobre su propia cabeza -pero mientras así decían, dos de ellos
me susurraron al oído-: Entrega tus papeles y no te pasará nada. Todo el convento está
enterado de que has estado escribiendo.
»-No tengo nada que entregar -contesté-; nada, a la confianza de un monje. No tengo
una sola página en mi poder, aparte de las que me habéis cogido.
»Los monjes, que antes me habían hablado en tono conciliador, me dejaron.
Conferenciaron en voz baja con el Superior, quien, lanzándome una terrible mirada,
exclamó:
»-¿No quieres entregar tus papeles?
»-No tengo nada que entregar: registrad mi persona, registrad mi celda... todo está a
vuestra disposición.
»- Todo va a ser registrado, y ahora mismo -dijo el Superior, furibundo.
»Se pusieron a registrar inmediatamente. No quedó objeto alguno en mi celda por
examinar. Pusieron la silla y la mesa patas arriba, las sacudieron y las rompieron
finalmente en un intento de averiguar si había ocultado papeles en ellas secretamente.
Arrancaron los grabados de las paredes, y los inspeccionaron al trasluz. Luego
rompieron los marcos, tratando de descubrir cualquier cosa que estuviese oculta en
ellos. Después registraron la cama; pusieron el mueble en medio de la celda, destriparon
el colchón y esparcieron la paja; uno de ellos, durante la operación, recurrió a los
dientes para facilitarse la tarea... y la malevolencia de su actividad contrastaba
singularmente con la inmóvil y rígida apatía en que habían estado sumidos momentos
antes. Durante todo este tiempo permanecí en el centro de la estancia, como se me había
ordenado, sin volverme a derecha ni a izquierda. Nada encontraron que justificara sus
sospechas. A continuación me rodearon; y el registro de mi persona fue igualmente
rápido, minucioso e indecoroso. En un instante estuvieron en el suelo todas las prendas
que llevaba puestas. Hasta descosieron las costuras de mi hábito. Y durante el registro,
me cubrí con una de las sábanas de mi cama.
»Cuando hubieron terminado, dije:
»-¿Habéis descubierto algo?
»El Superior contestó con voz furiosa, reprimiendo con orgullo, aunque en vano, su
decepción:
»- Tengo otros medios para descubrirlos; prepárate, y tiembla cuando recurra a ellos.
» Y dichas estas palabras, salió a toda prisa de mi celda, haciendo una seña a los cuatro
monjes para que le siguieran. Me quedé solo.
»Ya no tenía ninguna duda del peligro que corría. Me veía expuesto al furor de hombres
que no moverían un dedo por aplacarlo. Vigilaba, esperaba, temblaba a cada ruido de
pasos que oía en la galería, o de la puerta que se abría o se cerraba junto a mí. Pasaron
las horas en esta angustia y suspenso, y concluyeron finalmente sin que ocurriera nada.
Nadie vino a verme esa noche. La siguiente iba a ser la de la confesión general. En el
curso del día, ocupé mi sitio en el coro, temblando y atento a las miradas. Me daba la
impresión de que cada rostro se volvía hacia mí, y cada lengua me decía en silencio:
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"Tú eres el hombre". A menudo deseé que estallara de una vez por todas la tormenta
que notaba que se iba formando a mi alrededor. Es preferible oír el trueno que vigilar la
nube. Sin embargo, no estalló entonces. Y cuando concluyeron los deberes del día, me
retiré a mi celda, y permanecí en ella pensativo, anhelante, indeciso.
»Había empezado la confesión; y al oír a los penitentes regresar uno tras otro de la
iglesia, y cerrar las puertas de sus celdas, empecé a temer que se me excluyera de este
acercamiento a la sagrada cátedra, y que esta exclusión de un derecho sagrado e
indispensable fuera el comienzo de algún misterioso período de rigor. Esperé, no
obstante, y finalmente me llamaron. Esto me devolvió el ánimo, y cumplí con mis
deberes más tranquilo. Después de confesarme, me hicieron unas preguntas sencillas,
tales como si debía acusarme de alguna secreta violación de los deberes conventuales,
de algo que me hubiese reservado, de algo que me hubiese guardado en la conciencia,
etc.; y tras mis respuestas negativas, se me dejó marchar.
»Fue esa misma noche cuando murió el portero. Mi último envío había salido unos días
antes; todo estaba a salvo y sin problemas. Ni una palabra o línea podría aducirse ahora
en contra mía, y comenzó a renacer la esperanza en mi interior, pensando que la celosa
industria de mi hermano hallaría algún otro medio para nuestra futura comunicación.
»Todo siguió profundamente tranquilo durante unos días; pero pronto iba a estallar la
tormenta. La cuarta noche después de la confesión, me hallaba sentado en mi celda,
cuando oí una desusada agitación en el convento. Sonó la campana. El nuevo portero
parecía muy agitado; el Superior bajó al locutorio, luego regresó a su celda, ya
continuación fueron llamados algunos monjes de avanzada edad. Los más jóvenes
cuchicheaban en los corredores, cerraban las puertas violentamente... todos parecían
excitados. En un edificio pequeño, ocupado por una familia reducida, tales
circunstancias apenas habrían sido advertidas; pero en un convento, la gris monotonía
de lo que puede llamarse su existencia interna, da importancia e interés al detalle más
trivial de la vida corriente. Me daba cuenta de esto. Me dije: "Algo ocurre". Y añadí:
"Algo ocurre que va contra mí". Ambas conjeturas eran acertadas. Avanzada la noche,
recibí orden de presentarme ante el Superior en su propio aposento. Dije que estaba
dispuesto. Dos minutos después fue anulada esta orden, y se me pidió que permaneciese
en mi celda y esperase la visita del Superior. Contesté que obedecería. Pero este
repentino cambio de órdenes me llenó de un temor indefinido; y jamás, en todos los
cambios de mi vida y vicisitudes de mis sentimientos, he experimentado un miedo más
espantoso. Me puse a pasear arriba y abajo, repitiéndome sin cesar: "¡Dios mío,
protégeme! ¡Dios mío, dame fuerzas!" A continuación tuve miedo de pedir la protección
de Dios, dudoso de que la causa en que me hallaba involucrado mereciese su protección.
Mis dudas, no obstante, se disiparon ante la súbita entrada del Superior y los cuatro
monjes que le habían escoltado en la visita anterior a la confesión. Al verles entrar me
levanté: nadie me pidió que me sentara. El Superior avanzó con mirada furibunda; y
arrojando unos papeles en la mesa, dijo:
»-¿Lo has escrito tú?
»Eché una mirada fugaz y llena de terror a los papeles: eran una copia de mi memorial
Tuve la suficiente presencia de ánimo para decir:
»-Ésa no es mi letra.
»-¡Desdichado!, siempre con equívocos; eso es una copia de tu escrito -guardé silencio-.
Aquí hay una prueba de ello -añadió, arrojando otro papel.
»Era una copia del informe del abogado, dirigida a mí, el cual, debido al peso de un
tribunal superior, no podían retenérmelo. Yo me moría de ganas de leerlo, pero no me
atreví a tocarlo. El Superior hojeó página tras página. Dijo:
»-¡Lee, desdichado, lee!... míralo, examínalo frase por frase.
97
»Me acerqué temblando... lo miré... en las primeras líneas leí la palabra esperanza. El
valor renació en mí.
»-Padre -dije-, reconozco que esto es una copia de mi memorial. Os pido permiso para
leer la respuesta del abogado; no podéis negarme ese derecho.
»-Léela -dijo el Superior, y la lanzó hacia mí.
»Podéis creer, señor; que, en aquellas circunstancias, no me fue posible leerlo con
mirada muy segura, y mi discernimiento no se aclaró ni mucho menos al desaparecer los
cuatro monjes de mi celda a una señal que no percibí. Ahora estábamos solos el
Superior y yo. Él comenzó a pasear arriba y abajo por mi celda mientras yo leía el
informe del abogado. De repente se detuvo; descargó la mano enérgicamente sobre la
mesa; las páginas sobre las que yo temblaba se estremecieron con la violencia del golpe.
Di un brinco en mi silla.
»-¡Desdichado! -dijo el Superior-, ¿cuándo han profanado el convento papeles como
ésos? ¿Cuándo, hasta tu impío ingreso, hemos sido ofendidos con informes de
abogados? ¿Cómo te has atrevido a...?
»-¿A qué, padre?
»- ¿A rechazar tus votos y a exponemos a nosotros al escándalo de un tribunal civil y de
un proceso?
»-Lo he puesto todo frente al peso de mis propias miserias.
»-¡Miserias!, ¿es así como hablas de la vida conventual, la única que puede ofrecer
tranquilidad aquí, y asegurar la salvación después?
»Estas palabras, pronunciadas por un hombre crispado por la más frenética pasión,
constituían su misma refutación. Mi ánimo aumentaba en proporción a su furor; y
además, me habían acosado y me obligaban a actuar en mi defensa. La visión de los
papeles me devolvió la confianza.
»-Padre -dije-, es inútil que os esforcéis en minimizar mi repugnancia por la vida
monástica; la prueba de que mi desagrado es invencible la tenéis ahí delante. Si he sido
culpable de haber dado un paso que atenta contra el decoro de un convento, lo siento...
pero no se me puede reprochar. Quienes me han encerrado aquí a la fuerza tienen la
culpa de la violencia que injustamente se me atribuye. Estoy decidido, si puedo, a
cambiar mi situación. Ya veis los esfuerzos que he hecho; tened la seguridad de que
nunca cesarán. Los fracasos no harán sino redoblar mi energía; y si hay poder en el cielo
o en la tierra capaz de anular mis votos, a ninguno dejaré de recurrir.
»Esperaba que no me hubiera oído, pero sí. Incluso me escuchó con serenidad; y me
dispuse a enfrentarme y rechazar esa alternancia de reproche y amonestación,
requerimiento y amenaza, que saben emplear tan bien en un convento.
»-¿Es entonces invencible tu repugnancia por la vida conventual?
»-Lo es.
»-Pero ¿a qué te opones? ...No a tus deberes, puesto que los cumples con la más
ejemplar puntualidad; no al trato que recibes, ya que ha sido siempre más indulgente de
lo que permite nuestra disciplina; no a la comunidad misma, que está dispuesta siempre
a apreciarte y amarte... ¿De qué te quejas?
»-De la vida misma... la cual lo abarca todo. No estoy hecho para ser monje.
»- Te ruego que no olvides que, aunque hay que obedecer las disposiciones de los
tribunales terrenales por la necesidad que nos hace depender de las instituciones
humanas en todas las cuestiones entre hombre y hombre, sin embargo no son válidas
jamás en las cuestiones entre Dios y el hombre. Ten la seguridad, mi pobre muchacho
alucinado, de que aunque todos los tribunales de la tierra te absuelvan de tus votos en
este momento, tu propia conciencia no te absolverá jamás. Durante toda tu ignominiosa
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vida te estará reprochando la violación de un voto cuyo quebrantamiento ha tolerado el
hombre, pero no Dios. Y en tu última hora, ¡qué horribles serán esos reproches!
»-No tan horribles como en la hora en que pronuncié ese voto, o más bien en que me
obligaron a pronunciarlo.
»-¡Que te obligaron!
»-Sí, padre, sí: tengo al cielo por testigo contra vos. Esa desventurada mañana, vuestra
ira, vuestros reproches, vuestros alegatos, fueron tan inútiles como ahora, hasta que
echasteis el cuerpo de mi madre a mis pies.
»-¿ Y me recriminas mi celo y mi interés por tu salvación?
»-No pretendo recriminaros nada. Sabéis el paso que he dado, y quiero haceros saber
que continuaré en este sentido con todas las fuerzas de la naturaleza, que no descansaré
hasta que sean anulados mis votos, mientras tenga esperanza de lograrlo... y que un
alma decidida como la mía puede convertir la desesperación en esperanza. Aunque
rodeado, vigilado y acechado, he encono trado el medio de hacer llegar mis escritos a
las manos del abogado. Calculad la fuerza de esa resolución, que es capaz de llevar a
efecto algo así en el corazón de un convento. Juzgad lo inútil que será toda futura
oposición, cuando veáis vuestros fracasos, o descubráis siquiera los primeros pasos de
mis propósitos.
»Al oír estas palabras, el Superior se quedó callado. Yo creí que le habían causado
impresión.
»-Si queréis ahorrarle a la comunidad -añadí- la vergüenza de que siga con mis
apelaciones dentro de sus muros, la alternativa es fácil. Dejad un día la puerta sin
vigilancia, permitid que escape, y mi presencia no volverá a molestaros ni a deshonraros
ni una hora más.
»-¡Cómo!, ¿quieres hacer de mí, no ya un testigo, sino un cómplice de tu crimen?
Después de apostatar de Dios y de hundirte en la perdición, ¿recompensas a la mano que
tiendo para salvarte tirando de ella, arrastrándome contigo al abismo infernal? -y
reanudó sus paseos por la celda, presa de la más violenta agitación; esta desafortunada
propuesta actuó sobre su pasión dominante (pues era ejemplarmente estricto en cuanto a
disciplina), y produjo únicamente convulsiones de hostilidad. Yo seguía de pie,
esperando a que se apaciguar: esta nueva explosión, mientras él seguía exclamando sin
cesar-: ¡Dios mío! ¿en virtud de qué pecados recibo esta humillación? ...¿Qué crimen
inconcebible ha arrojado esta desgracia sobre todo el convento? ¿Qué será de nuestra
reputación? ¿Qué dirá todo Madrid?
»-Padre, si un oscuro monje vive, muere o renuncia a sus votos, es cosa de poca
importancia fuera de los muros de este convento. Me olvidarán pronto, vos os
consolaréis al restablecerse la armonía de la disciplina, en la cual debíais poner el más
vibrante acento. Además, ni todo Madrid, con ese interés que le atribuís, podría ser
responsable de mi salvación.
»Siguió paseando arriba y abajo, y repitiendo: "¿Qué dirá el mundo? ¿Qué será de
nosotros?"; hasta que se puso furioso y, volviéndose súbitamente hacia mí, exclamó:
»-¡Desdichado!, ¡ renuncia a tu horrible decisión... renuncia ahora mismo! Te doy cinco
minutos para que reflexiones.
»-Ni cinco mil me harían cambiar.
»- Tiembla entonces, pues acaso no te quede vida para ver cumplidos tus impíos deseos.
»Tras estas palabras salió precipitadamente de mi celda. Los momentos que pasé
durante su ausencia fueron, creo, los más horribles de mi vida. El terror aumentó con la
oscuridad, ya que ahora era de noche, y se había llevado la luz consigo. Mi agitación
había hecho que no me diese cuenta de esto al principio. Vi que estaba a oscuras, pero
no sabía cómo ni por qué. Mil imágenes de indescriptible horror me asaltaron en tropel.
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Había oído hablar muchas veces de los terrores de los conventos... de los castigos que a
menudo se aplicaban hasta la muerte, o que dejaban a la víctima en un estado en el que
la muerte habría sido una bendición. Ante mis ojos desfilaron en ardiente bruma
calabozos, cadenas y flagelos. Las amenazadoras palabras del Superior aparecían
esmaltadas en las oscuras paredes de mi celda con caracteres llameantes. Me estremecí;
grité, aunque consciente de que mi voz no despertaría el eco de una sola voz amiga en
una comunidad de sesenta personas... tal es la sequedad de humanitarismo que reina en
un convento. Por último, los temores, precisamente por lo que tenían de excesivo,
hicieron que me recobrara. Me dije: "No se atreverán a matarme; no se atreverán a
encarcelarme: son responsables ante el tribunal al que he apelado con mi denuncia... No
se atreverán a cargar con la culpabilidad de violencia ninguna”. No bien había llegado a
esta reconfortante conclusión, que en realidad era el triunfo de la sofisticación de la
esperanza, se abrió de golpe la puerta de mi celda, y entró de nuevo el Superior,
escoltado por sus cuatro acólitos. Mis ojos estaban cegados por la oscuridad en que me
habían dejado; pero pude distinguir que traían una cuerda y un trozo de saco. Inferí los
más pavorosos presagios de este instrumental. Inmediatamente modifiqué mi
razonamiento; y en vez de concluir que no se atreverían a hacer esto y aquello, razoné:
"¿Qué no se atreverán a hacer? Estoy en sus manos y lo saben. Les he provocado al
máximo... ¿Qué es lo que los monjes no harán, llevados de la impotencia de su
malignidad?.. ¿Qué será de mí?" Avanzaron, y creí que la cuerda iba a servirles para
estrangularme, y el saco para meter mi cuerpo sin vida. Mil imágenes sangrientas
desfilaron ante mí; un chorro de fuego me sofocó la respiración. De las criptas del
convento parecieron elevarse los gemidos de mil víctimas que habían sucumbido por un
destino como el mío. No sé qué es la muerte, pero estoy convencido de que en ese
momento sufrí las agonías de muchas muertes. Mi primer impulso fue caer de rodillas.
»-Estoy en vuestras manos -dije-, soy culpable a vuestros ojos... Ejecutad vuestro
propósito; pero no me hagáis sufrir demasiado.
»El Superior, sin hacerme caso, o quizá sin oírme, dijo:
»-Ahora estás en la postura que te va.
»Al oír estas palabras, que sonaban menos terribles de lo que yo había temido, me
postré en el suelo. Unos momentos antes, habría considerado este gesto una
degradación; pero el miedo es envilecedor. Tenía miedo a los procedimientos
violentos... era muy joven, y la vida, aún ataviada con el brillante ropaje de la
imaginación, no era menos atractiva. Los monjes observaron mi actitud y temieron que
impresionara al Superior. Dijeron en esa coral monotonía, ese discordante unísono que
me había helado la sangre cuando me arrodillé de la misma manera unas noches antes:
»-Reverendo padre, no consintáis que os engañe con esta prostituida humillación; el
tiempo de la piedad ha pasado. Le habéis concedido sus momentos de deliberación. Se
ha negado a aprovecharlos. Ahora venís, no a escuchar alegatos, sino a aplicar justicia.
»A estas palabras, que anunciaban lo más horrible, fui de rodillas de uno a otro,
mientras ellos, de pie, formaban como una fila de inflexibles verdugos. Les dije a cada
uno, con lágrimas en los ojos:
»-Hermano Clemente, hermano Justino, ¿por qué tratáis de irritar al Superior contra mí?
¿Por qué precipitáis una sentencia que, justa o no, será severa, ya que vais a ser los
verdugos? ¿Qué he hecho yo para ofenderos? Intercedí por vosotros cuando fuisteis
culpables de una leve falta. ¿Es así como me lo pagáis?
»-Esto es perder el tiempo -dijeron los monjes.
»-¡Alto! -dijo el Superior-; dejad que hable. ¿Deseas aprovechar el último momento de
indulgencia que puedo concederte para renunciar a esa horrible decisión de revocar tus
votos?
100
»Estas palabras renovaron todas mis energías. Me puse inmediatamente de pie ante
ellos. Dije en voz alta y clara:
»-Nunca, estoy ante el tribunal de Dios.
»-¡Desdichado!, tú has renunciado a Dios.
»-Entonces, padre, sólo me queda la esperanza de que Dios no renuncie a mí. He
apelado, también, a un tribunal sobre el que no tenéis poder ninguno.
»-Pero lo tenemos aquí, y lo vas a sentir.
»Hizo una seña, y se acercaron los cuatro monjes. Yo dejé escapar un leve grito de
terror, pero a continuación me sometí. Estaba convencido de que había llegado mi fin.
Me quedé atónito cuando, en vez de ponerme la soga alrededor del cuello, me ataron los
brazos. A continuación me despojaron del hábito y me cubrieron con el saco. No opuse
resistencia; pero debo confesaras, señor que sentí cierto desencanto. Estaba preparado
para la muerte, pero algo peor que la muerte parecía amenazarme, con todos estos
preparativos. Cuando nos empujan al precipicio de la muerte, saltamos con decisión, y a
menudo frustramos el triunfo de nuestros asesinos convirtiéndolo en el nuestro. Pero
cuando nos llevan a él paso a paso, nos suspenden sobre él, y luego nos retiran,
perdemos toda nuestra decisión, a la vez que nuestra paciencia; y nos damos cuenta de
que el golpe definitivo sería un acto de compasión, comparado con los roces retardados,
descendentes, lentos, oscilantes, que van mutilando poco a poco.
»Estaba preparado para todo menos para lo que siguió. Atado sólidamente con esa soga
como un reo o un galeote, y cubierto sólo con el saco, me llevaron por la galería. No
proferí un solo grito, no opuse la menor resistencia. Descendimos las escaleras que
conducían a la iglesia. Yo les seguía; o más bien me arrastraban tras ellos. Cruzamos la
nave lateral; allí cerca había un oscuro corredor en el que nunca había reparado.
Entramos en él. Una puerta baja, al final, ofrecía una pavorosa perspectiva. Al verla,
grité:
»-¡No iréis a emparedarme! ¡No iréis a meterme en esa horrible mazmorra y dejar que
me consuma en esas humedades y me devoren los reptiles! No, no podéis hacerla...
recordad que debéis responder de mi vida.
»A estas palabras, me rodearon; entonces, por primera vez, forcejeé, pedí socorro... Era
el momento que ellos esperaban; deseaban que yo manifestase mi repugnancia. Hicieron
inmediatamente una seña a un hermano lego que aguardaba en el pasadizo. Sonó la
campana, la terrible campana que manda a cada miembro de un convento que se recluya
en su celda, porque algo extraordinario sucede en la casa. Al oír el primer tañido, perdí
toda esperanza. Sentí como si no existiera un solo ser en el mundo más que los que me
rodeaban, que parecían, a la luz lívida de un cirio que ardía débilmente en este lúgubre
pasadizo, espectros conduciendo a su destino a un alma condenada. Me precipitaron por
los peldaños hasta esa puerta, que estaba considerablemente más baja que el suelo del
pasadizo. Pasó mucho tiempo hasta que consiguieron abrirla; probaron multitud de
llaves; quizá se sentían nerviosos ante la idea de la violencia que iban a cometer. Pero
esta demora acrecentó mis terrores hasta lo indecible; pensé que esta cripta terrible no
había sido abierta jamás; que iba a ser la primera víctima sepultada en ella; y que
habían decidido que no saliera de ella vivo. Mientras me venían estos pensamientos
grité, presa de indecible angustia, aunque sabía que nadie me podía oír; pero mis gritos
fueron ahogados por el chirrido de la pesada puerta, al ceder bajo los esfuerzos de los
monjes que, todos a una, la empujaron con los brazos extendidos, restregándola en todo
el recorrido contra el suelo de piedra. Los monjes me empujaron adentro, mientras el
Superior permanecía en la entrada con la luz; pareció estremecerse ante la visión que se
reveló. Tuve tiempo de ver los detalles de lo que creí que iba a ser mi última morada.
Era de piedra; el techo formaba bóveda, un bloque de piedra sostenía un crucifijo, con
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una calavera, un pan y una jarra de agua. Había una esterilla en el suelo para acostarse
en ella, y otra enrollada en un extremo que hacía de almohada. Me arrojaron allí y se
dispusieron a marcharse. No forcejeé, pues sabía que no era posible la huida; pero les
supliqué que me dejaran al menos una luz; y lo pedí con la misma vehemencia con que
podía haber pedido mi libertad. Así es como la desdicha fragmenta la conciencia en
minúsculos detalles. No tenemos fuerza para comprender toda nuestra desventura. No
sentimos la montaña que se acumula sobre nosotros, sino los granos más cercanos que
nos aplastan y nos trituran. Dije:
»-¡Por caridad cristiana, dejadme una luz, aunque sólo sea para defenderme de los
reptiles que sin duda pululan por aquí -y vi que era cierto, pues algunos, de enorme
tamaño, se agitaron ante el fenómeno de la luz, y se arrastraron al pie de los muros;
entretanto los monjes hacían fuerza para cerrar la puerta. No dijeron una palabra-. Os lo
suplico: dejadme una luz, aunque sea sólo para ver esa calavera; no temáis que el
ejercicio de la vista suponga ninguna indulgencia en este lugar, sino dejadme una luz;
pienso que cuando tenga deseos de rezar, debo saber al menos dónde está ese crucifijo.
»Y mientras hablaba, la puerta se cerró lentamente, y sonó la llave al dar la vuelta;
luego oí los pasos que se alejaban. Quizá no me creáis, señor, si os digo que dormí
profundamente; pero así fue; sin embargo, nunca volvería a dormir, para tener un
despertar tan horrible. Desperté en la oscuridad del día. No iba a ver más la luz, ni a
comprobar las divisiones del tiempo que, al medir fragmentadamente nuestro
sufrimiento, parecen disminuirlo. Cuando suena el reloj, sabemos que ha pasado una
hora de desdicha que nunca volverá. Mi único marcador de tiempo era la llegada del
monje que cada día me traía mi ración de pan y de agua; y de haber sido el ser más
amado por mí de la tierra, el rumor de sus pasos no habría tenido música más deliciosa.
Esos lapsos con los que computamos las horas de oscuridad y de inanición son
inconcebibles para nadie que no se halle en la situación en que me encontraba yo. Sin
duda habéis oído decir, señor, que el ojo que, sumido por primera vez en la oscuridad,
parece privado del poder de la visión para siempre, adquiere imperceptiblemente una
capacidad de acomodación a su ámbito oscuro, y acaba por distinguir objetos, merced a
una especie de luz convencional. Evidentemente, el cerebro tiene ese mismo poder; si
no, ¿cómo habría podido yo reflexionar, concebir alguna resolución, y hasta abrigar
cierta esperanza, en ese lugar espantoso? Así es como, cuando todo el mundo parece
habernos jurado hostilidad, nos volvemos amigos de nosotros mismos con toda la
terquedad de la desesperación, y cuando todo el mundo nos adula y deifica, somos
víctimas constantes de la languidez y del remordimiento.
»El prisionero cuyas horas visita un sueño de libertad es menos presa del aburrimiento
que el soberano en su trono, rodeado de adulación, voluptuosidad y saciedad. Pensé que
todos mis papeles estaban a salvo; que mi causa se estaba llevando a cabo con vigor;
que, debido al celo de mi hermano, yo tenía al abogado más sagaz de Madrid; que no se
atreverían a matarme, y que estaban obligados a garantizar mi reaparición cuando el
tribunal lo requiriese; que el rango mismo de mi familia era una poderosa protección,
aunque ninguno de sus miembros, salvo mi exaltado y generoso Juan, fuese favorable a
mi causa; que si se me permitía recibir y leer el primer informe del abogado, incluso por
mano del Superior, era absurdo imaginar que se me negara entrar en contacto con él en
una etapa más avanzada e importante del caso. Éstas eran las sugerencias de mi
esperanza, y eran bastante plausibles. Cuáles eran las de mi desesperación, es cosa que
todavía me estremezco al pensar en ellas. Lo más terrible de todo es que podían
asesinarme conventualmente, antes de poder llevar a cabo mi liberación.
»Ésas eran, señor; mis reflexiones; quizá os preguntéis cuáles serían mis ocupaciones.
Mi situación me proporcionaba algunas; y aunque repugnantes, ocupaciones eran. Tenía
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mis devociones que cumplir; la religión era mi único recurso en la soledad y la
oscuridad, y aunque es verdad que sólo rezaba pidiendo libertad y paz, consideraba que
al menos no ofendía a Dios con las oraciones hipócritas que me habían obligado a rezar
en el coro. Allí se me forzaba a unirme a un sacrificio que era odioso para mí, e
injurioso para Él; en mi calabozo, ofrecí el sacrificio de mi corazón, y comprendí que no
era inaceptable. Durante el breve momento de luz que me proporcionaba la llegada del
monje que me traía el pan y el agua, colocaba el crucifijo de forma que supiese dónde
estaba al despertarme. Esto me sucedía a menudo; y no distinguiendo el día de la noche,
rezaba al azar. No tenía idea de si eran maitines o vísperas; para mí no había ni mañana
ni noche; pero el crucifijo, al tocarlo, era como un talismán, y cuando palpaba a tientas
buscándolo decía: "Mi Dios está conmigo en la oscuridad de mi calabozo; es un Dios
que ha sufrido, y puede apiadarse de mí. Mi grado más extremo de desdicha no debe de
ser nada comparado con lo que el símbolo de la divina humillación por los pecados del
hombre ha padecido por los míos"; y besaba la sagrada imagen (con labios errantes en la
oscuridad) con más emoción que la que había sentido viéndolo iluminado por el
resplandor de los cirios, en medio de la elevación de la Hostia, las agitaciones de los
perfumados incensarios, los hábitos suntuosos de los sacerdotes, y la postración
emocionada de los fieles. Los reptiles que llenaban el antro en el que me habían
arrojado me dieron ocasión para exteriorizar una especie de hostilidad constante,
miserable, ridícula. Mi esterilla había sido dispuesta en el mismísimo lugar de batalla; la
cambié de sitio, pero siguieron persiguiéndome; la coloqué junto al muro; el frío reptar
de sus cuerpos hinchados me sacaba a menudo de mi sueño, y más aún, me hacía
estremecer cuando me despertaba. Los golpeaba; trataba de asustarlos con mi voz,
empleaba la esterilla a modo de arma contra ellos, pero sobre todo, mi ansiedad era
constante en cuanto a defender mi pan de sus repugnantes incursiones, y mi jarra de
agua del peligro de que cayesen dentro. Adopté mil precauciones que, si bien eran
triviales e ineficaces, me mantenían ocupado. Os aseguro, señor; que encontraba más
cosas que hacer en mi calabozo que en mi celda. Luchar con reptiles en la oscuridad
parece la batalla más horrible que cabe asignar a un hombre; pero qué es, comparada
con su combate con los reptiles que engendra hora tras hora, en una celda, su propio
corazón, y de los que, si su corazón es el padre, la soledad es la madre.
» Tenía también otro trabajo... no puedo llamarlo ocupación. Había calculado los
sesenta minutos que hacían una hora, y los sesenta segundos del minuto. Empecé a
pensar que podía calcular el tiempo con precisión como cualquier reloj de convento, y
medir las horas de mi encierro, o de mis reflexiones. Así que me senté y conté sesenta;
siempre me asaltaba la duda de si los contaba más deprisa que el reloj. Luego deseé ser
reloj: no tener sentimientos, no tener motivos para apresurar el paso del tiempo. Así que
me puse a contar más despacio. A veces me vencía el sueño en este ejercicio (quizá lo
adoptaba yo con esa esperanza); pero cuando despertaba, lo reanudaba
instantáneamente. Así, oscilaba, contaba y medía el tiempo en mi esterilla, mientras el
tiempo me ocultaba sus deliciosos amaneceres y ocasos diarios, su rocío del alba y del
crepúsculo... y las claridades matinales y las sombras del anochecer. Cuando el sueño
interrumpía mi cómputo y no sabía si dormía de día o de noche), procuraba acompasarlo
con mi incesante repetición de minutos y segundos; y lo conseguía, pues siempre era un
consuelo saber que, fuera la hora que fuese, sesenta minutos tenían que hacer
forzosamente una hora. De haber llevado esta vida mucho más tiempo, me habría
convertido en un idiota de esos que, según he leído, con el hábito de mirar el reloj,
imitan su mecanismo tan bien que cuando llega el punto, dan la hora con toda la
fidelidad que puede desear el oído. Ésa era mi vida. Al cuarto día (según conté por las
visitas del monje), éste me colocó el pan y el agua sobre el bloque de piedra, como
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siempre, pero vaciló un momento antes de marcharse. A decir verdad, le sabía mal
facilitarme la menor lucecita de esperanza; no iba eso con su profesión, ni con el oficio
que, con toda la impudicia de la malevolencia monástica, había aceptado como
penitencia.
»Veo que os estremecéis, señor, pero es cierto; este hombre creía que era un servicio a
Dios vigilar los padecimientos de un ser encarcelado, a causa del hambre, la oscuridad y
los reptiles. Y terminada su penitencia, inició la retirada. ¡Ay!, cuán falsa es la religión
que hace del agravar el sufrimiento de otros nuestro mediador con ese Dios que quiere
que se salven todos los hombres. Pero ésta es una cuestión que debe resolverse en los
conventos. El hombre vaciló largo rato, luchó con la ferocidad de su naturaleza, y por
último se dirigió a la puerta y abrió con la llave, lo que le entretuvo un poco más. Quizá
en esos momentos rezó a Dios, y elevó un deseo de que esta prolongación de mis
sufrimientos se aceptase como sacrificio para aliviar los suyos. Me atrevo a decir que
era muy sincero; pero si se enseñase a los hombres a recurrir al Gran Sacrificio,
¿estarían tan dispuestos a creer que el suyo propio, o el de los demás, puede aceptarse
como conmutación de aquél? Os sorprendéis, señor, de estos sentimientos en un
católico; pero otra parte de mi historia revelará la causa de que los exponga así.
Finalmente este hombre no pudo retrasar más su encargo. Se vio obligado a
comunicarme que el Superior se había compadecido de mis sufrimientos, que Dios
había ablandado su corazón en mi favor, y que me permitía abandonar el calabozo.
Apenas salieron esas palabras de su boca, me levanté, y salí corriendo con un grito que
le electrizó. La emoción es muy rara en los conventos, y la expresión es todo un
fenómeno. Antes de que él se hubiera recuperado de su sorpresa había llegado yo al
pasadizo, y los muros del convento, que yo había considerado como una prisión, me
parecieron ahora tierra de emancipación. De haberme abierto las puertas de par en par
en ese momento, no creo que hubiese sentido una sensación de libertad más intensa. Ya
en el pasadizo, caí de rodillas para dar gracias a Dios. Se las daba por la luz, por el aire,
por poder respirar de nuevo. Y mientras daba expresión a estas efusiones (las más
sinceras que se pronunciaron jamás entre aquellos muros), sentí súbitamente un mareo:
se me iba la cabeza: había gozado en exceso de la luz. Caí al suelo desvanecido, y no
recordé nada durante muchas horas después.
»Al recobrar el conocimiento, me hallaba en mi celda, que encontré tal como la había
dejado. Era de día; y estoy convencido de que esta circunstancia contribuyó más a mi
recuperación que el alimento y los cordiales que ahora me administraban con
liberalidad. Durante todo ese día no oí nada, y tuve tiempo de meditar sobre los motivos
de la indulgencia con que había sido tratado. Imaginé que le habría llegado orden al
Superior de que se me excarcelara; o, en todo caso, que no podía evitar mis entrevistas
con el abogado, en las que habría insistido éste mientras seguía la causa. Hacia el
anochecer entraron unos monjes en mi celda; hablaron de cuestiones indiferentes,
fingieron atribuir mi ausencia a una indisposición, y no les desengañé. Dijeron, como de
pasada, que mi padre y mi madre, abrumados de dolor por el escándalo que representaba
para la religión que yo apelase contra mis votos, se habían marchado de Madrid. La
noticia me produjo mucha más emoción de la que dejé traslucir. Entonces pregunté
cuánto tiempo había estado enfermo. Contestaron que cuatro días. Esto confirmó mis
sospechas sobre la causa de mi liberación, pues la carta del abogado me informaba que
al quinto día solicitaría una entrevista conmigo para hablar de mi apelación. Luego se
marcharon; pero no tardé en recibir otra visita. Después de vísperas (de las que yo
estaba dispensado), entró en mi celda el Superior, solo. Se acercó a mi lecho. Traté de
incorporarme, pero él me pidió que estuviese cómodo, y se sentó cerca de mí con una
mirada serena aunque penetrante. Dijo:
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»-Habrás visto que está en nuestro poder castigar.
»-Nunca lo he dudado.
»-Antes de que tientes a este poder hasta unos extremos que, te lo advierto, no serías
capaz de soportar, vengo a pedirte que desistas de esa descabellada apelación contra tus
votos, que sólo puede terminar con la afrenta a Dios y tu desengaño.
»-Padre, sin entrar en detalles, ya que los pasos dados por ambas partes lo hacen
enteramente innecesario, sólo puedo contestaros que sostendré mi apelación con toda la
fuerza que la Providencia ponga a mi alcance, y que el castigo no ha hecho sino
confirmarme en mi resolución.
»-¿Es ésa tu decisión final?
»-Ésa es, y os ruego que os ahorréis toda ulterior porfía... no serviría de nada.
»Guardó silencio durante largo rato; por último dijo:
»-¿Insistes en tu derecho a entrevistarte con el abogado mañana?
»-Lo exigiré.
»-No será necesario, sin embargo, que menciones tu último castigo.
»Estas palabras me sorprendieron. Comprendí el sentido que él deseaba ocultar en ellas.
»-Quizá no sea necesario -respondí-, pero probablemente será conveniente.
»-¡Cómo!, ¿vas a violar los secretos de esta casa mientras estás entre sus muros?
»-Perdonadme, padre, por deciros que sin duda sois consciente de que os habéis
excedido en vuestro deber, por ese deseo vehemente de ocultarlo. No es, pues, el secreto
de vuestra disciplina, sino su violación, lo que tengo que revelar -guardó silencio, y
añadí-: Si habéis abusado de vuestro poder, aunque haya sido yo quien lo ha sufrido,
sois vos el culpable.
»El Superior se levantó y abandonó mi celda en silencio. A la mañana siguiente asistí a
maitines. El servicio se desarrolló como de costumbre; pero al final, cuando la
comunidad iba a ponerse de pie, el Superior se levantó del banco violentamente, y con
la mano en alto, ordenó a todos que permanecieran donde estaban; y añadió con voz
atronadora:
»-La intercesión de toda esta comunidad ante Dios ha sido para suplicar por un monje
que, abandonado del Espíritu de Dios, está a punto de cometer un acto deshonroso para
Él, ignominioso para la Iglesia e inexorablemente destructor de su propia salvación.
»Ante estas terribles palabras, los monjes se estremecieron, y se hincaron de rodillas
otra vez. Estaba yo arrodillado entre ellos, cuando el Superior, llamándome por mi
nombre, dijo en voz alta:
»-¡Levanta, desdichado! Levanta, y no contamines nuestro incienso con tu aliento
impío!
»Me levanté, tembloroso y confuso, y huí a mi celda, donde permanecí hasta que un
monje vino a comunicarme que me presentara en el locutorio para ver al abogado, que
ya esperaba allí. Esta entrevista resultó completamente ineficaz a causa de la presencia
del monje, el cual asistió a nuestra conferencia por deseo expreso del Superior, sin que
el abogado consiguiera hacer que se marchase. Cuando entramos en detalles, nos
interrumpió diciendo que su deber no le permitía tal violación de las reglas del
locutorio. y cuando yo afirmaba un hecho, él lo contradecía, sosteniendo
insistentemente que era falso. Perturbó de manera tan completa el objeto de nuestra
entrevista que, a manera de autodefensa, abordé el asunto de mi castigo, que él no podía
negar, y al que mi demacrado semblante aportaba una prueba irrefutable. En cuanto me
puse a hablar, el monje calló (tomaba nota mentalmente de cada una de las palabras para
transmitirlas al Superior), y el abogado redobló su atención. Escribía cuanto yo decía, y
parecía dar más importancia al caso de lo que yo había imaginado, y hasta hubiera
deseado. Cuando terminó la conferencia, me retiré de nuevo a mi celda. Las visitas del
105
abogado se repitieron durante algunos días, hasta que tuvo la información necesaria para
hacerse cargo del pleito; y en ese tiempo, el trato que recibí en el convento fue tal que
no tuve motivo alguno de queja; y ésa era, sin duda, la razón de su indulgencia
conmigo... Pero en cuanto concluyeron las visitas, empezó una guerra de persecución.
Me consideraron como alguien a quien ninguna medida podía preservar, y me trataron
según eso. Estoy convencido de que se proponían que no sobreviviese al resultado de mi
apelación; en todo caso, no dejaron nada por intentar en ese sentido. Empezaron, como
he dicho, el día de la última visita del abogado. La campana llamó a refección; iba yo a
ocupar mi sitio de costumbre, cuando me dijo el Superior:
»-Alto; pon una esterilla en el centro de la sala.
»Hecho esto, me ordenó que me sentara en ella; y allí me sirvieron pan y agua. Comí un
poco de pan, que mojé con mis propias lágrimas. Preveía lo que tendría que soportar, y
no intenté protestar. Cuando fue a bendecirse la mesa, se me rogó que saliese, no fuera
que mi presencia frustrara la bendición que ellos imploraban.
»Me retiré; y cuando la campana tocó a vísperas, me presenté con los demás a la puerta
de la iglesia. Me sorprendió encontrarla cerrada, y a todos reunidos. Al cesar la
campana apareció el Superior; abrieron la puerta y los monjes se apresuraron a entrar.
Iba yo a seguirles, cuando el Superior me rechazó, exclamando:
»-¡Aparta desdichado! Quédate donde estás.
»Obedecí; y toda la comunidad entró en la iglesia, mientras yo me quedaba en la puerta.
Esta especie de excomunión me produjo un terror tremendo. Al salir los monjes poco a
poco, dirigiéndome miradas de mudo horror, me sentí el ser más miserable de la tierra;
habría querido ocultarme bajo las losas hasta que acabara todo el litigio.
»A la mañana siguiente, cuando acudí a maitines, se repitió la misma escena, a la que
vinieron a sumarse sus sonoros reproches y casi imprecaciones contra mí, cuando
entraron y salieron. Yo permanecí arrodillado en la puerta. No contesté una sola palabra.
No devolví "injuria por injuria", y elevé mi corazón con la temblorosa esperanza de que
esta ofrenda fuese tan grata a Dios como los cánticos sonoros de los que era excluido,
haciendo que me sintiese desdichado.
»En el curso de ese día se abrieron las compuertas de la maldad y la venganza
monacales. Me presenté a la puerta del refectorio. No me atreví a entrar. ¡Ay!, señor,
¿que a qué se dedican los monjes durante la hora de refección? Pues es una hora en la
que, a la vez que se tragan su alimento, celebran cualquier pequeño escándalo del
convento. Preguntan: "¿Quién ha sido el último en las oraciones? ¿Quién tiene que
sufrir penitencia?" Esto les sirve de tema de conversación; y los detalles de sus
miserables vidas no proporcionan otro tema a esa inagotable mezcla de malevolencia y
curiosidad, hermanas inseparables de origen monacal. Y estando en la puena del
refectorio, vino un hermano lego, al que había hecho una seña el Superior, y me rogó
que me retirara. Me marché a mi celda y esperé varias horas; y justo cuando la campana
tocaba a vísperas, me subieron una comida ante la cual la misma hambre habría
retrocedido. Traté de tragármela, pero no pude; y eché a correr para asistir a vísperas, ya
que no quería que fuese motivo de queja el abandono de mis obligaciones. Bajé
apresuradamente. La puerta estaba cerrada otra vez; empezó el servicio, y de nuevo me
obligaron a retirarme sin participar. Al día siguiente se me excluyó de maitines, y se
representó la misma escena degradante cuando acudí a la puerta del refectorio. Me
enviaron a la celda una comida que un perro habría rechazado; y cuando traté de entrar
en la iglesia, encontré la puerta cerrada. Cada día se iban acumulando nuevos detalles
persecutorios, demasiado pequeños, demasiado intrascendentes para ser recordados o
repetidos, aunque tremendamente mortificantes para quien los soportaba. Imaginad,
señor; una comunidad de más de sesenta personas, confabuladas todas ellas para hacerle
106
la vida insufrible a una sola, unidas en una común determinación de ofenderla,
atormentarla y perseguirla; y luego imaginad en qué condiciones puede sobrellevar
dicha persona esa clase de vida. Empecé a temer por mi propia razón... y por mi
existencia; la cual, aunque miserable, aún la mantenía la esperanza de mi apelación. Os
describiré uno de esos días de mi vida. Ex uno disce omnes. Bajé a maitines y me
arrodillé ante la puerta; no me atreví a entrar. Al regresar a mi celda descubrí que habían
quitado el crucifijo. Fui al aposento del Superior a quejarme de esta ofensa; cuando iba
por el corredor, me crucé con un monje y dos seminaristas. Inmediatamente se pegaron
a la pared; se recogieron el hábito, como si temiesen contaminarse si me rozaban. Yo les
dije suavemente:
»-No hay peligro; el corredor es bastante amplio.
»El monje replicó:
»-Apage, Satana. Hijos míos -añadió, dirigiéndose a los seminaristas-, repetid conmigo:
apage Satana; evitad la proximidad de este demonio que ofende el hábito que profana.
»Así lo hicieron; y para remachar el exorcismo, me escupieron en la cara al pasar. Me
sequé, y pensé en el poco espíritu de Jesús que reinaba en la casa de sus hermanos de
nombre. Seguí mi camino hacia el aposento del Superior, y llamé tímidamente a la
puerta. Oí las palabras: "Entrad en paz", y deseé que así fuera.
»Al abrir la puerta, vi que había varios monjes reunidos con el Superior. Éste, al verme,
profirió una exclamación de horror y se echó la toga sobre los ojos; los monjes
comprendieron la señal, cerraron la puerta y no me dejaron entrar. Ese día aguardé
varias horas en mi celda sin que me trajeran la comida. No hay estado de ánimo alguno
que nos exima de las necesidades de la naturaleza. Hacía muchos días que no recibía
alimento suficiente para las exigencias de mi adolescencia, que entonces se manifestaba
rápidamente en mi alta aunque delgada constitución. Bajé a la cocina a pedir mi ración
de comida. El cocinero, al verme aparecer por la puerta, se santiguó; porque, aunque era
la puerta de la cocina, mancillaba el umbral. Le habían enseñado a mirarme como a un
demonio encarnado, y se estremeció al preguntarme:
»-¿Qué quieres?
»-Comida -contesté-; comida, nada más.
»-Bueno, la tendrás; pero no entres... Ahí tienes.
»Y me tiró al suelo los residuos de la cocina; yo estaba tan hambriento que los devoré
ansiosamente. Al día siguiente no tuve tanta suerte; el cocinero se sabía el juego secreto
del convento (atormentar a los que ya no tienen esperanza de mandar), revolvió los
restos con ceniza, pelos y tierra, y me los arrojó. Apenas pude encontrar un bocado
comestible, pese al hambre que tenía. No se me permitía tener agua en mi celda; no me
dejaban tomarla en la refección; y, en las angustias de la sed, agravadas por la constante
obsesión de la mente, me veía obligado a arrodillarme al borde del pozo (ya que no
tenía recipiente con qué beber), y coger agua con la mano, o beber como un perro. Si
bajaba al jardín un momento, aprovechaban mi ausencia para entrar en mi celda y quitar
o destruir todos los artículos de mobiliario. Ya he dicho que se habían llevado el
crucifijo. Yo seguía arrodillándome y repitiendo mis oraciones ante la mesa en la que
había estado. Poco a poco, fueron desapareciendo la mesa, la silla, el misal, el rosario,
todo; y no quedaron en mi celda más que las cuatro paredes desnudas, con un lecho en
el que debido al trato que le dieron me era imposible intentar descansar. Quizá temían
ellos que pudiera hacerlo de todos modos, y lo golpearon con tal propósito que, de haber
tenido éxito, me habría hecho perder el juicio lo mismo que el descanso.
»Una noche me desperté, y vi mi celda incendiada; me levanté de un salto, horrorizado,
pero retrocedí al descubrir que estaba rodeado de demonios,que, cubiertos de fuego,
exhalaban nubes de humo hacia mí. Desesperado de horror, me pegué contra la pared; y
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al tocarla la encontré fría. Esto me devolvió la serenidad, y comprendí que eran
horrendas figuras garabateadas con fósforo para asustarme. Así que regresé a mi cama,
ya medida que amanecía, observé que estas figuras iban desapareciendo gradualmente.
Por la mañana tomé la desesperada resolución de llegar hasta el Superior, y hablar con
él. Me daba cuenta de que perdería la razón en medio de estos horrores con que me
acosaban.
»Antes de poder llevar a cabo esta decisión se hizo mediodía. Llamé a su celda, y
cuando se abrió la puerta, el Superior manifestó el mismo horror que la vez anterior;
pero yo no estaba dispuesto a que me rechazaran.
»-Padre, exijo que me escuchéis, y no abandonaré este lugar hasta haberlo conseguido.
»-Habla.
»-Me están matando de hambre; no me dan el alimento imprescindible para sustentar mi
naturaleza.
»-¿Lo mereces?
»-Lo merezca o no, ni las leyes de Dios ni las del hombre me han condenado todavía a
morir de hambre; y si vos lo hacéis, cometeréis un crimen.
»-¿Tienes alguna queja más?
»-Muchas más: no se me permite entrar en la iglesia, se me prohíbe rezar, han
despojado mi celda del crucifijo, el rosario y el recipiente del agua bendita. No puedo
cumplir con mis devociones ni siquiera a solas.
»-¡ Tus devociones!
»-Padre, aunque no sea monje, ¿no puedo al menos ser cristiano?
»-Al renunciar a tus votos, has abjurado de uno y otro carácter.
»-Pero aún soy un ser humano; y como tal... Pero no quiero apelar a vuestra humanidad,
acudo solamente a vuestra autoridad en busca de protección. La pasada noche me
llenaron la celda de imágenes de demonios. Me desperté en medio de llamas y de
espectros.
»-Así te ocurrirá en el último día.
»-Bastará con que sea entonces mi castigo; no hace falta que empiece ya.
»-Ésos son los fantasmas de tu conciencia.
»-Padre, si os dignáis examinar mi celda, veréis huellas de fósforo en las paredes.
»-¿Examinar yo tu celda? ¿Entrar yo en ella?
»-Entonces, ¿no me cabe esperar reparación alguna? Imponed vuestra autoridad en la
casa que presidís. Recordad que, cuando mi apelación se haga pública, se harán públicos
también todos los detalles, así que podéis juzgar la fama que esto va a dar a la
comunidad.
»-¡Retírate!
»Me retiré, y no tardé en comprobar que había sido escuchada mi reclamación; al menos
en lo que se refería a la comida, aunque mi celda siguió en el mismo estado de
desmantelamiento, y yo seguí sujeto a la misma desoladora prohibición de hacer vida en
común, fuera religiosa o social. Qs aseguro sinceramente que era para mí tan horrible
esta amputación de la vida, que me paseaba durante horas por el claustro y los
corredores con el fin de cruzarme con los monjes; los cuales, como ya sabía yo, me
saludaban con alguna que otra maldición o epíteto humillante. Incluso esto era
preferible al devastador silencio con que me rodeaban. Casi empecé a acoger sus
insultos como una salutación habitual, y siempre respondía a ellos con una bendición.
En un par de semanas quedó lista para sentencia mi apelación; me mantuvieron en la
ignorancia al respecto; pero el Superior había recibido la correspondiente notificación,
lo que precipitó su decisión de privarme del beneficio de su posible éxito mediante uno
de los más horribles planes que jamás ha maquinado el corazón humano o (corrijo la
108
expresión) monacal. Tuve un vago indicio la noche misma en que fui a visitarle; pero de
haber sabido desde un principio toda la dimensión y todos los sufrimientos que
comportaba su plan, ¿qué recursos habría podido emplear contra él?
»Ese atardecer había bajado yo al jardín; sentía el corazón inusitadamente oprimido. Sus
violentos latidos parecían los compases de un reloj cuando mide nuestra aproximación a
una hora de desdicha.
»Era el crepúsculo; el jardín estaba vacío; y arrodillándome en tierra, al aire libre (único
oratorio que me habían dejado), intenté rezar. El intento fue inútil; dejé de articular
sonidos que no significaban nada y, vencido por una pesadez mental y corporal
insuperable, caí al suelo y permanecí tendido boca abajo, embotado, aunque no
inconsciente. Pasaron dos figuras sin reparar en mí; sostenían una grave conversación.
Una de ellas dijo:
»-Hay que adoptar medidas más rigurosas. Vos tenéis la culpa de demorarlas tanto.
Tendréis que responder de la ignominia de toda la comunidad, si persistís en esa
estúpida blandura.
»-Pero su resolución sigue siendo inquebrantable -dijo el Superior (pues era él).
»-No habrá pruebas contra la medida que os propongo.
»-Entonces lo dejo en tus manos; pero recuerda que no quiero ser responable de...
»Se alejaron, y no pude oír más. Me sentí menos aterrado de lo que cabría suponer, por
lo que oí. Los que han sufrido mucho, están siempre dispuestos a aclamar con el
infortunado Agag: "Seguramente ha pasado ya la amargura de a muerte". No saben
que en ese momento se desenvaina la espada que va a despedazarles. No llevaba yo
mucho tiempo durmiendo, esa noche, cuando me despertó un ruido extraño en la celda:
me incorporé rápidamente y escuché. Me pareció oír que se alejaba alguien
apresuradamente con los pies descalzos.
Yo sabía que mi puerta no tenía cerrojo, y que no podía impedir que entrara quien fuese,
si se le antojaba hacerlo; pero aún consideraba la disciplina del convento demasiado
estricta para que nadie se permitiera una cosa así. Me tranquilicé, pero apenas había
conciliado el sueño, cuando me despertó nuevamente algo que acababa de rozarme. Me
incorporé otra vez; una voz suave, cerca de mí, me susurró:
»- Tranquilízate; soy tu amigo.
»-¿Mi amigo? ¿Acaso tengo alguno? Pero ¿por qué me visitas a esta hora?
»-Es la única en que se me permite visitarte.
»-Pero ¿quién eres, entonces?
»-Alguien a quien estos muros jamás podrán impedir la entrada. Alguien de quien, si te
entregas, puedes esperar servicios que están más allá del poder humano.
»Había algo terrible en estas palabras. Exclamé:
»-¿Es el enemigo del alma quien me está tentando?
»Al pronunciar estas palabras, entró un monje, del corredor (donde evidentemente había
estado vigilando, ya que estaba vestido). Exclamó:
»-¿Qué ocurre? Me has desvelado con tus gritos... has pronunciado el nombre del
espíritu infernal... ¿Acaso lo has visto?, ¿de qué tienes miedo?
»Me recobré y dije:
»-No he visto ni he oído nada extraordinario. He tenido una pesadilla, eso es todo. ¡Ah!,
hermano san José, no te extrañe que, después de los días que estoy pasando, mis noches
sean inquietas.
»Se retiró el monje, y el día siguiente transcurrió como de costumbre; pero por la noche
me despertaron los mismos susurros. La primera vez, aquella voz sólo me había
sobresaltado, ahora me llenó de alarma. En la oscuridad de la noche, y en la soledad de
mi celda, esta repetida visita me abatió el ánimo. Casi empecé a admitir la idea de que
109
era víctima de los asedios del enemigo del hombre. Repetí una oración; pero el susurro,
que parecía sonar muy cerca de mi oído, siguió hablándome. Dijo:
»-Escúchame... escúchame, y serás feliz. Renuncia a tus votos, ponte bajo mi protección
y no tendrás motivo de queja con ese cambio. Levántate, pisotea el crucifijo que
encontrarás a los pies de la cama, escúpele al cuadro de la Virgen que hay al lado, y...
»Al oír estas palabras, no pude reprimir un grito de horror. La voz cesó
instantáneamente, y el mismo monje, que ocupaba la celda contigua a la mía, volvió a
entrar con las mismas exclamaciones de la noche anterior; y al abrir la puerta, la luz que
traía en la mano iluminó el crucifijo y un cuadro de la Santísima Virgen colocados al pie
de mi lecho. Yo me había ircoporado al oír entrar al monje; vi los objetos y los reconocí
como el mismo crucifijo yel mismo cuadro de la Virgen que habían retirado de mi
celda. Todos los gritos hipócritas del monje sobre que le había vuelto a despertar no
pudieron disipar la impresión que me produjo este pequeño detalle. Pensé, y no sin
razón, que eran las manos de algún tentador humano las que habían traído tales objetos.
Me levanté, completamente despierto ante tan horrible fingimiento, y ordené al monje
que saliese de mi celda. Él me preguntó, con una espantosa palidez en el semblante, por
qué le había despertado otra vez; dijo que era imposible descansar mientras se oyesen
tales voces en mi celda; y finalmente, tropezando con el crucifijo y el cuadro, preguntó
cómo era que estaban allí. Le contesté:
»- Tú lo sabes mejor que yo.
»-¡Cómo!, ¿acaso me acusas de tener un pacto con el demonio infernal?
¿Por qué medios pueden haber entrado estos objetos en tu celda?
»-Por las mismísimas manos que se los llevaron -contesté.
»Estas palabras parecieron hacer mella en él durante un instante; pero se retiró,
declarando que si continuaban los alborotos en mi celda, tendría que comunicárselo al
Superior. Le contesté que, por mi parte, no continuarían... pero temblaba pensando en la
noche siguiente.
» Y con razón. Esa noche, antes de acostarme, repetí una oración tras otra, con el alma
abrumada por los terrores de mi posible excomunión. Murmuré también las oraciones
contra la posesión y los asedios del malo. Me vi obligado a repetir estas últimas de
memoria porque, como he dicho, no me habían dejado ningún libro en la celda. y
rezando tales plegarias, que eran muy largas y algo retóricas, me quedé dormido. No me
duró mucho este sueño. Nuevamente me interpeló la voz susurrante junto a mi cama.
Tan pronto como la oí, me levanté sin temor. Anduve por la celda con la manos
extendidas y los pies descalzos. No logré dar más que con las paredes desnudas: no
tropecé con ningún objeto visible o tangible. Me acosté otra vez; y apenas había
empezado la oración con que trataba de fortalecerme, cuando se repitieron los mismos
susurros junto a mi oído, sin que pudiera averiguar de dónde provenían ni evitar que
llegaran a mí. Así, me vi completamente privado del sueño. Pero si me adormilaba en
algún momento, los mismos susurros se introducían en mis sueños. La fiebre se apoderó
de mí a causa de la falta de descanso. y de este modo, pasaba las noches vigilando los
susurros, o escuchándolos, y los días haciendo mil conjeturas o pronósticos espantosos.
Cuando se acercaba la noche, sentía una mezcla inconcebible de impaciencia y terror.
Sabía que todo era impostura; pero eso no me consolaba, pues la malicia y ruindad
humana: pueden llevarse a extremos capaces de hacer palidecer las del demonio. Cada
noche se repetía el asedio, y cada noche se hacía más terrible. A veces, la voz me
insinuaba las impurezas más abominables... Otras, eran blasfemias que harían
estremecer al demonio. Unas veces me aplaudía en tono de burla, y me aseguraba el
éxito final de mi apelación; otras me lanzaba las más espantosas amenazas. El escaso
sueño que lograba conciliar durante los intervalos de esta visita, era todo menos
110
reparador. Me despertaba empapado en un sudor frío, cogido a los barrotes de mi cama,
y repitiendo con voz inarticulada los últimos susurros vertidos en mi oído. Cuando me
incorporaba sobresaltado, encontraba mi lecho rodeado de monjes, quienes me
aseguraban que les había desvelado con mis gritos, y que habían acudido aterrados a mi
celda. Luego, se dirigían unos a otros, y a mí, miradas de consternación; decían:
»-A ti te ocurre algo extraordinario... Algo de lo que no quieres descargarte agobia tu
mente.
»Me suplicaban, con las más tremendas expresiones, y en interés de mi propia
salvación, que revelara la causa de tan extraordinarias visitas. Al oír estas palabras,
aunque antes me sintiera agitado, me serenaba siempre. Y decía:
»-No ocurre nada... ¿por qué entráis en mi celda?
»Ellos movían la cabeza y fingían retirarse lentamente y de mala gana, mientras yo
repetía:
»-¡Ah!, hermano Justino, ¡ah!, hermano Clemente, os creo, os comprendo; pero
recordad que hay un Dios en el cielo.
»Una noche permanecí echado en la cama mucho tiempo sin oír nada. Me dormí; pero
no tardó en despertarme una luz extraordinaria. Me incorporé en la cama, y vi ante mí a
la madre de Dios, en toda su gloriosa y radiante encarnación de beatitud. Más que estar
de pie, flotaba en una atmósfera de luz a los pies de mi lecho, con un crucifijo en la
mano, y parecía invitarme con gesto amable, a que besara las cinco llagas misteriosas16.
Por un momento, casi creí en la presencia real de esta gloriosa visita; pero justo en ese
momento se oyó la voz más fuerte que nunca: "Recházalas, escúpelas... Eres mío, y
exijo este homenaje de mi vasallo".
»Tras estas palabras, desapareció la imagen instantáneamente, y la voz reanudó sus
susurros; pero los repitió a un oído insensible, porque yo me había desmayado. Pude
distinguir fácilmente entre este estado y el sueño por el tremendo malestar, los sudores
fríos y la horrible sensación de desvanecimiento que lo precedió, y por los penosos y
prolongados esfuerzos que acompañaron a mi recuperación. Entretanto, la comunidad
entera comentó y aun exageró este terrible fingimiento; el descubrirlo fue para mi un
tormento, tanto mayor cuanto que era yo la víctima. Cuando la ficción adopta la
omnipotencia de la realidad, cuando comprobamos que nos hacen sufrir tanto las
ilusiones como la realidad, nuestros sufrimientos pierden toda dignidad y todo consuelo.
Nos volvemos demonios contra nosotros mismos, y nos reímos de aquello bajo lo cual
nos retorcemos. Durante el día, me veía expuesto a gestos de horror, estremecimientos
de recelo y, lo peor de todo, a hipócritas miradas de conmiseración, apresuradamente
desviadas, que dirigían un instante hacia mí su piadosa atención, y luego, al punto, se
elevaban al cielo como implorando perdón por el involuntario crimen de haber
compadecido a alguien a quien Dios había rechazado. Cuando me encontraba con
alguien en el jardín, éste torcía en otra dirección, y se santiguaba en presencia mía. Si
me cruzaba con ellos en los corredores del convento, se recogían los hábitos, volvían la
cara hacia la pared y desgranaban las cuentas de sus rosarios al pasar yo junto a ellos. Si
me atrevía a humedecer la mano en el agua bendita de la puerta de la iglesia, toda la
comunidad adoptaba precauciones contra el poder del malo. Se distribuyeron fórmulas
de exorcismo y se utilizaron oraciones adicionales en el servicio de maitines y de
vísperas. Muy pronto se difundió la noticia de que Satanás había recibido permiso para
visitar a un ferviente y favorecido servidor suyo en el convento, y que todos los
hermanos debían estar preparados para la redoblada malicia de sus asaltos.
16 Véase la Ecclesiastical History de Mosheim, para la veracidad de esta parte del relato. He suprimido
las circunstancias del original por resultar demasiado horribles a los oídos extranjeros. (N del A)
111
»El efecto de esta noticia en los jóvenes internos fue indescriptible. Huían de mí a
velocidad meteórica cada vez que me veían. Si la necesidad nos obligaba a estar cerca
en algún momento, se armaban de agua bendita y me la arrojaban a cubos; y cuando eso
no podía ser, ¡qué gritos, qué convulsiones de terror! Se arrodillaban, chillaban,
cerraban los ojos y gritaban:
»-¡Satanás, ten misericordia de mí, no me claves tus garras infernales...llévate a tu
víctima! -y mencionaban mi nombre.
»Finalmente, empecé a sentir en mí el terror que yo inspiraba. Empecé a creerme... no
sé qué, lo que ellos me creían. Era un estado de ánimo espantoso, pero imposible de
evitar. En ocasiones, cuando el mundo entero está contra nosotros, empezamos a
compartir esta hostilidad contra nosotros mismos para evitar la vergonzosa sensación de
estar solos en nuestro bando. Y era tal mi aspecto, también, mi rostro encendido y
ojeroso, mi vestido desgarrado, mi paso desigual, mi constante murmurar en voz baja y
mi total aislamiento respecto de la vida de la casa, que mi exterior debía de justificar,
sin duda, cuanto horrible y espantoso podía suponerse que ocurría en mi mente. Tal
debía de ser el efecto que producía yo entre los miembros más jóvenes. Les habían
enseñado a odiarme, pero su odio estaba ahora mezclado de terror; y esa mezcla es la
más terrible de las complicaciones de la pasión humana. Pese a lo desolado de mi celda,
me retiraba a ella, dado que estaba excluido de los ejercicios de la comunidad. Cuando
la campana tocaba a vísperas, oía los pasos de los que corrían presurosos a unirse al
servicio de Dios; y pese a lo tedioso que me había parecido siempre ese servicio, ahora
habría dado un mundo, con tal de que se me permitiera asistir, como defensa contra esa
horrible misa satánica de medianoche17 a la que esperaba ser llamado. No obstante, me
arrodillaba en mi celda, repetía cuantas oraciones podía recordar, mientras cada tañido
de la campana golpeaba mi corazón, y los cánticos del coro que me llegaban de abajo
resonaban como un eco repulsivo a una respuesta que ya mis temores anticipaban de
cielo.
»Una noche en que aún estaba yo rezando, pasaron unos monjes por delante de mi
celda, y dijeron de manera audible:
»-¿Por qué finges rezar? Muérete, infeliz desesperado... muérete ya, y sufre tu
condenación. Precipítate ya en el abismo infernal, y no sigas profanando estos muros
con tu presencia.
»A estas palabras, yo me limité a redoblar mis plegarias; pero consideraron eso una
ofensa aún mayor, pues los clérigos no soportan oír rezar de manera distinta a la suya.
La voz que un individuo solitario eleva a Dios suena en sus oídos como una
profanación. Preguntan: "¿Por qué no utiliza nuestra fórmula? ¿Cómo se atreve a
esperar ser oído?" ¡Ay!, ¿son pues, las fórmulas lo quc Dios tiene en cuenta? ¿No es,
más bien, la oración del corazón lo único que llega hasta Él, y la que prospera en su
petición? Cuando decían en voz alta, a pasar por delante de mi celda: "Muérete, ya,
desdichado impío, muérete.. Dios no te escucha", y yo les contestaba de rodillas con
bendiciones, ¿quién de nosotros tenía espíritu de oración?
»Esa noche tuve una prueba que ya no fui capaz de resistir más. Mi cuerpo estaba
agotado, mi mente excitada; y dada la fragilidad de nuestra naturaleza no se prolonga
demasiado esa batalla entre los sentidos y el alma sin que acabe venciendo la parte peor.
Tan pronto como estuve acostado, empezó a susurrar la voz. Yo me puse a rezar, pero la
cabeza se me iba, y mis ojos despedían fuego un fuego casi tangible, porque la celda
17 Esta exptesión no es exagerada. Durante los sueños de la brujería, o de la impostura, se suponía que el
malo ejecutaba un escarnio de la misa; y en Beaumont y Flechter se habla de howling a black Santis, o
sea de una misa de Satanás. (N. del A.)
112
parecía envuelta en llamas. Recuerdo que tenía el cuerpo exhausto por el hambre, y la
mente, por la persecución Luché con lo que tenía conciencia de que era un delirio...,
pero esta conciencia agravaba su horror. Es preferible volverte loco de una vez a creer
que todo el mundo se ha confabulado para simular y hacer que lo seas, pese a que estás
convencido de tu cordura. Esa noche los susurros fueron tan horribles, y estuvieron tan
llenos de inenarrables abominaciones, de... cosas que no quiero pensar, que mis propios
oídos enloquecieron. Mis sentidos parecieron trastornarse juntamente con mi juicio. Os
pondré un ejemplo, un pequeño ejemplo nada más, de los horrores que...»
Aquí el español le habló en voz baja a Melmoth18.
El oyente se estremeció, y el español prosiguió en tono agitado:
-No pude soportar más. Salté de la cama, eché a correr por la galería como un maníaco,
y fui llamando a las puertas de las celdas, exclamando: "Hermano tal, reza por mí... reza
por mí, te lo suplico". Levanté a todo el convento. Luego bajé desalado a la iglesia;
estaba abierta y entré. Eché a correr por la nave lateral, me precipité hacia el altar.
Abracé las imágenes, me agarré al crucifijo y oré en voz alta insistiendo en mis súplicas.
Los monjes, despertados por mis gritos, o quizá a la espera de que los diese, bajaron en
tropel a la iglesia, pero al descubrir que estaba yo allí, se abstuvieron de entrar: se
quedaron en la puerta, con luces en las manos, mirándome. Formamos un singular
contraste: mi figura corriendo frenética por la iglesia a oscuras (ya que sólo había unas
pocas lámparas que ardían débilmente), y el grupo de la puerta, cuya expresión de
horror resaltaba vigorosamente a causa de la luz, que parecía haberme abandonado a mí
para concentrarse en ellos. En el estado en que ellos me veían, la persona más imparcial
de la tierra habría podido tomarme por un loco o un poseso, o ambas cosas a la vez. El
cielo sabe, también, qué interpretación se habría podido dar a mis atropelladas acciones,
que la oscuridad reinante exageraba y distorsionaba, o a las oraciones que yo
pronunciaba, dado que incluía en ellas los horrores de las tentaciones contra las que
imploraba protección.
»Agotado al fin, caí al suelo, y allí permanecí, sin fuerzas para levantarme, aunque sí
para escuchar y observar cuanto ocurría. Les oí discutir sobre si debían dejarme donde
estaba o no, hasta que el Superior les ordenó que sacaran del santuario esa abominación;
y era tal el miedo que yo les inspiraba, y que ellos mismos se fomentaban con sus
fingimientos, que tuvo que repetir su orden antes de que le obedecieran. Por último se
acercaron adonde estaba yo, con la misma precaución que habrían adoptado ante un
cadáver infecto, y me sacaron tirando de mi hábito, dejándome sobre el pavimento,
delante de la puerta de la iglesia. Luego se retiraron, y en ese estado me quedé
verdaderamente dormido, permaneciendo así hasta que me despertaron las campanas
que llamaban a maitines. Volví en mí, y traté de levantarme; pero dado que había
dormido en el suelo húmedo, en un estado febril, de excitación y terror, sentí mis
miembros tan entumecidos que no pude hacerlo sin experimentar los dolores más
agudos. Al entrar la comunidad al servicio de maitines, no pude reprimir algún gemido
de dolor. Ellos se dieron cuenta sin duda de lo que me pasaba; pero nadie me ofreció
ayuda, ni yo me atrevía a pedirla. Tras lentos y penosos esfuerzos, llegué finalmente a
mi celda; pero al ver mi cama, me estremecí y me dejé caer en el suelo para descansar.
»Yo sabía que algo habría trascendido de tan extraordinaria situación, que una
subversión como ésta del orden y la tranquilidad de un convento obligaría a efectuar
algún tipo de indagación, aunque la causa fuese menos importante. Pero tenía el lúgubre
18 No nos atrevemos a imaginar los horrores de estos susurros, pero todo conocedor de la historia
ec!esiástica sabe que Tetzel ofrecía indulgencias en Alemania, aunque el pecador fuese culpable del
crimen imposible de haber violado a la madre de Dios. (N. del A.)
113
presentimiento (porque el sufrimiento nos llena de presagios) de que esta indagación,
aunque se llevase a cabo, resultaría desfavorable para mí. Yo era el Jonás del barco:
soplara la tormenta del lado que soplase, presentía que el golpe caería sobre mí. Hacia
mediodía, recibí la orden de presentarme en el aposento del Superior. Fui; pero no como
antes, con una mezcla de súplica y protesta en los labios, y de esperanza y temor en el
corazón, presa de una fiebre o excitación de terror, sino sombrío, escuálido, indiferente,
sin miedo; mis fuerzas físicas estaban agotadas por la fatiga y la falta de descanso, y mi
capacidad mental, por el acoso incesante e insoportable. Ya no iba cohibido y
suplicando a su maldad, sino desafiándola, casi deseándola, con la terrible e indefinida
curiosidad que da la desesperación.
»El aposento estaba repleto de monjes; el Superior estaba de pie, en medio del
semicírculo que formaban a cierta respetuosa distancia de su persona. Yo debí de
ofrecer un lamentable contraste ante aquellos hombres que se enfrentaban a mí con el
orgullo de su poder, con largos y nada desgarbados hábitos que conferían a sus figuras
un aire solemne, quizá más imponente que el mismo esplendor, mientras que yo, al
contrario que ellos, andrajoso, flaco, lívido, obstinado, era la mismísima personificación
de un espíritu maligno llamado a la presencia de los ángeles del juicio. El Superior me
dirigió un largo discurso en el que rozó muy de pasada el escándalo ocasionado por mi
determinación de rechazar los votos. Soslayó asimismo toda referencia a la
circunstancia conocida por el convento, menos por mí, de que la sentencia sobre mi
apelación se sabría en pocos días Pero, con unos términos que (a pesar de mi conciencia
de que eran engañosos) me hicieron estremecer, aludió al horror y consternación que
reinaba en el convento por mi última y terrible visita, como él la llamó.
»-Satanás ha decidido tomar posesión de ti -dijo- porque has querido ponerte en sus
manos con la impía revocación de tus votos. Eres Judas entre los hermanos; un Caín
marcado en medio de una familia primitiva, un chivo expiatorio que lucha para ir de las
manos de la asamblea a la espesura. Los horrores que tu presencia acumula sobre
nosotros hora tras hora no sólo son intolerables para la disciplina de una institución
religiosa, sino para la paz de una sociedad civilizada. No hay un solo monje que pueda
dormir a tres celdas de la tuya. Les despiertas con tus horribles alaridos... gritas que el
espíritu infernal está perpetuamente junto a tu cama... que te suspira al oído. Corres de
celda en celda suplicando a los hermanos que recen por ti. Tus alaridos turban el
sagrado sueño de la comunidad, ese sueño que ellos concilian sólo en los intervalos
entre sus devociones. Todo orden se halla alterado, toda disciplina subvertida, mientras
estés con nosotros. La imaginación de los miembros más jóvenes se encuentra a la vez
contaminada e inflamada por la idea de las infernales e impuras orgías que el demonio
celebra en tu celda, de las que no sabemos si tus gritos (que todos podemos oír) las
celebran o proclaman tu remordimiento. Irrumpes a medianoche en la iglesia, destruyes
las imágenes, ultrajas el crucifijo, pisoteas el altar; y cuando la comunidad entera se ve
obligada, ante semejante atrocidad y blasfemia, a sacarte a rastras del lugar que has
profanado, molestas con tus gritos a los que pasan a tu lado para asistir al servicio de
Dios. En una palabra, tus aullidos, tus contorsiones, tu lenguaje demoníaco, así como
tus actitudes y gestos, justifican sobradamente la sospecha que abrigamos desde tu
entrada en el convento. Has sido abominable desde tu nacimiento... eres fruto del
pecado... y lo sabes. En medio de esa lívida palidez, esa blancura antinatural que
decolora hasta tus labios, veo como un tinte rojo que arde en tus mejillas ante la mera
alusión de esta verdad. El demonio que presidió tu nacimiento (demonio de la impureza
y del antimonaquismo) te persigue por las mismas paredes del convento. El
Todopoderoso, por medio de mi voz, te suplica que te vayas; vete y no nos turbes más.
Alto -añadió al ver que yo obedecía sus instrucciones literalmente-; detente; los
114
intereses de la religión y de la comunidad exigen que tome nota de las extraordinarias
circunstancias que han rodeado tu impía presencia entre estos muros. Dentro de poco
recibirás la visita del Obispo; prepárate como puedas para ella.
»Consideré que eran las últimas palabras que me dirigía; y me disponía a retirarme,
cuando me llamó otra vez. Deseaba oírme alguna palabra, que ya todos ponían en mi
boca, de reproche, de protesta, de súplica. Me resistí a ello tan firmemente como si
estuviese enterado (aunque no era así) de que el Obispo había iniciado personalmente la
investigación sobre la alterada situación del convento; y de que, en vez de invitar el
Superior al Obispo a investigar la causa de tales alteraciones (es lo último que habría
hecho), el Obispo (hombre cuyo carácter describiré más adelante), había sido informado
de todo este escándalo y había decidido encargarse del caso personalmente. Inmerso
como me hallaba yo en la soledad y la persecución, ignoraba que todo Madrid estaba en
ascuas, que el Obispo había decidido no ser más un oyente pasivo de los extraordinarios
incidentes que, según le contaban, ocurrían en el convento; que, en una palabra, mi
exorcismo y mi apelación oscilaban en los platos opuestos de la balanza, y que ni
siquiera el Superior sabía de qué lado se inclinaría ésta. Yo ignoraba por completo todo
esto, ya que nadie se atrevía a contármelo. Así que me dispuse a retirarme sin
pronunciar una palabra de respuesta a las numerosas sugerencias que me susurraban de
que me sometiera al Superior e implorase su intercesión ante el Obispo para que
suspendiera tan ignominiosa investigación que a todos nos amenazaba. Me abrí paso
entre ellos, ya que me tenían rodeado, me detuve en la puerta, sereno y adusto; les dirigí
una mirada retadora, y dije:
»-Dios os perdone a todos y os conceda la absolución en su tribunal, porque yo no
dudaré en apelar ante el del Obispo.
»Estas palabras, aunque pronunciadas por un endemoniado harapiento (como ellos me
consideraban), les hicieron temblar. Rara vez se oye la verdad en los conventos, y por
ello su lenguaje es igualmente enfático y amenazador.
»Los monjes se santiguaron y, al abandonar yo el aposento, repitieron:
»Pero, ¿qué pasaría si evitáramos este desacato?
»-¿Con qué medios?
»-Con los que convengan a los intereses de la religión: está en juego el prestigio del
convento. El Obispo es un hombre de carácter estricto y escudriñador; estará con los
ojos abiertos... averiguará lo que ocurre... ¿qué será de nosotros? ¿No sería mejor que?
...
»-¿Que qué?
»- Ya nos comprendéis.
»-Aunque os comprendiera, queda muy poco tiempo.
.»-Hemos oído decir que la muerte de los maníacos sobreviene de repente, y que...
»-¿Qué os atrevéis a insinuar?
»-Nada, nosotros hablábamos de cosas que todo el mundo sabe, que un sueño profundo
puede ser un buen reconstituyente para los lunáticos. Él es lunático, como todo el
convento está dispuesto a jurar: un desdichado poseído por el espíritu infernal, al que
invoca cada noche en su celda... y que perturba a todo el convento con sus gritos.
»A todo esto, el Superior se paseaba impaciente de extremo a extremo de su aposento.
Enredaba los dedos en su rosario, lanzaba a los monjes miradas furibundas de cuando en
cuando. Por último, dijo:
»-A mí mismo me ha despertado con sus gritos, sus delirios y su indudable trato con el
enemigo del alma. Necesito descansar... me hace falta un profundo sueño que repare mi
ánimo quebrantado... ¿qué me prescribiríais?
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»Algunos monjes dieron un paso adelante, sin haber comprendido la insinuación, y le
recomendaron ansiosamente somníferos corrientes, mitridato, etc., etc. Un viejo monje
le susurró al oído:
»-Láudano; el láudano os procurará un sueño profundo y reparador. Probadlo, padre, si
necesitáis descansar; pero experimentadlo sobre seguro; ¿no sería mejor probarlo
primero en otro?
»El Superior asintió; y ya iba la reunión a disolverse, cuando cogió al viejo monje por el
hábito y le dijo en voz muy baja:
»-Pero nada de homicidios.
»-¡Oh, no!, sólo un profundo sueño. ¿Qué importa cuándo despierte? Cuando lo haga,
quizá sea para sufrir en esta vida, o en la otra. Nosotros no tenemos nada que ver en ese
asunto. ¿Qué significan unos momentos antes o después?
»El Superior era de carácter tímido y apasionado. Aún seguía sujetando al monje por el
hábito, y le dijo:
»-Pero no tiene que saberse.
»-¿ Y quién podría saberlo?
»En ese momento sonó el reloj, y un monje viejo y ascético que ocupaba la celda
contigua a la del Superior, y que acostumbraba a exclamar: "Dios todo lo sabe", a cada
hora que daba el reloj, repitió eso mismo en voz alta. El Superior soltó el hábito del
monje, y éste se retiró a su celda golpeado por Dios, si puedo usar esa expresión: no se
administró láudano esa noche, no oí la voz, dormí de un tirón, y el convento entero se
vio libre de los acosos del espíritu infernal. ¡Ay!, nadie lo turbó, sino ese espíritu que la
natural malignidad y soledad invocan en lo íntimo de cada corazón, y nos fuerza, por
terrible economía de la infelicidad, a alimentarlo con los elementos vitales de los demás,
ahorrando los nuestros propios.
»Esta conversación me la repitió más tarde un monje en su lecho de muerte. Había
estado presente en ella, y no tengo motivos para dudar de su veracidad. De hecho,
siempre he pensado que paliaba más que agravaba la crueldad de todos ellos para
conmigo. Me habían hecho sufrir más que el equivalente de muchas muertes: el simple
sufrimiento de la muerte habría sido instantáneo, el simple acto habría sido piadoso. Al
día siguiente, se esperaba la visita del Obispo. Se efectuaron una especie de aterrados e
indescriptibles preparativos entre la comunidad. Esta casa era la primera de Madrid, y la
circunstancia singular de que el hijo de una de las más elevadas familias de España
hubiera ingresado en ella muy joven, hubiera protestado contra sus votos a los pocos
meses, se le hubiera acusado de pactar con el espíritu infernal unas semanas después,
junto con la esperanza de una sesión de exorcismo, la duda sobre el éxito de mi
apelación, la probable intervención de la Inquisición, la posible celebración de un auto
de fe, habían inflamado la imaginación de Madrid entero; y jamás anheló tanto un
auditorio que se alzara el telón de una ópera popular, como anhelaban los religiosos y
no religiosos de Madrid que se iniciase la función que se estaba preparando en el
convento de los exjesuitas.
»En los países católicos, señor, la religión es el drama nacional; los sacerdotes son los
actores principales, y el pueblo su auditorio: y tanto si la obra concluye con un "Don
Giovanni" precipitándose en las llamas, o con la beatificación de un santo, el aplauso y
el regocijo son idénticos.
»Yo temía que mi destino fuese ser de los primeros. No sabía nada del Obispo, y no
esperaba nada de su visita; pero mis esperanzas empezaban a aumentar en proporción a
los visibles temores de la comunidad. Me decía, con la natural malignidad de la
desdicha: "Si ellos tiemblan, yo puedo alegrarme". Cuando el sufrimiento se contrapesa
de este modo con el sufrimiento, la mano es firme; siempre estamos dispuestos a
116
inclinar la balanza de nuestro lado. El Obispo llegó temprano, y pasó unas horas con el
Superior en el aposento de éste. Durante ese intervalo, reinó una quietud en la casa que
contrastaba de manera notable con la agitación que la había precedido. Yo estaba en mi
celda de pie; de pie, porque no me habían dejado una silla donde sentarme. Me decía:
"Este acontecimiento no presagia nada, ni bueno ni malo, para mí. No soy culpable de
lo que me acusan. Jamás podrán probarlo: ¡cómplice de Satanás! iVíctima de una
ilusión diabólica!... ¡Ah!, mi único crimen es mi involuntaria sujección a los engaños
que ellos practican en mí. Este hombre, el Obispo, no puede darme la libertad; pero al
menos puede hacerme justicia". Entretanto, la comunidad se mostraba enfebrecida:
estaba en juego el prestigio de la casa: mi situación era de dominio público. Ellos se
habían esforzado en presentarme, de puertas para fuera, como un poseso, y en hacer que
me sintiese como tal de puertas para dentro. En consideración a la naturaleza humana,
por temor a violentar la decencia y miedo a deformar la verdad, no intentaré referir los
medios a que recurrieron ellos, la mañana de la visita del Obispo, para hacerme
representar el papel de un poseso, loco y desdichado blasfemo. Los cuatro monjes a que
antes he aludido fueron los principales verdugos (así es como debo llamarles). Con el
pretexto de que no había parte de mi persona que no estuviese bajo la influencia del
demonio [...].
»Eso no fue suficiente. Me rociaron casi hasta ahogarme con agua bendita. Luego siguió
[...].
»El resultado fue que me hallaba medio desnudo, medio ahogado, jadeante, atragantado
y delirando de furia, de vergüenza y de miedo, cuando me ordenaron que me presentara
al Obispo, el cual, rodeado por el Superior y la comunidad, me esperaba en la iglesia.
Éste era el momento que habían esperado; yo me sometí a ellos. Dije extendiendo los
brazos:
»-Sí, llevadme desnudo, loco (con la religión y la naturaleza igualmente violadas en mi
injuriada persona) ante vuestro Obispo. Si es hombre sincero, si tiene conciencia, ¡ay de
vosotros, hipócritas, despóticos desdichados! ¡Me habéis vuelto medio loco!; ¡me
habéis casi asesinado con las monstruosas crueldades que habéis practicado en mí!... ¡Y
en este estado queréis llevarme ante el Obispo! ¡Sea, pues; os seguiré!
»Mientras pronunciaba yo estas palabras, me ataron los brazos y las piernas con
cuerdas, me bajaron, me dejaron junto a la puerta de la iglesia, y se quedaron cerca de
mí. El Obispo se hallaba delante del altar, con el Superior; la comunidad ocupaba el
coro. A continuación me arrojaron al suelo como un montón de carroña, y retrocedieron
como si temiesen contagiarse al tocarme. Esta escena asombró al Obispo. Dijo en voz
alta:
»-Levanta, infeliz, y acércate.
» Yo contesté con una voz cuyo acento pareció conmoverle:
»-Ordenadles que me desaten, y os obedeceré.
»El Obispo dirigió una mirada fría y, no obstante, indignada al Superior, quien
inmediatamente se acercó a él y comenzó a susurrarle. Esta consulta en voz baja duró
algún tiempo; sin embargo, aunque tendido en el suelo, pude ver que el Obispo decía
que no con la cabeza a cada cosa que el Superior le susurraba; y al final ordenó que me
desataran. No mejoró mucho mi situación con esta orden, pues los cuatro monjes no se
separaban de mí. Me sujetaron por los brazos y me llevaron hasta los peldaños del altar.
Y entonces, por pri mera vez, me hallé ante el Obispo. Era un hombre cuya fisonomía
producía un efecto tan imborrable como su carácter: la primera dejaba su huella en los
sentidos tan vivamente como el segundo en el alma. Era alto, majestuoso, con el pelo
blanco; ni un solo sentimiento agitaba su semblante, ni una pasión había dejado huella
en su rostro. Era una estatua de mármol del Episcopado, cincelada por la mano del
117
catolicismo: una figura espléndida e inmóvil. Sus ojos, fríos y negros, no parecían
mirarte cuando se volvían hacia ti. Su voz, cuando te llegaba, no se dirigía a ti, sino a tu
alma. Ése era su exterior; por lo demás, su carácter era intachable, su disciplina
ejemplar, su vida la de un anacoreta tallado en piedra. Pero era sospechoso en cierto
modo de lo que se llama liberalidad de opiniones (es decir, de cierta propensión al
protestantismo), y la santidad d su carácter era inútil garantía contra la heterodoxia que
se le imputaba, de suerte que apenas podía corregir con su rígido conocimiento los
abusos de cada convento de su diócesis, entre los que estaba el mío. Tal era el hombre
ante el que me encontraba. Al ordenar que me soltasen, el Superior se mostró muy
agitado; pero la orden fue categórica, y no hubo más remedio que cumplirla. Me
encontraba, pues, entre los cuatro monjes que me sujetaban, y comprendí que mi
aspecto justificaba sin duda la impresión que él había recibido. Yo estaba andrajoso,
famélico, lívido y muy alterado por el trato horrible que acababa de recibir. Confiaba,
sin embargo, en que mi sumisión a cuanto se decidiera modificase favorablemente, en
alguna medida, la opinión del Obispo. Soportó de evidente mala gana las fórmulas de
exorcismo que recitaron en latín, durante las cuales no pararon los monjes de
santiguarse, y los acólitos de hacer uso del incienso y el agua bendita. Cada vez que se
pronunciaba la expresión diabole te adjuro, los monjes que me sujetaban me retorcían
disimuladamente los brazos, de modo que pareciesen contorsiones, y me arrancaban
gritos de dolor. Esto, al principio, pareció turbar al Obispo; pero cuando la ceremonia de
exorcismo hubo concluido, me ordenó que me acercara solo al altar. Traté de hacerlo,
pero los cuatro monjes me rodearon, de forma que pareciese que yo tropezaba con una
gran dificultad. Así que dijo:
»-Apartaos, dejadle solo.
»Se vieron obligados a obedecer. Avancé solo, temblando. Me arrodillé. El Obispo,
colocando su estola sobre mi cabeza, preguntó:
»-¿Crees en Dios y en la Santa Madre Iglesia católica?
»En vez de contestar, proferí un alarido, aparté la estola de una manotada y, presa de un
vivo dolor, pateé en los peldaños del altar. El Obispo retrocedió, al tiempo que el
Superior y los demás avanzaron. Hice acopio de valor al verles venir hacia mí; y sin
pronunciar una palabra, señalé los trozos de cristales rotos que habían esparcido sobre
los peldaños donde yo estaba, los cuales habían traspasado mis sandalias rotas. Ordenó
el Obispo a un monje que los barriera con la manga de su hábito. Se obedeció al punto
su mandato, y seguidamente me coloqué de pie ante él sin temor ni dolor. Siguió
preguntándome:
»-¿Por qué no rezas en la iglesia?
»-Porque se me cierran las puertas.
»-¿Cómo es eso? Tengo un informe en mis manos en el que se alegan muchas quejas
contra ti, y entre las primeras está que no rezas en la iglesia.
»-Os digo que me cierran sus puertas. ¡Ay!, yo no podría abrirlas, como tampoco podría
abrir los corazones de la comunidad; aquí todo está cerrado para mí.
»Se volvió hacia el Superior, quien contestó:
»-Las puertas de la iglesia están siempre cerradas para los enemigos de Dios.
»El Obispo dijo con su severa calma habitual:
»-Es una pregunta muy simple la que pretendo formular; las evasivas y los rodeos no
me sirven. ¿Se le han cerrado las puertas de la iglesia a esta desdichada criatura? ¿Le
habéis negado el privilegio de dirigirse a Dios?
»-Sí, porque creí y pensé que...
»-No os pregunto qué creísteis o qué pensasteis; pregunto tan sólo una cosa muy
concreta. ¿Le habéis negado, sí o no, el acceso a la casa de Dios?
118
»- Yo tenía motivos para creer que...
»-Os advierto que esas respuestas pueden obligarme a haceros permutar en un instante
la situación con el individuo a quien acusáis. ¿Le cerrasteis o no las puertas de la
iglesia?; contestad sí o no.
»El Superior, temblando de miedo y de rabia, dijo:
»-Sí; tenía motivos para hacerlo.
»-Eso le corresponde juzgarlo a otro tribunal. Pero parece que sois culpable de lo que le
acusáis a él.
»El Superior se quedó callado. El Obispo, tras examinar sus documentos, se dirigió a mí
otra vez:
»-¿Cómo es que los monjes no pueden dormir en sus celdas porque les perturbas?
»-No lo sé; preguntadles a ellos.
»-¿No te visita el espíritu del mal por la noche? ¿No se debe a tus blasfemias, a las
execrables impurezas que profieres, y que oyen los que tienen la desgracia de alojarse
cerca de ti? ¿No eres tú el terror y el tormento de toda la comunidad?
»-Soy lo que ellos me han hecho -contesté-. No niego que hay ruidos extraños en mi
celda, pero ellos pueden explicarlos mejor que yo. Me acosan ciertos susurros junto a
mi cama. Parece que esos susurros llegan a los oídos de los hermanos, pues irrumpen en
mi celda, y aprovechan el terror que me anonada para darle las más increíbles
interpretaciones.
»-¿No se oyen gritos, entonces, en tu celda durante la noche?
»-Sí, gritos de terror, gritos proferidos no por quien celebra orgías infernales, sino por
quien las teme.
»-Pero ¿y las blasfemias, imprecaciones e impurezas que brotan de tus labios?
»-A veces, presa de irreprimible terror, he repetido los susurros que se vierten en mi
oído; pero siempre ha sido en una exclamación de horror y aversión; lo que prueba que
esos susurros no son pronunciados, sino repetidos por mí, como el hombre que coge un
reptil con la mano y observa un instante su fealdad, antes de arrojarlo lejos de sí. Pongo
a toda la comunidad por testigo de que es cierto lo que digo. Los gritos que he
proferido, las expresiones que he utilizado eran evidentemente de hostilidad hacia las
infernales sugerencias que se me vertían al oído. Preguntad a todos: ellos pueden
confirmar que cuando irrumpían en mi celda, me hallaban solo, temblando, convulso.
He sido yo la víctima de esas alteraciones, de las que fingen quejarse; y aunque nunca
he podido averiguar con qué medios han llevado a cabo esta persecución, no sería
aventurado atribuirla a las mismas manos que cubrieron las paredes de mi celda con
imágenes de demonios, cuyos rastros aún perduran.
»-Se te acusa también de irrumpir en la iglesia a media noche, mutilar las imágenes,
pisotear el crucifijo y ejecutar todos los actos de un demonio al violar un santuario.
»Ante tan injusta y cruel acusación, no fui capaz de dominarme, y exclamé:
»-¡Corrí a la iglesia en busca de protección en un paroxismo de terror, que sus
maquinaciones habían inspirado en mí! ¡Corrí allí de noche porque durante el día estaba
cerrada para mí! ¡ Y me postré ante la cruz, en vez de pisotearla! ¡ y abracé las
imágenes de los santos, en vez de profanarlas! ¡ Y dudo que se hayan rezado oraciones
más sinceras entre estos muros que las que recé yo esa noche en medio del desamparo,
el terror y la persecución!
»-¿No trataste de interrumpir y disuadir a la comunidad, a la mañana siguiente, con tus
gritos, cuando ellos se dirigían a la iglesia?
»-Me sentía entumecido por haber pasado la noche tendido en el pavimento, donde ellos
me arrojaron. Intenté levantarme y alejarme, al oír que se acercaban; y al hacerlo, mis
esfuerzos me arrancaron gritos de dolor; esfuerzos que me resultaron tanto más
119
dolorosos cuanto que me negaron todos la más pequeña ayuda. En una palabra, todo es
impostura. Yo corrí a la iglesia a suplicar misericordia, y ellos presentan mi acción
como el ultraje de un espíritu renegado. ¿No podría utilizarse la misma arbitraria y
absurda explicación para las visitas diarias de multitud de almas afligidas que lloran y
gimen tan audiblemente como yo? Si hubiese tratado de derribar el crucifijo, de mutilar
las imágenes, ¿no habrían quedado huellas de esa violencia? ¿No las habrían
conservado cuidadosamente para reforzar la acusación contra mí? ¿Hay rastro de ellas?
...No lo hay, no puede haberlo, porque no lo ha habido nunca.
»El Obispo permaneció en silencio. Habría sido inútil apelar a sus sentimientos, pero el
recurrir a los hechos produjo pleno efecto. Un instante después, dijo:
»-Entonces, ¿no tienes inconveniente en ofrecer, delante de toda la comunidad, el
mismo homenaje a las imágenes del Redentor y de los santos que dices que pretendías
rendirles esa noche?
»-Ninguno.
»Me trajeron un crucifijo, lo besé con respeto y unción, y oré, mientras me brotaban
lágrimas de los ojos ante los infinitos méritos del sacrificio que representaba. El Obispo
dijo entonces:
»-Haz un acto de fe, de amor, de esperanza.
»Así lo hice; y aunque improvisadas, mis expresiones, según pude darme cuenta,
hicieron que los dignos eclesiásticos que atendían al Obispo se dirigieran miradas en las
que había compasión, interés y admiración. El Obispo dijo:
»-¿Dónde has aprendido esas oraciones?
»-Mi corazón es mi único maestro; no tengo otro... no se me permite tener ningún libro.
»-¡Cómo! ¡Fíjate bien en lo que dices!
»-Os repito que no tengo ninguno. Me han quitado mi breviario y mi crucifijo; han
despojado mi celda de cuanto tenía. Me arrodillo en el suelo... y rezo con el corazón. Si
os dignáis visitar mi celda, comprobaréis que os digo la verdad.
»A estas palabras, el Obispo lanzó una terrible mirada al Superior. No obstante, se
recobró en seguida ya que era un hombre que no estaba acostumbrado a ninguna
emoción, y lo consideró al punto una falta a sus normas y un atropello de su dignidad.
Me ordenó con voz fría que me retirase; luego, cuando iba a obedecerle, me llamó de
nuevo: mi aspecto pareció sorprenderle por primera vez. Era un hombre tan absorto en
la contemplación de esas frías e imperturbables aguas del deber, en las que su mente se
hallaba anclada, sin flujos, corrientes ni progresos, que los objetos físicos había que
ponérselos delante con mucha antelación, para que causasen alguna impresión en él a su
debido tiempo; tenía los sentidos casi osificados. Así fue como se había puesto a
examinar a un supuesto endemoniado; pero había decidido que debía ser un caso de
injusticia e impostura, y actuó en el asunto con un espíritu, una decisión y una
integridad que le honraban.
»Pero el horror y la miseria de mi aspecto, que habrían sido lo primero en impresionar a
un hombre de sentimientos superficiales, fueron lo último que le llegó a él. Se quedó
perplejo al verme alejarme lenta y dolorosamente del altar, y su impresión fue
proporcional a su lentitud. Me llamó otra vez y me preguntó, como si no me hubiese
visto antes:
»-¿Cómo es que llevas el hábito tan escandalosamente destrozado?
»A estas palabras, pensé que podía revelarle una escena que habría humillado aún más
al Superior; pero dije únicamente:
»-Es consecuencia de los malos tratos que he sufrido.
»Siguieron otras diversas preguntas del mismo género relativas a mi aspecto, que era
bastante lamentable, y por último me vi obligado a revelarle toda la verdad. El Obispo
120
se enojó hasta lo increíble. Las mentalidades rígidas, cuando se dejan llevar por la
emoción, actúan con una vehemencia inconcebible, porque para ellas cada cosa
constituye un deber, incluida la pasión (cuando surge). Puede también que la novedad
de la emoción les resulte una deliciosa sorpresa.
»Mucho más le ocurrió al buen Obispo, que era tan puro como rígido; y se contraía de
horror, de disgusto y de indignación ante los detalles que me vi obligado a facilitar (el
Superior temblaba oyéndome hablar, y la comunidad no osaba contradecirme. Asumió
de nuevo su actitud fría, ya que para él, el sentir era un esfuerzo, y el rigor un hábito, y
me ordenó otra vez que me retirara. Obedecí y me fui a mi celda. Las paredes estaban
tan desnudas como las había descrito; pero, aun contrastando con todo el esplendor y la
pompa de la escena de la iglesia, parecían esmaltadas con mi triunfo. Por un momento
desfiló ante mí una visión deslumbrante. Luego, todo se desvaneció, y en la soledad de
mi celda, me arrodillé y supliqué al Todopoderoso que conmoviera el corazón del
Obispo e infundiese en él la moderación y la sencillez con que yo le había hablado.
Estando entregado a estas ocupaciones, oí pasos en el corredor. Cesaron un momento, y
guardé silencio. Parecía como si fuesen personas que se hubieran detenido al oírme. Me
di cuenta de que las escasas palabras que había pronunciado les habían causado
impresión. Unos instantes después, el Obispo y los dignos eclesiásticos que le
acompañaban, seguidos del Superior, entraron en mi celda. El primero se detuvo de
golpe, horrorizado ante el aspecto que ésta ofrecía.
»Ya os he dicho, señor; que mi celda no tenía más que cuatro paredes desnudas y un
lecho: era una visión escandalosa, degradante. Yo estaba de rodillas en el centro de la
habitación, sin la menor idea, bien lo sabe Dios, del efecto que producía. El Obispo
miró a su alrededor durante un rato, mientras los eclesiásticos que le asistían
manifestaban su horror con miradas y gestos que no necesitaban interpretación. El
Obispo, tras una pausa, se volvió hacia el Superior:
»- Y bien, ¿qué decís a esto?
»El Superior vaciló, y dijo por último:
»-Ignoraba todo esto.
»-Eso es falso -dijo el Obispo-; y aunque fuese cierto, sería un agravante, no una
disculpa. Vuestros deberes os obligan a visitar las celdas todos los días; ¿cómo ibais a
ignorar el vergonzoso estado de ésta, sin descuidar vuestras obligaciones?
»Dio varias vueltas por la celda seguido de los eclesiásticos que se encogían de
hombros y se dirigían el uno al otro miradas de disgusto. El Superior estaba aterrado.
Salieron, y pude oír que el Obispo decía, ya en el corredor:
»- Todo este desorden debe quedar subsanado antes de que yo abandone la casa -y al
Superior-: No servís para el cargo que ocupáis; tendréis que ser destituido -y añadió en
tono más severo-: ¡Católicos, monjes, cristianos, esto es espantoso, horrible!, temblad
ante las consecuencias si, en mi próxima visita, vuelvo a encontrar estos desórdenes... y
os prometo que volveré muy pronto -luego se volvió y, deteniéndose en la puerta de mi
celda, dijo al Superior-: Cuidad que todos los abusos cometidos en esta celda queden
rectificados antes de mañana por la mañana.
»El Superior manifestó en silencio su acatamiento a esta orden.
»Esa noche me acosté sobre una colchoneta desnuda, entre cuatro paredes severas.
Dormí profundamente debido al agotamiento. Me desperté por la mañana, mucho
después de la hora de maitines, y me encontré rodeado de todas las comodidades que
puede contener una celda. Como si se hubiesen utilizado artes mágicas durante mi
sueño, el crucifijo, el breviario, el pupitre, la mesa, todo había sido devuelto a su sitio.
Salté de la cama y miré verdaderamente extasiado a mi alrededor. A medida que
transcurría el día y se acercaba la hora de la refección, decaía mi éxtasis, e iban
121
aumentando mis terrores; no es fácil, en la sociedad de la que se es miembro, pasar de la
extrema humillación y exclusión total a la situación anterior. Cuando tocó la campana,
bajé. Me detuve en la puerta un momento... Luego, con un impulso semejante al de la
desesperación, entré y ocupé mi sitio de costumbre. No me pusieron objeción ninguna,
ni me dijeron una sola palabra. La comunidad se dispersó después de la comida. Esperé
el toque de vísperas; pensé que sería decisivo. Tocó por fin la campana, y se
congregaron los monjes. Yo me uní a todos ellos sin hallar oposición; tomé asiento en el
coro... Mi triunfo era completo, y eso me hizo temblar. ¡Ay!, en un momento de éxito,
¿no solemos experimentar una sensación de terror? Nuestro destino desempeña siempre,
para nosotros, el papel del antiguo esclavo, a quien se le pedía cada mañana que
recordase al monarca que era un hombre; y pocas veces se olvida de cumplir sus propias
predicciones antes del anochecer. Transcurrieron dos días. La tormenta que durante
tanto tiempo nos había agitado parecía haberse resuelto en una calma repentina.
Recuperé mi antiguo lugar, ejecuté mis deberes cotidianos, y nadie me felicitó ni me
amonestó. Todos parecían mirarme como alguien que se inicia de nuevo en la vida
monástica. Pasé dos días en completa tranquilidad y, pongo a Dios por testigo, gocé de
este triunfo con modestia. Nunca hice alusión a mi situación anterior, nunca reproché
nada a quienes habían sido los que la habían provocado, nunca dije una palabra sobre la
visita que había hecho que el convento entero y yo cambiáramos los papeles en cuestión
de horas, y que el oprimido pudiera asumir (si quería) el del opresor. Acogí mi triunfo
con sobriedad, pues me sentía fortalecido por la esperanza de mi liberación. Sin
embargo, no iba a tardar en llegar el triunfo del Superior.
»Al tercer día, por la mañana, me llamaron al locutorio, donde un mensajero puso en
mis manos un sobre con (según entendí) el resultado de mi apelación. De acuerdo con
las reglas del convento, estaba obligado a llevarlo al Superior para que lo leyese él antes
de hacerlo yo. Cogí el sobre y me dirigí despacio al aposento del Superior. Lo examiné,
palpé sus esquinas, lo sopesé una y otra vez, y traté de extraer un pronóstico de su
misma forma. Luego me cruzó por la mente la terrible idea de que, de haber sido la
noticia favorable, el mensajero me lo habría entregado con una expresión de triunfo y, a
pesar de las reglas del convento, yo habría sido capaz de romper los sellos que cerraban
la sentencia de mi liberación. Somos propensos a hacer predicciones sobre nuestro
destino, y siendo el mío el de monje, los augurios eran inevitablemente negros... y así se
confirmaron.
»Me detuve en la puerta de la celda del Superior con el sobre. Llamé, se me rogó que
entrara y, con los ojos bajos, sólo pude distinguir los bordes de muchos hábitos, cuyos
dueños se hallaban allí reunidos. Ofrecí el sobre con respeto. El Superior le echó una
ojeada indiferente, y luego lo tiró al suelo. Uno de los monjes se agachó a recogerlo. El
Superior exclamó:
»-Alto, que lo recoja él.
»Así lo hice, y me retiré a mi celda tras una profunda reverencia al Superior. En mi
celda, me senté con el sobre fatal en mis manos. Iba a abrirlo, cuando una voz interior
pareció decirme: "Para qué; conoces el resultado ya”. Transcurrieron varias horas, antes
de sentirme capaz de leerlo; era un informe del fallo sobre mi apelación. Parecía, por los
detalles, que el abogado había utilizado al máximo su talento, su celo y su elocuencia, y
que, por un momento, el tribunal había estado muy cerca de inclinarse a favor de mis
reivindicaciones; pero se consideró que era sentar un precedente demasiado peligroso.
El abogado comentaba en otra parte: "Si esto triunfara, los monjes de toda España
recurrirán contra sus votos". ¿Podía esgrimirse argumento más sólido en favor de mi
causa? Un impulso tan universal debe de basarse evidentemente en la naturaleza, la
justicia y la verdad.»
122
Al recordar el funesto resultado de su apelación, el desventurado español se sintió tan
abrumado que tardó algunos días en reanudar el relato.

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