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sábado, 23 de octubre de 2010

LA CÁMARA DE LOS HORRORES -- JOSEPH PAYNE BRENNAN




LA CÁMARA DE
LOS HORRORES
*
JOSEPH PAYNE BRENNAN
--

Había decidido pasar el verano en Europa, dedicado a mi ocupación favorita: la
investigación genealógica. Fui primero a Irlanda, deteniéndome en Kilkenny, donde
descubrí una mina de leyendas y de hechos auténticos relativos a mis remotos
antepasados irlandeses, los O'Braonains, señores de Ui Duach en el antiguo dominio de
Ossory. Los Brennan (tal como se pronunció posteriormente el apellido) perdieron todas
sus posesiones a consecuencia de la confiscación llevada a cabo en nombre de Inglaterra
por Thomas Wentworth, conde de Strafford. El rapaz conde, me satisface poder decirlo,
fue posteriormente decapitado en la Torre.
Desde Kilkenny me dirigí a Londres, y luego a Chesterfield, en busca de información
acerca de mis antepasados maternos, los Holborn, Wilkerson, Searle, etc. Los datos eran
bastante fragmentarios e incompletos, pero mis esfuerzos se vieron moderadamente
recompensados y al final decidí ir más al norte y visitar los alrededores del castillo de
Chilton, sede de Robert Chilton-Payne, el doceavo conde de Chilton. Mi parentesco con los
Chilton-Payne era muy remoto, pero de todos modos representaba un débil lazo de unión
con el pasado y pensé que sería divertido echarle una ojeada al castillo.
Al llegar a Wexwold, la pequeña aldea próxima al castillo, a última hora de la tarde,
alquilé una habitación en la Posada del Ganso Rojo —la única que había—, deshice mis
maletas y bajé para dar cuenta de una sencilla cena, consistente en un panecillo, queso y
cerveza.
Cuando terminé este frugal aunque satisfactorio refrigerio, había oscurecido, y con la
oscuridad llegaron el viento y la lluvia.
Me resigné s pasar la velada en la posada. Había cerveza suficiente, y no tenía prisa
por ir a ninguna parte.
Después de escribir unas cuantas cartas, encargué una pinta de cerveza. La sala
estaba casi desierta; el posadero, un caballero gordinflón que siempre parecía a punto de
quedarse dormido, era agradable pero taciturno, y al final me dediqué a pensar en la
extraña y espantosa leyenda del castillo de Chilton.
La leyenda tenía diversas variantes, y no cabe duda de que la historia original había
sufrido modificaciones a través de los siglos, pero el detalle base continuaba siendo el
mismo: una cámara secreta en alguna parte del castillo. Se decía que la cámara en cuestión
albergaba un terrible espectáculo que los Chilton-Payne estaban obligados a mantener
oculto a los ojos del mundo.
Sólo tres personas tenían acceso a la cámara: el vigente conde de Chilton, el heredero
masculino del conde y otra persona designada por el conde. Habitualmente, esa persona
era el comisionado del castillo de Chilton. La habitación solamente se abría una vez cada
generación: tres días después de que el heredero masculino alcanzaba su mayoría de edad
era conducido a la cámara secreta por el conde y el comisionado. Luego, la cámara era
sellada y no volvía a abrirse hasta que el heredero conducía a ella a su propio hijo.
Según la leyenda, el heredero se convertía en una persona distinta al salir de la
cámara. De un modo invariable, adquiría un aspecto sombrío y huidizo; y en su rostro se
reflejaban la inseguridad y el temor. Uno de los primeros condes de Chilton enloqueció
hasta el punto de arrojarse al vacío desde una de las almenas del castillo.
J oseph Payne Brennan L a Cámara De Los Horrores
Durante siglos enteros se había especulado acerca del contenido de la cámara secreta.
Una de las versiones describía la huida de los Gower, perseguidos por unos enemigos
armados. Aunque las relaciones entre los Chilton-Payne y los Gower lo eran todo menos
cordiales, en su desesperación los Gower llamaron a la puerta del castillo de Chilton
pidiendo refugio. El conde se lo concedió, les condujo a una cámara secreta y les prometió
que no les entregaría a sus perseguidores. El conde mantuvo su promesa; los enemigos de
los Gower tuvieron que marcharse sin poder consumar sus propósitos asesinos. Sin
embargo, el conde dejó a los Gower encerrados en aquella habitación para que murieran
de hambre. La cámara no fue abierta hasta que hubieron transcurrido treinta años, cuando
el hijo del conde rompió los sellos. A sus ojos se ofreció un espantoso espectáculo. Los
Gower habían muerto de hambre lentamente, y al final, a juzgar por el aspecto de sus
esqueletos, se habían entregado al canibalismo.
Otra versión de la leyenda señalaba que la habitación secreta había sido utilizada por
los condes medievales como cámara de tortura. Se decía que los aparatos destinados al
tormento se encontraban aún en la cámara, y que de ellos seguían colgando los restos de
sus últimas víctimas, espantosamente retorcidos en su agonía.
Una tercera versión mencionaba a una de las antepasadas femeninas de los Chilton-
Payne, lady Susan Glanville, la cual había hecho un pacto con el diablo. Fue condenada
por brujería, pero consiguió escapar a la hoguera. La fecha y las circunstancias de su
muerte eran desconocidas, pero se suponía que la cámara secreta estaba relacionada de
algún modo con ella.
Mientras yo especulaba sobre aquellas distintas versiones de la horrible leyenda, la
tormenta aumentó en intensidad. La lluvia repiqueteaba fuertemente contra las ventanas
de la posada, y de cuando en cuando llegaba a mis oídos el lejano retumbar del trueno.
Contemplando los mojados cristales, me encogí de hombros y pedí otra pinta de
cerveza.
En el momento en que me disponía a llevarme la jarra a los labios, la puerta de la
posada se abrió de par en par y una ráfaga de aire frío mezclado con lluvia penetró en la
sala. La puerta volvió a cerrarse y una alta figura, con el cuello del abrigo levantado hasta
las orejas, avanzó hacia el mostrador. Quitándose la gorra, pidió que le sirvieran coñac.
No teniendo nada mejor que hacer, me dediqué a observarle. Parecía tener unos
setenta años y haber pasado la mayor parte de su vida al aire libre, y su rostro, a pesar de
las arrugas, denotaba firmeza y decisión. Su ceño estaba fruncido, como si meditara en
algún problema desagradable, pero sus fríos ojos azules me examinaron brevemente
aunque con cierta deliberación.
No pude situarle en un ambiente determinado. Podía ser un granjero local, y sin
embargo no creí que lo fuera. Le envolvía una especie de aureola de autoridad, y aunque
sus ropas eran sencillas, me pareció que su calidad y su corte eran mejores que las de los
campesinos de la región que hasta entonces había visto.
Un incidente vulgar nos hizo entrar en conversación. Un trueno más fuerte que los
demás le impulsó a volverse hacia la ventana. Al hacerlo, rozó con el codo su húmeda
gorra y ésta cayó al suelo. La recogí y se la entregué; me dio las gracias; y entqnces
intercambiamos algunas observaciones acerca del tiempo.
Tenía la intuitiva sensación de que, a pesar de que el desconocido era un individuo
normalmente retraído, se encontraba ahora preocupado por algún grave problema, lo cual
le hacía desear oír una voz humana. Aunque me daba cuenta de que mi intuición podía
engañarme, empecé a hablar volublemente acerca de mi viaje, acerca de mis
investigaciones genealógicas en Kilkenny, Londres y Chesterfield, y finalmente acerca de
mi lejano parentesco con los Chilton-Payne y mi deseo de echarle una buena mirada al
castillo de Chilton.
De pronto, descubrí que me estaba mirando con una expresión muy rara. Se produjo
un embarazoso silencio. Carraspeé, preguntándome qué podía haber dicho para que
aquellos fríos ojos azules me miraran con tanta fijeza.
Al final, el desconocido se dio cuenta de mi turbación.
—Perdone que le mire así —se disculpó—, pero ha dicho usted algo... —Vaciló—.
¿Tiene inconveniente en que nos sentemos?
Señalaba hacia una pequeña mesa situada en el extremo más alejado de la sala,
medio envuelta en sombras.
Asentí, intrigado y curioso, y nos dirigimos hacia la mesa en cuestión.
Nos sentamos, y el desconocido permaneció unos instantes en silencio, con el ceño
fruncido, como si no supiera cómo empezar. Finalmente, se presentó a sí mismo como
William Cowath. Mencioné mi nombre y Mr. Cowath vaciló de nuevo. Por último bebió
un sorbo de coñac y me miró fijamente.
—Soy el comisionado del castillo de Chilton —dijo.
Le contemplé con sorpresa y renovado interés.
—¡Qué agradable coincidencia! —exclamé—. Entonces, tal vez mañana pueda usted
permitirme que le eche una mirada al castillo...
No parecía escucharme.
—Sí, sí, desde luego —murmuró con aire ausente.
Molesto por aquella actitud, permanecí silencioso.
Al cabo de un rato, Mr. Cowath empezó a hablar con inusitada rapidez.
—Hace una semana, Robert Chilton-Payne, doceavo conde de Chilton, fue enterrado
en el panteón familiar. Frederick, su heredero, alcanzó la mayoría de edad hace tres días.
¡Y esta noche tiene que ser conducido a la cámara secreta!
Contemplé a mi interlocutor con una expresión de incredulidad. Por un instante
pensé que había oído hablar de mi interés por el castillo de Chilton y estaba divirtiéndose
a mi costa, tomándome por un crédulo turista.
Pero en sus ojos no había la más leve sombra de humor. Era evidente que estaba
hablando muy en serio.
—¡Qué cosa más rara! —murmuré—. En el momento en que ha llegado usted, estaba
pensando en las diversas leyendas relacionadas con la famosa cámara secreta.
Sus fríos ojos sostuvieron los míos.
—No hablo de leyendas —dijo—. Hablo de un hecho.
Un escalofrío de temor y de excitación recorrió mi cuerpo.
—¿Va usted a ir allí... esta noche?
Asintió.
—Esta noche. Yo, el joven conde... y otra persona.
Le miré, cada vez más intrigado.
—Normalmente, nos acompañaría el propio conde. Ésta es la costumbre. Pero está
muerto. Poco antes de morir, me dio instrucciones para que escogiera a alguien que nos
acompañara al joven conde y a mí. Esa persona tiene que ser varón... y con preferencia del
linaje.
Bebí un buen sorbo de cerveza y no dije nada.
El comisionado continuó:
—Aparte del joven conde, en el castillo sólo habitan su anciana madre, lady Beatrice
Chilton, y una tía enferma.
—¿En quién estaba pensando el conde? —inquirí cautelosamente.
El comisionado enarcó las cejas.
—En la región residen algunos primos lejanos. Supongo que pensaba que alguno de
ellos asistirla al funeral. Pero no se presentó ninguno.
—También es desgracia —observé.
—Una verdadera desgracia. Y, en consecuencia, tengo que rogarle, en nombre del
linaje, que esta noche nos acompañe al joven conde y a mí a la cámara secreta.
El asombro me dejó sin habla. En el exterior, los relámpagos zigzagueaban sin cesar y
la lluvia seguía cayendo a raudales. Cuando las plumas de hielo dejaron de cosquillearme
el estómago, conseguí articular una respuesta.
—Pero, yo..., es decir..., mi parentesco es remotísimo... En realidad, no puede decirse
que pertenezca al linaje... Yo...
El comisionado se encogió de hombros.
—Lleva usted el nombre. Y posee al menos unas cuantas gotas de la sangre de los
Payne. Dada la urgencia de las actuales circunstancias, es más que suficiente. Estoy
convencido de que el conde Robert estaría de acuerdo conmigo, si pudiera hablar. ¿Vendrá
usted?
No había modo de escapar a la intensidad, a la presión de aquellos fríos ojos azules.
Parecían taladrar mi cerebro mientras trataba de idear nuevas excusas.
Finalmente —inevitablemente, me atrevo a decir—, accedí. Tenía la sensación de que
el encuentro no había sido casual, que desde siempre había estado destinado a visitar la
cámara secreta del castillo de Chilton.
Terminamos nuestras bebidas y yo subí a mi habitación en busca de algo con que
protegerme de la lluvia. Cuando volví a bajar, envuelto en un recio impermeable, el
posadero estaba roncando en su taburete a pesar de los furiosos estallidos del trueno que
ahora eran casi incesantes. Confieso que le envidié mientras salía de la caldeada salía en
compañía de William Cowath.
Una vez fuera, mi guía me informó que tendríamos que ir a pie hasta el castillo.
Había bajado a pie a propósito, me explicó, a fin de disponer de más tiempo y soledad
para meditar en el grave problema que tenía planteado.
La lluvia, el viento y el rugido del trueno hacían difícil la conversación. Eché a andar
detrás del comisionado, el cual daba unas enormes zancadas y parecía conocer palmo a
palmo el camino, a pesar de la oscuridad.
Anduvimos una corta distancia por la calle de la aldea y luego nos metimos en un
camino lateral que no tardó en convertirse en un sendero, peligrosamente resbaladizo a
causa de la lluvia.
Bruscamente, el sendero empezó a ascender; el camino se hizo más penoso.
Resultaba indispensable concentrar toda la atención en los pies. Por fortuna, los
relámpagos eran cada vez más frecuentes.
Me pareció que llevaba andando una hora —en realidad supongo que no eran más
que unos minutoscuando el comisionado se detuvo.
Me encontré de pie a su lado en una especie de llanura rocosa. El comisionado señaló
hacia una sombra que se erguía delante de nosotros.
—El castillo de Chilton —dijo.
Durante unos instantes no vi absolutamente nada en la impenetrable oscuridad que
nos rodeaba. Luego llameó un relámpago. A su claridad divisé un gran castillo normando,
cuadrado, con cuatro torres rectangulares en las esquinas, taladrado por angostas
aberturas en forma de ventanas que parecían acechantes y diabólicos ojos. La enorme
construcción estaba medio cubierta por un manto de hiedra que parecía más negra que
verde.
—¡Parece increiblemente antiguo! —comenté.
William Cowath asintió.
—Empezó a edificarlo Henry de Montargis, en 1122.
Y sin añadir nada más echó a andar hacia el castillo.
A medida que nos acercábamos a la muralla, la tormenta se hacía más intensa. El
rumor del agua y el aullido del viento no permitían hablar. Inclinamos nuestras cabezas y
seguimos adelante.
Cuando finalmente llegamos a la muralla, quedé sorprendido por su altura y su
espesor. Era evidente que había sido construida para poder resistir a los mejores cañones
de asedio.
Mientras cruzábamos un puente levadizo, miré hacia abajo y vi el negro cauce de un
foso, pero la oscuridad no me permitió averiguar si llevaba agua o no. Un portón en forma
de arco abierto en la muralla daba acceso al patio de armas. El patio estaba completamente
vacío, a excepción de los riachuelos de agua que discurrían por él.
Cruzando el patio con rápidas zancadas, el comisionado me condujo a otro portón en
forma de arco abierto en otra muralla. A la otra parte había un segundo patio, más
pequeño, y más allá se alzaban las paredes del castillo propiamente dicho.
Tras cruzar un oscuro pasadizo, nos encontramos delante de una enorme puerta de
madera de encina ennegrecida por el tiempo, reforzada con claveteadas planchas de
hierro. El comisionado abrió esta puerta de par en par y ante nuestros ojos apareció el gran
vestíbulo del castillo.
Cuatro largas mesas labradas a mano, con sus correspondientes bancos, ocupaban
casi toda la longitud del vestíbulo. Unos candelabros de metal, oxidados por el paso de los
años, sostenían las velas que iluminaban la estancia, clavados a las columnas de piedra
labrada cuya función no era decorativa, sino la de aguantar el techo. Alineados a lo largo
de las paredes veíanse escudos heráldicos, armaduras, alabardas, lanzas y banderas, los
acumulados trofeos y premios de siglos sangrientos, cuando cada castillo era casi un reino
en sí mismo. El espectáculo resultaba impresionante.
William Cowath agitó una mano.
—Los castellanos de Chilton vivieron de la espada durante muchos siglos.
Cruzó el gran vestíbulo y entró en otro pasadizo escasamente iluminado. Le seguí en
silencio.
Mientras avanzábamos, me habló en voz baja.
—Frederick, el joven heredero, no tiene una naturaleza robusta. La muerte de su
padre le afectó mucho... y siente un gran temor por la ceremonia que vamos a celebrar esta
noche.
Deteniéndose ante una puerta con flores de lis grabadas en la madera y adornos de
metal, el comisionado me dirigió una enigmática mirada y luego llamó con los nudillos.
Alguien preguntó quién llamaba, y el comisionado se identificó. Se oyó el ruido de
un pesado cerrojo al descorrerse y la puerta se abrió.
Si los Chilton-Payne habían sido obstinados luchadores en su época, la sangre
guerrera parecía haberse diluido considerablemente en las venas de Frederick, el joven
heredero y ahora decimotercer conde de Chilton. Vi ante mí a un joven delgado, de tez
pálida, cuyos ojos oscuros y hundidos tenían una expresión asustada. Iba vestido de un
modo a la vez teatral y anacrónico: chaqueta y pantalones de terciopelo de color verde
hoja, con encajes blancos en el cuello y en los puños.
Nos hizo seña de que pasáramos, como a regañadientes, y cerró la puerta. Las
paredes de la pequeña habitación estaban enteramente cubiertas con tapices que
reproducían escenas de caza o batallas medievales. Una corriente de aire procedente de
una ventana o de otra abertura los hacía oscilar continuamente; parecían tener vida
propia. En un rincón había una antigua cama con dosel; en otro, un amplio escritorio con
una lámpara de ágata.
Después de una breve presentación, la cual incluyó una explicación de los motivos
de que yo me encontrara allí para acompañarles, el comisionado preguntó si Su Señoría
estaba preparado para visitar la cámara.
El rostro del joven Frederick perdió todo vestigio de color; sin embargo, asintió y nos
acompañó al pasadizo.
William Cowath iba delante; el conde le seguía; y yo cerraba la marcha.
Al llegar al final del pasadizo, el comisionado abrió la puerta de un cuarto lleno de
telarañas. Allí recogió unas cuantas velas, escoplos, un pico y un mazo. Después de
meterlo todo en un saco de cuero que se colgó al hombro, cogió una antorcha de tea que
estaba en una de las estanterías del cuarto. La encendió y esperó hasta que prendió la
llama. Satisfecho con esta iluminación, cerró el cuarto y nos hizo seña de que le
siguiéramos.
Llegamos a una escalera de caracol con peldaños de piedra que descendía. Alzando
su antorcha, el comisionado empezó a bajar. El conde y yo le imitamos en silencio.
La escalera tenía más de cincuenta peldaños. A medida que descendíamos, las
piedras aparecían más húmedas y frías; también el aire se enfriaba más, y olía a moho y a
humedad.
Al final de la escalera se abría un túnel, negro como la pez y silencioso.
El comisionado alzó su antorcha.
—El castillo de Chilton es normando, pero al parecer fue reedificado sobre unas
ruinas sajonas. Se cree que los pasadizos que se encuentran en estas profundidades fueron
construidos por los sajones. —Miró hacia el interior del túnel, con el ceño fruncido—. O
por gente todavía más primitiva.
Vaciló unos instantes, y me pareció que estaba escuchando. Luego, dirigiéndonos
una extraña mirada se adentró en el túnel.
Eché a andar detrás del conde, estremeciéndome. El aire helado me traspasaba hasta
la medula. Debajo de mis pies, las piedras estaban recubiertas de una capa de lodo y eran
sumamente resbaladizas. Y no había más luz que la parpadeante claridad de la antorcha
que el comisionado sostenía en alto.
Cuando llevábamos un rato andando, el comisionado se detuvo y de nuevo tuve la
impresión de que estaba escuchando. Sin embargo, el silencio parecía absoluto y
reemprendimos la marcha.
Al final del túnel encontramos otra escalera descendente. Ésta tenía solamente unos
quince peldaños, y conducía a otro túnel que había sido excavado en la roca sobre la cual
se asentaba el castillo. En las paredes había costras blanquecinas de salitre. El olor a moho
era muy intenso. El aire helado estaba impregnado de un hedor fétido que me resultó
especialmente repulsivo, aunque no pude darle nombre.
Finalmente, el comisionado se detuvo, alzó su antorcha y descargó de su hombro el
saco de cuero.
Vi que estábamos ante una pared levantada con alguna clase de piedra para la
construcción. Aunque húmeda y manchada de salitre, era evidente que se trataba de un
trabajo mucho más reciente que todo lo que habíamos encontrado hasta entonces.
William Cowath me entregó la antorcha.
—Sosténgala, por favor. Tengo velas, pero...
Dejando la frase sin terminar, sacó el pico e inició el asalto a la pared; la barrera era
bastante sólida, pero en cuanto hubo abierto un agujero en ella utilizó el mazo y la tarea
avanzó con más rapidez. Al cabo de un rato me ofrecí a manejar el mazo mientras él
sostenía la antorcha, pero se limitó a sacudir la cabeza y continuó su trabajo de
demolición.
En todo este tiempo el joven conde no había pronunciado una sola palabra. Al mirar
su rostro pálido y tenso sentí lástima de él, a pesar de mi propia inquietud.
Bruscamente se produjo un silencio mientras el comisionado soltaba el mazo. Vi que
quedaban más de dos pies de la parte inferior de la pared.
William Cowath se inclinó a examinarla.
—Hay suficiente espacio —comentó—. Creo que podremos pasar.
Volvió a cargarse el saco de cuero al hombro, tomó la antorcha de mi mano y se
introdujo en la abertura. El conde y yo le seguimos.
Al entrar en la cámara, el fétido olor que había notado en el pasadizo nos rodeó como
una nube.
Empezamos a toser. El comisionado murmuró:
—No tardará en despejarse. Quédense cerca de la abertura.
Aunque el repulsivo hedor continuaba siendo intenso, al final pudimos respirar más
libremente.
William Cowath alzó su antorcha y atisbó hacia las oscuras profundidades de la
cámara. Lleno de temor, miré por encima de su hombro.
Al principio no of ningún sonido y sólo pude ver paredes con costras de salitre y un
húmedo suelo de piedra. Sin embargo, al cabo de unos instantes, en un apartado rincón,
más allá de la vacilante claridad de la antorcha, vi dos diminutas manchas rojas. Traté de
convencerme a mí mismo de que eran dos piedras preciosas, dos rubíes, brillando a la luz
de la antorcha.
Pero supe inmediatamente —sentí inmediatamente— lo que eran: dos pupilas rojas
que nos contemplaban con impresionante fijeza.
El comisionado habló en voz baja:
—Esperen aquí.
Avanzó hacia el rincón, se detuvo a medio camino y levantó la antorcha. Durante
unos instantes permaneció silencioso. Finalmente emitió un largo y tembloroso suspiro.
Cuando habló de nuevo, su voz había cambiado. Era sólo un susurro sepulcral.
—Acérquense —nos dijo con aquella extraña y profunda voz.
Seguí al conde Frederick hasta que nos situamos uno a cada lado del comisionado.
Cuando vi lo que había sobre el banco de piedra en aquel apartado rincón pensé que
iba a desmayarme. Mi corazón dejó de latir durante unos interminables segundos. La
sangre abandonó mis extremidades. Sentí deseos de gritar, pero mi garganta se negó a
abrirse.
El ser que reposaba sobre aquel banco de piedra parecía un monstruo surgido del
infierno. Las penetrantes y malignas pupilas rojas proclamaban que tenía una terrible
vida, y sin embargo aquella vida se sustentaba a sí misma en un cuerpo renegrido y
momificado que parecía un cadáver desenterrado. Aquella especie de cadáver tenía unos
harapos mohosos pegados al cuerpo. Unos mechones de pelo blanco brotaban de su
fantasmal y grisáceo cráneo. La abertura que ocupaba el lugar de la boca mostraba unas
extrañas manchas.
Nos contemplaba con una maldad que desbordaba lo puramente humano. Resultaba
imposible devolver la mirada a aquellas monstruosas pupilas rojas. Eran tan
indescriptiblemente diabólicas, que se experimentaba la sensación de que la propia alma
iba a consumirse en los fuegos de su malignidad.
Apartando la mirada, vi que el comisionado sostenía ahora al conde Frederick. El
joven heredero se había desplomado sobre él. Miraba fijamente a la espantosa aparición
con los ojos helados por el terror. A pesar de mi propia sensación de horror, le compadecí.
El comisionado volvió a suspirar y luego habló de nuevo en aquel tono sepulcral.
—Ante ustedes tienen a lady Susan Glanville —nos dijo—. Fue transportada a esta
cámara y encadenada a la pared, en 1473.
Un estremecimiento de horror recorrió todo mi cuerpo; tuve la sensación de que nos
encontrábamos en presencia de fuerzas malignas surgidas del Averno.
Al mirarlo, aquel espantoso ser me había parecido desprovisto de sexo, pero al
sonido de su nombre la fantasmal mueca de una sonrisa contorsionó la fruncida boca
manchada de rojo.
Por primera vez me di cuenta de que el monstruo estaba efectivamente encadenado a
la pared. Los gruesos eslabones estaban tan ennegrecidos por el tiempo que me habían
pasado inadvertidos.
El comisionado continuó, como si recitara una lección:
—Lady Glanville fue una antepasada materna de los Chilton-Payne. Tenía trato con
el Diablo. Fue condenada como bruja, pero escapó a la hoguera. Finalmente, sus propios
deudos la encerraron aquí y la encadenaron a la pared para que muriera de hambre.
Hizo una breve pausa y luego prosiguió:
—Era demasiado tarde. Lady Glanville había hecho ya un pacto con los Poderes de
las Tinieblas. Había sido una belleza. Odiaba a la muerte. Temía a la muerte. De modo que
vendió su alma inmortal —y los cuerpos de su progenie— a cambio de la eterna vida
terrenal.
La voz del comisionado llegaba a mis oídos como en una pesadilla; parecía proceder
de una distancia infinita.
William Cowath continuó:
—Las consecuencias de romper el pacto son demasiado terribles para ser descritas.
Ningún descendiente de lady Glanville se ha atrevido a hacerlo. Y así ha podido vivir
durante casi quinientos años.
Creí que había terminado, pero me equivocaba. Mirando hacia arriba, alzó la
antorcha hacia el techo de aquella cámara maldita.
—Esta cámara —dijo— se encuentra inmediatamente debajo de la cripta familiar.
Cuando muere uno de los condes, el cadáver es depositado en la cripta. Pero, en cuanto se
han marchado los sepultureros, el falso fondo de la cripta se desliza a un lado y el cadáver
del conde cae en esta cámara.
Mirando hacia el techo, vi el rectángulo de la puerta de una trampilla.
La voz del comisionado se hizo casi inaudible.
—Una vez cada generación, lady Glanville se alimenta... con el cadáver del difunto
conde. Es una cláusula de aquel espantoso pacto que no puede ser quebrantada.
Como si quisiera confirmar sus palabras, el comisionado inclinó su antorcha hasta
que la llama iluminó el suelo a los pies del banco de piedra al cual estaba encadenado el
vampírico monstruo.
Esparcidos por el suelo veianse los huesos y el cráneo de un hombre adulto,
manchados de sangre fresca. Y a cierta distancia había otros huesos humanos, amarillentos
o carcomidos por el tiempo.
En aquel momento, el joven conde Frederick empezó a gritar. Sus histéricos alaridos
llenaron la cámara. El comisionado le sacudió rudamente, pero el joven continuó gritando
como un poseso.
Durante unos instantes, el monstruo tendido en el banco le contempló con sus
espantosa pupilas rojas. Finalmente emitió un sonido, una especie de cloqueo que
pretendía ser una risa.
De repente, y de un modo completamente imprevisto, el monstruo empezó a
deslizarse sobre el banco y trató de avanzar hacia el joven conde. La cadena que lo
sujetaba a la pared sólo le permitía avanzar un par de metros. Pero lo intentó una y otra
vez, profiriendo una especie de aullidos que erizaron los cabellos de mi cabeza.
William Cowath enfocó su antorcha hacia el monstruo, pero éste continuó agitándose
espantosamente. La cámara de pesadilla resonaba con los gritos del conde y los horribles
aullidos de aquel ser infernal. Temí volverme loco si no escapaba inmediatamente de tan
horrendo lugar.
Miré al comisionado y me di cuenta de que también él empezaba a experimentar los
efectos de aquella indescriptible situación. Vi que sus ojos se posaban en la pared a la cual
estaban fijadas las cadenas que sujetaban al monstruo.
Intuí lo que estaba pensando. ¿Resistirían las cadenas, después de tantos siglos de
herrumbre y humedad?
En un repentino impulso, sacó de uno de sus bolsillos algo que brilló a la luz de la
antorcha. Era un crucifijo de plata. Avanzando unos pasos, colocó el crucifijo ante el
retorcido rostro del monstruo que en otra época había sido la hermosa lady Susan
Glanville.
El monstruo retrocedió profiriendo un grito de agonía que ahogó los alaridos del
conde. Se derrumbó sobre el banco, bruscamente silencioso e inmóvil; los latidos de su
repulsiva boca y el fuego del odio que ardía en sus rojas pupilas eran las únicas pruebas
de que continuaba viviendo.
William Cowath se dirigió a él:
—¡Ser infernal! ¡Si bajas de ese banco antes de que salgamos de esta cámara y
volvamos a sellarla, juro que te colgaré esta cruz al cuello!
Las pupilas rojas contemplaron al comisionado con una expresión de odio abismal
imposible de describir. Despedían fuego, realmente. Y, sin embargo, leí en ellas algo más:
miedo.
De pronto me di cuenta de que el silencio había descendido sobre aquella cámara de
horrores. Duró únicamente unos instantes. El conde había cesado de gritar, pero ahora
hacía algo peor: se estaba riendo.
Era sólo una risita, pero resultaba más horrible que todos sus gritos.
El comisionado se volvió, señalándome con un gesto la pared parcialmente derruida.
Cruzando la habitación, salí al pasadizo. Detrás de mí, el comisionado sostenía al joven
conde, que arrastraba los pies como un anciano, sin dejar de reír para sí mismo.
Luego se produjo lo que me pareció un interminable intervalo, durante el cual el
comisionado fue en busca de un saco de cemento y de un cubo de agua que previamente
había dejado en alguna parte del túnel. Trabajando a la luz de la antorcha, preparó el
cemento y procedió a sellar la cámara, utilizando las mismas piedras que había quitado.
Mientras el comisionado trabajaba, el joven conde permanecía sentado en el túnel,
completamente inmóvil, riéndose en voz baja.
En el interior de la cámara reinaba el silencio. Una vez, solamente, oí las cadenas del
monstruo chocar contra la piedra.
Finalmente el comisionado terminó su tarea y nos condujo de nuevo a través de
aquellos pasadizos manchados de salitre y las húmedas escaleras. El conde apenas podía
subirlas; el comisionado le arrastraba penosamente de peldaño en peldaño.
Cuando llegamos a la habitación de los tapices el conde se sentó en su cama y se
quedó mirando fijamente el suelo, sin cesar de reír. En contra de lo que afirman los que se
las dan de entendidos, observé que su pelo negro se había convertido en gris. Después de
convencerle para que se bebiera un vaso de líquido que sin duda contenía una fuerte dosis
de sedante, el comisionado consiguió que el conde se tendiera en la cama.
William Cowath me acompañó a otro dormitorio. Deseaba marcharme
inmediatamente de aquel castillo infernal, pero la lluvia seguía arreciando y no estaba
seguro de poder encontrar el camino de regreso a la aldea sin un guía.
El comisionado sacudió la cabeza tristemente.
—Temo que Su Señoría esté condenado a una muerte temprana. Nunca fue
demasiado fuerte, y los acontecimientos de esta nochc pueden haber trastornado su
mente..., pueden haberle debilitado más allá de toda esperanza de recuperación.
Expresé mi simpatía y mi horror. Los fríos ojos azules del comisionado se clavaron en
los míos.
—Es posible —dijo— que, en caso de que se produzca la muerte del joven conde,
usted mismo pueda ser considerado... —Vaciló—. Pueda ser considerado —concluyó
finalmente— como uno de los que se encuentran en la línea de sucesión.
No quise oir nada más. Le di las buenas noches, cerré la puerta del dormitorio y traté
—inútilmente— de dormir, aunque sólo fueran unos minutos.
Pero el sueño no llegó. Tuve febriles visiones de aquel monstruo de pupilas rojas
escapando de sus cadenas, abriéndose paso a través de la pared y trepando por aquellas
heladas y resbaladizas escaleras...
Antes de que amaneciera abrí silenciosamente la puerta del dormitorio y me deslicé
como un ladrón a través de los fríos pasadizos y el gran vestíbulo desierto del castillo.
Crucé los dos patios y el puente levadizo tendido sobre el negro foso, y eché a correr en
dirección a la aldea.
Mucho antes del mediodía estaba en camino hacia Londres. La suerte me favoreció:
al día siguiente salía uno de los buques que efectúan la travesía del Atlántico.
Nunca volveré a Inglaterra. Me he propuesto mantenerme siempre a un océano de
distancia, como mínimo, del castillo de Chilton y de su permanente ocupante.

Rostro de calavera -- Robert Ervin Howard


Robert Ervin Howard: entre sus mejores obras, se encuentran todos los libros fantansticos de "CONAN", gran amigo, y colaborador de h. p. Lovecraft.


Rostro de calavera
 
1. LA CARA EN LA NIEBLA
 
No somos sino una hilera
De mágicas sombras que vienen y van.
omar khayam
 
El horror tomó por primera vez forma concreta gracias a la menos concreta de todas las cosas: un sueño de opio. Viajaba, libre del tiempo y el espacio, por las tierras extrañas que pertenecen a tal estado del ser, a un millón de millas de distancia de la Tierra y de todas las cosas terrenales; y, con todo, cobré conciencia de que algo cruzaba los ignotos vacíos..., algo que desgarraba implacablemente los telones formados por mis ilusiones y que se entrometía dentro de mis visiones.
No volví exactamente a la vida normal y al estado de vigilia, pero fui consciente de que veía y reconocía algo muy desagradable y que no parecía pertenecer al sueño que, en esos momentos, me hallaba disfrutando. Para quien no haya conocido jamás los deleites del opio, mi explicación debe parecerle caótica e imposible. Sin embargo, yo era consciente de que las nieblas se abrían y, después, que una Cara se entrometía en mis visiones. Primero pensé que se trataba de una calavera; luego vi que era de un espantoso color amarillo, y no blanco, y que estaba provista de alguna horripilante forma de vida. En sus profundas cuencas centelleaban unos ojos y las mandíbulas se movían como si hablasen. El cuerpo, a excepción de los hombros altos y delgados, era confuso y carecía de forma pero las manos, que flotaban entre las neblinas que rodeaban a la calavera, eran horriblemente vividas y me llenaban de pavor. Eran como las manos de una momia, largas, flacas y amarillentas, con articulaciones nudosas y crueles uñas curvadas como garras.
Entonces, para completar el vago horror que se estaba apoderando rápidamente de mí, sonó una voz... imaginad un hombre que lleve muerto tanto tiempo que sus órganos vocales hayan perdido la costumbre de hablar. Esa fue la idea que tuve y que, mientras escuchaba, me hizo sentir escalofríos.
Un animal fuerte y que puede sea de utilidad. Cuidad de que se le dé todo el opio que necesite.
Después, el rostro empezó a perderse en la distancia, mientras yo seguía sintiendo que el tema de la conversación era mi propia persona, y las nieblas giraron y empezaron nuevamente a espesarse. Mas, por un instante, una escena se me reveló con asombrosa claridad. Jadeé, sorprendido... o intenté hacerlo. Pues por encima de los extraños hombros de la aparición, otro rostro se delineó con claridad por un momento, como si su poseedor me estuviese mirando. Unos labios muy rojos, entreabiertos, unas pestañas largas y oscuras, ojos vividos y llenos de sombras, una borrosa nube de cabellos. Por encima de los hombros del Horror, una belleza que dejaba sin respiración me contempló un instante.
 
2. EL ESCLAVO DEL OPIO
 
Desde el centro de la Tierra me alcé,
cruzando La Séptima Puerta,
y en el Trono de Saturno me senté.
omar khayam
 
Mi sueño acerca del rostro de calavera cruzó ese abismo, normalmente imposible de atravesar, que yace entre los encantamientos del opio y la realidad cotidiana. Me hallaba sentado, las piernas cruzadas, sobre una esterilla, en el Templo de los Sueños de Yun Shatu, y trataba de no perder los últimos restos de fuerza que le quedaba a mi cansado cerebro para recordar los hechos y los rostros.
Éste último sueño era tan distinto de todos los que había tenido antes que mi cansado interés se sintió espoleado hasta el punto de averiguar cuál era su origen. Cuando empecé por primera vez a experimentar con el opio, traté de hallar una base física o psíquica para explicar los desenfrenados vuelos de la imaginación a que daba lugar pero, últimamente, me había contentado con gozar de ellos sin buscar su causa o su efecto.
¿De dónde procedía esa inexplicable sensación de familiaridad que observaba en esa visión? Apoyé mi dolorida cabeza en las manos y, trabajosamente, busqué una clave. Un muerto viviente y una muchacha de extraña belleza que había atisbado por encima de su hombro. Entonces recordé.
Muy lejos, entre la niebla de los días y las noches que cubre de velos la memoria de un adicto al opio, se me había acabado el dinero. Parecía que habían pasado años, o posiblemente siglos, pero mi agotada razón me dijo que probablemente sólo habían pasado días. De cualquier modo, me había presentado como de costumbre en el sórdido cubil de Yun Shatu y había sido expulsado por Hassim, el enorme negro, al enterarse éste de que ya no me quedaba más dinero.
Con mi universo haciéndose pedazos a mi alrededor, y con los nervios vibrando como cuerdas de piano a causa de la vital necesidad que sentía, me agazapé en el arroyo y gimoteé como una bestia, hasta que Hassim salió, contoneándose, y detuvo mis lamentos con un golpe que me derribó, medio inconsciente.
Cuando finalmente me puse en pie, tambaleándome y sin pensar en nada que no fuese el río que fluía con su frío murmullo en las proximidades... cuando me levantaba, una mano tan leve como una rosa se posó en mi brazo. Me volví, sobresaltado, y me quedé como hipnotizado ante la hermosura que se presentaba ante mis ojos. Unos ojos oscuros y límpidos me examinaban compasivos y la manecita que agarraba mi manga harapienta me condujo hacia la puerta del Templo de los Sueños. Retrocedí ante el umbral pero una voz casi inaudible, suave y musical, me instó a entrar y, lleno de una extraña confianza, seguí a mi bella guía.
Hassim se nos encaró en la puerta, alzando sus crueles manos y con una negra mueca frunciendo su frente de simio pero, mientras yo me encogía esperando un golpe, él se detuvo ante la mano que la muchacha había alzado y la orden imperiosa que ésta le dirigió.
No entendí lo que había dicho pero vi borrosamente, como entre nieblas, que le daba dinero al negro y que me conducía hasta una colchoneta donde me hizo recostar, colocando los almohadones como si yo fuese el rey de Egipto en vez de un sucio y harapiento renegado que sólo vivía para el opio. Su delgada y fresca mano reposó por un instante sobre mi frente y luego ella desapareció, en tanto que Yussef Alí se acercaba con la sustancia que mi alma pedía a gritos... y muy pronto me hallé de nuevo vagabundeando a través de los extraños y exóticos países que sólo el esclavo del opio conoce.
Y sentado sobre la esterilla, dándole vueltas en mi mente al sueño del rostro de calavera, me asombré aún más. Desde que la muchacha desconocida volviese a llevarme al tugurio, yo había entrado y salido de él como antes, cuando tenía dinero abundante con el que pagar a Yun Shatu. Ciertamente, alguien le estaba pagando por mí y, en tanto que mi subconsciente me había dicho que era la muchacha, mi oxidado cerebro no había llegado a entender tal hecho por completo, o a interrogarse sobre sus razones. ¿Para qué hacerse preguntas? Así pues, alguien pagaba y los sueños de vivido colorido continuaban, ¿qué podía importarme eso? Mas ahora, empecé a hacerme preguntas. Pues la muchacha que me había protegido de Hassim y que me había traído el opio era la misma que había visto en el sueño del rostro de calavera.
En la miseria de mi degradación, su encanto era como un cuchillo que me atravesaba el corazón y que hacía revivir, de un modo extraño, los recuerdos de los días en que yo era un hombre como los demás..., no un amargado y tembloroso esclavo de los sueños. ¡Qué lejanos y borrosos eran esos días, trémulas islas en la neblina de los años..., y qué negro mar me separaba de ellos!
Contemplé mi manga harapienta y la sucia mano semejante a una garra que emergía de ella; mi vista atravesó los celajes de humo que llenaban el sórdido cuarto, los camastros a lo largo de la pared en que yacían los soñadores de vacua mirada... esclavos, como yo, del hachís o del opio. Contemplé a los chinos calzados con zapatillas que iban quedamente de un lado para otro llevando pipas o quemando bolas de purgatorio concentrado sobre minúsculos braseros. Miré hacia donde se hallaba Hassim, los brazos cruzados, semejante a una gran estatua de basalto negro junto a la puerta.
Y me estremecí y oculté el rostro entre las manos pues, con el débil amanecer de mi hombría recuperada, supe que este último sueño, el más cruel de todos, era algo fútil..., había cruzado un océano a través del que jamás podría volver, me había apartado del mundo de los hombres y las mujeres normales. Ahora no quedaba sino ahogar ese sueño como había ahogado todos los demás..., rápidamente y con la esperanza de que muy pronto pudiese alcanzar el Océano Definitivo que se halla más allá de todos los sueños.
Así son estos huidizos momentos de lucidez, de anhelo, que echan a un lado los velos de todos los esclavos de la droga...; inexplicables, sin esperanza alguna de que puedan llegar a cumplirse.
Volví pues a mis sueños vacíos, a mi fantasmagoría de ilusiones; pero a veces, como una espada hendiendo la neblina, a través de las montañas, las llanuras y los mares de mis visiones flotaba, como una música que se recuerda en parte, el resplandor de unos ojos oscuros y un cabello que parecía brillar.
¿Os preguntáis como yo, Stephen Costigan, americano, un hombre de ciertos logros y cultura, llegó a encontrarse tirado en un sucio tugurio del barrio bajo de Londres? La respuesta es sencilla...; no soy ningún libertino hastiado que buscase nuevas sensaciones en los misterios del Oriente. Os respondo... ¡Argonne! ¡Cielos, qué abismos y cumbres de horror acechan en esa simple palabra! Enloquecido por el continuo cañoneo..., hecho pedazos por éste. Días y noches interminables y un infierno rugiendo sobre la Tierra de Nadie donde yo estaba tendido, herido de bala, lleno de bayonetazos que me habían convertido en una ruina ensangrentada. Mi cuerpo se recuperó, no sé cómo; mi mente nunca lo hizo.
Y los fuegos huidizos y las sombras cambiantes de mi cerebro torturado me llevaron cada vez más y más abajo, descendiendo los peldaños de la degradación, sin importarme nada hasta que al fin hallé alivio en el Templo de los Sueños de Yun Shatu, donde maté mis rojos sueños con otros sueños..., los sueños del opio en los que un hombre puede bajar hasta los pozos más abismales de los más rojos infiernos o ascender hasta cumbres innombrables donde las estrellas son como alfileres hechos de diamante bajo sus pies.
Las mías no eran las visiones del borracho o de la bestia. Llegué hasta lo inalcanzable, me hallé cara a cara con lo desconocido y en la calma del cosmos llegué a conocer lo que ni siquiera puede ser imaginado. Y, en cierto modo, me sentí feliz hasta que la imagen de una cabellera bruñida y unos labios rojos barrió mi universo hecho de sueños y me dejó, tembloroso, entre sus ruinas.
 
3. EL AMO DEL DESTINO
Y Aquel que te derribó en el Campo de Batalla
Lo sabe todo... ¡Lo sabe! ¡Lo sabe!
omar khayam
 
Una mano me sacudió ásperamente mientras yo emergía lánguidamente de mi última orgía de opio.
¡El Amo desea verte! ¡En pie, cerdo! Era Hassim el que así me sacudía y hablaba.
¡Que se vaya al infierno el Amo! —respondí, pues odiaba a Hassim..., y le temía.
Levántate o no habrá más opio —fue la brutal respuesta. Trémulo y presuroso me puse en pie.
Seguí al enorme negro que me condujo hasta la parte trasera del edificio, salvando el obstáculo que suponían los desdichados soñadores del suelo.
¡Todos a cubierta! —medio canturreaba un marinero en un camastro—. ¡Todos!
Hassim de un empujón abrió la puerta trasera y me indicó que entrase. Nunca antes había cruzado ese umbral y había supuesto siempre que llevaba a los aposentos privados de Yun Shatu. Pero su único mobiliario era un camastro, un ídolo de bronce de alguna clase ante el que ardía incienso, y una gran mesa.
Hassim me lanzó una mirada siniestra y cogió la mesa como si fuese a darle la vuelta. Giró como si se hallase sobre una plataforma móvil y con ella giró un pedazo del suelo, revelando una trampilla oculta en el suelo. Unos peldaños descendían hasta perderse en la oscuridad.
Hassim encendió una vela y con un gesto lleno de brusquedad me invitó a bajar. Así lo hice, con la estólida obediencia de un adicto a la droga, y él me siguió, cerrando la puerta sobre nuestras cabezas mediante una palanca de hierro que estaba unida al lado oculto del suelo. En la semioscuridad, descendimos por los inseguros peldaños, yo diría que unos nueve o diez, y llegamos a un estrecho pasillo.
Aquí Hassim volvió a colocarse delante, sosteniendo en alto la vela ante él. Apenas podía distinguir los lados de aquel corredor con aspecto de caverna, pero sabía que no era muy ancho. La parpadeante luz mostraba que se hallaba desprovisto de toda clase de mobiliario a excepción de abundantes cofres de extraño aspecto que se alineaban a lo largo de las paredes..., receptáculos conteniendo opio y otras drogas, pensé yo.
Un continuo ruido de leves correteos y el destello ocasional de unos ojillos rojizos entre las sombras delataba la presencia de las vastas cantidades de grandes ratas que infestan la orilla del Támesis en esa zona.
Entonces, más escalones surgieron de la oscuridad que teníamos ante nosotros cuando el corredor llegó bruscamente a su fin. Hassim ascendió por ellos y, una vez arriba, llamó cuatro veces en lo que parecía ser un techo. Se abrió una puerta oculta y por ella penetró un torrente de luz tenue y de apariencia fantasmal.
Hassim me hizo subir con rudeza y de pronto me hallé, pestañeando atónito, en un lugar tal como no había presenciado ni en mis más salvajes visiones. ¡Me hallaba en una jungla de palmeras en la que serpenteaban un millón de dragones de vividos colores! Entonces, a medida que mis asombrados ojos se acostumbraban a la luz, vi que no había sido transportado de pronto a otro planeta, como en un primer momento había pensado. Las palmeras estaban allí, y los dragones, pero los árboles eran artificiales y estaban colocados en enormes macetas y los dragones se retorcían en los gruesos tapices que ocultaban las paredes.
La habitación ya era monstruosa por sí sola..., me pareció de unas dimensiones descomunales. Una espesa humareda, amarillenta y que hacía pensar en los trópicos, parecía cernirse sobre todo, disimulando el techo y engañando a quien mirase hacia lo alto. Vi que el humo emanaba de un altar situado ante la pared que estaba a mi izquierda. Me sobresalté. A través de la humareda azafranada que parecía remolinear, dos ojos, espantosamente grandes y vividos, me contemplaban centelleantes. El vago perfil de algún ídolo bestial cobró una forma indeterminada. Miré intranquilo lo que me rodeaba, fijándome en los divanes orientales, en las literas y en el extraño mobiliario, y entonces mis ojos se detuvieron para fijar su atención en un biombo lacado que se hallaba delante de mí.
No podía ver más allá y no me llegaba sonido alguno de lo que hubiese al otro lado, pero sentía que unos ojos me examinaban a través de él, unos ojos que parecían penetrar, ardientes, hasta mi propia alma. Una extraña aura maligna emanaba de ese extraño biombo con sus raras tallas y sus blasfemos adornos.
Hassim hizo una profunda reverencia al estilo árabe ante el biombo y entonces, sin hablar, retrocedió para volver a cruzarse de brazos, como una estatua.
Una voz quebró de pronto el pesado y opresivo silencio.
Tú, que eres un cerdo, ¿querrías volver a ser un hombre?
Me sobresalté. El tono era frío e inhumano...; aún más, sugería unos órganos vocales que no hubiesen sido usados durante largo tiempo... ¡La voz que había oído en mi sueño!
Sí —repliqué, como en trance—. Me gustaría volver a ser un hombre.
Siguió un lapso de silencio; luego la voz sonó de nuevo con un siniestro murmullo de fondo, como el de los murciélagos que vuelan en una caverna.
Haré de nuevo un hombre de ti porque soy amigo de todos los hombres rotos. No lo haré por precio alguno, ni por gratitud. Y te doy una señal para sellar mi promesa y mi voto. Pasa la mano a través del biombo.
Ante estas extrañas y casi incomprensibles palabras me quedé perplejo y luego, cuando la voz invisible repitió la última orden, avancé un paso y metí la mano por una rendija que se había abierto silenciosamente en el biombo. Sentí que me aferraban la muñeca y algo siete veces más frío que el hielo me tocó la palma de la mano. Luego mi muñeca quedó libre y, sacando de nuevo la mano, vi un extraño símbolo trazado en un color azul junto a la base de mi pulgar..., algo que se parecía a un escorpión.
La voz habló de nuevo en un lenguaje sibilante que no entendí y Hassim avanzó con deferencia. Pasó la mano por detrás del biombo y luego se giró hacia mí, sosteniendo una copa que contenía algún líquido ambarino que me ofreció con una reverencia sarcástica. Lo acepté, vacilante.
Bebe y no temas —dijo la voz invisible—. Es solamente un vino egipcio con cualidades salutíferas.
Así pues, alcé la copa y bebí; el sabor no era desagradable y, al devolverle el recipiente a Hassim, me pareció sentir una nueva fuerza y vitalidad recorriendo mis fatigadas venas.
Quédate en la casa de Yun Shatu —dijo la voz—. Se te dará cobijo y alimento hasta que te halles lo bastante fuerte para trabajar. No usarás opio ni lo pedirás. ¡Vete!
Como en sueños, seguí de nuevo a Hassim a través de la puerta secreta, bajé los peldaños, recorrí el oscuro corredor y ascendí a través de la otra puerta que nos llevaba al Templo de los Sueños.
Al salir de la habitación trasera y entrar en la gran sala de los soñadores, me volví hacia el negro con mi mente llena de preguntas.
¿Amo? ¿Amo de qué? ¿De la Vida? Hassim lanzó una risotada feroz y sardónica.
¡Amo del Destino!
 
4.   LA ARAÑA Y LA MOSCA
Había una Puerta para la que no encontré Llave;
Había un Velo a través del que no pude ver.
omar khayam
 
Me senté en los cojines de Yun Shatu y pensé con una claridad que me era nueva y extraña. En cuanto a eso, todas mis sensaciones eran nuevas y extrañas. Sentía como si hubiese despertado de un sueño monstruosamente largo, y aunque tenía las ideas algo entorpecidas, me parecía que las telarañas que durante tanto tiempo las habían recubierto habían sido parcialmente quitadas.
Me pasé la mano por la frente y noté que temblaba. Me hallaba débil y agitado y notaba los primeros inicios del hambre..., no de droga, sino de comida. ¿Qué había en el brebaje que había tomado en la recámara del misterio? ¿Y por qué me había elegido el «Amo», a mí entre todos los desdichados de Yun Shatu, para ser regenerado?
¿Y quién era ese Amo? La palabra tenía un sonido vagamente familiar..., traté laboriosamente de recordar. Sí..., la había oído, yaciendo medio despierto en los camastros o en el suelo..., pronunciada en un murmullo sibilante por Yun Shatu, Hassim o Yussef Alí, el moro, susurrada en sus conversaciones en voz baja y mezclada siempre con palabras que no podía entender. ¿Acaso entonces no era Yun Shatu el amo del Templo de los Sueños? Había creído, al igual que los demás adictos, que aquel chino marchito poseía un indiscutible poder sobre aquel lúgubre reino y que Hassim y Yussef Alí eran sus criados. Al igual que los cuatro muchachos chinos que tostaban el opio con Yun Shatu, y Yar Khan, el afgano, Santiago, el haitiano, y Ganra Singh, el sikh renegado..., todos a sueldo de Yun Shatu, suponíamos, atados al señor del opio por los lazos del oro o del miedo.
Pues en el Barrio Chino de Londres, Yun Shatu era toda una personalidad y yo había oído decir que sus tentáculos cruzaban los mares hasta llegar a los más altos lugares donde se hablaban lenguas misteriosas y potentes. ¿Era Yun Shatu el que se hallaba detrás del biombo de laca? No; conocía la voz del chino y, además, le había visto ocupado en la parte delantera del Templo mientras nosotros franqueábamos la puerta trasera.
Se me ocurrió otra idea. A menudo, yaciendo en un estado cercano al estupor, en las últimas horas de la noche o con las primeras luces grises del alba, había visto hombres y mujeres que entraban sigilosamente en el Templo, con vestimentas y actitudes extrañamente incongruentes, fuera de lugar. Hombres altos y de porte digno, a menudo bien vestidos con trajes de noche, con los sombreros bien calados sobre la frente, y bellas damas, vestidas con sedas y pieles, el rostro velado. Nunca llegaban juntos y siempre se iban por separado y, escondiendo los rasgos, se apresuraban hacia la puerta trasera, por la que entraban, saliendo finalmente de nuevo por ella, a veces horas después. Sabiendo que el deseo de la droga es a veces frecuente en personas de alta posición, jamás me había hecho demasiadas preguntas al respecto, suponiendo que se trataba de hombres y mujeres ricos, de la alta sociedad, que habían caído víctimas de tal deseo y que en algún lugar en la parte trasera del edificio había una estancia privada para ellos. Pero ahora empecé a hacerme preguntas...; a veces esas personas se quedaban sólo unos instantes... ¿Era siempre el opio lo que venían buscando o acaso también ellos atravesaban ese extraño corredor y conversaban con El que se hallaba detrás del biombo?
Mi mente jugueteó con la idea de un gran especialista al que acudían personas de toda clase para hallar la liberación del hábito de la droga. Y, con todo, era muy extraño que alguien así escogiese un tugurio de las drogas como lugar de trabajo..., y también era extraño que el propietario de esa casa le tuviese, aparentemente, tal reverencia.
Apenas me empezó a doler la cabeza a causa de un esfuerzo mental al que ya no estaba acostumbrado, dejé el tema y grité pidiendo comida. Con una sorprendente prontitud, Yussef Alí me trajo una bandeja. Aún más, al salir me hizo una reverencia, dejándome para que siguiese rumiando las extrañas mudanzas que había sufrido mi posición en el Templo de los Sueños.
Comí, preguntándome lo que deseaba de mí El que se hallaba detrás del biombo. Ni por un momento supuse que sus acciones hubiesen sido motivadas por las razones que había expuesto; la vida del bajo mundo me había enseñado que ninguno de sus moradores se inclinaba hacia la filantropía. Y al bajo mundo pertenecía la recámara misteriosa, pese a su trabajada y extraña naturaleza. ¿Y dónde podía estar situada? ¿Qué distancia había andado yo por el corredor? Me encogí de hombros, preguntándome si no era todo un sueño provocado por el opio; entonces me miré casualmente la mano..., y el escorpión grabado en ella.
¡Reunid a la tripulación! —musitó el marinero en su camastro—. ¡A toda!
Hablar con detalle de los días que siguieron sería muy aburrido para cualquiera que no haya saboreado la espantosa esclavitud de la droga. Esperaba que el anhelo de la droga me atacase de nuevo..., esperaba, lleno de una sardónica desesperación. Todo el día, toda la noche..., otro día..., y finalmente el milagro se realizó en mi escéptica mente. En contra de todas las teorías y los supuestos hechos comprobados por la ciencia y el sentido común, el deseo de la droga me había abandonado tan repentina y completamente como un mal sueño. Al principio no pude dar crédito a mis sentidos y llegué a creer que seguía preso de alguna pesadilla de la droga. Pero era cierto. Desde el momento en que bebí la copa en el cuarto del misterio, no sentí ni el más ligero deseo de la sustancia que había sido para mí como la vida misma. Percibí confusamente que esto era algo, en cierto modo, maligno y ciertamente opuesto a todas las reglas de la naturaleza. Si el ser terrible que se hallaba detrás del biombo había descubierto el secreto para quebrar el terrible poder del opio, ¿qué otros secretos monstruosos había descubierto y cuál era su inconcebible poder? Como una serpiente, la idea del mal se deslizó en mi cerebro.
Permanecí en la casa de Yun Shatu, tendido en un camastro o sobre cojines esparcidos por el suelo, comiendo y bebiendo lo que me apetecía, pero ahora que volvía a convertirme en un hombre normal, la atmósfera se me hacía cada vez más repulsiva y la visión de aquellos desdichados retorciéndose en sus sueños me traía desagradables recuerdos de lo que yo mismo había sido, y me repugnaba, haciéndome sentir náuseas.
Así pues un día, cuando nadie me veía, me levanté y salí a la calle para andar por el muelle. El aire, aunque estaba cargado de humo y olores desagradables, me llenaba los pulmones de una extraña frescura y despertaba un nuevo vigor en la que en tiempos fue una constitución poderosa. Cobré nuevo interés en los ruidos de los hombres que vivían y trabajaban, y la visión de un barco que estaba siendo descargado en un atracadero me llenó de emoción. No había demasiados estibadores y, finalmente, me hallé levantando bultos, tirando de ellos y transportándolos, y aunque el sudor chorreaba por mi frente y me temblaban los miembros a causa del esfuerzo, me sentía exultar ante la idea de que por fin era de nuevo capaz de trabajar, sin importarme lo bajo o poco interesante que fuese el trabajo.
Cuando al atardecer volví a la puerta de Yun Shatu, terriblemente cansado pero con la renovada sensación de la hombría que emana del trabajo honesto, me encontré a Hassim en el umbral.
¿Dónde has estado? —me preguntó con aspereza.
Trabajando en los muelles —le respondí prontamente.
No tienes que trabajar en los muelles —gruñó—. El Amo tiene trabajo para ti.
Encabezó la marcha y de nuevo atravesé las oscuras escaleras y el corredor subterráneo. Esta vez mis facultades estaban alerta y decidí que el pasillo no tendría más de treinta o cuarenta pies de longitud. De nuevo permanecí en pie ante el biombo de laca y de nuevo oí la voz inhumana de la muerte viviente.
Puedo darte trabajo —dijo la voz—. ¿Estás dispuesto a trabajar para mí?
Asentí rápidamente. Después de todo, pese al miedo que me inspiraba la voz, me hallaba en una gran deuda para con su propietario.
Bien. Toma esto.
Al avanzar yo hacia el biombo, una seca orden me detuvo y fue Hassim el que se adelantó y tendió la mano por detrás para coger lo que se le ofrecía. Aparentemente, se trataba de un paquete de fotos y papeles.
Estúdialos —dijo El que estaba detrás del biombo—, y aprende todo lo que puedas sobre el hombre de las fotos. Yun Shatu te dará dinero; cómprate ropas como las que llevan los marineros y alquila un cuarto en la parte delantera del Templo. Dentro de dos días, Hassim volverá a traerte ante mí. ¡Vete!
Mientras la puerta secreta se cerraba por encima de mí, la última impresión que tuve fue que los ojos del ídolo, que parecían pestañear a través de la sempiterna humareda, me contemplaban burlones.
La parte delantera del Templo de los Sueños consistía en cuartos de alquiler, los cuales ocultaban el auténtico propósito del edificio bajo el disfraz de una pensión de los muelles. La policía le había hecho varias visitas a Yun Shatu pero nunca habían logrado pruebas que le incriminasen.
Así, establecí mi residencia en uno de esos cuartos y me puse a estudiar el material que se me había entregado.
Las fotos eran todas del mismo hombre, de considerable estatura, no muy distinto a mí en construcción y aspecto facial, excepto que él llevaba una espesa barba y tendía a ser rubio en tanto que yo era moreno. El nombre, como estaba escrito en los documentos adjuntos, era el mayor Fairlan Morley, comisionado especial de Natal y el Transvaal. El departamento y el cargo me resultaban nuevos y me pregunté sobre la conexión existente entre un comisionado africano y una casa de opio a la orilla del Támesis.
Los papeles consistían en datos abundantes, copiados evidentemente de fuentes auténticas y concernientes todos al mayor Morley, y una serie de documentos privados que esclarecían considerablemente la vida privada del mayor.
Se daba una descripción exhaustiva del aspecto personal y las costumbres del mayor, algunas de las cuales me parecieron de lo más trivial. Me pregunté cuál podía ser el propósito de todo aquello y cómo El que estaba detrás del biombo había llegado a entrar en posesión de documentos de naturaleza tan íntima.
No pude hallar clave alguna para responder a esa pregunta pero apliqué todas mis energías a la tarea que se me había dispuesto. Tenía una profunda deuda de gratitud para con el desconocido que me lo pedía y estaba decidido a pagársela con toda mi capacidad. Nada, en esos momentos, me hacía pensar en una trampa.
 
5. EL HOMBRE DEL CAMASTRO
¿Qué lluvia de lanzas te envió para jugar al amanecer con la Muerte?
kipling
 
Al expirar el plazo de dos días, Hassim me hizo una seña cuando me hallaba en la sala del opio. Avancé con paso firme y enérgico, lleno de confianza al haberle sacado todo lo posible a los documentos de Morley. Era un hombre nuevo; mi agilidad mental y mi fuerza física me sorprendían..., a veces no me parecían naturales.
Hassim me contempló con los ojos medio cerrados y me indicó que, como de costumbre, le siguiese. Cuando atravesábamos la sala, se me ocurrió mirar a un hombre tendido en un camastro junto a la pared, fumando opio. No había nada sospechoso en sus ropas, descuidadas y harapientas, ni en su rostro sucio y barbudo o en su vacua mirada pero mis ojos, aguzados de un modo anormal, parecieron notar cierta incongruencia en los miembros bien construidos que ni siquiera las astrosas ropas podían disimular por completo.
Hassim me habló con impaciencia y yo me volví. Entramos en el cuarto de la parte trasera y mientras él cerraba la puerta y se volvía hacia la mesa, ésta se movió y una figura emergió por la puerta oculta. El sikh, Ganra Singh, un gigante delgado y de ojos siniestros, salió del umbral oculto y se dirigió hacia la puerta que daba a la sala del opio, donde se detuvo hasta que nosotros hubiésemos bajado y cerrado la entrada secreta.
De nuevo permanecí entre los remolinos del amarillento humo y escuché la voz oculta.
¿Puedes llegar a saber lo bastante sobre el mayor Morley como para suplantarlo con éxito?
Sin duda —respondí, sorprendido por la pregunta—, a menos que me encontrase con alguien que le conociese más íntimamente aún.
Yo me encargaré de eso. Escúchame bien. Mañana zarparás en el primer barco a Calais. Allí te encontrarás con un agente mío que se te acercará apenas pongas pie en el muelle y te dará más instrucciones. Irás en segunda clase y evitarás toda conversación, ya sea con desconocidos o con cualquiera. Llévate los documentos. El agente te ayudará a prepararte y tu farsa empezará en Calais. Eso es todo. ¡Vete!
Me fui, cada vez más asombrado. Evidentemente, todo aquel embrollo tenía un sentido, pero era un sentido que no podía ni imaginar. De nuevo en la sala del opio, Hassim me indicó que me sentase sobre unos cojines y le esperase. Respondió con un gruñido a mi pregunta, diciendo que él se adelantaba, tal y como se le había ordenado, para comprarme el billete del trasbordador. Partió y yo me senté, la espalda apoyada contra la pared. Mientras pensaba, de pronto me pareció que había unos ojos clavados en mí con tal intensidad que mi subconsciente los había notado. Alcé la vista con rapidez pero no parecía haber nadie mirándome. El humo se movía lentamente en la recalentada atmósfera, como de costumbre; Yussef Alí y los chinos iban y venían silenciosos atendiendo a las demandas de los soñadores.
De pronto, se abrió la puerta del cuarto trasero y de ella salió tambaleándose una figura extraña y horrible. No todos los que entraban en el cuarto trasero de Yun Shatu eran aristócratas y miembros de la alta sociedad. Esta era una de las excepciones, y alguien a quien recordaba por sus frecuentes entradas y salidas..., una figura alta y flaca, de informes y harapientas vestiduras, el rostro completamente oculto. Mejor que el rostro permaneciese oculto, pensé, pues sin duda los gruesos ropajes ocultaban una espantosa visión. El hombre era un leproso, que de algún modo había logrado rehuir la atención de los funcionarios públicos y al que se veía ocasionalmente vagando por las más miserables y misteriosas zonas del East End..., un misterio incluso para los más rastreros moradores de los barrios bajos de Limehouse.
De pronto, mi mente hipersensible cobró conciencia de una repentina tensión en la atmósfera. El leproso cruzó cojeando la puerta y la cerró detrás de él. Mis ojos buscaron instintivamente el camastro donde se hallaba el hombre que había despertado mis sospechas anteriormente. Podría haber llegado a jurar que hubo un destello amenazador de unos ojos fríos y acerados que se cerraron rápidamente. De una zancada llegué hasta el camastro y me incliné sobre el hombre acostado. Había en su rostro algo que no parecía natural..., un saludable bronceado parecía asomar por debajo de la palidez de su complexión.
¡Yun Shatu! —grité—. ¡Hay un espía en la casa!
Los acontecimientos se sucedieron entonces con vertiginosa velocidad. El hombre del camastro se incorporó de un salto, con la rapidez de movimientos de un tigre, y un revólver brilló en su mano. Un brazo nervudo me arrojó a un lado cuando intenté aterrarle y una voz seca y decidida se impuso sobre la naciente confusión:
-¡Tú! ¡Alto! ¡Alto!
La pistola que había en la mano del extraño apuntaba al leproso, que se dirigía a grandes zancadas hacia la puerta.
Alrededor todo era confusión; Yun Shatu gritaba en chino como un poseso y los cuatro muchachos chinos y Yussef Alí acudían a la carrera, desde distintos puntos, los cuchillos destellando en sus manos.
Vi todo esto con una claridad antinatural al mismo tiempo que no apartaba los ojos del rostro del extraño. Al no dar el leproso evidencia alguna de pararse, vi cómo los ojos se le endurecían hasta convertirse en alfileres acerados, llenos de decisión, afinando la puntería por encima del tambor del revólver..., los rasgos dominados por el terrible propósito del asesino. El leproso había llegado casi hasta la puerta de salida, pero la muerte le fulminaría antes de que pudiese cruzarla.
Y entonces, justo cuando el dedo del extraño se tensaba sobre el gatillo, me lancé hacia adelante y mi puño derecho se estrelló en su mandíbula. Cayó como derribado por un martillo pilón, el revólver disparando inofensivamente al aire.
¡En ese instante, con el fogonazo cegador que a veces nos resuelve un enigma, supe que el leproso no era otro sino el Hombre Detrás del Biombo!
Me incliné sobre el hombre caído que, aunque no totalmente inconsciente, se hallaba temporalmente indefenso a causa de mi terrible golpe. Luchaba con torpeza por levantarse pero yo le empujé de nuevo con rudeza al suelo y, agarrando la falsa barba que llevaba, se la arranqué de un tirón. Un rostro delgado y bronceado quedó al descubierto, cuyos fuertes rasgos ni siquiera la suciedad y la grasa de su disfraz podían alterar.
Yussef Alí se inclinó sobre él, cuchillo en mano, los ojos convertidos en rendijas asesinas. Alzó su mano morena y nervuda..., y yo le detuve la muñeca.
¡No tan aprisa, diablo negro! ¿Qué vas a hacer?
Es John Gordon —siseó—, ¡el mayor enemigo del Amo! ¡Debe morir, maldito seas!
¡John Gordon! Ese nombre me resultaba familiar, aunque no me parecía tener relación con la policía de Londres; tampoco era capaz de explicar la presencia de aquel hombre en el tugurio de Yun Shatu. Sin embargo, en cuanto a ese punto estaba decidido.
Sea como sea, no le matarás. ¡Levanta! —Esto último iba dirigido a Gordon que, con mi ayuda, se levantó vacilante, aún bastante aturdido. Y añadí maravillado—: Ese puñetazo habría derribado a un toro. No sabía que fuera capaz de tales cosas.
El falso leproso se había esfumado. Yun Shatu me contemplaba tan inmóvil como un ídolo, las manos ocultas en sus anchas mangas, y Yussef Alí retrocedió, murmurando ominosamente y pasando el pulgar por el filo de su daga, mientras que yo sacaba a Gordon de la sala del opio y le hacía cruzar el bar de aspecto inocente que se hallaba entre dicha sala y la calle.
No tengo ni idea de quién eres ni de lo que haces aquí —le dije, una vez en la calle—, pero ya has visto que es un lugar muy poco saludable para ti. Sigue mi consejo y mantente alejado de él.
Su única respuesta fue examinarme con la mirada y luego darse la vuelta, caminando con rapidez aunque con cierta vacilación hasta perderse de vista en la calle.
 
6. LA MUCHACHA DEL SUEÑO
Hace muy poco que he llegado a estas tierras
Desde la lejana y sombría Thule.
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Oí unos leves pasos en el exterior de mi cuarto. El picaporte giró lenta y delicadamente; la puerta se abrió. Me puse en pie de un salto, lanzando un jadeo de sorpresa. Unos labios rojos entreabiertos, ojos oscuros como límpidos mares llenos de maravillas, una masa de brillantes cabellos... ¡en mi umbral miserable se hallaba la muchacha de mis sueños!
Entró y, girando con un movimiento sinuoso, cerró la puerta. Avancé de un salto, las manos tendidas, y me detuve al llevarse ella un dedo a los labios.
No hables muy alto —dijo, casi en un susurro—. Él no dijo que no pudiese venir aquí; pero...
Su voz era suave y musical, con un deje extranjero en su acento que hacía que me resultase deliciosa. En cuanto a la muchacha en sí, cada frase y movimiento delataban al Oriente. Era como una brisa fragante que llegase del Este. Desde su cabellera negra como la noche, recogida por encima de su frente de alabastro, hasta sus diminutos pies, calzados con zapatillas puntiagudas de tacón alto, era la viva imagen del más alto ideal de la belleza asiática...; un efecto más aumentado que disminuido por la blusa y la falda inglesas que vestía.
¡Eres preciosa! —dije, atónito—. ¿Quién eres?
Soy Zuleika —respondió con una tímida sonrisa—. Me... me alegro de gustarte. Me alegro de que no sigas soñando los sueños del opio.
¡Cuan extraño era que una cosa tan insignificante fuese capaz de hacer latir tan locamente mi corazón!
Todo te lo debo a ti, Zuleika —dije, la voz enronquecida por la emoción—. Si no hubiese soñado contigo cada hora desde que me sacaste del arroyo, me habría faltado la fuerza para pensar siquiera que pudiese llegar a librarme de mi maldición.
Se ruborizó de un modo encantador y entrelazó sus blancos dedos como si estuviese nerviosa.
¿Abandonas mañana Inglaterra? —preguntó de pronto.
Sí. Hassim no ha vuelto con mi billete —vacilé de repente, recordando la orden de silencio.
¡Sí, lo sé, lo sé! —susurró ella con rapidez, abriendo más los ojos—. ¡Y John Gordon ha estado aquí! ¡Te vio!
¡Sí!
Se me acercó con un movimiento rápido y flexible.
¡Debes fingir que eres otro hombre! Escucha, mientras lo hagas, no debes dejar que Gordon te vea nunca. ¡Te reconocería, sin importar cuál fuese tu disfraz! ¡Es un hombre terrible!
No entiendo —dije, completamente desorientado—. ¿Cómo me liberó el Amo de mi adicción al opio? ¿Quién es ese Gordon y por qué vino aquí? ¿Por qué se disfraza el Amo de leproso..., y quién es? Por encima de todo, ¿por qué voy a fingir que soy un hombre al que jamás he visto y del que nunca oí hablar?
No puedo..., ¡no me atrevo a decírtelo! —musitó, palideciendo—. Yo...
En algún lugar de la mansión resonaron las quedas tonalidades de un gong chino. La muchacha se sobresaltó como una gacela asustada.
¡Debo irme! ¡Él me llama!
Abrió la puerta y la cruzó a toda prisa, deteniéndose un instante para electrizarme con una apasionada exclamación:
¡Oh, sahib, ten cuidado, ten mucho cuidado! Y se fue.
 
7. EL HOMBRE DE LA CALAVERA
¿Cuál es el martillo? ¿cuál la cadena?
¿En qué horno se hallaba tu mente?
¿Cuál es el yunque?
¿Qué presa horrible Osa encerrar sus mortíferos terrores?
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Después de que mi bella y misteriosa visitante se hubiese marchado, me quedé sentado, pensando. Creí que, al menos, había dado con la explicación de una parte del enigma. Esta es la conclusión a que llegué: Yun Shatu, el señor del opio, era sencillamente el agente o el servidor de alguna organización o individuo que trabajaba a una escala mucho más importante, y cuya misión iba más allá de aprovisionar de droga a los adictos en el Templo de los Sueños. Ese hombre, u hombres, precisaban colaboradores en todos los medios; en otras palabras, me estaban introduciendo en un grupo de contrabandistas de opio que operaba a gran escala. Gordon, sin duda, se hallaba investigando el caso y su presencia en solitario probaba que no era un caso corriente, pues sabía que
ocupaba una elevada posición en el gobierno británico, aunque ignoraba cuál era exactamente.
Con opio o sin él, decidí cumplir mis obligaciones con el Amo. Mi sentido de la moral se había embotado un tanto en los oscuros senderos que había recorrido, y la idea de que me envolvía en un crimen despreciable no se me ocurrió. En realidad, me sentí más animado. Aún más, la simple deuda de gratitud se incrementó mil veces a causa de la muchacha. Al Amo le debía el que fuese capaz de sostenerme en pie y mirar en sus límpidos ojos como debe hacerlo un hombre. Así pues, si deseaba mis servicios como contrabandista de droga, los tendría. Sin duda, iba a fingir que era algún hombre de tan alta consideración para el gobierno que las acciones normales de los oficiales de aduanas serían consideradas innecesarias; ¿acaso iba a introducir en Inglaterra alguna rara sustancia alucinógena?
Esas eran las ideas que había en mi mente cuando descendí las escaleras, pero detrás de ellas flotaban otras suposiciones más atractivas... ¿Cuál era la razón de la presencia de la muchacha en este sucio antro, una rosa en un montón de basura, y quién era?
Cuando entraba en el bar apareció Hassim, el ceño fruncido en una oscura mueca de ira y, eso creí, miedo. Llevaba un periódico doblado en la mano.
Te dije que esperaras en la sala del opio —gruñó.
Estuviste tanto tiempo fuera que me fui a mi cuarto. ¿Tienes el pasaje?
Se limitó a emitir un gruñido y me apartó de un empujón entrando en la sala del opio y yo, de pie en el umbral, le vi cruzar la estancia y desaparecer en el cuarto trasero. Allí me quedé, cada vez más sorprendido, pues cuando Hassim me había empujado pude percibir que en el periódico había un artículo, justo debajo de su negro pulgar, el cual apretaba con fuerza como queriendo destacar en particular esa columna de noticias.
Y con la antinatural celeridad de acción y juicio que parecían pertenecerme esos días, en ese fugaz instante leí:
¡Comisionado Especial Africano Hallado Muerto! El cuerpo del mayor Fairlan Morley fue descubierto ayer en la bodega de un barco abandonado en Burdeos...
No leí más detalles, ¡tenía suficiente para tener qué pensar! El asunto parecía estar cobrando un feo cariz. Pero...
Pasó otro día. A mis preguntas, Hassim respondió, a regañadientes, que los planes habían sido cambiados y que no iría a Francia. Luego, un poco más avanzada la tarde, me indicó que fuese una vez más a la recámara del misterio.
Permanecí ante el biombo de laca, sintiendo el escozor del humo amarillento en mis fosas nasales, con los dragones bordados retorciéndose en los tapices, las palmeras formando una masa impenetrable y opresiva.
Nuestros planes han sufrido un cambio —dijo la voz oculta—. No zarparás como se había decidido antes. Pero tengo otro trabajo que puedes realizar. Puede que éste vaya más con tus capacidades, pues admito que me has defraudado un tanto en cuanto a tu sutileza. El día anterior interferiste de un modo tal que sin duda me causará grandes inconvenientes en el futuro.
No dije nada, pero sentí cierto resentimiento en mi fuero interno.
Incluso después de hablar con uno de mis servidores de más confianza —prosiguió monótonamente la voz, sin señal alguna de emoción excepto una leve subida de volumen—, persististe en dejar libre a mi más mortal enemigo. Sé más circunspecto en el futuro.
¡Te salvé la vida! —dije, irritado.
Y sólo por esa razón paso por alto tu error..., ¡esta vez! Una lenta furia nació en mi interior.
¡Esta vez! Aprovéchala bien, pues te aseguro que no habrá otra. Mi deuda contigo es mayor de lo que puedo esperar llegar a pagar nunca, pero eso no me convierte en esclavo tuyo. Te he salvado la vida..., la deuda está todo lo saldada que le es posible a un hombre. ¡Sigue tu camino y yo seguiré el mío!
Una risa ronca y horrible me respondió, semejante al siseo de un reptil.
¡Estúpido! ¡Me pagarás con el trabajo de tu vida entera! ¿Dices que no eres mi esclavo? Yo digo que sí lo eres..., al igual que Hassim, el negro que está junto a ti..., al igual que lo es esa muchacha, Zuleika, que te ha embrujado con su belleza.
Esas palabras hicieron que una ola de sangre ardiente invadiese mi cerebro y fui consciente de que, durante un segundo, un mar de furia apagó por completo mi cordura. Al igual que todos mis humores y sensaciones parecían haberse aguzado y exagerado esos días, del mismo modo ese ataque de ira superó todos los momentos de furia que había padecido antes.
¡Diablos del infierno! —aullé—. ¡Tú, demonio!..., ¿quién eres y qué poder tienes sobre mí? ¡Te veré, o moriré!
Hassim se lanzó sobre mí pero yo le arrojé hacia atrás y de una sola zancada llegué hasta el biombo y, con un esfuerzo increíble, lo aparté a un lado. Y entonces retrocedí, las manos tendidas, chillando. Ante mí
se alzaba una figura alta y flaca, una figura grotescamente ataviada con un traje de seda bordada que le llegaba hasta el suelo.
De las mangas del traje surgían unas manos que me llenaron de pavor..., manos largas, como las de un animal de presa, con dedos flacos y huesudos, las uñas curvadas como garras..., con la piel arrugada como un pergamino amarillento, como las manos de un nombre que llevase muerto mucho tiempo.
Las manos..., pero, ¡oh, Dios, la cara! Una calavera en la que no parecía haber vestigio alguno de carne pero a la que recubría una piel tirante de un color entre amarillo y marrón, haciendo resaltar todos los detalles de esa terrible faz muerta. La frente era alta y, en cierto modo, resultaba magnífica, pero la cabeza tenía los pómulos curiosamente estrechos, y bajo unas cejas arqueadas destellaban ojos tan grandes como charcos de fuego amarillo. La nariz tenía el puente alto y muy delgado; la boca era una simple hendidura incolora entre unos labios crueles y delgados. Un cuello largo y huesudo sostenía la espantosa imagen y completaba el efecto de un demonio con forma de reptil surgido de algún infierno medieval.
¡Me hallaba cara a cara con el hombre de mis sueños, el rostro de calavera!
 
8. SABER OSCURO
 
El terrible espectáculo apartó por un instante de mi mente toda idea de rebelión. Se me heló la sangre en las venas y permanecí inmóvil. Oí que, detrás de mí, Hassim lanzaba una carcajada maligna. Los ojos del rostro cadavérico ardían como los de un demonio clavados en mí y, ante la satánica furia concentrada en ellos, me sentí desfallecer. Entonces el horror emitió una risa sibilante.
Te hago un gran horror, señor Costigan; muy pocos, incluso entre mis sirvientes, pueden decir, como tú, que han visto mi rostro y que siguen vivos. Creo que me serás más útil vivo que muerto.
Seguí callado, completamente vencido. Era difícil creer que aquel hombre estuviese vivo, pues su aspecto desmentía del todo esa idea. Tenía una espantosa semejanza a una momia. Pero cuando hablaba, sus labios se movían y en sus ojos ardía una vida horrenda.
Harás lo que digo —habló abruptamente, y su voz había cobrado un tono imperioso—. Sin duda, conocerás o habrás oído hablar de sir Haldred Frentón.
Sí.
Todo hombre culto de Europa y América estaba familiarizado con los libros de viajes de sir Haldred Frentón, escritor y aventurero.
Esta noche irás a la residencia de sir Haldred...
¿Sí?
¡ y le matarás!
Me tambaleé. Esta orden era increíble... ¡indecible! Había caído lo bastante bajo como para traficar con opio, ¡pero asesinar deliberadamente a un hombre al que no había visto jamás, un hombre famoso por sus buenas acciones! Eso era demasiado monstruoso como para ni tan siquiera pensarlo.
¿No te niegas?
El tono era tan abominable y burlón como lo era el silbido de una serpiente.
¿Negarme? —grité, recobrando al fin mi voz—. ¿Negarme? ¡Demonio encarnado! ¡Por supuesto que me niego! Tú...
Algo en la gélida seguridad de sus maneras me detuvo...; me callé, lleno de aprensión.
¡Estúpido! —dijo tranquilamente—. Rompí las cadenas del opio... ¿sabes cómo? ¡Dentro de cuatro minutos lo sabrás y maldecirás el día en que naciste! ¿No has pensado acaso en cuan extraña es la celeridad de tu cerebro, la resistencia de tu cuerpo..., un cerebro que debería ser lento y torpe, un cuerpo que debería hallarse débil y enfermo tras años de excesos? Ese golpe que derribó a John Gordon..., ¿no te has interrogado acerca de su potencia? La facilidad con que llegaste a dominar los documentos del mayor Morley... ¿no te has hecho preguntas sobre ella? ¡Estúpido, estás atado a mí por cadenas de acero, sangre y fuego! Te he mantenido vivo y cuerdo..., yo, sólo yo. Cada día se te ha dado el elixir vital en el vino que bebías. No podías vivir y mantenerte cuerdo sin él. ¡Y yo, solamente yo, conozco su secreto!
Miró un extraño reloj que había sobre una mesa junto a su codo.
Esta vez he hecho que Yun Shatu no añadiese el elixir... preveía la rebelión. La hora se acerca... ¡ah, ya ha llegado!
Dijo algo más, pero no lo oí. No veía, ni sentía en el sentido humano de la palabra. Me retorcía a sus pies, gritando y sollozando en las llamas de infiernos tales como los hombres jamás han soñado.
¡Sí, ahora sabía! Sencillamente, me había dado una droga de una fortaleza tan superior que había sumergido al opio. Mi antinatural capacidad se explicaba ahora..., había estado actuando sencillamente bajo el estímulo de algo que combinaba en su acción estimulante todos los infiernos, algo parecido a la heroína pero de efectos inadvertidos para la víctima. No tengo ni idea de lo que era, ni creo que lo supiese nadie salvo ese ser infernal que permanecía inmóvil contemplándome con
cruel diversión. Pero la droga había sostenido mi cerebro, infiltrando en mi constitución la necesidad de tenerla y, ahora, mi espantoso anhelo me desgarraba el alma.
Nunca, ni en los peores momentos de los cañoneos o del ansia de opio, experimenté nada parecido. Ardí con el calor de mil infiernos y me helé con un frío que ningún hielo podía igualar. Bajé arrastrándome hasta los más hondos pozos del tormento y ascendí hasta las torturas más encumbradas..., un millón de demonios aullantes me rodeaban, gritando y acuchillándome. Hueso a hueso, vena a vena, célula a célula, sentí desintegrarse mi cuerpo y esparcirse en átomos ensangrentados por todo el universo..., y cada célula por separado era todo un sistema de nervios que se estremecían y gritaban. Y desde los más apartados vacíos volvieron a reunirse para que el tormento fuese mayor.
A través de las ardientes nieblas ensangrentadas oí gritar a mi propia voz, un monótono gimoteo. Luego, con los ojos desorbitados, vi una copa dorada, sostenida por una mano semejante a una garra, entrar en mi campo de visión..., una copa llena de un líquido ambarino.
Con un alarido bestial, la cogí con ambas manos, apenas consciente de que el metal del recipiente cedía bajo mis dedos, y me la llevé a los labios. Bebí con frenética premura, y el líquido cayó sobre mi pecho.
 
9. KATHULOS DE EGIPTO
Tres veces más larga será tu noche
Y el Cielo será como un manto de hierro.
chesterton
 
El ser al que llamé Rostro de Calavera permanecía inmóvil observándome mientras yo, sentado en un diván, jadeaba, totalmente agotado. Sostenía en su mano la copa y examinaba el metal dorado, aplastado hasta perder la forma. Tal había sido la obra de mis dedos enloquecidos en el momento de beber.
Una fuerza sobrehumana, incluso para un hombre en tu estado —dijo con una especie de seca pedantería—. Dudo que ni tan siquiera Hassim pudiese igualarte. ¿Estás listo ahora para tus instrucciones?
Asentí sin mediar palabra. Ya el poder infernal del elixir fluía por mis venas, renovando mis consumidas fuerzas. Me pregunté durante cuánto tiempo podría vivir un hombre que, como yo, era quemado y reconstruido constantemente.
Se te entregará un disfraz e irás solo hasta la residencia de Frentón. Nadie sospecha que se trame algo contra sir Haldred y tu entrada en el terreno y en la misma casa deberían ser algo relativamente fácil. No te pondrás el disfraz, que es de naturaleza muy singular, hasta que estés listo para entrar en los terrenos. Entonces te dirigirás hasta la habitación de sir Haldred y le matarás, rompiéndole el cuello sólo con las manos..., esto es esencial...
La voz prosiguió, semejante a un zumbido, impartiendo sus espantosas órdenes en un tono horriblemente despreocupado. Un frío sudor me perlaba la frente.
Abandonarás entonces la residencia, cuidando de haber dejado la huella de tu mano en algún lugar bien visible, y el automóvil, que te estará esperando en algún sitio seguro de las cercanías, te volverá a traer hasta aquí, habiéndote despojado primero del disfraz. En caso de complicaciones posteriores, dispongo de bastantes hombres que jurarán que pasaste toda la noche en el Templo de los Sueños sin abandonarlo nunca. ¡Pero no deben verte! Sé precavido y ejecuta con seguridad tu tarea, pues ya conoces la alternativa.
No volví a la casa del opio sino que fui conducido a través de enrevesados corredores, adornados con gruesos tapices, hasta un pequeño cuarto que no contenía más que un diván estilo oriental. Hassim me hizo entender que debía quedarme allí hasta después del anochecer y luego me abandonó. La puerta se cerró pero yo no hice esfuerzo alguno por descubrir si la habían cerrado con llave. El Amo del Rostro de Calavera me tenía sujeto con algo más que pestillos y cerrojos.
Sentado en el diván, en el extraño decorado de una recámara que bien podría haber sido una estancia de una zena india, me enfrenté a los hechos y libré mi combate. Aún quedaban en mí rastros de hombría..., más de los que el demonio había supuesto y, añadido a esto, había la desesperanza y la más negra furia. Hice mi elección y decidí el único curso de acción que me parecía posible.
De pronto la puerta se abrió lentamente. La intuición me dijo a quien debía esperar, y no fui contrariado. Zuleika, una visión magnífica, se hallaba ante mí..., una visión que se burlaba de mí, hecha aún más negra por mi desesperación y que, sin embargo, me llenaba de una loca alegría y un salvaje deseo.
Traía una bandeja de comida que puso a mi lado, sentándose luego sobre el diván, sus grandes ojos clavados en mi rostro. Era como una flor en una madriguera de serpientes, y su belleza se había adueñado de mi corazón.
¡Stephen! —musitó y, al pronunciar por primera vez mi nombre, sentí que me dominaba la emoción.
De pronto, las lágrimas hicieron brillar sus luminosos ojos y puso su manecita en mi brazo. Yo la tomé con mis toscas manazos.
¡Te han dado una tarea que temes y aborreces! —dijo, medio desfallecida.
Sí —dije, conteniendo los deseos de reír—, ¡pero aún lograré engañarles! Zuleika, dime..., ¿qué significa todo esto? Ella lanzó una mirada temerosa a lo que la rodeaba.
No lo sé todo —vaciló—, los apuros en que te hallas son todos culpa mía pero yo..., había esperado..., Stephen, te he observado cada una de las veces que acudiste a la casa de Yun Shatu, durante meses. No me viste, pero yo sí te vi y vi en ti, no al roto desecho que proclamaban tus harapos, sino a un alma herida, un alma que había sido golpeada terriblemente contra los escollos de la vida. Y desde lo más hondo de mi corazón me compadecí de ti. Entonces, cuando Hassim te maltrató ese día... —De nuevo las lágrimas afluyeron a sus ojos—. No pude soportarlo y yo sabía cómo sufrías por la falta del opio. Así que le pagué a Yun Shatu, y acudí al Amo y yo..., yo..., ¡oh, me odiarás por esto! —estalló en sollozos.
No..., no..., jamás.
Le dije que eras un hombre que podría ser útil para él y le supliqué que hiciese que Yun Shatu te aprovisionase de lo que necesitabas. Ya se había percatado de ti, ¡pues tiene el ojo aguzado del mercader de esclavos, y el mundo entero es su mercado! Por lo tanto, hizo que Yun Shatu actuase como yo pedía; y ahora..., sería mejor que hubieses seguido igual, amigo mío.
¡No, no! —exclamé—. ¡He conocido unos días de regeneración, aunque fuese falsa! ¡Me he hallado ante ti como un hombre, y eso vale por todo lo demás!
Y todo lo que sentía por ella debió asomar en mis ojos, pues ella bajó la vista y se ruborizó. No me preguntéis cómo llega a enamorarse un hombre; pero yo supe que amaba a Zuleika..., había amado a esa misteriosa muchacha oriental desde que la vi por primera vez..., y, de un modo extraño, supe que ella, en cierta medida, correspondía a mi afecto. El darme cuenta de ello hizo más negro y desolado el camino que había elegido; pero, dado que el amor puro hace siempre más fuerte al hombre, preparó mi ánimo para lo que debía hacer.
Zuleika —dije, hablando con premura—, el tiempo vuela y hay cosas que debo saber. Dime, ¿quién eres y por qué permaneces en esta madriguera del Hades?
Soy Zuleika..., eso es todo cuanto sé. Soy circasiana por sangre y nacimiento. Cuando era muy pequeña me capturaron en una incursión turca y crecí en un harén de Estambul. Cuando era aún demasiado joven para casarme, mi amo me entregó como presente a..., a ÉL.
  —¿Y quién es él? ¿El hombre del Rostro de Calavera?
— —Es Kathulos de Egipto..., eso es todo lo que sé. Mi amo.
¿Un egipcio? Entonces, ¿qué está haciendo en Londres? ¿Por qué todo este misterio?
Se retorció las manos con nerviosismo.
Stephen, por favor, habla más bajo; siempre hay alguien escuchando, en cualquier lugar. No sé quién es el Amo, ni la razón de que se halle aquí o de sus acciones. ¡Lo juro por Alá! Si lo supiese te lo diría. A veces hombres de aspecto distinguido acuden a la sala donde el Amo les recibe, no aquella donde le viste, y él me hace danzar ante ellos y luego he de cortejarles un poco. Y siempre debo repetir exactamente lo que me digan. Eso es lo que debo hacer siempre..., en Turquía, en los Estados Bárbaros, en Egipto, en Francia y en Inglaterra. El Amo me enseñó francés e inglés y él mismo me educó de muchos modos. Es el mayor hechicero de todo el mundo y conoce toda la magia antigua, y lo sabe todo.
Zuleika —dije—, pronto todo habrá acabado para mí, pero debes dejar que te saque de esto... ¡Ven conmigo y te juro que te alejaré de este demonio!
Ella se estremeció y escondió la cara.
¡No, no, no puedo!
Zuleika —le pregunté con dulzura—, ¿qué poder tiene sobre ti, pequeña..., también la droga?
¡No, no! —gimoteó—. No lo sé..., no lo sé..., pero no puedo... ¡Jamás podré huir de él!
Permanecí sentado, atónito, unos instantes; luego le pregunté:
Zuleika, ¿dónde nos hallamos ahora?
Este edificio es un almacén abandonado en la parte trasera del Templo del Silencio.
Eso había pensado. ¿Qué hay en los cofres del túnel?
No lo sé. —De pronto, empezó a llorar quedamente—. También tú, un esclavo, como yo..., tú que eres tan bueno y fuerte..., ¡oh, Stephen, no puedo soportarlo!
Sonreí.
Acércate un poco, Zuleika, y te contaré cómo pienso engañar a Kathulos.
Ella miró con extrema aprensión hacia la puerta.
Habla bajo. Me tenderé en tus brazos y, mientras finges acariciarme, me dirás lo que quieras al oído.
Se deslizó en mis brazos y allí, en aquel diván adornado con dragones de aquella mansión del horror, conocí por primera vez toda la gloria de tener la esbelta figura de Zuleika cobijada entre mis brazos, y la suave mejilla de Zuleika apretada contra mi pecho. Su fragancia llenaba mi olfato, su cabellera me rozaba los ojos y todos mis sentidos vacilaban; entonces, con los labios escondidos por su sedoso cabello le hablé en un susurro apremiante:
Primero iré a avisar a sir Haldred Frentón... Luego iré a buscar a John Gordon y le hablaré de esta madriguera. Traeré a la policía hasta aquí, tú debes mantenerte en guardia y estar lista para esconderte de Él..., hasta que podamos entrar a la fuerza y matarle o capturarle. Entonces, serás libre.
Pero, ¿y tú? —dijo en un jadeo, palideciendo—. Necesitas el elixir, y sólo él...
Tengo un modo de vencerle, pequeña —respondí. Su rostro se tornó increíblemente blanco y su intuición femenina llegó de un salto a la conclusión correcta.
¡Vas a matarte!
Y por mucho que me dolió ver lo que sentía, también sentí una dolorosa alegría al ver que era por mi causa. Sus brazos me rodearon con más fuerza el cuello.
¡No lo hagas, Stephen! —me suplicó—. Es mejor vivir, incluso...
No, a ese precio no. Es mejor terminar de modo limpio mientras me quede valor suficiente para hacerlo.
Durante un instante me miró, presa de un torbellino de emociones; luego, apretando de pronto sus rojos labios contra los míos, se puso en pie de un salto y abandonó a toda prisa la habitación. ¡Qué extraños son los caminos del amor! Dos barcos embarrancados en las costas de la vida, nos habíamos acercado inexorablemente el uno al otro y, aunque entre nosotros no se había cruzado palabra alguna de amor, conocíamos lo que sentía el corazón del otro... A través de la mugre y los harapos, a través de las señales que marcan al esclavo, cada uno conocía el corazón del otro y desde el primer instante nos amamos de un modo tan puro y natural como había sido dispuesto desde los inicios del Tiempo.
Este era para mí, ahora, el principio y el fin de la vida, pues tan pronto como hubiese completado mi tarea, apenas sintiese de nuevo los tormentos de mi maldición, el amor y la vida, la belleza y el tormento serían borrados a la vez de modo terrible y definitivo por una bala de pistola que haría pedazos mi cerebro antes de que se pudriese. Mejor una muerta limpia que...
La puerta se abrió de nuevo, dejando entrar a Yussef Alí.
Ha llegado la hora de partir —dijo lacónicamente—. Levántate y sígueme.
Por supuesto, no tenía ni idea de la hora. No había ventana alguna en el cuarto que yo ocupaba..., no había visto ninguna ventana, en realidad. Los cuartos estaban iluminados por bujías colgadas de incensarios en el techo. Cuando me puse en pie, el joven y delgado moro me lanzó de soslayo una mirada siniestra.
Que esto quede entre tú y yo —dijo, sibilante—. Servimos al mismo Amo..., pero este asunto es puramente nuestro. Mantente a distancia de Zuleika..., el Amo me la ha prometido cuando lleguen los días del imperio.
Mis ojos se estrecharon hasta convertirse en rendijas clavadas en el iracundo y apuesto rostro del oriental, y en mi interior nació un odio como pocas veces he conocido. Mis dedos se abrieron y cerraron involuntariamente, y el moro, notándolo, dio un paso atrás, la mano en el cinturón.
Ahora no..., ambos tenemos trabajo...; luego, quizá. —Añadió, en una repentina explosión de odio—: ¡Cerdo! ¡Hombre-mono! ¡Cuando el Amo haya terminado contigo saciaré mi daga en tu corazón!
Reí secamente.
Hazlo pronto, serpiente del desierto, o te romperé la espalda con las manos.



 
10. LA CASA OSCURA
¡Contra todos los grilletes y los Infiernos del hombre
Yo solo, al fin, sin ayuda... me rebelo!
          mundy
 
Seguí a Yussef Alí a lo largo de los corredores serpenteantes, por los peldaños (Kathulos no se hallaba en la sala del ídolo) y a lo largo del túnel, luego a través de las estancias del Templo de los Sueños y al exterior, a la calle, donde los faroles brillaban lúgubremente a través de la niebla y una leve llovizna. Más allá había un automóvil, con las cortinillas corridas.
Ese es tu coche —dijo Hassim, que se había unido a nosotros—. Cruza con naturalidad. No actúes de modo sospechoso, puede que estén vigilando el lugar. El conductor ya sabe lo que debe hacer.
Después, él y Yussef Alí volvieron a entrar en el bar y yo di un paso hacia la calzada.
¡Stephen!
¡Una voz que me hizo saltar de emoción el corazón pronunció mi
nombre! Una blanca mano me hizo señas desde las sombras de un portal. Me acerqué rápidamente.
¡Zuleika!
¡Shhh!
Me cogió del brazo, dejándome algo en la mano; distinguí confusamente un frasquito de oro.
¡Escóndelo, aprisa! —me susurró, ansiosa—. No regreses, vete y escóndete. Está lleno de elixir..., intentaré conseguirte un poco más antes de que se acabe éste. Debes hallar un modo de comunicar conmigo.
Sí pero, ¿cómo conseguiste esto? —pregunté asombrado.
¡Se lo robé al Amo! Ahora, por favor, debo irme antes de que me eche de menos.
Y de un salto volvió al portal, desapareciendo. Permanecí allí, indeciso. Estaba seguro de que, como mínimo, había arriesgado su vida para hacer esto y me desgarraba el miedo de pensar lo que podría hacerle Kathulos si descubría el robo. Pero volver a la mansión del misterio sería, ciertamente, provocar las sospechas, y quizá me fuese posible llevar a cabo mi plan y devolver el golpe antes de que El del Rostro de Calavera se enterase del engaño de su esclavo.
Así pues, crucé la calle hasta donde me esperaba el automóvil. El conductor era un negro al que no había visto antes, un hombre delgado de talla media. Le contemplé con firmeza, preguntándome si había visto algo. No pareció haberse enterado de nada y decidí que, incluso si me había visto retroceder entre las sombras, no podía haber visto lo sucedido en ellas ni haber sido capaz de reconocer a la muchacha.
Se limitó a dirigirme una seña de asentimiento mientras yo me instalaba en el asiento trasero y un momento después cruzábamos las calles desiertas y llenas de niebla. Supuse que el fardo que había a mi lado era el disfraz mencionado por el egipcio.
Recordar de nuevo las sensaciones que experimenté mientras rodábamos a través de la noche, oscura y lluviosa, sería imposible. Me sentí como si estuviese ya muerto y las calles desiertas y tristes que me rodeaban fuesen los senderos de la muerte por los que mi fantasma había sido condenado a vagar eternamente. Había en mi corazón una alegría torturante y un lúgubre desespero..., aquel del hombre condenado. No era que la muerte en sí me repeliese, ya que demasiadas veces muere la víctima de la droga como para rehuir la última...; pero era duro desaparecer justo cuando el amor había entrado en mi estéril vida. Y aún era joven.
Una sonrisa sardónica cruzó por mis labios... También los hombres que murieron a mi lado, en la Tierra de Nadie, eran jóvenes. Me subí la manga y apreté los puños, tensando los músculos. No había ningún peso superfluo en mi constitución, y bastante carne había desaparecido, pero los grandes bíceps seguían abultando como nudos de hierro, pareciendo indicar una fuerza enorme. Pero yo sabía que mi fortaleza era falsa, que en realidad yo no era sino la cáscara rota de un hombre, animada sólo por el fuego artificial del elixir, sin el cual hasta una frágil muchacha podría derribarme.
El automóvil se detuvo entre unos árboles. Nos hallábamos en los aledaños de un barrio muy distinguido y sería algo más de medianoche. A través de los árboles vi una gran casa que recortaba su negra figura contra los resplandores lejanos del Londres nocturno.
Espero aquí —dijo el negro—. Nadie puede ver el automóvil desde la carretera o la casa.
Sosteniendo una cerilla de modo que su luz no pudiese ser detectada desde fuera del coche, examiné el «disfraz» y me costó bastante contener una risa histérica. ¡El disfraz era la piel entera de un gorila! Poniéndomela debajo del brazo me dirigí hacia el muro que rodeaba la residencia de Frentón. Unos cuantos pasos y los árboles donde se ocultaba el negro con el coche se confundieron en una masa oscura. No creí que pudiese verme pero, para más seguridad, no me encaminé hacia la gran puerta de hierro delantera sino hacia el muro lateral, donde no había puerta. No había luz alguna en la casa. Sir Haldred estaba soltero y yo estaba seguro de que toda la servidumbre hacía ya rato que dormían. Escalé el muro con facilidad y me deslicé por el oscuro jardín hasta una puerta lateral, llevando aún el grotesco «disfraz» bajo el brazo. La puerta estaba cerrada, tal y como había previsto, y yo no deseaba despertar a nadie hasta hallarme seguro en el interior de la casa, donde el ruido de las voces no llegaría a oídos del que me había seguido, si es que alguien lo había hecho. Cogí el pomo con las dos manos y, ejerciendo lentamente la fuerza inhumana que poseía, empecé a retorcerlo. El eje giró entre mis manos y el cerrojo interior se quebró de pronto, con un ruido que resonó en el silencio como un cañonazo. Un instante más y ya estaba en el interior, cerrando la puerta a mis espaldas.
Di un solo paso en la dirección en que creía estaba la escalera, entre las tinieblas, y luego me detuve cuando el haz de una linterna me dio de lleno en el rostro. Al lado del haz luminoso distinguí el destello del cañón de una pistola. Más allá flotaba un rostro delgado, entre las sombras.
¡Quédese donde está y levante las manos!
Así lo hice, dejando caer el fardo al suelo. Había oído esa voz solamente una vez pero la reconocí... Supe, al instante, que el hombre que sostenía la linterna era John Gordon.
¿Cuántos le acompañan? Su voz era seca e imperiosa.
Estoy solo —respondí—. Lléveme a un cuarto desde donde no puedan ver luz en el exterior y le contaré algunas cosas que desea saber.
Permaneció callado; luego, indicándome con una seña que recogiese el bulto que había dejado caer, se apartó y, con otro gesto, me hizo seguirle hasta la siguiente habitación. Allí me dirigió hacia una escalera y, una vez arriba, abrió una puerta y encendió la luz.
Estábamos en un cuarto con las cortinas corridas. Durante todo el trayecto Gordon no había bajado la guardia y ahora permanecía inmóvil, apuntándome aún con su revólver. Vestido con ropas convencionales, resultaba un hombre alto, delgado pero de constitución poderosa, más alto que yo pero no tan corpulento, con los ojos color gris acerado y rasgos bien perfilados. Algo en aquel hombre me atraía, aunque percibí el morado en su mandíbula, allí donde mi puño le había golpeado en nuestro último encuentro.
No puedo creer —dijo, con tono resuelto—, que esta aparente torpeza y falta de tacto sean reales. Sin duda, tiene usted sus razones para desear que me halle ahora en una habitación cerrada, pero sir Haldred está suficientemente protegido incluso en estos momentos. Quédese quieto.
Con el cañón del arma en mi pecho, me registró la ropa en busca de armas ocultas, pareciendo ligeramente sorprendido al no hallar ninguna.
Con todo —musitó para sí mismo—, un hombre capaz de romper una cerradura de hierro con las manos desnudas, mal precisa armas.
Está malgastando un tiempo precioso —dije, impaciente—. Fui enviado aquí esta noche para matar a sir Haldred Frentón.
¿Quién le envió? —la pregunta fue como un disparo.
El hombre que suele disfrazarse de leproso. Asintió, un vago brillo en sus ojos centelleantes.
Entonces, mis sospechas eran correctas.
Sin duda.  Escúcheme con atención...  ¿Desea la muerte o el arresto de ese hombre? Gordon rió secamente.
Mi respuesta sería superflua para alguien que lleva en la mano la marca del escorpión.
Entonces, siga mis indicaciones y sus deseos se cumplirán. Sus ojos se entrecerraron, llenos de sospecha.
Así que éste era el significado de esa entrada sin disimulo y sin resistencia —dijo lentamente—. ¿Acaso la droga que le dilata las pupilas le trastorna también la mente, como para creer que puede tenderme una emboscada?
Me apreté las sienes con las manos. El tiempo corría y cada momento era precioso... ¿Cómo podía convencer de mi honestidad a este hombre?
Escuche; me llamo Stephen Costigan, de América. Frecuenté el tugurio de Yun Shatu y fui adicto al opio, como habrá supuesto, sólo que ahora soy esclavo de una droga más fuerte. A causa de tal esclavitud, el hombre que usted conoce como un falso leproso y a quien Yun Shatu y sus amigos llaman «Amo», adquirió dominio sobre mí y me mandó aquí para matar a sir Haldred..., la razón, sólo Dios la conoce. Pero he conseguido hacerme con cierta cantidad de esa droga que necesito para vivir, y temo y odio al Amo. ¡Escúcheme y le juro por todo lo santo y lo blasfemo que antes de que salga el sol el falso leproso estará en su poder!
Pude ver que, a pesar suyo, Gordon estaba impresionado.
¡Hable, rápido! —dijo secamente.
Con todo, podía notar aún su incredulidad y un sentimiento de inutilidad me invadió.
Si no va a ayudarme —dije—, déjeme marchar y, como sea, hallaré un modo de llegar hasta el Amo y matarle. Me queda poco tiempo..., tengo las horas contadas y aún he de cumplir mi venganza.
Déjeme oír su plan, y hable deprisa —respondió Gordon.
Es bastante sencillo. Volveré al cubil del Amo y le diré que he hecho lo que me había encargado. Usted debe seguirme de cerca con sus hombres y mientras que yo mantengo ocupado el Amo con esa conversación, rodee la casa. Luego, a mi señal, irrumpa en ella, mátelo o cójalo prisionero.
Gordon frunció el ceño.
¿Dónde se halla esa casa?
El almacén de la parte trasera de Yun Shatu ha sido convertido en un auténtico palacio oriental.
¡El almacén! —exclamó—. ¿Cómo es posible? En un primer momento pensé en eso, pero lo hice examinar cuidadosamente desde el exterior. Las ventanas están tapiadas y las arañas han tejido sus telarañas en ellas. Las puertas están condenadas con clavos por fuera y los sellos que indican que el almacén está abandonado como siempre no han sido forzados ni manipulados en modo alguno.
Entraron por un túnel —contesté yo—. El Templo de los Sueños está directamente conectado con el almacén.
He cruzado la calle que hay entre los dos edificios —dijo Gordon—, y las puertas del almacén que dan a ella están, como ya he dicho, selladas con clavos desde el exterior, igual que las dejaron los propietarios. Aparentemente, no hay salida trasera de ninguna clase desde el Templo de los Sueños.
Un túnel conecta los edificios, con una puerta en el cuarto trasero de Yun Shatu y la otra en la sala del ídolo del almacén.
He estado en el cuarto trasero de Yun Shatu y no hallé tal puerta.
La mesa está colocada encima. ¿Se fijó en la gran mesa en el centro del cuarto? Si la hubiese hecho girar, la puerta secreta se habría abierto en el suelo. Ahora, veamos mi plan: yo entraré en el Templo de los Sueños y me enfrentaré al Amo en la sala del ídolo. Usted tendrá hombres secretamente apostados delante del almacén y en la otra calle, delante del Templo de los Sueños. El edificio de Yun Shatu, como sabe, está enfrente del muelle, en tanto que el almacén, encarado en dirección opuesta, da a una callejuela que corre paralela al río. A mi señal, deje que los hombres de la calle irrumpan en la parte delantera del almacén, en tanto que, simultáneamente, los que se hallan delante de Yun Shatu deben invadir el Templo de los Sueños. Que se dirijan hacia el cuarto trasero, disparando sin piedad a cualquiera que intente detenerlos y, una vez allí, que abran la puerta secreta como le he explicado. No habiendo, por lo que yo sé, otra salida en el cubil del Amo, él y sus servidores intentarán huir, forzosamente, por el túnel. Así, les cerraremos las dos únicas salidas.
Gordon meditó esto en tanto que yo estudiaba su rostro conteniendo el aliento.
Puede ser una trampa —murmuró—, o un intento de alejarme de sir Haldred, pero...
Contuve la respiración.
Soy jugador por naturaleza —dijo lentamente—. Voy a seguir lo que ustedes, los americanos, llaman un palpito... ¡Pero, si me está mintiendo, que Dios le ayude!
De un salto me puse en pie.
¡Gracias a Dios! Ahora, écheme una mano con este disfraz, pues debo llevarlo cuando regrese al automóvil que me espera.
Entrecerró levemente los ojos mientras yo desplegaba el horrendo disfraz y me preparaba para ponérmelo.
Esto muestra, como siempre, el sello de la mano del amo. ¿Le instruyó, sin duda, para que dejase huellas de sus manos, embutidas en esos horrendos guantes?
Sí, aunque no tengo ni idea de la razón.
Creo que yo sí. El Amo es famoso por no dejar pistas auténticas que indiquen sus crímenes. Un gran simio huyó de un zoológico cercano esta tarde y eso me parece demasiado obvio como para deberse a
una simple cuestión del azar, dado este disfraz. Habrían acusado al mono de la muerte de sir Haldred.
No tuve dificultad en vestirme el disfraz y la ilusión de realidad así creada era tan perfecta que me arrancó un estremecimiento cuando me vi en el espejo.
Ahora son las dos —dijo Gordon—. Teniendo en cuenta el tiempo que tardará en volver a Limehouse y el que tardaré yo en dar las instrucciones a mis hombres, le prometo que a las cuatro y media la casa estará bien rodeada. Deme un poco de ventaja, espere aquí hasta que yo haya salido de la mansión, para que pueda llegar, al menos, al mismo tiempo que usted.
¡Bien! —Impulsivamente, le estreché la mano—. Habrá allí, sin duda, una muchacha que no está implicada en modo alguno con las maldades diabólicas del Amo, y es sólo una víctima de las circunstancias, como lo he sido yo. Trátela con gentileza.
Así se hará. ¿Qué señal debo aguardar?
No tengo posibilidad de hacerle ninguna señal y dudo mucho de que cualquier ruido dentro de la casa se pudiese oír en la calle. Que sus hombres entren al dar las cinco.
Me di la vuelta dispuesto a irme.
He entendido que le aguarda un hombre en un coche. ¿Es posible que sospeche algo?
Tengo un modo de descubrirlo y, si sospecha —repliqué con dureza—, volveré solo al Templo de los Sueños.
 



11. LAS CUATRO TREINTA Y CUATRO
 
Dudando, soñando cosas que
Jamás antes mortal alguno osó soñar.
 
La puerta se cerró silenciosamente a mis espaldas, el oscuro caserón más imponente que nunca. Crucé a la carrera el jardín, agazapado, una figura tan grotesca y espantosa que no tuve duda alguna de que si me veían sería tomado por un mono gigantesco y no por un hombre. ¡Tan hábilmente había sido concebido el plan del Amo!
Trepé el muro y me dejé caer al suelo, abriéndome paso a través de la oscuridad y la llovizna hasta el grupo de árboles que ocultaban el automóvil.
El conductor negro era visible en el asiento delantero. Yo jadeaba y traté, por todos los modos, de simular las reacciones de un hombre que acababa de cometer un asesinato a sangre fría y huye de la escena de su crimen.
¿No oyó nada, ningún ruido, algún grito? —siseé, cogiéndole del brazo.
Ningún ruido, salvo un leve choque cuando entró —me contestó él—. Hizo un buen trabajo, nadie que pasase por el camino podría haber sospechado nada.
¿Ha estado todo el tiempo en el coche? —pregunté.
Cuando me contestó que sí, le cogí del tobillo y pasé la mano por las suelas de su calzado; estaba perfectamente seco, al igual que la pernera del pantalón. Satisfecho, me instalé en el asiento trasero. Si hubiese pisado el suelo, el zapato y la tela mojados lo habrían delatado.
Le ordené que no pusiese en marcha el motor hasta que me hubiese quitado la piel de mono, y después nos lanzamos a través de la noche y yo empecé a ser presa de la duda y la incertidumbre. ¿Por qué iba Gordon a fiarse de la palabra de un extraño, un antiguo aliado del Amo? ¿No desdeñaría acaso mi historia como los delirios de un adicto enloquecido por la droga, o como una mentira destinada a llevarle a una trampa o a hacerle cometer un error? Y, con todo, si no me había creído, ¿por qué me había dejado ir?
No podía sino confiar en él. De cualquier modo, lo que Gordon hiciese o dejase de hacer no podía afectar demasiado a mi destino final, aunque Zuleika me hubiese aprovisionado de algo que no haría sino alargar el número de mis días. Mis pensamientos se centraron en ella y, más que mi esperanza de vengarme de Kathulos, era la esperanza de que Gordon fuese capaz de salvarla de la garras del demonio lo que me sostenía. De cualquier modo, pensé, si Gordon me fallaba, seguía contando con mis manos y, si podía aferrar con ellas el huesudo cuerpo del Rostro de Calavera...
De pronto, me hallé pensando en Yussef Alí y sus extrañas palabras, cuya importancia venían ahora a mi memoria, ¡El Amo me la ha prometido en los días del imperio!
Los días del imperio, ¿qué podía significar eso?
El automóvil frenó por fin ante el edificio que ocultaba el Templo del Silencio, ahora oscuro y callado. El viaje me había parecido interminable y, antes de bajar, miré hacia el reloj situado en el salpicadero del coche. El corazón me dio un salto, eran las cuatro y treinta y cuatro y, a menos que mis ojos me engañasen, vi un movimiento en las sombras al otro lado de la calle, fuera del alcance de los faroles. A estas horas de la noche sólo podía tener dos significados: algún esbirro del Amo aguardando mi regreso o, de lo contrario, Gordon había cumplido su palabra. El negro se marchó con el coche y yo abrí la puerta, crucé el abandonado bar y entré en la sala del opio. Los camastros y el suelo estaban sembrados de soñadores, pues lugares como éste no saben nada del día o de la noche tal y como los conocen la gente normal, pero todos yacían sumidos en el estupor.
Las luces, entre el humo y el silencio, destellaban como una neblina sobre toda la escena.
 
12. AL DAR LAS CINCO
Vio las colosales huellas de la muerte Y muchas figuras fatídicas.
chesterton
 
Había dos muchachos chinos acuclillados ante el fuego, mirándome sin pestañear mientras yo me abría paso entre los cuerpos recostados y me dirigía hacia la puerta trasera. Por primera vez atravesé en solitario el corredor y tuve tiempo suficiente para interrogarme de nuevo sobre el contenido de los extraños cofres que se alineaban a lo largo de las paredes.
Cuatro golpes en el suelo y, un instante después, estaba en la sala del ídolo. Lancé un respingo de sorpresa, el hecho de que al otro lado de una mesa estuviese sentado Kathulos, en todo su horror, no fue la causa de mi exclamación. Excepto por la mesa, la silla en la que estaba sentado el Rostro de Calavera y el altar, ahora sin incienso que lo velase, ¡la sala estaba totalmente vacía! Los feos muros desnudos del almacén se ofrecieron a mi vista, en vez de los costosos tapices a los que había llegado a habituarme. Las palmeras, el ídolo, el biombo lacado..., todo había desaparecido.
Ah, señor Costigan, sin duda se hace usted preguntas.  La muerta voz del Amo se inmiscuyó en mis pensamientos. Sus ojos de serpiente brillaban de un modo maligno. Los dedos largos y amarillentos se entrelazaban sobre la mesa con un movimiento sinuoso.
¡Me creyó un idiota confiado, sin duda! —dijo de pronto—. ¿Acaso pensaste que no te haría seguir? ¡Estúpido! ¡Yussef Alí te pisaba los talones a cada instante!
Permanecí un momento mudo e inmóvil, como helado por el impacto de esas palabras en mi mente; luego, cuando me di cuenta de lo que significaban, me lancé hacia adelante con un rugido. En el mismo instante, antes de que mis tensos dedos pudiesen cerrarse sobre el horror que se mofaba de mí al otro extremo de la mesa, irrumpieron hombres procedentes de todas direcciones. Giré en redondo y, con la claridad del odio, distinguí entre el remolino de rostros salvajes el de Yussef Alí, y mi puño derecho se estrelló en su sien con el impulso de hasta el último gramo de fortaleza que poseía. Mientras caía, Hassim me golpeó, haciéndome caer de rodillas, y un chino me arrojó una red sobre los hombros. Logré ponerme en pie, rompiendo las resistentes fibras como si fuesen hilos y entonces un garrote blandido por Ganra Singh me dejó tendido en el suelo, aturdido y sangrando.
Manos delgadas y musculosas me apresaron, atándome con cuerdas que me mordían cruelmente la carne. Emergiendo de las nieblas de la semiinconsciencia, me hallé yaciendo en el altar, con un Kathulos enmascarado que se alzaba sobre mí como una macilenta torre de marfil. Alrededor, en semicírculo, se hallaban Ganra Singh, Yar Khan, Yun Shatu y algunos más a los que conocía como asiduos del Templo de los Sueños. Más allá de ellos, y el verla me hirió el corazón, distinguí a Zuleika agazapada en el umbral, el rostro lívido y las manos apretadas contra las mejillas, en una actitud de abyecto terror.
No confié plenamente en ti —dijo Kathulos, con voz sibilante—, así que mandé a Yussef Alí para que te siguiese. Llegó antes que tú al grupo de árboles y, siguiéndote al interior de la residencia, oyó tu más que interesante conversación con John Gordon, ¡pues trepó el muro de la casa como un gato, agarrándose al alféizar de la ventana! Tu conductor se retrasó a propósito para darle a Yussef Alí el tiempo suficiente para regresar. De todos modos, ya había decidido cambiar de residencia. Mis posesiones están ya en camino hacia otra casa, y tan pronto como nos hayamos librado del traidor..., ¡tú!, también nosotros partiremos, dejando una pequeña sorpresa para tu amigo Gordon cuando llegue a las cinco y media.
Mi corazón saltó repentinamente esperanzado. Yussef Alí había entendido mal y Kathulos permanecía aquí, falsamente seguro, en tanto que la fuerza de detectives de Londres ya había rodeado silenciosamente la casa. Por encima del hombro, vi cómo Zuleika abandonaba la puerta.
Miré fijamente a Kathulos, absolutamente inconsciente de lo que decía. No faltaba mucho para las cinco, si se entretenía lo bastante... Y entonces me quedé helado al pronunciar una palabra el egipcio y avanzar Li Kung, un chino flaco y cadavérico, desde el silencioso semicírculo, sacando de su manga una daga larga y delgada. Busqué con la mirada el reloj que seguía en la mesa y desfallecí. Aún faltaban diez minutos para las cinco. Mi muerte no importaba tanto, dado que, sencillamente, se había apresurado lo inevitable, pero en mi mente pude ver a Kathulos y sus asesinos huyendo mientras la policía aguardaba a que diesen las cinco.
Rostro de Calavera se detuvo de golpe y permaneció inmóvil, como escuchando. Creo que su increíble intuición le advirtió del peligro. Le dirigió una seca retahíla de órdenes a Li Kung y el chino se lanzó hacia adelante, la daga levantada sobre mi pecho.
De pronto, el aire se sobrecargó de tensión y movimiento. La afilada punta de la daga se cernía sobre mí..., ¡y, alto y claro, se oyó el sonido de un silbato de la policía y, casi inmediatamente, un estruendo terrorífico desde la parte delantera del almacén!
Kathulos se movió frenéticamente. Siseando órdenes como un gato enfurecido, se lanzó hacia la puerta oculta y los demás le siguieron. Las cosas sucedieron con la celeridad de una pesadilla. Li Kung había seguido a los otros, pero Kathulos le lanzó una orden por encima del hombro y el chino giró en redondo para lanzarse a la carrera hacia el altar donde yo seguía tendido, la daga en alto, el rostro lleno de desesperación.
Un grito sonó por encima del clamor y, mientras yo me retorcía desesperadamente para evitar la daga que caía sobre mí, distinguí fugazmente cómo Kathulos se llevaba a Zuleika por la fuerza. Entonces, con un esfuerzo frenético, caí del altar justo cuando la daga de Li Kung, arañándome el pecho, se hundía unos centímetros en la superficie llena de manchas oscuras, donde quedó vibrando.
Había caído al lado del muro y no podía ver lo que estaba ocurriendo en la sala, pero me pareció que, a lo lejos, podían oírse los débiles y espantosos gritos de muchos hombres. Entonces Li Kung logró desclavar la daga del altar y saltó, como un tigre, por encima de éste. Simultáneamente, un revólver disparó desde el umbral, el chino dio una voltereta, la daga escapando de su mano y se derrumbó en el suelo.
Gordon llegó corriendo desde el umbral donde, unos instantes antes, había estado Zuleika, la pistola aún humeante en ristre. Le seguían tres hombres enérgicos y de fuertes rasgos que vestían de paisano. Cortó mis ataduras y me puso en pie.
¡Rápido! ¿Adonde se han ido?
Salvo por la presencia de Gordon y sus hombres, y la mía, la sala estaba vacía, aunque en el suelo había dos cadáveres.
Encontré la puerta secreta y, tras unos segundos de búsqueda, localicé la palanca de apertura. Con los revólveres desenfundados, los hombres se agruparon a mi alrededor y lanzaron miradas nerviosas hacia la negra escalera. Ni un sonido llegaba desde la oscuridad.
¡Esto es increíble! —musitó Gordon—. Supongo que el Amo y sus sirvientes siguieron este camino cuando abandonaron el edificio, ya que ahora no están aquí, y Leary y sus hombres tendrían que haberles detenido o en el túnel o en el cuarto trasero de Yun Shatu. De cualquier modo, pase lo que pase, deberían haberse comunicado con nosotros ya.
¡Cuidado, señor! —exclamó de pronto uno de los hombres.
Gordon, profiriendo un insulto, usó la culata de su arma para aplastar a una enorme serpiente que se había arrastrado silenciosamente hasta nosotros por los peldaños desde la oscuridad inferior.
Veamos esto —dijo, incorporándose de nuevo.
Mas antes de que pudiese pisar el primer peldaño, le detuve; pues, poco a poco, empezaba a entender confusamente lo que había ocurrido, empezaba a entender el silencio en el túnel, la ausencia de los detectives, los gritos que había oído unos minutos antes mientras yacía en el altar. Examinando la palanca que abría la puerta, hallé otra, más pequeña, y empecé a creer que conocía el contenido de los misteriosos cofres del túnel.
Gordon —dije, la voz ronca—, ¿tiene una linterna? Uno de los hombres sacó una muy potente.
Dirija la luz hacia el túnel pero, si aprecia su vida, no ponga el pie en esos peldaños.
El rayo de luz cortó las sombras, iluminando el túnel, delineando una escena que no abandonará mi cerebro mientras viva. En el suelo del túnel, entre los cofres que ahora aparecían abiertos, yacían dos hombres que habían sido miembros del más selecto servicio secreto de la policía londinense. Los miembros retorcidos y el rostro horrendamente distorsionado, allí yacían y, por encima de ellos, casi cubriéndolos, se enroscaban docenas de espantosos reptiles, cuyas escamas relucían con mil colores.
El reloj dio las cinco.
 
13. EL MENDIGO CIEGO QUE TENÍA COCHE
 
Parecía un mendigo como hay muchos Buscando unas migajas y cerveza
chesterton
 
El alba, gris y fría, empezaba a insinuarse sobre el río mientras nosotros entramos en el abandonado bar del Templo de los Sueños. Gordon estaba interrogando a los dos hombres que habían permanecido de guardia en el exterior del edificio en tanto que sus infortunados compañeros
Señor, tan pronto como oímos el silbato, Leary y Murken entraron corriendo en el bar y penetraron en la sala del opio, mientras que nosotros esperábamos aquí en la puerta del bar, según sus órdenes. En ese mismo instante, varios drogadictos harapientos salieron dando tumbos y los cogimos. Pero no salió nadie más y no oímos nada de Leary y Murken; así que nos limitamos a esperar aquí hasta que usted llegó.
¿No vieron a un negro gigantesco, o al chino, Yun Shatu?
No, señor. Un poco después llegaron los patrulleros y dispusimos un cordón de vigilancia alrededor de la casa, pero no vimos a nadie.
Gordon se encogió de hombros; unas cuantas preguntas rutinarias le habían asegurado que los cautivos eran adictos inofensivos, y los había dejado marchar.
¿Están seguros de que no salió nadie más?
Sí, señor..., no, espere un momento. Un viejo mendigo, ciego, salió, lleno de suciedad y vestido con harapos, con una chica igualmente harapienta guiándole. Le detuvimos un instante pero no mucho..., ese pobre desgraciado era inofensivo.
¿Sí? —Gordon dio un respingo—. ¿Qué camino siguió?
La chica le guió por la calle hasta la siguiente manzana y entonces se detuvo un automóvil, ellos entraron y se marcharon, señor. Gordon le miró fijamente.
La estupidez del detective londinense se ha convertido justamente en un chiste internacional —dijo, sarcástico—. Sin duda, no se les ocurrió que hubiese algo de extraño en el hecho de que un mendigo de Limehouse se fuese en su propio coche.
Y luego, despidiendo con un gesto impaciente a sus hombres, que intentaban decir algo más que los disculpase, se volvió hacia mí y pude ver el cansancio dibujado en las cuencas de sus ojos.
Señor Costigan, si sube a mi apartamento quizá podamos aclarar algunas cosas.
 
14. EL IMPERIO NEGRO
¡Oh, las nuevas lanzas mojadas en la sangre vital
mientras la mujer gritaba en vano!
¡Oh, los días que precedieron a los ingleses! ¿Cuándo
volverán esos días?
mundy
 
Gordon encendió una cerilla y, distraído, dejó que se consumiera entre sus dedos. Su cigarrillo turco colgaba, aún sin encender, entre sus dedos.
Es la conclusión más lógica a la que podemos llegar es que el eslabón débil en nuestra cadena era la falta de hombres —decía—. Pero, ¡maldita sea!, no se puede poner en pie de guerra a todo un ejército a las dos de la madrugada, ni siquiera con la ayuda de Scotland Yard. Fui a Limehouse, di órdenes para que los patrulleros me siguieran tan pronto como pudiesen, formando un cordón de vigilancia alrededor de la casa.
«Llegaron demasiado tarde para evitar que los sirvientes del Amo se escabullesen por las puertas laterales y las ventanas, sin duda, y les fue fácil arreglárselas con sólo Finnegan y Hansen para vigilar la parte delantera del edificio. De todos modos, llegaron a tiempo para evitar que el Amo en persona huyese de ese modo; sin duda, se retrasó para ponerse su disfraz y, de ese modo, poder huir. Le debe su huida a su osadía, su astucia y el descuido de Finnegan y Hansen. La muchacha que le acompañaba...
Era Zuleika, sin duda —le contesté lleno de inquietud, preguntándome de nuevo qué era lo que la ataba al hechicero egipcio.
Usted le debe la vida —dijo secamente Gordon, encendiendo otra cerilla—. Estábamos entre las sombras, delante del almacén, esperando que diese la hora y, por supuesto, ignorantes de lo que sucedía dentro de la casa, cuando una muchacha apareció en una de las ventanas con rejas y nos pidió, por el amor de Dios, que hiciésemos algo, pues estaban asesinando a un hombre. Así pues, irrumpimos de inmediato. Sin embargo, cuando entramos no la vimos por ninguna parte.
Sin duda, regresó a la sala —musité—, y el Amo la obligó a acompañarle. Quiera Dios que no sepa nada de su engaño.
No sé —dijo Gordon, dejando caer la cerilla calcinada—, si adivinó nuestra verdadera identidad o si, sencillamente, hizo esa llamada por desesperación.
»De todos modos, la cuestión principal es que las evidencias indican que, al oír el silbato, Leary y Murken invadieron el cubil de Yun Shatu por delante en el mismo instante en que yo y otros tres hombres atacábamos la parte delantera del almacén. Dado que tardamos algunos segundos en derribar la puerta, es lógico suponer que descubrieron la puerta secreta y entraron en el túnel antes de que nosotros lo hiciésemos en el almacén.
»E1 Amo, conociendo de antemano nuestros planes, y sabiendo que de haber una invasión se realizaría a través del túnel y teniendo listos los preparativos para tal emergencia...
Un estremecimiento involuntario me recorrió todo el cuerpo.
...el Amo hizo funcionar la palanca que abría los cofres; los gritos que oyó mientras yacía en el altar eran los alaridos de la muerte de Leary y Murken. Luego, dejando detrás al chino para que acabase con usted, el Amo y los demás descendieron al túnel, por increíble que parezca, y se abrieron paso, sin sufrir daño alguno, entre las serpientes, entrando en la casa de Yun Shatu y escapando, desde allí, tal y como he dicho antes.
Eso parece imposible. ¿Por qué no les atacaron las serpientes? Gordon encendió al fin su cigarrillo y dio unas bocanadas antes de replicar.
Puede que los reptiles tuviesen toda su horrenda atención concentrada en los moribundos, o también... En otras ocasiones he tenido que enfrentarme a pruebas indiscutibles del dominio que el Amo posee sobre bestias y reptiles de las categorías más primitivas o peligrosas. De qué manera él y sus esclavos pasaron sin sufrir daño por entre esos demonios escamosos debe seguir siendo, por ahora, uno de los muchos misterios sin solventar concernientes a ese extraño hombre.
Me removí inquieto en mi silla. Eso me llevaba al propósito de aclarar las cosas que me había llevado a las ordenadas pero extrañas habitaciones de Gordon.
Aún no me ha contado —dije con cierta brusquedad—, quién es ese hombre y cuál es su misión.
En cuanto a quién es, sólo puedo decir que es conocido con el nombre que usted le da: el Amo. Nunca le he visto sin máscara, y no conozco su nombre auténtico ni su nacionalidad.
Ahí puedo aclararle un poco las cosas —le interrumpí—. Le he visto desenmascarado y he oído el nombre que le dan sus esclavos.
Los ojos de Gordon parecieron arder y le vi inclinarse hacia adelante.
Su nombre —proseguí— es Kathulos y dice ser egipcio.
¡Kathulos! —repitió Gordon—. Y dice que pretende ser egipcio. ¿Tiene alguna razón para dudar de que esa sea su nacionalidad?
Puede que sea de Egipto —respondí con lentitud—, pero, de algún modo, es distinto de cualquier humano que yo haya visto o pueda llegar a ver. Puede que su avanzada edad explique algunas de sus peculiaridades, pero hay ciertas diferencias hereditarias que por mis estudios antropológicos sé que han estado presentes desde el nacimiento..., rasgos que serían anormales en cualquier otro hombre pero que son perfectamente normales en Kathulos. Admito que eso puede sonar paradójico pero, para apreciar en su totalidad la horrible inhumanidad de ese ser, tendría que haberlo visto en persona.
Gordon estuvo escuchándome atentamente mientras yo trazaba con rapidez un retrato del egipcio tal y como le recordaba..., y su apariencia estaba grabada indeleblemente para siempre en mi cerebro. Cuando acabé, él asintió.
Como le he dicho, nunca he visto a Kathulos excepto disfrazado de mendigo, leproso o cosas parecidas..., siempre cubierto casi totalmente de harapos. Con todo, también a mí me ha impresionado una extraña diferencia en él, algo que no está presente en los demás hombres.
Gordon se golpeó rítmicamente la rodilla con los dedos, costumbre que delataba su gran preocupación por un problema, sea del tipo que sea.
Me ha preguntado cuál es la misión de ese hombre —empezó a hablar lentamente—. Le diré todo lo que sé.
»Mi posición en el Gobierno inglés es única y bastante particular. Estoy a cargo de lo que podría calificarse de un departamento nómada, una oficina creada con el único propósito de satisfacer mis necesidades especiales. En tanto que oficial del servicio secreto durante la guerra, convencí al Gobierno de la necesidad de crear ese departamento y mi capacidad para ponerme al frente.
»Hace unos diecisiete meses fui enviado a Sudáfrica para investigar las razones de la intranquilidad que se ha estado propagando entre los nativos del interior desde la guerra mundial y que, en los últimos tiempos, ha cobrado proporciones alarmantes. Allí encontré por primera vez el rastro de ese hombre, Kathulos. Descubrí, de modo bastante tortuoso, que África era un caldero en el que hervía la rebelión, desde Marruecos a Ciudad del Cabo. El viejo, viejo juramento había sido pronunciado de nuevo: los negros y los mahometanos, unidos, echarían al mar a los hombres blancos.
»Este pacto había sido hecho antes pero siempre, fuese como fuese, se había roto. Ahora, sin embargo, percibí un gigantesco intelecto y un genio monstruoso detrás del velo, un genio lo bastante poderoso como para crear tal unión y sostenerla. Trabajando a partir de indicios y pistas apenas susurradas, seguí el rastro hasta el África central y Egipto. Allí, al fin, obtuve pruebas definitivas de que existía tal hombre. Las murmuraciones hablaban de un muerto viviente..., un hombre con el rostro de calavera. Me enteré de que ese hombre era el gran sacerdote de la misteriosa sociedad del Escorpión, en África del norte. Se hablaba de él, al mismo tiempo, como Rostro de Calavera, el Amo y el Escorpión.
»Siguiendo el rastro que me proporcionaron funcionarios sobornados y secretos de estado puestos al descubierto, al fin le hallé en Alejandría, donde le vi fugazmente por primera vez en un tugurio del barrio indígena, disfrazado de leproso. Oí con claridad cómo le llamaban "poderoso Escorpión" los nativos. Pero se me escapó.
»Entonces se desvanecieron todos los rastros; la pista se borró por completo hasta que llegaron a mí rumores de extraños acontecimientos en Londres y regresé a Inglaterra para investigar una aparente filtración en el Ministerio de Guerra.
»Como había pensado, el Escorpión me precedió. Ese hombre, cuya educación y astucia superan a todo aquello con lo que me he enfrentado hasta ahora, es sencillamente el líder e instigador de un movimiento de alcance mundial, como nunca antes se ha visto en este planeta. ¡Planea, en una palabra, exterminar la raza blanca!
»¡Su meta definitiva es un imperio negro, con él como emperador del mundo! Y con ese fin ha unido en una monstruosa conspiración a los negros, los cobrizos y los amarillos.
Ahora entiendo lo que Yussef Alí quería decir con «los días del imperio» —murmuré.
Exactamente —dijo Gordon, conteniendo a duras penas su exaltación—. El poder de Kathulos es ilimitado e imposible de adivinar. Sus tentáculos se extienden como los de un pulpo hasta los más altos lugares de la civilización y los más lejanos rincones del mundo. Y su arma básica es ¡la droga! Ha inundado Europa y, sin duda, también América con el opio y el hachís y, pese a todos los esfuerzos, ha sido imposible descubrir la brecha en las barreras a través de las que llega la sustancia infernal. Con ella atrae y esclaviza a hombres y mujeres.
»Me ha hablado de hombres y mujeres de la aristocracia que vio acudir al tugurio de Yun Shatu. Sin duda eran adictos a la droga pues, tal como le he dicho, el hábito acecha a las más altas esferas, personas de ocupantes puestos en el Gobierno que, sin duda, acudían a conseguir la sustancia que anhelan dando a cambio secretos de estado, información interior y la promesa de protección para los crímenes del Amo.
»¡Oh, no actúa a tontas y a locas! Antes de que llegue la oleada negra, estará preparado... si le permitimos salirse con la suya, los gobiernos de los países de raza blanca serán hormigueros de corrupción, los hombres blancos más fuertes estarán muertos. Los secretos de guerra de los blancos serán suyos. Cuando llegue el momento, preveo un levantamiento simultáneo contra la supremacía blanca de todas las razas de color, razas que, en la última guerra, aprendieron el modo de luchar del hombre blanco y que, conducidas por un hombre como Kathulos y armadas con las mejores armas del blanco, serán casi invencibles.
»Una corriente constante de rifles y munición ha estado afluyendo al este de África y no fue detenida hasta que yo descubrí su fuente. Hallé que una sólida firma escocesa, digna de toda confianza, introducía de contrabando esas armas entre los nativos, y hallé más aún: el director de esa firma era un esclavo del opio. Eso fue bastante. Vi la mano de Kathulos en el asunto. El director fue arrestado y se suicidó en su celda... Ésa es sólo una de las muchas situaciones que requieren mi intervención.
»Igual pasa con el caso del mayor Fairlan Morley. Como yo, él ocupaba un cargo de naturaleza muy flexible y había sido enviado al Transvaal para trabajar en el mismo caso. Mandó a Londres cierta cantidad de documentos secretos para que fuesen puestos a buen recaudo. Llegaron hace unas semanas y fueron guardados en la caja fuerte de un banco. La carta que los acompañaba daba instrucciones explícitas de que debían ser entregados únicamente al mayor en persona cuando él fuese a buscarlos o, en caso de que muriese, a mí.
»Tan pronto como supe que había zarpado de África, mandé hombres de confianza a Burdeos, donde pretendía poner pie, por primera vez, en tierra europea. Aunque no lograron salvar la vida del mayor, confirmaron su muerte pues hallaron su cuerpo en una nave abandonada cuyo casco estaba embarrancado en la playa. Se hicieron esfuerzos para mantener secreto el asunto pero, fuese como fuese, se filtró a los periódicos con el resultado...
Empiezo a entender por qué debía fingir que yo era el desgraciado mayor —le interrumpí.
Exacto. Con una barba falsa y el pelo negro teñido de rubio, se habría presentado en el banco, habría recibido los documentos del banquero, el cual apenas conocía al mayor Morley y era fácil engañarle, y los documentos habrían caído en las manos del Amo.
»En cuanto al contenido de esos documentos, no puedo hacer sino conjeturas pues las cosas han estado ocurriendo con demasiada velocidad como para que me fuese posible hacer una llamada y obtenerlos. Pero deben referirse a temas estrechamente relacionados con las actividades de Kathulos. Cómo llegó a enterarse de su existencia y de las cláusulas establecidas por la carta que los acompañaba es algo de lo que no tengo ni idea pero, como dije, Londres está plagado de espías suyos.
«Buscando más pistas, frecuenté con asiduidad Limehouse disfrazado tal y como me vio por primera vez. Acudí a menudo al Templo de los Sueños y, una vez, hasta me las arreglé para entrar en el cuarto trasero, pues sospechaba la existencia de alguna especie de lugar de citas en esa parte del edificio. La ausencia de todo tipo de salida me sorprendió y no tuve tiempo de buscar puertas secretas pues fui expulsado por ese negro gigantesco, Hassim, que afortunadamente no sospechó mi verdadera identidad. Me di cuenta de que, muy a menudo, un leproso entraba o salía del cubil de Yun Shatu y, finalmente, se me ocurrió que, sin duda alguna, ese supuesto leproso era el Escorpión en persona.
»La noche en que me descubrió en el camastro, en la sala del opio, había acudido allí sin tener ningún plan en especial. Al ver que Kathulos se iba, me decidí a levantarme y seguirle, pero usted lo echó a perder.
Se acarició pensativamente el mentón y lanzó un risa algo amarga.
Fui campeón de boxeo amateur en Oxford —dijo—, pero ni Tom Cribb en persona podría haber evitado ese golpe..., o haberlo encajado.
Lo lamento de verdad.
No hace falta que se disculpe. Me salvó la vida inmediatamente después. Me hallaba aturdido, pero no lo bastante como para no darme cuenta de que ese diablo cobrizo, Yussef Alí, ardía en deseos de sacarme el corazón a cuchilladas.
¿Cómo llegó a la residencia de sir Haldred Frentón? ¿Y por qué no batió el tugurio de Yun Shatu?
No hice que batieran el lugar porque sabía que, de un modo u otro, Kathulos sería avisado y nuestros esfuerzos no darían ningún resultado. Me hallaba en casa de sir Haldred esa noche porque me las he arreglado para pasar con él al menos un rato cada noche desde que volvió del Congo. Preveía que atentarían contra su vida desde el momento en que supe, de sus propios labios, que estaba preparando, a partir de los estudios que realizó durante su viaje, un tratado sobre las sociedades secretas nativas del oeste de África. Hizo alusión a que las revelaciones que contendría serían, como mínimo, sensacionales. Dado que destruir a los hombres que podrían ser capaces de alertar al mundo occidental sobre el peligro que corre obra, obviamente, a favor de Kathulos, supe que sir Haldred era un hombre marcado. La verdad es que hubo dos claros atentados contra su vida durante el viaje que hizo desde el interior de África hacia la costa. Así que puse a hombres de confianza para que lo vigilasen que, incluso ahora, lo siguen haciendo.
»Haciendo una ronda por la casa, a oscuras, oí el ruido producido por su entrada y, advirtiendo a mis hombres, fui a interceptarle. En el momento de nuestra conversación, sir Haldred estaba sentado en su estudio, con las luces apagadas, con un hombre de Scotland Yard a cada lado, el arma desenfundada. Sin duda, esa vigilancia es la responsable de que fracasase el plan que había llevado a Yussef Alí hasta allí.
Tras una pequeña pausa, prosiguió:
Pese a usted mismo, algo en su modo de actuar me convenció. Admitiré que tuve algunos momentos de duda mientras aguardaba en la oscuridad, antes del amanecer, en el exterior del almacén.
De pronto, Gordon se puso en pie y, acercándose a una caja fuerte que había en un rincón del cuarto, sacó de ella un grueso sobre.
Aunque Kathulos prácticamente me ha dado jaque en cada uno de mis movimientos —dijo—, no me he quedado de brazos cruzados. He tomado nota de los que frecuentaban el tugurio de Yun Shatu, he compilado una lista parcial de los hombres de más confianza del egipcio, con sus descripciones. Lo que me ha contado me ha permitido completar esa lista. Como sabemos, sus esbirros se hallan esparcidos por todo el mundo y, posiblemente, hay centenares de ellos aquí, en Londres. Con todo, esta lista es de los que creo que pertenecen a su círculo más íntimo y que se hallan ahora con él, en Inglaterra. Él mismo le dijo que muy pocos, incluso entre sus seguidores, le han visto alguna vez sin máscara.
Revisamos juntos la lista, que contenía los siguientes nombres: «Yun Shatu, chino, de Hong-Kong, sospechoso de contrabando de opio, guardián del Templo de los Sueños, residente en Limehouse durante siete años. Hassim, ex jefe senegalés, buscado en el Congo francés por asesinato. Santiago, negro, huido de Haití bajo sospecha de atrocidades como adorador del vudú. Yar Khan, afridi, sin datos. Yussef Alí, moro, tratante de esclavos en Marruecos, sospechoso de ser espía alemán durante la guerra mundial, instigador de la rebelión de los fellahin en el Nilo superior. Ganra Singh, Labore, India, sikh, contrabandista de armas en Afganistán, tomó parte activa en los tumultos de Lahore y Delhi, sospechoso de asesinato en dos ocasiones, hombre muy peligroso. Stephen Costigan, americano, residente en Inglaterra desde la guerra, adicto al opio, hombre de notable fuerza. Li Kung, del norte de China, traficante de opio.»
Había líneas que subrayaban de modo significativo tres nombres: el mío, el de Li Kung y el de Yussef Alí. No había nada escrito junto al mío, pero siguiendo al de Li Kung, garabateado apresuradamente en la descuidada escritura de Gordon, se podía leer lo siguiente: «Muerto de un tiro por John Gordon durante la incursión en el tugurio de Yun Shatu.» Y, siguiendo al nombre de Yussef Alí: «Muerto por Stephen Costigan durante la incursión en el tugurio de Yun Shatu.»
Reí, sin demasiados deseos de hacerlo. Con imperio negro o sin él, Yussef Alí nunca estrecharía en sus brazos a Zuleika, pues nunca había llegado a levantarse del lugar donde yo le había derribado.
No sé —dijo Gordon sobriamente mientras plegaba la lista y la guardaba en el sobre—, qué poder tiene Kathulos para unir a los negros y los amarillos y hacer que le sirvan, para unir de ese modo a enemigos tan viejos como el mundo. Entre sus seguidores hay hindúes, musulmanes y paganos. Y allá, entre las nieblas del Este, donde se hallan en acción fuerzas misteriosas y gigantescas, esa unión está llegando a su cima, y su escala es monstruosa.
Miró su reloj.
Son casi las diez. Siéntase como en su casa, señor Costigan, mientras yo visito Scotland Yard para ver si se ha descubierto alguna pista en lo referente al nuevo cuartel general de Kathulos. Creo que las redes están empezando a cerrarse sobre él y, con su ayuda, le prometo que localizaremos a la banda, como máximo, en una semana.



 
15. LA MARCA DEL TULWAR
El mundo ahíto yace junto a su soñolienta compañera
En la bien ordenada tierra; pero los flacos lobos aguardan.
mundy
 
Permanecí sentado, solo, en las habitaciones de John Gordon y me reí sin ninguna alegría. Pese al estímulo del elixir, la tensión de la noche anterior con su pérdida de sueño y sus agotadores acontecimientos, empezaba a afectarme. Mi mente era un caótico remolino en el que los rostros de Gordon, Kathulos y Zuleika oscilaban con cegadora rapidez. Toda la cantidad de información que Gordon me había dado parecía desordenada e incoherente.
Entre todas mis ideas, un hecho destacaba con gran claridad. Debía descubrir el último escondite del egipcio y liberar a Zuleika de sus manos..., si es que aún vivía.
Una semana, había dicho Gordon..., me reí de nuevo, una semana y no estaría en condiciones de ayudar a nadie. Había descubierto la dosis adecuada de elixir que debía usar..., conocía la cantidad mínima que requería mi organismo... Y sabía que, como máximo, el frasquito me duraría cuatro días. Cuatro días para recorrer los cubiles de las ratas de Limehouse y el Barrio Chino, cuatro días en los que encontrar, en algún lugar entre los laberintos del East End, el cubil de Kathulos.
Ardía de impaciencia por comenzar la búsqueda, pero la naturaleza se rebeló y, tras llegar vacilante hasta un diván, caí en él e inmediatamente me quedé dormido.
Alguien estaba sacudiéndome.
¡Despierte, señor Costigan!
Me senté, pestañeando. Ante mí se hallaba Gordon con el semblante preocupado.
¡Costigan, en esto anda metido el diablo! ¡El Escorpión ha vuelto a actuar!
De un salto me puse en pie, aún medio dormido y dándome cuenta sólo a medias de lo que estaba oyendo. Me ayudó a ponerme el abrigo, me lanzó el sombrero y luego, su firme brazo medio empujándome, me hallé fuera del apartamento y bajando las escaleras. En las calles los faroles estaban encendidos. Había dormido un tiempo increíble.
¡Una víctima lógica! —oí que decía mi compañero—. ¡Tendría que haberme notificado su llegada al instante!
No entiendo... —empecé a decir, medio aturdido.
Nos hallábamos en la esquina y Gordon llamó a un taxi, dando la dirección de un hotel pequeño y poco ostentoso en un barrio de buena reputación de la ciudad.
El barón Rokoff —dijo secamente mientras el coche se lanzaba por las calles a una velocidad temeraria—, un agente ruso conectado con el Ministerio de Guerra. Regresó de Mongolia ayer y, aparentemente, se escondió. Sin duda, se había enterado de algo vital concerniente al lento despertar del Este. No se había comunicado aún con nosotros y no tenía idea de que se hallase en Inglaterra hasta ahora.
Y se ha enterado...
¡El barón fue hallado en su cuarto, su cadáver mutilado espantosamente!
El respetable y convencional hotel que el desgraciado barón había escogido como escondite se hallaba levemente alterado, pese a la discreción impuesta por la policía. La dirección había intentado mantener oculto el asunto pero, de algún modo, los huéspedes se habían enterado de la atrocidad y muchos estaban marchándose a toda prisa..., o preparándose para hacerlo, ya que la policía planeaba retenerlos a todos para la investigación.
El cuarto del barón, que estaba en el último piso, se hallaba en un estado imposible de describir. Ni siquiera en la Gran Guerra había visto yo un desorden tan absoluto. Nada había sido tocado; todo seguía exactamente igual como lo había encontrado la doncella una media hora antes. Mesas y sillas yacían hechas pedazos en el suelo y los muebles, el suelo y las paredes estaban salpicados de sangre. El barón, que en vida había sido un hombre alto y musculoso, yacía en el medio de la habitación, un espectáculo horrible. Le habían hendido el cráneo a la altura de la frente, de su axila izquierda partía una profunda herida que le cruzaba las costillas y el brazo izquierdo colgaba sostenido solamente por unas fibras de carne. El rostro, frío y barbudo, mostraba una indescriptible expresión de horror.
Debieron de usar algún tipo de arma pesada y curva —dijo Gordon—, algo parecido a un sable, y el golpe debió de ser de una fuerza terrorífica. Fíjese, allí un golpe fallido ha dejado una señal de varias pulgadas de profundidad en el marco de la ventana. Y allí, en el grueso respaldo de esa pesada silla, que ha sido hendida como si fuese un simple panel de madera. Un sable, seguramente.
Un tulwar —musité sobriamente—. ¿Acaso no reconoce la obra del carnicero del Asia central? Yar Kahn ha estado aquí.
¡El afgano! Por supuesto, llegó cruzando los tejados y descendió hasta el alféizar de la ventana mediante una cuerda con nudos atada a algo del tejado. A eso de la una y treinta la doncella, que pasaba por el corredor, oyó un estruendo terrible en el cuarto del barón..., y un grito repentino que cesó de golpe con un espantoso gorgoteo, apagado en seguida; ruido de fuertes golpes, curiosamente ahogados, como los que podría causar una espada cuando se hunde profundamente en la carne humana. Después, todos los sonidos cesaron de pronto.
»Llamó al director, intentaron abrir la puerta y, hallándola cerrada y al no recibir respuesta a sus llamadas, la abrieron con la llave maestra. Sólo había el cadáver, pero la ventana estaba abierta. Hay una extraña diferencia con el procedimiento habitual de Kathulos. Le falta sutileza. A menudo sus víctimas han parecido morir de causas naturales. No lo entiendo demasiado.
No veo mucha diferencia en cuanto al resultado final —dije—. Tal como están las cosas, no se puede hacer nada para atrapar al asesino.
Cierto —dijo Gordon, con un fruncimiento del ceño—. Sabemos quien lo hizo pero no hay pruebas..., ni una huella dactilar. Incluso si supiésemos dónde se esconde el afgano y lo arrestásemos, no podríamos probar nada, habría una decena de hombres dispuestos, con sus juramentos, a proporcionarle una coartada. El barón volvió ayer mismo. Probablemente Kathulos no supo de su llegada hasta esta noche. Sabía que por la mañana Rokoff me haría saber su presencia y me contaría lo que había descubierto en el norte de Asia. El egipcio sabía que debía golpear con celeridad, y, faltándole tiempo para preparar una forma de crimen más segura y elaborada, mandó al afridi con su tulwar. No podemos hacer nada, al menos hasta no haber descubierto el escondrijo del Escorpión; nunca sabremos lo que descubrió el barón en Mongolia, pero podemos estar seguros de que tenía relación con los planes y aspiraciones de Kathulos.
Bajamos por las escaleras y, otra vez en la calle, se nos unió Han-sen, uno de los hombres de Scotland Yard. Gordon sugirió que volviésemos andando a su apartamento y yo agradecí la oportunidad de que el frío aire nocturno borrase de mi atormentado cerebro algunas de sus telarañas.
Mientras andábamos por las calles desiertas, Gordon lanzó repentinamente una salvaje maldición.
¡Estamos siguiendo un auténtico laberinto que no lleva a ninguna parte! ¡Aquí, en el mismo corazón de una metrópolis civilizada, el enemigo más directo de esa civilización comete crímenes de la más repugnante naturaleza y sigue libre! Somos como niños perdidos en la noche, luchando contra un mal invisible..., teniendo que vérnoslas con un demonio hecho persona, de cuya verdadera identidad nada sabemos y sobre cuyas auténticas ambiciones sólo podemos hacer conjeturas.
»Nunca hemos logrado arrestar a uno de los esbirros de confianza del egipcio, y los escasos secuaces y servidores suyos que hemos logrado hacer prisioneros han muerto misteriosamente antes de que pudiesen contarnos nada. Insisto: ¿Qué extraño poder posee Kathulos para dominar a esos hombres de credos y razas tan distintas? Los hombres que se hallan con él en Londres son, por supuesto, en su mayoría, renegados, esclavos de la droga, pero sus tentáculos se extienden por todo el Este. Su dominio es grande: el poder que hizo volver atrás a Li Kung, el chino, para matarle a usted enfrentándose a una muerte segura; el que envió a Yar Kahn, el musulmán, sobre los tejados de Londres para cometer un crimen; el que retiene a Zuleika, la circasiana, bajo sus invisibles lazos de esclavitud.
«Sabemos, por supuesto —prosiguió, tras un silencio meditativo—, que el Este posee sociedades secretas que se hallan detrás y por encima de todo credo. Hay cultos en África y en el Oriente cuyo origen se remonta a Ofir y el hundimiento de la Atlántida. Ese hombre debe ser una potencia en alguna o, posiblemente, en todas esas sociedades. ¡Pero si, aparte de los judíos, no conozco ninguna raza oriental que no sea tan despreciada por las otras razas orientales como la de los egipcios! Y, pese a todo, aquí tenemos a un hombre, un egipcio según él mismo dice, controlando las vidas y los destinos de musulmanes ortodoxos, hindúes, sintoístas y adoradores del diablo. Es antinatural.
»¿Ha oído alguna vez —dijo, volviéndose de pronto hacia mí—, mencionar el océano en conexión a Kathulos?
Nunca.
¡Hay una superstición muy extendida en el norte de África, basada en una leyenda muy antigua, según la cual el gran líder de las razas de color saldrá del mar! Y, una vez, oí hablar a un berebere del Escorpión como «El Hijo del Océano».
Ese es un término respetuoso entre esa tribu, ¿no?
Sí; pero sigo pensando en ello de vez en cuando.
 
16. LA MOMIA QUE REÍA
 
Riendo como las calaveras esparcidas que yacen
Tras las batallas perdidas, vueltas hacia el cielo,
Lanzando su eterna carcajada.
chesterton
 
Una tienda abierta, ¡a esas horas! —indicó Gordon de pronto.
La niebla había caído sobre Londres y, a lo largo de la silenciosa calle que estábamos atravesando, los faroles destellaban con el extraño halo rojizo característico en semejantes condiciones atmosféricas. El eco de nuestros pasos resonaba lúgubremente. Incluso en el corazón de una gran ciudad hay siempre partes que parecen olvidadas y abandonadas de todos. Esa calle era una de ellas. No había ni un policía a la vista.
La tienda que había atraído la atención de Gordon se hallaba justo delante de nosotros, en la misma acera. No había ningún letrero encima de la puerta, tan sólo una especie de emblema que se parecía a un dragón. La luz salía del umbral abierto y los pequeños escaparates que lo flanqueaban. Dado que no se trataba de un café ni de la entrada a un hotel, nos entregamos a ociosas especulaciones sobra la razón de que estuviese abierta a esas horas. En cualquier otra circunstancia, supongo que ninguno de los dos habría prestado atención, pero nuestros nervios se hallaban tan excitados que sospechábamos instintivamente de todo lo que se saliese de lo corriente. Entonces sucedió algo que se hallaba claramente fuera de lo normal.
Un hombre muy alto y delgado, notablemente encorvado de hombros, asomó repentinamente de entre la niebla delante nuestro, un poco más allá de la tienda. Sólo pude verle un instante..., tuve la impresión de una increíble delgadez, de ropas ajadas y arrugadas, de un sombrero alto de seda calado hasta las cejas, de un rostro totalmente oculto por una bufanda; luego dio la vuelta y entró en la tienda. Un viento frío parecía susurrar en la calle, retorciendo la niebla y dándole la forma de espectros huidizos, pero el frío que me invadió era superior al del viento.
¡Gordon! —exclamé, bajando la voz, muy excitado—, ¡o mis sentidos ya no son dignos de confianza o Kathulos en persona acaba de entrar en esa casa!
Los ojos de Gordon llamearon. Ahora estábamos muy cerca de la tienda y, acelerando el paso hasta convertirlo en una carrera, se lanzó hacia la puerta, el detective y yo pisándole los talones.
Un extraño surtido de mercancías se ofreció a nuestras miradas. Las paredes estaban cubiertas de armas antiguas y en el suelo había montones de objetos curiosos, ídolos maoríes se codeaban con pebeteros chinos, y recortándose oscuramente contra hileras de raras alfombras orientales y chales latinos había armaduras medievales. El lugar era una tienda de antigüedades. Nada vimos de la figura que había despertado nuestro interés.
Un viejo extrañamente ataviado con un fez rojo, una chaquetilla bordada y zapatillas turcas surgió de la parte trasera de la tienda; parecía ser de origen levantino.
¿Desean algo, señores?
Tiene usted abierto hasta muy tarde —dijo Gordon con brusquedad, sus ojos recorriendo velozmente la tienda en busca de algún escondite secreto que pudiese ocultar el objeto de nuestra persecución.
Sí, señor. Entre mis clientes se cuentan muchos profesores excéntricos y estudiantes de horario bastante irregular. Los barcos que llegan de noche traen con frecuencia piezas para mí y, muy a menudo, tengo clientes aún más tardíos. Tengo abierto toda la noche, señor.
Sólo estamos dando un vistazo —replicó Gordon, dando la vuelta y añadiendo, en un aparte dirigido a Hansen—: Vaya a la parte trasera y detenga a quien intente salir por ahí.
Hansen asintió y se dirigió, como por casualidad, hacia la parte trasera de la tienda. La puerta nos era claramente visible, entre un panorama de muebles antiguos y sucios tapices colgados de los muros para su exhibición. Habíamos seguido al Escorpión, si es que era él, tan de cerca que no creía que hubiese tenido tiempo de atravesar toda la tienda y salir de ella sin que le hubiésemos visto al entrar, pues habíamos tenido los ojos clavados en la puerta trasera desde que entramos.
Gordon y yo vagamos entre las curiosidades, sopesándolas y discutiendo sobre algunas, pero no tengo ni la menor idea de cuáles eran. El levantino se había sentado, las piernas cruzadas, sobre una esterilla morisca cerca del centro de la tienda y, aparentemente, nuestras exploraciones no le merecían más que un mínimo interés.
No tiene ningún sentido continuar con esta ficción —me dijo Gordon, al cabo de un rato, hablando en voz baja—. Hemos mirado en todos los lugares en que podía estar oculto el Escorpión. Voy a revelar quien soy y mi autoridad y haremos registrar todo el edificio.
Justo cuando hablaba un camión se detuvo en el exterior y dos fornidos negros entraron en la tienda. El levantino parecía haber estado esperándoles, pues se limitó a señalarles la parte trasera de la tienda y ellos le contestaron con un gruñido de asentimiento.
Gordon y yo les observamos atentamente mientras se dirigían hacia un enorme sarcófago que estaba apoyado contra la pared, no muy lejos de la parte trasera. Lo bajaron hasta dejarlo en el suelo y lo llevaron hasta la puerta, transportándolo cuidadosamente entre los dos.
¡Alto! —Gordon dio un paso adelante, levantando la mano imperiosamente—. Soy un agente de Scotland Yard —dijo rápidamente—, y tengo autoridad para hacer lo que crea oportuno. Bajen esa momia; nada saldrá de esta tienda hasta que no lo hayamos examinado concienzudamente.
Los negros obedecieron sin una palabra y mi amigo se volvió hacia el levantino quien, aparentemente tranquilo y sin dar siquiera muestras de interés, seguía sentado fumando un narguile turco.
¿Quién era ese hombre alto que entró justo antes de nosotros, y adonde se ha ido?
Nadie entró antes que ustedes, señor. O, si alguien lo hizo, como yo estaba en la parte trasera de la tienda, no le vi. Ciertamente, señor, tienen libertad para registrar mi tienda.
Y eso fue lo que hicimos, combinando la habilidad de un experto del servicio secreto y de un ciudadano del bajo mundo, en tanto que Hansen permanecía estoicamente en su puesto; inmóviles junto al sarcófago tallado, los dos negros nos observaban sin expresión alguna y el levantino, sentado como una esfinge sobre su esterilla, lanzaba nubecillas de humo al aire. Toda la escena parecía sumamente irreal.
Por último, desconcertados, volvimos junto al sarcófago, el cual era, ciertamente, lo bastante largo como para esconder incluso a un hombre de la talla de Kathulos. El objeto no parecía estar sellado como era lo usual, y Gordon lo abrió sin dificultad. Nuestros ojos contemplaron una forma amorfa, cubierta totalmente de vendajes. Gordon apartó algunos y reveló una pulgada o algo más de un brazo marchito, marronáceo y de aspecto semejante al cuero. Se estremeció involuntariamente al tocarlo, como haría un hombre al contacto de un reptil o de alguna criatura inhumanamente fría. Tomando de un estante cercano un idolillo metálico, golpeó con éste el tórax y el brazo. Los dos sonaron a objetos sólidos, casi como si fuesen de madera.
Gordon se encogió de hombros.
Muerto desde hace dos mil años, como mínimo, y supongo que no debo arriesgarme a destruir una momia valiosa simplemente para probar lo que ya sabemos.
Volvió a cerrar el sarcófago.
Puede que la momia se haya deteriorado un poco, incluso con una exposición tan leve, pero espero que no haya sido así.
Esto último iba dirigido al levantino que se limitó a replicar con un gesto cortés de la mano, en tanto que los negros levantaban una vez más el sarcófago y lo llevaban hasta el camión, en el que lo cargaron y, un momento después, la momia, camión y negros se habían desvanecido entre la niebla.
Gordon siguió husmeando en ¡a tienda, pero yo permanecí inmóvil, como aturdido, en mitad de ella. Primero lo atribuí a mi mente, caótica, dominada por la droga, pero había tenido la sensación de que a través de los vendajes del rostro de la momia unos grandes ojos habían ardido clavados en los míos, unos ojos como charcos de fuego amarillo, unos ojos que hendían mi alma y me dejaban petrificado. Y cuando el sarcófago fue transportado a través de la puerta, había sabido que la cosa que contenía, muerta sólo Dios sabe hace cuantos siglos, se había estado riendo, de un modo horrendo y silencioso.
 
17. EL MUERTO DEL MAR
 
Gordon chupó ferozmente su cigarrillo turco, mirando abstraído, sin verle en realidad, a Hansen que estaba sentado ante él.
Supongo que debemos apuntarnos otro fracaso. Ese levantino, Kamonos, es evidentemente un secuaz del egipcio y las paredes y los suelos de su tienda están probablemente cribados de paneles secretos y puertas capaces de desorientar hasta a un mago.
Hansen contestó algo pero yo no dije nada. Desde que habíamos vuelto al apartamento de Gordon, había sido consciente de una sensación de extremada languidez y torpeza que no podía ser explicada ni siquiera por mi estado. Sabía que mi organismo estaba lleno de elixir..., pero mi mente parecía extrañamente lenta y mi entendimiento torpe, en contraste directo con el estado medio de mi mente cuando estaba estimulada por la droga infernal.
Este estado se estaba disipando con lentitud, como la niebla que flota en la superficie de un lago, y yo sentía como si me estuviese despertando gradualmente de un sueño largo y antinaturalmente profundo.
Daría lo que fuese por saber si Kamonos es en verdad uno de los esclavos de Kathulos o si el Escorpión logró huir a través de alguna salida natural cuando nosotros entrábamos —decía Gordon.
Es cierto que Kamonos es su sirviente —me encontré diciendo de pronto con extrema lentitud, como si buscase las palabras adecuadas—. Cuando nos íbamos, noté que su vista se clavaba en el escorpión que llevo trazado en la mano. Entrecerró los ojos y, a punto de abandonar la tienda, se las arregló para acercarse a mí y susurrarme, a toda prisa: «Soho, cuarenta y ocho».
Gordon se puso en pie como un resorte bruscamente liberado.
¡Increíble! —dijo secamente—. ¿Por qué no roe lo contó de inmediato?
No lo sé.
Mi amigo me observó con atención.
Me di cuenta de que al volver de la tienda parecía un hombre intoxicado —dijo—. Lo atribuí a algún efecto residual del opio. Pero no es así. Kathulos, sin duda, es un magistral discípulo de Mesmer, su poder sobre los reptiles venenosos lo demuestra, y estoy empezando a creer que es la auténtica fuente de su poder sobre los seres humanos.
»De algún modo, el Amo le cogió desprevenido en esa tienda y logró un dominio parcial sobre su mente. No sé desde qué escondrijo envió sus ondas mentales para trastornarle el cerebro, pero estoy seguro de que Kathulos se hallaba en algún lugar en esa tienda.
Lo estaba. Estaba en el sarcófago.
¡El sarcófago! —exclamó Gordon, con cierta impaciencia—. ¡Eso es imposible! La momia lo llenaba por completo y ni un hombre tan delgado como el Amo podría haber tenido espacio suficiente.
Me encogí de hombros, incapaz de discutir su argumento pero, de algún modo extraño, estaba seguro de la veracidad de lo que había dicho.
Kamonos —prosiguió Gordon— no es, indudablemente, miembro del círculo íntimo y no sabe nada de su cambio de lealtades. Viendo la marca del escorpión supuso, sin duda, que era usted un espía del Amo. Puede que todo eso sea una trampa, pero tengo la impresión de que ese hombre era sincero. El número cuarenta y ocho del Soho debe de ser el nuevo punto de encuentro del Escorpión.
También yo presentía que Gordon estaba en lo cierto, aunque en mi fuero interno anidaba la sospecha.
Anoche recogí los documentos del mayor Morley —prosiguió—, y los estudié mientras usted dormía. En su mayor parte corroboraban lo que ya sabía..., hacían hincapié en el nerviosismo de los nativos y repetían la teoría de que detrás de todo se hallaba un genio portentoso y único. Pero había algo que me interesó muchísimo y que pienso que también le interesará.
Sacó de su caja fuerte un manuscrito con la letra apretada y precisa del infortunado mayor y, con una voz monocorde que poco traicionaba su intenso interés, me leyó el pesadillesco relato siguiente:
«Considero que vale la pena dejar por escrito este asunto..., en cuanto a si tiene alguna relación con el caso que me ocupa, los hechos posteriores lo demostrarán. En Alejandría, donde pasé varias semanas buscando nuevas pistas en lo concerniente a la identidad del hombre conocido como el Escorpión, conocí, a través de mi amigo Ahmed Shah, al famoso egiptólogo profesor Ezra Schuyler, de Nueva York. Me confirmó lo que me habían declarado varias personas no expertas acerca de la leyenda del hombre del océano. Este mito, transmitido de generación a generación, se pierde en las más densas nieblas de la antigüedad y, en pocas palabras, consiste en que algún día surgirá del mar un hombre que llevará al pueblo de Egipto a la victoria sobre el resto de los pueblos. Esta leyenda se ha extendido por todo el continente de modo que ahora todas las razas negras consideran que hace referencia al advenimiento de un emperador universal. El profesor Schuyler me dio su opinión personal de que el mito guardaba cierta relación con la perdida Atlántida la cual, mantiene él, se hallaba entre los continentes de África y América del Sur y de cuyos habitantes eran tributarios los antepasados de los egipcios. Las razones de tal relación son demasiado extensas y poco concretas como para anotarlas aquí, pero en apoyo de su teoría me narró una historia extraña y fantástica. Dijo que un amigo íntimo suyo, Von Lorfmon, de Alemania, una especie de aventurero científico, ahora difunto, navegaba hace algunos años por las costas del Senegal con el propósito de investigar y clasificar los raros especímenes de fauna marina que se encuentran allí. Usaba para tal labor un pequeño mercante, con una tripulación de moros, griegos y negros.
«Cuando llevaban unos días sin ver tierra, avistaron algo que flotaba y dicho objeto, una vez recogido y subido a bordo, resultó ser un sarcófago de la especie más curiosa. El profesor Schuyler me explicó en qué aspectos difería del estilo corriente egipcio, pero de su disertación más bien técnica saqué meramente la impresión de que se trataba de un objeto de forma extraña en el que había tallados caracteres que no eran ni cuneiformes ni jeroglíficos. El sarcófago estaba recubierto de una gruesa capa de laca que lo hacía impermeable al agua y absolutamente estanco, y Von Lorfmon tuvo considerables dificultades para abrirlo. Sin embargo, se las arregló para hacerlo sin estropear el sarcófago, revelando así una momia de lo más extraña. Schuyler dijo que nunca llegó a ver ni la momia ni el sarcófago, pero que según la descripción dada por el patrón griego que se hallaba presente al abrirse el sarcófago, la momia difería tanto de un hombre corriente como el sarcófago del tipo convencional.
»E1 examen demostró que el sujeto no había sufrido el proceso usual de momificación. Todas sus partes se hallaban tan intactas como en vida, pero el cuerpo entero se había encogido y endurecido hasta una consistencia cercana a la de la madera. Estaba recubierto de vendajes que se convirtieron en polvo, desvaneciéndose en el instante que los tocó el aire.
»Von Lorfmon quedó impresionado por el efecto que esto tuvo sobre la tripulación. Los griegos no demostraron un interés superior a] normal en cualquier hombre, ¡pero los moros, y aún más los negros, parecieron volverse locos a un tiempo! Mientras el sarcófago era izado a bordo, se arrodillaron todos en la cubierta y prorrumpieron en una especie de cántico de adoración, y fue necesario usar la fuerza para impedirles entrar en el camarote donde se destapó la momia. Hubo varias peleas entre ellos y los griegos de la tripulación, y el patrón y Von Lorfmon creyeron mejor poner rumbo al puerto más próximo a toda prisa. El patrón lo atribuyó a la aversión natural que sienten todos los hombres de mar ante un cadáver a bordo, pero Von Lorfmon pareció notar en ello un significado más profundo.
«Atracaron en Lagos y esa misma noche Von Lorfmon fue asesinado en su camarote y la momia y su sarcófago se desvanecieron. Todos los marineros negros y moros desertaron esa misma noche del navío. Schuyler dijo (y aquí el asunto cobraba un aspecto más siniestro y misterioso) que inmediatamente después ese difuso malestar entre los nativos empezó a crecer y cobrar forma tangible; lo relacionaba, de algún modo, con la vieja leyenda.
«Asimismo, un aura de misterio rodeaba la muerte de Von Lorfmon. Se había llevado la momia a su camarote y, previendo un ataque de la fanatizada tripulación, había cerrado y atrancado cuidadosamente la puerta y los ojos de buey. El patrón, hombre digno de confianza, juró que era virtualmente imposible entrar desde el exterior. Y las señales existentes indicaban que los cerrojos habían sido abiertos desde el interior. Al científico lo mataron con una daga que formaba parte de su colección y que fue hallada en su pecho.
«Como he dicho, inmediatamente después el caldero africano empezó a hervir. Schuyler dijo que en su opinión los nativos consideraban que la vieja profecía se había cumplido. La momia era el hombre del mar.
«Schuyler opinaba que todo era obra de los atlantes y que el hombre del sarcófago era un nativo de la perdida Atlántida. Cómo llegó a la superficie el sarcófago a través de las incalculables brazas de agua que cubren la tierra olvidada, es algo sobre lo que no se aventuró a ofrecer teoría alguna. Está seguro de que en algún lugar, en los laberintos plagados de espectros de las junglas africanas, la momia ha sido entronizada como dios y que, inspirados por esa cosa muerta, los guerreros negros se están reuniendo para una colosal matanza. Cree, también, que algún astuto musulmán está impulsando directamente la temida rebelión.»
Gordon dejó de leer y me miró.
Las momias parecen tejer una extraña danza a través de la urdimbre del relato —dijo—. El científico alemán tomó varias fotos de la momia con su cámara, y fue después de verlas (ya que, extrañamente, no fueron robadas junto con el objeto) cuando el mayor Morley empezó a creerse cercano a algún monstruoso descubrimiento. Su diario refleja su estado mental y se hace incoherente..., su condición parecía estarse acercando a la locura. ¿Qué descubrió para perder de tal modo el equilibrio? ¿Supone acaso que los hechizos mesméricos de Kathulos fueron usados contra él?
Esas fotos... —empecé a decir.
Cayeron en manos de Schuyler y él le entregó una a Morley. La encontré entre el manuscrito.
Me alargó la foto, mientras me observaba atentamente. La miré, me puse en pie vacilante y me serví una copa de vino.
No es un ídolo muerto en una choza de vudú —dije, la voz temblorosa—, sino un monstruo animado por una vida temible, recorriendo el mundo en busca de víctimas. Morley vio al Amo..., por eso su mente se hizo pedazos. ¡Gordon, como que estoy vivo que ese rostro es el de Kathulos!
Gordon se me quedó mirando, sin habla.
La mano del Amo, Gordon —y me reí.
Cierta tétrica alegría hendió las nieblas de mi terror ante la imagen de aquel inglés de nervios acerados que se había quedado mudo, indudablemente por primera vez en su vida.
Se humedeció los labios y, con una voz que a duras penas era reconocible, dijo:
Entonces, Costigan, en nombre de Dios, nada es seguro o estable, y la humanidad se tambalea al borde de abismos indecibles de horror sin nombre. Si ese monstruo muerto descubierto por Von Lorfmon es en verdad el Escorpión, devuelto a la vida de algún modo espantoso, ¿qué pueden contra él los esfuerzos de los mortales?
La momia en la tienda de Kamonos... —dije yo.
Sí, el hombre de la carne endurecida por mil años de no-existencia... ¡Debía de ser Kathulos en persona! Habría tenido el tiempo justo para desnudarse, revestirse con los vendajes de lino y tenderse en el sarcófago antes de que entrásemos. Recordará que el sarcófago, apoyado contra la pared, estaba parcialmente oculto por un gran ídolo birmano que obstruía nuestra visibilidad y, sin duda, le dio tiempo para llevar a cabo sus propósitos. Dios mío, Costigan, ¿con qué horror del mundo prehistórico estamos tratando?
He oído hablar de fakires hindúes que podían lograr provocarse un estado muy parecido a la muerte —dije—. ¿Acaso no es posible que Kathulos, un oriental astuto y lleno de recursos, se pusiese a sí mismo
en tal estado y sus seguidores depositasen el sarcófago en el océano, allí donde era seguro que lo encontrasen? ¿Y acaso esta noche, en la tienda de Kamonos, no podía hallarse en tal estado? Gordon negó con la cabeza.
No. He visto a esos fakires. Ninguno de ellos se fingió muerto hasta el extremo de encogerse y endurecerse..., en una palabra, de resecarse. Morley, relatando en otro lugar la descripción del sarcófago tal y como la anotó Von Lorfmon y fue transmitida a Schuyler, menciona el hecho de que había gran cantidad de algas adheridas a éste..., algas de una clase que sólo se encuentra a grandes profundidades, en el fondo del océano. La madera, asimismo, era de una clase que Von Lorfmon no logró reconocer o clasificar, pese al hecho de que era una de las mayores autoridades vivientes sobre la flora. Y sus notas destacan con énfasis una y otra vez la enorme vejez del objeto. Admitió que no había modo de decir cuál era la antigüedad de la momia, pero sus alusiones indican que él la remontaba no a miles, ¡sino a millones de años!
»No. Debemos enfrentarnos a los hechos. Ya que usted está seguro de que el rostro de la momia es el de Kathulos, y un fraude es casi imposible, una de estas dos cosas debe ser cierta: el Escorpión no murió nunca sino que, hace eones, fue colocado en ese sarcófago y su vida preservada de algún modo o, de lo contrario..., ¡estaba muerto y fue devuelto a la vida! Cualquiera de las dos teorías, considerada a la fría luz de la razón, es absolutamente insostenible. ¿Estamos todos locos?
Si alguna vez hubiese recorrido el camino que lleva al país del opio —dije sobriamente—, podría creer en cualquier cosa. Si hubiese contemplado los terribles ojos de reptil de Kathulos, el hechicero, no dudaría de que estuvo al mismo tiempo muerto y vivo.
Gordon miró por la ventana, su delgado rostro lleno de agotamiento bajo la luz grisácea que había empezado a filtrarse por los cristales.
De cualquier modo —dijo—, hay dos sitios que tengo la intención de explorar concienzudamente antes de que el sol vuelva a salir: la tienda de antigüedades de Kamonos y el número cuarenta y ocho del Soho.
 
18. LA PRESA DEL ESCORPIÓN
 
En tanto que desde una orgullosa torre en la ciudad
La muerte, como un gigante, nos contempla.
POE
 
Hansen roncaba en el lecho en tanto que yo recorría a grandes zancadas la habitación. Otro día había transcurrido en Londres y de nuevo los faroles brillaban entre la niebla. Sus luces me afectaban de un modo extraño. Parecían latir, olas de sólida energía, estrellándose en mi cerebro. Retorcían la niebla dándole formas extrañas y siniestras. Candilejas del escenario formado por las calles de Londres, ¿cuántas escenas terribles habían iluminado? Me apreté con fuerza las sienes doloridas, luchando por hacer que mis pensamientos volviesen del laberinto caótico en el que se habían extraviado.
No había visto a Gordon desde el amanecer. Siguiendo la pista del «número 48 del Soho», se había marchado para preparar una incursión en ese lugar y había creído mejor que yo permaneciese a cubierto. Preveía algún atentado contra mi vida y, asimismo, pensó que si yo me dedicaba a investigar en los tugurios que había frecuentado anteriormente, levantaría sospechas.
Hansen seguía roncando. Me senté y empecé a examinar los zapatos turcos que llevaba. Zuleika había calzado zapatillas turcas... ¡Cómo flotaba a través de mis ensoñaciones, haciendo brillar las cosas más prosaicas con su hechizo! Su rostro me sonreía desde la niebla; sus ojos parecían lanzar destellos desde los faroles vacilantes; el fantasma de sus pisadas resonaba una y otra vez en las recámaras llenas de neblina de mi cráneo.
Eran como un estribillo sin fin, obsesivo, angustioso, hasta que creí oír un eco de aquellas pisadas, quedo y cauteloso, resonando en la salita que había más allá del cuarto. De pronto, alguien llamó a la puerta, sobresaltándome.
Hansen seguía dormido mientras yo atravesaba el cuarto y abría sin tardanza la puerta. Un remolino de niebla había invadido el pasillo y a través de él, como si fuese un velo plateado, la vi..., Zuleika se alzaba ante mí con su cabellera resplandeciente, sus rojos labios entreabiertos y sus enormes ojos oscuros.
Me quedé sin habla, como un imbécil, y ella lanzó una rápida mirada hacia el extremo del corredor, luego entró y cerró la puerta.
¡Gordon! —susurró, con voz llena de emoción—. ¡Tu amigo! ¡El Escorpión le ha atrapado!
Hansen se había despertado y ahora contemplaba boquiabierto, con expresión de estupidez, la extraña escena que se desarrollaba ante sus ojos.
Zuleika no le prestó atención.
¡Oh, Stephen! —exclamó ella, y en sus ojos brillaron las lágrimas—. He intentado por todos los medios conseguir un poco más de elixir, pero me ha sido imposible.
Eso no importa —dije, recobrando al fin el habla—. Cuéntame lo de Gordon.
Regresó él solo a la tienda de Kamonos y Hassim y Ganra Singh le cogieron prisionero, llevándole a la casa del Amo. Esta noche se reunirán los servidores del Escorpión para el sacrificio.
¡Sacrificio! —Un espantoso escalofrío de miedo me recorrió la columna vertebral. ¿Acaso no había límite alguno a todo este horror?—. Aprisa, Zuleika, ¿dónde se encuentra esa casa del Amo?
En el Soho, número cuarenta y ocho. Debes avisar a la policía y enviar muchos hombres para rodearla, pero no debes ir en persona...
Hansen se puso en pie de un salto, ansioso por emprender la acción, pero yo me giré hacia él. Ahora tenía el cerebro despejado, o al menos lo parecía, y estaba funcionando a velocidades casi imposibles.
¡Espere! —Me volví de nuevo hacia Zuleika—. ¿Cuándo tendrá lugar ese sacrificio?
Cuando salga la luna.
Eso es unas pocas horas antes del alba. Hay tiempo de salvarle, pero si atacamos la casa le matarán antes de que podamos llegar hasta él. Y sólo Dios sabe cuántos seres diabólicos vigilan todas las entradas.
No lo sé —gimoteó Zuleika—. Debo irme ahora, o el Amo me matará.
Ante esas palabras algo se rompió en mi cerebro, algo que parecía una ola de exultación salvaje y terrible me invadió.
¡El Amo no matará a nadie! —grité, alzando los brazos—. ¡Antes de que el este enrojezca con el alba, el Amo morirá! ¡Lo juro, por todo lo sagrado y lo que no lo es!
Hansen se me quedó mirando, atónito, y Zuleika se encogió un poco cuando me giré hacia ella. Un rayo de luz, infalible e inequívoco, había iluminado mi cerebro exaltado por la droga.
Sabía que Kathulos era un mesmerista..., que sabía perfectamente cual era el secreto para dominar el cerebro y el alma de otra persona. Y sabía que, al fin, había dado con la razón de su poder sobre la muchacha. ¡Mesmerismo! Al igual que una serpiente fascina a un pajarillo, atrayéndolo hacia ella, así retenía el Amo a Zuleika con invisibles grilletes. Tan absoluto era su poder sobre ella que se mantenía incluso cuando estaba fuera de su vista, actuando sobre grandes distancias.
Sólo una cosa podía romper ese dominio: el poder magnético de alguna otra persona cuyo control sobre ella fuese más fuerte que el de Kathulos. Puse mis manos sobre sus frágiles hombros y la obligué a que me mirase.
Zuleika —dije imperiosamente—, aquí estás segura; no volverás con Kathulos. No es necesario. Ahora eres libre.
Pero supe que había fracasado incluso antes de empezar. Sus ojos me miraban asombrados, llenos de un miedo irracional y, finalmente, ella empezó a retorcerse débilmente entre mis brazos.
¡Stephen, por favor, déjame ir! —suplicó—. Tengo que irme... ¡debo irme!
La llevé hasta la cama y le pedí a Hansen que me dejase sus esposas. Me las alargó, el rostro lleno de dudas, y yo cerré una de las manillas en la cabecera del lecho y otra en torno a su esbelta muñeca. La muchacha gimoteó un poco pero no se resistió, sus límpidos ojos buscando los míos en una muda súplica.
Obligarla a cumplir mi voluntad de un modo tan aparentemente brutal me partía el corazón, pero no me quedaba más remedio.
Zuleika —dije con ternura—, ahora eres mi prisionera. El Escorpión no puede culparte por no volver a su lado cuando no te es posible hacerlo..., y antes del amanecer estarás completamente libre de su dominio.
Me volví hacia Hansen y le hablé, con un tono que no admitía disputa.
Quédese aquí, sin abrir la puerta, hasta que yo vuelva. No permita bajo ningún concepto que entren extraños..., es decir, cualquier persona a la que usted no conozca. Y le encarezco, por su honor de hombre, que no suelte a la muchacha, no importa lo que pueda decirle. Si ni yo ni Gordon hemos vuelto a las diez del día de mañana, llévela a esta dirección, esa familia fue amiga mía y cuidarán de una chica sin hogar. Me voy a Scotland Yard.
Stephen —gimió Zuleika—, ¿vas al cubil del Amo? Te matarán. ¡Envía a la policía, no vayas tú!
Me incliné, estrechándola en mis brazos, sintiendo sus labios en los míos, y luego me arranqué a su abrazo.
Los dedos espectrales de la niebla parecían querer atraparme, fríos como manos de cadáveres, mientras yo recorría las calles a toda prisa. No tenía un plan, pero uno empezaba a formarse en mi cerebro, hirviendo ya en el caldero estimulado por la droga de mi mente. Me detuve al ver a un policía que hacía su ronda y, llamándole con una seña, garabateé una escueta nota en un pedazo de papel arrancado de una agenda y se lo tendí.
Lleve esto a Scotland Yard; es una cuestión de vida o muerte relacionada con John Gordon.
Ante la formulación de ese nombre, una mano enguantada hizo un veloz gesto de asentimiento, pero el leve sentimiento de seguridad que me había proporcionado su rápida reacción murió en mi interior mientras yo proseguía mi carrera. La nota explicaba brevemente que Gordon estaba prisionero en el número 48 del Soho y aconsejaba que se hiciera de inmediato una incursión en dicho número con abundantes efectivos... No, no se aconsejaba, se ordenaba, en nombre de Gordon.
La razón de mis actos era muy sencilla: sabía que el primer ruido producido en la incursión sellaría la muerte de Gordon. Fuese como fuese, debía llegar antes a su lado y protegerle o liberarle con anterioridad a la llegada de la policía.
El tiempo parecía interminable pero, al fin, las austeras líneas del edificio número 48 del Soho se alzaron ante mí, un espectro colosal entre la niebla. Ya era bastante tarde; poca era la gente que osaba enfrentarse a la niebla y a la humedad cuando me detuve en mitad de la calle ante ese ominoso edificio. No había luz alguna en las ventanas, ni arriba ni en el piso de abajo. Parecía abandonado. Pero muy a menudo el cubil del Escorpión parece desierto hasta que, de pronto, la muerte silenciosa ataca sin previo aviso.
Allí me detuve, y una loca idea me asaltó de pronto. De un modo o de otro, el drama habría terminado al amanecer. Esta noche era el clímax de mi carrera, la cima definitiva de mi vida. Esta noche yo era el eslabón más fuerte de toda esta extraña cadena de acontecimientos. Mañana carecería de importancia el que yo estuviese vivo o muerto. Saqué de mi bolsillo el frasco del elixir y lo miré. Racionado cuidadosamente, tendría para dos días. ¡Dos días más de vida! O..., necesitaba el estímulo como jamás lo había necesitado antes; la tarea que se hallaba ante mí era una como ningún ser humano podía esperar llevar a cabo. Si bebía todo lo que me quedaba del elixir, no tenía idea alguna de cuánto durarían sus efectos, pero estaba seguro de que, al menos, abarcarían el resto de la noche. Y las piernas me temblaban; mi mente padecía extraños períodos de un vacío absoluto; la debilidad del cuerpo y del cerebro parecían asediarme. Alcé el frasco y, de un solo trago, lo vacié.
Por un instante creí morir. Nunca había tomado tal cantidad. El cielo y el universo vacilaron y sentí como si fuese a estallar en un millón de fragmentos temblorosos, como un globo de acero quebradizo que estalla de pronto. Como un fuego infernal, el elixir corría por mis venas, ¡y me convertía en un gigante! ¡Un monstruo! ¡Un superhombre! Di la vuelta y con grandes zancadas me acerqué hacia el amenazador umbral hundido entre las sombras. No tenía ningún plan; no me parecía necesario. Al igual que un borracho que se dirige ciegamente hacia el peligro, así entré yo en el cubil del Escorpión, magníficamente consciente de mi superioridad, confiado como un emperador en mi estimulada capacidad y tan seguro como las estrellas inmutables del camino que se abriría ante mí.
¡Oh, no existió jamás superhombre alguno como el que llamó imperioso a la puerta del número 48 del Soho entre la niebla y la llovizna!
Cuatro veces llamé, la vieja señal que los esclavos habían utilizado para ser admitidos en el cuarto del ídolo de Yun Shatu. Se abrió una rendija en el centro de la puerta y unos ojos oblicuos me contemplaron llenos de cautela. Parecieron agrandarse un poco al reconocerme y luego volvieron a entrecerrarse con malignidad.
¡Estúpido! —dije, irritado—. ¿Acaso no ves la señal? Sostuve mi mano ante la rendija.
¿No me reconoces? Déjame entrar, maldito seas.
Creo que fue la loca audacia de la treta lo que la hizo triunfar. Con seguridad, todos los esclavos del Escorpión tenían conocimiento de la rebelión de Stephen Costigan, y estaban enterados de que se le había marcado para morir. Y el mismo hecho de que yo viniese hasta aquí, desafiando a mi destino, fue lo que confundió al encargado de la puerta.
La puerta se abrió y yo la crucé. El hombre que me había dejado entrar era un chino alto y flaco al que había conocido yo como criado de Kathulos. Cerró la puerta a mi espalda y vi que nos hallábamos en una especie de vestíbulo iluminado por una débil lámpara cuyo resplandor no podía divisarse desde la calle ya que las ventanas estaban cubiertas con gruesos cortinajes. El chino me contempló, indeciso, con ojos llameantes. Yo le devolví la mirada, lleno de tensión. Entonces la sospecha ardió en sus ojos y su mano pareció volar hacia su manga. Pero en ese instante ya me había lanzado sobre él y su flaco cuello se quebró como una rama podrida entre mis manos.
Deposité su cadáver sobre el suelo cubierto de gruesas alfombras y escuché. Ni un ruido quebraba el silencio. Caminando con la cautela de un lobo, los dedos extendidos como si fuesen garras, me introduje en la siguiente habitación. Estaba amueblada al estilo oriental, con divanes, alfombras y cortinajes bordados de oro, pero no albergaba vida humana. La atravesé y me dirigí hacia la siguiente. La luz parecía derramarse de los incensarios que colgaban del techo y las alfombras orientales ahogaban el ruido de mis pasos; parecía que me estuviese moviendo en un castillo encantado.
A cada momento, aguardaba una oleada de silenciosos asesinos surgiendo de las puertas o de los cortinajes y biombos en los que se retorcían los dragones. Reinaba un silencio absoluto. Exploré una habitación tras otra y, por último, me detuve al pie de las escaleras. Del inevitable incensario brotaba una luz incierta, pero la mayor parte de los peldaños estaban envueltos en la oscuridad. ¿Qué horrores me aguardaban allí arriba?
Pero el miedo y el elixir son malos compañeros y yo ascendí esos peldaños en los que acechaba el terror tan atrevidamente como había entrado en esa mansión del miedo. Las habitaciones que descubrí en el piso de arriba se parecían mucho a las de abajo y tenían en común con ellas el hallarse vacías de toda vida humana. Busqué un ático pero no parecía haber puerta alguna que condujese hasta él. Volviendo al primer piso, busqué una entrada al sótano, pero, de nuevo, mis esfuerzos fueron infructuosos. Poco a poco, la asombrosa verdad se me fue imponiendo: haciendo excepción de mi persona y del muerto que yacía, grotescamente retorcido, en el vestíbulo exterior, no había hombre alguno, muerto o vivo, en la mansión.
No podía entenderlo. Si no hubiese habido muebles en la casa habría llegado a la conclusión natural de que Kathuios había huido..., pero no había señal alguna de huida que yo pudiese distinguir. Todo esto era increíble, fuera de lo común. Permanecí inmóvil en la enorme biblioteca envuelta en sombras, pensando. No, no me había equivocado de casa. Aunque no existiese el mudo testimonio del cadáver en el vestíbulo, todo en la habitación indicaba la presencia del Amo. Allí estaban las palmeras artificiales, los biombos de laca, los tapices, incluso el ídolo, aunque ahora no hubiese incienso alguno alzándose ante él. Los muros estaban cubiertos con grandes estanterías de libros, de raras y costosas encuadernaciones. Como descubrí tras un rápido examen, libros en cada uno de los idiomas del planeta, y sobre cada tema posible, la mayor parte de ellos exóticos y fuera de lo normal.
Recordando el pasadizo secreto en el Templo de los Sueños, examiné la pesada mesa de caoba que se alzaba en el centro de la habitación. Pero mi examen no dio resultado alguno. En mi interior se alzó una repentina llamarada de furia, primitiva e irracional. Cogí una estatuilla que descansaba encima de la mesa y la estrellé contra el muro cubierto de estanterías. El ruido que hizo al romperse habría debido sacar a la banda de su escondite. ¡Pero el resultado fue mucho más sorprendente!
La estatuilla chocó con el borde de una estantería y, al instante, todo el panel de los estantes con su carga de libros giró silenciosamente hacia afuera, ¡revelando un angosto umbral! Como en la otra puerta secreta, una hilera de escalones llevaba hacia abajo. En otro momento me habría estremecido ante la idea de bajar por ellos, con los horrores del otro túnel frescos en mi cerebro pero, inflamado como me hallaba por el elixir, me lancé hacia adelante sin vacilar siquiera.
Dado que no había nadie en la casa, debían de hallarse en el túnel o en el escondite al que llevase éste. Crucé el umbral, dejando abierta la puerta; así la policía podría encontrarla y seguirme, aunque, de un modo extraño, tenía la sensación de que, desde su principio hasta su horrendo final, iba a estar solo en toda mi aventura.
Bajé una distancia considerable y, finalmente, la escalera desembocó en un corredor a nivel del suelo cuya anchura sería de unos seis metros..., algo francamente asombroso. Pese a la anchura, el techo era más bien bajo y de él colgaban unas pequeñas lámparas de forma extraña que arrojaban una luz bastante tenue. Recorrí a toda prisa el corredor, como la vieja Muerte en busca de sus víctimas y, mientras lo atravesaba, me fijé en su construcción. El suelo estaba hecho con grandes losas y los muros parecían haber sido construidos con enormes bloques de piedra cuidadosamente tallada. El pasadizo no parecía una obra moderna; los esclavos de Kathulos jamás habían creado ese túnel. Algún camino secreto de los tiempos medievales, pensé..., y, después de todo, ¿quién sabe qué catacumbas yacen debajo de Londres, cuyos secretos son más grandes y más tenebrosos que los de Babilonia y Roma?
Me adentré más y más, y supe al fin que debía de hallarme a bastante profundidad. El aire estaba cargado y rancio, y una fría humedad goteaba desde las piedras del techo y los muros. De vez en cuando veía pasadizos más estrechos que se perdían en la oscuridad pero decidí seguir el pasillo principal.
Una feroz impaciencia me dominaba. Me parecía que llevaba horas caminando y, pese a todo, lo único que veían mis ojos era muros húmedos y desnudos, losas austeras y lámparas goteantes. Me mantuve atento, buscando cofres de apariencia siniestra u objetos similares..., pero no vi nada parecido.
Y entonces, cuando estaba a punto de prorrumpir en salvajes maldiciones, otra escalera se alzó ante mí surgiendo de entre las tinieblas.
 
19.   FURIA OSCURA
 
El lobo acorralado contempló lo que le rodeaba
Con la luz llama maligna de sus ojos.
Recordando su deuda, dijo: «¡Aún he de causar estragos,
antes de que llegue mi hora!»
mundy
 
Con la cautela del lobo, ascendí por la escalera. Unos seis metros más arriba había una especie de estancia a partir de la cual nacían otros corredores, muy parecidos al de más abajo por el que había llegado. Se me ocurrió la idea de que las profundidades de Londres debían estar llenas de tales pasadizos secretos, uno por encima del otro.
Unos metros por encima de aquella estancia, los escalones cesaban ante una puerta, y allí me detuve vacilante, inseguro en cuanto a si debía arriesgarme a llamar o no. Mientras permanecía allí, meditando, la puerta empezó a abrirse. Me pegué al muro, ocultándome todo lo posible. La puerta se abrió al fin por completo y un moro apareció en el umbral. Sólo pude lanzar una mirada a la estancia que había más allá, por el rabillo del ojo, pero mis sentidos inhumanamente aguzados percibieron que la habitación se hallaba vacía.
Y en ese mismo instante, antes de que pudiese girarse, le propiné al moro un golpe mortífero que le alcanzó en la mandíbula, haciéndole caer por las escaleras para derrumbarse al pie de éstas como una masa informe, sus miembros grotescamente retorcidos.
Mi mano izquierda detuvo la puerta antes de que se cerrase estruendosamente y, en un momento, la hube cruzado hallándome en la habitación contigua. Como había pensado, estaba vacía. La atravesé rápidamente y entré en la siguiente. Estas habitaciones estaban amuebladas de un modo ante el que la mansión del Soho palidecía insignificante. Bárbaro, terrible, espantoso..., tales palabras sólo pueden dar una ligera idea de los horrendos espectáculos que se ofrecieron a mis ojos. La mayor parte de los adornos, si es que se trataba de adornos, la formaban calaveras, huesos y esqueletos enteros. Había momias que parecían mirar desde sus sarcófagos y en las paredes se alineaban los reptiles disecados. Entre esas siniestras reliquias colgaban los escudos africanos de piel y bambú, sobre los que se entrecruzaban las azagayas y las dagas de combate. Aquí y allá asomaban ídolos obscenos, negros y terribles.
Y entre tales muestras de barbarie y salvajismo, esparcidos, había jarrones, biombos, alfombras y tapices de la más refinada artesanía oriental; el efecto producido era extraño e incongruente.
Había atravesado ya dos de esas estancias sin ver ni un alma cuando llegué a unas escaleras que subían. Ascendí por ellas, varios tramos de peldaños, hasta llegar a una puerta en el techo. Me pregunté si seguía hallándome bajo tierra. Levanté la puerta cautelosamente. Mis ojos distinguieron la luz de las estrellas y, precavidamente, me asomé al exterior. Allí me detuve. En todas las direcciones a mi alrededor se extendía un gran tejado más allá de cuyo borde centelleaban, por todos lados, las luces de Londres. No tenía ni idea en qué edificio estaba, pero pude ver que era alto, pues me pareció hallarme por encima de la mayoría de las luces que podía ver. Entonces vi que no estaba solo.
Sobre las sombras del parapeto que rodeaba el borde del tejado, una forma amenazadora y enorme se recortaba contra las estrellas. Dos ojos me contemplaban centelleando con una luz que no era totalmente racional; las estrellas arrancaban destellos plateados de una curva hoja de acero. Yar Khan, el asesino afgano, se me encaraba entre las sombras silenciosas.
Una exultación fiera y salvaje me invadió. ¡Ahora podía empezar a pagar la deuda que tenía con Kathulos y toda su banda infernal! La droga me hacía arder las venas y enviaba oleadas de un poder inhumano y una oscura furia recorriendo todo mi ser. Me lancé a la carrera, un salto silencioso y mortífero.
Yar Khan era un gigante, más alto y fornido que yo. Tenía un tulwar, y desde el momento en que le vi supe que estaba lleno de la droga a cuyo uso estaba habituado: heroína.
Al verme llegar, alzó su pesada arma en un arco letal, pero antes de que pudiese golpear yo le aferré la muñeca con que sostenía la espada en una presa de hierro y con la mano que me quedaba libre le propiné golpes terribles en el plexo solar.
 De ese espantoso combate librado en silencio por encima de la ciudad dormida, con sólo las estrellas como testigos, poco recuerdo. Recuerdo que me tambaleé, avanzando y retrocediendo, trabado en un abrazo de muerte. Recuerdo la áspera barba que me raspaba la carne mientras sus ojos incendiados por la droga me contemplaban llenos de ferocidad, clavados en los míos. Recuerdo el sabor de la sangre caliente en mi boca, el regusto que mi temible exultación me dejaba en el alma, una fuerza y una furia inhumanas que nacían avasallándolo todo.
¡Dios, qué espectáculo para la vista, si alguien nos hubiese visto en ese tétrico tejado, dos leopardos humanos, enloquecidos por la droga, haciéndose pedazos entre sí!
Recuerdo su brazo rompiéndose como un trozo de madera podrida bajo mi presa y el tulwar cayendo de su mano inútil. Puesto en desventaja por un brazo roto, el final era inevitable y, con una salvaje explosión de fuerza, le llevé hasta el borde del tejado y le hice inclinarse por encima del parapeto. Por un instante luchamos allí; luego, le hice soltar su presa y le lancé al espacio y, mientras caía en la oscuridad, sólo tuvo tiempo de lanzar un alarido.
Me puse en pie, levantando los brazos hacia las estrellas, una estatua terrible de triunfo primordial. Y por el pecho me corrieron hilillos de sangre surgida de las hondas heridas que las frenéticas uñas del afgano me habían infligido en el cuello y el rostro.
Me volví, lleno de la astucia de un loco. ¿Acaso nadie había oído el ruido de la batalla? Tenía los ojos clavados en la puerta por la que había venido, pero un ruido me hizo girar en redondo y, por primera vez, noté que había algo parecido a una torre surgiendo del tejado. No había ninguna ventana, pero sí una puerta y, mientras miraba, esa puerta se abrió y una colosal forma oscura se recortó a la luz que brotaba del interior. ¡Hassim!
Salió al tejado y cerró la puerta, los hombros encorvados y el cuello tendido mientras miraba a un lado y a otro. Le derribé al suelo, inconsciente, con un golpe que contenía todo mi odio. Me incliné sobre él, aguardando algún signo de que recobraba el conocimiento; luego, a lo lejos, en el cielo, cerca del horizonte, vi un débil tinte rojizo. ¡La luna estaba saliendo!
En nombre de Dios, ¿dónde estaba Gordon? Mientras permanecía inmóvil e indeciso, me llegó un extraño sonido. Se parecía, curiosamente, al zumbido que producirían muchas abejas.
Avanzando en la dirección de donde parecía provenir, atravesé el tejado y me incliné por encima del parapeto. Un espectáculo increíble, como salido de una pesadilla, se ofreció a mi vista.
A unos seis metros por debajo del nivel del tejado en el que me hallaba, había otro tejado, del mismo tamaño y, claramente, parte del mismo edificio. A un lado limitaba con la pared; en los otros tres lados había un parapeto varios metros más alto que el de mi tejado.
En el tejado había una multitud, de pie, sentada, acuclillada, todos apretujados unos contra otros... Y, sin excepción, todos eran ¡negros! Había centenares de ellos, y lo que había oído era el murmullo de sus conversaciones en voz baja. Pero lo que atrajo mi atención fue aquello en lo que tenían clavada la mirada.
En el centro del tejado se alzaba una especie de teocali de unos tres metros de alto, casi exactamente igual a los hallados en México y sobre los que los sacerdotes de los aztecas sacrificaban víctimas humanas. Éste, salvo en lo tocante a su escala, infinitamente menor, era una copia exacta de esas pirámides sacrificiales. Sobre su cima truncada había un altar curiosamente esculpido y, a su lado, se alzaba una figura flaca y oscura a la cual ni tan siquiera la horrenda máscara que llevaba podía ocultar a mi vista... Santiago, el hechicero vudú de Haití. Sobre el altar yacía John Gordon, desnudo hasta la cintura y atado de pies y manos, pero consciente.
Vacilante, me aparté del borde del tejado, desgarrado por la indecisión. Ni el estímulo del elixir podía competir con esto. Y entonces, un mido me hizo volver en mí para ver a Hassim que, medio aturdido, luchaba por ponerse de rodillas. Llegué junto a él tras dar dos largas zancadas e, implacablemente, le derribé de nuevo. Noté entonces un objeto extraño que llevaba colgando del cinturón. Me agaché para examinarlo.
Era una máscara similar a la que llevaba Santiago. Mi mente saltó entonces rauda concibiendo un salvaje y desesperado plan. Anduve con cautela hasta la torre y, abriendo la puerta, examiné el interior. No vi a nadie que hiciese falta acallar, pero sí una túnica de seda que colgaba de un gancho en la pared. ¡La suerte del drogado! La cogí y cerré de nuevo la puerta. Hassim no parecía dar señales de recobrarse pero, para asegurarme, le golpeé de nuevo en la mandíbula y, cogiendo su máscara, corrí hacia el borde del tejado.
Un canto ronco y gutural ascendía hacia mí, discordante, bárbaro, apenas ocultando la enloquecida sed de sangre que en él subyacía. Los negros, hombres y mujeres, se balanceaban hacia adelante y hacia atrás siguiendo el ritmo salvaje de su cántico de muerte. En el teocali, Santiago seguía inmóvil como una estatua de basalto negro, mirando hacia el este, el cuchillo en alto..., una imagen salvaje y terrible, desnudo como estaba a excepción de su taparrabos de seda y la máscara inhumana en el rostro. La luna asomaba ya un borde rojizo por encima del horizonte oriental y una débil brisa removía las grandes plumas negras que oscilaban sobre la máscara del sacerdote vudú. El cántico de los adoradores descendió de tono hasta convertirse en un murmullo siniestro.
A toda prisa me puse la máscara de muerte, me coloqué bien la túnica y me preparé para el descenso. Estaba dispuesto a dejarme caer, bien seguro con la soberbia confianza de mi locura que aterrizaría sin sufrir daño alguno; pero al trepar por encima del parapeto descubrí una escalera de acero que descendía. Evidentemente, Hassim, uno de los sacerdotes vudú, pretendía bajar por aquí. De tal modo descendí, a toda prisa, pues sabía que cuando el extremo inferior de la luna iluminase los edificios de la ciudad, esa daga inmóvil bajaría hasta hundirse en el pecho de Gordon.
Envolviéndome bien en la túnica para esconder mi blanca piel, puse pie en el tejado y avancé entre las hileras de negros adoradores que se apartaban para dejarme pasar. Llegué hasta el pie del teocali y ascendí los peldaños que llevaban a la cima, hasta que me encontré junto al altar de la muerte y percibí las manchas rojo oscuro que había en él. Gordon yacía sobre su espalda, los ojos abiertos, el rostro tenso y agotado, pero con la mirada decidida y llena de valor.
Los ojos de Santiago me contemplaron llameantes a través de las rendijas de su máscara, pero no vi sospecha alguna en ellos hasta que yo tendí la mano y le arrebaté la daga. Estaba demasiado asombrado para resistirse y la multitud negra calló de pronto. Estoy seguro de que vio que mi mano no era la de un negro, pero, simplemente, el asombro le había dejado sin habla. Moviéndome velozmente, corté las ataduras de Gordon y le puse en pie. Entonces, Santiago saltó sobre mí lanzando un alarido..., gritó de nuevo, extendiendo los brazos, y cayó desde lo alto del teocali con su propia daga hundida hasta la empuñadura en el pecho.
Un instante después, los adoradores se lanzaban sobre nosotros chillando y rugiendo..., saltando sobre los peldaños del teocali como leopardos negros bajo la luna, sus cuchillos centelleando, el blanco de los ojos ardiendo en la oscuridad.
Me arranqué la máscara y la túnica y respondí a la exclamación de Gordon con una salvaje carcajada. Había tenido la esperanza de que mi disfraz pudiese hacernos escapar, pero ahora me contentaba con morir aquí, a su lado.
Arrancó un gran adorno metálico del altar y lo esgrimió frente a los atacantes. Los tuvimos a raya un instante y luego nos sumergieron como una ola negra. ¡Para mí esto era el Valhalla! Los cuchillos me hirieron y me golpearon los garrotes, pero yo reí y lancé mis puños de hierro en golpes implacables, como los de un martillo pilón, que hacían pedazos los huesos y la carne. Vi la tosca arma de Gordon subir y bajar, y cada vez derribaba a un hombre. Los cráneos se partían y la sangre lo inundaba todo mientras que la furia oscura me dominaba. Rostros de pesadilla giraban a mi alrededor, caí de rodillas; me puse de nuevo en pie y los rostros se derrumbaron bajo mis golpes. Como entre nieblas, me pareció oír una voz horriblemente familiar que se alzaba en una orden imperiosa.
Gordon fue apartado de mi lado pero, por el ruido, supe que su obra mortífera continuaba aún. Las estrellas parecían vacilar entre nieblas de sangre, pero una exaltación infernal me dominaba y me entregué al deleite de las oscuras mareas de la furia hasta que una marea más oscura y profunda me avasalló. No supe más.





 
20. ANTIGUO HORROR
 
Ahora y aquí, en su triunfo donde todas las cosas caen
Tendida entre los despojos que su propia mano esparció,
Como un Dios auto-inmolado en su propio y extraño altar,
Yace muerta la Muerte.
swinburne
 
Volví lentamente a la vida..., lenta, muy lentamente. Una neblina parecía retenerme y entre la niebla vi una Calavera...
Estaba tendido en una jaula de acero como un lobo cautivo, y noté que los barrotes eran demasiado fuertes, incluso para mi fortaleza. La jaula parecía estar colocada en una especie de nicho en la pared y yo me hallaba contemplando una gran habitación. La habitación se hallaba bajo tierra, pues el suelo lo formaban losas de piedra y los muros y el techo estaban compuestos por bloques gigantescos del mismo material. Los muros estaban llenos de estantes, cubiertos de extraños objetos, aparentemente de naturaleza científica, y había más sobre la gran mesa que se hallaba en el centro de la habitación. Junto a ella se encontraba sentado Kathulos.
El Hechicero vestía una túnica de un color amarillo serpiente, y aquellas manos horrendas y su terrible cabeza parecían más que nunca pertenecer a un reptil. Volvió hacia mí sus grandes ojos amarillos, como lagunas de un lívido fuego, y sus labios delgados como el pergamino se movieron en lo que quizá fuese una sonrisa.
Me puse en pie, vacilante, y aferré los barrotes, maldiciendo.
Gordon, maldito seas, ¿dónde está Gordon? Kathulos tomó un tubo de ensayo de la mesa, lo observó atentamente y lo vació en otro tubo.
¡Ah, mi amigo despierta! —murmuró su voz, la voz de un muerto viviente.
Hundió las manos en sus largas mangas y se volvió hacia mí.
Creo que contigo —dijo, marcando bien las palabras— he creado un monstruo de Frankenstein. Hice de ti una criatura sobrehumana para que sirvieses a mis deseos y te me has escapado. Eres mi némesis, peor aún de lo que fue Gordon. Has matado a servidores valiosos y has interferido en mis planes. Sin embargo, esta noche tus maldades llegan a su fin. Tu amigo Gordon huyó, pero le están persiguiendo por los túneles y no puede escapar.
»Tú eres un sujeto de lo más interesante —prosiguió, con el sincero interés del científico en su voz—. Tu cerebro debe de ser de una constitución distinta a la de cualquier hombre que haya existido. Lo estudiaré atentamente y lo añadiré a mi laboratorio. El cómo un hombre, con la necesidad aparente del elixir en su organismo, se las ha arreglado para seguir existiendo dos días aún estimulado por la última dosis, es más de lo que puedo entender.
Mi corazón dio un salto. Pese a toda su sabiduría, la pequeña Zuleika había logrado engañarle y, evidentemente, no sabía que le había sustraído un frasco del elixir vital.
La última dosis que recibiste de mí —continuó— era suficiente sólo para unas ocho horas. Insisto en que me tienes asombrado. ¿Tienes alguna sugerencia que hacerme?
Lancé un rugido inarticulado. Él suspiró.
El bárbaro, como siempre. El proverbio es bien cierto: «Juega con el tigre herido y dale calor en tu pecho a la víbora antes que intentar librar al salvaje de su salvajismo.»
Meditó un tiempo en silencio. Yo le observaba, intranquilo. Había en él una extraña y confusa diferencia..., sus largos dedos, emergiendo de las mangas, repiqueteaban sobre los brazos de la silla y una oculta exultación parecía latir en lo más hondo de su voz, proporcionándole una sonoridad fuera de lo acostumbrado.
Y podrías haber sido un rey en mi nuevo régimen —dijo de pronto—. Sí, nuevo... ¡Nuevo y de una vejez inhumana!
Me estremecí al oír su carcajada, seca y aguda, emergiendo gutural de su garganta.
Inclinó la cabeza como si escuchase. De lo lejos parecía llegar el murmullo de muchas voces guturales. Sus labios se contorsionaron en una sonrisa.
Mis niños negros —murmuró—. Están haciendo pedazos a mi enemigo Gordon en los túneles. Ellos son mis auténticos seguidores, señor Costigan, y para instruirles y deleitarles tendí esta noche a John Gordon sobre la piedra del sacrificio. Habría preferido hacer con él ciertos experimentos, basados en ciertas teorías científicas, pero mis niños deben ser complacidos. Más tarde, bajo mi tutela, crecerán hasta superar sus infantiles supersticiones y desecharán sus estúpidas costumbres pero, ahora, deben ser llevados suavemente de la mano.
»¿Le gustan estos corredores subterráneos, señor Costigan? —dijo, cambiando bruscamente de tema—. Pensó de ellos, ¿qué? Sin duda, ¿que fueron construidos por los salvajes blancos de vuestras Edades Medias? ¡Falso! ¡Estos túneles son más viejos que vuestro mundo! Fueron creados por reyes poderosos hace demasiados eones para que tu mente pueda concebirlo, cuando una ciudad imperial se alzaba donde ahora se levanta esta tosca aldea que es Londres. Todo rastro de esa metrópolis se ha convertido en polvo y se ha desvanecido, pero estos corredores fueron construidos con algo más que la mera habilidad humana... ¡ja, ja! De los millares de seres que cotidianamente se mueven por encima de ellos, nadie conoce su existencia salvo mis servidores..., y no todos ellos. Zuleika, por ejemplo, no los conoce, pues últimamente he empezado a dudar de su lealtad y, sin duda, pronto haré de ella un ejemplo.
Ante eso me lancé ciegamente contra el costado de la jaula, una roja ola de odio y furia dominándome. Tomé los barrotes y me esforcé hasta que las venas se me marcaron en la frente y los músculos se hincharon y crujieron en mis brazos y en mi espalda. Y los barrotes se doblaron bajo mi ataque..., un poco, pero no más y, finalmente, la fuerza huyó de mis miembros y tuve que sentarme, tembloroso y debilitado. Kathulos, imperturbable, me observaba.
Los barrotes aguantarán —anunció con algo que casi parecía alivio en su tono—. Francamente, prefiero hallarme al otro lado. Si alguna vez existió un hombre mono, eres tú.
De repente, lanzó una feroz carcajada.
Mas, ¿por qué pretendes oponerte a mí? —aulló, de modo inesperado—. ¿Por qué me desafías, a mí que soy Kathulos, el Hechicero, grande incluso en los días del viejo imperio? ¡Y hoy, invencible! ¡Un mago, un científico entre salvajes ignorantes! ¡Ja, ja!
Me estremecí y, de pronto, fue como si se hiciese la luz. ¡El propio Kathulos era un adicto, y su droga le inflamaba en estos momentos! No sé, ni deseo saber, cuál era el brebaje infernal lo bastante fuerte y terrible como para excitar al Amo de tal modo. De todo su increíble saber yo, conociéndole como lo hice, creo que esta era la parte más tremenda y fuera de lo normal.
¡Estúpido, pobre estúpido! —deliraba, su rostro como iluminado por un fuego sobrenatural—. ¿Sabes quién soy? ¡Kathulos de Egipto! ¡Bah! ¡Me conocían ya en los viejos días! Reiné sobre las oscuras tierras del mar cubiertas de niebla eras y eras antes de que el mar se alzase y engullese la tierra. Morí, pero no como mueren los hombres; ¡era nuestra la poción mágica de la vida eterna! Bebí de ella y dormí. ¡Largo tiempo dormí en mi sarcófago lacado! Mi carne se marchitó y se volvió más dura; mi sangre se secó dentro de mis venas. Me volví como un muerto. Pero dentro de mí seguía ardiendo el espíritu de la vida, durmiendo pero previendo el despertar. Las grandes ciudades se convirtieron en polvo. El mar se tragó la tierra. Los orgullosos altares y los grandiosos capiteles se hundieron bajo las verdes olas. Todo esto lo supe mientras dormía, al igual que sabe un hombre cuando sueña. ¿Kathulos de Egipto? ¡Falso! ¡Kathulos de la Atlántida!
Lancé un grito involuntario. Todo aquello era demasiado espantoso para soportarlo sin enloquecer.
Sí, el Mago, el Hechicero.
»Y a lo largo de los interminables años de salvajismo, durante los cuales las razas bárbaras lucharon por el poder sin sus amos, surgió la leyenda del día del imperio, cuando un hombre de la Vieja Raza saldría del mar. Sí, y llevaría a la victoria al pueblo negro que fue nuestro esclavo en los antiguos días.
»¿Qué me importan esas gentes cobrizas y amarillas? Los negros fueron los esclavos de mi raza y, hoy en día, yo soy su dios. Me obedecerán. Los cobrizos y los amarillos son estúpidos..., hago de ellos mis herramientas y llegará el día en que mis guerreros negros se vuelvan contra ellos y a una orden mía los maten. Y vosotros, bárbaros blancos, cuyos antepasados simiescos desafiaron por siempre a mi raza y a mí, ¡vuestro destino final se aproxima! ¡Y cuando yo suba a mi trono universal, los únicos blancos que subsistan serán esclavos!
«Llegó el día, tal y como había sido profetizado, en que mi sarcófago, libre al fin del lugar en el que descansaba, allí donde había yacido cuando la Atlántida era aún la soberana del mundo, donde había permanecido desde que su imperio se hundió en las verdosas profundidades... Llegó el día en que fue agitado por las hondas mareas acuáticas, removiéndose, tembloroso y, apartando a un lado las algas que ocultan los templos y los minaretes, se alzó flotando más allá del orgulloso zafiro y los capiteles dorados, ascendiendo por las verdes aguas, para emerger sobre las perezosas olas del mar.
«Llegó entonces un blanco ignorante cumpliendo un destino del que no era consciente. Los hombres de su barco, creyentes verdaderos, sabían que había llegado la hora. Y yo... El aire penetró en mis fosas nasales y desperté del largo, largo sueño. Me estiré, me moví y regresé a la vida. Y, alzándome en la noche, maté al estúpido que me había sacado del océano y mis servidores me juraron obediencia y me llevaron al África, donde permanecí un tiempo y aprendí las nuevas lenguas y costumbres de un mundo nuevo, y me hice fuerte.
»La sabiduría de vuestro mundo miserable... ¡ja, ja! ¡Yo, que he penetrado más hondo en los misterios de lo antiguo, de lo que hombre alguno ha osado! ¡Sé lo que saben todos los hombres de hoy y mi conocimiento, comparado con el que he traído conmigo desde los siglos pasados, es como un grano de arena junto a una montaña! ¡Deberíais saber algo de tal conocimiento! ¡Mediante él te saqué de un infierno para hundirte en otro aún mayor! ¡Estúpido, aquí, en mis manos, está lo que te sacaría de este infierno! ¡Sí, esto te arrancaría las cadenas con las que te he atado!
Alzó un recipiente dorado y lo agitó ante mis ojos. Lo contemplé como los hombres que agonizan en el desierto deben contemplar los espejismos lejanos. Kathulos lo acarició pensativo. Su antinatural excitación parecía haber desaparecido de pronto y, cuando volvió a hablar, lo hizo con los tonos desapasionados y llenos de mesura del científico.
Ese sí que sería un experimento digno de hacerse..., liberarte de la habituación al elixir y ver si tu cuerpo dominado por la droga sería capaz de mantenerse vivo. Nueve veces de cada diez la víctima, con la necesidad y el estímulo eliminados, moriría..., pero tú eres una bestia tan colosal...
Lanzó un suspiro y dejó el recipiente.
El soñador se opone al hombre dotado de un destino. Este tiempo no es el mío o, de lo contrario, yo habría preferido pasar mi vida en mis laboratorios, enfrascado en mis experimentos. Pero ahora, como en los días del antiguo imperio en que los reyes buscaban mi consejo, debo obrar y afanarme por el bien de la raza como un todo. Sí, debo trabajar y sembrar la semilla de la gloria antes de que se cumplan del todo los días imperiales en que el mar entregará de nuevo a todos sus muertos vivientes.
Me estremecí. Kathulos lanzó de nuevo una salvaje carcajada. Una vez más sus dedos repiquetearon en los brazos del sillón y su rostro se iluminó con el resplandor sobrenatural. Las rojas visiones habían empezado a hervir de nuevo en su cráneo.
Todos los antiguos amos yacen bajo los verdes mares, en sus sarcófagos de laca, muertos tal y como los hombres entienden la muerte, pero meramente dormidos. ¡Durmiendo a través de las largas eras como si fuesen sólo horas, aguardando el día del despertar! Los antiguos amos, los sabios, que previeron el día en que el mar engulliría la tierra y que hicieron sus preparativos, se dispusieron para poder surgir de nuevo en los días bárbaros que debían llegar. Igual que yo lo hice. Yacen dormidos, viejos reyes y brujos austeros, que murieron como mueren los hombres, antes de que la Atlántida se hundiese. ¡Que, dormidos, se hundieron con ella pero que volverán a levantarse!
»¡Mía es la gloria! Yo fui el primero en alzarse. Y fui yo el que buscó el paradero de las viejas ciudades en las costas que no se hundieron. Perdidas, perdidas hace tanto tiempo... La marea bárbara las barrió hace millares de años igual que las verdes aguas barrieron a su hermana mayor de los abismos. Sobre algunas se alzan los áridos desiertos. Sobre otras, como aquí, se levantan jóvenes ciudades bárbaras.
Se detuvo de pronto. Sus ojos se dirigieron hacia una de las oscuras aberturas que indicaban un corredor. Creo que su extraña intuición le advirtió de algún peligro cercano, pero dudo mucho que llegase a imaginar de qué modo tan dramático iba a verse interrumpida nuestra situación.
Mientras él seguía mirando, se oyeron unos rápidos pasos y un hombre apareció de repente en el umbral..., un hombre con el cabello revuelto, ensangrentado y harapiento. ¡John Gordon! Kathulos se incorporó lanzando un grito y Gordon, jadeando como por algún esfuerzo sobrehumano, bajó el revólver que sostenía en la mano y disparó a quemarropa. Kathulos se tambaleó, llevándose la mano al pecho y luego, manoteando ciegamente, dando tumbos, se derrumbó sobre la pared. Se abrió en ella una puerta y él la cruzó tambaleándose, pero cuando Gordon cruzaba la estancia con un salto salvaje, lo único que encontró su mirada fue una superficie de pétrea losa que resistió todos sus feroces golpes.
Giró en redondo y corrió como un borracho hasta la mesa donde se hallaba un manojo de llaves que el Amo había dejado caer allí.
¡El recipiente! —aullé—. ¡Coja el recipiente!
Y él se lo metió en el bolsillo.
Por el corredor del que había llegado resonaba un débil clamor que aumentaba rápidamente de volumen como el de una jauría de lobos aullantes. Unos cuantos segundos preciosos se perdieron buscando la llave adecuada y luego la puerta de la jaula giró abriéndose y yo, de un salto, salí al exterior. ¡Éramos un espectáculo digno de los dioses! Llenos de heridas, tajos y golpes, nuestras ropas convertidas en harapos..., mis heridas que habían dejado de sangrar volvieron a hacerlo cuando me moví y, por la rigidez de mis manos, supe que me había roto los nudillos. En cuanto a Gordon, estaba prácticamente empapado en sangre, de la cabeza a los pies.
Nos adentramos por un pasadizo en dirección opuesta a aquella de la que provenía el amenazador estruendo, el cual yo sabía que era causado por los negros servidores del Amo lanzados en nuestra persecución. Ninguno de los dos se hallaba en las mejores condiciones para correr, pero hicimos todo lo que pudimos. No tenía ni idea de adonde íbamos. Mi fuerza sobrehumana me había abandonado y ahora me sostenía únicamente mi fuerza de voluntad. Nos metimos por otro corredor y no habríamos dado veinte pasos por él cuando, mirando atrás, vi al primero de los diablos negros aparecer por una esquina.
Un esfuerzo desesperado aumentó levemente nuestra ventaja. Pero nos habían visto, estábamos totalmente al descubierto, y un alarido de furia salió de sus bocas para verse secundado por un siniestro silencio que aumentaba a medida que extremaban su esfuerzo por alcanzarnos.
A unos pocos metros delante de nosotros vimos surgir de pronto una escalera de entre las tinieblas. Si pudiésemos llegar hasta ella..., pero vimos algo más.
En el techo, entre nosotros y las escaleras, colgaba un enorme objeto parecido a un enrejado de hierro, con grandes clavos en el fondo..., un rastrillo. Y, mientras mirábamos, sin detener un solo instante nuestras jadeantes zancadas, empezó a moverse.
¡Están bajando el rastrillo! —dijo Gordon, la voz parecida a un graznido, su rostro ensangrentado convertido en una máscara de agotamiento y desesperada fuerza de ánimo.
Los negros se hallaban sólo a unos tres metros por detrás de nosotros. La enorme estructura, adquiriendo más inercia, con un rechinar de mecanismos oxidados por la falta de uso, se lanzó hacia abajo. Un último impulso, una jadeante pesadilla de esfuerzos... ¡Y Gordon, arrastrándonos a los dos con una erupción feroz de pura energía nerviosa, nos lanzó por debajo del rastrillo, que se estrelló estruendosamente en el suelo detrás nuestro!
Permanecimos un instante tendidos, boqueando, sin oír a la horda frenética que aullaba enfurecida al otro lado del rastrillo. Tan justo había sido ese salto final que los grandes clavos, al caer, habían arrancado trozos de nuestra ropa.
Los negros intentaban alcanzarnos con sus cuchillos a través de los barrotes, pero estábamos fuera de su alcance y seguir tendido allí hasta morir de cansancio me pareció, por unos instantes, lo único que deseaba. Pero Gordon se puso en pie, vacilante, y me ayudó a levantarme.
Tenemos que salir —dijo roncamente—; hay que avisar a Scotland Yard..., muchos túneles, en el corazón de Londres..., explosivos de alto poder..., armas..., municiones...
Ascendimos torpemente las escaleras y, delante nuestro, me pareció oír un ruido de metal chocando con metal. Los peldaños terminaban bruscamente en un pequeño vestíbulo cerrado por un muro desnudo de cualquier adorno. Gordon lo golpeó y el inevitable pasaje secreto se abrió ante nosotros. La luz penetraba a través de los barrotes de una especie de reja. Hombres con el uniforme de la policía londinense estaban cortando la reja con sierras para metales y, mientras nos hacían señales, apareció una abertura a través de la que nos arrastramos.
¡Está herido, señor! Uno de los hombres cogió a Gordon del brazo. Mi compañero lo apartó a un lado.
¡No hay tiempo que perder! ¡Fuera de aquí, lo más deprisa posible!
Vi que nos hallábamos en una especie de sótano. Subimos a toda prisa los peldaños y emergimos bajo un amanecer que estaba tiñendo de escarlata el este. Sobre los tejados de las casas más bajas, a lo lejos, vi un gran edificio que, instintivamente, supe que había albergado el drama representado la noche anterior.
Ese edificio le fue alquilado hace varios meses a un chino misterioso —dijo Gordon, siguiendo mi vista—. Originalmente era un edificio de oficinas..., la vecindad bajó de categoría y el edificio permaneció vacío durante un tiempo. El nuevo inquilino le añadió varios pisos, pero lo dejó aparentemente desocupado. Lo mantuve bajo observación cierto tiempo.
Todo esto me lo contó del modo veloz y tajante tan usual en Gordon mientras andábamos presurosos por la acera. Le escuché mecánicamente, como un hombre en trance. Mi vitalidad se estaba desvaneciendo rápidamente y supe que iba a derrumbarme en cualquier momento.
La gente que vive en el vecindario había informado sobre ruidos y cosas extrañas. El propietario del sótano que acabamos de abandonar oyó ruidos extraños procedentes del muro del sótano y llamó a la policía. En esos momentos yo corría como una rata acosada de un lado a otro por esos malditos pasadizos y oí a la policía golpear la pared. Encontré la puerta secreta y la abrí, pero descubrí que estaba obstruida por una reja. Fue, en el momento en que le estaba diciendo a los sorprendidos policías que fuesen a buscar una sierra para metales, cuando los negros que me perseguían, a los que había eludido por unos instantes, aparecieron y yo me vi obligado a cerrar la puerta y echar a correr de nuevo. Por pura suerte le encontré y por pura suerte conseguí hallar el camino de vuelta a la puerta.
«Ahora tenemos que ir a Scotland Yard. Si atacamos con rapidez, puede que capturemos a toda esa banda de diablos. No sé si he matado a Kathulos o no, o si es posible matarle con armas humanas. Pero, por lo que sé, ahora todos se hallan en esos pasadizos subterráneos y...
¡En ese momento el mundo tembló! Un rugido que parecía hender el cerebro rompió el cielo con su increíble detonación; las casas se tambalearon y cayeron convertidas en ruinas; una gran columna de humo y llamas surgió de la tierra y, sobre sus alas, una colosal masa de escombros se alzó hacia los cielos. Una niebla negruzca compuesta de humo, polvo y detritus envolvió el mundo, un trueno prolongado pareció subir del centro de la Tierra, como si los muros y el techo se derrumbasen y, entre el estruendo y los gritos, caí y no fui consciente de nada más.
 
21. LA CADENA SE ROMPE
 
Y como un alma abandonada,
Sin igual en el cielo ni en el infierno,
Abatida por las nubes y la niebla,
 De la fúnebre oscuridad emerge.
swinburne
 
No es preciso demorarse en las escenas de horror de esa terrible mañana londinense. El mundo está familiarizado con ella y conoce la mayor parte de los detalles referentes a la gran explosión que barrió del mapa a una décima parte de esa gran ciudad con la consecuente pérdida de vidas y propiedades. Un acontecimiento tal requiere alguna razón; la historia del edificio abandonado se filtró y empezaron a circular descabellados relatos. Finalmente, para acallar los rumores, se informó extraoficialmente que ese edificio había sido el punto de cita y la fortaleza secreta de una banda de anarquistas internacionales que habían abarrotado el sótano de explosivos de alto poder y que, se suponía, los habían hecho detonar de modo accidental. En cierto modo, como sabéis, había mucho de verdad en la historia, pero la amenaza que había acechado en el edificio era infinitamente superior a la de cualquier anarquista.
Todo esto me lo contaron pues, cuando me derrumbé inconsciente, Gordon, atribuyendo mi estado al agotamiento y a la necesidad del opio, a cuyo uso pensaba que yo estaba habituado, me recogió y con la ayuda de los aturdidos policías me llevó a su apartamento antes de volver al escenario de la explosión. En sus habitaciones encontré a Hansen y a Zuleika, esposada a la cama tal y como yo la había dejado. La liberó y la dejó para que cuidase de mí, pues todo Londres se hallaba en un estado de indescriptible confusión y a él le necesitaban en otros lugares.
Cuando al fin volví en mí, alcé la vista para encontrarme con unos ojos semejantes a estrellas y me quedé inmóvil, sonriéndole. Ella se apoyó en mi pecho, acunando su cabeza entre mis brazos y cubriéndome el rostro de besos.
¡Stephen! —sollozó una y otra vez, mientras sus cálidas lágrimas corrían por mi cara.
Apenas si tuve la fuerza suficiente para rodearla con mis brazos, pero lo conseguí y los dos permanecimos un tiempo allí acostados, en un silencio sólo roto por los estremecidos sollozos de la muchacha.
Zuleika, te quiero —murmuré.
Y yo a ti, Stephen —dijo ella entre sollozos—. ¡Oh, es tan duro separarnos ahora! Pero iré contigo, Stephen; ¡no puedo vivir sin ti!
Mi querida niña —dijo John Gordon, entrando sin previo aviso en el cuarto—, Costigan no morirá. Dejaremos que tenga el opio suficiente para satisfacer su adicción y, cuando se halle lo bastante fuerte, lentamente le iremos deshabituando.
No lo entiende, sahib; no es el opio lo que necesita Stephen. Es algo que sólo el Amo conocía, y ahora que ha muerto o ha huido, Stephen no puede conseguirlo y morirá.
Gordon me lanzó una mirada rápida e indecisa. Su delgado rostro estaba tenso y agotado, sus ropas sucias y desgarradas por el trabajo que había realizado entre los escombros de la explosión.
Tiene razón, Gordon —dije, con voz débil—. Me estoy muriendo. Kathulos eliminó el anhelo del opio con un brebaje que llamaba el elixir. Me he estado manteniendo vivo gracias al que Zuleika le robó para entregarme, pero lo bebí todo la noche anterior.
No sentía necesidad alguna, ni siquiera una incomodidad mental o física. Todos mis mecanismos estaban deteniendo su funcionamiento cada vez más deprisa; había rebasado ya el estadio en que el deseo del elixir me angustiaba y parecía desgarrarme. Sólo sentía un gran cansancio y el deseo de dormir. Y sabía que, cuando cerrase los ojos, moriría.
Una droga extraña, ese elixir —dije, con una languidez creciente—. Quema y hiela y, por último, su deseo mata de modo tranquilo y sin tormento alguno.
Costigan, ¡maldita sea! —dijo Gordon, desesperado—, ¡no puede terminar así! Ese recipiente que cogí de la mesa del egipcio..., ¿qué hay en él?
El Amo juró que me liberaría de mi maldición y que, probablemente, también me mataría —musité yo—. Me había olvidado de él. Démelo, lo único que puede hacer es matarme y ya me estoy muriendo.
¡Sí, deprisa, démelo! —dijo Zuleika, la voz llena de emoción, saltando hacia Gordon, las manos apasionadamente tendidas.
Volvió con el recipiente que él se había sacado del bolsillo y se arrodilló junto a mí, acercándomelo a los labios, mientras me hablaba en un murmullo amable y acariciante en su propio idioma.
Bebí todo el contenido del recipiente, pero sin ningún interés por todo aquel asunto. Mi perspectiva era puramente impersonal, tan leve era el latir de mi vida, y ni siquiera puedo recordar el sabor del líquido. Sólo recuerdo que sentí un curioso fuego ardiendo, lenta y débilmente, en mis venas; lo último que vi fue a Zuleika inclinada sobre mí, sus grandes ojos clavados con ardiente intensidad en mi rostro. Su manecita, llena de tensión, estaba oculta en el interior de su blusa y, recordando su juramento de arrebatarse la vida si yo moría, traté de levantar la mano y desarmarla, intenté decirle a Gordon que le quitase la daga que había escondido entre sus ropas. Pero el habla y la acción me faltaron y me perdí en un curioso mar de inconsciencia.
Nada recuerdo de ese período. Ninguna sensación encendía mi cerebro dormido hasta el extremo de hacerle franquear el golfo sobre el cual yo bogaba. Dicen que estuve tendido como un muerto durante horas, casi sin respirar, en tanto que Zuleika seguía inclinada sobre mí, sin dejarme ni un instante, y luchando como una tigresa cuando alguien trataba de convencerla de que descansase unos momentos. Su cadena se había roto.
Al igual que su imagen fue conmigo a esa tierra en penumbras de la nada, así sus ojos queridos fueron lo primero que acogió mi consciencia al volver. Fui consciente de una debilidad muy superior a la que había creído posible pudiese sentir un hombre, como si hubiese sido un inválido durante meses, pero la vida que había en mi interior, aunque débil, era firme y normal, no causada por ninguna estimulación artificial. Le dirigí una sonrisa a mi muchacha y murmuré débilmente:
Arroja ese cuchillo, pequeña Zuleika; voy a vivir.
Ella lanzó un grito y cayó de rodillas a mi lado, llorando y riendo al mismo tiempo. En verdad que las mujeres son criaturas extrañas, de poderosas y complicadas emociones.
Gordon entró y aferró la mano que yo era incapaz de levantar de la cama.
Costigan, ahora es cuestión de que se ponga en manos de los médicos —dijo—. Hasta un profano como yo puede decirlo. Por primera vez desde que le conozco, en sus ojos hay una mirada de cordura total. Parece un hombre que haya sufrido un colapso nervioso total y que necesite un año de reposo y tranquilidad. Cielo santo, hombre, ya ha pasado usted bastante, aparte de su experiencia con la droga, como para que le dure una vida entera.
Pero antes, dígame —pregunté yo—, ¿murió Kathulos en la explosión?
No lo sé —replicó Gordon, sombrío—. Aparentemente, todo el sistema de pasadizos subterráneos fue destruido. Sé que mi última bala, la última bala que había en el revólver que le arrebaté a uno de mis atacantes, halló su blanco en el cuerpo del Amo, pero si murió a causa de la herida, o si una bala es capaz de herirle, eso no lo sé. Y si durante su agonía hizo detonar las toneladas y toneladas de explosivos de alto poder que estaban almacenadas en los corredores, o si lo hicieron los negros de modo no intencional, eso nunca lo sabremos.
»Dios mío, Costigan, ¿vio usted alguna vez un laberinto semejante? Y no sabemos cuántos kilómetros en cada dirección se extendían los pasadizos. En estos mismos instantes hombres de Scotland Yard están explorando el metro y los sótanos de la ciudad en busca de entradas secretas. Todas las entradas conocidas, como aquella por la que salimos y la del número cuarenta y ocho del Sobo, fueron bloqueadas por la caída de las paredes. El edificio de oficinas, sencillamente, fue reducido a escombros.
¿Qué hay de los hombres que atacaron el número cuarenta y ocho?
La puerta en el muro de la biblioteca había sido cerrada. Encontraron al chino que mató usted, pero su registro de la mansión no dio resultado alguno. Fue una suerte para ellos, por otro lado, pues de lo contrario se habrían hallado sin duda en los túneles cuando sucedió la explosión y habrían perecido con los centenares de negros que debieron morir entonces.
Todos los negros de Londres debían estar ahí.
Me atrevería a asegurarlo. La mayoría de ellos, en lo más hondo de su corazón, adoran el vudú y el poder que ostentaba el Amo era increíble. Murieron pero, ¿qué hay de él? ¿Fue reducido a átomos por los explosivos que había almacenado en secreto, o aplastado cuando las paredes de piedra se derrumbaron y los techos se desplomaron sobre éstas?
Supongo que no hay modo de registrar esas ruinas subterráneas...
No, ninguno. Cuando las paredes cayeron, las toneladas de tierra sostenidas por el techo se desplomaron, llenando los corredores de escombros y trozos de piedra, bloqueándolos para siempre. Y en la superficie de la tierra, las casas derribadas por la vibración cayeron, convertidas en ruinas, sobre ellos. Lo que sucedió en esos terribles corredores, fuese lo que fuese, seguirá siendo siempre un misterio.
Mi historia llega a su fin. Los meses que siguieron transcurrieron sin acontecimientos dignos de mención, excepto por la creciente felicidad, que me parecía un paraíso, pero eso sería aburrido si tuviese que relatarlo. Pero, un día, Gordon y yo discutimos de nuevo sobre los misteriosos sucesos que habían tenido lugar bajo la terrible mano del Amo.
Desde ese día —dijo Gordon—, el mundo ha estado tranquilo. África se ha calmado y el Oriente parece haber vuelto a su antiguo sueño. No puede haber sino una respuesta: vivo o muerto, Kathulos fue destruido esa mañana cuando su mundo se derrumbó a su alrededor.
Gordon —dije yo—, ¿cuál es la respuesta al mayor de todos los misterios?
Mi amigo se encogió de hombros.
He llegado a creer que la humanidad se halla eternamente suspendida sobre océanos secretos de los que nada sabe. Antes de que nuestra raza saliese del fango primitivo, otras razas vivieron y se desvanecieron, y es probable que otras vivan en la Tierra después de que la nuestra se haya desvanecido. Los científicos han sostenido durante mucho tiempo la teoría de que los atlantes poseyeron una civilización más avanzada que la nuestra, en aspectos muy distintos. Ciertamente, el mismo Kathulos era prueba de que nuestra orgullosa cultura y nuestro conocimiento no son nada ante los de la temible civilización que lo engendró.
»Lo que le hizo a usted, por sí solo, ha bastado para asombrar al mundo científico, pues ninguno de ellos ha sido capaz de explicar cómo pudo eliminar el anhelo del opio, estimularle con una droga de un poder tan infinitamente superior y luego producir otra droga que borró por completo los efectos de aquella.
He de agradecerle dos cosas —dije, lentamente—; haber recobrado mi hombría perdida..., y Zuleika. Kathulos, pues, está muerto, tanto como le es posible estarlo a las criaturas mortales. Pero ¿qué hay de los otros..., esos «amos antiguos» que siguen durmiendo en el mar?
Gordon se estremeció.
Como dije, puede que la humanidad se balancee al borde de insondables abismos llenos de horrores. Pero, en estos mismos momentos, una flota de cañoneras patrulla discretamente los océanos, con orden de destruir al instante cualquier sarcófago extraño que pudiese descubrirse flotando..., destruir el sarcófago y lo que contenga. Y si mi palabra está dotada de algún peso entre el Gobierno inglés y las naciones del mundo, el mar seguirá siendo patrullado hasta que el día del juicio corra el telón final para las razas actuales.
A veces, de noche, sueño con ellos —murmuré—, durmiendo en sus sarcófagos de laca, de los que gotean extrañas algas, en el fondo de las verdes profundidades..., allí donde capiteles blasfemos y torres extrañas se alzan en el oscuro océano.
He visto cara a cara un antiguo horror —dijo sobriamente Gordon—, un miedo demasiado oscuro y misterioso como para que el cerebro humano sea capaz de aceptarlo. La fortuna ha estado de nuestra parte; puede que no favorezca de nuevo a los hijos de los hombres. Es mejor que estemos siempre en guardia. El universo no fue creado sólo para la humanidad; la vida pasa por fases extrañas y el primer instinto de la naturaleza es que las especies extrañas se destruyan entre sí. Sin duda, al Amo le parecimos tan horribles como él a nosotros. Apenas hemos empezado a explorar el cofre de los secretos almacenados por la naturaleza y tiemblo de pensar en lo que ese cofre puede guardarle a la raza humana para el futuro.
Eso es cierto —dije, alegrándome en mi fuero interno por el vigor que estaba empezando de nuevo a correr por mis venas agotadas—. Pero los hombres se enfrentarán a esos obstáculos cuando vengan, al igual que lo han hecho siempre los hombres. Ahora estoy empezando a conocer el verdadero valor de la vida y el amor, y ni todos los diablos de los abismos podrán impedírmelo.
Gordon sonrió.
Se lo ha ganado, viejo camarada. Lo mejor es olvidar todo ese oscuro interludio, pues en ello está la luz y la felicidad.

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