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martes, 8 de julio de 2008

LA CIUDAD SIN NOMBRE -- H. P. Lovecraft

H. P. Lovecraft
LA CIUDAD SIN NOMBRE



---.
Cuando me aproximé a la ciudad sin nombre, comprendí que estaba maldita. Recorría
un valle terrible y reseco a la luz de la luna, y la vislumbré a lo lejos, resaltando de forma
increíble sobre la arena, tal como los miembros de un cadáver podrían sobresalir de una
tumba poco profunda. El miedo se albergaba en ese vetusto superviviente del diluvio, esa
tatarabuela de la más antigua de las pirámides; y había un aura invisible que me rechazaba,
instándome a renunciar a los antiguos y siniestros secretos que ningún hombre debe
contemplar, y a los que ningún hombre había osado nunca acercarse.
La ciudad sin nombre se halla perdida en lo más profundo del desierto de Arabia,
desmantelada y en ruinas, C()n sus bajos muros ocultos por las arenas de incalculables
edades. Debía estar en tal estado ya antes de que colocasen la primera piedra de Menfis, y
mientras los ladrillos de Babilonia estaban aún por cocer. No hay leyenda tan antigua como
para recoger su nombre o recordar cuando aún estaba viva, pero se la menciona en susurros
en torno a los fuegos de campamento y es mentada por las abuelas en las tiendas de los
jeques, por lo que todas las tribus la evitan sin saber muy bien por qué. Fue con este lugar que
Abdul Alhazred, el poeta loco, soñó la noche anterior a cantar su inexplicable pareado:
«Que no está muerto lo que puede yacer eternamente, Y en los eones por venir aun la muerte
puede morir. »
Debí haber sabido que los árabes tenían buenas razones para evitar la ciudad sin
nombre, la ciudad citada en extraños cuentos, pero nunca vista por hombres vivos; sin
embargo, yo los desafié, adentrándome con mi camello en el desierto no hollado. Tan sólo yo
la he visto, y es por eso que ningún otro semblante luce unas líneas de miedo tan espantosas
como las mías, por lo que ningún otro hombre tiembla de una forma tan horrible cuando el
viento nocturno hace estremecer las ventanas. Cuando la descubrí en esa horrible quietud de
sueño eterno, me miró estremecida por los rayos de una luna fría en mitad del calor del
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desierto. Y, al devolver la mirada, se esfumó la alegría de hallarla, y me detuve con mi
camello a la espera del alba.
Aguardé cuatro horas, hasta que el este viró al gris y las estrellas se esfumaron, y el
gris se tornó claridad rosácea ribeteada de oro. Escuché un lamento y vi una tormenta de
arena que se arremolinaba entre las antiguas piedras aunque el cielo estaba claro y los vastos
horizontes del desierto calmos. Entonces, de súbito, sobre el lejano borde del desierto, se alzó
el ardiente filo del sol, entrevisto a través de la pequeña tormenta de arena que ahora se
alejaba, y en mi febril estado creí que, desde alguna profundidad remota, se alzaba un musical
estruendo metálico para saludar al fiero disco, tal y como Memnón lo saludaba a orillas del
Nilo. Mis oídos zumbaban y mi imaginación se desbocaba según guiaba lentamente a mi
camello por las arenas hacia aquel anónimo lugar de piedra; ese lugar demasiado viejo para
que Egipto y Meroe pudieran recordarlo; el lugar que sólo yo, entre toda la humanidad, he
contemplado.
Merodeé de un lado para otro, entre los informes cimientos de casas y palmeras, sin
encontrar ni una talla o inscripción que hablase de aquellos hombres, si hombres eran, que
construyeran la ciudad y viviesen en su interior tanto tiempo atrás. La antigüedad del sitio
resultaba malsana y porfié en la búsqueda de algún signo o aparato que probase que la
ciudad, en efecto, era obra de la humanidad. Ciertas proporciones y dimensiones de las ruinas
me disgustaban. Acarreaba conmigo algunas herramientas y excavé generosamente entre los
muros de los edificios en ruinas; pero los progresos eran lentos y no apareció nada de relevancia.
Cuando volvieron la noche y la luna, sentí un viento frío que traía miedos nuevos, así
que no me atreví a continuar en la ciudad. Al abandonar las antiguas murallas para la
pernocta, un pequeño torbellino de arena se abalanzó a mis espaldas, soplando sobre las
piedras grises a pesar de que la luna brillaba y el resto del desierto estaba en calma.
Me desperté al alba saliendo de un carrusel de sueños horribles, los oídos aún
repicando con algún tañido metálico. Vi al sol asomar rojizo entre los últimos soplos de la
pequeña tormenta de arena que flotaba sobre la ciudad sin nombre, acentuando la quietud del
resto del paisaje. De nuevo me aventuré entre aquellas meditabundas ruinas que se insinuaban
bajo las arenas como un ogro bajo un cobertor, y de nuevo estuve excavando en vano en
busca de restos de la raza olvidada. Descansé a mediodía, y por la tarde empleé mucho
tiempo marcando las murallas y las calles pretéritas, así como los contornos de edificios casi
desaparecidos. Comprobé que había sido una ciudad poderosa, y me pregunté por el origen de
su grandeza. Me pinté todo el esplendor de una era tan antigua que los caldeos no podían
recordarla, y pensé en Sarnath la maldita, que se levantaba en la tierra de Manar cuando la
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humanidad era joven, y en Ib, que fuera esculpida en piedra gris antes del alba de la
humanidad.
Una vez llegué a un lugar donde el lecho de roca asomaba desnudo a través 'de la
arena, formando un pequeño risco, y aquí vi con alegría lo que parecía prometer nuevas pistas
sobre el pueblo antediluviano. Burdamente cinceladas en la cara del risco, se hallaban
inconfundibles fachadas de varias moradas o templos pequeños y rechonchos, en cuyo
interior podían conservarse multitud de secretos procedentes de eras demasiado remotas para
ser calculadas, aunque las tormentas de arena hubieran borrado mucho tiempo atrás cualquier
talla que pudiera haber existido en el exterior.
Todas las oscuras aberturas que encontré cercanas eran muy bajas y se hallaban
ocluidas por la arena, pero yo franqueé una con mi pala y me arrastré hasta el interior,
llevando una antorcha para alumbrar cualesquiera secreto que albergase en su seno. Una vez
dentro, comprobé que sin duda la caverna se trataba de un templo y contemplé señales
evidentes de la raza que viviera y adorara allí antes de que el desierto fuera tal. No faltaban
primitivos altares, columnas y nichos, todos curiosamente bajos; aunque no distinguí
esculturas ni frescos, había piedras muy singulares conformadas claramente, por medios
artificiales, para convertirse en símbolos. La poca altura de la estancia cincelada resultaba de
lo más extraña, ya que yo no podía pasar sino de rodillas, y sin embargo el lugar era tan
amplio que mi antorcha no podía revelar de una vez sino partes. Me estremecí de forma
extraña ante alguna de las esquinas más alejadas, ya que ciertos altares y piedras sugerían
olvidados ritos de naturaleza terrible, enervante e inexplicable, y me llevó a preguntarme
sobre qué clase de hombres podían haber hecho y frecuentado tal templo. Cuando hube visto
cuanto contenía el lugar, me arrastré afuera, ávido de descubrir lo que pudieran ofrecer
templos restantes.
La noche estaba ahora próxima, aunque las cosas palpables que viera hacían que la
curiosidad sobrepasase al miedo, por lo que no huí de las largas sombras lunares que me
desalentaron la primera vez que vi la ciudad sin nombre. A la luz del crepúsculo despejé una
nueva abertura y, con otra antorcha, me arrastré al interior, encontrando más piedras y
símbolos imprecisos, aunque nada más definido de lo que había contenido el otro templo. La
estancia era igualmente baja, pero menos amplia, finalizando en un pasadizo sumamente
angosto, rematado con nichos oscuros y misteriosos. Indagaba en tales nichos cuando el ruido
de viento, así como los de mi camello en el exterior, quebraron el silencio y me obligaron a
retroceder para investigar qué pudiera haber asustado a la bestia.
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La luna resplandecía extraordinariamente sobre las primitivas ruinas, iluminando una
espesa nube de arena aparentemente alzada en alas de un viento fuerte, aunque ya en
disminución, que soplaba desde algún punto del risco de delante. Yo sabía que era este viento
frío y arenoso el que había asustado al camello y estaba a punto de conducirlo hasta algún
lugar más abrigado cuando acerté a mirar y vi que no había viento en la parte alta del risco.
Eso me produjo asombro, y me hizo sentir de nuevo el miedo, pero inmediatamente recordé
los bruscos vientos localizados que viera y oyera al alba y al ocaso, y decidí que se trataba de
algo normal. Supuse que procedía de alguna fisura en la roca, conducente a una cueva, y
observé las alborotadas arenas para descubrir su origen; pronto comprobé que procedía de la
negra abertura de un templo muy al sur de donde yo me hallaba, casi fuera de la vista.
Luchando contra la asfixiante nube de arena, me encaminé laboriosamente hacia ese templo
que, según me acercaba, parecía bastante mayor que el resto y mostraba una abertura menos
bloqueada por la arena apelmazada. Podría haber accedido de no mediar la terrorífica fuerza
del viento helado, que casi llegó a apagar mi antorcha. Surgía rabioso del oscuro portal,
suspirando de forma inquietante mientras agitaba la arena, dispersándola por las extrañas
ruinas. Pronto amainó y la arena fue aquietándose, hasta que al final estuvo calma; pero una
presencia parecía merodear entre las espectrales piedras de la ciudad y, cuando lancé una
ojeada a la luna, ésta pareció temblar como si se reflejase en aguas inquietas. Me sentía más
espantado de lo que soy capaz de explicar, pero no lo bastante como para apagar mi sed de
maravillas, así que tan pronto como el viento hubo amainado lo bastante me introduje en la
estancia oscurecida de la que este brotaba.
Este templo, tal como supusiera desde el exterior, resultaba mayor que cualquiera de
los visitados antes, y se trataba presumiblemente de una caverna natural, ya que albergaba
vientos procedentes de algún lugar situado más allá. Aquí pude mantenerme erecto hasta
cierto punto, pero descubrí que las piedras y altares eran tan bajos como en los demás
templos. Por primera vez, advertí en los muros sinuosos trazos de pintura que casi se habían
desvanecido o descascarillado, y en dos de los altares, con creciente excitación, descubrí un
laberinto de tallas curvilíneas bien realizadas. Según sostenía en alto la antorcha, me pareció
que la forma del techo era demasiado regular para ser natural, y me pregunté qué
prehistóricos canteros lo habrían trabajado. Su habilidad técnica debió ser notable.
Entonces, un fogonazo de la caprichosa antorcha me mostró lo que buscaba, la
apertura hacia aquellos remotos abismos de donde provenía el repentino viento, y me sentí
desfallecer al comprobar que se trataba de una puerta pequeña y obviamente artificial abierta
en la roca viva. Adelanté mi antorcha, contemplando un túnel negro con un techo que se
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arqueaba sobre una tosca escalera de peldaños muy pequeños, numerosos y muy
pronunciados. Siempre veré esos peldaños en mis sueños, ya que llegué a conocer lo que
significaban. En ese instante apenas sabía si darles el nombre de peldaños o el de simples
resaltes para los pies en un vertiginoso descenso. Mi cabeza bullía de locas ideas, y las
palabras y advertencias de los profetas árabes parecían flotar cruzando el desierto desde las
tierras conocidas por los hombres hasta llegar a esa ciudad sin nombre que la humanidad no
se atreve a conocer. Aunque tan sólo dudé un instante antes de precipitarme a través del
portal y comenzar a descender con cautela por el empinado pasaje, los pies por delante, como
en una escala de mano.
Tan sólo en las terribles fantasías de las drogas o el delirio puede ningún otro hombre
haber realizado un descenso similar. El angosto pasaje iba hacia abajo sin fin, como si se
tratase de algún odioso pozo fantasmal, y la antorcha alzada sobre la cabeza no llegaba a
iluminar las desconocidas profundidades hacia las que me deslizaba. Perdí la cuenta del
tiempo y olvidé consultar el reloj, aun cuando me sentía espantado al pensar en la distancia
que debía haber recorrido. Había giros en la dirección y la pendiente, y una vez alcancé un
pasadizo largo, bajo, nivelado, por el que hube de arrastrarme con los pies delante a lo largo
del suelo rocoso, manteniendo la antorcha todo lo apartada de la cabeza que me daban los
brazos. El sitio no era lo bastante alto como para ponerse de rodillas. Tras de eso llegaron
más escalones empinados y yo aún iba deslizándome sin fin cuando mi debilitada antorcha se
apagó. No creo haberlo notado en el momento, ya que cuando me di cuenta aún la sujetaba en
alto, como si todavía ardiera. Yo estaba bastante desequilibrado por culpa de esa ansia de lo
extraño y lo desconocido que ha hecho de mí un vagabundo y un buscador de lugares lejanos,
antiguos y prohibidos.
En la oscuridad relampaguearon en el interior de mi cabeza fragmentos de mi adorado
compendio de saberes demoníacos; máximas de Alhazred, el árabe loco; párrafos de
apócrifas pesadillas de Damascio e infames sentencias del delirante Image du Monde de
Gauthier de Metz. Repetía extraños extractos y musitaba sobre Afrasiab y los demonios que
flotan en su compañía Oxus abajo, canturreando por -último una y otra vez una frase de uno
de los cuentos de lord Dunsany… «La quieta negrura del abismo». En cierto momento en que
el descenso se hizo asombrosamente rápido, recité monótonamente algo de Thomas Moore
hasta que tuve miedo de entonarlo más:
« Una alberca de oscuridad, negra
Como caldero de brujas colmado
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Con drogas de luna en eclipse destiladas.
Agachándome a ver si se podía pasar
Por ese abismo, vi, abajo,
Hasta donde alcanzaba la vista,
los costados del malecón tersos como el cristal
luciendo como recién untados
con esa pez oscura que el Mar de la Muerte
Arroja a sus costas fangosas. »
El tiempo casi había cesado en su curso cuando mi pie sintió de nuevo suelo nivelado,
y yo me descubrí en un lugar ligeramente más alto que las estancias de los dos templos más
pequeños, ahora a una distancia incalculable por encima de mi cabeza. No pude
incorporarme, pero sí ponerme de rodillas, y me deslicé y me arrastré de acá para allá sin
rumbo en la oscuridad. Pronto comprendí que me encontraba en un estrecho pasadizo en
cuyos muros se alineaban recipientes de madera con el frente de cristal. Que en este sitio
abismal y paleozoico pudiera palpar cosas tales como madera pulida y cristal me hizo
estremecer por las posibles implicaciones. Las cajas estaban en apariencia ordenadas a lo
largo de los lados del pasadizo, a intervalos regulares, y eran oblongas, colocadas
horizontalmente, espantosamente similares por su forma y tamaño a ataúdes. Cuando traté de
mover dos o tres para su posterior examen, descubrí que se hallaban firmemente aseguradas.
Descubrí que el pasadizo era de gran longitud, y me arrastré adelante con rapidez,
reptando de una forma que hubiera resultado horrible para un hipotético observador situado
en la negrura; ocasionalmente cruzaba de lado a lado para tantear las proximidades y
cerciorarme de que los muros y las hileras de cajas aún seguían ahí. El hombre se halla tan
habituado a pensar en forma visual que yo casi olvidaba la oscuridad y me representaba el
interminable corredor de madera y cristal con su angosta monotonía como si pudiera verlo. Y
luego, en un momento de indescriptible emoción, así fue.
No podría indicar el momento exacto en que mi fantasía dejó paso a una visión real;
pero delante surgió gradualmente un resplandor, y al cabo comprendí que me hallaba ante los
tenues perfiles del corredor y las cajas, revelados por alguna desconocida fosforescencia
subterránea. Por un breve instante todo fue tal y como lo había imaginado, aunque el
resplandor resultaba sumamente débil; pero mientras me afanaba mecánicamente en dirección
a la luz, descubrí que mi fantasía había sido escasa. Esta sala no contenía toscos restos como
los templos de la ciudad superior, sino un tesoro de arte mucho más magnificente y exótico.
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Diseños e imágenes ricas, vívidas y osadamente fantásticas formaban una especie de mural
continuo cuyas líneas y colores se situaban más allá de cualquier descripción. Las cajas eran
de una extraña madera dorada, con exquisitos frontales de cristal y albergando los cuerpos
momificados de criaturas que sobrepasaban en extravagancia a los más caóticos sueños del
hombre.
Resulta imposible hacerse una idea de tales monstruosidades. Eran reptilescas, con
siluetas que sugerían a veces un cocodrilo, a veces una foca, pero más a menudo nada de lo
que naturalistas o paleontólogos puedan haber conocido jamás. Su tamaño equivalía
aproximadamente al de un hombre pequeño, y sus miembros superiores lucían pies delicados
y evidentemente flexibles, curiosamente parecidos a manos y pies humanos. Pero lo más
extraño de todo eran sus cabezas, que mostraban formas que desafiaban todos los principios
biológicos conocidos. No podría comparar esas cosas con nada... de pasado podría establecer
relación con seres tan dispares como el gato, el bulldog, el fabuloso sátiro y el ser humano.
Ni siquiera el mismo Júpiter lució frente tan colosal, aunque los cuernos, la ausencia de nariz
y esas fauces de aligator colocaba a aquellos seres al margen de cualquier categoría
establecida. Dudé por un momento de la realidad de las momias, recelando a medias que se
tratase de ídolos artificiales, pero pronto decidí que se trataba efectivamente de alguna
especie paleógena que existía cuando la ciudad sin nombre aún estaba viva. Para culminar lo
grotesco, la mayoría vestía esplendorosamente con los tejidos más costosos y se adornaba
con ornamentos de oro, joyas y refulgentes metales desconocidos.
La importancia de esas criaturas reptantes debió ser inmensa, ya que ocupaban lugar
preferente entre los extraordinarios dibujos en los frescos de muros y techo. Con un arte sin
par habían sido representadas por el artista en su propio mundo, donde había ciudades y
jardines acordes a sus dimensiones; y no pude por menos que pensar que su historia pintada
era una alegoría, quizás representando el progreso de la raza que los había adorado. Tales
criaturas, pensaba, eran para las gentes de la ciudad sin nombre lo que la loba fue para Roma
o algunas bestias totémicas para ciertas tribus de indios.
Desde esa perspectiva, creí poder trazar a grandes rasgos la maravillosa epopeya de la
ciudad sin nombre, el relato de una poderosa ciudad costera que gobernara el mundo antes de
que África emergiera de las aguas, así como de sus convulsiones cuando el mar se retiró y el
desierto llegó reptando hasta el fértil valle que la sustentaba. Contemplé sus guerras y sus
triunfos, sus disensiones y derrotas, y su posterior y terrible lucha contra el desierto cuando
cientos de sus habitantes -aquí alegóricamente representados por los grotescos reptiles- se
vieron forzados a excavar de forma maravillosa las rocas con rumbo a otro mundo anunciado
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por sus profetas. Todo ello resultaba tremendamente extraordinario y realista, y su relación
con el espantoso descenso efectuado era innegable. Incluso reconocí los pasadizos.
Mientras me deslizaba por el corredor hacia donde la luz era más brillante, contemplé
posteriores estadios de la epopeya mostrada... el último adiós de una raza que habitara la
ciudad sin nombre y su valle durante diez millones de años, la raza cuyos espíritus se
mostraban reacios a dejar los lugares que sus cuerpos conocieran durante tanto tiempo, donde
se habían establecido como nómadas en la juventud de la tierra, esculpiendo en la roca virgen
aquellos santuarios primitivos donde nunca habían dejado de celebrar sus ritos. Ahora que
gozaba de mejor luz, estudié con más detenimiento las pinturas y, recordando que los
extraños reptiles debían representar a los hombres desconocidos, reflexioné acerca de las
costumbres de la ciudad sin nombre. Había muchas cosas peculiares e inexplicables. La civilización,
que incluía un alfabeto escrito, había llegado en apariencia hasta un nivel superior al
de aquellas inconmensurablemente posteriores culturas de Egipto y Caldea, aunque existían
curiosas omisiones. Por ejemplo, no pude encontrar pinturas representando muertes o
costumbres funerarias, excepto en lo tocante a guerras, violencias y plagas; y me interrogué
sobre esa reticencia ante lo que se refería a la muerte por causas naturales. Era como si
hubiera una idea de inmortalidad terrena que hubiera sido fomentada hasta convertirse en una
ilusión de lo más querida.
Aún más cerca del final del pasaje habían pintado escenas de la máxima imaginación
y extravagancia; impactantes imágenes de la ciudad sin nombre en su proceso de
desertización y ruina progresiva, y del extraño nuevo mundo o paraíso hacia el que la raza se
había abierto paso a través de la roca. En tales panorámicas, la ciudad y el valle desierto se
mostraban siempre a la luz de la luna, con un halo dorado aureolando los muros abatidos e
insinuando a medias la espléndida perfección de los primeros tiempos, pintado por el artista
en un estilo espectral y esquivo. Las escenas periodísticas resultaban casi demasiado
estrafalarias para ser creíbles, retratando un mundo oculto de día eterno, colmado de gloriosas
ciudades y etéreas colinas y valles. Muy al final creí distinguir signos de anticlímax artístico.
Las pinturas resultaban menos habilidosas y mucho más estrafalarias que incluso la
extravagancia de las primeras escenas. Parecían consignar una lenta decadencia de los
antiguos valores unida a una creciente hostilidad contra el mundo exterior del que fueran
desalojados por el desierto. Los cuerpos de las gentes -siempre retratadas mediante los
sagrados reptiles- parecían menguar gradualmente, aunque sus espíritus, tal como se
mostraban flotando sobre las ruinas a la luz de la luna, ganaban en proporción. Sacerdotes
demacrados, representados como reptiles de ornados ropajes, maldecían el aire superior y
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todo cuanto lo respira, y una terrible escena final presentaba a un hombre de primitivo
aspecto, quizás un pionero de la antigua Irem, la ciudad de las columnas, despedazado por las
gentes de aquella raza más antigua. Recordé cuánto temían los árabes a la ciudad sin nombre
y me congratulé de que más allá de aquel punto los muros y el techo grises estuvieran
desnudos de pinturas.
Mientras observaba el despliegue de historia mural me había ido aproximando hasta
muy cerca del salón de techos bajos, y reparé en un gran portal a través del que brotaba la
fosforescencia que me daba luz. Arrastrándome hacia allí, prorrumpí en un
gran grito de tremendo asombro ante lo que había del otro lado, ya que en la otra y más
brillante estancia se encontraba un ilimitado vacío de radiación uniforme, de forma que uno
creería estar contemplando desde la cumbre del Everest un mar de brumas bañadas por el sol.
A mis espaldas había un pasaje tan estrecho que no podía ponerme en pie; ante mí se
encontraba una inmensidad de resplandor subterráneo.
Yendo del pasadizo al abismo se hallaba el primer tramo de una empinada escalera –
peldaños pequeños y numerosos, parecidos a los de los negros pasajes que había atravesado–,
pero al cabo de pocos metros los vapores resplandecientes lo ocultaban todo. Recostada
contra el muro izquierdo del pasadizo se encontraba una pesada puerta de bronce,
increíblemente gruesa y decorada con fantásticos bajorrelieves, que, de hallarse cerrada,
separaría completamente el mundo interior de luz del de las criptas y los pasadizos de piedra.
Observé los peldaños, y al principio no me atreví a aventurarme en ellos. Toqué la puerta
abierta de bronce, y no pude moverla. Entonces me tumbé boca abajo sobre el suelo de
piedra, con la mente inflamada por prodigiosas reflexiones que ni siquiera el cansancio
mortal podían apartar.
Mientras yacía con los ojos cerrados, libre para pensar, multitud de cosas que notara
de pasada en los frescos volvieron a mi memoria con significados nuevos y terribles...
escenas que representaban la ciudad sin nombre en su apogeo, la vegetación del valle
circundándola y las distantes tierras con las que comerciaban sus mercaderes. La alegoría de
las criaturas reptantes me turbó por su gran preeminencia y me asombré de que se mantuviera
tan a rajatabla en una historia pictórica de importancia tal. En los frescos la ciudad sin
nombre era representada de acuerdo con las proporciones de los reptiles. Me pregunté cuáles
serían sus proporciones reales y cuál la magnificencia alcanzada, y reflexioné un instante
acerca de algunas incongruencias advertidas entre las ruinas. Curioso, pensé en las bajas
dimensiones de los templos primigenios y los corredores subterráneos, que sin duda habían
sido excavados en honor de las deidades reptilianas allí adoradas, aunque tal obligaría por
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fuerza a reptar a los fieles. Quizás los mismos ritos habían llevado aparejado el reptar en
imitación de las criaturas. Ninguna teoría religiosa, empero, podía fácilmente explicar por
qué el nivel del pasadizo en ese espantoso descenso había de resultar tan bajo como el de los
templos... o menor, ya que en aquél uno no podía ponerse de rodillas. Mientras pensaba en las
criaturas reptantes, aquellas formas momificadas que tan cerca estaban, sentí un nuevo
espasmo de temor. Las asociaciones mentales son muy curiosas, y yo me encogí ante la idea
de que, a excepción del pobre hombre primitivo despedazado en la última representación, la
mía era la única forma humana entre aquella multitud de restos y símbolos de vida
primordial.
Pero como siempre ha sido a lo largo de mi extraña y errabunda existencia, la
maravilla pronto arrojó de mí el miedo, ya que el abismo luminoso y cuanto pudiera contener
representaba un desafío digno del mayor de los exploradores. No me cabía duda de que un
extraordinario mundo de misterio se encontraba al final de aquel tramo de peldaños
extrañamente diminutos, y sentí el ansia de encontrar allí aquellos registros humanos que el
corredor decorado no me diera. Los frescos me habían mostrado ciudades increíbles, colinas
y valles en este territorio inferior, y mi fantasía se solazaba en las ricas y colosales ruinas que
me estaban aguardando.
Mis temores, por supuesto, giraban en torno al pasado más que al futuro. Ni siquiera
el horror físico de mi situación en ese minúsculo corredor de reptiles muertos y frescos
antediluvianos, a kilómetros por debajo del mundo conocido y frente a otro mundo de
sobrenaturales brumas y luces, podía competir con el miedo cerval que sentía ante la abismal
antigüedad de las escenas y su esencia vital. Una antigüedad tan inmensa que hacía ridícula
cualquier medida parecía acecharme desde las piedras primigenias y los templos cincelados
de la ciudad sin nombre, mientras los postreros y sumamente impactantes mapas de los
frescos mostraban océanos y continentes olvidados por el hombre, con sólo algún contorno
vagamente familiar aquí y allá. De lo que pudiera haber ocurrido en las eras geológicas
transcurridas desde el cese de las pinturas hasta que la raza acuciada por la muerte
sucumbiera resentida ante su decadencia, nadie sabría decirlo. Esas cavernas y los territorios
luminosos de más allá habían una vez rebosado de vida, pero ahora yo estaba solo junto a
restos tangibles y me estremecía al pensar en las incontables edades durante las que esos restos
habían aguardado en una espera silenciosa y solitaria.
Repentinamente sufrí otro golpe de ese miedo atroz que me asaltaba
intermitentemente desde que viera por primera vez el terrible valle y la ciudad sin nombre
bajo la fría luna, y a pesar de mi cansancio me descubrí levantándome frenético hasta una
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postura sentada y mirando hacia atrás por el corredor negro, hacia los túneles que ascendían
al mundo exterior. Mis sensaciones eran muy parecidas a las que me llevaran a evitar la
ciudad sin nombre durante la noche, y resultaban tan inexplicables como acuciantes. En otro
instante, sin embargo, sufrí una impresión aún más grande, esta vez en forma de un sonido
audible... el primero en romper el silencio total de aquellas profundidades parecidas a tumbas.
Se trataba de un lamento bajo y profundo, como el de un coro lejano de espíritus condenados,
y procedían de la dirección hacia la que yo estaba mirando. Crecía con rapidez, hasta que
pronto estuvo reverberando espantosamente a través de los pasadizos bajos, y entonces me
percaté de una creciente corriente de aire frío, similar a la que corría por los túneles en la
ciudad superior. El toque de ese aire pareció restaurar mi equilibrio, ya que al instante
recordé las ráfagas repentinas que se alzaran en torno a la abertura del abismo al alba y al
ocaso, lo que de hecho me había servido para descubrir los túneles ocultos. Lancé una ojeada
al reloj y vi que el alba estaba próxima, por lo que me agarré para resistir la ventolera que
soplaría de vuelta a su cueva de origen de la misma forma que había salido al atardecer. Mi
temor volvió a menguar, ya que un fenómeno natural acostumbra a disipar las cábalas sobre
lo desconocido.
Más y más enloquecido se agolpaba en ese abismo del interior de la tierra aquel
viento nocturno gritón y quejumbroso. Volví a tumbarme y me aferré en vano al suelo,
temiendo ser arrastrado al abismo fosforescente a través de la puerta abierta. No había
supuesto tal furia, y mientras me iba percatando de cierto deslizar de mi cuerpo hacia la sima,
me vi asaltado por un centenar de nuevos terrores, fruto de las aprensiones y la imaginación.
La malignidad del aire despertaba increíbles fantasías; de nuevo me comparé de golpe con la
otra y única imagen humana de aquel espantoso corredor, el hombre despedazado por la raza
sin nombre, ya que los demoníacos zarpazos de la turbulenta corriente parecían albergar una
rabia vengadora aún mayor por cuanto resultaba impotente. Creo que grité frenético cerca del
final -estaba casi loco-, pero si así lo hice, mis gritos se perdieron en la infernal babel de los
aulladores fantasmas del viento. Intenté arrastrarme contra el mortífero torrente invisible,
pero no logré asirme a ningún lado y me vi empujado lenta e inexorablemente hacia el mundo
desconocido. Finalmente debí perder por completo la razón, ya que acabé por balbucear una y
otra vez el inexplicable pareado del árabe loco Alhazred, que soñó con la ciudad sin nombre:
«Que no está muerto lo que puede yacer eternamente,
Y en los eones por venir aun la muerte puede morir.»
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Sólo los sombríos y meditabundos dioses del desierto saben qué ocurrió en realidad...
qué indescriptibles luchas y combates sostuve en la oscuridad, o si Abaddón me guió de
vuelta a la vida, donde siempre habré de recordar y estremecerme, hasta que el olvido –o algo
peor– me alcance, cuando sopla el viento nocturno. Aquello era monstruoso, antinatural,
colosal... demasiado alejado de cualquier concepción que el hombre pueda albergar, excepto
en esas condenadamente silenciosas horas de madrugada cuando uno no puede dormir.
He dicho que la furia del soplo racheado era infernal, cacodemoníaca, y que sus voces
resultaban espantosas por la reprimida malignidad de desoladas eternidades. Ahora esas
voces, aunque aún me resultaban caóticas, parecían, para mi trastornado cerebro, articular allí
detrás; y allá abajo, en la fosa de antigüedades muertas durante innumerables eones, a leguas
por debajo del mundo de los hombres, iluminado por el alba, escuché el espantoso maldecir y
gruñir de demonios de extrañas lenguas. Volviéndome, vi perfilarse contra el luminoso éter
del abismo lo que no podía distinguirse contra el polvo del corredor... una horda de pesadilla
de veloces demonios, distorsionados por el odio, grotescamente ataviados, semitransparentes;
demonios de una raza inconfundiblemente inhumana... los reptantes reptiles de la ciudad sin
nombre.
Y mientras el viento aminoraba me vi sumido en las oscuridades pobladas por
demonios de las entrañas de la tierra; ya que, tras la última de las criaturas, la gran puerta
broncínea retumbó cerrándose con un ensordecedor estruendo de metales cuyas
reverberaciones ascendieron vibrando hasta el mundo distante para saludar al sol naciente, tal
y como hace Memnón desde las riberas del Nilo.

EL DEMONIO DE LA PESTE -- H. P. LOVECRAFT

H. P. LOVECRAFT
EL DEMONIO DE LA PESTE
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Jamás olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años, en que, como un demonio
maligno de las moradas de Eblis, se propagó el tifus solapadamente por toda Arkham.
Muchos recuerdan ese año por dicho azote satánico, ya que un auténtico terror se cernió
con membranosas alas sobre los ataúdes amontonados en el cementerio de la Iglesia de
Cristo; sin embargo, hay un horror mayor aún que data de esa época: un horror que sólo
yo conozco, ahora que Herbert West ya no está en este mundo.
West y yo hacíamos trabajos de postgraduación en el curso de verano de la Facultad de
Medicina de la Universidad Miskatonic, y mi amigo había adquirido gran notoriedad
debido a sus experimentos encaminados a la revivificación de los muertos. Tras la
matanza científica de innumerables bestezuelas, la monstruosa labor quedó suspendida
aparentemente por orden de nuestro escéptico decano, el doctor Allan Halsey; pero
West había seguido realizando ciertas pruebas secretas en la sórdida pensión donde
vivía, y en una terrible e inolvidable ocasión se había apoderado de un cuerpo humano
de la fosa común, transportándolo a una granja situada a otro lado de Meadow Hill. Yo
estuve con él en aquella ocasión, y le vi inyectar en las venas exánimes el elixir que
según él, restablecería en cierto modo los procesos químicos y físicos. El experimento
había terminado horriblemente en un delirio de terror que poco a poco llegamos a
atribuir a nuestros nervios sobreexcitados, West ya no fue capaz de librarse de la
enloquecedora sensación de que le seguían y perseguían. El cadáver no estaba lo
bastante fresco; es evidente que para restablecer las condiciones mentales normales el
cadáver debe ser verdaderamente fresco; por otra parte, el incendio de la vieja casa nos
había impedido enterrar el ejemplar. Habría sido preferible tener la seguridad de que
estaba bajo tierra.
Después de esa experiencia, West abandonó sus investigaciones durante algún tiempo:
pero lentamente recobró su celo de científico nato, y volvió a importunar a los
profesores de la Facultad pidiéndoles permiso para hacer uso de la sala de disección y
ejemplares humanos frescos para el trabajo que él consideraba tan tremendamente
importante. Pero sus súplicas fueron completamente inútiles, ya que la decisión del
doctor Halsey fue inflexible, y todos los demás profesores apoyaron el veredicto de su
superior. En la teoría fundamental de la reanimación no veían sino extravagancias
inmaduras de un joven entusiasta cuyo cuerpo delgado, cabello amarillo, ojos azules y
miopes, y suave voz no hacían sospechar el poder supranomal "casi diabólico" del
cerebro que albergaba en su interior. Aún le veo como era entonces y me estremezco.
Su cara se volvió más severa, aunque no más vieja. Y ahora Sefton carga con la
desgracia, y West ha desaparecido.
West chocó desagradablemente con el Doctor Halsey casi al final de nuestro ultimo año
de carrera, en una disputa que le reportó menos prestigio a él que al bondadoso decano
en lo que a cortesía se refiere. Afirmaba que este hombre se mostraba innecesariamente
e irracionalmente grande; una obra que deseaba comenzar mientras tenía la oportunidad
de disponer de las excepcionales instalaciones de la facultad. El que los profesores,
apegados a la tradición ignorasen los singulares resultados tenidos en animales, y
persistiesen en negar la posibilidad de reanimación, era indeciblemente indignante, y
casi incomprensibles para un joven del temperamento lógico de West. Sólo una mayor
madurez podía ayudarle a entender las limitaciones mentales crónicas del tipo "doctorprofesor",
producto de generaciones de puritanos mediocres, bondadosos, conscientes,
afables, y corteses, a veces, pero siempre rígidos, intolerantes, esclavos de las
costumbres y carentes de perspectivas. El tiempo es más caritativo con estas personas
incompletas aunque de alma grande, cuyo defecto fundamental, en realidad, es la
timidez, y las cuales reciben finalmente el castigo de la irrisión general por sus pecados
intelectuales: su ptolemismo, su calvinismo, su antidarwinismo, su antinietzaheísmo, y
por toda clase de sabbatarinanismo y leyes suntuarias que practican. West, joven a pesar
de sus maravillosos conocimientos científicos, tenía escasa paciencia con el buen doctor
Halsey y sus eruditos colegas, y alimentaba un rencor cada vez más grande,
acompañado de un deseo de demostrar la veracidad de sus teorías a estas obtusas
dignidades de alguna forma impresionante y dramática. Y como la mayoría de los
jóvenes, se entregaban a complicados sueños de venganza, de triunfo y de magnánima
indulgencia final. Y entonces había surgido el azote, sarcástico y letal, de las cavernas
pesadillescas del Tártaro. West y yo nos habíamos graduado cuando empezó, aunque
seguíamos en la Facultad, realizando un trabajo adicional del curso de verano, de forma
que aún estábamos en Arkham cuando se desató con furia demoníaca en toda la ciudad.
Aunque todavía no estábamos autorizados para ejercer, teníamos nuestro título, y nos
vimos frenéticamente requeridos a incorporarnos al servicio público, al aumentar él
número de los afectados. La situación se hizo casi incontrolable, y las defunciones se
producían con demasiada frecuencia para que las empresas funerarias de la localidad
pudieran ocuparse satisfactoriamente de ellas. Los entierros se efectuaban en rápida
sucesión, sin preparación alguna, y hasta el cementerio de la Iglesia de Cristo estaba
atestado de ataúdes de muertos sin embalsamar. Esta circunstancia no dejó de tener su
efecto en West, que a menudo pensaba en la ironía de la situación: tantísimos
ejemplares frescos, y sin embargo, ¡ninguno servía para sus investigaciones!. Estábamos
tremendamente abrumados de trabajo, y una terrible tensión mental y nerviosa sumía a
mi amigo en morbosas reflexiones. Pero los afables enemigos de West no estaban
enfrascados en agobiantes deberes. La facultad había sido cerrada, y todos los doctores
adscritos a ella colaboraban en la lucha contra la epidemia de tifus. El doctor Halsey,
sobre todo, se distinguía por su abnegación, dedicando toda su enorme capacidad, con
sincera energía, a los casos que muchos otros evitaban por el riesgo que representaban,
o por juzgarlos desesperados. Antes de terminar el mes, el valeroso decano se había
convertido en héroe popular aunque él no parecía tener conciencia de su fama, y se
esforzaba en evitar el desmoronamiento por cansancio físico y agotamiento nervioso.
West no podía por menos de admirar la fortaleza de su enemigo; pero precisamente por
esto estaba más decidido aún a demostrarle la verdad de sus asombrosas teorías. Una
noche, aprovechando la desorganización que reinaba en el trabajo de la Facultad y las
normas sanitarias municipales, se las arregló para introducir camufladamente el cuerpo
de un recién fallecido en la sala de disección, y le inyectó en mi presencia una nueva
variante de su solución. El cadáver abrió efectivamente los ojos, aunque se limitó a
fijarlos en el techo con expresión de paralizado horror, antes de caer en una inercia de la
que nada fue capaz de sacarle, West dijo que no era suficientemente fresco; el aire
caliente del verano no beneficia los cadáveres. Esa vez estuvieron a punto de
sorprendernos antes de incinerar los despojos, y West no consideró aconsejable repetir
esta utilización indebida del laboratorio de la facultad.
El apogeo de la epidemia tuvo lugar en agosto. West y yo estuvimos a punto de
sucumbir en cuanto al doctor Halsey falleció el día catorce. Todos los estudiantes
asistieron a su precipitado funeral el día quince, y compraron una impresionante corona,
aunque casi la ahogaban los testimonios enviados por los ciudadanos acomodados de
Arkham y las propias autoridades del municipio. Fue casi un acontecimiento público,
dado que el decano había sido un verdadero benefactor para la ciudad. Después del
sepelio, nos quedamos bastantes deprimidos, y pasamos la tarde en el bar de la
Comercial House, donde West, aunque afectado por la muerte de su principal
adversario, nos hizo estremecer a todos hablándonos de sus notables teorías. Al
oscurecerse, la mayoría de los estudiantes regresaron a sus casas o se incorporaron a sus
diversas publicaciones; pero West me convenció para que le ayudase a "sacar partida de
la noche". La patrona de West nos vio entrar en la habitación alrededor de las dos de la
madrugada, acompañados de un tercer hombre, y le contó a su marido que se notaba que
habíamos cenado y bebido demasiado bien. Aparentemente, la avinagrada patrona tenía
razón; pues hacia las tres, la casa entera se despertó con los gritos procedentes de la
habitación de West, cuya puerta tuvieron que echar abajo para encontrarnos a los dos
inconscientes, tendidos en la alfombra manchada de sangre, golpeados, arañados y
magullados, con trozos de frascos e instrumentos esparcidos a nuestro alrededor. Sólo la
ventana abierta revelaba que había sido de nuestro asaltante, y muchos se preguntaron
qué le habría ocurrido, después del tremendo salto que tuvo que dar desde el segundo
piso al césped. Encontraron ciertas ropas extrañas en la habitación, pero cuando West
volvió en sí, explicó que no pertenecían al desconocido, sino que eran muestras
recogidas para su análisis bacteriológico, lo cual formaba parte de sus investigaciones
sobre la transmisión de enfermedades infecciosas. Ordenó que las quemasen
inmediatamente en la amplia chimenea. Ante la policía, declaramos ignorar por
completo la identidad del hombre que había estado con nosotros. West explicó con
nerviosismo que se trataba de un extranjero afable al que habíamos conocido en un bar
de la ciudad que no recordábamos. Habíamos pasado un rato algo alegres y West y yo
no queríamos que detuviesen a nuestro belicoso compañero.
Esa misma noche presenciamos el comienzo del segundo horror de Arkham; horror
que, para mí, iba a eclipsar a la misma epidemia. El cementerio de la iglesia de Cristo
fue escenario de un horrible asesinato; un vigilante había muerto a arañazos, no sólo de
manera indescriptiblemente espantosa, sino que había dudas de que el agresor fuese un
ser humano. La víctima había sido vista con vida bastante después de la medianoche,
descubriéndose el incalificable hecho al amanecer. Se interrogó al director de un circo
instalado en el vecino pueblo de Bolton, pero este juró que ninguno de sus animales se
había escapado de su jaula. Quienes encontraron el cadáver observaron un rastro de
sangre que conducía a la tumba reciente, en cuyo cemento había un pequeño charco
rojo, justo delante de la entrada. Otro rastro más pequeño se alejaba en dirección al
bosque; pero se perdía enseguida.
A la noche siguiente, los demonios danzaron sobre los tejados de Arkham, y una
desenfrenada locura aulló en el viento. Por la enfebrecida ciudad anduvo suelta una
maldición, de la que unos dijeron que era más grande que la peste, y otros murmuraban
que era el espíritu encarnado del mismo mal. Un ser abominable penetró en ocho casas
sembrando la muerte roja a su paso... dejando atrás el mudo y sádico monstruo un total
de diecisiete cadáveres, y huyendo después. Algunas personas que llegaron a verle en la
oscuridad dijeron que era blanco y como un mono malformado o monstruo
antropomorfo. No había dejado entero a nadie de cuantos había atacado, ya que a veces
había sentido hambre. El número de víctimas ascendía a catorce; a las otras tres las
había encontrado ya muertas al irrumpir en sus casas, víctimas de la enfermedad.
La tercera noche, los frenéticos grupos dirigidos por la policía lograron capturarle en
una casa de Crane Street, cerca del campus universitario. Habían organizado la batida
con toda minuciosidad, manteniéndose en contacto mediante puestos voluntarios de
teléfono; y cuando alguien del distrito de la universidad informó que había oído arañar
en una ventana cerrada, desplegaron inmediatamente la red. Debido a las precauciones y
a la alarma general, no hubo más que otras dos víctimas, y la captura se efectuó sin más
accidentes. La criatura fue detenida finalmente por una bala; aunque no acabó con su
vida, y fue trasladada al hospital local, en medio del furor y la abominación generales,
porque aquel ser había sido humano. Esto quedó claro, a pesar de sus ojos repugnantes,
su mutismo simiesco, y su salvajismo demoníaco. Le vendaron la herida y trasladaron al
manicomio de Sefton, donde estuvo golpeándose la cabeza contra las paredes de una
celda acolchada durante dieciséis años, hasta un reciente accidente, a causa del cual
escapó en circunstancias de las cuales a nadie le gusta hablar. Lo que más repugnó a
quienes lo atraparon en Arkham fue que, al limpiarle la cara a la monstruosa criatura,
observaron en ella una semejanza increíble y burlesca con un mártir sabio y abnegado al
que habían enterrado hacia tres días: el difunto doctor Allan Halsey, benefactor público
y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic.
Para el desaparecido Herbert West, y para mí, la repugnancia y el horror fueron
indecibles. Aun me estremezco, esta noche, mientras pienso en todo ello, y tiemblo más
aún de lo que temblé aquella mañana en que West murmuró entre sus vendajes:
-¡Maldita sea, no estaba bastante fresco!

EL CAOS REPTANTE -- LOVECRAFT Y ELIZABETH BERKELEY

EL CAOS REPTANTE (1920/21)
H. P. Lovecraft y Elizabeth Berkeley


Mucho es lo que se ha escrito acerca de los placeres y los sufrimientos del opio. Los éxtasis y horrores de De Quincey y los paradis artificiels de Baudelaire son conservados e interpretados con tal arte que los hace inmortales, y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el misterio de esos oscuros reinos donde el soñador es transportado. Pero aunque mucho es lo que se ha hablado, ningún hombre ha osado todavía detallar la naturaleza de los fantasmas que entonces se revelan en la mente, o sugerir la dirección de los inauditos caminos por cuyo adornado y exótico curso se ve irresistiblemente lanzado el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecunda tierra de sombras nebulosas cuya temible antigüedad es tan impresionante que “la inmensa edad de la raza y el nombre se impone sobre el sentido de juventud en el individuo”, pero él mismo no osó ir más lejos. Aquellos que han ido más allá rara vez volvieron y, cuando lo hicieron, fue siempre guardando silencio o sumidos en la locura. Yo consumí opio en una ocasión... en el año de la plaga, cuando los doctores trataban de aliviar los sufrimientos que no podían curar. Fue una sobredosis —mi médico estaba agotado por el horror y los esfuerzos— y, verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente regresé y viví, pero mis noches se colmaron de extraños recuerdos y nunca más he permitido a un doctor volver a darme opio.
Cuando me administraron la droga, el sufrimiento y el martilleo en mi cabeza habían sido insufribles. No me importaba el futuro; huir, bien mediante curación, inconsciencia o muerte, era cuanto me importaba. Estaba medio delirando, por eso es difícil ubicar el momento exacto de la transición, pero pienso que el efecto debió comenzar poco antes de que las palpitaciones dejaran de ser dolorosas. Como he dicho, fue una sobredosis; por lo cual, mis reacciones probablemente distaron mucho de ser normales. La sensación de caída, curiosamente disociada de la idea de gravedad o dirección, fue suprema, aunque había una impresión secundaria de muchedumbres invisibles de número incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente diversa, aunque todas más o menos relacionadas conmigo. A veces, menguaba la sensación de caída mientras sentía que el universo o las eras se desplomaban ante mí. Mis sufrimientos cesaron repentinamente y comencé a asociar el latido con una fuerza externa más que con una interna. También se había detenido la caída, dando paso a una sensación de descanso efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayor atención, fantaseé con que los latidos procedieran de un mar inmenso e inescrutable, como si sus siniestras y colosales rompientes laceraran alguna playa desolada tras una tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí los ojos.
Por un instante, los contornos parecieron confusos, como una imagen totalmente desenfocada, pero gradualmente asimilé mi solitaria presencia en una habitación extraña y hermosa iluminada por multitud de ventanas. No pude hacerme la idea de la exacta naturaleza de la estancia, porque mis sentidos
distaban aún de estar ajustados, pero advertí alfombras y colgaduras multicolores, mesas, sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura, y delicados jarrones y ornatos que sugerían lo exótico sin llegar a ser totalmente ajenos. Todo eso percibí, aunque no ocupó mucho tiempo en mi mente. Lenta, pero inexorablemente, arrastrándose sobre mi conciencia e imponiéndose a cualquier otra impresión, llegó un temor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que no podía analizarlo y que parecía concernir a una furtiva amenaza que se aproximaba... no la muerte, sino algo sin nombre, un ente inusitado indeciblemente más espantoso y aborrecible.
Inmediatamente me percaté de que el símbolo directo y excitante de mi temor era el odioso martilleo cuyas incesantes reverberaciones batían enloquecedoramente contra mi exhausto cerebro. Parecía proceder de un punto fuera y abajo del edificio en el que me hallaba, y estar asociado con las más terroríficas imágenes mentales. Sentí que algún horrible paisaje u objeto acechaban más allá de los muros tapizados de seda, y me sobrecogí ante la idea de mirar por las arqueadas ventanas enrejadas que se abrían tan insólitamente por todas partes. Descubriendo postigos adosados a esas ventanas, los cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior mientras lo hacía. Entonces, empleando pedernal y acero que encontré en una de las mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo de los muros en barrocos candelabros. La añadida sensación de seguridad que prestaban los postigos cerrados y la luz artificial calmaron algo mis nervios, pero no fue posible acallar el monótono retumbar. Ahora que estaba más calmado, el sonido se convirtió en algo tan fascinante como espantoso. Abriendo una portezuela en el lado de la habitación cercano al martilleo, descubrí un pequeño y ricamente engalanado corredor que finalizaba en una tallada puerta y un amplio mirador. Me vi irresistiblemente atraído hacia éste, aunque mis confusas aprehensiones me forzaban igualmente hacia atrás. Mientras me aproximaba, pude ver un caótico torbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al alcanzarlo y observar el exterior en todas sus direcciones, la portentosa escena de los alrededores me golpeó con plena y devastadora fuerza.
Contemplé una visión como nunca antes había observado, y que ninguna persona viviente puede haber visto salvo en los delirios de la fiebre o en los infiernos del opio. La construcción se alzaba sobre un angosto punto de tierra —o lo que ahora era un angosto punto de tierra— remontando unos 90 metros sobre lo que últimamente debió ser un hirviente torbellino de aguas enloquecidas. A cada lado de la casa se abrían precipicios de tierra roja recién excavados por las aguas, mientras que enfrente las temibles olas continuaban batiendo de forma espantosa, devorando la tierra con terrible monotonía y deliberación. Como a un kilómetro se alzaban y caían amenazadoras rompientes de no menos de cinco metros de altura y, en el lejano horizonte, crueles nubes negras de grotescos contornos colgaban y acechaban como buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi negras, y arañaban el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos voraces. No pude por menos que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado una guerra a muerte contra toda la tierra firme, quizá instigada por el cielo enfurecido.
Recobrándome al fin del estupor en que ese espectáculo antinatural me había sumido, descubrí que mi actual peligro físico era agudo. Aun durante el tiempo en que observaba, la orilla había perdido muchos metros y no estaba lejos el momento en que la casa se derrumbaría socavada en el atroz pozo de las olas embravecidas. Por tanto, me apresuré hacia el lado opuesto del edificio y, encontrando una puerta, la cerré tras de mí con una curiosa llave que colgaba en el interior. Entonces contemplé más de la extraña región a mi alrededor y percibí una singular división que parecía existir entre el océano hostil y el firmamento. A cada lado del descollante promontorio imperaban distintas condiciones. A mi izquierda, mirando tierra adentro, había un mar calmo con grandes olas verdes corriendo apaciblemente bajo un sol resplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del sol me hicieron estremecer, aunque no pude entonces, como no puedo ahora, decir qué era. A mi derecha también estaba el mar, pero era azul, calmoso, y sólo ligeramente ondulado, mientras que el cielo sobre él estaba oscurecido y la ribera era más blanca que enrojecida.
Ahora volví mi atención a tierra, y tuve ocasión de sorprenderme nuevamente, puesto que la vegetación no se parecía en nada a cuanto hubiera visto o leído. Aparentemente, era tropical o al menos subtropical... una conclusión extraída del intenso calor del aire. Algunas veces pude encontrar una extraña analogía con la flora de mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de que las plantas y matorrales familiares pudieran asumir dichas formas bajo un radical cambio de clima; pero las gigantescas y omnipresentes palmeras eran totalmente extranjeras. La casa que acababa de abandonar era muy pequeña —apenas mayor que una cabaña— pero su material era evidentemente mármol, y su arquitectura extraña y sincrética, en una exótica amalgama de formas orientales y occidentales. En las esquinas había columnas corintias, pero los tejados rojos eran como los de una pagoda china. De la puerta que daba a tierra nacía un camino de singular arena blanca, de metro y medio de anchura y bordeado por imponentes palmeras, así como por plantas y arbustos en flor desconocidos. Corría hacia el lado del promontorio donde el mar era azul y la ribera casi blanca. Me sentí impelido a huir por este camino, como perseguido por algún espíritu maligno del océano retumbante. Al principio remontaba ligeramente la ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de mí, vi el paisaje que había abandonado: toda la punta con la cabaña y el agua negra, con el mar verde a un lado y el mar azul al otro, y una maldición sin nombre e indescriptible cerniéndose sobre todo. No volví a verlo más y a menudo me pregunto... Tras esta última mirada, me encaminé hacia delante y escruté el panorama de tierra adentro que se extendía ante mí.
El camino, como he dicho, corría por la ribera derecha si uno iba hacia el interior. Delante y a la izquierda vislumbré entonces un magnífico valle, que abarcaba miles de acres, sepultado bajo un oscilante manto de hierba tropical más alta que mi cabeza. Casi al límite de la visión había una colosal palmera que parecía fascinarme y reclamarme. En este momento, el asombro y la huida de la península condenada habían, con mucho, disipado mi temor, pero cuando me detuve y desplomé fatigado sobre el sendero, hundiendo ociosamente mis manos en la cálida arena blancuzco-dorada, un nuevo y agudo sonido de peligro me
embargó. Algún terror en la alta hierba sibilante pareció sumarse a la del diabólico mar retumbante y me alcé gritando fuerte y desabridamente.
—¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una bestia lo que me atemoriza?
Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica historia de tigres que había leído; traté de recordar al autor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad de mi espanto, recordé que el relato pertenecía a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo ridículo que resultaba considerarle como un antiguo autor. Anhelé el volumen que contenía esta historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia la cabaña condenada cuando el sentido común y el señuelo de la palmera me contuvieron.
Si hubiera o no podido resistir el deseo de retroceder sin el concurso de la fascinación por la inmensa palmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora predominante, y dejé el camino para arrastrarme sobre manos y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia la hierba y las serpientes que pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto como fuera posible y contra todas las amenazas del mar o tierra, aunque a veces temía la derrota mientras el enloquecido silbido de la misteriosa hierba se unía al todavía audible e irritante batir de las distantes rompientes. Con frecuencia, debía detenerme y tapar mis oídos con las manos para aliviarme, pero nunca pude acallar del todo el detestable sonido. Fue tan sólo tras eras, o así me lo pareció, cuando finalmente pude arrastrarme hasta la increíble palmera y reposar bajo su sombra protectora.
Entonces ocurrieron una serie de incidentes que me transportaron a los opuestos extremos del éxtasis y el horror; sucesos que temo recordar y sobre los que no me atrevo a buscar interpretación. Apenas me había arrastrado bajo el colgante follaje de la palmera, cuando brotó de entre sus ramas un muchacho de una belleza como nunca antes viera. Aunque sucio y harapiento, poseía las facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecía irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió tendiendo sus manos, pero antes de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché en el aire superior la exquisita melodía de un canto; notas altas y bajas tramadas con etérea y sublime armonía. El sol se había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi una aureola de mansa luz rodeando la cabeza del niño. Entonces se dirigió a mí con timbre argentino.
—Es el fin. Han bajado de las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y más allá de las corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe.
Mientras el niño hablaba, descubrí una suave luminosidad a través de las frondas de las palmeras y vi alzarse saludando a dos seres que supe debían ser parte de los maestros cantores que había escuchado. Debían ser un dios y una diosa, porque su belleza no era la de los mortales, y ellos tomaron mis manos diciendo:
—Ven, niño, has escuchado las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de las Vía Láctea y las corrientes arinurianas, existen ciudades de ámbar y calcedonia. Y sobre sus cúpulas de múltiples facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas estrellas. Bajo los puentes de marfil de Teloe fluyen los ríos
de oro líquido llevando embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los Siete Soles. Y en Teloe y Cytarion no existe sino juventud, belleza y placer, ni se escuchan más sonidos que los de las risas, las canciones y el laúd. Sólo los dioses moran en Teloe la de los ríos dorados, pero entre ellos tú habitarás.
Mientras escuchaba embelesado, me percaté súbitamente de un cambio en los alrededores. La palmera, que últimamente había resguardado a mi cuerpo exhausto, estaba ahora a mi izquierda y considerablemente debajo. Obviamente flotaba en la atmósfera; acompañado no sólo por el extraño chico y la radiante pareja, sino por una creciente muchedumbre de jóvenes y doncellas semiluminosos y coronados de vides, con cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos lentamente, como en alas de una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en dirección a la nebulosa dorada, y el chico me susurró en el oído que debía mirar siempre a los senderos de luz y nunca abajo, a la esfera que acababa de abandonar. Los mozos y muchachas entonaban ahora dulces acompañamientos con los laúdes y me sentía envuelto en una paz y felicidad más profunda de lo que hubiera imaginado en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple sonido alteró mi destino destrozando mi alma. A través de los arrebatados esfuerzos de cantores y tañedores de laúd, como una armonía burlesca y demoníaca, atronó desde los golfos inferiores el maldito, el detestable batir del odioso océano. Y cuando aquellas negras rompientes rugieron su mensaje en mis oídos, olvidé las palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del que creía haber escapado.
En las profundidades del éter vi la estigmatizada tierra girando, siempre girando, con irritados mares tempestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas y arrojando espuma contra las tambaleantes torres de las ciudades desoladas. Bajo una espantosa luna centelleaban visiones que nunca podré describir, visiones que nunca olvidaré: desiertos de barro cadavérico y junglas de ruina y decadencia donde una vez se extendieron las llanuras y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos de océano espumeante donde otrora se alzaran los poderosos templos de mis antepasados. Los alrededores del polo Norte hervían con ciénagas de estrepitoso crecimiento y vapores malsanos que silbaban ante la embestida de las inmensas olas que se encrespaban, lacerando, desde las temibles profundidades. Entonces, un desgarrado aviso cortó la noche, y a través del desierto de desiertos apareció una humeante falla. El océano negro aún espumeaba y devoraba, consumiendo el desierto por los cuatro costados mientras la brecha del centro se ampliaba y ampliaba.
No había otra tierra salvo el desierto, y el océano furioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé que incluso el retumbante mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros dioses de la tierra profunda que son más grandes que el malvado dios de las aguas, pero, incluso si era así, no podía volverse atrás, y el desierto había sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadilla para apiadarse ahora. Así, el océano devoró la última tierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendo de este modo todo cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente desde las tierras recién sumergidas, desvelando muerte y decadencia y, desde su viejo e inmemorial lecho, goteó de forma repugnante, revelando
secretos ocultos en los años en que el Tiempo era joven y los dioses aún no habían nacido. Sobre las olas se alzaron recordados capiteles sepultados bajo las algas. La luna arrojaba pálidos lirios de luz sobre la muerta Londres, y París se levantaba sobre su húmeda tumba para ser santificada con polvo de estrellas. Después, brotaron capiteles y monolitos que estaban cubiertos de algas pero que no eran recordados; terribles capiteles y monolitos de tierras acerca de las cuales el hombre jamás supo.
No había ya retumbar alguno, sino sólo el ultraterreno bramido y siseo de las aguas precipitándose en la falla. El humo de esta brecha se había convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras se hacía más y más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver cómo afectaba a mis compañeros descubrí que todos habían desaparecido. Entonces todo terminó bruscamente y no supe más hasta que desperté sobre una cama de convalecencia. Cuando la nube de humo procedente del golfo plutónico veló por fin toda mi vista, el firmamento entero chilló mientras una repentina agonía de reverberaciones enloquecidas sacudía el estremecido éter. Sucedió en un relámpago y explosión delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego, humo y trueno que disolvió la pálida luna mientras la arrojaba al vacío.
Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra, tan sólo pude contemplar, contra el telón de frías y burlonas estrellas, al sol moribundo y a los pálidos y afligidos planetas buscando a su hermana.

F I N

LA HERMANDAD NEGRA -- H. P. LOVECRAFT Y AUGUST DERLETH

H. P. LOVECRAFT *Y *AUGUST DERLETH
LA HERMANDAD NEGRA



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Probablemente las circunstancias que rodearon la misteriosa destrucción
por el fuego de una abandonada casa situada en una colina, a orillas del
Seekonk, en un distrito poco habitado entre los puentes de Washington y
Red, no llegarán a conocerse nunca. La policía fue acosada por el número
habitual de maniáticos que se ofrecían para facilitar informes sobre el
asunto. Nadie más insistente que Arthur Phillips, el descendiente de una
vieja familia del East Side, residente desde hacía mucho en la calle
Angell. Era un joven algo extraño y a la vez formal; preparó un relato de
los acontecimientos que, según él, condujeron al incendio. Aunque la
policía habló con todas las personas mencionadas en el relato del señor
Phillips, no obtuvo ninguna confirmación. Solamente sirvió de apoyo a la
alegación del señor Phillips la declaración de una bibliotecaria del
Ateneo, en el sentido de que, efectivamente, el señor Phillips se había
reunido allí con la señorita Rose Dexter. A continuación se reproduce su
relato.
I
Por la noche, las calles de cualquiera de las ciudades de la Costa Este
proporcionan al paseante nocturno visiones de lo extraño y lo terrible, de lo
macabro y de lo insólito: al amparo de la oscuridad, salen de las rendijas y
grietas, de las buhardillas y callejones de la ciudad aquellos seres humanos que,
por razones tenebrosas y remotas, se guarecen durante el día en sus grises
nichos. Ellos son los deformes, los solitarios, los enfermos, los ancianos, los
perseguidos, y esas almas perdidas que están siempre buscándose a sí mismas
bajo el manto de la noche, que les es más beneficioso de lo que jamás puede
serlo para ellos la fría luz del día. Son los heridos por la vida, los mutilados,
hombres y mujeres que nunca se han recuperado de los traumas de la niñez, o
que han buscado experiencias no permitidas al hombre. En cualquier lugar en
que la sociedad humana se ha concentrado por un período de tiempo
considerable, allí están ellos, aunque sólo se les ve surgir en las horas de
oscuridad, como mariposas nocturnas que se mueven en los alrededores de sus
guaridas por breves horas antes de huir de nuevo cuando surge la luz del sol.
Como había sido un niño solitario al que dejaban hacer lo que le daba la gana,
debido a mi persistente falta de salud, desarrollé muy pronto el hábito de
deambular por las noches, al principio sólo en la calle Angell y la vecindad
donde viví durante mi niñez, y luego, poco a poco, en un círculo más amplio de
mi nativa Providence. Durante el día, si lo permitía mi salud, paseaba por el río
Seekonk desde la ciudad hasta el campo abierto, o cuando me encontraba
fuerte, jugaba con unos compañeros escrupulosamente elegidos en una «casaclub
» edificada en una zona boscosa no muy lejos de la ciudad. También me
gustaba leer, y pasaba largas horas en la copiosa biblioteca de mi abuelo. Leía
sin discriminación, y por lo tanto asimilaba una gran variedad de
conocimientos, desde las filosofías griegas hasta la historia de la monarquía
inglesa, de los secretos de la antigua alquimia a los experimentos de Niels Bohr,
de la ciencia de los papiros egipcios a los estudios regionales de Thomas Hardy.
Mi abuelo era muy católico en sus gustos en materia de libros: desdeñaba la
especialización, y de todo lo que compraba sólo conservaba lo que, según él, era
bueno; esto representaba, en el conjunto de sus lecturas, una variedad inaudita
y a menudo desconcertante.
Pero la ciudad nocturna superaba todo lo demás; caminar era lo que prefería a
cualquier otra cosa, y salía por las noches, durante los años de mi niñez y los de
mi adolescencia, en el curso de los cuales procuré -pues las enfermedades
esporádicas impedían mi asistencia al colegio- bastarme a mí mismo y me volví
más y más solitario. No podría decir ahora qué es lo que buscaba con tanta
insistencia en la ciudad durante la noche, qué me atraía de las calles mal
iluminadas, por qué merodeaba por la calle Benefit y los alrededores sombríos
de la calle Poe, casi desconocidas en la extensa Providence, qué esperaba ver en
las caras furtivas de otros paseantes nocturnos que se deslizaban y escabullían
por las oscuras calles y pasajes de la ciudad. Quizá fuese para escapar a las más
intensas realidades del día, lleno de insaciable curiosidad acerca de los secretos
de la vida de la ciudad que sólo la noche podía descubrir. Cuando por fin
finalicé mis estudios de secundaria, se esperaba que me dedicaría a otros
menesteres. Pero no fue así. Mi salud era demasiado precaria para garantizarme
la matrícula en la Universidad de Brown, adonde me habría gustado ir para
continuar mis estudios. Esta restricción sirvió sólo para incrementar mis
ocupaciones solitarias: dupliqué mis horas de lectura y aumentó el tiempo
durante el que paseaba por las noches, con la compensación de dormir durante
las horas del día. Sin embargo, me las arreglaba para llevar una existencia
normal; no abandoné a mi madre viuda, ni a mis tías, con quienes vivíamos.
Mis compañeros de juventud se habían alejado de mí, pero me encontré con
Rose Dexter, descendiente de las primeras familias inglesas que se instalaron en
Providence, de ojos negros, de proporciones singularmente atractivas y de
facciones de gran belleza. a quien persuadí para que compartiese mis paseos
nocturnos.
Con ella continué la exploración de la Providence nocturna, con un nuevo
aliciente: el ansia de enseñar a Rose todo aquello que yo ya había descubierto en
mis paseos por la ciudad. Al principio nos encontrábamos en el viejo Ateneo, y
continuamos encontrándonos allí cada tarde, y desde sus portales nos
introducíamos en la noche de la ciudad. Lo que para ella empezó como una
ocurrencia del momento, pronto se convirtió en un hábito. Demostraba tanto
deseo como yo por conocer los ocultos pasajes, y los caminos no utilizados
desde hacía ya muchos años, y se sintió pronto como en su casa en medio de la
ciudad nocturna, al igual que yo. Tampoco le gustaban las charlas
intranscendentes, con lo que queda demostrado hasta qué punto nos
complementábamos.
Durante algunos meses habíamos estado explorando Providence en esta forma,
cuando una noche, en la calle Benefit, un hombre con una capa hasta la rodilla,
sobre una ropa raída y arrugada, se acercó a nosotros. Le había visto antes al
doblar la esquina: estaba a poca distancia de nosotros, detenido en la acera, y le
observé al pasar delante de él. Me chocó, porque su cara de ojos negros y
bigote, y el indomable pelo en la cabeza sin cubrir, me resultaron familiares.
Además, al pasar, hizo intención de seguimos. Por fin nos alcanzó, me tocó en
el hombro y habló conmigo.
-Señor -dijo-, ¿podría decirme cómo se va al cementerio donde estuvo Poe?
Se lo expliqué y después, movido por un repentino impulso, le sugerí que
podíamos acompañarle adonde deseaba ir. Antes de que me diera cuenta
plenamente de lo que había pasado, íbamos los tres caminando juntos. Observé
en seguida con qué aire escrutador aquel individuo examinaba a mi compañera.
Sin embargo, cualquier resentimiento que pudiese surgir en mí estaba
descartado porque reconocía que el interés de ese extraño era inofensivo:
resultaba más frío y crítico que pasional. También aproveché la ocasión para
examinarle lo más atentamente posible, en los momentos fugaces en que la luz
de las calles alumbraba el camino por el cual pasábamos, y me inquietaba cada
vez más la certidumbre de que le conocía o le había conocido alguna vez.
Vestía totalmente de negro, excepto la camisa blanca y una ligera corbata de
Windsor. Su ropa estaba muy arrugada, como si la hubiese llevado mucho
tiempo Sin haberse ocupado de ella, pero a primera vista no estaba sucia. Tenía
la frente amplia, casi abovedada; bajo ella miraban con cierta obsesión sus
oscuros ojos y el rostro se estrechaba hasta acabar en una pequeña y tiesa
barbilla. Llevaba el pelo más largo de como se estilaba entre las gentes de mi
edad, y sin embargo parecía pertenecer a esa misma generación; no aparentaba
ser más de cinco años mayor que yo. Pero definitivamente, su vestimenta no era
la de mi generación; aunque su aspecto era nuevo, parecía cortada con un
patrón de una generación anterior.
-¿Es usted forastero en Providence? -le pregunté.
-Estoy de paso -dijo en seguida.
-¿Se interesa usted por Poe?
Asintió.
-¿Qué sabe de él? -le pregunté.
-Muy poco -dijo-. ¿Podría usted contarme algo sobre él?
No hacía falta que me lo dijese dos veces. En seguida le solté un apunte
biográfico del padre de las historias de detectives y maestro de los cuentos
macabros, cuyas obras yo admiraba desde hacía mucho tiempo. Cité
simplemente su romance con la señora Sara Helen Whitman, pues se refería a
Providence y a la visita con la señora Whitman al cementerio al que nos
dirigíamos. Pude observar que escuchaba con atención extasiada, y parecía
estar grabando en su mente todo cuanto le decía. Pero no podía deducir de su
rostro inexpresivo si lo que le con taba le agradaba o le desagradaba, ni qué
interés podría tener en ello.
Por su parte, Rose era consciente de la atracción que provocaba, pero no se
sentía avergonzada, quizá porque intuía que era debida a un interés distinto del
amor. Sólo en el momento de preguntarle ella cómo se llamaba me di cuenta de
que ignorábamos su nombre. Nos dio el de «señor Allan». Al oírlo, Rose sonrió
casi imperceptiblemente; observé su sonrisa mientras paseábamos bajo una
farola de la calle.
Una vez que supo nuestros nombres, nuestro acompañante no parecía
interesado en nada más, y silenciosamente llegamos por fin al cementerio.
Pensé que el señor Allan entraría, pero no tenía ese propósito; sólo pretendía
localizarlo para poder volver de día. Era una sensata conclusión: para mí tenía
atractivo a aquellas horas por haberlo pateado a menudo de noche, pero ofrecía
poco encanto a un extraño, incapaz de ver nada en plena oscuridad.
Nos despedimos en la entrada, y Rose y yo continuamos.
-He visto a ese hombre antes en algún sitio -le dije a Rose cuando nos habíamos
alejado lo suficiente para que no pudiera oírnos-. Pero no logro recordar dónde.
Quizá en la biblioteca.
-Debe de haber sido en la biblioteca -contestó Rose con aquella risa quebrada
tan frecuente en ella-. En un retrato de la pared.
-¡Vamos! ¿Qué dices? -grité.
-¡Pero si estoy segura de que te diste cuenta del parecido, Arthur! -dijo-. Incluso
de su nombre. Se parece a Edgar Allan Poe.
En efecto, se parecía. En cuanto Rose lo dijo me di cuenta de la gran semejanza,
incluso en su ropa, y en seguida califiqué al señor Allan de inofensivo idólatra
de Poe. Un hombre tan obsesionado con su ídolo que iba a su estilo, incluso con
una ropa pasada de moda. ¡Otro de los extraños ejemplares de la raza humana
que callejeaban de noche por la ciudad!
-Bien, es el tipo más extraño que hemos encontrado desde que empezamos
nuestros paseos -dije.
Su mano apretó mi brazo.
-Arthur, ¿no sentiste algo, algo extraño que emanaba de él?
-Bueno, supongo que algo «extraño» trasluce de todos nosotros, los que
buscamos la oscuridad -dije-. En cierto modo, tendemos a crear nuestra propia
realidad.
Pero mientras le contestaba, me daba cuenta de lo que quería decirme. Ya no
había necesidad de la aclaración que buscaba ella afanosamente en las palabras
de explicación que pronunció a continuación. Sí, había algo extraño en el señor
Allan, y lo que había era una profunda falsedad. Se notaba, ahora lo veía claro y
lo aceptaba, en un buen número de cosas triviales, pero particularmente en la
falta de expresión de sus facciones. Su forma de hablar, a pesar de haber sido
poco locuaz, no tenía entonación, era casi mecánica. No había sonreído, ni se
había alterado la expresión de su rostro. Había hablado con una precisión que
sugería un distanciamiento de la mayoría de los hombres. Incluso el interés
manifiesto que mostraba por Rose era más clínico que admirativo. Al tiempo
que se despertaba mi curiosidad, creció en mí una bocanada de aprensión.
Preferí llevar el tema de nuestra conversación por otros derroteros y acompañé
a Rose a su casa.
II
Era inevitable, sospecho, que me encontrase de nuevo con el señor Allan.
Ocurrió dos noches después, no lejos de la puerta de mi casa. Quizá resulte
absurdo, pero no pude evitar el pensamiento de que estaba esperándome, que
su ansiedad por encontrarse conmigo era tan grande como la mía.
Le saludé jovialmente, como a un compañero nocturno más, y me di cuenta en
seguida de que, aunque su voz remedaba mi propia jovialidad, ningún trazo de
emoción asomaba a su rostro; permanecía absolutamente impasible, hierático,
como diría un escritor romántico. Ni un atisbo de sonrisa aparecía en su rostro,
ni había ningún reflejo en sus brillantes ojos negros. Y ahora, como me habían
sugerido, pude apreciar que el parecido con Poe era asombroso, tanto que de
haberme dicho el señor Allan que era descendiente de Poe, le habría creído sin
dudarlo.
Pensé que se trataba de una, curiosa coincidencia, y nada más. El señor Allan no
hizo en esta ocasión ninguna mención de Poe o de nada relacionado con
Providence. Parecía, era evidente, más interesado en escucharme que en hablar.
Se mostraba tan singularmente hermético como si de hecho no nos hubiésemos
visto antes. Pero tal vez buscaba algún terreno común, pues en cuanto
mencioné que colaboraba con artículos semanales relacionados con la
astronomía en el Journal de Providence, empezó a tomar parte en la
conversación; lo que había sido durante algunas manzanas un monólogo, se
convirtió en diálogo.
Pronto me di cuenta de que el señor Allan no era un novato en cuestiones
astronómicas. Escuchaba ansiosamente mis puntos de vista, pero él mantenía
los suyos, diferentes a los míos y a veces muy discutibles. No se mostró remiso
en manifestar que no sólo era posible un viaje interplanetario, sino que
innumerables estrellas, no sólo planetas de nuestro sistema solar, estaban
habitadas.
-¿Por seres humanos? -pregunté incrédulamente.
-¿Por qué tendrían que ser seres humanos? -replicó-. La vida es única, no el
hombre. Incluso aquí, en este planeta, la vida toma muchas formas.
Le pregunté si había leído las obras de Charles Fort.
No lo había hecho. No sabía nada de él, y al pedírmelo, le expliqué algunas de
las teorías de Fort, así como los hechos que aducía para apoyar estas teorías. Vi
que de cuando en cuando, mientras caminábamos, la cabeza de mi
acompañante se balanceaba, aunque su cara permanecía inexpresiva; era como
si estuviese de acuerdo. Y en una ocasión llegó a exclamar.
-Sí, así es. Lo que él dice es así.
Fue al hablar yo de objetos voladores no identificados vistos cerca de Japón
durante la última mitad del siglo diecinueve.
-¿Cómo puede afirmar eso? -interrogué.
Se lanzó a una extensa perorata, que podía resumirse así: en el terreno de la
astronomía, todo científico que estuviera al día tenía la certeza de que no había
vida solamente en la tierra. Por tanto, al igual que se podían concebir cuerpos
celestes con formas de vida inferiores a la nuestra, otros podrían dar cabida a
formas superiores. Si se aceptaba esta premisa, era perfectamente lógico que los
viajes interplanetarios no tuvieran misterios para esas formas superiores y
pudiesen, tras décadas de observación, familiarizarse con la Tierra y sus
habitantes, así como con los demás planetas hermanos.
-¿Con qué propósito? -le pregunté-. ¿Para hacer la guerra? ¿Para invadirnos?
-Un modo de vida tan desarrollado no tendría necesidad de emplear tales
métodos primitivos -señaló-. Nos vigilan, al igual que nosotros vigilamos la
luna y escuchamos las señales de radio de los planetas. Nosotros estamos aún
en las primeras etapas de la comunicación interplanetaria, y no digamos de los
viajes espaciales, mientras que otras razas en estrellas remotas hace mucho que
han superado ambas cosas.
-¿Cómo puede hablar con tanta seguridad? -le pregunté entonces.
-Porque estoy convencido de ello. Seguramente habrá conocido a gente que ha
llegado a conclusiones similares.
Admití que así era.
-¿Se considera usted un hombre sin prejuicios por lo que respecta al tema?
Admití esto también.
-¿Tanto es así que examinaría ciertas pruebas si le fueran presentadas?
-Ciertamente -repliqué, aunque no debió pasarle inadvertido mi escepticismo.
-Eso está bien -dijo-. Si nos permite a mí y a mis hermanos ir a su casa de la calle
Angell, puede ser que le convenzamos de que hay vida en el espacio. No con
forma humana, pero vida. Vida de unos seres poseedores de una inteligencia
muy superior a la de los hombres más inteligentes.
Me resultaba cómica la magnitud de sus aseveraciones y de sus creencias, pero
no lo demostré en ningún momento. Su confidencia me hizo pensar otra vez en
el cúmulo de personajes que pueden encontrarse entre los paseantes nocturnos
de Providence. El señor Allan era un obseso de sus inauditas convicciones y
como todos los obsesos ansiaba hacer proselitismo, convertir a la gente.
-Cuando quiera -dije como invitación-. Cuanto más tarde mejor, para dar
tiempo a que mi madre se acueste. Los experimentos no le hacen gracia.
-¿Digamos el próximo lunes por la noche?
-De acuerdo.
A partir de ese momento, mi acompañante no volvió a hablar del tema. Apenas
se refirió a otras cuestiones, y de hecho me tocó a mí hablar todo el rato.
Evidentemente se aburría; no habíamos recorrido tres manzanas cuando
llegamos a un callejón y allí el señor Allan se despidió de mí bruscamente, se
volvió hacia el callejón y se lo tragó la oscuridad.
¿Estaría su casa al final del callejón?, pensé. De no ser así, tendría que salir
inevitablemente por el otro extremo. Impulsivamente corrí alrededor de la
manzana y me puse a esperar en una calle paralela, en las sombras. Desde allí
podía observar la entrada del callejón sin ser visto.
El señor Allan salió tranquilamente del callejón antes de que me diera tiempo a
recobrar la respiración. Esperaba que continuase a través del callejón, pero no
fue así; bajó por la calle, y acelerando un poco el paso, continuó su camino.
Movido por la curiosidad, le seguí, procurando mantenerme oculto. Pero el
señor Allan nunca se volvió a mirar. Con la mirada fija delante de él, no le vi
dirigir la vista ni una sola vez siquiera a derecha o izquierda. Se dirigía
claramente a un sitio determinado que sólo podía ser su casa, pues ya era más
de medianoche.
Me fue fácil seguir a mi acompañante. Conocía bien estas calles, las conocía
desde mi niñez. El señor Allan se dirigía al Seekonk, y mantuvo esta ruta, sin
desviarse, hasta que llegó a una zona de Providence. Una vez allí, se dirigió
hacia una casa hace ya tiempo deshabitada. Se introdujo en ella, y no le volví a
ver. Aguardé un poco más, esperando ver alguna luz encenderse en la casa,
pero no fue así, y llegué a la conclusión de que se había acostado.
Afortunadamente me había mantenido en las sombras, puesto que al parecer el
señor Allan no se había acostado. Parecía que había pasado por la casa y
rodeado la manzana entera, pues de repente le vi acercarse a la casa, en la
dirección en que habíamos venido, y una vez más pasó por delante del lugar en
que me ocultaba, y se introdujo en la casa, de nuevo sin encender ninguna luz.
Esta vez, ciertamente, se quedó dentro. Esperé unos cinco minutos, quizá más;
entonces di media vuelta y me encaminé hacia mi casa de la calle Angell,
convencido de haber hecho lo mismo que el señor Allan la noche en que nos
conocimos: me había seguido. Sí, había llegado a la conclusión de que nuestro
encuentro esta noche no había sido fruto del azar, sino premeditado.
Sin embargo, algunas manzanas más allá, me sorprendí al ver que él, Allan, se
acercaba en dirección a mí, procedente de la calle Benefit. Traté de explicarme
cómo se las había arreglado para dejar la casa otra vez y dar un rodeo hasta
conseguir caminar derecho hacia mí. Quise imaginar en vano la ruta que pudo
haber tomado para lograrlo. El caso es que pasó a mi lado sin aparentar
reconocerme.
Pero no cabía duda: era él. La misma semejanza con Poe le distinguía de
cualquier otro caminante nocturno. Ahogué su nombre en mi boca y me volví
para mirarle. En ningún momento volvió la cabeza, y caminó hacia adelante,
dirigiéndose con paso seguro hacia el lugar que yo había dejado momentos
antes. Le vi desaparecer mientras intentaba en vano, todavía, trazar en mi
mente la ruta que tendría que haber tomado, en medio de los vericuetos y
callejuelas tan familiares para mí, para hacer posible que me tropezase de
nuevo con él cara a cara.
Vamos a ver: nos habíamos encontrado en la calle Angell, luego caminamos
hacia Benefit y el norte, y nos volvimos hacia el río otra vez. Tenía que haber
corrido mucho para poder dar la vuelta y regresar. ¿Y a que propósito obedecía
seguir semejante ruta? Me dejó totalmente perplejo, especialmente porque ni
siquiera había dado muestras de conocerme, como si fuésemos completamente
extraños.
Pero si los acontecimientos de la noche me habían dejado tan confundido, más
lo estaba aún al encontrarme con Rose en el Ateneo la noche siguiente. Me
esperaba, y corrió hacia mí en cuanto me vio.
-¿Has visto al señor Allan? -me preguntó.
-Ayer por la noche -le respondí, y habría continuado con la explicación de los
hechos de no haber vuelto a hablar ella.
-¡Yo también! Me acompañó desde la biblioteca a casa.
Me callé lo que iba a decir y le escuché. El señor Allan había estado esperando a
que saliese de la biblioteca. La había saludado y le había preguntado si podía
pasear con ella. Anduvieron durante una hora, pero sin hablar mucho. Lo poco
que dijeron fue muy superficial: vaguedades referentes a las antigüedades de la
ciudad, la arquitectura de algunas casas, y cuestiones similares, de interés para
quien sintiera curiosidad por los aspectos históricos de Providence. Luego la
acompañó a casa. Ella había estado con el señor Allan en un lugar de la ciudad
a la vez que yo había estado con él en otro. Ninguno de nosotros teníamos la
menor duda respecto a la identidad de nuestro acompañante.
-Le vi después de medianoche -dije.
Era parte de la verdad, pero no toda.
Esta extraordinaria coincidencia debía de tener alguna aplicación lógica,
aunque no estaba dispuesto a discutirla con Rose, para que no se alarmase. El
señor Allan había hablado de «sus hermanos»; entraba dentro de lo posible que
el señor Allan tuviese un gemelo idéntico. Pero ¿qué explicación cabía para lo
que obviamente resultaba decepcionante? Uno de nuestros acompañantes no
era, no podía ser el mismo señor Allan con quien previamente habíamos
paseado. Pero ¿cuál de ellos? Yo estaba seguro de que mi acompañante era el
mismo señor Allan al que habíamos conocido dos noches antes.
Sin darle importancia, y en vista de las circunstancias, hice a Rose algunas
preguntas en relación con la identidad de su acompañante, a ver si en algún
momento de nuestro diálogo salía a relucir si era el mismo al que había visto yo.
No dudaba en absoluto; estaba plenamente convencida de que su acompañante
era el mismo hombre que había paseado con nosotros dos noches antes; pues al
parecer incluso había hecho varias referencias al paseo nocturno anterior. No
tenía motivos para dudar, y yo preferí callarme. Había un extraño misterio aquí:
los hermanos tenían alguna razón oculta para interesarse por nosotros. Había
una razón distinta a la de compartir nuestro interés por los paseantes de la
ciudad y por los lugares desconocidos que se desvelan únicamente con el
crepúsculo y se desvanecen otra vez, desapareciendo con el amanecer.
Sin embargo, mi compañero de la víspera se había citado conmigo, mientras
que el de Rose, que yo supiera, no había planeado otro encuentro con ella. Pero
¿por qué había esperado a encontrarse con ella? Esta línea de investigación no
era válida ante la evidencia de que ninguno de los seres con quienes me
encontré anoche, después de haber dejado a mi compañero en su casa, podía
haber acompañado a Rose, pues ella vivía muy lejos del lugar en que por última
vez me crucé con el extraño individuo; no podía haber tenido tiempo de dejarla
en la puerta de su casa y, simultáneamente, encontrarse conmigo casi al otro
extremo de la ciudad. Una inquietante sensación comenzó a invadirme. ¿Eran
quizá tres Allan -todos idénticos-, trillizos? ¿O cuatro? No, seguramente el
segundo señor Allan que me encontré la noche anterior era el mismo con quien
habíamos estado paseando hasta el cementerio dos noches antes. El que sí podía
ser otro era el de mi tercer encuentro.
Por mucho que intentase pensar en ello, el rompecabezas continuaba sin
resolverse. Aguardaba con cierto ánimo desafiante la cita del lunes por la noche
con el señor Allan, para la que sólo faltaban dos días.
III
Aun así, no estaba bien preparado para la visita del señor Allan y sus hermanos
en la noche del lunes siguiente. Llegaron a la diez y cuarto; mi madre acababa
de subir a acostarse. Esperaba, como máximo, a tres personas. Eran siete. Y tan
parecidos como los guisantes en una vaina, tanto que no era capaz de distinguir
entre ellos al señor Allan con quien había paseado dos veces por las nocturnas
calles de Providence, aunque deduje que era el que hablaba del grupo
Se encaminaron al salón, y el señor Allan inmediatamente se dispuso a colocar
las sillas en semicírculo. Le ayudaban sus hermanos, mientras él murmuraba
algo acerca de la «naturaleza del experimento». A decir verdad, yo estaba aún
demasiado sorprendido e inquieto con la apariencia de los siete hombres
idénticos, tan pasmosamente semejantes a Edgar Allan Poe, como para darme
verdadera cuenta de lo que se decía. Pude observar también, a la luz de mi
lámpara de gas Welsbach, que los siete eran de una complexión pálida, cerúlea,
no hasta el punto de dudar que fuesen de carne y hueso como yo, pero sí para
pensar que a todos les aquejaba algún tipo de enfermedad, anemia quizá, o que
algún mal hereditario había dejado sus rostros carentes de color. Sus ojos eran
muy negros y parecían mirar fijamente, aunque sin ver. Pero no se trataba de un
defecto de percepción; era como si viesen gracias a un extrasentido invisible
para mí. La sensación que experimenté no era predominantemente de miedo,
sino de abrumadora curiosidad mezclada con una cada vez mayor intuición de
algo extremadamente desconocido no sólo para mi experiencia, sino para mi
propia existencia.
Pocas cosas reseñables habían sucedido hasta el momento entre nosotros. Pero
en cuanto el semicírculo se completó, y mis visitantes se sentaron, el que llevaba
la voz cantante me señaló una silla situada dentro del semicírculo y de cara a
los hombres sentados.
-¿Quiere tomar asiento aquí, señor Phillips? -preguntó.
Hice lo que me indicaba y me encontré con que me había convertido en el
centro de todas las miradas. Más que el objeto, el foco de sus miradas: los siete
hombres no parecían mirarme a mí, sino mirar a través de mí.
-Nuestra intención, señor Phillips -dijo el que llevaba la voz cantante, a quien
tomé por el caballero con quien me había encontrado en la calle Benefit- es
producir en usted ciertas impresiones de vida extraterrestre. Todo lo que tiene
que hacer es relajarse y ser receptivo.
-Estoy listo -dije.
Creí que iban a pedirme que amortiguase la intensidad de la luz, cuestión que
forma parte integrante de este tipo de sesiones, pero no lo hicieron. Esperaron
un rato en silencio, un silencio sólo roto por el tic-tac del reloj del hall y el
alejado murmullo de la ciudad, y entonces comenzaron algo que sólo puedo
describir como un cántico, un tarareo bajo, no desagradable, casi arrullador, que
aumentaba en volumen y era interrumpido por sonidos que imaginé palabras
aunque no podía distinguir ninguna. La canción que cantaban, y la forma en
que cantaban, eran indescriptibles, extrañas; en clave menor, los intervalos de
los tonos no se parecían a ningún sistema de música terrestre que pudiera
serme familiar, aunque me parecía más oriental que occidental.
Tuve poco tiempo para percatarme de la música, pues pronto me sobrecogió
una sensación de profundo malestar. Las caras de los siete hombres se tomaron
difusas y se fundieron en un rostro borroso. Tuve la intolerable sensación de
que me barría el paso de miles de años de tiempo. Llegué a la conclusión de que
algún tipo de hipnosis era responsable de mi estado, pero me daba igual; la
experiencia a la que me estaba sometiendo era totalmente nueva y no
desagradable, aunque había en ella una nota discordante, como de algún mal
acechando detrás de las relajantes sensaciones que se acumulaban y me
arrastraban. Gradualmente, la lámpara, las paredes y los hombres que tenía
delante se emborronaron y desvanecieron. Me daba cuenta de que todavía
estaba en mi casa de la calle Angell, pero al mismo tiempo presentía que de
alguna forma había sido trasladado a otros lugares, y empezó a manifestarse un
sentimiento de alarma ante el desconocimiento de lo que me rodeaba, así como
de repulsión y alienación. Era como si temiese la pérdida del conocimiento en
un lugar extraño, sin medios para volver a la tierra, pues lo que presenciaba era
una escena extraterrestre, de unas proporciones de grandeza y magnificencia
incomprensibles para mí.
Vastas panorámicas del espacio se arremolinaban ante mí en una dimensión
desconocida, y en el centro veía una colección de cubos gigantes, esparcidos en
una ensenada de agitada radiación violeta. Entre ellos se movían otras figuras
enormes, cambiantes, unos conos rugosos cuya talla alcanzaba los diez pies de
altura y que reposaban sobre su base compuesta de un material semielástico,
con escamas y bultos. De sus ápices salían cuatro miembros flexibles,
cilíndricos, cada uno por lo menos de un pie de ancho, y de una sustancia
similar, aunque más parecida a la carne, a la de los conos. Estos eran los
supuestos cuerpos de los miembros que los coronaban. Según pude observar,
tenían la capacidad de contraerse y dilatarse algunas veces hasta alcanzar una
medida de largo similar a la altura del cono al que estaban adheridos. Dos de
estos miembros tenían unas enormes garras en el extremo, mientras que un
tercero llevaba una cresta de cuatro apéndices rojos con forma de trompeta, y el
cuarto acababa en un globo amarillo de dos pies de diámetro, en medio del cual
había tres enormes ojos, de un ópalo oscuro, que, dada su posición en el
miembro elástico, podían volverse en cualquier dirección. Fue una escena que
me causó gran fascinación, pero al mismo tiempo me inspiraba una repelencia
atroz, dada la absoluta extrañeza y el aura de temibles descubrimientos que se
desprendía de ella. Con mayor claridad y distinción, pude ver las figuras
moverse: parecían atender a los grandes cubos; logré ver que sus extrañas
cabezas estaban coronadas por cuatro grandes tallos grises con apéndices
similares a unas flores y que, en su parte inferior, ostentaban ocho tentáculos
sinuosos y elásticos, del color verde alga, constantemente agitados en un
movimiento de serpentina. Esos tentáculos se dilataban y se contraían, se
alargaban y se acortaban; azotaban de un lado a otro como si tuviesen una vida
independiente de aquella que animaba a los conos, que parecían más perezosos.
La escena estaba bañada en un descolorido resplandor rojo, como el de un sol
moribundo que, habiendo perdido a su planeta, hubiese ocupado ahora el lugar
de la radiación violeta de la ensenada.
Me causó un indescriptible impacto; era como si se me hubiese permitido mirar
a otro mundo, un mundo increíblemente mayor que el nuestro, diferente al
nuestro por distintos valores antipódicos y formas de vida, y lejos del nuestro
en el tiempo y el espacio; y mientras miraba a este vasto mundo, me di cuenta -
como si este conocimiento estuviera introduciéndose en mí por algún sistema
psíquico- que contemplaba una raza destinada a morir, una raza que tenía que
escapar de su planeta o morir. Espontáneamente, intuí la amenaza de un mal, y
con un rápido y violento esfuerzo, me deshice del hechizo del cántico que me
tenía apresado, exterioricé la excitación del miedo que me poseía, irrumpí en un
grito de protesta y me levanté mientras la silla en que estaba sentado se caía
hacia atrás estrepitosamente
De inmediato la escena que discurría ante mis ojos se desvaneció y la habitación
volvió a enfocarse. Enfrente de mí estaban sentados mis visitantes, los siete
caballeros parecidos a Poe, impasibles y silenciosos. los sonidos que habían
emitido, el tararear y las extrañas palabras y ruidos tonales, habían cesado.
Me calmé y mi pulso se hizo más pausado.
-Lo que ha visto, señor Phillips, era una escena de otra estrella lejana -dijo el
señor Allan-, muy alejada en el espacio. De hecho, pertenece a otro universo.
¿Le ha convencido?
-¡Basta ya! -grité.
No podía decir si mis visitantes se divertían o me despreciaban; no tenían
expresión alguna, incluido su portavoz, que se limitó a inclinar la cabeza
levemente y decir:
-Nos vamos, entonces, con su permiso.
Y silenciosamente, uno tras otro, desfilaron por la puerta que daba a la calle
Angell.
Aquella experiencia me había dejado una impresión sumamente desagradable.
No poseía pruebas de haber visto algo de otro planeta, pero podía atestiguar
que había sido preso de una extraordinaria alucinación, indudablemente por
influencia hipnótica.
¿Pero cuál era su razón de ser? Lo pensé mientras ordenaba el salón. No me era
posible aducir ninguna razón sólida para demostrar lo que había presenciado.
Era incapaz de negar que mis visitantes habían mostrado poseer facultades
extraordinarias. Pero ¿con qué fin? Tenía que admitir que me confundía tanto la
aparición de nada menos que siete hombres idénticos, como la experiencia
alucinante que acababa de vivir. Quintillizos, era posible, sí, ¿pero alguien había
oído hablar de siete gemelos? Tampoco eran usuales los nacimientos múltiples
de niños idénticos. Y sin embargo había siete hombres poco más o menos de la
misma edad e idénticos en apariencia, de cuya existencia no cabía la más
mínima explicación.
Tampoco tenía ningún significado palpable la escena que había presenciado
durante la demostración. De alguna forma había comprendido que los grandes
cubos eran seres vivos y sensibles para quienes la radiación violeta era como la
vida: me di cuenta de que las criaturas de los conos les servían en alguna forma,
pero nada había descubierto que lo demostrase. La visión entera carecía de
sentido: era una de esas escenas que podía haber sido creada por una
imaginación altamente organizada, y telepáticamente dirigida a un sujeto que
se prestase a ello, como, por ejemplo, yo mismo. Era ridículo demostrar así la
existencia de vida extraterrestre; lo único que demostraba era que yo había sido
víctima de una alucinación inducida. Pero, una vez más, se trataba de un círculo
vicioso. Como alucinación, no tenía razón de ser.
Y sin embargo, esa noche no conseguí evitar una insistente inquietud que me
atenazó durante largo tiempo, hasta que pude dormir.
IV
Lo raro es que mi malestar fue en aumento a medida que transcurría la mañana
siguiente. Pese a estar acostumbrado a las curiosidades humanas, a los
frecuentes e increíbles personajes y las extrañas cosas que encontraba en mis
paseos nocturnos por Providence, las circunstancias que rodeaban al señor
Allan y sus hermanos, todos tan parecidos a Poe, eran tan extraordinarias que
no podía quitármelos de la mente.
Instintivamente, dejé mi trabajo esa tarde y me dirigí a la casa del callejón a
orillas del Seekonk, dispuesto a enfrentarme con mi acompañante nocturno.
Pero la casa, cuando llegué a ella, tenía aspecto de estar totalmente desierta;
cortinas raídas colgaban por el antepecho de las ventanas y, en torno, todo era
cenizas de abandono.
Sin embargo, llamé a la puerta y esperé.
No hubo respuesta. Llamé otra vez.
No parecía haber nadie dentro de la casa.
Arrastrado por la curiosidad, intenté abrir la puerta. Y se abrió nada más
tocarla. Dudé aún, y miré a mi alrededor. No había nadie a la vista; por lo
menos dos de las casas de la vecindad estaban desocupadas. Y si me estaban
vigilando, yo no lo notaba.
Abrí la puerta y entré en la casa. Permanecí de pie durante un momento con mi
espalda contra la puerta, para acostumbrarme a la oscuridad crepuscular que
llenaba las habitaciones. Entonces anduve cautelosamente a través del pequeño
vestíbulo hacia la habitación contigua, una salita llena de muebles tapizados
por lo menos veinte años antes. Ni rastro de seres humanos, aunque existían
indicios de que no hacía mucho alguien había andado por allí y había dejado
huellas en el polvo visible del suelo sin alfombras. Crucé la habitación y entre
en un pequeño comedor. Lo crucé también, y me encontré en una cocina. Al
igual que el resto de las habitaciones tenía pocas trazas de haber sido utilizada,
pues no había nada de comida, y la mesa parecía que no se había usado en
años. Pero aquí también había un gran número de huellas que demostraban que
la casa estaba habitada. Y la escalera demostraba asimismo un uso intenso.
Pero fue en la parte posterior de la casa donde descubrí lo que mayor
desasosiego me produjo. Esta parte del edificio consistía en una gran
habitación, aunque era evidente que antiguamente habían sido tres, pues en las
paredes quedaban sin enfoscar los agujeros de los tabiques que las habían
separado. Vi esto con el rabillo del ojo, pues lo que había en el centro de la
habitación atraía poderosamente mi atención. Una luz violeta bañaba la
habitación, un suave resplandor que emanaba de una especie de largo bloque
introducido en un cristal, rodeado, junto a un segundo bloque, similar y
apagado, de maquinaria de una clase que nunca había visto antes, excepto en
mis sueños.
Entré cautelosamente en la habitación, alerta por si alguien interrumpía mi
intromisión. Nadie ni nada se movió. Me acerqué más a la caja de cristal
encendida de violeta. Había algo dentro de ella, aunque al principio no me
percaté de esto, pues me fijé en que estaba sobre una reproducción de tamaño
natural de Edgar Allan Poe, iluminada, como todo lo demás, por la misma luz
violeta. No podía determinar su origen, excepto que estaba envuelta en una
sustancia parecida al cristal que formaba el envase. Pero cuando finalmente me
di cuenta de qué era lo que había encima de la reproducción de Poe, casi grité
de miedo, pues era una miniatura, una exacta reproducción de uno de esos
conos rugosos que sólo había visto ayer por la noche en la alucinación a la que
había sido inducido en mi casa de la calle Angell. ¡Y el sinuoso movimiento de
los tentáculos de su cabeza -o lo que yo creía que era su cabeza- evidenciaba
indiscutiblemente que estaba vivo!
Me retiré rápidamente con una ojeada al otro envase para asegurarme de que
estaba vacío y sin ocupar, aunque conectado por muchos tubos metálicos al otro
que estaba paralelo a él; me fui rápidamente haciendo el menor ruido posible,
pues estaba convencido que los hermanos de la noche dormían arriba y en mi
confusión por esta inexplicable revelación que situaba mi alucinación de la
noche anterior en otras coordenadas, no quería encontrarme con nadie. Me fui
de la casa sigilosamente, aunque me pareció ver la sombra de una de esas caras
tan parecidas a la de Poe en una de las ventanas superiores. Corrí a lo largo de
las calles que unían el Seekonk con el río Providence, corrí durante muchas
manzanas antes de ponerme a caminar más despacio, pues empezaba a llamar
la atención en mi loca carrera.
Mientras caminaba, intentaba poner en orden mis caóticos pensamientos. No
podía dar ninguna explicación a lo que había visto, pero sabía intuitivamente
que me había topado con un peligro amenazante demasiado oscuro y repelente,
y quizá demasiado vasto para poder comprenderlo. Busqué un significado pero
no pude hallar ninguno; nunca había tenido una preparación muy científica,
aparte de la química y la astronomía, de modo que no estaba preparado para
comprender el empleo de máquinas tan grandes como las que había visto en esa
casa alrededor de ese bloque encendido de violeta donde estaba el cono rugoso
en cálida y animadora radiación portadora de vida. De hecho no era capaz de
asimilar siquiera la misma maquinaria, pues sólo existía una remota similitud
con algo que podía haber visto antes, como la dínamo de una central eléctrica.
Estaban todas las máquinas conectadas de algún modo a los dos bloques, y a los
envases de cristal -si el material era cristal-, uno ocupado, el otro vacío y oscuro,
también unidos entre sí por unos tubos.
Pero había visto suficiente para convencerme de que el oscuro clan fraternal
que caminaba por las calles de Providence durante la noche con vestimenta y
aspecto de Edgar Allan Poe paseaba por motivos diferentes a los míos; los
suyos no eran simple curiosidad acerca de los personajes nocturnos, de los
colegas paseantes de la noche. Quizá la oscuridad era su estado más natural, al
igual que la luz del sol era la de la mayoría de las personas; pero sus motivos
eran siniestros, no podía dudarlo. Sin embargo, no lograba imaginarme lo que
iba a suceder después.
Por fin dirigí mis pasos hacia la biblioteca, con la vaga esperanza de tropezarme
con algo que me diese una clave para llegar a comprender lo que había visto.
Pero nada. Por mucho que busqué no encontré clave alguna, ningún indicio,
aunque leí atentamente toda referencia concebible -incluso las de la estancia de
Poe en Providence- a mi alcance sobre los estantes, y dejé la biblioteca tarde, tan
desconcertado como cuando había llegado.
Quizá era inevitable que volviese a encontrarme con el señor Allan otra vez esa
noche. No había forma de saber si mi visita a su casa había sido observada, a
pesar de que creía haber visto a un observador en la ventana de arriba en el
momento de mi huida, cuando estaba algo turbado. Pero esa sospecha mía no
debía de tener fundamento alguno, pues cuando me encontré con el señor Allan
más tarde, y le saludé en la calle Benefit, no había nada en su actitud o en sus
palabras que dejase notar su posible conocimiento de mi intromisión. Ahora
bien, yo ya conocía su habilidad para mantener su rostro impermeable a toda
expresión: humor, disgusto, incluso enfado o irritación eran ajenos a sus
facciones, que nunca abandonaban esa máscara introspectiva que caracterizaba
a Poe.
-Espero que se haya recuperado de nuestro experimento, señor Phillips -dijo,
después de intercambiar las frases de costumbre.
-Totalmente -le contesté, aunque no era cierto. Añadí algo acerca de un
repentino marco, que había precipitado el final del experimento.
-Es uno de los mundos exteriores lo que vio, señor Phillips -continuó el señor
Allan-. Son muchos. Cien mil por lo menos. La vida no es propiedad exclusiva
de la Tierra. Tampoco la vida en forma de seres humanos. La vida toma muchas
formas en otros planetas y estrellas, formas que aparecerían extrañas para los
humanos, al igual que la vida humana resulta extraña a esas otras formas de
vida.
Por una vez, el señor Allan se mostraba singularmente comunicativo, y yo tenía
poco que decir. Estaba claro, creyese yo o no que lo que había visto era una
alucinación -incluso ante el descubrimiento que había hecho en casa de mi
acompañante- que él creía sin la menor reserva en lo que decía. Hablaba de
muchos mundos, como si le fuesen familiares todos ellos. En un momento dado
habló casi con reverencia de ciertas formas de vida, particularmente de aquellas
que tenían una asombrosa capacidad de adaptación para tomar las formas de
vida de otros planetas en su incesante búsqueda de las condiciones necesarias
para su existencia.
-La estrella que vi -le interrumpí- estaba muriéndose.
-Sí -dijo simplemente.
-¿La ha visto usted?
-La he visto, señor Phillips.
Le escuché con alivio. Ya que era imposible que ningún hombre pudiese ver la
vida propia del espacio exterior, lo que yo había experimentado no era más que
la transmisión de una alucinación del señor Allan y sus hermanos.
Comunicación telepática, ciertamente, ayudada con una especie de hipnosis que
no había experimentado antes. Aun así no podía deshacerme de la inquietante
sensación de peligro que rodeaba a mi acompañante nocturno, ni del malestar
que se había apoderado de mí, pues aquella explicación que me había
apresurado a aceptar resultaba sumamente ingenua.
En cuanto pude, presenté mis excusas al señor Allan y me marché. Me fui de
prisa y directamente al Ateneo con la esperanza de encontrar a Rose Dexter,
pero ya se había marchado, si es que estuvo allí. Fui al teléfono público del
edificio y la llamé a su casa.
Contestó Rose, y confieso que sentí al instante una sensación de alivio.
-¿Has visto al señor Allan esta noche? -le pregunté.
-Sí -replicó-. Pero sólo unos instantes. Iba camino de la biblioteca.
-Yo también le he visto.
-Me pidió que fuese a su casa alguna noche para ver un experimento -continuó.
-No vayas -le dije en seguida.
Hubo un largo silencio al otro lado del teléfono.
-¿Por qué no?
Desafortunadamente no me di cuenta del acento de crueldad que había en su
voz.
-Sería preferible que no fueras -dije con toda la firmeza que pude.
-¿No cree, señor Phillips, que soy yo quien debe decidirlo?
Me apresuré a asegurarle que yo no era quién para juzgar sus acciones; sólo le
sugería que podría ser peligroso ir.
-¿Por qué?
-No puedo decírtelo por teléfono -contesté, plenamente convencido de que
sonaba a tonto, y de que a la vez era cierto que no podría poner en palabras
todas las terribles sospechas que habían empezado a aparecer en mi mente,
pues eran tan fantásticas, tan extrañas, que nadie se las creería.
-Lo pensaré -dijo quebradamente.
-Intentaré explicártelo cuando te vea -le prometí.
Me dio las buenas noches y colgó con una intransigencia que no presagiaba
nada bueno y que me dejó profundamente preocupado.
V
Llego ahora al final de los apocalípticos acontecimientos concernientes al señor
Allan y al misterio que rodeaba la casa en el olvidado callejón. Dudo en
ponerlos aquí, incluso ahora, pues sé de sobra que el cargo que ya pesa contra
mí se agravaría y daría lugar a serias dudas con respecto a mi salud mental.
Pero no me queda otro remedio. De hecho, el futuro entero de la humanidad, el
curso de todo lo que llamamos civilización, puede verse afectado por lo que
pueda o no pueda escribir acerca de esta cuestión. Los acontecimientos
culminantes se desarrollaron con rapidez tras la conversación mantenida con
Rose Dexter, ese insatisfactorio intercambio telefónico.
Tras un día de trabajo inquietante y lleno de desasosiego, llegué a la conclusión
de que tenía que dar una explicación justificativa a Rose. A la noche siguiente,
fui temprano a la biblioteca, donde solía encontrarme con ella, y me coloqué en
un lugar desde el que podía ver la entrada principal. Allí esperé durante más de
una hora hasta que se me ocurrió que a lo mejor no iba a la biblioteca aquella
noche.
Otra vez recurrí al teléfono, con intención de preguntarle si podía acercarme a
verla para explicarle lo de la noche anterior.
Fue su cuñada, y no Rose, quien contestó al teléfono.
Rose había salido
-Un caballero la llamó.
-¿Le conoce usted? -pregunté.
-No, señor Phillips.
-¿Oyó su nombre?
No lo había oído. De hecho sólo le había visto parcialmente cuando Rose salió
presurosa a encontrarse con él, pero ante mi insistencia admitió que el caballero
que había llamado a Rose tenía bigote.
¡El señor Allan! No necesitaba averiguar más.
Colgué y durante unos momentos no supe qué hacer. Quizá Rose y el señor
Allan se dedicaban solamente a pasear a lo largo de la calle Benefit. Pero tal vez
habían ido a esa casa misteriosa. Sólo pensar en ello me llenó de una aprensión
tal que me hizo perder la cabeza.
Salí de la biblioteca y me dirigí a casa. Eran las diez cuando llegué a la casa de la
calle Angell. Afortunadamente mi madre se había acostado, de modo que pude
coger la pistola de mi padre sin molestarla. Una vez cargada, caminé
apresuradamente a través de una Providence invadida por la noche, manzana
tras manzana, hacia la orilla del Seekonk y el callejón en que estaba la extraña
casa del señor Allan, sin percatarme del espectáculo que, para otros paseantes
nocturnos, representaba la prisa incontrolada con la que caminaba. De todos
modos, no me importaba, pues quizá la vida de Rose estaba en peligro, y más
allá de eso, poco definido, rondaba un mal más espantoso aún y mayor.
Cuando llegué a la casa en que había desaparecido el señor Allan, me
sorprendieron su soledad y sus ventanas oscuras. Aturdido, dudaba en
continuar, y esperé durante un minuto o dos para tomar aire y tranquilizar mi
pulso. Entonces, siempre en las sombras, me moví silenciosamente hacia la casa,
vigilando el menor rayo de luz.
Di la vuelta a la casa desde la puerta delantera a la trasera. No se veía el más
mínimo rayo de luz. Pero sí podía oírse un tararear bajo, un sonido vibrante,
como el silbido de un cable respondiendo al viento. Crucé hacia un extremo de
la casa, y ahí vi indicios de luz, no luz amarilla, como de una lámpara en el
interior, sino una pálida radiación color lavanda que parecía emanar
tenuemente de la propia pared.
Me retiré, recordando vívidamente lo que había visto en la casa.
Pero mi papel no podía ser pasivo. Tenía que saber si Rose estaba en la casa
oscura, quizá en aquella misma habitación de la maquinaria desconocida y el
envase de cristal con el monstruo dentro de la radiación violeta.
Di la vuelta hacia la parte delantera de la casa, y subí los escalones que
conducían a la puerta de entrada.
De nuevo la puerta estaba abierta. Cedió a la presión de mis dedos. Me paré
únicamente para coger la pesada arma en mis manos, empujé la puerta y entré
en el vestíbulo. Me detuve un instante para acostumbrar mis ojos a la
oscuridad; ahí de pie, percibía mejor el sonido tarareante que había oído, y algo
más: el mismo tipo de cántico que me había dejado en estado hipnótico cuando
fui testigo de la turbadora visión que supuestamente era la vida en otro mundo.
Me di cuenta de su significado inmediatamente. Pensé que Rose estaría con el
señor Allan y sus hermanos, pasando por una experiencia similar.
¡Ojalá no hubiese sido más que eso!
Pues cuando entré en la gran habitación de la parte trasera de la casa, vi algo
que para siempre se quedará grabado en mi mente. Alumbrada la habitación
por la radiación del envase de cristal, podía ver al señor Allan y sus hermanos
postrados en el suelo alrededor de los dos envases, entregados a su cántico.
Detrás de ellos, junto a la pared, yacía -en su tamaño natural- la reproducción
de Poe que yo había visto bajo la extraña criatura en el envase de cristal bañado
por la radiación violeta. Pero no era el señor Allan y sus hermanos lo que me
produjo el profundo shock y me repelió. ¡Fue lo que vi en los envases de cristal!
En el que daba resplandor a la habitación con su pulsante y agitada radiación
violeta, estaba Rose Dexter, completamente vestida, y ciertamente bajo
hipnosis. Y encima de ella estaba, alargado y con sus tentáculos azotando
furiosamente, la figura de cono rugoso que la última vez había visto encogerse
sobre la silueta de Poe. Y en el envase que se conectaba -casi me espanta
anotarlo aquí-, yacía, idéntica en todos los detalles, ¡un duplicado perfecto de Rose
Dexter!
Lo que ocurrió a continuación estaba confuso en mi mente. Sé que perdí el
control, que disparé a ciegas contra los envases de cristal, intentando romperlos.
Sé que le di a uno o a ambos, pues el impacto de la radiación se desvaneció, la
habitación quedó sumida en la oscuridad, gritos de miedo y de alarma por
parte del señor Allan y sus hermanos, y entre la sucesión de explosiones de la
maquinaria, corrí hacia adelante y cogí a Rose Dexter.
No sé cómo, alcancé la calle con Rose.
Miré hacia atrás y vi que las llamas aparecían en las ventanas de la maldita casa,
y entonces, inesperadamente, la pared norte se derrumbó, y algo -un objeto que
no pude identificar- salió de la casa en llamas y se esfumó en el cielo. Salí
corriendo, con Rose en mis brazos.
Una vez que recuperó el sentido, Rose se puso histérica, pero al fin logré
calmarla y se quedó callada, sin querer decir nada. En silencio la llevé a casa.
Sabía lo terrible que tenía que haber sido su experiencia, y estaba dispuesto a no
decir nada hasta que se hubiese recuperado totalmente.
En el curso de la semana siguiente, pude darme cuenta con toda claridad de lo
que había ocurrido en la casa del callejón, pero el delito de incendio -del que me
culpaban, en lugar de otro mucho más serio, por la pistola que había
abandonado en la casa ardiendo- había cegado a la policía y rechazaban
cualquier interpretación de los hechos que tuvieran algo que ver con cuestiones
extraterrestres. He insistido en que viesen a Rose Dexter cuando estuviese
recuperada y pudiese hablar, y desease hacerlo. No puedo hacerles entender lo
que yo ahora comprendo perfectamente. Pero los hechos están ahí,
indiscutibles. Dicen que la carne achicharrada encontrada en la casa no es
humana, al menos la mayor parte de ella no lo es. ¿Podían esperar otra cosa?
¿Siete hombres parecidos a Edgar Allan Poe? ¡Tienen que comprender que lo
que había dentro de la casa procedía de otro mundo, de un mundo agonizante,
que pretendía invadir y tomar posesión de la Tierra reproduciéndose con forma
humana! Tienen que saber que el primer modelo humano elegido por esos seres
para reencarnarse había sido, por casualidad, Poe, escogido porque ignoraban
que no representaba el tipo medio de hombre. Y han de saber, como yo llegué a
saber, que el cono rugoso provisto de tentáculos, en la radiación violeta, era el
origen de su forma material, y que la maquinaria y los tubos -que decían habían
quedado demasiado estropeados por el incendio para poder identificarlos,
¡como si hubiesen podido identificar su función aun sin estar destrozados!-
creaba, a partir del material suministrado por el cono en la luz violeta, material
que simulaba carne, unas criaturas con forma humana y parecidas a Poe.
El propio «señor Allan» me proporcionó la clave, aunque no lo supe entonces,
cuando le pregunté por qué la humanidad era objeto de escrutinio
interplanetario: «¿Para hacer la guerra? ¿Para invadimos?»; y respondió: «Una
forma de vida tan desarrollada no tendría necesidad de utilizar métodos tan primitivos».
¿Podía algo servir de explicación mejor que esto para la extraña ocupación de la
casa a orillas del Seekonk? Desde luego, era evidente ahora que lo que el «señor
Allan» y sus hermanos me ofrecieron en mi propia casa era una visión del
planeta de los cubos y los conos rugosos, su planeta.
Y seguramente lo más abominable de todo, evidente para cualquier observador
imparcial, era la razón por la cual querían a Rose. Pretendían reproducir a su
especie en la forma de hombres y mujeres, para poder mezclarse con nosotros,
sin ser detectados, sin sospechar de ellos, y lentamente, a lo largo de décadas,
quizá de siglos, mientras su mundo moría, tomar y preparar la Tierra para
aquellos que viniesen después.
¡Sólo Dios sabe cuántos de ellos puede haber aquí, entre nosotros, incluso
ahora!
Más tarde. No he podido ver a Rose todavía, esta noche, y no sé si llamarla. Me
ocurre algo terrible. Me siento preso de horribles dudas. No lo pensé durante
esa terrible experiencia, después de los disparos en la habitación iluminada de
violeta, y es ahora cuando he empezado a preguntármelo, y mi preocupación ha
ido creciendo hora tras hora, hasta convertirse en insoportable. ¿Cómo puedo
estar seguro de que en esos minutos de locura rescaté a la verdadera Rose
Dexter? Si lo hice, sin duda, ella me lo confirmará esta noche. Si no lo hice ¡Dios
sabe lo que he soltado, sin quererlo, sobre Providence y el mundo!
Extracto de The Providence Journal, l7 de julio:
UNA MUCHACHA DE LA VECINDAD MATA A SU AGRESOR
Rose Dexter, hija del señor Elisha Dexter y señora, del 127 de la calle de
Benevolent, repelió y dio muerte ayer noche a un joven al que acusó de haberla
agredido. La señorita Dexter fue encontrada en un estado de histeria mientras
corría por la calle Benefit, en las cercanías de la Catedral de San Juan, cerca del
cementerio donde tuvo lugar el suceso.
Su agresor fue identificado como un viejo amigo, Arthur Phillips...

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