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sábado, 13 de septiembre de 2008

TERROR -- LA BÚSQUEDA DE IRANON -- HOWARD P. LOVECRAFT


H. P. Lovecraft
LA BÚSQUEDA DE IRANON


EL joven iba deambulando por la granítica ciudad de Teloth, coronado con hojas de vid, el pelo amarillo rebrillando por la mirra y el atavío púrpura rasgado por las zarzas de la montaña Sidrak, que se encuentra al otro lado del puente de piedra. Los hombres de Teloth son cetrinos y austeros y habitan en casas cuadradas, y ceñudos interrogaron al forastero sobre su procedencia, así como sobre su nombre y fortuna. A lo que el joven repuso:
—Soy Iranon y procedo de Aira, una ciudad lejana que recuerdo sólo débilmente, pero que deseo volver a encontrar. Canto canciones que aprendí en esa distante ciudad, y mi ambición reside en crear belleza con las cosas que recuerdo de la infancia. Mi fortuna está en esos pequeños recuerdos y sueños, y en los anhelos que entono en jardines cuando la luna es amable y el viento de poniente conmueve los capullos de loto.
Los hombres de Teloth, escuchando tales cosas, cuchichearon entre sí, ya que aunque no hay en la granítica ciudad ni risas ni cánticos, los adustos hombres miran a veces en primavera hacia las colinas Karthianas y piensan en los laúdes de la distante Oonai, conocida mediante relatos de viajeros. Y con tal pensamiento invitaron al forastero a quedarse y cantar en la plaza que existe frente a la torre de Mlin, aunque no gustaban del color de su ropa desgarrada, ni la mirra de sus cabellos, ni su tocado de hojas de parra, ni la juventud de su voz dorada. Iranon cantó por la tarde, y mientras lo hacía un anciano comenzó a rezar y un ciego afirmó ver una aureola sobre la cabeza del cantor. Pero la mayoría de aquellos hombres de Teloth bostezaron, y algunos se rieron y otros se fueron a dormir, ya que Iranon no les contó nada útil, cantando sólo sobre sus recuerdos, sus sueños y sus anhelos.
—Recuerdo el crepúsculo, la luna y cánticos suaves, y la ventana junto a la que me acunaban para que me durmiera. Y tras la ventana estaba la calle de donde llegaban luces doradas, donde danzaban las sombras sobre casas de mármol. Recuerdo el recuadro de luz de luna en el suelo, diferente a cualquier otra luz, y las visiones que danzaban sobre ese resplandor cuando mi madre me cantaba. Y recuerdo el sol de la mañana luciendo en el verano sobre las colinas multicolores, y la dulzura de las flores en alas del viento del sur, que hacía cantar a los árboles.
»¡Oh, Aira, ciudad de mármol y berilo, cuán innumerables son tus bellezas! ¡Cuánto he amado las cálidas y fragantes arboledas al otro lado del cristalino Nithra, y las cascadas del pequeño Kra que corre por el verde valle! En aquellas frondas y en ese valle los niños se entretejían guirnaldas, y al anochecer yo soñaba sueños extraños bajo los árboles de montaña mientras contemplaba las luces de la ciudad abajo, y el serpenteante Nithra reflejando una cinta de estrellas.
»Y en la ciudad había palacios de mármol colorido y veteado, con cúpulas doradas y muros pintados, y jardines verdes con pálidos estanques y fuentes cristalinas. Con frecuencia jugaba en esos jardines, chapoteando en los estanques, y yací y soñé entre las pálidas flores bajo los árboles. Y a veces, al ponerse el sol, subía por la larga calle empinada hacia la ciudadela y la explanada, y oteaba sobre Aira, la mágica ciudad de mármol y berilo, espléndida en su atuendo de luces doradas.
»Mucho hace que me faltas, Aira, pues yo era demasiado joven al partir hacia el exilio, pero mi padre era tu rey y yo volveré a ti, ya que así lo ha decretado el sino. Por los siete reinos te he buscado y algún día gobernaré sobre tus arboledas y jardines, tus calles y palacios, y cantaré ante hombres capaces de apreciar mi canto, que no se mofen ni me den la espalda. Porque soy Iranon, el que fuera príncipe de Aira.»
Esa noche los hombres de Teloth alojaron al forastero en un establo y a la mañana siguiente un arconte fue a él y le instó a acudir a la tienda de Athok, el zapatero remendón, y hacerse aprendiz suyo.
—Pero yo soy Iranon, cantor de canciones –dijo–. No estoy hecho para el oficio de remendón.
—En Teloth todos han de trabajar duro –replicó el arconte–, tal es la ley.
Entonces Iranon repuso:
—¿Por qué habéis de afanaros? ¿Acaso no podéis vivir y ser felices? ¿Si trabajáis tan sólo para trabajar aún más, cuándo hallaréis la felicidad? ¿Trabajáis para vivir, estando hecha la vida de belleza y cánticos? Si no aceptáis cantores entre vosotros, ¿cuáles son los frutos de vuestro esfuerzo? Afanarse sin canciones es como un fatigoso viaje sin fin. ¿No es mejor la muerte?
Pero el arconte era hombre sombrío y no le entendió, así que recriminó al extranjero.
—Eres un joven extravagante y me disgustan tanto tu rostro como tu voz. Tus palabras resultan blasfemas, ya que los dioses de Teloth afirman que el trabajo arduo es bueno. Nuestros dioses nos han prometido un paraíso de luz tras la muerte, en el que descansaremos por toda la eternidad, y una frialdad cristalina en la que nadie turbará su mente con pensamientos o sus ojos con belleza. Ve a Athok el zapatero o márchate de la ciudad al ocaso. Aquí hay que esforzarse, y el cantar resulta una tontería.
Así que Iranon abandonó el establo y fue por las estrechas calles de piedra, entre lóbregas casas cuadradas de granito, buscando algo verde en el aire de la primavera. Pero en Teloth no había nada verde, ya que todo era de piedra. Los semblantes de los hombres eran ceñudos, pero junto a un dique de piedra, junto al perezoso río Zuro, se sentaba un mozo de ojos tristes, contemplando las aguas en busca de las verdes ramas en flor arrastradas desde las colinas por los torrentes. Y el muchacho le dijo:
—¿No eres, de hecho, aquel del que hablan los arcontes, el que busca una lejana ciudad en una tierra hermosa? Yo soy Romnod, nacido de la estirpe de Teloth, pero no soy tan viejo como esta ciudad de granito y anhelo a diario las cálidas arboledas y las distantes tierras de belleza y canciones. Más allá de las colinas Karthianas está Oonai, la ciudad de laúdes y bailes, de la que los hombres cuentan que es a un tiempo adorable y terrible. Quisiera ir allí apenas sea lo bastante mayor como para encontrar el camino, y allí debieras acudir tú, ya que podrías cantar y encontrar auditorio. Dejemos esta ciudad de Teloth y viajemos juntos a través de las colinas primaverales. Tú me enseñarás los caminos y yo escucharé tus cantos al atardecer, cuando las estrellas, una tras otra, enciendan sueños en la imaginación de los soñadores. Y tal vez esa Oonai, la ciudad de laúdes y bailes, sea la añorada Aira que buscas, ya que dices que no has visto Aira desde la infancia, y los nombres suelen cambiar. Vamos a Oonai, ¡Oh Iranon de los dorados cabellos!, donde los hombres sabrán de nuestro anhelo y nos recibirán como hermanos, sin reírse ni fruncir el ceño ante nuestras palabras.
E Iranon repuso:
—Sea, pequeño; y quienquiera que en esta ciudad de piedra ansíe la belleza, debe buscarla en las montañas y aún más allá, y yo no te dejaré aquí, suspirando junto al perezoso Zuro. Pero no creas que el placer y el contento existen al pasar las colinas Karthianas, ni en cualquier sitio que puedas encontrar en un día, un año o aun en un lustro de viaje. Mira, cuando yo era tan pequeño como tú vivía en el valle de Narthos, junto al gélido Xari, donde nadie prestaba atención a mis sueños, y me decía a mí mismo que al ser mayor me iría a Sinara, en la ladera sur, y cantaría para los sonrientes camelleros en la plaza del mercado. Pero cuando fui a Sinara encontré a los camelleros completamente ebrios y alborotados, y vi que sus cantos no eran como los míos; así que bajé en barcaza el Xari hasta Jaren, la de las murallas de ónice. Y los soldados de Jaren se rieron de mí y me expulsaron, así que hube de viajar por muchas otras ciudades. He visto Stethelos, que está bajo una gran catarata, y el marjal donde una vez se alzara Sarnath. Estuve en Thraa, Ilarnek y Kadatheron, junto al tortuoso río Ai, y he vivido mucho tiempo en Olatoë, en el país de Lomar. Pero aunque a veces he tenido auditorio, siempre ha sido escaso, y sé que sólo seré bienvenido en Aira, la ciudad de mármol y berilo donde mi padre fuera otrora rey. Así que buscaremos Aira, aunque haremos bien en visitar la lejana y bendecida por los laúdes Oonai, cruzando las colinas Karthianas, que pudiera ser en efecto Aira, aunque lo dudo. La belleza de Aira es inimaginable, y nadie puede hablar de ella sin extasiarse, mientras que los camelleros susurran lascivamente acerca de Oonai.
Al caer el sol, Iranon y el pequeño Romnod abandonaron Teloth y vagabundearon largo tiempo por las verdes colinas y las frescas frondas. El camino resultaba arduo y oscuro, y no parecían encontrarse nunca cerca de Oonai, la ciudad de laúdes y bailes; pero en el crepúsculo, mientras salían las estrellas, Iranon pudo cantar sobre Aira y sus bellezas, y Romnod escucharlo, por lo que, en cierta forma, ambos fueron felices. Comieron frutas y bayas rojas en abundancia, y no se percataron del transcurso del tiempo, aunque debieron pasar muchos años. El pequeño Romnod no era ya tan chico y era de hablar profundo antes que estridente; pero Iranon parecía siempre el mismo y engalanaba su cabello dorado con hojas de vid y fragantes resinas halladas en los bosques. Así hubo de llegar el día en que Romnod pareció más viejo que Iranon, aunque era sumamente pequeño cuando éste lo descubrió mirando las verdes ramas en flor en Teloth junto al perezoso Zuro orillado de piedra.
Entonces, una noche, cuando la luna se encontraba llena, los viajeros llegaron a la cima de un monte y pudieron contemplar a sus pies las miríadas de luces de Oonai. Los campesinos les habían dicho que estaban cerca, e Iranon supo que ésa no era su ciudad natal de Aira. Las luces de Oonai no eran como aquellas de Aira, ya que resultaban duras y cegadoras, mientras que las luces de Aira resplandecían tan gentil y mágicamente como relucía el claro de luna sobre el suelo, a través de la ventana, cuando la madre de Iranon lo acunaba antaño entre canciones. Pero Oonai era ciudad de laúdes y bailes, por lo que Iranon y Romnod bajaron la empinada cuesta, pensando encontrar hombres a quienes deleitar con sus cantos y ensueños. Y al entrar en la ciudad hallaron celebrantes tocados de rosas, yendo de casa en casa y asomados a ventanas y balcones, que escuchaban las canciones de Iranon y le arrojaban flores, aplaudiendo acto seguido. Entonces, por un instante, Iranon creyó haber encontrado a quienes pensaban y sentían como él, aunque la ciudad no resultaba ni la centésima parte de hermosa de lo que fuera Aira.
Al alba Iranon miró alrededor desalentado, ya que las cúpulas de Oonai no eran doradas a la luz del sol, sino grises y tristes. Y los hombres de Oonai estaban empalidecidos por la juerga y aturdidos por el vino, totalmente distintos de los radiantes hombres de Aira. Pero ya que la gente le había arrojado flores y había aclamado sus cantos, Iranon se quedó, y con él Romnod, que gustaba de la juerga ciudadana y lucía en sus oscuros cabellos rosas y mirto. Iranon cantaba a menudo durante las noches para los juerguistas, pero seguía siendo el de siempre, coronado tan sólo con parra de las montañas y añorando las marmóreas calles de Aira y el cristalino Nithra. Cantó en los salones cubiertos de fresco del monarca, sobre un estrado de cristal que se alzaba sobre un suelo de espejo, y al cantar pintaba escenas para su auditorio, hasta que al fin el suelo pareció reflejar sucesos antiguos, hermosos y medio recordados, y no los concelebrantes rubicundos por el vino que le lanzaban rosas. Y el rey le hizo desechar su harapienta púrpura para vestir satén y brocados de oro, con anillos de jade verde y brazaletes de marfil teñido, y lo alojó en una sala dorada repleta de tapices, sobre una cama de dulce madera tallada, cubierta de doseles y colchas de seda con flores bordadas. Así residió Iranon en Oonai, la ciudad de laúdes y bailes.
No se sabe cuánto se demoró Iranon en Oonai, pero un día el rey llevó a su palacio un puñado de salvajes bailarinas del vientre del desierto liranio y cetrinos flautistas de Drinen en el este, y tras de eso los juerguistas no lanzaron sus rosas sobre Iranon con la misma generosidad que sobre las bailarinas y los flautistas. Y día tras día aquel Romnod que fuera niño en la granítica Teloth se volvía más rudo y colorado por el vino, al tiempo que menos y menos soñador, y escuchaba con menguante deleite las canciones de Iranon. Pero aunque Iranon se sentía triste no cesaba de cantar, y cada noche repetía sus sueños sobre Aira, la ciudad de mármol y berilo. Luego, una noche, el rubicundo e hinchado Romnod resolló pesadamente entre las arrulladoras sedas de su diván y murió debatiéndose, mientras Iranon, pálido y delgado, cantaba para sí mismo en una apartada esquina. Y cuando Iranon hubo llorado sobre la tumba de Romnod, y la hubo cubierto de verdes ramas en flor, tal como a
Romnod solía gustarle, apartó sus sedas y ornatos y se marchó inadvertido de Oonai, la ciudad de laúdes y bailes, vestido tan sólo con la desgarrada púrpura con la que llegara, engalanado con nuevas hojas de parra de las montañas.
Iranon vagabundeó hacia poniente, buscando aún su tierra natal y los hombres que podían entender y amar sus cantos y sueños. En todas las ciudades de Cydathria y en las tierras del otro lado del desierto Bnazico, muchachos de rostro alegre se reían de sus viejas canciones y sus rasgadas ropas púrpuras, pero Iranon se mantenía siempre joven, portando una corona sobre su dorada cabeza al cantar a Aira, delicia del pasado y esperanza del futuro.
Entonces llegó una noche a la mísera choza de un viejo pastor, sucio y cargado de hombros, que guardaba su pequeño rebaño en una pedregosa ladera, sobre un pantano de arenas movedizas. Iranon se dirigió a este hombre, como a otros tantos:
—¿Sabrías decirme dónde hallar Aira, la ciudad de mármol y berilo, por donde fluye el cristalino Nythra y donde las cascadas del pequeño Kra cantan entre valles verdes y colinas arboladas?
Y el pastor, al oírlo, contempló larga y extrañadamente a Iranon, como recordando algo muy pretérito, y se fijó en cada rasgo del semblante del forastero, y en su dorado cabello, y en sus hojas de parra. Pero era muy viejo y meneó la cabeza al replicar:
—Oh forastero, es cierto que he oído el nombre de Aira y cuantos otros has pronunciado, pero proceden de lo más profundo de los años. Los escuché en la juventud de labios de un compañero de juegos, un pequeño mendigo trastornado por extraños sueños que era capaz de urdir interminables cuentos sobre la luna y las flores y el viento de poniente. Solíamos burlarnos de él a causa de su nacimiento, aunque él creyese ser hijo de rey. Era gallardo, como tú, pero lleno de locura e ideas extrañas; se marchó siendo pequeño para encontrar a quienes pudieran escuchar con agrado sus cantos y sueños. ¡Cuán a menudo me cantó sobre tierras que nunca existieron y cosas que jamás serán! Hablaba sin parar de Aira; de Aira y del río Nithra y las cascadas del pequeño Kra. Decía siempre que había vivido una vez allí como príncipe, aunque todos conocíamos su cuna. Nunca existió la marmórea ciudad de Aira ni quienes pudieran gustar de extraños cantos, excepto en los sueños de mi antiguo compañero de juegos Iranon, que ya no está con nosotros.
Y con el crepúsculo, mientras las estrellas iban encendiéndose una tras otra y la luna derramaba sobre el pantano una claridad semejante a la que un niño ve temblar sobre el suelo mientras le mecen para dormirlo, un hombre muy anciano, envuelto en desgarrada púrpura y tocado con marchitas hojas de parra, se internó en las letales arenas movedizas mirando adelante como si contemplara las doradas cúpulas de una hermosa ciudad donde los sueños encuentran comprensión. Y esa noche murieron en el antiguo mundo un poco de la juventud y la belleza.

TERROR -- LA CASA MALDITA -- HOWARD P. LOVECRAFT

TERROR -- LA CASA MALDITA -- HOWARD P. LOVECRAFT
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La Casa Maldita
H.P. Lovecraft


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Rara vez deja de haber ironía incluso en el mayor de los horrores. Algunas veces forma parte directa de la trama de los sucesos, mientras que otras sólo atañe a la Posición fortuita de éstos entre las personas y los lugares. ,Un magnífico ejemplo de este último caso puede encontrarse en la antigua ciudad de Providence, donde acostumbraba a ir Edgar Allan Poe, a mediados del siglo pasado, durante su infructuoso galanteo a Mrs. Whitman, Poeta de excelentes dotes. Poe solía parar en la Mansión House -nuevo nombre de la Hostería de la Bola de Oro, cuyo techo cobijó a Washington, a Jefferson y a Lafayette-, y su paseo preferido era hacia el Norte, por la misma calle, donde se encontraban la casa de Mrs. Whitman y el vecino cementerio de St. John, situado en la falda de la colina cuyo recoleto recinto' con abundancia de lápidas del siglo XVIII, le fascinaba de manera especial.
Lo irónico del caso es que en el curso de aquel paseo, tantas veces repetido, el más grande maestro de lo terrible y de lo fantástico tenía que pasar por delante de cierta casa situada en el lado oriental de la calle, un edificio deslucido y anticuado que se hallaba posado sobre la brusca subida de la ladera de la colina, con un amplio y descuidado jardín que databa de la época en ¡que la región era en parte campo abierto. No parece que Poe escribiera o hablara nunca de la casa, m se tiene noticia de que hubiera reparado en ella. Y, sin embargo, aquella morada para las dos personas en posesión de cierta información, iguala o supera en horror a las más descabelladas fantasías del genio que con tanta frecuencia pasó por delante de ella sin saber lo que ocultaba y se alza con mirada maliciosa y rígida como símbolo de todo lo que es indeciblemente espantoso.
La casa era -en realidad, continúa siendo- de las que atraen el interés de los curiosos. Originalmente granja, por lo menos en parte, tenía el habitual aspecto colonial - de las casas prósperas de tejado puntiaguado de la Nueva Inglaterra de mediados del siglo xviii, con dos pisos y ático, pórtico georgiano y paredes interiores recubiertas de madera, como dictaba la evolución del gusto en esa época. Estaba orientada hada el Sur y tenía un elevado tejado cuyos dos aleros daban, respectivamente,, a la ladera de la colina y a la calle. Su construcción, de hace más de siglo y medio, se había adaptado al nivelado y al enderezamiento del camino en aquella vecindad particular, pues Benefit Street, llamada originalmente Back Street, se trazó como sinuoso sendero entre los sepulcros' de los primeros colonos y sólo se enderezó cuando el traslado de los cadáveres al Cementerio del Norte permitió abrir camino a través de los antiguos predios familiares.
En un principio, el muro posterior se alzaba sobre un campo de hierba que quedaba como a veinte pies por encima del nivel de la calle, pero un ensanchamiento de ésta, aproximadamente en tiempos de la Guerra de la Independencia, absorbió casi todo el espacio intermedio y dejó los cimientos al aire, por lo que hubo que construir en él sótano un muro de ladrillo, que dio a esta hundida parte de la casa una fachada dotada de puerta y dos ventanas por encima del nivel del suelo, casi a la altura de la calle nueva. Cuando se construyó la acera hace un siglo, se eliminó el resto del espacio intermedio, y en sus paseos Poe debió de ver sólo un muro vertical de ladrillo que nacía del borde de la acera, coronado a una altura de diez pies por la pesada silueta de la antigua casa entejada propiamente dicha.
Los terrenos, propiedad de la familia, se extendían por la parte trasera y subían un buen trecho por la loma, hasta casi llegar a Wheaton Street. El espacio al sur de la casa, el que lindaba con Benefit Street, quedaba, naturalmente, muy por encima del nivel de la actual acera, formando una plataforma que acababa en un muro de guijas húmedas y mohosas horadado por un tramo muy inclinado de estrechos escalones que conducía al interior, entre paredes que formaban una especie de desfiladero, y desembocando en la parte superior en un despeinado macizo de césped, muros de ladrillo rezumantes y jardines descuidados, cuyas desmanteladas urnas de cemento, tiestos herrumbrosos caídos de trípodes de nudosas patas y objetos parecidos hacían parecer más atractiva, por contraste, la puerta principal, maltratada por la intemperie, con su montante roto, pilastras jónicas podridas y carcomida cornisa triangular.
Lo que oí de muchacho acerca de la Casa Maldita fue simplemente que la gente moría en ella en cantidad alarmante. Esa había sido la razón, me decían, por la que sus primeros propietarios la habían abandonado unos veinte años después de haberla construido. La casa era, evidentemente, malsana, tal vez a causa de la humedad y de los hongos que crecían en el sótano, del tufo enfermizo que lo contaminaba todo, de las corrientes de los pasillos o de la calidad del agua de la bomba y del pozo. Estas. cosas ya eran lo bastante malas y a ellas culpaban, las personas que yo conocía, de las desgracias de la casa. Únicamente los cuadernos de notas de mi tío el anticuario, Dr. Elihu Whipple, me revelaron detalladamente las más oscuras y vagas suposiciones que formaban una corriente folklórica subterránea entre los sirvientes más antiguos y la gente humilde, conjeturas que nunca llegaron muy lejos y fueron en su mayor parte olvidadas cuando Providence se convirtió en ciudad importante con una población moderna y cambiante.
En realidad, los habitantes serios de la ciudad nunca consideraron la casa como «encantada» exactamente. No se hablaba de ruidos de cadenas, ni de heladas corrientes de aire, ni de apagones de luces, ni de caras en las ventanas. Los extremistas decían que traía «mala suerte», pero no pasaban de ahí. Lo indiscutible era que en ella morían gran número de personas, o, mejor dicho, que en ella habían muerto un gran número de personas, pues después de ciertos peculiares acontecimientos ocurridos allí hace más de sesenta años, el edificio había quedado abandonado debido a la imposibilidad de alquilarlo. Aquellas personas no murieron todas repentinamente por una, causa determinada; parecía más bien que su vitalidad iba sien-
do minada de un modo insidioso y que su resistencia dependía de su mayor o menor fortaleza natural. Y las que no morían mostraban en diversos grados un tipo de anemia o consunción, y a veces una decadencia de las facultades mentales, que no hablaban a favor de la salubridad del edificio. Debe añadirse que las casas vecinas parecían estar completamente libres de aquella perniciosa condición.
Esto es cuanto sabía antes que mis insistentes preguntas llevaran a mi tío a mostrarme las notas que finalmente nos embarcaron en nuestra espantosa investigación. En mi niñez, la Casa Maldita estaba vacía, con sus árboles desnudos, nudosos y viejos, su alta hierba de una palidez extraña y cizaña de aspecto de pesadilla en el abandonado patio en el que jamás se posaban los pájaros. Los muchachos solíamos invadir la finca, y aún recuerdo mi terror juvenil provocado no sólo por la morbosa calidad de aquella siniestra vegetación, sino ante la atmósfera y el olor de la ruinosa casa, cuya puerta abierta cruzábamos frecuentemente en busca de emociones. Los cristales de las ventanas estaban rotos en su mayoría, y una indescriptible desolación rodeaban los precarios paneles dé madera que cubrían las paredes, los desvencijados postigos interiores, el papel de los muros que colgaba a tiras, la escayola que se desmoronaba, las inseguras escaleras y los pocos muebles estropeados que todavía quedaban. El polvo y las telarañas daban un mayor matiz de abandono a aquel ambiente atemorizador, y muy valiente tenía que ser el muchacho que se aventuraba por la escalera que conducía al desván, una pieza espaciosa y alargada, con vigas al descubierto, iluminada solamente por la incierta luz de las pequeñas buhardillas de sus extremos y repleta de un montón de arcones, sillas y ruecas rotas que infinitos años de abandono habían cubierto y adornado de formas monstruosas y diabólicas.
Pero, después de todo, el desván no era la parte más terrible de la casa. Lo que nos provocaba mayor repulsión era el húmedo sótano, aunque quedaba completamente por encima del nivel del suelo en el lado que miraba a la calle, separado de la concurrida acera por un endeble tabique de ladrillo en el que se abrían una puerta y una ventana. No sabíamos si frecuentarlo atraídos por su estímulo fantasma], o rehuirlo para bien del alma y la cordura. En primer lugar, el mal olor de la casa era más pronunciado allí; y, además, no nos gustaban la blanca fungosidad que brotaba algunas veces del duro suelo de tierra en los veranos lluviosos. Aquellos hongos, de grotesco parecido con la vegetación del patio exterior, tenían formas verdaderamente horribles, detestables caricaturas de setas de especies desconocidas. Se pudrían pronto y en determinada fase de su descomposición adquirían una leve fosforescencia, de modo que los transeúntes nocturnos hablaban, a veces, de los fuegos fatuos que brillaban detrás de los destrozados cristales de las ventanas, por las que se esparcía el mal olor.
Nunca, ni siquiera en las más descabelladas vísperas de Todos los Santos, bajamos al sótano de noche, pero en algunas de nuestras visitas diurnas pudimos percibir la fosforescencia, especialmente si el día era oscuro y húmedo. También captábamos a menudo una cosa más sutil, algo muy extraño que era, sin embargo, y en el mejor de los casos, apenas una sugestión. Me refiero a una mancha nebulosa y blanquecina en el suelo de tierra, un depósito, vago y cambiante de moho y nitro que, en ocasiones, creíamos ver entre la esparcida fungosidad cerca del inmenso fogón de la cocina del sótano. Algunas veces nos parecía que aquella mancha tenía una extraña semejanza con la figura de una persona encorvada, aunque generalmente no existía tal parecido, y con frecuencia ni siquiera la veíamos. Cierta tarde de lluvia en que aquella sensación fue particularmente intensa y en que, además, había creído ver una especie de emanación tenue, amarillenta y temblorosa que brotaba del dibujo en dirección a la campana de la chimenea, le hablé a mi tío del asunto. Se limitó a sonreír ante aquella curiosa fantasía, pero me pareció que había en su sonrisa un matiz de reminiscencia. Más tarde me enteré de que en algunas de las antiguas leyendas que circulaban por la región había una idea similar a la mía, una idea que también aludía a las formas de vampiro y de lobo que tomaba el humo de la gran chimenea, y de los anómalos contornos adoptados por algunas de las retorcidas raíces de árbol que se abrían camino hasta el sótano por entre las piedras sueltas de los cimientos.
II
M tío no me dio a conocer las notas e informes que había reunido acerca -de la Casa Maldita hasta que fui un hombre adulto. El Dr. Whipple era un médico sensato y conservador de la antigua escuela, y a pesar del interés que le inspiraba la casa no deseaba alentar a un muchacho a pensar en cosas anormales. Sus propias opiniones, en el sentido de que el edificio había sido construido en un paraje insalubre, no tenían nada de anormal, pero se daba cuenta de que el pintoresquismo de lo que había suscitado su propio interés podría asociarse en la mente fantástica de un muchacho con toda clase de macabras imaginaciones.
Mi tío era un solterón, un hombre de pelo blanco, de rostro rasurado vestido a la antigua e historiador local notable, que había roto frecuentemente una lanza contra guardianes de la tradición tan polémicos como Signey S. Rider y Thomas W. Bicknell. Vivía con un criado en una antigua casa georgiana de aldabón, escalinata y barandal de hierro que se alzaba amenazadoramente en North Court, calle de empinada pendiente, junto a la mansión colonial de ladrillo en la que su abuelo -primo de un famoso corsario, el capitán Whipple, que en 1772 quemó la goleta Gaspee de Su Majestad-, había votado el 4 de mayo de 1776 por la independencia de la colonia de Rhode Island. A su alrededor, en la húmeda biblioteca de techo bajo y blancos paneles que la humedad hacía amarillear, de pesada repisa tallada sobre la chimenea y ventanas de pequeños cristales color vino, se guardaban las reliquias y documentos de su antigua familia, entre los cuales había muchas ambiguas alusiones a la Casa Maldita de Benefit Street. Ese malsano lugar no se encuentra lejos, pues Benefit Street corre a lo largo del borde de la precipitada pendiente por encima del Tribunal, por donde treparon las primeras casas de los colonizadores.
Cuando mi tío me consideró lo bastante maduro como para digerirla, puso ante mis ojos una crónica realmente extraña. A pesar de la longitud de su contenido, lleno de estadísticas y monótonas genealogías, corría por ella una hebra continua de tenaz y persistente horror y de malignidad preternatural que me impresionaron más que al buen doctor. Sucesos independientes encajaban entre sí de manera asombrosa, y detalles al parecer insignificantes prometían un potencial de espantosas posibilidades. Una nueva y ardiente curiosidad brotó en mí, comparada con la cual la que sentí de muchacho era débil y rudimentaria. La primera revelación me llevó a realizar una investigación a fondo y finalmente a aquella estremecedora búsqueda que resultó tan desastrosa para mí y para los míos. Pues mi tío insistió en unirse a las pesquisas -que yo había iniciado, y tras haber estado cierta noche en aquella casa, no volvió a salir conmigo. Ahora estoy solo, sin aquel espíritu amable cuyos largos años estuvieron llenos de honor, virtud, buen gusto, benevolencia y erudición. He erigido una urna de mármol en memoria suya en el cementerio de St. John --el lugar bien amado de Poe-, el recogido soto de altísimos sauces que queda sobre la loma, en donde tumbas y lápidas se agrupan serenamente entre la mole blanquecina de la iglesia, las casas y los muros de contención de Benefit Street.
La historia de la casa, que se abría paso entre un laberinto de fechas, no revelaba nada siniestro en lo referente a su construcción, ni en lo referente a la honorable familia que la edificó. Y, sin embargo, desde sus comienzos la rodeó un aura de calamidades, que pronto adquirió proporciones de mal agüero. La historia, cuidadosamente recopilada por mi tío comenzaba con la construcción del edificio en 1763, y desarrollaba el tema con una desacostumbrada cantidad de detalles. Sus primeros moradores fueron William Harris, su esposa Rhoby Dexter y sus hijos, Elkanah, nacida en 1755; Abigail, nacida en 1757; William, junior, nacido en 1759, y Ruth, nacida en 1761. Harris era un adinerado mercader y marino, dedicado al comercio con las Indias Occidentales y relacionado con la firma de Obadiah Brown y sus sobrinos. Después de la muerte de Brown en 1761, la nueva casa de Nicholas Brown & Co. le nombró capitán del bergantín Prudence, construido en Providence, de 120 toneladas, lo que le permitió construir la nueva casa que había anhelado tener desde que contrajo matrimonio.
El lugar que había elegido -una parte de la recientemente enderezada Báck Street, calle nueva y de buen vecindario, que corría a lo largo de la ladera de la colina que dominaba el populoso Cheapside- reunía todo lo que pudiera desearse, y la casa hacía honor al solar que ocupaba. Era todo lo buena que podía ser dada una fortuna moderada, y Harris se apresuró a mudarse a ella antes que naciera el quinto hijo que esperaba la familia. Este hijo, un varón, llegó en diciembre, *pero nació muerto. Durante un siglo y medio no iba a nacer en aquella casa ningún niño vivo.
En el mes de abril, cayeron enfermos los niños, y Abi. gail y Ruth murieron poco después. El Dr. Job Ives diagnosticó el mal como una clase de fiebre infantil, aunque hubo otros que hablaron de simple debilitación y decaimiento. En cualquier caso, la enfermedad parecía ser contagiosa, pues en el mes de junio Hannah Bowen, una de las dos criadas de la casa, murió de la misma dolencia. El¡ Lideason, la otra criada, se quejaba constantemente de debilidad, y hubiera regresado a la granja de su padre de no haber sido por el gran cariño que le cobré a Mehitabel Rehoboth, que había reemplazado a Hannah. Eli falleció al año siguiente, año triste en verdad, pues en él murió el mismo William Harris, debilitado por el clima de la Martinica, donde sus ocupaciones lo habían retenido durante largas temporadas en la década anterior.
Rhoby, su viuda, nunca se repuso de la pérdida de su marido, y la muerte de su primogénita, Elkanah, ocurrida dos años después, significó el golpe decisivo a su razón. En 1768 fue víctima de una locura benigna, y quedó recluida en el piso superior de la casa; su hermana mayor, Mercy Déxter, soltera, llegó a la casa para cuidar de la familia. Mercy era una mujer muy poco agraciada, huesuda y de gran fortaleza física; pero su salud empeoró visiblemente desde su llegada. Profesaba un profundo afecto a su desventurada hermana y un cariño especial al único sobrino que le quedaba, William, que luego de haber sido un niño fuerte y robusto se había convertido en un muchacho flacucho y enfermizo. Ese mismo año murió Mehítabel, y el otro criado, Preserved Smith, se marchó sin dar una explicación coherente, o aduciendo simplemente algunas historias poco razonables y diciendo que no le gustaba el olor de la casa. Durante algún tiempo, Mercy no pudo conseguir más ayuda, pues siete muertes y un caso de locura, todo ello en un período de cinco años, habían comenzado a fomentar habladurías, repetidas primeramente junto a la lumbre, y convertidas luego en absurdos rumores. Finalmente, consiguió unos criados que no eran del pueblo: Ann White, una mujer melancólica de la parte de North Kingstown que hoy forma la villa de Exeter, y un hombre competente venido de Boston que se llamaba Zenas Low.
Ann White fue la primera en dar forma definida a los rumores. Mercy nunca debió tomar a criada alguna de la comarca de Nooseneck Hill, pues esas tierras remotas y atrasadas eran entonces, como hoy, semillero de las más inquietantes supersticiones. En 1892, fecha relativamente reciente, las gentes de Exeter desenterraron un cadáver y quemaron ceremonialmente el corazón para impedir ciertas supuestas apariciones nocivas para la salud y la paz de la población, y puede imaginarse cuál era el punto de vista de esa comarca en 1768. Ann habló mucho e indiscretamente, y al cabo de unos meses Mercy la despidió reemplazándola con una fiel y amable criada de Newport, María Robbins.
Mientras tanto, la infortunada Rhoby Harris, en su locura, daba rienda suelta a sueños y falsas aprensiones de la más horrible especie. Había veces en que sus gritos se hacían insoportables y durante largos períodos decía tales horrores que su hijo tuvo que ser enviado a casa de su primo, Peleg Harrís, que vivía en Presbyterian Lane, cerca del nuevo edificio del colegio universitario. El muchacho parecía mejorar después de estas visitas, y de haber sido Mercy tan inteligente como bien intencionada, hubiera dejado que el chico se quedara a vivir permanentemente en casa de Peleg. La tradición no está de acuerdo en lo que Mrs. Harris gritaba en sus estallidos de violencia, o, mejor dicho, los relatos son tan absurdos que se
invalidan a sí mismos. Pues resulta, efectivamente, absurdo oír que una mujer que solamente tenía rudimentarios conocimientos del francés, gritara durante horas enteras empleando un francés grosero y coloquial, o que la misma persona, en la vigilada soledad de su habitación, se quejara amarga y excitadamente de una presencia que la miraba fijamente y la atormentaba con dentelladas y mordiscos. Zena, el criado, murió en 1772, y cuando Mistress Harris se enteró lo celebró con risas y alborozo, algo incomprensible en ella. Al año siguiente falleció, siendo enterrada en el Cementerio del Norte, junto a su marido.
Cuando comenzó la guerra con Inglaterra en 1775, William Harris, a pesar de sus dieciséis años y de su endeble constitución, consiguió alistarse en el Ejército de Observación a las órdenes del general Greene, y a partir de entonces empezó a mejorar de salud y a ganar en prestigio. En 1780, siendo capitán de las fuerzas de Rhode Island en Nueva jersey, mandadas por el coronel Angell, conoció a Phebe Hetfield, de Elizabethtown, contrajo matrimonio con ella y la llevó consigo a Providence al año siguiente cuando le licenciaron honrosamente en el ejército.
El regreso del joven soldado no fue un acontecimiento feliz. La casa, es cierto, se encontraba aún en buen estado la calle se había ensanchado y le habían cambiado el nombre de Back Street por el de Benefit Street. Pero el antes robusto cuerpo de Mercy Dexter se había encogido y desmejorado curiosamente, y ahora era una patética figura encorvada de voz cavernosa y desconcertante palidez, característica singularmente compartida por María, la única criada que quedaba. En el otoño de 1782, Phebe Harris dio a luz una hija muerta, y el día 15 del siguiente mes de mayo, Mercy fallecía tras una vida laboriosa, austera y virtuosa.
William Harris, convencido por fin de la naturaleza radicalmente malsana de su casa, decidió abandonarla y cerrarla para siempre. Consiguió alojamiento provisional para su esposa y para él en la Hostería de la. Bola de Oro, recientemente abierta, y dispuso la construcción de una casa nueva y mejor en Westminster Street, en el ensanche de la ciudad, al otro lado del Gran Puente. Allí nació en 1785 su hijo Dutee, y allí vivió la familia hasta que el desarrollo y necesidades, del comercio los llevaron a instalarse al otro lado del río, y más allá de la loma en Angell Street, en el nuevo barrio residencial del Este, en donde el desaparecido Archer Harris construyó su suntuosa y fea residencia con tejado a la francesa en 1876. William. y Phebe murieron víctimas de la epidemia de fiebre amarilla en 1797, pero Dutee fue criado por su primo Rathbone Harris, hijo de Peleg.
Rathbone era un hombre práctico y arrendó la casa de Benefit Street, a pesar del deseo de William de conservarla desalquilada. juzgó que tenía la obligación hacia su pupilo de sacar el máximo beneficio del patrimonio del muchacho, y no le importaron las muertes y enfermedades que ocasionaron continuos cambios de inquilinos, ni la creciente aversión que la casa generalmente inspiraba. Es probable que sintiera únicamente enojo cuando, en 1804, las autoridades municipales le dieron orden de fumigarla con azufre, alquitrán y alcanfor como consecuencia del comentado fallecimiento de cuatro personas, probablemente causado por un brote de fiebre epidémica. Se dijo que el lugar olía a fiebre.
El propio Dutee no pensó gran cosa en la 5 asa, pues llegó a ser oficial de un barco corsario y presto servicios con distinción en el Vigilant, mandado por el capitán Cahoone en la guerra de 1812. Regresó ileso, contrajo matrimonio en 1814 y fue padre aquella memorable noche del 23 de septiembre de 1815, en que una gran tormenta arrastró las aguas de la bahía hasta que cubrieron la mitad de la ciudad lanzando una gran balandra a buena altura de Westminster Street de modo que sus mástiles casi golpearon las ventanas de los Harris en simbólica afirmación de que el recién nacido, We1come, era hijo de marino.
WeIcome no sobrevivió a su padre, pero sí vivió lo suficiente para morir gloriosamente en Fredericksburg en 1862. Ni él ni su hijo Archer supieron nada de la Casa Maldita, sino que era un engorro casi imposible de arrendar, tal vez a causa de la perniciosa humedad y del olor a viejo y a abandono. En realidad, no volvió a ser alquilada después de una serie de muertes que culminaron en 1861, y que pasaron inadvertidas a causa de la emoción de la guerra. Carrington Harris, el último descendiente varón de la familia, la conocía sólo como un lugar abandonado, pintoresco y centro de leyendas hasta que yo le conté mi experiencia. Se proponía derribarla y construir en el solar un nuevo edificio de apartamentos, pero después de mi relato decidió dejarla en pie, instalar cañerías y alquilarla. No se ha tropezado todavía con ninguna dificultad para encontrar inquilinos. El horror ha desaparecido.
III
Puede imaginarse lo profundamente que me impresionaron los anales de los Harris. En esta ininterrumpida historia parecía anidar una persistente maldad superior a todo lo que yo había conocido en la naturaleza; una maldad claramente relacionada con la casa, y no con la familia. Confirmó esta impresión la colección menos sistemática de heterogéneos datos de mi tío -leyendas procedentes de habladurías de criados, recortes de periódicos, copias, certificados de defunción extendidos por médicos colegas suyos y cosas semejantes. No puedo reproducir todo esa material, pues mi tío fue un incansable investigador del pasado y sintió gran interés por la Casa Maldita; pero puedo referirme a diversos puntos destacados que llaman la atención por su repetición en muchos informes procedentes de diversas fuentes. Por ejemplo, los rumores de la servidumbre coincidían casi unánimemente en atribuir al sótano, con sus hongos y su mal olor, la supremacía en la perniciosa influencia. Hubo criadas -Ann White especialmente- que se resistían a usar la cocina del sótano, y por lo menos tres leyendas muy concretas hablaban de las extrañas formas, casi humanas o diabólicas, que tomaban las raíces de los árboles y las manchas de moho en esa parte de la casa. Estas últimas me interesaban profundamente recordando lo que yo había visto de chico, pero tuve la sensación de que la mayor parte de lo importante había quedado en cada caso oscurecido en buena parte por añadiduras sacadas del común acerbo de cuentos locales de fantasmas.
Ann White, con su superstición típica de Exeter, había difundido la más estrambótica y al mismo tiempo más coherente de las historias o patrañas según la cual tenía que estar enterrado bajo la casa uno de esos vampiros, o muertos que conservan la forma corporal y viven de la sangre o del aliento de los seres vivos, cuyas espantosas huestes envían sus formas o espíritus acechantes al exterior durante la noche. Para acabar con un vampiro, dicen las comadres, hay que desenterrarlo y quemarle el corazón, o por lo menos atravesárselo con una estaca, y la tenaz insistencia de Ann en que debía cavarse el suelo del sótano en busca de cadáveres había sido la causa principal de que la despidieran.
Pero sus historias encontraron un amplio auditorio, y se aceptaron más fácilmente porque la casa estaba edificada efectivamente en un lugar que en otra época sirviera de cementerio. Para mí esto tenía menos importancia que ciertos detalles realmente desconcertantes -la queja del criado, Preserved Smith, que había precedido a Ann sin oír jamás hablar de ella, de que algo «le chupaba el aliento» por la noche; los certificados de defunción de las víctimas de la fiebre en 1804, expedidos por el Dr. Chad Hopkins, es que se mencionaba que las cuatro personas carecían inexplicablemente de sangre; y los oscuros desvaríos de la pobre Rhoby Harris cuando se quejaba de los agudos dientes y ojos vidriosos de una presencia semivisible.
Aunque libre de vanas supersticiones, estas cosas me producían una extraña sensación que se intensificó al leer dos recortes de periódico de fechas muy distintas relativos a muertes acaecidas en la Casa Maldita -uno de la Providence Gazette and Country-journal, del 12 de abril de 1815, y el otro del Daily Transcrípt and Chronicle, del 27 de octubre de 1845-, y que detallaban un espeluznante suceso cuya repetición resultaba extraña Parece ser que en ambos casos la persona agonizante, en 1815 una dulce anciana llamada Stafford, y en 1845 un maestro de mediana edad llamado Eleazer Durfee, se transfiguró horriblemente, vidriándose su mirada e intentando morder la garganta del médico que le atendía. Todavía más extraño fue el caso que puso término al alquiler de la vivienda, una serie de muertes por anemia precedidas de locura en el curso de la cual los enfermos atentaban contra la vida de sus parientes mediante incisiones en el cuello o en las muñecas
Esto ocurrió en 1860 y 1861, cuando mí tío comenzaba a ejercer su profesión de médico; y antes de partir para el frente oyó hablar mucho del caso a sus colegas más viejos. Lo que resultaba verdaderamente inexplicable era la forma en que las víctimas -gente ignorante, pues aquella casa maloliente y rehuida no podía alquilarse a otra clase de personas-, balbuceaban imprecaciones en francés, lengua que era imposible que hubieran estudiado verdaderamente. Aquello hacía pensar en la pobre Rhaby Harris de casi den años antes, y tanto impresionó esto a mi tío que empezó a reunir datos históricos acerca de la casa a su regreso de la guerra, después de escuchar los relatos personales de los doctores Chase y Whitmarsh. Realmente, comprobé que mi tío había pensado mucho en el asunto y de que se alegraba de mi propio interés abierto y comprensivo que le permitía discutir conmigo cosas de las que otros se hubieran reído. Su imaginación no había llegado tan lejos como, la mía, pero presentía que el lugar tenía algo de raro por su potencial para la imaginación y que merecía ser tenido en cuenta como inspiración en el terreno de lo grotesco y lo macabro.
Por mi parte estaba dispuesto a tomar todo el asunto con gran seriedad y empecé inmediatamente no sólo a revisar las pruebas, sino a acumular tantos datos como pudiera reunir. Hablé muchas veces con Archer Harris, el anciano propietario de la casa, antes que muriera en 1916, y obtuve de él y de su hermana soltera, todavía viva, una auténtica corroboración de todos los datos que mi tío había reunido acerca de la familia. Pero cuando les pregunté qué relación pudo tener la casa con Francia o con su lengua, se confesaron tan desconcertados e ignorantes respecto a ese asunto como yo. Archer nada sabía, Y lo único que pudo decir su hermana era que posiblemente su abuelo, Dutee Harris, había oído hablar de algo capaz de arrojar alguna luz sobre el tema. El viejo marino, que sobrevivió dos años a su hijo muerto en la guerra, no conoció por sí mismo la leyenda, pero recordaba que su primera niñera, la anciana María Robbins, parecía estar vagamente enterada de algo que podía haber dado cierto extraño significado a los desvaríos franceses de Rhoby Harris que tantas veces había oído en los últimos días de aquella desgraciada mujer. María había vivido en la Casa Maldita desde 1769 hasta que la familia se mudó en 1783 y había visto morir a Mercy Dexter. Una vez le insinuó algo a Dutee, aún niño, sobre un detalle algo extraño de los últimos momentos de Mercy, pero el chico lo había olvidado todo excepto que se trataba de algo raro. La nieta recordaba aquel detalle de un modo confuso. Ni ella ni su hermano estaban tan interesados en la casa como Carrington, el hijo de Archer y actual propietario, con quien hablé después de lo que me pasó.
Una vez que conseguí de la familia Harris. todos los datos que sabían, me dediqué a investigar los antiguos archivos y documentos de la ciudad con más cuidado y minuciosidad que lo había hecho mí tío. Lo que buscaba era una historia completa del solar en que se construyó la casa desde la fundación de la ciudad, ocurrida en 1636, o aun desde tiempos anteriores, si es que podía desenterrar alguna leyenda de los indios Narragansett con el fin de obtener los datos. Encontré, para empezar, que aquellos terrenos formaron parte de una larga franja de tierra otorgada originalmente a John Throckmorton, una de las muchas similares que comenzaban en Tcvwn Street, junto al río, y se extendían sobre la colina hasta un lugar que coincidía aproximadamente con la de la moderna Hope Street. La propiedad de Throckmorton, naturalmente, se había subdividido posteriormente, y dediqué mucho tiempo y trabajo a investigar qué había sido de aquella parte por la que luego correría Back o Benefit Street. Parece, según rumores, que había sido el cementerio de los Throckmorton, pero cuando estudié más cuidadosamente los documentos, descubrí que todas las tumbas habían sido trasladadas en una fecha anterior al Cementerio del Norte, situado en la Pawtucket West Road.
Y de pronto encontré, por pura casualidad, pues no estaba en los legajos principales y muy bien pudo pasarme inadvertido, algo que me emocionó profundamente, pues encajaba con algunos de los aspectos más extraños del caso. Era un documento de arrendamiento de 1697, relativo a un pequeño trozo de tierra, y otorgado a un tal Etienne Roulet y a su esposa. Al fin había aparecido el elemento francés, y también otro más profundamente horripilante que el nombre evocó extrayéndolo de mis insólitas y heterogéneas lecturas, lo que me llevó a estudiar febrilmente el plano del lugar tal como había sido antes del trazado de la Back Street entre 1747 y 1758. Encontré lo que a medias -esperaba; en el solar donde se alzaba ahora la Casa Maldita, detrás de una casita de planta baja, los Roulets habían enterrado a sus muertos, sin que existiera constancia de ningún traslado de tumbas. El documento terminaba de un modo confuso y tuve que buscar en los archivos de la Sociedad Histórica de Rhode Island y en la Biblioteca Shepley hasta encontrar una referencia local al nombre de Etienne Roulet. Por fin encontré algo y de tan vago y monstruoso significado que decidí investigar inmediatamente el sótano de la Casa Maldita con una nueva y emocionada minuciosidad.
Al parecer, los Roulets llegaron en 1696 de East Greenwich a la costa occidental de la bahía de Narragansett. Eran hugonotes procedentes de Caude, y habían tropezado con una fuerte oposición antes de que se les permitiera instalarse en Providence. La impopularidad les había acosado en East Greenwich, a donde llegaron en 1686 después de la revocación del Edicto de Nantes, y decían las malas lenguas que la ojeriza procedía de algo más que de los prejuicios raciales o nacionales, o de las rencillas sobre tierras que afectaron a otros colonizadores franceses que disputaron con los ingleses, rencillas que ni siquiera el gobernador Andros pudo apaciguar. Pero su ardiente protestantismo -demasiado ardiente, según algunos- y su manifiesta aflicción cuando los echaron del pueblo hizo que les concedieran refugio; y el aceitunado Etienne Roulet, menos ducho en faenas agrícolas que en leer extraños libros y dibujar raros diagramas, logró que le dieran un puesto de oficinista en el muelle de Pardon Tillinghast, en el extremo sur de Town Street. Pero tuvo lugar un alboroto de algún tipo, tal vez cuarenta años más tarde, después de la muerte del viejo Roulet, y nadlie parecía haber vuelto a oír hablar de la familia desde entonces.
Al parecer, durante más de un siglo se recordó bien a los Roulet, y se habló frecuentemente de ellos como protagonistas de incidentes ocurridos en la vida apacible' del puerto de Nueva Inglaterra. Paul, el hijo de Etienne, muchacho tacitumo cuya conducta impredecible probablemente había provocado el escándalo que hizo desaparecer a la familia, fue especialmente motivo de conjeturas; y aunque Providence no compartió nunca los temores a la brujería de sus vecinos puritanos, insinuaban las viejas comadres que las plegarias de Paul no eran proferidas en el momento adecuado ni dirigidas a quien debían dirigir-' se. Todo esto constituyó la base de la leyenda conocida por la andana María Robbins. La relación que pudiera .tener con los desvaríos en francés de Rhoby Harris y de otros habitantes de la Casa Maldita, sólo podrían determinarlo la imaginación o algún descubrimiento futuro. Me pregunté cuántos de los que habían conocido las leyendas habían sabido de aquel eslabón más con lo terrible, que mis extensas lecturas me permitieron descubrir; un dato, significativo encontrado en los anales del horror, morboso y que habla de Jacques Roulet, de Caude, condenado en 1598 a morir en la hoguera por demoníaco, salvado luego de las llamas por el Parlament de París y encerrado en un manicomio. Fue encontrado en un bosque cubierto de sangre y de jirones de carne , poco después de que una pareja de lobos dieran muerte a un muchacho y lo despedazaran. Se había visto escapar ileso a uno de los lobos. Sin duda una bonita historia para escucharla al lado de la chimenea, con un nombre y un lugar extrañamente significativos, pero llegué a la conclusión de que no era posible que los chismosos de Providence en general pudieran conocerla. De haberse sabido, la coincidencia de los nombres hubiera provocado acciones drásticas inducidas por el miedo, aunque, ¿no pudo ,haber sido su difusión, aunque entre susurros, la causa del alboroto final que hizo desaparecer a los Roulet de la ciudad?
Comencé a visitar el lugar maldito con creciente frecuencia, a estudiar la malsana vegetación del jardín, a examinar todas las paredes de la casa y a revisar, pulgada a pulgada, el suelo de tierra del sótano. Finalmente, con permiso de Carrington Harris, me procuré una llave para la puerta del sótano que había dejado de usarse y que daba directamente a Benefit Street, pues prefería tener una salida más directa al exterior que la que brindaban las oscuras escaleras, el vestíbulo del piso bajo y la puerta principal. Allí, donde lo morboso acechaba en cada rincón, investigué y hurgué en los largos atardeceres en que el sol se filtraba por la puerta cubierta de telarañas que quedaba por encima del nivel del piso y que me situaba tan sólo a unos cuantos pies de la apacible acera de la calle. Ninguna novedad premió mi labor, sólo la deprimente y mohosa humedad y las leves sugerencias de olores desagradables y salitrosos perfiles en el suelo, y supongo que muchos transeúntes debieron de mirarme con curiosidad a través de los cristales rotos.
Finalmente, por una sugerencia de mi tío, decidí convertir en nocturnas mis visitas., y una noche de tormenta guié el rayo de luz de una linterna eléctrica por el suelo rezumante en que se dibujaban extrañas siluetas y en el que brotaban hongos semifosforescentes. El lugar me había deprimido curiosamente aquella tarde, y casi estaba preparado cuando vi -o creí ver- entre los blanquecinos sedimentos la silueta especialmente definida de la «sombra encorvada» que había imaginado desde muchacho. Su claridad era asombrosa y sin precedentes, y mientras la observaba creí ver de nuevo el tenue y tembloroso
'hálito amarillento que me había asustado una tarde lluviosa, hacía muchos años.
Se elevó por encima de la mancha antropomórfica de moho que había junto a la chimenea: era un vapor sutil, malsano, casi luminoso que mientras flotaba tembloroso en el aire húmedo parecía adoptar una forma vaga, incierta y maligna, para luego disiparse gradualmente en una desvaída nube subiendo a través de la oscuridad de la gran chimenea y dejando un repulsivo hedor a su paso. Fue en verdad horrible, y mucho más para mí, por lo que sabía del lugar. Negándome a huir, lo contemplé hasta que se desvaneció, y mientras lo miraba sentí que también aquello me observaba ávidamente con ojos más imaginables que visibles. Cuando se lo conté a mi tío le impresionó profundamente, y después de una hora de reflexión, tomó una decisión definitiva y drástica. Sopesando mentalmente la importancia de la cuestión, y el significado de nuestra relación con ella, insistió en que ambos debíamos probar, y si era posible destruir, el misterioso horror de la casa dedicándonos una noche, o varias, a vigilar juntos, dispuestos a actuar violentamente en aquella bodega mohosa y apestada de los hongos.
IV
El miércoles, 25 de junio de 1919, después de informar debidamente a Carrington Harrís, aunque sin comunicarle lo que esperábamos encontrar, mi tío y yo llevamos a la Casa Maldita dos hamacas y un catre de campaña plegables junto con unos aparatos científicos de gran peso y complejidad. Pusimos todo en el sótano durante el día y tapamos las ventanas con papel, con la intención de volver por la noche para nuestra primera guardia. Habíamos cerrado con llave la puerta del sótano que llevaba al piso bajo, y dado que teníamos llave para la puerta que daba a la calle, estábamos dispuestos a dejar allí los cos- tosos y delicados aparatos, conseguidos en secreto y a un elevado precio, tantos días corno fuera necesario. Nuestro plan era permanecer despiertos hasta muy tarde y vigilar luego por turno durante guardias de dos horas; yo me encargaría de la primera y mi compañero de la segunda; el que quedara libre descansaría en el catre.
M tío asumió la dirección de nuestra aventura y consiguió los instrumentos en los laboratorios de la Universidad de Brown y en la Armería de Cranston Street poniendo de manifiesto la gran vitalidad y resistencia de que disfrutaba a sus ochenta y un años. Elihu Whipple había vivido de acuerdo con las leyes higiénicas que había predicado como médico., y de no haber sido por lo que luego ocurrió, aún estaría entre nosotros Heno de vigor. Sólo dos personas saben o sospechan lo que ocurrió: Carrington Harris y yo. Tuve que contárselo a Harris porque era el propietario de la casa y merecía saber lo que había salido de ella. Además, habíamos hablado con él antes de iniciar nuestras investigaciones, y, al producirse la desaparición de mí tío, supe que sabría comprender y ayudarme a dar unas explicaciones públicas vitales y necesarias. Palideció al oírme, pero aceptó ayudarme y decidió que ya no habría peligro en alquilar la casa.
Decir que no estábamos nerviosos en aquella lluviosa noche de vigilancia sería faltar a la verdad. Ninguno de los dos éramos, como he dicho, supersticiosos, pero el estudio científico y la reflexión nos habían enseñado que el conocido universo de tres dimensiones abarca una mínima parte de la sustancia y energía del cosmos total. En aquel caso, existían numerosas pruebas auténticas de la existencia de fuerzas dotadas de un gran poder y, desde el Punto de vista humano, de una excepcional maldad. Afirmar que creíamos realmente en vampiros o en hombres-lobo no sería exacto. Más bien puede decirse que no estábamos dispuestos a negar la posibilidad de ciertas modificaciones anormales y sin clasificar de la energía vital Y la materia diluida, existentes con poca frecuencia en el espacio tridimensional a causa de su más íntima relación con otras unidades espaciales, pero lo suficientemente próximas a la nuestra como para manifestarse ocasionalmente en formas que, por faltarnos una perspectiva adecuada, escapan a nuestra comprensión.
En resumen, creíamos mi tío y yo que una incontrovertible serie de factores indicaban la existencia de un influjo persistente en la Casa Maldita que se remontaba a uno u otro de los colonos franceses de hacía dos siglos y que seguía actuando según insólitas y desconocidas leyes del movimiento atómico y electrónico. La historia de la familia Roulet parecía demostrar que sus miembros habían poseído una anormal afinidad con círculos de entidades exteriores, de esferas oscuras que sólo inspiran repulsión y terror a las personas normales. ¿No habrían puesto en movimiento los alborotos de la década de 1730 ciertas configuraciones cinéticas en el morboso cerebro de alguno de sus miembros --especialmente en el del, siniestro Paul Roulet- que habrían sobrevivido misteriosamente a los cuerpos asesinados y continuado funcionando en algún espacio multidimensional con las fuerzas originales impulsadas por un odio frenético de la comunidad invadida?
Indudablemente, esto no sería una imposibilidad física o bioquímica a la luz de la ciencia moderna que incluye la teoría de la relatividad y de la acción intraatómica. Es fácil imaginar un núcleo extraño de sustancia o energía, carente o no de forma, mantenido vivo por sustracciones imperceptibles o inmateriales de fuerza vital, o de tejidos corporales y fluidos de, otros seres vivos más palpables en los cuales penetra y con cuyos tejidos llega incluso a confundirse. Puede ser hostil de manera activa, u obedecer sencillamente a impulsos ciegos de conservación. En cualquier caso, semejante monstruo ha de ser forzosamen--te, en nuestro esquema vital, una anomalía y un intruso, y su eliminación es deber primordial de todo hombre que no sea enemigo de la vida, la salud y la cordura del mundo.
Lo que nos desconcertaba era nuestra completa ignorancia randa de la apariencia bajo la cual podíamos encontrar aquello.' Ninguna persona cuerda lo había visto, y pocas lo habían sentido de manera concreta. Podía ser energía'pura -una forma etérea y ajena al reino de la sustancia-, o podía ser parcialmente material, una masa desconocida y ambigua de plasticidad, capaz de transformarse a voluntad en una nebulosa aproximación de un estado sólido, líquido, gaseoso o a cualquier otro estado tenuamente carente de partículas. La mancha antropomórfica de mohoso salitre del suelo, la configuración o silueta del amarillento vapor y la curvatura de las raíces en algunas de las antiguas leyendas, tendían a confirmar por lo menos una remota y recordada conexión con la forma humana; pero nadie podía saber con certeza hasta qué punto era representativa o permanente aquella similitud.
Disponíamos de dos armas para combatirlo: una válvula Crookes de rayos catódicos de considerable tamaño, especialmente equipada y alimentada por potentes acumuladores, con pantallas y reflectores especiales por si la cosa era intangible y sólo podía ser destruida con radiaciones de éter de gran intensidad, y un par de lanzallamas militares de los que habían sido utilizados en la Guerra Mundial, por si era parcialmente materia y susceptible de destrucción mecánica, pues, al igual que los supersticiosos labriegos de Exeter, estábamos dispuestos a quemarle el corazón, si había algún corazón que quemar. Todo este equipo de agresión quedó instalado. en el sótano en lugares cuidadosamente dispuestos con relación al catre y a las sillas y a la zona delante de la chimenea donde el moho había tomado extrañas formas. Esa incitante mancha, dicho sea de paso, era sólo levemente visible cuando instalamos el catre, las sillas y los instrumentos, y cuando regresamos por la noche para iniciar la vigilancia. Por un momento dudé haberla visto alguna vez dibujada con mayor firmeza, pero entonces recordé las leyendas.
Nuestra guardia en el sótano comenzó a las diez de la noche, y discurrió sin que el transcurso de las horas aportara ninguna novedad. El débil resplandor que se filtraba hasta el sótano procedente de las farolas de la calle azotadas por la lluvia y la tenue fosforescencia de los detestables hongos nos permitían ver la humedad de la pared de Piedra, de la que había desaparecido todo vestigio del enjalbegado original; el suelo de tierra cubierto en parte de verdín y de repulsivos hongos; los restos podridos de las que fueron mesas, banquetas y sillas, y otros muebles no identificables; los gruesos maderos del piso superior y las grandes vigas del techo; la desvencijada puerta de tablones que conducía a cuartuchos y salas situados bajo otros aposentos de la casa; la escalera de piedra medio desmoronada con su estropeado pasamanos de madera; la tosca chimenea de ladrillos ennegrecidos en la que unos herrumbrosos trozos de hierro recordaban que allí hu en otros tiempos trébedes, morillos, espetones, aguilones, y otros adminículos del cocinero cuyos nombres han caí casi en el olvido, así como la puerta del horno de ladrillo y la pesada e intrincada maquinaria destructiva que habíamos llevado.
Como en mis anteriores exploraciones, habíamos dejado abierta la puerta que daba a la calle, para tener una vía de escape práctica y directa en el caso de que tuviéramos que enfrentarnos con manifestaciones imposibles de dominar. Pensábamos que nuestra larga presencia nocturna atraería a cualquier ente maligno que allí acechara; y que, estando preparados, podríamos eliminarlo con alguno de los medios de que disponíamos, después de haberlo reconocido y observado suficientemente. No teníamos la menor idea del tiempo que exigiría evocar y destruir la cosa Sabíamos, desde luego, que la aventura era arriesgada
ya que no podíamos intuir la, fuerza con que se manifestaría el fenómeno. Pero pensábamos que el juego valía pena y lo emprendimos solos y sin vacilar, comprendiendo que buscar ayuda sólo nos expondría al ridículo y tal vez condujera al fracaso de nuestros planes. Ese era nuestro estado de ánimo mientras charlábamos, avanzada la noche, hasta que el aire soñoliento de mi tío me recordó que había llegado el momento de que fuera a descansar un par de horas.
Algo semejante al miedo me heló el corazón cuando quedé allí sentado en la madrugada y sin compañía, y digo, sin compañía porque quien permanece junto a una persona dormida está verdaderamente solo, tal vez más so de lo que pueda imaginar. M tío respiraba pesadamente el rumor de la lluvia acompañaba sus aspiraciones punteadas por otro sonido de agua que goteaba en el interior de la casa, porque ésta era muy húmeda aún en tiempo seco y con aquella tormenta parecía un pantano. Me puse a mirar detenidamente la vieja mampostería de las paredes a la luz de los hongos y de los débiles reflejos que se filtraban por las persianas; en una ocasión, cuando aquel ruido estaba a punto de hacerme perder la paciencia, abrí la puerta y miré arriba y abajo de la calle alegrando mis ojos con cosas conocidas y también el olfato con el aire puro y saludable. Pero no sucedió nada que recompensara mi vigilancia y bostecé repetidamente mientras la fatiga comenzaba a predominar sobre el temor.
Luego, el oír a mi tío moverse en sueños, atrajo mi atención. Durante la última mitad de la primera hora se había movido varias veces, intranquilo, pero ahora estaba respirando con anormal irregularidad, suspirando a veces quejosamente. Lo enfoqué con mi linterna eléctrica y lo vi con la cara vuelta hacia atrás, por lo que me levanté Y crucé hasta el otro lado del catre y lo enfoqué nuevamente para ver si parecía tener algún dolor. Vi algo que me alarmó de forma sorprendente, teniendo en cuenta su relativa nimiedad. Debió ser, sencillamente, la asociación de una circunstancia poco frecuente con la siniestra naturaleza del lugar en que nos encontrábamos y la índole de nuestra misión, ya que la situación en sí no tenía nada de espantoso ni de anormal. Simplemente, la expresión del rostro de mi tío, perturbado por los sueños extraños que nuestra situación provocaba, revelaba una gran agitación y no parecía ser propia de él. Su expresión habitual era apacible y tranquila, mientras que ahora parecían luchar dentro de él diversas emociones. Creo que lo que me inquietó principalmente fue esa variedad. Mi tío, Mientras jadeaba y se movía con creciente inquietud y con ojos que había empezado a abrir, no parecía uno, sino muchos hombres, y daba la curiosa sensación de extrañamiento de sí mismo
De repente, comenzó a murmurar, y no me gustó el aspecto de su boca y de sus dientes mientras hablaba. Al principio no pude entender las palabras que decía, pero luego mi asombro fue muy grande cuando reconocí en ellas algo que me dejó helado hasta que recordé la gran cultura de mi tío y las interminables traducciones que había hecho de artículos de antropología y temas de la antigüedad para la Revue des Deux Mondes. Pues el respetable doctor Whipple estaba murmurando en francés, y las pocas frases que pude captar parecían estar relacionadas con los más oscuros mitos que había adaptado de la famosa revista de París.
De pronto, la frente de mi tío se mojó de sudor y él se incorporó bruscamente, medio despierto. Dejó de murmurar en francés para dar un grito en inglés, y exclamó en tono angustiado:
-¡Mi aliento..., mi aliento!
Despertó por completo y, recobrando su rostro la expresión normal, tomó mi mano y comenzó a relatarme u sueño cuyo espantoso significado sólo pude intuir con asombro.
Dijo que había pasado flotando desde una serie corriente de escenas soñadas a otra cuya rareza no podía relacionarse con nada que hubiera leído. Era de este mundo, y, sin embargo, ajena a él, una oscura confusión geométrica en la cual podían verse elementos de cosas familiares en las más anormales e inquietantes combinaciones Se advertía una sugerencia de imágenes extrañamente ordenadas superpuestas unas a otras; una perspectiva en la que lo esencial del tiempo, y también del espacio, parecía disuelto y mezclado de la manera más ilógica. esta caleidoscópica vorágine de imágenes fantasmales había instantáneas ocasionales si puede emplearse esta palabra, de singular claridad, pero de inexplicable heterogeneidad.
En un momento mi tío creyó yacer en una fosa red abierta, mientras una multitud de rostros con alborotados. rizos y sombreros tricornios lo miraban ceñudos desde lo alto. En otro momento le pareció estar dentro de una casa, aparentemente antigua, cuyos habitantes y detalles cambiaban continuamente y no podía recordar los rostros ni los muebles, ni siquiera la habitación, dado que puertas y ventanas cambiaban de forma y posición con la misma volubilidad que los demás objetos. Lo más raro, y mi tío se refirió a ello en el tono de quien no espera que le crean, era que muchos de los extraños rostros que había entrevisto en sueños tenían indudablemente los rasgos de la familia Harrís. Y todo el tiempo tuvo la sensación personal de ahogo, como si algo de naturaleza penetrante se hubiera esparcido por todo su cuerpo y estuviese tratando de adueñarse de sus funciones vitales. Me estremecí al pensar en esos procesos vitales, desgastados por ochenta y un años de trabajo continuo, luchando contra fuerzas desconocidas -as de las que un organismo más joven y robusto huiría con temor; pero al cabo de un momento me dije que los sueños sólo son sueños y que aquellas turbadoras visiones no eran, a lo sumo, más que la reacción de mi tío a las investigaciones y esperanzas que habían llenado nuestras mentes, con exclusión de cualquier otra
idea.
La conversación contribuyó también a disipar mi sensación di: rareza, y no tardé en rendirme a los bostezos, con lo cual aproveché mi turno para dormir. Mi tío parecía ahora muy despierto y se alegró que le hubiera llegado el turno de vigilar,
aunque la pesadilla lo había despertado mucho antes de las dos horas de descanso que an- Pronto Me dormí e inmediatamente me le correspondí vi acosado por sueños de la más inquietante naturaleza. En mis visiones experimenté una soledad cósmica y abismal, que la hostilidad me acosaba desde todos los rincones de alguna prisión en que me hallaba encerrado. Me pareció estar atado y amordazado, atormentado por los resonantes gritos de multitudes lejanas sedientas de mi sangre. Se me presentó el rostro de mi tío con expresión menos placentera que la que tenía cuando lo veía despierto, Y recuerde mis inútiles tentativas de gritar. No fue un reposo agradable, y por un instante no lamenté el alarido que atravesó las barreras del sueño v me dejó en una penetrante y sorprendida vigilia, en la `que cada objeto que tenía a la vista se destacaba con una nitidez y realidad superiores a lo natural.
V
Había estado echado de espaldas a mi tío, por lo que al despertar bruscamente sólo vi la puerta que daba a la calle, la ventana que quedaba más hada el Norte y la p red, la parte del suelo y el techo del norte de la habitación, todo ello fotografiado con mórbida inmediatez mi cerebro y con una luz más brillante que la de los hongos o la que llegaba desde la calle. No era una luz intensa ni mucho menos, ni siquiera suficiente para leer un libro corriente. Pero proyectaba la sombra de mi cuerpo y la cama sobre el suelo y tenía una fuerza penetrante: amarillenta que sugería las cosas con más fuerza que misma luminosidad. Percibí esto claramente, aunque de mis sentidos estaban violentamente trastornados. P resonaba en mis oídos el eco de aquel grito escalofriante en tanto que asqueaba mi olfato el hedor que llenaba, lugar. Mi mente, tan alerta como mis sentidos, reconoció lo anormal; y casi automáticamente salté de la cama y me volví para coger los instrumentos de destrucción que habíamos dejado instalados sobre la mancha de humedad delante de la chimenea. Mientras me volvía, temía peor, ya que el grito lo había proferido la voz de mi tío e ignoraba contra qué amenaza tendría que defenderle y defenderme.
Pero lo que vi fue peor de lo que había imaginado. Hay horrores que son más que horrendos, y aquél era de esos núcleos de horror de las pesadillas que condensaba todo el espanto que el cosmos reserva para fulminar a unos cuantos seres malditos y desgraciados. De la tierra apestada por los hongos, brotaba una luz vaporosa, amarillenta, malsana y cadavérica que se elevaba hasta tomar una vaga forma gigantesca de incierta silueta humana mitad hombre y mitad monstruo, a través de la cual pude ver la campana y el hogar de la chimenea que quedaba detrás. Era todo ojos -lupinos y burlones- y la rugosa cabeza como de insecto se desvanecía en lo alto en una tenue neblina que se enroscaba horriblemente y acababa por desaparecer por la chimenea. Digo que vi aquello, pero sólo he conseguido rastrear su abominable tentativa de forma a través del recuerdo consciente. Entonces no tuvo para mí sino el aspecto de una nube en aparente ebullición, ligeramente fosforescente, de repugnante fungosidad, que rodeaba y disolvía en horrible plasticidad el único objeto en el cual se concentraba mi atención. Ese objeto era el venerado Elihu Whipple, que con el rostro ennegrecido y las facciones desfiguradas me miraba descaradamente y murmuraba palabras incomprensibles en tanto que procuraba alcanzarme con unas garras goteantes para despedazarme con la furia que aquel horror le había inculcado.
Tan sólo la rutina me salvó de la locura. Me había preparado para el momento decisivo y este entrenamiento ciego fue lo que me ayudó. Comprendiendo que aquel burbujeante maleficio no era de sustancia vulnerable para la fuerza física o la química, hice caso omiso del lanzallamas que estaba a mi izquierda, conecté la corriente de la válvula catódica y lo enfoqué hacia aquella escena blasfema lanzando contra ella las más potentes radiaciones de éter que el artificio humano puede extraer del espacio y las corrientes de la naturaleza. Se produjo una neblina azulada y un frenético chisporroteo, y la fosforescencia amarilla perdió luminosidad. Pero me di cuenta de que la pérdida de luz era solamente efecto del contraste y que las ondas del aparato eran absolutamente ineficaces.
Entonces, en medio de aquel demoníaco espectáculo, vi un nuevo horror que me lanzó vacilante y tembloroso hacia la puerta no cerrada con llave que se abría a la calle tranquila, sin cuidarme de los anómalos horrores que desataba sobre el mundo, ni lo que los hombres pudieran pensar y juzgar de mi conducta. En aquella mezcla de penumbra azulada y amarillenta, la silueta de mi tío había comenzado uña nauseabunda licuefacción cuya esencia resuIta imposible de describir, y en el curso de la cual se producían en su rostro unos cambios de identidad que sólo la locura puede concebir. Era simultáneamente un demonio y una multitud, un matadero y una procesión. Iluminada por aquella luz híbrida e incierta, la cara de gelatina se trasmutaba y adquiría una docena, una veintena, un centenar de aspectos; y con una mueca fue cayendo al suelo coronando un cuerpo que se derretía como sí fuera de sebo y presentando en caricatura las facciones de legiones de seres que eran y no eran desconocidos.
Vi las facciones de la estirpe de los Harris, varones y mujeres, adultos y niños y otros rostros viejos y jóvenes, bastos y refinados, familiares y desconocidos. Durante un segundo apareció una imitación envilecida de una miniatura de la pobre Rhoby Harris que había visto en el Museo de la Escuela de Dibujo, y otra vez me pareció ver la huesuda imagen de Mercy Dexter, tal como la recordaba en un cuadro que había en la casa de Carrington Harris. Aquello sobrepasaba en horror todo lo imaginable. Hacia el final, cuando una extraña mezcla de facciones de sirvientes y niños pequeños titilaba cerca del suelo sobre el que prosperaban los hongos, tuve la impresión que los distintos rostros luchaban entre sí y procuraban formar unos rasgos semejantes a los del bondadoso rostro de mi tío. Me gusta pensar que él existió en aquel momento y que trató de decirme adiós. Creo que de mi seca garganta salió un gemido de despedida en el momento en que salía tropezando a la calle; un hilillo de grasa me siguió por la puerta hasta la acera empapada por la lluvia.
El resto es sombrío y monstruoso. En la calle mojada no había nadie y no había en todo el mundo una sola persona con la cual me hubiera atrevido a hablar. Anduve sin rumbo, pasé por College Hill y ante el Athenaeum bajé por Hopkíns Street y crucé el puente que lleva a la parte más animada de la ciudad, en donde los elevados edificios parecían protegerme, como las cosas materiales modernas protegen al mundo contra los antiguos y maléficos prodigios. Luego, la aurora gris rompió húmedamente por el Este, recortando la silueta de la loma arcaica y los venerables campanarios que sobre ella se alzaban, atrayéndome al lugar en donde mi terrible tarea estaba sin acabar. Finalmente, mojado, sin sombrero, ofuscado por la luminosidad de la mañana, entré por la puerta tremenda de Benefit Street que había dejado entreabierta y que todavía se mecía misteriosamente a la vista de la gente madrugadora con la que no me atreví a hablar.
Había desaparecido la grasa, pues el mohoso suelo era poroso. Y delante de la chimenea no quedaba vestigio de la gigantesca forma de salitre doblada sobre sí misma. Vi la cama, las sillas, los instrumentos, mi sombrero abandonado y el de paja amarillenta de mi tío. Me dominaba la incertidumbre y apenas podía recordar lo que era sueño y lo que era realidad. Luego, poco a poco, fue recobrando el sentido y supe que había presenciado cosas más espantosas que las que había soñado. Me senté y traté de conjeturar en la medida en que la razón me lo permitió, qué había acontecido y cómo podría acabar con el horror, si en realidad había existido. No parecía ser algo material, ni etéreo, ni ninguna otra cosa concebible por una mente mortal. ¿Qué podía ser, pues, sino alguna emanación exótica? ¿Algún vapor vampiresco corno el que la gente rústica de Exeter dice que flota sobre algunos cementerios? Pensé que aquélla era la clave, y volví a mirar el suelo en donde hongos y salitre habían tomado extrañas formas. Al cabo de diez minutos ya había decidido. Cogiendo mi sombrero, me marché a casa,. me bañé ,comí y encargué por teléfono un pico, una pala, una máscara antigás y seis garrafones de ácido sulfúrico, todo lo cual deberían entregarme a la mañana siguiente en la puerta del sótano de la Casa Maldita de Benefit Street. Después traté de dormir, pero, al no conseguirlo, pasé las horas leyendo y componiendo versos anodinos para serenarme.
A las once de la mañana del día siguiente comencé a cavar. Hacía un tiempo soleado, y lo celebré. Seguía solo, Ya que por mucho temor que me inspirara el horror desconocido, temía más a la idea de contárle a alguien lo sucedido. Posteriormente le revelé todo a Harris, por pura necesidad y porque él había oído ya algunas antiguas leyendas que podían predisponerle a la credulidad. Al revolver la negra tierra delante de la chimenea, la pala hizo fluir de los blancos hongos un viscoso zumo amarillo, y temblé por lo que podría descubrir. Algunos secretos del interior de la tierra no son buenos para el género humano y aquél me parecía uno de ellos.
Me temblaban las manos perceptiblemente, pero no por eso dejé de cavar; y al cabo de un rato lo hacía dentro de la gran fosa que había abierto. A medida que el agujero se hacía más hondo -tenía ya alrededor de seis pies cuadrados-, el nauseabundo olor aumentaba y no dudé más de mi inminente contacto con la cosa infernal cuyas emanaciones habían embrujado la casa durante más de un siglo y medio. Me pregunté qué aspecto tendría, cuáles serían su forma y sustancia y qué tamaño habría cobrado al cabo de tantos años de alimentarse chupando vidas ajenas. Finalmente, salí del agujero, esparcí la tierra amontonada, y luego dispuse los. garrafones de ácido alrededor de dos de los bordes, de modo que cuando fuera necesario pudiera vaciarlos todos rápidamente en la fosa, Después de eso eché tierra sobre los otros dos lados cavando más lentamente y colocándome la máscara antigás cuando el olor aumentó. Me encontraba casi acobardado por la proximidad de un algo sin nombre que tal vez encontrara en el fondo de la fosa.
De pronto la pala chocó contra algo más blando que la tierra. Me estremecí y me dispuse a salir del agujero en el cual estaba ahora hundido hasta el cuello. Pero recobré el valor y seguí sacando tierra a la luz de la linterna eléctrica que había llevado conmigo. La superficie que descubrí era semitraslúcida y vidriosa, una especie de gelatina congelada y semiputrefacta. Seguí quitando tierra y vi que tenía forma. Había una grieta sobre la cual se doblaba parte de aquella sustancia. Lo que quedó a la vista era aproximadamente cilíndrico; algo semejante a un gigantesco tubo de chimenea doblado cuya parte más gruesa mediría dos pies de diámetro. Excavé un poco más y luego salí bruscamente del agujero para apartarme de tan repugnante hallazgo. Destapé frenéticamente los pesados garrafones y vertí el corrosivo contenido uno y otro en aquella fosa sepulcral y sobre aquella increíble anormalidad cuyo gigantesco codo había visto.
El cegador torbellino de vapores amarillo-verdosos que ascendió tempestuosamente de la fosa cuando cayó el torrente de ácido, nunca se borrará de mi memoria. La gente de toda aquella colina habla del «día amarillo», en que unos vapores virulentos y horribles se elevaron desde el montón de residuos vertidos por una fábrica en el río Providence, pero yo sé lo muy equivocados que están en cuanto al origen. También hablan del espantoso rugido que brotó al mismo tiempo de alguna cañería subterránea de gas o de agua, y de nuevo podría corregirles si me atreviera. Fue algo impresionante y no comprendo cómo estoy vivo después de haber pasado por aquella experiencia. Tras vaciar el cuarto garrafón, que tuve que utilizar cuando las emanaciones habían empezado a filtrarse por la máscara, me desmayé, pero cuando me recuperé, vi que ya no salían más vapores de la fosa.
Vacié los otros dos sin ningún resultado concreto, y, al cabo de un rato, me pareció que ya no había peligro en volver a rellenar la fosa. Cuando terminé mi tarea empezaba a anochecer, pero el miedo había desaparecido del lugar. La humedad era menos fétida y los extraños hongos se habían marchitado, convirtiéndose en un polvo grisáceo que se esparcía como ceniza por el suelo. Uno de los terrores más ocultos de la tierra había desaparecido para siempre, y si hay infierno, al fin había ido a parar a él el alma diabólica de un ser maldito. Cuando apisoné la última paletada de tierra mohosa, derramé la primera lágrima de las muchas que he, vertido en sincero homenaje a la memoria de mí querido tío.
A la primavera siguiente ya no brotó una hierba pálida, ni creció cizaña de desconocida especie, en el jardín escalonado de la Casa Maldita, y poco después Carrington Harris alquiló su propiedad. Todavía tiene un aspecto fantasmal, pero su peculiaridad me subyuga y sentiré algo mezclado con una pena extraña, cuando la derríben para convertirla en un vulgar edificio de apartamentos o en una deslucida tienda. Los estériles árboles del jardín han comenzado a dar unas manzanitas dulces, y el año pasado anidaron los pájaros en sus nudosas ramas.

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