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domingo, 24 de octubre de 2010

LA IGLESIA DE HIGH STREET -- J. Ramsey Campbell




LA IGLESIA DE
HIGH STREET
J. Ramsey Campbell
**
...La Horda que vigila el portal secreto de cada tumba,
y medra con lo que se forma en los moradores de ésta...
Abdul Alhazred, Necronomicon.

--
De no haberme empujado las circunstancias, jamás habría visitado Temphill.
Pero andaba mal de dinero y, al recordar que un amigo mío que vivía allí me había
ofrecido trabajo como secretario suyo, empecé a desear que dicho puesto siguiera
vacante. Desde luego, no me parecía fácil que mi amigo hubiera encontrado un
secretario permanente o, cuando menos, duradero. Temphill es un pueblo de muy
mala fama y a poca gente le agradaría vivir en él.
Alentado por esta esperanza, un día metí en un baúl mis pocos bártulos, los
cargué en un cochecito deportivo que me había prestado un buen amigo mío que
ahora andaba de viaje, y salí muy temprano de Londres, antes de que empezara el
ruidoso tráfico de la ciudad. Y así abandoné el edificio carcelario y el siniestro
callejón trasero donde había estado hospedado.
Mi amigo —que se llamaba Albert Young— me había contado muchas cosas de
Temphill y de las costumbres de sus habitantes. Era un pueblo muy antiguo y en
plena decadencia, situado en la región de Cotswold. El llevaba allí varios meses.
Había ido para documentarse sobre ciertas creencias y supersticiones que
perduraban en la localidad. Con el material que obtuviese pensaba redactar un
capítulo entero del libro sobre brujería que tenía entre manos. Como no soy
supersticioso, me chocó que gentes aparentemente normales procurasen evitar
Temphill siempre que podían; no porque fuese mal lugar —según Young—, sino más
bien por un temor nacido de los extraños rumores que corrían por esa región.
Quizá yo también me hubiese dejado impresionar por tales habladurías, pues es
el caso que, a medida que me adentraba en esa zona, el paisaje me iba pareciendo
más inquietante. Las suaves colinas de Cotswold y las aldeas de casas de madera y
techo de paja, se sustituyeron por llanuras áridas y tristes, casi desiertas, cuya única
vegetación la constituían unos yerbajos grises y enfermizos y algún que otro roble
hinchado y nudoso. Algunos parajes me llenaron de viva intranquilidad. Por
ejemplo, hubo un momento en que la carretera se ciñó a un riachuelo de aguas
estancadas, cubiertas de espuma y verdín, que distorsionaban grotescamente el
reflejo del paisaje. Luego tuve que tomar una desviación que atravesaba una ciénaga
cubierta de árboles inmensos y, más adelante, llegué a un punto en que el camino se
hundía bajo una ladera casi vertical donde crecía un bosque de aspecto primitivo. Las
ramas de los árboles se extendían sobre el camino como millares de manos nudosas y
torcidas.
Young me había escrito varias cartas hablándome de ciertas cosas que había
leído en viejos volúmenes. Una vez, recuerdo que mencionó «un olvidado ciclo
mitológico que habría sido preferible desconocer»; también citaba de cuando en
cuando nombres extraños y sonoros, y en sus últimas cartas —fechadas varias
semanas antes— daba a entender que en Camside, Brichester, Severnford,
Goatswood y Temphill —y quizá en otros pueblos de la región—, aún se rendía culto
a ciertos seres transespaciales. En su última carta me hablaba de un templo
consagrado a «Yog-Sothoth», que se hallaba emplazado en el mismo lugar que una
iglesia de Temphill donde antiguamente se habían practicado monstruosos rituales.
Se decía que este templo había dado origen, no sólo al nombre de la aldea —que sería
entonces una corrupción de «Temple Hill» o «Colina del Templo»— sino a la aldea
misma que, al parecer, fue creciendo en torno a la colina donde se alzaba la iglesia.
También se decía que en ella había ciertas «puertas» que, una vez abiertas mediante
conjuros ya olvidados, darían paso a antiquísimos daimones procedentes de otras
esferas. Según me escribió mi amigo, existía un leyenda espantosa relativa a la
misión de tales demonios; pero no quiso referírmela, por lo menos hasta no haber
visitado el supuesto emplazamiento terrenal de aquel templo de otra dimensión.
Nada más entrar en las viejísimas calles de Temphill, empecé a lamentar mi
repentina decisión. Si entretanto Young había encontrado secretario, me iba a
resultar difícil volver a Londres. Apenas tenía dinero para pagarme el hotel, el cual
—dicho sea de paso—, ofrecía un aspecto muy poco seductor, según comprobé al
cruzar por delante. Tenía un porche torcido y la fachada estaba llena de
desconchados. A la puerta había varios viejos de pie, con la mirada perdida y el aire
ausente. Los otros sectores del pueblo no eran más tranquilizadores. Muy en
particular me impresionó esa escalinata que subía, por entre ruinas verdosas y muros
de ladrillo, hacia el negro campanario de una iglesia que se alzaba en medio de un
campo de lápidas descoloridas.
De todo Temphill, sin embargo, lo más impresionante era el barrio sur. En
Wood Street, que entraba en el pueblo por el noroeste, y en Manor Street, donde
terminaba la pendiente boscosa, las casas eran de piedra y se hallaban bastante bien
conservadas. Pero alrededor del tétrico hotel, o sea en el centro de Temphill, había
muchas viviendas medio en ruinas, e incluso un edificio de tres pisos —en cuya
planta baja estaban instalados los Almacenes Generales Poole— que tenía la
techumbre hundida. Al otro lado del puente, más allá de la céntrica Plaza del
Mercado, se extendía Cloth Street y, al final de ésta, pasados los caserones
deshabitados de Wool Place, se encontraba South Street. Allí vivía Young, en una
casa de tres pisos que había comprado a bajo precio, reformándola después a su
gusto.
Los edificios del otro lado del puente me resultaron aún menos tranquilizadores
que los de la parte norte. Después de los grises almacenes de Bridge Lane venía una
serie de viviendas de ventanas rotas y fachadas remendadas, pero habitadas todavía.
Unos niños desgreñados y sucios miraban con resignación desde los miserables
umbrales de sus casas o jugaban en el cieno amarillento de un descampado. Imaginé
los sórdidos cuchitriles donde vivirían sus familias. La atmósfera del lugar me
deprimía. Era como una ciudad muerta, habitada por espectros.
Me metí por South Street, entre dos edificios de tres plantas y buhardilla. Young
vivía en el número 11, al otro extremo de la calle. El aspecto de su vivienda me llené
de malos presentimientos: tenía cerradas las contraventanas y del dintel de la puerta
colgaban abundantes telarañas. Estacioné el coche junto a la acera, crucé el césped
salpicado de hongos, y subí en dos saltos los cuatro escalones del porche. La puerta
se abrió nada más tocarla, dejando a la vista un lóbrego recibimiento. Llamé en voz
alta y toqué a la puerta, pero nadie contestó. No me atreví a entrar. No había huella
alguna en el polvo del umbral. Recordando que Young me había hablado, en algunas
de sus cartas, de las conversaciones que había sostenido con su vecino del número 8,
decidí recurrir a él para que me informase acerca de mi amigo.
Crucé la calle y llamé a su puerta. Se abrió casi inmediatamente, aunque de
manera tan silenciosa que me asustó. El propietario era un hombre alto, de pelo
blanco y ojos oscuros. Vestía un raído traje de mezclilla. Lo que más impresionaba en
él era su aire antiquísimo que le daba el aspecto de una reliquia de épocas pretéritas.
No cabía duda de que se trataba de John Clothier; mi amigo me lo había descrito
como un hombre bastante pedante y extraordinariamente versado en todo lo que se
refiere a la antigüedad.
Cuando me presenté y le dije que estaba buscando a Albert Young, palideció y
dudó un instante, antes de invitarme a pasar. Me pareció oírle murmurar que él sabía
dónde había ido, pero que yo probablemente no le creería. Al fin, me guió por el
oscuro recibimiento hasta una sala amplia, iluminada tan sólo por una lámpara de
aceite que había en un rincón. Me señaló una butaca junto a la chimenea, sacó su
pipa, la encendió y, sentándose frente a mí, comenzó a hablar con repentina
precipitación:
—Yo he hecho juramento de no hablar —dijo—. Por esta razón, lo único que
podía hacer era advertir a Young que lo dejara estar y se marchase de… este lugar,
Pero no me hizo caso, y usted no encontrará ya a su amigo, No me mire así,.. ¡es la
verdad! Ya veo que tendré que contarle a usted más cosas que a él; de lo contrario,
tratará usted de buscarle y se encontrará... con algo muy distinto. Sabe Dios lo que
me pasará después a mí... Cuando uno se ha vinculado a Ellos, ya nunca pude hablar
de eso con los demás. Pero no puedo permitir que otro emprenda el mismo camino
que Young. Según mi juramento, yo debería dejarle que fuera allí; pero sé que de
todos modos, un día u otro, acabarán conmigo. ¿Qué más da? Márchese antes de que
sea demasiado tarde. ¿Conoce la iglesia de High Street?
Tardé unos segundos en recobrarme de la sorpresa. Por fin, dije:
—Si se refiere usted a la que está cerca de la plaza... sí, la he visto.
—Ahora no se usa... como iglesia —continuó Clothier—. Allí se celebraban
determinados ritos, hace tiempo. Estos ritos dejaron sus huellas. ¿Le ha contado
Young, por casualidad, algo sobre un templo que había en el mismo lugar que ahora
ocupa la iglesia, pero en otra dimensión? Sí, por la cara que pone, ya veo que sí. Pero,
¿sabe usted que se celebran todavía ritos, en épocas propicias para abrir las puertas y
dejar paso a los del otro lado? Pues es cierto. Yo he estado en esa iglesia y he
contemplado esas puertas abiertas en medio del aire, a través de las cuales he
presenciado cosas que me han hecho gritar de horror. He tomado parte en
ceremonias y rituales que harían enloquecer a los no iniciados. Y mire usted, míster
Dodd, la verdad es que en ciertas noches señaladas, aún acude a esa iglesia la mayor
parte de la gente de Temphill.
Casi convencido de que el señor Clothier no andaba bien de la cabeza, le
pregunté impaciente:
—¿Y qué relación tiene todo esto con el paradero de Young?
—Mucha —continuó Clothier—. Le advertí que no fuese a la iglesia, pero no
hizo caso. Fue a visitarla una noche, en el mismo año en que habían consumado los
ritos del Invierno. Sin duda estaban acechando Ellos cuando mi amigo entró. A partir
de entonces, le retuvieron en Temphill. Tienen el poder de curvar el espacio, de
manera que todas las líneas vayan a converger a un mismo punto... No sé explicarlo.
El caso es que no pudo marcharse, Esperó en su casa varios días, hasta que
finalmente Ellos vinieron por él. Le oí gritar... y vi el color que tomó el cielo sobre su
tejado. Se lo llevaron, en una palabra. Por eso no lo encontrará usted. Y por eso será
mejor que se marche del pueblo, ahora que aún está a tiempo.
—¿Ha registrado usted su casa? —pregunté escéptico.
—Yo no entraría en esa casa por nada del mundo —confesó Clothier—. Ni yo ni
nadie. La casa ahora es de Ellos. Se lo han llevado a otro mundo y... ¿quién sabe las
cosas horrendas que habrá aún ahí dentro?
Se levantó, dando a entender que no tenía nada más que añadir. Yo también me
levanté, contento de abandonar aquella lúgubre habitación y la misma casa... Clothier
me acompañó hasta la puerta, y permaneció un instante en el umbral, mirando con
recelo a uno y otro lado de la calle, como si temiese que le vieran conmigo. Luego
desapareció en el interior de su vivienda sin esperar a ver dónde encaminaba yo mis
pasos.
Crucé al número 11. Al entrar en el recibimiento, recordé lo que mi amigo me
había contado de la vida que llevaba. La habitación donde Young acostumbraba
examinar ciertos libros antiguos y terribles, anotar sus descubrimientos y proseguir
otras diversas investigaciones, estaba situada en la planta baja. No me costó el menor
esfuerzo encontrarla. En ella reinaba un orden perfecto: la mesa cubierta de papeles
con anotaciones, las estanterías repletas de pergaminos y libros encuadernados en
piel, la incongruente lámpara de escritorio, todo indicaba que el propietario era
persona entregada al estudio.
Quité la espesa capa de polvo que cubría la mesa y la silla, y encendí la
lámpara. La luz confirió a la estancia un ambiente más tranquilizador. Me senté y
alargué una mano a los papeles de mi amigo. El primer montón de cuartillas llevaba
el título de Pruebas y Corroboraciones, y no tardé en darme cuenta de que ya su
primera página era característica. Consistía en una serie de anotaciones breves e
inconexas, referentes a la civilización maya de Centroamérica. Las notas, por
desgracia, estaban tomadas sin orden ni sentido: «Dioses de la Lluvia (¿elementales
del agua?). Probóscide (ref. Primigenios), Kukulkan (¿Cthulhu?)»... Tal era la tónica
general de dichas anotaciones. Seguí repasándolas, no obstante, y no tardé en darme
cuenta de que no estaban tomadas al azar, sino que todas ellas tenían algo en común.
Al parecer, Young había intentado poner en relación determinadas creencias y
leyendas del mundo con un gran ciclo mitológico que les sirviera de eje. Este gran
ciclo, a juzgar por las frecuentes alusiones de Young, sería más antiguo que el género
humano. No quise pararme a pensar si mi amigo había llegado personalmente a esta
conclusión o la había tomado de los viejísimos libros que tapizaban las paredes de su
cuarto. Me pasé horas enteras estudiando los resúmenes de Young sobre el citado
ciclo mitológico. Allí leí cómo Cthulhu había venido de un espacio inconcebible,
situado más allá de los lejanos confines de este universo, y supe de civilizaciones
polares y de abominables razas infrahumanas que procedían del negro Yuggoth, que
tiene su órbita en el límite de nuestra dimensión; también tuve conocimiento de la
espantosa Leng, de su sumo sacerdote que, encerrado en un monasterio, tiene que
llevar cubierta la parte de su cuerpo que correspondería a su rostro, y de otra
infinidad de blasfemias que apenas se sospechan en el mundo, salvo en
determinadas regiones, donde se sabe que son verdad. Me enteré de cómo había sido
Azathoth, antes de que dicho caos nuclear fuese despojado de voluntad e
inteligencia. Y leí lo que contaban del multiforme Nyarlathotep, de los aspectos que
puede asumir el Caos Rampante —aspectos que jamás hombre alguno se atrevió a
describir—, y de cómo se puede vislumbrar un Dhole y del aspecto que presenta si se
sigue la técnica adecuada.
Me horrorizó la idea de que leyendas tan espantosas pudieran aceptarse como
verdad en algún rincón de un mundo supuestamente equilibrado. Con todo, la forma
de manejar Young este material indicaba que tampoco él permanecía escéptico a este
respecto. Aparté a un lado el montón de cuartillas y, al hacerlo, moví la carpeta de
escritorio. Bajo ella apareció un manuscrito de pocas páginas con el título siguiente:
Sobre la iglesia de High Street. Recordando las advertencias de Clothier, lo tomé en
mis manos para hojearlo.
Había dos fotografías prendidas en la primera página. El pie de una de ellas
rezaba así: Fragmento de mosaico romano, Goatswood: el de la otra decía:
Reproducción del grabado de la p. 594 del «Necronomicon». La primera
representaba un grupo como de acólitos o sacerdotes encapuchados depositando un
cadáver ante un monstruo acurrucado. La segunda era una reproducción algo más
detallada de esa misma criatura. El monstruo en sí era tan absolutamente ajeno a
cualquier ser de nuestro planeta, que me es imposible describirlo. Era de forma
ovalada, pálido y reluciente, sin más rasgos faciales que una hendidura vertical,
acaso la boca, rodeada de arrugas córneas. Igualmente carecía de miembros; en
cambio había algo en él que sugería una capacidad plástica de formar órganos o
miembros a voluntad. Indudablemente se trataba de una fantasía morbosa nacida de
algún cerebro enfermo. Aun así, ambas ilustraciones resultaban tremendamente
impresionantes.
En la segunda página, escrita con esa letra de Young que me es tan familiar,
figuraba una leyenda local en la que se venía a decir que los mismos romanos que
diseñaron el mosaico de Goatswood habían practicado ciertos ricos decadentes,
sospechándose que algunos ritos de estos habían pasado después a formar parte de
las costumbres de la región, perdurando hasta la actualidad. Seguía un párrafo
transcrito del Necronomicon: «La Horda del sepulcro no otorga privilegios a sus
adoradores. Son escasos en poder, pues sólo alcanzan a alterar dimensiones
espaciales de pequeña magnitud y a hacer tangible únicamente aquello que en otras
dimensiones nace de los muertos. Tendrán dominio y potestad dondequiera que
fueren entonados los cánticos en loor de Yog-Sothoth, si es la época propicia, mas
pueden atraer a quienes abran las puertas que son suyas, en las moradas sepulcrales.
No poseen consistencia en nuestra humana dimensión, mas penetran en la mortal
envoltura de los seres terrestres y en ellos se cobijan y nutren mientras aguardan a
que se cumpla el tiempo de las estrellas fijas y se abra la puerta de infinitos accesos
liberando a Aquel que, tras ella, intenta destrozarla para abrirse camino.»
A estas frases sibilinas había añadido Young algunas notas escuetas de cosecha
propia: «Cf. leyendas de Hungría y de aborígenes australianos. Clothier en iglesia
High Street, 17-dicbre.» Esta fecha me incitó a examinar el diario de Young, cuya
lectura había aplazado por el vivo deseo que sentía de curiosear en sus trabajos.
Pasé rápidamente sus páginas, saltándome todas las anotaciones que parecían
no tener relación con el tema que buscaba. Por fin llegué a la que correspondía al 17
de diciembre. Decía así: «Más sobre la leyenda de la iglesia de High Street. Me ha
contado Clothier que en otros tiempos era lugar de reunión para adoradores de
dioses impuros y extraños. Túneles subterráneos que conducían a templos de ónice,
etc. Rumores de que ninguno de los que se arrastran por tales galerías hacia el lugar
de culto es un humano. Alusiones a una comunicación con otras esferas...» Y seguía
en estos mismos términos. Esto arrojaba poca luz. Continué pasando hojas.
Con fecha del 23 de diciembre, encontré una nueva referencia al tema que me
interesaba: «La Navidad ha hecho recordar más leyendas a Clothier. Me ha hablado
de un curioso rito de fin de año que se practicaba en la iglesia de High Street. Al
parecer, estaba relacionado con ciertos seres de la necrópolis enterrada bajo la iglesia.
Dice que todavía se celebra en Nochebuena, pero que, realmente, él no lo ha
presenciado nunca.»
A la noche siguiente, según el diario, mi amigo había ido en persona a la iglesia:
«En la escalinata del atrio se había congregado una multitud. No llevaba luces, pero
la escena estaba iluminada por unas formas globulares que desprendían una extraña
fosforescencia y flotaban en el aire, alejándose cuando me acercaba yo, por lo que no
pude identificarlas. Luego, la multitud, dándose cuenta de que yo no era de los
suyos, me amenazó y vino por mí. Eché a correr. Me persiguieron, pero no sé a
ciencia cierta qué era lo que me perseguía.»
Después venían unas páginas en las que no había ninguna alusión a este tema.
El 13 de enero, Young había escrito esto: «Clothier me ha confesado por fin que él fue
obligado una vez a tomar parte en ciertos ritos. Me ha aconsejado que abandone
Temphill y me ha dicho que no debo visitar la iglesia después de oscurecer porque
puedo despertarlos, y acaso me visitaran después... ¡y desde luego, no se trata de
seres humanos! Me parece que se está volviendo loco.»
A partir de aquí, se pasó nueve meses sin volverse a ocupar del asunto. El 30 de
septiembre escribió que tenía intención de visitar la iglesia de High Street esa misma
noche. A continuación, con fecha del 1 de octubre, había varias frases escritas
evidentemente con precipitación: «¡Qué deformidades, qué perversiones cósmicas!
¡Casi demasiado monstruosas para la razón humana! Todavía no puedo dar crédito a
lo que vi al bajar por aquella escalinata de ónice que conduce a las criptas. ¡Qué
manada de horrores!... He intentado marcharme de Temphill, pero todas las calles
van a desembocar a la iglesia. Creo que me estoy volviendo loco.» Luego, al día
siguiente, mi amigo había garabateado estas palabras desesperadas: «No puedo salir
de Temphill. Ahora todas las calles desembocan en mi casa. Este es el poder de los
que están al otro lado. Quizá Dodd pueda ayudarme.» Y luego, finalmente, el
borrador inacabado de un telegrama dirigido a mi nombre, que no llegó a enviar:
«Ven a Temphill inmediatamente. Necesito tu ayuda...» Aquí terminaba el
diario, en una línea de tinta que ondulaba hasta el borde de la página, como si
hubiera dejado de serpear la pluma hasta fuera del papel.
Y eso era todo, excepto que Young había desaparecido. Se había esfumado. Y el
único indicio de su paradero era el que estas notas apuntaban: la iglesia de Hig
Street. ¿Pudo haber ido allí, y, al meterse en algún recinto sin salida, quedarse
aprisionado? En tal caso, quizá podía llegar a tiempo de salvarle. Salí
precipitadamente de la casa, subí al coche y arranqué.
Torcí a la derecha y enfilé por South Street arriba, hacia Wool Place. No había
ningún otro coche en las calles; tampoco vi ninguno de esos grupos de ociosos que
suele haber en los pueblos al terminar la jornada. Resultaba curioso, además, el que
las casas no tuvieran luz. El parterre central de la plaza, totalmente descuidado,
protegido por una barandilla herrumbrosa, tenía un aspecto inquietante y desolado a
la luz de la luna que ya empezaba a asomar por encima de las buhardillas. El ruinoso
barrio de Cloth Street era menos acogedor aún. Una o dos veces, me pareció ver unas
siluetas que salían sigilosas de las puertas; pero tan fugaz era aquella impresión, que
más me parecieron engaño de los sentidos que seres reales. Sobre el pueblo entero
flotaba una intensa atmósfera de desolación, particularmente en los oscuros
callejones flanqueados de casas estrechas y sin luz. Finalmente, entré en High Street.
La luna parecía una diadema suspendida sobre el campanario de la iglesia, y al
detener el coche al pie de la escalinata, el satélite se hundió tras el negro campanario
como si la iglesia lo hubiera arrancado del firmamento.
Al subir por la escalinata, me di cuenta de que los muros que me rodeaban eran
de roca viva y estaban llenos de grietas y oquedades en donde brillaban perladas
telas de araña. Los escalones estaban cubiertos de un musgo resbaladizo que hacía
muy desagradable mi subida. Por encima de la escalinata colgaban las ramas de unos
árboles pelados. Una luna gibosa que oscilaba en los abismos del espacio iluminaba
la iglesia. Las ruinosas lápidas, invadidas por una vegetación moribunda, arrojaban
extrañas sombras sobre la yerba plagada de hongos. Era raro: a pesar de que la
iglesia mostraba su evidente abandono, flotaba en ella algo así como una presencia. Y
era tan intensa esta sensación, que casi esperaba encontrarme con alguien, al entrar.
¡Qué se yo! ... Con algún guardián o con algún devoto...
Había traído conmigo una linterna para alumbrarme en el interior de la iglesia,
que yo, suponía en completa tiniebla, pero me encontré con que reinaba allí cierto
resplandor iridiscente, debido quizá a la luna que se filtraba por las ventanas ojivales.
Recorrí la nave central y enfoqué la linterna sobre las filas de bancos. En el polvo no
había señales de que nadie hubiera estado allí últimamente. Unos volúmenes
amarillentos que contenían himnos se apilaban contra una columna, adoptando
formas grotescas y confusas de seres acurrucados, abandonados allí desde tiempo
inmemorial. Por todas partes se veían bancos deteriorados por los años; en el aire
cerrado flotaba cierto olor a corrupción.
Seguí avanzando hacia el altar. El primer banco de la izquierda estaba
levantado por un extremo. Ya había observado anteriormente que algunos bancos se
inclinaban en ángulos insólitos, pero ahora vi que, bajo el primer banco, el mismo
suelo estaba levantado, mostrando una estrecha franja de negrura. Comprobé que
podía mover el banco, y lo empujé hacia atrás, aprovechando la circunstancia de que
el segundo estaba bastante alejado del primero. Así quedó al descubierto una
trampilla rectangular que, una vez abierta del todo, reveló un vacío negro como boca
de lobo. A la luz amarillenta de mi linterna, distinguí un tramo de escalera hincado
entre unas paredes que rezumaban humedad.
Vacilé ante el borde del abismo, mirando inquieto a mi alrededor. Me decidí,
por fin, y comencé a descender con la máxima cautela. No se oía más que un
constante gotear en aquel túnel que se hundía en la tierra. Las paredes, ceñidas a la
escalera de caracol, relucían perladas de gotitas. Unas sabandijas reptantes y negras,
aterradas por la luz, escaparon veloces buscando refugio en las grietas. Al cabo de un
tiempo, observé que los peldaños no eran ya de piedra, sino que estaban labrados en
la tierra misma, y sobre ellos crecían unos hongos carnosos, hinchados y enfermos. El
techo de aquel subterráneo, sostenido por arcos rudimentarios y endebles, me
llenaba de un desasosiego invencible.
No podría decir cuánto tiempo duró mi descenso bajo aquellos arcos inseguros.
Finalmente, uno de ellos se prolongó en un túnel gris. A partir de aquí, los peldaños,
respetados por el tiempo, mostraban aún el agudo filo de sus bordes... porque
estaban tallados en la misma roca, en una roca de extraño color, que resaltaba a pesar
del barro con que la habían manchado los pies que descendieran por allí. Con la
linterna en alto, observé que la pendiente se hacía menos pronunciada, como si
estuviese llegando al final de la escalera. Al darme cuenta, me embargó una
sensación intensa de incertidumbre e inquietud. Una vez más, me detuve a escuchar.
No se oía nada, ni abajo ni arriba. Reprimiendo mis temores, me lancé adelante,
resbalé en un peldaño y bajé rodando lo poco que faltaba hasta el pie de la escalera.
Al levantarme, me encontré con que había ido a parar junto a una estatua grotesca de
tamaño natural que parecía mirarme como deslumbrada por el fulgor de la interna.
Con ella había otras cinco formando fila, y de cara a éstas, había otras seis más,
idénticas, igualmente repulsivas, esculpidas con tal arte, que daban una
impresionante sensación de realidad. Aparté la mirada, me levanté del suelo, y
enfoqué la linterna hacia las tinieblas que se abrían ante mí.
¡Ojalá pudiera borrar de mi memoria lo que vi! Hasta el fondo, poblado de
sombras, de aquellas bóvedas inmensas y bajas, se extendían interminables hileras de
lápidas grises, y en cada una de ellas, con la cara hacia el techo, yacía un cadáver
amortajado. Y en los muros de la cripta se abrían nuevos arcos de los cuales
arrancaban otras escaleras de caracol que llevaban más abajo aún, hacia inconcebibles
profundidades subterráneas. Esas escaleras me helaron la sangre, más aún que el
macabro espectáculo que tenía ante mí. Me estremecí ante la idea de buscar los restos
de Young entre los cadáveres que yacían en las losas; pues, sin saber por qué, me
sentía convencido en el fondo de que el cuerpo de mi amigo descansaba, con ojos
abiertos y sin vida, sobre alguna de aquellas lápidas grises. Procuré dominar mis
nervios y empecé a buscar. Ya me había aventurado a caminar entre las filas de
sepulcros, cuando un sonido repentino me dejó paralizado.
Fue un silbido que se elevó lentamente en la oscuridad, allá en el fondo, delante
de mí. Luego sonaron unos ruidos más roncos y violentos, y fueron aumentando
todos a la vez, como si se fuese acercando la causa que los provocaba. Clavé la
mirada, aterrado, en el punto de donde parecían provenir aquellos ruidos extraños.
Sonó entonces como una explosión prolongada y apareció en las tinieblas, flotando,
un círculo de luz verdosa, pálida y difusa, de diámetro escasamente mayor que el de
una mano. Esforzaba yo mi vista por distinguirlo, cuando el círculo de luz
desapareció. Pero a los pocos segundos, volvió a aparecer, tres veces mayor que
antes... ¡y durante unos momentos de pesadilla vislumbré, a través de él, un paisaje
infernal y remoto, como si me hubiera asomado a una dimensión absolutamente
extraña por una ventana abierta! Retrocedí espantado, y la luz se eclipsó; pero al
instante volvió a aparecer con brillo renovado. Y entonces, en contra de mi voluntad,
contemplé una escena que se grabó de manera imborrable en mi memoria.
Era un extraño paisaje dominado por una estrella temblorosa. Por el cielo, a la
deriva, navegaban unas nubes de forma elíptica. La estrella, de la cual procedía el
resplandor verdoso, derramaba su luz glauca sobre un paisaje de rocas negras,
enormes, triangulares, dispersas entre inmensos edificios metálicos en forma de
globos. Casi todos estos edificios parecían en ruinas. De su parte inferior habían sido
arrancadas planchas enteras, dejando al aire las vigas mondas y retorcidas, fundidas
parcialmente por alguna energía inimaginable. El hielo relucía con verdes reflejos en
las grietas de las vigas. Y de las profundidades de aquel cielo tenebroso, caían
grandes copos de nieve teñida de rojo, que iban a posarse en el suelo o entraban
sesgados por las grandes hendiduras de las paredes.
La escena se mantuvo durante unos instantes. De improviso, surgieron del
fondo unas formas vivas, horriblemente blancas, gelatinosas, que avanzaron, a saltos
grandes y torpes, hacia el primer plano de la escena. Serían unas trece, y vi —helado
de terror— cómo se acercaban al borde del círculo de la luz y cómo, atravesándolo,
¡se precipitaban en la cripta donde me encontraba yo!
Eché a correr hacia las escaleras y, como en un sueño, vi saltar aquellas formas
horrendas por entre las estatuas, y vi cómo se diluían los contornos de aquellas
estatuas y cómo empezaban a moverse. Entonces, rápidamente, una de aquellas
horribles criaturas se abalanzó sobre mí, y sentí que algo frío como el hielo me tocaba
en una pierna. Grité... y por fortuna, me hundí en la negra noche de la inconsciencia.
Cuando desperté por fin, me hallaba en el suelo, entre dos lápidas, a cierta
distancia del lugar donde había caído. Tenía un sabor de boca horriblemente amargo.
La cara me ardía de fiebre. Ignoraba durante cuánto tiempo había permanecido en el
suelo, sin conocimiento. Mi linterna estaba aún encendida donde había caído, lo que
me permitió distinguir a duras penas mi alrededor. El círculo de resplandor verdoso,
ventana de pesadillas, había desaparecido. ¿Acaso mi desvanecimiento obedecía tan
sólo a los olores nauseabundos o al macabro espectáculo de este pudridero
subterráneo? Entonces me di cuenta de la presencia de un hongo repugnante y
extraño que, desparramado por el suelo, me había subido por la ropa formando
colonias... Lo cierto es que no lo había visto antes, y no sabía cómo pudo brotar así,
aunque prefería no pensar en ello. Sentí tanto miedo al verlo, que me puse en pie de
un brinco, agarré la linterna y me lancé a subir atropelladamente las tenebrosas
escaleras por las que había bajado a ese pozo de horror.
Trepé febrilmente, chocando contra las paredes, tropezando en los peldaños y
en los mil obstáculos en que parecían materializarse las sombras. Por último llegué a
la iglesia. Huí por la nave central, abrí de un empujón la puerta chirriante y bajé sin
aliento la escalinata poblada de sombras, hasta el coche. Intenté frenéticamente abrir
la portezuela, pero el coche estaba cerrado. Lo había cerrado yo. Me rasgué los
bolsillos registrándome... ¡en vano! No tenía las llaves. Las había perdido en aquella
cripta infernal de la que tan milagrosamente acababa de escapar. Sin las llaves, el
coche quedaba inútil... y por nada del mundo volvería a entrar a buscarlas en la
embrujada iglesia de High Street.
Dejé el coche. Corría por la calle, dispuesto a tomar Wood Street y salir al
campo abierto, al azar, pues prefería ir a cualquier parte antes que el maldito pueblo
de Temphill. Eché por High Street abajo, hacia la Plaza del Mercado. La luz pálida de
la luna se fundía con la de una farola alta y mortecina. Atravesé la plaza y me metí
por Manor Street. A lo lejos divisé los bosques en donde desembocaba Wood Street.
La calle trazaba una amplia curva, después de la cual dejaría atrás Temphill. Me
lancé a la carrera por las calles angostas, sin preocuparme por la niebla que
comenzaba a espesar, ocultando las laderas boscosas que constituían mi objetivo y
desdibujando el paisaje que asomaba por encima de las casas.
Corría ciego, desatado, pero no conseguía acortar la distancia que me separaba
de las colinas. Y de pronto, vi horrorizado las siluetas destartaladas de las
buhardillas de Cloth Street, que debía haber dejado atrás hacía rato, al otro lado del
río. Un momento después, me hallaba de nuevo en High Street, ante los gastados
peldaños de la iglesia maldita, junto al coche aparcado en la rotonda. Estaba
temblando con todo mi ser. La cabeza me daba vueltas. Me apoyé en un árbol, tomé
aliento y, sollozando de horror, con el corazón saltándome del pecho, me lancé otra
vez hacia la Plaza del Mercado y crucé el río nuevamente. Oía tras de mí una
vibración espantosa, un silbido apagado que inmediatamente reconocí con indecible
horror. Comprendí que estaba siendo objeto de una terrible persecución...
No vi el automóvil que se acercaba. Sólo tuve tiempo de saltar hacia atrás. El
coche me arrolló, sin embargo, y perdí el conocimiento.
Me desperté en el hospital de Camside. El coche que me había atropellado iba
conducido por un médico que regresaba a Camside por Temphill. El fue quien me
sacó, con un brazo roto e inconsciente aún, de ese pueblo maldito. Escuchó mi relato
—al menos, lo que me atreví a contarle— y fue a Temphill a recoger mi coche, pero
no lo encontró. Tampoco encontró a nadie que me hubiera visto a mí o a mi coche, ni
halló los libros, los papeles y el diario que yo leí en el número 11 de South Street,
último domicilio de Albert Young. De Clothier, no halló ni rastro. El vecino de al
lado le dijo que se había ido de viaje y que seguramente tardaría mucho tiempo en
volver.
Quizá tengan razón cuando dicen que he sufrido una alucinación progresiva.
Quizá, también, haya estado delirando cuando, al recobrarme de la anestesia,
sorprendí a los médicos cuchicheando sobre la forma en que aparecí en el camino
para meterme bajo las ruedas del coche... ¡y hablando de esos hongos extraños que
tenía pegados en la ropa, que me habían invadido la cara y se me adherían a los
labios como si brotaran de ahí!
Puede ser. Pero ahora que ya han pasado meses y el solo recuerdo de Temphill
me llena de aversión y de horror, ¿pueden explicarme por qué me siento
irresistiblemente atraído por esa población, como si fuese la meca hacia la cual debo
orientar mi camino? Les he suplicado que me encierren, que me encarcelen, que
hagan algo; y ellos se limitan a sonreír, a tratar de calmarme, a asegurarme que todo
«se resolverá por sí mismo»... ¡Argumentos necios, palabras tranquilizadoras que no
me engañarán, palabras inútiles y vanas frente a la atracción de Temphill y los
fantasmales ecos de los silbidos que me invaden en sueños y aun despierto!
Haré lo que debo hacer. Prefiero morir, a seguir soportando este horror
inenarrable...
Documento adjunto al informe redactado por P. C. Villars sobre la desaparición
de Richard Dodd, Gayton Terrace 9, W. I. El manuscrito, de puño y letra de Dodd,
fue hallado en su dormitorio después de su desaparición.

LA FIERA Y LA BELLA -- Poul Anderson




LA FIERA Y
LA BELLA
Poul Anderson
**
I
El técnico de las nuevas encamaciones, o renacimientos, pensaba
haberlo oído todo ya en el transcurso de los tres siglos. Pero aun así, se
quedó aturdido.
—Mi querido amigo... Dice que un tigre...
—Exacto —le contestó Harold—. Puede hacerlo ¿verdad?
—Pues... supongo que sí. Claro que antes tendré que estudiar el
problema. Nadie ha deseado nunca una nueva encarnación que no
fuese en un ser humano. Pero yo diría que es posible —las pupilas del
técnico resplandecieron con un brillo ausente de las mismas desde
muchas décadas antes—. Al menos será muy interesante.
—Creo que poseemos varias fichas de tigres —observó Harold.
—Oh, sí... Poseemos fichas de todos los animales existentes
cuando se inventó la técnica, y estoy seguro de que debe de haber
algunos tigres. Pero se trata del problema de modificación. Una mente
humana no puede trabajar con un sistema nervioso diferente.
Tendremos que cambiar todo el sistema... un cerebro más grande con
más circunvoluciones... Y aun así, estará lejos de la perfección, aunque
su mentalidad básica será estable por un año o dos, salvo accidentes.
Éste es el lapso de tiempo que desea ¿verdad?
—Sí, algo así.
—Actualmente está poniéndose de moda la encarnación en formas
animales —admitió el técnico—. Pero hasta ahora, la gente sólo desea
animales con sistemas fácilmente modificables. Monos antropoides,
particularmente. En realidad, para lograr un chimpancé ni siquiera hay
que modificar el cerebro a fin de que posea una mentalidad humana
estable durante varios años. Los elefantes también son fáciles. Pero un
tigre... —meneó la cabeza— Supongo que se harán algunos, una vez
estén de moda. ¿Pero por qué no un gorila?
—Quiero un carnívoro —insistió Harold.
—Supongo que es cosa del psiquiatra... —insinuó el técnico.
Harold se limitó a asentir. El técnico suspiró y rechazó la esperanza
de lograr sabrosas confesiones. Un empleado del Departamento de
Reencarnaciones escuchaba muchas historias raras, pero este individuo
no pensaba explicar nada. Oh, bueno, sólo la rareza de su demanda ya
daría pábulo a comentarios para varios días.
—¿Cuándo estará a punto? —quiso saber Harold.
El técnico se rascó pensativamente la cabeza.
—Tardará un poco —confesó—. Tenemos que escudriñar el archivo
y, luego, buscar un dibujo neural básico para conservar la mente
humana. Se trata de algo más que de una simple superposición de
memoria. Los genes controlan un organismo durante toda la vida,
dictando, dentro de los límites ambientales, incluso la edad y el
envejecimiento. No es posible formar un animal con una ontogenia
completamente opuesta a su filogenia base... no sería variable.
Tendremos que modificar, por lo tanto, las moléculas celulares, así
como la grosera anatomía del sistema nervioso.
—En resumen —le atajó Harold—, este tigre inteligente será algo
nuevo.
—Si se encuentra con una tigresa similar podrá criar, a su vez —
respondió el técnico—. Pero no con una verdadera tigresa... si es que
queda alguna, y, además, la herencia sería diferente. ¿Pero tal vez
quiera usted un cuerpo femenino para alguien?
—No, sólo para mí.
Brevemente, Harold pensó en Avi y trató de imaginársela
encarnada en el felino y grácil cuerpo de una tigresa. Pero no, ella no
pertenecía a este tipo. Y la soledad formaba parte de la curación.
—Una vez hayamos modificado la ficha, no habrá nada de su
memoria superpuesta en el animal, lo mismo que ocurre con las
reencarnaciones humanas, pero para formar esta ficha... Bien, puedo
emplear el comprobador especial y computar las unidades en
Investigación, para solucionar el problema. Ahora no trabaja nadie allí.
En fin, digamos una semana. ¿Está bien?
—De acuerdo —aprobó Harold—. Volveré dentro de una semana.
Dio media vuelta, con un breve adiós, y descendió por la escalerilla
deslizante hacia el transmisor más próximo. Estaba casi desierto, con
excepción de las formas no humanas de unos robots móviles que iban a
diversos encargos. El débil y profundo zumbido de actividad que llenaba
el Departamento de Reencarnaciones se debía casi por completo a la
maquinaria, a las corrientes electrónicas que susurraban en el vacío, a
la silenciosa cerebración de los intelectos artificiales que superaban de
tal forma a los de sus creadores humanos que los hombres no podían
ya seguir el curso de sus pensamientos. Un cerebro humano no podía
operar con tantos factores simultáneos.
Las máquinas eran los oráculos del día. Y los dioses que daban la
vida.
«Somos parásitos de nuestras máquinas —pensó Harold—. Somos
como mosquitos volando en torno a los gigantes que hemos creado. Ya
no existe la ciencia humana. ¿Cómo es posible, cuando los cerebros
electrónicos y las grandes máquinas que son sus cuerpos, pueden
hacerlo todo mucho más de prisa y mejor? Sí pueden realizar hazañas
que nosotros jamás habríamos soñado, proezas de las que los más
audaces genios sólo vislumbraron un leve destello... Esto nos ha
paralizado, esto y la inmortalidad de la reencarnación. Y ahora sólo nos
queda una existencia ociosa y dada al placer, ¿y qué diversión hay en
esto, al cabo de unos siglos?»
No era extraño que la reencarnación animal estuviera en pleno
auge. Ofrecía cierta perspectiva de novedad... al menos por algún
tiempo.
Pasó delante de un espejo y se detuvo a contemplarse. No había en
él nada raro; poseía, un cuerpo alto y rasgos agradables, cosas ambas
muy corrientes en la actualidad. Tenía un poco de gris en las sienes y
empezaba a mostrar tendencia a la calvicie en la coronilla, aunque su
cuerpo sólo tenía treinta y cinco años. Pero en esta época la gente, los
cuerpos, envejecían antes. Y en los tiempos pretéritos, apenas habría
llegado a los cien años.
«Yo tengo... veamos... cuatrocientos sesenta y tres años. Al
menos, los tiene mi memoria... ¿y qué soy yo, en mi pura esencia, sino
un rastro de memoria?»
Al revés que la mayoría de los individuos del edificio, llevaba ropa,
una ligera túnica y una capa. Era muy sensible respecto a la flojedad de
su cuerpo. Tenía que mantenerse en mejor forma. ¿Pero para qué, en
realidad, cuando su ficha de veinte años era de un espécimen soberbio?
Llegó a la cabina del transmisor y vaciló un instante, sin saber
adonde ir. Podía dirigirse a su casa, para poner sus asuntos en orden
antes de llegar a la fase del tigre, o dejarse caer en casa de Avi, o... su
mente comenzó a desorientarse hasta que volvió al punto de partida. Al
cabo de cuatro siglos y medio, le resultaba difícil coordinar todos sus
recuerdos. Cada vez estaba más amnésico. Tendría que ir al
departamento de psicología de la Reencarnación, a fin de revisar su
ficha, y eliminar la parte más inútil de su sinopsis.
Decidió visitar a Avi. Mientras pronunciaba su nombre ante el
transmisor y esperaba que el mismo pasara a través de los archivos
electrónicos de la Central a la residencia de la joven, pensó que durante
toda su vida sólo dos veces había visto desde fuera el Departamento de
Reencarnaciones. El edificio era inmenso, un rascacielos de aspecto
muy feo, que ascendía por encima de casi todos los desiertos bosques
de Europa, una vista tan impresionante como la del cráter Tycho, o los
anillos de Saturno. Y cuando el transmisor le enviaba directamente de
cabina en cabina, dentro del edificio, pocas veces se tenía ocasión de
mirar hacia la fachada.
Por un momento jugueteó con la idea de ser transmitido a la casa
de enfrente para poder contemplar el edificio a su sabor. Pero... bueno,
ya lo haría en cualquier momento del miIenio siguiente. El
Departamento duraría siempre, lo mismo que él.
Se generó el campo del transmisor. Y a la velocidad de la luz,
Harold cruzó el mundo hacia la vivienda de Avi.
La ocasión era lo bastante importante como para, que Ramacan se
vistiera sus mejores ropas, una capa colorada sobre la túnica, y los
adornos prescritos para tal atuendo. Luego se sentó en su transmisor y
esperó.
La cabina estaba dentro de la balaustrada de columnas. Desde su
asiento, Ramacan podía divisar, por la puerta entreabierta, las grandes
laderas y los picos del Cáucaso, ahora verdes con la llegada del verano,
salvo donde las nieves eternas centelleaban bajo el resplandeciente
cielo. Había vivido allí durante varios siglos, contrario a la inquietud de
la mayoría de terrestres. Y le gustaba el lugar. Poseía una inmensa
quietud y jamás cambiaba. La mayoría de humanos, en la actualidad,
buscaban la variación, como en una búsqueda febril de novedades, de
cosas jamás gustadas, mentes viejas en cuerpos nuevos que anhelaban
modas recientes. Ramacan era... le llamaban obstinado, y posiblemente
lo fuese. Estable o fijo sería más aproximado a la verdad. Lo cual le
tornaba en el hombre ideal para su labor. La mayor parte de lo que
quedaba de gobierno en la Tierra lo llevaba él a cabo.
Felgi tardaba, aunque a Ramacan no le preocupaba. Tampoco solía
apresurarse nunca. Pero cuando llegó el procionita, la manera de su
llegada arrancó un juramento a los labios del terrestre.
No llegó por el transmisor, sino en una lancha de su nave espacial,
de metal muy reluciente que descendió del cielo y se posó en el césped.
Ramacan observó las torretas y los cañones que sobresalían de la
lancha. Anacronismo... El Sol llevaba varios siglos sin ver ninguna
guerra. Pero...
Felgi surgió por la escotilla. Iba seguido por un escuadrón de
guardias armados, que dejaron sus detonadores en posición de
descanso, mientras ellos se mantenían firmes. El capitán procionita se
dirigió solo a la casa.
Ramacan ya lo conocía, pero ahora estudió al recién llegado con
renovada atención. Como la mayoría de los suyos, Felgi era un poco
bajo para la talla corriente de la Tierra, y la rigidez de su rostro y su
apostura resultaban casi chocantes. Su uniforme severo, negro y muy
ceñido, difería poco del de sus subordinados, excepto por la insignia del
grado. Sus facciones eran delgadas, oscuras por la pigmentación
protectora necesaria bajo el terrible ardor de Proción, y en sus pupilas
había algo que Ramacan no había observado antes.
Los procionitas parecían humanos. Pero Ramacan se preguntó sí
habría visos de verdad en los rumores que circulaban por la Tierra
desde su llegada, respecto a que la mutación y selección durante la
larga y cruel estancia había cambiado a los colonos.
Ciertamente, su norma social y su psicología básica parecían un
poco... extrañas.
Felgi subió en el ascensor hasta la balaustrada y se inclinó
rígidamente. Los psicografos le habían enseñado los modales terrestres,
pero su voz todavía conservaba el acento de la difícil lengua colonial, y
sus frases resultaban un poco retorcidas.
—Te saludo, comandante.
Ramacan le devolvió la inclinación, pero con el elaborado gesto de
los terrestres.
—Bien venido, gen... ah... general Felgi —y luego, sin formulismos
—: Pasa, por favor.
—Gracias.
El procionita entró en la casa.
—¿Tus compañeros...?
—Mis hombres se quedarán fuera —Felgi se sentó sin ser invitado,
lo cual constituía un serio quebrantamiento de la etiqueta, pero,
después de todo, las costumbres de su planeta eran muy diferentes.
—Como gustes —Ramacan marcó un número, pidiendo bebidas a la
sala de creaciones.
—No —rehusó Felgi.
—¿Cómo?
—En Proción no bebemos. Creí que lo sabías.
—Perdona, lo había olvidado.
Lamentándolo, Ramacan hizo que el licor y los vasos fuesen
devueltos al banco de materia y se retrepó en su asiento.
Felgi estaba sentado con envarada rigidez, costándole bastante que
el asiento se acomodase a los contornos de su cuerpo. Lentamente,
Ramacan fue reconociendo la emoción que se agitaba detrás de aquel
rostro oscuro y afilado.
La cólera.
—Creo que encuentras agradable tu estancia en la Tierra —
comenzó, para romper el silencio.
—Ahorrémonos palabras inútiles —rezongó Felgi—. Estoy aquí por
asuntos de negocio.
—Como quieras —Ramacan trató de relajarse, pero no pudo. Tenía
tensos los músculos y los nervios.
—Por lo que sé —observó Felgi—, tú eres el jefe del gobierno del
Sol.
—Supongo que así es. Tengo el título de Coordinador. Pero no hay
gran cosa que coordinar estos días. Nuestro sistema social,
prácticamente, se rige por sí mismo.
—Cuando se tiene un sistema social. Pero en la actualidad lo tenéis
completamente desorganizado. Cada individuo parece bastarse a sí
mismo.
—Naturalmente. Cuando todo el mundo posee un creador de
materia que puede prever a todas las necesidades ordinarias, el
individuo posee una gran independencia tanto social como económica.
L a Fiera Y La Bella P oul Anderson
Naturalmente, tenemos servicios públicos. Departamento de
Reencarnaciones, Estación de Fuerza, Central de Transmisiones... y
algunos más. Pero no muchos.
—No comprendo por qué no os ha arrollado el crimen —esta
última, palabra era decididamente procioniana, y Ramacan enarcó las
cejas, intrigado. Felgi continuó, con irritación—: Conducta antisocial.
Robo, crimen, destrucción.
—¿Qué necesidad tiene nadie de robar? —preguntó Ramacan,
sorprendido—. El grado actual de independencia elimina, virtualmente,
las fricciones sociales. Las psicosis han sido también eliminadas de los
componentes neurales de los expedientes de las reencarnaciones desde
hace mucho tiempo.
—Bien, supongo que tú hablas por el Sol.
—¿Cómo puedo hablar por casi un billón de personas? Poseo poca
autoridad, en realidad. Se necesita muy poca. Sin embargo, haré lo que
pueda si te dignas decirme...
—La decadencia del Sol es increíble —refunfuñó Felgi.
—Tal vez estés en lo cierto —el tono de Ramacan era suave, pero
se sentía enojado bajo su capa de urbanidad—. A veces, yo también lo
he pensado. No obstante, ¿qué tiene que ver tu visita con este asunto?
—Vosotros nos habéis dejado en el exilio —afirmó Felgi, y ahora el
odio y la cólera estaban tanto en su voz como en su mirada—. Durante
novecientos años, la Tierra ha vivido en el lujo y la molicie, en tanto
que los humanos de Proción luchaban, sufrían y morían en el peor de
los infiernos.
—¿Qué motivo podía impulsarnos a ir a Proción? —preguntó
Ramacan—. Una vez que las primeras naves establecieron allí una
colonia... bien, nosotros teníamos que cuidarnos de toda la galaxia. Al
ver que ninguna nave regresaba de vuestra estrella, colegimos que los
colonos habían muerto. Tal vez hubiésemos debido enviar a alguien a
investigar, pero se tardan veinte años en llegar allí, es un sistema poco
hospitalario... y hay otras muchas estrellas. Luego se descubrió el
creador de materia, y el Sol dejó de tener un gobierno digno de tal
nombre. Los viajes espaciales se convirtieron en un asunto personal, y
nadie se sintió interesado en Proción —se encogió de hombros—. Lo
siento.
—¡Lo sientes! —Fulgí escupió las palabras—. Durante novecientas
años nuestros antepasados combatieron contra la dureza y la soledad
de sus planetas, muñéndose de hambre y de miseria, hundiéndose de
nuevo en la barbarie y teniendo que volver a ascender paso a paso,
llevando a cabo largas y crueles guerras contra los Czernigios... siglos
interminables de guerra, hasta el exterminio de una raza u otra, íbamos
muriéndonos de vejez, generación tras generación, exprimimos
nuestras necesidades de unos planetas abandonados por los humanos,
ninguna nave perdió veinte años en llegar hasta allí, veinte años de las
largas existencias humanas... ¡y dices que lo sientes!
Se puso de pie y comenzó a medir el suelo, con gran amargura en
el tono de su voz.
—Vosotros habéis conquistado las estrellas, habéis conseguido la
inmortalidad, todo lo que puede hacerse con la materia. Y nosotros
hemos pasado veinte años embutidos dentro de un casco de metal para
llegar hasta aquí... preguntándonos si el Sol no se hallaría en
dificultades y necesitaría nuestra ayuda.
—¿Qué queréis ahora? —preguntó Ramacan—. Toda la Tierra os ha
recibido alborozada...
—¡Porque somos una novedad!
—Toda la Tierra está dispuesta a ofreceros lo que pueda. ¿Qué más
queréis?
Por un momento, el furor brilló en las pupilas de Felgi. Luego se
desvaneció, parpadeó y se mantuvo inmóvil. Habló con una súbita
calma.
—Cierto. Supongo que debo disculparme. Los nervios...
—No hablemos más de ello —asintió Ramacan. Peto interiormente
se preguntó: «¿Hasta dónde podemos confiar en los procionitas? Tantos
siglos de guerras e intrigas... No, no son ya humanos, al menos de
acuerdo con las normas terrestres... ¿pero qué más podemos hacer?».
Y en voz alta—: Sí, lo comprendo muy bien.
—Gracias —Felgi volvió a sentarse—. ¿Puedo preguntar qué nos
ofrecéis?
—Naturalmente, los creadores de materia duplicada. Y los
duplicadores de robots para administrar la compleja técnica de la
Reencarnación. Algunos de los procesos se hallan fuera del
entendimiento de la mente humana.
—No estoy seguro de que nos sirva de mucho —objetó Felgi—. El
Sol se ha estancado. No parece haber habido en su sistema ningún
cambio significativo en los últimos quinientos años. Vaya, si nuestras
naves espaciales son superiores a las vuestras.
—¿Qué esperabas? —retrucó Ramacan—. ¿Qué incentivo tenemos
para cambiar? El progreso, para emplear un término arcaico, es un
medio para un fin, y nosotros ya hemos llegado a la meta.
—No sé... —Felgi se frotó la barbilla—. No estoy seguro de cómo
operan vuestros duplicadores.
—Tampoco yo puedo contarte gran cosa. Pero ni las mentalidades
más grandes de la Tierra podrán explicártelo todo. Como ya te he dicho,
el conjunto es demasiado complejo para nuestras mentalidades. Sólo
los cerebros electrónicos pueden ocuparse de ello.
—Quizás pudieras hacerme un breve resumen, contándome cuál es
su estructura. Especialmente, estoy interesado en los medios por los
que fue puesto en uso.
—Bien, veamos... —Ramacan buceó en su memoria—. Se descubrió
la ultraonda... oh, hará unos setecientos u ochocientos años. Lleva
energía, pero no es electromagnética. La teoría de la misma, a lo que
podemos colegir los humanos, va unida a la mecánica de las ondas. La
primera y gran aplicación llegó con el descubrimiento de que las
ultraondas transmiten a grandes distancias de varias unidades
astronómicas, sin verse obstaculizadas por la materia, y sin pérdida de
energía. La teoría de esto se interpretó como la significación de que la
onda está, supongo que puedo decirlo así, enterada del receptor, y sólo,
va hacia él. Naturalmente, tienen que existir un receptor y un
transmisor para engendrar la onda. Claro está, esto conduce a un
transmisor de fuerza completamente deficiente. Hoy día, todo el
Sistema Solar consigue su energía del Sol, transmitida por la Estación
de Fuerza situada en la cara diurna de Mercurio. Todo, desde las naves
interplanetarias a los televisores y relojes, funciona por esta fuente de
energía.
—Me parece un poco peligroso —objetó Felgi—, ¿Y si falla la
Estación?
—No puede fallar —replicó Ramacan, confiadamente—. La Estación
posee sus robots, sin ningún técnico humano. Todo está archivado y
grabado. Si algo falla, automáticamente se disuelve en el banco de
materia y vuelve a ser creado de nuevo. También hay otras
salvaguardas. La Estación no ha originado ningún conflicto desde que se
fundó.
—Entiendo —el tono de Felgi era pensativo.
—Poco después —continuó Ramacan— se vio que la ultraonda
también podía transmitir materia. Podían construirse circuitos que
escudriñasen un cuerpo átomo a átomo, disolviéndolos en energía y
transmitiéndola por las ultraondas, junto con la señal de exploración. En
el receptor, naturalmente, el proceso se invertía. Claro que te lo estoy
explicando de manera muy simplificada. No es una simple señal, en
realidad, sino un complejo fantástico de señales, que sólo la ultraonda
puede transportar. Sin embargo, ésta es la idea general. Hoy día, todo
el transporte se efectúa por esta técnica. Los vehículos para el aire o el
espacio sólo existen para propósitos muy especiales o viajes de placer.
—También poseéis un centro para este control ¿verdad?
—Sí. La Estación transmisora de la Tierra se halla en el Brasil.
Conserva todos los archivos de cosas, tales como direcciones, por
ejemplo, y coordina los millones de unidades de todo el planeta. Es un
asunto muy complicado, pero muy eficaz. Como la distancia ya nada
significa, es más práctico centralizar las unidades del servicio público.
Desde la transmisión sólo había un paso a la grabación de la señal,
reproduciéndola en un banco de materia. Lo cual originó el duplicador.
El creador de materia. ¡Imagínate qué economía para el Sol!
Actualmente, todo el mundo posee uno, y sí no posee una grabación de
lo que desea, puede obtener un duplicado, transmitido desde la gran
«biblioteca» de la Estación creadora. Todo lo relativo a la materia puede
obtenerse mediante un giro de un numerador y una palanca. Y esto, a
su vez, condujo a la técnica de la Reencarnación, la cual no es más que
una extensión de todo lo anterior. El cuerpo de un ser humano es
grabado en los principios de la vida, digamos a los veinte años.
Después, el cuerpo vive el tiempo que sea hasta que empieza a
envejecer, digamos cuarenta o cincuenta años. Entonces, se graba la
fórmula inicial mediante unidades especiales de exploración y sondeo.
La memoria no es más que una sinopsis neural y moléculas de
proteínas alteradas, no muy difícil de sondear y grabar. Esta fórmula se
superpone electrónicamente sobre la grabación del cuerpo de veinte
años. Después, el cuerpo se utiliza en el banco de materia para la
materialización de la fórmula en la grabación alterada y, casi
instantáneamente, queda creado el joven cuerpo... ¡con todos los
recuerdos del anterior! ¡Uno es ya inmortal!
—En cierto sentido —le rectificó Felgi—. Pero sigue sin parecerme
justo. El ego, el alma, como quiera que lo llamemos, se pierde. Sólo
creáis un cuerpo perfecto.
—Cuando la copia es tan perfecta no puede diferenciarse del
original —le recordó Ramacan—. ¿Cuál es, entonces, la diferencia? El
ego es, esencialmente, un asunto de continuidad. El yo, el yo esencial,
es una fórmula constantemente modificada de sinopsis que tienen sólo
una relación temporal con las moléculas que transportan la fórmula en
aquel instante. Lo importante es el diseño, no la estructura material. Y
el diseño es lo que se conserva.
—¿De veras? Me ha parecido observar una gran semejanza entre
los terrestres.
—Como las grabaciones pueden ser alteradas, no había ningún
motivo para seguir teniendo cuerpos deformes o mutilados —replicó
Ramacan—. Las grabaciones podían hacerse de especimenes perfectos,
y todas las fórmulas ego, borradas de las mismas; luego, podía
superponerse la fórmula neural de otro ser. ¡Reencarnación en un
cuerpo nuevo! Naturalmente, todo el mundo deseó poseer un cuerpo
perfecto, de lo cual se originó cierta uniformidad. Un cuerpo diferente
habría llevado, claro está, a una personalidad distinta, ya que el hombre
es una unidad psicosomática. Pero la continuidad que es el atributo
esencial del ego, sigue estando en el cuerpo.
—Huuumram... entiendo. ¿Puedo preguntarte cuál es tu edad?
—Unos setecientos cincuenta años. Cuando se instaló la
Reencarnación poseía una edad mediana, pero conseguí un cuerpo
juvenil.
Los ojos de Felgi se trasladaron desde la impoluta cara de Ramacan
a sus manos, con los nudillos y las venillas prominentes de los sesenta
años. Por un instante apretó los dedos, aunque su voz continuó suave.
—¿No te cuesta conservar tus recuerdos?
—Sí, pero de cuando en cuando suprimo los más inútiles y
decrépitos de la grabación, y esto me ayuda mucho. Los robots saben
exactamente qué parte de la fórmula corresponde a un cierto recuerdo
y lo eliminan. Al cabo de, digamos, otros mil años, probablemente
sufriré de amnesia. Pero no importará en absoluto.
—¿Y respecto a la aparente aceleración del tiempo con la edad?
—Esto fue malo durante los dos primeros siglos, pero después todo
se arregló, ya que el sistema nervioso se había adaptado a ello. Aunque
—admitió Ramacan— esto, y la falta de incentivo, sean probablemente
los responsables de nuestra actual sociedad estática y la
improductividad general. Existe una tendencia terrible a la postergación
de los asuntos, y un día parece demasiado corto para hacer algo.
—Entonces, éste es el final del progreso, de la ciencia, del arte, de
todo lo que había hecho humano al hombre.
—No es así. Todavía poseemos nuestros artistas, nuestros
artesanos... y nuestros caprichos... supongo que debo llamarlos así. Tal
vez no hagamos gran cosa... ¿mas para qué?
—Me ha sorprendido hallar que gran parte de la Tierra haya vuelto
al salvajismo. Creí que estaría superpoblada.
—Claro que no. El creador y el transmisor posibilitan que los
hombres vivan muy separados, en distancias físicas, y en cambio, muy
cerca. Las comunidades están anticuadas. En cuanto al problema de la
población, no existe. Después de unos pocos hijos, la gente ya no
quiere más. Es una cosa completamente anticuada tener muchos hijos.
—Sí —asintió Felgi—. Apenas he visto un niño en la Tierra.
—Y, naturalmente, la gente se marcha a las estrellas en busca de
novedades. Puede enviarse la grabación en una nave robot, y un viaje
de siglos se convierte en nada. Supongo que éste es otro motivo para la
tranquilidad de que goza la Tierra. Los elementos más inquietos y
aventureros se han marchado.
—¿Tenéis alguna comunicación con ellos?
—Ninguna. No, porque las naves espaciales sólo pueden viajar a la
mitad de la velocidad de la luz. De cuando en cuando, algún curioso
viene a visitarnos, pero es raro. Parecen estar desarrollándose extrañas
culturas en la galaxia.
—¿No hacéis nada en la Tierra?
—Oh, mantenemos algunos servicios públicos, psiquiatría,
tecnicismo humano para el cuidado de algunos departamentos... Y
también existen algunas empresas de servicio personal, especialmente,
para diversiones, y la creación de oficios intrincados para que los
dupliquen los creadores. Pero hay muchas personas anhelosas de
trabajar unas cuantas horas al mes o a la semana, aunque sólo sea
para llenar su tiempo, o conseguir el equilibrio del crédito que les
capacite para adquirir los servicios que deseen. Es una cultura muy
estable, general Felgi. Tal vez la única verdaderamente estable en toda
la historia de la humanidad.
—¿Y... no habéis adoptado ninguna precaución? Fuerzas militares,
defensas contra los invasores... ¿nada?
—¿Qué podemos temer del cosmos? —exclamó Ramacan—. ¿Quién
ha de venir a invadirnos, desde varios años luz de distancia, a la mitad
de la velocidad de la luz? ¿Y por qué?
—El saqueo...
Recaman se echó a reír.
—Podemos duplicar todo lo que quieran los invasores y regalárselo.
—¿De veras? —de repente, Felgi se puso de pie—. ¿De veras?
Ramacan lo imitó, con los nervios y los músculos de cuello en
tensión. Había una nota de triunfo en el rostro amenazador, vengativo,
del procionita.
Felgi llamó por señas a sus hombres, los cuales acudieron con los
detonadores levantados y una mirada dura y cruel en sus pupilas.
—Coordinador Ramacan —exclamó Felgi—, estás arrestado.
—¿Qué...? ¿Cómo...?
El terrestre parecía haber sufrido un golpe físico. Tuvo que buscar
un asidero para sostenerse. Vagamente, oyó las palabras de su
enemigo.
—Me has confirmado lo que pensaba. La Tierra está desarmada,
indefensa, y sólo depende de unos cuantos puntos clave. Y yo estoy al
mando de una nave de guerra llena de soldados. ¡Os arrollaremos!

II
La morada de Avi se hallaba en Norteamérica, en medio del litoral
atlántico. Como la mayor parte de las casas particulares, era pequeña y
de techo bajo, con paredes interiores adaptables y muebles de fácil
variación. La joven amaba las flores, por lo que había un inmenso jardín
en torno a su vivienda, descendiendo hacia el mar y, por el lado
contrario, subiendo hacia el inmenso bosque que había vuelto a
formarse con el final de la agricultura.
Ella y Harold paseaban por entre los matorrales, los árboles y las
flores. El cabello suelto de Avi era largo y brillante, acariciado por la
brisa marina, y su cuerpo, de dieciocho años, poseía la gracia de un
venado joven. De repente, Harold odió la idea de abandonarla.
—Te echaré de menos, Harold —le susurró ella.
El joven sonrió tristemente.
—Lo resistirás. Hay otros. Supongo que buscarás a alguno de esos
procionitas que hace pocos días han llegado a la Tierra.
—Claro —contestó ella, inocentemente—. Me sorprende que tú no
te quedes y busques a algunas de las mujeres que han traído. Sería un
cambio.
—Ningún cambio —objetó él—. Sinceramente, ya no comprendo la
pasión moderna por la variación. Cualquier persona se parece
demasiado a otra.
—Es un asunto de camaradería. Al cabo de unos años de vivir con
otra persona, ambas se conocen demasiado bien. Y entonces, es posible
predecir exactamente lo que una dirá, lo que piensa, qué pondrá para
comer, y a qué espectáculo querrá ir por la noche. ¡Y estos colonos
son... una novedad! Poseen unos modales diferentes, pueden hablar de
un sistema planetario muy distinto y... —se interrumpió—. Pero como
tantas mujeres los acosarán, dudo que yo tenga ninguna oportunidad.
—Si es conversación lo que quieres... —Harold se encogió de
hombros—. Además, creo que los procionitas todavía tienen lazos
familiares. Tendrán celos de sus mujeres. Y yo necesito este cambio.
—¡Un carnívoro! —rió Avi, y a Harold aquella risa le pareció una
música maravillosa—. Al menos, posees una mente original —de pronto,
se mostró ávida. Le cogió ambas manos y le miró fijamente a los ojos—
. Por esto siempre me has gustado, Harold. Siempre has sido un
pensador y un aventurero, jamás te has mostrado mentalmente
perezoso como los demás. Después de unos días de separación,
siempre me has parecido algo nuevo; has sabido apartarte de la rutina
y hacer algo raro, has aprendido algo distinto y has vuelto a ser joven.
Siempre hemos vuelto el uno al otro, querido, y esto me encanta.
—Y a mí —respondió él, quedamente—. Aunque a veces he
lamentado las separaciones —sonrió, aunque en la sonrisa había una
nota de melancolía—. En los viejos tiempos, hubiésemos podido ser
muy felices, Avi, nos habríamos casado y habríamos pasado juntos toda
la vida.
—Unos cuantos años, y después la vejez, los achaques y la muerte
—se estremeció—. ¡La muerte! ¡La nada! Ni el mundo existe cuando
uno ha muerto, cuando no queda ni el cerebro. Sólo... la nada. ¡Como si
nunca hubieras existido! ¿No te habría asustado esta idea?
—No —repuso él, besándola.
—También en esto eres diferente —murmuró Avi—. No sé por qué
no te has ido a las estrellas, Harold. Todos tus hijos se marcharon.
—Una vez te pedí que fueses conmigo.
—No, esto me gusta. La vida es divertida, Harold. No me aburro
con tanta facilidad como los demás. Pero no has contestado a mi
pregunta.
—Sí, la he contestado —afirmó él, quedándose silencioso.
La miró, preguntándose si era el último hombre de la Tierra que
amaba a una mujer, preguntándose qué sentía exactamente ella por él.
Tal vez, a su modo, lo amaba también... ya que siempre volvían el uno
al otro, pero no le amaba de la misma manera que él a ella; para ella,
la separación no era un dolor, y la reunión... Bien, esto no importaba
ahora.
—Estaré por aquí —dijo poco después—. Vagaré por estos bosques.
Haré que los sanitarios de la Reencarnación me transmitan cerca de tu
casa, y estaré cerca de ti.
—Mi pequeño tigre... —sonrió ella—. Ven a verme de cuando en
cuando, Harold. Iremos a algunas fiestas.
«Un bello adorno muy espectacular...»
—No, gracias. Pero me rascarás la cabeza y me darás buenos
filetes, y yo arquearé el lomo y ronronearé.
Fueron hacia la playa, cogidos de la mano.
—¿Qué te decidió a ser un tigre? —quiso saber la joven.
—Mi psiquiatra me recomendó una reencarnación animal. Me estoy
volviendo un neurótico terrible, Avi. No puedo permanecer cinco
minutos sentado, y veo las cosas terriblemente cambiadas. La vida es
una farsa espantosa y... Bueno, sufro un gran trastorno. Esencialmente,
es el aburrimiento. Cuando se tiene de todo sin tener que trabajar, la
existencia puede llegar a ser mortalmente monótona. Cuando se han
vivido varios siglos, cuando ningún cambio, ninguna excitación, puede
producir ninguna alegría... Bien, el doctor me sugirió que fuese a las
estrellas, y cuando me negué, me indicó que, por una temporada, me
transformarse en un animal. Pero no quise hacer como todo el mundo.
No quise ser ni un mono ni un elefante.
—Siempre el mismo Harold —murmuró ella, besándole. Harold
contestó al beso con inesperada violencia.
—Un año o dos de vida salvaje, en un cuerpo nuevo y no humano,
será un cambio provechoso —afirmó, tras una pausa prolongada. Se
tendieron en la arena, bañados por el sol, escuchando el murmullo de
las olas y oliendo el aroma salino del mar, que llevaba el viento. En lo
alto, una gaviota trababa rápidos círculos, muy blanca contra el cielo
azul.
—¿Un gran cambio?
—Sí. Ni siquiera recordaré muchas cosas que ahora sé. Dudo que ni
aun el más inteligente de los tigres pueda comprender el análisis
vectorial. Pero esto no importa. Volveré a recordarlo todo cuando
recobre mi forma humana. Cuando sienta que el cambio de
personalidad ya me ha beneficiado, vendré aquí y tú me llevarás al
Departamento de Reencarnaciones. Lo importante es la curación... un
cambio de puntos de vista, un ambiente nuevo, desconocido... ¡Avi! —
se incorporó sobre un codo y contempló a la joven—. Avi ¿por qué no
me acompañas? ¿Por qué no te conviertes en una tigresa?
—¿Y tener muchos cachorros? —sonrió ella, soñadoramente—. No,
gracias, Harold. Tal vez algún día, pero no ahora. Realmente, no soy
persona aventurera —se estiró y se puso de espaldas contra la blanca y
ardiente duna—, me gusto tal como soy.
«Y hay los hombres de las estrellas... —pensó él—, ¿qué me pasa?
Lo que sé es que cometeré alguna descortesía contra uno de sus
amantes. Sí, necesito esta curación.»
—Luego, volverás a mí y me relatarás tus experiencias —dijo ella.
—Tal vez no —replicó Harold—. Tal vez hallaré una tigresa muy
hermosa y me enamoraré de ella de tal forma que no querré recuperar
mi cuerpo humano.
—No habrá ninguna tigresa a menos que persuadas a una mujer a
acompañarte —contestó ella—. ¿Pero podrá gustarte un cuerpo humano
después de haber gozado de una piel tan bellamente estriada? ¿Aún te
seguirá pareciendo hermosa la gente, con tan poco pelo?
—Querida —repuso Harold—, tú, para mí, siempre serás un bocado
excelente.
Poco después, penetraron en la casa. La gaviota continuó trazando
altos círculos en el cielo.
El bosque era grande, verde y misterioso, con la luz del sol
filtrándose por entre los árboles, y la maleza, compuesta de helechos y
flores bajo las sombras de las enormes copas. Había riachuelos que se
abrían paso por entre unas orillas cubiertas de musgo, peces que
saltaban fuera del agua como brillantes centellas, y sosegados
remansos donde la quietud planeaba como un manto, claros amplios
cubiertos de hierba, espacio, soledad y una inacabable pulsación de
vida.
Los ojos del tigre veían menos que los humanos; el mundo parecía
algo borroso, liso y sin color hasta que se acostumbraban. Después, el
tigre comenzó a tener dificultades para recordar cómo eran el color y la
perspectiva. Y sus otros sentidos cobraron vida, dándose cuenta de lo
cautivo que había estado dentro de su cráneo, contemplando un mundo
del que jamás había formado parte, como ahora.
Oía sonidos y rumores que ningún hombre podía percibir, él débil y
chirriante zumbido de los insectos, el crujir de las hojas acariciadas por
la brisa, el vago susurró de las alas de los búhos, el deslizamiento de
los pequeños seres, asustados, por entre la hierba... todo combinado en
una rica sinfonía, con el pulso y el jadeo del bosque. Y su olfato se
estremecía ante la infinita variedad de olores, la fragancia de la hierba
aplastada, el acre aroma de los hongos y los detritus, el penetrante olor
de la piel, la ardiente borrachera de la sangre recién derramada. Y cada
uno de sus pelos, sus bigotes, se estremecían ante los menores
movimientos; se glorificaba con el resistente poder de sus músculos...
Sí, ahora vivía. Un hombre estaba medio muerto en comparación con la
vitalidad que conserva un tigre.
Por la noche... sí, por la noche no existía la oscuridad para él, la luz
de la luna era un sendero blanco que él robaba con sus peludas zarpas;
la penumbra era para él vivida claridad; las sombras, trechos
luminosos, una fantasía de grises como un sueño antiguo, súbitamente
recordado.
Se albergaba en una cueva que había descubierto, y su nuevo
cuerpo no sentía la incomodidad de la humedad. De noche merodeaba,
como un fantasma, sin más luz que la luminosidad de sus ojos
ambarinos, y el bosque le hablaba con el sonido, el olor y el sentido del
tacto, el sabor de la caza en el viento.
Ya era un maestro, y todos los habitantes del bosque le temían y
huían a su paso. Era la muerte en negro y oro.
Una vez, un antiguo poema cruzó por la parte humana de su
cerebro, y dejó que los versos fuesen como un trueno, tratando de
repetirlos en voz alta. El bosque se estremeció con el rugido del tigre.
Tigre, tigre, ardiente luz
del bosque en plena noche.
¿Qué mano o qué ojo inmortal
osó dar forma a tu temible simetría?
Y el alma del arrogante felino respondió:
—¡Yo mismo!
Más tarde quiso recordar el poema, pero ya no pudo.
Al principio, no lo logró del todo, ya que todavía había en él
demasiada humanidad. Rugió de rabia y desesperación cuando los
conejos huyeron, de su lado, cuando un venado lo husmeó y pareció
volar. Fue a la casa de Avi y ella lo aumentó con trozos de carne cruda,
y rió y le acarició bajo la barbilla. La joven estaba encantada con su
animal favorito.
«Es Avi», pensó el tigre, recordando que la amaba. Pero esto era
con su cuerpo humano. Para el tigre, la muchacha no poseía ningún
valor estético o sexual. Pero le gustaba que le acariciase, y ronroneaba
como un motor, frotando su cuerpo contra las piernas de Avi. Sí, era
adorable y cuando volviese a recuperar la forma humana...
Pero los instintos del tigre volvieron a él; no podía rechazarse una
herencia de un millón de años, por mucho que los técnicos hubieran
intentado alterarla. Apenas habían hecho algo más que aumentar su
inteligencia, pero los nervios y las glándulas del tigre seguían en su
cuerpo.
Llegó la noche y divisó un grupo de conejos bailando a la luz de la
luna. Cayó sobre ellos. Una zarpa enorme se abatió y sintió la tibieza de
la sangre, la carne desgarrada y el hueso roto. Engulló la sabrosa carne
ensangrentada, royendo los huesecillos. Se tornó salvaje, y rugió y
atronó el bosque toda la noche, gritándole su júbilo a la luz de la luna.
Al alba, retornó a su cueva, fatigado, su mente humana avergonzada de
sus andanzas. Pero a la noche siguiente salió de nuevo a cazar.
¡Su primer venado! Pacientemente, aguardó sobre una rama del
sendero. Sólo movía su nerviosa cola, mientras las horas discurrían
lentamente. Aguardó. Y cuando su enemigo pasó por debajo, saltó
como impulsado por un muelle de acero. Una poderosa zarpa, unas
mandíbulas como tenazas, una lucha terrible y breve, y el venado
quedó muerto a sus pies. Lo destripó, engulló lo necesario por el
momento y se llevó el resto a la cueva, donde durmió como un
borracho hasta que el hambre volvió a despertarlo. Entonces, se
abalanzó a la carcasa. Unos perros salvajes la estaban devorando. El
tigre se precipitó contra ellos, mató a uno y ahuyentó a los demás.
Luego continuó su festín hasta que sólo quedaron los huesos.
El bosque estaba lleno de caza, lo cual significaba que la vida era
fácil para un tigre. Pero no demasiado. Jamás sabía si regresaría a su
guarida con la panza llena o vacía, y esto formaba parte del placer de
su existencia.
No le habían eliminado todos los recuerdos de tigre; y algunos
fragmentos de los mismos le intrigaban; a veces se despenaba
preguntándose quién era y qué había sucedido. Le parecía recordar
amaneceres brumosos en la selva, un ancho río que resplandecía al sol,
otra cueva y otra forma de piel estriada a su lado. A medida que el
tiempo transcurría, fue creciendo su confusión, y pensó vagamente que
más de una vez había cazado al alce y visto a los rinocerontes blancos
moverse como montañas, a la luz del crepúsculo. Cada vez le resultaba
más difícil recordarlo todo con exactitud.
Esto, naturalmente, ya era de suponer. Su cerebro felino no podía
conservar todos los recuerdos y conceptos del humano, y con el
transcurso de las semanas y los meses perdió la primitiva claridad del
recuerdo. Todavía se identificaba con un sonido: «Harold», y recordaba
otras formas y paisajes... pero cada vez más y más borrosamente;
como si fuesen las memorias de un vago sueño. Sabía firmemente que
tenía que volver junto a Avi, y hacer que le llevase... a algún sitio,
antes de que olvidara de quién era.
Bien, todavía le quedaba tiempo, le dijo su elemento humano. No
perdería la memoria bruscamente, y sabría por anticipado que su
personalidad humana superpuesta se estaba desintegrando en su
extraño ser, y que debía regresar. Mientras tanto, cada vez comprendía
mejor la vida del bosque, y su horizonte se iba estrechando hasta que
aquél le pareció toda su existencia.
De cuando en cuando iba hacia el mar y la morada de Avi, a
conseguir un pedazo de carne. Pero las visitas fueron espaciándose, el
campo abierto le ponía nervioso, y estar dentro de una casa le resultaba
imposible después de anochecido.
Tigre, tigre
Y terminó el verano.
Se despertó con la cueva húmeda y fría, lloviendo fuera y con un
furioso vendaval azotando los altos árboles. Se estremeció y gruñó,
apretando las garras, pero aquél era un enemigo que no podía destruir.
El día y la noche transcurrieron desdichadamente.
En los viejos tiempos, los tigres habían sabido adaptarse, según
recordaba, habiendo podido sobrevivir incluso en la Siberia. Pero su
origen estaba en los trópicos.
—¡Maldición! —exclamó, y el rugido recorrió el bosque entero.
Después llegaron los días fríos y claros, con el viento soplando bajo
un cielo pálido, con las hojas muertas girando entre las ráfagas y riendo
con su seco crujido. Los gansos cruzaron el cielo, camino del sur, y los
gruñidos de los ciervos atronaron la noche. Había como una borrachera
en el aire; el tigre rodaba sobre la hierba y ronroneaba, rugiéndole a la
luna, cuando aparecía. Su pelaje se espesó, y ya no sintió el frío,
excepto como un tintineo agradable en su sangre. Todos sus sentidos
se le agudizaron, y comenzó a vivir en estado de alerta, aprendiendo a
moverse por entre las hojas muertas como otra sombra.
El verano indio, los perezosos y largos días, como una primavera
de resurrección, las enormes estrellas, el penetrante olor de la
vegetación putrefacta... Su mente humana recordaba que las hojas
eran como oro, bronce y fuego. Pescó en los riachuelos, cogiendo a su
presa con una potente y veloz zarpa; recorrió los bosques y rugió sobre
los altos riscos a la luz de la luna.
Luego volvieron las lluvias, el frío y la humedad, y el mundo se
anegó en agua. Por la noche había escarcha, y sus patas se envaraban,
relucientes a la luz de las estrellas, y a través del silencio helado podía
oír el rumor del distante océano. La caza escaseaba y a menudo se
sentía hambriento. Esto le preocupaba muy poco ya, pero su razón se
inquietaba por el invierno. Tal vez fuese mejor volver a su ser normal.
Una noche cayó la primera nevada, y por la mañana el mundo
estaba callado y muy blanco. Salió de la cueva, rugiendo su cólera, y
yendo en dirección sur. Pero los felinos no pueden emprender largos
viajes. Recordó, vagamente, que Avi le proporcionaría comida y
albergue. Avi...
Por un momento, cuando trató de pensar en la joven, recordó un
cuerpo dorado y negro, estriado, y un olor felino y muy querido que
llevaba la cueva situada encima de un río antiguo y muy ancho. Sacudió
la maciza cabeza, enfadado consigo y con el mundo, y trató de evocar
su imagen. La cara estaba borrosa en su mente, pero recordó el
perfume, y la musicalidad de su voz. Sí, iría a ver a Avi.
Atravesó el bosque con la pausada gracia de los de su raza, y llegó
a la playa. El mar estaba gris y frío, enorme, inmenso, como un manto
infinito, abalanzándose a la playa; sus ojos se aturdieron ante su vista.
Estuvo allí hasta que descubrió la casa.
Estaba extrañamente silenciosa. Pasó por el jardín. La puerta
estaba abierta, pero no había nadie dentro.
Tal vez hubiese salido. Se enroscó en el suelo y se durmió.
Despertóse mucho más tarde, hambriento hasta las mismas, entrañas,
y en la casa aún no había nadie. Recordó que a la joven le gustaba irse
al sur en invierno. Pero no le habría olvidado, habría vuelto de cuando
en cuando... La casa todavía conservaba el perfume de la muchacha,
por lo que no podía hacer mucho tiempo que se había ido. Y todo
estaba en desorden. ¿Se habría marchado apresuradamente?
Fue hacia el creador. No recordaba cómo funcionaba, pero sí el
proceso de maniobrarlo. Bajó la palanca con una pata. No ocurrió nada.
¡Nada! El creador estaba estropeado. Rugió su desaliento. El temor
se apoderó de todo su ser... Esto no era natural.
Y estaba hambriento. Tendría que salir en busca de comida, y
regresar más tarde con la esperanza de encontrar a Avi. Bien, volvería
al bosque.
Husmeó vida bajo la nieve. Un oso. Anteriormente, él y los osos
estaban en un estado de neutralidad. Pero éste estaba dormido,
indefenso, y su panza reclamaba alimentos. Destruyó el refugio con
movimientos poderosos de sus zarpas y se abalanzó sobre el oso.
Es peligroso despertar a un oso que está invernando. Éste se
sobresaltó, levantó su potente pata delantera y el tigre retrocedió,
resbalándole la sangre por su rostro.
Enloqueció, sintiendo en su interior un furor desmedido. El oso
gruñó y movió los brazos. Ambos animales se abrazaron, y de repente,
el tigre tuvo que luchar por salvar su vida.
Nunca más recordó aquel combate más que como un torbellino rojo
de ciego furor, de caídas en la nieve y de regueros de sangre en el
suelo. Mordiscos, zarpazos, golpes contra sus costillas y el cráneo, el
sabor de la sangre caliente en su boca, y la locura de la muerte
animando en su cerebro.
Al final, se tambaleó, ensangrentado, y cayó sobre el destrozado
cuerpo del oso. Durante largo tiempo no se movió, y los perros salvajes
se aproximaron, esperando su muerte.
Sin embargo, más tarde se estremeció débilmente y se tragó la
carne del oso. Pero no pudo marcharse de allí. Le dolía todo el cuerpo,
las patas no lo sostenían, y una zarpa había quedado aplastada por las
enormes mandíbula. Permaneció tendido junto al oso, bajo el destruido
refugio, mientras la nieve caía lentamente sobre ambos.
La batalla y la agonía de la muerte despertaron sus atávicos
instintos. Ya un verdadero tigre, se lamió la sangre y fue comiéndose
pedazos de la carne de su enemigo a medida que los días transcurrían,
esperando el retorno de la salud.
Al fin pudo cojear hasta su cueva. Los recuerdos eran como sueños
en su mente; había habido una casa y alguien que era bondadoso con
él, pero... pero...
Tenía frío, cojeaba y estaba hambriento. El invierno había llegado.

III
—No nos sirves de nada —afirmó Felgi—, pero en vista de que nos
has ayudado, te permitiremos vivir... al menos, hasta regresar a
Proción y que el Consejo decida sobre tu caso. Además, posiblemente
tengas informaciones más valiosas respecto al Sistema Solar que
nuestros prisioneros. En su mayoría son mujeres.
Ramacan contempló el duro y cruel rostro, ahora triunfante, y
repuso tristemente:
—De haber sospechado tus planes, nunca te habría ayudado.
—Oh, sí —replicó Felgi—. Vi tus reacciones cuando te mostré
nuestros métodos de persuasión. Todos los terrestres sois iguales.
Estáis tan alejados de la muerte que no os queda ni una mínima parte
de valor. Sólo esto ya os hace inadecuados para regir vuestro planeta.
—Tenéis los planos de los duplicadores, los transmisores y los
rayos de fuerza... toda nuestra técnica. Yo os he ayudado a conseguirlo
todo de las Estaciones. ¿Qué más queréis?
—La Tierra.
—¿Para qué? Con los creadores y transmisores podéis transformar
a vuestros planetas en los viejos sueños del paraíso. La Tierra es más
congénita, sí, ¿pero qué os importa a vosotros el ambiente?
—La Tierra sigue siendo el verdadero hogar para el hombre —le
espetó Felgi. En sus pupilas brillaba un fanatismo que Ramacan sólo
había visto en sus pesadillas—. Y debe pertenecer a la mejor raza del
hombre. Además... Bien, nuestra cultura no puede utilizar vuestra
técnica. La civilización procionita creció en la adversidad, sin nada más
que luchas y crueldades, y esto forma parte de nuestra misma
naturaleza. Con los Czernigios destruidos, tenemos que buscar otro
enemigo. «Oh, sí, pensó Ramacan, esto ya ocurrió antes, en el
sangriento y viejo pasado de la Tierra. Las naciones sólo sabían de
guerras y sufrimientos, y quedaron moldeados por ellos, glorificando las
malvadas virtudes que los capacitaban para sobrevivir. Un estado
militarista no puede permitirse la paz, el goce y la prosperidad, ya que
entonces, el pueblo puede empezar a pensar por sí mismo. Por lo tanto,
el gobierno tiene que ir en busca de nuevas glorias y conquistas.
Necesario o no, hay que pelear para mantener el control de los
militares. ¿Hasta dónde son ahora humanos los procionitas? ¿Qué se ha
torcido en ellos, durante los siglos de su terrible evolución? Ya no son
hombres, son robots combativos, son animales de presa, necesitan la
sangre.»
—Ya viste cómo destruimos las Estaciones desde el espacio —
continuó Felgi—. El Reencarnador, el Creador, el Transmisor, ya sólo
son cráteres radiactivos. Ninguna máquina dirige a la Tierra, ningún
tubo está vivo... ¡nada! Y con los creadores, de quienes dependían sus
vidas, los terrestres volverán al salvajismo.
—¿Y qué? —inquirió Ramacan, fatigosamente.
—Ahora estamos en Mercurio, aprovisionándonos de combustible —
repuso Felgi—. Luego, regresaremos a Proción. Emplearemos nuestro
creador para grabar a la mayoría de la tripulación; lo haremos por
turnos a fin de poder seguir manteniendo la nave en el rumbo debido.
Cuando lleguemos a nuestra estrella seremos un poco más viejos.
Después, naturalmente, el Consejo enviará una flota con tripulaciones
grabadas. Se apoderarán del Sol, eliminarán a la población
superviviente, y volverán a colonizar la Tierra. Después... —en sus ojos
brilló el fuego de la locura— ¡las estrellas! Por fin, un imperio galáctico.
—Para poder seguir peleando —asintió Ramacan—. Sólo para que
vuestros pueblos sigan siendo esclavos.
—¡Ya está bien! —le atajó Felgi—. Una cultura decadente no puede
comprender nuestros motivos.
Ramacan continuó meditando. Cuando regresasen los procionitas,
todavía quedarían seres humanos. Necesitarían cuarenta años para
prepararse. Los hombres, en naves espaciales, por todo el Sistema,
llegarían a la Tierra, verían su ruina y comprenderían de quiénes era la
culpa. Con los creadores, podrían reconstruirlo todo rápidamente,
podrían armarse, y duplicar hombres sedientos de venganza por
millones.
A menos que el hombre solar estuviese ya tan decadente que sólo
fuese capaz de un pánico ciego. Pero Ramacan no lo creía. La Tierra
había decaído, pero no tanto.
Felgi pareció leer en su pensamiento. Y había cruel satisfacción en
su acento:
—La Tierra no tendrá ninguna oportunidad de rearmarse.
Utilizaremos el poder de la Estación, de Mercurio para aprovisionar a
nuestro propio duplicador, cambiando la roca en osmio para nuestros
motores. Y cuando hayamos terminado, también volaremos la Estación.
Las naves espaciales se quedarán sin fuerza, los colonos de los planetas
fallecerán a medida que sus reguladores ambientales dejen de
funcionar, y ninguna rueda girará en el sistema solar. ¡Me imagino que
éste será el toque final!
Tal vez... tal vez... Sin poder, sin utensilios, sin comida o refugio,
tenía que llegar el colapso final. Cuando los procionitas volviesen, sólo
quedarían en la Tierra unos cuantos salvajes. Ramacan sintió el vacío
en su interior.
La vida se había convertido en una locura, una pesadilla. El fin...
—Te quedarás aquí hasta que te hayamos grabado —le ordenó
Felgi. Giró sobre sí mismo y salió de la estancia.
Ramacan se dejó caer sobre el asiento. Sus desesperadas miradas
recorrieron una y otra vez la cabina que era su prisión, en tanto en su
cerebro se cruzaban y entrecruzaban mil ideas locas. Miró al guardián
que estaba en el umbral, apoyado en su detonador, muy aburrido con
su cautivo. Si... si... ¡Oh, Dios Todopoderoso! ¿Era esto lo que iba a
heredar la Tierra?
¿Qué hacer... qué hacer? Tenía que existir una respuesta... ya que
no hay un solo problema sin solución. ¿O hay alguno?. ¿Qué garantía
tenía de la justicia cósmica? Enterró la cara entre sus manos.
«Fui un cobarde —pensó—. Temí al dolor. Razoné, me dije que
probablemente no querrían gran cosa, y utilicé mi influencia para
ayudarlos a obtener los duplicadores y los planos. Y los otros también
fueron cobardes y cedieron... Se mostraron ansiosos por ayudar a los
conquistadores... ¡y éste es el pago!»
¿Qué hacer... qué hacer? SÍ de alguna forma se perdiese la nave,
si no regresase... Los procionitas se extrañarían. Enviarían otra nave o
dos... a investigar. Y dentro de cuarenta años el Sol estarla dispuesto a
enfrentarse con la nueva amenaza, dispuesto a guerrear contra el
enemigo, si mientras tanto habían tenido la oportunidad de reconstruir,
si quedase en pie la Estación de Mercurio...
Pero esta nave volaría esta Estación, regresaría a sus planetas con
la noticia de la ruina del Sol, y los invasores se prepararían... se
extenderían por toda la galaxia como una plaga... ¿Cómo detener
«ahora» la nave?
Ramacan sintió los estruendosos latidos de su corazón, como
deseoso de estallar dentro del pecho. Tenía las manos frías y húmedas,
la boca espesa. Tenía miedo.
Se levantó y fue hacia el guardián. El procionita levantó el
detonador, pero sin temor, ya que no podía temer a un miembro
desarmado de una raza conquistada.
«Me matará —pensó Hamacan—. La muerte de la que he estado
huyendo toda mi vida, está a mi lado. Pero ha sido una larga existencia,
muy agradable, y es preferible terminarla de repente que arrastrarla
durante unos años miserables, como su despreciable prisionero.
Además... ¡les odio!»
—¿Qué quieres? —le preguntó el procionita.
—Estoy mareado —se quejó Ramacan. Su voz era apenas un
susurro en la sequedad de su garganta—. Déjame salir.
—¡Atrás!
—Vomitaré. Déjeme ir al lavabo. Estuvo a punto de caer.
—De acuerdo, sal —cedió el guardián—. Pero recuerda que voy
contigo.
Ramacan se tambaleó al acercarse al otro. Sus manos, de repente,
se engarfiaron en el cañón del detonador y se apoderó del arma. Antes
de que el procionita pudiera gritar, Ramacan lo golpeó con la culata. Un
remoto rincón de su cerebro se asombró de aquel salvajismo que ardió
en él cuando oyó el crujido de los huesos.
El guardián cayó. Ramacan lo ayudó para evitar el ruido, y se
aseguró de que no se movía. Entonces, lo despojó de su túnica, sus
botas y el casco. Le temblaban las manos y apenas pudo ponerse
aquellas prendas.
Si lo atrapaban... Bien, sólo habría la diferencia de unos minutos.
Pero seguía estando atemorizado. Con un miedo interior inimaginable.
Se obligó a caminar como en una pesadilla por el corredor.
Pasó por delante de otro vigilante procionita, pero no fue
descubierto.
Bajó por una escalerilla al cuarto de máquinas. Gracias a Dios se
había interesado por la nave, preguntando por su estructura. Se abrió la
puerta y pasó a la sala.
Un par de ingenieros estaban contemplando cómo funcionaba el
creador. Éste zumbaba, pulsaba y palpitaba con la fuerza, la energía del
Sol y los átomos de la roca en disolución, átomos que volvían a crearse
como de osmio, y que servirían para impulsar la nave en su largo
recorrido. Dentro de los motores insertarían muchas toneladas de
combustible.
Ramacan cerró la puerta a prueba de ruidos y mató a ambos
ingenieros con el detonador.
Después fue hacía el creador y maniobró en los controles. Comenzó
a fabricar plutonio.
Sonrió, inmensamente aliviado, al darse cuenta, con incredulidad,
de que había vencido. Se sentó y lloró de alegría.
La nave no regresaría a Proción. La Estación de Mercurio persistiría.
Y sobre esta base, unos cuantos hombres decididos del Sistema Solar
podrían realzar la reconstrucción. Habría horror en la Tierra, un enorme
caos, la mayoría de su población se hundiría en el salvajismo y la
muerte. Pero vivirían los suficientes, los más civilizados, para preparar
la venganza.
Tal vez esto fuese lo mejor. Tal vez la Tierra había llegado a una
decadencia exagerada. Ciertamente, en los últimos siglos no había
habido la antigua galantería, la ingeniosidad, el arte de otros tiempos.
No, ni arte ni ciencia ni aventuras... sólo una autosatisfacción, una
inmortalidad irreal, en un paraíso sintético. Tal vez este colapso, este
reto era lo que la Tierra necesitaba, a fin de recobrar su antiguo
esplendor.
En cuanto a él, había vivido muchos siglos, y ahora sentía una
tremenda fatiga en su interior.
«La muerte —pensó— la muerte es el viaje más largo de todos. Sin
la muerte no hay evolución, ni la vida posee un verdadero significado,
sin ella la última aventura ha perdido todo su sabor.»
Recordó a una joven que había muerto antes de que se inventasen
las máquinas de la reencarnación. Muy raro... al cabo de tantos siglos
aún era capaz de recordar cómo su cabellera ondeaba al viento, un día
de verano, en lo alto de una colina. Se preguntó si volvería a verla.
No sintió la explosión cuando el plutonio llegó a su masa crítica.
A Avi le sangraban los pies. Sus zapatos por fin se habían roto, y
las rocas y los espinos le desgarraban las piernas. La nieve se mezclaba
a la sangre.
La fatiga se había apoderado de ella y no podía continuar... pero
tenía que seguir adelante, era preciso, ya que temía detenerse en
medio del bosque.
Jamás había estado sola. Siempre habían habido los televisores y
transmisores, y ningún lugar de la Tierra había estado lejos. Pero el
mundo se había expansionado en una inmensidad, las máquinas
estaban muertas, y sólo reinaba el frío y el vacío con las distancias. El
mundo del calor, la música, las risas y las diversiones era remoto y tan
irreal como un sueño.
¿Era un sueño? ¿Habíase sentido siempre enferma y hambrienta,
en un mundo de pesadilla, de árboles sin hojas, de nieve y de viento,
de pingajos en vez de vestidos? ¿O era éste el sueño, una locura súbita
de horror y muerte?
¡Muerte! ¡No, no... ella no podía morir, era inmortal, no debía
morir!
El viento seguía soplando, implacable.
La nieve caía y llegaba la noche, la noche de invierno. Un perro
salvaje aulló, en la oscuridad. Avi quiso gritar, pero tenía la garganta
demasiado reseca y sólo logró articular un ronco sonido.
—¡Socorro... socorro... socorro!
Tal vez, hubiese debido quedarse con el hombre. Él había colocado
trampas, había atrapado algún conejo o ardilla, dejándole a ella los
restos. Pero la miraba de manera tan extraña cuando transcurrían los
días sin cazar nada... La habría matado y se la habría comido. Y tuvo
que huir.
Huir... huir... huir... Ya no podía correr, el bosque parecía ser
infinito, y estaba atrapada entre el frío y la noche, hambrienta y
muerta.
¿Qué había sucedido? ¿Qué había sucedido? ¿Qué había sido del
mundo? ¿Qué sería de ella?
Le gustaba pensar que era una antigua diosa, creando lo que
deseaba de la nada, servida por un mundo eterno, cuyo exclusivo
propósito era complacerla. ¿Dónde estaba ahora este mundo?
El hambre la desgarraba con su agudo filo. Tropezó con un madero
hundido en la nieve y no tuvo ánimos para levantarse.
«Éramos demasiado débiles, demasiado complacientes —pensó—.
Y hemos perdido toda nuestra fuerza, no somos más que parásitos de
nuestras máquinas. Ahora, no estamos ajustados...»
«¡No! ¡Yo sí lo estoy! Yo era una diosa...» «Una chiquilla mimada,
replicó el demonio de su mente. Un bebé llorando por su madre. Eres
mayorcita para poder cuidar de ti misma, al cabo de tantos siglos. No
deberías correr en círculo, esperando una ayuda que no llegará,
tendrías que ayudarte a ti misma, buscando un refugio, encontrando
nueces y raíces, construyendo una trampa. Pero no puedes. Tu propia
confianza te ha destruido.»
«¡No! ¡Socorro! ¡Socorro!»
Algo se movió en la oscuridad. Avi ahogó un chillido. Unos ojos
amarillos como dos fuegos, y una forma inmensa que avanzó sin el
menor ruido.
Por un instante, la joven creyó enloquecer, y de pronto
comprendió, incrédula, la verdad. Toda la verdad.
En aquel bosque sólo podía haber un tigre.
—Harold —susurró, poniéndose de pie—. Harold.
Lo era. La pesadilla había terminado. Harold cuidaría de ella.
Cazaría para ella, la protegería, la llevaría al mundo de las máquinas
que todavía debía existir.
—¡Harold! —gritó—. ¡Mi querido Harold!
El tigre no se movía. Sólo meneaba la cola. Breve,
fragmentariamente, unos sonidos cruzaron por su mente.
«Tu mentalidad básica será estable durante uno o dos años, a
menos que un accidente...»
Pero aquellos sonidos no tenían significado, y su mente cayó en el
olvido.
Tenía hambre. La zarpa no se le había curado bien y no podía
cazar.
El hambre, la necesidad más elemental de todas, estaba en su
interior, llenando todo su cerebro de tigre, todo su cuerpo de tigre, sin
nada más.
Estaba contemplando aquel extraño ser que no podía huir. No hacía
mucho ya había matado a otro... Se lamió la boca ante esta idea.
Sí, recordaba vagamente que aquel extraño ser había sido... había
sido... No lograba recordarlo.
Volvió a avanzar.
—¡Harold! —murmuró Avi. Su voz tenía un tono Inquieto, de cruel
incertidumbre.
El tigre se detuvo. Conocía aquella voz. Recordaba... recordaba...
Sí, se conocían de antes. Algo en aquel extraño ser le detenía,
paralizando sus movimientos.
Pero estaba hambriento. Y sus instintos clamaban en su interior.
Si al menos pudiese recordar, antes de que fuese demasiado
tarde...
El tiempo pareció extenderse una eternidad, mientras se
contemplaban mutuamente... la fiera y la bella.
FIN

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