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martes, 21 de septiembre de 2010

LAS MIL Y UNA NOCHE - FRAGMENTO -- A L A D I N O -- 1ºparte




1ªparte

Y contestó Schahrazada: “¡Sí puedo!” y al punto dijo:
HISTORIA DE ALADINO Y LA LÁMPARA MÁGICA
He llegado a saber ¡oh rey afortunado! ¡oh dotado de buenos modales! que en la antigüedad del tiempo y
el pasado de las edades y de los momentos, en una ciudad entre las ciudades de la China, y de cuyo nombre
no me acuerdo en este instante, había -pero Alah es más sabio— un hombre que era sastre de oficio y pobre
de condición. Y aquel hombre tenía un hijo llamado Aladino, que era un niño mal aducado y que desde su
infancia resultó un galopín muy enfadoso. Y he aqui que, cuando el niño llegó a la edad de diez años, su
padre quiso hacerle aprender por lo pronto algún oficio honrado; pero, como era muy pobre, no pudo atender
a los gastos de la instrucción y tuvo que limitarse a tener con él en la tienda al hijo, para enseñarle el
trabajo de aguja en que consistía su propio oficio. Pero Aladino, que era un niño indómito acostumbrado a
jugar con los muchachos del barrio, no pudo amoldarse a permanecer un solo día en la tienda. Por el contrario,
en lugar de estar atento al trabajo, acechaba el instante en que su padre se veía obligado a ausentarse
por cualquier motivo o a volver la espalda para atender a un cliente, y al punto el niño recogía la labor a toda
prisa y corría a reunirse por calles y jardines con los bribonzuelos de su calaña. Y tal era la conducta de
aquel rebelde, que no quería obedecer a sus padres ni aprender el trabajo de la tienda. Así es que su padre,
muy apenado y desesperado por tener un hijo tan dado a todos los vicios, acabó por abandonarle a su libertinaje;
y su dolor le hizo contraer una enfermedad, de la que hubo de morir. ¡Pero no por eso se corrigió
Aladino de su mala conducta! Entonces la madre de Aladino, al ver que su esposo había muerto y que su
hijo no era más que un bribón, con el que no se podía contar para nada, se decidió a vender la tienda y todos
los utensilios de la tienda, a fin de poder vivir algún tiempo con el producto de la venta pero como todo
se agotó en seguida, tuvo necesidad de acostumbrarse a pasar sus días y sus noches hilando lana y algodón
para ganar algo y alimentarse y alimentar al ingrato de su hijo.
En cuanto a Aladino, cuando se vio libre del temor a su padre, no le retuvo ya nada y se entregó a la pillería
y a la perversidad. Y se pasaba todo el día fuera de casa para no entrar más que a las horas de comer.
Y la pobre y desgraciada madre, a pesar de las incorrecciones de su hijo para con ella y del abandono en
que la tenía, siguió manteniéndole con el trabajo de sus manos y el producto de sus desvelos, llorando sola
lágrimas muy amargas. Y así fue cómo Aladino llegó a la edad de quince años. Y era verdaderanipnte hermoso
y bien formado, con dos magníficos ojos negros, y una tez de jazmin, y un aspecto de lo más seductor.
Un día entre los días, estando él en medio de la plaza que había a la entrada de los zocos del barrio, sin
ocuparse más que de jugar con los pillastres y vagabundos de su especie, acertó a volar por allí un derviche
maghrebín que se detuvo mirando a los muchachos obstinadamente. Y acabó por posar en Aladino sus miradas
y por observarle de una manera bastante singular y con una atención muy particular, sin ocuparse ya
de los otros niños camaradas suyos. Y aquel derviche, que venía del último confín del Maghreb, de las comarcas
del interior lejano, era un insigne mago muy versado en la astrología y en la ciencia de las fisonomías;
y en virtud de su hechicería podría conmover y hacer chocar unas con otras las montañas más altas. Y
continuó observando a Aladino con mucha insistencia y pensando: “¡He aquí por fin el niño que necesito, el
que busco desde hace largo tiempo y en pos del cual partí del Maghreb, mi país!” Y aproximóse sigilosamente
a uno de los muchachos, aunque sin perder de vista a Aladino, le llamó aparte sin hacerse notar, y
por él se informó minuciosamente del padre y de la madre de Aladino, así como de su nombre y de su condición.
Y con aquellas señas, se acercó a Aladino sonriendo, consiguió atraerle a una esquina, y le dijo:
¡Oh hijo mio! ¿no eres Aladino, el hijo del honrado sastre?” Y Aladino contestó: “Sí soy Aladino. ¡En
cuanto a mi padre, hace mucho tiempo que ha muerto!” Al oír estas palabras, el derviche maghrebín se colgó
del cuello de Aladino, y le cogió en brazos, y estuvo mucho tiempo besándole en las mejillas, llorando
ante él en el límite de la emoción. Y Aladino, extremadamente sorprendido, le preguntó.. “¿A qué obedecen
tus lágrimas, señor? ¿Y de qué conocías a mi difunto padre? Y contestó el maghrebín, con una voz muy
triste y entrecortada: “¡Ah hijo mío! ¿cómo no voy a verter lágrimas de duelo y de dolor, si soy tu tío, y
acabas de revelarme de una manera tan inesperada la muerte de tu difunto padre, mi pobre hermano? ¡Oh
hijo mío! ¡has de saber, en efecto, que llego a este país después de abandonar mi patria y afrontar los peligros
de un largo viaje, únicamente con la halagüeña esperanza de volver a ver a tu padre y disfrutar con él
la alegría del regreso y de la reunión! ¡Y he aquí ¡ay! que me cuentas su muerte!” Y se detuvo un instante,
como sofocado de emoción; luego añadió: “¡Por cierto ¡oh hijo de mi hermano! que en cuanto te divisé, mi
sangre se sintió atraída por tu sangre y me hizo reconocerte en seguida, sin vacilación, entre todos tus camaradas!
¡Y aunque cuando yo me separé de tu padre no habías nacido tú, pues aún no se había casado, no
tardé en reconocer en ti sus facciones y su semejanza! ¡Y eso es precisamente lo que me consuela un poco
de su pérdida! ¡Ah! ¡qué calamidad cayó sobre mi cabeza! ¿Dónde estás ahora, hermano mío a quien creí
abrazar al menos una vez después de tan larga ausencia y antes de que la muerte viniera a separarnos para
siempre? ¡Ay! ¿quién puede envanecerse de impedir que ocurra lo que tiene que ocurrir? En adelante, tú,
serás mi consuelo y reemplazarás a tu padre en mi afección, puesto que tienes sangre suya y eres su descendiente;
porque dice el proverbio: “¡Quién deja posteridad no muere!”
Luego el maghrebín, sacó de su cinturón diez dinares de oro y se los puso en la mano a Aladino, preguntándole:
¡Oh hijo mío! ¿dónde habita tu madre, la mujer de mi hermano?” Y Aladino, completamente
conquistado por la generosidad y la cara sonriente del maghrebín, lo cogió de la mano, le condujo al extremo
de la plaza y le mostró con el dedo el camino de su casa, diciendo: “¡Allí vive!Y el maghrebín le
dijo: “Estos diez dinares que te doy ¡oh hijo mío! se los entregarás a la esposa de mi difunto hermano,
transmitiéndole mis zalemas. ¡y le anunciarás que tu tío acaba de llegar de viaje, tras larga ausencia en el
extranjero, y que espera, si Alah quiere, poder presentarse en la casa mañana para formular por sí mismo
los deseos a la esposa de su hermano y ver los lugares donde pasó su vida el difunto y visitar su tumba!”
Cuando Aladino oyó estas palabras del maghrebín, quiso inmediatamente complacerle, y después de besarle
la mano se apresuró a correr con alegría a su casa, a la cual llegó, al contrario que de costumbre, a una
hora que no era la de comer, y exclamó al entrar: “¡Oh madre mía! ¡vengo a anunciarte que, tras larga ausencia
en el extranjero, acaba de llegar de su viaje mi tío, y te transmite sus zalemas!” Y contestó la madre
de Aladino, muy asombrada de aquel lenguaje insólito y de aquella entrada inesperada: “¡Cualquiera diría,
hijo mío, que quieres burlarte de tu madre! Porque, ¿quién es ese tío de que me hablas? ¿Y de dónde y desde
cuándo tienes un tío que esté vivo todavía?” Y dijo Aladino: “Cómo puedes decir ¡oh madre mía! que no
tengo tío ni pariente que esté vivo aún, si el hombre en cuestión es hermano de mi difunto padre? ¡Y la
prueba está en que me estrechó contra su pecho y me besó llorando y me encargó que viniera a darte la noticia
y a ponerte al corriente!” Y dijo la madre de Aladino: “Sí, hijo mío, ya sé que tenías un tío; pero hace
largos años que murió. ¡Y no supe que desde entonces tuvieras nunca otro tío!” Y miro con ojos muy
asombrados a su hijo Aladino, que ya se ocupaba de otra cosa. Y no le dijo nada más acerca del particular
en aquel día. Y Aladmo, por su parte, no le habló de la dádiva del maghrebín.
Al día siguiente Aladino salió de casa a primera hora de la mañana; y el maghrebín, que ya andaba buscándole,
le encontró en el mismo sitio que la víspera, dedicado a divertirse, como de costumbre, con los
vagabundos de su edad. Y se acercó inmediataniente a él, le cogió de la mano, lo estrechó contra su corazón,
y le besó con ternura. Luego sacó de su cinturón dos dinares y se los entregó diciéndo: “Ve a buscar
a tu madre y dile, dándole estos dos dinares: “¡Mi tío tiene intención de venir esta noche a cenar con nosotros,
y por eso te envía este dinero para que prepares manjares excelentes!” Luego añadió, inclinándose hacia
él: “¡Y ahora, ya Aladino, enséñame por segunda vez el camino de tu casa!” Y contestó Aladino: “Por
encima de mi cabeza y de mis ojos, ¡oh tio mío!” Y echó a andar delante y le enseñó el camino de su casa.
Y el maghrebín le dejó y se fue por su camino...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGO LA 733 NOCHE
Ella dijo:
... Y el maghrebín le dejó y se fue por su camino. Y Aladino entró en la casa contó a su madre lo ocurrido
y le entregó los dos dinares, diciéndole: “¡Mi tío va a venir esta nohe a cenar con nosotros!”
Entonces, al ver los dos dinares, se dijo la madre de Aladino: “¡Quizá no conociera yo a todos los hermanos
del difunto!” Y se levantó y a toda prisa fue al zoco, en donde compró las provisiones necesarias para
una buena comida, y volvió para ponerse en seguida a preparar los manjares. Pero como la pobre no tenía
utensilios de cocina, fue a pedir prestados a las vecinas las cacerolas, platos y vajilla que necesitaba. Y
estuvo cocinando todo el día; y al hacerse de noche, dijo a Aladino: “¡La comida está dispuesta, hijo rnío, y
como tu tío acaso no sepa bien el camino de nuestra casa, debes salirle al encuentro o esperarle en la calle!”
Y Aladino contestó: “¡Escucho y obedezco!” Y cuando se disponía a salir, llamaron a la puerta. Y corrió a
abrir él. Era el maghrebín. E iba acompañado de un mandadero que llevaba en la cabeza una carga de frutas,
de pasteles y bebidas. Y Aladino les introdujo a ambos. Y el mandadero se marchó cuando dejó su carga
y le pagaron. Y Aladino condujo al maghrebín, a la habitacion en que estaba su madre. Y el maghrebín
se inclinó y dijo con voz conmovida: “La paz sea contigo, ¡oh esposa de mi hermano!” Y la madre de Aladino
le devolvió la zalema: Entonces el maghrebín se echó a llorar en silencio. Luego preguntó: “¿Cuá es el
sitio en que tenía costumbre de sentarse el difunto?” Y la madre de Aladino le mostró el sitio en cuestión; y
al punto se arrojó al suelo el maghrebín y se puso a besar aquel lugar y a suspirar con lágrimas en los ojos y
a decir: “¡Ah, qué suerte la mía! ¡Ah, qué miserable suerte fue haberte perdido, ¡oh hermano mío! ¡oh estría
de mis ojos!” Y continuó llorando y lamentándose de aquella manera, y con una cara tan transformada y
tanta alteración de entrañas, que estuvo a punto de desmayarse, y la madre de Aladino no dudó ni por un
instante de que fuese el propio hermano de su difunto marido. Y se acercó a él, le levantó del suelo, y le
dijo: “¡Oh hermano de mi esposo! ¡vas a matarte en balde a fuerza de llorar! ¡Ay, lo que está escrito debe
ocurrir!” Y siguió consolándole con buenas palabras hasta que le decidió a beber un poco de agua para calmarse
y sentarse a comer.
Cuando estuvo puesto el mantel, el maghrebín comenzó a hablar con la madre de Aladino. Y le contó lo
que tenía que contarle, diciéndole:
¡Oh mujer de mi hermano! no te parezca extraordinario el no haber tenido todavía ocasión de verme y el
no haberme conocido en vida de mi difunto hermano porque hace treinta años que abandoné este país y
partí para el extranjero, renunciando a mi patria. Y desde entonces no he cesado de viajar por las comarcas
de la India y del Sindh, y de recorrer el país de los árabes y las tierras de otras naciones. Y también estuve
en Egipto y habité la magnífica ciudad de Masr, que es el milagro del mundo! Y tras de residir allá mucho
tiempo, partí para el país de Maghreb central, en donde acabé por fijar mi residencia durante veinte años.
Por aquel entonces, ¡oh mujer de mi hermano! un día entre los días, estando en mi casa, me puse a pensar
en mi tierra natal y en mi hermano. Y se me exacerbó el deseo de volver a ver mi sangre; y me eché a
llorar y empecé a lamentarme de mi estancia en país extranjero. Y al fin se hicieron tan intensas las nostalgias
de mi separación y de mi alejamiento del ser que me era caro, que me decidí a emprender el viaje a la
comarca que vio surgir mi cabeza de recién nacido. Y pensé para mi ánima: “¡Oh hombre! ¡cuántos años
van transcurridos desde el día en que abandonaste tu ciudad y tu país y la morada del único hermano que
posees en el mundo! ¡Levántate, pues, y parte a verle de nuevo antes de la muerte! Porque, ¿quién sabe las
calamidades del Destino, los accidentes de los días y las revoluciones del tiempo? ¿Y no sería una suprema
desdicha que murieras antes de regocijarte los ojos con la contemplación de tú hermano, sobre todo ahora
que Alah, (¡glorificado sea!) te ha dado la riqueza, y tu hermano acaso siga en una condición de estrecha
pobreza? ¡No olvides, por tanto, que con partir verificarás dos acciones, excelentes: volver a ver a tu hermano
y socorrerle!
Y he aquí que, dominado por estos pensamientos, ¡oh mujer demi hermano! me levanté al punto y me
preparé para la marcha. Y tras de recitar la plegaria del viernes y la Fatiha del Corán, monté a caballo y me
encaminé a mi patria. Y después de muchos peligros y de las prolongadas fatigas del camino, con ayuda de
Alah (¡glorificado y venerado sea!) acabé por llegar con bién a mi ciudad, que es ésta. Y me puse inmediatamente
a recorrer calles y barrios en busca de la casa de mi hermano. Y Alah permitió que entonces encontrase
a este niño jugando con sus camaradas. ¡Y Por Alah el Todopodereso, ¡oh mujer de mi hermano!
que apenas le vi, sentí que mi corazón se derretía de emocion por él; y como la sangre reconocía a la sangre,
no vacilé en suponer en él al hijo de mi hermano! Y en aquel mismo momento Olvidé mis fatigas y mis
preocupaciones, y creí enloquecer de alegría. Pero ¡ay! que no tardó en saber, por boca de este niño, que mi
hermano había fallecido en la misericordia de Alah el Altísimo! ¡Ah! ¡terrible noticia que me hace caer de
bruces, abrumado de emoción y de dolor! Pero ¡oh mujer de mi hermano! ya te contaría el niño probablemente
que, con su aspecto y su semejanza con el difunto, ha logrado consólarme un poco, haciéndome
recordar el proverbio que dice: “¡El hombre que deja posteridad, no muere!”
Así habló el maghrebín. Y advirtió que, ante aquellos recuerdos evocados, la madre de Aladino lloraba
amargamente. Y para que olvidara sus tristezas y se distrajera de sus ideas negras, se encaró con Aladino, y
variando de conversación, le dijo: “Hijo mío, ¿qué oficio aprendiste y en qué trabajo te ocupas para ayudar
a tu pobre madre y vivir ambos?”.
Al oir aquello, avergonzado de su vida por primera vez, Aladino bajó la cabeza mirando al suelo. Y como
no decía palabra, contestó en lugar suyo su madre: “¿Un oficio, ¡oh hermano de mi esposo! tener un oficio
Aladino? ¿Quién piensa en eso? ¡Por Alah, que no sabe nada absolutamente! ¡Ah! ¡nunca vi un niño tan
travieso! ¡Se pasa todo el día corriendo con otros niños del barrio, que son unos vagabundos, unos pillastres,
unos haraganes como él, en vez de seguir el ejemplo de los hijos buenos, que están en la tienda con
sus padres! ¡Solo por causa suya murió su padre, dejándome amargos recuerdos! ¡Y también yo me veo reducida
a un triste estado de salud! Y aunque apenas si veo con mis ojos, gastados por las lágrimas y las vigilias,
tengo que trabajar sin descanso y pasarme días y noches hilando algodón para tener con qué comprar
dos panes de maíz, lo, preciso para mantenernos ambos. ¡Y tal es mi condición! ¡Y te juro por tu vida, ¡oh
hermano de mi esposo que sólo entra él en casa a las horas precisas de las comidas! ¡Y esto es todo lo que
hace! ¡Así es que a veces, cuando me abandona de tal suerte, por más que soy su madre pienso cerrar la
puerta de la casa y no volver a abrírsela, a fin de obligarle a que busque un trabajo que le de para vivir! ¡Y
luego me falta valor para hacerlo; porque el corazón de una madre es compasivo y misericordioso! ¡Pero mi
edad avanza, y me estoy haciendo, muy vieja ¡oh hermano de mi esposo! ¡y mis hombros no soportan las
fatigas que antes! ¡Y ahora apenas si mis dedos me permiten dar vuelta al uso! ¡Y nd sé hasta cuándo voy a
poder continuar una tarea semejante sin que me abandona la vida, como me abandona mi hijo, este Aladino,
que tienes delante de ti, ¡Oh hermano de mi esposol”
Y se echó a llorar.
Entonces el maghrebín se encaró con Aladino, y le dijo: “¡Ah! ¡Oh hijo de mi hermano! ¡en verdad que
no sabía yo todo eso que a ti se refiere! ¿Por qué marchas por esa senda de haraganería? ¡Qué verguenza
para ti, Aladino! ¡Eso no está bien en hombres como tú! ¡Te hallas dotado de razón, hijo mío, y eres un
vástago de buena familia! ¿No es para ti una deshonra dejar así que tu pobre madre, una mujer vieja, tenga
que mantenerte, siendo tú un hombre con edad para tener una ocupación con que pudierais manteneros ambos?..
¡Y por cierto ¡oh hijo mío! que gracias a Alah, lo que sobra en nuestra ciudad son maestros de oficio!
¡Sólo tendrás, pues, que escoger tú mismo el oficio que más te guste, y yo me encargo de colocarte! ¡Y de
ese modo, cuando seas mayor, hijo mío, tendrás entre las manos un oficio seguro que te proteja contra los
embates de la suerte! ¡Habla ya! ¡Y si no te agrada el trabajo de aguja, oficio de tu difundo padre, busca
otra cosa y avísamelo y te ayudaré todo lo que pueda, ¡oh hijo mío!”
Pero en vez de contestar. Aladino continuó con la cabeza baja y guardando silencio con lo cual indicaba
que no quería más oficio que el de vagabundo. Y el maghrebín advirtió su repugnancia por los oficios manuales,
y trató de atraérsela de otra manera. Y le dijo, por tanto: “¡Oh hijo de mi hermano! ¡no te enfades ni
te apenes por mi insistencia! ¡Pero déjame añadir que, si los oficios te repugnan, estoy dispuesto, caso de
que quieras ser un hombre honrado, a abrirte una tienda de mercader de sederías en el zoco grande! Y surtiré
esa tienda con las telas más caras y brocados de la calidad más fina. ¡Y así te harás con buenas relaciones
entre los mercaderes al por mayor! Y te acostumbrarás a vender y comprar, a tomar y a dar. Y será excelente
tu reputación en la ciudad., ¡Y con ello honrarás la memoria de tu difunto padre! ¿Qué dices a esto,
¡oh Aladino!, hijo mío?
Cuando Aladino escuchó esta proposición de tu tío y comprendió que podría convertirse en un gran mercader
del zoco, en un hombre de importancia, vestido con buenas ropas, con un turbante de seda y un lindo
cinturón de diferentes colores, se regocijó en extremo. Y miró al maghrebín sonriendo y torciendo la cabeza,
lo que en su lenguaje significaba claramente: “¡Acepto!” Y el maghrebín comprendió entonces que le
agradaba la proposición, y dijo a Aladino: “Ya que quieres convertirte en un personaje de importancia, en
un mercader con tienda abierta, procura en lo sucesivo hacerte digno de tu nueva situación. Y sé un hombre
desde ahora, ¡oh hijo de mi hermano! Y mañana, si Alah, quiere, te llevaré al zoco, y empezaré por comprarte
un hermoso traje nuevo, como lo llevan los mercaderes ricos, y todos los accesorios que exige. ¡Y
hecho esto, buscáremos juntos una tienda buena para instalarte en ella!”
¡Eso fue todo! Y la madre de Aladino, que oía aquellas exhortaciones y veía aquella generosidad, bendecía
a Alah, el Bienhechor, que de manera tan inesperada le enviaba a un pariente que la salvaba de la miseria
y llevaba por el buen camino a su hijo Aladino. Y sirvió la comida con el corazón alegre, como si se
hubiese rejuvenecido veinte años.¡ Y comieron y bebieron, sin dejar de charlar de aquel asunto, que tanto
les interesaba a todos! Y el maghrebín empezó por iniciar a Aladino en la vida y los modales de los mercaderes,
y por hacerle que se interesara mucho en su nueva condición. Luego, cuando vio que la noche iba ya
mediada, se levantó y se despidió de la madre de Aladino y besó a Aladino. Y salió, prometiéndole que
volvería al día siguiente. Y aquella noche, con la alagría, Aladino no pudo pegar los ojos Y no hizo más
que pensar en la vida encantadora que le esperaba.
Y ha aquí que al siguiente día, a primera hora, llamaron a la puerta. Y la madre de Aladino fue a abrir por
sí misma, y vio que precisamente era el hermano de su esposo, el maghrebín, que cumplía su promesa de la
víspera. Sin embargo, a pesar de las instancias de la madre de Aladino, no quiso entrar, pretextando que no
era hora de visitas, y solamente pidio permiso para llevarse a Aladino consigo al zoco. Y Aladino, levantado
y vestido ya, corrió en seguida a ver a su tío, y le dio los buenos días y le besó la mano. Y el maghrebín
le cogió de la mano y se fue, con él al zoco. Y entró con él en la tienda del mejor mercader y pidió un traje
que fuese el mas hermoso y el más lujoso entre los trajes a la medida de Aladino. Y el mercader le enseñó
varios a cual más hermosos. Y el mahrebín dijo a Aladino. “¡Escoge tú mismo el que te guste, hijo mío!” Y
en extremo encantado de la generosidad de su tío, Aladino escogió uno que era todo de seda rayada y reluciente.
Y también escogió un turbante de muselina de seda recamada de oro fino, un cinturón de cachemira
y botas de cuero rojo brillante. Y el maghrebín lo pagó todo sin regatear y entregó el paquete a Aladino, diciéndole:
¡Vamos ahora al hammam, para que estés bien limpió antes de vestirte de nuevo!Y le condujo
al hammam, y entró con él en una sala reservada, y le bañó con sus propias manos; y se bañó él también.
Luego pidió los refrescos que suceden al baño; y ambos bebieron con delicia y muy contentos. Y entonces
se puso Aladino el suntuoso traje consabido de seda rayada y reluciente, se colocó el hermoso turbante, se
ciñó al talle el cinturón de Indias y se calzó las botas rojas. Y de este modo estaba hermoso cual la luna y
comparable a algún hijo de rey o de sultán. Y en extremo encantado de verse transformado así, se acercó a
su tío y le besó la mano y le dio muchas gracias por su generosidad. y el maghrebín, le besó, y le dijo:
¡Todo esto no es más que el cornienzo!” Y salió con él del hammam, y le llevó a los zocos más frecuentados,
y le hizo visitar las tiendas de los grandes mercaderes. Y hacíale admírar las telas más ricas y los objetos
de precio, enseñándole el nombre de cada cosa en particular; y le decía: “¡Como vas a ser marcader es
preciso que te enteres de los pormenores de ventas y compras!” Luego le hizo visitar los edificios notables
de la ciudad y las mezquitas principales y los khans en que se alojaban las caravanas. Y terminó el paseo,
haciéndole ver los palacios del sultán y los jardines que los circundaban. Y por último le llevó al khan
grande, donde paraba él, y le presentó a los mercaderes conocidos suyos, diciéndoles: “¡Es el hijo de mi
hermano!” Y les invitó a todos a una comida que dio en honor de Aladino, y les regaló con los manjares
más selectos, y estuvo con ellos y con Aladino hasta la noche.
Entonces se levantó y se despidió de sus invitados, diciéndoles que iba a llevar a Aladíno a su casa. Y en
efecto, no quiso dejar volver solo a Aladino, y le cogió de la mano y se encaminó con él a casa de la madre.
Y al ver a su hijo tan magníficamente vestido, la pobre madre de Aladino creyó perder la razón de alegría.
Y empezó a dar gracias y a bendecir mil veces a su cuñado, diciéndole: “¡Oh hermano de mi esposo! ¡aunque
toda la vida estuviera dándote gracias, jamás te agradecería bastante tus beneficios!” Y contestó el
maghrebín: “¡Oh mujer de mi hermano! ¡no tiene ningún mérito, verdaderamente ningún mérito, el que yo
obre de esta manera, porque Aladino es hijo mío, y mi deber es servirle de padre en lugar del difunto! ¡No
te preocupes, pues, por él y estate tranquila!” Y dijo la madre de Aladino, levantando los brazos al cielo:
¡Por el honor de los santos antiguos y recientes, ruego a Alah que te guarde y te conserve ¡oh hermano de
mi esposo! Y prolongue tu vida para nuestro bien, a fin de que seas el ala cuya sombra proteja siempre a
este niño huérfano! ¡Y ten la seguridad de que él, por su parte, obedecerá siempre tus órdenes y no hará
más que lo que le mandes!” Y dijo el maghrebín: “¡Oh mujer de mi hermano! Aladino se ha convertido en
hombre sensato, porque es un excelente mozo, hijo de buena familia. ¡Y espero desde luego que será digno
descendiente de su padre y refrescará tus ojos!” Luego añadió: “Dispénsame ¡oh mujer de mi hermano!
porque mañana viernes no se abra la tienda prometida; pues ya sabes que el viernes están cerrados los zocos
y que no se puede tratar de negocios. ¡Pero pasado mañana, sábado, se hará, si Alah quiere! Mañana,
sin embargo, vendré por Aladino para continuar instruyéndole, y le haré visitar los sitios públicos y los jardínes
situados fuera de la ciudad, adonde van a pasearse los mercaderes ricos, a fin de que así pueda habituarse
a la contemplación del lujo y de la gente distinguida. ¡Porque hasta hoy no ha frecuentado más trato
que el de los niños, y es preciso que conozca ya a hombres y que ellos lo conozcan!” Y se despidió de la
madre de Aladino, besó a Aladino y se marchó...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGó LA 736 NOCHE
Ella dijo:
... Y se despidió de la madre de Aladino, besó a Aladino y se marchó. Y Aladino pensó durante la noche
en todas las cosas hermosas que acababa de ver y en las alegrías que acababa de experimentar; y se prometió
nuevas delicias para el siguiente día. Así es que se levantó con la aurora, sin haber podido pegar los
ojos, y se vistio sus ropas nuevas, y empezó a andar de un lado para otro, enredándose los pies con aquel
traje largo, al cual no estaba acostumbrado. Luego, como su impaciencia le hacía pensar que el maghrebín
tardaba demasiado, salió a esperarle a la puerta y acabó por verle aparecer. Y corrió a él como un potro y le
besó la mano. Y el maghrebín le beso y lo hizo muchas caricias, y le dijo que fuera a advertir a su madre
que se le llevaba. Después le cogió de la mano y se fue con él. Y echaron a andar juntos, hablando de unas
cosas y de otras; y franquearon las puertas de la ciudad, de donde nunca había salido aún Aladino. Y empezaron
a aparecer ante ellos las hermosas casas particulares y los hermosos palacios rodeados de jardines; y
Aladino los miraba maravillado, y cada cual le parecía más hermoso que el anterior.
Y así anduvieron mucho por el campo, acercándose más cada vez al fin que se proponía el maghrebín.
Pero llegó un momento en que Aladino comenzó a cansarse, y dijo al maghrebín: “¡Oh tío mío! ¿tenemos
que andar mucho todavía? ¡mira que hemos dejado atrás los jardines, y ya sólo tenemos delante de nosotros
la montaña! ¡Además, estoy fatigadismo, y quisiera tomar un bocado!” Y el maghrebín se sacó del cinturón
un pañuelo con frutas y pan, y dijo a Aladino: “Aquí tienes, hijo mio, con qué saciar tu hambre y tu sed.
¡Pero aún tenemos que andar un poco para llegar al paraje maravilloso que voy a enseñarte y que no tiene
igual en el mundo! ¡Repón tus fuerzas, y toma alientos, Aladino, que ya eres un hombre!” Y continuó animándole,
a la vez que le daba consejos acerca de su conducta en el porvenir, y le impulsaba a separarse de
los niños para acercarse a los hombres sabios y prudentes. ¡Y consiguió distraerle de tal manera, que acabó
por llegar con él a un valle desierto al pie de la montaña, y en donde no había más presencia que la de
Alah!
¡Allí precisamente terminaba -el viaje del maghrebín! ¡Y para llegar a aquel valle había salido del fondo
del Maghreb y había ido a los confines de la China!
Se encaró entonces con Aladino, que estaba extenuado de fatiga, y le dijo sonriendo: “¡Ya hemos llegado,
hijo mío Aladino!” Y se sentó en una roca y le hizo sentarse al lado suyo Y lo abrazó con mucha ternura,
y le dijo: “Descansa un poco Aladino. Porque al fin voy a mostrarte lo que jamás vieron los ojos de los
hombres. Sí, Aladino; en seguida vas a ver aquí nusmo un jardín más hermoso que todos los jardines de la
tierra. Y sólo cuando hayas admirado las maravillas de ese jardín tendrás verdaderamente razón para darme
gracias y olvidarás las fatigas de la marcha y bendecirás el día en que me encontraste por primera vez.” Y
le dejó descansar un instante, con los ojos muy abiertos de asombro al pensar que iba a ver un jardín en un
paraje donde no había más que rocas desperdigadas y matorrales. Luego le dijo: “¡Levántate ahora, Aladino,
y recoge entre esos matorrales las ramas más secas y los trozos de leña que encuentres, y tráemelos! ¡Y
entonces veras el espectáculo gratuito a que te invito!” Y Aladino se levantó y se apresuro a recoger entre
los matorrales y la maleza una gran cantidad de ramas secas y trozos de leña, y se los llevo al maghrebín,
que, le dijo: “Ya tengo bastante. ¡Retirate ahora y ponte detrás de, mí!” Y Aladino obedeció a su tío, y fue a
colocarse a cierta distancia detrás de él.
Entonces el maghrebín sacó del cinturón un eslabón, con el que hizo lumbre, y prendió fuego al montón
de ramas y hierbas secas, que llamearon crepitando. Y al punto sacó del bolsillo una caja de concha, la
abrió y tomó un poco de incienso, que arrojo en medio de la hoguera. Y levantóse una humareda muy espesa
que apartó él con sus manos a un lado y a otro, murmurando fórmulas en una lengua incomprensible en
absoluto para Aladino. Y en aquel mismo momento tembló la tierra y se conmovieron sobre su base las rocas
y se entreabrió el suelo en un espacio de unos diez codos de anchura. Y en el fondo de aquel agujero
apareció una loza horizontal de mármol de cinco codos de ancho con una anilla de bronce en medio.
Al ver aquello, Aladino, espantado, lanzo un grito, y cogiendo con los dientes el extremo de su traje, volvió
la espalda y emprendió la fuga, agitando las piernas. Pero de un salto cayó sobre él el maghrebín y le
atrapó. Y le miró con ojos medrosos, le zarandeó teniéndole cogido de una oreja, y levantó la mano, y le
aplicó una bofetada tan terrible, que por poco le salta los dientes, y Aladino quedó todo aturdido y se cayó
al suelo.
Y he aquí que el maghrebín no le había tratado de aquel modo más que por dominarle de una vez para
siempre, ya que le necesitaba para la operacion que iba a realizar, y sin él no podía intentar la empresa para
que había venido. Así, es que cuando le vio atontado en el suelo, le levantó, y le dijo con una voz que procuro
hacer muy dulce: “¡Sabe, Aladino, que si te traté así, fue para enseñarte a ser un hombre! ¡Porque soy
tu tío el hermano de tu padre, y me debes obediencia!” Luego añadió con una voz de lo más dulce: “¡Vamos,
Aladino, escucha bien lo que voy a decirte, y no pierdas ni una sola palabra! ¡Porque si así lo haces
sacarás de ello ventajas considerables y en seguida olvidarás los trabajos pesados!” Y le besó, y teniéndole
para en adelante completamente sometido y dominado le dijo: “¡Ya acabas de ver, hijo mío, cómo se ha
abierto el suelo en virtud de las fumigaciones y fórmulas que he pronunciado!, ¡Pero es preciso que sepas
que obré de tal suerte únicamente por tu bien; porque debajo de esta losa de mármol que ves en el fondo del
agujero con un anillo de bronce se halla un tesoro que está inscripto a tu nombre y no puede abrirse más
que en tu presencia! ¡Y ese tesoro, que te está destinado, te hara mas rico que todos los reyes! Y para demostrarte
que ese tesoro está destinado a ti y no a ningún otro, sabe que sólo a ti en el mundo es posible tocar
esta losa de mármol y levantarla; pues yo mismo, a pesar de todo mi poder, que es grande, no podría
echar mano a la anilla de bronce ni levantar la losa, aunque fuese mil veoes más poderoso y más fuerte de
lo que soy. ¡Y una vez levantada la losa no me sería posible penetrar en el tesoro, ni bajar un escalón siquiera!
¡A ti únicamente incumbe hacer lo que no puedo hacer yo por mí mismo! ¡Y para ello no tienes más
que ejecutar al pie de la letra lo que voy a decirte! ¡Y así serás el amo del tesoro, que partiremos con toda
equidad en dos partes iguales, una para ti y otra para mí!”
Al oír estas palabras del maghrebín, el pobre Aladino sé olvidó de sus fatigas y de la bofetada recibida, y
contestó: !'¡Oh tío mío! ¡mándame lo que quieras y te obedeceré!” Y el maghrebín le cogió en brazos y le
beso varias veces en las mejillas, y le dijo: “¡Oh Aladino! ¡eres para mí más querido que un hijo, pues que
no tengo en la tierra más parientes que tú; tú serás mi único heredero, ¡oh hijo mío! Porque, al fin y al cabo,
por ti, en suma, es por quien trabajo en este momento y por quien vine desde tan lejos. Y si estuve un poco
brusco, comprenderás ahora, que fue para decidirte a no dejar de alcanzar en vano tu maravilloso destino.
¡He aquí, pues, lo que tienes que hacer! ¡Empezarás por bajar conmigo al fondo del agujero, y cogerás la
anilla de bronce y levantarás la losa de mármol!” Y cuando hubo hablado así, se metió él primero en el
agujero y dio la mano a Aladino para ayudarle a bajar. Y ya abajo, Aladino le dijo: ¿Pero cómo voy a arreglarme
¡oh tío mío! para levantar una losa tan pesada siendo yo un niño? ¡Si, al menos, quisieras ayudarme
tú, me prestaría a ello con mucho gusto!” El maghrebín contestó: -¡Ah, no! ¡Ah, no! ¡Si, por desgracia,
echara yo una mano, no podrías hacer nada ya y tu nombre se borraria para siempre del tesoro! ¡Prueba tú
solo y verás cómo levantas la losa con tanta facilidad como si alzaras una plumade ave! ¡Sólo tendrás que
pronunciar tu nombre y el nombre de tu padre y el nombre de tu abuelo al coger la anilla!”
Entonces se inclinó Aladino y cogió la anilla y tiró de ella, diciendo: “¡Soy Aladino, hijo del sastre Mustafá,
hijo del sastre Alí!” Y levantó con gran facilidad la losa de mármol, y la dejó a un lado. Y vio una
cueva con doce escalones de mármol que conducian a una puerta, de dos hojas de cobre rojo con gruesos
clavos. Y el maghrebín le dijo: ¡Hijo mío Aladino, baja ahora a esa cueva. Y cuando llegues al duodécimo
escalón entrarás por esa puerta de cobre, que se abrirá sola delante de, ti. Y te hallarás debajo de una bóveda
grande dividida en tres salas que se comunican unas con otras. En la primera. sala verás cuatro grandes
calderas de cobre llenas de oro líquido, y en la segunda sala cuatro grandes calderas de plata llenas de polvo
de oro; y en la tercera sala cuatro grandes calderas de oro llenas de dinares de oro., Pero pasa sin detenerte
y recógete bien el traje, sujetándotelo a la cintura para que no toque a las calderas; porque si tuvieras
la desgracia de tocar con los dedos o rozar siquiera con tus ropas una de las calderas o su contenido, al instante
te convertirás en una mole de piedra negra. Entrarás, pues, en la primera sala, y muy de prisa, pasarás
a la segunda, desde la cual, sin detenerte un instante, penetrarás en la tercera, donde veras una puerta claveteada,
parecida a la de entrada, que al punto se abrirá ante tí. Y la franquearás, y te encontrarás de pronto
en un jardín magnífico plantado de árboles agobiados por el peso de sus frutas. ¡Pero no te detengas allí
tampoco! Lo atrvesarás caminando adelante todo derecho, y llegarás a una escalera de columnas con treinta
peldaños, por los que subirás a una terraza. Cuando estés en esta terraza, ¡oh Aládino! ten cuidado, porque
enfrente de ti verás una especie de hornacina al aire libre; y en esta hornacina, sobre un pedestal de bronce,
encontrarás una lamparita de cobre. Y estará encendida esta lámpara. ¡Ahora, fíjate bien, Aladino! ¡cogerás
esta lámpara, la apagarás, verterás en el suelo el aceite y te la esconderás en el pecho en seguida! Y no temas
mancharte el traje, porque el aceite que viertas no será aceite, sino otro líquido que no deja huella alguna
en las ropas. ¡Y volverás a mí por el mismo camino que hayas seguido! Y al regreso, si te parece, podrás,
detenerte un poco en el jardín, y coge de este jardín tantas frutas como quieras. Y una vez que te hayas
reunido conmigo, me entregarás la lámpara, fin y motivo de nuestro viaje y origen de nuestra riqueza y
de nuestra gloria en el porvenir, ¡oh hijo mío!”
Cuando el maghrebín hubo hablado así, se quitó, un anillo que llevaba al dedo y se lo puso a Aladino en
el pulgar, diciéndole: “Este anillo, hijo mío, te pondrá a salvo de todos los peligros y te preservará de todo
mal. ¡Reanima, pues, tu alma, y llena de valor tu pecho, porque ya no eres un niño, sino un hombre! ¡Y con
ayuda de Alah, te saldrá bien todo! ¡Y disfrutaremos de riqueza y de honores durante toda la vida, y gracias
a la lámpara!” Luego añadió: “¡Pero te encarezco una vez más, Aladino, que tengas cuidado de recogerte
mucho el traje y de ceñírtelo cuanto puedas, porque de no hacerlo así, estás perdido y contigo el tesoro!”
Luego le besó, y acariciándole varias veces en las mejillas, le dijo: “¡Vete tranquilo!”
Entonces, en extremo animado, Aladino bajó corriendo por los escalones de mármol, y alzándose el traje
hasta más arriba de la cintura, y ciñiendoselo bien, franqueó la puerta de cobre, cuyas hojas se abrieron por
sí solas al acercarse a él. Y sin olvidar ninguna de las recomendaciones del maghrebín, atravesó con mil
precauciones la primera, la segunda y la tercera salas, evitando las calderas llenas de oro; llegó a la última
puerta, la franqueó, cruzó el jardín sin detenerse, subió los treinta peldaños de la escalera de columnas, se
remontó a la terraza y encaminóse directamente a la hornacina que había frente a él. Y en el pedestal de
bronce vio la lámpara encendida y tendió la mano y la cogió. Y vertió en el suelo el contenido, y al ver que
inmediatamente quedaba seco el depósito, se lo ocultó en el pecho en seguida, sin temor a mancharse el
traje. Y bajó de la terraza y llegó de nuevo al jardín.
Libre entonces de su preocupacíón, se detuvo un instante en el último peldaño de la escalera para mirar el
jardín. Y se puso a contemplar aquellos árboles, cuyas frutas no había tenido tiempo de ver a la llegada. Y
observó que los árboles de aquel jardín, en efecto, estaban agobiados bajo el peso de sus frutas, que eran
extraordinarias de forma, de tamaño y de color. Y notó que al contrario de lo que ocurre con los árboles de
los huertos, cada rama de aquellos árboles tenía frutas de diferentes colores. Las había blancas, de un blanco
transparente como el cristal, o de un blanco turbio como el alcanfor, o de un blanco opaco como la cera
virgen. Y las había rojas, de un rojo como los granos de la granada o de un rojo como la naranja sanguínea.
Y las había verdes, de un verde obscuro y de un verde suave; y había otras que eran azules y violeta y amarillas;
y atras que ostentaban colores y matices de una variedad infinita. ¡Y el pobre Aladino no sabía que
las frutas blancas eran diamantes, perlas, nácar y piedras lunares; que las frutas rojas eran rubíes, carbunclos,
jacintos, coral y cornalinas; que las verdes eran esmeraldas, berilos, jade, prasios y aguas-marinas; que
las azules, eran zafiros, turquesas lapislázuli y lazulitas; que la violeta eran amatistas, jaspes y sardoinas
que las amarillas eran topacios, ámbar y ágatas; y que las demás, de colores desconocidos, eran ópalos,
venturinas, crisólitos, cimófanos, hematitas, turmalinas, peridotos, azabaches y crisopacios! Y caía el sol a
plomo sobre el jardín. Y los árboles despedían llamas de todas sus frutas, sin consumirse.
Entonces, en el límite del placer, se acercó Aladino a uno de aquellos árboles y quiso coger algunas frutas
para comérselas. Y observó qué, no se las podía meter el diente, y que no se asemejaban rnás que por su
forma a las naranjas, a los higos, a los plátanos, a las uvas, a las sandías, a las manzanas y a todas las demás
frutas excelente! de la China. Y se quedó muy desilusionado al tocarlas; y no las encontró nada de su gusto.
Y creyó que sólo eran bolas de vidrio coloreado, pues en su vida había tenido ocasión de ver piedras preciosas.
Sin embargo, a pesar de su desencanto, se decidió a coger algunas para regalárselas a los niños que
fueron antiguos camaradas suyas, y también a su pobre madre. Y cogió varias de cada color, llenándose con
ellas el cinturón, los bolsillos y el forro de la ropa, guardándoselas asimismo entre el traje y la camisa y entre
la camisa y la piel; y se metió tal cantidad de aquellas frutas, que parecía un asno cargado a un lado y a
otro. Y agobiado por todo aquello, se alzó cuidadosamente el traje, ciñéndoselo mucho a la cintura, y lleno
de prudencia y de precaucion atravesó con ligereza las tres salas de calderas y ganó la escalera de la cueva,
a la entrada de la cual le esperaba ansiosamente el maghrebín.
Y he aquí que, en cuanto Aladino franqueó la puerta de cobre y subió el primer peldaño de la escalera, el
maghrebín, que se hallaba encima de la abertura, junto a la entrada de la cueva, no tuvo paciencia para esperar
a que subiese todos los escalones y saliese de la cueva por completo, y le dijo: “Bueno, Aladino,
¿dónde está la lámpara?” Y Aladino contestó: “¡La tengo en el pecho!” El otró dijo: “¡Sácala ya y dámela!”
Pero Aladino le dijo: ¿Cómo quieres que te la de tan pronto, ¡oh tío mío!, si está entre todas las bolas de vidrio
con que me he llenado la ropa por todas partes? ¡Déjame antes subir esta escalera, y ayúdame a salir
del agujero; y entonces descargaré todas estas bolas en lugar seguro, y no sobre estos peldaños, por los que
rodarían y se romperian! ¡Y así podré sacarme del pecho la lámpara y dártela cuando esté libre de esta impedimenta
insuperablel ¡Por cierto que se me ha escurrido hacia la espalda y me lastima violentamente en
la piel, por lo que bien quisiera verme desembarazado de ella!” Pero el maghrerín, furioso por la resistencia
que hacia Aladino y persuadido de que Aladino sólo ponía estas dificultades porque quería guardarse para
él la lámpara le gritó con una voz espantosa como la de un demonio: “¡Oh hijo de perro! ¿quieres darme la
lampara en seguida, o morir!” Y Aladino, que no sabía a qué atribuir este cambio de modales de su tío, y
aterrado al verle en tal estado de furor, y temiendo recibir otra bofetada más violenta que la primera, se dijo:
¡Por Alah, que más vale resguardarse! ¡Y voy a entrar de nuevo en la cueva mientras él se calma!” Y
volvió la espalda, y recogiéndose el traje, entró prudentemente en él subterráneo.
Al ver aquello, el maghrebín lanzó un grito de rabia, y en el límite del furor, pataleó y se convulsionó,
arrancándose las barbas de desesperación por la imposibilidad en que se hallaba de correr tras de Aladino a
la cueva vedada por los poderes mágicos. Y exclamó: “¡Ah maldito Aladino! ¡vas a ser castigado como mereces!”
Y corrió hacia la hoguera, que no se había apagado todavia, y echó en ella un poco del polvo de incienso
que llevaba consigo murmurando una fórmula magica. Y al punto la losa de mármol que servía para
tapar la entrada de la cueva se cerro por si sola y volvió a su sitio primitivo, cubriendo herméticamente el
agujero de la escalera; y tembló la tierra y se cerró de nuevo; y el suelo se quedó tan liso como antes de
abrirse. Y Aladino encontróse de tal suerte encerrado en el subterráneo.
Porque como ya se ha dicho, el maghrebín era un mago insigne venido del fondo del Maghreb, y no un
tío ni un pariente cercano o lejano de Aladino. Y había nacido verdaderamente en Africa, que es el país y el
semillero de los magos y hechiceros de peor calidad....
En este, momento de su narracion Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGó LA 740 NOCHE
Ella dijo:
... Y había nacido verdaderarnente en Africa, que es el país y el semillero de los magos y hechiceros de la
peor calidad. Y desde su juventud habíase dedicado con tesón al estudio de la hechicería y de los hechizos,
y al arte de la geomancia, de la alquimia, de la astrología, de las fumigaciones y de los encantamientos. Y
al cabo de treinta años de operaciones magicas, por virtud de su hechicería, logró descubrir que en un paraje
desconocido de la tierra había una lámpara extraordinariamente mágica que tenía el don de hacer más
poderoso que los reyes y sultanes todos al hombre que tuviese la suerte de ser su poseedor. Entonces hubo
de redoblar sus fumigaciones y hechicería, y con una última operación geomántica logró enterarse de que la
lámpara consabida se hallaba en un subterráneo situado en las imnediaciones de la ciudad de Kolo-ka-tsé
en el país de China. (Y aquel paraje era precisamente el que acabamos de ver con todos sus detalles.) Y el
mago se puso en camino sin tardanza, y después de un largo viaje había llegado a Kolo-ka-tsé, donde se
dedicó a explorar los alrededores y acabó por delimitar exactamente la situación del subterráneo que lo
contenía. Y por su mesa adívinatoria se enteró de que el tesoro y la lámpara mágica estaban inscriptos, por
los poderes subterráneos, a nombre de Aladino, hijo de Mustafá el sastre, y de que sólo él podría hacer
abrirse el subterráneo y llevarse la lámpara, pues cualquier otro perdería la vida infalíblemente si intentaba
la menor empresa encaminada a ello. Y por eso se puso en busca de Aladino, y cuando le encontró, hubo de
utilizar toda clase de estratagemas y engaños para atraérsele y conducirle a aquel paraje desierto, sin despertar
sus sospechas ni las de su madre., Y cuando Aladino salió con bien de la empresa, le había reclamado
tan presurosamente la lámpara porque quería engañarle y emparedarle para siempre en el subterráneo.
¡Pero ya hemos visto cómo Aladino, por miedo a recibir una bofetada, se había refugiado, en el interior de
la cueva, donde no podía penetrar el mago, y cómo el mago, con objeto de vengarse, habíale encerrado allí
dentro contra su voluntad para que se muriese de hambre y de sed!
Realizada aquella acción, el mago convulso y echando espuma, se fué por su camino, probablemente a
Africa, su país. ¡Y he aquí lo referente a él! Pero seguramente nos le volveremos a encontrar.
¡He aquí ahora lo que atañe a Aladino!
No bien entró otra vez en el subterráneo, oyó el temblor de tierra producida por la magia del maghrebín,
y aterrado, temió que la bóveda se desplomase sobre su cabeza, y se apresuró a ganar la salida. Pero al llegar
a la escalera, vio que la pesada losa de mármol tapaba la abertura; y llegó al límite de la emoción y del
pasmo. Porque, por una parte, no podía, concebir la maldad del hombre a quien creía tío suyo y que le había
acariciado y mimado, y por otra parte, no había para qué pensar en levantar la losa de mármol, pues le
era imposible hacerlo desde abajo. En estas condiciones, el desesperado Aladino empezó a dar muchos
gritos, llamando a su tío y prometiéndole, con toda clase de juramentos, que estaba dispuesto a darle enseguida
la lámpara. Pero claro es que sus gritos y sollozos no fueron oídos por el mago, que ya se encontraba
lejos. Y al ver que su tío no le contestaba, Aladino empezó a abrigar algunas dudas con respecto a él, sobre
todo al acordarse de que le había llamado hijo de perro, gravísima injuria que jamás dirigiría un verdadero
tío al hijo de su hermano.De todos modos, resolvió entonces ir al jardín, donde había luz, y buscar una salida
por donde escapar de aquellos lugares tenebrosos. Pero al llegar a la puerta que daba al jardín observó
que estaba cerrada y que no se abría ante él entonces. Enloquecido ya, corrió de nuevo a la puerta de la
cueva y se echó llorando en los peldaños de la escalera. Y ya se veía enterrado vivo entre las cuatro paredes
de aquella cueva, llena de negrura y de horror, a pesar de todo el oro que contenía. Y sollozó durante mucho
tiempo, sumido en su dolor. Y por primera vez en su vida dio en pensar en todas, las bondades de su
pobre madre y en su abnegación infatigable, no obstante la mala conducta y la ingratitud de él. Y la muerte
en aquella cueva hubo de parecerle mas amarga, por no haber podido refrescar en vida el corazón de su
madre mejorando algo su carácter y demostrándola de alguna manera su agradecimiento. Y suspiró mucho
al asaltarle este pensamiento, y empezó a retorcerse los brazos y a restregarse las manos, como generalmente
hacen los que están desesperados, diciendo, a modo de renuncia a la vida: “No hay recurso ni poder
más que en Alah!” Y he aquí que, con aquel movimiento, Aladino frotó sin querer el anillo que llevaba
en el pulgar y, que le había prestado el mago para preservarle de los peligros del subterráneo. Y no sabía
aquel maghrebín maldito que el tal anillo había de salvar la vida de Aladino precisamente, pues de saberlo,
no se lo hubiera confiado desde luego, o se hubiera apresurado a quitárselo, o incluso no hubiera cerrado el
subterráneo mientras el otro no se lo devolviese. Pero todos los magos son, por esencia, semejantes a aquel
maghrebín hermano suyo: a pesar del poder de su hechicería y de su ciencia maldita, no saben prever las
consecuencias de las acciones más sencillas, y jamás piensan en precaverse de los peligros más vulgares.
¡Porque con su orgullo y su confianza en sí mismos, nunca recorren al Señor de las criaturas, y su espíritu
permanece constantemente obscurecido por una humareda más espesa que la de sus fumigaciones, y tienen
los ojos tapados por una venda, y van a tientas por las tinieblas.
Y he aquí que, cuando el desesperado Aladino frotó, sin querer, el anillo que llevaba en el pulgar y cuya
virtud ignoraba, vio surgir de pronto ante él, como si brotara de la tierra, un inmenso y gigantesco efrit, semejante
a un negro embetunado, con una cabeza como un caldero, y una cara espantosa, y unos ojos rojos,
enormes y llameantes, el cual se inclino ante él, y con una voz tan retumbante cual el rugido del trueno, le
dijo: “¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclávo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor del anillo en la tierra,
en el aire y en el agua!”
Al ver aquello, Aladino, que no era valeroso, quedó muy aterrado; y en cualquier otro sitio o en cualquier
otra circunstancia hubiera caído desmayado o hubiera procurado escapar. Pero en aquella cueva, donde ya
se creía muerto de hambre y de sed, la intervención de aquel espantoso efrit parecióle un gran socorro, sobre
todo cuando oyó la pregunta que le hacía. Y al fin pudo mover la lengua y contestar: “¡Oh gran jeique
de los efrits del aire, de la tierra y del agua, sácame de esta cueva!”
Apenas había él pronunciado estas palabras, se conmovió y se abrió la tierra por encima de su cabeza, y
en un abrir y cerrar de ojos sintióse transportado fuera de la cueva, en el mismo paraje donde encendió la
hoguera el maghrebín. En cuanto al efrit, había desaparecido.
Entonces, todo tembloroso de emoción todavía, pero muy contento por verse de nuevo al aire libre, Aladino
dio gracias a Alah el Bienhechor que le había librado de una muerte cierta y le había salvado de las
emboscadas del maghrebín. Y miró en torno suyo y vio a lo lejos la ciudad en medio de sus jardines. Y le
apresuró a desandar el camino por donde le había conducido el mago, dirigiéndose al valle sin volver la cabeza
atrás ni una sola vez. Y extenuado y falto de aliento, llegó ya muy de noche a la casa en que le esperaba
su madre lamentándose, muy inquieta por su tardanza. Y corrió ella a abrirle, llegando a tiempo para
acogerle en sus brazos, en los que cayó el joven desmayado, sin poder resistir más la emoción.
Cuando a fuerza de cuidados volvió Aladino de su desmayo, su madre le dio a beber de nuevo un poco de
agua de rosas. Luego, muy preocupada, le preguntó qué le pasaba. Y contestó Aladinó: “¡Oh madre mía,
tengo mucha hambre! ¡Te ruego, pues, que me traigas algo de comer, porque no he tomado nada desde esta
mañana!” Y la madre de Aladino corrió a llevarle lo que había en la casa. Y Aladino se puso a comer con
tanta prisa, que su madre le dijo, temiendo que se atragantara: “¡No te precipites, hijo mío, que se te va a
reventar la garganta! ¡Y si es que comes tan deprisa para contarme cuan antes lo que me tienes que contar,
sabe que tenemos por nuestro todo el tiempo! ¡Desde el momento en que volví, a verte estoy tranquila, pero
Alah sabe cuál fue mi ansiedad cuando notó que avanzaba la noche sin que estuvieses de regreso!” Luego
se interrumpió para decirle: “¡Ah hijo mío! ¡moderate, por favor, y coge trozos más pequeños!” Y Aladino,
que había devorado en un momento todo lo que tenía delante, pidió de beber, y cogió el cantarillo de agua y
se lo vació en la garganta sin respirar. Tras de lo cual se sintió satisfecho, y dijo a su madre: “¡Al fin voy a
poder contarte ¡oh madre mía! todo lo que me aconteció con el hombre a quien tú creías mi tío, y que me ha
hecho ver la muerte a dos dedos de mis ojos! ¡Ah! ¡tú no sabes que ni por asomo era tío mío ni hermano de
mi padre ese embustero que me hacía tantas caricias y me besaba tan tiernamente, ese maldito maghrebín,
ese hechicero, ese mentiroso, ese bribón, ese embaucador, ese enredador, ese perro, ese sucio, ese demonio
que no tiene par entre los demonios sobre la faz de la tierra!, ¡Alejado sea el Maligno!” Luego añadió:
¡Escucha ¡oh madre! lo que me ha hecho!” Y dijo todavía: “¡Ah! ¡qué contento estoy de haberme librado
de sus manos!” Luego se detuvo un momento, respiró con fuerza, y de repente, sin tomar ya más aliento,
contó cuanto le había sucedido, desde el principio hasta el fin, incluso, la bofetada, la injuria y lo demás,
sin omitir un solo detalle. Pero no hay ninguna utilidad en repetirlo.
Y cuando hubo acabado su relato se quitó el cinturón y dejó caer en el colchón que había en el suelo la
maravillosa provisión de frutas transparentes y coloreadas que hubo de coger en el jardín. Y también cayó
la lampara en el montón, entre bolas de pedrería.
Y añadió éí para terminar: “¡Esa es ¡oh madre! mi aventura con el mago maldito, y aquí tienes lo que me
ha reportado mi viaje al subterráneo!” Y así diciendo, mostraba a su madre las bolas maravillosas, pero con
un aire desdeñoso que sigmficaba: “¡Ya no soy un niño para jugar con bolas de vidrio!”
Mientras estuvo hablando su hijo Aladino la madre le escuchó; lanzando, en los pasajes más sorprendentes
o más conmovedores del relato, exclamaciones de cólera contra, el mago y de conmiseración para
Aladino. Y no bien acabó de contar él tan extraña aventura, no pudo ella reprimirse más, y .se desató en injurias
contra el maghrebín, motejándole con todos los dicterios que para calificar la conducta del agresor
puede encontrar la cólera de una madre que, ha estado a punto de perder a su hijo. Y cuando se desahogó un
poco, apretó contra su pecho a su hijo Aladino y le besó llorando, y dijo: “¡Demos gracias a Alah ¡oh hijo
mío! que te ha sacado sano y salvo de manos de ese hechicero maghrebín! ¡Ah traidor, maldito! ¡Sin duda
quiso tu muerte por poseer esa miserable lámpara de cobre que no vale medio dracma! ¡Cuánto le detestó!
¡Cuánto abomino de él! ¡Por fin te recobré, pobre niño mío, hijo mío Aladino! ¡Pero qué peligros no corriste
por culpa mía, que debí adivinar, no obstante, en los ojos bizcos de ese maghrebín; que no era tío tuyo
ni nada allegado, sino un mago maldito y un descreido!”
Y así diciendo, la madre se sentó en el colchón con su hijo Aladino, y le estrechó contra ella y le besó y
le meció dulcemente. Y Aladino, que no había dormido desde hacía tres días, preocupado por su aventura
con el maghrebín, no tardó en cerrar los ojos y en dormirse en las rodillas de su madre, halagado por el balanceo.
Y le acostó ella en el colchón con mil precauciones, y no tardó en acostarse y en dormirse también
junto a él.
Al día siguiente, al despertarse...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 742 NOCHE
Ella dijo:
Al día siguiente, al despertarse, empezaron por besarse mucho, y Aladino dijo a su madre que su aventura
le había corregido para siempre de la travesura y haraganería, y que-en lo sucesivo buscaría trabajo como
un hombre. Luego, como aun teía hambre, pidió el desayuno; y su madre le dijo: “¡Ay hijo mío! ayer por la
noche te di todo lo que había en casa, y ya no tengo ni un pedazo de pan. ¡Pero ten un poco de paciencia y
aguarda a que vaya a vender el poco de algodón que hube de hilar estos últimos días, y te compraré algo
con el importe de la venta!” Pero contestó Aladino: “Deja el algodón para otra vez, ¡oh madre! y coge hoy
esta lámpara vieja que me traje del subterráneo, y ve a venderla al zoco de los mercaderes de cobre. ¡Y probablemente
sacarás, por ella algún dinero que nos permita pasar todo el día!” Y contestó la madre de Aladino:
¡Verdad dices, hijo mío! ¡y mañana cogeré las bolas de vidrio que trajiste también de ese lugar maldito,
e iré a venderlas en el barrio de los negros, que me las comprarán a más precio que los nmercaderes de
oficio!”
La madre de Aladino cogió, pues, la lámpara para ir a venderla, pero la encontró muy sucia, y dijo a Aladino:.
¡Primero, hijo mío, voy a limpiar está lámpara que está sucia, a fin de dejarla reluciente y sacar por
ella el mayor precio posible!” Y fue a la cocina, se echó en la mano un poco de ceniza, que mezcló con
agua, y se puso a limpiar la lámpara. Pero apenas había empezado a frotarla, cuando surgió de pronto ante
ella, sin saberse de dónde había salido, un espantoso efrit, más feo indudablemente que el del subterráneo, y
tan enorme que tocaba el techo con la cabeza. Y se inclinó ante ella y dijo con voz ensordecedora: “¡Aquí
tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué, quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en el aire por
donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!”
Cuando la madre de Aladino vio esta aparición, que estaba tan lejos de esperarse, como no estaba acostumbrada
a semejantes cosas, se quedó inmóvil de terror; y se la trabó la lengua, y se la abrió la boca; y loca
de miedo y horror, no pudo soportar por más tiempo el tener a la vista una cara tan repulsiva y espantosa
como aquella, y cayó desmayada.
Pero Aladino, que se hallaba también en la cocina, y que estaba ya un poco acostumbrado a caras de
aquella clase, después de la que habían visto en la cueva, quizá más fea y monstruosa, no se asustó tanto
como su madre. Y comprendió, que la causante de la aparición del efrit era aquella lámpara; y se apresuró a
quitársela de las manos a su madre, que seguía desmayada; y la cogió con firmeza entre los diez dedos, y
dijo al efrit: “¡Oh servidor de la lámpara! ¡tengo mucha hambre, y deseo que me traigas cosas excelentes en
extremo para que me las coma!” Y el genni desapareció al punto, pero para volver un instante después, llevando
en la cabeza una gran bandeja de plata maciza, en la cual había doce platos de oro llenos de manjares
olorosos y exquisitos al paladar y a la vista, con seis panes muy calientes y blancos como la nieve y dorados
par en medio, dos frascos grandes de vino añejo, claro y excelente, y en las manos un taburete de ébano
incrustado de nácar y de plata, y dos tazas de plata. Y puso la bandeja en el taburete, colocó con presteza lo
que tenía que colocar y desapareció discretamente.
Entonces Aladino, al ver que su madre seguía desmayada, le echó en el rostro agua de rosas, y aquella
frescura, complicada con las deliciosas emanaciones de los manjares humeantes, no dejó de reunir los espíritus
dispersos y de hacer volver en sí a la pobre mujer. Y Aladino se apresuró a decirle: “¡Vamos, ¡oh madre!
eso no es nada! ¡Levántate y ven a comer! ¡Gracias a Alah, aquí hay con qué reponerte por completo el
corazón y los sentidos y con qué aplacar nuestra hambre! ¡Por favor, no dejemos enfriar estos manjares. excelentes!”
Cuando la madre de Aladino vio la bandeja de plata encima del hermoso taburete, las doce platos de oro
con su contenido, los seis maravillosos panes, los dos frascos y las dos tazas, y cuando percibió su olfato el
olor sublime que exhalaban todas aquellas cosas buenas, se olvidó de las circunstancias de su desmayo, y
dijo a Aladino: “¡Oh hijo mío! ¡Alah proteja la vida de nuestro sultán! ¡Sin duda ha oído hablar de nuestra
pobreza y nos ha enviado esta bandeja con uno de sus cocineros!” Pero Aladino contestó: “¡Oh madre mía!
¡no es ahora el momento oportuno para suposiciones y votos! Empecemos por comer, y ya te contaré después
lo que ha ocurrido.”
Entonces la madre de Aladino fue a sentarse junto a él, abriendo unos ojos llenos de asombro y de admiración
ante novedades tan maravillosas; y se pusieron ambos a comer coas gran apetito. Y experimentaron
con ello tanto gusto, que se estúviron mucho rato en torno a la bandeja, sin cansarse de probar manjares tan
bien condimentados, de modo y manera que acabaron por juntar la comida de la mañana con la de la noche.
Y cuando terminaron por fin, reservaron para el día siguiente los restos de la comida. Y la madre de Aladino
fue a guardar en el armario de la cocina los platos y su contenido, volviendo en seguida al lado de Aladino 
para escuchar lo que tenía él que contarle acerca de aquel generoso obsequio. Y Aladino le reveló entonces
lo que había pasado, y cómo el genni servidor de la lámpara hubo de ejecutar la orden sin vacilación.
Entonces la madre de Aladino, que había escuchado el relato de su hijo con un espanto creciente, fue presa
de gran agitación y exclamo: “¡Ah hijo mío! por la leche con que nutrí tu infancia te conjuro a que arrojes
lejos de ti esa lámpara mágica y te deshagas de ese anillo, don de los malditos efrits, pues no podré soportar
por segunda vez la vista de caras tan feas y espantosas, y me moriré a consecuencia de ello sin duda.
Por cierto que me parece que estos manjares que acabo de comer se me suben a la garganta y van a ahogarme.
Y además, nuestro profeta Mahomed (¡bendito sea!) nos recomendó mucho que tuviéramos cuidado
con los genni y los efrits, y no buscáramos su trato nunca!” Aladino, contestó: “¡Tus palabras, madre mía,
están por encima de mi cabeza y de mis ojos! ¡Pero, realmente, no puedo deshacerme de la lámpara ni del
anillo! Porque el anillo me fue de suma utilidad al salvarme de una muerte segura en la cueva, y tú misma
acabas de ser testigo del servicio que nos ha prestado esta lámpara, la cuál es tan preciosa, que el maldito
maghrebín no vaciló en venir a buscarla desde tan lejos. ¡Sin embargo, madre mía, para darte gusto y por
consideración a ti, voy a ocultar la lámpara, a fin de que su vista no te hiera los ojos y sea para ti motivo de
temor en el porvenir!” Y contestó la madre de Aladino: “Haz lo que quieras, hijo mío. ¡Pero, por mi parte,
declaro que no quiero tener que ver nada con los efrits, ni con el servidor del anillo, ni con el de la lámpara!
¡Y deseo que no me hables más de ellos, suceda lo que suceda!”
Al otro día, cuando se terminaron las excelentes provisiones, Aladino, sin querer recurrir tan pronto a la
lámpara, para evitar a su madre disgustos, cogió uno de los platos de oro, se lo escondió en la ropa y salió
con intención de venderlo en el zoco e invertir el dinero de la venta en proporcionarse las provisiones necesarias
en la casa. Y fue a la tienda de un judío, que era más astuto que el Cheitán. Y sacó de su ropa el plato
de oro y se lo entregó al judío, que lo cogió, lo examinó, lo raspó, y preguntó a Aladino con aire distraído:
¿Cuánto pides por esta?” Y Aladino, que en su vida había visto platos de oro y estaba lejos de saber el
valor de semejantes mercaderías, contestó: “¡Por Alah, ¡oh mi señor! tú sabrás mejor que yo lo que puede
valer ese plato; y yo me fío en tu tasación y en tu buena fe!” Y el judío, que había visto bien que el plato
era del oro más puro, se dijo: “He ahí un mozo que ignora el precio de lo que posee. ¡Vaya un excelente
provecho que me proporciona hoy la bendición de Abraham!” Y abrió un cajón, disimulado en el muro de
la tieda, y sacó de él una sola moneda de oro, que ofreció a Aladino, y, que no representaba ni la milésimaparte
del valor del plato, y le dijo: “¡Toma, hijo mío, por tu plato! ¡Por Moisés y Aarón, que nunca hubiera
ofrecido semejante suma a otro que no fueses tú; pero lo hago sólo por tenerte por cliente en lo sucesivo!”
Y Aladino cogió a toda prisa el dinar de oro, y sin pensar siquiera en regatear, echó a correr muy
contento. Y al ver la alegría de Aladino y su prisa por marcharse, el judío sintió mucho no haberle ofrecido
una cantidad más inferior todavía, y estuvo a punto de echar a correr detrás de él para rebajar algo de la
moneda de oro; pero renuncio a su proyecto al ver que no podía alcanzarle.
En cuanto a Aladino, corrió sin pérdida de tiempo a casa del panadero, le compró pan, cambió el dinar de
oro y volvió a su casa para dar a su madre el pan y el dinero, diciéndole: “¡Madre mía, ve ahora a comprar
con este dinero las provisiones necesarias, porque yo no entiendo de esas cosas!” Y la madre se levantó y
fue al zoco a comprar todo lo que necesitaban. Y aquel día comieron y se saciaron. Y desde entonces, en
cuanto les faltaba dinero, Aladino iba al zoco a vender un plato de oro al mismo judío, que siempre le entregaba
un dinar, sin atreverse a darle menos después de haberle dado esta suma la primera vez y temeroso
de que fuera a proponer su mercancía a otros judíos, que se aprovecharían con ello, en lugar suyo, del inmenso
beneficio que suponía el tal negocio. Así es que Aladino, que continuaba ignorando el valor de lo
que poseía, le vendió de tal suerte los doce platos de oro. Y entonces pensó en llevarle el bandejón de plata
maciza; pero como le pesaba mucho, fue a buscar al judío, que se presentó en la casa, examinó la bandeja
preciosa, y dijo a Aladino: “¡Esto vale dos monedas de oro!” Y Aladino, encantado, consintió en vendérselo,
y tomó el dinero, que no quiso darle el judío más que mediante las dos tazas de plata como propina.
De esta manera tuvieron aún para mantenerse durante unos días Aladino y su madre. Y Aladino continuó
yendo a los zocos a hablar formalmente con los mercaderes y las personas distinguidas; porque desde su
vuelta había tenido cuidado de abstenerse del trato de sus antiguos camaradas, los niños del barrio; y a la
sazón procuraba instruirse escuchando las conversaciones de las personas mayores; y como estaba lleno de
sagacidad, en poco tiempo adquirió toda clase de nociones preciosas que muy escasos jóvenes de su edad
serían capaces de adquirir.
Entre tanto, de nuevo hubo de faltar dinero en la casa, y como no podía obrar de otro modo, a pesar de
todo el terror que inspiraba a su madre, Aladino se vio obligado a recurrir a la lámpara mágica. Pero advertida
del proyecto de Aladino, la madre se apresuró a salir de la casa, sin poder sufrir el encontrarse allí en el
momento de la aparición del efrit. Y libre entonces de obrar a su antojo, Aladino cogió la lampara con la
mano, y buscó el sitio que había que tocar precisamente, y que se conocía por la impresión dejada con la
ceniza en la primera limpieza; y la frotó despacio y muy suavemente. Y al punto apareció el genni, que inclinóse,
y corno voz muy tenue, a causa precisamente de la suavidad del frotamiento, dijo a Aladino:
¡Aquí tienes entre tus manos a tu esclavo! ¿Qué quieres? Habla. ¡Soy el servidor de la lámpara en ele aire
por donde vuelo y en la tierra por donde me arrastro!” Y Aladino se apresuró a contestar: “¡Oh servidor
de la lámpara! ¡tengo mucha hambre, y deseo una bandeja de manjares en un todo semejante a la que me
trajiste la primera vez!” Y el genni desapareció, pero para reaparecer, en menos de un abrir y cerrar de ojos,
cargado con la bandeja consabida, que puso en el taburete; y se retiró sin saberse por dónde.
Poco tiempo después volvió la madre de Aladino; y vio la bandeja con su aroma y su contenido tan encantador;
y no se maravilló menos que la primera vez. Y se sentó al lado de su hijo, y probó los manjares,
encontrándolos más exquisitos todavía que los de la primera handeja. Y a pesar del terror que le inspiraba
el genni servidor de la lámpara, comió con mucho apetito; y ni ella ni Aladino pudieron separarse de la
bandeja hasta que se hartaron completamente; pero como aquellos manjares excitaban el apetito conforme
se iba comiendo, no se levantó ella hasta el anochecer, juntando así la comida de la mañana con la de mediodía
y con la de la noche. Y Aladino hizo lo propio.
Citando se terminaron las provisiones de la bandeja, como la vez primera....
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y -se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 744 NOCHE
Ella dijo:
... Cuando se terminaron las provisiones de la bandeja, como la vez primera, Aladino no dejó de coger
uno de los platos de oro e ir al zoco, según tema por costumbre, para vendérselo al judío, lo mismo que había
hecho con los otros platos. Y cuando pasaba por delante de la tienda de un venerable jaique musulmán,
que era un orfebre muy estimado por su probidad y buena fe, oyó que le llamaban por su nombre y se detuvo.
Y el venerable orfebre le hizo senas con la mano y le invitó a entrar un momento en la tienda. Y le dijo:
Hijo mío, he tenido ocasión de verte pasar por el zoco bastantes veces, y he notado que llevabas siempre
entre la ropa algo que querías ocultar, y entrabas en la tienda de mi vecino el judío para salir luego sin el
objeto que ocultabas. ¡Pero tengo que advertirste de una casa que acaso ignores, a causa de tu tierna edad!
Has de saber, en efecto, que los judíos son enemigos natos de los musulmanes; y creen que es lícito escamotearnos
nuestros bienes por todos los medios posibles. ¡Y entre todos los judíos, precisamente ese es el
más detestable, el más listo, el más embaucador y el más nutrido de odio contra nosotros los que creemos
en Alah el Unico! ¡Así, pues, si tienes que vender alguna cosa, ¡oh hijo mío! empieza por enseñármela, y
por la verdad de Alah el Altísimo te juro que la tasaré en su justo valor, a fin de que al cederla sepas exactamente
lo que haces! Enséñame, pues, sin temor, ni desconfianza lo que ocultas en tu traje, ¡y Alah maldiga
a los embaucadores y confunda al Maligno! ¡Alejado sea por siempre!”
Al oír estas palabras del viejo orfebre, Aladino, confiado, no dejó de sacar de debajo de su traje el plato
de oro y mostrárselo. Y el jaique calculó al primer golpe de vista el valor del objeto y preguntó a Aladino:
¿Puedes decirme ahora, hijo mío, cuántos platos de esta clase vendiste al judío y el precio a que se los cediste?”
Y Aladino contestó: “¡Por Alah, ¡oh tío mío! que ya le he dado doce platos como éste a un dinar cada
uno!” Y al oír estas palabras, el viejo orfebre llegó al límite de la indignación, y exclamó: “¡Ah maldito
judío, hijo de perro, posteridad de Eblis!” Y al propio tiempo puso el plato en la balanza, lo pesó; y dijo:
¡Has de saber, hijo mío, que este plato es del oro más fino y que no vale un dinar, sino doscientos dinares
exactamente! ¡Es decir, que el judío te ha robado a ti solo tanto como roban en un día, con detrimento de
los musulmanes, todos los judíos del zoco reunidos!” Luego añadió: “¡Ay hijo mío! ¡lo pasado pasado está,
y como no hay testigos, no podemos hacer empalar a ese judío maldito! ¡De todos modos, ya sabes a qué
atenerte en lo sucesivo!
Y si quieres, al momento voy a contarte doscientos dinares por tu plato. ¡Prefiero, sin embargo, que antes
de vendérmelo vayas a proponerlo y a que te lo tasen otros mercaderes; y si te ofrecen más, consiento, en
pagarte la diferencia y algo más de sobreprecio!” Pero Aladino, que no tenía ningún motivo para dudar de
la reconocida probidad del viejo orfebre, se dio por muy contento, con cederle el plato a tan buen precio. Y
tomó los doscientos dinares. Y en lo sucesivo no dejó de dirigirse al mismo honrado orfebre musulmán para
venderle los otros once platos y la bandeja.
Y he aquí que, enriquecidos de aquel modo, Aladino y su madre no abusaron de los beneficios del. Retribuidor.
Y continuaron llevando una vida modesta, distribuyendo a los pobres y a los menesterosos lo que
sobraba a sus necesidades. Y entre tanto, Aladino no perdonó ocasión de seguir instruyéndose y afinando
su ingenio con el contacto de las gentes del zoco, de los mercaderes distinguidos y de las personas de buen
tono que frecuentaban los zocos. Y así aprendió en poco tiempo las maneras del gran mundo, y mantuvo
relaciones sostenidas con los orfebres y joyeros, de quienes se convirtió en huésped asiduo. ¡Y habituándose
entonces a ver joyas y pedrerías, se enteró de que las frutas que se había llevado de aquel jardín
y que se imaginaba serían bolas de vidrió coloreado, eran maravillas inestimables que no tenían igual en
casa de los reyes y sultanes más poderosos y más ricos! Y como se había vuelto muy prudente y muy inteligente,
tuvo la precaución de no hablar de ello a nadie, ni siquiera a su madre. Pero en vez de dejarlas frutas
de pedrería tiradas debajo de los cojines del diván y por todos los rincones, las recogió con mucho cuidado
y las guardó en un cofre que compró a propósito: Y he aquí que pronto habría de experimentar los
efectos de su prudencia de la manera más brillante y más espléndida.
En efecto, un día entre los días, charlando él a la puerta de una tienda con algunos mercaderes amigos.
suyos, vio cruzar los zocos a dos pregoneros del sultán, armados de largas pértigas, y les oyó gritar al
unísono en alta voz: “¡Oh vosotros todos, mercaderes y habitantes! ¡De orden de nuestro amo magnánimo,
el rey del tiempo y el señor de los siglos y de los momentos, sabed que tenéis que cerrar vuestras tiendas al
instante y encerraros en vuestras casas, con todas las puertas cerradas por fuera y por dentro! ¡porque va a
pasar para ir a tomar su baño en el hammam, la perla única, la maravillosa, la bienhechora, nuestra joven
ama Badrú'l-Budur; luna llena de las lunas llenas, hija de nuestro glorioso, sultán! ¡Séale el baño delicioso!
¡En cuanto a los que se abrevan a infringir la orden y a mirar por puertas o ventanas, serán castigados con
el alfanje, el palo o el patíbulo! ¡Sirva, pues, de aviso a quienes quieran conservar su sangre en su cuello!”
Al oír este pregón público Aladino se sintió poseído de un deseo irresistible por ver pasar a la hija del
sultán, a aquella maravillosa Badrá'l-Budur, de quien se hacían lenguas en toda la ciudad y cuya belleza de
luna y perfecciones eran muy elogiadas. Así es que en vez de hacer como todo el mundo y correr a encerrarse
en su casa, se le ocurrió ir a toda prisa al hammam y escoraderse detrás de la puerta principal para
poder, sin ser visto, mirar a través de las junturas y admirar a su gusto a la hija del sultán cuando entrase en
el hammam.
Y he aquí que a los pocos instantes de situarse en aquel lugar vio llegar el cortejo de la princesa, precedido
vor la muchedumbre de eunucos. Y la vio a ella misma en medio de sus mujeres, cual la luna en medio
de las estrellas, cubierta con sus velos de seda. Pero en cuanto llegó al umbral del hammmam se apresuró
a destaparse el rostro; y apareció con todo el resplandor solar de una belleza que superaba a cuanto pudiera
decirse. Porque era una joven de quince años, más bien menos que más, derecha como la letra alef,
con una cintura que desafiaba a la rama tierna del árbol ban, con una frente deslumbradora, como el cuarto
creciente de la luna en el mes de Ramadan, con cejas rectas y perfectamente trazadas, con ojos negros,
grandes y lánguidos, cual los ojos de la gacela sedienta, con párpados modestamente bajos y semejantes a
pétalos de rosa, con una nariz impecable como labor selecta, una boca minúscula con dos labios encarnados,
una tez de blancura lavada en el agua de la fuente Salsabil, un mentón sonriente, dientes como granizos,
de igual tamaño, un cuello de tórtola, y lo demás, que no se veía, por el estilo. Y de ella es de quien ha
dicho el poeta:
¡Sus ojos magos, avivados con kohl negro, traspasan los corazones con sus flechas aceradas!
¡A las rosas de sus mejillas roban los colores las rosas de los ramos!
¡Y su cabellera es una noche tenebrosa iluminada por la irradiación de su frente!
Cuando la princesa llegó a la puerta del hammam, como no temía las miradas indiscretas, se levantó el
velillo del rostro, y apareció así en toda su belleza. Y Aladino la vio, y en el momento sintió bullirle la sangre
en la cabeza tres veces más deprisa que antes. Y sólo entonces, se dio cuenta él, que jamás tuvo ocasión
de ver al descubierto rostros de mujer, de que podía haber mujeres hermosas y mujeres feas y de que no todas
eran viejas y semejantes a su madre. Y aquel descubrimiento, unido a la belleza incomparable de la
princesa, le dejó estupefacto y le inmovilizó en un éxtasis detrás de la puerta. Y ya hacía mucho tiempo que
había entrado la princesa en el hammam, mientras él permanecía aún allí asombrado y todo tembloroso de
emoción. Y cuando pudo recobrar un poco el sentido, se decidió a escabullirse de su escondite y a regresar
a su casa, ¡pero en qué estado de mudanza y turbación! Y pensaba: “¡Por Alah! ¿quién hubiera podido imaginar
jamás que sobre la tierra hubiese una criatura tan hermosa? ¡Bendito sea la que la ha formado y la ha
dotado de perfección!” Y asaltado por un cúmulo de pensamientos, entró en casa de su madre, y con la espalda
quebrantada de emoción y el corazón arrebatado de amor por completo, se dejó caer en el diván, y
estuvo sin moverse.
Y he aquí que su madre no tardó en verle en aquel estado tan extraordinario, y se acercó a él y le preguntó
con ansiedad qué le pasaba. Pero él se negó a dar la menor respuesta. Entonces le llevó ella la bandeja
de los manjares para que almorzase; pero él no quiso comer. Y le preguntó ella: “¿Qué tienes, ¡oh hijo
mío?! ¿Te duele algo? ¡Dime qué te ha ocurrido!” Y acabó él por contestar: “¡Déjame!” y Ella insistió para
que comiese, y hubo de instarle de tal manera, que consintió él en tocar a los manjares, pero comió infinitamente
menos que de ordinario; y tenía los ojos bajos, y guardaba silencio, sin querer contestar a las
preguntas inquietas de su madre. Y estuvo en aquel estado de somnolencia, de palidez y de abatimiento
hasta el día siguiente.
Entonces la madre de Aladino, en el límite de la ansiedad, se acercó a él, con lágrimas en los ojos, y le
dijo: “¡Oh hijo mío! ¡por Alah sobre ti, dime lo que te pasa y no me tortures más el corazón con tu silencio!
¡Si tienes alguna enfermedad, no me la ocultes, y en seguida iré a buscar al médico! Precisamente está hoy
de paso en nuestra ciudad un médico famoso del país de los árabes, a quien ha hecho venir exprofeso nuestro
sultán para consultarle. ¡Y no se habla de otra cosa que de su ciencia y de sus remedios maravillosos!
¿Quieres que vaya a buscarle...
En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.
PERO CUANDO LLEGÓ LA 746 NOCHE
Ella dijo:
... ¡Y no se habla de otra cosa quede su ciencia y de sus remedios maravillosas! ¿Quieres que vaya a
buscarle?” Entonces Aladino levantó la cabeza, y con un topo de voz muy triste, contestó: “¡Sabe oh madre!
que estoy bueno y no sufro de enfermedad! ¡Y si me ves en este estado de mudanza, es porque hasta el
presente me imaginé que todas las mujeres se te parecían! ¡Y sólo ayer hube de darme cuenta de que no había
tal cosa!” Y la madre de Aladino alzó los brazos y exclamó: “¡Alejado sea el Maligno! ¿qué estás diciendo,
Aladino?” El joven contestó: “¡Estate tranquila, que sé bien lo que me digo! ¡Porque ayer vi entrar
en el hammam a la princesa Badrú'l-Budur, hija del sultán, y su sola vista me reveló la existencia de la belleza!
¡Y ya no estoy para nada! ¡Y por eso no tendré reposo ni podré volver en mí mientras no la obtenga
de su padre el sultán en matrimonio!
Al oír estas palabras, la madre de Aladino pensó que su hijo había perdido el juicio, y le dijo: “¡El nombre
de Alah sobre ti, hijo mío! ¡vuelve a la razón! ¡ah! ¡pobre Aladino, piensa en tu condición y desecha
esas locuras!” Aladino contestó: “¡Oh madre mía! no tengo para qué volver a la razón, pues no me cuento
en el número de los locos. ¡Y tus palabras no me harán renunciar a mi idea de matrimonio con El Sett Badrú'l-
Budur, la hermosa hija del sultán! ¡Y tengo más intención que nunca de pedírsela a su padre en matrimonio!”
Ella dijo: “¡Oh hijo mío! ¡por mi vida sobre ti, no pronuncies tales palabras, y ten cuidado de
que no te oigan en la vecindad y transmitan tus palabras al sultán, que te haría ahorcar sin remisión! Y
además, si de verdad tomaste una resolución tan loca, ¿crees que vas a encontrar quien se encargue de hacer
esa petición?” El joven contestó: “¿Y a quién voy a encargar de una misión tan delicada estando tú
aquí, ¡oh madre!? ¿y en quién voy a tener más confianza que en ti? ¡Sí, ciertamente, tú serás quien vaya a
hacer al sultán esa petición de matrimonio!” Ella exclamó: “¡Alah me preserve dellevar a cabo semejante
empresa, ¡oh hijo mío! ¡Yo no estoy, como tú, en el límite de la locura! ¡Ah! ¡bien veo al presente que te
olvidas de que eres hijo de uno de los sastres más pobres y más ignorados de la ciudad, y de que tampoco
yo, tu madre, soy de familia más noble o más esclarecida! ¿Cómo, pues, te atreves a pensar en una princesa
que su padre no concederá ni aun a los hijos de poderosos reyes y sultanes?” Y Aladino permaneció silencioso
un momento; luego contestó: “Sabe ¡oh madre! que ya he pensado y reflexionado largamente en todo
lo que acabas de decirme; pero eso no me impide tomar la resolución que te he explicado, ¡sino al contrario!
¡Te lo suplico, pues, que si verdaderamente soy tu hijo y me quieres, me prestes el servicio que te pido!
¡Si, no, mi muerte será preferible a mi vida; y sin duda alguna me perderás muy pronto! ¡Por última vez,
¡oh madre mía! no olvides que siempre seré tu hijo Áladino!”
Al oír estas palabras de su hijo, la madre de Aladino rompió en sollozos, y dijo lagrimosa: “¡Oh hijo mío!
¡ciertamente, soy tu madre, y tú eres mi único hijo, el núcleo de mi corazón! ¡Y mi mayor anhelo siempre
fue verte casado un día y regocijarme con tu dicha antes de morirme! ¡Así, pues, si quieres casarte, me
apresuraré a buscarte mujer entre las gentes de nuestra condición! ¡Y aun así, no sabré qué contestarles
cuando me pidan informes acerca de ti, del oficio que ejerces, de la ganancia que sacas y de dos bienes y
tierras que posees! ¡Y me azora mucho eso! Pero, ¿qué no será tratándose, no ya de ir a gentes de condición
humilde, sino a pedir para ti al sultán de la China su hija única El Sett Badrú'l-Budur? ¡Vamos, hijo mío, reflexiona
un instante con moderación! ¡Bien sé que nuestro sultán está lleno de benevolencia y que jamás
despide a ningún súbdito suyo sin hacerle la justicia que necesita! ¡También sé que es generoso con exceso
y que nunca rehúsa nada a quien ha merecido sus favores con alguna acción brillante, algún hecho de bravura
o algun servicio grande o pequeño! Pera, ¿puedes decirme en qué has sobresalido tú hasta el presente,
y qué títulos tienes para merecer ese favor incomparable que solicitas? Y además, ¿dónde están los regalos
que, como solicitante de gracias, tienes que ofrecer al rey en calidad de homenaje de súbdito leal a su soberanoT?”
El joven contestó: “¡Pues bien; si no se trata más que de hacer un buen regalo para obtener lo que
anhela tanto mi alma, precisamente creo que ningún hombre sobre la tierra puede competir conmigo en ese
terreno! Porque has de saber ¡oh madre! que esas frutas de todos colores que me traje del jardín subterráneo
y que creía eran sencillamente bolas de vidrio sin valor ninguno, y buenas, a lo más, para, que jugasen los
niños pequeños, son pedrerías inestimable como no las posee ningún sultán en la tierra. ¡Y vas a juzgar por
ti misma, a pesar de tu poca experiencia en estas cosas! No tienes más que traerme de la cocina una fuente
de porcelana en que quepan, y ya verás qué efecto tan maravilloso producen:”
Y aunque muy sorprendida de cuanto oía, la madre de Aladino fue a la cocina a buscar una fuente grande
de porcelana blanca muy limpia y se la entregó a su hijo. Y Aladino, que ya había sacado las frutas consabidas,
se dedicó a colocarlas con mucho arte en la porcelana, combinando sus distintos colores, sus formas
y sus variedades. Y cuando hubo acabado se las puso delante de los ojos de su madre, que quedó absolutamente
deslumbrada, tanto a causa de su brillo como de su hermosura. Y a pesar de que no estaba muy
acostumbrada a ver pedrerías, no pudo por menos de exclamar: “¡Ya Alah! ¡qué admirable es esto!”. Y
hasta se vio precisada, al cabo de un momento, a cerrar los ojos. Y acabó por decir: “¡Bien veo al presente
que agradara al sultán el regalo, sin duda! ¡Pero la dificultad no es esa, sino que está, en el, paso que voy a
dar; porque me parece que no podré resistir la majestad de la presencia del sultán, y que me quedaré inmóvil,
con la lengua turbada, y hasta quizá me desvanezca de emoción y de confusión! Pero aun suponiendo
que pueda violentarme a mí misma por satisfacer tu alma llena de ese deseo, y logre exponer al sultán tu
petición concerniente a su hija Badrú'l-Budur, ¿qué va a ocurrir? Sí, ¿qué va a ocurrir? ¡Pues bien, hijo mío;
creerán que estoy loca, y me echarán del palacio, o irritado por semejante pretensión, el sultán nos castigará
a ambos de manera terrible! Si a pesar de todo crees lo contracio, y suponiendo que el sultán preste oídos a
tu demanda, me interrogará luego acerca de tu estado y condición. Y me dirá: “Sí, este regalo es muy hermoso,
¡oh mujer! ¿Pero quién eres? ¿Y quién es tu hijo Aladino? ¿Y qué hace? ¿Y quién es su padre? ¿Y
con qué cuenta? ¡Y entonces me veré obligada a decir que no ejerces ningún oficio y que tu padre no era
más que un pobre sastre entre los sastres del zoco!” Pero Aladino contestó: “¡Oh madre, está tranquila! ¡es
imposible que el sultán te haga semejantes preguntas cuando vea las maravillosas pedrerías colocadas a
manera de frutas en la porcelana! No tengas, pues, miedo, y no te preocupes por lo que no va a pasar. ¡Levántate,
por el contrario, y ve a ofrecerle el plato con su contenido y pídele para mí en matrimonio a su hija
Badrú'l-Budur! ¡Y no apesadumbres tu pensamiento con un asunto tan fácil y tan sencillo! ¡Tampoco olvides,
ademas, si todavía abrigas dudas con respecto al éxito, que poseo una lámpara que suplirá para mí a
todos los oficios y a todas las ganancias!”
Y continuó hablando a su madre con tanto calor y seguridad, que acabó por convencerla completamente.
Y la apremió para que se pusiera sus mejores trajes; y la entregó la fuente de porcelana, que se apresuró ella
a envolver en un pañuelo atado por las cuatro puntas, para llevarla así en la mano. Y salió de la casa y se
encaminó al palacio del sultán. Y penetró en la sala de audiencias con la muchedumbre de solicitantes. Y se
puso en primera fila, pero en una actitud muy humilde, en medio de los presentes, que permanecían con los
brazos cruzados, y los ojos bajos en señal del más profundo respeto. Y se abrió la sesión del diván cuando
el sultán hizo su entrada, seguido de sus visires, de sus emires y de sus guardias. Y el jefe de los escribas
del sultán empezó a llamar a los solicitantes, unos tras otros, según la importancia de las súplicas. Y se despacharon
los asuntos acto seguido. Y los sólicitantes se marcharon, contentos unos por haber conseguido lo
que deseaban, otros muy alargados de nariz, y otros sin haber sido llamados por falta de tiempo. Y la madre
de Aladino fue de estos últimos.
Así es que cuando vio que se había levantado la sesión y que el soltan se había retirado, seguido de sus
visires, comprendió que no la quedaba qué hacer más que marcharse también ella. Y salió de palacio y volvió
a su casa. Y Aladino, que en su impaciencia la esperaba a la puerta, la vio volver con la porcelana en la
mano todavía; y se extrañó y se quedó muy perplejo, y temiento que hubiese sobrevenido alguna desgracia
o alguna siniestra circunstancia, no quiso hacerle preguntas en la calle y se apresuró a arrastrarla a la casa,
en donde, con la cara muy amarilla, la interrogó con la actitud y con los ojos, pues de emoción no podía
abrir la boca. Y la pobre mujer le contó lo que había ocurrido, añadiendo: “Tienes que dispensar a tu madre
por esta vez, hijo mía, pues no estoy acostumbrada a frecuentar palacios; y la vista del sultán me ha turbado
de tal modo, que no pude adelantarme a hacer mi petición. ¡Pero mañana, si Alah quiere, volveré a palacio
y tendré más valor que hoy!” Y a pesar de toda su impaciencia, Aladino se dio por muy contento al saber
que no obedecía a un motivo más grave el regreso de su madre con la porcelana entro las manos. Y hasta le
satisfizo mucho que se hubiese dado el paso más difícil sin contratiempos ni malas consecuencias para su
madre y para él. Y se consoló al pensar que pronto iba a repararse el retrasó.
En efecto, al siguiente día la madre de Aladino fue a palacio teniendo cogido por las cuatro puntas el pañuelo
que envolvía el obsequio de pedrerías...

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