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lunes, 20 de diciembre de 2010

LA EXTRAÑA CASA EN LA NIEBLA -- H. P. Lovecraft



LA EXTRAÑA CASA EN LA NIEBLA
H. P. Lovecraft

De mañana, la niebla asciende del mar por los acantilados de mas allá de Kingsport. Sube, blanca y algodonosa, al encuentro de sus hermanas las nubes, henchidas de sueños de húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y más tarde, en sosegadas lluvias estivales que mojan los empinados tejados de los poetas, las nubes esparcen esos sueños a fin de que los hombres no vivan sin el rumor de los viejos y extraños secretos y maravillas que los planetas cuentan a los planetas durante la noche. Cuando los relatos acuden en tropel a las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades invadidas por la algas emiten aires insensatos aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces las grandes brumas ansiosas se espesan en el cielo cargado de saber, y los ojos que miran el océano desde lo alto de las rocas tan sólo ven una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el límite de toda la tierra, y las campanas solemnes de las boyas tañesen libremente en el éter irreal.
Ahora bien, al norte del arcaico Kingsport, los riscos se elevan con arrogancia, altos y curiosos, terraza sobre terraza, hasta que el más septentrional de todos se recorta en el cielo como una nube gris y helada por el viento. Desolada, sobresale una punta en el espacio ilimitado, ya que la costa tuerce bruscamente allí donde desemboca el gran Miskatonic, después de dejar atrás Arkham, trayendo leyendas de los bosques y recuerdos singulares de las colinas de Nueva Inglaterra. Las gentes marineras de Kingsport miran hacia ese acantilado como miran otros hacia la estrella polar y computan las guardias de la noche según éste oculta o permite ver la Osa Mayor, Casiopea y el Dragón. Para ellos, forma parte del firmamento, y, en verdad, también desaparece cuando la niebla oculta las estrellas o el sol. Sienten cariño por algunos acantilados, como ese al que llaman el Padre Neptuno por su grotesco perfil, o ese otro de peldaños gigantescos al que llaman "La Calzada"; pero éste último les produce temor, porque está muy próximo al cielo. Los marineros portugueses que llegan de viaje se santiguan al verlo, y los viejos yanquis creen que escalarlo, en caso de que fuera posible hacerlo, sería un asunto mucho más grave que la muerte. Sin embargo, hay una casa antigua en ese acantilado, y por la noche se ven luces en sus ventanas de cristales pequeños.
Esa antigua casa está allí desde siempre, y dicen las gentes que habita Uno que habla con las brumas matinales que suben del mar y que quizá ve cosas singulares en el océano cuando el borde del acantilado se convierte en el confín de la tierra y las boyas solemnes tañen libremente en el blanco éter de lo irreal. Eso dicen que han oído contar, pues jamás han visitado ese despeñadero prohibido, ni les gusta dirigir hacia allí sus catalejos. Los veraneantes la han examinado con sus gemelos descarados, pero no han visto otra cosa que el tejado, primordial, puntiagudo, de ripia, con aleros que llegan casi hasta los grises cimientos, y la luz amarillenta de sus pequeñas ventanas, cuando asoma por debajo de esos aleros al oscurecer. Estos visitantes veraniegos no creen que el habitante de la antigua casa esté en ella desde hace siglos; pero no pueden probar semejante herejía a ningún auténtico vecino de Kingsport. Hasta el Anciano Terrible que habla con péndulos de plomo encerrados en botellas, compra comida con viejo oro español, y guarda ídolos de piedra en el patio de su casa antediluviana de Water Street, no puede sino decir que ya vivía allí cuando su abuelo era niño, lo que debió ocurrir hace un montón de años, cuando Belcher o Shirley o Pownall o Bernard era gobernador de la provincia de Massachusetts-Bay al servicio de Su Majestad.
Luego, en verano, llegó a Kingspot un filósofo. Se llamaba Thomas Olney, y enseñaba cosas tediosas en una facultad cercana a Narragansett. Llegó con una esposa robusta y unos hijos retozones, y sus ojos estaban cansados de ver las mismas cosas durante muchos años y de pensar los mismos disciplinados pensamientos. Miró las brumas desde la diadema del Padre Neptuno, y trató de adentrarse en el mundo blanco y misterioso por los titánicos escalones de la Calzada. Mañana tras mañana subía a tumbarse a loa acantilados y contemplar, desde el borde del mundo, el éter misterioso que se extendía más allá, escuchando las campanas espectrales y los gritos insensatos de lo que quizá fueran gaviotas. Luego, cuando levantaba la niebla y el mar recobraba su aire prosaico con el humo de los barcos, suspiraba y bajaba al pueblo, donde le encantaba recorrer los estrechos y antiguos callejones que subían y bajaban por la colina y estudiar los ruinosos hastiales y los portales de extraños pilares que habían cobijado a tantas generaciones de robustos marineros. Incluso habló con el Viejo Terrible, a quien desagradaban los forasteros, y éste le invitó a su casa arcaica y temible, cuyos techos bajos y carcomidos enmaderados escuchan los ecos de inquietantes soliloquios en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada.
Naturalmente, fue inevitable que Olney reparase en la casa solitaria y gris del cielo, situada en lo alto de aquel siniestro despeñadero formando un todo común con las brumas y el firmamento. Siempre se alzó sobre Kingsport, y siempre corrió el rumor de su misterio por los callejones tortuosos de Kingsport. El Viejo Terrible le contó a Olney, entre jadeos, una historia que había oído a su padre sobre un rayo que brotó una noche de aquella casa puntiaguda, y se perdió en las nubes más altas del cielo; y la abuela Orme, cuya minúscula casa de Ship Street tiene su techumbre holandesa toda cubierta de musgo y de hiedra, le refirió con voz chillona algo que su abuela había oído contar sobre unas sombras voladoras que salían de las brumas orientales y se dirigían a la única puerta de esa inalcanzable morada, la cual se abre al borde mismo del barranco que desciende hasta el océano y sólo puede verse desde los barcos que cruzan por el mar.
Finalmente, ávido de experiencias nuevas y extrañas, y sin que le contuvieran ni el temor de los vecinos de Kingsport ni la usual indolencia de los veraneantes, tomó Olney una resolución terrible. A pesar de su formación conservadora - o a causa de ella, que las vidas rutinarias albergan anhelos ansiosos de lo desconocido - hizo solemne juramento de escalar aquel acantilado del norte y visitar la casa anormalmente antigua y gris del cielo. Sin duda, su yo racional debió de persuadirle de que sus moradores entraban por la parte de tierra, a través de alguna cresta accesible próxima al estuario del Miskatonic. Probablemente bajaban a comerciar a Arkham, conscientes de lo poco que les gustaba la casa a los Kingsport, o incapaces quizá de descender por la parte del acantilado que daba a Kingsport. Olney recorrió los riscos más accesibles, hasta el pie del gran precipicio que subía a unirse insolente con las cosas celestes, y comprobó de manera patente que ningún ser humano podía escalarlo ni descender por la ladera sur. Al este y al norte se elevaba perpendicularmente también, desde el agua hasta una altura de miles de pies, de forma que sólo quedaba la vertiente norte, la cual miraba hacia tierra y hacia Arkham.
Una mañana de agosto salió Olney en busca de algún sendero que subiera hasta el inaccesible pináculo. Marchó en dirección noroeste por agradables caminos secundarios, pasó por la charca de Hooper y el viejo polvorín de ladrillo gris, hasta llegar allá donde los pastizales coronan la cresta que se asoma sobre el Miskatonic y dominan un precioso panorama de blancos campanarios georgianos de Arkham que se alzan leguas más allá, al otro lado del río y de los prados. Aquí encontró un dudoso camino en dirección a Arkham, aunque no vio ninguno en la del mar, como quería. Los bosques y los prados se apretujaban en la ribera alta de la desembocadura del río, donde no se veía signo alguno de presencia humana, ni siquiera una tapia de piedra, ni una vaca extraviada, sino sólo yerba alta, árboles gigantescos y marañas de zarzas que quizá vieron los primeros indios. A medida que subía lentamente por el este, cada vez más alto, por encima del estuario que quedaba a la izquierda, y cada vez más cerca del mar, el camino se iba haciendo más difícil; hasta que se preguntó cómo se las arreglaban los moradores de aquel desagradable lugar para llegar al mundo exterior, y si bajarían a menudo al mercado de Arkham.
Luego fueron escaseando los árboles y muy por debajo de él, a su derecha, vio las lejanas colinas y los antiguos tejados y campanarios de Kingsport. Incluso Central Hill era una elevación enana vista desde esta altura, y apenas se distinguía el antiguo cementerio situado junto al Hospital Congregacionalista, bajo el cual se decía que había terribles cavernas o pasadizos. Ante sí tenía una extensión de yerba rala y matas de arándanos; más allá estaba la roca pelada del despeñadero y el delgado pico donde se encaramaba la temible casa gris. La cresta se estrechó ahora, y Olney sintió vértigo en la soledad del cielo, con el espantoso precipicio al sur, por encima de Kingsport, y la caída vertical de casi una milla, hasta la desembocadura del río, al norte. De repente descubrió ante sí una zanja de unos diez pies de profundidad, de forma que tuvo que colgarse de las manos en su interior, dejarse caer por su suelo inclinado y después arrastrarse peligrosamente, pendiente arriba, hacia un desfiladero natural que había en la pared opuesta. ¡Este era, pues, el camino que los habitantes de la inusitada casa recorrían entre la tierra y el cielo!
Cuando salió de la zanja se estaba formando una bruma matinal, pero vio claramente la casa impía y orgullosa allá adelante; sus paredes eran grises como la roca, y su elevado pico se alzaba osadamente contra la blancura lechosa de los vapores marinos. Y descubrió que no había puerta en la fachada que miraba hacia tierra, sino sólo un par de ventanucos sucios y enrejados, de cristales redondos, según la moda del siglo XVIII. A todo su alrededor no había más que nubes y caos, y no se distinguía nada por debajo de la blancura del espacio ilimitado. Estaba solo en el cielo, con esta casa extraña e inquietante; y al rodearla precavidamente, en dirección hacia la parte delantera, y ver que no se podía llegar a su única puerta salvo por el éter vacío, sintió un claro terror que la altura no acababa de explicar enteramente. Y era muy extraño que todavía existieran tablas carcomidas que formaban la techumbre, y que los desechos ladrillos formaran aún la chimenea.
Cuando espesó la niebla, Olney reptó de una ventana a otra, por las fachadas norte, oeste y sur, tratando de abrirlas, pero todas estaban cerradas. Se sintió vagamente aliviado al comprobarlo, porque cuanto más miraba la casa, menos deseos tenía de entrar. Entonces, un ruido le hizo detenerse. Oyó un chirrido de cerradura, el ruido de un cerrojo al descorrerse y un gemido largo como si abriesen lentamente una pesada puerta. Sonó en la parte que daba al océano, la que él no podía ver, donde la estrecha puerta se abría al vacío, en el cielo brumoso, a miles de pies por encima de las olas.
A continuación sonaron unas pisadas graves, pausadas, en el interior de la casa, y Olney oyó que abrían las ventanas; primero las que daban al norte, que era el lado opuesto adonde estaba él ahora; después, las del oeste, al otro lado de la esquina. A continuación abrían las del sur, bajo los grandes aleros del lado donde él se encontraba; y hay que decir que se sentía más que incómodo, pensando que tenía la detestable casa a un lado, y al otro el vacío. Cuando le llegó el ruido de las ventanas más próximas, se deslizó otra vez hacia la fachada de poniente, aplastándose contra el muro junto a las que ahora estaban abiertas. Era evidente que el propietario había llegado a casa; pero no había llegado por tierra, ni en globo, ni en ninguna aeronave imaginable. Volvieron a sonar pasos, y Olney se escurrió a la cara norte; pero antes de haber conseguido ocultarse una voz le llamó suavemente, y comprendió que debía enfrentarse con su anfitrión.
Asomado a la ventana oeste vio un rostro con una gran barba negra y ojos fosforescentes que reflejaban la huella de visiones inauditas. Pero su voz era afable y tenía una calidad singularmente antigua, de forma que Olney no sintió temor alguno cuando una mano morena le ayudó a subir el alféizar y asaltar al interior de la baja habitación revestida de oscuro roble y con mobiliario estilo tudor. El hombre vestía ropas antiguas, y le envolvía un halo indefinible de sabiduría marinera y ensueños sobre altos galeones. Olney no recuerda muchos de los prodigios que le contó, ni siquiera quién era; pero dice que era extraño y afable, y poseía la magia de insondables vacíos de tiempo y de espacio. La pequeña habitación parecía verde, a causa de la luz acuosa que la iluminaba, y Olney vio que las ventanas distantes que daban al este no estaban abiertas, sino cerradas al brumoso éter con cristales gruesos como fondos de viejas botellas.
El barbado anfitrión parecía joven, aunque miraba con ojos impregnados de antiguos misterios; y por los relatos de hechos antiguos y prodigiosos que contaba, podía inferirse que tenían razón las gentes del pueblo al decir que comulgaba con las brumas del mar y las nubes del cielo antes de que hubiese un pueblo que contemplara su taciturna mirada desde la llanura de abajo. Y transcurrió el día, y Olney seguía escuchando el rumor de los viejos tiempos y lugares; y oyó cómo los reyes de la Atlántida lucharon contra viscosas blasfemias que salían retorciéndose de las grietas del fondo oceánico, y cómo los barcos extraviados podían ver a medianoche el templo hipóslito de Poseidón, y cómo comprendían al verlo que se habían extraviado para siempre. El anfitrión rememoró los tiempos de los Titanes, pero se mostró reservado al hablar de la era oscura y primera, del caos que precedió a los dioses e incluso al nacimiento de los Anteriores, cuando los otros dioses iban a danzar a la cima del Hatheg-Kla, situado en el desierto pedregoso próximo a Ulthar, más allá del río Skai.
Al llegar a este punto llamaron a la puerta, a aquella antigua puerta de roble tachonada de clavos frentea la cual sólo existía unh abismo de nube blanca. Olney alzó la mirada con temor, pero el hombre barabdo le hizo una seña para que permaneciese en silencio, acudió a la puerta de puntillas y se asomó por una mirilla muy pequeña. No le agradó lo que vio, de modo que se llevó un dedo a la boca, y corrió con sigilo a cerrar las ventanas y pasar las fabellas antes de regresar a su antigua butaca junto a su invitado. Entonces Olney vio recortarse sucesivamente contra los rectángulos traslúcidos de cada una de las pequeñas vetanas, conforme el visitante daba vuelta en torno a la casa antes de marcharse, una silueta negra y extraña, y se alegró de que su anfitrión no contestara a esas llamadas. Porque hay extraños seres en el gran abismo, y el buscador de sueños debe tener cuidado de no despertar ni encontrar a los que no le conviene.
Después empezaron a congregarse las sombras: primero, unas sombras pequeñas, furtivas, bajo la mesa; luego, las más atrevidas, por los rincones recubiertos de madera. Y el hombre barbado hizo enigmáticos gestos de oración, y encendió altas velas hincadas en extraños candelabros de latón. De cuando en cuando miraba hacia la puerta como si esperase a alguien; finalmente, unos golpecitos singulares parecieron contestar a su mirada, sin duda reproduciendo algún código secreto y antiguo. Esta vez ni siquiera se asomó por la mirilla, sino que quitó el gran barrote de roble y descorrió el cerroj, abriendo la pesada puerta de par en par a las estrellas y la niebla.
Y entonces, al son de oscuras armonías, entraron flotando en la estancia todos los sueños y recuerdos de los Dioses Poderosos de la tierra. Y unas llamas doradas jugaron con cabelleras de algas, y Olney les rindió homenaje deslumbrado. Allí estaba Neptuno con su tridente, y los bulliciosos tritones, y las fantásticas nereidas, y a lomos de delfines iba una enorme concha dentada en la que viajaba la figura pavorosa y gris de Nodens, Señor del Gran Abismo. Y las caracolas de los tritones emitían espectrales mugidos y las nereidas producían extraños ruidos golpeando grotescas conchas resonantes de desconocidos moradores de las negras cavernas marinas. A continuación, el venerable Nodens tendió una mano arrugada y ayudó a Olney y a su anfitrión a subir a su concha gigantesca, al tiempo que als conchas y los gongos prorrumpían en un clamor tremendo y espantoso. Y el fabuloso cortejo salió aléter ilimitado, y los gritos y el estrépito se perdieron en los ecos de los truenos.
Toda la noche estuvieron los de Kingsport observando el altísimo acantilado, cuando la tormenta y las brumas se abrían transitoriamente; y cuando, hacia las primeras horas de la madrugada, se apagaron las luces débiles de las ventanas, hablaron en voz baja de temores y desastres. Y los hijos y la robusta esposa de Olneyrezaron aldios amable de los anabaptistas, y confiaron en que el viajero pidiera prestados paraguas y chanclos, si no cesaba la lluvia por la mañana. Luego surgió goteante el amanecer envuelto en brumas marinas, y las boyas tañeron solemnes en los vórtices del blanco éter. Y a mediodía, los cuerpos mágicos de unos duendes sonaron por encima del océano mientras Olney descendía de los acntilados al antiguo Kingsport, seco, con los pies ligeros y una expresión lejana en los ojos. No pudo recordar qué había soñado en la casa del anónimo ermitaño, encaramada en el cielo, ni explicar cómo había bajado por aquel despeñadero que no habían podido recorrer otros pies...Ni fue capaz de hablar con nadie de estas cosas, excepto con el Anciano Terrible, quien después murmuró extrañas cosas para su larga y blanca barba, y juró que el hombre que había descendido de aquel despeñadero no era el mismo que había subido, y que en algún lugar, bajo aquel tejado gris y puntiagudo, o en medio de aquella siniestra niebla blanca, se había quedado extraviado el espíritu del que fuera Thomas Olney.
Y desde aquel momento, a lo largo de lentos, oscuros años de monotonía y hastío, el filósofo trabaja y come y duerme y cumple sin queja sus deberes de ciudadano. Ya no añora la magia de las lejanas colinas, ni suspira por secretos que asoman como verdes arrecifes en un mar insondable. Ya no le produce tristeza la monotonía de sus días, y sus disciplinados pensamientos resultan suficientes para su imaginación. Su buena esposa es más fuerte cada vez, y sus hijos se hacen mayores, y más prosaicos y prácticos; pero él no deja de sonreír con orgullo cuando el momento lo requiere. En su mirada no hay un solo destello de inquietud, y si alguna vez presta atención, tratando de escuchar solemnes campanas o lejanos cuernos de duendes, es sólo de noche, cuando vagan libremente los suños antiguos. Jamás ha vuelto a visitar Kingsport, porque a su familia le desagradan las casas viejas y raras y dice que tiene un pésimo alcantarillado. Ahora tienen un precioso chalet en las tierras altas de Bristol, donde no hay elevados riscos y los vecinos son corteses y modernos.
Pero en Kingsport corren extraños rumores, y hasta el Viejo Terrible admite algo que su abuelo no contó. Porque ahora, cuando el viento sopla tumultuoso del norte, azotando la casa elevada que se funde con el firmamento, se rompe al fin ese silencio siniestro y ominoso que siempre fue dañino para los campesinos de Kingsport. Y los viejos hablan de voces agradables que oyen cantar allá arriba, y de risas henchidas de una alegría más grande que la alegría de la tierra; y cuentan que al atardecer las pequeñas ventanas se ven más iluminadas que antes. Dicen también que la fiera aurora llega más a menudo al lugar, vistiendo al norte de brillante azul con visiones de helados mundos, mientras el despeñadero y la casa se recortan negros y fantásticos contra singulares centelleos. Y que las brumas del amanecer son más espesas, y que los marineros no están tan seguros de que todos los tañidos que suenan amortiguados en el mar se deban a las boyas solemnes.
Lo peor, sin embargo, es que se han secado los viejostemores en los corazones de los jóvenes de Kingsport, más inclinados cada vez a escuchar por la noche los rumores distantes que les trae el viento del norte. Juran que ningún daño ni dolor puede habitar en esa casa elevada, ya que las nuevas voces llevan alegría y, con ella, un tintineo de risas y música. No saben qué relatos pueden traer las brumas marinas a ese pináculo encantado del norte, pero ansían conocer a alguno de los prodigios que llaman a la puerta que da al vacío, cuando las luces aumentan de espesor. Los patriarcas temen que algún día suban uno a uno a ese pico inaccesible, y averiguen los secretos seculares que se ocultan bajo el puntiagudo tejado que forma parte de las rocas, las estrellas y los antiguos temores de Kingsport. Están convencidos de que esos jóvenes atrevidos podrán regresar; pero piensan que quizá se apague alguna luz en sus ojos, y algún deseo en sus corazones. Yno desean que un Kingsport extraño, con sus empinados callejones y sus hastiales arcaicos, contemple indiferente el paso de los años, mientras crece el coro de risas, voz tras voz, y se haga más fuerte y desenfrenado en ese desconocido y terrible nido de águilas donde las brumas y los sueños de las brumas se demoran en su trayecto del mar a los cielos.
No quieren que las almas de sus jóvenes abandonen los plácidos hogares y las tabernas de techumbre holandesa del viejo Kingsport, ni desean que suenen con fuerza las risas y canciones del elevado y rocoso lugar. Porque así como la voz recién llegada ha traído nuevas brumas del mar y nuevas luces del norte, así, dicen, otras voces traerán más brumas y luces, hasta que tal vez los viejos dioses (cuya existencia insinúan sólo en susurros por temor a que les oiga el sacerdote congregacionalista) salgan de abajo, abandonen la desconocida Kadath del desierto frío, y vengan a morar en ese despeñadero perversamente apropiado, tan próximo a las suaves colinas y valles de las sencillas y apacibles gentes marineras. No quieren que esto suceda, pues la gente sencill, las cosas que no son de esta tierra son mal recibidas; y además, el Viejo Terrible recuerda a menudo lo que Olney contó sobre la llamada que el morador solitario temía, y la forma negra e inquisitiva que ambos vieron recortarse en la bruma, a través de esas extrañas ventanas traslúcidas en forma de ojo de buey.
Todas estas cosas, sin embargo, sólo las pueden decidir los Dioses anteriores; entretanto, las brumas matinales suben por ese pico vertiginoso y solitario de la vieja casa puntiaguda, esa casa gris de aleros bajos en la que no se ve a nadie, pero a la que la noche trae furtivas luces mientras el viento del norte habla de extrañas fiestas. Suben desde las profundidades, blancas y algodonosas, a reunirse con sus hermanas las nubes, llenas de ensueños sobre húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y cuando los cuentos vuelan densos en las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades cubiertas de algas elevan sones salvajes aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces los grandes vapores de las brumas suben ansiosos en tropel hacia el cielo cargado de saber; y Kingsport, refugiándose inquieto en los acntilados menores, bajo el vaporoso centinela de la roca, ven tan sólo, hacia el océano, una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el confín de la tierra, y las solemnes campanas de boyas tañesen libremente en el éter irreal.

Híbrido --- Keith Laumer

Híbrido
Keith Laumer


Plantar un árbol, escribir un libro, tener un hijo... En cierto modo, en el siguiente relato encontrará estas tres cosas –y algunas más– fundidas en una.

En las profundidades del suelo del planeta, pequeñas raíces más resistentes que cable de acero sondeaban entre cristalinas partículas de arena, a través de compactas vetas de arcilla y capas ligeras de pizarra, buscando y descartando elementos inservibles, en busca del calcio, el hierro y el nitrógeno.
Aún más abajo, un sistema secundario de raíces rodeaba y sujetaba la superficie masiva del lecho de roca. Los zarcillos sensores controlaban la más diminuta vibración de la costra planetaria, las rítmicas presiones de la marea, el peso estacional de la capa de hielo, los pasos de las criaturas salvajes que cazaban bajo la enorme sombra del gigantesco árbol Yanda.
En la superficie, muy por encima, el inmenso tronco macizo como un acantilado, con su vasta circunferencia anclada por poderosos contrafuertes, se elevaba más de ochocientos metros sobre la prominencia, extendiendo sus enormes ramas bajo la blanca luz del sol.
El árbol sólo muy remotamente captaba el movimiento del aire sobre las pulidas superficies de innumerables hojas, el estremecido intercambio de moléculas de agua, bióxido de carbono y oxígeno. Reaccionaba automáticamente a las débiles presiones del viento, estirando las ramas más delgadas para mantener cada hoja en un ángulo constante con respecto a la radiación que se abría paso a través del complejo follaje.
El largo día seguía avanzando. El aire fluía siguiendo intrincadas pautas; en la subestratosfera, la radiación aumentaba y disminuía al impulso de las masas de vapor, las moléculas nutritivas se movían a lo largo de los capilares; las rocas crujían suavemente en la obscuridad, bajo las pendientes sombreadas. En la invulnerabilidad de su masa titánica, el árbol dormitaba en un generalizado estado de con­ciencia de bajo nivel.
El sol se movía hacia el Oeste. Su luz, filtrada a través de un creciente espesor de atmósfera, era ahora de un amenazador color amarillento. Las nervudas ramas giraban, siguiendo a la fuente de energía. Con una cierta somnolencia, el árbol replegó sus bro­tes más tiernos ante el creciente frío, ajustando su temperatura y su pérdida de humedad, así como su receptividad a la radiación. Mientras se iba quedan­do dormido, soñó en el lejano pasado, en aquellos años de libre migración por la plataforma fáunica, antes de que el instinto de enraizar y crecer le hubiera llevado hasta allí. Recordó el bosquecillo de su juventud, el árbol patriarcal, los hermanos-espora.
Ahora ya era de noche. El viento estaba aumen­tando. Una poderosa ráfaga se abalanzó contra el pesado obstáculo del árbol; las grandes ramas crujieron, resistiendo; las estremecidas hojas se ensortija­ron, apretándose contra la lisa corteza.
Desde el profundo subsuelo, las fibras abrazadas a las rocas transmitían información que era compa­rada con las impresiones procedentes de las distan­tes superficies de las hojas. Se estaban produciendo grandes vibraciones procedentes del noroeste; la humedad relativa estaba aumentando, mientras que la presión del aire disminuía... Se formaba un esquema de la situación, señalizando peligro. El árbol se agitó; un temblor recorrió el poderoso sistema de ra­mas, sacudiendo los frágiles cristales helados que habían empezado a formarse sobre las superficies en sombra. Se dio la alerta en el corazón-cerebro, disipando el eufórico sueño. Poco a poco, las facultades dormidas desde hacia tiempo empezaron a entrar en juego. El árbol se despertó.
Instantáneamente, captó la situación. Una tormenta se acercaba desde el océano... un gran tifón. Ya era demasiado tarde para tomar medidas efectivas. Ignorando el dolor producido por la desacostumbrada actividad, el árbol envió nuevas raíces de choque... cables de siete centímetros de diámetro, tan fuertes como el acero... para que se agarraran a los grandes bloques de roca situados cien metros al norte de las raíces extremas.
No había otra cosa que pudiera hacer el árbol. Impasiblemente, esperó la violenta embestida de la tormenta.

Hay una tormenta allá abajo –dijo Malpry.
No te preocupes, la sortearemos.
Gault manejó los controles, con los ojos fijos en los cuadrantes.
Alejémonos y hagamos luego una nueva aproximación –dijo Malpry, estirando el cuello desde su plataforma de aceleración.
Cállate, yo dirijo este trasto.
Encerrado en él con dos locos –se lamentó Malpry–, tú y ese rastrero.
Yo y ese rastrero nos estamos cansando de escuchar a un bicho como tú, Mal.
Cuando descendamos, Malpry, arreglaremos cuentas allá afuera –dijo Pantelle–. Ya te he dicho que no me gusta que me llames “rastrero”.
¿Volvéis a empezar? –dijo Gault–, ¿Ya os habéis curado de la última vez?
No del todo. No parece que me pueda curar muy bien en el espacio.
Y nada de ajustar cuentas, Pantelle –dijo Gault–. El es demasiado grande para ti, Mal, déjale en paz.
Le dejaré en paz –murmuró Malpry–. Tendría que abrir un agujero y dejarle en él...
Guarda tu energía para cuando estemos allá abajo –dijo Gault–. Si no cometemos ningún error con éste; lo conseguiremos.
Capitán, ¿puedo hacerme cargo del reconoci­miento en el campo? Mi entrenamiento en biología...
Será mejor que permanezcas en la nave, Pan­telle. Y no trates de pasarte de listo. Limítate a esperarnos. No disponemos de la fuerza necesaria pa­ra volver a traerte.
Eso fue un accidente, capitán...
No te preocupes más por eso, Pantelle. Quisiste hacerlo bien, pero sólo tienes dos pies y diez dedos.
He estado trabajando para mejorar mi coordi­nación, capitán. He estado leyendo...
La nave fue zarandeada como una veleta cuando penetraron en la atmósfera. Pantelle gritó.
¡Oh, oh! –exclamó–. Me temo que se me ha vuelto a abrir de nuevo ese codo izquierdo.
¡No te vayas a desangrar encima de mi, bestia! –exclamó Malpry.
¡Quietos! –dijo Gault entre dientes–. Estoy ocupado.
Pantelle se colocó torpemente un pañuelo sobre el corte. Tendría que practicar aquellos ejercicios relajantes sobre los que había estado leyendo algo. Y pronto empezaría a aumentar definitivamente de peso... y a vigilar su dieta. Y en esta ocasión sería muy cuidadoso y se la haría buena a Gault, en cuanto descendieran.

Ya incluso antes de que aparecieran las primeras señales de daño, el árbol supo que había perdido la batalla contra el tifón. En el respiro que se produjo en el momento en que el ojo de la tormenta pasó sobre él, comprobó los daños. No recibió ninguna respuesta del cuadrante nororiental de la red sensorial, donde las raíces habían sido arrancadas de la superficie de las rocas; las propias raíces extremas se agarraban ahora a la piedra pulverizada. Mientras que la fibra casi indestructible del árbol Yanda había resistido, el granito había fallado. El árbol estaba condenado como consecuencia de su propia masa.
Sin compasión alguna, la tormenta volvió a atacar, tronando desde el sudoeste para asaltar al árbol con una ciega ferocidad. Los cables de choque se rompieron como si fueran hilos de telaraña; los grandes bloques de roca crujieron y se partieron, con detonaciones que se perdieron entre el bramido del viento. En el tronco aumentaban las presiones de un modo agónico.
A casi cuatrocientos metros al sur de la raíz base, una hendidura abierta en la empapada vertiente empezó a aumentar de tamaño. El agua, arrastrada por el viento, se introdujo en ella, ablandando el suelo y haciendo que millones de diminutas raíces perdieran su asidero. Después, las raíces más grandes empezaron a moverse y a resbalar...
Mucho más arriba, la majestuosa copa del árbol Yanda se sometía imperceptiblemente al irresistible torrente de aire. El gigantesco contrafuerte del norte, forzado contra la piedra que se extendía por debajo crujió cuando se colapsaron las torturadas células y después estalló con un demoledor estruendo audible incluso por encima de la tormenta. Por el sur abrió un gran arco de tierra, dejando expuestas las raíces y una enorme caverna.
La tormenta siguió su curso, atronando la pendiente, dejando tras si un reguero de escombros destrozado y de lluvia torrencial. Una última y vengativa ráfaga azotó las ramas en un frenesí final; después, vencedora se marchó.
Y en el devastado promontorio, la magnífica masa del antiguo árbol, inclinada con la inercia incapaz ya de resistencia, terminó por desplomarse acompañada por el enorme estruendo de todos sus tendones partidos y desgarrados.
Y en el corazón-cerebro del árbol, la conciencia se fue apagando, acompañada por el insufrible dolor de la destrucción.

Pantelle descendió por la puerta abierta y se apoyó contra la nave para recuperar su ritmo respiratorio. Se sentía mucho mas débil de lo que esperaba. Aunque la suerte parecía venirle en pequeñas dosis, aquello le haría tener que volver a empezar con su programa de aumento de peso. Y aún no se sentía preparado para entendérselas con Malpry. Pero en cuanto tuviera un poco de alimentos frescos y de aire puro...
Estos se pueden comer sin peligro –dijo Gault, limpiando la aguja analizadora sobre su pantalón y volviendo a guardársela en su bolsillo.
Extendió dos grandes frutos rojos a Pantelle.
Cuando termines de comer, Pantelle, será mejor que consigas algo de agua y limpies el interior. Mientras tanto, Malpry y yo daremos un vistazo por ahí.
Los dos se alejaron. Pantelle se sentó sobre la hierba primaveral y mordió la esfera, del tamaño de una manzana. Pensó que la textura de aquella fruta le recordaba la del aguacate. La piel era dura y aromática; posiblemente se trataba de un acetato natu­ral de celulosa. No parecía haber semillas. Si era ése el caso, aquello no sería propiamente una fruta. Resultaría interesante estudiar la flora del planeta. En cuanto regresara a casa tendría que apuntarse a un curso de botánica en E. T. Probablemente, iría a Heidelberg o a Uppsala, y  asistiría a cinco conferencias dadas por eminentes profesores. Tendría un pequeño y agradable apartamento –dos habitaciones serían suficientes– en la parte vieja de la ciudad, y por las tardes se reuniría con los amigos para discutir ante una botella de vino.
Sin embargo, aquellos pensamientos no contribuían en nada a realizar el trabajo. Había un centelleo de agua al otro lado de la pendiente. Pantelle terminó su comida, recogió los cubos y se puso en marcha.

¿Por qué tenemos que salir fuera? –preguntó Malpry.
Necesitamos el ejercicio. Pasarán cuatro meses antes de que podamos tener otra oportunidad.
¿Qué somos, turistas que hemos venido a disfrutar del panorama? –preguntó Malpry, deteniéndose, apoyándose contra una roca y respirando con dificultad. Se quedó mirando hacia arriba, el cráter y las enmarañadas raíces y, más allá, hacia la extensión de enormes ramas del árbol caído, que parecían como un bosque.
Esto hace que nuestros secuoyas parezcan simples arbustos –dijo Gault–. Ha tenido que ser la tormenta. La que hemos evitado cuando veníamos hacia aquí.
¿Y qué?
Una cosa tan grande... tendría que sugerirte algo.
¿Hay algún dinero en ello? –preguntó Malpry con un gruñido.
Gault le miró agriamente.
Ya entiendo. Tenemos que ir hacia allá. Sigamos.
No me gusta la idea de dejar al rastrero allá solo, con la nave.
¿Por qué no dejas tranquilo al muchacho? –preguntó Gault, mirándole con severidad.
No me agradan los locos.
No juegues conmigo, Malpry. Pantelle es muy inteligente... a su manera. Quizá sea eso lo que no puedes perdonarle.
Me pone fuera de mí.
Es un buen muchacho. No quiere hacer ningún daño...
Ya –dijo Malpry–. Quizá no quiera hacer ningún daño... pero no es bastante...

Tras el delirio de la gran conmoción sufrida, la conciencia fue volviendo lentamente al árbol. Las señales externas fueron penetrando a través de los impulsos hasta los sentidos semiparailzados...
»Presión de aire, cero; disminuyendo... presión de aire, 112, aumentando... presión de aire negativa...
»Gran temblor de radiación desde... Gran temblor de radiación desde...
»Temperatura 171 grados; temperatura –40 grados; temperatura 26 grados...
»Intensa radiación sólo en el azul... sólo en el rojo... ultravioleta...
»Humedad relativa infinita... Viento desde el nor-noroeste, velocidad infinita... Viento aumentado verticalmente, velocidad infinita... Viento desde el este, desde el oeste...”
El árbol no comprendía las informaciones procedentes de los nervios-troncos, por lo que concentró su atención, dedicándola al concepto de la situación más inmediata. Una breve valoración fue suficiente para revelar la amplia extensión de su ruina.
No había razón alguna para intentar una amplia supervivencia personal. Sin embargo, tenía la necesidad de tomar ciertas medidas inmediatas para ganar tiempo y favorecer la propagación de esporas de emergencia. Inmediatamente, la mente del árbol desencadenó el síndrome de supervivencia. Las redes capilares sufrieron un espasmo, obligando a los jugos vitales a acudir al cerebro. Las hélices sinápticas se dilataron, elevando la conductividad neurológica. Poco a poco, la conciencia fue extendida al sistema de fibras mayores, después a los filamentos individuales y finalmente a las entretejidas redes capilares.
Allí se produjo la turbulencia de las moléculas de aire chocando contra los tejidos rotos, mientras la luz impregnaba las superficies expuestas. Los filamentos microscópicos se contrajeron, cortando la pérdida de fluido a través de las heridas.
Ahora, la mente del árbol pudo concentrar toda su atención en examinar la infinitamente complicada matriz celular. Allí reinaba la confusión de amidas; sin embargo, había un cierto orden en el incesante y continuo movimiento de las partículas, en el fluir de los líquidos, en las complejidades de la espiral alfa. Delicadamente, la mente del árbol ajustó el mosaico funcional, preparándose para la generación de esporas.

Malpry se detuvo y se llevó una mano a los ojos a modo de pantalla. Una figura alta y delgada apareció en la sombra de la inclinada masa de raíces, en la vertiente.
Parece como si regresáramos en el momento oportuno –dijo Malpry.
¡Maldita sea! –exclamó Gault.
Echó a correr y Pantelle le salió al encuentro.
¡Te dije que te quedaras en la nave, Pantelle!
Terminé mi trabajo, capitán. No me dijiste...
Está bien, está bien. ¿Algo va mal?
No, nada. Pero acabo de recordar, algo...
Después, Pantelle. Regresemos a la nave. Tenemos trabajo que, hacer.
Capitán, ¿sabes lo que es esto? –prejguntó Pantelle, señalando hacia el gigantesco árbol caído.
Claro, es un árbol –contestó Malpry y volviéndose hacia Gault, añadió–: Vamos...
Sí, pero, ¿de qué clase?
Déjame en paz. No soy botánico.
Capitán, se trata de una especie muy rara. de hecho se supone que está extinguida. ¿Has oído hablar alguna vez del Yanda?
No... Sí –Gault miró a Pantelle–. ¿Es esa clase de árbol?
Estoy seguro. Capitán, éste es un descubrimiento muy valioso.
¿Quieres decir que vale algo en dinero? –preguntó Malpry, mirando a Gault.
No lo sé. ¿De qué estás hablando, Pantelle?
De una raza inteligente que pasó por una primera fase animal. Después, echaron raíces, se asentaron en un lugar fijo y empezaron a funcionar como una planta. Fue el modo utilizado por la natura­leza para alcanzar la competencia necesaria para la selección natural, además de la ventaja de la selección consciente de un lugar donde echar raíces.
¿Cómo podemos conseguir dinero con esto?
Pantelle miró hacia la elevada pared del tronco caído, curvado entre la maraña de ramas desgajadas... treinta, sesenta, incluso más metros de diámetro. La corteza era lisa, casi negra. Las hojas, del tamaño de un pie, eran brillantes y de varios colores.
Este gran árbol...
Malpry se detuvo y cogió un fragmento de una raíz rota.
Con este trozo –dijo–, me es suficiente para romperte la crisma...
¡Ya está bien, Mal!
Vivió y vagó por el planeta, quizá hace diez mil años, durante la primitiva fase animal. Después, el instinto le trajo hasta aquí para completar el ciclo de la naturaleza. Contemplad a este antiguo cam­peón, mirando a través del valle por primera vez, despidiéndose a medida que comienza la metamorfosis.
Tonterías –dijo Malpry.
El suyo ha sido el destino de todos los machos de su raza que vivieron demasiado tiempo, elevados para siempre sobre la tierra, para recordar a través del tiempo la breve gloria de la juventud. El mismo no deja de ser un monumento heroico.
¿Y de dónde te has sacado todas esas ordinarieces? –preguntó Malpry.
Este fue el lugar –dijo Pantelle sin contestarle–. Aquí terminaron todos sus viajes.
Está bien, Pantelle. Muy conmovedor. Pero antes has dicho algo sobre lo valioso que puede ser este árbol.
Capitán, este árbol todavía está vivo, al menos durante algún tiempo. Aun cuando muera su corazón, perdurará la apariencia de vida. Una capa de nuevos vástagos aparecerá para amortajar el cadáver. Serán como pequeñas plantas atávicas, que no tendrán ninguna conexión con el cerebro, como parásitas del cuerpo, idénticas al origen ancestral de donde provienen estos gigantes, simbolizando con ello la extinción de cien millones de años de evolución.
Vayamos a la cuestión que nos interesa.
Podemos cortar fragmentos del corazón del árbol. Tengo un libro... En él se dan detalles sobre la anatomía... Podemos mantener los tejidos vivos. Una vez que regresemos a la civilización, podemos regenerar el árbol... incluyendo el cerebro y todo lo demás. Eso costará algún tiempo...
Suponte que vendemos los fragmentos que cortemos.
Sí, cualquier universidad pagaría muy bien por ellos.
¿Cuánto tardaríamos en hacerlo?
No mucho. Podemos cortar los fragmentos por medio de una barrena de combustión para abrirnos camino...
Está bien. Trae tus libros, Pantelle. Lo intentaremos.

Aparentemente la mente del Yanda observaba. Ha­bía transcurrido un largo período de tiempo desde que se iniciara la estimulación de la propagación de esporas por última vez, ante la proximidad de una hembra. Encerrado en sus introvertidos sueños, el árbol había tomado nota consciente de que el contacto con los hermanos espora había fallado y de que las criaturas que esperara habían ido disminuyendo. Ahora, las impresiones almacenadas durante tanto tiempo salieron a la luz. Parecía evidente que ninguna hembra volvería a pasar de nuevo por aquella zona. El género de los árboles Yanda había desaparecido. El fuego del instinto, que había motivado la elaboración del meca­nismo de propagación de emergencia, se había quemado a si mismo en la futilidad. El nuevo modelo de ojos al acecho, dirigidos borrosamente hacia un paisaje vacío, únicamente ocupado por la retorcida jungla de las ramas; la miríada de filamentos del nexo de transferencia, enfriándose hasta llegar a la inactividad; los miembros prensiles que deberían ha­ber traído una criatura lista para la fecundación colgaban inactivos; los sacos de esporas, desbordán­dose inútilmente al no indicarse ninguna otra acción posterior. Ahora, la muerte llegaría con lentitud y seguridad.
En alguna parte se inició un tamborileo, un gran temblor a través del silencio muerto. Cesó un mo­mento, comenzó de nuevo, y siguió. No parecía tener importancia, pero una débil curiosidad hizo que el árbol extendiera un filamento sensorial, para explorar el abandonado nervio-tronco...
Convulsivamente, la mente del árbol retrocedió espantada, separándose del contacto. Tuvo una im­presión de destrucción lenta causada por el fuego, de una casi imposible actividad termal...
Desorientada, la mente del árbol consideró las implicaciones del dolor punzante. ¿Un fenómeno ocasionado en órganos sensoriales dañados? ¿Un extraño impulso partido de los nervios destruidos?
No. El impacto había sido traumático, pero la información estaba allí. La mente del árbol volvió a examinar cada una de las vibraciones sinápticas, reconstruyendo la experiencia. El significado estuvo claro en un momento: un incendio se estaba profundizando, dirigiéndose hacia el interior del cuerpo del árbol.
Trabajando con mucha rapidez, el árbol reunió una barrera de moléculas incombustibles que situó en el camino del fuego y esperó. El calor llegó ante la barrera, dudó un momento... y la barrera termino por empezar a arder.
Se necesitaba un muro de contención mucho más grueso.
El árbol aplicó toda su disminuida vitalidad a la tarea. La nueva barrera protectora fue aumentando, se interpuso en el camino del fuego, se dobló para interceptarlo...
Finalmente, osciló y se detuvo. La exigencia de energía resultaba demasiado grande. Los hambrientos conductos musculares se convulsionaron. La negrura se cerró sobre la conciencia en desintegración.
Después, muy lentamente, volvió la claridad. Ahora, el fuego avanzaría incontrolado. No tardaría en pasar las ya exiguas defensas, avanzando hasta consumir el propio corazón-cerebro. Ya no quedaba ninguna otra medida que tomar. Era algo muy desafortunado, pues la propagación no se había consumado aún, pero era algo inevitable. Tranquilo, el árbol esperó su destrucción a través del fuego.

Pantelle dejó la barrera de combustión, se sentó en la hierba y sonrió.
¿Qué les ha hecho extinguirse? –preguntó Malpry de repente.
Pantelle le miró.
Saqueadores contestó,
¿Qué quieres decir?
Los mataban para conseguir el dran. Se autojustificaban diciendo que el árbol Yanda era una amenaza, pero en realidad sólo iban en busca del dran.
¿Es que no puedes hablar con claridad?
Malpry, ¿te he dicho alguna vez que no me gustas en absoluto?
Malpry escupió.
¿Qué pasa con ese dran?
Los árboles Yanda poseen un ciclo reproductor muy extraño. En el caso de una emergencia, las esporas liberadas por el árbol masculino pueden ser implantadas en casi todas las criaturas de sangre caliente, y llevadas en el cuerpo durante un período de tiempo indefinido. Cuando el animal receptor se aparea, las esporas dormidas entran en juego. Los descendientes parecen perfectamente normales; en realidad, las esporas actúan corrigiendo cualquier defecto en el individuo, reparando las heridas, combatiendo las enfermedades, etc.; como consecuencia de todo ello, el índice de vida aumenta. Pero llega un momento en que la criatura se ve sometida a la metamorfosis, echa raíces y se convierte en un árbol Yanda masculino normal... en lugar de morir a causa de la avanzada edad.
Estás hablando demasiado. ¿Qué es ese dran al que te referías?
El árbol emite una especie de gas hipnótico con objeto de atraer a los animales en los que poder implantar sus esporas. Es un potente narcótico. Eso es el dran. Los saqueadores mataron los árboles Yanda para conseguirlo. Como justificación, decían que estos árboles podían hacer que los humanos dieran a luz monstruos. Eso no tiene sentido alguno. Pero el dran se vendía en el mercado negro a precios fabulosos.
¿Y cómo se consigue ese dran?
Pantelle miró a Malpry.
¿Por qué quieres saberlo?
Malpry observó el libro que estaba sobre la hierba.
Lo dice ahí, ¿verdad?
Eso no te importa. Las órdenes de Gault son que me ayudes a conseguir fragmentos del corazón del árbol.
Pero él no sabía nada del dran.
Apoderarnos del dran significaría matar la especie. No puedes...
Malpry avanzó hacia el libro. Pantelle se abalanzó sobre él pero falló en su intento de derribarle. Malpry le dio un fuerte golpe en la espalda.
No me toques, rastrero.
Tenía los puños cerrados y caídos a lo largo de sus piernas.
Pantelle quedó echado en el suelo, aturdido. Malpry recogió el libro y encontró en él lo que quería saber. Al cabo de diez minutos tiró el libro al suelo, recogió la barrena de combustión y se dirigió hacia el árbol.

Malpry puso en marcha el sistema de combustión limpiándose el rostro, lleno de sudor. Un insecto dotado de numerosas patas huyó precipitadamente, alejándose de allí. Algo se movió ligeramente bajo sus pies. Una de las cosas buenas era que en aquel árbol no había ningún animal de un tamaño superior a un ratón. Era un lugar infernal. Tenía que vigilar su avance; no iba a perderse ahora entre toda aquella madera...
La aterciopelada pared del semiquemado tronco fue hundiéndose, hasta que, en un momento determinado, apareció un tramo que se ensanchó repentinamente. Malpry se detuvo, respirando con dificultad. Sacó su empapado pañuelo, observando fijamente la pared negra que tenía ante sí. Un anillo de retoños blancos brotaba del árbol muerto. Cerca de ellos había otros vástagos, como hilos negros enmarañados, semejantes a algas marinas, de aspecto viscoso, que parecían estar en suspensión...
Malpry se retiró, gruñendo. Algún animal que se arrastraba, alguna especie de hongo inmundo... Pero...
Malpry se detuvo. Quizá fuera eso lo que estaba buscando. Seguro, aquello era lo que mostraban las fotografías del libro. Allí era donde estaba el dran. Pero no se imaginaba que fuera algo que se arrastrara...
¡Deténte, Malpry!
Malpry se revolvió.
No seas... estúpido... –Pantelle estaba intentando respirar profundamente; mostraba una magulladura en la mandíbula–. Déjame descansar... Déjame hablar contigo...
Muérete de una vez, mamarracho. Descansa todo lo que quieras. Pero no estropees mis planes.
Malpry le dio la espalda, sin soltar la barrena de combustión.
Pantelle cogió una rama rota y la descargó sobre la cabeza de Malpry. La madera, podrida, se partió. Malpry se tambaleó, pero se recuperó. Se volvió hacia su contrincante, con el rostro lívido; por él corría hilillo de sangre.
Está bien, rastrero –rugió.
Pantelle se le acercó, lanzando su brazo derecho hacia adelante y doblándolo con violencia. Malpry arremetió al mismo tiempo contra él, y el codo de Pantelle le dio en la mandíbula. Sus ojos se pusieron vidriosos, sus piernas flaquearon y cayó sobre sus manos y rodillas. Pantelle lanzó una risa de triunfo.
Malpry sacudió la cabeza, respiró intensamente y volvió a ponerse en pie. Pantelle cobró fuerzas y le pego con vigor en la mandíbula. Pero el golpe pareció aclarar la cabeza de Malpry. Evitó un segundo puñetazo y, reuniendo todas sus fuerzas, golpeó a Pantelle, que perdió el equilibrio, recibiendo otros dos puñetazos, a derecha e izquierda. Pantelle rebotó de un lado a otro y finalmente cayó, quedando allí tendido. Malpry, sobre él, aún le golpeó de nuevo en la mandíbula.
Después, le golpeó con el pie. Quizá el rastrero había muerto. Tenía las manos extendidas hacia Malpry. Aquello no le gustaría a Gault, pero había sido el rastrero quien había empezado. Se había deslizado tras él y le había golpeado a traición. Tenía la señal que lo demostraba. De todos modos, las noticias sobre el dran calmarían a Gault. Sería mejor ir a buscarle y traerle hasta allí. Después, terminarían de cortar el dran y abandonarían aquel planeta tan horrible. Mientras tanto, el rastrero podía desangrarse.
Malpry se volvió, dirigiéndose hacia la nave, dejando a Pantelle encogido junto al árbol caído.

El Yanda extendió sus ojos externos para estudiar a la criatura caída que, al parecer, había perdido ahora el sentido. Un fluido rojo surgía de unos orificios situados en su parte superior, que parecían ser como pequeñas ventanillas en su epidermis. Se trataba de una criatura muy extraña, que se asemejaba superficialmente a las familiares criaturas receptoras de las esporas. Tanto sus acciones como las de la otra criatura que se había marchado resultaban en extremo curiosas. Quizá fueran macho y hembra y el encuentro sólo había sido una copulación. Posiblemente, ese estado de hibernación en que parecía encontrarse la que había quedado allí no era mas que un proceso normal, preparatorio del proceso de echar raíces. Si no se tratara de una criatura tan extraña, podría servir como portadora.
La superficie del organismo se removió, sacudiendo uno de sus miembros. Al parecer, estaba a punto de revivir. No tardaría en marcharse y no se le volvería a ver por allí. Sería prudente realizar un examen rápido; si la criatura demostraba ser apta como receptora...
Con gran rapidez, el árbol elaboró un complejo de diminutos filamentos que tantearon prudentemen­te la figura inmóvil, penetrando después por la sorprendentemente suave y blanda capa superficial, en busca de fibras nerviosas. A continuación, fluyeron toda una serie de impresiones indescifrables. El ár­bol puso en marcha unos filamentos sensoriales más grandes, divididos y subdivididos en fibras que sólo tenían unos pocos átomos de diámetro, los despa­rramó en abanico a través del hombre inconsciente, recorriendo la espina dorsal y penetrando en el ce­rebro...
Aquello era una verdadera maravilla de comple­jidad, una increíble profusión de conexiones. Se tra­taba de un centro capaz de realizar las mas elevadas funciones intelectuales... Algo inaudito en una criatura receptora. Llena de curiosidad, la mente del árbol exploró más profundamente, aturdiéndose, escuchándolo todo a través de un caleidoscopio de im­presiones, memorias ocultas y llamativos simbolismos.
La mente del Yanda nunca había tropezado con los procesos hiperintelectuales de la emoción. Siguió presionando, cada vez más profundamente, hacia la fantasmagoría de los sueños...
Color, risas y palmadas. Banderas desplegadas al sol, coros de una música remota y flores que se abrían por la noche. Abstracciones de increíble be­lleza, mezcladas con vívidas conceptualizaciones de la gloria. Totalmente fascinada, la mente del árbol exploró los secretos y románticos sueños de realiza­ción de Pantelle...
Y, de repente, se tropezó con la mente del ser ex­traño.
Hubo un momento de gran quietud cuando las dos mentes se valoraron mutuamente.
Estás muriéndote dijo la mente extraña.
Sí. Y tú estás atrapada, en una criatura receptora enfermiza. ¿Por qué no has seleccionado un receptáculo más fuerte?
Yo... Me originé aquí. Yo... Nosotros... Somos uno.
¿Y por qué no fortaleces tu receptáculo?
¿Cómo?
La mente del árbol Yanda se detuvo.
Sólo ocupas una esquina del cerebro. ¿Es que no utilizas tus poderes?
Sólo soy un segmento...
La mente extraña también se detuvo, confundida. Luego prosiguió:
Estoy conceptualizada por la mente monitora, por el subconsciente.
¿Qué es la mente monitora?
Es la totalidad de la personalidad. Se encuentra por encima de la conciencia, dirigiendo...
Tienes un cerebro de extraordinario poder. Y sin embargo, grandes masas de tus células permanecen sin ser utilizadas. ¿Por qué existen grandes ramales inútiles, como parece ser el caso?
No lo sé.
Ya no hubo más información procedente del cerebro extraño, que, en realidad, albergaba numero­sas mentes.
La mente del Yanda rompió el contacto establecido.
Se produjo una ráfaga de fuerza mental, arrolladora. La mente del Yanda retrocedió, buscando a tientas su orientación.
NO ERES UNA DE MIS MENTES.
¿Tú eres la mente monitora? preguntó el Yanda.
SI. ¿QUE ERES TU?
La mente del Yanda proyectó su concepto de sí misma.
EXTRAÑO. MUY EXTRAÑO. POSEES HABILI­DADES MUY ÚTILES. ASÍ LO PERCIBO. ENSÉÑA­MELAS.
La mente del Yanda se retorció bajo el torrente de impulsos de pensamiento.
Reduce tu volumen. Me destruirás.
LO INTENTARE. ENSÉÑAME ESE TRUCO QUE POSEES PARA MANIPULAR LAS MOLÉCU­LAS.
El Yanda reptó bajo el retumbar de la mente ex­traña. ¡Qué instrumento! Se trataba de una anoma­lía fantástica... Una mente como aquélla unida a aquella frágil criatura receptora..., incapaz incluso de utilizar sus poderes. Pero sería una cuestión muy simple llevar a cabo las correcciones necesarias, remodelar y endurecer el receptáculo, eliminar los defectos...
¡ENSÉÑAME, MENTE YANDA!
Extraño, moriré pronto. Pero te enseñaré. Hay, sin embargo, una condición...
Las dos mentes conferenciaron y llegaron a un acuerdo. Inmediatamente, la mente del Yanda inició los reajustes a nivel submolecular.
Primero, llevó a cabo una regeneración de célu­las, suturando las lesiones abiertas en el brazo y en la cabeza. Se modificaron los anticuerpos en propor­ciones vastísimas y, poco después, éstos fluyeron a través de todo el sistema. Los parásitos murieron.
Mantén este proceso aconsejó la mente del árbol.
Después, siguieron las capas musculares; induda­blemente, eran inadecuadas. La misma estructura de las células era endeble. El Yanda introdujo las mejoras necesarias; organizó perfectamente el arma­zón del desgastado cuerpo y reforzó la musculatura. Y después, las partes del esqueleto...
El árbol visualizó las articulaciones del mecanismo ambulatorio, y consideró por un momento la posibilidad de substituirlo por un sistema tentacular mucho más práctico...
Quedaba poco tiempo. Sería mejor conservar los huesos y limitarse a reforzarlos mediante la utilización de fibras metalovegetales. Los sacos de aire también. Y el corazón. Tal y como estaban, no habrían podido resistir mucho más tiempo.
Observa, extraño, esto y esto.
YA LO VEO. ES UN TRUCO MUY INTELIGENTE.
El Yanda trabajó sobre el cuerpo de Pantelle, ajustando, corrigiendo, reforzando, desechando un apéndice o pequeño rabo que halló, añadiendo allí una pequeña unidad de reserva de aire. Los restos de un ojo que quedaban en lo más profundo del cerebro fueron restaurados y dotados de sensibilidad para las frecuencias de radio, siendo posteriormente unidos a los controles. La espina dorsal fue hábilmente fusionada a la base; añadió mesenterios adicionales para que ayudaran a sostener el aparato intestinal. Siguiendo el modelo básico contenido en los genes, la mente del árbol reconstruyó todo el cuerpo.
Una vez terminado todo el proceso y en cuanto la mente del ser extraño hubo absorbido todas las técnicas demostradas, la mente del Yanda descansó.
Ya ha terminado.
ESTOY LISTO PARA RESTABLECER LA MENTE CONSCIENTE Y HACERME CARGO DEL CONTROL.
Recuerda tu promesa.
LA RECORDARE.
La mente del Yanda comenzó a retirarse. El turbador instinto había sido satisfecho. Ahora, podría, descansar hasta que llegara el final.
ESPERA. TENGO UNA IDEA MEJOR, YANDA.
Dos semanas aquí y catorce para regresar –dijo Gault–. ¿Por qué no me dices lo que ocurrió allí?
¿Cómo está Malpry? –preguntó Pantelle.
Está bien. Los huesos rotos se soldarán, y tú sólo te has roto unos pocos.
El libro estaba equivocado sobre las esporas del árbol Yanda –dijo Pantelle–. No poseen en si mismas la capacidad de reconstruir a la criatura receptora...
¿El qué?
El animal infectado. El nivel de salud y de vida del receptáculo mejora. Pero las mejoras son reali­zadas por el árbol en el momento de la propagación, con objeto de asegurar una buena oportunidad de vivir a las esporas.
Quieres decir que tú...
Hicimos un trato. El Yanda me dio esto...
Pantelle presionó un dedo contra la mampara de acero. El metal se dobló.
...Y algunos pequeños trucos más. A cambio, me convertí en receptáculo de las esporas del árbol Yanda.
Gault se apartó de él.
¿Y eso no te preocupa? Los parásitos...
Es un trato justo. Las esporas son microscópi­cas y estarán completamente dormidas hasta que se desarrollen las condiciones adecuadas.
Sí, pero tú mismo has dicho que esa mente ve­getal ha actuado en tu propia mente.
Únicamente borró todas las cicatrices de la ex­periencia traumática, corrigió las deficiencias, y me enseñó a utilizar lo que tengo.
¿Qué te parece si me lo enseñas a mi?
Lo siento, Gault –dijo Pantelle, moviendo la cabeza en un gesto negativo–. Es imposible.
Gault consideró las observaciones de Pantelle.
¿Y qué sucede con esas “condiciones adecuadas” para las esporas? –preguntó de repente–. Algún día te despertarás y te encontrarás con que te están saliendo retoños.
Bueno –dijo Pantelle–. Será entonces cuando tenga que cumplir mi parte del trato. Una criatura receptora trasmite las esporas a través del proceso de apareamiento normal. La descendencia alcanza muy buena salud y una larga vida antes de que se produzca la metamorfosis. Eso no tiene nada de malo... vivir cien años y después elegir un lugar bonito y adecuado para echar raíces y crecer y ver cómo las estaciones del año se van sucediendo...
Gault consideró lo que estaba escuchando.
Un hombre termina por cansarse –dijo–. Conozco un lugar desde donde puedes contemplar el Pacífico a varias millas de distancia, a lo lejos...
He prometido ser muy activo –dijo Pantelle–. Me ocupará una gran parte de mi tiempo, pero tengo el decidido propósito de cumplir con mis obligaciones hasta el final. ¿Has oído eso, Yanda? preguntó Pantelle en silencio.
Lo he oído fue la respuesta que le llegó desde el rincón no utilizado de su cerebro que había asignado al modelo del ego del árbol Yanda.
Nuestros próximos mil años serán muy interesantes.

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