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domingo, 6 de diciembre de 2009

UNA JAULA PARA LA MUERTE

UNA JAULA PARA LA MUERTE
Ian Watson
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El Tanatoscopio de Ralph Hewitson era el último producto de la obsesión con la muerte de aquel hombre extraño. Tanatología es, por supuesto, el estudio del morir, y la máquina de Hewitson intentaba hacernos ver, y en lo posible "atrapar", a la Muerte como tal. O en sí misma. Ralph Hewitson siempre se tomó como una cuestión muy personal el hecho de que él o cualquier otra persona tuviera que morir.Sin duda, todos atravesamos esta etapa de horror y de afrenta cuando somos chicos. Luego sepultamos el trauma en el fondo de nuestra mente. Lo encerramos en nuestro desván mental y reaparece recién en nuestros últimos días. Algunas veces se mantiene tan ofensivo como siempre, pero en nuestros días gracias a la proliferación de los centros de Tanatología y la reinterpretación del morir como un estado alterado de la conciencia— se ha ido transformando en un amigo, una parte intrínseca de uno mismo, la piedra angular del arco de la vida.Hewitson, de todas formas, mantenía intacta la vieja visión animista de un invisible ladrón de la vida. Su Tanatoscopio —su aparato/visor de la muerte— estaba destinado a ser la máquina instantánea y la jaula que sorprendiera a la Muerte en si misma.En realidad, algunas pruebas científicas sobre la Muerte habían sido llevadas a cabo en los Centros, como complemento de los estudios psicológicos y terapias —pero sólo en el sentido de pesar el cuerpo antes y después de la muerte para comprobar si se producía una mínima pérdida de peso, como producto de la partida del alma, o usando aura fotográfica para tratar de plasmar esta partida en una película. Ninguno de estos investigadores trató jamás de demostrar el hecho inverso: la llegada de la Muerte como una fuerza activa.Hewitson era un hombre alto y moreno, permanentemente encorvado, como si nunca hubiera confiado en el hecho de que las puertas eran lo suficientemente altas como para dejarlo pasar.—Me pregunto si el portal de la Muerte me cederá el paso cuando llegue mi hora —me dijo una vez, con su humor negro—. ¿O me quedará atascado? ¿Mitad adentro, mitad afuera? Sabes, he estado pensando en que tal vez los zombies sean simplemente personas que se quedan atascadas en esa puerta. Sus mentes conscientes ya han pasado, pero sus mentes automáticas se quedan de nuestro lado, moviendo mecánicamente los cuerpos.—Te refieres al sistema nervioso autónomo, ¿no es así, Ralph?—¿Lo hago, lo hago?Yo había llegado al Centro Tanatológico de la Calle Seis hacía apenas tres meses. Venía del Colegio de NeoTeología, después de haberme graduado como especialista en la Muerte-de-Dios, y fue algo así como un choque para mi encontrar a alguien que —si bien no creía en Dios— de cualquier modo era un firme exponente de la doctrina de la muerte encarnada. Pero me había acostumbrado a su humor negro, que sazonaba la obsesión con un cierto sabor a pimienta.Sin duda éste era el modo en que él desarrollaba su propia especialización en torno al morir —hacía que la muerte luciera como una farsa, una comedia de los hermanos Marx. Esta forma de aproximación quizás obrara maravillas sobre cierta gente. Me topé con ellos. Odian ser contemplativos con respecto a su deceso. Piensan que es mojigatería. Mientras que con otras personas que aún tienen miedo, bueno, una broma puede ser un tónico para los nervios.Por supuesto, para Ralph, en el fondo, éste no era un tema cómico.Se me ofreció una visita guiada a la máquina, en su oficina del cuarto piso del Centro. Era un cuarto agradable y soleado, con una Danza de la Muerte medieval enmarcada en dorado sobre una pared y, en contraste, un mural en colores del Taj-Mahal en la otra. La máquina, que ocupaba casi todo el espacio libre que quedaba en el piso, era la "mitad excluida" entre el horror y la paz suprema. Ralph, de todos modos, la había incluido: no era un manera de saludar a la Muerte con miedo o con alegría pero sí con una condenada determinación por capturarla.Había un féretro-cama-de-agua, implantado con medisensores, puesto dentro de una jaula de Faraday delicadamente afiligranada, que podía detener cualquier tipo de radiación electromagnética o aislar cualquier radiación surgida de su interior. Rodeando la jaula había paredes de vidrio polarizable que podían volverse completamente opacas y transformarse en un infinito espejo interno. Pequeñas cámaras y espejos habían sido montados sobre varillas de plata, y en la parte externa de las paredes de vidrio había pantallas fluorescentes, un medidor de electrones y una especie de periscopio cubierto. También había olfateadores químicos, pequeños y altamente sensibles (una parte en un billón) alertas a la feromona de la Muerte, el complejo químico que suelta el cuerpo moribundo en porciones ínfimas. Eso que algunas veces llamamos sudor cadavérico. Este producto químico es análogo a la feromona de atracción sexual expelida por los humanos y todas las demás criaturas, y personalmente pienso que es un subproducto de la evolución: una señal de alarma para los otros en la vecindad.La mayoría de las muertes en la antigüedad habrían sido violentas, de un modo u otro, y traído problemas. Hewitson, por supuesto, pensaba distinto. Consideraba la acción de esta molécula también como una señal de atracción. Era algo que la Muerte olfatearía, y sobre lo que se abalanzaría como una polilla en celo. El orgasmo mortal no podría ocurrir hasta que la Muerte fuera llamada. Esto cuenta para ciertas muertes excesivamente demoradas; los cuerpos de esa gente simplemente no pudieron producir suficiente feromona.Respetuoso de las formas, Hewitson se las había arreglado para conseguir cantidades pequeñas de este sudor cadavérico sintetizado, y había construido algunos prototipos de trampas para la muerte diseñadas para expelerlo en dosis y para cerrarse sobre lo que fuera que se abalanzara sobre la molécula... sin ningún éxito. Así que llegó a la conclusión de que era necesario un cuerpo muerto en el lugar.A pesar de sus escrúpulos respecto a quitar la vida —lo que lo hacía sentirse como sacrificando a la Muerte— Hewitson había equipado su segunda generación de trampas con animales moribundos. Pero nuevamente sin ningún resultado. A raíz de lo cual concibió la idea de que las muertes de los animales y la muerte de las personas podían ser esencialmente diferentes. (Empezó a interesarse por la doctrina católica que dice que los animales no tienen alma y son meros objetos automáticos.)Incorporadas a su máquina perfecta también había pequeñas canillas de feromona con la provisión de gotas del producto químico aisladas al vacío y adosadas a las mini-jaulas de Faraday.Su idea era Imitar a la Muerte: auto-hipnotizarse en un trance mortuorio, y luego abrir las canillas.—¿Quieres que yo me tienda ahí adentro? —le pregunté—. ¿Es a eso a lo que conduce todo esto?—¿Y a continuación suelto la inexistente bocanada de cianuro? —sugirió, riéndose entre dientes—. No, Jonathan, nada de eso. Pero por supuesto que puedes intentarlo si lo deseas. Esta será una cama famosa dentro de poco. Mucho más famosa que las camas históricas en donde durmieron la Buena Reina Isabel, o Lincoln, o Shakespeare. Adelante, no soy el propietario.—Bueno, gracias, pero no.—Me pregunto si debería equiparlo con gas de cianuro o algo así. De ese modo no sólo atraparía a la Muerte sino que también acabaría con ella. Después de todo, si es legal dispararle a alguien que encuentras robando en tu departamento... bueno, la Muerte en comparación, es un asesino masivo. El criminal más grande.No podría decir si estaba bromeando o hablando en serio. Ralph continuó.—Me pregunto si, en ese caso, yo estaría matando a la muerte en general, o sólo a la muerte personal de aquel que estuviera en el interior de la máquina.—Mucha gente muere a cada segundo, Ralph. Simultáneamente. Aun si esta Muerte tuya va a la velocidad de la luz...—Está bien, veo adónde quieres llegar. Supongo que la muerte puede ser general y particular, también —Fingió una tos y tartamudeó un momento—. Si mato a la muerte particular... si la barro con el nombre propio de esta persona en particular sobre ella, si la quito del camino, golpeándola, aplastándola, vaporizándola... esta persona... —Su mano trazó el contorno de su sujeto voluntario, tan sensualmente como un soldado atrapado en una selva a cientos de kilómetros de un burdel—. ¿Esta persona viviría para siempre? ¿Habría perfeccionado un tratamiento de inmortalidad? ¡Qué ironía, Jonathan, para la Fundación de Tanatología, vencer su propio propósito! —Su voz se aplacó, susurrando en tono conspiratorio—... Ni una palabra de esto a nadie. Tu Colegio de Neo-Teología se levantaría en armas.—Supongo que es una buena manera de persuadir a la gente para que se preste voluntariamente —bromeé a mi vez— ¡Atención, atención! ¡Acérquense! Vengan a la Jaula de la Muerte de Hewitson y los hará inmortales con un silbido... de gas cianuro! Oh, pero te estás olvidando de algo, Ralph. De esa forma matarías al sujeto antes de atrapar a su muerte. El bebé y el baño de agua, Ralph. ¡El bebé y el baño de agua!—Oh.. —Ralph parecía alicaído.Pero todo esto era dar vueltas sobre lo mismo.—-¿Vas a probarlo tú mismo, entonces? —le pregunté, más seriamente-—. ¿Pero sólo simulando la muerte? ¿Actuando? ¿Me imagino que eso será con la ayuda de Swami?Swami es el diminutivo cariñoso de nuestro consejero indio, el señor Ananda. Ananda había sondeado la inserción de la muerte en el estado de unidad océanica más profundamente que cualquier otra persona que yo conociera. (Un estado oceánico, por un lado, pero también lo comparaba con la penetración de una cápsula espacial que deja atrás la tierra conocida y entra en una órbita donde todos los detalles mínimos son borrados por el abismo del interminable mar de la muerte espacial.) Ananda había usado técnicas de meditación profunda y auto-hipnosis de origen indio, para sondear esta estación en el camino hacia la nada—algunas veces acompañando a la muerte en su caída, en otras en la misma cúspide, en profunda armonía con ella— antes de volver a la vida para hacer un informe sobre esto. No es necesario decir que el Sr. Ananda nunca se encontró con la Muerte —con el Señor M.— en sus viajes.—Estuve tomando lecciones —asintió Ralph—. Admito que no me he dedicado años a esto, como él. Pero pienso que puedo encontrarle la vuelta. Lo pienso. Cuando pueda llegar a la profundidad adecuada, mis propias ondas mentales de theta-tanatos comenzarán a destilar la feromona de la muerte.—¿Cuándo va a pasar todo esto?—El próximo martes. Necesito algunos testigos. Ananda se ha prestado voluntariamente, aunque piensa que mis motivos son... bueno, tú sabes. Pero se ha hecho un rato en su agenda.—Yo puedo dedicarte un tiempo también, Ralph.—Buen chico. Ahora mira...Me mostró cómo el periscopio, la fibra óptica, y los espejos permitían que el observador viera el interior de la jaula aun cuando las paredes de vidrio se oscurecieran. Cuando miré a través del periscopio cubierto hacia el interior, iluminado por una luz nacarada, el féretro vacío se duplicó a si mismo tal vez una docena de veces en todas direcciones, antes de perderse en una espesa niebla dorada, mientras la red afiligranada de la jaula de Faraday se superponía una y otra vez en los espejos.Llegó el martes. Además de Hewitson y Swami y yo, estaba también la Dra. Mary Ann Sczepanski, la médica de la fundación, que lucía adorable gracias a sus ajustadas trenzas plateadas y al saco blanco da rigueur, que le marcaba la silueta como si fuera una estatua de mármol color marfil.Así que la ratonera estaba montada, con el queso gigante —Hewitson— listo para tenderse en ella, perfumado con Gorgonzola sintético para atraer a la muerte (aunque sería un olor que ninguno de nosotros podría olfatear conscientemente), una trampa de la variedad no-letal.—Es mucho, mucho mejor que lo haga ahora —sonrió satisfecho Ralph hamacándose un poco ante la evidente desaprobación de Swami Ananda al tiempo que, embutido en una fina bata de lino, se introducía en la jaula de Faraday, cuidando de no tocar ninguno de los cables de alrededor. Se tendió sobre el féretro de agua.Cerré la puerta con la llave de oro de Ralph, de acuerdo a las instrucciones. Me colgué la cadena alrededor del cuello. Después puse en funcionamiento la corriente de la jaula, a muy baja intensidad. Zumbó débilmente.Las paredes de vidrio descendieron y se cerraron, conservando aún su transparencia. La recirculación del aire se puso en funcionamiento.—Pareces Blancanieves —gritó Mary Ann, mientras le controlaba los signos vitales en el monitor—. ¿Pero adónde está la manzana envenenada?Al oírla, Ralph movió la cabeza irónicamente en dirección al Sr. Ananda. Después se serenó, mientras Ananda comenzaba a entonar en voz alta un monótono refrán en sánscrito, que Ralph aceptó repetir, supongo, aunque no pude oír su voz.Enseguida Ralph alzó una mano y yo opaqué las paredes de vidrio.Cuando espié por el periscopio, estaba tendido inmóvil, luciendo adecuadamente pálido y casi cadavérico en medio de la iluminación nacarada. Estaba tendido junto a su propio reflejo, que se extendía junto a otro reflejo. Todos codo a codo con los demás. Cada uno en su jaula iluminada, cuyos barrotes se iban engrosando a medida que los cuerpos se multiplicaban. Era fácil perder el foco central, y perderse. En ese momento, la máquina de Ralph lucía más que nada como un aparato para cadáveres donados.El descenso al trance mortuorio tomó casi una hora. Mary Ann controló los signos vitales de Ralph todo el tiempo, sin perder detalle. El sol que entraba por la ventana daba de lleno sobre lo que parecía un gran bloque de mármol, un Kaaba blanco, un mausoleo. Un sucio pichón se contoneó de un lado a otro sobre el alféizar de la ventana durante un momento, A lo lejos se elevaban los ruidos de la calle, y algunas veces se dejaban oír aleteos. Fuera de eso, todo estaba en silencio.El Sr. Ananda observó en las pantallas de las ondas mentales. Señaló una de ellas con un fino dedo oscuro de uña impecablemente cuidada.—Aquí está el comienzo del ritmo tetha-tanatos.Me coloqué la capucha del periscopio en la cabeza y escuché solamente la voz de Swami.—Los otros ritmos se han aplacado. Tomará cuatro o cinco minutos más antes de que el theta-tanatos alcance su plenitud como para abrir la canilla de la feromona.Pero yo no estaba dispuesto a abandonar mi posición privilegiada. No tenía intención de perderme nada —no porque creyera que fuera a haber algo (y de cualquier forma había una cámara de video en funcionamiento). Pero soy así. Déjenme en la cima de una colina y pídanme que cuente estrellas fugaces y estaré mirando toda la noche, por un amigo.—Ah... la feromona está saliendo —anunció el Sr. Ananda.Inspiré reflexivamente, a pesar de que no hubiera olido a nada, estuviera el experimento rodeado de vidrios o no.Miré el extremo de la aguja, cerca de la pantorrilla desnuda de Ralph, esperando —bajo las órdenes de Mary Ann— para inyectar una dosis masiva de estimulantes, en caso de que fuera necesario. Mantuve mi mano sobre el botón que multiplicaría cincuenta veces la potencia del interior de la jaula de Faraday.Lo que vi entonces no fue grabado por la cámara. ¡Cómo si el video que no pudiera registrar la luz a medida que yo la veía, como si proviniera de un espectro completamente diferente! Pero mis ojos lograron verlo...lo juro.Una cosa roja (sólo que no era "roja") apareció abruptamente, colgando sobre el pecho de Ralph. Se asemejaba a un murciélago, a una polilla gigante, a un ángel de árbol de Navidad iluminado por la luz del fuego. Revoloteaba, parecía danzar dentro y fuera de la existencia. Tenía los ojos vidriosos y grandes y un pequeño hocico agudo. Tenía garras como escalpelos, al extremo de unas alas (si es que eran alas) que parecían velos, como los espolones que se suelen adosar a las patas de los gallos de riña. (Me di cuenta de que estaba viendo lo que mis ojos y mi mente podían percibir, no necesariamente lo que en realidad había allí.)—¡Theta final! —cantó el Swami, que no podía ver nada de esto—. Estimulantes, Mary Ann.—¡Ya está! Los signos muestran... Apreté mi botón, también, al mismo tiempo. No fue necesario. Lo que fuera que Ralph hubiera dispuesto para disparar la energía de la jaula, ya había funcionado.La aguja se había hundido en la pantorrilla de Ralph. Pegó un salto, como una de las ranas de Galvani.Se sentó muy erguido sobre el féretro de agua, con los ojos desmesuradamente abiertos.La cosa roja saltó sobre él, revoloteando, desplazándose adentro y afuera (pero más adentro que afuera). Golpeó contra el costado de la jaula y dio la impresión de que pasaba a través de la filigrana electrificada. Y de las paredes de vidrio, también. Pero no: los atravesó sin penetrar en el cuarto en donde estábamos. Se metió adentro de uno de los reflejos de la jaula, sin dejar ningún "original" en la jaula real. Recién entonces me di cuenta que se había visto una sola cosa desde la primera aparición. Ningún reflejo. Ningún duplicado. Muchos reflejos de Ralph, paro ninguno de la cosa. ¿Cómo podía algo visible a mis ojos no reflejarse en un espejo? Tal vez eso tenía relación con su esencia indivisible.La polilla roja cruzó de una jaula fantasma a la siguiente, rodeando al verdadero Ralph Hewitson. Pero a medida que se alejaba, los barrotes dorados se engrosaban. Ahora volaba dentro de una pared de creciente densidad, un mar de almíbar. No podía ir mucho más allá, a través de las reflexiones.Ralph, sentado muy erguido y siguiendo los movimientos de la cosa con la mirada, movió ambas manos en el aire. El aire por encima del féretro real estaba, por supuesto, vacío. El visitante —la Muerte— no estaba allí. Pero todas las manos de todos sus reflejos se movieron en el aire al mismo tiempo, en todas las lunas de la jaula. Parecía saber exactamente lo que estaba haciendo.La Muerte se sacudía frenéticamente alrededor del circuito, de una jaula a otra, para huir de las manos de Ralph. Pero todo era una jaula para Ralph.La atrapó... ¡La atrapó! En una jaula distante tres veces de la original, sus manos reflejadas se cerraron sobre la cosa y la sostuvieron con firmeza. Sus verdaderas manos —y las de todos los demás reflejos— estaban vacías. Pero no ese par. No ése. Tenían sujeta a la polilla roja. Al murciélago. A la Muerte.La Muerte azotaba las manos de su captor con las garras de las alas e intentaba arrancárselas con el pico. La sangre corría por las manos y las muñecas en ese reflejo. El verdadero Ralph gritó de dolor. Pero sus manos no mostraban la más mínima herida. Solamente la imagen de las manos de la jaula donde tenía atrapada a la criatura estaban desolladas, pero él sentía el dolor. Siguió luchando con la criatura. Con el rostro desencajado, continuó: dos manos que se debatían en el aire, con los nervios a la vista. Y a pesar de lo mucho que lo hería, a pesar de la carne que le arrancaba de sus dedos fantasmales, sus falanges seguían aferrándola con seguridad en la tercera reflexión.—¿Que está pasando? —exclamó Mary Ann—. ¡Está reaccionando demasiado a los estimulantes! ¿Qué está pasando, Jon?—¡Está luchando con la Muerte! —grité—. ¡Ha atrapado a la Muerte y está luchando con el!Entonces Ralph volvió el rostro en mi dirección —hacia donde sabía que yo debía estar.—¡Despolariza! —bramó—. ¡Transparente los vidrios!Me libré de la capucha del periscopio, encontré la lleve y la apreté. Inmediatamente, todos pudimos ver a través de la jaula. Y por supuesto, todos los mundos reflejados en todas las lunas espejadas habían desaparecido.Pero Ralph seguía luchando, ¡con el aire! Sus dedos aún intentaban agarrar algo. Oh, yo podía ver lo que estaba haciendo, aunque para los demás debía parecer una pantomima demencial. Estaba dejando libre a la Muerte para poder retenerla en un solo puño... ¿Para arrojarla lejos de sí? No, él nunca soltaría a la Muerte, ahora que había triunfado. Mantuvo en alto su mano aprisionada, en una especie de saludo, sonriendo con satisfacción en medio de la agonía, mostrando los dientes.—¡Corten la corriente! —ordenó ásperamente.Apreté el bulbo. El zumbido cesó.—¡Abre la jaula, Jonathan! —Aun en medio del dolor, se obstinaba en no abreviar mi nombre.Dudé un momento. ¿Realmente estaba a punto de permitir la entrada de la Muerte en el mundo? Pero sin el fluir de la corriente, supuse que un lío de cables no podía ser un obstáculo.Ralph percibió mis dudas.—¡Estúpido, la tengo atrapada! —gritó en mi cara desde el otro lado de los cables. Los podría haber roto a la fuerza, pero aun a esa altura de los acontecimientos no tenía ningún deseo de dañar parte alguna de su invención.—De cualquier forma, no está aquí. No en este "aquí". Sigue en la tercera reflexión, ¡y la tengo atrapada allí!¿La tenía? ¿Realmente la tenía? ¿O era el dolor, tan profundamente metido en sus nervios arrancados y en sus falanges descubiertas lo que lo hacía pensar que la tenía? ¿Estaba sintiendo la pelea en la forma en que un amputado sigue sintiendo un intenso dolor en el miembro seccionado? Mientras continuaba removiendo el aire y mordiéndose los labios, no pude creer que fuera de ese modo. Los reflejos se habían ido, adonde quiera que se van los reflejos cuando desaparecen, pero la reflexión de su mano seguía agarrando a la Muerte allá, imitando la forma y la posición de la real.Me quité la llave del cuello, haciendo saltar la cadena en el apuro. Le fallé a la cerradura varias veces hasta que la pude introducir y abrí.Empujé la puerta. Ralph se arrastró afuera y se quedó de pie allí, el brazo estirado y su mano cerrada, vacía, con el triunfo y el tormento en su rostro.Ya han pasado tres días. Ralph no ha pegado un ojo. Dudo de que la pueda dejar ir ahora aunque quisiera. Su mano y la Muerte están muy entremezcladas: las garras incrustadas en los huesos, los huesos ligados a las alas. Su mano se mantiene encorvada como las de los artríticos, incapaz de flexionarse, pero, en apariencia, perfectamente sana. "Calambre histérico" es el diagnóstico de la Dra. Sczepanski. No cree en lo que yo vi. Swami Ananda tampoco. Saben que no existe una cosa como la Muerte, y la filmación únicamente muestra a Ralph en la jaula, solo, de pronto erguido y moviendo las manos en el aire vacío.Ahora estoy con él en su oficina. Es de noche. Muchas defunciones se producen a las tres de la madrugada: ése es el punto letal que separa la noche del día, la hora de la desesperación, el nivel más bajo de los ritmos corporales. Ahora es la una y media. Ralph se mantiene hundido en su silla, despierto a causa del dolor, con su mano agarrotada descansando sobre el escritorio.—Lo viste, Jonathan.—Lo vi, sí.Mary Ann cree que me auto-hipnoticé de tanto mirar por el periscopio en aquel cuarto de reflexiones. Mi atención se desvió hacia los espejos. Estaba virtualmente en un estado de pérdida sensorial. Estaba alucinándome, a lo grande y con toda libertad, cuando Ralph se irguió y comenzó su fantasmal pelea. Tenía una mancha en mi propio ojo. Le di una vida irreal —igual que Ralph, hundido en un profundo trance, sintiendo la sangre bombeada por su corazón, viendo esa sangre corporizada en el aire con la forma del gallo, del murciélago, de la polilla de la muerte.—Ahora me crees, Jonathan, ¿verdad?—¿Creer? Lo sé.Así que Ralph está sentado frente a mi, sosteniendo a la Muerte en el extremo de su brazo extendido. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuando la Muerte logre escapar al fin de él, volará a cualquier otro lado, o vendrá directamente hacia aquí? ¿Llegando a su meta, para colgarse de la mano real cuyo reflejo la tiene acorralada, cautiva en el reino de las reflexiones?—Siento como si mis huesos se estuvieran separando de mi —gime Ralph. Pero tal vez no es así en absoluto—. Esta mano aún es sólida. ¡Oh, mi carne tan, tan sólida! Pero no puedo verlos: mis otros huesos. Sólo siento. ¡Dios, lo que siento!—Déjala ir. Abre tu mano.—No puedo, Jonathan. No puedo.Son las dos menos cuarto. Afuera, la ciudad están tan quieta como un sepulcro. Noche silenciosa: Ralph está demasiado cansado como para gritar.Juntos, esperamos.

BERENICE - E. A. POE

BERENICE
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Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,
curas meas aliquantulum fore levatas.
(Ebn Zaiat)
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La desdicha es muy variada. La desgracia cunde multiforme en la tierra. Desplegada por el ancho horizonte, como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, a la vez tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada por el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza ha derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Igual que en la ética el mal es consecuencia del bien, en realidad de la alegría nace la tristeza. O la memoria de la dicha pasada es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no diré mi apellido. Sin embargo, no hay en este país torres más venerables que las de mi sombría y lúgubre mansión. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios; y en muchos sorprendentes detalles, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en los tapices de las alcobas, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero sobre todo en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca, y, por último, en la naturaleza muy peculiar de los libros, hay elementos suficientes para justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con esta mansión y con sus libros, de los que ya no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es inútil decir que no había vivido antes, que el alma no conoce una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos este punto. Yo estoy convencido, pero no intento convencer. Sin embargo, hay un recuerdo de formas etéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales y tristes, un recuerdo que no puedo marginar; una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, vacilante; y como una sombra también por la imposibilidad de librarme de ella mientras brille la luz de mi razón.
En esa mansión nací yo. Al despertar de repente de la larga noche de lo que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y de la erudición monásticos, no es extraño que mirase a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi niñez entre libros y disipara mi juventud en ensueños; pero sí es extraño que pasaran los años y el apogeo de la madurez me encontrara viviendo aun en la mansión de mis antepasados; es asombrosa la parálisis que cayó sobre las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión completa en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades del mundo terrestre me afectaron como visiones, sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños, por el contrario, se tornaron no en materia de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi cínica y total existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la mansión de nuestros antepasados. Pero crecimos de modo distinto: yo, enfermizo, envuelto en tristeza; ella, ágil, graciosa, llena de fuerza; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo, entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando sin preocuparse de la vida, sin pensar en las sombras del camino ni en el silencioso vuelo de las horas de alas negras. ¡Berenice! —Invoco su nombre—, ¡Berenice! Y ante este sonido se conmueven mil tumultuosos recuerdos de las grises ruinas. ¡Ah, acude vívida su imagen a mí, como en sus primeros días de alegría y de dicha! ¡Oh encantadora y fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces..., entonces todo es misterio y terror, y una historia que no se debe contar. La enfermedad —una enfermedad mortal— cayó sobre ella como el simún, y, mientras yo la contemplaba, el espíritu del cambio la arrasó, penetrando en su mente, en sus costumbres y en su carácter, y de la forma más sutil y terrible llegó a alterar incluso su identidad. ¡Ay! La fuerza destructora iba y venía, y la víctima..., ¿dónde estaba? Yo no la conocía, o, al menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por aquella primera y fatal, que desencadenó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, hay que mencionar como la más angustiosa y obstinada una clase de epilepsia que con frecuencia terminaba en catalepsia, estado muy parecido a la extinción de la vida, del cual, en la mayoría de los casos, se despertaba de forma brusca y repentina. Mientras tanto, mi propia enfermedad —pues me han dicho que no debería darle otro nombre—, mi propia enfermedad, digo, crecía con extrema rapidez, asumiendo un carácter monomaníaco de una especie nueva y extraordinaria, que se hacía más fuerte cada hora que pasaba y, por fin, tuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así tengo que llamarla, consistía en una morbosa irritabilidad de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no me explique; pero temo, en realidad, que no haya forma posible de trasmitir a la inteligencia del lector corriente una idea de esa nerviosa intensidad de interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no hablar en términos técnicos) actuaban y se concentraban en la contemplación de los objetos más comunes del universo.
Reflexionar largas, infatigables horas con la atención fija en alguna nota trivial, en los márgenes de un libro o en su tipografía; estar absorto durante buena parte de un día de verano en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme toda una noche observando la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente una palabra común hasta que el sonido, gracias a la continua repetición, dejaba de suscitar en mi mente alguna idea; perder todo sentido del movimiento o de la existencia física, mediante una absoluta y obstinada quietud del cuerpo, mucho tiempo mantenida: éstas eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, en realidad no único, pero capaz de desafiar cualquier tipo de análisis o explicación.
Pero no se me entienda mal. La excesiva, intensa y morbosa atención, excitada así por objetos triviales en sí, no tiene que confundirse con la tendencia a la meditación, común en todos los hombres, y a la que se entregan de forma particular las personas de una imaginación inquieta. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, una situación grave ni la exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado por un objeto normalmente no trivial, lo pierde poco a poco de vista en un bosque de deducciones y sugerencias que surgen de él, hasta que, al final de una ensoñación llena muchas veces de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece completamente y queda olvidado. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque adquiría, mediante mi visión perturbada, una importancia refleja e irreal. Pocas deducciones, si había alguna, surgían, y esas pocas volvían pertinazmente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran agradables, y al final de la ensoñación, la primera causa, lejos de perderse de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo primordial de la enfermedad. En una palabra, las facultades que más ejercía la mente en mi caso eran, como ya he dicho, las de la atención; mientras que en el caso del soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían realmente para aumentar el trastorno, compartían en gran medida, como se verá, por su carácter imaginativo e inconexo, las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio, De amplitudine beati regni Dei [La grandeza del reino santo de Dios]; la gran obra de San Agustín, De civitate Dei [La ciudad de Dios], y la de Tertuliano, De carne Christi [La carne de Cristo], cuya sentencia paradójica: Mortuus est Dei filius: credibile est quia ineptum est; et sepultus resurrexit: certum est quia impossibile est, ocupó durante muchas semanas de inútil y laboriosa investigación todo mi tiempo.
Así se verá que, arrancada, de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón se parecía a ese peñasco marino del que nos habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la furia más feroz de las aguas y de los vientos, pero temblaba a simple contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador desapercibido pudiera parecer fuera de toda duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desgraciada enfermedad me habría proporcionado muchos temas para el ejercicio de esa meditación intensa y anormal, cuya naturaleza me ha costado bastante explicar, sin embargo no era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, la calamidad de Berenice me daba lástima, y, profundamente conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos mecanismos por los que había llegado a producirse una revolución tan repentina y extraña. Pero estas reflexiones no compartían la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran como las que se hubieran presentado, en circunstancias semejantes, al común de los mortales. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se recreaba en los cambios de menor importancia, pero más llamativos, producidos en la constitución física de Berenice, en la extraña y espantosa deformación de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, mis sentimientos nunca venían del corazón, y mis pasiones siempre venían de la mente. En los brumosos amaneceres, en las sombras entrelazadas del bosque al mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche ella había flotado ante mis ojos, y yo la había visto, no como la Berenice viva y palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, sino como su abstracción; no como algo para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como tema de la más abstrusa aunque inconexa especulación. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado mucho tiempo, y que, en un momento aciago, le hablé de matrimonio.
Y cuando, por fin, se acercaba la fecha de nuestro matrimonio, una tarde de invierno, en uno de esos días intempestivamente cálidos, tranquilos y brumosos, que constituyen la nodriza de la bella Alcíone estaba yo sentado (y creía encontrarme solo) en el gabinete interior de la biblioteca y, al levantar los ojos, vi a Berenice ante mí.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la incierta luz crepuscular del aposento, los vestidos grises que envolvían su figura los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. Ella no dijo una palabra, y yo por nada del mundo hubiera podido pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado cruzó mi cuerpo; me oprimió una sensación de insufrible ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma, y, reclinándome en la silla, me quedé un rato sin aliento, inmóvil, con mis ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era extrema, y ni la menor huella de su ser anterior se mostraba en una sola línea del contorno. Mi ardiente mirada cayó por fin sobre su rostro.
La frente era alta, muy pálida, y extrañamente serena; lo que en un tiempo fuera cabello negro azabache caía parcialmente sobre la frente y sombreaba las sienes hundidas con innumerables rizos de un color rubio reluciente, que contrastaban discordantes, por su matiz fantástico, con la melancolía de su rostro. Sus ojos no tenían brillo y parecían sin pupilas; y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar sus labios, finos y contraídos. Se entreabrieron; y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la desconocida Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Quiera Dios que nunca los hubiera visto o que, después de verlos, hubiera muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo, y, al levantar la vista, descubrí que mi prima había salido del aposento. Pero de los desordenados aposentos de mi cerebro, ¡ay!, no había salido ni se podía apartar el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni una mota en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una mella en sus bordes había en los dientes de esa sonrisa fugaz que no se grabara en mi memoria. Ahora los veía con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí, y allí, y en todas partes, visibles y palpables ante mí, largos, finos y excesivamente blancos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el mismo instante en que habían empezado a crecer. Entonces llegó toda la furia de mi monomanía, y yo luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los muchos objetos del mundo externo sólo pensaba en los dientes. Los anhelaba con un deseo frenético. Todos las demás preocupaciones y los demás intereses quedaron supeditados a esa contemplación. Ellos, ellos eran los únicos que estaban presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los examiné bajo todos los aspectos. Los vi desde todas las perspectivas. Analicé sus características. Estudié sus peculiaridades. Me fijé en su conformación. Pensé en los cambios de su naturaleza. Me estremecí al atribuirles, en la imaginación, un poder sensible y consciente y, aun sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. De mademoiselle Sallé se ha dicho con razón que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía seriamente que toutes ses dents étaient des ídées. Des idées! ¡Ah, este absurdo pensamiento me destruyó! Des idées!¡Ah, por eso los codiciaba tan desesperadamente! Sentí que sólo su posesión me podría devolver la paz, devolviéndome la razón.
Y la tarde cayó sobre mí; y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon alrededor, y yo seguía inmóvil, sentado, en aquella habitación solitaria; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible dominio, como si, con una claridad viva y horrible, flotara entre las cambiantes luces y sombras de la habitación. Al fin irrumpió en mis sueños un grito de horror y consternación; y después, tras una pausa, el ruido de voces preocupadas, mezcladas con apagados gemidos de dolor y de pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo las puertas de la biblioteca, vi en la antesala a una criada, deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había sufrido un ataque de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, ya estaba preparada la tumba para recibir a su ocupante, y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca, y de nuevo solo. Parecía que había despertado de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero no tenía una idea exacta, o por los menos definida, de ese melancólico período intermedio. Sin embargo, el recuerdo de ese intervalo estaba lleno de horror, horror más horrible por ser vago, terror más terrible por ser ambiguo. Era una página espantosa en la historia de mi existencia, escrita con recuerdos siniestros, horrorosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero fue en vano; mientras tanto, como el espíritu de un sonido lejano, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. Pero, ¿qué era? Me hice la pregunta en voz alta y los susurrantes ecos de la habitación me contestaron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, brillaba una lámpara y cerca de ella había una pequeña caja. No tenía un aspecto llamativo, y yo la había visto antes, pues pertenecía al médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa y por qué me estremecí al fijarme en ella? No merecía la pena tener en cuenta estas cosas, y por fin mis ojos cayeron sobre las páginas abiertas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las extrañas pero sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat: «Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas». ¿Por qué, al leerlas, se me pusieron los pelos de punta y se me heló la sangre en las venas?
Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como habitante de una tumba, un criado entró de puntillas. Había en sus ojos un espantoso terror y me habló con una voz quebrada, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí unas frases entrecortadas. Hablaba de un grito salvaje que había turbado el silencio de la noche, y de la servidumbre reunida para averiguar de dónde procedía, y su voz recobró un tono espeluznante, claro, cuando me habló, susurrando, de una tumba profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro y de sangre. No contesté nada; me tomó suavemente la mano: tenía huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había en la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un grito corrí hacia la mesa y agarré la caja. Pero no pude abrirla, y por mi temblor se me escapó de las manos, y se cayó al suelo, y se rompió en pedazos; y entre éstos, entrechocando, rodaron unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos objetos blancos, de marfil, que se desparramaron por el suelo.

SI VIENE DAMON


SI VIENE DAMON
Charles L. Grant

-
La niebla, hálito nocturno del río, se arremolinaba sin un susurro en la tupida
copa de un olmo y rodeaba sin un crujido la base de una chimenea; acariciaba las
luces de los porches y, al pasar, las velaba; caía sobre las farolas de las calles y, en su
caída, hacía borrosa su luz. La niebla llegó con la medianoche y permaneció hasta el
alba, sin que un soplo de viento acudiera a devolver su brillo a las luces.
Frank se estremeció y apretó más el cuello de su gabardina, asiéndolo
firmemente con una mano mientras con la otra se limpiaba las gotas de agua que
resbalaban de su cabello, corto y moreno. Emitió un silbido penetrante pero, pese a
su gran atención, no apreció respuesta alguna, ni siquiera un eco. Pisó el suelo con
fuerza para sacudirse el frío de la noche otoñal y se encaminó a la siguiente esquina.
Escrutó la niebla y no divisó nada. Frank sabía que el gato se había ido. Lo había
sabido desde el mismo instante en que viera el platillo todavía rebosante de leche en
el porche de atrás. Junto al platillo estaba Damon, sentado con las manos asidas, las
rodillas rígidamente apretadas una contra otra y los codos pegados a los costados.
Damon estaba aterido pero se negaba a reconocerlo y Frank se había limitado a
alborotar el suave cabello castaño de su hijo y a apretarle el hombro antes de pasar a
la cocina a decirle adiós a su esposa.
Y ahora... Ahora deambulaba por las calles de Oxrun Station en busca de un
animal que sólo había visto una vez, un siamés cruzado de rostro blanco como la
leche, silbando como un tonto temeroso de la oscuridad y buscando la nota que haría
volver corriendo al animal.
Y, mientras caminaba, Frank recordó con desagrado aquella noche de un año
atrás, cuando tras haber bebido demasiado en la fiesta de unos amigos, había
iniciado unos cuchicheos amorosos de más en el oído de una chica, y había
terminado en una esquina de la calle con una mujer a la que sólo conocía
ligeramente. Se habían besado con largura e intensidad y, cuando sus bocas se
separaron, Frank se había vuelto y se había encontrado con Damon, que le miraba
fijamente. El chico había dado media vuelta, había salido a escape, y Frank había
permanecido la mayor parte de la noche fuera, sin saber qué habría oído Susan y
temiendo, sobre todo, lo que Damon pudiera pensar.
Enfrentarse de nuevo al muchacho había sido algo más que horrible, pero
Damon había actuado como si nada hubiese sucedido; después, la sensación de
culpabilidad había ido desapareciendo con el paso de los meses, junto con la
incógnita sin resolver de por qué el muchacho estaba en la calle a aquella hora.
Frank volvió a silbar. Se puso en cuclillas y chasqueó los dedos en dirección a
unos tupidos matorrales en sombras. Volvió a incorporarse y emitió un profundo
soplido. No había ningún gato, ningún coche a la vista y, finalmente, se rindió al
dolor de pies y de espalda y se encaminó a su casa, con paso apresurado. Vio la
niebla que se extendía en el camino ante él, y la dejó rápidamente atrás cruzándola
con decisión.
No era justo, pensó, con las manos hundidas en los bolsillos y los hombros
encogidos como si esperara que le cayera encima un golpe. Damon, con sus escasos
ocho años de edad, había perdido ya dos perros bajo las ruedas de sendos
automóviles, un canario a causa de una enfermedad cuyo nombre ni siquiera era
capaz de pronunciar correctamente, y dos hermanitos, nacidos muertos... El niño iba
a ser problemático. Realmente, empezaba a serlo, con sus lamentos y sus lágrimas
siempre que llegaban las vacaciones y proyectaban algún viaje.
Frank había consultado al doctor Simpson sobre este punto cuando Damon
acababa de cumplir los siete. El médico diagnosticó dependencia emocional; el niño
se asía a las únicas tres cosas de su vida, de su corta vida, que todavía consideraba
permanentes: su hogar, su madre... y Frank.
Y Frank había besado a otra mujer en una esquina y Damon le había visto.
Frank volvió a estremecerse y sacudió la cabeza con rapidez, recordando cómo
el muchacho había aparecido por la oficina al menos una vez al día durante las
anteriores tres semanas, sin decir nada, simplemente quedándose en la acera y
mirando por la ventana. Apenas unos instantes. Lo suficiente para asegurarse de que
su padre seguía allí.
Una vez en casa, pues, Frank se quitó la gabardina y la colgó de la percha, junto
a la puerta. Escuchó una voz, una lejana respuesta y ascendió los escalones de dos en
dos, apresurándose por el pasillo hasta la habitación de Damon, situada junto a la
cocina.
—Lo siento, muchacho —dijo encogiéndose de hombros mientras se hacía un
sitio en un rincón de la cama—. Supongo que se fue a casa.
Damon, una cosita bajo la manta de flores, con aire inocente y tras unas
pestañas largas y rizadas, volvió la cabeza con vehemencia en un gesto de negativa.
—No —respondió—. Esto es la casa. Lo es, papá, de verdad que loes.
Frank se rascó la nuca.
—Bueno, me parece que él no opina exactamente así.
—Quizá se haya perdido, ¿no? Fuera está muy oscuro y da mucho miedo.
Quizá no se atreve a salir del lugar donde se ha refugiado.
—Los gatos jamás... —Frank se detuvo cuando vio la expresión del fino rostro
del pequeño. Entonces asintió y dirigió a éste una contrita sonrisa—: Bien, puede que
tengas razón, hijo. Quizá la niebla le haya desorientado un poco.
La mano de Damon se deslizó en la suya y Frank la apretó mientras pensaba
que el muchacho estaba excesivamente delgado, haciendo que su cabeza pareciera
algo desgarbada.
—Por la mañana —prometió Frank—. Seguiremos por la mañana. Si para
entonces no ha regresado, pediré el día libre y saldremos juntos a buscarlo.
Damon asintió con gesto solemne, retiró la mano y se tapó con la manta hasta la
barbilla.
—¿Cuándo vuelve mamá?
—Dentro de un rato. Hoy es viernes, ¿recuerdas? Los viernes llega siempre
tarde. Y los sábados.
Y también los miércoles y jueves, pensó. Damon asintió otra vez. Cuando Frank
retrocedió hasta la puerta y apagó la luz, el pequeño preguntó:
—Papá, ¿mamá canta bien?
—Como un jilguero, hijo —respondió Frank con una sonrisa—. Como un
jilguero.
Desde la oscuridad, le llegó a Frank la vocecilla:
—Te quiero mucho, papá.
Frank tragó saliva y asintió con un gesto de cabeza, sin darse cuenta de que su
hijo no podía verle.
—Bueno, hijo, a mí también me parece que te quiero. Y ahora será mejor que
descanses un poco.
—Pensé que ibas a perderte en la niebla.
Frank detuvo de inmediato el gesto de cerrar la puerta. También él necesitaba
un buen descanso; aquellas palabras le habían parecido una amenaza.
—Imposible —dijo por último—. Tú siempre saldrías en mi busca, ¿verdad?
—Claro, papá.
Frank sonrió, cerró la puerta y deambuló por la vivienda durante casi media
hora hasta que se descubrió en la cocina, moviendo las manos a los costados en busca
de algo que hacer. Un café. No... Ya había tomado suficiente por aquel día. Sin
embargo, la excursión le había dejado helado, aterido hasta los huesos. Un poco de
leche caliente, quizás. Abrió el frigorífico, observó su interior, sacó una jarra y vació
la mitad de su contenido en un cazo. Colocó éste al fuego y removió la leche con un
dedo cada pocos segundos para comprobar la temperatura. Gato estúpido, pensó;
debería haber una ley que prohibiera hacerle eso a un chiquillo que jamás hería a
nadie, que no tenía nunca a nadie a quien herir.
Se sirvió un vaso de leche, sonriendo al ver que no había derramado una sola
gota, pero no quiso darse la vuelta y mirar el reloj; por el contrario, contempló
fijamente las llamas mientras apuraba el segundo vaso y se preguntó qué sensación
experimentaría si ponía un dedo sobre el fuego. En alguna parte había leído..., creía
haber leído que la zona azulada de la llama, la cercana al centro del fogón, era la más
caliente, y que las otras partes de la llama no eran tan peligrosas. Su mano se
aproximó al fuego, pero finalmente cambió de idea, sin querer arriesgarse a una
quemadura por algo que sólo creía haber leído. Además, tal como estaban las cosas
últimamente, pensó mientras se dirigía al salón, lo más probable era que la
información que creía recordar fuera exactamente la contraria.
Tomó asiento en un sillón junto al televisor, tomó una revista del cesto que tema
al lado y apenas había repasado el índice cuando escuchó cerrarse la portezuela de
un automóvil ante la puerta de la casa. Aguardó, alzó los ojos y sonrió al ver abrirse
la puerta. Susan entró apresuradamente y le mandó un beso con la punta de los
dedos. Formó en sus labios la frase «Vuelvo en un segundo» y corrió escalera arriba.
Susan era mucho más baja que Frank y tenía un cabello negro largo hasta la cintura,
que llevaba suelto para que ondulara al ritmo de su caminar. Llevaba ya algunos
años tomando lecciones de canto y, cuando se trasladaron a Oxrun Station —Damon
contaba entonces cinco años— había encontrado un trabajo como cantante en la
Chancellor Inn. Canciones apasionadas, canciones de amor, baladas lentas, tonadas
picantes; había tenido éxito suficiente como para que la contrataran después de la
primera noche, pero empezaba a cantar tan tarde que Damon no había podido
escucharla todavía. Y, al cabo de seis meses, las dos noches semanales se habían
convertido en cuatro, por lo que Frank se tuvo que acostumbrar a preparar las cenas.
Cuando Susan volvió a aparecer en la escalera, se había quitado el maquillaje y
llevaba puesta una bata verde deslumbrante. Se dejó caer en el sofá situado frente al
sillón de Frank y se frotó las rodillas, los muslos y los brazos.
—Si ese cerdo del batería intenta ponerme las manos encima otra vez, te juro
que le castro.
—Esa no es manera de hablar para una dama —respondió Frank con una
sonrisa—. Si no te andas con cuidado, tendré que castigarte con unos cuantos azotes.
En otros tiempos —hada ya demasiado de eso, pensó Frank— Susan se habría
echado a reír y habrían iniciado un juego que le tendría entretenidos por lo menos
una hora. Sin embargo, últimamente, y sobre todo esa noche, Susan se limitó a
fruncir el ceño como si estuviera tratando con un niño bobo y pesado. Frank hizo
caso omiso del gesto y prestó atención educadamente al relato de la velada de su
esposa, a los chismes sobre los clientes, los cumplidos que le habían dedicado y el
aumento que estaba pidiendo para poder comprarse su propio coche.
—No necesitas ningún coche —dijo Frank sin reflexionar.
—Pero, ¿no te cansas de volver a casa andando cada noche?
Frank cerró la revista y la dejó caer al suelo.
—Los abogados, querida mía, somos una raza sedentaria. El ejercicio me sienta
bien.
—Si no trabajaras hasta tan tarde con esos malditos informes —replicó ella sin
mirarle— y volvieras a la cama a una hora normal, yo te daría todo el ejercicio que
necesitas.
Frank miró la hora. Iban a ser las dos.
—El gato se ha escapado.
—¡Oh, no! —exclamó ella—. Ahora entiendo por qué tienes ese aspecto tan
cansado. ¿Has salido a buscarlo?
Frank asintió y, de pronto, ella se incorporó en el sofá, sentándose con aire
inquieto.
—¿No habrá ido Damon contigo, verdad?
—No. Cuando he vuelto, ya estaba en la cama.
Susan no dijo nada más y se quedó mirándose las uñas. Frank la observó con
atención. Repasó los rizos de su cabello que le caían sobre el rostro y se fijó en la leve
bizquera que revelaba que las lentillas de contacto seguían guardadas en su tocador.
Frank sabía que su mujer había querido decir: «¿No te habrá seguido Damon?». Como
aquella noche bajo la niebla, tras la fiesta; como las repetidas veces ante la oficina;
como las innumerables oportunidades en que el chiquillo parecía simplemente
materializarse en el jardín de la casa, en el parque mientras Frank apuraba un
bocadillo bajo un árbol, en casa de un vecino compañero de juegos, incluso, una
noche en que decía haber tenido una pesadilla y la chica contratada para cuidarle no
quiso hacerle caso.
Como una sombra.
Como una conciencia.
—¿Piensas reemplazarlo? —preguntó Susan. Frank parpadeó—. El gato,
estúpido. ¿Piensas comprarle otro?
Frank negó lentamente con la cabeza.
—Hemos tenido demasiada mala suerte con los animales. No creo que Damon
pudiera asimilar otro golpe.
Susan se levantó del sofá con gesto enérgico y se colocó delante de Frank con
los brazos en jarras, los labios apretados y los ojos como dos rendijas.
—No le haces el menor caso, ¿verdad?
—¿Cómo dices? —repuso él.
—El chiquillo te sigue a todas partes como un perro faldero porque teme
perderte, y tú eres incapaz de comprarle ni siquiera un animal doméstico. Desde
luego, Frank, eres un auténtico caso. Yo me rompo los cascos intentando colaborar
y...
—Con lo que yo gano tenemos suficiente —repuso él rápidamente.
—... y tú pretendes que incluso deje eso —terminó ella.
Frank se puso de pie, se aproximó a Susan y, empujándola con el cuerpo, la
obligó a retroceder.
—Escucha —añadió con voz tensa—: No me importa si cantas un millón de
canciones a la semana, encanto, pero si eso impide que cumplas adecuadamente tus
tareas en la casa...
—¿Mis... tareas?
—Sí, eso mismo. Haré cuanto esté en mi mano para asegurarme de que estés en
casa cuando se supone que debes estar.
—Estás levantando la voz. Vas a despertar a Damon.
La discusión era habitual y repetida, igual que la furia que ponía en tensión los
músculos de Frank. Sin embargo, esta vez Susan no guardó silencio al observar su
cólera. Siguió haciéndole recriminaciones y Frank ni siquiera se dio cuenta de cómo
su mano se alzaba y cruzaba el rostro de ella con una bofetada. Susan retrocedió un
paso, tambaleándose, dio media vuelta para salir de la estancia, y se detuvo.
Damon se encontraba al pie de la escalera.
Se estaba chupando el pulgar y contemplaba a su padre.
—Vete a la cama, hijo —dijo Frank con voz tranquila—. No sucede nada.
Durante la semana siguiente, la tensión en casa casi podía cortarse con un
cuchillo. Damon permaneció levantado esos días hasta muy tarde, sentado junto a su
padre y viendo juntos los programas de televisión, o leyendo párrafos de los libros
favoritos del pequeño. Susan permanecía cerca, pero sin intervenir, murmurando
para sí y jugando con su hijo cuando éste abandonaba por unos instantes la
compañía de su padre; no obstante, la sonrisa de la mujer era cada vez más forzada,
su risa era cada vez más nerviosa y a Frank le pareció bastante claro que Damon
estaba simplemente tolerándola, nada más. Aquello le tenía intrigado. Había sido él
quien había golpeado a Susan, y no al contrario, y la lealtad del muchacho debería
haberse decantado, en esta ocasión, del lado de la madre. Sin embargo, no había sido
así. Y también era evidente que Susan se sentía cada día más resentida del hecho.
Cada hora. Cada vez que Damon se acercaba silenciosamente a Frank y pasaba su
manita por la cintura de éste o la colocaba en su palma o en el bolsillo de su
chaqueta.
Damon empezó a aparecer de nuevo por la oficina hasta que, una tarde, Susan
llegó en el coche, frenó con un chirrido junto a la acera, bajó del vehículo y, asiendo
al chiquillo —que pataleaba y agitaba los brazos furiosamente—, lo lanzó
prácticamente sobre el asiento delantero. Frank saltó de su escritorio y corrió a la
puerta del edificio, acercándose al vehículo. Al llegar a él, se puso a golpear los
cristales hasta que Susan bajó la ventanilla de su lado.
—¿Qué diablos estás haciendo? —susurró Frank, dirigiendo una mirada al
muchacho.
—Tú me golpeaste, ¿lo has olvidado? —replicó ella con un susurro—. Y,
además, estás provocando la alienación de afectos en mi hijo.
Frank se enderezó, sorprendido.
—Esas palabras son típicas de abogados, Susan —musitó a continuación.
—No montemos una escena —replicó ella—. Delante del niño, no.
Frank se apartó apresuradamente de la ventanilla mientras el coche se alejaba
de la acera. Con aire ausente, regresó a su escritorio y permaneció allí en silencio, con
una mano en la barbilla y la mirada perdida en la ventana, mientras la tarde caía y
empezaba a soplar una leve brisa. Su secretaria murmuró algo respecto a un caso
cuya vista estaba señalada para la mañana siguiente y Frank asintió hasta que la
muchacha le miró fijamente, tomó el bolso y la gabardina y salió apresuradamente de
la oficina. Frank continuó asintiendo sin advertir que estaba solo. No hacía más que
darle vueltas a su comportamiento, a lo que habían hecho entre él y Susan para llegar
a la situación actual. Debía de ser culpa del espíritu ambicioso de ambos. Era un
conflicto generacional entre las mujeres hogareñas y las mujeres con carreras
profesionales por delante, entre los hombres a la antigua y los que intentaban
asimilar la nueva situación, sin conseguirlo del todo. Pero él, se dijo Frank, lo había
intentado... o, al menos, eso había creído hasta que los platos empezaron a
amontonarse en el fregadero y el polvo empezó a cubrir los muebles y el pequeño
Damon preguntó si su madre cantaba bien.
Siempre eran los niños quienes salían perjudicados, pensó Frank con gran
irritación.
Esa fue la idea que le guió a principios de diciembre, cuando tuvieron
preparados los papeles para la separación y, de pie en el porche delantero de la casa,
vio desaparecer de Oxrun Station a su mujer y a su hijo, montados en el coche en
dirección sur, hacia la ciudad. Damon había pegado el rostro al parabrisas trasero en
esa ocasión, aplastando las manos y la nariz contra el cristal con el cabello caído
sobre la frente, y le había dicho adiós con la mano.
Te quiero, papá.
Frank se pasó una mano por la nariz y entró en la casa. Buscó alguna botella de
whisky u otro licor y, al no encontrar ninguna, se encaminó directamente a la cama,
desde donde contempló cómo la luz de la luna formaba sombras monstruosas en las
cortinas.
—Papá —había preguntado el chiquillo—, ¿tengo que ir con mamá?
—Me temo que sí. El juez..., bueno, el juez es quien mejor sabe qué hacer en
estos casos, créeme. No te preocupes, Damon. Nos veremos por Navidad. No falta
mucho para eso.
—No me gusta, papá. Me escaparé.
—¡No! Tienes que hacer lo que te diga tu madre, ¿me oyes? Pórtate bien y ve a
la escuela cada día. Yo... te llamaré siempre que pueda.
—La ciudad no me gusta, papá. Quiero quedarme aquí, en Oxrun Station.
Frank no respondió nada.
—Es por esa mujer, ¿verdad?
Frank había levantado la cabeza, pero Susan seguía vuelta de espaldas,
inclinada sobre la maleta que se resistía a cerrarse después de haberse abierto en
pleno transporte, junto a la puerta principal de la casa.
—¿A qué te refieres? —repuso Frank con tono hosco.
—Ya me has oído —murmuró Damon como si nada—. No debiste haber hecho
aquello.
Cuando Susan se incorporó al fin, su sonrisa era grotesca.
Y, al alejarse, Damon le había dicho a su padre: «Te quiero, papá».
Frank se levantó temprano, preparó el desayuno y se detuvo a contemplar el
jardín, apoyado en el quicio de la puerta trasera. Había vuelto a caer la niebla, hecho
nada inusual en aquella época en que la metereología de Connecticut pugnaba por
alcanzar la estabilidad invernal. Pero mientras apuraba el café pensando en lo grande
que se había vuelto la casa —enorme y vacía—, apreció algo que se movía junto al
cerezo, en mitad del jardín. La niebla se arremolinó en torno a la casa, pero Frank
estaba seguro de que...
Abrió la puerta de golpe y gritó:
—¡Damon!
La niebla se hizo más densa y Frank movió la cabeza. Tranquilo, se dijo.
Todavía no has perdido la razón.
Pasaron días.
Y noches.
Llamaba por teléfono a Susan con regularidad, dos veces por semana a horas
preestablecidas. Sin embargo, cuando llegaron las Navidades y terminó el año, Susan
se mostró cada vez más adusta y el niño cada vez más hosco.
—Ahora saca buenas notas, Frank. Me ocupo especialmente de ello.
—Pues no me ha parecido que estuviera nada contento.
—Ha perdido un poco de peso, eso es todo. Padece resfriados con gran
facilidad. Y le cuesta un poco adaptarse a la ciudad, Frank.
—A Damon no le gusta vivir ahí.
—Es su casa y le gustará, ya lo verás.
A mediados de enero, Susan dejó de contestar el teléfono y finalmente,
desesperado, Frank llamó a la escuela, donde le dijeron que Damon llevaba casi una
semana internado en un hospital. Según le dijeron, parecía tratarse de algún tipo de
neumonía.
Cuando esa noche llegó al hospital, la sala de espera estaba llena de mujeres de
ropas oscuras, con pañuelos y gabardinas, que gemían u susurraban por lo bajo,
entre sollozos. Susan estaba de pie junto a la ventana, contemplando las luces de la
ciudad, mucho más frías que las estrellas. Cuando oyó a Frank a su espalda, Susan
permaneció inmóvil, sin volverse. Tampoco respondió cuando él le exigió
explicaciones de por qué no le había contado lo sucedido. Frank la asió por el
hombro y la obligó a dar la vuelta; Susan tenía los ojos hinchados y el rostro moteado
de huellas encarnadas debidas al frío.
—Está bien —exclamó ella al fin—, está bien, Frank. No quería preocuparte.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Si Damon te veía, habría querido regresar contigo a Oxrun Station —dijo al
tiempo que entrecerraba los ojos—. ¡Su casa está aquí, Frank! Tiene que aprender a
vivir en ella.
—Acudiré a un abogado.
—Hazlo —replicó ella con una sonrisa—. Hazlo, Frank.
No tuvo que recurrir a aquel extremo. Al cabo de pocos minutos, consiguió ver
a Damon unos instantes, pero no pudo quedarse mucho tiempo. El chiquillo estaba
bajo una luz mortecina y resultaba casi invisible. Estaba demasiado delgado para
parecer real bajo la tienda de oxígeno, entre tantos tubos y monitores... Era
demasiado frágil, había dicho el doctor en tono profesional y conciliatorio, y había
permanecido demasiado tiempo en aquel estado de debilidad. Frank recordó la
noche en que el gato se había escapado. Al ver a Damon sentado en la escalera del
porche junto al platillo de leche, también él había pensado que el chiquillo estaba
demasiado delgado, pero no le había dado demasiada importancia al hecho.
Frank regresó después de los funerales, desaparecida ya toda su furia. Había
acusado a Susan de asesinato, perfectamente consciente de que se trataba de una
estupidez pero sintiéndose mucho mejor tras ello en su fuero interno. Después, se
había disculpado y, de momento, le habían perdonado.
Frank había bajado del tren, había llorado desconsoladamente, había tomado
aliento y había decidido seguir viviendo.
Al día siguiente, regresó a la oficina, amontonó un puñado de carpetas sobre el
escritorio y se ocultó tras ellas la mayor parte de la mañana. Sólo levantó la mirada
en una ocasión, mientras su secretaria intentaba exponerle la propuesta de un nuevo
cliente. Tras la muchacha, alcanzó a ver la forma difusa de su hijo al otro lado de los
cristales.
—Damon —murmuró.
Apartó a un lado a la secretaria y corrió al exterior del edificio. La niebla
envolvía de blanco la calle y no logró ver nada, ni siquiera el parpadeo del semáforo
en ámbar en la siguiente esquina.
Inmediatamente después del almuerzo, marcó el número de Susan. Miró con
furia el auricular al ver que no respondía nadie y volvió a depositarlo en la horquilla.
Se sentía confuso.
—Tiene mal aspecto, jefe. Está muy pálido —murmuró con aire comedido la
secretaria, al tiempo que señalaba con un lápiz hacia su escritorio—. Ya ha terminado
el trabajo de hoy. ¿Por qué no se marcha a su casa y se acuesta? Ya cerraré yo, no se
preocupe.
Frank sonrió, se volvió mientras la muchacha le sostenía el abrigo, le acarició la
mejilla... y se quedó helado.
Damon estaba junto a la ventana.
No podía ser, se dijo a sí mismo: Damon estaba muerto.
Se tomó dos días de descanso, volvió al trabajo y se perdió en una batalla sobre
una validación de testamento decidida por un juez al cual consideraba cuando
menos senil, siendo caritativo. Intentó localizar nuevamente a Susan, y siguió sin
tener respuesta.
Y Damon no le dejó en paz.
Cuando había niebla, lluvia, nubes y viento... él aparecía junto a la ventana,
junto al cerezo o en el rincón más oscuro del porche.
Frank sabía que la culpa era suya por no haber luchado lo suficiente para
mantener a su hijo consigo. Estaba convencido de que, con él, el chiquillo aún estaría
con vida. En todas partes veía el rostro de Damon y volvía a acusarse de no haber
correspondido nunca al gran amor que el pequeño le había profesado.
A finales de febrero, resolvió que era el momento de hacer una visita amistosa a
un médico que tenía su consulta en el mismo edificio donde él trabajaba. Ya no se
trataba solamente de los rostros que se le aparecían (pues, de algún modo, se había
acostumbrado ya a ellos y se había convencido de que con el tiempo desaparecerían),
sino de lo que había descubierto una mañana en la nieve recién caída en el jardín;
junto al cerezo, perfectamente visibles, descubrió las huellas de pasos de un
muchacho. Sin embargo, cuando consiguió arrastrar al médico hasta el lugar para
mostrárselas, las huellas habían desaparecido.
—Tiene toda la razón, Frank. Se siente usted culpable, pero no por el chiquillo
en sí. Las normas y sentencias de la mayor parte de los jueces son muy claras, y no
podía esperar que le concedieran la custodia a la vista de la edad del pequeño. Usted
sigue preocupado por esa mujer que besó en el callejón y por el hecho de que su hijo
le descubriera. También le preocupa pensar que, de algún modo, podría haber
salvado su vida aunque los médicos le hubiesen desahuciado. Finalmente, se siente
usted culpable de no haberle podido regalar cosas como animales domésticos, como
ese gato... Simplemente, se trata de hechos desagradables que ahora tiene que
afrontar. Desde este mismo instante.
Aunque no se sintió mucho mejor de inmediato, Frank agradeció la
tranquilidad que le embargó cuando la charla terminó y se hubo despedido del
doctor. Durante el resto del día trabajó duramente, y así continuó una semana entera.
Sin embargo, el sábado por la mañana abrió la puerta y supo que no se trataba de un
complejo de culpabilidad, ni de un truco de su imaginación, ni de ninguna de las
posibles explicaciones que el médico había relacionado: en el suelo, colocado
cuidadosamente sobre el periódico del día, estaba el gato siamés de rostro blanco.
Estaba muerto. Con el cuello roto.
Frank se apartó del umbral trastabillando, dio media vuelta y corrió al cuarto
de baño del piso inferior, donde cayó de rodillas ante la taza del retrete y devolvió
todo el desayuno. Sus lágrimas eran acres, sus sollozos como golpes en los pulmones
y en el estómago y, cuando por fin consiguió controlarse, supo qué estaba
sucediendo, a qué se debían aquellos extraños acontecimientos.
El doctor, la secretaria, incluso su ex esposa... Todos ellos estaban equivocados.
No se trataba de un sentimiento de culpabilidad.
Se trataba, simplemente... de Damon.
Un chiquillo de grandes ojos castaños que adoraba a su padre. Que le amaba
tanto que jamás le abandonaría. Que amaba tanto a su padre que pretendía
asegurarse, más allá de cualquier barrera, de que éste no volviera a estar solo jamás.
Has sido un mal chico, papá.
Frank consiguió ponerse en pie, llegó hasta la cocina y se apoyó contra la puerta
trasera. Junto al cerezo había una figura oscura y de silueta imprecisa, pero Frank
sabía que era inútil salir corriendo a identificarla. En tal caso, la figura se
desvanecería.
Nunca llegó a gustarte de todo el gato, papá. Ni los perritos. Ni mamá.
Oyó sonar el teléfono. Tardó bastante en llegar hasta el aparato y se quedó
mirándolo con aire estúpido unos instantes antes de descolgar el auricular. Desde allí
podía ver perfectamente el vestíbulo y la cocina. No había encendido la luz del techo
y, en consecuencia, también podía divisar el jardín trasero tras los pequeños cristales
de la puerta de atrás. Fuera, el aire estaba cargado con una inminente amenaza de
nevada. El aire estaba gris, casi sin vida.
—¿Frank? Frank, soy Susan —escuchó al otro lado de la línea—. Mira, Frank, he
estado pensando... en nosotros... y en lo que ha sucedido...
—Eso se acabó, Susan. Se acabó —respondió él con la mirada fija en la puerta.
—Frank, no sé qué pudo suceder. Yo lo intenté de verdad. Dios es testigo.
Damon estaba sacando las mejores notas en la escuela, tenía muchos amigos...
Incluso le había comprado un cachorro, un perro de lanas, dos semanas antes de
que... ¡No sé qué pudo suceder, Frank! Y esta mañana me he despertado y, de pronto,
me he dado cuenta de que estoy absolutamente sola. Frank, tengo miedo. .. ¿Podría...
podría volver a casa?
El tono grisáceo del cielo se hizo más plomizo. Frank apreció una sombra en el
porche, mucho mayor ahora que la sombra del jardín.
—No —respondió.
—Damon se pasaba todo el santo día pensando en ti —insistió Susan, alzando
el tono de voz hasta alcanzar un tono casi histérico—: Una vez, trató de escaparse
para regresar contigo.
La sombra llenó los cristales translúcidos de la puerta y las ventanas a ambos
lados de ésta; de pronto, un aumento de la electricidad estática hizo que la voz de
Susan se desvaneciera. Frank dejó caer el auricular y dio media vuelta.
En la puerta delantera.
Sombras.
Escuchó el crepitar de la chimenea encendida, pero la casa estaba cada vez más
fría.
La lámpara del comedor parpadeó, se apagó, resplandeció con gran intensidad
durante unos instantes y, casi de inmediato, la bombilla saltó hecha añicos.
También él... También él se había equivocado.
¡También él se había equivocado. Dios santo! Damon... Damon no le amaba.
Su amor había desaparecido aquella noche en la calle, bajo la niebla, en el
rincón del callejón; Damon había dejado de quererle la noche en que no había
intentado de verdad buscar al gatito de la cara blanca como la leche.
Damon sabía qué había sucedido.
Y había dejado de amarle.
Frank se puso a cuatro patas para localizar de nuevo el auricular en la
oscuridad. Lo encontró y casi volvió a soltarlo cuando el plástico del aparato,
terriblemente frío, amenazó con quemarle los dedos.
—¡Susan! —gritó—. Maldita sea, Susan, ,,puedes oírme?
Un mal chico, papá.
Tras la tormenta de la electricidad estática, Frank creyó escuchar los sollozos de
su ex mujer al otro lado del aparato.
—Susan... Susan, esto es una locura. No tengo tiempo de explicaciones, pero
tienes que ayudarme. Tienes que hacer algo por mi.
Papá.
—Susan, por favor... Damon volverá, sé que lo hará. No me preguntes cómo,
pero lo sé. Escucha: tienes que hacer algo por mí, ¿me oyes, Susan?
Papá, ya estoy...
—¡Por el amor de Dios, Susan! ¡Si viene Damon, dile que lo siento!
...en casa.

VINUM SABBATI -- ARTHUR MACHEN


VINUM SABBATI
Arthur Machen


Mi nombre es Leicester; mi padre, el mayor general Wyn Leicester,
distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una compleja
enfermedad del hígado, adquirida en el letal clima de la india. Un año después,
Francis, mi único hermano, regresó a casa después de una carrera
excepcionalmente brillante en la universidad, y aquí se quedó, resuelto como
un ermitaño a dominar lo que con razón se ha llamado el gran mito del
Derecho. Era un hombre que parecía sentir una total indiferencia hacia todo lo
que se llama placer; aunque era más guapo que la mayoría de los hombres y
hablaba con la alegría y el ingenio de un vagabundo, evitaba la sociedad y se
encerraba en la gran habitación de la parte alta de la casa para convertirse en
abogado. Al principio, estudiaba tenazmente durante diez horas diarias; desde
que el primer rayo de luz aparecía en el este hasta bien avanzada la tarde
permanecía encerrado con sus libros. Sólo dedicaba media hora a comer
apresuradamente conmigo, como si lamentara el tiempo que perdía en ello, y
después salía a dar un corto paseo cuando comenzaba a caer la noche. Yo
pensaba que tanta dedicación sería perjudicial, y traté de apartarlo
suavemente de la austeridad de sus libros de texto, pero su ardor parecía más
bien aumentar que disminuir, y creció el número de horas diarias de estudio.
Hablé seriamente con él, le sugerí que ocasionalmente tomara un descanso,
aunque fuera sólo pasarse una tarde de ocio leyendo una novela fácil; pero él
se rió y dijo que, cuando tenía ganas de distraerse, leía acerca del régimen de
propiedad feudal y se burló de la idea de ir al teatro o de pasar un mes al aire
libre. Confieso que tenía buen aspecto, y no parecía sufrir por su trabajo, pero
sabía que su organismo terminaría por protestar, y no me equivocaba. Una
expresión de ansiedad asomó en sus ojos, se veía débil, hasta que finalmente
confesó que no se encontraba bien de salud. Dijo que se sentía inquieto, con
sensación de vértigo, y que por las noches se despertaba, aterrorizado y
bañado en sudor frío, a causa de unas espantosas pesadillas.
—Me cuidaré —dijo—, así que no te preocupes. Ayer pasé toda la tarde sin
hacer nada, recostado en ese cómodo sillón que tú me regalaste, y
garabateando tonterías en una hoja de papel. No, no; no me cargaré de
trabajo. Me pondré bien en una o dos semanas, ya verás.
Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, me di cuenta que no mejoraba,
sino empeoraba cada día. Entraba en el salón con una expresión de
abatimiento, y se esforzaba en aparentar alegría cuando yo lo observaba. Me
parecía que tales síntomas eran un mal agüero, y a veces, me asustaba la
nerviosa irritación de sus gestos y su extraña y enigmática mirada. Muy en
contra suya, lo convencí de que accediera a dejarse examinar por un médico, y
por fin llamó, de muy mala gana, a nuestro viejo doctor.
El doctor Haberden me animó, después de la consulta.
—No es nada grave —me dijo—. Sin duda lee demasiado, come de prisa y
vuelve a los libros con demasiada precipitación y la consecuencia natural es
que tenga trastornos digestivos y alguna mínima perturbación del sistema
nervioso. Pero creo, señorita Leicester, que podremos curarlo. Ya le he
recetado una medicina que obtendrá buenos resultados. Así que no se
preocupe.
Mi hermano insistió en que un farmacéutico de la colonia le preparara la
receta. Era un establecimiento extraño, pasado de moda, exento de la
estudiada coquetería y el calculado esplendor que alegran tanto los
escaparates y estanterías de las modernas boticas. Pero Francis le tenía mucha
simpatía al anciano farmacéutico y creía a ciegas en la escrupulosa pureza de
sus drogas. La medicina fue enviada a su debido tiempo, y observé que mi
hermano la tomaba regularmente después de la comida y la cena.
Era un polvo blanco de aspecto común, del cual disolvía un poco en un
vaso de agua fría. Yo lo agitaba hasta que se diluía, y desaparecía dejando el
agua limpia e incolora. Al principio, Francis pareció mejorar notablemente; el
cansancio desapareció de su rostro, y se volvió más alegre incluso que cuando
salió de la universidad; hablaba animadamente de reformarse, y reconoció que
había perdido el tiempo.
—He dedicado demasiadas horas al estudio del Derecho —decía riéndose—
; creo que me has salvado justo a tiempo. Bien, de cualquier modo, seré
canciller, pero no debo olvidarme de vivir. Haremos un viaje a París, nos
divertiremos, y nos mantendremos alejados por un tiempo de la Biblioteca
Nacional.
He de confesar que me sentí encantada con el proyecto.
—¿Cuándo nos vamos? —pregunté—. Podríamos salir pasado mañana, si
te parece.
—No, es demasiado pronto. Después de todo, no conozco Londres todavía,
y supongo que un hombre debe comenzar por entregarse a los placeres de su
propio país. Pero saldremos en una o dos semanas, así que practica tu francés.
Por mi parte, de Francia sólo conozco las leyes, y me temo que eso no nos
servirá de nada.
Estábamos terminando de comer. Tomó su medicina con gesto de catador,
como, si fuera un vino de la cava más selecta.
—¿Tiene algún sabor especial? —pregunté.
—No; es como si fuera sólo agua. —Se levantó de la silla y empezó a
pasear de arriba abajo por la habitación, sin decidir qué hacer.
—¿Vamos al salón a tomar café? —le pregunté—. ¿O prefieres fumar?
—No; me parece que voy a dar un paseo. La tarde está muy agradable.
Mira ese crepúsculo: es como una gran ciudad en llamas, como si, entre las
casas oscuras, lloviera sangre. Sí. Voy a salir. Pronto estaré de vuelta, pero me
llevo mi llave. Buenas noches, querida, si es que no te veo más tarde.
La puerta se cerró de golpe tras él, y le vi caminar rápidamente por la
calle, balanceando su bastón, y me sentí agradecida con el doctor Haberden
por esta mejoría.
Creo que mi hermano regresó a casa muy tarde aquella noche, pero a la
mañana siguiente se encontraba de muy buen humor.
—Caminé sin pensar adónde iba —dijo gozando de la frescura del aire, y
vivificado por la multitud cuando me acercaba a los barrios más transitados.
Después, en medio de la gente, me encontré con Orford, un antiguo
compañero de la universidad, y después... bueno, nos fuimos por ahí a
divertirnos. He sentido lo que es ser joven y hombre. He descubierto que tengo
sangre en las venas como los demás. Me he citado con Orford para esta noche;
algunos amigos nos reuniremos en el restaurante. Sí, me divertiré durante una
semana o dos, y todas las noches oiré las campanadas de las doce. Y después
tú y yo haremos nuestro pequeño viaje.
Fue tal el cambio de carácter de mi hermano, que en pocos días se
convirtió en un amante de los placeres, en un indolente asiduo de los barrios
alegres, en un cliente fiel de los restaurantes opulentos y en un excelente
crítico de baile. Engordaba ante mis ojos, y no hablaba ya de París, pues
claramente había encontrado su paraíso en Londres. Yo me alegré, pero no
dejaba de sorprenderme, porque en su alegría encontraba algo que me
desagradaba, aunque no podía definir la sensación. El cambio le sobrevino
poco a poco. Seguía regresando en las frías madrugadas; pero yo ya no le oía
hablar de sus diversiones, y, una mañana, cuando desayunábamos juntos, lo
miré de pronto a los ojos y vi a un extraño frente a mí.
—¡Oh, Francis! —exclamé— ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho?
Y dejando escapar el llanto, no pude decir ni una palabra más. Me retiré
llorando a mi habitación, pues aunque no sabía nada, lo sabía todo, y por un
extraño juego del pensamiento, recordé la noche en que salió por primera vez,
y el cuadro de la puesta de sol que iluminaba el cielo ante mí: las nubes, como
una ciudad en llamas, y la lluvia de sangre. Sin embargo, luché contra esos
pensamientos, y consideré que tal vez, después de todo, no había pasado nada
malo. Por la tarde, a la hora de comer, decidí presionarlo para que fijara el día
de comenzar nuestras vacaciones en París. Estábamos charlando
tranquilamente, y mi hermano acababa de tomar su medicina, que no había
suspendido para nada. iba yo a abordar el tema, cuando las palabras
desaparecieron de mi mente, y me pregunté por un segundo qué peso helado
e intolerable oprimía mi corazón y me sofocaba como si me hubieran
encerrado viva en un ataúd.
Habíamos comido sin encender las velas. La habitación había pasado de la
penumbra a la lobreguez, y las paredes y los rincones se confundían entre
sombras indistintas. Pero desde donde yo estaba sentada podía ver la calle, y
cuando pensaba en lo que iba a decirle a Francis, el cielo comenzó a
enrojecerse y a brillar, como durante aquella noche que tan bien recordaba; y
en el espacio que se abría entre las dos oscuras moles de casas apareció el
horrible resplandor de las llamas: espeluznantes remolinos de nubes
retorcidas, enormes abismos de fuego, masas grises como el vaho que se
desprende de una ciudad humeante y una luz maligna brillando en las alturas
con las lenguas del más ardiente fuego, y en la tierra, como un inmenso lago
de sangre. Volví los ojos a mi hermano; las palabras apenas se formaban en
mis labios, cuando vi su mano sobre la mesa. Entre el pulgar y el índice tenía
una marca, una pequeña mancha del tamaño de una moneda de seis peniques
y el color de un moretón. Sin embargo, por algún sentido indefinible, supe que
no era un golpe. ¡Ah!, si la carne humana pudiera arder en llamas, y si la llama
fuese negra como la noche... sin pensamiento ni palabras, el horror me invadió
al verlo, y en lo más profundo de mi ser comprendí que era un estigma.
Durante algunos interminables segundos, el manchado cielo se oscureció como
si se tratara de la medianoche, y cuando la luz volvió, me encontraba sola en
la silenciosa habitación. Poco después, pude oír cómo salía mi hermano.
A pesar de que ya era tarde, me puse el sombrero y fui a visitar al doctor
Haberden, y en su amplio consultorio, mal iluminado por una vela que el
doctor trajo consigo, con labios trémulos y voz vacilante pese a mi
determinación, le conté todo lo que había sucedido desde el día en que mi
hermano comenzó a tomar la medicina hasta la horrible marca que había
descubierto hacía apenas media hora.
Cuando terminé, el doctor me miró durante un momento con una
expresión de gran compasión en su rostro.
—Mi querida señorita Leicester —dijo— usted se ha angustiado por su
hermano; se preocupa mucho por él, estoy seguro , ¿no es así?
—Sí, me tiene preocupada —dije Desde hace una o dos semanas no he
estado tranquila.
—Muy bien. Ya sabe usted lo complicado que es el cerebro.
—Comprendo lo que quiere usted decir, pero no estoy equivocada. He
visto con mis propios ojos todo lo que acabo de decirle.
—Sí, sí; por supuesto. Pero sus ojos habían estado contemplando ese
extraordinario crepúsculo que tuvimos hoy. Es la única explicación. Mañana lo
comprobará a la luz del día, estoy seguro. Pero recuerde que siempre estoy a
su disposición para prestarle cualquier ayuda que esté a mi alcance. No dude
en acudir a mí o mandarme llamar si se encuentra en un apuro.
Me marché intranquila, completamente confusa, llena de tristeza y temor,
y sin saber que hacer. Cuando nos reunimos mi hermano y yo al día siguiente,
le dirigí una rápida mirada y descubrí, con el corazón oprimido, que llevaba la
mano derecha envuelta en un pañuelo. La mano en la que había visto aquella
mancha de fuego negro.
—¿Qué tienes en la mano, Francis? —le pregunté con firmeza.
—Nada importante. Anoche me corté un dedo y me salió mucha sangre.
Me lo vendé lo mejor que pude.
—Yo te lo curaré bien, si quieres.
—No, gracias, querida, esto bastará. ¿Qué te parece si desayunamos?
Tengo mucha hambre.
Nos sentamos, y yo lo observaba. Comió y bebió muy poco. Le tiraba la
comida al perro cuando creía que yo no miraba. Había una expresión en sus
ojos que nunca le había visto; cruzó por mi mente la idea de que aquella
expresión no era humana. Estaba firmemente convencida de que, por
espantoso e increíble que fuese lo que había visto la noche anterior, no era una
ilusión, ni era ningún engaño de mis sentidos agobiados, y, en el transcurso de
la mañana, fui de nuevo a la casa del médico.
El doctor Haberden movió la cabeza contrariado e incrédulo, y pareció
reflexionar durante unos minutos.
—¿Y dice usted que continúa tomando la medicina? Pero, ¿por qué? Según
tengo entendido, todos los síntomas de que se quejaba desaparecieron hace
tiempo. ¿Por qué sigue tomando ese brebaje, si ya se encuentra bien? Y, a
propósito, ¿dónde encargó que le prepararan la receta? ¿Con Sayce? Nunca
envío a nadie allí; el anciano se está volviendo descuidado. Supongo que no
tendrá usted inconveniente en venir conmigo a su casa; me gustaría hablar
con él.
Fuimos juntos a la tienda. El viejo Sayce conocía al doctor Haberden, y
estaba dispuesto a darle cualquier clase de información.
—Según tengo entendido, usted lleva varias semanas preparando esta
receta mía al señor Leicester —dijo el doctor, entregándole al anciano un
pedazo de papel.
—Sí —dijo—, y ya me queda muy poco. Es una droga muy poco común, y
la he tenido embodegada durante mucho tiempo sin usarla. Si el señor
Leicester continúa el tratamiento, tendré que encargar más.
—Por favor, déjeme ver el preparado —dijo Haberden.
El farmacéutico le dio un frasco. Haberden le quitó el tapón, olió el
contenido y miró con extrañeza al anciano.
—¿De dónde sacó esto? —dijo—. ¿Qué es? Además, señor Sayce, esto no
es lo que yo prescribí. Sí, sí, ya veo que la etiqueta está bien, pero le digo que
ésta no es la medicina correcta.
—La he tenido mucho tiempo —dijo el anciano, aterrado—. Se la compré a
Burbage, como de costumbre. No me la piden con frecuencia, y la he tenido
desde hace algunos años. Como ve usted, ya queda muy poco.
—Sería mejor que me lo diera —dijo Haberden—. Me temo que ha habido
una equivocación.
Nos marchamos de la tienda en silencio; el médico llevaba bajo el brazo el
frasco envuelto en papel.
—Doctor Haberden —dije, cuando ya llevábamos un rato caminando—,
doctor Haberden.
—Sí —dijo él, mirándome sobriamente.
—Quisiera que me dijese qué ha estado tomando mi hermano dos veces al
día durante poco más de un mes.
—Francamente, señorita Leicester, no lo sé. Hablaremos de esto cuando
lleguemos a mi casa.
Continuamos caminando rápidamente sin pronunciar palabra, hasta que
llegamos a su casa. Me pidió que me sentara, y comenzó a pasear de un
extremo al otro de la habitación, con la cara ensombrecida por temores nada
comunes.
—Bueno —dijo al fin—. Todo esto es muy extraño. Es natural que se
sienta alarmada, y debo confesar que estoy muy lejos de sentirme tranquilo.
Dejemos a un lado, se lo ruego, lo que usted me contó anoche y esta mañana,
aunque persiste el hecho de que durante las últimas semanas el señor
Leicester ha estado saturando su organismo con un preparado completamente
desconocido para mí. Como le digo, eso no es lo que yo le receté. No obstante,
está por ver qué contiene realmente este frasco.
Lo desenvolvió, vertió cautelosamente unos pocos granos de polvo blanco
en un pedacito de papel y los examinó con curiosidad.
—Sí —dijo—. Parece sulfato de quinina, como usted dice; forma
escamitas. Pero huélalo.
Me tendió el frasco, y yo me incliné a oler. Era un olor extraño,
empalagoso, etéreo, irresistible, como el de un anestésico fuerte.
—Lo mandaré analizar —dijo Haberden—. Tengo un amigo que se dedica a
la química. Después sabremos qué hacer. No, no; no me diga nada sobre la
otra cuestión. No quiero escucharlo de momento. Siga mi consejo y procure no
pensar más en eso.
Aquella tarde, mi hermano no salió como siempre después de la comida.
—Ya me he divertido lo suficiente —dijo con una risa extraña— y debo
volver a mis viejas costumbres. Un poco de leyes será el descanso adecuado,
tras una dosis tan sobrecargada de placer —sonrió para sí mismo. Poco
después subió a su habitación. Su mano seguía vendada.
El doctor Haberden pasó por casa unos días más tarde.
—No tengo ninguna noticia especial para usted —dijo—. Chambers está
fuera de la ciudad, así que no sé nada que usted no sepa sobre la sustancia.
Pero me gustaría ver al señor Leicester, si está en casa.
—Está en su habitación —dije—. Le diré que está usted aquí.
—No, no; yo subiré. Quiero hablar con él con toda tranquilidad. Me
atrevería a decir que nos hemos alarmado mucho por muy poca cosa. Al fin y
al cabo, sea lo que sea, parece que ese polvo blanco le ha sentado bien.
El doctor subió, y, al pasar por el recibidor, lo oí llamar a la puerta, abrirse
ésta, y cerrarse después. Estuve esperando en el silencio de la casa durante
más de una, hora, y la quietud se volvía cada vez más intensa, mientras las
manecillas del reloj caminaban lentamente. Oí arriba el ruido de una puerta
que se abría vigorosamente, y el médico bajó. Sus pasos cruzaron el recibidor
y se detuvieron ante la puerta. Respiré largamente y con dificultad, vi mi cara,
en un espejo, demasiado pálida, mientras él volvía y se paraba en la puerta.
Había un indecible horror en sus ojos; se sostuvo con una mano en el respaldo
de una silla, su labio inferior temblaba como el de un caballo; tragó saliva y
tartamudeó una serie de sonidos ininteligibles, antes de hablar.
—He visto a ese hombre —comenzó, en un áspero susurro—. Acabo de
pasar una hora con él. ¡Dios mío! ¡Y estoy vivo y entero! Yo que me he
enfrentado toda mi vida con la muerte y conozco las ruinas de nuestra
fortaleza... ¡Pero eso no, Dios mío, eso no! —y se cubrió el rostro con las
manos para apartar de sí alguna horrible visión.
—No me mande llamar otra vez, señorita Leicester —dijo, recobrando un
poco la compostura—. Nada puedo hacer ya por esta casa. Adiós.
Lo vi bajar las escaleras tembloroso, y cruzar la calzada en dirección a su
casa. Me dio la impresión de que había envejecido diez años desde la mañana.
Mi hermano permaneció en su habitación. Me dijo con voz apenas
reconocible que estaba muy ocupado, que le gustaría que le dejara su comida
afuera de la puerta, y que me hiciera cargo de los criados. Desde aquel día, me
pareció que el arbitrario concepto que llamamos tiempo había desaparecido
para mí. Vivía con la continua sensación de horror, llevando a cabo
mecánicamente la rutina de la casa, y hablando sólo lo imprescindible con los
criados. De vez en cuando salía a pasear una hora o dos y luego volvía a casa.
Pero tanto dentro como fuera, mi espíritu se detenía ante la puerta cerrada de
la habitación de arriba, y, temblando, esperaba que se abriera.
He dicho que apenas me daba cuenta del tiempo, pero supongo que
debieron transcurrir un par de semanas, desde la visita del doctor Haberden,
cuando un día, después del paseo, regresaba a casa reconfortada con una
sensación de alivio. El aire era dulce y agradable, y las formas vagas de las
hojas verdes flotaban en la plaza como una nube; el perfume de las flores
hechizaba mis sentidos. me sentía feliz y caminaba con ligereza. Cuando iba a
cruzar la calle para entrar a casa, me detuve un momento a esperar que
pasara un carro y miré por casualidad hacia las ventanas. instantáneamente se
llenaron mis oídos de un fragor tumultuoso de aguas profundas y frias; el
corazón me dio un vuelco y cayó en un pozo sin fondo, y me quedé
sobrecogida de un terror sin forma ni figura. Extendí ciegamente una mano en
la oscuridad para no caer, mientras, las piedras temblaban bajo mis pies,
perdían consistencia y parecían hundirse. En el momento de mirar hacia la
ventana de mi hermano, se abrió la persiana, y algo dotado de vida se asomó
a contemplar el mundo. No, no puedo decir si vi un rostro humano o algo
semejante; era una criatura viviente con dos ojos llameantes que me miraron
desde el centro de algo amorfo representando el símbolo y el testimonio de
todo el mal y la siniestra corrupción. Durante cinco minutos permanecí inmóvil,
sin fuerza, presa de la angustia, la repugnancia y el horror. Al llegar a la
puerta, corrí escaleras arriba, hasta la habitación de mi hermano, y lo llamé.
—¡Francis, Francis! —grité—. Por el amor de Dios, contéstame. ¿Qué es
esa bestia espantosa que tienes en la habitación? ¡Sácala, Francis, arrójala
fuera de aquí!
Oí un ruido como de pies que se arrastraban, lentos y cautelosos, y un
sonido ahogado, como si alguien luchara por decir algo. Después, el sonido de
una voz, rota y apagada, pronunció unas palabras que apenas pude entender.
—Aquí no hay nada —dijo la voz—. Por favor, no me molestes. No me
encuentro bien hoy.
Me volví, horrorizada pero impotente. Me preguntaba por qué me habría
mentido Francis, pues había visto, aunque sólo fuera por un momento, la
aparición aquella, demasiado nítida para equivocarme. Me senté en silencio,
consciente de que había sido algo más, algo que había visto en el primer
instante de terror antes de que aquellos ojos llameantes se fijaran en mí. Y,
súbitamente, lo recordé. Al mirar hacia arriba, las persianas se estaban
cerrando, pero tuve tiempo de ver a aquella criatura, y al evocarla, comprendí
que la imagen no se borraría jamás de mi memoria. No era una mano; no
había dedos que sostuvieran el postigo, sino un muñón negro que la
empujaba. El torpe movimiento de la pata de una bestia se había grabado en
mis sentidos, antes de que aquella oleada de terror me arrojara al abismo. Me
horroricé al recordar esto y pensar que aquella espantosa presencia vivía con
mi hermano. Subí de nuevo y lo llamé desesperadamente, pero no me
contestó. Aquella noche, uno de los criados vino a mi y me contó con cierto
recelo que hacía tres días que colocaba regularmente la comida junto a la
puerta y después la retiraba intacta. La sirvienta había tocado, pero sin
obtener respuesta; sólo oyó los mismos pies arrastrándose que yo había oído.
Pasaron los días, uno tras otro, y siguieron dejándole a mi hermano las
comidas delante de la puerta y retirándolas intactas, y aunque llamé
repetidamente a la puerta, no conseguí jamás que me contestara. La
servidumbre quiso entonces hablar conmigo. Al parecer, estaban tan
alarmados como yo. La cocinera dijo que, cuando mi hermano se encerró por
vez primera en su habitación, ella empezó a oírle salir por la noche, y
deambular por la casa; y una vez, según dijo, oyó abrirse la puerta del
recibidor, y cerrarse después. Pero hacía varias noches que no oía ruido
alguno. Por último, la crisis se desencadenó; fue en la penumbra del atardecer.
El salón donde me encontraba se fue poblando de tinieblas, cuando un alarido
terrible desgarró el silencio y oí unos precipitados pasos escabullirse por la
escalera. Aguardé, y un segundo después irrumpió la doncella en el cuarto y se
quedó delante de mí, pálida y temblorosa.
—¡Oh, señorita Helen! —murmuró—. ¡Por Dios, señorita Helen! ¿Qué ha
pasado? Mire mi mano, señorita, ¡mire esta mano!
La conduje hasta la ventana, y vi una mancha húmeda y negra en su
mano.
—No te comprendo —dije—. ¿Quieres explicarte?
—Estaba arreglando su habitación hace un momento —comenzó—. Estaba
cambiando las sábanas, y de repente me cayó en la mano algo mojado; miré
hacia arriba y vi que era el techo, que estaba negro y goteaba justo encima de
mí.
Primero la miré con severidad y luego me mordí los labios.
—Ven conmigo —dije—. Trae tu vela.
La habitación donde yo dormía estaba debajo de la de mi hermano, y al
entrar sentí que yo temblaba también. Miré el techo; en él había una mancha
negra y húmeda, que goteaba persistente sobre un charco horrible que
empapaba la blanca ropa de mi cama.
Me lancé escaleras arriba y toqué con fuerza la puerta.
—¡Francis, Francis, hermano mío! ¿Qué te ha pasado?
Me puse a escuchar. Hubo un sonido ahogado; luego, un gorgoteo y un
vómito, pero nada más. Llamé más fuerte, pero no contestó.
A pesar de lo que el doctor Haberden había dicho, fui a buscarlo.
Le conté, con los ojos arrasados en lágrimas, lo que había sucedido, y él
me escuchó con una expresión de dureza en el semblante.
—En recuerdo de su padre —dijo finalmente—, iré con usted, aunque nada
puedo hacer por él.
Salimos juntos; las calles estaban oscuras, silenciosas y densas por el
calor y la sequedad de varias semanas. Bajo los faroles de gas, el rostro del
doctor se veía blanco. Cuando llegamos a casa, le temblaban las manos.
No dudamos, sino que subimos directamente. Yo sostenía la lámpara y él
llamó con voz fuerte y decidida:
—Señor Leicester, ¿me oye? Insisto en verlo. Conteste de inmediato.
No hubo respuesta, pero los dos oímos aquel gorgoteo que ya he mencionado.
—Señor Leicester, estoy esperando. Abra la puerta en este instante, o me
veré obligado a echarla abajo —dijo. Y llamó una tercera vez, con una voz que
hizo eco por todo el edificio—: ¡Señor Leicester! Por última vez, le ordeno abrir
la puerta.
—¡Ah! —exclamó, después de unos pesados momentos de silencio—,
estamos perdiendo el tiempo. ¿Sería tan amable de proporcionarme un
atizador o algo parecido?
Corrí a una pequeña habitación donde guardábamos las cosas viejas y
encontré una especie de azadón que me pareció le serviría al doctor.
—Muy bien —dijo—, esto funcionará. ¡Pongo en su conocimiento, señor
Leicester —gritó por el ojo de la cerradura—, que voy a destrozar la puerta!
Luego comenzó a descargar golpes con el azadón, haciendo saltar la
madera en astillas. De pronto, la puerta se abrió con un grito espantoso de una
voz inhumana que, como un rugido monstruoso, brotó inarticuladamente en la
oscuridad.
—Sostenga la lámpara —dijo entonces el doctor. Entramos y miramos
rápidamente por toda la habitación.
—Ahí está —dijo el doctor Haberden, dejando escapar un suspiro—. Mire,
en ese rincón.
Sentí una punzada de horror en el corazón. En el suelo había una masa
oscura y pútrida, hirviendo de corrupción y espantosa podredumbre, ni líquida
ni sólida, que se derretía y se transformaba ante nuestros ojos con un
gorgoteo de burbujas oleaginosas. Y en el centro brillaban dos puntos
llameantes, como dos ojos. Y vi, también, cómo se sacudió aquella masa en
una contorsión temblorosa, y cómo trató de levantarse algo que bien podía ser
un brazo. El doctor avanzó, alzó el azadón y descargó un golpe sobre los dos
puntos brillantes; y golpeó una y otra vez, enfurecido. Finalmente reinó el
silencio.
Un par de semanas más tarde, cuando ya me había recobrado de la
terrible impresión, el doctor Haberden vino a visitarme.
—He traspasado mi consultorio —comenzó—. Mañana emprendo un largo
viaje por mar. No sé si volveré a Inglaterra algún día; es muy probable que
compre un pequeño terreno en California y me quede allí el resto de mi vida.
Le he traído este sobre, que usted podrá abrir y leer cuando se sienta con
fuerza y valor para ello. Contiene el informe del doctor Chambers sobre la
muestra que le remití. Adiós, señorita, adiós.
En cuanto se marchó, abrí el sobre y leí los papeles. No podía esperar.
Aquí está el manuscrito, y, si me lo permiten, les leeré la asombrosa historia
que narra:
"Mi querido Haberden —comenzaba la carta—: Le pido mil perdones por
haberme retrasado en contestar su pregunta sobre la sustancia blanca que me
envió. A decir verdad, he dudado un tiempo sobre qué determinación tomar,
pues hay tanto fanatismo y ortodoxia en las ciencias físicas como en la
teología, y sabía que si yo me decidía a contarle la verdad, podría ofender
prejuicios que alguna vez me fueron caros. No obstante, he decidido ser
sincero con usted, así que, en primer lugar, permítame entrar en una breve
aclaración personal.
"Usted me conoce, Haberden, desde hace muchos años, como un
escrupuloso hombre de ciencia. Usted y yo hemos hablado a menudo de
nuestras profesiones, y hemos discutido el abismo insondable que se abre a los
pies de quienes creen alcanzar la verdad por caminos que se aparten de la vía
ordinaria de la experiencia y la observación de la materia. Recuerdo el desdén
con que me hablaba usted una vez de aquellos científicos que han escarbado
un poco en lo oculto y han insinuado tímidamente que tal vez, después de
todo, no sean los sentidos la frontera eterna e impenetrable de todo
conocimiento, el inmutable límite, más allá del cual ningún ser humano ha
llegado jamás. Nos hemos reído cordialmente, y creo que con razón, de las
tonterías del 'ocultismo' actual, disfrazado bajo nombres diversos:
mesmerismos, espiritualismos, materializaciones, teosofías, y toda la
complicada infinidad de imposturas, con su maquinaria de trucos y conjuros,
que son la verdadera armazón de la magia que se ve por las calles
londinenses. Con todo, a pesar de lo que le he dicho, debo confesarle que no
soy materialista, tomando este término en su acepción más común. Hace
muchos años me convencí —me he convencido a pesar de mi anterior
escepticismo—, de que mi vieja teoría de la limitación es absoluta y totalmente
falsa. Quizá esta confesión no le sorprenda en la misma medida en que le
hubiera sorprendido hace veinte años, pues estoy seguro de que *no habrá
dejado de observar que, desde hace algún tiempo, ciertas hipótesis han sido
superadas por hombres de ciencia que no son nada menos que
trascendentales; y me temo que la mayor parte de los modernos químicos y
biólogos famosos no dudarían en suscribir el díctum de la vieja escolástica,
Omnía exeunt ín mysterium, que significa que toda rama del saber humano, si
nos remontamos a sus orígenes y primeros principios, se desvanece en el
misterio. No tengo por qué agobiarlo ahora con una relación detallada de los
dolorosos pasos que me han conducido a mis conclusiones. Unos cuantos
experimentos de lo más simple me dieron motivo para dudar de mi propio
punto de vista, el tren de pensamiento que surgió en aquellas circunstancias
relativamente paradójicas, me llevó lejos. Mi antigua concepción del universo
se ha venido abajo; estoy en un mundo que me resulta tan extraño y temible
como las interminables olas del océano a los ojos de quien lo contempla por
primera vez desde Darién. Ahora sé que los límites de los sentidos, que
resultaban tan impenetrables que parecían cerrarse en el cielo y hundirse en
unas tinieblas de profundidad inalcanzable no son las barreras tan
inexorablemente herméticas que habíamos pensado, sino velos finísimos y
etéreos que se deshacen ante el investigador y se disipan como la neblina
matinal de los riachuelos. Sé que usted no adoptó jamás una postura
extremadamente materialista; usted no trató de establecer una negación
universal, pues su sentido común lo apartó de tal absurdo. Pero estoy
convencido de que encontrará lo que digo extraño y repugnante a su habitual
forma de pensar. No obstante, Haberden, lo que digo es cierto; y en nuestro
lenguaje común, se trata de la verdad única y científica, probada por la
experiencia. Y el universo es más espléndido y más terrible de lo que
imaginábamos. El universo entero, mi amigo, es un tremendo sacramento, una
fuerza, una energía mística e inefable, velada por la forma exterior de la
materia. Y el hombre, y el sol, y las demás estrellas, la flor, y la yerba, y el
cristal del tubo de ensayo, todos y cada uno, son tanto materiales como
espirituales y están sujetos a una actividad interior.
Probablemente se preguntará usted, Haberden, adónde voy con todo esto;
pero creo que una pequeña reflexión podrá aclararlo. Usted comprenderá que,
desde semejante punto de vista, cambia la concepción entera de todas las
cosas, y lo que nos parecía increíble y absurdo podría ser posible. En resumen,
debemos mirar con otros ojos la leyenda y las creencias, y estar preparados
para aceptar hechos que se habían convertido en fábulas. En verdad, esta
exigencia no es excesiva. Al fin y al cabo, la ciencia moderna admite
hipócritamente muchas cosas. Es cierto que no se trata de creer en la brujería,
pero ha de concederse cierto crédito al hipnotismo; los fantasmas están
pasados de moda, pero aún hay mucho que decir sobre la teoría de la
telepatía. Póngale un nombre griego a una superstición y crea en ella, y será
casi un proverbio.
"Hasta aquí mi aclaración personal. Ahora bien, usted me envió un frasco
tapado y sellado, que contenía una pequeña cantidad de un polvo blanco y
escamoso, y que cierto farmacéutico proporcionó a uno de sus pacientes. No
me sorprende que usted no haya conseguido ningún resultado en sus análisis.
Es una sustancia que hace muchos cientos de años cayó en el olvido y que es
prácticamente desconocida hoy en día. jamás hubiera esperado que me llegara
de una farmacia moderna. Al parecer, no hay ninguna razón para dudar de la
veracidad del farmacéutico. Efectivamente, como dice, pudo comprar en un
almacén las sales que usted prescribió; y es muy posible también que
permanecieran en su estante durante veinte años, o tal vez más. Aquí
comienza a intervenir lo que llamamos azar o casualidad: durante todos estos
años, las sales de esa botella han estado expuestas a ciertas variaciones
periódicas de temperatura; variaciones que probablemente oscilan entre los
cinco y los 30 grados centígrados. Y, por lo que se aprecia, tales alteraciones,,
repetidas año tras año durante periodos irregulares, con distinta intensidad y
duración, han provocado un proceso tan complejo y delicado que no sé si un
moderno aparato científico, manejado con la máxima precisión, podría producir
el mismo resultado. El polvo blanco que usted me ha enviado es algo muy
diferente del medicamento que usted recetó; es el polvo con que se preparaba
el Vino Sabático, el Vínum Sabbati. Sin duda habrá leído usted algo sobre los
aquelarres de las brujas, y se habrá reído de los relatos que hacían temblar a
nuestros mayores: gatos negros, escobas y maldiciones formuladas contra la
vaca de alguna pobre vieja. Desde que descubrí la verdad, he pensado a
menudo que, en general, es una gran suerte que se crea en todas estas
supercherías, pues de este modo se ocultan muchas otras cosas que es
preferible ignorar. No obstante, si se toma la molestia de leer el apéndice a la
monografía de Payne Knight encontrará que el verdadero sabbath era algo
muy diferente, aunque el escritor haya felizmente callado ciertos aspectos que
conocía muy bien. Los secretos del verdadero sabbath datan de tiempos muy
remotos, y sobrevivieron hasta la Edad Media. Son los secretos de una ciencia
maligna que existía muchísimo antes de que los arios entraran en Europa.
Hombres y mujeres, seducidos y sacados de sus hogares con pretextos
diversos, iban a reunirse con ciertos seres especialmente calificados para
asumir con toda justicia el papel de demonios. Estos hombres y estas mujeres
eran conducidos por sus guías a algún paraje solitario y despoblado,
tradicionalmente conocido por los iniciados y desconocido para el resto del
mundo. Quizá a una cueva, en algún monte pelado y barrido por el viento, o a
un recóndito lugar, en algún bosque inmenso. Y allí se celebraba el sabbath.
Allí, a la hora más oscura de la noche, se preparaba el Vinum Sabbati, se
llenaba el cáliz diabólico hasta los bordes y se ofrecía a los neófitos, quienes
participaban de un sacramento infernal; sumentes caficem principis inferorum,
como lo expresa muy bien un autor antiguo. Y de pronto, cada uno de los que
habían bebido se veía atraído por un acompañante (mezcla de hechizo y
tentación ultraterrena) que lo llevaba aparte para proporcionarle goces más
intensos y más vivos que los del ensueño, mediante la consumación de las
nupcias sabáticas. Es difícil escribir sobre estas cosas, principalmente porque
esa forma que atraía con sus encantos no era una alucinación sino, por
espantoso que parezca, el hombre mismo. Debido al poder del vino sabático —
unos pocos granos de polvo blanco disueltos en un vaso de agua—, la morada
de la vida se abría en dos, disolviéndose la humana trinidad, y el gusano que
nunca muere, el que duerme en el interior de todos nosotros, se transformaba
en un ser tangible y externo, y se vestía con el ropaje de la carne. Y entonces,
a la medianoche, se repetía y representaba la caída original, y el ser espantoso
oculto bajo el mito del Árbol del Bien y del Mal era nuevamente engendrado.
Tales eran las nuptiae sabbatí.
"Prefiero no decir más. Usted, Haberden, sabe, tan bien como yo que no
pueden infringirse impunemente las leyes más triviales de la vida, y que un
acto tan terrible como éste, en el que se abría y profanaba el santuario más
íntimo del hombre, era seguido de una venganza feroz. Lo que comenzaba con
la corrupción, terminaba también con la corrupción."
Debajo está lo siguiente, escrito por el doctor Haberden:
"Por desgracia, todo esto es estricta y totalmente cierto. Su hermano me
lo confesó todo la mañana en que estuve con él. Lo primero que me llamó la
atención fue su mano vendada, Y lo obligué a que me la enseñara. Lo que vi
yo, un hombre de ciencia, me puso enfermo de odio. Y la historia que me vi
obligado a escuchar fue infinitamente más espantosa de lo que habría sido
capaz de imaginar. Hasta me sentí tentado a dudar de la Bondad Eterna, que
permite que la naturaleza ofrezca tan abominables posibilidades. Y si no
hubiera visto usted el desenlace con sus propios ojos, le habría pedido que no
diera crédito a nada de todo esto. A mí no me quedan más que unas semanas
de vida, pero usted es joven, y quizá pueda olvidarlo.
Dr. Joseph Haberden.

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