BLOOD

william hill

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domingo, 26 de diciembre de 2010

BLOOD 2

La última ilusión




Lo que ocurría más tarde —cuando el mago, después de haber hechizado al tigre enjaulado y tirado del cordón con borlas que soltaba una docena de espadas sobre su cabeza— era objeto de una acalorada discusión tanto en el bar del teatro como luego, en la acera de la calle Cincuenta y Uno, una vez concluida la actuación de Swann. Algunos sostenían haber visto abrirse el fondo de la jaula en la fracción de segundo en que todos los ojos miraban caer las espadas, y que el tigre desaparecía para dar paso a la mujer del vestido rojo, detrás de las barras lacadas. Otros sostenían, con igual obstinación, que para empezar el animal nunca había estado en la jaula, y que su presencia no era más que una proyección extinguida mientras un mecanismo subía a la mujer desde debajo del escenario, todo ello a una velocidad tal que engañaba los ojos de todos, menos los de aquellos que eran lo bastante rápidos y escépticos como para captarlo. ¿Y las espadas? La naturaleza del truco que, en los escasos segundos de su brillante descenso, las transformaba de acero en pétalos de rosa, alimentaba ulteriores debates. Las explicaciones iban de lo prosaico a lo elaborado, pero muy pocos de los que abandonaban el teatro carecían de algún tipo de teoría. Y las discusiones no terminaban allí, en la acera. Continuaban sin duda, en los apartamentos y restaurantes de Nueva York.
El placer producido por las ilusiones de Swann era, al parecer, doble. Primero: el espectáculo del truco en sí —en el pasmado instante en que la incredulidad quedaba, si no suspendida, al menos puesta sobre aviso—. Y segundo: concluido el momento y restituida la lógica, en el debate sobre cómo se había realizado el truco.
¿Cómo lo hace, señor Swann? —inquirió Barbara Bernstein, ansiosa.
Es magia —repuso Swann.
La había invitado a pasar entre bambalinas para que examinase la jaula del tigre y comprobara si había alguna trampa en su construcción; no había encontrado ninguna. Había examinado las espadas; eran letales. Y los pétalos, fragantes. Pero la muchacha insistió:
Sí, pero de verdad... —dijo, y se acercó más a él —. Puede contármelo, le prometo que de mí no saldrá.
Le devolvió una tranquila sonrisa por toda respuesta.
Ah, ya sé... —dijo ella—, me dirá que ha firmado una especie de juramento.
Eso es —repuso Swann.
... y que tiene prohibido revelar secretos profesionales.
La intención es darle placer al público —le dijo—. ¿He fallado en eso?
Oh, no —replicó la muchacha, sin dudarlo un instante — . Todo el mundo habla del espectáculo. Es usted la admiración de Nueva York.
No —protestó él.
De veras —insistió ella—, conozco a algunos que beben los vientos por entrar en este teatro. Y por hacer una visita guiada entre bambalinas. .. Seré la envidia de todo el mundo.
Me halaga —le dijo, y le acarició la cara.
Estaba claro que ella esperaba que lo hiciera. Algo más de qué vanagloriarse: seducida por el hombre que la crítica había dado en llamar el Mago de Manhattan.
Me gustaría hacer el amor contigo —le susurró él.
¿Aquí? —preguntó ella.
No. Aquí nos oirían los tigres.
La muchacha se echó a reír. Prefería a sus amantes veinte años más jóvenes que Swann; alguien había hecho notar que, por su perfil, parecía un hombre de luto, pero su caricia prometía el ingenio que ningún muchacho podía ofrecerle. Le gustaba el toque disoluto que presentía bajo su caballerosa fachada. Swann era un hombre peligroso. Si lo rechazaba, posiblemente no volvería a encontrar otro. — Podríamos ir a un hotel — sugirió ella.
Un hotel, buena idea —dijo él.
Un asomo de duda surcó el rostro de la muchacha.
¿Y tu esposa? Podrían vernos.
¿Seremos invisibles, entonces? —inquirió él, tomándola de la mano.
Hablo en serio.
Yo también —insistió él—. Te lo digo yo, ver no es creer. Y de esto sé algo. Es la piedra angular de mi profesión. —Ella no pareció muy segura—. Si alguien nos reconoce —le dijo—, simplemente les diré que están viendo visiones.
Sonrió al oírlo, y él la besó. La muchacha le devolvió el beso con un fervor incuestionable.
Milagroso —dijo él, cuando sus bocas se separaron—. ¿Nos vamos antes de que los tigres se pongan a cotillear?
La escoltó a través del escenario. Los limpiadores todavía no habían comenzado su tarea, y allí, esparcidos sobre las tablas, había un montón de capullos de rosa. Algunos pisoteados, otros intactos. Swann soltó la mano de la joven y se dirigió hasta donde yacían las flores.
Ella lo observó mientras se agachaba para arrancar una rosa del suelo, encantada por el ademán, pero antes de que lograra incorporarse otra vez, vio una hoja de plata que caía sobre él. Intentó advertirle, pero la espada fue más rápida que la lengua de la muchacha. En el último instante, él pareció presentir el peligro en que se encontraba y se volvió, con el pimpollo en la mano, justo cuando la punta de la espada se encontró con su espalda. El impulso del arma blanca hizo que se le hundiera hasta la empuñadura. La sangre le saltó del pecho y salpicó el suelo. No hizo ningún ruido; cayó hacia adelante, y al golpear el escenario dos terceras partes de la espada se le salieron del cuerpo.
La muchacha habría gritado, pero el traqueteo de los aparatos mágicos dispuestos entre bastidores, detrás de ella, y un gruñido apagado que era sin duda la voz del tigre le llamaron la atención. Quedó paralizada. Con toda probabilidad, existirían instrucciones sobre el mejor modo de mirar fijamente a los tigres embravecidos, pero como era una muchacha nacida y criada en Manhattan, aquéllas eran técnicas con las que no estaba familiarizada.
¿Swann? —dijo, con la esperanza de que se tratara de una ilusión de mal gusto representada puramente en su beneficio—. Swann, por favor, levántate.
Pero el mago continuó tirado donde había caído; el charco iba extendiéndose debajo de él.
Si es una broma... —dijo, irritada—, no me parece divertida. —Al comprobar que el tono empleado, no había surtido efecto, ensayó una táctica más dulce —. Swann, cariño, quisiera irme, si no te importa.
Volvió a llegarle el gruñido. No quería darse la vuelta para buscar la fuente de donde provenía, pero tampoco quería que la bestia le saltara encima por la espalda.
Cautelosamente miró hacía atrás. Los bastidores se encontraban a oscuras. La batahola de trastos le impidió descifrar la ubicación exacta del animal. Sin embargo, continuaba oyéndolo: sus pisadas, sus gruñidos. Poco a poco, se retiró hacia el proscenio. El telón la separaba del auditorio, pero abrigó la esperanza de poder escabullirse por debajo de él antes de que el tigre la alcanzara.
Mientras se apoyaba contra la pesada tela, una de las sombras que había entre bambalinas perdió su ambigüedad y apareció el animal. No era hermoso, como le había parecido cuando se encontraba detrás de los barrotes. Era enorme y letal, y estaba hambriento. Se agachó y buscó el dobladillo del telón. La tela llevaba unas pesas, y tuvo más dificultad en levantarla de la esperada; había logrado deslizar medio cuerpo debajo del telón y tenía la cabeza y las manos apoyadas contra las tablas cuando oyó las pisadas del tigre al avanzar. Un instante después, sintió su húmedo aliento en la espalda desnuda. La muchacha lanzó un grito cuando la bestia le enterró las garras en el cuerpo y la arrastró desde la salvación hacia sus fauces humeantes.
Ni siquiera entonces quiso entregarle la vida. Pateó al animal, le arrancó el pelaje a manojos y le asestó una andanada de puñetazos en el hocico. Pero, enfrentada a tal autoridad, su resistencia fue insignificante: el asalto de la muchacha, a pesar de su ferocidad, no detuvo a la bestia ni un ápice. Le abrió el cuerpo de un solo golpe casual. Misericordiosamente, con esa primera herida sus sentidos abandonaron todo asomo de verosimilitud y se dedicaron en cambio a la invención descabellada. Le pareció oír unos aplausos, y el rugido de un público enfervorecido, y en lugar de la sangre que sin duda manaría de su cuerpo, salían fuentes de luz rutilante. La agonía padecida por sus terminaciones nerviosas no la alcanzaban en absoluto. Incluso cuando el animal la hubo dividido en tres o cuatro trozos, su cabeza yacía de lado al borde del escenario y observaba cómo la bestia laceraba su torso y devoraba sus miembros.
Y durante todo el tiempo, mientras se preguntaba cómo podía ocurrir aquello —que sus ojos pudieran vivir para presenciar esa última cena—, la única respuesta que se le ocurría era la misma que Swann le había dado:
Es magia.
En realidad, pensaba justamente eso, que aquello tenía que ser magia, cuando el tigre se acercó a su cabeza con tranquilidad y se la tragó de un solo bocado.


Cuando se encontraba con un determinado tipo de gente, Harry D'Amour gustaba de creer que gozaba de una cierta reputación —un círculo que lamentablemente no incluía a su ex mujer, a sus acreedores o a esos críticos anónimos que regularmente le enviaban excrementos de perro por el buzón de la oficina—. Pero la mujer que tenía al teléfono en ese momento, su voz tan cargada de pena que muy bien podía haber estado llorando medio año y que se iba a echar a llorar otra vez, ella sabía que él era un dechado de perfección.
Necesito su ayuda, señor D'Amour, desesperadamente. —En estos momentos estoy ocupado con varios casos —le dijo—. ¿Podría venir a mi oficina, quizá?
No puedo salir de casa —le comunicó la mujer—. Se lo explicaré todo, por favor, venga.
Se sintió muy tentado de hacerlo. Pero lo cierto es que tenía varios casos pendientes, uno de los cuales, si no lo resolvía pronto, podía acabar en fratricidio. Le sugirió que acudiera a otro.
Es que no puedo acudir a cualquiera —insistió la mujer. — ¿Por qué yo?
He leído sobre usted. Sobre lo que pasó en Brooklyn. El mencionar uno de sus más estrepitosos fracasos no era el método más seguro para conseguir sus servicios, pensó Harry, pero sin duda logró llamarle la atención. Lo que había ocurrido en la calle Wyckoff había comenzado de un modo inocente; un marido había contratado sus servicios para seguir a una esposa adúltera, y todo había acabado en el último piso de la casa Lomax; el mundo que creyó conocer se volvió patas arriba. Cuando se hizo el recuento de cadáveres y se despachó a los sacerdotes supervivientes, él se quedó con un pavor a las escaleras y con más preguntas de las que lograría contestar antes de ir a la tumba. No le producía ningún placer que le recordaran aquellos terrores.
No me gusta hablar de Brooklyn —dijo.
Perdóneme —repuso la mujer—, pero necesito a alguien que tenga experiencia con__con lo oculto.
Por un momento dejó de hablar. Al otro extremo de la línea, logró oír su respiración, suave pero errática.
Lo necesito —dijo ella.
En la pausa en la que sólo se había oído el temor de la mujer. D'Amour ya había decidido qué respuesta le daría.
Voy para allá.
Le estoy agradecida. Mi casa está en la calle Sesenta y Uno Este. — Harry apuntó los detalles. Las últimas palabras de la mujer fueron — : Por favor, dese prisa.
Después colgó.
Harry hizo unas cuantas llamadas, con la vana esperanza de aplacar a dos de sus clientes más irascibles, luego se puso la americana, cerró con llave la oficina y bajó la escalera. En el rellano y el vestíbulo había un olor penetrante. Al llegar a la puerta principal sorprendió a Chaplin. el portero, cuando salía del sótano.
Este lugar apesta —le dijo al hombre.
Es desinfectante.
Es pis de gato —repuso Harry—. Haga algo para quitarlo, ¿quiere? Tengo una reputación que proteger.
Cuando Harry se marchó, el portero aún seguía riendo.


La casa de tres pisos de la calle Sesenta y Uno Este se encontraba en una condición prístina. Se detuvo en la limpia entrada, sudoroso y con mal aliento, y se sintió desaliñado. La expresión del rostro que le recibió al abrirse la puerta no logró borrarle esa opinión.
¿Sí? —inquirió.
Soy Harry D'Amour —dijo—. Recibí una llamada. El hombre asintió y dijo sin entusiasmo:
Será mejor que pase.
El interior estaba más fresco, y tenía una atmósfera más dulzona. Olía a perfume. Harry siguió a aquel rostro censurador por el pasillo, hasta una habitación espaciosa donde —después de la alfombra oriental en cuyo estampado habían urdido de todo, menos el precio— se encontraba sentada la viuda. No vestía de negro, ni mostraba sus lágrimas. Se puso de píe y le tendió la mano.
¿Señor D'Amour? — Sí.
Valentín le traerá algo de beber, si le apetece. —Sí, gracias. Leche, si tiene.
Durante la última hora había tenido el estómago revuelto, desde que ella le hablara de la calle Wyckoff, para ser exactos.
Valentín se retiró de la habitación, sin dejar de mirar a Harry con aquellos ojos como cuentas de collar hasta el último momento.
Ha muerto alguien —dijo Harry. una vez que el hombre se hubo marchado.
Efectivamente —repuso la viuda, volviendo a sentarse. Harry aceptó su invitación de tomar asiento y ocupó un lugar delante de ella, entre cojines suficientes como para tapizar un harén. —Mi esposo —aclaró ella.
Lo siento.
No hay tiempo para sentirlo —replicó.
Pero su mirada y sus gestos traicionaron sus palabras. Harry se alegró de su pena; las manchas de las lágrimas y la fatiga empañaban una belleza que. de haberse mantenido incólume, lo habría hecho enmudecer de admiración.
Dicen que la muerte de mi esposo fue un accidente —le informó ella—. Sé que no es así.
¿Puedo preguntarle cómo se llama?
Perdone. Me llamo Swann. señor D'Amour. Dorothea Swann. Quizá haya oído hablar de mi esposo.
¿El Mago?
Ilusionista —le corrigió ella.
Lo he leído, sí. Una tragedia.
¿Alguna vez vio su actuación?
No puedo permitirme el lujo de ir a Broadway, señora Swann —repuso Harry. negando con la cabeza.
Sólo íbamos a estar aquí durante tres meses, lo que durara su espectáculo. En septiembre íbamos a volver... — ¿Volver?
A Hamburgo —dijo ella—. No me gusta esta ciudad. Hace demasiado calor. Y es demasiado cruel.
Nueva York no tiene la culpa de ser como es.
Puede ser —repuso, con un gesto afirmativo—. Tal vez lo que le pasó a Swann le habría ocurrido de todos modos, dondequiera que hubiese estado. La gente me dice que fue un accidente. Sólo eso: un accidente.
¿Usted no lo cree así?
Valentín había aparecido con un vaso de leche. Lo colocó en la mesa, frente a Harry. Cuando se disponía a marcharse, ella le dijo:
Valentín, ¿y la carta?
La miró de un modo extraño, casi como si le hubiera dicho algo obsceno.
La carta —repitió la señora Swann.
Valentín se marchó.
Me estaba comentando usted...
¿Qué? —inquirió ella frunciendo el ceño.
Que era un accidente.
Ah, sí. Viví con Swann durante siete años y medio, y llegué a comprenderlo mejor que nadie. Llegué a presentir cuándo me quería a su lado y cuándo no. Cuando era que no, me iba a otra parte y lo dejaba solo. Los genios necesitan de la soledad. Y él era un genio, ya lo sabe usted. El más grande ilusionista después de Houdini.
¿De veras?
En ocasiones llegué a pensar que fue una especie de milagro que me dejara entrar en su vida.
Harry quiso decir que Swann habría sido un loco si no la hubiera aceptado, pero el comentario no era adecuado. No quería lisonjas, no las necesitaba. Quizá no necesitaba nada más que recuperar a su esposo muerto.
Ahora pienso que no lo conocía en absoluto —prosiguió—, que no lo entendía. Tal vez fuera otro truco. Otra parte de su magia.
Hace un momento, le llamé mago —dijo Harry— y usted me corrigió.
Es verdad —admitió ella, con una mirada de disculpa—. Perdóneme. Eso solía decir Swann. No le gustaba que le llamasen mago. Decía que era una palabra que había que dejar para los hacedores de milagros.
¿Y él no era un hacedor de milagros?
Solía llamarse a sí mismo el Gran Simulador —dijo ella.
Aquello la hizo sonreír.
Valentín había vuelto a entrar; sus lúgubres facciones estaban repletas de sospecha. Llevaba un sobre, y resultaba claro que no tenía deseo alguno de entregarlo. Dorothea tuvo que cruzar la alfombra y quitárselo de las manos.
¿Le parece prudente? —inquirió Valentín. —Sí —repuso ella.
Valentín se volvió sobre los talones y efectuó una inteligente retirada.
Está destrozado por la pena. Perdone su comportamiento. Estuvo con Swann desde los comienzos de su carrera. Creo que quería a mi esposo tanto como yo.
Metió un dedo en el interior del sobre y sacó la carta. El papel era amarillo pálido, y fino como una gasa.
Unas horas después de su muerte, nos llegó esta carta. La trajeron en mano. Iba dirigida a él. La abrí. Creo que debería leerla.
Se la entregó. La letra era firme y carente de afectación.
»Dorothea —había escrito—, si estás leyendo esta carta, entonces es que he muerto.
«Sabes la poca importancia que les daba a los sueños, las premoniciones y cosas parecidas. Pero en los últimos días me he visto asaltado por unos extrañísimos pensamientos, y tengo la sospecha de que mi muerte está cercana. Si debe ser así, pues que sea. No tiene remedio.
No pierdas tiempo intentando dilucidar los porqués, ya son cosa superada. Quiero que sepas que te amo, y que, a mi manera, siempre te he amado. Lamento cualquier infelicidad que pude haberte causado, o que te esté causando ahora, pero se me ha escapado de las manos.
»Tengo unas instrucciones en lo tocante a cómo has de disponer de mi cuerpo. Por favor, cúmplelas al pie de la letra. No permitas que nadie te convenza de hacer lo contrario de lo que te pido.
»Quiero que hagas vigilar mi cuerpo día y noche hasta que lo quemen. No intentes llevar mis restos de vuelta a Europa. Haz que me quemen aquí, lo antes posible, y luego arroja las cenizas al East River.
»Mi dulce amor, tengo miedo. No de las pesadillas, ni de lo que pudiera ocurrirme en esta vida, sino de lo que mis enemigos puedan intentar cuando esté muerto. Ya sabes cómo son los críticos: esperan hasta que no puedes luchar contra ellos, y entonces comienzan a asesinarte la fama. Se trata de un asunto muy complicado como para explicártelo todo, de modo que debo confiar en que hagas lo que te digo.
»Una vez más, te quiero, y espero que nunca tengas que leer esta carta,
»Tu adorado,
»Swann.
Menuda carta de despedida —comentó Harry cuando la hubo leído por segunda vez.
La dobló y se la devolvió a la viuda.
Me gustaría que se quedara con él. A velarlo, si prefiere. Al menos hasta que hayamos concluido con los trámites legales y yo pueda disponer lo de la cremación. No creo que tarden mucho. Tengo un abogado que se está ocupando de todo.
Una vez más: ¿por qué yo?
Como me dice él en su carta —repuso la viuda sin mirarlo a los ojos—, nunca fue supersticioso. Pero yo sí. Creo en los presagios. Y en los días que precedieron a su muerte, en esta casa se notaba una extraña atmósfera. Como si nos vigilaran.
¿Cree usted que lo asesinaron? Reflexionó sobre el particular y luego repuso: —No creo que fuera un accidente.
Esos enemigos de los que él habla... —Era un gran hombre. Lo envidiaban mucho.
¿Celos profesionales? ¿Es ése un móvil para cometer un asesinato?
Cualquier cosa puede ser un móvil, ¿no? Hay quien es asesinado por el color de sus ojos, ¿o no?
Harry estaba impresionado. Había tardado veinte años en aprender lo arbitrarias que eran las cosas. Y ella lo decía como si fuera un conocimiento convencional.
¿Dónde está su esposo? —preguntó Harry.
Arriba —repuso ella—. Hice que trajeran el cuerpo aquí, donde pudiera cuidar de él. No fingiré que entiendo lo que pasa, pero no me arriesgaré a pasar por alto sus instrucciones.
Harry asintió.
Swann era mi vida —agregó en voz baja, a propósito de nada en especial, y de todo.
Lo condujo al piso de arriba. El perfume que lo había recibido en la entrada se había vuelto más intenso. El dormitorio principal había sido convertido en capilla ardiente, y había ramos y coronas de todos los tamaños y clases que llegaban a la altura de la rodilla; sus aromas entremezclados rozaban lo alucinógeno. En medio de aquella abundancia estaba el ataúd —un artilugio recargado, en negro y plata—, montado sobre caballetes. La parte superior de la tapa se encontraba abierta, y los ricos encajes plegados hacia atrás. Cuando Dorothea se lo pidió, pasó con dificultad entre los tributos para echar un vistazo al finado. Le gustó la cara de Swann; había humor en ella, y una cierta astucia, hasta resultaba atractiva en su cansada manera. Más aún: había inspirado el amor de Dorothea; una cara podía tener pocas recomendaciones mejores que ésa. Harry estaba de flores hasta la cintura y, por absurdo que pareciera, sintió un poco de envidia por el amor que aquel hombre había disfrutado.
¿Me ayudará, señor D'Amour?
Qué otra cosa podía decir, si no:
Sí, por supuesto que la ayudaré —y luego agregó—: Llámeme Harry.


Aquella noche le echarían de menos en el Wing's Pavilion. Hacía seis años y medio que, cada viernes por la noche, ocupaba la mejor mesa del local, para comer de una sola sentada lo suficiente como para compensar su dieta, carente de excelencia y variedad, de los restantes seis días de la semana. Ese banquete —la mejor cocina china al sur de la calle Canal— le salía gratis, gracias a los servicios que había prestado en cierta ocasión al propietario. Aquella noche, la mesa quedaría vacía.
Sin embargo, su estómago no iba a sufrir demasiado. Había pasado aproximadamente una hora sentado junto a Swann, cuando Valentín subió y le dijo:
¿Cómo le gusta el filete?
Poco menos que quemado —repuso Harry.
Valentín no se sintió demasiado contento con la respuesta.
No me gusta cocer demasiado un buen filete —acotó.
Y a mí me disgusta ver sangre —replicó Harry—, incluso si no es mía.
El chef perdió la esperanza de modificar el paladar de su convidado y se volvió para marcharse.
¿Valentín?
El hombre se dio la vuelta y lo miró.
¿Es ése su nombre de bautismo? —preguntó Harry.
Los nombres de bautismo son para los que se bautizan —fue la respuesta.
No le gusta que esté aquí, ¿verdad? —inquirió Harry.
Valentín no le contestó. Sus ojos dejaron de mirarlo y se posaron en el ataúd abierto.
No estaré aquí mucho tiempo —le informó Harry—, pero mientras esté, ¿no podemos ser amigos?
La mirada de Valentín volvió a encontrarse con la suya.
No tengo amigos —dijo sin hostilidad ni autocompasión —. Y menos ahora.
Vale, lo siento.
¿Qué es lo que hay que sentir? —quiso saber Valentín—. Swann está muerto. Todo se acabó, excepto los gritos.
El afligido rostro se resistía estoicamente a las lágrimas. Harry supuso que una piedra se echaría a llorar con más rapidez. Pero en aquel rostro había pena, y era mucho más profunda por ser muda.
Una pregunta.
¿Sólo una?
¿Por qué no quería que leyese su carta?
Valentín enarcó ligeramente las cejas; eran lo suficientemente finas como para haber sido pintadas con lápiz.
No estaba loco —dijo—. No quería que pensase que era un loco por lo que escribió. No revele a nadie lo que ha leído. Swann era una leyenda. No quiero que se mancille su recuerdo.
Debería escribir usted un libro, para contar la historia completa de una vez por todas. Me han dicho que ha estado con él durante mucho tiempo.
Sí —repuso Valentín—, el suficiente como para no ser tan tonto y decir la verdad.
Dicho lo cual se marchó, dejando que las flores se marchitasen, y a Harry con más preguntas de las que tenía al empezar.
Al cabo de veinte minutos, Valentín le subió una bandeja con comida: una enorme ensalada, pan, vino y el filete. Le faltaba poco para estar carbonizado.
Tal como me gusta —dijo Harry, y se dispuso a engullírselo.
No vio a Dorothea Swann, aunque Dios sabe que pensó a menudo en ella. Cada vez que oía un murmullo en la escalera, o unos pasos en el rellano alfombrado, alimentaba la esperanza de ver aparecer su rostro en el umbral de la puerta, con una invitación en los labios. No era tal vez el pensamiento más apropiado, dada la proximidad del cadáver de su marido, pero ¿qué le importaba ahora al ilusionista? Estaba muerto. Si tenía una pizca de generosidad de espíritu, no querría ver a su viuda ahogada por la pena.
Harry se bebió la media garrafa de vino que Valentín le había subido y tres cuartos de hora después, cuando el hombre reapareció con café y Calvados, le pidió que dejase la botella.
No tardaría en anochecer. El tráfico de Lexington y la Tercera era animado. Por aburrimiento se puso a mirar la calle desde la ventana. Una pareja discutía acaloradamente en la acera, y se calló sólo cuando una morena de labio leporino que paseaba un pequinés se puso a mirarlos descaradamente. En la casa de tres pisos de enfrente, se hacían preparativos para una fiesta: vio una mesa amorosamente puesta y velas encendidas. Al cabo de un rato, comenzó a deprimirle lo que estaba espiando, llamó a Valentín y le preguntó si tenía un televisor portátil para prestarle. Fue cuestión de abrir la boca y su deseo se vio satisfecho: durante las dos horas siguientes permaneció sentado frente al monitor en blanco y negro, posado en el suelo, entre las orquídeas y los lirios, mirando cuanto estúpido entretenimiento le ofrecía; la plateada luminiscencia oscilaba sobre las flores como si fuera la luz estimulante de la luna.
A las doce y cuarto de la noche, cuando la fiesta de la casa de enfrente se hallaba en su apogeo, subió Valentín.
¿Quiere tomar algo antes de que me retire? —le preguntó. —Bueno.
¿Leche, o algo más fuerte? —Algo más fuerte.
Sacó una botella de buen coñac y dos copas. Juntos brindaron por el muerto.
Por el señor Swann.
Por el señor Swann.
Si necesita algo más esta noche —le informó Valentín — , estoy en la habitación que está justo encima de ésta. La señora Swann se quedará abajo, de modo que si oye a alguien caminar por ahí, no se preocupe. Estas últimas noches no duerme bien.
¿Quién duerme bien? —repuso Harry.
Valentín lo dejó con su vigilia. Harry oyó cómo subía dificultosamente la escalera, y luego el crujido de las maderas del suelo del piso superior. Volvió a concentrarse en el televisor, pero había perdido el hilo de la película que estaba empezando a ver. Faltaba mucho para el amanecer; mientras tanto, Nueva York disfrutaría de una estupenda noche de viernes: baile, peleas, bromas.
La imagen del televisor comenzó a fallar. Harry se incorporó para acercarse al televisor, pero nunca llegó hasta él. A dos pasos de distancia de la silla en la que había estado sentado, la imagen se hizo más borrosa y desapareció del todo, con lo que la habitación quedó sepultada en una completa oscuridad. Harry apenas tuvo tiempo de notar que por las ventanas tampoco le llegaba ninguna luz de la calle. Entonces comenzó la locura.
En la oscuridad algo se movió: formas vagas se elevaron y cayeron. Tardó un momento en reconocerlas. ¡Las flores! Unas manos invisibles destrozaban las coronas y los tributos y lanzaban las flores al aire. Siguió su descenso con la vista, pero no las vio tocar el suelo. Al parecer, las maderas del suelo habían perdido toda fe en sí mismas y habían desaparecido, de modo que las flores seguían cayendo y cayendo, a través del suelo de la habitación de abajo, a través del suelo del sótano, lejos, lejos, sólo Dios sabía hacia qué destino. El miedo se apoderó de Harry, como un viejo traficante de drogas que promete un efecto soberbio. Las escasas tablas que continuaban debajo de sus pies se volvieron insustanciales. En unos segundos, él seguiría el mismo rumbo que las flores.
Miró en derredor para buscar la silla de la que se había levantado: un punto fijo en esa vertiginosa pesadilla. La silla continuaba en su sitio; logró discernir su silueta en la penumbra. Con una lluvia de flores cayéndole sobre la cabeza, intentó alcanzarla, pero cuando logró asirla, el suelo de debajo de la silla desapareció, y la luz espectral del agujero abierto bajo sus pies, permitió que Harry la viera caer hacia el infierno, dando vueltas y vueltas hasta que quedó pequeñita como la cabeza de un alfiler.
Y entonces desapareció, y las flores desaparecieron, y las paredes y las ventanas y hasta la última maldita cosa; desapareció todo menos él.
Aunque no todo. Allí seguía el ataúd de Swann, la tapa continuaba abierta, los encajes prolijamente doblados hacia atrás, como la sábana de la cama de un niño. El caballete había desaparecido, igual que el suelo debajo del caballete. Pero el ataúd flotaba en la oscuridad exactamente como una morbosa ilusión, mientras desde las profundidades un ruido sordo acompañaba al truco, igual que el redoblar de un tambor militar.
Harry sintió desvanecerse la última solidez bajo sus pies; sintió que el foso lo llamaba. Cuando sus pies abandonaron el suelo, éste se desvaneció en la nada, y por un terrorífico momento permaneció colgado al borde del abismo, mientras sus manos buscaban el borde del féretro. Con la derecha logró sujetarse en una de las asas y se aferró a ella, agradecido. El brazo estuvo a punto de descoyuntársele cuando tuvo que soportar el peso del cuerpo, pero estiró el otro y encontró el borde del féretro. Utilizándolo como punto de apoyo, se izó como un marinero medio ahogado. Era un extraño bote salvavidas, pero aquél era un mar no menos extraño. Infinitamente profundo, infinitamente terrible.
Mientras se esforzaba por lograr asirse mejor, el féretro comenzó a sacudirse, y al levantar la vista Harry descubrió que el muerto estaba sentado bien erguido. Los ojos de Swann estaban desmesuradamente abiertos. Los volvió hacia Harry; distaban mucho de ser benévolos—. El ilusionista muerto no tardó en ponerse de pie, y a cada movimiento que hacía el féretro flotante se sacudía con mayor violencia. Una vez en posición vertical, Swann se dispuso a deshacerse de su visitante, hundiéndole el tacón en los nudillos. Harry miró a Swann, suplicándole que parara.
El Gran Simulador era todo un espectáculo digno de verse. Tenía los ojos desorbitados, llevaba la camisa rota y abierta para mostrar la herida de salida del pecho. Volvía a sangrar. Una lluvia de fría sangre cayó sobre el rostro vuelto hacia arriba de Harry. Y el tacón continuaba hundiéndose en sus manos. Harry sintió que comenzaba a soltarse. Al comprobar que se aproximaba el triunfo, Swann comenzó a sonreír.
¡Cae, muchacho! —le ordenó—. ¡Cae!
Harry no aguantaba más. En un enloquecido esfuerzo por salvarse, soltó el asa que aferraba con la derecha y procuró agarrar a Swann por la pernera del pantalón. Sus dedos encontraron el dobladillo y tiró. El ilusionista dejó de sonreír al sentir que perdía el equilibrio. Buscó detrás de él, para sujetarse en la tapa de féretro, pero el ademán lo inclinó aún más. El cojín afelpado pasó por encima de la cabeza de Harry y le siguieron las flores.
Swann aulló enfurecido y le asestó una maligna patada en la mano. Fue un error. El féretro se dio la vuelta del todo y el muerto salió despedido. Harry tuvo tiempo de vislumbrar el rostro asombrado de Swann cuando el ilusionista pasó junto a él en su caída. Luego, él también perdió asidero y cayó tras el ilusionista.
El aire oscuro gimió junto a sus orejas. Debajo de él, el abismo le tendió sus vacíos brazos. Entonces, además del rumor que sentía en la cabeza, le llegó otro sonido: una voz humana.
¿Está muerto? —preguntó.
No —repuso otra voz—, creo que no. ¿Cómo se llama, Dorothea?
D'Amour.
¿Señor D'Amour? ¿Señor D'Amour?
La caída de Harry aminoró un tanto. Debajo de él, el abismo rugía enfurecido.
Oyó otra vez la voz, cultivada pero sin melodías. —Señor D'Amour.
Harry —dijo Dorothea.
Al oír su nombre, pronunciado por aquella voz, dejó de caer y se sintió impulsado hacia arriba. Abrió los ojos. Yacía sobre un suelo sólido con la cabeza a unos centímetros de la pantalla sin imagen del televisor. Las flores estaban todas en su sitio, repartidas por la habitación, Swann en su féretro y Dios —si había que hacer caso de los rumores— en los Cielos.
Estoy vivo —dijo.
Su resurrección contaba con bastante público. Dorothea, por supuesto, y dos extraños. Uno, el dueño de la voz que había oído en primer término, estaba de pie, junto a la puerta. Sus facciones no tenían nada de notable, a excepción de las cejas y las pestañas, pálidas hasta el punto de resultar invisibles. La mujer que acompañaba al hombre se encontraba cerca. Compartía con él esa inquietante banalidad, despojada de toda característica que pudiera servir de pista para descifrar su naturaleza.
Ayúdalo, ángel mío —ordenó el hombre, y la mujer se inclinó para obedecerlo.
Era más fuerte de lo que parecía; ayudó a Harry a ponerse en pie. Durante su extraño sueño había vomitado. Se sintió sucio y ridículo.
¿Qué diablos pasó? —inquirió, mientras la mujer lo acompañaba hasta la silla y le ayudaba a sentarse.
Intentó envenenarle —le dijo el hombre.
¿Quién?
Valentín, por supuesto.
¿Valentín?
Se ha ido —le informó Dorothea—. Desapareció. —Temblaba—. Le oí gritar, y cuando vine lo encontré en el suelo. Creí que iba a ahogarse.
Ya está bien —dijo el hombre—, todo está en orden.
Sí —dijo Dorothea, tranquilizada por su insulsa sonrisa—. Éste es el abogado del que le hablé, Harry. El señor Butterfield.
Encantado —dijo Harry limpiándose la boca.
¿Por qué no bajamos? —sugirió Butterfield—. Así podré pagarle al señor D'Amour lo que le debemos.
No se preocupe —dijo Harry—, no suelo cobrar hasta haber terminado el trabajo.
Pero ya está —dijo Butterfield—. Sus servicios ya no son necesarios.
Harry lanzó una mirada a Dorothea. Arrancaba un anthurium marchito de una rama que, por lo demás, estaba bien verde.
Me contrataron para acompañar el cuerpo...
Ya se han hecho los arreglos para disponer del cuerpo de Swann —le informó Butterfield. Su cortesía era perfecta—. ¿No es así, Dorothea?
Estamos en plena noche —protestó Harry—. No conseguirán quemarlo hasta mañana por la mañana.
Gracias por su ayuda —le dijo Dorothea—. Pero estoy segura de que todo estará en orden ahora que ha llegado el señor Butterfield.
Butterfield se volvió hacia su compañera.
¿Por qué no sales a buscarle un taxi al señor D'Amour? —le sugirió. Luego, dirigiéndose a Harry, añadió—: No queremos que tenga que andar por ahí, dando vueltas.


Mientras bajaba la escalera, y en el pasillo, mientras Butterfield le pagaba, Harry deseó que Dorothea contradijese al abogado y le pidiera que se quedara. Pero ni siquiera le ofreció una palabra de despedida cuando lo acompañaron a la puerta principal. Los doscientos dólares que le habían dado eran, por supuesto, una recompensa más que adecuada por las pocas horas ociosas que había pasado allí, pero hubiera quemado felizmente los billetes porque Dorothea le hiciera al menos una señal que le indicara que lamentaba la separación. Pero, por supuesto, no hizo nada. Por sus experiencias pasadas, sabía que su magullado ego tardaría veinticuatro horas en recuperarse de semejante indiferencia.
Se bajó del taxi en la Tercera, cerca de la Ochenta y Tres, y caminó hasta un bar de Lexington, donde sabía que podría poner media botella de bourbon entre él y los sueños que había tenido.
Era bastante más tarde de la una de la mañana. La calle estaba desierta, sólo ocupada por él y por el eco de sus pasos. Dobló la esquina, entró en Lexington y esperó. Momentos después, Valentín dobló la misma esquina. Harry lo agarró de la corbata.
No está mal el nudo —le dijo, levantando al hombre del suelo.
Valentín no intentó soltarse y se limitó a decirle:
Gracias a Dios que está vivo.
No iba a ser gracias a usted —le comentó Harry—. ¿Qué me puso en la bebida?
Nada —insistió Valentín—. ¿Por qué habría de ponerle alguna cosa?
¿Cómo es que me encontré en el suelo? ¿Y cómo es que tuve esos malos sueños?
Ha sido Butterfield —le indicó Valentín — . Lo que haya soñado fue obra suya, créame. Reconozco que en cuanto lo oí entrar en la casa, me entró el pánico. Sé que debí advertírselo, pero también sabía que si no me iba de allí rápidamente, no lograría salir nunca.
¿Me está diciendo que le habría matado? —Personalmente, no; pero sí, me habría matado. —Harry parecía incrédulo—. Lo nuestro viene de lejos.
Pues se lo dejo —le informó Harry, soltando la corbata—. Estoy demasiado cansado como para aguantar más mierda de ésta.
Se apartó de Valentín y comenzó a caminar.
Espere —le dijo el otro—, sé que no fui amable con usted, allá en la casa, pero tiene que comprenderme, las cosas se pondrán mal. Para los dos.
Me pareció haberle oído comentar que todo se había acabado, excepto los gritos.
Eso pensaba yo. Creí que lo teníamos todo atado. Y cuando llegó Butterfield me di cuenta de lo ingenuo que había sido. No dejarán que Swann descanse en paz. Ni ahora ni nunca. Tenemos que salvarlo, D'Amour.
Harry se detuvo y estudió la cara del hombre. Si se lo hubiera encontrado por la calle, no lo habría tomado por un loco.
¿Subió Butterfield al piso de arriba? —preguntó Valentín.
Sí. ¿Porqué?
¿Recuerda si se acercó al féretro? Harry negó con la cabeza.
Bien —dijo Valentín — . Entonces, las defensas aguantan, y eso nos da un poco de tiempo. Swann era un estupendo táctico, ¿sabe? Pero a veces llegaba a ser descuidado. Por eso lo atraparon. Por puro descuido. Sabía que iban tras él. Se lo dije desde el principio, le dije que debíamos cancelar el resto de las actuaciones e irnos a casa. Al menos allí tenía una especie de santuario.
¿Cree que lo asesinaron?
Cristo santo —murmuró Valentín, casi sin esperanza de hacer entrar en razón a Harry—, por supuesto que lo asesinaron.
De modo que ya nadie puede salvarlo, ¿verdad? El tío está muerto.
Muerto, sí. Pero no es cierto que nadie pueda salvarlo.
¿A todo el mundo le habla en clave?
Valentín le puso la mano en el hombro y le dijo con sinceridad no fingida:
Claro que no. De nadie me fío tanto como de usted.
Es muy repentino. ¿Puedo preguntar por qué?
Porque está usted metido en esto hasta el cuello, igual que yo —repuso Valentín.
Ni hablar —dijo Harry.
Pero Valentín no prestó atención a su negativa y prosiguió su discurso.
Por el momento no sabemos cuántos son, claro. Quizá sólo hayan enviado a Butterfield, pero no lo creo probable.
¿Con quién está Butterfield? ¿Con la mafia?
Ojalá tuviéramos tanta suerte —replicó Valentín. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una hoja de papel — . Ésta es la mujer con la que estaba Swann esa noche, en el teatro. Quizá ella sepa la fuerza que tienen.
¿Hubo una testigo?
No se presentó, pero sí, la hubo. Yo era su alcahuete. Concertaba sus adulterios, para que nadie lo molestara. Procure ver si puede llegar hasta ella...
Se interrumpió abruptamente. En alguna parte, muy cerca, se oyó una música. Sonaba como una banda de jazz compuesta por músicos borrachos que improvisaran con las flautas: una cacofonía asmática y errabunda. La cara de Valentín se convirtió instantáneamente en el vivo retrato del dolor.
Dios nos ampare —dijo en voz muy baja, y comenzó a alejarse de Harry.
¿Qué pasa?
¿Sabe rezar? —inquirió Valentín mientras se retiraba por la calle Ochenta y Tres.
El volumen de la música subía a cada intervalo.
Hace veinte años que no rezo —repuso Harry. —Entonces, aprenda —le dijo Valentín.
Se dio media vuelta y echó a correr.
Al hacerlo, desde el norte fue avanzando por la calle una especie de oscuridad que le quitó brillo a los letreros de los bares y a las farolas. Los anuncios de neón comenzaron a fallar y se apagaron; en los pisos superiores se oyeron protestas al irse las luces y, como animada por las blasfemias, la música adquirió un ritmo más fresco y movido. Por encima de su cabeza, Harry oyó como un lamento, alzó la vista y vio una silueta irregular recortada contra las nubes. De ella pendían como unos zarcillos; parecía un buque de guerra que descendiera sobre la calle, dejando atrás un hedor de pescado podrido. Estaba claro que su objetivo era Valentín. Harry gritó por encima del lamento, la música, el pánico y la negrura, pero en cuanto hubo gritado oyó a Valentín aullar en la oscuridad; era un grito suplicante que fue crudamente interrumpido.
Permaneció en las sombras; sus pies se negaban a avanzar hacia el lugar desde donde había provenido la súplica. El hedor seguía llenándole la nariz; al aspirarlo le volvió la náusea. Y entonces regresaron también las luces; fue una ola de potencia que encendió las farolas y los letreros de los bares mientras cubría toda la calle. Alcanzó a Harry y siguió adelante, hasta el lugar donde había visto a Valentín por última vez. Estaba desierto; para ser más exactos, la acera estaba vacía hasta llegar a la siguiente intersección.
La machacona música de jazz había cesado.
Con los ojos alerta, esperando descubrir a un hombre, una bestia o los restos de cualquiera de ellos, Harry deambuló por la acera. A unos diez metros de donde había estado, el cemento aparecía húmedo. Se alegró de comprobar que no era sangre: el fluido era de color de la bilis y olía como mil demonios. Entre las salpicaduras se encontraban varias tiras de lo que podía haber sido tejido humano. Al parecer, Valentín había luchado y había logrado herir a su atacante. Había más rastros de aquella sangre más adelante, en la acera, como si aquella cosa herida se hubiera arrastrado antes de reemprender el vuelo. Con toda probabilidad, llevándose a Valentín. Ante semejantes fuerzas, Harry sabía que sus escasos poderes no le servían de nada, pero de todos modos se sintió culpable. Había oído el grito, había visto al agresor lanzarse en picado; sin embargo, el miedo le había pegado al suelo la suela de los zapatos.
Experimentó un terror parecido a éste en la calle Wyckoff, cuando el diablo amante de Mimi Lomax había abandonado finalmente toda simulación de humanidad. El cuarto se había llenado de olor a éter y a mugre humana, y el demonio se había erguido en toda su asombrosa desnudez para mostrarle unas escenas que le revolvieron las vísceras. Entonces, aquellas escenas regresaron con él. Lo acompañarían para siempre.
Bajó la vista y miró el trozo de papel que Valentín le había dado: había apuntado el nombre y la dirección a toda prisa, pero logró descifrarlos.
Un hombre en su sano juicio, se recordó Harry, rompería aquella nota y la arrojaría a la alcantarilla. Pero si los hechos acaecidos en la calle Wyckoff le habían enseñado algo, eso era que, una vez tocado por una maldad como la que había visto y soñado en las últimas horas, resultaba imposible deshacerse de ella de un modo casual. Tendría que seguirla hasta el origen por más que le repugnara la idea, y realizar con ella los pactos que la fuerza de su mano le permitiera.
La ocasión nunca era buena para hacer negocios de este tipo: así que tendría que aprovechar aquélla. Regresó hasta Lexington y fue en taxi hasta la dirección escrita en el papel. No recibió respuesta al llamar al timbre marcado con el nombre de Bernstein; despertó al portero y se enzarzó en una frustrante discusión con él a través de la puerta de cristales. El hombre estaba furioso porque le habían despertado a esa hora; insistía en que la señorita Bernstein no estaba en su apartamento, y permaneció inmutable cuando Harry adujo que podía tratarse de una emergencia de vida o muerte. Sólo cuando sacó la cartera el hombre mostró un ligero asomo de preocupación. Finalmente, dejó entrar a Harry.
No está en casa —le dijo, guardándose en el bolsillo los billetes—. Hace días que no está.
Harry subió en ascensor: le dolían las espinillas y la espalda. Quería dormir; un bourbon y luego dormir. Tal vez como había previsto el portero, en el apartamento no le contestó nadie, pero siguió llamando a la puerta y gritando el nombre de la chica.
¿Señorita Berstein? ¿Está usted ahí?
En el interior no había señales de vida, al menos no las hubo hasta que dijo:
Quiero hablarle de Swann.
Oyó que alguien respiraba cerca de la puerta.
¿Hay alguien ahí? —preguntó—. Por favor, conteste. No tiene nada que temer.
Al cabo de varios segundos, una voz amodorrada y melancólica murmuró:
Swann ha muerto.
Al menos ella no, pensó Harry. Fueran cuales fuesen las fuerzas que se habían llevado a Valentín, aún no habían llegado a ese rincón de Manhattan.
¿Puedo hablar con usted? —le pidió. —No —repuso ella.
Su voz era como la llama de una vela a punto de apagarse. —Sólo unas preguntas, Barbara.
Estoy en la panza del tigre —respondió lentamente —, y no quiere que lo deje pasar.
Tal vez habían llegado antes que él.
¿No puede acercarse a la puerta? — intentó persuadirla—. No está muy lejos...
Pero me ha tragado —insistió la muchacha.
Inténtelo, Barbara. Al tigre no le importará. Venga hasta la puerta.
Del otro lado le llegó un silencio, y luego el sonido del arrastrarse de unos pies. ¿Estaría haciendo lo que le había pedido? Eso parecía. Oyó cómo maniobraba torpemente con el cerrojo.
Eso es —la animó—. ¿Puede abrir? Intente hacerlo.
En el último momento pensó: ¿y si dijo la verdad y hubiera un tigre ahí dentro? Era demasiado tarde para retirarse; la puerta se abrió. En el vestíbulo no había ningún animal. Sólo una mujer, y olor a suciedad.
Se veía claramente que no se había lavado ni cambiado de ropa desde que huyera del teatro. El vestido de noche que llevaba estaba sucio y roto; tenía la piel gris de mugre. Entró en el apartamento. Ella se alejó de él adentrándose en el vestíbulo, desesperada por evitar que la tocase.
Tranquilícese —le dijo—, no hay ningún tigre aquí.
Sus enormes ojos parecían casi vacíos; la presencia que moraba allí estaba perdida para la cordura.
Sí lo hay —le dijo—, yo estoy dentro del tigre. Estoy dentro de él para siempre.
Como carecía del tiempo y la habilidad necesarios para disuadirla de su locura, decidió que lo mejor era seguirle la corriente.
¿Cómo entró usted allí, dentro del tigre? —le preguntó—. ¿Ocurrió cuando estaba con Swann?
Asintió.
Se acuerda de eso, ¿verdad?
Claro que sí.
¿Qué es lo que recuerda?
Había una espada; cayó. Él estaba levantando... Se interrumpió y frunció el ceño. —¿Levantando qué? De repente, pareció más distraída que nunca.
¿Cómo puede oírme si estoy dentro del tigre? ¿Está usted también dentro del tigre?
Quizá sí —repuso, rehusando analizar la metáfora con excesiva minuciosidad.
¿Sabe? Estamos aquí para siempre —le informó—. Nunca nos dejarán salir.
¿Quién se lo ha dicho?
No contestó, sino que se limitó a inclinar un poco la cabeza.
¿Lo oye?
¿Oír qué?
La muchacha dio otro paso para adentrarse más en el vestíbulo. Harry escuchó, pero no logró oír nada. La creciente agitación reflejada en el rostro de Barbara fue suficiente para que volviera a la puerta principal y la abriera. El ascensor estaba en marcha. Logró oír su suave murmullo a través del rellano. Y lo que era peor: las luces del vestíbulo y la escalera empezaban a fallar; las bombillas perdían potencia a medida que el ascensor subía.
Volvió a entrar en el apartamento y aferró a Barbara por la muñeca. Ella no protestó. Sus ojos estaban fijos en el umbral de la puerta, a través del cual ella parecía saber que le llegaría el juicio final.
Iremos por la escalera —le dijo, y la condujo hasta el rellano.
Las luces estaban a punto de apagarse. Echó un vistazo a los números de los pisos que se iban marcando en el indicador, encima de las puertas del ascensor. ¿Era el último piso o todavía quedaba otro más arriba? No lo recordaba ni tuvo tiempo de pensarlo, porque las luces fallaron por completo.
Se tambaleó en el desconocido territorio del rellano arrastrando a la muchacha, con la esperanza de que Dios le permitiera encontrar la escalera antes de que el ascensor llegara a ese piso. Barbara se hacía la remolona, pero él la apremió a que apurara el paso. En el instante en que su pie tocaba el primer escalón, el ascensor concluyó su ascenso.
Las puertas se abrieron con un siseo, y una fría fluorescencia bañó el rellano. No lograba ver su origen, y tampoco tenía deseos de hacerlo, pero su efecto reveló al ojo humano todas las manchas e imperfecciones, todos los signos de podredumbre y ruina que la pintura intentaba camuflar. El espectáculo distrajo la atención de Harry sólo durante un momento; después sujetó con mayor firmeza la mano de la mujer y comenzaron a bajar. Sin embargo, Barbara estaba más interesada en los acontecimientos del rellano que en huir.
Tan ocupada estaba en ello que tropezó y cayó pesadamente contra Harry. Ambos hubieran rodado escalera abajo de no haberse sujetado él del pasamanos. Enfadado, se volvió hacia ella. Desde donde estaban no se veía el rellano, pero la luz reptaba hacia ellos y bañaba la cara de Barbara. Bajo su escrutinio poco caritativo, Harry vio la podredumbre actuando en ella. Vio las caries de los dientes y la muerte en su pelo, su piel y sus uñas. Sin duda, él aparecería ante ella del mismo modo si la muchacha se hubiera fijado en él, pero continuaba mirando por encima del hombro, hacia lo alto de la escalera.
La fuente luminosa se movía. Iba acompañada de voces.
La puerta está abierta —dijo la mujer.
¿A qué esperas? —repuso una voz.
Era Butterfield.
Harry contuvo el aliento y sujetó a la mujer de la muñeca al tiempo que la fuente luminosa volvía a moverse, al parecer hacia la puerta, para quedar luego parcialmente eclipsada al desaparecer en el interior del apartamento.
Tenemos que darnos prisa —le dijo a Barbara.
Bajó con él dos o tres escalones y, sin previo aviso, le puso la mano en la cara y le arañó la mejilla. La soltó para escudarse y, en ese instante, aprovechó para soltarse y subir por la escalera.
Maldiciendo, fue tras ella, pero la anterior lentitud de Barbara había desaparecido: era asombrosamente diestra. Con los vestigios de luz provenientes del rellano la vio alcanzar los últimos peldaños y desaparecer.
Estoy aquí —gritó mientras avanzaba.
Harry se quedó inmovilizado en la escalera, incapaz de decidir si debía irse o quedarse, incapaz de moverse. Desde lo acaecido en la calle Wyckoff, aborrecía las escaleras. La luz se avivó por un instante, proyectando sobre él las sombras del pasamanos, y luego se apagó. Se llevó la mano a la cara. Le había dejado unos verdugones, pero casi nada de sangre. ¿Qué podía esperar si acudía en su auxilio? La misma actitud. Era una causa perdida.
Abandonada ya toda esperanza de ayudarla, oyó un sonido proveniente del rincón, en lo alto de la escalera: un sonido suave que podía haber sido de unos pasos o de un suspiro. ¿Habría escapado a su influencia después de todo? ¿O quizá ni siquiera había llegado a la puerta del apartamento y, después de pensarlo mejor, había retrocedido? Mientras sopesaba las posibilidades la oyó decir:
Ayúdame...
La voz era el fantasma de un fantasma, pero era indiscutiblemente la suya, y estaba aterrorizada.
Sacó el 38 y volvió a subir la escalera. Antes de pasar el recodo sintió un escozor en la nuca y se le erizaron todos los pelos.
Barbara estaba allí. Pero también estaba el tigre. Se encontraba en el rellano, a unos metros de Harry; Su cuerpo murmurante latía lleno de fuerza. Sus ojos parecían de metal fundido, sus fauces abiertas eran ¡creíblemente enormes. Y allí, metida ya en su vasta garganta, estaba Barbara. Sus ojos se encontraron con los de ella, a punto de desaparecer en la boca del tigre, y vio un relumbre de comprensión que fue peor que ninguna locura. La bestia movió la cabeza hacia adelante y hacia atrás para acabar de tragarse a su presa. Se la había tragado entera. En el rellano no había sangre, ni tampoco en el morro del tigre; sólo el asombroso espectáculo de la cara de la muchacha que desaparecía por el túnel de la garganta del tigre.
Desde el vientre de la bestia, lanzó un último grito; cuando el animal se disponía a saltar, a Harry le pareció que sonreía. Su cara se arrugó grotescamente, los ojos se entrecerraron como los de un Buda carcajeante, los labios se echaron hacia atrás para mostrar una hilera de brillantes dientes falciformes. El grito quedó finalmente acallado por esta demostración. Y en ese mismo instante, el tigre saltó.
Harry disparó a aquella masa devoradora y, cuando el tiro tocó la carne, la mirada malvada y las fauces y todo aquel cuerpo a rayas se desovillaron en un solo instante. De pronto, había desaparecido, y en el sitio donde había estado sólo quedó una fina lluvia de confetis apastelados bajando en espiral. El disparo había llamado la atención. En uno o dos de los apartamentos se oyeron voces agitadas, y la luz que acompañara a Butterfield al salir del ascensor salió con más brillo por el umbral de la residencia Bernstein. Sintió la tentación de quedarse para ver al hacedor de luz, pero la discreción venció a su curiosidad; se dio la vuelta y comenzó a bajar los escalones de dos en dos y de tres en tres. Los confetis bajaron tras él, dando tumbos, como si gozaran de vida propia. Quizá la vida de Barbara, transformada en trocitos de papel y lanzada al aire.
Llegó al vestíbulo de entrada sin aliento. El portero estaba allí de pie, mirando hacia la escalera con ojos vacíos.
¿Han matado a alguien? —preguntó.
No, se la han comido —repuso Harry.
Mientras se dirigía hacia la puerta, oyó que el ascensor volvía a sisear mientras bajaba. Quizá fuera simplemente un inquilino que iba a dar un paseo antes del amanecer. O tal vez no.
El portero se quedó tal como lo había encontrado, enfurruñado y confundido; él salió a la calle y dejó de correr sólo cuando estuvo a dos manzanas del edificio de apartamentos. No se molestaron en seguirlo. Lo más probable era que no mereciese que se preocuparan por él.
¿Qué iba a hacer? Valentín estaba muerto, y Barbara Bernstein también. Sabía tanto como al inicio de aquella locura, y además había repasado la lección que le enseñaran en la calle Wyckoff: que al tratar con el Abismo era mejor no creer jamás lo que veían los ojos. En cuanto se fiaba uno de los propios sentidos, cuando se creía que un tigre era un tigre, se estaba ya medio poseído.
No era una lección complicada, pero al parecer la había olvidado, como un tonto, y había sido preciso que se produjeran dos muertes para que él volviera a aprenderla. Quizá lo más sencillo habría sido hacerse tatuar la regla en el dorso de la mano: Jamás creas lo que ven tus ojos. El principio seguía fresco en su mente mientras caminaba de regreso a su piso, cuando un hombre salió de un portal y le dijo: —Harry.
Se parecía a Valentín; un Valentín herido, un Valentín descuartizado y recompuesto por un equipo de cirujanos ciegos, pero en esencia el mismo hombre. Sin embargo, el tigre parecía un tigre, ¿o no? —Soy yo —dijo. —Oh, no —repuso Harry —. Esta vez no.
¿De qué me habla? Soy Valentín.
Pruébemelo.
El hombre pareció perplejo.
No es el momento de jugar, estamos en una situación desesperada.
Harry sacó el 38 del bolsillo y apuntó a Valentín en el pecho. —Pruébemelo o disparo.
¿Se ha vuelto loco? —Lo he visto destrozado.
No del todo —repuso Valentín. Llevaba el brazo izquierdo cubierto por un vendaje provisional que le cubría desde la punta de los dedos hasta la mitad del bíceps —. Fue cuestión de suerte..., pero todo tiene su talón de Aquiles —dijo—. Sólo se trata de encontrar el lugar justo.
Harry lo miró lleno de curiosidad. Quería creer que se trataba de Valentín, pero resultaba demasiado increíble aceptar que la frágil figura que tenía delante hubiera podido sobrevivir a la monstruosidad que presenciara en la calle Ochenta y Tres. No, se trataba de otra ilusión. Igual que el tigre: papel y malicia.
Valentín interrumpió la sucesión de ideas de Harry.
El filete... —dijo. — ¿El filete?
Le gusta casi quemado —le dijo Valentín — . Y yo protesté ¿lo recuerda?
Siga —le dijo Harry.
Claro que lo recordaba.
Y usted dijo que no le gustaba ver sangre, aunque no fuera suya.
Sí, es cierto —dijo Harry.
Las dudas se disiparon.
Me pidió que le probara que soy Valentín. Es lo más que puedo hacer. —Harry estaba casi convencido—. En nombre de Dios, ¿es que tenemos que discutir el asunto aquí, en medio de la calle?
Será mejor que entre.
El apartamento era pequeño, pero esa noche le pareció más agobiante que nunca. Valentín se sentó donde pudiera ver bien la puerta. Rehusó los licores y los primeros auxilios. Harry se sirvió un bourbon. Iba por la tercera copa cuando Valentín dijo:
Tenemos que regresar a la casa. Harry.
¿Cómo?
Debemos recobrar el cuerpo de Swann antes que Butterfield.
Yo ya hice lo que pude. Ya no es asunto mío.
¿Y dejará a Swann en manos del Abismo? —inquirió Valentín.
A ella no le importa. ¿Por qué habría de importarme a mí?
¿Se refiere a Dorothea? No sabe en qué estaba metido Swann. Por eso es tan confiada. Quizá sospechara algo, pero en la medida en que se pueda carecer de culpas en todo este asunto, ella es inocente. —Hizo una pausa para acomodar el brazo herido—. Era prostituta, ¿sabe? Me imagino que no se lo dijo. Una vez Swann me dijo que se había casado con ella porque sólo las prostitutas conocen el valor del amor.
Harry pasó por alto esta aparente paradoja.
¿Por qué se quedó con él? —inquirió—. No era lo que se dice un hombre fiel.
Lo amaba —repuso Valentín —. Es algo que suele ocurrir.
¿Y usted?
Yo también lo quería, a pesar de sus estupideces. Por eso debemos ayudarlo. Si Butterfield y sus colegas ponen sus manos sobre los restos mortales de Swann, tendremos todo un infierno por pagar.
Ya lo sé. En casa de Bernstein he podido ver una muestra.
¿Qué vio?
Algo y nada —repuso Harry—. Un tigre. Al menos eso creí. Pero la cuestión es que no era un tigre.
La parafernalia de siempre —contestó Valentín.
Algo más acompañaba a Butterfield. Algo que despedía luz: no logré ver qué era.
El Castrato —murmuró Valentín para sí, visiblemente turbado—. Hemos de tener cuidado.
Se puso de pie; el movimiento le hizo dar un respingo y sugirió:
Harry, creo que deberíamos emprender la marcha.
¿Me pagará o lo hago por amor al arte? —preguntó Harry.
Lo hará por lo que ocurrió en la calle Wyckoff —repuso con voz muy queda—. Porque el Abismo le arrebató a Mimi Lomax, y porque no quiere perder a Swann. Es decir, si no lo ha perdido ya.


En la avenida Madison tomaron un taxi y regresaron al centro, hacia la calle Sesenta y Uno, sin decirse palabra. Harry tenía medio centenar de preguntas para formularle a Valentín. ¿Quién era Butterfield? Eso por un lado. Y, ¿qué crimen había cometido Swann para que lo persiguieran hasta la muerte y más allá aún? Cuántos enigmas. Valentín parecía enfermo y en malas condiciones para contestar preguntas. Además, Harry presentía que cuanto más supiera, menos entusiasmo sentiría por el viaje que acababan de emprender.
Tal vez tengamos una ventaja —dijo Valentín cuando se acercaban a la calle Sesenta y Uno—. No esperan este ataque frontal. Butterfield supone que he muerto, y probablemente crea que está usted ocultándose, presa de un pánico mortal.
Estoy pensando en ello.
No está en peligro, al menos no del modo en que lo está Swann —le indicó Valentín—. Aunque lo descuartizaran, eso no sería nada comparado con los tormentos que le tienen preparados al mago.
Ilusionista —le corrigió Harry.
Pero Valentín negó con la cabeza.
Era un mago y siempre lo será.
El taxista los interrumpió antes de que Harry lograra repetir lo que dijera Dorothea al respecto.
¿A qué número iban ustedes? —preguntó.
Déjenos aquí, a la derecha —le indicó Valentín—. Y espérenos, ¿entendido?
Entendido.
Déle cincuenta dólares —le ordenó Valentín a Harry.
¿Cincuenta?
¿Quiere que espere o no?
Harry contó cuatro billetes de diez y diez de uno y los fue poniendo en la mano del taxista.
Será mejor que mantenga el motor en marcha —le sugirió.
Lo que usted mande —sonrió el taxista.
Harry se reunió con Valentín en la acera y cubrieron la distancia que los separaba de la casa. A pesar de la hora, había mucho ruido en la calle: la fiesta cuyos preparativos había presenciado Harry hacía cuatro horas estaba ahora en su punto álgido. Pero en la residencia de los Swann no había señales de vida.
Tal vez no nos esperan, pensó Harry. Sin duda, ese asalto frontal era prácticamente la táctica más arriesgada que pudiera imaginarse, y como tal cogería al enemigo desprevenido. Pero ¿alguna vez estaban desprevenidas semejantes fuerzas? ¿Acaso en sus agusanadas vidas había un minuto en el que se les cayeran los párpados y el sueño los amansara por un momento? No. Por experiencia, Harry sabía que sólo el bien necesitaba dormir; la iniquidad y sus practicantes permanecían vigilantes en todo afanoso momento, para tramar nuevas felonías.
¿Cómo entramos? —preguntó cuando estuvieron delante de la casa.
Tengo la llave —repuso Valentín, y se dirigió a la puerta.
Ya no podía echarse atrás. Giró la llave en la cerradura, la puerta se abrió, y abandonaron la relativa seguridad de la calle. Una vez dentro, la casa estaba tan oscura como había aparecido por fuera. En ninguno de los pisos había sonidos de presencias humanas. ¿Acaso era posible que las defensas que Swann había levantado alrededor de su cadáver hubieran repelido a Butterfield, y que él y sus secuaces se hubieran retirado? Valentín desbarató su desencaminado optimismo casi de inmediato; sujetó a Harry por el brazo e, inclinándose hacia él, le susurró:
Están aquí.
No era momento de preguntarle cómo lo sabía, y mentalmente Harry se limitó a tomar nota del asunto para interrogarlo cuando salieran, o más bien si salían de la casa con las lenguas intactas dentro de la boca.
Valentín se encontraba ya al pie de la escalera. Los ojos de Harry procuraban acostumbrarse al vestigio de la luz que reptaba desde la calle hacia el interior. Cruzó el vestíbulo y fue tras él. El otro hombre se movía confiadamente en la oscuridad; Harry se alegró. Si Valentín no le hubiera tirado de la manga y no lo hubiera guiado hasta el descansillo. con toda probabilidad se habría lastimado.
A pesar de lo manifestado por Valentín, en el piso de arriba no había más sonidos ni señales de presencia alguna que las que habían observado abajo, y al avanzar hacia el dormitorio principal, donde yacía Swann. un diente cariado que Harry tenía en la mandíbula inferior, y que últimamente había estado tranquilo, comenzó a dolerle; además, tenía el vientre lleno de gases. La ansiedad era martirizante. Sentía unas ganas incontenibles de gritar y de obligar al enemigo a mostrar su mano, si es que tenía manos para mostrar.
Valentín había llegado a la puerta. Volvió la cabeza en dirección a Harry, y a pesar de la oscuridad resultaba evidente que el miedo había hecho presa de él. Le brillaba la piel, olía a sudor reciente.
Señaló hacia la puerta. Harry asintió. Estaba tan preparado como podía estarlo en esas circunstancias. Valentín aferró el picaporte. El ruido de la cerradura fue ensordecedor, pero no produjo respuesta en ningún rincón de la casa. La puerta se abrió de par en par, y les salió al encuentro el pesado aroma de las flores. Habían comenzado a marchitarse en el exagerado calor de la casa; debajo del perfume había un cierto hedor. Más acogedora que el perfume fue la luz. Las cortinas del dormitorio no estaban del todo corridas y las farolas silueteaban el interior: las flores apiñadas como nubes alrededor del féretro, la silla donde Harry se había sentado, la botella de Calvados junto a ella, el espejo encima de la chimenea, que mostraba al cuarto su secreta personalidad.
Valentín se dirigía ya hacia el féretro y Harry lo oyó suspirar al posar los ojos en su antiguo amo. No perdió tiempo; de inmediato levantó la parte inferior de la tapa. Pero no logró hacerlo con un solo brazo, y Harry tuvo que prestarle ayuda, impaciente por acabar con el trabajo y marcharse. Al tocar la madera maciza del féretro, la pesadilla volvió con toda su sobrecogedora fuerza: el Abismo que se abría bajo sus pies, el ilusionista que se incorporaba de su lecho cual durmiente al que despertaran en contra de su voluntad. Pero no se produjo de nuevo el espectáculo. En realidad, si el cadáver hubiera gozado de una pizca de vida, les habría facilitado la tarea. Swann era un hombre corpulento y su cuerpo inerte no cooperó en nada. El simple acto de sacarlo del féretro requirió todo su aliento y atención. Finalmente lo lograron, aunque el cadáver respondió de mala gana y sus miembros quedaron colgando.
Y ahora bajemos —dijo Valentín.
Cuando se dirigieron a la puerta, en la calle se encendió una cosa, o al menos eso pareció, porque de repente el interior se iluminó. La luz no fue benévola con la carga. Reveló la crudeza de los cosméticos aplicados al rostro de Swann, y la floreciente putrefacción subyacente. Harry gozó de un instante para apreciar esas bienaventuranzas; luego, la luz cobró mayor brillo y notó que no estaba fuera, sino dentro.
Miro a Valentín y le entró la desesperación. La luminosidad fue menos caritativa con el sirviente que con su amo; fue como si le arrancara la carne del rostro. Harry apenas logró captar un atisbo de lo que dejaba entrever —los hechos no tardaron en reclamar su atención—, pero vio lo suficiente como para deducir que si Valentín no hubiera sido su cómplice en la aventura, habría huido de él.
¡ Sáquelo de aquí! — aulló Valentín.
Soltó la piernas de Swann y dejó que Harry se encargara del cadáver. Pero éste se mostró recalcitrante. Blasfemando, Harry apenas había logrado dar dos pasos hacia la salida cuando los hechos tomaron un giro cataclísmico.
Oyó a Valentín soltar un juramento y, al levantar la vista, notó que el espejo había abandonado todo intento de reflejo, y que algo surgía de sus líquidas profundidades, trayendo consigo la luz.
¿Qué es? —balbució Harry.
El Castrato —repuso Valentín —. ¿Quiere irse?
No hubo tiempo de obedecer la orden aterrada de Valentín antes de que la cosa oculta rompiera el plano del espejo e invadiera la habitación. Harry se había equivocado. No llevaba la luz consigo, en sus desplazamientos: era la luz. O más bien, el holocausto ardiente de sus vísceras, cuyo fulgor escapaba como podía por el cuerpo de la criatura. Había sido humano; un hombre como una montaña, con el vientre y los pechos de una Venus neolítica. Pero el fuego de su cuerpo la había distorsionado lo indecible, saltando por las palmas de sus manos, por el ombligo quemándole la boca y las fosas nasales para formar un solo agujero sinuoso. Tal como indicaba su nombre, no había tenido sexo; de ese agujero también surgía la luz. Bajo aquella luz, la putrefacción de las flores se aceleró. Los capullos se marchitaron y murieron. En instantes, el cuarto se llenó del hedor de la sustancia vegetal podrida.
Harry oyó que Valentín lo llamaba a gritos una y otra vez. Sólo entonces recordó el cadáver que tenía entre los brazos. Con esfuerzo, apartó la vista del Castrato flotante y avanzó con Swann medio metro más. La puerta se encontraba a sus espaldas; estaba abierta. Arrastró su carga hasta el rellano, al tiempo que el Castrato pateaba el féretro. Oyó el tumulto y luego los gritos de Valentín. Siguió una terrible agitación y la voz estridente del Castrato que hablaba a través del agujero de la cara.
Muere y sé feliz —dijo.
Una lluvia de muebles cayó sobre la pared con una fuerza tal que las sillas se clavaron en el yeso. No obstante, Valentín había logrado salir ileso del ataque, o eso parecía, porque un instante después, Harry oyó chillar al Castrato. Fue un sonido pasmoso: despreciable y repugnante. Se habría tapado los oídos de no haber tenido las manos ocupadas.
Había logrado llegar casi hasta el principio de la escalera. Arrastró a Swann unos cuantos escalones y depositó el cuerpo en el suelo. La luz del Castrato no se había apagado; a pesar de sus quejas, continuaba oscilando sobre la pared del dormitorio como en una tormenta de verano. Por tercera vez esa noche —la primera en la calle Ochenta y Tres y la segunda en la escalera de la casa de Bernstein —, Harry titubeó. Si regresaba a ayudar a Valentín vería cosas peores que las presenciadas en la calle Wyckoff. Pero no podía echarse atrás. Sin Valentín estaba perdido. A toda carrera volvió al rellano y abrió la puerta de par en par. El ambiente era pesado, las lámparas oscilaban. En el centro del cuarto flotaba el Castrato, desafiando las leyes de la gravedad. Tenía a Valentín agarrado por los pelos. La otra mano estaba dispuesta —el dedo índice y el medio abiertos como un par de cuernos— para arrancarle los ojos a su prisionero.
Harry sacó la 38 del bolsillo, apuntó y disparó. Siempre había sido mal tirador cuando le daban tiempo para apuntar, pero in extremis, cuando el instinto gobernaba el pensamiento racional, no era tan malo. Aquélla fue una de esas ocasiones. La bala se alojó en el cuello del Castrato y abrió otra herida. Más por efecto de la sorpresa que por el dolor, soltó a Valentín. Por el agujero del cuello se coló la luz, y la bestia se llevó la mano a la herida.
Valentín se puso rápidamente en pie.
Otra vez —le gritó a Harry—. ¡Dispare otra vez!
Harry obedeció. La segunda bala perforó el pecho de la criatura; la tercera, el estómago. Esta última herida fue particularmente traumática; el tejido distendido, pronto a estallar, se rompió, y el haz de luz que manó de la herida se convirtió velozmente en un torrente cuando el abdomen se partió en dos.
El Castrato volvió a aullar, esta vez presa del pánico, y perdió el control de su vuelo. Se elevó hacia el techo dando vueltas como un globo pinchado; sus manos regordetas intentaban desesperadamente contener el motín producido en su sustancia. Pero había alcanzado la masa crítica, ya no había manera de arreglar el daño producido. Comenzó a despedir trozos de carne. Valentín, demasiado sorprendido o fascinado, se quedó mirando hacia arriba, mientras la criatura se desintegraba lanzando una lluvia de carne cocida. Harry lo agarró y tiró de él hacia la puerta.
Finalmente, el Castrato hizo honor a su nombre y lanzó una nota que les perforó los tímpanos. Harry no esperó a comprobar su muerte, sino que cerró de un portazo el dormitorio, justo en el instante en que la voz alcanzaba un tono espantoso y las ventanas se hacían añicos.
¿Sabe lo que hemos hecho? —inquirió Valentín con la mueca de una sonrisa.
Da igual. Salgamos de este jodido lugar.
Al ver el cuerpo de Swann en lo alto de la escalera, Valentín recuperó la disciplina. Harry le ordenó que lo ayudara, y lo hizo con toda la eficacia que su azoramiento le permitió. Al llegar a la puerta principal, desde arriba les llegó el último grito, cuando el Castrato se desintegró. Y luego, el silencio.
El alboroto no había pasado inadvertido. De la casa de enfrente salieron algunos jaraneros, y en la acera se había reunido una multitud de peatones noctámbulos.
¡Vaya fiestecita! —exclamó uno de ellos al tiempo que el trío abandonaba la casa.
Harry esperaba que el taxi los hubiera abandonado, pero no había contado con la curiosidad del taxista. El hombre había bajado del coche y miraba hacia la ventana del primer piso.
¿Necesita ir al hospital? —inquirió mientras colocaban a Swann en el asiento posterior del vehículo.
No —repuso Harry—. No puede estar peor que ahora.
¿Quiere ponerse en marcha? —le ordenó Valentín. —Claro. Dígame adónde vamos.
A cualquier parte —fue la cansada respuesta—. Sáquenos de aquí. —Un momento —dijo el taxista—. No quiero líos.
Entonces muévase —le sugirió Valentín.
El taxista se topó con la mirada del pasajero. Lo que vio en ella le hizo decir:
Ya, ya voy.
Y salieron a toda velocidad por la calle Sesenta y Uno Este, como si el taxi se tratara de un murciélago proverbial salido del infierno.
Lo logramos, Harry —dijo Valentín cuando llevaban viajando unos cuantos minutos—. Lo recuperamos.
¿Y esa cosa? Hábleme de ella.
¿El Castrato? ¿Qué quiere que le cuente? Butterfield lo dejó de perro guardián, hasta que lograse encontrar a un técnico que descifrara los mecanismos de defensa de Swann. Tuvimos suerte. Necesitaba que lo ordeñasen. Y eso los vuelve inestables.
¿Cómo es que sabe tanto de estas cosas?
Es una larga historia —replicó Valentín—. Y no es apta para un viaje en taxi.
Y ahora ¿qué? No podemos estar toda la noche dando vueltas en círculo.
Valentín observó el cuerpo que se encontraba sentado entre ambos, víctima de cada uno de los caprichos de la suspensión del taxi y de la mano de los pavimentadores de calles. Con suavidad, colocó las manos de Swann sobre el regazo.
Tiene razón —le dijo—. Hemos de disponer la cremación lo antes posible.
El taxi saltó al pasar por un bache. El rostro de Valentín se endureció.
¿Le duele algo? —inquirió Harry.
He pasado por momentos peores.
Podríamos regresar a mi apartamento y descansar.
No sería muy inteligente —repuso Valentín negando con la cabeza—; sería el primer lugar adonde irían a buscarnos.
En mi oficina, pues...
Ése sería el segundo lugar.
Dios santo, al taxi se le acabará la gasolina en algún momento.
En ese punto intervino el taxista.
¿Han hablado ustedes de cremación? —Puede ser —repuso Valentín.
Es que mi cuñado tiene una funeraria en Queens.
¿Ah, sí? —dijo Harry.
Precios muy razonables. Se lo recomiendo. No es cualquier basura.
¿Podría ponerse en contacto con él ahora? —preguntó Valentín.
Son las dos de la madrugada.
Es que tenemos prisa.
El taxista ajustó el retrovisor; le estaba echando un vistazo a Swann.
No le importa que pregunte, ¿verdad? ¿Eso de ahí atrás es un cadáver?
Sí —repuso Harry—. Y se está impacientando.
El taxista lanzó un grito de sorpresa.
¡Joder! —exclamó—. En ese asiento he llevado de todo. Una mujer que parió mellizos, putas que atendían a sus clientes, incluso un caimán. ¡Pero este pasajero les gana a todos! —Reflexionó durante un instante y agregó—: Ustedes lo mataron, ¿verdad?
No —respondió Harry.
Supongo que si se lo hubieran cargado ustedes iríamos en dirección del East River, ¿no?
Efectivamente. Sólo queremos una cremación decente. Y rápida.
Es comprensible.
¿Cómo se llama? —le preguntó Harry.
Winston Jowitt. Pero todos me llaman Byron. Soy poeta, ¿sabe? Al menos los fines de semana.
Byron.
Cualquier otro taxista estaría espantado, ¿no? Llevar como pasajeros a dos tipos con un cadáver tiene tela. Pero tal como yo lo veo, es material.
Para los poemas.
Eso es —repuso Byron—. La Musa es una querida inconstante. Hay que poseerla donde se la encuentra, ¿sabe? Y hablando de eso, ¿tienen idea de adónde quieren ir?
A su oficina —le dijo Valentín a Harry—. Desde allí podrá telefonear a su cuñado.
Está bien —asintió Harry. Y dirigiéndose a Byron, añadió—: Vaya hacia el oeste por la Cuarenta y Cinco esquina con la Octava.
Allá vamos —dijo Byron, y el taxi duplicó la velocidad en el espacio de diez metros—. Oigan, ¿les gustaría escuchar uno de mis poemas?
¿Ahora? —preguntó Harry.
Me gusta improvisar —repuso Byron—. Elija el tema. El que más le guste.
Valentín apretó contra su cuerpo el brazo herido y en voz baja sugirió:
¿Qué le parece el fin del mundo?
Buen tema —repuso el poeta—, déme uno o dos minutos.
¿Tan poco? —preguntó Valentín.


Siguieron un camino indirecto para llegar a la oficina; durante el trayecto, Byron Jowitt intentó una selección de rimas para apocalipsis. Los sonámbulos poblaban la calle Cuarenta y Cinco, en busca de uno u otro cuelgue; algunos estaban sentados en los portales, otros yacían despatarrados en las aceras. Todos se limitaron a inspeccionar brevemente al taxi y a sus ocupantes. Harry abrió la puerta principal y él y Byron subieron a Swann hasta el tercer piso.
La oficina era como su segunda casa: caótica y atestada. Colocaron a Swann en la silla giratoria, detrás de las tazas manchadas y las demandas por pensiones alimenticias acumuladas sobre el escritorio. Era el más saludable del cuarteto. Byron sudaba como un toro después de subir los tres pisos; Harry se sentía —y seguramente se le vería en la cara— como si llevara dos meses sin dormir; Valentín se había dejado caer en la silla de los clientes, tan falto de vitalidad que podía haberse hallado en el umbral de la muerte.
Tiene usted un aspecto fatal —le dijo Harry.
No importa. Pronto habrá acabado todo.
Harry se dirigió a Byron y le preguntó:
¿Qué le parece si llama a ese cuñado suyo?
Mientras Byron se disponía a hacerlo, Harry volvió a concentrarse en Valentín.
En algún sitio tengo un botiquín. ¿Quiere que le vende el brazo?
No, gracias. Igual que usted, odio ver sangre. Especialmente si es la mía.
Byron estaba al teléfono, regañando a su cuñado por su ingratitud.
¿De qué te quejas? ¡Te he conseguido un cliente! Ya sé la hora, por el amor de Dios, pero los negocios son los negocios...
Dígale que le pagaremos el doble de lo que suele cobrar —dijo Valentín.
¿Lo has oído, Mel? El doble de lo que sueles cobrar. De modo que ven hasta aquí, ¿quieres?
Le dio la dirección al cuñado y colgó.
Ya viene para acá —anunció.
¿Ahora? —preguntó Harry.
Ahora —repuso Byron echando un vistazo al reloj — . Tengo un agujero en el estómago. ¿Qué tal si comemos? ¿Hay algún lugar abierto por aquí cerca?
Sí, hay uno a una manzana de aquí.
¿Le apetece algo? —le preguntó Byron a Valentín. —Creo que no —repuso.
Parecía empeorar por momentos.
De acuerdo —le dijo Byron a Harry—, sólo seremos usted y yo. ¿Tiene diez dólares para prestarme?
Harry le dio el billete y las llaves de la puerta de calle, y le pidió un donut y café; Byron salió. Cuando ya se había marchado, Harry deseó haber convencido al poeta de aguantarse el hambre durante un rato. Sin él, en la oficina se hizo un penoso silencio: Swann acomodado detrás del escritorio, Valentín que sucumbía al sueño en la otra silla. Aquella calma le trajo a la memoria un silencio parecido, el producido en aquella última y espantosa noche en la casa de los Lomax, cuando el demonio amante de Mimi, herido por el padre Hesse, se había ido por las paredes y los había dejado esperando, sabedores de que volvería pero sin la certeza de cuándo o cómo lo haría. Permanecieron allí sentados durante seis horas —Mimi rompía el silencio de vez en cuando con alguna carcajada o frases inconexas—, y la primera señal que había tenido Harry de su regreso fue el olor a excremento cocido, y el grito de Mimi —¡Sodomita!—, al tiempo que Hesse se entregaba a un acto que su fe le había prohibido durante mucho tiempo. Y entonces se había acabado el silencio, durante un largo momento sólo se oyeron los gritos de Hesse y las súplicas de Harry por obtener el olvido. Ninguna de ellas fue atendida.
Tuvo la impresión de que aún oía la voz del demonio, sus exigencias.
sus invitaciones. Pero no, era sólo Valentín. El hombre cabeceaba medio dormido; el rostro se le contraía espasmódicamente. De repente dio un brinco en la silla, con una palabra en los labios:
¡Swann!
Abrió los ojos y cuando los posó en el cadáver del ilusionista, erguido en la silla de enfrente, las lágrimas se le saltaron incontroladas, mientras su cuerpo se sacudía por los sollozos.
Está muerto —dijo, como si en sueños hubiese olvidado aquel amargo hecho—. Le he fallado, D'Amour. Por eso está muerto. Por culpa de mi negligencia.
Ahora está haciendo usted lo mejor que puede por él —le comentó Harry, aunque sabía que aquellas palabras no servirían de compensación —. Nadie podría pedir un amigo mejor.
Nunca fui su amigo —dijo Valentín, observando atentamente el cadáver con los ojos bañados en lágrimas—. Siempre abrigué la esperanza de que un día confiara en mí plenamente. Pero nunca lo hizo.
¿Por qué no?
No podía permitirse el lujo de fiarse de nadie. Y menos en su situación —repuso, secándose las mejillas con el dorso de la mano.
Quizá haya llegado el momento de que me cuente toda la historia.
Si quiere oírla.
Quiero oírla.
Está bien. Hace treinta y dos años, Swann hizo un pacto con el Abismo. Acordó ser su embajador si ellos, a cambio, le daban la magia.
¿La magia?
La capacidad de obrar milagros. De transformar la materia. De encantar a las almas. Incluso de echar a Dios.
¿Y eso es un milagro?
Es más difícil de lo que usted cree —repuso Valentín.
¿De modo que Swann era un verdadero mago? — Sí, lo era.
¿Y por qué no utilizó sus poderes?
Los utilizó. Cada noche, en cada representación.
No comprendo —dijo Harry desconcertado.
Nada de lo que el Príncipe de las Tinieblas ofrece a la humanidad tiene valor alguno, o no lo ofrecería. La primera vez que hizo el pacto, Swann lo ignoraba. Pero no tardó en aprenderlo. Los milagros no sirven para nada. La magia es una distracción que te aparta de las verdaderas preocupaciones, de los problemas verdaderos. Es retórica. Melodrama.
¿Y cuáles serían las verdaderas preocupaciones?
Eso debería saberlo usted mejor que yo —repuso Valentín — . La hermandad, quizá. La curiosidad. Sin duda, no tiene ninguna importancia si el agua puede convertirse en vino o si Lázaro vive un año más.
Harry logró captar la sabiduría de aquel pensamiento, pero no entendía de qué manera aquello había conducido al mago hasta Broadway. Tal como estaban las cosas, no hizo falta que preguntara nada. Valentin había iniciado la narración de la historia, y sus lágrimas fueron desapareciendo al contarla; su expresión se había animado un poco.
Swann no tardó en caer en la cuenta de que había vendido su alma por un plato de lentejas —le explicó—. Y cuando lo comprendió se sintió desconsolado. Al menos durante un tiempo. Después, empezó a tramar su venganza.
¿Cómo?
Tomando el nombre del infierno en vano. Utilizando la magia de la que tanto se vanagloriaba el infierno como un entretenimiento trivial, degradando el poder del Abismo al hacer pasar su poder de obrar maravillas como una mera ilusión. Era algo así como un acto de heroica perversidad. Cada vez que se tomaba un truco de Swann como un juego de manos, el Abismo se revolvía de rabia.
¿Por qué no lo mataron? —preguntó Harry.
Lo intentaron. Muchas veces. Pero Swann tenía aliados. Agentes que desde dentro le advertían de las conjuras en contra de él. De ese modo escapó a la venganza del infierno durante años.
Hasta ahora.
Hasta ahora —dijo Valentín con un suspiro—. Era descuidado, y yo también. Ahora está muerto, y el Abismo bebe los vientos por alcanzarle.
Comprendo.
Aunque no estábamos del todo desprevenidos para esta eventualidad. Había pedido perdón a Dios, y espero de veras que le hayan sido perdonados sus pecados. Rece para que así sea. Esta noche está en juego algo más que su salvación.
¿La de usted?
Todos cuantos le quisimos estamos manchados —repuso Valentín—, pero si logramos destruir sus restos mortales antes de que el Abismo los reclame, quizá estemos a tiempo de evitar las consecuencias de su pacto.
¿Por qué esperó tanto? ¿Por qué no lo quemó el mismo día en que murió?
Sus abogados no son tontos. El pacto estipula claramente que el cadáver ha de pasar cierto tiempo en capilla ardiente. Si hubiéramos intentado violar esa cláusula, su alma se habría perdido automáticamente.
¿Y cuándo acaba ese plazo?
Acabó hace tres horas, a medianoche —repuso Valentín—. Por eso están desesperados. Y por eso son tan peligrosos.
A Byron Jowitt le asaltó otro poema mientras regresaba por la Octava Avenida, devorando un bocadillo de ensalada de atún. A su Musa no había que meterle prisas. Podía tardar tanto como cinco minutos en finalizar un poema, más si incluían una doble rima. Por lo tanto, no se apresuró en regresar a las oficinas, sino que deambuló en un estado de ensueño, combinando los versos en todas las formas posibles para que encajaran. De ese modo, esperaba regresar con otro poema concluido. Dos en una sola noche era un ritmo estupendo.
Cuando llegó a la puerta de la calle todavía no había perfeccionado el último pareado. Funcionando en piloto automático, buscó en el bolsillo las llaves que le dejara D'Amour y entró. Se disponía a cerrar cuando una mujer se escabulló por la puerta entreabierta sonriéndole. Era una belleza, y Byron, que era poeta, se volvía loco ante una belleza.
Por favor, necesito su ayuda —le dijo la mujer.
¿En qué puedo servirla? —preguntó Byron con la boca llena.
¿Conoce a un hombre llamado D'Amour? ¿Harry D'Amour? —Claro que sí. Justo en este momento iba a su oficina.
¿Podría indicarme dónde está? —le preguntó la mujer, cuando Byron cerró la puerta.
Será un placer —repuso.
La condujo por el vestíbulo hasta el pie de la escalera.
Es usted muy amable —le dijo la mujer.
Byron se derritió.


Valentín estaba junto a la ventana. —¿Ocurre algo malo? —inquirió Harry.
Es un presentimiento —comentó Valentín—. Tengo la sospecha de que el Diablo está en Manhattan.
¿Y qué tiene eso de nuevo? —Que tal vez venga a buscarnos.
Y, como si aquel comentario hubiera sido el pie, llamaron a la puerta. Harry se levantó de un salto.
Tranquilícese — le dijo Valentín —, nunca llama a la puerta.
Harry fue a la puerta sintiéndose como un tonto.
¿Es usted, Byron? —preguntó antes de descorrer el cerrojo.
Por favor —dijo una voz que Harry creyó que no volvería a escuchar—. Ayúdeme...
Abrió la puerta. Era Dorothea, por supuesto. Estaba blanca como el papel y parecía imprevisible. Incluso antes de que Harry la invitara a trasponer el umbral de la puerta, una decena de expresiones cruzaron su rostro: angustia, sospecha, terror. Y cuando sus ojos se posaron sobre el cuerpo de su adorado Swann, alivio y gratitud.
Está aquí con ustedes —dijo, y entró en la oficina.
Harry cerró la puerta. Desde la escalera les llegó una fría ráfaga. —Gracias a Dios. Gracias a Dios.
Tomó el rostro de Harry entre las manos y lo besó ligeramente en los labios. Sólo entonces se percató de la presencia de Valentín. Bajó las manos.
¿Qué hace él aquí? —preguntó. — Está conmigo. Con nosotros.
No —dijo.
Parecía albergar ciertas dudas.
Es de fiar.
¡He dicho que no! Échelo, Harry. —La embargaba una fría cólera que la hacía temblar—. ¡Échelo!
Valentín se la quedó mirando con los ojos vidriosos.
La señora protesta demasiado —murmuró.
Dorothea se llevó los dedos a los labios como para frenar una explosión ulterior.
Lo lamento —dijo, y dirigiéndose a Harry, añadió—: He de decirle que este hombre es capaz de...
Sin él, su esposo seguiría en la casa, señora Swann —señaló Harry —. A él debería estarle agradecida, no a mí.
Al oírlo, la expresión de Dorothea se suavizó, pasando de la confusión a una nueva amabilidad.
¿De veras? —preguntó, y se volvió para mirar a Valentín y disculparse—: Lo siento. Cuando huíste de la casa supuse que había alguna complicidad entre tú y...
¿Y quién? —preguntó Valentín.
Hizo un leve gesto de negación con la cabeza y luego comentó:
¿Te has lastimado el brazo? —Una herida menor —repuso.
He intentado vendársela —comentó Harry—. Pero es muy cabezota.
Sí, soy cabezota —repuso Valentín, sin inflexiones en el tono. —Pero pronto habremos terminado con todo... —dijo Harry. —No le cuente nada —le interrumpió Valentín. —Voy a explicarle lo del cuñado... —dijo Harry.
¿El cuñado? —inquirió Dorothea, sentándose.
El suspiro de sus piernas al cruzarse fue el sonido más encantador que había oído Harry en veinticuatro horas.
Por favor, cuénteme lo del cuñado... —pidió.
Antes de que Harry abriera la boca para hablar, Valentín le advirtió:
No es ella, Harry.
Las palabras, dichas sin asomo de dramatismo, tardaron unos segundos en adquirir pleno sentido. Y cuando lo hicieron, su locura resultó evidente. Ahí estaba ella en carne y hueso, perfecta en todo detalle.
¿De qué me está hablando? —preguntó Harry.
¿Con cuánta mayor claridad puedo decírselo? —repuso Valentín—. No es ella. Es un truco. Una ilusión. Saben dónde estamos y enviaron esto hasta aquí para espiar nuestras defensas.
Harry se hubiera echado a reír, pero las acusaciones hicieron brotar las lágrimas en los ojos de Dorothea.
Basta ya —le ordenó Harry a Valentín.
No, Harry. Piense un momento. Piense en las trampas que nos han tendido, en las bestias que han reunido. ¿Supone acaso que ella pudo escapar a todo eso? —Se apartó de la ventana y se dirigió hacia Dorothea—. ¿Dónde está Butterfíeld? —le espetó—. ¿En el vestíbulo, esperando tu señal?
Cállese —le ordenó Harry.
Tiene miedo y por eso no ha subido él, ¿verdad? —prosiguió Valentín—. Teme a Swann, y quizá a nosotros también, después de lo que le hicimos a su capón.
Dígale que se calle —le pidió Dorothea a Harry.
Harry detuvo el avance de Valentín poniéndole una mano en el pecho huesudo.
Ya ha oído a la señora.
No es ninguna señora —repuso Valentín, echando chispas por los ojos—. No sé lo que es, pero no es una señora.
Vine porque creí que estaría segura —dijo Dorothea poniéndose en pie.
Está segura —intervino Harry.
No si él anda por aquí —repuso, volviéndose a mirar a Valentín —. Creo que será mejor que me vaya.
Harry le tocó el brazo.
No —le dijo.
Señor D'Amour —dijo la mujer dulcemente — , ya se ha ganado usted sus honorarios con creces. Creo que ha llegado la hora de que me responsabilice de mi esposo.
Harry exploró aquel rostro vivaz. En él no apreció rastro alguno de engaño.
Tengo un coche abajo —dijo—. Me pregunto si podría llevar el cuerpo hasta abajo.
Harry oyó un ruido como de un perro acorralado a sus espaldas; se volvió y vio a Valentín junto al cadáver de Swann. Había tomado el pesado encendedor del escritorio y se disponía a encenderlo. Salieron chispas, pero no la llama.
¿Qué rayos está haciendo? —rugió Harry. Valentín no lo miró a él, sino a Dorothea. —Ella lo sabe —repuso.
Había logrado encontrarle el truquillo al encendedor, y la llama brilló.
Dorothea lanzó un sonido desesperado.
Por favor, no.
Nos quemaremos todos con él si es preciso —le advirtió Valentin.
Está loco —profirió Dorothea.
Sus lágrimas habían desaparecido de repente.
Tiene razón —le dijo Harry a Valentin — , actúa como un demente.
¡Y usted es un imbécil si se deja convencer por unas cuantas lágrimas! —gritó Valentin—. ¿Es que no ve que si se lo lleva habremos perdido todo aquello por lo que luchamos?
No le escuche —murmuró la mujer—. Harry, usted me conoce. Confía en mí.
¿Qué llevas debajo de esa cara? —preguntó Valentin—. ¿Qué eres? ¿Un Coprolito? ¿Un Homúnculo?
A Harry aquellos nombres no le sugerían nada. Lo único que sabía era que la mujer estaba a su lado, que su mano descansaba sobre su brazo.
¿Y qué me dices de ti? —le espetó la mujer a Valentin. Y luego. en voz baja, agregó—: ¿Por qué no nos muestras la herida?
Abandonó la protección de Harry y se dirigió hasta el escritorio. La llama del encendedor osciló al aproximarse la mujer.
Vamos... —le instó, en un tono que apenas llegaba al suspiro—, a ver si te atreves.
D'Amour, pídale que le muestre lo que oculta bajo los vendajes.
¿De qué está hablando? —preguntó Harry.
El asomo de ansiedad reflejado en los ojos de Valentin fue suficiente para convencer a Harry de que Dorothea le pedía algo lógico.
Explíquese —añadió.
Valentin no tuvo ocasión de hacerlo. Distraído por la petición de Harry, resultó presa fácil cuando Dorothea se inclinó sobre el escritorio y le arrebató el encendedor de la mano. El hombre se dobló para recuperarlo, pero ella aferró el bulto de vendajes y tiró de él. Se rompió y cayó al suelo.
¿Lo ve? —preguntó la mujer, dando un paso atrás.
Valentin quedó revelado. La criatura de la calle Ochenta y Tres había destrozado la fachada de humanidad de su brazo; el miembro que había dejado era una masa de escamas negroazuladas. Cada dedo de la mano ampollada terminaba en una uña que se abría y se cerraba como el pico de un loro. No intentó ocultar la verdad. Y la vergüenza eclipsó toda respuesta.
Se lo advertí —dijo la mujer—. Le advertí que no se podía fiar de él.
No tengo excusas —admitió Valentin mirando fijamente a Harry—. Lo único que le pido es que crea que sólo deseo lo mejor para Swann.
¿Cómo se atreve? Es un demonio.
Soy más que eso —reconoció Valentin — , soy el tentador de Swann. Su espíritu protector, su criatura. Pero le pertenezco más a él que al Abismo. Y le desafiaré —hizo una pausa, y mirando a Dorothea concluyó—: y a sus agentes.
La mujer se volvió hacia Harry y le dijo:
Tiene usted un revólver. Mate a esta basura. No debemos permitir que una cosa así viva.
Harry se fijó en el brazo plagado de pústulas, en las uñas rechinantes: ¿qué otras repugnancias albergaba aquella fachada de carne?
Mátelo —le dijo la mujer.
Sacó el revólver del bolsillo. Valentin parecía haber perdido coraje desde que se revelara su verdadera naturaleza. Se reclinó contra la pared, la cara llena de desesperación.
Máteme —le dijo a Harry—, máteme si tanto asco le doy. Pero Harry, se lo ruego, no le entregue a Swann. Prométamelo. Espere a que regrese el taxista y disponga del cuerpo por los medios que consiga. ¡Pero no se lo entregue a ella!
No le escuche —le dijo Dorothea—. No se preocupa por Swann como yo lo hago.
Harry levantó el arma. Incluso al tener a la muerte de frente, Valentin no se inmutó.
Has fallado, Judas —le dijo Dorothea a Valentin—. El mago es mío.
¿Qué mago? —inquirió Harry.
¡Swann, por supuesto! —repuso ella, a la ligera—. ¿Cuántos magos tenéis aquí arriba?
Harry dejó de apuntar a Valentin.
Es un ilusionista, usted me lo dijo al principio de todo. No lo llame nunca mago, me dijo.
No sea pedante —repuso ella, intentando borrar su faux pas con una risita.
Harry apuntó el arma hacia ella. La mujer echó la cabeza hacia atrás, el rostro se le contrajo y emitió un sonido que, de no haberlo oído salir de una garganta humana, Harry no hubiera creído que una laringe pudiera producir. El sonido descendió por el corredor y por la escalera, en busca de un oído alerta.
Butterfield está aquí —dijo Valentin, rotundo.
Harry asintió. En el mismo instante en que ella quiso acercársele, su expresión se retorció grotescamente. Era fuerte y rápida, como una pincelada emponzoñada que lo sorprendió desprevenido. Oyó a Valentin que le gritaba que la matase antes de que la mujer se transformara. Tardó un instante en comprender el significado de todo aquello, momento que ella aprovechó para hincarle los dientes en la garganta. Una de sus manos le aferró la muñeca como una prensa helada; Harry presintió que en ella había fuerza suficiente como para pulverizarle los huesos. Los dedos ya empezaban a hormiguearle debido a la presión; sólo le quedó tiempo para apretar el gatillo. El arma se disparó. El aliento le salía a borbotones y chocaba contra el cuello de Harry. Luego, la mujer lo soltó y retrocedió tambaleándose. El disparo le había abierto el abdomen.
Hizo un gesto de incredulidad al comprobar lo que había hecho. Aquella criatura, a pesar del grito, seguía pareciéndose a una mujer de la que él podría haberse enamorado.
Bien hecho —aprobó Valentin, mientras la sangre caía a chorros sobre el suelo de la oficina—. Ahora se mostrará como es.
Al oírlo, ella negó con la cabeza y dijo:
Esto es todo lo que hay que ver.
Dios mío, es ella... —murmuró Harry dejando caer el arma.
Dorothea gesticuló. La sangre continuaba manando.
Una parte de ella —balbució.
¿Siempre has estado con ellos? —preguntó Valentín.
Claro que no.
¿Por qué entonces?
No tenía adónde ir... — repuso, con un hilo de voz—. Nada en qué creer. Todo es mentira. Todo... mentiras.
¿Y te uniste a Butterfield?
Mejor el infierno que un falso paraíso —replicó.
¿Quién le enseñó eso? —balbució Harry.
¿Quién cree usted? —repuso la mujer, volviendo su mirada hacia él. Aunque al desangrarse perdía fuerzas, sus ojos conservaban el brillo ardiente — . Está usted acabado, D'Amour. Usted, el demonio y Swann. Ya no queda nadie que pueda ayudarle.
A pesar del odio de sus palabras, Harry no tuvo el coraje de quedarse a ver cómo se desangraba hasta morir. Pasando por alto la orden de Valentín de no acercarse, fue hasta ella. Cuando se encontró a su alcance, ella lo golpeó con una fuerza sorprendente. El golpe lo encegueció durante un momento; cayó sobre el archivador, que a su vez se tambaleó. Ambos fueron a parar al suelo. El archivador soltó papeles, y él, maldiciones. Notó vagamente que la mujer pasaba junto a él para huir, pero estaba demasiado ocupado procurando que la cabeza no le diese vueltas como para impedírselo. Cuando recuperó el equilibrio, la mujer se había ido, dejando sus ensangrentadas huellas en la pared y la puerta.
Chaplin, el portero, tenía la costumbre de proteger su territorio. El sótano del edificio era su dominio privado, donde clasificaba la basura de las oficinas, alimentaba su adorada caldera y leía en voz alta sus pasajes favoritos de la Biblia, todo ello sin temor a ser interrumpido. Sus intestinos —que distaban mucho de estar en condiciones saludables— no lo dejaban descansar. A lo sumo, un par de horas por noche, que él complementaba con unas cabezaditas durante el día. No estaba tan mal. Disponía de la soledad del sótano, a la que se retiraba cuando arriba la vida se volvía demasiado exigente; el calor forzado solía traerle unos extraños sueños, que soñaba despierto.
¿Sería aquél uno de esos sueños: ese tipo insípido con un buen traje? Si no lo era, ¿cómo había logrado entrar en el sótano, cuando la puerta estaba cerrada con llave y pestillo? No formuló pregunta alguna al intruso. Algo en la forma de mirar del hombre le trabó la lengua.
Chaplin, me gustaría que abrieras la caldera —le dijo sin apenas mover los finos labios.
En otras circunstancias muy bien habría podido levantar la pala para golpear al extraño en la cabeza. La caldera era como una hija para él. Conocía como nadie sus peculiaridades y su ocasional petulancia; adoraba como nadie el rugido que emitía cuando estaba contenta; el tono mandón que utilizó el hombre no le cayó nada bien. Pero había perdido la voluntad de resistir. Cogió un trapo y abrió la puerta hirviente; la caldera le ofreció su ardiente corazón, igual que en Sodoma ofreciera Lot sus hijas al extranjero.
Butterfield sonrió al oler el calor de la caldera. Desde el tercer piso le llegó el grito de socorro de la mujer, y momentos después, un disparo. Había fallado. Butterfield lo había imaginado. Pero de todos modos, la vida de la mujer estaba perdida. No perdía nada si la enviaba al frente; por medio de engaños hubiera podido quitarles el cadáver a sus guardianes. Le habría ahorrado el inconveniente de un ataque a gran escala, pero daba igual. Por el alma de Swann valía la pena hacer cualquier esfuerzo. Había mancillado el buen nombre del Príncipe de las Tinieblas. Por ello sufriría lo que ningún mago ruin había sufrido. Comparado con el castigo de Swann, el de Fausto se vería como algo leve, y el de Napoleón como un crucero de placer.
Mientras arriba se extinguían los ecos del disparo, sacó del bolsillo de la chaqueta una caja lacada en negro. Los ojos del portero estaban vueltos hacia el cielo. El también había oído el tiro.
No ha sido nada —le dijo Butterfield—. Aviva el fuego.
Chaplin obedeció. El calor del atestado sótano aumentó rápidamente. El portero comenzó a sudar, pero su visitante no. Estaba a escasos metros de la caldera abierta y miraba fijamente hacia el brillante interior, con expresión impasible. Por fin, pareció satisfecho.
Ya basta —le ordenó, y abrió la caja lacada.
Chaplin creyó percibir ciertos movimientos en su interior, como si estuviera llena a rebosar de gusanos, pero antes de que pudiera mirar con más detenimiento, la caja y su contenido fueron a parar a las llamas.
Cierra la puerta —le ordenó Butterfield.
Chaplin obedeció.
Puedes vigilarlos un poco, si lo deseas —prosiguió—. Necesitan el calor. Los hace poderosos.
Dejó que el portero montara guardia junto a la caldera, y subió al vestíbulo. Había dejado la puerta de la calle abierta, y un traficante de drogas había buscado el abrigo del vestíbulo para cerrar tratos con un cliente. Negociaron en las sombras, hasta que el traficante notó la presencia del abogado.
No se preocupen por mí —les dijo Butterfield, y subió la escalera.
Encontró a la viuda de Swann en el primer descansillo. No estaba del todo muerta, pero él acabó rápidamente el trabajo iniciado por D'Amour.
Estamos en un verdadero apuro —le dijo Valentín—. Oigo ruidos abajo. ¿Hay alguna otra salida?
Harry estaba sentado en el suelo, apoyado contra el archivador caído; intentaba dejar de pensar en la cara que puso Dorothea cuando recibió el impacto de la bala, y en la criatura de la que ahora se veía obligado a depender.
Hay una escalera de incendios que baja por la parte trasera del edificio.
Enséñemela —le ordenó Valentín, ayudándolo a ponerse en pie.
¡Quíteme las manos de encima!
Lo siento —se disculpó Valentín, y se retiró, herido por el rechazo—. Posiblemente no debería esperar que me aceptase. Pero lo hago.
Harry no dijo palabra, se limitó a levantarse en medio de la pila de informes y fotos. Llevaba una sucia vida: espiaba adulterios en nombre de cónyuges despechados, registraba cloacas en busca de niños extraviados, se relacionaba con la escoria porque flotaba y el resto simplemente se ahogaba. ¿Acaso el alma de Valentín era más sucia?
La salida de incendios está al final del corredor —le dijo.
Aún podemos sacar a Swann —sugirió Valentín—. Y conseguirle una cremación decente... —La obsesión del demonio por la dignidad de su amo era conmovedora a su manera—. Pero tiene que ayudarme, Harry.
Le ayudaré —le dijo sin mirarlo—. Pero no espere amor y afecto.
Si era posible oír una sonrisa, eso fue lo que Harry oyó.
Quieren terminar con este asunto antes del amanecer —le dijo el demonio.
Poco ha de faltar.
Una hora quizá —repuso Valentín—. Pero es suficiente. Pase lo que pase, es suficiente.


El sonido de la caldera calmó a Chaplin, su crepitar le resultaba tan familiar como la queja de sus propios intestinos. Pero detrás de la puerta se oía otro sonido, un sonido que nunca había escuchado antes. Su mente producía unas raras imágenes para acompañarlo. De cerdos carcajeantes, de vidrios y alambres de púas molidos entre dientes, de pezuñas que bailoteaban sobre la puerta. A medida que aumentaban los ruidos lo hacía también su temblor, pero cuando se dirigió a la puerta del sótano para pedir ayuda, la encontró cerrada, y la llave había desaparecido. Para colmo, como si las cosas no hubieran sido ya bastante complicadas, se produjo un apagón.
Comenzó a rezar torpemente.
Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora...
Pero se detuvo cuando una voz se dirigió a él con toda claridad:
Michelmas —le dijo.
No cabía duda, era su madre. Y tampoco cabía duda alguna de su fuente. Provenía de la caldera.
Michelmas —insistió la voz, perentoria—, ¿es que vas a dejar que me ase aquí dentro?
No era posible, por supuesto, que su madre se encontrara allí en persona: llevaba muerta trece largos años. ¿Sería un fantasma, quizá? Él creía en fantasmas. En ocasiones los había visto entrando y saliendo de los cines de la calle Cuarenta y Dos cogidos del brazo.
Abre, Michelmas —le ordenó su madre con ese tono especial que utilizaba cuando le reservaba algún premio.
Se acercó a la puerta como un niño obediente. La caldera jamás había despedido un calor como aquél; olió cómo se le chamuscaba el vello de los brazos.
Abre la puerta —repitió su mamá.
No podía negarse. A pesar del calor infernal, tendió la mano para obedecerla.


Ese maldito portero —protestó Harry, pateando vengativamente la salida de incendios atascada—. Se supone que esta puerta tiene que estar abierta a todas horas.
Tironeó de las cadenas enrolladas alrededor de los picaportes.
Tendremos que ir por la escalera —concluyó.
Del corredor les llegó un ruido; un rugido en el sistema de calefacción que hizo trepidar los antiguos radiadores. En ese momento, en el sótano, Michelmas Chaplin obedecía a su mamá y abría la puerta de la caldera. Desde abajo les llegó un grito cuando al portero le voló la cara en mil pedazos. Luego siguió el ruido de la puerta del sótano al ser derribada.
Harry miró a Valentín, olvidando momentáneamente su repugnancia.
No iremos por la escalera —dijo el demonio.
Los gritos, las chácharas y los chillidos iban en aumento. Lo que había nacido en el sótano era sin duda precoz.
Tenemos que encontrar algo con qué derribar la puerta —dijo Valentín —. Lo que sea.
Harry repasó mentalmente los despachos adyacentes, alerta por si recordaba una herramienta que pudiera dejar alguna huella en la puerta de incendios o en las cadenas que la mantenían cerrada. Pero no había nada útil: sólo máquinas de escribir y archivadores.
Piense, hombre —le dijo Valentín.
Rastreó a fondo en la memoria. Hacía falta un instrumento pesado. Un martillo o una barra. ¡Un hacha! En el segundo piso había un agente llamado Shapiro que representaba exclusivamente a artistas porno, una de las cuales había intentado volarle los cojones el mes anterior. La chica había fallado, pero un día, en la escalera, Shapiro se jactó de que había adquirido el hacha más grande que había podido hallar y que decapitaría alegremente a cualquier cliente que intentara atacarlo.
El alboroto proveniente de abajo se estaba apaciguando. El silencio, a su modo, era más perturbador que el jaleo que lo había precedido.
No tenemos mucho tiempo —dijo el demonio.
Harry lo dejó junto a la puerta encadenada y echó a correr al tiempo que le preguntaba:
¿Puede traer a Swann?
Haré lo que pueda.
Cuando Harry llegó a la escalera, las últimas chácharas se fueron acallando, y cuando empezó a bajar el tramo que tenía delante, cesaron del todo. No había manera de calcular a qué distancia se encontraba el enemigo. ¿En el piso siguiente? ¿A la vuelta de la esquina? Intentó no pensar en ellos, pero su febril imaginación pobló cada sombra sucia.
Llegó al pie del tramo de escalera sin incidentes, y se escabulló por el oscuro corredor del segundo piso hasta el despacho de Shapiro. Cuando le faltaba recorrer la mitad del trayecto, oyó un siseo a sus espaldas. Miró por encima del hombro; su cuerpo sentía unos inmensos deseos de echar a correr. Uno de los radiadores se había calentado más allá de sus límites y había comenzado a gotear. De sus tubos salía vapor, y siseaba al escaparse. Esperó un instante a que el corazón le volviera a su sitio, porque lo llevaba en la boca, y a toda prisa se dirigió hasta la puerta del despacho de Shapiro, rogando porque el hombre no hubiera estado fanfarroneando cuando habló del hacha. Si era así, estaban acabados. La oficina estaba cerrada con llave, claro, pero de un codazo rompió el cristal traslúcido, pasó el brazo por el agujero y entró, buscando a tientas el interruptor de la luz. Las paredes estaban tapizadas de fotos de diosas del sexo. Apenas le llamaron la atención; el terror de Harry aumentaba a cada instante que pasaba allí dentro. Torpemente registró la oficina; la impaciencia le hizo poner patas arriba los muebles. No había señales del hacha de Shapiro.
Le llegó otro ruido desde abajo. Subía por el hueco de la escalera y el corredor; iba en su busca; una cacofonía aterradora como la que había oído en la calle Ochenta y Tres. Le dio dentera; el nervio del molar cariado comenzó a dolerle de nuevo. ¿Qué indicaría aquella música? ¿Su avance?
Desesperado, fue hasta el escritorio de Shapiro para comprobar si el hombre tenía algún otro elemento que pudiera utilizar, y allí, oculta entre el escritorio y la pared, encontró el hacha. La sacó de su escondite. Tal como Shapiro había proclamado, era grande, y su peso fue la primera cosa que hizo que Harry se sintiera seguro después de mucho tiempo. Regresó al corredor. El vapor de la tubería rota se había espesado. A través de sus velos podía apreciarse que el concierto había adquirido un nuevo fervor. El doliente gemido iba y venía, marcado por los laxos sonidos de la percusión.
Desafió a la nube de vapor y se dirigió a la escalera. Al poner el pie en el primer escalón, fue como si la música lo agarrara por la nuca y le susurrara al oído: «Escucha». No tenía ganas de escuchar, la música era maligna. Pero de alguna forma —mientras estaba ocupado buscando el hacha— había reptado hasta instalársele en el cerebro. Absorbía toda la fuerza de sus miembros. Al cabo de unos instantes, el hacha le empezó a parecer una carga imposible de llevar.
Baja — lo instó la música —, anda, baja y únete a la orquesta.
Aunque intentó formar con los labios la palabra «no» a cada nota la música fue cobrando más influencia sobre él. Comenzó a oír melodías que parecían maullidos, temas prolongados y sinuosos que le frenaban la sangre y le idiotizaban los pensamientos. Sabía que en la fuente de la música no encontraría placer alguno —sólo lo tentaba hacia el dolor y la desolación—; sin embargo, no podía deshacerse de su delirio. Sus pies comenzaron a moverse en dirección de los flautistas. Se olvidó de Valentin, de Swann, de sus deseos de huir, y comenzó a bajar la escalera. La melodía se tornó más intrincada. Podía oír voces que cantaban el acompañamiento, sin ninguna gracia y en una lengua que no entendía. Desde arriba, alguien gritó su nombre, pero no hizo caso de las súplicas. La música se apoderó de él por completo y ahora —mientras descendía el siguiente tramo de escalera— logró ver a los músicos.
Eran más brillantes de lo que había esperado, y más variados. Más barrocos en sus configuraciones (las cabelleras, las múltiples cabezas), más originales en su decoración (el conjunto de caras despellejadas, los anos enrojecidos), y sus ojos hipnotizados se morían por ver la atroz colección de instrumentos. ¡Y qué instrumentos! Allí estaba Byron, con sus huesos bien limpios y agujereados, sus pulmones y su vejiga se colaban por las hendeduras del cuerpo como reservas de aliento para el gaitero. Estaba doblado, invertido sobre el regazo del músico, y cuando lo ejecutaban, los sacos se hinchaban y la boca sin lengua emitía una nota asmática. Dorothea se encontraba acurrucada, a su lado, no menos transformada, las cuerdas de sus intestinos tensadas entre las piernas separadas cual obscena lira; sus pechos eran utilizados como tambores. Había otros instrumentos: hombres que habían salido de la calle y caído en las garras de la banda. Incluso Chaplin se encontraba allí con gran parte de sus carnes quemadas, y tocaban sobre su caja torácica.
No lo tenía por amante de la música —dijo Butterfield, dándole una chupada al cigarrillo y mostrándole una sonrisa de bienvenida—. Deje el hacha y únase a nosotros.
La palabra «hacha» recordó a Harry el peso que llevaba en las manos, aunque no lograba encontrar, a través de las notas musicales, algo que le permitiera recordar su significado.
No tema —le dijo Butterfield—, en esto es usted un inocente. No le guardamos rencor.
Dorothea... —dijo Harry.
También era inocente —dijo el abogado—, hasta que le mostramos ciertas imágenes.
Harry observó el cuerpo de la mujer, los terribles cambios que le habían producido. Al verlos comenzó a temblar, y algo se interpuso entre él y la música; la inminencia de las lágrimas lo emborronó todo.
Deje el hacha —insistió Butterfield.
El sonido del concierto no competiría con la pena que crecía en su interior. Butterfield pareció advertir el cambio en sus ojos, el disgusto y la rabia que allí anidaban. Tiró el cigarrillo a medio fumar e hizo una señal para que parara la música.
¿Tiene que ser la muerte, entonces? —inquirió Butterfield.
Pero apenas logró terminar de formular la pregunta, porque Harry bajó los últimos escalones y se dirigió hacia él. Levantó el hacha y la dejó caer sobre el abogado, pero falló el golpe. El filo del arma dejó un surco en el yeso de la pared, a treinta centímetros de su objetivo.
Ante esta erupción de violencia, los músicos arrojaron sus instrumentos y comenzaron a atravesar el vestíbulo, arrastrando las chaquetas y las colas y dejando un rastro de sangre y grasa. Por el rabillo del ojo, Harry notó que avanzaban. Detrás de la horda, enraizada en las sombras, había otra forma, más grande que el mayor de los demonios convocados; de ella provino un golpeteo que podía muy bien haber sido el de un enorme martillo neumático. Intentó descifrar el sonido o la visión, pero no lo logró. No había tiempo para la curiosidad, los demonios estaban ya sobre él.
Butterfield los animó a avanzar con la mirada, y Harry aprovechó el momento para volver a utilizar el hacha. El golpe le dio a Butterfield en el hombro, y su brazo quedó inmediatamente separado del cuerpo. El abogado aulló; la sangre salpicó toda la pared. Pero no tuvo tiempo para un tercer golpe. En medio de letales carcajadas, los demonios estaban a punto de alcanzarlo.
Volvió a subir los escalones, de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro. Butterfield seguía chillando allá abajo; desde arriba, oyó a Valentín gritar su nombre. No tenía ni tiempo ni aliento suficiente para contestar.
Los llevaba pegados a los talones: su ascenso era un alboroto de gruñidos, gritos y batir de alas. Y detrás de aquel tumulto, el martillo neumático golpeteó hasta llegar al pie de la escalera; su ruido era más intimidante que las chácharas enloquecidas que tenía a su espalda. Aquel golpeteo le horadaba el estómago, era como si lo llevara en las tripas. Como el latido de la muerte, lento e irrevocable.
En el segundo descansillo oyó a sus espaldas un sonido chirriante; al darse media vuelta vio una polilla con la cabeza humana del tamaño de un buitre que volaba hacia él. La recibió con el filo del hacha y la derribó de un golpe. Desde abajo llegó un grito de excitación cuando el cuerpo rodó por la escalera con las alas haciendo de hélice. Harry subió a la carrera el tramo de escalera restante, hasta donde estaba Valentín escuchando. No prestaba atención a las chácharas, ni a los gritos del abogado, sino al martillo neumático.
Han traído al Raparee —dijo.
Herí a Butterfield...
Ya lo he oído. Pero eso no los detendrá.
Todavía podemos intentar abrir la puerta.
Creo que es demasiado tarde, amigo.
¡No! —gritó Harry, apartando a Valentín de un empellón.
El demonio no había intentado arrastrar el cuerpo de Swann hasta la puerta, y había dispuesto al mago en medio del corredor, con las manos cruzadas sobre el pecho. En un último y misterioso acto de reverencia, le había colocado unos cuencos de papel en la cabeza y en los pies, y le había puesto en los labios una diminuta flor origami, a la japonesa. Harry se detuvo lo suficiente como para volver a familiarizarse con la dulzura de la expresión de Swann, y luego corrió hacia la puerta y comenzó a aporrear las cadenas. Sería un largo trabajo. El ataque dañó más al hacha que a los eslabones de acero. Pero no se atrevía a darse por vencido. Era la única salida que tenían, ésa o arrojarse por las ventanas y morir. Decidió que eso haría si ocurría lo peor. Saltar y morir, antes de ser convertido en un juguete.
Se le durmieron los brazos de tanto golpear. Era una causa perdida: la cadena seguía intacta. Aumentó su desesperación al oír un grito de Valentín —una llamada aguda, implorante, a la que debía acudir—. Se apartó de la puerta de incendios y, pasando junto al cuerpo de Swann, fue hasta donde se iniciaba la escalera.
Los demonios habían atrapado a Valentín. Se arremolinaron sobre él como avispas sobre el azúcar y lo destrozaron. Por un instante brevísimo logró zafarse de sus iras, y Harry pudo ver la máscara de humanidad hecha pedazos y la verdad reluciente y ensangrentada que había debajo. Era tan asqueroso como los que lo atacaban, pero Harry acudió en su ayuda de todos modos, para herir a los demonios y salvar a su presa.
El hacha sembró la destrucción a diestra y siniestra; los torturadores de Valentín retrocedieron escalera abajo, con los miembros y las caras destrozados. No todos sangraban. Un vientre abierto derramó huevos a montones, una cabeza herida soltó pequeñas anguilas que huyeron hasta el techo y se colgaron de allí por los labios. En la confusión perdió de vista a Valentín. En realidad, se olvidó de él hasta que volvió a oír el martillo neumático y recordó la expresión descompuesta del rostro de Valentín al nombrar a aquella cosa. La había llamado el Raparee, o algo parecido.
Mientras su memoria formaba la palabra, lo tuvo ante sus ojos. No se parecía en nada a sus compañeros, carecía de alas, de melena y de vanidad. Ni siquiera parecía estar formado de carne, sino forjado, un motor que se abastecía de malicia para mantenerse en marcha.
Al aparecer el Raparee, los demás se retiraron y Harry quedó en el rellano, rodeado de engendros muertos. Avanzaba lentamente; su media docena de miembros se movían en configuraciones aceitadas y complicadas para perforar las paredes del hueco de la escalera, en busca del apoyo que le permitiera subir. Recordaba a un hombre con muletas que primero coloca éstas y luego hace avanzar el cuerpo, pero en el tronar de aquel cuerpo no había nada de inválido, no había dolor en el ojo blanco que ardía en aquella cabeza en forma de hoz.
Harry creía que había conocido la desesperación; cuán equivocado había estado. Sólo en aquel momento saboreó las cenizas de la desesperación. La única salida que le quedaba era la ventana. Y la salvación del asfalto. Se apartó de lo alto de la escalera y soltó el hacha.
Valentín se encontraba en el corredor. No estaba muerto, como había supuesto Harry, sino que se encontraba arrodillado junto al cadáver de Swann; su propio cuerpo babeaba a través de cientos de heridas. Se inclinó sobre el mago. Sin duda para ofrecerle sus disculpas al amo muerto. Pero no. Había algo más. Tenía en la mano el encendedor, y estaba prendiendo un cirio. Murmurando una plegaria para sí, llevó el cirio hasta la boca del mago. La flor origami se encendió y ardió. Su llama era extrañamente brillante y se propagó con una eficacia sobrenatural por la cara y el cuerpo de Swann. Valentín se puso en pie con dificultad; el resplandor del fuego se reflejó en sus escamas. Logró encontrar fuerzas para inclinar la cabeza ante el cuerpo al comenzar su cremación, y luego las heridas lo vencieron. Cayó hacia atrás y quedó inmóvil. Harry observó mientras las llamas cobraban fuerza. Estaba claro que el cuerpo había sido rociado con gasolina o algo parecido, porque el fuego se propagó en instantes, dorado y verde.
De pronto, algo le sujetó por la pierna. Bajó los ojos y vio que un demonio, con la piel como moras maduras, tenía aún apetito. Su lengua se le había enroscado alrededor de la pierna, y con las garras intentaba llegarle hasta la ingle. El ataque hizo que olvidara la cremación y al Raparee. Se inclinó para destrozar la lengua con las manos, pero era tan resbaladiza que no lo logró. Trastabilló cuando el demonio trepó por su cuerpo, abrazándolo con las piernas.
La lucha los hizo caer al suelo; se alejaron rodando de la escalera y avanzaron por un extremo del corredor. Distaba mucho de ser una lucha desigual; la repugnancia de Harry igualaba el ardor del demonio. Con el torso apretado contra el suelo, de repente recordó al Raparee. Su avance reverberaba en cada pared, en cada tabla del suelo.
Apareció en lo alto de la escalera y giró su lerda cabeza hacia la pira funeraria de Swann. Incluso desde esa distancia, Harry comprendió que el desesperado intento de Valentín por destruir el cuerpo de su amo había fallado. El fuego apenas había empezado a devorar al mago. Lograrían apoderarse de él.
Al mirar al Raparee, Harry se olvidó de su enemigo más cercano, y éste le metió un pedazo de carne en la boca. La garganta se le llenó de un fluido acre; sintió que se ahogaba. Abrió la boca y mordió con fuerza el órgano, arrancándolo de cuajo. El demonio no gritó, sino que lanzó torrentes de excremento caliente de los poros que tenía en el lomo y se soltó. Harry escupió mientras el demonio se alejaba a rastras. Entonces volvió a mirar el fuego.
Se olvidó de todo al ver lo que tenía delante.
Swann se había puesto de pie.
Ardía de pies a cabeza. El pelo, las ropas, la piel. No había parte alguna que no fuera una tea ardiente. No obstante, estaba de pie y levantaba las manos ante la audiencia, como dándole la bienvenida.
El Raparee había dejado de avanzar. Se encontraba a unos metros de Swann, con sus miembros absolutamente inmóviles, como embelesado por aquel truco sorprendente.
Harry vio surgir otra figura al final de la escalera. Era Butterfield. Llevaba el muñón atado chapuceramente; un demonio sostenía su cuerpo ladeado.
Apaga el fuego —ordenó el abogado al Raparee — . No es tan difícil.
La criatura no se movió.
Vamos —insistió Butterfield—. Es otro de sus trucos. Está muerto, maldita sea. Es un truco de prestidigitación.
No —dijo Harry.
Butterfield miró en su dirección. El abogado siempre había sido un insípido. Ahora estaba tan pálido que seguramente su existencia estaba en peligro.
¿Y usted qué sabe?
No es un truco de prestidigitación —dijo Harry—. Es magia.
Al parecer, Swann oyó aquella palabra. Sus párpados se abrieron y lentamente se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y con un floreo sacó el pañuelo. También ardía. Pero sin consumirse. Cuando lo sacudió, unos pajarillos brillantes saltaron de sus pliegues y aletearon con sus alas susurrantes. El Raparee quedó encantado por aquel juego de manos. Su mirada fue tras los pájaros ilusorios mientras remontaban el vuelo y se dispersaban. En ese momento, el mago avanzó y se abrazó a la máquina.
De inmediato, ardió con el fuego de Swann; las llamas se propagaron hasta sus miembros palpitantes. Aunque luchó para liberarse del abrazo del mago, no logró desembarazarse de él. El mago se aferró al demonio como a un hermano largo tiempo perdido, y no lo dejó en paz hasta que la criatura comenzó a marchitarse con el calor. Una vez iniciada la descomposición, el Raparee fue devorado en segundos, pero resultaba difícil estar seguro. El momento —igual que en la mejor de las actuaciones— quedó suspendido. ¿Duró un minuto? ¿Dos minutos? ¿Cinco, quizá? Harry nunca lo sabría. Tampoco tenía intenciones de analizarlo. El escepticismo era para los cobardes, y la duda una moda que baldaba el espíritu. Se contentó con observar, sin saber si Swann vivía o estaba muerto, sin saber si los pájaros, el fuego, el corredor o incluso él mismo, Harry D'Amour, eran reales o ilusorios.
Finalmente, el Raparee desapareció. Harry se incorporó. Swann también estaba de pie, pero su actuación de despedida había acabado.
La derrota del Raparee había superado el coraje de la horda. Huyeron dejando a Butterfield solo.
No lo olvidaremos, ni lo perdonaremos —le dijo a Harry—. Para usted no habrá descanso. Nunca. Soy su enemigo.
Eso espero —repuso Harry.
Se volvió a mirar a Swann, dejando a Butterfield que se retirara. El mago se había vuelto a echar en el suelo. Tenía los ojos cerrados, y las manos sobre el pecho. Era como si nunca se hubiera movido. El fuego mostraba sus verdaderos dientes. La carne de Swann comenzó a burbujear, sus ropas se contrajeron emitiendo humo y hollín. Aquello tardó bastante, pero con el tiempo, el fuego redujo el cadáver a cenizas.
Cuando eso ocurrió, ya había amanecido, pero era domingo, y Harry sabía que las visitas no interrumpirían sus labores. Tendría tiempo para recoger los restos, moler los fragmentos de huesos y ponerlos junto con las cenizas en una bolsa. Entonces saldría y buscaría un puente o un muelle y lanzaría a Swann al río.
Cuando el fuego hubo concluido su tarea, quedó bien poco del mago, y nada que se pareciera aunque fuera vagamente al hombre.
Las cosas surgían y desaparecían, en ello había una especie de magia. ¿Y entre tanto, qué? Búsquedas y conjuros; horrores y apariencias. Ocasionalmente, la dicha.
Y que hubiera lugar para la dicha... ¡ Ah! Eso también era magia.

FIN

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