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miércoles, 1 de septiembre de 2010

La Estatua de Sal - LEOPOLDO LUGONES



La Estatua de Sal
LEOPOLDO LUGONES

--
He aquí cómo refirió el peregrino la verdadera
historia del monje Sosistrato:
—Quien no ha pasado alguna vez por el monasterio
de San Sabas, diga que no conoce la desolación.
Imaginaos un antiquísimo edificio situado sobre el Jordán,
cuyas aguas saturadas de arena amarillenta, se deslizan
ya casi agotadas hacia el Mar Muerto, por entre bosquecillos
de terebintos y manzanos de Sodoma. En toda
aquella comarca no hay más que una palmera cuya copa
sobrepasa los muros del monasterio. Una soledad infinita,
sólo turbada de tarde en tarde por el paso de algunos nómades
que trasladan sus rebaños; un silencio colosal que
parece bajar de las montañas cuya eminencia amuralla el
horizonte. Cuando sopla el viento del desierto, llueve arena
impalpable; cuando el viento es del lago, todas las
plantas quedan cubiertas de sal. El ocaso y la aurora
confúndense en una misma tristeza. Sólo aquellos que deben
expiar grandes crímenes, arrostran semejantes soledades.
En el convento se puede oír misa y comulgar. Los monjes
que no son ya más que cinco, y todos por lo menos sexagenarios,
ofrecen al peregrino una modesta colación de
dátiles fritos, uvas, agua del río y algunas veces vino de
palmera. Jamás salen del monasterio, aunque las tribus
vecinas los respetan porque son buenos médicos. Cuando
muere alguno, lo sepultan en las cuevas que hay debajo a
la orilla del río, entre las rocas. En esas cuevas anidan ahora
parejas de palomas azules, amigas del convento; antes,
hace ya muchos años, habitaron en ellas los primeros anacoretas,
uno de los cuales fue el monje Sosistrato cuya historia
he prometido contaron. Ayúdeme Nuestra Señora
del Carmelo y vosotros escuchad con atención. Lo que
vais a oír, me lo refirió palabra por palabra el hermano
Porfirio, que ahora está sepultado en una de las cuevas de
San Sabas, donde acabó su santa vida a los ochenta años
en la virtud y la penitencia. Dios lo haya acogido en su
gracia. Amén.
Sosistrato era un monje armenio, que había resuelto
pasar su vida en la soledad con varios jóvenes
compañeros suyos de vida mundana, recién convertidos a la
religión del crucificado. Pertenecía, pues, a la fuerte raza
de los estilitas. Después de largo vagar por el desierto, encontraron
un día las cavernas de que os he hablado y se
instalaron en ellas. El agua del Jordán, los frutos de una
pequeña hortaliza que cultivaban en común, bastaban para
llenar sus necesidades. Pasaban los días orando y meditando.
De aquellas grutas surgían columnas de plegarias,
que contenían con su esfuerzo la vacilante bóveda de los
cielos próxima a desplomarse sobre los pecados del mundo.
El sacrificio de aquellos desterrados, que ofrecían diariamente
la maceración de sus carnes y la pena de sus
ayunos a la justa ira de Dios, para aplacarla, evitaron muchas
pestes, guerras y terremotos. Esto no lo saben los impíos
que ríen con ligereza de las penitencias de los cenobitas.
Y, sin embargo, los sacrificios y las oraciones de los
justos son los clavos del techo del universo.
Al cabo de treinta años de austeridad y silencio,
Sosistrato y sus compañeros habían alcanzado la santidad.
El demonio, vencido, aullaba de impotencia bajo el
pie de los santos monjes. Éstos fueron acabando sus vidas
uno tras otro, hasta que al fin Sosistrato se quedó
solo. Estaba muy viejo, muy pequeñito. Se había vuelto
casi transparente. Oraba arrodillado quince horas diarias,
y tenía revelaciones. Dos palomas amigas, traíanle cada
tarde algunos granos y se los daban a comer con el pico.
Nada más que de eso vivía; en cambio olla bien como un
jazminero por la tarde. Cada año, el viernes doloroso,
encontraba al despertar, en la cabecera de su lecho de
ramas, una copa de oro llena de vino y un pan con cuyas
especies comulgaba absorbiéndose en éxtasis inefables.
Jamás se le ocurrió pensar de dónde vendría aquello,
pues bien sabía que el señor Jesús puede hacerlo. Y
aguardando con unción perfecta el día de su ascensión a
la bienaventuranza, continuaba soportando sus años.
Desde hacía más de cincuenta, ningún caminante había
pasado por allí.
Pero una mañana, mientras el monje rezaba con
sus palomas, éstas, asustadas de pronto, echaron a volar
abandonándolo. Un peregrino acababa de llegar a la entrada
de la caverna. Sosistrato, después de saludarlo con
santas palabras, lo invitó a reposar indicándole un cántaro
de agua fresca. El desconocido bebió con ansia como si
estuviera anonadado de fatiga; y después de consumir un
puñado de frutas secas que extrajo de su alforja, oró en
compañía del monje.
Transcurrieron siete días. El caminante refirió se
peregrinación desde Cesárea a orillas del Mar Muerto,
terminando la narración con una historia que preocupó a
Sosistrato.
—He visto los cadáveres de las ciudades malditas,
dijo una noche a su huésped; he mirado humear el mar
como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a
la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está
viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he
visto sudar al sol del mediodía.
—Cosa parecida cuenta Juvencus en su tratado
De Sodoma, dijo en voz baja Sosistrato.
—Sí, conozco el pasaje, añadió el peregrino. Algo
más definitivo hay en él todavía; y de ello resulta que la
esposa de Lot ha seguido siendo fisiológicamente mujer.
Yo he pensado que sería obra de caridad libertarla de su
condena...
—Es la justicia de Dios, exclamó el solitario. —
¿No vino Cristo a redimir también con su sacrificio los
pecados del antiguo mundo? —replicó suavemente el viajero,
que parecía docto en letras sagradas. ¿Acaso el bautismo
no lava igualmente el pecado contra la Ley que el
pecado contra el Evangelio?...
Después de estas palabras, ambos entregáronse al
sueño. Fue aquélla la última noche que pasaron juntos. Al
siguiente día el desconocido partió, llevando consigo la
bendición de Sosistrato; y no necesito deciros que, a pesar
de sus buenas apariencias, aquel fingido peregrino era Satanás
en persona.
El proyecto del maligno fue sutil. Una preocupación
tenaz asaltó desde aquella noche el espíritu del santo.
¡Bautizar la estatua de sal, libertar de su suplicio aquel
espíritu encadenado. La caridad lo exigía, la razón argumentaba.
En estas luchas transcurrieron meses, hasta que
por fin el monje tuvo una visión. Un ángel se le apareció
en sueños y le ordenó ejecutar el acto.
Sosistrato oró y ayunó tres días, y en la mañana
del cuarto, apoyándose en su bordón de acacia, tomó, costeando
el Jordán, la senda del Mar Muerto. La jornada no
era larga, pero sus piernas cansadas apenas podían sostenerlo.
Así marchó durante dos días. Las fieles palomas
continuaban alimentándolo como de ordinario, y él rezaba
mucho, profundamente, pues aquella resolución afligíalo
en extremo. Por fin, cuando sus pies iban a faltarle,
las montañas se abrieron y el lago apareció.
Los esqueletos de las ciudades destruídas iban poco
a poco desvaneciéndose. Algunas piedras quemadas,
era todo lo que restaba ya: trozos de arco, hileras de adobes
carcomidos por la sal y cimentados en betún... El
monje reparó apenas en semejantes restos, que— procuró
evitar a fin de que sus pies no se manchasen a su contacto.
De repente, todo su viejo cuerpo tembló. Acababa de advertir
hacia el sur, fuera ya de los escombros, en un recodo
de las montañas desde el cual apenas se los percibía, la
silueta de la estatua.
Bajo su manto petrificado que el tiempo había
roído, era larga y fina como un fantasma. El sol brillaba
con límpida incandescencia, calcinando las rocas, haciendo
espejear la capa salobre que cubría las hojas de los terebintos.
Aquellos arbustos, bajo la reverberación meridiana,
parecían de plata. En el cielo no había una sola nube.
Las aguas amargas dormían en su característica inmovilidad.
Cuando el viento soplaba, podía escucharse en
ellas, decían los peregrinos, cómo se lamentaban los espectros
de las ciudades.
Sosistrato se aproximó a la estatua. El viajero
había dicho verdad. Una humedad tibia cubría su rostro.
Aquellos ojos blancos, aquellos labios blancos, estaban
completamente inmóviles bajo la invasión de la piedra, en
el sueño de sus siglos. Ni un indicio de vida salía de aquella
roca. El sol la quemaba con tenacidad implacable,
siempre igual desde hacía miles de años; y sin embargo,
esa efigie estaba viva puesto que sudaba. Semejante sueño
resumía el misterio de los espantos bíblicos. La cólera de
Jehová había pasado sobre aquel ser, espantosa amalgama
de carne y de peñasco. ¿No era temeridad el intento de
turbar ese sueño? ¿No caería el pecado de la mujer maldita
sobre el insensato que procuraba redimirla? Despertar el
misterio es una locura criminal, tal vez una tentación del
infierno. Sosistrato, lleno de congoja, se arrodilló a orar
en la sombra de un bosquecillo.
Cómo se verificó el acto, no os lo voy a decir. Sabed
únicamente que cuando el agua sacramental cayó sobre
la estatua, la sal se disolvió lentamente, y a los ojos del
solitario apareció una mujer, vieja como la eternidad,
envuelta en andrajos terribles, de una lividez de ceniza, flaca
y temblorosa, llena de siglos. El monje que había visto al
demonio sin miedo, sintió el pavor de aquella aparición.
Era el pueblo réprobo que se levantaba en ella. Esos ojos
vieron la combustión de los azufres llovidos por la cólera
divina sobre la ignominia de las ciudades; esos andrajos
estaban tejidos con el pelo de los camellos de Lot; ¡esos
pies hollaron las cenizas del incendio del Eterno! Y la espantosa
mujer le habló con su voz antigua.
Ya no recordaba nada. Sólo una vaga visión del
incendio, una sensación tenebrosa despertada a la vista de
aquel mar. Su alma estaba vestida de confusión. Había
dormido mucho, un sueño negro como el sepulcro. Sufría
sin saber por qué, en aquella sumersión de pesadilla. Ese
monje acababa de salvarla. Lo sentía. Era lo único claro en
su visión reciente. Y el mar... el incendio... la catástrofe...
las ciudades ardidas... todo aquello se desvanecía en una
clara visión de muerte. Iba a morir. Estaba salvada, pues.
¡Y era el monje quien la había salvado!
Sosistrato temblaba, formidable. Una llama roja
incendiaba sus pupilas. El pasado acababa de desvanecerse
en él, como si el viento de fuego hubiera. barrido su alma.
Y sólo este convencimiento ocupaba su conciencia: ¡la
mujer de Lot estaba allí! El sol descendía hacia las montañas.
Púrpuras de incendio manchaban el horizonte.
Los días trágicos revivían en aquel aparato de llamaradas.
Era como una resurrección del castigo, reflejándose por
segunda vez sobre las aguas del lago amargo. Sosistrato
acababa de retroceder en los siglos. Recordaba. Había
sido actor en la catástrofe. Y esa mujer, ¡esa mujer le era
conocida!
Entonces una ansia espantosa le quemó las carnes.
Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:
—Mujer, respóndeme una sola palabra. —
Habla... pregunta... —¿Responderás?
—¡Sí, habla; me has salvado!
Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos
se concentrase el resplandor que incendiaba las montañas.
—Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió
para mirar.
Una voz anudada de angustia, le respondió: —Oh,
no... ¡Por Elohim, no quieras saberlo! —¡Dime qué viste!
—No... no... ¡Sería el abismo! —Yo quiero el
abismo.
—Es la muerte... —¡Dime qué viste! —¡No puedo...
no quiero! —Yo te he salvado. —No... no...
El sol acababa de ponerse. —¡Habla!
La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de
polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando. —¡Por
las cenizas de tus padres!...
—¡Habla!
Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído
del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado,
anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos
a Dios por su alma.

EL HOMBRE QUE SOÑO -- UN CUENTO DE LAS MIL Y UNA NOCHE



El Hombre que Soñó
Las Mil y Una Noches

--


Vivió cierta vez en Bagdad un hombre rico, que
perdió todo su caudal y quedó tan desposeído que sólo
trabajando duramente podía ganarse la vida. Una noche
se acostó a dormir, abatido y pesaroso, y vio en sueños a
un personaje que le decía:
—En verdad, tu fortuna está en El Cairo. Ve allá
y búscala.
Y el hombre se puso en camino del Cairo. Pero a
su arribo lo sorprendió la noche y se acostó a dormir en
una mezquita. Más tarde, por designio de Alá Todopoderoso,
entró en la mezquita una banda de malhechores,
que a través de ella penetraron en la casa vecina. Mas
los propietarios, perturbados por el ruido de los ladrones,
despertaron y dieron la alarma. Y en seguida acudió en su
ayuda, con sus hombres, el jefe de policía.
Huyeron los ladrones, pero el Wali entró en la
mezquita y encontrando allí dormido al hombre de Bagdad,
lo prendió y le hizo dar tantos azotes con varas de
palma, que casi lo dejaron por muerto. Arrojáronlo después
a la cárcel, donde estuvo tres días. Cumplidos los
cuales, el jefe de policía mandó buscarlo y le preguntó:
—¿De dónde eres?
Y el respondió:
—De Bagdad.
Dijo el Wali:
—¿Qué te trae al Cairo?
Respondió el de Bagdad.
—En un sueño vi a Uno que me decía: "Tu fortuna
está en El Cairo. Ve a buscarla". Mas cuan, da llegué
al Cairo, descubrí que la fortuna que me prometía eran
los varazos que tan generosamente me habéis dado.
El Wali se rió hasta dejar a la vista sus muelas del
juicio.
—Hombre de poco ingenio —dijo—, tres veces
he visto yo en un sueño a alguien que me decía: "Hay en
Bagdad una casa, en tal barrio y de tal aspecto, y tiene un
jardín en cuyo extremo hay una fuente, y bajo ella una
gran suma de dinero sepultada. Ve y tómala". Pero yo no
fui; en cambio tú, por tu poca cabeza, has viajado de un
lado a otro, dando crédito a un sueño que no era más que
ocioso engaño de la fantasía.
Y le dio dinero, diciéndole: —Con esto, regresa a
tu país.
Y el hombre tomó el dinero y emprendió el regreso.
Pero la casa que el Wali le había descrito era la propia
casa que el hombre tenía en Bagdad. Y cuando estuvo
en ella, el peregrino cavó bajo la fuente de su jardín y descubrió
un gran tesoro. Y así, por gracia de Alá, ganó una
maravillosa fortuna.

LAS MIL Y UNA NOCHE - HISTORIA DEL PESCADOR Y DEL EFRIT



LAS MIL Y UNA NOCHE

Y CUANDO LLEGÓ LA TERCERA NOCHE

Daniazada dijo: “Hermana mía, te suplico que termines tu relato.” Y Schahrazada contestó: “Con toda la

generosidad y simpatía de mi corazón.” Y prosiguió después:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que, cuando el tercer jeique contó al efrit el más asombroso de

los tres cuentos, el efrit se maravilló mucho, y emocionado y placentero, dijo: “Concedo el resto de la sangre

por que había de redimirse el crímen, y dejo en libertad al mercader.”

Entonces el mercader, contentísimo, salió al encuentro de los jeiques y les dio miles de gracias. Ellos, a

su vez, le felicitaron por el indulto. Y cada cual regresó a su país.

Pero -añadió Schahrazada- es más asombrosa la historia del pescador.”

Y el rey dijo a Schahrazada: “¿Qué historia del pescador es esa?”

Y Shahrazada dijo:

HISTORIA DEL PESCADOR Y DEL EFRIT

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que había un pescador, hombre de edad avanzada, casado, con

tres hijos y muy pobre.

Tenía por costumbre echar las redes sólo cuatro veces al día y nada más Un día entre los días, a las doce

de la mañana, fue a orillas del mar, dejó en el suelo la cesta, echó la red, y estuvo esperando hasta que llegara

al fondo. Entonces juntó las cuerdas y notó que la red pesaba mucho y no podía con ella. Llevó el cabo

a tierra y lo ató a un poste. Después se desnudó y entró en el mar, maniobrando en torno de la red, y no paró

hasta que la hubo sacado. Vistióse entonces muy alegre y acercándose a la red, encontró un borrico

muerto. Al verlo, exclamó desconsolado: “¡Todo el poder y la fuerza están en Alah, el Altísimo y el Omnipotente!”

Luego dijo: “En verdad que este donativo de Alah es asombroso.” Y recitó los siguientes versos:

¡Oh buzo, que -giras ciegamente en las tinieblas de la noche y de la perdición! -¡Abandona esos penosos

trabajos; la fortuna no gusta del movimiento!


Sacó la red, exprimiéndola el agua, y cuando hubo acabado de exprimirla, la tendió de nuevo. Después,

internándose en el agua, exclamó: “¡En el nombre de Alah!” Y arrojó la red de nuevo, aguardando que llegara

al fondo. Quiso entonces sacarla, pero notó que pesaba mas que antes y que estaba más adherida, por

lo, cual la creyó repleta de una buena pesca; y arrojándose otra vez al agua, la sacó al fin con gran trabajo,

llevándola a la orilla, y encontró una tinaja enorme, llena de arena y de barro. Al verla, se lamentó mucho y

recitó estos versos:

¡Cesad, vicisitudes de la suerte, y apiadaos de los hombres!

¡Qué tristeza! ¡Sobre la tierra ninguna, recompensa es igual al mérito ni digna del esfuerzo realizado

por alcanzarla!

¡Salgo de casa a veces para buscar candorosamente la fortuna; y me enteran de que la fortuna hace mucho

tiempo que murió!

¿Es así, ¡oh fortuna! como dejas, a los sabios en la sombra, para que los necios gobiernen el mundo?

Y luego, arrojando la tinaja lejos de él, pidió perdón a Alah por su momento de rebeldía y lanzó la red

por vez tercera, y al sacarla la encontró llena de trozos de cacharros y vidrios. Al ver esto, recitó todavía

unos versos de un poeta:

¡Oh poeta! ¡Nunca soplará hacia ti el viento de la fortuna! ¿Ignoras, hombre ingenuo, que ni tu pluma

de caña ni las líneas armoniosas de la escritura han de enriquecerte jamas?

Y alzando la frente al cielo; exclamó: “¡Alah! ¡Tú sabes que yo no echo la red mas que cuatro veces por

día, y ya van tres!” Después invocó nuevamente el nombre de Alah y lanzó la red, aguardando que tocase el

fondo. Esta vez, a pesar de todos sus esfuerzos, tampoco conseguía sacarla, pues a cada tirón se enganchaba

más en las rocas del fondo. Entonces dijo: “¡No hay fuerza ni poder mas que en Alah!” Se desnudó, metiéndose

en el agua y maniobrando alrededor de la red, hasta que la desprendió y la llevó a tierra. Al abrirla

encontró un enorme jarrón de cobre dorado, lleno e intacto. La boca estaba cerrada con un plomo que ostentaba

el sello de nuestro Señor Soleimán, hijo de Daud. El pescador se puso muy alegre al verlo, y se dijo:

He aquí un objeto que venderé en el zoco de los caldereros, porque bien vale sus diez dinares de oro.”

Intentó mover el jarrón, pero hallándolo muy pesado, se dijo para sí: “Tengo que abrirlo sin remedio; meteré

en el saco lo que contenga y luego lo venderé en el zoco de los caldereros.” Sacó el cuchillo y empezó a

maniobrar, hasta que levantó el plomo. Entonces sacudió el jarrón, queriendo inclinarlo para verter el contenido

en el suelo. Pero nada salió del vaso, aparte de una humareda que subió hasta lo azul del cielo y se

extendió por la superficie de la tierra. Y el pescador no volvía de su asombro. Una vez que hubo salido todo

el humo, comenzó a condensarse en torbellinos, y al fin se convirtió en un efrit cuya frente llegaba a las

nubes, mientras sus pies se hundían en el polvo. La cabeza del efrit era como una cúpula; sus manos semejaban

rastrillos; sus piernas eran mástiles; su boca, una caverna; sus dientes, piedras; su nariz, una alcarraza;

sus ojos, dos antorchas, y su cabellera aparecía revuelta y empolvada. Al ver a este efrit, el pescador

quedó mudo de espanto, temblándole las carnes, encajados los dientes, la boca seca, y los ojos se le cegaron

a la luz.

Cuando vio al pescador, el efrit dijo: “¡No hay más Dios que Alah, y Soleimán es el profeta de Alah!” Y

dirigiéndose hacia el pescador, prosiguió de este modo: “¡Oh tú, gran Soleimán, profeta de Alah, no me

mates; te obedeceré siempre, y nunca me rebelaré contra tus mandatos.” Entonces exclamó el pescador:

¡Oh gigante audaz y rebelde, tú te atreves a decir que Soleimán es el profeta de Alah! Soleimán murió hace

mil ochocientos años; y nosotros estamos al fin de los tiempos. Pero ¿qué historia vienes a contarme?

¿Cuál es el motivo de que estuvieras en este jarrón?”

Entonces el efrit dijo: “No hay más Dios que Alah. Pero permite, ¡oh pescador! que te anuncie una buena

noticia.” Y el pescador repuso: “¿Qué noticia es esa?” Y contestó el efrit: “Tu muerte. Vas a morir ahora

mismo, y de la manera más terrible.” Y replicó el pescador: “¡Oh jefe de los efrits! ¡mereces por esa noticia-

que el cielo te retire su ayuda! ¡Pueda él alejarte de nosotros! Pero ¿por qué deseas mi muerte? ¿qué hice

para merecerla? Te he sacado de esa vasija, te he salvado de una larga permanencia en el mar, y te he

traído a la tierra.” Entonces el efrit dijo: “Piensa y elige la especie de muerte que prefieras; morirás del modo

que gustes.” Y el pescador dijo: “¿Cuál es mi crimen para merecer tal castigo?” Y respondió el efrit:

Oye mi historia, pescador.” Y el pescador dijo: “Habla y abrevia tu relato, porque de impaciente que se

halla mi alma se me está saliendo por el pie.” Y dijo el efrit:

Sabe que yo soy un efrit rebelde. Me rebelé contra Soleimán, hijo de Daud. Mi nombre es Sakhr El-

Genni. Y Soleimán envió hacia mí a su visir Assef, hijo de Barkhia, que me cogió a pesar de mi resistencia,

y me llevó a manos de Soleimán. Y mi nariz en aquel momento se puso bien humilde. Al verme, Soleimán

hizo su conjuro a Alah y me mandó que abrazase su religión y me sometiese a su obediencia. Pero yo me


negué. Entonces mandó traer ese jarrón, me aprisionó en él y lo selló con plomo, imprimiendo el nombre

del Altísimo. Después ordenó a los efrits fieles que me llevaran en hombros y me arrojasen en medio del

mar. Permanecí cien años en el fondo del agua, y decía de todo corazón: “Enriqueceré eternamente al que

logre libertarme.” Pero pasaron los cien años y nadie me libertó. Durante los otros cien años me decía:

Descubriré y daré los tesoros de la tierra a quien me, liberte.” Pero nadie me libró. Y pasaren. cuatrocientos

años, y me dije: “Concederé tres cosas a quien me liberte.” Y nadie me libró tampoco. Entonces, terriblemente

encolerizado, dije con toda el alma: “Ahora mataré a quien me libre, pero le dejaré antes elegir,

concediéndole la clase de muerte que prefiera.” Entonces tú, ¡oh pescador! viniste a librarme, y por eso te

permito que escojas la clase de muerte.”

El pescador, al oír estas palabras del efrit; dijo: “¡Por Alah que la oportunidad es prodigiosa! ¡Y había de

ser yo quien te libertase! ¡Indúltame, efrit, que Alah te recompensará! En cambio, si me matas, buscará

quien te haga perecer.” Entonces el efrit le dijo: “¡Pero si yo quiero matarte es precisamente porque me has

libertado!” Y el pescador le contestó: “¡Oh jeique de los efrits, así es como devuelves el mal por el bien! ¡A

fe que no miente el proverbio!” Y recitó estos versos:

¿Quieres probar la amargura de las cosas? ¡Sé bueno y servicial!

¡Los malvadas desconocen la gratitud!

¡Pruébalo, si quieres, y tu suerte será la de la pobre Magir, madre de Amer!

Pero el efrit le dijo: “Ya hemos hablado bastante. Sabe que sin remedio te he de matar.” Entonces pensó

el pescador: “Yo no soy mas que un hombre y él un efrit; pero Alah me ha dado una razón bien despierta.

Acudiré a una astucia para perderlo. Veré hasta dónde llega su malicia.” Y entonces dijo al efrit: “¿Has decidido

realmente mi muerte?” Y el efrit contestó: “No lo dudes.” Entonces dijo: “Por el nombre del Altísimo,

que está grabado en el sello de Soleimán, te conjuro a que respondas con verdad a mi pregunta.” Cuando

el efrit oyó el nombre del Altísimo, respondió muy conmovido: “Pregunta, que yo contestaré la verdad.

Entonces dijo el pescador: “¿Cómo has podido entrar por entero en este jarrón donde apenas cabe tu pie o

tu mano?” El efrit dijo: “¿Dudas acaso de ello?” El pescador respondió: “Efectivamente, no lo creeré jamás

mientras no vea con mis propios ojos que te metes en él.”

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA CUARTA NOCHE

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el pescador dijo al efrit que no le creería como no lo

viese con sus propios ojos, el efrit comenzó a agitarse; convirtiéndose nuevamente en humareda que subía

hasta el firmamento. Después se condensó, y empezó a entrar en el jarrón poco a poco, hasta el fin. Entonces

el pescador cogió rápidamente la tapadera de plomo, con el sello de Soleimán, y obstruyó la boca del

jarrón. Después, llamando al efrit, le dijo: “Elige y piensa la clase de muerte que más te convenga; si no, te

echaré al mar, y me haré una casa junto a la orilla, e impediré a todo el mundo que pesque, diciendo: “Allí

hay un efrit, y si lo libran quiere matar a los que le liberten.” Luego enumeró todas las variedades de

muertes para facilitar la elección. Al oirle, el efrit intentó salir, pero no pudo, y vio que estaba, encarcelado

y tenía encima el sello de Soleimán, convenciéndose entonces de que el pescador le había encerrado en un

calabozo contra el cual no pueden prevalecer ni los más débiles ni los más fuertes de los efrits. Y comprendiendo

que el pescador le llevaría hacia el mar, suplicó: “¡No me lleves! ¡no me lleves!” Y el pescador

dijo: “No hay remedio.” Entonces, dulcificando su lenguaje, exclamó el efrit: “¡Ah pescador! ¿Qué vas a

hacer conmigo?” El otro dijo: “Echarte al mar, que si has estado en él mil ochocientos años, no saldrás esta

vez hasta el día del Juicio. ¿No te rogué yo que me dejaras la vida para que Alah te la conservase a ti y no

me mataras para que Alah no te matase? Obrando infamemente rechazaste mi plegaria. Por eso Alah te ha

puesto en mis manos, y no me remuerde el haberte engañado.” Entonces dijo el efrit: “Abreme el jarrón y te

colmaré de beneficias.” El pescador respondió: “Mientes, ¡oh maldito! Entre tú y yo pasa exactamente lo,

que ocurrió entre el visir del rey Yunán y el médico Ruyán.”

Y el efrit dijo: “¿Quiénes eran el visir del rey Yunán y el médico Ruyán?... ¿Qué historia es esa?”

HISTORIA DEL VISIR DEL REY YUNÁN Y DEL MEDICO RUYÁN

El pescador dijo:

Sabrás, ¡oh efrit! que en la antigüedad del tiempo y en lo pasado de la edad, hubo en la ciudad de Fars,

en el país de los ruman, un rey llamado Yunán. Era rico y poderoso, señor de ejércitos, dueño de fuerzas

considerables y de aliados de todas las especies de hombres. Pero su cuerpo padecía una lepra que desespeEste

documento ha sido descargado de

raba a los médicos y a los sabios. Ni drogas, ni píldoras, ni pomadas le hacían efecto alguno, y ningún sabio

pudo encontrar un eficaz remedio para la espantosa dolencia. Pero cierto día llegó a la capital del rey Yunán

un médico anciano de renombre, llamado Ruyan. Había estudiado los libros griegos, persas, romanos,

árabes y sirios, así como la medicina y la astronomía, cuyos principios y reglas no ignoraba, así como sus

buenos y malos efectos. Conocía las virtudes de las plantas grasas y secas y también sus buenos y, malos

efectos. Por último, había profundizado la filosofía y todas las ciencias médicas y otras muchas además.

Cuando este médico llegó a la ciudad y permaneció en ella algunos días, supo la historia del rey y de la lepra

que le martirizaba por la voluntad de Alah, enterándose del fracaso absoluto de todos los médicos y sabios.

Al tener de ello noticia, pasó muy preocupado la noche. Pero no bien despertó por la mañana (al brillar

la luz del día y saludar el sol al mundo, magnífica decoración del Optimo) se puso su mejor traje y fue a

ver al rey Yunán. Besó la tierra entre las manos del rey e hizo votos por la duración eterna de su. poderío y

de las gracias de Alah y de todas las mejores cosas. Después le enteró de quien era, y le dijo: “He averiguado

la enfermedad que atormenta tu cuerpo y he sabido que un gran número de médicos, no ha podido encontrar

el medio de curarla. Voy, ¡oh rey! a aplicarte mi tratamiento, sin hacerte beber medicinas ni untarte

con pomadas.” Al oírlo, el rey. Yunán se asombró mucho, y le dijo: “¡Por Alah! que si me curas te enriquecerá

hasta los hijos de tus hijos, te concederé todos tus deseos y serás mi compañero y amigo” En seguida

le dio un hermoso traje y otros presentes, y añadió: “¿Es cierto que me curarás de esta enfermedad sin medicamentos

ni pomadas?” Y respondió el otro: “Sí, ciertamente. Te curaré sin fatiga ni pena para tu cuerpo.”

El rey le dijo, cada vez más asombrado: “¡Oh gran médico! ¿Qué día. y que momento verán realizarse

lo que acabas de prometer? Apresúrate a hacerlo, hijo mío.” Y el medico contestó:. “Escucho y obedezco.”

Entonces salió del palacio y alquiló una casa, donde instaló sus libros, sus remedios y sus plantas aromáticas.

Después hizo extractos de sus medicamentos y de sus simples, y con estos extractos construyó un

mazo corto y encorvado, cuyo mango horadó, y también hizo una pelota, todo esto lo mejor que pudo.

Terminado completamente su trabajo, al segundo día fue a palacio, entró en la cámara del rey y besó la tierra

entre sus manos. Después le prescribió que fuera a caballo al meidán y jugara con la bola y el mazo.

Acompañaron al rey sus emires, sus chambelanes, sus visires y los jefes del reinó. Apenas había llegado

al meidán, se le acercó el médico y le entregó el mazo, diciéndole: “Empúñalo de este modo y da con toda

tu fuerza en la pelota. Y haz de modo que llegues a sudar. De ese modo el remedio penetrará en la palma de

la mano y circulará por todo tu cuerpo. Cuando transpires y el remedio haya tenido tiempo de obrar, regresa

a tu palacio, ve en seguida a bañarte al hamman, y quedarás curado. Ahora, la paz sea contigo.”

El rey Yunán cogió el mazo que le alargaba el médico, empuñándolo con fuerza. Intrépidos jinetes montaron

a caballo y le echaron la pelota. Entonces empezó a galopar detrás de ella para alcanzarla y golpearla,

siempre con el mazo bien cogido. Y no dejó de golpear hasta que transpiró bien por la palma de la mano y

por todo el cuerpo, dando lugar a que la medicina obrase sobre el organismo. Cuando el médico Ruyán vio

que el remedio había circulado suficientemente, mandó al rey que volviera a palacio para bañarse en el

hammam. Y el rey marchó en seguida y dispuso que le prepararan el hammam. Se lo prepararon con gran

prisa, y los esclavos apresuráronse también a disponerle la ropa. Entonces el rey entró en el hammam y tomó

el baño, se vistió de nuevo y salió del hammam para montar a caballo, volver a palacio y echarse a

dormir.

Y hasta aquí lo referente al rey Yunán. En cuanto al médico Ruyán, éste regresó a su casa, se acostó, y al

despertar por la mañana fue a palacio, pidió permiso al rey para entrar, lo que éste le concedió, entró, besó

la tierra entre sus manos y empezó por declamar gravemente algunas estrofas:

¡Si la elocuencia te eligiese como padre, reflorecería! ¡Y no sabría elegir ya a otro más que a ti!

¡Oh rostro radiante, cuya claridad borraría la llama de un tizón encendido!

¡Ojalá ese glorioso semblante siga con la luz de su frescura y alcance a ver cómo las arrugas surcan la

cara del Tiempo!

¡Me has cubierto con los beneficias de tu generosidad, como la nube bienhechora cubre la colina!

¡Tus altas hazañas te han hecho alcanzar las cimas de la gloria y eres el amado del Destino, que ya no

puede negarte nada!

Recitados los versos, el rey sé puso de pie; y cordialmente tendió sus brazos al médico. Luego, le sentó a

su lado, y le regaló magníficos trajes de honor.

Porque, efectivamente, al salir del hammam el rey se había mirado el cuerpo, sin encontrar rastro de lepra,

y vio su piel tan pura como la plata virgen. Entonces se dilató con gran júbilo su pecho. Y al otro día,

al levantarse el rey por la mañana, entró en el diván; se sentó en el trono y comparecieron los chambelanes

y grandes del reino, así como él médico Ruyán. Por esto, al verle, el rey se levantó apresuradamente y le

hizo sentar a su lado. Sirvieron a ambos manjares y bebidas durante todo el día. Y al anochecer, el rey entregó

al médico dos mil dinares, sin contar los trajes de honor y magníficos presentes, y le hizo montar su

propio corcel. Y entonces el médico se despidió y regresó a su casa.


El rey no dejaba de admirar el arte del médico ni de decir: “Me ha curado por el exterior de mi cuerpo sin

untarme con pomadas. ¡Oh Alah! ¡Qué ciencia tan sublime! Fuerza es colmar de beneficios a este hombre y

tenerle para siempre como compañero y amigo afectuoso.” Y el rey Yunán se acostó, muy alegre de verse

con el cuerpo sano y libre de su enfermedad.

Cuando al otro día se levantó el rey y se sentó en el trono, los jefes de la nación pusiéronse de pie, y los

emires y visires se sentaron a su derecha y a su izquierda. Entonces mandó llamar al médico Ruyán, que

acudió y besó la tierra entre sus manos. El rey se levantó en honor suyo, le hizo sentar a su lado, comió en

su compañía, le deseó larga vida y le dio magníficas telas y otros presentes, sin dejar de conversar, con él

hasta el anochecer, y mandó le entregaran a modo de remuneración cinco trajes de honor y mil dinares. Y

así regresó el médico a su casa, haciendo votos por el rey.

Al levantarse por la mañana, salió el rey y entró en el diván, donde le rodearon los emires, los visires y

los chambelanes. Y entre los visires había uno de cara siniestra, repulsiva, terrible, sórdidamente avaro, envidioso

y saturado de celos y de odio. Cuando este visir vio que el rey colocaba a su lado al médico Ruyán

y le otorgaba tantos beneficios, le tuvo envidia y resolvio secretamente perderlo. El proverbio lo dice: “El

envidioso ataca a todo el mundo. En el corazón del envidioso está emboscada la persecución, y la desarrolla

si dispone de fuerza o la conserva latente la debilidad,” El visir se acercó al rey Yunán, besó la tierra entre

sus, manos, y dijo: “¡Oh rey del siglo y del tiempo, que envuelves a los hombres en tus beneficios! Tengo

para ti un consejo de gran importancia, que no podría ocultarte sin ser un mal hijo. Si me mandas que te lo

revele, yo te lo revelaré.” Turbado entonces el rey por las palabras del visir, le dijo: “¿Qué consejo es el

tuyo? El otro respondió: “¡Oh rey glorioso! los antiguos han dicho: “Quien no mire el fin y las consecuencias

no tendrá a la Fortuna por amiga”, y justamente acaba de ver al rey obrar con poco juicio otorgando

sus bondades a su enemigo, al que desea el aniquilamiento de su reino, colmándole de favores, abrumándole

con generosidades. Y yo, por esta causa, siento grandes temores por el rey.” Al oir esto, el rey se turbó

extremadamente, cambió de color; y dijo: “¿Quién es el que supones enemigo mío y colmado por mí de favores?”

Y el visir respondió: “¡Oh rey! Si estás dormido, despierta, porque aludo al médico Ruyán.” El rey

dijo: “Ese es buen amigo mío, y para mí el más querido de los hombres, pues me ha curado con una cosa

que yo he tenido en la mano y me ha librado de mi enfermedad, que había desesperado a los médicos.

Ciertamente que no hay otro como él en este siglo, en el mundo entero, lo mismo en Occidente que en

Oriente. ¿Cómo, te atreves a hablarme así de él? Desde ahora le voy a señalar un sueldo de mil dinares al

mes. Y aunque le diera la mitad de mi reino, poco seria para lo que merece. Creo que me dices todo eso por

envidia, como se cuenta en la historia, que he sabido; del rey Sindabad.”

En aquel momento la aurora sorprendió a Schahrazada, que interrumpió su narración.

Entonces Doniazada le dijo: “¡Ah, hermana mía! ¡Cuán dulces, cuán puras, cuán deliciosas son tus palabras!”

Y Schahrazada dijo: “¿Qué es eso comparado con lo que os contaré la noche próxima, si vivo todavía

y el rey tiene a bien conservarme?” Entonces el rey dijo para sí: “¡Por Alah! No la mataré sin haber oído

la continuación de su historia, que es verdaderamente maravillosa.” Y el rey fue al diván, y juzgó, otorgó

empleos, destituyó y despachó los asuntos pendientes hasta acabarse el día. Después se levantó el diván

y el rey entró en su palacio.

Y CUANDO LLEGÓ LA QUINTA NOCHE

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que el rey Yunán dijo a su visir: “Visir, has dejado entrar en ti la

envidia contra el médico, y quieres que yo lo mate para que luego me arrepienta, como se arrepintió el rey

Sindabad después de haber matado al halcón.” El visir preguntó: “¿Y cómo ocurrió eso?” Entonces el rey

Yunán contó:

EL HALCÓN DEL REY SINDABAD

Dicen que entre los reyes de Fars hubo uno muy, aficionado a diversiones, a paseos por los jardines y a

toda especie de cacerías. Tenía un halcón adiestrado por él mismo, y no lo dejaba de día ni de noche pues

hasta por la noche lo tenía sujeto al puño. Cuando iba de caza lo llevaba consigo, y le había colgado del

cuello un vasito de oro, en el cual le daba de beber. Un día estaba el rey sentada en su palacio, y vio de

pronto venir al wekil que estaba encargado de las aves de caza, y le dijo: “¡Oh rey de los siglos! Llegó la

época de ir de caza.” Entonces el rey hizo sus preparativos y se puso el halcón en el puño. Salieron después

y llegaron a un valle, donde armaron las redes de caza. Y de pronto cayó una gacela en las redes. Entonces

dijo el rey: “Mataré a aquel por cuyo lado pase la gacela.” Empezaron a estrechar la red en torno de la gacela,

que se aproximó al rey y se enderezó sobre las patas como si quisiera besar la tierra delante del rey.

Entonces el rey comenzó a dar palmadas para hacer huir a la gacela, pero ésta brincó y pasó por encima de


su cabeza y se internó tierra adentro. El rey se volvió entonces hacia los guardas, y vio que guiñaban los

ojos maliciosamente, Al presenciar tal cosa, le dijo al visir: “¿Por qué se hacen esas señas mis soldados?” Y

el visir contestó: “Dicen que has jurado matar a aquel por cuya proximidad pasase la gacela.” Y el rey exclamó:

¡Por mi vida! ¡Hay que perseguir y alcanzar a esa gacela!” Y se puso a galopar, siguiendo el rastro,

y pudo alcanzarla. El halcón le dio con el pico en los ojos de tal manera, que la cegó y la hizo sentir vértigos.

Entonces el rey, empuñó su maza, golpeando con ella a la gacela hasta hacerla caer desplomada. En

seguida descabalgó, degollándola y desollándola, y colgó del arzón, de la silla los despojos. Hacía bastante

calor, y aquel lugar era desierto, árido, y carecía de agua. El rey tenía sed y también el caballo. Y el rey se

volvió y vio un árbol del cual brotaba agua como manteca. El rey llevaba la mano cubierta con un guante

de piel; cogió el vasito del cuello del halcón, lo llenó de aquella agua, y lo colocó delante del ave, pero ésta

dio con la pata al vaso y lo volcó. El rey cogió el vaso por segunda vez, lo llenó, y como seguía creyendo

que el halcón tenía sed, se lo puso delante, pero el halcón le dio con la pata por segunda vez y lo volcó. Y el

rey se encolerizó, contra el halcón, y cogió por tercera vez el vaso, pero se la presentó al caballo, y el halcón

derribó el vaso con el ala. Entonces dijo el rey: ¡Alah te sepulte, oh la más nefasta de las aves de mal

agüero! No me has dejado beber, ni has bebido tú, ni has dejado que beba el caballo.” Y dio con su espada

al halcón y le cortó las alas. Entonces el halcón, irguiendo la cabeza; le dijo por señas. “Mira lo que hay en

el árbol.” Y el rey levantó los ojos y vio en el árbol una serpiente, y el líquido que corría era su veneno.

Entonces el rey se arrepintió de haberle cortado las alas al halcón. Después se levantó, montó a caballo, se

fue, llevándose la gacela, y llegó a su palacio. Le dio la gacela al cocinero, y le dijo: “Tómala y guísala.”

Luego se sentó en su trono, sin soltar al halcón. Pero el halcón, tras una especie de estertor, murió. El rey al

ver esto, prorrumpió en gritos de dolor y de amargura por haber matado al halcón que le había salvado de la

muerte.

¡Tal es la historia del rey Sindabad!”

Cuando el visir hubo oído el relato del rey Yunán, le dijo; “¡Oh gran rey lleno de dignidad! ¿que daño he

hecho yo cuyos funestos efectos hayas tú podido ver?. Obro así por compasión hacia tu persona. Y ya verás

como digo la verdad. Si me haces caso podrás salvarte, y si no, perecerás como pereció Un visir astuto que

engañó al hijo de un rey entre los reyes.

HISTORIA DEL PRÍNCIPE Y LA VAMPIRO

El rey de que se trata tenía un hijo aficionadísimo a la caza con galgos, y tenía también un visir. El rey

mandó al visir que acompañara a su hijo allá donde fuese. Un día entre los días, el hijo salió a cazar con

galgas, y con él salió el visir. Y ambos vieron un animal monstruoso. Y el visir dijo al hijo del rey: “¡Anda

contra esa fiera! ¡Persíguela!” Y el príncipe se puso a perseguir a la fiera, hasta que todos le perdieron de

vista. Y de pronto la fiera desapareció en el desierto. Y el príncipe permanecía perplejo, sin saber hacia

dónde ir, cuando vio en lo más alto del camino una joven esclava que estaba llorando. El príncipe le preguntó:

¿Quién eres?” Y ella respondió: “Soy la hija de un rey de reyes de la India. Iba con la caravana por

el desierto, sentí ganas de dormir, y me caí de la cabalgadura sin darme cuenta. Entonces me encontré sola

y abandonada.” A estas palabras, sintió lástima el príncipe y emprendió la marcha con la joven, llevándola

a la grupa de su mismo caballo. Al pasar frente a un bosquecillo, la esclava le dijo. “¡Oh señor, desearía

evacuar una necesidad!” Entonces el príncipe la desmontó junto al bosquecillo, y viendo que tardaba mucho,

marchó detrás de ella sin que la esclava pudiera enterarse. La esclava era una vampiro, y estaba diciendo

a sus hijos: “¡Hijos míos, os traigo un joven muy robusto!” Y ellos dijeron: “¡Tráenoslo, madre, para

que lo devoremos!” Cuando lo oyó el príncipe, ya no pudo dudar de su próxima muerte, y las carnes le

temblaban de terror mientras volvía al camino. Cuando salió la vampiro de su cubil, al ver al príncipe temblar

como un cobarde, le preguntó: “¿Por qué tienes miedo?” Y el dijo: “Hay un enemigo que me inspira

temor:” Y prosiguió la vampiro: “Me has dicho que eres un príncipe..” Y respondió él: “Así es la verdad.”

Y ella le dijo: “Entonces, ¿por qué no das algún dinero a tu enemigo para satisfacerle?” El príncipe replicó:

No se satisface con dinero. Sólo se contenta con el alma. Por eso tengo miedo, como víctima, de una injusticia.”

Y la vampira le dijo: “Si te persiguen, como afirmas, pide contra tu enemigo la ayuda: de Alah, y

Él te librará de sus maleficios y de los maleficios de aquellos de quienes tienes miedo.” Entonces el príncipe

levantó la cabeza al cielo y dijo: “¡Oh tú, que atiendes al oprimido que te implora, hazme triunfar de mi

enemigo, y aléjale de mí, pues tienes poder para cuanto deseas!” Cuando la vampiro oyó estas palabras, desapareció.

Y el príncipe pudo regresar al lado de su padre, y le dio cuenta del mal consejo del visir. Y el rey

mandó matar al visir.”

En seguida el visir del rey Yunán prosiguió de este modo:

¡Y tú, oh rey, si te fías de ese médico, cuenta que te matará con la peor de las muertes! Aunque le hayas

colmado de favores y le hayas hecho tu amigo, está preparando tu muerte. ¿Sabes por qué te curó de tu enfermedad

por el exterior de tu cuerpo, mediante una cosa que tuviste en la mano? ¿No crees que es sencillamente

para causar tu pérdida con una segunda cosa que te mandará también coger?” Entonces el rey Yunán, dijo:

“Dices la verdad. Hágase según tu opinión, ¡oh visir bien aconsejado! Porque es muy probable

que ese médico haya venido ocultamente como un espía para ser mi perdición. Si me ha curado con una cosa

que he tenido en la mano, muy bien podría perderme con otra que, por ejemplo, me diera a oler.” Y luego

el rey Yunán dijo a su visir: “¡Oh visir! ¿que debemos hacer con él?” Y el visir respondió: “Haya que

mandar inmediatamente que le traigan, y cuando se presente aquí degollarlo, y así te librarás de sus maleficios,

y quedarás desahogado y tranquilo. Hazle traición antes que él te la haga a ti.”. Y el rey Yunán dijo:

Verdad dices, ¡oh visir!” Después el rey mandó llamar al médico, que se presentó alegre, ignorando lo que

había resuelto el Clemente. El poeta lo dice en sus versos:

¡Oh tú, que temes los embates del Destino, tranquilízate! ¿No sabes que todo está en las manos de aquel

que ha formado la tierra?

¡Porque lo que está escrito, escrito está y no se borra nunca! ¡Y lo que no está escrito no hay por qué

temerlo!

¡Y tú, Señor! ¿Podré dejar pasar un día sin cantar tus- alabanzas? ¿Para quién reservaría, si no, el don

maravilloso de mi estilo rimado y mi lengua de poeta?,

¡Cada nuevo don que recibo de tus manos ¡oh Señor! es más hermoso que el precedente, y se anticipa a

mis deseos!

Por eso, ¿cómo no cantar tu gloria, toda tu gloria, y alabarte en mi alma y en público?

¡Pero he de confesar que nunca tendrán mis labios elocuencia bastante ni mi pecho fuerza suficiente para

cantar y para llevar los beneficios de que me has colmado!

¡Oh tú que dudas, confía tus asuntos a las manos de Alah, el único Sabio! ¡Y así que lo hagas, tu corazón

nada tendrá que temer por parte de los hombres!

¡Sabe también que nada se hace por tu voluntad, sino por la voluntad del Sabio de los Sabios!

¡No desesperes, pues, nunca, y olvida todas las tristezas y todas las zozobras! ¿No sabes que las zozobras

destruyen el corazón más firme y más fuerte?

¡Abandonáselo todo! ¡Nuestros proyectos no son mas que proyectos de esclavos impotentes ante el único

Ordenador! ¡Déjate llevar! ¡Así disfrutaras de una paz duradera!

Cuando se presento el médico Ruyán; el rey le dijo- “¿Sabes por qué te he hecho venir a mi presencia?”

Y el médico contestó: Nadie sabe lo desconocido, más que Alah el Altísimo.” Y el rey le dijo: “Te he mandado

llamar pata matarte y arrancarte el alma.” Y el médico Ruyán, al oír estas palabras, se sinlió asombrado,

con el más prodigioso asombro, y dijo: “¡Oh rey! ¿por qué me has de matar? ¿que falta he cometido?”

Y el rey contestó: “Dicen que eres un espía y que viniste para matarme. Por eso te voy a matar, antes de

que me mates.” Después el rey llamó al porta-alfanje y le dijo: “¡Corta la cabeza a ese traidor y líbranos de

sus maleficios!” Y el médico le dijo: “Consérvame la vida, y Alah te la conservará. No me mates, si no

Alah te matará también.”

Después retiró la súplica, como yo lo hice dirigiéndome a ti, ¡oh efrit! sin que me hicieras caso, pues, por

el contrario, persististe en desear mi muerte.

Y en seguida el rey Yunán dijo al médico: “No podré vivir confiado ni estar tranquilo como no te mate.

Porque si me has curado con una cosa que tuve en la mano, creo que me matarás con otra cosa que me des

a oler o de cualquier otro modo.” Y dijo el médico: “¡Oh rey! ¿esta es tu recompensa? ¿así devuelves mal

por bien?” Pero el rey insistió: “No hay más remedio que darte la muerte sin demora.” Y cuando el médico

se convenció de que el rey quería matarle sin remedio, lloró y se afligió al recordar los favores que había

hecho a quienes no los merecían. Ya lo dice el poeta:

¡La joven y loca Maimuna es verdaderamente bien pobre de espíritu! ¡Pero su padre, en cambio, es un

hombre de gran corazón y considerado entre los mejores!

¡Miradle, pues! ¡Nunca anda sin su farol en la mano, y así evita el lodo de los caminos, el polvo de las

carreteras y los resbalones peligro!

En seguida se adelantó el porta-alfanje, vendó los ojos al médico y, sacando la espada, dijo al rey: “Con

tu venia.” Pero el médico seguía llorando y suplicando al rey: “Consérvame la vida, y Alah te la conservará.

No me mates, o Aláh te matará a ti.” Y recitó estos versos de un poeta:

¡Mis consejos no tuvieron ningún éxito, mientras que los consejos de los ignorantes conseguían su propósito!

¡No recogí mas que desprecios!

¡Por esto, si logro vivir, me guardaré mucho de aconsejar! ¡Y si muero, mi ejemplo servirá a los demás

para que enmudezca su lengua.!


Y dijo después al rey: “¿Esta es tu recompensa? He aquí que me tratas como hizo un cocodrilo.” Entonces

preguntó el rey: “¿Qué historia es esa de un cocodrilo?”. Y el médico dijo: “¡Oh señor! No es posible

contarla en este estado. ¡Por Alah sobre ti! Consérvame la vida, y Alah te la conservará.” Y después comenzó

a derramar copiosas lágrimas. Entonces algunos de los favoritos del rey se levantaran y dijeron:

¡Oh rey! Concédenos la sangre de este médico, pues nunca le hemos visto obrar en contra tuya; al contrario,

le vimos librarte de aquella enfermedad que había resistido a los médicos y a los sabios.” El rey les

contestó. “Ignoráis la causa de que mate a este médico; si lo dejo con vida, mi perdición es segura, porque

si me curó de la enfermedad con una cosa que tuve en la mano, muy bien podría matarme dándome a oler

cualquier otra. Tengo mucho miedo de que me asesine para cobrar el precio de mi muerte, pues debe ser un

espía que ha venido a matarme. Su muerte es necesaria; sólo así podré perder mis temores.” Entonces el

médico imploró otra vez: “Consérvame la vida, para que Alah te conserve; y no me mates, para que no te

mate Alah.”

Pero ¡oh efrit! cuando el médico se convenció de que el rey le quería matar sin remedio, dijo: “¡Oh rey!

Si mi muerte es realmente necesaria, déjame ir a mi casa para despachar mis asuntos, encargar a mis parientes

y vecinos que cuiden de enterrarme, y sobre todo para regalar mis libros de medicina. A fe que tengo

un libro que es verdaderamente el extracto de los extractos y la rareza de las rarezas, que quiero legarte

como un obsequio para que lo conserves cuidadosamente en tu armario.” Entonces él rey preguntó al médico:

¿Qué libro es ése?” Y contestó el médico: “Contiene cosas inestimables; el menor de los secretos que

revela es el siguiente: Cuándo me corten la cabeza, abre el libro, cuenta tres hojas y vuélvelas; lee en seguida

tres renglones de la página de la izquierda, y entonces la cabeza cortada te hablará y contestará a todas

las preguntas que le dirijas.” Al oír estas palabras, el rey se asombró hasta el límite del asombro, y estremeciéndose

de alegría y de emoción, dijo: “¡Oh médico! ¿Hasta cortandote la cabeza hablarás?” Y el médico

respondió: “Sí, en verdad, ¡oh rey! Es, efectivamente, una cosa prodigiosa.” Entonces el rey le permitió

que saliera, aunque escoltado por guardianes, y el médico llegó a su casa, y despachó sus asuntos aquel día,

y al siguiente día también. Y el rey subió al diván, y acudieron los emires, los visires, los chambelanes, los

nawabs y todos los jefes del reino, y el diván parecía un jardín lleno de flores. Entonces entró el médico en

el diván y se colocó de pie ante el rey, con un libro muy viejo y una cajita de colirio llena de unos polvos.

Después se sentó y dijo: “Que me traigan una bandeja.” Le llevaran una bandeja, y vertió los polvos, y los

extendió por la superficie. Y dijo entonces: “¡Oh rey! coge ese libro, pero no lo abras antes de cortarme la

cabeza. Cuando la hayas cortado colócala en la bandeja y manda que la aprieten bien contra los polvos para

restañar la sangre. Después abrirás el libro.” Pero el rey, lleno de impaciencia, no le escuchaba ya; cogió el

libro y lo abrió, encontrando las hojas pegadas unas a otras. Entonces, metiendo su dedo en la boca, lo mojó

con su saliva y logró despegar la primera hoja. Lo mismo tuvo que hacer con la segunda y la tercera hoja, y

cada vez se abrían las hojas con más dificultad. De este modo abrió el rey seis hojas, y trató de leerías, pero

no pudo encontrar ninguna clase de escritura. Y el rey diio: “¡Oh médico, no hay nada escrito!” Y el médico

respondió: “Sigue volviendo más hojas del mismo modo.” Y el rey siguió volviendo más hojas. Pero

apenas habían pasado algunos instantes, circuló el veneno por el organismo del rey en el momento y en la

hora misma, pues el libro estaba envenenado. Y entonces sufrió el rey horribles convulsiones, y exclamó`

¡El veneno circula!” Y después el médico Ruyán comenzó a improvisar versos, diciendo:

¡Esos jueces! ¡Han juzgado, pero excediéndose en sus derechos y contra toda justicia! ¡Y sin embargo,

¡oh Señor! ¡La justicia existe!

¡A su vez fueron juzgados! ¡Si hubieran sido íntegros y buenas, se les habría perdonado! ¡Pero oprimieron,

y la suerte les ha oprimido y les ha abrumado con las peores tribulaciones!

¡Ahora son motivo de burla y de piedad para el transeúnte! ¡Esa es la ley! ¡Esto a cambio de aquello! ¡Y

el Destino se ha cumplido con toda lógica!

Cuándo Ruyán el médico acababa su recitado, cayó muerto el rey. Sabe ahora, ¡oh efrit! que si el rey Yunán

hubiera conservado al médico Ruyán, Alah a su vez le habría conservado. Pero al negarse; decidió su

propia muerte.

Y si tú; ¡oh efrit! hubieses querido conservarme, Alah te habría conservado.

En este momento de su narración, Scháhrazada vio aparecer la mañana; y se calló discretamente. Y su

hermana Doniazada le dijo: “¡Qué deliciosas son tus palabras!” Y Schabrazada contestó: “Nada es eso

comparado con lo que os contaré la noche próxima, si vivo todavía y el rey tiene a bien conservarme.” Y

pasaron aquella noche en la dicha completa y en la felicidad hasta por la mañana. Después el rey se dirigió

al diván. Y cuando termino el diván, volvió a su palacio y se reunió con los suyos.

Y CUANDO LLEGÓ LA SEXTA NOCHE

Schahrazada dijo:


He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando el pescador dijo al efrit: “Si me hubieras conservado,

yo te habría conservado, pero no has querido más que mi muerte, y te haré morir prisionero en este jarrón y

te arrojaré a ese mar”, entonces el efrit clamó y dijo:“¡Por Alah sobre ti! ¡oh pescador, no lo hagas! Y consérvame

generosamente, sin reconvenirme por mi acción, pues si yo fui criminal; tú debes ser benéfico, y

los proverbios conocidos dicen: “¡Oh tú que haces bien a quien mal hizo, perdona sin restricciones el crimen

del malhechor!” Y tú, ¡oh pescador! no hagas conmigo lo que hizo Umama con Atica.” El pescador

dijo: “¿Y que caso fue ese?” Y respondió el efrit: “No es ocasión para contarlo estando encarcelado. Cuando

tú me dejes salir, yo te contaré ese caso.” Pero el pescador dijo. “¡Oh, eso nunca! Es absolutamente necesario

que yo te eche al mar, sin que tengas medio de salir. Cuando yo supliqué y te imploraba, tú deseabas

mi muerte, sin que hubiera cometido ninguna falta contra ti, ni bajeza alguna, sino únicamente favorecerte,

sacándote de ese calabozo. He comprendido, por tu conducta conmigo, que eres de mala raza. Pero

has de saber, que voy a echarte al mar, y enteraré de lo ocurrido a todos los que intenten sacarte, y así te

arrojarán de nuevo, y entonces permanecerás en ese mar hasta el fin de los tiempos para disfrutar todos los

suplicios.”' El efrit le contestó: “Suéltame, que ha llegado el momento de contarte la historia. Además te

prometo no hacerte jamás ningún daño, y te seré muy útil en un asunto que te enriquecerá para siempre.”

Entonces el pescador se fijó bien en esta promesa de que, si libertaba al efrit, no sólo no le haría jamás ningún

daño, sino que le favorecería en un buen negocio. Y cuando se aseguró firmemente de su fe y de su

promesa, y le tomó juramento por el nombre de Alah Todopoderoso, el pescador abrió el jarrón. Entonces

el humo empezó a subir, hasta que salió completamente, y se convirtió en un efrit, cuyo rostro era espantosamente

horrible. El efrit dio un puntapié al jarrón y lo tiró al mar. Cuando el pescador vio que el jarrón iba

camino del mar, dio por segura su propia perdición, y dijo: “Verdaderamente, no es esto una buena señal.”

Después intentó tranquilizarse y dijo: “¡Oh efrit! Alah Todopoderoso ha dicho: “Hay que cumplir los juramentos,

porque se os exigirá cuenta de ellos. Y tú prometiste y juraste que no me harías traición. Y si me la

hicieses, Alah te castigará, porque es celoso, es paciente y no olvida. Y yo te digo lo que el médico Ruyán

al rey Yunán: Consérvame, y Alah te conservará.” Al oír estas palabras, el efrit rompió a reír, y echando a

andar delante de él, dijo: “¡Oh pescador, sígueme!” Y el pescador echó a andar detrás de él, aunque sin mucha

confianza en su salvación. Y así salieron completamente de la ciudad, y se perdieron de vista, y subieron

a una montaña, y bajaron a una vasta llanura, en medio de la cual había un lago. Entonces el efrit se

detuvo, y mandó al pescador que echara la red y pescase. Y el pescador miró a través del agua, y vio peces

blancos y peces rojos, azules y amarillos. Al verlos se maravilló el pescador; después echó su red, y cuando

la hubo sacado encontró en ella cuatro peces, cada uno de color distinto. Y se alegró mucho, y el efrit le

dijo: “Ve con esos peces al palacio del sultán, ofréceselos y te dará con que enriquecerte. Y, mientras tanto,

¡por Alah! discúlpame mis rudezas, pues olvidé los buenos modales con mi larga estancia en el fondo del

mar, adonde me he pasado mil ochocientos años sin ver el mundo ni la superficie de la tierra. En cuanto a

ti, vendrás todos los días a pescar a este sitio, pero nada más que una vez. Y ahora, que Alalh te guarde con

su protección.” Y el efrit golpeó con sus dos pies en tierra, y la tierra se abrió y le trago.

Entonces el pescador volvió a la ciudad, muy maravillado de lo que le había ocurrido con el efrit. Después

cogió los peces y los llevó a su casa, y en seguida, cogiendo una olla de barro, la llenó de agua y colocó

en ella los peces, que comenzaron a nadar en el agua contenida en la olla. Después se puso esta olla en la

cabeza y se encaminó al palacio del rey, según el efrit le había encargado. Guando el pescador se presentó

al rey y le ofreció los peces, el rey se asombró hasta el límite del asombro al ver aquellos peces que le ofrecía

el pescador, porque nunca los había visto en su vida, ni de aquella especie ni de aquella calidad, y dispuso:

Que entreguen esos peces a nuestra cocinera negra.” Porque esta esclava se la había regalado, hacía

tres días solamente, el rey de los Rum, y aún no había tenido ocasión de lucirse en su arte de la cocina. Así

es que el visir le mandó que friera los peces, y le dijo: “¡Oh buena negra! Me encarga el rey que te oiga: Si

te guardo como un tesoro, ¡oh gota de mis ojos! es porque te reservo para el día del ataque. De modo que

demuéstranos hoy tu arte de cocinera y lo bueno de tus platas.” Dicho esto, volvió el visir después de hacer

sus encargos, y el rey le ordenó que diera al pescador cuatrocientos dinares. Habiéndoselos dado el visir,

los guardó, el pescador en una halada de su túnica, y volvió a su casa, cerca de su esposa, lleno de alegría y

de expansión. Después compró a sus hijos todo lo que podían necesitar. Y hasta aquí es lo que le ocurrió al

pescador.

En cuanto a la negra, cogió los peces, los limpió y los puso en la sartén. Después dejó que se frieran bien

por un lado y los volvió en seguida del otro. Pero entonces, súbitamente, se abrió la pared de la cocina, y

por allí se filtró en la cocina una joven de esbelto talle, mejillas redondas y tersas, párpados pintadas con

kohl negro, rostro gentil. y cuerpo graciosamente inclinado. Llevaba en la cabeza un velo, de seda azul,

pendientes en las orejas, brazaletes en las muñecas, y en los dedos sortijas con piedras preciosas. Tenía en

la mano una varita de bambú. Se acercó, y metiendo la varita en la sartén, dijo: “¡Oh peces! ¿seguís sosteniendo

vuestra promesa?” Al ver aquello, la esclava se desmayó, y la joven repitió su pregunta por segunda

y tercera vez. Entonces todos los peces levantaron la cabeza desde el fondo de la sartén, y dijeron: “¡Oh,

sí!... ¡Oh, sí!...” Y entonaron a coro la siguiente estrofa:


¡Si tú vuelves sobre tus pasos, nosotros te imitaremos! ¡Si tú cumples tu promesa, nosotros cumpliremos

la nuestra! ¡Pero si quisieras escaparte, no hemos de cejar hasta que te declares vencida!

Al oír estas palabras, la joven derribó la sartén y salió por el mismo sitio por donde había entrado, y el

muro de la cocina se cerró de nuevo.

Cuando la esclava volvió de su desmayo, vio que se habían quemado los cuatro peces y estaban negras

como el carbón. Y comenzó a decir: “¡Pobres pescados! ¡pobres pescados!”, Y mientras seguía lamentándose,

he aquí que se presentó el visir, asomándose por detrás de su cabeza, y le dijo: “Llévale los pescados

al sultán.” Y la esclava se echó a llorar, y le contó al visir la historia de lo que había ocurrido, y el visir

se quedó muy maravillado, y dijo: “Eso es verdaderamente una historia muy rara.” Y mandó buscar al pescador,

y en cuanto se presentó el pescador, le, dijo: “Es absolutamente indispensable que vuelvas con cuatro

peces como los que trajiste la primera vez.” Y el pescador se dirigió hacia el lago, echó su red y la sacó

conteniendo cuatro peces, que cogió y llevó al visir. Y el visir fue a entregárselos a la negra, y le dijo:

¡Levántate! ¡Vas a freírlos en mi presencia, para que yo vea que asunto es este!” Y la negra se levantó,

preparó los peces, y los puso al fuego en la sartén. Y apenas habían pasado unos minutos, hete aquí que se

hendió la pared, y apareció la joven, vestida siempre con las mismas vestiduras y llevando siempre la varita

en la mano. Metió la varita en la sartén, y dijo: “¡Oh peces! ¡oh peces! ¿seguís cumpliendo vuestra antigua

promesa?” Y los peces levantaron la cabeza, y cantaron a coro esta estancia:

¡Si tú. vuelves sobre tus pasos, nosotros te imitaremos! ¡Si tú cumples tu juramento, nosotros cumpliremos

el nuestro! ¡Pero si reniegas de tus compromisos, gritaremos de tal modo que nos resarciremos!

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA SÉPTIMA NOCHE

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando los peces empezaron a hablar, la joven volcó la sartén

con la varita, y salió por donde había entrado, cerrándose la pared de nuevo. Entonces el visir se levantó y

dijo: “Es esta una casa que verdaderamente no podría ocultar al rey.” Después marchó en busca del rey y le

refirió lo que había pasado en su presencia. Y el rey, dijo: “Tengo que ver eso con mis propios ojos.” Y

mandó llamar al pescador y le ordenó que volviera con cuatro peces iguales a los primeros, para lo cual le

dio tres días de plazo. Pero el pescador marchó en seguida al lago, y trajo inmediatamente los cuatro peces.

Entonces el rey dispuso que le dieron cuatrocientos dinares, y volviéndose hacia el visir, le dijo: “Prepara tú

mismo delante de mí esos pescados.” Y él visir contestó: “Escucho y obedezco.” Y entonces mandó llevar

la sartén delante del rey, y se puso a freír los peces, después de haberlos limpiado bien, y en cuánto estuvieron

fritos por un lado, las volvió del otro. Y de pronto se abrió la pared de la cocina y salió un negro semejante

a un búfalo entre los búfalos, o a un gigante de la tribu de Had, y llevaba en la mano una rama verde,

y dijo con voz clara y terrible: “¡Oh peces! ¡oh peces ¿Seguís sosteniendo vuestra antigua promesa?” Y los

peces levantaron la cabeza desde el fondo de la sartén, y dijeron “Cierto que sí, cierto que sí.” Y declamaron

a coro estos versos:

¡Si tú vuelves hacia atrás, nosotros volveremos! ¡Si tú cumples tu promesa, nosotros cumpliremos la

nuestra! ¡Pero si te resistes, gritaremos tanto que acabarás por ceder!

Después el negro se acercó a la sartén, la volcó con la rama, y los peces se abrasaron, convirtiéndose en

carbón. El negro se fue entonces por el mismo sitio por donde había entrado. Y cuando hubo desaparecido

de la vista de todos, dijo el rey: “Es este un asunto sobre el cual, verdaderamente, no podríamos guardar

silencio. Ademas, no hay duda que estos peces deben tener una historia muy extraña.” Y entonces mandó

llamar al pescador, y cuando se presentó el pescador, le dijo: ¿De dónde proceden estos peces?” El pescador

contestó: “De un estanque situado entre cuatro colinas, detrás de la montaña que domina tu ciudad.” Y

el rey, volviéndose hacia el pescador, le dijo: “¿Cuántos días se tarda en llevar a ese sitio?” Y dijo el pescador:

¡Oh sultán, señor nuestro! Basta con media hora.” El sultán quedó sorprendidísimo, y mandó a sus

soldados que marchasen inmediatamente con el pescador. Y el pescador iba muy contrariado, maldiciendo

en secreto al efrit. Y el rey y todos partieron y. subieron a una montaña, y bajaron hasta una vasta llanura

que en su vida habían visto anteriormente. Y el sultán y los soldados se asombraron de esta extensión desierta,

situada entre cuatro montañas, y de aquel estanque en que jugaban peces, de cuatro colores rojos,

blancos, azules y amarillos. Y el rey se detuvo y preguntó a los soldados y a cuantos estaban presentes:

¿Hay alguno de vosotros que haya visto anteriormente ese lago en este lugar?” Y todos respondieron:


¡Oh, no!” Y el rey dijo: “¡Por Alah! No volveré jamás a mi capital ni me sentaré en el trono de mi reino

sin averiguar la verdad sobre este lago y los peces que encierra.” Y mandó a los soldados que cercaran las

montañas, y los soldados así lo hicieron. Entonces el rey llamó a su visir. Porque este visir era hombre sabio,

elocuente, versado en todas las ciencias. Cuando se presentó entre las manos del rey, éste le dijo:

Tengo intención de hacer una cosa, y voy a enterarte de ella. Deseo aislarme completamente esta noche y

marchar yo solo a descubrir el misterio de este lago y sus peces. Por consiguiente, te quedarás a la puerta de

mi tienda, y dirás á los emires, visires y chambelanes: “El sultán está indispuesto y me ha mandado que no

deje pasar a nadie. Y a ninguno revelarás mi intención.” De este modo el visir no podía desobedecer. Entonces

el rey se disfrazó, y ciñéndose su espada, se escabulló de entre su gente sin que nadie lo viese. Y

estuvo andando toda la noche sin detenerse hasta la mañana, en que el calor, demasiado excesivo, le obligó

a descansar. Después anduvo durante todo el resto del día y durante la segunda noche hasta la mañana siguiente.

Y he aquí que vio a lo lejos una cosa negra, y se alegró de ello y dijo: “Es probable que encuentre

allí a alguien que me contará la historia del lago y sus peces.” Y al acercarse a esta cosa negra vio que

aquello era un palacio enteramente construido con piedras negras, reforzado con grandes chapas de hierro,

y que una de las hojas de la puerta estaba abierta y la otra cerrada. Entonces se alegro mucho, y parándose

ante la puerta, llamó suavemente; pero como no le contestasen, llamó por segunda vez y por tercera vez.

Después, y como seguían sin contestar, llamó una cuarta vez, pero con gran violencia, y nadie contestó

tampoco. Entonces se dijo: “No hay duda; este palacio está desierto.” Y en seguida, tomando ánimos, penetró

por la puerta del palacio y llegó a un pasillo, y allí dijo en alta voz: ¡Ah del palacio! Soy un extranjero,

un caminante que pide provisiones para continuar su viaje.” Después reiteró su demanda por segunda y

tercera vez, y como no le contestasen, afirmó su corazón y fortificó su alma, y siguió por aquel corredor

hasta el centro del palacio. Y no encontró a nadie. Pero vio que todo el palacio estaba suntuosamente revestido

de tapices y que en el centro de un patio interior había un estanque Coronado por cuatro leones de

oro rojo, de cuyas fauces brotaba un chorro de agua que semejaba de perlas y pedrería. En torno veíanse

numerosos pájaros, pero no podían volar fuera del palacio, por impedírselo una gran red tendida por encima

de todo. Y el rey se maravilló al ver aquellas cosas, aunque afligiéndose por no encontrar a alguien que le

pudiese revelar el enigma del lago, de los peces, de las montañas, y del palacio. Después se sentó entre dos

puertas, y meditó profundamente. Pero de pronto oyó una queja muy débil que parecía brotar de un corazón

dolorido, y oyó una voz dulce que cantaba quedamente estos versos:

¡Mis sufrimientos ¡ay! no he podido ocultarlos, y mi mal de amores fue revelado!... ¡Y ahora el sueño se

aparta de mis ojos para convertirse en insomnio constante!

¡Oh amor! ¡Viniste al oír mi voz, pero cuánta tortura dejaste en mis pensamientos!

¡Ten piedad de mí! ¡Déjame gustar del reposo! ¡Y sobre todo, no vayas a visitar a Aquella que es toda

mi alma, para hacerla padecer! ¡Porque Ella es mi consuelo en las penas y peligros!

Cuando el rey oyó estas quejas amargas se levantó y se dirigió hacia el lugar de donde procedían. Llegó

hasta una puerta cubierta por un tapiz. Levantó el tapiz, y en un gran salón vio un joven que estaba reclinado

en un gran lecho. Este joven era muy hermoso, su frente parecía una flor, sus mejillas igual que la rosa,

y en medio de una de ellas tenía un lunar como un gota de ámbar negro. Ya lo dijo el poeta:

¡El joven es esbelto y gentil! ¡Sus cabellos de tinieblas son tan negros que forman la noche! ¡Su frente es

tan blanca que ilumina la noche! ¡Nunca los ojos de los hombres presenciaron una fiesta como el espectáculo

de sus gracias!

¡Le conocerás entre todos los jóvenes por el lunar que tiene en la rosa de su mejilla, precisamente debajo

de uno de sus ojos!

Al verle, el rey, muy complacido, le dijo: “¡La paz sea contigo!” Y el joven siguió echado en la cama,

vistiendo un traje de seda bordado de oro. Con un acento de tristeza que parecía extenderse por toda su persona,

devolvió el saludo al rey y dijo: “¡Oh señor! ¡Perdona que no me pueda levantar!” Pero el rey contestó:

¡Oh joven! Entérame de la historia de ese lago y de sus peces de colores, así como del misterio de

este palacio y de la cansa de tu soledad y de tus lágrimas,” Al oírlo, el joven derramó nuevas lágrimas, que

corrían a lo largo de sus mejillas, y el rey se asombró y le dijo: “¡Oh joven! ¿Qué es lo que te hace llorar?”

Y el joven respondió: “¿Cómo no he de llorar, si me veo en este estado?” Y el joven, alargando las manos

hacia el borde de su túnica, la levantó. Y entonces el rey vio que toda la mitad inferior del joven era de

mármol, y la otra mitad, desde el ombligo hasta el cabello de la cabeza, era de un hombre. Y el joven dijo

al rey: “Sabe, ¡oh señor! que la historia de los peces es una cosa tan extraordínaria, que si se escribiera con

una aguja en el ángulo interior del ojo, a fin de que todo el mundo la viera, sería una gran lección para el

observador cuidadoso:”

Y el joven contó la historia que sigue:


HISTORIA DEL JOVEN ENCANTADO Y DE LOS PECES

Sabe, ¡oh señor! que mi padre era rey de esta ciudad. Se llamaba Mahmud, y era rey de las Islas Negras

y de estas cuatro montañas. Mi padre reinó sesenta años, y después se extinguió en la misericordia del Retribuidor.

Después de su muerte, fui yo sultán y me casé con la hija de mi tío. Me quería con amor tan poderoso,

que si por casualidad tenía que separarme de ella, no comía ni bebía hasta mi regreso. Y así siguió

bajo mi protección durante cinco años, hasta que fue un día al hammam, después de haber mandado al cocinero

que preparase los manjares para nuestra cena. Entré en el palacio, y reclinándome en el lugar de

costumbre, mandé a dos esclavas que me hicieran aire con los abanicos. Una se puso a mi cabeza y otra a

mis pies. Pero pensando en la ausencia de mi esposa, se apoderó de mí el insomnio, y no pude conciliar el

sueño, porque ¡si mis ojos se cerraban, mi alma permanecía en vela! Oí entonces a la esclava que estaba

detrás de mi cabeza hablar de este modo a la que estaba a mis, pies: “¡Oh Masauda! ¡Qué desventurada juventud

la de nuestro dueño! ¡Qué tristeza para él tener una esposa como nuestra ama, tan pérfida y tan criminal!”

Y la otra respondió: “¡Maldiga Alah a las mujeres adúlteras! Porque esa infame nunca podrá tener

un hombre mejor que nuestro dueño, y sin embargo le es infiel.” Y la primera esclava dijo: “Nuestro dueño

debe de ser muy impasible cuando no hace caso de las acciones de esa mujer.” Y repuso la otra: “¿Pero qué

dices? ¿Puede sospechar siquiera nuestro amo lo que hace ella? ¿Crees que la dejaría en libertad de obrar

así? Has de saber que esa pérfida pone siempre algo en la copa en que bebe nuestro amo todas las noches

antes de acotarse. Le echa banj y le hace dormir con eso. En tal estado, no puede saber lo que ocurre, ni

adonde va ella, ni lo que hace. Entonces, después de darle de beber el banj, se viste y se va, dejándole solo,

y no vuelve hasta el amanecer. Cuando regresa, le quema una cosa debajo de la nariz para que la huela, y

así despierta nuestro amo de su sueño.”

En el momento que oí, ¡oh señor! lo que decían las esclavas, se cambió en tinieblas la luz de mis ojo. Y

deseaba ardientemente que viniera la noche para encontrarme de nuevo con la hija de mi tío. Por fin volvió

del hammam. Y entonces se puso la mesa, y estuvimos comiendo durante una hora, dándonos, mutuamente

de beber, como de costumbre. Después pedí el vino que solía beber todas las noches antes de acostarme, y

ella me acercó la copa. Pero yo me guardé muy bien de beber, y fingí que la llevaba á los labios, como de

costumbre, pero la derramé rápidamente por la abertura de mi túnica, y en la misma hora y en el mismo

instante me eché en la cama, haciéndome el dormido. Y ella dijo entonces: “¡Duerme! ¡Y así no te despiertes

nunca más! ¡Por A!ah, te detesto! Y detesto hasta tu imagen, y mi alma está harta de tu trato.” Despues

se levantó, se puso su mejor vestido, se perfumó, se ciñó una espada, y abriendo la puerta del palacio

se marchó. En seguida me levanté yo también, y la fui siguiendo hasta que hubo salido del palacio. Y atravesó

todos los zoco, y llegó por fin hasta las puertas de la ciudad, que estaban cerradas. Entonces habló a

las puertas en un lenguaje que no entendí, y los cerrojos cayeron y las puertas se abrieron, y ella salió. Y yo

eché a andar detrás de ella, sin que lo notase, hasta que llegó a unas colinas formadas por los amontonamientos

de escombros, y a una torre coronada por una cúpula y construida de ladrillos. Ella entró por la

puerta, y yo me subí a lo alto de la cúpula, donde había una terraza y desde allí me puse a vigilarla, Y he

aquí que ella entró en la habitación de un negro muy negro. Este negro era horrible, tenía el labio superior

como la tapadera de una marmita, y el inferior como la marmita misrna, ambos tan colgantes, que podían

escoger lo guijarros entre la arena. Estaba podrido de enfermedades y tendido sobre un montón de cañas de

azúcar. Al verle, la hija de mi tío besó la tierra entre sus manos, y él levantó la cabeza hacia ella y le dijo:

¡Desdichada de ti! ¿Cómo has tardado tanto? He convidado a los negros, que se han bebido el vino. Y yo

no he querido beber por causa tuya.” Ella contestó: “¡Oh dueño mío, querido de mi corazón!¿no sabes que

estoy casada con el hijo de mi tío, que detesto hasta su imagen y que me horroriza estar con él? Si no fuese

por el temor de hacerte daño, hace tiempo que habría derruido toda la ciudad, en la que sólo se oiría la voz

de la corneja y el mochuelo, y además habría transportado las ruinas al otro lado del Cáucaso.” Y contestó

el negro: “¡Mientes infame! Juró por el honor y por las cualidades de los negros, “y por nuestra infinita superioridad

sobre los. blancos, que como vuelvas a retrasarte otra vez, a partir de este día, repudiaré tu trato.

¡Oh pérfida traidora! ¡Qué basural ¡Eres la más despreciable de las mujeres blancas!”

Así narraba el príncipe dirigiéndose al rey. Y prosiguió de este modo

Cuando oí toda aquella conversación y lo vi todo con mis propios ojos, el mundo se convirtió en tinieblas

para mí y no supe ni dónde estaba. En seguida la hila de mi tío rompio a llorar y a lamentarse humildemente

entre las manos del negro, y le decía: “¡Oh amante mío, orgullo de mi corazón! ¡No tengo a nadie

más que ti! ¡Si me despidieses me moriría! ¡Oh amor mío! ¡Luz de mis ojos!” Y no cesó en su llanto ni en

sus súplicas hasta que la hubo perdonado. Y dijo después: “Amo mío, ¿tienes con qué alimentar a tu esclava?”

Y contestó el negro: “Levanta la tapadera de la cacerola, allí encontrarás un guisado de huesos de ratones,

que ha de satisfacerte. En ese jarro que ves ahí hay buza y la puedes beber.” Y ella comió y bebió y

fue a lavarse las manos. Despues se acostó sobre el montón de cañas, y se acurrucó contra el negro, cubriéndose

con unos harapos infectos.



Al ver todas estas cosas que hacía la hija de mi tío, no pude contenerme más, y bajando de la cúpula y

precipitándome en la habitación, cogí la espada que llevaba la hija de mi tío, resuelto a matar a ambos. Y

comencé por herir primeramente al negro, dándole un tajo en el cuello, y creí que había perecido.”

En este momento de su narración, Schahrazada vio aproximarse la mañana, y se calló discretamente. Y

cuando lució la mañana, Schahriar entró en la sala de justicia, y el diván estuvo lleno hasta el fin del día.

Después el rey volvió a palacio, y Doniazada dijo a su hermana: “Te ruego que prosigas tu relato.” Y ella

respondió: “De todo corazón, y como homenaje debido.”

Y CUANDO LLEGÓ LA OCTAVA NOCHE

Schahrázada dijo:

He llegado a saber. ¡oh rey afortunado! que el joven encantado dijo al rey:

Al herir al negro para cortarle la cabeza, corté efectivamente su piel y su carne, y creí que lo había matado,

porque lanzó un estertor horrible. Y a partir de este momento, nada sé sobre lo que ocurrió. Pero al

día siguiente vi que la hija de mi tío se había cortado el pelo y se había vestido de luto. Después me dijo:

¡Oh hijo de mi tío! No censures lo que hago, porque acabo de saber que se ha muerto mi madre, que a mi

padre lo han matado en la guerra santa, que uno de mis hermanos ha fallecido de picadura de escorpión y

que el otro ha quedado enterrado bajo las ruinas de un edificio; de modo que tengo motivos para llorar y

afligirme.” Fingiendo que la creía, le dije: “Haz lo que creas conveniente; pues no he de prohibírtelo.” Y

permaneció encerrada con su luto, sus lágrimas y sus accesos de dolor durante todo un año, desde su comienzo

hasta el otro comienzo. Y transcurrido el año, me dijo: “Deseo construir para mí una tumba en este

palacio; allí podré aislarme con mi soledad y mis lágrimas, y la llamaré la Casa de los Duelos.” Yo le dije:

Haz lo que tengas por conveniente.” Y se mandó construir esta Casa de los Duelos, coronada por una cúpula,

y conteniendo un subterráneo como una tumba. Después transportó allí al negro, que no había muerto,

pues sólo había quedado muy enfermo y muy débil, aunque en realidad ya no le podía servir de nada a la

hija de mi tío. Pero esto no le impedía estar bebiendo a todas horas vino y buza. Y desde el día en que le

herí no podía hablar y seguía viviendo, pues no le había llegado todavía su hora. Ella iba a verle todos los

días, entrando en la cúpula, y sentía a su lado accesos de llanto y de locura, y le daba bebidas y condimientos.

Así hizo, por la mañana y por la noche, durante todo otro año. Yo tuve paciencia durante este

tiempo; pero un día, entrando de improviso en su habitación, la oí llorar y arañarse la cara, y decir amargamente

estos versos:

¡Partiste! ¡oh muy amado mío! y he abandonado a los hombres y vivo en la soledad, porque mi corazón

no puede amar nada desde que partiste, ¡oh muy amado mío!

'¡Si vuelves a pasar cerca de tu muy amada, recoge por favor sus despojos mortales, en recuerdo de su

vida terrena, y dales el reposo de la turrba donde tú quieras, pero cerca, de ti, si vuelves a pasar cerca de

tu muy amada!

¡Que tu voz se acuerde de mi nombre de otro tiempo, para hablarme en la tumba! ¡Oh, pero en mi tumba.

sólo oirás el triste sonido de mis huesos al chocar unos con otros!

Cuando hubo terminado su lamentación, desenvainé la espada, y le dije: “¡Oh traidora! sólo hablan así

las infames que reniegan de sus amores y pisotean el cariño.” Y levantando el brazo, me disponía a herirla,

cuando ella, descubriendo entonces que había sido yo quien hirió al negro, se puso de pie, pronunció unas

palabras misteriosas, y dijo: “Por la virtud, de mi magia, que Alah te convierta mitad piedra y mitad hombre.”

E inmediatarnente, señor, quedé como me ves. Y ya no pude valerme ni hacer un movimiento, de

suerte que no estoy ni muerto ni vivo. Después de ponerme en tal estado, encantó las cuatro islas de mi reino,

convirtiéndolas en montañas, con ese lago en medio de ellas, y a mis súbditos los transformó en peces.

Pero hay más. Todos los días me tortura azotándome con una correa, dándome cien latigazos, hasta que me

hace sangrar. Y después me pone sobre las carnes una camisa de crin, cubriéndola con la ropa.”

El joven se echó entonces a llorar y recitó estos versos:

¡Aguardando tu sentencia y tu iusticia, ¡oh mi Señor!, sufro pacientemente, pues tal es tu voluntad!

¡Pero me ahogan mis desgracias! Y sólo puedo recurrir a ti, ¡oh Señor! ¡oh Alah, adorado por nuestro

bendito Profeta!

El rey dijo entonces, al joven:. “Has añadido una pena a mis penas; Pero dime: ¿dónde está esa mujer?”

Y respondió el mancebo: “En la tumba, donde está su negro, debajo de la cúpula. Todos los días viene a

ésta habitación, me desnuda, y me da cien latigazos, y yo lloro y grito, sin poder hacer un movimiento para

defenderme. Después de martirizarme, se va junto al negro, llevándole vinos y licores hervidos.”. Entonces



exclamó el rey: “¡Oh excelente joven! ¡Por Alah! voy a hacerte un favor tan memorable, que después de mi

muerte pasará al dominio de la Historia.” Y ya no añadió más, y siguió la conversación hasta que se acercó

la noche. Después se levantó el rey y aguardó que llegase la hora nocturna de las brujas. Entonces se desnudó,

volvió a ceñirse la espada, y se fue hacia el sitio donde se encontraba el negro. Había allí velas y farolillos

colgados, y también perfumes, incienso y distintas pomadas. Se fue derechamente al negro, le hirió,

le atravesó, y le hizo vomitar el alma. En seguida se lo echó a hombros, y lo arrojó al fondo de un pozo que

había en el jardín. Después volvió a la cúpula, se vistió con las ropas del negro, y se paseó durante un instante

a todo lo largo. del subterráneo, tremolando en su mano la espada completamente desnuda.

Transcurrida una hora, la desvergonzada bruja llegó a la habitación del joven. Apenas hubo entrado, desnudó

al hijo de su tío, cogió el látigo y empezó a pegarle. Entonces él gritaba: “¡No me hagas sufrir más!

¡Bastante terrible es mi desgracia! ¡Ten piedad de mí!” Ella respondió: “¿La tuviste de mí? ¿Respetaste a

mi amante? Así, pues, ¡toma, toma!” Después, le puso la túnica de crin, colocándole la otra ropa por encima,

e inmediatamente marchó al aposento del negro, llevándole la copa, de vino y la taza de plantas hervidas.

Y al entrar debajo de la cúpula, se puso a llorar e imploró: “¡Oh dueño mío, háblame, hazme oír tu

voz!” Y recitó dolorosamente estos versos:

¡Oh corazón mío! ¿ha de durar mucho esta separación tan angustiosa? ¡El amor con que me traspasaste

es un tormento que supera mis fuerzas! ¿Hasta cuándo seguirás huyendo de mí? ¡Si sólo querías mí dolor

y mi amargura, ya serás feliz, pues bien se han cumplido tus deseos!

Después rompió en sollozos y volvió a implorar: “¡Oh dueño mío! Háblame, que yo te oiga.” Entonces

el supuesto negro torció la lengua y empezó a imitar el habla de los negros: “¡No hay fuerza ni poder sin la

ayuda de Alah!” La bruja, al oír hablar al negro después de tanto tiempo, dio un grito de júbilo y cayó desvanecida,

pero pronto volvió en sí, y dijo: “¿Es que mi dueño esta curado?” Entonces el rey, fingiendo la

voz y haciéndola muy débil, dijo: “¡Oh miserable libertina! No mereces que te hable.” Y ella dijo: “¿Pero

por qué?” Y él contestó: “Porque siempre estás castigando a tu marido, y él da voces, y esto me quita el

sueño toda la noche hasta la mañana. De otro modo ya habría yo recobrado las fuerzas. Eso precisamente

me impide contestarte.” Y ella dijo. “Pues ya que tú me lo mandas, lo libraré del estado en que se encuentra.”

Y él contestó: “Sí, líbralo y recobraremos la tranquilidad.” Y dijo la bruja: “Escucho y obedezco.”

Después salió de la cúpula, marchó al palacio, cogió una taza de cobre llena de agua, pronunció unas palabras

mágicas, y el agua empezó a hervir como hierve en la marmita. Entonces echó un poco de esta agua al

joven, y dijo, ¡Por la fuerza de mi conjuro, te mando que salgas de esa forma y recuperes la primitiva!” Y el

joven se sacudió todo él, se puso de pie, y exclamó muy dichoso al verse libre: “¡No hay más Dios que

Alah, y Mohamed es el Profeta de Alah! ¡Sean con El la bendición y la paz de Alah!” Y ella dijo: “¡Vete, y

no vuelvas por aquí, porque te matare!” Y se lo gritó en la cara. Entonces el joven se fue de entre sus manos.

Y he aquí todo lo referente a él.

En cuanto a la bruja, volvió en seguida a la cúpula, descendió al subterráneo, y dijo: “¡Oh dueño mío! levántate,

que te vea yo.” Y el rey contestó muy débilmente: “Aún no has hecho nada. Queda otra cosa para

que recobre la tranquilidad. No has suprimido la causa principal de mis males.” Y ella dijo: ¡Oh amado

mío! ¿cuál es esa causa principal?” Y el rey contestó: “Esos peces del lago, los habitantes de la antigua ciudad

y de las cuatro islas, no dejan de sacar la cabeza del agua, a media noche, para lanzar imprecaciones

contra ti y contra mí. Y este es el motivo de que no recobre yo las fuerzas. Libértalos, pues. Entonces podrás

venir a darme la mano y ayudarme a levantar, porque seguramente habré vuelto a la salud.”

Cuando la bruja oyó estas-palabras, que creía del negro, exclamó muy alegre: “¡Oh dueño mío! pongo tu

voluntad sobre mi cabeza y sobre mis ojos.” E invocando el nombre de Bismillah, se levantó muy dichosa,

echó a correr, llegó al lago, cogió un poco de agua, y...

En este momento de' su narración Schahrazada vio aparecer la mañana, y se calló discretamente.

PERO CUANDO LLEGÓ LA NOVENA NOCHE

Ella dijo:

He llegado a saber, ¡oh rey afortunado! que cuando la bruja cogió un poco de agua y pronunció unas palabras

misteriosas, los peces empezaron a agitarse, irguiendo la cabeza, y acabaron por convertirse en hijos

de Adán, y en la hora y en el instante se desató la magia que sujetaba a los habitantes de la ciudad. Y la

ciudad se convirtió en una población floreciente, con magníficos zocos bien construidos, y cada habitante

se puso a ejercer su oficio, Y las montañas volvieron a ser islas como en otro tiempo. Y hete aquí todo lo

que hubo respecto a esto. Por lo que se refiere a la bruja, ésta volvió junto al rey, y como le seguía tomando

por el negro, le dijo: ¡Oh querido mío! Dame tu mano generosa para besarla.” Y el rey le respondió en voz


baja: “Acércate más a mí.” Y ella se aproximó. Y el rey cogió de pronto su buena espada, y le atravesó el

pecho con tal fuerza, que la punta le salió par la espalda. Después, dando un tajo, la partió en dos mitades.

Hecho esto salió en busca del joven encantado, que le esperaba de pie. Entonces le felicitó por su desencantamiento,

y el joven le besó la mano y le dio efusivamente las gracias. Y le dijo el rey: “¿Quieres marchar

a tu ciudad, o acompañarme a la mía? Y el joven contestó: “¡Oh rey de los tiempos! ¿sabes cuánta

distancia hay de aquí a tu ciudad?” Y dijo el rey: “Dos días medio.” Entonces le dijo el joven: ¡Oh rey! si

estás durmiendo, despierta. Para ir a tu capital emplearás, con la voluntad de Alah, todo un año. Si llegaste

aquí en dos días y medio, fue porque esta población estaba encantada. Y cuenta, ¡oh rey! que no he de

apartarme de ti ni siquiera el instante que dura un parpadeo.” El rey se alegró al oírlo, Y dijo: `Bendigamos

a Alah, que ha dispuesto te encontrase en mi camino. Desde hoy serás mi hijo, ya que Alah no me los ha

querido dar hasta ahora.” Y se echaron uno en brazos del otro, y se alegraron hasta el límite de la alegría.

Dirigiéronse entonces al palacio del rey que había estado encantado. Y el joven anunció a los notables de

su reino que iba a partir para la santa peregrinación a la Meca. Y hechos los preparativos necesarios, partieron

él y el rey, cuyo corazón anhelaba el regreso a su país, del que esaba ausente hacía un año. Marcharon,

pues, llevando cincuenta mamalik cargados de regalos. Y no dejaron de viajar día y noche durante un año

entero, hasta que avistaron la ciudad. El visir salió con los soldados al encuentro del rey, muy satisfecho de

su regreso, pues había llegado a temer no verle más. Y los soldados se acercaron, y besaron la tierra entre

sus manos, y le desearon la bienvenida. Y entró en el palacio y se sentó en su trono. Después llamó al visir

y le puso al corriente de cuanto le había ocurrido. Cuando el visir supo la historia del joven, le dio la enhorabuena,

por su desencantamiento y su salvación.

Mientras tanta, el rey gratificó a muchas personas, y después dijo al visir: “Que venga aquel pescador que

en otro tiempo me trajo los peces.” Y el visir mandó llamar al pescador que había sido causa del desencantamiento

de los habitantes de la ciudad. Y cuando se presentó le ordenó el rey que se acercase, y le regaló

trajes de honor, preguntándole acerca de su manera de vivir y si tenía hijos, Y el pescador dijo que tenía un

hijo y dos hijas. Entonces el rey se casó con una de sus hijas, y el joven se casó con la otra. Después el rey

conservó al pescador a su lado y le nombró tesorero general. En seguida envió a su visir a la ciudad del joven,

situada en las islas Negras, y le nombró sultán de aquellas islas, escoltándole los cincuenta mamalik

con numerosos trajes de honor para todos aquellos emires. El visir, al despedirse, besó ambas manos del

sultán y salió, para su destino. Y el rey y el joven siguieron juntos, muy felices con sus esposas, las dos hijas

del pescador, gozando una vida de venturosa tranquilidad y cordial esparcimiento., En cuanto al pescador,

nombrado tesorero general, se enriqueció mucho y llegó a ser el hombre más rico de su tiempo. Y todos

los días veía a sus hijas, que eran esposas de reyes. ¡Y en tal estado, después de numerosos años completos,

fue a visitarles la Separadora de los amigos, la Inevitable, la Silenciosa, la Inexorable! “¡Y ellos murieron!”

Pero no creáis que esta historia -prosiguió Schahrazada- sea más maravillosa que la del mandadero.

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