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sábado, 28 de noviembre de 2009

LA CASA VACIA -- E.T.A. HOFFMAN


E. T. A. Hoffman
La casa vacía
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Ya sabéis —comenzó a decir Teodoro— que pasé el último verano en ***. Los numerosos amigos y conocidos que encon­tré allí, la vida amable y despreocupada, las numerosas manifestaciones artísticas y científicas, todo me retuvo. Nunca me sentía tan contento como cuando me en­tregaba por entero a mi pasión de vaga­bundear por las calles, deteniéndome para ver los grabados en cobre que se ex­hibían en las puertas, deleitarme con los letreros y observando a las personas que salían a mi encuentro, con idea de hacer­les un horóscopo; pero no sólo me atraía irresistiblemente la riqueza de las obras de arte y el lujo, sino la contemplación de los magníficos y suntuosos edificios. La alameda, ornada de construcciones se­mejantes, que conduce a la Puerta de *** es el punto de reunión de un público dispuesto a gozar de la vida, ya que per­tenece a la clase alta o acomodada.
En los pisos bajos de los grandes pa­lacios exhibíanse la mayor parte de las veces mercancías lujosas, mientras que en los altos habitaba gente de las clases mencionadas. Las hosterías más elegan­tes estaban, por lo general, en esta calle y los representantes extranjeros vivían en ella; así podéis suponer que allí había una animación especial y mayor movi­miento que en otro lugar de la ciudad, dando la sensación de hallarse más po­blada de lo que realmente estaba. El in­terés por vivir en aquel sitio hacia que muchos se conformasen con una peque­ña vivienda, menor de lo que les corres­pondía, de suerte que muchas familias habitaban en una misma casa, como si ésta fuera una colmena.
Con frecuencia paseaba yo por tal ave­nida, cuando un día, de pronto, me fijé en un paraje que difería de los demás de extraña manera. Imaginaos una casita baja, con cuatro ventanas, en medio de dos bellos y elevados edificios, cuyo pri­mer piso apenas si se elevaba más que los bajos de las casas vecinas, y cuyo te­cho, en mal estado de conservación, así como las ventanas, cubiertas en parte con papeles, y los muros descoloridos, daban muestra del total abandono en que la tenía su propietario. Suponed qué aspecto tendría aquella casa entre dos mansiones suntuosas y adornadas con lujosa profusión. Permanecí delante con­templándola y observé al aproximarme qué todas las ventanas estaban cerradas, que delante de la ventana del piso bajo se levantaba un muro y que la acostum­brada campanilla de la puerta cochera, así como la de la puerta principal, no existían; ni tan siquiera había un alda­bón o llamador. Con el tiempo llegué al convencimiento de que la casa estaba deshabitada, ya que nunca, pasase a la hora que fuera, veía la menor huella de un ser humano. ¡Una casa deshabitada en esa parte de la ciudad! Era algo muy raro, aunque posiblemente tendría una explicación natural: que su dueño estu­viese haciendo un largo viaje o que vi­viese en posesiones muy lejanas, sin atre­verse a alquilar o Vender este inmueble, por si lo necesitaba en el caso de volver a ***. Eso pensaba yo, y, sin saber cómo, me encontraba siempre paseando por de­lante de la casa vacía, al tiempo que per­manecía, no tanto sumergido en extraños pensamientos, como enredado en ellos.
Bien sabéis todos, queridos compañe­ros de mi alegre juventud, que siempre me considerasteis un visionario, y que cuantas veces las extrañas apariencias de un mundo maravilloso entraban en mi vida, vosotros, con vuestra rígida razón, lo combatíais. ¡Pues bien! Ahora podéis poner las caras de desconfianza que que­ráis, pues he de confesaros que yo tam­bién a veces he sufrido engaños, y que con la casa vacía parecía ir a ocurrir al­go semejante, pero... al final vendrá la moraleja que os dejará aniquilados. ¡Es­cuchad! i Vamos al asunto!
Un día, y precisamente a la hora en que el buen tono ordena pasear arriba y abajo por la alameda, estaba yo, como de costumbre, absorto en mis pensamien­tos, contemplando la casa vacía. De pron­to, noté Sin mirar que alguien se había colocado a mi lado y me observaba fija­mente. Era el conde P., en muchos pun­tos tan afín a mí, y no me cabe la menor duda de que también estaba interesado en la casa misteriosa. Me sorprendió que, al comunicarle la extraña impresión que me había causado esa casa deshabitada en aquella parte tan frecuentada de la ciudad, sonriese irónicamente, si bien al punto me aclarase todo. El conde P. ha­bía ido mucho más lejos que yo. Des­pués de múltiples observaciones y com­binaciones, había dado con la explicación de porqué se encontraba la casa en aquel estado, y precisamente la explicación es­taba relacionada con una extraña histo­ria, que sólo la más viva fantasía del poeta podía haber imaginado. Voy ahora a referiros la historia del conde, que re­cuerdo con entera claridad, y, por lo que respecta a lo que me sucedió luego, me siento tan excitado todavía, que os lo contaré después.
¡Qué sorpresa fue la del conde al en­terarse de que la casa vacía sólo alojaba los hornos del confitero, cuyos lujosos escaparates atraían al viandante! Por eso las ventanas del bajo, donde estaban los hornos, permanecían tapiadas y las ha­bitaciones del primer piso, con las corti­nas echadas para evitar el sol y los insectos, protegiendo así los artículos con­fitados. Cuando el conde me contó esto, sentí como si me hubieran arrojado un jarro de agua fría o como si demonios enemigos hicieran burla de mis sueños poéticos... Pese a aquella explicación prosaica, siempre que desde entonces pasa­ba ante ella, no dejaba de mirar la casa deshabitada, y, siempre que la miraba, sentía ligeros estremecimientos al ima­ginar toda clase de escenas extrañas. No me acostumbraba a la idea de la confite­ría, de los mazapanes, de los bombones, de las tartas, de las frutas escarchadas, etcétera. Una extraña combinación de ideas hacía que todo me sonase a secre­tos simbolismos y que pareciese decir­me: «¡No os asustéis, amigo mío! Somos dulces criaturas, pero de un momento a otro estallará un trueno.»
Entonces yo volvía a pensar: «¿No eres acaso un loco, un iluso, que siempre tra­tas de convertir lo vulgar en algo ma­ravilloso? ¿Tienen razón acaso tus ami­gos cuando te consideran un exaltado visionario?»
La casa, no podía ser de otro modo, permanecía siempre igual. Llegó un momento en que, al habituarse mi vista a ella y a las ilusorias figuras que parecían reflejarse en las paredes, éstas poco a poco fueron desapareciendo. Sin embar­go, una casualidad hizo que lo que pare­cía dormido volviese a despertar. El he­cho de haber quedado todo, a pesar mío, reducido a algo prosaico, como podéis imaginar, no impedía que yo siguiese mi­rando la fabulosa casa conforme a mi manera de pensar, pues soy fiel caballe­ro de lo maravilloso.
Sucedió, pues, que un día en que, co­mo de costumbre, paseaba por la ala­meda a las doce, mi mirada se fue a de­tener en las ventanas cubiertas por cor­tinas de la casa vacía. Noté que la cor­tina de la última ventana, justamente junto a la tienda de la confitería, comen­zaba a moverse. Dejáronse ver una mano y un brazo. Con mis gemelos de ópera pude observar claramente la bella mano femenina, de blancura resplandeciente, en cuyo dedo meñique refulgía con des­usado destello un brillante, y desde cuyo brazo redondeado, de belleza exuberante, lanzaba sus destellos un rico brazalete. La manó colocó un frasco de cristal de extraña forma en el alféizar de la ven­tana y desapareció tras la cortina.
Me quedé inmóvil; una rara y agradable emoción recorrió mi interior, a la manera de un calor eléctrico. Fijamente permanecí mirando a la ventana fatal y de mi pecho se escapó un suspiro. Por último, sentí como si fuese a desmayar­me, y poco rato después me encontré ro­deado de gentes de todas clases, que me observaban con semblante de curiosidad. Esto me disgustó, pero enseguida me di cuenta de que toda aquella muchedum­bre no cesaba de comentar admirada que había caído desde un sexto piso un gorro de dormir sin que se le hubiese desga­rrado ni una sola malla. Me alejé lenta­mente, mientras el demonio prosaico me susurraba con toda claridad al oído que la mujer del confitero, alhajada como en día de fiesta, se había asomado para de­jar en la ventana un frasco de agua de rosa vacío. ¡Qué extraña ocurrencia! Pe­ro, de pronto, tuve un pensamiento au­daz; regresé al instante a contemplar el escaparate de la Confitería inmediato a la casa vacía y entré.
Mientras soplaba la espuma del hirviente chocolate que había pedido, co­mencé a decir:
—En realidad habéis ampliado mucho vuestro establecimiento...
El confitero echó con presteza un par de bombones de colores en el cucurucho de papel y, dándoselos a la encantadora joven que lo solicitaba, apoyó sus bra­zos en el mostrador, mirándome sonrien­te. Volví a repetirle que había hecho muy bien en colocar el horno en la casa con­tigua, aunque resultaba extraña y triste la casa vacía en medio de la animada fi­la de edificios.
—¡Eh, señor! —repuso el confitero—. ¿Quién le ha dicho que la casa de ahí al lado me pertenece? Han sido vanos to­dos mis intentos de adquirirla, aunque bien creo que esa casa posiblemente oculte un enigma.
Ya podéis suponeros, amigos míos, en qué estado de excitación me dejó esta respuesta y qué reiteradamente le supli­qué que me dijese algo más de la casa.
—¡Pues, sí, señor mío! —díjome—. En realidad no sé nada raro de la casa; úni­camente puedo aseguraros que pertenece a la condesa de S., que vive en sus pose­siones, y desde hace muchos años no viene a ***. Como entonces no se habían construido los magníficos edificios que existen ahora, según me han contado, la casa está en el mismo estado que anta­ño y nadie sabe nada de la completa de­cadencia en que Se encuentra ahora. Só­lo dos seres vivientes la habitan: un an­cianísimo administrador muy huraño y un perro gruñón, que a veces, en el pa­tio de atrás, ladra a la Luna. El rumor popular dice que debe haber fantasmas en la casa vacía. Realmente mi hermano (el dueño de la tienda) y yo hemos oído varias veces en el silencio de la noche, sobre todo en Nochebuena, cuando el negocio nos hace estar al pie del mostra­dor ruidos extraños que parecen venir a través de la pared desde la casa vecina. Luego comienzan a oírse unos sonidos estridentes y un rumor que nos parece ho­rrible. Aún no hace mucho que una no­che se oyeron cánticos, tan raros que apenas si puedo describirlos. Parecía la voz de una mujer de edad, pero el tono era tan penetrante, las cadencias tan va­riadas y los gorgoritos tan agudos, que ni siquiera los he oído en Italia, en Fran­cia o en Alemania a las muchas cantan­tes que he conocido. Me pareció como si cantase con palabras francesas, que, sin embargo, no podía distinguir bien, aun­que llegó un momento en que no pude oír más aquel canto loco y fantasmal que me ponía los pelos de punta. A veces, cuando el bullicio de la calle cesaba un poco oíamos detrás del cuarto trastero profundos suspiros y luego un reír sofo­cado que parecía venir del suelo; pero, con el oído pegado a la pared, podía per­cibirse que era en la casa vecina donde suspiraban y reían. Fíjese —dijo mien­tras me conducía a la habitación última y señalaba a través de la ventana—, fíje­se usted en aquel tubo de metal que sale del muro. A menudo humea tanto, inclu­so en verano, cuando nadie necesita ca­lefacción, que mi hermano muchas veces ha regañado con el inquilino por temor a un incendio. Pero éste se disculpa, di­ciendo que cocina su comida. Ahora bien, lo que coma, eso sólo Dios lo sabe, pues con frecuencia se propaga un olor muy especial sobre todo cuando el tubo hu­mea mucho.
La puerta de cristal de la tienda re­sonó, y el confitero apresuróse, al tiem­po que me lanzaba una mirada y me ha­cía una seña indicando a la persona que entraba, seña que comprendí perfecta­mente. ¿Quién podía ser aquel extraño personaje sino el administrador de la casa misteriosa? Imaginaos un hombre­cillo delgado y seco, con semblante de momia, nariz aguda, labios contraídos, ojos chispeantes y verdes, de gato, sonri­sa de loco, el pelo negro rizado a la an­tigua moda y empolvado, un tupé altísi­mo engomado y, colgando, una gran bol­sa de piel llamada «Postilion d'Amour». Usaba un viejo vestido de color café 'des­vaído, aunque muy bien cepillado y lim­pio, y grandes zapatos desgastados, con hebillas. Imaginaos que esta personilla se dirigió, mejor dicho dirigió su enorme puño, de dedos largos y robustos, hacia el escaparte y, medio sonriendo y medio contemplando los dulces preservados por el cristal, dijo con voz gemebunda y des­vaída:
—Un par de naranjas confitadas, un par de almendrados, un par de marrons glacés.
Decidme y juzgad si no había motivo para pensar algo raro. El confitero sir­vió todo lo que el anciano pedía.
«¡Pesadlo, pesadlo, honorable señor ve­cino!», parecía susurrar aquel hombre extraño.
Luego sacó del bolsillo, mientras ge­mía y suspiraba, una pequeña bolsa de cuero y buscó trabajosamente el dinero. Noté que las monedas que iba contando sobre el mostrador estaban ya en desuso. Con voz quejumbrosa murmuró:
—Dulce..., dulce..., dulce debe ser to­do... Por parte mía, todo dulce... Sata­nás unta el hocico de su novia con miel..., pura miel.
El confitero me miró riéndose, y lue­go dijo al viejo:
—Se diría que no os encontráis bien; la edad, debe ser la edad; las fuerzas disminuyen.
Sin alterar su gesto, el viejo exclamó con voz aguda:
—¿Edad? ¿Edad? ¿Que disminuyen las fuerzas? ¿Débil yo, flojo? ¡Ja, ja, ja!
Y tras esto cerró los puños, haciendo crujir sus articulaciones, y dio tal salto en el aire, tras pisar con fuerza, que to­da la tienda se estremeció y los crista­les resonaron temblorosos. Pero en el mismo instante oyóse una algarabía es­pantosa: el viejo había pisado al perro negro, que se fue a meter entre sus piernas.
—¡Maldita bestia! ¡Maldito perro del infierno! —dijo en voz baja, mientras, abriendo el cucurucho, le ofrecía un al­mendrado grande. El perro, que se había puesto a llorar como si fuera una perso­na, se tranquilizó, sentóse sobre sus pa­tas traseras y empezó a roer el almendrado como un hueso. Ambos termina­ron a la vez: el perro con su almendrado y el viejo zampándose todo el cucurucho.
——Buenas noches, querido vecino —di­jo alargando la mano al confitero y dán­dole tal apretón, que éste lanzó un gri­to de dolor—. El viejo y débil anciano os desea buenas noches, honorable señor confitero—repitió saliendo de la tienda y tras él su perro negro, relamiendo los restos del almendrado esparcidos por su hocico.
Me pareció que ni siquiera había re­parado en que estaba yo allí, inmóvil y asombrado.
—Ahí le tenéis —comenzó a decir el confitero—, ahí le tenéis; así es como obra este viejo extraño, que aparece por aquí cuando menos dos o tres veces por semana, pero no hay forma de sacarle nada; sólo que es el mayordomo del con­de de S., que ahora administra esta casa donde vive, y que espera todos los días, y así lleva muchos años, que la familia condal de S. retorne, y que por ese mo­tivo no alquila la casa. Mi hermano un día fue a su encuentro y le preguntó qué era ese ruido tan extraño que hacía a me­dianoche, pero él. muy tranquilo, res­pondió:
—Si la gente dice que hay fantasmas en esta casa, no lo creáis; no es cierto.
A todo esto Sonó la hora en que el buen tono ordena visitar las confiterías. La puerta se abrió, y una multitud ele­gante entró, de modo que ya no pude preguntar más. No cabía la menor duda de que las noticias del conde P., acerca de la propiedad y el empleo de la casa, eran falsas; que el viejo administrador, no obstante su negativa, no vivía solo, y que allí se ocultaba un secreto. ¿Tenía alguna relación el extraño y espantoso cántico con el bello brazo que se mostró en la ventana? Aquel brazo no correspon­día, no podía tener relación alguna, con el cuerpo de una mujer vieja. El cántico, sin embargo, conforme a la descripción del confitero, no provenía de la garganta de una muchacha. Además, recordé la humareda y el extraño olor de que me había hablado, así como el frasco de cristal visto por mí, y muy pronto se ofreció a mi mente la imagen de una criatura de bellos ojos, presa de poderes mágicos. Creí ver en el viejo un brujo fatal, un hechicero, que posiblemente no tenía relación alguna con la familia con­dal de S. y que, por cuenta propia, en­contrábase en la casa abandonada ha­ciendo de las suyas. Mi fantasía se puso a trabajar, y aquella misma noche, no sólo en sueños, sino en el delirio que precede al dormir, vi claramente la ma­no con el brillante refulgente en el dedo y el brazo ceñido por el rico brazalete. Un semblante bellísimo se me apareció entre la transparente niebla gris, sem­blante que tenía ojos azules, tristes y su­plicantes, y luego la figura encantadora' de una joven en la plenitud de su belle­za. Muy pronto me di cuenta de que, lo que tomaba por niebla, era la humareda que se desprendía del frasco de cristal que tenía la figura entre sus manos, y que subía en rizadas volutas hacia lo alto.
«¡Oh, mágica visión —exclamé extasiado—, oh, mágica visión! ¿Dónde te en­cuentras, quién te ha encadenado? ¡Oh, cuánto amor y tristeza hay en tu mirada! Bien sé que la magia negra te tiene pri­sionera, que eres la desgraciada esclava de un demonio malicioso, vestido con ro­pas marrones que trastea por la confite­ría, da saltos capaces de destruir todo y pisa a perros infernales, que alimenta con almendrados, cuando, a fuerza de aullidos, han consumado sus evocaciones satánicas... ¡Oh, ya lo sé todo, bella y en­cantadora criatura! ¡El diamante es el reflejo de tu brillo interior! ¡Ah!, si no le hubieses dado la sangre de tu cora­zón, ¿cómo iba a brillar así, con rayos tan multicolores y con tonos tan mara­villosos que jamás ha podido ver un mor­tal? Sí, sé muy bien que el brazalete que ciñe tu brazo es una argolla de la ca­dena a que hacía referencia el hombre vestido de marrón, que es un eslabón magnético. ¡No le hagas caso, hermosa mía! Ya veo cómo se suelta y cae en la encendida retorta, desprendiendo llamas azuladas. ¡Yo lo he echado y ya estás libre! ¿Acaso no sé todo, acaso no sé todo, amada mía? Pero escúchame, encantado­ra, abre tus labios y dime...»
En el mismo instante un puño podero­so me empujó contra el frasco de cristal, que se rompió en mil pedazos, esparcién­dose por el aire. Con un débil quejido de dolor, la encantadora figura desapa­reció en la oscura noche...
Ah! Veo por vuestra sonrisa que de nuevo me tomáis por un visionario. Pero os aseguro que todo el sueño, si es que no queréis prescindir de este nombre, te­nía el perfecto carácter de una visión. Como veo que continuáis sonriéndoos y negándoos a creerme, de un modo prosaico, prefiero no decir nada, sino termi­nar de una vez.
Apenas amaneció, corrí muy intranqui­lo y Heno de deseos hacia la alameda y me aposté frente a la casa vacía. Además de las cortinas interiores, había rejas. La calle estaba totalmente vacía. Acerquéme a la ventana del piso bajo y me puse a escuchar atentamente. Pero no oí nada; todo estaba en un silencio sepulcral. Ya se hacía de día y comenzaba a animarse el comercio; debía irme de allí. Os can­saría si os contase cuántos días fui a la casa en momentos diversos, y todo en vano, sin poder descubrir nada, y cómo todas mis investigaciones y observacio­nes no me procuraron ninguna noticia. Así es que, finalmente, la bella imagen de la visión que había contemplado fue esfumándose.
Mas he aquí que un día que volvía de dar un paseo por la tarde, al pasar por delante de la casa vacía noté que la puer­ta estaba medio abierta; entré. El hom­bre del traje marrón se asomó. Yo ha­bía tomado una resolución. Pregunté al viejo:
—¿Vive aquí Binder, el consejero de Hacienda?
Al tiempo empujaba la puerta para en­trar en un vestíbulo iluminado débilmen­te por la luz de una lámpara. El viejo me miró con su sonrisa permanente y dijo con voz lenta y gangosa:
—No, no vive aquí; nunca ha vivido aquí, nunca vivirá aquí y tampoco vive en toda la alameda. Pero la gente dice que en esta casa hay fantasmas. Sin em­bargo, puedo asegurarle que no es cier­to; es una casa muy tranquila, muy bo­nita, y mañana vendrá la respetable con­desa de S. ¡Buenas noches, mi querido amigo!
Apenas terminó de decir esto, el viejo se las ingenió para echarme de la casa y cerrar la puerta tras de mí. Oí cómo re­sonaban las llaves en su llavero, mien­tras subía las escaleras, carraspeando y tosiendo. Aquel escaso tiempo fue sufi­ciente sin embargo, para que viese qué en el vestíbulo colgaban tapices antiguos de varios colores y que la sala estaba amueblada con sillones de damasco ro­jo, todo lo cual le daba un aspecto ex­traño, ¡Nuevamente volvieron a desper­tarse en mi interior la fantasía y la aven­tura tras de haber entrado en la casa misteriosa!
Imaginaos..., imaginaos al día siguien­te en qué estado volví a recorrer la alameda al mediodía. Al dirigir la mirada involuntariamente hacia la casa vacía, observé que algo brillaba en el piso alto. Al acercarme vi que la persiana estaba levantada y la cortina medio corrida. iOh, cielos! Apoyado en su brazo, el be­llo semblante de aquella visión mía me miraba suplicante. ¿Era posible perma­necer quieto en medio de la muchedum­bre? En aquel momento me fijé en el banco destinado a los viandantes, colo­cado precisamente ante la casa vacía, aunque de espaldas a la fachada. Con paso rápido caminé por la alameda y. apoyándome sobre el respaldo del banco, pude contemplar sin ser molestado la ventana fatal. ¡Si!, era ella, la encanta­dora y bella criatura, los mismos ras­gos... Sólo que su mirada incierta... no se dirigía a mí, según me pareció, sino más bien denotaba algo artificial, como muerto. Daba la engañosa impresión de pertenecer a un cuadro, impresión que hubiera sido completa de no haberse mo­vido el brazo y la mano. Totalmente absorto en la contemplación del extraño ser que estaba asomado a la ventana, y que me causaba tan rara exaltación, no oí la voz temblona de un vendedor ambu­lante italiano que inútilmente me ofrecía su mercancía. Como me tocase el brazo, volvíme con presteza y le reñí furioso. No me dejaba un instante con sus sú­plicas pedigüeñas. En todo el día no ha­bía ganado nada; decía que le comprase un par de lápices o un paquete de mon­dadientes. Impaciente, para librarme a toda prisa de aquel pesado, metí la ma­no en el bolsillo en busca de mi bolsa mientras él me decía:
—Aún tengo cosas más bonitas. Buscó en su caja y sacó un espejito, que estaba en el fondo con otros cris­tales, y me lo mostró de lejos. Volví a mirar la casa vacía, la ventana y los ras­gos de aquel encantador y angelical sem­blante de la visión que se me había apa­recido.
Apresurado compré el espejito, que me permitió, sin necesidad de molestar al vecino, mirar hacia la ventana. Así es que, contemplando durante largo rato el rostro misterioso, me sucedió que expe­rimenté un sentimiento rarísimo e indes­criptible, como si estuviera soñando despierto, Tuve la sensación de que me pa­ralizaba, pero más bien que los movi­mientos del cuerpo, la mirada, que no podía apartar del espejo. Confieso con rubor que recordé aquellos cuentos in­fantiles que me relataba en mí tierna ni­ñez la criada al acostarme, cuando me divertía contemplándome en el gran es­pejo de la habitación de mi padre. Me dijo entonces que, cuando los niños se miran mucho por la noche al espejo, ven la cara horrible de un desconocido, y es­to hacía que a veces permanecieran mi­rando fijamente. Aquello me parecía ho­rroroso, pero aun sobrecogido por el es­panto, no podía dejar de mirar a través del espejo, porque tenía una gran curio­sidad de ver el semblante desconocido. Una vez parecióme ver un par de ojos brillantes, horribles, que despedían chis­pas desde el espejo; me puse a gritar y caí desvanecido. En aquella ocasión se me declaró una larga enfermedad, y to­davía hoy tengo la sensación de que aquellos ojos me están mirando. En una palabra: todas aquellas beberías de mi infancia pasaron por mi imaginación; sentí que se me helaban las venas, y qui­se apartar de mi lado el espejo..., pero no pude. Los ojos celestiales de la en­cantadora criatura me contemplaban. Sí, su mirada penetraba directamente en mi corazón.
Luego, aquel espanto que me sobreco­gió repentinamente cesó y dio paso a un suave dolor y a una dulce nostalgia, se­mejante al efecto de una sacudida eléc­trica.
—¡Tenéis un espejo envidiable! — dijo una voz junto a mí.
Desperté como de un sueño, y cuál no sería mi desconcierto cuando encontré a mi lado unos semblantes que sonreían de modo equívoco. Varias personas ha­bíanse sentado en el mismo banco y era lo más probable que, por mi insistencia en mirar al espejo y quizá por los extra­ños gestos que debí de hacer en el esta­do de exaltación en que me encontraba, diese un espectáculo muy divertido.
—Tenéis un espejo envidiable —re­pitió la voz al ver que yo no respondía—. ¿Por qué miráis con tanta fijeza?
Un hombre ya de edad, vestido muy cuidadosamente, que en el tono de su conversación y en la mirada tenía algo de bondadoso e inspiraba confianza, era quien me hablaba. No tuve reparo en de­cirle que precisamente en el espejo veía a una joven maravillosa que estaba aso­mada a la ventana de la casa vacía. Fui más lejos aún: pregunté al viejo si veía él también aquel maravilloso semblante.
—¿Allí, en aquella casa vieja..., en la última ventana? — me preguntó asom­brado el viejo.
—Ciertamente, ciertamente —repuse. El viejo se sonrió y comenzó a decir:
—Os habéis engañado de un modo ex­trañísimo... Doy gracias a que mis vie­jos ojos... ¡Dios bendiga mis viejos ojos! ¡Eh, eh, señor mío! En efecto, sí, yo tam­bién he visto con estos ojos bien abier­tos el semblante maravilloso asomado a la ventana. Aunque realmente bien creo que se trata de un retrato al óleo.
Rápidamente me volví hacia la ventana: todo había desaparecido y la per­siana se había bajado.
—Sí —continuó el viejo—; sí, señor mío, no es demasiado tarde para conven­cerse de que precisamente ahora el cria­do que vive ahí solo, como un castella­no, en los cuarteles de la condesa de S., acaba de limpiar el polvo del cuadro, lo ha quitado de la ventana y bajó la persiana.
—¿Así que era un cuadro? — pregunté totalmente desconcertado.
—Confiad en mis ojos —repuso el vie­jo—. Al ver en el espejo sólo el reflejo del cuadro ha sido usted fácilmente en­gañado por la ilusión óptica. ¿Acaso yo, cuando tenía vuestra edad, gracias a mi fantasía, no era capaz de evocar la ima­gen de una bella joven y de darle vida?
—Pero la mano y el brazo se movían —insistí.
—Sí, sí; se movían, todo se movía —di­jo el viejo sonriendo y dándome un golpecito en el hombro. Luego levantóse y después de hacerme una reverencia se despidió con estas palabras—: Tened cuidado con esos espejos de bolsillo, que mienten tan engañosamente. Téngame por su más obediente servidor.
Podéis imaginar cuál sería mi estado de ánimo cuando me vi tratado como si fuera un ser fantástico, necio y visiona­rio. Quedé convencido de que el viejo tenía razón, de que toda aquella loca fan­tasmagoría había tenido lugar en mi in­terior, y que todo lo de la casa vacía, pa­ra vergüenza mía, sólo era una mixtifica­ción repelente. De muy mal humor y muy disgustado abandoné el banco, deci­dido a librarme de una vez para siem­pre del misterio de la casa vacía o, por lo menos, dejar transcurrir unos días sin pasear por la alameda ni por aquel sitio.
Seguí tal propósito al pie de la letra. Pasaba las horas ocupado en los nego­cios de mi bufete, y al atardecer pasaba el rato en un círculo de alegres amigo?, de tal modo que no volvieron a atormen­tarme aquellos secretos. Únicamente me sucedía algunas noches que me desper­taba como si alguien me tocase, y en­tonces tenía la clara sensación de que, sólo el ser misterioso que se me había aparecido al mirar la ventana de la casa vacía, era la causa de mis sobresaltos. In­cluso cundo estaba en mi trabajo o en animada conversación con mis amigos me estremecía con este pensamiento, co­mo si hubiese recibido una sacudida eléctrica. Pero esto sucedía en momentos fugaces. El pequeño espejo de bolsillo, que en otro tiempo tan mentirosamente había reflejado la imagen amable, ahora me servía para menesteres prosaicos: acostumbraba a hacerme el nudo de la corbata ante él. Pero sucedió un día que lo encontré opaco, y echándole el aliento lo froté para darle brillo. Se me detuvo el pulso y todo mi ser se estremeció al experimentar un sentimiento, de terror no exento de cierto agrado. Sí..., cierta­mente tengo que calificar de ese modo la sensación que me sobrecogió cuando eché el aliento al espejo, pues contem­plé, en medio de una neblina azul, el be­llo rostro, que me miraba suplicante, con una mirada que traspasaba el corazón. ¿Os reís? Sí, estáis convencidos de que soy un visionario sin remedio. Mas decid lo que queráis, pensad lo que queráis; no me importa. La maravillosa mujer me miraba, en efecto, desde el espejo; pero en cuanto cesé de echarle aliento al es­pejo, desapareció su rostro de él... No quiero fatigaros más. Pues voy a referir todo lo que sucedió después. Sólo os di­ré que incansablemente yo repetía la ex­periencia del espejo y casi siempre lo­graba evocar la imagen, aunque algunas veces mis esfuerzos resultaban infructuosos. Entonces corría como loco hacia la casa vacía y me ponía a contemplar la ventana; pero ningún ser humano se aso­maba... Vivía sólo pensando en ella; to­do lo demás me parecía muerto, sin in­terés; abandoné mis amigos, mis estu­dios.
En estas circunstancias muchas veces sentía un dolor suave y una nostalgia co­mo soñadora. Parecía a veces como sí la imagen perdiese fuerza y consistencia, aunque en otras ocasiones se agudizaba de tal modo que recuerdo algunos mo­mentos con verdadero espanto.
Encontrábame en un estado de ánimo tal, que hubiera estado a punto de ser mi perdición. Pero aunque os riáis y os burléis de mí, escuchad lo que voy a con­taros. Como ya os dije, cuando aquella imagen palidecía, lo que sucedía muy a menudo, sentía un malestar muy grande. Entonces la figura hacía su aparición con una viveza tal, con un brillo tan grande, que me daba la sensación de poder to­carla. Aunque realmente también tenía la horrible impresión de ser yo mismo la figura envuelta por la niebla que se re­flejaba en el espejo. Aquel estado peno­so terminaba siempre con un agudo do­lor en el pecho y luego con una gran apatía que me dejaba preso de un total agotamiento. En los momentos en que fra­casaba en mi intento del espejo, notaba que me quedaba sin fuerzas; pero cuan­do volvía a aparecer la imagen en él, no he de negar que experimentaba un extra­ño placer físico. Esta continua tensión ejercía sobre mí un influjo maligno; con una palidez mortal y totalmente destro­zado, andaba vacilante; mis amigos me consideraban enfermo y sus continuas advertencias me obligaron a meditar se­riamente acerca de mi estado.
Fuera intencionadamente o de forma casual, unos amigos que estudiaban me­dicina, en una visita que me hicieron de­jaron allí un libro de Reil sobre las en­fermedades mentales. Comencé a leerlo. La obra me atrajo irresistiblemente, pe­ro ¡cuál no sería mi asombro al ver que todo lo que se decía en tomo a la locura obsesiva lo experimentaba yo!
El profundo espanto que sentí, al ima­ginarme cercano al manicomio, me hizo reflexionar, y tomé una decisión, que eje­cuté al momento. Guardé mi espejo de bolsillo y me dirigí rápidamente al doc­tor K.. famoso por su tratamiento y cu­raciones de dementes, debidas al profun­do conocimiento que tenía del principio psíquico, que a menudo es causa de en­fermedades corporales, pero mediante el cual también pueden curarse. Le referí todo, no oculté ni el menor detalle, y ju­ré que haría cuanto pudiera para salvar­me del monstruoso destino en que veía una amenaza. Escuchóme atentamente, y luego noté cómo en su mirada se refle­jaba un gran asombro.
—Aún no está el peligro cerca —me dijo—; no está tan cerca como creéis, y os afirmo con toda certeza que puedo alejarlo. No hay la menor duda de que padecéis un mal psíquico, pero el mismo reconocimiento del ataque de un princi­pio maligno os permite tener a mano el arma con que defenderos. Dejadme el espejo, dedicaos a algún trabajo que ocu­pe todas vuestras fuerzas, evitad la ala­meda, trabajad desde muy temprano to­do lo que podáis resistir. Después de un buen paseo, reunios con vuestros amigos, que hace tanto que no veis. Comed alimentos saludables, bebed buen vino. Co­mo veis, trato de fortalecer vuestro cuer­po y de dirigir vuestro espíritu hacia otras cosas, para alejar de vos la idea fija, es decir, la aparición que os ofusca, ese semblante en la ventana de la casa vacía que veis reflejada en vuestro es­pejo. ¡Seguid al pie de la letra mis pres­cripciones!
Me resultaba difícil separarme del es­pejo. El médico, que ya lo había cogido, pareció notarlo. 'Echó su aliento sobre él y me preguntó mientras lo retenía;
—¿Veis algo?
—Nada, ni la menor cosa —repuse, como realmente sucedía.
—Echad vos el aliento —dijo el médi­co, mientras me lo devolvía.
Así lo hice, y la imagen maravillosa apareció más claramente que nunca.
—¡Aquí está! —exclamé en voz alta. El médico miró y dijo:
—No veo absolutamente nada, pero no he de ocultaros que, en el mismo instante en que miré en vuestro espejo, sentí un estremecimiento siniestro, que se me pasó en seguida. Bien sabéis que soy muy sincero, y por eso merezco vuestra con­fianza. Repetid la prueba.
Así lo hice; el médico me rodeó con sus brazos; sentí su mano en mi nuca. La imagen volvió. El médico, que miraba conmigo en el espejo, palideció; luego, quitándome el espejo de la mano, miró de nuevo, lo guardó en su pupitre y volvióse hacia mí, mientras se secaba el sudor de la frente.
—Seguid mi prescripción —comenzó a decir—. Seguid punto por punto mi pres­cripción. Tengo que reconocer que aque­llos momentos en que vuestro yo inte­rior siente un dolor físico me resultan muy misteriosos, aunque espero poder deciros pronto algo acerca de este asunto.
Seguí al pie de la letra los consejos del médico, por muy penoso que me re­sultara, y aunque pronto sentí la influen­cia beneficiosa de la dieta ordenada y de los diversos trabajos en que se ocu­paba mi espíritu, sin embargo no pude verme totalmente libre de aquellos ho­rribles accesos, que solían manifestarse al mediodía, y sobre todo a las doce de la noche. Incluso en medio de las más alegres reuniones, bebiendo y cantando, me sucedía como si atravesasen mi in­terior puñales incandescentes, y enton­ces eran inútiles todos los esfuerzos que hacía para resistir; tenía que alejarme, pudiendo solamente volver a casa cuan­do retornaba de mi desvanecimiento.
Sucedió, pues, que un día, estando en una reunión nocturna en la que se hablaba de efectos e influencias, se trató tam­bién del oscuro y desconocido campo del magnetismo. Se hacía referencia prefe­rentemente a la posible influencia de un lejanísimo principio psíquico, y se pusie­ron muchos ejemplos. Sobre todo, un jo­ven médico, muy dado al magnetismo, demostró que, tanto él como otros mu­chos, mejor dicho, como todos los mag­netizadores poderosos, podía obrar des­de lejos mediante su pensamiento y vo­luntad sobre una sonámbula. Todo lo que habían dicho Kluge, Schubert, Barteis y otros podía demostrarse con pruebas.
—Me parece que lo más importante —terminó finalmente uno de los presen­tes, un conocido médico que estaba allí como atento observador—, lo más impor­tante de todo es que el magnetismo pa­rece encerrar muchos enigmas, que, por lo general, no se consideran secretos en la vida diaria, sino simples experiencias. Así, pues, tenemos que andar con pies de plomo. ¿Cómo es posible que suceda que, aparentemente, sin motivo alguno externo o interno, y rompiendo la cade­na de los pensamientos, una determinada persona o simplemente la imagen fiel y viva de algún acontecimiento se apodere dé nosotros de manera que nos quede­mos asombrados? Lo más notable es lo que a menudo experimentamos en sueños. Toda la imagen del sueno se hunde en un negro abismo, y he aquí que de nuevo, independientemente de la imagen de aquel sueño, surge otra con poderosa vida, imagen que nos transporta a leja­nas regiones y de pronto nos pone en relación con personas aparentemente desconocidas, en las que hacía ya mucho años no pensábamos. Sí, y todavía más, a menudo contémplennos personas desco­nocidas o que conocimos hace muchos años. Como cuando decimos algunas ve­ces: «¡Dios mío! Este hombre, esta mu­jer me resultan conocidos; me parece ha­berlos visto ya en alguna parte, es pro­bable, aunque parezca mentira, que sea el recuerdo oscuro de un sueño. ¿Cómo podría explicarse esta súbita aparición de imágenes extráñate en medio de nues­tras ideas, que suelen apoderarse de nos­otros con una fuerza especial, si no fue­se porque son motivadas por un princi­pio psíquico? ¿Cómo sería posible ejer­cer influencia en un espíritu extraño en determinadas circunstancias, y sin pre­paración alguna, de forma que podamos obrar sobre él como si estuviera muerto?
—Un paso más —añadió otro riéndo­se— y estamos en los embrujamientos, la magia, los espejos y las necias fanta­sías y supersticiones de los tiempos an­tiguos.
—¡Eh! — interrumpió el médico al escéptico—. No hay ninguna época anti­cuada, y mucho menos puede conside­rarse necios a los tiempos pasados en que hubo hombres que pensaron, pues también tendríamos que considerar ne­cia nuestra propia época. Hay algo, por mucho que nos esforcemos en negarlo, y que más de una vez se ha demostrado, y es que en el oscuro y misterioso reino, que es la patria de nuestro espíritu, arde una lamparita, perceptible por nuestra mirada, ya que la Naturaleza no ha po­dido negarnos el talento y la inclinación de los topos, pues, ciegos como somos, buscamos orientarnos a través de cami­nos de tinieblas. Y así como los ciegos de la tierra reconocen la proximidad del bosque por el rumor de las hojas de los árboles, por el murmullo y el sonido de las aguas, y se cobijan en sus sombras refrescantes, y el arroyo les calma su sed, de forma que su anhelo alcanza la meta deseada, del mismo modo presen­timos nosotros, gracias al resonante ba­tir de alas y al aliento espiritual de los seres, que nuestro peregrinaje nos con­duce al manantial de la luz, ante la cual se abren nuestros ojos.
No pude resistir más tiempo, y, vol­viéndome hacia el médico, le dije:
—Considero, y no quiero entrar en más profundidades, considero posible no sólo esta influencia, sino también otras, y creo que en el estado magnético pue­den realizarse operaciones gracias al principio psíquico. Asimismo —conti­nué—, creo que existen fuerzas demonía­cas enemigas que pueden ejercer su po­der maléfico sobre nosotros.
—Serán partículas malignas de espí­ritus caídos —repuso el médico riéndo­se—. No. no debemos admitir esto, y so­bre todo les suplico que no tomen estas insinuaciones mías sino como simples sugerencias, a las que voy a añadir que no creo en un indiscutible dominio de un principio espiritual sobre otro, sino más bien tengo que admitir que todo sucede a causa de una debilidad de la voluntad, cambio o dependencia que per­mite este dominio.
—En fin —comenzó a decir un hombre de edad que había permanecido callado, aunque escuchando muy atentamente—, en fin, estoy de acuerdo con vuestras ex­trañas ideas acerca de los misterios im­penetrables con los que tratamos de fa­miliarizamos. Si existen misteriosas ri­quezas activas, que se ciernen sobre nos­otros amenazadoramente, tiene que exis­tir alguna anormalidad en nuestro orga­nismo espiritual que nos robe fuerza y valor para resistir victoriosamente. En una palabra: sólo la enfermedad del es­píritu, los pecados, nos hacen siervos del principio demoníaco.
Es digno de notarse —prosiguió— que ya, desde los tiempos más remotos, las fuerzas demoníacas sólo actuaban sobre los hombres que sufrían grave trastorno espiritual. Me refiero, sobre todo a en­cantos o hechicerías amorosas de que es­tán llenas todas las crónicas. En los más disparatados procesos brujeriles apare­cen siempre, e, incluso en los códigos de algunas naciones muy civilizadas, se ha­bla de filtros amorosos, destinados a obrar psíquicamente, que no sólo des­piertan el deseo amoroso, sino que irre­sistiblemente obran sobre una determi­nada persona. Ya que la conversación trata de estas cosas, recordaré un suceso trágico que sucedió en mi propia casa hace poco tiempo. Cuando Bonaparte in­vadió nuestro país con sus tropas, un coronel de la Guardia Noble italiana alo­jóse en mi casa. Era uno de los pocos oficiales de la llamada Grande Armée, que se había distinguido por su conduc­ta digna y correcta. De semblante pálido, sus ojos hundidos daban señales de es­tar enfermo o presa de una profunda preocupación. Pocos días después de su llegada, estando conmigo, sucedió algo que manifestó la especie de enfermedad de que se veía atacado. Encontrábame yo precisamente en su habitación cuan­do, de pronto, conienzó a suspirar y se llevó una mano al pecho, o mejor dicho, a la altura del estómago, como si sintie­se dolores mortales. Llegó un momento en que no pudo hablar, viéndose obliga­do a tumbarse en el sofá; luego, de pron­to, perdió la visión y quedóse rígido, sin conocimiento, como un palo. Pero des­pués se incorporó como si despertase de un sueño, aunque era tal su cansancio, que durante mucho tiempo no pudo mo­verse. Mi médico, a quien yo envié des­pués de haber probado diversos méto­dos, comenzó a tratarle magnéticamente, y esto pareció ejercer algún efecto. Pero, en cuanto dejaba de magnetizarle, el en­fermo experimentaba un sentimiento in­soportable de malestar. Como el médico se había ganado la confianza del coronel, confesóle éste que en aquellos momentos veía la imagen de una joven que había conocido en Pisa; tenía entonces la sen­sación de que su mirada ardiente pe­netraba en su interior, y era cuando ex­perimentaba aquellos dolores insoporta­bles, hasta que caía inconsciente. Aquel estado le causaba tal dolor de cabeza y una tensión tal como si hubiera vivido un éxtasis amoroso.
Nada dijo de cuáles fueran las relacio­nes que hubiera tenido con aquella mu­jer. Las tropas estaban a punto de em­prender la marcha; el coche del coronel hallábase a la puerta, éste estaba desayu­nando, y he aquí que, en el mismo mo­mento de llevarse a los labios un vaso de vino de Madera, se desplomó, cayendo al suelo, al tiempo que profería un grito. Estaba muerto. Los médicos diagnostica­ron un ataque nervioso fulminante. Unas semanas después, me entregaron una carta dirigida al coronel. Yo no tenía in­tención de abrirla, pues pensaba dársela a algún amigo de sus familiares, al tiem­po de comunicarles la noticia de su re­pentina muerte. La carta provenía de Pisa, y supe que contenía las siguientes palabras: «¡Infeliz! Hoy, día 7, a las doce del mediodía, falleció Antonia, abrazando amorosamente tu imagen traicionera.» Miré el calendario, en el que había se­ñalado el día de la muerte del coronel, y vi que el fallecimiento de Antonia ha­bía sido a la misma hora que el suyo.
No quise escuchar el resto de la his­toria que refería aquel hombre, pues in­vadióme tal terror al reconocer mi pro­pio estado en el del coronel italiano, que salí apresurado, rabiando de dolor, po­seído por el loco anhelo de ver la imagen desconocida. Corrí hacia la casa fatal. Desde lejos me pareció ver brillar luces a través de las persianas bajadas; pero, a medida que me fui aproximando, se desvaneció el brillo.
Furioso, ebrio de amor, me lancé hacía la puerta, que cedió a mi empuje. Encon­tróme en un vestíbulo débilmente iluminado. El corazón me saltaba del pecho, tal era la angustia y la impaciencia que sentía; oyóse un cántico caudaloso que parecía provenir de una garganta feme­nina cuyo tono agudo resonaba en toda la casa; en fin, no sé cómo sucedió que me encontré de pronto en una gran sala iluminada con muchas velas, amueblada a la manera antigua, con muebles dora­dos y muchos exóticos jarrones japone­ses. Una nube de humo se elevaba, como una neblina azul.
—¡Bienvenido seas, seas bienvenido..., dulce desposado!... ¡Ha llegado la hora de la boda! —se oyó gritar a una voz de mujer.
Como todavía no sé cómo hice mi apa­rición en la sala, tampoco puedo decir de qué modo apareció de improviso res­plandeciente, a través de la niebla, una bella figura juvenil, ataviada con ricos vestidos, que se dirigió hacia mí con los brazos abiertos mientras repetía: «¡Bien­venido seáis, dulce desposado!», al mis­mo tiempo que un semblante horrible­mente deformado por la edad y la locura me miraba con fijeza a los ojos. Mi es­panto fue tan grande que vacilé, como si estuviera fascinado por la mirada pe­netrante y vivaz de una serpiente de cas­cabel; no podía apartar los ojos de aque­lla vieja horrible ni tampoco podía dar un paso.
Acercóse a mí, y entonces tuve la sen­sación de que su espantoso rostro era sólo la máscara recubierta de un tenue velo, que mostró con apariencia más be­lla a través del espejo. Sentía ya el con­tacto de las manos de aquella mujer cuando, dando un agudo chillido, se tiró al suelo. Oyóse entonces una voz detrás de mí que decía:
—¡Vaya, vayal Otra vez el diablo está de broma con Vuestra Excelencia. ¡A la cama, a la cama! ¡Si no habrá palos muy fuertes!
Volvíme rápidamente y vi al adminis­trador en camisa, agitando un látigo so­bre su cabeza. Trataba de descargar sus golpes sobre la vieja, que se revolcaba en el suelo dando alaridos. Le agarré el brazo y, tratando de evitarme, exclamó:
—¡Truenos y centellas, señor mío! Sa­tanás hubiera estado a punto de matarla de no haber aparecido yo a tiempo. ¡Lar­go, largo de aquí!
Salí de la sala, y en vano traté de en­contrar la puerta de la calle en la oscu­ridad. Desde allí escuché los latigazos y los gritos y gemidos de la vieja. Empecé a pedir auxilio a gritos, pero noté que el suelo se hundía bajo mis pies y caí escaleras abajo, yendo al fin a dar con­tra una puerta, de tal modo que ésta se abrió y fui rodando a parar a un cuartito. Cuando vi la cama, en la que había huellas de haber sido abandonada recien­temente, y observé la levita color marrón que estaba colgada en una silla, reconocí al instante la casaca del viejo adminis­trador. Pocos instantes después, se oye­ron pasos por la escalera, y éste descen­dió y vino a ponerse a mis pies.
-—¡Por todos los santos —suplicóme con las manos unidas— por todos los santos, no sé quién sois y cómo la vieja bruja ha podido atraeros! Pero os ruego que calléis, que no digáis nada de lo que aquí ha sucedido; de lo contrario, me quedaré sin empleo y sin pan. Su exce­lencia, la loca, ya ha recibido su castigo y se encuentra atada a la cama. Dormid bien, honorable señor, con toda tranqui­lidad. ¡Sí, que podáis dormir bien! Es una noche de julio muy agradable y ca­lurosa, y aunque no hay luna, él resplan­dor de las estrellas os alumbrará... Así es que, ¡muy buenas noches!
Apenas terminó su discurso, el viejo se levantó y, cogiendo una luz. me em­pujó fuera del subterráneo, y, haciéndo­me cruzar la puerta, la cerró.
Me encaminé hacia mi casa completa­mente desconcertado y, ya podéis imagi­nar. que sin dejar de pensar en el horri­ble secreto, ni poder de momento esta­blecer la menor relación entre aquellas cosas y lo sucedido el primer día. Sólo estaba seguro de algo: de que estaba ya libre del poder maligno que me había retenido durante tanto tiempo. Todo el doloroso anhelo que había sentido por causa de la encantadora imagen había desaparecido, pues súbitamente, con aquella visita había tenido la sensación de entrar en un manicomio. No me cabía la menor duda de que el administrador era el guardián tiránico de una mujer loca, de noble cuna, cuyo estado quizá quisiera ocultarse al mundo; pero lo que no se explicaba era el espejo.,.., aquel semblante encantador... En fin, ¡sigamos, sigamos!
Pasado algún tiempo asistí a una re­unión muy concurrida del conde P., y éste, llevándome a un rincón, me dijo sonriendo:
—¿Sabéis que ya se empieza a desci­frar el secreto de nuestra casa vacía?
Intenté escuchar lo que el conde tra­taba de referir, pero como en aquel momento se abrieron las puertas del come­dor, nos encaminamos a la mesa. Total­mente ensimismado, pensando en los se­cretos que el conde iba a revelarme, ofre­cí el brazo a una joven dama y mecáni­camente seguí el rígido ceremonial de la fila. La conduje al puesto que nos ofre­cían y, al contemplarla, vi los mismos rasgos que la imagen del espejo, y eran tan exactos que no cabía engaño. Ya po­déis imaginaros que me estremecí, pero también puedo asegurar que no hubo en­tonces la menor resonancia de aquella loca y fatídica pasión que se apoderaba de mí cada vez que veía, en el espejo la imagen de aquella mujer.
Mi sorpresa, aún más, mi espanto, de­bió reflejarse en mis ojos, pues la joven me miró asombrada, de tal modo que consideré necesario sobreponerme y. con toda la serenidad de que era capaz, la expliqué que tenía la sensación de haber­la visto en alguna parte. La breve expli­cación que me dio era que esto no era posible, pues ayer por primera vez había venido a ***, lo que realmente me des­concertó. Enmudecí. Sólo la mirada an­gelical que me lanzaron los bellos ojos de la joven me reanimó. Bien sabéis có­mo en estas ocasiones las antenas espi­rituales se tienden y palpan suave, sua­vemente, hasta que se vuelve a captar- el tono. Así lo hice y muy pronto hallé que aquella encantadora criatura tenía cierta sensibilidad enfermiza. Cuando yo salpi­caba la conversación con alguna palabra atrevida y rara, para darle sabor, noté que sonreía, aunque su sonrisa era dolorosa.
—No estáis alegre, amiga mía; quizá haya sido la visita de esta mañana.
Esto dijo un oficial, no lejos de nos­otros, a mi dama; pero en el mismo ins­tante su vecino le cogió del brazo y le dijo algo al oído, en tanto que una señora, al otro lado de la mesa, con las mejillas encendidas y la mirada refulgen­te, se puso a hablar en voz alta de la magnífica ópera que había visto repre­sentar en París y a compararla con las actuales. A mi vecina se le saltaron las lágrimas.
—Soy tonta —dijo volviéndose hacia mí.
Como antes habíase quejado de jaque­ca, le dije:
—Esto es resultado de su dolor de ca­beza y lo mejor para estar alegre es la espuma que rebosa esta bebida poética.
AI decir estas palabras serví champán en su copa, que rehusó al principio, aunque luego probó, y con su mirada agradeció la alusión a sus lágrimas, que no podía ocultar. Pareció alegrarse un poco y todo hubiera ido bien si yo, ines­peradamente, no hubiese tropezado en un vaso inglés, que resonó con un sonido estridente y agudísimo. Mi vecina pali­deció mortalmente e incluso a mí mismo me sobrecogió un espanto repentino, porque el sonido de la copa era igual a la voz de la vieja loca de la casa vacía.
Cuando nos dirigíamos a tomar café tuve ocasión de acercarme al conde P.; él se dio cuenta en seguida del motivo.
—¿Sabéis que vuestra vecina es la condesa Edmunda de S.? ¿Sabéis que la hermana de su madre está encerrada en la casa vacía desde hace varios años co­mo loca incurable? Hoy por ¡a mañana, ambas, madre e hija, estuvieron a ver a la desdichada. El viejo administrador, el único que era capaz de dominar los tre­mendos ataques de la condesa, y que ha­bía tomado sobre sus hombros esta res­ponsabilidad, ha fallecido, y se dice que la hermana, por fin, ha sido confiada en secreto al doctor K., que buscará reme­dios extremos, si no para curarla total­mente, al menos para librarla de los horribles ataques de locura furiosa que pa­dece de vez en cuando. No sé más por ahora.
Como algunos se acercaran, interrum­pió la conversación. El doctor K. era precisamente la única persona a la que yo había comunicado mi extraña situa­ción; así es que podéis suponeros que, en cuanto pude, me apresuré a verle y a referirle punto por punto todo lo que me había sucedido desde la última vez que le vi. Le supliqué que. para tranqui­lidad mía, me contase todo lo que supie­se acerca de la vieja loca y no tardó lo más mínimo, después que le prometí guardar el secreto, en confiarme lo si­guiente:
—Angélica, condesa de Z.—así comen­zó el doctor—. no obstante estar bor­deando los treinta años, se encontraba en la plenitud de su singular belleza, cuando he aquí que el conde de S., más joven que ella, tuvo ocasión de verla en la corte de *** y quedó prendado de sus encantos. Pretendióla al punto e incluso, como la condesa aquel verano regresase a las posesiones de su padre, él la siguió con el fin de comunicarle al viejo mar­qués sus deseos, al parecer no sin espe­ranzas, según se deducía de la conducta de Angélica.
Pero apenas el conde S. llegó y vio a Gabriela, la hermana pequeña de Angé­lica, fue como si le hubieran hechizado. Angélica parecía marchita al lado de Ga­briela, cuya belleza y bondad atrajeron irresistiblemente al conde S., de tal mo­do que, sin consideración a Angélica, pi­dió la mano de Gabriela, a lo que muy gustosamente accedió el viejo conde Z., ya que Gabriela, también demostraba in­clinación decidida por aquél. Angélica no exteriorizó el menor disgusto por la in­fidelidad del enamorado. «¡Creerá que me ha dejado! ¡Qué loco! ¡No se ha dado cuenta de que no era yo su juguete, sino él el mío, y que acabo ahora de tirarlo!». Así hablaba con orgullosa burla y en rea­lidad todo su ser daba muestras de que era verdadero el desprecio que mostraba por el infiel. Bien es verdad que, mientras el lazo entre Gabriela y el conde de S. fue estrechándose, vióse muy po­cas veces con Angélica. Esta no aparecía en la mesa y decíase que vagaba solita­ria por los bosques próximos, que había escogido para sus paseos.
Un extraño suceso vino a interrumpir la monotonía que reinaba en el palacio. Sucedió que los cazadores del conde de Z., con ayuda de un grupo de campesi­nos, habían logrado, por fin, capturar a una banda de gitanos, a los que se cul­paba de todos los incendios y robos que desde hacía poco asolaban la región. Tra­jeron a todos los hombres encadenados en una larga cadena y un carro lleno de mujeres y niños, y los dejaron en el pa­tio del palacio. Algunos, de rostros obs­tinados y ojos de mirada salvaje y bri­llante, como la del tigre apresado, mira­ban con atrevimiento y denotaban quié­nes eran los ladrones y los criminales. Sobre todo llamaba la atención una mu­jer muy delgada, con aspecto espantoso, cubierta con un chal encarnado de la ca­beza a los pies, que, subida al carro, gri­taba con voz de mando que la dejasen bajar, sucediese lo que sucediese.
El conde de Z. bajó al patio del palacio y ordenó que fuesen encarcelados indi­vidualmente en los calabozos de palacio. Pero he aquí que, mientras decía esto hizo su aparición la condesa Angélica, desmelenada, con el terror y el espanto reflejados en su semblante, y poniéndose de rodillas, gritó con voz estridente:
«¡Deja libres a esta gente..., déjalos li­bres..., son inocentes, son inocentes!... Padre, ¡libértales! Si derramáis una sola gota de su sangre me clavaré este cuchi­llo en el pecho.» No bien acabó de decir esto, la condesa blandió un cuchillo en el aire y cayó desmayada. «Muñequita mía, tesoro mío, ya sabía, yo que no lo permitirías», dijo la vieja vestida de rojo. Luego se arrodilló junto a la condesa y cubrió su rostro de besos nauseabundos, en tanto que murmuraba: «¡Hijita linda, hijita linda, despierta, despierta, que vie­ne el novio! iEh, eh, que viene el lindo novio!».
Al mismo tiempo, la vieja sacó una re­doma con un pececillo dorado, que se agitaba en una especie de alcohol platea­do, Colocó la redoma sobre el corazón de la condesa y al instante ella se despertó; pero apenas vio a la gitana, se incorporó de un salto y, abrazándola con ardor, apresuróse a entrar en palacio en su com­pañía. El conde de Z., Gabriela y su no­vio, que habían contemplado la escena, permanecían inmóviles, como si se hu­biera apoderado de ellos un terrible es­panto. Los gitanos seguían indiferentes y tranquilos. Fueron soltados de la ca­dena y vueltos a encadenar individual­mente para ser encerrados en los cala­bozos del palacio.
A la mañana siguiente, el conde de Z. reunió al pueblo; trajese a su presencia a los gitanos y declaró que eran inocen­tes de todos los robos que habían acae­cido en la comarca, de modo que, des­pués de quitarles las cadenas, con asom­bro de todos, bien provistos de pases, fueron dejados en completa libertad. Se echó de menos a la mujer de rojo. Al­gunos decían que era la reina de los gi­tanos, que se distinguía de los demás por la cadena de oro que les colgaba del cue­llo y que el plumero rojo, que llevaba en su chambergo español, había estado por la noche en la habitación del conde. Poco tiempo después quedó aclarado que los gitanos no habían tenido la menor par­ticipación en los robos y en los crímenes de la comarca.
Estaba ya próxima la boda de Gabrie­la. Un día ésta vio con asombro que se preparaba una mudanza en varios carros que llevaban muebles, baúles con trajes, ropa; en una palabra, todo lo que denota un traslado. A la mañana siguiente, se enteró de que Angélica, en compañía del ayuda de cámara del conde S. y de una mujer vestida de modo semejante a la gitana de rojo, había emprendido viaje aquella misma noche. El conde Z. desci­fró el enigma, aclarando que, por deter­minados motivos, veíase obligado a ce­der a los deseos absurdos de Angélica, y no solamente la regalaba la casa amue­blada en la alameda de ***, sino que la permitía que llevase allí una vida independiente. Incluso veíase obligado a ad­mitir que nadie de la familia, ni siquie­ra él mismo, podría entrar en la casa sin un permiso especial. El conde de S. aña­dió que, por deseo insistente de Angéli­ca, debía cederle su ayuda de cámara, que había emprendido el viaje a ***. Tu­vo lugar la boda. El conde de S. fue con su esposa a *** y así pasó un año gozan­do de una alegría no turbada. Pero poco después comenzó a sentir una extraña enfermedad. Sucedía que un oculto dolor le robaba las fuerzas vitales y el goce de la vida, y eran vanos los esfuerzos de su esposa para descubrir el secreto que parecía destrozarle. Como, finalmen­te. los frecuentes desvanecimientos hi­cieran que su estado cada vez fuese más peligroso, cedió a los consejos de los mé­dicos y encaminóse a Pisa. Gabriela no pudo acompañarle, ya que esperaba dar a luz en las próximas semanas.
—A partir de aquí —prosiguió el mé­dico— lo que le sucedió a la condesa Gabriela es tan extraño que basta con que escuchéis lo que viene a continua­ción. En una palabra: su hija desapare­ció de la cuna de forma inexplicable y fueron inútiles todas sus pesquisas; su desconsuelo convirtióse en desespera­ción, ya que al mismo tiempo el conde de Z. le comunicó la horrible noticia de que su yerno, al que creía camino de Pisa, había sido encontrado muerto de un ataque fulminante precisamente en casa de Angélica, en ***; que Angélica se había vuelto loca, todo lo cual le resul­taba insoportable al conde de Z.
En cuanto Gabriela de S. se recuperó un poco, se apresuró a dirigirse a las po­sesiones de su padre; después de pasar una noche entera insomne, contemplan­do la imagen del esposo y de la niña per­didos, creyó oír un ligero rumor en la puerta de su alcoba; encendió el cirio del candelabro que le servía durante la no­che, y salió. Y ¡santo Dios!, acurrucada en el suelo, envuelta en su chal rojo, per­manecía la gitana, mirándola con ojos fi­jos e inmóviles y en sus brazos tenía una criatura que lloraba tan angustiosamen­te que a la condesa le dio. un vuelco el corazón. ¡Era su hija!... ¡La hija perdi­da! Arrancó la niña de los brazos de la gitana y apenas lo había hecho cuando ésta cayó retorciéndose y quedó como una muñeca inanimada. A los gritos de espanto de la condesa todos despertaron y acudieron presurosos, encontrando muerta a la gitana, qué por medio nin­guno pudo ser reanimada, y el conde hizo que la enterrasen. No pudo hacer otra cosa sino apresurarse a ir hacia la enloquecida Angélica, donde quizá pudie­ran descubrir el secreto de la niña. Pero encontró que todo había cambiado. La furia salvaje de Angélica había alejado a todas las criadas; sólo el ayuda de cá­mara permanecía con ella. Luego. Angé­lica volvió a tranquilizarse y a recobrar la razón.
Pero cuando el conde le refirió la his­toria de la niña de Gabriela, juntando las manos, dijo riéndose a carcajadas: «¿Ya ha venido la muñequita? ¿Ya ha venido?... ¿Enterrada, enterrada? ¡Jesús! ¡Qué elegante está el faisán dorado! ¿No sabéis nada del león verde con los ojos azules?».
Con gran espanto dióse cuenta el con­de del retorno de la locura, mientras sú­bitamente el semblante de ella parecía adquirir los rasgos de la gitana. Decidió entonces llevársela a sus posesiones, aun cuando el ayuda de cámara aconsejara lo contrario.
En el mismo instante de empezar los preparativos para partir, se apoderó de nuevo dé Angélica el ataque de rabia y de furor. En una pausa de lucidez, su­plicó a su padre con ardientes lágrimas que la dejase morir en la casa, y éste, conmovido, accedió, aunque consideró que la confesión que se escapó de sus labios era sólo una prueba más de la locura que sufría. Angélica confesó que el conde S. había vuelto a sus brazos y que la niña que la gitana había llevado a casa del conde de Z. era el fruto de esta unión.
En la ciudad todos creyeron que el conde de Z. había llevado a la infeliz a sus posesiones, aunque en realidad permanecía oculta en la casa vacía, al cui­dado del ayuda de cámara. El conde Z. murió poco tiempo después y la condesa Gabriela de S. vino con Edmunda para arreglar los papeles familiares. No re­nunció entonces a ver a su infeliz her­mana. En esta visita debió de haber su­cedido algo raro, aunque la condesa no me confío nada; sólo habló, en general, de que se habían visto obligadas a librar a la infeliz loca de la tiranía del viejo ayuda de cámara. Ya en una ocasión éste trató de, dominar los ataques de locura. castigándola cruelmente, pero se dejó embaucar al oír las alusiones de Angé­lica, que decía saber hacer oro, y junto con ella había emprendido toda clase de extrañas operaciones, al tiempo que la proporcionaba todo lo necesario para es­ta transformación.
—Sería superfluo —me dijo el médico» poniendo así fin a su relato—, sería superfluo que os dijese precisamente a vos, que os fijaseis bien en la rara relación que tienen todas estas extrañas cosas. Estoy convencido de que sois quien des­encadenó la catástrofe que debía ocasio­nar la inmediata curación o la muerte de la vieja. Por lo demás, no quiero ocul­tar que me he asustado no poco cuando entré en relación magnética con usted, lo cual ocurrió al mirar en el espejo. Sólo usted y yo sabemos que contemplamos la imagen de Edmunda.
Como el médico creyó oportuno no añadir ningún comentario más, yo tam­bién considero innecesario extenderme sobre el asunto y, sobre todo, acerca de las relaciones posibles entre Angélica, Edmunda, yo y el viejo ayuda de cámara, y no traté de averiguar nada tampoco sobre las místicas y recíprocas relacio­nes que desempeñaron su papel demo­níaco. Únicamente añadiré que la impre­sión siniestra que estos sucesos me pro­dujeron fueron causa de que tuviera que irme de la ciudad, y, aunque pasado al­gún tiempo olvidé todo, creo que en el mismo instante en que falleció la vieja loca experimenté un sentimiento de bien­estar.
Así terminó Teodoro su relato. Mucho hablaron sus amigos de aquella aventura y todos estuvieron de acuerdo en que en ella se unía lo raro con lo maravilloso en extraña mezcla.


Guy de Maupassant - Aparicion


Guy de Maupassant
Aparicion
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Se hablaba de secuestros a raíz de un reciente proceso. Era al final de una velada íntima en la rue de Grenelle, en una casa antigua, y cada cual tenía su historia, una historia que afirmaba que era verdadera.Entonces el viejo marqués de la Tour-Samuel, de ochenta y dos años, se levantó y se apoyó en la chimenea. Dijo, con voz un tanto temblorosa:Yo también sé algo extraño, tan extraño que ha sido la obsesión de toda mi vida. Hace ahora cincuenta y seis años que me ocurrió esta aventura, y no pasa ni un mes sin que la reviva en sueños. De aquel día me ha quedado una marca, una huella de miedo, ¿entienden? Sí, sufrí un horrible temor durante diez minutos, de una forma tal que desde entonces una especie de terror constante ha quedado para siempre en mi alma. Los ruidos inesperados me hacen sobresaltar hasta lo más profundo; los objetos que distingo mal en las sombras de la noche me producen un deseo loco' de huir. Por las noches tengo miedo.¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar a la edad que tengo ahora. En estos momentos puedo contarlo todo. Cuando se tienen ochenta y dos años está permitido no ser valiente ante los peligros imaginarios. Ante los peligros verdaderos jamás he retrocedido, señoras.Esta historia alteró de tal modo mi espíritu,: me trastornó de una forma tan profunda, tan misteriosa, tan horrible, que jamás hasta ahora la he contado. La he guardado en el fondo más íntimo de mí, en ese fondo donde uno guarda los secretos penosos, los secretos vergonzosos, todas las debilidades inconfesables que tenemos en nuestra existencia.Les contaré la aventura tal como ocurrió, sin intentar explicarla. Por supuesto es explicable, a menos que yo haya sufrido una hora de locura. Pero no, no estuve loco, y les daré la prueba. Imaginen lo que quieran. He aquí los hechos desnudos.Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de guarnición en Ruán.Un día, mientras paseaba por el muelle, encontré a un hombre que creí reconocer sin recordar exactamente quién era. Hice instintivamente un movimiento para detenerme. El desconocido captó el gesto, me miró y se me echó a los brazosEra un amigo de juventud al que había querido mucho. Hacía cinco años que no lo veía, y desde entonces parecía haber envejecido medio siglo. Tenía el pelo completamente blanco; y caminaba encorvado, como agotado. Comprendió misorpresa y me contó su vida. Una terrible desgracia lo había destrozado. Se había enamorado locamente de una joven, y se había casado con ella en una especie de éxtasis de felicidad. Tras un año de una felicidad sobrehumana y de una pasión inagotada, ella había muerto repentinamente de una enfermedad cardíaca, muerta por su propio amor, sin duda.Él había abandonado su quinta el mismo día del entierro, y había acudido a vivir a su casa en Ruán. Ahora vivía allí, solitario y desesperado, carcomido por el dolor, tan miserable que sólo pensaba en el suicidio.-Puesto que te he encontrado de este modo -me dijo-, me atrevo a pedirte que me hagas un gran servicio: ir a buscar a mi quinta, al secreter de mi habitación, de nuestra habitación, unos papeles que necesito urgentemente. No puedo encargarle esta misión a un subalterno o a un empleado porque es precisa una impenetrable discreción y un silencio absoluto. En cuanto a mí, por nada del mundo volvería a entrar en aquella casa.»Te daré la llave de esa habitación, que yo mismo cerré al irme, y la llave de mi secreter. Además le entregarás una nota mía a mi jardinero que te abrirá la quinta.»Pero ven a desayunar conmigo mañana, y hablaremos de todo eso.Le prometí hacerle aquel sencillo servicio. No era más que un paseo para mí, su quinta se hallaba a unas cinco leguas de Ruán. No era más que una hora a caballo.A las diez de la mañana siguiente estaba en su casa. Desayunamos juntos, pero no pronunció ni veinte palabras. Me pidió que le disculpara; el pensamiento de la visita que iba a efectuar yo en aquella habitación, donde yacía su felicidad, le trastornaba, me dijo. Me pareció en efecto singularmente agitado, preocupado, como si en su alma se hubiera librado un misterioso combate.Finalmente me explicó con exactitud lo que tenía que hacer. Era muy sencillo. Debía tomar dos paquetes de cartas y un fajo de papeles cerrados en el primer cajón de la derecha del mueble del que tenía la llave. Añadió:-No necesito suplicarte que no los mires.Me sentí casi herido por aquellas palabras, y se lo dije un tanto vivamente. Balbuceó:-Perdóname, sufro demasiado.Y se echó a llorar.Me marché una hora más tarde para cumplir mi misión.Hacía un tiempo radiante, y avancé al trote largo por los prados, escuchando el canto de las alondras y el rítmico sonido de mi sable contra mi bota.Luego entré en el bosque y puse mi caballo al paso. Las ramas de los árboles me acariciaban el rostro; y a veces atrapaba una hoja con los dientes y la masticaba ávidamente, en una de estas alegrías de vivir que nos llenan, no se sabe por qué, de una felicidad tumultuosa y como inalcanzable, una especie de embriaguez de fuerza.Al acercarme a la quinta busqué en el bolsillo la carta que llevaba para el jardinero, y me di cuenta con sorpresa de que estaba lacrada. Aquello me irritó de tal modo que estuve a punto de volver sobre mis pasos sin cumplir mi encargo. Luego pensé que con aquello mostraría una sensibilidad de mal gusto. Mi amigo había podido cerrar la carta sin darse cuenta de ello, turbado como estaba.La casa parecía llevar veinte años abandonada. La barrera, abierta y podrida, se mantenía en pie nadie sabía cómo. La hierba llenaba los caminos; no se distinguían los arriates del césped.Al ruido que hice golpeando con el pie un postigo, un viejo salió por una puerta lateral y pareció estupefacto de verme. Salté al suelo y le entregué la carta. La leyó, volvió a leerla, le dio la vuelta, me estudió de arriba abajo se metió el papel en el bolsillo y dijo:-¡Y bien! ¿Qué es lo que desea?Respondí bruscamente:-Usted debería de saberlo, ya que ha recibido dentro de ese sobre las órdenes de su amo; quiero entrar en la casa.Pareció aterrado. Declaró:-Entonces, ¿piensa entrar en... en su habitación?Empecé a impacientarme.-¿Por Dios! ¿Acaso tiene usted intención de interrogarme?Balbuceó:-No..., señor..., pero es que... es que no se ha abierto desde... desde... la muerte. Si quiere esperarme cinco minutos, iré... iré a ver si...Le interrumpí colérico.-¡Ah! Vamos, ¿se está burlando de mí? Usted no puede entrar, porque aquí está la llave.No supo qué decir.-Entonces, señor, le indicaré el camino.-Señáleme la escalera y déjeme sólo. Sabré encontrarla sin usted.-Pero.... señor... sin embargo...Esta vez me irrité realmente.-Está bien, cállese, ¿quiere? 0 se las verá conmigo.Lo aparté violentamente y entré en la casa.Atravesé primero la cocina, luego dos pequeñas habitaciones que ocupaba aquel hombre con su mujer. Franqueé un gran vestíbulo, subí la escalera, y reconocí la puerta indicada por mi amigo.La abrí sin problemas y entré.El apartamento estaba tan a oscuras que al principio no distinguí nada. Me detuve, impresionado por aquel olor mohoso y húmedo de las habitaciones vacías y cerradas, las habitaciones muertas. Luego, poco a poco, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y vi claramente una gran pieza en desorden, con una cama sin sábanas, pero con sus colchones y sus almohadas, de las que una mostraba la profunda huella de un codo o de una cabeza, como si alguien acabara de apoyarse en ella.Las sillas aparecían en desorden. Observé que una puerta, sin duda la de un armario, estaba entreabierta.Me dirigí primero a la ventana para dar entrada a la luz del día y la abrí; pero los hierros de las contraventanas estaban tan oxidados que no pude hacerlos ceder.Intenté incluso forzarlos con mi sable, sin conseguirlo. Irritado ante aquellos esfuerzos inútiles, y puesto que mis ojos se habían acostumbrado al final perfectamente a las sombras, renuncié a la esperanza de conseguir más luz y me dirigí al secreter.Me senté en un sillón, corrí la tapa, abrí el cajón indicado. Estaba lleno a rebosar. No necesitaba más que tres paquetes, que sabía cómo reconocer, y me puse a buscarlos.Intentaba descifrar con los ojos muy abiertos lo escrito en los distintos fajos, cuando creí escuchar, o más bien sentir, un roce a mis espaldas. No le presté atención, pensando que una corriente de aire había agitado alguna tela. Pero, al cabo de un minuto, otro movimiento, casi indistinto, hizo que un pequeño estremecimiento desagradable recorriera mi piel. Todo aquello era tan estúpido que ni siquiera quise volverme, por pudor hacia mí mismo. Acababa de descubrir el segundo de los fajos que necesitaba y tenía ya entre mis manos el tercero cuando un profundo y penoso suspiro, lanzado contra mi espalda, me hizo dar un salto alocado a dos metros de allí. Me volví en mi movimiento, con la mano en la empuñadura de mi sable, y ciertamente, si no lo hubiera sentido a mi lado, hubiera huido de allí como un cobarde.Una mujer alta vestida de blanco me contemplaba, de pie detrás del sillón donde yo había estado sentado un segundo antes.¡Mis miembros sufrieron una sacudida tal que estuve a punto de caer de espaldas! ¡Oh! Nadie puede comprender, a menos que los haya experimentado, estos espantosos y estúpidos terrores. El alma se hunde; no se siente el corazón; todo el cuerpo se vuelve blando como una esponja, cabría decir que todo el interior de uno se desmorona.No creo en los fantasmas; sin embargo, desfallecí bajo el horrible temor a los muertos, y sufrí, ¡oh!, sufrí en unos instantes más que en todo el resto de mi vida, bajo la irresistible angustia de los terrores sobrenaturales.¡Si ella no hubiera hablado, probablemente ahora estaría muerto! Pero habló; habló con una voz dulce y dolorosa que hacía vibrar los nervios. No me atreveré a decir que recuperé el dominio de mí mismo y que la razón volvió a mí. No. Estaba tan extraviado que no sabía lo que hacía; pero aquella especie de fiereza íntima que hay en mí, un poco del orgullo de mi oficio también, me hacían mantener, casi pese a mí mismo, una actitud honorable. Fingí ante mí, y ante ella sin duda, ante ella, fuera quien fuese, mujer o espectro. Me di cuenta de todo aquello más tarde, porque les aseguro que, en el instante de la aparición, no pensé en nada. Tenía miedo.-¡Oh, señor! -me dijo-. ¡Podéis hacerme un gran servicio!Quise responderle, pero me fue imposible pronunciar una palabra. Un ruido vago brotó de mi garganta.-¿Querréis? -insistió-. Podéis salvarme, curarme. Sufro atrozmente. Sufro, ¡oh, sí, sufro!Y se sentó suavemente en mi sillón. Me miraba.-¿Querréis?Afirmé con la cabeza incapaz de hallar todavía mi voz.Entonces ella me tendió un peine de carey y murmuró-Peinadme, ¡oh!, peinadme; eso me curará; es preciso que me peinen. Mirad mi cabeza... Cómo sufro; ¡cuanto me duelen los cabellos!Sus cabellos sueltos, muy largos, muy negros, me parecieron, colgaban por encima del respaldo del sillón y llegaban hasta el suelo.¿Por qué hice aquello? ¿Por qué recibí con un estremecimiento aquel peine, y por qué tomé en mis manos sus largos cabellos que dieron a mi piel una sensación de frío atroz, como si hubiera manejado serpientes? No lo sé.Esta sensación permaneció en mis dedos, y me estremezco cuando pienso en ella.La peiné. Manejé no sé cómo aquella cabellera de hielo. La retorcí, la anudé y la desanudé; la trencé como se trenza la crin de un caballo. Ella suspiraba, inclinaba la cabeza, parecía feliz.De pronto me dijo «¡Gracias!», me arrancó el peine las manos y huyó por la puerta que había observado que estaba entreabierta.Ya solo, sufrí durante unos segundos ese trastorno de desconcierto que se produce al despertar después de una pesadilla. Luego recuperé finalmente los sentidos; corrí a la ventana y rornpí las contraventanas con un furioso golpe.Entró un chorro de luz diurna. Corrí hacia la puerta por donde ella se había ido. La hallé cerrada e infranqueable.Entonces me invadió una fiebre de huida, un pánico, el verdadero pánico de las batallas. Cogí bruscamente los tres paquetes de cartas del abierto secreter; atravesé corriendo el apartamento, salté los peldaños de la escalera de cuatro en cuatro, me hallé fuera no sé por dónde, y, al ver a mi caballo a diez pasos de mí, lo monté de un salto y partí al galope.No me detuve más que en Ruán, delante de mi alojamiento. Tras arrojar la brida a mi ordenanza, me refugié en mi habitación, donde me encerré para reflexionar.Entonces, durante una hora, me pregunté ansiosamente si no habría sido juguete de una alucinación. Ciertamente, había sufrido una de aquellas incomprensibles sacudidas nerviosas, uno de aquellos trastornos del cerebro que dan nacimiento a los milagros y a los que debe su poder lo sobrenatural.E iba ya a creer en una visión, en un error de mis sentidos, cuando me acerqué a la ventana. Mis ojos, por azar, descendieron sobre mi pecho. ¡Mi dormán estaba lleno de largos cabellos femeninos que se habían enredado en los botones!Los cogí uno por uno y los arrojé fuera por la ventana con un temblor de los dedos.Luego llamé a mi ordenanza. Me sentía demasiado emocionado, demasiado trastornado Para ir aquel mismo día a casa de mi amigo. Además , deseaba reflexionar a fondo lo que debía decirle.Le hice llevar las cartas, de las que extendió un recibo al soldado. Se informó sobre mi. El soldado le dijo que no me encontraba bien, que había sufrido una ligera insolación, no sé qué. Pareció inquieto.Fui a su casa a la mañana siguiente, poco después de amanecer, dispuesto a contarle la verdad. Había salido el día anterior por la noche y no había vuelto.Volví aquel mismo día, y no había vuelto. Aguardé una semana. No reapareció. Entonces previne a la justicia. Se le hizo buscar por todas partes, sin descubrir la más mínima huella de su paso o de su destino.Se efectuó una visita minuciosa a la quinta abandonada. No se descubrió nada sospechoso allí.Ningún indicio reveló que hubiera alguna mujer oculta en aquel lugar.La investigación no llegó a ningún resultado, y las pesquisas fueron abandonadas.Y, tras cincuenta y seis años, no he conseguido averiguar nada. No sé nada más.

Historia de un muerto contada por él mismo


Historia de un muerto contada por él mismo
Alejandro Dumas
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Una noche de diciembre nos hallábamos reunidos tres amigos en el taller de un pintor. Hacia un tiempo sombrío y frío, y la lluvia golpeaba los cristales con un ruido continuo y monótono.
El taller era inmenso y estaba débilmente iluminado por la luz de una estufa en torno a la que conversábamos.
Aunque todos fuéramos jóvenes y alegres, la conversación había tomado, a pesar nuestro, un aire de aquella noche triste, y las palabras alegres se habían agotado rápidamente.
Uno de nosotros reanimaba constantemente la hermosa llama azul de un ponche que arrojaba sobre todos los objetos circundantes una claridad fantástica. Los grandes bosquejos, los cristos, las bacantes, las madonas, parecían moverse y danzar sobre las paredes, como grandes cadáveres fundidos en el mismo tono verdoso. Aquel vasto salón, resplandeciente de día por las creaciones del pintor, lleno de sus sueños, había tomado aquella noche en la penumbra, un carácter extraño.
Cada vez que la cucharilla de plata volvía a caer en el tazón lleno de licor encendido, los objetos se reflejaban sobre los muros con formas desconocidas y con tintes inauditos; desde los viejos profetas de barba blanca hasta esas caricaturas que cubren las paredes de los talleres, y que parecen un ejército de demonios como los que aparecen en sueños, o como los que dibujaba Goya. Además, la calma brumosa y fría del exterior aumentaba lo fantástico del interior; cada vez que mirábamos aquella claridad por un instante, nos veíamos a nosotros mismos con rostros de un gris verdoso, con los ojos fijos y brillantes como carbunclos, los labios pálidos y las mejillas sumidas. Quizá lo más impresionante era una máscara de yeso, moldeada sobre el rostro de uno de nuestros amigos, muerto hacía algún tiempo, máscara que, colgada cerca de la ventana, recibía en su perfil el reflejo del ponche, lo que le daba una fisonomía extrañamente burlona.
Todo el mundo ha sufrido como nosotros la influencia de salones vastos y tenebrosos, como los describe Hoffmann o como los pinta Rembrandt; todo el mundo ha experimentado, al menos una vez, esos miedos sin causa, esas fiebres espontáneas a la vista de objetos a los que el rayo pálido de la luna o la luz dudosa de una lámpara otorgan una forma misteriosa; todo el mundo se ha encontrado en una habitación grande y sombría, junto a un amigo, escuchando algún cuento inverosímil y experimentado ese terror secreto que se puede hacer cesar de golpe encendiendo una lámpara o hablando de otra cosa, lo que evitamos hacer, porque es muy grande la necesidad de emociones, verdaderas o falsas, que tiene nuestro pobre corazón.
En fin, aquella noche, éramos tres. La conversación, que nunca toma la línea recta para llegar a su meta, había seguido todas las fases de nuestras ideas veinteañeras: unas veces ligera como el humo de nuestros cigarrillos, otras vivaz como la llama del ponche, otras sombría como la sonrisa de aquella máscara de yeso.
Habíamos llegado a un punto en el que no hablábamos siquiera; los puros, que seguían el movimiento de las cabezas y de las manos, brillaban como tres aureolas girando en la sombra.
Era evidente que el primero que abriera la boca y que turbara el silencio, aunque fuera para una broma, causaría inquietud a los otros dos: hasta tal punto estábamos sumidos, cada uno por nuestro lado, en una ensoñación miedosa.
–Henri –dijo el que vigilaba el ponche, dirigiéndose al pintor–, ¿has leído a Hoffman?
–¡Por supuesto! –respondió Henri.
–Y, ¿qué piensas de él?
–Pienso que es admirable, y tanto más cuanto que creía evidentemente en lo que escribía. Por lo que a mí respecta, sólo sé que cuando lo leía por la noche, me iba a la cama frecuentemente sin cerrar mi libro y sin atreverme a mirar detrás de mí.
–¿O sea, que te gusta lo fantástico?
–Mucho.
–¿Y a ti? –pregunto dirigiéndose a mí.
–También.
–Pues bien, voy a contaros una historia fantástica que me ocurrió.
–Esto no podía acabar de otro modo; cuenta.
–¿Es una historia que te ocurrió a ti mismo? –pregunté.
–A mí mismo.
–Pues cuenta, hoy estoy dispuesto a creer todo.
–Tanto más cuanto que, palabra de honor, puedo afirmar que soy el héroe.
–Bueno, adelante, te escuchamos.
Dejó caer la cucharilla en el tazón. La llama se apagó poco a poco, y permanecimos en una oscuridad casi completa, con solo las piernas iluminadas por el fuego de la estufa.
El comenzó:
–Una noche, hará aproximadamente un año, hacía el mismo tiempo que hoy, el mismo frío, la misma lluvia, la misma tristeza. Yo tenía muchos enfermos, y después de haber hecho mi última visita, en lugar de ir un instante a Les Italiens, como tenía por costumbre, me hice llevar a mi casa. Vivía en una de las calles más desiertas del barrio Saint–Germain. Estaba muy cansado y me acosté pronto. Apagué la lámpara, y durante algún tiempo me entretuve mirando el fuego, que ardía y hacía danzar grandes sombras sobre la cortina de mi cama; finalmente, mis ojos se cerraron y me dormí.
«Hacía aproximadamente una hora que dormía cuando sentí una mano que me sacudía vigorosamente. Me desperté sobresaltado, como quien espera dormir mucho tiempo, y observé con asombro al visitante nocturno. Era mi criado.
»–Señor –me dijo–, levántese inmediatamente, le buscan para que visite a una joven que se muere.
»–¿Y dónde vive esa joven? –le pregunté.
»–Casi enfrente; además, ahí está la persona que ha venido por vos para acompañarle.
»Me levanté y me vestí apresuradamente, pensando que la hora y la circunstancia harían perdonar mi vestimenta; cogí mi lanceta y seguí al hombre que me habían enviado.
»Llovía a cántaros.
»Afortunadamente no tuve más que atravesar la calle y al instante estuve en casa de la persona que reclamaba mis cuidados. Vivía en un palacete vasto y aristocrático. Crucé un gran patio, subí los peldaños de una escalinata, pasé por un vestíbulo donde se hallaban unos criados aguardándome: me hicieron subir un piso y pronto me encontré en la habitación de la enferma. Era una gran habitación con viejos muebles de madera negra esculpida. Una mujer me introdujo en aquella habitación a la que nadie nos siguió. Fui dirigido hacia una gran cama de columnas tapizada con una antigua y rica tela de seda y vi, sobre la almohada, la más encantadora cabeza de madona que jamás haya soñado Rafael. Tenía unos cabellos dorados como una ola del Pactolo, enmarcando un rostro de un perfil angélico; tenía los ojos semicerrados y la boca entreabierta dejaba ver una doble hilera de perlas. Su cuello resplandecía de blancura, puro de líneas; su camisa entreabierta insinuaba un pecho hermoso capaz de tentar a San Antonio y, cuando cogí su mano, recordé esos brazos blancos que Homero da a Juno. En fin, aquella mujer era una mezcla del ángel cristiano y de la diosa pagana; todo en ella revelaba la pureza del alma y la fogosidad de los sentidos. Hubiera podido pasar al mismo tiempo por la santa Virgen o por una bacante lasciva, enloquecer a un sabio y dar la fe a un ateo. Cuando me acerqué a ella, sentí a través del calor de la fiebre ese perfume misterioso hecho de todos los perfumes que emana la mujer.
»Permanecí sin recordar la causa que me había llevado allí, mirándola como una revelación y sin encontrar nada semejante ni en mis recuerdos ni en mis sueños; cuando ella volvió la cabeza hacia mí, abrió sus grandes ojos azules y me dijo:
»–Sufro mucho.
»Sin embargo, no tenía casi nada. Una sangría y estaba salvada. Cogí mi lanceta y en el momento de tocar aquel brazo tan blanco, mi mano tembló. Pero el médico se impuso al hombre. Cuando hube abierto la vena, corrió una sangre pura como de coral en fusión, y ella se desvaneció.
»Ya no quise dejarla. Me quedé a su lado. Experimentaba una secreta felicidad por tener la vida de aquella mujer entre mis manos; detuve la sangre, ella volvió a abrir poco a poco los ojos, se llevó la mano que tenía libre a su pecho, se volvió hacia mí, y mirándome con una de esas miradas que condenan o salvan me dijo:
»–Gracias, sufro menos.
»Había tanta voluptuosidad, tanto amor y tanta pasión alrededor de ella que yo estaba clavado en mi sitio, contando cada latido de mi corazón por los latidos del suyo, escuchando su respiración todavía un poco febril, y diciéndome que si había alguna cosa del cielo en esta tierra, debía ser el amor de aquella mujer.
»Se durmió.
»Yo estaba arrodillado sobre los peldaños de su cama, como un sacerdote en el altar. Una lámpara de alabastro colgada del techo lanzaba una claridad encantadora sobre todos los objetos. Estaba solo a su lado. La mujer que me había introducido había salido para anunciar que su ama estaba bien y que no se necesitaba a nadie. Era verdad, su ama estaba allí, tranquila y hermosa como un ángel dormido en su plegaria. En cuanto a mí, yo estaba loco...
»Pero no podía quedarme en aquella habitación toda la noche. Por tanto, salí también sin hacer ruido para no despertarla. Receté algunos cuidados al irme, y dije que volvería al día siguiente.
»Cuando regresé a mi casa, estuve desvelado por su recuerdo. Comprendí que el amor de aquella mujer debía ser un encantamiento eterno hecho de ensoñación y de pasión; que debía ser púdica como una santa y apasionada como una cortesana; concebí que debía ocultar al mundo todos los tesoros de su belleza, y que a su amante debía entregarse desnuda por entero. En fin, su imagen quemó mi noche, y cuando llegó la claridad yo estaba locamente enamorado.
»Más tarde, tras los pensamientos locos de una noche agitada llegaron las reflexiones: me dije que un abismo infranqueable me separaba de aquella mujer, que era demasiado bella para no tener un amante; que debía ser demasiado amado para que ella le olvidase, y me puse a odiar sin conocer a aquel hombre, a quien Dios daba tanta felicidad en este mundo, para que pudiera sufrir, sin protestar, una eternidad de dolores.
»Esperaba impaciente la hora a la que podía presentarme en su casa, y el tiempo que pasé esperándola me pareció un siglo.
»Finalmente llegó la hora, y salí.
»Cuando llegué, me hicieron entrar en un gabinete exquisito, de un rococó furioso, de un pompadur sorprendente; estaba sola y leía: un gran vestido de terciopelo negro la ceñía por todas partes, no dejando ver, como en las vírgenes del Perugino, más que las manos y la cabeza. Tenía el brazo que yo había sangrado, coquetamente en cabestrillo y extendía ante el fuego sus pequeños pies, que no parecían hechos para caminar sobre esta tierra. Esa mujer era tan completamente bella que Dios parecía haberla dado al mundo como un esbozo de los ángeles.
»Me tendió la mano y me hizo sentar a su lado.
»–¿Tan pronto levantada, señora? –le dije–, sois imprudente.
»–No, soy fuerte –me contestó sonriendo–, he dormido muy bien, y además no estaba enferma.
»–Sin embargo, decíais que sufríais.
»–Más del pensamiento que del cuerpo –dijo con un suspiro.
»–¿Tenéis alguna pena, señora?
»–Oh, una profunda. Afortunadamente Dios también es médico, y ha encontrado la panacea universal, el olvido.
»–Pero hay dolores que matan –le dije.
»–Y bien, la muerte o el olvido, ¿no es lo mismo? La una es la tumba del cuerpo, la otra la tumba del corazón, eso es todo.
»–Pero vos, señora –dije–, ¿cómo podéis tener una pena? Estáis demasiado alta para que os alcance, y los dolores deben sentirse bajo vuestros pies como las nubes bajo los pies de Dios; las tormentas para nosotros, para vos la serenidad.
»–Eso es lo que os engaña –continuó ella–, y lo que prueba que toda vuestra ciencia se detiene ahí, en el corazón.
»–Y bien –le dije–, tratad de olvidar, señora. Dios permite a veces que una alegría suceda a un dolor, que la sonrisa suceda a las lágrimas, cierto; y cuando el corazón de aquel que prueba está demasiado vacío para llenarse solo, cuando la herida es demasiado profunda para cerrar sin ayuda, envía al camino de aquella a la que quiere consolar otra alma que la comprende; porque sabe que se sufre menos sufriendo a dúo; y llega un momento en que el corazón vacío se llena de nuevo o la herida cicatriza.
»–¿Y cuál es el dictamen, doctor –me dijo ella–, con qué curarías semejante herida?
»Se hizo un silencio bastante largo durante el cual admiré aquel rostro divino, sobre el que la media luz filtrada a través de las cortinas de seda arrojaba tintes encantadores, y admiré también aquellos hermosos cabellos de oro, no sueltos como en la víspera, sino alisados sobre las sienes y cogidos en la nuca.
»Desde el principio, la conversación había adoptado un aire triste; por eso aquella mujer me pareció más radiante aún que la primera vez, con su triple corona de belleza, pasión y dolor. Dios la había probado con el dolor y era preciso que aquel a quien ella diera su alma aceptara la misión, doblemente santa, de hacerle olvidar el pasado y esperar el futuro.
»Por eso permanecí ante ella, no ya loco como lo estaba la víspera ante su fiebre, sino recogido ante su resignación. Si me hubiera sido dada en aquel momento, habría caído a sus pies, le habría cogido las manos, y hubiera llorado con ella como con una hermana, respetando al ángel y consolando a la mujer.
»Pero ¿cuál era aquel dolor que había que hacer olvidar, que había causado aquella herida sangrante todavía? Era lo que yo ignoraba, lo que debía adivinar, porque ya existía entre la enferma y el médico suficiente intimidad para que me confesase una pena, pero no la suficiente para que me contara la causa. Nada a su alrededor podía ponerme sobre la pista: la víspera, nadie había ido a su cabecera para inquietarse por ella; al día siguiente, nadie se presentaba para verla. Aquel dolor debía estar, pues, en el pasado, y reflejarse sólo en el presente.
»–Doctor –me dijo de pronto saliendo de su ensoñación–, ¿podré bailar pronto?
»–Sí, señora –le dije yo, asombrado por aquella transformación.
»–Es que tengo que dar un baile hace mucho tiempo programado –continuó ella; ¿vendréis, verdad? Debéis tener una opinión malísima de mi dolor que, haciéndome soñar de día, no me impide bailar de noche. Es que veréis, es uno de esos pesares que hay que empujar al fondo del corazón para que el mundo no sepa nada; una de esas torturas que debemos enmascarar con una sonrisa, para que nadie las adivine: quiero guardar para mí sola lo que sufro, como otro guardaría su alegría. Este mundo, que tiene envidia y celos al verme bella, me cree feliz, y es una convicción que no quiero quitarle. Por eso bailo, con riesgo de llorar al día siguiente, pero de llorar sola.
»Me tendió la mano con una mirada indefinible de candor y de tristeza, y me dijo:
»–¿Hasta pronto, verdad?
»Yo llevé su mano a mis labios, y salí.
»Llegué a mi casa atontado.
»Desde mi ventana veía las suyas; y me quedé todo el día mirándolas, oscuras y silenciosas. Me olvidaba de todo por aquella mujer; no dormía, no comía; por la noche tenía fiebre, al día siguiente por la mañana, delirio, y a la noche siguiente estaba muerto.»
–¡Muerto! –exclamamos nosotros.
–Muerto –contestó nuestro amigo con un acento de convicción imposible de transcribir–, muerto como Fabien cuya máscara está ahí.
–Continúa –le dije.
La lluvia golpeaba contra los cristales. Volvimos a echar leña en la estufa, cuya llama roja y viva disminuía un poco la oscuridad que invadía el taller.
El continuó:
–A partir de ese momento, sólo experimenté una conmoción fría. Fue, sin duda, el momento en que me arrojaron en la fosa.
«Ignoro desde hacía cuánto tiempo estaba sepultado, cuando oí confusamente una voz que me llamaba por mi nombre. Me estremecí de frío sin poder responder. Algunos instantes después, la voz volvió a llamarme; hice un esfuerzo para hablar pero al moverse mis labios sintieron el sudario que me cubría de la cabeza a los pies. A pesar de ello conseguí articular débilmente estas palabras:
»–¿Quién me llama?
»–Yo –respondió.
»–¿Quién eres tú?
»–Yo.
»Y la voz iba debilitándose como si se hubiera perdido en el cierzo, o como si no hubiera sido más que un ruido pasajero de las hojas.
»Por tercera vez todavía mi nombre llegó a mis oídos, pero esta vez el nombre pareció correr de rama en rama, de tal modo que el cementerio entero lo repitió sordamente, y oí un ruido de alas, como si mi nombre, pronunciado de pronto en el silencio, hubiera hecho volar una bandada de pájaros nocturnos.
»Mis manos se elevaron hasta mi rostro como movidas por resortes misteriosos. Aparté silenciosamente el sudario que me cubría, y traté de ver. Me pareció que despertaba de un largo sueño. Sentía frío.
»Siempre recordaré el espanto sombrío de que estaba rodeado. Los árboles no tenían hojas y sus ramas descarnadas se retorcían dolorosamente como grandes esqueletos. Un débil rayo de luna, que penetraba a través de las nubes negras, iluminaba un horizonte de tumbas blancas que parecían una escalera hacia el cielo. Todas aquellas voces indefinidas de la noche que presidían mi despertar parecían cargadas de misterio y terror.
»Volví la cabeza y busqué a quien me había llamado. Estaba sentado junto a mi tumba, espiando todos mis movimientos, la cabeza apoyada en las manos y una sonrisa extraña bajo su mirada horrible.
»Tuve miedo.
»–¿Quién sois? –le dije reuniendo todas mis fuerzas–, ¿por qué despertarme?
»–Para prestarte un servicio –me respondió.
»–¿Dónde estoy?
»–En el cementerio.
»–¿Quién sois?
»–Un amigo.
»–Dejadme en mi sueño.
»–Escucha –me dijo–, ¿te acuerdas de la tierra?
»–No.
»–¿No echas de menos nada?
»–No.
»–¿Cuánto hace que duermes?
»–Lo ignoro.
»–Yo te lo diré. Estás muerto desde hace dos días, y tu última palabra ha sido el nombre de una mujer en lugar de ser el del Señor. Hasta el punto de que tu cuerpo sería de Satán, si Satán quisiera cogerlo. ¿Comprendes?
»–Sí.
»–¿Quieres vivir?
»–¿Sois Satán?
»–Satán o no, ¿quieres vivir?
»–¿Nada más que vivir?
»–No, volverás a verla.
»–¿Cuándo?
»–Esta noche.
»–¿Dónde?
»–En su casa.
»–Acepto –dije yo tratando de levantarme. ¿Tus condiciones?
»–No te las pongo –me respondió Satán–; ¿crees acaso que de cuando en cuando no soy capaz de hacer el bien? Esta noche ella da un baile y te llevo a él.
»–Vayamos, pues.
»–Vayamos.
»Satán me tendió la mano, y me encontré de pie.
»Describir lo que experimenté sería cosa imposible. Sentía que un frío terrible helaba mis miembros, es todo cuanto puedo decir.
»–Ahora –continuó Satán–, sígueme. Comprende que no te haga salir por la puerta principal, el portero no te dejaría pasar, querido; una vez aquí, no se sale. Sígueme, pues: vamos primero a tu casa, donde te vestirás; porque no puedes ir al baile con el traje que llevas, tanto más cuanto que no es un baile de disfraces; pero envuélvete bien en tu sudario, porque la noche es fría y podrías enfermar.
»Satán se echó a reír como ríe Satán, y yo seguí caminando tras él.
»–Estoy seguro –continuó– de que pese al servicio que te hago, no me amas todavía. Así estáis hechos los hombres, ingratos con vuestros amigos. No es que censure la ingratitud: es un vicio que yo inventé, y es uno de los más difundidos; pero me gustaría verte menos triste. Es la única gratitud que te pido.
»Yo le seguía, blanco y frío como una estatua de mármol que un resorte oculto hace moverse; sólo que en los momentos de silencio habría podido oírse a mis dientes chocar bajo un estremecimiento glacial y a los huesos de mis miembros crujir a cada paso.
»–¿Llegaremos pronto? –dije con esfuerzo.
»–¡Impaciente! –dijo Satán–. ¿Es muy hermosa?
»–Como un ángel.
»–Ay, querido –continuó riendo–, hay que confesar que adoleces de delicadeza en tus palabras; acabas de hablarme de ángel, a mí, que lo he sido; tanto más cuanto que ningún ángel haría por ti lo que yo hago hoy. Pero te perdono; hay que perdonarle algo a un hombre muerto hace dos días. Además, como te decía, esta noche estoy muy alegre; hoy han ocurrido en el mundo cosas que me encantan. Creía que a los hombres degenerados algo los había vuelto virtuosos desde hace algún tiempo, pero no: son siempre los mismos, tal como los creé. Y bien, querido, rara vez he visto jornadas como ésta; he cosechado, desde ayer, seiscientos veintidós suicidas sólo en Europa, y entre ellos hay más jóvenes que viejos, lo cual es una pérdida, porque mueren sin hijos; dos mil doscientos cuarenta y tres asesinatos, siempre sólo en Europa; en las demás partes del mundo, ni llevo la cuenta: con ellas me pasa lo que a los mayores capitalistas, no puedo enumerar mi fortuna. Dos millones seiscientos veintitrés mil novecientos setenta y cinco nuevos adulterios; eso es menos sorprendente debido a los bailes; doscientos jueces que se han vendido; ordinariamente tenía más. Pero lo que mayor placer me ha dado son veintisiete muchachas, la mayor de las cuales no tenía dieciocho años, que han muerto blasfemando de Dios. Cuenta, querido, todo eso es un ingreso aproximado de dos millones seiscientas veintiocho mil almas sólo en Europa. No cuento los incestos, las falsificaciones de moneda, las violaciones: pura calderilla. Por eso, haciendo una media de tres millones de almas que se pierden al día, calcula en cuánto tiempo el mundo entero será mío. Me veré obligado a comprarle a Dios el paraíso para agrandar el infierno.
»–Comprendo tu alegría –murmuré yo acelerando el paso.
»–Me dices eso –continuó Satán– con aire sombrío y de duda; ¿tienes miedo de mí porque me ves cara a cara? ¿Soy tan repulsivo? Razonemos un poco, por favor: ¿que sería del mundo sin mí? ¿Un mundo que tuviera sentimientos procedentes del cielo, y no pasiones procedentes de mí? El mundo moriría de spleen, querido. ¿Quién ha inventado el oro? Yo. ¿El juego? Yo ¿El amor? Yo. ¿Los negocios? También yo. Y no comprendo a los hombres que parecen odiarme tanto. Vuestros poetas, por ejemplo, que hablan de amor puro, no comprenden que al mostrar el amor que salva, inspiran la pasión que pierde; porque gracias a mí, lo que siempre buscáis no es una mujer como la Virgen, sino una pecadora como Eva. Y tú mismo, en este momento, tú que todavía tienes el frío de un cadáver y la palidez de un muerto, no es un amor puro lo que vas a buscar junto a aquella a la que te llevo, si no una noche de voluptuosidad. Ves, pues, que el mal sobrevive a la muerte, y que si el hombre tuviera que escoger, preferiría la eternidad de la pasión a la dicha, y la prueba es que, por algunos años de pasión sobre la tierra, pierde la eternidad de la dicha en el cielo.
»–¿Llegaremos pronto? –dije yo; porque el horizonte iba renovándose siempre, y caminábamos sin avanzar.
»–Siempre impaciente –replicó Satán–, aun cuando trato de abreviar la ruta cuanto puedo. Comprende que no puedo pasar por la puerta, hay una gran cruz y ésta es mi aduana. Cuando viajo y me tropiezo con ella, me detendría, me vería obligado a santiguarme; y puedo cometer un crimen, pero no un sacrilegio; y además, como ya te he dicho, no te dejarían pasar. ¿Crees que se muere, que os entierran, y que un buen día se puede marchar uno sin decir nada? Te equivocas, querido; sin mí habrías tenido que esperar a la resurrección eterna, cosa que habría sido larga. Sígueme, y estate tranquilo, llegaremos. Te he prometido un baile y lo tendrás: yo cumplo mis promesas, y mi firma es conocida.
»Había en esa ironía de mi siniestro compañero un fatalismo que me helaba; todo cuanto acabo de deciros, creo oírlo todavía.
»Caminamos algún tiempo aún, luego llegamos a un muro ante el que estaban amontonadas tumbas formando escalera. Satán puso el pie en la primera, y, contra su costumbre, caminó sobre las piedras sagradas hasta que estuvo en la cima de la muralla.
»Yo vacilé en seguir el mismo camino, tenía miedo.
»Me tendió la mano diciéndome:
»–No hay peligro; puedes poner el pie encima, son conocidos.
»Cuando estuve a su lado me dijo:
»–¿Quieres que te haga ver lo que sucede en París?
»–No, sigamos.
»Saltamos del muro a tierra.
»La luna, bajo la mirada de Satán, se había velado como una joven bajo una mirada descarada. La noche estaba fría, todas las puertas se hallaban cerradas, todas las ventanas oscuras, todas las calles silenciosas; se hubiera dicho que nadie había hollado hacía mucho tiempo el suelo sobre el que caminábamos; todo a nuestro alrededor tenía un aspecto fantasmal. Se podía creer que, cuando el día llegase, nadie abriría las puertas, ninguna cabeza se asomaría a las ventanas, y nadie turbaría el silencio: creía caminar por una ciudad muerta hacía siglos y reencontrada en unas excavaciones; en fin, la ciudad parecía estar despoblada en provecho del cementerio.
»Caminábamos sin oír un ruido, sin encontrar una sombra; la caminata fue larga a través de aquella ciudad espantosa de silencio y de reposo; finalmente llegamos a nuestra casa.
»–¿La reconoces? – me dijo Satán.
»–Sí –respondí sordamente–, entremos.
»–Espera, tengo que abrir. También fui yo el que inventó el robo: tengo una segunda llave de todas las puertas, excepto la de paraíso, por supuesto.
»Entramos.
»La calma exterior continuaba en el interior; era horrible.
»Yo creía soñar, no respiraba ya. Imaginaros volviendo a entrar en vuestra habitación donde habéis muerto hace dos días, encontrando todas las cosas tal como estaban durante vuestra enfermedad, con el sello de ese aire sombrío que da la muerte; volviendo a ver los objetos ordenados, como si ya no tuvieran que ser tocados por vosotros. La única cosa animada que había visto desde mi salida del cementerio fue mi gran péndulo, a cuyo lado había un ser humano muerto, y continuaba contando las horas de mi eternidad como había contado las de mi vida.
»Fui a la chimenea, encendí una bujía para cerciorarme de la verdad, porque todo cuanto me rodeaba se me aparecía a través de una claridad pálida y fantástica que me daba, por así decir, una visión interior. Todo era real; aquella era mi habitación; vi el retrato de mi madre, sonriéndome como siempre; abrí los libros que leía algunos días antes de mi muerte; solamente la cama no tenía ropa, y había sellos en todas partes.
»En cuanto a Satán, se había sentado al fondo, y leía atentamente la Vida de los Santos.
»En aquel momento pasé ante un gran espejo y me vi en mi extraño atuendo, cubierto de un pálido sudario con los ojos apagados. Dudé de aquella vida que me devolvía un poder desconocido, y me llevé la mano al corazón.
»Mi corazón no latía.
»Me llevé la mano a la frente, y mi frente estaba fría como el pecho, el pulso mudo como el corazón; reconocía todo lo que había abandonado; así pues, sólo el pensamiento y los ojos vivían en mí.
»Lo horrible además era que no podía apartar mi mirada de aquel espejo que me devolvía mi imagen sombría, helada y muerta. Cada movimiento de mis labios se reflejaba como la horrible sonrisa de un cadáver. No podía moverme del sitio; no podía gritar.
»El reloj dejó oír ese zumbido sordo y lúgubre que precede al campaneo de los viejos péndulos, y dio las dos; luego todo recuperó la calma.
»Algunos instantes después, una iglesia vecina sonó a su turno, luego otra, luego otra más.
»En un rincón del espejo veía a Satán que se había dormido sobre la Vida de los Santos.
»Conseguí volverme. Había un espejo frente a aquel en el que miraba, de modo que me veía repetido millares de veces con esa claridad pálida que da una sola bujía en una vasta sala.
»El miedo había llegado a su colmo: lancé un grito.
»Satán se despertó.
»–He aquí, sin embargo –me dijo mostrándome el libro–, con qué se quiere dar virtud a los hombres. Es tan aburrido que me he dormido, yo que velo desde hace seis mil años. ¿Todavía no estás preparado?
»–Sí –repliqué maquinalmente–, ya estoy.
»–Date prisa –contestó Satán–, rompe los sellos, coge tus ropas, y oro sobre todo, mucho oro; deja tus cajones abiertos, y mañana la justicia encontrará el modo de condenar a algún pobre diablo por rotura de sellos; será mi pequeña ganancia.
»Me vestí. De vez en cuando me tocaba la frente y el pecho: los dos estaban fríos.
»Cuando estuve preparado, miré a Satán.
»–¿Vamos a verla? –le dije.
»–Dentro de cinco minutos.
»–¿Y mañana?
»–Mañana –me dijo– recuperarás tu vida ordinaria; yo no hago las cosas a medias.
»–¿Sin condiciones? »–Sin condiciones.
»–Salgamos –le dije. »–Sígueme.
»Bajamos.
»Al cabo de unos instantes estábamos en la casa a la que me habían llamado cuatro días antes.
»Subimos.
»Reconocí la escalinata, el vestíbulo, la antecámara. Los accesos al salón estaban llenos de gente. Era una fiesta deslumbrante de luces, de flores, de pedrerías y de mujeres.
»Estaban bailando.
»A la vista de aquella alegría, creí en mi resurrección.
»Me incliné al oído de Satán, que no me había abandonado.
»–¿Dónde está ella? –le dije.
»–En su tocador.
»Esperé a que la contradanza hubiera terminado. Crucé el salón: los espejos con luces de velas reflejaron mi imagen pálida y sombría. Volví a ver aquella sonrisa que me había helado; pero allí ya no había soledad, estaba la gente; no era el cementerio, era un baile; no era la tumba, era el amor. Me dejé embriagar y olvidé por un instante de dónde venía sin pensar en otra cosa que en aquello por lo que había ido.
»Llegado a la puerta del gabinete, la vi; se veía más bella y encantadora que nunca. Me detuve un instante como en éxtasis; iba ceñida por un vestido de blancura resplandeciente, con los hombros y los brazos desnudos. Volví a ver, más con la imaginación que en realidad, un pequeño punto rojo en el lugar que yo había sangrado. Cuando apareció, estaba rodeada de jóvenes a los que apenas escuchaba; alzó indolentemente sus hermosos ojos llenos de voluptuosidad, me vio, pareció dudar al reconocerme, luego, poniendo una sonrisa encantadora, dejó a todo el mundo y se acercó a mí.
»–Ya veis que soy fuerte –me dijo.
»La orquesta se dejó oír.
»–Y para probároslo –continuó cogiéndome del brazo–vamos a valsar juntos.
»Dijo algunas palabras a alguien que pasaba a su lado. Yo vi a Satán junto a mí.
»–Has cumplido tu promesa –le dije–, gracias; pero necesito esta mujer esta misma noche.
»–La tendrás –me dijo Satán–, pero límpiate el rostro, tienes un gusano en la mejilla.
»Y desapareció dejándome todavía más helado que antes. Como para volver a la vida apreté el brazo de aquella a la que iba a buscar desde el fondo de la tumba, y la arrastré al salón.
»Era uno de esos valses embriagadores en los que todo cuanto nos rodea desaparece, en los que no se vive más que uno para otro, en los que las manos se encadenan, en los que los cuerpos se confunden y los pechos se tocan. Yo valsaba con los ojos clavados en sus ojos, y su mirada, que me sonreía eternamente, parecía decirme: "¡Si supieras los tesoros de amor y de pasión que daré a mi amante! ¡Si supieras cuánta voluptuosidad hay en mis caricias, cuánto fuego tienen mis besos! A quien ame, daré ¡todas las bellezas de mi cuerpo, todos los pensamientos de mi alma, porque soy joven, porque soy amante, porque soy bella!"
»Y el vals nos arrastraba en un torbellino lascivo y veloz.
»Esto duró mucho tiempo. Cuando la música cesó, éramos los únicos que seguíamos bailando.
»Ella cayó en mis brazos, con el pecho oprimido, flexible como una serpiente, y alzó sobre mí sus grandes ojos que parecieron decirme: "¡Te amo!"
»La llevé al gabinete, donde estábamos solos. Los salones iban quedando desiertos.
»Ella se dejó caer sobre un diván, cerrando a medias los ojos bajo la fatiga, como bajo un abrazo de amor.
»Me incliné sobre ella, y le dije en voz baja:
»–¡Si supierais cuánto os amo!
»–Lo sé –me dijo ella–, y también yo os amo.
»Era para volverse loco.
»–Daría mi vida–dije– por una hora de amor con vos, y mi alma por una noche.
»–Escucha –dijo ella abriendo una puerta oculta en la tapicería–, dentro de un instante estaremos solos. Espérame.
»Ella me empujó suavemente, y me encontré solo en su dormitorio, todavía alumbrado por la lámpara de alabastro.
»Todo tenía allí un perfume de misteriosa voluptuosidad imposible de describir. Me senté cerca del fuego, porque tenía frío, me miré en el espejo, seguía estando muy pálido. Oí los coches que partían uno a uno; luego, cuando el último hubo desaparecido, se hizo un silencio solemne. Poco a poco mis terrores regresaron; no me atrevía a volverme, tenía frío. Me sorprendía que ella no viniese; contaba los minutos y no oía ningún ruido. Tenía los codos sobre las rodillas y la cabeza entre mis manos.
»Entonces me puse a pensar en mi madre, en mi madre que lloraba en aquel momento a su hijo muerto, en mi madre para quien yo era toda la vida, y que no había tenido más que mis pensamientos secundarios. Todos los días de mi infancia volvieron a pasar ante mis ojos como un sueno. Vi que siempre que había tenido una herida que curar, un dolor que apagar, fue siempre a mi madre a quien recurrí. Quizá en el momento en que yo me preparaba para una noche de amor, ella se preparaba para una noche de insomnio, sola, silenciosa, junto a objetos que me recordaban a ella, o velando con mi solo recuerdo. ¡Qué horrible pensamiento!; tenía remordimientos; las lágrimas vinieron a mis ojos. Me levanté. En el momento en que me miraba en el espejo, vi una sombra pálida y blanca detrás de mí, mirándome fijamente.
»Me volví, era mi hermosa amada.
»Afortunadamente mi corazón no latía, porque de emoción
emoción habría terminado por romperse.
»Todo estaba silencioso, tanto fuera como dentro.
»Me atrajo a su lado, y pronto olvidé todo. Fue una noche imposible de contar, con placeres desconocidos, con voluptuosidades tales que se acercan al sufrimiento. En mis sueños de amor no encontré nada parecido a aquella mujer que tenía en mis brazos, ardiente como una Mesalina, casta como una madona, flexible como una tigresa, con besos que quemaban los labios, con palabras que quemaban el corazón. Había en ella algo tan potentemente atractivo, que hubo momentos en que tuve miedo.
»Por fin la lámpara comenzó a palidecer cuando el día despuntaba.
»–Escucha –me dijo aquella mujer–, hay que marcharse; ya llega el día, no puedes quedarte aquí; pero por la tarde, a primera hora de la noche te espero, ¿si?
»Por última vez sentí sus labios sobre los míos, ella apretó de modo convulso mis manos, y me marché.
»Fuera seguía la misma quietud.
»Caminaba como un loco, creyendo apenas en mi vida, sin pensar en ir a casa de mi madre o volver a la mía, ¡tanto embriagaba mi corazón aquella mujer!
»Sólo sé de una cosa que se desea más que una primera noche pasada junto a una amante: una segunda.
»La luz se había levantado, triste, pálida, fría. Caminé al azar por el campo desierto y desolado, para esperar la noche.
»La noche llegó temprano.
»Corrí a la casa del baile.
»En el momento en que franqueaba el umbral de la puerta, vi un viejo pálido y achacoso que bajaba la escalinata.
»–¿Dónde va el señor? –me detuvo el portero.
»–A casa de la señora de P... –le dije.
»–La señora de P... –dijo él mirándome asombrado y señalándome al viejo–, ese señor es quien vive en este palacete; ella murió hace dos meses.
»Lancé un grito y caí de espaldas.»
–¿Y después? –pregunté yo, ansioso por saber más.
–¿Después? –dijo él gozando de nuestra atención y sopesando sus palabras–, después me desperté, porque todo eso no era más que un sueño.

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