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martes, 19 de febrero de 2013

HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT AIRE FRIO





HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT
AIRE FRIO

Me pides que explique por qué siento miedo de la corriente de aire frío; por qué tiemblo más que otros cuando entro en un cuarto frío, y parezco asqueado y repelido cuando el escalofrío del atardecer avanza a través de un suave día otoñal. Están aquellos que dicen que reacciono al frío como otros lo hacen al mal olor, y soy el último en negar esta impresión. Lo que haré está relacionado con el más horrible hecho con que nunca me encontré, y dejo a tu juicio si ésta es o no una explicación congruente de mi peculiaridad.
Es un error imaginar que ese horror está inseparablemente asociado a la oscuridad, el silencio, y la soledad. Me encontré en el resplandor de media tarde, en el estrépito de la metrópolis, y en medio de un destartalado y vulgar albergue con una patrona prosaica y dos hombres fornidos a mi lado. En la primavera de 1923 había adquirido un almacén de trabajo lúgubre e desaprovechado en la ciudad de Nueva York; y siendo incapaz de pagar un alquiler nada considerable, comencé a caminar a la deriva desde una pensión barata a otra en busca de una habitación que me permitiera combinar las cualidades de una higiene decente, mobiliario tolerable, y un muy razonable precio. Pronto entendí que sólo tenía una elección entre varias, pero después de un tiempo encontré una casa en la Calle Decimocuarta Oeste que me asqueaba mucho menos que las demás que había probado.
El sitio era una histórica mansión de piedra arenisca, aparentemente fechada a finales de los cuarenta, y acondicionada con carpintería y mármol que manchaba y mancillaba el esplendor descendiendo de altos niveles de opulento buen gusto. En las habitaciones, grandes y altas, y decoradas con un papel imposible y ridículamente adornadas con cornisas de escayola, se consumía un deprimente moho y un asomo de oscuro arte culinario; pero los suelos estaban limpios, la lencería tolerablemente bien, y el agua caliente no demasiado frecuentemente fría o desconectada, así que llegué a considerarlo, al menos, un sitio soportable para hibernar hasta que uno pudiera realmente vivir de nuevo. La casera, una desaliñada, casi barbuda mujer española llamada Herrero, no me molestaba con chismes o con críticas de la última lámpara eléctrica achicharrada en mi habitación del tercer piso frente al vestíbulo; y mis compañeros inquilinos eran tan silenciosos y poco comunicativos como uno pudiera desear, siendo mayoritariamente hispanos de grado tosco y crudo. Solamente el estrépito de los coches en la calle de debajo resultaban una seria molestia.
Llevaba allí cerca de tres semanas cuando ocurrió el primer incidente extraño. Un anochecer, sobre las ocho, oí una salpicadura sobre el suelo y me alertó de que había estado sintiendo el olor acre del amoniaco durante algún tiempo. Mirando alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteante; aparentemente la mojadura procedía de una esquina sobre el lado de la calle. Ansioso por detener el asunto en su origen, corrí al sótano a decírselo a la casera; y me aseguró que el problema sería rápidamente solucionado.
El Doctor Muñoz, lloriqueó mientras se apresuraba escaleras arriba delante de mí, tiene arriba sus productos químicos. Está demasiado enfermo para medicarse - cada vez está más enfermo - pero no quiere ayuda de nadie. Es muy extraña su enfermedad - todo el día toma baños apestosos, y no puede reanimarse o entrar en calor. Se hace sus propias faenas - su pequeña habitación está llena de botellas y máquinas, y no ejerce como médico. Pero una vez fue bueno - mi padre en Barcelona oyó hablar de él - y tan sólo le curó el brazo al fontanero que se hizo daño hace poco. Nunca sale, solamente al tejado, y mi hijo Esteban le trae comida y ropa limpia, y medicinas y productos químicos. ¡Dios mío, el amoniaco que usa para mantenerse frío!
La Sra. Herrero desapareció escaleras arriba hacia el cuarto piso, y volví a mi habitación. El amoniaco cesó de gotear, y mientras limpiaba lo que se había manchado y abría la ventana para airear, oí los pesados pasos de la casera sobre mí. Nunca había oído al Dr. Muñoz, excepto por ciertos sonidos como de un mecanismo a gasolina; puesto que sus pasos eran silenciosos y suaves. Me pregunté por un momento cuál podría ser la extraña aflicción de este hombre, y si su obstinado rechazo a una ayuda externa no era el resultado de una excentricidad más bien infundada. Hay, reflexioné trivialmente, un infinito patetismo en la situación de una persona eminente venida a menos en este mundo.
Nunca hubiera conocido al Dr. Muñoz de no haber sido por el infarto que súbitamente me dio una mañana que estaba sentado en mi habitación escribiendo. Lo médicos me habían avisado del peligro de esos ataques, y sabía que no había tiempo que perder; así, recordando que la casera me había dicho sobre la ayuda del operario lesionado, me arrastré escaleras arriba y llamé débilmente a la puerta encima de la mía. Mi golpe fue contestado en un inglés correcto por una voz inquisitiva a cierta distancia, preguntando mi nombre y profesión; y cuando dichas cosas fueron contestadas, vino y abrió la puerta contigua a la que yo había llamado.
Una ráfaga de aire frío me saludó; y sin embargo el día era uno de los más calurosos del presente Junio, temblé mientras atravesaba el umbral entrando en un gran aposento el cual me sorprendió por la decoración de buen gusto en este nido de mugre y de aspecto raído. Un sofá cama ahora cumpliendo su función diurna de sofá, y los muebles de caoba, fastuosas colgaduras, antiguos cuadros, y librerías repletas revelaban el estudio de un gentilhombre más que un dormitorio de pensión. Ahora vi que el vestíbulo de la habitación sobre la mía - la "pequeña habitación" de botellas y máquinas que la Sra. Herrero había mencionado - era simplemente el laboratorio del doctor; y de esta manera, su dormitorio permanecía en la espaciosa habitación contigua, cuya cómoda alcoba y gran baño adyacente le permitían camuflar el tocador y los evidentemente útiles aparatos. El Dr. Muñoz, sin duda alguna, era un hombre de edad, cultura y distinción.
La figura frente a mí era pequeña pero exquisitamente proporcionada, y vestía un atavío formal de corte y hechura perfecto. Una cara larga avezada, aunque sin expresión altiva, estaba adornada por una pequeña barba gris, y unos anticuados espejuelos protegían su ojos oscuros y penetrantes, una nariz aquilina que daba un toque árabe a una fisonomía por otra parte Celta. Un abundante y bien cortado cabello, que anunciaba puntuales visitas al peluquero, estaba airosamente dividido encima de la alta frente; y el retrato completo denotaba un golpe de inteligencia y linaje y crianza superior.
A pesar de todo, tan pronto como vi al Dr. Muñoz en esa ráfaga de aire frío, sentí una repugnancia que no se podía justificar con su aspecto. Únicamente su pálido semblante y frialdad de trato podían haber ofrecido una base física para este sentimiento, incluso estas cosas habrían sido excusables considerando la conocida invalidez del hombre. Podría, también, haber sido el frío singular que me alienaba; de tal modo el frío era anormal en un día tan caluroso, y lo anormal siempre despierta la aversión, desconfianza y miedo.
Pero la repugnancia pronto se convirtió en admiración, a causa de la insólita habilidad del médico que de inmediato se manifestó, a pesar del frío y el estado tembloroso de sus manos pálidas. Entendió claramente mis necesidades de una mirada, y las atendió con destreza magistral; al mismo tiempo que me reconfortaba con una voz de fina modulación, si bien curiosamente cavernosa y hueca que era el más amargo enemigo del alma, y había hundido su fortuna y perdido todos sus amigos en una vida consagrada a extravagantes experimentos para su desconcierto y extirpación. Algo de fanático benevolente parecía residir en él, y divagaba apenas mientras sondeaba mi pecho y mezclaba un trago de drogas adecuadas que traía del pequeño laboratorio. Evidentemente me encontraba en compañía de un hombre de buena cuna, una novedad excepcional en este ambiente sórdido, y se animaba en un inusual discurso como si recuerdos de días mejores surgieran de él.
Su voz, siendo extraña, era, al menos, apaciguadora; y no podía entender como respiraba a través de las enrolladas frases locuaces. Buscaba distraer mis pensamientos de mi ataque hablando de sus teorías y experimentos; y recuerdo su consuelo cuidadoso sobre mi corazón débil insistiendo en que la voluntad y la sabiduría hacen fuerte a un órgano para vivir, podía a través de una mejora científica de esas cualidades, una clase de brío nervioso a pesar de los daños más graves, defectos, incluso la falta de energía en órganos específicos. Podía algún día, dijo medio en broma, enseñarme a vivir - o al menos a poseer algún tipo de existencia consciente - ¡sin tener corazón en absoluto!. Por su parte, estaba afligido con unas enfermedades complicadas que requerían una muy acertada conducta que incluía un frío constante. Cualquier subida de la temperatura señalada podría, si se prolongaba, afectarle fatalmente; y la frialdad de su habitación - alrededor de 55 ó 56 grados Fahrenheit - era mantenida por un sistema de absorción de amoníaco frío, y el motor de gasolina de esa bomba, que yo había oído a menudo en mi habitación.
Aliviado de mi ataque en un tiempo asombrosamente corto, abandoné el frío lugar como discípulo y devoto del superdotado recluso. Después de eso le pagaba con frecuentes visitas; escuchando mientras me contaba investigaciones secretas y los más o menos terribles resultados, y temblaba un poco cuando examinaba los singulares y curiosamente antiguos volúmenes de sus estantes. Finalmente fui, puedo añadir, curado del todo de mi afección por sus hábiles servicios. Parecía no desdeñar los conjuros de los medievalistas, dado que creía que esas fórmulas enigmáticas contenían raros estímulos psicológicos que, concebiblemente, podían tener efectos sobre la esencia de un sistema nervioso del cuál partían los pulsos orgánicos. Había conocido por su influencia al anciano Dr. Torres de Valencia, quién había compartido sus primeros experimentos y le había orientado a través de las grandes afecciones de dieciocho años atrás, de dónde procedían sus desarreglos presentes. No hacía mucho el venerable practicante había salvado a su colega de sucumbir al hosco enemigo contra el que había luchado. Quizás la tensión había sido demasiado grande; el Dr. Muñoz lo hacía susurrando claro, aunque no con detalle - que los métodos de curación habían sido de lo más extraordinarios, aunque envolvía escenas y procesos no bienvenidos por los galenos ancianos y conservadores.
Según pasaban las semanas, observé con pena que mi nuevo amigo iba, lenta pero inequívocamente, perdiendo el control, como la Sra. Herrero había insinuado. El aspecto lívido de su semblante era intenso, su voz a menudo era hueca y poco clara, su movimiento muscular tenía menos coordinación, y su mente y determinación menos elástica y ambiciosa. A pesar de este triste cambio no parecía ignorante, y poco a poco su expresión y conversación emplearon una ironía atroz que me restituyó algo de la sutil repulsión que originalmente había sentido.
Desarrolló extraños caprichos, adquiriendo una afición por las especias exóticas y el incienso Egipcio hasta que su habitación olía como la cámara de un faraón sepultado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo incrementó su demanda de aire frío, y con mi ayuda amplió la conducción de amoníaco de su habitación y modificó la bomba y la alimentación de su máquina refrigerante hasta poder mantener la temperatura por debajo de 34 ó 40 grados, y finalmente incluso en 28 grados; el baño y el laboratorio, por supuesto, eran los menos fríos, a fin de que el agua no se congelase, y ese proceso químico no lo podría impedir. El vecino de al lado se quejaba del aire gélido de la puerta contigua, así que le ayudé a acondicionar unas pesadas cortinas para obviar el problema. Una especie de creciente temor, de forma estrafalaria y mórbida, parecía poseerle. Hablaba incesantemente de la muerte, pero reía huecamente cuando cosas tales como entierro o funeral eran sugeridas gentilmente.
Con todo, llegaba a ser un compañero desconcertante e incluso atroz; a pesar de eso, en mi agradecimiento por su curación no podía abandonarle a los extraños que le rodeaban, y me aseguraba de quitar el polvo a su habitación y atender sus necesidades diarias, embutido en un abrigo amplio que me compré especialmente para tal fin. Asimismo hice muchas de sus compras, y me quedé boquiabierto de confusión ante algunos de los productos químicos que pidió de farmacéuticos y casas suministradoras de laboratorios.
Una creciente e inexplicable atmósfera de pánico parecía elevarse alrededor de su apartamento. La casa entera, como había dicho, tenía un olor rancio; pero el aroma en su habitación era peor - a pesar de las especias y el incienso, y los acres productos químicos de los baños, ahora incesantes, que él insistía en tomar sin ayuda. Percibí que debía estar relacionado con su dolencia, y me estremecía cuando reflexioné sobre que dolencia podía ser. La Sra. Herrero se apartaba cuando se encontraba con él, y me lo dejaba sin reservas a mí; incluso no autorizaba a su hijo Esteban a continuar haciendo los recados para él. Cuándo sugería otros médicos, el paciente se encolerizaba de tal manera que parecía no atreverse a alcanzar. Evidentemente temía los efectos físicos de una emoción violenta, aún cuando su determinación y fuerza motriz aumentaban más que decrecía, y rehusaba ser confinado en su cama. La dejadez de los primeros días de su enfermedad dio paso a un brioso retorno a su objetivo, así que parecía arrojar un reto al demonio de la muerte como si le agarrase un antiguo enemigo. El hábito del almuerzo, curiosamente siempre de etiqueta, lo abandonó virtualmente; y sólo un poder mental parecía preservarlo de un derrumbamiento total.
Adquirió el hábito de escribir largos documentos de determinada naturaleza, los cuáles sellaba y rellenaba cuidadosamente con requerimientos que, después de su muerte, transmitió a ciertas personas que nombró - en su mayor parte de las Indias Orientales, incluyendo a un celebrado médico francés que en estos momentos supongo muerto, y sobre el cuál se había murmurado las cosas más inconcebibles. Por casualidad, quemé todos esos escritos sin entregar y cerrados. Su aspecto y voz llegaron a ser absolutamente aterradores, y su presencia apenas soportable. Un día de septiembre con un solo vistazo, indujo un ataque epiléptico a un hombre que había venido a reparar su lámpara eléctrica del escritorio; un ataque para el cuál recetó eficazmente mientras se mantenía oculto a la vista. Ese hombre, por extraño que parezca, había pasado por los horrores de la Gran Guerra sin haber sufrido ningún temor.
Después, a mediados de octubre, el horror de los horrores llegó con pasmosa brusquedad. Una noche sobre las once la bomba de la máquina refrigeradora se rompió, de esta forma durante tres horas fue imposible la aplicación refrigerante de amoníaco. El Dr. Muñoz me avisó aporreando el suelo, y trabajé desesperadamente para reparar el daño mientras mi patrón maldecía en tono inánime, rechinando cavernosamente más allá de cualquier descripción. Mis esfuerzos aficionados, no obstante, confirmaron el daño; y cuando hube traído un mecánico de un garaje nocturno cercano, nos enteramos de que nada se podría hacer hasta la mañana siguiente, cuando se obtuviese un nuevo pistón. El moribundo ermitaño estaba furioso y alarmado, hinchado hasta proporciones grotescas, parecía que se iba a hacer pedazos lo que quedaba de su endeble constitución, y de vez en cuando un espasmo le causaba chasquidos de las manos a los ojos y corría al baño. Buscaba a tientas el camino con la cara vendada ajustadamente, y nunca vi sus ojos de nuevo.
La frialdad del aposento era ahora sensiblemente menor, y sobre las 5 de la mañana el doctor se retiró al baño, ordenándome mantenerle surtido de todo el hielo que pudiese obtener de las tiendas nocturnas y cafeterías. Cuando volvía de mis viajes, a veces desalentadores, y situaba mi botín ante la puerta cerrada del baño, dentro podía oír un chapoteo inquieto, y una espesa voz croaba la orden de "¡Más, más!". Lentamente rompió un caluroso día, y las tiendas abrieron una a una. Pedí a Esteban que me ayudase a traer el hielo mientras yo conseguía el pistón de la bomba, o conseguía el pistón mientras yo continuaba con el hielo; pero aleccionado por su madre, se negó totalmente.
Finalmente, contraté a un desaseado vagabundo que encontré en la esquina de la Octava Avenida para cuidar al enfermo abasteciéndolo de hielo de una pequeña tienda donde le presenté, y me empleé diligentemente en la tarea de encontrar un pistón de bomba y contratar a un operario competente para instalarlo. La tarea parecía interminable, y me enfurecía tanto o más violentamente que el ermitaño cuando vi pasar las horas en un suspiro, dando vueltas a vanas llamadas telefónicas, y en búsquedas frenéticas de sitio en sitio, aquí y allá en metro y en coche. Sobre el mediodía encontré una casa de suministros adecuada en el centro, y a la 1:30, aproximadamente, llegué a mi albergue con la parafernalia necesaria y dos mecánicos robustos e inteligentes. Había hecho todo lo que había podido, y esperaba llegar a tiempo.
Un terror negro, sin embargo, me había precedido. La casa estaba en una agitación completa, y por encima de una cháchara de voces aterrorizadas oí a un hombre rezar en tono intenso. Había algo diabólico en el aire, y los inquilinos juraban sobre las cuentas de sus rosarios como percibieron el olor de debajo de la puerta cerrada del doctor. El vago que había contratado, parece, había escapado chillando y enloquecido no mucho después de su segunda entrega de hielo; quizás como resultado de una excesiva curiosidad. No podía, naturalmente, haber cerrado la puerta tras de sí; a pesar de eso, ahora estaba cerrada, probablemente desde dentro. No había ruido dentro a excepción de algún tipo de innombrable, lento y abundante goteo.
En pocas palabras me asesoré con la Sra. Herrero y el trabajador a pesar de que un temor corroía mi alma, aconsejé romper la puerta; pero la casera encontró una forma de dar la vuelta a la llave desde fuera con algún trozo de alambre. Previamente habíamos abierto las puertas de todas las habitaciones de ese pasillo, y abrimos todas las ventanas al máximo. Ahora, con las narices protegidas por pañuelos, invadimos temerosamente la odiada habitación del sur que resplandecía con el caluroso sol de primera hora de la tarde.
Una especie de oscuro, rastro baboso se dirigía desde la abierta puerta del baño a la puerta del pasillo, y de allí al escritorio, donde se había acumulado un terrorífico charquito. Algo había garabateado allí a lápiz con mano terrible y cegata, sobre un trozo de papel embadurnado como si fuera con garras que hubieran trazado las últimas palabras apresuradas. Luego el rastro se dirigía al sofá y desaparecía.
Lo que estaba, o había estado, sobre el sofá era algo que no me atrevo decir. Pero lo que temblorosamente me desconcertó estaba sobre el papel pegajoso y manchado antes de sacar una cerilla y reducirlo a cenizas; lo que me produjo tanto terror, a mí, a la patrona y a los dos mecánicos que huyeron frenéticamente de ese lugar infernal a la comisaría de policía más cercana. Las palabras nauseabundas parecían casi increíbles en ese soleado día, con el traqueteo de coches y camiones ascendiendo clamorosamente por la abarrotada Calle Decimocuarta, no obstante confieso que en ese momento las creía. Tanto las creo que, honestamente, ahora no lo sé. Hay cosas acerca de las cuáles es mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que odio el olor del amoníaco, y que aumenta mi desfallecimiento frente a una extraordinaria corriente de aire frío.
El final, decía el repugnante garabato, ya está aquí. No hay más hielo - el hombre echó un vistazo y salió corriendo. Más calor cada minuto, y los tejidos no pueden durar. Imagino que sabes - lo que dije sobre la voluntad y los nervios y lo de conservar el cuerpo después de que los órganos dejasen de funcionar. Era una buena teoría, pero no podría mantenerla indefinidamente. Había un deterioro gradual que no había previsto. El Dr. Torres lo sabía, pero la conmoción lo mató. No pudo soportar lo que tenía que hacer - tenía que meterme en un lugar extraño y oscuro, cuando prestase atención a mi carta y consiguió mantenerme vivo. Pero los órganos no volvieron a funcionar de nuevo. Tenía que haberse hecho a mi manera - conservación - pues como se puede ver, fallecí hace dieciocho años.

domingo, 15 de julio de 2012

la ironía y lo grotesco


Poe, Corman, la ironía y lo grotesco

“El factor más importante de todos es la atmósfera, ya que el criterio último de auntenticidad no reside en que encaje una trama, sino que se haya sabido crear una determinada sensación” (Howard Phillips Lovecraft, El horror en la literatura).
En el artículo de esta semana analizaré dos motivos literarios de gran importancia: lo grotesco y la ironía. Para ello tomaré como ejemplo el relato El sistema del doctor Tarr y el profesor Fether (1845), del eximio Edgar Allan Poe, y, justamente, las adaptaciones al cine de relatos del escritor norteamericano que, en la década de los 60, emprendió Roger Corman, especialmente aquellas que contaron con guión de Richard Matheson, el magnífico autor de El increíble hombre menguante (1956), El último escalón (1958) o Pesadilla a 20.000 pies (1961). Poe, es interesante recordar, ya había sido felizmente adaptado al cine por Jean Epstein (en su adaptación de 1928 de La caída de la casa Usher) o Jules Dassin (que en 1941 realizó una adaptación de El corazón delator).
El sistema del doctor Tarr y el profesor Fether es un relato comúnmente denominado como grotesco al que conviene acercarse con una lectura que asuma lo grotesco y, a su vez, la cualidad irónica que le otorga al relato el diálogo que Poe establece entre el mismo y sus relatos de fantasía e imaginación, aspecto que nos permite trazar una línea discursiva que alcanza la metaficción o la conciencia de género en el relato de horror, en una de las manifestaciones de la ironía. En definitiva, planteo la ironía como fenómeno intertextual, acudiendo a la idea romántica del concepto, según la cual la ironía dota al creador moderno de autoconciencia (como ya indiqué en otro artículo de este blog). Todo ello, en cierta medida, también lo encontramos en la serie de películas de Corman basadas en relatos de Poe. Con su singular mirada, Corman también dialoga con el cine de terror anterior y con la literatura de tradición gótica y el romanticismo oscuro; lo hace con una mirada irónica, incluyendo motivos de otros géneros, alargando las historias de Poe o mezclando más de un relato en una misma película, como en el episodio “El gato negro”, de Historias de terror (adaptación de dos relatos de Poe, El gato negro y El tonel de amontillado).
El sistema del doctor Tarr y el profesor Fether narra la visita de un joven caballero a un manicomio privado. Acompañado por otro caballero en una excursión por las provincias más meridionales de Francia, el camino les conduce a las cercanías de la institución psiquiátrica. El joven se interesa en visitarla y por ello su acompañante se presta a presentarle al director de la institución. Éste último invita al joven a una cena en la que los comensales visten de forma extravagante y se conducen de una manera extraña. El joven visitante se encuentra intrigado por un nuevo método que el director de la institución está utilizando para tratar a los pacientes, inspirado en buena medida por los insignes doctor Tarr y profesor Fether. Sin embargo, pronto descubrirá que los guardianes han sido atados y encerrados y que los locos dirigen ahora el manicomio. El supuesto director lo fue en el pasado, antes de perder la razón y pasar a ser un paciente más y, más tarde, dirigir la particular rebelión de los pacientes y aplicar el tratamiento inspirado por los célebres doctor Tarr y profesor Fether: alquitranar y emplumar a los guardianes. Éstos, finalmente, logran escapar de sus celdas y aparecen de forma estruendosa en la sala donde nuestro joven amigo pensaba conversar con gente excéntrica de provincias…
Expuesto el argumento, paso a describir algunas formas de la ironía en El sistema del doctor Tarr y el profesor Fether:
[Las páginas citadas de El sistema del doctor Tarr y el profesor Fether corresponden a la edición Edgar Allan Poe, Contes, Volum II, Carles Riba (trad.), Quaderns Crema, Barcelona, 1980; las páginas citadas del resto de relatos de Poe corresponden a la edición Edgar Allan Poe, Cuentos 1, Julio Cortázar (trad.), Alianza editorial, Madrid, 1992; las páginas citadas del relato de H. P. Lovecraft La casa maldita (1924) corresponden a la edición H. P. Lovecraft, El horror de Dunwich (1928), Alianza Editorial, Madrid, 1998; la página citada de En las montañas de la locura (1931) corresponde a la edición H. P. Lovecraft, En las montañas de la locura,Alianza Editorial, Madrid, 1999 (las fechas de las obras de Lovecraft corresponden al año de escritura de cada una de ellas)].
a) El título de la obra. Tar en inglés es alquitrán y feather es pluma. El sistema del doctor Tarr y el profesor Fether se rebela como un tratamiento realmente peculiar: alquitranar y emplumar a los “pacientes”.
b) La comida y la presentación del banquete (págs. 72 y 73): una cita erudita, “monstrum horrendum, informe, ingens, cui lumen adeptum” (cabe atribuirla a Virgilio, pág. 75); una curiosa exquisitez culinaria, “conill au chat (pág. 76).
c) Búsqueda de la obra de los insignes e improbables profesores Tarr y Fether (págs. 85 y 92).
d) Credulidad del protagonista; comentarios, sin duda curiosos, acerca de los comensales (pág. 77), excéntrica gente de provincias…
e) Lo grotesco. Leamos la definición que nos aportan Angelo Marchese y Joaquín Forradellas en su Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria: “Como categoría literaria, lo grotesco es descubierto en el Romanticismo (Víctor Hugo, Gautier, Bécquer en España), aunque su práctica, como muestra Bajtin [...] era muy anterior. Bajtin lo define como ‘una exageración premeditada, una reconstrucción desfigurada de la naturaleza, una unión de objetos imposible en principio tanto en la naturaleza como en nuestra experiencia cotidiana, con una gran insistencia en el aspecto material, perceptible, de la forma a sí creada’. Las causas de la deformación grotesca pueden ser, como afirma Pavis, extremamente variables: van desde el puro gusto por el efecto cómico hasta la sátira política o filosófica. Sin embargo, todas las formas tienen en común la referencia a una realidad que reconocemos y esa mezcla de elementos diversos, que no permite que nos riamos abiertamente con este tipo de caricatura [...] Lo grotesco se proyecta siempre en el texto entero, comprometiendo su comprensión” (Angelo Marchese y Joaquín Forradellas, Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria, Ariel, Barcelona, 1998: págs. 191-192).
Una vez definido el concepto, indico algunas formas de lo grotesco en el relato de Poe:
a) Inversión de la locura y la cordura; justificación de lo grotesco a través de una indudablenaturalidad irónica –similar a la inclusión natural de lo inusual en la vida cotidiana en la obra de Franz Kafka–; el joven protagonista no advierte que los comensales son realmente pacientes que padecen algún tipo de trastorno.
b) Descripción de los comensales y de su comportamiento: gestualidad, fisicidad de las descripciones.
c) Progresión narrativa del cuento: de la tranquila llegada a la casa de salud a la liberación de los guardianes y el apresamiento de los enfermos.
En las afectadas interpretaciones de Vincent Price en las películas de Corman encontramos esa fisicidad, esa gestualidad un tanto exacerbada tan propia de lo grotesco y que no está exenta de elementos de una inequívoca comicidad.
En el relato también hallamos una revisión paródica de algunas constantes de los relatos de fantasía e imaginación de Poe (como, precisamente, en el cine de Corman):
a) Un inicio similar al de Un cuento de las Montañas Escabrosas (1844, pág. 173) o La caja oblonga (1844, pág. 232). Todos ellos son relatos analépticos (se producen sobre la base de una retrospección o flashback del protagonista).
b) Algunas citas o revisiones paródicas. Hallamos una relación del relato con La máscara de la muerte roja (1842) –cabe leer las siguientes páginas: La máscara de la muerte roja, pág. 168;El sistema del doctor Tarr y el profesor Fether, págs. 81 y 82–. Ello también lo encontramos en las adaptaciones de Corman.
c) Algunas similitudes con La máscara de la muerte roja y La caída de la casa Usher (1839). Héroe (en algunos aspectos romántico) que llega a un lugar en crisis, espacios cerrados, algarabías festivas, etc. (por cierto, motivos que también utiliza Corman en sus adaptaciones).
d) La aparición de los guardianes envueltos en plumas: descripción cercana a la aparición de criaturas maléficas en otros relatos de horror (pág. 91). Se nos muestra como una imposible parodia de las criaturas descritas por Lovecraft, en lo que constituiría una extraña paradoja literaria ya descrita por Jorge Luis Borges en su texto Kafka y sus precursores. Si Lord Dunsany es un precursor de Kafka, ¿cuál es el motivo para no ver en el relato de Poe una parodia de las criaturas cósmicas de Lovecraft? (“El hecho es que cada escritor crea a sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro”, J. L. Borges). En cualquier caso, todo ello nos recuerda la importancia de la tradición (tanto en literatura como en cine, aspecto al que no es ajena la obra de Corman). En palabras de T. S. Eliot, en “La tradición y el talento individual”, el sentido histórico exige escribir con la impresión que toda la literatura europea desde Homero tiene una existencia simultánea. Si me permiten, esta consideración resulta de singular importancia para el propósito de este blog y, asimismo, para el significado que doy al concepto polisémico de historia.
e) La locura en la obra de Poe: El corazón delator (1843), Berenice (1835).
f) Autoconciencia o metaficción en el relato de horror:
f.1) En Edgar Allan Poe. En El retrato oval (1842) aparece una referencia a Anne Radcliffe (pág. 127). Metzengerstein (1832) como relato gótico, en el que aparecen algunas de las constantes del género: personajes atrapados por su pasado familiar, presencia de alguna maldición, creación de atmósferas y espacios,… Tengo la sensación (incluso la certeza) que Corman no sólo adaptó relatos de Poe sino más bien una cierta idea del singular universo de Poe (y esta es, posiblemente, la mayor aportación del director de Not of This Earth). Esta idea, que repitió en sus películas y de la que también son responsables Floyd Crosby, director de fotografía, y Daniel Haller, responsable del diseño de producción (tan importantes en la creación de esa atmósfera tan característica de las películas de Corman), es la que otorga una inequívoca continuidad a la serie.
f.2) En H. P. Lovecraft. En La casa maldita aparece una referencia a Poe (pág. 161-162). El extraño (1921), relato dedicado a Poe. En las montañas de la locura (pág. 14) comocontinuación de Narración de Arthur Gordon Pym (1838), de Poe –libro que ya contaba, por cierto, con una continuación escrita por Jules Verne; su misterioso final confiere una rara cualidad al relato que conduce a su relectura y a la arriesgada ocupación de continuarlo: “Entonces nos precipitamos en las entrañas de la catarata, donde se abrió una sima para recibirnos; pero he aquí que de pronto se levanta en nuestro camino una figura humana, velada y de proporciones mucho mayores que las de ningún habitante de la tierra. Y el color de la piel de aquel hombre es de la perfecta blancura de la nieve… / La circunstancias relativas a la reciente muerte del señor Pym, tan repentina como deplorable, son ya bien conocidas del público gracias a los comunicados de la prensa diaria” (págs. 282-283)–.
En las adaptaciones de Corman, particularmente en el episodio “El gato negro” de Historias de terror (1962) y en El cuervo (1963), la ironía y lo grotesco tienen singular acogida. Como también la tienen en La comedia de los terrores (1964), del gran Jacques Tourneur. Comedia a partir de elementos propios del cine de terror, como las dos obras antedichas de Corman, comparte elementos estilísticos y temáticos con el episodio “El gato negro” de Historias de terror y, en general, guarda una cierta e inequívoca afinidad con las adaptaciones de Corman. Además de compartir productora (la American International Pictures), guionista (Richard Matheson), reparto (Vincent Price, Peter Lorre, Basil Rathbone y Joyce Jameson también aparecen en Historias de terror; Price, Lorre y Boris Karloff, en El cuervo), músico (Les Baxter), director de fotografía (Floyd Crosby, quien, por cierto, trabajó con F. W. Murnau en la extraordinaria película de 1931 Tabú) y responsable del diseño de producción (Daniel Haller). Richard Matheson, Les Baxter, Floyd Crosby y Daniel Haller también coincidieron y trabajaron en las dos primeras e influyentes (particularmente la adaptación del relato El pozo y el péndulo) adaptaciones de Corman, La caída de la casa Usher (1960) y El péndulo de la muerte (1961), que, por lo demás, marcaron el tono de la serie, cada vez más autorreferencial, hasta llegar a la pura comicidad de El cuervo. Las siguientes entregas recuperaron una cierta gravedad y se alejaron, en alguna medida, del resto de adaptaciones: La máscara de la muerte roja (1964), que introduce también elementos del relato de Poe Hop-Frog (1849), y La tumba de Ligeia (1964), rodada en Inglaterra y con inusuales exteriores, son obras donde Corman busca y encuentra nuevos referentes formales. Por su parte, La obsesión (1962) contribuye a establecer los elementos estilísticos y temáticos prototípicos de la serie, esta vez sustituyendo a Vincent Price por Ray Milland y a Richard Matheson por Charles Beaumont y Ray Russell. Respecto a la película de 1963 El palacio de los espíritus, es, realmente, una adaptación de El caso de Charles Dexter Ward (1927) de H. P. Lovecraft. A pesar de su relación inequívoca con el resto de adaptaciones de Corman, la película también posee, en alguna medida, aquello que Lovecraft denominaba horror cósmico (incluso aparece una criatura que remite a un horror más material, alejado de Poe). Como afirma el autor americano, la espléndida novela Melmoth el Errabundo (1820), de Charles Robert Maturin, ya apuntaba las posibilidades del terror cósmico, posibilidades que fueron exploradas y sistematizadas por otros maestros modernos (Arthur Manchen o Lord Dunsany) y, por supuesto, por Lovecraft. Léanse, entre otras obras, la ya citada El caso de Charles Dexter Ward o En las montañas de la locura, obra que, por cierto, ejerció una manifiesta influencia en La cosa (The Thing, 1982), la magnífica película de John Carpenter –la película de Carpenter adapta la obra de John W. Campbell Who Goes There? (1938), ya llevada al cine por Christian Nyby y Howard Hawks enEl enigma de otro mundo (1951)–. Citando al autor de El horror de Dunwich el cuento preternatural “debe contener cierta atmósfera de intenso e inexplicable pavor a fuerzas exteriores y desconocidas, y el asomo expresado con una seriedad y una sensación de presagio que se van convirtiendo en el motivo principal de una idea terrible para el cerebro humano: la de una suspensión o transgresión maligna y particular de esas leyes fijas de la Naturaleza que son nuestra única salvaguardia frente a los ataques del caos y de los demonios de los espacios insondables”

sábado, 12 de mayo de 2012

AIRE FRIO


HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT
AIRE FRIO


Me pides que explique por qué siento miedo de la corriente de aire frío; por qué
tiemblo más que otros cuando entro en un cuarto frío, y parezco asqueado y
repelido cuando el escalofrío del atardecer avanza a través de un suave día
otoñal. Están aquellos que dicen que reacciono al frío como otros lo hacen al
mal olor, y soy el último en negar esta impresión. Lo que haré está relacionado
con el más horrible hecho con que nunca me encontré, y dejo a tu juicio si ésta
es o no una explicación congruente de mi peculiaridad.
Es un error imaginar que ese horror está inseparablemente asociado a la
oscuridad, el silencio, y la soledad. Me encontré en el resplandor de media
tarde, en el estrépito de la metrópolis, y en medio de un destartalado y vulgar
albergue con una patrona prosaica y dos hombres fornidos a mi lado. En la
primavera de 1923 había adquirido un almacén de trabajo lúgubre e
desaprovechado en la ciudad de Nueva York; y siendo incapaz de pagar un
alquiler nada considerable, comencé a caminar a la deriva desde una pensión
barata a otra en busca de una habitación que me permitiera combinar las
cualidades de una higiene decente, mobiliario tolerable, y un muy razonable
precio. Pronto entendí que sólo tenía una elección entre varias, pero después de
un tiempo encontré una casa en la Calle Decimocuarta Oeste que me asqueaba
mucho menos que las demás que había probado.
El sitio era una histórica mansión de piedra arenisca, aparentemente fechada a
finales de los cuarenta, y acondicionada con carpintería y mármol que
manchaba y mancillaba el esplendor descendiendo de altos niveles de opulento
buen gusto. En las habitaciones, grandes y altas, y decoradas con un papel
imposible y ridículamente adornadas con cornisas de escayola, se consumía un
deprimente moho y un asomo de oscuro arte culinario; pero los suelos estaban
limpios, la lencería tolerablemente bien, y el agua caliente no demasiado
frecuentemente fría o desconectada, así que llegué a considerarlo, al menos, un
sitio soportable para hibernar hasta que uno pudiera realmente vivir de nuevo.
La casera, una desaliñada, casi barbuda mujer española llamada Herrero, no me
molestaba con chismes o con críticas de la última lámpara eléctrica achicharrada
en mi habitación del tercer piso frente al vestíbulo; y mis compañeros inquilinos
eran tan silenciosos y poco comunicativos como uno pudiera desear, siendo
mayoritariamente hispanos de grado tosco y crudo. Solamente el estrépito de
los coches en la calle de debajo resultaban una seria molestia.
Llevaba allí cerca de tres semanas cuando ocurrió el primer incidente extraño.
Un anochecer, sobre las ocho, oí una salpicadura sobre el suelo y me alertó de
que había estado sintiendo el olor acre del amoniaco durante algún tiempo.
Mirando alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteante; aparentemente la
mojadura procedía de una esquina sobre el lado de la calle. Ansioso por detener
el asunto en su origen, corrí al sótano a decírselo a la casera; y me aseguró que
el problema sería rápidamente solucionado.
El Doctor Muñoz, lloriqueó mientras se apresuraba escaleras arriba delante de
mí, tiene arriba sus productos químicos. Está demasiado enfermo para medicarse - cada
vez está más enfermo - pero no quiere ayuda de nadie. Es muy extraña su enfermedad -
todo el día toma baños apestosos, y no puede reanimarse o entrar en calor. Se hace sus
propias faenas - su pequeña habitación está llena de botellas y máquinas, y no ejerce
como médico. Pero una vez fue bueno - mi padre en Barcelona oyó hablar de él - y tan
sólo le curó el brazo al fontanero que se hizo daño hace poco. Nunca sale, solamente al
tejado, y mi hijo Esteban le trae comida y ropa limpia, y medicinas y productos
químicos. ¡Dios mío, el amoniaco que usa para mantenerse frío!
La Sra. Herrero desapareció escaleras arriba hacia el cuarto piso, y volví a mi
habitación. El amoniaco cesó de gotear, y mientras limpiaba lo que se había
manchado y abría la ventana para airear, oí los pesados pasos de la casera sobre
mí. Nunca había oído al Dr. Muñoz, excepto por ciertos sonidos como de un
mecanismo a gasolina; puesto que sus pasos eran silenciosos y suaves. Me
pregunté por un momento cuál podría ser la extraña aflicción de este hombre, y
si su obstinado rechazo a una ayuda externa no era el resultado de una
excentricidad más bien infundada. Hay, reflexioné trivialmente, un infinito
patetismo en la situación de una persona eminente venida a menos en este
mundo.
Nunca hubiera conocido al Dr. Muñoz de no haber sido por el infarto que
súbitamente me dio una mañana que estaba sentado en mi habitación
escribiendo. Lo médicos me habían avisado del peligro de esos ataques, y sabía
que no había tiempo que perder; así, recordando que la casera me había dicho
sobre la ayuda del operario lesionado, me arrastré escaleras arriba y llamé
débilmente a la puerta encima de la mía. Mi golpe fue contestado en un inglés
correcto por una voz inquisitiva a cierta distancia, preguntando mi nombre y
profesión; y cuando dichas cosas fueron contestadas, vino y abrió la puerta
contigua a la que yo había llamado.
Una ráfaga de aire frío me saludó; y sin embargo el día era uno de los más
calurosos del presente Junio, temblé mientras atravesaba el umbral entrando en
un gran aposento el cual me sorprendió por la decoración de buen gusto en este
nido de mugre y de aspecto raído. Un sofá cama ahora cumpliendo su función
diurna de sofá, y los muebles de caoba, fastuosas colgaduras, antiguos cuadros,
y librerías repletas revelaban el estudio de un gentilhombre más que un
dormitorio de pensión. Ahora vi que el vestíbulo de la habitación sobre la mía -
la "pequeña habitación" de botellas y máquinas que la Sra. Herrero había
mencionado - era simplemente el laboratorio del doctor; y de esta manera, su
dormitorio permanecía en la espaciosa habitación contigua, cuya cómoda
alcoba y gran baño adyacente le permitían camuflar el tocador y los
evidentemente útiles aparatos. El Dr. Muñoz, sin duda alguna, era un hombre
de edad, cultura y distinción.
La figura frente a mí era pequeña pero exquisitamente proporcionada, y vestía
un atavío formal de corte y hechura perfecto. Una cara larga avezada, aunque
sin expresión altiva, estaba adornada por una pequeña barba gris, y unos
anticuados espejuelos protegían su ojos oscuros y penetrantes, una nariz
aquilina que daba un toque árabe a una fisonomía por otra parte Celta. Un
abundante y bien cortado cabello, que anunciaba puntuales visitas al
peluquero, estaba airosamente dividido encima de la alta frente; y el retrato
completo denotaba un golpe de inteligencia y linaje y crianza superior.
A pesar de todo, tan pronto como vi al Dr. Muñoz en esa ráfaga de aire frío,
sentí una repugnancia que no se podía justificar con su aspecto. Únicamente su
pálido semblante y frialdad de trato podían haber ofrecido una base física para
este sentimiento, incluso estas cosas habrían sido excusables considerando la
conocida invalidez del hombre. Podría, también, haber sido el frío singular que
me alienaba; de tal modo el frío era anormal en un día tan caluroso, y lo
anormal siempre despierta la aversión, desconfianza y miedo.
Pero la repugnancia pronto se convirtió en admiración, a causa de la insólita
habilidad del médico que de inmediato se manifestó, a pesar del frío y el estado
tembloroso de sus manos pálidas. Entendió claramente mis necesidades de una
mirada, y las atendió con destreza magistral; al mismo tiempo que me
reconfortaba con una voz de fina modulación, si bien curiosamente cavernosa y
hueca que era el más amargo enemigo del alma, y había hundido su fortuna y
perdido todos sus amigos en una vida consagrada a extravagantes
experimentos para su desconcierto y extirpación. Algo de fanático benevolente
parecía residir en él, y divagaba apenas mientras sondeaba mi pecho y
mezclaba un trago de drogas adecuadas que traía del pequeño laboratorio.
Evidentemente me encontraba en compañía de un hombre de buena cuna, una
novedad excepcional en este ambiente sórdido, y se animaba en un inusual
discurso como si recuerdos de días mejores surgieran de él.
Su voz, siendo extraña, era, al menos, apaciguadora; y no podía entender como
respiraba a través de las enrolladas frases locuaces. Buscaba distraer mis
pensamientos de mi ataque hablando de sus teorías y experimentos; y recuerdo
su consuelo cuidadoso sobre mi corazón débil insistiendo en que la voluntad y
la sabiduría hacen fuerte a un órgano para vivir, podía a través de una mejora
científica de esas cualidades, una clase de brío nervioso a pesar de los daños
más graves, defectos, incluso la falta de energía en órganos específicos. Podía
algún día, dijo medio en broma, enseñarme a vivir - o al menos a poseer algún
tipo de existencia consciente - ¡sin tener corazón en absoluto!. Por su parte,
estaba afligido con unas enfermedades complicadas que requerían una muy
acertada conducta que incluía un frío constante. Cualquier subida de la
temperatura señalada podría, si se prolongaba, afectarle fatalmente; y la
frialdad de su habitación - alrededor de 55 ó 56 grados Fahrenheit - era
mantenida por un sistema de absorción de amoníaco frío, y el motor de gasolina
de esa bomba, que yo había oído a menudo en mi habitación.
Aliviado de mi ataque en un tiempo asombrosamente corto, abandoné el frío
lugar como discípulo y devoto del superdotado recluso. Después de eso le
pagaba con frecuentes visitas; escuchando mientras me contaba investigaciones
secretas y los más o menos terribles resultados, y temblaba un poco cuando
examinaba los singulares y curiosamente antiguos volúmenes de sus estantes.
Finalmente fui, puedo añadir, curado del todo de mi afección por sus hábiles
servicios. Parecía no desdeñar los conjuros de los medievalistas, dado que creía
que esas fórmulas enigmáticas contenían raros estímulos psicológicos que,
concebiblemente, podían tener efectos sobre la esencia de un sistema nervioso
del cuál partían los pulsos orgánicos. Había conocido por su influencia al
anciano Dr. Torres de Valencia, quién había compartido sus primeros
experimentos y le había orientado a través de las grandes afecciones de
dieciocho años atrás, de dónde procedían sus desarreglos presentes. No hacía
mucho el venerable practicante había salvado a su colega de sucumbir al hosco
enemigo contra el que había luchado. Quizás la tensión había sido demasiado
grande; el Dr. Muñoz lo hacía susurrando claro, aunque no con detalle - que los
métodos de curación habían sido de lo más extraordinarios, aunque envolvía
escenas y procesos no bienvenidos por los galenos ancianos y conservadores.
Según pasaban las semanas, observé con pena que mi nuevo amigo iba, lenta
pero inequívocamente, perdiendo el control, como la Sra. Herrero había
insinuado. El aspecto lívido de su semblante era intenso, su voz a menudo era
hueca y poco clara, su movimiento muscular tenía menos coordinación, y su
mente y determinación menos elástica y ambiciosa. A pesar de este triste
cambio no parecía ignorante, y poco a poco su expresión y conversación
emplearon una ironía atroz que me restituyó algo de la sutil repulsión que
originalmente había sentido.
Desarrolló extraños caprichos, adquiriendo una afición por las especias exóticas
y el incienso Egipcio hasta que su habitación olía como la cámara de un faraón
sepultado en el Valle de los Reyes. Al mismo tiempo incrementó su demanda
de aire frío, y con mi ayuda amplió la conducción de amoníaco de su habitación
y modificó la bomba y la alimentación de su máquina refrigerante hasta poder
mantener la temperatura por debajo de 34 ó 40 grados, y finalmente incluso en
28 grados; el baño y el laboratorio, por supuesto, eran los menos fríos, a fin de
que el agua no se congelase, y ese proceso químico no lo podría impedir. El
vecino de al lado se quejaba del aire gélido de la puerta contigua, así que le
ayudé a acondicionar unas pesadas cortinas para obviar el problema. Una
especie de creciente temor, de forma estrafalaria y mórbida, parecía poseerle.
Hablaba incesantemente de la muerte, pero reía huecamente cuando cosas tales
como entierro o funeral eran sugeridas gentilmente.
Con todo, llegaba a ser un compañero desconcertante e incluso atroz; a pesar de
eso, en mi agradecimiento por su curación no podía abandonarle a los extraños
que le rodeaban, y me aseguraba de quitar el polvo a su habitación y atender
sus necesidades diarias, embutido en un abrigo amplio que me compré
especialmente para tal fin. Asimismo hice muchas de sus compras, y me quedé
boquiabierto de confusión ante algunos de los productos químicos que pidió de
farmacéuticos y casas suministradoras de laboratorios.
Una creciente e inexplicable atmósfera de pánico parecía elevarse alrededor de
su apartamento. La casa entera, como había dicho, tenía un olor rancio; pero el
aroma en su habitación era peor - a pesar de las especias y el incienso, y los
acres productos químicos de los baños, ahora incesantes, que él insistía en
tomar sin ayuda. Percibí que debía estar relacionado con su dolencia, y me
estremecía cuando reflexioné sobre que dolencia podía ser. La Sra. Herrero se
apartaba cuando se encontraba con él, y me lo dejaba sin reservas a mí; incluso
no autorizaba a su hijo Esteban a continuar haciendo los recados para él.
Cuándo sugería otros médicos, el paciente se encolerizaba de tal manera que
parecía no atreverse a alcanzar. Evidentemente temía los efectos físicos de una
emoción violenta, aún cuando su determinación y fuerza motriz aumentaban
más que decrecía, y rehusaba ser confinado en su cama. La dejadez de los
primeros días de su enfermedad dio paso a un brioso retorno a su objetivo, así
que parecía arrojar un reto al demonio de la muerte como si le agarrase un
antiguo enemigo. El hábito del almuerzo, curiosamente siempre de etiqueta, lo
abandonó virtualmente; y sólo un poder mental parecía preservarlo de un
derrumbamiento total.
Adquirió el hábito de escribir largos documentos de determinada naturaleza,
los cuáles sellaba y rellenaba cuidadosamente con requerimientos que, después
de su muerte, transmitió a ciertas personas que nombró - en su mayor parte de
las Indias Orientales, incluyendo a un celebrado médico francés que en estos
momentos supongo muerto, y sobre el cuál se había murmurado las cosas más
inconcebibles. Por casualidad, quemé todos esos escritos sin entregar y
cerrados. Su aspecto y voz llegaron a ser absolutamente aterradores, y su
presencia apenas soportable. Un día de septiembre con un solo vistazo, indujo
un ataque epiléptico a un hombre que había venido a reparar su lámpara
eléctrica del escritorio; un ataque para el cuál recetó eficazmente mientras se
mantenía oculto a la vista. Ese hombre, por extraño que parezca, había pasado
por los horrores de la Gran Guerra sin haber sufrido ningún temor.
Después, a mediados de octubre, el horror de los horrores llegó con pasmosa
brusquedad. Una noche sobre las once la bomba de la máquina refrigeradora se
rompió, de esta forma durante tres horas fue imposible la aplicación
refrigerante de amoníaco. El Dr. Muñoz me avisó aporreando el suelo, y trabajé
desesperadamente para reparar el daño mientras mi patrón maldecía en tono
inánime, rechinando cavernosamente más allá de cualquier descripción. Mis
esfuerzos aficionados, no obstante, confirmaron el daño; y cuando hube traído
un mecánico de un garaje nocturno cercano, nos enteramos de que nada se
podría hacer hasta la mañana siguiente, cuando se obtuviese un nuevo pistón.
El moribundo ermitaño estaba furioso y alarmado, hinchado hasta
proporciones grotescas, parecía que se iba a hacer pedazos lo que quedaba de
su endeble constitución, y de vez en cuando un espasmo le causaba chasquidos
de las manos a los ojos y corría al baño. Buscaba a tientas el camino con la cara
vendada ajustadamente, y nunca vi sus ojos de nuevo.
La frialdad del aposento era ahora sensiblemente menor, y sobre las 5 de la
mañana el doctor se retiró al baño, ordenándome mantenerle surtido de todo el
hielo que pudiese obtener de las tiendas nocturnas y cafeterías. Cuando volvía
de mis viajes, a veces desalentadores, y situaba mi botín ante la puerta cerrada
del baño, dentro podía oír un chapoteo inquieto, y una espesa voz croaba la
orden de "¡Más, más!". Lentamente rompió un caluroso día, y las tiendas
abrieron una a una. Pedí a Esteban que me ayudase a traer el hielo mientras yo
conseguía el pistón de la bomba, o conseguía el pistón mientras yo continuaba
con el hielo; pero aleccionado por su madre, se negó totalmente.
Finalmente, contraté a un desaseado vagabundo que encontré en la esquina de
la Octava Avenida para cuidar al enfermo abasteciéndolo de hielo de una
pequeña tienda donde le presenté, y me empleé diligentemente en la tarea de
encontrar un pistón de bomba y contratar a un operario competente para
instalarlo. La tarea parecía interminable, y me enfurecía tanto o más
violentamente que el ermitaño cuando vi pasar las horas en un suspiro, dando
vueltas a vanas llamadas telefónicas, y en búsquedas frenéticas de sitio en sitio,
aquí y allá en metro y en coche. Sobre el mediodía encontré una casa de
suministros adecuada en el centro, y a la 1:30, aproximadamente, llegué a mi
albergue con la parafernalia necesaria y dos mecánicos robustos e inteligentes.
Había hecho todo lo que había podido, y esperaba llegar a tiempo.
Un terror negro, sin embargo, me había precedido. La casa estaba en una
agitación completa, y por encima de una cháchara de voces aterrorizadas oí a
un hombre rezar en tono intenso. Había algo diabólico en el aire, y los
inquilinos juraban sobre las cuentas de sus rosarios como percibieron el olor de
debajo de la puerta cerrada del doctor. El vago que había contratado, parece,
había escapado chillando y enloquecido no mucho después de su segunda
entrega de hielo; quizás como resultado de una excesiva curiosidad. No podía,
naturalmente, haber cerrado la puerta tras de sí; a pesar de eso, ahora estaba
cerrada, probablemente desde dentro. No había ruido dentro a excepción de
algún tipo de innombrable, lento y abundante goteo.
En pocas palabras me asesoré con la Sra. Herrero y el trabajador a pesar de que
un temor corroía mi alma, aconsejé romper la puerta; pero la casera encontró
una forma de dar la vuelta a la llave desde fuera con algún trozo de alambre.
Previamente habíamos abierto las puertas de todas las habitaciones de ese
pasillo, y abrimos todas las ventanas al máximo. Ahora, con las narices
protegidas por pañuelos, invadimos temerosamente la odiada habitación del
sur que resplandecía con el caluroso sol de primera hora de la tarde.
Una especie de oscuro, rastro baboso se dirigía desde la abierta puerta del baño
a la puerta del pasillo, y de allí al escritorio, donde se había acumulado un
terrorífico charquito. Algo había garabateado allí a lápiz con mano terrible y
cegata, sobre un trozo de papel embadurnado como si fuera con garras que
hubieran trazado las últimas palabras apresuradas. Luego el rastro se dirigía al
sofá y desaparecía.
Lo que estaba, o había estado, sobre el sofá era algo que no me atrevo decir.
Pero lo que temblorosamente me desconcertó estaba sobre el papel pegajoso y
manchado antes de sacar una cerilla y reducirlo a cenizas; lo que me produjo
tanto terror, a mí, a la patrona y a los dos mecánicos que huyeron
frenéticamente de ese lugar infernal a la comisaría de policía más cercana. Las
palabras nauseabundas parecían casi increíbles en ese soleado día, con el
traqueteo de coches y camiones ascendiendo clamorosamente por la abarrotada
Calle Decimocuarta, no obstante confieso que en ese momento las creía. Tanto
las creo que, honestamente, ahora no lo sé. Hay cosas acerca de las cuáles es
mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que odio el olor del amoníaco,
y que aumenta mi desfallecimiento frente a una extraordinaria corriente de aire
frío.
El final, decía el repugnante garabato, ya está aquí. No hay más hielo - el
hombre echó un vistazo y salió corriendo. Más calor cada minuto, y los tejidos
no pueden durar. Imagino que sabes - lo que dije sobre la voluntad y los
nervios y lo de conservar el cuerpo después de que los órganos dejasen de
funcionar. Era una buena teoría, pero no podría mantenerla indefinidamente.
Había un deterioro gradual que no había previsto. El Dr. Torres lo sabía, pero la
conmoción lo mató. No pudo soportar lo que tenía que hacer - tenía que
meterme en un lugar extraño y oscuro, cuando prestase atención a mi carta y
consiguió mantenerme vivo. Pero los órganos no volvieron a funcionar de
nuevo. Tenía que haberse hecho a mi manera - conservación - pues como se
puede ver, fallecí hace dieciocho años.

lunes, 20 de diciembre de 2010

El árbol -- Howard Phillips Lovecraft



El árbol
Howard Phillips Lovecraft
The tree

Fata viam invenient

En una ladera verde del monte Maenalus, en Arcadia, hay un olivar que rodea una villa en ruinas. Muy cerca existe una tumba, en otro tiempo tan hermosa como la casa. En un extremo de ese sepulcro, de modo que sus curiosas raíces desplazan los manchados bloques de mármol pentélico, crece un olivo asombrosamente grande y de formas repugnantes; y se asemeja tan grotescamente a una figura humana, o al cadáver contorsionado de un hombre, que los campesinos temen pasar por allí de noche, cuando la Luna ilumina débilmente sus ramas retorcidas. El monte Maenalus fue paraje predilecto del terrible Pan, que cuenta con muchos compañeros extraños; y los pastores sencillos creen que el árbol tiene alguna horrenda relación con los misteriosos panisci; pero un viejo colmenero que vive en una choza vecina me contó una historia muy distinta.
Hace muchos años, cuando la villa de la ladera era nueva y esplendorosa, vivían en ella dos escultores, Kalós y Musides. Sus obras eran alabadas desde Lydia a Neápolis, y nadie se atrevía a decir que el uno aventajase al otro en habilidad. El Hermes de Kalós se alzaba en un santuario de Corinto y la Pallas de Musides coronaba una columna de Atenas próxima al Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Kalós y a Musides, y se maravillaban de que no hubiese ni una sombra de celos artísticos que enfriara el calor de su fraterna amistad.
Pero aunque Kalós y Musides vivían en imperturbable armonía, sus naturalezas no eran iguales. Mientras Musides disfrutaba por la noche entregándose a las diversiones urbanas de Tegea, Kalós prefería quedarse en casa; entonces salía furtivamente, a escondidas de sus esclavos, y acudía al frío retiro del olivar. Allí meditaba las visiones que llenaban su mente, y allí concebía las hermosas formas que luego inmortalizaba trasladándolas al mármol. Los ociosos decían que Kalós conversaba con los espíritus del olivar, y que sus estatuas no eran sino imágenes de los faunos y las dríadas que él veía allí... ya que nunca copiaba sus obras de ningún modelo vivo.
Tan famosos eran Kalós y Musides, que a nadie extrañó que el tirano de Siracusa les enviara emisarios para hablar de la costosa estatua de Tyché que había proyectado erigir en su ciudad. De enorme tamaño e ingenio debía ser esta obra, pues quería que fuese una maravilla para las naciones y una meta para los viajeros. Aquél cuya obra resultara elegida sería exaltado más allá de cuanto cabe imaginar; honor para el que Kalós y Musides fueron invitados a competir. Su amor fraternal era bien conocido, y el astuto tirano supuso que cada uno, en vez de ocultar su obra al otro, le ofrecería ayuda y consejo, que este entendimiento produciría dos imágenes de inusitada belleza, y que aquella que destacase eclipsaría incluso los sueños de los poetas.
Con alegría aceptaron los escultores la oferta del tirano, y durante los días siguientes sus esclavos oyeron el incesante golpear de los cinceles. Kalós y Musides no se ocultaban sus obras; pero sólo ellos las veían. Salvo los suyos, ningún par de ojos contemplaba las dos divinas figuras que los hábiles golpes liberaban de los toscos bloques que las habían tenido aprisionadas desde los orígenes del mundo.
Por las noches, como siempre, Musides acudía a divertirse a los salones de Tegea, mientras Kalós vagaba a solas por el olivar. Pero a medida que transcurría el tiempo, los hombres observaban que le faltaba alegría al en otro tiempo chispeante Musides. Era extraño, se decían, que la depresión se hubiese apoderado de quien tantas probabilidades tenía de ganar la más alta recompensa del arte. Transcurrieron muchos meses; sin embargo, el rostro afligido de Musides no reflejaba otra cosa que la tensa expectación que la empresa despertaba.
Luego, un día, Musides habló de la enfermedad de Kalós, y ya nadie se maravilló de su tristeza, porque todos sabían lo hondo y sagrado que era el afecto de los dos escultores. Así que muchos fueron a visitar a Kalós, y pudieron comprender la palidez de su rostro; pero también vieron en él una feliz serenidad que hacía su mirada más mágica que la mirada de Musides, el cual, devorado por esta ansiedad, apartaba a todos los esclavos en sus ansias por alimentar y cuidar al amigo con sus manos. Ocultas detrás de pesadas cortinas, aguardaban las figuras inacabadas de Tyché, a las que apenas se acercaban ya el enfermo y el fiel compañero que le asistía.
Y Kalós a pesar de que estaba inexplicablemente cada vez más débil, a pesar de los auxilios de los sorprendidos médicos y los cuidados de su amigo, pedía a menudo que le llevasen al olivar que él tanto armaba. Allí rogaba que le dejasen, como si deseara hablar a solas con los seres invisibles. Musides siempre complacía sus deseos, aunque sus ojos se llenaban visiblemente de lágrimas, viendo que Kalós hacía más caso de los faunos y de las dríadas que de él. Por último, se acercó el final, y Kalós empezó a hablar de cosas del más allá. Musides, llorando, le prometió un sepulcro más hermoso que la tumba del propio Mausolo; pero Kalós le rogó que no le hablase más de glorias de mármol. Sólo un deseo obsesionaba ahora el pensamiento del moribundo: que enterrasen junto a su sepulcro, cerca de su cabeza, unas ramitas de olivo del olivar. Y una noche, estando a solas en la obscuridad del olivar, murió Kalós.
El sepulcro de mármol que el afligido Musides esculpió para su amigo del alma fue inefablemente hermoso. Nadie más que el propio Kalós habría podido emular sus bellos bajorrelieves, donde se revelaban todos los esplendores del Eliseo. Pero no olvidó Musides enterrar junto a la cabeza de Kalós las ramas de olivo que su amigo le había pedido.
Cuando el vivo dolor dio paso a la resignación, Musides volvió a trabajar con diligencia en su figura de Tyché. Todo el honor sería ahora para él, ya que el tirano de Siracusa no quería la obra más que de él o de Kalós. Su trabajo le permitía ahora dar libre curso a su emoción, y trabajaba con más constancia cada día, y eludía las diversiones a las que antes se entregaba. Entretanto, pasaba las noches junto a la tumba de su amigo, cerca de cuya cabeza había brotado un joven olivo. Tan rápido era el crecimiento de este árbol, y tan extraña su forma, que quienes lo contemplaban prorrumpían en exclamaciones de sorpresa. En cuanto a Musides, parecía producirle a la vez fascinación y temor.
Tres años después de la muerte de Kalós, Musides envió un emisario al tirano, y en el ágora de Tegea se corrió la voz de que la enorme estatua estaba terminada. A la sazón, el árbol que había crecido junto a la tumba había adquirido unas proporciones asombrosas, superiores a todos los árboles de su especie, y extendía una rama corpulenta por encima del recinto donde Musides trabajaba. Como eran muchos los visitantes que acudían a contemplar el árbol prodigioso, así como a admirar el arte del escultor, Musides casi nunca estaba solo. Pero no le importaba esta multitud de invitados; al contrario, parecía más temeroso de quedarse solo, ahora que su absorbente obra estaba terminada. El viento desolado de la montaña, suspirando entre el olivar y el árbol de la tumba, producía, de manera extraña, sonidos vagamente articulados.
El cielo estaba obscuro la tarde en que los emisarios del tirano llegaron a Tegea. Se sabía que venían a llevarse la gran imagen de Tyché, y a traer eterna gloria a Musides, por la cual los próxenos les dispensaron una cálida acogida. Por la noche, se desató una tormenta de viento en la cumbre del Maenalus, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder descansar a cubierto en la ciudad. Hablaron de su ilustre tirano y del esplendor de su capital, y se alegraron por la belleza de la estatua que Musides había esculpido para él. Entonces los de Tegea les contaron lo grande que era la bondad de Musides y su profunda aflicción por su amigo; y cómo ni siquiera los inminentes laureles del arte podían consolarle de la ausencia de Kalós, quien quizá los habría ceñido en su lugar. Y también les hablaron del árbol que crecía junto a la cabeza de Kalós. Pero el viento aullaba horriblemente, y los de Siracusa y los arcadios elevaron sus plegarias a Eolo.
Cuando el Sol salió por la mañana, los próxenos condujeron a los emisarios del tirano, ladera arriba, a la morada del escultor; sin embargo, el viento de la noche había hecho cosas muy extrañas. Los gritos de los esclavos se elevaban en medio de un escenario de desolación; y en el olivar no se alzaban ya las espléndidas columnatas de la inmensa residencia donde había soñado y trabajado Musides. Aisladas y rotas, sólo quedaban las viviendas humildes y los muros inferiores, pues sobre el suntuoso peristilo se había derrumbado la pesada rama del árbol extraño, reduciendo el majestuoso poema de mármol a un montón de ruinas deplorables. Los extranjeros y los tegeos se quedaron horrorizados, y se volvieron hacia el árbol siniestro y gigantesco, cuya silueta parecía misteriosamente humana, y cuyas raíces se hundían en el esculpido sepulcro de Kalós. Y el miedo y el espanto de todos aumentó cuando registraron el recinto derruido y no encontraron rastro alguno del bondadoso Musides y la maravillosamente modelada imagen de Tyché. En las tremendas ruinas sólo reinaba el caos, y los representantes de ambas ciudades se vieron decepcionados: los emisarios, por haberse quedado sin la estatua; los habitantes de Tegea, por haberse quedado también sin artista al que coronar. No obstante, los de Siracusa consiguieron, poco después, una espléndida estatua de Atenea, y los tegeos se consolaron erigiendo en el ágora un templo de mármol conmemorando el talento, las virtudes y la piedad fraterna de Musides.
Pero aún sigue allí el olivar, así como el árbol que crece en la tumba de Kalós; el viejo colmenero me ha contado que a veces sus ramas susurran, cuando sopla el viento por la noche, y repiten una y otra vez: "¡Oidá! ¡Oidá!... ¡Yo sé! ¡Yo sé".

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