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miércoles, 2 de junio de 2010

El fantasma de Canterville de Oscar Wilde




El fantasma de Canterville de Oscar Wilde
I
Cuando míster Hiram B. Otis , el ministro de América, compró Canterville-Chase,
todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque la finca estaba
embrujada.
Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se
creyó en el deber de participárselo a míster Otis, cuando llegaron a discutir las
condiciones.
-Nosotros mismos -dijo lord Canterville- nos hemos resistido en absoluto a vivir en
ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un desmayo,
del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al
sentir que dos manos de esqueleto se posaban sobre sus hombros, estando vistiéndose
para cenar. Me creo en el deber de decirle, míster Otis, que el fantasma ha sido visto
por varios miembros de mi familia, que viven actualmente, así como por el rector de
la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado del King's College, de Oxford.
Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso
quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño, a causa de los
ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.
-Milord -respondió el ministro-, adquiriré el inmueble y el fantasma, bajo inventario.
Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de
proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y avispados, que recorren de parte a
parte el viejo continente, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores
"prima donnas", estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en
Europa vendrán a buscarlo enseguida para colocarlo en uno de nuestros museos
públicos o para pasearle por los caminos como un fenómeno.
-El fantasma existe, me lo temo -dijo lord Canterville, sonriendo-, aunque quizá se
resiste a las ofertas de los intrépidos empresarios de ustedes. Hace más de tres siglos
que se le conoce. Data, con precisión, de mil quinientos setenta y cuatro, y no deja de
mostrarse nunca cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia.
-¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un
fantasma no puede existir, y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan
excepciones en favor de la aristocracia inglesa.
-Realmente son ustedes muy naturales en América -dijo lord Canterville, que no
acababa de comprender la última observación de míster Otis-. Ahora bien: si le gusta
a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente de que yo
le previne.
Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de estación el ministro y su
familia emprendieron el viaje a Canterville.
Mistres Otis, que con el nombre de miss Lucrecia R. Tappan, de la calle West, 52,
había sido una ilustre «beldad» de Nueva York, era todavía una mujer guapísima, de
edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil soberbio.
Muchas damas americanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de
persona atacada de una enfermedad crónica, y se figuran que eso es uno de los sellos
de distinción de Europa; pero mistress Otis no cayó nunca en ese error.
Tenía una naturaleza magnífica y una abundancia extraordinaria de vitalidad.
A decir verdad, era completamente inglesa bajo muchos aspectos, y hubiese podido
citársela en buena lid para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con
América hoy día, excepto la lengua, como es de suponer.
Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un
momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de
bastante buena figura, que se había erigido en candidato a la diplomacia, dirigiendo
un cotillón en el casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en
Londres pasaba por ser bailarín excepcional.
Sus únicas debilidades eran las gardenias y la patria; aparte de esto, era
perfectamente sensato.
Miss Virginia E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un
cervatillo, con un bonito aire de despreocupación en sus grandes ojos azules.
Era una amazona maravillosa, y sobre su "poney" derrotó una vez en carreras al
viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio,
precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan
delirante en el joven duque de Cheshire, que la propuso acto continuo el matrimonio,
y sus tutores tuvieron que expedirle aquella misma noche a Elton, bañado en
lágrimas.
Después de Virginia venían dos gemelos, conocidos de ordinario con el nombre de
Estrellas y Bandas, porque se les encontraba siempre ostentándolas.
Eran unos niños encantadores, y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos
de la familia.
Como Canterville-Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima,
míster Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche descubierto, y emprendieron la
marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, en que el
aire estaba aromado de olor a pinos.
De cuando en cuando oíase a una paloma arrullándose con su voz más dulce, o
entreveíase, entre la maraña y el fru-fru de los helechos, la pechuga de oro bruñido de
algún faisán.
Ligeras ardillas los espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos
corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados herbosos,
levantando su rabo blanco.
Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville-Chase, el cielo se cubrió
repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una
gran bandada de cornejas cruzó calladamente por encima de sus cabezas, y antes de
que llegasen a la casa ya habían caído algunas gotas.
En los escalones se hallaba para recibirles una vieja, pulcramente vestida de seda
negra, con cofia y delantal blancos.
Era mistress Umney, el ama de gobierno que mistress Otis, a vivos requerimientos
de lady Canterville, accedió a conservar en su puesto.
Hizo una profunda reverencia a la familia cuando echaron pie a tierra, y dijo, con un
singular acento de los buenos tiempos antiguos:
-Les doy la bienvenida a Canterville-Chase.
La siguieron, atravesando un hermoso hall, de estilo Túdor, hasta la biblioteca, largo
salón espacioso que terminaba en un ancho ventanal acristalado.
Estaba preparado el té.
Luego, una vez que se quitaron los trajes de viaje, sentáronse todos y se pusieron a
cureosear en torno suyo, mientras mistress Umney iba de un lado para el otro.
De pronto, la mirada de mistress Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que
había sobre el pavimento, precisamente al lado de la chimenea y, sin darse cuenta de
sus palabras, dijo a mistress Umney:
-Veo que han vertido algo en ese sitio.
-Sí, señora -contestó mistress Umney en voz baja-. Ahí se ha vertido sangre.
-¡Es espantoso! -exclamó mistress Otis-. No quiero manchas de sangre en un salón.
Es preciso quitar eso inmediatamente.
La vieja sonrió, y con la misma voz baja y misteriosa, respondió:
-Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su
propio marido, sir Simón de Canterville, en mil quinientos sesenta y cinco.
Sir Simón la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en circunstancias
misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue
embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y por
otras personas, pero quitarla, imposible.
-Todo eso son tonterías -exclamó Washington Otis-. El producto «quitamanchas», el
limpiador incomparable del «campeón Pinkerton» hará desaparecer eso en un abrir y
cerrar de ojos.
Y antes de que el ama de gobierno, aterrada, pudiera intervenir, ya se había
arrodillado y frotaba vivamente el entarimado con una barrita de una sustancia
parecida al cosmético negro.
A los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro.
-Ya sabía yo que el "Pinkerton" la borraría -exclamó en tono triunfal, paseando una
mirada circular sobre su familia, llena de admiración.
Pero apenas había pronunciado esas palabras, cuando un relámpago formidable
iluminó la estancia sombría, y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a
mistress Umney, que se desmayó.
-¡Qué clima más atroz! -dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo
veguero-. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen
tiempo bastante para todo el mundo. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer
los ingleses es emigrar.
-Querido Hiram -replicó mistress Otis-, ¿qué podemos hacer con una mujer que se
desmaya?
-Descontaremos eso de su salario en caja. Así no se volverá a desmayar.
En efecto, mistress Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, veíase que estaba
conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a mistress Otis que debía
esperarse algún disgusto en la casa.
-Señores, he visto con mis propios ojos algunas cosas... que pondrían los pelos de
punta a cualquier cristiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a
causa de los hechos terribles que pasaban.
A pesar de lo cual, míster Otis y su esposa aseguraron vivamente a la buena mujer
que no tenían miedo ninguno de los fantasmas.
La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia
sobre sus nuevos amos y de arreglárselas para que le aumentasen el salario, se retiró a
su habitación renqueando.
II
La tempestad se desencadenó durante toda la noche, pero no produjo nada
extraordinario.
Al día siguiente, por la mañana, cuando bajaron a almorzar, encontraron de nuevo la
terrible mancha sobre el entarimado.
-No creo que tenga la culpa el «limpiador sin rival» -dijo Washington-, pues lo he
ensayado sobre toda clase de manchas. Debe de ser cosa del fantasma.
En consecuencia, borró la mancha, después de frotar un poco.
Al otro día, por la mañana, había reaparecido.
Y, sin embargo, la biblioteca permanecía cerrada la noche anterior, llevándose arriba
la llave mistress Otis.
Desde entonces, la familia empezó a interesarse por aquello.
Míster Otis se hallaba a punto de creer que había estado demasiado dogmático
negando la existencia de los fantasmas.
Mstress Otis expresó su intención de afiliarse a la Sociedad Psíquica, y Washington
preparó una larga carta a míster Myers y Podmone, basada en la persistencia de las
manchas de sangre cuando provienen de un crimen.
Aquella noche disipó todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas.
La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un paseo en coche.
Regresaron a las nueve, tomando una ligera cena.
La conversación no recayó ni un momento sobre los fantasmas, de manera que
faltaban hasta las condiciones más elementales de «espera» y de «receptibilidad»
que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos.
Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por mistress Otis, fueron
simplemente los habituales en la conversación de los americanos cultos que
pertenecen a las clases elevadas, como, por ejemplo, la inmensa superioridad de miss
Janny Davenport sobre Sarah Bernhardt, como actriz; la dificultad para encontrar
maíz verde, galletas de trigo sarraceno, aun en las mejores casas inglesas; la
importancia de Boston en el desenvolvimiento del alma universal; las ventajas del
sistema que consiste en anotar los equipajes de los viajeros, y la dulzura del acento
neoyorquino, comparado con el dejo de Londres.
No se trató para nada de lo sobrenatural, no se hizo ni la menor alusión indirecta a sir
Simón de Canterville.
A las once, la familia se retiró. A las doce y media estaban apagadas todas las luces.
Poco después, míster Otis se despertó con un ruido singular en el corredor, fuera de
su habitación. Parecía un ruido de hierros viejos, y se acercaba cada vez más.
Se levantó en el acto, encendió la luz y miró la hora.
Era la una en punto.
Míster Otis estaba perfectamente tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró nada
alterado.
El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que se oía claramente el sonar de unos
pasos.
Míster Otis se puso las zapatillas, tomó un frasquito alargado de su tocador y abrió la
puerta.
Y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible.
Sus ojos parecían carbones encendidos. Una larga cabellera gris caía en mechones
revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte anticuado, estaban manchadas y en
jirones. De sus muñecas y de sus tobillos colgaban unas pesadas cadenas y unos
grilletes herrumbrosos.
-Mi distinguido señor -dijo míster Otis-, permítame que le ruegue vivamente que se
engrase esas cadenas. Le he traído para ello una botella del engrasador
"Tammany-Sol-Levante". Dicen que una sola untura es eficacísima, y en la etiqueta
hay varios certificados de nuestros teólogos más ilustres, que dan fe de ello. Voy a
dejársela aquí, al lado de las mecedoras, y tendré un verdadero placer en
proporcionarle más, si así lo desea.
Dicho lo cual el ministro de los Estados Unidos dejó el frasquito sobre una mesa de
mármol, cerró la puerta y se volvió a meter en la cama.
El fantasma de Canterville permaneció algunos minutos inmóvil de indignación.
Después, tiró, lleno de rabia, el frasquito contra el suelo encerado y huyó por el
corredor, lanzando gruñidos cavernosos y despidiendo una extraña luz verde.
Sin embargo, cuando llegaba a la gran escalera de roble, se abrió de repente una
puerta. Aparecieron dos siluetas infantiles, vestidas de blanco, y una voluminosa
almohada le rozó la cabeza.
Evidentemente, no había tiempo que perder; así es que, utilizando como medio de
fuga la cuarta dimensión del espacio, se desvaneció a través del estuco, y la casa
recobró su tranquilidad.
Llegado a un cuartito secreto del ala izquierda, se adosó a un rayo de luna para tomar
aliento, y se puso a reflexionar para darse cuenta de su situación.
Jamás en toda su brillante carrera, que duraba ya trescientos años seguidos, fue
injuriado tan groseramente.
Se acordó de la duquesa viuda, en quien provocó una crisis de terror, estando
mirándose al espejo, cubierta de brillantes y de encajes; de las cuatro doncellas a
quienes había enloquecido, produciéndoles convulsiones histéricas, sólo con hacerlas
visajes entre las cortinas de una de las habitaciones destinadas a invitados; del rector
de la parroquia, cuya vela apagó de un soplo cuando volvía el buen señor de la
biblioteca a una hora avanzada, y que desde entonces se convirtió en mártir de toda
clase de alteraciones nerviosas; de la vieja señora de Tremouillac, que, al despertarse
a medianoche, le vio sentado en un sillón, al lado de la lumbre, en forma de
esqueleto, entretenido en leer el diario que redactaba ella de su vida, y que de resultas
de la impresión tuvo que guardar cama durante seis meses, víctima de un ataque
cerebral. Una vez curada se reconcilió con la iglesia y rompió toda clase de
relaciones con el señalado escéptico monsieur de Voltaire.
Recordó igualmente la noche terrible en que el bribón de lord Canterville fue hallado
agonizante en su tocador, con una sota de espadas hundida en la garganta, viéndose
obligado a confesar que por medio de aquella carta había timado la suma de diez mil
libras a Carlos Fos, en casa de Grookford. Y juraba que aquella carta se la hizo tragar
el fantasma.
Todas sus grandes hazañas le volvían a la mente.
Vio desfilar al mayordomo que se levantó la tapa de los sesos por haber visto
una mano verde tamborilear sobre los cristales, y la bella lady Steefield, condenada a
llevar alrededor del cuello un collar de terciopelo negro para tapar la señal de cinco
dedos, impresos como un hierro candente sobre su blanca piel, y que terminó por
ahogarse en el vivero que había al extremo de la Avenida Real.
Y, lleno del entusiasmo ególatra del verdadero artista, pasó revista a sus creaciones
más célebres.
Se dedicó una amarga sonrisa al evocar su última aparición en el papel de «Rubén el
Rojo», o «el rorro estrangulado», su "debut" en el «Gibeén, el Vampiro flaco del
páramo de Bevley», y el furor que causó una tarde encantadora de junio sólo con
jugar a los bolos con sus propios huesos sobre el campo de hierba de "lawn-tennis".
¿Y todo para qué? ¡Para que unos miserables americanos le ofreciesen el engrasador
marca "Sol-Levante" y le tirasen almohadas a la cabeza! Era realmente intolerable.
Además, la historia nos enseña que jamás fue tratado ningún fantasma de aquella
manera.
Llegó a la conclusión de que era preciso tomarse la revancha, y permaneció hasta el
amanecer en actitud de profunda meditación.
III
Cuando a la mañana siguiente el almuerzo reunió a la familia Otis, se discutió
extensamente acerca del fantasma.
El ministro de los Estados Unidos estaba, como era natural, un poco ofendido viendo
que su ofrecimiento no había sido aceptado.
-No quisiera en modo alguno injuriar personalmente al fantasma -dijo -, y reconozco
que, dada la larga duración de su estancia en la casa, no era nada cortés tirarle una
almohada a la cabeza...
Siento tener que decir que esta observación tan justa provocó una explosión de risa
en los gemelos.
-Pero, por otro lado -prosiguió míster Otis-, si se empeña, sin más ni más, en no
hacer uso del engrasador marca "Sol-Levante", nos veremos precisados a quitarle las
cadenas. No habría manera de dormir con todo ese ruido a la puerta de las alcobas.
Pero, sin embargo, en el resto de la semana no fueron molestados.
Lo único que les llamó la atención fue la reaparición continua de la mancha de
sangre sobre el "parquet" de la biblioteca.
Era realmente muy extraño, tanto más cuanto que mistress Otis cerraba la puerta con
llave por la noche, igual que las ventanas.
Los cambios de color que sufría la mancha, comparables a los de un camaleón,
produjeron asimismo frecuentes comentarios en la familia.
Una mañana era de un rojo oscuro, casi violáceo; otras veces era bermellón; luego,
de un púrpura espléndido, y un día, cuando bajaron a rezar, según los ritos sencillos
de la libre iglesia episcopal reformada de América, la encontraron de un hermoso
verde esmeralda.
Como era natural, estos cambios kaleidoscópicos divirtieron grandemente a la
reunión y hacíanse apuestas todas las noches con entera tranquilidad.
La única persona que no tomó parte en la broma fue la joven Virginia.
Por razones ignoradas, sentíase siempre impresionada ante la mancha de sangre,
y estuvo a punto de llorar la mañana que apareció verde esmeralda.
El fantasma hizo su aparición el domingo por la noche. Al poco tiempo de estar
todos ellos acostados, les alarmó un enorme estrépito que se oyó en el "hall".
Bajaron apresuradamente, y se encontraron con que una armadura completa se había
desprendido de su soporte, cayendo sobre las losas.
Cerca de allí, sentado en un sillón de alto respaldo, el fantasma de Canterville se
restregaba las rodillas, con una expresión de agudo dolor sobre su rostro.
Los gemelos, que se habían provisto de sus cañas de majuelos, le lanzaron
inmediatamente dos huesos, con esa seguridad de puntería que sólo se adquiere a
fuerza de largos y pacientes ejercicios sobre el profesor de caligrafía.
Mientras tanto, el ministro de los Estados Unidos mantenía al fantasma bajo la
amenaza de su revólver, y, conforme a la etiqueta californiana, le instaba a levantar
los brazos.
El fantasma se alzó bruscamente, lanzando un grito de furor salvaje, y se disipó en
medio de ellos, como una niebla, apagando de paso la vela de Washington Otis y
dejándolos a todos en la mayor oscuridad.
Cuando llegó a lo alto de la escalera, una vez dueño de sí, se decidió a lanzar su
célebre repique de carcajadas satánicas.
Contaba la gente que aquello hizo encanecer en una sola noche el peluquín de lord
Raker. Y que no necesitaron más de tres sucesivas amas de gobierno para decidirse a
«dimitir» antes de terminar el primer mes en su cargo.
Por consiguiente, lanzó una carcajada más horrible, despertando paulatinamente los
ecos en las antiguas bóvedas; pero, apagados éstos, se abrió una puerta y apareció,
vestida de azul claro, mistress Otis.
-Me temo -dijo la dama- que esté usted indispuesto, y aquí le traigo un frasco de la
tintura del doctor Dobell. Si se trata de una indigestión, esto le sentará bien.
El fantasma la miró con ojos llameantes de furor y se creyó en el deber de
metamorfosearse en un gran perro negro.
Era un truco que le había dado una reputación merecidísima, y al cual atribuía la
idiotez incurable del tío de lord Canterville, el honorable Tomás Horton.
Pero un ruido de pasos que se acercaban le hizo vacilar en su cruel determinación, y
se contentó con volverse un poco fosforescente.
En seguida se desvaneció, después de lanzar un gemido sepulcral, porque los
gemelos iban a darle alcance.
Una vez en su habitación sintióse destrozado, presa de la agitación más violenta.
La ordinariez de los gemelos, el grosero materialismo de mistress Otis, todo aquello
resultaba realmente vejatorio; pero lo que más le humillaba era no tener ya fuerzas
para llevar una armadura.
Contaba con hacer impresión aun en unos americanos modernos, con hacerles
estremecer a la vista de un espectro acorazado, ya que no por motivos razonables, al
menos por deferencia hacia su poeta nacional Longfellow, cuyas poesías, delicadas y
atrayentes, habíanle ayudado con frecuencia a matar el tiempo, mientras los
Canterville estaban el Londres.
Además, era su propia armadura. La llevó con éxito en el torneo de Kenilworth,
siendo felicitado calurosamente por la Reina-Virgen en persona.
Pero cuando quiso ponérsela quedó aplastado por completo con el peso de la enorme
coraza y del yelmo de acero. Y se desplomó pesadamente sobre las losas de piedra,
despellejándose las rodillas y contusionándose la muñeca derecha.
Durante varios días estuvo malísimo y no pudo salir de su morada más que lo
necesario para mantener en buen estado la mancha de sangre.
No obstante lo cual, a fuerza de cuidados acabó por restablecerse y decidió hacer una
tercera tentativa para aterrorizar al ministro de los Estados Unidos y a su familia.
Eligió para su reaparición en escena el viernes 17 de agosto, consagrando gran parte
del día a pasar revista a sus trajes.
Su elección recayó al fin en un sombrero de ala levantada por un lado y caída del
otro, con una pluma roja; en un sudario deshilachado por las mangas y el cuello y,
por último, en un puñal mohoso.
Al atardecer estalló una gran tormenta. El viento era tan fuerte que sacudía y cerraba
violentamente las puertas y ventanas de la vetusta casa. Realmente aquél era el
tiempo que le convenía. He aquí lo que pensaba hacer:
Iría sigilosamente a la habitación de Washington Otis, le musitaría unas frases
ininteligibles, quedándose al pie de la cama, y le hundiría tres veces seguidas el puñal
en la garganta, a los sones de una música apagada.
Odiaba sobre todo a Washington, porque sabía perfectamente que era él quien
acostumbraba quitar la famosa mancha de sangre de Canterville, empleando el
«limpiador incomparable de Pinkerton».
Después de reducir al temerario, al despreocupado joven, entraría en la habitación
que ocupaba el ministro de los Estados Unidos y su mujer.
Una vez allí, colocara una mano viscosa sobre la frente de mistress Otis, y al mismo
tiempo murmuraría, con voz sorda, al oído del ministro tembloroso, los secretos
terribles del osario.
En cuanto a la pequeña Virginia, aún no tenía decidido nada. No lo había insultado
nunca. Era bonita y cariñosa. Unos cuantos gruñidos sordos, que saliesen del armario,
le parecían más que suficientes, y si no bastaban para despertarla, llegaría hasta
tirarla de la puntita de la nariz con sus dedos rígidos por la parálisis.
A los gemelos estaba resuelto a darles una lección: lo primero que haría sería
sentarse sobre sus pechos, con el objeto de producirles la sensación de pesadilla.
Luego, aprovechando que sus camas estaban muy juntas, se alzaría en el espacio libre
entre ellas, con el aspecto de un cadáver verde y frío como el hielo, hasta que se
quedaran paralizados de terror. En seguida, tirando bruscamente su sudario, daría la
vuelta al dormitorio en cuatro patas, como un esqueleto blanqueado por el tiempo,
moviendo los ojos de sus órbitas, en su creación de «Daniel el Mudo, o el esqueleto
del suicida», papel en el cual hizo un gran efecto en varias ocasiones. Creía estar tan
bien en éste como en su otro papel de «Martín el Demente o el misterio
enmascarado».
A las diez y media oyó subir a la familia a acostarse.
Durante algunos instantes le inquietaron las tumultuosas carcajadas de los gemelos,
que se divertían evidentemente, con su loca alegría de colegiales, antes de meterse en
la cama.
Pero a las once y cuarto todo quedó nuevamente en silencio, y cuando sonaron las
doce se puso en camino.
La lechuza chocaba contra los cristales de la ventana. El cuervo crascitaba en el
hueco de un tejo centenario y el viento gemía vagando alrededor de la casa, como un
alma en pena; pero la familia Otis dormía, sin sospechar la suerte que le esperaba.
Oía con toda claridad los ronquidos regulares del ministro de los Estados Unidos,
que dominaban el ruido de la lluvia y de la tormenta.
Se deslizó furtivamente a través del estuco. Una sonrisa perversa se dibujaba sobre
su boca cruel y arrugada, y la luna escondió su rostro tras una nube cuando pasó
delante de la gran ventana ojival, sobre la que estaban representadas, en azul y oro,
sus propias armas y las de su esposa asesinada.
Seguía andando siempre, deslizándose como una sombra funesta, que parecía hacer
retroceder de espanto a las mismas tinieblas en su camino.
En un momento dado le pareció oír que alguien le llamaba: se detuvo, pero era tan
sólo un perro, que ladraba en la Granja Roja.
Prosiguió su marcha, refunfuñando extraños juramentos del siglo XVI, y blandiendo
de cuando en cuando el puñal enmohecido en el aire de medianoche.
Por fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación de Washington.
Allí hizo una breve parada.
El viento agitaba en torno de su cabeza sus largos mechones grises y ceñía en
pliegues grotescos y fantásticos el horror indecible del fúnebre sudario.
Sonó entonces el cuarto en el reloj.
Comprendió que había llegado el momento.
Se dedicó una risotada y dio la vuelta a la esquina. Pero apenas lo hizo retrocedió,
lanzando un gemido lastimero de terror y escondiendo su cara lívida entre sus largas
manos huesosas.
Frente a él había un horrible espectro, inmóvil como una estatua, monstruoso como
la pesadilla de un loco.
La cabeza del espectro era pelada y reluciente; su faz, redonda, carnosa y blanca; una
risa horrorosa parecía retorcer sus rasgos en una mueca eterna; por los ojos brotaba a
oleadas una luz escarlata, la boca tenía el aspecto de un ancho pozo de fuego, y una
vestidura horrible, como la de él, como la del mismo Simón, envolvía con su nieve
silenciosa aquella forma gigantesca.
Sobre el pecho tenía colgado un cartel con una inscripción en caracteres extraños y
antiguos.
Quizá era un rótulo infamante, donde estaban escritos delitos espantosos, una terrible
lista de crímenes.
Tenía, por último, en su mano derecha una cimitarra de acero resplandeciente.
Como no había visto nunca fantasmas hasta aquél día, sintió un pánico terrible, y,
después de lanzar a toda prisa una segunda mirada sobre el monstruo atroz, regresó a
su habitación, trompicando en el sudario que le envolvía.
Cruzó la galería corriendo, y acabó por dejar caer el puñal enmohecido en las botas
de montar del ministro, donde lo encontró el mayordomo al día siguiente.
Una vez refugiado en su retiro, se desplomó sobre un reducido catre de tijera,
tapándose la cabeza con las sábanas. Pero, al cabo de un momento, el valor
indomable de los antiguos Canterville se despertó en él y tomó la resolución de
hablar al otro fantasma en cuanto amaneciese.
Por consiguiente, no bien el alba plateó las colinas con su contacto, volvió al sitio en
que había visto por primera vez al horroroso fantasma.
Pensaba que, después de todo, dos fantasmas valían más que uno sólo, y que con
ayuda de su nuevo amigo podría contender victoriosamente con los gemelos. Pero
cuando llegó al sitio hallóse en presencia de un espectáculo terrible.
Sucedíale algo indudablemente al espectro, porque la luz había desaparecido por
completo de sus órbitas.
La cimitarra centelleante se había caído de su mano y estaba recostado sobre la pared
en una actitud forzada e incómoda.
Simón se precipitó hacia delante y lo cogió en sus brazos; pero cuál no sería su terror
viendo despegarse la cabeza y rodar por el suelo, mientras el cuerpo tomaba la
posición supina, y notó que abrazaba una cortina blanca de lienzo grueso y que
yacían a sus pies una escoba, un machete de cocina y una calabaza vacía.
Sin poder comprender aquella curiosa transformación, cogió con mano febril el
cartel, leyendo a la claridad grisácea de la mañana estas palabras terribles:
HE-AQUÍ-EL-FANTASMA-OTIS
EL-ÚNICO-ESPÍRITU-AUTÉNTICO-Y-VERDADERO
¡DESCONFIAD-DE-LAS-IMITACIONES!
TODOS-LOS-DEMÁS-ESTÁN-FALSIFICADOS!
Y la entera verdad se le apareció como un relámpago.
¡Había sido burlado, chasqueado, engañado!
La expresión característica de los Canterville reapareció en sus ojos, apretó las
mandíbulas desdentadas y, levantando por encima de su cabeza sus manos amarillas,
juró, según el ritual pintoresco de la antigua escuela, «que cuando el gallo tocara por
dos veces el cuerno de su alegre llamada se consumarían sangrientas hazañas, y el
crimen, de callado paso, saldría de su retiro».
No había terminado de formular este juramento terrible, cuando de una alquería
lejana, de tejado de ladrillo rojo, salió el canto de un gallo.
Lanzó una larga risotada, lenta y amarga, y esperó. Esperó una hora, y después otra;
pero por alguna razón misteriosa no volvió a cantar el gallo.
Por fin, a eso de las siete y media, la llegada de las criadas le obligó a abandonar su
terrible guardia y regresó a su morada, con altivo paso, pensando en su juramento
vano y en su vano proyecto fracasado.
Una vez allí consultó varios libros de caballería, cuya lectura le interesaba
extraordinariamente, y pudo comprobar que el gallo cantó siempre dos veces en
cuantas ocasiones se recurrió a aquel juramento.
-¡Que el diablo se lleve a ese animal volátil! -murmuró-. ¡En otro tiempo hubiese
caído sobre él con mi buena lanza, atravesándole el cuello y obligándole a cantar otra
vez para mí, aunque reventara!
Y dicho esto se retiró a su confortable caja de plomo, y allí permaneció hasta la
noche.
IV
Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil, muy cansado.
Las terribles emociones de las cuatro últimas semanas empezaban a producir su
efecto.
Tenía el sistema nervioso completamente alterado, y temblaba al más ligero ruido.
No salió de su habitación en cinco días, y concluyó por hacer una concesión en lo
relativo a la mancha de sangre del "parquet" de la biblioteca. Puesto que la familia
Otis no quería verla, era indudablemente que no la merecía. Aquella gente estaba
colocada a ojos vistas en un plano inferior de vida material y era incapaz de apreciar
el valor simbólico de los fenómenos sensibles.
La cuestión de las apariciones de fantasmas y el desenvolvimiento de los cuerpos
astrales era realmente para ellos cosa desconocida e indiscutiblemente fuera de su
alcance.
Pero, por lo menos, constituía para él un deber ineludible mostrarse en el corredor
una vez a la semana y farfullar por la gran ventana ojival el primero y el tercer
miércoles de cada mes. No veía ningún medio digno de sustraerse a aquella
obligación.
Verdad es que su vida fue muy criminal; pero, quitado eso, era hombre muy
concienzudo en todo cuanto se relacionaba con lo sobrenatural.
Así, pues, los tres sábados siguientes atravesó, como de costumbre, el corredor entre
doce de la noche y tres de la madrugada, tomando todas las precauciones posibles
para no ser visto ni oído.
Se quitaba las botas, pisaba lo más ligeramente que podía sobre las viejas maderas
carcomidas, envolvíase en una gran capa de terciopelo negro, y no dejaba de usar el
engrasador "Sol-Levante" para engrasar sus cadenas. Me veo precisado a reconocer
que sólo después de muchas vacilaciones se decidió a adoptar este último medio de
protección. Pero, al fin, una noche, mientras cenaba la familia, se deslizó en el
dormitorio de mistress Otis y se llevó el frasquito.
Al principio se sintió un poco humillado, pero después fue suficientemente razonable
para comprender que aquel invento merecía grandes elogios y cooperaba, en cierto
modo, a la realización de sus proyectos.
A pesar de todo, no se vio a cubierto de matracas.
No dejaban nunca de tenderle cuerdas de lado a lado del corredor para hacer tropezar
en la oscuridad, y una vez que se había disfrazado para el papel de «Isaac el Negro o
el cazador del bosque de Hogsley», cayó cuan largo era al poner el pie sobre una
pista de maderas enjabonadas que habían colocado los gemelos desde el umbral del
salón de Tapices hasta la parte alta de la escalera de roble.
Esta última afrenta le dio tal rabia, que decidió hacer un esfuerzo para imponer su
dignidad y consolidar su posición social, y formó el proyecto de visitar a la noche
siguiente a los insolentes chicos de Eton, en su célebre papel de «Ruperto el
Temerario o el conde sin cabeza».
No se había mostrado con aquel disfraz desde hacía sesenta años, es decir, desde que
causó con él tal pavor a la bella lady Bárbara Modish, que ésta retiró su
consentimiento al abuelo de actual lord Canterville y se fugó a Gretna Green con el
arrogante Jach Castletown, jurando que por nada del mundo consentiría en
emparentar con una familia que toleraba los paseos de un fantasma tan horrible por la
terraza, al atardecer.
El pobre Jack fue al poco tiempo muerto en duelo por lord Canterville en la pradera
de Wandsworth, y lady Bárbara murió de pena en Tumbridge Wells antes de terminar
el año; así es que fue un gran éxito por todos conceptos.
Sin embargo, era, permitiéndome emplear un término de argot teatral para aplicarlo a
uno de los mayores misterios del mundo sobrenatural (o en lenguaje más científico),
«del mundo superior a la Naturaleza», era, repito, una creación de las más difíciles, y
necesitó sus tres buenas horas para terminar los preparativos.
Por fin, todo estuvo listo, y él contentísimo de su disfraz.
Las grandes botas de montar, que hacían juego con el traje, eran, eso sí, un poco
holgadas para él, y no pudo encontrar más que una de las dos pistolas del arzón; pero,
en general, quedó satisfechísimo, y a la una y cuarto pasó a través del estuco y bajó a
corredor.
Cuando estuvo cerca de la habitación ocupada por los gemelos, a la que llamaré el
dormitorio azul, por el color de sus cortinajes, se encontró con la puerta entreabierta.
A fin de hacer una entrada sensacional, la empujó con violencia, pero se le vino
encima una jarra de agua que le empapó hasta los huesos, no dándole en el hombro
por unos milímetros.
Al mismo tiempo oyó unas risas sofocadas que partían de la doble cama con dosel.
Su sistema nervioso sufrió tal conmoción, que regresó a sus habitaciones a todo
escape, y al día siguiente tuvo que permanecer en la cama con un fuerte reúma.
El único consuelo que tuvo fue el de no haber llevado su cabeza sobre los hombros,
pues sin esto las consecuencias hubieran podido ser más graves.
Desde entonces renunció para siempre a espantar a aquella recia familia de
americanos, y se limitó a vagar por el corredor, con zapatillas de orillo, envuelto el
cuello en una gruesa bufanda, por temor a las corrientes de aire, y provisto de un
pequeño arcabuz, para el caso en que fuese atacado por los gemelos.
Hacia el 19 de septiembre fue cuando recibió el golpe de gracia.
Había bajado por la escalera hasta el espacioso "hall", seguro de que en aquel sitio
por lo menos estaba a cubierto de jugarretas, y se entretenía en hacer observaciones
satíricas sobre las grandes fotografías del ministro de los Estados Unidos y de su
mujer, hechas en casa de Sarow.
Iba vestido sencilla, pero decentemente, con un largo sudario salpicado de moho de
cementerio. Habíase atado la quijada con una tira de tela y llevaba una linternita y
una azadón de sepulturero.
En una palabra, iba disfrazado de «Jonás el Desenterrador, o el ladrón de cadáveres
de Cherstey Barn».
Era una de sus creaciones más notables y de las que guardaban recuerdo, con más
motivo, los Canterville, ya que fue la verdadera causa de su riña con lord Rufford,
vecino suyo.
Serían próximamente las dos y cuarto de la madrugada, y, a su juicio, no se movía
nadie en la casa. Pero cuando se dirigía tranquilamente en dirección a la biblioteca,
para ver lo que quedaba de la mancha de sangre, se abalanzaron hacia él, desde un
rincón sombrío, dos siluetas, agitando locamente sus brazos sobre sus cabezas,
mientras gritaban a su oído:
-¡Uú! ¡Uú! ¡Uú!
Lleno de pánico, cosa muy natural en aquellas circunstancias, se precipitó hacia la
escalera, pero entonces se encontró frente a Washington Otis, que le esperaba armado
con la regadera del jardín; de tal modo, que, cercado por sus enemigos, casi
acorralado, tuvo que evaporarse en la gran estufa de hierro colado, que,
afortunadamente para él, no estaba encendida, y abrirse paso hasta sus habitaciones
por entre tubos y chimeneas, llegando a su refugio en el tremendo estado en que lo
pusieron la agitación, el hollín y la desesperación.
Desde aquella noche no volvió a vérsele nunca de expedición nocturna.
Los gemelos se quedaron muchas veces en acecho para sorprenderle, sembrando de
cáscara de nuez los corredores todas las noche, con gran molestia de sus padres y
criados. Pero fue inútil.
Su amor propio estaba profundamente herido, sin duda, y no quería mostrarse.
En vista de ello, míster Otis se puso a trabajar en su gran obra sobre la historia del
partido demócrata, obra que había empezado tres años antes.
Mistress Otis organizó un "clam-bake" extraordinario, del que se habló en toda la
comarca.
Los niños se dedicaron a jugar a la barra, al ecarté, al "poker" y a otras diversiones
nacionales de América.
Virginia dio paseos a caballo por las carreteras, en compañía del duquesito de
Cheshire, que se hallaba en Canterville pasando su última semana de vacaciones.
Todo el mundo se figuraba que el fantasma había desaparecido, hasta el punto de
que míster Otis escribió una carta a lord Canterville para comunicárselo, y recibió en
contestación otra carta en la que éste le testimoniaba el placer que le producía la
noticia y enviaba sus más sinceras felicitaciones a la digna esposa del ministro.
Pero los Otis se equivocaban.
El fantasma seguía en la casa, y, aunque se hallaba muy delicado, no estaba
dispuesto a retirarse, sobre todo después de saber que figuraba entre los invitados el
duquesito de Cheshire, cuyo tío, lord Francis Stilton, apostó una vez con el coronel
Carbury a que jugaría a los dados con el fantasma de Canterville.
A la mañana siguiente se encontraron a lord Stilton tendido sobre el suelo del salón
de juego en un estado de parálisis tal que, a pesar de la edad avanzada que alcanzó,
no pudo ya nunca pronunciar más palabras que éstas:
-¡Seis doble!
Esta historia era muy conocida en un tiempo, aunque, en atención a los sentimientos
de dos familias nobles, se hiciera todo lo posible por ocultarla, y existe un relato
detallado de todo lo referente a ella en el tomo tercero de las "Memorias de lord
Tattle sobre el Príncipe Regente y sus amigos".
Desde entonces, el fantasma deseaba vivamente probar que no había perdido su
influencia sobre los Stilton, con los que además estaba emparentado por matrimonio,
pues una prima suya se casó en segundas nupcias con el señor Bulkeley, del que
descienden en línea directa, como todo el mundo sabe, los duques de Cheshire.
Por consiguiente, hizo sus preparativo para mostrarse al pequeño enamorado de
Virginia en su famoso papel de «Fraile vampiro, o el benedictino desangrado».
Era un espectáculo espantoso, que cuando la vieja lady Starbury se lo vio
representar, es decir en víspera del Año Nuevo de 1764, empezó a lanzar chillidos
agudos, que tuvieron por resultado un fuerte ataque de apoplejía y su fallecimiento al
cabo de tres días, no sin que desheredara antes a los Canterville y legase todo su
dinero a su farmacéutico en Londres.
Pero, a última hora, el terror que le inspiraban los gemelos le retuvo en su
habitación, y el duquesito durmió tranquilo en el gran lecho con dosel coronado de
plumas del dormitorio real, soñando con Virginia.
V
Virginia y su adorador de cabello rizado dieron, unos días después, un paseo a
caballo por los prados de Brockley, paseo en el que ella desgarró su vestido de
amazona al saltar un seto, de tal manera que, de vuelta a su casa, entró por la escalera
de detrás para que no la viesen.
Al pasar corriendo por delante de la puerta del salón de Tapices, que estaba abierta
de par en par, le pareció ver a alguien dentro.
Pensó que sería la doncella de su madre, que iba con frecuencia a trabajar a esa
habitación.
Asomó la cabeza para encargarle que le cosiese el vestido.
¡Pero, con gran sorpresa suya, quien allí estaba era el fantasma de Canterville en
persona!
Habíase acomodado ante la ventana, contemplando el oro llameante de los árboles
amarillentos que revoloteaban por el aire, las hojas enrojecidas que bailaban
locamente a lo largo de la gran avenida.
Tenía la cabeza apoyada en una mano, y toda su actitud revelaba el desaliento más
profundo.
Realmente presentaba un aspecto tan abrumado, tan abatido, que la pequeña
Virginia, en vez de ceder a su primer impulso, que fue echar a correr a encerrarse en
su cuarto, se sintió llena de compasión y tomó el partido de ir a consolarle.
Tenía la muchacha un paso tan ligero y él una melancolía tan honda, que no se dio
cuenta de su presencia hasta que le habló.
-Lo he sentido mucho por usted -dijo-, pero mis hermanos regresan mañana a Eton, y
entonces, si se porta usted bien nadie le atormentará.
-Es inconcebible pedirme que me porte bien -le respondió, contemplando
estupefacto a la jovencita que tenía la audacia de dirigirle la palabra-.
Perfectamente inconcebible. Es necesario que yo sacuda mis cadenas, que gruña por
los agujeros de las cerraduras y que corretee de noche. ¿Eso es lo que usted llama
portarse mal? No tengo otra razón de ser.
-Eso no es una razón de ser. En sus tiempos fue usted muy malo ¿sabe? Mistress
Umney nos dijo el día que llegamos que usted mató a su esposa.
-Sí, lo reconozco -respondió incautamente el fantasma-. Pero era un asunto de
familia y nadie tenía que meterse.
-Está muy mal matar a nadie -dijo Virginia, que a veces adoptaba un bonito gesto de
gravedad puritana, heredado quizás de algún antepasado venido de Nueva Inglaterra.
-¡Oh, no puedo sufrir la severidad barata de la moral abstracta! Mi mujer era feísima.
No almidonaba nunca lo bastante mis puños y no sabía nada de cocina.
Mire usted: un día había yo cazado un soberbio ciervo en los bosques de Hogsley, un
hermoso macho de dos años. ¡Pues no puede usted figurarse cómo me lo sirvió!
Pero, en fin, dejemos eso. Es asunto liquidado, y no encuentro nada bien que sus
hermanos me dejasen morir de hambre, aunque yo la matase.
-¡Que lo dejaran morir de hambre! ¡Oh señor fantasma...! Don Simón, quiero decir,
¿es que tiene usted hambre? Hay un "sandwich" en mi costurero. ¿Le gustaría?
-No, gracias, ahora ya no como; pero, de todos modos, lo encuentro amabilísimo por
su parte. ¡Es usted bastante más atenta que el resto de su horrible, arisca, ordinaria y
ladrona familia!
-¡Basta! -exclamó Virginia, dando con el pie en el suelo-. El arisco, el horrible y el
ordinario lo es usted. En cuanto a lo de ladrón, bien sabe usted que me ha robado mis
colores de la caja de pinturas para restaurar esa ridícula mancha de sangre en la
biblioteca. Empezó usted por coger todos mis rojos, incluso el bermellón,
imposibilitándome para pintar puestas de sol. Después agarró usted el verde
esmeralda y el amarillo cromo. Y, finalmente, sólo me queda el añil y el blanco. Así
es que ahora no puedo hacer más que claros de luna, que da grima ver, e
incomodísimos, además, de colorear. Y no le he acusado, aún estando fastidiada y a
pesar de que todas esa cosas son completamente ridículas. ¿Se ha visto alguna vez
sangre color verde esmeralda...?
-Vamos a ver -dijo el fantasma, con cierta dulzura-: ¿y qué iba yo a hacer? Es
dificilísimo en los tiempos actuales agenciarse sangre de verdad, y ya que su
hermano empezó con su quitamanchas incomparable, no veo por qué no iba yo a
emplear los colores de usted para resistir. En cuanto al tono, es cuestión de gusto.
Así, por ejemplo, los Canterville tienen sangre azul, la sangre más azul que existe en
Inglaterra... Aunque ya sé que ustedes los americanos no hacen el menor caso de esas
cosas.
-No sabe usted nada, y lo mejor que puede hacer es emigrar, y así se formará idea de
algo. Mi padre tendrá un verdadero gusto en proporcionarle un pasaje gratuito, y
aunque haya derechos de puertas elevadísimos sobre toda clase de cosas, no no le
pondrán dificultades en la Aduana. Y una vez en Nueva York, puede usted contar con
un gran éxito. Conozco infinidad de personas que darían cien mil dólares por tener
antepasados y que sacrificarían mayor cantidad aún por tener un fantasma de
«familia».
-Creo que no me divertiría mucho en América.
-Quizás se deba a que allí no tenemos ni ruinas ni curiosidades -dijo burlonamente
Virginia.
-¡Qué curiosidades ni qué ruinas! -contestó el fantasma-. Tienen ustedes su Marina y
sus modales.
-Buenas noches; voy a pedir a papá que conceda a los gemelos una semana más de
vacaciones.
-¡No se vaya, miss Virginia, se lo suplico! -exclamó el fantasma-. Estoy tan solo y
soy tan desgraciado, que no sé que hacer. Quisiera ir a acostarme y no puedo.
-Pues es inconcebible: no tiene usted más que meterse en la cama y apagar la luz.
Algunas veces es dificilísimo permanecer despierto, sobre todo en una iglesia, pero,
en cambio, dormir es muy sencillo. Ya ve usted: los gemelos saben dormir
admirablemente, y no son de los más listos.
-Hace trescientos años que no duermo -dijo el anciano tristemente, haciendo que
Virginia abriese mucho sus hermosos ojos azules, llenos de asombro-. Hace ya
trescientos años que no duermo, así es que me siento cansadísimo.
Virginia adoptó un grave continente, y sus finos labios se movieron como pétalos de
rosa.
Se acercó y arrodillándose al lado del fantasma, contempló su rostro envejecido y
arrugado.
-Pobrecito fantasma -profirió a media voz -, ¿y no hay ningún sitio donde pueda
usted dormir?
-Allá lejos, pasando el pinar -respondió él en voz baja y soñadora -, hay un
jardincito. La hierba crece en él alta y espesa; allí pueden verse las grandes estrellas
blancas de la cicuta, allí el ruiseñor canta toda la noche. Canta toda la noche, y la
luna de cristal helado deja caer su mirada y el tejo extiende sus brazos de gigante
sobre los durmientes.
Los ojos de Virginia se empañaron de lágrimas y sepultó la cara entre sus manos.
-Se refiere usted al jardín de la Muerte -murmuró -.
-¡Sí, de la muerte; ¡que debe ser hermosa! ¡Descansar en la blanda tierra oscura,
mientras las hierbas se balancean encima de nuestra cabeza, y escuchar el silencio!
No tener ni ayer ni mañana. Olvidarse del tiempo y de la vida; morar en paz. Usted
puede ayudarme; usted puede abrirme de par en par las puertas de la muerte, porque
el amor le acompaña a usted siempre, y el amor es más fuerte que la muerte.
Virginia tembló. Un estremecimiento helado recorrió todo su ser, y durante unos
instantes hubo un gran silencio.
Parecíale vivir un sueño terrible.
Entonces el fantasma habló de nuevo con una voz que resonaba como los suspiros
del viento:
-¿Ha leído usted alguna vez la antigua profecía que hay sobre las vidrieras de la
biblioteca?
-¡Oh, muchas veces! -exclamó la muchacha levantando los ojos -. La conozco muy
bien. Está pintada con unas curiosas letras doradas y se lee con dificultad. No tiene
más que éstos seis versos:
Cuando una joven rubia logre hacer brotar
una oración de los labios del pecador,
cuando el almendro estéril dé fruto
y una niña deje correr su llanto,
entonces, toda la casa recobrará la tranquilidad
y volverá la paz a Canterville.
Pero no sé lo que significan.
-Significan que tiene usted que llorar conmigo mis pecados, porque no tengo
lágrimas, y que tiene usted que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe, y
entonces, si ha sido usted siempre dulce, buena y cariñosa, el ángel de la muerte se
apoderará de mí. Verá usted seres terribles en las tinieblas y voces funestas
murmurarán en sus oídos, pero no podrán hacerle ningún daño, porque contra la
pureza de una niña no pueden nada las potencias infernales.
Virginia no contestó, y el fantasma retorcíase las manos en la violencia de su
desesperación, sin dejar de mirar la rubia cabeza inclinada.
De pronto se irguió la joven, muy pálida, con un fulgor en los ojos.
-No tengo miedo -dijo con voz firme - y rogaré al ángel que se apiade de usted.
Levantóse el fantasma de su asiento lanzando un débil grito de alegría, cogió la
blonda cabeza entre sus manos, con una gentileza que recordaba los tiempos pasados,
y la besó.
Sus dedos estaban fríos como hielo y sus labios abrasaban como el fuego, pero
Virginia no flaqueó; después la hizo atravesar la estancia sombría. Sobre el tapiz, de
un verde apagado, estaban bordados unos pequeños cazadores.
Soplaban en sus cuerpos adornados de flecos y con sus lindas manos hacíanle gestos
de que retrocediese.
-Vuelve sobre tus pasos, Virginia. ¡Vete, vete! -gritaban.
Pero el fantasma le apretaba en aquel momento la mano con más fuerza, y ella cerró
los ojos para no verlos.
Horribles animales de colas de lagarto y de ojazos saltones parpadearon
maliciosamente en las esquinas de la chimenea, mientras le decían en voz baja:
-Ten cuidado, Virginia, ten cuidado. Podríamos no volver a verte.
Pero el fantasma apresuró el paso y Virginia no oyó nada.
Cuando llegaron al extremo de la estancia, el viejo se detuvo, murmurando unas
palabras que ella no comprendió. Volvió Virginia a abrir los ojos y voy disiparse el
muro lentamente, como una neblina, y abrirse ante ella una negra caverna.
Un áspero y helado viento les azotó, sintiendo la muchacha que la tiraban del
vestido.
-De prisa, de prisa -gritó el fantasma -, o será demasiado tarde.
Y en el mismo momento, el muro se cerró de nuevo detrás de ellos y el salón de
Tapices quedó desierto.
VI
Diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó.
Mistress Otis envió a uno de los criados a buscarla.
No tardó en volver, diciendo que no había podido descubrir a miss Virginia por
ninguna parte.
Como la muchacha tenía la costumbre de ir todas las tardes al jardín a recoger flores
para la cena, mistress Otis no se inquietó lo más leve. Pero sonaron las seis y Virginia
no aparecía.
Entonces su madre se sintió seriamente intranquila y envió a sus hijos en su busca,
mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones de la casa.
A las seis y media volvieron los gemelos, diciendo que no habían encontrado huellas
de su hermana por parte alguna.
Entonces se conmovieron todos extraordinariamente, y nadie sabía qué hacer,
cuando míster Otis recordó de repente que pocos días antes habían permitido
acampar en el parque de una tribu de gitanos.
Así es que salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompañado de su hijo
mayor y de dos de sus criados de la granja.
El duquesito de Cheshire, completamente loco de inquietud, rogó con insistencia a
míster Otis que lo dejase acompañarle, mas éste se negó temiendo algún jaleo.
Pero cuando llegó al sitio en cuestión vio que los gitanos se habían marchado.
Se dieron prisa a huir, sin duda alguna, pues el fuego ardía todavía y quedaban platos
sobre la hierba.
Después de mandar a Washington y a los dos hombres que registrasen los
alrededores, se apresuró a regresar y envió telegramas a todos los inspectores de
Policía del condado, rogándoles buscasen a una joven raptada por unos vagabundos o
gitanos.
Luego hizo que le trajeran su caballo, y después de insistir para que su mujer y sus
tres hijos se sentaran a la mesa, partió con un "groom" por el camino de Ascot.
Había recorrido apenas dos millas, cuando oyó un galope a su espalda.
Se volvió, viendo al duquesito que llegaba en su "poney", con la cara sofocada y la
cabeza descubierta.
-Lo siento muchísimo -le dijo el joven con voz entrecortada -, pero me es imposible
comer mientras Virginia no aparezca. Se lo ruego: no se enfade conmigo. Si nos
hubiera permitido casarnos el año último, no habría pasado esto nunca. No me
rechaza usted, ¿verdad? ¡No puedo ni quiero irme!
El ministro no pudo menos que dirigir una sonrisa a aquel mozo guapo y
atolondrado, conmovidísimo ante la abnegación que mostraba por Virginia.
Inclinándose sobre su caballo, le acarició los hombros bondadosamente, y le dijo:
-Pues bien, Cecil: ya que insiste usted en venir, no me queda más remedio que
admitirle en mi compañía; pero, eso sí, tengo que comprarle un sombrero en Ascot.
-¡Al diablo sombreros! ¡Lo que quiero es Virginia! -exclamó el duquesito, riendo.
Y acto seguido galoparon hasta la estación.
Una vez allí, míster Otis preguntó al jefe si no habían visto en el andén de salida a
una joven cuyas señas correspondiesen con las de Virginia, pero no averiguó nada
sobre ella.
No obstante lo cual, el jefe de la estación expidió telegramas a las estaciones del
trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa.
En seguida, después de comprar un sombrero para el duquesito en una tienda de
novedades que se disponía a cerrar, míster Otis cabalgó hasta Bexley, pueblo situado
cuatro millas más allá, y que, según le dijeron, era muy frecuentado por los gitanos.
Hicieron levantarse al guarda rural, pero no pudieron conseguir ningún dato de él.
Así es que, después de atravesar la plaza, los dos jinetes tomaron otra vez el camino
de casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el
corazón desgarrado por la inquietud.
Se encontraron allí con Washington y los gemelos, esperándolos a la puerta con
linternas, porque la avenida estaba muy oscura.
No se había descubierto la menor señal de Virginia. Los gitanos fueron alcanzados
en el prado de Brockley, pero no estaba la joven entre ellos.
Explicaron la prisa de su marcha, diciendo que habían equivocado el día en que
debía celebrarse la feria de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde les
obligó a darse prisa.
Además, parecieron desconsolados por la desaparición de Virginia, pues estaban
agradecidísimos a míster Otis por haberles permitido acampar en su parque.
Cuatro de ellos de quedaron detrás para tomar parte en las pesquisas.
Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en todos los sentidos
pero no consiguieron nada.
Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella noche, y fue con un
aire de profundo abatimiento como entraron en casa míster Otis y los jóvenes,
seguidos del "groom", que llevaba de las bridas al caballo y al "poney".
En el "hall" encontráronse con el grupo de criados, llenos de terror.
La pobre mistress Otis estaba tumbada sobre un sofá de la biblioteca, casi loca de
espanto y de ansiedad, y la vieja ama de gobierno le humedecía la frente con agua de
colonia.
Fue una comida tristísima.
No se hablaba apenas, y hasta los mismos gemelos parecían despavoridos y
consternados, pues querían mucho a su hermana.
Cuando terminaron, míster Otis, a pesar de los ruegos del duquesito, mandó que todo
el mundo se acostase, ya que no podía hacer cosa alguna aquella noche; al día
siguiente telegrafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios
detectives a su disposición.
Pero he aquí que en el preciso momento en que salían del comedor sonaron las doce
en reloj de la torre.
Apenas acababan de extinguirse las vibraciones de la última campanada, cuando
oyóse un crujido acompañado de un grito penetrante.
Un trueno formidable bamboleó la casa, una melodía, que no tenía nada de terrenal,
flotó en el aire. Un lienzo de la pared se despegó bruscamente en lo alto de la
escalera, y sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apareció Virginia, llevando en la
mano una cajita.
Inmediatamente se precipitaron todos hacia ella.
Mistress Otis la estrechó apasionadamente contra su corazón.
El duquesito casi la ahogó con la violencia de sus besos, y los gemelos ejecutaron
una danza de guerra salvaje alrededor del grupo.
-¡Ah...! ¡Hija mía! ¿Dónde te habías metido? -dijo míster Otis, bastante enfadado,
creyendo que les había querido dar una broma a todos ellos-. Cecil y yo hemos
registrado toda la comarca en busca tuya, y tu madre ha estado a punto de morirse de
espanto. No vuelvas a dar bromitas de ese género a nadie.
-¡Menos al fantasma, menos al fantasma! -gritaron los gemelos, continuando sus
cabriolas.
-Hija mía querida, gracias a Dios que te hemos encontrado; ya no nos volveremos a
separar -murmuraba mistress Otis, besando a la muchacha, toda trémula, y
acariciando sus cabellos de oro, que se desparramaban sobre sus hombros.
-Papá -dijo dulcemente Virginia-, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso
que vayáis a verle. Fue muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que
había hecho, y antes de morir me ha dado esta caja de hermosas joyas.
Toda la familia la contempló muda y aterrada, pero ella tenía un aire muy solemne y
muy serio.
En seguida, dando media vuelta, les precedió a través del hueco de la pared y
bajaron a un corredor secreto.
Washington los seguía llevando una vela encendida, que cogió de la mesa. Por fin,
llegaron a una gran puerta de roble erizada de recios clavos.
Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus goznes enormes y se hallaron en
una habitación estrecha y baja, con el techo abovedado, y que tenía una ventanita.
Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, con la cual estaba
encadenado, veíase un largo esqueleto, extendido cuan largo era sobre las losas.
Parecía estirar sus dedos descarnados, como intentando llegar a un plato y a un
cántaro, de forma antigua, colocados de tal forma que no pudiese alcanzarlos.
El cántaro había estado lleno de agua, indudablemente, pues tenía su interior
tapizado de moho verde.
Sobre el plato no quedaba más que un montón de polvo.
Virginia se arrodilló junto al esqueleto, y, uniendo sus manitas, se puso a rezar en
silencio, mientras la familia contemplaba con asombro la horrible tragedia cuyo
secreto acababa de ser revelado.
-¡Atiza! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la
ventanita, queriendo adivinar de qué lado del edificio caía aquella habitación-.
¡Atiza! El antiguo almendro, que estaba seco, ha florecido. Se ven admirablemente
las hojas a la luz de la luna.
-¡Dios le ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico
resplandor parecía iluminar su rostro.
-¡Eres un ángel! -exclamó el duquesito, ciñéndole el cuello con sus brazos y
besándola.
VII
Cuatro días después de estos curiosos sucesos, a eso de las once de la noche, salía
un fúnebre cortejo de Canterville-House.
El carro iba arrastrado por ocho caballos negros, cada uno de los cuales llevaba
adornada la cabeza con un gran penacho de plumas de avestruz, que se balanceaban.
La caja, de plomo, iba cubierta con un rico paño de púrpura, sobre el cual estaban
bordadas en oro las armas de los Canterville.
A cada lado del carro y de los coches marchaban los criados llevando antorchas
encendidas.
Toda aquella comitiva tenía un aspecto grandioso e impresionante.
Lord Canterville presidía el duelo; había venido del país de Gales expresamente para
asistir al entierro, y ocupaba el primer coche, con la pequeña Virginia.
Después iban el ministro de los Estados Unidos y su esposa, y detrás, Washington y
los dos muchachos.
En el último coche iba mistress Umney. Todo el mundo convino en que, después de
haber sido atemorizada por el fantasma, por espacio de más de cincuenta años, tenía
realmente derecho de verle desaparecer para siempre.
Cavaron una profunda fosa en un rincón del cementerio, precisamente bajo el tejo
centenario, y dijo las últimas oraciones, del modo más patético, el reverendo Augusto
Dampier.
Luego, al bajar la caja a la fosa, Virginia se adelantó, colocando encima de ella una
gran cruz hecha con flores de almendro, blancas y rojas.
En aquel momento salió la luna de detrás de una nube e inundó el cementerio con
sus silenciosas oleadas de plata, y de un bosquecillo cercano se elevó el canto de un
ruiseñor.
Virginia recordó la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la Muerte; sus
ojos se llenaron de lágrimas y apenas pronunció una palabra durante el regreso.
A la mañana siguiente, antes que lord Canterville partiese para la ciudad, mistress
Otis conferenció con él respecto de las joyas entregadas por el fantasma a Virginia.
Eran soberbias, magníficas.
Había, sobre todo, un collar de rubíes, en una antigua montura veneciana, que era un
espléndido trabajo del siglo XVI, y el conjunto representaba tal cantidad que míster
Otis sentía vivos escrúpulos en permitir a su hija que se quedase con ellas.
-Milord -dijo el ministro-, sé que en éste país se aplica la mano muerta lo mismo a
los objetos menudos que a las tierras, y es evidente, evidentísimo para mí, que estas
joyas deben quedar en poder de usted como legado de familia. Le ruego, por tanto,
que consienta en llevárselas a Londres, considerándolas simplemente como una parte
de su herencia que le fuera restituida en circunstancias extraordinarias. En cuanto a
mi hija, no es más que una chiquilla, y hasta hoy, me complace decirlo, siente poco
interés por estas futilezas de lujo superfluo. He sabido igualmente por mistress Otis,
cuya autoridad no es despreciable en cosas de arte, dicho sea de paso, pues ha tenido
la suerte de pasar varios inviernos en Boston, siendo muchacha, que esas piedras
preciosas tienen un gran valor monetario, y que si se pusieran en venta producirían
una bonita suma. En estas circunstancias, lord Canterville, reconocerá usted,
indudablemente, que no puedo permitir que queden en manos de ningún miembro de
la familia. Además de que todos esos "bibelots" y todos esos juguetes, por muy
apreciados y necesitados que sean a la dignidad de la aristocracia británica, estarían
fuera de lugar entre personas educadas según los severos principios, pudiera decirse,
de la sencillez republicana. Quizá me atrevería a asegurar que Virginia tiene gran
interés en que la deje usted la cajita que encierra esas joyas, en recuerdo de las
locuras y el infortunio del antepasado. Y como esa caja está muy vieja y, por
consiguiente, deterioradísima, quizá encuentre usted razonable acoger
favorablemente su petición. En cuanto a mí, confieso que me sorprende grandemente
ver a uno de mis hijos demostrar interés por una cosa de la Edad Media, y la única
explicación que le encuentro es que Virginia nació en un barrio de Londres, al poco
tiempo de regresar mistress Otis de una excursión a Atenas.
Lord Canterville escuchó imperturbable el discurso del digno ministro, atusándose
de cuando en cuando su bigote gris, para ocultar una sonrisa involuntaria.
Una vez que hubo terminado míster Otis, le estrechó cordialmente la mano, y
contestó:
-Mi querido amigo, su encantadora hijita ha prestado un servicio importantísimo a
mi desgraciado antecesor. Mi familia y yo la estamos reconocidísimos por su
maravilloso valor y por la sangre fría que ha demostrado. Las joyas le pertenecen, sin
duda alguna, y creo, a fe mía, que si tuviese yo la suficiente insensibilidad para
quitárselas, el viejo tunante saldría de su tumba al cabo de quince días para
infernarme la vida. En cuanto a que sean joyas de familia, no podrían serlo sino
después de estar especificadas como tales en un testamento, en forma legal, y la
existencia de estas joyas permaneció siempre ignorada. Le aseguro que son tan mías
como de su mayordomo. Cuando miss Virginia sea mayor, sospecho que le encantará
tener cosas tan lindas que llevar. Además, míster Otis, olvida usted que adquirió
usted el inmueble y el fantasma bajo inventario.
De modo que todo lo que pertenece al fantasma le pertenece a usted. A pesar de las
pruebas de actividad que ha dado sir Simón por el corredor, no por eso deja de estar
menos muerto, desde el punto de vista legal, y su compra le hace a usted dueño de lo
que le pertenecía a él.
Míster Otis se quedó muy preocupado ante la negativa de lord Canterville, y le rogó
que reflexionara nuevamente su decisión; pero el excelente par se mantuvo firme y
terminó por convencer al ministro de que aceptase el regalo del fantasma.
Cuando, en la primavera de 1890, la duquesita de Cheshire fue presentada por
primera vez en la recepción de la reina, con motivo de su casamiento, sus joyas
fueron motivo de general admiración. Porque Virginia fue agraciada con el tortil o
lambrequín de baronía, que se otorga como recompensa a todas las americanitas
juiciosas, y se casó con su novio en cuanto éste tuvo edad para ello.
Eran ambos tan agradables y se amaban de tal modo, que a todo el mundo le encantó
ese matrimonio, menos a la vieja marquesa de Dumbleton, que venía haciendo todo
lo posible por atrapar al duquesito y casarle con una de sus siete hijas.
Para conseguirlo dio lo menos tres grandes comidas costosísimas.
Cosa rara: míster Otis sentía una gran simpatía personal por el duquesito, pero
teóricamente era enemigo del «particularismo», y, según sus propias palabras, «era
de temer que, entre las influencias debilitantes de una aristocracia ávida de placer,
fueran olvidados por Virginia los verdaderos principios de la sencillez republicana».
Pero nadie hizo caso de sus observaciones, y cuando avanzó por la nave lateral de la
iglesia de San Jorge, en Hannover Square, llevando a su hija del brazo, no había
hombre más orgulloso en toda Inglaterra.
Después de la luna de miel, el duque y la duquesa regresaron a Canterville-Chase, y
al día siguiente de su llegada, por la tarde, fueron a dar una vuelta por el cementerio
solitario próximo al pinar.
Al principio le preocupó mucho lo relativo a la inscripción que debía grabarse sobre
la losa fúnebre de sir Simón, pero concluyeron por decidir que se pondrían
simplemente las iniciales del viejo gentilhombre y los versos escritos en la ventana de
la biblioteca.
La duquesa llevaba unas rosas magníficas, que desparramó sobre la tumba; después
de permanecer allí un rato, pasaron por las ruinas del claustro de la antigua abadía.
La duquesa se sentó sobre una columna caída, mientras su marido, recostado a sus
pies y fumando un cigarrillo, contemplaba sus lindos ojos.
De pronto tiró el cigarrillo y, tomándole una mano le dijo:
-Virginia, una mujer no debe tener secretos con su marido.
-Y no los tengo, querido Cecil.
-Sí los tienes -respondió sonriendo-. No me has dicho nunca lo que sucedió mientras
estuviste encerrada con el fantasma.
-Ni se lo he dicho a nadie -replicó gravemente Virginia.
-Ya lo sé; pero bien me lo podrías decir a mí.
-Cecil, te ruego que no me lo preguntes. No puedo realmente decírtelo. ¡Pobre sir
Simón! Le debo mucho. Sí; no te rías, Cecil; le debo mucho realmente. Me hizo ver
lo que es la vida, lo que significa la muerte y por qué el amor es más fuerte que la
muerte.
El duque se levantó para besar amorosamente a su mujer.
-Puedes guardar tu secreto mientras yo posea tu corazón -dijo a media voz.
-Siempre fue tuyo.
-Y se lo dirás algún día a nuestros hijos, ¿verdad?
Virginia se ruborizó.
FIN

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