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martes, 23 de septiembre de 2008

EL SACRIFICIO -- ALGERNOON BLAKWOOD

EL SACRIFICIO
Algernoon Blackwood

I
Limasson era hombre religioso, si bien no se sabía de qué hondura y calidad, dado
que ningún trance de supremo rigor le había puesto aún a prueba. Aunque no era
seguidor de ningún credo en particular, sin embargo, tenía sus dioses; y su autodisciplina
era probablemente más estricta de lo que sus amigos suponían. Era muy reservado. Pocos
imaginaban, quizá, los deseos que vencía, las pasiones que regulaba, las inclinaciones que
domaba y amaestraba... no sofocando su expresión, sino trasmutándolas alquímicamente
en canales más nobles. Poseía las cualidades de un creyente fervoroso, y habría podido
llegar a serlo, de no haber sido por dos limitaciones que se lo impedían. Amaba su
riqueza, se esforzaba en aumentarla en detrimento de otros intenreses; y, en segundo
lugar, en vez de seguir una misma línea de investigación, se dispersaba en múltiples
teorías pintorescas, como un actor que quiere representar todos los papeles, en vez de
concentrarse en uno solo. Y cuanto más pintoresco era un papel, más le atraía. Así, aunque
cumplía su deber sin desmayo y con cierto afecto, se acusaba a sí mismo, a veces, de
satisfacer un gusto sensual por las sensaciones espirituales. Este desequilibrio abonaba la
sospecha de que carecía de hondura.
En cuanto a sus dioses, al final descubrió su realidad, tras dudar primero de ellos y
luego negar su existencia.
Esta negación y esta duda fueron las que los restablecieron en sus tronos,
convirtiendo las escaramuzas de diletante de Limasson en sincera y profunda fe; y la
prueba se le presentó un verano a principios de junio, cuando se disponía a abandonar la
ciudad para pasar su mes anual en las montañas.
Las montañas eran para Limasson, en cierto inexplicable sentido, casi una pasión, y
la escalada le reportaba un placer tan intenso que un escalador normal apenas lo habría
comprendido. Para él, era serio como una especie de culto; los preparativos para la
ascención, la ascención misma sobre todo, requerían una concentración que parecía
simbólica como un ritual. No sólo amaba las alturas, la imponente grandiosidad, el
esplendor de las vastas proporciones recortadas en el espacio, sino que lo hacía con un
respeto que rayaba en el temor. La emoción que las montañas despertaban en él, podría
decirse, era de esa clase profunda, incalculable, que emparentaba con sus sentimientos
religiosos, aunque estuviesen estos realizados a medias. Sus dioses tenían sus tronos
invisibles entre las imponentes y terribles cumbres. Se preparaba para esa práctica anual
de montañismo con la misma seriedad con que un santo podría acercarse a una ceremoia
solemne de su iglesia.
Y discurría con gran energía el caudal de su mente en esa dirección, cuando le
aconteció, casi la víspera misma de su marcha, una serie ininterrumpida de desgracias que
sacudieron su ser hasta sus últimos cimientos, dejándole anonadado entre ruinas. Sería
superfluo describirlos. La gente decía: "¡Ocurrirle una tras otra de esa manera! ¡Vaya una
suerte negra! ¡Pobre diablo!"; luego se preguntaron, con curiosidad infantil, cómo lo
sobrellevaría. Puesto que ninguna culpa tenía, estos desastres le sobrevinieron de manera
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tan súbita que la vida pareció saltar en pedazos, y casi perdió interes en seguir viviendo.
La gente movía la cabeza, y pensaba en la salida de emergencia. Pero Limasson era un
hombre demasiado lleno de vitalidad para soñar siquiera en autodestruirse. Todo esto
tuvo un efecto muy distinto en él: se volvió hacia lo que él llamaba sus dioses, para
interrogarles. No le contestaron ni le explicaron nada. Por primera vez en su vida, dudó.
Un milímetro más allá, y habría caído en la clara negación.
Las ruinas en que se hallaba sentado, sin embargo, no eran de naturaleza material;
ningún hombre de su edad, dotado de valor y con un proyecto de vida profesional por
delante, se habría dejado anonadar por un desastre de orden material. El derrumbamiento
era mental, espiritual; el ataque había sido a las raíces de su caracter y su temperamento.
Los deberes morales que cayeron sobre él amenazaron con aplastarle. Se vio asaltada su
existencia personal, y parecía que debía terminar. Debía pasar el resto de su vida cuidando
a otros que nada significaban para él. No se veía ninguna salida, ninguna vía de escape,
tan diabólicamente completa era la combinación de acontecimientos que anegaron sus
trincheras interiores. Su fe se tambaleó. Un hombre apenas puede soportar tanto y seguir
siendo humano. Parecía haber llegado al punto de saturación. Experimentaba el
equivalente espiritual de ese embotamiento físico que sobreviene cuando el dolor llega al
límite de lo soportable. Se rió, se volvió insensible; luego, se burló de sus dioses mudos.
Se dice que a ese estado de absoluta negación sigue a veces otro de lucidez que refleja
con nitidez cristalina las fuerzas que en un momento dado impulsan la vida desde atrás,
una especie de clarividencia que comporta explicación y, por tanto, paz. Limasson lo
buscó en vano. Estaba la duda que interrogaba, la sonrisa que remedaba el silencio en que
caían sus preguntas; pero no había respuesta ni explicación, ni, desde luego, paz. No había
alivio. En este tumulto de rebelión, no hizo ninguna de las cosas que sus amigos le
aconsejaba o esperaban de él: se limitó a seguir la línea de menor esfuerzo. Cuando llegó la
catástrofe, obedeció al impulso que sintió sobre él. Para indignado asombro de unos y
otros, se marchó a sus montañas.
Todos se asombraron de que en esos momentos adoptase tan trivial actitud,
abandonando deberes que parecían de importancia suprema; lo desaprobaron. Pero en
realidad no estaba tomando ninguna medida concreta, sino que iba a la deriva tan sólo,
con el impulso que acababa de recibir. Estaba ofuscado de tanto dolor, embotado por el
sufrimiento, atontado por el golpe que lo había abatido, impotente, en medio de una
calamidad inmerecida. Acudió a las montañas como acude el niño a su madre:
instintivamente; jamás habían dejado de traerle consuelo, alivio, paz: Su grandiosidad
restablecía la proporción cada vez que el desorden amenazaba su vida. Ningún cálculo,
propiamente hablando, movió su marcha, sino el deseo ciego de una relación física
enérgica como la que comporta la escalda. Y el instinto fue más saludable de lo qu él
suponía.
Arriba, en el valle, entre picos solitarios, adonde se dirigío entonces Limasson,
encontró en cierto modo la proporción que había perdido. Evitó con cuidado pensar; vivía
temerariamente fiando en sus músculos. Le era familiar la región, con su pequeña posada:
atacaba pico tras pico, a veces con guía, pero más a menudo sin él, hasta qe su prestigio
como escalador sansato y miembro laureado de todos los clubs alpinos extranjeros corrió
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serio peligro. Por supuesto que se cansaba; pero también es cierto que las montañas le
infundían algo de su inmensa calma y profunda resistencia. Entre tanto se olvidó de sus
dioses por primera vez en su vida. Si en alguna ocasión pensaba en ellos, era como figuras
de oropel que la imaginación había creado, estatuas de cartón piedra que decoraban
meramente la vida para quiernes gustaban de cuadros bonitos. Sólo que... él había dejado
el teatro y sus simulaciones no hipnotizaban ya su mente. Se daba cuenta de su impotencia
y los repudiaba. Esta actitud, empero, era subconciente; no le otorgaba cosnsistencia ni de
pensamientio ni de palabra. Ignoraba, más que rechazaba, la existencia de todos ellos.
Y en este estado de ánimo —pensando poco y sintiendo menos aún—, entró en el
vestíbulo del hotel, una noche después de cenar, y cogió maquinalmente el puñado de
cartas que el conserje le tendía. No tentían ningún interés para él. Se fue a ordenarlas al
rincón donde la gran estufa de vapor mitigaba el frío vestíbulo. Estaban saliendo del
comedor la veintena más o menos de huéspedes, casi todos expertos escaladores, en
grupos de dos o tres; pero Limasson sentía tan poco interés por ellos como por las cartas:
ninguna conversación podía alterar los hechos, ninguna frase escrita podía modificar su
situación. Abrió una al azar: de negocios, con la dirección mecanografiada. Probablemente,
sería impersonal; menos sarcástica, por tanto, que las otras, con sus tediosas fingidas
condolencias. Y, en cierto modo, era impersonal el pésame de un despacho de abogado:
mera fórmula, unas cuantas pulsaciones más en el teclado universal de una Remington.
Pero al leerla, Limasson hizo un descubrimiento que le produjo un violento sobresalto y
una agradable sensación. Creía que había alcanzado el límite soportable de sufrimiento y
de desgracia. Ahora, en unas docenas de palabras, quedó demostrada de forma
convincente su equivocación. El nuevo golpe fue demoledor.
Esta noticia de una última desgracia desveló en él regiones enteras de nuevo dolor,
de penetrante, resentida furia. Al comprenderlo, Limasson experimentó una momentánea
parálisis del corazón, un vértigo, un intenso sentimiento de rebeldía cuya impotencia casi
le produjo una náusea física. Era como si... se fuese a morir.
"¿Acaso debo sufrirlo todo?", brilló en su mente paralizada con leras de fuego.
Sintió una rabia sorda, un perplejo ofuscamiento; pero no un dolor declarado,
todavía. Su emoción era demasiado angustiosa para contener el más ligero dolor del
desencanto; era una ira primitiva, ciega, lo que se dio cuenta de que sentía. Leyó la carta
con calma, hasta el elegante párrafo de condolencia, macanografiado al final, y luego se le
metió en el bolsillo. No reveló ningún signo externo de turbación: su respiración era
pausada; se estiró hasta la mesa para coger una cerilla, y la sostuvo a la distancia del brazo
para que no le molestase al olfato el humo del azufre.
Y en ese instante hizo un segundo descubrimiento. El hecho de que fuese posible
sufrir más incluía también el de que aún le quedaba cierta capacidad de resignación y, por
tanto, también un vestigio de fe. Ahora, mientras oía crujir la hoja del rígido papel en su
bolsillo, obeservó cómo se apagaba el azufre, y vio encenderse la madera y consumirse por
completo sus restos. Igual que la cabeza ennegrecida, el resto de la cerlla se encogió y
cayó. Desapareció. Salvajemente, aunque con una calma exterior que le permitía encender
su pipa con mano serena, invocó a sus deidades. Y otra vez surgió la interrogante con
letras de fuego, en la oscuridad de su pensamiento apasionado.
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"¿Aún me pedís esto... este último y cruel sacrificio?".
Y los rechazó por entero; porque eran una burla y un fingimiento. Los repudió con
desprecio para siempre. Evidemntemente, había concluido el teatro. Negó a sus dioses.
Aunque con una sonrisa en los labios; porque ¿qué eran después de todo, sino muñecos
que su propia fantasía religiosa había imaginado? Jamás habían existido. ¿Era, pues, la
vertiete pintoresca, sensacionalista de este temperamento devocional, lo que los había
creado? Ese lado de su naturaleza, en todo caso, estaba muerto ahora, lo había aniquilado
un golpe devastador; los dioses habían caído con él.
Observando lo que quedaba de su vida, le parecía como una ciudad reducida a
ruinas por un terremoto. Los habitantes creen que no puede ocurrir nada peor. Y entonces
viene el incendio.
Dos cursos de pensamiento discurrían paralela y simultáneamente en él, al parecer;
porque mientas por debajo bramaba contra este último golpe, la parte superior de su
conciencia se ocupaba seria del proyecto de una gran expedición que iba a emprender por
la mañana. No había contratado ningún guía. Como montañero experimentado, conocía
bien la región; su nombre era relativamente familiar y en media hora consiguió tener
arreglados todos los detalles, y se retiró a dormir tras pedir que le avisasen a las dos. Pero
en vez de acostarse, se quedó en la butaca esperando, incapaz de levantarse, como un
volcán humano que podía estallar con violencia en cualquier momento. Fumaba en su
pipa con tanta calma como si nada hubiese ocurrido, mientras en sus ardientes
profundudades seguía leyendo esta sentencia: "¿Aún me pedís este último y cruel
sacrificio...?". Su dominio de sí, dinámicamente calculado, debió de ser muy grande
entonces y, reprimida de este modo, la reserva de energía potencial acumulada era
enorme.
Con el pensamiento concentrado en este golpe final, Limasson no se había dado
cuenta de la gente que salía de la salle à manger y se diseminaba por le vestíbulo en
grupos. Algún que otro individuo, de vez en cuando, se acercaba a su silla con idea de
trabar conversación con él; luego, viéndole ensimismado, daba media vuelta. Cuando un
escalador al que conocía ligeramente le abordó con unas palabras de excusa para pedirle
fuego, Limasson no le dijo nada, porque no le vio. No se daba cuenta de nada. No notó,
concretamente, que dos hombres llevaban un rato observándole desde un rincón del otro
extremo. Ahora alzó la vista —¿por casualidad?— y advirtió vagamente que hablaban de
él. Tropezó con sus miradas, y se sobresaltó.
Porque al principio le pareció que los conocía. Quizá los había visto en el hotel —le
eran familiares—, aunque desde luego no había hablado nunca con ellos. Al comprender
su error, volvió la mirada hacia otra parte, aunque consciente todavía de su atención. Uno
era clérigo o sacerdote, su cara tenía un aire de gravedad no extenta de cierta tristeza; la
severidad de sus labios era desmentida por la encendida belleza de sus ojos, que revelaban
un estusiasmo notablemente regulado. Había una nota de majestuosidad en este hombre
que intensificaba la impresión que causaba. Sus ropas la acentuaban aún más. Vestía un
traje de tweed oscuro de absoluta sencillez. Toda su persona denotaba austeridad.
Su compañero, quizá por contraste, parecía insignificante con su traje de etiqueta
convencional. Bastante más joven que su amigo, su cabello —detalle siempre revelador—
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era un poquito largo, sus dedos delgados, que esgrimían un cigarrillo, llevaban anillos; su
rostro, aunque pintoresco, era impertinente, y toda su actitud sugería cierta insulsez. El
gesto, ese lenguaje perfecto que desafía la simulación, delataba cierto desequilibrio. La
impresión que causaba, no obstante, era gris comparado con la intensidad del otro.
"Teatral", fue la palabra que se le ocurrió a Limasson, mientras apartaba los ojos. Pero al
mirar a otra parte, sintió desasosiego. Las tienieblas interiores invocadas por la espantosa
carta se alzaron a su alrededor. Y con ellas, sintió vértigo...
A lo lejos, la negrura estaba bordeada de luz; y desde esa luz, avanzando deprisa y
con indiferencia como desde una distancia gigantesca, los dos hombres aumentaron
súbitamente de tamaño; se acercaron a él. Limasson, en un gesto de autodefensa, se volvió
hacia ellos. No tenía ganas de conversación. En cierto modo, había esperado este ataque.
Sin embargo, en el instante en que empezaron a hablar —fue el sacerdote el que abrió
fuego—, todo fue tan tranquilo y natural que casi saludó con agrado esta distracción. Tras
una frase a modo de presentación, se puso a hablar de cimas. Algo cedió en la mente de
Limasson. El hombre era un escalador de la misma especie que él: Limasson sintió cierto
alivio al oír la invitación, y comprendió, aunque oscuramente, el cumplido que ello
implicaba.
—Si le apetece unirse a nosotros... si desea honrarnos con su compañía —estaba
diciendo el hombre, con sosiego; luego añadió algo sobre su "gran experiencia" y su
"inestimable asesoramiento y juicio".
Limasson alzó los ojos, tratando de concentrarse y comprender.
—¿La Tour du Néant? —repitió, nombrando el pico que le proponían. Rara vez
atacada, jamás conquistada, y con un siniestro récord de accidentes, era precisamente la
cima que pensaba acometer por la mañana.
—¿Han contratado guía? —sabía que la pregunta era superflua.
—No hay guía que quiera intentar esa escalada —contestó el sacedote, sonriendo,
mientras su compañero añadía con un ademán: "pero no necesitaremos guía... si viene
usted"
—Esta libre, creo, ¿no? ¿Está solo? —preguntó el sacerdote, situándose un poco
delante de su amigo, como para mantenerle en segundo término.
—Sí —contestó Limasson—. Estoy completamente solo.
Escuchaba con atención, aunque con una parte de su mente tan sólo. Percibió el
halago de la invitación. Sin embargo, era como si ese halago estuviese dirigido a otro. Se
sentía indiferente... muerto. Estos hombres necesitaban su habilidad corporal, su cerebro
experimentado; y eran su cuerpo y su mente los que hablaban con ellos, y los que
finalmente accedieron. Eran muchas las expediciones que se habían planeado de esa
forma, pero esa noche notó cierta diferencia. Mente y el cuerpo sellaron el acuerdo; en
cambio su alma, que escuchaba y obserbava desde otra parte, guardaba silencio: al igual
que sus dioses rechazados, le había dejado, aunque permanecía cerca. No intervenía; no le
advertía; incluso aprobaba; le susurraba desde lejos que esta expedición encubría otra.
Limasson estaba perplejo ante el desacuerdo entre la parte superior y la parte inferior de
su mente.
—A la una de la madrugada, entonces, si le parece bien... —concluyó el de más edad.
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—Yo me ocuparé de las provisiones —exclamó el más joven con entusiasmo—; y
llevaré mi cámara telefotográfica para la cima. Los porteadores pueden llegar hasta la
Gran Torre. Una vez allí, estaremos ya a seis mil pies; de manera que... —y su voz se
apagó a lo lejos, mientras se lo llevaba su compañero.
Limasson le vio marcharse con alivio. De no haber sido por el otro, habría rechazado
la invitación. En el fondo, le era indifierente. Lo que le había decidido finalmente a aceptar
fue la coincidencia de ser la Tour du Néant el pico que precisamente pensaba atacar solo, y
la extraña impresión de que esta expedición encubría otra; casi, de que esos hombres
ocultaban un motivo. Pero desechó tal idea; no valía la pena pensar en ello. Un momento
después se fue a dormir él también. Tan sin cuidado le tenían los asuntos del mundo, tan
muerto se sentía para los intereses terrenales, que rompió las otras cartas y las arrojó a un
rincón de la estancia... sin leer.
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II
Una vez en su frío dormitorio, se dio cuenta de que la parte superior de su mente le
había dejado cometer una tontería, se había metido como un colegial en una situación
poco prudente. Se había enrolado en una expedición con dos desconocidos, expedición
para la que normalmente habría escogido a sus compañeros con el mayor cuidado. Más
aún, iba a ser el guía; habían recurrido a él por seguridad, mientras que los que disponían
y planeaban eran ellos. Pero ¿quiénes eran estos hombres con los que iba a correr graves
riesgos físicos? Los conocía tan poco como ellos a él. ¿Y de dónde le venía, se preguntó, la
extraña idea de que en realidad esta ascensión había sido planeada por alguien que no era
ninguno de ellos?
Tal fue la idea que le cruzó por la mente: y tras salirle por una puerta, le volvió
rápidamente por otra. Sin embargo, no la tuvo en cuenta más que para notar su paso entre
la confusión que en ese momento era su pensamiento. En efecto, nada había en el mundo
que le importase un comino. Mientras se desvestía para acostarse, se dijo: "Me llamarán a
la una... pero ¿por qué voy a ir con esos dos, con tan descabellado plan...? ¿Y quién ha
trazado el plan...?"
Parecía que se había generado espontáneamente. Había surgido con toda facilidad,
naturalidad y rapidez. No ahondó más en la cuestión. Le daba igual. Y, por primera vez,
prescindió del pequeño ritual, mitad adoración mitad plegaria, que siempre ofrecía a sus
deidades al retirarse a descansar. No los reconoció.
¡Cuán absolutamente rota estaba su vida! ¡Qué vacía y terrible y solitaria! Sintió frío,
y se echó los abrigos encima de la cama, como si su aislamiento mental tuviese un efecto
físico también. Apagó la luz junto a la puerta; y cruzaba la habitación a oscuras, cuando le
llegó un rumor que procedía de debajo de su ventana. Eran voces hablando. El rugido de
una cascada las volvía confusas; sin embargo, estaba seguro de que eran voces; y reconoció
una de ellas, además. Se detuvo a escuchar. Oyó pronunciar su propio nombre: "John
Limasson". Cesaron. Permaneció un momento de pie, temblando sobre el entariamado, y
luego se metió bajo las pesadas ropas. Pero en el mismo instante de arrebujarse,
empezaron otra vez. Se levantó y corrió a escuchar. El poco viento que soplaba pasó en ese
momento valle abajo, arrastrando el rugido de la cascada; y en ese momento de silecio le
llegaron fragmentos claros de frases:
—¿Y dice que han bajado al mundo... y que están cerca? —era la voz del sacerdote,
sin duda alguna.
—Llevan días pasando —fue la respuesta: una voz áspera, profunda que podía ser de
un campesino, en un tono como de temor—; todos mis rebaños andan desperdigados.
—¿Está seguro de los signos? ¿Los conoce?
—El tumulto —fue la respuesta, en tono mucho más bajo—. Ha habido tumulto en
las montañas...
Hubo una interrupción, como si hubiesen bajado la voz para que no les oyesen. A
continuación le llegaron dos fragmentos inconexos, el final de una pregunta y el principio
E l Sacrifico A lgernon Blackwood
de una respuesta.
—¿... la oportunidad de toda una vida?
—Si va por su propia voluntad, el éxito es seguro. Porque la aceptación es... —y al
volver el viento, trajo consigo el fragor de la cascada, de manera que Limasson no oyó
nada más...
Una emoción indefinible se agitó en su interior al regresar a la cama. Se tapó las
orejas para no oír nada más.Sintió un inexplicable desfallecimiento de corazón. ¿De qué
diablos estaban hablando esos dos? ¿Qué significaban esas frases inconexas? Tras ellas
había un grave, casi solemne siginificado. Ese "tumulto en las montañas" era de algún
modo siniestro; de tremenda, pavorosa sugerencia. Se sintió inquieto, desasosegado; era la
primera emoción que se agitaba en él desde hacía días. Su débil despertar le disipó el
embotamiento. Había conciencia en ella —sentía un vago hormigueo—; aunque era algo
mucho más profundo que la conciencia. Las palabras se hundieron en algún lugar oculto,
en una región que la vida aún no había sondeado, y vibraron como notas de pedal. Se
perdieron retumbando en la noche de las cosas indescifrables. Y, aunque no encontraba
explicación, presintió que teínan que ver con la expedición de la mañana: no sabía cómo ni
por qué; habían pronunciado su nombre; luego esas frases extrañas... nada más. En cuanto
a la expedición en sí, ¿qué era sino algo de carácter impersonal que ni siquiera había
planeado él?. Tan sólo su plan adoptado y alterado por otros... ¿cedido a otros? Su
situación, su vida personal, no tomaban parte en él.
La idea le sobresaltó un momento. ¡Carecía de vida personal...!
Luchando con el sueño, su cerebro jugaba al juego interminable del desasimiento sin
ganar un solo tanto, mientras que la parte soterrada de su mente observaba y sonreía...
porque sabía. Luego, de pronto, le invadió una gran paz. Era debida al agotamiento, quizá.
Se durmió; y un momento después, al parecer, tuvo conciencia de un trueno en la puerta y
de una voz que gruñó con rudeza: "'s ist bald en Uhr, Herr! Aufstehen!"
Levantarse a esa hora, a menos que se tenga muchas ganas, es una empresa sórdida y
deprimente; Limasson se vistió sin entusiasmo, consciente de que el pensamiento y el
sentimiento estaban exactamente como los había dejado al acostarse. Seguía con la misma
confusión y perplejidad; también con la misma emoción solemne y profunda, removida
por las voces susurrantes. Sólo un hábito largamente practicado le permitió atender a los
detalles, asegurándose de que no olvidaba nada. Se sentía pesado, oprimido, presa de una
especie de ansiedad; llevó a cabo la rutina de los preparativos gravemente, sin el menor
atisbo del gozo acostumbrado; todo era maquinal. Sin embargo, sentía discurrir, a través
de él, la vieja sensación familiar del ritual, debido a la práctica de tantos años; de esa
purificación de la mente y el cuerpo para una gran Ascensión: como los ritos iniciáticos
que en otro tiempo habían sido para él tan importantes como para el sacerdote que se
acercaba a adorar a su deidad en los templos antiguos. Ejecutó la ceremonia con el mismo
cuidado que si observase un espectro de su desvanecida fe, haciéndole señas desde el aire
como antes... Ordenaba cuidadosamente su mochila, cogió su pico de junto a la cama,
apagó la luz y bajó la crujiente escalera de madera en calcetines, no fuese que sus pesadas
botas despertasen a los durmientes. Y aún le resonaba en la cabeza la frase con la que se
había dormido... como si la acabaran de pronunciar:
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"Los signos son seguros; han estado pasando durante días... se han acercado al
mundo. Los rebaños andan desperdigados, ha habido tumulto... tumulto en las montañas"
Había olvidado los demas fragmentos. Pero ¿quiénes eran "ellos"? ¿Y por qué la palabra le
helaba la sangre?
Y a la vez que resonaban las palabras en su interior, Limasson sentía también el
tumulto en sus pensamientos y sentimientos. Había habido tumulto en su vida, y se
habían desperdigados todas sus alegrías... alegrías que hasta aquí habían alimentado su
vida. Los signos eran seguros. Algo descendió sobre su pequeño mundo, pasó... lo rozó.
Sintió un aletazo de terror.
Fuera, en la oscuridad fresca de la madrugada incipiente, le esperaban los
desconocidos. Pareció más bien, que llegaban a la vez que él, con igual puntualidad. El
reloj del campanario de la iglesia dio la una. Intercambiaron saludos en voz baja,
comentaron que el tiempo prometía mantenerse bueno, y echaron a andar en fila por los
prados empapados, hacia el primer cinturón del bosque. El porteador, un campesino de
rostro desconocido y sin relación alguna con el hotel, abría la marcha con un farol. El aire
era maravillosamente dulce y fragante. Arriba, en el cielo, las estrellas brillaban a miles.
Sólo el rumor del agua que caía de las alturas y el ruido regular de sus botas pesadas
quebraban el silencio. Y recortándose contra el cielo, se alzaba la enome pirámide de la
Tour du Néant que prentendían conquistar.
Quizá la parte más deliciosa de una gran ascención es el principio, en la perfumada
oscuridad, mentras se halla lejos aún la emoción de la posible conquista. Las horas se
alargan extrañamente; la puesta del sol de la víspera parece haber tenido lugar hace días;
el amanecer y la luz parecen cosa de otra semana, parte de un oscuro furturo como las
vacaciones de los niños. Es difícil comprender que este frío penetrante previo al amanecer,
y el inminente calor llameante, pertencen al mismo hoy.
No sonaba ningún rumor mientras subían trabajosamente por el sendero
zigzagueante, a través de los primeros mil quienientos pies de bosque de pino; ninguno
hablaba; todo lo que se oia era el golpeteo metálico de los clavos y los picos contra las
piedras. Porque el fragor del agua, más que oírse, se sentía: golpeaba contra los oídos y la
piel de todo el cuerpo a la vez. Las notas más profundas sonaban ahora debajo de ellos, en
el valle dormido; y las más estridentes arriba, donde tintineaban con fuerza los ríos recién
nacidos de las pesadas capas de nieve...
El cambio llegó delicadamente. Las estrellas se volvieron un poquitín menos
brillantes, adquirieron una suaviad como de los ojos humanos en el instante de decir
adiós. El cielo se hizo visible entre las ramas más altas. Un aire suspirante alisó todas sus
crestas en la misma dirección; el musgo, la tierra y los espacios abiertos difundieron
perfumes intensos; y la minúscula procesión humana, dejando atrás el bosque, salió a la
inmensidad del mundo que se extendía por encima de la líenea de árboles. Se detuvieron,
mientras el porteador se inclinaba a apagar el farol. Había color en el cielo de oriente. Se
juntaron más los picos y los barrancos.
¿Era el Amanecer? Limasson apartó los ojos de la altura del cielo donde las cumbres
abrían paso al día inminente, y miró los rostros de sus compañeros, pálidos, macilentos en
esta media luz.
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¡Qué pequeños, qué insignificantes parecían, en medio de este hambriento vacío de
desolación! Los formidables crestones huían hacia atrás, guíados por tercos picos
coronados de nieves perpetuas. Delgadas líneas de nubes, extendidas a medio camino
entre lomo y precipicio, parecían el trazo del movimiento; como si viese la tierra girando
mientras cruza el espacio. Los cuatro, tímidos jinetes sobre gigantesca montura, se
aferraban con toda el alma a sus titánicas costillas, mientras subían hacia ellos, de todos
lados, las corrientes de alguna vida majestuosa. Limasson llenaba los pulmones de
bocanadas de aire enrarecido. Era muy frío. Eludiendo los pálidos, insignificantes rostros
de sus compañeros, fingió interés por lo que decía el porteador: miraba fijamente al suelo.
Pareció que transcurrían veinte minutos, hasta que apagó la llama, y ató el farol a la parte
de atrás del bulto. Este amanecer era distinto a cuantos había visto.
Porque en realidad, Limasson iba todo el tiempo tratando de ordenar las
extraordinarias ideas y sentimientos que le habían dominado durante la lenta ascención
por el bosque, y la empresa no parecía tener mucho éxito. Su impresión era que el Plan,
trazado por otros, se había hcho cargo de él; y que había dejado sueltas las riendas de su
voluntad y sus intereses personales sobre su marcha firme. Se había abandonado
despreocupadamente a lo que viniese. Sabedor de que era el guía de la expedición, dejaba
sin embargo que fuese delante el porteador, pasando él a ocupar su puesto, detrás del más
joven y delante del sacerdote. En este orden habían marchado, como sólo marchan los
escaladores expertos, durante horas, sin descansar, hasta que, en mitad del ascenso, se
había operado un cambio. Lo había deseado él, e instantáneamente se había producido.
Pasó delante el sacerdote, en tanto su compañero, que andaba tropezando constantemente
—el más viejo caminaba firme, seguro de sí mismo—, se situó a la zaga. Y desde ese
momento, Limasson fue más tranquilo; como si el orden de los tres tuviese alguna
importancia. Se hizo menos ardua la empinada ascención, de asfixiante oscuridad, a través
del bosque. Limasson se alegró de llevar detrás al más joven.
Porque se había reforzado su impresión, mientras avanzaban en silencio, de que esta
ascención formaba parte de alguna importante Ceremonia; idea que, de manera casi
solapada, se le había ido haciendo insistente. Sus propios movimientos y los de sus
compañeros, especialmente la posición que ocupaba cada uno respecto del otro,
establecían una especie de intimidad que asemejaba a la conversación, surgiendo incluso
la pregunta y la respuesta. Y su desarrollo entero, aunque representó horas en su reloj, le
pareció más de una vez que había sido en realidad más breve que el paso fugaz de un
pensamiento, de manera que lo vio dentro de sí... gráficamente. Pensó en un cuadro
multicolor pintado sobre una banda elástica. Alguien estiraba la banda, y el cuadro se
dilataba. O la aflojaba, y el cuadro se encogía rápidamente, reproduciéndose a una mota
estacionaria. Todo sucedió en una simple mota de tiempo.
Y el pequeño cambio de posición, aparentemente trivial, dio lugar a que esta
impresión singular actuase, y concibiese en el estrato inferior de su mente que esta
ascensión era un ritual y una ceremonia como en tiempos antiguos, cuyo significado, sin
embargo, se acercaba a la revelación... por primera vez. Sin lenguaje, esto fue lo que
comprendió; ninguna palabra habría podido transmitirlo. Comprendió que los tres
formaban una unidad, aunque reconocían en cierto modo que él era el principal, el guía. El
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jadeante porteador no tenía sitio allí, porque esta primera etapa en medio de la oscuridad
era sólo un preámbulo; y cuando comenzara la verdadera ascensión, desaparecería, y el
propio Limasson pasaría a ser el primero. Esta idea de que todos participaban en una
Ceremonia se hizo firme en él, con el asombro adicional de que, aunque se le había
ocurrido muchas veces, ahora lo hizo con plena comprensión, conciencia y veracidad.
Vacío de todo deseo personal, indiferente a una ascensión que en otro tiempo habría hecho
vibrar su corazón de ambición y deleite, comprendió que subir había sido siempre un rito
para su alma y de su alma, y que de su puntual cumplimiento le vendría poder. Era una
scención simbólica.
No dilucidaba todo eso con palabras. Lo intuía; sin criticarlo en ningún momento. O
sea sin rechazarlo ni aceptarlo. Le llegaba suave, solemne, solapadamete. Penetraba
flotando en él mientras subía, aunque de manera tan convincente que comprendía que
había debido de cambiar su posición relativa. El más joven iba en un puesto demasiado
destacado, o al menos el que no le correspondía... antes de tiempo. Luego, tras el cambio
misteriosamente efectuado —como si todos reconociesen su necesidad—, aumentó esta
corriente de certidumbre, y se le ocurrió la grande, la extraña idea de que toda la vida es
una Ceremonia a escala gigantesca, y que ejecutando los gestos con puntualidad, con
exactitud, podría alcanzarse... el conocimiento. A partir de ese instante, adoptó una gran
seriedad.
Esto discurría con toda certeza en su mente. Aunque su pensamiento no adoptaba la
forma de pequeñas frases, su cerebro, sin embargo, proporcionaba mensajes detallados
que confirmaban esta asombrosa lucubración con el símil e incidente que la vida diaria
podía aprehender: que el conocimiento emana de la acción; que hacer una cosa incita a
enseñarla y a explicarla. La acción, además, es simbólica; un grupo de hombres, una
familia, una nación entera empeñando en esos movimientos diarios que son la realización
de su destino, ejecuta una Ceremonia que está en relación directa con la pausa de los
acontecimientos más grandes que son doctrina de los Dioses. Que el cuerpo imite,
reproduzca —en un dormitorio, en el bosque, donde sea— el movimiento de los astros, y
el significado de estos astros penetrará en el corazón. Los movimientos constituyen una
escritua, un lenguaje. Imitar los gestos de un desconocido es comprender su estado de
ánimo, su punto de vista... establecer una grave y solemne intimidad. Los templos están en
todas partes, porque la tierra entera es un templo; y el cuerpo, Casa de Realeza, es el más
grande de todos. Comprobar la pauta que trazan sus movimientos en la vida diaria podía
equivalera determminar la relación de esa ceremonia particular con el Cosmos, y así
adquirir poder. El sistema entero de Pitágoras, comprendió, podía ser enseñando
mediante movimientos, sin una sola palabra; y en la vida diaria, incluso el acto más
corriente y el movimiento más vulgar forman parte de alguna gran Ceremonia: un
mensaje de los dioses. La Ceremonia, en una palabra, es lenguaje tridimensional, y
consiguientemente, la acción es el lenguaje de los dioses. Los Dioses que él había negado le
estaban hablando... pasaban en tumulto por su vida asolada... ¡Y era su paso lo que
efectivamente causaba esa desolación!
De esta forma críptica, condensada, le llegó la gran verdad: que él y esos dos, aquí y
ahora. participaban en una gran Ceremonia cuyo objetivo último ignoraba todavía. Fue
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tremendo el impacto con que cayó sobre él esta verdad. Se dio cuenta plenamente al salir
de la negrura del bosque y entrar en la extensión de luz temprana y temblorosa; hasta este
momento, su mente se había estado preparando tan sólo; en cambio ahora sabía. El innato
deseo de rendir culto que había tenido toda su vida, la fuerza que su temperamento
religioso había adquirido durante cuarenta años, el anhelo de tener una prueba, en una
palabra, de que los Dioses que en otro tiempo había reconocido existían efectivamente, le
volvió con esa violenta reacción que el rechazo había generado.
Se tambaleó, de pie, donde se hallaba detenido...
Luego, al mirar a su alrededor, mientras los otros redistribuían los bultos que el
porteador dejaba ahora para regresar, reparó en la asombrosa belleza del momento y el
lugar, sintiendo que penetraba en él como por los mismos poros de su piel. Desde todas
partes, esta belleza se precipitaba sobre él. Una sensación maravillosa, radiante, alada,
cruzó por encima de él, en el aire silencioso. Un estremecimiento de éxtasis sacudió todos
sus nervios. Se le erizó el cabello. No le era en absoluto desconocido este espectáculo del
mundo de las montañas despertando del sueño de la noche estival; pero jamás se había
encontrado así, temblando ante su exquisito y frío esplendor, no había comprendido su
significado como ahora, tan misteriosamente detro de él. Un poder trascendente dotado de
sublimidad cruzó esta meseta alta y desolada, muchísimo más majestuoso que la mera
salida del sol entre los montes que tantas veces había presenciado. Había Movimiento.
Comprendió por qué había visto inisgnificantes a sus compañeros. Otra vez se estremeció,
y miró a su alrededor, afectado por una solemnidad que contenía un profundo pavor.
Había naufragado, se había hundido la vida personal; pero algo más grande seguía
en marcha. Se había fortalecido su frágl alianza con un mundo espiritual. Comprendió su
pasada insolencia. Sintió miedo.
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III
La pelada meseta sembrada de piedras enormes se extendía millas y millas a derecha
e izquierda, gris en el crepúsculo del alba reciente. Detrás de él descendía el espeso bosque
de pinos hacia el valle dormido que aún retenía la oscuridad de la noche. Aquí y allá había
manchas de nieve que brillaban débilmente a través de la bruma tenue que empezaba a
levantar; entre las piedras saltaban multitud de riachuelos cantarines de agua helada
empapando una yerba rústica que era el único signo de vegetación. No se veía ninguna
clase de vida; nada se agitaba, ni había movimiento en ninguna parte, salvo la niebla
callada y rastrera, y su propio aliento, que le barría la cara como si fuese humo. Sin
embargo, en medio de la portentosa quietud, había movimiento: esa sensación de
movimiento absoluto da como resultado la quietud —Limasson tuvo conciencia de él
debido a la quietud—, tan inmenso, de hecho, que sólo la inmovilidad era capaz de
expresarlo. Así, puede hacerse más real la carrera de la Tierra a través del epacio en el día
más tranquilo del verano que cuando la tempestad sacude los árboles y las aguas de su
superficie; o gira la gran maquinaria a tan vertiginosa velocidad que parece quieta a la
engañada función del ojo. Porque no es por medio del ojo como este solemne Movimiento
se da a conocer, sino más bien merced a una sensación global percibida con el cuerpo
entero como un órgano perceptor. Dentro del anfiteatro de enormes picos y precipicios
que cercaban la mesea y se apiñaban en el horizonte, Limasson percibió la silueta tendida
de una Ceremonia. Los latidos de su grandeza llegaban incontenibles hasta dentro de él.
Su vasto designio era conocible porque ellos habían trazado —aún estaban trazando— su
réplica terrena en pequeño. Y el pavor aumentó en su interior.
—Esta claridad es falsa. Todavía falta una hora para que amanezca de verdad —oyó
que decía el más joven alegremente—. Las cimas aún son fantasmales. Disfrutemos de esta
sensación y aprovechémosla lo más que podamos.
Y Limasson, volviendo de pronto de su ensoñación, vio que las cumbres y torres se
hallaban efectivamente sumidas en su espesa sombra, débilmente iluminadas aún por las
estrellas. Le pareció quie inclinaan sus cabezas tremendas y bajaban sus hombros
gigantescos. Que se juntaban, dejando fuera el mundo.
—Es verdad —dijo su compañero—; y la nieves de arriba aún tienen el brillo
espectral de la noche. Pero sigamos deprisa, ya que llevamos poco peso. Las sensaciones
que sugieres nos entretendrán y nos debilitarán.
Tendió una parte de los bultos a sus compañero y a Limasson. Lentamente, siguieron
adelante, y les cercaron las montañas.
Y entonces se dio cuenta Limasson de dos cosas, al cargar con el bulto más pesado y
abrir la marcha: en primer lugar, comprendió de repente qué destino llevaban, aunque
aún se le ocultaba el propósito; y segundo, que el haberse marchado el porteador antes de
que comenzase la ascensión propiamente dicha significaba en realidad que el verdadero
objetivo no era la ascensión en sí. Y también, que el amancer consisitía más en la
disipación de los velos de su mente que en la iluminación del mundo visible debida a la
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proximidad del sol. Una espesa oscuridad envolvía este enorme y solitario anfiteatreo por
el que avanzaban.
—Veo que nos guía bien —dijo el sacerdote, unos pies detrás de él, caminado con
decisión entre las rocas y los arroyos.
—Pues es extraño —replicó Limasson en tono bajo—; porque el camino es nuevo
para mí, y la oscuridad, en vez de disminuir, es cada vez mayor —le pareció que no elegía
él las palabras. Hablaba y caminaba como en sueños.
Más atrás, el más joven les gritó en tono quejoso:
—Van ustedes demasiado deprisa, no puedo mantener esa marcha —y volvió a
tropezar, y se le cayó el pico entre las rocas. Parecía que se agachaba continuamente a
beber el agua helada, o apartarse a gatas del sendero para comprobar la calidad y espesor
de los rodales de nieve—. Se están perdiendo todo el encanto —gritaba repetidamente.
Hay mil placeres y sensaciones en el camino.
Se detuvieron un momento a esperarle; llegó cansado y jadeante, haciendo
comentarios sobre las estrellas desvanecientes, el viento sobre las cimas, las nuevas rutas
que deseaba explorar por couloirs peligrosos, sobre todas las cosas, al aprecer, salvo sobre
el asunto entre manos. Se le notaba una cierta ansiedad, esa especie de excitación que
agota toda energía y consume toda la fuerza de los nervios, augurando un probable
derrumbamiento antes de ser alcanzado el arduo objetivo.
—Sigue atento a la marcha —replicó severamente el sacerdote—. En realidad, no
vamos deprisa; eres tú, que te vas distrayendo sin motivo. Lo cual nos cansa a todos.
Debemos ahorrar energías —y señaló de manera siginificativamente la pirámide de la
Tour du Néant que descollaba por encima de ellos a increíble altitud.
—Estamos aquí para divertirnos: la vida es placer, sensaciones, o no es nada —gruñó
su compañero; pero había una gravedad en el tono del de más edad que disuadía de
discutir y hacía difícil oponerse. El otro se acomodó su carga por décima vez, sujetando el
pico con un ingenioso sistema de correas y cuerda, y se alineó detrás de ellos. Limasson
reanudó la marcha nuevamente... y empezó a clarear por fin. Muy arriba, al principio,
brillaron las cumbres nevadas con un tinte menos espectral; una delicada coloración rosa
se propagó suavemente desde oriente; hubo un enfriamiento del aire fresco; luego, de
pronto, el pico más alto, que se alzaba con unos mil pies de roca por encima del resto,
surgió a la vista nítidamente, medio dorado, medio rosa. En ese mismo instante disminuyó
el vasto Movimiento del escenario entero; hubo una o dos ráfagas terribles de viento, en
rápida sucesión; un rugido como de avalancha de piedras retumbó a lo lejos... y Limasson
se detuvo en seco y contuvo el aliento.
Porque algo había obstruido el camino delante de él, algo que sabía que no podía
sortear. Gigantesco e informe, parecía formar parte de la arquitectura del desolado
escenario que le rodeaba, aunque se alzaba allí, enorme en el amanecer tembloroso, como
si no perteneciese a la llanura ni a la montaña. Había surgido de repente donde un
momento antes no había habido sino aire vacío. Su imponente silueta cobró visibilidad
como si hubiese brotado del suelo. Limasson se quedó inmovil. Un frío que no era de este
mundo le dejó petrificado. A unas yardas de él, el sacerote se había detenido también. Más
atrás oyeron los pasos torpes del más joven y el débil acento de su voz; un tono inseguro,
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como del hombre que se siente anulado por un súbito terror.
—Nos hemos apartado del sendero, y no sé por dónde voy —sonaron sus palabras
en el aire quieto—. He perdido el pico...¡pongámonos la cuerda...!¡Atención! ¿Han oído ese
rugido? —luego oyeron un ruido como si gatease a tientas, avanzando despacio.
—Te has cansado demasiado pronto —contstó el sacerdote con severidad—. Quédate
donde estás y descansa, porque no vamos a continuar. Éste es el sitio que buscábamos.
Había en su tono una especie de suprema solemnidad que por un momento desvió la
atención de Limasson del gran obstáculo que le impedía el paso. La oscuridad ibal
levantando velo tras velo, no gradualmente, sino a saltos, como cuando alguien apaga una
mecha con torpeza. Entocnes se dio cuenta que no tenía delante sólo una Grandiosidad,
sino que a todo su alrededor se alzaban otras parecidas, algunas mucho más altas que la
primera, formando el círculo que le rodeaba.
Entonces, con un sobresalto, se recobró. Le volvieron el equilibrió y el sentido
común. No era rara, a fin de cuentas, la broma que la vista le había gastado, ayudada por
el aire enrarecido de las alturas y del hechizo del amanecer. El esfuerzo prolongado del ojo
para distinguir el sendero en una luz incierta hace que se equivoque fácilmente en su
apreciación de la perspectiva. Siempre sufre una ilusión al cambiar repetidamente de foco.
Estas sombras oscuras en círculo no eran sino baluartes de precipicios aún distantes cuyas
murallas gigantescas enmarcaban el tremendo anfiteatro hasta el cielo.
Su cercanía era mero efecto de la oscuridad y la distancia.
El impacto de este descubrimiento le produjo una momentánea indecisión y
perplejidad. Se enderezó, alzó la cabeza, y miró a su alrededor. Los peñascos, le pareció,
retrocedieron instantáneamente a sus sitios de siempre; como si se hubiesen acercado;
hubo un tambaleo en los riscos más altos; oscilaron terriblemente, luego se recortaron
inmóviles contra un cielo ya vagamente carmesí. El fragor que Limasson oyó, que muy
bien podía haber sido el tumulto de la carrera precipitada de todos ellos, no era en
realidad sino el viento del amanecer que chocaba contra sus costados, arrancando ecos de
alas irritadas. Y los flecos de bruma, rayando el aire como trazos de rápido movimiento, se
enroscaban y flotaban en los espacios vacíos.
Se volvió hacia el sacerdote que había llegado junto a él.
—Que extraño es —dijo— este principio del nuevo día. Se me ha ofuscado la vista
por un momento. Pensé que las montañas se alzaban justo en mitad de mi camino. Y al
mirar ahora, me ha parecido que retrocedían a toda prisa —su voz sonó baja, perdida en el
aire atento.
El hombre le miró fijamente. Se había quitado el gorro, acalorado por la ascensión, y
contestó, al tiempo que aleteaba una débil sombra en su semblante. Una levísima
oscuridad se lo envolvió, fue como si se le formara una máscara. El rostro ahora velado
había estado... desnudo. Tardó tanto en contestar que Limasson oyó cómo su mente
afilaba la frase como si fuese un lápiz.
Habló muy despacio. "Se mueven, quizá, al moverse Sus poderes; y Sus minutos son
nuestros años. Su paso es siempre tumulto. Entonces se produce desorden en los asuntos
de los hombres, y confusión en sus espíritus. Puede que haya ruina y zozobra; pero del
naufragio surgirá una cosecha fuerte y fresca. Pues como un mar, pasan Ellos."
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Había en su semblante una grandeza que parecía sacada maravillosamente de las
montañas, su voz era grave y profunda; no hizo ademán ni gesto alguno; y en su actitud
había una rara firmeza que transmitía, a través de sus palabras, una especie de sagrada
profecía.
Largas, atronadoras ráfagas de viento pasaron a lo lejos entre los precipicios mientras
hablaba. Y en el mismo instante, sin esperar al parecer una réplica a sus extrañas palabras,
se inclinó y comenzó a deshacer su mochila. El cambio de lenguaje sacerdotal a este
menester práctico y vulgar fue singularmente desconcertante.
—Es hora de descansar —añadió—, y hora de comer. Preparémonos —y sacó varios
paquetes pequeños y los colocó en fila en el suelo. Limasson sintió que le aumentaba el
temor mientras observaba; y con él, un gran asombro. Porque sus palabras parecían
presagiosas; como si dijese, de pie en el enlosado de algún templo inmenso: "¡Preparemos
un sacrificio...!" de las profundidades donde había estado oculta hasta ahora, le llegó la
conciencia de una idea clave que explicaba todo el extraño proceder: el súbito encuentro
con estos desconocidos, la impulsiva aceptación de su proyecto para la gran ascención, la
actitud grave de ambos como si se tratase de un Ceremonia de inmenso designio, el
engaño desconcertante de la vista y, finalmente, el lenguaje solemne del hombre de más
edad que confirmaba lo que él había considerado al principio una ilusión. Todo esto cruzó
por su cerebro en espacio de un segundo... y con ello, el intenso deseo de dar media
vuelta, retroceder, echar a correr.
Al notar el movimiento, o adivinar quizá la emoción que lo produjo, el sacerdote alzó
los ojos rápidamente. En su voz hubo tal frialdad que pareció como si hablara este
escenario de glacial desolación.
—Demasiado tarde se te ocurre regresar. Ya no es posible. Ahora estás ante las
puertas del nacimiento... y de la muerte. Todo lo que podía ser estorbo, lo has arrojado a
un lado valerosamente. Sé ahora valiente hasta el final.
Y mientras oía estas palabras, Limasson tuvo de repente una nueva y espantosa
visión interior de la humanidad, un poder que descubría de manera infalible las
necesidades espirituales de otros, y por tanto, de sí mismo. Con un sobresalto, se dio
cuenta de que el más joven, que les había acompañado con creciente dificultad a medida
que subían más arriba... no era sino un estorbo que retardaba la marcha. Y volvió la
mirada para reconocer el paisaje.
—No lo encotrarás —dijo su compañero— porque se ha ido. Nunca, a menos que le
llames débilmente, le volverás a ver, ni siquiera oír su voz.
Y Limasson comprendió que, en el fondo, este hombre no le había gustado en ningún
momento por su teatral afición a lo sensacional y lo efectista; más aún, que incluso lo
detestaba y depreciaba. Podía haberle visto caer, y consumirse de hambre, y no habría
movido un solo dedo para salvarle. Y ahora era con este hombre maduro con quien tenía
que resolver un asunto espantoso.
—Me alegro —replicó—; porque al final debe de haber confirmado mi
muerte...¡nuestra muerte! Y se acercaron al pequeño círculo de alimento que el sacerdote
había dispuesto sobre el suelo rocoso, unidos por un íntimo entendimiento que colmaba la
perplejidad de Limasson. Vio que había pan, y que había sal; también había un pequeño
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frasco de vino tinto. En el centro del círculo había un fuego minúsculo hecho con ramitas
de rododendros silvestres que el sacerdote había recogido. El humo se elevaba en forma
de delgada hebra azul. No revelaba siquiera un temblor, tan profunda era aquí la quietud
del aire de la montaña; pero a lo lejos, entre los precipicios, corría el fragor de las cascadas,
y detrás, el rugido apagado como de picos y campos de nieve barridos por un tronar
continuo que rodaba en el cielo.
—Están pasando —dijo el sacerdote en voz baja—, y saben que estás aquí. Ahora
tienes la ocasión de tu vida; porque, si aceptas por propia voluntad, el éxito es seguro. Te
encuentras ante las puertas del nacimiento y de la muerte. Ellos te ofrecen la vida.
—¡Sin embargo... les negué! —mumuró para sí.
—Negar es invocar: les has llamado, y han venido. Todo lo que te piden es el
sacrificio de tu pequeña vida personal. Sé valiente... ¡y dásela!
Cogió el pan mientras hablaba, y, cortándolo en tres pedazos, colocó uno delante de
Limasson, otro delante de sí mismo, y el tercero sobre la llama, que lo ennegreció al
principio, y luego lo consumió.
—Cómetelo, y comprende —dijo—; porque es el alimento que hará revivir tu vida
languideciente.
A continuación hizo lo mismo con la sal. Luego, alzando el frasco de vino, se lo llevó
a los labios, ofreciéndoselo después a su compañero. Tras haber bebido los dos, aún
quedaba la mayor parte del contenido. Alzó el recipiente devotamente con ambas manos
hacia el cielo. Se quedó estático.
—A Ellos ofrendo, en tu nombre, la sangre de tu vida personal. Por la renuncia que
tú consideras la muerte, cruzarás las puertas del nacimiento a la vida de la libertad. Pues
el último sacrificio que Ellos te piden es... éste.
E inclinándose ante las cumbres distantes, derramó el vino sobre el suelo rocoso.
Durante un rato no fue capaz de calcular —tan terribles eran las emociones de su
corazón—, el sacerdote permaneció en esta actitud de adoración y obediencia. Cesó el
tumulto de las montañas. Un absoluto silencio descendió sobre el mundo. Parecía una
pausa en la historia íntima del universo. Todo esperaba... hasta que volvió a levantarse. Y
al hacerlo, se disipó la máscara que durante horas se había extendido sobre su semblante.
Sus ojos miraron severamente a Limasson. Éste le miró a su vez... y le reconoció. Estaba
ante el hombre que mejor conocía del mundo: él mismo.
Había acontecido la muerte. Había acontecido, también esa recuperación espléndida
que es el nacimiento y la resurrección.
Y el sol, en ese instante, con la súbita sorpresa que sólo las montañas conocen, asomó
nítido sobre las cumbres, bañando de luz inmaculada el paisaje y la figura de pie. En el
vasto Templo donde se arrodilló, como en ese otro Tempo interior y más grande que es la
verdadera Casa de Realeza de la humanidad, se derramó la Presencia culminante que es...
la Luz.
—Porque así, y sólo así, pasarás de la muerte a la vida —cantó una voz melodiosa
que ahora reconoció también, por primera vez, como inequívocamente suya.
Fue maravilloso. Pero el nacimiento de la luz es siempre maravilloso. Fue angustioso;
pero el parto de la resurrección, desde el principio de los tiempos, ha estado acompañado
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por la dulzura del intenso dolor. Porque la mayoría se halla aún en estado prenatal,
nonato, sin tener conciencia clara de una existencia espiritual. Andan a tienteas,
frocejeando en el seno materno, perpetuamente dependientes de otros. Negar es siempre
una llamada a la vida, una protesta contra la perpetua tiniebla y en favor de la liberación.
Sin embargo, el nacimiento es la ruina de todo aquello de lo que se ha dependido hasta
entonces. Viene entonces ese estar solo que al principio parece un desolado aislamiento. El
tumulto de la destrucción precede a la liberación.
Limasson se puso de pie, se enderezó con dificultad, miró a su alrededor, desde la
figura ahora junto a él hasta la cumbre nevada de esa Tour du Néant que nunca escalaría.
Volvió el rugido y trueno del paso de Ellos. Las montañas parecían tambalearse.
—Están pasando —susurró la voz junto a él, y dentro de él también—; pero te han
conocido, y tu ofrenda ha sido aceptada. Cuando ellos se acercan al mundo, siempre hay
naufragios y desastres en los asuntos humanos. Traen desorden y confusión a la mente del
hombre; una confusión que parece final, un desorden que parece amenazar con la muerte.
Porque hay tumulto en Su Presencia, y un caos que parece hundimiento de todo orden.
Después, de esta inmensa ruina, surge la vida con un nuevo proyecto. Su entrada es la
dislocación, el desarreglo su fuerza. Ha tenido lugar el nacimiento...
El sol le deslumbró. Aquel rugido distante, como un viento, pasó junto a él y le rozó
la cara. Un aire helado, como de una estrella fugaz, suspiró sore él.
—¿Estás preparado? —oyó.
Volvió a arrodillarse. Sin un gesto de vacilación o renuencia, desnudó su pecho al sol
y al viento. Un relámpago descendió veloz, instantáneo, y le llegó al corazón con infalible
puntería. Vio el destello en el aire, sintió el ardiente impacto del golpe, incluso vio brotar
el chorro y caer en el suelo rocoso, mucho más rojo que el vino...
Jadeó unos momentos con dificultad, se tambaleó, sintió vértigo, se desplomó... y un
instante después, tan rápido sucedió todo, tuvo conciencia de que le sujetaban unas
manos, y le ayudaban a ponerse de pie. Pero estaba muy débil para sostenerse solo. Le
llevaron a la cama. El conserje, y el hombre que le había abordado para pedirle fuego cinco
minutos antes tratando de entablar conversación, estaban uno junto a sus pies y el otro
junto a su cabeza. Al cruzar el vestíbulo del hotel, vio que la gente miraba; su mano
estrujaba las cartas sin abrir que le habían entregado poco antes.
—En realidad, creo que... me las puedo arrelgar solo —dijo, dándoles las gracias—. Si
me dejan, puedo andar. Me he mareado un momento.
—Es el calor del vestíbulo —empezó a decir el caballero con voz sosegada,
comprensiva.
Le dejaron de pie en la escalera, observándole un momento para ver si se había
recobrado del todo. Limasson subió sin vacilar los dos tramos hasta su habitación. Se le
había pasado el mareo momentáneo. Se sentía totalmente recobrado, fuerte, confiado,
capaz de mantenerse de pie, capaz de andar, capaz de escalar.

CULTO SECRETO - ALGERNON BLACKWOOD

CULTO SECRETO
Algernon Blackwood
__
Harris, un comerciante en sedas cruzaba el sur de Alemania de
regreso a su país tras un viaje de negocios, cuando, de repente, se le
ocurrió la idea de coger en Estrasburgo el tren de las montañas y
acercarse a visitar su antiguo colegio tras una ausencia de algo más de
treinta años. Este impulso fortuito del socio más joven de la firma
Harris Brothers de St. Paul's Churchyard proporcionaría a John Silence
uno de los casos más extraños de toda su carrera, pues daba la
casualidad de que, en aquel preciso momento, recorría a pie con una
mochila a la espalda aquellas mismas montañas; y aunque ambos
hombres habían partido de puntos muy alejados entre sí, el caso es
que los dos se dirigían a la misma posada.
Pues bien, en lo más hondo del corazón de Harris, que durante los
últimos treinta años se había ocupado casi de forma exclusiva del
lucrativo negocio de la compraventa de seda, aquel colegio había
dejado una marca indeleble y, aunque es posible que ni él mismo se
diera cuenta de ello, había ejercido una influencia decisiva en toda su
vida posterior. El colegio en cuestión pertenecía a una comunidad
protestante (no es necesario especificar cual) entregada a una vida
profundamente religiosa. Cuando tenía quince años su padre le había
enviado allí, en parte para que aprendiera el alemán necesario para
desenvolverse en el negocio de la seda, y en parte porque la disciplina
era muy estricta; y si había algo que su alma y su cuerpo necesitaban
en aquel momento era, por encima de todo, disciplina.
La vida en aquel lugar había resultado extremadamente dura, y el
joven Harris había sacado mucho provecho de ello, pues si bien no se
practicaba el castigo físico, existía un sistema de correctivos
espirituales y mentales que permitía que el alma mantuviera intacto su
orgullo, a la vez que se atacaba de raíz la falta cometida, haciendo ver
al muchacho que aquélla era una forma de fortalecer y purificar su
carácter y no una mera tortura a la que se le sometía con ánimo de
venganza.
Todo aquello había ocurrido hacía ya algo más de treinta años,
cuando Harris no era más que un adolescente soñador e
impresionable. Ahora, mientras el tren ascendía con lentitud,
serpenteando entre los barrancos de las montañas, su mente, no sin
cierta ternura, viajaba en el tiempo saltándose los años transcurridos
desde entonces y muchos detalles olvidados surgían de entre las
sombras y volvían a presentarse nítidamente en su memoria. No podía
parecerle más maravillosa la vida que había llevado en aquel remoto
pueblo de montaña, protegido del bullicio del mundo por el amor y la
devoción de la piadosa Hermandad, a cuyo cargo estaban cerca de
cien muchachos llegados de todas las partes de Europa. Vívidas
escenas del pasado acudían a su pensamiento. De nuevo le llegaba el
olor de los largos pasillos de piedra, de las cálidas aulas de madera de
pino donde estudiaba durante las horas de bochorno del verano,
Culto secreto Algernon Blackwood
mientras oía el zumbido de las abejas a través de las ventanas
abiertas y en su mente se libraba un feroz combate entre los
caracteres alemanes y la evocación de los prados ingleses... hasta
que, de pronto, se oía el temible grito del maestro de alemán:
—¡Harris, levántese! ¡Está usted dormido!
También se acordaba del horror de tener que permanecer de pie
sin moverse durante una hora con un libro en la mano, mientras sentía
cómo las rodillas le iban flojeando y la cabeza comenzaba a pesarle
como si fuera una bala de cañón.
Hasta los olores de la cocina le venían ahora a la memoria: el
Sauerkraut de a diario, el chocolate aguado de los domingos, el aroma
de la carne llena de nervios que les servían dos veces por semana
durante el Mittagessen; y sonreía al pensar en las medias raciones con
que le castigaban por hablar en inglés. También le llegaba la
penetrante fragancia de los cuencos de leche; el perfume cálido y
dulce que se desprendía al mojar los trozos de pan de pueblo durante
los desayunos de las seis de la mañana. Aquel recuerdo le evocaba la
imagen del enorme Speisesaal donde un centenar de muchachos,
vestidos con el uniforme del colegio, se sentaban a comer adormilados
y en silencio, tratando de tragar a toda prisa el pan basto y la leche
hirviendo, temerosos de que en cualquier momento sonara la campana
que daba por finalizada la hora del desayuno. Al otro extremo de la
sala, donde se sentaban los maestros, veía también la estrecha
hendidura de las ventanas tras las cuales se adivinaba el cautivador
paisaje de prados y bosques que rodeaba al colegio.
Estas imágenes le condujeron a su vez a la gran sala del piso más
alto, tan semejante a un granero, donde tenían que dormir juntos
todos los alumnos en catres de madera. Vino entonces a su memoria
el repicar cruel de la campana que, en las mañanas de invierno, les
despertaba a las cinco de la madrugada para que bajaran al enlosado
del Waschkammer, donde maestros y muchachos, tras un lavado
breve y gélido, se vestían en completo silencio.
Pasaba ligera su mente de unos recuerdos a otros ofreciéndole
vívidas estampas de su pasado, cuando sintió un fugaz
estremecimiento al recordar cómo le había ido carcomiendo la inmensa
soledad de no poder estar nunca a solas.
Todo —el trabajo, las comidas, el reposo, los paseos, el ocio— se
hacía en compañía de los veinte muchachos que componían su
«sección» y siempre bajo la mirada vigilante de, por lo menos, dos
maestros. La única manera de poder estar a solas era pedir un
permiso de media hora para ensayar en aquellas salas de música que
parecían celdas. Harris esbozó una sonrisa al recordar el celo que
ponía en sus estudios de violín.
Cuando el tren se adentraba resoplando en los grandes pinares
Culto secreto Algernon Blackwood
que desplegaban sobre las montañas su gigantesca alfombra de
terciopelo, de las capas más gratas de su memoria comenzaron a
resucitar otros recuerdos. Revivió entonces la admiración que sentía
por la bondad de aquellos maestros —a quienes todos se dirigían
llamándoles Hermanos— y volvió a maravillarse de esa devoción que
les llevaba a enclaustrarse durante años en aquel lugar que, por lo
general, sólo abandonaban para abrazar la vida, aún más sacrificada,
de los misioneros destinados a los parajes más inhóspitos de la tierra.
Una vez más pensó en aquella religiosa atmósfera de quietud que
envolvía a la pequeña comunidad del bosque con un velo,
protegiéndola de las asechanzas del mundo exterior. Recordó el
colorido de las celebraciones de Semana Santa, Navidad y Año Nuevo,
los numerosos días de fiesta y el encanto de los pequeños festejos. Se
recreó especialmente en la Beschehr-Fest —la entrega de regalos de
Navidad— cuando toda la comunidad se dividía en parejas para
intercambiar presentes, que a menudo llevaban semanas preparando o
habían costado los ahorros de muchos días. Le vino a la mente
entonces la imagen de la misa de medianoche del Año Nuevo y, subido
en lo alto del púlpito, se le apareció el rostro encendido del Prediger, el
predicador del pueblo. Todas las celebraciones de la última noche del
año, aquel hombre veía en la desierta galería del coro que se
encontraba tras el órgano, los rostros de las personas que morirían en
los doce meses siguientes; y cuando finalmente descubrió su propio
rostro entre ellos, cayó en estado de éxtasis en medio del sermón y
prorrumpió en un torrente de alabanzas.
Los recuerdos acudían en tropel a su memoria. La imagen de
aquel pequeño pueblo, que vivía en las cumbres de las montañas el
sueño de una vida generosa y pura, sana y sencilla, mientras buscaba
a su Dios con todo fervor y formaba a cientos de muchachos para que
siguieran el buen camino, acudía a su mente con toda la fuerza de una
obsesión. Volvió a sentir el viejo entusiasmo místico, más profundo
que el mar y más maravilloso que las estrellas; oyó otra vez el suspiro
de los vientos, recorriendo leguas y más leguas de bosque hasta llegar
a los rojos tejados iluminados por el claro de luna; oyó también las
voces de los Hermanos, hablando de las cosas del más allá como si las
hubieran experimentado en su propia carne; y mientras permanecía
sentado en aquel vagón, acunado por el traqueteo del tren, un espíritu
de inefable añoranza se apoderó de su alma fatigada y marchita,
agitando en lo más hondo de su ser un mar de emociones que creía
hace tiempo congeladas.
El contraste entre el joven e idealista soñador que un día fue y el
hombre de negocios que era ahora, le apenaba. Sentía que el espíritu
de la paz y la belleza ultramundana, que sólo conoce el alma
entregada a la vida contemplativa, le había rozado con la punta del ala
el corazón, produciendo un misterioso movimiento en la superficie de
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esas aguas.
Harris sintió un leve estremecimiento y se asomó por la ventana
de aquel vagón, que le tenía a él por único pasajero. Hacía tiempo que
el tren había dejado atrás Hornberg; allá abajo los torrentes se
precipitaban por entre las rocas calizas en un tumulto de blanca
espuma. Delante de él, recortándose contra el cielo, se sucedían una
tras otra las cimas redondeadas de las montañas cubiertas de árboles.
Era el mes de octubre y corría una aire frío y cortante en el que se
mezclaban de forma exquisita el olor a leña quemada y a musgo
húmedo con la sutil fragancia de los pinos. Allá arriba, entre las copas
de los abetos más altos, vio asomar las primeras estrellas en un cielo
raso con el mismo tono amatista pálido que parecía envolver todos
aquellos recuerdos que le venían a la mente.
Se arrellanó en su asiento y dejó escapar un suspiro. La vida le
había endurecido y hacía muchos años que no sabía lo que era tener
sentimientos. Era un gran hombre, se requería mucho esfuerzo para
conmoverle, tanto física como emocionalmente. Sin embargo, a
diferencia de lo que suele ser habitual, el sueño de Dios que alienta en
el alma de los jóvenes, a pesar de la inmundicia acumulada en la lucha
por ganarse la vida, no se encontraba en su caso completamente
extinguido.
Regresaba ahora a aquel filón abandonado durante años, donde
tanto oro puro se había ido amontonado sin que nadie lo tocara, con el
ánimo agitado por todas aquellas emociones pseudoespirituales; y a
medida que veía acercarse las cumbres de las montañas y olía los
olvidados aromas de la infancia, algo se iba derritiendo en la superficie
de su alma, haciendo que recobrara un grado de sensibilidad que no
había tenido desde que, hacía más de treinta años, vivió en aquel
lugar con sus sueños, sus conflictos y las penas propias de la juventud.
Harris tembló de emoción cuando el tren se detuvo con una
sacudida y vio, sobre el edificio de piedra gris, el nombre de aquella
diminuta estación escrito con letras negras, y debajo, la altitud
expresada en metros sobre el nivel del mar.
—¡El punto más alto de la línea! —exclamó—. ¡Qué bien lo
recuerdo: Sommerau, El Prado del Estío! ¡La próxima estación ya es la
mía!
Cuando el tren, tras cortar el vapor, comenzó a descender con los
frenos echados, sacó la cabeza por la ventana y, a la luz del
crepúsculo, se puso a identificar uno por uno todos aquellos viejos
lugares que le resultaban tan familiares. Le devolvían la mirada como
si fueran personas muertas salidas de un sueño. Un sentimiento
extraño e intenso, dulce y doloroso a la vez, palpitaba en su corazón.
«Ahí está el camino por el que solíamos dar tantos paseos a pleno
sol, con dos hermanos siempre pegados a nosotros —pensó— y eso de
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ahí, ¡Dios mío, es el desvío que conduce a través del bosque hasta Die
Galgen, el patíbulo de piedra donde antiguamente ahorcaban a las
brujas!»
Esbozó una sonrisa mientras el tren iba dejando atrás aquel lugar.
«Y ése es el bosquecillo que se llenaba de lirios de los valles por
primavera; y juraría que ése es... —con un súbito impulso sacó un
poco más la cabeza por la ventana— sí, es el claro donde estuve con
aquel muchacho francés, Calame, persiguiendo a una golondrina, y
después el hermano Pagel nos castigó a medias raciones por habernos
salido del camino sin permiso y haber soltado unos gritos en nuestros
idiomas».
Se le escapó de nuevo una risa, mientras un torrente de
recuerdos inundaba su mente de vívidos detalles.
Al llegar a su destino, Harris bajó del tren y se quedó un rato
parado en el andén de grava gris como si estuviera viviendo un sueño.
Le parecía que había pasado casi un siglo desde la última vez que
había estado allí, con todo su equipaje metido en unas cajas de cartón
atadas con cordeles, esperando el tren que le llevaría a Estrasburgo
para, finalmente, regresar a su hogar tras dos años de exilio. El reloj
del tiempo parecía haberse parado y volvía a sentirse un niño. La única
diferencia era que ahora las cosas le parecían más pequeñas de como
las recordaba; todo parecía haber menguado y encogido y las
distancias se habían reducido de escala.
Cruzó la carretera y se dirigió a la pequeña Gasthaus. Los rostros
y las figuras de sus antiguos compañeros de colegio —alemanes,
suizos, italianos, franceses, rusos— surgían de entre los árboles del
bosque y le acompañaban en silencio. Flotaban en torno suyo,
mirándole a los ojos con un semblante inquisitivo y triste. Pero no
conseguía recordar sus nombres. También venían con ellos algunos de
los Hermanos, y de los nombres de muchos de ellos sí que se
acordaba: el hermano Rost, el hermano Pagel, el hermano
Schliemann. Tampoco había olvidado el nombre del viejo predicador
que descubrió su propia imagen en la fantasmal galería de los que iban
a morir: el hermano Gysin. La oscuridad del bosque le cercaba como
un mar cuyas olas de terciopelo podían encresparse en cualquier
momento y anegar la escena, arrastrando consigo los rostros de los
que le acompañaban. El aire era frío y estaba repleto de deliciosas
fragancias, pero cada vez que aspiraba aquel perfume le venía a la
memoria la tenue evocación de un recuerdo.
A pesar del inevitable poso de tristeza que iba unido a aquella
experiencia, todo le resultaba muy interesante y le producía una
curiosa sensación de placer; de modo que cuando cogió una habitación
en la posada y encargó la cena, se sintió muy satisfecho de sí mismo y
se hizo el firme propósito de dar un paseo hasta su viejo colegio esa
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misma noche. El colegio estaba justo en el centro del pueblo, que se
encontraba a unas cuatro millas de distancia atravesando el bosque.
Fue entonces cuando recordó que aquel lugar era un pequeño enclave
protestante situado en medio de una región mayoritariamente católica.
Las ermitas y los crucifijos rodeaban aquel claro del bosque como si
fueran los centinelas de un ejército sitiador. Una vez que se dejaba
atrás la plaza del pueblo —alrededor de la cual se desplegaban unos
cuantos acres de prados y huertos— las prietas falanges de pinos se
sucedían una tras otra y, justo en el lindero de aquel bosque,
empezaba el territorio donde ejercían su autoridad los sacerdotes de
otra confesión. Recordaba vagamente que, en algunas ocasiones, los
católicos habían mostrado cierta animosidad contra aquel pequeño
oasis protestante que florecía en paz y benevolencia en medio de sus
dominios. Harris tenía todo aquello bastante olvidado. Qué mezquino
le parecía ahora, con su amplia experiencia de la vida y el
conocimiento que tenía de otros países y del gran mundo. Era como si
hubiera retrocedido trescientos años en el tiempo en vez de treinta.
A la hora de la cena sólo había otros dos huéspedes en el
comedor. Uno de ellos era un hombre de mediana edad, con barba, y
vestido con un traje de tweed, que se sentaba solo en un extremo de
la mesa. Harris, al darse cuenta de que era inglés, procuró mantenerse
alejado de él. Temía que su presencia allí estuviera relacionada con
algún asunto de negocios —incluso con el negocio de la seda— y que
quizá estuviera interesado en charlar un rato sobre el tema. El otro
huésped era un cura católico. Se trataba de un hombre de pequeña
estatura que comía la ensalada con cuchillo, aunque lo hacía con tal
delicadeza que no llegaba a resultar molesto. Fue precisamente la
visión de aquel clérigo la que le trajo a la memoria el antiguo
antagonismo. Cuando Harris, para sacar tema de conversación, le
habló de los motivos que le habían llevado a emprender aquel viaje
sentimental, el cura alzó la vista, enarcó las cejas, y se le quedó
mirando con una expresión de sorpresa y recelo que, por alguna
razón, consiguió que se sintiera herido en su orgullo. Harris atribuyó
aquella expresión a la diferencia de credos que existía entre ellos.
—Sí —prosiguió el comerciante en sedas, encantado de poder
hablar del tema que acaparaba todos sus pensamientos—, para un
muchacho inglés verse de repente en una escuela rodeado de cien
extranjeros fue una experiencia muy extraña. Me acuerdo muy bien de
la soledad y la insoportable heimweh que me produjo al principio. —
Hablaba un alemán muy fluido.
El cura, que estaba sentado frente a él, alzó la vista del plato de
ensalada y sonrió. Tenía un rostro agradable. Le explicó, en voz baja,
que se encontraba allí de paso y que estaba haciendo un recorrido por
las parroquias de Württemberg y Baden.
—La vida allí era dura —añadió Harris—. Recuerdo que los chicos
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ingleses decíamos que era Gefängnisleben: una vida carcelaria.
Por alguna razón inexplicable, la mirada del cura se ensombreció.
Tras una breve pausa, y más por cortesía que por deseo de seguir
hablando de aquel tema, dijo en voz baja:
—Sí, aquélla fue la mejor época del colegio. Después, según tengo
entendido...
Se encogió ligeramente de hombros y aquella mirada extraña,
casi de alarma, volvió a dibujarse en su semblante. Dejó la frase sin
terminar.
Harris percibió en su voz algo que le pareció completamente fuera
de lugar, un tono raro, como de reproche. No pudo evitar sentirse
molesto.
—¿Cómo, qué ha cambiado? —preguntó—. No puedo creer que...
—Ya veo que no está usted enterado —señaló el cura, con mucho
tacto, mientras iniciaba con las manos el gesto de hacer la señal de la
cruz, pero sin llegar a completarlo—. ¿No ha oído hablar de lo que
ocurrió allí antes de que lo abandonaran?
La reacción de Harris fue, sin duda, muy infantil, y quizá se
debiera a que estaba demasiado cansado y alterado, pero las palabras
y los modales del cura aquel le ofendieron hasta tal punto, que ni
siquiera prestó atención a la última frase que dijo. Le vinieron a la
mente los viejos rencores y antagonismos y, por un momento, casi
perdió los estribos.
—¡Tonterías! —le interrumpió con una risa forzada—. Unsinn!
Siento tener que contradecirle, caballero, pero yo fui alumno de ese
colegio. No había nada que se le pudiera comparar. Me resulta
increíble que pueda haber ocurrido algo lo bastante grave como para
que haya... para que haya... perdido su carácter. La devoción de los
Hermanos no tenía parangón posible, era...
Bruscamente dejó sin concluir la frase; se había dado cuenta de
que había subido en exceso el tono de voz y temía que el hombre que
se sentaba en el otro extremo de la mesa entendiera el alemán. En
ese mismo instante, alzó la vista y se encontró con la mirada fija de
los ojos de aquel tipo. Tenían un brillo muy especial. Eran unos ojos
fascinantes y, sin que alcanzara muy bien a explicárselo, le pareció
adivinar en aquella mirada una expresión de reproche y de
advertencia. El rostro de aquel desconocido le impresionó vivamente.
Por primera vez se percató de que era uno de esos rostros en cuya
presencia se procura no decir o hacer nada que resulte impropio. No
entendía cómo no le había llamado antes la atención.
En cualquier caso, Harris lamentó no haberse mordido la lengua
en vez de dejarse llevar por su apasionamiento. El cura no volvió a
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dirigirle la palabra. Tan sólo en una ocasión, tras alzar la mirada, dijo
como hablando para sí, pero con la clara intención de que se le oyera:
—Lo encontrará cambiado. —Y al momento se levantó de la mesa,
hizo una inclinación dirigida a los dos huéspedes y se retiró.
Al otro extremo de la mesa el hombre del traje de tweed también
se levantó, y Harris se quedó solo en el comedor.
Permaneció un rato en aquella sala en penumbra, bebiendo el
café a pequeños sorbos y fumando un buen puro, hasta que apareció
la doncella para encender las lámparas de aceite. Estaba enfadado
consigo mismo por haber dejado a un lado sus buenos modales,
aunque no llegaba a explicarse por qué había ocurrido. Pensó que
seguramente le había molestado que el cura, aún sin querer, hubiera
introducido una nota discordante en el carácter placentero de sus
sueños. Más adelante tendría que buscar la ocasión de pedirle
disculpas pero, de momento, estaba demasiado impaciente por dar un
paseo hasta su viejo colegio y, tras coger su bastón y su sombrero,
salió de la casa de huéspedes.
Al cruzar por delante de la Gasthaus, vio al cura y al hombre del
traje de tweed. Estaban tan enfrascados en su conversación que
apenas si se fijaron en él cuando pasó a su lado y se descubrió para
saludarles.
Emprendió la marcha a buen paso. Recordaba perfectamente el
camino y tenía la esperanza de llegar al pueblo a tiempo de charlar un
rato con alguno de los Hermanos. A lo mejor hasta le invitaban a
tomar una taza de café. Estaba seguro de que sería bien recibido y,
una vez más, los viejos recuerdos se apoderaron de él. No había
ninguna prisa en volver, podía regresar a la hora que quisiera.
Serían un poco pasadas las siete, y el temprano anochecer del
mes de octubre venía acompañado de un aire frío que parecía brotar
de los lugares más recónditos del bosque. Nada más cruzar el claro
donde se encontraba la estación de tren, el camino comenzaba a
hundirse en la espesura y, al cabo de pocos minutos, Harris avanzaba
ya rodeado por todas partes de árboles. El sonido de sus botas moría
al chocar contra aquellos millones de abetos en prieta formación sin
devolverle ningún eco. Reinaba una oscuridad casi completa que a
duras penas permitía distinguir el tronco de un árbol del de otro.
Caminaba con paso rápido, impulsándose con el balanceo de su bastón
de madera de acebo. En una o dos ocasiones se cruzó con campesinos
que regresaban a sus casas; el sonido gutural de su saludo, Grüss
Got, que hacía tanto que no escuchaba, contribuía a poner de relieve
el paso del tiempo y, a la vez, le hacía sentir que nada había
cambiado. Su mente se poblaba de nuevos grupos de imágenes y las
figuras de sus antiguos compañeros volvían a surgir del bosque y
caminaban a su lado susurrándole al oído historias de los tiempos
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pasados.
Los ensueños se sucedían unos a otros sin interrupción. Conocía
cada curva del camino, cada claro del bosque y, a su vez, todos y cada
uno de ellos, hacían que los viejos recuerdos cobraran vida. Estaba
disfrutando intensamente de aquel paseo.
Proseguía su marcha sin detenerse ni un momento. Al salir la
luna, el fino polvo dorado que cubría el cielo desapareció y un viento
de un tenue color plateado se fue extendiendo silencioso entre la tierra
y las estrellas. Se fijó en el resplandor de las copas de las abetos y
escuchó cómo susurraban cuando la brisa mecía sus afiladas hojas en
dirección a la luz. El dulzor del aire de montaña era embriagador. El
camino brillaba como la espuma de un río que corriera entre tinieblas.
Las mariposas nocturnas revoloteaban por doquier como pensamientos
silenciosos que se cruzaran en su camino y, desde las cavernas del
bosque, cientos de aromas saltaban la barrera de los años para darle
la bienvenida.
Entonces, cuando menos lo esperaba, los árboles desaparecieron
bruscamente de ambos lados del camino y se encontró al borde del
claro del pueblo.
Aceleró el paso. Allí estaban las siluetas de las mismas casas de
siempre, bañadas de una capa de luz plateada; también los árboles de
la placita central, con su fuente y sus pequeñas alfombras de césped;
allí se alzaba la figura de la iglesia junto al Gasthof der
Brüdergemeinde; y al divisar un poco más allá, elevándose
oscuramente hacia el cielo, la imponente mole del edificio del colegio,
sintió un escalofrío. Como una fortaleza, cúbica y formidable, emergía
frente a él, surcada por las profundas sombras del claro de luna, tras
un silencio de más de un cuarto de siglo.
Cruzó rápidamente la calle desierta del pueblo y se paró junto a la
sombra que proyectaba el edificio para contemplar aquellos muros
que, en tiempos, le tuvieron preso durante dos años... dos años
ininterrumpidos de disciplina y de nostalgia del lejano hogar. En su
mente se agolpaban las imágenes y los recuerdos; en aquel lugar se
concentraban las sensaciones más intensas de su juventud, pues era
allí donde había empezado a vivir y a aprender el valor de las cosas. Ni
un solo paso rompía el silencio, aunque tras las ventanas de muchas
de las casas se distinguía un parpadeo de luces. Sin embargo, al alzar
la vista hacia los altos muros envueltos en sombras, no le costó nada
imaginarse que un tumulto de rostros conocidos se apretujaban en las
ventanas para darle la bienvenida; ventanas cerradas que, en realidad,
tan sólo reflejaban la luz de la luna y el resplandor de las estrellas.
Aquí estaba, por fin, el viejo edificio del colegio, aislado del
mundo tras sus cuatro muros; con los postigos cerrados, la empinada
cubierta de tejas y sus aguzados pararrayos apuntando al cielo desde
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sus cuatro esquinas cual negras garras. Se quedó un buen rato
mirando ensimismado y, de pronto, advirtió con alegría que aún había
luz en las ventanas del Bruderstube.
Abandonó el camino y atravesó la verja. Subió luego el tramo de
doce escalones, y se plantó frente a la oscura puerta de madera que
guarnecían pesadas barras de hierro. Poseído de un deleite casi
infantil, contemplaba ahora con ternura aquella puerta que
antiguamente detestara y temiera con el odio y la pasión de un alma
cautiva.
Un tanto cohibido, tiró de la cuerda y se estremeció de emoción al
escuchar cómo se propagaba el repique de la campana por el interior
del edificio. Aquel sonido, hace tanto olvidado, le hizo evocar el pasado
con tal realismo, que se puso literalmente a temblar. Era como la
campana mágica de los cuentos que levanta el telón del Tiempo,
convocando a los habitantes del reino de las sombras. Le embargaba
un sentimentalismo que nunca antes había experimentado. Era como
volver a ser joven. Pero, a la vez, comenzaba a formarse una imagen
falaz de su propia valía. Al fin y al cabo era todo un personaje que
venía de un mundo donde lo que contaba era la acción y la lucha,
¿acaso no causaría una gran impresión en aquella pequeña comunidad
entregada a sus sueños de paz?
—Probaré de nuevo —pensó, tras una larga pausa, y volvió a
coger la cuerda de la campana. Se disponía ya a tirar de ella, cuando
oyó pasos que se acercaban por el pasillo de piedra; un instante
después la enorme puerta se abría pesadamente.
Un hombre alto, de semblante adusto, se encontraba frente a él
mirándole en silencio.
—Le ruego que me disculpe, ya sé que es un poco tarde —dijo con
un tono un tanto afectado—, pero soy un antiguo alumno de la
escuela. Acabo de llegar y no he podido resistir la tentación. Tenía
tanto interés... Estuve aquí en el setenta. —Su alemán no le salía tan
fluido como de costumbre.
Entonces, aquel hombre abrió más la puerta, y haciendo una
reverencia, le invitó a pasar con una sonrisa que indicaba a las claras
que era bienvenido.
—Soy el hermano Kalkmann —dijo con voz grave en un tono muy
bajo—. Precisamente yo fui maestro en la escuela por aquellos años.
Siempre es un placer recibir a un antiguo alumno. —Durante unos
segundos le miró con gran atención y después añadió:
—Además creo que ha hecho usted muy bien en venir, pero que
muy bien.
—Para mí es un auténtico placer —respondió Harris encantado con
el recibimiento.
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Aquel pasillo, pavimentado de losas grises y envuelto en
penumbra, donde resonaba el eco tan familiar de una voz alemana,
con la peculiar entonación que ponían los Hermanos al hablar, le hacía
flotar en la atmósfera de ensueño de unos días hace tiempo olvidados.
Entró muy a gusto en el edificio, y el atronador ruido de la puerta al
cerrarse, que tan bien recordaba, acabó de redondear la perfecta
reconstrucción del pasado. Casi volvió a experimentar la vieja
sensación de encarcelamiento, de dolorosa nostalgia, de haber perdido
la libertad.
A Harris se le escapó sin querer un suspiro y se volvió hacia su
anfitrión, que tras devolverle levemente la sonrisa que le había
dirigido, comenzó a abrir la marcha a lo largo del pasillo.
—Los muchachos ya se han recogido —le explicó—. Como
recordará, aquí nos acostamos temprano. Pero confío que al menos se
una a nosotros un momento en la Bruderstube para tomar una taza de
café.
Eso era justo lo que esperaba el comerciante en sedas, que trató
de atenuar la excesiva presteza en aceptar la invitación, adornándola
con sus mejores modales.
—Y mañana —prosiguió el Hermano—, tiene usted que volver y
pasar todo un día con nosotros. Puede incluso que encuentre a algún
viejo conocido; varios alumnos de su promoción han vuelto a la
escuela como maestros.
Durante una fracción de segundo, cruzó por los ojos de aquel
hombre una mirada que hizo que el visitante se sobresaltara. Pero fue
visto y no visto. Era algo indefinible. Harris se convenció de que todo
se debía a una sombra proyectada por una de las lámparas del muro,
delante de la cual acababan de pasar, y se lo quitó de la cabeza.
—Le agradezco enormemente su amabilidad —dijo con cortesía—.
No se imagina usted el placer que me causa volver a visitar este lugar.
¡Ah! —se paró justo delante de una puerta con una mampara de cristal
y trató de escudriñar lo que había en su interior—. Seguro que ésta es
una de las salas de música donde yo solía hacer prácticas de violín.
¡Qué bien lo recuerdo a pesar de los años que han pasado!
El hermano Kalkmann, con una sonrisa benévola, se detuvo para
que su invitado pudiera echar una ojeada.
—¿Siguen teniendo la orquesta de muchachos? Me acuerdo de
que yo tocaba el zweite Geige con ella. El hermano Schliemann dirigía
desde el piano. ¡Caray! Es como si lo estuviera viendo ahora mismo,
con su larga melena negra y... y... —Dejó sin concluir la frase con
brusquedad. De nuevo había visto cruzar por el adusto semblante de
su compañero aquella mirada rara y sombría que, por un instante, le
había resultado extrañamente familiar.
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—Sí, aún seguimos con la orquesta de muchachos —dijo—, pero
siento decirle que el hermano Schliemann... —titubeó un momento y
luego añadió—: El hermano Schliemann falleció.
—Entiendo, entiendo —se apresuró a decir Harris—. No sabe
cuánto lo siento.
Se dio cuenta de que estaba un tanto inquieto, pero no sabía si
atribuirlo a la noticia del fallecimiento de su antiguo profesor de
música o a alguna otra cosa. Echó una mirada al fondo del largo pasillo
que se perdía entre sombras. En la calle y en el pueblo todo le había
parecido mucho más pequeño de como él lo recordaba, pero aquí,
dentro del edificio del colegio, todo le parecía mucho más grande. La
altura y la longitud del pasillo, su dimensión y su amplitud no se
correspondían con la imagen mental que había conservado de él. Sus
pensamientos vagaron soñadores por un instante.
Alzó los ojos y vio el rostro del Hermano, que le observaba con
una sonrisa de paciente indulgencia.
—Está usted poseído por los recuerdos —le comentó con tono
amable; su mirada adusta había adquirido ahora una expresión casi
compasiva.
—Tiene usted razón —respondió el hombre de las sedas—. En
cierto modo, aquélla fue la etapa más importante de toda mi vida.
Aunque entonces la odiara... —vaciló antes de proseguir, no quería
herir los sentimientos del Hermano.
—Según los criterios ingleses resultaría estricto, claro —dijo con
un tono comprensivo que animó a Harris a continuar.
—...sí, en parte era eso, y en parte la incesante nostalgia y la
sensación de soledad que producía el hecho de no poder estar nunca
verdaderamente a solas. Ya sabe que en los colegios ingleses los
muchachos gozan de mucha mayor libertad.
Se fijó que el hermano Kalkmann le escuchaba con mucha
atención.
—Sin embargo, dejó en mí una huella que no me ha abandonado
en toda mi vida —dijo con cierto pudor—, y por la que siempre le
estaré agradecido.
—Ach! Wie so, denn?
—Aquel sufrimiento constante que sentía en mi interior hizo que
me sumergiera en la vida religiosa que practicaban ustedes hasta tal
punto, que todas las energías de mi ser parecían proyectarse hacia la
búsqueda de una satisfacción más profunda, de un lugar donde el
alma pudiera por fin encontrar la paz. Durante los dos años que estuve
aquí ansié acercarme a Dios, seguramente de una forma un tanto
infantil, pero con una intensidad con la que no he vuelto a desear
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ninguna otra cosa. Es más, nunca he llegado a perder del todo la
sensación de paz y de alegría interior que acompañaban a esa
búsqueda. Nunca podré olvidar este colegio y las profundas
enseñanzas que en él aprendí.
Hizo una pausa al terminar su largo discurso y, durante un
instante, se hizo el silencio entre los dos. Harris temía haber hablado
demasiado y no haberse expresado correctamente en aquella lengua
extranjera, y cuando el hermano Kalkmann posó una mano sobre su
hombro, no pudo evitar dar un respingo.
—Sí, es posible que esté demasiado poseído por mis recuerdos —
añadió a modo de disculpa—, pero este pasillo tan largo, las aulas, la
lúgubre puerta de entrada con sus barrotes, en fin, todo esto me toca
una fibra sensible que... que... —No le venían las palabras alemanas;
lanzó una mirada a su compañero, y con una sonrisa y un gesto trató
de explicar lo que sentía. Sin embargo, el Hermano ya había retirado
la mano del hombro de Harris y ahora estaba de espaldas mirando
hacia el fondo del pasillo.
—Claro, claro —dijo el Hermano apresuradamente, sin darse la
vuelta—. Es ist doch selbstverständlich. Todos nos hacemos cargo.
Luego se volvió, y Harris percibió en su semblante una expresión
siniestra que le produjo una sensación muy desagradable. Puede que
fueran de nuevo los juegos de sombras de las dichosas lámparas de
aceite, pues al volver sobre sus pasos por el pasillo, aquella expresión
tétrica desapareció al instante. No obstante, el inglés se quedó con la
impresión de haber dicho algo que había molestado al Hermano, algo
que no había sido de su agrado. Se pararon frente a la puerta del
Bruderstube. Harris se dio cuenta de que se había hecho tarde y que
quizá llevaba ya hablando demasiado rato. Hizo un intento de
marcharse, pero su compañero no quiso ni oír hablar del asunto.
—Tiene que quedarse a tomar un café con nosotros —dijo en un
tono firme que parecía sincero—. Mis colegas estarán encantados de
verle. Incluso puede que alguno de ellos se acuerde de usted.
A través de la puerta llegaba el sonido de las voces de varios
hombres en animada conversación. El hermano Kalkmann hizo girar el
picaporte y entraron en aquella habitación inundada de luz y repleta
de personas.
—Disculpe, ¿su nombre era? —susurró el Hermano, a la vez que
agachaba la cabeza para oír mejor la respuesta—. Creo que todavía no
me ha dicho cómo se llama.
—Harris —dijo el inglés rápidamente mientras entraba. Cruzar
aquel umbral le ponía nervioso, pero atribuyó aquella fugaz inquietud
al hecho de estar transgrediendo la norma más sagrada del lugar, que
castigaba severamente a los muchachos que se acercaran a este
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sanctasanctórum, donde los maestros pasaban sus escasos ratos de
ocio.
—¡Ah sí, claro... Harris! —repitió el Hermano como si recordara el
nombre—. Pase Herr Harris, haga el favor de pasar. Ya verá la
inmensa alegría que produce su visita. La idea de venir aquí ha sido
estupenda, verdaderamente maravillosa.
La puerta se cerró a sus espaldas, y mientras trataba de
acostumbrar su vista a aquel súbito cambio de luz, le pasó
desapercibido lo exageradas que habían sido aquellas palabras. Oyó la
voz del hermano Kalkmann haciendo las presentaciones. Hablaba en
voz muy alta, de hecho, aquel tono de voz le pareció innecesario y
absurdo.
—Hermanos —anunció—, tengo el placer y el privilegio de
presentaros a Herr Harris, de Inglaterra. Acaba de llegar para
hacernos una pequeña visita y ya le he expresado, en nombre de
todos, lo mucho que nos complace tenerle entre nosotros. Fue, como
todos recordáis, alumno del curso del setenta.
Era una presentación muy formal, muy alemana, pero a Harris le
resultó bastante satisfactoria. Le hacía sentirse importante y, además,
le había agradado el detalle que había tenido el Hermano al dar a
entender que le esperaban.
Aquellas figuras vestidas de negro se levantaron y les saludaron
haciendo una inclinación con la cabeza; Harris y Kalkmann
respondieron a su vez con sendas inclinaciones. Todo el mundo se
comportaba con mucha cortesía y refinamiento. La habitación bullía de
personas, la luz, tras la oscuridad del pasillo, le deslumbraba y el
ambiente estaba muy cargado por el humo de los puros. Cogió la silla
que le ofrecieron y se sentó entre dos de los Hermanos, con la vaga
sensación de que sus sentidos no le respondían con la precisión y
agudeza habituales. Se encontraba un tanto aturdido y el hechizo del
pasado hizo presa en él con tal fuerza, que los perfiles del presente
inmediato comenzaron a borrarse y todo pareció menguar hasta
adquirir las dimensiones de un tiempo muy lejano. Era como si hubiera
caído bajo el dominio de un estado de ánimo que venía a ser un
compendio de todos los que había experimentado en su ya olvidada
niñez.
Hizo un gran esfuerzo para tranquilizarse y comenzó a tomar
parte en la conversación, que había vuelto a iniciarse con un animado
murmullo. Lo hizo además encantado, ya que los Hermanos —de los
que habría en aquella pequeña habitación cerca de una docena— le
trataban con unos modales tan exquisitos que no tardaron en hacerle
sentir que era uno más de ellos. Eso le producía un placer muy sutil.
Era como si hubiera salido de un mundo en el que reinaba la codicia, la
vulgaridad y el egoísmo —el mundo del negocio de la seda, los
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mercados y los beneficios— para introducirse en un ambiente más
limpio, donde lo primordial eran los ideales del espíritu y la vida
sencilla y piadosa. Ese sentimiento le cautivaba hasta tal punto, que,
en cierto modo, hacía que contemplara los veinte años en que su vida
había estado centrada en el mundo de los negocios como algo
degradante. Aquella atmósfera iluminada por las estrellas era
demasiado pura, demasiado enrarecida para el mundo en que él se
desenvolvía en la actualidad. Comenzó a hacer comparaciones de las
que no salía muy bien parado: comparaba al pequeño soñador místico
que treinta años atrás había abandonado la austera paz de esta devota
comunidad con el hombre de mundo en que se había convertido desde
entonces; y el contraste le daba escalofríos y le hacía sentir un hondo
arrepentimiento que le llevaba casi a despreciarse a sí mismo.
Echó un vistazo a su alrededor y se fijó en aquellos rostros que
parecían flotar hacia él envueltos en humo; el humo de los cigarros
que tan bien recordaba. Cuánto entusiasmo se apreciaba en ellos, qué
fortaleza y qué placidez transmitían; estaban tocados de esa nobleza
que otorgan las grandes aspiraciones y los propósitos desinteresados.
Uno o dos de ellos le llamaban especialmente la atención, aunque no
sabía muy bien por qué. Casi le fascinaban. Tenían un aire
extremadamente íntegro y severo, y aunque no fuera capaz de
definirlo, percibía también en ellos algo que le resultaba extraña y
sutilmente familiar. Sin embargo, siempre que su mirada se cruzaba
con la de cualquiera de ellos, descubría en sus ojos una expresión
llena de cordialidad y, en algunos casos, incluso un sentimiento de
asombro que parecía encontrarse a medio camino entre la estima y la
deferencia. El respeto por su persona que percibía en todos aquellos
rostros halagaba su vanidad.
Pronto se sirvió el café, preparado por un Hermano de cabello
oscuro que estaba sentado junto al piano y que guardaba un singular
parecido con el hermano Schliemann, el maestro de música de hacía
treinta años. Harris intercambió con aquel hombre las acostumbradas
reverencias cuando tomó la taza de café de sus pálidas manos, que, al
fijarse en ellas, le parecieron las manos de una mujer. El Hermano que
se sentaba a su lado, con quién mantenía una conversación muy
agradable, le ofreció un puro y, al ir a encenderlo, aquel rostro
iluminado por el resplandor de la cerilla le recordó por un momento al
del hermano Pagel, el tutor de su clase.
—Est ist wirklich merkwürdig —dijo Harris—. Hay que ver la de
parecidos que les encuentro, no sé si reales o imaginarios. ¡Es
verdaderamente curioso!
—Sí —respondió aquél, observándole por encima de su taza—, el
hechizo que ejerce este lugar es muy poderoso. Me parece muy
comprensible que los viejos rostros le vengan a la memoria... quién
sabe si hasta borrar los nuestros.
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Ambos rieron encantados. Era muy tranquilizador ver cómo
entendían y sabían apreciar su estado de ánimo. Pasaron después a
hablar del pueblo de la montaña, de su aislamiento, de lo apartado
que estaba de la vida mundana, de lo adecuado que era para la
meditación y el culto y para... cierto tipo de desarrollo espiritual.
—Y este regreso suyo, Herr Harris —dijo el Hermano que tenía a
su izquierda, uniéndose a la conversación—, no sabe usted cuánto nos
agrada. Le tenemos en la más alta estima por haber venido. Le
honramos.
Harris hizo un gesto con el que quería quitarse importancia, y dijo
con un tono un tanto afectado:
—En lo que a mi respecta, me temo que se trata tan sólo de un
placer egoísta.
—No todo el mundo habría tenido el valor —añadió el que se
parecía al hermano Pagel.
—¿Lo dice por los malos recuerdos? —inquirió Harris, algo
confundido.
El hermano Pagel le miró fijamente, sus ojos expresaban de
manera inequívoca su admiración y su respeto:
—Lo que quiero decir es que la mayor parte de los hombres se
aferran con todas sus fuerzas a la vida y es muy poco lo que están
dispuestos a sacrificar por sus creencias.
El inglés se sintió ligeramente incómodo. Le parecía que aquellos
hombres tan respetables estaban exagerando la importancia de su
viaje sentimental. Por otra parte, la conversación empezaba a
resultarle incomprensible. Apenas si podía seguirla.
—La vida mundana todavía tiene algunos atractivos para mí —
respondió con jovialidad, queriendo indicar que aún se encontraba
bastante lejos de la santidad.
—Razón de más para que le honremos por haber venido por
propia voluntad —dijo el Hermano que tenía a su izquierda—, y de una
forma tan incondicional.
A esto siguió una breve pausa, y el comerciante en sedas se sintió
aliviado cuando la conversación tomó unos derroteros de carácter más
general, aunque tampoco pudo dejar de advertir que nunca se alejaba
mucho de los temas de su visita y de las maravillosas posibilidades
que la situación de aislamiento del pueblo ofrecía a los hombres que
deseaban desarrollar sus potencias espirituales y practicar los ritos de
un culto más elevado. Otros Hermanos se fueron uniendo al pequeño
grupo; alababan su dominio de la lengua y le hacían sentirse a sus
anchas, aunque a la vez, un tanto incómodo por la desmedida
admiración que le profesaban. Al fin y al cabo, su viaje sentimental
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tampoco era para tanto.
El tiempo pasaba volando; el café era excelente, los puros muy
suaves, y justo con aquel sabor a nuez que Harris tanto apreciaba.
Finalmente, temiendo haber abusado en exceso de la hospitalidad de
los Hermanos, se levantó de mala gana para despedirse. Pero los
demás no querían ni oír hablar del tema. Rara era la ocasión en que un
antiguo alumno volvía a visitarles con tanta naturalidad y sencillez. La
noche era joven. Si era necesario ya le harían un hueco en el gran
Schlafzimmer del piso de arriba. No les costó mucho convencerlo de
que se quedara un poco más. En cierto modo se había convertido en el
centro de aquella pequeña celebración. Se sentía contento, halagado,
honrado.
—Además, quizá el hermano Schliemann quiera tocar algo para
nosotros... ahora.
Era Kalkmann quien había hablado, y Harris dio un respingo bien
patente al oír ese nombre y ver a aquel hombre de negra melena que
se sentaba junto al piano darse la vuelta y sonreírle. Schliemann era el
nombre de su viejo maestro de música, que ya había fallecido. ¿Sería
acaso su hijo? Eran casi idénticos.
—Si el hermano Meyer no ha acostado todavía su violín Amati le
haré el acompañamiento —dijo el músico con un tono insinuante,
mientras miraba a un hombre en el que Harris no se había fijado hasta
entonces y que, se dio cuenta, era el vivo retrato de un antiguo
maestro que respondía a ese mismo nombre.
Meyer se puso de pie y se excusó con una ligera reverencia y, en
aquel momento, el inglés notó que hacía un gesto muy peculiar; era
como si, detrás del alzacuellos, su cabeza no estuviera bien unida al
resto del cuerpo y temiera que se le fuera a desprender. Ese
movimiento era típico del viejo Meyer. Recordaba que los muchachos
solían imitarlo.
Su mirada fue pasando rápidamente de uno a otro rostro; tenía la
sensación de que un proceso silencioso e invisible estaba alterando
todo lo que le rodeaba. No había ni una sola cara que no le resultara
extrañamente familiar. Pagel, el hermano con el que había estado
hablando, era la viva imagen del otro Pagel, el tutor de su clase; y
Kalkmann —por primera vez lo veía claro— bien podría haber sido el
hermano gemelo de otro maestro, cuyo nombre no recordaba, pero al
que tenía mucha manía en los viejos tiempos. Los rostros de todos los
hermanos que le miraban a través de aquel ambiente cargado de
humo eran los mismos que había conocido y con los que había
convivido hacía mucho tiempo: Röst, Fluheim, Meinert, Rigel, Gysin.
Sus sentidos habían despertado de pronto, y se puso a observar
atentamente aquellos rostros: en todos veía, o creía ver, extraños
parecidos, semejanzas fantasmales, o más bien, unos rostros idénticos
Culto secreto Algernon Blackwood
a los de años atrás. Aquí estaba ocurriendo algo raro, algo que no
encajaba, algo que le producía una gran inquietud. Trató de quitarse
aquella idea de la mente con una brusca sacudida de la cabeza, y al
lanzar una bocanada de aire que disipó el humo que flotaba frente a
sus ojos, advirtió con consternación que todos tenían la mirada
clavada en él. Le estaban observando.
Aquella circunstancia hizo que recuperara el sentido común. En su
calidad de inglés y de extranjero, no quería mostrarse mal educado o
hacer cualquier tontería que llamara la atención y estropeara la
armonía que había reinado en la velada. Era un invitado y, además, un
invitado de honor. Por otro lado, la música había empezado. Los largos
dedos pálidos del hermano Schliemann acariciaban ya el teclado del
piano.
Se arrellanó en su asiento y continuó fumando, pero mantuvo los
ojos entornados para no perder detalle de lo que ocurría.
Sin embargo, aquel estremecimiento ya se había instalado en su
ser y, sin que pudiera hacer nada para evitarlo, no dejaba de
repetirse. Al igual que una ciudad asentada en el curso alto de un río
siente la presión del lejano mar, Harris notaba que una serie de
fuerzas poderosas, provenientes de algún lugar que le era del todo
desconocido, trataban de imponerse a su alma en aquella pequeña
habitación llena de humo. Comenzaba a sentirse verdaderamente
inquieto.
A medida que el sonido de la música se iba expandiendo por la
habitación, su mente comenzó a despejarse. Era como si se hubiera
descorrido un velo que hasta entonces había oscurecido su visión. Las
palabras del cura en la posada de la estación le vinieron a la memoria:
«lo encontrará cambiado». Y también, aunque no alcanzara a
explicarse por qué, vio mentalmente los ojos enérgicos y fascinantes
del otro huésped que había en el comedor; el hombre que había oído
su conversación y al que, más tarde, había visto hablando muy
seriamente con el cura. Sacó su reloj y lo miró con disimulo. Llevaba
allí dos horas. Ya eran las once.
Entretanto, Schliemann, totalmente absorto en su música, había
iniciado un compás solemne. El piano sonaba a las mil maravillas. La
fuerza de unas convicciones profundas, la naturalidad del gran arte, la
esencia del mensaje espiritual de un alma que se ha encontrado a sí
misma; todo esto, y mucho más, estaba presente en aquellos acordes
y, sin embargo, aquella música tenía algo que sólo se podía calificar de
impuro, atroz y diabólicamente impuro. La pieza misma, aunque Harris
no la reconoció, era sin duda la música de una misa: enorme,
mayestática, ¿lúgubre? Se esparcía amenazadora por la habitación
llena de humo a un ritmo lento y poderoso. Era como si una presencia
imponente, a la par que profundamente íntima, se estuviera abriendo
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camino y, al hacerlo, dejara marcada en todos y cada uno de los
rostros de los presentes la huella de las enormes fuerzas de las que
era el símbolo audible. Los semblantes de aquellos hombres habían
adquirido una expresión siniestra, pero aquel matiz siniestro no era
algo meramente pasivo o negativo, tras sus sombrías expresiones se
escondía algún propósito. De pronto recordó el semblante del hermano
Kalkmann en el pasillo aquella tarde. Los motivos que alentaban en lo
más secreto de sus almas se reflejaban ahora con toda nitidez en sus
ojos, en sus bocas, en sus frentes, como los negros estandartes de
una asamblea de criaturas desventuradas y perdidas. Demonios... fue
la horrible palabra que le cruzó por la mente como un relámpago.
Cuando tuvo aquella súbita revelación, Harris perdió el control.
Sin pararse a pensar o a ponderar lo insólito de aquella idea, hizo algo
que era a la vez muy estúpido y perfectamente natural. Impulsado de
pronto por una tensión irresistible que le impelía a actuar se levantó
de un salto... y se puso a gritar. Para su propio asombro estaba de pie
chillando con todas sus fuerzas.
Pero nadie se movió ni un ápice. Aparentemente no habían
prestado la más mínima atención a aquel comportamiento absurdo y
desmedido. Era como si nadie, aparte de él, hubiera escuchado el
grito, como si la música lo hubiera ahogado y engullido; en definitiva,
como si no hubiera gritado tan alto como él creía o, simplemente, no
hubiera gritado.
Entonces, mientras miraba a aquellos rostros impasibles y
sombríos, sintió que un frío helador le recorría todo el cuerpo hasta
llegar a su propia alma. Todas sus emociones se enfriaron de pronto,
retirándose como la marea al bajar. Volvió a sentarse, avergonzado y
enfadado consigo mismo por aquel comportamiento, más propio de un
loco o de un chiquillo. Entretanto, de los pálidos dedos del hermano
Schliemann, semejantes a pequeñas serpientes, seguía fluyendo la
música, como un vino envenenado vertido a través de las
extravagantes formas de los cuellos de las vasijas de la antigüedad.
Y al igual que hacían todos los demás, Harris lo fue absorbiendo.
Trató de convencerse a sí mismo de que había sido víctima de una
especie de alucinación y puso el máximo empeño en controlar sus
sentimientos. En aquel momento la música cesó. Todos aplaudieron y
comenzaron de inmediato a hablar, a reír, a cambiarse de sitio, a
acercarse a felicitar al músico, comportándose con toda naturalidad y
desenvoltura como si nada extraño hubiera ocurrido. Sus rostros
volvían a ser normales. Los Hermanos se arremolinaban en torno a su
invitado, que se unió a la conversación e incluso se oyó a sí mismo
felicitando al dotado pianista.
Pero, al mismo tiempo, se iba acercando poco a poco hacia la
puerta, cada vez más y más cerca, cambiando de silla siempre que le
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era posible y procurando unirse a los grupos que se encontraban más
próximos a la vía de escape.
—Quisiera darles las gracias tausendmal por esta pequeña
recepción y por el gran placer que me ha causado y lo honrado que me
he sentido —comenzó a decir, finalmente, con decisión—, pero me
temo que ya he abusado bastante de su hospitalidad y, además, aún
me queda un largo trecho que andar hasta la pensión.
Sus palabras fueron recibidas con un coro de protestas. No
querían ni oír hablar de su partida, al menos, no antes de que hubiera
compartido con ellos un pequeño refrigerio. Sacaron pumpernickel de
un armario, pan de centeno y salchichas de otro, y todos se pusieron
de nuevo a charlar y a comer. Se preparó más café, se encendieron
nuevos puros y el hermano Meyer sacó su violín y comenzó a afinarlo
suavemente.
—Siempre habrá alguna cama libre en el piso de arriba, si a Herr
Harris le parece bien —dijo uno.
—Y además, es difícil salir ahora que todas las puertas están ya
cerradas —dijo otro lanzando una risotada.
—Aceptemos los pequeños placeres según nos llegan —gritó un
tercero—. El hermano Harris tiene que comprender lo mucho que nos
honra con su última visita.
Pusieron docenas de excusas. Todos reían como si la cortesía de
sus palabras fuera una mera formalidad que ocultara levemente —
cada vez más levemente— un significado muy distinto.
—Y ya se acerca la medianoche —añadió el hermano Kalkmann,
luciendo una sonrisa encantadora, pero con un tono de voz que al
inglés le hizo pensar en el chirrido de unos goznes.
Cada vez le costaba más comprender el alemán que hablaban
aquellos hombres. Se había fijado en que le habían llamado Hermano,
como si le consideraran ya uno de los suyos.
De repente lo vio claro, y sintió un escalofrío al darse cuenta de
que durante todo aquel tiempo había estado interpretando de una
manera errónea, completamente errónea, lo que decían. Habían
hablado de la belleza del lugar, de su aislamiento, de lo apartado que
estaba del mundo, de lo adecuado que era para cierto tipo de
desarrollos y devociones espirituales; pero ahora se percataba de que
el sentido que daban a aquellas palabras no era ni mucho menos el
que él había interpretado. Se referían a cosas muy distintas. Sus
poderes espirituales, su deseo de soledad, su pasión por el culto, no
eran los poderes, la soledad ni el culto en los que él pensaba. Estaba
desempeñando un papel en una horrible mascarada, se hallaba entre
hombres que se ocultaban bajo el manto de la religión para poder
llevar a cabo sus verdaderos propósitos lejos de las miradas
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indiscretas.
¿Qué significaba todo aquello? ¿Cómo era posible que se hubiera
metido por error en una situación tan equívoca? ¿Pero, había sido un
error? ¿No sería más bien que le habían conducido a ella de una forma
deliberada? Sus pensamientos eran cada vez más confusos y
comenzaba a perder la confianza en sí mismo. ¿Y, por qué —volvió a
pensar— les impresionaba tanto el mero hecho de que hubiera venido
a visitar el colegio? ¿Qué había de admirable en algo tan trivial? ¿Por
qué le daban tanta importancia a que hubiera tenido «el valor de
venir», a haberse «ofrecido tan libre, tan incondicionalmente» como
uno de ellos había dicho con tal exageración que parecía más bien una
burla?
El miedo había hecho presa en su corazón de una forma horrible y
no encontraba respuesta a ninguno de aquellos interrogantes. Sólo
había una cosa que ahora le parecía muy clara: tenían la intención de
que no saliera de allí. No estaban dispuestos a dejarle marchar. A
partir de aquel momento se dio cuenta de que eran siniestros,
temibles y que, de un modo que aún no había conseguido descubrir,
representaban una amenaza para su persona, para su propia vida. La
frase que había dicho uno de ellos hacía no mucho —«su última
visita»— le vino a la cabeza escrita con caracteres de fuego.
Harris no era un hombre de acción, y a lo largo de toda su carrera
profesional nunca se había visto en una situación de verdadero peligro.
No es que fuera un cobarde, pero sí una persona cuyo temple aún no
había sido puesto a prueba. Por fin se había dado perfecta cuenta de
que su situación era muy delicada y que se las tenía que ver con unos
hombres que estaban dispuestos a todo. Sin embargo, tan sólo se
hacía una vaga idea de cuáles pudieran ser sus intenciones. Su mente
estaba demasiado ofuscada para poder razonar con claridad, se
limitaba a dejarse guiar ciegamente por su instinto. En ningún
momento llegó a pensar que los Hermanos pudieran haberse vuelto
locos o que fuera él mismo quien hubiera perdido temporalmente el
juicio y se hallara bajo los efectos de algún tipo de delirio. Lo cierto es
que su mente estaba en blanco, de lo único que estaba seguro era de
que tenía que escapar de allí... y cuánto antes mejor. Sus sentimientos
habían sufrido un cambio brusco y ahora le dominaban por completo.
En consecuencia, abandonó de momento cualquier intento de
rebeldía. Comió pumpernickel y bebió café, mientras hablaba con los
demás de la forma más natural y correcta de que fue capaz y, cuando
lo creyó oportuno, se puso en pie y les anunció una vez más que ya
era hora de marcharse. Habló muy pausadamente pero con un tono
decidido. Nadie que le hubiera escuchado habría albergado la más
mínima duda de que hablaba muy en serio. En aquel instante se
encontraba ya muy cerca de la puerta.
Culto secreto Algernon Blackwood
—No saben cuanto lamento —dijo, con su mejor alemán, a una
habitación que le escuchaba en completo mutismo— que nuestra
encantadora velada tenga que concluir, pero creo que ha llegado la
hora de que me despida de ustedes deseándoles las buenas noches. —
Entonces, en vista de que nadie decía nada, añadió, aunque en esta
ocasión un tanto más dubitativo—: Y quiero que sepan que les
agradezco de todo corazón su hospitalidad.
—Muy al contrario —respondió Kalkmann de inmediato,
levantándose de su silla y haciendo caso omiso de la mano que Harris
había extendido para detenerle—, somos nosotros los que tenemos
que darle a usted las gracias, y lo hacemos con toda sinceridad y
gratitud.
En aquel preciso momento, cerca de media docena de Hermanos
se plantaron entre Harris y la puerta.
—Es usted muy amable al decir eso —respondió Harris con toda la
firmeza de que fue capaz, tras advertir de soslayo el movimiento que
acababa de producirse—, pero de verdad que no entiendo por qué les
complace tanto esta visita que he hecho un poco por casualidad.
Avanzó entonces un paso más hacia la puerta, pero el hermano
Schliemann cruzó rápidamente la habitación y se puso delante de él.
Su postura indicaba que no tenía intención de moverse de ahí. En su
rostro se dibujaba una expresión sombría y terrible.
—Pero usted no ha venido aquí por casualidad, hermano Harris —
dijo en voz muy alta para que sus palabras se oyeran en toda la
habitación—. Confío en que no habremos interpretado erróneamente
su presencia aquí —añadió, arqueando sus negras cejas.
—No, no —se apresuró a responder el inglés—. Estaba... estoy
encantado de encontrarme entre ustedes. No me interpreten mal, se lo
ruego. —Su voz titubeaba un poco y le costaba encontrar las palabras.
Además, también le costaba cada vez más entender las palabras que
ellos usaban.
—Claro que no nos hemos equivocado —intervino el hermano
Kalkmann con su férrea voz de bajo—. Usted ha regresado imbuido de
un espíritu de auténtica y generosa devoción. Se ofrece usted
libremente y todos lo valoramos. Son precisamente su disposición y su
nobleza las que han hecho que se gane usted nuestro respeto y
veneración. —Un leve murmullo de aprobación se extendió por toda la
habitación—. Lo que más nos complace a todos —y lo que le
complacerá más sin duda a nuestro gran Maestro— es que usted se
haya ofrecido de manera espontánea y voluntaria como...
Empleó una palabra que Harris no comprendió: Opfer. El inglés,
totalmente desconcertado, se puso a darle vueltas a la cabeza en
busca de la traducción de aquella palabra, pero fue inútil. Aunque le
Culto secreto Algernon Blackwood
hubiera ido la vida en ello no habría podido recordar su significado. Sin
embargo, a pesar de ser incapaz de encontrar su traducción, aquella
palabra le había helado el corazón. Aquello era peor, mucho peor, que
todo lo que había imaginado. Se sentía perdido, desvalido y, a partir
de aquel instante, toda su capacidad de lucha se desvaneció.
—Es magnífico que de forma voluntaria acceda a ser... —añadió
Schliemann, mientras se desplazaba furtivamente hasta su lado, con
un mirada lasciva en su semblante. Había vuelto a utilizar la misma
palabra: Opfer.
¡Dios bendito, qué podía significar todo aquello! ¡Ofrecerse a sí
mismo! ¡Auténtico espíritu de devoción! ¡De forma voluntaria!
¡Generosa! ¡Magnífico! ¡Opfer, Opfer, Opfer! ¿Dios del cielo, qué podía
significar esa extraña y misteriosa palabra que le llenaba de espanto el
corazón?
Hizo un heroico esfuerzo por mantener su presencia de animo y
controlar sus nervios. Se dio la vuelta y vio que el rostro de Kalkmann
tenía una palidez de muerte. ¡Kalkmann! Sabía lo que quería decir
aquel nombre. Kalkmann significaba: hombre de caliza; sí, eso lo
sabía, ¿pero qué significaba Opfer? Ésa era la verdadera clave de la
situación. Un torrente de palabras fluía por su mente desordenada:
palabras poco frecuentes que quizá sólo había oído una vez en la vida,
pero el significado de Opfer, un término de uso común, se le escapaba
totalmente. ¡Qué cruel sarcasmo!
Entonces Kalkmann, pálido como un cadáver, pero con un
semblante duro como el hierro, dijo en voz baja unas palabras que
Harris no consiguió entender, e inmediatamente, los Hermanos que se
encontraban junto a la pared bajaron la luz de las lámparas hasta que
la habitación se quedó casi a oscuras. En aquella penumbra Harris
apenas si alcanzaba a distinguir sus rostros y sus movimientos.
—Ha llegado la hora —oyó, justo detrás de él, la voz grave de
Kalkmann expresándose con tono implacable—. Ya casi es
medianoche. Preparémonos. ¡Ya viene! ¡El hermano Asmodelius viene!
—Su voz parecía entonar un canto.
El sonido de aquel nombre, por alguna razón inexplicable, era
terrible, absolutamente terrible. Harris se puso a temblar de los pies a
la cabeza al oírlo. En el momento de pronunciarlo el aire había
retumbado levemente y se había hecho el silencio en toda la
habitación. Sintió alrededor de él unas fuerzas que transformaban lo
normal en algo espantoso, y un miedo atroz le recorrió todo su ser
llevándole al borde del colapso.
¡Asmodelius! ¡Asmodelius! Aquel nombre le horrorizaba. Ya sabía
a quién hacía referencia y cuál era el significado que se ocultaba tras
el sonido de aquella poderosa palabra. En aquel preciso instante supo
también el significado de la palabra que había sido incapaz de
Culto secreto Algernon Blackwood
recordar. La transcendencia de la palabra Opfer se le reveló a su alma
con un mensaje de muerte.
Pensó hacer un último intento desesperado de alcanzar la puerta,
pero la debilidad de sus rodillas, que no paraban de temblar, y la fila
de figuras negras que se interponían entre él y su objetivo, le
disuadieron de inmediato. Habría gritado pidiendo auxilio, pero al
recordar el inmenso vacío del edificio y la soledad de su
emplazamiento, comprendió que no obtendría ninguna ayuda por esa
vía, de modo que no abrió la boca. Permaneció inmóvil, sin hacer nada
y, sin embargo, sabía muy bien lo que le esperaba.
Dos Hermanos se le acercaron y le cogieron del brazo con mucha
delicadeza.
—El hermano Asmodelius le acepta —le susurraron—. ¿Está listo?
Entonces recuperó el habla y trató de decir algo:
—¿Pero qué tengo que ver yo con ese tal hermano As... Asmo...?
—tartamudeó, mientras un torrente de palabras pugnaban por salir en
vano del cerco de su titubeante lengua.
Sus labios se negaban a pronunciar aquel nombre. No sabía
pronunciarlo como hacían los demás. Le era del todo imposible. La
sensación de hallarse indefenso entró en su fase más aguda; su
incapacidad para decir aquel nombre hizo que su mente volviera a
sumirse en una horrible confusión y entró en un estado de máximo
nerviosismo.
—Vine aquí para hacer una visita amistosa —trató de decir con un
gran esfuerzo, pero oyó con espanto cómo su voz decía algo muy
distinto, utilizando precisamente la misma palabra que los demás
habían usado—. Vine aquí por propia voluntad como Opfer —se oyó
decir— y estoy plenamente dispuesto.
Ya no había salvación posible. No sólo su mente, sino también sus
músculos habían dejado de obedecerle. Tenía la sensación de hallarse
vacilando en los confines de un mundo fantasmal o demoníaco, cuyo
amo y señor respondía al nombre que habían pronunciado y en el cual
aquella palabra constituía la suprema expresión del poder.
Todo lo que vio y oyó a partir de entonces le pareció una
pesadilla.
—En la penumbra que oculta toda verdad, preparémonos para el
culto y la devoción —salmodió Schliemann, que le había precedido
hasta el fondo de la habitación.
—Envueltos en las brumas que protegen nuestros rostros de la
presencia del Negro Trono, preparemos a la víctima voluntaria —
respondió la voz grave de Kalkmann.
Todos alzaron los rostros y permanecieron a la escucha. Entonces
Culto secreto Algernon Blackwood
el aire retumbó con un estruendo similar al de un potente proyectil que
llegara desde una lejanísima distancia; era un sonido impresionante,
prodigioso. Las paredes de la habitación temblaron.
—¡Ya viene! ¡Ya viene! ¡Ya viene! —entonaron todos los Hermanos
a coro.
El estruendo se fue apagando; una atmósfera de quietud y un frío
glacial se extendieron sobre la habitación. Entonces Kalkmann, con
una expresión de extrema severidad, se dio la vuelta en la penumbra y
se puso de cara a los demás.
—Asmodelius, nuestro Gran Hermano, está entre nosotros —gritó
con su voz férrea en la que, sin embargo, se apreciaba un cierto
temblor—. Asmodelius está entre nosotros. Disponedlo todo.
Siguió luego una pausa durante la cual todos permanecieron
inmóviles y sin decir nada.
Un Hermano muy alto se acercó al inglés, pero Kalkmann le
sujetó la mano.
—No le tapéis los ojos —dijo—, en señal de reconocimiento a su
entrega voluntaria. —En aquel momento Harris se dio cuenta, con
horror, de que ya tenía las manos atadas a los costados.
El Hermano se retiró en silencio y, poco después, todas las formas
que le rodeaban se postraron de rodillas y sólo quedó él en pie.
Mientras se arrodillaban, con voces apagadas en las que se mezclaba
la reverencia y el temor, empezaron a entonar suavemente el nombre
odioso y terrible del Ser cuya aparición esperaban de un momento a
otro.
En el otro extremo de la habitación las ventanas parecían haber
desaparecido y en su lugar resplandecían las estrellas. Recortándose
sobre el cielo nocturno surgió a gran altura la silueta majestuosa y
terrible de un hombre. Estaba envuelto en una nube gris de tal manera
que parecía casi una estatua encerrada en una caja de acero. Aún en
su distante esplendor aquella figura resultaba inmensa, imponente,
horrible. Su rostro, aunque rebosaba poderío espiritual, expresaba tal
orgullo y una tristeza tan severa, que Harris, al contemplarlo, sintió
que sus ojos no podrían aguantar su visión y que, en cualquier
momento, su vista le abandonaría y se disolvería en la nada.
Aquella figura que se mantenía suspendida en el aire parecía tan
remota e inaccesible que resultaba imposible determinar su tamaño;
pero, al mismo tiempo, su presencia se sentía tan próxima que,
cuando el resplandor gris de su semblante quebrado, tan poderoso y
tan profundamente triste, se abatió sobre su alma, irradiando como
una negra estrella los poderes de la perversión espiritual, Harris tuvo
la sensación de contemplar un rostro que no se encontraba más lejos
que el de cualquiera de los Hermanos que tenía a su lado.
Culto secreto Algernon Blackwood
Entonces la habitación se llenó de sonidos y comenzó a temblar.
Harris comprendió que se trataba de las voces rotas de todas las
víctimas que le habían precedido a lo largo de los años. Lo primero que
oyó fue un grito breve y agudo, como de un hombre que en su última
agonía tratara desesperadamente de respirar, para acabar
pronunciando, justo antes de expirar, el nombre de su Amo, de aquel
Ser que se regocijaba al oírlo. Luego siguieron los gritos del
estrangulamiento, los jadeos breves y continuos de la asfixia y el
gorgoteo apagado de una garganta oprimida. Los ecos de estos gritos
y de muchos otros resonaban encerrados entre aquellas cuatro
paredes, las mismas en las que Harris, la nueva víctima propiciatoria,
estaba prisionero. Pero más desgarradores aún que los gritos de los
cuerpos destrozados eran los de las almas golpeadas y quebrantadas.
Y mientras los alaridos de aquel espantoso coro subían y bajaban de
intensidad, aparecieron también los rostros de las criaturas
desdichadas y perdidas a las que pertenecían las voces. Contra el telón
de fondo de aquella tenue luz gris, desfilaba en el aire un cortejo de
semblantes pálidos y lastimeros que balbucían palabras dirigidas a él y
parecían hacerle gestos con la mano para que se les uniera como si ya
fuera uno más de ellos.
La gigantesca figura gris, mientras se alzaba el coro de voces y el
pálido cortejo iba pasando de largo, fue descendiendo lentamente del
cielo y se acercó a la habitación donde se encontraban sus fieles y el
prisionero. Harris, en medio de la oscuridad, advirtió junto a él un
movimiento de manos y se dio cuenta de que le estaban poniendo
algo. Sintió el tacto helado de una diadema que le rodeaba la cabeza,
mientras que, en torno a su cintura, por encima de sus manos atadas,
le colocaban una correa muy apretada. Finalmente, sintió alrededor de
su cuello un roce sedoso y suave; no necesitaba una luz más intensa o
un espejo para saber que se trataba de la cuerda del sacrificio... y de
la muerte.
En aquel momento los Hermanos, que seguían postrados en el
suelo, volvieron a entonar aquel canto lastimero a la par que
vehemente y, justo entonces, ocurrió algo extraño. Aunque
aparentemente la enorme figura no se había movido ni había
cambiado de posición, ahora parecía encontrarse dentro de la
habitación, casi a su lado, abarcando todo el espacio que le rodeaba.
Harris había traspasado las fronteras normales del miedo, en su
corazón sólo palpitaba ya el sentimiento de abandono que precede a la
muerte... a la muerte del alma. El pensamiento había dejado de
acuciarle para que intentara escapar. El fin estaba cerca, y lo sabía.
La espantosa salmodia de las voces se alzaba en torno suyo a
oleadas: ¡Adoramos! ¡Veneramos! ¡Ofrecemos! Aquellos sonidos
retumbaban en su oído y rebotaban contra su cerebro sin transmitirle
apenas ningún significado.
Culto secreto Algernon Blackwood
Entonces, aquel majestuoso rostro gris se agachó lentamente
hacia él, y Harris sintió que el alma se le escapaba del cuerpo y se
hundía en el mar de aquellos ojos atormentados. En aquel preciso
momento, una docena de manos le forzaron a ponerse de rodillas. Vio
a Kalkmann alzar el brazo y sintió que la presión en torno a su
garganta se hacía más intensa.
En ese instante terrible, cuando ya había abandonado toda
esperanza y cualquier tipo de ayuda, divina o humana, parecía
descartada, sucedió algo extraordinario. De forma totalmente
inesperada, sin ninguna explicación lógica, ante sus ojos aterrorizados
a punto ya de cerrarse apareció, envuelto en un halo de luz, el rostro
del otro hombre que había compartido mesa con él en la posada de la
estación. La sola imagen mental del rostro sano y enérgico de aquel
inglés le infundió de pronto nuevos bríos.
No había sido más que un destello fugaz que había cruzado su
debilitada visión justo antes de hundirse en una muerte oscura y
terrible y, sin embargo, por alguna razón difícil de explicar, la imagen
de aquel rostro le había llenado de esperanza, haciéndole sentir que su
liberación estaba próxima. Era un rostro que transmitía poder, un
rostro —ahora se daba cuenta— de pura bondad; similar quizá al que
los hombres de la antigüedad vieron en las costas de Galilea: un rostro
capaz de derrotar incluso a los diablos del espacio exterior.
Aunque estaba ya sumido en la desesperación y el abandono, lo
invocó con tono decidido. En aquel momento sobrecogedor recuperó el
habla. Nunca llegó a recordar cuáles fueron las palabras que empleó o
si fueron palabras alemanas o inglesas. No obstante, su efecto fue
instantáneo. Los Hermanos comprendieron y aquella gris Presencia del
mal también comprendió.
Durante un segundo reinó la confusión. Se escuchó un estruendo
ensordecedor. Era como si la tierra entera se hubiera puesto a
temblar. Pero, lo único que Harris recordaría más tarde fue que, en
torno de él, se alzó un clamor de voces presas de una terrible alarma:
—¡Hay un hombre con poder entre nosotros! ¡Un enviado de Dios!
El tremendo ruido que ya oyera antes —aquel tronar de inmensos
proyectiles surcando el espacio— se repitió, y entonces Harris se
desplomó inconsciente sobre el suelo de la sala. Toda la escena se
disipó como el humo que sale de una chimenea al soplar el viento.
A su lado se sentaba la figura menuda y de aspecto nada alemán
del desconocido que viera en la posada, el hombre de los ojos
fascinantes.
Cuando Harris recobró el conocimiento sintió frío. Estaba tumbado
al raso y la fresca brisa que venía de los campos y del bosque le daba
Culto secreto Algernon Blackwood
de cara. Se incorporó un poco y miró a su alrededor. El horror de la
última escena seguía grabado en su mente, pero de todo aquello ya no
quedaba ni rastro. No estaba encerrado entre paredes, no había un
techo sobre él: ya no estaba en una habitación. No había lámparas a
media luz, ni humo de puros, ni las formas oscuras y siniestras de los
adoradores, ni la imponente Figura gris que permanecía suspendida en
el aire más allá de las ventanas.
Se encontraba en un espacio abierto tirado sobre una pila de
ladrillos y argamasa; el rocío empapaba sus ropas y, en lo alto,
brillaban benignas las estrellas. Estaba tumbado, cubierto de
magulladuras, y en un estado de gran agitación, entre los escombros
de un edificio derrumbado.
Se puso en pie y echó una mirada a su alrededor. En la distancia
se extendía el cinturón del bosque, envuelto en sombras y, muy
próximas, se levantaban las siluetas de los edificios del pueblo. Pero, a
sus pies, no había absolutamente nada más que montones de
cascotes; los vestigios de un edificio que hacía mucho que se había
desmoronado. Las piedras estaban ennegrecidas y, sobre los
escombros, se distinguían las líneas que trazaban unas vigas entre
quemadas y podridas. Se encontraba entre las ruinas de un edificio
destruido por el fuego; las ortigas y las malas hierbas que crecían por
todas partes daban testimonio de que se hallaba en ese estado desde
hacía muchos años.
La luna ya se había ocultado tras el bosque circundante, pero la
luz de las estrellas que tachonaban el cielo bastaba para cerciorarse de
la veracidad de lo que contemplaba. Harris, el comerciante en sedas,
rodeado de piedras rotas y quemadas, se puso a temblar.
Súbitamente se percató de una presencia que surgía de entre las
sombras y se ponía a su lado. Forzó la vista y creyó reconocer el rostro
del desconocido de la posada de la estación.
—¿Es usted real? —preguntó con una voz que apenas si le pareció
la suya.
—Soy algo más que real... soy un amigo —replicó el desconocido
—. Le he seguido hasta aquí desde la posada.
Harris se quedó un rato mirándole sin pronunciar palabra. Los
dientes le castañeteaban y el más mínimo ruido le producía un
sobresalto, pero el simple hecho de oír que le hablaban en su propio
idioma y el tono en que había pronunciado aquellas palabras bastaron
para que sintiera un gran alivio.
—Gracias a Dios que también es usted inglés —dijo de forma
incongruente—. Estos demonios de alemanes... —No pudo concluir la
frase y se cubrió los ojos con las manos—. ¿Pero qué ha sido de
ellos... y la habitación y... y. ..? —Se llevó la mano a la garganta y la
Culto secreto Algernon Blackwood
pasó nervioso por el cuello. Lanzó un larguísimo suspiro de alivio—.
¿Todo ha sido un sueño... todo? —dijo con turbación.
Miró ansioso a su alrededor, y el desconocido, dando un paso
adelante, le tomó del brazo.
—Venga —dijo imprimiendo a su voz un tono tranquilizador,
aunque con cierto matiz de orden—, será mejor que nos alejemos de
aquí. La carretera, o incluso el bosque, serán más de su agrado. Ahora
estamos en uno de los lugares más hechizados —más terriblemente
hechizados— de toda la tierra.
Guió el paso titubeante de su compañero por entre aquellos
cascotes en dirección al sendero; las ortigas les pinchaban las manos y
Harris avanzaba a tientas, como un sonámbulo. Cruzaron los
retorcidos barrotes de la verja, y una vez que llegaron al sendero, se
dirigieron hacia la carretera, que brillaba blanca en la noche. Cuando
por fin se hallaron fuera de las ruinas, Harris, ya más sereno, se dio la
vuelta y miró hacia atrás.
—¿Pero, cómo es posible? —exclamó, con voz todavía temblorosa
— ¿Cómo se explica todo esto? Cuando llegué aquí vi el edificio
alumbrado por la luz de la luna. Me abrieron la puerta. Vi aquellas
figuras, oí sus voces y toqué —sí, llegué a tocar— sus mismas manos y
vi sus malditos rostros sombríos, con más claridad aún de como le veo
a usted ahora. —Estaba profundamente aturdido. Seguía dominado
por aquel embrujo hasta el punto de parecerle más real que la vida
normal—. ¿Es que ha sido todo una ilusión?
De repente, las palabras del desconocido, a las que no había
prestado demasiada atención, le vinieron a la mente.
—¿Hechizado? —preguntó, clavando la mirada en el otro—. ¿Ha
dicho usted hechizado? —Se detuvo en medio de la carretera y se
quedó mirando a la oscuridad donde se le había aparecido por primera
vez el edificio de su viejo colegio. Pero el desconocido tiró de él para
que apresurara el paso.
—Será mejor que hablemos de ello cuando estemos más lejos, en
un lugar más seguro —dijo—. Desde que me di cuenta de a dónde se
dirigía abandoné la pensión y comencé a seguirle. Cuando le encontré
eran ya las once de la noche...
—Las once —dijo Harris, agitado por un temblor al recordar lo
ocurrido.
—...le vi caer. Estuve vigilándole hasta que recuperó el sentido
por sí solo y ahora... bien, ahora estoy aquí para llevarle sano y salvo
a la posada. He roto el hechizo, el encantamiento.
—Estoy en deuda con usted, caballero —le interrumpió de nuevo
Harris, que comenzaba a hacerse una idea de por qué aquel hombre se
Culto secreto Algernon Blackwood
mostraba tan amable—, pero no entiendo muy bien lo que ha pasado.
Todavía estoy un tanto aturdido y afectado. —Le castañeteaban los
dientes y sufría violentos espasmos que le recorrían de los pies a la
cabeza. Sin darse cuenta se había aferrado al brazo de su
acompañante. De esta guisa, dejaron atrás los vestigios del pueblo
abandonado y alcanzaron la carretera que, tras cruzar el bosque,
conducía de vuelta a la posada.
—Hace mucho que el edificio del colegio está en ruinas —dijo en
ese momento el hombre que caminaba a su lado—. Los Mayores de la
comunidad ordenaron que lo quemaran hará ya unos diez años. Desde
entonces el pueblo está deshabitado. Sin embargo, continúa
produciéndose un simulacro de los horrendos acontecimientos que
tuvieron lugar bajo ese techo. Las «formas externas» de los
principales protagonistas aún representan allí los terribles hechos que
condujeron a su final destrucción y al abandono de todo el
asentamiento. ¡Eran adoradores del Demonio!
Mientras Harris le escuchaba su frente se iba perlando de gotas de
sudor que no se debían tan sólo a su lento caminar envueltos por el
frescor de la noche. Aunque no había visto a este hombre más que
una vez en su vida, y nunca había intercambiado con él ni una palabra,
su presencia le hacía sentir un grado de confianza y una sutil
sensación de seguridad y bienestar que constituían el mejor efecto
curativo que podía desearse tras la experiencia por la que había
pasado. A pesar de ello, seguía teniendo la sensación de estar
andando en sueños, y aunque no perdía palabra de lo que le decía su
compañero, no fue hasta el día siguiente cuando se dio plena cuenta
de la importancia de lo que le había contado. La presencia sosegada de
aquel desconocido, el hombre de los ojos fascinantes, que ahora más
que verlos los sentía, era como un bálsamo que aliviaba a fondo su
espíritu turbado. El efecto curativo que desprendía la oscura figura que
caminaba a su lado, satisfacía su necesidad más imperiosa, de tal
modo que apenas si se daba cuenta de qué extraño y qué oportuno
había sido que se encontrara en aquel lugar.
El caso es que no se le ocurrió preguntarle su nombre, ni le
sorprendió en exceso que un turista que estaba allí de paso se tomará
tantas molestias por otro turista. Se limitaba a caminar a su lado,
escuchando sus sosegadas palabras y disfrutando, tras la terrible
experiencia que acababa de pasar, de la maravillosa sensación de
sentirse ayudado, fortalecido, reconfortado. Sólo en una ocasión, tras
un comentario más extraordinario de lo habitual, recordó vagamente
algo que había leído hace muchos años y, volviéndose hacia el hombre
que estaba a su lado, le preguntó de forma casi involuntaria:
—Caballero, ¿no será usted por casualidad un Rosacruz?
Pero el desconocido hizo caso omiso de aquellas palabras o, quizá,
Culto secreto Algernon Blackwood
ni tan siquiera las oyó, pues siguió hablando como si tal cosa. En aquel
momento, mientras caminaban uno junto al otro por los tramos más
fríos del bosque, una imagen bastante singular se apoderó de la mente
de Harris; le vino a la imaginación el recuerdo infantil de Jacob
luchando con el ángel... luchando toda la noche contra un ser superior,
cuya fuerza, finalmente, pasaba a ser suya.
—Su áspera conversación con el cura durante la cena me puso
tras la pista de este extraordinario suceso —sentía la voz sosegada de
aquel hombre muy próxima en medio de la oscuridad—, y fue
precisamente aquel cura quien, una vez que usted se hubo marchado,
me contó la historia del culto satánico que se había implantado en
secreto en el mismo seno de esta pequeña comunidad de vida tan
sencilla y devota.
—¡Un culto satánico! ¡Aquí...! —balbució Harris horrorizado.
—Sí... aquí; practicado en secreto durante años por un grupo de
Hermanos hasta que una serie de misteriosas desapariciones en el
vecindario condujeron a su descubrimiento. ¿En qué otro lugar del
mundo que no fuera este recinto protegido por el manto de la beatitud
y la vida santa habrían podido sentirse más seguros para desarrollar
su infame comercio y sus perversos poderes?
—¡Es horrible, horrible! —susurró el comerciante en sedas—.
Cuando le cuente las cosas que me dijeron...
—No hace falta —le respondió con calma el desconocido—. He
visto y escuchado todo lo ocurrido. En un principio mi plan era esperar
hasta el último momento y, entonces, dar los pasos necesarios para
destruirlos, pero por su propia seguridad —hablaba con la máxima
convicción y seriedad—, por la seguridad de su alma, preferí dar a
conocer mi presencia justo cuando lo hice, antes de que hubiera
concluido todo.
—¡Mi seguridad! Entonces el peligro era real. Estaban vivos y... —
No le salían las palabras. Se paró en la carretera y se volvió hacia su
acompañante; apenas si conseguía intuir el brillo de sus ojos en medio
de tanta oscuridad.
—Era una reunión de las formas externas de unos hombres
violentos, dotados de una espiritualidad muy desarrollada, aunque
perversa, que buscaban a través de la muerte —la muerte de los
cuerpos— la prolongación de su existencia vil y antinatural. De haber
conseguido sus objetivos usted mismo, tras la muerte de su cuerpo,
habría caído en su poder y les habría ayudado a acometer sus terribles
propósitos.
Harris no respondió. Trataba con todas sus fuerzas de concentrar
sus pensamientos en las cosas sencillas y agradables de la vida.
Incluso pensó en sedas, en St. Paul's Churchyard y en los rostros de
Culto secreto Algernon Blackwood
sus socios.
—Usted reunía todos los requisitos para que le atraparan —Harris
sentía que aquella voz le llegaba ahora desde muy lejos—. El estado
de ánimo tan introspectivo en que se hallaba ya había reconstruido el
pasado tan vívida e intensamente que, de forma inmediata, entró en
contacto con todas las fuerzas de aquellos tiempos que pudieran
permanecer todavía asociadas al lugar. Se le llevaron por delante sin
que usted ofreciera ninguna resistencia.
Harris, al oír aquello, se agarró con más fuerza al brazo del
desconocido. De momento en su corazón sólo había espacio para una
emoción. No le pareció extraño que aquel hombre tuviera un
conocimiento tan detallado de sus pensamientos más íntimos.
—Es una pena, pero lo cierto es que son sobre todo los
sentimientos malignos los que dejan su impresión fotográfica en
aquellos lugares u objetos asociados a ellos. ¿Cuándo se ha oído
hablar de algún lugar encantado por una acción noble o de un
fantasma bello y encantador que regresara para visitar los escenarios
sublunares? Es una auténtica desgracia, pero sólo las pasiones
perversas de los corazones humanos son lo bastante fuertes para
dejar de sí imágenes que persistan; el bien es siempre demasiado
tibio.
El desconocido exhaló un suspiro mientras hablaba. Sin embargo,
Harris estaba tan agotado y turbado que se limitaba a seguir sus pasos
sin prestar excesiva atención a lo que decía. Aún seguía caminando
como en sueños. Aquel paseo de regreso bajo la luz de las estrellas, a
primeras horas de la madrugada de octubre, le parecía maravilloso.
Les envolvía la paz del bosque, la neblina se alzaba por doquier en los
pequeños claros y el sonido del agua de cientos de regatos invisibles
llenaba las pausas de la conversación. A lo largo de su vida Harris
siempre recordó aquel paseo como algo mágico e increíble, algo que
parecía casi demasiado hermoso —demasiado extraordinario y
hermoso— para haber sido del todo real. Y aunque mientras ocurría
apenas si oyó o comprendió una cuarta parte de lo que aquel
desconocido le contó, más adelante volvería a recordarlo y
permanecería con él hasta el final de sus días, envuelto siempre en
ese halo de encantamiento e irrealidad, como si todo hubiera sido un
maravilloso sueño del que guardara tan sólo un recuerdo impreciso
pero muy intenso de algunas de sus partes.
Finalmente, el horror de su experiencia anterior terminó por
disiparse del todo. Cuando llegaron a la posada de la estación, a eso
de las tres de la madrugada, Harris estrechó cordial y efusivamente la
mano del desconocido y puso todo su corazón en la respuesta que dio
a la mirada de aquellos fascinantes ojos; después subió a su
habitación, recordando vagamente, como en un sueño, las palabras
Culto secreto Algernon Blackwood
con las que el desconocido había dado por finalizada su conversación
al salir del bosque:
«Si los pensamientos y las emociones pueden perdurar mucho
tiempo después de que el cerebro que los originó se haya convertido
en polvo, es de vital importancia que sepamos controlarlos desde el
mismo momento en que brotan de nuestro corazón y los sometamos a
la más estrecha vigilancia».
Harris, el comerciante en sedas, durmió aquella noche mucho
mejor de lo que cabía esperar, y tan profundamente, que no despertó
hasta bien avanzado el día siguiente. Cuando bajó de su habitación y
se enteró de que el desconocido ya había partido, lamentó con
amargura que en ningún momento se le hubiera ocurrido preguntarle
su nombre.
—Sí, ha firmado el libro de registro —le dijo la chica de la
recepción en respuesta a su pregunta.
Fue pasando las páginas hasta llegar a la última entrada donde,
escrito con una caligrafía muy cuidada y singular, podía leerse:
JOHN SILENCE, Londres.

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