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sábado, 30 de agosto de 2008

VAMPIROS -- TRADUCCION INFORMAL DEL "DICTIONAIRE INFERNAL" 1865

VAMPIROS -- TRADUCCION INFORMAL DEL "DICTIONAIRE INFERNAL" 1865
Vampiros
El artículo que a continuación transcribo está tomado del Dictionaire Infernal, editado en París en 1865.
El Dictionaire es un libro hermoso, con muchos grabados y artículos, que hablan de demonios, magia y
otros menesteres sobrenaturales. Me interesó la sección sobre vampiros por tratarse de una recopilación
de creencias anteriores a la masificación y consiguiente homogeneización del mito. Por ser incapaz de
leer francés tuve que esperar pacientemente hasta que alguien de buena voluntad, que resultó ser don
Mayén Gajardo (a quien agradezco sinceramente), se dio el trabajo de hacer una traducción. Ésta se hizo
en tiempo real, leyendo y grabando, así que el resultado es un texto comprensible, pero no muy depurado.
Espero poder presentarlo en poco tiempo en un españl algo mejor. Mientras tanto, pongo el texto aquí a
disposición de los interesados.
Ojo para quienes estudien en la Universidad Austral, en la bella ciudad de Valdivia: el Dictionaire está
disponible en el área de referencia; es uno de los libros de la biblioteca del gran Luis Oyarzún, donada a
la UACH en forma póstuma.
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Lo más notable en las historias de vampiros, es que han compartido con los filósofos -esos otros
demonios- el honor de asombrar y confundir al siglo XVIII; han horrorizado la Lorena, la Prusia, la
Silesia, Polonia, Austria, Rusia, la Bohemia, y todo el norte de Europa. Cada siglo, es cierto, ha tenido sus
modas; cada país, como lo observa el señor Calmet, ha tenido sus prevenciones y sus enfermedades. Pero
los vampiros no han aparecido con todo su esplendor en los siglos bárbaros y en los pueblos salvajes: se
han mostrado en el siglo de Diderot y Voltaire, en la Europa que se decía ya civilizada.
Se ha dado el nombre de upiers oupires, y más generalmente de vampiros en Occidente, de bruculaques
(vroucolacas) en Moreé, y de katahanés en Ceilán, a los hombres muertos y enterrados que después de
muchos años, o al menos después de muchos días, volvían en cuerpo y alma, hablaban, caminaban,
infestaban las aldeas, maltrataban a hombres y a los animales, y sobre todo, chupaban la sangre de sus
prójimos, los agotaban y les producían la muerte {esta es la definición que da el R.P. Calmet}. No era
posible librarse de sus visitas peligrosas y de sus infestaciones mas que cuando se les exhumaba, se les
empalaba, se les cortaba la cabeza, se les arrancaba el corazón o se les quemaba.
Los que morían chupados se transformaban habitualmente en vampiros a su vez. Los diarios públicos de
Francia y de Holanda hablan, en 1693 y 1694, de vampiros que aparecían en Polonia, y sobre todo en
Rusia. Se ve en el Mercure Galant de esos años que era una opinión muy común en los pueblos que los
vampiros aparecían después del mediodía y hasta la medianoche; que chupaban la sangre de los hombres
y de los animales vivos con tanta avidez que a menudo esa sangre les salía por la boca, por las narices, y
por las orejas, y algunas veces, lo que es aún más duro, sus cadáveres nadaban en la sangre en el fondo de
sus ataúdes.
Se decía que estos vampiros, como tenían continuamente gran apetito, comían también la ropa que se
encontraba alrededor de ellos. Se agrega que, saliendo de sus tumbas, se iban en la noche a abrazar
violentamente a sus parientes o a sus amigos, y que chupaban la sangre apretándoles la garganta, para
impedirles que gritaran. Los que eran chupados se debilitaban de tal modo que morían casi de inmediato.
Las persecuciones no se dirigían a una persona solamente: se extendían también de un vampiro hasta el
último de la familia o de la aldea, a menos que se interrumpiera el curso cortando la cabeza o perforando
el corazón de un vampiro, cuando se encontraba el cadáver blando, flexible, pero fresco, aunque muerto
hacía mucho tiempo. Como salía de sus cuerpos una gran cantidad de sangre, algunos la mezclaban con
harina para hacer pan: ellos pretendían que comiendo ese pan se podían proteger de atentados del
vampiro.
He aquí algunas historias de vampiros:
El señor de Vassimont, enviado a Moravia por el duque de Lorraine, Leopoldo I, aseguraba, dice Calmet,
que este tipo de espectro aparecía frecuentemente y por largo tiempo donde los moravos, y que era muy
común en esa zona que hombres muertos se presentasen en las reuniones después de muchas semanas, se
sentasen en la mesa sin decir nada a sus conocidos, e hiciesen un signo con la cabeza a alguno de los
asistentes, el cual moría infaltablemente algunos días después.
Un viejo cura confirma este hecho al señor de Vassimont, y cita incluso muchos ejemplos que habían
pasado, según él decía, delante de sus ojos.
Los obispos y los curas de la zona habían consultado a Roma sobre estas confusas materias, pero la Santa
Sede no dio respuesta, pues consideraba todo esto como visiones. Por de pronto se aconsejaba desenterrar
los cuerpos de los que se transformaban, quemarlos o consumirlos de alguna otra manera, y fue por este
medio que se libraron de estos vampiros, que día a día se hicieron menos frecuentes. De todas maneras
estas apareciones dieron lugar a una pequeña obra compuesta por Ferdinando de Schertz, e impresa en
Olmutz en 1706 bajo el título de Magia Posthuma. El autor cuenta que en cierta aldea una mujer, estando
muerta y con todos los sacramentos, fue enterrada en el cementerio de manera normal. Claramente no se
trataba de una persona excomulgada, pero tal vez sí una sacrílega. Cuatro días más tarde los habitantes de
la aldea oyeron un gran ruido y vieron un espectro que se presentaba bajo la forma de un perro. Después,
bajo la forma de un hombre, no a una persona solamente, sino a muchas. Este espectro apretaba la
garganta de las personas a las cuales se dirigía, les apretaba el estómago hasta sofocarlas, les quebraba
casi todo el cuerpo y los reducía a una debilidad extrema, de modo que se les veía pálidos, flacos y
extenuados. Los animales mismos no estaban tampoco al abrigo de su maldad: amarraba las vacas una a
otra por la cola, cansaba a los caballos y atormentaba de tal manera al rebaño, de cualquier forma, que no
se escuchaban más que mugidos y gritos de dolor. Estas calamidades duraron varios días, y no se
terminaron más que quemando el cuerpo de la mujer vampiro.
El autor de la Magia Posthuma cuenta otra anécdota más singular aún. Un pastor de la aldea de Blow,
cerca del pueblo de Kadam, en Bohemia, apareció poco tiempo después de su muerte con los síntomas
que anuncian el vampirismo. El fantasma llamaba por su nombre a ciertas personas, que morían
infaltablemente dentro de ocho días. Atormentaba a sus antiguos vecinos, y causaba tanto temos, que los
paisanos de Blow desenterraron su cuerpo y lo fijaron en la tierra con una estaca con la cual le
atravesaron el corazón. este espectro, que hablaba aún cuando estaba muerto, y que no debería haberlo
hecho en tal situación, se burlaba sin embargo de los que le hacían sufrir tal tratamiento.
"Ustedes son muy graciosos", les decía, abriendo su gran boca de vampiro, "al darme un bastón para
defenderme contra los perros". No se puso atención a lo que él pudiese decir, y se le dejó. La noche
siguiente quebró la estaca, se levantó, asustó a muchas personas y ahogó a más de los que había ahogado
hasta el momento. Se lo entregaron al verdugo, quien lo puso sobre una carreta para transportarlo fuera de
la aldea y quemarlo. El cadáver movía los pies y las manos, daba vuelta los ojos ardientes, y chillaba
como un furioso. Cuando lo atravesaron de nuevo con una estaca lanzó grandes gritos y expulsó sangre
muy roja; pero cuando estuvo bien quemado, no se mostró más...
También en el siglo XVIII se hablaba contra los resucitados de este tipo; y en muchos lugares, cuando se
les desenterraba, se les encontraba perfectamente frescos y sonrosados, con los miembros flexibles y
manipulables, sin verde y sin pudrición, pero no sin una gran hediondez.
El autor que nosotros hemos citado asegura que en su tiempo se veían a menudo vampiros en las
montañas de Silesia y de Moravia. Aparecían en pleno día, así como en la mitad de la noche, y uno se
daba cuenta de que las cosas que les habían pertenecido se movían y cambiaban de lugar sin que persona
alguna pareciera tocarlas. El único remedio contra estas apariciones era cortar la cabeza y quemar el
cuerpo del vampiro.
Hacia el año 1725 un soldado que estaba de guardia donde un paisano en las fronteras de Hungría vio
entrar, en un momento de la comida, un desconocido que se sentó a la mesa cerca del jefe de la casa. este
se asustó mucho, así como el resto de la concurrencia. El soldado no sabía que pensar, y temía ser
indiscreto haciendo preguntas, pues ignoraba de que se trataba. Pero cuando el dueño de casa murió al día
siguiente, trató de conocer al sujeto que había producido este accidente, y puso a toda la casa en acción.
Se le dijo que el desconocido que él había visto entrar y sentarse a la mesa, para gran temor de la familia,
era el padre del dueño de la casa, que estaba muerto y enterrado desde hacía diez años, y que al venir así,
a sentarse cerca de su hijo, había traído la muerte. El soldado contó estas cosas en su regimiento, y se
encomendó a los oficiales que dieran cuenta al conde de Cabréras, capitán de infantería, para hacer un
informe de este hecho. Cabréras se dirigió al lugar con otros oficiales, un cirujano y un auditor,
escucharon las exposiciones de toda la gente de la casa, quienes atestiguaron que el resucitado no era otro
que el padre del dueño de casa, y que todo lo que el soldado había dicho era exacto, lo que fue
confirmado también por gran parte de los habitantes de la aldea. En consecuencia,se hizo desenterrar el
cuerpo de este espectro. Su sangre era fluída, y su carne tan fresca como la de un hombre que acaba de
morir. Se le cortó la cabeza, después de lo cual se le volvió a su tumba. Luego de otras informaciones, se
exhumó a un hombre que había muerto hacía treinta años, y que había regresado tres veces a su casa, a la
hora de la comida, y que había chupado del cuello, la primera vez, a su propio hermano, la segunda, a uno
de sus hijos, y la tercera, a un valet de la casa. Los tres habían muerto casi en el lugar. Cuando este viejo
vampiro fue desenterrado se le encontró, como al primero, con la sangre fluída y el cuerpo fresco. Se le
colocó un gran clavo en la cabeza, y en seguida se le volvió a su tumba. El conde de Cabréras hizo
quemar a un tercer vampiro que estaba enterrado hacía dieciseis años, y que había chupado la sangre y
causado la muerte a dos de sus hijos. Después de todo esto, la región se tranquilizó.
Se ha visto, de todo lo anterior, que generalmente, cuando se exhuma a los vampiros, sus cuerpos parecen
rosados, flexibles, bien conservados. Sin embargo, a pesar de todos estos indicios de vampirismo, no se
actuaba contra ellos sin informes judiciales. Se citaba y se escuchaba a los testigos, se examinaban las
razones de los demandantes, se consideraban con atención los cadáveres, y si todo anunciaba a un
vampiro, se les entregaba al verdugo, quien los quemaba. A veces acontecía que estos espectros aparecían
hasta tres y cuatro días después de su ejecución, aún cuando sus cuerpos habían sido reducidos a cenizas.
A menudo se difería el entierro por seis o siete semanas a ciertas personas sospechosas. Cuando ellos no
se podrían, y sus miembros se mantenían flexibles y su sangre fluía, entonces se les quemaba. Se
aseguraba que los trajes de estos difuntos se movían y cambiaban de lugar sin que ninguna persona los
tocara. El autor de la Magia Posthuma cuenta que se veía en Olmutz, a fines del siglo XVII, a uno de
estos vampiros, que, no habiendo sido enterrado, lanzaba piedras a los vecinos y molestaba terriblemente
a los habitantes.
Calmet informa, como una circunstancia particular, que en las aldeas que están infestadas de vampirismo,
si uno va al cementerio o visita las fosas, se encuentra que tienen dos o tres o muchos hoyos del grosor
del dedo. Si uno escarba entonces en estas fosas, siempre encuentra un cuerpo flexible y rosado. Si se
corta la cabeza de este cadáver, sale sangre fluída de sus venas y de sus arterias, fresca y abundante. Los
sabios benedictinos se preguntan enseguida acaso estos hoyos que aparecen en la tierra que cubre los
vampiros pueden constribuir a conservar una especie de vía de respiración, de vegetación, que hace más
creíble su retorno entre los vivos; ellos piensan con razón que esta idea, fundada por lo demás en los
hechos, no es ni probable ni digna de atención.
El mismo escritor cita, además, sobre los vampiros de Hungría, una carta de M. de l'Isle de Saint-Michel,
quien vivió mucho tiempo en los países infestados, y que debían saber algo. He aquí cómo M. de l'Isle se
explica a propósito de esto:
"Si una persona que se encuentra atacada de languidez, pierde el apetito, enflaquece a ojos vista, y al cabo
de ocho o diez días, algunas veces una quincena, muere sin fiebre y sin nungún otro síntoma de
enfermedad, más que su enflaquecimiento y su sequedad, se dice en Hungría que es un vampiro lo que se
ha adherido a esta persona, y le chupa la sangre. Aquellos que son atacados por esta melancolía negra, la
mayoría de las veces, teniendo el espíritu confundido, creen ver un espectro blanco que les sigue por
todas partes, como la sombra lo hace con el cuerpo.
"Cuando nosotros estábamos en invierno donde los Valaques, dos caballeros de la compañía de la cual yo
era corneta murieron de esta enfermedad, y muchos otros, que habían sido atacados, habrían
probablemente muerto de lo mismo si un caporal de nuestra compañía no hubiese curado sus
imaginaciones al ejecutar el remedio que la gente de la región empleaba para esto: aunque muy singular,
yo no lo he leído nunca. He aquí:
"Se escoge un joven, se le hace montar en pelo sobre un potro, absolutamente negro; se lleva al joven y al
caballo al cementerio; ellos se pasean sobre todas las fosas. Aquella sobre la cual el animal rehusa pasar,
a pesar de los golpes de espuela que se le dan, se considera que está encerrando a un vampiro. Se abre
esta fosa, y se encuentra un cadáver tan bello y tan fresco como si fuera un hombre tranquilamente
dormido. Se corta, de un golpe de hacha, el cuello de este cadáver; sale sangre abundantemente, de la más
bella y de la más roja, o al menos se cree verla así. Una vez hecho esto, se vuelve a colocar el vampiro en
su fosa, se la llena, y se puede asegurar que desde ese momento la enfermedad cesa, y todos aquellos que
habían sido atacados recobran sus fuerzas, poco a poco, como la gente que escapa de una larga
enfermedad agotadora..."
Los griegos llaman a sus vampiros brucolaques; ellos están convencidos de que la mayor parte de los
espectros de excomunión son vampiros, que no se pueden podrir en sus tumbas, que ellos aparecen tanto
de día como de noche, y que es muy peligroso encontrarse con ellos.
León Allatius, que escribía en el siglo XVII, entra en este tema con grandes detalles. Él asegura que en la
isla de Chio los habitantes no contestan más que cuando se les llama dos veces, porque están convencidos
de que los brucolaques no los pueden llamar más que una sola vez; aún más, ellos creen que cuando un
brucolaque llama a una persona viva, si esta persona responde, el espectro desaparece, pero el que ha
respondido muere al cabo de algunos días. Se cuenta lo mismo sobre los vampiros de Bohemia y
Moravia.
Para prevenir la fuensta influencia de los brucolaques, los griegos desentierran el cuerpo del espectro y lo
queman, después de haber recitado oraciones. entonces el cuerpo, reducido a cenizas, no aparece más.
Ricaut, que viaja por el Levante en el siglo XVII, agrega que el temos a los brucolaques es general entre
los turcos, así como entre los griegos. Él cuenta un hecho, recibido de un caloyer, el que asegura que la
cosa es cierta bajo juramento.
Un hombre, habiendo muerto excomulgado, por una falta que había cometido en la Moreé, fue enterrado
sin ceremonia en un lugar apartado, y no en tierra santa. Los habitantes fueron bien pronto asustados por
apariciones horribles que atribuyeron a este desgraciado. Se abrió su tumba, al cabo de algunos años, y se
encontró su cuerpo inflado, pero sano y bien dispuesto. Sus venas estaban repletas de sangre que él había
chupado. Se reconoció en él a un brucolaque. Después de que se discutió qué es lo que se podía hacer, los
caloyeres propusieron desmembrar el cuerpo, reducirlo a pedazos, y hacerlo hervir en vino, ya que esa es
la costumbre que ellos tienen desde tiempos muy antiguos respecto de los brucolaques. Sin embargo, los
parientes lograron, a fuerza de ruegos, que se diferiera la ejecución; el cuerpo fue puesto en la iglesia,
donde se le dedicaban todos los días oraciones por su descanso. Una mañana que el caloyer hacía el
servicio divino, se escuchó de golpe una especie de detonación en el ataud. Lo abrieron, y se encontró el
cuerpo disuelto, como debe ser aquel de un muerto enterrado desde hace diez años. Se tomó nota del
momento en que se produjo el ruido, y era precisamente la hora en que la absolución acordada por el
patriarca había sido firmada...
Los griegos y los turcos imaginan que los cadáveres de los brucolaques comen durante la noche, se
pasean, hacen la digestión de lo que han comido, y se alimentan realmente. Ellos cuentan que al
desenterrar estos vampiros los encuentran de color rosado, y que las venas están hinchadas por la cantidad
de sangre que ellos han chupado; que cuando se abre su cuerpo, salen chorros de sangre tan fresca como
la de un hombre con temperamento sanguíneo. Esta opinión popular se ha extendido en forma tan general,
que todo el mundo cuenta historias relacionadas.
La costumbre de quemar los cuerpos de los vampiros es muy antigua en gran parte de otros países.
Guillermo de Neubrige, que vivío en el siglo XII, cuenta {vease Guillermo Neubrig, Rerum anglicarum,
libro V, cap. XXII} que en su época se vio en Inglaterra, en el territorio de Buckingham, un espectro que
aparecía en cuerpo y alma, y que asustaba a su mujer y a sus parientes. Uno no podía defenderse de su
amenaza mas que haciendo gran ruido cuando se acercaba. Él se mostraba incluso en pleno día, a ciertas
personas. El cura de Lincoln pidió al respecto su consejo, y él le dijo que situaciones similares se habían
producido en Inglaterra, y que el único remedio que él conocía para este mal era quemar el cuerpo del
espectro. Al cura no le pareció bueno este consejo, por ser muy cruel. Él escribió una cédula de
absolución, la que fue puesta sobre el cuerpo del difunto, el que se encontraba tan fresco como el día de
su enterramiento, y desde entonces el fantasma no se mostró más. El mismo autor agrega que las
apariciones de este tipo eran muy frecuentes en Inglaterra.
En cuanto a la opinión extendida en el Levante respecto a que los espectros se alimentan, está muy
difundida durante siglos en otras regiones. Hace mucho tiempo que los alemanes están persuadidos que
los muertos mastican como los chanchos en sus tumbas, y que es fácil escucharlos gruñir al masticar lo
que ellos devoran. Phillipe Rherius, en el siglo XVII, y Michel Raufft, a principios del siglo XVIII, han
publicado tratados sobre los muertos que comen en sus sepulcros {De masticatione mortuorum in
tumulis}.
Después de haber hablado del convencimiento que tienen los alemanes, en el sentido de que hay muertos
que se comen su ropa, y todo lo que está a su alcance, incluso su propia carne, estos escritores hacen notar
que en algunas partes de Alemania, para impedir que los muertos mastiquen, se les pone en su ataud un
terrón bajo el mentón, que además se les llena la boca con un pedazo de plata, y que otros les aprietan
fuertemente la garganta con un pañuelo. Ellos citan a muertos que se han devorado a sí mismos en sus
sepulcros.
Es de asombrarse de ver sabios encontrar algo prodigioso en estos hechos tan naturales. Durante la noche
que siguió a los funerales del conde Henri de Salm, se escuchó en la iglesia de la abadía de Haute-Seille,
donde él había sido enterrado, gritos sordos, que los alemanes habrían sin duda tomado por el gruñido de
una persona que mastica, y al día siguiente, al abrir la tumba del conde, se le encontró muerto pero dado
vuelta, con la cara hacia abajo, siendo que él había sido inhumado de espaldas: se le había enterrado vivo.
Se debe atribuir a una causa similar la historia contaba por Raufft de una mujer de Bohemia, que en 1345
comió en su fosa la mitad de su mortaja sepulcral.
En el último siglo, un pobre hombre que había sido inhumado precipitadamente en el cementerio, se
escuchó durante la noche ruido en su tumba. Fue abierta al día siguiente, y se encontró que se había
comido la carne de sus brazos. Este hombre, que había bebido aguardiente con exceso, había sido
enterrado vivo.
Una señorita de de Ausburgo cayó en tal letargo que se la creyó muerta. Su cuerpo fue puesto en una fosa
profunda, sin cubrirla de tierra. Pronto se escuchó un ruido en la tumba, pero no se le prestó atención. Dos
o tres años después, alguien de la misma familia murió, se abrió la tumba y se encontró el cuerpo de la
señorita cerca de la piedra que cerraba la entrada: ella había en vano tratado de mover esa piedra, y no
tenía dedos en la mano derecha, pues los había devorado de desesperación.
Tournefort cuenta, en el tomo I de su Viaje al Levante, la forma en que el vio exhumar a un brucolaque de
la isla de Mycone, en la cual él se encontraba en 1701.
"Era un campesino de naturaleza triste y peleador, circunstancia que hay que hacer notar en sujetos
similares. Fue muerto en el campo, no se sabe por quien ni como. Dos días después de haber sido
inhumado en una capilla de la villa, corrió la noticia de que se le veía en la noche pasearse a grandes
pasos, y que iba a las casas a dar vuelta los muebles, apagar las lámparas, abrazar a la gente por detrás y
hacer mil travesuras. Al principio se reían, pero el asunto se tornó serio cuando la gente más honesta
comenzó a quejarse. Los papas griegos estaban de acuerdo con este hecho y sin duda que ellos tendrían
algunas razones para ello. Sin embargo, el espectro continuaba la misma vida. Se decidió al fin, en una
asamblea de príncipes de la villa, curas y religiosos, que se esperaría, según no sé qué ceremonial antiguo,
los nueve días posteriores al enterramiento. Al día décimo se dio la misa en la capilla en donde estaba el
cuerpo, a fin de expulsar al demonio que se creía que estaba allí. Una vez que se dio la misa, se desenterró
el cuerpo y se consideró necesario quitarle el corazón, lo que sacó aplausos a toda la asamblea. El cuerpo
olía tan mal que se vieron obligados a quemar incienso; pero este, confundido con el mal olor, no hizo
más que aumentarlo y comenzó a recalentar el cerebro de esa pobre gente. Su imaginación se llenó de
visiones. Dicen que salía un espeso humo de este cuerpo; nosotros nos atreveríamos a asegurar, dice
Tournefort, que era el del incienso. No se escuchaban gritos más que Vroucolacas en la capilla y en la
plaza. El ruido se expandió en las calles como por por mugidos, y ese nombre parecía hecho para
aterrorizar a todos. Muchos asistentes aseguraban que la sangre estaba aún roja; otros juraban que él
estaba aún vivo; se concluía por lo tanto que el muerto cometía la equivocación de no estar muerto, o,
para decirlo mejor, de de haber sido reanimado por el diablo. Esta es precisamente la idea que se tiene de
un brucolaque o vroucolaque. Las personas que lo habían enterrado expresaron que ellos se habían dado
cuenta de que no estaba rígido, cuando se le transportaba del campo a la iglesia para enterrarlo, y que en
consecuencia era un verdadero brucolaque. Ese es el refrán. En fin, todos estuvieron de acuerdo en
quemar el corazón del muerto, el que después de esta ejecución no fue mas dócil que antes. Aún se le
acusaba de golpear a la gente en la noche, y de vaciar las pipas y las botellas. Era un muerto muy
alterado. Yo creo, agrega Tournefort, que él no respetó más que la casa del cónsul en la cual nosotros nos
alejábamos. Pero todo el mundo tenía la imaginación desbocada, era una verdadera enfermedad del
cerebro, tan peligrosa como la manía y la rabia. Se veía a familias enteras abandonar sus casas, llevando
sus colchonetas a la plaza para dormir allí. Los más juiciosos se retiraron al campo. Los ciudadanos un
poco celosos por el bien público aseguraron que había faltado lo más esencial de la ceremonia: era
necesario, decían ellos, celebrar una misa después de haber quitado el corazón del difunto. Ellos
pretendían que con esta pretensión se sorprendería al diablo, y sin duda no tendría la audacia de volver.
Al haber comenzado con la misa él había tenido tiempo de entrar después de haberse escapado. Sin
embargo, se hicieron procesiones en toda la aldea durante tres días y tres noches. Se le pidió a los papas
que ayunaran, se determinó hacer guardia durante la noche, y se detuvo a algunos vagabundos que sin
duda tenían parte en todo este desorden. Pero se les dejó libres muy temprano, y dos días después, para
reponerse del ayuno que habían hecho en prisión ellos recomenzaron a vaciar las pipas de vino de
aquellos que habían abandonado su casa durante la noche. Por lo tanto fue necesario volver a las
plegarias.
"Una mañana en que se recitaban estas oraciones, después de haber puesto cantidades de espadas
desnudas sobre la fosa del cadáver, al cual se le desenterraba tres o cuatro veces por día, siguiendo el
capricho del primero que llegaba, un albano que se encontraba en Mycone dijo en tono doctoral que era
ridículo utilizar en casos similares las espadas de los cristianos. ">No ven ustedes, pobre gente, que la
guarnición de las espadas, al formar una cruz con las empuñaduras, impide al diablo salir de este cuerpo?
>Por qué no se sirven ustedes mejor de los sables de los turcos?" El consejo no sirvió de nada: el
brucolaque era intratable, y no se sabía a qué santo encomendarse, hasta que se resolvió, de una voz
unánime, quemar el cuerpo entero. Después de esto ellos desafiaban al diablo a alojarse allí. Se preparó
por lo tanto una pira al extremo de la isla de Saint-Georges, y los restos del cuerpo fueron consumidos el
1. de enero de 1701. A partir de entonces no se escuchó más hablar del brucolaque: se contentaron con
decir que el diablo había sido atrapado esta vez, y se hicieron cantos para ponerlo en ridículo.
"En todo el archipiélago, dijo Tournefort, estamos bien persuadidos que no es más que de los griegos del
rito griego de los cuales el diablo reanima los cadáveres. Los habitantes de la isla de Santonine conocen
muy bien este tipo de espectros. Los de Mycone, después de que sus visiones fueron desvanecidas, temían
igualmente las persecuciones de los turcos, y aquellas del cura de Tine. Ningún cura quería quedarse en
Saint-Georges cuando se quemó el cuerpo, por temor a que el obispo exigiera una suma de dinero por
haber hecho desenterrar y quemar un muerto sin su permiso. Para los turcos es seguro que en la primera
visita ellos lograron hacer pagar a la comunidad de Mycone la sangre de este pobre vuelto a la vida que
fue la abominación y el horror de su región."
Se publicó, en 1773, una pequeña obra titulada Pensamiento filosófico y cristiano sobre los vampiros, por
Juan Cristóbal Herenberg. El autor habla, a la pasada, de un espectro que se le apareció a él mismo en
pleno mediodía: él afirma que los vampiros no hacen morir a los vivos y que todo lo que se dice no debe
ser atribuído más que a la confusión de la imaginación de los enfermos. Él prueba, por diversas
experiencias, que la imaginación es capaz de causar grandes desórdenes en el cuerpo y en el estado de
ánimo. Hace notar que en Eslavonia se empala a los asesinos, y que se perfora el corazón de los culpables
con una estaca que se les entierra en el pecho. Si se ha empleado el mismo castigo contra los vampiros, es
porque se les supone autores de las muertes de aquellos a los que se dice que les chupan la sangre.
Cristóbal Herenberg da algunos ejemplos de este suplicio ejercido contra los vampiros, algunos desde el
año 1337, otros en el año 1347, etc.; habla de la opinión de aquellos que creen que los muertos mascan en
sus tumbas, opinión que el trata de probar por la antig"uedad de las citas de Tertullien, al comienzo de su
libro de la Resurrección, y de San Agustín en el libro VIII de la Ciudad de Dios.
En cuanto a esos cadáveres que se han encontrado, él dice, llenos de una sangre fluída, y en los cuales la
barba, los cabellos y las uñas se han renovado, con un poco de preocupación se pueden rebatir los tres
cuartos de estos prodigios; y aún hay que ser muy benevolente para admitir una parte. Todos aquellos que
razonan conocen bien cómo el vulgo es crédulo, y aún como ciertas historias hacen crecer las cosas, que
parecen extraordinarias. Sin embargo, no es imposible explicar físicamente la causa. Se sabe que hay
ciertos terrenos que son adecuados para conservar los cuerpos en todo su frescor: las razones han sido tan
explicadas que no es necesario detenerse en ello.
Se muestra aún en Toulouse, en una iglesia, una bodega donde los cuerpos permanecen tan perfectamente
enteros, que se han encontrado en 1789 que habían algunos de cerca de dos siglos, y que parecían vivos.
Los habían ordenado de pie contra las murallas, y llevaban aún los vestidos con los cuales se les había
enterrado.
Lo que hay de más singular es que los cuerpos que se ponen del otro lado de esta misma bodega se
transforman dos o tres días después en la comida de los gusanos. En cuanto al crecimiento de las uñas, de
los cabellos y de la barba, eso se nota muy a menudo en muchos cadáveres. Mientras queda humedad en
los cuerpos no es sorprendente que durante cierto tiempo se vea algún aumento en partes que no exigen la
afluencia de jugos vitales. En cuanto al grito que los vampiros hacen escuchar cuando se les entierra la
estaca en el corazón, nada es más natural. El aire que se encuentra encerrado en el cadáver, y que se hace
salir con violencia, produce necesariamente este ruido al pasar por la garganta: a menudo aún los cuerpos
muertos producen estos sonidos sin que se les toque.
He aquí una anécdota que puede explicar algunas de las características del vampirismo, que no
pretendemos negar o explicar. El lector sacará las consecuencias que de ello deriven naturalmente. Esta
anécdota ha sido informada en muchos diarios ingleses, y particularmente en el Sun del 22 de mayo de
1802.
A comienzos de abril del mismo año, el llamado Alexander Anderson se dirigía de Elgin a Glasgow,
sufrió una cierta enfermedad, y entró en una hacienda que se encontraba en la ruta, para descansar un
poco. Ya sea por haber estado ebrio, sea por no querer ser inoportuno, se fue a acostar en una casucha
donde se cubrió de paja, de manera de pasar inadvertido. Desgraciadamente, después de que él se hubo
dormido, la gente de la hacienda tuvo ocasión de agregar una gran cantidad de paja a aquella de la cual el
hombre se había servido, y no fue más que tras cinco semanas que se le descubrió en esta singular
situación. Su cuerpo no era más que un esqueleto horrible y descarnado. Su espíritu estaba tan confundido
y enajenado que no daba ningún signo de comprensión: ya no podía hacer uso de sus pies. La paja que
había rodeado su cuerpo estaba reducida a polvo, y aquella que estaba cerca de su cabeza parecía haber
sido masticada. Cuando se le retiró de esta especie de tumba, tenía las mejillas prácticamente apagadas,
aún cuando sus latidos eran muy rápidos, la piel estaba húmeda y fría, los ojos inmóviles y muy abiertos,
y la mirada asombrada. Después de que se le hizo tragar un poco de vino recobró suficientemente el uso
de sus facultades físicas e intelectuales para decirle a una de las personas que le interrogaban que la
última circunstancia que recordaba era aquella en la cual había sentido que se le lanzaba paja sobre el
cuerpo, pero parecía que después de aquello no tuvo más conocimiento de su situación. Se supuso que él
había permanecido permanentemente en un estado de delirio, ocasionado por la escasez de aire y por el
olor de la paja, durante las cinco semanas que él había pasado así, si no sin respirar, al menos respirando
difícilmente y sin tomar más alimento que el poco de sustancia que pudo extraer de la paja que le rodeaba
y que él tuvo el instinto de masticar.
"Este hombre tal vez viva aún. Si su resurrección hubiera tenido lugar en poblaciones infectadas por la
idea del vampirismo, tomando en cuenta sus grandes ojos, su aire despistado, y todas las circunstancias de
su situación, lo habrían quemado antes de darle tiempo de volver en sí; y sería un vampiro más."

FREDRIC BROWN -- UN POCO DE LEJÍA EN POLVO

UN POCO DE LEJÍA EN POLVO
Fredric Brown




Dirk acababa de llegar a la habitación del hotel con la excitación grabada en sus ojos. Abrazó con fuerzas a Ginny y la besó.
Al acabar el beso, ella se inclinó un poco hacia atrás para poder mirarlo.
- Dirk, ¿has...?
- Sí, amor mío. He encontrado exactamente lo que habíamos soñado. Incluso mejor de lo que deseábamos. La casa tira a pequeña, pero sin serlo. Cinco habitaciones. Sin embargo, tiene un jardín grande y carece de vecindario; posee toda la quietud y reserva que siempre habíamos deseado. Está situada en un extremo de la ciudad, casi pudiera decirse que en pleno campo.
- Parece maravilloso, pero... ¿podremos pagar todo eso, Dirk? ¿Cuánto piden?
- Tanto si quieres creerlo como si no, sólo piden siete mil. Y mil por adelantado. Ven a dar el visto bueno, para que podamos ocuparla antes de que el agente de fincas se dé cuenta de que le han estafado.
A Ginny le pareció por unos momentos como si ya todas sus preocupaciones no existiesen con sólo que ella aprobase la casa.
El coche de Dirk estaba siendo reparado en el garaje, por lo que tomaron el autobús. El agente de fincas, le explicó Dirk, tenía que reunirse allí con ellos.
Ginny permaneció durante todo el camino con los pulgares en alto en la esperanza de que con ello facilitaría que la casita fuera de su agrado. Un hotel, pensaba ella, es fantástico durante la luna de miel, pero resulta horroroso una vez acabada ésta y cuando uno tiene ya ganas de establecerse en un sitio fijo. Hacía ya una semana que habían llegado de su corto pero delicioso viaje. Corto, pues Dirk quería ahorrar el dinero suficiente para pagar el mes adelantado que les pedirían por comprar una casa propia. El viaje de novios había sido tan corto y maravilloso como el noviazgo que le había precedido. Parecía casi imposible que sólo hubiera pasado un mes desde que se habían conocido, y que hubieran ocurrido tantas cosas en tan sólo cuatro semanas.
Cuando se apearon del autobús tuvieron que caminar aún a lo largo de unas pocas manzanas, hasta que Dirk exclamó:
- ¡Ésa es, querida!
Era realmente una casa bonita, o por lo menos, así lo parecía desde el exterior. Un poco apartada de la vivienda más cercana y con la vista impedida por unos árboles. Pero eso no tenía demasiada importancia.
Alrededor del jardín se levantaba una valla con púas, y el césped se encontraba en perfecto estado. La casa tenía postigos verdes y muchas ventanas.
Un simpático agente de fincas les esperaba ya en el porche y los acompañó por todas las dependencias. Los ojos de Ginny brillaban mientras imaginaba los muebles precisos que colocarían en cada habitación.
El agente parecía ignorar a Dirk; concentraba todos sus esfuerzos sobre Ginny, como si ya tuviera a Dirk en el saco, y efectivamente su labor de vendedor resultaba perspicaz. Al fin llegaron a la cocina. Ésta era la baza escondida del agente, su triunfo.
Sobre las amplias ventanas aún había otras, de las que pivotan por su extremo más bajo. Tenía su rincón preparado para recibir el frigorífico, y armarios. Tantos armarios como pudieran desearse.
Ginny volvió a echar una mirada a su alrededor y suspiró profundamente. Parecía del todo punto imposible que un lugar como aquél se vendiera a un precio tan reducido.
Miró temerosa al agente, preguntándose si Dirk no habría oído mal.
- Y... ¿cuánto? - se decidió a preguntar al fin.
- Siete mil, señora. Y en condiciones excelentes, desde luego...
Hablan visitado otros lugares de diez mil; incluso de doce, y eran mucho peores.
Pero ahora el agente de fincas parecía molesto por alguna razón.
- Temo tener que decirles que... bueno... ya recordarán que sobre este lugar pesa una historia desgraciada. Éste es el motivo por el que la casa se vende a un precio tan razonable. El anterior dueño la alquilaba y... Es seguro que ya habrán oído hablar de ello - dijo al fin.
Ginny no parecía tener nada que preguntar por el momento, por lo que Dirk se decidió a decir:
- Me parece que no le hemos comprendido. ¿Qué es lo que ocurrió aquí?
- Los... Bueno, los diarios lo llamaron el «Crimen del Nidito de Amor», mister Rogers. Sin lugar a dudas tienen ustedes que haber leído sobre ello hace sólo unos pocos meses.
- Creo recordar los titulares - contestó Dirk -. No acostumbro a leer esta clase de noticias a no ser que... ¿Y dice usted que ocurrió precisamente aquí?
El agente asintió, reflejando la preocupación en su mirada.
- Nunca he logrado ver a mister Cartwright, al... asesino - dijo -, porque entonces yo trabajaba para otra agencia. Pero leí sobre ello. Y puedo asegurarle que la bañera que usted ve es otra completamente nueva.
- ¿La bañera? - repitió como un eco una Ginny algo asustada. Y de pronto añadió -: Ahora recuerdo haber leído algo. Después de estrangularla intentó meterla en la bañera, llenándola luego con lejía...
Dirk sintió un escalofrío.
- El Crimen del Nidito de Amor. Suena muy mal - dijo.
Se podía leer la obstinación en la mirada de Ginny.
- Dirk, ¡quedémonos con ella! - dijo.
Su esposo torció la boca en un gesto extraño y volvió a repetir:
- ¡El Crimen del Nidito de Amor! Querida, desearía que lo hubieran llamado de cualquier otra forma que no fuese ésta. Temo que no podamos olvidarlo nunca. Pero, si tú quieres, nos quedaremos con ella.
Y así lo hicieron. Se mudaron al cabo de cinco días y, en el caos subsiguiente de la compra de muebles - tantos como les fue posible - casi consiguieron olvidarse de aquello.
Pero, a pesar de que estaban a un bloque de distancia, existían vecinos. Y se trataba de verdaderos vecinos, por lo que Ginny tropezó con ellos.
- La señora Platt, la que vive en la casa de al lado, y que por cierto es viuda, me ha estado contando todo lo referente a esta casa - le explicó una noche a Dirk mientras cenaban.
Dirk se limitó a gruñir, y Ginny le miró con sospecha.
- ¿No te interesa?
Afirmó con un movimiento de cabeza.
- Mira - dijo -, vivimos en esta casa, pero cuanto menos pensemos en lo que en ella ocurrió, fuera lo que fuese...
- Bueno... - interrumpió Ginny. Y su rostro se volvió serio -. Creo que estás equivocado queriendo..., ignorarlo. Pensando en lo que ocurrió, «fuera lo que fuese», en vez de enfrentarte con ello y querer conocer todo el asunto. Es lo desconocido lo que vuelve loca a la gente. El querer pensar en todo ello como en el Crimen del Nidito de Amor en vez de...
- No uses más esa terrible frase - dijo Dirk soltando el tenedor y el cuchillo -. De acuerdo, continúa y cuéntamelo todo para ver si de esta forma consigues sacártelo de la cabeza.
- Pues bien - empezó Ginny -, aquella mujer poseía algún dinero. Por lo menos, eso es lo que todo el mundo creía. Acomodada, pero también algo excéntrica pues no creía en los bancos y todos dicen que escondía su dinero. Tenía treinta y seis años.
Dirk echó una especie de gruñido.
- ¿Y tú crees que los vecinos saben todo eso?
- ¿Y por qué no podían saberlo? Para solicitar una licencia de matrimonio es necesario que los diarios publiquen una serie de datos, entre otros la edad, ¿no es cierto? Pues ese Cartwright era joven y, a su manera, también guapo y...
- Y se casó con ella por el dinero - añadió Dirk, aburrido.
Ginny asintió.
- Y cuando se cansó de ella, o quizás porque no podía sacarle el dinero, la estranguló en...
- Ya conozco esta parte - dijo Dirk con rapidez.
- Pero sus huesos no se disolvieron - continuó Ginny -. Y ya casi habían terminado de desprenderse del... bueno, del resto de ella, cuando alguno de sus amigos sospechó algo y avisó a la policía.
- ¿Qué le hizo sospechar?
- No lo sé con exactitud - contestó Ginny -. Pero la cuestión es que él se asustó, escapándose a tiempo. Cuando llegó la policía encontraron... todo aquel revoltijo en el interior de la bañera.
- Muy bien - dijo Dirk -. Ahora ya lo sé. Por lo tanto, no quiero que se vuelva a hablar nunca más sobre ese asunto.
Recogió el cuchillo y el tenedor, pero volvió a dejarlos caer de nuevo.
- Ese Cartwright - dijo Ginny con voz misteriosa -, ¿aún no ha sido cogido por la policía?
- Lo cogerán - aseguró Dirk. Miró preocupado a Ginny -. ¿Te sientes realmente mejor, después de comentar todos estos detalles desagradables?
El labio inferior de Ginny temblaba ligeramente.
- Pensé que quizá me sentirla mejor; que si lo decía en voz alta conseguiría olvidarlo.
De pronto, sus ojos se humedecieron.
Él se levantó silenciosamente y rodeando la mesa se situó al lado de ella. Cariñosamente, levantó su barbilla y la besó.
- Y ahora deja de pensar en todo eso - dijo -. Tanto si es una ganga como si no, ahora mismo nos mudamos de aquí.
Ginny enjugó sus ojos con un diminuto y absurdo pañuelo.
- De acuerdo, Dirk - dijo -. Pero, con sinceridad, no me arrepiento de haber comprado esta casa. Sin embargo... me sentiré mejor cuando hayan atrapado a ese hombre, de una vez.
- Y no dejes que mistress Pratt te hable más de todo este asunto. Si alguien lo intenta le dices que tú no deseas oír hablar de ello.
Ginny asintió dócilmente. Naturalmente, Dirk tenía razón. Había tenido la razón todo el rato y ella había sido una tonta y una estúpida creyendo que el hablar de ello en voz alta la ayudaría a olvidarlo. Se sentía tan poca cosa que ni siquiera tuvo ánimos para corregirle cuando se equivocó al pronunciar el nombre de mistress Platt. Y eso ya era mucho para Ginny, pues era de la clase de personas a quienes les gusta corregir a los que se equivocan.
Eso ocurría el martes, durante la cena, y por culpa de ello se había estropeado aquella velada.
Por la noche volvió a ocurrir algo desagradable, sobre las doce. Ginny, que solía dormir profundamente, se despertó por casualidad. Se dio la vuelta, comprobando que estaba sola en la cama. Dirk se habla ido.
Por un instante se asustó, pero luego recordó que Dirk acostumbraba a levantarse hacia esa hora para saquear la nevera. Dormía inquieto casi siempre y no acostumbraba a descansar más de una hora o dos de un tirón.
Aguzó el oído para conseguir escuchar algún sonido que le indicase que él se encontraba allí, el roce de alguna silla o el abrir y cerrar de la puerta del frigorífico. O...
Pero lo que ella oyó fue un golpeteo amortiguado. Continuó así durante un rato para luego cambiar de tono, como si Dirk... si es que se trataba realmente de Dirk... hubiese estado golpeando algo y luego lo hubiera vuelto a hacer sobre otro objeto.
Tap-tap-tap. Tap-tap-tap. No resulta un sonido familiar al oído. No era el que Dirk producía al golpear con la pipa sobre el cenicero, ya que ése era un sonido más continuado. Más rápido y agudo.
Ya completamente despierta y un poco asustada, sin saber a ciencia cierta de qué, Ginny sacó los pies de la cama y los deslizó dentro de sus zapatillas, que reposaban sobre la alfombrilla. Se echó sobre los hombros una bata y atravesó la puerta que conducía hacia el comedor.
Sí, la luz de la cocina estaba encendida. La puerta chirrió un poco mientras ella la abría y Dirk, de pie frente al armario empotrado que había sobre la fregadera, miró por encima del hombro y luego se volvió.
- ¿Te he despertado, amor mío? - dijo con una voz extraña.
- No. Simplemente, me he levantado. ¿Qué era ese extraño golpear que se oía?
Dirk sonrió un poco avergonzado.
- Había imaginado algo. Me pareció que el fondo de este armario no era tan hondo en un lado como en el otro, y eso me movió a curiosear. Pero estaba equivocado.
- Oh - dijo Ginny un poco extrañada -. ¿Y qué, si el fondo era más hondo en un lado que en el otro?
- ¿Te apetece comer algo ahora que ya estás levantada? - preguntó Dirk -. Me disponía a sacar del armario las galletas saladas, y por aquí tiene que haber algo de queso. Precisamente lo que le puede convenir a una ratita como tú.
Estaba hambrienta, bastante hambrienta. Ninguno de los dos había cenado demasiado, ahora lo recordaba, puesto que... Pero no, más valía no pensar en lo que habían estado discutiendo, se dijo a sí misma; de lo contrario estropearía su apetito también.
Dirk, con un afilado cuchillo en su mano, pero sonriente, se preparaba ya para cortar el queso...

No volvió a ver a la viuda hasta el día siguiente, ya entrada la tarde, mientras se encaminaba hacia la charcutería. La viuda estaba entonces trabajando en un macizo de flores justamente al lado de la verja.
- Buenas tardes, mistress Platt - saludó Ginny.
- Pratt - corrigió la viuda, sonriente -. ¿Cómo está usted, querida?
- Muy bien, gracias - contestó Ginny -. Perdone que haya equivocado su nombre. Entonces, mi marido tenía razón. No sabía que se hubieran conocido ustedes.
- Y no nos conocemos - respondió mistress Pratt -. Creo que estas petunias quedarán muy bien aquí. Sólo he visto a su marido desde lejos, al salir de casa. Debe traerle alguna vez para que lo conozca.
- Así lo haré - dijo Ginny -. Pero me pregunto cómo es que él conocía su nombre, cuando yo se lo dije equivocadamente. Yo...
De pronto se dio cuenta de que parecía que estuviera dudando de su marido y de mistress Pratt, por lo que añadió rápidamente:
- Sí, las petunias quedarán muy bien en este rincón. ¿Qué ha plantado en este macizo, detrás del porche?
- Gladiolos. Pero volviendo a lo de su marido... Apostaría que el agente que les ha vendido la casa les habló de mí. También yo la alquilé por su mediación. Y probablemente él diría: «Mister Rogers, debe tener usted mucho cuidado con esa horrible viuda, mistress Pratt, que vive en la casa vecina».
Ginny rió de buena gana al pensar que alguien hubiera podido decir eso. Pero indudablemente esa era la única explicación. El agente había venido primero con Dirk y le había hablado a solas. Fácilmente pudo haber nombrado a la vecina más cercana, puesto que también la conocía.
Mistress Pratt se estaba quitando los guantes de algodón que llevaba puestos.
- Bueno, ya hay bastante de jardín por hoy - dijo -. ¿Le apetecería entrar a tomar una taza de té?
- Realmente no tengo tiempo... - dijo Ginny, apurada.
Pero entró.
No pensaba hablar de «ello». Es decir, eso es lo que ella creía, hasta que de pronto apareció el tema, tan importante como su propia vida, y escuchó con los oídos tan atentos como le fue posible.
- Querida - le preguntó mistress Pratt -. ¿Ha buscado usted en la casa desde que está en ella? La policía ya lo hizo, naturalmente, pero no encontraron nada. Sin embargo, yo me pregunto muchas veces...
- ¿Buscado? - deseó saber Ginny -. ¿Qué es lo que tengo que buscar?
- ¿Cómo? Pues el dinero, naturalmente. Todo el mundo asegura que se encuentra escondido allí, en alguna parte, pues nadie sabe si él se lo llevó o no. Ya sabe que tuvo que huir apresuradamente, después de... de darse cuenta de que la policía venía a por él.
- Pero él... - dijo Ginny nerviosa -, él no la habría matado a menos que tuviera la certeza de poder hacerse con el dinero, ¿no es verdad?
Mistress Pratt se encogió de hombros complaciente.
- No olvide usted, querida mía, que él intentaba deshacerse del cadáver. De haberlo conseguido, habría dispuesto de todo el tiempo que le hubiera hecho falta para revolver toda la casa. Aseguraría que él sabía que el dinero se encontraba en la casa, pero que no pudo encontrarlo.
- ¿Y dice usted que la policía estuvo buscando también? - preguntó Ginny.
¿Cómo se habría enterado de eso Dirk y por qué no le había hablado de ello? Esa era la razón por la que la noche anterior había estado buscando en la cocina. Por eso ella le había visto merodear por todo el edificio, con aquella expresión curiosa e inquisitiva en su rostro. ¿Por qué no se lo habría contado Dirk?
- Oh, estuvieron revolviéndolo todo - dijo mistress Pratt, expresando con sus gestos que no tenía fe ni en la policía ni en sus métodos -. Pero creo que ellos imaginaban que él ya lo tenía.
- ¡Oh! - sólo supo decir Ginny, sintiéndose desfallecer ante la mera posibilidad de que en su casa hubiera escondido dinero, dinero en grandes cantidades. Aún parecía más peligroso, peor que..., que lo otro. Aquello ya había pasado.
Pero el dinero quizás aún estaba allí.
- ¿Pero si no consiguió hacerse con él no habría vuelto mientras la casa estaba desocupada? - preguntó.
Mistress Pratt volvió a encogerse de hombros.
- Podía haberlo hecho, desde luego. Pero jugándose la piel en ello. Ahora, él es un hombre reclamado por asesinato. Y mientras la casa estuvo desocupada, los policías no le quitaban el ojo de encima y los coches patrulla venían con frecuencia por aquí. Yo les aseguré que, si veía alguna vez una luz por allí, en seguida les telefonearía.
- ¿Y no ha habido ninguna señal que indicase que él ya ha vuelto?
- Ni una sola - contestó mistress Pratt -. Lo que yo creo es que ahora se encuentra a muchas millas de aquí y que no aparecerá hasta que su caso se haya olvidado. Sólo entonces, cuando crea que ya está a salvo... Oh, no debí hablar de eso, querida.
Ginny se dio cuenta de que sus labios estaban pegados. Haciendo un verdadero esfuerzo consiguió relajarlos y esbozar una sonrisa.
- Temo que usted lo haya dicho ya. Y no le mentiré si le digo que estoy un poco asustada. Pero no permitiré que eso me ponga nerviosa. Ahora es nuestra casa y pienso vivir en ella pase lo que pase.
- ¿Tiene algún revólver su esposo?
- Sí - contestó Ginny.
Dirk no lo tenía, pero para animarse, se dijo que le haría comprar uno al día siguiente; ésa era la razón por la que se había visto obligada a responder afirmativamente, ¿no era cierto? (¡Oh, Dirk, seguro que tú ya habías pensado en ello. Te habías dado cuenta de la posibilidad que existía de que el dinero estuviera escondido allí o, de lo contrario, no habrías estado buscándolo! ¿Por qué no me lo hablas dicho?)
- Y yo, en su lugar - continuó mistress Pratt -, tendría mucho, pero que mucho cuidado con los agentes de ventas, con los vendedores de electrodomésticos y gente de ésa. Supongo que ya estará enterada de que él había sido actor, ¿no?
- No, no lo sabía - dijo débilmente Ginny.
- Pues sí, lo era. Por lo que podría disfrazarse de forma que usted no tuviera ninguna probabilidad de reconocerle. Yo no dejaría entrar a nadie en la casa, a menos que fuera bajo y gordo, quizás. Ni siquiera un actor puede disimular esto a base de maquillaje.
- Entonces, ¿él era alto y delgado? - preguntó Ginny.
- No demasiado alto - contestó mistress Pratt -, pero una o dos pulgadas más de lo normal sí que las tenía. Aproximadamente cinco pies y once pulgadas. Era esbelto, pero no puede decirse que fuera delgado. ¿Tienen ustedes teléfono, verdad?
- Desde luego - respondió Ginny, después de lo cual cambió de tema a propósito y, diez minutos más tarde, se marchó.
Después de todo, ya era demasiado tarde para ir ahora a la charcutería, y Dirk se conformaría con comer alguna cosa de las que tenían en casa. Dirk era bueno para esas cosas, pues raras veces se quejaba.
(Dirk, queridísimo Dirk, ¿intentabas acaso dejarme al margen al querer callar lo que buscabas? Ya casi lo sé. Casi sé lo peor, y cualquier día me habría enterado de ello.)
Dirk estaba sentado en la mecedora, leyendo, cuando ella entró. ¿Habría estado sentado allí todo el rato, o quizás habría estado buscando mientras ella estaba fuera, corriendo hacia la silla y el libro al oírla llegar?
- Hola, querida. ¿Qué hay para cenar? - preguntó él.
- Dirk, lo siento mucho. No he ido a la charcutería. Mistress Pratt me ha invitado a una taza de té y hablamos tanto que cuando miré el reloj ya...
- Malo - rezongó Dirk -. Judías de lata, supongo.
- No, puedo preparar una ensalada, aunque sin apio, y, como nos ha quedado un poco de jamón, unos bocadillos.
- Muy bonito - dijo Dirk -. Un pedazo de pan, un poco de jamón y usted, señora mía, sentada a mi lado sin tomar nada.
- Dirk, ¿no crees que sería una buena idea comprar una pistola? Mañana...
- Bueno, en realidad ya me las he arreglado para comprar una, querida.
La miraba y en su mirada se leía que estaba riéndose de ella.
- Bien, pues en efecto voy a comprársela a un amigo que quiere desprenderse de ella. Esta noche me la dará.
Colocó el libro en el brazo del sillón, sin poner antes ningún punto entre las hojas.
- ¿Has estado ya hablando con esa viuda sobre... sobre lo que tú sabes?
- No - contestó Ginny.
Dirk, sorprendentemente, se limitó a sonreír.
- Ta, ta. No pestañees nunca cuando estés diciendo una mentira. Pero me alegro de que no seas una buena mentirosa, amor mío. Ésta es la primera vez que te veo hacerlo, y parece que lo anuncias a son de trompetas. Ahora puedo ya estar seguro de ti.
La cogió por una muñeca, la atrajo hacia sí y, sentándosela en las rodillas, la besó sonoramente.
(Pues ésta es la ocasión de acusarle también a él por haberme estado mintiendo. Ayer noche con lo del armario y... Pero, en realidad, él no me ha mentido, ¿no es cierto? Simplemente, se limitó a no contarme toda la verdad, y eso no es tan malo como lo otro. Pero, Dirk, ¿no podemos ser francos el uno con el otro?)
Sin embargo, no dijo nada. Dirk habla terminado de besarla y el tono de su voz era francamente serio.
- Ginny - dijo él, y raras veces empleaba este nombre en lugar de llamarla «querida» -, ahora ya conoces todos los detalles referentes a esta casa. Esa tal mistress Pratt te los ha contado. ¿Continúas estando segura de que prefieres quedarte aquí?
- Sí - contestó Ginny, y de nuevo lo repitió con más fuerza -. Sí; ésta es nuestra casa, Dirk. ¡La nuestra! Si la hubiésemos alquilado sería distinto. Pero, como no es así, vamos a quedarnos en ella durante toda la vida.
Y saltando de sus rodillas, corrió hacia la cocina para preparar la cena.
Afuera estaba oscureciendo, por lo que Ginny tuvo que dar la luz, y comenzó a moverse por la cocina para preparar la ensalada.

Dirk era un muchacho magnífico al no quejarse cuando ella lo trataba tan mal, por lo que de ahora en adelante, le tendría siempre las cosas preparadas para que no volviera a suceder lo de hoy, aunque no tuviera tiempo para ir a la tienda.
Una vez hubieron cenado, Dirk bostezó y se levantó de la mesa.
- Bueno, querida, creo que iré a casa de Walter Mills para ver si me da la pistola. Me dijo que me la dejarla por veinte pavos.
- ¿Querrás... querrás enseñarme a manejarla?
- ¿Por qué no? Podemos colocar un blanco en los sótanos. Yo mismo querría poder practicar un poco. Cogeré el coche y estaré de vuelta en una hora y media como máximo.
Ginny se dedicó a lavar los platos y arreglar un poco la cocina en cuanto él salió, por lo que pensó que aún le sobraría una hora hasta su regreso. O quizá más, si él se quedaba un rato charlando. ¿Quién sería ese Walter Mills? Nunca le había oído hablar de él con anterioridad.
Entró en la sala de estar y se sentó en la mecedora. Comenzaba a ser el rincón preferido de Dirk, por lo que ella había decidido no ocupársela mientras él no estuviera fuera de casa. Cediéndosela le daba la impresión de que cumplía maravillosamente con sus deberes de esposa. Después de todo, un hombre debe poseer siempre una silla propia.
El libro, una novela de misterio, continuaba sobre el brazo de la mecedora donde Dirk lo había dejado antes. Lo abrió por la primera página e intentó leer, pero pronto se dio cuenta de que las palabras no tenían ningún significado para ella.
Suspiró, dejó el libro en su sitio y se puso a meditar.
¿Habría dinero escondido en la casa? Si era así, no les pertenecía ni a ella ni a Dirk, por lo que tampoco les sería de ninguna utilidad el hallarlo, ya que se verían obligados a devolverlo a la policía. Así pues, ¿por qué se interesaría tanto Dirk por encontrarlo?
Pero, espera... sería una gran cosa encontrarlo.
Naturalmente... ¡ésa era la razón por la que Dirk lo buscaba! Una vez en manos de la policía, el caso terminaría en un mero papeleo y ya no existiría ningún peligro para ellos, puesto que todos los diarios lo publicarían y aquel hombre lo leería también, y ya no tendría ningún motivo para acercarse a la casa.
¡Desde luego! El fin de todo peligro, de todas las preocupaciones y temores, radicaba en que se encontrase el dinero. (Dirk, ahora te comprendo. Tú estabas enterado de todo, pero no me lo habías contado para no asustarme mientras el dinero se encontrase en la casa.)
Pero, ¿dónde estaría escondido? ¿Podría ella encontrarlo después de que la policía y Dirk habían fracasado? Bueno, ella tenía una ventaja sobre los otros; ella era mujer y la que lo había escondido también.
«Vamos a ver - se dijo -, supongamos que yo tengo algún dinero y que pretendo esconderlo.»
Cerró los ojos. ¿Un compartimento secreto en algún armario o en cualquier pared? No, eso no, porque entonces hubiera necesitado de alguien para que me lo construyera y ya seríamos dos los que lo conoceríamos. Yo no podría manejar las herramientas, por lo que, probablemente, tampoco sería capaz de ello la pobre mistress Cartwright.
Pero tampoco me hubiera limitado a ponerlo en el interior de un cajón. Ni dentro de un colchón o algo por el estilo, ya que éste hubiera sido el primer sitio donde cualquiera hubiese buscado. Creo que lo hubiera escondido abajo, en el sótano, en cualquier escondrijo. No sé por qué razón, pero parece que un sótano es algo permanente. Parece que una cosa escondida en el sótano esté más segura que en ninguna otra parte, ¿verdad?
Ginny se levantó de la mecedora y atravesó la cocina en dirección hacia las escaleras que llevaban al sótano, y encendió las luces del mismo. Y despacio, pensativa, bajó los empinados escalones, mirando a su alrededor.
¿Dentro o cerca de la caldera? Oh, no; allí hay calor. Yo no querría que mi dinero se quemase o estropease por culpa del calor. Muy apartado de la caldera.
¿En alguna de estas estanterías? Sobre ellas se veían algunas viejas latas de las que aún no se habían desprendido. ¿Quizás en el interior de alguna de esas latas? No, yo no lo hubiera escondido ahí, pensó, pues una lata vieja podría ser tirada a la basura mientras yo no estuviera en casa.
Pero daba igual; Ginny se acercó y examinó la estantería. Había un bote de pintura, con la brocha pegada a él tan fuertemente que no hubo modo de poderla sacar; de todas formas tampoco se encontraría allí. Aún quedaba un poco de pintura chorreando por los lados, por lo que ella nunca lo hubiera elegido como escondrijo.
El bote siguiente contenía algunos clavos, unos clavos oxidados y doblados que parecían haber sido aprovechados de algún cajón viejo.
El bote siguiente... ¡Cómo, ése era nuevo! Dirk debía haberlo colocado ahí recientemente. La etiqueta estaba pegada al otro lado, y con curiosidad malsana levantó el bote para ver qué contenía. La tapadera estaba suelta y cayó en cuanto levantó la lata.
Y entonces, horrorizada, contempló el polvillo de color blanquecino que llenaba las tres cuartas partes del recipiente y, sin necesidad de dar la vuelta a la lata para poder leer la etiqueta, supo sin saber cómo, cuál era el contenido de la misma. Lejía en polvo.
¿Qué diablos podía haber estado haciendo Dirk con la lejía?
Y entonces, siendo como era importante para ella el conseguir una respuesta a sus dudas, permaneció allí hasta que la encontró.
Estaba claro... él había estado allí completamente solo el segundo día, mientras ella se hallaba en la ciudad comprando cortinas. Y se dedicó a limpiar con la manguera todo el sótano.
Y como tuviese dificultades con el desagüe, fue a comprar un poco de lejía en la tienda más cercana y lo desatascó. Naturalmente...
Y no se había atrevido a hablarle de ello a causa de los horrorosos recuerdos que podía traer la palabra lejía en aquella casa en que vivían. Probablemente había pensado deshacerse del resto de la misma y ésa era la razón por la que ni siquiera se hubiese preocupado en colocar la tapadera.
Su mano temblaba ligeramente mientras devolvía la lata a su sitio.
Y además, se necesitaría más de un bote de lejía para...
Pero consiguió dominarse antes de que su pensamiento acabase esa frase atormentante.
(Dirk, ¿por qué no te das prisa? Vuelve pronto, querido, para que no piense en estas horribles cosas que se me ocurren. Así no continuaré pensando que sólo hace un mes que te conozco, y que nunca he sabido exactamente cuáles son tus negocios, y que fuiste tú quien encontró esta casa y quien me trajo a ella. Y que tú sabías mejor que yo cuál era el nombre de mistress Pratt cuando yo lo pronuncié mal, y que tú siempre has procurado no encontrarte con ella, y que el agente que nos vendió la casa no conocía a aquel hombre.)
(Dirk, y que tú eres esbelto y mides aproximadamente los cinco pies y pico, y que tú nunca me has dicho que habías comprado lejía, y tampoco me has contado por qué andabas buscando por toda la casa.)
(Vuelve rápido, Dirk, pues así podré mirarte a la cara y darme cuenta de lo tonta que he sido.)
Ésos solamente eran parte de los pensamientos de Ginny pues el resto seguían frenéticamente a su mirada, que buscaba un rincón donde una mujer hubiese podido esconder el dinero; donde ella, Ginny, lo hubiese escondido.
La caja de contadores, allí en la pared. ¿Por qué no? Era de metal y parecía un sitio seguro, y era un lugar en el que no pensaría un hombre, puesto que pertenecía a la compañía de electricidad y no a la casa, y además tenía una puerta que podía cerrarse. Si en el interior hubiera algún lugar donde...
Ginny se acercó a la caja y la abrió, pero el dinero, naturalmente, no estaba allí. Se le había ocurrido un escondrijo muy tonto; cualquier empleado de le compañía hubiese podido encontrarlo.
Pero ¿y entre la caja y la pared? Uno de los lados no parecía estar del todo nivelado con la pared y apenas había espacio para que Ginny introdujese la punta de sus dedos. Tocó papel, pero no pudo acercarlo.
Un poco más hacia arriba, y palpó el extremo del objeto desconocido; apretó con cuidado hacia abajo, y logró extraerlo fuera. Era un sobre blanco y sucio, con algo en su interior. Y al abrirlo vio que se trataba de billetes de banco; cerca de veinte, completamente nuevos y de una clase que ella nunca había visto con anterioridad.
Y de pronto se dio cuenta de que estaba sola en la casa, y con dedos temblorosos volvió a empujar el sobre donde antes había estado y, corriendo, subió las escaleras hacia la sala de estar.
El reloj le mostró que había pasado allí abajo más tiempo del que ella había calculado. Ya era hora de que llegase Dirk. (Por favor, Dirk, date prisa. ¿Por qué precisamente esta noche, entre tantas, tienes que quedarte a charlar con tu amigo?)
Quizás podría ver su coche acercándose. De un salto, corrió hacia la ventana del recibidor, desde la que se divisaba la ciudad y la calle que Dirk había tomado al marchar.
Más abajo, pasada la primera esquina y enfrente del grupo de árboles, podía verse un coche aparcado en plena curva. Medio bloque después de la casa de mistress Pratt. Era extraño que aquel coche estuviera allí; no había ninguna casa al lado. Y se parecía al coche de Dirk.
Pero no podía tratarse del mismo. ¿Por qué tenía que aparcar él allí?
La luna se reflejaba sobre la parte delantera del coche, pero la posterior permanecía en tinieblas a causa de los árboles. A esa distancia cualquier sedán se parecería al de Dirk. Pero...
¡Los anteojos de Dirk! Corrió a buscarlos, y los enfocó hacia el automóvil. Sí, se trataba del coche de Dirk.
Y Ginny, sintiendo cómo un escalofrío le recorría todo el cuerpo, se dio cuenta de la terrible verdad. No conocía los detalles todavía. Pero lo más importante acababa de descubrirlo. Sus negros pensamientos de antes no habían llegado a serlo tanto como la realidad. Dirk era... ¡el hombre! El criminal. Ahora ya todo encajaba.
Y ya sólo le quedaba una cosa por hacer. Caminando, ya que le resultaba de todo punto imposible el mover las piernas con la rapidez que hubiera deseado, y sintiéndose como si estuviera guiando a otra persona que no fuera ella misma, se acercó al teléfono. Tenía que llamar a la policía y decirles que había encontrado el dinero y que... vinieran de prisa.
Con el auricular en la mano golpeó nerviosamente el contacto en espera de escuchar la voz diciendo «Número, por favor» que le permitiría llamar a la policía, y ¡de prisa! Pero la voz no llegaba a ella y, lentamente se dio cuenta de que no se oía el sonido familiar del teléfono al ser descolgado.
Había cortado el cable del teléfono.
Como aturdida, Ginny se dejó caer en una silla al lado del receptor y permaneció así unos segundos hasta que el auricular resbaló de sus manos y cayó al suelo.
El sonido que produjo la asustó. Volvió a pensar que se encontraba completamente sola.
Pero ¿lo estaba realmente? Quizás hubiera sido mejor. Pues pudo escuchar unos pasos acercándose por el jardín. Unos pasos fuertes, producidos por alguien que no intentaba disimularlos.
Se acercaban. Y no había ninguna casa más después de la suya. Tenía que venir hacia ella forzosamente. ¿A por el dinero? ¿A por ella? ¿A por...?
Las pisadas resonaron en los escalones de madera, luego en el entarimado del porche, y sonó el timbre de la puerta.
¿Debía correr hacia la puerta trasera y salir cruzando los campos para escapar...?
Pero en vez de seguir ese impulso, sus pies la llevaron hacia la ventana del porche, desde la cual ella podría ver sin ser vista.
Miró a través de las cortinas y, dando un suspiro de alivio, voló a abrir la puerta.
No se trataba de Dirk. Era un policía, y jamás se había alegrado tanto al ver un uniforme azul.
El policía se llevó la mano a la gorra y preguntó:
- ¿Es usted mistress Rogers? El jefe me ha dicho que pasara por aquí. ¿Está en casa su marido?
Casi no le dio tiempo ni para terminar la frase.
- ¡He encontrado el dinero! El dinero que mistress Cartwright había escondido.
Y sin poder respirar, sus palabras brotaron una detrás de otra, en su ansiedad por contarlo, ahora que ya estaba a salvo.
- ...abajo, en el sótano. Venga y se lo enseñaré, y así luego usted podrá acompañarme hasta el cuartelillo para que lo devuelva y...
Sus tacones repiquetearon mientras bajaban por las escaleras y otros más pesados la siguieron, y el sobre conteniendo el dinero ya estaba en sus manos, y se lo entregaba. Y respiró profundamente... pero se le cortó la respiración.
Pues el hombre del uniforme cada vez se parecía menos a un policía cuando fijó la mirada en él. Tenía algo menos de seis pies de estatura y le había parecido corpulento, pero entonces se dio cuenta de que ello se debía a que las hombreras de su uniforme habían sido exageradamente rellenadas.
Se había quedado bajo una luz, con sus ojos grises fijos en el interior del sobre, y Ginny pudo darse cuenta de que aquella cara estaba maquillada. Vació el contenido del sobre en su bolsillo y se volvió hacia ella.
Ginny lanzó un chillido, pues en su mirada se podía leer el crimen.
De la cartuchera colgaba un revólver de reglamento, pero aquellas manos no se dirigieron hacia él. Se acercaron a su garganta mientras su cuerpo tapaba toda posible salida hacia las escaleras.
Ella retrocedió, y él dio unos pasos adelante. Un poco más y Ginny llegaría a una esquina y allí encontraría el fin. Retrocedió un poco más, y ya no pudo seguir pues algo chocó contra sus paletillas.
La estantería. Y, desesperadamente ya, su mano se cerró sobre el bote. El bote de lejía.
Ya las manos tocaban su garganta cuando ella lo arrojó, con el blanco polvo desparramándose fuera del bote destapado, hacia su cara. Dentro de sus ojos.
Y esta vez fue él quien gritó, con un aullido de agonía, mientras retrocedía. Demasiado ofuscado por el dolor para pensar en cualquier otra cosa, no hizo ninguna resistencia cuando las temblorosas manos de Ginny extrajeron el revólver de la funda...

Aquel anochecer fue diferente. Estaba sentada al lado de Dirk en la cama del hospital, y él ya había recobrado el sentido y se sentía muy animado, a pesar de que aún movía con cuidado la cabeza.
Le había contado ya lo que le había ocurrido. Cuando volvía de casa de Walter, y a una manzana y media de casa, un policía le había hecho señal de que parase en la curva. Obedeció, y el agente se acercó al coche, golpeándole entonces con una cachiporra antes de que él pudiera levantar una mano para defenderse.
Y a partir de aquí, entre Ginny y la policía verdadera le acabaron de contar el resto de la historia. Dirk había sido atado fuertemente y amordazado, y luego lo habían echado en la parte posterior del coche donde no pudiera vérsele, dirigiéndose Cartwright seguidamente hacia la casa.
Seguramente, su primera intención había sido echarse sobre Ginny y atarla, teniendo así toda una noche para registrar la casa a placer. Se había enterado de que la casa, mientras estaba desocupada, había sido vigilada por la policía. Pero una vez ellos se hubieron mudado, esperó la primera oportunidad sabiendo que la policía había descuidado ya aquel asunto.
- Pero, querida - dijo Dirk, retrocediendo un poco para poderla mirar de nuevo -, te has portado estupendamente, y eres una verdadera heroína, mientras que yo no he sido más que un completo desastre. Sin embargo, ¿no crees que aún está todo un poco confuso? Dices que te diste cuenta de que no era un auténtico policía y de que tu única oportunidad estaba allí abajo... donde podrías echar mano a la lejía mientras él estaba abriendo el sobre. Y también dices que te alegraste mucho cuando le viste con su unifor...
Ginny le colocó un dedo sobre los labios.
- El doctor ha dicho que no debes hablar demasiado, Dirk.
Sí, se daba cuenta de que había mezclado un poco las cosas mientras las contaba. Pero había una parte de la que Dirk nunca debía enterarse. Jamás debía permitir que se enterase de que había sospechado de él. Y volvió a recordar aquellos terribles instantes anteriores a la llegada del asesino. Tenía que arreglárselas para que nunca lo descubriese.
- Desde luego, yo ya estaba al corriente, Dirk. Quiero decir que, cuando fui a la puerta, ya lo sabía. Pero antes había mirado por la ventana, y entonces aún no me había dado cuenta, y fue en este momento cuando creí que se trataba de un auténtico policía y como acababa de encontrar el dinero, por eso me alegré. Y, desde la ventana, también pude ver...
- ¿El coche? ¿Lo viste aparcado allí?
- Vi un coche - contestó Ginny -, pero no me di cuenta de que era el tuyo.
Y resolvió esconder rápidamente los anteojos en cuanto llegase a casa, antes de que él notase que los habla estado empleando.
En aquel momento, como él se dispusiese a formular otra pregunta, ella se inclinó y lo besó, apareciendo lágrimas de arrepentimiento en sus ojos.
- Oh, Dirk. Olvidemos todo eso - dijo -. Ya ha pasado, y ahora es nuestra casa, y nunca más tendré que asustarme por nada.
Y pensó:
«Tendré que ser una esposa tan buena, que con ello logre purgar todas las sospechas que he tenido de él. Y nunca se enterará.»
Y sonrió al ocurrírsele un pequeño juego de palabras:
Un poco de lejía blanca le había salvado la vida la noche pasada; y desde entonces unas pocas mentirijillas piadosas le permitirían conservar la felicidad de su matrimonio. Dirk nunca, nunca, lo sabría.

Juego de palabras intraducible. En inglés se pronuncian casi igual las dos palabras: «white lie» (mentira piadosa) y white lye» (lejía blanca).


FIN

FREDRIC BROWN -- POLICIA 1999

POLICIA 1999
Fredric Brown



El hombre bajito con el escaso cabello gris y su vulgar traje de color rojo brillante, se detuvo en la esquina de las calles State y Randolph para comprar un microdiario, el Sun Tribune de Chicago, del día 21 de marzo de 1999. Nadie se fijó en él, cuando entró en el superalmacén de la esquina de enfrente, y se sentó a una mesa vacía. Dejó caer una moneda en el automático y mientras la máquina le servía café, miró los titulares escritos en la página diminuta que tenía unas dimensiones de siete por diez centímetros. Sus ojos eran extraordinariamente agudos; podía ver fácilmente los titulares sin la ayuda del microlector. Pero ni en la primera ni segunda página había nada que le interesara; se referían a asuntos internacionales, al tercer cohete que se había lanzado en viaje a Venus y el último desfavorable informe de la novena expedición lunar. Pero en la página tres había dos reportajes sobre las actividades del hampa y sacó un pequeño microlector del bolsillo y lo colocó encima de la página, para leer aquella información mientras bebía el café.
El hombre bajito se llamaba Bela Joad. Este era su nombre verdadero, pero había usado tantos nombres en tantos lugares diferentes, que solamente una memoria fenomenal podía haber llevado el registro de todos ellos, pero él tenía una memoria fenomenal. Ninguno de aquellos nombres había aparecido nunca en los periódicos, ni tampoco su rostro ni su voz habían sido vistos ni oídos en las pantallas de televisión. Menos de una docena de personas, todas ellas desempeñando cargos de importancia en varias jefaturas de Policía, sabían que Bela Joad era el primer detective del mundo.
No estaba a sueldo de ningún Departamento de Policía, no recibía primas ni dinero para sus gastos y nunca había cobrado ninguna recompensa. La razón de aquello podía ser que tenía medios propios de fortuna y se complacía en la investigación del crimen como simple amateur. Pero también podía ser que ganase dinero, gracias a sus actividades contra el crimen, o que consiguiese que los bandidos pagasen de un modo u otro, los gastos de sus campañas contra ellos.
Cualquiera que fuese la razón, él no trabajaba para nadie; trabajaba contra el crimen. Cuando un delito o una serie de delitos le interesaban, se dedicaba a su investigación, a veces de acuerdo con el jefe de Policía de la ciudad donde se habían cometido, a veces operando sin el conocimiento de la Policía, hasta que se presentaba en la oficina del jefe, para entregarle las pruebas que permitirían realizar las detenciones necesarias y obtener las merecidas condenas.
El nunca había aparecido, ni siquiera como testigo, en las salas del juzgado. Y mientras él conocía a los principales personajes del hampa en una docena de ciudades, no había ningún delincuente que pudiese identificarlo, excepto bajo alguna identidad falsa, con otra apariencia, que rara vez volvía a utilizar.
Ahora, mientras bebía su café matinal, Bela Joad leía con atención, a través de su microlector, los dos reportajes del Sun Tribune que le habían llamado la atención. Uno se refería a un caso que había sido uno de sus pocos fracasos, la desaparición, posiblemente el secuestro, del Doctor Ernst Chappel, profesor de criminología en la Universidad de Columbia. El titular decía: «Nueva Pista en el Caso Chappel» pero después de leer toda la información, el detective se dio cuenta de que la pista era nueva sólo para aquel periódico; él mismo la había seguido hasta un callejón sin salida, hacía ya dos años, cuando Chappel acababa de desaparecer.
La otra información se refería a un tal Paul (Gyp) Girard, que había sido absuelto del asesinato de su principal competidor en el control de las casas de juego del Norte de Chicago. Joad leyó el reportaje con minuciosa atención.
Seis horas antes, sentado en una cervecería de Nuevo Berlín, Alemania Occidental, había escuchado las primeras noticias sobre aquella absolución por la pantalla de televisión pública, sin detalles. Había salido en el primer estratoavión para Chicago.
Cuando hubo terminado de leer el microdiario, apretó el botón de su radioreloj de pulsera, el cual estaba en sintonía automática con la estación horaria más próxima y pudo escuchar, con el volumen necesario para que sólo él oyera: «Las nueve y cuatro minutos». Sin duda, el jefe de Policía, Dyer Rand, ya estaría en su despacho.
Nadie se fijó en él cuando dejó el superalmacén. Nadie le prestó atención, mientras caminaba con la muchedumbre a lo largo de la calle Randolph, hasta llegar al gran edificio que albergaba la jefatura de Policía, situado en la esquina de la calle Clark.
La secretaria del jefe Rand aceptó su tarjeta - no la suya verdadera, pero una que Rand podría reconocer fácilmente - sin mirarle dos veces.
Rand le estrechó la mano por encima de su escritorio y luego apretó el botón de su comunicador interno, encendiendo una señal en la mesa de su secretaria que significaba: «Que no se me moleste». Se inclinó hacia atrás en su sillón giratorio y cruzó las manos por encima de los severos y pequeños tres centímetros cuadrados de su camisa violeta y amarilla. Luego dijo:
- ¿Ha leído las noticias de la absolución de Gyp Girard?
- Por eso estoy aquí.
Rand sonrió y luego volvió a quedarse serio.
- Las pruebas que me envió - dijo - eran perfectas, Joad. Debían haber significado una condena a la silla. Pero quisiera que me las hubiera traído en persona, en vez de enviarlas por correo, o que hubiera habido alguna forma de ponerme en contacto con usted. Le habría dicho que posiblemente no íbamos a conseguir que el tribunal le condenase. Joad, algo terrible está sucediendo. Tengo la impresión que usted es la última esperanza que me queda. Si hubiese tenido la oportunidad de hablarle antes...
- ¿Hace dos años?
Rand pareció sorprendido.
- ¿Por qué dice eso?
- Porque hace dos años que el Dr. Chappel desapareció en Nueva York.
- ¡Oh! - dijo Rand -. No, no hay ninguna conexión entre los dos casos.
- Pensé que quizá sabía algo del asunto, cuando mencionó los dos años. No ha estado sucediendo durante tanto tiempo, desde luego, pero es bastante cerca.
Se levantó de su escritorio de plástico y empezó a caminar a lo largo de su oficina.
- Joad - dijo -, durante el pasado - teniendo en cuenta sólo este tiempo, aunque realmente empezó hace cerca de dos años -, de cada diez delitos importantes cometidos en Chicago, siete no han podido ser resueltos. Técnicamente sin solución, desde luego; de cada cinco de esos siete, sabemos quién es el culpable, pero no lo podemos probar. No podemos conseguir que los condenen.
»El hampa nos está venciendo, Joad, mucho más de lo que han hecho en cualquier época desde la era de la prohibición, hace setenta y cinco años. Si esto sigue, vamos a volver a días como aquellos y aún peores.
»Durante los veinticuatro años últimos hemos conseguido condenar a los culpables de ocho de cada diez delitos importantes. Inclusive veinte años atrás - antes de que el uso del detector de mentiras en los Tribunales fuese declarado legal - teníamos un porcentaje superior al que conseguimos ahora. Allá por la década del 1970 al 1980, por ejemplo, conseguíamos el doble de condenas de las que obtenemos ahora; podíamos condenar a los responsables de seis de cada diez crímenes. Este año pasado, sólo han sido tres de cada diez.
»Y el caso es que conozco la razón, pero no sé qué hacer para remediarlo. La razón es que los criminales han dominado el detector de mentiras.
Bela Joad asintió. Luego dijo suavemente:
- Unos cuantos siempre han conseguido engañarlo. El aparato no es perfecto. Los jueces siempre aconsejan a los jurados que recuerden que las indicaciones del detector de mentiras tienen un alto grado de probabilidad, pero no son infalibles; que los resultados obtenidos deben ser considerados como posibles pero no definitivos y que siempre debe haber otra evidencia para apoyarlos. Y siempre han existido algunos raros individuos que pueden contar el más grande embuste delante del detector, sin que las agujas de los gráficos se muevan ni una sola vez.
- Uno en un millón, de acuerdo. Pero, Joad, en estos últimos tiempos, casi todos los jefes del hampa han podido engañar al detector.
- Quiere decir los delincuentes profesionales, no los aficionados.
- Exactamente. Sólo los habituales del delito, los profesionales, miembros del hampa. Si no fuese por eso, pensaría..., no sé lo que pensaría. Quizá que toda la teoría del detector está equivocada.
- Podría eliminar el uso del detector en los Tribunales - dijo Joad - Se han obtenido condenas antes de que su uso fuese legalizado; y antes de que se inventara el detector.
Dyer Rand suspiró y se dejó caer en su sillón neumático.
- Me gustaría hacerlo si pudiera. En este momento quisiera que nunca se hubiese inventado este aparato, o que su uso se haya introducido en los Tribunales. Pero no olvide que la ley que lo legaliza, concede a las dos partes el derecho de pedir su uso ante los jueces. Si un criminal sabe que puede engañarlo, exigirá su uso aunque nosotros no queramos. Y ya me dirá qué posibilidad hay de que un jurado lo condene, cuando el acusado exige el uso del detector de mentiras y éste confirma su inocencia.
- Muy poca, desde luego.
- Menos que nada, Joad. Tomemos este asunto de Gyp Girard, que fue absuelto ayer. Yo sé que él mató a Pete Bailey. Usted lo sabe. Las pruebas que me envió fueron, en circunstancias normales, definitivas. Y sin embargo yo sabía que íbamos a perder el caso. No me habría molestado en llevarlo a los tribunales, si no fuera por una sola cosa.
- ¿Cuál?
- Para hacerle venir aquí, Joad. No tenía ningún otro recurso para ponerme en contacto con usted, y tenía la esperanza de que si leía las noticias de la absolución de Girard, después de las pruebas que me había dado, no dejaría de venir a verme, para saber qué había pasado.
Se levantó y volvió a pasearse por la oficina.
- Joad, voy a volverme loco. ¿Cómo es posible que toda el hampa pueda engañar al detector? Esto es lo que quiero saber y va a ser el caso más importante de toda su vida. Tómese un año o cinco, Joad, pero resuélvalo. Fíjese en la historia de las fuerzas de la Ley. Siempre la policía ha tenido ventaja sobre los criminales en el campo de la ciencia. Ahora los criminales, por lo menos en Chicago, nos llevan ventaja a nosotros. Y si la situación sigue así, si no conseguimos encontrar la respuesta, nos dirigimos hacia una nueva edad media, cuando no era seguro para ningún hombre ni mujer el caminar por la calle después de anochecido. Los mismos fundamentos de nuestra sociedad pueden ser derribados. Nos encontramos enfrentados a algo maligno y muy poderoso.
Bela Joad cogió un cigarrillo de la cajita que había encima del escritorio de Rand; se encendió automáticamente tan pronto como lo tuvo en los labios. Era un cigarrillo verde y Joad sacó dos nubecillas de humo verde por la nariz, antes de contestar, casi sin interés aparente:
- ¿Tiene alguna sugestión que ofrecer, Rand?
- He tenido dos ideas - dijo Rand -, pero ya las he desechado. La primera es de que las máquinas habían sido preparadas, con el fin de que declarasen a favor de los delincuentes. La segunda es de que los técnicos que las hacen funcionar, se habían puesto de acuerdo con los acusados. Pero he hecho que se investigara tanto a los hombres como a las máquinas, desde todos los puntos de vista posibles y no he podido encontrar nada sospechoso. En los casos importantes he tomado precauciones especiales. Por ejemplo, el detector que usamos en el juicio de Girard era nuevo, recién salido de la fábrica y lo comprobé en esta misma oficina. - Rand se rió -. Puse al Capitán Burke bajo el aparato y le pregunté si era fiel a su esposa. Me contestó que sí y casi rompe la aguja. De aquí salió para el Tribunal, bajo custodia especial.
- ¿Y el técnico que lo hizo funcionar?
- Yo mismo me senté a los controles. Fui a aprender su uso, por las noches, durante cuatro meses.
Bela Joad asintió.
- De modo que no es la máquina ni el técnico. Hemos eliminado estas posibles causas y ahora puedo investigar de aquí en adelante.
- ¿Cuánto tiempo le va a llevar, Joad?
- No tengo la menor idea.
- ¿Puedo ayudarle en algo? ¿Algo que necesite para empezar a trabajar?
- Sólo una cosa, Dyer. Necesito una lista de los delincuentes que han conseguido vencer al detector y el expediente de cada uno de ellos. Sólo de aquellos en los que estemos totalmente seguros de que han cometido los crímenes imputados. Si hay alguna duda razonable, no los ponga en la lista. ¿Cuándo podré tener esta lista?
- Ahora mismo; la tenía hecha pensando en el día que podríamos hablar de este asunto. Es un informe muy largo, de modo que lo he microcopiado - dijo Rand, mientras entregaba a Bela Joad un pequeño sobre.
- Gracias - dijo Joad - No vendré a verle a menos de que tenga alguna información importante o necesite su cooperación. Creo que lo primero que voy a hacer, va a ser preparar un asesinato para que podamos poner al asesino enfrente del detector.
Los ojos de Dyer Rand se abrieron.
- ¿A quién se va a asesinar?
- A mí - dijo Bela Joad sonriendo.
Cuando llegó a su hotel, sacó el sobre que Rand le había dado y pasó varias horas estudiando los microfilms con su microlector de bolsillo, hasta que pudo repetir palabra por palabra su contenido, de memoria. Luego quemó los films y el sobre.
Después de aquello, Bela Joad pagó su cuenta en el hotel y desapareció, pero un hombre bajito que no se parecía ni remotamente a Joad, alquiló un cuarto en un hotel barato, bajo el nombre de Martin Blue. El hotel estaba en Lakeshore Drive, que entonces era el corazón del hampa de Chicago.
El mundo criminal de Chicago había cambiado menos, en cincuenta años, de lo que uno podía suponer. Las pasiones humanas no cambian, o lo hacen muy lentamente. Era cierto que ciertos delitos habían disminuido apreciablemente, pero por el contrario, el juego había aumentado. La seguridad y el bienestar de que todos disfrutaban, era quizás un factor dominante en ese aumento. Ya no había necesidad de ahorrar para la vejez como, en épocas pasadas, habían hecho unos cuantos.
El juego era un campo propicio para los criminales y ellos cultivaban ese campo adecuadamente. Una técnica muy adelantada había aumentado el número de formas de juego, y al mismo tiempo había mejorado la eficiencia de los sistemas utilizados para dar ventaja a los fulleros. El juego con trampa era un negocio enorme y, diariamente ocurrían muertes y luchas entre bandas que se disputaban los derechos territoriales para sus casas de juego, del mismo modo que habían luchado por las mismas causas en los días idos de la prohibición, cuando el alcohol era el rey del crimen. Aún existían cabarets y clubs nocturnos, pero ése era un negocio de menor importancia. La gente había aprendido a beber con moderación. Y las drogas era una cosa pasada, aunque aún se hacía algún tráfico en ellas.
Todavía habían robos y atracos, aunque no con tanta frecuencia como cincuenta años atrás.
El asesinato era ligeramente más frecuente. Sociólogos y criminólogos diferían respecto a las razones para este aumento en los delitos de esa categoría.
Las armas de defensa y ataque habían, desde luego, mejorado mucho, pero no incluían las atómicas. Todas las armas atómicas y subatómicas eran rígidamente controladas por el Ejército y nunca eran usadas, ni por la policía ni por los delincuentes. Eran demasiado peligrosas; la pena de muerte era obligatoria para cualquiera a quien se encontrara en posesión de un arma atómica.
Pero las pistolas y revólveres que poseían el criminal de 1999, eran muy eficaces. Eran mucho más pequeñas, más compactas y completamente silenciosas. Tanto las pistolas como las municiones estaban hechas de magnesio superduro y eran muy ligeras. El arma más común era la pistola del calibre 16 - tan mortal como la 45 del tiempo pasado, porque los diminutos proyectiles eran explosivos - y hasta una pequeña pistola de bolsillo contenía de cincuenta a cien balas.
Pero volvamos a Martin Blue, cuya entrada en el mundo del hampa coincidió con la desaparición de Bela Joad del hotel de este último.
Se vio muy pronto que Martin Blue no era un hombre agradable. No tenía medios de vida aparente, aparte del juego y parecía perder, en pequeñas cantidades, más de lo que ganaba. Casi se vio metido en dificultades por una cuestión de un cheque sin fondos, que entregó para saldar sus pérdidas en un garito, pero pudo evitar que lo liquidaran pagando al día siguiente en efectivo. Lo único que leía era el Microdiario de las carreras y bebía mucho, casi siempre en una taberna con una sala de juego clandestina en la trastienda que antes había sido propiedad de Gyp Girard. Una vez le dieron una paliza, porque defendió a Gyp Girard ante un comentario del actual propietario, quien dijo que Gyp había perdido el valor y se había vuelto honrado.
Durante una temporada la suerte se volvió contra Martin y éste se vio tan apurado que tuvo que emplearse como camarero, en el bar de un garito en el Boulevard Michigan, llamado Sucio Joe, quizá porque el dueño del local, Joe Zatelli, era considerado como uno de los hombres más bien vestidos de Chicago, y eso en los años de fin de siglo, cuando los trajes de piel de leopardo (piel sintética, pero más fina y cara que la verdadera piel de leopardo) eran muy comunes y todo el mundo usaba ropa interior de seda plástica.
Entonces le sucedió una cosa muy graciosa a Martin Blue. Joe Zatelli lo mató. Lo sorprendió, después de haber cerrado, mientras robaba la caja del bar y en el momento en que Martin daba media vuelta para huir, Zatelli disparó. Hizo tres disparos para asegurarse. Y luego Zatelli, quien nunca había confiado en los cómplices, puso el cuerpo en su coche y lo abandonó en una calleja detrás de un teleteatro.
El cuerpo de Martin Blue se levantó y se fue a ver al jefe Rand para decirle personalmente lo que quería que se hiciera.
- Se ha arriesgado mucho, Joad - dijo Rand.
- No lo crea - contestó Blue -. Yo había puesto cartuchos de fogueo en su pistola y estaba bien seguro de que usaría aquella arma. Y no se va a enterar de qué clase de cartuchos lleva, a menos de que se trate de matar a otra persona. Tienen toda la apariencia de cartuchos verdaderos. Y además llevaba un chaleco especial bajo el traje. Flexible para facilitar los movimientos y acolchado por encima para que parezca carne al contacto, y desde luego no pudo sentir el latido del corazón cuando me cogió para llevarme al coche. Y estaba preparado para emitir un sonido como el de las balas explosivas al estallar en el interior.
- ¿Y qué habría pasado si hubiese cambiado de pistola o de balas?
- ¡Oh!, ese chaleco es a prueba de balas de cualquier arma, excepto las atómicas. El peligro estaba en que se le ocurriese alguna forma extravagante de hacer desaparecer el cuerpo. Me las habría arreglado, desde luego, pero se habría estropeado el plan que me ha costado tres meses de preparación. Pero tenía bien estudiada su forma de operar y estaba seguro de lo que haría. Y ahora esto es lo que quiero que haga usted, Dyer.
Los periódicos y programas de televisión de la mañana siguiente, difundieron la noticia de que había sido encontrado el cuerpo de un hombre sin identificar, en cierta callejuela de los barrios bajos. Al mediodía se informó al público de que el muerto había sido identificado como un tal Martin Blue, un ratero de poca categoría que había vivido en Lakeshore Drive, en el corazón de Chicago. Y a la noche, ya se rumoreaba en todos los bares y cabarets de la ciudad que la policía sospechaba de Joe Zatelli, que había sido el patrón de Martin Blue, y que posiblemente lo iban a detener para ponerle ante el detector.
Varios agentes de paisano vigilaron el local de Zatelli, tanto la entrada principal como la trasera, para ver dónde iría si es que salía a la calle. Vigilando el frente del local había un hombre pequeño, con la estatura de Bela Joad o Martin Blue. Desgraciadamente, a Zatelli se le ocurrió salir por la puerta trasera y consiguió despistar a los detectives que le siguieron la pista.
Lo detuvieron a la mañana siguiente, a pesar de todo, y lo llevaron a jefatura. Lo pusieron enfrente del detector de mentiras y le preguntaron qué sabía sobre Martin Blue. Zatelli admitió que Blue había trabajado para él, pero que lo había visto por última vez, cuando Martin había dejado el trabajo, la noche del asesinato. El detector indicó que no mentía.
Entonces los policías se sacaron un as de la manga. Hicieron entrar a Martin Blue en la habitación donde se estaba interrogando a Zatelli. Pero la jugada falló. Las agujas del detector no se movieron ni una fracción de milímetro y Zatelli contempló a Blue y luego a sus interrogadores con gran indignación.
- ¿Qué significa esto? - exigió -. Este tipo ni siquiera está muerto, ¿y me están preguntando si es que yo lo he matado?
Los policías aprovecharon la ocasión de tener a Zatelli allí, para preguntarle sobre unos cuantos crímenes que podía haber cometido, pero pronto se hizo aparente de acuerdo a sus contestaciones y al detector de mentiras que no había cometido ninguno de ellos. Al final lo pusieron en libertad.
Desde luego aquello fue el fin de Martin Blue. Después de mostrarse ante Zatelli en la jefatura, igual podía estar muerto en aquella calleja, para lo que les iba a servir de ahora en adelante.
Bela Joad comentó con el jefe Rand.
- Bien, de todos modos, ahora lo sabemos.
- ¿Qué es lo que sabemos?
- Tenemos la seguridad de que el detector está siendo engañado sistemáticamente. Era posible que se hubieran cometido una serie de detenciones equivocadas con anterioridad. Inclusive las pruebas que le di contra Gerard podían haber estado equivocadas. Pero ahora sabemos que Zatelli venció a la máquina. Solamente siento que Zatelli no hubiera salido por la puerta principal, de modo que yo hubiese podido seguirle; ahora podríamos tener el caso completamente resuelto, en vez de conocer sólo una parte de él.
- ¿Va a regresar? ¿Tendremos que empezar de nuevo? Sí, pero no del mismo modo. Esta vez tengo que estar en el otro extremo de un asesinato, y voy a necesitar su ayuda para eso.
- La tendrá. Pero, ¿no quiere decirme qué es lo que piensa hacer?
- Me temo que no me es posible, Dyer. Es sólo una idea muy vaga. En realidad, la he tenido desde que empecé a trabajar en este asunto. ¿Querrá hacerme otro favor, Dyer?
- Desde luego. ¿Qué es?
- Ponga uno de sus hombres a seguir a Zatelli y que vigile todo lo que haga de ahora en adelante. Ponga otro en la pista de Gyp Girard. En realidad, quisiera que usara todos los hombres de que pueda disponer y que vigilen a cada uno de los hombres de los que estamos seguros de que se han burlado del detector durante estos dos últimos, años. Y que se mantengan siempre a distancia, que no dejen que esos tipos se den cuenta de que están siendo seguidos. ¿Podrá hacerlo?
- No sé qué es lo que busca, pero lo haré. ¿No puede decirme nada? Joad, esto es importante. No olvide que no se trata de un caso rutinario. Esto es algo que puede llevar al derrumbe de la ley.
Bela Joad sonrió.
- El asunto no es tan grave, Dyer. La ley que se pueda aplicar contra el hampa, desde luego. Pero usted está consiguiendo su porcentaje usual de condenas para los crímenes y delitos que no son cometidos por profesionales.
Dyer Rand lo miró confuso.
- ¿Y qué es lo que esto tiene que ver con nuestro caso?
- Quizá tenga mucha importancia. Es por esto que aún no le puedo decir nada. Pero no se preocupe. - Joad se inclinó a través de la mesa y golpeó en el hombro del jefe, y en aquel momento los dos parecían, aunque ellos no se dieran cuenta, como si un «foxterrier» le extendiera la pata a un gran «San Bernardo».
- No se preocupe, Dyer. Le prometo que le traeré la solución. Aunque quizá no podrá hacer uso de ella.
- ¿Sabe realmente lo que está buscando?
- Sí. Estoy buscando a un criminólogo que desapareció hace más de dos años. El Dr. Ernst Chappel.
- ¿Usted cree...?
- No estoy seguro. Por esto quiero encontrar al Dr. Chappel.
Y esto fue todo lo que Rand pudo conseguir de Joad. Bela Joad abandonó la oficina de Dyer Rand y regresé al hampa.
Y en el bajo mundo de Chicago apareció una nueva estrella. Quizá deberíamos llamarla una nova más bien que simplemente una estrella, tan rápidamente se convirtió en famoso o notorio. Físicamente, era un hombre bajito, no más alto que Bela Joad o Martin Blue, pero no era una persona de maneras corteses como Joad ni una hiena como Blue. Tenía lo necesario para imponerse en un mundo de malhechores y sabía utilizar bien sus cualidades. Se hizo el dueño de un pequeño club nocturno, pero era sólo para cubrir las apariencias. Detrás de esa fachada, sucedían muchas cosas, cosas de las que la policía aún no podía acusarle, y las que no parecían conocer, pero el bajo mundo estaba bien enterado.
Su nombre era Willie Ecks, y nadie en el mundo del hampa hizo amigos y enemigos con mayor rapidez. Tenía muchos de cada; los primeros eran poderosos y los segundos peligrosos. En otras palabras, ambos eran el mismo tipo de personas.
Su breve carrera fue verdaderamente - si me permiten seguir con mi símil celestial - meteórica. Y por una vez ese símil gastado e inexacto ha sido usado correctamente. Los meteoros no se elevan, como sabe cualquiera que haya estudiado meteorología, la cual no tiene nada que ver con los meteoros. Los meteoros caen, a veces con gran estruendo. Y eso es lo que le sucedió a Willie Ecks cuando se hubo elevado lo bastante.
Tres días antes, el peor enemigo de Ecks había desaparecido de entre el seno de sus amigos. Dos pistoleros de su banda esparcieron el rumor de que la policía lo había detenido, pero eso era evidentemente un intento de prepararse la coartada, ya que tenían la intención de vengarlo. El rumor fue desacreditado, cuando a la siguiente mañana, se supo que el cuerpo del gangster había sido hallado, con un peso en los pies, en el Lago Azul del Parque Washington.
Y al anochecer del mismo día se empezó a comentar en todos los clubs y en todas las tabernas, que la policía tenía pruebas de quién era el asesino - que había usado un arma atómica prohibida - y que planeaban la detención de Willie Ecks para interrogarlo. Estas cosas se saben rápidamente aunque no se quiera que los demás se enteren.
Fue en el segundo día que había pasado Willie Ecks escondido en un hotel barato en la calle North Clark, un hotel antiguo con ascensores y ventanas en las paredes, y donde sólo unos cuantos amigos fieles sabían que se había refugiado, que uno de esos fieles amigos llamó de cierta manera a la puerta y fue inmediatamente admitido.
El nombre del recién llegado era Mike Leary, y era un acérrimo amigo de Willie y enemigo del caballero que, según los periódicos, había sido hallado en el Lago Azul.
Sus primeras palabras fueron:
- Creo que estás en un lío, Willie.
- Sí - contestó Willie. No había usado depilatorio facial durante los dos últimos días y su cara estaba azul por la barba y aún más azulada por el miedo.
Mike le dijo:
- Hay una salida, Willie. Te va a costar diez de los grandes. ¿Puedes conseguirlos?
- Los tengo. ¿Cuál es la salida?
- Hay un hombre. Yo sé cómo encontrarlo. Nunca lo he usado, pero lo haría si me viera en un lío como el tuyo. El puede arreglar tu asunto, Willie.
- ¿Cómo?
- Te enseñará cómo puedes engañar al detector de mentiras. Puedo conseguir que venga aquí y que arregle esta cuestión. Entonces puedes dejar que las policías te detengan para interrogarte, ¿comprendes? Tendrán que dejarte en libertad o si te llevan ante el juez, no conseguirán que te condenen.
- ¿Y qué pasará si me preguntan, respecto... bien, no importa, sobre otras cosas que puedo haber hecho?
- Ese amigo lo arreglará todo. Por los cinco mil te pondrá en condiciones de que puedas enfrentarte con ese detector y de que no puedan acusarte de nada.
- Antes has dicho diez mil.
Mike Leary hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa.
- Yo también tengo que vivir, ¿no es así, Willie? Y me has dicho que tenías los diez grandes, de manera que debes estar dispuesto a pagarlos para salir de este atolladero.
Willie Ecks discutió con él, pero todo en vano. Tuvo que darle a Mike cinco billetes de mil dólares como pago por su intervención en el asunto. No es que ese dispendio le importase mucho, ya que los que pagó fueron billetes de mil dólares muy especializados. La tinta verde con que estaban impresos, se convertiría en violeta dentro de unos días. Ni siquiera en el año 1999 es posible hacer pasar un billete de mil dólares de color violeta, de modo que cuando los billetes cambiasen, Mike Leary también se pondría de color violeta, pero entonces ya sería demasiado tarde para que pudiese remediarlo.
Ya era bien entrada la noche, cuando llamaron a la puerta de la habitación que Willie Ecks ocupaba en aquel hotel Este; es levantó de donde estaba leyendo los periódicos de la tarde y apretó un botón que hizo que la puerta se volviese transparente desde el interior.
Estudió con atención al hombre de aspecto corriente que estaba en el exterior. No puso ninguna atención a los contornos faciales ni al desaliñado traje amarillo que llevaba. Se fijó bastante en los ojos, pero principalmente estudió la forma y colocación de las orejas y las comparó mentalmente con las orejas que había visto en las fotografías que había examinado concienzudamente.
Por fin Willie Ecks volvió a ponerse la pistola en el bolsillo y abrió la puerta.
- Entre - dijo.
El hombre del traje amarillo entró y Willie Ecks cerró la puerta con cuidado y luego dio la vuelta a la llave.
- Estoy muy contento de verle, Dr. Chappel.
Su voz tenía un tono de convicción y en realidad el hombre llamado Willie Ecks estaba satisfecho de su trabajo.
Ya eran las cuatro de la mañana cuando Bela Joad se encontró delante de la puerta del departamento de Dyer. Tuvo que esperarse, allí en el pasillo tenuemente iluminado, el tiempo que necesitó el jefe de Policía para levantarse de la cama y llegar hasta la puerta y luego poner en funcionamiento el tablero transparente por un lado y opaco por el otro y examinar a su visitante.
La cerradura magnética suspiró suavemente y la puerta se abrió. Los ojos de Rand estaban soñolientos y su cabello revuelto. Llevaba unas zapatillas de plástico y un pijama de neonylon arrugado.
Se hizo a un lado para permitir la entrada a Joad y éste pasó hasta el centro de la habitación y se quedó mirando a su alrededor con curiosidad. Era la primera vez que entraba en las habitaciones particulares de Rand. El departamento era como el de cualquier otro soltero de buena posición de aquella época. El mobiliario era sencillo y funcional, cada pared pintada en un tono pastel diferente, levemente fluorescente, emitía un agradable calor radiante, y la suave pero constante caricia de los rayos ultravioleta mantenía a las personas que podían permitirse aquella clase de instalación, saludablemente bronceadas. La alfombra tenía un dibujo de cuadros alternados, de color beige y gris, con piezas sueltas y cambiables, de modo que se compensara el uso en sus diferentes partes. Y el techo, desde luego, era un espejo de una sola pieza, que daba la sensación de altura y espacio.
Rand dijo:
- ¿Buenas noticias, Joad?
- Sí, pero ésta es una entrevista no oficial, Dyer. Lo que voy a decirle tiene que quedar en secreto entre nosotros dos.
- ¿Qué quiere decir?
- Aún parece dormido, Dyer - dijo Joad - Tomemos una taza de café, ¿no? Lo despertará y yo lo necesito.
- Muy bien - dijo Rand. Entró en la pequeña cocina y apretó el botón que calentaba la cafetera automática.
- ¿Lo quiere con coñac? - preguntó desde allí.
- Sí, muchas gracias.
En un minuto, Rand regresó con dos tazas de fragante y humeante café. Esperó con impaciencia hasta que estuvieron confortablemente sentados y hubieron tomado el primer sorbo de café, y entonces preguntó:
- ¿Bien, Joad?
- Antes de empezar, quiero repetir que esta entrevista no es oficial, Dyer. Puedo darle la solución completa del caso, pero solamente lo haré en el bien entendido de que la olvidará cuando yo salga de aquí; que nunca se lo contará a otra persona y de que no tomará ninguna iniciativa a consecuencia de lo que yo le diga.
Dyer Rand se quedó mirando a su huésped incrédulamente.
- ¡No puedo prometerle nada de esto! - dijo -. Soy el jefe de Policía, Joad. Tengo mis deberes para con mi puesto y el pueblo de Chicago.
- Por eso vine aquí, a su departamento, en vez de ir a su oficina. Ahora no está trabajando, Dyer. Esta es su casa y puede hablar como particular.
- Pero...
- ¿Me lo promete?
- ¡No!
- Entonces siento haberle despertado. - Bela Joad suspiró, dejó la taza y empezó a levantarse.
- ¡Espere! No puede hacer eso. No puede irse ahora sin contarme nada.
- ¿Que no puedo?
- Está bien, conforme. Prometeré. Supongo que debe tener buenas razones para pedir algo tan extraordinario, ¿no es así?
- Sí, tengo poderosas razones.
- Bien, entonces aceptaré su palabra de que esto debe de ser así.
Bela Joad sonrió.
- Bien - dijo -. Entonces voy a darle el informe de mi último caso. Porque éste es el último caso en el que trabajo, Dyer. De ahora en adelante me dedicaré a otra clase de trabajo.
Rand lo miró con sorpresa.
- ¿Cómo?
- Voy a enseñar a los malhechores cómo engañar al detector de mentiras.
El jefe de Policía, Dyer Rand, dejó su taza lentamente y se puso en pie. Avanzó un paso hacia el hombre bajito, quien tenía la mitad de su peso y que seguía sentado en la silla de respaldo inclinado.
Bela Joad aún sonreía.
- No lo haga, Dyer - dijo -. Por dos razones. La primera es que no me tocará y yo podría herirle y no quiero. La segunda es que puedo explicárselo todo y es completamente honesto. Siéntese.
Dyer Rand se sentó.
Bela Joad dijo:
- Cuando me explicó que este caso era importante, ni usted mismo sabía hasta dónde llegaba su importancia. Y aún lo será más. Chicago es solamente el principio. Y de paso, gracias por los informes que le pedí. Son exactamente lo que esperaba.
- ¿Los informes? Si todavía están en mi oficina de la jefatura.
- Estaban. Los he leído todos y después los he destruido. Las copias también. Olvídese de ellos. Y no preste demasiada atención a sus estadísticas. También las he leído.
Rand frunció el ceño.
- ¿Y por qué debo olvidarlas?
- Porque confirman lo que Ernie Chappel me ha contado esta noche. ¿Sabe usted, Dyer, que el número de delitos importantes ha descendido mucho más en este último año que el porcentaje en que ha bajado el número de sus condenas obtenidas?
- Ya me he fijado en este detalle. ¿Quiere decir que existe una relación?
- Sin duda alguna. La mayoría de los delitos, un elevado porcentaje del total, son cometidos por delincuentes profesionales, reincidentes. Y, Dyer, esto aún va más lejos. De un total de varios miles de delitos cometidos al año, el noventa por ciento son cometidos por unos cuantos centenares de criminales profesionales. Y dígame, ¿se ha fijado en que el número de criminales profesionales en Chicago ha quedado reducido en un tercio en los dos últimos años? Pues lo ha hecho. Y ésta es la razón de que el número de delitos haya disminuido.
Bela Joad tomó otro sorbo de café y entonces se inclinó hacia delante.
- Gyp Girard, según sus informes, tiene ahora un puesto de refrescos en el West Side, y no ha cometido ningún delito durante todo el año pasado. Desde que consiguió vencer al detector de mentiras. - Siguió contando con los dedos - Joe Zatelli, que era uno de los tipos más duros en el North Side, ahora está llevando su restaurante decentemente. Carey Hutch, Wild Bill Wheeler. - La lista es muy larga. - Usted tiene los informes, y éstos no están completos porque hay muchos nombres que no están en la lista, gente que fueron a ver a Ernst Chappel para que les enseñara cómo engañar al detector de mentiras y después de todo no fueron arrestados. Y nueve de cada diez de ellos - y quizá me quedo corto - no han cometido ningún delito desde entonces
Dyer Rand dijo:
- Continúe, escucho.
- Mi primera investigación del caso Chappel me demostró que había desaparecido voluntariamente. Y ahora sé que Chappel es honrado y un gran hombre. Sabía que no estaba loco, porque era un psiquiatra al mismo tiempo que un criminólogo. Un psiquiatra tiene que estar cuerdo.
»De modo que comprendí que había desaparecido por alguna razón importante. Y cuando, hace nueve meses, me contó usted lo que estaba pasando en Chicago, empecé a sospechar que Chappel podía estar aquí realizando sus proyectos. ¿Empieza a comprender?
- Muy poco.
- Bien, espere. Lo entenderá cuando se forme una idea de cómo un experto psiquiatra puede ayudar a los criminales a engañar al detector.
- ¿Puede hacerlo? Pero... yo...
- Exactamente. Por la forma más elemental de tratamiento hipnótico. Algo que cualquier buen psiquiatra podía hacer hace cincuenta años. Los clientes de Chappel, que desde luego, no saben quién es él ya que para ellos Chappel es un personaje misterioso del hampa, que les ayuda a escapar de la policía, le pagan bien y le dicen qué crímenes serán los que les puede preguntar la policía, si los arrestan. El les dice que incluyan en su relación todos los delitos que hayan cometido en su vida, de modo que la policía no puede cogerles por algún asunto pasado. Y entonces...
- Espere un poco - interrumpió Rand - ¿Cómo puede conseguir que se confíen hasta ese punto?
Joad hizo un gesto de impaciencia.
- Muy sencillo. No le confiesan un solo crimen, ni siquiera a él. El sólo les pide una lista que incluya todo lo que hayan hecho en su vida. Pueden añadir alguna mentira y él no puede saber qué delitos son los verdaderos. De manera que eso no importa.
»Entonces los somete a una ligera hipnosis y les asegura que no son delincuentes ni nunca lo han sido y que nunca han hecho nada de las cosas escritas en la lista que les vuelve a leer. Y eso es todo.
»De modo que cuando les pone enfrente del detector y se les pregunta si es que han hecho esto o aquello, ellos pueden contestar que no y estar convencidos de ello. Por eso el aparato no puede indicar que mientan. Por esa razón Joe Zatelli no se inmutó cuando vio a Martin Blue entrar en aquella habitación. No recordaba que Blue estuviese muerto, excepto por lo que había leído en los periódicos.
Rand se inclinó.
- ¿Dónde está Ernst Chappel?
- No se le debe molestar, Dyer.
- ¿Que no se le debe molestar? ¡Es el hombre más peligroso que existe!
- ¿Para quién?
- ¿Cómo que para quién? ¿Está loco, Joad?
- No estoy loco. Es el hombre más peligroso que existe, pero sólo para los criminales. Fíjese, Dyer. Cuando un delincuente empieza a ponerse nervioso porque la policía lo va a detener, envía a buscar a Ernie o lo va a ver. Y Ernie lo limpia de todos sus pecados y además le convence de que no es un criminal.
» De modo que en nueve de cada diez casos, el individuo en cuestión deja de ser criminal. Dentro de diez o veinte años Chicago no va a tener hampa. El crimen organizado por los criminales profesionales no existirá. Siempre existirán los aficionados, pero comparativamente éstos no tienen importancia. ¿Qué le parece si tomamos un poco más de café?
Dyer Rand se dirigió a la cocina y lo sirvió. Ahora estaba completamente despierto, pero andaba como un sonámbulo.
Cuando volvió, Joad le dijo:
- Y ahora que me he asociado con Ernie, vamos a extender la organización a todas las ciudades del mundo en las que exista un bajo mundo que valga la pena. Adiestraremos personal escogido; ya me he fijado en dos de sus hombres y puede ser que pronto me los lleve conmigo. Vamos a seleccionar nuestros apóstoles - más o menos una docena - muy cuidadosamente. Tienen que poseer las cualidades necesarias para ese trabajo.
- Pero, Joad - protestó Rand -, ¿qué me dice de todos los crímenes que van a quedar sin castigo; de los criminales que escaparán a la justicia?
Bela Joad bebió el resto de su taza de café y se levantó.
- ¿Y qué importa más - dijo -, castigar criminales o terminar con el crimen? O si quiere mirarlo desde un punto de vista moral, ¿debe castigarse a un hombre por un crimen que no recuerda haber cometido, cuando ya no es un criminal?
Dyer Rand suspiró.
- Creo que tiene razón. Yo mantendré mi promesa.
Supongo que ya no le veré más.
- Probablemente, no, Dyer. Y voy a adelantarme a lo que va a decir. Sí, brindaremos juntos en despedida. Una copa de licor, sin el café.
Dyer Rand trajo dos vasos.
- ¿Bebamos por Ernst Chappel? - dijo.
Bela Joad sonrió.
- Lo incluiremos en el brindis, Dyer - dijo -. Pero vamos a beber por todos los hombres que trabajan para terminar su obra. Los médicos trabajan por el día en que la raza será tan fuerte que no serán necesarios médicos; los abogados trabajan por el día en que los pleitos no serán necesarios. Y los policías, criminólogos y detectives trabajan por el día en que ya no serán necesarios, porque el crimen no existirá.
Dyer Rand asintió seriamente y levantó su copa.
Luego bebieron.


FIN

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