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martes, 23 de septiembre de 2008

CULTO SECRETO - ALGERNON BLACKWOOD

CULTO SECRETO
Algernon Blackwood
__
Harris, un comerciante en sedas cruzaba el sur de Alemania de
regreso a su país tras un viaje de negocios, cuando, de repente, se le
ocurrió la idea de coger en Estrasburgo el tren de las montañas y
acercarse a visitar su antiguo colegio tras una ausencia de algo más de
treinta años. Este impulso fortuito del socio más joven de la firma
Harris Brothers de St. Paul's Churchyard proporcionaría a John Silence
uno de los casos más extraños de toda su carrera, pues daba la
casualidad de que, en aquel preciso momento, recorría a pie con una
mochila a la espalda aquellas mismas montañas; y aunque ambos
hombres habían partido de puntos muy alejados entre sí, el caso es
que los dos se dirigían a la misma posada.
Pues bien, en lo más hondo del corazón de Harris, que durante los
últimos treinta años se había ocupado casi de forma exclusiva del
lucrativo negocio de la compraventa de seda, aquel colegio había
dejado una marca indeleble y, aunque es posible que ni él mismo se
diera cuenta de ello, había ejercido una influencia decisiva en toda su
vida posterior. El colegio en cuestión pertenecía a una comunidad
protestante (no es necesario especificar cual) entregada a una vida
profundamente religiosa. Cuando tenía quince años su padre le había
enviado allí, en parte para que aprendiera el alemán necesario para
desenvolverse en el negocio de la seda, y en parte porque la disciplina
era muy estricta; y si había algo que su alma y su cuerpo necesitaban
en aquel momento era, por encima de todo, disciplina.
La vida en aquel lugar había resultado extremadamente dura, y el
joven Harris había sacado mucho provecho de ello, pues si bien no se
practicaba el castigo físico, existía un sistema de correctivos
espirituales y mentales que permitía que el alma mantuviera intacto su
orgullo, a la vez que se atacaba de raíz la falta cometida, haciendo ver
al muchacho que aquélla era una forma de fortalecer y purificar su
carácter y no una mera tortura a la que se le sometía con ánimo de
venganza.
Todo aquello había ocurrido hacía ya algo más de treinta años,
cuando Harris no era más que un adolescente soñador e
impresionable. Ahora, mientras el tren ascendía con lentitud,
serpenteando entre los barrancos de las montañas, su mente, no sin
cierta ternura, viajaba en el tiempo saltándose los años transcurridos
desde entonces y muchos detalles olvidados surgían de entre las
sombras y volvían a presentarse nítidamente en su memoria. No podía
parecerle más maravillosa la vida que había llevado en aquel remoto
pueblo de montaña, protegido del bullicio del mundo por el amor y la
devoción de la piadosa Hermandad, a cuyo cargo estaban cerca de
cien muchachos llegados de todas las partes de Europa. Vívidas
escenas del pasado acudían a su pensamiento. De nuevo le llegaba el
olor de los largos pasillos de piedra, de las cálidas aulas de madera de
pino donde estudiaba durante las horas de bochorno del verano,
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mientras oía el zumbido de las abejas a través de las ventanas
abiertas y en su mente se libraba un feroz combate entre los
caracteres alemanes y la evocación de los prados ingleses... hasta
que, de pronto, se oía el temible grito del maestro de alemán:
—¡Harris, levántese! ¡Está usted dormido!
También se acordaba del horror de tener que permanecer de pie
sin moverse durante una hora con un libro en la mano, mientras sentía
cómo las rodillas le iban flojeando y la cabeza comenzaba a pesarle
como si fuera una bala de cañón.
Hasta los olores de la cocina le venían ahora a la memoria: el
Sauerkraut de a diario, el chocolate aguado de los domingos, el aroma
de la carne llena de nervios que les servían dos veces por semana
durante el Mittagessen; y sonreía al pensar en las medias raciones con
que le castigaban por hablar en inglés. También le llegaba la
penetrante fragancia de los cuencos de leche; el perfume cálido y
dulce que se desprendía al mojar los trozos de pan de pueblo durante
los desayunos de las seis de la mañana. Aquel recuerdo le evocaba la
imagen del enorme Speisesaal donde un centenar de muchachos,
vestidos con el uniforme del colegio, se sentaban a comer adormilados
y en silencio, tratando de tragar a toda prisa el pan basto y la leche
hirviendo, temerosos de que en cualquier momento sonara la campana
que daba por finalizada la hora del desayuno. Al otro extremo de la
sala, donde se sentaban los maestros, veía también la estrecha
hendidura de las ventanas tras las cuales se adivinaba el cautivador
paisaje de prados y bosques que rodeaba al colegio.
Estas imágenes le condujeron a su vez a la gran sala del piso más
alto, tan semejante a un granero, donde tenían que dormir juntos
todos los alumnos en catres de madera. Vino entonces a su memoria
el repicar cruel de la campana que, en las mañanas de invierno, les
despertaba a las cinco de la madrugada para que bajaran al enlosado
del Waschkammer, donde maestros y muchachos, tras un lavado
breve y gélido, se vestían en completo silencio.
Pasaba ligera su mente de unos recuerdos a otros ofreciéndole
vívidas estampas de su pasado, cuando sintió un fugaz
estremecimiento al recordar cómo le había ido carcomiendo la inmensa
soledad de no poder estar nunca a solas.
Todo —el trabajo, las comidas, el reposo, los paseos, el ocio— se
hacía en compañía de los veinte muchachos que componían su
«sección» y siempre bajo la mirada vigilante de, por lo menos, dos
maestros. La única manera de poder estar a solas era pedir un
permiso de media hora para ensayar en aquellas salas de música que
parecían celdas. Harris esbozó una sonrisa al recordar el celo que
ponía en sus estudios de violín.
Cuando el tren se adentraba resoplando en los grandes pinares
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que desplegaban sobre las montañas su gigantesca alfombra de
terciopelo, de las capas más gratas de su memoria comenzaron a
resucitar otros recuerdos. Revivió entonces la admiración que sentía
por la bondad de aquellos maestros —a quienes todos se dirigían
llamándoles Hermanos— y volvió a maravillarse de esa devoción que
les llevaba a enclaustrarse durante años en aquel lugar que, por lo
general, sólo abandonaban para abrazar la vida, aún más sacrificada,
de los misioneros destinados a los parajes más inhóspitos de la tierra.
Una vez más pensó en aquella religiosa atmósfera de quietud que
envolvía a la pequeña comunidad del bosque con un velo,
protegiéndola de las asechanzas del mundo exterior. Recordó el
colorido de las celebraciones de Semana Santa, Navidad y Año Nuevo,
los numerosos días de fiesta y el encanto de los pequeños festejos. Se
recreó especialmente en la Beschehr-Fest —la entrega de regalos de
Navidad— cuando toda la comunidad se dividía en parejas para
intercambiar presentes, que a menudo llevaban semanas preparando o
habían costado los ahorros de muchos días. Le vino a la mente
entonces la imagen de la misa de medianoche del Año Nuevo y, subido
en lo alto del púlpito, se le apareció el rostro encendido del Prediger, el
predicador del pueblo. Todas las celebraciones de la última noche del
año, aquel hombre veía en la desierta galería del coro que se
encontraba tras el órgano, los rostros de las personas que morirían en
los doce meses siguientes; y cuando finalmente descubrió su propio
rostro entre ellos, cayó en estado de éxtasis en medio del sermón y
prorrumpió en un torrente de alabanzas.
Los recuerdos acudían en tropel a su memoria. La imagen de
aquel pequeño pueblo, que vivía en las cumbres de las montañas el
sueño de una vida generosa y pura, sana y sencilla, mientras buscaba
a su Dios con todo fervor y formaba a cientos de muchachos para que
siguieran el buen camino, acudía a su mente con toda la fuerza de una
obsesión. Volvió a sentir el viejo entusiasmo místico, más profundo
que el mar y más maravilloso que las estrellas; oyó otra vez el suspiro
de los vientos, recorriendo leguas y más leguas de bosque hasta llegar
a los rojos tejados iluminados por el claro de luna; oyó también las
voces de los Hermanos, hablando de las cosas del más allá como si las
hubieran experimentado en su propia carne; y mientras permanecía
sentado en aquel vagón, acunado por el traqueteo del tren, un espíritu
de inefable añoranza se apoderó de su alma fatigada y marchita,
agitando en lo más hondo de su ser un mar de emociones que creía
hace tiempo congeladas.
El contraste entre el joven e idealista soñador que un día fue y el
hombre de negocios que era ahora, le apenaba. Sentía que el espíritu
de la paz y la belleza ultramundana, que sólo conoce el alma
entregada a la vida contemplativa, le había rozado con la punta del ala
el corazón, produciendo un misterioso movimiento en la superficie de
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esas aguas.
Harris sintió un leve estremecimiento y se asomó por la ventana
de aquel vagón, que le tenía a él por único pasajero. Hacía tiempo que
el tren había dejado atrás Hornberg; allá abajo los torrentes se
precipitaban por entre las rocas calizas en un tumulto de blanca
espuma. Delante de él, recortándose contra el cielo, se sucedían una
tras otra las cimas redondeadas de las montañas cubiertas de árboles.
Era el mes de octubre y corría una aire frío y cortante en el que se
mezclaban de forma exquisita el olor a leña quemada y a musgo
húmedo con la sutil fragancia de los pinos. Allá arriba, entre las copas
de los abetos más altos, vio asomar las primeras estrellas en un cielo
raso con el mismo tono amatista pálido que parecía envolver todos
aquellos recuerdos que le venían a la mente.
Se arrellanó en su asiento y dejó escapar un suspiro. La vida le
había endurecido y hacía muchos años que no sabía lo que era tener
sentimientos. Era un gran hombre, se requería mucho esfuerzo para
conmoverle, tanto física como emocionalmente. Sin embargo, a
diferencia de lo que suele ser habitual, el sueño de Dios que alienta en
el alma de los jóvenes, a pesar de la inmundicia acumulada en la lucha
por ganarse la vida, no se encontraba en su caso completamente
extinguido.
Regresaba ahora a aquel filón abandonado durante años, donde
tanto oro puro se había ido amontonado sin que nadie lo tocara, con el
ánimo agitado por todas aquellas emociones pseudoespirituales; y a
medida que veía acercarse las cumbres de las montañas y olía los
olvidados aromas de la infancia, algo se iba derritiendo en la superficie
de su alma, haciendo que recobrara un grado de sensibilidad que no
había tenido desde que, hacía más de treinta años, vivió en aquel
lugar con sus sueños, sus conflictos y las penas propias de la juventud.
Harris tembló de emoción cuando el tren se detuvo con una
sacudida y vio, sobre el edificio de piedra gris, el nombre de aquella
diminuta estación escrito con letras negras, y debajo, la altitud
expresada en metros sobre el nivel del mar.
—¡El punto más alto de la línea! —exclamó—. ¡Qué bien lo
recuerdo: Sommerau, El Prado del Estío! ¡La próxima estación ya es la
mía!
Cuando el tren, tras cortar el vapor, comenzó a descender con los
frenos echados, sacó la cabeza por la ventana y, a la luz del
crepúsculo, se puso a identificar uno por uno todos aquellos viejos
lugares que le resultaban tan familiares. Le devolvían la mirada como
si fueran personas muertas salidas de un sueño. Un sentimiento
extraño e intenso, dulce y doloroso a la vez, palpitaba en su corazón.
«Ahí está el camino por el que solíamos dar tantos paseos a pleno
sol, con dos hermanos siempre pegados a nosotros —pensó— y eso de
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ahí, ¡Dios mío, es el desvío que conduce a través del bosque hasta Die
Galgen, el patíbulo de piedra donde antiguamente ahorcaban a las
brujas!»
Esbozó una sonrisa mientras el tren iba dejando atrás aquel lugar.
«Y ése es el bosquecillo que se llenaba de lirios de los valles por
primavera; y juraría que ése es... —con un súbito impulso sacó un
poco más la cabeza por la ventana— sí, es el claro donde estuve con
aquel muchacho francés, Calame, persiguiendo a una golondrina, y
después el hermano Pagel nos castigó a medias raciones por habernos
salido del camino sin permiso y haber soltado unos gritos en nuestros
idiomas».
Se le escapó de nuevo una risa, mientras un torrente de
recuerdos inundaba su mente de vívidos detalles.
Al llegar a su destino, Harris bajó del tren y se quedó un rato
parado en el andén de grava gris como si estuviera viviendo un sueño.
Le parecía que había pasado casi un siglo desde la última vez que
había estado allí, con todo su equipaje metido en unas cajas de cartón
atadas con cordeles, esperando el tren que le llevaría a Estrasburgo
para, finalmente, regresar a su hogar tras dos años de exilio. El reloj
del tiempo parecía haberse parado y volvía a sentirse un niño. La única
diferencia era que ahora las cosas le parecían más pequeñas de como
las recordaba; todo parecía haber menguado y encogido y las
distancias se habían reducido de escala.
Cruzó la carretera y se dirigió a la pequeña Gasthaus. Los rostros
y las figuras de sus antiguos compañeros de colegio —alemanes,
suizos, italianos, franceses, rusos— surgían de entre los árboles del
bosque y le acompañaban en silencio. Flotaban en torno suyo,
mirándole a los ojos con un semblante inquisitivo y triste. Pero no
conseguía recordar sus nombres. También venían con ellos algunos de
los Hermanos, y de los nombres de muchos de ellos sí que se
acordaba: el hermano Rost, el hermano Pagel, el hermano
Schliemann. Tampoco había olvidado el nombre del viejo predicador
que descubrió su propia imagen en la fantasmal galería de los que iban
a morir: el hermano Gysin. La oscuridad del bosque le cercaba como
un mar cuyas olas de terciopelo podían encresparse en cualquier
momento y anegar la escena, arrastrando consigo los rostros de los
que le acompañaban. El aire era frío y estaba repleto de deliciosas
fragancias, pero cada vez que aspiraba aquel perfume le venía a la
memoria la tenue evocación de un recuerdo.
A pesar del inevitable poso de tristeza que iba unido a aquella
experiencia, todo le resultaba muy interesante y le producía una
curiosa sensación de placer; de modo que cuando cogió una habitación
en la posada y encargó la cena, se sintió muy satisfecho de sí mismo y
se hizo el firme propósito de dar un paseo hasta su viejo colegio esa
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misma noche. El colegio estaba justo en el centro del pueblo, que se
encontraba a unas cuatro millas de distancia atravesando el bosque.
Fue entonces cuando recordó que aquel lugar era un pequeño enclave
protestante situado en medio de una región mayoritariamente católica.
Las ermitas y los crucifijos rodeaban aquel claro del bosque como si
fueran los centinelas de un ejército sitiador. Una vez que se dejaba
atrás la plaza del pueblo —alrededor de la cual se desplegaban unos
cuantos acres de prados y huertos— las prietas falanges de pinos se
sucedían una tras otra y, justo en el lindero de aquel bosque,
empezaba el territorio donde ejercían su autoridad los sacerdotes de
otra confesión. Recordaba vagamente que, en algunas ocasiones, los
católicos habían mostrado cierta animosidad contra aquel pequeño
oasis protestante que florecía en paz y benevolencia en medio de sus
dominios. Harris tenía todo aquello bastante olvidado. Qué mezquino
le parecía ahora, con su amplia experiencia de la vida y el
conocimiento que tenía de otros países y del gran mundo. Era como si
hubiera retrocedido trescientos años en el tiempo en vez de treinta.
A la hora de la cena sólo había otros dos huéspedes en el
comedor. Uno de ellos era un hombre de mediana edad, con barba, y
vestido con un traje de tweed, que se sentaba solo en un extremo de
la mesa. Harris, al darse cuenta de que era inglés, procuró mantenerse
alejado de él. Temía que su presencia allí estuviera relacionada con
algún asunto de negocios —incluso con el negocio de la seda— y que
quizá estuviera interesado en charlar un rato sobre el tema. El otro
huésped era un cura católico. Se trataba de un hombre de pequeña
estatura que comía la ensalada con cuchillo, aunque lo hacía con tal
delicadeza que no llegaba a resultar molesto. Fue precisamente la
visión de aquel clérigo la que le trajo a la memoria el antiguo
antagonismo. Cuando Harris, para sacar tema de conversación, le
habló de los motivos que le habían llevado a emprender aquel viaje
sentimental, el cura alzó la vista, enarcó las cejas, y se le quedó
mirando con una expresión de sorpresa y recelo que, por alguna
razón, consiguió que se sintiera herido en su orgullo. Harris atribuyó
aquella expresión a la diferencia de credos que existía entre ellos.
—Sí —prosiguió el comerciante en sedas, encantado de poder
hablar del tema que acaparaba todos sus pensamientos—, para un
muchacho inglés verse de repente en una escuela rodeado de cien
extranjeros fue una experiencia muy extraña. Me acuerdo muy bien de
la soledad y la insoportable heimweh que me produjo al principio. —
Hablaba un alemán muy fluido.
El cura, que estaba sentado frente a él, alzó la vista del plato de
ensalada y sonrió. Tenía un rostro agradable. Le explicó, en voz baja,
que se encontraba allí de paso y que estaba haciendo un recorrido por
las parroquias de Württemberg y Baden.
—La vida allí era dura —añadió Harris—. Recuerdo que los chicos
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ingleses decíamos que era Gefängnisleben: una vida carcelaria.
Por alguna razón inexplicable, la mirada del cura se ensombreció.
Tras una breve pausa, y más por cortesía que por deseo de seguir
hablando de aquel tema, dijo en voz baja:
—Sí, aquélla fue la mejor época del colegio. Después, según tengo
entendido...
Se encogió ligeramente de hombros y aquella mirada extraña,
casi de alarma, volvió a dibujarse en su semblante. Dejó la frase sin
terminar.
Harris percibió en su voz algo que le pareció completamente fuera
de lugar, un tono raro, como de reproche. No pudo evitar sentirse
molesto.
—¿Cómo, qué ha cambiado? —preguntó—. No puedo creer que...
—Ya veo que no está usted enterado —señaló el cura, con mucho
tacto, mientras iniciaba con las manos el gesto de hacer la señal de la
cruz, pero sin llegar a completarlo—. ¿No ha oído hablar de lo que
ocurrió allí antes de que lo abandonaran?
La reacción de Harris fue, sin duda, muy infantil, y quizá se
debiera a que estaba demasiado cansado y alterado, pero las palabras
y los modales del cura aquel le ofendieron hasta tal punto, que ni
siquiera prestó atención a la última frase que dijo. Le vinieron a la
mente los viejos rencores y antagonismos y, por un momento, casi
perdió los estribos.
—¡Tonterías! —le interrumpió con una risa forzada—. Unsinn!
Siento tener que contradecirle, caballero, pero yo fui alumno de ese
colegio. No había nada que se le pudiera comparar. Me resulta
increíble que pueda haber ocurrido algo lo bastante grave como para
que haya... para que haya... perdido su carácter. La devoción de los
Hermanos no tenía parangón posible, era...
Bruscamente dejó sin concluir la frase; se había dado cuenta de
que había subido en exceso el tono de voz y temía que el hombre que
se sentaba en el otro extremo de la mesa entendiera el alemán. En
ese mismo instante, alzó la vista y se encontró con la mirada fija de
los ojos de aquel tipo. Tenían un brillo muy especial. Eran unos ojos
fascinantes y, sin que alcanzara muy bien a explicárselo, le pareció
adivinar en aquella mirada una expresión de reproche y de
advertencia. El rostro de aquel desconocido le impresionó vivamente.
Por primera vez se percató de que era uno de esos rostros en cuya
presencia se procura no decir o hacer nada que resulte impropio. No
entendía cómo no le había llamado antes la atención.
En cualquier caso, Harris lamentó no haberse mordido la lengua
en vez de dejarse llevar por su apasionamiento. El cura no volvió a
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dirigirle la palabra. Tan sólo en una ocasión, tras alzar la mirada, dijo
como hablando para sí, pero con la clara intención de que se le oyera:
—Lo encontrará cambiado. —Y al momento se levantó de la mesa,
hizo una inclinación dirigida a los dos huéspedes y se retiró.
Al otro extremo de la mesa el hombre del traje de tweed también
se levantó, y Harris se quedó solo en el comedor.
Permaneció un rato en aquella sala en penumbra, bebiendo el
café a pequeños sorbos y fumando un buen puro, hasta que apareció
la doncella para encender las lámparas de aceite. Estaba enfadado
consigo mismo por haber dejado a un lado sus buenos modales,
aunque no llegaba a explicarse por qué había ocurrido. Pensó que
seguramente le había molestado que el cura, aún sin querer, hubiera
introducido una nota discordante en el carácter placentero de sus
sueños. Más adelante tendría que buscar la ocasión de pedirle
disculpas pero, de momento, estaba demasiado impaciente por dar un
paseo hasta su viejo colegio y, tras coger su bastón y su sombrero,
salió de la casa de huéspedes.
Al cruzar por delante de la Gasthaus, vio al cura y al hombre del
traje de tweed. Estaban tan enfrascados en su conversación que
apenas si se fijaron en él cuando pasó a su lado y se descubrió para
saludarles.
Emprendió la marcha a buen paso. Recordaba perfectamente el
camino y tenía la esperanza de llegar al pueblo a tiempo de charlar un
rato con alguno de los Hermanos. A lo mejor hasta le invitaban a
tomar una taza de café. Estaba seguro de que sería bien recibido y,
una vez más, los viejos recuerdos se apoderaron de él. No había
ninguna prisa en volver, podía regresar a la hora que quisiera.
Serían un poco pasadas las siete, y el temprano anochecer del
mes de octubre venía acompañado de un aire frío que parecía brotar
de los lugares más recónditos del bosque. Nada más cruzar el claro
donde se encontraba la estación de tren, el camino comenzaba a
hundirse en la espesura y, al cabo de pocos minutos, Harris avanzaba
ya rodeado por todas partes de árboles. El sonido de sus botas moría
al chocar contra aquellos millones de abetos en prieta formación sin
devolverle ningún eco. Reinaba una oscuridad casi completa que a
duras penas permitía distinguir el tronco de un árbol del de otro.
Caminaba con paso rápido, impulsándose con el balanceo de su bastón
de madera de acebo. En una o dos ocasiones se cruzó con campesinos
que regresaban a sus casas; el sonido gutural de su saludo, Grüss
Got, que hacía tanto que no escuchaba, contribuía a poner de relieve
el paso del tiempo y, a la vez, le hacía sentir que nada había
cambiado. Su mente se poblaba de nuevos grupos de imágenes y las
figuras de sus antiguos compañeros volvían a surgir del bosque y
caminaban a su lado susurrándole al oído historias de los tiempos
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pasados.
Los ensueños se sucedían unos a otros sin interrupción. Conocía
cada curva del camino, cada claro del bosque y, a su vez, todos y cada
uno de ellos, hacían que los viejos recuerdos cobraran vida. Estaba
disfrutando intensamente de aquel paseo.
Proseguía su marcha sin detenerse ni un momento. Al salir la
luna, el fino polvo dorado que cubría el cielo desapareció y un viento
de un tenue color plateado se fue extendiendo silencioso entre la tierra
y las estrellas. Se fijó en el resplandor de las copas de las abetos y
escuchó cómo susurraban cuando la brisa mecía sus afiladas hojas en
dirección a la luz. El dulzor del aire de montaña era embriagador. El
camino brillaba como la espuma de un río que corriera entre tinieblas.
Las mariposas nocturnas revoloteaban por doquier como pensamientos
silenciosos que se cruzaran en su camino y, desde las cavernas del
bosque, cientos de aromas saltaban la barrera de los años para darle
la bienvenida.
Entonces, cuando menos lo esperaba, los árboles desaparecieron
bruscamente de ambos lados del camino y se encontró al borde del
claro del pueblo.
Aceleró el paso. Allí estaban las siluetas de las mismas casas de
siempre, bañadas de una capa de luz plateada; también los árboles de
la placita central, con su fuente y sus pequeñas alfombras de césped;
allí se alzaba la figura de la iglesia junto al Gasthof der
Brüdergemeinde; y al divisar un poco más allá, elevándose
oscuramente hacia el cielo, la imponente mole del edificio del colegio,
sintió un escalofrío. Como una fortaleza, cúbica y formidable, emergía
frente a él, surcada por las profundas sombras del claro de luna, tras
un silencio de más de un cuarto de siglo.
Cruzó rápidamente la calle desierta del pueblo y se paró junto a la
sombra que proyectaba el edificio para contemplar aquellos muros
que, en tiempos, le tuvieron preso durante dos años... dos años
ininterrumpidos de disciplina y de nostalgia del lejano hogar. En su
mente se agolpaban las imágenes y los recuerdos; en aquel lugar se
concentraban las sensaciones más intensas de su juventud, pues era
allí donde había empezado a vivir y a aprender el valor de las cosas. Ni
un solo paso rompía el silencio, aunque tras las ventanas de muchas
de las casas se distinguía un parpadeo de luces. Sin embargo, al alzar
la vista hacia los altos muros envueltos en sombras, no le costó nada
imaginarse que un tumulto de rostros conocidos se apretujaban en las
ventanas para darle la bienvenida; ventanas cerradas que, en realidad,
tan sólo reflejaban la luz de la luna y el resplandor de las estrellas.
Aquí estaba, por fin, el viejo edificio del colegio, aislado del
mundo tras sus cuatro muros; con los postigos cerrados, la empinada
cubierta de tejas y sus aguzados pararrayos apuntando al cielo desde
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sus cuatro esquinas cual negras garras. Se quedó un buen rato
mirando ensimismado y, de pronto, advirtió con alegría que aún había
luz en las ventanas del Bruderstube.
Abandonó el camino y atravesó la verja. Subió luego el tramo de
doce escalones, y se plantó frente a la oscura puerta de madera que
guarnecían pesadas barras de hierro. Poseído de un deleite casi
infantil, contemplaba ahora con ternura aquella puerta que
antiguamente detestara y temiera con el odio y la pasión de un alma
cautiva.
Un tanto cohibido, tiró de la cuerda y se estremeció de emoción al
escuchar cómo se propagaba el repique de la campana por el interior
del edificio. Aquel sonido, hace tanto olvidado, le hizo evocar el pasado
con tal realismo, que se puso literalmente a temblar. Era como la
campana mágica de los cuentos que levanta el telón del Tiempo,
convocando a los habitantes del reino de las sombras. Le embargaba
un sentimentalismo que nunca antes había experimentado. Era como
volver a ser joven. Pero, a la vez, comenzaba a formarse una imagen
falaz de su propia valía. Al fin y al cabo era todo un personaje que
venía de un mundo donde lo que contaba era la acción y la lucha,
¿acaso no causaría una gran impresión en aquella pequeña comunidad
entregada a sus sueños de paz?
—Probaré de nuevo —pensó, tras una larga pausa, y volvió a
coger la cuerda de la campana. Se disponía ya a tirar de ella, cuando
oyó pasos que se acercaban por el pasillo de piedra; un instante
después la enorme puerta se abría pesadamente.
Un hombre alto, de semblante adusto, se encontraba frente a él
mirándole en silencio.
—Le ruego que me disculpe, ya sé que es un poco tarde —dijo con
un tono un tanto afectado—, pero soy un antiguo alumno de la
escuela. Acabo de llegar y no he podido resistir la tentación. Tenía
tanto interés... Estuve aquí en el setenta. —Su alemán no le salía tan
fluido como de costumbre.
Entonces, aquel hombre abrió más la puerta, y haciendo una
reverencia, le invitó a pasar con una sonrisa que indicaba a las claras
que era bienvenido.
—Soy el hermano Kalkmann —dijo con voz grave en un tono muy
bajo—. Precisamente yo fui maestro en la escuela por aquellos años.
Siempre es un placer recibir a un antiguo alumno. —Durante unos
segundos le miró con gran atención y después añadió:
—Además creo que ha hecho usted muy bien en venir, pero que
muy bien.
—Para mí es un auténtico placer —respondió Harris encantado con
el recibimiento.
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Aquel pasillo, pavimentado de losas grises y envuelto en
penumbra, donde resonaba el eco tan familiar de una voz alemana,
con la peculiar entonación que ponían los Hermanos al hablar, le hacía
flotar en la atmósfera de ensueño de unos días hace tiempo olvidados.
Entró muy a gusto en el edificio, y el atronador ruido de la puerta al
cerrarse, que tan bien recordaba, acabó de redondear la perfecta
reconstrucción del pasado. Casi volvió a experimentar la vieja
sensación de encarcelamiento, de dolorosa nostalgia, de haber perdido
la libertad.
A Harris se le escapó sin querer un suspiro y se volvió hacia su
anfitrión, que tras devolverle levemente la sonrisa que le había
dirigido, comenzó a abrir la marcha a lo largo del pasillo.
—Los muchachos ya se han recogido —le explicó—. Como
recordará, aquí nos acostamos temprano. Pero confío que al menos se
una a nosotros un momento en la Bruderstube para tomar una taza de
café.
Eso era justo lo que esperaba el comerciante en sedas, que trató
de atenuar la excesiva presteza en aceptar la invitación, adornándola
con sus mejores modales.
—Y mañana —prosiguió el Hermano—, tiene usted que volver y
pasar todo un día con nosotros. Puede incluso que encuentre a algún
viejo conocido; varios alumnos de su promoción han vuelto a la
escuela como maestros.
Durante una fracción de segundo, cruzó por los ojos de aquel
hombre una mirada que hizo que el visitante se sobresaltara. Pero fue
visto y no visto. Era algo indefinible. Harris se convenció de que todo
se debía a una sombra proyectada por una de las lámparas del muro,
delante de la cual acababan de pasar, y se lo quitó de la cabeza.
—Le agradezco enormemente su amabilidad —dijo con cortesía—.
No se imagina usted el placer que me causa volver a visitar este lugar.
¡Ah! —se paró justo delante de una puerta con una mampara de cristal
y trató de escudriñar lo que había en su interior—. Seguro que ésta es
una de las salas de música donde yo solía hacer prácticas de violín.
¡Qué bien lo recuerdo a pesar de los años que han pasado!
El hermano Kalkmann, con una sonrisa benévola, se detuvo para
que su invitado pudiera echar una ojeada.
—¿Siguen teniendo la orquesta de muchachos? Me acuerdo de
que yo tocaba el zweite Geige con ella. El hermano Schliemann dirigía
desde el piano. ¡Caray! Es como si lo estuviera viendo ahora mismo,
con su larga melena negra y... y... —Dejó sin concluir la frase con
brusquedad. De nuevo había visto cruzar por el adusto semblante de
su compañero aquella mirada rara y sombría que, por un instante, le
había resultado extrañamente familiar.
Culto secreto Algernon Blackwood
—Sí, aún seguimos con la orquesta de muchachos —dijo—, pero
siento decirle que el hermano Schliemann... —titubeó un momento y
luego añadió—: El hermano Schliemann falleció.
—Entiendo, entiendo —se apresuró a decir Harris—. No sabe
cuánto lo siento.
Se dio cuenta de que estaba un tanto inquieto, pero no sabía si
atribuirlo a la noticia del fallecimiento de su antiguo profesor de
música o a alguna otra cosa. Echó una mirada al fondo del largo pasillo
que se perdía entre sombras. En la calle y en el pueblo todo le había
parecido mucho más pequeño de como él lo recordaba, pero aquí,
dentro del edificio del colegio, todo le parecía mucho más grande. La
altura y la longitud del pasillo, su dimensión y su amplitud no se
correspondían con la imagen mental que había conservado de él. Sus
pensamientos vagaron soñadores por un instante.
Alzó los ojos y vio el rostro del Hermano, que le observaba con
una sonrisa de paciente indulgencia.
—Está usted poseído por los recuerdos —le comentó con tono
amable; su mirada adusta había adquirido ahora una expresión casi
compasiva.
—Tiene usted razón —respondió el hombre de las sedas—. En
cierto modo, aquélla fue la etapa más importante de toda mi vida.
Aunque entonces la odiara... —vaciló antes de proseguir, no quería
herir los sentimientos del Hermano.
—Según los criterios ingleses resultaría estricto, claro —dijo con
un tono comprensivo que animó a Harris a continuar.
—...sí, en parte era eso, y en parte la incesante nostalgia y la
sensación de soledad que producía el hecho de no poder estar nunca
verdaderamente a solas. Ya sabe que en los colegios ingleses los
muchachos gozan de mucha mayor libertad.
Se fijó que el hermano Kalkmann le escuchaba con mucha
atención.
—Sin embargo, dejó en mí una huella que no me ha abandonado
en toda mi vida —dijo con cierto pudor—, y por la que siempre le
estaré agradecido.
—Ach! Wie so, denn?
—Aquel sufrimiento constante que sentía en mi interior hizo que
me sumergiera en la vida religiosa que practicaban ustedes hasta tal
punto, que todas las energías de mi ser parecían proyectarse hacia la
búsqueda de una satisfacción más profunda, de un lugar donde el
alma pudiera por fin encontrar la paz. Durante los dos años que estuve
aquí ansié acercarme a Dios, seguramente de una forma un tanto
infantil, pero con una intensidad con la que no he vuelto a desear
Culto secreto Algernon Blackwood
ninguna otra cosa. Es más, nunca he llegado a perder del todo la
sensación de paz y de alegría interior que acompañaban a esa
búsqueda. Nunca podré olvidar este colegio y las profundas
enseñanzas que en él aprendí.
Hizo una pausa al terminar su largo discurso y, durante un
instante, se hizo el silencio entre los dos. Harris temía haber hablado
demasiado y no haberse expresado correctamente en aquella lengua
extranjera, y cuando el hermano Kalkmann posó una mano sobre su
hombro, no pudo evitar dar un respingo.
—Sí, es posible que esté demasiado poseído por mis recuerdos —
añadió a modo de disculpa—, pero este pasillo tan largo, las aulas, la
lúgubre puerta de entrada con sus barrotes, en fin, todo esto me toca
una fibra sensible que... que... —No le venían las palabras alemanas;
lanzó una mirada a su compañero, y con una sonrisa y un gesto trató
de explicar lo que sentía. Sin embargo, el Hermano ya había retirado
la mano del hombro de Harris y ahora estaba de espaldas mirando
hacia el fondo del pasillo.
—Claro, claro —dijo el Hermano apresuradamente, sin darse la
vuelta—. Es ist doch selbstverständlich. Todos nos hacemos cargo.
Luego se volvió, y Harris percibió en su semblante una expresión
siniestra que le produjo una sensación muy desagradable. Puede que
fueran de nuevo los juegos de sombras de las dichosas lámparas de
aceite, pues al volver sobre sus pasos por el pasillo, aquella expresión
tétrica desapareció al instante. No obstante, el inglés se quedó con la
impresión de haber dicho algo que había molestado al Hermano, algo
que no había sido de su agrado. Se pararon frente a la puerta del
Bruderstube. Harris se dio cuenta de que se había hecho tarde y que
quizá llevaba ya hablando demasiado rato. Hizo un intento de
marcharse, pero su compañero no quiso ni oír hablar del asunto.
—Tiene que quedarse a tomar un café con nosotros —dijo en un
tono firme que parecía sincero—. Mis colegas estarán encantados de
verle. Incluso puede que alguno de ellos se acuerde de usted.
A través de la puerta llegaba el sonido de las voces de varios
hombres en animada conversación. El hermano Kalkmann hizo girar el
picaporte y entraron en aquella habitación inundada de luz y repleta
de personas.
—Disculpe, ¿su nombre era? —susurró el Hermano, a la vez que
agachaba la cabeza para oír mejor la respuesta—. Creo que todavía no
me ha dicho cómo se llama.
—Harris —dijo el inglés rápidamente mientras entraba. Cruzar
aquel umbral le ponía nervioso, pero atribuyó aquella fugaz inquietud
al hecho de estar transgrediendo la norma más sagrada del lugar, que
castigaba severamente a los muchachos que se acercaran a este
Culto secreto Algernon Blackwood
sanctasanctórum, donde los maestros pasaban sus escasos ratos de
ocio.
—¡Ah sí, claro... Harris! —repitió el Hermano como si recordara el
nombre—. Pase Herr Harris, haga el favor de pasar. Ya verá la
inmensa alegría que produce su visita. La idea de venir aquí ha sido
estupenda, verdaderamente maravillosa.
La puerta se cerró a sus espaldas, y mientras trataba de
acostumbrar su vista a aquel súbito cambio de luz, le pasó
desapercibido lo exageradas que habían sido aquellas palabras. Oyó la
voz del hermano Kalkmann haciendo las presentaciones. Hablaba en
voz muy alta, de hecho, aquel tono de voz le pareció innecesario y
absurdo.
—Hermanos —anunció—, tengo el placer y el privilegio de
presentaros a Herr Harris, de Inglaterra. Acaba de llegar para
hacernos una pequeña visita y ya le he expresado, en nombre de
todos, lo mucho que nos complace tenerle entre nosotros. Fue, como
todos recordáis, alumno del curso del setenta.
Era una presentación muy formal, muy alemana, pero a Harris le
resultó bastante satisfactoria. Le hacía sentirse importante y, además,
le había agradado el detalle que había tenido el Hermano al dar a
entender que le esperaban.
Aquellas figuras vestidas de negro se levantaron y les saludaron
haciendo una inclinación con la cabeza; Harris y Kalkmann
respondieron a su vez con sendas inclinaciones. Todo el mundo se
comportaba con mucha cortesía y refinamiento. La habitación bullía de
personas, la luz, tras la oscuridad del pasillo, le deslumbraba y el
ambiente estaba muy cargado por el humo de los puros. Cogió la silla
que le ofrecieron y se sentó entre dos de los Hermanos, con la vaga
sensación de que sus sentidos no le respondían con la precisión y
agudeza habituales. Se encontraba un tanto aturdido y el hechizo del
pasado hizo presa en él con tal fuerza, que los perfiles del presente
inmediato comenzaron a borrarse y todo pareció menguar hasta
adquirir las dimensiones de un tiempo muy lejano. Era como si hubiera
caído bajo el dominio de un estado de ánimo que venía a ser un
compendio de todos los que había experimentado en su ya olvidada
niñez.
Hizo un gran esfuerzo para tranquilizarse y comenzó a tomar
parte en la conversación, que había vuelto a iniciarse con un animado
murmullo. Lo hizo además encantado, ya que los Hermanos —de los
que habría en aquella pequeña habitación cerca de una docena— le
trataban con unos modales tan exquisitos que no tardaron en hacerle
sentir que era uno más de ellos. Eso le producía un placer muy sutil.
Era como si hubiera salido de un mundo en el que reinaba la codicia, la
vulgaridad y el egoísmo —el mundo del negocio de la seda, los
Culto secreto Algernon Blackwood
mercados y los beneficios— para introducirse en un ambiente más
limpio, donde lo primordial eran los ideales del espíritu y la vida
sencilla y piadosa. Ese sentimiento le cautivaba hasta tal punto, que,
en cierto modo, hacía que contemplara los veinte años en que su vida
había estado centrada en el mundo de los negocios como algo
degradante. Aquella atmósfera iluminada por las estrellas era
demasiado pura, demasiado enrarecida para el mundo en que él se
desenvolvía en la actualidad. Comenzó a hacer comparaciones de las
que no salía muy bien parado: comparaba al pequeño soñador místico
que treinta años atrás había abandonado la austera paz de esta devota
comunidad con el hombre de mundo en que se había convertido desde
entonces; y el contraste le daba escalofríos y le hacía sentir un hondo
arrepentimiento que le llevaba casi a despreciarse a sí mismo.
Echó un vistazo a su alrededor y se fijó en aquellos rostros que
parecían flotar hacia él envueltos en humo; el humo de los cigarros
que tan bien recordaba. Cuánto entusiasmo se apreciaba en ellos, qué
fortaleza y qué placidez transmitían; estaban tocados de esa nobleza
que otorgan las grandes aspiraciones y los propósitos desinteresados.
Uno o dos de ellos le llamaban especialmente la atención, aunque no
sabía muy bien por qué. Casi le fascinaban. Tenían un aire
extremadamente íntegro y severo, y aunque no fuera capaz de
definirlo, percibía también en ellos algo que le resultaba extraña y
sutilmente familiar. Sin embargo, siempre que su mirada se cruzaba
con la de cualquiera de ellos, descubría en sus ojos una expresión
llena de cordialidad y, en algunos casos, incluso un sentimiento de
asombro que parecía encontrarse a medio camino entre la estima y la
deferencia. El respeto por su persona que percibía en todos aquellos
rostros halagaba su vanidad.
Pronto se sirvió el café, preparado por un Hermano de cabello
oscuro que estaba sentado junto al piano y que guardaba un singular
parecido con el hermano Schliemann, el maestro de música de hacía
treinta años. Harris intercambió con aquel hombre las acostumbradas
reverencias cuando tomó la taza de café de sus pálidas manos, que, al
fijarse en ellas, le parecieron las manos de una mujer. El Hermano que
se sentaba a su lado, con quién mantenía una conversación muy
agradable, le ofreció un puro y, al ir a encenderlo, aquel rostro
iluminado por el resplandor de la cerilla le recordó por un momento al
del hermano Pagel, el tutor de su clase.
—Est ist wirklich merkwürdig —dijo Harris—. Hay que ver la de
parecidos que les encuentro, no sé si reales o imaginarios. ¡Es
verdaderamente curioso!
—Sí —respondió aquél, observándole por encima de su taza—, el
hechizo que ejerce este lugar es muy poderoso. Me parece muy
comprensible que los viejos rostros le vengan a la memoria... quién
sabe si hasta borrar los nuestros.
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Ambos rieron encantados. Era muy tranquilizador ver cómo
entendían y sabían apreciar su estado de ánimo. Pasaron después a
hablar del pueblo de la montaña, de su aislamiento, de lo apartado
que estaba de la vida mundana, de lo adecuado que era para la
meditación y el culto y para... cierto tipo de desarrollo espiritual.
—Y este regreso suyo, Herr Harris —dijo el Hermano que tenía a
su izquierda, uniéndose a la conversación—, no sabe usted cuánto nos
agrada. Le tenemos en la más alta estima por haber venido. Le
honramos.
Harris hizo un gesto con el que quería quitarse importancia, y dijo
con un tono un tanto afectado:
—En lo que a mi respecta, me temo que se trata tan sólo de un
placer egoísta.
—No todo el mundo habría tenido el valor —añadió el que se
parecía al hermano Pagel.
—¿Lo dice por los malos recuerdos? —inquirió Harris, algo
confundido.
El hermano Pagel le miró fijamente, sus ojos expresaban de
manera inequívoca su admiración y su respeto:
—Lo que quiero decir es que la mayor parte de los hombres se
aferran con todas sus fuerzas a la vida y es muy poco lo que están
dispuestos a sacrificar por sus creencias.
El inglés se sintió ligeramente incómodo. Le parecía que aquellos
hombres tan respetables estaban exagerando la importancia de su
viaje sentimental. Por otra parte, la conversación empezaba a
resultarle incomprensible. Apenas si podía seguirla.
—La vida mundana todavía tiene algunos atractivos para mí —
respondió con jovialidad, queriendo indicar que aún se encontraba
bastante lejos de la santidad.
—Razón de más para que le honremos por haber venido por
propia voluntad —dijo el Hermano que tenía a su izquierda—, y de una
forma tan incondicional.
A esto siguió una breve pausa, y el comerciante en sedas se sintió
aliviado cuando la conversación tomó unos derroteros de carácter más
general, aunque tampoco pudo dejar de advertir que nunca se alejaba
mucho de los temas de su visita y de las maravillosas posibilidades
que la situación de aislamiento del pueblo ofrecía a los hombres que
deseaban desarrollar sus potencias espirituales y practicar los ritos de
un culto más elevado. Otros Hermanos se fueron uniendo al pequeño
grupo; alababan su dominio de la lengua y le hacían sentirse a sus
anchas, aunque a la vez, un tanto incómodo por la desmedida
admiración que le profesaban. Al fin y al cabo, su viaje sentimental
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tampoco era para tanto.
El tiempo pasaba volando; el café era excelente, los puros muy
suaves, y justo con aquel sabor a nuez que Harris tanto apreciaba.
Finalmente, temiendo haber abusado en exceso de la hospitalidad de
los Hermanos, se levantó de mala gana para despedirse. Pero los
demás no querían ni oír hablar del tema. Rara era la ocasión en que un
antiguo alumno volvía a visitarles con tanta naturalidad y sencillez. La
noche era joven. Si era necesario ya le harían un hueco en el gran
Schlafzimmer del piso de arriba. No les costó mucho convencerlo de
que se quedara un poco más. En cierto modo se había convertido en el
centro de aquella pequeña celebración. Se sentía contento, halagado,
honrado.
—Además, quizá el hermano Schliemann quiera tocar algo para
nosotros... ahora.
Era Kalkmann quien había hablado, y Harris dio un respingo bien
patente al oír ese nombre y ver a aquel hombre de negra melena que
se sentaba junto al piano darse la vuelta y sonreírle. Schliemann era el
nombre de su viejo maestro de música, que ya había fallecido. ¿Sería
acaso su hijo? Eran casi idénticos.
—Si el hermano Meyer no ha acostado todavía su violín Amati le
haré el acompañamiento —dijo el músico con un tono insinuante,
mientras miraba a un hombre en el que Harris no se había fijado hasta
entonces y que, se dio cuenta, era el vivo retrato de un antiguo
maestro que respondía a ese mismo nombre.
Meyer se puso de pie y se excusó con una ligera reverencia y, en
aquel momento, el inglés notó que hacía un gesto muy peculiar; era
como si, detrás del alzacuellos, su cabeza no estuviera bien unida al
resto del cuerpo y temiera que se le fuera a desprender. Ese
movimiento era típico del viejo Meyer. Recordaba que los muchachos
solían imitarlo.
Su mirada fue pasando rápidamente de uno a otro rostro; tenía la
sensación de que un proceso silencioso e invisible estaba alterando
todo lo que le rodeaba. No había ni una sola cara que no le resultara
extrañamente familiar. Pagel, el hermano con el que había estado
hablando, era la viva imagen del otro Pagel, el tutor de su clase; y
Kalkmann —por primera vez lo veía claro— bien podría haber sido el
hermano gemelo de otro maestro, cuyo nombre no recordaba, pero al
que tenía mucha manía en los viejos tiempos. Los rostros de todos los
hermanos que le miraban a través de aquel ambiente cargado de
humo eran los mismos que había conocido y con los que había
convivido hacía mucho tiempo: Röst, Fluheim, Meinert, Rigel, Gysin.
Sus sentidos habían despertado de pronto, y se puso a observar
atentamente aquellos rostros: en todos veía, o creía ver, extraños
parecidos, semejanzas fantasmales, o más bien, unos rostros idénticos
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a los de años atrás. Aquí estaba ocurriendo algo raro, algo que no
encajaba, algo que le producía una gran inquietud. Trató de quitarse
aquella idea de la mente con una brusca sacudida de la cabeza, y al
lanzar una bocanada de aire que disipó el humo que flotaba frente a
sus ojos, advirtió con consternación que todos tenían la mirada
clavada en él. Le estaban observando.
Aquella circunstancia hizo que recuperara el sentido común. En su
calidad de inglés y de extranjero, no quería mostrarse mal educado o
hacer cualquier tontería que llamara la atención y estropeara la
armonía que había reinado en la velada. Era un invitado y, además, un
invitado de honor. Por otro lado, la música había empezado. Los largos
dedos pálidos del hermano Schliemann acariciaban ya el teclado del
piano.
Se arrellanó en su asiento y continuó fumando, pero mantuvo los
ojos entornados para no perder detalle de lo que ocurría.
Sin embargo, aquel estremecimiento ya se había instalado en su
ser y, sin que pudiera hacer nada para evitarlo, no dejaba de
repetirse. Al igual que una ciudad asentada en el curso alto de un río
siente la presión del lejano mar, Harris notaba que una serie de
fuerzas poderosas, provenientes de algún lugar que le era del todo
desconocido, trataban de imponerse a su alma en aquella pequeña
habitación llena de humo. Comenzaba a sentirse verdaderamente
inquieto.
A medida que el sonido de la música se iba expandiendo por la
habitación, su mente comenzó a despejarse. Era como si se hubiera
descorrido un velo que hasta entonces había oscurecido su visión. Las
palabras del cura en la posada de la estación le vinieron a la memoria:
«lo encontrará cambiado». Y también, aunque no alcanzara a
explicarse por qué, vio mentalmente los ojos enérgicos y fascinantes
del otro huésped que había en el comedor; el hombre que había oído
su conversación y al que, más tarde, había visto hablando muy
seriamente con el cura. Sacó su reloj y lo miró con disimulo. Llevaba
allí dos horas. Ya eran las once.
Entretanto, Schliemann, totalmente absorto en su música, había
iniciado un compás solemne. El piano sonaba a las mil maravillas. La
fuerza de unas convicciones profundas, la naturalidad del gran arte, la
esencia del mensaje espiritual de un alma que se ha encontrado a sí
misma; todo esto, y mucho más, estaba presente en aquellos acordes
y, sin embargo, aquella música tenía algo que sólo se podía calificar de
impuro, atroz y diabólicamente impuro. La pieza misma, aunque Harris
no la reconoció, era sin duda la música de una misa: enorme,
mayestática, ¿lúgubre? Se esparcía amenazadora por la habitación
llena de humo a un ritmo lento y poderoso. Era como si una presencia
imponente, a la par que profundamente íntima, se estuviera abriendo
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camino y, al hacerlo, dejara marcada en todos y cada uno de los
rostros de los presentes la huella de las enormes fuerzas de las que
era el símbolo audible. Los semblantes de aquellos hombres habían
adquirido una expresión siniestra, pero aquel matiz siniestro no era
algo meramente pasivo o negativo, tras sus sombrías expresiones se
escondía algún propósito. De pronto recordó el semblante del hermano
Kalkmann en el pasillo aquella tarde. Los motivos que alentaban en lo
más secreto de sus almas se reflejaban ahora con toda nitidez en sus
ojos, en sus bocas, en sus frentes, como los negros estandartes de
una asamblea de criaturas desventuradas y perdidas. Demonios... fue
la horrible palabra que le cruzó por la mente como un relámpago.
Cuando tuvo aquella súbita revelación, Harris perdió el control.
Sin pararse a pensar o a ponderar lo insólito de aquella idea, hizo algo
que era a la vez muy estúpido y perfectamente natural. Impulsado de
pronto por una tensión irresistible que le impelía a actuar se levantó
de un salto... y se puso a gritar. Para su propio asombro estaba de pie
chillando con todas sus fuerzas.
Pero nadie se movió ni un ápice. Aparentemente no habían
prestado la más mínima atención a aquel comportamiento absurdo y
desmedido. Era como si nadie, aparte de él, hubiera escuchado el
grito, como si la música lo hubiera ahogado y engullido; en definitiva,
como si no hubiera gritado tan alto como él creía o, simplemente, no
hubiera gritado.
Entonces, mientras miraba a aquellos rostros impasibles y
sombríos, sintió que un frío helador le recorría todo el cuerpo hasta
llegar a su propia alma. Todas sus emociones se enfriaron de pronto,
retirándose como la marea al bajar. Volvió a sentarse, avergonzado y
enfadado consigo mismo por aquel comportamiento, más propio de un
loco o de un chiquillo. Entretanto, de los pálidos dedos del hermano
Schliemann, semejantes a pequeñas serpientes, seguía fluyendo la
música, como un vino envenenado vertido a través de las
extravagantes formas de los cuellos de las vasijas de la antigüedad.
Y al igual que hacían todos los demás, Harris lo fue absorbiendo.
Trató de convencerse a sí mismo de que había sido víctima de una
especie de alucinación y puso el máximo empeño en controlar sus
sentimientos. En aquel momento la música cesó. Todos aplaudieron y
comenzaron de inmediato a hablar, a reír, a cambiarse de sitio, a
acercarse a felicitar al músico, comportándose con toda naturalidad y
desenvoltura como si nada extraño hubiera ocurrido. Sus rostros
volvían a ser normales. Los Hermanos se arremolinaban en torno a su
invitado, que se unió a la conversación e incluso se oyó a sí mismo
felicitando al dotado pianista.
Pero, al mismo tiempo, se iba acercando poco a poco hacia la
puerta, cada vez más y más cerca, cambiando de silla siempre que le
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era posible y procurando unirse a los grupos que se encontraban más
próximos a la vía de escape.
—Quisiera darles las gracias tausendmal por esta pequeña
recepción y por el gran placer que me ha causado y lo honrado que me
he sentido —comenzó a decir, finalmente, con decisión—, pero me
temo que ya he abusado bastante de su hospitalidad y, además, aún
me queda un largo trecho que andar hasta la pensión.
Sus palabras fueron recibidas con un coro de protestas. No
querían ni oír hablar de su partida, al menos, no antes de que hubiera
compartido con ellos un pequeño refrigerio. Sacaron pumpernickel de
un armario, pan de centeno y salchichas de otro, y todos se pusieron
de nuevo a charlar y a comer. Se preparó más café, se encendieron
nuevos puros y el hermano Meyer sacó su violín y comenzó a afinarlo
suavemente.
—Siempre habrá alguna cama libre en el piso de arriba, si a Herr
Harris le parece bien —dijo uno.
—Y además, es difícil salir ahora que todas las puertas están ya
cerradas —dijo otro lanzando una risotada.
—Aceptemos los pequeños placeres según nos llegan —gritó un
tercero—. El hermano Harris tiene que comprender lo mucho que nos
honra con su última visita.
Pusieron docenas de excusas. Todos reían como si la cortesía de
sus palabras fuera una mera formalidad que ocultara levemente —
cada vez más levemente— un significado muy distinto.
—Y ya se acerca la medianoche —añadió el hermano Kalkmann,
luciendo una sonrisa encantadora, pero con un tono de voz que al
inglés le hizo pensar en el chirrido de unos goznes.
Cada vez le costaba más comprender el alemán que hablaban
aquellos hombres. Se había fijado en que le habían llamado Hermano,
como si le consideraran ya uno de los suyos.
De repente lo vio claro, y sintió un escalofrío al darse cuenta de
que durante todo aquel tiempo había estado interpretando de una
manera errónea, completamente errónea, lo que decían. Habían
hablado de la belleza del lugar, de su aislamiento, de lo apartado que
estaba del mundo, de lo adecuado que era para cierto tipo de
desarrollos y devociones espirituales; pero ahora se percataba de que
el sentido que daban a aquellas palabras no era ni mucho menos el
que él había interpretado. Se referían a cosas muy distintas. Sus
poderes espirituales, su deseo de soledad, su pasión por el culto, no
eran los poderes, la soledad ni el culto en los que él pensaba. Estaba
desempeñando un papel en una horrible mascarada, se hallaba entre
hombres que se ocultaban bajo el manto de la religión para poder
llevar a cabo sus verdaderos propósitos lejos de las miradas
Culto secreto Algernon Blackwood
indiscretas.
¿Qué significaba todo aquello? ¿Cómo era posible que se hubiera
metido por error en una situación tan equívoca? ¿Pero, había sido un
error? ¿No sería más bien que le habían conducido a ella de una forma
deliberada? Sus pensamientos eran cada vez más confusos y
comenzaba a perder la confianza en sí mismo. ¿Y, por qué —volvió a
pensar— les impresionaba tanto el mero hecho de que hubiera venido
a visitar el colegio? ¿Qué había de admirable en algo tan trivial? ¿Por
qué le daban tanta importancia a que hubiera tenido «el valor de
venir», a haberse «ofrecido tan libre, tan incondicionalmente» como
uno de ellos había dicho con tal exageración que parecía más bien una
burla?
El miedo había hecho presa en su corazón de una forma horrible y
no encontraba respuesta a ninguno de aquellos interrogantes. Sólo
había una cosa que ahora le parecía muy clara: tenían la intención de
que no saliera de allí. No estaban dispuestos a dejarle marchar. A
partir de aquel momento se dio cuenta de que eran siniestros,
temibles y que, de un modo que aún no había conseguido descubrir,
representaban una amenaza para su persona, para su propia vida. La
frase que había dicho uno de ellos hacía no mucho —«su última
visita»— le vino a la cabeza escrita con caracteres de fuego.
Harris no era un hombre de acción, y a lo largo de toda su carrera
profesional nunca se había visto en una situación de verdadero peligro.
No es que fuera un cobarde, pero sí una persona cuyo temple aún no
había sido puesto a prueba. Por fin se había dado perfecta cuenta de
que su situación era muy delicada y que se las tenía que ver con unos
hombres que estaban dispuestos a todo. Sin embargo, tan sólo se
hacía una vaga idea de cuáles pudieran ser sus intenciones. Su mente
estaba demasiado ofuscada para poder razonar con claridad, se
limitaba a dejarse guiar ciegamente por su instinto. En ningún
momento llegó a pensar que los Hermanos pudieran haberse vuelto
locos o que fuera él mismo quien hubiera perdido temporalmente el
juicio y se hallara bajo los efectos de algún tipo de delirio. Lo cierto es
que su mente estaba en blanco, de lo único que estaba seguro era de
que tenía que escapar de allí... y cuánto antes mejor. Sus sentimientos
habían sufrido un cambio brusco y ahora le dominaban por completo.
En consecuencia, abandonó de momento cualquier intento de
rebeldía. Comió pumpernickel y bebió café, mientras hablaba con los
demás de la forma más natural y correcta de que fue capaz y, cuando
lo creyó oportuno, se puso en pie y les anunció una vez más que ya
era hora de marcharse. Habló muy pausadamente pero con un tono
decidido. Nadie que le hubiera escuchado habría albergado la más
mínima duda de que hablaba muy en serio. En aquel instante se
encontraba ya muy cerca de la puerta.
Culto secreto Algernon Blackwood
—No saben cuanto lamento —dijo, con su mejor alemán, a una
habitación que le escuchaba en completo mutismo— que nuestra
encantadora velada tenga que concluir, pero creo que ha llegado la
hora de que me despida de ustedes deseándoles las buenas noches. —
Entonces, en vista de que nadie decía nada, añadió, aunque en esta
ocasión un tanto más dubitativo—: Y quiero que sepan que les
agradezco de todo corazón su hospitalidad.
—Muy al contrario —respondió Kalkmann de inmediato,
levantándose de su silla y haciendo caso omiso de la mano que Harris
había extendido para detenerle—, somos nosotros los que tenemos
que darle a usted las gracias, y lo hacemos con toda sinceridad y
gratitud.
En aquel preciso momento, cerca de media docena de Hermanos
se plantaron entre Harris y la puerta.
—Es usted muy amable al decir eso —respondió Harris con toda la
firmeza de que fue capaz, tras advertir de soslayo el movimiento que
acababa de producirse—, pero de verdad que no entiendo por qué les
complace tanto esta visita que he hecho un poco por casualidad.
Avanzó entonces un paso más hacia la puerta, pero el hermano
Schliemann cruzó rápidamente la habitación y se puso delante de él.
Su postura indicaba que no tenía intención de moverse de ahí. En su
rostro se dibujaba una expresión sombría y terrible.
—Pero usted no ha venido aquí por casualidad, hermano Harris —
dijo en voz muy alta para que sus palabras se oyeran en toda la
habitación—. Confío en que no habremos interpretado erróneamente
su presencia aquí —añadió, arqueando sus negras cejas.
—No, no —se apresuró a responder el inglés—. Estaba... estoy
encantado de encontrarme entre ustedes. No me interpreten mal, se lo
ruego. —Su voz titubeaba un poco y le costaba encontrar las palabras.
Además, también le costaba cada vez más entender las palabras que
ellos usaban.
—Claro que no nos hemos equivocado —intervino el hermano
Kalkmann con su férrea voz de bajo—. Usted ha regresado imbuido de
un espíritu de auténtica y generosa devoción. Se ofrece usted
libremente y todos lo valoramos. Son precisamente su disposición y su
nobleza las que han hecho que se gane usted nuestro respeto y
veneración. —Un leve murmullo de aprobación se extendió por toda la
habitación—. Lo que más nos complace a todos —y lo que le
complacerá más sin duda a nuestro gran Maestro— es que usted se
haya ofrecido de manera espontánea y voluntaria como...
Empleó una palabra que Harris no comprendió: Opfer. El inglés,
totalmente desconcertado, se puso a darle vueltas a la cabeza en
busca de la traducción de aquella palabra, pero fue inútil. Aunque le
Culto secreto Algernon Blackwood
hubiera ido la vida en ello no habría podido recordar su significado. Sin
embargo, a pesar de ser incapaz de encontrar su traducción, aquella
palabra le había helado el corazón. Aquello era peor, mucho peor, que
todo lo que había imaginado. Se sentía perdido, desvalido y, a partir
de aquel instante, toda su capacidad de lucha se desvaneció.
—Es magnífico que de forma voluntaria acceda a ser... —añadió
Schliemann, mientras se desplazaba furtivamente hasta su lado, con
un mirada lasciva en su semblante. Había vuelto a utilizar la misma
palabra: Opfer.
¡Dios bendito, qué podía significar todo aquello! ¡Ofrecerse a sí
mismo! ¡Auténtico espíritu de devoción! ¡De forma voluntaria!
¡Generosa! ¡Magnífico! ¡Opfer, Opfer, Opfer! ¿Dios del cielo, qué podía
significar esa extraña y misteriosa palabra que le llenaba de espanto el
corazón?
Hizo un heroico esfuerzo por mantener su presencia de animo y
controlar sus nervios. Se dio la vuelta y vio que el rostro de Kalkmann
tenía una palidez de muerte. ¡Kalkmann! Sabía lo que quería decir
aquel nombre. Kalkmann significaba: hombre de caliza; sí, eso lo
sabía, ¿pero qué significaba Opfer? Ésa era la verdadera clave de la
situación. Un torrente de palabras fluía por su mente desordenada:
palabras poco frecuentes que quizá sólo había oído una vez en la vida,
pero el significado de Opfer, un término de uso común, se le escapaba
totalmente. ¡Qué cruel sarcasmo!
Entonces Kalkmann, pálido como un cadáver, pero con un
semblante duro como el hierro, dijo en voz baja unas palabras que
Harris no consiguió entender, e inmediatamente, los Hermanos que se
encontraban junto a la pared bajaron la luz de las lámparas hasta que
la habitación se quedó casi a oscuras. En aquella penumbra Harris
apenas si alcanzaba a distinguir sus rostros y sus movimientos.
—Ha llegado la hora —oyó, justo detrás de él, la voz grave de
Kalkmann expresándose con tono implacable—. Ya casi es
medianoche. Preparémonos. ¡Ya viene! ¡El hermano Asmodelius viene!
—Su voz parecía entonar un canto.
El sonido de aquel nombre, por alguna razón inexplicable, era
terrible, absolutamente terrible. Harris se puso a temblar de los pies a
la cabeza al oírlo. En el momento de pronunciarlo el aire había
retumbado levemente y se había hecho el silencio en toda la
habitación. Sintió alrededor de él unas fuerzas que transformaban lo
normal en algo espantoso, y un miedo atroz le recorrió todo su ser
llevándole al borde del colapso.
¡Asmodelius! ¡Asmodelius! Aquel nombre le horrorizaba. Ya sabía
a quién hacía referencia y cuál era el significado que se ocultaba tras
el sonido de aquella poderosa palabra. En aquel preciso instante supo
también el significado de la palabra que había sido incapaz de
Culto secreto Algernon Blackwood
recordar. La transcendencia de la palabra Opfer se le reveló a su alma
con un mensaje de muerte.
Pensó hacer un último intento desesperado de alcanzar la puerta,
pero la debilidad de sus rodillas, que no paraban de temblar, y la fila
de figuras negras que se interponían entre él y su objetivo, le
disuadieron de inmediato. Habría gritado pidiendo auxilio, pero al
recordar el inmenso vacío del edificio y la soledad de su
emplazamiento, comprendió que no obtendría ninguna ayuda por esa
vía, de modo que no abrió la boca. Permaneció inmóvil, sin hacer nada
y, sin embargo, sabía muy bien lo que le esperaba.
Dos Hermanos se le acercaron y le cogieron del brazo con mucha
delicadeza.
—El hermano Asmodelius le acepta —le susurraron—. ¿Está listo?
Entonces recuperó el habla y trató de decir algo:
—¿Pero qué tengo que ver yo con ese tal hermano As... Asmo...?
—tartamudeó, mientras un torrente de palabras pugnaban por salir en
vano del cerco de su titubeante lengua.
Sus labios se negaban a pronunciar aquel nombre. No sabía
pronunciarlo como hacían los demás. Le era del todo imposible. La
sensación de hallarse indefenso entró en su fase más aguda; su
incapacidad para decir aquel nombre hizo que su mente volviera a
sumirse en una horrible confusión y entró en un estado de máximo
nerviosismo.
—Vine aquí para hacer una visita amistosa —trató de decir con un
gran esfuerzo, pero oyó con espanto cómo su voz decía algo muy
distinto, utilizando precisamente la misma palabra que los demás
habían usado—. Vine aquí por propia voluntad como Opfer —se oyó
decir— y estoy plenamente dispuesto.
Ya no había salvación posible. No sólo su mente, sino también sus
músculos habían dejado de obedecerle. Tenía la sensación de hallarse
vacilando en los confines de un mundo fantasmal o demoníaco, cuyo
amo y señor respondía al nombre que habían pronunciado y en el cual
aquella palabra constituía la suprema expresión del poder.
Todo lo que vio y oyó a partir de entonces le pareció una
pesadilla.
—En la penumbra que oculta toda verdad, preparémonos para el
culto y la devoción —salmodió Schliemann, que le había precedido
hasta el fondo de la habitación.
—Envueltos en las brumas que protegen nuestros rostros de la
presencia del Negro Trono, preparemos a la víctima voluntaria —
respondió la voz grave de Kalkmann.
Todos alzaron los rostros y permanecieron a la escucha. Entonces
Culto secreto Algernon Blackwood
el aire retumbó con un estruendo similar al de un potente proyectil que
llegara desde una lejanísima distancia; era un sonido impresionante,
prodigioso. Las paredes de la habitación temblaron.
—¡Ya viene! ¡Ya viene! ¡Ya viene! —entonaron todos los Hermanos
a coro.
El estruendo se fue apagando; una atmósfera de quietud y un frío
glacial se extendieron sobre la habitación. Entonces Kalkmann, con
una expresión de extrema severidad, se dio la vuelta en la penumbra y
se puso de cara a los demás.
—Asmodelius, nuestro Gran Hermano, está entre nosotros —gritó
con su voz férrea en la que, sin embargo, se apreciaba un cierto
temblor—. Asmodelius está entre nosotros. Disponedlo todo.
Siguió luego una pausa durante la cual todos permanecieron
inmóviles y sin decir nada.
Un Hermano muy alto se acercó al inglés, pero Kalkmann le
sujetó la mano.
—No le tapéis los ojos —dijo—, en señal de reconocimiento a su
entrega voluntaria. —En aquel momento Harris se dio cuenta, con
horror, de que ya tenía las manos atadas a los costados.
El Hermano se retiró en silencio y, poco después, todas las formas
que le rodeaban se postraron de rodillas y sólo quedó él en pie.
Mientras se arrodillaban, con voces apagadas en las que se mezclaba
la reverencia y el temor, empezaron a entonar suavemente el nombre
odioso y terrible del Ser cuya aparición esperaban de un momento a
otro.
En el otro extremo de la habitación las ventanas parecían haber
desaparecido y en su lugar resplandecían las estrellas. Recortándose
sobre el cielo nocturno surgió a gran altura la silueta majestuosa y
terrible de un hombre. Estaba envuelto en una nube gris de tal manera
que parecía casi una estatua encerrada en una caja de acero. Aún en
su distante esplendor aquella figura resultaba inmensa, imponente,
horrible. Su rostro, aunque rebosaba poderío espiritual, expresaba tal
orgullo y una tristeza tan severa, que Harris, al contemplarlo, sintió
que sus ojos no podrían aguantar su visión y que, en cualquier
momento, su vista le abandonaría y se disolvería en la nada.
Aquella figura que se mantenía suspendida en el aire parecía tan
remota e inaccesible que resultaba imposible determinar su tamaño;
pero, al mismo tiempo, su presencia se sentía tan próxima que,
cuando el resplandor gris de su semblante quebrado, tan poderoso y
tan profundamente triste, se abatió sobre su alma, irradiando como
una negra estrella los poderes de la perversión espiritual, Harris tuvo
la sensación de contemplar un rostro que no se encontraba más lejos
que el de cualquiera de los Hermanos que tenía a su lado.
Culto secreto Algernon Blackwood
Entonces la habitación se llenó de sonidos y comenzó a temblar.
Harris comprendió que se trataba de las voces rotas de todas las
víctimas que le habían precedido a lo largo de los años. Lo primero que
oyó fue un grito breve y agudo, como de un hombre que en su última
agonía tratara desesperadamente de respirar, para acabar
pronunciando, justo antes de expirar, el nombre de su Amo, de aquel
Ser que se regocijaba al oírlo. Luego siguieron los gritos del
estrangulamiento, los jadeos breves y continuos de la asfixia y el
gorgoteo apagado de una garganta oprimida. Los ecos de estos gritos
y de muchos otros resonaban encerrados entre aquellas cuatro
paredes, las mismas en las que Harris, la nueva víctima propiciatoria,
estaba prisionero. Pero más desgarradores aún que los gritos de los
cuerpos destrozados eran los de las almas golpeadas y quebrantadas.
Y mientras los alaridos de aquel espantoso coro subían y bajaban de
intensidad, aparecieron también los rostros de las criaturas
desdichadas y perdidas a las que pertenecían las voces. Contra el telón
de fondo de aquella tenue luz gris, desfilaba en el aire un cortejo de
semblantes pálidos y lastimeros que balbucían palabras dirigidas a él y
parecían hacerle gestos con la mano para que se les uniera como si ya
fuera uno más de ellos.
La gigantesca figura gris, mientras se alzaba el coro de voces y el
pálido cortejo iba pasando de largo, fue descendiendo lentamente del
cielo y se acercó a la habitación donde se encontraban sus fieles y el
prisionero. Harris, en medio de la oscuridad, advirtió junto a él un
movimiento de manos y se dio cuenta de que le estaban poniendo
algo. Sintió el tacto helado de una diadema que le rodeaba la cabeza,
mientras que, en torno a su cintura, por encima de sus manos atadas,
le colocaban una correa muy apretada. Finalmente, sintió alrededor de
su cuello un roce sedoso y suave; no necesitaba una luz más intensa o
un espejo para saber que se trataba de la cuerda del sacrificio... y de
la muerte.
En aquel momento los Hermanos, que seguían postrados en el
suelo, volvieron a entonar aquel canto lastimero a la par que
vehemente y, justo entonces, ocurrió algo extraño. Aunque
aparentemente la enorme figura no se había movido ni había
cambiado de posición, ahora parecía encontrarse dentro de la
habitación, casi a su lado, abarcando todo el espacio que le rodeaba.
Harris había traspasado las fronteras normales del miedo, en su
corazón sólo palpitaba ya el sentimiento de abandono que precede a la
muerte... a la muerte del alma. El pensamiento había dejado de
acuciarle para que intentara escapar. El fin estaba cerca, y lo sabía.
La espantosa salmodia de las voces se alzaba en torno suyo a
oleadas: ¡Adoramos! ¡Veneramos! ¡Ofrecemos! Aquellos sonidos
retumbaban en su oído y rebotaban contra su cerebro sin transmitirle
apenas ningún significado.
Culto secreto Algernon Blackwood
Entonces, aquel majestuoso rostro gris se agachó lentamente
hacia él, y Harris sintió que el alma se le escapaba del cuerpo y se
hundía en el mar de aquellos ojos atormentados. En aquel preciso
momento, una docena de manos le forzaron a ponerse de rodillas. Vio
a Kalkmann alzar el brazo y sintió que la presión en torno a su
garganta se hacía más intensa.
En ese instante terrible, cuando ya había abandonado toda
esperanza y cualquier tipo de ayuda, divina o humana, parecía
descartada, sucedió algo extraordinario. De forma totalmente
inesperada, sin ninguna explicación lógica, ante sus ojos aterrorizados
a punto ya de cerrarse apareció, envuelto en un halo de luz, el rostro
del otro hombre que había compartido mesa con él en la posada de la
estación. La sola imagen mental del rostro sano y enérgico de aquel
inglés le infundió de pronto nuevos bríos.
No había sido más que un destello fugaz que había cruzado su
debilitada visión justo antes de hundirse en una muerte oscura y
terrible y, sin embargo, por alguna razón difícil de explicar, la imagen
de aquel rostro le había llenado de esperanza, haciéndole sentir que su
liberación estaba próxima. Era un rostro que transmitía poder, un
rostro —ahora se daba cuenta— de pura bondad; similar quizá al que
los hombres de la antigüedad vieron en las costas de Galilea: un rostro
capaz de derrotar incluso a los diablos del espacio exterior.
Aunque estaba ya sumido en la desesperación y el abandono, lo
invocó con tono decidido. En aquel momento sobrecogedor recuperó el
habla. Nunca llegó a recordar cuáles fueron las palabras que empleó o
si fueron palabras alemanas o inglesas. No obstante, su efecto fue
instantáneo. Los Hermanos comprendieron y aquella gris Presencia del
mal también comprendió.
Durante un segundo reinó la confusión. Se escuchó un estruendo
ensordecedor. Era como si la tierra entera se hubiera puesto a
temblar. Pero, lo único que Harris recordaría más tarde fue que, en
torno de él, se alzó un clamor de voces presas de una terrible alarma:
—¡Hay un hombre con poder entre nosotros! ¡Un enviado de Dios!
El tremendo ruido que ya oyera antes —aquel tronar de inmensos
proyectiles surcando el espacio— se repitió, y entonces Harris se
desplomó inconsciente sobre el suelo de la sala. Toda la escena se
disipó como el humo que sale de una chimenea al soplar el viento.
A su lado se sentaba la figura menuda y de aspecto nada alemán
del desconocido que viera en la posada, el hombre de los ojos
fascinantes.
Cuando Harris recobró el conocimiento sintió frío. Estaba tumbado
al raso y la fresca brisa que venía de los campos y del bosque le daba
Culto secreto Algernon Blackwood
de cara. Se incorporó un poco y miró a su alrededor. El horror de la
última escena seguía grabado en su mente, pero de todo aquello ya no
quedaba ni rastro. No estaba encerrado entre paredes, no había un
techo sobre él: ya no estaba en una habitación. No había lámparas a
media luz, ni humo de puros, ni las formas oscuras y siniestras de los
adoradores, ni la imponente Figura gris que permanecía suspendida en
el aire más allá de las ventanas.
Se encontraba en un espacio abierto tirado sobre una pila de
ladrillos y argamasa; el rocío empapaba sus ropas y, en lo alto,
brillaban benignas las estrellas. Estaba tumbado, cubierto de
magulladuras, y en un estado de gran agitación, entre los escombros
de un edificio derrumbado.
Se puso en pie y echó una mirada a su alrededor. En la distancia
se extendía el cinturón del bosque, envuelto en sombras y, muy
próximas, se levantaban las siluetas de los edificios del pueblo. Pero, a
sus pies, no había absolutamente nada más que montones de
cascotes; los vestigios de un edificio que hacía mucho que se había
desmoronado. Las piedras estaban ennegrecidas y, sobre los
escombros, se distinguían las líneas que trazaban unas vigas entre
quemadas y podridas. Se encontraba entre las ruinas de un edificio
destruido por el fuego; las ortigas y las malas hierbas que crecían por
todas partes daban testimonio de que se hallaba en ese estado desde
hacía muchos años.
La luna ya se había ocultado tras el bosque circundante, pero la
luz de las estrellas que tachonaban el cielo bastaba para cerciorarse de
la veracidad de lo que contemplaba. Harris, el comerciante en sedas,
rodeado de piedras rotas y quemadas, se puso a temblar.
Súbitamente se percató de una presencia que surgía de entre las
sombras y se ponía a su lado. Forzó la vista y creyó reconocer el rostro
del desconocido de la posada de la estación.
—¿Es usted real? —preguntó con una voz que apenas si le pareció
la suya.
—Soy algo más que real... soy un amigo —replicó el desconocido
—. Le he seguido hasta aquí desde la posada.
Harris se quedó un rato mirándole sin pronunciar palabra. Los
dientes le castañeteaban y el más mínimo ruido le producía un
sobresalto, pero el simple hecho de oír que le hablaban en su propio
idioma y el tono en que había pronunciado aquellas palabras bastaron
para que sintiera un gran alivio.
—Gracias a Dios que también es usted inglés —dijo de forma
incongruente—. Estos demonios de alemanes... —No pudo concluir la
frase y se cubrió los ojos con las manos—. ¿Pero qué ha sido de
ellos... y la habitación y... y. ..? —Se llevó la mano a la garganta y la
Culto secreto Algernon Blackwood
pasó nervioso por el cuello. Lanzó un larguísimo suspiro de alivio—.
¿Todo ha sido un sueño... todo? —dijo con turbación.
Miró ansioso a su alrededor, y el desconocido, dando un paso
adelante, le tomó del brazo.
—Venga —dijo imprimiendo a su voz un tono tranquilizador,
aunque con cierto matiz de orden—, será mejor que nos alejemos de
aquí. La carretera, o incluso el bosque, serán más de su agrado. Ahora
estamos en uno de los lugares más hechizados —más terriblemente
hechizados— de toda la tierra.
Guió el paso titubeante de su compañero por entre aquellos
cascotes en dirección al sendero; las ortigas les pinchaban las manos y
Harris avanzaba a tientas, como un sonámbulo. Cruzaron los
retorcidos barrotes de la verja, y una vez que llegaron al sendero, se
dirigieron hacia la carretera, que brillaba blanca en la noche. Cuando
por fin se hallaron fuera de las ruinas, Harris, ya más sereno, se dio la
vuelta y miró hacia atrás.
—¿Pero, cómo es posible? —exclamó, con voz todavía temblorosa
— ¿Cómo se explica todo esto? Cuando llegué aquí vi el edificio
alumbrado por la luz de la luna. Me abrieron la puerta. Vi aquellas
figuras, oí sus voces y toqué —sí, llegué a tocar— sus mismas manos y
vi sus malditos rostros sombríos, con más claridad aún de como le veo
a usted ahora. —Estaba profundamente aturdido. Seguía dominado
por aquel embrujo hasta el punto de parecerle más real que la vida
normal—. ¿Es que ha sido todo una ilusión?
De repente, las palabras del desconocido, a las que no había
prestado demasiada atención, le vinieron a la mente.
—¿Hechizado? —preguntó, clavando la mirada en el otro—. ¿Ha
dicho usted hechizado? —Se detuvo en medio de la carretera y se
quedó mirando a la oscuridad donde se le había aparecido por primera
vez el edificio de su viejo colegio. Pero el desconocido tiró de él para
que apresurara el paso.
—Será mejor que hablemos de ello cuando estemos más lejos, en
un lugar más seguro —dijo—. Desde que me di cuenta de a dónde se
dirigía abandoné la pensión y comencé a seguirle. Cuando le encontré
eran ya las once de la noche...
—Las once —dijo Harris, agitado por un temblor al recordar lo
ocurrido.
—...le vi caer. Estuve vigilándole hasta que recuperó el sentido
por sí solo y ahora... bien, ahora estoy aquí para llevarle sano y salvo
a la posada. He roto el hechizo, el encantamiento.
—Estoy en deuda con usted, caballero —le interrumpió de nuevo
Harris, que comenzaba a hacerse una idea de por qué aquel hombre se
Culto secreto Algernon Blackwood
mostraba tan amable—, pero no entiendo muy bien lo que ha pasado.
Todavía estoy un tanto aturdido y afectado. —Le castañeteaban los
dientes y sufría violentos espasmos que le recorrían de los pies a la
cabeza. Sin darse cuenta se había aferrado al brazo de su
acompañante. De esta guisa, dejaron atrás los vestigios del pueblo
abandonado y alcanzaron la carretera que, tras cruzar el bosque,
conducía de vuelta a la posada.
—Hace mucho que el edificio del colegio está en ruinas —dijo en
ese momento el hombre que caminaba a su lado—. Los Mayores de la
comunidad ordenaron que lo quemaran hará ya unos diez años. Desde
entonces el pueblo está deshabitado. Sin embargo, continúa
produciéndose un simulacro de los horrendos acontecimientos que
tuvieron lugar bajo ese techo. Las «formas externas» de los
principales protagonistas aún representan allí los terribles hechos que
condujeron a su final destrucción y al abandono de todo el
asentamiento. ¡Eran adoradores del Demonio!
Mientras Harris le escuchaba su frente se iba perlando de gotas de
sudor que no se debían tan sólo a su lento caminar envueltos por el
frescor de la noche. Aunque no había visto a este hombre más que
una vez en su vida, y nunca había intercambiado con él ni una palabra,
su presencia le hacía sentir un grado de confianza y una sutil
sensación de seguridad y bienestar que constituían el mejor efecto
curativo que podía desearse tras la experiencia por la que había
pasado. A pesar de ello, seguía teniendo la sensación de estar
andando en sueños, y aunque no perdía palabra de lo que le decía su
compañero, no fue hasta el día siguiente cuando se dio plena cuenta
de la importancia de lo que le había contado. La presencia sosegada de
aquel desconocido, el hombre de los ojos fascinantes, que ahora más
que verlos los sentía, era como un bálsamo que aliviaba a fondo su
espíritu turbado. El efecto curativo que desprendía la oscura figura que
caminaba a su lado, satisfacía su necesidad más imperiosa, de tal
modo que apenas si se daba cuenta de qué extraño y qué oportuno
había sido que se encontrara en aquel lugar.
El caso es que no se le ocurrió preguntarle su nombre, ni le
sorprendió en exceso que un turista que estaba allí de paso se tomará
tantas molestias por otro turista. Se limitaba a caminar a su lado,
escuchando sus sosegadas palabras y disfrutando, tras la terrible
experiencia que acababa de pasar, de la maravillosa sensación de
sentirse ayudado, fortalecido, reconfortado. Sólo en una ocasión, tras
un comentario más extraordinario de lo habitual, recordó vagamente
algo que había leído hace muchos años y, volviéndose hacia el hombre
que estaba a su lado, le preguntó de forma casi involuntaria:
—Caballero, ¿no será usted por casualidad un Rosacruz?
Pero el desconocido hizo caso omiso de aquellas palabras o, quizá,
Culto secreto Algernon Blackwood
ni tan siquiera las oyó, pues siguió hablando como si tal cosa. En aquel
momento, mientras caminaban uno junto al otro por los tramos más
fríos del bosque, una imagen bastante singular se apoderó de la mente
de Harris; le vino a la imaginación el recuerdo infantil de Jacob
luchando con el ángel... luchando toda la noche contra un ser superior,
cuya fuerza, finalmente, pasaba a ser suya.
—Su áspera conversación con el cura durante la cena me puso
tras la pista de este extraordinario suceso —sentía la voz sosegada de
aquel hombre muy próxima en medio de la oscuridad—, y fue
precisamente aquel cura quien, una vez que usted se hubo marchado,
me contó la historia del culto satánico que se había implantado en
secreto en el mismo seno de esta pequeña comunidad de vida tan
sencilla y devota.
—¡Un culto satánico! ¡Aquí...! —balbució Harris horrorizado.
—Sí... aquí; practicado en secreto durante años por un grupo de
Hermanos hasta que una serie de misteriosas desapariciones en el
vecindario condujeron a su descubrimiento. ¿En qué otro lugar del
mundo que no fuera este recinto protegido por el manto de la beatitud
y la vida santa habrían podido sentirse más seguros para desarrollar
su infame comercio y sus perversos poderes?
—¡Es horrible, horrible! —susurró el comerciante en sedas—.
Cuando le cuente las cosas que me dijeron...
—No hace falta —le respondió con calma el desconocido—. He
visto y escuchado todo lo ocurrido. En un principio mi plan era esperar
hasta el último momento y, entonces, dar los pasos necesarios para
destruirlos, pero por su propia seguridad —hablaba con la máxima
convicción y seriedad—, por la seguridad de su alma, preferí dar a
conocer mi presencia justo cuando lo hice, antes de que hubiera
concluido todo.
—¡Mi seguridad! Entonces el peligro era real. Estaban vivos y... —
No le salían las palabras. Se paró en la carretera y se volvió hacia su
acompañante; apenas si conseguía intuir el brillo de sus ojos en medio
de tanta oscuridad.
—Era una reunión de las formas externas de unos hombres
violentos, dotados de una espiritualidad muy desarrollada, aunque
perversa, que buscaban a través de la muerte —la muerte de los
cuerpos— la prolongación de su existencia vil y antinatural. De haber
conseguido sus objetivos usted mismo, tras la muerte de su cuerpo,
habría caído en su poder y les habría ayudado a acometer sus terribles
propósitos.
Harris no respondió. Trataba con todas sus fuerzas de concentrar
sus pensamientos en las cosas sencillas y agradables de la vida.
Incluso pensó en sedas, en St. Paul's Churchyard y en los rostros de
Culto secreto Algernon Blackwood
sus socios.
—Usted reunía todos los requisitos para que le atraparan —Harris
sentía que aquella voz le llegaba ahora desde muy lejos—. El estado
de ánimo tan introspectivo en que se hallaba ya había reconstruido el
pasado tan vívida e intensamente que, de forma inmediata, entró en
contacto con todas las fuerzas de aquellos tiempos que pudieran
permanecer todavía asociadas al lugar. Se le llevaron por delante sin
que usted ofreciera ninguna resistencia.
Harris, al oír aquello, se agarró con más fuerza al brazo del
desconocido. De momento en su corazón sólo había espacio para una
emoción. No le pareció extraño que aquel hombre tuviera un
conocimiento tan detallado de sus pensamientos más íntimos.
—Es una pena, pero lo cierto es que son sobre todo los
sentimientos malignos los que dejan su impresión fotográfica en
aquellos lugares u objetos asociados a ellos. ¿Cuándo se ha oído
hablar de algún lugar encantado por una acción noble o de un
fantasma bello y encantador que regresara para visitar los escenarios
sublunares? Es una auténtica desgracia, pero sólo las pasiones
perversas de los corazones humanos son lo bastante fuertes para
dejar de sí imágenes que persistan; el bien es siempre demasiado
tibio.
El desconocido exhaló un suspiro mientras hablaba. Sin embargo,
Harris estaba tan agotado y turbado que se limitaba a seguir sus pasos
sin prestar excesiva atención a lo que decía. Aún seguía caminando
como en sueños. Aquel paseo de regreso bajo la luz de las estrellas, a
primeras horas de la madrugada de octubre, le parecía maravilloso.
Les envolvía la paz del bosque, la neblina se alzaba por doquier en los
pequeños claros y el sonido del agua de cientos de regatos invisibles
llenaba las pausas de la conversación. A lo largo de su vida Harris
siempre recordó aquel paseo como algo mágico e increíble, algo que
parecía casi demasiado hermoso —demasiado extraordinario y
hermoso— para haber sido del todo real. Y aunque mientras ocurría
apenas si oyó o comprendió una cuarta parte de lo que aquel
desconocido le contó, más adelante volvería a recordarlo y
permanecería con él hasta el final de sus días, envuelto siempre en
ese halo de encantamiento e irrealidad, como si todo hubiera sido un
maravilloso sueño del que guardara tan sólo un recuerdo impreciso
pero muy intenso de algunas de sus partes.
Finalmente, el horror de su experiencia anterior terminó por
disiparse del todo. Cuando llegaron a la posada de la estación, a eso
de las tres de la madrugada, Harris estrechó cordial y efusivamente la
mano del desconocido y puso todo su corazón en la respuesta que dio
a la mirada de aquellos fascinantes ojos; después subió a su
habitación, recordando vagamente, como en un sueño, las palabras
Culto secreto Algernon Blackwood
con las que el desconocido había dado por finalizada su conversación
al salir del bosque:
«Si los pensamientos y las emociones pueden perdurar mucho
tiempo después de que el cerebro que los originó se haya convertido
en polvo, es de vital importancia que sepamos controlarlos desde el
mismo momento en que brotan de nuestro corazón y los sometamos a
la más estrecha vigilancia».
Harris, el comerciante en sedas, durmió aquella noche mucho
mejor de lo que cabía esperar, y tan profundamente, que no despertó
hasta bien avanzado el día siguiente. Cuando bajó de su habitación y
se enteró de que el desconocido ya había partido, lamentó con
amargura que en ningún momento se le hubiera ocurrido preguntarle
su nombre.
—Sí, ha firmado el libro de registro —le dijo la chica de la
recepción en respuesta a su pregunta.
Fue pasando las páginas hasta llegar a la última entrada donde,
escrito con una caligrafía muy cuidada y singular, podía leerse:
JOHN SILENCE, Londres.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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