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william hill

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jueves, 28 de enero de 2010

"SELECCION DE "LEYENDAS" DE BECQUER

APÓLOGO

Brahma se mecía satisfecho sobre el cáliz de una gigantesca flor de loto que flotaba sobre el haz

de las aguas sin nombre.

La Maija fecunda y luminosa envolvía sus cuatro cabezas como con un velo dorado.

El éter encendido palpitaba en torno a las magníficas creaciones, misterioso producto del

consorcio de las dos potencias místicas.

Brahma había deseado el cielo, y el cielo salió del abismo del caos con sus siete círculos y

semejante a una espiral inmensa.

Había deseado mundos que girasen en torno a su frente, y los mundos comenzaron a voltear en

el vacío como una ronda de llamas.

Había deseado espíritus que le glorificasen, y los espíritus, como una savia divina y

vivificadora, comenzaron a circular en el seno de los principios elementales.

Unos chispearon con el fuego, otros giraron con el aire, exhalaron suspiros en el agua o

estremecieron la tierra, internándose en sus profundas simas.

Visnú, la potencia conservadora dilatándose alrededor de todo lo creado, lo envolvió en su ser

como si lo cubriese con un inmenso fanal.

Siva, el genio destructor, se mordía los codos de rabia. El lance no era para menos.

Había visto los elefantes que sostienen los ocho círculos del cielo, y al intentar meterles el

diente, se encontró con que eran de diamante; lo que dice sobrado cuán duros estaban de roer.

Probó descomponer el principio de los elementos y los halló con una fuerza reproductora tan

activa y espontánea que juzgó más fácil encontrar el último punto de la línea de circunferencia.

De los espíritus no hay para qué decir que, en su calidad de esencia pura, burlaron

completamente sus esfuerzos destructores.

En tal punto la creación y en esta actitud los genios que la presiden, Brahma, satisfecho de su

obra, pidió de beber a grandes voces.

Diéronle lo que había pedido, bebió, y no debió de ser agua, porque los vapores, subiéndosele a

la cabeza, le trastornaron por completo.

En este estado de embriaguez deseó alguna cosa muy extravagante, muy ridícula, muy pequeña;

algo que formara contraste con todo lo magnífico y lo grandioso que había creado: y fue la

humanidad.

Siva se restregó las manos de gusto al contemplarla.

Visnú frunció el ceño al ver encomendada a su custodia una cosa tan frágil.

Los hombres, en tanto, andaban mustios y sombríos por el mundo, ocultándose avergonzados

los unos de los otros, cerrando los ojos para no ver a su alrededor tanto grande y eterno, y no

compararlo involuntariamente con su pequeñez y su miseria.

Porque los hombres tenían la conciencia exacta de sí mismos.

¿Queréis acabar de una vez con vuestros males? -les dijo Siva-. ¿Queréis morir?

-¡Sí, sí! -exclamaron en tumulto-. ¿Para qué queremos este soplo de existencia?

-Yo soy un estúpido, lo sé, y me avergüenzo de mi barbarie -decía uno.

-Yo soy deforme -añadía el otro-, y me entristece el espectáculo de mi ridiculez.

-Y tenemos estas y estas fallas y aquellas y las otras miserias -proseguían diciendo los demás,

enumerando el cúmulo de males y defectos de que entonces, como ahora, se hallaban plagados

los hombres.

-Es cosa hecha -dijo Siva, viendo la decisión de la humanidad entera.

Y levantó la mano para destruirla; pero en aquel instante se interpuso Visnú.

-Esperad un día -exclamó, dirigiéndose a los hombres-, un día no más. Voy a daros de beber un

elixir misterioso. Si mañana después de haberlo bebido queréis morir, que vuestra voluntad se

cumpla.

Los hombres aceptaron, y Siva dejó su presa refunfuñando entre dientes, porque conocía el

ingenio y la travesura de su competidor.

Visnú que efectivamente era hombre, digo mal, era dios de grandes recursos en las ocasiones

críticas, se las compuso de manera que a las pocas horas tenía ya hecho y embotellado su elixir

en tal cantidad que tocó a frasco por barba.

Pasó la noche, durante la cual los hombres no hicieron otra cosa que sorber por la nariz aquella

especie de éter mágico; y cuando tornó a brillar la luz, vino Siva de nuevo a renovar sus

proposiciones de muerte.

Los hombres, al oírle, comenzaron por maravillarse y acabaron por reírsele en las barbas.

-¡Morir nosotros -exclamaron-, cuando un porvenir inmenso se abre ante nuestra vista!

Yo -decía el uno- voy a conmover el mundo con la fuerza de mi brazo.

-Yo voy a hacer mi nombre inmortal en la tierra.

-Yo, a avasallar los corazones con el encanto de mi hermosura.

-Y así, todos iban repitiendo;

-¡Morir yo, que siento arder en mi frente la llama del genio; yo, que soy fuerte; yo, que soy

hermoso, yo, que seré inmortal!

Siva no daba crédito a sus ojos, y unas veces le daban ganas de rabiar y otras de reír a carcajada

tendida ante el espectáculo de tan ridícula transformación. En aquel momento pasaba Visnú a

su lado, y el genio destructor no pudo menos de dirigirle estas palabras:

-¿Qué diantre les has dado a estos imbéciles, que ayer estaban todos mustios, cabizbajos y

llenos de la conciencia de su pequeñez, y hoy andan con la frente erguida, burlándose los unos

de los otros, creyéndose cada uno cual un dios?

Visnú, con mucha sorna, y dándole un golpecito en un hombro, se inclinó al oído de Siva y le

dijo en voz muy baja:

-Les he dado el amor propio.

La Gaceta Literaria

28 de febrero, 1863

EL ADEREZO DE ESMERALDAS

Estábamos parados en la carrera de San Jerónimo frente a la casa de Durán y

leíamos el título de un libro de Méry. Como me llamase la atención aquel título

extraño y se lo dijese así al amigo que me acompañaba, éste, apoyándose

ligeramente en mi brazo, exclamó:

-El día está hermoso a más no poder; vamos a dar una vuelta por la Fuente

Castellana; mientras dura el paseo, te contaré una historia en la que yo soy el héroe

principal. Verás cómo, después de oírla, no sólo lo comprendes sino que te lo

explicas de la manera más fácil del mundo.

Yo tenía bastante que hacer; pero como siempre estoy deseando un pretexto para

no hacer nada, acepté la proposición, y mi amigo comenzó de esta manera su

historia:

-Hace algún tiempo, una noche en que salí a dar vueltas por las calles sin más

objeto que el de dar vueltas, después de haber examinado todas la colecciones de

estampas y fotografías de los establecimientos, de haber escogido con la

imaginación delante de la tienda de los Saboyanos los bronces con que yo

adornaría mi casa, si la tuviese, de haber pasado, en fin, una revista minuciosa a

todos los objetos de artes y de lujo expuestos al público detrás de los iluminados

cristales de las anaquelerías, me detuve un momento en la de Samper.

»No sé cuánto tiempo haría que estaba allí regalándole con la imaginación a todas

las mujeres guapas que conozco; a ésta, un collar de perlas; a aquélla, una cruz de

brillantes; a la otra, unos pendientes de amatistas y oro. Dudaba en aquel punto a

quién ofrecería, que lo mereciese, un magnífico aderezo de esmeraldas, tan rico

como elegante, que entre todas las otras joyas llamaba la atención por la hermosura

y claridad de sus piedras, cuando oí a mi lado una voz suave y dulcísima exclamar

con un acento que no pudo menos de arrancarme de mis imaginaciones

-¡Qué hermosas esmeraldas!

»Volví la cabeza en la dirección en que había oído resonar aquella voz de mujer,

porque sólo así podía tener un eco semejante, y encontré en efecto que lo era, y de

una mujer hermosísima. No pude contemplarla más que un momento y, sin

embargo, su belleza me hizo una impresión profunda.

»A la puerta de la joyería de donde había salido estaba un carruaje. La acompañaba

una señora de cierta edad, muy joven para ser madre, demasiado vieja para ser su

amiga. Cuando ambas hubieron subido a la carretela, que por lo visto era suya,

partieron los caballos, y yo me quedé hecho un tonto, mirándola ir hasta perderla

de vista.

»"¡Qué hermosas esmeraldas!"», había dicho. En efecto, las esmeraldas eran

bellísimas; aquel collar rodeado a su garganta de nieve hubiera parecido una

guirnalda de tempranas hojas de almendro salpicadas de rocío; aquel alfiler sobre

su seno, una flor de loto cuando se mece sobre su movible onda coronada de

espuma. ¡Qué hermosas esmeraldas! ¿Las deseará acaso? Y si las desea, ¿por qué

no las posee? Ella debe ser rica y pertenecer a una clase elevada; tiene un carruaje

elegante y en la portezuela de ese carruaje he creído ver un noble blasón.

Indudablemente hay en la existencia de esa mujer algún misterio.

»Éstos fueron los pensamientos que me agitaron después que la perdí de vista,

cuando ya ni el rumor de su carruaje llegaba a mis oídos. Y en efecto, en su vida, al

parecer tan apacible y envidiable, había un misterio horrible. No te diré cómo; pero

yo llegué a penetrarlo.

»Casada desde muy niña con un libertino que, después de disipar una fortuna

propia, había buscado en un ventajoso enlace el mejor expediente para gastar otra

ajena, modelo de esposas y de madres, aquella mujer había renunciado a satisfacer

el menor de sus caprichos para conservar a su hija alguna parte de su patrimonio,

para mantener en el exterior el nombre de su casa a la altura que en la sociedad

había tenido siempre.

»Se habla de los grandes sacrificios de algunas mujeres. Yo creo que no hay

ninguno comparable, dada su organización especial, con el sacrificio de un deseo

ardiente, en el que se interesan la vanidad y la coquetería.

»Desde el punto en que penetré el misterio de su existencia, por una de esas

extravagancias de mi carácter, todas mis aspiraciones se redujeron a una sola:

poseer aquel aderezo maravilloso y regalárselo de una manera que no lo pudiese

rechazar, de un modo que no supiese ni aun de qué mano podría venir.

»Entre otras muchas dificultades que desde luego encontré a la realización de mi

idea, no era seguramente la menor el que, ni poco ni mucho, tenía dinero para

comprar la joya.

»No desesperé, sin embargo, de mi propósito. "¿Cómo buscar dinero?", decía yo

para mí, y me acordaba de los prodigios de Las mil y una noches, de aquellas

palabras cabalísticas a cuyo eco se abría la tierra y se mostraban los tesoros

escondidos, de aquellas varas de virtud tan grande que tocando con ellas en una

roca, brotaba de sus hendiduras un manantial, no de agua, que era pequeña

maravilla, sino de rubíes, topacios, perlas y diamantes.

»Ignorando las unas y no sabiendo dónde encontrar la otra, decidí por último

escribir un libro y venderlo. Sacar dinero de la roca de un editor no deja de ser

milagro; pero lo realicé.

»Escribí un libro original, que gustó poco, porque sólo una persona podía

comprenderlo; para las demás sólo era una colección de frases. Al libro lo titulé El

aderezo de esmeraldas, y lo firme con mis iniciales solas.

»Como yo no soy Víctor Hugo, ni mucho menos, excuso el decirte que por mi

novela no me dieron lo que por la última que ha escrito el autor de Nuestra Señora;

pero, con todo y con eso, reuní lo suficiente para comenzar mi plan de campaña.

»El aderezo en cuestión vendría a valer como cosa de unos catorce a quince mil

duros, y para comprarlo contaba yo con la respetable cantidad de tres mil reales;

necesitaba, pues, jugar.

»Jugué, y jugué con tanta decisión y fortuna que en una sola noche gané lo que

necesitaba.

»A propósito del juego, he hecho una observación en la que cada día me confirmo

más y más. Como se apunte con la completa seguridad de que se ha de ganar, se

gana. Al tapete verde no hay más que acercarse con la vacilación del que va a

probar su suerte, sino con el aplomo del que llega por algo suyo. De mí sé decirte

que aquella noche me hubiera sorprendido tanto el perder como si una casa

respetable me hubiese negado dinero con la firma de Rothschild.

»Al otro día me dirigí a casa de Samper. ¿Creerás que al arrojar sobre el despacho

del joyero aquel puñado de billetes de todos colores, aquellos billetes que

representaban para mí, cuando menos, un año de placer, muchas mujeres hermosas,

un viaje a Italia y champagne y vegueros a discreción, vacilé un momento? Pues no

lo creas; los arrojé con la misma tranquilidad, ¡qué digo tranquilidad!, con la

misma satisfacción con que Buckingham, rompiendo el hilo que las sujetaba,

sembró de perlas la alfombra del palacio de su amante. Y eso que Buckingham era

poderoso como un rey.

»Compré las joyas y las llevé a mi casa. No puedes figurarte nada más hermoso

que aquel aderezo. No extraño que las mujeres suspiren alguna vez al pasar delante

de esas tiendas que ofrecen a sus ojos tan brillantes tentaciones. No extraño que

Mefistófeles escogiese un collar de piedras preciosas como el objeto más a

propósito para seducir a Margarita. Yo, con ser hombre y todo, hubiera querido por

un instante vivir en el Oriente y ser uno de aquellos fabulosos monarcas que se

ciñen las sienes con un círculo de oro y pedrería para poder adornarme con aquellas

magníficas hojas de esmeraldas con flores de brillantes.

»Un gnomo para comprar un beso de una silfa no hubiera logrado encontrar entre

los inmensos tesoros que guarda el avaro seno de la tierra, y que sólo ellos

conocen, una esmeralda más grande, más clara, más hermosa que la que brillaba,

sujetando un lazo de rubíes, en mitad de la diadema.

»Dueño ya del aderezo, comencé a imaginar el modo de hacerlo llegar a la mujer a

quien le destinaba. Al cabo de algunos días, y merced al dinero que me quedó,

conseguí que una de sus doncellas me prometiese colocarlo en su guardajoyas sin

ser vista, y a fin de asegurarme de que por su conducto no había de saberse el

origen del regalo, la di cuanto me restaba, algunos miles de reales, a condición de

que apenas hubiese puesto el aderezo en el lugar convenido, abandonaría la corte

para trasladarse a Barcelona. En efecto lo hizo así.

»Juzga tú cuál no sería la sorpresa de su señora cuando, después de notar su

inesperada desaparición y sospechando que tal vez había huido de la casa

llevándose alguna cosa de ella, encontró en su secrétaire el magnífico aderezo de

esmeraldas. ¿Quién había adivinado su pensamiento? ¿Quién había podido

sospechar que aún recordaba de cuando en cuando aquellas joyas con un suspiro?

»Pasó tiempo y tiempo. Yo sabía que conservaba mi regalo, sabía que se habían

hecho grandes diligencias por saber cuál era su origen, y, sin embargo, nunca la vi

adornada con él. ¿Desdeñará la ofrenda? ¡Ah! -decía yo-, si supiese todo el mérito

que tiene ese regalo, si supiese que apenas le supera el de aquel amante que

empeñó en invierno la capa para comprar un ramo de flores! Creerá tal vez que

viene de mano de algún poderoso que algún día se presentará, si lo admiten, a

reclamar su precio. ¡Cómo se engaña!

»Una noche de baile me situé a la puerta de palacio y, confundido entre la multitud,

esperé su carruaje para verla. Cuando llegó éste y, abriendo el lacayo la portezuela,

apareció radiante de hermosura, se elevó un murmullo de admiración de entre la

apiñada muchedumbre. Las mujeres la miraban con envidia; los hombres, con

deseos. A mí se me escapó un grito sordo e involuntario. Llevaba el aderezo de

esmeraldas.

»Aquella noche me acosté sin cenar; no me acuerdo si porque la emoción me había

quitado las ganas o porque no tenía qué. De todos modos era feliz. Durante mi

sueño creía percibir la música del baile y verla cruzar ante mis ojos lanzando

chispas de fuego de mil colores, y hasta me parece que bailé con ella.

»La aventura de las esmeraldas se había traslucido, siendo objeto, cuando apareció

en su secrétaire, de las conversaciones de algunas damas elegantes.

»Después de haberse visto el aderezo, ya no quedó lugar a dudas y los ociosos

comenzaron a comentar el hecho. Ella gozaba de una reputación intachable. A

pesar de los extravíos y del abandono en que su marido la tenía, la calumnia no

pudo jamás elevarse hasta el alto lugar en que la habían colocado sus virtudes. Sin

embargo, en esta ocasión comenzó a levantarse el venticello por donde comienza,

según don Basilio.

»Un día me hallaba en un círculo de jóvenes, se hablaba de las famosas esmeraldas,

y un fatuo dijo al fin, como terminando la cuestión:

-No hay que darle vueltas; esas joyas tienen un origen tan vulgar como todas las

que se regalan en este mundo. Pasó ya el tiempo en que los genios invisibles

ponían maravillosos presentes debajo de la almohada de las hermosas, y un regalo

de ese valor no me cabe duda que el que lo hace es con la esperanza de la

recompensa... Y esa recompensa, ¡quién sabe si se cobraría adelantada...!

»Las palabras de aquel necio me sublevaron, y me sublevaron sobre todo porque

encontraron eco en los que las oían. No obstante, me contuve. ¿Qué derecho tenía

yo para salir a la defensa de aquella mujer?

»No había pasado un cuarto de hora, cuando se me ofreció la ocasión de

contradecir al que la había injuriado. No sé a propósito de qué le contradije. Lo que

te puedo asegurar es que lo hice con tanta aspereza, por no decir grosería, que, de

contestación en contestación, sobrevino un lance. Era lo que yo deseaba.

»Mis amigos, conociendo mi carácter, se admiraban, no sólo de que hubiese

buscado un desafío por una causa tan fútil, sino de mi empeño en no dar ni admitir

explicaciones de ningún género.

»Me batí, no sé decirte si con fortuna o sin ella, pues aunque al hacer fuego vi

vacilar un instante a mi contrario y caer redondo a tierra, un instante después sentí

que me zumbaban los oídos y que se oscurecían mis ojos. También estaba herido, y

herido de gravedad en el pecho.

»Me llevaron a mi pobre habitación, presa de una espantosa fiebre... Allí... no sé

los días que permanecí, llamando a voces no sé a quien..., a ella, sin duda. Hubiera

tenido valor para sufrir en silencio toda la vida a trueque de obtener al borde del

sepulcro una mirada de gratitud; pero, ¡morir sin dejarle siquiera un recuerdo!

»Estas ideas atormentaban mi imaginación en una noche de insomnio y de

calentura, cuando vi que se separaron las cortinas de mi alcoba, y en el dintel de la

puerta apareció una mujer. Yo creí que soñaba; pero no. Aquella mujer se acercó a

mi lecho, a aquel pobre y ardiente lecho en que me revolcaba de dolor; y

levantándose el velo que cubría su rostro, vi brillar una lágrima suspendida de sus

largas y oscuras pestañas. ¡Era ella!

»Yo me incorporé con los ojos espantados, me incorporé y... en aquel punto llegaba

frente a casa de Durán...»

-¡Cómo! -exclamé yo, interrumpiéndole, al oír aquella salida de tono de mi amigo-.

¿Pues no estabas herido y en la cama?

-¡En la cama...! ¡Ah, qué diantre...! Se me había olvidado advertirte que todo esto

lo vine yo pensando desde casa de Samper, donde en efecto vi el aderezo de

esmeraldas y oí la exclamación que te he dicho en boca de una mujer hermosa,

hasta la carrera de San Jerónimo, donde un codazo de un mozo de cuerda me sacó

de mi abstracción frente a casa de Durán, en cuyo escaparate reparé en un libro de

Méry con este título: Histoire de ce qui n’est pas arrivé, Historia de lo que no ha

sucedido». ¿Lo comprendes ahora?

Al escuchar este desenlace no pude contener una carcajada. En efecto, yo no sé de

qué tratará el libro de Méry; pero ahora comprendo que con ese título podrían

escribirse un millón de historias a cuál mejores.

El Contemporáneo

23 de marzo, 1862

ENTRE SUEÑOS

Hace pocos días entré en una tienda de tiroleses, y como había de fijarme en otra cosa, me fijé

en un reloj de pared y pregunté el precio.

-Quince duros -me dijo el dueño.

¡Quince duros! -repetí yo en voz baja y como dudando si me decidiría o no a comprarle.

-Es una ganga -se apresuró a añadir mi interlocutor para acabar de decidirme-. Ya ve usted, por

quince duros un reloj de péndulo. Esto acompaña por las noches.

-Esto acompaña -exclamé yo entonces-; he aquí lo que yo busco: algo que me acompañe en mis

largas horas de fastidio; algo que rompa el triste silencio de mis eternas noches de insomnio. Y

sin meterme en más averiguaciones, compré el reloj y lo llevé a mi casa. En hora aciaga lo hice.

Razón tienen los que aseguran que más vale estar solo que mal acompañado. Pero no

adelantemos el discurso. Vamos por partes, que la cosa merece ser referida punto por punto.

Llevé, como dejo dicho, el reloj a mi casa, lo colgué en mi alcoba, le di cuerda y comenzó a

moverse el péndulo.

Entre las cosas que ignoro, que son bastantes, una de ellas es en qué consiste sobre poco más o

menos el mecanismo del reloj. Quedéme, pues, un gran espacio de tiempo contemplando

aquella maraña de ruedas y aquel péndulo, que se movían por sí solos, con una estupidez digna

del salvaje más salvaje de la más remota isla del mundo. El reloj comenzaba a divertirme, lo

cual probará a mis lectores que a pesar de todo yo me divierto con bastante poca cosa.

Pasó el día, llegó la noche, metíme en la cama, y aquí te quiero ver escopeta, o mejor dicho,

aquí te quiero ver reloj -exclamé para mi almilla-, acomodándome como mejor pude en el

fementido lecho y cerrando los ojos no sin haber antes apagado la luz con el tacón de una bota.

El reloj, en efecto, hubo de comprender que había llegado la hora de lucir sus habilidades y

pareció como que empezaba a moverse con un ruido más igual y perceptible.

Al principio el compasado tric... trac del péndulo que llevaba la batuta en esa misteriosa

sinfonía de ruidos que accidentan el alto silencio de la noche, me distrajo un poco, y hasta

puedo decir que me acompañó en la soledad. Al cabo de una media hora comencé a encontrar

alguna monotonía en aquel continuo y alternado martilleo, y si con la voluntad hubiera podido

hacer que se apresurase o se retardara el movimiento del péndulo, de seguro lo habría

apresurado o detenido. Más tarde, cuando comenzaron mis párpados a cerrarse insensiblemente,

cuando hasta mis ideas se elaboraban con más lentitud, cuando el sopor del sueño comenzó a

embargarme con su voluptuosa languidez, cien veces estuve tentado de levantarme a parar

aquella maldita máquina que con imperturbable compás seguía sonando sin debilitar su ruido ni

retardarlo a medida que todo se apagaba y parecía borrarse dentro y fuera de mí.

Unas tras otras, mis ideas reales fueron desapareciendo, y otra serie de ideas informes que

pertenecen a la vida del sueño, que es sin duda alguna una existencia doble y aparte de la

existencia positiva, se alzaron del fondo de mi cerebro y comenzaron a flotar como un vapor

ligerísimo ante los ojos del alma. Me dormí, pero no tan profundamente que no siguiera

escuchando como un rumor alternado y confuso el tric trac del reloj. Aquel monótono ruido

debió influir en la visión de mi sueño, o al menos modificarla, como sucede a menudo con las

sensaciones que se experimentan durante la noche.

La imaginación se apodera de estas sensaciones exteriores y, desfigurándolas y dándolas una

forma extraña, las asimila a sus extravagantes desvaríos. Sólo así puedo explicarme la visión

que tuve. Soñé que me encontraba en un campo inmenso; ante mis ojos se abría un horizonte

dilatadísimo; ni una ligera nube empañaba el cielo, ni una línea pintoresca accidentaba el

paisaje; todo era igual y monótono, todo verde a mis pies, todo azul sobre mi cabeza: una faja

gris cortaba el fondo en el punto donde el suelo y el cielo parecían tocarse y confundirse. Una

mujer hermosa pasó a mi lado; la hablé, y no me contestó, ni levantó siquiera los ojos de una

flor que llevaba en las manos. Sino, sano, iba diciendo a medida que arrancaba las hojas de la

flor, que era blanca y con el botón amarillo. Sí... no, sí... no, sí... no y de aquí no salía. Diríase

que las hojas arrancadas tornaban a reproducirse en el instante, pues ella no cesaba de quitarle

hojas a la flor, y a la flor siempre le quedaban algunas. No puede nadie formarse una idea de lo

que me fatigaba una cosa tan sencilla. Porque lo particular del caso era que las hojas, al

desprenderse, hacían un ruido particular, de modo que al mismo tiempo que la mujer decía si...

no, sí... no, las hojas la acompañaban haciendo tric trac, tric trac.

Pero ya se ve. ¿No había de fatigarme aquel laberinto si allí no había campo, ni mujer, ni flor,

ni palabra alguna, sino el maldito péndulo? «Vamos -exclamé entreabriendo los soñolientos

párpados-, el reloj me va a dar la noche», y me volví del otro lado y procuré coger de nuevo el

sueño. El reloj seguía impasible, por donde no había forma de volverme a dormir. Determiné,

por tanto, sacar el mejor partido que pudiera de sus acompasados golpes. Primero me tomé el

pulso y me entretuve en notar si marchaba al compás del péndulo. Después empecé a contar los

latidos del corazón de acero de aquella endiablada máquina. Conté no sé hasta cuántos; lo que

puedo decir es que ya me faltaba tiempo para enumerar la cifra en el espacio que mediaba entre

golpe y golpe. Ochenta y ocho mil novecientos noventa y ocho, ochenta y ocho mil novecientos

noventa y nueve, decía yo entre dientes y apresurándome para no trabucar la cuenta, con un

afán y una angustia que no los tendría mayores si se tratara de darme un doblón por cada uno de

los golpes que iba contando. Y es el caso que yo no quería contar más y, no obstante mi deseo,

seguía contando con la imaginación.

En esta batahola de la voluntad, en pugna con la pertinacia de esta otra voluntad independiente

de nosotros que nos hace hacer lo que no queremos, me quedé por segunda vez dormido. Volví

a soñar. De este segundo sueño me queda un recuerdo tan confuso que es muy difícil

coordinarlo. Soñé que estaba quieto y que andaba. Estaba quieto porque, deseando no andar, me

había sentado en un camino del que no veía el fin; y andaba porque oía el ruido de los tacones

de mis botas, que parecían de acero y que yo iba sobre un plano de cristal. Y lo particular de la

pesadilla consistía en que a pesar de tener la conciencia de mi quietud, me empeñaba en que

aquel ruido de pasos era mío, y estaba tan persuadido de esto que por un fenómeno inexplicable

me cansaba el movimiento sin moverme. «¿Si andará alguien junto a mí?», decía yo entre

dientes, sudando ya la gota gorda y con una angustia indecible. Volvía la cara a todos los lados

y no veía a nadie. Y el ruido de los pasos no dejaba de oírse con una regularidad matemática.

Tric trac, tric trac..., seguían haciendo los tacones: los tacones, digo mal, porque lo que seguía

sonando era el maldito de cocer del péndulo.

Pues, señor, está visto -torno a decir al tornar a despertarme-; es cosa decidida que yo no he de

pegar los ojos en toda la noche.

Y no sabiendo ya qué hacer, me puse a tararear una barcarola al compás de los golpes del reloj,

que yo en mi mente fingía que eran los de los remos. Figuraos una noche serena, un cielo azul

oscuro sembrado de puntos de oro, un mar de plata en cuyas olas se quiebra y chispea la

claridad de la luna, un esquife ligerísimo que corta las aguas dejando en pos una estela ancha y

brillante, el profundo silencio de la inmensidad y las notas de una canción que flotan en el aire,

donde la melodía se mece impregnada en voluptuosa languidez al cadencioso golpe de remo.

No hay poeta romántico, no hay niña novelesca que no haya soñado alguna vez este cuadro del

mar, la cancioncita, el barquito y la luna; cuadro magnífico, situación llena de poesía, de la que

se ha abusado tal vez, pero que indudablemente es hermosa.

Perfectamente arrebujado en la ropa de la cama, entre despierto y dormido, cantando más que

con los labios con la Imaginación una célebre barcarola de Weber, gocé durante algunos

minutos de todas las delicias que hubiera podido gozar con la realidad de lo que me fingía.

Hubo momentos durante los cuales creí que mi catre de hierro oscilaba al compás de los

repetidos golpes del reloj, y que las gotas del agua, heridas por el remo, me saltaban a la cara.

«¿Pero adónde diablos voy cantando y dándole al remo como un galeote por esta mar sin

límites?», empecé a preguntarme al cabo de un cuarto de hora, y cuando ya había, por decirlo

así, pasado revista a todo mi repertorio musical marítimo, que no es pequeño. Y bogaba y

bogaba, y parecía que los golpes que marcaban la mesura, me obligaban a cantar, que quieras

que no, siempre en un mismo compás. Con la frente cubierta de sudor, cansado de agitarme a

un lado y otro, y completamente hastiado de aquella música que sin que yo quisiera me seguía

sonando en el oído, resolví incorporarme en la cama para salir de la especie de sonambulismo

lúcido en que me encontraba.

-¡Gracias a Dios! -exclamé una vez sentado, ya el golpe del péndulo no me parece otra cosa que

lo que en efecto es.

Y me tranquilicé un rato, aunque para volverme a desesperar de nuevo. Yo he oído la polilla

roer durante horas y horas, con una persistencia digna de mejor causa, los maderos del balcón

de mi cuarto. Yo me he pasado en claro una y hasta tres noches sintiendo el aire entrar con un

ruido sin nombre por el cañón de la chimenea de mi gabinete, y en un puerto de mar he

soportado quince días de temporal escuchando el monótono y lejano bramido del oleaje; yo, por

último, tengo un vecino, que Dios confunda, el cual vecino tiene un perro, cuyo perro, no sé si

casual o intencionadamente, deja la mitad de las noches en la escalera, de modo que el

animalito se entretiene en aullar hasta que amanece, y sin embargo yo, que he tenido el disgusto

de apreciar y aquilatar tantos ruidos incómodos, confieso que no conozco nada tan

impertinente, tan cansado, tan abrumador como el eterno dale que le das de un reloj de péndulo.

Después de haberlos descompuesto y analizado, en el ruido del insecto que roe, en el murmullo

del aire que zumba, en el eco lejano del mar que brama, en los lastimosos aullidos del perro que

araña las puertas, hay una inmensa escala de tonos cuya diferencia llega a hacerse perceptible y

rompen la monotonía. En algunas ocasiones he creído oír hasta palabras y frases entrecortadas

en el silbo de los vientos, he seguido al insecto invisible en todas las peripecias de su titánica

obra y he escuchado como una especie de himno en el murmullo de las aguas; pero por más que

aquella noche intenté descomponer el continuado martilleo del reloj, no pude sacar en limpio

sino dos golpes secos, metálicos, monótonos hasta la saciedad. Ya no podía dormir, ya no podía

soñar siquiera para variar el suplicio; en mi lucha con el péndulo, comenzaba a ceder; a la

impaciencia nerviosa, había sucedido una postración momentánea, precursora tal vez de una

gran crisis. Oía los golpes como si me sonasen dentro de la cabeza. Los latidos de mis sienes no

marchaban ya a compás con los de la máquina, porque la fiebre los había apresurado. Yo no sé

dónde he leído que en la Inquisición daban un tormento horrible, dejando caer alternativamente

sobre la cabeza del acusado una gota de agua fría y otra hirviendo.

En aquel instante hubiera jurado que cada uno de aquellos golpes era una gota de plomo

derretido o de nieve que me taladraba el cráneo y me encendía o me espasmodizaba,

causándome dolores horribles. Intenté sustraerme a aquel extraño tormento tapándome los

oídos. ¡Afán inútil! Desesperado, sin fuerzas para aguardar el día en aquella angustia, salté de la

cama, busqué a tientas y precipitadamente un fósforo y lo encendí. Yo no podré asegurar hoy

que no fuese una alucinación, pero al derramarse la claridad por la alcoba, al fijar mis ojos en la

esfera del reloj, se me figuró que las manecillas retorciéndose y los números romanos

combinándose extrañamente fingían una cara diabólica que se reía con una carcajada muda de

mi tormento y mi afán. No pude contenerme; levanté una silla con las dos manos e hice añicos

la condenada máquina, origen de todos mis sinsabores. Después volví a acostarme y me dormí

con la tranquilidad de un justo. Al despertar el otro día y ver hecho pedazos el reloj, no pude

menos de exclamar qué género de sistema nervioso sería el de nuestros padres, que no sólo

gustaban de los relojes con péndulo, sino que ,¡horror!, los tenían hasta con cuco.

El Contemporáneo

30 de abril, 1863

¡ES RARO!

Tomábamos el té en casa de una señora amiga mía y se hablaba de esos dramas sociales que se

desarrollan ignorados del mundo y cuyos protagonistas hemos conocido, si es que no hemos hecho

un papel en algunas de sus escenas.

Entre otras muchas personas que no recuerdo, se encontraba allí una niña rubia, blanca y esbelta

que, a tener una corona de flores en lugar del legañoso perrillo que gruñía medio oculto entre los

anchos pliegues de su falda, hubiérasela comparado, sin exagerar, con la Ofelia de Shakespeare.

Tan puros eran el blanco de su frente y el azul de sus ojos.

De pie, apoyada una mano en la causeuse de terciopelo azul que ocupaba la niña rubia y

acariciando con la otra los preciosos dijes de su cadena de oro, hablaba con ella un joven, en cuya

afectada pronunciación se notaba un leve acento extranjero, a pesar de que su aire y su tipo eran

tan españoles como los del Cid o Bernardo del Carpio.

Un señor de cierta edad, alto, seco, de maneras distinguidas y afables, y que parecía seriamente

preocupado en la operación de dulcificar a punto su taza de té, completaba el grupo de las personas

más próximas a la chimenea, al calor de la cual me senté para contar esta historia. Esta historia

parece un cuento, pero no lo es; de ella pudiera hacerse un libro; yo lo he hecho algunas veces en

mi imaginación. No obstante, la referiré en pocas palabras, pues para el que haya de comprenderla

todavía sobrarán algunas.

I

Andrés, porque así se llamaba el héroe de mi narración, era uno de esos hombres en cuya alma

rebosan el sentimiento que no han gastado nunca y el cariño que no pueden depositar en nadie.

Huérfano casi al nacer, quedó al cuidado de unos parientes. Ignoro los detalles de su niñez. Sólo

puedo decir que cuando le hablaban de ella, se oscurecía su frente y exclamaba con un suspiro:

«¡Ya pasó aquello!»

Todos decimos lo mismo, recordando con tristeza las alegrías pasadas. ¿Era ésta la explicación de

la suya? Repito que no lo sé, pero sospecho que no.

Ya joven, se lanzó al mundo. Sin que por esto se crea que yo trato de calumniarle, la verdad es que

el mundo, para los pobres y para cierta clase de pobres sobre todo, no es un paraíso ni mucho

menos. Andrés era, como suele decirse, de los que se levantan la mayor parte de los días con

veinticuatro horas más. Juzguen, pues, mis lectores cuál sería el estado de un alma toda idealismo,

toda amor, ocupada en la difícil cuanto prosaica tarea de buscarse el pan cotidiano.

No obstante, algunas veces, sentándose a la orilla de su solitario lecho, con los codos sobre las

rodillas y la cabeza entre las manos, exclamaba:

-¡Si yo tuviese a alguien a quien querer con toda mi alma! Una mujer, un caballo, un perro

siquiera!

Como no tenía un cuarto, no le era posible tener nada, ningún objeto en que satisfacer su hambre

de amor. Esta se exasperó hasta el punto que en sus crisis llegó a cobrarle cariño al cuchitril donde

habitaba, a los mezquinos muebles que le servían, hasta a la patrona que era su genio del mal.

No hay que extrañarlo. Josefo refiere que durante el sitio de Jerusalén fue tal el hambre que las

madres se comieron a sus hijos.

Un día pudo proporcionarse un escasísimo sueldo para vivir. La noche de aquel día, cuando se

retiraba a su casa, al atravesar una calle estrecha, oyó una especie de lamentos, como lloros de una

criatura recién nacida. No bien hubo dado algunos pasos más después de haber oído aquellos

gemidos, cuando exclamó, deteniéndose:

-Diantre, ¿qué es esto?

Y tocó con la punta del pie una cosa blanda que se movía y tornó a chillar y a quejarse. Era uno de

esos perrillos que arrojan a la basura de pequeñuelos.

«La Providencia lo ha puesto en mi camino», dijo para sí Andrés, recogiéndole y abrigándole con

el faldón de su levita.

Y se lo llevó a su cuchitril.

¡Cómo es eso! -refunfuñó la patrona al verle entrar con el perrillo-. No nos faltaba más que ese

nuevo embeleco en casa. ¡Ahora mismo lo deja usted donde lo encontró o mañana busca donde

acomodarse con él!

Al otro día salió Andrés de la casa, y en el discurso de dos o tres meses salió de otras doscientas

por la misma cuestión. Pero todos estos disgustos y otros mil que es imposible detallar, los

compensaba con usura la inteligencia y el cariño del perro, con el cual se distraía como con una

persona en sus eternas horas de soledad y fastidio. Juntos comían, juntos descansaban y juntos

daban la vuelta a la ronda o se marchaban a lo largo del camino de los Carabancheles.

Tertulias, paseos, teatros, cafés, sitios donde no se permitían o estorbaban los perros, estaban

vedados para nuestro héroe, que exclamaba algunas veces con toda efusión de su alma y como

respondiendo a las caricias del suyo:

-¡Animalito! No le falta más que hablar.

II

Sería enfadoso explicar cómo, pero es el caso que Andrés mejoró algo de posición y, viéndose con

algún dinero, dijo:

-¡Si yo tuviese una mujer! Pero para tener una mujer es preciso mucho. Los hombres como yo,

antes de elegirla, necesitan un paraíso que ofrecerla, y hacer un paraíso de Madrid cuesta un ojo de

la cara... Si pudiera comprar un caballo... ¡Un caballo! ¡Un caballo! No hay animal más noble ni

más hermoso. ¡Cómo lo había de querer mi perro! ¡Cómo se divertirían el uno con el otro y yo con

los dos!

Una tarde fue a los toros y antes de comenzar la función, dirigióse maquinalmente al corral donde

esperaban ensillados los que habían de salir a la lidia.

No sé si mis lectores habrán tenido alguna vez la curiosidad de ir a verlos. Yo de mí puedo

asegurarles que, sin creerme tan sensible como el protagonista de esta historia, me han dado

algunas veces ganas de comprarlos todos. Tal ha sido la lástima que me ha dado de ellos.

Andrés no pudo menos de experimentar una sensación penosísima al encontrarse en aquel sitio.

Unos, cabizbajos, con la piel pegada a los huesos y la crin sucia y descompuesta, aguardaban

inmóviles su turno, como si presintiesen la desastrosa muerte que había de poner término, dentro

de breves horas, a la miserable vida que arrastraban; otros, medio ciegos, buscaban olfateando el

pesebre y comían o, hiriendo el suelo con el casco y dando fuertes soplidos, pugnaban por

desasirse y huir del peligro que olfateaban con horror. Y todos aquellos animales habían sido

jóvenes y hermosos. ¡Cuántas manos aristócratas habrían acariciado sus cuellos! ¡Cuántas voces

cariñosas los habrían alentado en su carrera! Y ahora todo era juramentos por acá, palos por acullá

y, por último, la muerte, la muerte con una agonía horrible acompañada de chanzonetas y silbidos.

-Si piensan algo -decía Andrés-, ¿qué pensarán estos animales en el fondo de su confusa

inteligencia, cuando en medio de la plaza se muerden la lengua y expiran con una contracción

espantosa? Es verdad que la ingratitud del hombre es algunas veces inconcebible. De estas

reflexiones vino a sacarlo la aguardentosa voz de uno de los picadores, que juraba y maldecía,

mientras probaba las piernas de uno de los caballos, dando con el cuento de la garrocha en la

pared. El caballo no parecía del todo despreciable. Por lo visto, debía ser loco o tener alguna

enfermedad de muerte.

Andrés pensó en adquirirle. Costar, no debiera costar mucho; pero, ¿y mantenerlo? El picador le

hundió la espuela en el ijar y se dispuso a salir. Nuestro joven vaciló un instante y le detuvo. Cómo

lo hizo, no lo sé; pero en menos de un cuarto de hora convenció al jinete para que lo dejase, buscó

al asentista, ajustó el caballo y se quedó con él.

Creo excusado decir que aquella tarde no vio los toros.

Llevóse el caballo; pero el caballo, en efecto, estaba o parecía estar loco.

-Mucha leña en él -le dijo un inteligente.

-Poco de comer -le aconsejó un mariscal. El caballo seguía en sus trece-. ¡Bah! -exclamó al fin su

dueño-; démosle de comer lo que quiera y dejémosle hacer lo que le dé la gana.

El caballo no era viejo, y comenzó a engordar y a ser más dócil. Verdad que tenía sus caprichos y

que nadie podía montarlo más que Andrés; pero decía éste:

-Así no me le pedirán prestado, y en cuanto a rarezas, ya nos iremos acostumbrando mutuamente a

las que tenemos.

Y llegaron a acostumbrarse de tal modo que Andrés sabía cuándo el caballo tenía ganas de hacer

una cosa y cuándo no, y a éste le bastaba una voz de su dueño para saltar, detenerse o partir al

escape, rápido como un huracán. Del perro no digamos nada; llegó a familiarizarse de tal modo

con su nuevo camarada que ni a beber salían el uno sin el otro. Desde aquel punto, cuando se

perdía al escape entre una nube de polvo por el camino de los Carabancheles y su perro le

acompañaba saltando y se adelantaba para tornar a buscarle o le dejaba pasar para volver a

seguirle, Andrés se creía el más feliz de los hombres.

III

Pasó algún tiempo. Nuestro joven estaba rico o casi rico.

Un día, después de haber corrido mucho, se apeó fatigado junto a un árbol y se recostó a su

sombra.

Era un día de primavera luminoso y azul, de esos en que se respira con voluptuosidad una

atmósfera tibia e impregnada de deseos, en que se oyen en las ráfagas del aire como armonías

lejanas, en que los limpios horizontes se dibujan con líneas de oro y flotan ante nuestros ojos

átomos brillantes de no sé qué, átomos que semejan formas transparentes que nos siguen, nos

rodean y nos embriagan a un tiempo de tristeza y de felicidad.

Yo quiero mucho a estos dos seres -exclamó Andrés después de sentarse, mientras acariciaba a su

perro con una mano y con la otra le daba a su caballo un puñado de hierbas-, mucho; pero todavía

hay un hueco en mi corazón que no se ha llenado nunca. Todavía me queda por emplear un cariño

más grande, más santo, más puro. Decididamente necesito una mujer.

En aquel momento pasaba por el camino una muchacha con un cántaro en la cabeza.

Andrés no tenía sed y, sin embargo, le pidió agua. La muchacha se detuvo para ofrecérsela y lo

hizo con tanta amabilidad que nuestro joven comprendió perfectamente uno de los más patriarcales

episodios de la Biblia.

-¿Cómo te llamas? -le preguntó después que hubo bebido.

-Plácida.

-¿Y en qué te ocupas?

-Soy hija de un comerciante que murió arruinado y perseguido por sus opiniones políticas.

Después de su muerte, mi madre y yo nos retiramos a una aldea, donde lo pasamos bien mal, con

una pensión de tres reales por todo recurso. Mi madre está enferma y yo tengo que hacerlo todo.

-¿Y cómo no te has casado?

-No sé. En el pueblo dicen que no sirvo para trabajar, que soy muy delicada, muy señorita.

La muchacha se alejó después de despedirse.

Mientras la miraba alejarse, Andrés permaneció en silencio. Cuando la perdió de vista, dijo con

satisfacción del que resuelve un problema:

-Esa mujer me conviene.

Montó en su caballo y, seguido de su perro, se dirigió a la aldea. Pronto hizo conocimiento con la

madre y casi tan pronto se enamoró perdidamente de la hija. Cuando al cabo de algunos meses ésta

se quedó huérfana, se casó enamorado de su mujer, que es una de la mayores felicidades de este

mundo.

Casarse y establecerse en una quinta situada en uno de los sitios más pintorescos de su país fue

obra de algunos días.

Cuando se vio en ella rico, con su mujer, su perro y su caballo tuvo que restregarse los ojos,

porque creía que soñaba. Tan feliz, tan completamente feliz era el pobre Andrés.

IV

Así vivió por espacio de algunos años, dichoso si Dios tenía qué, cuando una noche creyó observar

que alguien rondaba su quinta, y más tarde sorprendió a un hombre moldeando el ojo de la

cerradura de una puerta del jardín.

-Ladrones tenemos -dijo.

Y determinó avisar al pueblo más cercano donde había una pareja de guardias civiles.

-¿Adónde vas? -le preguntó su mujer.

-Al pueblo.

-¿A qué?

-A dar aviso a los civiles, porque sospecho que alguien nos ronda la quinta.

Cuando la mujer oyó esto, palideció ligeramente. Él, dándole un beso, prosiguió:

-Me marcho a pie porque el camino es corto. Adiós, hasta la tarde.

Al pasar por el patio para dirigirse a la puerta entró un momento en la cuadra, vio a su caballo y,

acariciándole, le dijo:

-Adiós, pobrecito, adiós. Hoy descansarás, que ayer te di un mate como para ti solo.

El caballo, que acostumbraba salir todos los días con su dueño, relinchó tristemente al sentirlo

alejarse.

Cuando Andrés se disponía a abandonar la finca, su perro comenzó a hacerle fiestas.

-No, no vienes conmigo -exclamó hablándole, como si lo entendiese-. Cuando vas al pueblo ladras

a los muchachos y corres a las gallinas, y el mejor día del año te van a dar tal golpe que no te

queden ánimos de volver por otra... No abrirle hasta que yo me marche -prosiguió, dirigiéndose a

un criado y cerró la puerta para que no le siguiese.

Ya había dado la vuelta al camino, cuando todavía escuchaba largos aullidos del perro.

Fue al pueblo, despachó su diligencia, se entretuvo un poco con el alcalde, charlando de diversas

cosas, y se volvió hacia su quinta. Al llegar a las inmediaciones le extrañó bastante que no saliese

el perro a recibirle, el perro, que otras veces, como si lo supiera, salía a recibirle hasta la mitad del

camino. Silba. ¡Nada! Entra en la posesión. ¡Ni un criado!

-¿Qué diantre será esto? -exclama con inquietud y se dirige al caserío.

Llega a él, entra en el patio. Lo primero que se ofrece a su vista es el perro tendido en un charco de

sangre a la puerta de la cuadra. Algunos pedazos de ropa diseminados por el suelo, algunas

hilachas pendientes aún de sus fauces, cubiertas de una rojiza espuma, atestiguan que se ha

defendido y que al defenderse debió recibir las heridas que lo cubren.

Andrés lo llama por su nombre. El perro, moribundo, entreabre los ojos, hace un inútil esfuerzo

para levantarse, menea débilmente la cola, lame la mano que lo acaricia, y muere.

-Mi caballo, ¿dónde está mi caballo? -exclama entonces con voz sorda y ahogada por la emoción

al ver desierto el pesebre y rota la cuerda que lo sujetaba a él.

Sale de allí como un loco. Llama a su mujer. Nadie responde. A sus criados; tampoco. Recorre

toda la casa fuera de sí; sola, abandonada. Sale de nuevo al camino. Ve las señales del casco de su

caballo, del suyo, no le cabe duda, porque él conoce o cree conocer las huellas de su favorito.

Todo lo comprendo -dice como iluminado por una idea repentina-: los ladrones se han

aprovechado de mi ausencia para hacer su negocio y se llevan a mi mujer para exigirme por su

rescate una gran suma de dinero. ¡Dineros! ¡Mi sangre, la salvación daría por ella! ¡Pobre perro

mío! -exclama volviéndole a mirar, y parte a correr como un desesperado, siguiendo la dirección

de las pisadas.

Y corrió, corrió sin descansar un instante en pos de aquellas señales, una hora, dos, tres.

¿Habéis visto -preguntaba a todo el mundo un hombre a caballo con una mujer a la grupa?

-Sí -le respondían.

-¿Por dónde van?

-Por allí.

Y Andrés tomaba nuevas fuerzas y seguía corriendo.

La noche comenzaba a caer. A la misma pregunta encontraba siempre la misma respuesta. Y

corría, corría, hasta que al fin divisó una aldea y junto a la entrada, al pie de una cruz que señalaba

el punto en que se dividía en dos el camino, vio un grupo de gente, gañanes y viejos, muchachos,

que contemplaban con curiosidad una cosa que él no podía distinguir.

Llega, hace la misma pregunta de siempre, y le dice uno de los del grupo:

-Sí, hemos visto esa pareja. Mirad, por más señas, el caballo que la conducía, que cayó aquí

reventado de correr.

Andrés vuelve los ojos en la dirección que le señalaban y ve, en efecto, su caballo, su querido

caballo, que algunos hombres del pueblo se disponían a desollar para aprovecharse de la piel. No

pudo apenas resistir la emoción; pero, reponiéndose en seguida, volvió a asaltarle la idea de su

esposa.

-Y decidme -exclamó precipitadamente-: ¿cómo no prestasteis ayuda a aquella mujer desgraciada?

-Vaya si se la prestamos -dijo otro de los del corro-. Como que yo les he vendido otra caballería

para que prosiguiesen su camino con toda la prisa que, al parecer, les importa.

-Pero -interrumpió Andrés- esa mujer va robada. Ese hombre es un bandido que, sin hacer caso de

sus lágrimas y sus lamentos, la arrastra no sé adónde.

Los maliciosos patanes cambiaron entre sí una mirada, sonriéndose de compasión.

-¡Quia, señorito! ¿Qué historias está usted contando? -prosiguió con sorna su interlocutor-.

¡Robada! Pues si ella era la que decía con más ahínco: «¡Pronto, pronto, huyamos de estos lugares;

no me veré tranquila hasta que los pierda de vista para siempre!»

Andrés lo comprendió todo. Una nube de sangre pasó por delante de sus ojos, de los que no brotó

ni una lágrima, y cayó al suelo desplomado como un cadáver.

Estaba loco. A los pocos días, muerto.

Le hicieron la autopsia. No le encontraron lesión orgánica alguna. ¡Ah! Si pudiera hacerse la

disección del alma, ¡cuántas muertes semejantes a ésta se explicarían!

-Y, efectivamente, ¿murió de eso? -exclamó el joven que proseguía jugando con los dijes de su

reloj, al concluir mi historia.

Yo le miré como diciendo: «¿Le parece a usted poco?» Él prosiguió con cierto aire de

profundidad:

-¡Es raro! Yo sé lo que es sufrir. Cuando en las últimas carreras tropezó mi Herminia, mató al

jockey y se quebró una pierna, la desgracia de aquel animal me causó un disgusto horrible; pero,

francamente, no tanto..., no tanto.

Aún proseguía mirándole con asombro, cuando hirió mi oído una voz armoniosa y ligeramente

velada, la voz de la niña de los ojos azules:

-Efectivamente, es raro. Yo quiero mucho a mi Medoro -dijo, dándole un beso en el hocico al

enteco y legañoso faldero que gruñó sordamente-, pero si se me muriese o me lo mataran, no creo

que me volviera loca ni cosa que lo valga.

Mi asombro rayaba en estupor. Aquellas gentes no me habían comprendido o no querían

comprenderme.

Al cabo me dirigí al señor que tomaba té, que en razón a sus años debía de ser algo más razonable.

-Y a usted, ¿qué le parece? -le pregunté.

-Le diré a usted -me respondió-. Yo soy casado, quise a mi mujer, la aprecio todavía, me parece.

Tuvo lugar entre nosotros un disgustillo doméstico que, por su publicidad, exigía una reparación

por mi parte; sobrevino un duelo, tuve la fortuna de herir a mi adversario, un chico excelente,

decidor y chistoso si los hay, con quien suelo aún tomar café algunas noches en el Iberia. Desde

entonces dejé de hacer vida común con mi esposa y me dediqué a viajar. Cuando estoy en Madrid

vivo con ella, pero como dos amigos, y todo esto sin violentarme, sin grandes emociones, sin

sufrimientos extraordinarios. Después de este ligero bosquejo de mi carácter y de mi vida, ¡qué le

he de decir a usted de esas explosiones fenomenales del sentimiento, sino que todo eso me parece

raro, muy raro!

Cuando mi interlocutor acabó de hablar, la niña rubia y el joven que le hacía el amor repasaban

juntos un álbum de caricaturas de Gavarni. A los pocos momentos él mismo servía con una

fruición deliciosa la tercera taza de té.

Al pensar que oyendo el desenlace de mi historia habían dicho: «¡Es raro!», exclamé yo para mí

mismo: «¡Es natural!»

El Contemporáneo

17 de noviembre, 1861 [A]

HISTORIA DE UNA MARIPOSA Y DE UNA

ARAÑA

Después de tanto escribir para los demás, permitidme que un día escriba para mí.

En el discurso de mi vida me han pasado una multitud de cosas sin importancia que, sin que yo

sepa el porqué, las tengo siempre en la memoria.

Yo, que olvido con la facilidad del mundo las fechas más memorables, y apenas si guardo un

recuerdo confuso y semejante al de un sueño desvanecido de los acontecimientos que, por decirlo

así, han cambiado mi suerte, puedo referir con los detalles más minuciosos lo que me sucedió tal o

cual día, paseándome por esta o la otra parte, cuanto se dijo en una conversación sin interés

ninguno tenida hace seis o siete años, o el traje, las señas y la fisonomía de una persona

desconocida que mientras yo hacía esto o lo de más allá, se puso a mi lado, o me miró o le dirigí la

palabra. En algunas ocasiones, y por lo regular cuando quisiera tener el pensamiento más distante

de tales majaderías, porque una ocupación seria reclama mi atención y el empleo de todas mis

facultades, acontece que comienzan a agolparse a mi memoria estos recuerdos importunos y la

imaginación, saltando de idea en idea, se entretiene en reunirlas como en un mosaico disparatado y

extravagante.

A veces creo que entre tal mujer que vi en un sitio cualquiera, entre otras ciento que he olvidado, y

tal canción que oí mucho tiempo después y recuerdo mejor que otras canciones que no he podido

recordar nunca, hay alguna afinidad secreta, porque a mi imaginación se ofrecen al par y siempre

van unidas en mi memoria, sin que en apariencia halle entre las dos ningún punto de contacto.

También me sucede dar por seguro que un hombre determinado, a quien apenas conozco, y que sin

saber por qué, lo tengo a todas horas presente, ha de ejercer algún influjo en mi porvenir, y me

espera en el camino de mi vida para salirme al encuentro.

De estas fútiles preocupaciones, de estos hechos aislados y sin importancia, me esfuerzo en vano

cuando asaltan mi memoria en sacar alguna deducción positiva; y digo en vano, porque si bien en

ciertos momentos se me figura hallar su escondida relación, y como oculto tras la forma de mi vida

prosaica y material, me parece que he sorprendido algo misterioso que se encadena entre sí y con

apariencias extrañas, o reproduce lo pasado o previene lo futuro, otros, y éstos son los más

frecuentes, después de algunas horas de atonía de la inteligencia práctica, vuelvo al mundo de los

hechos materiales y me convenzo de que, cuando menos en ocasiones, soy un completísimo

mentecato.

No obstante, como tengo en la cabeza una multitud de ideas absurdas que siempre me andan dando

tormento mezclándose y sobreponiéndose a las pocas negociables en el mercado del sentido

común, y como he observado que una vez escrita una y arrojada al público, la olvido por completo

y nunca más torna a fatigarme, voy a ir poco a poco deshaciéndome de las más rebeldes.

Yo prometo solemnemente que si a mi enferma imaginación le aprovechan estas sangrías y

mañana o pasado puedo disponer de mí mismo, he de aplicar todas mis facultades a algo más que

enjaretar majaderías, y tal vez mi nombre pase a las futuras generaciones, unido al de un nuevo

betún, unos polvos dentífricos o algún otro descubrimiento o invención útil a la humanidad.

Entre tanto, sufrid como tantas otras impertinencias se sufren en este mundo, el relato de dos

recuerdos insignificantes: la doliente historia de una mariposa blanca y una araña negra.

Un día de primavera, un día rico de luz y de colores, de esos en que, viéndolo todo envejecerse a

nuestro alrededor, nos admira que nunca se envejezca el mundo, estaba yo sentado en una piedra a

la entrada de un pueblecito. Me ocupaba, al parecer, en copiar una fuente muy pintoresca, a la que

daban sombra algunos álamos; pero, en realidad, lo que hacía era tomar el sol con este pretexto,

pues en más de tres horas que estuve allí, embobado con el ruidito del agua y de las hojas de los

árboles, apenas si tracé cuatro rayas en el papel del dibujo.

Sentado estaba, como digo, pensando, según vulgarmente se dice, en las musarañas, cuando

pasaron por delante de mis ojos dos mariposas blancas como la nieve. Las dos iban revoloteando,

tan juntas, que al verlas me pareció una sola. Tal vez habían roto ambas a un mismo tiempo la

momia de larva que las contenía y, animándose con un templado rayo de sol, se habían lanzado a

la vez, en su segunda y misteriosa vida, a vagar por el espacio.

Esto pensaba yo, cuando las mariposas volvieron a pasar delante de mí y fueron a posarse en una

mata de campanillas azules, entre las que se detuvieron algunos segundos, sin que dejasen de

palpitar sus alas. Después tornaron a levantar el vuelo y a dar vueltas a mi alrededor. Yo no sé qué

querían de mí. Sin duda en el instinto de las mariposas hay algo de fatal que las lleva a la muerte.

Ellas se agitan, como en un vértigo, alrededor de la llama que no las busca; ellas parece como que

nos provocan, estrechando los círculos que describen en el aire en torno a nuestras cabezas, y las

ahuyentamos, y vienen de nuevo.

Yo no sé qué querían de mí aquellas mariposas, aquéllas precisamente, y no otras muchas que

andaban también por allí revoloteando; yo no lo sé ni me lo he podido explicar nunca, pero lo

cierto es que yo debía matar a una, y maquinalmente, no queriendo, no esperando cogerla, tendí la

mano al pasar por la centésima vez junto a mi rostro, y la cogí y la maté. Sentí matarla, como

sentiría que una noche se me cayeran los gemelos de teatro desde el antepecho de un palco y

matasen a un infeliz de las butacas, lo cual no me ha sucedido nunca, aunque muchas veces he

pensado que podría sucederme.

Esta es la historia de la mariposa; vamos a la de la araña.

La araña vivía en el claustro de un monasterio ya ruinoso y casi abandonado. Allí se había hecho

una casa, tejida con un hilo oscuro, entre los huecos de un bajorrelieve.

Yo entré un día en el claustro y desperté el eco de aquellas ruinas con el ruido de mis tacones. Y se

me ocurrió, lo primero, que los claustros se habían hecho para los religiosos que llevaban

sandalias, y comencé a pisar quedito, porque hasta mí me escandalizaba el ruido que hacía, siendo

tan pequeño, en aquel edificio tan grande.

El cielo estaba encapotado, y el claustro recibía la luz por unas ojivas altas y estrechas que lo

dejaban en penumbra de modo que, aunque todo me hacía ojos, no podía ver bien los detalles del

bajorrelieve que había empezado a copiar.

El bajorrelieve representaba una procesión de monjes con el abad a la cabeza y servía de

ornamento a los capiteles de un haz de columnas que formaban uno de los ángulos. No sé en dónde

encontré una escalera que apoyé en el muro para subir por ella y ver los detalles; el caso es que

subí, y cuando estaba más abstraído en mi ocupación, como me estorbase para examinar a mi

gusto la mitra del abad una tela oscura y polvorienta que la envolvía casi toda, extendí la mano y la

arranqué, y de debajo de aquella cosa sin nombre, que era su habitación, salió la araña.

Una araña horrible, negra, velluda, con las patas cortas y el cuello abultado y glutinoso.

No sé qué fue más pronto, si salir el animalucho aquel de su escondrijo, o tirarme yo al suelo desde

lo alto de la escalera, con peligro de romperme un brazo, todo asustado, todo conmovido, como si

hubiese visto animarse uno de aquellos vestiglos de piedra que se enroscan entre las hojas de

trébol de la cornisa y abrir la boca para comerme crudo.

La pobre araña, y digo la pobre, porque ahora que la recuerdo me causa compasión, la pobre araña,

digo, andaba aturdida, corriendo de acá para allá, por cima de aquellos graves personajes del

bajorrelieve, buscando un refugio. Yo, repuesto del susto y queriendo vengarme en ella de mi

debilidad, comencé a coger cantos de los que había allí caídos, y tantos le arrojé que al fin le acerté

con uno.

Después que hubo muerto la araña, dije: «¡Bien muerta está! ¿Para qué era tan fea?». Y recogí mi

cartera de dibujo, guardé mis lápices y me marché tan satisfecho.

Todo esto es una majadería, yo lo conozco perfectamente; pero ello es que andando algún tiempo,

decía yo, apretándome la cabeza con las manos y como queriendo sujetar la razón que se me

escapaba: «¿Por qué da vueltas esa mujer alrededor de mí? Yo no soy una llama y, sin embargo,

puede abrasarse. Yo no la quiero matar y, a pesar de todo, puedo matarla». Y después que hubo

pasado todavía más tiempo, pensé y creo que pensé bien: «Si yo no hubiera muerto la mariposa, la

hubiera matado a ella».

En cuanto a la araña..., he aquí que comienzo a perder el hilo invisible de las misteriosas relaciones

de las cosas, y que al volver a la razón empieza a faltarme la extraña lógica del absurdo, que

también la tiene para mí en ciertos momentos.

No obstante, antes de terminar diré una cosa que se me ha ocurrido muchas veces, recordando este

episodio de mi vida. ¿Por qué han de ser tan feas las arañas y bonitas las mariposas? ¿Por qué nos

ha de remorder el llanto de unos ojos hermosos, mientras decimos de otros: «Que lloren, que para

llorar se han hecho»?

Cuando pienso en todas estas cosas, me dan ganas de creer en la metempsicosis.

Todo sería creer en una simpleza más de las muchas que creo en este mundo.

El Contemporáneo

28 de enero, 1863

LA CREACION

POEMA INDIO

I

Los aéreos picos del Himalaya se coronan de nieblas oscuras en cuyo seno hierve el rayo, y sobre

las llanuras que se extienden a sus pies flotan nubes de ópalo que derraman sobre las flores un

rocío de perlas.

Sobre la onda pura del Ganges se mece la simbólica flor del loto, y en la ribera aguarda su víctima

el cocodrilo, verde como las hojas de las plantas acuáticas que lo esconden a los ojos del viajero.

En las selvas del Indostán hay árboles gigantescos, cuyas ramas ofrecen un pabellón al cansado

peregrino, y otros cuya sombra letal lo llevan desde el sueño a la muerte.

El amor es un caos de luz y de tinieblas; la mujer, una amalgama de perjurios y ternura; el hombre,

un abismo de grandeza y pequeñez; la vida, en fin, puede compararse a una larga cadena con

eslabones de hierro y de oro.

II

El mundo es un absurdo animado que rueda en el vacío para asombro de sus habitantes.

No busquéis su explicación en los Vedas, testimonios de las locuras de nuestros mayores, ni en los

Puranas, donde, vestidos con las deslumbradoras galas de la poesía, se acumulan disparates sobre

disparates acerca de su origen.

Oíd la historia de la creación tal como fue revelada a un piadoso brahmín, después de pasar tres

meses en ayunas, inmóvil en la contemplación de sí mismo y con los índices levantados hacia el

firmamento.

III

Brahma es el punto de la circunferencia: de él parte y a él converge todo. No tuvo principio ni

tendrá fin.

Cuando no existían ni el espacio ni el tiempo, Maya flotaba a su alrededor como una niebla

confusa pues, absorto en la contemplación de sí mismo, aún no la había fecundado con sus deseos.

Como todo cansa, Brahma se cansó de contemplarse, y levantó los ojos en una de sus cuatro caras

y se encontró consigo mismo, y abrió airado los de otra y tornó a verse, porque él lo ocupaba todo,

y todo era él.

La mujer hermosa, cuando pule el acero y contempla su imagen, se deleita en sí misma: pero al

cabo busca otros ojos donde fijar los suyos, y si no los encuentra, se aburre.

Brahma no es vano como la mujer, porque es perfecto. Figuraos si se aburriría de hallarse solo,

solo en medio de la eternidad y con cuatro pares de ojos para verse.

IV

Brahma deseó por primera vez y su deseo, fecundando la creadora Maya que lo envolvía, hizo

brotar de su seno millones de puntos de luz, semejantes a esos átomos microscópicos y encendidos

que nadan en el rayo del sol que penetra por entre la copa de los árboles.

Aquel polvo de oro llenó el vacío, y al agitarse produjo miríadas de seres, destinados a entonar

himnos de gloria a su creador.

Los gandharvas, o cantores celestes, con sus rostros hermosísimos, sus alas de mil colores, sus

carcajadas sonoras y sus juegos infantiles, arrancaron a Brahma la primera sonrisa, y de ella brotó

el Edén. El Edén con sus ocho círculos, las tortugas y los elefantes que los sostienen, y su

santuario en la cúspide.

V

Los chiquillos fueron siempre chiquillos: bulliciosos, traviesos e incorregibles, comienzan por

hacer gracia; una hora después aturden y concluyen por fastidiar. Una cosa muy parecida debió de

acontecerle a Brahma cuando, apeándose del gigantesco cisne que como un corcel de nieve lo

paseaba por el cielo, dejó aquella turbamulta de gandharvas en los círculos inferiores y se retiró al

fondo de su santuario.

Allí donde no llega ni un eco perdido, ni se percibe el rumor más leve, donde reina el augusto

silencio de la soledad y su profunda calma convida a las meditaciones, Brahma, buscando una

distracción con que matar su eterno fastidio, después de cerrar la puerta con dos vueltas de llave,

entregóse a la alquimia.

VI

Los sabios de la tierra, que pasan su vida encorvados sobre antiguos pergaminos, que se rodean de

mil objetos misteriosos y conocen las extrañas propiedades de las piedras preciosas, los metales y

las palabras cabalísticas, hacen, por medio de esta ciencia, transformaciones increíbles. El carbón

lo convierten en diamante, la arcilla en oro; descomponen el agua y el aire, analizan la llama y

arrancan al fuego el secreto de la vitalidad y la luz.

Si todo esto consigue un mortal miserable con el reflejo de su saber, figuraos por un instante lo que

haría Brahma, que es el principio de toda ciencia. De un golpe creó los cuatro elementos y creó

también a sus guardianes: Agnis, que es el espíritu de las llamas; Vajous, que aúlla montado en el

huracán; Varunas, que se revuelve en los abismos del océano, y Prithivi, que conoce todas las

cavernas subterráneas de los mundos y vive en el seno de la creación.

Después encerró en redomas transparentes y de una materia nunca vista gérmenes de cosas

inmateriales e intangibles, pasiones, deseos, facultades, virtudes, principios de dolor y de gozo, de

muerte y de vida, de bien y de mal. Y todo lo subdividió en especies y lo clasificó con diligencia

exquisita, poniéndole un rótulo escrito a cada una de las redomas.

VIII

La turba de rapaces, que ensordecía en tanto con sus voces y sus ruidosos juegos los círculos

inferiores del Paraíso, echó de ver la falta de su señor. «¿Dónde estará?», exclamaban los unos.

«¿Qué hará?», decían entre sí los otros; y no eran parte a disminuir el afán de los curiosos las

columnas de negro humo que veían salir en espirales inmensas del laboratorio de Brahma, ni los

globos de fuego que desde el mismo punto se lanzaban volteando al vacío, y allí giraban como en

una ronda luminosa y magnífica.

La imaginación de los muchachos es un corcel y la curiosidad, la espuela que lo aguijonea y lo

arrastra a través de los proyectos más imposibles. Movidos por ella, los microscópicos cantores

comenzaron a trepar por las piernas de los elefantes que sustentan los círculos del cielo, y de uno

en otro se encaramaron hasta el misterioso recinto donde Brahma permanecía aún absorto en sus

especulaciones científicas. Una vez en la cúspide, los más atrevidos se agruparon alrededor de la

puerta, y uno por el ojo de la llave y otros por entre las rendijas y claros de los mal unidos tableros,

penetraron con la mirada en el inmenso laboratorio objeto de su curiosidad.

El espectáculo que se ofreció a sus ojos no pudo menos de sorprenderles.

Allí había diseminadas, sin orden ni concierto, vasijas y redomas colosales de todas hechuras y

colores. Esqueletos de mundos, embriones de astros y fragmentos de lunas yacían confundidos con

hombres a medio modelar, proyectos de animales monstruosos sin concluir, pergaminos oscuros,

libros en folio e instrumentos extraños. Las paredes estaban llenas de figuras geométricas, signos

cabalísticos y fórmulas mágicas, y en medio del aposento, en una gigantesca marmita colocada

sobre una lumbre inextinguible, hervían con un ruido sordo mil y mil ingredientes sin nombre, de

cuya sabia combinación habían de resultar las creaciones perfectas.

XI

Brahma, a quien apenas bastaban sus ocho brazos y sus dieciséis manos para tapar y destapar

vasijas, agitar líquidos y remover mixturas, tomaba algunas veces un gran canuto, a manera de

cerbatana, y así como los chiquillos hacen pompas de jabón valiéndose de las cañas del trigo seco,

lo sumergía en el licor, se inclinaba después sobre los abismos del cielo y soplando en la una

punta, aparecía en la otra un globo candente que, al lanzarse, comenzaba a girar sobre sí mismo y

al compás de los otros que ya flotaban en el espacio.

XII

Inclinado sobre el abismo sin fondo, el creador les seguía con una mirada satisfecha, y aquellos

mundos luminosos y perfectos, poblados de seres felices y hermosísimos sobre toda ponderación,

que son esos astros que, semejantes a los soles, vemos aún en las noches serenas, entonaban un

himno de alegría a su dios, girando sobre sus ejes de diamante y oro con una cadencia majestuosa

y solemne.

Los pequeñuelos gandharvas, sin atreverse ni aun a respirar, se miraban espantados entre sí, llenos

de estupor y miedo ante aquel espectáculo grandioso.

XIII

Cansóse Brahma de hacer experimentos y, abandonando el laboratorio no sin haberle echado, al

salir, la llave, y guardándola en el bolsillo, tornó a montar sobre su cisne con objeto de tomar el

aire. Pero, ¡cuál no sería su preocupación cuando él, que todo lo ve y todo lo sabe, no advirtió que,

abstraído en sus ideas, había echado la llave en falso! No le pasó lo mismo a la inquieta turba de

rapaces que advirtiendo el descuido, le siguieron a larga distancia con la vista y, cuando se

creyeron solos, uno empuja poquito a poco la puerta, éste asoma la cabeza, aquél adelanta un pie,

acabaron por invadir el laboratorio, tardando muy poco en encontrarse en él como en su casa.

XIV

Pintar la escena que entonces se verificó en aquel recinto sería imposible.

Primeramente examinaron todos los objetos con el mayor asombro; luego se atrevieron a tocarlos,

y al fin terminaron por no dejar títere con cabeza. Echaron pergaminos en la lumbre para que

sirvieran de pasto a las llamas; destaparon las redomas, no sin quebrar algunas; removieron las

vasijas, derramando su contenido, y después de oler, probar y revolverlo todo, los unos se colgaron

de los soles y estrellas aún no concluidos y pendientes de las bóvedas para secarse; los otros se

subían por las osamentas de los gigantescos animales cuyas formas no habían agradado al señor. Y

arrancaron las hojas de los libros para hacer mitras de papel, y se colocaron los compases entre las

piernas a guisa de caballo, y rompieron las varas de virtudes misteriosas, alanceándose con ellas.

Por último, cansados de enredar, decidieron hacer un mundo tal y como lo habían visto hacer.

XV

Aquí comenzó el gran bullicio, la confusión y las carcajadas. La marmita estaba candente. Llegó el

uno, vertió un líquido en ella y se levantó una columna de humo. Luego vino otro, arrojó sobre

aquel un elixir misterioso que contenía una redoma, con la que llegó casi sin aliento hasta el borde

del receptáculo: tan grande era la vasija y tan rapazuelo su conductor. A cada nuevo ingrediente

que arrojaban en la marmita se elevaban de su fondo llamaradas azules y rojas, que saludaba la

alegre muchedumbre con gritos de júbilo y risotadas interminables.

XVI

Allí mezclaron y confundieron todos los elementos del bien y del mal, el dolor y la alegría, la

fealdad y la hermosura, la abnegación y el egoísmo, los gérmenes del hielo destinados a mundos

hechos de manera que el frío causase una fruición deleitosa en sus habitadores y los del calor

compuestos para globos cuyos seres se habían de gozar en las llamas, y revolvieron los principios

de la divinidad, el espíritu con la grosera materia, la arcilla y el fango, confundiendo en un mismo

brebaje la impotencia y los deseos, la grandeza y la pequeñez la vida y la muerte.

Aquellos elementos tan contrarios rabiaban al verse juntos en el fondo de la marmita

XVII

Hecha la operación, uno de ellos se arrancó una pluma de las alas, le cortó las barbas con los

dientes y, mojando lo restante en el líquido, fue a inclinarse sobre el abismo sin fondo, y sopló, y

apareció un mundo. Un mundo deforme, raquítico, oscuro, aplastado por los polos, que volteaba de

medio ganchete, con montañas de nieve y arenales encendidos, con fuego en las entrañas y

océanos en la superficie, con una humanidad frágil y presuntuosa, con aspiraciones de dios y

flaquezas de barro. El principio de muerte, destruyendo cuanto existe, y el principio de vida, con

conatos de eternidad, reconstruyéndolo con sus mismos despojos: un mundo disparatado, absurdo,

inconcebible, nuestro mundo en fin.

Los chiquillos que lo habían formado, al mirarle rodar en el vacío de un modo tan grotesco, le

saludaron con una inmensa carcajada, que resonó en los ocho círculos del Edén.

XVIII

Brahma, al escuchar aquel ruido, volvió en sí y vio cuanto pasaba, y lo comprendió todo. La

indignación llameó en sus pupilas. Su airado acento atronó el cielo y amedrentó a la turba de

muchachos, que huyó sobrecogida y dispersa a puntapiés; y ya tenía levantada la mano sobre

aquella deforme creación para destruirla, ya el solo amago había producido en ella esa gran

catástrofe que aún recordamos con el nombre del Diluvio, cuando uno de los garzdharvas, el más

travieso, pero el más mono, se arrojó a sus plantas, diciendo entre sollozos:

-¡Señor, señor, no nos rompas nuestro juguete!

XIX

Brahma es grave, porque es dios y, sin embargo, tuvo que hacer un grande esfuerzo al oír estas

palabras para no dejar reventar la risa que le retozaba en los ojos. Al cabo, reponiéndose, exclamó:

-¡Id, turba desalmada e incorregible! Marchaos donde no os vea más con vuestra deforme criatura.

Ese mundo no debe, no puede existir, porque en él hasta los átomos pelean con los átomos; pero

marchad, os repito. Mi esperanza es que en poder vuestro no durará mucho.

Dijo Brahma, y los chiquillos, dándose empellones y riéndose descompensadamente y arrojando

gritos descomunales, se lanzaron en pos de nuestro globo, y éste le da por aquí, el otro le hurga por

allá... Desde entonces ruedan con él por el cielo para asombro de los otros mundos y desesperación

de sus habitantes.

Por fortuna nuestra, Brahma lo dijo y sucederá así. Nada hay más delicado ni más temible que las

manos de los chiquillos; en ellas, el juguete no puede durar mucho.

El Contemporáneo

6 de junio, 1861 [A]

LA VENTA DE LOS GATOS

I

En Sevilla, y en mitad del camino que se dirige al convento de San Jerónimo desde la puerta de la

Macarena, hay entre otros ventorrillos célebres uno que, por el lugar en que está colocado y las

circunstancias especiales que en él concurren, puede decirse que era, si ya no lo es, el más neto y

característico de todos los ventorrillos andaluces.

Figuraos una casita blanca como el ampo de la nieve, con su cubierta de tejas rojizas las unas,

verdinegras las otras, y entre las cuales crecen un sinfín de jaramagos y matas de reseda. Un

cobertizo de madera baña en sombra el dintel de la puerta, a cuyos lados hay dos poyos de ladrillo

y argamasa. Empotradas en el muro que rompen varios ventanillos abiertos a capricho para dar luz

al interior, y de los cuales unos son más bajos y otros más altos, éste en forma cuadrangular, aquél

imitando un ajimez o una claraboya, se ven de trecho en trecho algunas estacas y anillas de hierro

que sirven para atar las caballerías. Una parra añosísima, que retuerce sus negruzcos troncos por

entre la armazón de maderos que la sostienen, vistiéndolos de pámpanos y hojas verdes y anchas,

cubre como un dosel al estrado, el cual lo componen tres bancos de pino, media docena de sillas de

anea desvencijadas y hasta seis o siete mesas cojas y hechas de tablas mal unidas.

Por uno de los costados de la casa sube una madreselva, agarrándose a las grietas de las paredes,

hasta llegar al tejado, de cuyo alero penden algunas guías que se mecen con el aire, semejando

flotantes pabellones de verdura. Al pie del otro corre una cerca de cañizo, señalando los límites de

un pequeño jardín que parece una canastilla de juncos rebosando de flores. Las copas de dos

corpulentos árboles que se levantan a espaldas del ventorrillo forman el fondo oscuro sobre el cual

se destacan sus blancas chimeneas, completando la decoración los vallados de las huertas, llenos

de pitas y zarzamoras, los retamares que crecen a la orilla del agua, y el Guadalquivir que se aleja

arrastrando con lentitud su torcida corriente por entre aquellas agrestes márgenes hasta llegar al pie

del antiguo convento de San Jerónimo, el cual se asoma por cima de los espesos olivares que lo

rodean y dibuja por oscuro la negra silueta de sus torres sobre un cielo azul y transparente.

Figuraos este paisaje animado por una multitud de figuras de hombres, mujeres, chiquillos y

animales, formando grupos a cual más pintorescos y característicos; aquí el ventero, rechoncho y

coloradote, sentado al sol en una silleta baja, deshaciendo entre las manos el tabaco para liar un

cigarrillo y con el papel en la boca; allí, un regatón de la Macarena que canta entornando los ojos y

acompañándose con una guitarrilla mientras otros le llevan el compás con las palmas o golpeando

las mesas con los vasos; más allá, una turba de muchachas, con sus pañuelos de espumilla de mil

colores y toda una maceta de claveles en el pelo, que tocan la pandereta, y chillan, y ríen, y hablan

a voces en tanto que impulsan como locas el columpio colgado entre dos árboles, y los mozos del

ventorrillo que van y vienen con bateas de manzanilla y platos de aceitunas, y las bandas de gentes

del pueblo que hormiguean en el camino; dos borrachos que disputan con un majo que requiebra al

pasar a una buena moza, un gallo que cacarea esponjándose orgulloso sobre las bardas del corral,

un perro que ladra a los chiquillos que le hostigan con palos y piedras, el aceite que hierve y salta

en la sartén donde fríen el pescado, el chascar de los látigos de los caleseros que llegan levantando

una nube de polvo, ruido de cantares, de castañuelas, de risas, de voces, de silbidos y de guitarras y

golpes en las mesas, y palmadas y estallidos de jarros que se rompen, y mil y mil rumores extraños

y discordes que forman una alegre algarabía imposible de describir. Figuraos todo esto en una

tarde templada y serena, en la tarde de uno de los días más hermosos de Andalucía, donde tan

hermosos son siempre, y tendréis una idea del espectáculo que se ofreció a mis ojos la primera vez

que, guiado por su fama, fui a visitar aquel célebre ventorrillo.

De esto hace ya muchos años, diez o doce lo menos. Yo estaba allí como fuera de mi centro

natural. Comenzando por mi traje y acabando por la asombrada expresión de mi rostro, todo en mi

persona disonaba en aquel cuadro de franca y bulliciosa alegría. Parecióme que las gentes, al pasar,

volvían la cara a mirarme con el desagrado que se mira a un importuno.

No queriendo llamar la atención ni que mi presencia se hiciese objeto de burlas más o menos

embozadas, me senté a un lado de la puerta del ventorrillo, pedí algo de beber, que no bebí y,

cuando todos se olvidaron de mi extraña aparición, saqué un papel de la cartera de dibujo que

llevaba conmigo, afilé un lápiz y comencé a buscar con la vista un tipo característico para copiarle

y conservarle como un recuerdo de aquella escena y de aquel día.

Desde luego, mis ojos se fijaron en una de las muchachas que formaban un alegre corro alrededor

del columpio. Era alta, delgada, levemente morena, con unos ojos adormidos, grandes y negros, y

un pelo más negro que los ojos. Mientras yo hacía el dibujo, un grupo de hombres, entre los cuales

había uno que rasgueaba la guitarra con mucho aire, entonaba a coro cantares alusivos a las

prendas personales, los secretillos de amor, las inclinaciones o las historias de celos y desdenes de

las muchachas que se entretenían alrededor del columpio, cantares a los que a su vez respondían

éstas con otros no menos graciosos, picantes y ligeros.

La muchacha morena, esbelta y decidora, que había escogido por modelo, llevaba la voz entre las

mujeres y componía las coplas y las decía acompañada del ruido de las palmas y las risas de sus

compañeras, mientras que el tocador parecía ser el jefe de los mozos y el que entre todos ellos

despuntaba por su gracia y su desenfadado ingenio.

Por mi parte, no necesité mucho tiempo para conocer que entre ambos existía algún sentimiento de

afección, que se re velaba en sus cantares, llenos de alusiones transparentes y frases enamoradas

Cuando terminé mi obra, comenzaba a hacerse noche. Ya en la torre de la catedral se habían

encendido los dos faroles del retablo de las campanas, y sus luces parecían los ojos de fuego de

aquel gigante de argamasa y ladrillo que domina toda la ciudad. Los grupos se iban disolviendo

poco a poco y perdiéndose a lo largo del camino entre la bruma del crepúsculo plateada por la luna

que empezaba a dibujarse sobre el fondo violado y oscuro del cielo. Las muchachas se alejaban

juntas y cantando, y sus voces argentinas se debilitaban gradualmente hasta confundirse con los

otros rumores indistintos y lejanos que temblaban en el aire. Todo acababa a la vez: el día, el

bullicio, la animación y la fiesta, y de todo no quedaba sino un eco en el oído, y en el alma, como

una vibración suavísima, como un dulce sopor parecido al que se experimenta al despertar de un

sueño agradable.

Luego que hubieron desaparecido las últimas personas, doblé mi dibujo, lo guardé en la cartera,

llamé con una palmada al mozo, pagué el pequeño gasto que había hecho y ya me disponía a

alejarme, cuando sentí que me detenían suavemente por el brazo. Era el muchacho de la guitarra

que ya noté antes y que mientras dibujaba me miraba mucho y con cierto aire de curiosidad, pero

que no había reparado que, después de concluida la broma, se acercó disimuladamente hasta el

sitio en que me encontraba con objeto de ver qué hacía yo mirando con tanta insistencia a la mujer

por quien él parecía interesarse.

Señorito -me dijo, con un acento que él procuró suavizar todo lo posible-, voy a pedirle un favor.

-¡Un favor! -exclamé yo sin comprender cuáles podrían ser sus pretensiones-. Diga usted que, si

está en mi mano, es cosa hecha.

-¿Me quiere usted dar esa pintura que ha hecho?

Al oír sus últimas palabras no pude por menos de quedarme un rato perplejo. Extrañaba, por una

parte, la petición, que no dejaba de ser bastante extraña, y por otra, el tono, que no podía decirse a

punto fijo si era de amenaza o de súplica. Él hubo de comprender mi duda, y se apresuró en el

momento a añadir:

-Se lo pido a usted por la salud de su madre, por la mujer que más quiera en este mundo, si quiere

a alguna. Pídame usted en cambio todo lo que yo pueda hacer en mi pobreza.

No supe qué contestar para eludir el compromiso. Casi, casi hubiera preferido que viniese en son

de quimera, a trueque de conservar el bosquejo de aquella mujer, cuya vista tanto me había

impresionado; pero, sea sorpresa del momento, sea que yo a nada sé decir no, ello es que abrí mi

cartera, saqué el papel y se lo alargué sin decir una palabra.

Referir las frases de agradecimiento del muchacho, sus exclamaciones al mirar nuevamente el

dibujo a la luz del reverbero de la venta, el cuidado con que lo dobló para guardárselo en la faja,

los ofrecimientos que me hizo y las alabanzas hiperbólicas con que ponderó la suerte de haber

encontrado lo que él llamaba un señorito templao y neto, sería tarea dificilísima, por no decir

imposible. Sólo diré que como entre unas y otras se había hecho completamente de noche, que

quise que no, se empeñó en acompañarme hasta la puerta de la Macarena, y tanto dio en ello que

por fin me determiné a que emprendiésemos el camino juntos. El camino es bien corto; pero

mientras duró encontró forma de contarme del pe al pa toda la historia de sus amores.

La venta donde había tenido lugar la función era de su padre, el cual le tenía prometido, para

cuando se casase, una huerta que lindaba con la casa y que también le pertenecía. En cuanto a la

muchacha objeto de su cariño, que me pintó con los más vivos colores y las frases más pintorescas,

me dijo que se llamaba Amparo, que se había criado en su casa desde muy pequeñita y se ignoraba

quiénes fuesen sus padres. Todo esto y cien otros detalles de más escaso interés me refirió durante

el camino. Cuando llegamos a las puertas de la ciudad, me dio un fuerte apretón de manos, tornó a

ofrecérseme y se marchó entonando un cantar cuyos ecos se dilataban a lo lejos en el silencio de la

noche. Yo permanecí un rato viéndole ir. Su felicidad parecía contagiosa y me sentía alegre, con

una alegría extraña y sin nombre, con una alegría, por decirlo así, de reflejo. Él siguió cantando a

más no poder. Uno de sus cantares decía así:

Compañerillo del alma,

mira qué bonita era:

que se parecía a la Virgen

de Consolación de Utrera.

Cuando su voz comenzaba a perderse, oí en las ráfagas de la brisa otra delgada y vibrante que

sonaba más lejos aún. Era ella, que le aguardaba impaciente...

Pocos días después abandoné a Sevilla, y pasaron muchos años sin que volviese a ella, y olvidé

muchas cosas que allí me habían sucedido; pero el recuerdo de tanta y tan ignorada y tranquila

felicidad no se me borró nunca de la memoria.

II

Como he dicho, transcurrieron muchos años después que abandoné a Sevilla, sin que olvidase del

todo aquella tarde, cuyo recuerdo pasaba algunas veces por mi imaginación como una brisa

bienhechora que refresca el ardor de la frente.

Cuando el azar me condujo de nuevo a la ciudad que los poetas en su hiperbólico lenguaje llaman

Reina de la Andalucía, una de las cosas que más vivamente me impresionaron fue sin duda la

completa transformación que había sufrido en el espacio de tiempo que duró mi ausencia. Yo dejé

una Sevilla y encontraba otra muy diferente. Yo dejé una ciudad grande, hermosa sin afectación,

tal vez con abandono, llena de un encanto propio, con un aspecto y una fisonomía originales y

característicos, y la hallé tan mudada que sólo puedo comparar el efecto que me hizo al verla con

el que experimentaría un entusiasta de nuestras costumbres y nuestros trajes típicos al tropezar una

cigarrera del barrio de Triana con una crinolina a la emperatriz, un sombrero de tope alto y el pelo

a la Fuoco. Tan extraño, tan antiarmónico, y perdóneme la civilización, encontré la mezcla de

carácter andaluz y barniz francés que veía en todo lo que me rodeaba.

Visité los edificios más notables; torné a vagar y a perderme entre las revueltas del antiguo barrio

de Santa Cruz; en el curso de mis paseos extrañé muchas cosas nuevas que se han levantado no sé

cómo; eché de menos muchas cosas viejas que han desaparecido, no sé por qué y, por último, me

dirigí a la orilla del río. La orilla del río ha sido siempre en Sevilla el lugar predilecto de mis

excursiones.

Después que hube admirado el magnífico panorama que ofrece en el punto por donde une sus

opuestas márgenes el puente de hierro; después que hube recorrido con la mirada absorta los mil

detalles a cual más pintorescos de sus curvas riberas, bordadas de jardines, palacios y blancos

caseríos; después que pasé revista a los innumerables buques surtos en sus aguas, que desplegaban

al aire los ligeros gallardetes de mil colores, y oí el confuso hervidero del muelle, donde todo

respira actividad y movimiento, remontando con la imaginación la corriente del río, me trasladé

hasta San Jerónimo.

Me acordaba de aquel paisaje tranquilo, reposado y luminoso, en que la vegetación de Andalucía

despliega sin aliño sus galas naturales. Como si hubiera ido en un bote, corriente arriba, vi desfilar

otra vez, con ayuda de la memoria, por un lado, la Cartuja con sus arboledas y sus altas y delgadas

torres, por el otro, el barrio de los Humeros, los antiguos murallones de la ciudad, mitad árabes,

mitad romanos, las huertas con sus vallados cubiertos de zarzas, y las norias que sombrean algunos

árboles aislados y corpulentos y, por último, San Jerónimo.

Al llegar aquí, con la imaginación, se me representaron con más viveza que nunca los recuerdos

que aún conservaba de la famosa venta y me figuré que asistía de nuevo a aquellas fiestas

populares y oía cantar a las muchachas, meciéndose en el columpio, y veía los corrillos de gentes

del pueblo vagar por los prados, merendar unos, disputar los otros, reír éstos, bailar aquéllos, y

todos agitarse rebosando juventud, animación o alegría. Allí estaba ella, rodeada de sus hijos, lejos

ya del grupo de las mozuelas que reían y cantaban, y allí estaba él, tranquilo y satisfecho de su

felicidad, mirando con ternura, reunidas a su alrededor y felices a todas las personas que más

amaba en el mundo: su mujer, sus hijos, su padre, que estaba entonces como hacía diez años

sentado a la puerta de su venta, liando impasible su cigarrillo de papel sin más variación que tener

blanca como la nieve la cabeza que era gris.

Un amigo que me acompañaba en el paseo, notando la especie de éxtasis en que estuve abstraído

con estas ideas durante algunos minutos, me sacudió al fin del brazo, preguntándome:

-¿En qué piensas?

-Pensaba -le contesté- en la Venta de los Gatos y revolvía aquí dentro de la imaginación todos los

agradables recuerdos que guardo de una tarde que estuve en San Jerónimo... En este instante

concluía una historia que dejé empezada allí, y la concluía tan a mi gusto que creo no puede tener

otro final que el que yo le he hecho. Y a propósito de la Venta de los Gatos -proseguí,

dirigiéndome a mi amigo-, ¿cuándo nos vamos allá una tarde a merendar y a tener un rato de

jarana?

-¡Un rato de jarana! -exclamó mi interlocutor con una expresión de asombro que yo no acertaba a

explicarme entonces-. ¡Un rato de jarana! ¡Pues digo que el sitio es aparente para el caso!

-¿Y por qué no? -le repliqué admirándome a mi vez de sus admiraciones.

-La razón es muy sencilla -me dijo, por último-, porque a cien pasos de la venta han hecho el

nuevo cementerio.

Entonces fui yo quien lo miró con ojos asombrados y permanecí algunos instantes en silencio antes

de añadir una sola palabra.

Volvimos a la ciudad, y pasó aquel día, y pasaron algunos otros más, sin que yo pudiese desechar

del todo la impresión que me había causado una noticia tan inesperada. Por más vueltas que le

daba, mi historia de la muchacha morena no tenía ya fin, pues el inventado no podía concebirlo,

antojándoseme inverosímil un cuadro de felicidad y alegría con un cementerio por fondo.

Una tarde, resuelto a salir de dudas, pretexté una ligera indisposición para no acompañar a mi

amigo en nuestros acostumbrados paseos, y emprendí solo el camino de la venta. Cuando dejé a

mis espaldas la Macarena y su pintoresco arrabal y comencé a cruzar por un estrecho sendero

aquel laberinto de huertas, ya me parecía advertir algo de extraño en cuanto me rodeaba.

Bien fuese que la tarde estaba un poco encapotada, bien que la disposición de mi ánimo me

inclinaba a las ideas melancólicas, lo cierto es que sentí frío y tristeza y noté un silencio que me

recordaba la completa soledad, como el sueño recuerda la muerte.

Anduve un rato sin detenerme, acabé de cruzar las huertas para abreviar la distancia y entré en el

camino de San Lázaro, desde donde ya se divisa en lontananza el convento de San Jerónimo.

Tal vez será una ilusión; pero a mí me parece que por el camino que pasan los muertos hasta los

árboles y las hierbas toman al cabo un color diferente. Por lo menos allí se me antojó que faltaban

tonos calurosos y armónicos, frescura en la arboleda, ambiente en el espacio y luz en el terreno. El

paisaje era monótono; las figuras, negras y aisladas. Por aquí, un carro que marchaba

pausadamente, cubierto de luto, sin levantar polvo, sin chasquido de látigo, sin algazara, sin

movimiento casi; más allá, un hombre de mala catadura con un azadón en el hombro, o un

sacerdote con su hábito talar y oscuro o un grupo de ancianos mal vestidos y de aspecto

repugnante, con cirios apagados en las manos, que volvían silenciosos, con la cabeza baja y los

ojos fijos en la tierra.

Yo me creía transportado no sé adónde, pues todo lo que veía me recordaba un paisaje cuyos

contornos eran los mismos de siempre, pero cuyos colores se habían borrado por decirlo así, no

quedando de ellos sino una media tinta dudosa. La impresión que experimentaba sólo puede

compararse a la que sentimos en esos sueños en que, por un fenómeno inexplicable, las cosas son y

no son a la vez y los sitios en que creemos hallarnos se transforman en parte de una manera

estrambótica e imposible

Por último llegué al ventorrillo. Lo recordé más por el rótulo, que aún conserva escrito con

grandes letras en una de sus paredes, que por nada, pues en cuanto al caserío, se me figuró que

hasta había cambiado de forma y proporciones. Desde luego, puedo asegurar que estaba mucho

más ruinoso, abandonado y triste. La sombra del cementerio, que se alzaba en el fondo, parecía

extenderse hasta él, envolviéndole en su oscura proyección como en un sudario.

El ventero estaba solo, completamente solo. Conocí que era el mismo de hacía diez años, y lo

conocí no sé por qué pues, en este tiempo, había envejecido hasta el punto de aparentar un viejo

decrépito y moribundo, mientras que cuando le vi no representaba apenas cincuenta, y rebosaba

salud, satisfacción y vida.

Sentéme en una de las desiertas mesas, pedí algo de beber, que me lo sirvió el ventero, y de una en

otra palabra suelta vinimos al cabo a entrar en una conversación tirada acerca de la historia de

amores cuyo último capítulo ignoraba aún, aunque había intentado adivinarlo varias veces.

-Todo -me dijo el pobre viejo-, todo parece que se ha conjurado contra nosotros desde la época que

usted me recuerda. Ya lo sabe usted: Amparo era la niña de nuestros ojos; se había criado aquí

desde que nació, casi; era la alegría de la casa. Nunca pudo echar de menos el suyo, porque yo la

quería como un padre. Mi hijo se acostumbró también a quererla desde niño, primero como un

hermano; después, con un cariño más grande todavía. Ya estaban en vísperas de casarse Yo les

había ofrecido lo mejor de mi poca hacienda, pues con el producto de mi tráfico me parecía tener

más que suficiente para vivir con desahogo, cuando no sé qué diablo malo tuvo envidia de nuestra

felicidad y la deshizo en un momento. Primero comenzó a susurrarse que iban a colocar un

cementerio por esta parte de San Jerónimo: unos decían que más acá, otros que más allá; y

mientras todos estábamos inquietos y temerosos, temblando de que se realizase este proyecto, una

desgracia mayor y más cierta cayó sobre nosotros.

»Un día llegaron aquí en carruaje dos señores. Me hicieron mil y mil preguntas acerca de Amparo,

a la cual saqué yo cuando pequeña de la Casa de Expósitos; me pidieron los envoltorios con que la

abandonaron y que yo conservaba, resultando al fin que Amparo era hija de un señor muy rico, el

cual trabajó con la justicia para arrancárnosla. Y trabajó tanto que logró conseguirlo. No quiero

recordar siquiera el día que se la llevaron. Ella lloraba como una Magdalena, mi hijo quería hacer

una locura, yo estaba como atontado sin comprender lo que me sucedía. ¡Se fue! Es decir, no se

fue, porque nos quería mucho para irse; se la llevaron, y una maldición cayó sobre esta casa. Mi

hijo, después de un arrebato de desesperación espantosa, cayó como en un letargo. Yo no sé decir

qué me pasó. Creí que se me había acabado el mundo.

»Mientras esto sucedía, comenzóse a levantar el cementerio. La gente huyó de estos contornos. Se

acabaron las fiestas, los cantares y la música, y se acabó toda la alegría de estos campos, como se

había acabado toda la de nuestras almas. Y Amparo no era más feliz que nosotros. Criada aquí, al

aire libre, entre el bullicio y la animación de la venta, educada para ser dichosa en la pobreza, la

sacaron de esta vida y se secó como se secan las flores arrancadas de un huerto para llevarlas a un

estrado. Mi hijo hizo esfuerzos increíbles por verla otra vez, para hablarla un momento. Todo fue

inútil; su familia no quería. Al cabo la vio, pero la vio muerta; por aquí pasó su entierro. Yo no

sabía nada, y no sé por qué me eché a llorar cuando vi el ataúd. El corazón, que es muy leal, me

decía a voces: «Esa es joven como Amparo. Como ella, sería también hermosa. ¿Quién sabe si

será?» Y era. Mi hijo siguió el entierro, entró en el patio y, al abrirse la caja, dio un grito, cayó sin

sentido en tierra y así me lo trajeron. Después se volvió loco y loco está».

Cuando el pobre viejo llegaba a este punto de su narración, entraron en la venta dos enterradores

de siniestra figura y aspecto repugnante. Acabada su tarea, venían a echar un trago «a la salud de

los muertos», como dijo uno de ellos acompañando el chiste con una estúpida sonrisa. El ventero

se enjugó una lágrima con el dorso de la mano y fue a servirles.

La noche comenzaba a cerrar, oscura y tristísima. El cielo estaba negro, y el campo, lo mismo. De

los brazos de los árboles pendía aún, medio podrida, la soga del columpio agitada por el aire. Me

pareció la cuerda de una horca oscilando aun después de haber descolgado un reo. Sólo llegaban a

mis oídos algunos rumores confusos: el ladrido lejano de los perros de las huertas, el chirrido de

una noria, largo, quejumbroso y agudo como un lamento, las palabras sueltas y horribles de los

sepultureros, que concertaban en voz baja un robo sacrílego. No sé. En mi memoria no ha

quedado, lo mismo de esta escena fantástica de desolación que de la otra escena de alegría, más

que un recuerdo confuso, imposible de reproducir. Lo que me parece escuchar tal como lo escuché

entonces es este cantar que entonó una voz plañidera, turbando de repente el silencio de aquellos

lugares.

El carrito de los muertos

pasó por aquí,

como llevaba la manita fuera

yo la conocí.

Era el pobre muchacho que estaba encerrado en una de las habitaciones de la venta, donde pasaba

los días contemplando inmóvil el retrato de su amante, sin pronunciar una palabra, sin comer

apenas, sin llorar, sin que se abriesen sus labios más que para cantar esa copla tan sencilla y tan

tierna, que encierra un poema de dolor que yo aprendí a descifrar entonces.

El Contemporáneo

28 y 29 de noviembre, 1862

LAS HOJAS SECAS

El sol se había puesto. Las nubes, que cruzaban hechas jirones sobre mi cabeza, iban a

amontonarse unas sobre otras en el horizonte lejano. El viento frío de las tardes de otoño

arremolinaba las hojas secas a mis pies.

Yo estaba sentado al borde de un camino por donde siempre vuelven menos de los que van.

No sé en qué pensaba, si en efecto pensaba entonces en alguna cosa. Mi alma temblaba a punto

de lanzarse al espacio, como el pájaro tiembla y agita ligeramente las alas antes de levantar el

vuelo.

Hay momentos en que, merced a una serie de abstracciones, el espíritu se sustrae a cuanto le

rodea y, repleglándose en sí mismo, analiza y comprende todos los misteriosos fenómenos de la

vida interna del hombre.

Hay otros en que se desliga de la carne, pierde su personalidad y se confunde con los elementos

de la naturaleza, se relaciona con su modo de ser y traduce su incomprensible lenguaje.

Yo me hallaba en uno de esos últimos momentos, cuando sólo y en medio de la escueta llanura

oí hablar cerca de mí.

Eran dos hojas secas las que hablaban y éste, poco más o menos, su extraño diálogo:

-¿De dónde vienes, hermana?

-Vengo de rodar con el torbellino, envuelta en la nube de polvo y de las hojas secas, nuestras

compañeras, a lo largo de la interminable llanura. ¿Y tú?

-Yo he seguido algún tiempo la corriente del río hasta que el vendaval me arrancó de entre el

légamo y los juncos de la orilla.

-¿Y adónde vas?

-No lo sé. ¿Lo sabe acaso el viento que me empuja?

-¡Ay! ¿Quién diría que habíamos de acabar amarillas y secas, arrastrándonos por la tierra,

nosotras, que vivimos vestidas de color y de luz, meciéndonos en el aire?

-¿Te acuerdas de los hermosos días en que brotamos, de aquella apacible mañana en que, roto el

hinchado botón que nos servía de cuna, nos desplegamos, al templado beso del sol, como un

abanico de esmeraldas?

-¡Oh! ¡Qué dulce era sentirse balanceada por la brisa a aquella altura, bebiendo por todos los

poros al aire y la luz!

-¡Oh! ¡Qué hermoso era ver correr el agua del río que lamía las retorcidas raíces del añoso

tronco que nos sustentaba, aquel agua limpia y transparente que copiaba como un espejo el azul

del cielo, de modo que creíamos vivir suspendidas entre dos abismos azules!

-¡Con qué placer nos asomábamos por cima de las verdes frondas para vernos retratadas en la

temblorosa corriente!

-¡Cómo cantábamos juntas imitando el rumor de la brisa y siguiendo el ritmo de las ondas!

-Los insectos, brillantes, revoloteaban, desplegando sus alas de gasa, a nuestro alrededor.

-Y las mariposas blancas y las libélulas azules que giran por el aire en extraños círculos, se

paraban un momento en nuestros dentellados bordes a contarse los secretos de ese misterioso

amor que dura un instante y les consume la vida.

-Cada cual de nosotras era una nota en el concierto de los bosques.

-Cada cual de nosotras era un tono en la armonía de su color.

-En las noches de luna, cuando su plateada luz resbalaba sobre la cima de los montes, ¿te

acuerdas cómo charlábamos en vez baja entre las diáfanas sombras?

-Y referíamos con un blando susurro las historias de los silfos que se columpian en los hilos de

oro que cuelgan las arañas entre los árboles.

.Hasta que suspendíamos nuestra monótona charla para oír embebecidas las quejas del ruiseñor,

que había escogido nuestro tronco por escabel.

-Y eran tan tristes y tan suaves sus lamentos, que, aunque llenas de gozo al oírle, nos amanecía

llorando.

-¡Oh! ¡Qué dulces eran aquellas lágrimas que nos prestaba el rocío de la noche y que

resplandecían con todos los colores del iris a la primera luz de la aurora!

-Después vino la alegre banda de jilgueros a llenar de vida y de ruidos el bosque con la

alborotada y confusa algarabía de sus cantos.

-Y una enamorada pareja colgó junto a nosotros su redondo nido de aristas y de plumas.

-Nosotras servíamos de abrigo a los pequeñuelos contra las molestas gotas de la lluvia en las

tempestades de verano

-Nosotras les servíamos de dosel y los defendíamos de los importunos rayos del sol.

-Nuestra vida pasaba, como un sueño de oro, del que no sospechábamos que se podría

despertar.

-Una hermosa tarde en que todo parecía sonreír a nuestro alrededor, en que el sol poniente

encendía el ocaso y arrebolaba las nubes, y de la tierra ligeramente húmeda se levantaban

efluvios de vida y perfumes de flores, dos amantes se detuvieron a la orilla del agua y al pie del

tronco que nos sostenía.

-¡Nunca se borrará ese recuerdo de mi memoria! Ella era joven, casi; una niña, hermosa y

pálida. Él le decía con ternura: «¿Por qué lloras?». «Perdona este involuntario sentimiento de

egoísmo -le respondió ella, enjugándose una lágrima-. Lloro por mí. Lloro la vida que me huye.

Cuando el cielo se corona de rayos de luz, y la tierra se viste de verdura y de flores, y el viento

trae perfumes y cantos de pájaros y armonías distantes, y se ama y se siente una amada, ¡la vida

es buena!» «¿Y por qué no has de vivir?», insistió él, estrechándole las manos conmovido.

«Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre

nuestras cabezas, yo moriré también y el viento llevará algún día su polvo y el mío, ¿quién sabe

adónde?» Yo lo oí y tú lo oíste, y nos estremecimos y callamos. ¡Debíamos secarnos!

¡Debíamos morir y girar arrastradas por los remolinos del viento! Mudas y llenas de terror

permanecíamos aún cuando llegó la noche. ¡Oh! ¡Qué noche tan horrible!

-Por la primera vez faltó a su cita el enamorado ruiseñor que la encantaba con sus quejas.

-A poco volaron los pájaros y con ellos sus pequeñuelos, ya vestidos de plumas. Y quedó el

nido solo, columpiándose lentamente y triste como la cuna vacía de un niño muerto.

-Y huyeron las mariposas blancas y las libélulas azules, dejando su lugar a los insectos oscuros

que venían a roer nuestras fibras y a depositar en nuestro seno sus asquerosas larvas.

-¡Oh! ¡Y cómo nos estremecíamos encogidas al helado contacto de las escarchas de la noche!

-Perdimos el color y la frescura.

-Perdimos la suavidad y la forma y lo que antes, al tocarnos, era como un rumor de besos, como

murmullo de palabras de enamorados, luego se convirtió en áspero ruido, seco, desagradable y

triste.

-¡Y al fin volamos desprendidas!

-Hollada bajo el pie del indiferente pasajero, sin cesar arrastrada de un punto a otro entre el

polvo y el fango, me he juzgado dichosa cuando podía reposar un instante en el profundo surco

de un camino.

-Yo he dado vueltas sin cesar, arrastrada por la turbia corriente, y en mi larga peregrinación vi

solo, enlutado y sombrío, contemplando con un mirada distraída las aguas que pasaban y las

hojas secas que marcaban su movimiento, a uno de los dos amantes cuyas palabras nos hicieron

presentir la muerte.

-¡Ella también se desprendió de la vida y acaso dormirá en una fosa reciente, sobre la que yo

me detuve un momento!

-¡Ay! Ella duerme y reposa, al fin; pero nosotras, ¿cuándo acabaremos este largo viaje...?

-¡Nunca...! Ya el viento que nos dejó reposar un punto vuelve a soplar, y ya me siento

estremecida para levantarme de la tierra y seguir con él. ¡Adiós, hermana!

-Adiós!

Almanaque literario de la Biblioteca de Gaspar Roig

1871

MEMORIAS DE UN PAVO

No hace mucho que, hallándome a comer en casa de un amigo, después que sirvieron otros

platos confortables, hizo su entrada triunfal el clásico pavo, de rigor durante las Pascuas en toda

mesa que se respeta un poco y que tiene en algo las antiguas tradiciones y las costumbres de

nuestro país.

Ninguno de los presentes al convite, incluso el anfitrión, éramos muy fuertes en el arte de

trinchar, razón por la que mentalmente todos debimos coincidir en el elogio del uso

últimamente establecido de servir las aves trinchadas. Pero como sea por respeto al rigorismo

de la ceremonia que en estas solemnidades y para dar a conocer sin que quede género alguno de

duda que el pavo es pavo, parece exigir que éste salga a la liza en una pieza; sea por un

involuntario olvido o por otra causa que no es del caso averiguar, el animalito en cuestión

estaba allí íntegro y pidiendo a voces un cuchillo que lo destrozase; me decidí a hacerlo, y

poniendo mi esperanza en Dios y mi memoria en el Compendio de la Urbanidad que estudié en

el colegio donde, entre otras cosas no menos útiles, me enseñaron algo de este difícil arte,

empuñé el trinchante en la una mano, blandí el acero con la otra, y a salga lo que saliere, le tiré

un golpe furibundo.

El cuchillo penetró hasta las más recónditas regiones del ya implume bípedo; mas juzguen mis

lectores cuál no sería mi sorpresa al notar que la hoja tropezaba en aquellas interioridades con

un cuerpo extraño.

-¿Qué diantre tiene este animal en el cuerpo? -exclamé con un gesto de asombro e interrogando

con la vista al dueño de la casa.

-¿Qué ha de tener? -me contestó mi amigo con la mayor naturalidad del mundo-. ¡Que está

relleno!

-¿Relleno de qué? -proseguí yo, pugnando por descubrir la causa de mi estupefacción-. Por lo

visto, debe ser de papeles, pues a juzgar por lo que se resiste y el ruido especial que produce lo

que se toca con el cuchillo, este animal trae un protocolo en el buche.

Los circunstantes rieron a mandíbula batiente de mi observación.

Sintiéndome picado de la incredulidad de mi amigos, me apresuré a abrir en canal el pavo y

cuando lo hube conseguido no sin grandes esfuerzos, dije en son de triunfo, como el Salvador a

santo Tomás:

-Ved y creed.

Había llegado el caso de que los demás participasen de mi asombro. Separadas a uno y otro

lado las dos porciones carnosas de la pechuga del ave y rota la armazón de huesos y cartílagos

que las sostenían, todos pudimos ver un rollo de papeles ocupando el lugar donde antes se

encontraron las entrañas y donde entonces teníamos, hasta cierto punto, derecho a esperar que

se encontrase un relleno un poco más gustoso y digerible.

El dueño de la casa frunció el entrecejo. La broma, caso de serlo, no podía venir sino de la parte

de la cocinera, y para broma de abajo a arriba, preciso era confesar que pasaba de castaño

oscuro.

El resto de los circunstantes exclamaron a coro, pasado el primer momento de estupefacción

que lo fue así mismo de silencio profundo:

-Veamos, veamos qué dice en esos papeles.

Los papeles, en efecto, estaban escritos.

Yo, aun a riesgo de mancharme los dedos, pues estaban bastante grasientos, los extraje del sitio

en que se encontraban y, aproximándome a la luz de la bujía, pude descifrar este manuscrito

que hasta hoy he conservado inédito:

Impresiones, notas sueltas y pensamientos filosóficos de un pavo

destinados a utilizarse en la redacción de sus memorias.

Ignoro quiénes fueron mis padres, el sitio en que nací y la misión que estoy llamado a realizar

en este mundo. No sé por lo tanto, de dónde vengo ni adónde voy.

Para mí no existe pasado ni porvenir; de lo que fue no me acuerdo; de lo que será no me

preocupo. Mi existencia, reducida al momento presente, flota en el océano de las cosas creadas

como uno de esos átomos luminosos que nadan en el rayo de sol.

Sin que yo, por mi parte, la haya solicitado, ni poder explicarme por dónde me ha venido, me he

encontrado con la vida; y como suele decirse que a caballo regalado no hay que mirarle el

diente, sin discutirla, sin analizarla, me limito a sacar de ella el mejor partido posible.

Porque la verdad es que en los templados días de primavera, cuando la cabeza se llena de

sueños y el corazón de deseos, cuando el sol parece más brillante y el cielo más azul y más

profundo, cuando el aire perezoso y tibio vaga a nuestro alrededor cargado de perfumes y de

notas de armonías lejanas, cuando se bebe en la atmósfera un dulce y sutil fluido que circula

con la sangre y aligera su curso, se siente un no sé qué de diáfano y agradable en uno mismo y

en cuanto le rodea, que no se puede menos de confesar que la vida no es del todo mala.

La mía, a lo menos, es bastante aceptable. En clase de pavo, se entiende.

Aún no clarea la mañana cuando un gallo, compañero de corral, me anuncia que es la hora de

salir al campo a procurarme la comida.

Entreabro los soñolientos ojos, sacudo las plumas y héteme aquí calzado y vestido.

Los primeros rayos de sol bajan resbalando por la falda de los montes, doran el humo que sube

en azuladas espirales de las rojas chimeneas del lugar, abrillantan las gotas de rocío escondidas

entre el césped y relucen con un inquieto punto de luz en los pequeños cascos de vidrio y loza,

de platos y pucheros rotos que, diseminados acá y allá, en el montón de estiércol y basuras a

que se dirigen mis pasos, fingen a la distancia una brillante constelación de estrellas.

Allí, ora distraído en la persecución de un insecto que huye, se esconde y torna a aparecer, ora

revolviendo con el pico la tierra húmeda, entre cuyos terrones aparece de cuando en cuando una

apetitosa simiente, dejo transcurrir todo el espacio de tiempo que media entre el alba y la tarde.

Cuando llega ésta, un manso ruidito de aguas corrientes me llama al borde del arroyo próximo

donde, al compás de la música del aire, del agua y de las hojas de los álamos, abriendo el

abanico de mis oscuras plumas, hago cada idilio a la inocente pava, señora de mis

pensamientos, que causarían envidia, a poderlos comprender, no digo a los rústicos gañanes que

frecuentan esos contornos, sino a los más pulidos pastores de la propia Galatea.

Tal es mi vida; hoy como ayer, probablemente mañana como hoy.

Repetid esta página tantas veces como días tiene el año y tendréis una exacta idea de la primera

parte de mi historia.

La inalterable serenidad de mi vida se ha turbado como el agua de una charca a la que arrojan

una piedra.

Una desconocida inquietud se ha apoderado de mi espíritu y ya va de dos veces que me

sorprendo pensando.

Este exceso de actividad de las facultades mentales es causa de una gran perturbación en mi

economía orgánica; apenas duermo once horas, y ayer se me indigestó el hueso de un

albaricoque.

Yo creí que no había nada más allá de esas montañas que limitan el horizonte de la aldea. No

obstante, he oído decir que vamos a la corte y que para llegar hasta allí salvaremos esas

altísimas barreras de granito que yo creía el límite del mundo. ¡La corte! ¿Cómo será la corte?

Pronto saldré de dudas.

Escribo estas líneas en el corral donde me recojo a dormir y aprovechando la última luz del

crepúsculo de la tarde. Mañana partimos. Un poco precipitada me parece la marcha. Por

fortuna, el arreglo del equipaje no me ha de entretener mucho.

Me he detenido en lo más alto de la cumbre que domina el valle donde viví para contemplar por

última vez las bardas del corral paterno.

¡Con cuánta verdad podría llamarse a estas peñas, desde donde envío un postrer adiós a lo que

fue mi reino, el suspiro del pavo!

Desde aquí veo la llanura teatro de mis cacerías. Más allá corre el arroyo que al par que

apagaba mi sed me ofrecía limpio espejo donde contemplar mi hermosura. Allí vive mi pava;

junto a aquel árbol la vi por primera vez. ¡Al pie de ese otro le declaré mi amor!

Las lágrimas me oscurecen la vista y lloro a moco tendido, en toda la extensión de la frase.

¡Parece que al alejarme de estos sitios se me arranca algo del fondo de las entrañas y, a mi

pesar, se queda en ellos!

¿Será este extraño afán presentimiento de mi desventura? ¿Será...?

Un cañazo ha interrumpido el hilo de mis reflexiones en este instante.

Hago aquí punto de prisa y corriendo, para reunirme a la manada, no sea que se repita la

insinuación.

Ya estamos en la corte. He necesitado que me lo digan y me lo repitan cien veces para creerlo.

¿Es esto Madrid? ¿Es éste el paraíso que yo soñé en mi aldea? ¡Dios mío! ¡Qué desencanto tan

horrible!

El sol llega trabajosamente al fondo de estas calles, cuyas casas parecen castillos; ni un mal

jaramago crece entre las descarnadas junturas de los adoquines; aún no ha acabado de caer al

suelo la cáscara de una naranja, el troncho de una col, el hueso de un albaricoque, cualquier

cosa en fin que pueda utilizarse como alimento digerible, cuando ya ha desaparecido sin saber

por dónde.

En cada calle hay un tropiezo; en cada esquina, un peligro, cuando no nos acosa un perro,

amenaza aplastarnos un coche o nos arrima un puntillón un pillete.

La caña no se da punto de reposo. Noche y día la tenemos suspendida sobre la cabeza, como

una nueva espada de Damocles.

Ya no puedo seguir al azar el camino que mejor me parece, ni detenerme un momento para

descansar de las fatigas de este interminable paseo. «¡Anda! ¡Anda!», me dice a cada instante

nuestro guía, acompañando sus palabras con un cañazo.

¡Con cuánta más razón que al famoso judío de la leyenda se me podría llamar a mí el pavo

errante!

¿Cuándo terminará esta enfadosa y eterna peregrinación?

He perdido lo menos dos libras de carne.

No obstante, a un caballero que se ha parado delante de la manada he conseguido llamarle la

atención por gordo. ¡Si me hubiera conocido en mi país y en los días de mi felicidad!

Con ésta va de tres veces que me coge por las patas y me mira y me remira columpiándome en

el aire, dejándome luego, para proseguir en el animado diálogo que sostiene con nuestro

conductor.

Por cuarta vez me ha cogido en peso y sin duda ha debido de distraerse con su conversación,

pues me ha tenido cabeza abajo más de siete minutos.

El capricho de este buen señor comienza a cargarme.

¿Es esto una pesadilla horrible? ¿Estoy dormido o despierto? ¿Qué pasa por mí?

Ya hace más de un cuarto de hora que trato de sobreponerme al estupor que me embarga y no

acierto a conseguirlo.

Me encuentro como si despertase de un sueño angustioso... Y no hay duda. He dormido o mejor

dicho, me he desmayado.

Tratemos de coordinar las ideas. Comienzo a recordar confusamente lo que me ha pasado.

Después de mucha conversación entre nuestro guía y el desconocido personaje, éste me entregó

a otro hombre que me agarró por las patas y se me cargó al hombro.

Quise resistirme, quise gritar al ver que se alejaban mis compañeros; pero la indignación, el

dolor y la incómoda postura en que me habían colocado ahogó la voz en mi garganta. Figuraos

cuánto sufriría hasta perderlos de vista.

Luego me sentí llevado al través de muchas calles, hasta que comenzamos a subir unas

empinadas escaleras que no parecían tener fin.

A la mitad de esta escala que podría compararse a la de Jacob por lo larga aun cuando no

bajasen ni subiesen ángeles por ella, perdí el conocimiento.

La sangre, agolpada a la cabeza, debió producirme un principio de congestión cerebral.

Al volver en mí me he hallado envuelto en tinieblas profundas. Poco a poco mis ojos se van

acostumbrando a distinguir los objetos en la oscuridad y he podido ver el sitio en que me

encuentro.

Esto debe de ser lo que en Madrid llaman una bohardilla. Trastos viejos, rollos de esteras,

pabellones de telaraña, constituyen todo el mobiliario de esta tenebrosa estancia, por la que

discurren a su sabor algunos ratones.

Por el angosto tragaluz penetra en este instante un furtivo rayo de sol... ¡El sol, el campo, el aire

libre! ¡Dios mío, que tropel de ideas se agolpa a mi mente! ¿Dónde están aquellos días felices?

¿Dónde están aquellas...?

Me es imposible proseguir. Una harpía, turbando mis meditaciones, me ha metido catorce

nueces en el buche. Catorce nueces con cáscaras y todo. Figuraos por un momento cuál será mi

situación. ¡Y a esto le llaman en este país dar de comer!

Lasciati ogni speranza! Han pasado algunos días y se me ha revelado todo lo horrible de mi

situación. He visto brillar con un fulgor siniestro el cuchillo que ha de segar mi garganta y he

contemplado con terror la cazuela destinada a recibir mi sangre.

Ya oigo los tambores de los chiquillos que redoblan anunciando mi muerte. Mis plumas, estas

hermosas plumas con que tantas veces he hecho el abanico, van a ser arrancadas, una a una, y

esparcidas al viento como las cenizas de los más monstruosos criminales.

Voy a tener por tumba un estómago, y por epitafio la décima en que pide los aguinaldos un

sereno: Se tu non piangi di che pianger suoli?

Cuando terminé la lectura de este extraño diario, todos estábamos enternecidos. La presencia de

la víctima hacía más conmovedora la relación de sus desgracias.

Pero..., ¡oh fuerza de la necesidad y la costumbre!, transcurrido el primer momento de estupor y

de silencio profundo, nos enjugamos con el pico de la servilleta la lágrima que temblaba

suspendida en nuestros párpados y nos comimos el cadáver.

El Museo Universal

24 de diciembre, 1865

TRES FECHAS

En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de mis

excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.

Los sucesos de que guardan la memoria estos números son hasta cierto punto insignificantes. Sin

embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches de insomnio una novela

más o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación se hallaba más o menos exaltada y

propensa a ideas risueñas o terribles.

Si a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios, hubiera podido

escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes que se cierren del todo

mis párpados, historias cuyo vago desenlace flota por último indeciso, en ese punto que separa la

vigilia del sueño, seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante.

No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por decirlo así, impalpables, son en

cierto modo como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los

dedos el polvo de oro de sus alas.

Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los

capítulos de mis soñadas novelas, los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente por

medio de una serie de ideas como con un hilo de luz, los tres temas en fin sobre que yo hago mil y

mil variaciones, en las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.

I

Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien

generaciones que en ella han habitado, que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista y le

revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la

forma y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas

con una barrera y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:

«En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se

prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y

prosaica.»

Da entrada a esta calle, por uno de sus extremos, un arco macizo, achatado y oscuro, que sostiene

un pasadizo cubierto.

En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, en el cual crece la hiedra

que, agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona como un penacho de plumas.

Debajo de la bóveda, y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido e

imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de su cordel y sus

votos de cera.

Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza

indescriptible, se prolongan a ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada

cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están construidas de piedras toscas y

desiguales, sin más adorno que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras

son de ladrillo, y tienen un arco árabe que les sirve de ingreso, dos o tres ajimeces abiertos al

capricho en un paredón grietado, y un mirador que termina en una alta veleta. Las hay con traza

que no pertenece a ningún orden de arquitectura y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas;

que son un modelo acabado de un género especial y conocido, o una muestra curiosa de las

extravagancias de un período del arte. Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo

disparatado; aquéllas, una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores;

las de más allá, unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros

y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro. El

palacio de un magnate convertido en corral de vecindad, la casa de un alfaquí habitada por un

canónigo, una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano, un convento levantado sobre las

ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre, mil extraños y pintorescos

contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas,

por decirlo así, en cien varas de terreno.

He aquí todo lo que se encuentra en esta calle, calle construida en muchos siglos, calle estrecha,

deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual, al levantar su habitación, tomaba

una saliente, dejaba un rincón o hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la

altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo

de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes que cada vez ofrece algo nuevo al que la

estudia.

Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de

los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada

con honores de fonda en que me había hospedado.

Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro sin encontrar en ella una sola persona, sin que

turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las celosías de

un balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una ventana, viese ni aun por casualidad el

arrugado rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana.

Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus

habitantes desde una época remota.

Una tarde, sin embargo, el pasar frente a un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos

paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto,

me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival rodeado de un festón de hojas

picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construido y blanco

como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con

su marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían a enredarse

por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de

una tela blanca, ligera y transparente.

Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más

poderosamente contribuyó a que me fijase en ella fue el notar que, cuando volví la cabeza para

mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la

persona que sin duda me miraba en aquel instante.

Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana o mejor dicho, de la cortinilla o, más claro

todavía, de la mujer que la había levantado porque, indudablemente, a aquella ventana tan poética,

tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer,

entiéndase que se supone joven y bonita.

Pasé otra tarde; pasé con cuidado; apreté los tacones aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de

mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la ventana, y la cortinilla se volvió

a levantar. La verdad es que, realmente, detrás de ella no vi nada; pero, con la imaginación, me

pareció descubrir un bulto: el bulto de una mujer, en efecto.

Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la

cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos y yo,

desde lejos, volvía a ella por última vez los ojos.

Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes, en aquel claustro

tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la

cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que

corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que

agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! ¡Qué

historias imposibles no forjaría en mi mente! Yo la conocía. Ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál

era el color de sus ojos.

La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con su

presencia, como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín con

unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía haber

allá en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en un

banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba, pensando en... ¡Quién sabe! Acaso en mí.

¿Qué digo acaso? En mí seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía,

despertó en mi alma aquella ventana, mientras permanecí en Toledo...!

Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo,

guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo, de las quimeras, y tomé un asiento

en el coche para Madrid.

Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza

por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.

Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la colina que

ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté una fecha. Es la primera de las tres,

a la que yo le llamo la fecha de la ventana.

Al cabo de algunos meses, volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro

días. Limpié el polvo de mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo y, provisto de una mano de

papel, media docena de lápices y unos Cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese

concluida la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso los puntos

en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a Madrid.

Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron

la atención en mi primer viaje y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.

Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos por entre sus barrios más antiguos la mayor parte

del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero

placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos

oscuros y cuestas empinadas e impracticables.

Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas

excursiones a través del desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza

grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población y como

escondida en uno de sus más apartados rincones.

La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella se habían identificado, por

decirlo así, con el terreno, de tal modo que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una

Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones crecían a su sabor

malvas de unas proporciones colosales, corros de gigantescas ortigas, matas rastreras de

campanillas blancas, prados de esa yerba sin nombre, menuda, fina y de un verde oscuro, y

meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas las otras plantas

parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.

Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros,

veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas, y arrojadas en

diferentes épocas a aquel lugar, donde iban formando capas en las cuales hubiera sido fácil seguir

un curso de geología histórica.

Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos de

ladrillo de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera

ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de cuero y otros cien y

cien objetos sin forma ni nombre eran los que aparecían a primera vista a la superficie, llamando

así mismo la atención y deslumbrando los ojos una miríada de chispas de luz derramadas sobre la

verdura como un puñado de diamantes arrojados a granel y que, examinadas de cerca, no eran otra

cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas que, refractando los rayos

del sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas y deslumbrantes.

Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas de varios

matices formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de pizarra y en su mayor parte,

según dejamos dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.

Los edificios que dibujaban su forma irregular no eran tampoco menos extraños y dignos de

estudio. Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados

dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a las

esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con tiestos de

flores y su farol rodeado de una pared de alambre que defiende sus ahumados vidrios de las

pedradas de los muchachos.

Otro frente lo constituía un paredón negruzco lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos

reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y brillantes por entre las hojas de musgo. Un

paredón altísimo, formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y balcones tapiados

con piedra y argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo con él, una tapia de

ladrillos desconchada y llena de mechinales, manchada a trechos de tintas rojas, verdes o

amarillentas y coronada de un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos tallos de

enredadera.

Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que al penetrar en la

plaza se presentó de improviso a mis ojos, cautivando mi ánimo o suspendiéndome durante algún

tiempo, pues el verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono general,

se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su

artístico desorden que todos los que se levantaban en su alrededor.

-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! -exclamé al verle. Y sentándome en un pedrusco,

colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera me apercibí a trazar, aunque

ligeramente, sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo.

Si yo pudiera pegar aquí con dos obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de aquel

sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando a mis lectores una

idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.

Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, a fin de que, leyendo estos

renglones, pueda formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad

de su conjunto.

Figuraos un palacio árabe, con sus puertas en forma de herradura, sus muros engalanados con

largas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí y corren sobre una franja de

azulejos brillantes: aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas

columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una atalaya

con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y amarillas, y su aguda flecha

de oro que se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un gabinete pintado de oro

y azul o las altas galerías cerradas con persianas verdes que al descorrerse dejan ver los jardines

con calles de arrayán, bosques de laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico,

aunque desordenado; todo deja entrever el lujo y las maravillas de su interior; todo deja adivinar el

carácter y las costumbres de sus habitadores.

El opulento árabe que poseía este edificio lo abandona al fin. La acción de los años comienza a

desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer hasta los mármoles. Un monarca

castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba; y en este punto

rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los cuales

se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquél levanta un macizo torreón de

sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en el de más allá construye un ala de

habitaciones altas y sombrías, en las cuales se ven, por una parte, trozos de alicatado reluciente,

por otra, artesones oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura ligero y puro que da

entrada a un salón gótico severo e imponente.

Pero llega el día en que el monarca abandona también aquel recinto, cediéndole a una comunidad

de religiosas y éstas, a su vez, fabrican de nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya extraña

fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías; entre dos arcos árabes colocan el

escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan

cipreses melancólicos y oscuros y, aprovechando unos restos y levantando sobre otros, forman las

combinaciones más pintorescas y extravagantes que pueden concebirse.

Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en que

los bañan las sombras de sus doseles una andanada de santos, ángeles y vírgenes, a cuyos pies se

retuercen entre las hojas de acanto sierpes, vestigios y endriagos de piedra, se mira elevarse un

minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto a las saeteras del murallón, cuyas

almenas están ya rotas, ponen un retablo y tapian los grandes huecos con tabiques cuajados de

pequeños agujeritos y semejantes a un tabla de ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos y

fabrican, por último, un campanario de espadaña con sus campanas, que tañen melancólicamente

noche y día llamando a la oración, campanas que voltean al impulso de una mano invisible,

campanas cuyos sonidos lejanos arrancan a veces lágrimas de involuntaria tristeza.

Después pasan los años y bañan con una veladura de un medio color oscuro todo el edificio,

armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus hendiduras.

Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los vencejos, en el ala de los tejados; las

golondrinas, en los doseles de granito; y el búho y la lechuza escogen para su guarida los altos

mechinales, desde donde en las noches tenebrosas asustan a las viejas crédulas y a los

atemorizados chiquillos con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y sus silbos extraños y

agudos.

Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales hubieran podido únicamente dar

por resultado un edificio tan original, tan lleno de contrastes, de poesía y de recuerdos como el que

aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano, describir con palabras.

Ya lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera; el sol doraba apenas las más altas

agujas de la ciudad; la brisa del crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente cuando, absorto en las

ideas que de improviso me habían asaltado al contemplar aquellos silenciosos restos de otras

edades más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de

mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y

entregándome por completo a los sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo.

Veía claramente sucederse las épocas y derrumbarse unos muros y levantarse otros. Veía a unos

hombres, o mejor dicho, veía a unas mujeres dejar lugar a otras mujeres, y las primeras y las que

venían después convertirse en polvo y volar deshechas, llevando un soplo del viento la hermosura,

hermosura que arrancaba suspiros secretos, que engendró pasiones y fue manantial de placeres.

Luego... ¡Qué sé yo!, todo confuso, muchas cosas revueltas, tocadores de encaje y de estuco con

nubes de aroma y lechos de flores, celdas estrechas y sombrías con un reclinatorio y un crucifijo,

al pie del crucifijo un libro abierto y sobre el libro una calavera, salones severos y grandiosos

cubiertos de tapices y adornados con trofeos de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían a

cruzar ante mis ojos: monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con labios muy

encarnados y ojos muy negros; damas de perfil puro, de continente altivo y andar majestuoso.

Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que después de pensadas no pueden recordarse,

de esas tan inmateriales que es imposible encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando de

pronto di un salto sobre mi asiento y, pasándome la mano por los ojos para convencerme de que no

seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno de los

altos miradores del convento.

Había visto, no me puede caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima que,

saliendo por uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de

ajedrez, se había agitado varias veces, como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me

saludaba a mí, no era posible que me equivocase: estaba solo, completamente solo en la plaza.

En balde esperé la noche clavado en aquel sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador.

Inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura piedra que me sirvió de asiento la tarde en que

vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños de la noche y de mis delirios del

día. No la volví a ver más...

Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo dejando allí como una carga inútil y

ridícula todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné a guardar los

papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que

yo conozco por la fecha de la mano. Al escribirla miré un momento la anterior, la de la ventana, y

no pude menos de sonreírme de

Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido hasta que volví a Toledo, transcurrió

cerca de un año durante el cual no dejó de presentárseme a la imaginación su recuerdo, al principio

a todas horas y con todos sus detalles, después, con menos frecuencia y por último con tanta

vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces que había sido juguete de una ilusión o de un

sueño. No obstante, apenas llegué a la ciudad que con tanta razón llaman algunos la Roma

española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria, salí preocupado a recorrer las calles sin

camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo.

El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza a todo lo que se oye, se ve y se siente. El cielo era

color de plomo, y a su reflejo melancólico los edificios parecían más antiguos, más extraños y más

oscuros. El aire gemía a lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas como

notas perdidas de una sinfonía misteriosa ya palabras ininteligibles, clamor de campanas o ecos de

golpes profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría helaba el rostro a su contacto y hasta

diríase que helaba el alma con su soplo glacial.

Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos absorto en mil confusas

imaginaciones y, contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el espacio sin que lograse

llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden

desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta. Ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo

examen minucioso me detenía a cada paso cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y

recuerdos históricos.

El cielo cerraba de cada vez más oscuro. El aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había

comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando,

sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí por un impulso al que no

podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis

pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.

Al encontrarme en aquel lugar, salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido como si me

hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.

Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal: estaba más triste. Ignoro

si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o el estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza:

Pero la verdad es que desde el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos lugares por la

vez primera hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que existe desde la

melancolía a la amargura.

Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que nunca

a mis ojos; y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, una

campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando

contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó a voltear de pronto con una rapidez y

un tañido tan agudo y continuado que parecía como acometido de un vértigo.

Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de una

roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce por medio de las

campanas, que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando con sollozos

ahogados, la otra como riendo en carcajadas estridentes, semejantes a la risa de una mujer loca.

A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también notas

confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.

Varié de idea, y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté a uno

de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:

-¿Qué hay aquí?

-Una toma de hábito -me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre

dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que puse

en su mano al dirigirle mi pregunta.

Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia del

convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su recinto.

La iglesia era alta y oscura; formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de columnas

delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona, y de cuya rica

coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado

en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento, cuajada de angelones con escudos, grifos

cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones dorados, y dibujos

caprichosos y elegantes. En torno a las naves se veían multitud de capillas oscuras, en el fondo de

las cuales ardían algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura.

Capillas de arquitectura árabe, gótica o churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de

hierro; otras, con humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas con una antigua

tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas con una imagen vestida de

relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta de colorines.

Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia, completamente armónica en su

confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica claridad que la iluminaba.

De las lámparas de plata de cobre pendientes de las bóvedas, de las velas de los altares y de las

estrechas ojivas y los ajimeces del muro partían rayos de luz de mil colores diversos: blancos, los

que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de la cúpula; rojos, los que se

desprendían de los cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien matices diferentes, los que

se abrían paso a través de los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes a

inundar con la bastante claridad aquel sagrado recinto, parecían como que luchaban

confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una mancha

luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las capillas.

A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran pocos. La ceremonia

había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban

en el altar mayor bajaban en aquel momento sus gradas, cubiertas de alfombras, envueltos en una

nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro, en donde se oía

a las religiosas entonar un salmo.

Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a las dobles rejas que lo

separaban del templo. No sé; me pareció que había de conocer en la cara a la mujer de quien sólo

había visto un instante la mano, y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como

queriendo prestarla mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán inútil: a través de

los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse. Como unos fantasmas blancos y negros, que se

movían entre las tinieblas contra las que luchaba en vano el escaso resplandor de algunos cirios

encendidos, una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los que

se adivinaban, veladas por la oscuridad, las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas

ropas talares, un crucifijo alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del

cuadro como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más palpables las

sombras: he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que ocupaba.

Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos acólitos que

conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de otros que agitaban los incensarios

perfumando el ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus manos y las orlas

de sus vestiduras, llegaron al fin a la reja del coro.

Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la virgen

que iba a consagrarse al Señor.

¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las

aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar o de la profunda sima de una montaña

un jirón de niebla que flota lentamente en el vacío y, alternativamente, ya parece una mujer que se

mueve y anda y vuela su traje al andar, ya un velo blanco prendido a la cabellera de alguna silfa

invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire, cubriendo sus huesos amarillos con un sudario

sobre el que se cree ver dibujarse sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese género

experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro,

aquella figura blanca, alta y ligerísima.

El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de las velas que alumbraban el

crucifijo y su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacían

resaltar por oscuro, bañándola en una dudosa sombra.

Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la

ceremonia.

La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que a su vez repetían los

sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que la ceñía y la

arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer, hermana

de las flores, como todas las mujeres.

Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus

espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en seguida comenzó a percibirse,

en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido metálico y agudo que

crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente que sombreaba y rodaron

por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire perfumado había besado tantas

veces...

La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes las repitieron, y todo quedó

de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos como unos quejidos

largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y los

torreones, y estremecía al pasar los vidrios de color de las ojivas.

Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho de un claustro

gótico.

Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron por último de

su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera sus broches con mano

trémula de emoción y cariño. El esposo místico aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá de la

muerte, abriendo sin duda la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como traspasa la esposa

tímida el umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada

como un cadáver. Las religiosas arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo puñados de flores,

entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes, con

sus voces profundas y huecas, comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos

instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles

palabras que pronuncian.

-¡De profundis clamavi ad Te! -decían las religiosas desde el fondo del coro con voces plañideras y

dolientes.

-¡Dies irae, dies illa! -le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo y en tanto las

campanas tañían lentamente tocando a muerto, y de campanada a campanada se oía vibrar el

bronce con un zumbido extraño y lúgubre.

Yo estaba conmovido; no, conmovido no; aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural, sentir

como que me arrancaban algo preciso para mi vida, y que a mi alrededor se formaba el vacío;

pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese

inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede

pintar y que sólo pueden concebir los que lo han sentido...

Aún estaba clavado en aquel lugar, con los ojos extraviados, temblorosos y fuera de mí, cuando la

nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa la vistió el hábito, las monjas tomaron en sus

manos velas encendidas y formando dos largas hileras la condujeron como en procesión hacia el

fondo del coro.

Allí entre las sombras, vi brillar un rayo de luz; era la puerta claustral que se había abierto. Al

poner el pie en su dintel, la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor de

todas las luces la iluminó de pronto y pude verle el rostro. Al mirarlo tuve que ahogar un grito. Yo

conocía a aquella mujer: no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en

sueños; era uno de esos seres que adivina el alma o los recuerda acaso de otro mundo mejor del

que, al descender a éste, algunas no pierden del todo la memoria.

Di dos pasos adelante: quise llamarla, quise gritar; no sé; rne acometió como un vértigo; pero en

aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre. Se agitaron las campanillas, los

sacerdotes alzaron un ¡Hosanna.-, subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un

torrente de atronadora armonía por sus cien bocas de metal y las campanas de la torre comenzaron

a repicar, volteando con una furia espantosa.

Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor, buscando los

padres, la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a nadie.

-Tal vez era sola en el mundo -dije, y no pude contener una lágrima.

-¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo! -exclamó al mismo tiempo

una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía agarrada a la reja.

-¿La conoce usted? -la pregunté.

-¡Pobrecita! Sí, la conocía. Y -la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.

-Y, ¿por qué profesa?

-Porque se vio sola en el mundo. Su padre y su madre murieron en el mismo día, del cólera, hace

poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor deán le dio el dote para que profesase;

y ya veis... ¿Qué había de hacer?

-¿Y quién era ella?

-Hija del administrador del conde C***, al cual serví y hasta su muerte.

-¿Dónde vivía?

Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.

Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea y brilla en la oscuridad y la

confusión de la mente, y reúne los puntos más distantes y los relaciona entre sí de un modo

maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí o creí comprenderlo.

Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte. Digo mal: la llevo escrita en un

sitio en que nadie más que yo la puede leer y de donde no se borrará nunca. Algunas veces,

recordando estos sucesos, hoy mismo al consignarlos aquí, me he preguntado: algún día, en esa

hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y cargado de

aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga de

recuerdos del mundo, sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico, la mano en la mejilla, el

codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su

imaginación la memoria de estas fechas? ¡Quién sabe!

¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?

El Contemporáneo 20, 22 y 24 de julio, 1862

UN BOCETO DEL NATURAL

I

Me encontraba accidentalmente en un puerto de mar, durante la estación de baños. Merced a mi

antiguo conocimiento con una familia que, aunque establecida en la corte, acostumbraba pasar

dos o tres meses del verano en aquel punto, había logrado hacerme en pocos días de algunas

agradables relaciones entre las personas más distinguidas de la población.

Después de haber sufrido en materia de amores, no diré desengaños, sino alguna que otra

contrariedad, explotaba por aquella época el filón de las amistades femeninas. Entre las varias

mujeres con que había intimado, fiel a mi propósito de cultivar ese género de relaciones que se

mantienen en el justo medio de las simpatías, se contaban dos hermanas, las dos bonitas, las dos

discretas, a pesar de que la una pecaba un poco de aturdida, mientras la otra tenía de cuando en

cuando sus puntas de sentimentalismo.

Esta misma diferencia de caracteres era para mí uno de los mayores alicientes de su trato; pues

cuando me sentía con humor de reír, me dedicaba a pasar revista a todas las ridiculeces de

nuestros compañeros de temporada en unión con Luisa, que así se llamaba la más alegre de

genio, y cuando, por el contrario, sin saber por qué ni por qué no, me asaltaban esas ideas

melancólicas de las que en vano trata uno de defenderse cuando se encuentra entre personas de

diverso carácter, daba rienda suelta a mis sensiblerías, charlando con Elena, que éste era el

nombre de la otra, de vagos presentimientos, pesares no comprendidos, aspiraciones sin

nombre, y toda esa música celeste del sentimentalismo casero. Así, bromeando y riendo a

carcajadas con ésta, cuchicheando a media voz con aquélla o hablando indiferentemente con las

dos de música, de modas, de novelas, de amor, de viajes, comunicándonos nuestras

impresiones, revelándonos nuestros secretos, revelables entre amigos, refiriéndonos nuestras

aventuras o echando planes sobre el porvenir, pasábamos la mayor parte del tiempo juntos, ya

en su casa, donde comía algunas veces, ya en los paseos que proyectábamos a los alrededores

de la población o en el camino del baño, adonde las acompañaba todas las tardes.

Una de estas tardes, que fui como de costumbre en su busca para acompañarlas al baño,

encontré la casa removida, los criados revueltos, un saco de noche por aquí, una maleta por allá,

todas las señales, en fin, que indican un viaje próximo.

-¿Qué es eso? -pregunté a Luisa, que fue la primera que salió a recibirme-. ¿Se marchan

ustedes?

No -me contestó-; es que acaba de llegar mi prima Julia, que viene a pasar una temporada con

nosotras.

-Siendo así -dije, tendremos una nueva compañera de tertulias y de excursiones.

-Seguramente -añadió Luisa tendremos una nueva compañera, aunque bastante original.

Y al decir esto acompañó sus palabras con una sonrisa maliciosa.

-Pero... pase usted -se apresuró a añadir, viendo que yo permanecía irresoluto y aún con el

sombrero en la mano en el dintel de la antesala-; pase usted al gabinete, que aun cuando no

salimos esta tarde, charlaremos un rato y conocerá usted a Julia, que está en el tocador con

Elena, y pronto acabará de vestirse.

Esto diciendo, hizo señas a un criado para que me tomase el sombrero, me condujo al gabinete

y haciéndome una graciosa reverencia me dijo con coquetería:

-Ahora va usted a dispensarme si le dejo a solas un ratito porque yo también tengo que

arreglarme un poco.

-¡Una compañera original! -exclamé ya maquinalmente cuando hubo desaparecido Luisa-. ¿Qué

entenderá ésta por original? ¿Será original por la figura o por el carácter? Tengo deseos de

conocerla. ¡Original! Precisamente eso es lo que no me parece ninguna de las que conozco.

¿Será fea? ¿será tonta? Pero nada de esto es raro, sino por desgracia harto común. ¡Señor! ¿Qué

particularidad tendrá esa mujer que tan esencialmente la diferencia de las otras mujeres?

Y embebido en estas ideas, me puse a hojear distraídamente el álbum de Elena que encontré

sobre un velador. En aquel álbum, y entre un diluvio de muñecos deplorables y de versos de

pacotilla, vi algunas hojas en las cuales las amigas de colegio de Elena, como para dejarle un

recuerdo, habían escrito sus nombres, éstas al pie de una mala redondilla, aquéllas debajo de

tres o cuatro renglones de mediana prosa, en que ponderaban su amistad y la hermosura de la

dueña del álbum, o aventuraban uno de esos pensamientos poéticos de que todas las niñas

románticas tienen como una especie de troquel en la cabeza. Ya iba a dejar el álbum sobre el

velador, cuando al volver una de sus hojas fijé casualmente la vista en unos garrapatos, hechos

tan a la ligera, que sólo merced a un detenido examen pude averiguar que aquellas líneas

extrañas tenían la pretensión de ser letras y que el todo formaba el nombre de una mujer.

En efecto, en aquella hoja, la prima de Elena, contrastando en su laconismo con el fárrago de

inocentadas de sus otras compañeras de pensión, se había limitado a poner Julia; ni más verso,

ni más prosa, ni apellido, ni rasgo de firma: Julia, y esto así, de una vez, como quien escribe sin

mirar; más con la intención que con la mano; sin otros perfiles ni adornos que algún borrón

suelto o esos salpicones de tinta que deja la pluma cuando, llevada con descuido y velocidad,

parece como que va saltando sobre el papel. Yo he leído en alguna parte que hay ciertas reglas

sacadas de la observación para conocer el carácter de la persona por sólo su escritura. Dificulto

que esto pueda constituirse, como la frenología o la fisionomía, en una ciencia, ni aun por sus

más adictos partidarios; pero no hay duda que, por un sentimiento vago e instintivo, siempre

que vemos un autógrafo cualquiera, se nos antoja que conocemos ya, aunque de un modo

confuso, la persona a quien pertenece. No obstante que yo sabía que las personas que hacen las

letras de tal hechura es porque son nerviosas, y las que no porque son linfáticas, y que los

melancólicos escriben de esta manera y los alegres de la otra, toda mi pericia caligráfico-moral

se estrellaba en el análisis de aquel nombre compuesto de cinco letras, de las cuales ésta era

estrecha y tendida, la otra redonda y grande, mientras las de más allá tenían forma apenas, o se

adivinaban más por la intención que por los rasgos.

A primera vista, y juzgando por la impresión, cualquiera hubiese dicho que la persona que

había puesto su nombre en aquella hoja de aristol no sabía escribir. Pero quedarse en este punto

de la inducción sería quedarse en la superficie de la cosa. Yo me engolfé en el terreno de las

suposiciones y creí ver en aquellos rasgos desiguales la señal evidente de que Julia escribía

poco, y escribía, no como por un mecanismo, sino con el mismo desorden, la lentitud o la prisa

del que habla: al escribir, entre sus manos, sus facciones y su inteligencia, debían existir

movimientos armónicos. Al ver detrás de tanta y tanta majadería como se encontraba en el

álbum de Elena aquella inmensa página en blanco con cuatro letras borrajeadas de cualquier

modo, diríase que un genio superior, Byron o Balzac, por ejemplo, instado por una señorita

impertinente, y no pudiendo eludir el compromiso, había trazado allí con desdén su nombre.

No hay duda -exclamé arrojando el libro sobre el velador-, si continúo media hora más tratando

de resolver este enigma, acabaré por fingirme en la imaginación alguna locura de las que yo

acostumbro... Afortunadamente la realidad está cerca.

Y al decir esto, me levanté para saludar a mis amigas, cuyos elegantes trajes de seda oía crujir

en la sala, y cuyos menudos pasos sentía aproximarse en dirección al gabinete.

II

Luisa y Elena entraron en el gabinete acompañadas de su prima. Como era natural, me fijé

desde luego en la recién llegada, con una insistencia que acaso pecaría de indiscreción, pero que

disculpaba en parte el interés que, aun sin conocer la, me había inspirado.

Julia era alta, delgada, pálida y ligeramente morena. Tenía los pómulos acusados, la nariz fina y

aguileña, los labios delgados y encendidos, las cejas negras y casi unidas, la frente un poco

calzada y el cabello oscuro, crespo y abundante Como aquella mujer he conocido muchas, pero

ojos como los suyos confieso que no había visto jamás. Eran pardos, pero tan grandes, tan

desmesuradamente abiertos, tan fijos, tan cercados de sombra misteriosa, tan llenos de reflejos

de una claridad extraña, que al mirarlos de frente experimenté como una especie de alucinación

y bajé al suelo la mirada.

Bajé la mirada, pero aquellos dos ojos tan claros y tan grandes, desasidos del rostro a que

pertenecían, me pareció que se quedaban solos y flotando en el aire ante mi vista, como después

de mirar al sol se quedan flotando por largo tiempo unas manchas de colores ribeteados de luz.

Repuesto del momentáneo estupor que me habían producido aquellos ojos extraños e inmóviles,

estreché ligeramente la mano de Elena y saludé a Julia, cuyas facciones se iluminaron, por

decirlo así, con una sonrisa, al inclinar con lentitud la cabeza para devolverme el saludo.

Mi primera intención, después de saludarla, fue buscar la fórmula de alguna de esas galanterías

de repertorio para decir algo a propósito de la llegada de nuestra nueva compañera; pero al

fijarme por segunda vez en su rostro, la sonrisa que lo iluminó un instante había desaparecido, y

me encontré con el mismo semblante impasible y con los mismos ojos pardos y grandes, tan

grandes, que como vulgarmente suele decirse, le cogían toda la cara.

La frase ya hecha en la imaginación se me antojó una vulgaridad; removí los labios sin acertar a

pronunciar palabra alguna, y por segunda vez perdí el terreno. Aparté de la suya mi vista y me

puse a examinar, sin que me importase el examen maldita la cosa, uno de los dijes de la cadena

del reloj.

Me había propuesto espiar a aquella mujer, aquilatar su inteligencia por sus palabras, estudiarla

como un fenómeno curioso, analizarla en fin, seguro de que el análisis me daría por resultado el

residuo que queda de todas; pero, por lo visto, me había cogido la vez, se había puesto en

guardia y atrincherada en su impasibilidad y silencio, parecía aguardar a oírme para juzgarme

La idea de que aquella mujer pudiera formar de mí una opinión desventajosa, comenzaba a

preocuparme. Lo primero que se me ocurrió fue buscar algunos recursos para salir airoso del

paso, pero al mismo tiempo me acordé que cuando se piensa de antemano lo que se va a hacer o

decir, se tiene andada la mitad del camino para encajar una necedad o cometer una torpeza.

Afortunadamente estaba allí Luisa. Luisa, que en poniéndose a hablar charlaba hasta por los

codos; que preguntaba y se contestaba a sí misma; que era capaz ella sola de mantener la

conversación en un duelo; que no dejaba parar un punto la atención sobre cosa alguna; que a

cada momento traía un nuevo asunto al debate; y ésta, rompiendo el embarazoso silencio en que

nos habíamos quedado, me rogó que me sentara y tratase a su prima con la misma confianza

que a ellas las había tratado siempre.

Nos sentamos: Luisa, junto al balcón del gabinete que se abría sobre el jardín de la casa; Elena,

próxima al piano, por encima de cuyas teclas comenzó a pasear distraídamente sus dedos, y

Julia, casi en el fondo de la habitación.

Yo dejé, por un movimiento instintivo, la silla donde estuve sentado hasta entonces y busqué

con la vista una butaca. No sé cómo explicarme esta nimiedad; pero por primera vez de mi vida

me ocurrió que, sentado en una silla estrecha y empinada, se está como vendido y haciendo una

figura grotesca.

Una vez sentados, se comenzó a hablar de cosas indiferentes. Luisa, como de costumbre,

sostuvo la conversación en primera línea. Elena terció a menudo, yo aventuré muy pocas

palabras, y a Julia no logramos arrancarle sino algún que otro rarísimo monosílabo. Confieso

francamente que aquel desdeñoso silencio me seguía preocupando lo que no es decible.

La presencia de Julia era como un obstáculo a la expansión natural entre nosotros. Yo me sentía

con menos franqueza que de costumbre en una casa donde siempre la había tenido de sobra;

Elena parecía preocuparse de mi visible encogimiento y Luisa, cansada de hablar sin que nadie

le contestara, acabó por levantarse y descorrer las persianas del balcón para entretenerse en

enredar por entre los hierros las guías de una enredadera que se encaramaba hasta aquella altura

desde el jardín.

El sol se había puesto: en el jardín se escuchaba esa confusa algarabía de los pájaros tan

característica de las tardes de estío; la brisa del mar, meciendo lentamente las copas de los

árboles y empapándose en el perfume de las acacias, entraba a bocanadas por el balcón,

inundando el gabinete en olas invisibles de fragancia y de frescura.

Las sombras del crepúsculo comenzaban a envolver todos los objetos, confundiendo las líneas y

borrando los colores; en el fondo de la habitación y entre aquella suave sombra, brillaban los

ojos de Julia como dos faros encendidos e inmóviles. Yo no quería mirarla; deseaba afectar su

mismo desdén y, sin embargo, mis ojos iban continuamente a buscar los suyos. Elena rompió al

fin el silencio, exclamando:

-¡Qué hermosa tarde!

-Hermosísima -añadí yo maquinalmente sin saber siquiera lo que decía y sólo por decir algo.

Pero apenas pronuncié esta palabra, pensé que después de callar por tan largo espacio, no se nos

había ocurrido otra cosa mejor que hablar del tiempo. ¡Del tiempo! Esa eterna y antigua

muletilla de los que no saben de qué hablar. Asaltarme esta idea y volverme a mirar a Julia,

todo fue obra de un instante.

No lo podré asegurar; pero a mí me pareció que sus labios se dilataban imperceptiblemente, que

se reía en fin su inteligencia de nuestras vulgaridades, y que aquella risa mental se reflejaba de

un modo extraño en su rostro.

Desde que creí apercibirme de su muda ironía, fue ya un verdadero suplicio para mí el verme

obligado a responder a Elena, que comenzó a hablarme del canto de los pajaritos, de las

nubecitas color de púrpura, de la poética vaguedad del crepúsculo y otras mil majaderías de este

jaez.

-¿Por qué no toca usted algo? -exclamé, dirigiéndome a mi sensible interlocutora con el

propósito de salir, por medio de una brusca interrupción, del peligroso terreno de la poesía

hablada.

Elena abrió un cuaderno de música, el primero que le vino a mano, con intención sin duda de

tocar cualquier cosa, la que antes se ofreciera a su vista.

«¡No nos faltaba más sino que hiciese el diablo que tropezara con un trozo de zarzuela para

acabar de coronar la obra!», exclamé yo para mis adentros, mientras me disponía a escuchar lo

más cómodamente posible.

Por fortuna el libro era de música escogida, y Elena comenzó a tocar un vals de Beethoven; un

vals de concierto, de una melodía vaga, de una cadencia indecisa, extraño en el pensamiento

más extraño aún en sus giros y sus inesperadas combinaciones armónicas. Cuando Elena hubo

concluido de tocar y la última nota se apagó en el aire, Luisa, que aún permanecía en el balcón

arreglando las guías de las enredaderas, exclamó dirigiéndose a su hermana:

-Tú dirás lo que se te antoje, me tratarás de zarzuelera y de ignorante, pero yo te digo con toda

verdad que no sé qué mérito tienen esas algarabías alemanas que dicen que es un vals y que yo,

por más que hago, no encuentro el modo de que pueda bailarse.

Al oír a Luisa, no pude por menos de sonreírme y antes de que Elena comenzase a explicarnos

cómo entendía ella las bellezas de aquel género de música especialísimo, me volví hacia Julia

para preguntarle a quemarropa.

-¿Y a usted, le gusta este vals?

Ya no era posible eludir una contestación categórica, ya era necesario que hablase, que diese su

opinión sobre una materia delicada. «Un punto de apoyo y levanto el mundo», decía

Arquímedes. «Un dato sobre el carácter de esa mujer y adivinaré el resto», exclamaba yo en mi

interior, felicitándome por el expediente que había encontrado para hacerla hablar.

Julia se sonrió una vez más con aquella sonrisa imperceptible que tanto me había preocupado

hacía un momento, y se limitó a contestarme:

-Entiendo muy poco de música.

III

El poco resultado de mi estratagema me puso de tan mal humor que so pretexto de que la recién

llegada necesitaría descansar de las fatigas del camino, abrevié la visita y me marché a la calle.

Necesitaba respirar un poco el aire libre, coordinar mis ideas, darme cuenta a mí mismo de lo

que me estaba pasando. Luisa, al despedirme de ella, me había encargado mucho que no dejase

de buscarlas a la mañana siguiente para dar un paseo por la orilla del mar. Aunque no me dijo

nada de si asistiría o no Julia a este paseo, yo supuse que, fatigada del viaje, no se encontraría

de humor para madrugar tanto, y esta idea me animó a acudir a la cita.

A decir verdad, tenía como miedo de volver a encontrarme frente a frente con aquella mujer sin

que me diesen primero algunos pormenores sobre su carácter y su historia, y esto nadie podría

hacerlo mejor que Luisa, que ya la había calificado de original al anunciármela.

Aquella noche la pasé en claro revolviendo en la fantasía tanto disparate, que apenas comenzó a

azulear en las vidrieras de mi balcón la primera luz del día, salté de la cama, me vestí

apresuradamente y salí por las calles a esperar la hora señalada, paseándome al fresco y

tratando de desechar las ideas absurdas que hervían en mi cabeza.

No sé cuánto tiempo anduve vagando de un lado a otro como un sonámbulo, hablando a solas y

tropezando con todo el mundo; lo que puedo decir es que cuando llegué a casa de mis

compañeros de temporada, ya estaban vestidos y esperándome, según me dijeron, hacía cerca

de una hora.

-Y la primita, ¿descansa aún? -pregunté a Elena.

No tal -me contestó-; viendo que se retardaba la hora de salir, se ha decidido a levantarse para

acompañarnos.

En aquel momento llegó Julia; parecía otra mujer; nada más ligero y elegante que su sencillo

traje color de rosa; nada más fresco y gracioso que su sombrero de paja de Italia, cuyas anchas

cintas de gro blanco se anudaban debajo de su barba con un gran lazo de puntas sueltas y

flotantes. Estaba descolorida como el día anterior; pero sus facciones eran tan delicadas que la

luz parecía transparentarse a través de ella. Sus inmensos ojos, cuyas pupilas se dilataban

desmesuradamente en la misteriosa sombra del crepúsculo, estaban entonces entornados, como

defendiéndose de la deslumbradora claridad del día. En sus labios delgados y encendidos, en los

cuales creí observar en mi primera entrevista una expresión irónica, brillaba una sonrisa tan

ingenua e inocente como la de los niños cuando se ríen durmiendo, porque según sus madres

ven pasar a los ángeles sobre su cabeza.

Esta inesperada transformación echó por tierra todos los castillos en el aire que había formado

hasta allí, tomando por base su desdeñoso ademán, su altivo silencio y la fantástica y extraña

expresión de su rostro. Yo esperaba encontrar a la misma mujer impasible y misteriosa de la

tarde anterior, y al ver a la Julia de leyenda, súbitamente convertida en una muchacha risueña,

de fisonomía simpática y maneras aniñadas y graciosas, más bien que sereno y animado, me

sentí nuevamente sobrecogido y temeroso.

Decididamente, aquella mujer se había atravesado en mi camino para confundirme y

desesperarme.

Emprendimos nuestro paseo en dirección a la playa. Durante el camino hablamos de cosas

indiferentes. Mi idea era hacer que Julia tomase parte en la conversación de un modo indirecto.

Para esto hice todo lo posible por no dirigirle la palabra a fin de que no trasluciera mi deseo de

oírla hablar; pero este ardid no me valió tampoco. Casual o deliberadamente, Julia no despegó

sus labios, a pesar de que en varias ocasiones vi que los movía con intención de pronunciar

algunas palabras arrepintiéndose antes de decirlas.

Muchas veces, hallándome con personas que bien por diferencias de carácter, de educación o de

aspiraciones, estaba seguro que al decirles ciertas cosas que asaltaban mi imaginación, no

habían de comprenderlas, me había sucedido detenerme de pronto antes de hablar, y guardando

a mi vez un silencio que acaso parecería desdeñoso. ¿Será que esa mujer cree que su

inteligencia está por cima de la esfera vulgar en que nos agitamos, que no hay entre nosotros

quien la pueda apreciar en lo que vale? Esta pregunta, que no pude menos de dirigirme al ver

frustrados todos mis planes, hirió mi amor propio y, sin saber por qué, me sentía confuso y

humillado. «No hay duda -dije-, yo estoy combatiendo con armas desiguales; Julia me oye

hablar de bagatelas y majaderías con sus primas que, después de todo, no son más que unas

mujeres tan vulgares como todas y desde lo alto de su superioridad me juzga o tan

materialmente prosaico como Luisa, o tan ridículamente sensible como Elena. ¡Oh, si pudiera

hablarla a solas, si pudiera hacerla comprender que yo tengo aquí dentro del corazón y la

cabeza algo que no sé si es grande, pero de seguro no es vulgar!

En esto llegamos al término de nuestro paseo, que era un pequeño caserío blanco como la nieve

y situado en una altura donde se dominaba parte de la costa y del mar, que se dilataba inmenso

a nuestros ojos hasta tocar y confundirse con el cielo.

-Mire usted -me dijo Luisa apenas hubimos llegado, señalándome con el dedo el horizonte-.

¡Mire usted qué cosas tan preciosas hace el sol en el agua! Si parece que todo el mar está lleno

de pedacitos de oro que van saltando.

-¡Qué hermoso es el mar! -exclamó a su vez Elena-. Yo le digo a usted francamente que pasaría

gustosa toda mi vida en este caserío escuchando el murmullo del oleaje y respirando este viento

que parece que acaricia cuando pasa.

En efecto, el espectáculo que ofrecía a nuestros ojos era magnífico.

Yo tendí la mirada por aquel mar sin límites y, sintiéndome lleno de su inmensa poesía, estuve

a punto de prorrumpir en un himno. Por fortuna, en aquel instante me asaltó a la imaginación el

recuerdo de Julia y me pareció verla aún sonreírse con aquella sonrisa irónica que tanto me

había herido en una ocasión semejante, y me contuve y fijé en ella la mirada para sorprender

sus impresiones en la expresión de su rostro.

Julia se había quitado el sombrero; parte de su cabello oscuro, descuidadamente recogido,

flotaba a merced del aire. Su rostro había sufrido una nueva transformación, sus desmesurados

ojos habían vuelto a abrirse de par en par, sus luminosas pupilas se habían dilatado otra vez y su

mirada flotaba, sin fijarse en un punto, entre el vapor de fuego que cortaba el horizonte como

una línea de oro.

¡Un himno al mar!, necio de mí; yo haber creído un momento que podía hacerse, que había

palabras bastantes; pero no. El verdadero himno, el verbo de la poesía hecho carne, era aquella

mujer inmóvil y silenciosa cuya mirada no se detenía en ningún accidente, cuyos pensamientos

no debían caber dentro de ninguna forma, cuya pupila abarcaba el horizonte entero y absorbía

toda la luz y volvía a reflejarla. Hasta que no las vi unas enfrente de otras, no se me revelaron

en toda su majestad aquellas tres inmensidades: el mar, el cielo y las pupilas sin fondo de Julia.

Imágenes tan gigantescas sólo podían copiarlas aquellos ojos. «¡Oh! -pensaba yo mirándola-,

¡quién fuera un dios para poder sentir bajo su frente las vibraciones de la inteligencia

embriagada de inmensidad, de luz y de armonía! »

Julia se mantenía aún inmóvil y en silencio; yo la contemplaba absorto, cuando Elena se le

acerca y, sacándola de su éxtasis, le dijo con cierto énfasis:

-Ya ti, ¿te gusta el mar?

Yo creí que no contestaría. La pregunta aquella, dirigida a una mujer de sus condiciones, no

merecía verdaderamente más contestación que el silencio. Julia, en efecto, pareció dudar un

instante; pero después, tornando a sonreírse con aquella sonrisa extraña que le era peculiar, se

limitó a responder:

-Sí; me parece bonito.

¡Bonito el mar! ¡Qué inmensa ironía no revelaba esta frase! Al oírla, comprendí cuán pequeño

me habría considerado al decirme la tarde anterior: «Yo entiendo poco de música».

IV

Después que volvimos del paseo, busqué una ocasión de hallarme solo con Luisa. Yo no sé si

estaba enamorado de Julia; pero la verdad es que su memoria me preocupaba tan hondamente

que ya era necesario a toda costa que yo la conociese, que supiese algo de ella; un día más en la

incertidumbre en que me encontraba hubiera concluido por volverme loco.

Cuando vi a Luisa un instante separada de Elena, le dije francamente lo que me sucedía; le

expuse mis dudas, le pedí por Dios que me sacase de aquel laberinto de confusiones en que me

encontraba.

Luisa me escuchó con atención y, cuando hube concluido de referirle la historia de mis locas

imaginaciones, me dijo con cierto aire malicioso:

-No se enamore usted de esa mujer, no se enamore usted, porque...

-¿Por qué? -la interrumpí yo.

Porque será usted muy infeliz. ¿No le dije a usted que era una mujer original...?

-Y bien -añadí-, que no tiene nada de vulgar ya se ve; pero lo que deseo que usted me explique

es por qué parece como que nos desdeña, por qué guarda ese silencio misterioso.

-Por una razón muy sencilla: porque su mamá, que es una señora de gran talento, le tiene

encargado mucho que no hable delante de gente.

-Su mamá -exclamé estupefacto, y sin comprender una sola palabra de aquella algarabía de

Luisa-, su mamá. ¿Y por qué razón se lo ha prohibido?

Luisa se detuvo un momento como dudando al contestarme; después, echando una mirada de

reojo hacia el grupo que formaban Elena y Julia para cerciorarse de que no podían oírla, me

dijo, bajando la voz:

-Porque es tonta.

El Contemporáneo

28, 29 y 30 de mayo, 1863

UN LANCE PESADO

arroyo, hay una casuca de miserable aspecto, especie de barraca con honores

de venta, donde

Como a la mitad del camino que conduce de Ágreda a Tarazona y en una hondonada por la que

corre un pequeño los arrieros castellanos y aragoneses se detienen a echar un trago en los días de

calor o a sentarse un rato a la lumbre cuando sopla el cierzo o cae una nevada. La venta no es de

los lugares más seguros que digamos; las crónicas del país refieren mil y mil historietas de

asaltos nocturnos, robos y muertes acontecidos en sus alrededores y sin duda alguna fraguados

por los pajarracos de cuenta que aquí concurrían, y encubiertos por el antiguo ventero, hombre

de tan mala vida como mal fin dicen que tuvo.

Las continuadas visitas de la Guardia Civil y el haber cambiado la venta de dueño han sido

causas más que suficientes para hacer de aquellos lugares, antes temibles, uno de los pasos más

seguros del camino de Tarazona. Así me lo aseguraron al menos gentes conocedoras de la

comarca; pero, como suele decirse, cría fama y échate a dormir. Rara es la persona que cuando

comienza a internarse en aquel barranco, donde por todas partes limitan el horizonte las

quiebras del terreno y en cuyo fondo se ve la casuquilla sucia, oscura, y ruinosa y como

agazapada al borde de la senda, al acecho del caminante; rara es la persona, repetimos, y sobre

todo si tiene algo que perder, que no tienda a su alrededor una mirada de inquietud, y después

de cerciorarse de que su escopeta está cebada y pronta, no arrima los talones a la caballería que

le conduce, por aquello de que el mal paso andarlo pronto.

La primera y única vez que he llegado a aquel punto no la olvidaré nunca. Hay acontecimientos

en la vida tan extraños y horribles que, si cien años viviéramos, los tendríamos siempre tan

frescos en la memoria como el día que tuvieron lugar. El que voy a referir es seguramente uno.

Ya hace de esto bastantes años. Yo iba en compañía de un amigo a visitar el antiguo monasterio

de Veruela, una magnífica obra de arte que me habían ponderado mucho y que deseaba ver

hacía algún tiempo. Salimos al amanecer de un pequeño lugar próximo a Soria, donde me

encontraba entonces; atravesamos la sierra del Madero, y, después de una jornada de cuatro o

cinco horas, hicimos alto para comer en Ágreda.

El día, que se mantuvo nebuloso hasta cosa de las doce, comenzó a ponerse tan malo que, al

llegar a los postres de la comida, me asomé a una de las ventanas de la posada en que habíamos

hecho alto, y viendo encapotarse el cielo de nubes oscuras y amenazadoras, de las cuales

comenzaban a desprenderse algunas gotas de agua, exclamé, dirigiéndome a mi compañero:

-¿Te parece que hagamos noche aquí?

-Allá veremos cómo se presenta la tarde -me contestó.

Y dando un golpe en la mesa, llamó al muchacho que nos servía e hizo traer una botella más

sobre las dos que ya nos habíamos bebido: total, tres. Y hago esta mención del número de

botellas, porque si el lector, como en el cuento de Las cabras de Sancho, quiere llevar la cuenta

de las que bebimos, tal vez encontrará más natural y verosímil el desenlace de la historia que

voy a referirle.

Cuando concluimos con la tercera botella, llovía si Dios tenía qué. Hicimos traer la cuarta, y

cuando arrojamos el casco vacío, yo no sé ya si llovía o tronaba; lo que puedo decir es que la

habitación se nos andaba alrededor, que bajamos la escalera a trompicones, ensillamos como

pudimos y algunos minutos después corríamos a rienda suelta por el camino de Tarazona, sin

cuidarnos más de los truenos, el granizo y la lluvia, que de las desazones del gran turco. Y así

corrimos sin parar hasta el barranco de la venta.

El agua caía a torrentes, el camino estaba hecho una laguna, y nosotros calados hasta los

huesos. Tal vez el frío, el aire que nos había azotado la cara, nuestra crítica situación o todas

estas cosas juntas, contribuyeron a despejarnos un poco. Una vez despejados y serenos,

conocimos toda la atrocidad de nuestra locura. La noche comenzaba a cerrar, el camino se había

puesto intransitable. Tarazona distaba aún más de tres leguas, el arroyo del barranco, crecido

con las vertientes, no era ya un arroyo, sino un río.

-¿Qué hacemos? -exclamé yo un poco preocupado y dirigiéndome a mi amigo, que probaba

aunque sin éxito a vadear el arroyo.

-No nos queda mucho para escoger -me respondió sin alterarse-: o quedarnos en la venta, o

volver a Ágreda, porque, en cuanto al arroyo, no soy yo quien lo vadea esta noche.

Al oírle fijé la vista en la casucha, y sin poderlo remediar me asaltaron la memoria el recuerdo

de todos los episodios terribles que acerca de ella me habían referido. Preocupado con estas

siniestras ideas, guardé silencio.

-¡Bah! -prosiguió mi amigo-, quedémonos aquí; si nos falta cama, no nos faltará un jarro de

vino, y a falta de pan, buenas son tortas.

Así diciendo, se apeó del caballo y comenzó a llamar a la puerta de la casa. Le imité, aunque

costándome algún trabajo vencer una especie de temor que no expresaba por parecerme no sólo

infundado, sino hasta ridículo. Llamamos una, dos, tres, hasta cinco veces, sin que nadie nos

contestase. Yo creí oír, sin embargo, el eco de varias voces dentro de la casa, y a través de los

mal unidos tableros de la puerta veía el resplandor de la llama del hogar. Volvimos a golpear

con más fuerza hasta que, al cabo de mucho tiempo, sentimos el rechinar del cerrojo, se abrió la

puerta y apareció el ventero en el dintel.

-Ustedes perdonen, señores -nos dijo con una cara muy afable-; ya hacía rato que oíamos

llamar, pero, como corre una cercera tan grande, se nos antojó que el viento movía las puertas.

Mi amigo parecía satisfecho con la explicación; a mí comenzaba por hacerme mal efecto la

afabilidad del ventero y su carácter de hombre honrado. Si hubiera tenido trazas de facineroso,

tal como yo me lo figuré de antemano en la imaginación, tal vez no me hubiese dado tanto en

qué pensar. Entramos en la cocina; mi primer cuidado fue revolver los ojos alrededor buscando

las personas cuyas voces había oído desde la puerta. No había en ella más que una muchacha,

bien linda por cierto, que atizaba el fuego del hogar, y un gato que dormitaba acurrucado junto

a la lumbre. «¿Por dónde ha desaparecido esa gente?», pensé yo, y entre tanto y con el mayor

disimulo posible, hería el suelo con el pie para cerciorarme de que no había ninguna trampa.

Mientras yo me mantenía silencioso y retraído y el ventero se ocupaba en quitar la silla a

nuestros caballos, mi amigo, so pretexto de encender un cigarro, se acercó al hogar, y, después

de los cuatro o cinco piropos de costumbre, trabó conversación con la muchacha de la venta. No

he visto en mi vida cara más graciosa, más ingenua, ni de expresión más sencilla e inocente que

la de aquella muchacha, ni tampoco he encontrado mujer que me haya inspirado una repulsión

instintiva y una antipatía natural más grande. Concluyó el ventero su operación y sentóse en un

rincón de la cocina; la muchacha colocó delante del hogar una mesilla de pino, desvencijada y

coja, y sobre la mesa un jarro boquirroto y dos vasos. Mi amigo comenzó a beber y a charlar;

yo bebía en silencio; el ventero dormitaba; el gato gruñía con un ruido particular; la muchacha

tenía fijos en nosotros dos ojos que me parecían tan grandes como toda su cara; la llama del

hogar al agitarse hacía danzar de una manera fantástica nuestras sombras que se proyectaban en

los muros; los granizos golpeaban los vidrios de una ventanilla a través de la que brillaban los

relámpagos; el viento se dilataba por la llanura con largos gemidos, y el arroyo, crecido con la

avenida, forcejeaba entre las piedras al pie de la casa con un rumor extraño y monótono. En este

momento mi amigo comenzó a cantar:

La donna e móbile

É piuma al vento

Muta d ‘acento

É di pensier.

A sempre amábile

Leggiadro viso

E il piantto é il riso

É mensognier.

No sé cómo explicar el efecto que me hizo esta música en aquella ocasión; lo que puedo decir

es que cuando nos decidimos a acostarnos y el ventero tomó la luz para compañarme al tabuco

donde me habían preparado la cama, mientras mi compañero subía por una escalera de caracol

en busca de la suya, el recuerdo del último acto del Rigoletto estaba tan fijo en mi imaginación

que no pude oír sin un estremecimiento involuntario la voz gruesa y estentórea del ventero que

me dijo al despedirme:

-Buenas noches. Buenas noches... -me dijo en castellano muy claro.

Pero a mí me pareció escuchar aquellos acordes temerosos de la orquesta que acompañan el

canto de Sparafucile y oír su voz siniestra que me decía con un acento de horrible sarcasmo:

-Buana notte!

No, y lo que es la noche que el dichoso borgoñón le preparaba a su huésped, después de

deseársela tan feliz, no era para envidiada.

Pensando esto, oí crujir las tablas del techo de mi cuarto. Sin duda mi amigo duerme encima y

se dispone a meterse en la cama, dije, y apagué la luz y me metí en la mía. El cansancio puede

más que las mayores preocupaciones; así que, a pesar de todas mis ideas horribles, me dormí a

los cinco minutos como un tronco. No sé cuánto tiempo haría que estaba dormido, cuando entre

sueños y de una manera muy confusa, me pareció oír hablar en voz baja cerca de la puerta de

mi cuarto. Quise oír lo que decían, pero no me era posible; sólo llegaban a mis oídos palabras

sueltas y sin ilación.

No obstante, ya había sorprendido algunas bastantes sospechosas, cuando el murmullo de las

voces comenzó a sonar más lejano apagándose por último

Así que el murmullo se apagó del todo, hubo un momento de silencio, transcurrido el cual

comencé a oír el crujido de la escalera de caracol que gemía con un ruido imperceptible como si

subiesen cautelosamente por ella; después percibí con mucha claridad ruido de pasos sobre el

techo que se estremecía de cuando en cuando. Yo no sabía qué partido tomar; me revolcaba en

la cama haciendo esfuerzos supremos para levantarme, y parecía que estaba cosido allí o sujeto

por una fuerza poderosa.

En este estado de exaltación nerviosa hirió mis oídos un grito agudo, y el techo comenzó a

temblar conmovido, como si en la habitación se hubiese trabado una espantosa lucha. Oí

pisadas fuertes y desiguales, oí rodar muebles; me parecía percibir confusamente imprecaciones

ahogadas, y por último un golpe sordo como el de un cuerpo que cae desplomado... ¡Después,

silencio...! Unos ayes dolientes que se apagaban poco a poco, y un ruido extraño, leve,

compasado, semejante al que produce la péndola de un reloj. ¡Era sangre, sangre que se filtraba

por entre los mal unidos maderos del techo y caía gota a gota en mi cuarto! Hice un esfuerzo

gigantesco, me incorporé de la cama, me restregué los ojos; tenía la respiración anhelosa, el

pecho oprimido.

-¿Será un sueño, una pesadilla horrible? -exclamé palpándome para salir de la duda.

No, desgraciadamente no. Estaba despierto, tan despierto como ahora, y oía, sin embargo, el

ruido que producía la sangre al caer, rumor extraño, con un sonido alterno y monótono,

semejante al de las gotas de agua que caen en un charco.

Vencí el miedo horrible que me embargaba; salté de la cama a oscuras; cogí a tientas la

escopeta y, cerciorándome precipitadamente de que estaba pronto el gatillo, salí a la cocina

llamando a voces al ventero. Allí tropecé con dos o tres sillas, volqué la mesa; hice un ruido

espantoso, hasta que al fin aparecieron.

La muchacha, medio desnuda y con un candil en la mano por una puerta, y el padre, todo

aturdido y en paños menores, por otra. Mi primera insinuación fue echarme la escopeta a la cara

y apuntar al ventero. La muchacha al verme comenzó a dar gritos, el padre, más pálido que la

cera, se arrinconó en el hogar encomendándose a Dios y creyendo llegada su última hora.

-¿Dónde está mi amigo? -le pregunté dos o tres veces sin dejar de apuntarle.

El miedo sin duda no le permitió desplegar los labios; la muchacha, por el contrario, ponía el

grito en las nubes; yo, creyendo leer el crimen en la turbación de aquel pobre hombre, no sé lo

que hubiera hecho de no aparecer en aquel instante mi compañero de viaje en lo alto de la

escalera.

-¡Qué! -exclamé, asombrado, al verle-. ¿No te han muerto?

¡Matarme! -respondió a mi pregunta-. Pues si dormía como un lirón cuando me ha despertado

este ruido espantoso.

-Pero -proseguí, de cada vez más confuso-, ¿y los ayes que he oído, la lucha que ha tenido lugar

en tu habitación y que he sentido perfectamente?

-¡Habrás soñado! -me interrumpió mi amigo con aire de burla.

-¿Y el ruido de las gotas de...? -continué yo precipitadamente; ese ruido que todavía se oye.

-¡Bah! -se atrevió a decir el ventero, ya repuesto del susto-; eso es que, como la casa es vieja y

cae un mar de agua, la habitación se llueve y suenan las goteras.

La escopeta se cayó de mis manos; el suelo parecía que se había abierto a mis pies.

Para dar idea de lo avergonzado que me dejó este ridículo lance, no diré más sino que, al volver

a Ágreda desde Tarazona, adonde fuimos al otro día, eché por otro camino y rodeé más de un

cuarto de hora por no pasar otra vez por la maldita venta.

El Contemporáneo 15 de marzo, 1863

UN TESORO

I

¡Ánimo, amigo don Restituto, ánimo! Más trabajo pasaría Colón para descubrir el Nuevo

Mundo, y usted no podrá menos de convenir que se trataba de una bicoca comparado con el

asunto que traemos entre manos. El Arte, la Arqueología y la Historia aguardan impacientes el

resultado de nuestra arriesgada empresa. La Europa científica tiene sus ojos en nosotros.

Ánimo, amigo mío, ánimo, que ya tocamos al término de la expedición.

Hora es de que toquemos a cualquier parte, porque, si he de decir la verdad, confieso que no

puedo ya ni con la fe de bautismo en papeles. ¡Qué vericuetos tan horribles y qué sendas tan

impracticables! Esto no es camino de hombres, sino de cabras.

¿Ve usted aquel pueblecito medio oculto entre las ondulaciones del valle que se extiende a

nuestros pies? Pues en el mismo lugar en que se levantan las cuatro chozas que lo componen, ni

un palmo más acá ni más allá, estuvo situada en los tiempos pretéritos la famosa Micaonia de

los fenicios, la Micegarie o Micogurioe de los romanos y la Guadalmicola de los árabes, que

merced al trastorno de las edades y las cosas ha venido a ser el Cebollino de nuestros días.

-Pero, ¿está usted seguro?

-Pues, hombre, no faltaba otra cosa... Quinto Curcio lo asegura; ambos Plinios, el joven y el

viejo, lo confirman; Sardanápalo, Príamo y Confucio habían ya iniciado la misma idea, y si bien

el judío don Rabí Ben-Arras y el moro Tarfe son de distinta opinión, los cronicones del

arzobispo Turpín y las Memorias del preste Juan de las Indias han resuelto hasta la más

insignificante duda que pudiera ocurrir sobre el asunto.

-¿De modo que puede darse por cosa hecha que encontraremos lo que se busca?

-Y lo que ni siquiera imaginamos, y más, mucho más de lo que nos será posible llevar con

nosotros. Cavando un poco, ¡pero qué digo cavando!, a flor de tierra tengo por indudable que

los camafeos andarán a granel, las ánforas, las urnas y los trípodes a tómatelas, y los anillos,

collares, pendientes y medallas, poco menos que a puntillones. Cuando le digo a usted que

tenemos un tesoro arqueológico entre las manos...

-¡Dios lo haga! Pues si buenos descubrimientos hacemos, buenas fatigas nos cuestan.

Esto diciendo, los dos personajes que, caballeros en sendas mulas, sostenían entre sí el anterior

diálogo en lo más alto y escabroso de la montaña que domina el lugar de Cebollinos, picaron

con los talones las caballerías y emprendieron paso a paso la senda que baja serpenteando entre

rocas y cortaduras hasta el fondo del valle.

Las doce acababan de sonar en el reloj de la iglesia cuando nuestros héroes llegaron a las

puertas del único mesón del pueblo, con un sol de justicia sobre la espaldas, secas las fauces

con el polvo del camino y hecha un río la cara con el sudor que les caía a caños de la frente.

Don Restituto pensó en tomar un bocado y echar un par de horitas de siesta antes de proceder a

las excavaciones, pero su compañero, verdadero apóstol de la arqueología y, por lo tanto,

infatigable, apuró su elocuencia en persuadirle de lo contrario.

Cuando no sin pena lo hubo conseguido, ambos amigos, armados de sus correspondientes

azadas y acompañados del dueño del mesón, se dirigieron a una de las salidas de la aldea,

haciendo alto al pie de los restos de un abandonado horno de ladrillos, que nuestro héroe

clasificó a priori de cimientos de una fortaleza celtíbera.

A los primeros azadonazos apareció entre la tierra un objeto de metal, pequeño, redondo y

brillante.

El arqueólogo creyó haber encontrado una medalla de oro del rey Asex, la única que falta en la

gran colección numismática del Museo de Londres.

Un examen más detenido y la intervención del mesonero en el esclarecimiento del asunto dio

por resultado que el objeto en cuestión era uno de los botones de la casaca de un realista.

-Vea usted aquí un objeto que dentro de un par de miles de años será una curiosidad de primer

orden. Guárdelo usted, guárdelo usted, don Restituto, que algo es algo.

-Si tuviera la esperanza de vivir ese tiempo, no digo a usted que no lo guardaría -exclamó don

Restituto, suspirando tristemente y arrojando el botón, que se apresuró a recoger el mesonero, a

quien precisamente se le había caído aquel día uno de los calzones y pensaba sustituirle con

aquel tan hermoso y tan brillante.

El arqueólogo, sin desmayar un punto, emprendió de nuevo el trabajo. Don Restituto se enjugó

el sudor de la frente con un amplísimo pañuelo de yerbas, sacó una enorme caja de rapé, de la

que tomó un polvo, no sin haberle ofrecido antes al mesonero y, después de restregarse las

manos, se inclinó con lentitud, recogió la azada e imitó a regañadientes la conducta de su

colega.

Durante algunas horas las excavaciones no dieron de sí más que algunos pedazos de suelas de

zapatos viejos, huesos de diferentes animales que no parecían antediluviano, y otros mil y mil

pedazos de esos objetos sin color ni nombre de que se puede encontrar abundante colección en

un muladar cualquiera.

Don Restituto estaba ya a punto de desertar de las banderas arqueológicas y el mesonero, a

quien la idea de ser copartícipe del rebuscado tesoro había detenido hasta entonces, se disponía

a marcharse, cuando el apóstol de la ciencia exhaló un grito de júbilo. Había tocado un objeto

casi completamente cubierto por la tierra y que sólo dejó ver un asa.

Arrojar la azada lejos de sí, apresurarse a escarbar con las uñas para no exponerse a quebrar el

precioso hallazgo, sacarlo a luz y exhibirlo triunfalmente a sus atónitos compañeros, todo fue

obra de un instante.

¡He aquí! -exclamó en tono magistral-, he aquí un descubrimiento que paga con usura todos

nuestros trabajos y fatigas; he aquí un utensilio figulino sobre el cual redactaremos una

memoria que llenará de pasmo a las academias. Vea usted, señor don Restituto, vea usted qué

carácter tan nuevo y tan extraño. No es el cado celtíbero ni el ánfora romana. Tiene puntos de

contacto con la diota y no es una diota; puede hacerse pasar por una lagena y no es lagena del

todo. ¡Qué barniz! ¡Qué esmalte! Estos objetos inopinadamente salidos del fondo de la tierra

para recordarnos aquellos grandes y venturosos siglos son la vergüenza y la humillación de

nuestra moderna historia. ¿Qué Sevres ni qué porcelana chinesca puede compararse a este

maravilloso vaso, que no vacilo en calificar de etrusco a juzgar por las pinturas y las fajas

verdes, amarillas y azules que lo decoran? ¡Ah, querido amigo don Restituto!, grande fortuna ha

sido la nuestra al hacernos con este inapreciable fragmento; él solo bastará a labrarnos una

reputación; pero, ¡cuán inmenso, cuán digno de envidia sería la del siete veces dichoso mortal

que hubiera logrado poseer intacto este tesoro!

Al llegar a este punto de la relación, el mesonero, que había seguido con creciente interés el

hilo del improvisado discurso del arqueólogo, prorrumpió en un amarguísimo llanto, diciendo

entre suspiros entrecortados y sollozos que partían el alma:

-¡Ah, desdichado de mí, en qué menguada hora vine al mundo! ¡Pensar que he tenido la fortuna

en mis manos y no he sabido conocerla!

-¿Qué dice usted, buen hombre? -exclamaron a un tiempo don Restituto y su compañero de

glorias y fatigas.

-Lo que ustedes oyen. Esa biota, o nagena, o berenjena, o como ustedes quieran llamarla, ese

tesoro en fin, lo he tenido yo por espacio de muchos años en mi casa, hasta que en la última

enfermedad de mi padre se inutilizó, no sé por qué accidente, y arrojé los cascos en este

estercolero. ¡Bestia de mí, que en tan bajas cosas lo empleaba y tan poco cuidado puse en su

conservación!

-Y -diga, buen amigo -le interpeló don Restituto, que comenzaba a escamarse-: ¿dónde se hizo

usted con este..., vamos, llamémosle vaso?

-En la feria de un pueblo vecino se lo compré a un cacharrero.

-Y lo dedicaba usted a...?

-Sí, señor.

-Luego, en suma, no era ni más ni menos que un...

-Justamente.

Un rayo que hubiera caído a los pies del arqueólogo no le hubiera causado más efecto que estas

palabras.

Don Restituto sacó otra vez el pañuelo de yerbas, se enjugó la frente con mucha calma, se

sacudió con cuidado la tierra que le había manchado el pantalón al practicar las excavaciones,

desenvainó la caja de rapé, de la cual, sin ofrecerle a nadie, tomó un gran polvo, y después de

restregarse a un lado y otro la nariz con el pulgar y el índice, se limitó a exclamar:

-¡Yo me tengo la culpa!

Almanaque de El Museo Universal

1866

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