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william hill

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sábado, 6 de febrero de 2010

SAGA VAMPIROS TWILIGHT 03 (CREPUSCULO)

SAGA VAMPIROS TWILIGHT
03
( CREPUSCULO )




MENTE VERSUS CUERPO


Tuve que admitir que Edward conducía bien cuando iba a una



velocidad razonable. Como tantas otras cosas, la conducción no



parecía requerirle ningún esfuerzo. Aunque apenas miraba a la



carretera, los neumáticos nunca se desviaban más de un



centímetro del centro de la senda. Conducía con una mano,



sosteniendo la mía con la otra. A veces fijaba la vista en el sol



poniente, otras en mí, en mi rostro, en mi pelo expuesto al viento



que entraba por la ventana abierta, en nuestras manos unidas.



Había cambiado el dial de la radio para sintonizar una emisora



de viejos éxitos y cantaba una canción que no había oído en mi



vida. Se sabía la letra entera.



— ¿Te gusta la música de los cincuenta?



—En los cincuenta, la música era buena, mucho mejor que la de



los sesenta, y los setenta... ¡Buaj! —se estremeció—. Los ochenta



fueron soportables.



— ¿Vas a decirme alguna vez cuántos años tienes? —pregunté,



indecisa, sin querer arruinar su optimismo.



— ¿Importa mucho?



Para mi gran alivio, su sonrisa se mantuvo clara.



—No, pero me lo sigo preguntando... —hice una mueca—. No



hay nada como un misterio sin resolver para mantenerte en vela



toda la noche.



—Me pregunto si te perturbaría... —comentó para sí.



Fijó la mirada en el sol, pasaron los minutos y al final dije:



—Ponme a prueba.



Suspiró. Luego me miró a los ojos, olvidándose al parecer, y por



completo, del camino durante un buen rato. Fuera lo que fuese lo



que viera en ellos, debió de animarle. Clavó la vista en el sol —la



luz del astro rey al ponerse arrancaba de su piel un centelleo



similar al de los rubíes— y comenzó a hablar.



—Nací en Chicago en 1901 —hizo una pausa y me miró por el



rabillo del ojo. Puse mucho cuidado en que mi rostro no mostrara



sorpresa alguna, esperando el resto de la historia con paciencia.



Esbozó una leve sonrisa y prosiguió—: Carlisle me encontró en



un hospital en el verano de 1918. Tenía diecisiete años y me



estaba muriendo de gripe española.



Me oyó inhalar bruscamente, aunque apenas era audible para mí



misma. Volvió a mirar mis ojos.



—No me acuerdo muy bien. Sucedió hace mucho tiempo y los



recuerdos humanos se desvanecen —se sumió en sus propios



pensamientos durante un breve lapso de tiempo antes de



continuar—. Recuerdo cómo me sentía cuando Carlisle me salvó.



No es nada fácil ni algo que se pueda olvidar.



— ¿Y tus padres?



—Ya habían muerto a causa de la gripe. Estaba solo. Me eligió



por ese motivo. Con todo el caos de la epidemia, nadie iba a



darse cuenta de que yo había desaparecido.



— ¿Cómo...? ¿Cómo te salvó?



Transcurrieron varios segundos antes de que respondiera.



Parecía estar eligiendo las palabras con sumo cuidado.



—Fue difícil. No muchos de nosotros tenemos el necesario



autocontrol para conseguirlo, pero Carlisle siempre ha sido el



más humano y compasivo de todos. Dudo que se pueda hallar



uno igual a él en toda la historia —hizo una pausa—. Para mí,



sólo fue muy, muy doloroso.



Supe que no iba a revelar más de ese tema por la forma en que



fruncía los labios. Reprimí mi curiosidad, aunque estaba lejos de



estar satisfecha. Había muchas cosas sobre las que necesitaba



pensar respecto a ese tema en particular, cosas que surgían sobre



la marcha. Sin duda alguna, su mente rápida ya había previsto



todos los aspectos en los que me iba a eludir.



Su voz suave interrumpió el hilo de mis pensamientos:



—Actuó desde la soledad. Ésa es, por lo general, la razón que hay



detrás de cada elección. Fui el primer miembro de la familia de



Carlisle, aunque poco después encontró a Esme. Se cayó de un



risco. La llevaron directamente a la morgue del hospital, aunque,



nadie sabe cómo, su corazón seguía latiendo.



—Así pues, tienes que estar a punto de morir para convertirte



en...



Nunca pronunciábamos esa palabra, y no lo iba a hacer ahora.



—No, eso es sólo en el caso de Carlisle. El jamás hubiera



convertido a alguien que hubiera tenido otra alternativa —



siempre que hablaba de su padre lo hacía con un profundo



respeto—. Aunque, según él —continuó—, es más fácil si la



sangre es débil.



Contempló la carretera, ahora a oscuras, y sentí que estaba a



punto de zanjar el tema.



— ¿Y Emmett y Rosalie?



—La siguiente a quien Carlisle trajo a la familia fue Rosalie.



Hasta mucho después no comprendí que albergaba la esperanza



de que ella fuera para mí lo mismo que Esme para él. Se mostró



muy cuidadoso en sus pensamientos sobre mí —puso los ojos en



blanco—. Pero ella nunca fue más que una hermana y sólo dos



años después encontró a Emmett. Rosalie iba de caza, en aquel



tiempo íbamos a los Apalaches, y se topó con un oso que estaba a



punto de acabar con él. Lo llevó hasta Carlisle durante ciento



cincuenta kilómetros al temer que no fuera capaz de hacerlo por



sí sola. Sólo ahora comienzo a intuir qué difícil fue ese viaje para



ella.



Me dirigió una mirada elocuente y alzó nuestras manos, todavía



entrelazadas, para acariciarme la mejilla con la base de la mano.



—Pero lo consiguió —le animé mientras desviaba la vista de la



irresistible belleza de sus ojos.



—Sí —murmuró—. Rosalie vio algo en sus facciones que le dio la



suficiente entereza, y llevan juntos desde entonces. A veces,



viven separados de nosotros, como una pareja casada: cuanto



más joven fingimos ser, más tiempo podemos permanecer en un



lugar determinado. Forks parecía perfecto, de ahí que nos



inscribiéramos en el instituto —se echó a reír—. Supongo que



dentro de unos años vamos a tener que ir a su boda otra vez.



— ¿Y Alice y Jasper?



—Son dos criaturas muy extrañas. Ambos desarrollaron una



conciencia, como nosotros la llamamos, sin ninguna guía o



influencia externa. Jasper perteneció a otra familia... Una familia



bien diferente. Se había deprimido y vagaba por su cuenta. Alice



lo encontró. Al igual que yo, está dotada de ciertos dones



superiores que están más allá de los propios de nuestra especie.



— ¿De verdad? —le interrumpí fascinada—. Pero tú dijiste que



eras el único que podía oír el pensamiento de la gente.



—Eso es verdad. Alice sabe otras cosas, las ve... Ve cosas que



podrían suceder, hechos venideros, pero todo es muy subjetivo.



El futuro no está grabado en piedra. Las cosas cambian.



La mandíbula de Edward se tensó y me lanzó una mirada, pero



la apartó tan deprisa que no quedé muy segura de si no lo habría



imaginado.



— ¿Qué tipo de cosas ve?



—Vio a Jasper y supo que la estaba buscando antes de que él la



conociera. Vio a Carlisle y a nuestra familia, y ellos acudieron a



nuestro encuentro. Es más sensible hacia quienes no son



humanos. Por ejemplo, siempre ve cuando se acerca otro clan de



nuestra especie y la posible amenaza que pudiera suponer.



— ¿Hay muchos... de los tuyos?



Estaba sorprendida. ¿Cuántos podían estar entre nosotros sin ser



detectados?



—No, no demasiados, pero la mayoría no se asienta en ningún



lugar. Sólo pueden vivir entre los humanos por mucho tiempo



los que, como nosotros, renuncian a dar caza a tu gente —me



dirigió una tímida mirada—. Sólo hemos encontrado otra familia



como la nuestra en un pueblecito de Alaska. Vivimos juntos



durante un tiempo, pero éramos tantos que empezamos a



hacernos notar. Los que vivimos de forma diferente tendemos a



agruparnos.



— ¿Y el resto?



—Son nómadas en su mayoría. Todos hemos llevado esa vida



alguna vez. Se vuelve tediosa, como casi todo, pero de vez en



cuando nos cruzamos con los otros, ya que la mayoría preferimos



el norte.



— ¿Por qué razón?



En aquel momento ya nos habíamos detenido en frente de mi



casa y él había apagado el motor. Todo estaba oscuro y en calma.



No había luna. Las luces del porche estaban apagadas, de ahí que



supiera que mi padre aún no estaba en casa.



— ¿Has abierto los ojos esta tarde? —bromeó—. ¿Crees que



podríamos caminar por las calles sin provocar accidentes de



tráfico? Hay una razón por la que escogimos la Península de



Olympic: es uno de los lugares menos soleados del mundo.



Resultaba agradable poder salir durante el día. Ni te imaginas lo



fatigoso que puede ser vivir de noche durante ochenta y tantos



años.



—Entonces, ¿de ahí viene la leyenda?



—Probablemente.



— ¿Procedía Alice de otra familia, como Jasper?



—No, y es un misterio, ya que no recuerda nada de su vida



humana ni sabe quién la convirtió. Despertó sola. Quienquiera



que lo hiciese, se marchó, y ninguno de nosotros comprende por



qué o cómo pudo hacerlo. Si Alice no hubiera tenido ese otro



sentido, si no hubiera visto a Jasper y Carlisle y no hubiera



sabido que un día se convertiría en una de nosotros,



probablemente se hubiera vuelto una criatura totalmente salvaje.



Había tanto en qué pensar y quedaba tanto por preguntar... Pero,



para gran vergüenza mía, me sonaron las tripas. Estaba tan



intrigada que ni siquiera había notado el apetito que tenía. Ahora



me daba cuenta de que tenía un hambre feroz.



—Lo siento, te estoy impidiendo cenar.



—Me encuentro bien, de veras.



—Jamás había pasado tanto tiempo en compañía de alguien que



se alimentara de comida. Lo olvidé.



—Quiero estar contigo.



Era más fácil decirlo en la oscuridad al saber que la voz delataba



mi irremediable atracción por él cada vez que hablaba.



— ¿No puedo entrar?



— ¿Te gustaría?



No me imaginaba a esa criatura divina sentándose en la



zarrapastrosa silla de mi padre en la cocina.



—Sí, si no es un problema.



Le oí cerrar la puerta con cuidado y casi al instante ya estaba



frente a la mía para abrirla.



—Muy humano —le felicité.



—Esa parte está emergiendo a la superficie, no cabe duda.



Caminó detrás de mí en la noche cerrada con tal sigilo que debía



mirarlo a hurtadillas para asegurarme de que continuaba ahí.



Desentonaba menos en la oscuridad. Seguía pálido y tan



hermoso como un sueño, pero ya no era la fantástica criatura



centelleante de nuestra tarde al sol.



Se me adelantó y me abrió la puerta. Me detuve en medio del



umbral.



— ¿Estaba abierta?



—No, he usado la llave de debajo del alero.



Entré, encendí las luces del porche y lo miré enarcando las cejas.



Estaba segura de no haber usado nunca esa llave delante de él.



—Sentía curiosidad por ti.



— ¿Me has espiado?



Sin saber por qué, no pude infundir a mi voz el adecuado tono de



ultraje. Me sentía halagada y él no parecía arrepentido.



— ¿Qué otra cosa iba a hacer de noche?



Lo dejé correr por el momento y pasé del vestíbulo a la cocina.



Ahí seguía, a mis espaldas, sin necesitar que lo guiara. Se sentó



en la misma silla en la que había intentado imaginármelo. Su



belleza iluminó la cocina. Transcurrieron unos instantes antes de



que pudiera apartar los ojos de él.



Me concentré en prepararme la cena, tomando del frigorífico la



lasaña de la noche anterior, poniendo una parte sobre un plato y



calentándola en el microondas. Este empezó a girar, llenando la



cocina de olor a tomate y orégano. No aparté los ojos de la



comida mientras decía con indiferencia:



— ¿Con cuánta frecuencia?



— ¿Eh?



Parecía haberle cortado algún otro hilo de su pensamiento. Seguí



sin girarme.



— ¿Con qué frecuencia has venido aquí?



—Casi todas las noches.



Aturdida, me di la vuelta.



— ¿Por qué?



—Eres interesante cuando duermes —explicó con total



naturalidad—. Hablas en sueños.



— ¡No! —exclamé sofocada mientras una oleada de calor recorría



todo mi rostro hasta llegar al cabello. Me agarré a la encimera de



la cocina para sostenerme. Sabía que hablaba en sueños, por



supuesto, mi madre siempre bromeaba al respecto, pero no había



creído que fuera algo de lo que tuviera que preocuparme.



Su expresión pasó a ser de disgusto inmediatamente.



— ¿Estás muy enfadada conmigo?



— ¡Eso depende! —me senté, parecía como si me hubiera



quedado sin aire.



Esperó y luego me urgió:



— ¿De qué?



— ¡De lo que hayas escuchado! —gemí.



Un momento después, sin hacer ruido, estaba a mi lado para



tomarme las manos delicadamente entre las suyas.



— ¡No te disgustes! —suplicó.



Agachó el rostro hasta el nivel de mis ojos y sostuvo mi mirada.



Estaba avergonzada, por lo que intenté apartarla.



—Echas de menos a tu madre —susurró—. Te preocupas por



ella, y cuando llueve, el sonido hace que te revuelvas inquieta.



Solías hablar mucho de Phoenix, pero ahora lo haces con menos



frecuencia. En una ocasión dijiste: «Todo es demasiado verde».



Se rió con suavidad, a la espera, y pude ver que era para no



ofenderme aún más.



— ¿Alguna otra cosa? ——exigí saber.



Supuso lo que yo quería descubrir y admitió:



—Pronunciaste mi nombre.



Frustrada, suspiré.



— ¿Mucho?



—Exactamente, ¿cuántas veces entiendes por «mucho»?



—Oh, no.



Bajé la cabeza, pero él la atrajo contra su pecho con suave



naturalidad.



—No te acomplejes —me susurró al oído——. Si pudiera soñar,



sería contigo. Y no me avergonzaría de ello.



En ese momento, ambos oímos el sonido de unas llantas sobre los



ladrillos del camino de entrada a la casa y vimos las luces—



delanteras que nos llegaban desde el vestíbulo a través de las



ventanas frontales. Me envaré en sus brazos.



— ¿Debería saber tu padre que estoy aquí? —preguntó.



—Yo... —intenté pensar con rapidez—. No estoy segura...



—En otra ocasión, entonces.



Y me quedé sola.



— ¡Edward! —le llamé, intentando no gritar.



Escuché una risita espectral y luego, nada más.



Mi padre hizo girar la llave de la puerta.



— ¿Bella? —me llamó. Eso me hubiera molestado antes. ¿Quién



más podía haber? De repente, Charlie me parecía totalmente



fuera de lugar.



—Estoy aquí.



Esperaba que no apreciara la nota histérica de mi voz. Tomé mi



cena del microondas y me senté a la mesa mientras él entraba.



Después de pasar el día con Edward, sus pasos parecían



estrepitosos.



— ¿Me puedes preparar un poco de eso? Estoy hecho polvo.



Charlie se detuvo para quitarse las botas, apoyándose sobre el



respaldo de la silla para ayudarse.



Puse mi cena en mi sitio para zampármela en cuanto le hubiera



preparado la suya. Me escocía la lengua. Mientras se calentaba la



lasaña de Charlie, llené dos vasos de leche y bebí un trago del



mío para mitigar la quemazón. Advertí que me temblaba el pulso



cuando vi que la leche se agitaba al dejar el vaso. Mi padre se



sentó en la silla. El contraste entre él y su antiguo ocupante



resultaba cómico.



—Gracias —dijo mientras le servía la comida en la mesa.



— ¿Qué tal te ha ido el día? —pregunté con precipitación. Me



moría de ganas de escaparme a mi habitación.



—Bien. Los peces picaron... ¿Qué tal tú? ¿Hiciste todo lo que



querías hacer?



—En realidad, no —mordí otro gran pedazo de lasaña—. Se



estaba demasiado bien fuera como para quedarse en casa.



—Ha sido un gran día —coincidió.



Eso es quedarse corto, pensé en mi fuero interno.



Di buena cuenta del último trozo de lasaña, alcé el vaso y me



bebí de un trago lo que quedaba de leche. Charlie me sorprendió



al ser tan observador cuando preguntó:



— ¿Tienes prisa?



—Sí, estoy cansada. Me voy a acostar pronto.



—Pareces nerviosa —comentó.



¡Ay! ¿Por qué? ¿Por qué ha tenido que ser justamente esta noche la que



ha elegido para fijarse en mí?



— ¿De verdad? —fue todo lo que conseguí contestar.



Fregué rápidamente los platos en la pila y para que se secaran los



puse bocabajo sobre un trapo de cocina.



—Es sábado —musitó.



No le respondí, pero de repente preguntó:



— ¿No tienes planes para esta noche?



—No, papá, sólo quiero dormir un poco.



—Ninguno de los chicos del pueblo es tu tipo, ¿verdad?



Charlie recelaba, pero intentaba actuar con frialdad.



—No. Ningún chico me ha llamado aún la atención.



Me cuidé mucho de enfatizar la palabra chico, sin dejarme llevar



por mi deseo de ser sincera con Charlie.



—Pensé que tal vez el tal Mike Newton... Dijiste que era



simpático.



—Sólo es un amigo, papá.



—Bueno, de todos modos, eres demasiado buena para todos



ellos. Aguarda a que estés en la universidad para empezar a



mirar.



El sueño de cada padre es que su hija esté ya fuera de casa antes



de que se le disparen las hormonas.



—Me parece una buena idea —admití mientras me dirigía



escaleras arriba.



—Buenas noches, cielo —se despidió. Sin duda, iba a estar con el



oído atento toda la noche, a la espera de atraparme intentando



salir a hurtadillas.



—Te veo mañana, papá.



Te veo esta noche cuando te deslices a medianoche para comprobar si



sigo ahí.



Me esforcé en que el ruido de mis pasos pareciera lento y



cansado cuando subí las escaleras hacia mi dormitorio. Cerré la



puerta con la suficiente fuerza para que mi padre lo oyera y



luego me precipité hacia la ventana andando de puntillas. La abrí



de un tirón y me asomé, escrutando las oscuras e impenetrables



sombras de los árboles.



— ¿Edward? —susurré, sintiéndome completamente idiota.



La tranquila risa de respuesta procedía de detrás de mí.



— ¿Sí?



Me giré bruscamente al tiempo que, como reacción a la sorpresa,



me llevaba una mano a la garganta.



Sonriendo de oreja a oreja, yacía tendido en mi cama con las



manos detrás de la nuca y los pies colgando por el otro extremo.



Era la viva imagen de la despreocupación.



— ¡Oh! —musité insegura, sintiendo que me desplomaba sobre el



suelo.



—Lo siento.



Frunció los labios en un intento de ocultar su regocijo.



—Dame un minuto para que me vuelva a latir el corazón.



Se incorporó despacio para no asustarme de nuevo. Luego, ya



sentado, se inclinó hacia delante y extendió sus largos brazos



para recogerme, sujetándome por los brazos como a un niño



pequeño que empieza a andar. Me sentó en la cama junto a él.



— ¿Por qué no te sientas conmigo? —sugirió, poniendo su fría



mano sobre la mía—. ¿Cómo va el corazón?



—Dímelo tú... Estoy segura de que lo escuchas mejor que yo.



Noté que su risa sofocada sacudía la cama.



Nos sentamos ahí durante un momento, escuchando ambos los



lentos latidos de mi corazón. Se me ocurrió pensar en el hecho de



tener a Edward en mi habitación estando mi padre en casa.



— ¿Me concedes un minuto para ser humana?



—Desde luego.



Me indicó con un gesto de la mano que procediera.



—No te muevas —le dije, intentando parecer severa.



—Sí, señorita.



Y me hizo una demostración de cómo convertirse en una estatua



sobre el borde de mi cama.



Me incorporé de un salto, recogí mi pijama del suelo y mi neceser



de aseo del escritorio. Dejé la luz apagada y me deslicé fuera,



cerrando la puerta al salir.



Oí subir por las escaleras el sonido del televisor. Cerré con fuerza



la puerta del baño para que Charlie no subiera a molestarme.



Tenía la intención de apresurarme. Me cepillé los dientes casi con



violencia en un intento de ser minuciosa y rápida a la hora de



eliminar todos los restos de lasaña. Pero no podía urgir al agua



caliente de la ducha, que me relajó los músculos de la espalda y



me calmó el pulso. El olor familiar de mi champú me hizo



sentirme la misma persona de esta mañana. Intenté no pensar en



Edward, que me esperaba sentado en mi habitación, porque



entonces tendría que empezar otra vez con todo el proceso de



relajamiento. Al final, no pude dilatarlo más. Cerré el grifo del



agua y me sequé con la toalla apresuradamente, acelerándome



otra vez. Me puse el pijama: una camiseta llena de agujeros y un



pantalón gris de chándal. Era demasiado tarde para arrepentirse



de no haber traído conmigo el pijama de seda Victorias Secret



que, dos años atrás, me regaló mi madre para mi cumpleaños, y



que aún se encontraría en algún cajón en la casa de Phoenix con



la etiqueta del precio puesta.



Volví a frotarme el pelo con la toalla y luego me pasé el cepillo a



toda prisa. Arrojé la toalla a la cesta de la ropa sucia y lancé el



cepillo y la pasta de dientes al neceser. Bajé escopetada las



escaleras para que Charlie pudiera verme en pijama y con el pelo



mojado.



—Buenas noches, papá.



—Buenas noches, Bella.



Pareció sorprendido de verme. Tal vez hubiera desechado la idea



de asegurarse de que estaba en casa esta noche.



Subí las escaleras de dos en dos, intentando no hacer ruido, entré



zumbando en mi habitación, y me aseguré de cerrar bien la



puerta detrás de mí.



Edward no se había movido ni un milímetro, parecía la estatua



de Adonis encaramada a mi descolorido edredón. Sus labios se



curvaron cuando sonreí, y la estatua cobró vida.



Me evaluó con la mirada, tomando nota del pelo húmedo y la



zarrapastrosa camiseta. Enarcó una ceja.



—Bonita ropa.



Le dediqué una mueca.



—No, te sienta bien.



—Gracias —susurré.



Regresé a su lado y me senté con las piernas cruzadas. Miré las



líneas del suelo de madera.



— ¿A qué venía todo eso?



—Charlie cree que me voy a escapar a hurtadillas.



—Ah —lo consideró—. ¿Por qué? —preguntó como si fuera



incapaz de comprender la mente de Charlie con la claridad que



yo le suponía.



—Al parecer, me ve un poco acalorada.



Me levantó el mentón para examinar mi rostro.



—De hecho, pareces bastante sofocada.



—Huram... —musité.



Resultaba muy difícil formular una pregunta coherente mientras



me acariciaba. Comenzar me llevó un minuto de concentración.



—Parece que te resulta mucho más fácil estar cerca de mí.



— ¿Eso te parece? —murmuró Edward mientras deslizaba la



nariz hacia la curva de mi mandíbula. Sentí su mano, más ligera



que el ala de una polilla, apartar mi pelo húmedo para que sus



labios pudieran tocar la hondonada de debajo de mi oreja.



—Sí. Mucho, mucho más fácil —contesté mientras intentaba



espirar.



—Humm.



—Por eso me preguntaba... —comencé de nuevo, pero sus dedos



seguían la línea de mi clavícula y me hicieron perder el hilo de lo



que estaba diciendo.



— ¿Sí? —musitó.



— ¿Por qué será? —inquirí con voz temblorosa, lo cual me



avergonzó—. ¿Qué crees?



Noté el temblor de su respiración sobre mi cuello cuando se rió.



—El triunfo de la mente sobre la materia.



Retrocedí. Se quedó inmóvil cuando me moví, por lo que ya no



pude oírle respirar.



Durante un instante nos miramos el uno al otro con prevención;



luego, la tensión de su mandíbula se relajó gradualmente y su



expresión se llenó de confusión.



— ¿Hice algo mal?



—No, lo opuesto. Me estás volviendo loca —le expliqué.



Lo pensó brevemente y pareció complacido cuando preguntó:



— ¿De veras?



Una sonrisa triunfal iluminó lentamente su rostro.



— ¿Querrías una salva de aplausos? —le pregunté con sarcasmo.



Sonrió de oreja a oreja.



—Sólo estoy gratamente sorprendido —me aclaró—. En los



últimos cien años, o casi —comentó con tono bromista— nunca



me imaginé algo parecido. No creía encontrar a nadie con quien



quisiera estar de forma distinta a la que estoy con mis hermanos



y hermanas. Y entonces descubro que estar contigo se me da



bien, aunque todo sea nuevo para mí.



—Tú eres bueno en todo —observé.



Se encogió de hombros, dejándolo correr, y los dos nos reímos en



voz baja.



—Pero ¿cómo puede ser tan fácil ahora? —le presioné—. Esta



tarde...



—No es fácil—suspiró—. Pero esta tarde estaba todavía...



indeciso. Lo lamento, es imperdonable que me haya comportado



de esa forma.



—No es imperdonable —discrepé.



—Gracias —sonrió—. Ya ves —prosiguió, ahora mirando al suelo



—, no estaba convencido de ser lo bastante fuerte... —me tomó



una mano y la presionó suavemente contra su rostro—. Estuve



susceptible mientras existía la posibilidad de que me viera



sobrepasado... —exhaló su aroma sobre mi muñeca—. Hasta que



me convencí de que mi mente era lo bastante fuerte, que no



existía peligro de ningún tipo de que yo... de que pudiera...



Jamás le había visto trabarse de esa forma con las palabras.



Resultaba tan... humano.



— ¿Ahora ya no existe esa posibilidad?



—La mente domina la materia —repitió con una sonrisa que dejó



entrever unos dientes que relucían incluso en la oscuridad.



—Vaya, pues sí que era fácil.



Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, imperceptible



como un suspiro, pero exuberante de todos modos.



— ¡Fácil para ti! —me corrigió al tiempo que me acariciaba la



nariz con la yema de los dedos.



En ese momento se puso serio.



—Lo estoy intentando —susurró con voz dolida—. Si resultara.....



insoportable, estoy bastante seguro de ser capaz de irme.



Torcí el gesto. No me gustaba hablar de despedidas.



—Mañana va a ser más duro —prosiguió—. He tenido tu aroma



en la cabeza todo el día y me he insensibilizado de forma



increíble. Si me alejo de ti por cualquier lapso de tiempo, tendré



que comenzar de nuevo. Aunque no desde cero, creo.



—Entonces, no te vayas —le respondí, incapaz de esconder mí



anhelo.



—Eso me satisface —replicó mientras su rostro se relajaba al



esbozar una sonrisa amable—. Saca los grilletes... Soy tu



prisionero.



Pero mientras hablaba, eran sus manos las que se convertían en



esposas alrededor de mis muñecas. Volvió a reír con esa risa



suya, sosegada, musical. Le había oído reírse más esta noche que



en todo el tiempo que había pasado con él.



—Pareces más optimista que de costumbre —observé—. No te



había visto así antes.



— ¿No se supone que debe ser así? El esplendor del primer amor,



y todo eso. ¿No es increíble la diferencia existente entre leer sobre



una materia o verla en las películas y experimentarla?



—Muy diferente —admití—. Y más fuerte de lo que había



imaginado.



—Por ejemplo —comenzó a hablar más deprisa, por lo que tuve



que concentrarme para no perderme nada—, la emoción de los



celos. He leído sobre los celos un millón de veces, he visto actores



representarlos en mil películas y obras teatrales diferentes. Creía



haberlos comprendido con bastante claridad, pero me



asustaron... —hizo una mueca—. ¿Recuerdas el día en que Mike



te pidió que fueras con él al baile?



Asentí, aunque recordaba ese día por un motivo diferente.



—Fue el día en que empezaste a dirigirme la palabra otra vez.



—Me sorprendió la llamarada de resentimiento, casi de furia, que



experimenté... Al principio no supe qué era. No poder saber qué



pensabas, por qué le rechazabas, me exasperaba más que de



costumbre. ¿Lo hacías en beneficio de tu amiga? ¿O había algún



otro? En cualquier caso, sabía que no tenía derecho alguno a que



me importara, e intenté que fuera así.



«Entonces, todo empezó a estar claro —rió entre dientes y yo



torcí el gesto en las sombras—. Esperé, irracionalmente ansioso



de oír qué les decías, de vigilar vuestras expresiones. No niego el



alivio que sentí al ver el fastidio en tu rostro, pero no podía estar



seguro.



»Ésa fue la primera noche que vine aquí. Me debatí toda la



noche, mientras vigilaba tu sueño, por el abismo que mediaba



entre lo que sabía que era correcto, moral, ético, y lo que



realmente quería. Supe que si continuaba ignorándote como



hasta ese momento, o si dejaba transcurrir unos pocos años, hasta



que te fueras, llegaría un día en que le dirías sí a Mike o a alguien



como él. Eso me enfurecía.



»Y en ese momento —susurró—, pronunciaste mi nombre en



sueños. Lo dijiste con tal claridad que por un momento creí que



te habías despertado, pero te diste la vuelta, inquieta, musitaste



mi nombre otra vez y suspiraste. Un sentimiento desconcertante



y asombroso recorrió mi cuerpo. Y supe que no te podía ignorar



por más tiempo.



Enmudeció durante un momento, probablemente al escuchar el



repentinamente irregular latido de mi corazón.



—Pero los celos son algo extraño y mucho más poderoso de lo



que hubiera pensado. ¡E irracional! Justo ahora, cuando Charlie



te ha preguntado por ese vil de Mike Newton...



Movió la cabeza con enojo.



—Debería haber sabido que estarías escuchando —gemí.



—Por supuesto.



— ¿De veras que eso te hace sentir celoso?



—Soy nuevo en esto. Has resucitado al hombre que hay en mí, y



lo siento todo con más fuerza porque es reciente.



—Pero sinceramente —bromeé—, que eso te moleste después de



lo que he oído de esa Rosalie... Rosalie, la encarnación de la pura



belleza... Eso es lo que Rosalie significa para ti, con o sin Emmett,



¿cómo voy a competir con eso?



—No hay competencia.



Sus dientes centellearon. Arrastró mis manos atrapadas



alrededor de su espalda, apretándome contra su pecho. Me



mantuve tan quieta como pude, incluso respiré con precaución.



que no hay competencia —murmuré sobre su fría piel—.



Ese es el problema.



—Rosalie es hermosa a su manera, por supuesto, pero incluso si



no fuera como una hermana para mí, incluso si Emmett no le



perteneciera, jamás podría ejercer la décima, no, qué digo, la



centésima parte de la atracción que tú tienes sobre mí —estaba



serio, meditabundo—. He caminado entre los míos y los hombres



durante casi noventa años... Todo ese tiempo me he considerado



completo sin comprender que estaba buscando, sin encontrar



nada porque tú aún no existías.



—No parece demasiado justo —susurré con el rostro todavía



recostado sobre su pecho, escuchando la cadencia de su



respiración—. En cambio, yo no he tenido que esperar para nada.



¿Por qué debería dejarte escapar tan fácilmente?



—Tienes razón —admitió divertido—. Debería ponértelo más



difícil, sin duda —al liberar una de sus manos, me soltó la



muñeca sólo para atraparla cuidadosamente con la otra mano.



Me acarició suavemente la melena mojada de la coronilla hasta la



cintura—. Sólo te juegas la vida cada segundo que pasas



conmigo, lo cual, seguramente, no es mucho. Sólo tienes que



regresar a la naturaleza, a la humanidad... ¿Merece la pena?



—Arriesgo muy poco... No me siento privada de nada.



—Aún no.



Al hablar su voz se llenó abruptamente de la antigua tristeza.



Intenté echarme hacia atrás para verle la cara, pero su mano me



sujetaba las muñecas con una presión de la que no me podía



zafar.



— ¿Qué...? —empecé a preguntar cuando su cuerpo se tensó,



alerta. Me quedé inmóvil, pero inopinadamente me soltó las



manos y desapareció. Estuve a punto de caer de bruces.



— ¡Túmbate! —murmuró. No sabría decir desde qué lugar de la



negrura me hablaba.



Me di la vuelta para meterme debajo de la colcha y me acurruqué



sobre un costado, de la forma en que solía dormir. Oí el crujido



de la puerta cuando Charlie entró para echar un vistazo a



hurtadillas y asegurarse de que estaba donde se suponía que



debía estar. Respiré acompasadamente, exagerando el



movimiento.



Transcurrió un largo minuto. Estuve atenta, sin estar segura de



haber escuchado cerrarse la puerta. En ese momento, el frío brazo



de Edward me rodeó debajo de las mantas y me besó en la oreja.



—Eres una actriz pésima... Diría que ése no es tu camino.



— ¡Caray!



Mi corazón estaba a punto de salirse del pecho. Tarareó una



melodía que no identifiqué. Parecía una nana. Hizo una pausa.



— ¿Debería cantarte para que te durmieras?



—Cierto —me reí—. ¡Cómo me podría dormir estando tú aquí!



—Lo has hecho todo el tiempo —me recordó.



—Pero no sabía que estabas aquí —repliqué con frialdad.



—Bueno, si no quieres dormir... —sugirió, ignorando mi tono. Se



me cortó la respiración.



—Si no quiero dormir..., ¿qué?



Rió entre dientes.



—En ese caso, ¿qué quieres hacer?



Al principio no supe qué responder, y finalmente admití:



—No estoy segura.



—Dímelo cuando lo hayas decidido.



Sentí su frío aliento sobre mi cuello y el deslizarse de su nariz a lo



largo de mi mandíbula, inhalando.



—Pensé que te habías insensibilizado.



—Que haya renunciado a beber el vino no significa que no pueda



apreciar el buqué —susurró—. Hueles a flores, como a lavanda y



a fresa —señaló—. Se me hace la boca agua.



—Sí, tengo un mal día siempre que no encuentro a alguien que



me diga qué apetitoso es mi aroma.



Rió entre dientes, y luego suspiró.



—He decidido qué quiero hacer —le dije—. Quiero saber más de



ti.



—Pregunta lo que quieras.



Cribé todas mis preguntas para elegir la más importante y



entonces dije:



— ¿Por qué lo haces? Sigo sin comprender cómo te esfuerzas



tanto para resistirte a lo que... eres. Por favor, no me



malinterpretes, me alegra que lo hagas. Sólo que no veo la razón



por la que te preocupó al principio.



Vaciló antes de responderme:



—Es una buena pregunta, y no eres la primera en hacerla. El



resto, la mayoría de nuestra especie, está bastante satisfecho con



nuestro sino... Ellos también se preguntan cómo vivimos. Pero,



ya ves, sólo porque nos hayan repartido ciertas cartas no significa



que no podamos elegir el sobreponernos, dominar las ataduras



de un destino que ninguno de nosotros deseaba e intentar retener



toda la esencia de humanidad que nos resulte posible.



Yací inmóvil, atrapada por un silencio sobrecogedor.



— ¿Te has dormido? —cuchicheó después de unos minutos.



—No.



— ¿Eso es todo lo que te inspira curiosidad?



—En realidad, no.



— ¿Qué más deseas saber?



— ¿Por qué puedes leer mentes? ¿Por qué sólo tú? ¿Y por qué



Alice lee el porvenir? ¿Por qué sucede?



En la penumbra, sentí cómo se encogía de hombros.



—En realidad, lo ignoramos. Carlisle tiene una teoría. Cree que



todos traemos algunos de nuestros rasgos humanos más fuertes a



la siguiente vida, donde se ven intensificados, como nuestras



mentes o nuestros sentidos. Piensa que yo debía de tener ya una



enorme sensibilidad para intuir los pensamientos de quienes me



rodeaban y que Alice tuvo el don de la precognición, donde



quiera que estuviese.



— ¿Qué es lo que se trajo él a la siguiente vida? ¿Y el resto?



—Carlisle trajo su compasión y Esme, la capacidad para amar



con pasión. Emmett trajo su fuerza, y Rosalie la... tenacidad, o la



obstinación, si así lo prefieres —se rió—. Jasper es muy



interesante. Fue bastante carismático en su primera vida, capaz



de influir en todos cuantos tenía alrededor para que vieran las



cosas a su manera. Ahora es capaz de manipular las emociones



de cuantos le rodean para apaciguar una habitación de gente



airada, por ejemplo, o a la inversa, exaltar a una multitud



aletargada. Es un don muy sutil.



Estuve considerando lo inverosímil de cuanto me describía en un



intento de aceptarlo. Aguardó pacientemente mientras yo



pensaba.



— ¿Dónde comenzó todo? Quiero decir, Carlisle te cambió a ti,



luego alguien antes tuvo que convertirlo a él, y así



sucesivamente...



— ¿De dónde procedemos? ¿Evolución? ¿Creación? ¿No



podríamos haber evolucionado igual que el resto de las especies,



presas y depredadores? O, si no crees que el universo surgió por



su cuenta, lo cual me resulta difícil de aceptar, ¿tan difícil es



admitir que la misma fuerza que creó al delicado chiribico y al



tiburón, a la cría de foca y a la ballena asesina, hizo a nuestras



respectivas especies?



—A ver si lo he entendido... Yo soy la cría de foca, ¿verdad?



—Exacto.



Edward se echó a reír. Algo me tocó el pelo... ¿Sus labios?



Quise volverme hacia él para comprobar si de verdad eran sus



labios los que rozaban mi pelo, pero tenía que portarme bien. No



quería hacérselo más difícil de lo que ya era.



— ¿Estás preparada para dormir o tienes alguna pregunta más?



—inquirió, rompiendo el breve silencio.



—Sólo uno o dos millones.



—Tenemos mañana, y pasado, y pasado mañana... —me recordó.



Sonreí eufórica ante la perspectiva.



— ¿Estás seguro de que no te vas a desvanecer por la mañana? —



quise asegurarme—. Después de todo, eres un mito.



—No te voy a dejar —su voz llevaba la impronta de una



promesa.



—Entonces, una más por esta noche...



Pero me puse colorada y me callé. La oscuridad no iba a servir de



mucho. Estaba segura de que él había notado el repentino calor



debajo de mi piel.



— ¿Cuál?



—No, olvídalo. He cambiado de idea.



—Bella, puedes preguntarme lo quieras.



No le respondí y él gimió.



—Intento pensar que no leerte la mente será menos frustrante



cada vez, pero no deja de empeorar y empeorar.



—Me alegra que no puedas leerme la mente, ya es bastante malo



que espíes lo que digo en sueños.



—Por favor.



Su voz era extremadamente persuasiva, casi imposible de resistir.



Negué con la cabeza.



—Si no me lo dices, voy a asumir que es algo mucho peor que lo



que es —me amenazó sombríamente—. Por favor —repitió con



voz suplicante.



—Bueno... —empecé, contenta de que no pudiera verme el



rostro.



— ¿Sí?



—Dijiste que Rosalie y Emmett van a casarse pronto... ¿Es ese



matrimonio igual que para los humanos?



Ahora, al comprenderlo, se rió con ganas.



— ¿Era eso lo que querías preguntar?



Me inquieté, incapaz de responder.



—Sí, supongo que es prácticamente lo mismo. Ya te dije que la



mayoría de esos deseos humanos están ahí, sólo que ocultos por



instintos más poderosos.



—Ah —fue todo lo que pude decir.



— ¿Había alguna intención detrás de esa curiosidad?



—Bueno, me preguntaba... si algún día tú y yo...



Se puso serio de inmediato. Sentí la repentina inmovilidad de su



cuerpo. Yo también me quedé quieta, reaccionando



automáticamente.



—No creo que eso... sea... posible para nosotros...



— ¿Porque sería demasiado arduo para ti si yo estuviera



demasiado cerca?



—Es un problema, sin duda, pero no me refería a eso. Es sólo que



eres demasiado suave, tan frágil. Tengo que controlar mis actos



cada instante que estamos juntos para no dañarte. Podría matarte



con bastante facilidad, Bella, y simplemente por accidente —su



voz se había convertido en un suave murmullo. Movió su palma



helada hasta apoyarla sobre mi mejilla—. Si me apresurase, si no



prestara la suficiente atención por un segundo, podría extender



la mano para acariciar tu cara y aplastarte el cráneo por error. No



comprendes lo increíblemente frágil que eres. No puedo perder



el control mientras estoy a tu lado.



Aguardó mi respuesta. Su ansiedad fue creciendo cuando no lo



hice.



— ¿Estás asustada? —preguntó.



Esperé otro minuto antes de responder para que mis palabras



fueran verdad.



—No. Estoy bien.



Pareció pensativo durante un momento.



—Aunque ahora soy yo quien tiene una curiosidad —dijo con



voz más suelta—. ¿Nunca has...? —dejó la frase sin concluir de



modo insinuante.



—Naturalmente que no —me sonrojé—. Ya te he dicho que



nunca antes he sentido esto por nadie, ni siquiera de cerca.



—Lo sé. Es sólo que conozco los pensamientos de otras personas,



y sé que el amor y el deseo no siempre recorren el mismo camino.



—Para mí, sí. Al menos ahora que ambos existen para mí —



musité.



—Eso está bien. Al menos tenemos una cosa en común —dijo



complacido.



—Tus instintos humanos... —comencé. Él esperó—. Bueno, ¿me



encuentras atractiva en ese sentido?



Se echó a reír y me despeinó ligeramente la melena casi seca.



—Tal vez no sea humano, pero soy un hombre —me aseguró.



Bostecé involuntariamente.



—He respondido a tus preguntas, ahora deberías dormir —



insistió.



—No estoy segura de poder.



— ¿Quieres que me marche?



— ¡No! —dije con voz demasiado fuerte.



Rió, y entonces comenzó a tararear otra vez aquella nana



desconocida con su suave voz de arcángel al oído.



Más cansada de lo que creía, y más exhausta de lo que me había



sentido nunca después de un largo día de tensión emocional y



mental, me abandoné en sus fríos brazos hasta dormirme.



LOS CULLEN



Finalmente, me despertó la tenue luz de otro día nublado. Yacía



con el brazo sobre los ojos, grogui y confusa. Algo, el atisbo de



un sueño digno de recordar, pugnaba por abrirse paso en mi



mente. Gemí y rodé sobre un costado esperando volver a



dormirme. Y entonces lo acaecido el día anterior irrumpió en mi



conciencia.



— ¡Oh!



Me senté tan deprisa que la cabeza me empezó a dar vueltas.



—Tu pelo parece un almiar, pero me gusta.



La voz serena procedía de la mecedora de la esquina.



—¡Edward, te has quedado! —me regocijé y crucé el dormitorio



para arrojarme irreflexivamente a su regazo. Me quedé helada,



sorprendida por mi desenfrenado entusiasmo, en el instante en el



que comprendí lo que había hecho. Alcé la vista, temerosa de



haberme pasado de la raya, pero él se reía.



—Por supuesto —contestó, sorprendido, pero complacido de mi



reacción. Me frotó la espalda con las manos.



Recosté con cuidado la cabeza sobre su hombro, inspirando el



olor de su piel.



—Estaba convencida de que era un sueño.



—No eres tan creativa —se mofó.



—¡Charlie! —exclamé.



Volví a saltar de forma irreflexiva en cuanto me acordé de él y



me dirigí hacia la puerta.



—Se marchó hace una hora... Después de volver a conectar los



cables de la batería de tu coche, debería añadir. He de admitir



cierta decepción. ¿Es todo lo que se le ocurre para detenerte si



estuvieras decidida a irte?



Estuve reflexionando mientras me quedaba de pie, me moría de



ganas de regresar junto a él, pero temí tener mal aliento.



—No sueles estar tan confundida por la mañana —advirtió.





Me tendió los brazos para que volviera. Una invitación casi



irresistible.



—Necesito otro minuto humano —admití.



—Esperaré.



Me precipité hacia el baño sin reconocer mis emociones. No me



conocía a mí misma, ni por dentro ni por fuera. El rostro del



espejo, con los ojos demasiado brillantes y unas manchas rojizas



de fiebre en los pómulos, era prácticamente el de una



desconocida. Después de cepillarme los dientes, me esforcé por



alisar la caótica maraña que era mi pelo. Me eché agua fría sobre



el rostro e intenté respirar con normalidad sin éxito evidente.



Regresé a mi cuarto casi a la carrera.



Parecía un milagro que siguiera ahí, esperándome con los brazos



tendidos para mí. Extendió la mano y mi corazón palpitó con



inseguridad.



—Bienvenida otra vez —musitó, tomándome en brazos.



Me meció en silencio durante unos momentos, hasta que me



percaté de que se había cambiado de ropa y llevaba el pelo liso.



—¡Te has ido! —le acusé mientras tocaba el cuello de su camiseta



nueva.



—Difícilmente podía salir con las ropas que entré. ¿Qué



pensarían los vecinos?



Hice un mohín.



—Has dormido profundamente, no me he perdido nada —sus



ojos centellearon—. Empezaste a hablar en sueños muy pronto.



Gemí.



—¿Qué oíste?



Los ojos dorados se suavizaron.



—Dijiste que me querías.



—Eso ya lo sabías —le recordé, hundí mi cabeza en su hombro.



—Da lo mismo, es agradable oírlo.



Oculté la cara contra su hombro.



—Te quiero —susurré.



—Ahora tú eres mi vida —se limitó a contestar.



No había nada más que decir por el momento. Nos mecimos de



un lado a otro mientras se iba iluminando el dormitorio.



—Hora de desayunar —dijo al fin de manera informal para



demostrar, estaba segura, que se acordaba de todas mis



debilidades humanas.



Me protegí la garganta con ambas manos y lo miré fijamente con



ojos abiertos de miedo. El pánico cruzó por su rostro.



—¡Era una broma! —me reí con disimulo—. ¡Y tú dijiste que no



sabía actuar!



Frunció el ceño de disgusto.



—Eso no ha sido divertido.



—Lo ha sido, y lo sabes.



No obstante, estudié sus ojos dorados con cuidado para



asegurarme de que me había perdonado. Al parecer, así era.



—¿Puedo reformular la frase? —preguntó—. Hora de desayunar



para los humanos.



—Ah, de acuerdo.



Me echó sobre sus hombros de piedra, con suavidad, pero con tal



rapidez que me dejó sin aliento. Protesté mientras me llevaba con



facilidad escaleras abajo, pero me ignoró. Me sentó con



delicadeza, derecha sobre la silla.



La cocina estaba brillante, alegre, parecía absorber mi estado de



ánimo.



—¿Qué hay para desayunar? —pregunté con tono agradable.



Aquello le descolocó durante un minuto.



—Eh... No estoy seguro. ¿Qué te gustaría?



Arrugó su frente de mármol. Esbocé una amplia sonrisa y me



levanté de un salto.



—Vale, sola me defiendo bastante bien. Obsérvame cazar.



Encontré un cuenco y una caja de cereales. Pude sentir sus ojos



fijos en mí mientras echaba la leche y tomaba una cuchara. Puse



el desayuno sobre la mesa, y luego me detuve para, sin querer ser



irónica, preguntarle:



—¿Quieres algo?



Puso los ojos en blanco.



—Limítate a comer, Bella.



Me senté y le observé mientras comía. Edward me contemplaba



fijamente, estudiando cada uno de mis movimientos, por lo que



me sentí cohibida. Me aclaré la garganta para hablar y distraerle.



—¿Qué planes tenemos para hoy?



—Eh... —le observé elegir con cuidado la respuesta—. ¿Qué te



parecería conocer a mi familia?



Tragué saliva.



—¿Ahora tienes miedo?



Parecía esperanzado.



—Sí —admití, pero cómo negarlo si lo podía advertir en mis ojos.



—No te preocupes —esbozó una sonrisa de suficiencia—. Té



protegeré.



—No los temo a ellos —me expliqué—, sino a que no les guste.



¿No les va a sorprender que lleves a casa para conocerlos a



alguien, bueno, a alguien como yo?



—Oh, están al corriente de todo. Ayer cruzaron apuestas, ya



sabes —sonrió, pero su voz era severa—, sobre si te traería de



vuelta, aunque no consigo imaginar la razón por la que alguien



apostaría contra Alice. De todos modos, no tenemos secretos en



la familia. No es viable con mi don para leer las mentes, la



precognición de Alice y todo eso.



—Y Jasper haciéndote sentir todo el cariño con que te arrancaría



las tripas.



—Prestaste atención —comentó con una sonrisa de aprobación.



—Sé hacerlo de vez en cuando —hice una mueca——. ¿Así que



Alice me vio regresar?



Su reacción fue extraña.



—Algo por el estilo —comentó con incomodidad mientras se



daba la vuelta para que no le pudiera ver los ojos. Le miré con



curiosidad.



—¿Tiene buen sabor? —preguntó al volverse de repente y



contemplar mi desayuno con un gesto burlón—. La verdad es



que no parece muy apetitoso.



—Bueno, no es un oso gris irritado... —murmuré, ignorándole



cuando frunció el ceño.



Aún me seguía preguntando por qué me había respondido de



esa manera cuando mencioné a Alice. Mientras especulaba, me



apresuré a terminar los cereales.



Permaneció plantado en medio de la cocina, de nuevo convertido



en la estatua de un Adonis, mirando con expresión ausente por



las ventanas traseras. Luego, volvió a posar los ojos en mí y



esbozó esa arrebatadora sonrisa suya.



—Creo que también tú deberías presentarme a tu padre.



—Ya te conoce —le recordé.



—Como tu novio, quiero decir.



Le miré con gesto de sospecha.



—¿Por qué?



—¿No es ésa la costumbre? —preguntó inocentemente.



—Lo ignoro —admití. Mi historial de novios me ofrecía pocas



referencias con las que trabajar, y ninguna de las reglas normales



sobre salir con chicos venía al caso—. No es necesario, ya sabes.



No espero que tú... Quiero decir, no tienes que fingir por mí.



Su sonrisa fue paciente.



—No estoy fingiendo.



Empujé el resto de los cereales a una esquina del cuenco mientras



me mordía el labio.



—¿Vas a decirle a Charlie que soy tu novio o no? —quiso saber.



—¿Es eso lo que eres?



En mi fuero interno, me encogí ante la perspectiva de unir a



Edward, Charlie y la palabra novio en la misma habitación y al



mismo tiempo.



—Admito que es una interpretación libre, dada la connotación



humana de la palabra.



—De hecho, tengo la impresión de que eres algo más —confesé



clavando los ojos en la mesa.



—Bueno, no creo necesario darle todos los detalles morbosos —



se estiró sobre la mesa y me levantó el mentón con un dedo frío y



suave—. Pero vamos a necesitar una explicación de por qué



merodeo tanto por aquí. No quiero que el jefe de policía Swan



me imponga una orden de alejamiento.



—¿Estarás? —pregunté, repentinamente ansiosa—. ¿De veras vas



a estar aquí?



—Tanto tiempo como tú me quieras —me aseguró.



—Te querré siempre —le avisé—. Para siempre.



Caminó alrededor de la mesa muy despacio y se detuvo muy



cerca, extendió la mano para acariciarme la mejilla con las yemas



de los dedos. Su expresión era inescrutable.



—¿Eso te entristece?



No contestó y me miró fijamente a los ojos por un periodo de



tiempo inmensurable.



—¿Has terminado? ——preguntó finalmente.



Me incorporé de un salto.



—Sí.



—Vístete... Te esperaré aquí.



Resultó difícil decidir qué ponerme. Dudaba que hubiera libros



de etiqueta en los que se detallara cómo vestirte cuando tu novio



vampiro te lleva a su casa para que conozcas a su familia



vampiro. Era un alivio emplear la palabra en mi fuero interno.



Sabía que yo misma la eludía de forma intencionada.



Terminé poniéndome mi única falda, larga y de color caqui, pero



aun así informal. Me vestí con la blusa de color azul oscuro de la



que Edward había hablado favorablemente en una ocasión. Un



rápido vistazo en el espejo me convenció de que mi pelo era una



causa perdida, por lo que me lo recogí en una coleta.



—De acuerdo —bajé a saltos las escaleras—. Estoy presentable.



Me esperaba al pie de las mismas, más cerca de lo que pensaba,



por lo que salté encima de él. Edward me sostuvo, durante unos



segundos me retuvo con cautela a cierta distancia antes de



atraerme súbitamente.



—Te has vuelto a equivocar —me murmuró al oído—. Vas



totalmente indecente. No está bien que alguien tenga un aspecto



tan apetecible.



—¿Cómo de apetecible? Puedo cambiar...



Suspiró al tiempo que sacudía la cabeza.



—Eres tan ridícula...



Presionó con suavidad sus labios helados en mi frente y la



habitación empezó a dar vueltas. El olor de su respiración me



impedía pensar.



—¿Debo explicarte por qué me resultas apetecible?



Era claramente una pregunta retórica. Sus dedos descendieron



lentamente por mi espalda y su aliento rozó con más fuerza mi



piel. Mis manos descansaban flácidas sobre su pecho y otra vez



me sentí aturdida. Inclinó la cabeza lentamente y por segunda



vez sus fríos labios tocaron los míos con mucho cuidado,



separándolos levemente.



Entonces sufrí un colapso.



—¿Bella? —dijo alarmado mientras me recogía y me alzaba en



vilo.



—Has hecho que me desmaye... —le acusé en mi aturdimiento.



—¿Qué voy a hacer contigo? —Gimió con desesperación—. Ayer



te beso, ¡y me atacas! ¡Y hoy te desmayas!



Me reí débilmente, dejando que sus brazos me sostuvieran



mientras la cabeza seguía dándome vueltas.



—Eso te pasa por ser bueno en todo.



Suspiró.



—Ése es el problema —yo aún seguía grogui—. Eres demasiado



bueno. Muy, muy bueno.



—¿Estás mareada? —preguntó. Me había visto así con



anterioridad.



—No... No fue la misma clase de desfallecimiento de siempre. No



sé qué ha sucedido —agité la cabeza con gesto de disculpa—.



Creo que me olvidé de respirar.



—No te puedo llevar de esta guisa a ningún sitio.



—Estoy bien —insistí—. Tu familia va a pensar que estoy loca de



todos modos, así que... ¿Cuál es la diferencia?



Evaluó mi expresión durante unos instantes.



—No soy imparcial con el color de esa blusa —comentó



inesperadamente. Enrojecí de placer y desvié la mirada.



—Mira, intento con todas mis fuerzas no pensar en lo que estoy a



punto de hacer, así que ¿podemos irnos ya?



—A ti no te preocupa dirigirte al encuentro de una casa llena de



vampiros, lo que te preocupa es conseguir su aprobación, ¿me



equivoco?



—No —contesté de inmediato, ocultando mi sorpresa ante el



tono informal con el que utilizaba la palabra.



Sacudió la cabeza.



—Eres increíble.



Cuando condujo fuera del centro del pueblo comprendí que no



tenía ni idea de dónde vivía. Cruzamos el puente sobre el río



Calwah, donde la carretera se desviaba hacia el Norte. Las casas



que aparecían de forma intermitente al pasar se encontraban



cada vez más alejadas de la carretera, y eran de mayor tamaño.



Luego sobrepasamos otro núcleo de edificios antes de dirigirnos



al bosque neblinoso. Intentaba decidir entre preguntar o tener



paciencia y mantenerme callada cuando giró bruscamente para



tomar un camino sin pavimentar. No estaba señalizado y apenas



era visible entre los helechos. El bosque, serpenteante entre los



centenarios árboles, invadía a ambos lados el sendero hasta tal



punto que sólo era distinguible a pocos metros de distancia.



Luego, a escasos kilómetros, los árboles ralearon y de repente nos



encontramos en una pequeña pradera, ¿o era un jardín? Sin



embargo, se mantenía la penumbra del bosque; no remitió



debido a que las inmensas ramas de seis cedros primigenios



daban sombra a todo un acre de tierra. La sombra de los árboles



protegía los muros de la casa que se erguía entre ellos, dejando



sin justificación alguna el profundo porche que rodeaba el primer



piso.



No sé lo que en realidad pensaba encontrarme, pero



definitivamente no era aquello. La casa, de unos cien años de



antigüedad, era atemporal y elegante. Estaba pintada de un



blanco suave y desvaído. Tenía tres pisos de altura y era



rectangular y bien proporcionada. El monovolumen era el único



coche a la vista. Podía escuchar fluir el río cerca de allí, oculto en



la penumbra del bosque.



—¡Guau!



—¿Te gusta? —preguntó con una sonrisa.



—Tiene... cierto encanto.



Me tiró de la coleta y rió entre dientes. Luego, cuando me abrió la



puerta, me preguntó.



—¿Lista?



—Ni un poquito... ¡Vamos!



Intenté reírme, pero la risa se me quedó pegada a la garganta. Me



alisé el peso con gesto nervioso.



—Tienes un aspecto adorable.



Me tomó de la mano de forma casual, sin pensarlo.



Caminamos hacia el porche a la densa sombra de los árboles.



Sabía que notaba mi tensión. Me frotaba el dorso de la mano,



describiendo círculos con el dedo pulgar.



Me abrió la puerta.



El interior era aún más sorprendente y menos predecible que el



exterior. Era muy luminoso, muy espacioso y muy grande. Lo



más posible es que originariamente hubiera estado dividido en



varias habitaciones, pero habían hecho desaparecer los tabiques



para conseguir un espacio más amplio. El muro trasero,



orientado hacia el sur, había sido totalmente reemplazado por



una vidriera y más allá de los cedros, el jardín, desprovisto de



árboles, se estiraba hasta alcanzar el ancho río. Una maciza



escalera de caracol dominaba la parte oriental de la estancia. Las



paredes, el alto techo de vigas, los suelos de madera y las gruesas



alfombras eran todos de diferentes tonalidades de blanco.



Los padres de Edward nos aguardaban para recibirnos a la



izquierda de la entrada, sobre un altillo del suelo, en el que



descansaba un espectacular piano de cola.



Había visto antes al doctor Cullen, por supuesto, pero eso no



evitó que su joven y ultrajante perfección me sorprendieran de



nuevo. Presumí que quien estaba a su lado era Esme, la única a la



que no había visto con anterioridad. Tenía los mismos rasgos



pálidos y hermosos que el resto. Había algo en su rostro en forma



de corazón y en las ondas de su suave pelo de color caramelo que



recordaba a la ingenuidad de la época de las películas de cine



mudo. Era pequeña y delgada, pero, aun así, de facciones menos



pronunciadas, más redondeadas que las de los otros. Ambos



vestían de manera informal, con colores claros que encajaban con



el interior de la casa. Me sonrieron en señal de bienvenida, pero



ninguno hizo ademán de acercarse a nosotros en lo que supuse



era un intento de no asustarme. La voz de Edward rompió el



breve lapso de silencio.



—Carlisle, Esme, os presento a Bella.



—Sé bienvenida, Bella.



El paso de Carlisle fue comedido y cuidadoso cuando se acercó a



mí. Alzó una mano con timidez y me adelanté un paso para



estrechársela.



—Me alegro de volver a verle, doctor Cullen.



—Llámame Carlisle, por favor.



Le sonreí de oreja a oreja con una repentina confianza que me



sorprendió. Noté el alivio de Edward, que seguía a mi lado.



Esme sonrió y avanzó un paso para alcanzar mi mano. El apretón



de su fría mano, dura como la piedra, era tal y como yo esperaba.



—Me alegro mucho de conocerte —dijo con sinceridad.



—Gracias. Yo también me alegro.



Y ahí estaba yo. Era como encontrarse formando parte de un



cuento de hadas... Blancanieves en carne y hueso.



—¿Dónde están Alice y Jasper? —preguntó Edward, pero nadie



tuvo ocasión de responder, ya que ambos aparecieron en ese



momento en lo alto de las amplias escaleras.



—¡Hola, Edward! —le saludó Alice con entusiasmo.



Echó a correr escaleras abajo, una centella de pelo oscuro y tez



nívea, que llegó para detenerse delante de mí repentinamente y



con elegancia. Esme y Carlisle le lanzaron sendas miradas de



aviso, pero a mí me agradó. Después de todo, eso era natural



para ella.



—Hola, Bella —dijo Alice y se adelantó para darme un beso en la



mejilla.



Si Carlisle y Esme habían parecido antes muy cautos, ahora se



mostraron estupefactos. Mis ojos también reflejaban esa sorpresa,



pero al mismo tiempo me complacía mucho que ella pareciera



aceptarme por completo. Me sorprendió percatarme de que



Edward, a mi lado, se ponía rígido. Le miré, pero su expresión



era inescrutable.



—Hueles bien —me alabó, para mi enorme vergüenza—, hasta



ahora no me había dado cuenta.



Nadie más parecía saber qué decir cuando Jasper se presentó allí,



alto, leonino. Sentí una sensación de alivio y de repente me



encontré muy a gusto a pesar del sitio en que me hallaba.



Edward miró fijamente a Jasper y enarcó una ceja. Entonces



recordé lo que éste era capaz de hacer.



—Hola, Bella —me saludó Jasper.



Mantuvo la distancia y no me ofreció la mano para que la



estrechara, pero era imposible sentirse incómodo cerca de él.



—Hola, Jasper —le sonreí con timidez, y luego a los demás, antes



de añadir como fórmula de cortesía—Me alegro de conoceros a



todos... Tenéis una casa preciosa.



—Gracias —contestó Esme—. Estarnos encantados de que hayas



venido.



Me habló con sentimiento, y me di cuenta de que pensaba que yo



era valiente.



También caí en la cuenta de que no se veía por ninguna parte a



Rosalie y a Emmett. Recordé entonces la negativa demasiado



inocente de Edward cuando le pregunté si no les agradaba a



todos.



La expresión de Carlisle me distrajo del hilo de mis



pensamientos. Miraba a Edward de forma significativa con gran



intensidad. Vi a Edward asentir una vez con el rabillo del ojo.



Miré hacia otro lado, intentando ser amable, y mis ojos vagaron



de nuevo hacia el hermoso instrumento que había sobre la tarima



al lado de la puerta. Súbitamente recordé una fantasía de mi



niñez, según la cual, compraría un gran piano de cola a mi madre



si alguna vez me tocaba la lotería. No era una buena pianista,



sólo tocaba para sí misma en nuestro piano de segunda mano,



pero a mí me encantaba verla tocar. Se la veía feliz, absorta,



entonces me parecía un ser nuevo y misterioso, alguien diferente



a la persona a quien daba por hecho que conocía. Me hizo tomar



clases, por supuesto, pero, como la mayoría de los niños,



lloriqueé hasta conseguir que dejara de llevarme.



Esme se percató de mi atención y, señalando el piano con un



movimiento de cabeza, me preguntó:



—¿Tocas?



Negué con la cabeza.



—No, en absoluto. Pero es tan hermoso... ¿Es tuyo?



—No —se rió—. ¿No te ha dicho Edward que es músico?



—No —entrecerré los ojos antes de mirarle—. Supongo que



debería de haberlo sabido.



Esme arqueó las cejas como muestra de su confusión.



—Edward puede hacerlo todo, ¿no? —le expliqué.



Jasper se rió con disimulo y Esme le dirigió una mirada de



reprobación.



—Espero que no hayas estado alardeando... Es de mala



educación —le riñó.



—Sólo un poco —Edward rió de buen grado, el rostro de Esme se



suavizó al oírlo y ambos intercambiaron una rápida mirada cuyo



significado no comprendí, aunque la faz de ella parecía casi



petulante.



—De hecho —rectifiqué—, se ha mostrado demasiado modesto.



—Bueno, toca para ella —le animó Esme.



—Acabas de decir que alardear es de mala educación —objetó



Edward.



—Cada regla tiene su excepción —le replicó.



—Me gustaría oírte tocar —dije, sin que nadie me hubiera pedido



mi opinión.



—Entonces, decidido.



Esme empujó hacia el piano a Edward, que tiró de mí y me hizo



sentarme a su lado en el banco. Me dedicó una prolongada y



exasperada mirada antes de volverse hacia las teclas.



Luego sus dedos revolotearon rápidamente sobre las teclas de



marfil y una composición, tan compleja y exuberante que



resultaba imposible creer que la interpretara un único par de



manos, llenó la habitación. Me quedé boquiabierta del asombro y



a mis espaldas oí risas en voz baja ante mi reacción.



Edward me miró con indiferencia mientras la música seguía



surgiendo a nuestro alrededor sin descanso. Me guiñó un ojo:



—¿Te gusta?



—¿Tú has escrito esto? —dije entrecortadamente al



comprenderlo.



Asintió.



—Es la favorita de Esme.



Cerré los ojos al tiempo que sacudía la cabeza.



—¿Qué ocurre?



—Me siento extremadamente insignificante.



El ritmo de la música se hizo más pausado hasta transformarse



en algo más suave y, para mi sorpresa, entre la profusa maraña



de notas, distinguí la melodía de la nana que me tarareaba.



—Tú inspiraste ésta —dijo en voz baja. La música se convirtió en



algo de desbordante dulzura.



No me salieron las palabras.



—Les gustas, ya lo sabes —dijo con tono coloquial—. Sobre todo



a Esme.



Eché un fugaz vistazo a mis espaldas, pero la enorme estancia se



había quedado vacía.



— ¿Adonde han ido?



—Supongo que, muy sutilmente, nos han concedido un poco de



intimidad.



Suspiré.



—Les gusto, pero Rosalie y Emmett... —dejé la frase sin concluir



porque no estaba muy segura de cómo expresar mis dudas.



Edward torció el gesto.



—No te preocupes por Rosalie —insistió con su persuasiva



mirada—. Cambiará de opinión.



Fruncí los labios con escepticismo.



—¿Y Emmett?



—Bueno, opina que soy un lunático, lo cual es cierto, pero no



tienen ningún problema contigo. Está intentando razonar con



Rosalie.



—¿Qué le perturba? —inquirí, no muy segura de querer conocer



la respuesta.



Suspiró profundamente.



—Rosalie es la que más se debate contra... contra lo que somos.



Le resulta duro que alguien de fuera de la familia sepa la verdad,



y está un poco celosa.



—¿Rosalie tiene celos de mí? —pregunté con incredulidad.



Intenté imaginarme un universo en el que alguien tan



impresionante como Rosalie tuviera alguna posible razón para



sentir celos de alguien como yo.



—Eres humana —Edward se encogió de hombros—. Es lo que



ella también desearía ser.



—Vaya —musité, aún aturdida—. En cuanto a Jasper...



—En realidad, eso es culpa mía —me explicó—. Ya te dije que era



el que hace menos tiempo que está probando nuestra forma de



vida. Le previne para que se mantuviera a distancia.



Pensé en la razón de esa instrucción y me estremecí.



—¿Y Esme y Carlisle...? —continué rápidamente para evitar que



se diera cuenta.



—Son felices de verme feliz. De hecho, a Esme no le preocuparía



que tuvieras un tercer ojo y dedos palmeados. Durante todo este



tiempo se ha preocupado por mí, temiendo que se hubiera



perdido alguna parte esencial de mi carácter, ya que era muy



joven cuando Carlisle me convirtió... Está entusiasmada. Se



ahoga de satisfacción cada vez que te toco.



—Alice parece muy... entusiasta.



—Alice tiene su propia forma de ver las cosas —murmuró con



los labios repentinamente contraídos.



—Y no me la vas a explicar, ¿verdad?



Se produjo un momento de comunicación sin palabras entre



nosotros. Edward comprendió que yo sabía que me ocultaba algo



y yo que no me lo iba a revelar. Ahora, no.



—¿Qué te estaba diciendo antes Carlisle?



Sus cejas se juntaron hasta casi tocarse.



—Te has dado cuenta, ¿verdad?



Me encogí de hombros.



—Naturalmente.



Me miró con gesto pensativo durante unos segundos antes de



responder.



—Quería informarme de ciertas noticias... No sabía si era algo



que yo debería compartir contigo.



—¿Lo harás?



—Tengo que hacerlo, porque durante los próximos días, tal vez



semanas, voy a ser un protector muy autoritario y me disgustaría



que pensaras que soy un tirano por naturaleza.



—¿Qué sucede?



—En sí mismo, nada malo. Alice acaba de «ver» que pronto



vamos a tener visita. Saben que estamos aquí y sienten



curiosidad.



—¿Visita?



—Sí, bueno... Los visitantes se parecen a nosotros en sus hábitos



de caza, por supuesto. Lo más probable es que no vayan a entrar



al pueblo para nada, pero, desde luego, no voy a dejar que estés



fuera de mi vista hasta que se hayan marchado.



Me estremecí.



—¡Por fin, una reacción racional! —murmuró—. Empezaba a



creer que no tenías instinto de supervivencia alguno.



Dejé pasar el comentario y aparté la vista para que mis ojos



recorrieran de nuevo la espaciosa estancia. Él siguió la dirección



de mi mirada.



—No es lo que esperabas, ¿verdad? —inquirió muy ufano.



—No —admití.



—No hay ataúdes ni cráneos apilados en los rincones. Ni siquiera



creo que tengamos telarañas... ¡Qué decepción debe de ser para



ti! —prosiguió con malicia.



Ignoré su broma.



—Es tan luminoso, tan despejado.



Se puso más serio al responder:



—Es el único lugar que tenemos para escondernos.



Edward seguía tocando la canción, mi canción, que siguió



fluyendo libremente hasta su conclusión, las notas finales habían



cambiado, eran más melancólicas y la última revoloteó en el



silencio de forma conmovedora.



—Gracias —susurré.



Entonces me di cuenta de que tenía los ojos anegados en



lágrimas. Me las enjugué, avergonzada.



Rozó la comisura de mis ojos para atrapar una lágrima que se me



había escapado. Alzó el dedo y examinó la gota con ademán



inquietante. Entonces, a una velocidad tal que no pude estar



segura de que realmente lo hiciera, se llevó el dedo a la boca para



saborearla.



Le miré de manera intuitiva, y Edward sostuvo mí mirada un



prolongado momento antes de esbozar una sonrisa finalmente.



—¿Quieres ver el resto de la casa?



—¿Nada de ataúdes? —me quise asegurar.



El sarcasmo de mi voz no logró ocultar del todo la leve pero



genuina ansiedad que me embargaba. Se echó a reír, me tomó de



la mano y me alejó del piano.



—Nada de ataúdes —me prometió.



Acaricié la suave y lisa barandilla con la mano mientras



subíamos por la imponente escalera. En lo alto de la misma había



un gran vestíbulo de paredes revestidas con paneles de madera



color miel, el mismo que las tablas del suelo.



—La habitación de Rosalie y Emmett... El despacho de Carlisie. ..



—Hacía gestos con la mano conforme íbamos pasando delante de



las puertas—. La habitación de Alice...



Edward hubiera continuado, pero me detuve en seco al final del



vestíbulo, contemplando con incredulidad el ornamento que



pendía del muro por encima de mi cabeza. Se rió entre dientes de



mi expresión de asombro.



—Puedes reírte, es una especie de ironía.



No lo hice. De forma automática, alcé la mano con un dedo



extendido como si fuera a tocar la gran cruz de madera. Su



oscura pátina contrastaba con el color suave de la pared. Pero no



la toqué, aun cuando sentí curiosidad por saber si su madera



antigua era tan suave al tacto como aparentaba.



—Debe de ser muy antigua —aventuré.



Se encogió de hombros.



—Es del siglo XVI, a principios de la década de los treinta, más o



menos.



Aparté los ojos de la cruz para mirarle.



—¿Por qué conserváis esto aquí?



—Por nostalgia. Perteneció al padre de Carlisle.



—¿Coleccionaba antigüedades? —sugerí dubitativamente.



—No. La talló él mismo para colgarla en la pared, encima del



pulpito de la vicaría en la que predicaba.



No estaba segura de si la cara delataba mi sorpresa, pero, sólo



por si acaso, continué mirando la sencilla y antigua cruz. Efectué



el cálculo de memoria. La reliquia tendría unos trescientos



setenta años. El silencio se prolongó mientras me esforzaba por



asimilar la noción de tantísimos años.



—¿Te encuentras bien? —preguntó preocupado.



—¿Cuántos años tiene Carlisle? —inquirí en voz baja, sin apartar



los ojos de la cruz e ignorando su pregunta.



—Acaba de celebrar su cumpleaños tricentésimo sexagésimo



segundo —contestó Edward. Le miré de nuevo, con un millón de



preguntas en los ojos.



Me estudió atentamente mientras hablaba:



—Carlisle nació en Londres, él cree que hacia 1640. Aunque las



fechas no se señalaban con demasiada precisión en aquella época,



al menos, no para la gente común, sí se sabe que sucedió durante



el gobierno de Cromwell.



No descompuse el gesto, consciente del escrutinio al que Edward



me sometía al informarme:



—Fue el hijo único de un pastor anglicano. Su madre murió al



alumbrarle a él. Su padre era un fanático. Cuando los



protestantes subieron al poder, se unió con entusiasmo a la



persecución desatada contra los católicos y personas de otros



credos. También creía a pies juntillas en la realidad del mal.



Encabezó partidas de caza contra brujos, licántropos... y



vampiros.



Me quedé aún más quieta ante la mención de esa palabra. Estaba



segura de que lo había notado, pero continuó hablando sin



pausa.



—Quemaron a muchos inocentes, por supuesto, ya que las



criaturas a las que realmente ellos perseguían no eran tan fáciles



de atrapar.



»E1 pastor colocó a su obediente hijo al frente de las razias



cuando se hizo mayor. Al principio, Carlisle fue una decepción.



No se precipitaba en lanzar acusaciones ni veía demonios donde



no los había, pero era persistente y mucho más inteligente que su



padre. De hecho, localizó un aquelarre de auténticos vampiros



que vivían ocultos en las cloacas de la ciudad y sólo salían de



caza durante las noches. En aquellos días, cuando los monstruos



no eran meros mitos y leyendas, ésa era la forma en que debían



vivir.



—La gente reunió horcas y teas, por supuesto, y se apostó allí



donde Carlisle había visto a los monstruos salir a la calle —ahora



la risa de Edward fue más breve y sombría—. Al final, apareció



uno.



»Debía de ser muy viejo y estar debilitado por el hambre. Carlisle



le oyó cómo avisaba a los otros en latín cuando detectó el efluvio



del gentío —Edward hablaba con un hilo de voz y tuve que



aguzar el oído para comprender las palabras—. Luego, corrió por



las calles y Carlisle, que tenía veintitrés años y era muy rápido,



encabezó la persecución. La criatura podía haberlos dejado atrás



con facilidad, pero se revolvió y, dándose la vuelta, los atacó.



Carlisle piensa que debía estar sediento. Primero se abalanzó



sobre él, pero le plantó cara para defenderse y había otros muy



cerca a quienes atacar. El vampiro mató a dos hombres y se



escabulló llevándose a un tercero y dejando a Carlisle sangrando



en la calle.



Hizo una pausa. Intuí que estaba censurando una parte de la



historia, que me ocultaba algo.



—Carlisle sabía lo que haría su padre: quemar los cuerpos y



matar a cualquiera que hubiera resultado infectado por el



monstruo. Carlisle actuó por instinto para salvar su piel. Se alejó



a rastras del callejón mientras la turba perseguía al monstruo y a



su presa. Se ocultó en un sótano y se enterró entre patatas



podridas durante tres días. Es un milagro que consiguiera



mantenerse en silencio y pasar desapercibido.



»Se dio cuenta de que se había «convertido» cuando todo



terminó.



No estaba muy segura de lo que reflejaba mi rostro, pero de



repente enmudeció.



—¿Cómo te encuentras? —preguntó.



—Estoy bien —le aseguré, y, aunque me mordí el labio



dubitativa, debió de ver la curiosidad reluciendo en mis ojos.



—Espero —dijo con una sonrisa— que tengas algunas preguntas



que hacerme.



—Unas cuantas.



Al sonreír, Edward dejó entrever su brillante dentadura. Se



dirigió de vuelta al vestíbulo, me tomó de la mano y me arrastró.



—En ese caso, vamos —me animó—. Te lo voy a mostrar.



CARLISLE



Me condujo de vuelta a la habitación que había identificado



como el despacho de Carlisle. Se detuvo delante de la puerta



durante unos instantes.



—Adelante —nos invitó la voz de Carlisle.



Edward abrió la puerta de acceso a una sala de techos altos con



vigas de madera y de grandes ventanales orientados hacia el



oeste. Las paredes también estaban revestidas con paneles de



madera más oscura que la del vestíbulo, allí donde ésta se podía



ver, ya que unas estanterías, que llegaban por encima de mi



cabeza, ocupaban la mayor parte de la superficie. Contenían más



libros de los que jamás había visto fuera de una biblioteca.



Carlisle se sentaba en un sillón de cuero detrás del enorme



escritorio de caoba. Acababa de poner un marcador entre las



páginas del libro que sostenía en las manos. El despacho era



idéntico a como yo imaginaba que sería el de un decano de la



facultad, sólo que Carlisle parecía demasiado joven para encajar



en el papel.



— ¿Qué puedo hacer por vosotros? —nos preguntó con tono



agradable mientras se levantaba del sillón.



—Quería enseñar a Bella un poco de nuestra historia —contestó



Edward—. Bueno, en realidad, de tu historia.



—No pretendíamos molestarte —me disculpé.



—En absoluto. ¿Por dónde vais a comenzar?



—Por los cuadros —contestó Edward mientras me ponía con



suavidad la mano sobre el hombro y me hacía girar para mirar



hacia la puerta por la que acabábamos de entrar.



Cada vez que me tocaba, incluso aunque fuera por casualidad,



mi corazón reaccionaba de forma audible. Resultaba de lo más



embarazoso en presencia de Carlisle.



La pared hacia la que nos habíamos vuelto era diferente de las



demás, ya que estaba repleta de cuadros enmarcados de todos los



tamaños y colores —unos muy vivos y otros de apagados



monocromos— en lugar de estanterías. Busqué un motivo oculto



común que diera coherencia a la colección, pero no encontré nada



después de mi apresurado examen.



Edward me arrastró hacia el otro lado, a la izquierda, y me dejó



delante de un pequeño óleo con un sencillo marco de madera. No



figuraba entre los más grandes ni los más destacados. Pintado



con diferentes tonos de sepia, representaba la miniatura de una



ciudad de tejados muy inclinados con finas agujas en lo alto de



algunas torres diseminadas. Un río muy caudaloso —lo cruzaba



un puente cubierto por estructuras similares a minúsculas



catedrales— dominaba el primer plano.



—Londres hacia 1650 —comentó.



—El Londres de mi juventud —añadió Carlisle a medio metro



detrás de nosotros. Me estremecí. No le había oído aproximarse.



Edward me apretó la mano.



— ¿Le vas a contar la historia? —inquirió Edward.



Me retorcí un poco para ver la reacción de Carlisle. Sus ojos se



encontraron con los míos y me sonrió.



—Lo haría —replicó—, pero de hecho llego tarde. Han



telefoneado del hospital esta mañana. El doctor Snow se ha



tomado un día de permiso. Además, te conoces la historia tan



bien como yo —añadió, dirigiendo a Edward una gran sonrisa.



Resultaba difícil asimilar una combinación tan extraña: las



preocupaciones del día a día de un médico de pueblo en mitad



de una conversación sobre sus primeros días en el Londres del



siglo XVII.



También desconcertaba saber que hablaba en voz alta sólo en



deferencia hacia mí.



Carlisle abandonó la estancia después de destinarme otra cálida



sonrisa. Me quedé mirando el pequeño cuadro de la ciudad natal



de Carlisle durante un buen rato. Finalmente, volví los ojos hacia



Edward, que estaba observándome, y le pregunté:



— ¿Qué sucedió luego? ¿Qué ocurrió cuando comprendió lo que



le había pasado?



Volvió a estudiar las pinturas y miré para saber qué imagen



atraía su interés ahora. Se trataba de un paisaje de mayor tamaño



y colores apagados, una pradera despejada a la sombra de un



bosque con un pico escarpado a lo lejos.



—Cuando supo que se había convertido —prosiguió en voz baja



—, se rebeló contra su condición, intentó destruirse, pero eso no



es fácil de conseguir.



— ¿Cómo?



No quería decirlo en voz alta, pero las palabras se abrieron paso



a través de mi estupor.



—Se arrojó desde grandes alturas —me explicó Edward con voz



impasible—, e intentó ahogarse en el océano, pero en esa nueva



vida era joven y muy fuerte. Resulta sorprendente que fuera



capaz de resistir el deseo... de alimentarse... cuando era aún tan



inexperto. El instinto es más fuerte en ese momento y lo arrastra



todo, pero sentía tal repulsión hacia lo que era que tuvo la fuerza



para intentar matarse de hambre.



— ¿Es eso posible? —inquirí con voz débil.



—No, hay muy pocas formas de matarnos.



Abrí la boca para formular otra pregunta, pero Edward comenzó



a hablar antes de que lo pudiera hacer.



—De modo que su hambre crecía y al final se debilitó. Se alejó



cuanto pudo de toda población humana al detectar que su fuerza



de voluntad también se estaba debilitando. Durante meses,



estuvo vagabundeando de noche en busca de los lugares más



solitarios, maldiciéndose.



»Una noche, una manada de ciervos cruzó junto a su escondrijo.



La sed le había vuelto tan salvaje que los atacó sin pensarlo.



Recuperó las fuerzas y comprendió que había una alternativa a



ser el vil monstruo que temía ser. ¿Acaso no había comido



venado en su anterior vida? Podía vivir sin ser un demonio y de



nuevo se halló a sí mismo.



«Comenzó a aprovechar mejor su tiempo. Siempre había sido



inteligente y ávido de aprender. Ahora tenía un tiempo ilimitado



por delante. Estudiaba de noche y trazaba planes durante el día.



Se marchó a Francia a nado y...



— ¿Nadó hasta Francia?



—Bella, la gente siempre ha cruzado a nado el Canal —me



recordó con paciencia.



—Supongo que es cierto. Sólo que parecía divertido en ese



contexto. Continúa.



—Nadar es fácil para nosotros...



—Todo es fácil para ti —me quejé.



Me aguardó con expresión divertida.



—No volveré a interrumpirte otra vez, lo prometo.



Rió entre dientes con aire misterioso y terminó la frase:



—Es fácil porque, técnicamente, no necesitamos respirar.



—Tú...



—No, no, lo has prometido —se rió y me puso con suavidad el



helado dedo en los labios—. ¿Quieres oír la historia o no?



—No me puedes soltar algo así y esperar que no diga nada —



mascullé contra su dedo.



Levantó la mano hasta ponerla sobre mi cuello. Mi corazón se



desbocó, pero perseveré.



— ¿No necesitas respirar? —exigí saber.



—No, no es una necesidad —se encogió de hombros—. Sólo un



hábito.



— ¿Cuánto puedes aguantar sin respirar?



—Supongo que indefinidamente, no lo sé. La privación del



sentido del olfato resulta un poco incómoda.



—Un poco incómoda —repetí.



No prestaba atención a mis expresiones, pero hubo algo en ellas



que le ensombreció el ánimo. La mano le colgó a un costado y se



quedó inmóvil, mirándome con gran intensidad. El silencio se



prolongó y sus facciones siguieron tan inmóviles como una



piedra.



— ¿Qué ocurre? —susurré mientras le acariciaba el rostro helado.



Sus facciones se suavizaron ante mi roce y suspiró.



—Sigo a la espera de que pase.



— ¿A que pase el qué?



—Sé que en algún momento, habrá algo que te diga o que te haga



ver que va a ser demasiado. Y entonces te alejarás de mí entre



alaridos —esbozó una media sonrisa, pero sus ojos eran serios—.



No voy a detenerte. Quiero que suceda, porque quiero que estés



a salvo. Y aun así, quiero estar a tu lado. Ambos deseos son



imposibles de conciliar...



Dejó la frase en el aire mientras contemplaba mi rostro, a la



espera.



—No voy a irme a ningún lado —le prometí.



—Ya lo veremos —contestó, sonriendo de nuevo.



Le fruncí el ceño.



—Bueno, continuemos... Carlisle se marchó a Francia a nado.



Hizo una pausa mientras intentaba recuperar el hilo de la



historia. Con gesto pensativo, fijó la mirada en otra pintura, la de



mayor colorido y de marco más lujoso, y también la más grande.



Personajes llenos de vida, envueltos en túnicas onduladas y



enroscadas en torno a grandes columnas en el exterior de



balconadas marmóreas, llenaban el lienzo. No sabía si



representaban figuras de la mitología helena o si los personajes



que flotaban en las nubes de la parte superior tenían algún



significado bíblico.



—Carlisle nadó hacia Francia y continuó por Europa y sus



universidades. De noche estudió música, ciencias, medicina y



encontró su vocación y su penitencia en salvar vidas —su



expresión se tornó sobrecogida, casi reverente—. No sé describir



su lucha de forma adecuada. Carlisle necesitó dos siglos de



atormentadores esfuerzos para perfeccionar su autocontrol.



Ahora es prácticamente inmune al olor de la sangre humana y es



capaz de hacer el trabajo que adora sin sufrimiento. Obtiene una



gran paz de espíritu allí, en el hospital...



Edward se quedó con la mirada ausente durante bastante



tiempo. De repente, pareció recordar su intención. Dio unos



golpecitos en la enorme pintura que teníamos delante con el



dedo.



—Estudió en Italia cuando descubrió que allí había otros. Eran



mucho más civilizados y cultos que los espectros de las



alcantarillas londinenses.



Rozó a un cuarteto relativamente sereno de figuras pintadas en lo



alto de un balcón que miraban con calma el caos reinante a sus



pies. Estudié al grupo con cuidado y, con una risa de sorpresa,



reconocí al hombre de cabellos dorados.



—Los amigos de Carlisle fueron una gran fuente de inspiración



para Francesco Solimena. A menudo los representaba como



dioses —rió entre dientes—. Aro, Marco, Cayo —dijo conforme



iba señalando a los otros tres, dos de cabellos negros y uno de



cabellos canos——, los patrones nocturnos de las artes.



— ¿Qué fue de ellos? —pregunté en voz alta, con la yema de los



dedos inmóvil en el aire a un centímetro de las figuras de la tela.



—Siguen ahí, como llevan haciendo desde hace quién sabe



cuántos milenios —se encogió de hombros—. Carlisle sólo estuvo



entre ellos por un breve lapso de tiempo, apenas unas décadas.



Admiraba profundamente su amabilidad y su refinamiento, pero



persistieron en su intento de curarle de aquella aversión a su



«fuente natural de alimentación». Ellos intentaron persuadirle y



él a ellos, en vano. Llegados a ese punto, Carlisle decidió probar



suerte en el Nuevo Mundo. Soñaba con hallar a otros como él. Ya



sabes, estaba muy solo.



«Transcurrió mucho tiempo sin que encontrara a nadie, pero



podía interactuar entre los confiados humanos como si fuera uno



de ellos porque los monstruos se habían convertido en tema para



los cuentos de hadas. Comenzó a practicar la medicina. Pero



rehuía el ansiado compañerismo al no poderse arriesgar a un



exceso de confianza.



«Trabajaba por las noches en un hospital de Chicago cuando



golpeó la pandemia de gripe. Le había estado dando vueltas



durante varios años y casi había decidido actuar. Ya que no



encontraba un compañero, lo crearía; pero dudaba si hacerlo o



no, ya que él mismo no estaba totalmente seguro de cómo se



había convertido. Además, se había jurado no arrebatar la vida



de nadie de la misma manera que se la habían robado a él. Estaba



en ese estado de ánimo cuando me encontró. No había esperanza



para mí. Me habían dejado en la sala de los moribundos. Había



asistido a mis padres, por lo que sabía que estaba solo en el



mundo, .y decidió intentarlo....



Ahora, cuando dejó la frase inacabada, su voz era apenas un



susurro. Me pregunté qué imágenes ocuparían su mente en ese



instante, ¿los recuerdos de Carlisle o los suyos? Esperé sin hacer



ruido.



Una angelical sonrisa iluminaba su rostro cuando se volvió hacia



mí.



—Y así es como se cerró el círculo —concluyó.



—Entonces, ¿siempre has estado con Carlisle?



—Casi siempre.



Me puso la mano en la cintura con suavidad y me arrastró con él



mientras cruzaba la puerta. Me volví a mirar los cuadros de la



pared, preguntándome si alguna vez llegaría a oír el resto de las



historias.



Edward no dijo nada mientras caminábamos hacia el vestíbulo,



de modo que pregunté:



— ¿Casi?



Suspiró. Parecía renuente a responder.



—Bueno, tuve el típico brote de rebeldía adolescente unos diez



años después de... nacer... o convertirme, como prefieras



llamarlo. No me resignaba a llevar su vida de abstinencia y



estaba resentido con él por refrenar mi sed, por lo que me marché



a seguir mi camino durante un tiempo.



— ¿De verdad?



Estaba mucho más intrigada que asustada, que es como debería



estar.



Y él lo sabía. Vagamente me di cuenta de que nos dirigíamos al



siguiente tramo de escaleras, pero no estaba prestando



demasiada atención a cuanto me rodeaba.



— ¿No te causa repulsa?



—No.



— ¿Por qué no?



—Supongo que... suena razonable.



Soltó una carcajada más fuerte que las anteriores. Ahora nos



encontrábamos en lo más alto de las escaleras, en otro vestíbulo



de paredes revestidas con paneles de madera.



—Gocé de la ventaja de saber qué pensaban todos cuantos me



rodeaban, fueran humanos o no, desde el momento de mi



renacimiento —susurró—. Ésa fue la razón por la que tardé diez



años en desafiar a Carlisle... Podía leer su absoluta sinceridad y



comprender la razón de su forma de vida.



Apenas tardé unos pocos años en volver a su lado y



comprometerme de nuevo con su visión. Creí poderme librar de



los remordimientos de conciencia, ya que podía dejar a los



inocentes y perseguir sólo a los malvados al conocer los



pensamientos de mis presas. Si seguía a un asesino hasta un



callejón oscuro donde acosaba a una chica, si la salvaba, en ese



caso no sería tan terrible.



Me estremecí al imaginar con claridad lo que describía: el callejón



de noche, la chica atemorizada, el hombre siniestro detrás de ella



y Edward de caza, terrible y glorioso como un joven dios,



imparable. ¿Le estaría agradecida la chica o se asustaría más que



antes?



—Pero con el paso del tiempo comencé a verme como un



monstruo. No podía rehuir la deuda de haber tomado



demasiadas vidas, sin importar cuánto se lo merecieran, y



regresé con Carlisle y Esme. Me acogieron como al hijo pródigo.



Era más de lo que merecía.



Nos habíamos detenido frente a la última puerta del vestíbulo.



—Mi habitación —me informó al tiempo que abría la puerta y me



hacía pasar.



Su habitación tenía vistas al sur y una ventana del tamaño de la



pared, igual que en el gran recibidor del primer piso. Toda la



parte posterior de la casa debía de ser de vidrio. La vista daba al



meandro que describía el río Sol Duc antes de cruzar el bosque



intacto que llegaba hasta la cordillera de Olympic Mountain. La



pared de la cara oeste estaba totalmente cubierta por una



sucesión de estantes repletos de CD. El cuarto de Edward estaba



mejor surtido que una tienda de música. En el rincón había un



sofisticado aparato de música, de un tipo que no me atrevía a



tocar por miedo a romperlo. No había ninguna cama, sólo un



espacioso y acogedor sofá de cuero negro. Una gruesa alfombra



de tonos dorados cubría el suelo y las paredes estaban tapizadas



de tela de un tono ligeramente más oscuro.



— ¿Para conseguir una buena acústica? —aventuré.



Edward rió entre dientes y asintió con la cabeza.



Tomó un mando a distancia y encendió el equipo, la suave



música de jazz, pese a estar a un volumen bajo, sonaba como si el



grupo estuviera con nosotros en la habitación. Me fui a mirar su



alucinante colección de música.



— ¿Cómo los clasificas? —pregunté al sentirme incapaz de



encontrar un criterio para el orden de los títulos.



No me estaba prestando atención.



—Esto... Por año, y luego por preferencia personal dentro de ese



año —contestó con aire distraído.



Al darme la vuelta, le vi mirarme con un brillo muy peculiar en



los ojos.



— ¿Qué ocurre?



—Contaba con sentirme aliviado después de habértelo explicado



todo, de no tener secretos para ti, pero no esperaba sentir más



que eso. Me gusta —se encogió de hombros al tiempo que sonreía



imperceptiblemente—. Me hace feliz.



—Me alegro.



Le devolví la sonrisa. Me preocuparía que se arrepintiera de



haberme contado todo aquello. Era bueno saber que no era el



caso.



Pero entonces, mientras sus ojos estudiaban mi expresión, su



sonrisa se apagó y su frente se pobló de arrugas.



—Aún sigues esperando que salga huyendo —supuse—,



gritando espantada, ¿verdad?



Una ligera sonrisa curvó sus labios y asintió.



—Lamento estropearte la ilusión, pero no inspiras tanto miedo,



de veras —con toda naturalidad, le mentí—: De hecho, no me



asustas nada en absoluto.



Se detuvo y arqueó las cejas con manifiesta incredulidad. Una



sonrisa ancha y traviesa recorrió su rostro.



—No deberías haber dicho eso, de veras.



Edward emitió un sordo gruñido gutural y los labios mostraron



unos dientes perfectos al curvarse hacia atrás. De repente, su



cuerpo cambió, se había agachado, tenso como un león a punto



de acometer.



Sin dejar de mirarlo, me aparté de él.



—No deberías haberlo dicho.



No le vi saltar hacia mí, fue demasiado rápido. De repente me



encontré en el aire y luego caímos sobre el sofá, que golpeó



contra la pared por el impacto. Sus brazos formaron una



protectora jaula durante todo el tiempo, por lo que apenas sentí



el zarandeo, pero seguía respirando agitadamente cuando intenté



ponerme en pie.



— ¿Qué era lo que decías? —preguntó juguetón.



—Que eres un monstruo realmente aterrador —repliqué. El jadeo



de mi voz estropeó algo el sarcasmo de mi respuesta.



—Mucho mejor —aprobó.



—Esto... —forcejeé——. ¿Me puedes bajar ya?



Se limitó a reírse.



— ¿Se puede? —preguntó una voz que parecía proceder del



vestíbulo.



Me debatí para liberarme, pero Edward se limitó a dejar que



pudiera sentarme de forma más convencional sobre su regazo.



Entonces vi en el vestíbulo a Alice y a Jasper detrás de ella. Me



puse colorada, pero Edward parecía a gusto.



—Adelante —contestó Edward, que aún seguía riéndose



discretamente.



Alice no pareció hallar nada inusual en nuestro abrazo. Caminó



—casi bailó, tal era la gracia de sus movimientos— hacia el



centro del cuarto y se dobló de forma sinuosa para sentarse sobre



el suelo. Jasper, sin embargo, se detuvo en el umbral un poco



sorprendido. Clavó los ojos en el rostro de Edward y me



pregunté si estaba tanteando el clima reinante con su inusual



sensibilidad.



—Parecía que te ibas a almorzar a Bella —anunció Alice—, y



veníamos a ver si la podíamos compartir.



Me puse rígida durante un instante, hasta que me percaté de la



gran sonrisa de Edward. No sabría decir si se debía al comentario



de Alice o a mi reacción.



—Lo siento. No creo que haya bastante para compartir —replicó



sin dejar de rodearme con los brazos.



—De hecho —dijo Jasper, sonriendo a su pesar cuando entró en



la habitación—, Alice anuncia una gran tormenta para esta noche



y Emmett quiere jugar a la pelota. ¿Te apuntas?



Las palabras eran bastante comunes, pero me desconcertaba el



contexto; aunque Alice era más fiable que el hombre del tiempo.



Los ojos de Edward se iluminaron, pero aun así vaciló.



—Traerías a Bella, por supuesto —añadió Alice jovialmente.



Había creído atisbar la rápida mirada que Jasper le lanzaba.



— ¿Quieres ir? —me preguntó Edward, animado y con expresión



de entusiasmo.



—Claro —no podía decepcionar a un rostro como ése—. Eh,



¿adonde vamos?



—Hemos de esperar a que truene para jugar, ya verás la razón —



me prometió.



— ¿Necesitaré un paraguas?



Las tres rompieron a reír estrepitosamente.



— ¿Lo va a necesitar? —preguntó Jasper a Alice.



—No; —estaba segura—. La tormenta va a descargar sobre el



pueblo. El claro del bosque debería de estar bastante seco.



—En ese caso, perfecto.



El entusiasmo de la voz de Jasper fue contagioso, por



descontado. Yo misma me descubrí más curiosa que aterrada.



—Vamos a ver si Carlisle quiere venir.



Alice se levantó y cruzó la puerta de un modo que hubiera roto



de envidia el corazón de una bailarina.



—Como si no lo supieras —la pinchó Jasper.



Ambos siguieron su camino con rapidez, pero Jasper se las



arregló para dejar la puerta discretamente cerrada al salir.



— ¿A qué vamos a jugar? —quise saber.



—Tú vas a mirar —aclaró Edward—. Nosotros jugaremos al



béisbol.



Levanté los ojos hacia el cielo



— ¿A los vampiros les gusta el béisbol?



—Es el pasatiempo americano —me replicó con burlona



solemnidad.



EL PARTIDO



Apenas había comenzado a lloviznar cuando Edward dobló la



esquina para entrar en mi calle. Hasta ese momento, no había



albergado duda alguna de que me acompañaría las pocas horas



de interludio hasta el partido que iba a pasar en el mundo real.



Entonces vi el coche negro, un Ford desvencijado, aparcado en el



camino de entrada a la casa de Charlie, y oí a Edward mascullar



algo ininteligible con voz sorda y áspera.



Jacob Black estaba de pie detrás de la silla de ruedas de su padre,



al abrigo de la lluvia, debajo del estrecho saliente del porche. El



rostro de Billy se mostraba tan impasible como la piedra mientras



Edward aparcaba el monovolumen en el bordillo. Jacob clavaba



la mirada en el suelo, con expresión mortificada.



—Esto... —la voz baja de Edward sonaba furiosa—. Esto es



pasarse de la raya.



— ¿Han venido a avisar a Charlie? —aventuré, más horrorizada



que enfadada.



Edward asintió con sequedad, respondiendo con los ojos



entrecerrados a la mirada de Billy a través de la lluvia.



Se me aflojaron las piernas de alivio al saber que Charlie no había



llegado aún.



—Déjame arreglarlo a mí —sugerí, ansiosa al ver la oscura



mirada llena de odio de Edward.



Para mi sorpresa, estuvo de acuerdo.



—Quizás sea lo mejor, pero, de todos modos, ten cuidado. El



chico no sabe nada.



Me molestó un poco la palabra «chico».



—Jacob no es mucho más joven que yo —le recordé.



Entonces, me miró, y su ira desapareció repentinamente.



—Sí, ya lo sé ——me aseguró con una amplia sonrisa.



Suspiré y puse la mano en la manija de la puerta.



—Haz que entren a la casa para que me pueda ir —ordenó—.



Volveré hacia el atardecer.



— ¿Quieres llevarte el coche? —pregunté mientras me



cuestionaba cómo le iba a explicar su falta a Charlie.



Edward puso los ojos en blanco.



—Puedo llegar a casa mucho más rápido de lo que puede



llevarme este coche.



—No tienes por qué irte —dije con pena.



Sonrió al ver mi expresión abatida.



—He de hacerlo —lanzó a los Black una mirada sombría—. Una



vez que te libres de ellos, debes preparar a Charlie para



presentarle a tu nuevo novio.



Esbozó una de sus amplias sonrisas que dejó entrever todos los



dientes.



—Muchas gracias —refunfuñé.



Sonrió otra vez, pero con esa sonrisa traviesa que yo amaba



tanto.



—Volveré pronto —me prometió.



Sus ojos volaron de nuevo al porche y entonces se inclinó para



besarme rápidamente justo debajo del borde de la mandíbula. El



corazón se me desbocó alocado y yo también eché una mirada al



porche. El rostro de Billy ya no estaba tan impasible, y sus manos



se aferraban a los brazos de la silla.



Pronto —remarqué, al abrir la puerta y saltar hacia la lluvia.



Podía sentir sus ojos en mi espalda conforme me apresuraba



hacia la tenue luz del porche.



—Hola, Billy. Hola, Jacob —los saludé con todo el entusiasmo del



que fui capaz—. Charlie se ha marchado para todo el día, espero



que no llevéis esperándole mucho tiempo.



—No mucho —contestó Billy con tono apagado; sus ojos negros



me traspasaron—. Solo queríamos traerle esto —señaló la bolsa



de papel marrón que llevaba en el regazo.



—Gracias —le dije, aunque no tenía idea de qué podía ser—.



¿Por qué no entráis un momento y os secáis?



Intenté mostrarme indiferente al intenso escrutinio de Billy



mientras abría la puerta y les hacía señas para que me siguieran.



—Venga, dámelo —le ofrecí mientras me giraba para cerrar la



puerta y echar una última mirada a Edward, que seguía a la



espera, completamente inmóvil y con aspecto solemne.



—Deberías ponerlo en el frigorífico —comentó Billy mientras me



tendía la bolsa—. Es pescado frito casero de Harry Clearwater, el



favorito de Charlie. En el frigorífico estará más seco.



Billy se encogió de hombros.



Gracias —repetí, aunque ahora lo agradecía de corazón—. Ando



en busca de nuevas recetas para el pescado y seguro que traerá



más esta noche a casa.



— ¿Se ha ido de pesca otra vez? —Preguntó Billy con un sutil



destello en la mirada—. ¿Allí abajo, donde siempre? Quizá me



acerque a saludarlo.



—No —mentí rápidamente, endureciendo la expresión—. Se ha



ido a un sitio nuevo..., y no tengo ni idea de dónde está.



Se percató del cambio operado en mi expresión y se quedó



pensativo.



—Jake —dijo sin dejar de observarme—. ¿Por qué no vas al coche



y traes el nuevo cuadro de Rebecca? Se lo dejaré a Charlie



también.



— ¿Dónde está? —preguntó Jacob, con voz malhumorada.



Le miré, pero tenía la vista fija en el suelo, con gesto contrariado.



—Creo haberlo visto en el maletero, a lo mejor tienes que



rebuscar un poco.



Jacob se encaminó hacia la lluvia arrastrando los pies.



Billy y yo nos encaramos en silencio. Después de unos segundos,



el silencio se hizo embarazoso, por lo que me dirigí hacia la



cocina. Oí el chirrido de las ruedas mojadas de su silla mientras



me seguía.



Empujé la bolsa dentro del estante más alto del frigorífico, ya



atestado, y me di la vuelta para hacerle frente. Su rostro de



rasgos marcados era inescrutable.



—Charlie no va a volver hasta dentro de un buen rato —espeté



con tono casi grosero.



Billy asintió con la cabeza, pero no dijo nada.



—Gracias otra vez por el pescado frito —repetí.



Continuó asintiendo, yo suspiré y crucé los brazos sobre el



pecho. Pareció darse cuenta de que yo había dado por finalizada



nuestra pequeña charla.



—Bella —comenzó, y luego dudó.



Esperé.



—Bella —volvió a decir—, Charlie es uno de mis mejores amigos.



—Sí.



—Me he dado cuenta de que estás con uno de los Cullen.



Pronunció cada palabra cuidadosamente, con su voz resonante.



—Sí —repetí de manera cortante.



Sus ojos se achicaron.



—Quizás no sea asunto mío, pero no creo que sea una buena



idea.



—Llevas razón, no es asunto tuyo.



Arqueó las cejas, que ya empezaban a encanecer.



—Tal vez lo ignores, pero la familia Cullen goza de mala



reputación en la reserva.



—La verdad es que estaba al tanto —le expliqué con voz seca;



aquello le sorprendió—. Sin embargo, esa reputación podría ser



inmerecida, ¿no? Que yo sepa, los Cullen nunca han puesto el pie



en la reserva, ¿o sí?



Me percaté de que se detenía en seco ante la escasa sutileza de mi



alusión al acuerdo que vinculaba y protegía a su tribu.



—Es cierto ——admitió, mirándome con prevención—. Pareces,



bien informada sobre los Cullen, más de lo que esperaba.



—Quizás incluso más que tú ——dije, mirándole desde mi altura.



Frunció los gruesos labios mientras lo encajaba.



—Podría ser —concedió, aunque un brillo de astucia iluminaba



sus ojos—. ¿Está Charlie tan bien informado?



Había encontrado el punto débil de mi defensa.



—A Charlie le gustan mucho los Cullen —me salí por la



tangente, y él percibió con claridad mi movimiento evasivo. No



parecía muy satisfecho, pero tampoco sorprendido.



—O sea, que no es asunto mío, pero quizás sí de Charlie.



—Si creo que incumbe o no a mi padre, también es sólo asunto



mío. ¿De acuerdo?



Me pregunté si habría captado la idea a pesar de mis esfuerzos



por embarullarlo todo y no decir nada comprometedor. Parecía



que sí. La lluvia repiqueteaba sobre el tejado, era el único sonido



que rompía el silencio mientras Billy reflexionaba sobre el tema.



—Sí —se rindió finalmente—. Imagino que es asunto tuyo.



—Gracias, Billy —suspiré aliviada.



—Piensa bien lo que haces, Bella —me urgió.



—Vale —respondí con rapidez.



Volvió a fruncir el ceño.



—Lo que quería decir es que dejaras de hacer lo que haces.



Le miré a los ojos, llenos de sincera preocupación por mí, y no se



me ocurrió ninguna contestación. En ese preciso momento, la



puerta se abrió de un fuerte golpe y me sobresalté con el ruido.



A Jacob le precedió su voz quejumbrosa:



—No había ninguna pintura en el coche.



Apareció por la esquina de la cocina con los hombros mojados



por la lluvia y el cabello chorreante.



—Humm —gruñó Billy, separándose de mí súbitamente y



girando la silla para encarar a su hijo—. Supongo que me lo dejé



en casa.



—Estupendo.



Jacob levantó los ojos al cielo de forma teatral.



—Bueno, Bella, dile a Charlie... —Billy se detuvo antes de



continuar—, que hemos pasado por aquí, ¿sí?



—Lo haré —murmuré.



Jacob estaba sorprendido.



— ¿Pero nos vamos ya?



—Charlie va a llegar tarde —explicó Billy al tiempo que hacía



rodar las ruedas de la silla y sobrepasaba a Jacob.



—Vaya —Jacob parecía molesto—. Bueno, entonces supongo que



ya te veré otro día, Bella.



—Claro —afirmé.



—Ten cuidado —me advirtió Billy; no le contesté.



Jacob ayudó a su padre a salir por la puerta. Les despedí con un



ligero movimiento del brazo mientras contemplaba mi coche,



ahora vacío, con atención. Cerré la puerta antes de que



desaparecieran de mi vista.



Permanecí de pie en la entrada durante un minuto, escuchando



el sonido del coche mientras daba marcha atrás y se alejaba. Me



quedé allí, a la espera de que se me pasaran la irritación y la



angustia. Cuando al fin conseguí relajarme un poco, subí las



escaleras para cambiarme la elegante ropa que me había puesto



para salir.



Me probé un par de tops, no muy segura de qué debía esperar de



esta noche. Estaba tan concentrada en lo que ocurriría que lo que



acababa de suceder perdió todo interés para mí. Ahora que me



encontraba lejos de la influencia de Jasper y Edward intenté



convencerme de que lo que había pasado no me debía asustar.



Deseché rápidamente la idea de ponerme otro conjunto y elegí



una vieja camisa de franela y unos vaqueros, ya que, de todos



modos, llevaría puesto el impermeable toda la noche.



Sonó el teléfono y eché a correr escaleras abajo para responder.



Sólo había una voz que quería oír; cualquier otra me molestaría.



Pero imaginé que si él hubiera querido hablar conmigo,



probablemente sólo habría tenido que materializarse en mi



habitación.



— ¿Diga? —pregunté sin aliento.



— ¿Bella? Soy yo —dijo Jessica.



—Ah, hola, Jess —luché durante unos momentos para descender



de nuevo a la realidad. Me parecía que habían pasado meses en



vez de días desde la última vez que hablé con ella—. ¿Qué tal te



fue en el baile?



— ¡Me lo pasé genial! —parloteó Jessica, que, sin necesidad de



más invitación, se embarcó en una descripción pormenorizada de



la noche pasada. Murmuré unos cuantos «humm» y «ah» en los



momentos adecuados, pero me costaba concentrarme. Jessica,



Mike, el baile y el instituto se me antojaban extrañamente



irrelevantes en esos momentos. Mis ojos volvían una y otra vez



hacia la ventana, intentando juzgar el grado de luz real a través



de las nubes espesas.



— ¿Has oído lo que te he dicho, Bella? —me preguntó Jess,



irritada.



—Lo siento, ¿qué?



— ¡Te he dicho que Mike me besó! ¿Te lo puedes creer?



—Eso es estupendo, Jessica.



— ¿Y qué hiciste ayer? —me desafió Jessica, todavía molesta



por mi falta de atención. O quizás estaba enfadada porque no le



había preguntado por los detalles.



—No mucho, la verdad. Sólo di un garbeo por ahí para disfrutar



del sol.



Oí entrar el coche de Charlie en el garaje.



—Oye, ¿y has sabido algo de Edward Cullen?



La puerta principal se cerró de un portazo y escuché a Charlie



avanzar dando tropezones cerca de las escaleras, mientras



guardaba el aparejo de pesca.



—Humm —dudé, sin saber qué más contarle.



— ¡Hola, cielo!, ¿estás ahí? —me saludó Charlie al entrar en la



cocina. Le devolví el saludo por señas.



Jess oyó su voz.



—Ah, vaya, ha llegado tu padre. No importa, hablamos mañana.



Nos vemos en Trigonometría.



—Nos vemos, jess —le respondí y luego colgué.



—Hola, papá —dije mientras él se lavaba las manos en el



fregadero—. ¿Qué tal te ha ido la pesca?



—Bien, he metido el pescado en el congelador.



—Voy a sacar un poco antes de que se congele. Billy trajo



pescado frito del de Harry Clearwater esta tarde —hice un



esfuerzo por sonar alegre.



—Ah, ¿eso hizo? —los ojos de Charlie se iluminaron—. Es mi



favorito.



Se lavó mientras yo preparaba la cena. No tardamos mucho en



sentarnos a la mesa y cenar en silencio. Charlie disfrutaba de su



comida, y entretanto yo me preguntaba desesperadamente cómo



cumplir mi misión, esforzándome por hallar la manera de



abordar el tema.



— ¿Qué has hecho hoy? —me preguntó, sacándome bruscamente



de mi ensoñación.



—Bueno, esta tarde anduve de aquí para allá por la casa —en



realidad, sólo había sido la última parte de la tarde. Intenté



mantener mi voz animada, pero sentía un vacío en el estómago



—. Y esta mañana me pasé por casa de los Cullen.



Charlie dejó caer el tenedor.



— ¿La casa del doctor Cullen? —inquirió atónito.



Hice como que no me había dado cuenta de su reacción.



— ¿A qué fuiste allí? Aún no había levantado su tenedor.



—Bueno, tenía una especie de cita con Edward Cullen esta noche,



y él quería presentarme a sus padres... ¿Papá? Parecía como si



Charlie estuviera sufriendo un aneurisma. —Papá, ¿estás bien?



—Estás saliendo con Edward Cullen —tronó.



—Pensaba que te gustaban los Cullen.



—Es demasiado mayor para ti —empezó a despotricar.



—Los dos vamos al instituto —le corregí, aunque desde luego



llevaba más razón de la que hubiera podido soñar.



—Espera... —hizo una pausa—. ¿Cuál de ellos es Edwin?



Edward es el más joven, el de pelo cobrizo.



El más hermoso, el más divino..., pensé en mi fuero interno.



—Ah, ya, eso está... —se debatía— mejor. No me gusta la pinta



del grandote. Seguro que será un buen chico y todo eso, pero



parece demasiado... maduro para ti. ¿Y este Edwin es tu novio?



—Se llama Edward, papá.



— ¿Y lo es?



—Algo así, supongo.



—Pues la otra noche me dijiste que no te interesaba ningún chico



del pueblo —al verle tomar de nuevo el tenedor empecé a pensar



que había pasado lo peor.



—Bueno, Edward no vive en el pueblo, papá.



Me miró con displicencia mientras masticaba.



—Y de todos modos —continué—, estamos empezando todavía,



ya sabes. No me hagas pasar un mal rato con todo ese sermón



sobre novios y tal, ¿vale?



— ¿Cuándo vendrá a recogerte?



—Llegará dentro de unos minutos.



— ¿Adonde te va a llevar?



—Espero que te vayas olvidando ya de comportarte como un



inquisidor, ¿vale? —Gruñí en voz alta—. Vamos a jugar al



béisbol con su familia.



Arrugó la cara y luego, finalmente, rompió a reír entre dientes.



— ¿Que vas a jugar al béisbol?



—Bueno, más bien creo que voy a mirar la mayor parte del



tiempo.



—Pues sí que tiene que gustarte ese chico —comentó mientras



me miraba con gesto de sospecha.



Suspiré y puse los ojos en blanco para que me dejara en paz.



Escuché el rugido de un motor, y luego lo sentí detenerse justo en



frente de la casa. Pegué un salto en la silla y empecé a fregar los



platos.



—Deja los platos, ya los lavaré yo luego. Me tienes demasiado



mimado.



Sonó el timbre y Charlie se dirigió a abrir la puerta; le seguí a un



paso.



No me había dado cuenta de que fuera caían chuzos de punta.



Edward estaba de pie, aureolado por la luz del porche, con el



mismo aspecto de un modelo en un anuncio de impermeables.



—Entra, Edward.



Respiré aliviada al ver que Charlie no se había equivocado con el



nombre.



—Gracias, jefe Swan —dijo él con voz respetuosa.



—Entra y llámame Charlie. Ven, dame la cazadora.



—Gracias, señor.



—Siéntate aquí, Edward.



Hice una mueca.



Edward se sentó con un ágil movimiento en la única silla que



había, obligándome a sentarme al lado del jefe Swan en el sofá.



Le lancé una mirada envenenada y él me guiñó un ojo a espaldas



de Charlie.



—Tengo entendido que vas a llevar a mi niña a ver un partido de



béisbol.



El que llueva a cántaros y esto no sea ningún impedimento para



hacer deporte al aire libre sólo ocurre aquí, en Washington.



—Sí, señor, ésa es la idea —no pareció sorprendido de que le



hubiera contado a mi padre la verdad. Aunque también podría



haber estado escuchando, claro.



—Bueno, eso es llevarla a tu terreno, supongo ¿no?



Charlie rió y Edward se unió a él.



—Estupendo —me levanté—. Ya basta de bromitas a mi costa.



Vamonos.



Volví al recibidor y me puse la cazadora. Ellos me siguieron.



—No vuelvas demasiado tarde, Bella.



—No se preocupe Charlie, la traeré temprano —prometió



Edward.



—Cuidarás de mi niña, ¿verdad?



Refunfuñé, pero me ignoraron.



—Le prometo que estará a salvo conmigo, señor.



Charlie no pudo cuestionar la sinceridad de Edward, ya que cada



palabra quedaba impregnada de ella.



Salí enfadada. Ambos rieron y Edward me siguió.



Me paré en seco en el porche. Allí, detrás de mi coche, había un



Jeep gigantesco. Las llantas me llegaban por encima de la cintura,



protectores metálicos recubrían las luces traseras y delanteras,



además de llevar cuatro enormes faros antiniebla sujetos al



guardabarros. El techo era de color rojo brillante.



Charlie dejó escapar un silbido por lo bajo.



—Poneos los cinturones —advirtió.



Edward me siguió hasta la puerta del copiloto y la abrió. Calculé



la distancia hasta el asiento y me preparé para saltar. Edward



suspiró y me alzó con una sola mano. Esperaba que Charlie no se



hubiera dado cuenta.



Mientras regresaba al lado del conductor, a un paso normal,



humano, intenté ponerme el cinturón, pero había demasiadas



hebillas.



— ¿Qué es todo esto? —le pregunté cuando abrió la puerta.



—Un arnés para conducir campo a traviesa.



—Oh, oh.



Intenté encontrar los sitios donde se tenían que enganchar todas



aquellas hebillas, pero iba demasiado despacio. Edward volvió a



suspirar y se puso a ayudarme. Me alegraba de que la lluvia



fuera tan espesa como para que Charlie no pudiera ver nada con



claridad desde el porche. Eso quería decir que no estaba dándose



cuenta de cómo las manos de Edward se deslizaban por mi



cuello, acariciando mi nuca. Dejé de intentar ayudarle y me



concentré en no hiperventilar.



Edward giró la llave y el motor arrancó; al fin nos alejamos de la



casa.



—Esto es... humm... ¡Vaya pedazo de Jeep que tienes!



—Es de Emmett. Supuse que no te apetecería correr todo el



camino.



— ¿Dónde guardáis este tanque?



—Hemos remodelado uno de los edificios exteriores para



convertirlo en garaje.



— ¿No te vas a poner el cinturón?



Me lanzó una mirada incrédula.



Entonces caí en la cuenta del significado de sus palabras.



— ¿Correr todo el camino? O sea, ¿que una parte sí la vamos a



hacer corriendo?



Mi voz se elevó varias octavas y él sonrió ampliamente.



—No serás tú quien corra.



—Me voy a marear.



—Si cierras los ojos, seguro que estarás bien.



Me mordí el labio, intentando luchar contra el pánico.



Se inclinó para besarme la coronilla y entonces gimió. Le miré



sorprendida.



—Hueles deliciosamente a lluvia —comentó.



—Pero, ¿bien o mal? —pregunté con precaución.



—De las dos maneras —suspiró—. Siempre de las dos maneras.



Entre la penumbra y el diluvio, no sé cómo encontró el camino,



pero de algún modo llegamos a una carretera secundaria, con



más aspecto de un camino forestal que de carretera. La



conversación resultó imposible durante un buen rato, dado que



yo iba rebotando arriba y abajo en el asiento como un martillo



pilón. Sin embargo, Edward parecía disfrutar del paseo, ya que



no dejó de sonreír en ningún momento.



Y entonces fue cuando llegamos al final de la carretera; los



árboles formaban grandes muros verdes en tres de los cuatro



costados del Jeep. La lluvia se había convertido en llovizna poco



a poco y el cielo brillante asomaba entre las nubes.



—Lo siento, Bella, pero desde aquí tenemos que ir a pie.



— ¿Sabes qué? Que casi mejor te espero aquí.



—Pero ¿qué le ha pasado a tu coraje? Estuviste estupenda esta



mañana.



—Todavía no se me ha olvidado la última vez.



Parecía increíble que aquello sólo hubiera sucedido ayer. Se



acercó tan rápidamente a mi lado del coche que apenas pude



apreciar una imagen borrosa. Empezó a desatarme el arnés.



—Ya los suelto yo; tú, vete —protesté en vano.



—Humm... —parecía meditar mientras terminaba rápidamente



—. Me parece que voy a tener que forzar un poco la memoria.



Antes de que pudiera reaccionar, me sacó del Jeep y me puso de



pie en el suelo. Había ahora apenas un poco de niebla; parecía



que Alice iba a tener razón.



— ¿Forzar mi memoria? ¿Cómo? —pregunté nerviosamente.



—Algo como esto —me miró intensamente, pero con cautela,



aunque había una chispa de humor en el fondo de sus ojos.



Apoyó las manos sobre el Jeep, una a cada lado de mi cabeza, y



se inclinó, obligándome a permanecer aplastada contra la puerta.



Se inclinó más aún, con el rostro a escasos centímetros del mío,



sin espacio para escaparme.



—Ahora, dime —respiró y fue entonces cuando su efluvio



desorganizó todos mis procesos mentales—, ¿qué es exactamente



lo que te preocupa?



—Esto, bueno... estamparme contra un árbol y morir —tragué



saliva—. Ah, y marearme.



Reprimió una sonrisa. Luego, inclinó la cabeza y rozó



suavemente con sus fríos labios el hueco en la base de mi



garganta.



— ¿Sigues preocupada? —murmuró contra mi piel.



— ¿Sí? —luché para concentrarme—. Me preocupa terminar



estampada en los árboles y el mareo.



Su nariz trazó una línea sobre la piel de mi garganta hasta el



borde de la barbilla. Su aliento frío me cosquilleaba la piel.



— ¿Y ahora? —susurraron sus labios contra mi mandíbula.



—Árboles —aspiré aire—. Movimiento, mareo.



Levantó la cabeza para besarme los párpados.



—Bella, en realidad, no crees que te vayas a estampar contra un



árbol, ¿a que no?



—No, aunque podría —repuse sin mucha confianza. Él ya olía



una victoria fácil.



Me besó, descendiendo despacio por la mejilla hasta detenerse en



la comisura de mis labios.



— ¿Crees que dejaría que te hiriera un árbol?



Sus labios rozaron levemente mi tembloroso labio inferior.



—No —respiré. Tenía que haber en mi defensa algo eficaz, pero



no conseguía recordarlo.



—Ya ves —sus labios entreabiertos se movían contra los míos—.



No hay nada de lo que tengas que asustarte, ¿a que no?



—No —suspiré, rindiéndome.



Entonces tomó mi cara entre sus manos, casi con rudeza y me



besó en serio, moviendo sus labios insistentes contra los míos.



Realmente no había excusa para mi comportamiento. Ahora lo



veo más claro, como es lógico. De cualquier modo, parecía que



no podía dejar de comportarme exactamente como lo hice la



primera vez. En vez de quedarme quieta, a salvo, mis brazos se



alzaron para enroscarse apretadamente alrededor de su cuello y



me quedé de pronto soldada a su cuerpo, duro como la piedra.



Suspiré y mis labios se entreabrieron.



Se tambaleó hacia atrás, deshaciendo mi abrazo sin esfuerzo.



— ¡Maldita sea, Bella! —se desasió jadeando—. ¡Eres mi



perdición, te juro que lo eres!



Me acuclillé, rodeándome las rodillas con los brazos, buscando



apoyo.



—Eres indestructible —mascullé, intentando recuperar el aliento.



—Eso creía antes de conocerte. Ahora será mejor que salgamos



de aquí rápido antes de que cometa alguna estupidez de verdad



—gruñó.



Me arrojó sobre su espalda como hizo la otra vez y vi el



tremendo esfuerzo que hacía para comportarse dulcemente.



Enrosqué mis piernas en su cintura y busqué seguridad al



sujetarme a su cuello con un abrazo casi estrangulador.



—No te olvides de cerrar los ojos —me advirtió severamente.



Hundí la cabeza entre sus omóplatos, por debajo de mi brazo, y



cerré con fuerza los ojos.



No podía decir realmente si nos movíamos o no. Sentía la



sensación del vuelo a lo largo de mi cuerpo, pero el movimiento



era tan suave que igual hubiéramos podido estar dando un paseo



por la acera. Estuve tentada de echar un vistazo, sólo para



comprobar si estábamos volando de verdad a través del bosque



igual que antes, pero me resistí. No merecía la pena ganarme un



mareo tremendo. Me contenté con sentir su respiración



acompasada.



No estuve segura de que habíamos parado de verdad hasta que



no alzó el brazo hacia atrás y me tocó el pelo.



—Ya pasó, Bella.



Me atreví a abrir los ojos y era cierto, ya nos habíamos detenido.



Medio entumecida, deshice la presa estranguladora sobre su



cuerpo y me deslicé al suelo, cayéndome de espaldas.



— ¡Ay! —grité enfadada cuando me golpeé contra el suelo



mojado.



Me miró sorprendido; era obvio que no estaba totalmente seguro



de si podía reírse a mi costa en esa situación, pero mi expresión



desconcertada venció sus reticencias y rompió a reír a mandíbula



batiente.



Me levanté, ignorándole, y me puse a limpiar de barro y ramitas



la parte posterior de mi chaqueta. Eso sólo sirvió para que se



riera aún más. Enfadada, empecé a andar a zancadas hacia el



bosque.



Sentí su brazo alrededor de mi cintura.



— ¿Adonde vas, Bella?



—A ver un partido de béisbol. Ya que tú no pareces interesado



en jugar, voy a asegurarme de que los demás se divierten sin ti.



—Pero si no es por ahí... ;



Me di la vuelta sin mirarle, y seguí andando a zancadas en la



dirección opuesta. Me atrapó de nuevo.



—No te enfades, no he podido evitarlo. Deberías haberte visto la



cara —se reía entre dientes, otra vez sin poder contenerse.



—Ah claro, aquí tú eres el único que se puede enfadar, ¿no? —le



pregunté, arqueando las cejas.



—No estaba enfadado contigo.



— ¿«Bella, eres mi perdición»? —cité amargamente.



Eso fue simplemente la constatación de un hecho.



Intenté revolverme y alejarme de él una vez más, pero me sujetó



rápido.



—Te habías enfadado —insistí.



—Sí.



—Pero si acabas de decir...



—No estaba enfadado contigo, Bella, ¿es que no te das cuenta? —



Se había puesto serio de pronto, desaparecido del todo cualquier



amago de broma en su expresión—. ¿Es que no lo entiendes?



— ¿Entender el qué? —le exigí, confundida por su rápido cambio



de humor, tanto como por sus palabras.



—Nunca podría enfadarme contigo, ¿cómo podría? Eres tan



valiente, tan leal, tan... cálida.



—Entonces, ¿por qué? —susurré, recordando los duros modales



con los que me había rechazado, que no había podido interpretar



salvo como una frustración muy clara, frustración por mi



debilidad, mi lentitud, mis desordenadas reacciones humanas...



Me puso las manos cuidadosamente a ambos lados de la cara.



—Estaba furioso conmigo mismo —dijo dulcemente—. Por la



manera en que no dejo de ponerte en peligro. Mi propia



existencia ya supone un peligro para ti. Algunas veces, de verdad



que me odio a mí mismo. Debería ser más fuerte, debería ser



capaz de...



Le tapé la boca con la mano.



—No lo digas.



Me tomó de la mano, alejándola de los labios, pero



manteniéndola contra su cara.



—Te quiero —dijo—. Es una excusa muy pobre para todo lo que



te hago pasar, pero es la pura verdad.



Era la primera vez que me decía que me quería, al menos con



tantas palabras. Tal vez no se hubiera dado cuenta, pero yo ya lo



creo que sí.



—Ahora, intenta cuidarte, ¿vale? —continuó y se inclinó para



rozar suavemente sus labios contra los míos.



Me quedé quieta, mostrando dignidad. Entonces, suspiré.



—Le prometiste al jefe Swan que me llevarías a casa temprano,



¿recuerdas? Así que será mejor que nos pongamos en marcha.



—Sí, señorita.



Sonrió melancólicamente y me soltó, aunque se quedó con una



de mis manos. Me llevó unos cuantos metros más adelante, a



través de altos helechos mojados y musgos que cubrían un



enorme abeto, y de pronto nos encontramos allí, al borde de un



inmenso campo abierto en la ladera de los montes Olympic.



Tenía dos veces el tamaño de un estadio de béisbol.



Allí vi a todos los demás; Esme, Emmett y Rosalie, sentados en



una lisa roca salediza, eran los que se hallaban más cerca de



nosotros, a unos cien metros. Aún más lejos, a unos cuatrocientos



metros, se veía a Jasper y Alice, que parecían lanzarse algo el uno



al otro, aunque no vi la bola en ningún momento. Parecía que



Carlisle estuviera marcando las bases, pero ¿realmente podía



estar poniéndolas tan separadas unas de otras?



Los tres que se encontraban sobre la roca se levantaron cuando



estuvimos a la vista. Esme se acercó hacia nosotros y Emmett la



siguió después de echar una larga ojeada a la espalda de Rosalie,



que se había levantado con gracia y avanzaba a grandes pasos



hacia el campo sin mirar en nuestra dirección. En respuesta, mi



estómago se agitó incómodo.



— ¿Es a ti a quien hemos oído, Edward? —preguntó Esme



conforme se acercaba.



—Sonaba como si se estuviera ahogando un oso —aclaró



Emmett.



Sonreí tímidamente a Esme.



—Era él.



—Sin querer, Bella resultaba muy cómica en ese momento —



explicó rápido Edward, intentando apuntarse el tanto.



Alice había abandonado su posición y corría, o más bien se



podría decir que danzaba, hacia nosotros. Avanzó a toda



velocidad para detenerse con gran desenvoltura a nuestro lado.



—Es la hora —anunció.



El hondo estruendo de un trueno sacudió el bosque de en frente



apenas hubo terminado de hablar. A continuación retumbó hacia



el oeste, en dirección a la ciudad.



—Raro, ¿a que sí? —dijo Emmett con un guiño, como si nos



conociéramos de toda la vida.



—Venga, vamos...



Alice tomó a Emmett de la mano y desaparecieron como flechas



en dirección al gigantesco campo.



Ella corría como una gacela; él, lejos de ser tan grácil, sin



embargo le igualaba en velocidad, aunque nunca se le podría



comparar con una gacela.



— ¿Te apetece jugar una bola? —me preguntó Edward con los



ojos brillantes, deseoso de participar.



Yo intenté sonar apropiadamente entusiasta.



— ¡Ve con los demás!



Rió por lo bajo, y después de revolverme el pelo, dio un gran



salto para reunirse con los otros dos. Su forma de correr era más



agresiva, más parecida a la de un guepardo que a la de una



gacela, por lo que pronto les dio alcance. Su exhibición de gracia



y poder me cortó el aliento.



— ¿Bajamos? —inquirió Esme con voz suave y melodiosa.



En ese instante, me di cuenta de que lo estaba mirando



boquiabierta. Rápidamente controlé mi expresión y asentí. Esme



estaba a un metro escaso de mí y me pregunté si seguía actuando



con cuidado para no asustarme. Acompasó su paso al mío, sin



impacientarse por mi ritmo lento.



— ¿No vas a jugar con ellos? —le pregunté con timidez.



—No, prefiero arbitrar; alguien debe evitar que hagan trampas y



a mí me gusta —me explicó.



—Entonces, ¿les gusta hacer trampas?



—Oh, ya lo creo que sí, ¡tendrías que oír sus explicaciones!



Bueno, espero que no sea así, de lo contrario pensarías que se han



criado en una manada de lobos.



—Te pareces a mi madre —reí, sorprendida, y ella se unió a mis



risas.



—Bueno, me gusta pensar en ellos como si fueran hijos míos, en



más de un sentido. Me cuesta mucho controlar mis instintos



maternales. ¿No te contó Edward que había perdido un bebé?



—No —murmuré aturdida, esforzándome por comprender a qué



periodo de su vida se estaría refiriendo.



—Sí, mi primer y único hijo murió a los pocos días de haber



nacido, mi pobre cosita —suspiró—. Me rompió el corazón y por



eso me arrojé por el acantilado, como ya sabrás —añadió con



toda naturalidad.



—Edward sólo me dijo que te caíste —tartamudeé.



—Ah. Edward, siempre tan caballeroso —esbozó una sonrisa—.



Edward fue el primero de mis nuevos hijos. Siempre pienso en él



de ese modo, incluso aunque, en cierto modo, sea mayor que yo



—me sonrió cálidamente—. Por eso me alegra tanto que te haya



encontrado, corazón —aquellas cariñosas palabras sonaron muy



naturales en sus labios—. Ha sido un bicho raro durante



demasiado tiempo; me dolía verle tan solo.



—Entonces, ¿no te importa? —Pregunté, dubitativa otra vez—.



¿Que yo no sea... buena para él?



—No —se quedó pensativa—. Tú eres lo que él quiere. No sé



cómo, pero esto va a salir bien —me aseguró, aunque su frente



estaba fruncida por la preocupación. Se oyó el estruendo de otro



trueno.



En ese momento, Esme se detuvo. Por lo visto, habíamos llegado



a los límites del campo. Al parecer, ya se habían formado los



equipos. Edward estaba en la parte izquierda del campo,



bastante lejos; Carlisle se encontraba entre la primera y la



segunda base, y Alice tenía la bola en su poder, en lo que debía



ser la base de lanzamiento.



Emmett hacía girar un bate de aluminio, sólo perceptible por su



sonido silbante, ya que era casi imposible seguir su trayectoria en



el aire con la vista. Esperaba que se acercara a la base de meta,



pero ya estaba allí, a una distancia inconcebible de la base de



lanzamiento, adoptando la postura de bateo para cuando me



quise dar cuenta. Jasper se situó detrás, a un metro escaso, para



atrapar la bola para el otro equipo. Como era de esperar, ninguno



llevaba guantes.



—De acuerdo —Esme habló con voz clara, y supe que Edward la



había oído a pesar de estar muy alejado—, batea.



Alice permanecía erguida, aparentemente inmóvil. Su estilo



parecía que estaba más cerca de la astucia, de lo furtivo, que de



una técnica de lanzamiento intimidatorio. Sujetó la bola con



ambas manos cerca de su cintura; luego, su brazo derecho se



movió como el ataque de una cobra y la bola impactó en la mano



de Jasper.



— ¿Ha sido un strike? —le pregunté a Esme.



—Si no la golpean, es un strike —me contestó.



Jasper lanzó de nuevo la bola a la mano de Alice, que se permitió



una gran sonrisa antes de estirar el brazo para efectuar otro



nuevo lanzamiento.



Esta vez el bate consiguió, sin saber muy bien cómo, golpear la



bola invisible. El chasquido del impacto fue tremendo, atronador.



Entendí con claridad la razón por la que necesitaban una



tormenta para jugar cuando las montañas devolvieron el eco del



golpe.



La bola sobrevoló el campo como un meteorito para irse a perder



en lo profundo del bosque circundante.



—Carrera completa —murmuré.



—Espera —dijo Esme con cautela, escuchando atenta y con la



mano alzada.



Emmett era una figura borrosa que corría de una base a otra y



Carlisle, la sombra que lo seguía. Me di cuenta de que Edward no



estaba.



¡Out!—cantó Esme con su voz clara.



Contemplé con incredulidad cómo Edward saltaba desde la linde



del bosque con la bola en la mano alzada. Incluso yo pude ver su



brillante sonrisa.



—Emmett será el que batea más fuerte —me explicó Esme—,



pero Edward corre al menos igual de rápido.



Las entradas se sucedieron ante mis ojos incrédulos. Era



imposible mantener contacto visual con la bola teniendo en



cuenta la velocidad a la que volaba y el ritmo al que se movían



alrededor del campo los corredores de base.



Comprendí el otro motivo por el cual esperaban a que hubiera



una tormenta para jugar cuando Jasper bateó una roleta, una de



esas pelotas que van rodando por el suelo, hacia la posición de



Carlisle en un intento de evitar la infalible defensa de Edward.



Carlisle corrió a por la bola y luego se lanzó en pos de Jasper, que



iba disparado hacia la primera base. Cuando chocaron, el sonido



fue como el de la colisión de dos enormes masas de roca.



Preocupada, me incorporé de un salto para ver lo sucedido, pero



habían resultado ilesos.



—Están bien —anunció Esme con voz tranquila.



El equipo de Emmett iba una carrera por delante. Rosalie se las



apañó para revolotear sobre las bases después de aprovechar uno



de los larguísimos lanzamientos de Emmett, cuando Edward



consiguió el tercer out. Se acercó de un salto hasta donde estaba



yo, chispeante de entusiasmo.



— ¿Qué te parece? —inquirió.



—Una cosa es segura: no volveré a sentarme otra vez a ver esa



vieja y aburrida Liga Nacional de Béisbol.



—Ya, suena como si lo hubieras hecho antes muchas veces —



replicó Edward entre risas.



—Pero estoy un poco decepcionada —bromeé.



— ¿Por qué? —me preguntó, intrigado.



—Bueno, sería estupendo encontrar una sola cosa que no hagas



mejor que cualquier otra persona en este planeta.



Esa sonrisa torcida suya relampagueó en su rostro durante un



momento, dejándome sin aliento.



—Ya voy —dijo al tiempo que se encaminaba hacia la base del



bateador.



Jugó con mucha astucia al optar por una bola baja, fuera del



alcance de la excepcionalmente rápida mano de Rosalie, que



defendía en la parte exterior del campo, y, veloz como el rayo,



ganó dos bases antes de que Emmett pudiera volver a poner la



bola en juego. Carlisle golpeó una tan lejos fuera del campo —



con un estruendo que me hirió los oídos—, que Edward y él



completaron la carrera. Alice chocó delicadamente las palmas



con ellos.



El tanteo cambiaba continuamente conforme avanzaba el partido



y se gastaban bromas unos a otros como otros jugadores



callejeros al ir pasando todos por la primera posición. De vez en



cuando, Esme tenía que llamarles la atención. Otro trueno



retumbó, pero seguíamos sin mojarnos, tal y como había



predicho Alice.



Carlisle estaba a punto de batear con Edward como receptor



cuando Alice, de pronto, profirió un grito sofocado que sonó



muy fuerte. Yo miraba a Edward, como siempre, y entonces le vi



darse la vuelta para mirarla. Las miradas de ambos se



encontraron y en un instante circuló entre ellos un flujo



misterioso. Edward ya estaba a mi lado antes de que los demás



pudieran preguntar a Alice qué iba mal.



— ¿Alice? —preguntó Esme con voz tensa.



—No lo he visto con claridad, no podría deciros... —susurró ella.



Para entonces ya se habían reunido todos.



— ¿Qué pasa, Alice? —le preguntó Carlisle a su vez con voz



tranquila, cargada de autoridad.



—Viajan mucho más rápido de lo que pensaba. Creo que me he



equivocado en eso —murmuró.



Jasper se inclinó sobre ella con ademán protector.



— ¿Qué es lo que ha cambiado? —le preguntó.



—Nos han oído jugar y han cambiado de dirección —señaló,



contrita, como si se sintiera responsable de lo que fuera que la



había asustado.



Siete pares de rápidos ojos se posaron en mi cara de forma fugaz



y se apartaron.



— ¿Cuánto tardarán en llegar? —inquirió Carlisle, volviéndose



hacia Edward.



Una mirada de intensa concentración cruzó por su rostro y



respondió con gesto contrariado:



—Menos de cinco minutos. Vienen corriendo, quieren jugar.



— ¿Puedes hacerlo? —le preguntó Carlisle, mientras sus ojos se



posaban sobre mí brevemente.



—No, con carga, no —resumió él—. Además, lo que menos



necesitamos es que capten el olor y comiencen la caza.



— ¿Cuántos son? —preguntó Emmett a Alice.



—Tres —contestó con laconismo.



— ¡Tres! —exclamó Emmett con tono de mofa. Flexionó los



músculos de acero de sus imponentes brazos—. Dejadlos que



vengan.



Carlisle lo consideró durante una fracción de segundo que



pareció más larga de lo que fue en realidad. Sólo Emmett parecía



impasible; el resto miraba fijamente el rostro de Carlisle con los



ojos llenos de ansiedad.



—Nos limitaremos a seguir jugando —anunció finalmente



Carlisle con tono frío y desapasionado—. Alice dijo que sólo



sentían curiosidad.



Pronunció las dos frases en un torrente de palabras que duró



unos segundos escasos. Escuché con atención y conseguí captar



la mayor parte, aunque no conseguí oír lo que Esme le estaba



preguntando en este momento a Edward con una vibración



silenciosa de sus labios. Sólo atisbé la imperceptible negativa de



cabeza por parte de Edward y el alivio en las facciones de Esme.



—Intenta atrapar tú la bola, Esme. Yo me encargo de prepararla



—y se plantó delante de mí.



Los otros volvieron al campo, barriendo recelosos el bosque



oscuro con su mirada aguda. Alice y Esme parecían intentar



orientarse alrededor de donde yo me encontraba.



—Suéltate el pelo —ordenó Edward con voz tranquila y baja.



Obedientemente, me quité la goma del pelo y lo sacudí hasta



extenderlo todo a mí alrededor.



Comenté lo que me parecía evidente.



—Los otros vienen ya para acá.



—Sí, quédate inmóvil, permanece callada —intentó ocultar



bastante bien el nerviosismo de su voz, pero pude captarlo—, y



no te apartes de mi lado, por favor.



Tiró de mi melena hacia delante, y la enrolló alrededor de mi



cara. Alice apuntó en voz baja:



—Eso no servirá de nada. Yo la podría oler incluso desde el otro



lado del campo.



—Lo sé —contestó Edward con una nota de frustración en la voz.



Carlisle se quedó de pie en el prado mientras el resto retomaba el



juego con desgana.



—Edward, ¿qué te preguntó Esme? —susurré.



Vaciló un momento antes de contestarme.



—Que si estaban sedientos —murmuró reticente.



Pasaron unos segundos y el juego progresaba, ahora con apatía,



ya que nadie tenía ganas de golpear fuerte. Emmett, Rosalie y



Jasper merodeaban por el área interior del campo. A pesar de



que el miedo me nublaba el entendimiento, fui consciente más de



una vez de la mirada fija de Rosalie en mí. Era inexpresiva, pero



de algún modo, por la forma en que plegaba los labios, me hizo



pensar que estaba enfadada.



Edward no prestaba ninguna atención al juego, sus ojos y su



mente se encontraban recorriendo el bosque.



—Lo siento, Bella —murmuró ferozmente—. Exponerte de este



modo ha sido estúpido e irresponsable por mi parte. ¡Cuánto lo



siento!



Noté cómo contenía la respiración y fijaba los ojos abiertos como



platos en la esquina oeste del campo. Avanzó medio paso,



interponiéndose entre lo que se acercaba y yo.



Carlisle, Emmett y los demás se volvieron en la misma dirección



en cuanto oyeron el ruido de su avance, que a mí me llegaba



mucho más apagado.



LA CAZA



Aparecieron de uno en uno en la linde del bosque a doce metros



de nuestra posición.



El primer hombre entró en el claro y se apartó inmediatamente



para dejar paso a otro más alto, de pelo negro, que se colocó al



frente, de un modo que evidenciaba con claridad quién lideraba



el grupo.



El tercer integrante era una mujer; desde aquella distancia, sólo



alcanzaba a verle el pelo, de un asombroso matiz rojo.



Cerraron filas conforme avanzaban con cautela hacia donde se



hallaba la familia de Edward, mostrando el natural recelo de una



manada de depredadores ante un grupo desconocido y más



numeroso de su propia especie.



Comprobé cuánto diferían de los Cullen cuando se acercaron. Su



paso era gatuno, andaban de forma muy similar a la de un felino



al acecho. Se vestían con el típico equipo de un excursionista:



vaqueros y una sencilla camisa de cuello abotonado y gruesa tela



impermeable. Las ropas se veían deshilachadas por el uso e iban



descalzos. Los hombres llevaban el pelo muy corto y la rutilante



melena pelirroja de la chica estaba llena de hojas y otros restos



del bosque.



Sus ojos agudos se apercibieron del aspecto más urbano y pulido



de Carlisle, que, alerta, flanqueado por Emmett y Jasper, salió a



su encuentro. Sin que aparentemente se hubieran puesto de



acuerdo, todos habían adoptado una postura erguida y de



despreocupación.



El líder de los recién llegados era sin duda el más agraciado, con



su piel de tono oliváceo debajo de la característica palidez y los



cabellos de un brillantísimo negro. Era de constitución mediana,



musculoso, por supuesto, pero sin acercarse ni de lejos a la fuerza



física de Emmett. Esbozó una sonrisa agradable que permitió



entrever unos deslumbrantes dientes blancos.



La mujer tenía un aspecto más salvaje, en parte por la melena



revuelta y alborotada por la brisa. Su mirada iba y venía



incesantemente de los hombres que tenía en frente al grupo



desorganizado que me rodeaba. Su postura era marcadamente



felina. El segundo hombre, de complexión más liviana que la del



líder —tanto las facciones como el pelo castaño claro eran



anodinos—, revoloteaba con desenvoltura entre ambos. Sin



embargo, su mirada era de una calma absoluta, y sus ojos, en



cierto modo, los más atentos.



Los ojos de los recién llegados también eran diferentes. No eran



dorados o negros, como cabía esperar, sino de un intenso color



borgoña con una tonalidad perturbadora y siniestra.



El moreno dio un paso hacia Carlisle sin dejar de sonreír.



—Creíamos haber oído jugar a alguien —hablaba con voz



reposada y tenía un leve acento francés—. Me llamo Laurent, y



éstos son Victoria y James —añadió señalando a los vampiros



que le acompañaban.



—Yo soy Carlisle y ésta es mi familia: Emmett y Jasper; Rosalie,



Esme y Alice; Edward y Bella —nos identificaba en grupos,



intentando deliberadamente no llamar la atención hacia ningún



individuo. Me sobresalté cuando me nombró.



— ¿Hay sitio para unos pocos jugadores más? —inquirió Laurent



con afabilidad.



Carlisle acomodó la inflexión de la voz al mismo tono amistoso



de Laurent.



—Bueno, lo cierto es que acabamos de terminar el partido. Pero



estaríamos verdaderamente encantados en otra ocasión. ¿Pensáis



quedaros mucho tiempo en la zona?



—En realidad, vamos hacia el norte, aunque hemos sentido



curiosidad por lo que había por aquí. No hemos tenido compañía



durante mucho tiempo.



—No, esta región suele estar vacía si exceptuamos a mi grupo y



algún visitante ocasional, como vosotros.



La tensa atmósfera había evolucionado hacia una conversación



distendida; supuse que Jasper estaba usando su peculiar don



para controlar la situación.



— ¿Cuál es vuestro territorio de caza? —preguntó Laurent como



quien no quiere la cosa.



Carlisle ignoró la presunción que implicaba la pregunta.



—Esta, los montes Olympic, y algunas veces la Coast Ranges de



una punta a la otra. Tenemos una residencia aquí. También hay



otro asentamiento permanente como el nuestro cerca de Denali.



Laurent se balanceó, descansando el peso del cuerpo sobre los



talones, y preguntó con viva curiosidad:



— ¿Permanente? ¿Y como habéis conseguido algo así?



— ¿Por qué no nos acompañáis a nuestra casa y charlamos más



cómodos? —Los invitó Carlisle—. Es una larga historia.



James y Victoria intercambiaron una mirada de sorpresa cuando



Carlisle mencionó la palabra «casa», pero Laurent controló mejor



su expresión.



—Es muy interesante y hospitalario por vuestra parte —su



sonrisa era encantadora—. Hemos estado de caza todo el camino



desde Ontario —estudió a Carlisle con la mirada, percatándose



de su aspecto refinado—. No hemos tenido ocasión de asearnos



un poco.



—Por favor, no os ofendáis, pero he de rogaros que os abstengáis



de cazar en los alrededores de esa zona. Debemos pasar



desapercibidos, ya me entiendes —explicó Carlisle.



—Claro ——asintió Laurent—. No pretendemos disputaros el



territorio. De todos modos, acabamos de alimentarnos a las



afueras de Seattle.



Un escalofrío recorrió mi espalda cuando Laurent rompió a reír.



—Os mostraremos el camino si queréis venir con nosotros.



Emmett, Alice, id con Edward y Bella a recoger el Jeep —añadió



sin darle importancia.



Mientras Carlisle hablaba, ocurrieron tres cosas a la vez. La suave



brisa despeinó mi cabello, Edward se envaró y el segundo varón,



James, movió su cabeza repentinamente de un lado a otro,



buscando, para luego centrar en mí su escrutinio, agitando las



aletas de la nariz.



Una rigidez repentina afectó a todos cuando James se adelantó



un paso y se agazapó. Edward exhibió los dientes y adoptó la



misma postura defensiva al tiempo que emitía un rugido bestial



que parecía desgarrarle la garganta. No tenía nada que ver con



los sonidos juguetones que le había escuchado esta mañana. Era



lo más amenazante que había oído en mi vida y me estremecí de



los pies a la cabeza.



— ¿Qué ocurre? exclamó Laurent, sorprendido. Ni James ni



Edward relajaron sus agresivas poses. El primero fintó



ligeramente hacia un lado y Edward respondió al movimiento.



—Ella está con nosotros.



El firme desafío de Carlisle se dirigía James. Laurent parecía



percibir mi olor con menos fuerza que James, pero pronto se dio



cuenta y el descubrimiento se reflejó también en su rostro.



— ¿Nos habéis traído un aperitivo? —inquirió con voz incrédula,



mientras, sin darse cuenta, daba un paso adelante.



Edward rugió con mayor ferocidad y dureza, curvando el labio



superior sobre sus deslumbrantes dientes desnudos. Laurent



retrocedió el paso que había dado.



—He dicho que ella está con nosotros —replicó Carlisle con



sequedad.



—Pero es humana —protestó Laurent. No había agresividad en



sus palabras, simplemente estaba atónito.



—Sí... —Emmett se hizo notar al lado de Carlisle, con los ojos



fijos en James, que se irguió muy despacio y volvió a su posición



normal, aunque las aletas de su nariz seguían dilatadas y no me



perdía de vista. Edward continuaba agazapado como un león



delante de mí.



—Parece que tenemos mucho que aprender unos de otros.



Laurent hablaba con un tono tranquilizador en un intento de



suavizar la repentina hostilidad.



—Sin duda —la voz de Carlisle todavía era fría.



—Aún nos gustaría aceptar vuestra invitación —sus ojos se



movieron rápidamente hacia mí y retornaron a Carlisle—. Y



claro, no le haremos daño a la chica humana. No cazaremos en



vuestro territorio, como os he dicho.



James miró a Laurent con incredulidad e irritación, e intercambió



otra larga mirada con Victoria, cuyos ojos seguían errando



nerviosos de rostro en rostro.



Carlisle evaluó la franca expresión de Laurent durante un



momento antes de hablar.



—Os mostraremos el camino. Jasper, Rosalie, Esme —llamó y se



reunieron todos delante de mí, ocultándome de la vista de los



recién llegados. Alice estuvo a mi lado en un momento y Emmett



se situó lentamente a mi espalda, con sus ojos trabados en los de



James mientras éste retrocedía unos pasos.



—Vamonos, Bella —ordenó Edward con voz baja y sombría.



Parecía como si durante todo ese tiempo hubiera echado raíces



en el suelo, porque me quedé totalmente inmóvil y aterrorizada.



Edward tuvo que agarrarme del codo y tirar bruscamente de mí



para sacarme del trance. Alice y Emmett estaban muy cerca de mi



espalda, ocultándome. Tropecé con Edward, todavía aturdida



por el miedo, y no pude oír si el otro grupo se había marchado



ya. La impaciencia de Edward casi se podía palpar mientras



andábamos a paso humano hacia el borde del bosque.



Sin dejar de caminar, Edward me subió encima de su espalda en



cuanto llegamos a los árboles. Me sujeté con la mayor fuerza



posible cuando se lanzó a tumba abierta con los otros pegados a



los talones. Mantuve la cabeza baja, pero no podía cerrar los ojos,



los tenía dilatados por el pánico. Los Cullen se zambulleron



como espectros en el bosque, ahora en una absoluta penumbra.



La sensación de júbilo que habitualmente embargaba a Edward



al correr había desaparecido por completo, sustituida por una



furia que lo consumía y le hacía ir aún más rápido. Incluso



conmigo a las espaldas, los otros casi le perdieron de vista.



Llegamos al Jeep en un tiempo inverosímil. Edward apenas se



paró antes de echarme al asiento trasero.



—Sujétala —ordenó a Emmett, que se deslizó a mi lado.



Alice se había sentado ya en el asiento delantero y Edward puso



en marcha el coche. El motor rugió al encenderse y el vehículo



giró en redondo para encarar el tortuoso camino.



Edward gruñía algo demasiado rápido para que pudiera



entenderle, pero sonaba bastante parecido a una sarta de



blasfemias.



El traqueteo fue mucho peor esta vez y la oscuridad lo hacía aún



más aterrador. Emmett y Alice miraban por las ventanillas



laterales.



Llegamos a la carretera principal y entonces pude ver mejor por



donde íbamos, aunque había aumentado la velocidad. Se dirigía



al sur, en dirección contraria a Forks.



— ¿Adonde vamos? —pregunté.



Nadie contestó. Ni siquiera me miraron.



— ¡Maldita sea, Edward! ¿Adonde me llevas?



—Debemos sacarte de aquí, lo más lejos posible y ahora mismo.



No miró hacia atrás mientras hablaba, pendiente de la carretera.



El velocímetro marcaba más de ciento noventa kilómetros por



hora.



— ¡Da media vuelta! ¡Tienes que llevarme a casa! —grité. Luché



contra aquel estúpido arnés, tirando de las correas.



—Emmett —advirtió Edward con tono severo.



Y Emmett me sujetó las manos con un férreo apretón.



— ¡No! ¡Edward, no puedes hacer esto!



—He de hacerlo, Bella, ahora por favor, quédate quieta.



— ¡No puedo! ¡Tienes que devolverme a casa, Charlie llamará al



FBI y éste se echará encima de toda tu familia, de Carlisie y



Esme! ¡Tendrán que marcharse, y a partir de ese momento



deberán esconderse siempre!



—Tranquilízate, Bella —su voz era fría—. Ya lo hemos hecho



otras veces.



— ¡Pero no por mí, no lo hagas! ¡No lo arruines todo por mí!



Luché violentamente para soltarme, sin ninguna posibilidad.



—Edward, dirígete al arcén —Alice habló por primera vez.



El la miró con cara de pocos amigos, y luego aceleró.



—Edward, vamos a hablar de esto.



—No lo entiendes —rugió frustrado. Nunca había oído su voz



tan alta y resultaba ensordecedora dentro del Jeep. El velocímetro



rebasaba los doscientos por hora—. ¡Es un rastreador, Alice! ¿Es



que no te has dado cuenta? ¡Es un rastreador!



Sentí cómo Emmett se tensaba a mi lado y me pregunté la razón



por la que reaccionaba de ese modo ante esa palabra. Significaba



algo para ellos, pero no para mí; quería entenderlo, pero no



podía preguntar.



—Para en el arcén, Edward.



El tono de Alice era razonable, pero había en él un matiz de



autoridad que yo no había oído antes. El velocímetro rebasó los



doscientos veinte.



—Hazlo, Edward.



—Escúchame, Alice. Le he leído la mente. El rastreo es su pasión,



su obsesión, y la quiere a ella, Alice, a ella en concreto. La cacería



empieza esta noche.



—No sabe dónde...



Edward la interrumpió.



— ¿Cuánto tiempo crees que va a necesitar para captar su olor en



el pueblo? Laurent ya había trazado el plan en su mente antes de



decir lo que dijo.



Ahogué un grito al comprender adonde le conduciría mi olor.



— ¡Charlie! ¡No podéis dejarle allí! ¡No podéis dejarle! —me



debatí contra el arnés.



—Bella tiene razón ——observó Alice.



El coche redujo la velocidad ligeramente.



—No tardaremos demasiado en considerar todas las opciones —



intentó persuadirle Alice.



El coche redujo nuevamente la velocidad, en esta ocasión de



forma más patente, y entonces frenó con un chirrido en el arcén



de la autopista. Salí disparada hacia delante, precipitándome



contra el arnés, para luego caer hacia atrás y chocar contra el



asiento.



—No hay ninguna opción —susurró Edward.



— ¡No voy a abandonar a Charlie! —chillé.



Cállate, Bella.



—Tienes que llevarla a casa ——intervino Emmett, finalmente.



—No —rechazó de plano.



—James no puede compararse con nosotros, Edward. No podrá



tocarla.



—Esperará.



Emmett sonrió.



—Ya también puedo esperar.



— ¿No lo veis? ¿Es que no lo entendéis? No va a cambiar de idea



una vez que se haya entregado a la caza. Tendremos que matarlo.



A Emmett no pareció disgustarle la idea.



—Es una opción.



—Y también tendremos que matar a la mujer. Está con él. Si



luchamos, el líder del grupo también los acompañará.



—Somos suficientes para ellos.



—Hay otra opción —dijo Alice con serenidad.



Edward se revolvió contra ella furioso, su voz fue un rugido



devastador cuando dijo:



— ¡No—hay—otra—opción!



Emmett y yo le miramos aturdidos, pero Alice no parecía



sorprendida. El silenció se prolongó durante más de un minuto,



mientras Edward y Alice se miraban fijamente el uno al otro.



Yo lo rompí.



— ¿Querría alguien escuchar mi plan?



—No —gruñó Edward. Alice le clavó la mirada, definitivamente



enfadada.



—Escucha —supliqué—. Llévame de vuelta.



—No —me interrumpió él.



Le miré fijamente y continué.



—Me llevas de vuelta y le digo a mi padre que quiero irme a



casa, a Phoenix. Hago las maletas, esperamos a que el rastreador



esté observando y entonces huimos. Nos seguirá y dejará a



Charlie tranquilo. Charlie no lanzará al FBI sobre tu familia y



entonces me podrás llevar a cualquier maldito lugar que se te



ocurra.



Me miraron sorprendidos.



—Pues realmente no es una mala idea, en absoluto.



La sorpresa de Emmett suponía un auténtico insulto.



—Podría funcionar, y desde luego no podemos dejar



desprotegido al padre de Bella. Tú lo sabes —dijo Alice.



Todos mirábamos a Edward.



—Es demasiado peligroso... Y no le quiero cerca de ella ni a cien



kilómetros a la redonda.



Emmett rebosaba auto confianza.



—Edward, él no va a acabar con nosotros.



Alice se concentró durante un minuto.



—No le veo atacando. Va a esperar a que la dejemos sola.



—No le llevará mucho darse cuenta de que eso no va a suceder.



Exijo que me lleves a casa —intenté sonar decidida.



Edward presionó los dedos contra las sienes y cerró los ojos con



fuerza.



—Por favor —supliqué en voz mucho más baja.



No levantó la vista. Cuando habló, su voz sonaba como si las



palabras salieran contra su voluntad.



—Te marchas esta noche, tanto si el rastreador te ve como si no.



Le dirás a Charlie que no puedes estar un minuto más en Forks,



cuéntale cualquier historia con tal de que funcione. Guarda en



una maleta lo primero que tengas a mano y métete después en tu



coche. Me da exactamente igual lo que él te diga. Dispones de



quince minutos. ¿Me has escuchado? Quince minutos a contar



desde el momento en que pongas el pie en el umbral de la



puerta.



El Jeep volvió a la vida con un rugido y las ruedas chirriaron



cuando describió un brusco giro. La aguja del velocímetro



comenzó a subir de nuevo.



— ¿Emmett? —pregunté con intención, mirándome las manos.



—Ah, perdón —dijo, y me soltó.



Transcurrieron varios minutos en silencio, sin que se oyera otro



sonido que el del motor. Entonces, Edward habló de nuevo.



—Vamos a hacerlo de esta manera. Cuando lleguemos a la casa,



si el rastreador no está allí, la acompañaré a la puerta —me miró



a través del retrovisor—. Dispones de quince minutos a partir de



ese momento. Emmett, tú controlarás el exterior de la casa. Alice,



tú llevarás el coche, yo estaré dentro con ella todo el tiempo. En



cuanto salga, lleváis el Jeep a casa y se lo contáis a Carlisle.



—De ninguna manera —le contradijo Emmett—. Iré contigo.



—Piénsalo bien, Emmett. No sé cuánto tiempo estaré fuera.



—Hasta que no sepamos en qué puede terminar este asunto,



estaré contigo.



Edward suspiró.



—Si el rastreador está allí —continuó inexorablemente—, seguiré



conduciendo.



—Vamos a llegar antes que él —dijo Alice con confianza.



Edward pareció aceptarlo. Fuera cual fuera el roce que hubiera



tenido con Alice, no dudaba de ella ahora.



— ¿Qué vamos a hacer con el Jeep? —preguntó ella.



Su voz sonaba dura y afilada.



—Tú lo llevarás a casa.



—No, no lo haré —replicó ella con calma.



La retahila ininteligible de blasfemias volvió a comenzar.



—No cabemos todos en mi coche —susurré.



Edward no pareció escucharme.



—Creo que deberías dejarme marchar sola —dije en voz baja,



mucho más tranquila.



Él lo oyó.



—Bella, por favor, hagamos esto a mi manera, sólo por esta vez



—dijo con los dientes apretados.



—Escucha, Charlie no es ningún imbécil —protesté—. Si mañana



no estás en el pueblo, va a sospechar.



—Eso es irrelevante. Nos aseguraremos de que se encuentre a



salvo y eso es lo único que importa.



—Bueno, ¿y qué pasa con el rastreador? Vio la forma en que



actuaste esta noche. Pensará que estás conmigo, estés donde



estés.



Emmett me miró, insultantemente sorprendido otra vez.



—Edward, escúchala —le urgió—. Creo que tiene razón.



—Sí, estoy de acuerdo —comentó Alice.



—No puedo hacer eso —la voz de Edward era helada.



—Emmett podría quedarse también —continué—. Le ha tomado



bastante ojeriza.



— ¿Qué? —Emmett se volvió hacia mí.



—Si te quedas, tendrás más posibilidades de ponerle la mano



encima —acordó Alice.



Edward la miró con incredulidad.



— ¿Y tú te crees que la voy a dejar irse sola?



—Claro que no —dijo Alice—. La acompañaremos Jasper y yo.



—No puedo hacer eso —repitió Edward, pero esta vez su voz



mostraba signos evidentes de derrota. La lógica estaba haciendo



de las suyas con él.



Intenté ser persuasiva.



—Déjate ver por aquí durante una semana —vi su expresión en



el retrovisor y rectifiqué—. Bueno, unos cuantos días. Deja que



Charlie vea que no me has secuestrado y que James se vaya de



caza inútilmente. Cerciórate por completo de que no tenga



ninguna pista; luego, te vas y me buscas, tomando una ruta que



lo despiste, claro. Entonces, Jasper y Alice podrán volver a casa.



Vi que empezaba a considerarlo.



— ¿Dónde te iría a buscar?



—A Phoenix —respondí sin dudar.



—No. El oirá que es allí donde vas —replicó con impaciencia.



—Y tú le harás creer que es un truco, claro. Es consciente de que



sabemos que nos está escuchando. Jamás creerá que me dirija de



verdad a donde anuncie que voy.



—Esta chica es diabólica —rió Emmett entre dientes.



— ¿Y si no funciona?



—Hay varios millones de personas en Phoenix —le informé.



—No es tan difícil usar una guía telefónica.



—No iré a casa.



— ¿Ah, no? —preguntó con una nota peligrosa en la voz.



—Ya soy bastante mayorcita para buscarme un sitio por mi



cuenta.



—Edward, estaremos con ella —le recordó Alice.



— ¿Y qué vas a hacer en Phoenix? —le preguntó él



mordazmente.



—Quedarme bajo techo.



—Ya lo creo que voy a disfrutar —Emmett pensaba seguramente



en arrinconar a James.



—Cállate, Emmett.



—Mira, si intentamos detenerle mientras ella anda por aquí, hay



muchas más posibilidades de que alguien termine herido..., tanto



ella como tú al intentar protegerla. Ahora, si lo pillamos solo... —



Emmett dejó la frase inconclusa y lentamente empezó a sonreír.



Yo había acertado.



El Jeep avanzaba más lentamente conforme entrábamos en el



pueblo. A pesar de mis palabras valientes, sentí cómo se me



ponía el vello de punta. Pensé en Charlie, solo en la casa, e



intenté hacer acopio de valor.



—Bella —dijo Edward en voz baja. Alice y Emmett miraban por



las ventanillas—, si te pones en peligro y te pasa cualquier cosa,



cualquier cosa, te haré personalmente responsable. ¿Lo has



comprendido?



—Sí —tragué saliva.



Se volvió a Alice.



— ¿Va a poder Jasper manejar este asunto?



—Confía un poco en él, Edward. Lo está haciendo bien, muy



bien, teniendo todo en cuenta.



— ¿Podrás manejarlo tú?—preguntó él.



La pequeña y grácil Alice echó hacia atrás sus labios en una



mueca horrorosa y dejó salir un gruñido gutural que me hizo



encogerme en el asiento del terror.



Edward le sonrió, mas de repente musitó:



—Pero guárdate tus opiniones.



DESPEDIDAS



Charlie me esperaba levantado y con todas las luces de la casa



encendidas. Me quedé con la mente en blanco mientras pensaba



en algo para que me dejara marcharme. No iba a resultar



agradable.



Edward aparcó despacio junto al bordillo, a bastante distancia



detrás de mi automóvil. Los tres estaban sumamente alertas,



sentados muy erguidos en sus asientos; escuchaban cada sonido



del bosque, escrutaban cada sombra, captaban cada olor, todo en



busca de cualquier cosa que estuviera fuera de lugar. El motor se



paró y me quedé sentada, inmóvil, mientras continuaban a la



escucha.



—No está aquí —anunció Edward muy tenso—. Vamos.



Emmett se inclinó para ayudarme a salir del arnés.



—No te preocupes, Bella —susurró con jovialidad—.



Solucionaremos las cosas lo antes posible.



Sentí que se me humedecían los ojos mientras miraba a Emmett.



Apenas le conocía y, sin embargo, me angustiaba el hecho de no



saber si lo volvería a ver después de esta noche. Esto, sin duda,



era un aperitivo de las despedidas a las que debería sobrevivir



durante la próxima hora, y ese pensamiento hizo que se



desbordaran las lágrimas de mis ojos.



—Alice, Emmett —espetó Edward con autoridad. Ambos se



deslizaron en la oscuridad en el más completo silencio y



desaparecieron de inmediato. Edward me abrió la puerta y me



tomó de la mano, amparándome en su abrazo protector. Me



acompañó rápidamente hacia la casa sin dejar de escrutar la



noche.



—Quince minutos —me advirtió en voz baja.



—Puedo hacerlo —inhalé. Las lágrimas me habían inspirado.



Me detuve delante del porche y tomé su rostro entre las manos,



mirándole con ferocidad a los ojos.



—Te quiero —le dije con voz baja e intensa—, siempre te amaré,



no importa lo que pase ahora.



—No te va a pasar nada, Bella —me respondió con igual



ferocidad.



—Sólo te pido que sigas el plan, ¿vale? Mantén a Charlie a salvo



por mí. No le voy a caer muy bien después de esto, y quiero tener



la oportunidad de disculparme en otro momento.



—Entra, Bella, tenemos prisa —me urgió.



—Una cosa más —susurré apasionadamente—. No hagas caso a



nada de lo que me oigas decir ahora.



Edward estaba inclinado, por lo que sólo tuve que ponerme de



puntillas para besar sus labios fríos, desprevenidos, con toda la



fuerza de la que fui capaz. Entonces, rápidamente me di la vuelta



y abrí la puerta de una patada.



— ¡Vete, Edward! —le grité.



Eché a correr hacia el interior de la casa después de cerrarle la



puerta de golpe en la cara, aún atónita.



— ¿Bella?



Charlie deambulaba de aquí para allá en el cuarto de estar, por lo



que ya estaba de pie cuando entré.



— ¡Déjame en paz! —le chillé entre lágrimas, que caían ahora



implacablemente.



Corrí escaleras arriba hasta mi habitación, cerré la puerta de



golpe y eché el cestillo. Me abalancé hacia la cama y me arrojé al



suelo para sacar mi petate. Busqué precipitadamente entre el



colchón y el somier para recoger el viejo calcetín anudado en el



que escondía mi reserva secreta de dinero.



Charlie aporreó la puerta.



—Bella, ¿te encuentras bien? —su voz sonaba asustada—. ¿Qué



está pasando?



—Me voy a casa —grité; la voz se me quebró en el punto exacto.



— ¿Te ha hecho daño?



Su tono derivaba hacia la ira.



— ¡No! —chillé unas cuantas octavas más alto. Me volví hacia el



armario, pero Edward ya estaba allí, recogiendo en silencio y sin



mirar verdaderas brazadas de vestidos para luego lanzármelos.



— ¿Ha roto contigo?



Charlie estaba perplejo.



— ¡No! —grité de nuevo, apenas sin aliento mientras empujaba



todo dentro del petate. Edward me arrojó el contenido de otro



cajón, aunque a estas alturas apenas cabía nada más.



— ¿Qué ha ocurrido, Bella? —vociferó Charlie a través de la



puerta, aporreándola de nuevo.



—He sido yo la que ha cortado con él —le respondí, dando



tirones a la cremallera del petate. Las capacitadas manos de



Edward me apartaron, la cerró con suavidad y me pasó la correa



por el hombro con cuidado.



—Estaré en tu coche, ¡venga! —me susurró.



Me empujó hacia la puerta y se desvaneció por la ventana. Abrí



la puerta y empujé a Charlie con rudeza al pasar, luchan do con



la pesada carga que llevaba y corrí hacia las escaleras.



— ¿Qué ha pasado? —Gritó Charlie detrás de mí—. ¡Creí que te



gustaba!



Me sujetó por el codo al llegar a la cocina, y, aunque estaba



desconcertado, su presión era firme.



Me obligó a darme la vuelta para que le mirara y leí en su rostro



que no tenía intención de dejarme marchar. Únicamente había



una forma de lograrlo y eso implicaba hacerle tanto daño que me



odiaba a mí misma sólo de pensarlo, pero no disponía de más



tiempo y tenía que mantenerle con vida.



Miré a mi padre, con nuevas lágrimas en los ojos por lo que iba a



hacer.



Claro que me gusta, ése es el problema. ¡No aguanto más! ¡No



puedo echar más raíces aquí! ¡No quiero terminar atrapada en



este pueblo estúpido y aburrido como mamá! No voy a cometer



el mismo error que ella, odio Forks, y ¡no quiero permanecer aquí



ni un minuto más!



Su mano soltó mi brazo como si lo hubiera electrocutado. Me



volví para no ver su rostro herido y consternado, y me dirigí



hacia la puerta.



—Bella, no puedes irte ahora, es de noche —susurró a mi



espalda. No me volví.



—Dormiré en el coche si me siento cansada.



—Espera otra semana —me suplicó, todavía en estado de shock



—. Renée habrá vuelto a Phoenix para entonces.



Esto me desquició por completo.



— ¿Qué?



Charlie continuó con ansiedad, casi balbuceando de alivio al



verme dudar.



—Ha telefoneado mientras estabas fuera. Las cosas no han ido



muy bien en Florida y volverán a Arizona si Phil no ha firmado a



finales de esta semana. El asistente de entrenador de los



Sidewinders dijo que tal vez hubiera lugar para otro medio en el



equipo.



Sacudí la cabeza, intentando reordenar mis pensamientos, ahora



confusos. Cada segundo que pasaba, ponía a Charlie en más



peligro.



—Tengo una llave de casa —murmuré, dando otra vuelta de



tuerca a la situación. Charlie estaba muy cerca de mí, con una



mano extendida y el rostro aturdido. No podía perder más



tiempo discutiendo con él, así que pensé que tendría que herirlo



aún más profundamente.



—Déjame ir, Charlie —iba repitiendo las últimas palabras de mi



madre mientras salía por la misma puerta hacía ahora tantos



años. Las pronuncié con el mayor enfado posible y abrí la puerta



de un tirón—. No ha funcionado, ¿vale? De veras, ¡odio Forks con



toda mi alma!



Mis crueles palabras cumplieron su cometido a la perfección,



porque Charlie se quedó helado en la entrada, atónito, mientras



yo corría hacia la noche. Me aterrorizó horriblemente el patio



vacío y corrí enloquecida hacia el coche al visualizar una sombra



oscura detrás de mí. Arrojé el petate a la plataforma del



monovolumen y abrí la puerta de un tirón. La llave estaba en el



bombín de la puesta en marcha.



— ¡Te llamaré mañana! —grité.



No había nada en el mundo que deseara más que explicarle todo



en ese momento, aun sabiéndome incapaz de hacerlo. Encendí el



motor y arranqué. Edward me tocó la mano.



—Detente en el bordillo —me ordenó en cuanto Charlie y la casa



desaparecieron a nuestras espaldas.



—Puedo conducir —aseguré mientras las lágrimas inundaban



mis mejillas.



De forma inesperada, las grandes manos de Edward me



sujetaron por la cintura, su pie empujó al mío fuera del



acelerador, me puso sobre su regazo y me soltó las manos del



volante.



De pronto me encontré en el asiento del copiloto sin que el



automóvil hubiera dado el más leve bandazo.



—No vas a encontrar nuestra casa —me explicó.



Unas luces destellaron repentinamente detrás de nosotros. Miré



aterrada por la ventanilla trasera.



—Es Alice —me tranquilizó, tomándome la mano de nuevo.



La imagen de Charlie en el quicio de la puerta seguía ocupando



mi mente.



— ¿Y el rastreador?



—Escuchó el final de tu puesta en escena —contestó Edward con



desaliento.



— ¿Y Charlie? —pregunté con pena.



—El rastreador nos ha seguido. Ahora está corriendo detrás de



nosotros.



Me quedé helada.



— ¿Podemos dejarle atrás?



—No —replicó, pero aceleró mientras hablaba. El motor del



monovolumen se quejó con un estrepitoso chirrido.



De repente, el plan había dejado de parecerme tan brillante.



Estaba mirando hacia atrás, a las luces delanteras de Alice,



cuando el coche sufrió una sacudida y una sombra oscura surgió



en mi ventana.



El grito espeluznante que lancé duró sólo la fracción de segundo



que Edward tardó en taparme la boca con la mano.



— ¡Es Emmett!



Apartó la mano de mi boca y me pasó su brazo por la cintura.



—Toda va bien, Bella —me prometió—. Vas a estar a salvo.



Corrimos a través del pueblo tranquilo hacia la autopista del



norte.



—No me había dado cuenta de que la vida de una pequeña



ciudad de provincias te aburría tanto —comentó Edward



tratando de entablar conversación; supe que intentaba distraerme



—. Me pareció que te estabas integrando bastante bien, sobre



todo en los últimos tiempos. Incluso me sentía bastante halagado



al pensar que había conseguido que la vida te resultara un poco



más interesante.



—No pretendía ser agradable —confesé, haciendo caso omiso de



su intento de distraerme, mirando hacia mis rodillas—. Mi madre



pronunció esas mismas palabras cuando dejó a Charlie. Se podría



decir que fue un golpe bajo.



—No te preocupes, te perdonará —sonrió levemente, aunque esa



«alegría» no le llegó a los ojos.



Le miré con desesperación y él vio un pánico manifiesto en mis



ojos.



—Bella, todo va a salir bien.



—No irá bien si no estamos juntos —susurré.



—Nos reuniremos dentro de unos días —me aseguró mientras



me rodeaba con el brazo—. Y no olvides que fue idea tuya.



—Era la mejor idea, y claro que fue mía.



Me respondió con una sonrisa triste que desapareció de



inmediato.



— ¿Por qué ha ocurrido todo esto? —Pregunté con voz



temblorosa— ¿Por qué a mí?



Contempló fijamente la carretera que se extendía delante de



nosotros.



—Es por mi culpa —dirigía contra sí mismo la rabia que le



alteraba la voz—. He sido un imbécil al exponerte a algo así.



—No me refería a eso —insistí—. Yo estaba allí, vale, mira qué



bien, pero eso no perturbó a los otros dos. ¿Por qué el tal James



decidió matarme a mí? Si había allí un montón de gente, ¿por qué



a mí?



Edward vaciló, pensándoselo antes de contestar.



—Inspeccioné a fondo su mente en ese momento —comenzó en



voz baja—. Una vez que te vio, dudo que yo hubiera podido



hacer algo para evitar esto. Esa es tu parte de culpa —su voz



adquirió un punto irónico—. No se habría alterado si no olieras



de esa forma tan fatídicamente deliciosa. Pero cuando te



defendí... bueno, eso lo empeoró bastante. No está acostumbrado



a no salirse con la suya, sin importar lo insignificante que pueda



ser el asunto. James se concibe a sí mismo como un cazador, sólo



eso. Su existencia se reduce al rastreo y todo lo que le pide a la



vida es un buen reto. Y de pronto nos presentamos nosotros, un



gran clan de fuertes luchadores con un precioso trofeo, todos



volcados en proteger al único elemento vulnerable. No te puedes



hacer idea de su euforia. Es su juego favorito y lo hemos



convertido para él en algo mucho más excitante.



El tono de su voz estaba lleno de disgusto. Hizo una pausa y



agregó con desesperanza y frustración:



—Sin embargo, te habría matado allí mismo, en ese momento, de



no haber estado yo.



—Creía que no olía igual para los otros... que como huelo para ti



—comenté dubitativa.



—No, lo cual no quiere decir que no seas una tentación para



todos. Se habría producido un enfrentamiento allí mismo si



hubieras atraído al rastreador, o a cualquiera de ellos, como a mí.



Me estremecí.



—No creo que tenga otra alternativa que matarle —murmuró—,



aunque a Carlisle no le va gustar.



Oí el sonido de las ruedas cruzando el puente aunque no se veía



el río en la oscuridad. Sabía que nos estábamos acercando, de



modo que se lo tenía que preguntar en ese momento.



— ¿Cómo se mata a un vampiro?



Me miró con ojos inescrutables y su voz se volvió



repentinamente áspera.



—La única manera segura es cortarlo en pedazos, y luego



quemarlos.



— ¿Van a luchar a su lado los otros dos?



—La mujer, sí, aunque no estoy seguro respecto a Laurent. El



vínculo entre ellos no es muy fuerte y Laurent sólo los acompaña



por conveniencia. Además, James lo avergonzó en el prado.



—Pero James y la mujer... ¿intentarán matarte? —mi voz también



se había vuelto áspera al preguntar.



—Bella, no te permito que malgastes tu tiempo preocupándote por



mí. Tu único interés debe ser mantenerte a salvo y por favor te lo



pido, intenta no ser imprudente.



— ¿Todavía nos sigue?



—Sí, aunque no va a asaltar la casa. No esta noche.



Dobló por un camino invisible, con Alice siguiéndonos.



Condujo directamente hacia la casa. Las luces del interior estaban



encendidas, pero servían de poco frente a la oscuridad del



bosque circundante. Emmett abrió mi puerta antes de que el



vehículo se hubiera detenido del todo; me sacó del asiento, me



empotró como un balón de fútbol contra su enorme pecho, y



cruzó la puerta a la carrera llevándome con él.



Irrumpimos en la gran habitación blanca del primer piso, con



Edward y Alice flanqueándonos a ambos lados. Todos se



hallaban allí y se levantaron al oírnos llegar; Laurent estaba en el



centro. Escuché los gruñidos sordos retumbar en lo profundo de



la garganta de Emmett cuando me soltó al lado de Edward.



—Nos está rastreando —anunció Edward, mirando ceñudo a



Laurent.



El rostro de éste no parecía satisfecho.



—Me temo que sí.



Alice se deslizó junto a Jasper y le susurró al oído; los labios le



temblaron levemente por la velocidad de su silencioso monólogo.



Subieron juntos las escaleras. Rosalie los observó y se acercó



rápidamente al lado de Emmett. Sus bellos ojos brillaban con



intensidad, pero se llenaron de furia cuando, sin querer,



recorrieron mi rostro.



— ¿Qué crees que va a hacer? —le preguntó Carlisle a Laurent en



un tono escalofriante.



—Lo siento —contestó—. Ya me temí, cuando su chico la



defendió, que se desencadenaría esta situación.



— ¿Puedes detenerle?



Laurent sacudió la cabeza.



—Una vez que ha comenzado, nada puede detener a James.



—Nosotros lo haremos —prometió Emmett, y no cabía duda de a



qué se refería.



—No podrán con él. No he visto nada semejante en los últimos



trescientos años. Es absolutamente letal, por eso me uní a su



aquelarre.



Su aquelarre, pensé; entonces, estaba claro. La exhibición de



liderazgo en el prado había sido solamente una pantomima.



Laurent seguía sacudiendo la cabeza. Me miró, perplejo, y luego



nuevamente a Carlisle.



— ¿Estás convencido de que merece la pena?



El rugido airado de Edward llenó la habitación y Laurent se



encogió. Carlisle miró a Laurent con gesto grave.



—Me temo que tendrás que escoger.



Laurent lo entendió y meditó durante unos instantes. Sus ojos se



detuvieron en cada rostro y finalmente recorrieron la rutilante



habitación.



—Me intriga la forma de vida que habéis construido, pero no



quiero quedarme atrapado aquí dentro. No siento enemistad



hacia ninguno de vosotros, pero no actuaré contra James. Creo



que me marcharé al norte, donde está el clan de Denali —dudó



un momento—. No subestiméis a James. Tiene una mente



brillante y unos sentidos inigualables. Se siente tan cómodo como



vosotros en el mundo de los hombres y no os atacará de frente...



Lamento lo que se ha desencadenado aquí. Lo siento de veras —



inclinó la cabeza, pero me lanzó otra mirada incrédula.



—Ve en paz —fue la respuesta formal de Carlisle.



Laurent echó otra larga mirada alrededor y entonces se apresuró



hacia la puerta.



El silencio duró menos de un minuto.



— ¿A qué distancia se encuentra? —Carlisle miró a Edward.



Esme ya estaba en movimiento, tocó con la mano un control



invisible que había en la pared y con un chirrido, unos grandes



postigos metálicos comenzaron a sellar la pared de cristal. Me



quedé boquiabierta.



—Está a unos cinco kilómetros pasando el río, dando vueltas por



los alrededores para reunirse con la mujer.



— ¿Cuál es el plan?



—Lo alejaremos de aquí para que Jasper y Alice se la puedan



llevar al sur,



— ¿Y luego?



El tono de Edward era mortífero.



—Le daremos caza en cuanto Bella esté fuera de aquí.



—Supongo que no hay otra opción —admitió Carlisle con el



rostro sombrío.



Edward se volvió hacia Rosalie.



—Súbela arriba e intercambiad vuestras ropas —le ordenó, y ella



le devolvió la mirada, furibunda e incrédula.



— ¿Por qué debo hacerlo? —Dijo en voz baja—. ¿Qué es ella para



mí? Nada, salvo una amenaza, un peligro que tú has buscado y



que tenemos que sufrir todos.



Me acobardó el veneno que destilaban sus palabras.



—Rosa... —murmuró Emmett, poniéndole una mano en el



hombro. Ella se la sacó de encima con una sacudida.



Sin embargo, yo fijaba en Edward toda mi atención; conociendo



su temperamento, me preocupaba su reacción. Pero me



sorprendió.



Apartó la mirada de Rosalie como si no hubiera dicho nada,



como si no existiera.



— ¿Esme? —preguntó con calma.



—Por supuesto —murmuró ella.



Esme estuvo a mi lado en menos de lo que dura un latido, y me



alzó en brazos sin esfuerzo. Se lanzó escaleras arriba antes de que



yo empezara a jadear del susto.



— ¿Qué vamos a hacer? —pregunté sin aliento cuando me soltó



en una habitación oscura en algún lugar del segundo piso.



—Intentaremos confundir el olor —pude oír como caían sus



ropas al suelo—. No durará mucho, pero ayudará a que puedas



huir.



—No creo que me las pueda poner... —dudé, pero ella empezó a



quitarme la camiseta con brusquedad. Rápidamente, me quité yo



sola los vaqueros. Me tendió lo que parecía ser una camiseta y



luché por meter los brazos en los huecos correctos. Tan pronto



como lo conseguí, ella me entregó sus mallas de deporte.



Tiré de ellas pero no conseguí ponérmelas bien, eran demasiado



largas, por lo que Esme dobló diestramente los dobladillos unas



cuantas veces de manera que pude ponerme en pie. Ella ya se



había puesto mis ropas y me llevó hacia las escaleras donde



aguardaba Alice con un pequeño bolso de piel en la mano. Me



tomaron cada una de un codo y me llevaron en volandas hasta el



tramo de las escaleras.



Parecía como si todo se hubiera resuelto en el salón en nuestra



ausencia. Edward y Emmett estaban preparados para irse, este



último llevaba una mochila de aspecto pesado sobre el hombro.



Carlisle le tendió un objeto pequeño a Esme, luego se volvió y le



dio otro igual a Alice; era un pequeño móvil plateado.



—Esme y Rosalie se llevarán tu coche, Bella —me dijo al pasar a



mi lado. Asentí, mirando con recelo a Rosalie, que contemplaba a



Carlisle con expresión resentida.



—Alice, Jasper, llevaos el Mercedes. En el sur vais a necesitar



ventanillas con cristales tintados.



Ellos asintieron también.



—Nosotros nos llevaremos el Jeep.



Me sorprendió verificar que Carlisle pretendía acompañar a



Edward. Me di cuenta de pronto, con una punzada de miedo,



que estaban reuniendo la partida de caza.



—Alice —preguntó Carlisle—, ¿morderán el cebo?



Todos miramos a Alice, que cerró los ojos y permaneció



increíblemente inmóvil. Finalmente, los abrió y dijo con voz



segura:



—El te perseguirá y la mujer seguirá al monovolumen. Debemos



salir justo detrás.



—Vamonos —ordenó Carlisle, y empezó a andar hacia la cocina.



Edward se acercó a mí enseguida. Me envolvió en su abrazo



férreo, apretándome contra él. No parecía consciente de que su



familia le observaba cuando acercó mi rostro al suyo,



despegándome los pies del suelo. Durante un breve segundo



posó sus labios helados y duros sobre los míos y me dejó en el



suelo sin dejar de sujetarme el rostro; sus espléndidos ojos ardían



en los míos, pero, curiosamente, se volvieron inexpresivos y



apagados conforme se daba la vuelta.



Entonces, se marcharon.



Las demás nos quedamos allí de pie, los cuatro desviaron la



mirada mientras las lágrimas corrían en silencio por mi cara.



El silencio parecía no acabarse nunca hasta que el teléfono de



Esme vibró en su mano; lo puso sobre su oreja con la velocidad



de un rayo.



—Ahora —dijo. Rosalie acechaba la puerta frontal sin dirigir ni



una sola mirada en mi dirección, pero Esme me acarició la mejilla



al pasar a mi lado.



—Cuídate.



El susurro de Esme quedó flotando en la habitación mientras



ellas se deslizaban al exterior. Oí el ensordecedor arranque del



monovolumen y luego cómo el ruido del motor se desvanecía en



la noche.



Jasper y Alice esperaron. Alice pareció llevarse el móvil al oído



antes de que sonara.



—Edward dice que la mujer está siguiendo a Esme. Voy a por el



coche.



Se desvaneció en las sombras por el mismo lugar que se había



ido Edward. Jasper y yo nos miramos el uno al otro. Anduvo a



mi lado a lo largo de todo vestíbulo... vigilante.



—Te equivocas, ya lo sabes —dijo con calma.



— ¿Qué? —tragué saliva.



—Sé lo que sientes en estos momentos, y tú sí lo mereces.



—No —murmuré entre dientes—. Si les pasa algo, será por nada.



—Te equivocas —repitió él, sonriéndome con amabilidad.



No oí nada, pero en ese momento Alice apareció por la puerta



frontal y me tendió los brazos.



— ¿Puedo? —me preguntó.



—Eres la primera que me pide permiso —sonreí irónicamente.



Me tomó en sus esbeltos brazos con la misma facilidad que



Emmett, protegiéndome con su cuerpo y entonces salimos



precipitadamente de la casa, cuyas luces siguieron brillando a



nuestras espaldas.

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