BLOOD

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jueves, 8 de abril de 2010

DONDE CRUZAN LOS BRUJOS -- 2ªparte



DONDE CRUZAN LOS BRUJOS

Taisha Abelar

2ªparte

9

Una tarde, mientras recapitulaba en la cueva, me dormí. Al despertar encontré en el suelo a mi lado un par de cristales de cuarzo bellamente pulidos. Por un rato deliberé si tocarlos o no, porque se veían bastante ominosos. Medían como diez centíme­tros de largo y eran perfectamente traslúcidos. Sus extremos fueron labrados en forma de aguda punta y parecían resplan­decer con luz propia. Al ver a Clara acercarse a la cueva, cuidadosamente deslicé los cristales sobre la palma de la mano y salí gateando de la cueva para enseñárselos.

‑Sí, son exquisitos ‑asintió con la cabeza como si los recono­ciera.

-¿De dónde salieron? -pregunté.

-Te los dejó alguien que te está observando muy atentamente ‑indicó y bajó un bulto que estaba cargando.

‑No vi que nadie los dejara.

-La persona vino mientras dormías. Te advertí que no te durmieras durante tu recapitulación.

-¿Quién vino mientras estaba durmiendo? ¿Uno de tus parientes? -pregunté, excitada. Coloqué los frágiles cristales sobre un montón de hojas y me puse los zapatos. Clara me había recomendado quitarme los zapatos para recapitular, porque al apretar los pies impiden que circule la energía.

‑Si te dijera quien dejó los cristales, no tendría ningún sentido para ti o tal vez incluso te asustaría ‑replicó.

‑Haz la prueba. Después de ver a tu sombra moverse, no creo que ya nada me asuste.

-Muy bien, si insistes ‑accedió al desatar su bulto‑. La per­sona que te está observando es un maestro brujo, como los hay muy pocos en este mundo.

-¿Quieres decir que un verdadero brujo? ¿Uno que hace cosas malas?

‑Quiero decir un verdadero brujo, pero no uno que haga cosas malas. Ese brujo es un ser que moldea y da forma a la percepción como tú pintarías un cuadro con tus pinceles. Pero eso no significa que sea arbitrario. Al manejar la percepción con su intento, su comportamiento es impecable.

Clara lo comparó con los maestros pintores chinos, quienes supuestamente pintaban dragones de apariencia tan fiel que al agregar las pupilas, como toque final, los dragones salían vo­lando de la pared o la pantalla sobre la que estaban pintados. Con voz baja, como si estuviera haciendo una revelación significativa, Clara afirmó que cuando un brujo consumado está listo para abandonar el mundo, sólo tiene que manejar la percepción, crear una puerta con su intento, pasar por ella y desaparecer.

La profunda pasión expresada por su voz me inquietó. Me senté en una gran piedra plana y, sujetando los cristales, traté de comprender quién podía ser ese maestro brujo. Desde el día de mi llegada no había hablado con nadie excepto con Clara y Manfredo, por el simple hecho de no haber nadie más. Tampoco hubo señales del cuidador mencionado por Clara. Estuve a punto de recordarle que ella y Manfredo eran los únicos seres que había visto desde mi llegada, cuando me acordé de haber observado a una persona más: a un hombre que pareció salir de la nada una mañana en que estaba dibujando unos árboles cerca de la cueva. El hombre estaba en cuclillas en un claro, a unos treinta metros de donde yo me encontraba. El frío me hacía tem­blar y asimismo me hizo enfocar mi atención en su rompevien­tos verde. Vestía pantalones color beige y el típico sombrero de paja de ala ancha del norte de México. No distinguía los rasgos de su cara, porque llevaba el sombrero ladeado sobre ella; parecía musculoso y flexible.

Estaba vuelto hacia un lado; lo vi cruzar los brazos sobre el pecho. Entonces me dio la espalda y, para mi total asombro, dio la vuelta a su espalda con las manos hasta que se tocaron las puntas de sus dedos. Luego se puso de pie y se fue, desapare­ciendo entre los arbustos.

Rápidamente dibujé su postura agachada. Luego bajé mi cuaderno de dibujar y traté de imitar lo que había hecho; sin lograr juntar los dedos en la espalda por mucho que estirara los brazos y retorciera los hombros. Seguí agachada, abrazán­dome. Al cabo de un momento dejé de temblar y me sentí con calor y a gusto, a pesar del frío.

-Así que ya lo has visto ‑comentó Clara cuando le conté del hombre.

-¿Él es el maestro brujo?

Clara asintió con la cabeza e introdujo la mano en su bulto para pasarme un tamal que me llevaba para comer.

-Es muy flexible -indicó‑. No es nada para él soltar las articulaciones de los hombros para luego regresarlas a su lugar. Si continúas tu recapitulación y ahorras energía suficiente, tal vez te enseñe su arte. La vez que lo viste simplemente te enseñó a combatir el frío mediante una postura específica: agacharse con los brazos cruzados sobre el pecho.

-¿Es algún tipo de yoga?

Clara se encogió de hombros.

‑Quizá tu camino y el de él se crucen de nuevo y él mismo responda a tu pregunta. Mientras tanto, estoy segura de que estos cristales te ayudarán a aclarar las cosas dentro de ti.

-¿A qué te refieres con eso exactamente, Clara?

‑¿Qué aspecto de tu vida estabas recapitulando antes de dormirte? -preguntó, pasando por alto mi pregunta.

Le conté a Clara que estuve recordando cómo odiaba los quehaceres en mi casa. Parecía tardar horas en lavar los trastes. Lo peor era que veía por la ventana de la cocina cómo mis hermanos jugaban a la pelota. Les envidiaba el no tener que ha­cer trabajos domésticos y odiaba a mi madre por obligarme a hacerlos. Tenía ganas de romper sus valiosos platos, pero por supuesto nunca lo hice.

-¿Cómo te sientes ahora al recapitularlo?

-Tengo ganas de darles de bofetadas a todos, incluyendo a mi mamá. No consigo perdonarla.

-Tal vez los cristales te ayuden a reencauzar tu intento y tu energía atrapada -indicó Clara en voz suave.

Guiada por un extraño impulso, deslicé los cristales entre mis dedos índice y medio. Encajaban cómodamente, como si estu­vieran adheridos a mis manos.

-Veo que ya sabes cómo sostenerlos -comentó Clara‑. El maestro brujo me instruyó enseñarte, en caso de que los sostu­vieras correctamente por tu propia cuenta, un movimiento indispensable que puedes realizar con estos cristales.

-¿Qué clase de movimiento, Clara?

-Un movimiento de poder -replicó‑. Después te explicaré más acerca de su origen y propósito. Por ahora, sólo deja que te enseñe cómo realizarlo.

Me indicó que apretara con firmeza los cristales entre mis dedos índice y medio de cada mano. Ayudándome por la espalda, con suavidad me llevó a estirar los brazos delante de mí, a la altura de los hombros, y los hizo girar en sentido con­trario al reloj. Hizo que comenzara por trazar círculos grandes que se hicieron cada vez más pequeños, hasta que el movimien­to se detuvo y los cristales se convirtieron en dos puntos que señalaban la distancia; sus líneas imaginarias, extendidas, con­vergían en un punto del horizonte.

-Al trazar los círculos, asegúrate de mantener las palmas de la una frente a la otra ‑me corrigió‑. Y siempre comienza con círculos grandes y continuos. De esta manera reunirás energía que luego podrás enfocar en cualquier cosa que desees afectar, ya sea un objeto, un pensamiento o un sentimiento.

-¿Cómo afecta apuntar con los cristales? ‑pregunté.

-Mover los cristales y apuntarlos como te lo enseñé extrae la energía de las cosas ‑explicó‑. El efecto es el mismo como cuando se desactiva una bomba. Eso es exactamente lo que quieres hacer en esta etapa de tu entrenamiento. Así que no gires los brazos nunca, bajo ninguna circunstancia, en la dirección del reloj al sostener los cristales.

‑¿Qué pasaría si los hiciera girar en esa dirección?

-No sólo producirías una bomba, sino que prenderías la me­cha y causarías una explosión gigantesca. La dirección de las manecillas del reloj sirve para cargar las cosas, para ahorrar energía para cualquier empresa. Guardaremos ese movimiento para cuando estés más fuerte.

‑Pero ¿no es eso lo que necesito ahora, Clara? ¿Ahorrar ener­gía? Me siento tan agotada.

‑Claro que necesitas ahorrar energía -accedió-, pero por ahora debes lograrlo eliminando tu tendencia a entregarte a absurdeces. Puedes ahorrar mucha energía con simplemente no hacer las cosas a las que estás acostumbrada, como quejarte, sentir lástima de ti misma o preocuparte por cosas que no tienen remedio. Quitar la mecha a estas cuestiones te infundirá una energía positiva y nutritiva que ayudará a equilibrarte y a cu­rarte.

"Por el contrario, la energía que reunirías al mover los cris­tales en dirección del reloj es un tipo virulento de energía, un estallido devastador que no serías capaz de soportar en este momento. Por eso prométeme que bajo ninguna circunstancia lo intentarás.

‑Lo prometo, Clara. Pero suena bastante tentador.

‑El maestro brujo que te dio estos cristales está observando tu progreso -advirtió-, así que no debes darles mal uso.

‑¿Por qué este maestro brujo tiene interés en observarme? ‑no pude evitar un dejo de curiosidad morbosa en mi pregunta. Me sentía inquieta, pero al mismo tiempo halagada porque un hombre se tomara la molestia de observarme, aunque fuese desde lejos.

-Tiene intenciones contigo ‑replicó Clara indiferente.

Mi alarma fue instantánea. Apreté el puño y me levanté de un salto, indignada.

-No seas tan tonta como para sacar conclusiones equivoca­das -dijo Clara, molesta‑. Te aseguro que nadie quiere cogerte. De veras tienes que recapitular detalladamente tus encuentros sexuales, Taisha, para deshacerte de tus sospechas absurdas.

Su tono, desprovisto de todo sentimiento, y su elección vul­gar de palabras por algún motivo me serenaron. Volví a sen­tarme y balbuceé una disculpa.

Clara se llevó un dedo a los labios.

-No estamos dedicados a ocupaciones ordinarias ‑aseveró‑. Entre más pronto te lo metas a la cabeza, mejor. Al hablar de intenciones me refiero a intenciones sublimes; a maniobras para un espíritu audaz. Pese a lo que crees, eres muy audaz. Mira dónde te encuentras ahora. Todos los días te pasas horas sentada sola en una cueva, borrando tu vida por medio de la recapitulación. Eso requiere valor.

Confesé que me alarmaba mucho cada vez que recordaba cómo la había seguido y ahora vivía en su casa, como si fuese lo más natural en el mundo.

‑Siempre me ha desconcertado -indicó-, pero nunca te he preguntado abiertamente qué te impulsó a seguirme de tan buena gana. Yo misma no lo hubiera hecho.

-Mis padres y hermanos siempre me decían que estoy loca ‑admití‑. Supongo que esa debe ser la razón. Una extraña emoción está contenida dentro de mí y debido a ella siempre termino haciendo barbaridades.

-¿Como qué, por ejemplo? ‑sus ojos centelleantes me ins­taron a confiar en ella.

Vacilé. Recordaba docenas de cosas, cada una un suceso traumático que descollaba como un hito para marcar un mo­mento en el que mi vida tomaba un giro... siempre para el peor lado. No mencionaba estas catástrofes nunca, aunque estuvie­se dolorosamente consciente de ellas, y durante los pasados meses de intensa recapitulación muchas de ellas se habían tor­nado aún más intensas y vivas.

-A veces hago cosas tontas -indiqué, sin querer entrar en detalles.

-¿Qué quieres decir con cosas tontas? -insistió Clara.

Después de más instancias por su parte, le di un ejemplo y le conté una experiencia que tuve no mucho tiempo antes en Japón, adonde viajé para participar en un torneo internacional de karate. Ahí, en el Budokan de Tokio, me humillé delante de de­cenas de miles de personas.

‑¿Decenas de miles de personas? ‑repitió‑. ¿No exageras un poco?

‑¡Claro que no! ‑repliqué‑. ¡El Budokan es el auditorio más grande de la ciudad y estaba llenísimo! ‑al recordar el incidente, me di cuenta de que estaba apretando los puños y de que el cuello se me estaba poniendo tenso. No quise continuar‑. ¿No es mejor dejar el asunto por la paz? ‑pregunté‑. Además, ya recapitulé mis experiencias con el karate.

‑Es importante que hables de tu experiencia ‑insistió Clara­-. Tal vez no te la representaste mentalmente con suficiente clari­dad o no la inhalaste a conciencia. Aún parece ejercer dominio sobre ti. Mírate, estás empezando a sudar de los nervios.

Para aplacarla, describí cómo mi profesor de karate dejó escapar una vez que en su opinión las mujeres éramos seres más bajos que los perros. Según él, las mujeres no cabíamos en el mundo del karate, mucho menos en los torneos. Esa vez, en el Budokan, quería que sólo sus alumnos varones subieran al podio para presentarse. Le dije que no había hecho el viaje hasta el Japón sólo para estar sentada a un lado y ver cómo compe­tía el equipo de los varones. Me advirtió que fuese más res­petuosa, pero me enfurecí a tal grado que hice algo desastroso.

-¿Qué hiciste exactamente? -preguntó Clara.

-Me enojé tanto -dije-, que subí a la plataforma central, le arrebaté el gong al maestro de ceremonias, lo golpeé yo misma y anuncié formalmente mi nombre y el nombre de la rutina de karate que iba a demostrar.

-¿Y recibiste un gran aplauso? -preguntó Clara con una sonrisa.

-Lo eché a perder ‑repliqué, al borde de las lágrimas‑. A la mitad de una larga secuencia de movimientos mi mente quedó en blanco. Se me olvidó lo que seguía. Sólo veía un mar de caras mirándome con desaprobación. De algún modo conseguí termi­nar con el resto de la forma y bajé del escenario en estado de trauma psíquico.

"Hacerme cargo del asunto e interrumpir el programa como lo hice ya era malo, pero olvidar mi forma delante de miles de espectadores representaba el máximo insulto posible contra la Federación de Karate. Me deshonré yo misma, a mis maes­tros y supongo que a las mujeres en general.

-¿Qué sucedió después? -preguntó Clara, tratando de extin­guir una risita.

-Fui expulsada de la escuela, se habló de revocar mi cinta negra y no volví a practicar el karate nunca más.

Clara rompió a reír. Yo, por mi parte, estaba tan sacudida por mi vergonzosa experiencia que me puse a llorar. Además de todo, estaba doblemente avergonzada por habérsela revelado a Clara.

Clara me sacudió los hombros para llamar mi atención.

‑Barre tus pensamientos con la respiración de izquierda a derecha -indicó‑. Inhala ahora.

Moví la cabeza de izquierda a derecha, inhalando la energía aún atrapada irremediablemente en esa sala de exhibiciones. Al llevar la cabeza otra vez a la izquierda exhalé toda la vergüenza y la autocompasión que me habían envuelto. Moví la cabeza re­petidas veces, ejecutando una barrida tras otra hasta haber liberado toda mi confusión emocional. Entonces moví la cabeza de izquierda a derecha y otra vez a la izquierda sin respirar, cortando así todos los lazos con ese momento específico de mi pasado. Cuando terminé, Clara escudriñó mi cuerpo y señaló su aprobación con una leve venia.

-Eres vulnerable porque te sientes importante ‑declaró al pasarme un pañuelo bordado para que me sonara la nariz­-. Toda esa vergüenza fue causada por tu sentido extraviado del valor personal. Después, al estropear tu presentación, algo que era inevitable, agregaste un mayor insulto a tu orgullo ya herido.

Clara guardó silencio por un momento, dándome tiempo para reponerme.

-¿Por qué dejaste de practicar el karate? ‑preguntó al fin.

‑Simplemente me cansé de él y de toda la hipocresía ‑repli­qué con brusquedad.

Meneó la cabeza.

‑No. Renunciaste porque después de tu desventura ya nadie te hacía caso y nunca recibiste el reconocimiento que creías merecer.

Para ser sincera, tuve que admitir que Clara tenía razón. Creía merecer reconocimiento. Cada vez que cometí alguno de mis actos alocados e impulsivos, fue para mejorar la imagen que tenía de mí misma o para competir con alguien a fin de probar que era mejor. Un sentimiento de tristeza y abatimiento me abra­zó. Sabía que, pese a mis respiraciones y recapitulaciones, no había esperanza para mí.

-Tu inventario está cambiando de manera muy natural y armoniosa ‑dijo Clara, dándome unos ligeros golpecito en la cabeza‑. No te preocupes tanto. Sólo concéntrate en la recapitu­lación y todo lo demás se arreglará solo.

-Tal vez necesite ver a un terapeuta -indiqué‑. Por otra parte, ¿no es la recapitulación una especie de psicoterapia?

-De ninguna manera ‑objetó Clara‑. Las personas que idea­ron la recapitulación vivieron hace cientos, si no es que miles de años. Definitivamente no deberías pensar en este antiguo proceso de renovación en términos del psicoanálisis moderno.

-¿Por qué no? ‑pregunté‑. Debes admitir que volver a los recuerdos de la infancia y el énfasis en el acto sexual se parecen a lo que interesa a los psicoanalistas, en especial a los freudianos.

Clara se mostró inflexible. Subrayó que la recapitulación es un acto mágico en el que el intento y la respiración desempeñan papeles indispensables.

-Respirar reúne energía y la hace circular ‑explicó‑. Luego es guiada por el intento preestablecido de la recapitulación, el cual es liberarnos de nuestros lazos biológicos y sociales.

"El intento de la recapitulación es un obsequio concedido a nosotros por los antiguos videntes que concibieron este método y lo transmitieron a sus descendientes -continuó Clara‑. Cada persona que lo ejecuta debe aunarle su propio intento, pero este intento es tan sólo el deseo o la necesidad de efectuar la reca­pitulación. El intento de su resultado final, que es la libertad total, fue establecido por aquellos videntes de la antigüedad. Puesto que fue fijado en forma independiente de nosotros, constituye un obsequio invaluable.

Clara explicó que la recapitulación nos revela una faceta crucial de nuestro ser: el hecho de que por un instante, justo antes de clavarnos en cualquier acto, somos capaces de deter­minar acertadamente su resultado, nuestras posibilidades, mo­tivos y expectativas. Este conocimiento nunca coincide con lo que consideramos conveniente o satisfactorio, de modo que lo anulamos instantáneamente.

‑¿Qué quieres decir con eso, Clara?

‑Quiero decir que tú, por ejemplo, supiste por una fracción de segundo que cometerías un error fatal al brincar sobre el podio del auditorio para interrumpir el programa, pero repri­miste esta certeza de inmediato, por varias razones. También supiste, por un instante, que habías dejado de practicar el karate por sentirte ofendida al no recibir alabanzas o reconocimien­to. Pero encubriste este conocimiento en el acto con otra ex­plicación, más halagüeña para ti misma: el hartazgo con la hipocresía de los demás.

Clara indicó que ese momento del conocimiento directo fue llamado "el vidente" por las personas que primero formularon la recapitulación, porque durante ese momento podemos ver de manera directa las cosas, con los ojos despejados. Sin embar­go, a pesar de la claridad y precisión de las evaluaciones del vidente, nunca le prestamos atención ni le damos al vidente la oportunidad de hacerse escuchar. Por medio de esta continua supresión sofocamos su crecimiento e impedimos que desarro­lle su pleno potencial.

-Al final, el vidente en nuestro interior se llena de amargura y odio -prosiguió Clara‑. Los antiguos sabios que inventaron la recapitulación creían que, puesto que no dejamos nunca de reprimir al vidente, finalmente éste nos destruye. Pero también nos aseguraron que por medio de la recapitulación podemos lograr que el vidente crezca y se desarrolle, como era su pro­pósito.

-No entendí nunca de qué trataba la recapitulación real­mente -indiqué.

-El propósito de la recapitulación es otorgar al vidente la libertad de ver ‑me recordó Clara‑. Al darle espacio podemos convertir al vidente deliberadamente en una fuerza misteriosa y eficaz al mismo tiempo, en una fuerza que con el tiempo nos guiará hacia la libertad, en lugar de matarnos.

"Esta es la razón por la que siempre insisto en que me digas qué es lo que averiguas por medio de tu recapitulación -indicó Clara‑. Debes sacar al vidente a la superficie y darle la oportuni­dad de hablar y comunicar lo que ve.

No tuve problemas para comprender o concordar con ella. Sabía perfectamente que algo en mi interior siempre sabe cuál es la verdad. También estaba consciente de suprimir su capaci­dad de aconsejarme, porque sus indicaciones por lo común son contrarias a lo que espero o quisiera escuchar.

Revelé a Clara el súbito descubrimiento de que la única ocasión en que invocaba la dirección del vidente era al mirar el horizonte del Sur y pedir su ayuda en forma deliberada, aunque nunca pude explicar por qué lo hacía.

-Algún día se te explicará todo eso ‑prometió. Sin embargo, por su forma de sonreír deduje que no quería hablar más al respecto.

Clara sugirió que regresara a la cueva por unas cuantas horas más, para luego ir a la casa y echarme una siesta antes de cenar.

-Enviaré a Manfredo para que te recoja ‑ofreció.

Rechacé la idea. De ninguna manera hubiera podido regresar a la cueva ese día. Estaba demasiado exhausta. Revelar a Clara mis momentos avergonzantes y la necesidad de defenderme de sus ataques personales me había dejado emocionalmente vacía. Por un instante, me llamó la atención la luz que se reflejaba en uno de los cristales. Enfocar mi atención en los cristales me calmó. Le pregunté a Clara si conocía el motivo por el cual el maestro brujo me dio los cristales. Replicó que no me los había dado, en realidad, sino que él los había recuperado por mí.

-Los encontró en una cueva en las montañas. Alguien debió dejarlos ahí hace una eternidad ‑contestó bruscamente.

Su tono impaciente me hizo pensar que tampoco deseaba hablar acerca del maestro brujo, así que pregunté:

-¿Qué más sabes sobre estos cristales?

Alcé uno hacia la luz del sol para observar su traslucidez.

-El uso de cristales era del dominio de los brujos del México antiguo ‑explicó Clara‑. Son armas utilizadas para destruir al enemigo.

Escuchar eso me dio tal sacudida que casi dejé caer uno de los cristales. Traté de dárselos a Clara, porque ya no quería tener nada que ver con ellos, pero Clara se negó a tomarlos.

‑Una vez que sostienes en tus manos unos cristales como éstos, no puedes pasarlos a otra persona ‑me reprendió‑. No es­tá bien; de hecho, es peligroso. Estos cristales deben tratarse con un cuidado infinito. Son un regalo de poder.

-Lo siento -dije‑. No quise faltar al respeto. Sólo me asusté cuando dijiste que los usaban como armas.

-Antes fue así, pero ya no ‑aclaró‑. Hemos perdido el cono­cimiento de cómo convertirlos en armas.

-¿Existió tal conocimiento en el México antiguo?

‑¡Por supuesto que sí! Forma parte de nuestra tradición ‑de­claró‑. Al igual que en China, donde hubo creencias antiguas tan descabelladas que se transformaron en leyendas, aquí en México también tenemos nuestras creencias y leyendas.

-Pero ¿por qué nadie sabe mucho acerca de lo que pasaba en el México antiguo, mientras que todo el mundo está enterado de las creencias y las prácticas de la antigua China?

-Aquí en México hubo dos culturas que chocaron de frente: la española y la indígena ‑explicó Clara‑. Sabemos todo acerca de la antigua España pero no sobre el México de la antigüedad, por el simple hecho de que los españoles fueron los vencedores y trataron de borrar las tradiciones indígenas. Pero pese a sus esfuerzos sistemáticos e incansables, no lo lograron del todo.

‑¿Cuáles fueron las prácticas asociadas con los cristales? -pregunté.

‑Se cree que los brujos de la antigüedad sostenían la imagen mental de su enemigo, en un estado de concentración intensa y precisa, estado único que es casi imposible de lograr y definiti­vamente imposible de describir. En tal condición de conciencia mental y física, manipulaban la imagen hasta encontrar su centro de energía.

‑¿Qué hacían los brujos con la imagen de su enemigo? -pre­gunté, impulsada por una curiosidad morbosa.

‑Solían buscar una abertura, normalmente situada en el área del corazón, como un diminuto vórtice en torno al cual circula la energía. En cuanto lo encontraban lo apuntaban con sus cristales, como dardos.

Al oír cómo se apuntaba con los cristales la imagen del ene­migo, me puse a temblar. Pese a mi desazón me sentí impulsada a preguntarle a Clara qué pasaba con la persona cuya imagen era manipulada por los brujos.

‑Quizá se le marchitaba el cuerpo ‑replicó‑. O tal vez la per­sona sufría un accidente. Existe la creencia de que los propios brujos no sabían exactamente qué pasaría, pero si su intento y poder eran lo bastante fuertes tenían asegurada la destrucción del enemigo.

Más que nunca sentí el deseo de soltar los cristales, pero a la luz de lo dicho por Clara no me atreví a profanarlos. Me pre­gunté qué razón podía haber para que alguien me los quisiera dar.

-Las armas mágicas tuvieron una importancia tremenda en cierto momento -continuó Clara‑. Las armas como los cristales se volvieron una extensión del cuerpo del brujo. Eran armas llenas de una energía que podía encauzarse y proyectarse hacia afuera, a través del tiempo y del espacio.

Clara indicó que el arma máxima, sin embargo, no era un dar­do de cristal, una espada o siquiera un rifle, sino el cuerpo humano. Es posible convertirlo en un instrumento capaz de reunir, guardar y dirigir la energía.

-Podemos considerar el cuerpo como un organismo biológico o como una fuente de poder ‑explicó Clara‑. Todo depen­de del estado en que se encuentra el inventario en nuestro almacén; el cuerpo puede ser duro y rígido o manejable y flexible. Si nuestro almacén está vacío, el cuerpo también lo está y la energía del infinito puede fluir a través de él.

Clara reiteró que a fin de vaciarnos debemos hundirnos en un estado de profunda recapitulación y dejar que la energía fluya sin trabas a través de nosotros. Sólo en un estado de quietud, subrayó, podemos dar rienda suelta al vidente dentro de nosotros y puede la energía impersonal del universo trans­formarse en la fuerza muy personal del intento.

-Al vaciarnos lo suficiente de nuestro anticuado y estorboso inventario -continuó-, la energía viene a nosotros y se reúne en forma natural; al aglutinarse lo suficiente, se convierte en poder. Cualquier cosa puede anunciar esa conversión: un ruido fuerte, una voz baja, un pensamiento que no es de uno, una inesperada ola de vigor y bienestar.

Clara puso énfasis en el hecho de que, a fin de cuentas, no importaba que el poder descendiese sobre nosotros en un esta­do despierto o en los sueños; resultaba igualmente válido en ambos casos, aunque este último es menos definido pero más potente.

-Lo que experimentamos estando despiertos, en términos de poder, debe ponerse en práctica en los sueños ‑continuó‑ y el poder que experimentamos en los sueños debe usarse al estar despiertos. Lo que cuenta realmente es estar consciente, sin importar que se esté despierto o dormido -lo repitió, mirán­dome fijamente‑. Lo que cuenta es estar consciente.

Clara guardó silencio por un momento, antes de comu­nicarme algo que me pareció completamente irracional.

-Estar consciente del tiempo, por ejemplo, puede alargar la vida de un hombre por varios cientos de años ‑dijo.

-Eso es absurdo ‑objeté‑. ¿Cómo es posible que alguien viva por tanto tiempo?

-Estar consciente del tiempo es un estado especial de la conciencia que nos impide envejecer rápidamente y morir en pocas décadas -explicó Clara‑. Existe la creencia, trasmitida por los antiguos brujos, de que, si fuéramos capaces de usar los cuerpos como armas o, para decirlo en términos modernos, si vaciáramos nuestros almacenes, podríamos deslizarnos fuera del mundo para andar en otros mundos.

‑¿A dónde iríamos? -pregunté.

Clara me miró, sorprendida, como si yo debiera conocer la respuesta.

-Al reino del no ser, al mundo de las sombras ‑replicó‑. Se cree que, una vez vacío nuestro almacén, nos tornaríamos tan ligeros que podríamos volar por el vacío sin que nada entorpe­ciera nuestro paso. Entonces podríamos regresar a este mundo jóvenes y renovados.

Cambié de posición sobre la piedra incómoda que me estaba adormeciendo el coxis.

‑Por el momento sólo es una creencia, ¿verdad, Clara? -pre­gunté‑. Una leyenda trasmitida desde la antigüedad.

-Por el momento sólo es una creencia ‑reconoció‑. Pero es sabido que los momentos, como todas las cosas, pueden cam­biar. Hoy en día, el hombre más que nunca necesita renovarse y experimentar el vacío y la libertad.

Me pregunté cómo se sentiría ser tan vaporosa como una nube y flotar por el aire sin nada que obstruyera mis ires y venires, luego mi mente pisó el suelo otra vez y me sentí obli­gada a afirmar:

-Toda esta conversación acerca de estar consciente del tiem­po y pasar al mundo de las sombras, Clara, me resulta imposible de aceptar o de entender. No forma parte de mi tradición o bien, como tú dirías, no forma parte del inventario en mi almacén.

‑Sí, así es -asintió Clara‑. ¡Esto es brujería!

-¿Quieres decir que la brujería aún existe y se practica en la actualidad? -pregunté.

De súbito Clara se puso de pie y agarró su bulto.

-No me preguntes más al respecto -pidió, categórica‑. Más luego averiguarás todo lo que quieras saber, pero alguien con mayor capacidad que yo para explicar estas cosas te lo dirá.

10

Clara estaba sentada en el sillón de ratán a la orilla del patio, ce­pillándose su lustroso cabello negro. Lo acomodó con las pun­tas de los dedos hasta que todo quedó en su lugar. Al terminar de arreglarse, se llevó la palma de la mano izquierda a la frente y la frotó suavemente con un movimiento circular. Luego se pasó la mano por encima de la cabeza y hasta la base de la nu­ca, para finalmente sacudir las muñecas y los dedos en el aire. Repitió esta secuencia de frotar y sacudir varias veces más.

Observé sus movimientos, fascinada. No tenía nada de des­cuidados o casuales. Los ejecutó con intensa concentración, co­mo si estuviese realizando una tarea de suma importancia.

-¿Qué estás haciendo? ‑pregunté, rompiendo el silencio­- ¿Te estás dando una especie de masaje facial?

Clara me echó un vistazo. Yo estaba sentada en el otro sillón, imitando sus movimientos.

‑Estos movimientos circulares impiden la formación de arru­gas en la frente ‑indicó‑. Tal vez te parezca un masaje facial, pero no lo es. Son pases brujos, movimientos de la mano dise­ñados para reunir la energía con un propósito específico.

-¿Qué propósito específico es ése? -pregunté, sacudiendo las muñecas en la misma forma que ella.

-El propósito de estos pases brujos es conservar la apariencia juvenil al impedir que se formen arrugas ‑replicó‑. El pro­pósito fue determinado con anterioridad, no por mí ni por ti sino por el poder mismo.

Debí admitir que, con respecto a Clara, si esa era la cuestión, definitivamente funcionaba. Tenía un cutis espléndido que hacía resaltar sus ojos verdes y cabello oscuro. Siempre había creído que su apariencia juvenil se debía a sus genes indígenas. No sospeché nunca que deliberadamente la cultivara por medio de movimientos específicos.

‑Siempre que se reúne energía, como en el caso de estos pases brujos, lo llamamos poder ‑continuó Clara‑. Recuerda, Taisha, que poder es cuando la energía se reúne, ya sea por sí sola o bajo el mando de alguien. Escucharás hablar mucho más acerca del poder, no sólo por mí sino también por mis parientes. Van a regresar cualquier día de estos.

Aunque Clara se refería constantemente a sus parientes, yo había perdido toda esperanza de conocerlos. Su referencia al poder era otro asunto muy diferente. No entendí nunca qué quería decir con poder.

-Te enseñaré unos pases brujos que debes ejecutar todos los días de tu vida a partir de ahora ‑anunció.

Lancé un suspiro quejumbroso. Eran tantas las cosas que me había enseñado y que según ella debía de hacerlas todos los días de mi vida: la respiración, la recapitulación, los ejercicios de kung fu, las largas caminatas. Si alineaba una tras otra las cosas que me dijo que hiciera, las horas del día no alcanzarían ni para la mitad.

‑¡Por favor! No me tomes tan literalmente ‑dijo Clara al ver mi expresión afligida‑. Estoy llenando tu cerebrito de todo lo posible, porque quiero que sepas de todas estas cosas. El cono­cimiento reúne energía, por eso el conocimiento es poder. Pa­ra hacer que funcione la brujería, debemos saber lo que estamos haciendo cuando enfocamos nuestro intento, no en el propó­sito, date cuenta, sino en el resultado del acto de brujería. Si intentamos el propósito de nuestras acciones de brujería, esta­ríamos creando brujería; tú y yo no tenemos tanto poder.

-No te entiendo, Clara ‑dije, acercando mi silla un poco- ­¿Para qué no tenemos suficiente poder?

‑Quiero decir que ni siquiera entre las dos juntas podemos reunir la energía abrumadora que se requeriría para crear un nuevo propósito. Pero en forma individual definitivamente po­demos reunir suficiente energía para enfocar nuestro intento en el resultado de estos pases brujos: que no nos salgan arrugas. Es todo lo que podemos hacer, puesto que su propósito -man­tenernos joven y de apariencia juvenil‑ ya está establecido.

‑¿Es como la recapitulación, cuyo resultado final fue creado de antemano por el intento de los antiguos brujos? ‑pregunté.

‑Exactamente ‑dijo Clara‑. El intento de todos los actos de brujería ya está establecido. Sólo tenemos que enganchar nues­tra conciencia con él.

Colocó su sillón en frente de mí, de modo que nuestras ro­dillas apenas se tocaban. Luego frotó cada pulgar vigorosa­mente en la palma de la otra mano y se los puso en el caballete de la nariz. Con trazos ligeros y parejos se los pasó sobre las cejas hasta las sienes.

‑Este pase impedirá que se te hagan surcos entre las cejas ‑explicó.

Después de frotar los índices rápidamente uno con otro, como dos palos para encender un fuego, se los acercó a ambos lados de la nariz en posición vertical y suavemente los desplazó varias veces con un movimiento lateral sobre las mejillas.

‑Esto es para despejar las cavidades de los sinus -indicó, estrechando deliberadamente los pasajes nasales‑. En lugar de hurgarte la nariz, efectúa este movimiento.

No me agradó su referencia a que me hurgara la nariz, pero intenté el movimiento y en efecto me despejó los sinus, como lo había dicho.

-El siguiente es para evitar que se cuelguen las mejillas ‑señaló.

Frotó las palmas de las manos enérgicamente la una contra la otra y, con movimientos largos y firmes, se las deslizó hacia arriba sobre las mejillas hasta las sienes. Repitió el movimiento siete veces, siempre con trazos ascendentes lentos y uniformes.

Observé que tenía la cara sonrojada, pero aún no se detenía. Colocó el filo interno de la mano, con el pulgar doblado sobre la palma, arriba del labio superior, y se frotó de un lado a otro con un vigoroso movimiento de sierra.

Explicó que el punto en el que se unen la nariz y el labio superior, al frotarse enérgicamente, estimula el flujo de energía con destellos suaves y uniformes. De requerirse descargas ma­yores de energía, era posible obtenerlas picando el punto en el centro de la encía superior, debajo del labio superior y debajo del tabique de la nariz.

‑Si te da sueño en la cueva al recapitular, frota enérgicamente el punto debajo de tu nariz y te reanimarás al instante ‑dijo.

Me froté el labio superior y percibí que se me destapaban la nariz y los oídos. También experimenté una ligera sensación de entumecimiento en el paladar. Duró pocos segundos, pero me quitó el aliento. Me dejó con la sensación de que estaba a punto de descubrir algo velado.

A continuación, Clara movió los índices de lado a lado debajo de la barbilla, otra vez con un rápido movimiento horizontal como de sierra. Explicó que estimular el punto debajo de la bar­billa produce un estado sereno de alerta. Agregó que también podemos activar este punto descansando la barbilla sobre una mesa baja al estar sentados en el piso.

Siguiendo su sugerencia, pasé mi cojín al piso, me senté en él y apoyé la barbilla en un huacal que estaba justo en el nivel de mi cara. Al inclinarme al frente, ejercí una leve presión sobre el punto del mentón indicado por Clara. Tras unos cuantos mo­mentos, sentí que mi cuerpo se tranquilizaba; un hormigueo me subió por la espalda y penetró en mi cabeza y mi respiración se tornó más profunda y más rítmica.

‑Otra forma de despertar el centro debajo de la barbilla ‑con­tinuó Clara‑ es acostarse boca abajo con los puños debajo del mentón, uno encima del otro.

Recomendó que, al realizar el ejercicio con los puños, debe­mos tensarlos para ejercer presión debajo de la barbilla y luego relajarlos para soltar la presión. Tensar y relajar los puños, indicó, produce un movimiento pulsante que envía pequeños destellos de energía a un centro vital conectado directamente con la base de la lengua. Subrayó que el ejercicio debe efectuar­se de manera cautelosa, pues de otro modo podía resultar en dolor de garganta.

Fui a sentarme otra vez en el sillón de ratón.

‑Este grupo de pases brujos que te he enseñado -prosiguió Clara‑ debe practicarse diariamente, hasta que dejen de ser movimientos de masaje y se conviertan en lo que realmente son: pases brujos. ¡Obsérvame! ‑ordenó.

La vi repetir los movimientos que me había enseñado, salvo que ahora puso a bailar los dedos y las manos. Sus manos parecían penetrar profundamente en la piel de su cara; otras veces le pasaban por encima ligeramente, como deslizándose por la superficie de la piel, moviéndose de manera tan rápida que parecían desaparecer. Observar sus movimientos exquisi­tos me hipnotizó.

-Esta forma de pasar las manos no estuvo nunca en tu inventario ‑dijo, riéndose, al terminar‑. Esto es brujería. Re­quiere un intento distinto del intento del mundo diario. Con toda la tensión que sube a la cara, definitivamente necesitamos un intento diferente si hemos de relajar los músculos y entonar los centros situados ahí.

Clara dijo que todas nuestras emociones dejan huellas en la cara, más que en cualquier otra parte del cuerpo. Por eso de­bemos liberar la tensión acumulada usando los pases brujos y el intento correspondiente.

Me miró fijamente por un instante y comentó:

-Veo por la tensión en tu cara que has estado meditando sobre tu recapitulación. Asegúrate de realizar tus pases antes de acostarte hoy por la noche, para borrar esos surcos de tu frente.

Admití que estaba preocupada por mi recapitulación.

-El problema es que estás pasando demasiado tiempo en la cueva -dijo Clara con un guiño del ojo‑. No quiero que te con­viertas en una mujer‑murciélago. Para estas alturas creo que has ahorrado energía suficiente para empezar a aprender otras cosas.

Se levantó del sillón de un brinco, como impulsada por un resorte. Resultó tan incongruente ver a una mujer tan fuerte saltar con tal agilidad que tuve que reír. Yo misma me puse de pie más despacio, como si tuviese el doble de su peso.

Me miró y meneó la cabeza.

‑Estás demasiado tiesa ‑señaló‑. Necesitas hacer ejercicios físicos especiales para abrir tus centros vitales.

Fuimos al perchero donde se guardaban los abrigos y las botas, al lado de la puerta trasera de la casa. Me entregó un sombrero de paja de ala ancha y me llevó a un claro situado a corta distancia del pabellón de la cocina.

El sol brillaba con intensidad; era un día extraordinariamente caluroso. Clara me indicó que me pusiera el sombrero. Señaló un área rodeada por una cerca de alambre, donde la tierra estaba aflojada en surcos y cubierta de pequeñas plantas dis­puestas en ordenadas hileras paralelas.

‑¿Quién limpió el terreno y sembró todas las plantas? ‑pre­gunté, sorprendida, porque no había visto a Clara trabajar ahí­-. Parece un proyecto inmenso. ¿Lo hiciste tú misma?

-No. Otra persona vino y lo hizo por mí.

‑Pero ¿a qué hora? He estado aquí todos los días y no vi a nadie.

-No es ningún misterio ‑replicó Clara‑. La persona que trabajó en este huerto vino mientras tú estabas en la cueva.

Su explicación no me convenció. El jardín estaba tan bien organizado que aparentemente debió hacer falta más que una sola persona para arreglarlo. Antes de que pudiera indagar más, Clara anunció:

-A partir de ahora cuidarás de este jardín. Considéralo tu nueva tarea.

Traté de ocultar mi decepción al verme a cargo de una tarea más que requeriría atención diaria. Pensé que al decir ejercicios físicos Clara se refería a la práctica de una nueva forma de artes marciales, de preferencia alguna que usara un arma china clásica como la espada ancha o el bastón largo. Al observar mi expresión cabizbaja, Clara me aseguró que cultivar un huerto me haría bien. Me daría la actividad física y la exposición al sol que necesitaba para mi salud y bienestar. También señaló que desde hacía más de seis meses no hacía más que concentrarme en los incidentes de mi vida. Cuidar de algo fuera de mí me im­pediría volverme aún más centrada en mí misma. Me impre­sionó darme cuenta de que había transcurrido medio año. Me parecía que había pasado apenas un día desde mi llegada a la casa de Clara; el evento que cambió mi vida tan drásticamente que ya nada era igual.

-La mayoría de la gente sólo sabe preocuparse por sí misma ‑dijo Clara, sacándome de mis pensamientos‑. Y ni siquiera eso lo saben hacer bien. Debido al énfasis arrollador en sí mismos, el yo se distorsiona y se llena de exigencias excesivas.

Nos dirigimos a una reja de madera, la entrada al huerto.

-Trabajar en este jardín te dará un tipo especial de energía que no puedes obtener con la recapitulación, la respiración o la práctica del kung fu ‑indicó Clara.

-¿Qué clase de energía es ésa?

-La energía de la tierra ‑replicó, con ojos tan verdes como las plantas en retoño‑. Complementa la energía del sol. Tal vez la sientas cuando entra en ti, por tus manos al trabajar la tierra. O quizá comience a fluir por tus piernas mientras estés en cuclillas en el suelo.

Nunca había trabajado en un jardín antes y no estaba segura de qué hacer. Le pedí que esbozara mis tareas. Me miró por un instante, como dudando de haber escogido a la persona indi­cada para la tarea.

-La tierra todavía está húmeda de la lluvia de ayer -indicó, agachándose para tocarla‑. Pero cuando esté seca tendrás que traer cubetas de agua del arroyo. O, si eres muy lista, puedes diseñar un sistema de riego.

-Tal vez haga precisamente eso ‑repliqué con confianza­-. Construiré una bomba eléctrica para el agua, como una que vi en una casa de campo, y la conectaré con el dínamo. Entonces no tendré que subir el cerro cargando las cubetas de agua.

-No importa cómo lo hagas con tal que riegues las plantas. También tendrás que alimentarlas cada dos semanas con ese montón de abono al fondo del huerto. Y asegúrate de arrancar todas las malas hierbas. Por aquí crecen como un reguero de pólvora. Y mantén cerrada la reja para que no se metan los conejos.

‑No hay problema ‑aseveré, aunque no muy convencida.

-Bien. Puedes empezar ahora.

Señaló una cubeta y me pidió llenarla de abono y mezclarlo con la tierra alrededor de cada planta. Cuando regresé con la cu­beta llena de algo que yo esperaba no fuese excremento, me dio una herramienta para cavar y con la que debía aflojar la tierra. Por un rato me vio trabajar, advirtiéndome que no cavara demasiado cerca de las tiernas plantas.

Al concentrarme en mi tarea, sentí que me envolvía una sen­sación de bienestar y una extraña paz. La tierra se sentía fresca y blanda entre mis dedos. Por primera vez desde que llegué a la casa de Clara, me sentí realmente tranquila, segura y prote­gida.

-La energía de la tierra alimenta ‑comentó, como si hubiese reparado en el cambio en mi estado de ánimo‑. Tu recapitu­lación te ha dejado lo bastante vacía para que un poco de esa energía ya se introduzca en tu cuerpo. Te sientes tranquila por­que sabes que la tierra es la madre de todas las cosas ‑barrió las hileras de plantas con un movimiento de las manos‑. Todo pro­viene de la tierra. La tierra nos sostiene y alimenta; y al morir nuestros cuerpos vuelven a ella. ‑Se detuvo por un momento antes de agregar‑: a menos, por supuesto, que logremos la gran travesía.

-¿Quieres decir que hay una oportunidad de no morir? -pre­gunté‑. En serio, Clara, ¿no estás exagerando?

-Todos tenemos una oportunidad de lograr la libertad -re­plicó con voz suave-, pero depende de cada uno de nosotros agarrarla y convertirla en realidad.

Explicó que al ahorrar energía podemos disolver nuestras ideas preconcebidas acerca del mundo y el cuerpo, para así abrir espacio en nuestro almacén para otras posibilidades. La oportunidad de no morir era una de estas posibilidades. Afirmó que la mejor explicación de esta extravagante alternativa fue proporcionada por los sabios de la antigua China. Según ase­veraban, es viable que la conciencia personal de uno, o Te, se enlace intencionalmente con la conciencia global o Tao. Enton­ces, al llegar la muerte, la conciencia individual no se disper­sa, como en la muerte ordinaria, sino que se expande y se une con el todo más grande.

Agregó que la recapitulación en el marco de una cueva parecida a un capullo me había permitido reunir y ahorrar ener­gía. Ahora debía utilizar esa energía para fortalecer mi lazo con la fuerza abstracta llamada el espíritu.

-Por eso tienes que cultivar el jardín y absorber su energía y también la energía del sol ‑indicó‑. El sol otorga su energía a la tierra y hace crecer las cosas. Si permites que la luz del sol entre en tu cuerpo, tu energía también florecerá.

Clara me pidió lavarme las manos en una cubeta de agua y sentarme en un tronco a la orilla de un claro ubicado fuera del huerto, porque iba a mostrarme cómo empezar a dirigir mi atención hacia el sol. Dijo que siempre llevara un sombrero de ala ancha, a fin de protegerme la cabeza y la cara. También me ad­virtió no efectuar nunca ninguno de los pases de respiración que estaba a punto de mostrarme por más de unos cuantos minutos a la vez.

-¿Por qué se llaman pases de respiración? ‑pregunté.

-Porque el preestablecido intento de estos pases es pasar la energía de la respiración al área donde fijemos nuestra atención. Puede ser un órgano en nuestro cuerpo, un canal de energía o incluso un pensamiento o un recuerdo, como en el caso de la recapitulación. Lo importante es que la energía se trasmita cum­pliendo de este modo el intento establecido de antemano; el resultado es pura magia, porque parece haber brotado de la nada. Por eso llamamos pases brujos a estos movimientos y respiraciones.

Clara me instruyó volver la cara hacia el sol, con los ojos ce­rrados, y luego inhalar profundamente por la boca y jalar el calor y la luz del sol al estómago. Debía sostenerlos ahí el más tiempo posible, luego tragar y finalmente exhalar el aire que quedara.

-Finge que eres un girasol ‑dijo en son de broma‑. Siempre conserva la cara hacia el sol al respirar. La luz del sol carga la respiración de poder. Así que asegúrate de tomar grandes tra­gos de aire y de llenar completamente los pulmones. Hazlo tres veces.

Explicó que en este ejercicio la energía del sol automática­mente se extiende por todo el cuerpo. Pero era posible enviar en forma deliberada los rayos curativos del sol a cualquier área, tocando el punto al que queremos que vaya la energía, o sim­plemente usando la mente para dirigir la energía hacia él.

-En realidad, después de haber practicado esta respiración lo suficiente, ya no se necesitan usar las manos ‑prosiguió‑. Es posible representarse mentalmente cómo los rayos del sol flu­yen de manera directa a una parte específica del cuerpo.

Sugirió que efectuara las mismas tres respiraciones, pero respirando esta vez por la nariz e imaginándome el fluir des­cendente de la luz a la espalda, impartiendo energía a los ca­nales a lo largo de mi espina. De esta manera, los rayos del sol inundarían todo mi cuerpo.

‑Si quieres pasar por alto completamente la respiración por la nariz o la boca ‑dijo Clara‑, puedes respirar de manera directa con el estómago, el pecho o la espalda. Incluso puedes subir la energía por el cuerpo a través de las plantas de los pies.

Me indicó concentrarme en el bajo abdomen, en el punto justo debajo del ombligo, y respirar de manera relajada, hasta percibir la formación de un lazo entre mi cuerpo y el sol.

Al inhalar bajo su dirección, pude sentir cómo el interior de mi estómago se calentaba y se llenaba de luz. Después de un rato, Clara me indicó que practicara respirar con otras áreas. Me tocó la frente en el punto entre los ojos. Al concentrar mi atención en ese lugar, la cabeza se me inflamó con un brillo amarillo. Clara recomendó que absorbiera lo más posible de la vitalidad del sol aguantando la respiración, para luego hacer girar los ojos con el reloj antes de exhalar. Seguí sus instruccio­nes y el brillo amarillo se intensificó.

-Ahora ponte de pie y trata de respirar con la espalda ‑dijo, y me ayudó a quitarme la chamarra.

Volví la espalda al sol y traté de fijar la atención en los di­versos centros que señaló, tocándome. Uno se encontraba entre mis omóplatos, otro estaba en mi nuca. Al respirar, represen­tándome mentalmente al sol en la espalda, sentí un calor que me subía y bajaba por la columna y luego se me precipitó a la cabeza. Me mareé tanto que casi perdí el equilibrio.

‑Basta por hoy ‑dijo Clara, pasándome la chamarra.

Me senté sintiéndome mareada, como si estuviese alegre­mente borracha.

‑La luz del sol es total poder -indicó Clara‑. Al fin y al cabo, es la energía más intensamente concentrada que tenemos.

Afirmó que una línea invisible de energía sale directamente de la parte superior de la cabeza hacia arriba, al reino del no ser. O puede bajar del reino del no ser hasta nosotros por una abertura ubicada exactamente en el centro de la parte superior de la cabeza.

‑Si quieres, puedes llamarla la línea de la vida que nos enlaza con una conciencia mayor -afirmó‑. El sol, de usarse correcta­mente, carga esta línea y la hace entrar en acción. Por eso siempre debe protegerse la parte de arriba de la cabeza.

Clara dijo que iba a enseñarme otro poderoso pase brujo antes de que volviéramos a la casa, el cual involucraba una serie de movimientos del cuerpo. Afirmó que debía ejecutarse en un solo movimiento, con fuerza, precisión y gracia, pero sin for­zarse.

-No puedo insistir demasiado en que practiques todos los pases que te he enseñado ‑indicó‑. Son los compañeros indis­pensables de la recapitulación. Éste hizo milagros para mí. Obsérvame con atención. Fíjate si alcanzas a ver mi doble.

-¿Tu qué? -pregunté, presa del pánico. Tenía miedo de per­derme de algo crucial o de no saber qué pensar de ello aunque lo viese.

‑Observa mi doble ‑repitió, articulando las palabras con cuidado‑. Es como una doble exposición. Tienes suficiente energía para intentar conmigo el resultado de este pase brujo.

-Pero dímelo de nuevo, Clara; ¿cuál es el resultado?

-El doble. El cuerpo etéreo. La contraparte del cuerpo físico que, para ahora ya debes saber o al menos sospechar, no cons­tituye una mera proyección de la mente.

Se dirigió a un área de suelo parejo y se colocó con los pies juntos y los brazos en los costados.

‑Clara, espera. Estoy segura de que no tengo energía suficiente para ver a lo que te refieres, porque ni siquiera lo com­prendo como concepto.

‑No importa que no lo comprendas como concepto. Sólo observa con atención; tal vez yo tenga suficiente poder para que las dos intentemos mi doble.

Con el movimiento más ágil que le había visto ejecutar hasta ese momento, subió los brazos arriba de la cabeza, uniendo las palmas de las manos en un ademán de rezo. Luego se arqueó hacia atrás, formando una curva elegante con los brazos estira­dos detrás de ella, casi hasta el suelo. Lanzó el cuerpo lateral­mente a la izquierda, de modo que en un instante terminó inclinada al frente, casi tocando el suelo. Y antes de que pudiese siquiera abrir la boca por la sorpresa, se había lanzado de regreso y su cuerpo se encontraba arqueado hacia atrás, lleno de gracia.

Se lanzó de ida y de vuelta otras dos veces, como para darme la oportunidad de observar sus movimientos llenos de incon­cebible velocidad y gracia, o quizá la oportunidad de ver su doble. En cierto punto de su movimiento la vi como una forma brumosa, como si fuese una fotografía de tamaño natural en doble exposición. Por una fracción de segundo dos Claras es­taban moviéndose, la una un milisegundo detrás de la otra.

Lo que estaba viendo me dejó totalmente perpleja, aunque al pensarlo lo podía explicar como una ilusión óptica creada por su velocidad. Pero en el ámbito corporal sabía que mis ojos habían visto algo inconcebible; había tenido energía suficiente para suspender las expectativas comunes de mis sentidos y dejar entrar otra posibilidad.

Clara interrumpió su exquisita acrobacia y se acercó a mi lado, ni siquiera sin aliento. Explicó que este pase brujo permite al cuerpo unirse con su doble en el reino del no ser, cuya entrada se cierne arriba de la cabeza y ligeramente atrás de ella.

‑Al doblarnos hacia atrás con los brazos estirados, creamos un puente -indicó Clara‑. Y puesto que el cuerpo y el doble son como los dos extremos de un arco iris, podemos usar nuestro intento para unirlos.

-¿Debo practicar este pase a una hora específica? -pregunté.

-Este es un pase brujo del crepúsculo -afirmó‑. Pero debes tener mucha energía y estar extremadamente calmada para hacerlo. El crepúsculo te ayuda a calmarte y te proporciona un impulso adicional de energía. Por eso el fin del día es la mejor hora para practicarlo.

-¿Lo intento ahora? -pregunté. Ante su mirada de duda, le aseguré que de niña había practicado gimnasia y estaba ansiosa por hacer la prueba.

-La cuestión no es si practicaste gimnasia de niña, sino lo calmada que estés en este momento ‑replicó Clara.

Dije que estaba todo lo calmada que podía estar. Clara se rió, escéptica, pero me dijo que siguiera adelante y tratara de hacer­lo. Ella me cuidaría para asegurarse de que no fuese a fracturar nada torciéndome con demasiada violencia.

Planté los pies en el suelo, doblé las rodillas y lentamente empecé a ejecutar mi mejor arco, pero al pasar de cierto punto la gravedad se hizo cargo y caí torpemente al piso.

-La calma está muy lejos de ti ‑concluyó Clara amablemente al ayudarme a levantarme‑. ¿Qué te molesta, Taisha?

En lugar de revelar a Clara lo que me preocupaba, pregunté si podía tratar de hacerlo de nuevo. Pero la segunda vez tuve aún más problemas que antes. Estaba segura de que mis preo­cupaciones mentales y emocionales me habían hecho perder el equilibrio. Sabía que las exigencias del yo, tal como dijera Clara, eran en verdad excesivas y acaparaban toda mi atención. No tuve más remedio que confesar a Clara que me molestaba sin medida el hecho de haber llegado a un punto del cual no po­día moverme en mi recapitulación.

-¿Cuál es ese punto? -preguntó Clara.

Admití que tenía que ver con mi familia.

-Ahora sé, sin duda alguna, que nunca les caí bien ‑dije con tristeza‑. No es que no lo sospechara desde siempre, porque así fue y solía ponerme furiosa por ello. Pero ahora que he revisado mi pasado, como no logro enojarme más, no sé qué hacer.

Clara me miró con ojos críticos, haciendo la cabeza para atrás para escudriñarme.

‑¿Qué queda por hacer? -preguntó‑. Has hecho el trabajo y has averiguado que no les caías bien. ¡Eso está muy bueno! No veo cuál es el problema.

Su tono arrogante me irritó. Esperaba, si no es que compa­sión, al menos comprensión y un comentario inteligente.

-El problema ‑respondí categórica, al borde de las lágrimas­- es que me he quedado inmóvil. Sé que necesito profundizar más de lo que he hecho, pero no puedo. Sólo puedo pensar en que no me querían, mientras que yo los amaba.

‑Espera, espera. ¿No me dijiste que los odiabas? Recuerdo claramente...

‑Sí, eso dije, pero cuando lo dije no sabía lo que estaba diciendo. En realidad amaba a mis padres, también a mis hermanos. Después aprendí a despreciarlos, pero eso fue mu­cho después. No de niña. De niña quería que me hicieran caso y que jugaran conmigo.

‑Creo que entiendo a qué te refieres ‑dijo Clara, asintiendo con la cabeza‑. Sentémonos a hablar de esto.

Nos sentamos en el tronco otra vez.

‑Según yo lo veo, tu problema se deriva de una promesa que hiciste de niña. Sí hiciste una promesa de niña, ¿verdad, Taisha? -preguntó, mirándome directamente a los ojos.

-No recuerdo haber hecho ninguna promesa ‑contesté sin­ceramente.

Con tono amable Clara sugirió que tal vez no la recordaba porque la hice de muy pequeña o porque se trató más de un sentimiento que de una promesa articulada en voz alta. Clara explicó que de niños muchas veces hacemos votos y luego estamos obligados por estos votos, aunque ya no recordemos haberlos hecho.

-Este tipo de promesas impulsivas pueden costarnos la libertad ‑afirmó Clara‑. A veces nos encontramos comprometidos por una absurda devoción infantil o por promesas de amor sin fin.

Explicó que hay momentos en la vida de cada uno, espe­cialmente en la temprana infancia, cuando deseamos algo con tal intensidad que automáticamente fijamos nuestro intento to­tal en ello, el cual, una vez fijo, permanece en su lugar hasta que cumplamos nuestro deseo. Profundizó diciendo que los votos, los juramentos y las promesas comprometen nuestro intento, de modo que a partir del momento en que los hace­mos nuestras acciones, sentimientos y pensamientos se dirigen de manera consistente hacia el cumplimiento o el manteni­miento de dichos compromisos, sin importar que recordemos o no haberlos contraído.

Me aconsejó que en la recapitulación repasara todas las pro­mesas hechas por mí en mi vida, sobre todo las hechas en forma apresurada o bajo la influencia de la ignorancia o criterios erró­neos. A menos que deliberadamente retirase mi intento de ellas, éste no se liberaría nunca para poder expresarse en el presente.

Traté de pensar en lo que estaba diciendo, pero mi mente sólo enfrentaba una masa de confusión. De repente recordé una es­cena de mi remota infancia. Debo haber tenido seis años. Quería que mi mamá me abrazara, pero me rechazó con un empujón, diciéndome que estaba muy grande para los mimos y que fuese a limpiar mi cuarto. Pero siempre mimaba al menor de mis hermanos, que era cuatro años mayor que yo y el preferido de mi madre. Entonces juré que no amaría ni volvería a acercarme a ninguno de ellos. Y desde ese día parecía haber cumplido la pro­mesa, manteniéndome siempre distanciada de ellos.

‑Si es cierto que no te querían ‑indicó Clara‑, es tu destino el no ser querida por tu familia. ¡Acéptalo! Además, ¿qué importa ahora que te hayan querido o no?

Aún importaba, pero no se lo dije a Clara.

-También yo tuve un problema muy parecido al tuyo -pro­siguió Clara‑. Siempre estuve consciente de ser una muchacha sin amigos, gorda y desdichada, pero a través de la recapitulación averigüé que mi madre deliberadamente me había engordado desde el día en que nací. Según sus razonamientos, una mucha­cha gorda y fea no se va nunca de la casa; se queda ahí, como una sirvienta para toda la vida.

Quedé horrorizada. Era la primera vez que Clara me revelaba algo acerca de su pasado.

-Acudí a mi maestro, definitivamente el mejor maestro que uno pudiese tener, para pedirle su consejo al respecto ‑conti­nuó‑. Y él me dijo: "Clara, te compadezco, pero estás perdiendo el tiempo porque entonces fue entonces: ahora es ahora. Y ahora sólo hay tiempo para la libertad."

-Verás, sinceramente estaba convencida de que mi madre me había arruinado para toda la vida; yo era una gorda que no podía dejar de comer. Tardé mucho tiempo en comprender el significado de "Entonces fue entonces: ahora es ahora. Y aho­ra sólo hay tiempo para la libertad."

Clara guardó silencio por un momento, como para permitir que el impacto de sus palabras surtiera efecto en mí.

‑Sólo tienes tiempo para luchar por la libertad, Taisha -indi­có, dándome un empujoncito‑. Ahora es ahora.


11

Estaba oscureciendo y cada vez me preocupaba más terminar mi tarea. Clara me había pedido rastrillar las hojas en el claro detrás de la casa y que subiera unas piedras del arroyo, para bordear por ambos lados el camino que conducía del huerto a la parte de atrás del patio. Había rastrillado las hojas y estaba colocando apresuradamente las piedras del río a lo largo del camino, cuando Clara salió de la casa para ver cómo iba.

‑Estás poniendo las piedras como caigan ‑indicó, mirando el camino‑. Y todavía no rastrillas las hojas. ¿Qué has estado haciendo toda la tarde? ¿Soñando despierta otra vez?

Consternada, vi que una inoportuna ráfaga de viento había esparcido los ordenados montones de hojas antes de que tuvie­se oportunidad de meterlas en un canasto.

‑Creo que el camino se ve bastante bien -repliqué, a la defensiva‑. En cuanto a las hojas, bueno, ¿tengo yo la culpa de que el viento las haya revuelto otra vez?

‑Cuando se aspira a la forma perfecta, "bastante bien" no es suficiente -me interrumpió Clara‑. Ya debes saber que la forma exterior de todo lo que hacemos es en realidad una expresión de nuestro estado interior.

Le dije que no entendía cómo acomodar unas piedras pe­sadas pudiese ser más que trabajo duro.

-Eso crees porque todo lo haces sólo para salir del paso -contestó. Caminó hasta la hilera de piedras que había acomo­dado y meneó la cabeza‑. Estas piedras se ven como si las hubieras dejado caer sin pensar en su colocación adecuada.

-Está oscureciendo y se me iba a acabar el tiempo -expliqué. No estaba de humor para una larga conversación sobre cues­tiones de estética o composición. Además, por mis clases de arte creía saber más que Clara sobre el tema de la composición.

‑Colocar piedras es igual a la práctica del kung fu ‑indicó Clara‑. Lo que importa no es qué tanto hacemos, ni qué veloces somos sino cómo hacemos las cosas.

Sacudí las muñecas para relajar mis dedos acalambrados.

-¿Quieres decir que cargar piedras forma parte del entre­namiento en las artes marciales? ‑pregunté, sorprendida.

-¿Qué crees que es el kung fu? -preguntó a su vez.

Sospeché que se trataba de una pregunta engañosa, así que deliberé por un momento para encontrar la respuesta correcta.

‑Es un conjunto de técnicas de combate pertenecientes a las artes marciales ‑respondí con confianza.

Clara meneó la cabeza.

-Para encontrar una respuesta pragmática, no hay nadie como Taisha -comentó riéndose.

Se sentó en una de las sillas de ratán a la orilla del patio, desde donde se tenía una buena vista del camino. Me dejé caer en la silla a su lado. Cuando quedé cómodamente instalada, con los pies apoyados en el borde de una gigantesca maceta de barro, Clara se puso a explicar que el término "kung fu" deriva de la yuxtaposición de dos ideogramas chinos, de los cuales uno significa "trabajo hecho durante un periodo de tiempo"; y el otro, "hombre". El término resultante de la combinación de los dos ideogramas se refiere al empeño del hombre por perfec­cionarse mediante un esfuerzo constante. Sostuvo que siempre estamos expresando nuestro estado interior a través de nuestras acciones, ya sea que practiquemos ejercicios formales, acomo­demos piedras o rastrillemos hojas.

‑Por lo tanto, perfeccionar nuestros actos equivale a perfeccionarnos nosotros mismos ‑explicó Clara‑. Ese es el verdadero significado del kung fu.

‑Como sea, sigo sin entender la conexión entre el trabajo del jardín y la práctica del kung fu ‑objeté.

‑Entonces déjame explicártelo con más detalle ‑replicó Clara en un exagerado tono de paciencia‑. Te pedí que trajeras las piedras desde el arroyo para que, al subir el sendero empinado con el peso adicional, desarrollaras tu fuerza interior. No nos interesa simplemente fortalecer los músculos, sino más bien cultivar la energía interior. Además, todos los pases de res­piración que te he enseñado hasta ahora, y que deberías estar practicando diariamente, están diseñados para acrecentar tu fuerza interior.

Me hizo sentir culpable. Su forma de mirarme al decir que debía estar practicando los ejercicios de respiración todos los días dejó traslucir que estaba consciente de que no los efectuaba religiosamente.

‑Lo que has aprendido aquí conmigo podría calificarse de kung fu interior, o nei kung, en China ‑continuó Clara‑. El kung fu interior utiliza la respiración controlada y la circulación de energía para fortalecer el cuerpo e incrementar la salud, mien­tras que las artes marciales exteriores, como las formas de karate que aprendiste de tus maestros japoneses y algunas de las formas que te enseñé, apuntan a desarrollar los músculos y la rapidez del cuerpo para reaccionar, liberando la energía y dirigiéndola hacia afuera de nosotros.

Según indicó Clara, el kung fu interior era practicado por los monjes en China mucho tiempo antes de que elaborasen los esti­los exteriores o duros de combate que popularmente se conocen como kung fu hoy en día.

‑Pero comprende lo siguiente ‑prosiguió Clara‑. Ya sea que estés aprendiendo artes marciales o la disciplina que te he enseñado, el objetivo de tu entrenamiento es perfeccionar tu ser interior para que pueda trascender su forma exterior, a fin de realizar el vuelo abstracto.

El abatimiento descendió sobre mí como una nube sombría.

Sentí que una conocida sensación de fracaso se apoderaba de mí. Aunque en efecto realizara los pases de respiración re­comendados por Clara, estaba segura de no lograr nunca lo que quería, sea esto lo que fuese. Ni siquiera podía decir lo que sig­nificaba el gran cruce, ni mucho menos concebirlo como una posibilidad pragmática.

-Has tenido mucha paciencia durante todos estos meses ‑indicó Clara dándome unas palmaditas en la espalda, como si percibiera mi necesidad de aliento‑. No me has importunado acerca de mis constantes insinuaciones de que te estoy enseñan­do brujería como una disciplina formal.

Era la oportunidad perfecta para preguntar algo que me preocupaba desde la primera vez que usó la palabra.

-¿Por qué llamas brujería a esta disciplina formal? -pregunté.

Clara me escudriñó. La expresión de su cara era de total seriedad.

-Es difícil decirlo. No me gusta hablar de la brujería porque temo que la voy a describir equivocadamente y que eso te va a ahuyentar ‑replicó‑. Pero creo que ha llegado el momento de hablar de ello. Primero déjame contarte algo más acerca de la gente del antiguo México.

Clara se inclinó hacia mí y, con voz baja, afirmó que la gente del México prehispánico era muy semejante, en muchos aspec­tos, a los chinos de la antigüedad. Compartían una visión similar del mundo, quizá porque posiblemente tuvieron el mismo origen. Sin embargo, los indígenas del México antiguo poseían una ligera ventaja, según indicó, porque el mundo en que vivían se encontraba en transición. Este hecho los hizo en extremo eclécticos y curiosos acerca de todas las facetas de la existencia. Querían comprender el universo, la vida, la muerte y el alcance de las posibilidades humanas en lo referente a la conciencia y la percepción. Su poderoso afán de conocimiento los llevó a desarrollar prácticas que les permitieron alcanzar niveles inconcebibles de conciencia. Hicieron descripciones de­talladas de estas prácticas y detallaron los reinos descubiertos por medio de ellas. Esta tradición fue trasmitida de generación en generación, siempre velada por el secreto.

Casi sin aliento, por la emoción o quizá la admiración, Clara concluyó sus comentarios acerca de los antiguos indígenas con la afirmación de que, en efecto, eran brujos. Me miró con los ojos muy abiertos; en el crepúsculo, sus pupilas se veían enor­mes. Me confió que su principal maestro, un indígena mexi­cano, conocía perfectamente esas prácticas antiguas y se las había enseñado a ella.

‑¿Me estás enseñando esas prácticas, Clara? ‑pregunté, con la misma emoción que ella‑. Dijiste que los antiguos brujos usaban los cristales como armas, que con su intento impreg­naron de poder a los pases de brujería y que la recapitulación también fue creada en la antigüedad. ¿Significa eso que estoy aprendiendo brujería?

-En cierta forma, así es ‑replicó Clara‑. Pero por el momento es mejor no fijarse en el hecho de que estas prácticas son bru­jería.

‑¿Por qué no?

-Porque nos interesa algo que está más allá de los rituales y conjuros esotérico y aberrantes de la antigüedad. Verás, cree­mos que sus extrañas prácticas y su búsqueda obsesiva del poder sólo dieron como resultado un mayor realce del yo. Esto constituye un callejón sin salida, porque no conduce nunca a la libertad total, que es lo que nosotros buscamos. El peligro radi­ca en que la disposición de esos brujos fácilmente influye en uno.

-No influiría en mí -le aseguré.

‑Realmente no puedo decirte más por el momento ‑indicó, exasperada‑. Pero averiguarás más conforme avances.

Me sentí traicionada y protesté con vehemencia. La acusé de jugar deliberadamente con mi mente y sentimientos, al ten­tarme con trocitos de información que despertaban mi curiosi­dad y con la promesa de que todo sería esclarecido en un momento incierto del futuro.

Clara pasó mis protestas por alto completamente. Era como si yo no hubiese dicho una sola palabra. Se puso de pie, caminó hasta el montón de piedras y levantó una de ellas como si fuera de unicel. Después de meditar por un momento qué lado debía quedar hacia arriba, colocó la piedra en el borde del camino. Luego acomodó otras dos piedras, del tamaño de unos balones de fútbol americano, a ambos lados de la primera. Una vez satis­fecha con su colocación, dio unos pasos hacia atrás para estudiar el efecto. Debí admitir que el camino, las piedras grises colocadas por ella y las dentadas hojas verdes de las plantas formaban una composición sumamente armoniosa.

-Lo que importa es la gracia con la que manejes las cosas -me recordó Clara al recoger otra piedra‑. Tu estado interior es reflejado por tu forma de moverte, hablar, comer o colocar piedras. No importa qué hagas, mientras reúnas energía con tus acciones y la transformes en poder.

Por un rato, Clara miró la vereda, como si estuviera me­ditando dónde poner la piedra que tenía en las manos. Al encontrar un sitio adecuado, la depositó con cuidado y le dio una palmadita afectuosa.

‑Como artista, deberías saber que hay que colocar las piedras donde estén en equilibrio ‑dijo-, no donde resulte más fácil para ti dejarlas caer. Por supuesto, si estuvieras imbuida de po­der podrías dejarlas caer como fuese y el resultado sería la belleza misma. Comprender esto es el verdadero propósito del ejercicio de colocar las piedras.

Por el tono de su voz y la disposición fea y errática de mis piedras, comprendí que de nuevo había fracasado en mi tarea. Sentí un desaliento extremo.

‑Clara, no soy artista -confesé‑. Sólo una estudiante de ar­te. De hecho, una ex estudiante. Dejé la escuela hace un año. Me gusta dármelas de artista, pero hasta ahí llego. La verdad es que soy una nulidad.

-Todos somos nulidades -me recordó Clara.

-Ya lo sé. Pero tú eres una nulidad misteriosa y poderosa, mientras que yo soy una nulidad mezquina, estúpida e insig­nificante. Ni siquiera sé colocar unas tontas piedras. No hay...

Clara me tapó la boca con la mano.

-No digas ni una palabra más -advirtió‑. Te lo diré otra vez: cuídate de lo que digas en voz alta en esta casa. ¡Sobre todo a la hora del crepúsculo!

Casi había oscurecido por completo. Todo se encontraba en quietud absoluta, produciendo una atmósfera casi espectral. Los pájaros guardaban silencio. Todo se había sosegado; in­cluso el viento, tan molesto un poco antes, cuando traté de rastrillar las hojas, se había apaciguado.

‑Es la hora sin sombras -susurró Clara‑. Sentémonos debajo de este árbol en la oscuridad, para averiguar si eres capaz de convocar el mundo de las sombras.

-Espera un momento, Clara ‑dije con un fuerte susurro, que rayaba en un grito‑. ¿Qué me vas a hacer? ‑Olas de nerviosismo me acalambraban el estómago; a pesar del frío, la frente se me cubrió de sudor.

Entonces Clara me preguntó con toda franqueza si había practicado las respiraciones y los pases brujos que me enseñó. Deseaba, más que ninguna otra cosa, decirle que sí los había practicado, pero hubiera sido una mentira. En realidad los había practicado mínimamente, sólo para no olvidarlos, porque la recapitulación agotaba toda mi energía y no me dejaba tiem­po para nada más. Por la noche estaba demasiado cansada para hacer nada y sólo me acostaba.

-No lo has hecho con regularidad o no te encontrarías en este triste estado ahora ‑indicó Clara, acercándose a mí‑. Estás tem­blando como una hoja. Hay un secreto relacionado con la respiración y los pases que te he enseñado, el cual los hace ines­timables.

‑¿Cuál es? ‑tartamudee.

Clara me dio un golpecito en la cabeza.

-Deben practicarse todos los días o son inútiles. No se te ocurriría dejar de comer o de beber agua, ¿verdad? Los ejer­cicios que te he enseñado son aún más importantes que el alimento y el agua.

Se había dado a entender claramente. Juré en silencio que los realizaría todas las noches antes de acostarme y otra vez al despertar por la mañana, antes de salir para la cueva.

-El cuerpo humano cuenta con un sistema adicional de ener­gía que entra en juego en situaciones de intenso esfuerzo -ex­plicó Clara‑. Y esa situación se produce cada vez que hacemos algo en exceso. Como preocuparnos demasiado por nosotros mismos y nuestro desempeño, como tú lo estás haciendo ahora. Por eso uno de los preceptos fundamentales del arte de la libertad es evitar los excesos.

Afirmó que los movimientos que me estaba enseñando, ya sea que los quisiera llamar respiraciones o pases brujos, eran importantes porque operan directamente sobre el sistema de reserva. La razón por la cual se les puede calificar de pases indispensables es porque permiten el paso de mayor energía adicional a nuestro sistema de reserva. De esta manera, cuando debemos entrar en acción, en lugar de que el esfuerzo nos agote nos tornamos más fuertes y disponemos de energía sobrante para tareas extraordinarias.

-Ahora, antes de que convoquemos el mundo de las som­bras, te enseñaré otros dos pases brujos indispensables, que combinan la respiración y los movimientos ‑prosiguió‑. Rea­lízalos todos los días y, además de no cansarte ni enfermarte, dispondrás de mucha energía sobrante para enfocar tu intento.

-¿Para enfocar qué?

-Tu intento ‑repitió Clara‑. Para dirigir tu intento al resul­tado de todo lo que hagas. ¿Te acuerdas?

Me sujetó de los hombros y me volteó hasta quedar cara al norte.

-Este movimiento es particularmente importante para ti, Taisha, porque tus pulmones están débiles de tanto llorar -in­dicó‑. Toda una vida de sentir lástima de ti misma definitiva­mente ha hecho estragos en tus pulmones.

Su declaración me sacudió y me hizo poner atención. La observé doblar las rodillas y los tobillos y adoptar la postura llamada "caballo erguido" en las artes marciales, la cual imita la posición sentada de un jinete montado a caballo, con las piernas ligeramente curvas separadas a la distancia de los hom­bros. El dedo índice de su mano izquierda señalaba hacia abajo, mientras que sus demás dedos estaban encogidos en la segunda articulación. Al comenzar a inhalar, volteó la cabeza lo más po­sible hacia la derecha, suavemente pero con fuerza, e hizo girar el brazo izquierdo por encima de la cabeza, dibujando un círculo completo hacia atrás hasta quedar con la base de la palma izquierda apoyada en el coxis. Simultáneamente llevó el brazo derecho hacia atrás, en la cintura, y colocó el puño derecho sobre el dorso de su mano izquierda, apretándolo contra la muñeca izquierda.

Con el puño derecho fue empujando el brazo izquierdo hacia arriba por su columna vertebral, con el codo izquierdo apun­tado hacia afuera, y terminó la inhalación. Contuvo el aliento, contando hasta siete. Luego soltó la tensión del brazo izquierdo, lo bajó otra vez al coxis y lo hizo girar desde el hombro direc­tamente hacia arriba hasta el frente, terminando con la base de la palma izquierda descansando en el pubis. Al mismo tiempo llevó el brazo derecho al frente por la cintura, colocó el puño derecho sobre el dorso de la mano izquierda y empujó el bra­zo izquierdo hacia arriba por el abdomen, al terminar de exhalar.

-Realiza este movimiento una vez con el brazo izquierdo y luego con el derecho ‑indicó‑. Así establecerás el equilibrio entre tus dos lados.

A manera de demostración, repitió los mismos movimientos con los brazos opuestos, volteando la cabeza a la izquierda.

-Ahora te toca a ti, Taisha ‑dijo, haciéndose a un lado, dándome espacio para girar el brazo hacia atrás.

Imité sus movimientos. Al mover el brazo izquierdo hacia atrás, percibí una tensión dolorosa en la parte interna del brazo estirado, que lo recorría todo, desde el dedo hasta la axila.

‑No te pongas tiesa y deja que la energía de la respiración fluya por tu brazo y salga por la punta de tu dedo índice -señaló Clara‑. Manténlo estirado y los demás dedos curvos. De esta manera, soltarás cualquier bloqueo de energía que haya en los conductos de tu brazo.

El dolor se tornó más agudo aún cuando empujé el brazo doblado hacia arriba en la espalda. Clara observó mi gesto de dolor.

‑No empujes con demasiada fuerza ‑advirtió‑ o se te van a irritar los tendones. Y encorva los hombros un poco más al empujar.

Después de realizar el movimiento con el brazo derecho, sentí que me ardían los músculos en los muslos, por tener las rodillas y los tobillos doblados. Aunque adoptaba la misma posición todos los días en las prácticas de kung fu, las piernas me parecían vibrar, como si las atravesase una corriente eléc­trica. Clara sugirió que me irguiera y sacudiera las piernas varias veces para liberar la tensión.

Clara recalcó que, en ese pase brujo, girar y empujar los brazos hacia arriba, aunados a la respiración, dirige energía a los órganos del pecho y los vigoriza. Da un masaje a centros profundos y recónditos que rara vez se activan. Voltear la ca­beza da masaje a las glándulas del cuello y asimismo abre conductos de energía a la parte de atrás de la cabeza. Explicó que dichos centros, al ser despertados y alimentados por la energía de la respiración, son capaces de descifrar misterios más allá de todo lo imaginable.

-Para el siguiente pase brujo ‑indicó Clara‑, ponte con los pies juntos y mira directamente al frente, como si te hallaras delante de una puerta que estás a punto de abrir.

Me dijo que subiera las manos al nivel de los ojos y enroscara los dedos, como si los estuviese metiendo en los tiradores hundidos de unas puertas corredizas que se abrían a la mitad.

‑Lo que abrirás es una grieta en las líneas de energía del mundo -explicó‑. Imagínate estas líneas como unos rígidos cordones verticales formando una pantalla delante de ti. Ahora sujeta un puñado de fibras y sepáralas con toda tu fuerza. Sepáralas hasta que la abertura sea lo bastante grande para pasar a través de ella.

Me indicó que, una vez abierto el agujero, debía dar un paso al frente con la pierna izquierda y luego hacer un giro rápido de ciento ochenta grados, con el pie izquierdo como pivote y en dirección contraria a las manecillas del reloj, hasta quedar con la cara hacia el lugar donde empecé. Al girar en esta forma, me envolverían las líneas de energía que había separado.

Para regresar, señaló, debía abrir las líneas de nuevo, se­parándolas en la misma forma que antes, para luego salir con el pie derecho y, en cuanto hubiera dado el paso, rápidamente girar ciento ochenta grados en la misma dirección que las manecillas del reloj. De este modo, me desenvolvería y estaría otra vez mirando en la misma dirección como al iniciar el pase brujo.

‑Este es uno de los pases brujos más poderosos y miste­riosos de todos -advirtió Clara‑. Nos permite abrir puertas a mundos diferentes, siempre y cuando hayamos ahorrado una suficiente cantidad de energía interior y seamos capaces de rea­lizar el intento del pase.

Su tono y expresión serios me turbaron. No sabía qué esperar si lograse abrir la puerta invisible. Con tono brusco me dio las últimas instrucciones.

-Al entrar ‑indicó‑ tu cuerpo debe sentirse enraizado, pe­sado, lleno de tensión. Pero una vez que te encuentres adentro y te hayas dado la vuelta, debes sentirte ligera y vaporosa, como si estuvieras flotando hacia arriba. Exhala con fuerza, al precipi­tarte al frente a través de la abertura, y luego inhala lenta y profundamente, llenándote los pulmones por completo con la energía que hay detrás de la pantalla.

Practiqué el pase varias veces, ante la mirada escrutadora de Clara. Sin embargo, sentí que sólo estaba efectuando los mo­vimientos físicos; no percibía las fibras de energía que integra­ban la pantalla descrita por Clara.

-No estás abriendo la puerta con suficiente fuerza -me corri­gió Clara‑. Usa tu energía interna, no sólo los músculos de los brazos. Arroja el aire rancio y mete el estómago al precipitarte al frente. Una vez adentro, respira todas las veces que puedas, pero manténte alerta. No te quedes más tiempo del necesario.

Me armé de toda mi fuerza y con las dos manos me agarré del aire. Clara se colocó detrás de mí, me sostuvo los antebrazos y les dio un tremendo jalón hacia los lados. En el acto sentí que se habían abierto unas puertas corredizas. Exhalé con fuerza y me precipité a través de ellas; más bien, Clara me dio un em­pujón por detrás, impulsándome al frente. Me acordé de vol­tearme y respirar profundamente, pero por un instante me preocupó la idea de que no fuera a saber cuándo salir. Clara lo percibió y me indicó cuándo dejar de respirar y cuándo salir.

-Al practicar este pase brujo tú sola ‑dijo Clara‑, aprenderás a realizarlo a la perfección. Pero ten cuidado. Puede pasar toda clase de cosas una vez que atravieses la abertura. Recuerda que debes ser cautelosa y al mismo tiempo audaz.

-¿Cómo sabré distinguir entre las dos cosas? -pregunté. Clara se encogió de hombros.

-No lo sabrás así nomás. Desafortunadamente, sólo nos tor­namos prudentes después de haber sufrido un descalabro.

Agregó que la cautela sin cobardía depende de nuestra ca­pacidad para controlar la energía interior y dirigirla hacia los conductos de reserva, de modo que esté disponible cuando la necesitemos para realizar acciones extraordinarias.

-Al disponer de la suficiente energía interior es posible lograr cualquier cosa ‑afirmó Clara‑, pero debemos ahorrarla y refi­narla. Practiquemos juntas algunos de los pases brujos que has aprendido y veamos si puedes ser cautelosa sin ser cobarde y convocar el mundo de las sombras.

Percibí una ola de energía que empezó como una serie de pequeños círculos en mi vientre. Al principio pensé que era miedo, pero mi cuerpo no se sentía asustado. Era como si una fuerza impersonal, sin deseo ni sentimientos, estuviese desper­tando en mi interior, avanzando desde dentro hacia fuera. Conforme ascendió, la parte superior de mi espalda se sacudió involuntariamente.

Clara se dirigió al centro del patio y la seguí. Empezó a efec­tuar algunos pases brujos, despacio para que pudiese seguirla.

‑Cierra los ojos -susurró‑. Con los ojos cerrados es más fácil mantener el equilibrio, usando las líneas de energía que ya están ahí.

Cerré los ojos y empecé a moverme al unísono de Clara. No me costó trabajo seguir sus indicaciones de cambios de posi­ción, pero tuve dificultades para mantener el equilibrio. Estaba consciente de que esto se debía a mi esfuerzo exagerado por efectuar los movimientos correctamente. Era como la vez que había tratado de caminar con los ojos cerrados y que tropecé continuamente, debido a mi desesperado deseo de hacerlo bien. Poco a poco mi deseo de sobresalir fue disminuyendo y mi cuerpo se tornó más flexible e impalpable. Conforme seguía­mos moviéndonos, me relajé al grado de sentir que carecía de huesos y articulaciones. Al levantar los brazos sobre la cabeza, tenía la impresión de poder estirarlos hasta las copas de los árboles. Al doblar las rodillas y bajar mi peso, una ola de energía se precipitaba hacia abajo, a través de mis pies. Sentí que me habían salido raíces. Unas líneas se extendían desde las plantas de mis pies hasta las profundidades de la tierra, proporcionán­dome una estabilidad nunca antes sentida. Gradualmente se di­solvió el límite entre mi cuerpo y sus alrededores. Con cada pase que realizaba, mi cuerpo parecía derretirse y fundirse con la oscuridad, hasta que empezó a moverse y respirar solo.

Escuchaba a Clara respirar a mi lado, efectuando los mismos pases. Con los ojos cerrados sentí su figura y posiciones. En un momento dado sucedió lo más insólito de todo. Percibí una luz que se encendía al interior de mi frente. No obstante, al levantar la vista cobré conciencia de que la luz en realidad no se encon­traba en mi interior. Provenía de la cima de los árboles, como si se hubiese prendido un enorme tablero de luces eléctricas en la noche, para iluminar un estadio al aire libre. No tenía ningún problema para ver a Clara y todo lo que había en el patio y al­rededor de éste.

La luz poseía un matiz sumamente extraño; no lograba de­terminar si estaba teñida de rosa azulado, rosa o durazno o si era un pálido color terracota. En algunos sitios parecía cambiar de intensidad, dependiendo del lugar que enfocaba con la vista.

-No muevas la cabeza ‑dijo Clara, mirándome de un modo extraño‑. Y sigue con los ojos cerrados. Sólo concéntrate en tu respiración.

No comprendí por qué, si me veía que tenía los ojos muy abiertos, me pedía que los dejara cerrados. Traté de determinar la coloración de la luz, porque parecía cambiar con cada mo­vimiento de mi cabeza. Su intensidad fluctuaba, de acuerdo con la concentración con que la miraba. El fulgor a mi alrededor me absorbió a tal grado que perdí el ritmo de la respiración. Luego, en forma tan repentina como se había prendido, la luz se apagó de nuevo y quedé sumida en la oscuridad total.

-Vayamos a la cocina a calentar un poco de caldo ‑dijo Clara, dándome un empujoncito.

Vacilé. Me sentía desorientada, fuera de lugar. Tenía el cuer­po tan pesado que debía estar sentada.

-Puedes abrir los ojos ya ‑indicó Clara.

No recordaba haber tenido nunca tantos problemas para abrir los ojos como en ese momento. Pareció tardar una eterni­dad. Justo cuando lograba abrirlos, otra vez se me caían los párpados hasta cerrarse. Este abrir y cerrar pareció prolongarse por mucho tiempo, hasta que sentí a Clara sacudiéndome los hombros.

-Taisha, ¡abre los ojos! ‑ordenó‑. Ni te atrevas a desmayarte. ¿Me escuchas?

Sacudí la cabeza para despejarla y los ojos se me abrieron de golpe. Los había tenido cerrados todo el tiempo. Todo estaba oscuro alrededor, pero se filtraba suficiente luz de la luna a través del follaje para permitirme distinguir la silueta de Clara. Nos encontrábamos sentadas debajo del árbol, en las dos sillas de ratán del patio.

-¿Cómo llegué aquí? -pregunté, ofuscada.

‑Caminaste hasta aquí y te sentaste ‑respondió Clara en tono prosaico.

-¿Pero qué pasó? Hace unos instantes había luz. Veía todo con claridad.

-Lo que pasó es que entraste al mundo de las sombras ‑dijo Clara en tono congratulatorio‑. Supe por el ritmo de tu res­piración que estabas allí. Pero no quise asustarte en ese mo­mento pidiéndote que vieras tu sombra. De haberla mirado, hubieras sabido que...

En el acto comprendí lo que Clara estaba insinuando.

-No había sombras ‑exclamé‑. Había luz, pero nada tenía sombra.

Clara asintió con la cabeza.

-Hoy has aprendido algo de auténtico valor, Taisha. ¡En los mundos fuera de éste no existen las sombras!


12

Después de más de ocho meses de practicar la recapitulación fielmente, ya lo podía hacer durante todo el día sin irritarme ni distraerme. Un día me estaba representando mentalmente los edificios, salones y maestros de mi último año de preparatoria. Me dejé llevar tanto por mi recorrido a lo largo de los pasillos y por ver dónde se sentaban mis compañeros que terminé hablando conmigo misma.

‑Si hablas contigo misma, no podrás respirar correctamente ‑escuché decir a un hombre.

Me sobresalté tanto que pegué con la cabeza en la pared de la cueva. Abrí los ojos. La imagen del salón se desvaneció al voltearme para mirar hacia la desembocadura de la cueva. Había un hombre en cuclillas perfilado delante de ella. De inmediato supe que se trataba del maestro brujo, del hombre al que una vez había visto en los cerros. Llevaba el mismo rompe­vientos verde y los mismos pantalones, pero ahora pude distin­guir su perfil; tenía la nariz protuberante y la frente ligeramente inclinada.

-No me mires fijamente -lo escuché decir. Su voz era baja y murmuraba como un arroyo al pasar sobre la grava‑. Si quieres aprender más acerca de la respiración, permanece muy tran­quila y recobra el equilibrio.

Seguí respirando profundamente hasta que su presencia dejó de asustarme y sentí alivio, en cambio, por llegar a conocerlo al fin. Se sentó con las piernas cruzadas a la entrada de la cueva y se inclinó del mismo modo en que Clara siempre lo hacía.

-Tus movimientos son demasiado erráticos -indicó con un bajo murmullo‑. Respira así.

Inhaló profundamente al voltear la cabeza de manera suave a la izquierda. Luego exhaló el aire por completo mientras en forma continua volteaba la cabeza a la derecha. Finalmente mo­vió la cabeza del hombro derecho al izquierdo y otra vez al derecho sin respirar, y luego al centro. Imité sus movimientos, inhalando y exhalando de la manera más completa posible.

-Así está mejor ‑dijo‑. Al exhalar, arroja fuera de ti todos los pensamientos y sentimientos que estés repasando. Y no mue­vas la cabeza sólo con los músculos del cuello. Guíala con las líneas invisibles de energía que emanan de tu abdomen. Hacer que broten esas líneas es uno de los logros de la recapitulación.

Explicó que justo debajo del ombligo se encuentra un centro clave de poder y que todos los movimientos del cuerpo, la res­piración inclusive, debían recurrir a ese punto de energía. Su­girió que sincronizara el ritmo de mi respiración con el giro de la cabeza, para en conjunto lograr que las líneas invisibles de ener­gía de mi abdomen se extendiesen hacia el exterior, hasta el infinito.

-¿Forman esas líneas parte de mi cuerpo o he de imaginarlas? ‑pregunté.

Cambió de posición antes de responder.

-Esas líneas invisibles forman parte de tu cuerpo blando, de tu doble ‑explicó‑. Entre más energía hagas salir mediante la manipulación de esas líneas, más fuerza adquirirá tu doble.

-Lo que quiero saber es si son reales o sólo imaginarias.

-Al expandirse la percepción, ya nada es real y nada es ima­ginario ‑contestó‑. Sólo existe la percepción. Cierra los ojos y entérate por ti misma.

No quería cerrar los ojos; quería ver qué estaba haciendo él, por si hacía algo repentino. Pero mi cuerpo se puso lacio y pe­sado y mis ojos empezaron a cerrarse, pese a mis esfuerzos por mantenerlos abiertos.

‑¿Qué es el doble? -logré preguntar antes de perderme en un estupor soñoliento.

-Es una buena pregunta ‑replicó‑. Significa que una parte de ti aún está alerta y escuchando.

Lo sentí inhalar profundamente, inflando el pecho.

-El cuerpo físico es una envoltura, un envase, si tú quieres ‑dijo después de exhalar lentamente‑. Al concentrarte en tu respiración, puedes lograr que el cuerpo sólido se disuelva, de manera que sólo quede la parte blanda y etérea.

Se corrigió, diciendo que el cuerpo físico no se disuelve sino que, al cambiar la fijación de nuestra conciencia, empezamos a entender que nunca fue sólido. Este entendimiento es la in­versión exacta de lo que tuvo lugar conforme madurábamos. De bebés estábamos totalmente conscientes de nuestro doble; al crecer, aprendimos a poner un énfasis cada vez mayor en el lado físico, y menos en nuestro ser etéreo. De adultos ignoramos por completo que existe en nosotros un lado blando.

-El cuerpo blando es una masa de energía ‑explicó‑. Sólo es­tamos conscientes de su dura envoltura exterior. Cobramos conciencia del lado etéreo al permitir que nuestro intento vuel­va a él.

Recalcó que nuestro cuerpo físico se encuentra inextrica­blemente vinculado con su contraparte etérea, pero que este vínculo ha sido empañado por nuestros pensamientos y sen­timientos, los cuales se enfocan de manera exclusiva en el cuerpo físico. A fin de desplazar la conciencia de nuestra apa­riencia dura a la contraparte fluida, primero debemos disolver la barrera que separa estos dos aspectos de nuestro ser.

Quise preguntar cómo se logra eso, pero me resultó imposi­ble dar voz a mis pensamientos.

-La recapitulación ayuda a disolver nuestras ideas precon­cebidas ‑dijo, respondiendo a mi pregunta-, pero se requiere habilidad y concentración para entrar en contacto con el doble.

En este momento estás usando tu parte etérea hasta cierto grado. Te encuentras medio dormida, pero una parte de ti está despierta y alerta; me escucha y percibe mi presencia.

Me advirtió que la liberación de la energía encerrada en nuestro interior entraña un considerable peligro, porque el doble es vulnerable y resulta fácil lastimarlo en el proceso de desplazar nuestra conciencia hacia él.

-Es posible crear una abertura en la red etérea, inadvertida­mente, y perder vastas cantidades de energía ‑me advirtió‑, energía valiosa necesaria para mantener cierto grado de clari­dad y control sobre la vida.

-¿Qué es la red etérea? ‑balbucí, como si estuviera hablando dormida.

-La red etérea es la luminosidad que rodea al cuerpo físico -explicó‑. Esta malla de energía es desgarrada por completo en el curso de la vida diaria. Enormes porciones de ella se pierden o se entrelazan con las bandas de energía de otras personas. Si alguien pierde demasiada fuerza vital, se enferma o muere.

Su voz me arrulló a tal grado que me encontré respirando desde el abdomen, como si estuviese profundamente dormida. Estaba recostada en la pared de la cueva, pero no sentía su dureza.

-La respiración funciona tanto en el nivel físico como en el etéreo ‑explicó‑. Repara cualquier daño sufrido por la red eté­rea y la mantiene fuerte y flexible.

Quise preguntar algo acerca de mi recapitulación, pero no pude encontrar las palabras; parecían demasiado remotas. Sin que yo hiciera la pregunta, otra vez me proporcionó la res­puesta.

-Es esto lo que has hecho con tu recapitulación durante todos estos meses. Estás recuperando los filamentos de energía que se perdieron de tu red etérea o que quedaron enredados a consecuencia de tu interacción con tus semejantes en tu vida co­tidiana. Al encontrarse en esta interacción, estás recuperando todo lo que dejaste disperso a lo largo de veinte años y en miles de lugares.

Quise preguntar si el doble tenía una forma o color específicos. Estaba pensando en las auras. No respondió. Tras un largo silencio, abrí los ojos a la fuerza y vi que me encontraba sola en la cueva. Desde la oscuridad, me esforcé por penetrar la luz en la desembocadura frente a la cual lo había visto perfilado. Sos­peché que se había apartado y que se encontraba cerca, espe­rando a que yo saliera. Mientras seguía atenta, apareció una mancha brillante de luz que se cernía a unos sesenta centímetros de mí. La ilusión me sobresaltó, pero al mismo tiempo me cautivó, de manera que no pude apartar los ojos de ella. Tenía la certeza irracional de que la luz estaba viva y consciente y sabía que yo tenía la atención puesta en ella. De súbito la esfera resplandeciente se expandió al doble de su tamaño y la envolvió un aro de intenso color morado.

Asustada, apreté los ojos fuertemente con la esperanza de que la luz desapareciera, a fin de que pudiese salir de la cueva sin tener que atravesarla. Estaba sudando, y el corazón me latía con fuerza. Sentía la garganta seca y oprimida. Con enorme esfuerzo hice disminuir el ritmo de mi respiración. Cuando abrí los ojos, la luz había desaparecido. Sentí la tentación de explicar todo lo sucedido como un sueño, porque con frecuencia me dormía durante mi recapitulación. Sin embargo, el recuerdo del maestro brujo y de lo dicho por él era tan vivo que estaba casi segura de que todo había sido verdad.

Cautelosamente me salí de la cueva, me puse los zapatos y me dirigí a la casa por el atajo. Clara se encontraba a la puerta de la sala, como si me estuviera esperando. Sin aliento, solté bruscamente que acababa o de hablar con el maestro brujo o de tener un sueño sumamente intenso acerca de él. Sonrió y, con un sutil movimiento de la barbilla, señaló el sillón. Quedé boquiabierta. Ahí estaba el mismo hombre que estuvo conmigo en la cueva unos pocos minutos antes, sólo que vestido de otra manera. Ahora llevaba un suéter gris de botones, una camisa sport y pantalones de vestir.

Era mucho más viejo de lo que me pareció antes, pero tam­bién mucho más vital. Me fue imposible precisar su edad; podía tener, de igual manera, cuarenta o setenta años. Parecía ser dueño de una fuerza extraordinaria, y no era ni flaco ni corpu­lento. Era moreno y de rasgos indígenas. Tenía la nariz aguile­ña, la boca fuerte, una barbilla cuadrada y brillantes ojos negros, con la misma intensa mirada que había observado en la cueva. Una mata gruesa y lustrosa de cabello blanco acentuaba sus facciones. El efecto extraordinario de su cabello era que no lo convertía en un anciano, como suelen hacerlo las canas. Recordé lo viejo que empezó a verse mi padre cuando su cabello ad­quirió un tono plateado y cómo lo ocultó con tintes y sombreros, pero fue en vano, porque tenía la vejez grabada en el rostro, en las manos y en todo el cuerpo.

-Taisha, permíteme presentarte. Este es el señor Juan Miguel Abelar ‑me dijo Clara.

El hombre se puso de pie cortésmente y alargó la mano.

-Me da mucho gusto conocerte, Taisha ‑dijo en un inglés perfecto mientras me estrechaba la mano fuertemente.

Quise preguntarle qué hacía ahí, cómo pudo cambiarse de ropa tan rápidamente y si realmente había estado en la cueva o no. Otra docena de preguntas también daba vueltas a mi cabeza, pero me encontraba demasiado alterada e intimidada para dar voz a alguna de ellas. Fingí estar calmada y ni por un instante creí revelar lo perturbada que en realidad me sentía. Comenté sobre lo bien que hablaba el inglés y la claridad con la que se había expresado al hablar conmigo en la cueva.

‑Qué amable eres ‑respondió, con una sonrisa cautivadora‑, pero debería hablar bien el inglés. Soy un yaqui. Nací en Ari­zona.

-¿Vive usted en México, señor Abelar? -pregunté torpe­mente.

‑Sí. Vivo en esta casa ‑replicó‑. Vivo aquí con Clara.

La miró en una forma que sólo puedo describir como afecto puro. No supe qué decir. Me sentí cohibida, apenada por alguna misteriosa razón.

-No somos marido y mujer ‑dijo Clara, como para tranquili­zarme, y los dos rompieron a reír.

En lugar de aligerar las cosas, su risa me hizo sentir más cohibida aún. Entonces reconocí, consternada, la emoción que estaba sintiendo: celos puros. Debido a un inexplicable impulso posesivo, sentía que él era mío. Traté de ocultar mi bochorno haciendo rápidamente algunas preguntas triviales.

‑¿Lleva mucho tiempo de vivir aquí en México?

‑Sí, así es -dijo.

‑¿Piensa volver a Estados Unidos?

Fijó sus ojos ardientes en mí, luego sonrió y dijo, de una manera encantadora:

‑Esos detalles no tienen importancia, Taisha. ¿Por qué no me preguntas acerca del tema que tratamos en la cueva? ¿Hay algo que no haya quedado claro?

Por sugerencia de Clara, nos sentamos; Clara y yo en el sofá y el señor Abelar en el sillón. Le pedí que me hablara más acerca del doble. El concepto me interesaba sobremanera.

-Algunas personas son maestros del doble -empezó‑. No sólo pueden fijar la conciencia en él sino también impulsarlo a la acción. Sin embargo, la mayoría de nosotros ni siquiera está consciente de la existencia de nuestro lado etéreo.

-¿Qué hace el doble? -pregunté.

-Todo lo que queramos; puede saltar encima de los árboles, volar por el aire, hacerse grande o pequeño o adoptar la forma de un animal. Puede percatarse de los pensamientos de la gente o convertirse en un pensamiento y lanzarse, en un instante, sobre vastas distancias.

-Incluso puede actuar como el yo -interpuso Clara, mirán­dome de frente‑. Si sabes usarlo, puedes aparecerte delante de alguien y hablar con él, como si realmente estuvieras ahí.

El señor Abelar asintió con la cabeza.

-En la cueva percibiste mi presencia por medio de tu doble. Sólo cuando tu razón despertó dudaste de que la experiencia hubiese sido verdadera.

-Lo sigo dudando -indiqué‑. ¿De veras estuvo usted ahí?

-Por supuesto ‑replicó, guiñándome el ojo-, tanto como ahora estoy aquí.

Por un instante me pregunté si estaría soñando en ese mo­mento. Sin embargo, mi razón me aseguró que eso no era posible. Sólo para estar completamente segura, toqué la mesa; se sentía sólida.

-¿Cómo lo hizo? -pregunté, recostándome en el sofá.

El señor Abelar guardó silencio por un momento, como si estuviera eligiendo sus palabras.

‑Suelto mi cuerpo físico y dejo que mi doble se haga cargo ‑indicó‑. Si nuestra conciencia está ligada al doble, no nos afectan las leyes del mundo físico; más bien nos gobiernan fuerzas etéreas. Pero cuando la conciencia se encuentra ligada al cuerpo físico, nuestros movimientos son limitados por la gra­vedad y otras restricciones.

Seguía sin entender si eso significaba que era posible encon­trarse en dos sitios al mismo tiempo. Pareció darse cuenta de mi confusión.

‑Clara me dice que te interesan las artes marciales ‑indicó el señor Abelar‑. La diferencia entre una persona común y co­rriente y un experto en kung fu es que este último ha aprendido a controlar su cuerpo blando.

-Mis profesores de karate solían decir lo mismo ‑afirmé‑. Insistían en que las artes marciales entrenaban el lado blando del cuerpo, pero nunca entendí qué querían decir con ello.

‑Probablemente querían decir que cuando un experto ataca, dirige sus golpes contra los puntos vulnerables en el cuerpo blando del enemigo ‑replicó‑. Lo destructivo no es la fuerza de su cuerpo físico sino la grieta que produce en el cuerpo etéreo del enemigo. Puede lanzar dentro de esa grieta una fuerza que desgarra la red etérea y ocasiona daños mayores. Una persona puede recibir lo que en ese momento sólo parece un pequeño golpe, pero horas, quizá días más tarde, llega a morir del golpe.

-Es cierto ‑asintió Clara‑. No te dejes engañar por los movi­mientos externos ni por lo que ves. Lo que no ves es lo que importa.

Con frecuencia había escuchado a mis profesores de karate hacer relatos semejantes. Al preguntarles cómo se realiza­ban esas hazañas, no pudieron darme una explicación coheren­te. En ese entonces creí que se debía al hecho de que mis maestros eran japoneses e incapaces de expresar pensamientos tan intrincados en inglés. Ahora el señor Abelar estaba expli­cando algo semejante y, pese a que su dominio del inglés era perfecto, no entendí a qué se refería con el cuerpo blando o doble ni cómo se usaban sus misteriosos poderes.

Me pregunté si el señor Abelar practicaría artes marciales, pero antes de que pudiera indagar al respecto él continuó.

-Los verdaderos expertos en artes marciales, según Clara me los ha descrito de cuando se entrenó en China, controlan su cuerpo blando -indicó‑. Y éste es controlado no por el intelecto sino por el intento. No hay forma de pensar en él ni de enten­derlo de manera racional. Hay que sentirlo, puesto que está ligado a unas líneas luminosas de energía que atraviesan el uni­verso en todas direcciones ‑se tocó la cabeza y señaló hacia arri­ba‑. Por ejemplo, una línea de energía que se extiende hacia arriba desde la parte superior de la cabeza le da al doble su propósito y dirección. Esa línea suspende y jala al doble hacia donde quiera ir. Si quiere ir hacia arriba, sólo tiene que dirigir su intento hacia arriba. Si quiere hundirse en el suelo, dirige su intento hacia abajo. Es así de sencillo.

Clara me preguntó si recordaba lo que me había dicho en el jardín el día que hicimos los ejercicios de respiración con el sol: de cómo era necesario proteger siempre la corona de la cabeza. Le dije que lo recordaba tan claramente que desde entonces me daba miedo salir de la casa sin sombrero. Me preguntó si le es­taba siguiendo el hilo a lo que decía el señor Abelar. Le aseguré que no tenía ningún problema en entenderlo, aunque no com­prendiera los conceptos que manejaba. Paradójicamente, lo que estaba diciendo se me hacía incomprensible, pero al mismo tiempo familiar y creíble. Clara asintió con la cabeza y dijo que eso se debía al hecho de que estaba hablando directamente con una parte de mí que no era del todo racional y que tenía la capacidad de captar las cosas de manera directa, sobre todo si un brujo le hablaba en esta forma.

Clara estaba en lo cierto. El señor Abelar tenía algo que me tranquilizaba aún más que Clara. No se debía a su forma de ser cortés y afable, sino a algo en la intensidad de su mirada que me obligaba a escuchar y a seguir sus explicaciones, pese al hecho de que, desde el punto de vista racional, parecían carecer de sentido. Y yo hacía preguntas como si supiera de qué me estaba hablando.

-¿Podré entrar en contacto con mi cuerpo blando algún día? -pregunté al señor Abelar.

‑La pregunta es, Taisha, si quieres entrar en contacto con él.

Vacilé por un instante. Mi recapitulación me había enseñado que soy complaciente y cobarde y que mi primera reacción es evitar todo lo que resulta demasiado gravoso o alarmante. Sin embargo, también me animaba una curiosidad intensa por tener experiencias excepcionales y, tal como Clara me lo indi­cara una vez, poseía cierta audacia temeraria.

-El doble me inspira mucha curiosidad ‑dije-, así que defi­nitivamente quiero entrar en contacto con él.

-¿A cualquier precio?

-El que sea, menos vender mi cuerpo ‑repliqué vacilante­mente.

Al escucharme, los dos rompieron a reír con tal fuerza que pensé que iban a convulsionarse ahí mismo en el piso. No lo había dicho como chiste, porque realmente no estaba segura de los planes secretos que tuviesen conmigo. Como si estuviera consciente de mi tren de pensamientos, el señor Abelar dijo que era hora de revelarme ciertas premisas de su mundo. Se irguió y adoptó un semblante serio.

-Los líos entre hombres y mujeres ya no nos conciernen ‑dijo‑. Eso significa que no nos interesan la moralidad, la inmoralidad ni la amoralidad del hombre. Toda nuestra energía se vierte en la exploración de nuevos caminos.

-¿Puede darme un ejemplo de un nuevo camino, señor Abe­lar? -pregunté.

‑Claro que sí. ¿Qué tal la tarea a la que estás dedicada, la recapitulación? La razón por la que te estoy hablando ahora es porque por medio de recapitular has ahorrado energía sufi­ciente para franquear ciertos límites físicos. Has percibido, aunque sólo sea por un instante, cosas inconcebibles que no forman parte de tu inventario normal, según diría Clara.

‑Mi inventario normal es bastante raro -le advertí‑. Al recapitular el pasado, he empezado a comprender que estaba loca. De hecho, aún estoy loca. La prueba de ello es que me encuentro aquí y no sé si estoy despierta o soñando.

Al escucharme, los dos rompieron a reír otra vez, como si estuvieran viendo un programa cómico y el comediante acaba­ra de llegar a la culminación de su chiste.

‑Sé muy bien lo loca que estás ‑afirmó el señor Abelar de manera contundente‑. Pero no porque estés aquí con nosotros. Más que loca eres imprudente y te consientes a ti misma. No obstante, desde el día en que llegaste aquí, al contrario de lo que te pueda parecer, has mejorado tu conducta. Para ser justo, diría que algunas de las cosas que has hecho, según me cuenta Clara, como entrar a lo que llamamos el mundo de las sombras, no son ni imprudencia ni locura. Son un nuevo camino, algo innombrable e inconcebible desde el punto de vista del mun­do normal.

Se produjo un largo silencio que me hizo retorcerme, inquie­ta. Quería decir algo para romper el hechizo, pero no se me ocurrió nada. Lo peor fue que el señor Abelar no dejaba de echarme miraditas de reojo. Luego le susurró algo a Clara y los dos se rieron quedo, lo cual me irritó sobremanera, porque no dudé en lo más mínimo que se estaban riendo de mí.

-Tal vez sea mejor que me vaya a mi cuarto ‑dije, ponién­dome de pie.

‑Siéntate, aún no hemos terminado ‑ordenó Clara.

-No tienes idea de cuánto apreciamos el que estés aquí con nosotros -indicó el señor Abelar de repente‑. Te encontramos chistosa porque eres tan excéntrica. Pronto conocerás a otro miembro de nuestro grupo, a alguien que es igual de excéntrica que tú, pero mucho mayor. Verte a ti nos la recuerda cuando era joven. Por eso nos reímos. Por favor, perdónanos.

Aborrecía que se rieran de mí, pero la disculpa del señor Abelar fue tan sincera que la acepté. A continuación reanudó su plática acerca del doble, como si no se hubiera hablado de otra cosa.

-Al abandonar nuestras ideas sobre el cuerpo físico, poco a poco o de golpe ‑dijo-, la conciencia empieza a desplazarse a nuestro lado blando. A fin de facilitar este desplazamiento, nuestro lado físico debe permanecer completamente quieto, sus­pendido, como si estuviera profundamente dormido. La difi­cultad radica en convencer a nuestro cuerpo físico de cooperar, porque rara vez quiere abandonar el control.

‑¿Cómo se hace para soltar el cuerpo físico entonces? -pre­gunté.

-Hay que engañarlo -contestó‑. Dejar creer al cuerpo que se encuentra profundamente dormido; aquietarlo de manera de­liberada, apartando la conciencia de él. Cuando el cuerpo y la mente reposan, el doble despierta y se pone a cargo.

-No entiendo ‑dije.

-No te hagas la idiota, Taisha ‑dijo Clara bruscamente­-. Debes haberlo hecho en la cueva. Para percibir al nagual, debes haber usado tu doble. Estabas dormida y consciente al mismo tiempo.

Lo que me llamó la atención de las palabras de Clara fue la forma en que se refirió al señor Abelar. Lo llamó "el nagual". Pregunté qué significaba la palabra.

-Juan Miguel Abelar es el nagual ‑replicó orgullosamente-. ­Es mi guía; la fuente de mi vida y bienestar. No es mi hombre en ningún sentido concebible de la palabra, y no obstante es el amor de mi vida. Cuando él sea todo eso para ti, entonces también será el nagual para ti. Mientras tanto, que quede como el señor Abelar o incluso Juan Miguel.

El señor Abelar se rió, como si Clara sólo lo hubiera dicho en broma, pero Clara me sostuvo la mirada el tiempo suficiente para darme a entender que cada palabra era en serio.

El silencio que se estableció a continuación fue roto, final­mente, por el señor Abelar.

-A fin de activar al cuerpo blando, primero debes abrir ciertos centros de tu cuerpo que funcionan como compuertas ‑continuó‑. Cuando todas las compuertas estén abiertas, el doble podrá salir de su cubierta protectora. De otro modo, permanecerá encerrado para siempre dentro de su caparazón exterior.

Pidió a Clara que sacara un petate del closet. Lo extendió en el piso y me indicó que me acostara boca arriba con los brazos en los costados.

‑¿Qué me va a hacer? -pregunté, recelosa.

-No lo que tú crees ‑replicó bruscamente.

Clara se rió.

-Taisha desconfía mucho de los hombres -le explicó al señor Abelar.

‑De poco le ha servido -contestó, cohibiéndome por com­pleto. Luego se volvió hacia mí y explicó que me enseñaría un método sencillo para desplazar la conciencia del cuerpo físico a la red etérea que lo rodea.

-Acuéstate y cierra los ojos, pero no te duermas ‑ordenó.

Apenada, obedecí, sintiéndome curiosamente vulnerable acostada ahí delante de ellos. Se arrodilló a mi lado y me habló con voz suave.

-Imagínate unas líneas extendidas desde tu cuerpo hacia los lados, empezando por los pies -indicó.

‑¿Y si no puedo imaginármelas?

‑Claro que podrás, si quieres ‑dijo‑. Con toda tu fuerza dirige tu intento a la creación de esas líneas.

Explicó que en realidad no se trataba de imaginar las líneas, sino del misterioso acto de sacarlas de los lados del cuerpo, empezando por los dedos de los pies y continuando hasta la corona de la cabeza. Dijo que también debía sentir unas líneas que emanaban de las plantas de mis pies y se hundían en el suelo, e iban hacia mi cabeza, envolviendo mi cuerpo a todo su largo hasta la parte de atrás de mi cabeza; y otras líneas que irra­diaban de mi frente, hacia arriba y bajaban por el frente de mi cuerpo hasta los pies, formando así una red o capullo de energía luminosa.

-Practícalo hasta que puedas soltar tu cuerpo físico y fijar tu atención a voluntad en tu red luminosa ‑dijo‑. Con el tiempo un solo pensamiento bastará para extender y sostener esa red.

Traté de relajar mis músculos. Su voz tenía efectos sedantes, una cualidad hipnotizante; a veces parecía provenir de muy cerca, y luego desde muy lejos. Me advirtió que si en alguna parte de mi cuerpo la red se sentía apretada o resultaba difícil extender las líneas o éstas se enroscaban, era ahí donde tenía el cuerpo débil o herido.

-Puedes sanar esas partes permitiendo que el doble extienda la red etérea ‑dijo.

-¿Cómo se hace eso?

-Dirigiendo tu intento, pero no con los pensamientos -indi­có‑. Dirige tu intento con el intento, que es la capa debajo de los pensamientos. Escucha con cuidado, búscalo debajo de tus pen­samientos, lejos de ellos. El intento está tan alejado de los pensa­mientos que no podemos hablar de él; ni siquiera lo sentimos. Pero definitivamente podemos usarlo.

No podía ni siquiera concebir cómo dirigir mi intento con mi intento. El señor Abelar dijo que no debía costarme demasiado trabajo extender mi red, porque a lo largo de los últimos meses, durante mi recapitulación, había estado proyectando ese tipo de líneas etéreas, sin saberlo. Sugirió que empezara por concen­trarme en mi respiración. Después de un tiempo que parecieron horas, durante el cual creo que me dormí una o dos veces, por fin percibí un intenso calor hormigueante en los pies y la cabeza. El calor se expandió hasta formar un aro que envolvía mi cuerpo a todo su largo.

Con voz suave, el señor Abelar me recordó que fijara la atención en el calor externo de mi cuerpo y que tratara de extenderlo, empujándolo hacia afuera desde el interior y per­mitiendo que se expandiera.

Me concentré en mi respiración hasta que todo vestigio de tensión desapareció dentro de mí. Al relajarme más aún, dejé que el calor hormigueante buscara su propio curso; no se movió hacia afuera ni se expandió; en cambio, se contrajo, hasta que tuve la sensación de estar acostada sobre un globo gigantesco que flotaba en el espacio. Experimenté un momento de páni­co; dejé de respirar y por un instante empecé a asfixiarme. Entonces algo afuera de mí se hizo cargo y empezó a respirar por mí. Me envolvieron olas de energía arrulladora que se expandieron y contrajeron hasta que todo oscureció a mi alre­dedor y ya no pude fijar la conciencia en nada.

13

Desperté con la voz de Clara, que me decía que me incorporara. Tardé mucho tiempo en reaccionar; en primer lugar, porque estaba totalmente desorientada, y en segundo, porque tenía las piernas dormidas. Al notar mis dificultades, Clara me sujetó de los brazos, me jaló al frente y me metió unas almohadas detrás de la espalda, para que pudiera mantenerme sentada sin su ayuda. Me encontraba en mi cama y traía puesto mi camisón. Por la luz supe que la tarde ya estaba avanzada.

-¿Qué pasó? -murmuré‑. ¿Dormí toda la noche?

-Así es ‑replicó Clara‑. Estaba preocupada por ti. Perdiste el control y pasaste a un limbo perceptual. Nadie pudo estable­cer contacto contigo. Así que decidimos dejarte dormir hasta que salieras de ello.

Me incliné al frente y me froté las piernas hasta que desapare­ció la sensación hormigueante. Aún me sentía mareada y extra­ñamente enervada.

-Tienes que hablar conmigo hasta que vuelvas a ser tú misma ‑dijo Clara en su tono más autoritario‑. Esta es una de las oca­siones en que te servirá hablar.

-No tengo ganas de hablar ‑constesté, dejándome caer otra vez sobre las almohadas. Había empezado a sudar frío y mis miembros se sentían lacios, como de hule‑. ¿Me hizo algo el señor Abelar?

-No en mi presencia ‑replicó Clara, riéndose jovialmente de su propio chiste. Me agarró las manos y les frotó el dorso, tratando de revivirme.

No estaba de humor para la frivolidad.

-¿Qué pasó en realidad, Clara? -pregunté‑. No recuerdo nada.

Se instaló cómodamente en la orilla de la cama.

-Tu primer encuentro con el nagual fue demasiado para ti ‑dijo Clara‑. Estás demasiado débil; eso fue lo que pasó. Pero no quiero que pienses en eso, porque te desanimas con dema­siada facilidad. Además, no quiero que leas entre líneas, como eres dada a hacerlo, y que vayas a sacar las conclusiones equivo­cadas.

-Puesto que ni sé lo que está pasando, ¿cómo voy a leer entre líneas? -pregunté, mientras me castañeaban los dientes.

-Estoy segura de que encontrarías el modo ‑suspiró Clara-. ­Eres particularmente experta en sacar conclusiones precipi­tadas y por desgracia sueles equivocarte. Y no importa que no sepas qué está pasando. Siempre supones que sí lo sabes.

Debí admitir que aborrecía las situaciones ambiguas. Siem­pre me ponían en desventaja. Quería saber lo que estaba pasan­do para hacer frente a todas las contingencias.

-Tu madre te enseñó a ser una mujer perfecta ‑dijo Clara­-. Las mujeres perfectas infieren de la simple observación de lo que las rodea todo lo que necesitan saber, especialmente si hay un macho en la escena. Son capaces de anticiparse a los deseos más sutiles de éste. Siempre están conscientes de los cambios en su estado de ánimo, porque creen que estos cambios se deben a algo que ellas mismas dijeron o hicieron. Por consiguiente, creen que les corresponde apaciguar a su hombre.

Después de haberme visto, por medio de la recapitulación, actuar en esa forma una y otra vez, debí admitir, mortificada, que Clara tenía razón. Estaba bien entrenada. Una mirada, un suspiro o un tono de voz de mi padre bastaban para revelarme exactamente lo que estaba pensando o sintiendo. Lo mismo era cierto con respecto a mis hermanos. Yo reaccionaba a las señales más sutiles de su parte. Lo peor era que sólo tenía que imagi­narme que yo no le agradaba a un hombre para ser capaz de hacer cualquier cosa a fin de complacerlo.

Clara me tocó el costado suavemente, como para llamar mi atención.

‑Si tú y yo hubiéramos estado solas anoche, no te hubieras desmayado en forma tan dramática ‑dijo, esbozando una sonri­sa sumamente irritante.

-¿Qué estás insinuando, Clara? ¿Que encuentro atractivo al señor Abelar?

‑Precisamente. Cuando un hombre está cerca de ti, experi­mentas una transformación instantánea. Te conviertes en la mu­jer que haría cualquier cosa con tal de llamar la atención de ese hombre, incluso desmayarse.

-Permíteme decirte que no estoy de acuerdo contigo ‑con­testé‑. Realmente no traté de adular al señor Abelar.

‑¡Piénsalo! No te pongas a la defensiva ‑pidió Clara‑. No te estoy atacando. Tan sólo te señalo algo que yo también sentía y hacía antes.

En lo más recóndito sabía a qué se refería Clara. El señor Abelar poseía un encanto tan carismático que a pesar de su edad me parecía sumamente atractivo. Sin embargo, preferí no admi­tirlo, ni para mí misma ni delante de Clara. Para mi alivio, Clara no insistió en el tema.

-Te entiendo perfectamente, porque yo también tuve a mi Juan Miguel Abelar -indicó‑. Era el nagual Julián Grau, el ser más apuesto y alegre que ha existido jamás. Era encantador, pícaro y gracioso; realmente inolvidable. Todo el mundo lo ado­raba, incluyendo a Juan Miguel y el resto de mi familia. Todos besábamos el suelo que él pisaba.

Se me ocurrió, al escuchar a Clara deshacerse en elogios a su maestro, que había pasado demasiado tiempo en el Lejano Oriente. Siempre me molestó la adoración repugnante que los estudiantes en el mundo del karate profesaban por su profesor o sensei. Ellos también besaban el suelo pisado por su profesor, literalmente, bajando las cabezas al piso como muestra de de­ferencia cada vez que el maestro entraba a la habitación. No se lo dije a Clara, pero me pareció que estaba rebajándose al reverenciar a tal grado a su maestro.

-El nagual Julián nos enseñó todo lo que sabemos -prosiguió, ignorante de mis juicios‑. Dedicó su vida a guiarnos hacia la libertad. Dio instrucciones especiales al nagual Juan Miguel Abelar, instrucciones que lo calificaban para ser el nuevo na­gual.

-¿Quieres decir, Clara, que los naguales son como reyes? -pregunté, queriendo señalarle el peligro y la falacia de una veneración exagerada.

-No. De ningún modo. Los naguales no tienen ninguna importancia personal ‑afirmó‑. Y es precisamente por esta razón que podemos adorarlos.

-A lo que me refería, Clara, era si heredan su puesto -me corregí rápidamente.

‑¡Claro que sí! Definitivamente heredan su puesto, pero no como los reyes. Los reyes son hijos de reyes. Un nagual, en cambio, tiene que ser elegido por el espíritu. A menos que el espíritu lo elija, no puede erigirse en líder. Un nagual, para empezar, es dueño de una energía extraordinaria. Pero no es nagual hasta que es instruido en la regla de los naguales.

Entendí la explicación de Clara, pero me hizo sentir curio­samente incómoda. Al deliberar, comprendí que la parte que me molestaba era que el espíritu tuviese que realizar la selec­ción.

-¿Cómo decide el espíritu a quién elegir? -pregunté.

Clara meneó la cabeza.

-Eso, mi querida Taisha, es un misterio insondable ‑dijo con voz queda‑. Lo único que un nagual puede hacer es cumplir con los mandatos del espíritu o fracasar lastimosamente.

Pensé en el señor Abelar y me pregunté cuáles serían los mandatos para él. Recordé el comentario de Clara de que algún día pudiese yo también considerarlo como el nagual.

-Por cierto, ¿dónde está el señor Abelar? -pregunté, tratando de simular indiferencia.

‑Se fue anoche, cuando se dio cuenta de que estabas fuera de combate.

-¿Regresará?

‑Claro que sí. Vive aquí.

-¿Dónde, Clara? ¿En el lado izquierdo de la casa?

‑Sí. Por el momento está ahí. No en este preciso momento ‑se corrigió‑, pero en estos días. Y a veces vive conmigo del lado derecho de la casa. Yo lo cuido.

Sentí una punzada de celos tan intensa que fue como una ola de energía.

-Dijiste que no es tu esposo, ¿verdad, Clara? -pregunté, con un crispamiento sumamente inquietante en la comisura de la boca.

Clara se rió tan fuerte que rodó hacia atrás sobre la cama, sin aliento.

-El nagual Juan Miguel Abelar ha trascendido todos los aspectos del sexo masculino -me aseguró al incorporarse de nuevo.

-¿A qué te refieres, Clara?

‑Quiero decir que ya no es un ser humano. No puedo ex­plicártelo todo, porque carezco de la sutileza necesaria y tú no tienes la capacidad de entenderme. Según yo veo el asunto, fue debido a mi incapacidad para explicar que el nagual te dio esos cristales.

‑¿Qué incapacidad, Clara? Te expresas perfectamente bien.

‑Entonces eres tú la que no entiendes perfectamente bien.

‑Eso es idiota, Clara.

‑¿Entonces por qué no puedo hacerte entender qué somos y qué es lo que tenemos en mente para ti?

Respiré profundamente varias veces para calmar mi estó­mago nervioso.

-¿Qué tienen en mente para mí, Clara? -pregunté, nueva­mente presa del pánico.

‑Es muy difícil hablar de eso -contestó‑. Tú y yo definiti­vamente pertenecemos a la misma tradición. Eres una parte integral de lo que nosotros somos. Por eso estamos obligados a instruirte.

-¿A quiénes te refieres con "nosotros"? ¿A ti y al señor Abelar? Clara se tomó un momento, como para darse tiempo de con­testar correctamente.

‑Como ya te lo he dicho, somos más de dos -indicó‑. De hecho, ni soy tu maestra. Tampoco lo es el nagual Juan Miguel. Otra persona lo es.

-Espera, espera, Clara. Me estás confundiendo otra vez. ¿Quién es esa otra persona a la que te refieres?

‑Otra mujer como tú, pero mayor en edad e infinitamente más poderosa. Yo sólo soy una auxiliar. Estoy a cargo de pre­pararte, de lograr que ahorres suficiente energía por medio de tu recapitulación para que puedas conocer a esta otra persona. Y créeme, su presencia es mucho más devastadora que la del nagual.

-No entiendo qué tratas de decirme, Clara. ¿Quieres decir que es peligrosa y me hará daño?

-Ese es el problema cuando trato de responder a tus pregun­tas ‑dijo Clara‑. Te confundes, porque la conexión que existe entre tú y yo sólo es superficial. Me haces una pregunta, espe­rando una respuesta inequívoca que te satisfaga, y yo te doy una respuesta que a mí me satisface y a ti te confunde. Te reco­miendo que no me hagas preguntas o aceptes mis respuestas sin ponerte nerviosa.

Deseaba averiguar más acerca del señor Abelar y sobre los planes que la otra mujer tenía conmigo, así que prometí, con la esperanza de sacarle todo a Clara, que desde ese momento me­diría todas sus respuestas con la debida consideración, pero sin pánico ni agitación por mi parte.

-Muy bien. Veamos cómo tomas esto ‑dijo Clara de manera tentativa‑. Te diré lo que te contó el nagual anoche, antes de que te desmayaras. Pero como no soy hombre, sin duda reac­cionarás de modo diferente de lo que hiciste cuando el nagual te lo dijo. Tal vez hasta me hagas caso.

-Pero no recuerdo que me haya dicho nada después de que me dormí en el petate -protesté.

Clara vaciló y me escudriñó la cara, supongo que en busca de alguna chispa de reconocimiento. Meneó la cabeza para indicar que no encontraba ninguna, aunque traté de parecer lo más calmada y atenta posible e incluso sonreí para darle mayor seguridad.

-Te habló de todos los seres que vivimos en esta casa -empezó Clara‑. Te dijo que todos somos brujos, incluyendo a Manfredo.

Al escuchar el nombre de Manfredo, algo encajó en mis pensamientos.

-Lo sabía -exclamé sin pensar. Me pareció perfectamente verosímil la idea de que Manfredo fuera brujo, pero no tenía la menor idea del por qué era así. Le dije a Clara que en algún momento ya debí haber pensado eso, aunque todavía no supie­se exactamente qué era un brujo.

‑Claro que lo sabes -me aseguró Clara con una ancha sonrisa.

-Te digo que no lo sé.

Clara me miró, perpleja.

-¿Estás segura que no recuerdas cómo el nagual te lo explicó?

-No, realmente no me acuerdo.

‑Para nosotros, un brujo es alguien capaz de romper, por medio de la disciplina y la perseverancia, los límites de la percepción natural ‑declaró Clara con un aire de formalidad.

-Bueno, eso no aclara nada -dije‑. ¿Cómo le hace Manfredo para lograr todo eso?

Pareció darse cuenta de mi confusión.

‑Creo que tenemos un malentendido otra vez, Taisha. No me refiero sólo a Manfredo. Aún no has comprendido que todos los que vivimos en esta casa somos brujos. No sólo el nagual, Manfredo y yo, sino también los otros catorce a los que aún no conoces. Todos somos brujos, pero brujos abstractos. Si quieres imaginarte la brujería como algo concreto que implica rituales y pociones mágicas, sólo puedo decirte que sí existen brujos con­cretos de ese tipo, pero no los encontrarás en esta casa.

Obviamente estábamos pensando en cosas diferentes. Yo hablaba de Manfredo y ella hablaba de unas personas que yo ni siquiera había visto aún. Pero sí entendí por fin que Clara, el señor Abelar y los otros esquivos a los que ambos aludían constantemente eran todos brujos. En lugar de hacer más pre­guntas, recordé su consejo y preferí guardar silencio.

A continuación se explayó en el hecho de que los brujos abs­tractos buscan la libertad por medio del acrecentamiento de su capacidad para percibir; mientras que los brujos concretos, como los tradicionales que vivieron en el antiguo México, bus­can el poder y la gratificación personales por medio del acre­centamiento de su importancia personal.

-¿Qué tiene de malo buscar la gratificación personal? -pre­gunté, tomando un sorbo de agua del vaso que había en la mesita de noche.

-Tenías que ser tú la que se pone del lado de los brujos concretos ‑dijo Clara, con mirada preocupada‑. Con razón el nagual te dio esos dardos de cristal.

A pesar de mi promesa de mantener la calma, al oír men­cionar los cristales me recorrieron unas olas de nerviosismo. El estómago se me acalambró con tal intensidad que estuve segura de haber contraído una gripa intestinal.

‑Me resulta prácticamente imposible explicarte lo que ha­cemos; y aún más que imposible hacerte entender por qué hacemos lo que hacemos -afirmó Clara‑. Tendrás que hacerle esas preguntas a tu maestra.

-¿A mi maestra?

-No me estás haciendo caso, Taisha. Ya te dije que tienes una maestra. Aún no la conoces, porque no posees la energía sufi­ciente. Conocerla requiere diez veces más energía que conocer al nagual, y todavía no te recuperas del encuentro con él. Tienes la cara verdosa y pálida.

‑Creo que me dio gripa -dije, sintiéndome otra vez mareada.

Clara meneó la cabeza.

-Lo que tienes es que estar fija en ti misma ‑interpoló antes de continuar‑. El nagual también podría contestar cualquier pregunta que le hicieras. El problema es que lo tratarías como a un hombre y si te hablara por más de unos cuantos minutos con toda certeza volverías a caer en tu patrón de mujer. Por eso te tiene que instruir una mujer.

-¿No estás exagerando este asunto de los hombres y las mu­jeres? -pregunté, tratando de levantarme de la cama.

Me sentía débil y me temblaban las piernas. El cuarto empe­zó a dar vueltas y casi me desmayé. Clara me sujetó del brazo justo a tiempo.

-Pronto sabremos si lo estoy exagerando ‑dijo‑. Vayamos afuera a sentarnos a la sombra de un árbol. Quizá el aire fresco te ayude a revivir.

Me hizo ponerme una chamarra larga y unos pantalones y me guió, como a una enferma, de la habitación al patio trasero.

Nos sentamos sobre unos petates debajo del enorme zapote cuya sombra abarcaba casi todo el patio. En cierta ocasión le ha­bía preguntado a Clara si podía comer de su fruta. Ella me calló e indicó: "Sólo come, pero no hables de ello." Obedecí, pero desde entonces me sentía culpable, como si hubiera ofendido al árbol.

Permanecimos en silencio, escuchando el murmullo del vien­to entre las hojas. Estaba fresco y apacible ahí y me sentí tran­quila otra vez. Después de un rato, Manfredo apareció dando la vuelta lentamente a la esquina de la casa, donde tenía un pequeño cuarto con una gran puerta oscilante recortada en la pared, para poder entrar y salir a discreción. Se me acercó y me empezó a lamer la mano. Le miré los ojos llenos de sentimiento y supe que éramos los mejores amigos. Como en respuesta a una invitación tácita, se tendió sobre mi regazo, instalándose cómodamente. Le acaricié el pelo suave y sedoso y me llenó un profundo afecto por él. Asida por un arranque inexplicable de compasión, me incliné al frente y lo abracé. De súbito comencé a llorar, sentía tanta lástima por él.

‑¿Dónde están tus cristales? -preguntó Clara en tono autori­tario. Su voz dura me hizo volver a la realidad.

‑En mi cuarto -contesté, soltando a Manfredo para secarme los ojos con la manga de mi chamarra.

Manfredo percibió la mirada desaprobatoria de Clara y de inmediato se quitó de mis piernas y cruzó el camino para sentarse debajo de un árbol cercano.

-Debes traerlos contigo todo el tiempo ‑indicó Clara bruscamente‑. Ya sabes que unas armas, como lo son esos cristales, no tienen nada que ver con la guerra o la paz. Puedes amar la paz todo lo que quieras y no obstante necesitar armas. De hecho, las necesitas para luchar contra tus enemigos en este preciso mo­mento.

-No tengo enemigos, Clara ‑dije lloriqueando‑. Nadie sabe que vivo siquiera.

Clara se inclinó hacia mí.

‑El nagual te dio esos cristales para ayudarte a destruir a tus enemigos ‑indicó con voz suave‑. Si los trajeras contigo en este momento, podrías realizar tus pases brujos con ellos y te ayu­darían a disipar esa insistente lástima que sientes por ti misma.

-No sentí lástima por mí misma, Clara ‑dije, a la defensiva­-. Me causó lástima el pobre Manfredo.

Clara se rió y meneó la cabeza.

-No hay razón alguna para sentir lástima por el pobre Man­fredo. Sea cual fuera su forma actual, es un guerrero. La lástima por ti misma, por el contrario, está presente en tu interior y se expresa de distintas formas. Ahora la estás llamando "sentir lástima por Manfredo".

Sentí que los ojos se me empezaban a llenar de lágrimas otra vez porque, además de mi inseguridad, en efecto había un pozo de autocompasión sin fin dentro de mí. Había avanzado lo su­ficiente en la recapitulación para comprender que se trataba de una reacción que me la pasó mi madre, la cual se tuvo lástima a sí misma todos los días de su vida, o al menos todos los días de mi vida con ella. Puesto que nunca conocí otra expresión personal en ella, eso fue lo que yo también aprendí a sentir.

-Tienes que sostener las armas de cristal entre tus dedos y apuntar tus pases brujos al corazón de tus escurridizos enemigos, como lo son la importancia personal, que se te aparece dis­frazada de autocompasión, indignación moral, o tristeza vir­tuosa -continuó Clara.

No pude más que mirarla, desalentada. Me acusó de ser débil y de desmoronarme por completo a la menor presión ejercida sobre mí. Sin embargo, lo que más me dolió fue cuando me dijo que mis meses de recapitulación carecían de todo significado; que no eran más que fantasías superficiales, puesto que lo único que había hecho era sumirme en nostálgicos recuerdos acerca de mi maravilloso yo o revolcarme en la lástima de mí misma, al recordar mis momentos no tan maravillosos.

No entendí por qué me atacaba de manera tan cruel. Me zum­baban los oídos con la ola de furia que me arrebató. Rompí a llorar irrefrenablemente, odiándome a mí misma por haberle dado a Clara la oportunidad de devastarme emocionalmente. Escuché sus palabras como si vinieran desde muy lejos; estaba diciendo "...importancia personal, falta de decisión, ambición indomable, sensualidad no asimilada, cobardía; la lista de ene­migos empeñados en impedir tu vuelo hacia la libertad no tiene fin y debes ser implacable en tu lucha contra ellos".

Me dijo que me calmara. Afirmó que sólo estaba tratando de ilustrar la forma en que nuestras actitudes y sentimientos son nuestros verdaderos enemigos, tan perjudiciales y peligrosos co­mo cualquier bandido armado hasta los dientes que nos encon­tremos en la carretera.

-El nagual te dio esos cristales para que reunieras tu energía ‑indicó‑. Son extraordinarios para atraer nuestra atención y fijarla. Se trata de una cualidad de los cristales de cuarzo en general y del intento específico de estos cristales en particular. A fin de lograrlo, sólo tienes que realizar tus pases brujos con ellos.

Desee tener los cristales conmigo; en cambio, miré los ojos brillantes y llenos de compasión de Manfredo. Se me ocurrió que reflejaban la luz de la misma manera que los cristales de cuarzo. Por un momento, sus ojos sostuvieron mi mirada y, al observarlos, una certeza irracional de súbito apareció en mi mente. Supe que Manfredo era un brujo perteneciente a la tradición antigua, el espíritu de un brujo que de algún modo había sido atrapado en el cuerpo de un perro. En cuanto lo hube pensado Manfredo soltó un ladrido corto y agudo, como de confirmación.

También me pregunté si no sería Manfredo quien encontró los cristales para mí en una cueva o, más bien, que condujo al nagual hasta ellos, en la misma forma en que me guió hasta mi mirador favorito en los cerros desde los cuales se domina­ba la casa y el terreno.

-Una vez me preguntaste cómo era posible que supiese tanto acerca de los cristales ‑dijo Clara, interrumpiendo mis especu­laciones‑. No te lo pude decir entonces, porque aún no conocías al nagual. Pero ahora que lo has conocido, puedo decirte que... ‑respiró profundamente y se inclinó hacia mí‑. Somos brujos pertenecientes a la misma tradición que los de la antigüedad. Hemos heredado todos sus rituales y conjuros esotéricos, pero no nos interesa ponerlos en práctica, aunque sepamos usarlos.

‑¡Manfredo es un brujo de la antigüedad! ‑exclamé con ver­dadero asombro, olvidándome de que no la había hecho partí­cipe de mis especulaciones mentales.

Clara me miró, como dudando de mi cordura, y luego se echó a reír con tal fuerza que se acabó toda posibilidad de conver­sación. Escuché ladrar a Manfredo, como si también estuviera riéndose. Lo más extraño fue que hubiera jurado, o bien que la risa de Clara tenía eco, o que alguien escondido a la vuelta de la casa también se estaba riendo.

Me sentía como una verdadera imbécil. Clara no quiso oír los detalles acerca de la luz reflejada en los ojos de Manfredo.

-Te dije que eras lenta y no muy inteligente, pero no me creíste -me reprendió‑. Pero no te preocupes, ninguno de no­sotros es muy inteligente. Toda la raza humana somos unos monos arrogantes y de muy lenta comprensión.

Me dio un coscorrón para subrayar su afirmación. No me gustó que me llamara una mona estúpida y arrogante, pero aún estaba tan emocionada con mi descubrimiento que dejé pasar su comentario.

-El nagual tiene muchas otras razones para darte esos cris­tales ‑continuó Clara‑, pero tendrá que explicártelas él mismo. Lo único que sé con certeza es que tendrás que hacerles un estuche.

‑¿Qué clase de estuche?

-Una funda hecha del material que creas conveniente. Pue­des usar gamuza, fieltro o un pedazo de colcha, o incluso madera, si eso quieres usar.

-¿Qué clase de estuche hiciste para los tuyos, Clara?

-Yo no recibí cristales ‑dijo-, pero los llegué a manejar en mi juventud.

-Hablas de ti misma como si fueras vieja. Entre más te trato, más joven te ves.

-Eso se debe a que hago muchos pases brujos a fin de crear esa ilusión ‑replicó, riéndose con abandono infantil‑. Los bru­jos creamos ilusiones. Mira a Manfredo.

Al escuchar su nombre, Manfredo sacó la cabeza de detrás del árbol y nos miró fijamente. Tuve la extraña impresión de que sabía que estábamos hablando de él y no quería perderse ni una palabra.

-¿Qué tiene Manfredo? -pregunté, bajando la voz automáti­camente.

-Uno juraría que es perro ‑susurró Clara‑. Pero eso se debe a su poder para crear esa ilusión -me dio un empujoncito y me guiñó el ojo con aire conspirador‑. Sabes, tienes toda la razón, Taisha. Manfredo no es de ningún modo un perro.

No entendí si quería que asintiera por causa de Manfredo, quien se había incorporado y definitivamente estaba escu­chando cada palabra que decíamos, o si realmente creía lo que estaba diciendo, o sea, que Manfredo no era un perro. Antes de que pudiese determinar de qué se trataba, un agudo sonido des­de el interior de la casa impulsó a Clara y a Manfredo a saltar de sus lugares y salir corriendo en esa dirección. Empecé a seguir­los, pero Clara se volvió hacia mí e indicó bruscamente:

‑Quédate donde estás. Regresaré en un momento.

Entró corriendo a la casa, con Manfredo pisándole los talones.

14

Transcurrieron semanas, luego meses. En realidad no ponía atención a las fechas ni al paso del tiempo. Clara, Manfredo y yo vivíamos en perfecta armonía. Clara dejó de insultarme, o quizá fui yo la que dejé de sentirme ofendida. Dedicaba todo mi tiempo a recapitular y a practicar kung fu con Clara y con Manfredo, quien con sus cuarenta y cinco kilogramos de puro hueso y músculo era un adversario sumamente peligroso. Esta­ba segura de que una embestida de su cabeza equivalía al golpe de un boxeador profesional.

Sólo me preocupaba una contradicción que me resultaba difícil de resolver. Mientras Clara sostenía que mi energía esta­ba aumentando, sin lugar a dudas, puesto que ahora podía conversar con Manfredo, yo estaba convencida de lo contrario: paulatinamente me estaba volviendo loca.

Siempre que Manfredo y yo nos encontrábamos a solas, un lazo de afecto indescriptible se posesionaba de mí. De hecho lo adoraba. Y este sentimiento ciego de amor tendió un puente entre nosotros, de modo que a veces él podía trasmitirme sus pensa­mientos y estados de ánimo. Averigüé que los sentimientos de Manfredo eran simples y directos, como los de un niño. Experi­mentaba felicidad, inquietud, orgullo de cualquier logro y mie­do de todo, que de manera instantánea se transformaba en ira. No obstante, los rasgos que más admiraba en él eran su valor y su capacidad para la compasión. Percibí que de hecho le tenía lástima a Clara por parecer sapo. En cuanto a su valor, Man­fredo era único. Su valor era propio de una conciencia evolu­cionada y enterada de su encarcelamiento. Desde mi punto de vista, Manfredo era más solitario de lo que cualquiera pudiese concebir. Y, de no poseer ese valor sin igual, nadie hubiera po­dido encarar esa soledad forzosa de la manera en que él lo hacía.

Una tarde, al volver de la cueva, me senté a descansar a la sombra del zapote. Manfredo se me acercó, se acostó en mis tobillos y se durmió en el acto. Al escucharlo roncar y sentir su peso tibio sobre mis pies, también me dio sueño. Debí dor­mirme, porque de repente desperté de un sueño en el que discutía con mi madre acerca de las ventajas de no guardar los cubiertos después de lavarlos. El señor Abelar me estaba mi­rando fijamente con ojos feroces y fríos. Su mirada, la postura de su cuerpo, sus rasgos perfectamente cincelados y su concen­tración me causaron la impresión definitiva de que era un águila. Me llenó de admiración y temor.

-¿Qué pasó? ‑pregunté. La temperatura y la luz habían cambiado. Estaba a punto de oscurecer; las sombras del cre­púsculo cubrían el patio.

-Lo que pasó es que Manfredo se apoderó de ti y se está alimentando de tu energía como loco ‑dijo con una amplia sonrisa­-. Me hizo lo mismo a mí. Parece existir una verdadera afinidad entre ustedes dos. Trata de decirle sapito y a ver si se enoja.

-No, no puedo hacer eso -dije, pasando los dedos por la cabeza de Manfredo‑. Él es hermoso y solitario y no se parece en nada a un s‑a‑p‑o.

Me pareció absurdo deletrear la palabra, pero algo dentro de mí no quiso correr el riesgo de ofender a Manfredo.

‑Los sapos también son hermosos y solitarios ‑dijo el señor Abelar con cierto brillo en los ojos.

Impulsada por una repentina curiosidad, me incliné sobre Manfredo y le susurré al oído:

‑Sapito ‑animada sólo por los mejores sentimientos. Manfredo bostezó, como si mi empatía lo aburriese.

El señor Abelar se rió.

‑Entremos a la casa -indicó‑ antes de que Manfredo agote toda tu energía. Además, hace más calor adentro.

Quité a Manfredo de mis piernas y seguí al señor Abelar al interior de la casa. Me senté de manera muy formal en la sala, muy consciente de encontrarme a solas con un hombre en una casa oscura y vacía. Prendió la lámpara de gasolina, se sentó en el sofá, a una distancia decente de mí, y dijo:

-Tengo entendido que querías hacerme unas preguntas. Ahora es un buen momento, así que adelante. Hazlas.

Por un instante mi mente se puso en blanco. Hallarme de manera tan directa frente a su intensa mirada me hizo perder la compostura. Por fin pude preguntar:

-¿Qué me pasó la noche en que lo conocí, señor Abelar? Clara opinó que no podía darme una explicación adecuada y yo no recuerdo mucho esa noche.

-Tu doble se hizo cargo -indicó con tono prosaico‑. Y per­diste el control sobre tu yo cotidiano.

‑¿Qué quiere decir con que perdí el control? -pregunté, preocupada‑. ¿Hice algo indebido?

-Nada que no pudieras contarle a tu madre -contestó con una risita. Sus ojos centelleaban, llenos de picardía‑. En serio, Taisha, lo único que hiciste fue extender tu red luminosa lo más lejos posible. Aprendiste a descansar sobre esa hamaca invisi­ble que de hecho forma parte de ti. Algún día, conforme adquie­ras más experiencia, tal vez comiences a usar sus líneas para mover y alterar las cosas.

-¿El doble se encuentra adentro o afuera del cuerpo físico? -pregunté‑. Esa noche tuve la impresión de que, por un mo­mento, algo que estaba claramente afuera de mí, se hizo cargo.

-Está en los dos lugares -indicó el señor Abelar‑. Se encuen­tra dentro y fuera del cuerpo físico al mismo tiempo. ¿Cómo te lo diré? A fin de dominarlo, la parte de él que está afuera, flotando libremente, debe enlazarse con la energía alojada den­tro del cuerpo físico. Se sostiene y guía la fuerza externa mediante una firme concentración, mientras que la energía interna se libera abriendo unas misteriosas compuertas en el cuerpo y alrededor de él. Cuando se juntan las dos partes, la fuerza producida le per­mite a uno realizar hazañas inconcebibles.

-¿Dónde están esas misteriosas compuertas a las que usted se refiere? -pregunté, incapaz de mirarlo directamente a los ojos.

-Algunas se encuentran cerca de la piel, otras están profun­damente metidas en el interior del cuerpo ‑replicó el señor Abelar‑. Hay siete compuertas principales. Cuando se encuen­tran cerradas, nuestra energía interior permanece atrapada dentro del cuerpo físico. La presencia del doble es tan sutil en nuestro interior que podemos llegar al fin de nuestras vidas sin haber sabido nunca que está ahí. Para liberarlo hay que abrir las compuertas, lo cual se hace por medio de la recapitulación y de los ejercicios de respiración que Clara te ha enseñado.

El señor Abelar me prometió que él mismo me guiaría para abrir deliberadamente la primera compuerta, después de haber conseguido efectuar el vuelo abstracto. Recalcó que a fin de abrir las compuertas es necesario un cambio total de actitud, puesto que nuestra idea preconcebida de que somos sólidos es lo que mantiene encerrado al doble, más que la estructura física del cuerpo mismo.

-¿No podría describirme dónde están las compuertas, para que yo misma las pueda abrir?

Me miró y meneó la cabeza.

-Manipular al azar el poder que se encuentra detrás de las compuertas sería imprudente y peligroso ‑advirtió‑. El doble debe ser liberado de manera gradual y armoniosa. Un requisito para esto es el celibato.

-¿Por qué es tan importante el celibato? ‑pregunté.

-¿No te contó Clara acerca de los gusanos luminosos que los hombres dejan en el cuerpo de las mujeres?

‑Si ‑contesté, incómoda y avergonzada‑. Pero debo confesar que en realidad no le creí.

‑Eso fue un error -dijo, molesto‑. De no efectuar primero una minuciosa recapitulación, literalmente estarías metiéndote en camisa de once varas. Relaciones sexuales a estas alturas sólo avivarían el fuego.

Se rió con ganas, haciéndome sentir ridícula.

-Hablando en serio, ahorrar la energía sexual es el primer paso en el viaje hacia el cuerpo etéreo, el viaje hacia la conciencia y la libertad total.

Justo en ese momento, Clara entró a la sala vestida con un caftán blanco y suelto que le daba el aspecto de un enorme sapo. Empecé a reírme disimuladamente por mi pensamiento irres­petuoso y miré al señor Abelar; hubiera jurado que estaba pen­sando lo mismo. Clara se sentó en el sillón y nos sonrió de tal manera que me sentí tremendamente incómoda en el sofá.

‑¿Ya llegaron al tema de las compuertas? -preguntó al señor Abelar con curiosidad‑. ¿Es por eso que Taisha está apretando los muslos tan fuertemente?

El señor Abelar asintió con la cabeza, totalmente serio.

-Estaba a punto de decirle que una enorme compuerta se encuentra en los órganos sexuales. Pero no creo que entienda a qué me refiero. Todavía tiene un montón de ideas erróneas al respecto.

-Eso es muy cierto ‑asintió Clara, guiñándome el ojo.

De manera simultánea soltaron tales risotadas que me sentí completamente desairada. Tomé a mal que se rieran y hablaran de mi como si no estuviese presente. Estaba a punto de decirles que no me entendían en absoluto, cuando Clara volvió a hablar, dirigiéndose ahora a mí.

-¿Entiendes por qué te estamos recomendando el celibato? ‑preguntó.

‑Para viajar hacia la libertad -contesté, repitiendo las pala­bras del señor Abelar.

Con audacia pregunté a Clara si ella y el señor Abelar eran célibes o si sólo recomendaban una conducta que no estaban dispuestos a observar ellos mismos.

-Ya te dije que no somos marido y mujer ‑replicó Clara, sin turbarse en lo más mínimo‑. Somos unos brujos interesados en el poder, en reunir energía, no en perderla.

Me volví hacia el señor Abelar y le pregunté si en verdad era brujo y qué implicaba tal condición. No contestó sino miró a Clara, como si estuviera pidiéndole permiso para revelar algo. Clara inclinó la cabeza en una señal casi imperceptible de asentimiento.

-No me agrada la palabra "brujo" ‑indicó él-, porque connota creencias y acciones que no forman parte de lo que hacemos.

-¿Qué hacen exactamente? ‑pregunté‑. Clara dijo que sólo usted podía explicármelo.

El señor Abelar enderezó la espalda y me dirigió una mirada aterradora que me obligó a ponerme muy atenta.

-Formamos un grupo de dieciséis personas, incluyéndome a mí, y un ser, que es Manfredo ‑empezó, con gran formalidad­-. Diez de estas personas son mujeres. Todos hacemos lo mismo: dedicamos nuestras vidas al desarrollo de nuestro doble. Usa­mos nuestros cuerpos etéreos para desafiar muchas de las leyes naturales del mundo físico. Si eso significa ser brujo, entonces todos somos brujos. Si no es así, entonces no lo somos. ¿Ayuda eso a aclararte las cosas?

-Puesto que me están instruyendo en el manejo del doble, ¿seré yo bruja también? ‑pregunté.

-No lo sé ‑replicó, examinándome en forma curiosa‑. Todo depende de ti. Siempre depende, individualmente, de cada uno de nosotros si cumplimos con nuestro destino o lo estropeamos.

-Pero Clara dijo que todos los que vivimos en esta casa nos encontramos aquí por algún motivo especial. ¿Por qué fui elegida? -pregunté‑. ¿Por qué yo en particular?

-Es una pregunta muy difícil de contestar -indicó el señor Abelar con una sonrisa‑. Digamos que nos vimos obligados a incluirte. ¿Recuerdas la noche, hace unos cinco años, cuando te sorprendieron en una situación comprometedora con un joven?

De inmediato empecé a estornudar, mi reacción usual al sentirme amenazada. Durante mi recapitulación había recor­dado, una y otra vez, situaciones comprometedoras. Desde los catorce años me obsesionaban los muchachos y los perseguía en forma agresiva, de la misma manera en que de niña había perseguido a mis hermanos. Sentía el desesperado deseo de ser amada por cualquiera, porque sabía que ninguno de los miem­bros de mi familia me querían. Sin embargo, siempre terminaba por espantar a mis supuestos pretendientes, antes de que lo­graran acercarse mucho. Mi agresividad convenció a todos de que era una mujer fácil, capaz de cualquier cosa. Por consiguiente, tenía la peor reputación imaginable, pese a no haber hecho ni la mitad de las cosas que me atribuían mis amigos y familia.

-Te encontraron subida en la mesa donde se preparaba la comida, en el autocinema de California, donde trabajabas. ¿Lo recuerdas? ‑escuché decir al señor Abelar.

¿Cómo iba a olvidarlo? Esa fue una de las peores experiencias de mi vida. Puesto que se trataba de un asunto tan delicado, había pospuesto recapitularlo a fondo, limitándome a rozarlo apenas. En aquel entonces, estaba estudiando la preparatoria y tenía un trabajo de verano vendiendo comida y refrescos en un autocinema. Hacia el final de la temporada Kenny, el joven que administraba el negocio, me dijo que me amaba. Hasta ese momento me había sido indiferente, porque tenía las miras puestas en el dueño, un hombre apuesto y rico. Por des­gracia a él le interesaba Rita, mi enemiga de diecinueve años, pelirroja y bellísima. Todas las noches, unos minutos después de empezar la película, se metía a la oficina del jefe y cerraba la puerta con llave. Al salir justo antes del intermedio, tenía arru­gado el uniforme a cuadros rosas y blancos y traía el pelo aplastado y enredado. Yo envidiaba intensamente a Rita. Lo peor fue su promoción a cajera, mientras que yo debí seguir repartiendo palomitas y sirviendo refrescos en el mostrador.

Cuando Kenny me dijo que me creía hermosa y deseable, empecé a mirarlo con otros ojos. Pasé por alto el hecho de que tenía un severo caso de acné, tomaba litros de cerveza, escucha­ba música ranchera, calzaba botas y hablaba con un fuerte acento tejano. De repente me pareció varonil y cariñoso, y lo único que me importó saber de él fue que sus padres eran católicos y no estaban enterados de que fumaba mariguana. Empecé a enamorarme y no quería que los detalles personales fueran un obstáculo.

Cuando le dije que yo iba a dejar de trabajar al finalizar la semana, porque mis padres se irían de vacaciones a Alemania y tenía que acompañarlos, Kenny se puso furioso. Acusó a mis padres de querer separarnos deliberadamente. Me tomó de la mano y juró que no podía vivir sin mí. Me propuso matrimonio, pero yo estaba apenas entrando a los dieciséis años. Le dije que debíamos esperar. Me abrazó con pasión y dijo que por lo menos teníamos que hacer el amor. No entendí si se refería a algún momento antes de mi salida para Alemania o a ese mismo instante. Yo estaba completamente de acuerdo con él y opté por ese mismo instante. Contábamos con unos veinte minutos antes de que terminara la función. Retiré los panes de la mesa de trabajo y procedí a quitarme la ropa.

Kenny tuvo miedo. Temblaba como un niñito, a pesar de sus veintidós años. Nos abrazamos y nos besamos, pero antes de que pudiera suceder otra cosa nos detuvo un viejo que irrumpió en el cuarto. Al descubrirnos en esa situación tan compromete­dora, agarró una escoba, me pegó en la espalda con la parte de la paja y me sacó media desnuda al vestíbulo, a la vista de toda la gente formada delante del merendero. Todos se rieron y se bur­laron de mí. Lo peor fue que reconocí a dos maestros de mi escuela. Se escandalizaron tanto al verme como yo me espanté al verlos a ellos. Uno de mis maestros le reportó el incidente al director, quien a su vez informó a mis padres. Para cuando todos terminaron de chismear, yo era el hazmerreír de la es­cuela. Durante años recordé con odio al horrible viejo que se erigió en mi juez moral. Estaba convencida de que de hecho arruinó mi vida, porque me fue prohibido volver a ver a Kenny nunca más.

-Yo fui ese hombre ‑dijo el señor Abelar, como si hubiera estado siguiendo el hilo de mis pensamientos.

En ese momento me golpeó todo el impacto de haber recor­dado mi humillación pública. Y tener delante de mí a la persona responsable de ésta fue más de lo que pude soportar. Me puse a llorar de la frustración. Lo peor fue que el señor Abelar no parecía en absoluto arrepentido de lo que había hecho.

-Te he buscado desde aquella noche -dijo el señor Abelar con una sonrisa maliciosa.

Creí descubrir todo tipo de perversos matices sexuales en su mirada y sus palabras. Mi corazón estuvo a punto de explotar del coraje y el miedo. En ese momento supe que Clara me había llevado a México por razones siniestras relacionadas con un plan secreto que ambos concibieron desde el principio, el cual incluía, sin duda alguna, sexo aberrante. Ahí supe por qué no creí sus declaraciones de celibato ni por un momento.

-¿Qué me van a hacer? -pregunté, con la voz entrecortada por el miedo.

Clara me miró, perpleja, y luego se echó a reír, como si hubiera entendido todo lo que pasó por mi mente. El señor Abelar imitó mi voz entrecortada haciéndole la misma pre­gunta a Clara:

-¿Qué me van a hacer? ‑su carcajada resonante se unió a la de Clara, reverberando por toda la casa. Escuché los aullidos de Manfredo desde su cuarto; parecía estarse riendo también. Me sentí más que desdichada; estaba desolada. Me puse de pie para irme, pero el señor Abelar me empujó, obligándome a tomar asiento de nuevo.

-La vergüenza y la importancia personal son unos com­pañeros terribles -indicó en tono serio‑. No has recapitulado el incidente o no te encontrarías en este estado ahora. ‑A con­tinuación suavizó su mirada fija y feroz, adoptando una ex­presión que casi era amabilidad, y agregó‑, Clara y yo no queremos hacerte nada. Te has hecho más que suficiente tú misma. Aquella noche buscaba el baño y abrí una puerta reser­vada para empleados. Puesto que un nagual siempre está cons­ciente de lo que hace, y nunca comete errores por simple descuido, supuse que estaba predestinado a encontrarte y que tú tenías un significado especial para mí. Al verte ahí, medio desnuda y a punto de entregarte a un hombre débil que tal vez hubiera destruido tu vida, actué en forma muy específica y te pegué con la escoba.

-Lo que hizo fue convertirme en el hazmerreír de mi familia y amigos ‑grité.

‑Quizá. Pero también me apoderé de tu cuerpo etéreo y le até una línea de energía -indicó‑. Desde ese día, siempre he sa­bido dónde andas, pero tardé cinco años en crear una situación en la que estarías dispuesta a escuchar lo que tengo que decirte.

Por primera vez, comprendí lo que estaba diciendo. Fijé la mirada en él con incredulidad.

-¿Quiere usted decir que durante todo este tiempo ha sabido dónde andaba yo? -pregunté.

‑He estado siguiendo cada uno de tus movimientos ‑dijo en tono concluyente.

‑Quiere usted decir que anduvo espiándome -las implica­ciones de lo que me estaba diciendo cobraban forma lenta­mente.

‑Sí, en cierto modo ‑admitió.

-¿Clara también sabía que yo vivía en Arizona?

-Naturalmente. Todos sabíamos dónde estabas.

-Entonces no fue por casualidad que Clara me encontró en el desierto ese día ‑exclamé. Me volví hacia Clara, furiosa­-. Sabías que estaría ahí, ¿verdad?

Clara asintió con la cabeza.

-Lo admito. Ibas con tanta regularidad que no fue difícil seguirte.

-Pero me dijiste que estabas ahí por casualidad ‑grité‑. Me mentiste; me engañaste para que viniera a México contigo. Y me has estado mintiendo desde entonces, riéndote a mis espal­das por sólo Dios sabe qué razones ‑todas las dudas y sospechas que no había expresado en meses por fin salieron a la superficie y explotaron‑. Esto no ha sido más que un juego para ustedes ‑grité‑, para ver qué tan estúpida y crédula soy.

El señor Abelar me dirigió una mirada feroz, pero eso no me impidió devolvérsela igual. Me dio unos golpecitos en la cabeza para tranquilizarme.

-Estás completamente equivocada, jovencita ‑dijo con se­veridad‑. Esto no ha sido un juego para nosotros. Es cierto que nos hemos reído bastante de tus idioteces, pero ninguna de nuestras acciones son mentiras o trucos. Son totalmente serias; de hecho, se trata de un asunto de vida o muerte para nosotros.

Sonaba tan sincero y se veía tan autoritario que la mayor parte de mi ira se disipó, dejando en su lugar un inevitable aturdimiento.

-¿Qué quería Clara conmigo? -pregunté, mirando al señor Abelar.

‑Confié a Clara una misión sumamente delicada: traerte a casa -explicó‑. Y lo logró. La seguiste, obedeciendo a tu propio impulso interior. Es sumamente difícil lograr que aceptes invi­taciones, y una de alguien completamente desconocido es prác­ticamente imposible. Sin embargo, lo logró. ¡Fue una jugada maestra! Para un trabajo tan bien hecho, sólo caben elogios y admiración.

Clara se incorporó de un salto e hizo una reverencia llena de gracia.

-Fuera ya de toda broma -indicó, adoptando una expresión solemne al sentarse de nuevo‑, el nagual tiene razón; fue lo más difícil que he hecho en mi vida. Hubo momentos en que pensé que te ganaría tu naturaleza recelosa, que me mandarías a la goma. Incluso tuve que mentir y decirte que tengo un nombre budista secreto.

-¿No lo tienes?

-No, no lo tengo. Mi deseo de libertad ha consumido todos mis secretos.

-Pero aún no entiendo cómo Clara supo dónde encontrarme ‑dije, mirando al señor Abelar‑. ¿Cómo supo que estaba en Arizona en ese momento en particular?

-Por tu doble ‑replicó el señor Abelar, como si fuera lo más obvio.

En el instante en que lo dijo, se me despejó la mente y entendí exactamente a qué se refería. De hecho, supe que era la única forma posible en que hubieran podido mantenerse al tanto de mis pasos.

-Amarré una línea de energía a tu cuerpo etéreo la noche que te sorprendí -explicó‑. Puesto que el doble está hecho de pura energía, es fácil marcarlo. Sentí que, dadas las circunstancias de nuestro encuentro, era lo menos que podía hacer por ti. Como una especie de protección.

El señor Abelar me miró, a la espera de que hiciese una pregunta. Pero mi mente se encontraba muy ocupada tratando de recordar más detalles acerca de lo sucedido esa noche, cuando irrumpió en el cuarto.

-¿No vas a preguntarme cómo te marqué? -preguntó, fijando en mí una mirada intensa.

Se me destaparon los oídos, la habitación se llenó de energía y todo encajó. No tuve que preguntar al señor Abelar cómo lo había hecho; ya lo sabía.

‑¡Me marcó cuando me pegó con la escoba! ‑exclamé. Resul­taba perfectamente claro, pero cuando lo pensé no tuvo ningún sentido, porque no explicaba nada.

El señor Abelar asintió con la cabeza, complacido de que hu­biera llegado a esa conclusión yo sola.

-Así es. Te marqué al pegarte en la parte superior de la espalda con la escoba, cuando te saqué por la puerta. Deposité una energía especial dentro de ti. Y esta energía ha estado alojada dentro de ti desde aquella noche.

Clara se acercó y me escudriñó.

-¿No te has fijado, Taisha, en que tienes el hombro izquierdo más alto que el derecho?

Había notado que uno de mis omóplatos sobresalía más que el otro, provocando tensión en mi cuello y hombros.

-Pensé que había nacido así -indiqué.

-Nadie nace con la marca del nagual -dijo Clara, riéndose­-. Tienes la energía del nagual alojada debajo del omóplato iz­quierdo. Piénsalo; tus hombros se desalinearon después de que el nagual te pegó con la escoba.

Tuve que admitir que, más o menos por la época de ese trabajo de verano en el autocinema, mi madre se dio cuenta por primera vez de que algo andaba mal con la parte superior de mi espalda. Al medirme un vestido ligero que me estaba co­siendo, observó que no ajustaba correctamente. Se espantó al notar que el defecto no era cosa del vestido sino de mis omópla­tos; uno de ellos definitivamente estaba más arriba que el otro. Al día siguiente hizo que el médico de la familia me examinara la espalda; concluyó que tenía la espina ligeramente desviada hacia un lado. Diagnosticó mi condición como escoliosis congé­nita, pero le aseguró a mi madre que la curvatura era tan ligera que no debíamos preocuparnos.

‑Qué bueno que el nagual no depositó demasiada energía dentro de ti ‑bromeó Clara‑ o estarías jorobada.

Me volví hacia el señor Abelar. Sentí que se tensaban los músculos de mi espalda, como solía pasar cuando estaba ner­viosa.

-Ahora que me trajo aquí, ¿cuáles son sus intenciones? ‑pre­gunté.

El señor Abelar dio un paso hacia mí. Me examinó con mi­rada fría.

‑Lo único que he deseado, desde el día en que te encontré, es repetir lo que hice por ti aquella noche ‑replicó solemne­mente‑, abrir la puerta y sacarte por la fuerza. Esta vez quiero abrir la puerta del mundo cotidiano y sacarte a la libertad.

Sus palabras y estado de ánimo desencadenaron un caudal de sentimientos dentro de mí. Desde que tenía uso de razón, recordaba haber andado siempre buscando, asomada a las ven­tanas, escudriñando las calles, como si algo o alguien estuviese esperándome a la vuelta de la esquina. Siempre tuve premoni­ciones, sueños con escapar, aunque no sabía de qué. Ese anhelo fue el que me obligó a seguir a Clara hacia un destino descono­cido. Y también era eso lo que me había impedido irme, pese a la imposibilidad de mis tareas. Al sostener la mirada del señor Abelar, una ola indescriptible de bienestar me envolvió. Supe que por fin había encontrado lo que estaba buscando. Obede­ciendo al impulso del más puro afecto, me incliné y le besé la mano. Desde profundidades insospechadas en mi interior, bro­taron unas palabras que no tenían significado racional, sólo emocional.

-Usted es el nagual para mí también ‑murmuré.

Le brillaban los ojos con la felicidad de que por fin hubiéra­mos logrado un entendimiento. Me despeinó afectuosamente y todos mis temores y frustraciones contenidos se soltaron en un diluvio de lágrimas afligidas.

Clara se puso de pie y me dio un pañuelo.

-La única manera de sacarte de esta tristeza es haciéndote enojar o pensar -indicó‑. Haré las dos cosas contándote lo siguiente. No sólo supe dónde encontrarte en el desierto, sino que ¿te acuerdas del departamentito caliente y sofocante del que me pediste que sacara tus cosas? Bueno, pues, mi primo es dueño del edificio.

Miré a Clara escandalizada, incapaz de pronunciar una sola palabra. La risa de Clara y del señor Abelar fue como una gigan­tesca explosión que reverberaba dentro de mi cabeza. Ninguna cosa que dijeran o me revelaran hubiera podido sorprenderme más. Al desvanecerse mi estupor inicial, en lugar de ofender­me por haber sido manejada de ese modo, me llené de admira­ción ante la increíble precisión de sus maniobras y la inmensidad de su control, que por fin comprendí no era control sobre mí sino sobre sí mismos.


15

Un día, varios meses después de que conocí al señor Abelar, Clara, en lugar de enviarme a la cueva para recapitular, me pidió que le hiciera compañía mientras trabajaba en el jardín. Cerca del huerto, más allá del patio trasero de su casa, observé cómo meticulosamente rastrillaba las hojas hasta formar un montón. Encima de éste acomodó cuidadosamente, en forma elíptica, varias hojas secas y quebradizas color café.

-¿Qué estás haciendo? -pregunté, acercándome para ver mejor.

Me sentía tensa y melancólica, porque había pasado toda la mañana en la cueva recapitulando los recuerdos de mi padre. Siempre lo había creído un ogro bombástico y arrogante. Darme cuenta de que en realidad era un hombre triste y derrotado, deshecho por la guerra y por sus ambiciones frustradas, me había agotado emocionalmente.

-Estoy preparando un nido para que te sientes en él ‑replicó Clara‑. Debes empollar como una gallina que incuba sus huevos. Quiero que estés descansada, porque tal vez recibamos una visita esta tarde.

‑¿De quién? -pregunté indiferente.

Desde hacía meses, Clara me venía prometiendo que me presentaría a los otros miembros del grupo del nagual a sus misteriosos parientes que por fin habían regresado de la India, pero aún no lo hacía. Cada vez que expresaba mi deseo de co­nocerlos, afirmaba que debía purificarme primero mediante una recapitulación más minuciosa, porque en mi estado actual no me encontraba apta para conocer a nadie. Le creía. Entre más examinaba los recuerdos de mi pasado, más sentía la ne­cesidad de purificarme.

-No has contestado mi pregunta, Clara ‑dije, irritada­-. ¿Quién vendrá?

-No te preocupes por eso -contestó, pasándome un puñado de secas hojas cobrizas‑. Póntelas sobre el ombligo y amárralas con tu faja de recapitulación.

-Dejé la faja en la cueva -indiqué.

-Espero que la estés usando correctamente -comentó‑. La faja nos apoya al recapitular. Debes envolverte el estómago con ella y amarrar uno de sus extremos a la estaca que enterré en el suelo dentro de la cueva. De esta manera, no te caerás ni te golpearás la cabeza si te duermes o en caso de que tu doble decida despertar.

‑¿Voy por ella?

Chascó la lengua, exasperada.

-No, no hay tiempo. Nuestra visita puede llegar en cualquier momento y quiero que estés descansada y en tus mejores con­diciones. Puedes usar mi faja.

De prisa, Clara entró a la casa y regresó casi enseguida con una tira de tela color azafrán. Era verdaderamente hermosa. Estaba entretejida con un diseño casi imperceptible. La tira de seda brillaba tenuemente a la luz del sol, cambiando su matiz de un dorado oscuro a un suave ámbar.

‑Si alguna parte de tu cuerpo está herida o adolorida, en­vuélvela con esta faja -explicó Clara‑. Te ayudará a recuperarte. Tiene un poco de poder, porque hace años que he recapitulado con ella puesta. Algún día podrás decir lo mismo de la tuya.

-¿Por qué no puedes decirme quién va a venir? -insistí‑. Sabes que odio las sorpresas. ¿Es el nagual?

-No, es otra persona -indicó-, pero igualmente poderosa, si no es que más. Cuando la conozcas, debes estar calmada y vacía de todo pensamiento, o no sacarás provecho de su presencia.

Con exagerada solemnidad, Clara dijo que ese día, como cuestión de principios, debía usar todos los pases brujos que me había enseñado, no porque alguien fuera a examinarme para asegurarse de que los dominaba sino porque había llegado a una encrucijada y tenía que empezar a avanzar en una nueva dirección.

-Espera, Clara, no me asustes hablando de cambios -su­pliqué‑. Me aterrorizan las nuevas direcciones.

-Asustarte es lo que menos quiero ‑aseveró‑. Lo que pasa es que yo también estoy un poco preocupada. ¿Traes tus cristales?

Desabroché mi chaleco y le enseñé la doble funda de hombro que había fabricado de cuero, con su ayuda, para guardar los dos cristales de cuarzo. Los traía uno debajo de cada brazo, como dos cuchillos en sus respectivas vainas, que tenían hasta una solapa sujeta con un broche de presión.

‑Sácalos y manténlos listos ‑dijo‑. Y úsalos para reunir tu energía. No esperes a que ella te indique que lo hagas. Hazlo con base a tu propio criterio, cada vez que creas necesitar un refuerzo adicional de energía.

Fue fácil deducir dos cosas de lo que dijo Clara: sería un encuentro serio y nuestra misteriosa visita era una mujer.

‑¿Es una de tus parientes? ‑pregunté.

-Sí, así es ‑replicó Clara con una sonrisa fría‑. Esta persona es mi pariente, un miembro de nuestro grupo. Ahora ponte tranquila y no hagas más preguntas.

Quería saber dónde se quedaban sus parientes. Era imposible que estuviesen alojados en la casa, porque me los hubiera encontrado o al menos hubiera descubierto alguna señal de su presencia. No ver a nadie había hecho de mi curiosidad una obsesión. Empecé a creer que los parientes de Clara se es­condían deliberadamente o incluso me espiaban. Esto me en­furecía y al mismo tiempo acrecentaba mi resolución de sorprenderlos. El motivo de mi agitación era la inconfundible sensación de que alguien me observaba constantemente.

De manera deliberada traté de atrapar a quienquiera que fuese; dejaba por ahí uno de mis lápices para dibujar, para ver si alguien lo recogía, o abría una revista en cierta página y la revisaba después para ver si le habían cambiado la página. En la cocina examinaba los trastes cuidadosamente, en busca de señales de uso. Incluso llegué al extremo de alisar la tierra apisonada delante de la puerta trasera y regresar después para revisar el suelo en busca de pisadas o huellas desconocidas. Pese a todos mis esfuerzos detectivescos, las únicas huellas que encontraba eran las de Clara, Manfredo y las mías. Si alguien se hubiera ocultado de mí, estaba convencida de que lo habría notado. Sin embargo, tal como estaban las cosas, no parecía haber nadie más en la casa, pese a que la presencia de otras personas era un hecho seguro para mí.

-Perdóname, Clara, pero tengo que preguntártelo -solté finalmente de manera brusca-, porque me está volviendo loca. ¿Dónde se están quedando tus parientes?

Clara me miró, sorprendida.

-Esta es su casa. Se están quedando aquí, por supuesto.

-¿Pero dónde exactamente? ‑insistí. Estaba a punto de con­fesar cómo les había puesto trampas inútilmente, pero decidí no hacerlo.

‑¡Oh! Veo a qué te refieres ‑dijo‑. No has encontrado nin­guna señal de su presencia, pese a tus esfuerzos por hacerla de detective. Pero eso no es ningún misterio. Nunca los ves porque se están quedando del lazo izquierdo de la casa.

-¿Y nunca salen?

‑Sí salen, pero evitan el lado derecho, porque tú estás alojada aquí y no quieren molestarte. Saben cuánto valoras tu privacía.

-¿Pero no mostrarse nunca? ¿No es llevar demasiado lejos la idea de privacía?

-De ninguna manera -contestó Clara‑. Necesitas la soledad total para poder concentrarte en tu recapitulación. Cuando dije que tendrías una visita hoy, quise decir que una de mis parien­tes vendrá del lado izquierdo de la casa adonde nosotras estamos, para conocerte. Ha tenido mucho interés en hablar con­tigo, pero debió esperar a que te purificaras en forma mínima. Ya te dije que conocerla será aún más agotador que conocer al nagual. Necesitas acumular poder suficiente o de otro modo perderás el dominio de ti, como te pasó con el nagual.

Clara me ayudó a colocar las hojas en mi estómago y a amarrarlas con la faja.

-Estas hojas y esta faja te protegerán de los embates de la mujer -indicó Clara; me miró y agregó con voz suave‑ y de otros golpes también. Hagas lo que hagas, no te la quites.

-¿Qué me pasará? ‑pregunté, mientras nerviosamente metía más hojas.

Clara se encogió de hombros.

‑Eso dependerá de tu poder ‑dijo y dio un firme jalón al nu­do de la tela‑. Pero a juzgar por tu aspecto, sólo Dios sabrá.

Con dedos temblorosos volví a abrocharme la camisa y me la metí en los pantalones holgados. Me veía abotagada con la ancha faja color azafrán ciñéndome la cintura. Las hojas me cubrían el abdomen como un quebradizo y rasposo cojín. Sin embargo, gradualmente mi estómago agitado dejó de temblar; se calentó y todo mi cuerpo se calmó.

‑Ahora siéntate en el montón de hojas y has lo que hacen las gallinas ‑ordenó Clara.

Debo haberla mirado con sorpresa, porque me preguntó:

-¿Qué crees que hacen las gallinas al empollar?

-Realmente no sabría decirte, Clara.

‑La gallina permanece quieta y escucha a los huevos que tiene debajo de ella, dirige hacia ellos toda su atención. Escucha y no permite que su concentración se desvíe. De esta mane­ra inflexible dirige su intento a la incubación de los pollos. Se trata de un escuchar sosegado que los animales hacen en forma natural, pero que los seres humanos hemos olvidado y que por lo tanto debemos cultivar.

Clara se sentó en una piedra gris grande y pálida, de cara hacia mí. La piedra tenía una depresión natural y parecía un sillón.

-Ahora dormita como lo hace la gallina y escúchame hablar con tu oído interno. Concéntrate en la calidez del interior de tu matriz y no te dejes distraer. Debes estar consciente de los sonidos a tu alrededor, pero no permitas que tu mente los siga.

-¿De veras tengo que estar sentada aquí de esta manera, Clara? Digo, ¿no sería mejor que simplemente me echara una vigorizante siesta?

‑Me temo que no. Como te dije, la presencia de nuestra visita es terriblemente agotadora. Si no reúnes energía suficiente, te hundirás lastimosamente. Créeme, yo soy un pan de azúcar comparada a ella. Es más parecida al nagual, despiadada y dura.

‑¿Por qué es tan agotadora su presencia?

-No puede evitarlo. Se encuentra tan retirada de los seres humanos y las preocupaciones de éstos que su energía podría desmoronarte por completo. A estas alturas ya no hay diferen­cia entre su cuerpo físico y su doble etéreo. Lo que quiero decir es que es una bruja maestra.

Clara me dirigió una mirada escrutadora y comentó acerca de mis oscuras ojeras.

-Has estado leyendo por la noche a la luz del quinqué, ¿verdad? -me reprendió‑. ¿Por qué crees que no hay electrici­dad en las recámaras?

Le dije que no había leído una sola página desde el día en que llegué a su casa, porque la recapitulación y todas las demás cosas que me pedía no me dejaban tiempo para nada más.

-De todas maneras no soy muy aficionada a la lectura ‑ad­mití‑. Pero de vez en cuando curioseo por los libreros que tienes en los pasillos -no le dije que en realidad iba ahí a husmear, para ver si sus parientes habían retirado alguno de los libros.

Se rió y dijo:

-Algunos miembros de mi familia son lectores ávidos. Yo no soy una de ellos.

-¿No lees por placer, Clara?

-No. Leo para informarme. Pero algunos de los otros sí leen por placer.

-¿Entonces por qué no he notado nunca que falte algún libro? -pregunté, tratando de aparentar indiferencia.

Clara soltó una risita.

‑Cuentan con su propia biblioteca del lado izquierdo de la casa ‑indicó, y luego me preguntó‑ ¿Tú no lees por placer, Taisha?

-Desafortunadamente, también leo sólo para informarme ‑repliqué.

Le conté a Clara que el placer de la lectura fue cortado en flor, en mi caso, cuando iba en la primaria. Uno de los amigos de mi padre, dueño de una distribuidora de libros, tenía la costum­bre de regalarle a éste cajas llenas de libros agotados. Mi padre solía revisarlas y pasarme las obras literarias, que me man­daba leer además de mi tarea normal. Siempre di por sentado que se refería a que las leyera de principio a fin. Es más, creí que debía terminar un libro antes de seguir con otro. Fue una sorpresa total para mí cuando más adelante averigüé que al­gunas personas se ponen a leer varios libros en forma si­multánea, alternando entre ellos de acuerdo con su estado de ánimo.

Clara me miró y meneó la cabeza, como si fuera una causa perdida.

-Los niños hacen cosas extrañas cuando se encuentran bajo presión -afirmó‑. Ahora entiendo por qué saliste tan compul­siva. Apuesto a que si recapitularas las historias que leíste en esos libros te sorprenderías con lo que te saldría al encuentro. De niños no podemos debatir lo que nos es presentado, así como tú no pudiste debatir tu idea de que tuvieras que leer un libro desde la primera hasta la última página. Todos los miembros de mi familia tenemos un serio debate con el resto del mundo acerca de lo que se les hace a los niños.

‑Conocer a tu familia se ha convertido en una obsesión para mí, Clara.

-Es muy natural. He hablado mucho sobre ellos.

-No es sólo eso, Clara ‑dije‑. Más bien se trata de una sensación física. No sé por qué, pero no puedo dejar de pensar en ellos. Incluso sueño con ellos.

En cuanto hube dado voz a este hecho, algo encajó en mi mente. Bruscamente confronté a Clara con una pregunta. Puesto que ella me había conocido desde antes y su primo, siendo mi casero, también me conocía, se me vino a la mente la idea de que yo ya debía conocer a sus otros parientes.

-Naturalmente todos te conocen ‑dijo Clara, como si fuera de lo más obvio, pero no respondió a mi pregunta.

No me imaginaba quiénes pudiesen ser.

-Déjame hacerte una pregunta directa, Clara. ¿Los conozco yo? -insistí.

-Todas éstas son preguntas imposibles, Taisha. Sería mejor, creo, que no las hicieras.

Me enfurruñé y me levanté de mi asiento de hojas, pero con un suave empujón Clara me obligó a tomar asiento de nuevo.

-Está bien, está bien, señorita averigualotodo ‑dijo‑. Si eso sirve para que te quedes donde estás, te lo diré. Los conoces a todos, pero definitivamente no recuerdas haberlos conocido. Aunque te toparas de frente con alguno de mis parientes, creo que ni siquiera así sentirías el menor atisbo de reconocimien­to. Pero al mismo tiempo algo dentro de ti se agitaría en extre­mo. ¿Estás satisfecha ahora?

Su respuesta no me satisfizo en lo más mínimo. De hecho, me convenció de que pretendía confundirme deliberadamente, ten­tarme, jugar con las palabras.

‑Creo que disfrutas atormentándome, Clara ‑dije, asqueada.

Clara soltó una carcajada.

-No estoy jugando contigo -me aseguró‑. Explicar lo que somos y lo que hacemos es lo más difícil del mundo. Ojalá pudiera aclarártelo mejor, pero no puedo. Así que no tiene caso insistir en explicaciones cuando no las hay.

Incómoda, cambié de posición en el suelo. Se me habían dormido las piernas. Clara sugirió que me acostara boca abajo y que apoyara la cabeza sobre el brazo derecho, con el codo do­blado. Lo hice y encontré cómoda la posición. El suelo y las hojas parecían mantenerme arraigada, mientras que mi mente estaba quieta pero alerta. Clara se inclinó y me acarició la cabeza afectuosamente. Luego fijó la mirada en mí de una manera tan extraña que le agarré la mano y la sujeté por unos instantes.

-Tengo que irme ahora, Taisha -indicó con voz queda, soltando mi mano‑, pero puedes estar segura de que volveré a verte-. Sus ojos verdes estaban salpicados de claras motas ambarinas. Y su brillo fue lo último que vi.

Desperté cuando alguien me picó la espalda con un palo. Una mujer extraña se encontraba de pie a mi lado. Era alta, esbelta e increíblemente atractiva. Tenía los rasgos exquisitamente cin­celados; una boca pequeña, dientes uniformes, la nariz perfec­tamente definida; una cara ovalada; un cutis nórdico blanco y delicado, casi transparente; cabello gris lustroso y rizado. Cuan­do sonrió pensé que era una chica adolescente, llena de osadía y sensualidad. Al adoptar un aspecto sereno, parecía una mujer europea cosmopolita, elegante y madura. Su ropa estaba a la moda y era distinguida, especialmente sus cómodos zapatos, lo cual no había visto nunca en los Estados Unidos, donde las mujeres bien vestidas que calzaban zapatos cómodos siempre tenían un aire matronal.

La mujer era al mismo tiempo más vieja y más joven que Clara; en edad definitivamente era más vieja, pero años más joven en apariencia. Y poseía algo que sólo es posible calificar de vitalidad interior. En comparación, Clara aún parecía encon­trarse en una etapa formativa, mientras que ese ser era el pro­ducto terminado. Sabía que una persona increíblemente di­ferente, quizá tan diferente como un miembro de otra especie, me estaba examinando con auténtica curiosidad.

Me incorporé y rápidamente me presenté. Me correspondió con calidez.

-Yo soy Nélida Abelar -dijo en inglés‑. Vivo aquí con mis demás compañeros. Ya conoces a dos de ellos, Clara y el nagual, Juan Miguel. Pronto conocerás a los demás.

Hablaba con una ligera inflexión extranjera. Su voz me resultó atractiva y totalmente familiar, a tal grado que no pu­de más que mirarla fijamente. Se rió, creo que debido al hecho de que, a causa de mi sorpresa, tenía los músculos de la cara pa­ralizados en un rictus inmóvil. El sonido de su dura risa tam­bién me pareció remotamente familiar; tenía la sensación de haber escuchado esa risa antes. Cruzó mi mente la idea de que había visto a esa mujer en otra ocasión, aunque no pude imaginar dónde. Entre más la miraba, más me convencía de que la conocía de algún lado, pero se me había olvidado dónde.

-¿Qué te pasa, querida? -preguntó en tono solícito‑. ¿Tienes la impresión de que nos conocemos de antes?

‑Sí, sí ‑contesté, excitada, porque me sentí a punto de recordar dónde la había visto.

-Tarde o temprano lo recordarás ‑dijo en un tono tranquilizador, dándome a entender que no había prisa‑. Con el tiempo, la respiración purificante que practicas al recapitular te permitirá recordar todo lo que has hecho en tu vida, incluso tus sueños. Entonces sabrás dónde y cuándo nos conocimos.

Me dio pena haberla mirado fijamente y que me hubiera tomado completamente desprevenida. Me puse de pie y la encaré, no de manera desafiante sino con admiración temerosa.

‑¿Quién es usted? ‑pregunté, ofuscada.

-Ya te dije quién soy ‑afirmó, sonriente‑. Ahora bien, si quieres saber si soy alguna clase de eminencia, te decepcionarás. No soy nadie importante. Sólo pertenezco a un grupo de personas que busca la libertad. Conociste al nagual y el siguiente paso era conocerme a mí. Eso es porque soy responsable de ti.

Al escuchar que era responsable de mí, experimenté una punzada de temor. Desde siempre había luchado por ganar mi independencia; había peleado por ella con todas mis fuerzas.

-No quiero que nadie sea responsable de mí -dije‑. He luchado demasiado duro para ser independiente como para someterme a alguien ahora.

Pensé que se ofendería, pero se rió y me dio unas palmaditas en el hombro.

-No lo decía en ese sentido -indicó‑. Nadie quiere sojuzgarte. El nagual tiene una explicación de tu personalidad inquieta. Realmente cree que posees un espíritu combativo. De hecho cree que estás loca, indudablemente, pero en un sentido positivo.

Según ella, el nagual explicaba mi locura por el hecho de haber sido concebida en insólitas y desesperadas circunstancias. Nélida prosiguió a relatarme ciertos detalles de la historia de mis padres de los que nadie, excepto ellos mismos, estaban enterados. Reveló que antes de concebirme, cuando ellos vivían y trabajaban en Sudáfrica, mi padre fue encarcelado por ra­zones que nunca reveló. Yo siempre cultivé la fantasía de que en realidad no estuvo en prisión sino en un campo de detención política. Nélida afirmó que mi padre le salvó la vida a un guardia, quien luego le ayudó a escapar, dando la espalda en un momento decisivo.

‑Con los perseguidores pisándole los talones ‑continuó Né­lida-, fue a ver a su esposa, para estar con ella por última vez en este mundo. Estaba seguro de que sería atrapado y muerto. Durante aquel abrazo apasionado de vida y muerte, tu madre quedó embarazada de ti. Te fueron trasmitidos el intenso te­mor y la pasión por la vida que tu padre estaba sintiendo. Por consiguiente, naciste inquieta, ingobernable y con una gran pa­sión por la libertad.

Apenas escuché sus palabras. Me pasmó a tal grado lo que me estaba revelando que me zumbaron los oídos y perdí la fuerza en las rodillas. Tuve que apoyarme en el tronco de un árbol para evitar caerme. Antes de que pudiera decir algo, ella continuó.

-La razón por la que tu madre era tan infeliz y en secreto despreciaba a tu padre fue porque él usó, para pagar por sus errores, la herencia que la familia de ella le dejó. El dinero se les acabó y tuvieron que abandonar Sudáfrica antes de que tú nacieras.

-¿Cómo es posible que usted sepa cosas acerca de mis padres que ni siquiera yo tengo claras? -pregunté.

Nélida sonrió.

‑Sé esas cosas porque soy responsable de ti ‑replicó.

Otra vez sentí que me recorría una punzada de temor, ha­ciéndome temblar. En vista de que Nélida estaba enterada de los secretos de mis padres, temía que también supiera cosas acerca de mí. Siempre me había creído a salvo, escondida en la inexpugnable fortaleza de mi subjetividad. Viví arrullada por una falsa sensación de seguridad, convencida de que mis sentimientos, pensamientos y acciones no importaban mientras los mantuviese ocultos, mientras nadie estuviese enterado de ellos. Pero ahora resultaba obvio que esa mujer disponía de ac­ceso a mi ser interior. Sentí la desesperada necesidad de reafir­mar mi posición.

‑Si algo soy -afirmé, desafiante-, es una persona indepen­diente. Nadie es responsable de mí. Y nadie me dominará.

Nélida se rió de mi exabrupto. Me despeinó de la misma manera en que lo había hecho el nagual, con un ademán recon­fortante y totalmente familiar al mismo tiempo.

-Nadie quiere dominarte, Taisha ‑dijo en tono amistoso. Su aire apacible sirvió para disipar mi enfado‑. Te he dicho todo esto porque necesito prepararte para una maniobra específica.

La escuché con mucha atención, porque su tono me hacía intuir que estaba a punto de revelarme algo pasmoso.

‑Clara te condujo hasta tu nivel actual, de una manera suma­mente artística y eficaz. Estarás para siempre endeudada con ella. Ahora que terminó su tarea, se ha ido. Y lo triste es que ni siquiera le diste las gracias por sus cuidados y gentileza.

Un terrible e innombrable sentimiento empezó a cobrar for­ma dentro de mí.

‑Espere un momento ‑musité‑. ¿Clara se fue?

‑Sí, así es.

‑Pero regresará, ¿no es cierto? -pregunté.

Nélida meneó la cabeza.

-No. Como ya te dije, su trabajo terminó.

En ese momento tuve el único sentimiento verdadero de toda mi vida. En comparación con él, nada de lo que había sentido hasta entonces fue real; ni mis fastidios, ni mis arranques de ira, ni mis arrebatos de afecto, ni siquiera mi autocompasión eran reales en comparación con el dolor abrasador que experimenté en ese instante. Fue tan intenso que me entumeció. Quise llorar, pero no pude hacerlo. Entonces supe que el verdadero dolor no produce lágrimas.

‑¿Y Manfredo? ¿También se fue? -pregunté.

‑Sí. Su trabajo, que era cuidarte, terminó también.

-¿Y el nagual? ¿Volveré a verlo?

‑En el mundo de los brujos todo es posible ‑dijo Nélida, tocándome la mano‑. Pero una cosa es cierta: no es un mundo que pueda darse por sentado. En él debemos expresar nuestro agra­decimiento ahora mismo, porque no existe el mañana.

La miré sin verla, totalmente pasmada. Devolvió mi mirada y susurró:

-El futuro no existe. Es hora de que lo comprendas. Y cuando termines de recapitular y hayas borrado el pasado por completo, sólo te quedará el presente. Entonces sabrás que el presente só­lo es un instante, nada más.

Nélida me frotó la espalda suavemente y me indicó que respirara. Estaba tan afligida que había dejado de respirar.

‑¿Alguna vez podré cambiar? ¿Hay alguna oportunidad para mí? ‑pregunté, suplicante.

Sin responder, Nélida se dio la vuelta y se encaminó a la casa. Al llegar a la puerta trasera me indicó, con una señal del índice, que la siguiera al interior.

Quise correr detrás de ella, pero no pude moverme. Empecé a lloriquear y de repente me salió un gemido extrañísimo, un sonido que no era del todo humano. Comprendí por qué Clara me había amarrado su faja protectora en el estómago: para defenderme de ese golpe. Me acosté boca abajo sobre el montón de hojas y dentro de ellas solté el grito animal que me sofocaba. No alivió mi angustia. Saqué los cristales, los acomodé entre mis dedos e hice girar los brazos en círculos cada vez más pe­queños, contra el sentido del reloj. Apunté los cristales a mi indolencia, mi cobardía y mi inútil autocompasión.

16

Nélida me esperaba con paciencia en la puerta trasera. Había tardado horas en calmarme. La tarde estaba avanzada. La seguí al interior de la casa. En el pasillo, justo delante de la sala, se detuvo de manera tan brusca que casi choqué con ella.

‑Como te dijo Clara, vivo del lado izquierdo de la casa -indicó, volviéndose para mirarme‑. Y te llevaré ahí. Pero pri­mero pasemos a la sala y sentémonos por un rato, para que recobres el aliento.

Estaba jadeando y el corazón me latía a una velocidad inquie­tante.

-Estoy en buenas condiciones físicas -le aseguré‑. Practicaba kung fu con Clara todos los días. Pero ahora no me siento muy bien.

-No te preocupes por estar sin aliento ‑dijo Nélida en tono tranquilizador‑ La energía de mi cuerpo está ejerciendo pre­sión sobre ti. Es debido a esa presión adicional que el corazón te late más de prisa. Una vez que te acostumbres a mi energía, ya no te molestará.

Me tomó de la mano y me llevó a sentarme sobre un cojín en el piso, con la espalda apoyada en la parte delantera del sofá.

‑Cuando estés agitada, como ahora, apoya la región lumbar de tu espalda en un mueble. O dobla los brazos hacia atrás, apretando con las manos la parte de arriba de tus riñones.

Sentarme en el piso con la espalda apoyada en esa forma definitivamente me calmó. En unos cuantos instantes, pude respirar normalmente y ya no sentía el estómago hecho nudos.

Observé a Nélida caminar de un lado al otro delante de mí.

-Ahora dejemos algo claro, de una vez por todas -dijo, sin interrumpir sus pasos livianos y reposados‑. Cuando dije que soy responsable de ti, me refería a que estoy a cargo de tu total libertad. Así que no me vengas con más tonterías acerca de tus esfuerzos por independizarte. No me interesan tus enojos pue­riles con tu familia. Pese a que has estado reñida con ella du­rante toda la vida, tu lucha carece de propósito y dirección. Es hora de dar una causa digna a tu fuerza natural y tu impulso compulsivo.

Noté que su paseo por la sala no era nervioso en absoluto. Más bien parecía una forma de captar mi atención, porque me tranquilizó por completo, además de mantenerme atenta.

Nuevamente le pregunté si volvería a ver a Clara y a Man­fredo alguna vez. Nélida fijó en mí una mirada despiadada que me hizo sentir escalofríos.

-No, no los verás ‑contestó‑. Al menos no en este mundo. Ambos han dedicado un esfuerzo impecable a tu preparación para el gran vuelo. Sólo si logras despertar a tu doble y pasar a lo abstracto volverás a verlos. Si no, se convertirán en recuer­dos que o se los contarás a otros o se quedarán guardados den­tro de ti, pero que irás olvidando poco a poco.

Le juré que no olvidaría jamás a Clara ni a Manfredo; for­marían para siempre parte de mí, aunque nunca los volviese a ver. Pese a que algo dentro de mí estaba consciente de esto, no soporté la idea de una separación tan terminante. Quise llorar, como lo había hecho con tanta facilidad durante toda mi vida, pero mi pase brujo con los cristales de algún modo había surtido efecto; había perdido la capacidad de llorar. Ahora que realmente necesitaba llorar, no pude hacerlo. Estaba vacía por dentro. Era yo como siempre había sido: fría. Excepto que ya no me quedaban pretensiones. Recordé lo que Clara me había dicho, que la frialdad no equivale a crueldad ni a falta de co­razón sino a una indiferencia inflexible. Por fin supe lo que significaba no tener compasión.

-No te concentres en tu pérdida -dijo Nélida al percibir mi estado de ánimo‑. Al menos no por el momento. Mejor veamos algunas maneras útiles para reunir energía a fin de que intentes lo inevitable: el vuelo abstracto. Ahora sabes que nos pertene­ces a nosotros, a mí en particular. Hoy mismo debes tratar de pasar a mi lado de la casa.

Nélida se quitó los zapatos y se sentó en un sillón enfrente de mí. Con un solo movimiento lleno de gracia, subió las rodi­llas al pecho y plantó los pies en el asiento. La amplia falda le cubría las pantorrillas, de modo que sólo se le veían los tobillos y los pies.

-Ahora trata de no juzgar ni de ser tímida o malpensada -dijo.

Antes de que pudiera responder, levantó la falda y separó las piernas.

‑Observa mi vagina ‑ordenó‑. El agujero entre las piernas de una mujer es la abertura energética de la matriz, un órgano que es a la vez poderoso y competente.

Horrorizada, descubrí que Nélida no traía ropa interior. Podía ver su entrepierna. Quise apartar la vista, pero quedé hipnotizada. Sólo pude mirarla, con la boca medio abierta. No tenía vello y su vientre y piernas eran duros y lisos, sin vestigio de arrugas ni de grasa.

-Puesto que no existo en el mundo como hembra, mi matriz ha adquirido un carácter distinto del carácter de una indiscipli­nada mujer común y corriente -dijo Nélida sin indicios de pena‑. Así que simplemente no deberías de verme de manera despectiva.

En efecto era hermosa y experimenté una punzada de en­vidia pura. Por lo menos me triplicaba la edad, pero yo nunca me hubiera visto tan bien en una posición similar. De hecho, ni en sueños hubiera permitido que alguien me viese desnuda. Siempre usaba largas batas, como si tuviera algo que esconder. Al recordar mi propia timidez aparté la vista cortésmente, pero no sin haber echado un vistazo a algo que sólo puedo llamar energía pura: el área alrededor de su vagina parecía irradiar una fuerza que me mareaba al verla fijamente.

Cerré los ojos y no me importó lo que pensara de mí. La risa de Nélida fue como una cascada infinita de agua, suave y bur­bujeante.

-Estás perfectamente calmada ahora -indicó‑. Mírame de nuevo y respira hondo varias veces para recargarte.

-Espere un momento, Nélida ‑dije, invadida por un repen­tino temor, pero no a mirarle la vagina sino a algo que acababa de descubrir. Mostrarme su desnudez había tenido un efecto inconcebible en mí: calmó mi angustia y me hizo desprenderme de toda mi pudibundez. En un instante, me volví extraordi­nariamente familiar con Nélida. Tartamudeando de manera lastimosa, le expuse lo que acababa de comprender.

-Eso es exactamente el efecto que debe tener la energía de la matriz -respondió Nélida alegremente‑. Ahora en serio, tienes que mirarme y respirar hondo. Después, podrás analizar las cosas todo lo que quieras.

Obedecí y no sentí timidez alguna. Inhalar su energía me vigorizó de manera curiosa, como si entre nosotras se hubiese formado un vínculo que no requería palabras.

-Puedes lograr maravillas si controlas y haces circular la energía de la matriz ‑dijo Nélida, al volver a taparse las panto­rrillas con la falda.

Explicó que la función primaria de la matriz es la reproduc­ción, a fin de perpetuar nuestra especie. No obstante, la matriz también posee funciones secundarias sutiles y sofisticadas, he­cho que desconocen las mujeres. Y esas eran, indicó, las que a ella y a mí nos interesaba desarrollar.

Me dio tanto gusto que Nélida me incluyera en su afirmación que de hecho sentí un cosquilleo en el vientre. Escuché con atención mientras ella explicaba que la función secundaria más importante de la matriz es servir de guía al doble. En tanto que los hombres dependen de una mezcla de raciocinio e intento para guiar a sus dobles, las mujeres tienen a su disposición la matriz, una fuente poderosa de energía dueña de abundantes y misteriosos atributos y funciones, diseñados todos para pro­teger y nutrir al doble.

-Todo esto sólo es posible, por supuesto, si te desembarazas de toda la energía estorbosa dejada por los hombres dentro de ti -indicó‑. La recapitulación completa de tu actividad sexual se encargará de eso.

Recalcó que usar la matriz constituye un método extrema­damente poderoso y directo de comunicación con el doble. Me recordó el pase brujo que había aprendido, en el que se respira directamente con la abertura de la vagina.

-Por medio de la matriz, los animales hembras perciben las cosas y regulan sus cuerpos ‑dijo‑. Por medio de la matriz, las mujeres pueden generar y almacenar poder en sus dobles, para construir y destruir o para unirse a todo lo que las rodea.

Otra vez sentí un hormigueo en el vientre, una tenue vi­bración que se extendió a mis genitales y a la cara interior de mis muslos.

‑Además de la energía de la matriz, otra forma de comuni­cación con el doble, también llamado el otro, es por medio del movimiento ‑continuó Nélida‑. Esta es la razón por la que Clara te enseñó los pases brujos. Hay dos pases que debes usar hoy a fin de prepararte adecuadamente para lo que viene.

Se dirigió al closet, sacó un petate, lo desenrolló en el piso y me indicó que me acostara encima. Cuando quedé tendida boca arriba, me pidió que doblara las rodillas un poco, cruzara los brazos en el pecho y rodara una vez a la derecha y luego a la izquierda. Me hizo repetir este movimiento siete veces. Al rodar, debía encorvar la espina dorsal lentamente a la altura de los hombros.

A continuación me indicó que de nuevo me sentara en el piso con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en el sofá, mientras que ella se acomodó en el sillón. Inhaló por la nariz, despacio y con suavidad. Luego movió el brazo y la mano izquierdos en espiral hacia arriba, con gracia, como si estuviese taladrando el aire con la mano. Pareció meter la mano en un hoyo. La estiró, asió algo y luego retrajo el brazo, dándome la impresión de haber sacado una larga cuerda de un agujero en el aire. Realizó los mismos movimientos con el brazo y la mano derechos.

Mientras ella realizaba su pase brujo, reconocí que se trataba de un movimiento de igual naturaleza que los que Clara me había enseñado, pero al mismo tiempo distinto, más ligero y uniforme, con mayor carga de energía. Los pases brujos de Clara semejaban movimientos tomados de las artes marciales; desbor­daban gracia y fuerza interior. Los pases de Nélida eran siniestros, amenazadores y al mismo tiempo placenteros para la vista; irra­diaban una energía nerviosa, pero no eran agitados.

Al ejecutar su pase, el rostro de Nélida parecía una hermosa máscara. Sus rasgos eran simétricos, perfectos. Mientras ob­servaba sus exquisitos movimientos, realizados con un des­prendimiento y desapego absolutos, recordé lo dicho por Clara acerca de que Nélida no tenía piedad.

‑Este pase sirve para reunir energía de la vastedad que se ubica justo detrás de todo lo que vemos -indicó‑. Trata de hacer un agujero, penetra detrás de la fachada de las formas visibles y agarra la energía que nos sostiene. Hazlo ahora.

Traté de imitar sus movimientos rápidos y llenos de gracia, pero me sentía tiesa y torpe en comparación. No tuve la sen­sación de estar metiendo la mano por un agujero para agarrar la energía, por mucho que esforzara la imaginación. Sin em­bargo, al terminar el pase me sentí fuerte y rebosante de energía.

-En realidad no hace falta mucho para comunicarse con el cuerpo etéreo o para entrar en contacto con él -prosiguió Né­lida‑. Además de utilizar la matriz y el movimiento, el sonido es una forma poderosa de atraer su atención.

Explicó que al dirigir palabras en forma sistemática a nuestra fuente de conciencia ‑el doble‑ es posible recibir una mani­festación de esa fuente.

‑Siempre y cuando contemos con suficiente energía, por supuesto ‑agregó‑. En tal caso, posiblemente hagan falta sólo unas cuantas palabras selectas o un sonido sostenido para abrir algo impensable delante de nosotros.

-¿Cómo podemos exactamente dirigir esas palabras al do­ble? -pregunté.

Nélida abrió los brazos, barriendo el aire.

-El doble es casi infinito -indicó‑. De la misma manera en que el cuerpo físico establece comunicación con otros cuerpos físicos, el doble establece comunicación con la fuerza universal de la vida.

Nélida se puso de pie bruscamente.

-Hemos hecho nuestros pases brujos y también hablado bastante ‑afirmó‑. Ahora veamos si podemos actuar. Quiero que te coloques delante de la puerta que conduce al lado izquierdo de la casa. Quiero que permanezcas muy quieta, pero aguda­mente consciente de todo lo que pasa a tu alrededor.

La seguí por el pasillo, hasta la puerta que siempre estaba ce­rrada. Clara me había explicado que permanecía cerrada aun­que todos los miembros de la familia estuviesen en la casa. Puesto que me había hecho prometer que nunca, bajo ninguna circunstancia, trataría de abrirla, por mucha curiosidad que tuviese, nunca le puse mucha atención a la puerta.

Al mirarla ahora, no observé nada extraño; sólo era una puerta común de madera, muy parecida a todas las demás que había en la casa. Nélida la abrió con cuidado. Detrás había un pasillo, igual al pasillo del lado derecho, que conducía al otro lado de la casa.

‑Quiero que repitas una palabra -dijo Nélida, acercándose mucho a mi espalda‑. Esa palabra es intento. Quiero que digas intento tres o cuatro veces o incluso más, pero sácalo de lo más profundo de ti misma.

-¿De lo más profundo de mí misma?

-Deja que la palabra explote desde adentro de ti, fuerte y clara, desde tu región abdominal. De hecho, debes gritar la palabra intento con toda tu fuerza.

Vacilé. Aborrecía gritar y me desagradaba que la gente le­vantara la voz al hablar conmigo. De niña, aprendí que era descortés gritar y me daba pavor cuando mis padres discutían en voz alta.

-No seas tímida ‑dijo Nélida‑. Grita con toda fuerza y todas las veces que sea necesario.

-¿Cómo sabré cuándo parar?

-Te pararás cuando algo suceda o cuando yo te diga que pares porque no ha sucedido nada. ¡Hazlo! ¡Ahora!

Pronuncié la palabra intento; mi voz sonaba vacilante, débil, insegura. Hasta yo misma pensé que carecía de convicción. Sin embargo, seguí repitiéndola, cada vez con más vigor. Mi voz no se tornó profunda sino aguda y fuerte, hasta que proferí un grito espeluznante que no era mío, dándome tal susto que casi me desmayé. Sin embargo, lo había escuchado antes. Era el mismo sonido agudo que escuché el día en que Clara y Manfredo entraron corriendo a la casa, dejándome debajo del árbol. Co­mencé a temblar y me mareé tanto que me desplomé ahí mis­mo, apoyada en el marco de la puerta.

‑¡No te muevas! ‑ordenó Nélida, pero era demasiado tarde. Ya me había desmoronado en el piso, sin fuerzas.

‑Qué lástima que te moviste, cuando debías quedarte donde estabas ‑dijo Nélida severamente, pero esbozó una sonrisa al ver que me encontraba al borde del desmayo. Se puso en cuclillas a mi lado y me frotó las manos y el cuello para re­vivirme.

‑¿Por qué me hizo gritar? -musité, enderezándome apoyada en la pared.

-Estábamos tratando de llamar la atención de tu doble ‑afir­mó Nélida‑. Al parecer la conciencia universal tiene dos nive­les: el nivel de lo visible, del orden, de todo lo que es posible pensar o nombrar; y el nivel no manifiesto de la energía, que crea y sostiene todas las cosas.

"Puesto que nos atenemos al lenguaje y a la razón -continuó Nélida-, el nivel de lo visible es lo que consideramos como la realidad. Parece poseer un orden, es estable y predecible. Sin embargo, en realidad es escurridizo, temporal y siempre cam­biante. Lo que juzgamos como la realidad permanente sólo es la apariencia superficial de una fuerza insondable.

Tenía tanto sueño que apenas pude atender a sus palabras. Bostecé varias veces para absorber más aire. Nélida se rió al verme abrir los ojos de manera exagerada, para convencerla de que contaba con toda mi atención.

-Lo que tú y yo pretendemos con todos estos gritos -pro­siguió‑ no es llamar la atención de la realidad visible sino la atención de lo invisible, de la fuerza que constituye la fuente de tu existencia y que esperamos te transporte sobre el abismo.

Quería escuchar lo que me estaba diciendo, pero un extraño pensamiento me distrajo. Justo antes de desplomarme en el pi­so, había tenido una rara visión. Observé que el aire en el pasillo detrás de la puerta burbujeaba, al igual que en la oscuridad de mi cuarto la primera noche que dormí en la casa.

Mientras Nélida seguía hablando, me volví para asomarme otra vez al pasillo, pero ella se colocó delante de mí y me obs­truyó la vista. Se inclinó y recogió una hoja que debió salirse, mientras estuve gritando, del bulto protector que Clara me había amarrado alrededor de la cintura.

-Tal vez esta hoja ayude a esclarecer las cosas -indicó, alzán­dola para que la viera. Hablaba rápidamente, como si estuviese consciente de que mi atención menguaba y quisiera exponer lo más posible antes de que mi mente volviese a divagar‑. Su textura es seca y quebradiza; su forma, plana y redonda; su color, café con un toque de carmesí. Reconocemos que se trata de una hoja gracias a nuestros sentidos, que son nuestros ins­trumentos de percepción, y a nuestro pensamiento, que otorga nombres a las cosas. Sin ellos la hoja sería energía abstracta, pura y no diferenciada. La misma energía etérea e irreal que flu­ye a través de esta hoja fluye a través de todo y lo sostiene todo. Nosotros, al igual que todo lo demás, somos reales, por una parte, y sólo apariencia por otra.

Con cuidado depositó la hoja otra vez en el piso, como si fuera tan frágil que se haría añicos al menor contacto.

Nélida se detuvo por un instante, como para esperar a que mi mente asimilara lo que había dicho, pero mi atención fue atraída nuevamente por la puerta abierta del pasillo, donde fi­lamentos de luz manaban a través de una gran ventana al fondo. Tuve la fugaz visión de varios hombres y mujeres; es decir, por un instante tres o cuatro personas sacaron las cabezas de las puertas que daban al pasillo. Al parecer todos fueron desperta­dos al mismo tiempo por mis gritos, sacando las cabezas de sus recámaras para ver de qué se trataba el escándalo.

-Definitivamente te falta disciplina -me gritó Nélida‑. Tu capacidad para sostener la atención es muy deficiente.

Traté de decirle a Nélida lo que había visto, pero me dominó con una sola mirada. Sentí un escalofrío que me subía por la co­lumna hasta la nunca e involuntariamente acabé temblando. Fue entonces, sentada ahí confusa e indefensa, que el pen­samiento más extraño de todos los que tuve hasta ese instante me cruzó la mente: Nélida me parecía familiar porque la había visto en un sueño. De hecho, la había visto no en un solo sueño sino en una serie de sueños recurrentes, y las personas del pasillo...

‑¡No permitas que tu mente vaya más lejos! -me gritó Né­lida‑. Ni te atrevas, ¿me escuchas? ¡No te atrevas a divagar! Quiero toda tu atención aquí conmigo.

Me obligó a levantarme y me dijo que me concentrara. Hice lo posible por concentrarme, porque definitivamente me in­timidaba. Siempre me había enorgullecido la idea de que nadie podía dominarme, pero una sola mirada de esa mujer bastaba para interrumpir mis pensamientos y llenarme de temor reve­rente y pavor al mismo tiempo.

Nélida me dio un firme golpe con el nudillo en la corona de la cabeza. Me calmó con la misma presteza con la que sus gritos me habían perturbado.

-He estado hablando como loca porque, según me aseguró Clara, hablar es la mejor manera de calmarte y despertar tu interés -indicó‑. A toda costa quiero que estés preparada para cruzar esta puerta.

Le dije que tenía la certeza de haberla visto en mis sueños. Pero eso no era todo; tenía la sensación de conocer también a las personas que asomaron las cabezas al pasillo.

Cuando mencioné a esas personas, Nélida dio un paso para atrás y me escudriñó, como si buscara marcas en mi cuerpo. Guardó silencio por un momento, deliberando, quizá, si debía o no revelar algo.

‑Somos un grupo de brujos, como ya te lo dijeron el nagual y Clara. Formamos un linaje, pero no un linaje de sangre. En esta casa hay dos ramas de ese linaje, cada una de ocho miem­bros. Los miembros de la rama de Clara son los Grau y los miembros de mi rama son los Abelar. Nuestro origen está perdido en el tiempo. Nos contamos por generaciones. Yo pertenezco a la generación que está en el poder, y eso significa que puedo enseñar lo que mi grupo sabe a alguien que es como yo. En este caso, a ti. Tú eres una Abelar.

Se puso detrás de mí y me volvió en dirección del pasillo.

-Ahora basta de hablar. Da la cara al pasillo y otra vez grita la palabra intento. Creo que estás lista para conocernos a todos en persona.

Grité intento tres veces. En esta ocasión mi voz no me salió chillona sino resonó fuertemente, más allá de los muros de la casa. Al sonar el tercer grito, el aire del pasillo empezó a chisporrotear. Miles de millones de diminutas burbujas relumbraron y brillaron, como si todas se hubieran encendido en el mismo instante. Escuché un suave zumbido que me recordó el sonido amortiguado de un generador. Su ronroneo hipnótico me jaló al interior, cruzando el umbral sobre el que Nélida y yo estábamos paradas. Tenía los oídos tapados y tuve que tragar saliva varias veces para destaparlos. Luego el zumbido paró y me encontré en el centro de un pasillo que era la imagen exacta del pasillo en el lado derecho de la casa, donde estaba mi cuarto. Sólo que este pasillo estaba lleno de gente. Todos habían salido de sus cuartos y me estaban mirando fijamente, como si hubiese caído de otro planeta y materializado justo delante de sus ojos.

Entre ellos, en el extremo más alejado del pasillo, vi a Clara. Esbozaba una sonrisa radiante y abrió los brazos, invitándome a abrazarla. Luego vi a Manfredo, que rascaba el piso. Estaba tan feliz de verme como Clara. Eché a correr hacia ellos, pero en lugar de sentir mis pasos sobre el piso de madera fui lanzada al aire. Desesperada, observé que pasaba por encima de Clara y Manfredo y todas las demás personas en el pasillo. No pude controlar mis movimientos; sólo pude gritar angustiada los nombres de Clara y de Manfredo, al pasar volando por encima de ellos hasta más allá del pasillo y de la casa, más allá de los árboles y los cerros, hacia un fulgor deslumbrante y, finalmente, una quietud totalmente negra.

17

Estaba soñando que removía la tierra en el jardín, cuando me despertó un agudo dolor en el cuello. Sin abrir los ojos, busqué las almohadas a tientas para apoyar el cuello en sus suaves y cómodos pliegues. Sin embargo, mis manos buscaron en vano. No encontré las almohadas; ni siquiera percibía el colchón. Sentí que empezaba a mecerme, como si hubiera comido o bebido demasiado la noche anterior y estuviese resintiendo los perturbadores efectos de la indigestión. Poco a poco abrí los ojos. En lugar de ver el techo o las paredes, vi ramas y hojas verdes. Cuando traté de incorporarme, todo se movió a mi alrededor. Me di cuenta de que no estaba en mi cama; me encontraba suspendida en el aire, en una especie de arneses, y era yo la que se columpiaba, no el mundo a mi alrededor. Supe con toda certeza que no se trataba de un sueño. Cuando mis sentidos intentaron poner en orden el caos, observé que estaba elevada, por medio de poleas, hasta la rama más alta de un árbol.

La inesperada sensación de despertar atada, aunada al des­cubrimiento de que no había nada debajo de mí, instantáneamente me provocaron un terror físico a las alturas. En mi vida me había subido a un árbol. Empecé a pedir ayuda a gritos. Nadie acudió a rescatarme, de modo que seguí gritando hasta perder la voz. Exhausta, quedé colgada como un cadáver lacio. El terror físico me había hecho perder el control sobre mis fun­ciones excretorias. Estaba toda sucia. Por otra parte, mis gritos acabaron con mis temores. Miré a mi alrededor y poco a poco empecé a analizar la situación.

Observé que tenía libres los brazos y las manos y, al voltear la cabeza hacia abajo, vi qué era lo que me tenía suspendida. Unas gruesas cintas de cuero color café estaban sujetas con hebillas a mi cintura, pecho y piernas. Alrededor del tronco del árbol había otra cinta, la cual podía alcanzar con sólo estirar los brazos. A esta última cinta estaban sujetos el extremo de una cuerda y una polea. Comprendí al instante que todo lo que debía hacer a fin de liberarme era soltar la cuerda y bajarme por medio de la polea. Tuve que hacer un esfuerzo máximo para alcanzar la cuerda y bajar, porque me temblaban los brazos y las manos. Sin embargo, una vez tendida en el suelo pude desabrochar laboriosamente las correas que me ceñían el cuer­po y extraerme de los arneses.

Entré corriendo a la casa, llamando a Clara a gritos. Vaga­mente recordaba saber que no la podría encontrar, pero era más una sensación que una certidumbre consciente. Automática­mente me puse a buscarla, pero no apareció por ninguna parte, ni tampoco Manfredo. No fue difícil comprender que todo ha­bía cambiado, de algún modo, pero no sabía qué ni cuándo, ni siquiera por qué las cosas eran ahora distintas de antes. Sólo sa­bía que algo se había roto irremediablemente.

Caí en un largo monólogo interior. Me dije a mí misma cómo deseaba que Clara no hubiese salido en uno de sus misteriosos viajes justo cuando más la necesitaba. Entonces razoné que tal vez hubiera otras explicaciones de su ausencia. Quizá me estaba evitando deliberadamente o se encontraba de visita con sus parientes del lado izquierdo de la casa. De pronto recordé a Nélida y me precipité a la puerta del lado izquierdo del pasillo y traté de abrirla, haciendo caso omiso de la advertencia de Clara de nunca tocar esa puerta. Estaba cerrada con llave. Llamé a Clara varias veces a través de la puerta, luego le di un pun­tapié, enojada, y me dirigí a mi recámara. Consternada descubrí que esa puerta también estaba cerrada con llave. Frenética­mente, traté de abrir las puertas de las otras recámaras a lo largo del pasillo. Todas estaban cerradas con llave excepto una, la cual daba a una especie de cuarto para trebejos. No había en­trado nunca allí, en obediencia a las instrucciones expresas de Clara. Sin embargo, la puerta siempre estuvo entreabierta y cada vez que pasaba solía asomarme.

En esta ocasión entré, pidiendo en voz alta a Clara y a Nélida que salieran de sus escondites. El cuarto estaba a oscuras, pero lleno hasta el tope de la colección más extraña de objetos que había visto en mi vida. De hecho, estaba tan atestado de gro­tescas esculturas, cajas y baúles que casi no quedaba lugar para caminar. Un poco de luz entraba por la hermosa vidriera sobre­saliente que había en la pared del fondo. Su suave brillo pro­yectaba sombras espectrales sobre todos los objetos en la habi­tación. Se me ocurrió que así deben verse las bodegas de los trasatlánticos elegantes, pero fuera de servicio, que han viajado por todo el mundo. De súbito el piso debajo de mí empezó a os­cilar y crujir y los objetos a mi alrededor también parecieron cambiar de lugar. Proferí un grito involuntario y salí corriendo del cuarto. El corazón me latía tan rápido y fuerte que reque­rí varios minutos y bastantes respiraciones profundas para aquietarlo.

Una vez en el pasillo, me di cuenta de que estaba abierto el gran ropero enfrente del cuarto para trebejos y que toda mi ropa se encontraba ahí, colgada ordenadamente de los ganchos o doblada sobre los estantes. Un alfiler sujetaba un recado diri­gido a mí en la manga de la chamarra que Clara me había dado el día de mi llegada a la casa. Decía: "Taisha, el hecho de que estás leyendo este recado me indica que has bajado del árbol. Por favor sigue mis instrucciones al pie de la letra. No regreses a tu cuarto, porque está cerrado con llave. A partir de ahora dormirás en tus arneses o en la casa del árbol. Todos hemos salido en un extenso viaje. Estás a cargo de toda la casa. ¡Esfuér­zate!" Lo firmaba "Nélida".

Pasmada, me quedé viendo el recado por mucho tiempo y lo leí una y otra vez. ¿Qué quería decir Nélida con que estaba a cargo de la casa? ¿Qué debía yo hacer ahí, completamente sola? La idea de dormir en esos terribles arneses, suspendida como una res en canal, me causó la sensación más rara de todas.

Deseé que las lágrimas me inundaran los ojos. Quise sentir lástima de mí misma, por haber sido abandonada, y enfadarme con ellas por haberse ido sin avisar, pero no pude hacer ninguna de las dos cosas. Me paseé violentamente por toda la casa, tratando de cobrar impulso para una rabieta. De nueva cuenta fracasé miserablemente. Era como si algo se hubiera apagado dentro de mí, tornándome indiferente e incapaz de expresar mis emociones familiares. No obstante, sí me sentía abando­nada. El cuerpo me empezó a temblar, como siempre me pasaba justo antes de romper a llorar. Sin embargo, lo que brotó no fue un diluvio de lágrimas sino un torrente de recuerdos y visiones parecidas a sueños.

Me encontraba suspendida en los arneses, mirando hacia abajo. Había unas personas paradas al pie del árbol que se reían y aplaudían. Me gritaron, tratando de llamar mi atención. Lue­go todos profirieron un ruido al unísono, como el rugido de un león, y se fueron. Sabía que era un sueño. Sin embargo, también sabía que conocer a Nélida definitivamente no había sido un sueño. Su recado en mi mano lo probaba. De lo que no estaba segura era de por qué y por cuánto tiempo estuve suspendida en el árbol. A juzgar por el estado de mi ropa y por mi hambre feroz, pude pasar días ahí. ¿Pero cómo llegué allá arriba?

Agarré algo de ropa y salí para bañarme y cambiarme. Lim­pia de nuevo, me di cuenta de que aún no había buscado en la cocina. Me llenó la esperanza tenaz de que Clara estuviese co­miendo ahí y no hubiera oído mis gritos. Abrí la puerta, pero la cocina estaba desierta. Busqué algo de comer. Encontré una cazuela con mi caldo favorito sobre la estufa y desesperada­mente deseé creer que Clara me lo había dejado. Lo probé y solté un sollozo sin lágrimas. Las verduras estaban finamente rebanadas, no picadas, y casi no tenía carne. Supe entonces que Clara no lo había preparado y que se había ido. Al principio no quise probar el caldo, pero tenía muchísima hambre. Tomé mi tazón del estante y lo llené hasta el borde.

Sólo después de comer, al analizar mi situación, se me ocu­rrió que quedaba un sitio más que se me había olvidado revisar. Me apresuré para llegar a la cueva, con la vaga esperanza de encontrar ahí a Clara o al nagual. No encontré a nadie; ni siquiera a Manfredo. La soledad de la cueva y de los cerros me inspiró tal sentimiento de tristeza que hubiera dado cualquier cosa en el mundo por poder llorar. Me metí a la cueva, sintiendo la desesperación de un mudo que apenas un día antes podía hablar. Quise morir en el acto, pero en cambio me dormí.

Al despertar, regresé a la casa. Ahora que todo el mundo se había ido, pensé, daba lo mismo irme yo también. Me dirigí al lugar donde estaba estacionado mi coche. Clara lo había mane­jado constantemente y le había dado mantenimiento en un taller de la ciudad. Lo arranqué para cargar la batería y, ali­viada, comprobé que funcionaba perfectamente. Después de guardar algunas de mis cosas en una pequeña maleta, llegué hasta la puerta trasera cuando una intensa punzada de culpa­bilidad me detuvo. Volví a leer el recado de Nélida. En él me pedía cuidara la casa. No podía abandonarla sin más. Decía que me esforzara. Me daba la impresión de que me habían confiado una tarea particular y que debía quedarme, aunque sólo fuese para averiguar cuál era esa tarea. Regresé mis cosas al ropero y me acosté en el sofá para evaluar mi situación.

Mis gritos definitivamente me habían irritado las cuerdas vocales. La garganta me dolía mucho; pero aparte de eso pa­recía encontrarme en buenas condiciones físicas. La impresión, el miedo y la lástima de mí misma habían pasado, y sólo quedaba la certeza de que algo monumental me había sucedido en el pasillo izquierdo. Sin embargo, por mucho que me esforcé no pude recordar lo que sucedió después de que crucé el umbral.

Aparte de estas preocupaciones fundamentales, también enfrentaba un problema inmediato y serio: no estaba segura de cómo encender la estufa, que calentaba con madera. Clara me había mostrado una y otra vez cómo hacerlo, pero simplemente no le encontré el modo, quizá porque creía que nunca tendría que encenderla yo misma. Una solución que se me ocurrió fue mantener el fuego alimentándolo durante toda la noche.

Me precipité a la cocina para agregar más madera al fuego antes de que se apagara. También herví más agua y lavé mi plato con ella. Vertí el resto del agua al filtro de piedra caliza, con forma de un ancho cono invertido. El enorme receptáculo descansaba sobre un pedestal sólido de hierro forjado y, gota por gota, filtraba el agua hervida. Del recipiente al que caía el agua debajo del filtro, con un cucharón me serví agua en mi tarro. Bebí agua fresca y deliciosa hasta saciarme y luego decidí volver a la casa. Quizá Clara o Nélida me habían dejado otros recados con indicaciones más específicas acerca de lo que de­bía hacer.

Busqué las llaves para las recámaras. En un armario del pasillo encontré un juego de llaves marcadas con diferentes nombres. Escogí una que traía el nombre de Nélida; me sor­prendió descubrir que servía para abrir mi recámara. Luego tomé la llave de Clara y la ensayé en diferentes puertas hasta encontrar la cerradura en la cual encajaba. Di vuelta a la llave y la puerta se abrió, pero no pude entrar a su cuarto para curio­sear. Sentí que, aunque se hubiera ido, tenía derecho a su privacía.

Cerré la puerta de nuevo, le eché la llave y guardé el llavero donde lo había encontrado. Regresé a la sala y me senté en el piso, apoyando la espalda en el sofá tal como Nélida me lo había recomendado. Definitivamente ayudó a calmar mis nervios. Otra vez pensé en subirme a mi coche e irme. Pero en realidad no tenía deseos de hacerlo. Decidí aceptar el reto y cuidar la casa mientras estuvieran ausentes, aunque fuese para siempre.

Puesto que no tenía nada más qué hacer, se me ocurrió que podía tratar de leer. Había recapitulado acerca de mis tempra­nas experiencias negativas con los libros y pensé que podría ponerme a prueba, para ver si había cambiado mi actitud hacia ellos. Fui a revisar los libreros. Encontré que la mayoría de los libros estaban en alemán, algunos en inglés y otros cuantos en español. Realicé una inspección rápida y observé que la mayo­ría de los libros en alemán trataban de botánica; también había algunos sobre zoología, geología, geografía y oceanografía. En otro estante un poco escondido había una colección de libros de astronomía, en inglés. Los libros en español, que ocupaban un librero separado, eran de literatura, novelas y poesía.

Decidí empezar con los libros de astronomía, puesto que era un tema que siempre me había fascinado. Escogí un libro del­gado con muchas ilustraciones y empecé a hojearlo. Sin em­bargo, no tardé en dormirme.

Cuando desperté, la casa estaba completamente a oscuras y tuve que buscar a tientas, en la oscuridad total, el camino hasta la puerta trasera. En el camino al cobertizo que alojaba el generador, descubrí una luz que provenía de la cocina. Me di cuenta de que alguien ya había prendido el generador. Regoci­jada ante el posible regreso de Clara, me precipité a la cocina. Al acercarme, escuché que alguien cantaba suavemente en español. No era Clara. Era una voz de hombre, pero no la del nagual. Avancé con mucha cautela. Antes de que llegara hasta la puerta, un hombre sacó la cabeza y, al verme, profirió un fuerte grito. Grité al mismo tiempo que él. Al parecer lo había asustado tanto como él a mí. Salió y por un momento nos que­damos viendo.

Era delgado, pero no flaco; nervudo, pero también muscu­loso. Tenía mi estatura o unos dos centímetros más que yo, midiendo aproximadamente un metro con setenta y dos cen­tímetros. Vestía overoles azules de mecánico, como los que usan los despachadores de gasolina. Su cutis era ligeramente sonro­sado; y su cabello, gris. Tenía puntiagudas la nariz y la barbilla, pómulos salientes y una boca pequeña. Sus ojos parecían de pájaro, oscuros y redondos y al mismo tiempo brillantes y animados. Apenas se distinguía el blanco de sus ojos. Al mirarlo fijamente, me produjo la impresión de no estar viendo a un vie­jo sino a un niño arrugado a causa de una enfermedad exótica. Tenía un aire que era al mismo tiempo viejo y joven, simpático y perturbador. Conseguí pedirle, con mi mejor español apren­dido en la preparatoria, que por favor me dijera quién era y que explicara su presencia en la casa.

Me examinó en forma curiosa.

-Hablo inglés ‑contestó, prácticamente sin acento‑. Pasé años viviendo en Arizona con los parientes de Clara. Me llamo Emilito; soy el cuidador. Y tú has de ser la que vive en el árbol.

-¿Disculpe?

‑Eres Taisha, ¿no? -preguntó, dando unos pasos hacia mí. Sus movimientos eran desenvueltos y ágiles.

‑Sí, así es. ¿Pero qué es lo que dijo acerca de que vivo en un árbol?

-Nélida me dijo que vives en el gran árbol junto a la puerta delantera de la casa. ¿Es cierto?

Asentí automáticamente, y sólo entonces me di cuenta de algo tan obvio que sólo un simio duro de la cabeza lo pudo ha­ber pasado por alto: el árbol se encontraba en la prohibida parte delantera de la casa, la del Este; la parte del terreno que sólo había visto desde mi punto de observación en los cerros. La revelación desató una ola de emoción en mi interior, porque también comprendí que ahora podría explorar libremente terrenos que siempre me habían sido vedados.

Mi deleite se cortó en seco cuando Emilito meneó la cabeza, como si me tuviese lástima.

‑¿Qué hiciste, pobrecita? -preguntó, dándome unas palma­ditas en el hombro.

-No hice nada ‑repliqué y retrocedí un paso. Estaba insi­nuando, obviamente, que yo había hecho algo malo, por lo cual fui subida al árbol a manera de castigo.

-Ya, ya, no quiero entrometerme -dijo con una sonrisa‑. No tienes que pelear conmigo. No soy nadie importante. Sólo soy el cuidador, un empleado. No soy uno de ellos.

-No me importa quién sea usted ‑exclamé, irritada‑. Ya le dije que no hice nada.

-Bueno, si no quieres hablar de ello, por mí está bien ‑dijo, dándome la espalda para volver a entrar a la cocina.

-No hay nada de qué hablar ‑grité, queriendo ser la de la última palabra.

No me costó trabajo gritarle, algo que no me hubiera atrevido a hacer de haber sido él joven y apuesto. Me sorprendí a mí misma al gritar otra vez:

-No me haga pasar un mal rato. Yo soy la que manda aquí. Nélida me pidió que cuidara la casa. Es lo que dice su recado.

Brincó como si le hubiera caído un rayo.

‑Sí que eres rara -musitó. Luego se aclaró la garganta y me gritó: -Ni te atrevas a acercarte más. Tal vez sea viejo, pero también soy bastante fuerte. Mi trabajo aquí no incluye arries­gar mi vida ni dejarme insultar por idiotas. Renunciaré.

Ni yo misma entendía qué fue lo que pasó para que gritara.

-Espere -dije en tono de disculpa‑. No quise levantar la voz, pero estoy extremadamente nerviosa. Clara y Nélida me de­jaron aquí sin advertencia ni explicación.

‑Bueno, yo tampoco quise gritarle ‑contestó, en el mismo tono de disculpa que yo había usado‑. Sólo trataba de entender por qué te subieron ahí antes de irse. Es por eso que pregunté si habías hecho algo malo. No quería entrometerme.

‑Pero le aseguro, señor, que no hice nada; créame.

‑¿Entonces por qué vives en el árbol? Esta gente es muy seria. No te harían algo así sin motivo. Además, es obvio que eres una de ellos. Si Nélida te deja recados indicándote que cuides la casa, tienes que ser muy amiga de ella. No hace migas con nadie.

-La verdad ‑dije‑ es que no sé por qué me dejaron en el árbol. Yo estaba con Nélida del lado izquierdo de la casa y de repente desperté con el cuello todo torcido y colgada de ese árbol. Estaba aterrada.

Al recordar la angustia que sentí al hallarme sola y que todo mundo había desaparecido, no pude evitar alterarme de nue­vo. Empecé a temblar y sudar delante de ese hombre descono­cido.

-¿Entraste al lado izquierdo de la casa? Abrió los ojos mucho; parecía sincero el asombro que invadió su rostro.

-Por un instante estuve ahí, pero luego perdí el conocimiento -indiqué.

-¿Y qué viste?

-Vi a gente en el pasillo. A mucha gente.

-¿Como cuántos, dirías tú?

-El pasillo estaba lleno de gente. Serían unas veinte o treinta personas.

-¿Tantas, eh? ¡Qué raro!

-¿Por qué es raro, señor?

-Porque no había tanta gente en toda la casa. Sólo había diez personas aquí en ese momento. Yo lo sé, porque soy el cuidador.

-¿Qué significa todo esto?

‑¡No tengo la menor idea! Pero me parece que algo anda muy mal contigo.

El estómago se me contrajo mientras una conocida sensación de condena descendió sobre mí. Era exactamente la misma sen­sación que de niña había experimentado en la oficina del doctor, cuando descubrieron que padecía de mononucleosis. No tenía la menor idea de lo que era eso, pero sabía que era mi fin; a juzgar por las expresiones sombrías en las caras de los miembros de mi familia, ellos también lo sabían. Cuando ib­a a ponerme una inyección de penicilina, grité tan fuerte que me desmayé.

-Ya, ya -dijo el cuidador con voz benévola‑. No tiene caso agitarse tanto. No quise ofenderte. Déjame decirte lo que sé acerca de esos arneses. Quizá sirva para aclarar las cosas un poco. Los usan cuando la persona a la que están tratando está... bueno... un poco desequilibrada. Si sabes a qué me refiero.

-¿A qué se refiere, señor?

-Dime Emilito -indicó con una sonrisa‑. Por lo que más quieras, no me digas señor. O puedes referirte a mí como el cuidador, de la misma manera en que todos aquí nos referimos a Juan Miguel Abelar como el nagual. Ahora entremos a la cocina y sentémonos a la mesa, para hablar más cómodamente.

Lo seguí a la cocina y me senté. Sirvió en mi taza un poco del agua que había calentado en la estufa y me la llevó.

-Ahora, con respecto a los arneses -prosiguió, instalándose en la banca enfrente de mí-, se supone que sirven para curar trastornos mentales. Y normalmente se los ponen a las personas que han perdido los estribos.

-Pero no estoy loca -protesté‑. Si usted o cualquier otra persona insinúa que lo estoy, me iré de aquí.

-Pero debes estar loca ‑razonó.

-Es el colmo. Regresaré a la casa -me levanté para irme.

El cuidador me detuvo.

‑Espera, Taisha. No quería decir que estás loca. Es posible que exista otra explicación -afirmó, en tono conciliador‑. Esta gente tiene muy buenas intenciones. Probablemente pensaban que debes reforzar tu poder mental en su ausencia, no curarte de una enfermedad mental. Por eso te metieron a los arneses. Yo tengo la culpa, por haberme precipitado a sacar conclusio­nes erróneas. Por favor acepta mis disculpas.

Estaba más que dispuesta a olvidar el asunto y volví a sen­tarme a la mesa. Además, necesitaba estar en buenos términos con el cuidador, porque obviamente sabía cómo prender la estufa. Y no tenía la energía suficiente para seguir sintiéndome ofendida. Por otra parte, a esas alturas me había convencido de que él tenía razón. Sí estaba loca, sólo que no quería que el cuidador lo supiese.

-¿Vive usted cerca de aquí, Emilito? ‑pregunté, tratando de aparentar tranquilidad.

-No. Vivo aquí en la casa. Mi habitación está enfrente de tu ropero.

-¿Quiere decir que vive en ese cuarto para trebejos, lleno de esculturas y cosas? ‑exclamé‑. ¿Y cómo es que sabe dónde está mi ropero?

‑Clara me lo dijo ‑replicó con una sonrisa.

-Pero, si vive aquí, ¿por qué no lo he visto nunca?

-Ah, eso se debe a que tú y yo obviamente tenemos horarios distintos. A decir verdad, yo tampoco te he visto nunca.

‑¿Cómo es posible, Emilito? Llevo aquí más de un año.

-Y yo llevo aquí cuarenta años, a intervalos.

Ambos nos reímos en voz alta de las absurdeces que es­tábamos diciendo. Lo que me inquietaba era saber, en lo más recóndito de mi interior, que la presencia de esta persona era la que tantas veces había percibido en la casa.

-Yo sé, Emilito, que usted me ha estado observando ‑decla­ré en tono contundente‑. No lo niegue ni me pregunte cómo lo sé. Lo que es más, también sé que usted sabía quién era yo cuando me vio delante de la puerta de la cocina. ¿No es cierto?

Emilito suspiró y asintió con la cabeza.

-Tienes razón, Taisha. Sí te reconocí. Pero de todas maneras me diste un auténtico susto.

-¿Pero cómo pudo reconocerme?

-Te he estado observando desde mi habitación. Pero no te enojes. Nunca pensé que fueras a darte cuenta de que te obser­vaba. Te pido humildemente que me disculpes si te hice sentir incómoda.

Quería preguntar por qué me había observado. Tenía la esperanza de que contestara que me creía hermosa o al menos interesante, pero interrumpió nuestra conversación para indi­car que, puesto que había oscurecido, se sentía obligado a ayudarme a subir al árbol.

-Déjame hacerte una sugerencia -indicó‑. Duerme en la casa del árbol en lugar de los arneses. Es una experiencia emo­cionante. Yo también ocupé esa casa del árbol durante un tiempo prolongado, aunque de eso ya hace mucho tiempo.

Antes de irnos, Emilito me sirvió un plato de deliciosa sopa y unas tortillas de harina. Comimos en completo silencio. Traté de hablar con él, pero dijo que conversar a la hora de la comida era malo para la digestión. Le dije que Clara y yo siempre platicábamos interminablemente durante nuestras comidas.

‑Su cuerpo y el mío no se parecen en nada -musitó‑. Ella está hecha de acero, de modo que puede hacerle lo que quiere a su cuerpo. Yo, por otra parte, no puedo correr riesgos con mi frágil cuerpecito. Ni tú tampoco.

Me agradaba que me incluyera entre los cuerpos pequeños, y que en realidad me considerase frágil, no débil.

Después de cenar, me acompañó muy solícitamente a lo largo de la casa principal hasta la puerta delantera. Nunca había pisado esa parte de la casa y deliberadamente caminé más lento, tratando de ver lo más posible. Vi un enorme comedor con una larga mesa para banquetes y una vitrina llena de copas de cristal, copas para champán y vajillas. Al lado del comedor había un estudio. Al pasar, alcancé a ver un escritorio macizo de caoba y libreros repletos en la pared. Las luces eléctricas estaban prendidas en otra habitación, pero no pude asomarme, porque la puerta se encontraba sólo un poco entreabierta. Voces amortiguadas salían del interior.

-¿Quién está ahí adentro, Emilito? -pregunté, emocionada.

-Nadie ‑contestó‑. Los susurros que oyes son el viento. Les hace jugarretas extrañas a los oídos al soplar a través de las contraventanas.

Lo miré con cara de que no me podía engañar y galantemente abrió la puerta para que me asomara. Tenía razón; el cuarto estaba vacío. Era otra sala más, semejante a la del lado derecho de la casa. No obstante, al fijarme con más detenimiento, ob­servé algo raro en las sombras proyectadas sobre el piso. Me estremecí, porque sabía que las sombras estaban mal. Hubiera jurado que estaban agitadas, que rielaban y danzaban, pero no había aire ni movimiento en el cuarto.

En un susurro le comuniqué a Emilito lo que había visto. Se rió y me dio unas palmaditas en la espalda.

‑Suenas igual que Clara ‑indicó‑. Pero eso está bien. Me preocuparía si sonaras como Nélida. ¿Sabías que tiene poder en el coño?

Su forma de decirlo, el tono de su voz y la curiosa admiración, como de pájaro, que le llenaba los ojos, me causaron tal gracia que rompí a reír, casi hasta las lágrimas. La risa se me cortó en forma tan repentina como había empezado, como si alguien hu­biera accionado un apagador dentro de mí. El hecho me preo­cupó. Y también preocupó a Emilito, porque me dirigió una mirada recelosa, como si dudara de mi estabilidad mental.

Abrió la puerta principal y me hizo pasar al frente de la casa, donde estaba el árbol. Me ayudó a abrochar los arneses y me enseñó a usar las poleas para adoptar una posición sentada. Me dio una pequeña linterna eléctrica y jalé de las cuerdas pa­ra subir. Entre las ramas más altas vagamente distinguía una casa de madera. Estaba cerca del lugar donde primero desperté en los arneses, pero no la había visto antes, debido a mi alarma extrema y a causa de todo el follaje que la rodeaba.

Desde el suelo, el cuidador apuntó la luz de su linterna directamente a la construcción y me gritó:

-Adentro hay una linterna marítima, Taisha, pero no la uses por demasiado tiempo. Y por la mañana, antes de bajar, ase­gúrate de desconectar la batería.

Sostuvo la luz de su linterna hasta que a gatas me subí en un pequeño rellano delante de la casa del árbol y terminé de de­senganchar los arneses.

-Buenas noches. Ya me voy ‑gritó‑. Que tengas sueños bo­nitos.

Creí escuchar una risita ahogada cuando apartó el haz de luz y se encaminó a la casa principal. Entré a la casa del árbol con la ayuda de mi propia débil linterna y busqué lo que ha­bía llamado la linterna marítima. Se trataba de una enorme lámpara sujeta a un estante; en el piso había una gran batería cuadrada metida en una caja clavada a las tablas. La conecté a la linterna y la prendí.

La casa del árbol consistía en una minúscula habitación provista de una pequeña plataforma elevada que servía de cama y de mesa baja al mismo tiempo. Encima de ella había una bolsa de dormir enrollada. La construcción tenía ventanas alre­dedor, con contraventanas engoznadas que podían apuntalar­se con unos gruesos palos que había en el piso. En un rincón había una bacinica que encajaba en una canasta provista de una tapa lateral. Después de este examen superficial de la habita­ción, desconecté la lámpara grande y me metí a la bolsa de dormir.

La oscuridad era total. Escuché los grillos y el murmullo del arroyo a la distancia. Cerca, el viento susurraba entre las hojas y mecía toda la casa suavemente. Al escuchar los ruidos, unos temores insospechados empezaron a penetrar en mi conciencia y caí presa de sensaciones físicas que nunca antes había experi­mentado. La completa oscuridad distorsionaba y disfrazaba los ruidos y movimientos en forma tan total que tenía la impresión de que provenían del interior de mi cuerpo. Cada vez que temblaba la casa, me hormigueaban las plantas de los pies. Al crujir la casa, se me crispaban las rodillas; y la nuca me tronaba con cada crepitación de una rama.

El miedo invadió mi cuerpo, en forma de un temblor en los dedos de los pies. La vibración me subió a los pies y de ahí a las piernas, hasta que todo mi cuerpo de la cintura para abajo se sacudía, fuera de control. Empecé a sentirme amodorrada y desorientada. No sabía dónde quedaban la puerta ni la lámpara sorda. Comencé a percatarme de que la casa se ladeaba. Fue un movimiento casi imperceptible al principio, pero se hizo más considerable, hasta que el piso parecía estar inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Lancé un grito al sentir que la plataforma se ladeaba más aún. La idea de tener que descender por medio de las poleas me paralizaba. Estaba segura de que moriría cayéndome del árbol. La sensación de estar de lado era tan intensa que cobré la certeza de que me caería de la plataforma y me resbalaría por la puerta. En cierto momento la inclinación era tan aguda que de hecho tenía la impresión d­e estar de pie y no acostada.

Grité a cada movimiento repentino, sujetándome de una de las vigas laterales para no resbalarme. Toda la casa del árbol parecía estarse deshaciendo. Sentí náuseas con el movimiento. La oscilación y los crujidos se tornaron tan intensos que supe que sería la última noche de mi vida. Justo en el instante en que abandoné por completo toda esperanza de sobrevivir, algo inconcebible acudió a salvarme. Una luz emanó de mi interior. Brotó por todas las aberturas de mi cuerpo. La luz era un pesado líquido luminoso que me clavó sobre la plataforma, cubriéndome como una armadura resplandeciente. Me apretó la laringe y calmó mis gritos, pero también me despejó el pecho, me permitió respirar mejor. Me calmó el estómago nervioso y cortó el temblor de mis piernas. La luz iluminó todo el cuarto, de modo que pude distinguir la puerta a poca distancia de mí. Asoleándome en su brillo, me tranquilicé. Se desvanecieron todos mis temores y preocupaciones, ya no importaba nada. Permanecí tendida, totalmente quieta y serena, hasta que rompió el alba. Completamente restablecida bajé por medio de las poleas y me dirigí a la cocina para preparar el de­sayuno.

18

Encontré un plato de tamales en la mesa de la cocina. Sabía que Emilito los había preparado, pero no lo veía por ninguna parte. Me serví agua en mi taza y me acabé los tamales, espe­rando que el cuidador ya hubiera desayunado.

Después de lavar el plato me puse a trabajar en el huerto, pero me cansé pronto. Preparé un nido con hojas debajo de un árbol, como Clara me lo había enseñado, y me senté en él para descansar. Por un rato observé las ramas oscilantes del ár­bol delante de mí. El movimiento de las ramas me hizo regresar a mi infancia. Debí tener unos cuatro o cinco años de edad; su­jetaba un puñado de ramas de sauce. No lo estaba recordando solamente; de hecho me encontraba ahí. Los pies me colgaban, rozando apenas el suelo. Me estaba columpiando. Lanzaba gri­tos de placer mientras mis hermanos se turnaban para empu­jarme. Luego ellos saltaron para agarrar unas ramas más altas; subieron las rodillas para columpiarse, bajando los pies sólo a fin de empujarse en el suelo y cobrar impulso para columpiarse de nuevo.

En cuanto la escena llegó a su fin, inhalé todo lo que había revivido: la alegría, la risa, los sonidos, los sentimientos que tenía por mis hermanos. Barrí el pasado con un movimiento giratorio de la cabeza. Gradualmente se me pusieron pesados los párpados. Me repantigué sobre el nido de hojas y caí en un profundo sueño.

Me despertó algo duro que me picaba las costillas. El cuida­dor me estaba empujando con un bastón.

-Despierta, ya es de tarde ‑dijo‑. ¿No dormiste bien en la casa del árbol anoche?

En el momento en que abrí los ojos, un rayo de luz encendió la copa del árbol con tonos anaranjados. La cara del cuidador también se iluminó con un brillo sobrecogedor que le daba un aspecto siniestro. Vestía los mismos overoles azules del día an­terior y llevaba tres calabazas atadas al cinturón. Me incorporé y observé cómo extraía cuidadosamente el tapón de la calabaza más grande, se la llevaba a la boca y tomaba un trago. Luego produjo un chasquido de satisfacción con los labios.

-¿No dormiste bien anoche? ‑repitió, mirándome con cu­riosidad.

-Para qué le digo nada ‑gemí‑. Sinceramente fue una de las peores noches de mi vida.

Un torrente de quejas lastimeras empezó a brotar de mí. Me interrumpí, horrorizada, al darme cuenta de que sonaba igual que mi madre. Siempre que le preguntaba cómo había dormido, daba un discurso de descontento semejante. La odiaba por ello, ¡y ahora yo estaba haciendo lo mismo!

-Por favor, Emilito, perdone mi arranque mezquino ‑dije­-. Es cierto que no pegué el ojo, pero estoy bien.

-Te escuché aullar como alma que lleva el diablo ‑se aven­turó a comentar‑. Pensé que tenías pesadillas o que te estabas cayendo del árbol.

‑Creí que me estaba cayendo del árbol -indiqué, deseosa de su compasión‑. Casi me muero del miedo. Pero luego sucedió algo extraño y pude pasar la noche.

-¿Qué cosa extraña sucedió? -preguntó con curiosidad, sen­tándose en el suelo a poca distancia de mí.

No tenía motivos para ocultárselo, de modo que describí los sucesos de la noche con el mayor detalle posible, culminando con la luz que llegó a salvarme. Emilito me escuchó con autén­tico interés, asintiendo con la cabeza en los momentos justos, como si conociera los sentimientos que estaba describiendo.

‑Me da mucho gusto oír que dispones de tantos recursos ‑afirmó‑. Realmente no pensé que soportarías la noche. Creí que te desmayarías. A lo que todo esto se reduce es a que no estás tan mal como me lo habían dicho.

-¿Quién dijo que estaba mal?

-Nélida y el nagual. Me dejaron instrucciones específicas para no interferir con tu curación. Por eso no salí a ayudarte anoche, pero tuve muchas ganas de hacerlo, aunque sólo fue­se para lograr un poco de paz y tranquilidad.

Tomó otro trago de su calabaza.

‑¿Quieres un trago? -me ofreció, alargándola hacia mí.

‑¿Qué tiene ahí? ‑pregunté, pensando que tal vez era alcohol. En ese caso, me hubiera gustado un trago.

Vaciló por un momento antes de voltear la calabaza de cabeza y sacudirla fuertemente unas cuantas veces.

-Está vacía -exclamé‑. Me quería engañar.

Meneó la cabeza.

‑Sólo parece estar vacía -replicó-, pero en realidad está llena hasta el borde de la bebida más extraña de todas. Ahora bien, ¿quieres o no quieres beber de ella?

-No lo sé ‑contesté. Por un instante, me pregunté si estaría jugando conmigo. Con sus overoles azules perfectamente plan­chados y las calabazas atadas al cinturón, parecía haberse es­capado de un manicomio.

Se encogió de hombros y me miró con los ojos muy abiertos. Observé cómo tapaba la calabaza de nuevo y se la amarraba firmemente al cinturón con una delgada correa de cuero.

‑Está bien, deja tomar un traguito ‑dije, impulsada por la curiosidad y la repentina urgencia de descubrir su juego.

Volvió a destapar la calabaza y me la pasó. La sacudí y me asomé al interior. En efecto estaba vacía. No obstante, cuando me la acerqué a los labios recibí una sensación oral muy extra­ña. Lo que se vertió en mi boca era de algún modo líquido, pero no se parecía en nada al agua. Se trataba, más bien, de una presión seca, casi amarga, que me sofocó por un instante y luego me inundó la garganta y todo el cuerpo de una fresca calidez.

Se me ocurrió que la calabaza tal vez contenía un fino polvo que se había introducido en mi boca. Para averiguar si era cier­to, la sacudí sobre la palma de mi mano, pero no salió nada.

-La calabaza no contiene nada que los ojos puedan ver -dijo el cuidador al notar mi asombro.

Tomé otro trago imaginario y me estremecí tanto que casi perdí los zapatos. Algo eléctrico fluyó por todo mi cuerpo y me puso a hormiguear los dedos de los pies. El hormigueo su­bió por mis piernas hasta mi columna, como un rayo, y cuando penetró en mi cabeza casi perdí el conocimiento.

El cuidador se puso a dar de brincos, riéndose como para celebrar una broma. Apoyé las manos en el suelo para estabi­lizarme. Cuando más o menos hube recobrado el equilibrio lo confronté, enfadada.

-¿Qué diablos hay en esta calabaza? -pregunté con brus­quedad.

-Lo que contiene se llama intento ‑dijo con voz seria‑. Clara te platicó un poco al respecto. Ahora me corresponde a mí platicarte un poco más.

‑¿Qué quiere decir con que ahora le corresponde a usted, Emilito?

‑Quiero decir que soy tu nuevo maestro. Clara hizo parte del trabajo y yo debo terminarlo.

Mi primera reacción simplemente fue no creerle. Él mismo había dicho que sólo era un empleado y que no formaba parte del grupo. Evidentemente se trataba de una broma y no iba a dejarme engañar por otro truco suyo.

‑Sólo me está tomando el pelo, Emilito ‑dije, obligándome a reír.

‑Ahora sí lo estoy haciendo ‑contestó, dio un paso hacia mí y en efecto me jaló el pelo.

Antes de que pudiera ponerme de pie, celebró su propia broma jalándome otra vez el pelo. Estaba tan animado que se puso a brincar en cuclillas como un conejo, riéndose con espíritu juguetón.

-¿No te gusta que tu maestro te tome el pelo? -preguntó, riéndose.

No me gustaba que me tocara, punto. Y mucho menos el pe­lo. No me había gustado tampoco que Clara me tocara. Empecé a dar vueltas a la idea de por qué no me agradaba que me to­casen. Pese a que había recapitulado todos mis encuentros con las personas, mis sentimientos con respecto al contacto físico seguían siendo tan fuertes como siempre. Guardé el problema en mi memoria para un futuro examen, puesto que el cuidador se había calmado y comenzaba a explicar algo que exigía toda mi atención.

‑Soy tu maestro -lo escuché decir‑. Además de Clara, Nélida y el nagual, me tienes a mí para guiarte.

-Es usted una fuente de pura información falsa, eso es lo que es ‑repliqué bruscamente‑. Usted mismo me dijo que sólo es un cuidador a sueldo. Entonces, ¿de qué se trata todo esto de ser mi maestro?

-Es cierto. Realmente soy tu otro maestro ‑indicó seriamente.

-¿Qué demonios puede usted enseñarme? ‑grité; la idea me suscitaba una aversión descomunal.

-Lo que debo enseñarte se llama acechar con el doble ‑dijo, parpadeando como un pájaro.

-¿Dónde están Clara y Nélida? ‑pregunté en un tono impe­rioso.

-Se fueron. Así lo dice Nélida en su recado, ¿no?

‑Sé que se fueron, pero ¿a dónde fueron exactamente?

‑Oh, fueron a la India ‑contestó con una sonrisa que parecía traslucir el desagradable deseo de echarse a reír.

‑Entonces no regresarán por meses ‑dije con rencor.

-Cierto. Tú y yo estamos solos. Ni siquiera el perro está aquí. Cuentas, por lo tanto, con dos opciones. Puedes empacar tus mugres e irte o puedes quedarte aquí conmigo y ponerte a trabajar. No te recomiendo lo primero, porque no tienes adón­de ir.

-No tengo la intención de irme -le informé‑. Nélida me dejó a cargo del cuidado de la casa y eso es lo que voy a hacer.

‑Bien. Me da gusto que hayas decidido seguir el intento de los brujos ‑dijo.

Debió ser obvio que no lo entendía, y explicó que el intento de los brujos se distingue del de las personas comunes y corrien­tes en el sentido de que los brujos han aprendido a enfocar su atención con una fuerza y precisión infinitamente mayores que aquéllas.

‑Si usted es mi maestro, ¿puede darme un ejemplo concreto para ilustrar a qué se refiere? -pregunté, mirándolo fijamente.

Reflexionó por un momento, mirando a su alrededor. Enton­ces se le iluminó el rostro y señaló la casa.

-Esta casa es un buen ejemplo -afirmó‑. Es el resultado del intento de un sinnúmero de brujos, quienes acumularon ener­gía y la amalgamaron a lo largo de muchas generaciones. A estas alturas, la casa ya no es sólo una estructura física sino un fabuloso campo de energía. El edificio mismo podría ser des­truido diez veces seguidas, lo cual ha sucedido, pero la esencia del intento de los brujos sigue intacta, porque es indestructible.

-¿Qué pasa si los brujos quieren irse? ‑pregunté‑. ¿Queda su poder atrapado aquí para siempre?

‑Si el espíritu les indica que se vayan ‑contestó Emilito-, son capaces de retirar el intento del sitio donde la casa se encuentra ahora y colocarlo en otro lugar.

-Debo admitir que la casa da miedo ‑afirmé, y le conté cómo se había resistido a dejarse fijar por mis medidas y cálculos detallados.

‑Lo que hace que la casa dé miedo no es la disposición de los cuartos, las paredes o los patios ‑comentó el cuidador-, sino el intento que las generaciones de brujos han vertido en ella. Dicho de otra manera, el misterio de esta casa es la historia de los innumerables brujos cuyo intento colaboró en su construcción. Verás, no sólo enfocaron su intento en ella sino que la constru­yeron ellos mismos, ladrillo por ladrillo, piedra por piedra. Incluso tú has aportado tu intento y trabajo.

-¿Qué aportación pude hacer yo? ‑pregunté, sinceramente desconcertada por la afirmación de Emilito‑. No es posible que se refiera al camino chueco que tracé en el jardín.

-Nadie en su sano juicio calificaría eso de aportación -con­testó, riéndose‑. No, has tenido otras.

Comentó que, en el nivel mundano de los ladrillos y las estructuras, consideraba como contribución mía la meticulosa instalación eléctrica, la tubería y la cubierta de cemento para la bomba que había instalado para subir el agua desde el arroyo al huerto.

-En el nivel más etéreo del flujo de energía -continuó-, pue­do decirte con toda sinceridad que una de tus contribuciones ha sido la fusión de tu intento con Manfredo, como nunca an­tes lo presenciamos en esta casa.

En ese instante se me ocurrió algo.

-¿Es usted el que puede decirle sapo en la cara? -pregunté‑. Una vez Clara me dijo que alguien podía hacerlo.

El rostro del cuidador rebosaba de alegría al asentir con la cabeza.

‑Sí, yo soy. Encontré a Manfredo cuando era un cachorro. Fue abandonado o se escapó, quizá de una casa móvil cerca de ahí. Cuando lo encontré estaba casi muerto.

-¿Dónde lo encontró? -pregunté.

‑Sobre la carretera 8, a casi cien kilómetros de Gila Bend, Arizona. Me detuve a la orilla del camino para meterme entre los arbustos y de hecho me oriné en él. Estaba tirado ahí, casi muerto de deshidratación. Lo que más me impresionó fue que no saliera corriendo a la carretera, como fácilmente hubiera podido hacerlo. Y, por supuesto, que estuviera echado justo donde fui a orinar.

-¿Luego qué sucedió? -pregunté. Sentía tal compasión por la situación del pobre Manfredo que olvidé mi ira contra el cuidador.

-Llevé a Manfredo a mi casa y lo metí en agua, pero sin dejarlo beber ‑contestó el cuidador‑. Y luego lo ofrecí al inten­to de los brujos.

Emilito explicó que al intento de los brujos correspondía decidir no sólo si Manfredo debía vivir o morir, sino también si sería un perro u otra cosa. Vivió y fue algo más que un perro.

-Lo mismo te pasó a ti ‑continuó‑. Quizá se debió a eso que los dos se llevaran tan bien. El nagual te encontró espiritual­mente deshidratada, dispuesta a echar a perder tu vida. Puesto que él se encontraba en el autocinema con Nélida, les corres­pondía a ellos ofrecerte al intento de los brujos, lo cual hicieron.

‑¿Cómo me ofrecieron al intento de los brujos? -pregunté.

‑¿No te lo contaron? -preguntó, sorprendido.

Reflexioné por un momento antes de replicar:

-No lo creo.

-El nagual y Nélida pronunciaron la palabra intento en voz alta, ahí mismo junto a la concesión, y anunciaron que estaban ofreciendo sus vidas por ti, sin titubeos ni arrepentimiento, sin reservas. Los dos sabían que no podían llevarte con ellos en ese momento, sino que deberían seguirte a dondequiera que fueras.

"De modo que puedes decir que el intento de los brujos te tomó bajo su custodia. La invocación del nagual y de Nélida funcionó. ¡Mira dónde estás ahora! Hablando con un servidor.

Me miró para ver si entendía su exposición. Devolví su mi­rada con la silenciosa súplica de una elucidación más precisa del intento de los brujos. Pasó a un nivel más personal y dijo que, de interpretar como ejemplo de la fuerza del intento todas las cosas que yo le había dicho a Clara acerca de mí misma, él sacaría en conclusión que mi intento era el de la derrota total. De manera invariable, siempre había dirigido mi intento a perder la partida de una manera loca y desesperada.

‑Clara me contó todo lo que le dijiste acerca de ti -indicó, chascando la lengua‑. Yo diría, por ejemplo, que saliste a esa arena en el Japón no para demostrar tus habilidades en el campo de las artes marciales sino para demostrar al mundo que tu intento es el de perder.

Arremetió contra mí, diciendo que todo lo que hacía estaba contaminado por la derrota. Por lo tanto, la tarea más impor­tante para mí era fijar un nuevo intento. Explicó que este nuevo intento se llamaba el intento de los brujos, porque no sólo se trataba del intento de hacer algo nuevo sino del intento de inte­grarse en algo ya establecido: en un intento que se ha prolongado hasta nosotros a través de miles de años de esfuerzos titánicos.

Dijo que el intento de los brujos no da cabida a la derrota, puesto que los brujos sólo disponen de un camino: tener éxito en todo lo que hacen. A fin de lograr tal visión de poder y cla­ridad, los brujos deben redefinir su ser total, lo cual requiere comprensión y poder. La comprensión se deriva de la recapitu­lación de sus vidas y el poder se acumula a través de sus actos impecables.

Emilito me miró y dio unos golpecitos en su calabaza. Explicó que en la calabaza guardaba sus sentimientos impecables y que me había dado de beber ese intento de los brujos a fin de con­trarrestar mi actitud derrotista y prepararme para su instruc­ción. También dijo otra cosa, pero no pude ponerle atención; su voz empezaba a adormecerme. El cuerpo se me puso pesado de repente. Al fijar los ojos en su cara, sólo veía una bruma blan­quecina, como niebla a la hora del crepúsculo. Escuché sus indi­caciones para acostarme y extender mi red etérea, relajando mis músculos gradualmente.

Sabía qué quería que hiciera y seguí sus instrucciones auto­máticamente. Me acosté y empecé a pasar mi conciencia de los pies a los tobillos, las pantorrillas, las rodillas, los muslos, el abdomen y la espalda. Luego relajé mis brazos, hombros, cuello y cabeza. Al desplazar mi conciencia por las distintas partes de mi cuerpo, sentí que me ponía cada vez más soñolienta y pesada.

Luego el cuidador me ordenó hacer girar los ojos en peque­ños círculos contra el sentido del reloj, hacia arriba y atrás de mi cabeza. Seguí relajándome hasta que adquirí una respiración lenta y rítmica que se expandía y contraía sola. Estaba concen­trándome en las olas arrulladoras de mi respiración cuando el cuidador me ordenó en un susurro que desplazara mi conciencia de mi frente a un lugar lo más arriba de mí posible y ahí hiciera una pequeña abertura.

-¿Qué clase de abertura? -musité.

-Una abertura cualquiera. Un hoyo.

-¿Un hoyo en qué?

-Un hoyo en la nada sobre la cual se encuentra suspendida tu red ‑replicó‑. Si logras sacar tu conciencia de tu cuerpo, te darás cuenta de que hay oscuridad a todo tu alrededor. Trata de penetrar en esa oscuridad, de abrir un agujero en ella.

-No creo que pueda -dije, poniéndome tensa.

-Por supuesto que puedes -me aseguró‑. Recuerda, los bru­jos no son derrotados nunca, sólo pueden tener éxito.

Se inclinó hacia mí y a susurros me indicó que después de hacer la abertura enrollara mi cuerpo como un rollo de per­gamino y me dejara lanzar como en catapulta por la línea ex­tendida desde la corona de mi cabeza hacia la oscuridad.

-Pero estoy acostada -protesté débilmente‑. Tengo la corona de la cabeza casi pegada al suelo. ¿No debería ponerme de pie?

‑La oscuridad está a todo nuestro alrededor ‑dijo‑ Aunque nos paremos de cabeza, ella sigue ahí.

Adoptó un severo tono de mando y me ordenó fijar la con­centración en el hoyo que acababa de abrir y dejar fluir mis pensamientos y sentimientos a través de esa abertura. De nueva cuenta se me tensaron los músculos, porque no había hecho ningún hoyo. El cuidador me instó a actuar y sentir como si hu­biera hecho ese agujero.

-Arroja todo lo que tienes dentro ‑indicó‑. Deja fluir tus pensamientos, sentimientos y recuerdos.

Al relajarme y soltar la tensión de mi cuerpo, sentí que una ola de energía me recorría. Algo me estaba volcando al revés, poniendo todo lo de adentro hacia afuera; todo me estaba siendo extraído por la corona de la cabeza, precipitándose a lo largo de una línea, como una cascada invertida. Al final de esa línea, percibí que había un agujero.

-Déjate ir más profundo aún -me susurró al oído‑. Ofrece todo tu ser a la nada.

Hice lo posible por seguir sus indicaciones. Todo pensamien­to que brotaba en mi mente se unía de inmediato a la cascada en la corona de mi cabeza. Vagamente escuché decir al cuidador que, si deseaba moverme, sólo tendría que dar la orden y la línea me jalaría adonde quisiera ir. Antes de poder dar ninguna orden, sentí un jalón suave pero persistente en mi lado izquier­do. Me relajé y dejé que continuara la sensación. Al principio sólo mi cabeza pareció ser jalada hacia la izquierda; luego el resto de mi cuerpo lentamente rodó a la izquierda. Tuve la sensación de estarme cayendo de lado, pero me di cuenta de que mi cuerpo no se había movido en absoluto. Escuché un ruido sordo atrás de mi nuca y observé que la abertura se agrandaba. Quería meterme ahí, atravesarla y desaparecer. Un movimiento profundo se produjo en mi interior; mi conciencia empezó a avanzar a lo largo de la línea en la corona de mi cabeza y se deslizó a través de la abertura.

Me sentí como si me encontrara en el interior de una gigan­tesca cueva. Sus paredes aterciopeladas me envolvían; estaba oscuro. Mi atención fue captada por un punto luminoso. Se prendía y apagaba como un faro, aparecía y desaparecía cada vez que me concentraba en él. El área delante de mí fue ilumina­da por una intensa luz. Y luego, gradualmente, todo se oscure­ció de nuevo. Mi respiración pareció suspenderse por completo y ningún pensamiento ni imagen perturbó la oscuridad. Ya no sentía mi cuerpo. Mi último pensamiento fue que me había disuelto.

Escuché un ruido hueco y seco. Mis pensamientos regresaron de repente, me cayeron encima como un montón de escombros, y junto con ellos llegó la conciencia de la dureza del suelo, de lo tieso que tenía el cuerpo y de un insecto que me picaba el tobi­llo. Abrí los ojos y miré a mi alrededor; el cuidador me había quitado los zapatos y los calcetines y me estaba picando las plantas de los pies con una ramita para revivirme. Quise con­tarle lo que había pasado, pero meneó la cabeza.

-No hables ni te muevas hasta que recuperes tu solidez ‑advirtió. Me dijo que cerrara los ojos y respirara con el ab­domen.

Me acosté en el suelo hasta que sentí que había recobrado mi fuerza; entonces me incorporé y apoyé la espalda en el tronco de un árbol.

-Abriste una grieta en la oscuridad y tu doble se deslizó a la izquierda y luego la atravesó -indicó el cuidador, antes de que pudiera preguntarle algo.

-Definitivamente sentí que una fuerza me jalaba ‑admití‑. Y vi una luz intensa.

-Esa fuerza era tu doble al salir -dijo, como si supiera exac­tamente a qué me refería‑. Y la luz era el ojo del doble. Ya que llevas más de un año recapitulando, has estado extendiendo tus líneas de energía al mismo tiempo y ahora comienzan a mo­verse solas. Pero puesto que sigues dedicada a hablar y pensar, esas líneas de energía no se mueven de manera tan fácil y completa como lo harán algún día.

No tenía idea de qué quería decir con que había estado extendiendo mis líneas de energía al recapitular. Le pedí que me lo explicara.

-¿Qué hay que explicar? ‑dijo‑. Es cuestión de energía; entre más recuperes por medio de la recapitulación, más fácil le resulta a esta energía recuperada alimentar a tu doble. Enviar energía al doble, así le llamamos a la acción de extender las líneas de energía. La persona que puede ver la energía la ve co­mo unas líneas que salen del cuerpo físico.

-¿Pero qué significa para alguien como yo, que no ve?

-Entre más energía ahorres -explicó-, más grande será tu capacidad para percibir cosas extraordinarias.

‑Creo que lo que me ha pasado es que, entre más energía ahorro, más loca me vuelvo ‑dije, sin intención de ser chistosa.

-No te menosprecies de manera tan irresponsable ‑comen­tó‑. La percepción es el más grande de los misterios, porque es completamente inexplicable. Los brujos, como seres humanos, son criaturas que perciben, pero lo que perciben no es ni bueno ni malo; es simplemente percepción. ¡Qué maravilla si los seres humanos, por medio de la disciplina, se tornasen capaces de percibir más de lo que normalmente les es posible! ¿Entiendes lo que quiero decir?

Se negó a decir una palabra más al respecto. En cambio, me llevó a través de la casa hasta la puerta de adelante y luego a mi árbol. Señaló las ramas superiores e indicó que, ya que ese ár­bol en particular contenía un cuarto habitable, estaba provisto de un pararrayos.

-En esta región los rayos son repentinos y peligrosos -dijo‑. Se dan tormentas eléctricas sin una sola gota de lluvia. Por lo tanto, cuando sí llueve o cuando hay demasiados cúmulonim­bus en el cielo, ve a la casa del árbol.

-¿Cuándo hay demasiados qué en él cielo? -pregunté.

Emilito se rió y me dio unas ligeras palmaditas en la espalda.

‑Cuando el nagual Julián me metió en una casa de árbol, me dijo lo mismo, pero en ese momento no me atreví a preguntar­le a qué se refería ni él me lo dijo. Mucho tiempo después averigüé que quería decir nubes de tormenta.

Se rió al ver mi expresión consternada.

‑¿Existe algún peligro de que un rayo caiga en el árbol? -pregunté.

‑Pues sí, pero tu árbol es seguro ‑replicó‑. Ahora sube, mientras todavía haya luz.

Antes de que yo me alzara por medio de las poleas, me entregó una bolsa de nueces partidas pero aún con cáscara. Dijo que si iba a vivir en el árbol debía comer como una ardilla, en pequeñas cantidades a la vez y nada por la noche.

Para mí estaba perfecto, le dije, porque nunca me había gustado mucho comer.

‑¿Te gusta cagar? -preguntó con una risita‑. Espero que no, porque lo peor de vivir en una casa de árbol es cuando hay que evacuar los intestinos. Es difícil manejar el excremento humano. Mi filosofía es que entre menos se tenga, mejor para uno.

Sus declaraciones le parecieron tan desmedidamente gracio­sas que se dobló de la risa. Sin dejar de reírse, se volteó y me dejó a solas para meditar su filosofía.

19

Esa noche llovió y hubo truenos y relámpagos. Pero no habría forma alguna de explicar lo que significó estar en una casa de árbol mientras un rayo tras otro desgarraba el cielo y caía so­bre los árboles a mi alrededor. Mi miedo fue indescriptible. Gri­té incluso más fuerte que la primera noche, cuando sentía que se ladeaba la cama de la plataforma. Era un miedo animal que me paralizó. Lo único que se me ocurrió pensar fue que siendo por naturaleza una cobarde, afortunadamente siempre pierdo el conocimiento cuando la tensión aumenta demasiado.

No volví en mí hasta más o menos el mediodía siguiente. Al bajar por medio de las poleas, encontré a Emilito esperándome, sentado en una rama baja con los pies casi en el suelo.

-Te ves horrible -comentó‑. ¿Qué te pasó anoche?

‑Casi muero del miedo -dije. No iba a fingir dureza ni jugar a estar a la altura de la situación. Me sentía como sin duda me veía: como una jerga exprimida.

Le dije que por primera vez en mi vida me había compade­cido de los soldados en batalla; experimenté el mismo miedo que ellos debían sentir al explotar las bombas a su alrededor.

-No lo creo ‑dijo‑. Tu miedo de anoche fue más intenso aún. Lo que estaba disparando contra ti no era humano. Por lo tanto, al nivel del doble fue un miedo gigantesco.

-Por favor, Emilito, explíqueme lo que quiere decir con eso.

-Tu doble está a punto de cobrar conciencia, de modo que en condiciones de tensión, como anoche, adquiere una conciencia parcial, pero también se asusta sobremanera. No está acostum­brado a percibir el mundo. Tu cuerpo y tu mente están acos­tumbrados a ello, pero tu doble no.

Estaba segura de que, de haber estado preparada para la tormenta, me hubiese comportado de diferente manera, y que de no haber interferido mi terror, alguna fuerza en mi interior hubiera salido de mi cuerpo completamente, tal vez incluso para levantarse, desplazarse o bajar del árbol. Lo que más me asustó fue la sensación de estar enjaulada, atrapada dentro de mi cuerpo.

‑Cuando entramos a la oscuridad absoluta, donde no hay distracciones ‑dijo el cuidador-, el doble se hace cargo. Estira sus miembros etéreos, abre su ojo luminoso y mira a su alrede­dor. A veces experimentar eso puede resultar aún más aterrador que lo que sentiste anoche.

-El doble no me asustaría tanto -le aseguré‑. Estoy lista para él.

-Aún no estás lista para nada ‑explicó‑. Estoy seguro de que anoche tus gritos se escucharon hasta Tucson.

Su comentario me irritó. Había algo en él que no me agrada­ba, pero no conseguía identificarlo exactamente. Quizá se debía a su extraño aspecto. No era varonil; parecía ser la mera som­bra de un hombre, y no obstante era engañosamente fuerte. Sin embargo, lo que en realidad me molestaba era que no me dejase mangonearlo, lo cual resultaba sumamente irritante para el lado competitivo de mi carácter.

En un arranque de ira le grité, agresiva:

‑¡Cómo se atreve a criticarme cada vez que digo algo que no le agrada!

En el mismo instante de decirlo me arrepentí y pedí profusas disculpas por mi agresividad.

-No sé por qué me irrito tanto con usted ‑terminé por con­fesar.

-No te preocupes -dijo‑. Es porque percibes algo en mí que no sabes explicar. Como tú misma lo expresaste, no soy varonil.

-No dije eso -protesté.

Su mirada indicó que evidentemente no me creía.

-Por supuesto que lo dijiste -insistió‑. Se lo dijiste a mi doble hace apenas unos instantes. Mi doble nunca comete errores ni malinterpreta las cosas.

Mi nerviosismo y vergüenza llegaron al máximo. No supe qué decir. Tenía la cara roja y el cuerpo me temblaba. No en­tendí qué pudo haber causado una reacción tan exagerada en mí. La voz del cuidador interrumpió mis pensamientos.

-Reaccionas en esta forma porque tu doble está percibiendo a mi doble -indicó‑. Tu cuerpo físico está asustado porque sus compuertas se están abriendo, dejando pasar nuevas percepcio­nes. Si crees que te sientes mal ahora, imagínate cuánto peor será cuando todas tus compuertas estén abiertas.

Hablaba en un tono tan convincente que me pregunté si tendría razón.

-Los animales y los bebés -prosiguió‑ no tienen problemas para percibir al doble, pero muy a menudo no les gusta.

Mencioné que yo no solía caerles bien a los animales y que, a excepción de Manfredo, el sentimiento era mutuo.

-No les caes bien a los animales ‑aclaró‑ porque algunas de las compuertas de tu cuerpo nunca han estado completamen­te cerradas y tu doble está pugnando por salir. Prepárate. Aho­ra que estás dirigiendo tu intento deliberadamente a ello, se abrirán de golpe. Cualquier día de éstos tu doble despertará de repente y tal vez te encuentres del otro lado del patio sin haber caminado hasta allí.

Tuve que reír, principalmente por nerviosismo y ante lo absurdo de lo que estaba sugiriendo.

-¿Y qué te pasa con los niños, sobre todo los bebés? -pre­guntó‑. ¿No chillan cuando los cargas?

Normalmente lo hacían, pero no se lo dije al cuidador.

-Les caigo bien a los bebés -mentí, perfectamente consciente de que las pocas veces que había estado en presencia de bebés comenzaban a llorar en cuanto me acercaba a ellos. Siempre me había dicho a mí misma que eso se debía a mi falta de instinto maternal.

El cuidador meneó la cabeza, incrédulo. Exigí una explicación de por qué los animales y los bebés podían intuir al doble, cuando ni yo misma estaba enterada de su existencia. En reali­dad, hasta que Clara y el nagual me hablaron al respecto, nunca oí mencionar tal cosa. Ni conocí jamás a nadie que supiera algo de eso. Rechazó mis argumentos, diciendo que lo percibido por los animales y los bebés no tiene relación alguna con el cono­cimiento sino con el hecho de que cuentan con el equipo nece­sario para percibirlo: las compuertas abiertas. Agregó que en los animales esas compuertas son receptivas en forma perma­nente, pero que los seres humanos cierran las suyas en cuanto comienzan a hablar y a pensar, que es cuando se hace cargo su lado racional.

Hasta ese momento le había prestado mi atención completa al cuidador, porque Clara me había dicho que, sin importar quién me estuviera hablando ni qué estuviese diciendo, el ejer­cicio era escuchar. No obstante, entre más oía hablar a Emilito, más me irritaba, hasta que me encontré al borde de un auténtico paroxismo de ira.

-No creo nada de todo esto ‑dije‑. Es más, ¿por qué dice ser mi maestro? Aún no está claro.

El cuidador se rió.

-Definitivamente no me ofrecí como voluntario para el pues­to ‑indicó.

-Entonces, ¿quién lo designó?

Pensó por un momento antes de contestar:

‑Se debe a una larga cadena de circunstancias. El primer eslabón de la cadena se cerró cuando el nagual te encontró des­nuda con las piernas arriba. Rompió a reír, produciendo un agudo ruido parecido al grito de un pájaro.

Su insultante sentido del humor me ofendía inmensamente.

-Vaya al grano, Emilito, y dígame qué está pasando ‑grité.

-Lo siento, pensé que disfrutarías de la historia de tus travesuras, pero veo que me equivoqué. Nosotros, en cambio, nos hemos divertido enormemente con tus payasadas. Desde hace años nos hemos reído de las tribulaciones y las penurias here­dadas por Juan Miguel Abelar por entrar al cuarto equivocado y toparse con una muchacha desnuda, cuando lo único que quería hacer era orinar ‑se dobló de risa.

No le veía la gracia. Mi furia era tan descomunal que hubiera querido atacarlo con unos cuantos golpes y bien colocadas patadas. Me miró y se hizo para atrás, percibiendo sin duda que estaba a punto de explotar.

-¿No te parece chistoso que Juan Miguel haya tenido que vivir un infierno debido al problema que heredó, sólo porque quería orinar? El nagual y yo tenemos eso en común, aunque mientras yo sólo encontré a un cachorro medio muerto, él encontró a una muchacha completamente enajenada. Y ambos seremos responsables de ustedes por el resto de nuestras vidas. Al ver lo que nos pasó, los otros miembros de nuestro grupo se asustaron tanto que juraron no volver a orinar nunca antes de haber revisado el lugar al derecho y al revés ‑estalló a reír con tal fuerza que tuvo que ponerse a caminar de un lado para otro para no asfixiarse.

Al ver que ni siquiera me sonreía, se calmó.

-Bien... continuemos, pues ‑dijo, sosegándose‑. Una vez cerrado el primer eslabón, cuando te encontró con las piernas en el aire, el nagual tuvo el deber de marcarte, lo cual hizo en el acto. Luego debió mantenerse al tanto de tus movimientos. Recurrió a la ayuda de Clara y Nélida. La primera vez que él y Nélida te visitaron fue durante el verano que siguió a tu gra­duación de la preparatoria, cuando estabas trabajando de ase­sora de campamento en un centro recreativo de las montañas.

-¿Es cierto que me encontró por medio de un canal de ener­gía? -pregunté, tratando de no sonar condescendiente.

-Totalmente. Marcó a tu doble con un poco de su energía, para así poder seguir tus movimientos ‑contestó.

-No recuerdo ni siquiera haberlos visto ‑dije.

-Eso se debe a que siempre creíste tener sueños repetidos. Sin embargo, los dos de hecho fueron a verte personalmente. Siguieron visitándote muchas veces a lo largo de los años, especialmente Nélida. Luego, cuando fuiste a vivir a Arizona, siguiendo lo que ella te había sugerido, todos tuvimos la opor­tunidad de visitarte.

-Espere usted un momento, esto se está volviendo demasia­do raro. ¿Cómo pude hacer caso de una sugerencia de Nélida si ni siquiera recuerdo haberla conocido?

‑Créeme, ella insistió en que vivieras en Arizona y tú lo hiciste, pero por supuesto creías estarlo decidiendo tú misma.

Por un instante, mientras el cuidador hablaba, mi mente vol­vió a aquel periodo de mi vida. Recordé haber pensado que Arizona era el lugar donde debía estar. Apliqué la técnica de mirar el horizonte del Sur, a fin de decidir dónde buscar trabajo, y recibí la impresión fortísima de que debía ir a Tucson. Incluso tuve un sueño en el que alguien me decía que debía trabajar en una librería. No me agradaban los libros y era in­sólito, para mí, trabajar con ellos, pero al llegar a Tucson fui directamente a una librería que exponía un letrero diciendo: "Se busca empleado." Acepté el trabajo, que implicaba llenar hojas de pedido, manejar la caja y acomodar los libros en los estantes.

-Todos los que íbamos a verte -prosiguió Emilito‑ siempre tocábamos tu doble, de modo que sólo tienes un recuerdo vago de nosotros, como entre sueños, a excepción de Nélida. A ella la conoces como la palma de tu mano.

Muchísima gente entró a esa librería, pero vagamente recor­daba a una mujer hermosa, vestida con elegancia, que entró una vez y habló conmigo amablemente. Fue un hecho insólito, porque nadie me hacía caso. Muy bien pudo haber sido Nélida.

En un nivel profundo, todo lo dicho por Emilito tenía sen­tido. Sin embargo, para mi mente racional parecía tan descabe­llado que hubiera tenido que estar loca para creerlo.

-Está usted diciendo puros disparates ‑dije, en un tono más defensivo de lo que era mi intención.

Mi reacción dura no lo perturbó en lo más mínimo. Estiró los brazos arriba de la cabeza y los hizo girar en círculos.

‑Si lo que dije realmente son puros disparates, te desafío a que me expliques lo que te está pasando ‑me retó, con una sonrisa‑. Y no trates de hacerla de niñita conmigo, poniéndote toda llorona y alterada.

Me escuché gritar, con voz entrecortada:

-Está diciendo puras pendejadas, maldito... -y mi furia can­dente se disipó ahí mismo.

No podía creer que estuviera gritando groserías. De inme­diato empecé a pedir disculpas; dije que no estaba acostum­brada a gritar ni a usar un lenguaje soez. Le aseguré que fui educada en forma muy decente, por una madre con buenos modales que nunca hubiera soñado siquiera con levantar la voz.

El cuidador se rió y levantó la mano para interrumpirme.

-Basta de disculpas ‑dijo‑. Es tu doble el que está hablando. Siempre es directo y va al grano, puesto que nunca le has permitido expresarse, se encuentra lleno de odio y amargura.

Explicó que en ese momento mi doble se encontraba en un estado de extrema inestabilidad, puesto que había sido bom­bardeado por truenos y rayos y especialmente a causa de los sucesos de cinco días antes, cuando Nélida me empujó al pasillo izquierdo para que iniciara el cruce de los brujos.

‑¡Hace cinco días! -exclamé‑. ¿Quiere decir que estuve col­gada del árbol durante dos días y dos noches?

-Pasaste exactamente dos días y tres noches ahí ‑indicó con una sonrisa maliciosa‑. Tomamos turnos para subir contigo, para ver si te encontrabas bien. Estabas fuera de combate pero muy bien, de modo que te dejamos en paz.

-¿Pero por qué me amarraron en esa forma?

-Fracasaste terriblemente al tratar de realizar una maniobra que llamamos el vuelo abstracto o donde cruzan los brujos ‑contestó‑. El intento agotó tus reservas de energía.

Aclaró que en realidad no se trató de un fracaso de mi parte, sino más bien de un esfuerzo prematuro que tuvo desenlaces desastrosos.

-¿Qué hubiera pasado si lo logro? ‑pregunté.

Me aseguró que lograrlo no me hubiera colocado en una po­sición más ventajosa, pero hubiera servido como punto de partida, como una especie de aliciente o faro que me hubiera marcado con precisión el camino a seguir en algún momento del futuro, cuando tendría que realizar el vuelo final por mi propia cuenta.

‑En este momento estás usando la energía de todos nosotros ‑prosiguió‑. Todos estamos obligados a ayudarte. De hecho, estás usando la energía de todos los brujos que nos precedieron y que alguna vez vivieron en esta casa. Estás viviendo de su magia. Es exactamente como si estuvieras acostada sobre una alfombra mágica capaz de llevarte a lugares increíbles, a lugares que sólo existen en la ruta de la alfombra mágica.

-Pero sigo sin entender por qué estoy aquí -indiqué‑. ¿Sólo porque el nagual Juan Miguel Abelar cometió un error y me encontró?

-No, no es tan sencillo ‑dijo, mirándome directamente a los ojos‑. En realidad, Juan Miguel no es verdaderamente tu na­gual. Existe un nuevo nagual y una nueva era. Tú perteneces al grupo del nuevo nagual.

‑¿Qué está usted diciendo, Emilito? ¿A qué nuevo grupo? ¿Quién decide todo eso?

‑El poder, el espíritu, la fuerza sin límites que está allá afuera lo decide todo. Para nosotros, la prueba de que perteneces a la nueva era es tu similitud total con Nélida. En su juventud era igual que tú ahora; hasta el extremo de que ella también agotó todas sus reservas de energía al intentar por primera vez el vuelo abstracto. Y, al igual que tú, casi se muere.

-¿Quiere usted decir que pude haber muerto en el acto, Emilito?

‑Claro que sí. No porque el vuelo de los brujos sea tan pe­ligroso, sino porque eres muy inestable. A otra persona que hubiera hecho lo mismo sólo le habría dado dolor de barriga. Pero no a ti. Tú, al igual que Nélida, tienes que exagerarlo todo, de modo que por poco te mueres.

"Después de eso, la única manera de restablecerte era dejarte subida en el árbol, despegada del suelo por el tiempo que fuera necesario para que recobraras el sentido. No había nada más que pudiéramos hacer.

Por increíble que todo ello pareciera, lo sucedido gradual­mente empezó a adquirir cierto sentido para mí. Algo anduvo terriblemente mal durante mi encuentro con Nélida. Algo dentro de mí se salió fuera de control.

-Te di de beber de mi calabaza del intento ayer, para averi­guar si tu doble aún estaba inestable ‑explicó Emilito‑. ¡Y lo está! La única manera de fortalecerlo es por medio de la ac­tividad. Y, aunque no te agrade, soy el único capaz de guiar a tu doble en esta actividad. Esta es la razón por la que soy tu maestro ahora. O, mejor dicho, el maestro de tu doble.

-¿Qué cree que me pasó con Nélida? ‑pregunté, aún insegura acerca de qué fue lo que salió mal exactamente.

‑Quieres decir qué es lo que no pasó -me corrigió‑. Supues­tamente debías cruzar el abismo de manera fácil y armoniosa, para despertar tu doble a la conciencia plena en el pasillo izquierdo ‑empezó a darme una complicada explicación de lo que habían esperado que sucediera.

Dirigida por Nélida, debía desplazar mi conciencia, una y otra vez, entre mi cuerpo y mi doble. Este desplazamiento tenía que haber eliminado todas las barreras naturales desarrolladas a lo largo de mi vida, las barreras que separan al cuerpo físico del doble. El plan de los brujos, indicó, era permitirme conocer­los a todos en persona, puesto que mi doble ya los conocía. No obstante, debido a mi locura no crucé de manera fácil y armo­niosa. Dicho de otro modo, la conciencia adquirida por mi doble no tuvo relación alguna con la conciencia cotidiana de mi cuerpo. Esto resultó en la sensación de estar volando y no poder dete­nerme. Toda mi energía de reserva se me escapó sin control alguno y mi doble enloqueció.

-Lamento tener que decirle esto, Emilito, pero no entiendo de qué está hablando ‑dije.

-Llegar adonde cruzan los brujos consiste en desplazar la conciencia de la vida cotidiana, presente en el cuerpo físico, al doble ‑replicó‑. Escucha con atención. La conciencia de la vida cotidiana es lo que queremos desplazar del cuerpo al doble. ¡La conciencia de la vida cotidiana!

‑¿Pero eso qué significa, Emilito?

‑Significa que buscamos la sobriedad, la mesura, el control. No nos interesan la locura ni los resultados confusos.

-¿Pero qué significa en mi caso? -insistí.

-Te abandonaste a tus excesos y no desplazaste tu conciencia de la vida cotidiana a tu doble.

-¿Qué hice?

‑Otorgaste a tu doble una conciencia desconocida e imposi­ble de controlar.

-A pesar de todo lo que ha dicho, Emilito, me resulta imposi­ble creer todo esto -dije‑. De hecho, es realmente inconcebible.

‑Claro que es inconcebible ‑asintió‑. Pero si lo que quieres es algo concebible, no tienes que estar sentada ahí, aferrada a tus dudas, gritándome. Para ti, algo concebible es estar desnuda con las piernas arriba.

Esbozó una sonrisa lasciva que me dio escalofríos. No obs­tante, antes de que pudiera defenderme, su expresión adoptó una seriedad absoluta.

‑Sacar al doble de manera fácil y armoniosa y desplazar a él nuestra conciencia de la vida cotidiana es algo que no tiene igual -indicó con voz suave‑. Hacer eso es inconcebible.

"Ahora hagamos algo totalmente concebible. Vayamos a de­sayunar.

20

Mi tercera noche en la casa del árbol fue como salir de campa­mento. Simplemente me metí a la bolsa de dormir, caí en un sueño profundo y me desperté al amanecer. Bajar también fue más fácil. Le había encontrado el modo a manejar las cuerdas y las poleas sin forzar la espalda y los hombros.

-Hoy es el último día de tu fase de transición ‑anunció Emilito después del desayuno‑. Tienes mucho trabajo que ha­cer. Pero eres relativamente aplicada, así que no será demasiado difícil.

-¿Qué quiere decir con fase de transición?

-Has pasado por una transición de seis días, desde la última vez que hablaste con Clara hasta ahora. No lo olvides; pasaste seis noches en el árbol, tres sin conocimiento y las otras tres consciente. Los brujos siempre cuentan los acontecimientos en series de tres.

-¿También yo tengo que hacer las cosas en series de tres? -pregunté.

-Claro que sí. Eres la heredera de Nélida, ¿no? Eres la conti­nuación de su línea. -Esbozó una sonrisa socarrona y agregó-: pero por ahora tienes que hacer lo que yo te diga. Recuerda que, por el tiempo que sea necesario, yo seré tu guía.

Las palabras de Emilito me hicieron tragar saliva. Mientras que había sentido un estremecimiento de orgullo cada vez que Nélida me incluía con ella, no me agradaba en absoluto que el cuidador me relacionara con él.

Al observar mi incomodidad, me aseguró que fuerzas supe­riores al control de cualquier persona nos habían reunido para cumplir con una tarea específica. Por lo tanto, debíamos respe­tar las reglas, porque así era como se hacían las cosas en su tra­dición de brujería.

‑Clara preparó tu lado físico al enseñarte a recapitular y aflojó tus compuertas con los pases brujos ‑explicó‑. Mi trabajo consiste en ayudar a solidificar tu doble y luego en enseñarle a acechar.

Me aseguró que nadie más, excepto él, podía enseñarme a acechar con el doble.

-¿Podría usted explicarme qué significa acechar con el do­ble? -pregunté.

-Por supuesto que podría explicártelo. Pero no sería pru­dente hablar de ello, porque acechar significa actuar, no hablar sobre el actuar. Además, ya sabes lo que significa, puesto que lo has practicado.

-¿Dónde y cuándo lo he practicado?

-La primera noche que dormiste en la casa del árbol ‑dijo Emilito-; cuando estabas a punto de morir del miedo. Esa vez tu razón no supo cómo manejar la situación, de modo que las circunstancias te obligaron a depender de tu doble. Fue tu doble el que acudió en tu ayuda. Desbordó las compuertas que tu temor había abierto de par en par. Eso lo llamo acechar con el doble.

"El nagual y Nélida son los maestros del doble y te darán los últimos toques -prosiguió-, siempre y cuando yo pueda rea­lizar el trabajo básico. A mí me corresponde prepararte para ellos, al igual que correspondió a Clara prepararte para mí. A menos que yo te prepare, ellos no podrán hacer nada en absoluto contigo.

-¿Por qué Clara no podía seguir siendo mi maestra? ‑pre­gunté, tomando un sorbo de agua.

Me miró y luego parpadeó como un pájaro.

-La regla dicta tener a dos escoltas -indicó Emilito‑. Cada uno de nosotros tuvo a dos escoltas. Pero el último no es escolta sino maestro. Y ese es un nagual; eso también lo dicta la regla.

Emilito explicó que el nagual Julián Grau no sólo fue maestro suyo, sino que fue el maestro de cada uno de los dieciséis miem­bros de la casa. El nagual Julián, junto con su propio maestro, otro nagual llamado Elías Abelar, los encontraron a todos, uno por uno, y les ayudaron en su camino hacia la libertad.

‑¿Por qué los apellidos Grau y Abelar se repiten tanto?

‑Son apellidos de poder ‑explicó Emilito‑. Cada generación de brujos los utiliza. El apellido de los naguales cambia cada generación. Eso significa que Juan Miguel Abelar heredó su apellido de Elías Abelar. Pero el nuevo nagual, el que venga después de Juan Miguel Abelar, heredará el apellido Grau de Julián Grau. Esa es la regla de los naguales.

-¿Por qué dijo Nélida que soy una Abelar?

-Porque eres igual que ella. Y la regla dice que heredarás su apellido o su nombre o, si tú lo deseas, nombre y apellido. Ella misma heredó el nombre y el apellido de su predecesora.

-¿Quién estableció esa regla y para qué sirve? -pregunté.

-La regla es el código que rige la vida de los brujos y evita, de ese modo, que se vuelvan arbitrarios o caprichosos. Deben adherirse a los preceptos fijados para ellos, porque los estable­ció el espíritu mismo. Esto fue lo que me dijeron y no tengo motivos para dudarlo.

Emilito me contó que su otra maestra fue una mujer llamada Talía. La describió como la mujer más exquisita que uno pu­diese imaginar que existe sobre la faz de la Tierra.

‑Creo que Nélida es el ser más exquisito -solté de manera brusca, pero me interrumpí antes de decir más. De otro modo hubiera sonado igual que Emilito, totalmente rendida a una devoción absoluta.

Emilito se inclinó encima de la mesa de la cocina y dijo, con el aire de un conspirador a punto de revelar un secreto:

-Estoy de acuerdo contigo. Pero espera a que Nélida real­mente se apodere de ti; entonces la amarás como si no existiese el mañana.

Sus palabras no me sorprendieron, porque atinaban a expre­sar algo que yo ya sentía; amaba a Nélida, como si la conociese desde siempre. Como si fuese la madre que en realidad nunca tuve. Le dije que para mí era el ser más amable, más bello e impecable que me había encontrado en mi vida, pese al hecho de que hasta hacía unos días ni siquiera sabía que existiese.

‑Pero por supuesto que la conocías -protestó Emilito‑. Cada uno de nosotros fue a verte y Nélida te veía con mayor frecuen­cia que nadie. Cuando llegaste con Clara, Nélida ya te había enseñado infinidad de cosas.

-¿Qué me habrá enseñado? -pregunté, inquieta.

Se rascó la cabeza por un momento.

-Te enseñó, por ejemplo, a evocar a tu doble para pedir consejo -contestó.

‑Según usted, eso hice la primera noche en la casa del árbol. Pero no sé qué hice en realidad.

‑Claro que sí. Lo has hecho siempre. ¿Qué me dices de tu técnica de mirar el horizonte del Sur en busca de consejo?

En el momento en que lo dijo, algo se me aclaró en la mente. Se me habían olvidado por completo ciertos sueños que tuve a lo largo de los años, en los que una mujer bella y misteriosa solía hablar conmigo y dejarme regalos en la mesa de noche. Una vez soñé que me dejó un anillo de ópalo y en otra ocasión una pulsera de oro con un diminuto dije de corazón. A veces se sen­taba en la orilla de mi cama y me decía cosas que al despertar yo comenzaba a hacer, como mirar el horizonte del Sur, vestir cier­tos colores o incluso adoptar un peinado más favorecedor.

Cuando me sentía triste o sola, ella me tranquilizaba, me consolaba y me susurraba dulces naderías al oído. Lo que recordaba con mayor claridad fue que decía amarme como yo era. Usaba esas palabras exactamente: "Te amo así como eres." Luego me frotaba la espalda cuando la tenía tensa o me acari­ciaba la cabeza y me despeinaba. Comprendí que por su causa no quería que mi madre me tocara. No quería que nadie me tocara, excepto esa mujer. Al despertar después de uno de esos sueños, sentía que no me importaba nada en el mundo mientras esa señora me tuviera en su corazón.

Siempre creí que eran fantasías mías. Puesto que había ido a escuelas católicas, incluso pensé que tal vez se me estuviera apareciendo la Santísima Virgen o alguna de las santas. Me habían enseñado que todo lo bueno venía de ellas. En algún momento llegué a pensar que era mi hada madrina, pero ni en mis fantasías más descabelladas pudiese haber creído que ese ser existía en realidad.

-No era la virgen ni una santa, idiota ‑dijo Emilito, riéndose-. ­Era nuestra Nélida. Y realmente te dio esas joyas. Las encon­trarás en una caja debajo de la plataforma en la casa del árbol. Ella las recibió de su predecesora; ahora te las está pasando a ti.

-¿Quiere decir que el anillo de ópalo realmente existe? ‑ex­clamé.

Emilito asintió con la cabeza.

-Ve a ver por ti misma. Nélida me dijo que te dijera...

Antes de que pudiera terminar la frase, salí disparada de la cocina al frente de la casa. A una extraordinaria velocidad subí a la casa del árbol. Ahí, en una caja de seda escondida debajo de la plataforma, había unas joyas exquisitas. Reconocí el ani­llo de ópalo con el fuego rojo en su interior y la pulsera de oro con el dije, y también había otros anillos, un reloj de oro y un co­llar de diamantes. Saqué la pulsera de oro y me la puse, y por primera vez desde que Clara se fue los ojos se me llenaron de lágrimas. Sin embargo, no fueron lágrimas de autocompasión ni de tristeza sino de pura alegría y júbilo. Ahora sabía, fuera de toda duda, que la hermosa mujer no había sido sólo un sueño.

Pronuncié el nombre de Nélida en voz baja y le agradecí todos sus favores a voz en cuello. Prometí cambiar, ser diferente y hacer lo que Emilito me dijera, lo que fuese, con tal de verla y hablar con ella de nuevo.

Cuando bajé, encontré a Emilito de pie a la puerta de la cocina. Le enseñé la pulsera y los anillos y le pregunté cómo era posible que hubiese visto las mismas joyas hacía años en mis sueños.

-Los brujos son seres extremadamente misteriosos ‑dijo Emilito-; porque la mayor parte del tiempo actúan con la energía de su doble. Nélida es una gran acechadora. Acecha en sus sueños. Su poder es único, a tal grado que no sólo puede transportarse ella misma sino también llevar cosas consigo. De esta manera, te pudo visitar. Y por eso se apellida Abelar. Para nosotros, Abelar significa acechador. Y Grau significa ensoña­dor. Todos los brujos en esta casa son o ensoñadores o ace­chadores.

-¿Cuál es la diferencia, Emilito?

‑Los acechadores planean y cumplen sus planes; maquinan, inventan y cambian las cosas estando despiertos o en sueños. Los ensoñadores avanzan sin plan ni pensamiento alguno; se clavan en la realidad del mundo o en la realidad de los en­sueños.

-Todo esto me resulta incomprensible, Emilito ‑dije, exami­nando el anillo de ópalo bajo la luz.

-Te estoy guiando para que lo puedas entender ‑replicó Emilito‑. Y para ayudarme a guiarte tienes que hacer lo que te indique: todo lo que yo te diga, haga o recomiende que hagas es o la copia exacta de lo que me dijeron mis dos maestros o se basa en lo que ellos me dijeron ‑se me acercó un poco‑. Posible­mente no lo creas -susurró-, pero tú y yo básicamente somos parecidos.

-¿En qué forma, Emilito?

-Los dos estamos un poco locos -dijo con la cara muy seria‑. Pon mucha atención y recuerda lo siguiente. Para que tú y yo guardemos la cordura, debemos trabajar como unos demonios para equilibrar no al cuerpo ni a la mente, sino al doble.

No le vi sentido a discutir con él o a asentir. Sin embargo, al sentarme otra vez a la mesa de la cocina, le pregunté:

‑¿Cómo podemos estar seguros de estar equilibrando al doble?

-Abriendo nuestras compuertas ‑replicó‑. La primera com­puerta está en la planta de los pies, en la base del dedo gordo.

Se metió debajo de la mesa, me agarró el pie izquierdo y, con un solo movimiento de increíble rapidez, me quitó el zapato y el calcetín. Luego, sirviéndose del índice y el pulgar como prensa de tornillo, me apretó primero la protuberancia redonda del dedo gordo en la planta del pie y luego la articulación del dedo en la punta del pie. El agudo dolor y la sorpresa me hicieron gritar. Le arrebaté el pie en forma tan enérgica que pegué con la rodilla en la parte de abajo de la mesa. Me puse de pie y grité:

‑¡Qué diablos cree que está haciendo!

Hizo caso omiso de mi explosión de ira y dijo:

-Te estoy señalando las compuertas, de acuerdo con la regla. Así que pon mucha atención.

Se puso de pie y dio la vuelta a mi lado de la mesa.

-La segunda compuerta comprende el área que incluye las pantorrillas y el área detrás de las rodillas ‑dijo, inclinándose pa­ra acariciarme las piernas‑. La tercera está en los órganos se­xuales y el coxis ‑antes de que pudiera apartarme, deslizó sus manos tibias dentro de mi entrepierna y con un firme apretón me levantó un poco.

Traté de apartarlo de mí, pero me agarró de la parte baja de la espalda.

-La cuarta y más importante está en la parte de los riñones ‑dijo. Sin fijarse en mi enojo, de un empujón me obligó a sen­tarme otra vez en la banca. Subió las manos por mi espalda. Me encogí, pero por consideración a Nélida lo dejé continuar‑. El quinto punto está entre los omóplatos -indicó‑. El sexto se en­cuentra en la base del cráneo. Y el séptimo está en la corona de la cabeza. Para identificar al último punto, sus nudillos des­cendieron con fuerza justo en lo más alto de mi cabeza.

Regresó a su lado de la mesa y se sentó.

‑Si la primera y segunda compuerta se encuentran abiertas, emanamos cierto tipo de fuerza que la gente puede encontrar intolerable ‑prosiguió‑. Por otra parte, si la tercera y cuarta compuertas no están tan cerradas como debe ser, emanamos cierta fuerza que la gente encuentra muy atractiva.

Sabía con certeza que los centros inferiores del cuidador es­taban abiertos de par en par, porque me resultaba odioso e intolerable. Medio en broma y en parte por sentirme culpable al albergar esos sentimientos hacia él, admití que yo no le sim­patizaba fácilmente a la gente. Siempre creí que se debía a una falta de gracia social, la cual trataba siempre de compensar siendo particularmente servicial.

-Es algo muy natural que nadie simpatice contigo ‑dijo, asin­tiendo‑. Has tenido parcialmente abiertas las compuertas de los pies y las pantorrillas durante toda tu vida. Otra consecuencia de tener abiertos esos centros inferiores es que tienes problemas para caminar.

-Espere un momento ‑dije‑, mi forma de caminar no tiene nada de malo. Practico artes marciales. Clara me dijo que me muevo con agilidad y gracia.

Al escucharme, rompió a reír.

-Puedes practicar lo que quieras ‑replicó‑, pero seguirás arrastrando los pies al caminar. Caminas como un viejito.

Emilito era peor que Clara. Por lo menos ella tenía la conside­ración de reírse conmigo, no de mí. Emilito no tenía piedad alguna con mis sentimientos. Me atormentaba como los niños mayores lo hacen con los más pequeños y débiles que carecen de defensas.

-No estás ofendida, ¿verdad? ‑preguntó, escudriñándome.

‑¿Yo, ofendida? Claro que no -estaba furiosa.

‑Qué bueno. Clara me aseguró que te has librado de la mayor parte de tu autocompasión e importancia personal por medio de tu recapitulación. La recapitulación de tu vida, especial­mente de tu vida sexual, ha aflojado aún más algunas de tus compuertas. El crujido que escuchas en la nuca ocurre al mo­mento de separarse tus lados derecho e izquierdo. Eso deja una grieta justo en el centro de tu cuerpo, por la cual la energía sube a la nuca, al lugar donde se produce ese ruido. Oír ese ruido seco significa que tu doble está a punto de cobrar conciencia.

‑¿Qué debo hacer al oírlo?

‑Saber qué hacer no es tan importante, porque hay muy poco que uno puede hacer ‑indicó‑. Es posible quedarse sentado con los ojos cerrados o ponerse de pie para caminar. Lo importante es saber que uno está limitado, porque el cuerpo físico controla la conciencia. No obstante, si se logra voltear la situación, para que el doble controle la conciencia, es posible hacer práctica­mente cualquier cosa que uno sea capaz de imaginar.

Se puso de pie y se me acercó.

-Ahora no me vas a embaucar para hacerme hablar, como lo hiciste con Clara y Nélida -indicó‑. Sólo es posible aprender acerca del doble por medio de la acción. Todavía te hablo porque aún no termina tu fase de transición.

Me tomó del brazo y, sin una palabra más, prácticamente me arrastró a la parte de atrás de la casa. Ahí me colocó debajo de un árbol, con la corona de la cabeza a unos centímetros debajo de una rama baja y gruesa. Dijo que vería si yo era capaz de proyectar mi doble otra vez fuera de mí, con la ayuda del árbol y estando plenamente consciente.

Dudé seriamente que fuese capaz de proyectar cualquier cosa fuera de mí y así se lo dije. Sin embargo, insistió en que, si concentraba mi intento en ello, mi doble empujaría desde mi interior y se expandiría fuera de los límites de mi cuerpo físico.

-¿Qué debo hacer exactamente? ‑pregunté, con la esperanza de que me enseñara un procedimiento que formara parte de la regla de los brujos.

Me dijo que cerrara los ojos y me concentrara en mi respi­ración. Al relajarme, debía intentar que una fuerza flotara hacia arriba, hasta alcanzar las ramas más altas, y que la sintiera como una sensación emanada desde la compuerta en la corona de mi cabeza. Dijo que esto me resultaría relativamente fácil, puesto que estaría usando de apoyo a mi amigo el árbol. La energía del árbol, explicó, formaría una matriz desde la cual podría ex­pandirse mi conciencia.

Después de concentrarme en mi respiración por un momen­to, sentí que una energía vibrante me subía por la espalda, pugnando por salir por la corona de mi cabeza. Entonces algo se abrió dentro de mí. Cada vez que inhalaba, una línea se alar­gaba hacia la parte superior del árbol; al exhalar, la línea era otra vez jalada hacia abajo, a mi cuerpo. La sensación de alcan­zar lo más alto del árbol se hizo más fuerte con cada respira­ción, hasta que sinceramente creí que mí cuerpo se había expan­dido para hacerse tan alto y voluminoso como el árbol.

En cierto punto me poseyó un profundo afecto y empatía con el árbol; fue en ese instante que algo subió en oleada por mi espalda y salió por mi cabeza; de repente me encontré contem­plando el mundo desde las ramas superiores. La sensación sólo duró un instante, porque fue interrumpida por la voz del cuidador quien me ordenaba descender y fluir otra vez al interior de mi cuerpo. Percibí algo como una cascada, una efervescencia que fluía hacia abajo, entraba por la corona de mi cabeza y me llenaba el cuerpo con una calidez familiar.

-No debes permanecer mezclada con el árbol por demasiado tiempo ‑me dijo cuando abrí los ojos.

Experimenté el deseo sobrecogedor de abrazar al árbol, pero el cuidador me jaló del brazo hasta una gran piedra, a cierta distancia, en la que nos sentamos. Señaló que con la ayuda de una fuerza externa, en este caso la unión de mi conciencia con el árbol, era fácil lograr la expansión del doble. No obstante, debido a esta facilidad corremos el riesgo de permanecer fusio­nados con el árbol por demasiado tiempo, lo cual puede agotar la energía vital que el árbol necesita para mantenerse en condi­ciones fuertes y sanas. O bien es posible que dejemos un poco de nuestra propia energía, desarrollando un vínculo emocional con el árbol.

-Es posible fusionarse con cualquier cosa ‑explicó‑. Si el objeto o la persona con la que uno se fusiona es fuerte, la propia energía aumentará, como sucedía cada vez que te fusionabas con el mago Manfredo. No obstante, si el objeto es débil o la persona es enferma, aléjate. Como sea, debes practicar este ejer­cicio muy poco porque, como todo lo demás, se trata de una espada de doble filo. La energía externa siempre es distinta de la nuestra, muchas veces opuesta a ella.

Escuché con atención lo que decía el cuidador. Algo que dijo me llamó la atención más que todo lo demás.

-Dígame, Emilito, ¿por qué llamó mago a Manfredo?

‑Es nuestra manera de reconocer su condición única. Para nosotros, Manfredo no puede ser otra cosa que un mago. Es más que un brujo. Sería un brujo si viviera entre los miembros de su propia especie, pero vive entre seres humanos, es más, entre brujos humanos, como su igual. Sólo un mago consumado es capaz de lograr tal hazaña.

Le pregunté si alguna vez volvería a ver a Manfredo; el cui­dador se colocó el índice sobre los labios, con un ademán tan exagerado que guardé silencio y no insistí en una respuesta.

Recogió una ramita y dibujó una forma ovalada en la tierra blanda. Agregó una línea horizontal que la cortaba transversal­mente a la mitad. Señaló las dos particiones y explicó que el doble se divide en una sección inferior y una superior, las cuales en el cuerpo físico corresponden aproximadamente a las cavidades del abdomen y del pecho. Dos corrientes distintas de energía circulan por estas dos secciones. En la inferior circula la energía original que poseíamos al estar en el útero. En la sec­ción superior circula la energía del pensamiento. Esta energía penetra en el cuerpo al nacer, con la primera respiración. Dijo que la energía del pensamiento es acrecentada por la experien­cia y se eleva hacia arriba, a la cabeza. La energía original desciende al área genital. Por lo común, en la vida normal, es­tas dos energías del doble se separan, provocando debilidades y desequilibrio en el cuerpo físico.

Dibujó otra línea que bajaba por el centro de la figura elíptica para dividirla a lo largo en dos partes, las cuales, según afirmó, corresponden a los lados derecho e izquierdo del cuerpo. Estos dos lados también poseen dos patrones específicos de circu­lación energética. Del lado derecho, la energía sube por la parte delantera del doble y baja por la parte de atrás. Del lado iz­quierdo, la energía baja por la parte delantera del doble y sube por la parte de atrás.

Explicó que el error cometido por muchos al buscar al doble consistía en aplicarle las reglas del cuerpo físico, entrenándolo, por ejemplo, como si estuviese hecho de músculos y huesos. Me aseguró que no hay forma de preparar al doble por medio del ejercicio físico.

-La manera más fácil de resolver el problema es mediante la separación del cuerpo físico y el doble ‑explicó el cuidador-. ­Sólo al estar definitivamente separados, la conciencia puede fluir entre el uno y el otro. Esto es lo que hacen los brujos. Por lo tanto, pueden hacer caso omiso de todas las tonterías que supuestamente los unifican, como lo son rituales, encantamien­tos y complicadas técnicas de respiración.

‑¿Pero qué me dice de las respiraciones y los pases brujos que Clara me enseñó? ¿También son tonterías?

-No. Sólo te enseñó cosas que ayudan a separar el cuerpo y el doble. Por lo tanto, todo eso servirá a nuestros propósitos.

Dijo que el mayor error humano quizá sea el de creer que la salud y el bienestar se encuentran en el reino del cuerpo, cuando en esencia el control sobre nuestras vidas se halla en el reino del doble. Este error se deriva del hecho de que el cuerpo controla nuestra conciencia. Agregó que por lo común nuestra conciencia se fija en la energía que circula del lado derecho del doble, lo cual resulta en nuestra habilidad para pensar y razonar y poder tratar eficazmente con nuestros semejantes y sus ideas. A veces por accidente, pero más que nada por medio de un entrena­miento especializado, es posible desplazar la conciencia a la energía que circula del lado izquierdo del doble, lo cual resul­ta en un comportamiento no tan propicio para ocupaciones intelectuales o tratar con la gente.

‑Cuando la conciencia se fija continuamente del lado izquier­do del doble, el doble adquiere cuerpo y emerge -prosiguió-, y uno es capaz de realizar hazañas inconcebibles. Esto no de­bería sorprendernos, porque el doble es nuestra fuente de ener­gía. El cuerpo físico no es más que el receptáculo en el que se ha colocado esa energía.

Pregunté si hay personas capaces de enfocar su conciencia a discreción en cualquiera de los dos lados del doble.

Asintió con la cabeza.

-Los brujos pueden hacerlo ‑replicó‑. El día en que lo logres, serás bruja.

Indicó que algunas personas son capaces de desplazar su conciencia al lado derecho o izquierdo del doble, una vez que consiguieron realizar el vuelo abstracto, por medio de la simple manipulación del flujo de su respiración. Tales personas pueden practicar la brujería o las artes marciales con la misma facilidad con la que manejan intrincados sistemas académicos. Hizo hincapié en que el apuro de fijar la conciencia en forma constante del lado izquierdo constituye una trama infinitamen­te más mortal que los atractivos del mundo de la vida cotidiana, debido al misterio y el poder inherentes en él.

-Para nosotros, la verdadera esperanza está al centro -indicó, tocándome la frente y el centro del pecho‑, porque en la pared que divide a los dos lados del doble se encuentra una puerta oculta que da a un tercer compartimiento, delgado y secreto. Sólo al abrirse esta puerta es posible experimentar la auténtica libertad.

Me agarró del brazo y me hizo bajar de la piedra.

-Tu tiempo de transición casi ha terminado ‑dijo, regresando apresuradamente a la casa conmigo‑. Ya no hay tiempo para más explicaciones. Dejaremos atrás la fase de transición con una magnífica explosión. Ven, vamos a mi cuarto.

Me detuve en seco. Ya no me sentía sólo incómoda sino ame­nazada. Por muy excéntrico que fuese Emilito y por mucho que hablara sobre el doble etéreo, seguía siendo un hombre, y el recuerdo del apretón de su mano sobre mis genitales en la co­cina estaba demasiado vivo. Además, sabía que no se había tratado de un contacto impersonal efectuado con un mero afán demostrativo; había percibido claramente su lujuria cuando me tocó.

El cuidador me miró con ojos fríos.

-¿Qué diablos quieres decir con que percibiste mi lujuria cuando te toqué?

Sólo pude devolver su mirada con la boca abierta. Había repetido mi pensamiento exactamente. Una ola de vergüenza me atravesó, acompañada por un estremecimiento frío que se extendió por todo mi cuerpo. Sin tino balbucí unas débiles disculpas. Le dije que antes solía tener la fantasía de ser tan hermosa que todos los hombres me encontraban irresistible.

-Recapitular significa quemar todo eso ‑indicó‑. No has he­cho un buen trabajo. Sin duda ésta es la razón por la que fra­casaste al querer llegar adonde cruzan los brujos.

Se volteó y se alejó de la casa.

-Aún no ha llegado el momento de enseñarte lo que tenía pensado ‑dijo‑. No. Necesitas trabajar mucho más en corregirte. Mucho más. Y de aquí en adelante tendrás que proceder con mu­cho más cuidado; tendrás que esforzarte muchísimo, porque no puedes permitirte más errores.

21

Mi periodo de transición terminó en ese instante, al acometerme Emilito por haber malinterpretado sus intenciones. De ahí en adelante abandonó su extravagante aire de bromista y se con­virtió en un capataz sumamente exigente. Ya no hubo más lar­gas explicaciones del doble ni de otros aspectos de la brujería, es decir, ningún descanso derivado de la comprensión intelectual. Sólo hubo trabajo pragmático y exigente. Todos los días durante meses, desde la mañana hasta la noche, me abrumaba con acti­vidades hasta que, exhausta, iba a dormir a la casa del árbol.

Además de continuar la práctica del kung fu y de trabajar en el jardín, el cuidador me puso a cargo de preparar la comida y la cena. Me enseñó a prender la estufa y a preparar unos platillos sencillos, algo que mi madre ya había tratado de hacer, pero sin lograrlo nunca. Puesto que tenía otros deberes, normalmente ponía todos los ingredientes en la estufa a cocer en una olla y regresaba más tarde, a la hora de la comida. Después de pre­parar el mismo caldo durante varias semanas, conseguí la mezcla perfecta de sabores. Emilito dijo que resulté ser, si no una cocinera bastante buena, al menos alguien capaz de produ­cir comida comestible. Lo tomé como cumplido, porque nada de lo que había preparado en toda mi vida, desde panqué hasta albondigón, había sido comestible.

Comíamos en total silencio, un silencio que él interrumpía si quería decirme algo. Pero si yo deseaba conversar se señalaba el estómago para recordarme su delicada digestión.

La mayor parte de mi tiempo seguía dedicada a la recapitu­lación. El cuidador me había instruido en repasar los mismos acontecimientos y personas recapitulados con anterioridad, sal­vo que en esta ocasión debía hacerlo en la casa del árbol. Subir a la casa del árbol todos los días me hizo perder mi temor inicial a las alturas. Gozaba estar al aire libre, especialmente avanzadas las tardes, la hora que reservaba para esta tarea en particular. Bajo la supervisión de Clara había recapitulado en una cueva oscura. La atmósfera de aquella recapitulación había sido pe­sada, térrea, sombría y muchas veces aterradora. La recapitula­ción que efectué en la casa del árbol, dirigida por Emilito, estaba dominada por una nueva atmósfera. Era ligera, vaporosa, trans­parente. Recordé las cosas con una claridad sin precedentes. Mi energía adicional o la influencia de estar despegada del suelo me permitió recordar una cantidad infinitamente mayor de de­talles. Todo resultó más vivo y pronunciado y menos cargado de la autocompasión, la displicencia, el miedo y el arrepenti­miento que habían caracterizado mi recapitulación anterior.

Clara me había pedido apuntar en el suelo el nombre de cada persona con la que me había topado en la vida, para luego bo­rrarlo con la mano una vez que hubiera inhalado los recuer­dos relacionados con esa persona. Emilito, por su parte, me mandó apuntar los nombres de las personas en hojas secas y luego prenderlas con un cerillo, al terminar de inhalar todo lo que recordaba acerca de ellas. Me dio un aparato especial para incinerar las hojas, un cubo metálico que medía treinta centí­metros, provisto de pequeños agujeros redondos perfectamen­te perforados en todas sus caras. A la mitad de una cara de esta caja estaba incrustado un cristal, como una especie de diminu­ta ventana. En el centro de la parte inferior de la tapa había un filoso alfiler. Del lado de la ventanita había una palanca que entraba y salía, sobre la cual era posible sujetar un cerillo para desde afuera rozar con él una superficie áspera en el interior de la caja, después de haber cerrado la tapa.

-A fin de evitar un incendio ‑explicó Emilito‑ tienes que atravesar la hoja seca con el alfiler de la tapa, de modo que al cerrar ésta, la hoja quede suspendida en el centro de la caja. Lue­go te asomas a la caja por la pequeña ventana de cristal y por medio de la palanca prendes tu cerillo, lo colocas debajo de la hoja y observas cómo ésta se reduce a cenizas.

Al contemplar las llamas que consumían cada hoja, debía ab­sorber la energía del fuego con los ojos, teniendo cuidado en no inhalar el humo nunca. Me indicó que colocara las cenizas de las hojas en una urna de metal; y los cerillos usados en una bolsa de papel. Cada uno de los cerillos representaba el cascarón de la persona cuyo nombre había apuntado en la hoja seca desin­tegrada por ese cerillo en particular. Cuando la urna estuviese llena, debía vaciarla desde lo alto del árbol, dejando que el aire esparciera las cenizas en todas direcciones. Me indicó que baja­ra el montón de cerillos quemados en una bolsa de papel por medio de una cuerda particular. Manejando la bolsa con pinzas, Emilito la colocaba en una canasta especial que siempre usaba para ese propósito. Se cuidaba de no tocar nunca los cerillos ni la bolsa. Me imaginaba que los enterraba en algún lugar de los montes, o que tal vez los arrojaba al arroyo para que el agua los de­sintegrara. Deshacerse de los cerillos, me aseguró, era el último acto en el proceso de romper los lazos con el mundo.

Después de unos tres meses de recapitular, Emilito de repen­te cambió mi horario de trabajo.

-Estoy harto de comer tu aburrido caldo ‑dijo una mañana, subiendo al árbol la comida que él me había preparado.

Recibí la noticia con júbilo, no sólo porque tal vez tendría más tiempo para estar en la casa del árbol, sino porque realmente me agradaba comer lo que guisaba otra persona.

La primera vez que probé la comida de Emilito cobré la certeza total de que Clara nunca había guisado lo que me servía. El verdadero cocinero siempre fue Emilito. Preparaba las cosas con una sazón especial que siempre hacía de un platillo suyo una delicia.

Todas las mañanas, alrededor de las siete, Emilito se presen­taba al pie del árbol, listo para subirme algo de comida metida en una canasta. Después de desayunar en la casa del árbol normalmente volvía a mi recapitulación, la cual, una vez que me hube librado del miedo a descubrir algo desagradable, se convirtió más que nunca en una excitante aventura de análisis y comprensión. Entre más inhalaba de mi pasado, más ligera y libre me sentía.

Conforme rompía los viejos lazos con el pasado, empecé a formar otros nuevos. En este caso, mis nuevos lazos se establecieron con el ser de cualidades únicas que me guiaba. Emilito, si bien severo y determinado a asegurarse de que no cejara en mi empeño ni por un momento, en esencia era tan ligero como una pluma. Al principio me había sorprendido que tanto él como Clara afirmasen que me parecía a ellos. No obstante, después de un examen más profundo debí admitir que era tan cargante como Clara y tan alocada, si no es que tan loca, como Emilito.

Una vez que me acostumbré a su extravagancia, ya no había para mí diferencia entre Emilito y Clara o el nagual, o incluso Manfredo. Mis sentimientos por todos ellos coincidían, de mo­do que empecé a sentir afecto por Emilito y un día con gran naturalidad comencé a disfrutar el llamarlo Emilito. Al conocer­nos, el cuidador me había dicho que se llamaba Emilito. Me parecía ridículo llamar a un hombre maduro Emilito, de modo que lo hacía con renuencia. Sin embargo, al conocerlo mejor ya no pude concebir otra forma de hablarle.

Cada vez que pensaba en los cuatro, se fundían en mi mente. Sin embargo, no hubiera podido fundirlos con Nélida. Ella era especial para mí; la mantenía para siempre aparte y por encima de todos los demás, aunque sólo la hubiera visto una vez en el mundo real. Tenía la impresión de que el día en que pude fijar mis ojos en ella, el vínculo que ya existía entre nosotras se había formalizado. Un solo encuentro dentro de la conciencia del mundo cotidiano, por muy efímero que hubiese sido, había bas­tado para hacer de ese vínculo algo indestructible y eterno.

Un día, después de que terminamos de comer en la cocina, Emilito me entregó un paquete. Al estrecharlo, supe que era de Nélida. Busqué una dirección remitente, pero no había nin­guna. Estaba adherida al paquete una caricatura de una mujer que fruncía los labios para dar un beso. En el interior, escritas con la letra de Nélida, estaban las palabras "Besa al árbol". Desgarré la envoltura del paquete y encontré un par de suaves botines de piel con agujetas. Las suelas estaban provistas de calces de hule, como los zapatos de golf.

Los levanté para que Emilito los viera. No me imaginaba para qué pudieran servir.

‑Son tus zapatos para trepar árboles ‑dijo Emilito e inclinó la cabeza en señal de reconocimiento‑. Nélida sabe que tienes afinidad con los árboles, a pesar de tu miedo a caerte. Los calces son de hule para que no dañes la corteza de los árboles

La llegada del paquete pareció ser la señal para que Emilito me diera detalladas instrucciones acerca de cómo treparme a los árboles. Hasta ese momento sólo había utilizado los arneses para subir a la casa del árbol. A veces me dormitaba o dormía en los arneses, como si estuviera acostada, amarrada a una hamaca. Pero nunca me había trepado al árbol realmente, ex­cepto a una rama muy baja de la que me colgué apoyando los pies en otra.

-Ha llegado la hora de averiguar de qué fibra estás hecha ‑dijo en tono pragmático‑. Tu nueva tarea no será difícil, pero si no le dedicas tu concentración total puede resultar fatal. Tienes que aplicar toda la energía que has ahorrado última­mente a aprender lo que voy a enseñarte.

Me indicó que lo esperara junto a los árboles más altos. Unos momentos después Emilito se reunió conmigo, cargando una caja larga y plana. La abrió y sacó varios cinturones de seguri­dad y unas suaves cuerdas para alpinista. Me ciñó la cintura con uno de los cinturones y le agregó otro más largo por medio de los ganchos de seguridad empleados en el alpinismo. Abro­chándose un cinturón semejante, me enseñó cómo treparme a un árbol enganchando el cinturón más largo alrededor del tronco y usándolo como apoyo para subir a lo largo de éste. Avanzó con movimientos rápidos y precisos; en el proceso fue enlazando cuerdas alrededor de las ramas, a fin de asegurar su posición. El resultado final fue una red de cuerdas que le per­mitía moverse con seguridad por todo el árbol, de un extremo horizontal al otro.

Bajó con la misma agilidad con la que había subido.

-Ten cuidado de que todas las cuerdas y los nudos estén bien asegurados -advirtió‑. No puedes cometer ningún error grave en esto. Los errores pequeños son corregibles; los graves son fa­tales.

-Dios mío, ¿se supone que debo hacer todo lo que acaba de hacer? -pregunté, realmente asombrada.

No se trataba de que aún tuviese miedo a las alturas. Simple­mente no creía contar con la paciencia necesaria para sujetar todos los ganchos y las cuerdas. Había tardado bastante sólo en acostumbrarme a subir y bajar del árbol con los arneses.

Emilito asintió con la cabeza y se rió alegremente.

-Es un auténtico desafío ‑admitió‑. Pero una vez que le encuentres el modo, seguramente estarás de acuerdo en que vale la pena. Ya verás a qué me refiero.

Me dio un trozo de cuerda y pacientemente me enseñó a atar y desatar los nudos; a ensartar la cuerda en unos pedazos de manguera de hale, para no magullar la corteza del árbol al enlazar la cuerda alrededor de una rama a fin de fijar otra cuerda para trepar; cómo manejar los pies para conservar el equilibrio; y a no perturbar los nidos de los pájaros al subir.

Durante los siguientes tres meses trabajé bajo su supervisión constante, limitándome a las ramas bajas. Una vez que logré un dominio considerable del equipo, suficientes callos en las ma­nos para ya no tener que usar guantes, bastante habilidad para maniobrar y equilibro en mis movimientos, Emilito me permi­tió aventurarme entre las ramas superiores. Allí practiqué meticulosamente las mismas maniobras que había aprendido entre las ramas inferiores. Y un día, sin habérmelo propues­to siquiera, llegué hasta la copa del árbol al que me estaba trepando. Ese día Emilito me entregó lo que me digo era el regalo más significativo que me había hecho. Era un juego de tres ove­roles verdes de camuflaje para la selva con sus respectivas gorras, obviamente adquirido en una tienda de excedentes militares en los Estados Unidos.

Vestida con este uniforme para la selva, viví en el grupo de árboles altos delante de la casa. Sólo bajaba para ir al baño y, ocasionalmente, para comer con Emilito. Me trepaba al árbol que quería, siempre y cuando fuese lo suficientemente alto. Sólo había unos cuantos árboles a los que me negaba a treparme; los muy antiguos, que resentirían mi presencia como una intrusión, y los realmente jóvenes, que no tenían la fuerza suficiente para soportar mis cuerdas y movimientos.

Prefería los árboles vigorosos y juveniles, porque me hacían sentir contenta y optimista. Algunos de los de más edad tam­bién eran buenos, porque tenían mucho más que decir. Sin embargo, el único árbol en el que Emilito me permitía dormir por la noche era en el de la casa, porque estaba provisto del para­rrayos. Me dormía allí en mi cama en la plataforma, o en el día, amarrada con los arneses de cuero e incluso, a veces, simple­mente sujeta a una rama de mi propia elección.

Algunas de mis ramas favoritas eran gruesas y libres de protuberancias. Solía acostarme en ellas boca abajo. Apoyaba la cabeza en una pequeña almohada que siempre subía con­migo y abrazaba la rama con los brazos y las piernas, man­teniendo un equilibrio precario pero estimulante. Por supuesto siempre me aseguraba de tener una cuerda atada a la cintura y sujeta a una rama superior, en caso de que perdiera el equi­librio mientras dormía.

La sensibilidad que desarrollé por los árboles es imposible de describir. Tenía la certeza de absorber sus estados de áni­mo, de saber de su edad, sus conocimientos y sus percepciones. Podía comunicarme con el árbol directamente a través de una sensación que se producía en el interior de mi cuerpo. Muchas veces esta comunicación empezaba con un desbordamiento de afecto puro, casi tan intenso como lo que había sentido por Manfredo, un afecto que siempre brotaba de mí en forma inesperada y sin haberlo buscado. Entonces podía sentir cómo sus raíces penetraban en la tierra. Sabía si necesitaban agua y cuáles eran las raíces que se extendían hacia la fuente de agua subterránea. Supe lo que significa para un árbol vivir en busca de la luz, esperándola y dirigiendo el intento hacia ella; qué significa sentir calor, frío o los estragos de los rayos y las tor­mentas. Aprendí lo que era no poder moverse nunca del sitio designado para uno. Lo que significa ser silencioso, percibir a través de la corteza y las raíces y absorber la luz por medio de las hojas. Supe, fuera de toda duda, que los árboles sienten dolor; y también supe que, una vez establecida la comunicación con ellos, los árboles se desbordan de afecto.

Sentada en una rama robusta, con la espalda apoyada en el tronco del árbol, mi recapitulación adquirió un estado de ánimo por completo diferente. Podía recordar los detalles más dimi­nutos de las experiencias de mi vida, sin miedo a involucrar una emoción ordinaria. Me reía a carcajadas de cosas que en algún momento habían representado profundos traumas para mí. Encontré que mis obsesiones ya no eran capaces de despertar autocompasión en mí. Lo veía todo desde una perspectiva di­ferente, no como la habitante urbana que siempre fui, sino como la moradora de árboles en que me había convertido.

Una noche, mientras comíamos un caldo de conejo preparado por mí, Emilito me sorprendió al hablarme en forma muy animada. Me pidió quedarme después de cenar, porque quería decirme algo. Era algo tan fuera de lo común que me emocioné, llena de expectación. Desde hacía meses, los únicos seres con los que hablaba era con los árboles y los pájaros. Me preparé para algo monumental.

-Llevas más de seis meses viviendo en los árboles ‑empezó‑. Es hora de averiguar qué has hecho allá arriba. Entremos a la casa. Tengo que enseñarte algo.

‑¿Qué va a enseñarme, Emilito? -pregunté, recordando la vez que quiso mostrarme algo en su cuarto y que me negué a seguirlo.

El nombre Emilito le quedaba a la perfección. Se había con­vertido en un ser muy estimado para mí. Uno de los grandes descubrimientos que había hecho, posada entre las altas ramas de los árboles, fue que Emilito no era un ser humano en absoluto. Sólo era posible especular acerca de si alguna vez lo fue y si su recapitulación lo borró todo. Su falta de humanidad era una barrera que impedía a todos acercarse a él para sostener un intercambio subjetivo. Nadie podría penetrar jamás hasta lo que Emilito pensaba, sentía o atestiguaba. Sin embargo, si así lo deseaba, Emilito era capaz de acercarse a cualquiera de noso­tros para compartir nuestros estados subjetivos. Su falta de humanidad era algo que yo intuí desde la primera vez que me topé con él, en la puerta de la cocina. Ahora podía sentirme a gusto con él; si bien aun nos separaba esa barrera, yo era capaz de maravillarme ante sus proezas.

Puesto que no me había contestado, volví a preguntarle a Emilito qué iba a enseñarme.

-Lo que quiero enseñarte es de enorme importancia ‑dijo­-. Pero la forma en que lo veas dependerá de ti. Dependerá de si has adquirido el silencio y el equilibrio de los árboles.

De prisa cruzamos el patio oscuro hasta la casa. Lo seguí a lo largo del pasillo hasta la puerta de su cuarto. Se multiplicó mi nerviosismo al verlo detenerse ahí por un largo instante y res­pirar hondo varias veces, como a fin de prepararse para lo que viniera.

-Muy bien, entremos ‑dijo, jalándome suavemente de la manga de la camisa‑. Una palabra de advertencia. No mires con fijeza nada de lo que hay en la habitación. Observa lo que quie­ras, pero examina las cosas por encimita, usando sólo rápidas ojeadas.

Abrió la puerta y entramos a su extravagante cuarto. Vivir en los árboles me había hecho olvidar por completo la primera vez que entré a esa habitación, el día en que Clara y Nélida se fueron. De nueva cuenta me sobresaltaron los extraños objetos que la llenaban. Lo primero que vi fueron cuatro lámparas de pie, una al centro de cada pared. Ni siquiera quise imaginar­me de qué clase de lámparas se trataría. La habitación y todo lo que contenía estaban iluminados por una suave y misteriosa luz ámbar. Conocía bastante bien los equipos eléctricos como pa­ra saber que ningún foco normal, aun visto a través de una pantalla hecha del tejido más insólito, podría despedir jamás ese tipo de luz.

Sentí que Emilito me tomaba del brazo para ayudarme a pasar por encima de una cerca de treinta centímetros de altura que separaba una pequeña área cuadrada en el rincón del sur­oeste del cuarto.

-Bienvenida a mi cueva ‑dijo con una sonrisa, mientras nos metíamos al área separada.

Dentro de ese cuadro había una larga mesa, medio oculta por una cortina negra, y una hilera de cuatro sillas de apariencia muy insólita. Cada una contaba con un alto y sólido respaldo ovalado, adaptado a la curvatura de la espina dorsal; y, en lugar de patas, una base redonda aparentemente sólida. Las cuatro sillas estaban volteadas hacia la pared.

-No mires nada con fijeza -me recordó el cuidador al ayu­darme a tomar asiento en una de las sillas.

Observé que estaban hechas de una especie de material plástico. El asiento redondo estaba acojinado, aunque no encon­tré en qué forma; era duro como la madera, pero tenía una elasticidad que cedió al descender yo sobre el asiento. También giraba al moverme de lado. El respaldo ovalado, que parecía envolverme la espalda, estaba acojinado, pero igualmente duro. Todas las sillas estaban pintadas de un vivo azul cerúleo.

El cuidador se sentó en la silla a mi lado. La hizo girar para mirar hacia el centro de la habitación y con voz extraordinaria­mente forzada me indicó que también me diera la vuelta. Cuan­do lo hice, proferí un resuello gutural. El cuarto que había atravesado un momento antes había desaparecido. En cambio, estaba yo mirando un vasto espacio plano, iluminado por un brillo color de durazno. Delante de mis ojos, la habitación pa­recía extenderse hasta el espacio infinito. El horizonte ante mi vista era negro como el azabache. Volví a resollar, porque tenía una sensación hueca en la boca del estómago. Sentía que el piso se me escapaba debajo de los pies y que era jalada hacia ese espacio. Ya no percibía la silla giratoria debajo de mí, aunque seguía sentada en ella.

Escuché a Emilito decir:

-Demos la vuelta otra vez -pero no tuve fuerzas para hacer girar la silla. Debió hacerlo por mí, porque de repente me encontré viendo otra vez la esquina del cuarto.

-Increíble, ¿no crees? -preguntó el cuidador con una sonrisa.

Fui incapaz de pronunciar una sola palabra ni de hacer pre­guntas que sabía carecían de respuestas. Tras un minuto o dos, Emilito hizo girar mi silla de nuevo, para proporcionarme otra mirada al infinito. Encontré tan aterradora la inmensidad de ese espacio que cerré los ojos. Sentí que Emilito volvía a hacer girar la silla.

-Ahora levántate de la silla ‑indicó.

Lo obedecí automáticamente y me quedé temblando de ma­nera involuntaria, tratando de recuperar la voz. Me dio la vuelta personalmente para obligarme a encarar la habitación.

Presa del miedo, terca o sabiamente me negué a abrir los ojos. El cuidador me asestó un fuerte golpe con el nudillo en la corona de la cabeza, lo cual me hizo abrir los ojos de repente. Para mi alivio, el cuarto no formaba un espacio negro infinito sino estaba como cuando entré a él. Haciendo caso omiso de sus amonestaciones de sólo echar miradas rápidas, miré fijamente cada uno de esos objetos imposibles de identificar.

-Por favor, Emilito, dígame, ¿qué es todo esto? -pregunté.

-Yo sólo soy el cuidador ‑contestó Emilito‑. Todo esto se en­cuentra a mi cargo -abarcó todo el cuarto con un movimiento de la mano‑. Pero no tengo la menor idea de lo que sea. De hecho, ninguno de nosotros sabe lo que es. Lo heredamos, junto con la casa, de mi maestro, el nagual Julián, y él lo heredó de su maestro, el nagual Elías, quien también lo había heredado.

-Parece un cuarto de utilería de teatro ‑dije‑. Pero es una ilusión, ¿verdad, Emilito?

‑¡Es brujería! Puedes percibirla ahora, porque has liberado suficiente energía como para expandir tu percepción. Cual­quiera puede percibirla, siempre y cuando haya ahorrado ener­gía suficiente. La tragedia es que la mayor parte de nuestra energía se encuentra atrapada en preocupaciones necias. La re­capitulación es la clave. Libera esa energía atrapada y voilá! Uno ve el infinito delante de sus propios ojos.

Reí al oír decir voilá a Emilito, porque resultaba tan incon­gruente e inesperado. La risa alivió mi tensión un poco.

-¿Pero todo esto es real, Emilito, o estoy soñando? -fue lo único que alcancé a decir.

-Estás soñando, pero todo esto es real. Tan real que podemos morir desintegrados.

No tenía ninguna explicación racional para lo que estaba viendo, y por consiguiente no había forma ni de creer ni de dudar de mi percepción. Mi dilema era insuperable y también mi pánico. El cuidador se me acercó.

-La brujería es más que gatos negros y gente desnuda bailan­do en un cementerio a la medianoche, hechizando a otra gente -susurró‑. La brujería es fría, abstracta, impersonal. Por eso lla­mamos el acto de percibirla el vuelo a lo abstracto o donde cru­zan los brujos. Para resistirnos a su pasmosa atracción debemos ser fuertes y resueltos; la brujería no es para tímidos ni pusiláni­mes. Esto es lo que decía el nagual Julián.

Mi interés era tan intenso que me obligaba a escuchar con con­centración sin igual cada palabra dicha por Emilito; durante todo este tiempo mantuve los ojos clavados en los objetos dentro del cuarto. Llegué a la conclusión de que ninguno de ellos era real. Sin embargo, el hecho de que obviamente los percibía, me hizo preguntar si yo no sería real tampoco o si los estaría inventando. No se trataba de que fuesen indescriptibles, simplemente eran irreconocibles para mi mente.

‑Ahora prepárate para el vuelo de los brujos -indicó Emilito‑. Agárrame si en algo aprecias tu vida. Sujétame el cinturón o sú­bete de caballito en mi espalda. Pero, hagas lo que hagas, no me sueltes.

Antes de que pudiese preguntar siquiera qué pensaba hacer a continuación, me hizo dar la vuelta a la silla y sentarme con la cara hacia la pared. Luego hizo girar la silla en noventa grados, de modo que una vez más quedé viendo ese aterrador espacio infinito. Me ayudó a ponerme de pie agarrándome de la cintura y me hizo dar unos pasos hacia el infinito.

Me resultó casi imposible caminar; mis piernas parecían pesar toneladas. Percibí que el cuidador me empujaba y me levantaba. De súbito me absorbió una inmensa fuerza y ya no estuve caminando sino deslizándome a través del espacio. El cuidador se deslizaba a mi lado. Recordé su advertencia y aga­rré su cinturón. Justo a tiempo, porque en ese preciso momento otra ola de energía me hizo acelerar a toda velocidad. Le grité que me detuviera. Rápidamente me subió a su espalda y me agarré lo más fuerte que podía. Cerré los ojos con fuerza, pero daba lo mismo. Observaba la misma vastedad delante de mí con los ojos abiertos o cerrados. Volábamos a través de algo que no era aire; tampoco era por encima de la tierra. Mi máximo te­mor era que una explosión monumental de energía me hiciera perder mi posición sobre la espalda del cuidador. Pugné con toda mi fuerza por no soltarlo, por sostener mi abrazo y mi concentración.

Todo terminó en forma tan brusca como había comenzado. Fui sacudida por otra explosión de energía y me encontré em­papada de sudor, de pie al lado de la silla azul. El cuerpo me temblaba de manera incontrolable. Jadeaba y resollaba al respi­rar. El pelo me cubría la cara, húmedo y enredado. El cuidador me empujó para obligarme a tomar asiento y me hizo girar hasta dar la cara a la pared.

-Ni te atrevas a orinarte en tus pantalones sentada en esa silla -me advirtió en tono severo.

Me encontraba más allá de las funciones corporales. Estaba vacía de todo, incluyendo el miedo. Lo había perdido todo al vo­lar por ese espacio infinito.

-Eres capaz de percibir al igual que yo ‑dijo Emilito, asin­tiendo con la cabeza‑. Pero aún no dispones de control en el nuevo mundo que estás percibiendo. Ese control se adquiere con toda una vida de disciplina y de ahorrar poder.

-No lo sabré explicar nunca ‑dije, y yo misma me di la vuelta para mirar al centro del cuarto y echar otra mirada a ese infinito que se me antojaba ser color rosa. Ahora los objetos que veía en el cuarto eran minúsculos, como las piezas de ajedrez sobre un tablero. Tuve que buscarlos en forma deliberada para apreciar­los. Por otra parte, la cualidad fría y pavorosa de ese espacio me llenaba el alma de un terror absoluto. Recordé lo que Clara ha­bía dicho acerca de los videntes que lo buscaban; de cómo miraban esa inmensidad y de cómo les devolvía la mirada con indiferencia fría e implacable. Clara no me dijo nunca que ella misma lo había mirado, aunque ahora sabía que era así. ¿Pero qué caso hubiera tenido decírmelo entonces? Sólo me hubiera reído o la hubiera acusado de fantasear. Ahora me tocaba a mí mirarlo, sin esperanza alguna de comprender qué era lo que estaba viendo. Emilito tenía razón; requeriría toda una vida de disciplina y de ahorrar poder para comprender que estaba viendo el infinito.

-Ahora contemplemos el otro lado del infinito ‑dijo Emili­to y suavemente hizo girar mi silla hasta que estuve mirando a la pared. Ceremoniosamente levantó la cortina negra mientras yo miraba sin ver, tratando de controlar el castañeteo de mis dientes.

Detrás de la cortina había una larga y estrecha mesa azul; no tenía patas y parecía sujeta a la pared, aunque no veía goznes ni ménsulas que la estuvieran sosteniendo.

-Apoya los antebrazos en la mesa y descansa la cabeza en los puños, colocándolos debajo del mentón como Clara te lo enseñó -me ordenó‑. Ejerce presión debajo de la barbilla. Sostén la ca­beza con delicadeza y no te pongas tensa. Delicadeza es lo que necesitamos ahora.

Seguí sus instrucciones. De inmediato se abrió una pequeña ventana en la pared negra, a unos quince centímetros de mi nariz. El cuidador estaba sentado a mi derecha, aparentemente asomado a otra pequeña ventana.

-Mira adentro -dijo‑. ¿Qué es lo que ves?

Veía la casa. Estaba mirando la puerta delantera y el comedor del lado izquierdo de la casa, al que había echado un breve vistazo al pasar junto a él con Emilio la primera vez que usé la entrada principal. La habitación se encontraba muy ilumina­da y llena de personas. Estaban riéndose y conversaban en español. Algunas se servían comida de un bufete provisto de varios platillos atractivos, bellamente presentados sobre charolas de plata. Vi al nagual y luego a Clara. Estaba radiante y feliz. Tocaba la guitarra y cantaba un dueto con otra mujer que fá­cilmente podía ser su hermana. Era del mismo tamaño que Cla­ra, pero de piel morena. No tenía los ardientes ojos verdes de Clara. Los suyos eran ardientes, pero oscuros y siniestros. Luego vi a Nélida bailando sola al compás de la melancólica belleza de la tonada. Era de algún modo diferente de como la recordaba, aunque no pude identificar la diferencia con exactitud.

Los observé, encantada, como si hubiera yo muerto e ido al cie­lo; la escena era tan etérea, tan gozosa, tan libre de preocupaciones cotidianas. Sin embargo, de repente fui sacada bruscamente de mi deleite al ver a una segunda Nélida entrar al comedor por una puerta que había a un lado. No pude creer lo que estaba viendo; ¡había dos de ellas! Me volví hacia el cuidador y lo confronté con una pregunta muda.

-La que está bailando es Florinda -explicó‑. Ella y Nélida son exactamente iguales, excepto que Nélida tiene un aspecto un poco más suave -me miró y guiñó el ojo‑. Pero es mucho más despiadada.

Conté a las personas en el cuarto. Además del nagual había ca­torce; nueve mujeres y cinco hombres. Estaban las dos Nélidas; Clara y su hermana morena; y otras cinco mujeres a las que no conocía. Tres definitivamente eran viejas pero, al igual que Clara, Nélida, el nagual y Emilito, tenían una edad indeterminada. Las otras dos mujeres sólo me llevaban unos cuantos años, tendrían quizá unos veinticinco.

Cuatro de los hombres eran mayores y se veían tan fieros como el nagual, pero uno era joven. Tenía la piel morena; era bajo y parecía muy fuerte. Su pelo era negro y rizado. Hacía animados ademanes al hablar y su rostro estaba lleno de ener­gía y expresividad. Tenía algo que lo hacía descollar entre to­dos los demás. Mi corazón dio un brinco e inmediatamente me sentí atraída por él.

-Ese es el nuevo nagual ‑dijo el cuidador.

Mientras contemplábamos la habitación, explicó que cada nagual imbuye a la brujería que practica de su propio tempera­mento y experiencias. El nagual Juan Miguel Abelar, por ser un indio yaqui, había aportado a su grupo la pasión de los yaquis, como un sello que caracterizaba todas sus acciones. Su brujería, indicó, estaba empapada del ánimo sombrío de esos indígenas. Y todos, incluyéndome a mí, estábamos sujetos a la regla de familiarizarnos con los yaquis, de seguir sus vicisitudes.

‑Esta perspectiva prevalecerá para ti hasta que el nuevo nagual se haga cargo ‑me dijo al oído‑. Entonces tendrás que empaparte de su temperamento y experiencias. Esa es la regla. Tendrás que ir a la universidad. Está absorto en sus ocupaciones académicas.

‑¿Cuándo sucederá eso? ‑susurré.

‑Cuando todos los miembros de mi grupo encaremos juntos la infinidad en el cuarto que está a nuestras espaldas y permi­tamos que nos disuelva ‑replicó con voz queda.

Una bruma de fatiga y desesperación comenzó a envolver­me. El esfuerzo de tratar de comprender lo inconcebible era demasiado grande.

-Este cuarto, del que soy el cuidador, es la acumulación del intento y de los temperamentos de todos los naguales que existieron antes de Juan Miguel Abelar ‑me dijo al oído­-. En todo el mundo no hay manera de explicar lo que es este cuarto. Para mí, al igual que para ti, es incomprensible.

Aparté los ojos del comedor con toda su gente animada y miré a Emilito. Quise llorar, porque por fin comprendí que Emilito era tan solitario como Manfredo; un ser capaz de una conciencia inconcebible, pero cargado con el peso de la soledad acarreada por esa conciencia. Sin embargo, mi deseo de llorar fue pasajero, porque me di cuenta de que la tristeza es una emoción muy trivial, cuando en su lugar podía sentir admira­ción reverente.

‑El nuevo nagual te cuidará ‑dijo Emilito, llamando mi aten­ción otra vez sobre el comedor‑. Es tu último maestro, el que te llevará a la libertad. Tiene muchos nombres, uno por cada una de las diferentes facetas de brujería con las que está involu­crado. En lo que respecta a la brujería del infinito, se llama Dilas Grau. Algún día lo conocerás a él y a los demás. No pudiste hacerlo el día que estuviste en el pasillo izquierdo con Nélida ni lo puedes hacer ahora, aquí conmigo. Pero pronto pasarás al otro lado. Te están esperando.

Un anhelo indefinible se apoderó de mí. Quería escurrirme al otro cuarto a través de ese agujero de observación, para estar con ellos. Había armonía y afecto ahí. Y me estaban esperando.

FIN

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