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martes, 1 de junio de 2010

ARDE, BRUJA, ARDE

ARDE, BRUJA,
ARDE
Abraham Merritt

INTRODUCCIÓN
Soy médico especialista en neurología y enfermedades mentales. Mis actividades se
desenvuelven singularmente en el campo de la psicología anormal, donde gozo de gran
prestigio. Tengo clínica en dos de los principales hospitales de Nueva York, y he recibido
grandes honores, tanto en mi país como en el extranjero. Dejo esto sentado, aun a riesgo de
que se me identifique, no por vanagloria, sino porque quiero demostrar mi competencia
para observar y analizar desde un punto de vista científico los extraños sucesos que van a
ser objeto de mi relato.
Digo que me arriesgo a la identificación, porque no me llamo Lowell. Es un
seudónimo, como lo son todos los nombres que aplico a los personales de mi narración, en
el transcurso de la cual aparecerá con creciente claridad el motivo que tengo para ocultar
los verdaderos.
Pero he considerado un deber ineludible seleccionar, poner en limpio y ordenar de
una manera lógica los datos y observaciones que conservo revueltos en una carpeta de mi
biblioteca, con el titulo de “Los Muñecos de Madame Mandilip” y darlos a conocer. Claro
que podía hacerlo a manera de informe dirigido a una de las sociedades médicas a que
pertenezco; pero estoy demasiado seguro de la rechifla con que se acogería mi escrito y del
recelo, la lástima y quizás el desprecio con que me mirarían en adelante mis colegas,
viendo que yo pretendía establecer un orden de causas y efectos tan contrario a la noción
que de éstos se tiene como Incontrovertible.
Pero, aun considerándome un medico ortodoxo como el que más, no puedo dejar de
preguntarme si, en realidad, no hay otras causas que las que admitimos fuerzas y energías
que nos obstinamos en negar porque no hallamos en los estrechos límites de nuestro
conocimiento nada que nos las explique, energías cuya realidad está reconocida en el
folklore, en las antiguas tradiciones de todos los pueblos, y a las que, para justificar
nuestra ignorancia, motejamos de mitos o supersticiones.
Una sabiduría, una ciencia de antigüedad incalculable, nacida antes que la historia,
pero nunca muerta ni del todo perdida; una ciencia oculta, pero siempre con sus
sacerdotes y sacerdotisas encargados de guardar su llama sagrada, que se conserva de
siglo en siglo; la llama de la ciencia prohibida... que ardió en Egipto antes de construirse
las pirámides, en los templos derruidos más allá de los arenales de Gobi; conocida de los
hijos de Adán. a quienes, al decir de los árabes, Alá convirtió en piedras por sus
hechicerías, muchos años antes de que Abraham pasase por las calles de Ur de los caldeos;
conocida en China, y conocida del lama tibetano, de los buriates de las estepas siberianas y
de los brujos del Pacífico.
Llama secreta la ciencia satánica, recóndita en las sombras.

CAPÍTULO PRIMERO
UNA MUERTE MISTERIOSA
Oí dar la una mientras subía la escalinata del hospital. Ordinariamente ya estaba
durmiendo a tales horas de la noche, pero tenía un caso que me interesaba, y Braile, mi
auxiliar, me avisó por teléfono que acababa de producirse cierta alteración, y yo deseaba
observarla personalmente. Era una clara noche de noviembre y me detuve un momento en
lo alto de la escalinata a mirar el resplandor de las estrellas. En esto, vi que un automóvil
se paraba ante la puerta.
Permanecí inmóvil, intrigado ante la posibilidad de una visita a hora tan
intempestiva, y he aquí que vi salir a un hombre, que después de mirar recelosamente a un
uno y a otro lado de la calle, abrió la portezuela. Entonces bajó otro hombre y vi que los
dos se volvían al coche y braceaban en su interior. Por fin se irguieron y entonces advertí
que sostenían en sus brazos a un tercero y echaban a andar con él, no ayudándole, sino
transportándolo. La cabeza le caía sobre el pecho y los miembros le colgaban inertes.
Otro individuo salió del coche.
Lo reconocí. Era Julián Ricori, un célebre jefe de los bajos fondos, uno de los ya
acabados productos de la ley seca, un terrible contrabandista, Varias veces me lo habían
señalado, pero también lo hubiera reconocido por haber visto con frecuencia su retrato en
los periódicos. Enjuto de carnes, alto, con los cabellos plateados, siempre intachablemente
vestido, por su porte externo más bien parecía un tipo acomodado que un dirigente de
actividades como aquellas de que le acusaban.
No se percataron de mi presencia, porque estaba en la sombra; pero apenas me dejé
ver, los dos hombres cargados se detuvieron como sabuesos que sorprenden la caza, y
hundieron la mano que les quedaba libre en el bolsillo de la chaqueta. En aquel
movimiento había una amenaza, por lo que me apresuré a gritar
—Soy el doctor Lowell, médico del hospital Sigan.
No me contestaron. Ni apartaron de mí la vista ni se movieron. Ricori se les adelantó,
con las manos también en los bolsillos. Después de mirarme, se volvió a los otros,
haciéndoles una seña. y noté que la actitud de alerta se relajaba.
—Le conozco, doctor —dijo afablemente en inglés pintoresco— Pero se ha puesto
usted en un serio peligro. Si me permite darle un consejo, no se presente tan de improviso
cuando se le acerquen hombres a quienes no conoce, y menos de noche y en esta ciudad.
—Pero yo le he conocido en seguida, señor Ricori.
—Entonces —replicó el otro sonriendo ligeramente— su indiscreción es doble y mi
consejo mucho más pertinente.
Siguió un momento de embarazoso silencio, que rompió él mismo.
—Siendo quien soy, comprenderá que estaré mejor dentro que fuera.
Abrí las puertas. Los dos hombres pasaron con su carga, siguiéndoles Ricori y yo. Ya
dentro me dejé llevar por mis inclinaciones profesionales y me acerqué al hombre que
transportaban los otros dos. Estos dirigieron una rápida a Ricori, que asintió con la cabeza.

Yo levanté la del paciente.
Sentí un ligero estremecimiento. Aquel hombre tenia los ojos muy abiertos. No
estaba muerto ni en estado de inconsciencia, pero había en su cara la más extraordinaria
expresión de terror que yo había visto en mi larga experiencia de casos de cordura, de
insania y rayanos en la locura. Producían al propio tiempo un horror desconcertante.
Aquellos ojos, azules y con las pupilas muy distendidas, parecían signos de admiración
puestos a los sentimientos reflejados en aquel semblante. Me miraban, y a través de mí
miraban más allá Y, no obstante, parecía que miraban hacia dentro, como si la visión
delirante que percibían estuviese dentro y fuera de ellos.
—¡Exactamente! —dijo Ricori, que me estaba observando con fijeza — Eso es lo que
yo me pregunto, doctor Lowell. ¿Qué ha visto mi amigo, o qué le han dado, que lo ha
puesto en tal estado? Ardo en deseos de saberlo. Estoy dispuesto a gastar todo el dinero
que sea necesario para ponerlo en claro. Deseo que se cure, sí; pero he de serle franco,
doctor. Daría mi último céntimo por tener la seguridad de que quien ha hecho esto con él
no hará lo mismo conmigo, de que no podrían hacer de mí lo que de él han hecho, de que
no podrán hacer que yo vea lo que él ve, ni hacer que yo sienta lo que él siente.
Obedeciendo a una señal mía, se acercaron los enfermeros y colocaron al paciente en
una camilla. Y al aparecer entonces en escena el medico residente, Ricori me tocó la
espalda y me dijo.
—Sé muchas cosas de usted, doctor Lowell, y me gustaría que se encargase personal
y exclusivamente de este caso.
Dudé en contestar, pero él insistió, muy resuelto
—¿No puede dejar todo lo demás, para dedicar a esto su tiempo? Llame a quienes
quiera para celebrar las consultas que crea convenientes... sin pensar en gastos...
—Un momento, señor Ricori —le atajé— Tengo enfermos que no puedo abandonar.
Dedicaré a éste todo el tiempo de que disponga, y lo mismo hará mi ayudante, el doctor
Braile. Su amigo estará aquí incesantemente observado por gente de mi completa
confianza. ¿Quiere usted que me encargue del caso en estas condiciones?
Accedió él, aunque pude ver que no del todo satisfecho. Hice conducir al enfermo a
un cuarto de preferencia, completamente aislado y procedí a registrar su ingreso con las
debidas formalidades. Ricori me dio el nombre del paciente, Tomás Peters, asegurándome
que no le conocía parientes cercanos y que, como amigo más intimo, tomaba sobre sí toda
la responsabilidad; y esto diciendo, sacó un grueso fajo de billetes y apartando uno de mil
dólares lo dejó sobre la mesa “para los primeros gastos”.
Le pregunté si deseaba estar presente en mi reconocimiento, a lo que contestó que le
gustaría. Habló a sus dos hombres, que fueron a situarse a las puertas de la calle, para
hacer la guardia, mientras nosotros nos encaminábamos al cuarto del enfermo. Los
practicantes lo habían desnudado y yacía sobre la mesa plegable, cubierto con una sábana.
Braile, a quien había mandado a buscar, estaba inclinado sobre Peters, mirándole fijamente
la cara y visiblemente interesado. Vi con satisfacción que la enfermera Walters, joven de
extraordinario talento y mucha conciencia, nos había sido destinada. Braile me miró y dijo.
—Sin duda, alguna droga heroica.
—Podría ser —le contesté—; pero en todo caso, la desconozco. Mire esos ojos...
Cerré los párpados de Peters, mas, apenas aparté los dedos, empezaron a abrirse
lentamente hasta que lo estuvieron por completo. Varias veces traté de cerrarlos, pero
otras tantas se abrieron, siempre con el mismo terror, con la misma horrenda expresión.
Empecé el reconocimiento. Todo el cuerpo estaba relajado y fláccido, musculatura y
articulaciones. Tan aflojado lo encontré todo, que pensé sonriendo que parecía un pelele.
Diríase que cada músculo y cada nervio estaba privado de su función, y eso que no
aparecía el menor síntoma de parálisis. El cuerpo no respondía a ningún estímulo
sensorial, aunque recurrí a los más enérgicos procedimientos. Lo único que obtuve fue una
mayor dilatación de las pupilas, acercando una luz intensa.
Hoskins, el patólogo, entró a sacarle sangre para su análisis. Cuando él se hubo
marchado con la que creyó necesaria, procedí a un minucioso examen del cuerpo. No
encontré la menor señal de herida, pinchazo, rasguño ni contusión. Peters era peludo y
con permiso de Ricori ordené que le hiciesen una completa rasura de pecho, espalda,
piernas y hasta de cabeza. No hallé nada que Indicase la inyección de una substancia por
vía hipodérmica. Tenía yo el estómago vacío y tomé muestras de los órganos excretorios,
incluyendo la piel. Examiné las membranas de la nariz y de la garganta, que me
parecieron sanas y en estado normal; no obstante, hice analizarlas. La presión arterial era
baja, la temperatura un poco menos que la normal; pero esto nada significaba. Le di una
inyección de adrenalina, que no produjo la menor reacción, y esto si que podía significar
mucho.
—¡Pobre diablo! —me dije— Voy a ver si te arranco de esa pesadilla, de un modo u
otro.
Le inyecté una dosis mínima de morfina, pero obtuve el mismo efecto que si le
hubiera inyectado agua, y repetí con la mayor dosis a que me atreví. Sus ojos continuaron
abiertos, sin que se alterase su expresión de horror. El pulso y la respiración no sufrieron el
menor cambio.
Ricori observó todas mis manipulaciones con intensa curiosidad. Por el momento no
se podía hacer más y así se lo advertí.
—No puedo hacer nada más mientras no reciba los informes del resultado de los
diversos análisis. Francamente, no sé por donde navego. No conozco ninguna enfermedad
ni ningún tóxico que produzca estos síntomas.
—¿Pero no hablaba el doctor Braile de una droga heroica?
—Mera suposición, se apresuró a intervenir Braile. Como el doctor Lowell, tampoco
sé de ninguna droga heroica que produzca estos resultados.
Ricori contempló el rostro de Peters y se estremeció.
—Ahora —le dije— he de hacerle algunas preguntas. ¿Ha estado enfermo su amigo?
En este caso, ¿se ha puesto bajo tratamiento médico? Si no ha estado enfermo de algún
tiempo acá, ¿ha experimentado alguna molestia? ¿No ha notado usted algo anormal en su
manera de proceder?
—A todas sus preguntas he de contestar negativamente. Durante la semana pasada,
Peters ha estado en estrecha relación conmigo; puedo decir que apenas nos separábamos.
Y nunca se ha quejado de nada. Esta noche estuvimos cenando en mi piso, una cena ligera
y tardía, y se mostraba muy animado y contento. En mitad de la conversación dejó una
palabra sin terminar se volvió ligeramente, como para escuchar algo, y entonces se cayó de
la silla. Cuando fui en su auxilio, lo encontré como usted lo ve ahora. Eran precisamente
las doce y media. En seguida lo traje aquí.
—Bueno —dije yo—, al menos esto nos da exactamente el tiempo de duración del
ataque. No hace falta que se quede usted aquí, señor Ricori, a no ser que así lo desee.
Durante un rato se estuvo mirando las manos, refregándose sus pulidas uñas.
—Doctor Lowell —dijo al fin—, si este hombre muere sin que usted descubra la
causa de su muerte, pagaré a usted sus honorarios de rigor y al hospital los gastos de
hospedaje que establezca el reglamento y nada más. Si muere y hace usted el
descubrimiento después de su muerte, daré cien mil dólares para la obra de caridad que
usted me diga; pero si lo hace antes que muera y lo salva, le daré a usted la misma
cantidad.
Nos lo quedamos mirando con extrañeza, pero luego, al comprender el significado
de tan peregrino ofrecimiento, apenas pude refrenar un sentimiento de cólera.
—Ricori —le dije—, usted y yo vivimos en mundos diferentes; por tanto, no le
sorprenda que le conteste cortésmente, a pesar de lo difícil que la cortesía resulta ante sus
insensatas proposiciones. Haré cuando esté a mi alcance por descubrir lo que le pasa a su
amigo y por curarlo. Lo haría aunque él y usted fuesen pobres. Me interesa el caso
únicamente como problema que viene a desafiar mis conocimientos profesionales. Pero no
me interesa en lo más mínimo ni usted, ni su dinero ni su oferta. Considérela como
definitivamente rechazada. ¿Lo comprende usted bien?
No manifestó el menor resentimiento.
—Lo comprendo tanto como sigo deseando que usted y sólo usted se encargue de
este caso —me dijo.
—Perfectamente. Dígame ahora donde podré avisarlo si considero urgente su
presencia.
—Con su permiso —contesto—, me gustaría que... bueno, que unos representantes
míos permanecieran en este cuarto todo el tiempo. Se quedarán dos, y si usted me
necesita, no tiene mas que avisarles, y en seguida me tendrá aquí.
Esto me hizo sonreír, pero él permaneció serio.
—Me ha recordado usted —prosiguió— que los dos vivíamos en mundos diferentes.
Si usted toma sus precauciones para vivir tranquilo en su mundo, yo también ordeno mi
vida para evitar cuanto me es posible los peligros que la envuelven. Nunca se me ocurriría
tener la pretensión de aconsejarle cómo se ha de mover entre los peligros de su
laboratorio, doctor Lowell. Los míos son mucho peores, y me guardo de ellos lo mejor que
puedo.
Era aquella una petición muy rara, pero ya en aquel momento me tenía Ricori
ganada la simpatía y comprendí perfectamente su punto de vista. El lo vio y aprovechó la
ventaja para insistir.
—Mis hombres no estorbarán —dijo—. No se meterán para nada en sus asuntos, y si
lo que sospecho resulta verdad, serán una protección para usted y para sus auxiliares,
pero tanto ellos como los que vengan a relevarlos, han de estar en el cuarto noche y día. Si
se traslada a Peters, deben acompañarlo, no importa a dónde lo lleven.
—Yo lo arreglaré —dije. Y a petición suya, mandé a un practicante a la puerta de
calle. Pronto volvió con uno de los hombres que Ricori dejó de centinela. Ricori le dijo algo
al oído, y el hombre salió. Al poco rato subieron otros dos hombres. Entretanto había dado
yo una explicación de lo extraordinario del caso al médico residente y al conserje,
obteniendo el necesario permiso para la permanencia de aquellos hombres.
Los dos vestían con pulcritud y se mantenían en una actitud de alerta, acentuada en
la presión de sus labios y en la maldad de su mirada. Uno de ellos se volvió a mirar a
Peters.
—¡Cristo! —murmuró.
Estaba la habitación en un ángulo del edificio y tenia dos ventanas, una a la calle
estrecha y otra al paseo. Fuera de estas, no había otra comunicación con el exterior más
que la puerta de la sala, pues el cuarto de baño contiguo estaba cerrado y no tenía ventana.
Ricori y sus dos hombres lo inspeccionaron todo minuciosamente, evitando, según noté,
pasar junto a las ventanas. Me preguntó si la habitación podía quedar un momento a
oscuras, a lo que contesté afirmativamente, con mucho interés. Y cuando se apagaron las
luces, los tres se acercaron a las ventanas, las abrieron y examinaron cuidadosamente los
seis pisos que las separaban del pavimento por ambas calles. Por el lado del paseo no
había más que un espacio libre, más allá del parque. Frente al otro lado se levantaba una
iglesia.
—Por este lado habéis de vigilar —oí decir a Ricori, que señalaba a la iglesia.
—Ya puede dar la luz, doctor.
Dio unos pasos hacia la puerta y se volvió.
—Tengo muchos enemigos, doctor Lowell. Peters era mi brazo derecho. Si esto es
obra de mis enemigos, no dudo que lo han hecho para debilitarme o porque no han tenido
la oportunidad de dar el golpe contra mí. Miro a Peters y por primera vez en mi vida, yo,
Ricori, tengo miedo. No quisiera ser la segunda víctima, no quisiera... ¡ver el infierno!
Le contesté con un gruñido de asentimiento. Acababa de expresar fielmente lo que yo
sentía y no osaba formular con palabras.
Iba a abrir la puerta y se detuvo vacilando.
—Otra cosa. Si alguien pregunta por teléfono cómo sigue Peters, deje que conteste
uno de estos hombres o quien los releve. Si alguien viene personalmente a preguntar,
permita que suba; pero si son dos o más, no permita que suba más que uno cada vez. Si se
presentan alegando parentesco con el paciente, deje que estos los reciban y les pregunten.
Me estrechó la mano y abrió la puerta. En el umbral le esperaban dos de sus
hombres, que lo acompañaron contoneándose, uno delante y otro detrás de él. Mientras se
alejaba, vi que se santiguaba con energía.
Cerré la puerta y volví al lado de Peters, y confieso que si yo hubiese tenido
sentimientos religiosos, también hubiera hecho la señal de la cruz.
La expresión de su rostro había cambiado. Ya no miraba de aquella manera tan
horrorosa, pero aún parecía fijar la vista detrás de mí y dentro de sí mismo, como ante la
presencia de algo maligno, tan maligno y depravado, que no pude menos que volverme
para ver el feo espectáculo que se ofrecía a mi espalda.
No vi nada. Uno de los pistoleros de Ricori permanecía sentado en un ángulo, junto a
la ventana, vigilando desde la sombra el tejado de la iglesia vecina; el otro estaba sentado a
la puerta, como un estúpido.
Al otro lado de la cama estaban Braile y la enfermera Walters, con la vista fija en la
más horrenda fascinación del rostro de Peters. Y entonces vi que Braile volvía la cabeza y
pasaba una mirada por la habitación, como yo acababa de hacer.
De pronto, los ojos de Peters parecieron enfocarse en algo, como si se fijara en
nosotros tres, como si se diera cuenta de la habitación. Y brillaron con un gozo impío, pero
no un gozo pervertido e insano, sino diabólico. Era la mirada de un demonio desterrado
durante mucho tiempo de su amado infierno, en el momento de permitírsele volver.
¿O parecía el gozo de un demonio desencadenado y arrojado fuera del infierno para
hacer presa de quien quisiera?
Bien sé lo fantásticas y lo completamente anticientíficas que son semejantes
comparaciones, pero no me es posible describir de otra manera aquel extraño cambio.
Entonces, con la rapidez con que se cierra una cámara oscura al oprimir el
disparador, se desvaneció la expresión para dar lugar a la de horroroso espanto de antes.
Di un suspiro de alivio. como si me viese libre de la presencia de algún mal. La enfermera
temblaba. Braile preguntó con esforzada voz:
—Qué, otra inyección?
—No —le dije—, prefiero, que observe usted el curso de esto, sin poner obstáculos,
sea cual sea. Voy abajo, al laboratorio. No lo pierda de vista hasta que vuelva.
Al entrar en el laboratorio, Hoskins levantó la cabeza y me dijo.
—Por ahora no encuentro nada. ¡Una salud envidiable, caramba! Por supuesto que
no llevo realizados sino los exámenes más simples.
Asentí en silencio, con el desagradable presentimiento de que los exámenes que
faltaban serían igualmente infructuosos. Y estaba más confuso de lo que hubiera querido
manifestar por aquellas alternativas de miedo infernal, visión infernal y de gozo infernal,
producidas en el rostro y en los ojos de Peters. Aquel caso me inquietaba, me causaba una
impresión semejante a la de una pesadilla en que yo hubiese de abrir una puerta y no sólo
me faltara la llave, sino que no encontrase el ojo de la cerradura. Sabiendo que el
concentrarme en el trabajo del microscopio con frecuencia me permite pensar con más
libertad sobre ciertos problemas, tomé unas cuantas embarraduras de sangre de Peters y
me puse a examinarlas, no porque esperase encontrar nada, sino para calmar en cierta
manera mi ansiedad.
Examinaba el cuarto portaobjetos cuando, de pronto, me sorprendí observando lo
increíble. Al mover con la mayor indiferencia el portaobjetos, un corpúsculo blanco se
deslizó hacia el campo de luz. Sólo un corpúsculo blanco, pero dentro del cual una
chispita de fosforescencia brillaba como una lamparita.
—Al principio creí que sería cierto efecto de la luz, pero la manipulación de la luz no
cambió la chispa. Me froté los ojos y volví a mirar.
Llamé a Hoskins.
—Dígame si ve usted algo de particular aquí.
Acercó un ojo al microscopio y al cabo de un momento se agitó, removiendo la luz
como yo había hecho.
—¿Qué ve usted, Hoskins?
Me contestó sin apartar los ojos de la lente
—Un leucocito dentro del cual hay un globo fosforescente. Su brillo no disminuye ni
aumenta cuando le proyecto toda la luz o se la quito. El corpúsculo es perfectamente
normal, salvo en lo de esa esfera ingerida.
—Todo lo cual es inadmisible— dije yo.
—De acuerdo —convino él—. Pero ahí está eso!
Trasladé el portaobjetos a un micromanipulador, con la esperanza de aislar el
corpúsculo, y lo toqué con la punta de la aguja vítrea. Pero en el momento del contacto, el
corpúsculo pareció arder. E1 globo fosforescente pareció desvanecerse y por la porción
visible del portaobjetos corrió como un microscópico relámpago de una noche de verano.
Y eso fue todo. La fosforescencia había desaparecido.
Preparamos y examinamos otros vidrios, y en dos de ellos volvimos a ver el brillante
foco, y cada vez con idénticos resultados el incendio del corpúsculo y el extraño centelleo
que se apaga para no dejar nada.
Llamaron al teléfono y Hoskins fue a contestar.
—Es Braile. Dice que vaya inmediatamente.
—Siga buscando, Hoskins —le dije mientras me precipitaba al cuarto de Peters.
Encontré a la enfermera Walters, blanca como la cal y con los ojos cerrados, de
espaldas a la cama. Braile se inclinaba sobre él paciente aplicándole el estetoscopio al
corazón. Miré a Peters y me quede paralizado, como si me sobrecogiera un pánico loco
que me helase las venas. En su rostro se veía aquella mirada de expectación diabólica, pero
mucho más intensa, y precisamente al mirar yo se cambió por aquella expresión de gozo
satánico, también más profundo. Pero no duró tampoco. Volvió a revelar la fea
expectación, que fue sustituida pronto por la perversa alegría. Las dos expresiones
alternaban rápidamente. Relampagueaban sobre el rostro de Peters como el centelleo de
las lucecitas en los glóbulos de su sangre.
Braile me habló moviendo apenas sus labios apretados.
—¡El corazón se paró hace tres minutos! Debía estar muerto, pero... escuche...
El cuerpo de Peters se encogió y se estiró, y un sonido salió de sus labios, parecido a
una risa entre dientes, sorda, pero muy penetrante, inhumana la risa sarcástica de un
demonio. El pistolero que estaba junto a la ventana dio un brinco y tiró la silla con
estruendo. La risa se cortó en seco y el cadáver de Peters se quedó aplomado.
Oí que abrían la puerta y la voz de Ricori preguntando.
—¿Cómo sigue el enfermo, doctor Lowell? No podía dormir...
Vio el rostro de Peters.
—¡Madre de Cristo! —exclamó, y cayó de rodillas.
Lo vi vagamente, pues no podía apartar mis ojos de la cara de Peters, que era la de
un espíritu del mal, en una mueca de triunfo de sus instintos malignos, la cara de un
demonio sacada del infierno de algún pintor loco de la Edad Media. Los ojos azules, llenos
ahora de malicia, miraban fijamente a Ricori.
Ante mi vista, las manos del muerto se movieron poco a poco, los brazos se fueron
levantando sobre los codos, los dedos se engarfiaron, la cabeza se movió bajo la sábana...
Y de pronto me pareció salir de una pesadilla. Por primera vez en el espacio de unas
horas veía algo que podía explicarme. Era aquello el rigor mortis, la rigidez de la muerte,
pero producida con una prontitud y una rapidez nunca vistas.
Me incliné, cerré los ojos y tapé aquel rostro espantoso.
Mire a Ricori. Aún seguía de rodillas santiguándose y rezando. Y a su lado, también
arrodillada y con un brazo apoyado en el hombro de Ricori estaba la enfermera Walters,
acompañándole en las oraciones.
En el silencio, un reloj anunció las cinco.

CAPÍTULO II
EL CUESTIONARIO
Ricori me sorprendió no poco cuando aceptó con grandes muestras de
agradecimiento la compañía que le ofrecí hasta su casa. Daba pena verlo. Respeté su
silencio. Los pistoleros se mantenían alerta y no desplegaron los labios durante todo el
camino. Yo no podía apartar de mí la visión del rostro de Peters.
Le di un fuerte sedativo y lo dejé durmiendo, con sus hombres de guardia, después
de decirle que me proponía hacer una autopsia completa.
Regresé en su mismo coche al hospital, y supe que habían trasladado al depósito el
cadáver de Peters. En menos de una hora, se había producido por completo el rigor mortis,
según me dijo Braile, muy sorprendido por la extraordinaria anticipación del fenómeno.
Hice los necesarios preparativos para la autopsia y me lleve a Braile a casa para
procurarnos unas horas de descanso. No es fácil describir el trastorno que me había
producido todo aquello; sólo diré que me sentí tan consolado de la compañía de Braile,
como él lo parecía de la mía.
Me desperté bajo los efectos de una pesadilla, aunque no tan opresora como la
realidad, y las dos serían cuando procedimos a la autopsia. Levanté con visible turbación
la sábana que cubría el cadáver de Peters y examiné su cara con asombro. Toda su
expresión diabólica había desaparecido. Estaba serena, tranquila, como la de un hombre
muerto en paz, sin agonía física o espiritual. Levanté su mano, floja, con la flaccidez de
todo el cuerpo, abandonado ya de la rigidez mortal.
Fue entonces cuando me convencí por primera vez de que me hallaba ante una causa
completamente nueva, o al menos desconocida, de muerte, ya fuese producida por agentes
microbianos o de otra especie.
Por regla general, el rigor no se produce sino de dieciséis a veinticuatro horas
después de la muerte, dependiendo de las condiciones del paciente antes de morir, como
temperatura y una docena de circunstancias. Normalmente desaparece desde las cuarenta
y ocho a las setenta y dos horas, según los casos. Generalmente, cuanto más pronto se
manifiesta antes desaparece, y viceversa. Los diabéticos pasan por la rigidez antes que los
otros. Una lesión violenta del cerebro, como un tiro, produce una más pronta rigidez. En el
caso presente, el rigor había empezado inmediatamente después de la muerte y debió de
terminar por completo en el sorprendente espacio de menos de cinco horas, ya que el
practicante examinó el cuerpo a las diez y creyó que todavía no se había iniciado la
rigidez, cuando lo cierto era que ya estaba consumado el fenómeno.
Los resultados de la autopsia pueden resumirse en dos asertos No aparecía motivo
fundado para que Peters no viviese, y ¡Peters había muerto!
Luego, cuando Hoskins redactó su informe, estos dos asertos quedaron
corroborados. No había razón para que Peters muriese. ¡Pero había muerto! Si las
fosforescencias enigmáticas que pudimos observar tenían alguna relación con su muerte,
no dejaron señales. Los órganos estaban en perfecto estado de funcionamiento, como todo
lo que pudo ser objeto de examen; todo acusaba una salud extraordinaria. Hoskins ya no
logró ver ni un corpúsculo lucífero de aquellos que yo descubrí, cuando lo deje.
Aquella misma noche redacté una circular, describiendo brevemente los síntomas
observados en el caso de Peters, sin hacer hincapié en los cambios de expresión, pero si
refiriéndome con cautela a unas muecas insólitas y a una cara de intenso miedo. Con la
ayuda de Braile, preparé los sobres y las envié por correo a todos los doctores de Nueva
York. Personalmente me encargue de hacer una investigación con el mismo objeto entre
los hospitales y clínicas. Preguntaba a los médicos si habían tratado algún enfermo con
síntomas parecidos, y en caso afirmativo les pedía datos, nombres, señas, ocupaciones y
toda clase de particularidades, todo con carácter, por supuesto, de confidencia profesional.
Contaba con que mi reputación científica daría al cuestionario el tono de seriedad
suficiente para desvanecer toda sospecha de que hubiera sido formulado por mera
curiosidad o con motivos no basados en la ética más estricta.
Recibí en contestación siete cartas y la visita personal de uno de los firmantes. Todas
las cartas, a excepción de una, se ajustaban a mis preguntas en términos más o menos
técnicos y denunciaban la tendencia conservadora de la ciencia médica, y no podía
ponerse en duda después de leerlas de que, en los seis últimos meses, siete personas de
diversas características y condiciones de vida habían muerto como Peters.
Cronológicamente, relacioné los casos de esta manera:
Mayo, 25 Ruth Bailey, solterona, cincuenta años; situación holgada, buena relación
social e inmejorable reputación; caritativa y amante de la infancia. Junio, 20 Patrick
McIlraine, albañil; mujer y dos hijos. Agosto, 1 Anita Green; de once años; padres de
modestos recursos y bien educada. Agosto, 15; Eduardo Standish; acróbata; treinta años;
mujer y tres hijos. Agosto, 30 Juan J. Marshall; banquero; sesenta años; miembro de la
"Protección a la Infancia". Septiembre, 10 Fineas Dimott, treinta y cinco años, gimnasta;
mujer y un niño pequeño. Octubre, 12 Hortensia Darnley, treinta años, sin ocupación.
A excepción de dos, todos vivían en puntos muy distantes de la ciudad.
Todas las cartas llamaban la atención sobre la presentación inmediata del rigor
mortis y la rapidez con que pasó el fenómeno; todas hacían constar que la muerte
sobrevino al cabo de cinco horas de iniciarse el ataque, aproximadamente. cinco de ellas se
referían a los cambios de expresión que tan profundamente me habían turbado, y en los
términos cohibidos con que lo describían se adivinaba la espantosa impresión producida
en el remitente.
"Los ojos de la enferma permanecían obstinadamente abiertos", advertía el médico de
la solterona Baíley. “Miraban, pero sin dar señales de ver los objetos que tenían delante, ni
permitir calcular ni permitir calcular su fijeza en un punto determinado. Expresión del
terror más intenso, que produce una angustia mortal en el observador, la cual aumenta
una vez sobrevenida la muerte. El rigor mortis efectuado y desvanecido en cinco horas."
El médico que auxilió a McIlraine, el albañil, nada tenía que decir acerca de los
fenómenos que precedieron a la muerte, pero escribía extensamente sobre la expresión del
enfermo después de muerto.
"Nada tenía de común —informaba— con la contracción muscular del llamado
"semblante hipocrático", ni había en él esa mirada vaga y esa boca torcida, llamada
vulgarmente la mueca de la muerte. Nada que recordase la agonía, al contrario diría que
era una expresión de extraordinaria malicia.”
El informe del doctor que asistió a Standish, el acróbata, aunque era superficial, decía
que después de morir el paciente con toda evidencia, se dejaron oír ruidos salidos de su
garganta. Pensé que si se trataba de las mismas diabólicas maquinaciones que pude
observar en Peters, no eran de admirar las reticencias con que a ellas se refería mi
corresponsal.
Conocía al doctor que asistió al banquete dogmático, seguro de sí mismo, pomposo,
el perfecto médico de la clase adinerada.
"No cabe duda alguna sobre la causa de su muerte —escribía—. Fue, ciertamente,
trombosis, un coágulo en alguna parte del cerebro. No doy ninguna importancia a las
muecas faciales, ni al tiempo en que se produjo el rigor. Ya sabe usted, mi querido Lowell
—añadía en tono protector—, que es un axioma en medicina legal que se puede probar
cuanto se quiera por el rigor mortis.
De buena gana le hubiera replicado que tan útil es la trombosis para disimular la
ignorancia de los médicos que han de diagnosticar en casos dudosos; pero seguramente no
se hubiera dado por aludido.
El informe de Dimott no hacía el menor comentario ni sobre muecas ni sobre sonidos.
Pero el médico que asistió a Anita se explicaba extensamente.
La muchacha —escribía— era hermosa. En apariencia no sufría dolor alguno, pero en
el acceso de la enfermedad me impresionó la intensidad con que se reflejaba el terror en su
mirada fija. Parecía aquello el despertar de una pesadilla, pues es indiscutible que
conservó la conciencia hasta la muerte. Ni una dosis letal de morfina, produjo la menor
alteración de este síntoma ni un notable efecto en las pulsaciones ni en la respiración. Mas
tarde desapareció la expresión terrorífica, dejando paso a otras emociones que no me
atrevo a describir en este informe, pero de las que le hablaré si usted quiere. El aspecto de
la muchacha después de muerta era desconcertante, pero le repito que preferiría decírselo
de palabra."
Acababa con una postdata redactada nerviosamente. Se veía que el hombre dudó
antes de escribirla y que cuando por fin se decidió, lo hizo obedeciendo al deseo de
descargar su conciencia y que cerró la carta y la mandó precipitadamente para no darse
tiempo a reflexionar más sobre aquello.
“Le he dicho que la muchacha se mantuvo en estado consciente hasta la muerte. Pero
lo que me preocupa es el convencimiento de que fue consciente aun después de la muerte
física. Quisiera hablarle."
Acepté con mucho gusto. No había osado poner aquella observación en mi
cuestionario, y si realmente se había presentado en todos los casos, como tengo para mi
que debió de ser, todos mis colegas, excepto el médico de Standish, me imitaron en aquella
muestra de mis tendencias conservadoras o de mi timidez. Llamé en seguida por teléfono
al médico de Anita. Lo noté trastornado. En todos los pormenores coincidía su caso con el
de Peters. Me repitió hasta la saciedad.
“¡La muchacha era hermosa y buena como un ángel y se convirtió en un demonio!"
Le prometí tenerlo al corriente de cualquier descubrimiento que lograse realizar, y
poco después de nuestra conversación recibí la visita del joven médico que atendió a
Hortensia Darnley. El doctor Y..., como lo llamaré, nada pudo añadir, en cuanto al aspecto
clínico, a lo que yo ya conocía, pero su relato fue el primer caso que nos acercó a la
solución del problema.
Tenía el despacho, según me dijo, en la misma casa en que vivía Hortensia Darnley.
Estuvo trabajando hasta muy tarde y a eso de las diez fue a llamarlo la doncella de aquella
mujer, una negrita. Encontró a la paciente echada en la cama y al momento le sorprendió
la expresión de terror en su cara y la extraordinaria flojedad de sus miembros. La describió
como una rubia de ojos azules "el tipo de la muñeca".
En la habitación había un hombre que al principio ocultó su nombre, diciendo
meramente que era un amigo. A primera vista, el doctor Y pensó que la mujer había sido
víctima de alguna violencia, pero el examen no reveló la menor lesión ni señal alguna de
malos tratos. Le dijo el "amigo" que estaban comiendo cuando la señorita Darnley cayó al
suelo, como sí de pronto se le hubieran reblandecido todos los huesos, y no les fue ya
posible arrancarle una sola palabra. La doncella confirmó aquello.
En la mesa estaban aún los platos a medio comer, y tanto el hombre como la criada
declararon que Hortensia estaba muy contenta y que no había mediado la menor
discusión. A regañadientes, el "amigo" confesó que el ataque empezó tres horas antes, pero
que, antes de avisar, procuraron remediarla ellos mismos con todos sus recursos,
decidiéndose a pedir los auxilios de la ciencia sólo cuando se presentó aquel cambio
intermitente de expresión a que me he referido en el caso de Peters.
A medida que el ataque iba en aumento, la doncella perdía la serenidad y,
sobrecogida de miedo, acabó por esconderse y no volver a dejarse ver. El hombre era más
fuerte y supo dominarse, permaneciendo al lado de la enferma hasta el final. Pero los
fenómenos que se presentaron después de la muerte, lo dejaron trastornado. También lo
estaba el doctor Y... Al afirmar este que habría de poner el caso en conocimiento de la
policía, el "amigo" renunció a su reserva, dijo llamarse James Martín. y advirtió que se
sometía a los resultados de la autopsia. Tenía sus razones para mostrarse franco. La
Darnley era su querida y ya tenía bastante disgusto san que se le acusara de su muerte.
Se practicó la autopsia más escrupulosa, sin que se encontrase la menor señal de
enfermedad o de veneno, y Hortensia Darnley, salvo un ligero trastorno valvular, gozaba
de perfecta salud. El certificado de defunción rezaba que murió de enfermedad cardíaca,
pero el doctor Y... estaba plenamente convencido de que nada tuvo que ver e! corazón en
la causa de la muerte.
Estaba fuera de duda que Hortensia Darnley murió por idéntica causa o agente que
los otros. Pero la principal circunstancia para mí era que el domicilio de aquella mujer
estaba a un tiro de piedra del que Ricori me había dado como el de Peters. Además, si las
impresiones del doctor Y.., eran justas, Martin era de la misma ralea, lo que dejaba
concebir un nexo entre dos de los casos, prescindiendo de los otros. Esto me decidió a
llamar a Ricori para poner boca arriba ante él todas las cartas y recabar su ayuda si me era
posible.
Mis investigaciones duraron dos semanas y durante este tiempo se había creado una
cierta amistad entre nosotros. Ricori me interesaba por una parte extraordinariamente,
como un producto de las condiciones de nuestra vida moderna; por otra, me era
simpático, a pesar de su reputación. Era un hombre de notable cultura y de una
inteligencia superior, aunque divorciada en absoluto con la moral, sagaz y supersticioso.
En otros tiempos hubiera sido un condontiero, que hubiese puesto su talento y su espada
al servicio del mejor postor. Me estremecía al pensar en sus antecedentes, aunque los
ignoraba. Desde la muerte de Peters me visitaba con frecuencia y yo correspondía a su
amistad. En todas sus visitas le acompañaba aquel hombre de labios duros que estuvo de
centinela junto a la ventana del hospital, y que, como luego supe, se llamaba McCann. Era
el más leal guardián de Ricori y adicto en cuerpo y alma a su jefe de cabeza blanca.
También era un tipo interesante y pronto me demostró un gran afecto. Había sido vaquero
en Arizona y luego se hizo demasiado popular en la frontera mexicana, según me dijo.
—Cuente usted conmigo; doctor— me ofreció un día. Sé que usted es bueno con mi
amo, porque le quita de la cabeza muchas preocupaciones, y cuando vengo aquí puedo
sacar las manos del bolsillo. Si alguien se mete con "su ganado", no tiene mas que
decírmelo. Ya encontraré yo modo de ajustarle las cuentas, pidiendo un día de permiso.
Luego, como por hablar, me aseguró que podía hacer sonar un dólar, abriéndole seis
agujeros, a una distancia de cien pies.
No sé si lo dijo en serio o en broma, lo cierto es que Ricori no iba sin él a ninguna
parte, y me demostró lo mucho que había de querer el jefe a Peters cuando dejó a McCann
para guardarlo.
Fui, pues, a ver a Ricori y le invité a cenar aquella noche con Braile y conmigo, en mi
casa. Llegó a las siete y encargó al chofer que volviera a recogerlo a las diez. Nos sentamos
a la mesa, mientras McCann montaba la guardia en el vestíbulo, como de costumbre,
encogiendo el corazón de mis enfermeras nocturnas (pues tenia una clínica en unas
habitaciones anexas) con la idea de tener cerca un pistolero de carne y hueso que casi no
concebían más que en el cine.
Acabada la cena, despedí al criado y fui derecho al asunto. Hablé a Ricori de mi
cuestionario, diciéndole que, mediante aquello, había descubierto siete casos semejantes al
de Peters.
—Ya puede quitarse de la cabeza la idea de que la muerte de Peters tenga la menor
relación con usted, Ricori —le dije. Salvo una excepción probable, ninguna de las siete
personas afectadas pertenecen a lo que usted llama su mundo. Y aunque esta única
excepción entrara en la esfera de sus actividades, tampoco alteraría la absoluta certeza de
que no le afecta a usted para nada. ¿Conocía usted o ha oído hablar de una mujer llamada
Hortensia Darnley?
El interpelado movió la cabeza negativamente.
—Vivía casi frente a la dirección que me dio usted de Peters.
—Es que Peters no vivía en aquella dirección —replicó el otro, sonriendo como en
disculpa—. Piense que entonces no nos conocíamos tan bien como ahora.
Esta salida, justo es confesarlo, me desanimó un poco.
—Bueno —proseguí—, ¿conoce usted a un hombre llamado Martin?
—Sí, lo conozco —contestó—. Es decir, son varios los que conozco de ese apellido.
¿Sabe usted cómo se llama de apellido?
—James.
De nuevo movió la cabeza con el ceño fruncido.
—Tal vez lo conozca McCann —dijo por fin—. ¿Quiere usted llamarlo, doctor
Lowell?
—Toqué el timbre y al presentarse mi criado lo mandé a buscar a McCann.
—Oye, McCann —pregunto Ricori—, ¿conoces a Hortensia Darnley?
—Mucho —contestó McCann—. Una muñeca rubia... la muchacha de Martin. La sacó
del Vanities.
—¿La conocía Peters? —pregunté yo.
—¡Sí —afirmó McCann—, ya lo creo! Era amiga de Mollie; ya sabe usted la
hermanita de Peters. Mollie abandonó el Follies hace tres años y él conoció a Hortensia en
casa de Mollie. Tanto el como Hortensia estaban chiflados con la niña de Mollie. Así en lo
dijo él. Pero Tom nunca estaba contento con ella, si quieren saberlo.
Miré a Ricori con sorpresa recordando que me había dicho que Peters no tenía
parientes. Pero no por eso se desconcertó.
—¿Dónde está ahora Martin, McCann? —preguntó.
—En el Canadá, según mis últimas noticias —contestó McCann—. ¿Quiere que me
entere?
—Ya te lo diré luego —contestó Ricori.
McCann volvió al vestíbulo.
—¿Es Martin amigo o enemigo de usted? —pregunté.
—Ni una cosa ni otra —me contestó.
Permanecí un rato en silencio, dando vueltas a mi cabeza al informe de McCann. La
relación que yo buscaba en la proximidad de los domicilios de Peters y de la mujer, resultó
fallida; pero en cambio, McCann revelaba una estrecha e insospechada relación. Hortensia
Darnley murió el 12 de octubre. Peters el 10 de noviembre. ¿Cuándo habría visto éste a la
mujer por última vez? Si la misteriosa enfermedad se producía a causa de un organismo
desconocido, claro que nadie podría calcular con exactitud el período de incubación.
¿Había contagiado ella a Peters?
—Ricori —dije—, dos veces me he enterado esta noche de su falta de sinceridad
conmigo respecto a Peters. Se lo perdono porque sé que no volverá usted a hacerlo, y por
mi parte voy a mostrármele confiado hasta el punto de romper mi secreto profesional. Lea
usted estas cartas.
Le alargué las contestaciones a mis cuestionarios y las leyó en silencio. Cuando acabó
le conté todo lo que el doctor Y... me había referido sobre el caso de Darnley. Luego le
puse al corriente minuciosamente de las autopsias, sin callarme lo de los glóbulos
luminosos de la sangre de Peters.
Al escuchar esto palideció y se santiguó, murmurando:
—¡La Strega! ¡La bruja! ¡El fuego encantado!
—¡Déjese de tonterías! —le dije—. ¡Olvide sus estúpidas supersticiones! Lo que
necesito es su ayuda.
—¡Es usted un sabio ignorante! Hay ciertas cosas, doctor Lowell — empezó a decir,
acalorado. Pero se contuvo —¿Qué quiere usted de mí? —añadió.
Ante todo, examinemos detenidamente estos ocho casos Braile, ¿ha sacado usted algo
en limpio?
—Si —contestó mi colega— Creo que los ocho fueron asesinados.

CAPÍTULO III
LA MUERTE Y LA ENFERMERA WALTERS
Que Braile hubiera expresado el pensamiento que barrenaba mi cerebro sin una
prueba en que apoyar mi deseo de formularlo, me molestaba.
—Es usted más sagaz intuidor que yo, Sherlock Holmes —dije con acento sarcástico.
Y él se sonrojó, pero repitió, obstinado.
—¡Han sido asesinados.
—¡La strega! —murmuró Ricori. Le dirigí una mirada insultante.
—Eso es hablar por hablar, Braile. ¿Qué pruebas tiene?
—Usted se alejó de Peters durante dos horas, mientras que yo lo observé casi desde
el principio al fin. Examinándolo detenidamente, llegué al convencimiento de que todo su
mal radicaba en su mente, de que no era su cuerpo, sus nervios, su cerebro, lo que no
funcionaba, sino su voluntad. Pero tampoco esto es exacto. Explicaría el fenómeno
diciendo que su voluntad dejó de interesarse en el funcionamiento de su cuerpo, para
concentrarse toda en un deseo de matarlo.
—Lo que esta usted insinuando no es asesinato, es mas bien suicidio. Supongamos
que sea eso. Le advierto que apenas he visto morir a nadie por haber perdido la voluntad
de vivir.
—No quiero decir eso —interrumpió mi colega—, que es un estado pasivo, ¡Aquí se
trata de un caso activo...
—¡Por Dios, Braile! —exclamé yo, francamente impresionado—. No pretenderá usted
que los ocho que tuvieron la horrenda visión quisieron apartarse de ella al precio de su
vida, y no olvide que entre ellos hay una muchacha de once años.
—Yo no digo eso —replicó—. Estoy convencido de que en un principio no era esa la
propia voluntad de Peters, sino que la voluntad de otro se había apoderado de la suya,
atándola bien, sujetándola con su poderosos tentáculos. Una voluntad ajena, a la que él no
podía o no quería resistir, al menos a última hora.
—¡La maledetta strega! —murmuró de nuevo Ricori.
Dominé mi cólera y me senté a reflexionar. Al fin y al cabo, Braile me merecía todos
los respetos. Era demasiado hombre, demasiado equilibrado, para comprometer su crédito
científico diciendo un disparate sin fundamento.
—¿Tiene usted alguna idea sobre la manera como se llevaron a cabo estos asesinatos,
si de asesinatos se trata realmente? —le pregunté con toda cortesía.
—No tengo la menor idea —me contestó.
—Estudiemos en teoría el asesinato, Usted, Ricori, que tiene mas experiencia que
nosotros en cuanto a esto, escuche atentamente y olvide a su bruja —dije con toda crudeza
—. En todo asesinato hay tres factores esenciales el método, la oportunidad, y la causa
Vayamos por partes, En primer lugar, el método
"Una persona puede recibir la muerte por envenenamiento o por infección, mediante
tres conductos nariz (incluyendo los gases), boca, y piel. Hay otros dos o tres conductos.
Al padre de Hamlet, por ejemplo, lo envenenaron, según todos hemos leído, por los oídos,
aunque tengo mis dudas sobre el particular. Siguiendo la hipótesis del asesinato, creo que
podemos descartar lo que no sea boca, nariz y piel, y en cuanto a ésta, la entrada a la
sangre puede producirse por absorción y por penetración. ¿Había alguna prueba en la
piel, en las membranas de las vías respiratorias, en la garganta, en las vísceras, estómago,
sangre, nervios, cerebro u otra parte?
—Ya sabe usted que no —contestó.
Perfectamente. Entonces, salvo el problemático corpúsculo luminoso, no existe la
menor prueba de método. Por tanto, nos quedamos sin el primer factor en que basar una
teoría de asesinato. Examinemos el segundo la oportunidad.
—Tenemos una señora entretenida, una respetable solterona, un albañil, una
colegiala de once años, un banquero, un acróbata y un gimnasta. Me parece que ya no
puede darse una lista de personas más diferentes. Que nosotros sepamos, solo tienen
puntos de contacto los dos atletas de circo y Peters y la señora Darnley. ¿Cómo se explica
que quien estuvo en contacto con Peters, hasta el punto de tener oportunidad para
matarlo, se hallase en igualdad de circunstancias con la solterona? ¿Cómo se las arregló el
que mató al acróbata para matar al banquero? Y así puede preguntarse de los otros. Me
parece que salta a la vista la dificultad. Para administrar lo que fue causa de la muerte se
requirió sin duda un cierto grado de intimidad. ¿Está usted de acuerdo?
—En parte —concedió el otro.
—Si todos hubieran vivido en la misma vecindad podríamos suponer que estuvieron
al alcance del asesino hipotético. Pero no fue así.
—Perdone, doctor Lowell —interrumpió Ricori— pero supongamos que todos
tuviesen un interés común que los atrajese a su campo de acción.
—¿Como es posible que tuvieran un interés común personas de tan diferente
condición social y económica?
—En esos informes se deja barruntar un mismo interés, coincidiendo con lo que nos
ha dicho McCann.
—¿Que quiere decir, Ricori? ¿Sospecha lo que podría unirlos?
—La infancia —contestó— o, al menos, los niños.
—Braile asintió con un movimiento de cabeza.
—Ya lo había notado.
—Fíjese en los informes —siguió Ricori— La señorita Bailey se nos presenta como
persona caritativa y amante de los niños. Seguramente sus obras de caridad tomaban la
forma de protección y ayuda. Marshall, el banquero, se interesa por la asistencia social a la
infancia. El albañil, el acróbata y el gimnasta tenían hijos. Anita era una chiquilla. Peters y
Darnley estaban, al decir de McCann, chiflados con una niña.
—Pero —objeté yo—, si se trata de asesinatos, habrá de convenirse que fueron
ejecutados por una mano, y no es probable que los ocho se interesasen por una criatura,
por una misma niña o por un grupo de niños.
—Perfectamente —observó Braile—, pero todos podían interesarse por una cosa, por
un objeto determinado que consideraban provechoso o agradable para los niños a quien
cada uno quería. Y ese objeto determinado acaso no más podía obtenerse en un lugar
determinado. Si descubriésemos que esta suposición tiene fundamento, habríamos de
llevar las investigaciones a ese lugar.
—Realmente valdría la pena hacerlo. Pero me parece que la idea del interés común
abre dos caminos a nuestras investigaciones. Los domicilios de las víctimas podrían tener
algo que interesara por igual a un individuo. El asesino, por ejemplo. podía ser un
instalador de radios, o un lampista, un basurero, un electricista u otra cosa.
Braile se encogió de hombros. Ricori ni contestó y siguió sumido en sus
pensamientos, como si no me hubiera escuchado.
—Haga el favor de poner atención, Ricori —le dije— Hasta ahora tenemos esto El
procedimiento, si se trata de un asesinato, desconocido. En cuanto a la oportunidad para
ejecutarlo, hemos buscado alguna persona cuyos asuntos o profesión establecieran un
punto de contacto con cada uno de los ocho, a quien visitase o bien recibiese la visita de
ellos, y hallamos que el nexo puede ser un común interés por los niños. Vayamos ahora al
motivo. ¿Es la venganza, el lucro, el amor, el odio, los celos o la propia defensa? Ninguno
de estos motivos satisfacen, pues nos hallamos de nuevo con el obstáculo de las diferentes
condiciones de vida.
—¿Por que no relacionar entre las causas la complacencia, el apetito de la muerte? —
preguntó Braile con extraño acento. Ricori casi se levantó para mirarlo con sorprendente
curiosidad. Luego volvió a sentarse sin decir palabra, pero se le notaba pendiente de la
conversación.
—Estaba a punto de poner a discusión la manía homicida —advertí yo con cierta
tirantez.
—No es eso precisamente lo que quiero decir. Recuerde usted los versos de
Longfellow.
“Disparo un dardo que atraviesa el aire,
caerá en la tierra, pero no sé donde.”
Nunca se me ha ocurrido pensar que estos versos se refiriesen a un bajel enviado a
puerto desconocido de donde ha de volver con cargamento de marfil, pavos reales, monas
y piedras preciosas. Hay personas que no pueden asomarse a la ventana de un piso alto o
al terrado de un rascacielos sobre una calle transitada, sin desear tirar algo. Es para ellas
un placer pensar que herirán a alguien o romperán algo. Es el sentimiento del poder, es
como participar de la superioridad divina que esparce la peste sobre justos y pecadores,
indiferentemente. Longfellow debió de ser una de esas personas. En el fondo, deseaba
disparar un dardo de veras, para poder gozar pensando si caería en el ojo de alguna
persona, si se clavaría en algún corazón o haría blanco en un perro extraviado. Ampliemos
el supuesto. Concedamos a una de esas personas el poder y la oportunidad de dar la
muerte. Se oculta en la oscuridad, donde se siente a salvo, como un dios de la muerte. Sin
sentir acaso un odio especial contra nadie y sin malas intenciones, dispara sus flechas al
aire, como el arquero de Longfellow, sólo para divertirse.
—¿Y no llamaríamos a esa persona un maniático homicida? —pregunté secamente.
—No hace falta. Seria sencillamente un homicida impune. A lo mejor, ni siquiera
tendría conciencia de que obraba mal. Todos venimos a este mundo condenados a muerte,
aunque sin saber cuándo y cómo se ejecutará la sentencia. Pues bien; este matador
hipotético puede creer que obra con tanta naturalidad como la misma muerte. Los que
creen que en este mundo no se mueve la hoja del árbol, sino por la voluntad y el poder de
Dios, nunca se les ocurre pensar que éste sea un maniático homicida. Y no obstante, él
dispone las guerras, la peste, las enfermedades, las inundaciones y los terremotos que
perjudican por igual a los que creen y a los que no creen. Si usted cree que todo esta en
manos de lo que llamamos la Fatalidad, ¿se le ocurrirá decir que la Fatalidad es una
maníaca homicida?
—Su arquero hipotético —observé— dispara un dardo bastante fastidioso, Braile.
Esta discusión está adquiriendo un tono demasiado metafísico para un hombre de ciencia
experimental como yo. Ricori, no podemos llevar este asunto a la policía. Nos escucharían
amablemente y se nos reirían en las propias barbas, sin dejarnos acabar de hablar. Por otra
parte, si expongo cuanto pienso a las autoridades médicas, deplorarán la decadencia de
una mente que hasta ahora les ha parecido digna de respeto. En fin, tampoco creo
conveniente recurrir a una agencia particular de detectives para seguir las indagaciones.
—¿Que quiere usted que haga yo? —me preguntó.
—Usted posee extraordinarios recursos —le dije— deseo que indague usted respecto
a cada uno de los movimientos realizados por Peters y Hortensia Darnley durante los los
últimos meses. Y le agradecería que hiciese todo lo posible en el mismo sentido respecto a
los otros casos...
Vacilé.
—Quisiera que usted buscase el lugar adonde el amor a los niños conducía a cada
uno de esos desgraciados, pues aunque tengo mis razones para creer que ni usted ni Braile
poseen la más pequeña prueba en que basar sus sospechas, no puedo menos de confesar el
presentimiento que me embarga de que pueden estar en lo cierto.
—Progresa usted, doctor Lowell —dijo Ricori con toda seriedad—, y ahora le digo
que no tardará en admitir a pesar de los pesares la posibilidad de la bruja.
—Bastante humillación es para mi actual credulidad —repliqué— no negar eso
rotundamente.
Ricori se echó a reír y luego procedió a copiar nerviosamente los principales informes
de las contestaciones. Dieron las diez. McCann subió a avisar que esperaba el coche, y
acompañamos a Ricori hasta la puerta. Ya había salido el pistolero y nos despedíamos de
Ricori, cuando se me ocurrió preguntarle.
—¿Por dónde empezará usted? —Por la hermana de Peters.
—¿Ya sabe ella que Peters ha muerto?
—No —contestó de mala gana— Cree que está ausente. Salía con frecuencia y por
razones que ella comprende, no podían comunicarse los hermanos directamente. Mientras
él estaba ausente yo me cuidaba de darle noticias. No le he comunicado la muerte de
Peters porque lo quería entrañablemente y le hubiera ocasionado un disgusto mortal, y...
antes de un mes espera otra criatura.
—Sí sabrá que ha muerto Hortensia...
—No lo sé. Es probable. Aunque McCann seguramente no lo sabe.
—Pues no veo cómo va usted a poder ocultarle ahora la muerte de su hermano. Pero,
en fin, eso es cosa suya.
—Exacto —contestó, y siguió a McCann hasta el coche.
Apenas entramos Braile y yo a la biblioteca; sonó el teléfono. Braile fue a contestar.
Le oí maldecir y observé que la mano que sostenía el auricular, temblaba. Y dijo:
—¡Vamos al momento!
Colgó el aparato suavemente y se volvió a mí con cara desencajada.
—¡La enfermera Walkers está atacada de lo mismo!
Sentí una violenta sacudida en todos mis nervios. Como ya he dicho, Walkers era la
perfecta enfermera, y además una joven tan bondadosa como atractiva. Un tipo céltico de
pura cepa, cabello de un negro de ala de cuervo, ojos azules con pestañas admirablemente
largas, piel blanca como la leche y facciones encantadoras. Después de un momento de
silencio, dije:
—Bueno, Braile, ya ve usted de que sirve tanto razonar y basar teorías sobre el
asesinato. ¡De Darnley a Walters, pasando por Peters! No hay duda de que nos hallamos
ante una enfermedad infecciosa.
—¿Que no hay duda? —se revolvió él, ceñudo— Ya lo veremos. Yo no me apeo tan
fácilmente, y menos sabiendo como sé que Walters se gasta casi todo el dinero con una
sobrinita inválida que vive con ella... una niña de ocho años. Su caso entra plenamente en
el círculo que hemos convenido en aceptar como interés común.
—No obstante —repliqué, algo soliviantado—, pienso ordenar que se tomen todas
las precauciones contra una enfermedad contagiosa.
Cuando acabamos de ponernos el abrigo y el sombrero, ya esperaba mi coche. Sólo
dos manzanas separaban mi casa del hospital, pero no quise perder un momento. Ordené
que trasladasen a la enfermera Walters a un pabellón utilizado para clínica de
enfermedades sospechosas. Al examinarla, observé la misma relajación que había
encontrado en el caso de Peters. Pero pude notar que, a diferencia de él, sus ojos y su
rostro no expresaban tanto terror. Había en ellos horror y un gran disgusto, pero nada de
pánico. Me produjo la impresión de estar viendo dentro y fuera de sí misma. Mientras la
examinaba atentamente vi en sus ojos una chispa de reconocimiento y una petición de
auxilio. Miré a Braile y éste volvió la cabeza para significar que había observado lo mismo.
Procedí a estudiar su cuerpo, pulgada a pulgada. No descubrí otra señal más que un
lunar de color rosado en el empeine de su pie derecho. Un atento examen me hizo pensar
que se trataba de una lesión superficial, como una excoriación, o una quemadura por
fuego o por agua hirviente. En este caso, estaba curado del todo. La piel aparecía
perfectamente sana.
En todo lo demás, aquel caso se parecía al de Peters y a los otros. Le sobrevino el
colapso, según me dijo la enfermera, repentinamente, mientras se arreglaba para
marcharse. Una exclamación de Braile interrumpió mis indagaciones. Volví la cabeza a la
cama y vi que una mano de la Walters se levantaba lentamente, temblando, como si el
levantarla le costase un esfuerzo enorme de su voluntad. El índice señalaba algo, pero sin
fijeza, aunque, siguiendo la dirección que indicaba, se comprendía que era la señal del pie,
y por si había duda, la mirada de sus ojos se fijaba con el mismo tremendo esfuerzo en
aquel punto.
El esfuerzo debía de ser demasiado grande, porque la mano cayó pronto, como
rendida, y sus ojos volvieron a ser dos pozos de horror. Pero estaba claro que había
tratado de hacernos comprender algo que se relacionaba con aquella herida curada.
Pregunté a la enfermera si Walters había hablado con alguien sobre una lesión en el
pie. Me contestó que a ella nada le había dicho ni oyó hablar a nadie de ello. No obstante,
la enfermera Robbins, vivía en el mismo piso con Enriqueta y Diana, y al preguntar yo
quien era Diana, me dijo que así se llamaba la sobrinita de Walters. Me enteré de que
aquella noche, Robbins estaba fuera de casa, y di las debidas instrucciones para que se
pusiera al habla conmigo en cuanto regresase.
Ya Hoskins estaba tomando sangre para su análisis. Le encargué que concentrara
toda su atención en el examen microscópico y que me avisara inmediatamente si descubría
algún corpúsculo luminoso. Por casualidad se hallaban en el hospital los doctores Bartano,
un extranjero muy experimentado en enfermedades tropicales, y Somers, un especialista
frenópata, en quien tenía yo una gran confianza. Los llamé a consulta, sin decirles nada de
los casos anteriores, y mientras estaban examinando a la paciente, me comunicó por
teléfono Hoskins que había aislado uno de los corpúsculos brillantes. Rogué a mis dos
colegas que fuesen al laboratorio y me diesen su opinión sobre lo que Hoskins les
mostraría. Al cabo de un rato volvieron, manifestando cierto disgusto de decepcionados.
Me dieron que Hoskins les habló de un leucocito que contenía un núcleo fosforescente.
Los dos miraron el portapruebas sin lograr ver nada de aquello. Somers me aconsejó con
mucha seriedad que insistiese para que Hoskins se hiciera revisar la vista. Bartano, en tono
cáustico, me aseguró que le hubiera sorprendido tanto ver aquello, como encontrar una
sirena microscópica nadando en una arteria, Oyendo aquellas advertencias, comprendí lo
prudente que era mi reserva.
No sobrevinieron los esperados cambios en la expresión de la paciente. Persistía la de
horror y disgusto, que comentaron Bartano y Somers, como síntoma insólito, conviniendo
en que aquel estado se debía a alguna lesión cerebral o algo por el estilo, pero sin pensar
un momento en una infección microbiana, de estupefaciente o de veneno como causa, ya
que no había prueba alguna. Y reconociendo que se trataba de un caso muy interesante,
me rogaron, al despedirse, que les pusiera al corriente de su desarrollo o de cualquier
complicación que se presentase.
A las cuatro horas hubo un cambio de expresión, pero no el que esperaba. En la
mirada en las facciones de Walters no había más que disgusto, repugnancia. Un momento
me pareció ver un brillo diabólico en los ojos, pero se extinguió en seguida. Media hora
después nos pareció que los ojos nos miraban reconociéndonos, y al propio tiempo noté
que se le animaba el corazón. Hubiera dicho que una fuerte corriente se extendía por todo
su sistema nervioso.
Y entonces, sus párpados empezaron a abrirse y a cerrarse lentamente, como si le
costase un tremendo esfuerzo y tuviera un propósito. Cuatro veces subieron y bajaron,
luego hubo una pausa. Volvieron a abrirse y cerrarse los ojos otras nueve veces, y hubo
una nueva pausa, y después los abrió y cerró otra vez. Todo esto lo repitió dos veces.
—Trata de darnos a entender algo dijo Braile— ¿Pero qué será?
Nuevamente; sus luengas pestañas subieron y bajaron... cuatro veces... pausa... nueve
veces... pausa... una vez...
—Se muere —murmuró Braile.
Me arrodillé con el oído aplicado al estetoscopio... Su corazón latía más débil, cada
vez más débil... y se paró.
—¡Ha muerto! — dije, y me levanté. Los dos nos inclinamos sobre ella para recoger el
postrer espasmo, aquella horrible convulsión, lo que fuese.
Pero no se produjo nada de lo que esperábamos. En su rostro se pintaba aquella
repugnancia, aquella aversión, y nada más. Nada de muecas diabólicas ni el menor ruido
en su garganta. La carne de su blanco brazo empezó a endurecerse bajo mi mano.
La muerte misteriosa había eliminado de este mundo a la enfermera Walters. No
quedaba la menor duda respecto al particular. Pero, de una manera vaga e inexplicable,
estaba yo seguro de que la muerte no la había vencido...
Su cuerpo, sí. ¡Pero no su voluntad!

CAPÍTULO IV
LO QUE OCURRIÓ EN EL COCHE DE RICORI
Volví a casa con Braile en un estado de hondo abatimiento. No me sería posible
explicar los efectos que la serie de acontecimientos que son objeto de mi relato, produjeron
en mi mente desde el principio hasta el fin, y aún después del fin. Me parecía caminar a
tientas en las tinieblas de otro mundo, con los nervios en tensión, bajo la vigilancia de
agentes invisibles extraterrenos, en un esfuerzo de lo subconsciente por alcanzar el estado
de conciencia, llamando desesperadamente a la puerta de acceso de lo irreal a lo real y
avisando a mis facultades para que se mantuviesen alerta, siempre alerta. ¡Extrañas frases
para un médico positivista!
Braile estaba tan preocupado y afligido, que pensé si entre él y la muerta habría algo
más que un interés profesional. En todo caso no se me confió.
Cuando llegamos a casa, ya eran las cuatro. Insistí en que se quedara conmigo. Antes
de acostarme llamé al hospital, pero aún no tenían noticias de la enfermera Robbins.
Dormí pocas horas y muy mal.
Poco después de las nueve, Robbins me llamó al teléfono: la pobre estaba desolada.
Le rogué que viniese a mi despacho, y cuando llegó, Braile y yo le preguntamos sobre el
caso.
—Hace tres semanas —nos dijo— Enriqueta trajo a casa para Diana una muñeca
preciosísima. La niña estaba loca de alegría. Le pregunté a Enriqueta de dónde la había
sacado, y me dijo que de una tiendecilla de mala muerte, en un barrio bajo.
“—Job —me dijo— (me llamo Jobina), la dueña de aquella tienda es la mujer más
estrafalaria que he visto. Le tengo un poco de miedo, Job.
"No hice mucho caso. Además, no siempre era Enriqueta muy comunicativa, y me
pareció que sentía un poco haberme dicho aquello.
"Pero, después de lo pasado, pienso que Enriqueta se condujo en adelante de una
manera extraña. Al principio se mostró muy alegre y luego la vi... bueno, un poco
pensativa. Hará unos diez días, llegó a casa con un pie vendado. El pie derecho, sí. Me dijo
que había estado tomando el té con la mujer de quien había adquirido la muñeca de
Diana. La tetera se cayó y el té hirviente le escaldó el pie. La mujer le puso enseguida un
ungüento, y ya no le dolía.
"—Pero creo que será mejor ponerme una pomada que tengo —me dijo. Entonces se
quitó la media y empezó a deshacerse el vendaje. Yo me había metido en la cocina y me
llamó para que le examinara el pie.
“—Es raro —dijo— La escaldadura ha sido horrible, Job, y está ya del todo curada,
aún no hace una hora que llevo el ungüento.
"Le mire el pie. En la blancura del empeine resaltaba una manchita encarnada, pero
no había llaga, y le dije que el té no debía de estar muy caliente.
"—Estaba hirviendo, Job —me dijo—, y esperaba encontrarme con una ampolla.
"Estuvo un buen rato mirando al vendaje y al pie. El ungüento era azulado y tenía un
cierto brillo muy extraño. Nunca había visto cosa parecida. No, no percibí ningún olor.
Enriqueta acabó de quitarse el vendaje y dijo:
"—Job, tira esto al fuego.
“Tiré la venda al fuego. Recuerdo que ardió produciendo una extraña llama
vacilante. A decir verdad, no la vi arder. Unicamente se produjo una llama y desapareció
la venda Enriqueta, que lo vio, se tornó pálida y luego, mirándose el pie, dijo:
"—Nunca he visto una curación tan rápida. Esa mujer debe de ser una bruja.
"—¿Qué diablos estás diciendo, Enriqueta? —le pregunté.
"—¡Ah! Nada —me dijo—. Pero me gustaría abrir una herida en esa parte del píe e
introducir un antídoto contra las picaduras de serpientes.
"Luego se echó a reír, y pensé que estaba bromeando. Pero se lo pintó de yodo y se lo
volvió a vendar con una venda antiséptica. Al día siguiente, me despertó para decirme "—
Mira este pie. Ayer se me escaldó con un pote de té hirviente, y ahora ni siquiera está
tierno. A estas horas ya se me habría levantado la piel. ¡Job, he rogado a Dios que así
fuese!
"Y eso es todo, doctor Lowell. Ni ella volvió a hablarme de esto ni yo le pregunté. Me
pareció que lo había olvidado todo. Bueno, le pregunté dónde estaba la tienda y quién era
aquella mujer, pero no me contesto. No se por qué.
“Después de esto, nunca la vi tan contenta y despreocupada. Feliz, satisfecha... ¡Oh!
¡No sé por qué se ha muerto... no lo sé... no lo sé!".
Braile preguntóle:
—¿Le dice o le sugiere a usted algo el número 491, Robbins? ¿Lo relaciona con alguna
dirección que conociera Enriqueta?
Se quedó pensativa y movió la cabeza. Le expliqué yo entonces que era el cómputo
de las veces que Walters cerró y abrió los ojos.
—Sin duda quiso comunicarnos algo en que figuraban esos números. Reflexione otra
vez.
De pronto adoptó un aire de formalidad y empezó a contar con los dedos.
—¿No trataría de reemplazar algo con los números? Si fuesen letras, se leería en ellos
d, i, a, que son las primeras del nombre de Diana.
Si, claro, esto era una explicación sencilla y aceptable. Podía haber tratado de darnos
a entender que cuidásemos de la niña. Le expuse a Braile mi parecer; pero él movió la
cabeza, negando.
—Ella sabía que yo había de hacerlo sin que me lo pidiera. No, era otra cosa.
Poco después de marcharse Robbins, llamó Ricori. Cuando le anuncié la muerte de
Walters, se mostró muy emocionado. Luego vino el triste asunto de la autopsia, cuyos
resultados fueron los mismos que en el caso de Peters. No hallamos el menor vestigio que
nos indicase la causa de la muerte de la joven.
Al día siguiente, a eso de las cuatro de la tarde, volvió a llamar por teléfono Ricori.
—¿Estará usted en casa entre seis y nueve, doctor Lowell ? —preguntó con mal
reprimida impaciencia.
—Ciertamente, si se trata de algo importante —contesté después de consultar mi
cuaderno de notas.
—¿Ha encontrado usted algo, Ricori?
Tardó en contestar.
—No sé, Tal vez... me parece que sí.
—¿Se refiere —apenas traté de refrenar mi propia impaciencia—, se refiere al lugar
hipotético de nuestra discusión?
—Tal vez. Ya se lo diré luego, Ahora voy adonde suponemos que está.
—Dígame, Ricori ¿qué espera encontrar allí?
—¡Muñecas! —contestó.
Y como para evitar mis preguntas, cortó la comunicación, sin dejarme hablar.
¡Muñecas!
Me senté a reflexionar. Walters había comprado una muñeca, y en la misma tienda
recibió la lesión que tanto le preocupó. Después de oír el relato de Robbins ya no me cupo
duda de que la paciente atribuía su ataque a aquella lesión y trató de decírnoslo. No nos
habíamos equivocado en la interpretación de aquel desesperado esfuerzo de voluntad que
dejo descrito. Podía ella estar en un error. La escaldadura o, mejor aun, el ungüento podía
no tener nada que ver con su estado; pero Walters se interesaba extraordinariamente por
una niña. Los niños eran el interés común a todos los que murieron como ella, y no hay
que decir que el más grande y común interés de los niños está en las muñecas ¿Qué habría
descubierto Ricori?
Telefoneé a Braile, pero no estaba. Telefoneé a Robbins para decirle que me trajese la
muñeca inmediatamente, lo que hizo ella en seguida.
La muñeca era de singular belleza, construida de madera cubierta de yeso. Lo más
curioso es que parecía viva. Representaba una niña con carita de traviesa. Su vestido
estaba primorosamente bordado, un traje típico de no sé qué país, Me pareció un objeto de
arte, propio para figurar en un museo, y no comprendía cómo pudo pagar su precio la
enfermera Walters. No tenía etiqueta ni marca alguna que permitiese identificar al
fabricante o al vendedor. Después de examinarla detenidamente, la guardé en un cajón y
esperé con impaciencia la visita de Ricori.
A las siete sonó el timbre de la puerta del piso con urgente insistencia. Abrí la puerta
de mi despacho y oyendo la voz de McCann en el vestíbulo. le grité que subiera. Apenas lo
vi, comprendí que algo horrible sucedía. Sus labios eran de una lividez amarillenta y en
sus ojos había una mirada de espanto. Me habló con los labios apretados.
—Baje hasta el coche. Creo que el amo está muerto.
—¡Muerto! —exclamé. Y me precipité a la puerta. En un santiamén estuve en el
coche. El chofer, que estaba junto a la puertecilla, la abrió y vi a Ricori acurrucado a un
lado del asiento posterior. No le encontré el pulso y al levantarse los párpados, sus ojos me
miraron sin verme. Pero no estaba frío.
—Entradlo —ordené.
McCann y el chófer lo entraron y lo colocaron sobre la mesa de reconocimiento de mi
despacho, Le descubrí el pecho y apliqué a él el estetoscopio. No percibí la menor señal del
funcionamiento del corazón. Evidentemente no le quedaba el menor aliento. Hice otras
pruebas, pero en vano. Según todas las apariencias, Ricori esta muerto. Pero aquello no
acababa de satisfacerme. Apelé a todos los recursos de costumbre en casos de duda, pero
sin resultado.
McCann y el chofer, que estaban a mi lado, me leyeron la sentencia en la cara, vi que
cruzaban una extraña mirada. Los dos eran presa de pánico, y el chófer lo revelaba con
más claridad que McCann.
Este me preguntó en un tono frío y monótono:
—¿Le parece que puede haber sido envenenado?.
—Podría —contesté.
¡Envenenado! ¡Y aquella misteriosa diligencia de que me había hablado por teléfono!
¡Y la posibilidad del veneno en los otros casos! Pero esta muerte... de nuevo sentí la duda...
no se había presentado como las otras.
—McCann —pregunté—, ¿cuándo y dónde empezó usted a advertir la novedad?
En esta misma calle, seis manzanas antes de llegar. El amo iba sentado a mi lado. De
pronto dice "¡Jesús!", como si recibiera un golpe, se lleva las manos al pecho, lanza un
sordo gemido y se deja caer hacia adelante Yo le digo "¿Qué le pasa, amo, le duele algo?"
No me contesta, pero en seguida se derriba sobre mí y veo que tiene los ojos muy abiertos.
Me parece que está muerto y aviso a Pablo para que detenga la marcha y podamos
examinarlo. Luego lo hemos traído a toda velocidad.
Abrí una alacena y les serví una copa de aguardiente. Los dos lo necesitaban. Sobre
Ricori tendí una sábana.
—Siéntense —les dije—. Y usted, McCann, cuénteme todo lo sucedido desde que
salió con el señor Ricori para ir adonde quiera que fuese. Procure no olvidar nada.
He aquí lo que me dijo:
—A las dos, el amo fue a casa de Mollie, la hermana de Peters, estuvo una hora, salió,
volvió a su casa y dijo a Pablo que volviese a buscarlo a las cuatro y media. Pero tuvo
muchas conferencias por teléfono y no salimos hasta las cinco. Le dijo a Pablo que deseaba
visitar un establecimiento de una calle estrecha, situada detrás del Battery Park, pero
advirtió que no quería que pasara por aquella calle, sino que parase el coche en el parque.
Y a mi me dijo: “McCann, voy a entrar yo solo; no quiero que se figuren que me hago
guardar las espaldas". Y añadió: "Tengo mis razones. Tú paseas por delante y de vez en
cuando miras dentro, pero no entres si no te llamo". Yo le dije "Amo; ¿no será eso una
imprudencia?" Y él me contestó "Yo ya sé lo que hago y tú haz lo que te digo. Esto no tenía
réplica.
“Llegamos al punto de nuestro destino y Pablo siguió las instrucciones que tenía. El
amo se adelantó por la callejuela y se detuvo ante un pequeño establecimiento en cuyo
escaparate había una serie de muñecos. Mire al pasar, y aunque había poca luz en el
interior, pude ver otras muñecas y a una muchacha flaca en el mostrador. Mi pareció
blanca como el vientre de un pez. El amo, después de pararse ante el escaparate, de uno a
dos minutos, entró y yo aún seguí mirando de reojo a la muchacha, porque nunca había
visto a nadie que con tan intensa palidez pudiera tenerse de pie. El amo habló con la
muchacha, que le enseñó algunos muñecos. Cuando volví a mirar en la próxima vuelta, vi
en la tienda una mujer. Era tan corpulenta, que me paré un minuto ante el escaparate,
porque nunca había visto nada parecido. Tenia una cara bronceada, y muy parecida a la
de un caballo, un poco de bigote, lunares y un aspecto tan digno de verse, por lo raro,
como el de la muchacha pálida. Voluminosa y ventruda. Pero le eché un vistazo a los ojos
y... ¡Dios, que ojos! Grandes, negros, encendidos y con un no se qué desagradable, como el
resto de su persona. Cuando volví a pasar, el amo estaba con la abultada dama en un
rincón y tenía un puñado de billetes en la mano, mientras que la muchacha los miraba
como atemorizada. A mi próxima vuelta, ya no vi ni al amo ni a la mujer.
"Decidí, pues, no moverme del escaparate, porque no me gustaba perder de vista al
amo en aquel establecimiento, y lo primero que vi fue al amo saliendo por la puerta de la
trastienda con una cara de loco y llevando algo en la mano, mientras la mujer iba detrás de
él, echando fuego por los ojos. E1 amo movía la boca, pero yo no oí lo que decía, y la mujer
también hablaba mientras hacía señas ridículas a su espalda. ¿Señas ridículas? Bueno,
movía las manos de una manera cómica. Pero el amo se dirigió recto a la puerta de la calle,
y al llegar a ella vi que escondía lo que llevaba, debajo del abrigo y que se abrochaba este.
“Era una muñeca, Le vi los pies colgando antes que se la escondiera bajo el abrigo.
Era grande, porque abultaba mucho..."
Abrió una pausa mientras liaba maquinalmente un cigarrillo, luego miró a la sábana
que cubría el cuerpo de su amo, tiró el cigarrillo y prosiguió.
“—Nunca había visto al amo tan loco. Hablaba para sí en italiano, repitiendo una
palabra que aún me suena, como "straiga”. Comprendí que no era la ocasión de hablar y
me limité a seguir a su lado. De pronto me dijo, más como si hablase consigo mismo que si
se dirigiese a mi, no se si me explico, el caso es que dijo "No toleraré que una bruja viva
entre nosotros." Luego siguió murmurando, mientras sujetaba con un brazo la muñeca que
llevaba bajo el abrigo.
"Llegamos a donde nos esperaba el coche y dio a Pablo la dirección de usted,
ordenándole que fuese a toda marcha y que mandase al diablo el trafico. ¿No es verdad,
Pablo? Sí. Cuando entramos en el coche cesó de murmurar y guardó silencio, hasta que le
oí exclamar "¡Jesús!", como he dicho. Y eso es todo. ¿No es verdad, Pablo?";
El chofer no contesto. Permanecía inmóvil, fijando en McCann una mirada en que
había un no sé qué de súplica Y vi perfectamente que, como en contestación, McCann
movía la cabeza negando. El chofer dijo entonces con acento marcadamente italiano:
—Yo no vi la tienda, pero todo lo demás que ha contado McCann es verdad.
Me levanté para acercarme al cadáver de Ricori. Estaba a punto de quitarle la sábana,
cuando algo me llamó la atención; una mancha encarnada del tamaño de diez céntimos,
una mancha de sangre. Puse un dedo sobre ella y con la otra mano levanté la punta de la
sábana. La mancha de sangre estaba exactamente sobre el corazón de Ricori.
Cogí una lente de las más potentes y una sonda de las más finas. A través de la lente
vi en el pecho de Ricori una punción diminuta, no mayor que la que produce una aguja
hipodérmica. Introduje con cuidado la sonda, que se hundió suavemente hasta tocar las
paredes del corazón No ahondé más"
Una aguja puntiaguda, un instrumento sumamente fino se había clavado a través del
pecho de Ricori en su corazón.
Lo contemplé, lleno de dudas, porque no comprendía que una punción tan fina
hubiese causado la muerte, a no ser que el arma estuviese envenenada o que otro choque
violento hubiera acompañado al de la herida Pero ciertos choques o emociones podían
producir en temperamentos especiales como el de Ricori curiosos efectos mentales,
capaces de presentar una perfecta semejanza de la muerte. Tenía noticias de esos casos.
No, a pesar de mis pruebas, no hubiera jurado que Ricori estuviese muerto. Pero no
se lo dije a McCann. Muerto o vivo, había un hecho funesto que McCann debía explicar.
Me volví a la pareja, que había estado observando atentamente mis manejos.
¿Dicen ustedes que iban los tres solos en el coche?
De nuevo cruzaron una mirada de inteligencia.
—También iba la muñeca —contestó McCann, como quien acepta un reto. Pero yo
rechacé la contestación con impaciencia.
—Digan: ¿iban ustedes tres solos en el coche?
—Tres hombres, sí.
—Entonces —les dije, ceñudo— ustedes dos tendrán que dar cuenta de lo que ha
pasado. Ricori ha sido apuñalado. Tendré que avisar a la policía.
McCann se levantó y se acercó al cadáver. Cogió el cristal de aumento y a través de él
miró el pinchazo. Luego, volviéndose al chófer, le gritó:
—¡Ya te dije que lo había hecho la muñeca, Pablo!

CAPÍTULO V
CONTINUACION DEL ANTERIOR
—McCann —dije en tono de incredulidad—, ¿espera usted que yo crea eso?
Por toda respuesta lió otro cigarrillo, que esta vez no tiró. El chofer se acerco
tambaleándose al yacente y arrodillándose, empezó a mascullar oraciones y jaculatorias.
Por curioso que parezca, McCann había recobrado su entereza, como si al salir de la
incertidumbre respecto a la causa de la muerte de Ricori, hubiera vuelto a restablecerse en
el su acostumbrada serenidad. Encendió el pitillo y dijo casi alegremente:
—Pretendo hacérselo creer.
Me dirigí al teléfono, pero de un salto, McCann se me puso delante, de espaldas al
aparato.
Un momento, doctor. Si yo fuese tan vil como una rata para hundir un cuchillo en el
corazón del hombre que me paga para protegerlo, ¿no se le ha ocurrido pensar que a estas
horas no gozaría usted de tan perfecta salud? ¿Que nos impediría a Pablo y a mi sacarle a
usted las tripas y darnos a la fuga?
Francamente, no se me había ocurrido esto, y ahora comprendía que me había
colocado en una situación verdaderamente peligrosa. Miré al chofer, que se había
levantado y permanecía con los ojos fijos en McCann.
—Veo que ha comprendido —dijo éste, dirigiéndome una mirada irónica. Luego se
acercó al italiano y le ordenó: Vengan tus bártulos, Pablo.
Sin decir palabra, el chófer echó mano a los bolsillos y le entregó un par de pistolas
automáticas, que McCann dejó sobre la mesa. Luego, éste sacó otra pistola del costado
izquierdo y otra del bolsillo derecho de su chaqueta y las dejó al lado de las primeras.
—Siéntese, doctor —dijo indicando mi sillón de la mesa—. Aquí tiene toda nuestra
artillería. Ponga las pistolas al alcance de su mano. A la primera tontería que hagamos, nos
abrasa. Sólo quiero que no avise a nadie antes de escuchar.
Me senté, acercando las pistolas para ver si estaban cargadas Lo estaban.
—Doctor —prosiguió McCann—, quiero que tenga usted presente tres cosas.
Primera: si tuviese yo algo que ver en la muerte del amo, ¿cree que hubiera cometido la
estupidez de traerlo aquí? Segunda: yo iba sentado a su derecha. Él llevaba un recio
abrigo. ¿Cómo hubiera podido meter una cosa tan delgada como lo que debe de haberle
causado la muerte, atravesando el abrigo, la muñeca, la otra ropa y la carne, sin que él se
resistiese luchando? ¡Diablo! Ricori era un hombre fuerte. Pablo nos hubiera visto.
—¿Y eso qué importaría —le interrumpí— si Pablo fuese su cómplice?
—Justo —convino—, y así es. Pablo está tan hundido en el lodo como yo. ¿No es
verdad, Pablo? —Y dirigió una mirada penetrante al chófer, que asintió con la cabeza. —
Bueno, dejemos el segundo punto con una observación y pasemos al tercero. Sí hubiera
matado al amo de esta manera, con la complicidad de Pablo, ¿cree usted que lo hubiese
traído al doctor que más interés podía tener en descubrir cómo había muerto? Y después
de descubrirlo, ¿quiere usted que me invente una coartada como ésta? ¡Cristo, doctor!
¡Aun no soy tan loco como eso!
Se operó en su rostro una contracción nerviosa.
—¿Por qué había de desear matarlo, yo que por él hubiera ido al quinto infierno, y él
lo sabía perfectamente? Y lo mismo hubiera hecho Pablo.
Vi la fuerza del argumento. En mi fuero interno estaba plenamente convencido de
que McCann decía la verdad o al menos la verdad de lo que había visto. No era él quien
hirió a Ricori, pero atribuir el hecho a una muñeca era demasiado fantástico. Y no
obstante, estaban los tres solos en el coche. McCann había leído en mis pensamientos con
pasmosa precisión.
—Debía de ser una de esas muñecas mecánicas me dijo—, con resortes para asestar
un golpe.
—Vaya al coche, McCann, y súbamela —me apresuré a decirle, aceptando como
buena la explicación que me dio.
—No está allí —me replicó con una mueca de preocupación—. ¡Saltó fuera!
—Es absurdo —empecé a decir. Pero el chófer me atajó.
—Es verdad. Algo saltó, cuando abrí la portezuela. Pensé que era un gato, acaso un
perro, y exclamé "¡Qué diablos! " Y me volví a mirar lo que era. Corría como mil demonios.
Se detuvo, se zambulló en la sombra, luego lo vi como una exhalación y lo perdí de vista
para siempre. Me volví a McCann y le dije "¡Qué diablos es eso!" Y él me contestó, desde el
fondo del coche donde estaba ocupado "Es la muñeca. ¡El amo está muerto!" Y recuerdo
que dije "¡La muñeca! ¿Qué quieres decir, la muñeca?" Y me lo explicó. Yo no sabía nada
de la muñeca. Noté que el amo traía algo bajo el abrigo, sí; pero no sabía qué era. Lo que
puedo asegurar es que vi una cosa diabólica que no parecía gato ni perro y que saltó del
coche, pasando entre mis piernas. Eso sí.
Entonces dije con un acento de ironía:
—¿Cree usted, McCann, que esa muñeca tenía la maquinaria necesaria para huir
como para asestar una puñalada?
Enrojeció, pero contestó con calma:
—No digo que fuese una muñeca mecánica. Pero una cosa u otra debía ser. Es para
volverse loco, ¿no?
—McCann —le dije bruscamente— ¿qué quiere que haga?
—Mire, doctor, cuando yo vivía en Arizona, un hacendado murió de muerte
violenta. Un compañero mío parecía tener algo que ver en aquel asunto. El jefe de policía
le dijo "Hombre, no creo que tú seas el criminal, pero yo aquí soy el único juez. ¿Que dices
a esto?" Y el hombre le dijo, “Jefe, concédame dos semanas y si no le traigo al autor del
crimen, mándeme colgar" El jefe de policía le contestó "Me parece bien. La víctima ha
muerto a consecuencia de un balazo y su matador será ahorcado." Bueno, pues, al cabo de
dos semanas, mi compañero se presentó con el asesino atado a la silla de su caballo.
—Ya me hago cargo de su punto de vista, McCann; pero no estamos en Arizona, —
Ya lo sé. ¿Pero no puede usted certificar que ha muerto de afección cardíaca,
provisionalmente? Y concédame aunque no sea mas que una semana. Si no consigo
descubrir algo, haga lo que quiera. No me escaparé. Porque el caso es, doctor, que si usted
ha de avisar a la policía, mas vale que coja una de esas pistolas y nos mate a tiros, a mí y a
Pablo, cuanto antes. Porque si les salimos con el cuento de la muñeca, los polizontes van a
reventar de risa y no nos escaparemos de Sing Sing. Y aunque no nos encarcelen, nos
achicharrarán; pues aun en el caso de que la policía nos perdonase, la banda del amo se
cuidaría de achicharrarnos los sesos. Le juro, doctor que causará usted la muerte de dos
inocentes, y lo que es peor, nunca sabrá usted quien mató al amo, porque sus pesquisas no
llegarán adonde pueden llegar las nuestras.
Una nube de sospecha ensombreció mi convencimiento sobre la inocencia de aquel
par de pájaros. La proposición, aunque parecía ingenua, no dejaba de ser sutil. Si daba mi
consentimiento, el pistolero y el chofer tendrían una semana para huir, si tal era su plan. Si
McCann no volvía y yo confesaba la verdad, me complicaba en el asunto como un
encubridor. Si alegaba que mis sospechas habían despertado después de la huida,
quedaría convicto y confeso de ignorancia. Si los capturaban y confesaban mi
consentimiento, también me haría responsable de complicidad. El hecho de desprenderse
McCann de las pistolas no podía ser más claro. No podría yo afirmar que di mi
consentimiento bajo amenaza. Aquello, además, podía ser un gesto sagaz para ganar mi
confianza o debilitar mi resistencia. ¿Pero quién me aseguraba que no tenían otras armas y
que estaban dispuestos a usarlas si rechazaba su proposición?
En mi lucha interior para buscar la manera de salir del brete en que me ponían,
después de tomar la precaución de meterme las armas en el bolsillo, me levanté para
acercarme a Ricori y me incliné dispuesto a hacer ver que lo examinaba. Lo hallé frío, pero
no con ese frío peculiar de los cadáveres. Al notar esto, lo examiné de veras
minuciosamente, y ¿cual no sería mi sorpresa cuando recogió mi tacto una pulsación
apenas perceptible de tan débil, pero reveladora de que su corazón funcionaba? Junto a la
comisura de sus labios empezaron a formarse unas burbujas... ¡Ricori vivía!
Continué mi examen, con la caldera de mis pensamientos a toda presión. Ricori vivía,
era cierto; pero aquello no menguaba el peligro que estaba yo corriendo, antes bien, lo
aumentaba; porque si McCann lo había apuñalado en complicidad con el otro, y se
enteraban de que no habían logrado su criminal propósito, ¿no pretenderían acabar lo que
creyeron terminado? Con Ricori vivo y en capacidad para acusarlos, tenían la muerte más
segura que la que podían esperar por sentencia de la ley: la muerte por sentencia de Ricori
y a manos de sus paniaguados Y al acabar con Ricori, seguramente pensarían acabar al
mismo tiempo conmigo.
Antes de incorporarme, deslicé la mano al bolsillo y empuñando una pistola
automática, me volví con rapidez, apuntándoles, mientras gritaba:
—¡Manos arriba! ¡Los dos!
El rostro de McCann expresó la mas viva sorpresa, y el del chofer la más honda
consternación; pero los dos levantaron los brazos.
No hace falta que nos pongamos de acuerdo para nada, McCann. Ricori no está
muerto. Cuando pueda hablar, el mismo dirá lo que ha pasado.
No estaba yo preparado para el efecto que la noticia había de producir. Si McCann no
era sincero, debía ser un gran comediante. Toda su musculatura se relajó y en mi vida he
visto un alivio como el que se pintó en su cara. Por sus curtidas mejillas corrieron
lagrimas. El chofer cayó de rodillas, sollozando y mascullando oraciones. Mis sospechas se
desvanecieron como el humo. No me cabía en la cabeza que aquello pudiera ser comedia.
Y en cierto modo, me sentí avergonzado.
—Pueden bajar las manos, McCann —dije, y me guardé la pistola en el bolsillo.
—¿Vivirá? —preguntó con voz ronca.
—Es lo más probable —le contesté. Si no hay infección, estoy seguro.
—¡Gracias a Dios! —murmuró McCann, y repitió una y otra vez —¡Gracias a Dios!
Y en aquel preciso instante entró Braile y se quedó contemplándonos con mirada
atónita.
—Ricori ha sido herido. Ya se lo explicaré todo más tarde —le dije—. Un pinchazo en
el costado, penetrando probablemente en el corazón. El golpe le ha producido un efecto
comatoso del que acaba de recobrarse. Súbalo a mi departamento clínico y encárguese de
él hasta que yo vaya.
Rápidamente le enteré de lo que yo había hecho e indique el tratamiento inmediato.
Cuando se llevaron a Ricori, me dirigí a los pistoleros.
—McCann, no voy a darle explicaciones, por ahora; pero aquí tiene sus pistolas y las
de Pablo. Los dejo en libertad de acción.
Cogió las armas, mirándome con un extraño brillo en los ojos.
—Me gustaría saber por que ha cambiado de propósito, doctor. Aunque todo lo que
usted haga lo encuentro bien hecho, mientras salve al amo.
—Indudablemente habrá alguien a quien tendremos que avisar respecto a su estado
—le repliqué— encárguese usted mismo de hacerlo. Lo único que yo sé es que le ha dado
un ataque al corazón cuando venía a visitarme. Usted me lo ha traído y ahora lo estoy
tratando como a un enfermo cardíaco. Si muriese, McCann.., ya sería otra cosa.
—Yo llevaré la noticia —contestó— Solo hay dos personas a quienes tendrá usted
que ver. Luego iré, a la tienda de muñecas y le arrancaré la verdad a aquella mala bruja.
El fuego siniestro que lucía en sus ojos parecía afilar sus tajantes palabras.
—No —le dije con firmeza— Aun no. Haga vigilar la casa. Si sale la mujer, vea dónde
va. Vigile estrechamente a la muchacha. Si ve que una de ellas o las dos se marchan como
huyendo, no las alarme, pero sígalas. No quiero que se las moleste ni se las ponga en
guardia mientras Ricori no esté en condiciones de contar lo que ha pasado.
—Perfectamente —asintió a regañadientes.
—Esa historia de la muñeca no sería tan convincente para la policía como para mi,
que tengo cierta inclinación a la credulidad. Procure especialmente que nadie se entere del
asunto. Mientras viva Ricori, no hay necesidad de que nadie se meta en nuestros asuntos.
Me lo llevé aparte, para decirle:
—¿Tiene usted confianza en el chófer? ¿Está seguro de que no hablará?
—Pablo es un hombre de confianza y sabrá callar.
—Por ustedes mismos, me alegro que así sea —advertí.
Se despidieron y yo me dirigí al cuarto de Ricori. Sus pulsaciones eran más fuertes y
aunque su respiración era fatigosa, infundía esperanzas. La temperatura continuaba
siendo más baja que la normal, pero había me]orado mucho. Si, como dije a McCann, no se
presentaba la infección y el arma con que fue herido no estaba emponzoñada, Ricori
viviría.
Aquella misma noche me visitaron dos caballeros muy corteses y elegantemente
vestidos, escucharon mis explicaciones sobre el estado del paciente, me pidieron permiso
para verlo y luego se marcharon, después de advertirme que “muerto o vivo Ricori” no
tenia que preocuparme por mis honorarios y que no reparase en gastos de consultas con
las mejores eminencias, por mucho que costasen. Les manifesté mi convencimiento de que
Ricori había experimentado un cambio francamente favorable. Me rogaron que no
permitiese verlo a nadie más que a ellos mismos y a McCann, para evitarme posibles
disgustos, me aconsejaron que aceptase a dos hombres que me enviarían para estar
apostados junto a la puerta, en el vestíbulo. Les conteste agradeciendo la atención.
Al poco tiempo, dos hombres de aspecto muy tranquilo montaban la guardia ante la
habitación de Ricori, como se había hecho con Peters. Aquella noche soñé con muñecas
que bailaban a mi alrededor y me perseguían t amenazaban. Fue un sueño muy
desagradable.

CAPÍTULO VI
EL PEREGRINO CASO DEL POLIZONTE SHEVLIN
Por la mañana se produjo una notable mejoría en el estado de Ricori. Continuaba
sumido en el mismo sopor, pero la temperatura era casi normal y la respiración y las
pulsaciones completamente satisfactorias. Braile y yo nos repartíamos el trabajo, de modo
que uno de los dos estaba siempre con disposición de acudir al primer aviso de la
enfermera. Los guardianes fueron relevados después del desayuno, por otros dos. Uno de
los visitantes de la víspera volvió al día siguiente, miró a Ricori y escuchó mi informe
esperanzado con verdadera alegría.
Al meterme en la cama se me había ocurrido la idea de que Ricori podía haber
tomado alguna nota concerniente a sus averiguaciones, pero tuve cierto reparo en ir a
registrar sus bolsillos. Ahora me parecía el momento oportuno para salir de dudas
respecto al particular y me decidí a insinuar visitante si no deseaba examinar los papeles
que llevaba Ricori, por si entre ellos había algún documento que pudiera ser necesario
para negocios, añadiendo que también nosotros teníamos un gran interés en cierto asunto
del que precisamente venía a hablar conmigo cuando le dio el ataque, y sobre el cual era
posible que trajese algunas notas en el bolsillo. El visitante se mostró de acuerdo y en
seguida mandé traer el abrigo y el traje de Ricori y procedimos a registrar los bolsillos.
Encontramos unos cuantos papeles, pero nada referente a nuestras investigaciones.
En el bolsillo interior de su abrigo encontré no obstante un curioso objeto: un cordel
muy delgado, de unas ocho pulgadas de largo, con nueve nudos espaciados
irregularmente. Eran unos nudos muy curiosos, como no recordaba haber visto otros.
Examiné aquel cordelito con inexplicable pero honda turbación. Miré al desconocido y
noté en sus ojos un reflejo de confusión, como si se hallase ante un enigma impenetrable.
Esto me recordó la superstición de Ricori y pensé que el cordel anudado probablemente
sería un talismán o amuleto. Y lo volví a dejar en el bolsillo.
Cuando me quedé solo volví a examinarlo detenidamente. El cordel era de cabello
humano, fuertemente trenzado; el cabello tenía cierta palidez que tiraba a ceniza e
indiscutiblemente era de mujer. Cada nudo, según podía observar entonces, estaba atado
de diferente manera, y todas muy complicadas. Esta circunstancia y la de estar los nudos
separados por espacios irregulares, me sugirieron la idea de que significaba una palabra o
una sentencia. Al estudiar los nudos tuve la misma sensación de hallarme ante una puerta
secreta, con la necesidad ineludible de abrirla a pesar de parecerme imposible, que cuando
asistí a la muerte de Peters. Obedeciendo a un oscuro impulso, no volví el cordel al
bolsillo, sino que lo guardé en el mismo cajón donde había metido la muñeca que trajo la
enfermera Robbins.
Poco después de las tres me telefoneó McCann y me pareció que se me quitaba un
peso de encima al oír su voz. A la luz del día, su relato de lo ocurrido en el coche de Ricori
se me presentaba como algo increíblemente fantástico, y me volvía a sumergir en dudas.
Ya empezaba a preocuparme la desagradable situación en que me hallaría si él llegaba a
desaparecer, y algo de esto debió él de adivinar en la cordialidad con que lo saludé,
cuando me dijo riendo
—¿Pensaba que había puesto pies en polvorosa, doctor? No sería usted capaz de
hacerme huir, ni me escaparía por nada del mundo. Espéreme y verá lo que le llevo.
Esperé su llegada con impaciencia. Se me presentó con un hombre robusto, de cara
encarnada, que llevaba una gran bolsa de papel, como esas en que se guardan prendas de
vestir contra las polillas. Reconocí en el a un polizonte con quien me encontraba
frecuentemente en el paseo, aunque nunca lo había visto sin uniforme. Les rogué que se
sentaran y el policía lo hizo sobre el extremo de una silla, sosteniendo cuidadosamente la
bolsa de papel sobre sus rodillas. Miré a McCann inquisitivamente
—Shevlin —dijo éste indicando con la mano al policía —dice que le conoce, doctor;
pero de todas maneras he querido que viniese.
—Si no conociese al doctor Lowell, no estaría yo aquí, compadre —dijo Shevlin,
exteriorizando su malhumor— Pero me consta que el doctor tiene sesos en la cabeza y no
aserrín, que es lo único que queda en la calabaza de ese mentecato de comisario.
—Bueno, hombre —le consoló McCann maliciosamente— el doctor te prescribirá lo
que te convenga, Tim.
—No necesito que me prescriba nada, te digo —replicó Shevlin— Ya te he dicho y te
repito que lo vi con mis propios ojos. Y aunque el doctor Lowell afirmase que estaba
borracho o loco, lo mandaría al diablo como he mandado al inspector. Y a ti, lo mismo.
Yo escuchaba con creciente sorpresa.
—Poco a poco, Tim, poco a poco —profirió McCann—. Yo te creo. No sabes lo mucho
que deseo creerte, o al menos los motivos que tengo para desearlo.
Por la rápida mirada que me dirigió comprendí que, cualquiera que fuese la razón
para haber traído a mi despacho al policía, nada le había dicho de Ricori.
—Ya ve usted, doctor. Cuando le conté que la muñeca dio un brinco y se lanzó fuera
del coche, pensó que yo estaba loco. Está bien, me dije; quizá no irá muy lejos. Tal vez era
una de esas muñecas mecánicas tan perfeccionadas; pero, aunque así fuese, tarde o
temprano se le acabaría la cuerda y caería. Por eso me dediqué a buscar a alguien que
hubiera podido verla. Y esta mañana me he encontrado a Shevlin, aquí presente, que va y
me dice... Sigue tú, Tim, dile al doctor lo que me has dicho.
Shevlin pestañeó, acomodó con precaución la bolsa sobre sus rodillas , empezó a
contar, con ese aire rutinario de quien repite lo mismo por centésima vez, a gente que no le
cree, ya que de vez en cuando me miraba con expresión de reto o levantaba la voz con
acento de triunfo.
—Ha sucedido esto a la una. Yo estaba paseando en mi puesto de guardia, cuando he
oído que alguien chillaba desesperadamente "¡Auxilio! ¡Que me matan! ¡Quitadme esto!"
Acudí corriendo y encontré subido a un banco a un pobre desgraciado que con el
sombrero hundido hasta las orejas, esgrimía el bastón de un lado a otro, mientras
ejecutaba un paso estrafalario de danza, agachándose, irguiéndose y lanzando alaridos.
"Me acerqué y le di un golpe en las canillas con mi porra. El bajó la vista y se dejó
caer en mis brazos. Me echo su aliento en las mismas narices y en seguida creí adivinar lo
que pasaba. Me lo quité de encima haciendo que se sostuviera de pie y le dile "Sígueme;
ese maldito aguardiente no hace más que ponernos fantasmas por delante. Si
respetásemos la ley prohibicionista no veríamos tan espeso. Dime dónde vives y te meteré
en un taxi, eso si no prefieres que te lleve al hospital, “Permaneció en el sitio agarrándome
y, temblando de pies a cabeza, me dijo "¿Se figura que estoy borracho?" Y yo empezaba a
decirle Y de qué manera,..", cuando lo miré y vi que no estaba borracho. Poda haberlo
estado, pero ya no lo estaba y de pronto se dejó caer en el banco, se subió los pantalones,
se bajó los calcetines y me dijo. "¿Pretenderá usted que el aguardiente me pueda haber
hecho esto?"
“De una decena de agujeritos vi manar sangre. Le examiné de cerca la pierna, se la
toqué, y puedo jurar que era sangre, como si alguien le hubiera clavado una agua de
sombrero...”
Maquinalmente dirigí mi mirada a McCann, pero este no se fijó. Con imperturbable
serenidad estaba liando un cigarrillo.
—Y yo le dije "¿Quién diablos te ha hecho eso?" Y él me contestó "¡El muñeco lo ha
hecho!"
Un calofrío recorrió mi espina dorsal y volví a mirar al pistolero, que esta vez me
dirigió una mirada de inteligencia. Shevlin me fulminó con sus ojos y recalcó.
—"¡El muñeco lo ha hecho!", —me dijo.
¡Me dijo que el muñeco lo había hecho, para que se enteren bien! McCann ahogó una
carcajada y Shevlin le pagó con la misma mirada fulminante que a mí. Yo me apresuré a
decir —Comprendo, guardia: le dijo que el muñeco le había hecho las heridas. Una
afirmación bien chocante, por cierto.
—¿Quiere usted dar a entender que no lo cree? —preguntó, furioso —Creo que le
dijo eso, sí —contesté—. Pero siga.
—Perfectamente, ¿pero quiere usted decir que yo también había de estar bebido para
creerlo? Porque eso es lo que me dijo aquel calabacín de comisarlo.
—No, no —le aseguré, y Shevlin, ya tranquilo respecto a mi opinión, prosiguió:
—Yo pregunté al beodo "¿Cómo se llama?" "¿Cómo se llama, quién?", me dijo". “La
muñeca ésa —le dije—. Apostaría que es una rubia y que quiere ser artista de cine. Las
morenas no usan agujas de sombrero, prefieren un cuchillo."
"—Señor oficial —me dijo en tono solemne—, era una muñeca, o si lo prefiere, un
muñeco. Y cuando digo una muñeca quiero decir una muñeca. Me estaba paseando para
tomar un poco de aire. No negaré que había bebido, pera no más de lo que podía tolerar.
Pasaba haciendo molinetes con el bastón, cuando este se me cayó al seto ese —dijo
señalándome el puesto—. Me bajé para cogerlo y vi allí una muñeca. Era una muñeca
grande y estaba despatarrada, como si hubiera quedado así al tirarla alguien. Quise
cogerla, pero apenas la toqué, dio un brinco como si la presión de mis dedos hubiera
soltado un resorte. Me saltó a la cabeza —siguió diciendo—, dejándome pasmado, y
cuando me incliné para ver dónde estaba la muñeca sentí en la pantorrilla un agudo dolor,
como si me la hubieran atravesado con un hierro. Di un brinco y entonces pude ver a la
muñeca, que con una gruesa aguja en la mano se disponía a herirme de nuevo.
"—Tal vez —le dije— haya visto usted a un enanillo. "¡Déjese de enanillos! —me dijo
— ¡Era una muñeca! Y me pincho con una aguja de sombrero. Tenía dos pies de estatura y
ojos azules y me hacía unas muecas que me helaron la sangre en las venas. Y mientras
estaba como aturdido me clavó otra vez la aguja. Me subí al banco y la mueca dio vueltas
y mas vueltas, hasta que dio un brinco y recibí un nuevo pinchazo. Temí que se propusiera
matarme y grité frenéticamente —dijo el borracho— ¿Y quién no hubiera gritado?—me
preguntó—. Y entonces acudió usted y la muñeca se hundió en el seto. Por Dios, oficial,
acompáñeme hasta que encontremos un taxi que me lleve a casa, pues no me importa
confesar que esto me ha puesto piel de gallina."
"Tomé, pues, al beodo del brazo —prosiguió Shevlin—. Pensando con verdadera
lástima en las cosas fantásticas que hacía ver el abrazo de las botellas, pero sin dejarme de
ocupar por los pinchazos sangrantes de piernas, y salimos al paseo. Aun estaba infeliz
temblando y yo mirando si pasaba un taxi, cuando inesperadamente lanzó un chillido.
"¡Allí va! ¡Mírela, allí va!".
“Seguí la dirección de su dedo y, verdaderamente, vi algo que se deslizaba por la
acera, corriendo hacia la calzada, Estaba a cierta distancia y pensé que era un gato o quizás
un perro. Entonces me fijé en una cupé que estaba parada en la esquina y al que el gato o
perro quería llegar. Aun estaba chillando el borrachín y yo mirando si era gato o perro
aquello que corría, cuando un pesado automóvil a toda marcha cogió bajo sus ruedas al
objeto de mi observación. Ya el vehículo se había perdido de vista cuando recobré la
respiración que por un momento me faltó. Creo que vi al objeto moverse retorcidamente y
seguí pensando que era un gato o un perro. "Voy a darte el golpe de gracia para que no
sufras más." Y me acerqué con la pistola en la mano. Al hacer yo eso, la cupé que esperaba,
desapareció desde la esquina y no la he vuelto a ver. Me incliné sobre lo que el otro coche
había aplastado, lo examiné..."
Se descargó de las rodillas el saco de papel para dejarlo en el suelo y desató la boca.
—Y era esto —dijo.
Sacó de la bolsa una muñeca o lo que quedaba de ella. El automóvil le había pasado
por el medio, estropeándola. Una pierna se había perdido y la otra pendía de un cordel.
Sus vestidos estaban rotos y sucios del barro de la carretera. Se trataba ciertamente de una
muñeca, pero a cualquier persona inexperta le hubiera dado la impresión de un pigmeo
mutilado, con el cuello torcido y la cabeza caída sobre el pecho, McCann levantó la cabeza
de la muñeca...
Me estremecí y sentí un cosquilleo de horror por todo mi cuerpo...; el corazón
empezó a brincar en mi pecho como un caballo loco.
¡Aquella cara que me miraba con sus ojos azules y brillantes era la de Peters!
Y en ella, como el mas fino de los velos, se veía la sombra de aquella exaltación
diabólica que se reflejaba en el rostro de Peters y que yo pude contemplar cuando ya la
muerte había paralizado los latidos de su corazón.

CAPÍTULO VII
MUÑECA DE PETERS
Shevlin no apartaba de mi sus ojos, mientras yo contemplaba la muñeca, satisfecho
del efecto que me estaba produciendo.
—¿Verdad que parece un aborto del infierno? —preguntó—. El doctor lo esta viendo,
McCann. !Ya le decía que era un hombre de seso!
Colocó la muñeca sobre sus rodillas y permaneció así sentado como un rubicundo
ventrílocuo, en un silencio malicioso; y no me hubiera sorprendido oír una risa diabólica
brotada de su boca, encogida en una mueca tímida.
—Deje que se lo cuente todo, doctor—prosiguió.—Estuve un momento mirando esta
muñeca, hasta que me decidí a cogerla, diciéndome "Aquí hay algo más de lo que se ve,
Tim Shevlin". Y me volví para ver que se había hecho del borracho. Este no se había
movido de donde lo dejé, y al acercármele, me preguntó "¿Es una muñeca, como yo le
decía? ¡Ah! ¡Ya le decía que era una muñeca!" repitió lanzando una mirada al objeto que
yo llevaba en la mano. Yo le contesté "Amigo mío, esto no es perro ni gato, pero hay gato
encerrado y algo de malo. Venga conmigo al cuartel, repita ante el comisario todo lo que
me ha contado y enséñele las piernas". Y el borracho me dijo: "Con mucho gusto, pero
aparte eso de mi vista". Sin hablar más nos dirigimos al cuartel.
"Allí encontramos al comisario, al sargento y a un par de agentes. Me adelanté y dejé
la muñeca sobre la mesa del jefe.
"—¿Qué es esto? —preguntó de mal talante—. ¿Otro secuestro?"
"—Enséñele las piernas" —dije yo al borracho. "No quiero verlas, como no sean mas
bonitas que las que se exhiben en el Follies" —gruñó aquel calabacín—Pero el borracho se
subió los pantalones, se bajó los calcetines y le enseñó las piernas.
"—¿Quién le ha hecho eso? —preguntó el comisario levantándose."
"—La muñeca —contestó el beodo. El comisario volvió a sentarse guiñando
significativamente, Y yo le expliqué cómo acudí a sus gritos de auxilio, lo que aquel me
dijo y lo que vi. El sargento se echo a reír y los agentes lo imitaron; pero el comisario
enrojeció como un pavo y gruñó "¿Se ha propuesto tomarme el pelo, Shevlin?" A lo que
repliqué "Le digo lo que él me contó y lo que vi, y ahí esta la muñeca". Entonces le oí
murmurar "¡Es raro, porque nunca lo había visto borracho!" Luego agitando los dedos
añadió "A ver, acérquese", Ante esto di todo por perdido, porque a decir verdad, el
borracho llevaba una botella y yo se la quité y eche un trago y mi aliento despedía un olor
aguardentoso. El inspector dijo: "Ya me lo temía. ¡Apártese!" .
"Luego se quedó mirando a mi compadre como si quisiera devorarlo con los ojos.
“Oiga, so espanto, ¿qué clase de ciudadano es usted, que corrompe a un buen funcionario
y, no contento, viene a tomarme el pelo? No le van a quedar ganas de repetir la broma.
¡Ea! Llévenselo al calabozo y tiren allí esta maldita muñeca para que le haga compañía." Al
oír esto, el pobre hombre lanzó un chillido y cayó a tierra. "¡Diablo, por lo visto cree su
propia mentira, el muy condenado! ¡Si será loco! Acompáñenlo hasta la puerta y que se
vaya. Después se volvió a mí para decirme: “Si no le tuviera por un muy buen chico, Tim,
lo encarcelaba ahora mismo. Tome su estropeada muñeca y váyase a su casa. Ya mandare
un relevo a su puesto. Duérmala bien y no vuelva hasta que esté sereno". Y yo le repliqué:
"Perfectamente, pero lo que he visto lo he visto. ¡Y ustedes váyanse todos al diablo!", añadí
por los agentes que reían como tontos. Luego me volví al comisario y le dije: "Puede usted
dar parte por esto, pero ¡al diablo también!". Y como no cesaban de reír, tomé la muñeca y
me marché."
Calló un momento, y prosiguió:
—Llevé a casa la muñeca y se lo conté todo a Maggie, mi mujer. ¿Y qué se figura que
me dijo? "Pensar —me dijo que has estado apartado del aguardiente o casi apartado
durante tanto tiempo, y ahora verte así, hablando de muñecas que dan pinchazos e
insultando al comisario, para que te traslade! ¡Ahora que Jenny empieza a ir a la escuela
superior! Vete a la cama a dormir esa indecente mona y echa la muñeca la basura", dijo. Yo
no le hice caso y me marché de casa llevándome la muñeca, Me encontré con McCann que,
no se cómo, estaba enterado de algo. Le conté la historia y me trajo aquí, aunque ignoro
para qué."
—¿Quiere que hable yo con el comisario? — le pregunte.
—¿Y qué le diría? —replicó con harta razón— Si le dice que el borracho estaba en sus
cabales y que yo estaba en mis cabales y vi correr a la mueca, ¿que pensará? Pensará que
está usted tan chiflado como nosotros, Y si afirma que yo estaba un poco tocado del caletre
en aquel momento, me mandarán a una clínica, No, doctor. Muchas gracias, pero lo mejor
será callar y escuchar las pullas con dignidad, o tal vez taparles la boca con un puñado de
plata, si se ponen cargantes. Le estoy muy agradecido por la bondad con que me ha
escuchado. Ya me siento más seguro de mi mismo.
Shevlin se levantó suspirando con alivio.
—¿Y usted qué piensa? ¿Que opina de lo que el borracho dijo y de lo que tanto él
como yo vimos? —pregunto con cierta nerviosidad.
—No sé qué decirle del borracho —contesté precavidamente—. En cuanto a usted...
Verá, podría ser que la muñeca estuviera tirada en la carretera y que, un gato o un perro
atravesase la calzada en el momento de pasar el automóvil. El gato o el perro tal vez
escapó, mientras la muñeca atraía su atención.
Me atajó con un ademán.
—Perfectamente, perfectamente. Eso me basta. Dejaré aquí la muñeca como paga por
su explicación, señor.
Con notable dignidad y más encarnado que al entrar, Shevlin se despidió de nosotros
y salió del despacho. McCann se estremecía riendo en silencio. Cogí la muñeca y la dejé
sobre la mesa, Y al mirar aquella carita maligna, confieso que no tenía malditas las ganas
de reír.
Obedeciendo a una vaga idea, saqué del cajón la muñeca de Walters y la puse al lado
de la otra; cogí el cordel de nudos y lo dejé entre las dos. McCann, que estaba
observándolo todo, silbó por lo bajo como subrayando su pensamiento.
—¿De dónde ha sacado esto, doctor? —preguntó indicando el cordel, Cuando se lo
dije, volvió a silbar.
—El amo no se enteró de que llevaba eso encima —dijo—. ¿Quién se lo metería en el
bolsillo? La hechicera, desde luego. Pero, ¿cómo?
—¿De qué está usted hablando, McCann?
—De la escala de la bruja —dijo indicando el cordel de nudos—. Así llaman a eso en
Méjico. Es hechicería. La bruja desliza esto en uno de sus bolsillos y tiene poder sobre
usted. Se inclinó para examinar la cuerda.
—Sí, es la escala de la bruja: nueve nudos cabello de mujer... ¡Y pensar que estaba en
el bolsillo del amo!
No se cansaba de contemplar el cordel y me llamó la atención que lo hiciera sin
tocarlo.
—Tómelo para verlo mejor, McCann —le dije.
—¡Yo sí que no! —exclamó, retrocediendo. Le digo que es hechicería, doctor.
Mi creciente irritación por la niebla de superstición que me envolvía, cada vez mas
densamente, acabó por agotar mi paciencia. —Diga, McCann, ¿se propone usted, para usar
las palabras de Shevlin, tomarme el pelo? Cada vez que le veo me pone usted frente a
hechos o cosas increíbles. En primer lugar, me habla de la muñeca del coche; luego me trae
a Shevlin, y ahora me habla de la escala de la bruja ¿Que se propone?
Me miró con sus hundidos ojos y con el sonrojo que coloreaba sus pómulos:
—Lo único que me interesa es ver levantado al amo y hacer todo lo que le convenga.
En cuanto a Shevlin, cree usted que le contó una patraña?
—No —contesté—. Pero recuerdo, que estaba usted al lado de Ricori cuando recibió
la herida y me parece muy raro que descubriese a Shevlin tan pronto.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que su borracho ha desaparecido, que es muy posible que sea su
aliado, que el episodio que tanto impresionó al digno Shevlin pudiera muy bien ser un
paso de comedia sabiamente ideado y la muñeca de la calle y el providencial automóvil
que pasó volando, una maniobra hábilmente planeada para obtener los resultados
apetecidos. Al fin y al cabo no tengo más garantía que su palabra y la del chofer para creer
que la muñeca no estaba en el coche mientras ustedes permanecieron aquí la otra noche.
Quiero decir que... mientras permanecieron aquí la otra noche. quiero decir que...
Me detuve al comprender de pronto que no hacía más que poner de manifiesto la
desazón que me causaba la incertidumbre.
—Yo acabaré la frase —dijo él—: quiere decir que yo estoy en el intríngulis de todo
esto.
Estaba pálido y en gran tensión de nervios.
Suerte que me es usted simpático, doctor —continuó—. Y más suerte que esta usted
en buenas relaciones con el amo. Pero a lo que puede dar más las gracias es a que solo
usted pueda salvarlo, si hay salvación para él. Nada más.
—McCann, le dije —Lo siento mucho, muchísimo. Y no por lo que he dicho, sino por
tener que decirlo. Después de todo, la duda está en pie y usted debe admitirlo. Es
preferible hablar claro.
—¿Quiere decirme qué motivos podría tener yo...?
—Ricori cuenta con poderosos enemigos, pero también con poderosos amigos. A sus
enemigos les convendría mucho deshacerse de él sin infundir sospechas, induciendo a un
médico de gran reputación y de indiscutible entereza a certificar su defunción como
producida por una enfermedad. No ha sido el egoísmo lo que me ha dado la reputación
que gozo, McCann.
Asintió moviendo la cabeza. Se suavizaron los rasgos de su cara y su tensión
nerviosa se relajó.
—No puedo replicar a esto ni a nada de lo que ha dicho, doctor. Pero le agradezco
que tenga tan buena opinión de mi talento. Para llevar a cabo lo que usted supone se
necesita. Esto parecería el cuento de aquel que se afana en poner en orden setenta y cinco
chucherías para dejar caer un ladrillo sobre la cabeza de un hombre a las dos horas, veinte
minutos y dieciséis segundos exactamente. ¡Si, debo de tener mucho talento!
Di un respingo al oir tan burdo sarcasmo, pero no contesté. McCann tomó la muñeca
de Peters y empezó a examinarla Yo me dirigí al teléfono para preguntar cómo seguía
Ricori, pero una exclamación del pistolero me hizo volver. Me llamó y me alargó la
muñeca señalando con el dedo el cuello de su chaquetilla. Palpé y mis dedos tropezaron
con un objeto que me pareció la cabeza de una aguja grande. Tiré hacia fuera y saqué
como de una vaina una pieza fina de metal que tenía nueve pulgadas de largo. Era más
delgada de lo que suelen ser las agujas de sombrero, muy rígida y puntiaguda.
Inmediatamente comprendí que tenía en mis manos el instrumento que se había
clavado en el corazón de Ricori.
—¿Qué? ¿Otra afrenta? —preguntó McCann—. Tal vez la haya puesto yo ahí, doctor.
—No me sorprendería, McCann.
Se echó a reír. Yo examiné el espadín, pues no era otra cosa. Parecía de un acero
finísimo, aunque no estaba seguro que fuese de ese metal. La hoja, en la parte superior
tendría media pulgada de ancho, y más que la cabeza de una agua, parecía el mango de un
puñal. A través de la lente se veían muchas muescas en el mango... como para asegurar la
empuñadura a la mano... a la mano de una muñeca ; ¡la daga de una muñeca! Y en ella
había manchas.
Moviendo la cabeza de impaciencia, dejé aquel objeto con intención de examinar más
tarde al microscopio aquellas manchas. Sabía que eran de sangre, pero quería asegurarme.
Y aunque lo fuesen, no probaban lo increíble: que una muñeca hubiera usado aquel arma
mortífera.
Concentré mi atención en la muñeca, sin que me fuera posible determinar de qué
estaba hecha, aunque desde luego no era de madera como la otra. Mas que nada, el
material parecía una mezcla de goma y cera, aunque no conocía semejante composición.
Le quité el vestido y afirmo que la parte no lesionada de la muñeca era de perfección
anatómica.
Sus cabellos eran cabellos humanos cuidadosamente plantados en el pericráneo. Los
ojos eran de no sé qué cristal azul. La confección del vestido demostraba tan gran
habilidad como el de la muñeca de Diana.
Vi que el pie roto estaba sujeto no por un cordón, sino por un alambre. Sin duda se
moldeó la muñeca sobre un armazón de alambre. Fui al armario de mis instrumentos
quirúrgicos y elegí una sierra y dos escoplos.
—Un momento, doctor —gritó McCann, que había seguido mis movimientos—. ¿Va
usted a separar esto?
Cuando le conteste afirmativamente hundió la mano en el bolsillo y sacó una navaja
de caza, con la que, sin darme tiempo para impedirlo, cortó a cercén el cuello de la
muñeca. Tomó la cabeza y al oprimirla saltó un alambre. La dejó caer sobre la mesa y me
entregó el tronco. La cabeza rodó y se detuvo contra el cordel, que él llamaba la escala de
la bruja.
Hubiera jurado que aquella cabeza se volvió para mirarnos. Por un momento pensé
que sus ojos despedían llamas rojizas, que sus facciones se contraían en una mueca
maligna, tan aviesa como la que vi en el rostro de Peters, antes de morir... Me encolerizó
dejarme engañar por un sencillo efecto de la luz, que no otra cosa debía de ser, y
descargue mi cólera contra McCann.
—¿Por que ha hecho eso?
—Porque es usted más necesario para el amo que yo —me contesto en tono
misterioso.
No supe qué decirle y procedí a abrir el decapitado cuerpo de la muñeca. Como
sospechaba, estaba construido sobre un armazón de alambre, y al separar aquella masa
blanda me encontré con que el armazón era de una sola pieza, de un solo alambre tan
ingeniosamente retorcido, que muy bien podía creerse un esqueleto humano en miniatura.
No se crea por eso que lo imitaba con toda perfección, pero era de un sorprendente
parecido, aunque sin articulaciones, y la substancia que lo envolvía, era de tan
extraordinaria flexibilidad, que mas parecía mi trabajo la autopsia de un maniquí vivo que
una muñeca de juguete... infundía miedo.
Miré la cabeza separada.
McCann estaba encorvado contemplando de muy cerca los brillantes ojos de cristal.
Se agarraba al borde de la mesa y en la tensión y temblor de sus dedos se adivinaba
el esfuerzo que estaba haciendo para apartarse. Ya he dicho que la cabeza fue a parar al
cordel de nudos, pero no me explico de qué manera, esta cuerda se había enroscado al
cuello y a la frente como una culebra. Noté que el rostro de McCann se iba acercando poco
a poco, muy poco a poco al de la muñeca, como atraído por la fuerza misteriosa de aquella
expresión diabólica concentrada en los ojos de cristal... Ei rostro de McCann era una
máscara de horror...
—¡McCann! —grité, al tiempo que le pasaba un brazo bajo la barbilla y le obligaba a
levantar la cabeza. Y hubiera jurado que, al hacer yo esto, la muñeca volvió a mi sus ojos y
movió los labios.
McCann retrocedió tambaleándose, me miró un momento y, acercándose a la mesa,
tomó la cabeza, la arrojó al suelo con fuerza y la machacó a taconazos, aplastándola como
se hace con la cabeza de una serpiente venenosa. Cuando acabó, la cabeza de la muñeca
era una masa informe. De su semejanza humana sólo quedaban los cristales que habían
sido sus ojos y que aun brillaban, y el cordel anudado de la escala de la bruja, aun
enroscado.
—¡Dios! Me estaba... me estaba dominando!
Encendió un cigarrillo con mano temblorosa y tiró la cerilla, que fue a caer encima de
lo que fue la cabeza de la muñeca.
Simultáneamente se produjo una llamarada brillante, un sonido como un sollozo
desconcertante y una ola de calor. Y donde estuvo la cabeza no quedaba más que una
mancha extendida en el entarimado, y los cristales que fueron los ojos, sin brillo,
ennegrecidos. La cuerda de nudos había desaparecido.
E1 cuerpo de la muñeca se había desvanecido también y sobre la mesa quedaba una
pestilente materia líquida y negra, como de cera derretida, de la que sobresalían las
costillas del esqueleto de alambre.
Sonó el teléfono de la clínica contigua, maquinalmente fui a contestar.
—Si —dije—, ¿qué pasa?
—El señor Ricori, doctor. Ha salido de su estado comatoso y está despierto.
Me volví a McCann:
—¡Ricori se ha recobrado!
Me agarró por los hombros. Luego retrocedió un paso y me miró con cara de
espanto.
—¿Si? —murmuró—, ¡Si, claro, se ha recobrado al quemarse los nudos! ¡Eso lo ha
liberado! ¡Ahora vamos los dos, usted y yo a ver que hacemos!

CAPÍTULO VIII
EL DIARIO DE LA ENFERMERA WALTERS
Me llevé a McCann al cuarto que ocupaba Ricori. Un careo con su jefe sería la prueba
de peso para salir definitivamente de dudas respecto a su sinceridad, pues si al momento
me di cuenta de que, por raros que fuesen los hechos que acabo de relatar, tanto en
conjunto como en las particularidades, podía formar parte de la treta que atribuía
obstinadamente al pistolero. La decapitación de la muñeca podía ser un acto dramático
llevado a cabo con el propósito de impresionar mi imaginación.
El fue quien me llamó la atención sobre la virtud siniestra del cordel de nudos. Mc
Cann fue quien encontró la aguja. La fascinación que produjo en él la cabeza separada del
tronco, podía ser fingida, y el hecho de arrojar la cerilla, un calculado propósito de destruir
las pruebas. Me empeñaba en no conceder valor ni a mis propias reacciones.
Con todo... me parecía difícil que McCann fuese tan consumado actor, tan sutil
impostor. ¡Ah! Pero también podía atenerse a las instrucciones de otro hombre inteligente,
capaz de semejantes habilidades. Deseaba tener confianza en McCann y esperaba que
saliese airoso de la prueba. Lo deseaba con toda mi alma.
Pero la prueba había de fracasar. Ricori estaba en el pleno goce de sus sentidos,
completamente despierto, y con sus facultades mentales acaso más agudizadas que nunca.
Pero las vías de comunicación fallaban. Su mente estaba libre, pero no su cuerpo. Persistía
la parálisis, impidiendo todo movimiento muscular, excepto aquellos que pertenecen a los
reflejos inconscientes, esenciales para que la vida continúe. No podía hablar. Sus ojos se
dirigían a mí, llenos de luz y de inteligencia, desde un rostro inexpresivo, o se dirigían a
McCann con la misma invariable mirada.
McCann me susurró al oído:
—¿Puede oír?
—Creo que sí, pero no tiene manera de decírnoslo.
El pistolero se arrodilló junto al lecho y tomo la mano de Ricori en la suya.
—Todo marcha bien, amo —le dijo en voz clara—. Todos estamos trabajando por lo
mismo.
Ni el menor titubeo ni el más insignificante asomo de culpabilidad en su modo de
proceder, pero téngase presente que acababa de decirle que Ricori no podía contestar.
Me acerqué al enfermo y le animé:
—Va usted mejorando a toda marcha. Ha sufrido un golpe tremendo y conozco la
causa. Tendrá que permanecer quieto uno o dos días. Pero no se preocupe ni se impaciente
por nada; procure no pensar en nada desagradable. Deje que descanse su cabeza. Voy a
darle una inyección sedativa. Acéptela sin resistencia. Y duerma.
Le di la inyección y observe su casi inmediato efecto, con honda satisfacción. Aquello
me convenció de que había oído.
Volví a mi despacho con McCann y con la cabeza en ebullición. No podía calcular
cuanto tardaría Ricori en librarse de la parálisis que lo tenía agarrado. Lo mismo podía
despertar al cabo de una hora, completamente restablecido, que permanecer en aquel
estado durante varios días. Entretanto, había tres cosas sobre las que debía cerciorarme.
Primera: que se estableciese una estrecha vigilancia en el establecimiento donde Ricori
adquirió la muñeca. Segunda: recoger cuantas noticias fueran posibles acerca de las dos
mujeres, que McCann me había descripto. Tercera: saber los motivos que tuvo Ricori para
visitar la tienda. Decidí aceptar de momento como buena la historia que me contó
McCann, y al propio tiempo no poner en él mayor confianza que la estrictamente
necesaria.
—McCann —le dije—, ¿ha cuidado usted que se vigile constantemente la tienda de
muñecas, según lo convenido?
—Puede estar tranquilo respecto al particular. No puede entrar ni salir una mosca sin
que la vean.
—¿Puede darme alguna referencia?
—Los muchachos rodearon la casa a medianoche. La fachada está completamente a
oscuras, mas por la parte de atrás , hay una ventana cerrada con fuertes postigos, aunque
por debajo se ve una raya de luz. A las dos de la madrugada, la muchacha de la cara
pálida pasó deslizándose como una sombra por la calle y entró. Los muchachos que
vigilan detrás del edificio oyeron un ruido infernal y entonces se apagó la luz. Esta
mañana la muchacha abrió la tienda. Al cabo de un rato apareció también la bruja. Están
perfectamente vigiladas.
—¿Qué ha sabido usted de ellas?
—La bruja se llama madame Mandilip. La chica es su sobrina, al menos así lo dice
ella. Llegaron allí hace ocho meses, nadie sabe de dónde. Pagan sus facturas con
regularidad. Parece que tienen mucho dinero. La muchacha se cuida de la compra. La
vieja nunca sale. Viven encerradas como unas almejas. No tienen tratos con los vecinos. La
hechicera tiene una clientela especial, compuesta en su mayoría de gente rica. Hace dos
clases de negocio, según parece, con las muñecas ordinarias y sus accesorios y con
muñecas especiales, en las que la vieja, según dice, pone un arte maravilloso. Nadie en la
vecindad les tiene el menor afecto. Algún vecino piensa que la vieja negocia con opio. Y
nada más, por ahora.
—¿Muñecas especiales?, ¿Gente rica?
—¿Gente rica como la solterona Bailey; el banquero Marshall?
—¿Muñecas ordinarias, para gente como el acróbata, el albañil? Pero éstas debían de
ser especiales, aunque McCann ignorase porqué.
—Delante está la tienda —continuo éste—, y detrás de la tienda hay dos o tres
habitaciones. Arriba una gran sala, como un almacén. Tienen alquilada toda la casa; pero
la bruja y la moza ocupan las habitaciones de la trastienda.
—¡Buen trabajo! —aprobé yo. Y tras breve vacilación añadí: —McCann, ¿no le
recordó a nadie la muñeca?
—Me contempló con ojos sombríos para decirme secamente:
—¿Y usted me lo pregunta?
—Es que pensé que se parecía a Peters.
—¡Pensó que se parecía! —exclamó.— ¡Se parecía, diablo! ¡Como que era el mismo
retrato de Peters!
—Pero usted nada me dijo de esto. ¿Por que? —pregunté, suspicaz.
—Maldita sea —empezó diciendo. Pero en seguida cambió de tono:
—¿No lo estaba usted viendo? Creí que se callaba por no poner a Shevlin en
antecedentes, y yo seguí su ejemplo. Luego lo vi tan preocupado en echarme la zancadilla,
que no encontré oportunidad.
—Quien hizo la muñeca debía conocer muy bien a Peters. Diríase que Peters posó
para quien hizo la muñeca, como posa un modelo para un pintor o un escultor. ¿Por qué lo
haría? ¿Cuándo? ¿Por qué ha de tener nadie deseo de que le hagan una muñeca que se le
parezca?
—Concédame una hora para sondear a la hechicera y se lo diré —me contestó
frunciendo el ceño.
—No, nada de eso hasta que Ricori pueda hablar, pero acaso podamos vislumbrar
luego otro procedimiento. Ricori tenía un propósito al ir a la tienda, y yo sé cual era; mas
ignoro lo que atrajo su atención hacia la tienda. Me inclino a creer que fue información que
obtuvo de la hermana de Peters. ¿La conoce usted lo suficiente como para visitarla y
sonsacarle lo que dijo a Ricori, ayer? ¿Pero de una manera subrepticia, con mucho tacto,
sin hablarle de la enfermedad de Ricori?
—No —me contestó lisa y llanamente—, si no me da usted más explicaciones. Mollie
no es tonta.
—Perfectamente. No sé si lo sabrá usted ya por Ricori, pero la Darnley murió, y
pensamos que hay cierta relación entre su muerte y la de Peters. Pensamos que el fin de
ambos tiene algo que ver con el afecto que los dos profesaban a la niña de Mollie. La
Darnley murió precisamente como Peters.
—¿Quiere usted decir que por la misma... causa?
—Sí. Tenemos motivos para pensar que los dos pillaron la... la enfermedad, en el
mismo lugar. Ricori pensó que tal vez Mollie sabría algo que permitiera descubrir ese
lugar. Una casa, un establecimiento adonde los dos debieron ir, no precisamente al mismo
tiempo, y donde se expusieron... al contagio. Quizás se trate de una infección inoculada
deliberadamente por una persona de mala voluntad. Lo que parece seguro es que Ricori
fue a ver a la señora Mandilip, inducido por lo que le dijo Mollie. Hay un punto oscuro, no
obstante, y es que, si Ricori no se lo dijo ayer, ella ignora la muerte de su hermano.
—Eso está claro, El amo dio instrucciones acerca del particular.
—Si no se lo dijo él, usted no diga nada.
—Se reserva usted gran parte de lo que sabe, ¿verdad, doctor? —me preguntó
mientras se levantaba para marcharse
—Sí —le contesté francamente—, pero ya le he dicho bastante.
—¿Usted cree? Bueno, quizá si —me dijo, mirándome ceñudo—. De todos modos,
pronto sabré si el amo le dio la noticia. Si lo hizo, no habrá mas que hablar con
naturalidad; de lo contrario... bueno, ya nos veremos después que haya hablado con
Mollie. Hasta luego.
Y con esta despedida un si es no es burlona, se alejó. Yo volví a mirar los vestidos de
la muñeca, esparcidos sobre la mesa. La nauseabunda masa liquida se había endurecido y
al hacerlo adquirió la forma tosca de un cuerpo humano aplastado, que producía un efecto
desagradable, con las costillas y la espina dorsal de acero centelleando encima. Estaba
dominando mi repugnancia en recogerlo para analizar aquella materia, cuando entro
Braile. Tan obsesionado estaba yo con el despertar de Ricori y con todo lo que había
pasado, que tardé en notar la palidez de sus mejillas y la gravedad de su aspecto, y sólo
entonces corté mi charla sobre las dudas que me infundía McCann, para preguntarle qué
le pasaba.
—Me he despertado esta mañana pensando en Enriqueta —dijo—. Estaba seguro de
que la clave 4-9-1, si era una clave, no significaba Diana. De pronto se me ha ocurrido que
podía significar Diario. La idea se me incrustó en la cabeza, y apenas tuve ocasión, tomé a
la Robbins y fuimos los dos al piso. Buscamos y encontramos el diario de Enriqueta. Aquí
está.
Y me entregó una libreta de tapas en carnadas, diciendo:
—Yo ya lo he leído.
Abrí el libro, del que transcribo la parte referente al asunto que nos interesa:
“3 de noviembre —Me ha sucedido hoy la cosa más rara. He ido al Battery Park a ver
los nuevos peces del aquarium. Y como tenía tiempo, me he metido por las estrechas
calles, curioseando y buscando algo que pudiera comprar para Diana. He visto la más
sorprendente tiendecilla vieja, sórdida, pero con las muñecas más lindas y más ricas y
primorosamente vestidas que jamás haya visto en escaparate alguno, por lujoso que sea.
Me detuve a mirarlas ante el escaparate, por el que se veía el interior de la tienda, donde
había una muchacha que me daba la espalda. De pronto se volvió y me miró y el corazón
me saltó en el pecho de una manera inexplicable. Su cara era blanca, sin color alguno, y
sus ojos grandes miraban como asustados. Su cabellera de un rubio ceniciento se recogía
abundosa sobre la cabeza. Era la muchacha de aspecto más raro que haya visto. Nos
estuvimos mirando fijamente cosa de un minuto. Luego, ella movió la cabeza con violencia
y agitó las manos indicándome que me alejase. Me quedé tan atónita, que apenas daba
crédito a lo que veía. Y estaba a punto de entrar a preguntarle qué le pasaba, cuando miré
mi reloj de pulsera y vi que me quedaba el tiempo justo para volver al hospital. Miré de
nuevo al interior de la tienda y vi que se abría con lentitud la puerta del fondo, mientras la
muchacha me hacía los últimos y al parecer desesperados signos. No sé explicarlo, pero
algo había en todo aquello que, de pronto, me hizo sentir unas ganas locas de correr. No lo
hice, aunque me alejé. Todo el dia estoy pensando en lo mismo. Además, a la curiosidad se
añade un cierto enojo. Las muñecas y sus vestidos son verdaderas preciosidades. ¿Qué hay
en mí de malo que me impida ser un parroquiano de la tienda? He de ponerlo en claro.
"5 de noviembre —Esta tarde he vuelto a la tienda de muñecas. El enigma se
complica, aunque no creo que haya nada de misterioso, sino que la muchacha está un poco
loca. No me he parado a mirar el escaparate y me he metido directamente en la tienda. La
muchacha pálida estaba detrás de un mostradorcillo y al verme entrar me ha dirigido una
mirada de espanto y se ha puesto a temblar. Al acercármele, he dicho en voz baja: “¡Oh!
¿por qué ha vuelto? ¿No le dije que se marchase?” No he podido menos que echarme a reír
y le he dicho: "Es usted la tendera más estrambótica del mundo. ¿No quiere usted que la
gente compre sus cosas?” Ella me ha contestado rápidamente y en voz más baja: "¡Ya es
demasiado tarde! ¡Ya no puede marcharse ahora! Pero no toque nada. No tome nada de lo
que ella le dé. No toqué nada de lo que ella le señale." Y luego, en tono normal y con voz
muy clara ha dicho: "¿Desea ver algo? Tenemos de todo, en cuestión de muñecas" Tan
brusco cambio ha sido espantoso. Y entonces he visto que una puerta del fondo se abría, la
misma que vi abrirse la primera vez, y que una mujer me miraba desde el umbral.
Me la he quedado mirando boquiabierta no se cuánto tiempo. Es una mujer
verdaderamente extraordinaria, alta, con unos ojos enormes. No es que esté muy gorda,
pero es de una robusta corpulencia. Tiene una cara larga y una piel morena. Sombrea su
labio superior, un bozo espeso y en su cabeza se recoge el pelo gris como una rosca de
alambres de acero con greñas que parecen estropajos. Han sido sus ojos los que me han
dejado encantada. ¡Son sencillamente enormes! Negros y llenos de vida. Debe de tener una
vitalidad tremenda. O tal vez produzca este efecto el contraste con aquella muchacha
pálida que parece que apenas pueda tenerse derecha. Pero no, segura estoy de que posee
una fuerza vital extraordinaria. Mientras me miraba he sentido la más viva emoción y, sin
que pueda explicarme la causa, me he puesto a pensar: "¡Qué ojos tan grandes tienes,
abuelita!" "¡Son para comerte mejor, querida! ¡Qué dientes tan grandes tienes, abuelita!
¡Son para devorarte mejor, querida!" (Aunque no estoy segura de que esto no fuera una
insensatez). Y en realidad, sus dientes eran grandes, fuertes y amarillentos. Pero dije como
una estúpida: "¿Cómo está usted?" Ella sonrió y me tocó con la mano, lo que me hizo
estremecer. Sus manos eran las más hermosas, que he visto. Tan hermosas, que no
parecían de ella; largas, con unos dedos afilados y blanquísimos, como manos que El
Greco y Botticelli ponían a las mujeres. Pienso que ha sido esta particularidad lo que me
ha hecho estremecer.
Parecía mentira que aquellas manos perteneciesen a un cuerpo tan grosero. Pero
también contrastaban sus ojos. Manos y ojos armonizaban perfectamente.
"Sonriendo, me ha dicho: «¿le gustan las cosas bonitas?» Su voz sólo puede
compararse con sus manos y sus ojos: una voz profunda, rica de timbres, brillante. He
contestado que sí moviendo la cabeza. “Entonces —me ha dicho— vas a verlas, querida.
Sígueme". En la muchacha pálida ni se ha fijado. Dando media vuelta, se ha dirigido a la
puerta interior y yo la he seguido; pero, al entrar, he dirigido una mirada a la muchacha y
me ha parecido mas asustada que nunca. Se han movido sus labios y he leído
distintamente en sus movimientos la palabra: “recuerda".
“La habitación en que de pronto me hallé era... me sería imposible describirla. Era
como sus manos, sus ojos y su voz. Apenas he entrado, he tenido la sensación de que no
estaba en Nueva York, ni en América, ni en parte alguna del mundo. O mejor dicho: tenía
la impresión de que aquél era el único lugar de la tierra y que fuera de él no existía ningún
otro. Esta impresión era tan real, que daba miedo. Era una estancia más espaciosa de lo
que hubiese parecido posible a juzgar por la dimensión de tienda. Tal vez la luz producía
este efecto. Una luz suave, muelle, opaca. Las paredes estaban cubiertas de paneles de
exquisitas molduras y el techo, de ricos artesones. A un lado no se veía más que los
paneles primorosamente tallados en bajorrelieves. En una chimenea ardía un fuego
magnífico que caldeaba la habitación sin llegar a sofocar. Se percibía un olor fragante,
probablemente de la madera que quemaba. Los muebles son de exquisito gusto, pero de
un estilo que yo desconozco. Hay algunos tapices que afirmaría sin miedo a equivocarme
que son muy antiguos. Es curioso, pero se me hace difícil recordar lo que vi en aquella
habitación. Sólo recuerdo claramente que todo es muy rico y precioso y nuevo para mí, es
decir, que no podría clasificarlo. Lo que ha quedado más grabado en la memoria es una
mesa enorme que me hizo pensar en los Caballeros de la Tabla Redonda. Pero lo que
nunca podré olvidar es el espejo esférico; es inútil que me esfuerce en no pensar en él.
“Sin darme cuenta de cómo ha empezado la conversación, me he encontrado
hablándole de mí y de Diana y de lo mucho que a ésta le gustan las cosas bonitas. Ella me
escuchaba con atención y me ha dicho con aquella su voz timbrada y dulce: “tendrá una
cosa bonita, querida". Ha desaparecido en un gabinete y ha vuelto con la muñeca más
preciosa que en mi vida he visto. No he podido menos de exhalar una exclamación de
gozo al pensar en lo contenta que se pondría Diana. Era una muñequita que representaba
una niña con tan la expresión, que sólo le faltaba hablar para estar animada. "¿Le gustará?"
—me ha preguntado. "Pero esto vale un tesoro —le he contestado—, y yo soy pobre". Se ha
reído y me ha replicado: "Pero yo no soy pobre. Se la regalaré cuando haya acabado de
vestirla". Aunque no era muy correcto, no he podido menos que decirle. “Ha de ser usted
muy rica para tener todas estas preciosidades. No me explico por qué ha puesto una
tienda de muñecas". Y ella ha vuelto a reírse al contestar: “Para relacionarme con personas
finas como usted, querida".
"Y ha sido entonces cuando me ha pasado la extraordinaria aventura del espejo. Era
esférico y yo no me cansaba de mirarlo, porque semejaba la mitad de una gota inmensa de
agua pura. El marco era de madera negra muy cuidadosamente tallada, y de vez en
cuando, los reflejos de las molduras parecían danzar en el espejo como Ia vegetación del
borde de un estanque movida por la brisa. Estaba deseando mirarme en él y, de pronto, el
deseo se me hizo irresistible. Me acerque a él y vi reflejada toda la habitación, no como si
viera su imagen con mi propia imagen, sino como si estuviese viendo otra habitación
parecida, con otra persona semejante a mí, que me estuviera mirando. De pronto se
produjo una oscilación y la imagen de la estancia se borró, aunque la mía seguía siendo
perfectamente clara. Por fin sólo me vi a mí misma, y me parecía que me iba
empequeñeciendo, empequeñeciendo, hasta reducirme al tamaño de una muñeca de
regular alzada. Incliné mi cabeza hacia adelante y la pequeña imagen hizo lo propio. Moví
la cabeza sonriendo y lo mismo hizo ella. No podía dudar de que era mi imagen, pero muy
reducida. Y de pronto he tenido miedo, he cerrado los ojos. Al abrirlos de nuevo, todo en
el espejo aparecía como antes.
“He consultado mi reloj y, al ver cómo había pasado el tiempo, me he levantado para
despedirme con viva inquietud. “Vuelva a verme mañana, querida, me ha dicho. —Ya
tendré la muñeca vestida y podré entregársela". Le he dado las gracias prometiéndole
volver. Me ha acompañado hasta la puerta de la tienda y, al pasar por delante de la
muchacha, ésta no me ha mirado.
"La dueña se llama madame Mandilip. No volveré a verla ni mañana ni nunca. Ejerce
sobre mí una fuerza fascinante, pero me da miedo. Aun tiemblo pensando en la impresión
desagradable que me produjo el espejo esférico. Y cuando me miré en él y vi reflejada toda
la habitación, ¿por qué no la imagen de ella? ¡No la vi! Y aunque la pieza estaba
alumbrada no puedo recordar que hubiese ventana ni lámpara alguna. ¡Y qué decir de
aquella muchacha! ¡Pero a Diana le gustaría tanto la muñeca.
"7 de noviembre —No creía que fuese tan difícil mantenerme en mi resolución de no
volver a casa de madame Mandilip. ¡Vivo en continuo desasosiego! Anoche tuve un sueño
terrible. Pensaba que estaba en aquella habitación. Me parecía que la estaba viendo
realmente, y de pronto comprendí que me estaba asomando a su interior sin estar
precisamente en él, sino dentro del espejo. Era pequeña como una muñeca. Estaba
asustada y me debatía contra él, agitándome mucho por salir, como un moscardón que
aletea en el cristal de una ventana. Entonces vi que dos hermosas y pulidas manos se
tendían hacia mí, abrían el espejo y me apresaban; pero yo me esforzaba y luchaba con
toda mi alma por recobrar mi libertad. Me desperté con el corazón tan alborotado, que
temí se me rompiera en el pecho. Diana dice que me oyó gritar "¡No, no! ¡No quiero!" y me
arrojó una almohada, que supongo que fue lo que me despertó.
"Esta tarde he salido del hospital a las cuatro con intención de ir directamente a casa.
No sé en qué pensaba, pero el caso es que mi preocupación era enorme, y cuando volví del
mundo de mis vagas cavilaciones me encontré en la estación del Subte tomando un tren
para Bowling Green, que me hubiera llevado al Battery. Supongo que, sin darme cuenta,
me dirigía a casa de madame Mandilip. Fue tal el sobresalto, que casi salí corriendo de la
estación a la calle. Concedo que mi conducta es estúpida e impropia de mi, que siempre
me enorgullecí de tener mucho sentido común. Pienso consultar con el doctor Braile,
porque temo que empiezo a sufrir un desequilibrio nervioso. ¿Qué razón hay para
abstenerme de ir a visitar a esa señora? Es muy interesante y no hay duda de que me
demostró simpatía. Y además, fue bondadosa conmigo hasta el punto de ofrecerme
aquella mueca tan linda. Creerá que soy una ingrata y mal educada. ¡Y le gustaría tanto a
Diana! Cuando recuerdo las sensaciones que experimenté ante el espejo, me considero tan
niña como Alicia en el País de las Maravillas... Y es que los espejos y toda superficie lisa en
que se reflejen las cosas, nos hacen ver a veces los mas raros objetos. Probablemente
tuvieron algo que ver en todo ello el calor y la fragancia de la habitación. Y en definitiva
no puedo asegurar que madame Mandilip no se reflejase en él, porque estaba yo
demasiado ocupada en contemplarme. ¿No es ridículo que huya y me esconda corno una
niña de una bruja? Pues eso es lo que estoy haciendo. ¡A no ser por aquella muchacha...
pero sin duda se trata de una anormal! Si tanto deseo volver, ¿por qué he de portarme así?
"10 de noviembre —Bueno, estoy contenta de que se me hayan quitado de la cabeza
tan ridículas ideas. Madamé Mandilip es admirable. Claro que hay ciertas cosas que no
comprendo, pero hay que tener presente lo distinta que es esta señora de todas las que
conozco y que cuando estoy en aquella sala, la vida cambia por completo, y que cuando
salgo, me parece abandonar un castillo encantado, para entrar en el mundo más prosaico.
Ayer tarde decidí ir a verla desde el hospital. En el momento en que tomé esta resolución
sentí como si una nube que ensombrecía mi mente se desvaneciese como por encanto, y
experimenté un bienestar y una alegría que no había tenido en toda la semana. Al entrar a
la tienda, la muchacha pálida, que se llama Laschna me miró de tal manera, que pensé que
iba a prorrumpir en llanto, y me dijo con voz conmovida y entrecortada: "¡Recuerde que
he procurado salvarla!"
“Tanta gracia me hizo esto, que me eché a reír gustosamente, y cuando madame
Mandilip abrió la puerta y miré a sus ojos, y oí su voz comprendí la causa de mi alegría;
experimentaba el mismo gozo de quien llega a su casa después de haber sufrido
horriblemente la nostalgia del hogar. La habitación interior me acogió en su grato
ambiente. Fue esta una sensación tan clara, que no puede explicarse sin personificar
aquella habitación. No puedo explicármelo a mí misma de otra manera. Fue la impresión
de que aquella pieza tenía tanta alma como la misma madame Mandilip o que formaba
parte de su personalidad, o mejor dicho: parte de lo mejor de ella, como sus ojos, sus
manos, su voz. No me preguntó por qué había tardado en volver. Sacó la muñeca, que me
pareció más admirable, aunque aun tenia que perfeccionarla. Nos sentamos a charlar y ella
me dijo: "Me gustaría hacer una muñeca de usted, querida". Estas fueron sus propias
palabras, que por un momento me llenaron de espanto, al recordarme el sueño que había
tenido y porque me vi dentro del espejo luchando por escaparme. Luego comprendí que
era su modo de hablar y que, en realidad, lo que le gustaría era hacer una muñeca que se
pareciese a mi. Entonces me reí y le dije: “Claro que podría usted hacer de mí una muñeca,
madame Mandilip". No adivino de qué país es.
“Rió conmigo, con unos ojos más grandes que nunca y más brillantes. Sacó cera y se
puso a modelar mi cabeza. Sus hermosos y largos dedos trabajaban rápidamente, como si
en cada uno de ellos hubiese un consumado artista. Yo los contemplaba, fascinada. Noté
que me dormía por momentos, desde lo hondo de mi sueño le oí decir: “Querida, deseo
que te desnudes y me dejes modelar todo tu cuerpo. No te alarmes. No soy más que una
vieja". Lejos de oponerme, le dije desde mi sueño: "¡Pues claro que si, como usted quiera!".
Desde el taburete en que me mantenía erguida, veía cómo la. cera iba tomando poco a
poco la forma de mi cuerpo bajo sus dedos, hasta que fue una copia exacta del original.
Sabía que era perfecta, aunque, estando tan dormida, apenas podía ver. Mi sueño era tan
profundo, que la señora Mandilip tuvo que ayudarme a vestir y luego debí de perder por
completo el dominio sobre mis sentidos, porque desperté con un sobresalto y vi que ella
me acariciaba las manos diciéndome: "Siento haberla fatigado tanto, hija mía. Quédese
aquí a descansar si quiere, pero si ha de marcharse, ya es tarde". Miré mi reloj y estaba tan
dormida, que apenas veía, pero adiviné que era tardísimo. Entonces, la señora Mandilip
me oprimió los ojos con sus manos y al momento me noté completamente despejada.
“Vuelva mañana y se llevará la muñeca”, me dijo. “Se la pagaré en cuanto permitan mis
recursos” —observé yo. A lo que ella replicó: “Ya me ha pagado espléndidamente
permitiendo que haya una muñeca de usted”. Las dos nos reímos y nos apresuramos a
salir. La muchacha pálida estaba en la tienda atendiendo a un cliente, y al pasarle grité "au
revoir". Sin duda no me oyó, porque no me contestó.
''11 de noviembre —¡Diana está loca con la muñeca! ¡Qué contenta estoy de no haber
cedido a aquellos sentimientos estúpidos y morbosos! Diana jamás ha tenido un juguete
que la hiciese tan feliz. ¡Adora a su muñeca! Esta tarde he posado otra vez para que
madame Mandilip acabase de perfeccionar mi propia muñeca. Esa mujer es un genio. ¡Un
verdadero genio! Más que nunca me admira que se contente con una tienda, cuando
podría competir con los más grandes artistas. La muñeca es exactamente mi persona
reducida de tamaño. Me ha preguntado si podía cortar un poco de mi pelo para su cabeza
y no hay que decir que lo he consentido. Dice que esta muñeca no es la que ha de hacer de
mí, que será mucho más grande. Esta es el modelo que servirá para trabajar en la otra. Le
he advertido que a mí me parecía perfecta, pero dice que la otra será de materia menos
deleznable. Tal vez me dará la pequeña cuando acabe el trabajo. Estaba tan ansiosa por
llevarle a Diana la muñeca, que me he despedido pronto. Al salir he sonreído y he dirigido
la palabra a Laschna, y ella me ha correspondido con un ademán, pero con gran afecto. ¿Si
estará celosa de mí?
"13 de noviembre —Por primera vez he sentido las ganas de escribir desde el
horroroso caso de Peters, ocurrido en la mañana del día 10. Apenas acababa de escribir
sobre la muñeca de Diana, cuando me llamaron del hospital para decirme que era
necesaria mi presencia aquella noche. Contesté que al momento iba. Pero, ¡ojalá no hubiera
ido! Nunca podré olvidar aquella suerte. ¡Nunca! No quiero describirla ni siquiera pensar
en ella. Al volver a casa por la mañana no pude dormir y daba vueltas y más vueltas sin
poder apartar de la imaginación aquel semblante. Creía que mi experiencia profesional me
había insensibilizado hasta el punto de que ya no podía afectarme la vista de ningún
paciente; pero es que en éste había algo tan extraordinario... Entonces pensé que la única
persona capaz de distraerme de aquella horrenda preocupación era madame Mandilip. A
las dos de la tarde fui a verla La encontré en la tienda con Laschna y pareció sorprendida
de que fuese a verla tan temprano. No se alegró tanto de verme como otras veces, o acaso
me lo figuré por lo nerviosa que yo estaba. Madame tenía un trabajo abandonado sobre la
mesa, pero no ví mas que alambres y no me enteré de lo que se trataba, porque me hizo
sentar en un cómodo sillón, diciendo: “Parece usted cansada, hija mía. Siéntese y descanse
mientras acabo esto y aquí tiene un libro con ilustraciones que le interesarán mucho". Y me
entregó un libro muy raro y muy viejo, largo y estrecho; debía de ser muy antiguo, porque
era de tela y las ilustraciones y colores se parecían a los de esos libros de la Edad Media
que los monjes solían ilustrar tan primorosamente. Todo eran paisajes, bosques y jardines
con los árboles más raros, y sin ninguna figura humana; pero daba la impresión de que,
con mejor vista que la mía, se verían personas o animales detrás del follaje. Quiero decir
que parecían ocultos tras los árboles o las flores, mirándole a una. No sé el tiempo que
pasé examinando los dibujos y tratando de descubrir las figuras humanas que se
escondían en ellos, pero al fin me llamó madame Mandilip. Me acerqué a la mesa con el
libro en la mano, y me dijo: “Esto es para la muñeca que hice de usted. Tómelo y vea lo
bien hecho que está". Y me señaló un objeto de alambre que había en la mesa. Alargué mi
mano para tomarlo cuando, de pronto, vi que era un esqueleto. Era pequeño, eso sí, un
esqueleto de niña, y en el mismo instante pasó por mi mente el semblante del señor Peters,
lancé un chillido pavoroso y retiré las manos, muerta de miedo. Se me cayó el libro entre
los alambres, que se retorcieron como si el esqueleto quisiera ponerse en pie. Me recobré
en seguida del susto y vi que el extremo del alambre se había desprendido, hundiéndose
en la cubierta del libro a la que se quedó prendido. Por un momento, madame se mostró
furiosa. Me tomó del brazo y me lo oprimió hasta hacerme daño, mientras sus ojos
despedían chispas de cólera y me gritaba con extraño, acento: "¿Por que ha hecho esto?
¡Cóntésteme! ¿Por qué? Y me dio un golpe. Aunque entonces me asustó de veras, no la
culpo, porque creyó que lo había hecho adrede. Luego, al ver que yo temblaba de miedo,
se suavizaron sus ojos y su voz: “Usted tiene alguna pena, hija mía. Dígame lo que le pasa
y tal vez pueda ayudarla". Me hizo sentar en un diván y se acomodó a mi lado acariciando
mi frente y mis cabellos, y aunque con nadie hablo de lo que pasa en el hospital, le conté
toda la historia del caso de Peters. Me preguntó quién lo había llevado al hospital y dije
que el doctor Lowell lo llamaba Ricori y que suponía que se trataba del famoso gangster.
Sus manos me calmaron, me hipnotizaron y le hablé del doctor Lowell y de lo bien ganada
que tenía su celebridad, y de lo locamente enamorada que yo estaba en secreto del doctor
B... ¡Cuánto siento haber hablado del caso! ¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Pero estaba tan
agitada; que una vez que hube empezado, pensé que no debía callar nada. Tan trastornada
estaba ml cabeza que cuando una vez levante los ojos para mirarla, pensé que aquella
mujer se estaba gozando en el mal ajeno. Eso demuestra cómo había yo perdido la cabeza.
Y cuando acabé de hablar, me dijo que me acostase y durmiese, que ella me despertaría
cuando yo quisiera. Le dije, pues, que tenía que marcharme a las cuatro. Me dormí y al
despertar me sentí descansada y tranquila. Cuando salí del cuarto, aun estaba sobre la
mesa el esqueleto y el libro. Ella me dijo: "Más vale que haya sido el libro que su mano,
querida. El alambre hubiera podido soltarse al tenerlo en las manos y tal vez no se hubiera
librado de una herida". Quiere que le lleve mi vestido de enfermera, para hacer uno igual
para una nueva muñeca.
"14 de noviembre —Ojalá no hubiera ido nunca a casa de la señora Mandilip. No me
hubiera escaldado el pie. Pero no lo siento precisamente por eso. No podría explicar la
razón aunque tratase de hacerlo. Pero, ¡ojalá no hubiera ido! Esta tarde le he llevado el
uniforme de enfermera. En un momento hizo un modelo. Estaba alegre y me cantó unas
canciones muy bonitas, cuya letra no entendía. Se echó a reír cuando le pregunté en qué
idioma estaban y me dijo: “En la lengua de la gente que atisbaba detrás de los dibujos del
libro, querida", ¡Aquello era extraordinario! ¿Cómo supo que, pensaba yo que me miraba
alguien entre aquellos dibujos? ¡Ojalá nunca hubiese ido a. verla!
"Preparó té y llenó unas tazas para las dos. Y en el preciso momento de alargarme la
mía, tropezó su codo con la tetera, que se derramó. El té hiriente fue a caer sobre mi pie
derecho. Sentí un dolor atroz.
"Me quitó el zapato y la media y me frotó con una especie de ungüento la parte
dolorida, diciéndome que aquello haría desaparecer el dolor y que en un momento estaría
todo curado. Ya no sentí la menor molestia y, al llegar a casa, apenas pude dar crédito a
mis ojos. Jobina no quería creer que me hubiera escaldado el pie. La señora Mandilip
estaba enormemente apenada por aquel percance, o al menos lo parecía. No me explico
por qué razón no me acompañó hasta la puerta como solía hacer. Se quedó en la sala.
Laschna, la muchacha pálida, estaba junto a la puerta cuando salí a la tienda. Se fijó en el
vendaje de mi pie y le dije que me lo había escaldado y madame me lo había vendado. Ni
siquiera por cumplido se mostró condolida. A1 salir a la calle la miré casi de reojo para
decirle "adiós", pero noté que ella me miraba con los ojos arrasados en lágrimas, y movió
la cabeza diciendo: "Au revoir". Antes de cerrar la puerta me volví a mirarla bien y vi que
las lágrimas corrían por sus mejillas. ¿Por qué lloraría? (¡Oh, si nunca hubiera conocido a
madame Mandilip!)"
"15 de noviembre —El pie completamente curado. No tengo el menor deseo de
volver a casa de madame Mandilip. Y nunca más iré. De buena gana destrozaría la
muñeca que me regaló para Diana, pero la niña se llevaría un disgusto mortal.”
“20 de noviembre —Aun no tengo ningún deseo de verla. Veo que la olvido
fácilmente. Sólo la muñeca de Diana me la recuerda. ¡Estoy contenta! ¡Bailaría y cantaría
de alegría! ¡Nunca más la veré!
“¡Pero, Dios mío, qué feliz me sentiría si no la hubiese conocido! Y no me explico la
razón”.
El diario de la enfermera Walters ya no hablaba más de la señora Mandilip. Aquella
murió el veinticinco de noviembre.

CAPÍTULO IX
EL FIN DE LA MUÑECA DE PETERS
Braile no apartó un momento los ojos de mí.
—Nunca hubiera dicho que la Walters tuviera tan viva imaginación —dije en
respuesta a su interrogante mirada, tratando de disimular la turbación que me había
producido la lectura del diario.
—¿Cree que trataba de escribir una novela? —replicó mi colega, enrojeciendo de
enojo.
—No eso precisamente; pero describir ciertos hechos ocurridos con ayuda de una
imaginación exaltada no es la mejor manera escribirlas.
—¿Pero no comprende usted que todo ese relato es una auténtica aunque
inconsciente descripción de un magnífico caso de hipnotismo? —me advirtió con cierta
rudeza.
—Ya he pensado en eso como cosa posible —contesté agriamente—, pero no
encuentro pruebas en que fundamentarlo. Lo que veo es que nuestra enfermera no era tan
equilibrada como suponíamos. Este escrito es una prueba de su sorprendente carácter
impresionable y nos demuestra que en una por lo menos de sus visitas a madame
Mandilip estaba hondamente sobreexcitada y en un estado de alteración nerviosa. Me
refiero a su indiscreta conversación sobre el caso de Peters, después de haberla yo
advertido, como usted recordará, que a nadie en absoluto dijese nada de eso.
—Recuerdo muy bien que, cuando he llegado a la página del diario en que se habla
de eso, ya no he dudado un momento de que se trataba de hipnotismo.
—Ante dos causas posibles para un acto, siempre es aconsejable aceptar la más
razonable —observé secamente— Examinamos los hechos, Braile. Walters da mucha
importancia a la extraña conducta y a las advertencias que por señas le hace aquella
muchacha. Admite que se trata de una neurótica, y en realidad la conducta que describe es
la que podríamos esperar de una enferma de los nervios. Atraída por las muñecas, entra a
enterarse de los precios, como haría cualquiera. Hasta aquí obra por propio estímulo. En la
tienda encuentra a una dama cuyo aspecto físico excita su imaginación y despierta su
sensibilidad emotiva. Se le confía. Esta señora, sin duda del mismo tipo de sensibilidad
emotiva, se prenda de la muchacha y la obsequia con una muñeca. La señora es una artista
y ve en Walters una modelo estimable. Le propone posar para ella, y todavía no hay en
esto coacción alguna, sino mera propuesta a la que accede nuestra enfermera
voluntariamente. La mujer tiene su técnica como todo artista y parte de ella consiste en
disponer en forma de esqueleto el armazón de sus muñecas. Pero la vista del esqueleto
sugiere a Walters la idea de la muerte, y la sugestión de la muerte se presenta con la
imagen de Peters, que ha impresionado hondamente la imaginación de la enfermera.
Momentáneamente pasa por una crisis de histerismo, lo cual no es más que otra prueba de
su estado de sobreexcitación. Toma el té con la fabricante de muñecas y por mera
casualidad se escalda el pie. Esto provoca la solicitud de la huésped, que cura el pie con un
ungüento en cuya eficacia cree. Y nada más. En toda esta serie de hechos, ¿dónde esta la
prueba de que Walters haya sido hipnotizada? Y por fin, aun suponiendo que la
hipnotizase, ¿para qué?
—Ella misma lo dijo: ¡para hacer una muñeca de usted, querida!
Casi convencido como estaba del peso de mi argumentación, esta respuesta me
exasperó.
—Supongo —le dije— que me quiere hacer creer que, una vez atraída a la tienda con
el cebo de las muñecas, se vio obligada Walters por la fuerza de artes ocultas a volver,
hasta que los diabólicos propósitos de madame Mandilip se cumplieron plenamente; que
la compasiva muchacha de la tienda trataba de salvarla de lo que los viejos melodramas
llaman un destino peor que la muerte; que la muñeca que se había de llevar para su
sobrina era el cebo que ocultaba el anzuelo de una hechicera; que era necesaria una lesión
para aplicar el ungüento; que este ungüento produjo la muerte misteriosa; que habiendo
fallado el primer intento, el accidente de la tetera fue cosa calculada y dio el resultado
apetecido, y que ahora, el alma de Walters se agita dentro del espejo de la bruja, tal como
la joven había soñado. ¡Y yo he de decirle, querido Braile, que esto sería la más indigna
superstición!
—¡Ah! —Contesto él como de soslayo— ¿Se le han ocurrido ya todas esas
suposiciones? Después de todo posee usted una mentalidad más viva y flexible de lo que
yo creía hace un momento.
Aun me disgustó más esta advertencia.
—¿Pero acaso se figura usted que todo lo ocurrido, desde que nuestra enfermera
entró en la tienda y que ella nos cuenta, obedeció a un designio que cristalizó en la
voluntad de madame Mandilip, el de apoderarse del alma de la joven, y que se realizó con
la muerte de la Walters?
—En el fondo... sí, —me contestó tras breve vacilación.
—¡Un alma! —exclamé yo con acento irónico —Nunca he visto un alma ni conozco a
nadie digno de crédito que la haya visto, ¿Qué es un alma, si existe? ¿Es ponderable?
¿Material? Si lo que usted piensa es cierto, debe serlo. ¿Cómo sería posible, que alguien se
apropiara de lo que fuese imponderable e inmaterial? ¿Cómo podría afirmar que la poseía
si no se pudiera pesar, medir, ver ni oír? Y si no es material, ¿cómo es posible coaccionarla,
dirigirla, limitarla, como usted supone que ha hecho con el alma de Walters la
constructora de muñecas? Si es material, ¿en qué parte del cuerpo reside? ¿En el cerebro?
He efectuado la disección de centenares y aun no he hallado ninguna circunvolución
destinada a alojar a tan misterioso inquilino. He encontrado células de funcionamiento
mas complicado que la máquina más ingeniosa, que cambian la mentalidad de quien las
posee, el carácter, el juicio, la sensibilidad, la personalidad, según funcionen bien o mal.
Esas celulas sí que las he hallado, Braile; pero nunca un alma. Los cirujanos han explorado
lo más intrincado del cuerpo humano; pero tampoco han encontrado ningún templo
secreto dentro de él. Muéstreme un alma, Braile, y creeré en madame Mandilip.
Me miró un rato en silencio y luego dijo:
—Ya comprendo. Después de todo, esta usted muy impresionado y lucha por
librarse del espejo que lo aprisiona, ¿verdad? También yo me he esforzado por apartar a
un lado lo que considero la realidad y por admitir lo que pueda haber en esto tan
verdadero como lo real. Este asunto, Lowell, es extraclínico, está fuera del alcance de la
ciencia que profesamos. Mientras no admitamos esto, no daremos un paso adelante. Hay
dos puntos que hemos de aceptar. Peters y la Darnley murieron de la misma clase de
muerte. Ricori descubre que entrambos tuvieron algo que ver con madame Mandilip, o al
menos podemos deducirlo. El mismo la visita y a duras penas escapa de la muerte. La
visita Enriqueta y muere como Darnley y Peters ¿No es, por tanto, razonable señalar a
madame Mandilip como conducto del mal que abatió a los cuatro?
—Ciertamente —contesté.
—Pues, entonces, justo es deducir que debía haber una causa real para el miedo y los
presentimientos de Enriqueta, y que esa causa nada tenía que ver con la sensibilidad
emotiva y el exceso de imaginación, aunque Enriqueta no se diera cuenta de esas
circunstancias.
Comprendí demasiado tarde el dilema en que me había colocado mi asentimiento,
pero no pude menos que contestar afirmativamente.
—El segundo punto es el hecho de haber perdido el deseo de volver a la tienda,
después del incidente de la tetera. ¿No le parece a usted muy curioso?
—No. Dado su temperamento desequilibrado, aquella experiencia desagradable
debió provocar en ella una reacción en el sentido de abstenerse, fue como una barrera que
le cerrase el paso de un modo inconsciente.
—¿Se ha fijado usted en la advertencia de que después de escaldarse el pie, la mujer
ya no la acompañó a la puerta de la tienda, siendo la primera vez que dejaba de hacerlo?
—No veo en eso nada de particular, ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque si la aplicación del ungüento constituía el acto final y por tanto la muerte
era inevitable consecuencia, hubiera sido bastante embarazoso para madame que su
víctima continuase entrando y saliendo de su tienda mientras el veneno mortal estuviera
obrando en su organismo. El ataque podía presentarse allí mismo originando
investigaciones peligrosas. Lo más prudente para que el sacrificio de su víctima no
despertara sospechas era dejar de interesarse en absoluto por ella y hacer que la muchacha
la aborreciese y de ser posible la olvidase. Esto era fácil de conseguir por medio del
hipnotismo y para hipnotizarla no le faltaron a madame Mandilip buenas ocasiones. ¿No
explica esto el diario de Enriqueta tan lógicamente como su imaginación o sensibilidad
emotiva?
—Sí —convine.
—Pues ya tenemos explicado por qué dejó de acompañar a Enriqueta a la puerta
aquel día. Su plan se ha realizado con éxito. Todo está acabado. Ya no necesita ponerse
otra vez en contacto con Enriqueta. La dejó marchar sola. ¡Símbolo significativo de fin!
Permaneció pensativo.
—¡Ya no necesitaba volverse a encontrar con Enriqueta —murmuró como para sí
mismo— hasta después de muerta.
—¿Qué está usted diciendo? —exclamé, sobresaltado.
—No haga caso —contestó.
Se inclinó sobre la mancha negra del suelo y recogió los cristales que quedaban de la
cabeza destrozada. Eran de doble tamaño de un cuesco de aceitunas y sin duda, producto
de alguna mixtura. Se dirigió a la mesa y examinó la grotesca figura, de la que sobresalían
las costillas del esqueleto.
—¿No lo habrá derretido el calor? —preguntó. Quiso levantar aquel armazón y hubo
de realizar un esfuerzo para separarlo. Se produjo un ruido metálico y vibrante y Io dejó
caer, lanzando una maldición de espanto. El esqueleto fue a parar al suelo, donde se
movió, desenrollándose en un solo alambre.
Aun desenrollado, se deslizó por el suelo como una serpiente, hasta que se paró
temblando.
Cuando volvimos los dos a la mesa, la substancia que parecía un cuerpo humano
aplastado y decapitado, había desaparecido y en su lugar quedaba una película de fino
polvo gris, que se levantó formando un remolino y acabó por desaparecer también.

CAPÍTULO X
EL GORRO DE ENFERMERA Y EL CORAZÓN DE LA BRUJA
—¡Bien sabe destruir las pruebas! —rió Braile, pero sin alegría en su risa. Yo me callé.
Se me había ocurrido la misma idea de McCann cuando se deshizo la cabeza de la muñeca,
pero McCann nada tenía que ver en esto. Evitando discutir más sobre el asunto, nos
dirigimos a la clínica anexa, a ver a Ricori.
A la puerta hallamos dos guardianes nuevos que nos saludaron cortésmente y con
afabilidad. Entramos sin hacer el menor ruido. Ricori disfrutaba en aquel momento de un
sueño natural, respiraba sosegadamente, en un descanso tranquilo y saludable.
Ocupaba un cuarto recogido de la parte de atrás, que daba a un pequeño jardín
cerrado. Mi casa y mi clínica forman cuerpos de edificios unidos, de antigua construcción,
en un barrio viejo y pacífico. Unas parras seculares de Virginia trepan por la fachada y por
detrás, dando al edificio un aspecto pintoresco. Ordené a la enfermera que apagase las
luces, dejando solo encendida una lampara, de tal modo que alumbrase lo menos posible
el rostro de Ricori y al salir advertí a los guardianes la conveniencia de evitar todo ruido,
diciéndoles que el pronto restablecimiento de su amo dependía del silencio.
Eran ya las seis. Rogué a Braile que se quedase a comer conmigo y luego hiciese una
visita al hospital y me avisara si algún cambio en mis pacientes aconsejase mi presencia.
Deseaba no moverme del lado de Ricori, esperando que despertase para ver qué pasaría ''
Estábamos acabando de comer, cuando llamaron al teléfono, Braile fue a ver quién
era.
—McCann —me dijo. Fui al aparato.
—¡Hola. McCann! Soy el doctor Lowell.
—¿Como está el amo?
—Mejor. Espero que despierte de un momento a otro y que podrá hablar —contesté.
Y agucé el oído para recoger el efecto que producía esta noticia.
—¡Qué alegría me da usted, doctor! —Imposible sorprender nada que no fuese la
más honda satisfacción. —Oiga, doctor: he visto a Mollie y tengo algo que decirle. Fui a
verla tan pronto como me separé de usted. He encontrado a Gilmore, su marido, en casa y
me he quedado cortado. He dicho que iba a ver si le gustaría dar un paseo en coche y
como se ha mostrado muy halagada, hemos salido, dejando a Gil en casa con la niña.
—¿Sabe que ha muerto Peters? —le interrumpí.
—No lo sabía ni se lo he dicho. Ahora escuche. Ya le dije que Hortensia... ¿Que
quién? Pues la señorita Darnley, la muchacha de Jim Wilson. Sí, ¿Quiere dejarme hablar?
Le dije que Hortensia estaba chiflada con la niña de Mollie. A principios del mes pasado,
Hortensia llegó a casa con una muñeca para la niña. Se estaba cuidando también una
herida que se hizo en la tienda donde adquirió la muñeca. Se la hizo la mujer que se la dio,
según dice Mollie. ¿Qué? Que le dio la muñeca, no la mano. Oiga, doctor, ¿no me explico
bien?... Sí, al entregarle la muñeca la hirió en la mano. Eso es lo que digo. La mujer se la
arregló para ella. Le regaló la muñeca, dice Mollie, porque le pareció Hortensia muy
bonita y porque posó para ella. Sí, posó para ella. Hizo de ella una estatua o algo parecido.
“Una semana después, Tom, es decir, Peters, se presentó en casa de Mollie, mientras
estaba allí Hortensia y vio la muñeca. Tom sintió celos de Hortensia a causa de la niña, y le
preguntó de dónde había sacado la muñeca. Ella le habló de madame Mandilip y de la
tienda, y Tom dijo entonces que la muñeca necesitaba compañía y que le traería un
muñeco. Una semana después, Tom volvió con un muñeco que hacía una pareja magnífica
con la muñeca de Hortensia. Mollie le preguntó si le había costado tanto como la de ésta,
ocultándole que se la habían regalado por posar. Dice Mollie que Tom la miró con unos
ojos de borrego y se limitó a contestar que no estaba para cuentos. Le iba a gastar una
broma preguntándole si la señora de las muñecas, al verlo tan guapo, no le rogó que
posara; pero en aquel momento, la niña se puso a chillar de alegría al ver el muñeco, y se
le olvidó la broma. Tom ya no volvió a presentarse hasta principios de este mes, Llevaba la
mano vendada y Mollie le preguntó si se había hecho mal donde le dieron la muñeca. Se
quedó sorprendido y dijo: "Sí, pero ¿cómo diablos lo sabes?" Sí, sí, esto es lo que según ella
le dijo ¿Cómo? ¿Si la Mandilip misma le vendó la mano? ¡Diablo! Eso sí que no lo sé. Ya
podría ser. Mollie no me lo ha dicho ni se lo he preguntado Oiga, doctor, le digo que
Mollie no tiene pelo de tonta. Esto que le digo me ha costado dos horas de sacárselo del
buche. Hablando de esto y hablando de lo otro y volviéndole a preguntar como por
casualidad, me he ido enterando. Temo haberle preguntado demasiado. ¿Qué? ¡Oh, pierda
cuidado, doctor! No le he causado el menor disgusto. Sí, ha sido muy divertido. Pero,
como le decía, temo haber ido demasiado lejos. Mollie es muy lista.
"Cuando Ricori fue a verla ayer, usó la misma táctica que yo, supongo. De todos
modos, admiró los muñecos y le preguntó de dónde los había sacado, cuánto le costaron, y
otras cosas. Recuerde que le dije que yo le esperaba. Después de la visita fuimos a su casa,
donde telefoneó, y hecho esto fue a ver la hechicera Mandilip. Si, nada más. ¿Le
aprovechan estas noticias? ¿Sí? Pues me alegro.
Siguió un rato de silencio, y como no oi el ruido del aparato, pregunté:
—¿Está usted ahí, McCann?
—Sí. Estaba pensando. —Su voz tenia un acento de ansiedad. —Me gustaría mucho
estar presente cuando el amo despierte. Pero antes me parece mejor ir a ver qué hacen los
muchachos que vigilan a la Manlilip. Tal vez le telefonee, si no es demasiado tarde. Adiós.
Volví lentamente al lado de Braile, tratando de ordenar mis revueltos pensamientos,
y le di cuenta del final de la comunicación de McCann. Me escuchó sin interrumpirme y
cuando hube acabado, me dijo:
—Hortensia Darnley visita a la Mandilip, recibe una muñeca, posa a petición de la
dueña, se lastima y allí mismo la curan. Y muere. Peters visita a la Mandilip, recibe una
muñeca, se lastima y allí mismo, probablemente lo curan. Y muere como Hortensia. Usted
mismo ha visto el muñeco para el que posó. Enriqueta sigue el mismo camino, le pasan las
mismas peripecias. Y muere como Hortensia y como Peters ¿Qué dice usted a esto?
Súbitamente me sentí anonadado. Y es que nada tiene de estimulante ver cómo se
desmorona el magnífico edificio de una ciencia basada en los dos principios de causa y
efecto que parecían inconmovibles. Y contesté desmayadamente:
—No sé qué decirle.
Se levantó y me dio unos golpecitos en el hombro.
—Duerma un poco. La enfermera le llamará si Ricori despierta. Pronto llegaremos al
fondo de este asunto.
—¿Aunque sea cayendo? —pregunté con una sonrisa.
—Aunque tengamos que caer de cabeza— repitió él sin reír.
Al marcharse Braile me quedé reflexionando mucho tiempo. Por fin, para ahuyentar
mis pensamientos, procuré leer. Estaba demasiado inquieto para hacerme cargo de lo que
leía y lo abandoné. Mi despacho, como el cuarto de Ricori, estaba en la parte trasera, sobre
el jardincillo. Me acerqué a la ventana y me asomé sin ver nada. La conciencia de hallarme
ante una puerta misteriosa que había de abrir a todo trance, era más viva que nunca. Al
volver a sentarme en mi despacho, me sorprendió que fueran las diez. Mitigué la luz y me
tumbé en el cómodo diván que me servía de lecho. Inmediatamente me dormí.
Me desperté sobresaltado, como si alguien me hubiera hablado al oído. Me senté a
escuchar. Un apretado silencio me envolvía, y de pronto advertí que era un raro silencio,
inusitado, opresivo. Un silencio denso, de tumba, que llenaba el estudio y se hacía
impenetrable a cualquier ruido de fuera. Me puse en pie y di toda la luz. Y el silencio se
retiró, cual si se derramase como algo tangible y ponderable; pero poco a poco. Ya podía
oír el tictac de mi reloj, que marchaba de prisa y ruidoso, como si le hubieran quitado una
tapa que hubiera retenido su escape. Agitando la cabeza en mi impaciencia, me acerqué a
la ventana, y me asomé para respirar el aire fresco de la noche. Me apoyé aun más,
abalanzando mi, cuerpo, apoyando una mano en el tronco de la parra, de modo que podía
ver la ventana del cuarto de Ricori. Y noté que el parral temblaba ligeramente, como si
alguien lo sacudiera con suavidad, o como si un animal de poco peso trepase por él.
Y he aquí que la ventana de Ricori se abre en un cuadro de luz. A mi espalda suena la
campana de alarma de la clínica, indicando que se reclama mi presencia con urgencia. Salí
corriendo de mi despacho y en un momento atravesé los pasadizos de comunicación.
Al llegar al pasillo de la clínica, vi que los guardianes no estaban ante la puerta. Esta
estaba de par en par. En el umbral me quedé petrificado, sin creer lo que veía.
Parapetado en el antepecho de la ventana estaba uno de los guardianes empuñando
una pistola. El otro se arrodillaba junto a un cuerpo tendido en el suelo, apuntándole con
el arma. Junto a la mesa, la enfermera estaba sentada con la cabeza caída sobre el pecho...
dormida o sin sentido. La cama estaba vacía. ¡El hombre del suelo era Ricori!
El guardián bajó el arma y yo me dejé caer al lado de Ricori. Yacía de bruces, estirado
a unos pasos de la cama. Lo puse de espalda. Su rostro tenia la palidez de la muerte, pero
su corazón seguía latiendo.
—Ayúdeme a ponerlo en la cama —dile al guardián—. Cierre la puerta.
El hombre obedeció en silencio. El de la ventana, sin descuidar su vigilancia de la
parte exterior, habló por la comisura de sus labios.
—¿Ha muerto el amo?
—Aun no —contesté. Y me puse a regañar como hago con frecuencia.
—¿Qué modo de vigilar es éste? ¡Valientes guardianes son ustedes!
El que acababa de cerrar la puerta hizo entre dientes una risita de amargura.
—La cosa es demasiado seria para decir eso, doctor.
Miré a la enfermera, que permanecía inmóvil en la silla y en esa actitud relajada del
que duerme o está sin sentido. Desnudé a Ricori, quitándole el pijama y examiné su
cuerpo. No tenía la menor señal. Mandé a buscar adrenalina, le di una inyección y procedí
a examinar a la enfermera. La sacudí y no se despertó. Levanté sus párpados. Tenía las
pupilas contraídas. Les acerqué una luz, sin resultado. El pulso y la respiración eran
lentos, pero no indicaban peligro. La abandoné un momento y me volví a los guardianes:
—¿Que ha sucedido?
Se miraron recelosos y el guardia de la ventana agitó la mano, como indicando al
otro que se encargase de contestar. Este dijo:
—Estábamos sentados afuera. De pronto, toda la casa pareció callarse, y yo le dije a
Jack: “Parece que hubieran puesto una mordaza al silencio, ¿verdad?" Y él dijo: “Es
verdad". Seguimos escuchando. De pronto sentimos aquí dentro un trastazo, como de
alguien que se hubiera caído de la cama. Abrimos la puerta y vimos al amo caído al suelo,
como usted lo encontró, y a la enfermera durmiendo como usted la ve. Hemos visto la
alarma y hemos avisado. Luego hemos esperado que alguien viniera. Y eso es todo,
¿verdad, Jack?
—Si —confirmó el guardián de la ventana, sin levantar la voz, —creo que eso es todo.
Le dirigí una mirada de sospecha.
—¿Cree que eso es todo? ¿Qué quiere decir con eso de que cree?
De nuevo se miraron los dos.
—Es mejor que hables claro, Bill —dijo el de la ventana.
—¡Diablos! No lo a va creer contestó el otro.
—Ni él ni nadie. Pero díselo.
Y el llamado Bill dijo:
—Al abrir la puerta de un empujón hemos visto algo como una pareja de gatos
revolcándose junto a la ventana. El amo estaba estirado en el suelo. Nosotros hemos
sacado las pistolas, pero no hemos, disparado por lo que usted nos había dicho. Luego
hemos percibido un ruido extraño por la parte de afuera, como de alguien que tocase una
flauta. Los dos objetos se han soltado y de un brinco han subido al antepecho de la
ventana y han desaparecido. Nos hemos precipitado a la ventana y no hemos visto nada.
—¿Se ha fijado usted en esas cosas de la ventana? ¿Qué le han parecido? —pregunté.
—Díselo, Jack.
—¡Muñecas!
Un escalofrío recorrió mi espalda. Esa era la respuesta que esperaba y temía.
¡Saltaron por la ventana! ¡Recordé el temblor de la parra en que apoyaba la mano! El
guardia que había cerrado la puerta se volvió a mirarme y se quedó con la boca abierta.
—¡Jesús, Jack! —exclamó.— ¡Pues lo cree!
Me pareció conveniente hablar.
—¿Qué clase de muñecas?
El de la ventana contestó con más confianza.
—A una no la pudimos ver bien. ¡La otra parecía una de sus enfermeras que hubiera
disminuido de tamaño hasta dos pies de estatura!
Una de mis enfermeras... Walters... Sentí una repentina debilidad y me senté a los
pies de la cama de Ricori.
Un objeto blanco tirado al suelo en la cabecera de la cama llamó mi atención. Me lo
quedé mirando como un idiota. Luego me incliné y lo recogí.
Era un gorro de enfermera, un modelo reducido de los que llevaban mis enfermeras.
Por su pequeñez sólo podía ajustarse a la cabeza de la muñeca de dos pies. En el mismo
puesto del suelo había otro objeto que también recogí. Era un cordel nudoso de cabellos...
de cabellos de color ceniciento... con nueve nudos complicados que lo dividían
irregularmente.
El guardián llamado Bill me miraba ansiosamente y acabó por preguntarme:
—¿Quiere que llame a alguien de su personal, doctor?
—Trate de ponerme en comunicación con McCann —le rogué.
Luego me dirigí al otro guardián:
—Cierre la ventana y los postigos y corra el cortinaje. Después cierre la puerta.
Bill fue al teléfono. Me guardé la gorra y la cuerda en el bolsillo y atendí a la
enfermera, que se recobraba rápidamente. En dos minutos la tuve despierta. Cuando abrió
los ojos, me miró intrigada, y al ver el cuarto alumbrado y a los dos hombres, su extrañeza
se trocó en alarma. Se puso de pie.
—¡No le he visto entrar! Me dormí... ¿Qué ha sucedido? —dijo, llevándose la mano a
la garganta.
—Espero que usted nos lo diga le contesté con afabilidad.
Me miró como si no entendiera y dijo, llena de confusión:
—No sé... se hizo un silencio espantoso creo que vi algo que se movía en la ventana,
luego percibí una extraña fragancia y después le vi a usted inclinado sobre mí.
—¿Recuerda algo de lo que vio en la ventana? —le pregunté— El último detalle... la
última impresión. Haga por recordar.
—Era una cosa blanca... creo que alguien... que algo... me observaba... Entonces
percibí una fragancia, como de flores... y nada más.
Bill colgó el receptor.
—Bueno, doctor, ya están buscando a McCann. ¿Qué más desea?
—Señorita Butler —dije, volviendo a la enfermera— voy a relevarla de lo que resta
de esta vela nocturna. Váyase a la cama. Deseo que duerma. Voy a recetarle... —le dije lo
qué.
—¿No está disgustado... pensando que he cometido una falta de negligencia?
—Nada de eso —la tranquilicé golpeándole la espalda— El caso ha tomado un giro
inesperado, y eso es todo. No me pregunte nada.
La acompañé a la puerta y la abrí diciendo:
—Haga lo que le digo.
Volví a cerrar la puerta a su espalda y fui a sentarme al lado de Ricori. Me decía con
Cierta preocupación que el golpe que acababa de recibir, fuera lo que fuese, lo salvaría o lo
mataría. Mientras lo miraba se produjo un temblor en todo su cuerpo. Poco a poco levantó
una mano con el puño cerrado. Se movieron sus labios. Habló en italiano y tan
rápidamente, que no pude entender una palabra. Su mano cayó abatida. Yo me levanté
para examinarlo mejor . La parálisis había desaparecido. Podía moverse y hablar. ¿Pero
estaría capacitado para hablar cuando recobrase por completo el conocimiento? Dejé la
decisión de esto para algunas horas después. No podía hacer nada por el momento.
—Atiendan bien lo que he de decirles —+ije a los guardianes— Por raro que les
parezca lo que voy a encargarles han de obedecerme puntualmente. La vida de Ricori
depende de que ustedes hagan lo que yo les mande. Quiero que uno de ustedes se siente
junto a la mesa a la que yo me sentaré. El otro se colocará al lado de Ricori, a la cabecera de
la cama, entre él y yo. Si me duermo y él se despierta, llámenme. Si notan algún cambio,
me despiertan, ¿está claro?
—Bien claro, respondieron los dos.
—Perfectamente. Ahora viene lo mas importante. Han de vigilarme estrechamente.
EI que esté a mi lado no ha de apartar la vista de mí. Si me acerco a su jefe será para una
de estas tres cosas: o auscultarlo y escuchar su respiración, o levantarle los párpados o
tomarle la temperatura. Esto, desde luego, sí sigue como ahora. Si ven que me levanto y
trato de hacer algo distinto de lo que he dicho, deténganme. Si me resisto, me reducen a la
impotencia, atándome y amordazándome... no, no me amordacen... escuchen bien lo que
diga y recuérdenlo. Entonces, telefoneen al doctor Braile. Aquí tienen su número.
Lo escribí y se lo entregué.
—Háganme el menor mal posible —les advertí riendo. Se miraron mutuamente,
desconcertados.
—Si usted lo ordena, doctor... —insinuó el guardián Bill, con aire de duda.
—Sí, lo ordeno. No anden con titubeos. Si me lastiman nada tendré que decir contra
ustedes.
—El doctor sabrá por qué lo ordena, Bill. —dijo Jack.
—Bueno, bueno; allá él, asintió Bill.
Apagué todas las luces, excepto la lámpara de la mesa de la enfermera, en cuyo sillón
me senté, disponiendo la lámpara de modo que sé viese bien mi cara. El gorrito blanco que
había recogido del suelo me sacudía los nervios, como un demonio. Lo saqué del bolsillo y
lo guardé en un cajón. Jack se colocó al lado de Ricori. Bill acercó una silla y se sentó frente
a mí. Hundí la mano en el bolsillo y apreté la cuerda de los nudos, cerré los ojos, ahuyenté
todos los pensamientos y aflojé mi sistema muscular. Al renunciar, siquiera
momentáneamente, a mi concepto de un mundo sano y equilibrado, quise que el de
madame Man dilip obrase sin encontrar la menor resistencia.
De una manera vaga oí dar la una. Me dormí.
No sé dónde se levantó aquel viento que rugía formando torbellinos que me
rodeaban hasta que me arrebató en su corriente huracanada. Yo no tenía cuerpo y hasta
carecía tal vez de forma; pero era yo, y lo sabía. Era como una conciencia, como una
sensibilidad informe abandonada a merced del viento que me llevó a una distancia
incalculable. Incorpóreo, intangible como sabía que era, me animaba una vitalidad
sobrenatural. Rugía con el viento en una alegría despiadada. Aquel viento impetuoso que
me arrebataba, me devolvió al punto de partida desde los espacios inmensurables.
Me pareció despertar, dominado aun por aquel ímpetu de extraña alegría... ¡Ah! Allí
estaba lo que debía destruir... allí, en la cama era preciso matar para que no se
desvaneciese en mí aquella gozosa exaltación... era preciso matar para que el impetuoso
viento me arrastrase de nuevo en frenético torbellino y me alimentase de su vida...; pero
con cuidado... con cuidado... en el cuello, debajo mismo de la oreja... es donde debo
descargar el golpe... y luego, otra vez a volar con el viento ¿Quién me retiene?... cuidado...
cuidado... "Voy a tomarle la temperatura"... eso es, con cautela... "Voy a tomarle la
temperatura!”... Ahora, un salto, un golpe seco, en la garganta... "¡No, con eso no se la
toma usted!"... ¿Quien lo ha dicho?... Aún me detienen. ¡Qué rabia me devora
despiadadamente!... Tinieblas y el ruido del impetuoso viento que se aleja, se aleja
rugiendo...
Oí una voz: "Dale otra, Bill, pero no tan fuerte. Ya se despierta". Sentí un golpe
formidable en mi rostro, que me hizo ver las estrellas antes que mis ojos se abriesen a la
luz que había en el cuarto Me hallaba entre la mesa de la enfermera y la cama de Ricori. El
guardián Jack me sujetaba los brazos tras la espalda. Bill aún estaba con la mano
levantada, y mi diestra sujetaba con fuerza un objeto. Miré lo que era y me sorprendió ver
un bisturí cortante como una navaja de afeitar.
Dejé caer el instrumento y me apresuré a decir:
—Ya no hay cuidado. Pueden ustedes soltarme.
Bill guardó silencio y su camarada no aflojó los puños que me apresaban. Me volví a
mirarlos y los dos estaban blancos y desencajados.
—Ha pasado lo que esperaba —les dije— Por eso les di instrucciones. Pero ya ha
acabado. Ahora podrían confiarme sus armas sin peligro.
En cuanto me soltaron las manos, me las llevé a las mejillas con una mueca de dolor
y observé con dulzura:
—Ha debido usted de arrearme fuerte, Bill.
A lo que replicó él:
—Si usted se hubiera visto la cara, doctor; no le admiraría que se la hubiera
estropeado.
Hice un gesto de asentimiento, comprendiendo lo odioso de la rabia diabólica que
me había dominado un momento. Y pregunte:
—¿Qué he hecho?
Bill se explicó:
—Se despertó y durante un minuto estuvo con la vista fija en el jefe. Entonces tomó
algo del cajón y se levantó. Dijo que iba a tomarle la temperatura. Cuando estaba a mitad
de camino vimos lo que llevaba en la mano, y yo le grité: "¡No, con eso no se la toma!" Jack
lo tomó y usted se puso furioso. Yo tuve que pegarle. Y eso es todo.
De nuevo asentí con la cabeza. Saqué del bolsillo el cordel anudado de pelos de
mujer, lo puse en un plato y le apliqué la llama de un fósforo. Empezó a quemar
moviéndose como una delgada serpiente y cuando la llama prendía en los nudos se
desataban. Lo estuve contemplando hasta verlo reducido por completo a cenizas.
—No creo que en el resto de la noche nos moleste nada, pero continúen vigilando
como hasta ahora. Me dejé caer en el sillón y cerré los ojos...
Braile no me había mostrado un alma, pero yo creía en madame Mandilip.

CAPÍTULO XI
UNA MUÑECA QUE MATA
Pasé el resto de la noche durmiendo como un bendito y sin soñar en nada. Los
guardianes seguían vigilando. Al1 preguntarles si sabían algo de McCann me contestaron
que nada, y aunque a mí me sorprendió esto, a ellos les pareció la cosa más natural. Pronto
había de llegar el relevo y, a mis ruegos, me prometieron formalmente no decir nada de lo
ocurrido aquella noche, a nadie, excepto a McCann, ya que nadie habría de creerlo. Les di
instrucciones para que los guardianes permaneciesen en adelante dentro de la habitación,
todo el tiempo que fuese necesario.
Al examinar a Ricori vi que dormía con un sueño profundo y natural. Su estado era
francamente satisfactorio por todos los conceptos. Deduje que, como sucede a veces, aquel
choque había contrarrestado los dilatados efectos del primero. Cuando despertase podría
hablar y moverse, Comuniqué a los guardianes mis esperanzas, pero no los animé a que
me hablasen, al ver que estaban ansiosos de atolondrarme a preguntas.
A las ocho, se presentó la enfermera a quien correspondía el turno de día en el
cuidado de Ricori, muy sorprendida de encontrarme en lugar de la enfermera que estaba
durmiendo. Me abstuve de darle explicaciones, limitándome a decirle que los guardianes
permanecerían ahora en la habitación, en vez de montar la guardia ante la puerta.
A las ocho y media, Braile vino a compartir mi desayuno y a informarme. Le dejé
hablar antes de comunicarle lo que había sucedido; pero nada le dije del gorro de la
enfermera ni del experimento que yo había realizado.
Adopté esta reserva por razones de mucho peso. Braile sacaría todas las
consecuencias de la presencia del gorro. Tenía mis fundadas sospechas de que estaba
enamorado de Walters y que me seria imposible impedir que se lanzase a visitar a la
fabricante de muñecas. De suyo decidido, era demasiado sugestionable en este asunto, y
cualquier paso que diera sería para él peligroso y para mí, de poco provecho. Además, si
creía en mi experimento, seguramente no querría perderme de vista. Cualquiera de estas
contingencias malograrían mis propósitos de entrevistarme con madame Mandilip
completamente a solas, con única excepción de McCann, que vigilaría la tienda desde la
calle.
No era fácil prever lo que resultaría de esta visita, pero la creía imprescindible para
conservar el respeto que hasta entonces me merecían mis propios conocimientos y mi
criterio. Admitir que todo lo ocurrido era obra de brujería, de hechicería, de agentes
sobrenaturales, equivalía a incurrir en superstición. Para mí nada podía ser sobrenatural.
Todo lo que existe obedece a leyes naturales. Los cuerpos materiales deben estar
sometidos a leyes naturales. Podemos desconocer estas leyes, mas no por eso dejan de
existir. Si madame Mandilip poseía la sabiduría de una ciencia desconocida, me
correspondía a mí, como un tipo de ciencia conocida, indagar lo que fuera posible sobre
ella; y especialmente después de haber respondido a su influencia tan completamente. El
hecho de haberla superado en la misma técnica, hasta el punto de frustrársela, en caso de
que no se redujese todo a simple confianza. De todos modos, era necesario verla.
Aquel día era de consulta, y no estaba libre hasta las dos, por lo que rogué a Braile
que, después de la consulta, se encargase de mis asuntos por unas horas.
A eso de las diez telefoneó la enfermera diciendo que Ricori se había despertado y
preguntaba por mí.
Al verme entrar, me sonrió. Al inclinarme para tomarle el pulso, me dijo:
—¡Creo que me ha salvado usted más que la vida, doctor Lowell! ¡Ricori le está
agradecido! ¡Nunca olvidaré esto!
Frases algo exageradas, pero propias de su carácter y demostrativas de que su
cerebro funcionaba normalmente. Respiré aliviado.
En un momento estará en condiciones de levantarse —le animé, dándole unos
golpecitos en la mano.
—¿Ha habido algún otro... muerto? — murmuró.
La pregunta me hizo pensar si retendría algún recuerdo de lo sucedido aquella
noche. Y contesté:
—No. Pero ha perdido usted mucha fuerza desde que McCann lo trajo aquí. No
quiero que hable mucho hoy. —Y añadí, fingiendo indiferencia:
—No, nada ha pasado.. Digo, si... Esta mañana se ha caído usted de la cama. ¿Se
acuerda? Dirigió una mirada a los guardianes y luego se volvió para decir:
—Estoy débil, muy débil. A ver si me pone fuerte pronto.
—Dentro de dos días podrá usted levantarse, Ricori.
—Antes es preciso que me levante y salga. He de hacer algo muy importante y que
no tiene espera.
Deseando que no se excitase, renuncié a preguntarle qué había sucedido en el coche
y le dije en tono doctoral:
Eso dependerá de usted en absoluto. Procure no excitarse por nada, y obedecerme en
todo. Ahora voy a dejarle para dar las debidas instrucciones respecto a su nutrición.
Además, deseo que los guardianes permanezcan dentro de esta habitación.
—¿Y aún dice usted que nada ha sucedido?—preguntó.
—Con eso no he querido decir que no haya pasado nada —Me incliné sobre él y le
dije en voz baja: —McCann ha puesto vigilancia en torno de la casa de Mandilip. No
puede escapársenos.
—El enfermo replicó:
—¡Pero sus servidores son más poderosos que los míos, doctor Lowell!
Me le quedé rnirando atentamente, pero sus ojos eran inescrutables, y me dirigí al
despacho, sumido en pensamientos. ¿Qué sabía Ricori?
A las once me llamó McCann por teléfono. Experimenté tal alegría al oir su voz, que
me encolericé.
—¿Dónde diablos ha estado usted ?
—Oiga, doctor —me interrumpió— Estoy en casa de Mollie, la hermana de Peters.
Venga usted en seguida.
Estas exigencias aumentaron mi irritación.
—Imposible, ahora —contesté— Son mis horas de despacho. No estaré libre hasta las
dos.
—¿No puede dejarlo todo? Ha pasado algo extraordinario. ¡Y no sé qué hacer! —en
su voz había un acento de desesperación.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—No se lo puedo explicar por... —Su voz tensa, suavizóse, y le oí decir:
—¡Cálmate, Mollie. Esto no te va a traer ningún mal! —Y luego a mí: — Bueno, pues,
venga usted cuanto antes, doctor. Le esperaré. Tome las señas— Y cuando me las hubo
dado, le oí hablando a otra persona:
—¡Tranquilízate, Mollie! ¡No te voy a dejar!
Percibí el chasquido del aparato colgado con fuerza y me dejé caer en mi sillón, muy
preocupado. No me preguntó por Ricori y esto no dejaba de ser un síntoma inquietante.
¿Mollie? ¡Sí, la hermana de Peters, desde luego! ¿Se habría enterado de la muerte de su
hermano y le habría dado un ataque? Recordé que, según había dicho Ricori, iba pronto a
ser madre de otra criatura Pero no, el pánico que revelaba la voz de McCann se debía a
algo mas tremendo. Por momentos crecía mi desasosiego. Revisé mis citas. No eran
importantes. Tomé una determinación y encargué a mi secretario que avisase por teléfono
que aplazaba la visita. Pedí el coche y me dirigí adonde McCann me había dicho.
El mismo me recibió en la puerta del piso. Estaba pálido y demudado y me miró con
ojos de alucinado. Sin decir palabra, me condujo a través del recibimiento a una
habitación, donde vi a una mujer con una niña que sollozaba en sus brazos. McCann me
llevó a un dormitorio contiguo y me señaló una cama. En ella yacía un hombre tapado con
el cobertor hasta la barba. Me acerqué a examinarlo, lo toqué. Estaba muerto. Era cadáver
desde hacía horas. McCann me dijo:
—El marido de Mollie. Examínelo bien, como hizo con el amo.
—Experimenté la rara y desagradable sensación de dar vueltas en una rueda movida
por una mano inexorable: de Peters a Walters, a Ricori, al cadáver que tenía delante... ¿Se
pararía aquí la rueda?
Desnudé al hombre. Saqué de mi maletín una lente y sondas. Recorrí el cuerpo
pulgada a pulgada, empezando por la región del corazón. Nada, ni aquí ni en ninguna
parte... Hice dar media vuelta al cadáver.
De pronto, en la base del cráneo, vi una punción apenas perceptible.
Cogí una sonda finísima y la introduje. La sonda —y de nuevo tuve aquella
impresión de la repetición hasta lo infinito— se hundió y manipulé con toda suavidad.
Algo, como una aguja delgada y larga se había clavado en aquella parte vital, en el
punto preciso en que el espinazo se une con el cerebro. Casualmente o porque la aguja se
había clavado tan fieramente que rompió el nervio, se había producido la parálisis
respiratoria y la muerte casi instantánea. Saqué la sonda y me volví a McCann.
—Este hombre ha sido asesinado —le dije— Lo han matado con la misma clase de
arma de que estuvo a punto de morir Ricori. Pero el autor de esto ha hecho mejor su
trabajo. Este ya no volverá a la vida como volvió Ricori.
—¿De veras? —dijo McCann con calma. Yo y Pablo éramos los únicos que estábamos
con Ricori cuando sucedió aquello.
—¡Y los únicos que estaban con este hombre, doctor, eran su mujer y la niña! ¿Qué
piensa hacer, doctor? ¿Sospechar de estos dos, como sospechó de nosotros?
—¿Qué sabe usted de todo esto, McCann? ¿Y cómo se explica que estuviera usted
aquí tan oportunamente?
El pobre se revistió de paciencia para contestarme:
—Yo no estaba aquí cuando lo mataron si es que usted se refiere a eso. Si quiere
saber cuándo ha sido, le diré que a las dos de la madrugada.
Mollie me llamó por teléfono hace una hora y acudí inmediatamente.
—Ha tenido más suerte que yo —dije secamente— La gente de Ricori le estaba
buscando a usted desde la una.
—Ya lo sé. Me enteré poco antes de que Mollie me llamase. Me disponía a venir. Y si
quiere saber qué he hecho durante toda la noche, se lo diré. Estaba fuera de casa, ocupado
en el asunto del amo y de usted. Tratando de descubrir dónde toma su cupé aquella gata
infernal de su sobrina. Lo descubrí, pero demasiado tarde!
—Pero ¿y los hombres que se supone que están vigilando?
—Oiga, doctor: ¿quiere hablar con Mollie ahora? —me interrumpió— Estoy
temiendo por ella. Si se mantiene serena es por lo que le he contado de usted,
asegurándole que vendría.
—Presénteme a ella —le contesté con aspereza.
Volvimos a la habitación donde vi a la mujer con la niña sollozando en sus brazos. La
mujer no tendría más de veintisiete o veintiocho años, y en circunstancias normales debía
de ser muy atractiva. Entonces, su rostro estaba desencajado y exangüe y en sus ojos se
pintaba el horror y un espanto rayano en la locura. Me miró vagamente, pellizcándose los
labios con los dedos, y reflejando en sus ojos su alma desolada, sin más sentimiento que el
de la pena y el terror. La niña, de cuatro años, continuó con sus incesantes sollozos.
McCann tocó a la madre en la espalda.
—Anímate, Mollie —dijo con ruda lástima —Aquí está el doctor.
La mujer casi tuvo un sobresalto al darse cuenta de mi presencia. Me miró por breves
momentos de muy distinta manera a como lo hacía antes y me preguntó, más por decir
algo que porque le quedase un hilo de esperanza:
—¿Está muerto?
Al leer la respuesta en mis ojos empezó a gritar y, entre lamentos, dedicaban frases
de cariño al difunto. Estreché a la niña en sus brazos y desahogó su aflicción diciendo:
—¡Papá se ha ido, hija mía! ¡Papá ha tenido que marcharse! ¡No llores, vida mía, que
pronto volveremos a verlo!.
Me hubiera gustado verla de deshecha en lágrimas, pero el miedo que la dominaba
era demasiado fuerte para permitir la saludable reacción en que se alivian las más hondas
penas. Aquel estado de continua tensión era peligroso y me daba que temer ¿Podría
resistirla mucho tiempo sin detrimento del equilibrio mental?
—McCann —murmuré volviéndome al amigo de la familia— diga usted algo, haga
algo que la sacuda. Es preciso que reaccione. Dígale algo que la encolerice, que la haga
llorar; no importa lo que sea.
Un movimiento de cabeza me indicó que había comprendido. Le arrancó la niña de
los brazos y la retuvo tras él. Luego se inclinó acercando la cara a la de la mujer y le
espetó:
—¡Di la verdad, Mollie! ¿Por qué has matado a John?
La mujer se quedó un momento como si no comprendiese. Luego empezó a temblar.
La expresión de temor se desvaneció de su mirada para dar lugar a la de indignación, y
saltó sobre McCann descargándole una bofetada. McCann la tomó y le sujetó los brazos.
La niña se puso a chillar.
Sucedió un repentino abatimiento y los brazos de la mujer cayeron a lo largo del
cuerpo, mientras se le doblaban las rodillas y se abatía en el suelo, bañada en lágrimas.
McCann quería levantarla, consolarla. Se lo impedí.
—Déjela que llore. Es lo que más le conviene.
Al cabo de un rato levantó la cabeza y, mirando a McCann, preguntó:
—¿Lo has dicho de veras, Dan?
—No —contestó él— ya sabía que no fuiste, Mollie. Pero habla con el doctor, que
tiene prisa.
Ella pregunto casi de una manera normal:
—¿Quiere usted interrogarme, doctor, o le digo sencillamente lo que ha sucedido?
—Dile todo lo que me has dicho a mí, empezando por la muñeca —advirtió McCann.
—Eso es. Cuénteme lo que sepa. Si he de preguntarle algo, lo haré cuando usted
termine.
—Ella empezó diciendo:
—Ayer tarde vino Dan, aquí presente, y me llevó a pasear en coche, John no
acostumbra... no acostumbraba venir hasta las seis. Pero ayer estaba inquieto por mí y
vino pronto, a las tres. Quiere... quería mucho a Dan, y me rogó que aceptase la invitación.
No volví hasta después de las seis.
—Te han traído un regalo, Mollie —me dijo—. Es otra muñeca. Apostaría que la
envía Tom —Tom es mi hermano.
Sobre la mesa había una caja grande, la destapé y vi la muñeca mas hermosa y llena
de vida que pueda imaginarse. Era perfecta, una niña; pero no una niña de brazos, sino
una chiquilla de diez a doce años, vestida como una colegiala y con los libros sujetos con
correas a su espalda, como si fuese a la escuela. No tenia más de un pie de estatura, pero
era perfecta, con una carita de lo más simpática. ¡Parecía un ángel!
John me dijo: "Estaba dirigida a ti, Mollie, pero creí que eran flores y la he abierto.
Cualquiera diría que va a hablar, ¿No te parece? Apostaría que es el retrato de alguien.
Alguna niña habrá servido de modelo, ¡y cuidado que ha salido bien!"
No me cabía la menor duda de que era obsequio de Tom, porque ya había regalado a
la pequeña Mollie otra muñeca, y una amiga mía que... que murió... le trajo otra de la
misma tienda, y me dijo que la mujer que las hacía le había rogado que le sirviese de
modelo para una. De modo que después de todo esto, pensé que Tom había vuelto a
buscar otra muñeca para Mollie; pero pregunté a John: —¿No han dejado con esto una
nota o una carta, o algo? —Y él contestó— No, nada... ¡Ah, sí! Una cosa muy rara por
cierto. ¿Dónde está? Me la habré puesto en el bolsillo.
Buscó en sus bolsillos y sacó un cordel que tenía varios nudos y parecía estar hecho
de cabellos de mujer. John se lo volvió a meter en el bolsillo y no pensamos más.
La pequeña Mollie dormía y pusimos la muñeca a su lado para que la viese al
despertar. Cuando despertó y vio aquella preciosidad le dio un arrebato de gozo. Después
de comer, Mollie estuvo jugando con la muñeca. Cuando acostamos a la niña quise
quitarle la muñeca, pero lloró tan desconsoladamente, que la dejamos dormir con ella.
Estuvimos jugando a las cartas hasta las once, hora en que nos fuimos a dormir.
Mollie tiene un sueño muy agitado y se mueve tanto, que aun duerme en su camita
de niña para que no caiga. Su camita está en nuestro dormitorio, arrimada a un ángulo,
bajo una de las ventanas. Entre las dos ventanas se halla mi tocador, y nuestra cama está
situada con la cabecera contra la pared opuesta a las ventanas, Los dos nos detuvimos a
contemplar a la niña, como siempre hacemos... hacíamos. Dormía profundamente,
estrechando con un brazo la muñeca, cuya cabeza reposaba en un hombro de la niña.
"John dijo: "¡Caramba, Mollie, esta muñeca parece tan viva como la niña! No me
sorprendería que se levantase y echase a andar. La modelo debía de ser una chiquilla
encantadora.”
"Y era verdad. Tenía una carita adorable, y... ¡oh, doctor Lowell... esto es lo espantoso
lo horrible!"
De nuevo se pintó el terror en sus ojos, por lo que McCann le dijo:
—¡No pienses mas en eso, Mollie!
—Traté de quitarle la muñeca. Era tan preciosa, que temí que al moverse la niña en
sueños la estropease —prosiguió tranquilamente— pero la tenía cogida con fuerza y no
quise despertarla. Y se la dejé. Al desnudarse, John se sacó el cordel del bolsillo.
"—Tiene una serie de nudos a cual más raro —dijo. Cuando veas a Tom pregúntale
para qué es esto— Y dejó aquel objeto en su mesilla de noche. A1 poco tiempo estaba
dormido, y yo no tardé mucho más.
"Y entonces me desperté... O me lo figuraba... no sé si soñaba o estaba despierta.
Debió de ser un sueño, y no obstante... ¡Dios mío!... ¡John ha muerto... yo lo vi morir."
Lloró en silencio con abundancia de lágrimas. Luego prosiguió:
—Si estaba despierta, debió desvelarme el silencio. Pero esto es precisamente lo que
me hace creer que estaba soñando. Un silencio como aquél es imposible... si no es en
sueños. En este piso, que es el segundo, se oyen todos los ruidos de la calle, que no cesan
en toda la noche. Entonces no se percibía el menor ruido, como si.... como si de pronto el
mundo hubiera enmudecido. Creo o soñé que me senté para escuchar, aguzando el oído
para recoger el más leve rumor. No oía ni la respiración de John. Me asusté, porque había
algo pavoroso en aquel silencio, en aquella absoluta quietud. ¡Algo vivo! ¡Algo perverso!
Traté de inclinarme sobre John, traté de tocarlo, de despertarlo.
"¡No podía moverme! ¡No podía ni mover un dedo! Quise hablar, gritar. ¡No podía!
Los cortinajes de las ventanas estaban torcidos. Por ellos entraba una débil claridad
de la calle. Y de pronto se borró. El dormitorio se quedó a oscuras, en la más negra de las
tinieblas.
"Y fue entonces cuando empezó a verse la luz verde...
"Al principio fue una luz confusa. No venía de afuera, sino que estaba dentro del
mismo dormitorio, dentro de las tinieblas que lo envolvían. Iba aumentando y
disminuyendo, aumentando y disminuyendo, pero creciendo a cada oscilación. Era verde
como la luz de las luciérnagas, o como la que proyectaría la luna mirada a través de un
cristal verde. Por fin, aquella verde claridad se hizo intensa. Era como la luz irradiada,
pero ni siquiera puede llamarse luz a aquello. No brillaba, pero alumbraba, y estaba
esparcida por todas partes, bajo la mesa, bajo las sillas Quiero decir que los muebles no
proyectaban sombras. Me permitía ver todo el dormitorio. Vi que la niña dormía en su
camita con la muñeca recostada en su hombro.
"¡La muñeca se movió!
“Volvió la cabeza y pareció escuchar la respiración de la niña. Le cogió el brazo con
ambas manos y el brazo cayó inerte a un lado, dejándola libre...
¡La muñeca se levantó!
"Entonces me persuadí de que dormía... Aquel extraño silencio... aquella extraña
claridad verde... y ahora esto otro...
La muñeca se encaramó al barrote del lado de la camita y se dejó caer al suelo. Cruzó
la pieza dando saltitos y meciendo los libros por las correas, como una colegiala, al tiempo
que volvía de un lado a otro la cabeza, mirando todo el dormitorio como una niña curiosa.
Se acercaba a la cama cuando se fijó en mi tocador y se detuvo mirando al espejo. Se subió
a la silla que estaba junto a la mesita y desde su asiento se encaramó a la mesa. Dejó los
libros a un lado y se contempló en el espejo.
“Se estuvo arreglando un rato, mirándose, volviéndose, ya de un lado, ya de otro.
"Yo pensaba: ''¡Que sueño tan raro, tan fantástico!” La muñeca acercó la cabeza al
espejo y alisó y ordenó algunos mechones de su pelo. Y yo pensé: "¡Qué muñequita tan
presumida!" Y luego pensé:
“Estoy soñando todo esto porque John me dijo que la muñeca estaba tan llena de
vida, que no le sorprendería que caminase." Y luego pensé:
"¡Pero no debo de estar soñando, cuando me doy cuenta de que estoy soñando!" Y
me pareció todo tan ridículo, que me reí. Pero estoy segura que no hice ruido. Sabia que
no podía reír... la risa tuvo lugar en mi interior... Pero diría que la muñeca me oyó, porque
se volvió y me miró fijamente.
“Creí que el corazón se me paralizaba.
He tenido pesadillas, doctor Lowell, pero nunca, ni en las más horrorosas,
experimenté una impresión más honda que cuando los ojos de aquella muñeca me
miraron.
"¡Eran los ojos de un diablo!
“Tenían destellos rojos. Quiero decir que eran... eran luminosos como los de ciertos
animales en la oscuridad. ¡Pero la expresión infernal que descubrí en ellos fue lo que me
produjo el efecto de unas garras que estrujasen mi corazón! ¿Cómo era posible que
aquellos ojos diabólicos fuesen los de aquella cara angelical?
“¡No sé cuanto tiempo me estuvo mirando, pero al fin se agachó y se sentó en el
borde de la mesa tocador, donde estuvo agitando los pies como una chiquilla, sin dejar de
mirarme. Entonces, poco a poco, levantó una mano a la altura de su cuello, y poco a poco
volvió a bajarla. En su mano había una aguja larga... como un puñal...
"De un brinco se echó al suelo y se acercó a saltitos a la cama. Por un momento la
perdí de vista. De pronto la vi sobre la cama, parada a los pies de John sin dejar de
enfocarme con sus ojos encendidos.
"Quise gritar, quise moverme, quise despertar a John. Sólo pude rezar:
"¡Oh Dio mío, haz que despierte! ¡Dios misericordioso, despiértalo!
“La muñeca apartó de mi la vista para fijarla en John, mientras se arrastraba lo largo
de su cuerpo, hacia su cabeza. Traté de mover la mano para detenerla y no pude. Luego la
perdí de vista...
"Oí un espantoso gemido de dolor. Noté que John se estremecía... Lo oí suspirar...
“Eran suspiros muy hondos... muy hondos... Comprendí que John se moría... y yo
nada podía hacer... en aquel silencio... en aquella claridad verdosa...
"Oí en la calle como el sonido de una flauta que tocasen bajo la ventana. Se produjo
un rumor sordo y vi a la muñeca que cruzaba corriendo el dormitorio, saltaba al
antepecho de la ventana y allí se mantenía un momento de rodillas, asomada a la calle. En
la mano llevaba algo. Me fijé y distinguí la cuerda de nudos que John había dejado sobre
su mesita de noche.
"Otra vez llegaron a mis oídos las notas de la flauta... la muñeca se arrojó a la calle
desde la ventana... sólo pude distinguir un destello de su mirada y que sus manos se
agarraban al borde del alféizar... Luego desapareció.
"La verde claridad titiló con un ligero temblor y desapareció también. La luz de la
calle entró por las ventanas, infiltrándose entre los cortinajes. El silencio pareció... pareció
como si algo se lo engullera.
“Y entonces tuve la sensación de que una ola de tinieblas me inundase. Bajo ella
quedé anonadada. Momentos antes que me cubriese, oí las dos.
"Cuando me desperté... o me recobré del desmayo, o si fue un sueño, cuando me
desperté... me volví hacia John. Permanecía estirado... ¡tan quieto! Lo toqué... estaba frío...
¡tan frío!
"¡Vi que estaba muerto!
“Doctor Lowell... dígame... ¿qué hay en todo esto de sueño y qué de realidad? ¡Se
que una muñeca no puede haber matado a John!
"¿Ha buscado mi ayuda al morir y esto ha engendrado mi sueño?. ¿O yo... soñando...
lo he matado?

CAPÍTULO XII
LA TECNICA DE “MADAME” MANDILIP
Había tal angustia en los ojos de la mujer, que hubiera sido una crueldad decirle la
verdad; por eso la engañé.
—Puedo tranquilizarla respecto a ese particular. Su marido murió por causas
completamente naturales... de un derrame cerebral. Mi reconocimiento no deja lugar a
dudas en cuanto a eso. Usted no ha tenido la menor intervención en su muerte. En cuanto
a la muñeca, ha tenido usted un sueño muy vivo, y nada más.
Me miró como quien está dispuesto a dar cuerpo y alma por creer lo que le dicen, y
objetó:
—¡Pero yo sabía que se estaba muriendo!
—¡Es muy posible! —asentí apelando a una explicación técnica que seguramente no
entendería, pero que la dejaría convencida.
—A lo mejor estaba usted medio despierta, en ese estado que llamamos
semiconsciente que precede al despertar de los sentidos. Con toda probabilidad, el sueño
fue sugerido por lo que oyó: su subconsciencia, tratando de explicarse los ruidos, creó
todo el sueño fantástico que me ha contado. Lo que en el sueño le pareció que duró varios
minutos, sucedió en su imaginación en un tiempo reducido a pocos segundos, porque la
subconsciencia tiene su propio tiempo. Esto nos lo enseña la experiencia. Golpea una
puerta o se produce otro ruido violento que despierta al durmiente. Cuando está
completamente despierto, recuerda un sueño muy vivo que terminó con un fuerte ruido.
En realidad, el sueño empezó con el ruido, aunque a él le parezca que ha durado horas.
Fue casi instantáneo, empezando y acabando en el breve momento que medió entre el
ruido y el despertar.
Dio un profundo suspiro y serenóse un poco la expresión angustiosa de su
semblante. Yo aproveché esta ventaja.
—Y ha de tener presente otra cosa: su estado interesante, que provoca en muchas
mujeres sueños de una viva apariencia real, con frecuencia de carácter muy desagradable,
aún a veces alucinaciones.
—Es verdad —murmuró ella— Cuando esperaba a Mollie tuve los sueños más
espantosos.
Se quedó dudando y noté que se le ensombrecía el rostro de honda preocupación.
—¿Pero, y la muñeca? ¡La muñeca ha desaparecido!
Me maldije al oír esto, que me tomaba desprevenido, sin respuesta que oponer. Pero
McCann la tuvo al momento en los brazos.
—Ya puedes estar segura de que ha desaparecido, Mollie. Yo la he tirado al montón
de la basura. Después de lo que me contaste, pensé que sería lo mejor que no la vieras más.
—¿Dónde la encontraste? —preguntó con viveza— Porque yo la he buscado en vano.
—No es raro que no la encontrases —contestó él— porque estaba en el fondo de la
camita de la niña, muy escondida entre el revoltijo de la ropa. La encontré bastante
estropeada, como si la niña hubiese bailado encima un cancán.
Se deslizaría poco a poco. Me parece que no miré bien —dijo ella con acento de duda.
Yo intervine en tono severo, para que no sospechase una inteligencia entre los dos:
—No debió de hacer eso, McCann. Si le hubiese enseñado la muñeca, en seguida
hubiera quedado convencida la señora Gilmore de que había tenido un sueño, y le hubiera
evitado una gran pena.
—Bueno, yo no soy doctor. Hice lo que me pareció más conveniente.
—Baje a ver si la encuentra —ordené con aspereza, y como él me mirase como
sorprendido, le hice un signo que comprendió. Obedeció y al momento estuvo de vuelta.
—No hace más que cinco minutos que se han llevado la basura —anunció con
expresión de contrariedad— y con ella la muñeca. Pero he encontrado esto.
Y mostró un correaje del que pendía media docena de libros en miniatura, mientras
preguntaba:
—¿No era esto lo que soñaste que la muñeca dejaba en la mesa tocador, Mollie?
Ella miró y se apartó; diciendo:
—Sí, eso era. Apártalo, que no quiero verlo.
McCann me miró con aire de triunfo.
—Veo que, después de todo, quizás hice bien en tirar la muñeca, doctor.
—De todos modos, ahora que la señora Gilmore está persuadida de que fue un
sueño, poco importa.
Luego, dirigiéndome a la mujer, toqué sus frías manos y le dije:
—Espero que hará usted lo que voy a mandarle. No le conviene estar aquí ni un
momento más de lo necesario. Recoja cuanto usted y su hija puedan necesitar durante una
semana y márchense. Hay que pensar en su delicado estado y en la nueva vida que está en
camino. Yo cuidare de todas las diligencias necesarias, y en cuanto a lo demás, puede
usted dar instrucciones a McCann. Pero es conveniente que se marche. ¿Quiere usted?
Con gran satisfacción por mi parte, consintió en seguida. La escena que se desarrollo
al separarse madre e hija del cadáver fue horripilante, pero al cabo de pocos minutos, se
marchaban, acompañadas de McCann, a casa de unos parientes. La niña deseaba llevarse
la pareja de muñecas, pero yo no lo consentí, aun a riesgo de despertar las sospechas de la
madre. No quise que se llevasen a su refugio ningún recuerdo de madame Mandilip.
McCann me apoyó y las muñecas se quedaron en casa.
Llamé a un empresario de pompas fúnebres a quien conocía y, después de examinar
por última vez el cadáver, me convencí de que nadie sería capaz de descubrir el pinchazo.
No era de temer una autopsia, pues nadie pondría en duda mi certificado de defunción.
Cuando llegó el empresario, expliqué la ausencia de la viuda, como precaución tomada
por mí en vista de su preñez avanzada. Atribuí la muerte a una embolia, y así lo certifiqué,
sonriendo al pensar en el médico del banquero y en el concepto que me había merecido.
Cuando se llevaron el cadáver y en espera de McCann, me di a reflexionar sobre los
fantasmagóricos sucesos que me envolvían y entre los que andaba a tientas. Ante todo, me
esforcé por rechazar todo prejuicio, por despojarme de toda idea preconcebida acerca de si
todo aquello era posible o imposible. Empecé admitiendo que madame Mandilip podía
poseer conocimientos ignorados en absoluto por la ciencia moderna. Me abstuve de llamar
a esto brujería o hechicería. Poco importaban las palabras, si habían sido aplicadas a través
de los siglos a fenómenos completamente naturales, cuyas causas ignoraban los profanos.
No hace mucho, por ejemplo, el hecho de encender una cerilla era brujería para muchas
tribus salvajes.
No, madame Mandilip no era bruja, como se figuraba Ricori. Era doctora de una
ciencia desconocida y nada más.
Y su ciencia debía ser regida por leyes fijas, aunque estas leyes me fuesen
desconocidas. Si los fenómenos provocados por la constructora de muñecas no respondían
al principio de causa y efecto por mí conocido, no podía deducir que no se conformasen a
las leyes de causa y efecto conocidas por ella. En ello nada había de sobrenatural, pero,
como los salvajes, ignoraba yo cómo se engendraba la llama de la cerilla.
Pero si creía adivinar algo de estas leyes, algo de la técnica de aquella mujer,
entendiendo por técnica la serie de detalles, considerados en conjunto, para la ejecución
mecánica de una obra de arte. El cordel de nudos, “la escala de la bruja", era sin duda algo
esencial para la animación de las muñecas. Uno se encontró en el bolsillo de Ricori, donde
lo llevaba antes del primer ataque; otro junto a su cama, después de las perturbadoras
ocurrencias de la noche. ¡Yo me dormí con uno de aquellos cordeles en la mano e intenté
asesinar a mi paciente! Otra cuerda acompañó a la muñeca que mató a John Gilmore.
Estaba bien claro que el cordel formaba parte de la fórmula para dirigir la actuación de las
muñecas.
Contra esto se daba el caso de que el borracho vagabundo no llevaba ninguna
“escala” consigo, cuando lo atacó la muñeca Peters.
Esto podía explicar que el cordel sólo tenía que ver con las actividades de los
monigotes, que, una vez puestos en movimiento, podían seguir actuando por tiempo
indefinido.
Que había una fórmula fija para hacer las muñecas era evidente En primer lugar
había que obtener el libre consentimiento de la víctima para servir de modelo, luego una
herida que deba el pretexto para aplicar el ungüento que producía la muerte por causa
desconocida, y, por último, la muñeca había de ser una copia exacta de la víctima elegida.
La concurrencia de idénticos síntomas probaba que el agente mortal era el mismo en cada
caso.
—¿Pero era imprescindible la movilidad de las muñecas en todos los casos de
muerte? ¿Eran las muñecas indispensables en toda operación?
La fabricante de muñecas podía creer que sí, y sin duda lo creía.
Yo no.
Que la muñeca que hirió a Ricori había sido hecha a semejanza de Peters, que para la
"muñeca enfermera" que los guardianes habían visto saltar por la ventana hubiera servido
de modelo la Walters; que la muñeca que hundió la aguja en el cerebro de Gilmore era tal
vez la imagen de Anita, la muchachita de once años que iba a la escuela, todo esto lo
admitía.
Pero que algo de Peters, algo de Walters, algo de Anita animase a estos monigotes...
que al morir se les hubiera arrebatado alguna esencia de su vitalidad, como su inteligencia,
su “alma”, para incorporarla o encerrarla en el esqueleto de aquellos monigotes,
convertida en una esencia de maldad, no... contra esto se rebelaba mi razón. No podía
admitir ni la posibilidad.
—Y aquí llegaba en mis reflexiones cuando se presentó McCann, diciendo
lacónicamente.
—Bueno, ya esta todo arreglado.
–McCann —le pregunte— sea sincero: ¿dijo la verdad al afirmar que había hallado la
muñeca?
—No, doctor. La muñeca se escapó.
—¿Pero dónde encontró los libritos?
—Donde dijo Mollie que los dejó la muñeca, en su mesa tocador. Cuando me contó
esa historia, tuve la ocurrencia de hacerlos desaparecer. Aun no se había fijado en ellos.
Estuve acertado, ¿verdad?
—Ahora me hace pensar que no sé cómo hubiéramos salido del paso si llega a
preguntarnos por el cordel de nudos.
—Por lo visto no le dio ninguna importancia a esa cuerda, y ... —McCann titubeó...—
Y creo que la tiene muy grande, doctor. Pienso que si yo no me la hubiera llevado a paseo
y John no hubiera estado en casa, y Mollie hubiera abierto la caja en vez de él, pienso que
se la hubiera encontrado muerta a ella.
—Quiere decir...
—Que las muñecas atacan a quien tiene el cordel —me interrumpió con semblante
sombrío.
No puedo menos de confesar que su pensamiento coincidió con el mío.
—Tal vez alguien tema que sabe demasiadas cosas. Y esto me lleva a lo que quería
decirle en cuanto lo viese. ¡La bruja Mandilip sabe que se la vigila!
—Eso quiere decir que su espionaje es más perfecto que el nuestro —contesté
remedando a Ricori, y entonces le conté el segundo atentado ocurrido aquella noche, que
motivó mi llamada telefónica.
—Y eso prueba —dijo cuando hube terminado— que la hechicera Mandilip sabe
quién la hace vigilar. Ha tratado de dar el pasaporte al amo y a Mollie, y ahora se lanzará
contra nosotros, doctor.
—Las muñecas van acompañadas —dije—. Las notas musicales son un aviso de
retirada. No desaparecen en el aire. Obedecen, la llamada y se dirigen... a donde sea... al
lugar en que suena la flauta o el silbato. Pero las muñecas salen de la tienda, y por tanto,
una de las dos mujeres debe de sacarlas. ¿Cómo han podido burlar su vigilancia?
—Lo ignoro —dijo McCann con aíre de consternación— Pero eso es cosa de la
muchacha de cara blanca. Permita que le explique todo lo que se, doctor. Cuando me
despedí de usted la otra noche fui a ver qué tenían que contar los muchachos. Me dijeron
muchas cosas. Dicen que a las cuatro, la muchacha desaparece en el interior y la mujer se
sienta en una silla de la tienda. A eso no le dan la menor importancia. Pero, a las siete, lo
único que ven, cruzando la calle y en el interior de la casa, es la muchacha. Esto deja a los
muchachos desconcertados por completo, porque no la han visto salir y han tenido que
pasar por delante de ellos.
Luego, a eso de las once, uno de los muchachos relevados tuvo algo peor que
contarme. Dice que, pasando por el extremo Broadway, vio que una cupé torcía por la
esquina y en él iba la muchacha. No podía confundirla con otra por haberla visto en la
tienda. Se perdió a lo largo de Broadway como una exhalación. Al ver que nadie la
perseguía buscó un taxi; pero se dio a los diablos siendo que no pasaba un coche ni lo
había en los puntos de parada. Ante esto, volvió adonde estaban apostados los de la banda
y los recriminó diciéndoles que qué hacían allí parados como dos tontos. Y tampoco esta
vez había visto nadie nada.
"Yo y dos hombres efectuamos una ronda por todo el barrio para ver dónde se
estacionaba la cupé. No dio resultado alguno hasta las cuatro, hora en que me encontré
con uno de los muchachos que estaban buscando, el cual me dijo que a las tres había visto
a la muchacha —al menos él creyó que lo era caminando a lo largo de la calle cerca de la
esquina de la casa encantada. Llevaba un par de cajas de modista que no parecían pesarle
nada. Andaba de prisa, pero alejándose de la casa de las muñecas. Él se detuvo para fijarse
bien, cuando de pronto no vio nada. Se acercó corriendo al lugar donde la había visto, y no
halló ni rastro. Estaba aquello muy oscuro y empujó todas las puertas y registró todos los
patios, pero todas las puertas estaban cerradas y en los patios no había nadie, por lo que,
sin perder más tiempo, vino a buscarme.
"Yo fui allá, pero mis investigaciones fueron inútiles. Es un lugar que se halla en la
esquina extrema de la manzana de casas a que pertenece la de las muñecas, siete u ocho
números más allá. Casi todas son tiendas instaladas en los pisos y con pocos habitantes.
Todas las casas son viejas. Aun no sé cómo pudo llegar la muchacha a la tienda. Creí que
el muchacho se habría confundido, tomando a una persona por otra o pensando que había
visto a alguien, pero mirando por los alrededores, no tardamos en encontrar una puerta
que podía ser un garage. En un momento la forzamos, y en efecto, había una cupé con el
motor todavía caliente. No hacía mucho rato que la habían dejado allí. Correspondía en
todo a la descripción que nos había hecho el muchacho que vio a la joven guiándolo.
“Me volví adonde estaban los otros vigilando y pasé la noche con ellos. En la casa de
las muñecas nadie pudo ver el menor rayo de luz. Pero a las ocho de la mañana la
muchacha se dejó ver en el interior de la tienda y la abrió al público."
—Con todo eso —observé yo al llegar aquí— aún no tiene usted la menor prueba de
que la muchacha saliese de noche. ¿Quién le asegura que la joven que vieron sus hombres
fuese ella?
Me miró con lástima.
—¿No salió por la tarde sin que ellos la vieran? ¿Quién le impide hacer lo mismo de
noche? ¿No la vio un muchacho guiando una cupé? ¿Y no hallamos una cupé igual donde
la moza desapareció de la vista de quien la miraba?
Me senté, pensando. ¿Qué motivos tenía para no creer a McCann? Y la siniestra
coincidencia de las horas en que la muchacha había sido vista, me hizo decir, casi
gritando:
—La hora de la tarde coincide con aquella en que se dejó la muñeca en casa de los
Gilmore. La hora en que salió de noche coincide con la del ataque contra Ricori y de la
muerte de John Gilmore.
—¡Gracias a Dios que se le ha caído la venda de los ojos —exclamó McCann— Sale la
muchacha, deja la muñeca en casa de Mollie y vuelve. Sale otra vez, suelta la muñeca
contra el amo y espera a que salte para recogerla. Luego va recoger la que ha dejado en
casa de Mollie. Entonces se retira a casa, llevando las muñecas en las cajas de modista.
No pude soportar la irritación que me produjo sentirme cogido sin medio en una red
de supercherías.
—¿Y que cree usted? Que salió de casa por la chimenea, montada en una escoba? —
pregunté con estúpida ironía.
—No, doctor —me contestó con toda seriedad— no creo eso. Pero los edificios son
viejos y acaso haya un agujero o un pasadizo secreto por donde meterse. De todos modos,
los muchachos están ahora vigilando la calle y el garage, y no es fácil que se nos escape.
Y añadió con socarronería:
—Y ya que lo pregunta, no aseguraría que le fuese imposible cabalgar sobre una
escoba, si tuviera necesidad de hacerlo.
No quise escucharlo y le dije de sopetón:
—McCann, voy hablar con esa señora Mandilip, y deseo que venga usted conmigo.
—No me apartare de su lado, doctor, con la mano siempre en mi pistola.
—No, quiero verla solo; pero me gustaría que usted vigilase de cerca, en la calle.
Protestó, expuso mil razones, pero por fin consintió a regañadientes.
Llamé a mi despacho por teléfono, hable con Braile y me enteré de que Ricori se
restablecía rápidamente. Le rogué que durante el resto del día hiciese el favor de atender
mis asuntos y excusar mi ausencia con cualquier pretexto. Pedí que me pusieran en
comunicación con el cuarto de Ricori y encargue a la enfermera que le dijese que McCann
estaba conmigo, que íbamos a hacer ciertas investigaciones sobre una cuerda, cayos
resultados le comunicaría a mi regreso, y que deseaba si él, Ricori, no tenía inconveniente,
me acompañase durante el resto de la tarde.
Ricori me comunicó por la enfermera su deseo de que McCann obedeciese mis
órdenes en absoluto, como si fuesen las suyas propias. Deseaba hablar conmigo, pero yo
me opuse y con el pretexto de que tenía prisa, colgué el aparato.
Comí con mucho apetito. Quería encontrarme fuerte ante las realidades, o lo que yo
pensaba que eran realidades, cuando me viese frente a frente con aquella doctora de las
ilusiones. McCann estaba sombrío y malhumorado.
Daban las tres cuando salimos en dirección a la tienda de madame Mandilip.

CAPÍTULO XIII
MADAME MANDILIP
Me detuve ante el escaparate, dominando una violenta repugnancia a entrar en la
tienda. Sabía que McCann me guardaba la espalda y que los hombres de Ricori vigilaban
la casa desde la acera de enfrente y confundidos entre los transeúntes. A pesar del
estrépito de los camiones y del tráfico callejero de los alrededores, en medio de la vida
normal de aquel ruidoso barrio, la tienda de las muñecas era una fortaleza inexpugnable,
ante la cual me quedé temblando como ante la puerta de un mundo desconocido.
En el escaparate no había más que unas cuantas muñecas expuestas, pero lo bastante
hermosas como para atraer la atención de cualquiera que por allí pasase, niño o grande.
No eran tan perfectas como la de Walters ni como las que vi en casa de los Gilmore, pero
constituían verdaderos reclamos.
La tienda estaba mitigadamente alumbrada y me permitía ver a una esbelta
muchacha que se movía tras un mostrador. Era, sin duda, la sobrina de Madame Mandilip.
Realmente, el aspecto de aquella tienducha no prometía una trastienda tan suntuosa como
Walters la había descrito en su diario. Claro que la casa era vieja y podía extenderse
considerablemente por la parte de atrás.
De pronto, me revestí de valor, abrí la puerta y entré.
La muchacha se volvió y me miró, mientras me dirigía al mostrador; pero guardó
silencio. La examiné rápidamente. Era el tipo de muchacha histérica, uno de los más
acusados que había visto. Me fijé bien en sus ojos saltones, de un azul pálido, y en su vago
mirar con las pupilas muy dilatadas, en su cuello largo y delgado, en sus facciones
suavemente contorneadas y en la palidez marfileña de sus largos y flacos dedos. Tenía las
manos juntas y pude observar que eran extraordinariamente flexibles, lo cual completaba
el síndrome que nos da Laignel-Lavastine de la histérica. En otros tiempos y otras
circunstancias hubiera sido una sacerdotisa orácula o una santa.
No cabía la menor duda de que el miedo se enseñoreaba en su espíritu, pero estaba
seguro de no ser yo quien lo causaba. Era un temor intimo y extraño que se enroscaba en
las raíces de su ser, consumiendo su vitalidad... un terror místico. Le vi los cabellos. eran
de ceniza plateada... ¡el color, el mismo del cordel de los nudos!
Cuando vio que fijaba en sus cabellos, el vago mirar de sus ojos se tornó receloso, y
por primera vez pareció percatarse de mi presencia. Yo le dirigí la palabra en un tono de
circunstancias:
—Me han llamado la atención las muñecas del escaparate. Tengo una nieta a quien
creo que le gustaría que le regalase una.
—Todas están en venta. Si hay alguna que le guste puede tomarla, pagando su
precio.
Me lo dijo sin levantar mucho la voz, casi murmurando con indiferencia, pero
dirigiéndome una intensa mirada penetrante.
—Supongo —repliqué afectando cierto enojo—que todos los que vienen a comprar
han de pagar. Pero el caso es que se trata de una niña que es mi predilecta y quisiera
comprarle lo mejor que haya. ¿Sería tan amable de enseñarme otras y más bonitas, si las
tiene?
Sus ojos oscilaron un momento. Tuve la impresión de que estaba escuchando algún
ruido que yo no alcanzaba a oír. Súbitamente abandonó la actitud de indiferencia y se
mostró afable, y al mismo instante sentí que otros ojos se fijaban en mí, me examinaban,
me escudriñaban.
Tan viva fue la impresión, que involuntariamente me volví a mirar a todos los lados
de la tienda; pero no vi a nadie, seguíamos solos la muchacha y yo. Dirigí una mirada al
escaparate para ver si McCann estaba mirando, y no había nadie.
En un abrir y cerrar de ojos desapareció la mirada invisible y me volví a la joven, que
acababa de colocar una docena de cajas sobre el mostrador y las estaba abriendo, mientras
me miraba candorosamente y casi con dulzura me decía:
No faltaba más! Puede usted ver todo lo que tenemos. Sentiría que me creyese usted
indiferente a sus deseos. Mi tía, que hace las muñecas, ama a los niños y no permitiría que
quien los ama como ella saliese de aquí descontento.
Fue un discurso no por breve menos interesante y pronunciado como si se lo
estuvieran dictando. Pero esta circunstancia no despertó tanto mi interés como el súbito
cambio que se operó en la muchacha. Su voz ya no tenía aquella languidez de antes y
había adquirido una vibración enérgica, ni era ella ya la muchacha desanimada y
displicente. Se la veía agitada con una vivacidad especial, le habían salido los colores y su
mirada era fija y no vaga. Hasta en sus ojos noté un brillo, más de burla que de malicia.
Examiné las muñecas.
—¡Son preciosas! —dije por fin— pero, ¿no tienen nada mejor? Le seré franco: mi
nieta cumple siete años y quisiera ser espléndido. El precio es lo de menos, tratándose...
La oí suspirar y la miré. De sus ojos había desaparecido toda expresión burlona, para
dejar lugar al espanto de su mirada; de sus mejillas se había retirado la sangre, dejándolas
blancas como el mármol. Y de pronto volví a sentirme envuelto por la extraña e invisible
mirada, con mas fuerza que antes, y de nuevo noté que la mirada se desvanecía.
Detrás del mostrador se abrió una puerta.
Aunque estaba preparado para encontrarme con algo extraordinario, por el retrato
de la fabricante de muñecas que nos dejó la enfermera Walters, me produjo un efecto
inesperado. Su estatura, su corpulencia aumentada por la proximidad de las muñecas, y la
frágil constitución de la muchacha. me pareció gigantesca al verla aparecer en el umbral.
Una gigante cuya cara grande, con sus pómulos prominentes, su bigote y su boca
endurecida, producían una impresión masculina que contrastaba grotescamente con sus
abultados senos.
Pero al mirar sus ojos olvidé su grotesca figura. Eran enormes, negros y luminosos,
de una vitalidad desconcertante. Diríase que estaban animados de una vida espiritual
independiente del resto del cuerpo. Y de ellos emanaba una fuerza vital tan poderosa, que
la sentí en mis nervios como una onda cálida y hormigueante, en que nada había de
siniestro, o al menos entonces no lo noté.
Me costó un gran esfuerzo apartar la mirada de aquellos ojos. Vestía de negro y
ocultaba las manos entre los añejos pliegues de su ropa.
Volvió mi mirada a sus ojos y creí ver centellear en el fondo de ellos aquel desdén
burlesco que había visto en los de la muchacha. Cuando habló comprendí que la vibración
enérgica de la voz de la muchacha no era más que un eco de aquellos dulces sonidos de
poderoso timbre.
—¿No le gusta lo que le ha enseñado mi sobrina?
Apelé a todas mis facultades para contestar:
—Son todas deliciosas, madame... madame...
—Mandilip —dijo ella serenamente— Madame Mandilip. ¿No sabía usted mi
nombre?
—Por desgracia —contesté ambiguamente— Tengo una nieta, una niña. Deseo
hacerle un obsequio extraordinario para celebrar su cumpleaños. Todas las muñecas que
hasta ahora he visto son preciosísimas; pero si tuviera usted algo... Algo especial —dijo
recalcando la palabra— de singular belleza. Bien, tal vez tenga algo. Mas, para favorecer a
mis clientes de un modo especial, necesito saber con quién trato. Pensará usted que soy
una comerciante extraña, ¿verdad?
Se echó a reír y me quedé maravillado de la frescura, de la sonoridad agradable y
cristalina de aquella risa.
Haciendo un gran esfuerzo, retrocedí a la realidad y me puse en guardia. Saqué una
tarjeta de mi cartera. No quería que me reconociese, como lo hubiera hecho de haberle
entregado mi propia tarjeta. También quería evitar que sospechase de cualquiera a quien
pudiese perjudicar. Por eso, tuve la precaución de poner en mi cartera la tarjeta de un
doctor amigo, muerto hacía años. Ella la miró.
—¡Ah! Exclamó —¿Conque es usted un hombre de ciencia, un médico? Bueno, ahora
que ya nos conocemos mutuamente, venga usted conmigo y le enseñaré lo mejor que
tengo. Me condujo por la puerta a un pasillo angosto y oscuro. Me tomó de la mano y otra
vez sentí aquel vital y extraño hormigueo. Se paró ante otra puerta y se volvió a mirarme.
—Aquí es donde guardo lo mejor. Mis “especialidades”.
Y riendo de nuevo, abrió la puerta.
Pasé el umbral y me detuve a examinar la pieza con cierta inquietud, porque no vi la
espaciosa sala encantada de que hablaba Walters. Cierto que era un poco más espaciosa de
lo que podía esperarse, pero ¿dónde estaban los magníficos artesones, los antiguos tapices,
el espejo mágico que era como "el hemisferio de la más pura agua", y tantas otras cosas
que le dieron la impresión de hallarse en un paraíso?
Entraba la luz por una ventana que daba a un patio angosto, a través de una persiana
medio tirar. Las paredes y el techo eran de madera lisa y descolorida. La del fondo estaba
ocupada enteramente por armarios con puertas de madera. Había un espejo en una de las
paredes y era redondo. Y a esto se reducía cuanto pude cotejar con la descripción de mi
enfermera.
La chimenea era como todas las que pueden verse en las casas viejas de Nueva York,
y los cuadros que colgaban de las paredes no tenían nada de particular. La mesa que le
pareció a la difunta un mueble tan suntuoso, era como otra cualquiera y estaba llena de
prendas para muñecas más o menos acabadas.
Mi inquietud aumentó. Si la Walters había fantaseado sobre aquella sala, ¿quién me
decía que no se había inventado también otras cosas de su diario? ¿No sería todo el escrito
producto de una imaginación exaltada?
Pero nada había exagerado respecto a los ojos ni a la voz, ni había nada de fantasía
en lo tocante al aspecto de la mujer y a las rarezas de su sobrina. La dama habló como si
siguiera el hilo de mis pensamientos:
—¿Le interesa mi sala?
Hablaba con voz suave, en la que me pareció descubrir una alegría secreta. Yo le
contesté:
—Todo taller en que trabaja un verdadero artista es interesante. Y usted es una
verdadera artista, madame Mandilip.
—¿Cómo sabe usted eso?
Dándome cuenta del desliz, me apresuré a decir:
—Soy un amante del arte y me basta haber visto unas cuantas muñecas.
No es preciso ver toda una galería de cuadros para comprender que Rafael, por
ejemplo, fue un maestro. Con un cuadro basta para apreciarlo.
Sonrió ella de una manera amistosa, cerró la puerta a mi espalda y me indicó un
sillón al lado de la mesa.
—¿No le disgustará esperar un poco antes de que le enseñe mis muñecas? He de
acabar un vestido, porque ha de venir a buscarlo dentro de un rato la niña a quien se lo
prometí. En seguida estará.
—Con mucho gusto, señora —asentí yo, sentándome.
Ella siguió hablando con voz melodiosa:
—Esto es muy pacífico y usted parece que está cansado. Ha trabajado usted mucho,
¿verdad? Si, está muy cansado.
Apenas me hube sentado, noté que en realidad estaba muy cansado. Por un
momento se relajó la tensión en que mantenía mis nervios y cerré los ojos. Al abrirlos vi
que la mujer ocupaba su asiento junto a la mesa.
Contemplé sus manos. Eran largas, finas, blancas, las manos mas hermosas que he
visto en mi vida. Como sus ojos, parecían tener vida propia, como si vivieran por sí y para
sí mismas, independientes del resto del cuerpo de que formaban parte. Las descansó sobre
la mesa y me dijo con cierta displicencia.
—¡Qué bueno es refugiarse de vez en cuando en un rincón tranquilo, donde reina la
paz! Es tan pesada la vida, tan agobiadora... y uno está tan cansado... tan cansado...
Cogió un vestidito de la mesa y empezó a coser. Los dedos de una mano se movían
manejando la aguja, mientras los otros movían la ropita. ¡Cuánta belleza había en esos
movimientos de aquellos dedos... qué ritmo! ¡Parecían llevar el compás de una música
deliciosa!
—Es verdad —prosiguió con su voz cantarina —aquí no llega el menor rumor de la
vida. Todo es paz... quietud... descanso...
Aparté con disgusto mis ojos de la danza ejecutada por aquellas manos, del bello
espectáculo que ofrecían aquellos dedos tan rítmicamente movidos. Tan aquietadores
como un sedante. La artista descansaba los ojos en mí, en una mirada blanda y
acariciadora, llena de la paz de que me hablaba.
Pensé que no perdería nada con un poco de descanso, que recobraría las fuerzas
necesarias para la lucha que iba a empezar. Y realmente estaba fatigado. ¿Cómo no lo
había notado antes? Volví la vista a sus manos. ¡Maravillosas manos! Ni ellas ni los ojos ni
la voz podían formar parte de aquel cuerpo horrible.
¡Y acaso no correspondían al cuerpo! Acaso aquel cuerpo no era más que una capa,
una cubierta, un disfraz del cuerpo al que pertenecían las manos, la voz y los ojos. Me
acudió esta idea contemplando sus manos. ¿Cómo sería el cuerpo que tenía aquellas
manos? ¡Oh! ¡Si era tan hermoso como las manos, los ojos y la voz!
Estaba canturriando un extraño airecillo, era una melodía arrulladora, soporífera,
que se me filtraba por los nervios fatigados, destilándose en sueño... en sueño.
¡Sueño!
No sé qué potencia se levantó a protestar en mis adentros, enfurecida, ordenándome
que me despertase, que sacudiese de mí aquel letargo.
Por el terrible esfuerzo conque subí bostezando a la superficie de la conciencia,
comprendí lo muy hundido que llegué a estar en el extraño sueño, y por un instante, en mi
tránsito al estado de vigilia, vi la sala como la Walters la viera.
Grande, iluminada con luz tenue, con los antiguos tapices, los artesones, los paneles
tallados, tras los cuales acechaban sombras burlonas que se reían, se reían de mí. En la
pared veía el espejo, como la mitad de una gota inmensa de agua pura ¡y los reflejos de las
molduras parecían moverse en él como la vegetación del borde de un estanque!
La espaciosa sala pareció oscilar un momento y se desvaneció.
Me encontré hundido en una poltrona, en el cuarto adonde me condujo, y la mujer
estaba a mi lado, muy cerca, contemplándome con cierta perplejidad y creo que con un
dejo de disgusto. Me pareció la suya la actitud de una persona a quien inesperadamente se
hubiera interrumpido en su tarea. ¿Interrumpido? ¿Cuándo se había levantado?
Qué hizo conmigo mientras dormí? ¿Qué le había impedido realizar aquel mi
supremo esfuerzo con que me zafé de sus redes?
Traté de hablar y no pude. Con la lengua paralizada, sentí toda la indignación de la
más humillante de las situaciones. Me había dejado atrapar como un novato, yo que estaba
tan alerta, tan receloso de cualquier movimiento, y bastó la actuación de unos ojos bonitos,
de una voz dulce y de unas manos activas y la reiterada sugestión de que estaba cansado...
muy cansado... de que allí había paz, propicia al sueño... al sueño...
¿Qué me había hecho mientras dormía? ¿Por qué no podía moverme? ¿Acaso mi
energía se agotó en el terrible esfuerzo por desasirme de sus redes? Me quedé inmóvil,
mudo, extenuado; ni un músculo obedecía a mi voluntad. Las debilitadas manos de mi
voluntad trataron de mover sus brazos y les faltó fuerza.
La mujer rió y se dirigió a los armarios de la pared del fondo. La seguí con la vista,
sin poder evitarlo. Oprimió un botón de la puerta de uno de los armarios, que se abrió
automáticamente.
Dentro del armario había una muñequita, una niña de cara angelical y sonriente. Al
verla me dio un vuelco el corazón. En su mano cerrada había una aguja que empuñaba a
manera de daga y comprendí que se trataba de la muñeca con la que había dormido la
niña de Gilmore... la que había saltado de la camita de la niña... la que se había arrastrado
por la cama del matrimonio y asestado el golpe...
—Esta es una de las mejores de mi especialidad —dijo la dueña, fijando en mí unos
ojos burlones— ¡Una buena muñeca! Un poco descuidada, a veces, pues se deja olvidados
los libros de la escuela cuando va de visita. ¡Pero muy obediente! ¿Le gustaría para su
nieta?
Y se echó a reír con una risa juvenil y diabólica. Y de pronto pensé que Ricori tenía
razón al decir que aquella mujer debía morir. Apelé a todas mis fuerzas para arrojarme
sobre ella, pero no pude mover ni un dedo.
Ella alargó la mano y oprimió el oculto resorte de otra puerta, que se abrió. Sentí que
una mano de hielo estrujaba mi corazón. Desde el interior del armario me miraba la
mismísima Walters...
¡Y estaba crucificada!
Era tan perfecta, tan... viva la muñeca, que creí ver a la joven enfermera a través de
un cristal de disminución. Era imposible pensar en otra cosa, viendo la muñeca, que en la
muchacha que representaba; vestía el uniforme de enfermera, aunque sin gorro, y sus
negros cabellos le caían despeinados por la cara. Tenía los brazos extendidos y las palmas
de sus manos estaban sujetas con pequeños clavos a la madera del armario. Sus pies
desnudos estaban juntos y atravesados por el empeine con otro clavo. Para completar el
terrible, el sacrílego simulacro, colgaba sobre su cabeza un letrero que decía:
"La Mártir abrazada"
La dueña murmuró con una voz de miel extraída de flores del averno.
—Esta muñeca no se ha portado bien. Ha sido desobediente. Y a las muñecas que no
se portan bien, las castigo. Ya veo que está usted apenado. Bueno, ya está bastante
castigada, por ahora.
Sus blancas manos se movieron dentro del armario, arrancaron los clavos de pies y
manos, dejó a la muñeca derecha, apoyada en el fondo y se volvió a decirme:
—¿Acaso le gustaría para su nieta? Lo lamento. No puedo venderla. Antes que se
separe de mí ha de aprender algunas lecciones.
Cambió de tono, su voz dejó aquella dulzura diabólica y sonó cargada de amenazas.
—¡Y ahora escuche, doctor Lowell! ¿Como, de veras pensaba que no lo conocía? Lo
conozco desde el principio. ¡También usted necesita una lección! Y la recibirá... ¡pero
necio! Usted que pretende curar a los que han perdido la inteligencia y no sabe nada, nada
le digo, de lo que es la inteligencia; usted, que concibe la mente como parte de una
máquina de carne y sangre, de nervios y de huesos, y no sabe nada de lo que contiene;
usted, que niega la existencia de todo lo que no pueda medir con sus probetas o ver en su
microscopio; usted, que define la vida como un fermento químico, y la conciencia como el
producto de las células, ¡es un necio! ¡Y no obstante, usted y ese salvaje de Ricori tratan de
estorbarme, de inmiscuirse en mis asuntos, de rodearme de espías! Se atreven a
amenazarme a mí; poseedora de la antigua ciencia a cuyo lado la ciencia de usted es una
olla de grillos ¡Mentecatos! Yo se quién ocupa la inteligencia y las fuerzas que se
manifiestan a través de ella y las que se mueven detrás. Y estas fuerzas acuden al oír mi
voz. ¡Y quiere usted oponer su ciencia a la mía! ¡Es usted un necio! ¿Me ha entendido?
¡Hable!
Y me alargó un dedo. Sentí que mi garganta adquiría flexibilidad, noté que podría
hablar por fin.
—¡Bruja del infierno! —rugí— ¡Maldita asesina! ¡Irás a la silla eléctrica si no acabo
antes contigo!
Se me acercó más, riendo.
—¿Piensa delatarme? ¿Y quién le creerá? ¡Nadie! La ignorancia que su ciencia ha
fomentado es mi escudo. Las tinieblas de vuestra incredulidad son mi fortaleza.
¡Continuad jugando con vuestras máquinas, majaderos! ¡Jugad cuanto queráis con
vuestras máquinas, pero no os metáis más conmigo!
Luego, su voz adquirió un tono de calma mortal.
—Oiga bien lo que le digo. Si quiere usted vivir y quiere que vivan sus amistades,
retire los espías. A Ricori no podrá salvarlo. Es mío. Pero usted no vuelva a pensar en mí.
No se meta más en mis asuntos. No temo a sus espías, pero me ofenden. Lléveselos. En
seguida. Si esta noche continúan vigilando...
Me tomó del brazo con una fuerza que me hizo temer la rotura del hueso y me
empujó hacia la puerta.
—¡Márchese!
Me esforcé en dominar mi voluntad y en levantar las manos. Si me hubiera sido
posible, sin duda me hubiese revuelto contra ella como una fiera. Pero no pude moverme.
Como un autómata me encaminé a la puerta. Ella la abrió.
Percibí un extraño rumor en los armarios. Haciendo un esfuerzo supremo, volví la
cabeza.
La muñeca de Walters había caído de bruces y con sus brazos extendidos y vibrantes
parecía suplicarme que me la llevase. Aún vi en sus palmas los estigmas de la crucifixión y
sus ojos se fijaban en mí...
—¡Márchese! —dijo la dueña— ¡Y recuerde lo que le he dicho!
Con paso rígido, atravesé el corredor y la tienda. La muchacha me dirigió una
mirada vaga y llena de temor, Crucé la tienda y salí a la calle como si una mano me
empujase inexorablemente.
Me pareció oír, oí en realidad a mi espalda la burlona risa de la fabricante de
muñecas, como salida del infierno.

CAPÍTULO XIV
MADAME MANDILIP LUCHA
Apenas llegué a la calle, recobré la voluntad y la libertad de movimientos. En un
arrebato de ira, quise volver a entrar en la tienda, pero cuando sólo me faltaba un paso,
tropecé contra un muro invisible; ni pude avanzar ni me fue posible levantar la mano para
tocar la puerta. Fue como si mi voluntad se negase a funcionar o mis manos y piernas se
rebelasen contra mi voluntad. Comprendí que se trataba de un fenómeno de sugestión
posthipnótica de extraordinaria fuerza, parte del fenómeno que me había retenido inmóvil
ante la mujer y que me había arrojado de la tienda como a un pelele. Se me acercó McCann
y por un momento tuve la loca idea de ordenar que entrase en la tienda y acabase con
madame Mandilip de un pistoletazo. Suerte que el sentido común me advirtió que no
podríamos dar una explicación razonable de la muerte y que probablemente expiaríamos
nuestra locura en el mismo aparato con que la había amenazado.
—Ya me impacientaba, doctor —dijo McCann— y estaba a punto de entrar a
buscarlo.
—Vamos, McCann —le contesté— deseo llegar a casa lo antes posible.
Al ver mi cara silbó.
—Parece que ha sostenido usted una lucha, doctor.
—Así ha sido. Pero a madame Mandilip le corresponden por ahora los honores del
triunfo.
—Pues sale usted bastante sereno. ¡Qué diferente del amo, que ponía una cara como
si acabase de ver el infierno! ¿Qué ha sucedido?
—Luego se lo diré. Por ahora déjeme tranquilo, que necesito reflexionar.
Lo que más deseaba era recobrar el dominio de mí mismo. Mi entendimiento estaba
nublado y me parecía avanzar a ciegas tratando en vano de asir algo tangible. Diríase que
me había enredado en una araña repugnante, y aún después de haberme librado de ella
quedaban adheridos jirones viscosos. Subimos al coche y corrimos mucho rato en silencio.
McCann, no pudiendo esperar más, se decidió a hablar:
Al menos, dígame qué piensa usted de ella.
Por aquel entonces había yo llegado a una resolución. Jamas había sentido aquel
malvado, frío e implacable deseo de matar, que aquella mujer acababa de despertar en mí.
Y no es que sufriese en mi orgullo, aunque había quedado bastante mal parado, no; es que
estaba convencido de que en la trastienda residía la maldad, la maldad tan cruel y
diabólica como si la fabricante de muñecas fuese realmente un aborto del infierno en que
creía Ricori. Contra aquella maldad y contra la mujer en quien se concentraba todo estaba
justificado.
—McCann —le dije— no hay nada en el mundo tan malo como esa mujer. No se deje
escapar otra vez a la muchacha. ¿Sabe si anoche descubrió que la seguían?
—No sé, no lo creo.
—Aumente la vigilancia frente y detrás de la casa, sin perder tiempo. Hágalo de un
modo descarado, para que no puedan dejar de notarlo. Si la muchacha no sabe que se la ha
observado, pensarán que desconocemos la otra salida y que la dejamos pasar inadvertida.
Tenga un coche preparado a cada extremo de la calle donde guarda su cupé. Pero mucho
ojo con alarmarlas. Si aparece la muchacha, síganla... —Y vacilé.
—¿Y luego qué? —preguntó McCann.
Deseo que la prendan, que la rapten, que la secuestren, o como quiera usted llamarlo.
Hay que hacerlo con la mayor cautela. En usted confío. Mejor que yo sabe usted cómo se
hacen estas cosas. Pero que sea pronto y con mucho tiento. Y no demasiado cerca de la
tienda. Tan lejos como puedan. Amordácenla, átenla, si es preciso; pero tráiganmela a
casa, con todo lo que lleve. ¿Entendidos?
—Si se deja ver, la prenderemos. ¿Va usted a someterla al tercer grado?
—A eso y... a mucho más. Quiero ver lo que hará la dueña. Tal vez cometa un
disparate que nos permita echarle las manos legalmente y entregarla a los tribunales de
justicia. No sé si tiene otros servidores invisibles, pero mi intención es privarla de la única
servidora visible. Acaso así se dejarán ver los otros. Y al menos la fastidiará esto...
Me dirigió una mirada curiosa:
—Veo que lo ha tratado muy mal, doctor.
—Muy mal —contesté secamente.
McCann guardó silencio y por fin se decidió a preguntar:
—¿Hablará de esto al amo?
—Tal vez sí o tal vez no, esta noche. Depende de su estado. ¿Por qué?
—Porque si hemos de efectuar algo que se parezca a un secuestro, creo que había de
saberlo.
—Le recuerdo, McCann, que el encargo de Ricori para usted fue que obedeciese mis
órdenes como si fuesen suyas. Ya las ha recibido usted. Yo acepto toda la responsabilidad.
—Está bien —contestó— pero observé que tenía sus dudas.
Ahora bien, suponiendo que Ricori estuviera ya del todo restablecido, no había
motivo para no contarle todo lo que me sucedió en la entrevista con la señora Mandilip.
Braile ya era distinto, pues sabiendo el íntimo afecto que podía unirlo con la enfermera
Walters, no estaría bien torturarlo hablándole de la muñeca crucificada, que aún
continuaba siendo para mí, no una muñeca, sino la enfermera Walters crucificada. Y si se
lo contase ¿Qué duda había de que se lanzaría como un loco contra la Mandilip. Y eso no
convenía.
De todos modos, sentía cierto reparo en contarle a Ricori todos los pormenores de mi
visita, y lo mismo me sucedía respecto de Braile, aparte de lo de la muñeca Walters. Pero,
¿cómo se explica que sintiese la misma repugnancia para contárselo a McCann? No puedo
menos que atribuirlos a mi vanidad herida.
Nos detuvimos frente a mi casa. Iban a dar las seis. Repetí a McCann mis
instrucciones, que él escuchó moviendo la cabeza.
—Está bien doctor. Si sale, la atraparemos.
Al entrar en casa me dieron una nota de Braile, donde me decía que no vendría a
verme hasta después de comer. Me alegré, porque temía el apuro en que me habían de
poner sus preguntas. Me dijeron que Ricori dormía y que se restablecía con notable
rapidez. Encargué a la enfermera que, si se despertaba, le dijese que le haría una visita
después de comer. Yo me acosté un rato procurando dormir un poco antes de sentarme a
la mesa.
Pero no me fue posible conciliar el sueño, pues apenas empezaba a amodorrarme me
sobresaltaba la visión de la fabricante de muñecas.
Me levanté a las siete y di cuenta, de una excelente comida, bebiendo doble cantidad
de vino que de ordinario y té muy fuerte, ya que me proponía no desfallecer por nada. Me
levanté de la mesa sintiéndome mucho mas animado que antes, con la cabeza muy
despejada y en un completo dominio de mis facultades, o al menos eso creía. Decidí poner
a Ricori al corriente de mis órdenes a McCann, concernientes al secuestro de la muchacha.
Desde luego, esto implicaba una serie de preguntas a las que habría de contestar,
referentes a mi visita, a la tienda, pero ya tenía pensado lo que le diría...
¡Y cuál no sería mi sorpresa cuando me di clara cuenta de que cuanto pensaba decir
era todo lo que podía decir! Me di cuenta de que no podía comunicar a nadie las cosas que
pensaba callarme, aunque tal hubiera sido mi deseo, y de que me lo prohibía la misma
fabricante de muñecas, siendo esto parte de la sugestión posthipnótica a la que obedecía al
salir de la tienda empujado como un pelele y al sentirme rechazado cuando intenté volver.
Durante el sueño hipnótico, me había susurrado al oído: “Tal y tal cosa podrás
contar. Tal y tal otra, te lo prohibo."
No podía hablar de la muñequita de cara angelical que había cortado el hilo de la
vida de Gilmore. No podía hablar de la muñeca Walters y su crucifixión. No podía hablar
de la tácita confesión de ella misma, reconociéndose autora de las muertes que nos habían
conducido hasta su tienda.
Y con todo, el conocimiento de tan extraña particularidad me alivió, me hizo respirar
con satisfacción, porque al menos tenía ya algo comprensible, algo tangible a que
agarrarme, algo que nada tenía que ver con las artes de hechicería, ni con las fuerzas
ocultas; algo que entraba de lleno en mi propia ciencia ¿Cuántas veces no había yo hecho
lo mismo con mis pacientes devolviéndolos a la normalidad por estas sugestiones
posthipnóticas?
Además, si tal era mi deseo, tenía el medio de limpiar mi mente de estas sugestiones.
¿Lo haría? Me obstiné en que no. Hubiera sido confesar que tenía miedo de la señora
Mandilip. La odiaba, eso sí; pero no la temía. Conociendo su técnica, sería estúpido no
observar sus resultados en el laboratorio de mi propia persona. Me dije que había
recorrido la escala de estas sugestiones, que fuera lo que fuese que hubiera tenido
intención de inculcarme, se lo había estorbado despertándome inesperadamente...
¡Ah! Pero la imaginera había dicho la verdad al llamarme... ¡necio!
Cuando entró Braile lo recibí tranquilamente. Y apenas lo hube saludado; llamó la
enfermera diciendo que Ricori estaba muy despierto y anhelaba verme.
—Esto es estar de suerte —le dije a Braile— Venga, y así me ahorraré tener que
repetir la historia.
—¿Qué historia? —me preguntó.
—La de mi entrevista con madame Mandilip.
—¿Pero la ha visto usted? —preguntó, incrédulo.
—He pasado la tarde con ella. Es de lo más interesante. Venga y lo oirá.
Corrí a la clínica anexa sin hacer caso de sus preguntas. Ricori estaba incorporado. Lo
examiné brevemente. Aunque débil, podía dársele de alta como enfermo. Lo felicité por su
rápido restablecimiento y le dije al oído:
—He visto a su bruja y he hablado con ella. Tengo muchas cosas que contarle.
Ordene a sus guardias que salgan. Yo despediré a la enfermera por un rato.
Cuando hubieron salido los guardianes y la enfermera, empecé mi relato de aquella
activa jornada, empezando por el aviso telefónico de McCann llamándome a casa de
Gilmore. Ricori escuchó con rostro sombrío la historia de Mollie, y dijo:
—¡Su hermano... y ahora su marido! ¡Pobre Mollie! ¡Pero la vengaremos! ¡Sí! Mil
veces sí.
Conté muy por encima mi visita a madame Mandilip y comuniqué a Ricori las
instrucciones que di a McCann, añadiendo:
—Y así, esta noche al menos, podremos dormir en paz. Si la muchacha sale con las
muñecas, McCann la detendrá. Si no sale, nada puede suceder. Estoy casi seguro de que
sin ella, la tía ésa no puede luchar. No obstante, me gustaría saber su opinión.
Ricori me contempló intensamente.
—Apruebo lo que ha hecho, doctor Lowell; lo apruebo con toda mi alma. Ha hecho
usted lo que yo hubiera hecho. Pero... no creo que nos haya dicho todo lo que ha sucedido
entre usted y la bruja.
—Ni yo —dijo Braile.
Me levanté.
—De todos modos, les he dicho lo esencial, y me caigo de sueño. Voy a tomar un
baño y a meterme en la cama. Son las nueve y treinta. Si ha de salir la muchacha, no lo
hará antes de las once, probablemente más tarde. Voy a dormir hasta que la traiga
McCann. Si no la trae, dormiré toda la noche. Y basta. Guarden sus preguntas para
mañana.
Ricori, que no había apartado la vista de mí, propuso:
—¿Por qué no duerme aquí? No estaría más seguro?
Me dejé arrastrar por una ola de mal humor. Ya había sufrido bastante en mi orgullo
por mi conducta con aquella mujer y la manera como me arrojó de su casa, y la invitación
a protegerme tras las pistolas de sus hombres me abrió la herida.
—No soy un niño —rechacé con enojo— y me basto para defenderme. No necesito
que nadie me guarde la espalda...
Me detuve, sintiendo haber hablado así, pero Ricori no se mostró ofendido. Movió la
cabeza y se dejó caer sobre las almohadas.
—Me ha dicho usted lo que quería saber. Lo ha pasado muy mal con la bruja, doctor
Lowell, y no nos ha contado todo lo... esencial.
—¡Lo siento, Ricori!
—No lo sienta —dijo, sonriendo por primera vez— Lo comprendo perfectamente. A
mi modo, también soy un psicólogo. Pero oiga lo que le digo. Poco importa que McCann
traiga o no traiga esta noche a la muchacha. Mañana morirá la bruja y la muchacha con
ella.
No contesté. Volví a llamar a la enfermera y restablecí la guardia dentro de la
habitación. Por mucha confianza que yo sintiese, no había que descuidar la vigilancia.
Nada le dije de la amenaza de la Mandilip contra él, pero no la había olvidado.
Braile me acompañó a mi estudio, y me dijo en tono implorante:
—Comprendo que debe de estar muy cansado. Lowell, y no quiero molestarle. ¿Pero
permite que me quede en su habitación mientras usted duerme?
Contesté con la misma destemplanza:
—¡Por Dios, Braile! ¿No oyó lo que le dije a Ricori? Se lo agradezco mucho, pero
aquello también reza con usted.
—Voy a quedarme aquí, en el despacho, sin dormir, hasta que venga McCann o se
haga de día. Si oigo ruido en su dormitorio, entraré.
Cuando desee saber si usted duerme, también. No cierre la puerta, porque la
derribaría. ¿Está claro?
Me enfurecí, pero el dijo:
—Es una decisión inquebrantable.
—Está bien. Haga usted lo que le dé la gana.
Me metí en el dormitorio, cerrando la puerta de golpe, pero sin echarle la llave.
Estaba cansado, no cabía duda; Aunque solo durmiese una hora repararía mis
fuerzas. Decidí no molestarme en tomar un baño y empecé a desnudarme. Al quitarme la
camisa vi un alfiler en el lado izquierdo, sobre mi corazón. Abrí la camisa y por la parte
interior encontré prendido a ella... ¡uno de los cordeles de nudos!
Di un paso hacia la puerta con la boca abierta para llamar a Braile, pero me contuve.
No se lo enseñaría, porque ello provocaría una serie de pregunta interminables, y deseaba
dormir.
¡Dios! ¡Pero qué deseo tenía de dormir!
Sería mejor quemar la cuerda. Busqué un fósforo para prenderle fuego... Oí los pasos
de Braile detrás de la puerta y me apresuré a guardar la cuerda en el bolsillo del pantalón.
—¿Qué desea? —grite.
—Sólo saber que se ha acostado usted sin novedad.
Abrió la puerta un poco.
—Lo que deseaba saber es si la había cerrado con llave.
Nada le dije y seguí desnudándome. Mi dormitorio es una pieza grande y alta de
techo, en el segundo piso. situada en la parte trasera del edificio, contigua a mi despacho.
Tiene dos ventanas que dan al jardín y están orladas de enredaderas. Hay en mi cuarto un
candelabro macizo, cubierto de prismas, o arañas de cristal, formando seis aros de flecos
brillantes, de los que sobresalen los brazos de las lámparas. Es una copia reducida de uno
de los más hermosos candelabros que hay en el Palacio de la Independencia de Filadelfia,
y cuando compré la casa no quise prescindir de él. En el fondo está mi lecho y, cuando me
vuelvo de lado, puedo ver las ventanas cuajadas de tenues reflejos. Estos reflejos llegan al
candelabro, que adquiere así la forma de una nube preñada de suaves destellos que
producen una sensación sedante y adormecedora. En el jardín hay un viejo peral, único
superviviente de un huerto de frutales, que en la antigua Nueva York elevaban al cielo,
durante la primavera, sus floridos ramajes. El candelabro cae a los pies de la cama, y los
conmutadores de la luz están al alcance de mi mano. A un lado hay una chimenea de
mármol esculpido y de ancha repisa. Es necesario tener esto presente para comprender
bien lo que sigue.
Cuando me acabé de desnudar, Braile, convencido de mi docilidad, cerró la puerta y
se retiró a mi despacho. Tomé el cordel, la escala de la bruja, y lo tiré con desprecio sobre
la mesa. Me di cuenta de la majeza del acto, pensando que de no sentirme tan seguro de
McCann, acaso lo hubiese quemado, según fue mi primera intención. Me tomé un
calmante, apagué las luces y me eché a dormir. El calmante produjo rápido efecto. Me
hundí en un profundo sueño, como quién se sumerge en lo hondo del mar. Me desperté.
Miré a mi alrededor... ¿Cómo había llegado a aquel lugar desconocido? Me hallaba en un
pozo redondo, poco profundo, bordeado de hierba. El borde me llegaba sólo a las rodillas.
El pozo estaba en medio de un prado de un cuarto de milla de diámetro, cubierto de
hierba muy rara, con florecillas de púrpura. Alrededor del pozo crecían árboles exóticos..
árboles por los que trepaban esmeraldas verdes y corindones, y de ramas combas, de hojas
como helechos y prendidas de sarmientos retorcidos como serpientes. Los árboles
formaban un circuito en el prado, vigilantes... como esperando que me moviese.
¡No, no eran los árboles los que vigilaban! Eran cosas ocultas entre los árboles, que
espiaban... seres malignos... seres perniciosos... y ellos me vigilaban, esperando que me
moviese.
¿Pero cómo estaba yo allí? Me miré las piernas, tendí los brazos... Llevaba el pijama
con que me acosté... me acosté en mi cama de Nueva York... en mi casa de Nueva York...
¿Cómo había llegado allí? Porque no estaba soñando... De pronto vi tres senderos que
salían del hoyo, pasaban por el borde y se extendían en diversas direcciones hasta el
bosque, y comprendí que había de tomar uno de aquellos senderos y que era cuestión de
vida o muerte que tomase el bueno, el único que permitía atravesar el bosque con vida.
Los otros dos me dejarían infaliblemente en poder de aquellos seres que espiaban. El piso
del pozo empezó a moverse bajo mis pies en sentido ascendente, ¡Me arrojaba fuera! Salté
al sendero que se abría a mi derecha y avancé despacio por él. Luego, involuntariamente,
me puse a correr de prisa, cada vez más de prisa hacia los árboles. Al acercarme, pude ver
que atravesaba el bosque por un pasillo estrecho de tres palmos y que se perdía en la
verde distancia. Cada vez corría más. Entré en el bosque y los invisibles seres esparcidos
entre los árboles rebullían por todas partes. Qué eran ni qué harían si llegaban a
atraparme, lo ignoraba... Sólo sabía que era imposible imaginar tortura igual a la que
experimentaría si me dejaba atrapar por ellos.
Cada paso que daba era una pesadilla. Por todas partes veía manos que se tendían
para atraparme... oía chillidos estridentes... Temblando, sudando, me vi por fin fuera del
bosque y continué mi marcha por la vasta planicie sin árboles, que se perdía en el
horizonte. Esta llanura no tenía camino ni senda y estaba cubierta de una hierba gris y
blanquecina. Semejaba el desolado eriazo de las tres brujas de Macbeth. Poco importa... era
mejor que el maldito bosque. Me volví a mirar al bosque y desde allí miríadas de ojos
malignos me estaban acechando.
Volví a correr adelante y mirando al cielo. El cielo era de un verde empañado. En lo
alto y en dos círculos de nubes empezaron a brillar... dos soles negros... no, no eran soles...
eran ojos...
¡Los ojos de la fabricante de muñecas!
Desde el brumoso cielo se asomaban mirándome...
Sobre el horizonte de aquel mundo extraño empezaron a levantarse dos manos... a
tenderse hacia mi... para tomarme y hacerme retroceder hacia el bosque...; manos blancas
de dedos largos... y cada dedo un ser viviente...
¡Las manos de la fabricante de muñecas! ¿A medida que se acercaban las manos se
acercaban los ojos.
Y del cielo bajaban risas estridentes.
¡La risa de la fabricante de muñecas!
Aun sonaba aquella risa en mis oídos, cuando me desperté, o así me lo pareció, y me
encontré en mi dormitorio, incorporado en la cama. Estaba bañado en sudor y mi corazón
latía tan rudamente, que sacudía mi cuerpo. Vi el candelabro reflejando la escasa luz de la
ventana, como una nebulosa, y los marcos de las ventanas se dibujaban en la obscuridad
del cuarto envuelto en una quietud pasmosa...
Noté que algo se movía en una de las ventanas. Quise saltar de la cama para ver qué
era y no pude moverme.
Una débil claridad verdosa se produjo, vacilante, en mi cuarto; al principio, como
una incierta fosforescencia, semejante a la que puede verse en la merluza en estado de
descomposición. Pero iba aumentando y disminuyendo, aumentando y disminuyendo,
pero haciéndose cada vez más intensa. Todo el aposento quedó visible. La araña brillaba
como una esmeralda empañada...
¡En la ventana apareció una cara diminuta! ¡La cara de una muñeca! Me dio un
brinco el corazón y se inundó mi pecho de desesperante amargura al pensar: "¡McCann ha
fracasado! ¡Y esto es la catástrofe!
La muñeca me miró haciendo muecas. Tenía la cara recién afeitada de un hombre de
cuarenta años, con una nariz larga, una boca ancha de labios duros, y los ojos, hundidos
bajo espesas y largas cejas, brillaban enrojecidos como dos carbunclos.
La muñeca acabó de subir al antepecho y se tiró de cabeza al suelo. Durante un
momento se sostuvo de cabeza, con los pies al aire. Luego dio dos saltos mortales y se
quedó de pie, llevándose una manita a los labios y mirándome como si esperase algo.
¡Como si esperase que la aplaudiera! Vestía el traje de malla de un acróbata de circo. Se
inclinó ante mí. Luego, con un gracioso ademán, señaló a la ventana.
Allí se asomaba otra carita. Era grave, fría, la cara de un hombre de sesenta años, con
patillas blancas. Me miró como creo que miraría un banquero a una persona odiosa que le
fuere a pedir un préstamo.
Encontré esta idea muy divertida. Pero dejé pronto de sentirme alegre.
¡Un banquero! ¡Un acróbata! ¡Las muñecas de esos dos que habían muerto de muerte
desconocida!
La muñeca banquero saltó con toda dignidad al suelo. Vestía traje de rigurosa
etiqueta, de corte impecable y camisa inmaculada. Se volvió, y con la misma dignidad
levantó una mano al antepecho de la ventana. Otra muñeca estaba allí, la de una mujer de
la misma edad aproximadamente que el banquero y vestida como éste en exquisito traje
de noche.
¡La solterona!
Con coquetería, la muñeca solterona tomó la mano que se le tendía y saltó levemente
al suelo.
Una cuarta muñeca se dejó ver en la ventana, en traje de malla de pies a cabeza. Dio
un salto y fue a parar al lado del acróbata. Me miró sonriente y me hizo una reverencia.
Las cuatro muñecas emprendieron la marcha hacia mí: los dos acróbatas a la cabeza,
y detrás, la solterona y el banquero de bracete.
Eran todo lo fantástico, todo lo grotesco que queráis, pero nada tenían de divertido.
¡No, válgame Dios! Y si algo tenían de divertido, el diablo sólo puede saberlo. En cuanto a
mí, sólo se me ocurrió pensar en un arranque de desesperación: ¡Braile está detrás de la
puerta! ¡Si pudiera gritar!
Las cuatro muñecas se detuvieron como para celebrar consulta. Los acróbatas
hicieron unas cabriolas y sacaron de una vaina escondida unas agujas como dagas. En las
manos de la solterona y del banquero aparecieron armas semejantes, y todos presentaron
las puntas contra mí, como floretes de esgrima.
Los cuatro siguieron avanzando en dirección a mi cama...
Los encarnados ojos del segundo acróbata, en quien reconocí al artista de trapecio, se
fijaron en el candelabro. Se detuvo examinándolo, lo señaló con un dedo, envainó la daga
y dobló las rodillas con las manos tomadas ante ellas. La primera muñeca hizo con la
cabeza una señal de asentimiento y se detuvo a examinar la altura del candelabro desde el
suelo, como si estudiase la mejor manera de alcanzarlo. La segunda muñeca le indicó la
repisa de la chimenea y los dos treparon ágilmente hasta ella, contemplados con mucho
interés por la otra pareja.
La muñeca acróbata se agachó y el artista del trapecio puso el pie en el estribo que el
otro le ofrecía con sus manos juntas. Este hizo un esfuerzo, levantando violentamente al
otro, que salió lanzado por el aire, y se agarró a uno de los círculos de cristales de la
lampara, encaramándose luego fácilmente. El otro dio un salto y logró asirse al
candelabro, yendo a colocarse al lado de su compañero.
Vi la vieja y pesada araña temblar y tambalearse, y una docena de prismas cayeron al
suelo haciéndose pedazos. En el silencio de tumba que reinaba, produjeron un ruido como
la explosión de una bomba.
Oí a Braile que se acercaba corriendo a la puerta. La abrió. Se quedó en el umbral. Yo
lo veía en la claridad verdosa, pero estaba seguro de que él no podía verme, de que mi
cuarto estaba para él sumido en tinieblas. Me llamó:
—¡Lowell! ¿Está usted bien? ¡De la luz!
Traté de gritar, de advertirle el peligro !Imposible!
Entró a tientas, acercándose a los pies de la cama, en busca del conmutador. Creo que
entonces vio a las muñecas. Se detuvo debajo del candelabro, levantando los ojos.
Y al hacer esto, la muñeca que tenía sobre su cabeza, se colgó de una mano y con la
otra desenvainó la aguja en forma de daga. Se dejó caer sobre un hombro de Braile y le
hundió sañudamente el acero en la garganta.
Braile dio un chillido. Luego profirió un suspiro ronco y prolongado...
En aquel momento vi que el candelabro se mecía violentamente. Se desprendió de
sus viejos sostenes y cayó al suelo con un estrépito que hizo temblar toda la casa,
atrapando por debajo a Braile y a la diabólica muñeca que se le agarraba al cuello...
La verde claridad desapareció de una manera brusca. En la oscuridad se produjo un
rumor como de grandes ratas que se escabullen.
Yo me sentí libre de la parálisis que me inmovilizaba. Levanté la mano y después de
dar la luz, salté de la cama.
Percibí el roce de unos deditos que trepaban a la ventana. Luego cuatro chasquidos
secos, como de otros tantos taponazos. Vi a Ricori en la puerta, acompañado por dos
hombres que disparaban sus pistolas sordas contra la ventana.
Me incline sobre Braile. Estaba muerto. El candelabro había caído sobre su cabeza,
fracturándole el cráneo. Pero...
Braile había muerto antes de caer el candelabro... degollado... con la arteria carótida
rota.
¡La muñeca que lo asesinó había huido!

CAPÍTULO XV
LA MUCHACHA EMBRUJADA
Me levanté del suelo y dije con amargura:
—Tenía usted razón, Ricori: los servidores de ella son mejores que los suyos.
—No —me contestó— absorto en la contemplación de Braile, con una expresión de
verdadera lástima.
Proseguí:
—Si todos sus hombres cumplen sus promesas como McCann, el mayor de los
milagros es que siga usted viviendo.
—En cuanto a McCann —se volvió a decirme con rostro sombrío— le aseguro que es
tan inteligente como fiel. Me guardaría mucho de culparlo sin haberlo oído. Y he de
decirle, doctor Lowell, que si hubiese sido mas franco conmigo esta noche, el doctor Braile
no estaría muerto.
No tuve más remedio que inclinarme ante esto, que era la pura verdad. Me sentía
indignado contra mí mismo. si no me hubiera dejado dominar por mi maldito orgullo, les
hubiera dicho cuanto sabía de mi visita a la tienda, dándoles a entender los pormenores
que no podía expresar concretamente; entregándome a Braile para que me arrancara la
verdad por medio del hipnotismo; con tal de que hubiera aceptado la protección que me
ofreció Ricori, o permitido que Braile velara mi sueño, nada lamentable hubiese ocurrido.
Dirigí una mirada al despacho y vi allí a la enfermera de Ricori. Detrás de la puerta
del despacho se oían murmullos de conversación, sostenida por los criados y gente de la
clínica que había acudido al oír el ruido de la lámpara. A la enfermera le dije con toda
serenidad de que fui capaz:
—Cayó la lámpara mientras el doctor Braile estaba hablando conmigo a los pies de la
cama. El golpe le ha producido la muerte, pero no lo diga a nadie. Dígales que cayó la
lámpara y lastimó al doctor. Que vuelvan todos a la cama. Diga que vamos a llevar al
doctor Braile al hospital. Luego vuelva usted con Porter y limpien el suelo de sangre como
puedan. Dejen la lámpara como está.
Cuando ella salió, me dirigí a los pistoleros de Ricori:
—¿Qué veían ustedes cuando disparaban?
Uno de ellos contestó:
—A mi me parecieron monas.
Y el otro añadió:
— O enanillos.
Miré a Ricori y en su semblante leí lo que él había visto.
Quité una sábana del lecho.
—Ricori —dije— diga a sus hombres que levanten el cadáver y lo envuelvan con
esto. Luego que lo lleven al gabinete contiguo a mi despacho y lo dejen en la camilla.
Les hizo una seña con la cabeza y sus hombres sacaron a Braile de debajo de la araña
de cristal y de hierro retorcido. Tenía la cara y el cuello heridos de cristales rotos y por
casualidad uno de los prismas se le hincó en el cuello y junto a la punzada del fino puñal
que le causó la muerte. Esta segunda herida era muy profunda y probablemente le había
producido otra rotura de la carótida. Seguimos Ricori y yo a los hombres hasta el gabinete
y vimos cómo dejaban el cadáver en la camilla. Entonces les ordenó Ricori que volviesen al
dormitorio y permaneciesen allí mientras estuviesen las enfermeras. Cerró la puerta tras
ellos y se dirigió a mi.
—¿Qué piensa hacer ahora, doctor Lowell?
Llorar era lo único que hubiera hecho; de buena gana, pero contesté:
—Este es un caso para el juez, desde luego. Debo avisar a la policía sin perder
tiempo.
—¿Y qué va a decirles?
—¿Qué vio usted en la ventana, Ricori?
—Vi... ¡las muñecas!
—Yo también, ¿Puedo decir a la policía quién mató a Braile antes que se cayera la
araña? Ya sabe usted que no. Tendré que decirles que mientras estábamos hablando se
desprendió la lámpara sobre su cabeza. Las finas aristas de algunos prismas rotos se
hundieron en su garganta ¿Qué otra cosa puedo decir? Eso lo creerán a ciegas, mientras
que nunca creerían la verdad.
Vacilé un momento, pero no pude recurrir a mis fuerzas ya agotadas, por primera
vez después de muchos años, lloré.
—Tiene usted razón, Ricori. No McCann, sino yo, tengo la culpa de todo esto... La
vanidad de un viejo... si hubiera hablado sinceramente, no hubiese muerto mi amigo...
Pero yo no... no... Yo soy un asesino.
Me consoló con palabras cariñosas como una mujer...
—No es culpa suya. Usted no podía obrar de otro modo... siendo quien es...
pensando como ha pensado durante tanto tiempo. Si la bruja se aprovechó de su
incredulidad, de su comprensible incredulidad, no tiene usted la culpa. Pero ya se le han
acabado las oportunidades. Su copa está llena y rebosante...
Descansó sus manos en mis hombros. No avise a la policía inmediatamente, al menos
mientras no sepamos lo que ha de decir McCann.
Son casi las doce, y si no viene no puede tardar en telefonear. Yo voy al cuarto a
vestirme. Después de escuchar a McCann, habré de marcharme.
—¿Qué piensa usted hacer, Ricori?
—Matar a la bruja —dijo con toda calma— Matarla, a ella y a la muchacha. Antes de
que amanezca. Y hemos esperado demasiado. No quiero esperar más. Han de acabar sus
crímenes.
Me sentí desfallecer y tuve que sentarme. Respiraba con mucha fatiga.
Ricori me dio agua y bebí como un sediento. Entre el zumbar de mis oídos percibí
una llamada a la puerta y la voz de un guardián de Ricori.
—McCann está aquí.
—Dile que entre —ordenó Ricori.
Se abrió la puerta y entró McCann.
—He atrapado a la...
Se le cortó el habla y se nos quedó mirando con extrañeza. Sus ojos se fijaron en el
cuerpo ensabanado y se ensombreció su semblante.
—¿Qué ha sucedido?
Las muñecas han matado al doctor Braile —contestó Ricori— Has atrapado a la
muchacha demasiado tarde, McCann ¿Porqué?
—¿Que han matado a Braile? ¿Las muñecas? ¡Dios! —y la voz de McCann sonó como
si alguien le apretase la garganta.
—¿Dónde está la chica, McCann —preguntó Ricori.
—Abajo, en el coche, bien atada y amordazada.
—¿Dónde la has atrapado? ¿y cuándo? preguntó Ricori.
Viendo a McCann, sentí una gran piedad y una viva simpatía por aquél hombre.
Dominando mi remordimiento y mi vergüenza, me levanté y le dije:
—Siéntese, McCann. No es posible que sea usted tan culpable como yo.
Ricori intervino fríamente:
—Déjeme ser juez en este asunto. McCann, ¿no pusiste un coche a cada extremo de la
calle, como te mandó el doctor Lowell?
—Sí.
—Pues, empieza a contar desde ahí.
McCann dijo:
—Salió a la calle a eso de las once. Yo estaba en un extremo y Pablo en el otro. Le dije
a Tony: "¡Ahí va la moza con los paquetes!" Llevaba dos cajas de modista. Miró a uno y
otro lado y se dirigió adonde guardaba el coche. Abrió la puerta y al poco tiempo salió con
el coche hacia donde esperaba Pablo. Había advertido a Pablo, por orden del doctor, que
no se apoderara de ella demasiado cerca de la tienda. Vi que Pablo la seguía. Yo corrí a lo
largo de la calle y seguí el coche de Pablo.
“La cupé torció por West Broadway. Corrió sin tropiezo, serpenteando por entre una
aglomeración de coches en un núcleo de tráfico. Pablo hizo esfuerzos por no perderlo,
más, para no tropezar contra un Ford que estaba atravesado, viró con excesiva rapidez y
fue a parar contra un poste indicador. Se produjo una confusión de mil diablos y cuando
me fue posible salir de allí, ya la cupé se había perdido de vista. Entonces me detuve y
telefonee a Rod, diciéndole que se apoderase de la moza en cuanto la viera, aunque fuese
en la misma puerta de la tienda. Y que cuando la tuvieran bien amarrada la trajese aquí.
"Yo me dirigí hacia aquí, pensando que la moza podía haber seguido esta dirección.
Di unas vueltas por aquí y luego me metí por el parque, sospechando que ella podía
ocultarse. Tuve la suerte de encontrar la cupé escondida detrás de unos árboles.
Sorprendimos a la muchacha. No opuso resistencia, pero la amordazamos y la metimos en
el coche. Tony se lleva la cupé para registrar su interior donde nadie pudiera verle, pero
no encontró más que las dos cajas vacías. Y hemos traído a la muchacha.
—¿Cuánto tiempo ha transcurrido —preguntó— desde que se apoderaron de ella
hasta que llegaron?
—Diez, quizás quince minutos. Tony registró la cupé casi pieza por pieza, y esto nos
entretuvo un rato.
Miré a Ricori. McCann debió de encontrar a la muchacha aproximadamente cuando
Braile murió. También él fue de mi opinión.
—Esperaría a las muñecas, no hay duda.
—¿Qué quieren que haga con ella? —preguntó McCann.
Se dirigía a Ricori, no a mi. Ricori nada dijo, pero le dirigió una extraña mirada,
mientras cerraba la mano derecha y luego la abría del todo.
McCann dijo:
—Está bien, señor.
Y se volvió para salir. No hacia falta gran penetración para comprender que había
recibido una orden, ni para no dudar de su naturaleza.
—¡Espere! —grité, interceptándole el paso, de espaldas contra la puerta. —Óigame,
Ricori. Tengo algo que decirle respecto a eso. El doctor Braile estaba tan cerca de mí como
Peters de usted. Y por muy culpable que sea madame Mandilip, esa muchacha no puede
dejar de cumplir sus órdenes. Su voluntad está en absoluto a la disposición de la dueña de
la tienda, y sospecho que se pasa casi todo el tiempo bajo la influencia hipnótica de aquella
mujer. No olvidemos que trató de salvar a la Walters. No quiero que la maten.
—Si está usted en lo cierto —dijo Ricori— tanta más razón para acabar con ella
cuánto antes. Así no podrá utilizarla la bruja antes de morir.
—No estoy conforme, Ricori, y tengo otra razón para no estarlo. Deseo interrogarla.
Tal vez descubra como realiza madame Mandilip estas cosas... el misterio de las
muñecas... los ingredientes del ungüento... y si hay otras personas que compartan sus
conocimientos. Esto y mucho más puede saber la muchacha. Y si lo sabe, haré que cante.
—¿Usted cree? —dijo con descaro McCann.
—¿Cómo? —preguntó Ricori.
—Pues por el mismo procedimiento a que me sometió la fabricante de muñecas.
Ricori se me quedó mirando buen rato con mucha seriedad.
—Doctor Lowell —dijo— por última vez pospongo mi criterio al suyo en este asunto.
Creo que está equivocado. Sé que yo mismo hice mal en no matar a la bruja el día en que
la vi. Opino que cada momento que concedamos de vida a esa muchacha está cargado de
peligros para todos nosotros. No obstante, condesciendo por última vez.
—McCann —dije— súbala a mi despacho. Espere a que aleje a cualquiera que pueda
estar por abajo.
Bajé al vestíbulo, seguido de Ricori y McCann. No había nadie. Coloqué sobre la
mesa de mi despacho un aparato de espejos giratorios, el primer invento utilizado en la
Salpetriére de París para provocar el sueño hipnótico, consistente en dos series de
espejuelos que rodaban en dirección contraria. Un haz de luz se reflejaba en ellos de tal
manera combinado, que alternativamente brillaban y se oscurecían. Aparato utilísimo, a
cuyo funcionamiento, una muchacha tan sensible y tan acostumbrada al estado hipnótico
no podía dejar de sucumbir rápidamente. Coloqué un sillón convenientemente y mitigué
la luz de modo que no contrarrestase la acción de los espejos.
Apenas había hecho estos preparativos cuando McCann y otro de los paniaguados
de Ricori entraron a la muchacha. Sentáronla donde les indiqué y le quité el pañuelo que
tapaba su boca.
Ricori ordenó:
—Tony, vuelve al coche. McCann, quédate aquí.

CAPÍTULO XVI
FIN DE LA MUCHACHA EMBRUJADA
La muchacha no hizo la menor resistencia. Parecía concentrada en sí misma y me
miró con la misma expresión vaga que cuando me vio por primera vez en la tienda. Le
tomé las manos y las dejó descansar pasivamente en las mías. Las tenía heladas. Le hable
cariñosamente, tranquilizándola:
—Hija mía, no temas ningún mal de nosotros. Descansa y abandónate. Recuéstate
bien en el sillón. Sólo deseo ayudarte. Duerme, si quieres. Duerme.
Parecía no oírme, sin dejar de mirarme con aquellos ojos vagos. Dejé sus manos y me
senté delante, mirándoIa mientras ponía en movimiento los espejos. En seguida, volvió a
ellos sus ojos y ya no los apartó, como si aquello la fascinase. Observé cómo se relajaban
sus miembros y su cuerpo caía aplanado en el sillón. Empezaron a bajársele los párpados.
—Duerme —dije con dulzura— Aquí nadie puede hacerte daño. Mientras duermas
nadie te hará daño. Duerme... duerme...
Se le cerraron los ojos y suspiró.
—Estás durmiendo —le dije— No te despertarás hasta que yo te lo mande. No
podrás despertar hasta que yo te lo mande.
Repitió con voz balbuciente de niña:
—Estoy durmiendo. No puedo despertar hasta que usted me mande.
Detuve el movimiento de los espejos y le dije:
—Voy a preguntarte algunas cosas. Me escucharás y contestarás la verdad No
puedes contestar más que la verdad. Ya lo sabes. Repito, siempre con aquella voz débil e
infantil:
—He de contestar la verdad. Ya lo sé.
No pude reprimir una mirada de triunfo a Ricori y a McCann. Aquél se estaba
santiguando y contemplándome con ojos en los que se pintaba ña duda y el terror.
Adiviné que pensaba que también yo sabía practicar las artes de hechicería. McCann
estaba mascando tabaco nerviosamente, sin apartar la vista de la muchacha.
Empecé mi interrogatorio con las preguntas que podían causar menos turbación:
—¿Eres realmente sobrina de madame Mandilip?
—No.
—¿Pues quién eres, entonces?
—No lo sé.
—¿Cuándo te juntaste con ella, y porqué?:
Hace veinte años. Estaba en una casa cuna, en un hospicio de expósitos, en Viena.
Ella me sacó de allí. Me enseño a llamarla tía. Pero no lo es.
—¿Dónde habéis vivido desde entonces?
—En Berlín, en París, en Londres, Praga y Varsovia.
—¿Hacía madame Mandilip muñecas en todas esas ciudades?
No contestó. Tuvo un estremecimiento y sus párpados empezaron a temblar.
—¡Duerme! ¡Recuerda que no puedes despertar si no te lo mando! ¡Duerme!
¡Contéstame!
—Sí —suspiró ella.
—¿Y en todos esos lugares mataban?
—Sí.
—Duerme. Tranquilízate. Nada puede pasarte a ti por eso... —y como siguiera con su
inquietud, desvié por un momento la conversación.
— ¿Dónde nació madame Mandilip?
—No lo sé.
—Qué edad tiene?
—Lo ignoro. Se lo he preguntado y me ha dicho riendo que el tiempo nada
significaba para ella. Yo tenía cinco años cuando me tomó. Entonces me parecía lo mismo
que ahora.
—¿Tiene algún cómplice?... quiero decir si hay otra persona que haga las muñecas.
—Uno. Ella le enseñó. Era su amante en Praga.
—¡Su amante! —exclamé incrédulo, porque me representé su corpachón, sus
abultados senos, su enorme cara de caballo... Y la muchacha dijo:
—Ya sé lo que está pensando. Pero tiene otro cuerpo. Y lo lleva cuando quiere. Es un
cuerpo hermoso. A él pertenecen sus ojos, sus manos, su voz. Es de una belleza
deslumbrante. Se lo he visto muchas veces.
¡Otro cuerpo! Desde luego tan ilusorio como la sala encantada que la Walters había
descrito... y que yo había vislumbrado en el momento de despertar del sueño hipnótico en
que aquella mujer me hundió... Una imagen impresa por la mente de la hechicera en la
mente de la muchacha. Dejé a un lado aquella particularidad y fui al fondo del asunto:
—Mata por dos procedimientos, ¿verdad?... ¿Con el ungüento y con las muñecas?
—¡Sí, con el ungüento y con las muñecas!
—¿A cuántos ha matado por medio del ungüento, en Nueva York?
Contestó indirectamente:
Desde que llegamos aquí, ha hecho catorce muñecas.
De manera que había otros casos de que no se nos había informado!
—¿Y a cuántos han matado las muñecas?
—A veinte.
—Oí maldecir a Ricori y le lancé una mirada severa. Se inclinaba hacia adelante,
blanco y desencajado.
—¿Cómo hace las muñecas?
—No lo sé.
—¿Sabes cómo prepara el ungüento?
—No. Lo hace en secreto.
—¿Qué es lo que mueve las muñecas?
—¿Quiere usted decir qué les da vida?
—Si.
—¡Algo de la cabeza!
De nuevo oí que Ricori lanzaba un juramento en voz baja.
—Si no sabes como se hacen las muñecas, debes saber qué se necesita para darles
vida. ¿Qué es?
—No, contestó.
—Has de contestarme. Debes obedecerme. ¡Habla!
—Su pregunta no es clara. Ya le he dicho que algo de la cabeza les da vida. ¿Qué más
quiere saber?
—Que cuentes lo que sucede desde que uno posa para una muñeca cuando se
entrevista por primera vez con madame Mandilip, hasta que la muñeca, como tú dices,
adquiere vida.
La muchacha habló como si soñara:
—Dice que uno ha de ir a verla voluntariamente. Ha de consentir por voluntad
propia, sin coacción alguna, en que le haga la muñeca, Que poco importa que uno ignore
para qué da su consentimiento. Ha de empezar el primer modelo inmediatamente. Antes
de completar el segundo, es decir, la muñeca viviente, ha de encontrar la oportunidad
para aplicar el ungüento. Este ungüento, dice ella, pone en libertad a uno de los entes que
residen en la mente, y el libertado ha de ir a ella para incorporarse a la muñeca. Dice que
este no es el único inquilino de la mente, pero que con los otros no tiene ella ningún trato.
Tampoco acepta a todos los que se le presenten. Ignoro cómo conoce al ente con quien ha
de relacionarse y la particularidad a que se debe su selección. Hace la segunda muñeca. En
el momento en que la da por terminada, la persona que ha servido de modelo empieza a
morir. Cuando ha muerto, la muñeca vive. La obedece... como la obedecen todas...
Calló un momento. Luego dijo en un susurro: "Todas, excepto, una..."
—¿Y ésta, quién es?
—La de su difunta enfermera. No quiere obedecer. Mi tía la tortura, la castiga... pero
no puede dominarla. La otra noche traje aquí a la enfermera con otra muñeca para matar
al hombre a quien mi tía maldijo. La enfermera vino, pero se peleó con la otra muñeca y se
salvó el hombre. Es una cosa que mi tía no puede comprender, la trae preocupada... y a mí
me da... ¡esperanza!
Su voz se apagó, y de pronto, con extraordinaria energía, dijo:
—Dése usted prisa. He de volver con las muñecas. Pronto me buscará. He de
marcharme... o vendrá ella a buscarme... y entonces... si me encuentra aquí... me matará...
—Ha traído las muñecas para matarme?
—Por supuesto.
—¿Dónde están ahora?
—Volvían a reunirse conmigo. Sus hombres me atraparon antes que ellas llegasen.
Irán a... casa. Las muñecas corren mucho cuando es preciso. Sin mi encuentran más
dificultades... eso es todo... pero volverán a ella...
—¿Por qué matan las muñecas?
—Para... complacerla.
—¿La cuerda de nudos, qué papel de desempeña?
—No lo sé, pero ella dice... —Se interrumpió para exclamar como una niña asustada:
—¡Me está buscando! Sus ojos me buscan... sus manos se mueven. ¡Me ve!
¡Escóndame! ¡Oh! Escóndame, que no me vea... ¡Pronto!...
Yo le dije:
—¡Duerme más profundamente! Húndete más, aún más, en tu sueño. ¡Ahora no te
encontrará! ¡Ahora estás escondida a sus ojos!
Ella contestó:
—Estoy muy hundida en mi sueño. Me ha Perdido de vista. Estoy escondida. Pero
ella está sobre mí... aún me busca...
Ricori y McCann se habían levantado y se pusieron a mi lado.
Ricori preguntó:
—¿Usted cree que la bruja la persigue?
—No —contesté— Pero no deja de ser un giro inesperado. Ha vivido la muchacha
tanto tiempo y tan por completo bajo el dominio de esa mujer, que la reacción es natural.
Puede ser el resultado de sugestión o tal vez el razonamiento de su propia
subconsciencia... Ha dejado incumplidos algunos encargos. ha sido amenazada con
castigos si...
Un grito angustioso de la muchacha me interrumpió:
—¡Me ve! ¡Me ha encontrado! ¡Sus ojos se alargan para atraparme!
—¡Duerme! ¡Duerme aún más profundamente! No puede hacerte ningún mal! ¡Otra
vez te ha perdido de vista!
No contestó, pero subió un hondo y débil gemido del fondo de su garganta.
McCann gruño, ceñudo:
—¡Cristo! ¿No puede hacer algo por ella!
Ricori, a quien brillaban los ojos en su cara de yeso, dijo:
—¡Déjela morir! Eso nos evitará disgustos!
Yo me dirigí a la muchacha en tono severo:
—Escúchame y obedece. Voy a contar hasta cinco. Cuando llegue a cinco, despierta.
¡Despierta en seguida! Has de salir de tu sueño tan rápidamente, que no pueda atraparte.
¡Obedece!
Conté lentamente, ya que al despertarla con demasiada brusquedad, probablemente
le hubiera producido la muerte con que, en el extravío de su razón, decía que la
amenazaba la fabricante de muñecas.
—Uno... dos... tres...
Un grito horroroso salió de su pecho. Y luego...
—¡Me atrapa! ¡Sus manos estrujan mi corazón!... ¡Ahhh!.
Su cuerpo se encogió, sacudido por la convulsión. Todos sus miembros se relajaron,
y toda ella descansó abandonada en la butaca. Se abrieron sus ojos y miraron apagados.
Movió hacia abajo la mandíbula inferior, quedando con la boca abierta.
Me eché sobre ella colocando el estetoscopio sobre su corazón. Estaba parado.
Y entonces, de su garganta sin vida subió una voz, timbrada, dulce, con acento de
amenaza y de desprecio:
—¡Necios!
¡La voz de madame Mandilip!

CAPÍTULO XVII
¡ARDE, BRUJA, ARDE!
Por sorprendente que sea, Ricori fue quien menos se afectó de los tres. Todo mi
cuerpo se estremeció en un calofrío. McCann, aunque nunca había oído la voz de madame
Mandilip, se quedó temblando. Ricori rompió el silencio.
—¿Está usted seguro de que la muchacha ha muerto?
—No es posible ponerlo en duda, Ricori.
Hizo una indicación a McCann.
—Trasládala al coche.
—¿Qué piensa usted hacer? —pregunté.
—Matar a la bruja —me contestó, añadiendo con acento melosamente satírico:
—No han de separarse ni en la muerte. —Y con pasión— ¡Como en el infierno
arderán juntas eternamente!
Me miró con ojos penetrantes:
—¿No aprueba esto, doctor Lowell?
—Ricori, no lo sé, sinceramente le digo que no sé qué hacer. Hoy la hubiese matado
con mis propias manos pero en este momento mi indignación se ha calmado, lo que usted
propone es contra mis instintos, contra mis ideas y mis convencimientos sobre la debida
administración de Justicia. Eso me parece... ¡un asesinato!
—Ya ha oído usted a la muchacha —me replicó— Sólo en esta ciudad, veinte
personas matadas por las muñecas. Y catorce muñecas. ¡Catorce que murieron como
Peters!
—Pero, Ricori, no hay tribunal que acepte como prueba un alegato obtenido en
estado de hipnotismo. Puede reflejar la verdad y puede no responder a ella. La muchacha
era anormal. Lo que dijo pudo ser imaginado, y como no prueba nada, ningún tribunal de
este mundo basaría en él una resolución.
—No, ningún tribunal de este mundo... —dijo él agarrándome del brazo— ¿Cree
usted que eso es verdad?
No pude contestar, pues en el fondo de mi conciencia creía que todo aquello era
verdad. Y él me dijo:
Precisamente, doctor Lowell! ¡Usted me ha contestado! Tan bien como yo, sabe que la
muchacha dijo la verdad Tan bien como yo sabe que nuestras leyes no pueden castigar a la
bruja. Por eso he de matarla. Y al hacerlo, yo, Ricori, no seré un asesino. ¡No! ¡Seré el brazo
de Dios!
Esperaba que le dijese algo, pero tampoco pude hablar.
—McCann —dijo señalando a la muchacha —haz lo que te digo. Luego, vuelve.
Y cuando McCann hubo desaparecido con el frágil cuerpo en brazos, Ricori, dijo:
—Doctor Lowell, debe usted venir conmigo como testigo de la ejecución.
Me rebelé contra esta orden, replicando:
—No puedo, Ricori. Estoy completamente extenuado en cuerpo y alma, He pasado
un día demasiado agitado. Además siento una pesadumbre angustiosa.
—Vendrá usted —me interrumpió— aunque tenga que llevarlo amordazado y atado
como vino la muchacha. Le diré por qué. Está usted luchando consigo mismo. Si lo dejara
solo, es posible que, vencido por sus dudas científicas intentase detenerme antes de que
lleve a cabo lo que juro por Cristo, por su Santa Madre y por todos los santos que he de
ejecutar. Podría usted ceder a su debilidad y dar cuenta a la policía. No quiero exponerme
a eso. Le profeso gran afecto, doctor Lowell, un entrañable afecto; pero he de decirle que,
aunque mi misma madre intentase detenerme, la apartaría a un lado con la misma rudeza
con que lo haría con usted.
—Lo acompañaré —le dije.
—Entonces mande a la enfermera que me traiga la ropa. Ya que esta decidido, no
quiero separarme de usted. No sea que cambie de parecer.
Tomé el teléfono y di las órdenes convenientes. Volvió McCann y Ricori le dijo:
—Cuando me vista iremos a la tienda de las muñecas. ¿Quién esta en el coche con
Tony?
—Larson y Cartello.
—Bueno. Es posible que la bruja sepa que vamos. Es posible que nos haya escuchado
por los oídos sin vida de la muchacha, como habló por su garganta. No importa. Hemos
de suponer que no sabe nada.
—¿Está atrancada la puerta?
—No he entrado en la tienda, amo —contestó McCann— Sé que hay una vidriera. Si
encontramos rejas las haremos saltar. Tony traerá las herramientas mientras usted se viste.
—Doctor Lowell —dijo Ricori— volviéndose a mi— ¿Me promete que no renunciará
a la idea de acompañarme, ni se opondrá a lo que voy a hacer?
—Palabra de honor, Ricori.
—McCann, no hace falta que vuelvas a subir. Espéranos en el coche.
Ricori no tardó en vestirse. Al salir con él a la calle, en un reloj sonó la una. Recordé
que aquella extraña aventura empezó una semana antes a la misma hora.
Ocupé el asiento posterior con Ricori y la muchacha muerta entre los dos. En los
asientos de en medio iban Larson y Cartello, aquél un sueco estúpido; este, un italiano
menudo y nervioso. Tony guiaba al lado de McCann. En media hora llegamos a
Broadway, pero al acercarnos a la calle de las muñecas moderamos la marcha. El cielo
estaba encapotado y soplaba un viento frío en la bahía. Me estremecí, pero no de frío.
Llegamos a la esquina de la calle, después de atravesar muchas otras sin encontrar ni
a un ser viviente, como si estuviésemos corriendo por un cementerio. La calle de las
muñecas estaba también desierta.
—Déjanos detrás de la casa —dijo Ricori al chofer— Bajaremos allí, y luego llevas el
coche a la esquina y nos esperas.
Me latía el corazón molestamente. Había en la calle una oscuridad que parecía velar
el alumbrado público. En la tienda no había luz y las sombras se concentraban en la
entrada. Corría un viento impetuoso que nos traía el estampido de las olas contra los
muros del Battery. No estaba seguro de poder entrar por aquella puerta ni de que ya no
me retuviese la prohibición de la tendera.
McCann saltó del coche, cargado con el cadáver de la muchacha. La colocó sentada,
entre las sombras del umbral. Ricori y yo, Larson y Cartello seguimos sus pasos. Oímos el
ruido del coche al alejarse y de nuevo me dominó aquella impresión de pesadilla que
tantas veces había experimentado, desde que puse los pies en aquella casa.
El italiano embadurnó el cristal de la puerta con una materia pegajosa, aplicó en el
centro una pequeña ventosa de caucho. Sacó una herramienta del bolsillo y trazó con ella
una circunferencia en el vidrio. La punta del instrumento se hundió como si el vidrio fuese
de cera. Luego, sujetando con una mano la ventosa, dio ligeros golpes con una especie de
martillo de goma, y el disco de cristal se quedó en su mano. Todo sin el menor ruido.
Metió la mano por el agujero y estuvo manipulando sin hacer ruido durante un rato. Se
oyó un chasquido. La puerta se abrió.
McCann cargó el cadáver. Entramos como fantasmas en la lobreguez de la tienda.
El italiano colocó en su lugar el disco de cristal. Entre las tinieblas que nos envolvían
pude ver de una manera vaga la puerta que se abría al pasillo de acceso a la maldita sala
posterior. El italiano movió el pomo de la puerta. Estaba cerrada, pero no tardó muchos
segundos en abrirse, ante el prodigio de sus manejos. Con Ricori a la cabeza y siguiendole
McCann con la muchacha, caminamos como sombras a lo largo del pasillo y nos
detuvimos ante la puerta del fondo.
La puerta se abrió de par en par antes de que el italiano la tocase.
Oímos la voz de la fabricante de muñecas.
—Entren caballeros. ¡Han tenido ustedes la buena idea de traerme a mi querida
sobrina! Hubiera salido a recibirles a recibirles a la calle... ¡pero soy una anciana, una
anciana tímida!...
McCann murmuró:
—¡Apártese, amo!
Se pasó el cadáver al brazo izquierdo y manteniéndolo levantado como un escudo,
pistola en mano, quiso ponerse delante de Ricori. Este lo apartó a un lado, y con la propia
pistola levantada, atravesó el umbral.
Yo seguí a McCann, delante de los dos pistoleros.
Examiné la sala de una mirada. La mujer estaba sentada, cosiendo junto a la mesa.
Serena, sin la menor alteración aparente, movía sus largos dedos en un bailoteo rítmico. Y
no levantó la vista para mirarnos. En la chimenea había un montón de carbones
encendidos. La sala estaba caliente y saturada de una fragancia desconocida para mí. Miré
a los armarios de las muñecas...
Todos estaban abiertos. Dentro se veían las muñecas, en filas superpuestas,
mirándonos con sus ojos verdes y azules, grises y negros, pero llenos de vida, como
monigotes animados en una exhibición de vistas mágicas. Las había a centenares. Vestían
unas como nosotros; los americanos; otras, como los alemanes, o como los españoles, los
franceses, los ingleses, y otras llevaban trajes desconocidos. Una bailarina, un herrero con
el martillo levantado... un caballero francés, un estudiante alemán con un espadón en la
mano y la cara llena de cicatrices... un apache que empuñaba una navaja, con una
expresión enloquecida de cocainómano, y a su lado una mujer de la vida, de boca viciosa y
repugnante, y al lado de ella un jockey...
¡Toda la colección de muñecas de todos los países!
Y las muñecas parecían puestas en actitud de apercibirse a saltar sobre nosotros.
Pretendían dejarnos anonadados.
Puse en tensión todas mis facultades y me esforcé por sostener aquella batería de ojos
brillantes de seres vivos, como si perteneciesen a muñecas de trapo. Había un
departamento vacío... otro y otro... cinco departamentos sin muñecos. Las cuatro que
avanzaron contra mí cuando me hallaba inmóvil, envuelto en la verde claridad de mi
dormitorio, no estaban allí tampoco estaba la de Walters.
Aparte la mirada de las filas de aquellas muñecas que nos vigilaban, para fijarla en
su autora, que continuaba cosiendo plácidamente... como si estuviese sola... como si no nos
hubiera visto, como si Ricori no apuntase la pistola contra su corazón... cosiendo...
cantando suavemente...
¡La muñeca Walters estaba en la mesa ante ella!
Yacía de espaldas, con sus manitas sujetas por las muñecas con cordeles de cabellos
cenicientos, que daban muchas vueltas, y sus manos cerradas apretaban la empuñadura
de una aguja semejante a una daga.
Aquella visión duró mucho menos de lo que se tarda en contarla... unos segundos,
según nuestro modo de medir el tiempo.
La concentración de aquella mujer en su trabajo, su indiferencia por nosotros, el
silencio, levantaba un muro entre ella y nosotros. El penetrante olor aromático se hacía
cada vez más denso.
McCann dejó en el suelo el cadáver de la muchacha. Trató de hablar, una, dos veces,
y al tercer esfuerzo lo consiguió. Dirigiéndose a Ricori, dijo con voz ronca y entrecortada:
—Mátela... o la mato yo...
Ricori no se movió. Permanecía apuntando al corazón de la mujer y con los ojos fijos
en el bailoteo de sus dedos. Ella no oyó a McCann y si lo oyó, no hizo caso. Continuó
canturreando... y su vos sonaba como el rumor de un enjambre... era un dulce arrullo que
producía sueño como las abejas producen miel... sueño.
Ricori desvió su puntería y, avanzando, descargó el arma contra una mano de la
mujer.
La mano cayó y los dedos de esa mano se retorcieron como serpientes a las que se les
hubiera aplastado la cabeza.
Ricori levantó la pistola para disparar de nuevo, pero sin darle tiempo para apuntar,
la fabricante de muñecas se levantó, derribando la silla. Un murmullo recorrió los
armarios, como clamor de voces veladas. Las muñecas parecieron abalanzarse, inclinarse
adelante...
La mujer volvió a nosotros sus ojos y pareció que nos miraba a todos y a cada uno al
propio tiempo. Eran como dos soles negros en que resplandecían llamas rojizas.
Sentimos la influencia de su voluntad como una ola, como algo tangible que nos
anonadaba. Me sentí invadido lentamente por un entorpecimiento. Vi que la mano de
Ricori que empuñaba la pistola, se crispaba y perdía el color. Comprendí que los demás
eran víctimas de la misma paralización.
Otra vez nos tenía aquella señora en su poder...
—No la mire, Ricori —le advertí en voz baja— No mire a sus ojos.
No sin un supremo esfuerzo pude yo apartar mi vista de aquellos ojos negros y
llameantes. Y aquellos ojos se fijaron en la muñeca Walters. Di un paso para tomarla, no sé
por qué. Pero la mujer fue mas rápida que yo. Tomó la muñeca con su mano sana y la
sostuvo contra su pecho. Entonces gritó con una voz vibrante cuya dulzura se derramó
por todos nuestros nervios, aumentando el entorpecimiento letárgico que nos dominaba:
—¿No quieren mirarme? ¡No quieren mirarme! ¡Necios!, ¿Qué otra cosa pueden
hacer?
Y entonces empezó aquel extraño, aquel incomprensible episodio que fue el principio
del fin.
El olor aromático que saturaba el aire, pareció adquirir una vibración, como si
aumentara por intermitencias, al tiempo que la luz de la sala se empañaba con una niebla
salida de la nada, y se condensaba como en espesos cendales en torno de la hechicera,
velando su cabeza de caballo y su pesada corpulencia. Sólo sus ojos brillaban a través de
aquella niebla espesa.
Luego se desvaneció aquella nube. Ante nosotros apareció una mujer de
extraordinaria belleza, alta, esbelta, de encantadoras facciones. Desnuda, su abundante
cabellera negra, sedeña, fina, la cubría hasta las rodillas, y entre las hebras lucía su carne
de oro pálido. Sólo sus ojos, sus manos, la muñeca que aún tenía agarrada contra sus
senos, redondos, erguidos, virginales, indicaban quién era.
A Ricori se le cayó el arma de la mano. Oí el chasquido que producían las pistolas de
los otros al caer al suelo. Me los imaginaba, rígidos como yo, paralizados por aquella
increíble transformación, indefensos en las manos del poder emanado de aquella mujer
singular, que alargaba su dedo hacia Ricori, diciendo entre risas:
—¿Tú quieres matarme... a mí? ¡Toma tu pistola, Ricori, y pruébalo!
Ricori se agachó lentamente, muy lentamente. No podía verle más que de soslayo,
porque no podía apartar mis ojos de la mujer, y sabía que tampoco a él le era posible
hacerlo, que como atados a los de ella, a medida que se bajaba, sus ojos iban subiendo.
Más que ver, comprendí que sus dedos tocaban la pistola, que trataba de tomarla. Le oí un
gemido. La hechicera se le rió.
—Basta, Ricori ¡no puedes!
El cuerpo de Ricori se enderezó como movido por un resorte, como si una mano
forzuda lo hubiera levantado con violencia, tomado por la barba.
Percibí a mi espalda un susurro, como las pisadas de unos piececitos, como si entre
mis piernas se deslizasen silenciosas bestezuelas.
A los pies de la mujer se colocaron cuatro monigotes... Los cuatro que penetraron en
mi aposento envuelto en luz verdosa... el banquero, la solterona y los acróbatas.
Los cuatro se detuvieron alineados a sus pies, mirándonos con ojos brillantes y
dirigiéndonos las puntas de sus diminutas dagas como espadas. Y de nuevo llenó la sala la
risa de la mujer, al hablar con voz cariñosa:
—No, no, hijos míos. ¡No os necesito!
Se dirigió a mí:
—Sabe usted que este mi cuerpo no es más que ilusión, ¿verdad?. !Hable!
—Si
—Y estos que están a mis pies... y todos mis pequeños... ¿no son más que ilusión?
—Eso no lo sé —contesté.
—Sabe usted demasiado y sabe usted muy poco. Po.r tanto, debe usted morir, doctor
demasiado sabio y demasiado necio. —Y sus grandes ojos me miraron con burlona
lástima, y su hermoso rostro se alumbró de fingida piedad... —Y también Ricori debe
morir, porque sabe demasiado. Y los otros también morirán. Pero no a manos de mis
pequeñitos. No aquí. ¡No! En su casa, mi buen doctor. Volverán allí sin hablar palabra
entre ustedes ni con nadie que se encuentren en el camino. Y cuando estén allí se volverán
unos contra otros... quitándose la vida mutuamente... como lobos... como...
Retrocedió un paso tambaleándose.
Vi o me pareció ver que la muñeca de Walters se movía. Luego, con la rapidez de
una serpiente que hiere, levantó sus atadas manos y clavó la aguja en la garganta de la
hechicera... volvió a levantarlas y una y otra vez apuñaló la dorada garganta de la mujer
en el mismo punto donde la otra muñeca había asestado el golpe contra Braile.
Y como había gemido Braile, así gimió la fabricante de muñecas... espantosamente,
con un estertor de agonía...
Se sacudió la muñeca de encima, arrojándola lejos de sí. La muñeca lanzada en
dirección del fuego, rodó por el suelo y fue a parar a los carbones encendidos.
Se produjo una llamarada de intensa claridad, y una oleada de calor semejante a la
que sentimos cuando McCann tiró la cerilla encendida sobre la muñeca de Peters. E
instantáneamente, a efectos de aquel calor se desvanecieron las muñecas a los pies de la
mujer, después de haberse convertido en otras tantas llamaradas de intenso resplandor,
que prendieron en la misma mujer de pies a cabeza.
Vi desaparecer la hermosa forma de aquella belleza sin igual e hirió mi vista la
misma cara de caballo y el inmenso cuerpo de madame Mandilip, con los ojos apagados
de ciega, y sus largos dedos retorciéndose por la garganta, ahora ensangrentada.
Estuvo luchando así un momento y luego se desplomó sin vida.
En el momento de su caída nos sentimos libres del hechizo.
Ricori se inclinó sobre el confuso armatoste que fue la fabricante de muñecas y le tiró
un escupitajo. Luego gritó delirante:
—¡Arde, bruja, arde!
Me empujó hacia la puerta, señalándome las filas de muñecas que de un modo
inexplicable parecían muertas. ¡Simples monigotes!
El fuego, prendiendo en trapos y cortinas, extendía sus llamas devoradoras hasta
ellas, como un espíritu vengativo y purificador.
Cruzamos corriendo la puerta, el pasadizo, la tienda, seguidos por las llamas que
propagaban por doquier el incendio. Salimos a la calle.
—¡Pronto! —gritó Ricori— ¡Al coche!
De súbito se alumbró la calle con el resplandor del incendio. Hasta nosotros llegó el
ruido de ventanas que se abrían, de voces de alarma, avisando el fuego.
Subimos al coche y nos alejamos a toda marcha de aquel lugar maldito.

CAPÍTULO XVIII
LA CIENCIA OCULTA
“Se han fabricado efigies a imagen mía, dándoles mi forma, que me han quitado el
aliento, me han arrancado los cabellos, han rasgado mis vestiduras, han impedido que mis
pies se movieran en el polvo; con un cocimiento de hierbas me han ungido; me han
arrastrado a la muerte. ¡Oh, Dios del Fuego, aniquílalos!"
Tres semanas habían transcurrido de la muerte de la fabricante de muñecas. Ricori y
yo nos hallábamos sentados a mi mesa y sumidos de pronto en un torvo silencio. Lo rompí
con la curiosa invocación que encabeza este capítulo, último de mi relato, dándome apenas
cuenta de que hablaba en voz alta. Pero Ricori levantó la cabeza con vivo interés.
—¿Ha citado usted a alguien, a quién?
—Una escritura cuneiforme redactada por algún caldeo sobre ladrillos en los días de
Assur-nizir-pal, hace tres mil años —le contesté.
—¡Y en tan pocas palabras está resumida toda nuestra historia!
—Es verdad, Ricori; toda está allí: las muñecas, el ungüento, la tortura, la muerte y la
llama purificadora.
—¡Qué cosa tan rara! —murmuró— Hace tres mil años ya conocían el mal y su
remedio... “Efigies semejantes a mi forma.... que han robado mi aliento... un cocimiento de
hierbas dañinas... me han llevado a la muerte... ¡Oh, Dios del Fuego! ¡Extermínalos!" Si, es
toda nuestra historia, doctor Lowell.
Yo le dije:
Las muñecas o muñecos mortales son más viejos que Ur de los caldeos, están antes
que la historia. Desde que dieron muerte a Braile les he seguido el rastro a través de las
edades. Y éste se pierde en lo más oscuro de los tiempos, Ricori. Se han encontrado
profundamente enterradas en los hogares de Cro-Magnon, hogares que hace veinte siglos
tienen el fuego apagado, y también en más fríos hogares de pueblos mucho más antiguos.
Muñecas de pedernal, muñecas de piedra, muñecas esculpidas en colmillos de mamut, en
huesos del oso de las cavernas, en colmillos del tigre dientes de sable. También entonces
poseían la ciencia oculta, Ricori.
Este hizo un gesto afirmativo.
—Una vez tuve un mozo a quien quería mucho. Era un transilvano. Un día le
pregunté por qué había venido a América, y me contó una historia muy extraña. Me dijo
que en su pueblo había una muchacha cuya madre, según el decía, sabía cosas que ningún
cristiano ha de saber. Y al decir esto tomaba la precaución de santiguarse. La muchacha
era agraciada y deseable, pero él no podía amarla. Al parecer, ella estaba enamorada de él,
o acaso se sentía atraída por su indiferencia. Una tarde, al volver de caza, pasó el mozo por
su cabaña. Ella lo llamó y como él tenía sed bebió del vino que la muchacha le ofreció. Era
buen vino, capaz de alegrar a cualquiera, mas no por eso la amó.
“No obstante, entró con ella en la cabaña, siguió bebiendo vino y, riendo, riendo,
consintió en que ella cortara pelos de su cabeza, se dejó cortar las uñas, le dio gotas de
sangre de su pecho y saliva de su boca. Se despidió de ella riendo y se marchó a su casa. Se
despertó muy de madrugada y sólo pudo recordar que había bebido vino con la
muchacha, pero nada mas.
"Obedeciendo a una voz interior fue a la iglesia, y mientras rezaba de rodillas
recordó algo más, recordó que la muchacha se había quedado con sus cabellos, con sus
uñas, con su saliva y con su sangre. Y sintió una perentoria necesidad de volver a la
cabaña de la muchacha y descubrir que hacía con todo aquello. Le pareció que el santo al
que imploraba le ordenase dar aquel paso.
"Se encaminó, pues, a la cabaña, deslizándose entre el bosque silenciosamente y,
asomándose por una ventanilla, pudo ver lo que pasaba dentro. Sentada junto al hogar,
estaba amasando una pasta para hacer pan. Ya se avergonzaba de espiar con tan malos
pensamientos, cuando vio que mezclaba con la masa las uñas, los cabellos, la saliva y la
sangre que le había quitado, y lo maceraba todo bien. Luego vio que cogía la pasta y la
modelaba, dándole la forma de un hombre en miniatura, le echaba agua sobre la cabeza y
lo bautizaba con su nombre, pronunciando algunas palabras que el no pudo entender.
El pobre mozo se asusto mucho, era valiente y decidido, y esperó a que terminase la
ceremonia. Vio que envolvía el muñeco en su delantal, se dirigía a la puerta y se alejaba de
la cabaña. La siguió, pues como era leñador sabía como andar por el bosque sin hacer
ruido y sin que ella se diera cuenta de que la seguían. Llegó a la carretera. Brillaba el filo
de la luna nueva y la muchacha murmuró una oración, vuelta al astro: de la noche. Luego
cavó un hoyo, donde colocó el muñeco de pasta. Y entonces se ensució en él. Hecho esto
dijo:
“—¡Zarú! (así se llamaba el mozo). ¡Zarú! ¡Zarú! Te amo. Cuando esta imagen se
corrompa, correrás detrás de mí como el perro tras la perra. Eres mío, Zarú, en cuerpo y
alma. Cuando la imagen empiece a corromperse, empezarás a ser mío. Cuando la imagen
se corrompa del todo, serás enteramente mío ¡Para siempre, para siempre, para siempre!
Cubrió la imagen de tierra. El mozo dio un salto y la estranguló.
Hubiera desenterrado la imagen, pero oyó voces, se asustó y emprendió veloz
carrera. Ya no volvió al pueblo y se embarcó para América.
“Me dijo que cuando ya estaba a un día de viaje empezó a sentir que unas manos le
tomaban de los talones como si quisieran arrastrarlo a las vías del tren, al mar, para
devolverlo al pueblo, al lado de la muchacha. Por eso dedujo que no la había matado.
Huía de aquellas manos, debatiéndose con toda energía contra ellas. No se atrevía a
dormir de noche, pues cuando dormía soñaba que estaba en la carretera, con la muchacha
a su lado, y tres veces se despertó, apenas a tiempo para contenerse cuando estaba por
arrojarse al mar.
“Luego, la fuerza de aquellas manos empezó a disminuir. Pero siguió viviendo
atemorizado hasta que recibió noticias del pueblo que confirmaron su suposición: no había
matado a la muchacha. Pero más tarde la mató otro. Esta muchacha poseía lo que usted ha
llamado ciencia oculta. ¡Si! Acaso encontró en ella su perdición, como la bruja que nosotros
conocimos."
Yo le dije:
—Es curioso que usted diga eso, Ricori... es raro que hable usted de que la ciencia
oculta pueda ser la perdición de quienes la poseen... De eso precisamente quería hablarle
luego. Amor, odio y poder —tres pasiones— parece que siempre han sido los tres pies del
trípode en que arde la llama sagrada, los sostenes de la plataforma de la que saltan las
muñecas mortales...
"—¿Sabe usted quién fue el primero a quien se recuerda como creador de muñecas?
¿No? Pues bien, era un dios, Ricori. Se llamaba Khnum. Era un dios antes, mucho antes de
que Jehová, el Dios de los judíos, que también fue un creador de muñecas. Ya recordara
usted que formó a dos a su imagen en el jardín del Edén animándolas, pero
concediéndoles sólo dos derechos inalienables: el derecho a sufrir y el derecho a morir.
Khnum era un dios más misericordioso. No negaba el derecho a morir, pero no quería que
los muñecos sufriesen; deseaba verlos alegres el poco tiempo que les daba de aliento.
Khnum era tan vicio, que gobernó en Egipto en tiempos muy remotos de aquellos en que
se pensó construir las Pirámides y la Esfinge. Tenía un dios hermano que se llamaba Kefer,
con cabeza de escarabajo. Fue Kefer quien difundió un pensamiento, agitado como un
vientecillo por la superficie del Caos. Este pensamiento fertilizó el Caos y de él nació el
Mundo...
"¡Sólo una brisa por encima de la superficie, Ricori! Si ese soplo hubiera roto la piel
del Caos... o hubiera penetrado hasta su corazón... ¡cuán otra sería ahora la humanidad!
Sin embargo, bastó una ligera agitación del pensamiento para obtener esta cosa superficial
que es el hombre. La Obra de Khnum desde entonces consistió en dar forma en las
entrañas de la mujer a los cuerpos de los hijos que allí se esconden. Lo llamaron el Dios
Alfarero. El fue quien por orden de Amon; el más grande de los dioses jóvenes, dio forma
al cuerpo de la gran reina Hatshep-sut. Al menos, así lo escribe el sacerdote de su tiempo.
"Pero mil años antes había un príncipe a quien Osiris e lsis amaban mucho, por su
belleza, su valor y su fuerza. No había en parte alguna de la tierra una mujer que fuese
digna de él, por lo que llamaron a Khnum, el Dios Alfarero, para que hiciese una. Trabajó
con sus dedos largos como los de... madame Mandilip... cada dedo con vida propia como
los de ella. Modeló la arcilla en forma de mujer tan sumamente bella, que hasta la diosa
Isis sintió un poco de envidia. Estos dioses del viejo Egipto eran rigurosamente prácticos,
por eso infundieron un sueño en el príncipe, colocaron a su lado a la mujer y
compararon... la palabra usada en el viejo papiro es acoplaron. Pero ¡ay! ¡Ella no
armonizaba! Era demasiado pequeña. Khnim hizo otra muñeca. Pero esta era demasiado
grande. Y seis fueron modeladas y destruidas, antes de conseguir la apetecida armonía,
dejar a los dioses satisfechos y dar al dichoso príncipe una mujer perfecta, que había sido
una muñeca.
“Siglos después, en tiempo de Ramsés III, hubo un hombre que investigó y encontró
el secreto de Khnum, el Dios Alfarero. Se había pasado toda la vida buscando y era ya
viejo, andaba encorvado y temblaba; pero aún se mantenía en él fuerte el deseo por las
mujeres, y lo único que sabia hacer del secreto de Khmum era satisfacer este deseo. Pero le
hacia falta un modelo. ¿Que mujeres eran las más hermosas Para usarlas como modelos?
Las mujeres del Faraón, por supuesto. De modo que este hombre fabricó ciertas muñecas a
imagen y semejanza de las que acompañaban al Faraón. También hizo un muñeco
parecido al Faraón mismo, y se incorporó a él, animándolo. Sus muñecas, entonces, lo
condujeron al harén del rey, por entre los guardias, que creyeron como las propias mujeres
del Faraón que era el verdadero rey. Y lo trataron de acuerdo con esa creencia.
"Pero cuando se despedía, entró el verdadero Faraón. ¡Debió ser aquella una
situación sorprendente, Ricori! Una verdadera duplicidad del Faraón, milagrosamente
producida! Pero Khnum, viendo lo que pasaba, bajó del cielo y tocando a las muñecas las
dejó sin vida. Todas cayeron al suelo, y se vio que no eran más que muñecas.
“Donde hasta aquel momento habían visto a uno de los Faraones, no se vio ya más
que un muñeco, y a su lado un viejo arrugado que temblaba.
“Puede usted ver esta historia contada con toda clase de pormenores en un papiro de
la época en que se reseña el proceso que se siguió, y que ahora se conserva, según creo, en
el museo de Turín, y un catálogo de las torturas a que se sometió al mago antes de ser
quemado. No hay duda de que las acusaciones fueron auténticas, lo mismo que el proceso,
pues el papiro lo es, Pero, ¿qué había detrás de todo aquello? Algo sucedió pero ¿qué fue,
en definitiva? ¿Será una historia de las supersticiones de aquellos tiempos, o se trata de un
producto de la ciencia oculta?" .
—Usted mismo ha tocado las consecuencias de la ciencia oculta —contestó Ricori—
¿Y aún no está convencido de su realidad?
Sin contestar a esta pregunta, continué:
—El cordel de nudos... la Escala de la Bruja... es también muy antiguo. El documento
más antiguo de la legislación francesa, la Ley Sálica, que se escribió hace mil quinientos
años, señalaba las más severas penas contra aquellos que hiciesen lo que se llamaba el
Nudo de la Bruja...
—La ghirlanda della strega —dijo él— Sí, ya se conoce en mi tierra esa maldita
guirnalda, aunque le disguste saberlo.
Viendo su palidez y el temblor de sus manos, me apresuré a observar:
—¿Pero no comprende usted, Ricori, que todo lo que le digo no son más que
leyendas? ¿Mero folklore? ¿Sin prueba alguna ni base científica?
Empujó la silla con violencia, y se levantó para mirarme incrédulo y decirme con voz
firme:
—¿Aún sostiene que los fenómenos diabólicos de que hemos sido testigos pueden
explicarse en los términos científicos de la ciencia que usted posee?
Me agité desasosegadamente:
—Yo no digo esto, Ricori. Digo que madame Mandilip era tan extraordinaria
hipnotizadora como criminal, y una verdadera maestra en el arte de la ilusión...
Me interrumpió agarrando con fuerza el borde de la mesa:
—¿Usted cree que sus muñecas eran ilusiones?
Desvié la contestación:
—Ya vio usted lo real que era la ilusión de su hermoso cuerpo, y no obstante vimos
cómo se desvanecía en la verdadera realidad de las llamas, después de habernos parecido
tan verdadero como las muñecas, Ricori.
—La herida en mi corazón... la muñeca que mató a Gilmore... la que degolló a
Braile... la bendita muñeca que apuñaló a la bruja. ¿A eso llama usted ilusiones?
—Es posible —contesté obstinándome en mi incredulidad— que, obedeciendo a una
sugestión posthipnótica de aquella mujer, usted mismo se clavase la aguja; es posible que
por la misma causa, la hermana de Peters matase a su marido. La lámpara pudo haber
matado a Braile mientras yo estaba bajo la influencia hipnótica. Y en cuanto a la muerte de
la misma mujer a manos de la muñeca Walters... también es posible que el cerebro
anormal de madame Mandilip fuese a veces víctima de las mismas ilusiones que infundia
en el cerebro de otros. Concedo que esa mujer era un genio del mal, dominada por el
deseo enfermo de rodearse de las efigies de aquellas personas a quienes mataba con el
ungüento. Margarita de Valois, reina de Navarra, viajaba siempre con una docena o más
de corazones embalsamados, de otros tantos amantes que habían muerto por ella. No los
había matado ella, pero sabía que fue la causa de su muerte como si los hubiese
estrangulado con sus propias manos. El principio psicológico que explica la colección de
corazones de la reina Margarita y la colección de muñecas de madame Mandilip es uno y
el mismo.
Ricori permanecía en pie y con la misma fuerza de convicción, repitió:
—Le pregunto si llama una ilusión a los actos homicidas de la bruja.
—No está bien que me mire usted así, Ricori, porque me molesta, y ya le he
contestado. Le repito que a veces podía ser ella la víctima de las mismas ilusiones que
infundía en la mente de los otros. A veces, ella misma podía creer que las muñecas vivían,
y así se comprende el odio que experimentaba contra la muñeca Walters. Bajo la
indignación de nuestro ataque, esta creencia produjo en ella una reacción. Esta idea, se me
ha ocurrido hace poco, cuando le he dicho cómo me sorprendía oírle hablar de la ciencia
oculta revolviéndose contra quienes la poseían. Esa mujer atormentaba a la muñeca y
esperaba que ésta se vengaría a la primera oportunidad. Tan firme era su creencia o temor,
que al presentarse un momento favorable, lo convirtió en acto de un modo dramático. La
fabricante de muñecas, como Usted, pudo clavarse la aguja en su mismo cuello.
—¡Necio!
Esta palabra salió de la boca de Ricori, pero dicha con voz y acento tan idénticos a
como la pronunció madame Mandilip en su habitación de caza y por la boca de la difunta
Laschna, que me eché atrás, estremecido.
Ricori se inclinaba sobre la mesa, mirando con sus ojos negros, apagados
inexpresivos. Le grité con voz chillona, delirante de pánico:
—¡Ricori!... ¡Despierte!
La espantosa impresión de aquellos ojos apagados se desvaneció. Me miró con una
mirada penetrante, y dijo con su propia voz:
—Estoy despierto. ¡Estoy tan despierto que no quiero escucharle más! Ahora, oiga lo
que tengo que decirle, doctor Lowell. ¡Al diablo su ciencia! Le digo a usted que tras la
cortina que limita su vista, hay fuerzas y energías que nos son adversas, pero que Dios en
su inescrutable sabiduría permite que existan. Le digo a usted que esas fuerzas pueden
atravesar ese velo material y manifestarse en seres como la fabricante de muñecas. ¡Así es!
¡Brujas y hechiceras que van del brazo con la maldad! ¡Así es! Y existen poderes que nos
son favorables y que se manifiestan en seres elegidos.
“Le digo a usted que madame Mandilip era una maldita bruja! ¡Un instrumento de
los poderes diabólicos! ¡Concubina de Satanás! Ardió como ha de arder una bruja . ¡Arderá
en el infierno eternamente! Le digo a usted que la muñeca enfermera era un instrumento
de los poderes celestiales.
Y hoy es feliz en el paraíso, y lo será eternamente Calló, estaba temblando de fervor.
Me tomó un brazo:
—Dígame, doctor Lowell dígame tan sinceramente como si estuviese ante el trono de
Dios, creyendo en Él como yo creo: ¿Le satisfacen realmente sus explicaciones científicas?
Contesté con toda serenidad:
—No, Ricori.
Y no dije más que la verdad.

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