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lunes, 1 de noviembre de 2010

Carmilla --- Joseph Sheridan Le Fanu




CARMILLA
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Joseph Sheridan Le Fanu
**
(Irlanda, 1814-1873)
--

Vivíamos en Estiria, en un castillo. No es que nuestra fortuna fuera
principesca, pero en aquel rincón del mundo era suficiente una pequeña
renta anual para poder llevar una vida de gran señor. En cambio, en
nuestro país y con nuestros recursos sólo habríamos podido llevar una
existencia acomodada. Mi padre es inglés y yo, naturalmente, tengo un
apellido inglés, pero nunca he visto Inglaterra.
Mi padre servía en el ejército austríaco. Cuando alcanzó la edad del
retiro, con su reducido patrimonio pudo adquirir aquella pequeña
residencia feudal, rodeada de varias hectáreas de tierra.
No creo que exista nada más pintoresco y solitario. El castillo está
situado sobre una suave colina y domina un extenso bosque. Una
carretera angosta y abandonada pasa por delante de nuestro puente
levadizo, que nunca he visto levantar: en su foso nadan los cisnes entre
las blancas corolas de los nenúfares.
Dominado este conjunto se levanta la amplia fachada del castillo
con sus numerosas ventanas, sus torres y su capilla gótica. Delante del
castillo se extiende el pintoresco bosque; a la derecha, la carretera
discurre a lo largo de un puente gótico tendido sobre un torrente que
serpentea a través del bosque.
He dicho que es un lugar muy solitario. Juzgad vosotros mismos si
digo la vedad. Mirando desde la puerta de entrada hacia la carretera, el
bosque que rodea nuestro castillo se extiende quince millas a la derecha
y doce a la izquierda. El pueblo habitado más próximo está en esa
última dirección, a una distancia aproximada de siete millas.
El castillo más cercano y de cierta notoriedad histórica es del
general Spieldorf, a unas veinte millas a la derecha.
He dicho “el pueblo habitado más próximo”, porque al oeste, sólo a
tres millas, en dirección al castillo del general Spieldorf, hay un
pueblecito en ruinas con su iglesia gótica también en ruinas; allí están
las tumbas, casi ocultas entre piedras y follaje, de la orgullosa familia
Karstein, extinguida hace tiempo. La familia Karstein poseía antaño el
desolado castillo, que desde la espesura del bosque domina las
silenciosas ruinas del pueblo.
Hay una leyenda que explica por qué fue abandonado por sus
habitantes este extraño y melancólico paraje. Pero ya hablaré de ella
más adelante.
El número de habitantes de nuestro castillo era muy exiguo.
Excluyendo a los criados y a los habitantes de los edificios anexos,
estábamos solamente mi padre, el hombre más simpático del mundo
pero de edad bastante avanzada, y yo, que en la época en que
ocurrieron los hechos que voy a narrar tenía solamente diecinueve años.
Mi padre y yo constituíamos toda la familia. Mi madre, de una
familia noble de Estiria, murió cuando yo era aún una niña. Sin
embargo, tuve una inmejorable ama, la señora Perrodon, de Berna. Era
ka tercera persona en nuestra modesta mesa. La cuarta era la señorita
Lafontaine, una dama en toda la extensión de la palabra, que ejercía las
funciones de institutriz, para completar mi educación.
Algunas muchachas amigas mías venían de vez en cuando al
castillo y, algunas veces, yo les devolvía la visita. Éstas eran nuestras
habituales relaciones sociales. Naturalmente, también recibíamos visitas
imprevistas de “vecinos”. Por vecinos se entienden a las personas que
habitaban dentro de un radio de cuatro o cinco leguas.
Puedo aseguraros que, en general era una vida muy aislada.
El primer acontecimiento que me produjo una terrible impresión y
que aún ahora sigue grabado en mi mente, es al propio tiempo uno de
los primeros sucesos de mi vida que puedo recordar.
La nursery, como la llamábamos, aunque era sólo para mí, estaba
en una habitación grandiosa del último piso del castillo, y tenía el techo
inclinado, con molduras de madera de castaño. Tendría yo unos seis
años cuando una noche, despertándome de improviso, miré a mi
alrededor y no vi a la camarera de servicio. Creí que estaba sola. No es
que tuviera miedo... Pues era una de aquellas afortunadas niñas a
quienes se ha evitado expresamente las historias de fantasmas y los
cuentos de hadas, que vuelven a los niños temerosos ante una puerta
que chirría o ante la sombra danzante que produce sobre la pared
cercana la luz incierta de una vela que se extingue. Si me eché a llorar
fue seguramente porque me sentí abandonada; pero, con gran sorpresa,
vi al lado de mi cama un rostro bellísimo que me contemplaba con aire
grave. Era una joven que estaba arrodillada y tenía sus manos bajo mi
manta. La observé con una especie de placentero estupor, y cesé en mi
lloriqueo. La joven me acarició, se echó en la cama a mi lado y me
abrazó, sonriendo. De repente, me sentí calmada y contenta, y me
dormí de nuevo.
De súbito, me desperté con la escalofriante sensación de que dos
agujas me atravesaban el pecho profunda y simultáneamente. Proferí un
grito. La joven dio un salto hacia atrás, cayendo al suelo, y me pareció
que se escondía debajo de la cama.
Por primera vez, sentí miedo y me puse a gritar con todas mis
fuerzas. La niñera, la camarera y el ama de llaves acudieron
precipitadamente, pero cuando les conté lo que me había ocurrido
estallaron en risas, a la vez que trataban de tranquilizarme. Aunque yo
era una niña, recuerdo sus rostros pálidos y su angustia mal disimulada.
Las vi buscar debajo de la cama, por todos los rincones de la habitación,
en el armario y oí a mi ama susurrar a la niñera:
-¡Mira! Alguien se ha echado en la cama, junto a la niña aún está
caliente.
Recuerdo que la camarera me acarició y que las tres mujeres
examinaron mi pecho, en el punto donde yo les dije que había sentido la
punzada. Me aseguraron que no se veía ninguna señal.
El día siguiente lo pasé en un continuo estado de terror: no podía
quedarme sola un instante, ni siquiera a plena luz del día.
Recuerdo a mi padre junto a mi cama, hablándome en tono festivo,
así como preguntando a la niñera y riéndose de sus respuestas. Luego
hacía muecas, me abrazaba y me aseguraba que todo había sido un
sueño sin importancia.
Pero yo no estaba tranquila, porque sabía que la visita de aquella
extraña criatura no había sido un sueño.
He olvidado todos mis recuerdos anteriores a este acontecimiento,
y muchos de los posteriores, pero la escena que acabo de describir
aparece vívida en mi mente como los cuadros de una fantasmagoría
surgiendo de la oscuridad.
Una tarde de verano, particularmente apacible, mi padre me pidió
que le acompañara a dar un paseo por el maravilloso bosque que se
extiende ante el castillo.
-El general Sipeldorf no vendrá a visitarnos, como esperábamos –
me dijo, durante el paseo.
Nuestro vecino debía pasar varias semanas en el castillo. Con él
debía venir también su joven sobrina y pupila, la señorita Reinfelt. Yo no
conocía a la señorita Reinfelt, pero me la habían descrito como una
joven encantadora. Quedé muy desilusionada ante la noticia que
acababa de darme mi padre; mucho más de lo que pueda imaginar
alguien que viva habitualmente en la ciudad. Aquella visita, y la nueva
amistad que seguramente había de surgir de ella, había sido objeto
diario de mis pensamientos durante muchas semanas.
-¿Cuándo vendrán? –pregunté.
-El próximo otoño. Dentro de un par de meses –respondió mi
padre, y añadió: -Me alegro, querida, de que no hayas conocido a la
señorita Reinfelt.
-¿Por qué? –inquirí, molesta y curiosa al mismo tiempo.
-Por que la pobre muchacha ha muerto.
Quedé sumamente impresionada. El general Spieldorf decía en su
última carta, seis o siete semanas antes, que se sobrina no se
encontraba muy bien, pero nada hacía pensar en la posibilidad, ni
siquiera remota, de un grave peligro.
-Aquí tienes la carta del general –continuó mi padre,
entregándomela -. Me parece que está muy trastornado.
Indudablemente, cuando escribió la carta se hallaba muy excitado.
Nos sentamos en un banco de piedra, junto al sendero de los tilos.
El sol desaparecía con todo su melancólico esplendor detrás del
horizonte selvático, y el torrente que discurría junto a nuestra mansión
reflejaba el colorido escarlata del cielo, cada vez más pálido.
La carta del general Spieldorf era tan insólita y apasionada, que la
releí detenidamente para comprender su sentido. Quizás el dolor había
trastornado su mente.
Decía así:
“He perdido a mi querida sobrina: la quería como a una hija. La he
perdido y solamente ahora lo sé todo. Ha muerto en la paz de la
inocencia y en la fe de un futuro bendito. El monstruo que ha
traicionado nuestra ciega hospitalidad ha sido el culpable de todo. Creí
recibir en mi casa a la inocencia, a la alegría, a una compañía querida
para mi Berta. ¡Dios mío! ¡Qué loco he sido! Consagraré los días que me
quedan de vida a la caza y destrucción del monstruo. Sólo me guía una
débil luz. Maldigo mi ceguera y mi obstinación... todo... Es demasiado
tarde. En estos momentos no puedo escribir ni hablar con serenidad;
estoy demasiado trastornado. En cuanto esté mejor me dedicaré a la
búsqueda e iré posiblemente hasta Viena. Dentro de un par de meses,
hacia el otoño, iré a visitaros, si es que aún estoy vivo. Al propio tiempo
os contaré lo que ahora no tengo fuerzas para escribir. Adiós. Rogad por
mí, queridos amigos”.
Aquí terminaba la carta. Si bien yo no había conocido a Berta
Reinfelt, mis ojos se llenaron de lágrimas. La noticia de su muerte me
impresionó muchísimo.
Devolví a mi padre la carta del general. El sol se hundía cada vez
más en el ocaso y la tarde era dulce y clara. Paseando bajo la tibia luz
del atardecer, nos entretuvimos haciendo cábalas sobre le posible
sentido de las incoherentes y violentas afirmaciones de aquella carta. En
el puente levadizo encontramos a la señorita Lafontaine y a la señora
Perrodón, que habían salido a admirar el magnífico claro de luna.
Frente a nosotros se extendía el prado por el cual nos habíamos
paseado. A la izquierda, el camino discurría bajo unos vulnerables
árboles y desaparecía en la espesura del bosque. A la derecha, la
carretera pasaba sobre un puente severo y pintoresco a la vez, junto al
cual se erguía una torre en ruinas. En el fondo del prado, una ligera
neblina delimitaba el horizonte con un velo transparente, y de cuando
en cuando se veían brillar las aguas del torrente a la luz de la luna.
Lo mismo a mi padre que a mí, nos seducía lo pintoresco y nos
quedábamos contemplando en silencio la espléndida llanura que se
extendía ante nosotros. Las dos buenas señoras, a pocos pasos,
discutían acerca del paisaje y hablaban de la luna.
La señora Perrodon era más bien gruesa y veía todas las cosas
desde un punto de vista romántico. La señorita Lafontaine pretendía ser
psicóloga y algo mística. Aquella tarde afirmó que la intensa luminosidad
de la luna estaba en relación directa con una especial actividad
espiritual. Los efectos de una luna llena como aquélla podían ser
múltiples. Influía en los sueños, en la locura, en la gente nerviosa y
hasta en los hechos materiales.
-Esta noche –dijo-, la luna está llena de influjos magnéticos. Mirad
cómo brillan las ventanas con un resplandor plateado, como si unas
manos invisibles hubieran iluminado las estancias para recibir
huéspedes espectrales.
En aquel momento, el insólito rumor de las ruedas de un carruaje y
del galope de muchos caballos sobre la carretera atrajo nuestra
atención. Parecía aproximarse descendiendo de la colina que dominaba
el viejo puente, muy pronto, un pequeño tropel desembocó por aquel
punto. Primero cruzaron el puente dos caballeros, luego apareció un
carruaje tirado por cuatro corceles, y finalmente otros dos caballeros
que cerraban el cortejo.
Parecía el coche de una persona de rango. Nuestra atención quedó
prendida en aquel espectáculo inusitado, que no tardó en hacerse aún
más interesante, porque, cuando apenas habían pasado la curva del
puente, uno de los caballos del tiro de desbocó y, contagiando su pánico
a los otros, arrancó a todo el tiro con un galope desenfrenado,
irrumpiendo entre los caballeros que precedían al carruaje, y avanzando
a nosotros con la violencia y la furia de un huracán.
En aquel momento culminante, la escena adquirió caracteres de
tragedia, debido a unos gritos femeninos procedentes del interior del
vehículo.
Mi padre permaneció en silencio, mientras nosotras lanzábamos
exclamaciones de terror. El final no se hizo esperar. El punto de enlace
de la carretera con el puente levadizo estaba delimitado a un lado por
un soberbio tilo, y al otro por una cruz de piedra. Los caballos que
marchaban a una velocidad vertiginosa, se desviaron asustados al ver la
cruz, arrastrando las ruedas contra las raíces salientes del árbol.
Asustada por lo que podía ocurrir, me tapé el rostro con las manos, no
resistiendo la idea de ver cómo la carroza se salía del camino. En aquél
mismo instante oí el grito de mis compañeras, que estaban un poco más
adelantadas que yo. Abrí los ojos, impulsada por la curiosidad, y
contemplé una escena sumamente confusa. Dos caballos yacían en el
suelo. El carruaje estaba volcado, apoyado sobre uno de sus lados, con
dos ruedas al aire. Los hombres se afanaban arreglando el vehículo, de
cuyo interior había salido una señora de aspecto autoritario, que retorcía
nerviosamente entre sus manos un pañuelo. Ayudamos a salir del
carruaje a una joven, al parecer desmayada. Mi padre se había acercado
a la señora de más edad, sombrero en mano, ofreciéndole ayuda y
cobijo en el castillo. La señora no parecía oír nada, y sólo tenía ojos para
la frágil muchachita que había sido reclinada en el respaldo de un banco.
Me acerqué. La joven había perdido el conocimiento, pero sin duda
estaba con vida. Mi padre, que se preciaba de tener algunos
conocimientos médicos, le tomó el pulso y aseguró a la señora, que se
había presentado a sí misma como madre de la joven, que la pulsación,
si bien débil e irregular, era perceptible. La señora juntó sus manos y
alzó los ojos al cielo, al parecer en un momentáneo transporte de
gratitud; luego, repentinamente, se desahogó haciendo gestos teatrales,
que, sin embargo, son espontáneos en cierto tipo de personas. Era una
mujer de buen ver, que en su juventud debió haber sido seductora.
Delgada, aunque no flaca, iba vestida de terciopelo negro. Su pálida
fisonomía conservaba una expresión orgullosa y autoritaria, a pesar de
la agitación del momento.
-¡Qué desgracia la mía! –exclamó, retorciéndose las manos-. Estoy
efectuando un viaje que es cuestión de vida o muerte. Un hora de
retraso puede tener consecuencias irreparables. No es posible que mi
hija pueda reestablecerse del golpe recibido y continuar un viaje cuya
duración no es posible prever. Deberé dejarla forzosamente en el
trayecto. No quiero correr el riesgo de llegar con retraso. ¿A qué
distancia se encuentra el pueblo más próximo? Es necesario que la lleve
hasta allí, para recogerla a mi regreso. ¡Y pensar que tendré que pasar
por lo menos tres meses sin ver a mi querida hija, sin tener noticias
suyas!
Tiré a mi padre de la chaqueta y le susurré al oído.
-Padre, dile que la deje con nosotros... Me gustarías mucho. Hazlo
por mí.
-Si la señora quiere confiar a su hija a los cuidados de la mí y de
nuestra ama, la señora Perrodon, si permite que su hija se quede con
nosotros, bajo mi responsabilidad, hasta su regreso, lo consideraremos
como un gran honor y tendemos para ella los cuidados y la devoción
que el deber de la hospitalidad imponen –dijo mi padre
solemnemente.
-No puedo aceptarlo –respondió la desconocida con mucha
circunspección-; sería abusar demasiado de su amabilidad.
-Al contrario nos haría un gran favor. Precisamente vendría a llenar
un inesperado vacío. Hoy mismo, mi hija ha sufrido una gran desilusión,
debido a la noticia de que se ha frustrado una visita que esperábamos.
Si confía su hija a nuestros cuidados, será su mejor consuelo.
En el aspecto y actitudes de aquella señora había algo tan especial
e imponente, y en cierto sentido fascinante, que, aún prescindiendo del
séquito que la acompañaba, daba la impresión de ser una persona de
rango.
Entretanto, el carruaje y los caballos, ya calmados, estaban de
nuevo enganchados.
La señora dirigió a su hija una mirada que a mí no me pareció
afectuosa, como era de esperar después de la terrible escena, y
seguidamente llamó a mi padre con un gesto y se apartaron unos pasos
de nosotros. Mientras hablaba, la señora mantuvo un expresión fría y
grave, muy poco acorde con su anterior conducta.
Conversaron unos minutos; luego, la señora regresó y dio unos
pasos hacia su hija, que yacía entre los brazos de la señora Perrodon.
Se arrodilló a su lado y le susurró algo al oído. La besó
apresuradamente y luego entró precipitada-mente en el carruaje,
cerrando la portezuela, mientras los portillones trepaban al pescante y
los batidores espoleaban sus caballos. Los postillones hicieron restallar
sus látigos y los caballos se lanzaron al galope; el carruaje desapareció
entre una nube de polvo, seguido de los dos caballeros que cerraban el
cortejo.
Seguimos con la mirada su carrera hasta que desapareció
definitivamente entre la niebla y dejó de oírse el chirrido de sus ruedas
y fragor de los cascos de los caballos lanzados al galope.
Para demostrar que no habíamos sido víctimas de una
alucinación quedaba entre nosotros la muchacha, que precisamente en
aquel momento estaba recobrando el sentido. No pude verla, porque
tenía el rostro vuelto hacia la parte opuesta al lugar donde yo me
encontraba, pero oí su voz, muy dulce, que preguntaba en tono
suplicante:
-¿Dónde está mi madre? ¿Dónde estoy? No veo el carruaje...
La señora Perrodon contestó a sus preguntas lo mejor que pudo, y
paulatinamente, la joven fue recordando lo que había sucedido. Al
enterarse de que nadie había sufrido el menor daño, quedó muy
aliviada. Pero cuando le dijimos que la madre la había dejado a nuestro
cuidado y que tardaría unos tres meses en venir a buscarla, se echó a
llorar. Iba a acercarme a ella para ayudar a la señora Perrodon en sus
esfuerzos para consolarla, pero la señorita Lafontaine me detuvo,
diciendo:
-No se acerque a ella, señorita. En el estado en que se encuentra,
no podría soportar más de una persona a la vez.
Pensé que podría visitarla en cuanto la hubieran acomodado en su
habitación. Entretanto, mi padre había enviado en busca del médico que
vivía a unas dos leguas de distancia, y ordenó preparar una habitación
para alojar a la muchacha.
La desconocida se puso en pie y, apoyándose en el brazo de la
señora Perrodon, cruzó lentamente el puente levadizo y entró en
nuestro jardín. La camarera la acompañó inmediatamente a la
habitación que le había sido destinada.
—¿Le agrada nuestra invitada? —pregunté a la señora Perrodon—.
Dígame qué .impresión le ha causado.
—Me agrada mucho —contestó—. Creo que es .la muchacha más
bonita que he visto en toda mi vida. Tiene aproximadamente la edad de
usted y es verdaderamente encantadora.
—¿No se han dado cuenta de que en el carruaje había otra
persona? —intervino la señorita Lafontaine—. Una mujer que ni siquiera
ha asomado la cabeza.
No, no la habíamos visto. La señorita Lafontaine nos describió a un
extraño personaje, vestido de negro, con un turbante rojo en la cabeza,
que miraba continuamente por la ventanilla, haciendo gestos y muecas
de desprecio en dirección a las dos mujeres. Tenía unos ojos saltones y
sus dientes salientes parecían los de una arpía.
-¿Han notado ustedes el desagradable aspecto que tenían los
sirvientes? –preguntó a su vez la señora Perrodon.
-Sí —convino mi padre—, parecían mastines. Nunca había visto
tipos como ésos. Espero que cuando crucen el bosque no desvalijen a la
señora. Pero, deben ser unos bribones muy hábiles. Lo han arreglado
todo en un momento.
—Quizás estaban cansados del largo viaje —dijo la señora Perrodon
— Además de su aspecto poco recomendable, tenían la cara demacrada
y parecían estar furiosos. Debo confesar que han despertado mi
curiosidad, pero confío en que la muchacha nos lo explicará todo
mañana, cuando se encuentre mejor»
—No creo que lo haga —dijo mi padre con una sonrisa ambigua,
como si supiera más de lo que decía.
Esto excitó mi curiosidad por saber lo que la señora vestida de
negro le había dicho a mi padre en el curso de la breve conversación
que sostuvieron. Apenas me quedé a solas con él intenté sonsacarle. Mi
padre no se hizo rogar.
—No hay ningún motivo para que te lo oculte. La señora me dijo
que temía dejarnos a su hija, porque se trata de una muchacha de salud
delicada y tiene los nervios alterados, aunque no padece ataques ni
alucinaciones.
—¿No te parece algo raro que te dijera esto? No tema ninguna
necesidad de aclarar ese extremo...
—De todos modos, eso era lo que me dijo —me .interrumpió mi
padre—. Me explicó que está efectuando un largo viaje, de vital
importancia para ella. Está obligada a viajar con la mayor rapidez y
discreción posibles. Dentro de tres meses vendrá a recoger a su hija.
Entretanto, no debe decir nada acerca de su personalidad y del lugar
adonde se dirige Al pronunciar la palabra «discreción», la ha subrayado
con una pausa, mirándome a los ojos con cierta dureza.
- Creo que es importante. ¿Has visto lo de prisa que se ha
marchado? Espero no haber cometido una tontería al hacerme cargo de
esa muchacha.
Aunque el médico no llegó hasta la una de la madrugada, no pude
irme a la cama. Cuando el doctor regresó al salón, su .informe fue muy
optimista. La paciente se había levantado y su pulsación era regular. No
tenía ninguna herida y el trauma nervioso no había dejado huella. Nada
se oponía a que yo la visitara, si ella lo consentía. En consecuencia, le
envié recado por medio de la camarera, preguntándole si podía hacerle
una breve visita.
La camarera regresó inmediatamente, diciendo que la joven se
alegraría mucho con mi visita. No perdí un solo instante.
Habíamos alojado a nuestra invitada en una de las habitaciones
más hermosas del castillo. La joven estaba recostada, a la luz de los
candelabros, en la cabecera de la cama. Su graciosa figura aparecía
envuelta en una bata de seda recamada de flores y orlada con una cinta
de raso que su madre le había echado a los pies, cuando aún estaba en
el suelo.
Pero, apenas me acerqué a la cama para saludarla, algo me hizo
enmudecer y retroceder unos pasos.
Trataré de explicarme. El rostro que tenía ante mí era el mismo que
se me había aparecido durante aquella terrible noche de mi infancia, el
rostro que tanto me había impresionado y sobre cuya aparición había
reflexionado durante años, horrorizándome en secreto. Era un rostro
encantador, y su expresión conservaba la melancólica dulzura que tenía
cuando lo vi por primera vez. De repente, se iluminó con una sonrisa,
como si también la joven acabara de reconocer a una vieja amiga.
Se produjo un silencio que duró unos instantes. Final-mente, la
joven habló: yo no podía hacerlo.
—¡Qué raro! —exclamó—. Hace unos años vi tu rostro en sueños, y
desde entonces me ha obsesionado de tal modo, que no he podido
olvidarlo.
—Sí que es curioso —dije, tratando de sobreponerme al horror que
me había impedido pronunciar una palabra hasta aquel momento—.
También yo te vi hace unos años —doce, exactamente—, no sé si en un
sueño o en la realidad. Y tampoco he podido olvidar tu rostro desde
entonces.
Su sonrisa se hizo más dulce y desapareció el aire de curiosidad
que había notado en los primeros momentos en la joven. Me sentí más
confiada, y cumplí con mis deberes de anfitriona, dándole la bienvenida
a nuestro hogar y expresándole la satisfacción que a todos los de la
casa, y especialmente a mí, nos había producido su imprevista llegada.
Mientras hablaba, le cogí la mano. Yo era algo tímida, hecho muy
comprensible si se tiene en cuenta la soledad en que vivía, pero aquella
situación especial me hizo elocuente, casi audaz. La joven apretó
súbitamente mi mano y la estrechó entre las suyas, mirándome con sus
ojos brillantes. Sonrojándose, sonrió de nuevo y contestó a mi saludo.
Aunque yo no me había recobrado del todo de mi primera impresión, me
senté a su lado y la joven me dijo:
—Ante todo, es necesario que te cuente cómo y dónde te vi por
primera vez. Es realmente extraordinario que nos hayamos soñado
mutuamente tal como somos ahora, a pesar de que el sueño tuvo lugar
cuando éramos unas niñas. Yo no tenía más de seis años. Desperté de
repente de un sueño agitado y me pareció encontrarme en una
habitación muy distinta a mi nursery, una estancia cuyas paredes
estaban revestidas de madera de color oscuro y que aparecía llena de
camas, sillas y otros muebles. Recuerdo que las camas estaban vacías y
que en la habitación no había nadie más que yo. Contemplé la
habitación con gran curiosidad, admirando, entre otras cosas, un gran
candelabro de hierro de dos brazos que reconocería entre mil si volviera
a verlo. Luego me subía a una de las camas para llegar hasta la
ventana, pero en aquel mismo instante oí un llanto procedente de una
de las camas. Entonces fue cuando te vi. Eras tal como ahora te veo,
una muchacha bellísima, de cabellos dorados y enormes ojos azules.
También tus labios eran los mismos. Tu modo de mirar me conquistó
inmediatamente. Salté a la cama y te abracé; creo que nos quedamos
dormidas durante un rato. Me despertó un grito: te habías despertado y
estabas chillando. Me asusté y caí al suelo, donde perdí el conocimiento.
Cuando recobré el sentido me hallaba de nuevo en mi casa, en mi
habitación. Nunca he podido olvidar tu rostro. No es posible que todo
aquello fuese un simple sueño. Realmente, la muchacha que vi eres tú.
Le conté entonces mi visión, que suscitó en mi nueva amiga una
admiración que no me pareció simulada.
—No sé cuál de las dos se asustó más —dijo, sonriendo— Si no
hubieras sido tan encantadora, creo que me habría asustado más... ¿No
te parece que lo mejor será pensar que nos conocimos hace doce años y
que, por tanto somos viejas amigas? Yo, por lo menos, creo que desde
nuestra infancia estábamos predestinadas a serlo. Y por mi parte nunca
he tenido una verdadera amiga. ¿La encontraré ahora?
Suspiró y me miró apasionadamente con sus hermosos ojos
negros. En realidad, aquella joven me atraía de un modo inexplicable,
pero al propio tiempo me .inspiraba una indefinible repulsión. Sin
embargo, pese a lo contradictorio de mis sentimientos, lo que
predominaba era la atracción. Aquella joven desconocida —hasta cierto
punto— me interesaba y me conquistaba. ¡Era tan hermosa y
fascinante! Recuerdo que noté en ella cierto cansancio y me apresure a
desearle las buenas noches. Añadí:
—Será mejor que esta noche duerma una camarera contigo.
Fuera, en el pasillo, me aguarda una sirvienta. Es muy seria y no te
molestará. .
—Eres muy amable —respondió la joven—, pero si hay otra
persona en mi habitación no puedo dormir. No necesito ayuda y quiero
confesarte una pequeña debilidad mía: tengo horror a los ladrones. En
cierta ocasión, mi casa fue desvalijada y asesinaron a dos camareras.
Desde entonces tengo la costumbre de cerrar la puerta con llave.
Tendrás que disculparme, pero no puedo evitarlo.
Durante un rato me retuvo entre sus brazos; luego me susurró
al oído:
—Buenas noches, querida. Me desagrada separarme de ti, pero
es hora de descansar. Hasta mañana. No pasaremos mucho rato
separadas.
Se dejó caer sobre la almohada, suspirando, mientras sus
hermosos ojos me contemplaban con expresión amorosa y melancólica.
Suspiró de nuevo.
—Buenas noches, amiga mía.
Los jóvenes se enamoran y encariñan al primer impulso. Me
lisonjeaba el evidente afecto que me demostraba aquella joven, aunque
me parecía que yo no había hecho nada para merecerlo. Me encantó la
confianza que me había demostrado desde el primer momento. Parecía
indudable que estábamos predestinadas a ser amigas íntimas.
Llegó el día siguiente, y volvimos a vernos. Su compañía me hacía
feliz por muchas razones. A la luz de día no había perdido su encanto.
Era, sin duda, la más hermosa criatura, que jamás había visto, y el
desagradable recuerdo que conservaba de su aparición en el curso de mi
sueño infantil se había trocado en una placentera sensación.
La joven me confesó que también ella había experimentado un
sobresalto al reconocerme, y el mismo sentimiento de repulsión que se
mezclaba a mi simpatía. Las dos nos reímos de nuestro asombro.
He dicho que había en ella muchas cosas que me fascinaban, pero
también otras que me desagradaban.
Empezaré por describirla físicamente: era de estatura mediana,
delgada, de forma muy armoniosas. Aparte de que sus movimientos
eras lánguidos –verdaderamente muy lánguidos-, nada en su aspecto
denotaba que estuviera enferma. Tenía una tez sonrosada y luminosa, y
sus facciones eran pequeñas y correctas. Sus ojos eran negros y
brillantes, sus cabellos realmente espléndidos: no he visto nunca una
cabellera tan larga y sedosa como la suya cuando la soltaba sobre sus
hombros. A menudo sumergía mi mano entre sus cabellos y reía
tontamente ante lo insólito de su peso. Eran unos cabellos mórbidos y
vivos, de color castaño oscuro con reflejos dorados. Me gustaba
sentirlos en mi mano y luego soltarlos mientras mi amiga, sentada en
un sillón, hablaba sin cesar. Me gustaba retorcerlos, entrelazarlos, jugar
con ellos. ¡Cielo santo! ¡Si lo hubiese sabido todo!
He señalado que algunas de sus particularidades no me convencían.
He dicho que la confianza que me había otorgado desde el primer
momento me había conquistado. No obstante, todo cuanto hacía
referencia a ella misma, a su madre o a cualquier aspecto de su vida
particular o familiar, despertaba en la joven una extraña reticencia.
Desde luego, no era razonable por mi parte insistir en esos aspectos, y
tal vez no me portaba bien. Mi obligación era la de respetar la solemne
orden dada a mi padre por la señora vestida de negro. Pero la curiosidad
es un sentimiento que carece de escrúpulos, y ninguna muchacha
soporta de buen grado verse desilusionada oír lo que le interesa: ¿Qué
podía haber de malo en el hecho de que mi amiga me contara lo que tan
ardientemente deseaba saber? ¿Acaso no tenía confianza en mi sentido
del honor? ¿Porqué no me creía cuando le aseguraba que jamás
divulgaría una sola palabra de lo que me dijera?
Su persistente negativa, acompañada siempre de una sonrisa, me
parecía un actitud totalmente en desacuerdo con su edad. No puedo
decir que el hecho fuera motivo de discusiones entre nosotras, porque
resultaba imposible enfadarse con la joven. Tal vez lo inconveniente, e
incluso descortés, fuera mi insistencia, pero me sentía realmente
acuciada por la curiosidad.
Sus explicaciones no me aclaraban nada, o por lo menos eso creía
yo. Pueden resumirse entres vagas revelaciones:
La primera era su nombre: Carmilla.
La segunda, que los miembros de su familia eran nobles o
intelectuales.
La tercera, que su casa estaba situada a occidente de la nuestra.
No me dijo su apellido, ni sus títulos nobiliarios, ni el nombre de
sus propiedades, ni siquiera la región donde vivía. Y no es que yo la
atosigara continuamente con mis preguntas: me limitaba, simplemente,
a intercalarlas siempre que la ocasión era propicia. Prefería las fórmulas
indirectas. una o dos veces, en realidad, la ataqué frontalmente. Pero,
cualquiera que fuese la táctica que empleaba, el resultado era siempre
el mismo: un rotundo fracaso. Los reproches y las caricias no servían de
nada, aunque debo confesar que sabía eludir las preguntas con una
evidente destreza, y que parecía francamente disgustada por no poder
satisfacer mi curiosidad. Siempre que se planteaba una de estas
situaciones, me echaba los brazos al cuello, me estrechaba contra su
pecho y apoyaba su mejilla en la mía, murmurándome al oído:
—Querida, sé que tu corazón se siente herido. No me juzgues cruel:
me limito a obedecer una ley ineludible que constituye mi fuerza y mi
debilidad. Si tu corazón está herido, el mío sangra con el tuyo. En medio
de mí gran tristeza, vivo de tu exuberante vida, y tú morirás, morirás
dulcemente por la mía. Es algo inevitable. Y así como yo me acerco a ti,
tú, a tu vez, te acercarás a otros y aprenderás el éxtasis de la crueldad,
que es una forma del amor. No intentes saber nada más de mí ni de mi
vida, pero ten confianza con todo tu amor.
Y después de haber hablado con una voz suave, queda, me
estrechaba entre sus brazos, y sus labios, besándome tiernamente, me
inflamaban las mejillas.
Aquella excitación y aquel lenguaje me resultaban incomprensibles.
Intentaba eludir sus abrazos, no demasiado frecuentes, pero me
faltaban energías. Sus palabras resonaban en mis oídos como una
canción de cuna y domeñaban mi resistencia sumergiéndome en una
especie de sopor, del cual sólo despertaba cuando me libraba de sus
brazos. Aquellas incomprensibles expansiones no me gustaban.
Experimentaba una extraña y tumultuosa sensación que, si bien en
cierto sentido me resultaba agradable, me inundaba al mismo tiempo de
temor y de repulsión. Siempre que tenía lugar una de esas escenas me
sentía sumamente turbada, y, al tiempo que aumentaba el placer que
me producía, aumentaba también mi repugnancia.
—Sé que lo que acabo de explicar podrá parecer paradójico, pero
no puedo expresar de otra forma lo que sentía.
Han transcurrido diez años desde que tuvieron lugar aquellos
hechos, y la mano me tiembla aún al escribir acerca de la situación en
que inconscientemente me vi envuelta.
A veces, después de un largo período de indiferencia, mi extraña y
bellísima amiga me cogía súbitamente la mano, estrechándomela con
pasión. Se sonrojaba y me miraba con ojos ora lánguidos, ora de fuego.
Su conducta era tan semejante a la de un enamorado, que me producía
un intenso desasosiego. Deseaba evitarla, y al propio tiempo me dejaba
dominar. Carmilla me cogía entre sus brazos, me miraba intensamente
a los ojos, sus labios ardientes 'recorrían mis mejillas con mil besos y,
con un susurro apenas audible, me decía:
-Serás mía... debes ser mía... Tú y yo debemos ser una sola cosa, y
para siempre.
Después se echaba hacia atrás, apoyándose en el respaldo del
sillón, cubriéndose los ojos con las manos; y yo me sentía trastornada
en lo más profundo de mi ser.
-¿Qué quieres decir con tus palabras? –intentaba saber-. ¿Te
recuerdo acaso a alguna persona a la que amaste mucho? No me gusta
que me hables así. Cuando lo haces no pareces la misma. Y tampoco yo
me reconozco a mí misma cuando me miras y me hablas de este modo.
No hallaba una explicación satisfactoria a aquellas efusiones. Sin
embargo, no parecían afectadas, ni falsas. Indudablemente, se trataba
de una explosión espontánea de un instinto o sentimiento reprimido.
¿Acaso Carmilla sufría alucinaciones? ¿Estaría loca, a pesar de lo
que afirmó su madre antes de marcharse? ¿O se trataba, simplemente,
de una argucia romántica? -En más de una ocasión había leído la
historia de un joven que se introducía en casa de su amada vestido de
mujer y con la ayuda de una aventurera... ¿Sería éste el caso? La
hipótesis lisonjeaba mi vanidad, pero no tenía la menor consistencia.
Durante largos períodos de tiempo, yo no representaba absolutamente
nada para Carmilla, la cual se limitaba a dirigirme alguna mirada
ardiente, eso sí. Y aparte de aquellos fugaces momentos de excitación,
sus modales eran absolutamente femeninos. Sus costumbres, por otra
parte, eran bastante raras. Generalmente, se levantaba muy tarde,
nunca antes del mediodía. Entonces tomaba únicamente una taza de
chocolate, muy caliente. A continuación paseábamos juntas un rato,
muy corto, ya que no tardaba en sentirse fatigada; regresábamos al
castillo o nos sentábamos en un banco, debajo de los árboles. Lo más
curioso era que su languidez física no iba nunca acompañada de1
postración mental. Su conversación era siempre chispeante y vivaz.
De cuado en cuando hacía alguna vaga alusión a su hogar, a su
infancia o a algún recuerdo de su existencia, y a través de sus palabras
se adivinaba que sus hábitos y costumbres eran muy dispares a los
nuestros. De esas ocasionales alusiones llegué a colegir que su país
natal estaba mucho más lejos de lo que había creído al principio.
Una tarde en que nos hallábamos sentadas bajo los árboles, desfiló
ante nosotros un cortejo fúnebre. Se trataba del entierro de una
muchacha muy bonita y a la cual yo conocía porque era hija del guarda
forestal. El pobre hombre marchaba detrás del féretro que contenía los
restos de su querida y única hija y parecía tener el corazón destrozado.
Le seguían algunos aldeanos, cantando un himno funerario.
Cuando el cortejo pasó delante nuestro me puse en pie en señal de
respeto, y uní mi voz a las suyas. Mi amiga me tiró rudamente del
vestido y yo me volví, sorprendida. En tono irritado, me dijo:
-¿Es que no te das cuenta de lo desafinado de sus voces?
-Pues a mí me parece un canto muy dulce –respondí, molesta por
aquella intempestiva intromisión, y porque temía que los acompañantes
del entierro observaran nuestra discusión.
El canto continuó.
-¡Me destrozan los tímpanos! –exclamó Carmilla en tono rabioso,
tapándose los oídos con las manos-. Detesto los entierros y los
funerales. ¡Cuántas cosas inútiles! Porque tú has de morir, todos han de
morir, y todos, después de la muerte, son mucho más felices.
¡Regresemos a casa!
Mi padre ha ido también al cementerio. ¿Lo sabías?
—No, no me importa. Ni siquiera sé quién es el muerto —replicó
mientras sus ojos centelleaban.
—Se trata de aquella muchacha que hace unos quince días creyó
haber visto un fantasma. Desde entonces ha ido empeorando, y ayer
por la mañana falleció.
-No me hables de fantasmas: esta noche no podría dormir.
—Espero que no haya una epidemia por estos alrededores. Existen
algunos síntomas —continué—. La mujer del pastor murió hace una
semana, y también dijo que había notado una extraña opresión en el
cuello, como si alguien tratara de ahogarla. Mi padre dice que esas
alucinaciones son frecuentes en los casos de fiebres epidémicas. La
mujer se hallaba perfectamente el día anterior, pero después de aquella
noche se debilitó inesperadamente y al cabo de una semana falleció.
—Bien, supongo que ya habrán terminado con los can-tos fúnebres.
Nuestros oídos ya no se verán torturados. de nuevo. Todas estas cosas
me ponen nerviosa. Siéntate a mi lado, más cerca. Cógeme la mano.
Apriétala fuerte, mas fuerte...
Nos habíamos retirado unos pasos y Carmilla se sentó en un banco.
Su semblante se había transformado de tal modo, que me asusté. Se
había puesto pálida. Sus dientes rechinaban y apretaba los labios,
sacudida por un continuo escalofrío. Todas sus energías parecían
empeñadas en luchar contra aquel ataque. Finalmente, profirió un
ahogado grito y se tranquilizó paulatinamente, superada la crisis de
histerismo.
-Esto sucede cuando se agobia a la gente con himnos funerarios —
dijo—. No me sueltes, me siento ya mucho mejor.
Tal vez para desvanecer la profunda impresión que me había
producido el verla sumida en aquella crisis, mientras regresábamos a
casa se mostró muy animada y parlanchina.
Aquello pasó como una nube de verano. Pero aún tuve ocasión de
asistir a una nueva explosión de cólera de Carmilla.
Cierto día estábamos contemplando el paisaje desde uno de los
grandes ventanales del salón, cuando vimos a un vagabundo que
cruzaba el puente levadizo, encaminándose hacía el patio del castillo. Le
conocía perfectamente. Cada seis meses venía al castillo.
Era un jorobado, y su rostro tenía la expresión mordaz que suele
verse en los hombres que son víctimas de una deformidad física.
Llevaba una barbita oscura y puntiaguda y al sonreír abría la boca de
oreja a oreja, mostrando unos dientes blanquísimos. Vestía con una
zamarra de piel de búfalo, adornada con numerosas cintas y
campanillas. De su espalda colgaban una linterna y dos cajas cuyo contenido
me era ya conocido: en una de ellas guardaba una salamandra, y
en la otra una mandrágora. Llevaba también un violín, una caja de
amuletos contra el mal de ojo y varios estuches de contenido diverso.
Se apoyaba en un bastón de madera negra, con una contera de cobre.
Iba acompañado de un perro esquelético que le seguía fielmente a todas
partes. Pero el animal se detuvo en medio del puente levadizo, erizó el
pelo y prorrumpió en lúgubres aullidos, negándose a avanzar.
Entretanto, el vagabundo había llegado al centro del patio y,
quitándose el grotesco sombrero, se inclinó en una cómica reverencia.
Luego empuñó el violín y empezó a tocar una alegre melodía,
acompañándola con un canto tan desafinado y unos pasos de danza tan
cómicos, que me eché a reír a pesar de lo mucho que me habían
impresionado los siniestros aullidos del perro.
—¿Desean las señoritas comprar un amuleto contra el vampiro, que
según he oído decir merodea por estos alrededores como un lobo? —dijo
el vagabundo, dejando caer el sombrero al suelo—. La gente muere por
doquier, pero yo tengo un talismán que no falla; sólo hay que coserlo a
la almohada, y cuando el vampiro se presenta puede uno reírse de él en
sus propias barbas.
Los amuletos consistían en unas cintas de papel transparente, con
cifras y dibujos cabalísticos.
Inopinadamente, Carmilla compró un talismán y yo la imité. El
vagabundo nos observaba y nosotras sonreíamos divertidas; al menos
yo. Pero, de repente, mientras nos mi-raba, los ojos del vagabundo —
unos avispados ojos azules— parecieron descubrir algo que por un
.instante atrajo su atención. Inmediatamente sacó un estuche de cuero
repleto de toda clase de pequeños instrumentos de acero.
—Mire, señorita —me dijo, mostrándome el estuche—, además
de algunas actividades menos útiles, practico la de dentista. ¿Quieres
callarte de una vez, animalucho? Si no paras de aullar, la señorita no
oirá lo que le digo. Como le iba diciendo, soy dentista, y su amiga tiene
los dientes más afilados que he visto en mi vida; largos, afilados,
puntiagudos como una lanza, como un alfiler. Sí, los he visto
perfectamente: son unos dientes peligrosos. Yo entiendo de estas cosas,
y aquí estoy con mi lima, mi punzón y mis pinzas. Se los dejaré
redondeados y bonitos. Si la señorita consiente en vez de dientes de pez
tendrá una dentadura digna de su belleza. ¿Se ha enfadado la señorita?
¿He sido demasiado atrevido? ¿La he ofendido?
Carmilla, en efecto, le miraba con una expresión de odio. Se
apartó de la ventana, acusándome:
_¿Y permites que ese charlatán me insulte de ese modo?
¿Dónde está tu padre? Quiero pedirle que lo eche del castillo. Mi padre
hubiera ordenado que le apalearan, para quemarlo luego vivo.
Sin embargo, en cuanto no tuvo ante sus ojos al hombre que la
había insultado su cólera desapareció tan rápidamente como había
surgido; al cabo de unos instantes había olvidado ya al jorobado y sus
extravagantes palabras.
Aquella misma tarde, mi padre llegó muy excitado. Nos contó
que se había presentado otro caso parecido a los anteriores y de los
cuales ya he hablado. La hermana de un colono de nuestra finca, que
vivía a una milla de distancia de nuestro castillo, había enfermado
repentinamente. Decía qué había sido atacada por un ser monstruoso, y
su estado se agravaba, lenta pero inexorablemente.
-En rigor —dijo mi padre—, todo esto puede ser atribuido a
causas naturales. Esos infelices se sugestionan con narraciones
.inverosímiles, y de este modo provocan sus alucinaciones.
—No deja de ser una cosa terrible —observo Carmilla.
—Desde luego —asintió mi padre.
—Me asusta pensar que puedo ser víctima de una alucinación
semejante. Aunque sólo fuera una alucinación, ha de ser tan horrible
como si se tratara de un hecho real.
—Estamos en las manos de Dios —afirmó mi padre—. Nada puede
ocurrir sin su consentimiento, y todo terminará bien para aquellos que le
aman. Es nuestro Creador. El nos ha hecho y cuidará de nosotros.
-Yo creo —replicó Carmilla— que todas las cosas suceden por
imperativo de la naturaleza. Y que la enfermedad que se propaga por la
comarca es también cosa de la naturaleza. ¿No le parece?
—Hoy vendrá el médico —dijo mi padre, eludiendo contestar a la
pregunta de la muchacha—. Me gustará saber qué opina el doctor de
este fenómeno, y qué nos aconseja.
—Los médicos nunca me han servido para nada —replicó Carmilla.
—¿Has estado enferma? —le pregunté.
—-Más enferma de lo que tú hayas estado jamás.
—¿Hace mucho tiempo?
- Sí, mucho: lo he olvidado todo, excepto el dolor y la debilidad.
—Entonces, serías muy joven...
- Creo que sí. Pero, no hablemos más de esto. No quieras hacer
sufrir a tu amiga.
Me miró lánguidamente a los ojos y, cogiéndome del talle, me sacó
de la habitación.
—¿Por qué se divierte tanto tu padre asustándome? —me preguntó,
una vez estuvimos fuera, temblando ligeramente.
- No lo creas, querida, no es ésa su intención.
—Y tú, ¿estás asustada?
—Lo estaría si pensara que también nosotras corremos el mismo
peligro que esa pobre gente.
- ¿Te asusta la idea de la muerte?
- Desde luego, a todo el mundo le asusta esa idea.
—¿Crees, por ejemplo, que es espantoso morir mientras se ama?
Dos amantes que mueren juntos... y .de este modo pueden vivir juntos
para siempre... Las muchachas no son más que orugas y sólo se
transforman en mariposas cuando llega el verano. Entretanto, son
crisálidas y larvas, cada una con sus formas e inclinaciones particulares.
Hay un cierto señor Buffon que así lo cuenta.
Por la noche vino el médico y se encerró con mi padre en su
despacho, donde permanecieron durante largo rato. Era un médico con
mucha experiencia, de unos sesenta años. Su rasurado rostro aparecía
tan lisos como la superficie de una calabaza. Cuando salían del
despacho, oí que mi padre decía, riendo:
- Me admira oír esas palabras en boca de un hombre tan sensato
como usted. ¿Qué opina, entonces, de los hipogrifos y de los dragones?
También el médico se reía, sacudiendo la cabeza.
—En todo caso, la vida y la muerte han sido siempre un misterio y
sabemos muy poco acerca de lo que puede suceder.
Se alejaron charlando y ya no pude oír nada más. En aquel
momento ignoraba cuáles habían sido las hipótesis aventuradas por el
doctor, pero ahora creo adivinarlas.
Una tarde llegó de Grantz el hijo del restaurador de cuadros,
transportando en su carro dos grandes cajas llenas de cuadros. Su
llegada constituyó un verdadero acontecimiento. Las cajas quedaron en
el atrio; los criados se encargaron del joven y lo acompañaron a la
cocina para que le dieran de cenar. Luego se unió a nosotros en el atrio
grande donde nos habíamos reunido previamente para abrir las cajas.
Carmilla estaba sentada y miraba distraídamente los viejos
cuadros, casi todos retratos, que habían sido enviados a restaurar. Mi
madre pertenecía a una antigua familia húngara, y la mayor parte de los
cuadros procedían de mi familia materna. Mi padre iba leyendo en una
lista los títulos de los cuadros, y el artesano los iba sacando de las cajas.
Ignoro el valor que podían tener, aunque eran antiguos y algunos muy
curiosos. Yo los veía por primera vez en mi vida, ya que la humedad y el
polvo habían ocultado las telas durante mucho tiempo.
-No había visto nunca este cuadro –comentó mi padre, señalando la
tela que el restaurador tenía en la mano-. Aquí, en un ángulo, figura el
nombre, que pude descifrar antes de enviarlo al restaurador: Marcia
Karstein. Lleva la fecha de 1768. Será interesante ver lo que ha surgido
ahora...
Me acordé de aquel cuadro. Se trataba de una pequeña tela, sin
marco, de forma cuadrangular y tan ennegrecida por el paso del tiempo
que jamás pudimos contemplar a aquella Marcia Karstein, si que en
realidad se trataba de su retrato.
El restaurador exhibió la tela con evidente orgullo. Era una joven de
rostro hermosísimo, y quedé asombrada por la viveza de su expresión.
Pero lo que más me asombró fue su extraordinario parecido con
Carmilla.
-¿Te das cuenta, querida? –le pregunté-. Esto es un verdadero
milagro. Eres tú misma, viva y sonriendo. Sólo le falta hablar. ¿No te
parece extraordinario? ¡Mira, papá! Tiene también un pequeño lunar en
la garganta....
Mi padre esbozó una sonrisa y dijo:
-Realmente, es de un parecido extraordinario.
Pero, ante mi sorpresa, no prestó mayor atención al hecho y
continuó su tarea con el restaurador. Por mi parte, sentía aumentar mi
admiración a medida que contemplaba el retrato.
-¿Me permites que lo cuelgue en mi habitación, papá? –le pedí a mi
padre.
-Desde luego, querida –dijo-. Me alegra que te guste. Debe ser más
hermoso de lo que yo creía, si es que se parece tanto a tu amiga.
Carmilla no pareció haber oído el cumplido. Estaba retrepada en un
sillón y me contemplaba fijamente con sus hermosos ojos, con la boca
ligeramente entreabierta y sonriendo como en éxtasis.
-Ahora sí que puede leerse bien el nombre –dije-. No es Marcia.
Parece escrito con letras de oro. El nombre es Mircalla, condesa de
Karstein. Encima del nombre hay una pequeña corona, y debajo una
inscripción: “Anno Domini 1698.” Yo desciendo de los Karstein.
-¡Ah! –exclamó lánguidamente Carmilla-. También yo creo que soy
una descendiente lejana de esa familia. ¿Viven aún algunos de sus
miembros?
—No creo que exista nadie que lleve el apellido. La familia quedó
extinguida a raíz de la guerra civil, hace muchísimo tiempo. Las ruinas
del castillo se encuentran a sólo unas leguas de aquí.
—Muy interesante —murmuró distraídamente Carmilla—». Pero,
mira qué hermoso claro de luna tenemos hoy. —Miró a través de la
entornada puerta—. ¿Y si fuésemos a dar un. paseo?
—Esta noche me recuerda la de tu llegada —dije.
Carmilla suspiró, esbozando una sonrisa.
Se puso en pie y salimos al patio cogidas por la cintura. Anduvimos
lentamente y en silencio hasta el puente levadizo. Ante nuestros ojos se
extendía una hermosa llanura, bañada por la luz de la luna.
—.¿De modo que recuerdas aún el día de mi llegada? —me susurró
Carmilla al oído—. ¿Te alegra tenerme aquí?
—Soy muy feliz, querida Carmilla —respondí. -
—Y has pedido que te dejaran colgar aquel cuadro en tu habitación
—murmuró mi amiga con un suspiro. Luego me apretó más
estrechamente con el brazo que ceñía mi talle y apoyó su cabeza en mi
hombro.
—¡Qué romántica eres, Carmilla! —exclamé—. Cuando me cuentes
la historia de tu vida, estoy segura de que será como si me leyeras una
novela de amor.
Me besó silenciosamente.
—Estoy convencida, Carmilla, de que has estado enamorada —
proseguí—. Y me atrevería a afirmar que sigues preocupada por algún
asunto amoroso.
-Nunca me he enamorado, y nunca me enamoraré -afirmó Carmilla
—. A no ser que me enamore de ti...
A la luz de la luna, aparecía más hermosa que nunca
Tras dirigirme una extraña y tímida mirada, ocultó la cara en mi
cuello, entre mis cabellos, respirando agitada-mente;. parecía a punto
de estallar en sollozos y me apretaba la mano, temblando. Su mórbida
mejilla quemaba contra la mía. Murmuró:
—¡Querida! Yo vivo en tí, y tú morirás en mí ¡Te quiero tanto!.
Me separé de ella. Carmilla me miraba ahora con unos ojos de los
que habían desaparecido el fuego y la vida Y como si; saliera de un
sueño, añadió:
—Regresemos. Vámonos a casa.
—Me parece que estás enferma, Carmilla; deberías tomar un vasito
de vino —le dije.
—Sí, creo que sí. Ahora me encuentro mucho mejor Dentro .de
unos minutos estaré completamente bien Sí tomaré un vaso de vino. —
Y, acercándose a la puerta, añadió—: Déjame mirar un instante; quizá
sea la última vez que veo la luna contigo.
—¿De veras te sientes mejor, Carmilla? —pregunté
Por un instante, temí que se hubiera contagiado de aquella extraña
epidemia que azotaba la comarca.
—Papá se apenaría mucho si supiera que te encuentras mal y no lo
.dices. Nuestro médico es un hombre muy inteligente.
-
—Todos sois excesivamente buenos conmigo. Pero lo que yo tengo
no es cosa .de médicos. No estoy enferma sino solamente un poco débil.
El menor esfuerzo me deja agotada Pero me recobro muy fácilmente.
¿Ves? Ya estoy bien
Así lo parecía. Seguimos charlando durante un rato y Carmilla se
mostró muy animada. El resto de aquella tarde transcurrió sin que se
produjera ninguna recaída en lo que yo llamaba su «exaltación».
Las ardientes miradas de Carmilla, su modo absurdo de expresarse,
me asustaban a veces, lo confieso.
Pero aquella noche ocurrió algo que debía provocar un cambio
radical en el curso de mis pensamientos.
Acompañé a Carmilla a su habitación, como de costumbre, y me
quedé charlando con ella mientras se preparaba para acostarse.
—Creo que llegará un día —dije— en que tendrás una absoluta
confianza en mí.
Se volvió, sonriente, pero no contestó.
—No contestas —le dije—, porque no puedes darme una respuesta
satisfactoria, ¿verdad? No debería habértelo sugerido...
—Tienes perfecto derecho a hacerlo —replico Carmilla—. Te quiero
mucho, y te considero merecedora de recibir todas mis confidencias,
puedes creerlo. Pero estoy atada a una promesa, más atada que una
religiosa a sus votos, y no puedo hablar de mí, ni siquiera contigo. Pero
se acerca el momento en que lo sabrás todo. Me juzgarás cruel y
egoísta, muy egoísta, pero recuerda que el amor es siempre así. Cuanto
más inmensa es la pasión, más egoísta resulta. No puedes imaginarte lo
celosa que estoy de ti. Tú has de venir conmigo; has de quererme hasta
la muerte. O puede que me odies, da lo mismo. Pero ven conmigo y
ódiame a través de la muerte y del más allá. En mi vocabulario no existe
la palabra «indiferencia».
- Ya estás otra vez diciendo cosas que no tienen sentido —objeté.
—Soy extravagante, tonta y caprichosa. Pero tranquilízate: en
adelante hablaré cuerdamente. ¿Has bailado alguna vez?
—No. Debe ser encantador, ¿verdad?
—Casi lo he olvidado. Hace tantos años...
Me eché a reír.
-No eres tan vieja como todo eso— No puedes haber olvidado aún
tu primer baile.
—Sólo haciendo un gran esfuerzo puedo recordarlo. Lo veo todo a
través de algo que se .interpone entre el recuerdo y yo, como una
cortina tupida y, al mismo tiempo, transparente. Aquella noche estaba
como muerta en mi cama. Me hirieron aquí —se tocó el pecho— y nunca
he vuelto a ser la misma.
—¿Has estado a punto de morir?
—Sí. Un amor cruel, un amor caprichoso había invadido mi vida. El
amor exige sacrificios. Y en los sacrificios corre la sangre. Ahora deja
que me abandone al sueño. Estoy muy cansada. ¿Cómo podré
levantarme a cerrar la puerta con llave?
Le di las buenas noches y salí de la estancia con una sensación de
inquietud.
Los delirios de las personas nerviosas son contagiosos, y casi
siempre acaban por ser imitadas por los que tienen un temperamento
afín. También yo había adoptado las costumbres de Carmilla; cerraba
con llave la puerta de mi habitación, sugestionada por su fantástico
miedo a unos hipotéticos agresores nocturnos, asesinos o ladrones.
También, como Carmilla, inspeccionaba minuciosamente mi habitación
cada noche, antes de acostarme, para asegurarme de que no había
nadie escondido en ella.
Después de tomar todas aquellas prudentes medidas, me acosté y
me quedé dormida casi inmediatamente. Tenía una luz encendida en mi
habitación. Era una antigua costumbre, de cuya inutilidad nadie había
podido convencerme. Sólo así podía descansar tranquila. Pero los
sueños atraviesan los muros de piedra, .iluminan las habitaciones vacías
y oscurecen las iluminadas, y los personajes que intervienen en el sueño
entran y salen a placer, burlándose de los cerrojos.
Aquella noche tuve una sueño que fue el comienzo de una extraña
angustia. No podría llamarlo una obsesión, porque tenía la certeza de
que estaba dormida, de que me hallaba en mi habitación y yacía en mi
cama. Vi, o creí ver, la habitación con sus muebles de siempre, pero
más a oscuras; a los pies de mi cama se movía algo escurridizo, que no
pude distinguir claramente. De repente, me di cuenta de que se trataba
de un animal grande y negro, como cubierto de hollín. Parecía un
monstruoso gato. Tendría aproximadamente un metro y medio de
longitud, y lo deduje porque cuando se paseaba al píe de la cama
ocupaba toda su anchura. Se paseaba como una fiera enjaulada. Me
sentí tan aterrorizada, que no tenía fuerzas ni para gritar. Los pasos del
animal eran cada vez más rápidos, y la habitación se oscurecía por
momentos. Noté que algo se encaramaba a mi cama
Unos ojos enormes se acercaron a los míos y de pronto sentí un
penetrante dolor en el pecho, como si me hubiesen clavado dos alfileres.
Me desperté con un grito. La habitación estaba iluminada por la luz que
dejaba encendida cada noche, y a los pies de mi cama había una figura,
femenina vestida de negro y con la cabellera caída en cascada sobre los
hombros. Estaba inmóvil como una estatua. No se oía ningún rumor, ni
siquiera el de su respiración. La miré y la figura pareció moverse; se
deslizó basta la puerta, que estaba abierta, y desapareció.
Inmediatamente, me sentí como liberada de un gran peso y pude
moverme y respirar Mi primer pensamiento fue que Carmilla había
querido gastarme una broma y que yo me había olvidado de cerrar la
puerta. Pero me levanté y la encontré cerrada por dentro como siempre.
La .idea de abrirla me aterrorizaba. Volví a acostarme y escondí la
cabeza .debajo de las sábanas, más muerta que viva.
Al .día siguiente no quise quedarme sola ni un momento. Debí de
habérselo contado todo a mi padre, pero no lo hice por dos motivos
opuestos. Primero, porque temí que se burlase de mi historia y me
dolían sus burlas; y, segundo, porque temí que creyese que también yo
era víctima de aquella misteriosa enfermedad que se propagaba por la
comarca. Mi padre tenía el corazón débil y no quería asustarlo.
Pero se lo conté todo a la señora Perrodon y a la señorita
Lafontaine. Las dos se dieron cuenta de que me hallaba en un estado de
anormal excitación. La señorita Lafontaine se echó a reír, pero vi que la
señora Perrodon me miraba preocupada.
—A propósito —dijo la señorita Lafontaine, riendo—-en el camino
.de los tilos, detrás .de la habitación de la señorita Carmilla, hay
fantasmas.
- ¡Tonterías! –exclamó la señora Perrodon, la cual debió encontrar
inoportuna aquella asociación de ideas—. ¿Quién le ha contado esa
historia, querida?
—Martín dice que ha ido dos veces a reparar la vieja balaustrada
antes del amanecer, y siempre ha visto la misma figura de mujer
andando por el camino de-los tilos.
—No le diga nada a Carmilla —supliqué—. Su ventana da al camino,
y es una muchacha más impresionable aún que yo.
Aquel día Carmilla se levantó más tarde que de costumbre.
'
—Esta noche me he asustado mucho —dijo—. Estoy segura de
haber visto algo horrible. Menos mal que tenía el amuleto que le compré
al pobre jorobado. ¡Y pensar que lo traté tan mal! He soñado que una
cosa negra se acercaba a mi cama, y me he despertado aterrorizada.
Durante unos segundos, he visto realmente una figura negra al lado de
la chimenea, pero he tocado el amuleto que guardo debajo de la
almohada y la figura ha desaparecido. Estoy convencida de que, si se
hubiese acercado más, habría terminado degollada como aquellas
pobres mujeres...
—Bien, escucha lo que voy a contarte...
Le conté mi aventura nocturna. Pareció asustarse.
—¿Y tenías el amuleto contigo? —me preguntó.
—No. Lo metí en un jarrón de porcelana del salón, pero esta noche
me lo llevaré a la cama, ya que tú crees tanto en su eficacia.
Después de tanto tiempo, no acierto a comprender cómo pude
dominar mi terror y dormir sola en mi habitación aquella noche.
Recuerdo perfectamente que puse el amuleto debajo de mi almohada y
que me quedé casi inmediatamente dormida, con un sueño mucho más
profundo que la noche anterior.
También la noche siguiente fue tranquila. Dormí profundamente y
sin sueños, pero me desperté cansada y melancólica; aunque no puedo
decir que fuese una sensación desagradable.
—También yo he pasado una noche magnífica —me dijo Carmilla
por la mañana—. He cosido el amuleto a mi camisón. La noche anterior
lo tenía demasiado lejos. Estoy segura de que todo es pura imaginación.
Creía que los sueños eran engendrados en nosotros por el espíritu del
mal pero el médico me dijo que no es cierto. Se trata de una fiebre o
una enfermedad que llama a la puerta, y al no poder pasar deja aquella
señal de alarma.
—¿Y por qué crees en la eficacia del amuleto?
—Supongo que está empapado en alguna droga que sirve
de antídoto contra la malaria.
—Pero, ¿actúa solamente sobre el cuerpo?
—Desde luego. ¿Crees que los espíritus maléficos se
asustarían de unas cintas de. colores o de un poco de perfume barato?
No, seguro que no. Esos males flotan en el aire, atacan primero a los
nervios y luego infectan el cerebro, pero antes de que puedan
.instalarse definitivamente el antídoto entra en acción y los destruye.
Estoy convencida de que ése ha sido el efecto del amuleto. No se trata
de magia, sino de un remedio natural.
Durante algunas noches más dormí perfectamente. Pero
cada mañana sentía el mismo cansancio, y todo el día estaba dominada
por la misma sensación de languidez. Me parecía haber cambiado. Una
extraña melancolía se apoderaba de mí. La idea de la muerte se abría
camino en mi mente El estado en que me hallaba sumida era triste, pero
también dulce. Y de todos modos, fuera lo que fuese, mi alma lo
aceptaba. No quería admitir que estaba enferma, ni decírselo a mi
padre; ni llamar al médico.
Durante aquellos días, Carmilla me prodigó sus atenciones
mucho más que antes y sus momentos de «exaltación» fueron también
más frecuentes.
Sin darme cuenta la enfermedad se había apoderado de mí,
la enfermedad más extraña que jamás haya afectado a un ser mortal.
Me acostumbraba cada vez más a la sensación de impotencia que
invadía todo mi ser. La primera transformación que descubrí en mí era
casi placentera, algo parecido a la curva que inicia el descenso al
infierno. Mientras dormía experimentaba una vaga y curiosa sensación.
Generalmente era un súbito temblor, agradable, helado, como el que se
experimenta cuando uno se baña en un río y nada contra la corriente.
Una serie de sueños que parecían interminables seguían al temblor,
pero eran sueños tan confusos que nunca conseguía recordar, después,
ni el escenario, ni los personajes, ni sus actos. Me dejaban una
sensación de terror y de cansancio, como si acabara de realizar un gran
esfuerzo mental o de correr un grave peligro. Los únicos recuerdos que
me quedaban de todos esos sueños eran la sensación de haber
permanecido en un lugar tenebroso, la de haber conversado con gente a
la que no podía ver y el eco de una voz femenina tan profunda que
parecía hablarme desde muy lejos: una voz que me intimidaba y me
sojuzgaba siempre. A veces sentía el roce de una mano que me
acariciaba las mejillas; otras, la presión de unos labios ardientes que me
besaban, más apasionadamente a medida que los besos descendían
hacia mi garganta. Allí sentía el último beso. Mi corazón latía más de
prisa, mi respiración se hacía más entrecortada. Luego experimentaba
una sensación de ahogo y, en medio de una terrible convulsión, perdía
la consciencia.
Estos terribles hechos me sucedían ahora tres veces a la
semana y dejaban en mí una profunda huella. Estaba pálida, el círculo
morado que rodeaba mis ojos era' cada vez más visible y mi languidez
aumentaba día a día.
Mi padre me preguntaba frecuentemente si me encontraba mal,
pero con una obstinación que ahora me parece inexplicable, le
aseguraba una y otra vez que estaba perfectamente bien. En cierto
sentido, era verdad. No sentía dolor alguno ni podía quejarme de
ningún malestar físico. Mi dolencia me parecía imaginaria y, por penosos
que fueran mis sufrimientos, los cultivaba amorosamente y en secreto.
Carmilla se quejaba de sueños y de sensaciones febriles
parecidas a las mías, aunque menos alarmantes. Si hubiera sido capaz
de comprender mi situación, habría pedido ayuda y consejo de rodillas.
Pero el narcótico de una influencia insospechada obraba en mí y mis
sentidos estaban embotados.
Hablaré ahora de un sueño que me condujo a un extraño
descubrimiento.
Una noche, en vez de la solitaria voz que oía en el vacío, oí otra voz
más dulce y más tierna, y al mismo tiempo más terrible, que decía: «Tu
madre te advierte que tengas cuidado con el asesino». En el mismo
instante apareció inesperadamente una luz y vi a Carmilla de pie cerca
de mi cama, embutida en su blanco camisón completamente manchado
.de sangre.
Me desperté sobresaltada, convencida de que Carmilla había sido
asesinada. Salté de la cama pidiendo socorro. La señora Perrodon y la
señorita Lafontaine salieron de sus habitaciones, alarmadísimas y
encendieron una lámpara del rellano de la escalera. Les contó lo que me
había sucedido e insistí en ver a Carmilla. Acudimos a su dormitorio y la
llamamos a través de la puerta. No respondió, a pesar de nuestros
gritos, y el hecho nos alarmó a todas, ya que la puerta estaba cerrada
por dentro. Regresamos a mi habitación y agitamos furiosamente la
campanilla que había a la cabecera de mi cama. Si mi padre hubiese
dormido en nuestro mismo piso le hubiésemos llamado inmediatamente,
pero dormía en el piso bajo, fuera del alcance de nuestras voces, y para
llegar hasta su habitación era necesario organizar una expedición para la
cual ninguna de nosotras se sentía con fuerzas. Los criados llegaron
corriendo. Entretanto, nos habíamos puesto una bata y calzado unas
zapatillas. Volvimos a la habitación de Carmilla, y, después de llamarla
de nuevo repetidas veces, ordené a los criados que forzaran la puerta.
Una vez abierta, penetramos en el dormitorio: todo estaba en orden, tal
como lo había visto al dar las buenas noches a Carmilla. Pero mi amiga
había desaparecido.
Al ver que la única señal de desorden en la habitación era la
producida por nuestra irrupción, nos tranquilizamos un poco y no
tardamos en recobrar el buen sentido y en despedir a los criados. La
señorita Lafontaine aventuró la opinión de que Carmilla, despertada
repentinamente al sentir que forzaban la puerta, se había asustado y se
había escondido debajo de la cama o dentro del armario: era natural
que no saliera mientras el mayordomo y los criados se hallaran en la
habitación. La llamamos de nuevo, pero no respondió. Eso aumentó
nuestra perplejidad y nuestra zozobra. Examinamos las ventanas, pero
estaban cerradas. Supliqué a Carmilla, si estaba escondida, que no
prolongara por más tiempo aquella burla y acabara con nuestra
ansiedad, saliendo de su escondite. Pero todo fue en vano. Era evidente
que no estaba en el dormitorio, ni en el tocador. Yo estaba
intrigadísima. Tal vez Carmilla había descubierto un pasadizo secreto...
El viejo guarda decía que existía uno en el castillo, pero nadie recordaba
dónde, exactamente. El misterio se aclararía, indudablemente, pero de
momento estábamos perplejas.
Eran las cuatro de la madrugada y preferí pasar el resto de la
noche en la habitación de la señora Perrodon. Pero la luz del día no trajo
la solución al enigma: Carmilla había desaparecido. Mi padre estaba
desesperado, pensando en lo que iba a ocurrir cuando regresara la
madre de la muchacha... Yo también estaba desesperada, pero mi
desesperación tenía otras causas.
Transcurrió la mañana en medio de la mayor alarma y agitación. Se
habló incluso de rastrear el río. Llegó el mediodía y la situación no había
cambiado. A eso de la una se me ocurrió echar otro vistazo a la
habitación de Carmilla. Llegué allí y mi asombro no tuvo límites:
¡Carmilla estaba en su habitación, mirándose al espejo! No podía creer
en lo que estaban viendo mis ojos. Mi amiga roe llamó con un gesto. En
su rostro se leía el miedo. Corrí hacia ella, la abracé y besé repetidas
veces, y luego me precipité hacia la campanilla y la agité
desesperadamente para que acudieran todos y se tranquilizaran. i—
¡Querida Carmilla! —exclamé—. ¿Qué te ha sucedido? ¿Dónde has
estado?
—Ha sido una noche prodigiosa —me respondió—. Después de
cerrar la puerta del dormitorio, como de costumbre, me acosté. He
dormido sin interrupción y sin sueños, pero al despertar me he
encontrado sobre el diván del tocador, con su puerta abierta y la de la,
habitación forzada. ¿Cómo es que no me he despertado? Tiene que
haberse producido un gran alboroto, y yo tengo el sueño muy ligero...
¿Cómo puede ser que me haya encontrado fuera de mi cama sin
haberme enterado de nada?
Entretanto, habían llegado mi padre, la señora Perro-don, la
señorita Lafontaine y varios criados. Naturalmente, Carmilla fue
asediada a preguntas, pero su respuesta fue siempre la misma. Mi padre
daba vueltas por la habitación, sumido, al parecer, en hondas
reflexiones. Vi que Carmilla le seguía con la mirada, y en sus ojos había
una expresión preocupada. Finalmente, mi padre despidió a los criados,
se acercó a mi amiga y, cogiéndola delicadamente por la mano, la
condujo hasta el diván, donde se sentaron.
—¿Me permites que te haga una pregunta, querida? —inquirió mi
padre.
—Desde luego. Tiene usted perfecto derecho a preguntar lo que
quiera, siempre que no traspase los límites impuestos por mi madre.
—Bien, querida, no hablaremos de lo que tu madre me prohibió,
sino de lo ocurrido esta noche. Te has levantado de la cama y has salido
de la habitación, sin despertarte. Y todo esto estando puertas y
ventanas cerradas por dentro. Tengo una teoría, pero antes quiero
hacerte una pregunta.
Todos conteníamos la respiración.
—La pregunta es ésta: ¿eres sonámbula?
—No, ahora no. Pero lo fui en mi infancia.
—Ya. Y, en aquella época, ¿te levantabas con frecuencia de la cama
en sueños?
—Sí. Por lo menos, así me lo decía mi niñera.
Mi padre sonrió, asintiendo.
—Lo ocurrido tiene una fácil explicación. Carmilla es sonámbula;
abre la puerta y no deja, como de costumbre, la llave en la cerradura,
sino que, siempre en sueños, cierra por la parte de afuera y se lleva la
llave. Luego recorre las veinticinco habitaciones de este piso, y quizá
también las de las otras plantas. Esta casa está llena de escondrijos, de
desvanes y de trastos viejos. Se tardaría una semana en explorarla a
fondo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí, pero no del todo —respondió Carmilla.
—¿Y cómo explicas, papá, que se haya despertado en el tocador,
que yo había registrado minuciosamente?
—Carmilla regresó cuando vosotras os habíais ya marchado.
Regresó dormida, naturalmente, y al despertarse se asombró de
encontrarse allí. Ojalá todos los misterios tuvieran una explicación tan
sencilla como éste, Carmilla —añadió mi padre, satisfecho.
En aquel momento, Carmilla estaba más hermosa que nunca. Creo
que fue entonces cuando mi padre comparó su aspecto con el mío,
porque súbitamente dijo:
—Tienes muy mal aspecto, Laura.
Como sea que Carmilla no quería que ninguna sirvienta pasara la
noche en su habitación, mi padre ordenó que uno de los criados
durmiera delante de la puerta de su dormitorio, a fin de que la
muchacha no pudiera salir sin ser vista por nadie.
Aquella noche transcurrió tranquila, y a la mañana siguiente, el
médico, que mi padre había enviado a buscar sin yo saberlo, vino a
visitarme. La señora Perrodon me acompañó a la biblioteca, donde me
aguardaba el doctor. Le expliqué lo que me sucedía de un tiempo a esta
parte, y mientras avanzaba en mi relato noté que su aspecto se hacía
más pensativo. Nos hallábamos ante una ventana, uno al lado del otro.
Cuando terminé de hablar se apoyó en la pared y me miró con un
interés que dejaba traslucir cierto horror. Tras meditar unos instantes,
mandó llamar a mi padre. Éste llegó sonriendo, pero su sonrisa
desapareció al ver la expresión preocupada del médico. Inmediatamente
se enfrascaron en una conversación que sostuvieron en voz baja, como
si temiendo que la señora Perrodon o yo, que nos manteníamos
apartadas, pudiéramos oír lo que hablaban.
De pronto, mi padre volvió los ojos hacía mí. Estaba pálido y
parecía intensamente preocupado.
—Laura, querida, acércate.
Obedecí, sintiéndome alarmada por primera vez, ya que a pesar de
mi creciente debilidad no creía estar enferma.
—Me ha dicho usted antes que tuvo la sensación de que le clavaban
dos alfileres en el cuello, la noche en que sufrió aquella pesadilla —me
dijo el médico—. ¿Le duele aún en el lugar donde sintió los pinchazos?
—No, en absoluto —respondí.
—¿Puede señalarme con el dedo el punto exacto?
—Debajo mismo de la garganta, aquí —respondí.
Llevaba un vestido de cuello alto, que cubría la parte señalada.
—¿Quiere pedirle a su padre, por favor, que le desabroche el
cuello? ¡Es necesario que conozca todos los síntomas.
Obedecí: el punto señalado estaba unas dos pulgadas más abajo
del cuello.
—¡Dios mío! —exclamó mi padre, palideciendo.
—¿Se da usted cuenta? —inquirió el médico, con expresión de
triunfo.
—¿Qué pasa? —pregunté, alarmada.
—Nada, señorita, no hay más que una pequeña marca azulada, tan
diminuta como una cabeza de alfiler —dijo el médico. Y, volviéndose
hacia mí padre, añadió—: Veremos lo que se puede hacer.
—¿Es peligroso? —insistí, angustiada.
—No lo creo —respondió el médico—. Estoy convencido de que
mejorará rápidamente. Quisiera hablar con la señora Perrodon —añadió,
dirigiéndose a mi padre.
Mi padre llamó a la señora Perrodon.
—La señorita Laura no se encuentra tan bien como sería de desear
—le dijo el médico—. No creo que sea nada de cuidado. Sin embargo,
hay que adoptar ciertas precauciones, en beneficio suyo. Es
indispensable que no deje sola a la señorita Laura ni un solo instante.
Por ahora, es el único remedio que puedo prescribir, pero deseo que
cumpla mis instrucciones al pie de la letra. ¿Entendido?
Mi padre salió para acompañar al médico. Les vi cruzar el puente
levadizo, absortos en una animada discusión. Luego vi cómo el médico
montaba a caballo, saludaba a mi padre y se alejaba hacia oriente.
Casi al mismo tiempo llegó el correo de Dranfeld, con un paquete
de correspondencia para mi padre.
Media hora .después, mi padre se reunió conmigo: tenía una carta
en la mano.
—Es del general Spieldorf —dijo—. Llegará mañana, o quizás hoy
mismo.
Me entregó la carta abierta, pero no parecía satisfecho como de
costumbre cuando un huésped, especialmente un buen amigo como el
general, venía a visitamos. Parecía estar ocultándome algo.
—Querido papá, ¿quieres explicármelo todo? —le dije, cogiéndole
del brazo y mirándole con expresión suplicante—. ¿Qué te ha dicho el
médico? ¿Me ha encontrado muy enferma?
—No, querida. Dice que te repondrás pronto. —Pero su tono era
seco—. De todos modos, preferiría que nuestro amigo el general hubiese
escogido otro momento para su visita.
—Pero... Dime, papá, ¿qué enfermedad tengo?
—Ninguna. No me atormentes con tus preguntas —respondió.
Nunca había dado muestras de tanta irritación al hablar conmigo.
Después se dio cuenta de que me había lastimado, y añadió: —Lo
sabrás todo dentro de un par de días, es decir, sabrás lo que sé yo.
Entretanto, no me hagas preguntas.
Dio media vuelta, dispuesto a marcharse, pero luego, antes de que
yo tuviera tiempo de detenerme a pensar en lo raro que resultaba todo
lo que estaba sucediendo, volvió sobre sus pasos para decirme que
quería ir a Karstein y que había hecho preparar el carruaje para las
doce. La señora Perrodon y yo te acompañaríamos. Quería visitar al
sacerdote que vivía en aquel lugar, y, dado que Carmilla no le conocía,
podía reunirse con nosotros más tarde, cuando se levantara. Podía venir
en compañía de la señorita Lafontaine, la cual llevaría también lo
necesario para un almuerzo en las ruinas del castillo.
A las doce en punto nos pusimos en marcha. Pasado el puente
levadizo giramos a la derecha y tomamos el camino que conducía al
pueblo deshabitado y a las ruinas del castillo de Karstein. Debido a lo
accidentado del terreno, la carretera da muchas vueltas y serpentea ora
junto a un precipicio, ora por la ladera de una colina, en una inagotable
variedad de paisajes. En una de las innumerables revueltas del camino
nos encontramos .inesperadamente en presencia de nuestro amigo el
general, que avanzaba a caballo hacia nosotros, seguido de su criado,
también a caballo. Tras las cordiales efusiones de bienvenida, pasó a
ocupar el sitio que quedaba libre en nuestro carruaje y envió el caballo
al castillo con su criado.
Habían transcurrido solamente diez meses desde la última vez que
le habíamos visto, pero su aspecto había cambiado como si hubiesen
pasado diez años. Una expresión angustiada había sustituido a su
habitual aire de tranquila serenidad. No era sólo la transformación que
cabe esperar en una persona que ha sufrido un gran dolor: una especie
de furor apasionado parecía haber contribuido a llevarle a la actual
situación.
Apenas reemprendimos la marcha, el general comenzó a contarnos
el engaño —según su propia expresión— que había conducido a la
muerte a su joven sobrina. De repente se dejó arrastrar por una ola de
furor y de amargura, profiriendo invectivas contra las artes diabólicas de
que había sido víctima. Mi padre, comprendiendo que debían existir
motivos extraordinarios para que el ecuánime general se expresara en
aquellos términos, le pidió que nos contara, si no le resultaba demasiado
penoso, los hechos que justificaban tan violentas expresiones.
-Con mucho gusto —replicó el general—. Pero no van a creerlo.
—¿Y por qué no? —inquirió mi padre.
—Porque usted, amigo mío, sólo cree en lo que responde a sus
prejuicios y a sus ilusiones. También yo era como usted. Pero ahora he
aprendido algo más.
—Póngame a prueba —-insistió mi padre—. Soy menos dogmático
de lo que usted cree. Además, me consta que usted basa siempre sus
opiniones en pruebas fehacientes, y por lo tanto estoy dispuesto a
respetar sus conclusiones.
—Tiene usted razón: si he llegado a creer en la existencia de
hechos prodigiosos, no ha sido a la ligera. Y puedo asegurarle que he
sido víctima de una verdadera conspiración sobrenatural.
Vi que mi padre, a pesar de su promesa, miraba al general con ojos
que reflejaban evidentes dudas acerca de la capacidad intelectual de su
viejo amigo. Afortunadamente, el general no se dio cuenta. Miró con
ojos impregnados .de tristeza el paisaje selvático que se extendía ante
nosotros.
—¿Van ustedes a las ruinas de Karstein? —preguntó—. Curiosa
coincidencia... Precisamente quería pedirles que me acompañaran allí.
Quiero examinarlas detenidamente. ¿Es cierto que hay una capilla en
ruinas con numerosas tumbas de aquella extinguida familia?
—Sí, y son muy interesantes —respondió mi padre—. ¿Se propone
usted,, quizá, reivindicar su propiedad?
Mi padre hizo aquella pregunta en tono de broma, pero el general
respondió completamente en serio.
—_De ningún modo —exclamó secamente—. Tengo la intención de
exhumar algunos ejemplares de aquella hermosa raza. Espero, con la
ayuda de Dios, llevar a cabo un piadoso sacrilegio que librará a la tierra
de algunos monstruos y permitirá dormir tranquilamente a personas de
bien que tienen derecho a acostarse en paz, sin que sobre sus cabezas
penda la amenaza de unos malvados asesinos.
Mi padre le miró de nuevo. Pero esta vez no había desconfianza en
su mirada, sino que trataba de ser penetrante y perspicaz.
—La casta de los Karstein —dijo— se extinguió hace mucho tiempo.
Cien años, por lo menos. Mi mujer descendía de los Karstein por línea
materna. Pero el apellido y el título desaparecieron hace casi un siglo. El
castillo está en ruinas y el pueblo deshabitado; hace más de cincuenta
años que no sale humo por sus chimeneas.
—Eso es lo que me han contado, exactamente. Y otras cosas que le
asombrarán. Pero será mejor que lo cuente siguiendo un orden lógico.
¿Recuerda usted a mi sobrina? Era la muchacha más hermosa del
mundo, y hace sólo tres meses estaba aún viva.
Mi padre apretó afectuosamente la mano del general. Las lágrimas
llenaron los ojos del anciano, que no trató de ocultarlas.
—Mi sobrina era el consuelo de mi vejez. Y ahora, todo ha
terminado. No me queda mucho tiempo de vida, pero, con la ayuda de
Dios, confío en que antes de morir podré prestar un gran servicio al
género humano.
«La cosa empezó así: mi sobrina se preparaba con impaciencia para
visitarles a ustedes. En el curso de aquellos preparativos, fuimos
.invitados a una fiesta ofrecida por mi viejo amigo el conde de Carlofed,
cuyo castillo dista unas seis leguas del de Karstein. La noche en que
empezó mi desgracia se celebró un fastuoso baile de máscaras. El
parque del castillo estaba .iluminado con farolillos de colores, y los
fuegos artificiales fueron de una magnificencia nunca vista. ¡Y qué
música! Usted ya sabe que la música es mi debilidad. Las mejores
orquestas del mundo, y los mejores cantantes de ópera europeos.
Nunca había asistido a una fiesta tan brillante, ni siquiera en París. Mi
querida sobrina estaba hermosísima. No iba disfrazada. La emoción y la
alegría ponían en su rostro un encanto indefinible. Me di cuenta de que
otra joven, que vestía lujosamente y llevaba un antifaz, miraba a mi
sobrina con especial interés. La había visto ya al comienzo de la velada,
en la terraza del castillo: estaba cerca de nosotros y su actitud
demostraba un vivísimo .interés. La acompañaba una dama, vestida con
el mismo lujo y también cubierta con un antifaz, que tenía el aire
autoritario de una persona de rango.
»En aquel momento estábamos en un salón. Mi pobre sobrina había
bailado mucho y descansaba sentada en una silla, cerca de la puerta. Yo
estaba sentado junto a ella. Las dos damas se acercaron a nosotros y la
más joven ocupó una silla vacía al lado de mi sobrina en tanto que la de
más edad venía a sentarse junto a mí. Empezó hablando consigo
misma, como si estuviera refunfuñando. Luego, aprovechándose de la
impunidad que le confería el antifaz, se dirigió a mí en el tono de una
antigua amiga, llamándome por mi nombre. Sus palabras excitaron mi
curiosidad. Se refirió a las numerosas ocasiones en que nos habíamos
encontrado, en la Corte o en alguna casa elegante. Hizo alusión a
incidentes que yo no recordaba, pero que al serme citados por ella
acudieron de nuevo a mi memoria.
«Sentí que mi curiosidad iba en aumento. Deseaba ardientemente
saber quién se escondía detrás de aquel antifaz, mientras la dama
parecía divertirse con el juego. Entretanto, la joven, a la cual la dama de
más edad llamaba con el extraño nombre de Millarca, había entablado
conversación con mi sobrina. Se presentó a sí misma diciendo que su
madre era una antigua amiga mía, elogió el vestido que llevaba mí niña
y alabó discretamente su belleza. La divirtió con sus agudas
observaciones acerca de la gente que se apiñaba en el salón, y al poco
rato charlaban como si se conocieran de toda la vida. Luego, la joven
desconocida se quitó al antifaz: tenía un rostro bellísimo, de facciones
tan agradables y seductoras que resultaba imposible escapar a su
atractivo. Mi pobre sobrina quedó seducida al .instante. También la
desconocida parecía haber sido fascinada por mi sobrina. Por mi parte,
valiéndome de la familiaridad que permite un baile de disfraces, dirigí
algunas preguntas personales a mi interlocutora.
»—Me ha puesto usted en un brete —confesé, riendo_. ¿Quiere ser
clemente conmigo ahora? ¿Por qué no me hace el honor de quitarse el
antifaz, como ha hecho su hija?
»—Es una petición descabellada —respondió—. ¡Pedir a una dama
que renuncie a un privilegió! Por otra parte, no podría usted
reconocerme: han pasado demasiados años desde que me vio por
primera vez. Mire a mi hija Millarca y comprenderá que ya no puedo ser
joven. Prefiero que no tenga usted ocasión de compararme con la
imagen que conserva de mí. Además, usted no lleva antifaz y no puede
ofrecerme nada a cambio.
»—Recurro a su clemencia —dije.
»_y yo a la suya —replicó.
»—Por lo menos, ya que me ha honrado con su conversación, le
ruego que me diga su nombre. ¿Debo llamarla señora condesa?
»Se echó a reír de buena gana y sin duda hubiera encontrado el
medio de eludir mi pretensión, de no haberse producido un hecho
fortuito... aunque ahora estoy convencido de que todo había sido
planeado minuciosamente
»—Mire... —empezó a decir, pero se vio .interrumpida por la
presencia de un caballero vestido de negro, de extraña apariencia y
rostro exangüe como el de un cadáver, tampoco iba disfrazado. Se
inclinó cortésmente ante mi compañera y dijo:
»—¿Me permite la señora condesa unas palabras en privado.?
»Mi interlocutora se volvió al instante hacia el recién llegado,
llevándose un dedo a los labios para indicarle silencio Luego,
dirigiéndose a mí, se disculpo: le ruego que me guarde el asiento,
general: regresaré en seguida.
»Se alejó en compañía del caballero vestido de negro.
»Vi cómo hablaban animadamente, antes de desaparecer entre la
multitud.
»Mientras me torturaba tratando de identificar a la dama que tan
amablemente parecía recordarme regreso acompañada del mismo
caballero de rostro cadavérico. Oí que este último le decía: «Le advierto,
condesa que el carruaje espera en la puerta". Y, tras inclinarse
profundamente, desapareció.
»-¿De modo que la perdemos a usted, señora condesa? Espero que
será por poco tiempo -aventuré. Y me incliné a mi vez ante ella.
»-Sí, tengo que marcharme –respondió-. Y es posible que mi
ausencia se prolongue unas semanas. Acabo de recibir noticias muy
desagradables,... Y usted, ¿ha recordado ya quién soy?
»—Ya le he dicho que no.
»—.Lo sabrá, descuide. Pero no ahora. Somos amigos, más íntimos
y más antiguos de lo que usted sospecha. Pero ahora no le puedo
revelar mi identidad. Dentro de tres semanas pasaré por su castillo.
Entonces tendré mucho gusto en que reanudemos nuestra vieja
amistad. De momento, estoy muy preocupada por la noticia que acaban
de darme. Tengo que recorrer más de cien millas con la mayor rapidez
posible. Y si no fuese por la reserva que me veo obligada a guardar
acerca de mi identidad, le pediría un favor... Mi pobre hija cayó .del
caballo durante una cacería y fue arrastrada por el animal más de una
milla. Quedó con los nervios destrozados y nuestro médico le recomendó
descanso absoluto. Yo tendré que viajar día y noche, sin interrupción.
Está en juego una vida... pero ya le hablaré de ello la próxima vez que
nos veamos.
»Y a continuación me pidió el favor a que había aludido. Se trataba
de alojar a su hija en mi casa durante su ausencia. Era una petición un
poco rara, por no decir atrevida. La condesa me desconcertó
adelantándose a todas mis posibles suspicacias, diciéndome que
comprendía lo incorrecto de su proceder, pero que, conociéndome como
me conocía, sabía que yo me haría cargo de lo insólito de las
circunstancias que la obligaban a comportarse de aquel modo. Y en
aquel mismo instante, por una fatalidad que debió ser tan premeditada
como todo lo que estaba sucediendo, se acercó mi sobrina pidiéndome
que invitara a su nueva amiga Millarca a pasar unos días en nuestra
casa.
»En cualquier otra ocasión hubiera salido del paso diciéndole que
aguardara hasta que pudiésemos enterarnos de la identidad de aquellas
damas. Pero debo confesar que las facciones delicadas de la joven
desconocida, con su extraordinario poder de fascinación, me habían
conquistado. De modo que consentí estúpidamente en hacerme cargo de
la muchacha mientras durase la ausencia de su madre.
»E1 caballero vestido de negro regresó en busca de mi
interlocutora. Lo último que me pidió la dama fue que no tratara de
averiguar la identidad de la joven hasta su regreso.
»Luego susurró- algunas palabras al oído de su hija; la abrazó
fríamente y se alejó acompañada del fúnebre personaje.
»A la mañana siguiente Millarca se instaló en nuestra casa. En
el fondo, me sentía satisfecho de haber encontrado a una joven tan
agradable para que hiciera compañía a mi sobrina.
»Pero no tardó en surgir el reverso de la medalla. Al principio,
Millarca se quejaba de una gran debilidad; estaba aún convaleciendo del
accidente que había sufrido, y no salía de su habitación antes del
mediodía. Luego descubrimos de un modo casual que, a pesar de que
cerraba siempre la puerta de su habitación con llave, no estaba en ella
todas las horas que la creíamos allí. Un día, de madrugada, la vi andar
bajo los árboles, en dirección a oriente: miraba como una persona en
trance. Pensé que era sonámbula. Pero esta hipótesis no resolvía las
dudas que se me habían planteado. ¿Cómo salía de la habitación, si
estaba cerrada por dentro? ¿Cómo salía de la casa sin abrir puertas ni
ventanas? Mientras me debatía en esta situación contradictoria, se me
presentó una preocupación más grave.
»Mi sobrina languidecía de un modo misterioso. Empezó por
tener espantosas pesadillas, luego dijo que recibía la visita de un
espectro que a veces se parecía a Millarca y otras tenía el aspecto de
una bestia inidentificable que daba vueltas alrededor de su cama. No
tardaron en presentarse otros síntomas: una sensación dolorosa debajo
de la garganta, como si la pincharan con dos alfileres, la impresión de
que se ahogaba y una subsiguiente pérdida del conocimiento...»
¡Cuál no sería mi emoción al oír describir los síntomas que yo
misma había experimentado! Especialmente de haber oído la descripción
de las costumbres y características de nuestra hermosa invitada,
Carmilla.
Habíamos legado al término de nuestro viaje. Ante nosotros se
extendían las ruinas de un pueblo, entre gigantescos árboles.
Descendimos en silencio del carruaje; todos estábamos absortos en
nuestros pensamientos. Subimos una empinada cuesta y nos
encontramos ante el castillo de Karstein.
-He aquí su palacio –dijo el general-. Era una estirpe malvada.
Resulta difícil creer que incluso después de muertos puedan seguir
infectando a la humanidad con su horrible concupiscencia. Miren: allí
está la capilla.
Señaló un edificio de estilo gótico escondido entre le follaje.
-Oigo el hacha de un leñador muy cerca de aquí –continuó-. Quizá
pueda facilitarnos la información que buscamos y señalarnos la tumba
de Mircalla, condesa de Karstein. A veces, estos aldeanos conservan el
recuerdo de las tradiciones locales acerca de las grandes familias...
-En casa tengo un retrato de de Mircalla, condesa de Karstein –dijo
mi padre-. ¿Le gustaría verlo?
-Desde luego. Pero tenemos tiempo de sobra –respondió el general-
. Creo haber visto el original, y espero convencerme después de
explorar la capilla.
-¡Cómo! –exclamó mi padre-. ¿Pretende haber visto a la condesa
Mircalla? Pero, ¡si hace más de un siglo que murió!
-No está tan muerta como la gente cree –replicó el general.
Cuando pasábamos por debajo del arco que daba acceso a la capilla
gótica en ruinas, añadió:
-En los pocos años que me quedan de vida sólo deseo tener ocasión
de una cosa: vengarme. Y, afortunadamente, la venganza puede
realizarse aún por medio de un brazo mortal.
-¿De qué venganza está hablando? – preguntó mi padre, cada vez
más asombrado.
-Quiero cortar la cabeza del monstruo – respondió el general en un
acceso de cólera, golpeando el suelo con le pie y alzando sus manos
como si empuñara un hacha invisible y la blandiera ferozmente en el
aire.
-¡Qué es lo que dice! – gritó mi padre.
-Le cortaré la cabeza con una hacha, con una hoz, con cualquier
herramienta que pueda servir para rebanarle el cuello a un criminal
¡Mirad! –gritó, temblando de rabia-. Esta madera servirá de cepo. Veo
que su hija está cansada: déjela reposar.
Me deje caer sobre un bloque de madera medio oculto entre los
hierbajos que salían por entre las losas del pavimento de la capilla.
Entretanto, el general llamó al leñador que estaba podando las ramas
secas de los árboles muy cerca de allí. Se nos acercó un viejo fornido,
que llevaba un hacha en la mano, pero resultó que no sabía nada acerca
de aquellas rumas. Sin embargo, nos informó que conocía a un guarda
forestal que vivía a unas leguas de distancia y que podría hablarnos de
todas y cada una de las piedras de la capilla.
—¿Hace mucho tiempo que trabaja usted en este bosque? —le
preguntó mi padre.
—Hasta hace poco tiempo he sido leñador a las órdenes del guarda
forestal. Mi padre, mi abuelo y toda mi familia durante generaciones,
hemos tenido el mismo oficio Podría mostrarles las casas en que
vivieron mis antepasados.
—¿Por qué quedó deshabitado el pueblo?
—Porque recibía la visita de los espectros. Parece ser que los
persiguieron hasta sus tumbas, exhumaron los cadáveres con los
medios acostumbrados y fueron destruidos en la forma habitual:
decapitados, traspasados con un palo y quemados. Sin embargo,
muchos aldeanos habían perdido la vida. A pesar de todos los esfuerzos
que se hicieron a pesar de abrir tantas tumbas y de privar a tantos
vampiros de su horrible existencia, el pueblo no quedó totalmente libre
de la influencia diabólica. Pero un noble moravo que vino a estudiar esta
parte del país, oyó hablar de estos hechos y, siendo experto en la
materia como otros muchos compatriotas suyos, se ofreció para librar al
pueblo de aquella obsesión. Y he aquí lo que hizo: una noche de luna
llena, trepó a la torre de la capilla poco después de ponerse el sol. Se
quedó allí de guardia hasta que vio salir al vampiro de la tumba y.
despojarse de su blanco sudario para dirigirse al pueblo, a fin de
atormentar a sus habitantes. Una vez se hubo alejado el vampiro, el
extranjero descendió de la torre, recogió el sudario y volvió a
encaramarse a su observatorio. Cuando el vampiro regresó de su
expedición y no encontró el sudario en el lugar donde lo había dejado,
empezó a aullar, enfurecido por la pérdida de su atavío fúnebre. El
moravo, entonces, llamó al vampiro y le desafió a que subiera a lo alto
de la torre para recuperar su sudario. El vampiro aceptó el reto y
empezó a trepar por el campanario. Pero cuando estaba a punto de
alcanzar la cima, el moravo le golpeó con su sable en la cabeza,
partiéndole el cráneo en dos y haciéndole caer al fondo de la capilla.
Luego bajó de la torre, decapitó al vampiro y al día siguiente entregó la
cabeza y el cuerpo a los aldeanos, que lo atravesaron con un palo y lo
quemaron, según las reglas establecidas para estos casos. El noble
moravo estaba autorizado por un documento de la familia Karstein a
cambiar el emplazamiento de la tumba de la condesa Mircalla, cosa que
hizo, sin que nadie sepa el lugar .donde está enterrada actualmente.
—¿Puede usted decirme dónde estaba antes? —preguntó el general.
Pero el leñador debía tener un trabajo urgente porque, olvidándose
de recoger su hacha, se marchó sin contestar a la pregunta. Y mi padre
y yo nos quedamos a escuchar el final del relato del general.
«Mi querida sobrina empeoraba a ojos vista. El médico ignoraba la
naturaleza exacta de su enfermedad. Al darse cuenta de mi
preocupación, propuso una consulta con uno de los mejores médicos de
Gratz. Era un hombre que conocía a fondo su profesión y tenía mucha
experiencia. Después de haber examinado a mi sobrina, los dos médicos
se encerraron en la biblioteca para conferenciar. Desde la habitación
contigua pude oír sus voces, de un tono mucho más violento de lo que
cabía esperar en una discusión puramente científica. Llamé a la puerta y
entré. El viejo medico de Gratz defendía su teoría. Su colega la
impugnaba con evidente ironía, y de cuando en cuando no podía evitar
el reírse francamente de las sugerencias de su colega. Mí entrada
interrumpió la discusión.
«_General —me dijo nuestro médico—, parece ser que mi ilustre
colega opina que tenemos más necesidad de un brujo que de un
médico.
«—Perdone, perdone —replicó el viejo médico de Gratz con
evidente disgusto—. Daré mi opinión —y a mi modo—» en otra ocasión.
De momento, siento decirle que mi intervención no puede ser de
ninguna utilidad. De todos modos, antes de marcharme tendré el honor
de hacerle una sugerencia.
»Se sentó ante una mesa y empezó a escribir.
«Parecía que la consulta no había dado resultado alguno. Me estaba
paseando por el jardín, sumamente agita-do cuando se me acercó el
viejo médico de Gratz. Se disculpó por molestarme y me dijo que, en
conciencia, no podía marcharse sin ofrecerme una explicación. Dijo que
tema la seguridad de no equivocarse: no existía ninguna enfermedad
con aquellos síntomas, y la muerte de mi sobrina era inminente. Le
quedaba solamente un día, tal vez dos, de vida. Si lograba detener el
proceso fatal, quizá pudiese recobrar las fuerzas. Pero, en su estado
actual, bastaría otro ataque para extinguir la última llama de vida.
»_¿y de qué naturaleza es el ataque a que alude usted? —le
pregunté.
»-En esta nota se lo explico todo. Llame a un sacerdote y abra y lea
la carta solamente en su presencia. Puede que no la comprenda, pero
tenga en cuenta que es una cuestión de vida o muerte: Si no encuentra
un sacerdote inmediatamente, puede leerla usted solo.
»En los alrededores no había ningún sacerdote, por lo que me
decidí a leer la carta. En cualquier otro momento me hubiese reído de su
contenido. Pero, .¡a cuántas charlatanerías se somete uno cuando está
en una situación apurada cuando todos los medios conocidos han
fracasado y está en peligro la vida de un ser querido! El médico decía en
su carta que la enferma recibía la visita de un vampiro. Las punzadas
que había notado en la garganta habían sido producidas por los dientes
afilados y largos de uno de aquellos horripilantes seres. No cabía la
menor duda, añadía, dado el lugar donde se habían producido los
pinchazos, que se trataba de la mordedura típica de un vampiro, cosa
que confirmaría cualquier experto.
>>Yo era bastante escéptico en lo que respecta a la existencia de
fantasmas y vampiros en general. En aquel momento, al pensar en la
teoría expuesta por el anciano médico, me dije a mí mismo que una
gran erudición y una despejada inteligencia pueden ir aliadas con la
locura. Pero estaba tan desesperado, que decidí seguir las instrucciones
contenidas en la carta.
>>Me escondí en el tocador que comunicaba con el cuarto de la
pobre enferma, alumbrada toda la noche por una vela, y esperé a que
mi sobrina se durmiera. A través de la rejilla situada encima de la
puerta del tocador miraba el sable que había colocado sobre una mesa,
por prescripción del médico. Al cabo de un rato vi una forma oscura que
se arrastraba a los pies de la cama y que se lanzaba súbitamente al
cuello de mi sobrina, al tiempo que se transformaba en una gran masa
palpitante. Me quedé como petrificado por espacio de unos segundos.
Luego abrí la puerta del tocador, empuñé el sable y me acerqué a la
cama. El monstruo se dejó caer al suelo y se quedó inmóvil junto al
lecho. Me miraba fijamente, con una expresión de ferocidad en sus
pupilas. A pesar de lo horrible de su aspecto, pude reconocer a Millarca.
Descargué el sable con todas mis fuerzas, pero el monstruo estaba ya
junto a la puerta. No sé cómo describir lo que sucedió aquella horrible
noche. Todos los moradores de la casa se despertaron y se pusieron en
movimiento. El espectro de Millarca había desaparecido. Pero su víctima
se agravó rápidamente y a primeras horas de la madrugada falleció.>>
El anciano general estaba descompuesto. Mi padre y yo
permanecimos en silencio. Al cabo de un rato, mi padre avanzó por la
capilla, leyendo cuidadosamente las inscripciones de las lápidas. El
general por su parte, se había apoyado en el muro y se enjugó los ojos
con un pañuelo. Las voces familiares de Carmilla y de la señorita
Lafontaine, que en aquel momento se acercaban, me reanimaron.
De repente, por debajo de un arco rematado por uno de aquellos
monstruos grotescos que brotaban de la imaginación de los antiguos
escultores góticos, vi aparecer la seductora figura de Carmilla. Me puse
en pie para contestar a su sonrisa, particularmente atractiva, cuando el
viejo general lanzó un grito y se interpuso entre nosotras, blandiendo el
hacha que el leñador se había dejado olvidada.
El rostro de Carmilla había sufrido una transformación brutal.
Retrocedió. Pero, antes de que yo pudiera gritar, el general descargó el
hacha sobre ella con todas sus fuerzas. Carmilla pareció inclinarse hacia
delante a consecuencia del golpe, pero en realidad lo que hizo fue coger
la muñeca del general con su delicada mano. El anciano se debatió
vigorosamente, luchando por soltarse, pero se vio obligado a abrir la
mano y dejar caer el hacha. Carmilla desapareció como si se la hubiera
tragado el aire. El general, tambaleándose, se apoyó en el muro. Sus
cabellos estaban erizados y su rostro aparecía empapado en sudor.
Estaba pálido como un muerto. Todo lo que acabo de contar sucedió en
un par de segundos. No sé si llegué a perder el conocimiento. Lo
primero que recuerdo después de la desaparición de Carmilla es la voz
de la señora Perrodon, preguntándome:
-¿Dónde está la señorita Carmilla?
Por fin pude contestar que no lo sabía.
-Ha salido de aquí hace un momento – dije, señalando la puerta por
la cual había entrado la señorita Perrodon.
-Yo estaba allí y no la he visto.
Inmediatamente empezó a llamarla por su nombre, sin obtener
respuesta.
-¿Se hace llamar Carmilla? –inquirió el general, que no se había
recobrado totalmente.
-Efectivamente – respondí.
-Carmilla... Millarca... –murmuró el general-. No cabe ninguna
duda, es la misma que en otro tiempo se llamó Mircalla de Karstein.
Querida Laura, márchese inmediatamente de esta tierra maldita. Creo
que no verá nunca más a Carmilla.
Mientras el general pronunciaba estas palabras, entró en la capilla
uno de los hombres más extraños que he visto en mi vida. Era alto,
delgado, muy cargado de hombros y vestía de negro. Tenía la tez
morena y surcada de profundas arrugas. Llevaba un sombrero pasado
de moda, adornado con una enorme pluma. Sus cabellos largos y
grasientos caían sobre su espalda. Andaba lentamente, arrastrando los
pies. Usaba anteojos con montura de oro y su mirada se fijaba
alternativamente en el techo de la capilla y en el pavimento. Sus largos
y delgados brazos oscilaban continuamente, como el péndulo de un
reloj.
-¡Éste es mi hombre –gritó el general al verlo, precipitándose a su
encuentro con manifiesta alegría-. ¡Mi querido barón! ¡Cuánto me alegra
verle! No esperaba encontrarle tan pronto.
Llamó con un gesto a mi padre, que, entretanto, había regresado
de su exploración, y le presentó a aquel extraño personaje, llamándolo
simplemente “barón”. Inmediatamente, los tres hombres se enfrascaron
en una animada conversación. El desconocido sacó de su bolsillo un
raído plano y lo extendió sobre le graito rosado de una tumba. Con un
lápiz, empezó a trazar líneas de un extremo a otro del plano,
consultando con la vista determinados lugares de la capilla, lo cual me
hizo suponer que se trataba de un plano del edificio en que nos
hallábamos. También consultaba a menudo un cuaderno de notas sucio
y amarillento, cuyas páginas estaban llenas de una apretada escritura.
Los tres hombres acabaron por dirigirse hacia el lado opuesto a
aquel en que yo me encontraba y luego empezaron a medir la distancia
en pasos entre las tumbas. Finalmente, se detuvieron ante el muro y lo
examinaron atentamente, levantando la hiedra que lo cubría en aquel
lugar. No tardaron en descubrir una lápida de mármol, sobre la cual
aparecían esculpidas unas letras.
Ayudados por el leñador, que había regresado en busca de su
hacha, arrastraron hasta un lugar luminado la enorme lápida. Se
trataba, en efecto, del sepulcro de Millarca, condesa de Karstein. El
general alzó las manos al cielo en silenciosa acción de gracias.
-Mañana –oí que decía- vendrá el Comisario. Actuaremos de
acuerdo con los preceptos legales.
Luego, encarándose con el anciano de los lentes con montura de
oro, le estrechó calurosamente las manos.
-¿Cómo puedo agradecerle su ayuda, barón? ¿Cómo podríamos
expresarle nuestra gratitud? Ha librado usted a esta comarca de una
horrible plaga. Gracias a usted, hemos podido localizar al más odioso de
los monstruos.
Mi padre se acercó a mí y me abrazó y besó repetidas veces.
-Ya es hora de que regresemos a casa –dijo.
Sus palabras sonaron a mis oídos como música celestial, pues
nunca me había sentido tan cansada como en aquel momento.
Una vez en el castillo, mi satisfacción se trocó en espanto al
descubrir que no había noticias de Carmilla. No me dieron ninguna
explicación acerca de lo que había ocurrido en las ruinas del castillo, y
era evidente que mi padre prefería, por el momento, conservar el
secreto.
La ausencia de Carmilla, que en aquellas circunstancias resultaba
de lo más siniestro, me tenía en vilo. Y mi inquietud aumentó con los
preparativos que se hicieron para pasar aquella noche. Dos sirvientas,.
Además de la señora Perrodon, se quedaron en mi habitación, en tanto
que mi padre y uno de los criados montaban guarida ante la puerta.
Al día siguiente tuvieron lugar en la capilla de Karstein, con las
formalidades de rigor, los actos previstos. Se abrió la tumba de la
condesa de Karstein. El general y mi padre reconocieron en ella a la
bellísima y pérfida invitada. A pesar de que llevaba enterrada más de
ciento cincuenta años, sus facciones estaban llenas de vida. Tenía los
ojos completamente abiertos. El cadáver no parecía haber sufrido
descomposición.
Los dos médicos que asistían a la ceremonia atestiguaron el hecho
prodigioso de que el cadáver respiraba, aunque muy débilmente, y que
era posible captar los leves latidos de su corazón. Los miembros
conservaban su flexibilidad y la carne era elástica. El féretro de plomo
estaba lleno de sangre, que empapaba al cadáver. Se trataba de un
caso de vampirismo. De acuerdo con la santiguas prácticas, alzaron el
cadáver y atravesaron su pecho con una estaca. Luego le cortaron la
cabeza, y del cuello seccionado brotó un chorro de sangre. A
continuación, colocaron el cuerpo y la cabeza sobre un montón de leña y
le prendieron fuego, hasta que no quedó más que un montón de
cenizas. Las cenizas fueron dispersadas a los cuatro vientos, y a partir
de entonces la región quedó libre de vampiros.
Mi padre conserva una copia del informe de la Comisión Imperial,
con la firma de todos los que presenciaron aquella horrible ceremonia.
De este documento oficial he copiado la descripción de la macabra
escena.
No he contado estos hechos serenamente. ¡Oh, no! No puedo
pensar en aquellos sucesos sin sentirme profundamente trastornada. Si
no me lo hubieran solicitado tantas veces, nunca me hubiese decidido a
escribir la historia de unos sucesos que destrozaron –quizá para
siempre- mis nervios, proyectando la sombra de aquel horror indecible
que, a pesar de los años transcurridos, continúa acosándome día y
noche, haciéndome insoportable la soledad.
Añadiré algunas palabras acerca del extraño barón de Vonderburg,
gracias a cuya erudición fue posible el descubrimiento de la tumba de la
condesa Mircalla.
Vivía en Grantz, de una pequeña renta –todo lo que le quedaba de
la fortuna de su familia-, y se dedicaba al estudio del vampirismo, en
todas sus formas. Había leído todo lo que se había escrito sobre la
materia: la Magia Posthuma, el Phlegon de mirabilius, el Agustines de
curo pro mortis, el Phgilosophicae et christinae cogtitatones devampiriis,
de John Chistofer Heremberg, y muchos otros libros de los cuáles sólo
recuerdo algunos de los que prestó a mi padre.
Tenía un voluminoso archivo de todos los casos judiciales incoados
por vampirismo, y de ellos había deducido algunos principio
fundamentales acerca de los vampiros.
Por ejemplo, la palidez mortal que se atribuye a esa clase de
espectros es pura ficción literaria. En realidad, tanto en la tumba como
cuando se muestran públicamente tienen un aspecto saludable. Cuando
se abre su féretro aparecen las mismas señales que demostraron que la
condesa de Karstein , fallecida siglo y medio antes, era un vampiro.
Lo más inexplicable era y sigue siendo cómo pueden salir de su
tumba y regresar a ella. La doble vida de los vampiros se mantiene
gracias al sueño cotidiano en la tumba. Su monstruosa avidez de sangre
de seres vivos les proporciona la energía necesaria para subsistir
durante las horas de vigilia. El vampiro está propenso a ser víctima de
vehementes pasiones, parecidas a las del amor, ante determinadas
personas. Para obtener su sangre, pone en juego un paciencia infinita y
recurre a toda clase de estratagemas a fin de superar los obstáculos que
le separan del objeto deseado. No desiste de su empresa hasta que su
pasión ha sido colmada y ha podido sorber la vida de la codiciada
víctima. Llegan incluso a contraer matrimonio con ella, prorrogando su
placer criminal con el refinamiento de un epicúreo. Pero con más
frecuencia se encamina directamente a su objetivo, vence por la fuerza
y devora a su víctima en un festín.
Parece que el vampiro, algunas veces debe sujetarse a
determinadas condiciones. En el ejemplo que acabo de relatar, Mircalla
debía limitarse al uso de un nombre que, si no era siempre exactamente
el suyo, debía contener todas las letras que lo componían: Mircalla,
Carmilla, Millarca...
Mi padre explicó al barón de Vordenburg, que fue nuestro huésped
durante un par de semanas, la historia del caballero moravo y del
vampiro de la capilla de Karstein, y le preguntó al barón cómo había
podido descubrir el emplazamiento exacto de la tumba, tanto tiempo
ignorada, de la condesa Mircalla.
El barón sonrió enigmáticamente. Miró el estuche de sus anteojos,
que tenía en la mano, lo sopesó unos instantes y luego alzando de
nuevo la mirada, dijo:
-Poseo muchos escritos y documentos de aquel notable personaje.
El más curioso es una especie de narración acerca de su visita a
Karstein, que usted acaba de mencionar. Naturalmente, la leyenda
deforma siempre los hechos. Es posible que le tomaran por un noble
moravo, ya que se había cambiado de nombre. En realidad era un noble
que había nacido en la alta Estiria. En sui juventud había sido el amante
apasionado y predilecto de la bellísima Mircalla, condesa de Kartsein. La
muerte prematura de su amada le abismó en un dolor inconsolable.
Creo necesario aclarar que los vampiros pueden multiplicarse y crecer,
de acuerdo con una ley que rige para esos monstruos. Suponed un lugar
completamente libre de esta amenaza. ¿Cómo es que se presenta y se
desarrolla?
“Imaginen ustedes que un individuo, suficientemente perverso, se
mata. En determinadas circunstancias, los suicidas pueden
transformarse en vampiros. Este vampiro empieza a visitar a los seres
vivos mientras duermen. Estos últimos se mueren y, una vez
sepultados, se transforman casi invariablemente en vampiros. Eso fue lo
que le sucedió a la bellísima Mircalla, que era visitada por uno de esos
monstruos. Mi antepasado Vordenburg, cuyo título llevo, descubrió esta
historia y en el curso de los estudios a los cuales se había dedicado
profundizó mucho en esta materia. Entre otras cosas, llegó a la
conclusión de que se sospechaba del vampirismo de la condesa que, en
vida, fue su ídolo. Se horrorizó ante la idea de que sus restos pudieran
ser profanados en una póstuma ejecución. Dejó un curioso documento
que demuestra que el vampiro, una vez privado de su doble existencia,
queda condenado a otra aún más terrible. Y decidió, en consecuencia,
preservar de esa posibilidad a su amada Mircalla. Simulando un viaje de
estudios, se trasladó a Karstein y consiguió hacer desaparecer el rastro
y el recuerdo de la tumba de Mircalla. Pero, pasados unos años y
próximo al final de sus días, pensando en el mundo que pronto iba a
abandonar, consideró bajo otro aspecto lo que había hecho y se sintió
aterrado.
“Trazó los diseños y las notas que me han servido de guía, y
confesó por escrito lo que había llevado a cabo. Tal vez pensó hacer algo
más positivo, pero la muerte se lo impidió. Sólo valiéndose de la mano
de uno de sus descendientes ha podido dirigir, demasiado tarde para
muchos, la búsqueda del monstruo.”
Más tarde, en el curso de una conversación añadió:
-Una de las pruebas del vampirismo es la fuerza de las manos. La
frágil mano de Mircalla apretó como dogal de acero la mano del general,
cuando éste levantó el hacha para matarla. La fuerza de la mano de un
vampiro deja una huella indeleble en su presa, produciendo un atrofia
que se cura sólo muy lentamente, y no en todos los casos.
La primavera siguiente la pasé en Italia con mi padre. Viajamos
durante un año. Necesité mucho tiempo para que el horror de aquellos
hechos fueran disolviéndose en mi recuerdo. Incluso ahora, a muchos
años de distancia, la imagen de Carmilla se me aparece frecuentemente
en sus diversos y cambiantes aspectos: unas veces es la hermosísima y
lánguida joven; otras, el monstruo que vi en las ruinas del castillo... Y a
menudo, en medio de una pesadilla, tiemblo de miedo porque me
parece oír los leves pasos de Carmilla que se acercan a la puerta de mi
habitación.

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