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miércoles, 1 de diciembre de 2010

Más allá de los confines del mundo



Más allá de los confines del mundo

Una Trilogía por Lord Dunsany

Nota del Editor:
Más allá de los confines del mundo, en el País del Sueño, se extiende el valle del Yann donde el poderoso río de ese nombre, que surge en las Colinas de Hap, perezosamente sigue su camino por los grandiosos acantilados amatista evocadores de ensueño, por bosques cargados de orquídeas y antiguas y misteriosas ciudades, hasta llegar a las Puertas del Yann y fundirse en el océano.
Hace algunos años un poeta que vistaba aquella tierra viajó rio abajo por el Yann en una nave de carga llamada el Pájaro del Río y retornó a salvo a Irlanda, poniendo por escrito en una historia llamada "Días de ocio en el Yann", las maravillas de aquel viaje. En estas circunstancias, este cuento de una belleza maravillosa, se deslizó a un volumen que llamaos "Los cuentos de un soñador" donde actualmente puede ser hallado junto a otros maravillosos relatos del mismo poeta.
A medida que los días pasaban la atracción del río y de los agragables recuerdos de sus compañeros de barco presionaban con mayor urgencia el alma de el poeta, quien nuevamente viajaría Más allá de los Confines del Mundo y llegaría a la corriente del Yann; y resultó que un día entrando a Go-by Street, que se extiende desde el Embankment hacia el Strand y por la que usted y yo usuamente pasamos y posiblemente nunca la vemos, halló la puerta por la cual uno entra hacia el País del Sueño.
Dos veces más ha entrado Lord Dunsany por aquella puerta en Go-by Street, y ha regresado al Valle del Yann y cada vez ha regresado con un cuento, uno, de su búsqueda del Pájaro del Río, el otro, acerca del poderoso cazador que vengó la destrucción de Perdóndaris, donde en un viaje anterior el capitán había amarrafo si barco y comerciado en la ciudad. Todo esto puede aclararse para aquellos que lean estos nuevos relatos y para aquellos que no han recibido previamente ningún reporte desde Más allá de los Confines del Mundo, la editorial reimprime en este columen "Días de Ocio en el País del Yann".

Días de ocio en el Yann

Lord Dunsany

Así bajé a través del bosque hasta la rivera del Yann y encontré, como había sido profetizado, al barco Pájaro del Río a punto de soltar amarras.
El capitán estaba sentado de piernas cruzadas sobre la blanca cubierta, a su lado la cimitarra dentro de su vaina enjoyada, y los marineros afanados en desplegar las ágiles velas para dirigir el barco hacia el centro de la corriente del Yann, cantando durante todo el tiempo dulces canciones antiguas. Y el viento fresco del atardecer, que desciende desde los ventisqueros donde tienen sus moradas montañosas los dioses distantes, llegó súbitamente, como las buenas nuevas a una ciudad ansiosa, a las velas con forma de alas.
Y así llegamos a la corriente central, donde los marineros bajaron las grandes velas. Pero yo había ido a dar mis reverencias al capitán, y a consultarle acerca de los milagros y apariciones de los más sagrados dioses entre los hombres, cualquiera fuera la tierra de su procedencia. Y el capitán respondió que venía de la lejana Belzoond, y que adoraba a los dioses más pequeños y humildes, aquellos que rara vez enviaban la hambruna o el trueno y que eran fácilmente aplacados con pequeñas batallas. Y yo le conté que venía de Irlanda, que está ubicada en Europa, ante lo cual el capitán y sus marineros rieron porque, dijeron, "No hay lugares como ese en todo el País del Sueño". Cuando acabaron de burlarse de mí, les expliqué que mi imaginación moraba principalmente en el desierto de Cuppar-Nombo, en una hermosa ciudad llamada Golthoth la Maldita, que era custodiada completamente por los lobos y sus sombras, y que ha estado deshabitada por años y años debido a una maldición dicha en la ira de los dioses y que desde entonces no han podido revocar. Y algunas veces mis sueños me llevaban tan lejos, hasta Pungar Vees, la ciudad de los muros rojos donde se encuentran los manantiales, la que comercia con Isles y Thul. Cuando dije esto me felicitaron por la morada de mis sueños, diciendo que, aunque ellos jamás han visto dichas ciudades, lugares como esos pueden bien ser imaginados. Durante el resto de la velada negocié con el capitán la suma que debería pagarle por el viaje, si Dios y la marea del Yann, nos llevaban a salvo hasta los arrecifes junto al mar, llamados Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann.
Y ahora el sol se había puesto, y todos los colores del mundo y del cielo han conservado un festival con él, y se han escabullido, uno a uno, antes de la inminente llegada de la noche. Los papagayos de ambas riberas han volado a casa, hacia la jungla; los monos, en hileras, sobre las altas ramas de los árboles, estaban en silencio y dormidos; las luciérnagas, en las profundidades del bosque, iban de arriba abajo; y las grandiosas estrellas salieron brillando para contemplar la superficie del Yann. Entonces los marineros encendieron las linternas y las colgaron alrededor del barco, y la luz destelló repentinamente sobre un Yann encandilado, y los patos que se alimentan a lo largo de sus cenagosas márgenes se elevaron de súbito, y trazaron amplios círculos en el aire, y vieron las distantes extensiones del Yann y la niebla blanca que suavemente cubría la selva, antes de retornar nuevamente a sus ciénagas.
Y entonces los marineros se arrodillaron sobre las cubiertas y oraron, no todos a la vez, sino cinco o seis por turno. Lado a lado se arrodillaron juntos cinco o seis, porque sólo oraban al mismo tiempo aquellos hombres con distintas fés, así ningún dios tendría que oír a dos hombres rezándole a la vez. Tan pronto como alguno terminaba su oración, otro de la misma fe tomaría su lugar. De esta forma, se arrodillaba la fila de cinco o seis con las cabezas inclinadas bajo las flameantes velas, mientras la corriente central del Río Yann los llevaba hacia el océano, y sus oraciones subían entre las lámparas dirigiéndose hacia las estrellas. Y detrás de ellos, en el final del barco, el timonel oraba en voz alta la oración del timonel, que es rezada por todos aquellos que ejercen su oficio en el Río Yann, cualquiera sea la fe que tuviera. Y el capitán oraba a sus pequeños dioses menores, a los dioses que bendicen Belzoond.
Y yo también sentí que podría rezar. Sin embargo, no me gustaba rezarle a un Dios celoso, allí donde los frágiles y afectuosos dioses, que son adorados por los paganos, son humildemente invocados; entonces pensé, en cambio, en Sheol Nugganoth, a quien los hombres de la selva han abandonado desde hace mucho, quien no es ahora venerado y está solitario; y a él le recé.
Y sobre nosotros rezando, la noche súbitamente cayó, así como cae sobre los hombres que oran al atardecer y sobre aquellos hombres que no lo hacen; sin embargo, nuestras plegarias aliviaron nuestras almas al pensar en la Gran Noche por venir.
Y así el Yann nos condujo magníficamente adelante, pues estaba exaltado por la nieve derretida que el Politiades le trajo desde las Colinas de Hap, y el Marn y el Migris estaban engrosados con las crecidas; y nos llevo en su fuerza por Kyph y Pir, y vimos las luces de Goolunza.
Pronto todos dormíamos excepto el timonel, quien mantenía el barco en la corriente central del Yann.
Cuando el sol salió el timonel cesó de cantar, pues con el canto alegraba la noche solitaria. Al cesar la canción súbitamente todos despertamos, y otro tomó el timón, y el timonel durmió.
Sabíamos que pronto llegaríamos a Mandaroon. Nos preparamos una merienda, y Mandaroon apareció. Entonces el capitán comandó, y los marineros soltaron nuevamente las grandiosas velas, y el barco viró y abandonó la corriente del Yann y se acercó a un puerto bajo los rojizos muros de Mandaroon. Entonces, mientras los marineros iban y recogían frutas, yo me dirigí solo a la entrada de Mandaroon. Unas cuantas cabañas se encontraban fuera de ella, en las cuales habitaba el guardia. Un vigilante con una larga y blanca barba se encontraba en la puerta, armado de una herrumbrosa lanza. Usaba unos grandes anteojos, que estaban cubiertos de polvo. A través de la puerta vi la ciudad. Una quietud mortal se cernía sobre ella. Los caminos no parecían haber sido hollados, y el moho era grueso en las entradas de las puertas; en el mercado varias figuras acurrucadas dormían. Había un aroma a incienso y a amapolas quemadas, y un murmullo constante de campanas distantes. Le dije al guardia, en la lengua de la región del Yann, "Por qué todos duermen en esta apacible ciudad?"
Él contestó: "Nadie puede hacer preguntas en esta puerta por miedo a despertar a las personas de la ciudad. Pues cuando la gente de esta ciudad despierte, los dioses morirán. Y cuando los dioses mueren los hombres no pueden soñar nunca más". Y comencé a preguntarle qué dioses eran venerados en aquella ciudad, pero él levantó su lanza pues nadie debe hacer preguntas allí. Así que lo deje y volví al Pájaro del Río.
Ciertamente Mandaroon era bella, con sus blancos pináculos despuntando sobre sus rojizas murallas, y el verde de sus tejados de cobre.
Cuando regresé al Pájaro del Río, descubrí que los marineros habían retornado al barco. Pronto levamos anclas y navegamos nuevamente, y una vez más alcanzamos el centro del río. Y ahora el sol se estaba moviendo hacia las alturas, y allí en el Río Yann nos alcanzó la melodía de aquellas innumerables miríadas de coros que lo acompañan en su progreso alrededor del mundo.
Las pequeñas criaturas de muchas piernas habían extendido fácilmente sus diáfanas alas en el aire, como un hombre reposa sus codos en un balcón, y dieron jubilosas y ceremoniales alabanzas al sol; o se movían juntas en el aire oscilando en ágiles e intrincadas danzas; o se desviaban para evitar la arremetida de alguna gota de agua sacudida por el viento desde una orquídea de la jungla, templando el aire e impulsándolo delante de ellas, mientras se precipitaba zumbando, en su prisa, sobre la tierra; sin embargo, todo el tiempo cantaban triunfalmente. "Porque el día es para nosotras", decían, " sea que nuestro gran y sagrado padre, el Sol, cree más vida como nosotras desde el cieno, o si todo el mundo terminase esta noche". Y allí cantaban todas aquellas notas conocidas por oídos humanos, así como aquellas cuyas numerosas notas que jamás han sido escuchadas por el hombre.
Para aquellas un día lluvioso habría sido como una era de guerra que desolaría continentes durante una vida de hombre.
Y también aparecieron, desde la oscura y vaporosa jungla, para contemplar y regocijarse en el Sol, las gigantes y perezosas mariposas. Y danzaron, pero danzaron indolentemente, por los caminos del aire, como lo haría alguna altiva reina de tierras lejanas y conquistadas, en su pobreza y exilio en algún campamento de gitanos, por el pan para sobrevivir, sin embargo, más allá de aquello, jamás disminuiría su orgullo de danzar por un momento más.
Y las mariposas cantaron acerca de cosas extrañas y coloreadas, sobre orquídeas púrpuras y sobre perdidas ciudades rosa, y sobre los monstruosos colores de la selva descompuesta. Y también ellas estaban entre dichas voces no discernibles por oídos humanos. Y mientras flotaban sobre el río, yendo de bosque en bosque, su esplendor era rivalizado por la belleza hostil de los pájaros que se lanzaban a perseguirlas. O algunas veces se posaban sobre las flores, que parecían de cera, de la planta que se arrastra y trepa por los árboles del bosque; y sus alas púrpuras fulguraban desde las flores, como las caravanas que van desde Nurl a Thace, las brillantes sedas llameando sobre la nieve cuando los astutos mercaderes las despliegan, una a una, para asombrar a los montañeses de las Colinas de Noor.
Sin embargo, sobre hombres y bestias, el sol envió somnolencia. Los monstruos del río, a lo largo de sus márgenes, yacían dormidos en el cieno. Los marineros armaron una tienda en cubierta, con borlas doradas para el capitán, y todos se deslizaron, excepto el timonel, bajo una vela que habían colgado como un toldo entre dos mástiles. Entonces narraron historias, cada una de la propia ciudad o sobre los milagros de su dios, hasta que todos cayeron dormidos. El capitán me ofreció el amparo de su tienda de borlas doradas, y allí hablamos por un rato, él contándome que llevaba mercancía a Perdóndaris, y que llevaría de vuelta a la hermosa Belzoond cosas relacionadas con los asuntos del mar. Entonces, mientras miraba a través de la apertura de la tienda a las brillantes aves y mariposas que cruzaban y cruzaban sobre el río, me dormí, y soñé que era un monarca entrando a su capital bajo arcos de estandartes, y todos los músicos del mundo estaban allí, tocando melodiosamente sus instrumentos; pero nadie se alegraba.
En la tarde, cuando el día refrescó nuevamente, desperté y encontré al capitán ciñéndose su cimitarra, la que se había quitado para descansar.
Y ahora nos estábamos acercando a la gran corte de Astahan, que se abre sobre el río. Extraños botes de antaño se encontraban encadenados a las escalinatas. Al acercarnos vimos el atrio abierto de mármol, donde en tres de sus lados se alzaba la ciudad sobre columnas. Y la gente de aquella ciudad paseaba por el patio y las columnas con solemnidad y cuidado, de acuerdo a los ritos de ceremoniales antiguos. Todo en dicha cuidad era de antigua factura; la talla de las casas, que, cuando el tiempo las ha quebrado, se han mantenido sin ser reparadas, era de los tiempos más remotos, y por todas partes había representaciones en piedra de bestias que hace mucho tiempo dejaron de existir sobre la Tierra--el dragón, el grifo y el hipogrifo, y las distintas especies de gárgolas. Nada podía encontrarse en Astahahn, ya fuera material o costumbre, que fuera nuevo. De esta forma, ellos no tomaron nota de nuestra presencia, sino que continuaron sus procesiones y ceremonias en la antigua ciudad, y los marineros, conociendo su tradición, no tomaron nota de ellos. Pero yo, al acercarnos, me dirigí a uno que se encontraba al borde del agua, preguntándole qué hacían los hombres en Astahahn y cuál era su mercancía, y con quién la comerciaban. Él dijo: "Aquí hemos encadenado y esposado al Tiempo, quien de otra manera asesinaría a los dioses".
Le pregunté qué dioses veneraban en dicha ciudad, y él dijo: "Todos aquellos dioses que el Tiempo no ha matado aún". Entonces se dio la vuelta y no diría nada más, y se afanó en comportarse de acuerdo a la antigua costumbre. De esta forma, de acuerdo a la voluntad del Yann, nos dirigimos hacia delante y dejamos Astahahn, y encontramos en mayores cantidades a aquellas aves que hacen de los peces sus víctimas. Y eran de plumaje maravilloso, y no venían de la jungla, sino que volaban, con sus largos cuellos estirados delante de ellos, y sus patas descansado hacia atrás en el viento, directamente río arriba sobre la corriente central.
Y la tarde comenzó a recogerse. Una niebla blanca y gruesa había aparecido sobre el río, y suavemente se estaba elevando. Se asía a los árboles con largos e impalpables brazos, elevándose más y más, enfriando el aire; y unas figuras blancas se alejaban hacia la selva, como si fueran los fantasmas de marineros náufragos buscando furtivamente a aquellos espíritus del mal que hace tanto tiempo los hicieron zozobrar en el Yann.
Mientras el sol se hundía detrás del campo de orquídeas que crecía en las enmarañadas cimas de la selva, los monstruos del río se asomaron, revolcándose, del lodo en el cual habían descansado durante el calor del día, y las grandes bestias de la selva bajaron a beber. Las mariposas, hacía poco, se habían ido a descansar. Y en los pequeños y estrechos estuarios que pasamos, la noche parecía ya haber caído, a pesar de que el sol, que para nosotros había desaparecido, aún no se había puesto.
Y ahora los pájaros de la selva vinieron volando a casa, muy por arriba de nosotros, con la luz del sol resplandeciendo rosada sobre sus pechos, y bajaron sus alas tan pronto como vieron el Yann, y se dejaron caer sobre los árboles. Y la mareca comenzó a subir el río en grandes bandadas, todas silbando, y súbitamente todas virarían e bajarían nuevamente. Y allí, junto a nosotros, estaba el pequeño y tornasolado turro, con su forma de flecha; y oímos los gritos variados de las bandadas de gansos, los cuales, según me contaron los marineros, habían recién llegado cruzando las cordilleras de Lispasian; cada año venían por la misma vía, cerca de la cima del Mluna, dejándolo a su izquierda; y las águilas montañesas conocen el camino por el que vienen y, según los hombres, hasta la misma hora, y cada año las esperan por la misma vía tan pronto como las nieven caen sobre las Planicies del Norte. Pero pronto estuvo tan oscuro que no vimos más a esas aves, y sólo oímos el zumbido de sus alas, y de otras tantas innumerables, hasta que todas se establecieron en las riberas del río, y fue la hora en que las aves nocturnas salen. Entonces los marineros prendieron las linternas para la noche, y aparecieron enormes mariposas nocturnas, aleteando alrededor del barco, y por momentos, sus magníficos colores eran revelados por las linternas, para pasar nuevamente a la noche, donde todo era negrura. Y nuevamente los marineros oraron, y posteriormente cenamos y dormimos, y el timonel tomo nuestras vidas a su cuidado.
Al despertar descubrí que realmente habíamos llegado a Perdóndaris, la famosa ciudad. Pues allí, a nuestra izquierda, se alzaba una ciudad hermosa y notable, y de lo más agradable a la vista, luego de la selva, que estuvo tanto tiempo con nosotros. Y atracamos cerca del mercado, y toda la mercancía del capitán fue exhibida, y un mercader de Perdóndaris la estaba observando. Y el capitán tenía en la mano su cimitarra, y golpeaba furiosamente la cubierta con ella, y las astillas volaban desde los blancos maderos; porque el comerciante le había ofrecido un precio por la mercancía que el capitán había considerado como un insulto, hacia sí mismo y hacia los dioses de su tierra, de quienes ahora hablaba como grandes y terribles y cuyas maldiciones eran espantosas. Sin embargo, el mercader agitó sus manos, las cuales eran realmente gordas, mostrando sus rosadas palmas, y juró que no pensaba en sí mismo, sino solamente en las pobres gentes de las cabañas, más allá de la ciudad, a quienes él deseaba vender la mercancía al precio más bajo posible, sin obtener él ninguna remuneración. Pues la mercancía consistía principalmente en el grueso toomarund, que en el invierno aleja el viento del suelo, y tollub, que la gente quemaba en pipas. Entonces el mercader dijo que si ofrecía un piffek más, la pobre gente se quedaría sin su toomarund para el invierno, y sin su tollub para las tardes, o de otra forma, él y su anciano padre morirían de hambre. En ese mismo instante, el capitán llevó su cimitarra hacia su propia garganta, diciendo que era un hombre arruinado, y que nada más quedaba para él que la muerte. Y mientras cuidadosamente levantaba su barba con la mano izquierda, el mercader miró nuevamente la mercancía y dijo que, en vez de ver morir a un capitán tan valioso, un hombre por el cual había concebido un aprrecio especial al verlo por primera vez manejar su barco, prefería que él y su anciano padre perecieran de hambre, por lo que ofreció quince piffeks más.
Cuando dijo esto, el capitán se posternó y pidió a sus dioses que endulzaran el amargo corazón de este mercader, pidió a sus pequeños dioses menores, a los dioses que bendicen Belzoond.
Finalmente, el mercader ofreció cinco piffeks más. Entonces el capitán lloró pues, dijo, había sido abandonado por sus dioses; y el comerciante también lloró, porque, dijo, pensaba en su anciano padre y en cuán pronto moriría de hambre, y escondió su rostro sollozante entre sus dos manos, y entre los dedos miró nuevamente el tollub. Y así la negociación fue concluida, y el mercader tomó el toomarund y el tollub, pagando por ellos de su grande y tintineante monedero. Y fueron empacados en fardos nuevamente, y tres de los esclavos del mercader los cargaron sobre sus cabezas hacia la ciudad. Y durante todo este tiempo los marineros estuvieron sentados en silencio, las piernas cruzadas en una medialuna sobre la cubierta, ansiosamente siguiendo el negocio, y ahora un murmullo de satisfacción se elevó entre ellos, y comenzaron a compararlo con otros negocios de los que han sabido. Y me enteré por ellos que en Perdóndaris hay siete mercaderes, y que todos habían acudido al capitán, uno a uno, antes que las negociaciones comenzaran, y cada uno le había prevenido, privadamente, en contra de los otros. Y a todos los comerciantes el capitán les había ofrecido el vino de su propia tierra, que se fabrica allá en Belzoond, pero no pudo persuadirlos. Pero ahora que el trato estaba hecho, y los marineros estaban sentados para la primera merienda del día, el capitán apareció entre ellos con un tonel de vino, y lo espitamos con cuidado y nos divertimos en conjunto. Y el corazón del capitán estaba contento pues sabía que era honorable a los ojos de sus hombres, por el negocio que había hecho. De esta forma, los marineros bebieron el vino de su tierra natal, y pronto sus pensamientos regresaron a la hermosa Belzoond y a las pequeñas ciudades vecinas, Durl y Duz.
Sin embargo, para mí, el capitán escanció en un pequeño vaso un poco de vino espeso y amarillo desde una pequeña jarra, que mantenía aparte, entre sus objetos sagrados. Era grueso y dulce, como la miel, pero había en su corazón un fuego poderoso y ardiente, que tenía autoridad sobre las almas humanas. Estaba hecho, me dijo el capitán, con gran delicadeza por el arte secreto de una familia de seis miembros que moraba en una choza en las montañas de Hiam Min. Me dijo que una vez, en aquellas montañas, seguía la huella de un oso y que, súbitamente, se encontró con un hombre de dicha familia que había cazado al mismo oso, y que se encontraba al borde de un estrecho camino rodeado de precipicios, y su lanza estaba clavada en el oso, y la herida no era fatal, y no tenía otra arma. Y el oso se dirigía hacia el hombre, muy lentamente, porque su herida empezaba a molestarle, aunque no estaba muy cerca. Y lo que el capitán hizo no lo contó, pero cada año, tan pronto como las nieves se endurecen y es fácil viajar por el Hian Min, aquel hombre baja al mercado en las praderas, y siempre deja en la puerta de la hermosa Belzoond una vasija de aquel invaluable y secreto vino, para el capitán.
Y mientras sorbía el vino y el capitán hablaba, me acordé de las cosas nobles que hacía tiempo había planificado resueltamente, y mi alma pareció más poderosa dentro de mí y pareció dominar toda la corriente del Yann. Puede ser que en ese momento me durmiera. O, si no lo hice, no puedo recordar minuciosamente cada detalle de las ocupaciones de dicha mañana. Desperté hacia el atardecer, deseando ver Perdóndaris antes de abandonarla por la mañana, e incapaz de despertar al capitán, me dirigí solo a tierra. Perdóndaris era de hecho una ciudad poderosa; estaba cercada por una muralla de gran fuerza y altura, que tenía caminos huecos para el paso de las tropas, y almenas en toda su extensión, y quince resistentes torres, una a cada milla, y placas de cobre, abajo donde los hombres pudieran leerlas, contando en todas las lenguas de aquellas partes de la Tierra--un idioma en cada placa--la historia de cómo una vez un ejército atacó Perdóndaris y lo que le sobrevino. Entonces entré a Perdóndaris y encontré a todos danzando, vestidos en sedas brillantes, tocando el tam-bang, mientras bailaban. Porque una terrible tormenta los había aterrorizado mientras yo dormía, y los fuegos de la muerte -decían- habían danzado sobre Perdóndaris, pero ahora la tormenta se había ido lejos, saltando, inmensa, negra y espantosa, decían, sobre las colinas distantes, y que se había girado, gruñéndoles, mostrando sus destellantes dientes, y que mientras se alejaba, azotó las cumbres hasta que retumbaron como si hubieran sido de bronce. Y frecuentemente detenían sus danzas alegres y oraban al Dios que no conocían: "Oh, Dios que no conocemos, Te agradecemos por mandar de vuelta la tormenta a sus colinas". Y seguí avanzando hasta llegar al mercado, donde sobre el pavimento de mármol vi al mercader durmiendo y respirando pesadamente, con su rostro y palmas de las manos hacia el cielo, y los esclavos lo abanicaban para mantener alejadas a las moscas. Y desde el mercado llegué a un templo de plata y luego a un palacio de ónix, y había muchas maravillas en Perdóndaris, y me hubiera quedado para verlas todas; sin embargo, cuando llegué a la muralla exterior de la ciudad, vi de pronto una inmensa puerta de marfil. Por un momento me detuve a admirarla, mas cuando me acerqué percibí la horrorosa verdad. ¡La puerta estaba tallada en una sola y sólida pieza!
Escapé entonces por la entrada y bajé hacia el barco, incluso mientras corría creía oír en la distancia, detrás de mí en las colinas, las pisadas de la temible bestia que dejó caer aquella masa de marfil, y que, tal vez, estuviera buscando su otro colmillo. Cuando estuve de nuevo en el barco me sentí más seguro, y no conté nada de lo que había visto a los marineros.
Y ahora el capitán despertaba gradualmente. La noche se estaba enrollando desde el Este y el Norte, y sólo los pináculos de las torres aún tomaban la caída luz del sol. Entonces me dirigí al capitán y, tranquilamente, le conté la cosa que había visto. E inmediatamente me preguntó acerca de la puerta, en voz baja, para que los marineros no se enteraran; y le conté que el peso era tal, que no podía haber sido traída desde lejos, y el capitán sabía que no había estado allí un año atrás. Concordamos en que aquella bestia no podría ser destruida pon ningún ataque humano, y que la puerta debía ser un colmillo caído, uno caído cerca y recientemente. Ante esto, decidió que era mejor escapar de una vez, así ordenó, y los marineros fueron hacia las velas, y otros levaron el ancla, y justo cuando el pináculo de mármol más alto perdía sus últimos rayos de sol, dejamos Perdóndaris, la famosa ciudad. Y la noche cayó y cubrió Perdóndaris y la escondió a nuestros ojos, y, como han sucedido las cosas, para siempre; pues he oído que algo veloz y sorprendente súbitamente hundió Perdóndaris en un día--torres, muros y gente.
Y la noche se profundizaba en el Río Yann, una noche toda blanca en estrellas. Y con la noche emergió la canción del timonel. Tan pronto como terminó de rezar, comenzó a cantar para darse ánimos a través de la noche solitaria. Pero primero rezó, recitando la plegaria del timonel. Y esto es lo que recuerdo de ella, traducida al Inglés, con un pálido equivalente de aquel ritmo que parecía tan resonante en aquellas noches tropicales.
"Para cualquier dios que escuche
Donde quiera que haya marineros, de río o de tierra; sea oscuro su camino o sea a través de la tormenta; sean sus peligros las bestias o la roca; o de enemigo acechando en tierra o persiguiéndolo en el mar; donde sea que el timón esté helado o el timonel rígido; donde sea que los marineros duerman y el timonel vigila: guárdanos, guíanos y regrésanos a la antigua tierra que nos ha conocido: a los lejanos hogares que conocemos.
Para todos los dioses que existen
Para cualquier dios que escuche
De esta forma rezó, y hubo silencio. Y los marineros se tendieron a descansar en la noche. El silencio se hizo más profundo, y sólo era quebrado por los murmullos del Yann que, suavemente acariciaba nuestra proa. Una que otra vez algún monstruo del río tosía.
Silencio y murmullos, murmullos y silencio.
Muchas canciones cantó, contándole al vasto y exótico Yann las pequeñas historias y menudencias de Durl, su ciudad. Y las canciones brotaban sobre la negra jungla y subían al frío y claro aire arriba, y las grandes constelaciones de estrellas que miraban al Yann conocieron los asuntos de Durl y de Duz, y sobre los pastores que habitaban en los campos intermedios, y de las manadas que poseían, y de los amores que habían amado, y todas las pequeñas cosas que deseaban hacer. Y, súbitamente, mientras me arropaba en pieles y frazadas escuchando esas canciones, y miraba aquellas fantásticas formas de los grandiosos árboles, parecidos a negros gigantes merodeando en la noche, me quedé dormido.
Cuando desperté una gran niebla se estaba retirando del Yann. Y la corriente del río daba tumbos tumultuosamente, y pequeñas olas aparecieron; porque el Yann había olido, desde la distancia, el antiguo risco de Glorm, sabiendo que sus frescas cañadas se encontraban adelante, donde encontraría al salvaje y alegre Irillion, rejocijándose de glaciares. De esta forma, se sacudió el tórpido sueño que había caído sobre él en la aromática y cálida selva, y olvidó sus orquídeas y sus mariposas, y pasó turbulento, expectante, fuerte; y pronto aparecieron destellando, las cumbres nevadas de las Colinas de Glorm. Y los marineros ya estaban despertando del sueño. Momentos después comimos, y el timonel se tendió a dormir mientras un camarada lo remplazaba, y todos extendieron sobre él sus pieles favoritas.
Y en un instante, oímos el sonido del Irillio mientras baja danzando por los campos de hielo.
Entonces vimos frente a nosotros la hondonada, escarpada y lisa, hacía la cual el Yann, a saltos, nos conducía. Así dejamos la vaporosa selva y respiramos el aire de montaña; los marineros se irguieron y tomaron grandes bocanadas de él, y pensaron en sus lejanas colinas de Acrotia, donde se encontraban Durl y Duz, y abajo, en la planicie, la bella Belzoond. Una gran sombra se cernió sobre las colinas de Glorm, pero los peñascos arriba, cual deformes lunas, fulguraban, casi iluminando la penumbra. Más y más fuerte oímos la canción del Irillion, el sonido de su danza al bajar de los ventisqueros. Y pronto lo vimos, blanco y cubierto de brumas, engalanado con delicados y pequeños arcoiris que había arrancado cerca de la cima, de algún jardín celestial del Sol. Luego se dirigió hacia el océano junto al inmenso y gris Yann, y la hondonada se ensanchó y se abrió al mundo, y nuestro tambaleante barco salió a la luz del día.
Toda aquella mañana y la tarde navegamos por las ciénagas de Pondoovery, donde el Yann se ensanchaba y fluía lenta y solemnemente, y el capitán ordenó a los marineros tocar las campanas para así vencer la melancolía del pantano.
Finalmente divisamos las Montañas Irusian, que protegen a los poblados de Pen-Kai y Blut, y las maravillosas calles de Mlo, donde los sacerdotes aplacan con vino y maíz a la avalancha. Entonces cayó la noche sobre las planicies de Tlun, y vimos las luces de Cappadarnia. Oímos a los Pathnites golpeando los tambores mientras pasamos Imaut y Golzunda, luego todos dormimos, excepto el timonel. Y las villas dispersas a lo largo de las riberas del Yann oyeron toda esa noche, en la desconocida lengua del timonel, las pequeñas historias de ciudades que no conocían.
Desperté antes del amanecer con una sensación de infelicidad, antes de recordar el por qué. Entonces recordé que, en la tarde de aquel día, de acuerdo a las posibilidades previstas, deberíamos llegar a Bar-Wul-Yann y yo debería despedirme del capitán y sus marineros. Y yo había apreciado a ese hombre pues me había convidado con aquel vino amarillo que mantenía apartado junto a sus objetos sagrados, y me había contado muchas historias acerca de su hermosa Belzoond, entre las Colinas Acrotas y el Hian Min. Y me habían gustado las costumbres de los marineros, y las plegarias dichas, lado a lado, al atardecer, sin jamás desvalorizar al dios extranjero. Y también me gustaba la tierna manera en que frecuentemente hablaban de Durl y de Duz, pues es bueno que el hombre ame sus ciudades natales y las pequeñas colinas que las sostienen.
Y llegue a saber quiénes los recibirían al retornar a casa, y dónde imaginaban que el encuentro sucedería, algunos en un valle de las Colinas Acrotas, donde el camino sube desde el Yann, otros en la puerta de una de las tres ciudades, y otros en el hogar, junto a la hoguera. Y pensé en todos los peligros que nos habían amenazado, a todos por igual, fuera de Perdóndaris, un peligro muy real, así como las cosas han sucedido.
También pensé en la alegre tonada del timonel en la fría y solitaria noche, y cómo él había tomado nuestras vidas en sus cuidadosas manos. Y mientras reflexionaba sobre esto, el timonel dejó de cantar, y miré hacia arriba y vislumbré en el cielo una luz pálida que había aparecido, y la solitaria noche había pasado; y el amanecer creció, y los marineros despertaron.
Y pronto vimos la marea del mismo océano avanzando, resueltamente, entre las orillas del Yann, y el Yann saltó graciosamente y lucharon por un momento; luego el Yann, y todo lo suyo, fue empujado hacia el norte, por lo que los marineros tuvieron que izar las velas, y como el viento era favorable, seguimos adelante.
Y pasamos Góndara y Narl, y Hoz. Y vimos la memorable y sagrada Golnuz, y oímos a los peregrinos orando.
Al despertar de nuestro descanso del mediodía nos acercábamos a Nen, la última ciudad del Río Yann. Y nuevamente la jungla nos rodeaba por todos lados, así como a Nen; mas las grandes cordilleras de Mloon se erguían sobre todas las cosas, y observaban la ciudad más allá de la selva.
Aquí anclamos, y con el capitán fuimos a la ciudad y supimos que los Errantes habían venido a Nen.
Los Errantes eran una tribu extraña y oscura que, una vez cada siete años bajaba desde las cumbres de Mloon, cruzando por un paso que ellos conocen, desde una tierra fantástica situada más allá. Y toda la gente de Nen permanecía fuera de su casa, todos maravillándose en sus propias calles. Pues los hombres y las mujeres de los Errantes estaban amontonados en todas las vías, cada uno haciendo alguna cosa extraña. Algunos bailaban danzas asombrosas que habían aprendido del viento del desierto, curvándose y arremolinándose hasta que el ojo no podía seguirlos. Otros interpretaban en sus instrumentos hermosas y tristes tonadas, que estaban llenas de horror. ¿Qué almas se las habrán enseñado mientras vagaban de noche por el desierto? Aquel lejano y extraño desierto del cual los Errantes provenían.
Ningunos de sus instrumentos eran conocidos en Nen, o en alguna región del Yann; incluso los cuernos de los que algunos estaban hechos, pertenecían a bestias que nadie ha visto a lo largo del río, ya que tenían barbas en las puntas. Y cantaban, en una lengua tampoco conocida, canciones que parecían estar emparentadas con los misterios de la noche y con el miedo irrazonable que encanta los lugares oscuros.
Todos los perros de Nen desconfiaban de ellos amargamente. Y los Errantes se contaban entre sí historias temibles, y aunque nadie en Nen conocía su idioma, podían distinguir el miedo en los rostros de sus interlocutores, y mientras el cuento continuaba, ponían los ojos en blanco, en vívido terror, como los ojos de una pequeña bestia a la que el águila ha atrapado. Luego el narrador de la historia sonreía y se detenía, y otro contaría su historia, y los labios del narrador del primer relato temblarían con terror. Y si, por casualidad, una serpiente mortal aparecía, los Errantes lo felicitarían como un hermano, y parecería que la serpiente les diera sus felicitaciones antes de seguir nuevamente. Una vez, la serpiente más fiera y letal del trópico, la enorme lythra, bajó de la selva y pasó por toda la calle, la calle principal de Nen, y ningún Errante se alejó de ella, mas tocaron sus tambores sonoramente, como si hubiera sido una persona de mucho honor; y la serpiente paso entre ellos y no derribó a ninguno.
Incluso los niños de los Errantes podían hacer cosas extrañas, si alguno de ellos se encontraba con un niño de Nen, se mirarían uno a otro en silencio, con ojos grandes y graves; después, el niño de los Errantes sacaría, lentamente de su turbante, un pez o una serpiente vivos. Los niños de Nen no podían hacer ninguna de esas cosas.
Cuánto me hubiera gustado quedarme y oír el himno con el que reciben a la noche, que es contestado por los lobos en las alturas del Mloon, pero nuevamente era tiempo de levar anclas y que el capitán regresara de Bal-Wul-Yann por la corriente que va hacia a tierra. Entonces subimos al barco y continuamos río abajo. Y el capitán y yo conversamos un rato, pues ambos pensábamos en nuestra separación, la que sería por mucho tiempo, y miramos, en cambio, el esplendor del sol occidental. Porque el sol era de un dorado rojizo, pero una tenue y baja bruma cubría la selva, y en ella se depositaba el humo de las pequeñas ciudades selváticas, y el humo de ellas se reunía en la bruma y formaban una sola neblina, que se tornó púrpura y era iluminada por el sol, mientras los pensamientos de los hombres santificaron con cosas grandiosas y sagradas. Eventualmente, una columna de humo de alguna casa solitaria se elevaba más alto que el humo de las ciudades, y brillaba solitario en el sol.
Y cuando los rayos del sol estaban casi a nivel, vimos lo que yo había venido a ver, pues de las dos montañas que se erguían a ambas orillas, salían hacia el río dos riscos de mármol rosa, resplandeciendo en la luz del sol bajo, y eran suaves y altos como una montaña, y casi se encontraban, y el Yann paso entre ellas dando tumbos, y encontró el mar.
Y esta era Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann, y, en la distancia, entre la abertura de aquellas barreras, vi el indescriptible azul del mar, donde los pequeños botes de pesca resplandecían.
Y llegó el atardecer y el breve crepúsculo, y la regocijante gloria de Bar-Wul-Yann se había ido, mas los acantilados rosa aún brillaban, la maravilla más hermosa que se ha visto--incluso en una tierra de prodigios. Y pronto el crepúsculo dio paso a las incipientes estrellas, y los colores de Bar-Wul-Yann se fueron consumiendo. Y la visón de esos riscos era para mí como la cuerda de música arrancada del violín por la mano de un maestro, y que lleva al Cielo de las Hadas los espíritus temblorosos de los hombres.
Y a la orilla se anclaron y no fueron más lejos, porque ellos eran marineros del río y no del océano, y conocían el Yann, pero no las mareas más allá.
Y llegó el momento en que el capitán y yo debíamos separarnos, él para retornar nuevamente a su hermosa Belzoond, divisable desde las lejanas cumbres del Hian Min, y yo, para encontrar, por extraños medios, mi camino de vuelta a aquellos brumosos campos que los poetas conocen, donde se encuentran unas pequeñas y misteriosas cabañas, desde cuyas ventanas, mirando hacia el oeste, se pueden avistar los campos de los hombres, y mirando hacia el este, las brillantes montañas de los elfos, coronadas de nieve, extendiéndose de cadena en cadena hasta la región del Mito, y más allá, hasta el reino de la Fantasía, que pertenecen al País del Sueño. No nos encontraríamos por mucho tiempo, quizá nunca, pues mi imaginación se ha debilitado al pasar de los años, y cada vez son más infrecuentes mis visitas al País del Sueño. Entonces nos dimos la mano, torpemente de su parte, pues éste no es el método de saludo en su tierra, y encomendó mi alma al cuidado de sus propios dioses, a aquellos dioses menores, los humildes, los dioses que bendicen Belzoond.

* A Dreamer's Tales

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Una tienda en Go-by Street

Lord Dunsany

Dije en cierta ocasión que debería regresar una vez más al Yann a comprobar si el Pájaro del Río todavía lo recorre en ambas direcciones, si aún lo manda el barbudo capitán, o si éste se sienta al anochecer en la puerta de la hermosa Belzoond a beber el maravilloso vino amarillo que los montañeses bajan del Hian Min. Y que quería ver de nuevo a los marineros procedentes de Durl y Duz, y oír de sus labios lo que le aconteció a Perdóndaris cuando de súbito surgió de las colinas su perdición, abatiéndose sobre aquella famosa ciudad. Y quería escuchar los rezos de los marineros al anochecer, cada uno a su propio dios, y sentir la fresca presencia de la brisa vespertina cuando el ardiente sol se pone en aquel exótico río. Pensé que nunca más volvería a ver la corriente del Yann, mas cuando abandoné la política no hace mucho tiempo, se fortalecieron las alas de mi fantasía, que antaño se habían debilitado, y tuve esperanzas de volver a ver, una vez más, al este donde el Yann atraviesa el País del Sueño como un orgulloso caballo de batalla blanco.
Sin embargo, había olvidado cómo llegar a aquellas pequeñas cabañas en los confines del mundo que conocemos, cuyas ventanas más altas, aunque veladas por antiguas telarañas, miran a ese mundo que no conocemos y son el punto de partida de cualquier aventura en el País del Sueñno.
Por tanto, hice averiguaciones. Y así fue como llegué a la tienda de un soñador que vive en la City, cerca del Embankment. Entre tantas calles como hay en la ciudad es un poco extraño que exista una que nunca ha sido vista con anterioridad: se llama Go-by Street y acaba en el Strand si uno se fija. Al entrar a la tienda de este hombre no hay que ir directo al grano, sino que conviene pedirle cualquier cosa y, si es algo que puede proporcionarte, te lo da y te desea buenos días. Es su manera de actuar. Y muchos se han visto defraudados al pedirle alguna cosa inverosímil, como la ostra de la que se obtuvo una de esas perlas únicas que sirven de puertas del cielo en el Apocalipsis, y comprobar que el anciano la tenía entre sus existencias.
Cuando entré a su tienda se encontraba ya comatoso, sus pesados párpados casi cubrían sus pequeños ojos, y estaba sentado con la boca abierta. Le dije:
-Querría un poco del Abama y del Pharpah, ríos de Damasco.
-¿Qué cantidad? -respondió él.
-Dos yardas y medias de cada uno, a entregar en mi casa.
-Es muy enojoso -murmuró-, muy enojoso. No disponemos de tanta cantidad.
-Entonces me llevaré lo que tenga -dije.
Se levantó laboriosamente y miró entre unas botellas. Vi que una de ellas tenía una etiqueta que rezaba: "Nilo, río de Egipto" y otras del sagrado Ganges, el Phlegethon y el Jordán. Casi tenía miedo de que los tuviera, cuando le oí murmurar de nuevo:
-Esto es muy enojoso -y a continuación añadió-. Se nos han agotado.
-En ese caso -le dije yo- me gustaría que me contara cómo se llega a esas pequeñas cabañas desde cuyas ventanas más altas contemplan los poetas el mundo que no conocemos, pues desearía ir al País del Sueño y surcar una vez más el poderoso Yann, tan parecido a un mar.
Al oír esto , se movió lenta y pesadamente, dirigiéndose jadeante, con sus gastadas zapatillas, a la trastienda, donde yo le seguí. Era un sórdido cuarto trasero lleno de ídolos; en primer término todo era sórdido y tenebroso, mas al fondo había un resplandor azul celeste en el que parecían brillar estrellas y las cabezas de los ídolos resplandecían.
-Éste es -dijo el obeso anciano de las zapatillas- el cielo de los dioses que duermen.
Le pregunté cuáles eran los dioses que duermen y él mencionó nombres que jamás había oído junto a otros que sí conocía.
-Los que no son ya venerados -dijo- ahora duermen.
-Entonces, ¿no ha acabado el Tiempo con los dioses? -le pregunté.
Y él respondió:
-No. Los dioses son adorados durante unos tres o cuatro mil años y luego duermen durante tres o cuatro. Únicamente el Tiempo permanece siempre despierto.
-Mas ¿acaso no son nuevos -le dije- los que nos hablan de los nuevos dioses?
-Escuchan los agitados sueños de los viejos dioses, a punto de despertar porque el alba ya despunta y los sacerdotes vociferan. Son los profetas felices. Desdichados los que oyen hablar a algún dios antiguo mientras duerme, sumido todavía en un sueño profundo, y no paran de profetizar hasta la llegada del alba; ellos son los que los hombres apedrean diciendo: "Profetiza dónde te va a golpear esta piedra, y esta otra..."
-Entonces -añadí- ¿nunca acabará el Tiempo con los dioses?
Y él me respondió:
-Perecerán a la cabecera del último hombre. Entonces el Tiempo enloquecerá a causa de su soledad y ya no distinguirá sus horas entre sus centenares de años, y los dioses clamarán a su alrededor solicitando reconocimiento, y él les colocará encima sus manos destrozadas y, mirándoles ciegamente, les dirá: "Hijos míos, no distingo entre uno y otro"; y ante estas palabras del Tiempo, los mundos vacíos se tambalearán.
Durante un buen rato permanecí en silencio, pues mi imaginación retrocedió a aquellos lejanos años y volvió mofándose de mí porque era criatura de un día.
De pronto me di cuenta, por la penosa respiración del anciano, que se había dormido. No era una tienda corriente: temía yo que alguno de sus dioses se despertara y le llamara; temía muchas cosas, estaba tan oscura, y uno o dos de aquellos ídolos eran bastante grotescos. Zarandeé con fuerza al anciano de uno de sus brazos.
-Dígame cómo se llega a las cabañas -dije- que hay en el confín del mundo que conocemos.
-No creo que debamos ir allí -respondió él.
-Entonces presénteme a los dioses -dije.
Aquello le hizo entrar en razón.
-Salga -dijo- por la puerta trasera y tuerza a la derecha -y abrió una pequeña puerta, vieja y sombría, en la pared por la que entré, y, resollando, la cerró. La trastienda era increíblemente antigua. Sobre una plancha a punto de desmoronarse podía leerse esta inscripción en caracteres antiguos: "Autorizado a vender armiño y pendientes de jade". El sol se estaba poniendo, sacando destellos a las doradas agujas del tejado, cubierto desde hacía tiempo con la mejor paja. Comprobé que toda la calle Go-by presentaba el mismo aspecto extraño cuando se contemplaba por detrás. La acera era la misma que estaba cansado de ver y se extendía hasta unas miles de millas al otro lado de aquellas casas; mas la calle estaba cubierta de la más pura hierba sin pisotear, con flores tan maravillosas que atraían bandadas de mariposas que pasaban cerca, yendo no se sabe dónde. Al otro lado de la calle se prolongaba la acera, mas no había casas de ningún tipo, y no me paré a ver lo que había en lugar de ellas, pues torcí a la derecha y caminé a espaldas de Go-by Street hasta llegar a campo abierto y a los jardines de las cabañas que buscaba. Enormes y resplandecientes flores de color púrpura se elevaban de esos jardines cual cohetes de ascención lenta, sobre tallos de seis pies de altura, cantando suaves y raras canciones. Otras brotaban a su lado y, al florecer, comenzaban también a cantar. Una bruja muy anciana salió de su cabaña por la puerta trasera y penetró en el jardín donde yo me encontraba.
-¿Qué son esas flores tan maravillosas? -le pregunté.
-¡Cállese! ¡Cállese! -respondió ella-. Estoy acostando a los poetas. Esas flores son sus sueños.
Y yo añadí en voz baja:
-¿Qué maravillosa canción están cantando?
Y ella respondió:
-Estése quieto y escuche.
Y escuché aquella maravillosa canción que hablaba de mi propia niñez y de cosas que me sucedieron hace tanto tiempo que ya las había olvidado por completo.
-¿Por qué suena tan débil la canción? -le pregunté a la bruja.
-Voces sordas -respondió ella-, voces sordas -y regresó a su cabaña repitiendo la expresión "voces sordas", aunque suavemente por miedo a despertar a los poetas-. ¡Duermen tal mal cuando están vivos! -añadió.
Subí sigilosamente las escaleras hasta el tejado, desde cuyas ventanas podía contemplarse a un lado el mundo que conocemos y al otro, las tierras montañosas que buscaba y que casi temía no encontrar. Inmediatamente miré en dirección a las montañas de las hadas, resplandecientes bajo el fulgor del ocaso, y en cuyas empinadas laderas violáceas brillaban las avalanchas de nieve procedentes de sus heladas cumbres color esmeralda; allí estaba el antiguo desfiladero, entre las colinas azuladas sobre el precipicio de amatista desde donde se divisa el País del Sueño.
Cuando entré sin hacer ruido en el aposento donde dormían los poetas, todo estaba en calma. La vieja bruja, sentada ante una mesa, tejía a la luz de un farol una espléndida capa verde y oro para un rey que había muerto hacía mil años.
-¿De qué le sirve al rey ya muerto -dije- que le teja una capa verde y oro?
-¿Quién sabe? -me respondió ella.
-¡Qué pregunta tan tonta! -dijo el viejo gato negro de la bruja, que yacía acurrucado junto al tembloroso fuego.
Cuando cerré la puerta de la cabaña de la bruja. Las estrellas brillaban ya en aquel romántico paraje; las luciérnagas montaban ya la guardia nocturna en torno a aquellas cabañas mágicas. Me volví y me encaminé con dificultad hacia el desfiladero de las montañas azules.
Cuando llegué, empezaba a distinguirse algún color en el precipicio amatista bajo el desfiladero, aunque todavía no había amanecido. Oí ruidos y de vez en cuando vislumbre a lo lejos a esos dragones dorados que son el orgullo de los orfebres de Sirdoo, a quienes les ha infundido vida el hechicero Amargrarn mediante conjuros rituales. En el borde opuesto del precipicio, demasiado cerca de él para estar seguro, pensé yo, avisté el palacio de marfil de Singanee, el extraordinario cazador de elefantes; en sus ventanas se veían lucecitas: los esclavos estaban despiertos y, con los párpados todavía pesados, comenzaban su trabajo cotidiano.
Y entonces llegó a la cima del mundo un rayo de sol. Otros y no yo pueden describir cómo borró del precipicio amatista la sombra del risco negro que está enfrente, cómo aquel rayo de luz taladró la amatista, cómo el alegre color pegó un salto para recibir la luz y volvió a arrojar un resplandor púrpura sobre las murallas del palacio de marfil, mientras abajo, en aquel increíble barranco, los dragones dorados jugaban todavía en tinieblas.
En aquel momento, una esclava salió por una de las puertas del palacio y arrojó al precipicio una cesta de zafiros. Y cuando se hizo de día en aquellas maravillosas alturas, y el fulgor del precipicio amatista llenaba el abismo, el cazador de elefantes apareció en el palacio de marfil y, cogiendo su terrorífica lanza, salió al exterior por una puerta y se fue a vengar a Perdóndaris.
Entonces me volví y contemplé el País del Sueño; y la fina niebla balnca que nunca desaparecía del todo se desplazaba en la mañana. Elevándose por encima de ella cual islas, vislumbré las Colinas de Hap y la ciudad de cobre, la vieja y desierta Bethmoora, y Utnar Vehi, y Kyph, y Mandaroon, y el sinuoso curso del Yann. Adiviné más que vi las montañas de Hian Min, cuyas imperturbables y vetustas cimas consiguen que, a su lado, parezcan simples montículos las colinas de Acroctia, que se agrupan a sus pies y que protegen, como recordé, a Durl y a Duz. Mas percibí con toda claridad aquel antiguo bosque a través del cual, descendiendo a las riberas del Yann cada vez que hay luna llena, puede uno encontrarse al Pájaro del Río fondeado, esperando durante tres días a los viajeros, tal y como había sido profetizado. Y como ahora la luna estaba en esa fase, bajé rápidamente la quebrada por una senda de elfos coetánea de la fábula y llegué a la linde del bosque. Aunque en aquel viejo bosque la oscuridad era siniestra, más lo eran todavía las bestias que en él pululaban. Es muy raro que estas bestias atrapen a los ocasionales soñadores que recorren el País del Sueño; y sin embargo, corrí; pues si el espíritu de un hombre es atrapado en el País del Sueño, su cuerpo puede sobrevivirle muchos años, y llegar a conocer bien a las bestias que le hacían señas a lo lejos, así como la mirada de sus ojos pequeños y el olor de sus alientos: por eso el campo de esparcimiento de Hanwell está tan terriblemente surcado de senderos interminables.
Y de esa manera llegué finalmetne a la soberbia y enorme corriente del Yann, en la que se precipitaban riachuelos procedentes de países increíbles, que arrastran con fuerza madera flotante y troncos de árboles, caídos en remotas selvas jamás holladas por el hombre. Más ni en el río, ni en el antiguo fondeadero próximo a él, encontré rastros del barco que venía a ver.
Y construí con mis propias manos una choza y la teché con la abundante maleza que allí crecía, y comí de los frutos del árbol del targar, y esperé allí tres días. Y durante todo el día, el río se precipitaba impetuosamente, y durante toda la noche cantaba el pájaro tolulu, y las enormes luciérnagas se ocupaban únicamente de esparcir torrentes de chispas danzarinas, y nada rizaba la superficie del Yann por el día, ni nada estorbaba al pájaro tolulu de noche. No sé a ciencia cierta qué era exactamente lo que temía que pudiera pasarle al barco que buscaba y a su amable capitán, originario de la hermosa Belzoond, y a sus alegres marineros de Durl y de Duz. Durante todo el día esperé en el río y de noche estuve atento hasta que las danzarinas luciérnagas me hicieron dormir. Sólo tres veces en aquellas tres noches se asustó el pájaro tolulu y dejó de cantar, y las tres veces me desperté sobresaltado, comprobando que no había ningún barco, que únicamente le había asustado el alba. Aquellos indescriptibles amaneceres en el Yann parecían fuegos encendidos en lo alto de la colinas por un mago que quemara en secreto enormes amatistas en una olla de cobre. Solía contemplarlos asombrado aunque ningún pájaro cantara, hasta que de repente el sol salía por detrás de una colina y todos los pájaros excepto uno empezaban a trinar; y el pájaro tolulu se dormía rápidamente hasta que, abriendo un ojo, veía las estrellas.
Habría esperado allí varios días, mas al tercero, sintiéndome solo fui a ver el lugar en donde encontré por primera vez al Pájaro del Río fondeado con su barbado capitán sentado en cubierta. Y cuando miré el negruzco cieno del puerto y recordé a aquel grupo de marineros a los que no había visto en dos años, vi un viejo casco de barco que me observaba desde el cieno. El transcurso de los siglos parecía haber decompuesto o enterrado en el cieno todo el barco a excepción de la proa y en ella vi un nombre borroso. Leí despacio: era el Pájaro del Río. Y entonces comprendí que, mientras para mí habían pasado escasamente dos años en Irlanda y Londres, en la región del Yann había transcurrido mucho tiempo, el cual había arruinado y descompuesto a aquel barco que una vez conocí, y había sepultado años atrás los restos mortales del más joven de mis amigos, quien a menudo me hablaba de Durl y de Duz, o me contaba las leyendas de dragones de Belzoond. Pues mientras que en otras partes reina la calma, más allá del mundo que conocemos brama un huracán de siglos cuyo simple eco trastorna profundamente nuestros predios.
Permanecí un rato junto al arruinado casco del barco y oré por aquellos que pudieran ser inmortales de entre todos los que solían desdecender el Yann: recé por ellos a los dioses que a ellos les gustaba rezar, a los dioses menores que bendicen Belzoond. Más tarde abandoné la choza que había construido en aquellos voraces años y volví la espalda al Yann, penetrando en la selva al anochecer, precisamente cuando las orquídeas estaban abriendo sus pétalos y deplegaban todo su aroma, y pasé aquel día en el abismo de amatista del desfiladero de las montañas azul-grisáceas. Me preguntaba si Singanee, aquel extraordinario cazador de elefantes, habría vuelto con su lanza a su noble palacio de marfil o si su destino habría corrido parejo con el de Perdóndaris. Cuando pasé junto al palacio, en una de sus puertas traseras vi a un mercader vendiendo zafiros: seguí adelante y llegué a la caída del crepúsculo a aquellas pequeñas cabañas desde las que se divisan las montañas de los elfos y los campos que conocemos. Y me dirigí a la vieja bruja que había visto anteriormente, la cual estaba sentada en su salón con un chal rojo echado sobre los hombros tejiendo todavía la capa dorada; y a través de las ventanas brillaban débilmente las montañas de los elfos y pude volver a ver una y otra vez los campos que conocemos.
-Cuénteme algo sobre esta extraña tierra -dije.
-¿Qué es lo que sabe de ella? -respodió-. ¿Sabe que los sueños son Ilusión?
-Claro que sí -conteste-. Todo el mundo lo sabe.
-¡Oh!, no todos -añadió ella-, los locos no lo saben.
- Eso es verdad -dije.
- ¿Sabe usted que la Vida es Ilusión?
- Claro que no -respondí-. La Vida es real, la Vida es seria...
- Al oír esto, la bruja y su gato (que no se había movido de su sitio junto al fuego) estallaron en risotadas. Permanecí allí algún tiempo, pues tenía muchas preguntas que formular, más cuando comprendí que la risa nunca cesaría, di la vuelta y me fui.

A Shop in Go-by Street
Publicado en Tales of Three Hemispheres (1919)
Version en español:
Dunsany, Lord. (1919). En los Confines del Mundo. Madrid: Ed. Siruela. Pp-146-158. 1989


El Vengador de Perdóndaris

Lord Dunsany

Estaba yo en el Támesis pocos días después de mi regreso del país del Yann y el reflujo de la marea me arrastraba hacia el este del Westminster Bridge, cerca del cual había alquilado mi bote. Toda clase de objetos flotaban a mi alrededor -maderos a la deriva y enormes botes- y estaba tan absorto en la contemplación del tránsito de ese gran río que no advertí que había llegado a la City, hasta que miré hacia arriba y vi esa parte del Embakment que está próxima a Go-by Street. Entonces me pregunté de repente qué habría sido de Singanee, pues la última vez que pasé por su palacio de marfil había tanta quietud que me hizo suponer que no había vuelto todavía. Y aunque le había visto irse con su terrorífica lanza, y por muy extraordinario cazador de elefantes que fuera, su demanda era espantosa, pues yo sabía que ningún otro podría vengar a la ciudad de Perdóndaris, matando a ese monstruo de un solo colmillo que súbitamente la había derrumbado en un solo día. De manera que amarré mi bote nada más alcanzar los primeros escalones del embarcadero y, tomando tierra abandoné el Embankment; a eso de la tercera bocacalle empecé a buscar el comienzo de Go-by Street; es una calle muy estrecha, al principio apenas se distingue, mas allí está, y pronto me encontré en la tienda del anciano. Sin embargo, un hombre joven se inclinaba sobre el mostrador. No tenía ninguna información que darme sobre el anciano, se bastaba a sí mismo en la tienda. En cuanto a la pequeña puerta en la trastienda, "no existe nada parecido, señor". Así es que tuve que hablar con él y seguirle la corriente. Tenía a la venta sobre el mostrador un instrumento para coger terrones de azúcar de una manera distinta. Se alegró que lo mirara y empezó a alabarlo. Le pregunté para qué servía y él me respondió que para nada, mas acababa de ser inventado hacía sólo una semana y era completamente nuevo, y estaba hecho de plata, y se vendía mucho. Todo el tiempo estuve escrutando el fondo de la tienda. Cuando pregunté por los ídolos, él respondió que tenía las últimas novedades de la temporada: un selecto surtido de mascotas. Y mientras fingía elegir una de ellas, vi de repente la maravillosa puerta. Inmediatamente me dirigí hacia ella, seguido por el joven tendero. Nadie se sorprendió más que él cuando vio la hierba de la calle y sus flores púrpura; cruzó corriendo la calle con su levita puesta hacia la acera opuesta y se detuvo con el tiempo justo, pues el mundo terminaba allí. Mirando hacia abajo desde el borde de la acera vio, en lugar de las acostumbradas ventanas de la cocina, un vasto cielo azul surcado de nubes blancas. Le llevé a la puerta de la trastienda, pues parecía pálido y necesitado de aire, y le empujé ligeramente hacia el interior, ya que sabía que sería mejor para él el aire del lado de la calle que conocía. Tan pronto como cerré la puerta tras el asombrado hombre, giré a la derecha y recorrí la calle hasta descubrir los jardines y las cabañas, y una pequeña mancha roja que se movía en un jardín, la cual sabía que se trataba de la anciana bruja con su chal echado sobre los hombros.
-¿Viene de nuevo para variar de ilusión? -me preguntó.
-He venido de Londres -le dije-. Quiero ver a Singanee. Quiero ir a su palacio de marfil en lo alto de las montañas de los elfos, donde está el precipicio de amatista.
-No hay nada como cambiar de ilusiones -dijo- para no cansarse. Londres es un lugar magnífico, mas a veces es preferible contemplar las montañas de los elfos.
-Entonces, ¿conoce usted Londres? -pregunté.
-Por supuesto que sí -respondió ella. Puedo soñar lo mismo que usted. No es usted la única persona que puede imaginarse Londres.
Los hombres trabajaban duramente en un jardín; era el momento más caluroso del día y estaban cavando con palas; de repente ella se volvió hacia mí para golpear a uno de ellos en la espalda con una larga vara negra que llevaba consigo.
-Incluso mis poetas van a veces a Londres -me dijo.
-¿Por qué golpea a ese hombre? -pregunté yo.
-Para que trabaje -contestó ella.
-Mas está cansado -le dije yo.
-Ya lo creo -respondió ella.
Y al mirar vi que la tierra era dura y seca, y que cada paletada que el hombre cansado levantaba estaba llena de perlas; mas algunos hombres estaban sentados completamente en silencio, observando las mariposas que revoloteaban por el jardín, y no obstante la vieja bruja no les pegaba con su vara. Y cuando le pregunté quiénes eran los que cavaban, ella me respondió:
-Son mis poetas, están buscando perlas.
  •  
-Y cuando le pregunté para qué quería ella tantas perlas, me contesto:
-Para alimentar a los cerdos, por supuesto.
-¿Les gustan las perlas a los cerdos? -pregunté yo.
Claro que no -respondió ella. Y habría insistido más en la cuestión, mas aquel viejo gato negro había salido de la casa y me estaba mirando caprichosamente sin decir palabra, por lo que comprendí que estaba haciendo preguntas absurdas. Y es su lugar pregunte por qué algunos poetas estaban ociosos, contemplando mariposas, sin que ella les pegara.
-Las mariposas -respondió ella- saben dónde se esconden las perlas, y esos poetas que parecen ociosos en realidad están esperando que alguna de ellas se pose encima del tesoro escondido. No se puede cavar sin saber dónde.
Y de repente un fauno salió de un bosque de rododendros y empezó a bailar encima de un disco de bronce en el que había un surtidor; y el sonido que producían sus pezuñas al danzar sobre el bronce era tan hermoso como el de las campanas.
-Llamada al té -dijo la bruja. Y todos los poetas arrojaron al suelo sus palas y la siguieron al interior de la casa, y yo les seguí a ellos, mas en realidad la bruja y todos nosotros seguíamos al gato negro, el cual arqueó el lomo y levantó el rabo, y caminó por el sendero de tilos esmaltados de azul, y atravesó el porche de techo negro y la abierta puerta de roble, y entró en una pequeña habitación en donde estaba preparado el té. Y en los jardines las flores comenzaron a cantar y la fuente hizo tintinear el disco de bronce. Y me enteré de que la fuente provenía de otro mar desconocido, y a veces lanzaba al aire fragmentos dorados procedentes de naufragios de galeones desconocidos, hundidos por las tormentas en algún mar que no se encuentra en ninguna parte del mundo, o hechos pedazos en guerras libradas contra no se sabe quién. Algunos dijeron que había sal a causa del mar y otros que la sal estaba mezclada con lágrimas de marineros. Y algunos poetas sacaron grandes flores de sus jarrones y arrojaron sus pétalos por toda la habitación, mientras otros dos hablaban a la vez y los demás cantaban.
-¡Vaya!, después de todo sólo son niños -dije.
-¡Sólo niños! -repitió la bruja, mientras se servía vino de primavera.
-Sólo niños -exclamó el viejo gato negro. Y todos se rieron de mí.
-Sinceramente me disculpo -dije-. No quise decir eso. No pretendía insultar a nadie.
-¡Vaya!, no sabe usted nada en absoluto -dijo el viejo gato negro. Y todo el mundo rió hasta que los poetas se fueron a acostar.
Y entonces eché una ojeada a los campos que conocemos, y me volví hacia la otra ventana que mira a las montañas de los elfos. Y el atardecer semejaba un zafiro. Y aunque los campos empezaban a difuminarse, encontré el camino y subí las escaleras y atravesé el salón de la bruja y salí al exterior, y aquella noche fui al palacio de Singanee.
En el palacio de marfil las luces brillaban en cada panel de cristal, pues ninguna ventana tenía cortinas. Los sonidos eran los de una danza triunfal. Muy obsesionante era, en efecto, el zumbido del fagot; y los golpes esgrimidos por un hombre enérgico sobre el enorme y sonoro tambor eran como el peligroso anticipo de alguna bestia al galope. Me parecía estar escuchando, ya musicada, la contienda de Singanee con el más que colosal destructor de Perdóndaris. Y cuando caminaba a oscuras a lo largo del precipicio de amatista, de repente descubrí un puente blanco de tramo curvo que lo atravesaba. Era un colmillo de marfil. Y lo supe por el triunfo de Singanee. Supe que había sido arrastrado mediante cuerdas para salvar el abismo, era similar a la puerta de marfil que hubo una vez en Perdóndaris y fue responsable de la destrucción de aquella famosa ciudad, con todas sus torres, murallas y gente. Habían empezado ya a vaciarlo y a tallar en sus costados figuras humanas de tamaño natural. Lo crucé y, a la mitad del camino, en el punto más bajo de la curva, me encontré con algunos de los tallistas profundamente dormidos. Al otro lado del precipicio, junto al palacio, hallábase el extremo más grueso del colmillo y descendí por una escala que se apoyaba en él, pues todavía no habían tallado escalones.
El exterior del palacio de marfil era como yo había supuesto y el centinela que vigilaba la puerta dormía profundamente; y aunque le pedí permiso para entrar, él únicamente murmuró una bendición a Singanee y volvió a quedarse dormido. Era evidente que había estado bebiendo bak. En el interior del vestíbulo de marfil me encontré con servidores que me dijeron que esa noche ningún forastero sería bien recibido porque celebraban el triunfo de Singanee. Y me ofrecieron a beber bak para conmemorar su esplendor, mas yo no conocía su poder ni su efecto sobre los humanos, por lo que les dije que había jurado a un dios no beber nada gratificante; y ellos me preguntaron si no podría aplacar a ese dios con oraciones, a lo que yo contesté: "De ninguna manera", y me dirigí hacia el baile; y ellos se compadecieron de mí e insultaron amargamente a aquel dios, creyendo que eso me agradaría, y a continuación se pusieron a beber a mayor gloria de Singanee. Al otro lado de las cortinas que separaban el recinto de baile había un chambelán, y cuando le dije que, aunque forastero, era bien conocido de Mung y Sish y Kib, los dioses de Pegana, cuyos signos hice, me dio la bienvenida. Le pregunté si mis vestidos no serían inadecuados a tan augusta ocasión, y él me juró por la lanza que había matado al destructor de Perdóndaris que Singanee encontraría vergonzoso que un forastero conocido de los dioses entrara en la sala de baile inapropiadamente vestido; y por tanto me condujo a otra habitación y sacó trajes de seda de un cofre de basto roble negro con cierres de cobre adornados con unos zafiros pálidos, y me rogó que eligiera un traje apropiado. Yo elegí una túnica verde brillante con ropa interior azul pálido y un talabarte también azul pulido. Me puse además una capa de color púrpura, ribeteada con dos delgadas cintas azul oscuro y una hilera de grandes zafiros cosidos entre ellas a todo largo, que me colgaba por detrás. Tampoco me habría permitido el chambelán de Singanee que cogiera algo de menos valor, pues decía que ni siquiera a un forastero se le podía permitir aquella noche que fuera un obstáculo para la munificencia de su amo, el cual se complacía en ejercerla en honor de su victoria. Tan pronto como estuve ataviado, nos dirigimos a la sala de baile y lo primero que vi en aquella centelleante sala de techo alto fue la descomunal figura de Singanee, de pie entre los bailarines, cuyas cabezas no sobrepasaban la cintura de aquél. Llevaba descubiertos los enormes brazos que habían sostenido la lanza que había vengado a Perdóndaris. El chambelán me condujo hasta él y yo me incliné y le dije que agradecía a los dioses a los que él había pedido protección. Y él me respondió que había oído hablar bien de esos dioses a los que solían rezar, mas esto lo dijo únicamente por cortesía, ya que no los conocía.
Singanee iba vestido con sencillez y únicamente llevaba en su cabeza una simple cinta dorada que evitaba que el cabello le cayera por la frente, cuyos extremos estaban sujetos atrás con un lazo de seda púrpura. Y todas sus reinas llevaban magníficas coronas, aunque no sabía si habían sido coronadas como reinas de Singanee o si fueron atraídas allí desde sus tronos en países remotos por admiración hacia él y su esplendor.
Todos los allí presentes llevaban vestidos de brillantes colores e iban descalzos, pues la costumbre del calzado era desconocida en aquellas regiones. Y cuando vieron que los dedos gordos de mis pies estaban deformados según la moda europea, torcidos hacia adentro en lugar de estar derechos, alguno me preguntó amablemente si me había acontecido algún accidente. Y en vez de contarle sinceramente que la deformación del dedo gordo del pie era una costumbre nuestra que nos agradaba, le dije que se trataba de una maldición de un dios malvado a quien había descuidado de ofrecer bayas durante mi infancia. Y hasta cierto punto me justifiqué, pues el Convencionalismo es un dios aunque sus modales sean perversos; y si les hubiera contado la verdad, no me habrían comprendido. Me dieron por compañera de baile a una dama de gran belleza, la cual me contó que se llamaba Saranoora y era una princesa del Norte que había sido ofrecida como tributo al palacio de Singanee. Y en parte bailaba como los europeos y en parte como las hadas del yermo, las cuales, según la leyenda, atraen a los viajeros extraviados hacia su perdición. Y si pudiera sacar de sus tierras a treinta de esos paganos, de largos cabellos negros y ojos pequeños de elfo, y pudiera hacerles tocar sus instrumentos musicales, desconocidos incluso para el rey Nebichadnezzar, interpretando al anochecer cerca de tu casa aquellas melodías que escuché en el palacio de marfil, quizá comprenderías, apreciado lector, la belleza de Saranoora, y el fulgor de luces y colores de aquella formidable sala, y el ágil movimiento de aquellas misteriosas reinas que bailaban en torno a Singanee. Entonces, gentil lector, dejarías de serlo, pues los pensamientos que corren como leopardos en estas lejanas y salvajes tierras saltarían al interior de tu cabeza aunque estuvieras en Londres, sí, incluso en Londres: te alzarías y golpearías con tus manos la pared con sus preciosos dibujos de flores, en la esperanza de que los ladrillos se rompieran, revelándote el camino que conduce al palacio de marfil, junto al precipicio amatista donde habitan los dragones dorados. Pues lo mismo que ha habido hombres que han quemado prisiones para que los prisioneros pudieran escapar, esos oscuros músicos son tan incendiarios que atizan peligrosamente a su clientela a fin de que puedan liberarse los pensamientos prendidos con alfileres. No tengas miedo ni permitas que tus mayores lo tengan. No interpretaré esas melodías en ninguna de las calles conocidas. No traeré aquí a esos extraños músicos; únicamente susurraré el camino que conduce al País del Sueño, y sólo unos pocos pies delicados lo encontrarán, y soñaré en solitario con la belleza de Saranoora y a veces suspiraré.
Seguimos bailando sin cesar a la voluntad de los treinta músicos, mas cuando las estrellas palidecieron y la brisa del amanecer agitó los últimos estertores de la noche, entonces Saranoora, la princesa del Norte, me condujo a su jardín. Había allí sombrías arboledas que llenaban de perfume la noche y protegían sus misterios del alba naciente. En aquel jardín flotaba a nuestro alrededor la triunfal melodía de aquellos oscuros músicos, cuyo origen no podían adivinar los que allí moraban y conocían el País del Sueño. Sólo en una ocasión volvió a cantar el pájaro tolulu, pues el regocijo de aquella noche le había asustado y estuvo callado. Una vez más le oímos cantar en alguna remota arboleda, pues los músicos descansaban y nuestros pies descalzos no hacían ruido; por un momento oímos a aquella ave con la que una vez soñó nuestro ruiseñor, transmitiendo la tradición a su prole. Y Saranoora me contó que le había puesto el nombre de Hermana Canora; mas no conocía el nombre de los músicos, que en ese momento tocaban de nuevo, pues nadie sabía quiénes eran ni de qué país procedían. Entonces alguien cantó en la oscuridad, muy cerca de nosotros, acompañado de un instrumento de cuerda, la historia de Singanee y su lucha contra el monstruo. Y de pronto le vimos, sentado en el suelo, cantando a la noche la arremetida de la lanza que había traspasado el descomunal corazón del destructor de Perdóndaris. Y nos detuvimos un rato y le pregunté quién había presenciado aquella memorable contienda, y él me respondió que nadie a excepción de Singanee y de aquel cuya pezuña había dispersado Perdóndaris, y que ahora este último estaba muerto. Y cuando le pregunté si Singanee le había relatado la contienda, él me dijo que aquel arrogante cazador jamás diría una sola palabra del asunto, y que por tanto su extraordinaria proeza era ahora cosa de los poetas, a quienes quedaba confiada para siempre; y volvió a tocar su instrumento de cuerda y siguió cantando.
Cuando el collar de perlas que Saranoora llevaba al cuello comenzó a brillar, comprendí que el amanecer se aproximaba y que aquella memorable noche casi había pasado. Y finalmente abandonamos el jardín y fuimos al abismo a contemplar la salida del sol en el desfiladero amatista. Al principio el astro iluminó la belleza de Saranoora, mas luego coronó el mundo y encendió aquellos riscos de amatista hasta deslumbrarnos, y nos apartamos de allí y vimos al artesano ahuecando el colmillo y tallando en él una balustrada formada por una bella comitiva de figuras. Y los que habían bebido bak comenzaron a despertarse y abrieron sus asombrados ojos ante el precipicio de amatista, y se los frotaron y los apartaron. Y entonces aquellos maravillosos reinos de la canción, que los oscuros músicos habían establecido a lo largo de la noche mediante acordes mágicos, volvieron a desvanecerse bajo la influencia de aquel antiguo silencio que regía ante los dioses; y los músicos se envolvieron en sus capas y cubrieron sus maravillosos instrumentos y se marcharon sigilosamente a los llanos; y nadie se atrevió a preguntarles si volverían, o por qué vivían allí, o a qué dios servían. Y el baile se interrumpió y todas las reinas se marcharon. Y entonces la esclava salió de nuevo por una puerta y vació en el abismo su canasto de zafiros, como la había visto hacer anteriormente. La hermosa Saranoora dijo que aquellas importantes reinas nunca se ponían sus zafiros más de una vez, y que cada mediodía un mercader de las montañas les vendía nuevas piezas para la velada correspondiente. Sin embargo, sospecho que algo más que la extravagancia subyace en el fondo de esta acción, aparentemente derrochadora, de arrojar los zafiros al abismo, pues en las profundidades de éste se encontraban esos dragones dorados de los cuales nada parece saberse. Y pensé, y todavía sigo pensándolo, que Singanee, aun encontrándose en guerra con los elefantes, con cuyos colmillos había construido su palacio, conocía bien e incluso temía a esos dragones del abismo, y que tal vez valorase aquellas inapreciables joyas menos que a sus reinas, y quisiera pagar tributo a los dragones dorados de la misma manera que él recibía hermosas ofrendas de otros tantos países por medio de su lanza. No pude ver si los dragones tenían alas; ni podía asegurar que, en el caso que las tuvieran, fueran capaces de soportar ese peso de oro macizo; ni tampoco sabía por qué caminos podrían deslizarse a través del abismo. Y no sé de qué le servirían los zafiros a un dragón dorado, o a una reina. Únicamente me parece extraño que arrojaran tal profusión de joyas por orden de un hombre que no tenía nada que temer, y que éstas cayeran al abismo al alba, despidiendo destellos y cambiando de color.
No sé cuánto tiempo nos quedamos allí observando la salida del sol sobre aquellas extensiones de amatista. Y es extraño que aquel fabuloso prodigio no me afectara más de lo que lo hizo, mas tenía la mente deslumbrada por la fama de aquél, y los ojos cegados por el resplandor del amanecer, y, como suele suceder, pensaba más en cosas insignificantes, y recuerdo haber contemplado el nacimiento del día en el solitario zafiro que Saranoora lucía en un anillo que llevaba en el dedo. Luego, cuando la brisa del amanecer la rodeaba, dijo que tenía frío y regresó al palacio de marfil. Y temí no poder volver a verla nunca más, pues el tiempo transcurre de manera diferente en el País del Sueño que en el mundo que conocemos, al igual que las corrientes marinas se desplazan según direcciones distintas, llevando barcos a la deriva. Y al llegar a la puerta del palacio de marfil me volví para despedirme y, sin embargo, no encontré palabras apropiadas. Y ahora, cuando a veces me encuentro en otras tierras, me paro a pensar en las muchas cosas que quise decir. Sin embargo, lo único que dije fue: "Ojalá nos volvamos a encontrar". Y ella respondió que era probable que nos encontrásemos a menudo, pues el permitirlo era poca cosa para los dioses, ignorando que los dioses del País del Sueño tienen poco poder sobre los mundos que conocemos. Luego traspasó la puerta. Y yo, después de cambiada la vestimenta que el chambelán me diera por mi propia ropa, abandoné la hospitalidad del poderoso Singanee, y me dirigí de vuelta al mundo que conocemos. Me crucé con aquel enorme colmillo que había supuesto el fin de Perdóndaris y encontré a los artistas que lo estaban tallando; y mientras pasaba, algunos de ellos, a modo de saludo, alabaron a Singanee, y en respuesta rendí honores a su nombre. Aunque la luz del nuevo día todavía no había penetrado completamente hasta el fondo del abismo, la oscuridad estaba cediendo paso a una niebla púrpura y pude vislumbrar vagamente a un dragón dorado. Luego miré en dirección al palacio de marfil y, al no ver a nadie en las ventanas, me alejé con tristeza; y, siguiendo el camino que sabía, atravesé el desfiladero entre las montañas y descendí por sus laderas hasta divisar de nuevo la cabaña de la bruja. Y cuando me dirigí a la ventana más alta a fin de contemplar el mundo que conocemos, la bruja me habló. Mas yo estaba enfadado, como si acabara de despertarme, y no le contesté. Más tarde el gato me preguntó a quién había encontrado, y yo le respondí que en el mundo que conocemos los gatos se mantienen en su lugar y no hablan a los hombres. Y luego bajé las escaleras y salí directamente por la puerta, dirigiéndome a Go-by Street.
-Se ha equivocado usted de camino -gritó la bruja desde la ventana.
Y efectivamente, hubiera preferido volver de nuevo al palacio de marfil, pero no tenía derecho a abusar más de la hospitalidad de Singanee, y no es posible quedarse para siempre en el País del Sueño; además, ¿qué sabía aquella bruja del mundo que conocemos o de las pequeñas aunque numerosas trampas que se tienden a nuestros pies allá abajo? Así es que no le presté atención y seguí adelante, y llegué a Go-by Street. Vi la casa de la puerta verde a mitad de camino de la calle, mas creyendo que al final de ésta estaba más cerca del Embankment, en donde había dejado mi bote, probé la primera puerta que encontré, que correspondía a una cabaña con techo de paja como las demás, con unas pequeñas agujas doradas en la cumbrera del tejado y extraños pájaros sentados arreglándose las plumas. La puerta se abrió y me sorprendió encontrarme a mí mismo en lo que parecía una cabaña de pastor; un hombre sentado en un tronco en el interior de una humilde y sombría habitación se dirigió a mí en una lengua extraña; murmuré algo y salí corriendo a la calle. El tejado de la casa estaba cubierto de paja tanto en la fachada como por detrás. No había agujas doradas en la fachada, ni maravilloso pájaros; mas tampoco había acera. Había una hilera de casas, establos y cobertizos, mas ninguna otra señal de ciudad. A lo lejos vi una o dos aldeas. Sin embargo, ahí estaba el río, sin duda el Támesis, pues tenía la anchura de ese río y todos sus meandros, si es posible imaginar el Támesis en aquel lugar concreto sin estar rodeado de calles, sin ningún puente, y con el Embankment desplomado. Comprendí qué me había ocurrido, permanentemente y a la luz del día, lo que suele sucederle a los hombres, aunque más a menudo a los niños, cuando se despiertan antes del amanecer en alguna habitación extraña y ven una alta ventana gris donde debía estar la puerta y objetos desconocidos en lugares impropios, y pese a saber dónde se encuentran ignoran cómo es posible que el sitio ofrezca ese aspecto.
Luego pasó a mi lado un rebaño de ovejas con la apariencia de siempre, mas el hombre que las dirigía lucía una extraña mirada extraviada. Le hablé y él no me entendió. Luego bajé el río a comprobar si mi bote estaba en el mismo sitio en donde lo había dejado; en el cieno (pues la marea estaba baja) vi un trozo semienterrado de madera ennegrecida, que bien podía haber sido parte de un bote, mas no lo pude reconocer. Empecé a pensar que me había perdido. Sería extraño venir de lejos a ver Londres y no poder encontrarla entre todos los caminos que hasta allí conducen; mas a mí me parecía que había estado viajando en el Tiempo y me había perdido entre los siglos. Y cuando vagaba por las colinas cubiertas de hierba, encontré un mausoleo hecho de zarzas y con techo de paja, y vi en su interior un león más deteriorado por el tiempo que la Esfinge de Gizeh; y cuando lo reconocí como uno de los cuatro de Trafalgar Square, entonces comprendí que andaba perdido por el futuro y varios siglos con sus traicioneros años me separaban de todo lo que había conocido. Y entonces me senté en la hierba junto a las deterioradas patas del león para reflexionar sobre lo que debía hacer. Y decidí regresar por Go-by Street y, dado que no había dejado nada que me atara al mundo conocido, ofrecerme como sirviente en el palacio de Singanee, y volver a contemplar el rostro de Saranoora y aquellos fabulosos amaneceres de amatista sobre el abismo donde juegan los dragones dorados. Y no me quedé más tiempo buscando vestigios de las ruinas de Londres; pues la contemplación de cosas maravillosa produce poco placer si no existe alguien a quien poder contarlas o asombrar.
Así es que volví inmediatamente a Go-by Street, la pequeña hilera de chozas, y no encontré ninguna otra prueba de la existencia de Londres que un león de piedra. Esta vez acerté con la casa. Estaba muy cambiada y se parecía más a una de esas chozas que pueden verse en Salisbury Plain que a una tienda en la ciudad de Londres; mas di con ella a base de ir contando las casas de la calle, ya que todavía quedaba una hilera de casas aunque las aceras y la ciudad hubieran desaparecido. Y todavía era una tienda. Una tienda muy diferente a la que yo conocí, aunque tenía mercancías a la venta: cayados de pastor, comestibles y toscas hachas. Y había un hombre con el pelo largo, vestido con pieles. No le hablé pues no conocía su lengua. Me dijo algo que me sonó a algo así como "Everkike". No entendí su significado, mas cuando miró una de sus pistolas, caí en la cuenta y comprendí que Inglaterra todavía era Inglaterra, que todavía no la habían conquistado, y que, aunque se habían cansado de Londres, todavía se aferraban a su país. Pues las palabras que el hombre había pronunciado fueron "Av er kike", por lo que comprendí que aquel mismo dialecto cockney que los antiguos llevaron a tierras lejanas todavía se hablaba en su lugar de nacimiento, y que ni la política ni sus enemigos lo habían destruido después de todos esos miles de años. Nunca me había gustado el dialecto cockney, dada mi arrogancia de irlandés acostumbrado a oír un magnífico inglés isabelino tanto de los pobres como de los ricos; por tanto, cuando escuché estas palabras me escocieron los ojos como si estuviera a punto de llorar; me recordaban lo lejos que me encontraba. Imagino que me quedé callado un rato. De repente comprendí que el hombre que se encargaba de la tienda se había quedado dormido. Su manera de ser parecía, extrañamente, la de un hombre que de seguir vivo tendría más de mil años (a juzgar por el aspecto deteriorado del león). Mas entonces, ¿qué edad tendría yo?. Está claro que el Tiempo pasa más rápido o más lento en el País del Sueño que en el mundo que conocemos. Pues los muertos, incluso los más antiguos, reviven en nuestros sueños; y un soñador pasa por los acontecimientos del día en sólo un segundo del reloj de Town-Hall. Sin embargo, la lógica no me ayudó y estaba desconcertado. Mientras el anciano dormía -extrañamente su rostro se parecía al del anciano que me había mostrado por primera vez la pequeña puerta trasera-, me dirigí al fondo de la tienda. Había una especie de puerta con goznes de cuero. La abrí y me encontré de nuevo con el cartel de la trastienda: al menos la parte de atrás de Go-by Street no había cambiado. La calle parecía fantástica y distante con sus flores púrpura y sus agujas doradas, y la desolación de la acera de enfrente; sin embargo, respiré más tranquilo al volver a ver algo que ya había visto antes. Pensé que había perdido para siempre el mundo que conocía, y ahora que me encontraba de nuevo a espaldas de Go-by Street sentía menos la pérdida que cuando estaba donde deberían estar los objetos familiares. Recordé lo que había dejado en el vasto País del Sueño y pensé en Saranoora. Y cuando volví a divisar las cabañas me sentí menos aislado todavía al pensar en el gato, aunque por lo general el animal se reía de lo que yo decía. Y lo primero que le dije a la bruja cuando la vi fue que había perdido el mundo y regresaba por el resto de mis días al palacio de Singanee. Y lo primero que ella me dijo fue:
-¡Vaya! Se equivocó usted de puerta.
Lo dijo amablemente, pues comprendía lo infeliz que yo era. Y yo le contesté:
-Sí, mas es la misma calle. Toda ella está cambiada y Londres ha desaparecido y la gente que solía conocer y las casas en las que solía dormir, y todo; estoy harto.
-¿A dónde quería usted ir por esa puerta errónea? -dijo ella.
-¡Oh!, eso da lo mismo -contesté.
-¿De veras? -dijo ella de un modo contradictorio.
-Bueno, quería llegar al final de la calle para encontrar rápidamente mi bote en el Embankment. Y ahora mi bote... y el Embankment... y...
-Alguna gente tiene siempre tanta prisa -dijo el viejo gato negro. Y me sentí tan desdichado que no logré enfadarme y no añadí nada más.
Y la vieja bruja dijo:
-¿A dónde quiere ir ahora?
Parecía una niñera dirigiéndose a un niño pequeño. Y yo le respondí:
-No tengo dónde ir.
Y ella respondió:
-¿Preferiría volver a casa o ir al palacio de Singanee?
Y yo le respondí:
-Me duele la cabeza y no quiero ir a ninguna parte, estoy cansado del País del Sueño.
-Entonces suponga que intenta entrar por la puerta apropiada.
-De nada serviría -contesté-. Todos han muerto y desaparecido, ahora aquí venden bollos.
-¿Qué sabe usted del Tiempo? -preguntó.
-Nada -respondió el viejo gato negro, a pesar de que nadie se había dirigido a él.
-¡Váyase! -dijo la vieja bruja.
De manera que me volví y me dirigí de nuevo a Go-by Street. Estaba muy cansado.
-¿Qué sabe de él? -dijo a mis espaldas el viejo gato negro. Sabía lo que iba a decirme después. Aguardé un momento y luego le dije:
-Nada.
Cuando miré por encima del hombro, el animal se dirigía a la cabaña contoneándose. Y cuando llegué a Go-by Street abrí con indiferencia la puerta por la que acababa de pasar. Me pareció inútil hacerlo, únicamente lo hice por aburrimiento, porque me lo habían mandado. Y nada más entrar, vi que todo era como antaño, y que el anciano soñoliento que allí se encontraba vendía ídolos. Compré una vulgar pieza, que en realidad no quería comprar, por el mero placer de ver los artículos acostumbrados. Y cuando me alejé de Go-by Street, que seguía siendo la de siempre, lo primero que vi fue un taxi colisionando con un cabriolé. Me descubrí y ovacioné. Y fui al Embankment y allí estaba mi bote, y el majestuoso río, repleto de suciedad como de costumbre. Y volví a remar y compré una revista barata (al parecer había estado fuera todo un día) y la leí de punta a rabo -incluyendo los avisos de remedios patentados para enfermedades incurables- y decidí pasear, tan pronto como descansara, por todas las calles que me eran familiares y visitar a todas mis amistades, y conformarme para siempre con el mundo que conocemos.

Título original: "The Avenger of Perdóndaris" (Tales of Three Hemispheres, 1919).
Dunsany, L. (1989) En los Confines del Mundo. Madrid: Ed. Siruela. Pp. 159-179.

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