BLOOD

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martes, 23 de febrero de 2010

EDGAR ALLAN POE -- CUENTOS VI

Edgar Allan Poe

Cuentos

(Traducción Julio Cortázar)

Por qué el pequeño francés lleva la mano en cabestrillo

Claro que sí! Está en mi tarjeta de visita (y en papel satinado color rosa); cualquiera que desee puede leer en ellas las interesantes palabras: «Sir Patrick O’Grandison, Baronet, 39, Southampton Row, Rusell Square, Parroquia de Bloomsbury». Y si quisiera usted descubrir quién es el rey de la buena educación y el que da el último grito del buen tono en la ciudad de Londres... pues aquí lo tiene. No vaya a asombrarse (y mejor será que deje de pellizcarse la nariz), pues por cada pulgada de las seis vigilias afirmo que soy un caballero, y desde que salí de los pantanos irlandeses para convertirme en baronet, vuestro Patrick ha estado viviendo como un emperador, educándose y refinándose. ¡Caracoles, para sus ojos sería una bendición si se posaran un momento sobre Sir Patrick O’Grandison, Baronet, cuando se viste para ir a la ópera o va a subir a su coche para dar una vuelta por Hyde Park! A causa de mi elegante figura, todas las damas se enamoran de mí. ¿Va a negarme alguien que mido seis pies y tres pulgadas, con los calcetines puestos, y que soy perfectamente bien proporcionado? En cambio, el extranjero, el pequeño francés que vive frente a mi casa, mide apenas tres pies y un poquitín más. ¡Sí, el mismo que se pasa el día comiéndose con los ojos (¡para su mala suerte!) a la preciosa viuda Mistress Tracle, vecina mía (¡Dios la bendiga!) y excelente amiga y conocida! Habrá usted observado que el pequeño gusano anda un tanto alicaído y que lleva la mano izquierda en cabestrillo; bueno, precisamente me disponía a contarle por qué.

La verdad es muy sencilla, sí, señor; el mismísimo día en que llegué a Connaught y salí a ventilar mi apuesta figura a la calle, apenas me vio la viuda, que estaba asomada a la ventana, ¡zas, su corazón quedó instantáneamente prendado! Me di cuenta en seguida, como se imaginará, y juro ante Dios que es la santa verdad. Primero de todo vi que abría la ventana en un santiamén y que sacaba por ella unos ojazos abiertos de par en par, y después asomó un catalejo que la lindísima viuda se aplicó a un ojo, y que el diablo me cocine si ese ojo no habló tan claro como puede hacerlo un ojo de mujer, y me dijo: «¡Buenos días tenga usted, Sir Patrick O’Grandison, Baronet, encanto! ¡Vaya apuesto caballero! Sepa usted que mis garridos cuarenta años están desde ahora a sus órdenes, hermoso mío, siempre que le parezca bien.» Pero no era a mí a quien iban a ganar en gentileza y buenos modales, de manera que le hice una reverencia que le hubiera partido a usted el corazón de contemplarla, me quité el sombrero con un gran saludo y le guiñé dos veces los ojos, como para decirle: «Bien ha dicho usted, hermosa criatura, Mrs. Tracle, encanto mío, y que me ahogue ahora mismo en un pantano si Sir Patrick O’Grandison, Baronet, no descarga una tonelada de amor a los pies de su alteza en menos tiempo del que toma cantar una tonada de Londonderry».

A la mañana siguiente, cuando estaba pensando si no sería de buena educación mandar una cartita amorosa a la viuda, apareció mi criado con una elegante tarjeta y me dijo que el nombre escrito en ella (porque yo nunca he podido leer nada impreso a causa de ser zurdo) era el de un Mosiú, el conde Augusto Luquesi, maître de danse (si es que todo esto quiere decir algo), y que el dueño de esa endiablada jerigonza era el pequeño francés que vive enfrente de casa.

En seguida apareció el pequeño demonio en persona, me hizo un complicado saludo, diciendo que se había tomado la libertad de honrarme con su visita, y siguió charlando y charlando largo rato, y maldito si le comprendía una sola palabra, salvo cuando repetía, y me soltaba una carretada de mentiras, entre las cuales (¡mala suerte para él!) que estaba loco de amor por mi viuda Mrs. Tracle y que mi viuda Mrs. Tracle estaba enamoradísima de él.

Cuando escuché esto, ya puede suponerse usted que me puse más rabioso que un leopardo, pero me acordé que era Sir Patrick O’Grandison, Baronet, y que no estaba bien que la cólera pudiera más que la buena educación, de manera que disimulé la rabia y me conduje con mucha gentileza, y al cabo de un rato, ¿qué piensa usted que el pequeño demonio me propone? Pues me propone visitar juntos a la viuda, agregando que tendría el placer de presentarme.

«¿Conque ésas tenemos?», me dije. «Patrick, hijo mío, eres el hombre más afortunado de la tierra. Muy pronto veremos si Mistress Tracle está enamorada de este Mosiú Metré Dedans o de mi apuesta persona.»

Así fue como llegamos en un santiamén a casa de la viuda, y bien puede creerme si le digo que era una casa muy elegante. Había una alfombra en el piso, y en un rincón un piano y un arpa, y el diablo sabe cuántas cosas más, y en otro rincón había un sofá que era la cosa más bonita de toda la naturaleza, y sentada en el sofá estaba nada menos que ese preciosísimo ángel, Mistress Tracle.

—¡Buenos días tenga usted, Mrs. Tracle! —le dije, a tiempo le hacía una reverencia tan elegante que usted se hubiera quedado con la lengua afuera.

—Woully woo, parley woo —dijo el pequeño forastero francés—. Mrs. Tracle —agregó—, este caballero es su reverencia Sir Patrick O’Grandison, Baronet, el mejor y más íntimo amigo que tengo en el mundo.

Entonces la viuda se levantó del sofá, nos hizo el saludo más bonito que se ha visto nunca y volvió a sentarse. ¿Querrá usted creerlo? En ese mismo momento el condenado Mosiú Metré Dedans se instaló tranquilamente en el sofá, a la derecha de la viuda. ¡Que el diablo se lo lleve! Por un momento creí que los ojos se me iban a salir de la cara, tan furibundo estaba. Pero pensé: «¿Conque ésas tenemos? ¿Conque así nos portamos, Mosiú Metré Dedans?» Y al mismo tiempo me instalé a la izquierda de su alteza, a fin de estar a la par con el miserable. ¡Condenación! Usted se hubiera sentido feliz de presenciar la doble guiñada que le hice a la viuda en plena cara, con un ojo después del otro.

El pequeño francés no sospechaba nada, y con todo atrevimiento se puso a cortejar a su alteza.

—Woully wou —le decía—. Parley wou —agregaba.

«Todo esto no te servirá de nada, Mosiú Rana, bonito mío», pensaba yo, y entonces me puse a hablar en voz muy alta y continuamente, hasta atraer la atención de su alteza gracias a la elegante conversación que mantenía con ella sobre mis queridos pantanos de Connaught. Y una que otra vez me dedicaba su preciosísima sonrisa, abriendo la boca de oreja a oreja, con lo cual yo me sentía más osado que un cerdo, y por fin le atrapé la punta del dedo meñique de la manera más delicada que se pueda imaginar en toda la naturaleza, al mismo tiempo que la miraba con los ojos en blanco.

No tardé en percatarme de lo inteligente que era aquel hermoso ángel, pues apenas observó que quería estrecharle la mano la retiró en un santiamén y se la puso a la espalda, como si me dijera: «Ahí tienes, Sir Patrick O’Grandison, te ofrezco una oportunidad mejor, bonito mío, pues no es muy gentil que me tomes la mano y me la aprietes en presencia de este pequeño forastero francés, Mosiú Metré Dedans».

Entonces le guiñé a fondo el ojo, como para decirle: «No hay como Sir Patrick para esta clase de triquiñuelas», me puse en seguida a la tarea, y usted se hubiera muerto de risa de haber visto la forma tan astuta con que deslicé el brazo derecho entre el respaldo del sofá y la espalda de su alteza, hasta encontrar, como es natural, su preciosa manecita, que parecía esperarme y decirme: «Buenos días tenga usted, Sir Patrick O’Grandison, Baronet». Y yo no hubiera sido quien soy si no le hubiera dado un apretón muy suave, el más gentil del mundo, para no hacer daño a su alteza, ¿verdad? Pero entonces, ¡condenación!, ¿qué diría usted al saber que a cambio de mi apretón recibí otro, el más delicado y gentil de todos los apretones? «Sangre y truenos, Sir Patrick, querido mío —pensé para mis adentros—, ¡cómo se ve que eres el hijo de tu madre, y nadie más que él, y que nunca se vio hombre más elegante y afortunado desde que dejaste los pantanos y saliste de Connaught!»

Y sin perder tiempo apreté con más fuerza la manita, y por mi alma que el apretón que me dio a su vez su alteza era también mucho más fuerte. Pero en ese momento a usted se le hubieran roto una a una las costillas de reírse si hubiese visto cómo se comportaba Mosiú Metré Dedans. Nunca se vio semejante parloteo, sonrisas estúpidas, parley wou y todo lo que dedicaba a su alteza. ¡Nunca se vio algo así en la tierra! Y que el diablo me queme si no lo vi con mis propios ojos cuando el condenado se permitía guiñarle uno de los suyos a mi ángel... ¡Condenación! ¡Si no me puse más furioso que un gato de Kilkenny, quisiera que me lo dijesen!

—Permítame informarle, Mosiú Metré Dedans —le dije con la mayor educación—, que no es nada gentil, aparte de que a usted no le queda nada bien estar mirando a su alteza de manera tan descarada.

Y al mismo tiempo apreté la mano de la viuda como para decirle: «¿No es verdad que Sir Patrick la protegerá a usted ahora, joya mía, encanto?»

Y como respuesta recibí otro buen apretón de ella, con el cual quería decirme muy claramente: «Verdad es, Sir Patrick, encanto mío; es usted el más cumplido de los caballeros de este mundo». Y al mismo tiempo la vi abrir sus preciosísimos ojos de manera tal que creí que se le saldrían instantáneamente y por completo de la cara, mientras miraba furiosa como un gato a Mosiú Rana y después me miraba a mí sonriéndose como un ángel.

—¿Cómo? —dijo entonces el miserable—. ¡Cómo! Woully wou, parley wou.

Y al mismo tiempo se encogió tanto de hombros que pensé que iba a quedarle el faldón de la camisa al aire haciendo simultáneamente una mueca despectiva con su condenada boca. Y ésa fue la única explicación que conseguí de él.

Créame usted, el que se puso furibundo en aquel momento fue Sir Patrick, y mucho más al darme cuenta de que el francés insistía con sus guiñadas a la viuda, mientras la viuda seguía apretándome muy fuerte la mano, como si me dijera: «¡No se deje intimidar, Sir Patrick O’Grandison, bonito mío!». Por lo cual solté un terrible juramento, mientras decía:

—¡Maldita rana insignificante, condenado gusano impertinente!

¿Creerá usted lo que hizo entonces su alteza? Dio un salto en el sofá como si acabaran de morderla y corrió a la puerta, mientras yo la miraba muy asombrado y estupefacto y la seguía en su carrera con mis dos ojos. Se dará usted cuenta de que yo tenía mis razones para saber que mi ángel no podía salir del salón aunque quisiera, puesto que tenía su mano en la mía, y que el diablo me queme si pensaba soltarla. Por eso le dije:

—¿No está usted olvidando un poquitín que le pertenece, su alteza? ¡Vuelva usted, encanto mío, que pueda yo devolverle su manita!

Pero ella salió corriendo escaleras abajo sin escucharme, y entonces miré al pequeño forastero francés. ¡Condenación, que me cuelguen si su maldita mano, pequeña como era, no estaba perfectamente instalada dentro de la mía!

Y que vuelvan a colgarme si en ese momento no estuve a punto de morirme de risa al ver la cara del pobre diablo cuando se dio cuenta de que lo que había tenido todo el tiempo en la mano no era la de la viuda, sino la de Sir Patrick O’Grandison. ¡Ni el mismo demonio contempló nunca una cara tan larga como aquélla! En cuanto a Sir Patrick O’Grandison, Baronet, no es hombre de preocuparse por una equivocación tan insignificante. Baste con decir que antes de soltar la mano del condenado Mosiú (y esto sólo ocurrió después que el lacayo de la viuda nos hubo echado a puntapiés escaleras abajo) le di un apretón tan grande que se la dejé convertida en jalea de frambuesa.

—Woully wou —dijo él—. Parley wou—agregó—. ¡Maldición!

Y por eso es que ahora anda con la mano izquierda en cabestrillo.


El aliento perdido

Cuento que nada tiene que ver con el Blackwood

¡Oh, no respires...!, etc.

(Melodías, de Moore)

La desdicha más manifiesta cede finalmente ante el incansable coraje de un espíritu filosófico, así como la ciudad más inexpugnable ante la incesante vigilancia de su enemigo. Salmanasar, como nos lo enseñan las Escrituras, sitió Samaria durante tres años, pero ésta cayó al fin. Sardanápalo —consúltese a Diodoro— se defendió en Nínive durante siete años, pero no le sirvió de nada. Troya cayó al terminar el segundo lustro, y Azoth, según lo afirma Aristeo por su honor de caballero, abrió, por fin, sus puertas a Psamético, después de haberlas tenido cerradas durante la quinta parte de un siglo...

—¡Miserable! ¡Zorra! ¡Arpía! —dije a mi mujer a la mañana siguiente de nuestras bodas—. ¡Bruja... carne de látigo... pozo de iniquidad... horrible quintaesencia de todo lo abominable... tú... tú...!

Y en puntas de pie, mientras la aferraba por la garganta y acercaba mi boca a su oreja, disponíame a botar un nuevo y más enérgico epíteto de oprobio, que de ser dicho no dejaría de convencerla de su insignificancia, cuando, para mi extremo horror y estupefacción, descubrí que había perdido el aliento.

Las frases: «Me falta el aliento», o «He perdido el aliento», se repiten con frecuencia en la conversación; pero jamás se me había ocurrido que el terrible accidente de que hablo pudiera ocurrir bona fide y de verdad. ¡Imaginaos, si tenéis fantasía suficiente, imaginaos mi maravilla, mi consternación, mi desesperación!

Tengo un genio protector, empero, que jamás me ha abandonado por completo. En mis accesos más incontrolables conservo siempre el sentido de la propiedad, et le chemin des passions me conduit —como dice Lord Edouard en Julie— à la philosophie véritable.

Aunque en el primer momento no pude verificar hasta qué punto me afectaba lo sucedido, decidí de todos modos ocultarlo a mi mujer hasta que nuevas experiencias me mostraran la amplitud de tan inaudita calamidad. Cambié de inmediato la expresión de mi rostro, haciéndolo pasar de su apariencia hinchada y retorcida a un aire de traviesa y coqueta bondad, y di a mi dama un golpecito en una mejilla y un beso en la otra, todo esto sin articular una sílaba (¡Furias! ¡Me era imposible!), dejándola estupefacta de mi extravagancia, tras lo cual salí de la habitación pirueteando y haciendo un pas de zéphyr.

Contempladme ahora, encerrado en mi boudoir privado, terrible ejemplo de las tristes consecuencias que se derivan de la irascibilidad; vivo, pero con todas las características de la muerte; muerto, con todas las propensiones de los vivos; una verdadera anomalía sobre la tierra; perfectamente tranquilo y, no obstante, sin aliento.

¡Sí, sin aliento! No bromeo al afirmar que mi aliento había desaparecido. No hubiera sido capaz de mover una pluma con él, aunque de ello dependiera mi vida, y menos aún empañar la transparencia de un espejo. ¡Crueles hados! Poco a poco, sin embargo, hallé algún alivio a ese primer incontenible paroxismo de angustia. Luego de algunas pruebas descubrí que la facultad vocal que, dada mi incapacidad para proseguir la conversación con mi esposa, había considerado como totalmente perdida, sólo se hallaba parcialmente afectada; noté también que, si en aquella interesante crisis hubiera bajado mi voz a un tono profundamente gutural, habría podido continuar comunicándole mis sentimientos; en efecto, este tono de voz (el gutural) no depende de la corriente de aire del aliento, sino de cierta acción espasmódica de los músculos de la garganta.

Dejándome caer en una silla, permanecí algún tiempo sumido en meditación. Ni que decir que mis reflexiones distaban de ser consoladoras. Mil vagas y lacrimosas fantasías se posesionaban de mi alma, y la idea del suicidio llegó a cruzar por mi mente. Pero la perversidad de la naturaleza humana se caracteriza por rechazar lo obvio y lo fácil, prefiriendo lo distante y lo equívoco. Me estremecía, pues, al pensar en el suicidio como en la más terrible de las atrocidades, mientras mi gato ronroneaba con todas sus fuerzas sobre la alfombra, y el perro de aguas suspiraba fatigosamente bajo la mesa, jactándose ambos de la fuerza de sus pulmones y burlándose con toda evidencia de mi incapacidad respiratoria.

Oprimido por un mar de vagos temores y esperanzas oí finalmente los pasos de mi mujer que bajaba la escalera. Seguro de su ausencia, volví con el corazón palpitante a la escena de mi desastre.

Cerrando cuidadosamente la puerta, inicié una minuciosa búsqueda. Era posible que el objeto de mis afanes estuviera escondido en algún sombrío rincón, o agazapado en algún armario o cajón. Podía tener quizá una forma tangible o vaporosa. La mayoría de los filósofos son muy poco filosóficos sobre diversos puntos de la filosofía. Empero, en su Mandeville, William Godwin sostiene que «las cosas invisibles son las únicas realidades», y se admitirá que esto merece tenerse en cuenta. Me agradaría que el lector sensato reflexionara antes de pensar que tales aseveraciones exceden lo absurdo. Se recordará que Anaxágoras sostenía que la nieve era negra, y desde este episodio estoy convencido de que tenía razón.

Larga y cuidadosamente seguí buscando, pero la despreciable recompensa de tanta industria y perseverancia resultó ser tan sólo una dentadura postiza, un par de caderillas, un ojo y cantidad de billets-doux dirigidos por Mr. Alientolargo a mi esposa. Aprovecho para hacer notar que esta confirmación de la parcialidad de mi esposa hacia Mr. Alientolargo me preocupaba muy poco. El hecho de que Mrs. Faltaliento admirara a alguien tan distinto de mí era un mal tan natural como necesario. Bien sabido es que poseo una apariencia corpulenta y robusta, pero que mi estatura está por debajo de la normal. No hay que maravillarse, pues, de que la delgadez como de palo de mi conocido, y su estatura, que se ha vuelto proverbial, mereciera la más natural de las admiraciones por parte de Mrs. Faltaliento. Pero volvamos a nuestro tema.

Como he dicho, mis esfuerzos resultaron inútiles. Vanamente revisé armario tras armario, cajón tras cajón, hueco tras hueco. Hubo un momento en que me sentí casi seguro de mi presa, cuando al revolver en una caja de tocador volqué accidentalmente una botella de aceite de Arcángeles de Grandjean —que, como perfume agradable, me tomo la libertad de recomendar.

Con el corazón lleno de pena me volví a mi boudoir a fin de discurrir algún método que burlara la astucia de mi esposa; necesitaba ganar tiempo para completar mis preparativos de viaje, pues estaba dispuesto a abandonar el país. En una nación extranjera, desconocido, tenía algunas probabilidades de ocultar mi desdichada calamidad —calamidad aún más propia que la miseria para privarme de la estimación general y provocar con mi miserable persona la bien merecida indignación de los virtuosos y los felices—. No vacilé mucho tiempo. Como estaba dotado de una natural aptitud, me aprendí íntegramente de memoria la tragedia de Metamora[1]. Había recordado felizmente que en este drama, o por lo menos en las partes correspondientes a su héroe, los tonos de voz que había perdido eran completamente innecesarios, pues todo el recitado debía hacerse con una profunda voz gutural.

Practiqué algún tiempo mi texto en los bordes de un concurrido pantano, aunque sin acudir a procedimientos similares a los de Demóstenes, sino a un método absoluta y especialmente mío. Así eficazmente armado decidí hacer creer a mi esposa que me había apasionado súbitamente por el teatro. Tuve un éxito que puede considerarse milagroso; a cada pregunta o sugestión que me hacía le contestaba (con una voz sepulcral y en un todo semejante al croar de una rana) declamando algún pasaje de la tragedia; por lo demás, no tardé en observar con grandísimo placer que dichos pasajes se aplicaban igualmente bien a cualquier tema. No debe suponerse, además, que al proceder al recitado de dichos pasajes dejaba yo de mirar de través, exhibir mis dientes, entrechocar las rodillas, patear el piso, o hacer cualquiera de esas innominables gracias que constituyen justamente las características de un trágico popular. Ni que decir tiene que todo el mundo hablaba de ponerme una camisa de fuerza; pero, ¡gracias a Dios!, jamás sospecharon que había perdido el aliento.

Puestos por fin en orden mis asuntos, ocupé una mañana temprano mi asiento en la diligencia de N..., dando a entender a mis relaciones que en aquella ciudad me aguardaban asuntos de máxima importancia.

La diligencia estaba atestada de pasajeros, pero a la débil luz del amanecer no podía distinguir los rasgos de mis compañeros. Sin hacer mayor resistencia me dejé ubicar entre dos caballeros de colosales dimensiones, mientras un tercero, aún más grande, pedía disculpas por la libertad que iba a tomarse y se instalaba sobre mí cuan largo era, quedándose dormido en un instante ahogando mis guturales clamores de socorro con unos ronquidos que hubieran hecho sonrojar a los bramidos del toro de Falaris. Felizmente el estado de mis facultades respiratorias eliminaba todo riesgo de sofocación.

Cuando fue día claro y nos acercábamos a los suburbios de la ciudad, mi atormentador se levantó y, mientras se ajustaba el cuello, me dio cortésmente las gracias por mi gentileza. Viendo que yo permanecía inmóvil (pues tenía todos los miembros dislocados y la cabeza torcida hacia un lado), se sintió un tanto preocupado; despertando al resto de los pasajeros, les dijo de manera muy decidida que, en su opinión, durante la noche les habían endilgado un cadáver pretendiendo que se trataba de otro pasajero, y me hundió un dedo en el ojo derecho como demostración de lo que estaba sosteniendo.

En vista de ello, el resto de los pasajeros (que eran nueve) consideraron su deber tirarme sucesivamente de las orejas. Un mediquillo joven me aplicó un espejo a los labios y, al descubrir que me faltaba el aliento, declaró que las afirmaciones de mi atormentador eran rigurosamente ciertas; por lo cual los viajeros manifestaron que no estaban dispuestos a tolerar mansamente semejantes imposiciones en el futuro, y que, en cuanto al presente, no seguirían en compañía de un cadáver.

Dicho esto, y mientras pasábamos delante de la taberna del Cuervo, me arrojaron de la diligencia sin sufrir otro accidente que la ruptura de ambos brazos aplastados por la rueda trasera izquierda del vehículo. Diré, además, en homenaje al cochero, que no dejó de tirarme también el más pesado de mis baúles, que desdichadamente me cayó en la cabeza, fracturándomela de manera tan interesante cuanto extraordinaria.

El posadero del Cuervo, que era hombre hospitalario, descubrió que mi baúl contenía lo suficiente para indemnizarlo de cualquier pequeño trabajo que se tomara por mí, y, luego de mandar llamar a un médico conocido, me confió a su cuidado conjuntamente con una cuenta y recibo por diez dólares.

El comprador me llevó a su casa y se puso a trabajar inmediatamente sobre mi persona. Comenzó por cortarme las orejas; pero al hacerlo descubrió ciertos signos de vida. Mandó entonces llamar a un farmacéutico vecino, para consultarlo en la emergencia. Pero en el ínterin, y por si sus sospechas sobre mi existencia resultaban exactas, me hizo una incisión en el estómago y me extrajo varias visceras para disecarlas privadamente.

El farmacéutico tendía a creer que yo estaba muerto. Traté de refutar su idea pateando y saltando con todas mis fuerzas, mientras me contorsionaba furiosamente, ya que las operaciones del cirujano me habían devuelto los sentidos. Pero ello fue atribuido a los efectos de una nueva batería galvánica con la cual el farmacéutico, que era hombre informado, efectuó diversos experimentos que no pudieron dejar de interesarme, dada la participación personal que tenía en ellos. Lo que más me mortificaba, sin embargo, era que todos mis intentos por entablar conversación fracasaban, al punto de que ni siquiera conseguía abrir la boca; imposible contestar, pues, a ciertas ingeniosas pero fantásticas teorías que, bajo otras circunstancias, mis detallados conocimientos de la patología hipocrática me habrían permitido refutar fácilmente.

Dado que le era imposible llegar a una conclusión, el cirujano decidió dejarme en paz hasta un nuevo examen. Fui llevado a una buhardilla, y luego que la esposa del médico me hubo vestido con calzoncillos y calcetines, su marido me ató las manos y me sujetó las mandíbulas con un pañuelo, cerrando la puerta por fuera antes de irse a cenar, y dejándome entregado al silencio y a la meditación.

Descubrí entonces con inmenso deleite que, de no haber tenido atada la boca con el pañuelo, hubiese podido hablar. Consolándome con esta reflexión, me puse a repetir mentalmente algunos pasajes de la Omnipresencia de la Divinidad, como era mi costumbre antes de entregarme al sueño; pero en ese momento dos gatos de voraz y vituperable aspecto entraron por un agujero de la pared, saltaron con una pirueta à la Catalani y cayeron uno frente a otro sobre mi cara, entregándose a una indecorosa contienda por la fútil posesión de mi nariz.

Así como la pérdida de sus orejas sirvió para elevar al trono a Ciro, el Mago de Persia, y la mutilación de su nariz dio a Zopiro la posesión de Babilonia, así la pérdida de unas pocas onzas de mi cara sirvió para la salvación de mi cuerpo. Exasperado por el dolor y ardiendo de indignación, hice saltar de golpe las cuerdas y el vendaje. Corrí por la habitación, lanzando una mirada de desprecio a los beligerantes, y, luego de abrir la ventana ante su horror y desencanto, me precipité por ella con gran destreza.

El ladrón de caminos W., al cual me parecía muchísimo, era llevado en ese momento desde la ciudad al cadalso erigido en los suburbios para su ejecución. Su extremada debilidad y el largo tiempo que llevaba enfermo le habían valido el privilegio de que no lo ataran; vestido con las ropas de los condenados a muerte —que se parecían mucho a las mías— yacía tendido en el fondo del carro del verdugo (carro que pasaba justamente bajo las ventanas del cirujano en momentos en que yo salía por la ventana), sin otra custodia que el carrero, que iba dormido, y dos reclutas del 6 de infantería, que estaban borrachos.

Para mi mala suerte, caí de pie en el vehículo. W., que era hombre astuto, percibió al instante su oportunidad. Dando un salto se dejó caer del carro y, metiéndose por una calleja, se perdió de vista en un guiñar de ojos. Sobresaltados por el ruido, los reclutas no pudieron darse cuenta del cambio producido. Pero al ver a un hombre semejante en todo al villano, que se erguía en el carro frente a ellos, supusieron que el miserable (es decir W.) trataba de escapar, y, luego de comunicarse el uno al otro esta opinión, bebieron sendos tragos y me derribaron a culatazos con los mosquetes.

No tardamos mucho en llegar a nuestro destino. Por supuesto, nada podía yo decir en mi defensa. Era inevitable que me ahorcaran. Me resigné, con un estado de ánimo entre estúpido y sarcástico. Había en mí muy poco de cínico, pero tenía todos los sentimientos de un perro[2]. Entretanto el verdugo me ajustaba el dogal al cuello. La trampa cayó.

Me abstengo de describir mis sensaciones en el patíbulo, aunque indudablemente podría hablar con conocimiento de causa, y se trata de un tema sobre el cual no se ha dicho aún nada correcto. La verdad es que para escribir al respecto conviene haber sido ahorcado previamente. Todo autor debería limitarse a las cuestiones que conoce por experiencia. Así, Marco Antonio compuso un tratado sobre la borrachera.

Mencionaré, empero, que no perecí. Mi cuerpo estaba suspendido, pero aquello no podía suspender mi aliento; de no haber sido por el nudo debajo de la oreja izquierda (que me daba la impresión de un corbatín militar), me atrevería a afirmar que no sentía mayores molestias. En cuanto a la sacudida que recibió mi cuello al caer desde la trampa, sirvió meramente para enderezarme la cabeza que me ladeara el gordo caballero de la diligencia.

Tenía buenas razones, empero, para compensar lo mejor posible las molestias que se había tomado la muchedumbre presente. Mis convulsiones, según opinión general, fueron extraordinarias. Imposible hubiera sido sobrepasar mis espasmos. El populacho pedía bis. Varios caballeros se desmayaron y multitud de damas fueron llevadas a sus casas con ataques de nervios. Pinxit aprovechó la oportunidad para retocar, basándose en un croquis tomado en ese momento, su admirable pintura de Marsias desollado vivo.

Cuando hube proporcionado diversión suficiente, se consideró llegado el momento de descolgar mi cuerpo del patíbulo —sobre todo porque, entretanto, el verdadero culpable había sido descubierto y capturado, hecho del que por desgracia no llegué a enterarme.

Como es natural lo ocurrido me valió simpatías generales, y como nadie reclamó mi cadáver se ordenó que fuera enterrado en una bóveda pública.

Allí, después de un plazo conveniente, fui depositado. Marchóse el sepulturero y me quedé solo. En aquel momento un verso del Malcontento de Marston,

La muerte es un buen muchacho, y tiene casa abierta...

me pareció una palpable mentira.

Arranqué, sin embargo, la tapa de mi ataúd y salí de él. El lugar estaba espantosamente húmedo y era muy lóbrego, al punto que me sentí asaltado por el ennui. Para divertirme, me abrí paso entre los numerosos ataúdes allí colocados. Los bajé al suelo uno por uno y, arrancándoles la tapa, me perdí en meditaciones sobre la mortalidad que encerraban.

—Éste —monologué, tropezando con un cadáver hinchado y abotagado— ha sido sin duda un infeliz, un hombre desdichado en toda la extensión de la palabra. Le tocó en vida la terrible suerte de anadear en vez de caminar, de abrirse camino como un elefante y no como un ser humano, como un rinoceronte y no como un hombre.

Sus tentativas para avanzar resultaban inútiles y sus movimientos giratorios terminaban en rotundos fracasos. Al dar un paso adelante, su desgracia consistía en dar dos a la derecha y tres a la izquierda. Sus estudios se vieron limitados a la poesía de Crabbe[3]. No tuvo idea de la maravilla de una pirouette. Para él, un pas de papillon era sólo una concepción abstracta. Jamás ascendió a lo alto de una colina. Nunca, desde un campanario, contempló el esplendor de una metrópolis. El calor era su mortal enemigo. Durante la canícula sus días eran días de can. Soñaba con llamas y sofocaciones, con una montaña sobre otra, el Pelión sobre el Osa. Le faltaba el aliento, para decirlo en una palabra; sí, le faltaba el aliento. Consideraba una extravagancia tocar instrumentos de viento. Fue el inventor de los abanicos automáticos, de las mangueras de viento, de los ventiladores. Protegió a Du Pont, el fabricante de fuelles, y murió miserablemente mientras intentaba fumar un cigarro. Siento profundo interés por su caso, pues simpatizo sinceramente con su suerte.

—Pero aquí —dije, extrayendo desdeñosamente de su receptáculo un cuerpo alto, flaco y extraño, cuya notable apariencia me produjo una sensación de desagradable familiaridad—, aquí hay un miserable indigno de conmiseración en esta tierra.

Y diciendo así, para lograr una mejor vista de mi sujeto, lo agarré por la nariz con el pulgar y el índice, obligándolo a sentarse en el suelo, y lo mantuve en esta forma mientras continuaba mi monólogo.

—Indigno —repetí— de conmiseración en esta tierra. ¿A quién se le ocurriría compadecer a una sombra? Por lo demás, ¿no ha tenido el pleno goce de las dichas propias de los mortales? Fue el creador de los monumentos elevados, de las altas torres donde se fabrica la metralla, de los pararrayos, de los álamos de Lombardía. Su tratado sobre Sombras y penumbras lo inmortalizó. Fue distinguido y hábil editor de la obra de South sobre «los huesos». A temprana edad concurrió al colegio y estudió la ciencia neumática. De vuelta a casa, no hacía más que hablar y tocar el corno francés. Protegió las gaitas. El capitán Barclay, que andaba en contra del tiempo, no pudo andar contra él. Sus escritores favoritos eran Windham y Allbreath, y Phiz su artista preferido[4]. Murió gloriosamente, mientras inhalaba gas; levique flatu corrupitur, como la fama pudicitiœ en San Jerónimo[5]. Era indudablemente un...

—¿Cómo se atreve... cómo... se... atreve...? —interrumpió el objeto de mi animadversión, jadeando por respirar y arrancándose con un desesperado esfuerzo el vendaje de la mandíbula—. ¿Cómo puede usted Mr. Faltaliento, ser tan infernalmente cruel para sujetarme de esa manera por la nariz? ¿No ve que me han atado la boca? ¡Debería darse cuenta, si es que se da cuenta de algo, que debo exhalar un enorme exceso de aliento! Pero, si no lo sabe, siéntese y lo verá. En mi situación representa un grandísimo alivio poder abrir la boca, explayarse, hablar con una persona como usted que no es de los que se creen llamados a interrumpir a cada momento el hilo del discurso de su interlocutor. Las interrupciones son molestas y deberían abolirse. ¿No lo cree usted? ¡Oh, no conteste, por favor! Basta con que uno solo hable a la vez. Pronto habré terminado, y entonces podrá empezar usted. ¿Cómo demonios llegó a este lugar, señor? ¡Ni una palabra, le ruego! Llevo aquí algún tiempo... ¡Terrible accidente! ¿Supo usted de él, presumo? ¡Espantosa calamidad! Mientras pasaba bajo sus ventanas... hace un tiempo... justamente en la época en que a usted le dio por el teatro... ¡cosa horrible! ... ¿Oyó alguna vez la expresión «retener el aliento»? ¡Cállese, le digo! ¡Pues bien... yo retuve el aliento de otra persona! Y eso que siempre había tenido bastante con el mío propio... Al ocurrirme eso me encontré con Blab en la esquina... pero no me dio la menor posibilidad de decir una palabra... imposible deslizar una sola sílaba... Naturalmente, fui víctima de un ataque epiléptico... Blab salió huyendo... ¡Los muy estúpidos! Creyeron que había muerto y me metieron aquí... ¡Vaya hato de imbéciles! En cuanto a usted, he oído todo lo que ha dicho... y cada palabra es una mentira... ¡Horrible, espantoso, ultrajante, atroz, incomprensible...! Etcétera, etcétera, etcétera...

Imposible concebir mi estupefacción ante tan inesperado discurso, y la alegría que sentí poco a poco al irme convenciendo de que el aliento tan afortunadamente capturado por aquel caballero (que no era otro que mi vecino Alientolargo) era precisamente el que yo había perdido durante mi conversación con mi mujer. El tiempo, el lugar y las circunstancias lo confirmaban sin lugar a dudas. Pero de todas maneras no solté mi mano de la nariz de Mr. Alientolargo, por lo menos durante el largo período durante el cual el inventor de los álamos de Lombardía siguió favoreciéndome con sus explicaciones.

Obraba en este sentido con la habitual prudencia que siempre constituyó mi rasgo dominante. Reflexioné que grandes obstáculos se amontonaban en el camino de mi salvación, y que sólo con grandísimas dificultades podría superarlos. Muchas personas, bien lo sabía, estiman las cosas que poseen —por más insignificantes que sean para ellas, y aun molestas o incómodas— en razón directa de las ventajas que obtendrían otras personas si las consiguieran. ¿No sería éste el caso con Mister Alientolargo? Si me mostraba ansioso por ese aliento que tan dispuesto se mostraba a abandonar, ¿no me convertiría en una víctima de las extorsiones de su avaricia? Hay villanos en este mundo, como le recordé mientras suspiraba, que no tendrán escrúpulos en aprovecharse del vecino de al lado; y además (esta observación proviene de Epicteto), en el momento en que los hombres están más deseosos de arrojar la carga de sus calamidades, es cuando menos dispuestos se muestran a ayudar en el mismo sentido a sus semejantes.

Frente a consideraciones de este género, manteniendo siempre mi presa por la punta de la nariz, consideré oportuno dirigirle la siguiente réplica:

—¡Monstruo! —empecé, con un tono de profunda indignación—. ¡Monstruo e idiota de doble aliento! Tú, a quien los cielos han castigado por tus iniquidades dándote una doble respiración, ¿te atreves a dirigirte a mí con el lenguaje familiar de la amistad? «¡Mentiras!», dices y «que me calle la boca», ¡naturalmente! ¡Vaya conversación con un caballero que sólo tiene un aliento! ¡Y todo esto cuando de mí depende aliviarte de la calamidad que sufres, y eliminar todas las superfluidades de tu malhadada respiración!

Al igual que Bruto, me detuve esperando una respuesta, que, semejante a un huracán, me arrolló inmediatamente. Mr. Alientolargo presentó toda clase de protestas y excusas. No había una sola cosa con la cual no se mostrara perfectamente de acuerdo, y no dejé de sacar ventaja de cada una de sus concesiones.

Arreglados los detalles preliminares, mi interlocutor procedió a devolverme mi respiración; luego de examinarla cuidadosamente, le entregué un recibo.

Comprendo que muchos me harán reproches por referirme tan brevemente a un negocio de tanta importancia. Se dirá que bien podía haber proporcionado minuciosos detalles de la operación gracias a la cual (y es muy cierto) podría arrojar nuevas luces sobre una interesantísima rama de las ciencias naturales.

Lamento mucho no poder responder a esto. Sólo me está permitido hacer una vaga alusión. Había circunstancias —pero después de pensarlo bien, me parece más seguro decir lo menos posible sobre tan delicado asunto—, circunstancias muy delicadas, repito, que al mismo tiempo involucran a una tercera persona cuyo resentimiento no tengo el menor interés en padecer en este momento.

No tardamos mucho, después de aquella transacción, en escaparnos de las mazmorras del sepulcro. Las fuerzas unidas de nuestras resucitadas voces fueron muy pronto oídas desde afuera. Tijeras, el director de un periódico centralista, aprovechó para publicar de nuevo su tratado sobre «la naturaleza y origen de los sonidos subterráneos». Una réplica-refutación-respuesta-justificación no tardó en aparecer en las columnas de un diario democrático. Abriéronse las puertas de la bóveda para liquidar la controversia, y la aparición de Mr. Alientolargo y mía probó a ambas partes que estaban igualmente equivocadas.

No puedo determinar estos detalles sobre algunos pasajes singulares de una vida bastante memorable, sin llamar otra vez la atención del lector acerca de los méritos de esa filosofía sin distinciones que sirve de seguro escudo contra los dardos de la calamidad que no alcanzan a verse, sentirse ni comprenderse. Está en el espíritu de esta sabiduría la creencia, entre los antiguos hebreos, de que las puertas del cielo se abrirían inevitablemente para aquel pecador o santo que, con buenos pulmones y lleno de confianza, vociferaba la palabra «¡Amén!». Y se halla también dentro del espíritu de esa sabiduría el que, durante la gran plaga que asolaba Atenas, y luego que se agotaron todos los medios para alejarla, Epiménides —como relata Laercio en su segundo libro sobre el filósofo— aconsejara la erección de un santuario y un templo «al Dios apropiado».


El duque de l’Omelette

Y pasó al punto a un clima más fresco.

(Cowper)

Keats sucumbió a una crítica. ¿Quién murió de una Andrómaca?[6]. ¡Almas innobles! El duque de l’Omelette pereció de un verderón. L’historie en est brève. ¡Ayúdame, espíritu de Apicio!

Una jaula de oro llevó al pequeño vagabundo alado, enamorado, derretido, indolente, desde su hogar en el lejano Perú a la Chaussée d’Antin; de su regia dueña, La Bellísima, al duque de l’Omelette; y seis pares del reino transportaron el dichoso pájaro.

Aquella noche el duque debía cenar a solas. En la intimidad de su despacho reclinábase lánguidamente sobre aquella otomana por la cual había sacrificado su Lealtad al pujar más que su rey en la subasta... la famosa otomana de Cadêt.

El duque hunde el rostro en la almohada. ¡Suena el reloj! Incapaz de contener sus sentimientos, su Gracia come una aceituna. En ese instante ábrese la puerta a los dulces sones de una música y, ¡oh maravilla!, el más delicado de los pájaros aparece ante el más enamorado de los hombres. Pero, ¿qué inexpresable espanto se difunde en las facciones del duque? «Horreur! -chien! -Baptiste! -l’oiseau! ah, bon Dieu! cet oiseau modeste que tu as deshabillé de ses plumes, et que tu as servi sans papier!» Seria superfluo agregar nada: el duque expira en un paroxismo de asco.

—¡Ja, ja, ja! —dijo su Gracia, tres días después de su fallecimiento.

—¡Je, je, je! —repuso suavemente el diablo, enderezándose con un aire de hauteur.

—Vamos, supongo que esto no es en serio —observó de l’Omelette—. He pecado, c’est vrai, pero, querido señor... ¡supongo que no tendrá la intención de llevar a la práctica tan bárbaras amenazas!

—¿Tan qué? —dijo su Majestad—. ¡Vamos, señor, desnúdese!

—¿Desnudarme? ¡Muy bonito en verdad! ¡No, señor, no me desnudaré! ¿Quién es usted para que yo, duque de l’Omelette, príncipe de Foie-Gras, apenas mayor de edad, autor de la Mazurquiada y miembro de la Academia, tenga que quitarme obedientemente los mejores pantalones jamás cortados por Bourdon, la más bonita robe de chambre salida de manos de Rombêrt, por no decir nada de los papillotes y para no mencionar la molestia que me representaría quitarme los guantes?

—¿Que quién soy? ¡Ah, es verdad! Soy Baal-Zebub, príncipe de la Mosca. Acabo de sacarte de un ataúd de palo de rosa incrustado de marfil. Estabas extrañamente perfumado y tenías una etiqueta como si te hubieran facturado. Te mandaba Belial, mi inspector de cementerios. En cuanto a esos pantalones que dices cortados por Bourdon, son un excelente par de calzoncillos de lino, y tu robe de chambre es una mortaja de no pequeñas dimensiones.

—¡Caballero —replicó el duque—, no me dejo insultar impunemente! ¡Aprovecharé la primera oportunidad para vengarme de esta afrenta! ¡Oirá usted hablar de mí! ¡Entretanto... au revoir!

Y el duque se inclinaba, antes de apartarse de la satánica presencia, cuando se vio interrumpido y devuelto a su sitio por un guardián. En vista de ello, su Gracia se frotó los ojos, bostezó, encogióse de hombros y reflexionó. Luego de quedar satisfecho sobre su identidad, echó una mirada a vuelo de pájaro sobre los alrededores.

El aposento era soberbio a un punto tal, que de l’Omelette lo declaró bien comme il faut. No tanto por su largo o su ancho, sino por su altura... ¡ah, qué espantosa altura! No había techo... ciertamente no lo había... Solamente una densa masa atorbellinada de nubes de color de fuego. Su Gracia sintió que la cabeza le daba vueltas al mirar hacia arriba. Desde lo alto colgaba una cadena de un metal desconocido de color rojo sangre; su extremidad superior se perdía, como la ciudad de Boston, parmi les nuages. En su extremo inferior se balanceaba un enorme fanal. El duque comprendió que se trataba de un rubí; pero de ese rubí emanaba una luz tan intensa, tan fija, como jamás fue adorada en Persia, o imaginada por Gheber, o soñada por un musulmán cuando, intoxicado de opio, cae tambaleándose en un lecho de amapolas, la espalda contra las flores y el rostro vuelto al dios Apolo. El duque murmuró un suave juramento, decididamente aprobatorio.

Los ángulos del aposento se curvaban formando nichos. Tres de ellos aparecían ocupados por estatuas de proporciones gigantescas. Su hermosura era griega, su deformación egipcia, su tout ensemble francés. En el cuarto nicho, la estatua aparecía velada y no era colosal. Veíase empero un tobillo ahusado, un pie con sandalia. De l’Omelette llevó su mano al corazón, cerró los ojos, volvió a abrirlos y sorprendió a su satánica majestad... cuando se sonrojaba.

¡Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Astoreth! ¡Mil y la misma! ¡Y Rafael las ha contemplado! Sí, Rafael estuvo aquí: ¿acaso no pintó la...? ¿Y no se condenó a causa de ello? ¡Las pinturas, las pinturas! ¡Oh lujo, oh amor! ¿Quién, contemplando aquellas bellezas prohibidas, tendría ojos para las exquisitas obras que, en sus marcos de oro, salpican como estrellas las paredes de jacinto y de pórfido?

Empero, el corazón del duque desfallece. No se siente, como lo suponéis, marcado por la magnificencia, ni embriagado por el intenso perfume de los innumerables incensarios. C’est vrai que de toutes ces choses il a pensé beaucoup-mais! El duque de l’Omelette está aterrado. ¡A través de la cárdena visión que le ofrece la sola ventana sin cortinas se divisa el más espantoso de los fuegos!

Le pauvre Duc! No podía impedirse imaginar que las admirables, las voluptuosas, las inmortales melodías que invadían aquel salón, a medida que pasaban filtrándose y trasmutándose por la alquimia de las encantadas ventanas, eran los gemidos y los alaridos de los condenados sin esperanza. ¡Y allí, allí, sobre la otomana! ¿Quién está ahí? ¡Es él, el petit-maître... no, la Deidad... sentado como si estuviera esculpido en mármol, et qui sourit, con su pálido rostro, si amèrement!

Mais il faut agir... vale decir que un francés no se desmaya nunca de golpe. Además, a su Gracia le repugna una escena... De l’Omelette ha recobrado todo su dominio. Ha visto unos floretes sobre la mesa y unas dagas. El duque ha estudiado con B...; il avait tué ses six hommes. Por lo tanto, il peut s’échapper. Mide dos armas y, con inimitable gracia, ofrece la elección a su Majestad. Horreur! ¡Su Majestad no sabe esgrima!

Mais il joue! ¡Feliz idea! Su Gracia tuvo siempre una excelente memoria. Alguna vez hojeó Le Diable, del abate Gualtier. Allí se dice que le Diable n’ose pas refuser un jeu d’écarté.

¡Pero las probabilidades... las probabilidades! Remotísimas, desesperadas, es verdad; empero, apenas más desesperadas que el duque mismo. Además, ¿no está en el secreto? ¿No ha leído al Père Le Brun? ¿No era miembro del Club Vingt-et-un? Si je perds —dice—je serai deux fois perdu... quedaré dos veces condenado... voilà tout! (Y aquí su Gracia se encogió de hombros.) Si je gagne, je reviendrai à mes ortolons... que les cartes soient préparées!

Su Gracia era todo cuidado, todo atención; su Majestad, todo confianza. Un espectador hubiera pensado en Francisco y en Carlos. Su Gracia pensaba en su juego. Su Majestad no pensaba: barajaba. El duque cortó.

Distribuyéronse las cartas. Diose vuelta la primera. ¡El rey! ¡Pero no... era la reina! Su Majestad maldijo sus vestimentas masculinas. De l’Omelette se llevó la mano al corazón.

Jugaron. El duque contaba. Había terminado la mano. Su Majestad contaba lentamente, sonriendo, bebiendo vino. El duque escamoteó una carta.

—C’est à vous de faire —dijo su Majestad, cortando. Su Gracia se inclinó, barajó las cartas y levantóse en presentant le Roi.

Su Majestad pareció apesadumbrado.

Si Alejandro no hubiese sido Alejandro, hubiera querido ser Diógenes, y el duque aseguró a su antagonista, mientras se despedía de él, que s’il n’eût été de l’Omelette il n’aurait point d’objection d’être le Diable.


Cuatro bestias en una

El hombre-camaleopardo

Chacun a ses vertus.

(Crebillon, Jerjes)

Por lo general, se considera a Antíoco Epifanes como el Gog del profeta Ezequiel. Cabe sin embargo atribuir con más propiedad este honor a Cambises, hijo de Ciro. De todos modos, el carácter del monarca sirio no necesita ningún embellecimiento suplementario. Su acceso al trono, o más bien su usurpación de la soberanía, en el año ciento setenta y uno antes de Cristo; su tentativa de saquear el templo de Diana, en Éfeso; su implacable hostilidad hacia los judíos; su profanación del santo de los santos, y su miserable muerte en Taba, después de un tumultuoso reinado de once años, constituyen circunstancias prominentes y, por tanto, mucho más tenidas en cuenta por los historiadores de su tiempo que las impías, cobardes, crueles, estúpidas y extravagantes acciones que forman la suma total de su vida privada y su reputación.

Supongamos, amable lector, que estamos en el año del mundo tres mil ochocientos treinta, e imaginémonos por un momento en la más grotesca de las moradas humanas, en la notable ciudad de Antioquía. Por cierto que en Siria y otros países había un total de dieciséis ciudades de este nombre, aparte de aquella a que aludo particularmente. Pero la nuestra es la que recibió el nombre de Antioquia Epidafne a causa de su vecindad con el pueblo de Dafne, donde se alzaba un templo a dicha divinidad. Fue construida (aunque la cuestión está muy controvertida) por Seleuco Nicanor, primer rey del país después de Alejandro Magno, en memoria de su padre, Antíoco, y no tardó en convertirse en capital de los monarcas sirios. En los florecientes tiempos del imperio romano, Antioquía era la residencia habitual del prefecto de las provincias orientales, y muchos emperadores de la ciudad reina (entre los cuales cabe mencionar especialmente a Veras y a Valente) pasaron aquí la mayor parte de su tiempo. Pero advierto que estamos ya en la ciudad. Subamos a esa muralla, a fin de contemplar Antioquia y las comarcas circundantes.

—¿Qué río es ése, tan ancho y rápido, que se abre camino entre innumerables saltos, a través de la confusa multitud de las montañas, y de la multitud no menos confusa de los edificios?

—Es el Orontes. Sus aguas son las únicas visibles, fuera de las del Mediterráneo, que se tiende como un ancho espejo a unas doce millas al sur. Todo el mundo ha visto el Mediterráneo, pero permítame decirle que muy pocos han podido tener un atisbo de Antioquía. Cuando digo pocos, aludo a personas como usted y como yo, que poseen al mismo tiempo las ventajas de una educación moderna. Deje, pues, de contemplar el mar y conceda toda su atención a la masa de edificios que se tiende por debajo de nosotros. Recordará que estamos en el año del mundo tres mil ochocientos treinta. Si fuera más tarde —si, por ejemplo, estuviéramos en el año de Nuestro Señor mil ochocientos cuarenta y cinco—, nos veríamos privados de tan extraordinario espectáculo. En el siglo diecinueve Antioquia es —o, mejor dicho, será un lamentable montón de ruinas. Para ese entonces habrá quedado destruida, en tres ocasiones diferentes, por tres terremotos sucesivos, Y a decir verdad, lo poco que quede de ella estará en un estado tan ruinoso y desolado que el patriarca habrá trasladado su residencia a Damasco. ¡Ah, muy bien! Veo que aprovecha usted mi consejo y se dedica a inspeccionar los lugares,

satisfaciendo sus ojos

con los recuerdos y los monumentos famosos

que tanto renombre dan a esta ciudad.

Perdóneme usted; me olvidaba de que Shakespeare no florecerá hasta dentro de mil setecientos cincuenta años. Veamos: ¿no justifica la apariencia de Epidafne que la califique de grotesca?

—Está bien fortificada, y en este sentido debe tanto a la naturaleza como al arte.

—Muy cierto.

—Hay una prodigiosa cantidad de majestuosos palacios.

—En efecto.

—Y los numerosos templos, tan ricos corno magníficos, pueden compararse con los más alabados de la antigüedad.

—Lo reconozco. Pero hay también infinidad de cabañas de barro y abominables barracas. No podemos dejar de advertir en las calles la cantidad de inmundicias tiradas en el arroyo, y si no fuera por las continuas humaredas del incienso de los idólatras no hay duda que el hedor resultaría intolerable. ¿Vio usted alguna vez calles tan sofocadamente angostas o edificios tan milagrosamente altos? ¡Qué penumbra arrojan sus sombras sobre la tierra! Por suerte, las oscilantes lámparas de aquellas columnatas permanecen encendidas durante el día; de lo contrario, tendríamos aquí las tinieblas de Egipto en tiempos de su desolación.

—¡Ciertamente es un extraño lugar! ¿Qué significa aquel singular edificio? ¡Mírelo! Domina todos los otros y se halla situado al este de lo que creo debe ser el palacio real.

—Es el nuevo templo del Sol, a quien se adora en Siria bajo el nombre de Elah Gabalah. Más tarde, un emperador romano harto notorio instituirá su culto en Roma y extraerá de él su propio nombre, Heliogábalo. Pienso que le gustaría a usted echar una ojeada a la divinidad del templo. No necesita mirar hacia el cielo: el Sol no está allí, por lo menos el Sol que adoran los sirios. La deidad reposa en el interior de aquel edificio. Se lo adora bajo la forma de una ancha columna de piedra rematada por un cono o pirámide —que denota el Fuego.

—¡Escuche! ¡Mire! ¿Quiénes son esos ridículos seres semidesnudos, pintarrajeado el rostro, que gritan y gesticulan dirigiéndose a la chusma?

—Unos pocos son saltimbanquis. Otros pertenecen a la clase de los filósofos. Pero la mayoría —justamente aquellos que están apaleando a la muchedumbre— son los principales cortesanos de palacio, que ejecutan, como es su deber, alguna loable extravagancia ordenada por el rey.

—Pero, ¿qué es eso? ¡Cielos, la ciudad está infestada de bestias salvajes! ¡Qué espectáculo terrible... qué peligrosa singularidad!

—Terrible, si usted quiere; pero nada peligrosa. Si mira atentamente, verá que cada uno de esos animales sigue tranquilamente a su amo. Algunos van con una cuerda al cuello, pero se trata de las especies más pequeñas o tímidas. El león, el tigre y el leopardo se mueven con entera libertad. Han sido adiestrados para sus actuales funciones, y sirven a sus respectivos dueños de valets de chambre. A veces, claro está, la naturaleza reivindica sus violadas leyes; pero que un guerrero sea devorado, o que un toro sagrado aparezca muerto, son cosas demasiado insignificantes para causar sensación en Epidafne.

—¡Qué tumulto tan extraordinario se escucha! ¡Un ruido terrible, aun para Antioquía! Sin duda ocurre cosa fuera de lo común.

—Así es. El rey ha dispuesto algún nuevo espectáculo: una exhibición de gladiadores en el hipódromo, quizá la matanza de los prisioneros escitas, el incendio de su nuevo palacio, la demolición de algún hermoso templo... o quizá una hoguera alimentada por algunos judíos. El rumor aumenta. Gritos y carcajadas ascienden a los cielos. El aire se conmueve con la estridencia de los instrumentos de viento y el horrible clamoreo de un millón de gargantas. ¡Bajemos, en nombre de la diversión, y veamos qué pasa! ¡Por ahí... cuidado! Ya estamos en la calle principal, llamada calle de Timarco. Un mar de gente se acerca y difícil nos será remontar la corriente. La multitud se derrama por la calle de Heráclides, que nace directamente en palacio... Es de suponer entonces que el rey se encuentra entre los alborotadores. ¡Sí, oigo los gritos de los heraldos, anunciando su llegada con la pomposa fraseología del Oriente! Podremos echar una ojeada a su persona cuando pase frente al templo de Ashimah. Refugiémonos en el vestíbulo del santuario; no tardará en llegar. Entretanto, examinemos esta imagen. ¿Qué es? ¡Oh, el dios Ashimah en persona! Advertirá usted que no se trata ni de un cordero, ni de un chivo, ni de un sátiro; tampoco se parece gran cosa al Pan de los árcades. Y, sin embargo, todas estas apariencias han sido asignadas... ¡oh, perdón: serán asignadas!, por los sabios de los tiempos venideros al Ashimah de los sirios. Póngase los anteojos y dígame qué es. ¿Qué es?

—¡Dios me bendiga! ¡Un mono!

—Exacto: un mandril. Pero no por eso deja de ser una deidad. Su nombre deriva del griego Simia... ¡Ah, qué grandes tontos son los arqueólogos! ¡Pero... vea! ¡Ese pequeño vagabundo que corre allí! ¿A dónde va? ¿Y qué vocifera? ¿Qué dice? ¡Oh! Dice que el rey viene en triunfo, que está vestido con traje de ceremonia y que acaba de quitar la vida con su propia mano a mil prisioneros israelitas encadenados. ¡Y el canalla lo ensalza hasta los cielos por esa hazaña! ¡Atención! ¡Viene una turba igualmente desastrada! Han compuesto un himno en latín sobre el valor del rey, y lo cantan mientras desfilan.

Mille, mille, mille,

Mille, mille, mille,

Decollavimus, unus homo!

Mille, mille, mille, mille, decollavimus!

Mille, mille, mille,

Vivat qui mille mille occidit!

Tantum vini habet nemo

Quantum sanguinis effudit![7].

Lo cual puede parafrasearse así:

¡Mil, mil, mil,

Mil, mil, mil,

Con un solo guerrero degollamos a mil!

¡Mil, mil, mil, mil!

¡Cantemos otra vez mil!

¡Ohé, cantemos:

Larga vida a nuestro rey,

Que bellamente mató a mil!

¡Ohé! ¡Proclamemos

Que él nos ha dado

Más galones de sangre

Que toda la Siria vino!

—¿Oye usted ese toque de trompetas?

—Sí: el rey se acerca. ¡Vea, el pueblo está estupefacto de admiración y alza los ojos al cielo en señal de reverencia! ¡Ya viene... ya viene... ya está aquí!

—¿Quién? ¿Dónde? ¿El rey? No lo veo... no lo distingo por ninguna parte.

—¡Se ha vuelto usted ciego!

—Es posible. Lo único que veo es una tumultuosa muchedumbre de imbéciles y de locos que se prosternan ante un gigantesco Camaleopardo[8], tratando de besarle las pezuñas. ¡Vea, el animal acaba de dar una coz a uno de la chusma... a otro... y a otro! ¡Ah, no puedo dejar de admirar a esa bestia por el excelente uso que hace de sus patas!

—¡La chusma! ¡Vamos, si se trata de los nobles y libres ciudadanos de Epidafne! ¿Bestia, dijo usted? Tenga cuidado de que no lo oigan. ¿No ve usted que ese animal tiene rostro humano? ¡Mi querido señor ese Camaleopardo es nada menos que Antíoco Epifanes, Antíoco el Ilustre, rey de Siria, el más potente de los autócratas del Oriente! Cierto que con frecuencia suelen llamarlo Antíoco Epimanes... Antíoco el Loco... pero sólo porque el pueblo no está capacitado para apreciar sus méritos. Lo seguro es que en este momento se ha escondido en la piel de un animal, haciendo todo lo posible para representar a un Camaleopardo; pero su intención es la de elevar aún más su dignidad de rey. Sepa usted que el monarca es de gigantesca estatura y que el traje no le resulta inapropiado ni excesivamente grande. Cabe presumir, empero, que no se lo hubiera puesto si no se tratara de alguna ocasión especialmente solemne. ¡Y no me negará usted que la matanza de un millar de judíos no es cosa solemne! ¡Con qué excelsa dignidad se pasea el monarca en cuatro patas! Repare en que sus dos concubinas principales, Elliné y Argelais, le sostienen la cola; toda su apariencia sería infinitamente atractiva de no ser por la protuberancia de sus ojos, que ciertamente acabarán saltándosele de las órbitas, y el extraño color de su rostro, que se ha convertido en algo indescriptible a causa de la cantidad de vino que ha bebido. Sigámoslo al hipódromo, al cual se encamina ahora, y escuchemos el canto de triunfo que él mismo entona el primero:

¿Quién es rey, sino Epifanes?

¡Decidlo! ¿Lo sabéis?

¿Quién es rey, sino Epifanes?

¡Bravo! ¡Bravo!

¡No hay nadie fuera de Epifanes,

No, no hay nadie!

¡Derribad entonces los templos

Y apagad el sol!

—¡Muy bien, magníficamente cantado! El populacho lo está saludando como «Príncipe de los Poetas», «Gloria del Oriente», «Delicia del Universo» y «El más asombroso de los Camaleopardos». Le han pedido un bis... ¿oye usted? ¡Lo está cantando de nuevo! Cuando llegue al hipódromo recibirá la corona de la poesía, como anticipación de su victoria en las próximas olimpíadas.

—¡Por Júpiter! ¿Qué ocurre entre la multitud, que viene detrás de nosotros?

—¿Detrás, dice usted? ¡Ah, oh... ya veo! Querido amigo, ha hablado usted a tiempo. ¡Refugiémonos lo antes posible en algún lugar seguro! ¡Ahí, en ese arco del acueducto! Le diré inmediatamente la causa de la conmoción. Ha ocurrido lo que yo estaba previendo. La singular apariencia del Camaleopardo con cabeza humana parece haber ofendido el sentido de la dignidad que, en general, poseen los animales feroces domesticados en esta ciudad. Como consecuencia se ha producido un motín. Y como es usual en tales ocasiones, ningún esfuerzo humano será capaz de contener a la muchedumbre. Muchos sirios han sido ya devorados, pero la consigna general de estos patriotas de cuatro patas parece ser la de comerse al Camaleopardo. Razón por la cual el «Príncipe de los Poetas» corre en estos momentos sobre sus dos piernas para salvar la vida. Los cortesanos lo han dejado en la encrucijada, y sus concubinas han seguido tan excelente ejemplo. ¡«Delicia del Universo», en qué lío te has metido! ¡«Gloria del Oriente», qué peligro de masticación corres! No mires, no, tu cola con tanta lástima; tendrá que arrastrar por el fango, no hay remedio. No mires hacia atrás, para asistir a su inevitable degradación; toma coraje, mueve vigorosamente las piernas y enfila hacia el hipódromo. ¡Recuerda que eres Antíoco Epifanes, Antíoco el Ilustre! ¡«Príncipe de los Poetas», «Gloria del Oriente», «Delicia del Universo» y «El más asombroso de los Camaleopardos»! ¡Cielos, qué velocidad eres capaz de desplegar! ¡Qué capacidad para proteger tus piernas! ¡Corre, príncipe! ¡Bravo, Epifanes! ¡Bien hecho, Camaleopardo! ¡Glorioso Antíoco! ¡Cómo corre... cómo salta... cómo vuela! ¡Se aproxima al hipódromo como una flecha recién disparada por una catapulta! ¡Salta... grita... ya llegó! Magnífico, pues si tardabas un segundo más en llegar a las puertas del anfiteatro, ¡oh «Gloria del Oriente»!, no hubiera quedado un solo cachorro de oso en Epidafne sin probar el sabor de tu carne. ¡Vámonos, salgamos de aquí! ¡Nuestros delicados oídos modernos son incapaces de soportar el alarido que va a alzarse para celebrar la escapatoria del rey! ¡Escuche... ya ha empezado! ¡Toda la ciudad está patas arriba!

—¡No hay duda de que es ésta la más populosa ciudad del Oriente! ¡Qué cantidad de gente! ¡Qué revoltillo de clases y de edades! ¡Qué multiplicidad de sectas y naciones! ¡Qué variedad de trajes! ¡Qué Babel de idiomas! ¡Qué rugidos de fieras! ¡Qué resonar de instrumentos! ¡Qué hato de filósofos!

—¡Vamos, salgamos de aquí!

—¡Un momento! Veo una gran confusión en el hipódromo. ¿Puede decirme, por favor, qué ocurre?

—¿Eso? ¡Oh, no es nada! Los nobles y libres ciudadanos de Epidafne, luego de declararse satisfechos de la fe, valor, sabiduría y divinidad de su rey, y habiendo sido además testigos presenciales de la sobrehumana agilidad de hace un instante, consideran su deber depositar sobre su frente (además de la corona poética) la guirnalda de la victoria en la carrera pedestre, guirnalda que sin duda ganará en las próximas olimpíadas y que, por tanto, le conceden por adelantado.


Autobiografía literaria de Thingum Bob, Esq.[9]

(Ex director del Goosetherumfoodle)

Dado que mis años van en aumento y, según tengo entendido, tanto Shakespeare como Mr. Emmons fallecieron alguna vez, no es imposible que hasta yo tenga que morir. He pensado, pues, que bien podía retirarme del campo de las letras y dormir en mis laureles. Pero ansío dejar señalada mi abdicación del cetro literario con algún importante legado a la posteridad, y quizá nada mejor para ello que narrar la historia de los primeros tiempos de mi carrera. Tanto y tan constantemente ha brillado mi nombre ante los ojos del público, que no sólo estoy dispuesto a admitir lo natural de ese interés universalmente provocado, sino a satisfacer la extrema curiosidad que inspiró siempre. Por lo demás, constituye un deber de aquel que ha llegado a la grandeza dejar en su ascenso los hitos necesarios para guiar a los otros que ascenderán a su vez. Me propongo, pues, detallar en este artículo (que estuve a punto de titular «Datos para servir a la historia literaria de Norteamérica») esos importantes, aunque débiles y vacilantes primeros pasos por los cuales llegué a la larga al pináculo del renombre humano.

Superfluo sería hablar demasiado de nuestros ascendientes muy remotos. Mi padre, Thomas Bob, Esq., mantúvose muchos años en la cumbre de su profesión, que era la de barbero en la ciudad de Smug. Su negocio constituía el centro de reunión de los principales del lugar, y especialmente de los pertenecientes al cuerpo periodístico —cuerpo que provoca en todas partes profunda veneración y respeto—. Por mi parte, contemplábalos yo como a dioses, y bebía ávidamente el opulento ingenio y la sabiduría que continuamente fluía de sus augustas bocas durante el desarrollo del proceso conocido por «jabonadura». Mi primer momento de verdadera inspiración data de aquella época memorable, cuando el brillante director del Gad-fly, en los intervalos del importante proceso mencionado, recitó en alta voz, ante un cónclave formado por nuestros aprendices, un inimitable poema en honor del «Único genuino Aceite de Bob» (así llamado por el nombre de su talentoso inventor, mi padre), y recibió por aquella efusión una generosa y real recompensa de la firma Thomas Bob & Compañía, comerciantes barberos.

El genio presente en las estrofas del «Aceite de Bob» me infundió por primera vez el divino afflatus. Inmediatamente resolví llegar a ser un gran hombre, comenzando para ello por ser un gran poeta. Aquella misma noche caí de hinojos a los pies de mi padre.

—¡Padre, perdóname —dije—, pero mi alma está por encima de la espuma de jabón! Tengo el firme propósito de marcharme del negocio. Quiero ser director... quiero ser poeta... quiero escribir estrofas al «Aceite de Bob». ¡Perdóname, y ayúdame a ser grande!

—Querido Thingum —repuso mi padre (el nombre Thingum me venía de un pariente rico así llamado)—, querido Thingum —agregó, levantándome por las orejas—, Thingum, muchacho, eres un real mozo, y gracias a tus padres has recibido un alma. Además, como tu cabeza es enorme, contiene sin duda un cerebro considerable. Hace tiempo que lo vengo notando, y por eso tenía pensado hacer de ti un abogado. Pero la profesión ha perdido su caballerosidad, y la de político no da para gastos. Creo que no estás desacertado; el negocio de director de periódico es lo mejor, y, si al mismo tiempo puedes ser un poeta (como lo son la mayoría de los directores, dicho sea de paso), pues bien, matarás dos pájaros de un tiro. Para estimularte en tus comienzos te asignaré la buhardilla; tendrás pluma, tinta y papel, un diccionario de la rima y un ejemplar del Gad-Fly. Supongo que no pretenderás nada más.

—¡Sería un ingrato y un villano si tal pretendiera! —repuse entusiasmado—. Tu generosidad es ilimitada. ¡Te la retribuiré convirtiéndote en el padre de un genio!

Terminó así mi confesión con el mejor de los hombres, e inmediatamente me consagré con todo celo a mis labores poéticas, ya que fundaba en ellas mis principales esperanzas para elevarme hasta la cátedra de la dirección periodística.

En mis primeras tentativas de composición descubrí que las estrofas del «Aceite de Bob» eran más un inconveniente que otra cosa. Su esplendor, en vez de iluminarme me mareaba. La contemplación de su excelencia tenía, como es natural, que descorazonarme si la comparaba con mis propios abortos; por lo cual trabajé largo tiempo en vano. Por fin nació en mi mente una de esas ideas exquisitamente originales que alguna que otra vez invaden el cerebro de un hombre de genio. Hela aquí —o, más bien, he aquí la forma en que la llevé a la práctica—. En una vetusta librería situada en los aledaños de la ciudad desenterré algunos volúmenes tan antiguos como desconocidos, que el librero me vendió por menos que nada. De uno de ellos, que pretendía ser la traducción de una obra llamada Inferno, de un tal Dante, copié con suma prolijidad un largo pasaje acerca de un individuo llamado Ugolino, que tenía varios chiquillos. De otro libro, que contenía numerosas obras de teatro del tiempo viejo, escritas por alguien cuyo nombre he olvidado, extraje del mismo modo y con idéntico cuidado muchos versos que hablaban de «ángeles», «sacerdotes bendiciendo la mesa» y «espíritus malignos», y muchos más. De un tercero, que era obra de un ciego, no sé si griego o indio Choctaw (no se puede pretender que me acuerde en detalle de cada insignificancia), extraje unos cincuenta versos que empezaban hablando de «la cólera de Aquiles», de «grasa» y otras cosas. De un cuarto, que, según recuerdo, era también obra de un ciego, elegí una o dos páginas llenas de «salves» y «santa luz»», y aunque me pregunto qué tiene un ciego que escribir acerca de la luz, de todos modos aquellos versos eran bastante buenos a su manera.

Luego que hube pasado en limpio los poemas, los firmé a todos «Oppodeldoc» (un hermoso, sonoro nombre) y, poniéndolos en sendos y bonitos sobres separados, los envié respectivamente a las cuatro principales revistas literarias, solicitando su rápida publicación y pronto pago. Pero el resultado de este bien concebido plan (cuyo éxito me hubiera evitado tantos disgustos en el futuro) sirvió para convencerme de que no es posible embaucar a ciertos directores, y dio el coup de grâce (como dicen en Francia) a mis nacientes esperanzas (como dicen en la ciudad de los trascendentales)[10].

La cuestión es que cada una de las revistas dio un terrible vapuleo a Mr. «Oppodeldoc» en sus «Respuestas Mensuales a los Colaboradores». El Hum-Drum lo hizo de la siguiente manera:

«Oppodeldoc (sea quien sea) nos ha enviado una larga tirada referente a un loco a quien llama “Ugolino’, padre de muchos hijos que merecían una buena azotaina y que los mandaran a la cama sin cenar. El poema en cuestión es lamentablemente flojo, por no decir chato. Oppodeldoc (sea quien sea) carece por completo de imaginación, y la imaginación, según pensamos humildemente, no sólo es el alma de la poesía, sino su corazón. Oppodeldoc (sea quien sea) ha tenido la audacia de exigirnos “rápida publicación y pronto pago” de su chachara. Jamás publicamos ni adquirimos colaboraciones de esa estofa. No cabe duda, sin embargo, que le será muy fácil encontrar comprador para todos los disparates que garrapatee, en las redacciones del Rowdy-Dow, del Lollipop o del Goosetherumfoodle.»

Preciso es reconocer que todo esto era sumamente severo para «Oppodeldoc», pero el rasgo más cruel consistía en la impresión de la palabra POESÍA con mayúsculas. ¡Qué mundo de amargura no está contenido en esas seis letras preeminentes!

Pero «Oppodeldoc» era castigado con igual severidad en el Rowdy-Dow, quien se expresaba así:

«Hemos recibido una muy singular e insolente comunicación de una persona que (sea quien sea) se firma “Oppodeldoc”, profanando así la grandeza del ilustre emperador romano de ese nombre. Acompañando la carta de “Oppodeldoc” (sea quien sea) encontramos abundantes versos tan campanudos como repelentes e ininteligibles, que hablan de “ángeles y ministros bendicientes”, y que sólo insanos como un Nat Lee[11] o un “Oppodeldoc” son capaces de perpetrar. Y por esta hojarasca de hojarascas se pretende que “paguemos prontamente”. ¡No, señor, no! No pagamos cosas semejantes. Diríjase usted al Hum-Drum, al Lollipop o al Goosetherumfoodle. Dichos periódicos aceptarán sin duda alguna cualquier desperdicio literario que se le ocurra enviarles, y también sin duda alguna prometerán pagarlo.»

Esto era muy amargo, por cierto, para el pobre «Oppodeldoc», pero en este caso el peso de la sátira caía sobre el Hum-Drum, el Lollipop y el Goosetherumfoodle, a quienes se calificaba ácidamente de «periódicos» (y en itálicas, para colmo), cosa que debió de herirlos en pleno corazón.

Apenas menos salvaje se mostró el Lollipop, que se expresó en esta forma:

«Cierto individuo que se goza en hacerse llamar “Oppodeldoc” (¡a qué bajos usos se aplican a veces los nombres de los muertos ilustres!) nos ha hecho llegar cincuenta o sesenta versos que comienzan de esta manera:

La cólera de Aquiles, para Grecia calamitosa fuente

de innumerables males, etc., etc.

»Informamos respetuosamente a Oppodeldoc (sea quien sea) que no hay en nuestra casa un solo aprendiz que no componga cotidianamente mejores versos. Los de Oppodeldoc no se pueden escandir. Oppodeldoc debería aprender a contar. Pero lo que va más allá de nuestra comprensión es cómo se le puede haber ocurrido la idea de que nosotros (¡nosotros, nada menos!) deshonraríamos nuestras páginas con sus inefables disparates. Semejantes garrapateos son apenas buenos para figurar en el Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle, que no vacilan en publicar, como si fueran grandes novedades, los versos que todos sabíamos de niños. Y “Oppodeldoc” (sea quien sea) tiene el coraje de pretender que le paguemos sus ñoñerías. ¿No sabe acaso que ninguna paga sería suficiente para que publicáramos sus engendros?»

Mientras leía todo esto me iba sintiendo cada vez más pequeño y, cuando llegué a la parte donde el director se burlaba del poema calificándolo de verso, apenas sobrepasaba del nivel del suelo. En cuanto a «Oppodeldoc», comencé a sentir compasión por el pobre diablo. Pero el Goosetherumfoodle mostró aún menos piedad que el Lollipop, si ello era posible, al decir:

«Un lamentable poetastro que firma “Oppodeldoc” ha sido lo bastante tonto para imaginar que le publicaríamos y pagaríamos una rapsodia tan bombástica como incoherente que nos ha remitido, y que comienza con el siguiente verso más o menos inteligible:

¡Salve, santa luz! ¡Progenie del Cielo, primogénito!

»Decimos “más o menos inteligible”; pero Oppodeldoc (sea quien sea) tendrá la bondad de explicarnos cómo es posible que el granizo pueda ser una luz santa[12]. Siempre lo consideramos lluvia solidificada. ¿Nos informará, además, cómo la lluvia solidificada puede ser al mismo tiempo luz santa (sea lo que sea) y progenie? Pues, si algo sabemos de inglés, progenie sólo se usa apropiadamente al referirse a niños de unas seis semanas de edad. Pero sería ridículo seguir comentando esta absurdidad, pese a que “Oppodeldoc” (sea quien sea) tiene el cinismo incomparable de suponer que no solamente publicaremos sus ignorantes delirios, sino que además... ¡se los pagaremos!

»Esto es verdaderamente admirable. Estaríamos tentados de castigar al joven escritorzuelo por su egotismo, publicando sus efusiones verbatim et literatim, tal como las ha escrito. Ningún castigo podría ser más severo, y bien se lo infligiríamos, si no quisiéramos evitar el hastío consiguiente para nuestros lectores.

»Que “Oppodeldoc” (sea quien sea) envíe sus futuras “composiciones” al Hum-Drum, al Lollipop o al Rowdy-Dow. Con toda seguridad se las publicarán. No hacen otra cosa en cada número que sacan. Sí, mejor es que se las envíe a ellos. NOSOTROS no nos dejamos insultar impunemente.»

Esto acabó conmigo, y en cuanto al Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Lollipop, jamás pude comprender cómo sobrevivieron. Mencionarlos con los caracteres más pequeños, con miñonas (y ahí estaba la ofensa, al insinuar su inferioridad, su bajeza), mientras NOSOTROS aparecía mirándolos desde lo alto de sus mayúsculas... ¡oh, era demasiado duro! ¡Era ajenjo, era hiel! Si yo hubiera pertenecido a uno de aquellos periódicos no hubiera escatimado esfuerzo para llevar a los tribunales al Goosetherumfoodle. Habría podido basarme para ello en la ley destinada a «prevenir la crueldad contra los animales». En cuanto a Oppodeldoc (fuere quien fuese) ya había perdido la paciencia con respecto a él, y no le guardaba ninguna simpatía. Era indudablemente un estúpido (fuere quien fuese), y merecía todos los puntapiés que acababa de recibir.

El resultado de mi experimento con los viejos libros me convenció, en primer lugar, de que «la honestidad es la mejor política», y, en segundo, que si yo era incapaz de escribir mejor que Mr. Dante, los dos ciegos y el resto de la vieja camarilla, por lo menos me resultaría difícil escribir peor que ellos. Recobré el ánimo, pues, decidiéndome a lograr por fin algo «completamente original», como dicen en las cubiertas de las revistas, a costa de cualquier esfuerzo y estudio. Una vez más coloqué ante mis ojos como modelo las brillantes estrofas del «Aceite de Bob», escritas por el director del Gad-fly, y resolví fabricar una oda sobre el mismo sublime tema, rivalizando con la escrita.

Mi primer verso no me costó trabajo. Decía así:

Exaltar en una oda el «Aceite de Bob»...

Luego de revisar mi diccionario en procura de todas las rimas adecuadas para «Bob», me resultó imposible seguir adelante. Acudí entonces a la ayuda paterna y, después de varías horas de madura reflexión, mi padre y yo finalizamos el siguiente poema:

Exaltar en una oda el «Aceite de Bob»

Vale por todas las angustias de Job.

(Firmado) Snob

No hay duda de que esta composición no era muy extensa, pero aún «me queda por aprender», como dicen en el Edinburgh Review, que la mera extensión de una obra literaria tiene algo que ver con su mérito. En cuanto a las alabanzas que hace la Quarterly del «esfuerzo sostenido», me resulta imposible encontrarle el menor sentido. Por eso, todo bien considerado, quedé satisfecho con el éxito de mi virginal intento, y lo único que faltaba era decidir su destino. Mi padre sugirió que lo mandase al Gad-fly, pero dos razones me lo impedían: los celos del director y la seguridad de que no pagaba las colaboraciones. Por eso, luego de larga deliberación, remití mi poema a las más dignas columnas del Lollipop y esperé los resultados con ansiedad, pero con resignación.

En el número siguiente tuve el orgullo de ver mi poema impreso a dos columnas, como si fuera el editorial, precedido por las siguientes significativas palabras, en itálicas y entre corchetes:

[Señalamos a la atención de nuestros lectores las admirables estrofas que siguen acerca del «Aceite de Bob». No diremos nada de lo sublime de las mismas, ni de su pathos: imposible leerlas sin verter lágrimas. Aquellos que han padecido las tristes consecuencias de que la pluma de ganso del director del Gad-Fly osara profanar el mismo augusto tema, harán bien en comparar las dos composiciones.

P. S.- Nos consume la ansiedad por develar el misterio que envuelve el seudónimo «Snob» ¿Podemos esperar una entrevista personal?]

Todo esto era estrictamente justo, pero confieso que excedía lo que había esperado; lo reconozco, téngase bien en cuenta, para eterno deshonor de mi país y de la humanidad. De todas maneras no perdí tiempo en presentarme al director del Lollipop, y tuve la buena suerte de que dicho caballero se hallara en casa. Saludóme con aire de profundo respeto, ligeramente teñido de paternal y protectora admiración, ocasionada sin duda por mi aire extremadamente joven e inexperto. Rogándome que tomara asiento, púsose a hablar inmediatamente sobre mi poema... pero la modestia me veda repetir los mil cumplidos que derramó sobre mí. Los elogios de Mr. Crab (pues tal era el nombre del director) no fueron sin embargo indiscriminados. Analizó mi composición con gran libertad y conocimiento, sin vacilar en señalarme algunos defectos insignificantes, circunstancia esta última que lo elevó grandemente en mi estima. Como es natural, el Gad-fly fue puesto sobre el tapete, y espero no verme jamás sometido a una crítica tan escudriñadora ni a reproches tan humillantes como los que Mr. Crab dejó caer sobre aquella desdichada publicación. Habíame acostumbrado a considerar al director del Gad-fly como a un ser sobrehumano, pero Mr. Crab no tardó en quitarme esa idea. Tanto el aspecto literario como el personal de la Mosca[13] —así calificaba satíricamente a su rival— fueron expuestos a su verdadera luz. La Mosca no valía nada. Había escrito cosas infames. Era un escritorzuelo de a un centavo la línea. Era un malvado. Había compuesto una tragedia que hizo morir de risa a todo el país, y una farsa que sumió el mundo en lágrimas. Fuera de esto, había tenido la imprudencia de publicar un panfleto contra él (Mr. Crab) y la temeridad de calificarlo de «asno». Si en cualquier momento deseaba yo expresar mi opinión sobre Mr. Mosca, las páginas del Lollipop quedaban ilimitadamente a mi disposición. En el ínterin, era seguro que el Gad-fly me atacaría por haberme animado a componer un poema rival sobre el «Aceite de Bob»; pero Mr. Crab tomaba a su cargo lo concerniente a mis intereses privados y personales. Y si yo no salía de todo aquello convertido en un hombre cabal, no sería culpa suya.

Habiendo hecho Mr. Crab una pausa en su discurso (cuya última parte me resultó imposible de comprender), me atreví a insinuar algo sobre la remuneración que creía merecer por mi poema, puesto que en la cubierta del Lollipop figuraba habitualmente una noticia según la cual la revista «insistía en que se le permitiera pagar precios exorbitantes por todas las colaboraciones aceptadas, gastando con frecuencia más dinero en un solo y breve poema que el costo anual combinado del Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle».

Apenas hube mencionado la palabra «remuneración», Mr. Crab abrió mucho los ojos, todavía más la boca, llegando a adquirir la apariencia de un pato viejo extremadamente agitado en el momento de graznar. Quedóse así, llevándose una que otra vez las manos a la frente, como si pasara por una crisis de terrible desconcierto y no cambió de actitud hasta que hube terminado lo que tenía que decir.

Instantáneamente se hundió hasta lo más hondo de su asiento, como si le faltaran las fuerzas, mientras los brazos le colgaban inertes y su boca continuaba invariablemente abierta a la manera del pato. Mientras lo contemplaba mudo de estupefacción por una conducta tan alarmante, Mr. Crab saltó de pronto del asiento y corrió hacia la campanilla, pero cuando aferraba el cordón pareció cambiar de idea, pues se sumergió debajo de la mesa y volvió a aparecer con un garrote. Levantábalo ya (con finalidades que no podría explicar), cuando repentinamente se difundió en su rostro una benigna sonrisa, y volvió a sentarse plácidamente a mi lado.

—Señor Bob —dijo (pues yo había presentado mi tarjeta antes de aparecer en persona)— , supongo que es usted un hombre joven... muy joven.

Asentí, añadiendo que todavía no había completado mi tercer lustro.

—¡Ah, perfectamente! —exclamó—. Ya veo, ya veo... ¡no diga usted más! Con respecto a ese asunto de la remuneración, lo que ha dicho es muy justo... casi diría que demasiado. Pero... ejem... la primera colaboración... repito, la primera... ninguna revista tiene por costumbre pagarla, ¿comprende usted? Para decirle la verdad, en ese caso los recipientes somos nosotros. (Mr. Crab sonrió con blandura al enfatizar la palabra.) En la mayoría de los casos se nos paga para que publiquemos una primera composición... sobre todo si es en verso. En segundo lugar, señor Bob, la revista tiene por norma no desembolsar jamás lo que en Francia se denomina argent comptant... Supongo que me entiende usted. Tres o seis meses después de la publicación del artículo... o un año o dos más tarde... no tenemos inconvenientes en librar un pagaré a nueve meses; siempre, claro está, que podamos disponer nuestros negocios de manera de estar seguros de liquidarlo en seis. Espero sinceramente, señor Bob, que considerará usted satisfactoria esta explicación.

Mr. Crab guardó silencio con lágrimas en los ojos.

Herido en lo más hondo del alma por haber sido, aunque inocentemente, causante de un dolor a una persona tan sensible, me apresuré a pedirle disculpas, asegurándole que coincidía en todo con su punto de vista y que apreciaba perfectamente lo delicado de su situación. Y luego de manifestar todo esto en un discurso claro y conciso, me despedí de Mr. Crab.

Poco tiempo más tarde, una hermosa mañana «me desperté y supe que era famoso»[14]. La extensión de mi renombre podrá apreciarse mejor a través de las opiniones de los editoriales del día. Como se verá, dichas opiniones hallábanse incluidas en las reseñas críticas del número de Lollipop, donde había aparecido mi poema, y eran tan satisfactorias y concluyentes como diáfanas, con la excepción quizá de las marcas jeroglíficas Sep. 15-1 t, agregadas a cada una de dichas reseñas.

El Owl, diario de profunda sagacidad, y bien conocido por lo grave y ponderado de sus decisiones literarias, hablaba como sigue:

«¡El Lollipop! El número de octubre de esta deliciosa revista supera a los anteriores, desafiando toda competencia. En la belleza de su tipografía y su papel, en el número y excelencia de sus grabados al acero, así como en el mérito literario de sus colaboraciones, el Lollipop está tan por encima de sus lerdos rivales como Hiperión de un sátiro. Cierto es que el Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle descuellan en fanfarronería; pero, para todo el resto, ¡que nos den el Lollipop! No llegamos a comprender, en verdad, cómo esta revista consigue subvenir a sus enormes gastos. Sabemos, eso sí, que tiene una circulación de 100.000 ejemplares, y que su lista de suscriptores ha aumentado en un cuarto a lo largo del mes pasado; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa continuamente en pago de colaboraciones son inconcebibles. Se afirma que Mr. Slyass ha recibido no menos de treinta y siete centavos y medio por su inimitable artículo sobre “Cerdos”. Con Mr. Crab en la dirección, y con colaboradores tales como Snob y Slyass, la palabra “fracaso” no existe para Lollipop. ¡Suscríbase usted! Sep. 15-1 t»

Debo confesar que me sentí muy contento con una reseña tan cordial proveniente de un periódico respetable como el Owl. Que mi nombre —es decir, mi nom de guerre— apareciera colocado antes que el del gran Slyass, me pareció un cumplido tan feliz como merecido.

De inmediato llamáronme la atención los siguientes párrafos del Toad, periódico altamente distinguido por su rectitud e independencia, y por prescindir de toda sicofancia y servilismo hacia los que ofrecen convites. Decía así:

«El Lollipop de octubre se pone a la cabeza de todos sus colegas, sobrepasándolos infinitamente por el esplendor de su presentación y la riqueza de su contenido. El Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle se destacan, cabe reconocerlo, en la fanfarronería, pero en todo el resto que nos den el Lollipop. No llegamos a comprender, cómo esta revista consigue subvenir a sus enormes gastos. Es cierto que tiene una circulación de 200.000 ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado en un tercio durante la última quincena; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa mensualmente para el pago de colaboraciones son enormemente abultadas. Hemos oído decir que el señor Mumblethumb recibió no menos de cincuenta centavos por su reciente “Monodia en un charco de barro”.

»Entre los colaboradores del presente número advertimos (aparte del eminente director Mr. Crab) a escritores como Snob, Slyass y Mumblethumb. Luego del editorial, lo más valioso nos parece una gema poética de Snob sobre el “Aceite de Bob”; pero nuestros lectores no deben suponer por el título de este incomparable bijou que tiene la menor similitud con ciertos garrapateos sobre el mismo tema, de los cuales es autor cierto despreciable individuo cuyo nombre no puede mencionarse ante personas delicadas. Este poema sobre el “Aceite de Bob” ha provocado general curiosidad sobre el verdadero nombre de aquel que se oculta bajo el seudónimo de “Snob”. Afortunadamente, estamos en condiciones de satisfacer dicha ansiedad. “Snob” es el nom de plume del señor Thingum Bob, de esta ciudad, pariente del gran Mr. Thingum (de quien deriva su nombre), y vinculado con las más ilustres familias del Estado. Su padre, Thomas Bob, Esq., es un opulento comerciante de Smug. Sep. 15-1 t.»

Esta generosa aprobación me tocó en lo más hondo, especialmente por emanar de una fuente tan reconocida, tan proverbialmente pura como el Toad. Consideré que la palabra «garrapateo» aplicada al «Aceite de Bob» del Gad-fly, era notablemente apropiada y punzante. Sin embargo, las palabras «gema» y bijou referidas a mi composición me parecieron un tanto débiles. Me daban la impresión de carecer de la fuerza suficiente. No estaban lo bastante prononcés (como decimos en Francia).

Apenas había terminado de leer el Toad, cuando un amigo me puso en la mano un ejemplar del Mole, diario que gozaba de gran reputación por la agudeza de su percepción de las cosas en general y el estilo abierto, honesto y elevado de sus editoriales. El Mole hablaba del Lollipop como sigue:

«Acabamos de recibir el Lollipop de octubre y debemos decir que jamás la lectura de una revista nos proporcionó una felicidad tan suprema. Hablamos con conocimiento de causa. El Hum-Drum, el Rowdy-Dow y el Goosetherumfoodle deberían cuidar sus laureles. Estos periódicos, sin duda alguna, sobrepujan a cualquiera en la vocinglería de sus pretensiones, pero para todo el resto que nos den el Lollipop. No llegamos a comprender, en verdad, cómo esta revista consigue subvenir a sus enormes gastos. Es cierto que tiene una circulación de 300.000 ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado al doble en la última semana; pero, por otra parte, las sumas que desembolsa mensualmente para el pago de colaboraciones son asombrosamente crecidas. De buena fuente sabemos que Mr. Fatquack recibió no menos de sesenta y dos centavos y medio por su última narración familiar “El paño de cocina”.

»Los colaboradores de este número son Mr. Crab (el eminente director), Snob, Mumblethumb, Fatquack y otros; pero, después de las inimitables composiciones del director, preferimos la efusión adamantina de la pluma de un poeta naciente que escribe con el seudónimo de “Snob”, nom de guerre que, lo profetizamos, extinguirá algún día la radiación del de “Boz”[15]. Según hemos oído, “Snob” es el señor Thingum Bob, Esq., único heredero de un acaudalado comerciante de esta ciudad, Thomas Bob, Esq., y pariente cercano del distinguido Mr. Thingum. El título del admirable poema de Mr. Bob alude al “Aceite de Bob”, y por cierto que se trata de un desdichado nombre, ya que un despreciable vagabundo relacionado con la prensa de un penique ha disgustado ya a la ciudad con sus garrapateos sobre el mismo tópico. No hay peligro, sin embargo, de que ambas composiciones puedan ser confundidas. Sep. 15—1 t.»

La generosa aprobación de un diario tan clarividente como el Mole colmó mi alma de satisfacción. Lo único que se me ocurrió objetar fue que los términos «despreciable vagabundo» podrían haber sido sustituidos ventajosamente por «odioso y despreciable villano, miserable y vagabundo». Pienso que esto hubiera sonado de manera más graciosa. «Adamantino»; además, expresaba insuficientemente lo que sin duda alguna pensaba el Mole de la brillantez del «Aceite de Bob».

Aquella misma tarde en que leí las reseñas llegó a mis manos un ejemplar del Daddy-Long-Legs, periódico proverbial por la amplísima latitud de sus apreciaciones. En él encontré lo siguiente:

«¡Lollipop! Esta rutilante revista acaba de publicar su número de octubre. Toda cuestión de preeminencia queda definitivamente descartada, y de ahora en adelante sería completamente ridículo que el Hum-Drum, el Rowdy-Dow o el Goosetherumfoodle hicieran cualquier otro espasmódico esfuerzo por competir con ella. Dichas revistas podrán sobrepasar al Lollipop en vocinglería, pero en todo el resto que nos den el Lollipop. Cómo esta celebrada revista puede sostener sus gastos, evidentemente asombrosos, va más allá de nuestra comprensión. Es cierto que tiene una circulación de medio millón de ejemplares y que su lista de suscriptores ha aumentado en un setenta y cinco por ciento en los dos últimos días, pero las sumas que desembolsa mensualmente en concepto de pago a los colaboradores son de no creer; estamos enterados de que Mademoiselle Cribalittle recibió no menos de ochenta y siete centavos y medio por su último y valioso cuento revolucionario titulado “El saltamontes de la ciudad de York y el saltacolinas de Bunker Hill”.

»Las contribuciones más valiosas al presente número son, claro está, las procedentes del director (el eminente Mr. Crab), pero hay además magníficas colaboraciones, tales como las de “Snob”, Mademoiselle Cribalittle, Slyass, Mrs. Cribalittle, Mumblethumb, Mrs. Squibalittle y, finalmente, aunque no el último, Fatquack. Puede muy bien desafiarse al mundo entero a que produzca semejante galaxia de genios.

»El poema firmado por “Snob” está logrando elogios universales, pero es nuestro deber afirmar que merece todavía mayores aplausos de los que ha recibido. Esta obra maestra de elocuencia y de arte se titula “El Aceite de Bob”. Uno o dos de nuestros lectores recordarán quizá, aunque con profundo desagrado, un poema (?) de igual título, perpetrado por un miserable escritorzuelo matón y pordiosero a la vez, que, según tenemos entendido, trabaja como pinche en uno de los indecentes periodicuchos de los arrabales; a esos lectores les pedimos encarecidamente que no confundan ambas composiciones. El autor del “Aceite de Bob”, según tenemos entendido, es Mr. Thingum Bob, Esq., caballero de vastos talentos y profundos conocimientos. “Snob” es tan sólo un nom de guerre. Sep. 15-1 t

Apenas si pude contener mi indignación cuando llegué a la parte final de esta diatriba. Era claro como la luz que la manera entre dulce y amarga (por decir la gentileza) con que el Daddy-Long-Legs aludía a ese cerdo, el director del Gad-Fly, sólo podía nacer de su parcialidad hacia el mismo y de la clara intención de exaltar su reputación a expensas de la mía. Cualquiera podía darse cuenta con los ojos entornados de que si la verdadera intención del Daddy hubiese sido la que pretendía, hubiese podido expresarla perfectamente en términos más directos, más punzantes y muchísimo más apropiados. Las palabras «escritorzuelo», «pordiosero», «pinche» y «matón» eran epítetos tan intencionalmente inexpresivos y equívocos que resultaban peores que nada aplicados al autor de las estrofas más innobles escritas por un miembro de la raza humana. Todos sabemos muy bien lo que quiere decir «condenar con fingidos elogios»; pues bien, ¿quién podía dejar de advertir aquí el encubierto propósito del Daddy... vale decir glorificar mediante débiles insultos?

Pero lo que el Daddy había decidido decir a la Mosca no era asunto mío. En cambio sí lo era lo que decía de mí. Después de la nobilísima manera con que el Owl, el Toad y el Mole se habían expresado acerca de mis aptitudes, resultaba insoportable que un diarucho como el Daddy-Long-Legs se refiriera fríamente a mí calificándome tan sólo de «caballero de vastos talentos y profundos conocimientos». ¡Caballero! Instantáneamente me resolví a obtener excusas por escrito o llevar las cosas a otro terreno.

Imbuido de este propósito, busqué un amigo a quien pudiera confiar un mensaje para el director del Daddy, y como el director del Lollipop me había dado señaladas muestras de consideración, decidí solicitar su asistencia.

Jamás he llegado a explicarme de manera satisfactoria la muy extraña expresión y actitud con las cuales escuchó Mr. Crab la explicación de mis intenciones. Una vez más representó la escena del cordón de la campanilla y el garrote, sin omitir el pato. En un momento dado creí que iba realmente a graznar. Pero su acceso cedió como la vez anterior, y se puso a hablar y a obrar de manera racional. Rechazó, sin embargo, ser portador del desafío, y me disuadió de que lo enviara, aunque fue lo bastante sincero como para admitir que el Daddy-Long-Legs se había equivocado lamentablemente, sobre todo en lo referente a los epítetos «caballero» y de «profundos conocimientos».

Hacia el final de la entrevista, Mr. Crab, que parecía interesarse paternalmente por mí, sugirió que podría ganar honradamente algún dinero y al mismo tiempo aumentar mi reputación si de cuando en cuando hacía de Thomas Hawk para el Lollipop.

Supliqué a Mr. Crab que me dijera quién era Mr. Thomas Hawk y de qué manera tendría yo que hacer su papel.

Mr. Crab abrió mucho los ojos (como decimos en Alemania), pero luego, recobrándose de un profundo ataque de estupefacción, me aseguró que había empleado las palabras «Thomas Hawk» para evitar la baja forma familiar «Tommy», pero que la verdadera forma era Tommy Hawk, es decir, tomahawk, y que la expresión «hacer de tomahawk» significaba escalpar, intimidar y, en una palabra, moler a palos al rebaño de los autores del momento.

Aseguré a mi protector que si se trataba de eso estaba perfectamente decidido a hacer de Thomas Hawk. En vista de lo cual Mr. Crab me propuso liquidar inmediatamente al director del Gad-fly empleando el estilo más feroz que me fuera posible y dando la suma de mis posibilidades. Así lo hice sin perder un instante, escribiendo una reseña del «Aceite de Bob» (el original) que ocupaba treinta y seis páginas del Lollipop. Lo cierto es que hacer de Thomas Hawk me resultó una ocupación mucho menos pesada que la de poetizar, pues me confié completamente a un sistema, y la cosa resultó de una facilidad extraordinaria. He aquí cómo procedía. En un remate compré ejemplares baratos de los Discursos de Lord Brougham, las obras completas de Cobbett, el diccionario del nuevo slang, el Arte de desairar, El aprendiz de insultos (edición infolio) y La lengua, por Lewis G. Clarke. Procedí a cortar dichos volúmenes con una almohaza y luego, colocando las tiras en una sierra, separé cuidadosamente todo lo que podía considerarse como decente (apenas nada), reservando las frases duras, que arrojé a un gran pimentero de hojalata con agujeros longitudinales, por los cuales podía salir una frase entera sin que sufriera el menor daño. La mezcla quedaba entonces pronta para el uso. Cuando me tocaba hacer de Thomas Hawk untaba un pliego con clara de huevo de ganso; luego, desgarrando la obra que debía reseñar en la misma forma en que había desgarrado previamente los libros (sólo que con más cuidado, para que cada palabra quedase separada), arrojaba las tiras en la pimentera, donde se hallaban las otras, ajustaba la tapa, daba una sacudida al recipiente y dejaba caer la mezcla sobre el pliego engomado, donde no tardaba en pegarse. El efecto que lograba era bellísimo de contemplar. Era cautivante. Por cierto que las reseñas que obtuve mediante este simple expediente jamás han sido superadas y constituían el asombro del mundo. Al principio, a causa de mi timidez (fruto de la inexperiencia), me sentí algo desconcertado por cierta inconsistencia, cierto aire bizarre (como decimos en Francia) que presentaba la composición. No todas las frases coincidían (como decimos en anglosajón). Muchas eran sumamente sesgadas. Algunas estaban incluso patas arriba; y estas últimas sufrían siempre en su eficacia a causa de dicho accidente, con excepción de los párrafos de Mr. Lewis Clarke, los cuales eran tan vigorosos y robustos que no parecían perder nada por la posición en que quedaban, sino que producían el mismo efecto satisfactorio y feliz de cabeza o de pie.

Resulta un tanto difícil determinar lo que fue del director del Gad-Fly después de la publicación de mi crítica sobre el «Aceite de Bob». La conclusión más razonable es que lloró tanto que acabó por morirse. Sea como fuere, desapareció instantáneamente de la superficie terrestre y nadie ha vuelto a saber nada de él.

Cumplida satisfactoriamente esta tarea y aplacadas las furias, me convertí de golpe en el favorito de Mr. Crab. Me otorgó su confianza, me confirmó en mis funciones de Thomas Hawk del Lollipop, y como, por el momento, no podía pagarme sueldo, me permitió que usara a discreción de sus consejos.

—Querido Thingum —me dijo cierta noche después de cenar—. Respeto sus talentos y lo amo como a un hijo. Será usted mi heredero. Cuando muera, le dejaré el Lollipop. Entretanto, haré de usted un hombre... Lo prometo, siempre que siga mis consejos. La primera cosa que debe hacer es quitarse de encima al viejo cargoso.

—¿A quién? —pregunté.

—A su padre.

—¡Ah! Comprendo lo de cargoso, en efecto.

—Tiene usted que hacer fortuna, Thingum —continuó Mr. Crab—, y su padre es como una rueda de molino que lleva atada al cuello. Tenemos que cortarla inmediatamente.

Yo saqué el cuchillo.

—Debemos cortarla —agregó Mr. Crab— de una vez por todas y para siempre. Ese viejo es una molestia. Bien pensado, debería usted darle de puntapiés o de bastonazos, o algo por el estilo.

—¿Qué diría usted —sugerí modestamente— de darle primero los puntapiés, luego los bastonazos y terminar retorciéndole la nariz?

Mr. Crab me miró pensativamente unos instantes y luego contestó:

—Pienso, señor Bob, que lo que usted propone es precisamente lo que se requiere, y que está muy bien hasta cierto punto; pero los barberos son gentes difíciles de pelar, y por eso me parece que, después de cumplir con Thomas Bob las operaciones sugeridas, sería aconsejable que procediera a ponerle los ojos negros a puñetazos, de manera tan cuidadosa como completa, a fin de que no pueda volver a verlo a usted en los paseos de moda. Luego de esto, no creo que sea necesario nada más. De todos modos... bien podría revolearlo una o dos veces en el arroyo y confiarlo luego al cuidado de la policía. A la mañana siguiente bastará con que se presente a la comisaría y denuncie que se trata de un asalto.

Me sentí sumamente emocionado por los amables sentimientos hacia mi persona que se traslucían en el excelente consejo de Mr. Crab, y no dejé de llevarlo inmediatamente a la práctica. Como resultado del mismo, me libré del viejo cargoso y comencé a sentirme un tanto independiente y con aires de caballero. Lo malo era que la falta de dinero me afectó mucho las primeras semanas, pero después de haber aprendido a usar mis ojos descubrí cómo tenía que manejar la cosa. Nótese que digo «la cosa», pues estoy informado de que la palabra latina correspondiente es rem. Dicho sea de paso, y ya que hablamos de latín, ¿podría decirme alguien el significado de quocumque y el de modo?

Mi plan era extremadamente sencillo. Compré por menos de nada una decimosexta participación en la revista The Snapping-Turtle. Y eso fue todo. La cosa quedaba terminada así, y el dinero entraba en mi bolsillo. Cierto que hubo algunas cosillas insignificantes por hacer con posterioridad, pero no formaban parte del plan, sino que eran su consecuencia. Por ejemplo, compré pluma, tinta y papel y los puse en furiosa actividad. Habiendo completado un artículo en esta forma, lo titulé: FOL LOL, por el autor de «Aceite de Bob», y la remití al Goosetherumfoodle. Pero, como esta revista lo declarara «disparate» en sus «Respuestas mensuales a los colaboradores», cambié el título del artículo por el de: MANTANTIRULIRULÁ, por THINGUM BOB, Esq., autor de la Oda sobre el «Aceite de Bob» y director de «The Snapping-Turtle». Así enmendado, volví a enviarlo al Goosetherumfoodle, y mientras esperaba la respuesta publiqué diariamente en The Snapping-Turtle seis columnas de lo que cabe calificar de investigación filosófica y analítica de los méritos literarios del Goosetherumfoodle, así como de la persona de su director. Al final de la semana, el Goosetherumfoodle descubrió que, para su equivocación, había confundido un estúpido artículo titulado «Mantantirulirulá», compuesto por algún ignorante anónimo, con una gema de resplandeciente brillo que respondía al mismo título y que era obra de Thingum Bob, Esq., el celebrado autor del «Aceite de Bob». El Goosetherumfoodle lamentaba sinceramente «este muy natural accidente», y prometía que el verdadero «Mantantirulirulá» sería publicado en el número siguiente de la revista.

La verdad es que pensé, realmente pensé, lo pensé en el momento, lo pensé entonces y no tengo razón para pensar de otro modo ahora, que el Goosetherumfoodle se había equivocado de veras. Con las mejores intenciones del mundo, jamás he conocido nada capaz de tantas equivocaciones como esa revista. A partir de ese día empecé a tomarle simpatía, y el resultado fue que no tardé en comprender la profundidad de sus méritos literarios, y no dejé de explayarme sobre ellos en The Snapping-Turtle, toda vez que se me presentaba oportunidad. Y cabe considerar como una coincidencia muy peculiar, como una de esas muy notables coincidencias que hacen pensar seriamente a un hombre, que esa total modificación de mis opiniones, que ese completo bouleversement (como decimos en francés), que ese absoluto trastocamiento (si se me permite emplear este término más bien enérgico de los choctaws) entre mis opiniones, por una parte, y las Goosetherumfoodle, por la otra, volviera a producirse, a breve intervalo y en condiciones similares, entre el Rowdy-Dow y yo y entre el Hum-Drum y yo.

Fue así como, por un golpe maestro de genio, consumé finalmente mis triunfos llenándome los bolsillos de dinero, y así también como principió, según cabe afirmarlo verdadera y noblemente, esa brillante y fecunda carrera que me hizo ilustre y que hoy me permite decir con Chateaubriand: «He hecho historia» (J’ai fait l’histoire).

Sí, he hecho historia. Desde aquella radiante época que acabo de consignar, mis acciones y mi trabajo son propiedad del género humano. El mundo entero los conoce. Inútil me parece, pues, detallar cómo, remontándome rápidamente, me convertí en heredero del Lollipop, cómo uní esta revista con el Hum-Drum y cómo adquirí luego el Rowdy-Dow, combinando las tres publicaciones; cómo, finalmente, hice una oferta al único rival remanente y reuní toda la literatura de la región en una sola y magnífica revista, conocidas en todas partes con el nombre de Rowdy-Dow, Lollipop, Hum-Drum y Goosetherumfoodle.

Sí. He hecho historia. Mi fama es universal. Se extiende hasta los más alejados confines de la tierra. No puede usted abrir un periódico sin encontrar en él alguna alusión al inmortal THINGUM BOB. Mr. Thingum Bob dijo esto, Mr. Thingum Bob escribió aquello y Mr. Thingum Bob hizo lo de más allá. Pero soy modesto y expiro con el corazón lleno de humildad. Después de todo, ¿qué es ese algo indescriptible que los hombres persisten en llamar «genio»? Coincido con Buffon y con Hogarth: no es más que asiduidad.

¡Contempladme! ¡Cuánto trabajé, cuánto bregué, cuánto escribí! ¡Oh dioses, lo que habré escrito! Siempre ignoré la palabra «facilidad». De día no me apartaba de mi mesa y de noche, pálido estudiante, veía consumirse la bujía. Deberíais haberme visto; sí, deberíais. Me inclinaba a la derecha. Me inclinaba a la izquierda. Me sentaba hacia adelante. Me sentaba hacia atrás. Me sentaba tête baissée (como dicen los kickapoos), acercando mi rostro a la página alabastrina. Y todo el tiempo escribía. A través de la alegría y del dolor, escribía. Con hambre y con sed, escribía. Fuera buena o mala mi reputación, escribía. Con luz del sol o luz de la luna, escribía. Inútil decir qué escribía. ¡El estilo... eso era todo! Lo tomé de Fatquack... ¡ejem, ejem!... y ahora mismo os estoy dando una muestra.


Cómo escribir un artículo a la manera del Blackwood

En nombre del Profeta..., ¡higos!

(Pregón de los vendedores turcos de higos)

Doy por supuesto que todo el mundo ha oído hablar de mí. Soy la Signora Psyche Zenobia. De ello no cabe la menor duda. Sólo mis enemigos son capaces de llamarme Suky Snobbs. He oído decir que Suky es una corrupción vulgar de Psyche, palabra del más excelente griego, que significa «el alma» (y así soy yo: toda alma), y a veces «mariposa», sentido este último que alude indudablemente a mi apariencia cuando luzco mi nuevo vestido de satén carmesí, con mantelet arábigo celeste, guarnición de agraffas verdes y los siete volantes del auriculas anaranjado. En cuanto a Snobbs, cualquiera que fije en mí sus ojos se dará instantáneamente cuenta de que no puedo llamarme Snobbs. Miss Tabitha Nabo difundió esa especie por pura envidia. ¡Nada menos que Tabitha Nabo! ¡La malvada intrigante! ¿Pero qué se puede esperar de un nabo? Me pregunto si alguna vez oyó el viejo adagio sobre «la sangre que sale de un nabo», etc. (Memorándum: Recordárselo en la primera oportunidad.) (Otro memorándum: Tirarle de la nariz.) ¿Dónde estaba? ¡Ah! Me han asegurado que Snobbs es una corrupción de Zenobia, y que Zenobia era una reina (como yo, pues el Dr. Moneypenny me llama siempre la Reina de Corazones); que tanto Zenobia como Psyche vienen del mejor griego, y que mi padre era «un griego»[16], por lo cual tengo derecho de usar nuestro patronímico, vale decir Zenobia y no Snobbs. Nadie fuera de Tabitha Nabo me llama Suky Snobbs. Yo soy la Signora Psyche Zenobia.

Como he dicho, todo el mundo ha oído hablar de mí. Soy la misma Signora Psyche Zenobia, tan justamente celebrada como secretaria correspondiente de la Philadelphia, Regular, Exchange, Tea, Total, Young, Belles, Lettres, Universal, Experimental, Bibliographical, Association, To, Civilize, Humanity. El doctor Moneypenny es el autor de esta denominación, y dice que la eligió porque sonaba a grande como una pipa de ron vacía. (A veces este hombre es vulgar, pero siempre profundo.) Todos nosotros agregamos las iniciales de la sociedad a nuestros nombres, como lo hacen los miembros de la R. S. A. (Royal Society of Arts), o la S. D. U. K. (Society for the Diffusion of Useful Knowledge), etc. El doctor Moneypenny afirma de esta última que S. quiere decir «soso», y que D. U. K. se pronuncia como duck, pato (lo que no es cierto), y que, por tanto, la S. D. U. K. significa «el pato soso» y no la sociedad fundada por Lord Brougham. Pero el doctor Moneypenny es un hombre tan original que jamás sé si está diciendo la verdad. De todos modos, nosotros agregamos siempre a nuestros nombres las iniciales P. R. E. T. T. Y. B. L. U. E. B. A. T. C. H.[17], vale decir: Philadelphia, Regular, Exchange, Tea, Total, Young, Belles, Lettres, Universal, Experimental, Bibliographical, Association, To, Civilize, Humanity; como se verá, tenemos una letra para cada palabra, lo cual representa un gran adelanto sobre la sociedad de Lord Brougham. El doctor Moneypenny sostiene que esta sigla traduce nuestro verdadero carácter, pero realmente no sé lo que quiere dar a entender.

A pesar de los buenos oficios del doctor y las extenuantes tentativas de la asociación para alcanzar renombre, los resultados fueron nimios hasta el día en que me incorporé a ella. Digamos la verdad: los socios se complacían en discusiones llenas de petulancia. Los artículos que se leían los sábados por la tarde se caracterizaban por su bufonería y no por su profundidad. No era más que crema verbal batida. No se inventaban ni las primeras causas ni los primeros principios. No se investigaba nada. No se prestaba la menor atención al punto más importante: el «ajuste de todas las cosas». En resumen, no se escribía tan bellamente como lo hago yo. Todo era bajo, muy bajo. Ninguna profundidad, ninguna cultura, ninguna metafísica..., nada de lo que los sabios llaman espiritualidad y que los ignorantes prefieren estigmatizar con la denominación de «jerigonza».

Al incorporarme a la sociedad hice todo lo posible por sentar en ella un mejor estilo de pensamiento y de redacción, y el mundo sabe muy bien hasta qué punto lo logré. Producimos actualmente en el P. R. E. T. T. Y. B. L. U. E. B. A. T. C. H. artículos tan excelentes como los que podrían encontrarse en el Blackwood. Menciono el Blackwood, pues me han asegurado que los mejores ensayos sobre cualquier tema deben buscarse en las páginas de tan justamente celebrado magazine. Lo hemos tomado por modelo en todo sentido y, como es natural, estamos conquistando rápida notoriedad. Al fin y al cabo no es tan difícil escribir un artículo que tenga la genuina estampa de los que se publican en el Blackwood, una vez que se ha aprendido la manera de hacerlo. Se entiende que no hablo de los artículos políticos. Todo el mundo sabe cómo se escriben desde que el Dr. Moneypenny nos lo explicó. El señor Blackwood tiene unas tijeras de sastre y tres aprendices que aguardan sus órdenes. Uno de ellos le alcanza el Times, otro el Examiner, y el tercero el Nuevo compendio de insultos en «slang». El señor B. se limita a cortar de ahí y a mezclar. Todo eso se cumple en un momento, y no lleva más que Examiner, insultos en slang y Times, o bien Times, insultos en slang y Examiner, o bien Times, Examiner e insultos en slang.

Pero el mayor mérito de la revista reside en sus diversos artículos, y los mejores responden a lo que el Dr. Moneypenny llama las bizarreries (vaya una a saber lo que significa eso), pero que todo el mundo califica de artículos intensos. Hace mucho tiempo que he aprendido a apreciar esta clase de composiciones, aunque sólo en mi reciente visita a Mr. Blackwood (en calidad de delegada de la asociación) llegué a comprender exactamente el método que se sigue para escribirlas. Trátase de un método muy sencillo, aunque no tanto como el de los artículos políticos. Cuando me presenté ante Mr. Blackwood, expresándole los deseos de la sociedad, me recibió muy amablemente, llevóme a su gabinete y procedió a explicarme con toda claridad el procedimiento aludido.

—Estimada señora —dijo, evidentemente impresionado por mi majestuosa apariencia, pues llevaba el vestido de satén carmesí con agraffas verdes y auriculas anaranjadas—, estimada señora, tenga la bondad de sentarse. La cuestión es la siguiente: En primer término, el escritor de intensidades debe procurarse una tinta muy negra y una gran pluma de tajo bien romo. Y, además, Miss Psyche Zenobia... ¡mucha atención! —agregó luego de una pausa, hablando con gran energía y solemnidad—, ¡mucha atención a lo que voy a decirle! ¡Dicha pluma... jamás... jamás debe ser afilada! Ahí, señora, reside el secreto, el alma de la intensidad. Tomo la responsabilidad de afirmar que jamás un escritor ha producido un buen artículo con una buena pluma, por más grande que fuera su genio. Dé usted por sentado que cuando un manuscrito es legible jamás vale la pena leerlo. Tal es el principio conductor de nuestra fe, y si no asiente usted a él de inmediato, nuestra conferencia ha llegado a su término.

Hizo una pausa, pero como, naturalmente, yo no quería que nuestra conferencia llegara a su término, me manifesté de acuerdo con algo tan evidente y de cuya verdad no había tenido jamás la menor duda. Pareció complacido y continuó con sus instrucciones.

—Puede resultar odioso, Miss Psyche Zenobia, que la remita a un artículo o a una serie de ellos para que los tome por modelos, y, sin embargo, quisiera llamar su atención sobre algunos. Veamos. Está, por ejemplo, «El muerto vivo», que es algo extraordinario: la crónica de las sensaciones de un señor que fue enterrado antes de exhalar el último aliento; ahí tiene usted un tema lleno de sabor, espanto, sentimiento, metafísica y erudición. Juraría usted que el escritor nació y fue criado en un ataúd. Tenemos luego las «Confesiones de un tomador de opio». ¡Bello, hermosísimo! Imaginación extraordinaria, profunda filosofía, reflexiones agudas, muchísimo fuego y furor, y todo eso bien salpimentado de cosas ininteligibles. Le aseguro que su publicación fue una verdadera golosina, que resbaló deliciosamente por la garganta de los lectores. Todos sostenían que el autor era Coleridge, pero no era así. Lo compuso mi mandril preferido, «Junípero», ayudado por una gran copa de ginebra holandesa con agua, «caliente y sin azúcar». (Imposible me hubiese sido creer esto de no habérmelo asegurado el mismo Mr. Blackwood.) Tenemos luego «El experimentador involuntario», referente a un señor que se quedó encerrado en un horno de pan, del cual salió sano y salvo aunque chamuscado. Y está asimismo «El diario de un médico», cuyos méritos residen en el lenguaje campanudo y el mediocre griego que emplea, cosas ambas que entusiasman al público. Y también mencionemos «El hombre en la campana», un relato, estimada Miss Zenobia, que no puedo menos de recomendarle calurosamente. Trátase de un joven que se queda dormido debajo de una campana y despierta cuando ésta se pone a tocar a difuntos. Los tañidos lo vuelven loco, y entonces, extrayendo papel y lápiz, nos da una crónica de sus sensaciones. Las sensaciones son después de todo lo que cuenta. Si alguna vez le ocurre a usted ahogarse o que la ahorquen, no se olvide de trazar un relato de sus sensaciones; le representará diez guineas por página. Si desea usted escribir con energía, Miss Zenobia, preste toda su atención a las sensaciones.

—Por supuesto que lo haré, Mr. Blackwood —dije.

—¡Muy bien! Veo que es usted una alumna como a mí me gustan. Pero ahora debo ponerla al tanto de los detalles necesarios para componer lo que podríamos denominar un genuino artículo a la manera del Blackwood, es decir, algo sensacional. Y no se extrañará usted si le digo que este tipo de composiciones me parece el mejor para cualquier fin.

»EL primer requisito consiste en meterse en un lío como jamás se haya visto otro semejante. El horno, por ejemplo, era un tema excelente. Pero si no tiene usted ni horno ni campana a mano, y si no le resulta fácil caerse de un globo, ser tragada por un terremoto, o quedar encajada dentro de una chimenea, tendrá que contentarse con la simple imaginación de desventuras similares. De todos modos, yo preferiría que los hechos corroboraran su relato. Nada ayuda tanto a la fantasía como el conocimiento empírico de la cuestión de que se trata. “La verdad es más extraña que la ficción”, como usted sabe, aparte de que viene más al caso.

En este punto le aseguré que disponía de un excelente par de ligas, y que me ahorcaría inmediatamente con ellas.

—¡Muy bien! —repuso—. Hágalo así, aunque ahorcarse ya está muy trillado. Quizá pueda encontrar algo mejor. Tome una dosis de las píldoras de Brandeth y descríbanos luego sus sensaciones. Sea como sea, mis instrucciones se aplicarán igualmente bien a cualquier clase de infortunio, y puede ocurrir que en el camino de vuelta a su casa le den un palo en la cabeza, la aplaste un ómnibus, la muerda un perro hidrófobo o se ahogue en una alcantarilla. Pero sigamos adelante.

»Una vez elegido el tema, corresponde considerar el tono o manera de su narración. Tenemos el tono didáctico, el tono entusiasta, el tono natural... pero todos ellos son bastante vulgares. Encontramos también el tono lacónico o cortante, que se emplea mucho en los últimos tiempos. Consiste en frases breves, algo así como: Imposible ser más breve. Ni más seco. Dos palabras y punto y aparte. Nunca párrafos largos.

«Tenernos luego el tono elevado, difusivo e interjeccional. Varios de nuestros mejores novelistas patrocinan este tono. Las palabras deben ser como un torbellino, como un trompo zumbador, y sonarán a la manera de este último, lo cual reemplaza ventajosamente el que no tengan ningún sentido. Cuando un escritor se halla demasiado apurado para detenerse a pensar, éste es el mejor de todos los estilos.

»También el tono metafísico es excelente. Si conoce usted algunas palabras retumbantes, ha llegado el momento de emplearlas. Hable de las escuelas jónica y eleática, de Arquitas, Gorgias y Alcmeón. Diga algo sobre la objetividad y la subjetividad. No tenga miedo e insulte a un individuo llamado Locke. Mire desdeñosamente las cosas en general y, cuando se le escape alguna frase demasiado absurda, no se tome la molestia de borrarla; bastará con agregar una nota al pie, diciendo que debe dicha profunda observación a la Kritik der reinen Vernunft o a la Metaphysische Anfangsgründe der Naturwissenschaft. Esto parecerá erudito y... y franco.

»Hay varios otros tonos igualmente célebres, pero sólo mencionaré dos: el tono trascendental y el tono heterogéneo. En el primero, el mérito consiste en ver mucho más allá que cualquier otro en la naturaleza de las cosas. Esta doble vista es sumamente útil si se la maneja bien. La lectura del Dial la ayudará bastante para ello. Evite, en este caso, las grandes palabras; elíjalas lo más pequeñas posible y escríbalas al revés. Examine los poemas de Channing y cite lo que dice acerca de un «hombrecillo gordo con una engañosa exhibición de poder». Agregue alguna cosa sobre la Unidad Suprema. No diga una sola palabra sobre la Dualidad Infernal. Por sobre todo, estudie el arte de la insinuación. Aluda a todo, sin asegurar nada. Si se siente inclinada a escribir “pan con manteca”, por nada del mundo se le ocurra decirlo así. Puede, en cambio, escribir cualquier cosa que se aproxime al pan con manteca. El pastel de alforfón, por ejemplo. O llegar al extremo de insinuar el porridge de avena; pero si su verdadero objeto es el pan con manteca, ¡tenga cuidado, mi querida Miss Psyche, y por nada del mundo vaya a escribir esas palabras!

Le aseguré que no las escribiría mientras viviera. Me besó, continuando luego así:

—Por lo que respecta al tono heterogéneo, consiste en una juiciosa mezcla de todos los otros tonos, en proporciones iguales, y, por tanto, incluye todo lo profundo, grande, extraño, picante, pertinente y bonito.

»Supongamos ahora que ha elegido los incidentes a narrar y el tono. Falta lo más importante, el alma del asunto: aludo al relleno. A nadie se le ocurre suponer que una dama, y aun un caballero, se pase la vida haciendo de ratón de bibliotecas. Y sin embargo es absolutamente necesario que su artículo tenga un aire de erudición, o que por lo menos proporcione pruebas de una vasta información general. Pues bien, le mostraré ahora la manera de conseguirlo. ¡Mire! (Y procedió a sacar tres o cuatro volúmenes de apariencia vulgar y abrirlos al azar.) Si echa una ojeada a cualquiera de estas páginas descubrirá al punto una multitud de fragmentos, ya sea de erudición o de fina espiritualidad, que constituyen lo esencial para salpimentar un artículo a la manera del Blackwood. Convendría que tome nota de unos cuantos a medida que se los leo. Haremos una doble división. Primero, Hechos picantes para la fabricación de símiles, y segundo, Expresiones picantes a introducir según lo requiera la ocasión. ¡Escriba usted!

Y así lo hice, mientras me dictaba:

—Hechos picantes para símiles. «Al principio sólo hubo tres musas: Melete, Mneme y Aœde: la Meditación, la Memoria y el Canto». Bien elaborado, este pequeño fragmento puede ser muy útil. Bien ve usted que no es muy sabido y que da la impresión de recherché. Tendrá que tener cuidado y presentarlo con un aire franco y natural.

»He aquí otro: “El río Alfeo pasaba por debajo del mar y volvía a salir sin que sus aguas hubieran perdido su pureza”». Esto es un tanto añejo, pero si se lo aliña y se lo presenta debidamente parecerá tan fresco como nunca.

»He aquí algo mejor: “El iris de Persia tiene para algunas personas un perfume tal dulce como penetrante, mientras que otras es completamente inodoro”. ¡Muy bello y cuán delicado! Déle usted unas vueltas y logrará maravillas. Todavía nos quedan otras cosas en la sección botánica. Nada es tan útil, sobre todo con ayuda de una pizca de latín. ¡Escriba! “El Epidendrum Flos aeris de Java produce una hermosísima flor si se arranca la planta de raíz. Los nativos la cuelgan del techo con una soga y gozan durante años de su fragancia.” ¡Esto es magnífico! Pero basta ya de símiles. Pasemos a las Expresiones picantes: “La venerable novela china Ju-Kiao-Li”. ¡Excelente! Si intercala usted hábilmente estas pocas palabras, mostrará su íntimo conocimiento del lenguaje y la literatura china. Con esto podrá seguir adelante sin necesidad del árabe, el sánscrito o el chickasaw. Pero, en cambio, resulta imprescindible incluir el español, el italiano, el alemán, el latín y el griego. Le daré una pequeña muestra de cada uno. Cualquier fragmento servirá, ya que todo depende de su habilidad para insertarlo en el artículo. ¡Escriba! “Aussi tendre que Zaire”, tan tierna como Zaira... en francés. Alude a la frecuente repetición de la frase la tendre Zaire, en la tragedia francesa de ese nombre. Bien ubicada, no sólo mostrará su conocimiento de dicho idioma, sino sus conocimientos generales y su ingenio. Puede usted decir, por ejemplo, que el pollo que estaba comiendo (escriba un artículo sobre cómo se ahogó con un hueso de pollo) no era de ninguna manera aussi tendre que Zaire. ¡Escriba!:

Ven, muerte, tan escondida

Que no te sienta venir

Porque el placer del morir

No me torne a dar la vida.

»Esto es español, y su autor, Miguel de Cervantes. Aproveche para deslizarlo en el momento en que exhala los últimos estertores del hueso de pollo. ¡Escriba!:

Il pover’uomo che non se n’era accorto

Andava combattendo ed era morto.

»Notará que se trata de italiano. Es obra del Ariosto. Quiere decir que un gran héroe no se había dado cuenta en el calor del combate de que ya lo habían matado y continuaba combatiendo valientemente. La aplicación de este fragmento a su propio caso cae de su peso, pues confío, Miss Psyche, que no dejará usted de seguir vivita y coleando por lo menos una hora y media después de haberse ahogado mortalmente con el hueso de pollo. ¡Escriba, por favor!:

Und sterb’ich doch, so sterb’ich denn

Durch sie - durch sie!

»Esto es alemán, y de Schiller. “Y si muero, por lo menos muero por ti... por ti!” Está claro que aquí está usted apostrofando a la causa de su desastre, o sea, el pollo. Y la verdad es que me gustaría saber quién no estaría pronto a morir por un buen capón gordo de las Molucas, relleno de alcaparras y hongos, y servido en una ensaladera con jalea de naranja en mosaïques. ¡Escriba! (Por cierto, que los puede comer así en Tortoni.) ¡Escriba, por favor!

»He aquí una preciosa frasecita latina, sumamente rara (nunca se será lo bastante recherché en latín, pues se está volviendo tan vulgar...): ignoratio elenchi. Fulano ha cometido una ignoratio elenchi, es decir, que ha entendido las palabras de lo que usted decía, pero no la idea. Se entiende que a dicho personaje hay que presentarlo como a un tonto, un pobre diablo a quien se dirigió usted mientras se estaba ahogando con el hueso de pollo, y que no comprendió exactamente lo que usted quería decirle. Arrójele a la cara su ignoratio elenchi y con eso lo liquidará para siempre. Si se atreve a replicar, siempre puede decirle con Lucano (aquí está) que sus discursos son menos anemonœ verborum, palabras como anémonas. La anémona, a pesar de su brillo, no tiene olor. Y si se pone a bravuconear, derríbelo con insomnia Jovis, ensueños de Júpiter, frase que Silius Italicus (¡véalo aquí!) aplica a los pensamientos pomposos e hinchados. Esto lo herirá en lo más hondo del corazón. No le quedará más que morirse. ¿Quiere tener la amabilidad de escribir?

»En griego debemos elegir algo bonito, por ejemplo de Demóstenes. Άνερό φεύγων καì πάλύν μακέσεται (Αηετο ρheugοη Καi ραliη mαkesetαi). En Hudibrás hay una traducción pasable:

Pues el que huye puede volver a combatir

Mientras que no podrá hacerlo el que está muerto.

»En un artículo a la manera del Blackwood, nada presenta mejor aspecto que el griego. Hasta los caracteres tienen un aire de profundidad. ¡Observe, señora, el aire astuto de esa épsilon! ¡Y esa phi... realmente debería ser un obispo! ¿Se vio alguna vez un tipo tan listo como esa omicrón? ¡Y esa tau! En fin, que no hay como el griego para un artículo sensacionalista. En este caso, su aplicación es la cosa más evidente del mundo. Profiera la frase acompañada de un sólido juramento, a manera de ultimátum, contra el estúpido que no pudo comprender lo que le decía usted en inglés acerca del hueso del pollo. Ya verá cómo entiende la alusión y desaparece de inmediato.

Tales fueron las instrucciones que Mr. Blackwood pudo proporcionarme sobre el tópico en cuestión, pero comprendí que eran suficientes. Por fin me hallaba capacitada para escribir un genuino artículo a la manera del Blackwood, y me decidí a hacerlo de inmediato. Al despedirme, Mr. Blackwood me hizo una oferta por el artículo, pero como sólo podía ofrecerme cincuenta guineas por página me pareció mejor que quedara en el seno de nuestra sociedad en vez de sacrificarlo por suma tan mezquina. Empero, a pesar de su tacañería, Mr. Blackwood me mostró una alta consideración en todo sentido, tratándome de la manera más cortés. Sus palabras de despedida impresionaron profundamente mi corazón y espero recordarlas siempre con gratitud.

—Mi querida Miss Zenobia —díjome, con lágrimas en los ojos—, ¿puedo hacer algo para ayudar al buen éxito de su laudable empresa? ¡Permítame reflexionar! ¿No sería posible, por ejemplo, que se ahogara usted en seguida... o se atragantara con un hueso de pollo... o se ahorcara... o se hiciera morder por un...? ¡Ah, espere! Ahora que lo pienso, en el patio hay dos excelentes bulldogs... magníficos ejemplares, le aseguro... absolutamente salvajes... Justamente lo que usted necesita... Seguro que se la comerán con auriculas y todo en menos de cinco minutos... (Aquí está mi reloj.) ¡Piense en las sensaciones! ¡Pues bien... Tom... Peter...! ¡Dick, maldito villano... ! ¿Van a soltar de una vez a los...?

Pero, como yo tenía realmente mucha prisa y no podía perder un momento más, me vi obligada con mucha pena a apresurar mi partida y a marcharme en el acto... quizá algo más bruscamente de lo que la cortesía hubiera exigido en otras circunstancias.

Apenas me separé de Mr. Blackwood, mi objetivo inmediato consistió en seguir su consejo y meterme en alguna dificultad, para lo cual pasé la mayor parte del día dando vueltas por Edimburgo en busca de aventuras desesperadas... aventuras propias de la intensidad de mis sentimientos y bien adaptadas al amplio carácter del artículo que me proponía escribir. Me acompañaron en esta excursión Pompeyo, mi sirviente negro, y Diana, mi perrita, a quienes había traído conmigo desde Filadelfia. Pero sólo hacia el final de la tarde logré triunfar en mi ardua empresa. Y un importante evento tuvo lugar, que el próximo artículo a la manera del Blackwood (en tono heterogéneo) contendrá en sustancia y resultados.


Una malaventura

Continuación del relato precedente

Señora, ¿qué coyuntura os ha afligido así?

(Comus)

Era una tarde serena y silenciosa cuando eché a andar por la excelente ciudad de Edina[18]. Terribles eran la confusión y el movimiento en las calles. Los hombres hablaban. Las mujeres gritaban. Los niños se atragantaban. Los cerdos silbaban. Los carros resonaban. Los toros bramaban. Las vacas mugían. Los caballos relinchaban. Los gatos maullaban. Los perros bailaban. ¡Bailaban! ¿Era posible? ¡Bailaban! ¡Ay, pensé yo, mis tiempos de baile han pasado! Siempre es así. ¡Qué legión de melancólicos recuerdos despertará siempre en la mente del genio y en la contemplación imaginativa, especialmente la del genio condenado a la incesante, eterna, continua y, como cabría decir, continuada... sí, continuada y continuamente, amarga, angustiosa, perturbadora, y, si se me permite la expresión, la muy perturbadora influencia del sereno, divino, celestial, exaltador, elevador y purificador efecto de lo que cabe denominar la más envidiable, la más verdaderamente envidiable, ¡sí, la más benignamente hermosa!, la más deliciosamente etérea y, por así decirlo, la más bonita (si puedo usar una expresión tan audaz) de las cosas de este mundo! ¡Perdóname, gentil lector, pero me dejo arrastrar por mis sentimientos! En ese estado de ánimo, repito, ¡qué legión de recuerdos se remueven al menor impulso! ¡Los perros bailaban! ¡Y yo no podía bailar! ¡Retozaban... y yo sollozaba! ¡Brincaban... y yo gemía! ¡Conmovedoras circunstancias, que no dejarán de evocar en el recuerdo del lector clásico aquel exquisito pasaje sobre la justeza de las cosas que aparece al comienzo del tercer volumen de la admirable y venerable novela china Yo-Ke-Sé!

En mi solitario paseo por la ciudad me acompañaban dos humildes pero fieles amigos: Diana, mi perra de lanas, la más gentil de las criaturas... Caíale un gran mechón sobre un ojo y llevaba una cinta azul con un lazo a la moda en el cuello. Diana no medía más de cinco pulgadas de alto, pero su cabeza era algo más grande que el cuerpo, y su cola, que le habían cortado demasiado al ras, daba un aire de inocencia ofendida a aquel interesante animal y le ganaba las simpatías generales,

Y Pompeyo, mi negro. ¡Dulce Pompeyo! ¿Te olvidaré alguna vez? Iba yo del brazo de Pompeyo. Tenía tres pies de estatura (me gusta ser precisa) y entre setenta y ochenta años de edad. Tenía las piernas corvas y era corpulento. Su boca no podía considerarse pequeña, ni cortas sus orejas. Pero sus dientes eran como perlas, y deliciosamente puro el blanco de sus grandes ojos. La naturaleza no le había otorgado cuello, colocando sus tobillos (como es frecuente en dicha raza) hacia la mitad de la parte superior de los pies. Vestía con notable sencillez. Sus únicas ropas consistían en una faja de nueve pulgadas y un gabán casi nuevo, que había pertenecido anteriormente al apuesto, majestuoso e ilustre doctor Moneypenny. Era un excelente gabán. Estaba bien cortado. Estaba bien cosido. El gabán era casi nuevo. Pompeyo lo sostenía con ambas manos para que no juntara polvo.

Había tres personas en nuestro grupo y dos de ellas han sido ya motivo de comentario. Queda la tercera... y esa persona era yo misma. Soy la Signora Psyche Zenobia. No soy Suky Snobbs. Mi aspecto es imponente. En la memorable ocasión de que hablo, hallábame ataviada con un traje de satén carmesí, que tenía un mantelet arábigo de color celeste. Y el vestido tenía guarnición de agraffas verdes, y los siete volantes del auricula, anaranjados. Constituía yo así el tercer miembro del grupo. Estaba la perrita de aguas. Estaba Pompeyo. Estaba yo. Éramos tres. Así es como se dice que en el comienzo sólo había tres Furias: Melaza, Mema y Hiede: la Meditación, la Memoria y el Violín.

Apoyándome en el brazo del apuesto Pompeyo, y seguida a respetuosa distancia por Diana, recorrí una de las populosas y muy agradables calles de la ya desierta Edina. Repentinamente alzóse ante mi vista una iglesia, una catedral gótica: vasta, venerable, con un alto campanario que subía a los cielos. ¿Qué locura se posesionó de mí? ¿Por qué me precipité hacia mi destino? Me sentí dominada por el incontrolable deseo de escalar el vertiginoso pináculo y contemplar desde allí la inmensa extensión de la ciudad. La puerta de la catedral mostrábase incitantemente abierta. Mi destino prevaleció. Entré bajo la ominosa arcada. ¿Dónde estaba en ese momento mi ángel guardián, si en verdad tales ángeles existen? ¡Sí! ¡Angustioso monosílabo! ¡Qué mundo de misterio, y oscuro sentido, y duda, e incertidumbre envuelto en esas dos letras! ¡Entré bajo la ominosa arcada! Entré y, sin que mis auriculas anaranjadas sufrieran el menor daño, pasé el portal y emergí en el vestíbulo, tal como se afirma que el inmenso río Alfredo pasaba ileso y sin mojarse por debajo del mar.

Creí que la escalera no terminaría jamás. Girando y subiendo, girando y subiendo, girando y subiendo, llegó un momento en que no pude dejar de sospechar, al igual que el sagaz Pompeyo, en cuyo robusto brazo me apoyaba con toda la confianza de los afectos tempranos...; sí, no pude dejar de sospechar que el extremo de aquella escalera en espiral había sido suprimido accidentalmente o a propósito. Me detuve para recobrar el aliento; y en ese instante ocurrió un accidente tan importante desde un punto de vista y asimismo metafísico, que no puedo dejar de mencionarlo. Parecióme... aunque en realidad estaba segura... ¡no podía engañarme, no!... que Diana, cuyos movimientos había yo observado ansiosamente... y repito que no podía engañarme..., que Diana había olido una rata. Llamé inmediatamente la atención de Pompeyo sobre el hecho y estuvo de acuerdo conmigo. No quedaba, pues, ningún lugar a dudas. La rata había sido olida... por Diana. ¡Cielos! ¿Olvidaré jamás la intensa excitación de aquel momento? ¡La rata... estaba allí... estaba en alguna parte! ¡Y Diana la había olido! Mientras que yo... no. Así también se dice que el iris de Prusia tiene para ciertas personas un perfume tan dulce como penetrante, mientras que para otras es completamente inodoro.

La escalera había sido franqueada y sólo quedaban dos o tres peldaños entre nosotros y la cumbre. Seguimos subiendo, hasta que sólo faltaba un peldaño. ¡Un peldaño, un solo pequeño peldaño! Pero de un pequeño peldaño en la gran escalera de la vida humana, ¡qué vasta suma de felicidad o miseria depende! Pensé en mí misma, luego en Pompeyo, y luego en el misterioso e inexplicable destino que nos rodeaba. ¡Pensé en Pompeyo... ay, pensé en el amor! Pensé en los muchos pasos en falso que había dado y que volvería a dar. Resolví ser más cauta, más reservada. Solté el brazo de Pompeyo y, sin su ayuda, ascendí el peldaño faltante y gané el campanario. Mi perrita de aguas me siguió de inmediato. Sólo Pompeyo había quedado atrás. Acerquéme al nacimiento de la escalera y lo animé a que subiera. Tendió hacia mí la mano, pero infortunadamente se vio obligado a soltar el gabán que hasta entonces había sostenido firmemente. ¿Jamás cesarán los dioses su persecución? Caído está el gabán y uno de los pies de Pompeyo se enreda en el largo faldón que arrastra en la escalera. La consecuencia era inevitable: Pompeyo se tambaleó y cayó. Cayó hacia adelante y su maldita cabeza me golpeó en medio del... del pecho, precipitándome boca abajo, conjuntamente con él, sobre el duro, sucio y detestable piso del campanario. Pero mi venganza fue segura, repentina y completa. Aferrándolo furiosamente con ambas manos por la lanuda cabellera, le arranqué gran cantidad de negro, matoso y rizado elemento, que arrojé lejos de mí con todas las señales del desdén. Cayó entre las cuerdas del campanario y allí permaneció. Levantóse Pompeyo sin decir palabra. Pero me miró lamentablemente con sus grandes ojos y... suspiró. ¡Oh, dioses... ese suspiro! ¡Cómo se hundió en mi corazón! ¡Y el cabello... la lana! De haber podido recogerla la hubiese bañado con mis lágrimas en prueba de arrepentimiento. Pero, ¡ay!, hallábase lejos de mi alcance. Y, mientras se balanceaba entre el cordaje de la campana, me pareció que estaba viva. Me pareció que se estremecía de indignación. Así es como el epicentro Flos Aeris, de Java, produce una hermosa flor cuando se la arranca de raíz. Los nativos la cuelgan del techo con una soga y gozan durante años de su fragancia.

Nuestra querella había terminado y buscamos una abertura por la cual contemplar la ciudad de Edina. No había ninguna ventana. La única luz admitida en aquella lúgubre cámara procedía de una abertura cuadrada, de un pie de diámetro, situada a unos siete pies de alto. Empero, ¿qué no emprenderá la energía del verdadero genio? Resolví encaramarme hasta el agujero. Gran cantidad de ruedas, engranajes y otras maquinarias de aire cabalístico aparecían junto al orificio, y a través del mismo pasaba un vastago de hierro procedente de la maquinaria. Entre los engranajes y la pared quedaba apenas espacio para mi cuerpo; pero estaba enérgicamente decidida a perseverar. Llamé a Pompeyo.

—¿Ves ese orificio, Pompeyo? Quiero mirar a través de él. Te pondrás exactamente debajo... así. Ahora, Pompeyo, estira una mano y déjame poner el pie en ella... así. Ahora la otra, Pompeyo, y en esta forma me treparé a tus hombros.

Hizo todo lo que le mandaba, y descubrí que, al enderezarme, podía pasar fácilmente la cabeza y el cuello por la abertura. El panorama era sublime. Nada podía ser más magnífico. Apenas si me detuve un instante para ordenar a Diana que se portara bien y asegurar a Pompeyo que sería considerada y que pesaría lo menos posible sobre sus hombros. Le dije que sería sumamente tierna para sus sentimientos... ossí tendre que biftec. Y, luego de cumplir así con mi fiel amigo, me entregué con gran vivacidad y entusiasmo a gozar de la escena que tan gentilmente se desplegaba ante mis ojos.

Empero, no me demoraré en este tema. No describiré la ciudad de Edimburgo. Todo el mundo ha ido a la ciudad de Edimburgo. Todo el mundo ha ido a Edimburgo, la clásica Edina. Me limitaré a los trascendentales detalles de mi lamentable aventura personal. Después de haber satisfecho en alguna medida mi curiosidad sobre la extensión, topografía y apariencia general de la ciudad, me quedó tiempo para observar la iglesia donde me hallaba y la delicada arquitectura del campanario. Noté que la abertura por la cual había sacado la cabeza era un orificio en la esfera de un gigantesco reloj y que, visto desde la calle, debía parecer el que se usa en los viejos relojes franceses para darles cuerda. Sin duda, su verdadero objeto era permitir que el encargado del reloj sacara por allí el brazo y ajustara las agujas desde adentro. Noté asimismo con sorpresa el inmenso tamaño de dichas agujas, la mayor de las cuales no tendría menos de diez pies de largo y ocho o nueve pulgadas de ancho en su parte más cercana a mí. Parecían de un acero muy sólido y sumamente afiladas. Luego de reparar en dichos detalles y otros más, dirigí nuevamente la mirada hacia el glorioso panorama que se extendía allá abajo, y pronto quedé absorta en contemplación.

Minutos más tarde me arrancó del mismo la voz de Pompeyo, declarando que no podía sostenerme más y pidiéndome que tuviera la gentileza de bajar. Esto me pareció poco razonable y así se lo dije mediante un discurso de cierta duración. Replicóme con una evidente tergiversación de mis ideas al respecto. Enojéme en consecuencia y le dije lisa y llanamente que era un estúpido, que había cometido una ignorancia del elenco, que sus nociones eran meros insomnios del jueves y que sus palabras apenas valían más que una mona verbosa. Con esto pareció convencido y reanudé mi contemplación.

Habría pasado media hora de este altercado, cuando, absorta como me hallaba en el celestial escenario ofrecido a mis ojos, me sobresaltó la sensación de algo sumamente frío que se posaba suavemente en mi nuca. Inútil decir que me sentí sobremanera alarmada. Sabía que Pompeyo se hallaba bajo mis pies y que Diana seguía sentada sobre las patas traseras en un rincón del campanario, de acuerdo con mis instrucciones explícitas. ¿Qué podía entonces ser? ¡Ay, no tardé en descubrirlo! Girando suavemente a un lado la cabeza, percibí para mi extremo horror que el enorme, resplandeciente, cimitarresco minutero del reloj había descendido en el curso de su revolución horaria hasta posarse en mi cuello. Comprendí que no debía perder un segundo. Me eché hacia atrás... pero era demasiado tarde. Imposible pasar la cabeza por la boca de aquella terrible trampa en la que había caído tan desprevenidamente, y que se hacía más y más angosta con una rapidez demasiado horrenda para ser concebida. La agonía de aquellos instantes no puede imaginarse. Alcé las manos, luchando con todas mis fuerzas para levantar aquella pesadísima barra de hierro. Hubiera sido lo mismo tratar de alzar la catedral. Más, más y más bajaba, cada vez más cerca, más cerca. Grité para que Pompeyo me auxiliara, pero me contestó que había herido sus sentimientos al llamarlo un ignorante verboso. Clamé el nombre de Diana, que sólo me contestó «bow-bow-bow», agregando que le había mandado que no se saliera del rincón. No tenía, pues, que esperar socorro de mis compañeros.

Entretanto la pesada y terrífica guadaña del tiempo (pues ahora descubría el valor literal de la clásica frase) no se había detenido ni parecía dispuesta a hacerlo. Continuaba bajando más y más. Había ya hundido su filoso borde en mi cuello, penetrando más de una pulgada, y mis sensaciones se tornaron indistintas y confusas. En un momento dado me creí en Filadelfia, con el majestuoso Dr. Moneypenny, y en otro me vi en el estudio de Mr. Blackwood, recibiendo sus impagables instrucciones. Y luego me invadió el dulce recuerdo de tiempos pasados y mejores, y pensé en la época feliz, cuando el mundo no era un desierto, ni Pompeyo tan cruel.

El tic-tac de la máquina me divertía. Digo que me divertía, pues mis sensaciones bordeaban ahora la perfecta felicidad, y las más triviales circunstancias me proporcionaban vivo placer. El eterno tic-tac, tic-tac, tic-tac del reloj era la más melodiosa de las músicas en mis oídos y llegaba a recordarme las graciosas arengas y sermones del Dr. Ollapod. Y luego estaban los grandes números en la esfera del reloj... ¡Cuán inteligentes, cuan intelectuales parecían! Muy pronto empezaron a bailar una mazurca y me pareció que el número V era quien lo hacía más a mi gusto. No cabía duda de que era una dama bien educada. Nada de fanfarronería, nada de indelicado en sus movimientos. Hacía la pirueta admirablemente, girando como un torbellino sobre su eje. Me esforcé por alcanzarle una silla, pues parecía fatigada por el esfuerzo... y sólo entonces recobré la conciencia de mi lamentable situación. ¡Oh, cuán lamentable! La aguja se había introducido dos pulgadas más en mi cuello. Nació en mí una sensación de dolor exquisito. Rogué que la muerte llegara y en la agonía de aquel momento no pude impedirme repetir aquellos admirables versos del poeta Miguel de Cervantes:

Vanny Buren, tan escondida

Query no te senty venny

Pork and pleasure delly morry

Nommy, torny, darry, widdy!

Pero ya un nuevo horror se presentaba, capaz de conmover los nervios más templados. A causa de la cruel presión de la máquina, mis ojos se estaban saliendo de las órbitas. Mientras pensaba cómo podría arreglármelas sin su ayuda, uno de ellos saltó de mi cabeza y, rodando por el empinado frente del campanario, se alojó en un caño de desagüe que corría por el alero del edificio. La pérdida del ojo no fue tan terrible como el insolente aire de independencia y desprecio con que me siguió mirando cuando estuvo fuera. Allí estaba, en la canaleta, debajo de mis narices, y los aires que se daba hubieran sido ridículos de no resultar repugnantes. Jamás se vieron guiñadas y bizqueos semejantes. Esta conducta por parte de mi ojo en la canaleta no sólo era irritante por su manifiesta insolencia y vergonzosa ingratitud, sino que resultaba sumamente incómoda a causa de la simpatía siempre existente entre los dos ojos de la cara, por más alejados que se hallen uno del otro. Me veía, pues, obligada a guiñar y bizquear, me gustara o no, en exacta correspondencia con aquel objeto depravado que yacía debajo de mis narices. Pero pronto me alivió la caída de mi otro ojo, el cual siguió la dirección del primero (probablemente se habían puesto de acuerdo), y ambos desaparecieron por la canaleta, con gran alegría de mi parte.

La aguja del reloj se hallaba ahora cuatro pulgadas y media dentro de mi cuello y sólo quedaba por cortar un pedacito de piel. Mis sensaciones eran las de una perfecta felicidad, pues comprendía que en pocos minutos a lo sumo me vería libre de tan desagradable situación. Y no me vi defraudada en mi expectativa. Exactamente a las cinco y veinticinco de la tarde el pesado minutero avanzó lo suficiente en su terrible revolución para dividir el trocito de cuello faltante. No lamenté ver que mi cabeza, causa de tantas preocupaciones, terminaba por separarse completamente del cuerpo. Primero rodó por el frente del campanario, detúvose unos segundos en el caño de desagüe y, finalmente, se precipitó al medio de la calle.

Confieso honestamente que mis sentimientos eran ahora de lo más singulares; aún más, misteriosos, desconcertantes e incomprensibles. Mis sentidos estaban aquí y allá en el mismo momento. Con la cabeza imaginaba en un momento dado que yo, la cabeza, era la verdadera Signora Psyche Zenobia; pero en seguida me convencía de que yo, el cuerpo, era la persona antedicha. Para aclarar mis ideas al respecto tanteé en mi bolsillo buscando mi cajita de rapé, pero al encontrarla y tratar de llevarme una pizca de su grato contenido a la parte habitual de mi persona, advertí inmediatamente la falta de la misma y arrojé la caja a mi cabeza, la cual tomó un polvo con gran satisfacción y me dirigió una sonrisa de reconocimiento. Poco más tarde, se puso a hablarme, pero como me faltaban los oídos escuché muy mal lo que me decía. Alcancé a comprender lo suficiente, sin embargo, para darme cuenta de que la cabeza estaba sumamente extrañada de que yo deseara seguir viviendo bajo tales circunstancias. En sus frases finales citó las nobles palabras de Ariosto:

Il pover hommy che non sera corty

Andaba combattendo y erry morty,

comparándome así con el héroe que, en el calor del combate, no se daba cuenta de que ya estaba muerto y seguía luchando con inextinguible valor. Ya nada me impedía descender de mi elevación, y así lo hice. Jamás he podido saber qué vio de particular Pompeyo en mi apariencia. Abrió la boca de oreja a oreja y cerró los ojos como si quisiera partir nueces con los párpados. Finalmente, arrojando su gabán, dio un salto hasta la escalera y desapareció. Vociferé tras del villano aquellas vehementes palabras de Demóstenes:

Andrew O’Phlegethon, qué pálido que estás,

y me volví hacia la muy querida de mi corazón, la del único ojo a la vista, la lanudísima «Diana». ¡Ay! ¿Qué horrible visión me esperaba? ¿Vi realmente a una rata que se volvía a su cueva? ¿Y eran estos huesos los del desdichado angelillo, cruelmente devorado por el monstruo? ¡Oh dioses! ¡Qué contemplo! ¿Es ése el espíritu, la sombra, el fantasma de mi amada perrita, que diviso allí sentado en el rincón con melancólica gracia? ¡Escuchad, pues habla y, cielos... habla en el alemán de Schiller!:

Unt stubby duk, so stubby dun

Duk she! Duk she!

¡Ay! ¡Cuan verdaderas sus palabras!

Y si he muerto, al menos he muerto

Por ti... por ti.

¡Dulce criatura! ¡También ella se ha sacrificado por mí! Sin perra, sin negro, sin cabeza, ¿qué queda ahora de la infeliz Signora Psyche Zenobia? ¡Ay, nada! He terminado.


Los leones

... Y las gentes se fueron pisando sobre sus diez dedos, llenas de asombro

(Sátiras del obispo Hall)

Hoy —vale decir fui— un gran hombre; no soy, sin embargo, ni el autor de junius ni el hombre de la máscara de hierro. Puede creérseme que mi nombre es Robert Jones y que nací en alguna parte de la ciudad de Fum-Fudge.

La primera acción de mi vida consistió en tomarme la nariz con ambas manos. Mi madre vio esto y me llamó genio; mi padre lloró de alegría, regalándome luego un tratado de Nasología. Me lo aprendí antes de usar los primeros pantalones.

Comencé a abrirme camino en esta ciencia y no tardé en comprender que si un hombre disponía de una nariz lo suficientemente conspicua le bastaría andar detrás de ella para llegar a convertirse en un «león» social. Pero no me limitaba a atender solamente a la teoría. Todas las mañanas aplicaba a mi proboscis un par de tirones y me enviaba al coleto media docena de tragos.

Cuando llegué a la mayoría de edad, mi padre me invitó cierto día a entrar en su despacho.

—Hijo mío —manifestó cuando nos hubimos sentado—. ¿Cuál es la finalidad esencial de tu existencia?

—Padre —contesté—, es el estudio de la Nasología.

—¿Y qué es la Nasología, Robert?

—La ciencia de las narices, señor —contesté, amostazado.

—¿Y puedes decirme cuál es el significado de una nariz?

—Una nariz, padre mío —dije, grandemente aplacado—, ha sido diversamente definida por unos mil autores diferentes. (Aquí saqué el reloj y lo consulté.) Es casi mediodía, es decir, que tendremos tiempo de mencionarlos a todos antes de medianoche. Comencemos, pues: La nariz, según Bartolinus, es esa protuberancia, esa saliente, esa excrecencia, esa...

—Ya basta, Robert —me interrumpió aquel excelente caballero—. Me quedo estupefacto ante la extensión de tus conocimientos. Me pasmas, palabra de honor. (Aquí cerró los ojos y se llevó la mano al corazón.) ¡Acércate! (Aquí me tomó del brazo.) Tu educación puede considerarse como terminada... y es tiempo de que te arregles por tu cuenta. Nada mejor podrías hacer que limitarte a seguir a tu nariz... así... así... y así... (Aquí me echó a puntapiés escaleras abajo.) ¡Vete de mi casa, pues, y que Dios te bendiga!

Como sentía dentro de mí el divino afflatus, consideré este accidente más afortunado que otra cosa. Resolví guiarme por el consejo paterno. Decidí seguir a mi nariz. Le di uno o dos tirones y escribí al punto un folleto sobre Nasología.

Toda Fum-Fudge entró en conmoción.

—¡Genio maravilloso! —dijo el Quarterly.

—¡Fisiólogo soberbio! —dijo el Westminster.

—¡Un hombre inteligente! —dijo el Foreign.

—¡Magnífico escritor! —dijo Edinburgh.

—¡Pensador profundo! —dijo el Dublin.

—¡Grande hombre! —dijo el Bentley.

—¡Alma divina! —dijo el Fraser.

—¡Uno de los nuestros! —dijo el Blackwood.

—¿Quién podrá ser? —dijo la señora Marisabidilla.

—¿Quién podrá ser? —dijo la primera señorita Marisabidilla.

—¿Quién podrá ser? —dijo la segunda señorita Marisabidilla.

Pero yo no prestaba atención a esas gentes. Todo lo que hice fue entrar en el estudio de un artista.

La duquesa Fulana posaba para su retrato. El marqués Mengano se ocupaba del perrito de la duquesa. El conde de Zutano jugaba con sus Frasquitos de sales. Su Alteza Real Perengano inclinábase sobre la silla de la duquesa.

Acerquéme al artista y levantó la nariz.

—¡Oh, cuan hermosa! —suspiró su Gracia.

—¡Oh, rayos! —susurró el marqués.

—¡Oh, qué repugnante! —gruñó el conde.

—¡Oh, qué abominable! —bramó su Alteza Real.

—¿Cuánto quiere usted? —preguntó el artista.

—¡Por su nariz! —gritó su Gracia.

—Mil libras —dije, tomando asiento.

—¿Mil libras? —repitió el artista, pensativo.

—Mil libras —dije.

—¡Hermosa! —murmuró él, extático.

—Mil libras —dije.

—¿La garantiza usted? —preguntó, colocándola de modo que le diera la luz.

—La garantizo —contesté, soplando con fuerza por ella.

—¿Es completamente original? —inquirió, tocándola con reverencia.

—¡Hum! —dije, retorciéndola.

—¿No se han sacado copias de ella? —interrogó, examinándola con un microscopio.

—Ninguna —dije, alzándola.

—¡Admirable! —pronunció, tomado completamente de sorpresa ante la belleza de la maniobra.

—Mil libras—dije.

—¿Mil libras? —dijo él.

—Precisamente —dije.

—¿Mil libras? —dijo él.

—En efecto —dije.

—Las tendrá usted —declaró el artista—. ¡Qué pieza tan perfecta!

Me entregó un cheque de inmediato y se puso a dibujar mi nariz. Alquilé un departamento en la calle Jermyn y envié a Su Majestad la nonagesimonovena edición de mi Nasología, con un retrato de la proboscis. Aquel pobre insignificante libertino, el Príncipe de Gales, me invitó a cenar.

Todos éramos «leones» y recherchés.

Había un platónico moderno. Citó a Porfirio, a Yámblico, a Plotino, a Proclo, a Hierocles, a Máximo Tirio y a Siriano.

Había un defensor de la perfectibilidad humana. Citó a Turgot, a Price, a Priestley, a Condorcet, a De Staël y al «Estudiante Ambicioso de Mala Salud».

Estaba Sir Paradoja Positiva. Hizo notar que todos los locos eran filósofos, y que todos los filósofos eran locos.

Estaba Ético Estético. Habló del fuego, la unidad y los átomos; del alma bipartita y preexistente; de la afinidad y la discordia; de la inteligencia primitiva y las homeomerías.

Estaba Teología Teólogo. Habló de Eusebio y de Arrio; de la herejía y el concilio de Nicea, del puseyismo y el consustancialismo, del homousios y del homouioisios.

Estaba Fricassée del Rocher de Cancale. Mencionó el muritón de lengua roja, las coliflores con salsa velouté, la ternera à la St. Menehoult, la marinada à la St. Florentin y las jaleas de naranjas en mosaïques.

Estaba Bíbulo O’Barril. Se refirió al Latour y al Markbrünnen, al Mousseux y al Chambertin, al Richbourg y al St. George, al Haubrion, Leonville y Medoc, al Barac y al Preignac, al Grâve y al Sauternes, al Lafitte, al St. Peray. Meneó la cabeza ante el Clos de Vougeot, y, cerrando los ojos, nos dijo la diferencia que hay entre el jerez y el amontillado.

Estaba el Signor Tintontintino, de Florencia. Disertó sobre Cimabue, Arpino, Carpacio y Argostino, de la melancolía de Caravaggio, de la amenidad de Albano, de los colores de Tiziano, de las damas de Rubens y de las bufonadas de Jan Steen.

Estaba el Presidente de la Universidad de Fum-Fudge. Manifestó la opinión de que la luna se llama Bendis en Tracia, Bubastis en Egipto, Diana en Roma y Artemisa en Grecia.

Había un Gran Turco procedente de Estambul. No podía impedirse pensar que los ángeles eran caballos, gallos y otros; que alguien en el sexto cielo tenía setenta mil cabezas, y que la tierra estaba sostenida por una vaca color celeste, con incalculable cantidad de cuernos verdes.

Estaba Poligloto Delfino. Nos dijo lo que les había ocurrido a las ochenta y tres tragedias perdidas de Esquilo, a las cincuenta y cuatro oraciones de Iseo, a los trescientos noventa y un discursos de Lisias, a los ciento ochenta tratados de Teofrasto, al octavo libro del tratado de las secciones cónicas de Apolonio, a los himnos y ditirambos de Píndaro y a las cuarenta y cinco tragedias de Homero (hijo).

Estaban Ferdinando Fitz Feldespato Fósilus. Nos informó de todo lo concerniente a los fuegos internos y las formaciones terciarias; sobre aeriformes, fluidiformes y solidiformes; sobre cuarzo y marga, esquisto y turmalina; sobre yeso y roca trapeana, talco y cal, blenda y hornablenda; sobre la mica y la piedra pómez, la cianita y la lepidolita; sobre la hematita y la tremolita, el antimonio y la calcedonia; sobre el manganeso, y todo lo que usted quiera.

Estaba yo. Hablé de mí. De mí, de mí, de mí. De la Nasología, de mi folleto y de mí. Levanté la nariz y hablé de mí.

—¡Qué maravillosa inteligencia! —dijo el príncipe.

—¡Soberbia! —dijeron sus huéspedes. Y a la mañana siguiente recibí la visita de su Gracia la duquesa Fulana.

—¿Irá usted al Salón de Almack, encantadora criatura? —me dijo, dándome unos golpecitos en el mentón.

—Por mi honor... iré —dije.

—¿Con nariz y todo? —preguntó.

—Como que estoy vivo —dije.

—Pues bien, vida mía, aquí tiene mi tarjeta. ¿Puedo decir que estará usted presente?

—Querida duquesa, de todo corazón.

—¡Bah, no me interesa el corazón! Diga, más bien: «De toda nariz».

—Cada trocito de ella, amor mío —dije; y luego de retorcerme una o dos veces la nariz, me encontré en el Salón de Almack.

Las diversas estancias hallábanse colmadas hasta la sofocación.

—¡Ahí viene! —dijo alguien en la escalera.

—¡Ahí viene! —dijo otro algo más arriba.

—¡Ahí viene! —dijo un tercero, aún más lejos.

—¡Ha llegado! —exclamó la duquesa—. ¡Ha llegado el encantador amorcillo!

Y, tomando mis manos con fuerza, me besó tres veces en la nariz.

Siguió a esto una gran conmoción entre los presentes.

—Diavolo! —gritó el conde Capricornutti.

—¡Dios guarde! —murmuró Don Estilete.

—Mille tonnerres! —exclamó el príncipe de Grenouille.

—Tousand Teufel! —gruñó el elector de Bluddennuff.

Esto ya era intolerable. Me encolericé. Enfrenté a Bluddennuff.

—¡Caballero —le dije—, es usted un mandril!

—Caballero —repuso él, luego de una pausa—, Donner und Blitzen!

Con esto bastaba. Cambiamos tarjetas. A la mañana siguiente, en Chalk-Farm, le hice volar la nariz de un pistoletazo y luego me fui a visitar a mis amigos.

—Bête! —dijo el primero.

—¡Tonto! —dijo el segundo.

—¡Mastuerzo! —dijo el tercero.

—¡Asno! —dijo el cuarto.

—¡Badulaque! —dijo el quinto.

—¡Mentecato! —dijo el sexto.

—¡Fuera de aquí! —dijo el séptimo.

Todo esto me mortificó, y fui a visitar a mi padre.

—Padre —pregunté—. ¿Cuál es la finalidad esencial de mi existencia?

—Hijo mío —me contestó—, sigue siendo el estudio de la Nasología; pero, al herir al elector en la nariz, te has excedido lamentablemente. Tienes una hermosa nariz, es verdad; pero ahora Bluddennuff no tiene ninguna. Estás condenado, y él se ha convertido en el héroe del día. Doy fe de que en Fum-Fudge la grandeza de un «león» se halla proporcionada con el tamaño de su proboscis. Pero, ¡santo cielo!, no se puede competir con un león que no tiene absolutamente ninguna proboscis.


El timo

(Considerado como una de las ciencias exactas)

Hey diddle diddle.

The cat and the fiddle.

Desde que el mundo empezó ha habido dos Jeremías. Uno de ellos escribió una jeremiada sobre la usura, y se llamaba Jeremías Bentham. Fue sumamente admirado por Mr. John Neal, y era un gran hombre en pequeña escala. El otro dio nombre a la más importante de las ciencias exactas y era un gran hombre en gran escala; bien puedo agregar que en la mayor de las escalas.

El timo —o la idea abstracta contenida en el verbo timar es cosa bien conocida. El hecho, sin embargo, la cosa en sí, el timo, no se define fácilmente. Podemos llegar a tener, sin embargo, una concepción aceptable del asunto, si definimos, no la cosa en sí, el timo, sino al hombre como un animal que tima. Si Platón hubiera dado con esto, se hubiera ahorrado la afrenta del pollo desplumado.

A Platón le preguntaron, muy pertinentemente, por qué un pollo desplumado, que respondía perfectamente a la condición de «bípedo implume», no entraba en su definición del hombre. Pero a mí no vendrán a importunarme con preguntas parecidas. El hombre es un animal que tima y, fuera de él, no existe ningún animal que lo haga. Para invalidar esta afirmación haría falta todo un gallinero de pollos pelados.

Aquello que constituye la esencia, el núcleo, el principio del timo, sólo se encuentra en esa clase de criaturas que visten chaquetas y pantalones. Un cuervo roba, un zorro engaña, una comadreja triunfa por el ingenio, un hombre tima. Su destino es el timo. «El hombre fue hecho para lamentarse», afirma el poeta. Pero no es así: fue hecho para timar. Tal es su ambición, su objeto, su fin. Y por eso cuando a un hombre le han hecho un timo decimos que está «acabado».

Bien considerado, el timo es un compuesto cuyos ingredientes consisten en la pequeñez, el interés, la perseverancia, el ingenio, la audacia, la nonchalance, la originalidad, la impertinencia y la risita socarrona.

Pequeñez.- Nuestro timador practica sus operaciones en pequeña escala. Su negocio reside en la venta al por menor, en efectivo o con pagaré a la vista. Si alguna vez se deja tentar por especulaciones de gran vuelo, inmediatamente pierde sus rasgos distintivos y se convierte en lo que denominamos «financiero». Este último término contiene la noción del timo en todos sus aspectos mencionados, salvo la pequeñez. Por eso un timador puede ser considerado como un banquero en potencia, y una «operación financiera», como un timo en Brobdingnag[19]. El uno es al otro como Homero a «Flaccus», como un mastodonte a un ratón, como la cola de un cometa a la de un cerdo.

Interés.- Nuestro timador se guía por el interés. No le atrae el timo por el timo mismo. Tiene una finalidad a la vista: su bolsillo... y el tuyo. Busca siempre la oportunidad mayor. Sólo vela por el Número Uno. Tú eres el Número Dos, y debes velar por ti mismo.

Perseverancia.- Nuestro timador persevera. No se descorazona fácilmente. Aunque quiebren los bancos, no se preocupa. Continúa tranquilamente con su negocio, y

Ut canis a corio numquam absterrebitur uncto,

y así procede él con lo suyo.

Ingenio.- Nuestro timador es audaz. Es hombre osado. Traslada la guerra al África. Todo lo conquista por asalto. No temería los puñales de Frey Herren. Con un poco más de prudencia, Dick Turpin hubiera sido un buen timador; Daniel O’Connell, con un poco menos de adulaciones, y Carlos XII, con una pizca más de cerebro.

«Nonchalance».- Nuestro timador es displicente. No se pone nunca nervioso. Nunca tuvo nervios. Imposible hacerle perder la calma. Jamás se lo sacará de sus casillas; lo más que puede hacerse es sacarlo de la casa. Es frío, frío como un pepino. Es tranquilo, «como una sonrisa de Lady Bury». Es blando y accesible, como un guante viejo o las damiselas de la antigua Baia.

Originalidad.- Nuestro timador es original, y lo es deliberadamente. Sus pensamientos le pertenecen. Le parecería despreciable hacer uso de los ajenos. Rechaza todo timo gastado. Estoy seguro de que devolvería una cartera si se diese cuenta de que la había obtenido mediante un timo sin originalidad.

Impertinencia.- Nuestro timador es impertinente. Fanfarronea. Pone los brazos en jarras. Mete las manos en los bolsillos del pantalón. Se ríe irónicamente en nuestra cara. Nos pisa los callos. Nos come la cena, se bebe nuestro vino, nos pide dinero prestado, nos tira de la nariz, da de puntapiés a nuestro perro y besa a nuestra mujer.

Risita socarrona.- Nuestro verdadero timador hace el balance final con una risita socarrona. Pero sólo él es testigo de ella. Sonríe cuando el trabajo cotidiano ha terminado, cuando las labores han llegado a su fin; de noche, en su despacho, y para su entretenimiento privado. Va a su casa. Cierra la puerta. Se desnuda. Sopla la vela. Se acuesta. Apoya la cabeza en la almohada. Y hecho esto, nuestro timador sonríe. No se trata de una hipótesis. Es así, es elemental. Razono a priori, y un timador no lo sería sin la risita socarrona.

El origen del timo se remonta a la infancia de la raza humana. Quizá el primer timador fue Adán. De todos modos, podemos seguir las huellas hasta una antigüedad muy remota. Los modernos, empero, han llevado el timo a una imperfección que jamás soñaron los cabezaduras de nuestros progenitores. Por eso, sin detenerme a hablar de los viejos timadores, me contentaré con un compendio de «ejemplos» modernos.

He aquí un excelente timo: En busca de un sofá, una señora recorre sucesivamente varias mueblerías. Llega finalmente a una que ofrece un variado surtido. La detiene en la puerta un locuaz caballero, quien la invita a entrar. No tarda la dama en descubrir un sofá que se adapta perfectamente a sus deseos, y al preguntar su precio se entera con gran placer de que cuesta un veinte por ciento menos de lo que esperaba. Como es natural, se apresura a finiquitar la compra, recibe una factura con recibo y deja su dirección con encargo de que el mueble le sea remitido lo antes posible, retirándose entre una profusión de inclinaciones y cortesías del vendedor. Llega la noche, pero no el sofá. Pasa el día siguiente, y nada. La dama envía a su criada para que averigüe lo que ocurre. En la mueblería niegan que se haya hecho tal compra. No se ha vendido ningún sofá ni se ha recibido ningún dinero; quien lo recibió es el timador, que ha sustituido diestramente al verdadero vendedor.

Nuestras mueblerías están siempre desatendidas y proporcionan en esta forma todas las facilidades para una triquiñuela semejante. Los visitantes entran, miran los muebles y vuelven a salir sin que nadie los vea ni los atienda. Si alguien desea comprar un artículo, hay una campanilla al alcance de la mano, la cual se considera harto suficiente.

He aquí otro respetable timo: Un señor bien vestido entra en un negocio, compra por valor de un dólar y descubre con gran mortificación que se ha dejado la cartera en otra chaqueta. Dice entonces al tendero:

—¡No se preocupe, señor mío! Le pido simplemente que tenga la gentileza de mandar el paquete a casa. ¡Un momento! Ahora que recuerdo, tampoco hay en casa billetes por debajo de cinco dólares. De todas maneras, junto con el paquete puede usted mandar cuatro dólares de vuelto.

—Muy bien, señor —replica el tendero, que se ha formado de inmediato una alta idea de su cliente. «Conozco individuos —piensa— que se habrían echado el paquete al brazo, prometiendo volver a pagar cuando pasaran otra vez por aquí.»

De inmediato despacha a un mandadero con el paquete y el vuelto. En el camino, casualmente, se encuentra éste con el cliente, quien exclama:

—¡Ah, mi paquete! Creí que lo habrían mandado a casa hace rato. Bueno, vete. Mi esposa, Mrs. Trotter, te dará los cinco dólares, pues ya está enterada. Mejor es que me des el vuelto a mí, pues necesito algo de cambio para el correo. ¡Perfecto! Uno, dos... ¿es buena esta moneda? Tres, cuatro... ¡muy bien! Di a Mrs. Trotter que te encontraste conmigo, y no pierdas tiempo por la calle.

El chico no pierde tiempo... pero tarda muchísimo en regresar a la tienda, pues le resulta imposible encontrar a ninguna señora que responda al nombre de Mrs. Trotter. Se consuela, empero, pensando que no ha sido tan tonto como para dejar la mercadería sin recibir dinero en cambio, y cuando aparece en el negocio con aire satisfecho se queda muy perplejo e indignado al preguntarle su amo qué ha hecho con el vuelto...

He aquí un timo muy sencillo: Una persona con aire de funcionario presenta al capitán de un buque que se dispone a zarpar una factura sumamente módica de gastos portuarios. Contento de tener que pagar tan poco, y atareado con las mil obligaciones que lo asedian en ese momento, el capitán paga la nota sin tardar. Quince minutos después le llega otra factura, mucho más razonable, y la persona que se la entrega no tarda en convencerlo de que el primer funcionario era un timador.

El siguiente timo es parecido: Un vapor suelta amarras y está a punto de separarse del muelle. Un viajero, con el abrigo al brazo, corre presuroso para no perder el barco. De pronto se detiene, se agacha y recoge algo del suelo con evidentes muestras de agitación.

—¿Alguno de los presentes ha perdido una cartera? —grita.

Nadie puede contestarle, pero al subir a bordo se produce un gran revuelo, pues no tarda en verse que la cartera contiene una gruesa suma. Empero, el barco no puede demorar su salida.

—El tiempo y la marea no esperan a nadie —dice el capitán.

—¡Por favor, esperemos un momento! —exclama el que ha encontrado la cartera—. ¡Sin duda, no tardará en presentarse el dueño!

—¡Imposible! —responde autoritariamente el capitán—. ¡Fuera la planchada!

—¿Qué voy a hacer? —pregunta el viajero, lleno de tribulación—. Me alejo del país por muchos años y mi conciencia me impide partir llevándome esta suma que no me pertenece. ¡Perdone usted, señor —agrega, dirigiéndose a un caballero que ha quedado en el muelle—, pero su aspecto me parece el de una persona honesta! ¿Tendría usted la gentileza de hacerse cargo de esta cartera? Estoy seguro de que puedo confiar en usted y que no dejará de publicar un anuncio del hallazgo. La suma que hay en la cartera es muy considerable. No hay duda de que el dueño insistirá en ofrecerle una recompensa por su honradez...

—¿A mí? ¡No, por cierto! ¡A usted! ¡Usted encontró la cartera!

—En fin, si lo toma usted así... Aceptaría una pequeña recompensa... simplemente para calmar sus escrúpulos. Veamos... ¡Imposible, estos billetes son todos de a cien! No puedo tomar tanto...; bastaría con cincuenta...

—¡Fuera la planchada! —repite el capitán.

—Pero no tengo cambio de cien, y me parece que lo mejor...

—¡Suelta ese cabo! —grita el capitán.

—¡No se preocupe usted! —exclama el caballero del muelle, que ha estado revisando su propia cartera—. ¡Aquí tengo un billete de cincuenta del Banco Norteamericano! ¡Páseme usted la cartera!

Y el superescrupuloso viajero toma el dinero con marcada resistencia y alcanza la cartera al caballero del muelle, mientras el vapor humea y silba al abandonar el amarradero. Media hora más tarde se descubre que la «gruesa suma» consiste en billetes falsificados y que todo el episodio no era más que un formidable timo.

Un timo audaz es el siguiente: Va a celebrarse una reunión rural o algo parecido en un lugar sólo accesible por medio de un puente. El timador se instala en la cabecera del puente e informa respetuosamente a todos los que llegan que la nueva ley del condado establece un peaje de un centavo por peatón, dos por caballos y burros, etc. Algunos protestan, pero todos se someten y el timador se vuelve a casa con cincuenta o sesenta dólares bien ganados, pues cobrar un peaje a una gran multitud es trabajo muy fatigoso.

He aquí un timo muy hábil: Un amigo del timador acepta un pagaré de éste, debidamente llenado y firmado en uno de los formularios usuales impresos en tinta roja. El timador compra una o dos docenas de dichos formularios y diariamente moja uno de ellos en su sopa, hace que su perro salte para atraparlo y finalmente se lo cede como un buen bocado. Cuando el pagaré llega a su vencimiento, el timador y su perro se presentan en casa del amigo y se habla del documento en cuestión. El amigo lo saca de su escritorio y va a alcanzarlo al timador cuando el perro reconoce el formulario y de un salto lo atrapa y lo devora. El timador se muestra no sólo sorprendido sino vejado y furioso por la absurda conducta de su perro, y se manifiesta dispuesto a cancelar la obligación... en el momento en que le presenten una prueba de que existe.

Un pequeño timo tiene lugar en esta forma: Una señora es insultada en la calle por el cómplice del timador. Éste acude en defensa de la dama y, luego de dar una soberana paliza a su amigo, insiste en acompañar a la señora hasta su domicilio. Una vez allí, se inclina con la mano sobre el corazón y se despide respetuosamente. Pero la dama ruega a su salvador que entre, a fin de presentarle a su papá y a su hermano mayor. Con un suspiro, el salvador declina la invitación.

—¿No hay, pues, un medio, señor, de testimoniarle mi gratitud? —murmura la dama.

—Por supuesto que sí, señora. ¿Podría usted prestarme dos chelines?

Bajo la impresión que le causan estas palabras la dama decide primeramente desmayarse. Pero lo piensa mejor y, luego de soltar los lazos de su bolso, hace entrega del dinero pedido. Como he dicho, este timo es muy modesto, pues hay que entregar la mitad de la suma obtenida al caballero que se tomó el trabajo de insultar a la señora y debió luego aguantar sin resistencia una buena paliza.

El que sigue es también un timo menudo, pero científico. El timador se acerca al mostrador de una taberna y pide dos rollos de tabaco. Una vez que se los entregan, los examina y declara:

—No me gusta este tabaco. Tómelo y déme en cambio un vaso de coñac.

Bebe el coñac y se encamina a la puerta. Pero la voz del tabernero lo detiene:

—Me temo, señor, que se ha olvidado de pagar la bebida.

—¿Pagar la bebida? ¿No le di el tabaco a cambio del coñac? ¿Qué más quiere usted?

—Pero, señor... no recuerdo que me haya pagado el tabaco.

—¿Qué quiere decir con eso, bribón? ¿No le devolví su tabaco? ¿No es ése su tabaco, encima del mostrador? ¿Pretende entonces que pague por algo que no me llevo?

—Pero, señor... —dice el tabernero, completamente confundido—. Pero, señor...

—Nada de peros conmigo —interrumpe el timador, aparentemente muy disgustado y golpeando la puerta al alejarse—. ¡Nada de peros conmigo, y mucho menos esas triquiñuelas con los viajeros!

El timo siguiente es muy hábil, y la simplicidad no es una de sus menores cualidades. En ocasión de haberse perdido realmente una cartera o un bolso, el perdedor inserta en uno de los periódicos de una gran ciudad un aviso lleno de detalles. Nuestro timador copia los detalles, cambiando el encabezamiento, la fraseología general, y el domicilio. Si, por ejemplo, el aviso original es largo, verboso y comienza: ¡CARTERA EXTRAVIADA!, solicitando que la misma sea entregada en el número 1 de la calle Tom, la copia fabricada por el timador será breve, sólo encabezada por la palabra EXTRAVÍO, y dará como domicilio el 2 de la calle Dick o el 3 de la calle Harry. Inserta su aviso en cinco o seis periódicos de la localidad que aparecen unas pocas horas después que el original. Si el que ha perdido la cartera lee uno de estos avisos, no es muy probable que advierta la relación que existe con el suyo. Y, en cambio, hay cinco o seis probabilidades contra una de que la persona que encontró la cartera se presente a la dirección dada por el timador en vez de acudir a la del verdadero dueño. Nuestro timador paga la recompensa, embolsa el tesoro y desaparece.

Un timo análogo es el siguiente: Una dama acaudalada ha perdido en la calle un anillo de brillantes de grandísimo valor. Ofrece una recompensa de cuarenta o cincuenta dólares, agregando en su aviso una minuciosa descripción de la joya, sus engastes, y afirmando que la recompensa será pagada en determinado domicilio contra entrega del anillo y sin que se hagan preguntas.

Un día o dos más tarde, cuando la dama se halla ausente de su casa, se oye sonar la campanilla; acude una criada, informando al visitante que la señora ha salido, noticia que produce en éste el más lamentable de los efectos. Afirma que lo trae una cuestión de suma importancia y que concierne solamente a la señora. Agrega, por fin, que ha tenido la buena suerte de hallar el anillo. De todas maneras, quizá sea mejor que vuelva otro día... «¡De ninguna manera!», exclama la criada. «¡De ninguna manera!», corean la hermana de la señora y su cuñada, que acuden al punto. Todas ellas identifican clamorosamente el anillo, pagan la recompensa y hacen salir al visitante poco menos que a empujones. La dueña de la casa regresa y no tarda en manifestar cierto disgusto hacia su hermana y su cuñada por la sencilla razón de que acaban de pagar cuarenta o cincuenta dólares por un facsímile de su anillo de brillantes, muy bien hecho con similor y piedras falsas.

Pero como el timo es cosa infinita, también lo sería este artículo, aunque me limitara a sugerir apenas la mitad de las variantes y los matices de que dicha ciencia es susceptible. Como he de concluir estas páginas, nada mejor que hacerlo con una noticia resumida de un timo muy decente, pero más bien complicado, del que fue teatro no hace mucho nuestra ciudad, y que se repitió más tarde con buen éxito en otras ciudades todavía más inocentes de nuestro país.

Un caballero de edad mediana llega a la ciudad, sin que se sepa de dónde procede. Se conduce de manera notablemente precisa, cauta y reflexiva. Viste con toda corrección, sin que haya en él nada de ostentoso. Lleva corbata blanca, amplio chaleco, sólo destinado a la comodidad; confortables zapatos de gruesa suela y pantalones sin trabilla. En suma, tiene el aire de nuestro acomodado, sobrio y respetable hombre de negocios par excellence; uno de esos caballeros exteriormente severos y duros, pero tiernos por dentro, como suelen pintarse en las comedias; hombres cuyas palabras son otras tantas garantías, y que mientras distribuyen guineas con una mano para fines caritativos extraen hasta el último centavo con la otra en el terreno de sus propios negocios.

Nuestro caballero se muestra muy difícil de complacer en lo que respecta a una casa de pensión. No le gustan los niños. Está habituado a una gran quietud. Tiene costumbres metódicas y además le gustaría habitar en casa de una familia pequeña y respetable, de tendencias piadosas. Las condiciones de pago lo tienen sin cuidado; insiste solamente en que liquidará la cuenta el primero de cada mes (estamos ahora a dos), y una vez que ha hallado una casa a su gusto, pide encarecidamente a la dueña que no olvide de ninguna manera sus instrucciones al respecto: la cuenta, así como el recibo, deberán ser presentados a las diez de la mañana del día primero de cada mes, y bajo ninguna circunstancia dejados para el día siguiente.

Hechos estos arreglos, nuestro hombre de negocios alquila una oficina en un barrio más respetable que a la moda. No hay cosa que desprecie tanto como la ostentación. «Donde mucho se muestra —suele decir—, poco hay de sólido», observación que impresiona tan profundamente a su casera que se apresura a copiarla a lápiz en la gran biblia de la familia, aprovechando el amplio margen que hay en los Proverbios de Salomón.

El paso siguiente consiste en publicar un aviso en los principales periódicos mercantiles de a seis peniques, pues los de a uno no son considerados por él como «respetables», aparte de que reclaman el pago adelantado de todo aviso, práctica que nuestros hombres de negocios detestan, pues, según él, jamás debe pagarse un trabajo hasta que no esté concluido. El aviso dice aproximadamente así:

SE NECESITAN EMPLEADOS.- En ocasión de iniciar importantes operaciones comerciales en esta ciudad, requerimos los servicios de tres o cuatro inteligentes y competentes empleados. Sueldo importante. Exigimos las mejores recomendaciones sobre la integridad del postulante, que nos interesa aún más que su capacidad. Dado que las obligaciones a cumplir suponen una alta responsabilidad, pues grandes sumas de dinero deberán pasar por las manos de nuestros empleados, consideramos necesario solicitar una caución de cincuenta dólares, que será depositada por el empleado respectivo. Inútil presentarse, por tanto, si no se está en condiciones de hacer dicho depósito, así como de exhibir los mejores testimonios sobre moralidad. Se preferirá a los jóvenes con inclinaciones piadosas. Presentarse de diez a once y de dieciséis a diecisiete en las oficinas de los señores

Bogs, Hogs, Logs, Frogs & Co.

Calle de los Perros, 110

Al cumplirse el 31 del mes, este aviso ha llevado a la oficina de los señores Bogs, Hogs, Logs, Frogs y Compañía a unos quince o veinte jóvenes de inclinaciones piadosas. Pero nuestro hombre de negocios no tiene prisa en cerrar trato con ninguno de ellos; ningún hombre de negocios tiene prisa; y, sólo después de haber pasado un severo examen concerniente a sus inclinaciones piadosas, los jóvenes son finalmente aceptados y, al mismo tiempo, por vía de simple precaución, se los invita a hacer efectiva la fianza de cincuenta dólares, por la cual la respetable firma de Bogs, Hogs, Logs, Frogs y Compañía libra el correspondiente recibo. En la mañana del primero de cada mes la casera no presenta su cuenta, como había prometido hacerlo; negligencia por la cual el director de la casa con tantos ogs no habría dejado de reprenderla severamente, suponiendo que se hubiera quedado un día o dos más en la ciudad para tal propósito.

Como es de suponer, la policía se ve abrumada de trabajo, corriendo inútilmente de un lado a otro, y todo lo que puede hacer es declarar enfáticamente que aquel hombre de negocios es n. e. i., letras que parecen corresponder a la muy clásica frase non es inventus. Y entretanto los jóvenes postulantes ven mermar sensiblemente sus inclinaciones piadosas, mientras la casera compra una excelente goma de borrar de un chelín, y con todo cuidado suprime la nota a lápiz que algún tonto había escrito en la gran biblia familiar, aprovechando los anchos márgenes de los Proverbios de Salomón.


X en un suelto

Como es sabido que los «sabios» vienen «del Oriente»[20] y el señor Veleta Cabezudo vino también del Este, se sigue que el señor Cabezudo era un sabio. Si hiciera falta una prueba accesoria, hela aquí: el señor C. era director de periódico. La irascibilidad constituía su solo lado flaco, pues la obstinación de la cual se lo acusaba no era en absoluto una debilidad, ya que él la consideraba justamente como su fuerte. Allí residía su mérito, su virtud, y hubiera hecho falta toda la lógica de un Brownson para convencerlo de que estaba equivocado.

He demostrado que Veleta Cabezudo era un sabio; la única ocasión en que no se mostró irascible fue cuando hizo abandono de ese legítimo hogar de todos los sabios, el este, y emigró a la ciudad de Alejandromagnópolis, o a cualquier sitio de nombre parecido, en el oeste.

Debo, sin embargo, declarar en su favor que, cuando se decidió finalmente a instalarse en dicha ciudad hallábase convencido de que en esta parte del país no existía ningún periódico y, por tanto, ningún director. Al fundar La Tetera, esperaba ser el único dueño del campo. Estoy seguro de que jamás se le habría ocurrido instalarse en Alejandromagnópolis si hubiera sabido que en Alejandromagnópolis vivía un caballero llamado John Smith (si recuerdo bien), quien, durante muchos años, había engordado tranquilamente dirigiendo y publicando la Gaceta de Alejandromagnópolis. Vale decir que, sólo por haber sido mal informado, el señor Cabezudo vino a parar a Alejan... Llamémosle Nópolis, para abreviar. Pero, una vez que estuvo en ella, decidió mantener su reputación de obsti... de firmeza, y quedarse. Por lo cual se quedó, e hizo aún más: desempaquetó su prensa, su tipo, etcétera, etc., alquiló un local situado exactamente enfrente de la Gaceta y, a la tercera mañana de su arribo, lanzó el primer número de La Tetera de Alejan..., vale decir La Tetera de Nópolis, que así, si mis recuerdos no me engañan, se titulaba el nuevo periódico.

El editorial, debo admitirlo, era brillante, por no decir severo. Se mostraba especialmente duro con todas las cosas en general, y en particular con el director de La Gaceta, quien quedaba reducido a hilas. Algunas observaciones de Cabezudo eran tan terribles, que desde entonces me he visto obligado a considerar a John Smith —quien todavía vive— como una especie de salamandra. No pretendo reproducir verbatim todas las frases de Cabezudo, pero una de ellas era como sigue:

«¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh, indudablemente! El director de enfrente es un genio... ¡Oh, dioses! ¡Oh, cielos! ¿A qué ha llegado el mundo? O Témpora! O mores!»

Semejante filípica, a la vez tan cáustica y tan clásica, cayó como una granada entre los hasta entonces pacíficos ciudadanos de Nópolis. Grupos de excitados vecinos se juntaban en las esquinas. Todos esperaban, con sincera ansiedad, la respuesta del decoroso Smith, la cual apareció al día siguiente en esta forma:

«Extraemos de La Tetera de ayer el siguiente párrafo: “¡Oh, sí! ¡Oh, ya vemos! ¡Oh, indudablemente! ¡Oh dioses! ¡Oh, cielos! O, témpora! O, mores!” ¡Vamos! ¡Pero este hombre es todo O! Esto explica que razone en círculo, y que por eso no haya ni pies ni cabeza en lo que dice. Estamos plenamente convencidos de que el pobre hombre es incapaz de escribir una sola palabra que no contenga una O. ¿Será una costumbre suya? Dicho sea de paso, este sujeto llegó del este con gran precipitación. ¿No habrá cometido algún dolo, o tendrá tantas deudas como las que ya tiene aquí? ¡Oh, es lamentable!»

No intentaré describir la indignación del señor Cabezudo ante estas escandalosas insinuaciones. Contra lo imaginable, sin embargo, y de acuerdo con el principio de las plumas de pato sobre las cuales resbala el agua, no era el ataque a su integridad el que más lo ofendía. Lo que lo inducía a la desesperación era que se burlaran de su estilo. ¡Cómo! ¡Él, Veleta Cabezudo, incapaz de escribir una palabra que no contuviera una O! Bien pronto iba a probar a ese ganapán que estaba equivocado. ¡Sí, ya le mostraría hasta qué punto estaba equivocado! El Veleta Cabezudo, procedente de Ranápolis, demostraría al señor John Smith que él, Cabezudo, era capaz de redactar, si así le parecía, un suelto completo... ¡sí, señor, un artículo entero!... donde tan despreciable vocal no figuraría ni una sola, lo que se dice ni una sola vez. ¡Pero no! Eso significaría inclinarse ante el susodicho John Smith. Él, Cabezudo, no cambiaría en nada su estilo, y menos para satisfacer los caprichos de un señor Smith. ¡Que tan vil pensamiento cayera en la nada! ¡Viva la O! Persistiría en la O. Sería todo lo O-bstinado que pudiera.

Lleno de ardor ante lo caballeresco de tal determinación, el gran Veleta se limitó a insertar en La Tetera el siguiente suelto alusivo al desdichado asunto:

«El director de La Tetera tiene el honor de informar al director de La Gaceta que (La Tetera) aprovechará su edición de mañana para convencer (a La Gaceta) de que (La Tetera) puede y ha de ser su propio amo en materia de estilo; y que (La Tetera), con objeto de mostrar (a La Gaceta) el supremo y absoluto desprecio que las críticas (de La Gaceta) provocan en el seno independiente (de La Tetera), compondrá para especial satisfacción (?) (de La Gaceta) un artículo de fondo de cierta extensión, en el cual tan hermosa vocal —emblema de la Eternidad—, tan inofensiva para la hiperexquisita sensibilidad (de La Gaceta) no ha de ser ciertamente evitada por este muy obediente y humilde servidor (de La Gaceta). La Tetera.»

En cumplimiento de tan augusta amenaza, antes nebulosamente insinuada que claramente enunciada, el gran Cabezudo hizo oídos sordos a todos los pedidos de «material» y, limitándose a decir a su regente que se fuera al demonio, en momentos en que éste (el regente) le aseguraba que ya era tiempo de que La Tetera entrara en prensa, el gran Cabezudo, repetimos, hizo oídos sordos a todo y pasó la noche quemándose las pestañas hasta el alba, absorto en la composición del incomparable suelto que sigue:

«¡Oh, John; oh, tonto! ¿Cómo no te tomo encono, lomo de plomo? ¡Ve a Concord, John, antes de todo! ¡Vuelve pronto, gran mono romo! ¡Oh, eres un sollo, un oso, un topo, un lobo, un pollo! ¡No un mozo, no! ¡Tonto goloso! ¡Coloso sordo! ¡Te tomo odio, John! ¡Ya oigo tu coro, loco! ¿Somos bobos nosotros? ¡Tordo rojo! ¡Pon el hombro, y ve a Concord en otoño, con los colonos!», etc.

Exhausto, como es natural, por tan estupendo esfuerzo, el gran Veleta no fue capaz de ocuparse aquella noche de otra cosa. Firme, sereno, pero a la vez con un aire de autoridad vigilante, alargó su manuscrito al aprendiz tipógrafo y, tras ello, marchando sin apuro a casa, acogióse a su lecho con inefable dignidad.

Entretanto, el aprendiz a quien había sido confiado el suelto voló sin perder un instante a su caja y dispúsose a componer el manuscrito. Dado que la palabra inicial era ¡Oh...!, zambulló la mano en el agujero correspondiente al signo de admiración y la retiró triunfante con uno de dichos signos. Entusiasmado por este buen éxito, lanzóse de inmediato y con gran ímpetu al cajetín de las «oes» mayúsculas; pero, ¿quién describirá su horror cuando sus dedos volvieron a salir sin la anticipada letra entre los mismos? ¿Quién pintará su estupefacción y su rabia al advertir, mientras se frotaba los nudillos, que su mano no había hecho otra cosa que tantear inútilmente el fondo de un cajetín vacío? En el compartimento de las «o» mayúsculas no quedaba una sola «o» mayúscula; y, lanzando una ojeada temerosa al de las «o» minúsculas, el aprendiz comprobó para su indescriptible espanto que tampoco había allí ninguna letra. Despavorido, su primer impulso fue correr en busca del regente.

—¡Oh, señor! —jadeó, tratando de recobrar el aliento—. ¡No puedo componer nada si me faltan las oes!

—¿Qué diablos quieres decir? —gruñó el regente, malhumorado por el retardo de la edición.

—¡Señor... no queda ni una o en la caja... ni grande ni chica!

—¿Cómo? ¿Y dónde demonio han ido a parar todas las que había?

—Yo no sé, señor —dijo el chico—, pero uno de los aprendices de La Gaceta anduvo dando vueltas por aquí toda la noche, y a mí me parece que se las debe de haber robado.

—¡Que el infierno se lo trague! ¡Claro que sí! —gritó el regente, rojo de rabia—. No importa, Bob, yo te diré lo que has de hacer. En la primera ocasión que tengas entras allá y les sacas todas las «íes» que tengan... ¡y las «zetas» también, malditos sean!

—De acuerdo —dijo Bob, guiñando el ojo—. Ya lo creo que iré, y ya lo creo que les haré una buena. Pero... ¿y este suelto? Hay que componerlo esta noche, porque si no...

—Ya veo —dijo el regente, suspirando profundamente—. ¿Es un suelto muy largo, Bob?

—Yo no diría que es muy largo —opinó Bob.

—¡Ah, bueno, entonces arréglate como puedas! Sea como sea, tenemos que entrar de una vez por todas en prensa —agregó distraídamente el regente, sumergido hasta los codos en su trabajo—. En vez de «o» pon cualquier otra letra; de todos modos nadie va a leer lo que este tipo escribe.

—Muy bien —dijo Bob, y se volvió corriendo a su caja, mientras murmuraba para sí: «¿Con que tengo que ir a sacarles todas las “íes” y las “zetas”, eh? ¡Pues yo soy el hombre para eso!» La verdad es que Bob, aunque sólo tenía doce años y cuatro pies de estatura, estaba pronto para afrontar cualquier lucha, siempre que no fuera muy dura.

La orden que acababa de darle el regente no era demasiado insólita, pues cosas así suelen ocurrir en las imprentas. Aunque me resulta imposible explicarlo, cuando eso sucede se acude siempre a la x como sustituto de la letra faltante. Quizá la razón resida en que la x tiende a sobreabundar en las cajas de composición (o, por lo menos, así ocurría en otros tiempos), por lo cual los impresores se han ido acostumbrando a emplearla para sustituir otras letras. En cuanto a Bob, frente a un caso como el presente, hubiera considerado escandaloso emplear otra letra que la x, pues tal era su costumbre.

—Tendré que ponerle x a este suelto —se dijo, mientras lo leía lleno de estupefacción—, pero que me cuelguen si no es el suelto con más oes que he visto en mi vida.

Inflexible, sin embargo, procedió a componer usando la x, y así entró el suelto en prensa.

A la mañana siguiente la población de Nópolis se quedó de una pieza al leer en La Tetera el siguiente extraordinario artículo:

«¡Xh, Jxhn, xh, txntx! ¿Cxmx nx te txmx encxnx, lxmx de plxmx! ¡Ve a Cxncxrd, Jxhn, antes de txdx! ¡Vuelve prxntx, gran mxnx rxmx! ¡Xh, eres un sxllx, un xsx, un txpx, un lxbx, un pxllx! ¡Nx un mxzx, nx! ¡Txntx gxlxsx! ¡Cxlxsx sxrdx! ¡Te txmx xdix, Jxhn! ¡Ya xigx tu cxrx, lxcx! ¿Sxmxs bxbxs nxsxtrxs? ¡Txrdx rxjx! ¡Pxn el hxmbrx, y ve a Cxncxrd en xtxñx, cxn Ixs cxlxnxs!», etc.

Difícil es concebir la agitación ocasionada por este místico y cabalístico artículo. La primera idea concreta que circuló entre el pueblo fue que en esos jeroglíficos se encerraba alguna traición diabólica, por lo cual hubo un avance general en dirección al domicilio de Cabezudo, a efectos de lincharlo. Pero dicho caballero no se encontraba allí. Habíase evaporado, sin que nadie supiera decir cómo, y desde entonces no se ha vuelto a ver ni siquiera su fantasma.

Incapaz de descubrir al legítimo objeto de su cólera, la muchedumbre fue calmándose poco a poco, dejando a manera de sedimento diversas opiniones sobre este desdichado asunto.

Un caballero opinaba que todo había sido una excelente broma.

Otro sostuvo que, de todas maneras, Cabezudo había demostrado poseer una fantasía exuberante.

Un tercero lo declaró excéntrico, pero no más que eso.

Un cuarto sólo alcanzaba a suponer, en el plan de Cabezudo, el deseo de expresar su exasperación de manera general.

«Digamos —completó un quinto— que quería exponer un ejemplo para la posteridad.»

Para todo el mundo resultaba claro que Cabezudo había sido arrastrado a tales extremos y, puesto que dicho director había desaparecido, hablóse en cierto momento de linchar al que quedaba.

La conclusión más compartida, sin embargo, fue que el asunto era sencillamente extraordinario e inexplicable. Incluso el matemático del pueblo admitió que no encontraba la solución del problema. Como todo el mundo sabía, x representaba una cantidad desconocida, una incógnita; pero en este caso (como hizo notar apropiadamente) había además una cantidad desconocida de x.

La opinión de Bob (que mantuvo en secreto su intervención en las x del suelto) no encontró la atención que a mi juicio merecía, aunque fue expresada abiertamente y sin ningún temor. Bob manifestó que, por su parte, no le cabían dudas sobre el asunto, pues era muy sencillo: «Nadie pudo persuadir jamás al señor Cabezudo de que bebiera lo que bebían los otros muchachos del pueblo; se pasaba el tiempo bebiendo esa condenada cerveza marca XXX, y, como natural consecuencia, se le mezcló con la bilis y lo hizo volverse extremadamente extravagante.»


El hombre de negocios

El método es el alma de los negocios.

(Antiguo adagio)

Soy un hombre de negocios. Soy un hombre metódico. El método es lo que cuenta, después de todo. Pero a nadie desprecio más profundamente que a esos excéntricos que charlan mucho sobre el método sin entenderlo, y que se atienen estrictamente a la letra mientras violan el espíritu. Individuos así se pasan la vida haciendo las cosas más desorbitadas, de una manera que ellos califican de ordenada. Pero esto es una paradoja; el verdadero método pertenece tan sólo a lo que es normal, ordinario y obvio, y no se puede aplicar a nada outré. ¿Acaso sería posible referirse a una nube metódica, o a un fatuo sistemático?

Mis nociones sobre este punto podrían no haber sido todo lo claras que son, de no mediar un afortunado accidente que me ocurrió en la infancia. Una bondadosa y anciana niñera irlandesa (a quien no olvidaré en mi testamento) me agarró un día por los pies, en momentos en que yo alborotaba más de lo necesario, y luego de hacerme revolar dos o tres veces, me maldijo empecinadamente por ser «un mocoso gritón», y me convirtió la cabeza en una especie de tricornio, golpeándola contra un poste de la cama. Debo reconocer que esto decidió mi destino e hizo mi fortuna. No tardó en salirme un gran chichón en la coronilla, el cual se convirtió para mí en el órgano del orden. De ahí proviene ese marcado gusto por el sistema y la regularidad que me han convertido en el distinguido hombre de negocios que soy.

Para mí, lo más odioso en esta tierra es un hombre de genio. Los genios son una colección de asnos redomados; cuanto más geniales, más asnos; y no hay ninguna excepción a la regla. Imposible hacer un hombre de negocios de un genio; sería como querer sacar dinero a un judío o nueces a un abeto. Dichos seres se salen continuamente del buen camino para dedicarse a alguna ocupación fantástica o a ridículas especulaciones, totalmente divorciadas de las cosas bien ordenadas; jamás hacen negocios que puedan considerarse como tales. Resulta fácil descubrir a estos personajes por la naturaleza de sus ocupaciones. Si alguna vez repara usted en un hombre que se instala como comerciante o fabricante, que fabrica algodón, tabaco o cualquiera de esos excéntricos productos, que se ocupa de tejidos, jabón, o algo parecido, o pretende ser abogado, herrero o médico, es decir, cualquier cosa fuera de lo usual... pues bien, tenga la seguridad de que es un genio y, por tanto, de acuerdo con la regla de tres, es un asno.

En cuanto a mí, no tengo absolutamente nada de genio, sino que soy un hombre de negocios normal. Mi diario y mi libro mayor pueden demostrarlo en un minuto. Están bien llevados, aunque sea yo quien lo dice, y no es el reloj quien va a ganarme en mis hábitos de exactitud y puntualidad. Lo que es más, mis ocupaciones han coincidido siempre con las costumbres ordinarias de mis semejantes. Y no es que a este respecto me sienta en lo más mínimo agradecido a mis débiles progenitores, quienes sin duda hubieran hecho de mí un redomado genio si mi ángel guardián no hubiese acudido oportunamente a socorrerme. En las biografías la verdad es lo que cuenta, y muchísimo más en una autobiografía; no obstante, apenas espero que me crean si afirmo solemnemente que mi pobre padre me hizo ingresar a los quince años en la oficina de lo que él llamaba «un respetable comerciante y comisionista en ferretería, que hace excelentes negocios». ¡Excelentes negocios! ¡Excelentes disparates, diría yo! Como consecuencia de esta locura, tuve que volverme dos o tres días después a casa de mi obtusa familia, víctima de un acceso de fiebre y sufriendo los más violentos y peligrosos dolores en la coronilla, vale decir, alrededor de mi órgano del orden. Estuve entre la vida y la muerte durante seis semanas, y los médicos me desahuciaban. Pero, aunque sufrí mucho, quedé muy agradecido. Me había salvado de convertirme en un «respetable comerciante y comisionista en ferretería, que haría excelentes negocios», y bendije la protuberancia que había coadyuvado a mi salvación, así como a la bondadosa mujer que había puesto dicho medio a mi alcance.

La mayoría de los chicos se escapan de su casa entre los diez y los doce años, pero yo esperé hasta los dieciséis. Y ni siquiera creo que me hubiese ido, de no oír hablar a mi madre sobre un proyecto de instalarme por mi cuenta con un negocio de almacén. ¡Un negocio de almacén! ¡Nada menos! Inmediatamente resolví marcharme, a fin de iniciar por mi lado alguna tarea decente sin seguir esperando el resultado de los caprichos de aquellos excéntricos viejos, ni correr el peligro de que al final hicieran de mí un genio. Mi proyecto se vio coronado por el mejor de los éxitos en la primera tentativa y al cumplir los dieciocho años me encontré haciendo amplios y proficuos negocios en el renglón de la Propaganda Callejera de Sastrerías.

Las onerosas tareas de mi profesión sólo podía llevarlas a cabo gracias a la rígida fidelidad a un sistema que constituía el rasgo distintivo de mi inteligencia. El método escrupuloso caracterizaba tanto mis acciones como mis cuentas. En mi caso no era el dinero, sino el método, quien «hacía» al hombre —por lo menos aquello que no hacía el sastre que me empleaba—. Todas las mañanas, a las nueve, me presentaba para que éste me entregara las ropas del día. A las diez ya me hallaba en algún paseo de moda o lugar frecuentado por el público. La precisión y regularidad con que hacía girar mi elegante persona, a fin de mostrar sucesivamente cada porción de mi vestimenta, era la admiración de todos los conocedores del oficio. Jamás llegaba el mediodía sin que regresara con algún cliente a la sastrería de los señores Corte y Vuelva. Lo digo orgullosamente, pero con lágrimas en los ojos, pues aquella firma se condujo conmigo de la manera más ingrata. La moderada cuenta por la cual disputamos, para finalmente separarnos, no puede considerarse en modo alguno excesiva; no lo pensarían así aquellos que conocen a fondo la profesión. De todas maneras, siento tanto orgullo como satisfacción al permitir que el lector juzgue por sí mismo. He aquí cómo estaba redactada mi cuenta:

SEÑORES CORTE Y VUELVA, SASTRES, DEBEN

A PETER PROFITT, ANUNCIADOR CALLEJERO:

Cents

Julio 10.-

Paseo como de costumbre, y regreso con un cliente……

25

Julio 11.-

ídem íd. íd………………………………………….……….

25

Julio 12.-

Mentira de segunda clase: género negro estropeado vendido como verde invisible….………………….

25

Julio 13.-

Mentira de primera clase: recomendación de un satinete como si fuera de paño fino

75

Julio 20.-

Compra de un cuello de papel, para hacer juego con el completo gris…..……………………………………

2

Agosto 15.-

Por vestir el traje con doble forro (mientras el termómetro marcaba 706 a la sombra)……………

25

Agosto 16.-

Por pararme en una sola pierna durante tres horas, para exhibir los nuevos pantalones con trabilla, a 12,1/2 centavos por pierna y por hora……………

37,1/2

Agosto 17.-

Paseo como de costumbre, y regreso con un cliente (hombre muy grueso)………………………………

50

Agosto 18.-

ídem íd. íd. (estatura mediana)…………………………..

25

Agosto 19.-

ídem íd. íd. (estatura pequeña y mal pagador)…………

6

Total…………………………………………………..

$2,951/2

El punto en disputa de mi cuenta era el muy moderado precio de dos centavos por el cuello de papel. Doy mi palabra de honor de que no era un precio exagerado. Se trataba de uno de los cuellos más limpios y bonitos que he visto nunca, y tengo buenas razones para creer que influyó en la venta de los tres completos grises. Sin embargo, el socio principal de la firma sólo quiso pagarme un centavo, tomando a su cargo la demostración de cuántos cuellos podían obtenerse con una hoja de papel de oficio. Inútil señalar que insistí en el principio de la cosa. Los negocios son los negocios, y deben ventilarse como corresponde. No alcanzaba a distinguir ningún sistema en el hecho de que me estafaran un centavo (un evidente fraude del 50 por 100), y mucho menos un método. Abandoné de inmediato el empleo de los señores Corte y Vuelva, instalándome por mi cuenta en el negocio del Mal de Ojo, que es una de las ocupaciones ordinarias más lucrativas, respetables e independientes.

También aquí entraron en juego mi estricta integridad, economía y rigurosas costumbres comerciales. Pronto me encontré en plena prosperidad, y no tardé en ser muy conocido y señalado. La verdad es que jamás me metí en negocios sensacionalistas, sino que me atuve a la antigua y excelente rutina de la profesión en la cual seguiría actualmente de no ser por un pequeño accidente que sobrevino en el curso de una de las operaciones habituales de la misma. Toda vez que un avaro rico, o un heredero manirroto, o una sociedad en bancarrota se decide a construir un palacete, no hay en el mundo mejor cosa que impedir que lo hagan, y toda persona inteligente sabe cómo arreglárselas para ello. En realidad, esta intervención constituye la base del Mal de Ojo como profesión. En efecto, tan pronto como alguna de las partes nombradas proyecta levantar un edificio, nosotros, los hombres de negocios, adquirimos un bonito rincón del lote donde van a edificarlo, buscando quedar situados frente al mismo o al lado. Hecho esto, esperamos hasta que el palacio anda ya por la mitad, y entonces pagamos a un arquitecto de buen gusto para que nos levante a nuestra vez una cabaña de barro sumamente decorativa, o una pagoda oriental u holandesa, o un chiquero, o alguna fantasía ingeniosa, sea esquimal, kickapoo u hotentote. Como es natural, no podemos consentir en demoler dicha construcción por menos de un precio superior en un 500 por 100 al de nuestro lote y material de construcción. ¿Cómo podríamos proceder de otro modo? Lo pregunto a los hombres de negocios. Sería irracional suponer semejante cosa. Y, sin embargo, no faltó una sociedad de aventureros que me pidió que lo hiciera... ¡a mí, nada menos! Ni que decir que ni siquiera contesté a tan absurda propuesta, pero aquella misma noche consideré de mi deber cubrir el frente de su palacio con negro de humo. Aquellos irrazonables villanos me metieron en la cárcel y, cuando salí, las personas vinculadas con el negocio del Mal de Ojo se vieron forzadas a interrumpir sus relaciones conmigo.

El negocio de Asalto y Agresión, en el cual me vi forzado a aventurarme a fin de ganar el sustento, no se adaptaba muy bien a mi delicada constitución, pero de todos modos lo tomé de buen grado y me vi protegido, como antes, por los severos hábitos de metódica precisión que me había inculcado aquella excelente nodriza, por cierto que sería el más vil de los hombres si no la tuviera en cuenta en mi testamento. Observando, repito, el sistema más estricto en todas mis operaciones, y llevando mis libros con mucho cuidado, pude superar grandísimas dificultades, estableciéndome por fin de manera muy cómoda en la profesión. Estoy seguro de que pocas personas han tenido un negocio tan agradable como el mío. Copiaré una o dos páginas de mi diario, lo cual me evitará hablar en especial de mí mismo, condenable práctica a la cual no se rebaja ningún hombre de altas miras. El diario, en cambio, no miente nunca.

«2 de enero.- Vi a Snap en la Bolsa. Me le acerqué y le pisé los pies. Cerró el puño y me tumbó al suelo. ¡Excelente! Volví a levantarme. Tuve una ligera dificultad con Bag, mi abogado. Quiero mil dólares de indemnización, pero insiste en que por un mero puñetazo no conseguiremos más que quinientos. Memorándum: debo quitarme de encima a Bag. Carece de sistema.

»3 de enero.- Fui al teatro en busca de Gruff. Lo vi en un palco de la segunda fila, entre una dama gruesa y otra delgada. Los estuve mirando con los gemelos hasta que la dama gorda enrojeció y dijo algo a G. Entré entonces en el palco, poniendo la nariz al alcance de la mano de G. No me quiso tirar de ella. Me soné e hice otra tentativa: nada. Me senté entonces y me puse a guiñar el ojo a la dama flaca, hasta tener la satisfacción de que G. me agarrara por el cuello y me tirara a la platea. Dislocación de cuello y pierna derecha completamente astillada. Volví a casa contentísimo, bebí una botella de champaña y asenté en mis libros al joven Gruff por la suma de cinco mil dólares. Bag dice que todo saldrá bien.

»15 de febrero.- Llegué a un acuerdo en el caso de Mr. Snap. Ingreso consignado: cincuenta centavos (ver libros).

»16 de febrero.- Perdí el pleito contra el canalla de Gruff, quien me hizo un regalo de cinco dólares. Costas del proceso: cuatro dólares y veinticinco centavos. Beneficio neto (ver libros), setenta y cinco centavos.»

Pues bien, en un período tan breve, puede verse, por lo que antecede, que había obtenido un beneficio de un dólar y veinticinco, nada más que en los casos de Snap y Gruff; por lo demás, aseguro solemnemente al lector que estos extractos han sido tomados de mi diario al azar.

Un viejo y muy cierto adagio afirma, sin embargo, que el dinero no es nada al lado de la salud. Pronto descubrí que los esfuerzos de mi profesión no convenían a mi delicada constitución; cuando no me quedó hueso sano en el cuerpo, y mis amigos, al encontrarme en la calle, no se atrevían a asegurar que yo fuera Peter Profitt en persona, se me ocurrió que lo mejor era cambiar de negocio. Consagré por tanto mi atención al Barrido de las Aceras y me dediqué al mismo durante varios años.

Lo malo de esta ocupación está en que demasiadas personas se aficionan a ella y la competencia se vuelve excesiva. Cualquier ignorante que no tiene inteligencia en cantidad suficiente como para abrirse camino como anunciador callejero, en el Mal de Ojo o en el Asalto y Agresión, piensa que le irá perfectamente como barredor de aceras. Pero nunca hubo idea tan errónea como la de creer que para este negocio no hace falta inteligencia. Y, sobre todo, que en él se puede prescindir del método. Por mi parte sólo lo practicaba al por menor, pero mis viejos hábitos de sistema me mantenían magníficamente a flote. En primer lugar elegí con todo cuidado el cruce de calle que me convenía, y jamás arrimé una escoba a otras aceras que no fueran ésas. Tuve buen cuidado, además, de contar con un excelente charco de barro a mano, del cual podía proveerme en un instante. Gracias a todo ello llegué a ser conocido como hombre de confianza; y permítaseme decir que, en los negocios, esto representa la mitad de la batalla ganada. Jamás persona alguna que me hubiera ofendido tirándome tan sólo un cobre alcanzó a llegar al otro lado de mi cruce con los pantalones limpios. Y como mis costumbres comerciales en este sentido eran suficientemente conocidas, nunca me vi sometido al menor abuso. De haber ocurrido así, no lo habría tolerado. Puesto que no pretendía imponerme a nadie, no estaba dispuesto a que nadie se burlara de mí. Claro que no podía impedir los fraudes de los bancos. El cierre de sus puertas me creaba inconvenientes ruinosos. Pero los bancos no son individuos, sino sociedades, y las sociedades carecen de cuerpos donde se puedan aplicar puntapiés y de almas que mandar al demonio.

Estaba ganando dinero en este negocio cuando, en un momento aciago, me dejé tentar e ingresé en la Salpicadura de Perro, profesión un tanto análoga, pero de ninguna manera tan respetable. A decir verdad, estaba muy bien instalado en pleno centro y tenía lo necesario en materia de betún y cepillos. Mi perrito era muy gordo y estaba habituado a todas las variantes del oficio, pues llevaba en él largo tiempo, y me atrevo a decir que lo comprendía. Nuestra práctica general era la siguiente: Luego de revolcarse convenientemente en el barro, Pompeyo se instalaba en la puerta de la tienda hasta ver a un dandy que venía por la calle con los zapatos relucientes. Se le acercaba entonces y se frotaba una o dos veces contra él. Como es natural, el dandy juraba abundantemente y luego miraba en torno en busca de un lustrador de zapatos. Y allí estaba yo, bien a la vista, con betún y cepillos. El trabajo sólo tomaba un minuto y su resultado eran seis centavos. Esto me bastó por un tiempo; yo no era avaricioso, pero en cambio mi perro sí lo era. Le cedía un tercio de los beneficios, hasta que le aconsejaron que pidiera la mitad. Imposible tolerar semejante cosa, de modo que, luego de discutir, nos separamos.

Por un tiempo ensayé la profesión de organillero, y debo admitir que me fue bastante bien. Es un negocio sencillo, directo y que no requiere aptitudes especiales. Puede usted comprar un organillo por muy poco dinero y, a fin de ponerlo en buen estado, basta abrirlo y darle tres o cuatro martillazos. Mejora el tono del instrumento —para sus finalidades comerciales— mucho más de lo que usted imaginaría. Hecho esto, no hay más que echar a andar con el organillo a la espalda hasta ver un jardín delantero bien cubierto de grava y un llamador envuelto en piel de ante. Se detiene uno entonces y se pone a dar vueltas a la manija, adoptando el aire de quien está dispuesto a quedarse ahí y tocar hasta el juicio final. Muy pronto se abre una ventana y alguien arroja seis peniques, pidiendo al mismo tiempo: «¡Deje de tocar y váyase!» Estoy enterado de que ciertos organilleros han aceptado marcharse por esta suma; por mi parte, mis gastos de capital eran demasiado grandes para permitirme hacerlo por menos de un chelín.

Obtuve buenos beneficios con esta ocupación, pero de todos modos no me sentía satisfecho y acabé por abandonarla. Diré la verdad: trabajaba con el inconveniente de carecer de un mono, aparte de que las calles de Norteamérica son tan sucias, el populacho tan molesto... y no digamos nada de la cantidad de mocosos traviesos.

Estuve sin empleo algunos meses, pero por fin, a fuerza de gran perseverancia, logré introducirme en el Falso Correo. En este negocio las obligaciones son sencillas y procuran bastantes beneficios. Por ejemplo: de mañana muy temprano, tenía que preparar mi fajo de cartas falsas. Dentro de cada una escribía unas pocas líneas sobre cualquier cosa, con tal de que tuviera un aire misterioso, y firmaba aquellas epístolas «Tom Dobson» o «Bobby Tompkins». Cerradas y lacradas, procedía a aplicarles falsos sellos de Nueva Orleans, Bengala, Botany Bay o cualquier otro lugar muy distante. Me ponía luego en marcha, como si llevara mucha prisa. Siempre llamaba a las casas importantes, entregaba una carta y recibía el pago del porte correspondiente. Nadie vacila en pagar el porte de correos por una carta, especialmente si es voluminosa. ¡La gente es tan estúpida! Y ni que decir que me sobraba tiempo para dar vuelta a la esquina antes de que tuvieran tiempo de enterarse de la epístola. Lo peor de esta profesión es que me obligaban a caminar mucho y rápidamente, así como a variar de continuo mi itinerario. Además, me producía grandes escrúpulos de conciencia. Jamás he podido tolerar los insultos a las personas inocentes, y la forma en que toda la ciudad maldecía a Tom Dobson y a Bobby Tompkins era realmente muy penosa de escuchar. Terminé lavándome las manos del asunto lleno de repugnancia.

Mi octava y última especulación consistió en la Cría de Gatos. Dicho negocio me resultó el más agradable y lucrativo de todos, sin que me diera el menor trabajo. Como es sabido, la región está plagada de gatos, al punto que recientemente se debatió en la Legislatura, en una memorable sesión, un pedido de ayuda firmado por personas tan numerosas como respetables. En aquel momento la Asamblea se hallaba excepcionalmente bien informada de los problemas públicos, y coronó sus muchas, sabias y saludables decisiones con la Ley de los Gatos. En su forma original, esta ley ofrecía una recompensa por toda cabeza de gato, a razón de cuatro centavos la pieza; pero más tarde el Senado enmendó el artículo correspondiente, sustituyendo «cola» por «cabeza», y la enmienda era tan adecuada que la Asamblea la aprobó nemine contradicente[21].

Tan pronto el gobernador hubo firmado el decreto, invertí todo mi capital en la compra de gatos. Al principio sólo podía alimentarlos con ratones, que son baratos, pero pronto aquellos animales cumplieron las prescripciones de la Escritura a una velocidad tan maravillosa que su número me permitió adoptar una política liberal, y desde entonces los alimenté con ostras y tortuga. Sus colas, a precio legislativo, me proporcionan hoy en día una buena renta, pues he descubierto un procedimiento basado en el aceite macasar, que me permite obtener tres cosechas anuales. Me encanta asimismo que los animalitos se hayan acostumbrado de tal manera que prefieran perder la cola a conservarla. Me considero, pues, un hombre que ha completado su carrera, y estoy negociando la compra de una finca sobre el Hudson.


Notas

La ordenación de las narraciones de Poe plantea un problema de gusto, pues aunque cada cuento sea una obra independiente y autónoma, no hay duda de que todos ellos se atraen o se rechazan conforme a ciertas fuerzas dominantes, a ciertos efectos deliberadamente concertados, y a ese tono indefinible pero presente que conecta, por ejemplo, relatos tan disímiles como Manuscrito hallado en una botella y William Wilson.

Por ello, y puesto que el lector tiende con lógico sentido a leer los relatos en el orden en que se los presenta el editor, parece elemental publicarlos de la manera más armoniosa posible, como, sin duda, lo hubiera hecho Edgar Poe de haber tenido tiempo y posibilidades de preparar la edición definitiva de sus relatos. La mayoría de las compilaciones existentes, sean completas o no, pecan de arbitrarias. Para no citar más que un caso, si se consulta el índice de la muy leída edición de la Everyman’s Library (Tales of Mystery and Imagination by Edgar Allan Poe, London, Dent, 1908), se verá que entre El retrato oval y La máscara de la muerte roja aparece El Rey Peste, que rompe incongruentemente toda continuidad de atmósfera en la lectura, tal como lo hace La cita entre La caída de la Casa Usher y Ligeia.

Algunos de los editores han optado por imprimir los cuentos con arreglo a su fecha de primera publicación, suponiendo quizá que ello permitiría al lector apreciar la evolución del estilo y el poder narrativo de Poe. Pero aparte de que esta evolución no existe prácticamente, pues Metzengerstein, el primer cuento publicado de Poe, contiene ya todos sus recursos de narrador, se incurre además en la falta de gusto de colocar en primer término, después del citado, cuatro cuentos relativamente insignificantes (El duque de l’Omelette, Cuento de Jerusalén, El aliento perdido y Bon-Bon) antes de arribar a La cita y Berenice, con el agravante de la probable y justificada perplejidad del lector desprevenido.

En la presente edición se han ordenado los cuentos tomando como norma esencial el interés de los temas, como norma secundaria el valor comparativo de los relatos. Ambas características coinciden en una medida que no sorprenderá a los conocedores del genio de Poe. Sus mejores cuentos son siempre los más imaginativos e intensos; los peores, aquéllos donde la habilidad no alcanza a imponer un tema de por sí pobre o ajeno a la cuerda del autor. De manera general, los relatos así presentados pueden dividirse en ocho grupos sucesivos: cuentos de terror, de lo sobrenatural, de lo metafísico, analíticos, de anticipación y retrospección, de paisaje, de lo grotesco y satíricos. Este orden tiene en cuenta la disminución progresiva del interés, que coincide, como dijimos, con una disminución paralela de calidad. Así, los cuentos satíricos del último grupo tienen un valor muy relativo en la obra de Poe, pues les falta verdadero humor, como falta también en la serie que calificamos de grotesca.

Para aclarar esta ordenación —pues no hemos querido intercalar subdivisiones, siempre discutibles e impertinentes—, diremos que los primeros veinte relatos, de William Wilson a Sombra, se cumplen en un clima donde el terror, en todas sus formas, domina obsesivamente. El grupo siguiente penetra en lo sobrenatural con Eleonora, pasando por diversos grados hasta culminar en La caída de la Casa Usher. Ingresamos entonces en una serie de relatos metafísicos, que se cierran con Silencio. Pisamos de lleno la tierra en el grupo siguiente, el de los grandes cuentos analíticos: El escarabajo de oro y las tres investigaciones del chevalier Dupin. Poe explora luego el futuro y el pasado, avanzando y retrocediendo desde La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall hasta Mellonta tauta. A esta altura del camino nos esperan los bellos relatos contemplativos —casi ensayos—, donde Poe expone su filosofía del paisaje. Con La esfinge pasamos del paisaje real a la dimensión de lo grotesco, que señala asimismo la declinación de la calidad de los relatos. La autobiografía literaria de Thingum Bob, Esq., abre finalmente la serie de los relatos satíricos, octava y última de esta ordenación.

Dentro de cada grupo, los cuentos han sido dispuestos de manera que los temas o escenarios parecidos no se sucedan. En el primer grupo, por ejemplo, los tres relatos de ambiente marino están a bastante distancia uno de otro. Por lo demás, hay muchos cuentos que podrían pasar de un grupo a otro, pues reúnen distintas características; esto se nota, sobre todo, en los dos primeros grupos. Mellonta tauta, para citar ejemplos dentro de los grupos siguientes, es un relato satírico y a la vez de anticipación y retrospección; La esfinge es un relato de terror, pero hay en él mucho de grotesco. De todas maneras, ésta no pretende ser una clasificación, vale más considerarla como considera el mosaiquista su labor, y entender que cada trozo, autónomo en sí, ha sido colocado como fondo o dibujo dominante para que todos ellos integren el cuadro fiel de la narrativa poeiana.

En una carta, el mismo Poe señalaba: «Al escribir estos cuentos uno por uno, a largos intervalos, mantuve siempre presente la unidad de un libro, es decir, que cada uno fue compuesto con referencia a su efecto como parte de un todo. Con esta intención, uno de mis designios principales fue la máxima diversidad de temas, pensamiento y, sobre todo, tono y presentación. Si todos mis cuentos estuvieran incluidos en un gran volumen y los leyera como si se tratara de una obra ajena, lo que más me llamaría la atención sería su gran diversidad y variedad. Se sorprenderá usted si le digo que, con excepción de uno o dos de mis primeros relatos, no considero a ninguno de ellos mejor que otro. Hay gran variedad de clases, y esas clases son más o menos valiosas; pero cada cuento es igualmente bueno en su clase. La clase más elevada es la que nace de la más alta imaginación, y por esto sólo Ligeia puede ser llamado mi mejor cuento.»

El criterio seguido aquí coincide con el de Poe, en cuanto ordenamos los cuentos partiendo de «la más alta imaginación», y respetamos, además, el deseo de variedad explícito en el texto citado.

En las notas siguientes, luego del título original de cada cuento, se menciona la primera publicación del mismo. La cifra entre paréntesis indica el orden cronológico de cada publicación con referencia al total (67 cuentos). Así, William Wilson, publicado en 1840, es el vigesimotercer relato publicado de Poe. Este dato puede servir para situar aproximadamente la fecha de composición de los cuentos, aunque esto último es materia de abundante controversia.

William Wilson

William Wilson.

The Gift: A Christmas and New Year’s Present for 1840.

Filadelfia, 1839 (23)

La idea de un doppelgänger circula desde hace mucho en las tradiciones y la literatura. La usual referencia a Hoffmann (El elixir del diablo) no parece aplicarse a este memorable relato. Se ha citado como fuente a Calderón (vía Shelley), cuyo drama El purgatorio de San Patricio habría inspirado a Byron un proyecto de tragedia donde el doble moría a manos del héroe, revelándose entonces como la conciencia del matador. Poe pudo leer una mención de este plan en un artículo de Washington Irving (Knickerbocker Magazine, agosto de 1835). Baldini recuerda el Monos and Daimonos, de Bulwer, y The Haunted Man, de Dickens. Edward Shanks ve aquí el germen de The Portrait of Dorian Gray, de Oscar Wilde. Newcomer menciona Dr. Jekyll and Mr. Hyde, de Stevenson. El cine, finalmente, le dio una versión en El estudiante de Praga.

Como en Usher, Berenice y Ligeia, el retrato psicológico y aun físico del héroe coincide con los rasgos más profundos del mismo Poe. En cuanto a la verdad autobiográfica de los episodios escolares del comienzo, es cosa debatida. Según Hervey Allen, Poe combinó sus recuerdos de la escuela de Irvine, en Escocia, y la Manor House School, en Stoke Newington, Londres, incorporando múltiples elementos imaginarios. El retrato del doctor Bransby, por ejemplo, es inexacto; el doctor tenía apenas treinta y tres años cuando Poe entró en su escuela.

El pozo y el péndulo

The Pit and the Pendulum,

The Gift: A Christmas and New Year’s Present for 1843.

Filadelfia, 1842 (38)

A. H. Quinn ha señalado aquí la influencia del capítulo XV de Edgar Huntley, novela de Charles Brockden Brown, uno de los pioneros del cuento corto en Estados Unidos. En Una malaventura, escrito antes que este relato, Poe usa ya el recurso del péndulo —en este caso, la aguja de un reloj gigantesco—, pero en tono de farsa. El mismo Quinn recuerda la mención hecha por Poe de The Man in the Bell, truculento relato publicado en el Blackwood, y que pudo influir en su tema (véase Cómo escribir un artículo a la manera del Blackwood) En su estudio sobre Poe, el reverendo Griswold lo acusa de haber plagiado el cuento de otro publicado asimismo en el Blackwood: Vivenzio, or ltalian Vengeance. Baldini, por su parte, remite al canto XXXIII del Infierno.

Se ha querido ver en este cuento la utilización de una pesadilla (o la combinación de más de una) resultante del opio; alguien lo ha clasificado, después de El escarabajo de oro y Los crímenes de la calle Morgue, entre los relatos más famosos del autor. El hecho, generalmente admirado, de que el personaje no ose decir lo que vio en el fondo del pozo, encolerizaba a R. L. Stevenson, que veía en eso «una impostura, un audaz e imprudente escamoteo».

Manuscrito hallado en una botella

MS. found in a Bottle.

Baltimore Saturday Visiter, 19 de octubre de 1833 (6)

George Snell ha creído ver en este cuento «una parábola del paso del hombre por la vida». La perfección de su factura fue elogiada por Joseph Conrad. Para Edward Shanks «posee esa atmósfera de lo inexplicablemente terrible que pertenece a Poe, a unos pocos autores más y a los anónimos creadores de leyendas».

El héroe del relato muestra los rasgos románticos del nomadismo, el desasosiego inexplicable, el exilio a perpetuidad; por debajo se adivinan impulsos menos literarios y más terribles que, al igual que el drama en sí, no alcanzarán explicación final. Pero la característica más memorable reside en la intensidad de efecto lograda con un mínimo de palabras. «Su don de armar situaciones con cien palabras», decía de Poe el crítico Charles Whibley.

Este cuento ganó el premio ofrecido por el Baltimore Saturday Visiter e inició en cierto modo la carrera literaria de Poe. En carta a Beverly Tucker, éste afirma que se trata de una de sus primeras composiciones.

El gato negro

The Black Cat.

United States Saturday Post (Saturday Evening Post),

19 de agosto de 1843 (41)

Con más ingenuidad que ingenio, Alfred Colling ve en el trío central (el narrador, su esposa, el gato) un reverso infernal de Poe, Virginia y la gata Caterina, tan mimada por ellos. Parece más interesante recordar que Baudelaire conoció a Poe a través de una traducción francesa de El gato negro, publicada en La Démocratie Pacifique, de París. Marie Bonaparte ha demostrado psicoanalíticamente los elementos constitutivos de este cuento, uno de los más intensos de Poe.

La verdad sobre el caso del señor Valdemar

The Facts in the Case of M. Valdemar.

American Review, diciembre de 1845. Título original:

The Facts of M. Waldemar’s Case (59)

En Marginalia, I, Poe se ocupa de las repercusiones que este relato tuvo en Londres, donde fue tomado por un informe científico. El mesmerismo y sus campos afines interesaban extraordinariamente en su época; el tono clínico del cuento, donde no se retrocede ante el menor detalle descriptivo, por repugnante que sea, explica el engaño. Un preludio a este relato puede verse en Revelación mesmérica (véase también Cuento de las Montañas Escabrosas). Margaret Alterton ha mostrado la influencia de la literatura efectista del Blackwood’s Magazine en Poe, sobre todo en la tendencia a las descripciones que buscan crear una sensación de informe científico. Pero de los cuentos del Blackwood a Valdemar hay exactamente la distancia del periodista al poeta.

El retrato oval

The Oval Portrait.

Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, abril de 1842.

Título original: Life in Death (35)

En una primera versión —al igual que en Berenice—, Poe presentó al héroe sometido a la influencia del opio, lo cual explica mejor la tonalidad de su visión del retrato oval. Charles Whibley afirmó de este cuento que «otro escritor necesitaría cinco páginas para explicar lo que Poe sugiere en las cinco primeras líneas». Marie Bonaparte ha visto otra prueba de un complejo de Edipo en Poe: «En ese retrato oval revive el medallón de Elizabeth Arnold» (la madre de Poe, cuyo retrato en miniatura conservó él siempre).

El corazón delator

The Tell-Tale Heart.

The Pioneer, enero de 1843 (39)

El tema de Caín —la soledad que sigue al crimen, el descubrimiento gradual que hace el asesino de su separación del resto de los hombres— se expresa en Poe a través de una serie de grados, El demonio de la perversidad es su forma más pura; William Wilson ilustra la alucinación visual; El corazón delator, la auditiva. En los tres casos el crimen rebota contra su autor y lo aniquila.

Se ha visto en este cuento otra expresión de obsesiones sádicas en Poe. El ojo de la víctima reaparecerá en el del gato negro. La admirable concisión del relato, su fraseo breve y nervioso, le dan un valor oral, de confesión escuchada, que lo hace inolvidable.

Un descenso al Maelström

A Descent into the Maelström.

Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine,

mayo de 1841 (29)

Arlin Turner ha mostrado cuatro fuentes que Poe habría usado para este relato. La más importante procede de un cuento publicado, en 1836, en un periódico francés ilustrado, Le Magasin Universel, que lo tomó de otro aparecido en el Fraser’s Magazine (septiembre de 1834). W. T. Bandy hace notar que Poe debió de leer la historia en el Fraser y que aprovechó su tema —la caída en el remolino y la expulsión posterior— para elaborar una teoría explicativa de cómo pudo producirse esta última. La Enciclopedia británica le proporcionó acaso los elementos científicos que se utilizan en el relato.

El tonel de amontillado

The Cask of Amontillado.

Godey’s Lady’s Book, noviembre de 1846 (61)

La suerte de Ugolino, la visión de tanta mazmorra donde se consumó la venganza del que sacrifica el espectáculo del sufrimiento del enemigo, sustituyéndolo por la imaginación de una agonía infinitamente más cruel, dan a este relato su fuerza irresistible. Y también la brillante técnica narrativa, el diálogo incisivo, seco, la presencia del carnaval en esa comedia monstruosa de desquite y sadismo. D. H. Lawrence ha señalado la equivalencia entre Usher y este cuento: Fortunato es enterrado vivo por odio como Lady Madeline lo es por amor. «El ansia que nace del odio es un deseo irracional de poseer y consumir el alma de la persona odiada, así como el ansia amorosa es el deseo de poseer hasta el límite a la persona amada.»

Brownell, que ve en el tono lo mejor de los cuentos de Poe, dice del de éste que es «como el golpetear de castañuelas malignas». Y R. L. Stevenson: «Todo el espíritu de El tonel de amantillado depende del disfraz carnavalesco de Fortunato, el gorro de cascabeles y el traje de bufón. Una vez que Poe acertó en vestir a su víctima grotescamente, halló la clave del cuento.»

La máscara de la Muerte Roja

The Mask of the Red Death.

Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine,

mayo de 1842, título original:

The Mask of the Red Death: A Fantasy (36)

Shanks dice de este cuento que «su contenido es el puro horror de la pesadilla, pero ha sido elaborado y ejecutado por un artífice de suprema y deliberada habilidad». Su tema y atmósfera corresponden en la poesía de Poe a The Conqueror Worm (incluido en Ligeia). Al margen de su obvia alegoría —que quizá Poe negara— hay campo para otras, todas ellas igualmente ajenas a la fuerza y a la eficacia del relato. En los últimos años, Joseph Patrick Roppolo ha proporcionado un análisis exhaustivo de las fuentes e intenciones de este relato.

Un cuento de las Montañas Escabrosas

A Tale of the Ragged Mountains.

Godey’s Lady’s Book, abril de 1844 (45)

Este relato, publicado en una época avanzada de la producción poeiana, no alcanzó el prestigio que merece. Su tema ilumina doblemente la persona de Poe: el paisaje de las Ragged Mountains es el que recorría con sus camaradas de la Universidad de Virginia, y las sensaciones, derivadas de la morfina, que experimenta Bedloe en su paseo, provienen de una experiencia harto repetida en la época de la composición de la historia.

Por su tema, que retoma la noción del «doble» en un plano diferente del de William Wilson, y la brillantísima ejecución, nerviosa y sucinta, este cuento es uno de los más hermosos del autor. Su tono, a salvo de toda exageración y todo énfasis, le confiere una actualidad sobrecogedora. Pudo ser escrito por Wells, por Kipling, por el mejor «Saki». Colling lo declara «uno de los cuentos de Poe más fuertemente impregnados de surrealidad».

El demonio de la perversidad

The Imp of the Perverse.

Graham’s Lady’s and Gentleman ‘s Magazine,

julio de 1845 (57)

Acertadamente previene Émile Lauvrière al lector sobre la diferencia de sentido que la palabra perverse tiene para un inglés y un francés. El distingo se aplica igualmente en nuestro caso. Perverseness, perversidad, no es gran maldad o corrupción (aunque pueda serlo), sino —citamos a Lauvrière— «el sentido del encarnizamiento en hacer lo que no se quisiera y no se debiera hacer». Por su parte, Poe lo explica al comienzo del relato; en la traducción, empero, subsiste el inconveniente de no disponer de un término más preciso.

Poe, como casi todos en su tiempo, aceptaba en general los principios de la frenología; aquí, sin embargo, parece advertir que se trata de una seudociencia y no lo oculta.

El entierro prematuro

The Premature Burial.

Dallar Newspaper, 31 de julio de 1844 (47)

En rigor, se trata menos de un cuento que de un artículo donde se enumeran casos de enterramientos prematuros, seguidos de una supuesta experiencia personal del autor. Se ha visto en este tema —fundándose en su tono obsesivo y las propias palabras de Poe— el resultado de las pesadillas del opio o, mejor aún, de los trastornos cardíacos con sensación de ahogo que aquél experimentaba en ocasiones.

Hop-Frog

Hop-Frog.

The Flag of our Union, 17 de marzo de 1849.

Título original: Hop-Frog, or the Eight Chained Orang-Outangs. (64)

«Hop-Frog —dice Jacques Castelnau— no es más que el relato donde Froissart nos muestra a los compañeros de Carlos VI quemándose vivos en el famoso Bal des Ardents. A falta de las Crónicas, que no pudo leer, Poe meditó sin duda frente a una miniatura que evoca el accidente, y donde se ve en una de las salas del hotel Saint-Pol a los jóvenes príncipes metidos en sus disfraces de hombres salvajes cubiertos de pelos de la cabeza a los pies y ardiendo bajo las arañas de madera donde se consumen las velas de sebo.» Quizá Poe no leyó las Crónicas aunque Woodberry señala que pudo conocerlas en una vieja traducción inglesa del siglo xvi; de todos modos debió enterarse del episodio a través de un artículo del Broadway Journal, febrero de 1847, donde se cuenta cómo Carlos VI y cinco cortesanos se disfrazaron de sátiros y cómo se incendiaron sus trajes. Según Hobson Quinn, a esta fuente se agregaría Frogère, relato de un tal «Px» publicado en el New Monthly Magazine, en 1830, acerca de un bufón de la corte del zar Pablo de Rusia; víctima de una broma cruel de su amo, el bufón se presta a colaborar en su asesinato.

Hervey Allen ve en Hop-Frog un valor simbólico: La realidad, tirana, mantiene en esclavitud a la imaginación, la obliga a servir de bufón, hasta que ésta se venga de la más terrible manera.

Metzengerstein

Metzengerstein.

Saturday Courier, 14 de enero de 1832 (1)

Este cuento —el primero publicado— apareció por segunda vez con el subtítulo «Cuento a imitación de los alemanes». Su aire marcadamente «gótico» —en el sentido que toma la palabra cuando se aplica a las novelas de Maturin, Mrs. Radcliffe, Walpole y, naturalmente, a la narrativa de los románticos alemanes, como Hoffmann y Von Arnim— contiene ya valores puramente poeianos. La presencia del tapiz, por ejemplo, abre la serie de las decoraciones misteriosas y en extraña analogía con el drama que se cumple entre ellas.

La caja oblonga

The Oblong Box

Godey’s Lady’s Book, septiembre de 1844 (49)

Otra transparente presencia de la necrofilia, que se muestra sin ambages y en su forma más repugnante.

El hombre de la multitud

The Man of the Crowd.

Burton’s Gentleman’s Magazine, diciembre de 1840 (27)

El prestigio de este relato no parece basarse tanto en su tema, ya de por sí interesante y sugestivo, como en la gran habilidad técnica de su factura. El ensayo de caracterización de una multitud —que tanto obsesionará a muchos novelistas contemporáneos— se logra aquí con recursos aparentemente simples, pero tras los cuales se esconde la sensibilidad del observador «capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada».

La cita

The Assignation.

Godey’s Lady’s Book, enero de 1834.

Titulo original: The Visionary (7)

Hobson Quinn ha señalado el paralelismo de este relato con Doge und Dogaressa, de Hoffmann, mostrando, empero, una esencial diferencia de clima. La extravagante efusión romántica del principio, nada frecuente en Poe, y el no menos extravagante absurdo de que un niño pueda permanecer alrededor de diez minutos bajo el agua sin ahogarse, y ser salvado por un héroe que se arroja al canal embozado en su capa, contrastan con la justeza habitual de los relatos poeianos.

Digamos del poema To one in Paradise que Poe intercaló en el cuento, que su versión española no pasa de un equivalente aproximado, que busca salvar algo del ritmo del original. Lo mismo cabe decir de los poemas que aparecen en Ligeia y La caída de la casa Usher.

Sombra

Shadow.

Southern Literary Messenger, septiembre de 1835.

Título original: Skadow. A Fable (13)

W. C. Brownell ha aludido a «la elaborada y hueca solemnidad» de esta parábola, «que concluye, empero, con una nota de verdadera sustancia y dignidad», mientras Killis Campbell encuentra que, junto con Silencio, «se aproxima a la elocuencia y al esplendor de De Quincey».

Eleonora

Eleonora.

The Gift: A Christmas and New Year’s Present for 1842.

Filadelfia, 1841 (33)

Existe acuerdo casi total en ver en este cuento una evocación de la vida de Poe con Virginia Clemm y su madre. A George Snell debemos estas aclaraciones: «Eleonora representa para el narrador su amante, una dualidad de naturalezas, y luego de su muerte reaparece para él como Ermengarda, con la cual aquél se casa. Una de las versiones originales del cuento contiene pruebas directas de que Poe buscaba que entendiéramos así su texto: “Mientras asistía, arrobado, a sus humores alternados de melancolía y de júbilo, no pude dejar de soñar que en ella había encerradas dos almas separadas”. Cuando Ermengarda llega para reemplazar a la muerta Eleonora, el texto decía: “Y hubo un exaltado delirio en el amor que sentí por ella cuando me sobresalté al ver en su rostro la idéntica transición de las lágrimas a las sonrisas que me habían asombrado en la perdida Eleonora”. Luego Poe suprimió ambos pasajes, aumentando lo indefinido del relato, pero sin alterar su sentido.»

Morella

Morella.

Southern Literary Messenger, abril de 1835 (9)

Este relato constituye la primera expresión de uno de los temas capitales de la narrativa de Poe, que alcanzará su perfección en Ligeia (véase nota correspondiente). Poe tenía alta estima por Morella, y en una carta de 1835 escribe: «El último cuento que he escrito se llama Morella, y es el mejor que he compuesto», opinión que luego traspasaría a Ligeia.

Charles Whibley ha señalado aquí la presencia de la risa, «que se convierte en terror», y que Poe usa en la frase final de su relato, en La cita (donde la risa es una diosa) y en El tonel de amantillado.

Berenice

Berenice

Southern Literary Messenger, marzo de 1835 (8)

Uno de los primeros cuentos de Poe —hay quien lo cree el primero—, tiene ya toda la eficacia de los mejores: el horror se instala aquí de lleno en unas pocas páginas impecables. La primera versión (la que tradujo Baudelaire) contenía pasajes referentes al opio y una visita del narrador a la cámara donde están velando a Berenice. Al suprimir varios pasajes, Poe mejoró sensiblemente el cuento. En 1835 escribía a White: «El tema es demasiado horrible, y confieso que vacilé antes de remitirle el cuento... El relato nació de una apuesta; se dijo que yo no podría lograr nada efectivo con un tema tan singular si lo trataba en serio... Reconozco que llega al borde mismo del mal gusto, pero no volveré a pecar tan egregiamente...»

Ligeia

Ligeia.

American Museum of Science, Literature an the Arts,

Septiembre de 1838 (18)

Poe proporciona interesantes noticias sobre la concepción de este cuento —su preferido— en una carta a Philip P. Cooke: «Tiene usted razón, muchísima razón, acerca de Ligeia. La percepción gradual del hecho de que Ligeia vuelve a vivir en la persona de Rowena constituye una idea mucho más elevada y excitante que la expresada por mí. Me parece que ofrece el campo más amplio a la imaginación y podría llegar a lo sublime. Mi idea era precisamente ésa, y, a no ser por una razón, la hubiera adoptado; pero había que tener en cuenta a Morella. ¿Recuerda usted la gradual convicción del padre de que el espíritu de la primera Morella habita la persona de la segunda? Puesto que Morella estaba escrita, se hacía necesario modificar Ligeia. Me vi obligado a contentarme con la súbita semiconciencia que tiene el narrador de que Ligeia se alza ante él. Hay un punto que no he desarrollado completamente: hubiera debido insinuar que la voluntad no alcanzaba a perfeccionar su intención; hubiérase producido una recaída, la última, y Ligeia (quien sólo habría logrado provocar una idea de la verdad en el narrador) hubiese sido finalmente enterrada como Rowena, al desvanecerse gradualmente las modificaciones físicas. Pero puesto que Morella ha sido escrita, dejaré que Ligeia quede como está. Su afirmación de que es “inteligible” me basta. En cuanto a la multitud, dejémosla que hable. Me sentiría agraviado si creyera que me comprende en este punto.»

Joseph Wood Krutch menciona una nota, escrita a lápiz por Poe y agregada a un poema que éste envió a Helen Whitman: «Todo lo que he expresado aquí se me apareció de verdad. Recuerdo el estado mental que dio origen a Ligeia...» Las referencias al opio en el relato se enlazan desde la ficción con estas palabras, que sería insensato creer falsas.

D. H. Lawrence ha analizado la mutua destrucción de los enamorados, su vampirismo espiritual, la lucha encarnizada de sus voluntades. Según Snell, el cuento debe ser entendido de otra manera: «El narrador, loco, ha asesinado a Rowena, y sólo la lectura literal de la segunda parte puede dar la impresión de que una transmigración de identidades ha tenido realmente lugar». La frase en que el narrador dice haber creído ver que unas gotas caían en el vaso, «es la prueba concluyente de que él la ha envenenado... Desea la vuelta de Ligeia, la quiere, y en su locura le parece (tratando, además, de persuadirnos) que las convulsiones de Rowena en la agonía son la lucha del espíritu de Ligeia para entrar en su cuerpo. Y cuando, al fin, se convence de que el atroz drama ha terminado, la megalomanía final lo envuelve y el relato se cierra cuando “una locura inenarrable” se apodera de él». En Sex Symbolism, and Psychology in Literature, Roy P. Basler aporta un nuevo e interesante análisis de las motivaciones de Poe, y de la pugna del escritor entre su racionalismo teórico y los impulsos irrefrenables que se abren paso en sus mejores relatos.

La caída de la Casa Usher

The Fall of the House of Usher.

Burton’s Gentleman’s Magazine, septiembre de 1839 (22)

«Poe no consiguió superar jamás esta creación de una atmósfera maléfica» —ha dicho Colling—. Si los temas son repetición de los de otros relatos —el opio, la angustia, la enfermedad, la hiperestesia mórbida, el entierro prematuro, los sentimientos incestuosos—, «el genio parece aquí un fluido que todo lo sensibiliza». Hervey Allen insiste en la carga autobiográfica: Usher es «el retrato de Poe a los treinta años»; Lady Madeline es Virginia. «Sus extrañas relaciones con su hermano y la inconfesable razón de éste para desear su entierro en vida, todo ello recuerda las prolongadas torturas de Poe junto al lecho de su moribunda esposa y prima hermana.»

El tono del relato le parece a Brownell su personaje central: «Nada ocurre que no sea trivial o inconvincente comparado con su eficaz monotonía, su atmósfera de fantástica lobreguez y melancolía desintegradora». D. H. Lawrence lo ha estudiado partiendo del incesto como tema central y del principio de que todo hombre tiende a matar aquello que ama. Para Shanks, Usher es «la presentación de un estado de ánimo». Como en Eleonora, hay aquí un estrecho paralelismo entre el drama y las alteraciones del mundo exterior. La «casa de Usher», cae en un doble sentido: como linaje y como edificio. El mismo Shanks podrá decir irrefutablemente: «La casa de Usher es una imagen del alma misma de Poe, y en ella encontramos como un epítome de sus supremas contribuciones a la literatura mundial. Es la historia de una debilidad, y, sin embargo, su fuerza nace de ese mismo abandono a la debilidad. Posee en ella la esencia de lo que los admiradores extranjeros de Poe habrían de encontrar admirable en él, y aunque no es la más perfecta de sus narraciones, debe considerársela, por sus cualidades típicas y la extravagante riqueza de su presentación, como la suprema entre todas.»

Baldini —coincidiendo desde otro ángulo con Brownell— ha mostrado sagazmente las analogías musicales de la estructura de este cuento. En general, los personajes de Poe «están regulados por una ley semejante a la que regula entre ellos y justifica las pasiones de los personajes del drama musical. Éstos no ceden a sus instintos, a sus deseos, no rigen sus impulsos, no frenan la voluntad para bien o para mal, sino mediante una ley armónica y estructural, y sería vano y estéril tratar de explicarse el mundo de sus efectos mediante la confrontación con los humanos. Ahora bien, el sentimiento del horror, del miedo, del abatimiento, como también el de la alegría desenfrenada y salvaje, son, para Poe, como otras tantas tonalidades o tiempos musicales, con los cuales organiza la estructura de sus dramas... y sólo un orden similar al armónico preside y regula las relaciones entre la intriga y aquellos a quienes sería mejor llamar figuras antes que personajes, y que deben habitarla... La caída de la casa Usher constituye la obra maestra de esta poesía, a la vez que el corolario de esta poética. El argumento —que también tiene su relieve—, los personajes, sus contrastes y, en una palabra, su drama son movidos como otras tantas estructuras indispensables para conseguir la armonía de la composición, pero no más que eso. Es interesante notar, así, que las tres imágenes o figuras del huésped, Lady Madeline y Usher, son después la misma figura, la cual se reviste de ese triple ropaje tan sólo para poder habitar más intensamente, y ubicarse con mayor libertad en el escenario, en la atmósfera del cuento; atmósfera que, más fácilmente susceptible de cuajar en torno suyo esa musicalidad (en el sentido antes expuesto), constituye la protagonista absoluta de este excepcional ciclo poético».

Gioconda de Poe, caja de resonancia por excelencia, La caída de la casa Usher ha suscitado las más variadas y contradictorias interpretaciones. Arthur Hobson Quinn, Lyle H. Kendall, Jr., Harry Levin, Darrel Abel, Richard Wilbur, Edward H. Davidson, Maurice Beebe, James M. Cox, Marie Bonaparte, por no citar más que un pequeño número de críticos y exégetas, han escrutado este relato en busca de sus claves y del secreto de su fascinación.

Revelación mesmérica

Mesmeric Revelation.

Columbian Lady’s and Gentleman‘s Magazine, agosto de 1844 (48)

Por lo que respecta al episodio, de este relato habrá de salir Valdemar; en cuanto a su contenido especulativo, Eureka desarrollará muchos gérmenes aquí presentes.

El relato refleja el vivo interés contemporáneo por el mesmerismo. Poe se familiarizó con el tema, leyendo su abundante bibliografía científica o seudocientífica y asistiendo a conferencias de «magos» tales como Andrew Jackson Davis, de quien se burlaría más tarde. Jamás aceptó los principios del mesmerismo, pero usaba sus materiales con la destreza de que da cuenta un episodio registrado en Marginalia, CCIV.

El poder de las palabras

The Power of Words.

United States Magazine and Demacratic Review, junio de 1845 (56)

Éste y los dos cuentos (o poemas, o diálogos metafísicos) siguientes continúan en el plano del relato anterior. La búsqueda de lo absoluto, de un nivel angélico de esencias, halla aquí un acento de profunda intensidad.

Para A. Clutton-Brock: «El poder de las palabras vale por todos los cuentos famosos de Poe... Es uno de los más admirables trozos de prosa del lenguaje inglés, tanto por la forma como por el tema... (El relato) implica la filosofía de alguien para quien el mismo Cielo está lleno de deseo y de pasión de infinitud; para quien es pasión antes que delicia, pues sólo la pasión contaba para él en este mundo.»

La conversación de Eiros y Charmion

The Conversation of Eiros and Charmion.

Burton’s Gentleman’s Magazine, diciembre de 1839.

En 1843 se publicó con el título: The Destructio of the World (24)

Sin duda Poe conocía las teorías estoicas de los ciclos y de la destrucción del universo por el fuego. Un biógrafo concienzudo ha hecho notar que Poe pudo ver una lluvia de meteoritos en Baltimore, en 1833. Incidentalmente, de este relato pudieron nacer dos novelas de Julio Verne: Hétos Servadac y El experimento del Dr. Ox.

El coloquio de Monos y Una

The Colloquy of Monos and Una.

Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, agosto de 1841 (31)

El admirable relato que hace Monos de su muerte explica entre tantas otras pruebas la prodigiosa influencia de Edgar Poe sobre los simbolistas franceses. La interfusión de los sentidos (donde se ha señalado la presencia del opio), la visión por el olfato, la visión como sonido, preludian las correspondencias que Baudelaire habría de ilustrar en su famoso soneto, y las sabias sustituciones de Des Esseintes en la novela de Huysmans.

Silencio

Silence: A Fable.

The Baltimore Book and New Year’s Present,

Baltimore, 1837. Título original: Siope: A Fable (17)

Una «fábula», y mejor aún poema en prosa, que la tradición induce a incluir entre los cuentos. La metafísica alemana, a través de Coleridge, parece haber influido en estas páginas, que Poe presentó «a la manera de los autobiógrafos psicológicos». Allen dice de ellas que son «la contribución más majestuosa de Poe a la prosa», lo cual parece una confusión de géneros. Silencio es poesía, exige ser leído como un poema, escondido rítmicamente, salmodiado como un conjuro o un texto profético. El lector pensará en William Blake, en ciertos pasajes de Rimbaud, en ciertas cadencias del primer Saint-John Perse.

El escarabajo de oro

The Gold Bug.

Dollar Newspaper, 21-28 de junio de 1843 (40)

Poe vendió este cuento por 52 dólares al editor Graham. Enterado luego de que el Dollar Newspaper ofrecía 100 dólares al vencedor de un concurso, lo permutó por unas reseñas y ganó el premio. Probablemente es hoy el cuento más popular de Poe, pues la enorme latitud de su interés abarca todas las edades y niveles mentales. Como en la novela de Stevenson, como en A High Wind in Jamaica, de Richard Hughes, el atractivo mundo de los bucaneros vuelve memorable cada una de sus líneas.

Aparte de algunos detalles orográficos (no hay montañas en la zona de Charleston), Poe utilizó fielmente los recuerdos de su vida militar en Fort Moultrie. Hay una abundante bibliografía sobre este cuento, y no faltan quienes han reconstruido el misterioso escarabajo, suponiendo que Poe combinó tres especies conocidas para lograr su bug (véase Allen, Israfel, págs. 171 ss.)

El personaje de Legrand fue igualmente trazado del natural y Poe le incorporó el genio analítico de Dupin. Pese a ello —según Krutch—, «su único esfuerzo por crear personajes realistas fue un fracaso abismal, y jamás logró Poe describir nada que se vinculara ni remotamente con la vida que lo rodeaba». Aparte de la exageración de este juicio, cabe preguntarse si verdaderamente Poe se proponía tal cosa; este relato no debe su belleza a los elementos realistas, sino al misterio que late, ambiguo y amenazador, en la primera parte, y a la brillante labor de raciocinio que llena la segunda.

Los crímenes de la calle Morgue

The Murders in the Rue Morgue.

Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine,

diciembre de 1841 (28)

En Estados Unidos se ha llamado a Poe el padre del cuento, the father of the short-story, afirmación que tiene defensores e impugnadores igualmente encarnizados. Concretamente, nadie negará que inventó el cuento «detectivesco», lo que hoy llamamos cuento (o novela) policíaca. Parece ser que Conan Doyle se burló, por boca de Sherlock Holmes, de los métodos del chevalier Dupin; a ellos le debía, sin embargo, su técnica analítica, y hasta el truco de utilizar como representante indirecto del lector a un supuesto amigo o confidente, por lo general bastante bobo.

Este memorable relato, que inicia la serie de los del chevalier Dupin, figura en casi todas las listas de los-diez-cuentos-que-uno-se-llevaría-a-la-isla-desierta. La combinación felicísima —salvo para paladares demasiado delicados— de folletín truculento y frío ensayo analítico es de las que atacan al lector con fuegos cruzados.

Parece ser que Poe tomó el nombre «Dupin» de la heroína de un relato publicado en el Burton’s Gentleman’s Magazine, que se refería al famoso Vidocq, el ministro de policía francés. Las pesquisas de Vidocq debieron interesar a Poe, quien critica su método en el curso del relato (la historia se repite, como se ve) y lo aprovecha para explayar su propia teoría sobre los inconvenientes de ser demasiado profundo.

El misterio de Marie Rogêt

The Mystery of Marie Rogêt.

Ladies’ Compartían, noviembre-diciembre de 1842, febrero de 1843 (37)

Mary Cecilia Rogers, empleada del negocio de tabacos de John Anderson, en Liberty Street, Nueva York, fue asesinada en agosto de 1841. Poe parece haberse procurado todos los recortes periodísticos concernientes a este famoso crimen, y los delegó al chevalier Dupin, instalando la escena en París para exponer con más libertad su teoría, tendiente a probar que el asesinato había sido cometido por un solo individuo (un enamorado de la víctima) y no por una pandilla de malhechores. En general, este cuento ha merecido todos los reparos que se hacen a Los crímenes de la calle Morgue, sin ninguno de sus elogios.

La carta robada

The Purloined Letter.

The Gift: A Christmas, New Year’s and Birthday Present, Nueva York, 1845 (53)

Para Brownell, «el efecto de la desdeñosa altanería de Dupin predomina sobre el que produce su habilidad». Baldini ve en este cuento «una comedia en dos actos con tres interlocutores. Muy escasas son las referencias al margen del diálogo, destinadas solamente a ilustrar el ambiente donde se desenvuelve la escena y a sugerir, se diría, los movimientos de los actores encargados de representarla».

La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall

The unparalleled adventure of one Hans Pfaall.

Southern Literary Messenger, junio de 1835.

Título original: Hans Pfaall: A Tale (11)

Padre del cuento policial, Poe lo es también del de anticipación científica, que Julio Verne, su discípulo directo, llevará al campo de la novela; con la diferencia, que alguien ha señalado acertadamente, de que Poe utiliza elementos científicos sin admirarlos ni creer en el progreso mecánico en sí, mientras Verne ilustra el entusiasmo finisecular por los descubrimientos y sus aplicaciones a la conquista de la naturaleza.

Von Kempelen y su descubrimiento

Von Kempelen and his Discovery.

The Flag of Our Union, 14 de abril de 1849 (65)

Poe quiso publicarlo como si se tratara de un hecho cierto, aprovechando el entusiasmo público por los descubrimientos auríferos en California, y la consiguiente «fiebre del oro»; las circunstancias no se prestaron a la farsa y el relato apareció como tal; de todos modos, a juzgar por lo ocurrido con Valdemar, es de suponer que tuvo también sus creyentes.

El cuento mil y dos de Scheherazade

The Thousand-and-second Tale of Scheherazade.

Godey’s Lady’s Book, febrero de 1845 (54)

Poco original, pues repite un procedimiento caro al siglo xviii, este relato marca en la presente ordenación el comienzo de las composiciones secundarias de Poe. A su tema se le puede aplicar la observación de Brownell: empeñado siempre en hacer creer lo increíble, Poe invertía a veces su técnica. Aquí, en efecto, la verdad pasa por pura fábula.

El camelo del globo

The Balloon Hoax.

New York Sun, 13 de abril de 1844 (46)

La noticia que figura al comienzo es absolutamente exacta. En la peor miseria, recién llegado a Nueva York con su mujer, Poe vendió el relato al New York Sun, sugiriendo que se publicara como «noticia de último momento». Ganó unos pocos dólares y el placer de contemplar a la multitud que se agolpaba frente a las oficinas del diario y se arrebataba los ejemplares, algunos de los cuales se vendieron a cincuenta centavos de dólar. «Preciso es convenir —señala Colling— que el genio intuitivo de Poe se aplicaba aquí admirablemente. Esta idea de un globo orientable a voluntad, llevado por las corrientes aéreas y recorriendo las mayores distancias, era extraordinariamente nueva, osada, hermosa.»

El globo de Mr. Monck Mason aterriza en las vecindades de Fort Moultrie, es decir, en los recuerdos juveniles del soldado Poe, alias Edgar Perry. En su libro The Fantastic Mirror, Benjamin Appel proporciona interesantes datos sobre las circunstancias en que este relato vio la luz.

Conversación con una momia

Some Words with a Mummy.

American Review, abril de 1845 (55)

La nostalgia de una inmortalidad en la tierra, de la posibilidad de prolongar indefinidamente la vida, tiñe el trasfondo de esta sátira contra el arrogante cientificismo de la época. Poe aprovecha también para arremeter contra la democracia demagógica, los ídolos técnicos y otros males de su tiempo.

Mellonta tauta

Mellonta tauta.

Godey’s Lady’s Book, febrero de 1849 (63)

El título significa: «en un futuro próximo». Anterior a Eureka, aunque habría de publicarse después, proporcionará a aquélla el texto satírico de su parte inicial, donde se comentan las vías tradicionales del conocimiento. Cuento con retrospección imaginaria, contiene entre muchos párrafos curiosos uno donde se anticipan los rascacielos de Nueva York, y otro en el que se alude a los turbios procedimientos electorales —anticipo trágico de lo que habría de ocurrirle en Baltimore en octubre de 1849.

El dominio de Arnheim, o el jardín—paisaje

The Domain of Arnheim.

Columbian Lady’s and Gentleman’s Magazine, marzo de

1847 (62)

Con los tres siguientes, este cuento constituye la mayor aproximación de Poe a la naturaleza, profundamente modificada por su especial visión y por su idea —que Baudelaire recogerá— de que la confusión de lo natural debe ser reparada por el artista. Poe escribió una primera versión, que tituló El jardín paisaje, y la perfeccionó en el presente texto. Hervey Allen ha señalado la probable influencia del Prince Linnœan Garden, paseo público de Nueva York, donde existían variedad de especies vegetales, invernáculos con 20.000 plantas en macetas, todo ello en una superficie de 30 acres. Poe y Virginia iban allí a pasear en 1837. Señala asimismo que Poe atribuía gran importancia a este relato y a su complemento, El cottage de Landor, por considerar que tenían un sentido espiritual secreto.

El cottage de Landor

Landor’s Cottage

The Flag of Our Union, 9 de junio de 1849.

Título original: Landor’s Cottage. A Pendant to «The Domain of

Arnheim» (67)

El cottage se basa en el de Fordham, donde murió Virginia. «Annie» es Mrs. Annie Richmond, a quien Poe conoció en ese tiempo.

La isla del hada

The Island of the Fay.

Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine: junio de

1841 (30)

«Lo que más me asombra en este relato —dice Colling— no es su tono filosófico, la apelación a la música y a la soledad, y ni siquiera el elemento encantado, sino el aspecto absolutamente insólito de un paisaje visto acostado, de un paisaje observado por alguien tendido, que sueña pero no duerme. Hay allí una óptica que recordarán de ahora en adelante los paisajes de Poe, quien por lo demás ha escrito: “Siempre podemos duplicar la belleza de un paisaje si lo miramos con los ojos entornados”.»

El alce

The Opal: A Pare Gift for the Holy Days, Nueva York, 1844.

Título original: Morning on the Wissahiccon (43)

Poe vio efectivamente un alce durante uno de sus paseos por las afueras de Filadelfia; pertenecía a un sanatorio, donde había diversos animales domesticados para entretenimiento de los pacientes.

La esfinge

Le Sphinx.

Arthur’s Ladies’ Magazine, noviembre de 1846 (60)

Ópticamente imposible, la ilusión que domina al narrador podría derivar plausiblemente de una dosis de opio. Poe alude a su «estado de anormal melancolía»; quizá no quiso mencionar el remedio que tenía al alcance de la mano.

El Ángel de lo Singular

The Angel of the Odd.

Columbian Lady’s and Gentleman’s Magazine, octubre de 1844.

Título original: The Angel of the Odd: An Extravagance

Baudelaire señaló que la obra de Lamartine que Poe llama Peregrinaje debe ser Voyage en Orient.

El Rey Peste

King Pest.

Southern Literary Messenger, septiembre de 1835.

Título original: King Pest the First A Tale Containing an Allegory (12)

Shanks ha visto aquí «una bufonada increíblemente estúpida e ineficaz». Quizá cupiera ver también un gran fracaso; la primera mitad del relato es excelente, y la descripción de Londres bajo la peste parece digna de cualquiera de los buenos cuentos de Poe; pero hay algo de callejón sin salida al final, y hasta podría pensarse en una resolución vertiginosa como la de los sueños, un brusco viraje que echa abajo el castillo de naipes. Baldini ve en este cuento algún eco de I Promessi Sposi, de Manzoni, que Poe había reseñado unos meses antes. Para R. L. Stevenson, «el ser capaz de escribir El Rey Peste había dejado de ser humano».

Cuento de Jerusalén

A Tale of Jerusalem.

Saturday Courier, 9 de junio de 1832 (3)

Uno de los primeros relatos de Poe. Según George Snell, tiene alguna semejanza con los de Charles Brockden Brown (quien también debió influir en El pozo y el péndulo).

El hombre que se gastó

The Man that was Used-up.

Burton’s Gentleman’s Magazine, agosto de 1839 (21)

Tres domingos por semana

Three Sundays on a Week.

Saturday Evening Post, 27 de noviembre de 1841.

Título original: A Sucession of Sunday (34)

Julio Verne utilizará este cuento para la sorpresa final de Le Tour du Monde en quatre-vingt Jours. El personaje del tío recuerda la figura de John Allan.

«Tú eres el hombre»

«Thou are the Man».

Godey’s Lady’s Book, noviembre de 1844 (51)

Bon-Bon

Bon-Bon.

Saturday Courier, 1 de diciembre de 1832.

Título original: The Bargain Lost (5)

Brownell atribuye a la ebriedad el que Poe admitiera el ingreso de este cuento entre los suyos. Aludiendo al término «grotesco» aplicado a las narraciones, dice George Snell: «Es un término descriptivo, pues tales relatos apenas pasan de caricaturas, escritas con un extraño humor habitualmente mecánico y raras veces eficaz, del que Bon-Bon ofrece un excelente ejemplo».

Los anteojos

The Spectacles

Dollar Newspaper, 27 de mayo de 1844 (44)

De no mediar cierto vocabulario, ciertos giros inconfundibles, costaría creer que este cuento es de Poe. «Tengo la imborrable sospecha de que (Poe) apreciaba bastante las repelentes bufonerías de un cuento como Los anteojos», dice Shanks, fundándose en que el relato es extenso y ha sido escrito con evidente cuidado y complacencia.

El diablo en el campanario

The Devil in the Belfry.

Saturday Chronicle and Mirror of the Times, 18 de mayo

de 1839 (20)

Julio Verne se acordó de este relato al narrar los experimentos del doctor Ox. Adriano Lualdi lo ha utilizado para escribir una ópera en un acto. Jean-Paul Weber señala la importancia del tema del reloj en la obra de Poe.

El sistema del doctor Tarr y del profesor Fether

The System of Dr. Tarr and Prof. Fether.

Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, noviembre

de 1845 (58)

Brownell, tan riguroso en sus juicios sobre Poe, encuentra que este relato «posee excepcional interés por ser un estudio inteligente —sin pretensión de profundidad— de una fase mental y del carácter bajo ciertas condiciones y en cierta circunstancia, escrito con una insólita liviandad de toque y una alegre apariencia. El escenario, empero, es el de una maison de santé, y los personajes son sus pensionistas. Nada resulta más característico de la perversidad de Poe que su ficción más normal constituya la representación de lo anormal».

Nunca apuestes tu cabeza al diablo

Never Bet the Devil your Head. A Tale with a Moral.

Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine, septiembre de 1841.

Título original: Never Bet your Head: A Moral Tale (32)

Mixtificación

Mystification.

American Monthly Magazine, junio de 1837.

Título original: Von Jung, the Mystic (16)

Por qué el pequeño francés lleva la mano en cabestrillo

Why the Little Frenchman wears his Hand in a Sling.

Tales of the Grotesque and Arabesque, 1840 (25)

El aliento perdido

Loss of Breath.

Saturday Courier, 10 de noviembre de 1832.

Título original: A Decided Loss (4)

Uno de los primeros relatos de Poe, despierta hoy considerable interés entre los surrealistas, y se ha prestado a un extraordinario psicoanálisis de Marie Bonaparte. Como relato, muestra la típica imposibilidad de Poe para escribir nada humorístico, así como su fácil abandono a lo macabro y lo necrofílico, so pretexto de una sátira a los cuentos «negros» del Blackwood. (Cuando se publicó en el Southern Literary Messenger, se subtitulaba: «Un cuento à la Blackwood»; por lo demás, Margaret Alterton cree ver en Mr. Alientolargo una caricatura de John Wilson, director de dicho magazine.)

El duque de l’Omelette

The Duc de l’Omelette

Saturday Courier, 3 de marzo de 1832 (2)

Título original: Epimanes (15)

Autobiografía literaria de Thingum Bob, Esq.

Literary Life of Thingum Bob, Esq.

Southern Literary Messenger, diciembre de 1844 (52)

Este relato inicia la serie de las sátiras de Poe. La relación de Thingum Bob y su padre correspondía, según Allen y otros, a la de Poe y John Allan. Las referencias a diversos directores de revistas son imaginarias, pero en la versión definitiva del cuento Poe introdujo el nombre de Lewis G(aylord) Clarke, que en aquel entonces dirigía el Knickerbocker Magazine, órgano de una de las camarillas literarias contra las cuales estaba Poe en guerra.

Cómo escribir un artículo a la manera del Blackwood

How to Write a Blackwood Article.

American Museum of Science, Literature and the Arts,

noviembre de 1838. Título original: Psyche Zenobia (19)

El cuento no tiene ya la resonancia que pudo tener para los admiradores del famoso Blackwood’s Magazine, una de las revistas trimestrales escocesas que dominaban la escena literaria de su tiempo. Poe no deja de satirizar su propia vena narrativa en esta serie de recetas para escribir cuentos «intensos»; se burla también de los trascendentalistas de Boston, y se le pasa por alto la importancia de De Quincey.

Una malaventura

A Predicament.

American Museum of Science, Literature and the Arts.

Título original: The Scythe of Time (19 A)

La triste suerte de la señora Psyche Zenobia contiene acaso el germen de El pozo y el péndulo.

Los leones

Lionizing.

Southern Literary Messenger, mayo de 1835 (10)

Escribiendo a John P. Kennedy le dice Poe: «Los leones y El aliento perdido fueron sátiras propiamente dichas: la primera, de la manía de los “leones” sociales, y la otra, de las extravagancias del Blackwood».

El timo

Diddling Considered as one of the Exact Sciences.

Saturday Courier, octubre de 1843.

Título original: Raising the Wind; or, Diddling

Considered as one of the Exact Sciences (42)

X en un suelto

X-ing a Paragraph.

The Flag of Our Union, 4 de mayo de 1849 (66)

Hervey Allen alude, sin precisarla, a una fuente francesa de este relato.

El hombre de negocios

The Business Man.

Burton’s Gentleman’s Magazine, febrero de 1840.

Título original: Peter Pendulun, the Business Man



[1] Metamora, o El último de los Wampanoags, tragedia de J. A. Stone. (N. del T.)

[2] Cínico, del griego kyon, kynós, «perro». (N. del T.)

[3] Alusión al crab, cangrejo, y a su manera de moverse. (N. del T.)

[4] Wind, viento; Allbreath podría entenderse como «todo aliento»; Phiz alude al sonido de la palabra, como un escape de aire. (N. del T.)

[5] Ternera res in feminis fama pudicitiœ, et quasi flos pulcherrimus, cito ad levem marcescit, levique flatu corrupitur, maxime, etc. (Hieronymus ad Salviniam).

[6] Montfleury. El autor del Parnasse Réformé le hace decir en el Hades: L’homme donc qui voudrait savoir ce dont je suis mort, qu’il ne demande pas s’il fût de fièvre ou de podagre ou d’autre chose, mais qu’il entende que ce fût de «L’Andromache».

[7] Flavio Vospicus cuenta que este himno fue cantado por el populacho luego que Aureliano, en la guerra contra los sármatas, hubo matado con su propia mano novecientos cincuenta enemigos.

[8] Los antiguos llamaban así a la jirafa, por hallarla parecida al camello y al leopardo. (N. del T.)

[9] Thingum-bob se usa en inglés para reemplazar un nombre que no se recuerda en el momento. Estos juegos de palabras se multiplican a lo largo del relato. (N. del T.)

[10] Alusión a la escuela filosófica cuya primera figura era Emerson. (N. del T.)

[11] Nathaniel Lee, dramaturgo inglés, 1653?-1692. Ni que decir que los versos son de «Nat»Lee. (N. del T.)

[12] Hail: granizo, y también salve (sentido en que la usa Milton en este verso). (N. del T.)

[13] Gad-fly, tábano; fly, mosca. (N. del T.)

[14] Lord Byron. (N. del T.)

[15] «Boz», seudónimo de Charles Dickens. (N. del T.)

[16] Zenobia no sabe que probablemente en este caso aluden a su padre como a un fullero. (N. del T.)

[17] O sea, «Bonita hornada de pedantes». (N. del T.)

[18] Nombre poético de Edimburgo. (N. del T.)

[19] País imaginario de los Viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, donde las cosas existen en una escala colosal. (N. del T.)

[20] The wise men, los Reyes Magos. Literalmente, «los sabios». (N. del T.)

[21] Hay aquí un juego de palabras intraducibie pues «cabeza»y «cola» equivalen a «cara»y «cruz». (N. del T.)

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