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domingo, 24 de noviembre de 2013

LA VOZ DEL DIABLO - ANNE RICE - LAS BRUJAS DE MAYFAIR - 2

LA VOZ DEL DIABLO  -  ANNE RICE  -  LAS BRUJAS DE MAYFAIR  -  2
 
  
 
5
 
Mamá sufría mucho. Tenía los brazos sujetos con una cuerda, pero
por más que se esforzó en soltarse fue inútil. Emaleth se revolvía in-
quieta, escuchando los sollozos de su madre. Las sábanas del lecho en
el que yacía su madre estaban asquerosas; de improviso, su madre vol-
vió la cabeza y se puso a vomitar. El mundo de Emaleth se estremeció.
Emaleth ansiaba que su madre la sostuviera entre sus brazos. De-
seaba que su madre supiera que estaba ahí, pero ésta lo ignoraba. Su
madre gritaba sin cesar, pero nadie acudió en su ayuda. Su madre se
había enfurecido y había tratado de romper la cuerda que la sujetaba,
pero no lo consiguió. A ratos, su madre se quedaba dormida y tenía
extraños sueños; luego se despertaba y rompía de nuevo a llorar .
Cuando su madre miró a través de las lejanas ventanas, Emaleth
vio una ciudad llena de torres y luces. Oyó lo que su madre oía -los
aviones que surcaban el cielo y los coches que circulaban por las ca-
rreteras- y contempló las nubes, sabiendo, al igual que lo sabía su
madre, el nombre de esas cosas. Su madre maldijo ese lugar, se maldi-
jo a sí misma y rezó por unos seres humanos que habían muerto. Su
padre le había revelado a Emaleth quiénes eran esos seres humanos y
que jamás podrían ayudar a su madre.
«Los muertos yacen más allá de este mundo», dijo su padre. Ha-
bía estado con los muertos y no deseaba reunirse de nuevo con ellos
hasta que llegara el momento indicado. Éste llegaría, sin duda, cuando
Emaleth y él se hubieran multiplicado y hubiesen conquistado la tie-
rra, que heredarían sus hijos.
-Hemos llegado en el momento perfecto. El mundo está prepa-
rado para recibirnos. Antiguamente nos resultaba muy difícil sobre-
vivir, pero ya no. Somos humildes de espíritu; heredaremos la tierra.
 
 
 
 
Emaleth rezó para que su padre regresara. Su padre liberaría a su
madre de sus ataduras y ésta dejaría de llorar. Su padre amaba a
su madre.
-Recuerda que la amo -le dijo éste a Emaleth-. La necesita-
mos. Ella te dará su leche, sin la cual no puedes crecer y desarrollarte.
Emaleth anhelaba salir de ese lugar oscuro para moverse a sus an-
chas y crecer, caminar, sonreír y abrazar a su padre. Pobre madre. Su
madre sufría y, a ratos, dormía profundamente.
La habitación donde dormía su madre estaba vacía y silenciosa. Su
madre se sumía en un sueño cada vez más profundo. Emaleth temía
que su madre no se despertara. Se volvió y trató de tocar los bordes
del mundo. Vio la luz desvanecerse a su alrededor. Tan sólo había
anochecido, y al cabo de unos instantes los edificios se iluminaron de
nuevo. Su padre le había asegurado que pronto vería la luz con toda
claridad. Sería glorioso.
Los muertos no conocen la luz, según le había dicho su padre.
Sólo conocen la confusión.
Emaleth abrió la boca y trató de pronunciar unas palabras. Apoyó
las manos en el techo del mundo y empujó. Se revolvió dentro del
vientre de su madre. Pero su madre dormía; estaba cansada, ham-
brienta y sola. Quizá fuera mejor que soñara y olvidara sus temores.
Pobre madre.

 
 
6
 
Yuri decidió entrevistarse con Aaron Lightner. Decidió partir de
inmediato, haciendo caso omiso de las instrucciones que le habían
dado los de Talamasca, tratar de localizar a Aaron en Nueva Orleans
y averiguar qué había sucedido para que su estimado amigo y mentor
estuviera tan disgustado.
Cuando el coche atravesó la verja de la casa matriz, Yuri sabía que
quizá no volvería jamás a poner los pies en ella. Los miembros de la
organización Talamasca eran implacables con quienes desobedecían
sus órdenes. Y Yuri no podía aducir que desconocía los reglamentos.
Sin embargo, le había resultado muy sencillo partir aquella fría y
plomiza mañana, dejando atrás ese bendito lugar, situado en las afue-
ras de Londres, donde Yuri había pasado buena parte de su vida.
Al reflexionar sobre ello, Yuri se asombraba de haber tomado esa
decisión sin vacilar, sin que le planteara ningún problema de índole
personal. Trató de asumir la postura de un hombre responsable, de
revisar sus acciones desde un punto de vista moral y lógico, tal como
debería hacer toda persona de bien.
Al fin, Yuri había tomado una decisión irrevocable. Mejor dicho,
le habían obligado a tornarla sus superiores cuando le ordenaron que
suspendiera todo tipo de contacto con Aaron y le informaron que el
caso de las brujas Mayfair estaba cerrado.
Yuri estaba convencido de que había sucedido algo malo en rela-
ción con el informe de las brujas Mayfair, algo que había disgustado a
Aaron. Yuri estaba resuelto a hablar con él. En cierto modo, era la
decisión más sencilla que había tomado.
 

Yuri era un gitano serbio, alto, de tez morena, con las pestañas y
los ojos negros. Tenía el cabello corto y ondulado. Era muy delgado
y presentaba un aspecto un tanto desaliñado, vestido con una vieja
chaqueta de lana, un jersey de cuello alto y unos pantalones caqui
arrugados.
Tenía los ojos levemente almendrados y el rostro cuadrado, y so-
lía sonreír a menudo. En muchos países, desde la India hasta México,
lo tomaban por un nativo. Incluso en Camboya y en Tailandia, su
presencia pasaba inadvertida debido a sus rasgos levemente asiáticos,
a la dorada tonalidad de su piel ya su apacible y discreto talante. Sus
superiores de la organización Talamasca lo llamaban «el Hombre In-
visible» .
Yuri era el más importante investigador de la organización deno-
minada Talamasca. Pertenecía a esa orden secreta de «detectives con
poderes psíquicos» desde niño. Aunque él no poseía unos poderes
psíquicos fuera de lo común, colaboraba con los exorcistas, médiums,
videntes y brujos de Talamasca que se ocupaban de resolver casos en
el mundo entero. Era un eficaz e infatigable investigador que había
dado con el paradero de numerosas personas desaparecidas, un espía
en el mundo normal, un infalible detective privado. Sentía una pro-
funda estima por la Orden, hasta el punto de estar dispuesto a hacer lo
que fuera por ella y a asumir cualquier riesgo.
Aceptaba los casos que le encomendaban sin hacer enojosas pre-
guntas ni profundizar en las causas de la desaparición de las víctimas.
Trabajaba sólo para Aaron Lightner y David Talbot, destacados miem-
bros de la Orden, y le complacía que en ocasiones ambos se pelearan
por contratar sus servicios, pues ello significaba que tenían un alto con-
cepto de él.
Yuri hablaba un sinfín de idiomas prácticamente sin acento, con
voz pausada y serena. Había aprendido inglés, ruso e italiano de su
madre -y de los amantes de ésta- antes de cumplir ocho años.
Cuando un niño aprende varias lenguas atan temprana edad tiene
una gran ventaja, no sólo en el ámbito lingüístico, sino en el del pen-
samiento lógico e imaginativo. Yuri poesía una mente muy ágil y,
aunque era de temperamento abierto y espontáneo, a lo largo de los
años había aprendido a reprimir su natural exuberancia.
Yuri había gozado de muchas ventajas mientras vivía junto a su
madre, una mujer hermosa e inteligente, aunque algo casquivana. Ésta
se ganaba muy bien la vida gracias a sus ricos acompañantes; además
era muy sociable y solía charlar amistosamente con los empleados de
los hoteles donde se citaba con aquéllos. Asimismo, tenía varias ami-
gas con las que solía pasar las tardes charlando en una cafetería mien-
tras tomaban una taza de café o de té.
 
 
Ninguno de los amigos de su madre se había portado mal con
Yuri. Muchos de ellos ni siquiera llegaban a verlo, y los acompañantes
fijos siempre se mostraban muy amables con él, pues de otro modo su
madre no habría tolerado que tuvieran contacto con su hijo. Así, Yuri
se había criado en un ambiente un tanto desorganizado, pero cálido y
afectuoso; había aprendido a leer a través de las revistas y periódicos
que caían en sus manos, y le encantaba pasear por las calles.
Cuando los gitanos se hicieron cargo de Yuri, éste sintió una gran
amargura y empezó a mostrarse silencioso y taciturno. No podía ol-
vidar que esa banda de ladrones que compraban niños y los llevaban a
París ya Roma, donde les enseñaban a robar como ellos, eran gente de
su propia raza, primos suyos. Se habían apoderado de Y uri a raíz de la
muerte de su madre, acaecida en su aldea natal, en Serbia, un mísero
lugar donde ésta se retiró en cuanto supo que iba a morir .
Años más tarde Yuri trató de localizar esa pequeña aldea ya los
escasos parientes que le quedaban, tras atravesar el norte de Italia ha-
cia Serbia, pero no lo consiguió. Sus recuerdos de aquellos tiempos
nómadas estaban emborronados por la pena de saber que su madre
sufría atroces dolores, por el hecho de hallarse en un país extraño y
por el temor de encontrarse solo en el futuro. ¿Por qué había perma-
necido tanto tiempo junto a los gitanos ? ¿ Por qué se había convertido ,
en un hábil ratero que se ponía a brincar ya bailar alrededor de los
turistas, aprovechando el menor descuido para robarles la cartera, tal
como le habían enseñado a hacer los gitanos?
Esas preguntas le atormentarían hasta el día de su muerte. Los gi-
tanos solían azotarle, dejarle varios días sin comer y amenazarle; le
habían pillado en dos ocasiones tratando de escapar y habían logrado
convencerlo de que lo matarían si lo intentaba de nuevo. En otras
ocasiones, sin embargo, se mostraban afectuosos con él, prometién-
dole que no volverían a maltratarlo si se portaba bien.
Pero, a sus nueve años, Yuri era lo suficientemente inteligente
para desconfiar de esas promesas. En su lugar, su madre no se hu-
biera dejado engañar. Ningún chulo había conseguido esclavizar ala
madre de Yuri. Ningún hombre era capaz de amedrentarla, aunque
había estado enamorada en varias ocasiones..., al menos durante un
tiempo.
Yuri jamás conoció a su padre, aunque su madre le había hablado
con frecuencia de él. Era un americano de Los Angeles, muy rico.
Antes de que Yuri y su madre partieran de Roma -el último viaje que
habían emprendido juntos-, ésta depositó en una caja de seguridad el
pasaporte del padre de Yuri, junto con un poco de dinero, unas foto-
grafías y un hermoso reloj japonés. Era cuanto les quedaba de su pa-
dre, quien había fallecido cuando Yuri tenía dos años.

 
 
Yuri había cumplido diez años cuando consiguió recuperar esos
viejos tesoros.
Los gitanos le habían obligado a ganarse el sustento robando en
las calles de París durante varios meses, antes de trasladarse a Venecia,
a Florencia y, al aproximarse el invierno, a Roma.
Cuando Yuri contempló la Ciudad Eterna, la ciudad que había
visitado con su madre, decidió aprovechar la oportunidad para huir .
Sabía lo que debía hacer. Un domingo por la mañana, mientras los
gitanos se dedicaban a robarles el dinero y otros objetos a los turistas
que invadían la plaza del Vaticano, Yuri cogió un taxi con una abul-
tada cartera que acababa de robar y se dirigió ala Via Veneto, en bus-
ca de algún turista rico en uno de los concurridos cafés situados en
dicha calle, tal como solía hacer su madre.
No era ningún misterio para Yuri que existían ciertos hombres  
que preferían la compañía de niños a la de las mujeres. Había apren-
dido mucho del ejemplo de su madre, a la que había espiado con fre-
cuencia a través de la cerradura o una rendija de la puerta. Estaba
convencido de que era más sencillo asumir ,un papel activo que pasivo,
y que la intimidad con un extraño resultarla mas soportable si se pro-
ducía en un ambiente agradable y distendido.
Yuri contaba también con la ventaja de ser cariñoso como su ma-
dre, cualidad que a ella siempre le había dado muy buenos resultados
y que él estaba resuelto a utilizar.
Estaba delgado debido a la escasa comida que le daban sus carce-
leros, pero tenía una dentadura fuerte y sana. Asimismo, poseía una :
hermosa voz. Tras practicar su sonrisa ante el espejo de un lavabo
público, se dispuso a ir en busca de un acompañante adecuado.
Yuri demostró tener unas excelentes dotes de psicólogo.
A excepción de un par de errores, no tardó en introducirse en el
elemento de su madre, en las suites de los hoteles de lujo, dotados de
agua caliente y un excelente servicio de habitaciones, respondiendo
con desenvoltura -y una cierta dosis de picardía- a las preguntas
que le formulaban sus compañeros de cama a fin de tranquilizar sus
conciencias y facilitar las cosas.
A uno le dijo que era hindú, a otro que era portugués, ya otro
americano. Según les contó, estaba de vacaciones con sus padres, los
cuales habían dejado que saliera a dar un paseo. Desde luego, si un
amable caballero deseaba comprarle algo de vestir en las tiendas del
vestíbulo del hotel, él aceptaría encantado. Sus padres no se darían
cuenta. También le gustaban mucho los libros, las revistas y el cho-
colate. Su sonrisa y sus efusivas muestras de agradecimiento eran una
mezcla de artificio y verdad.
Yuri se esforzaba en satisfacer todos los deseos de sus clientes. Les
llevaba los paquetes. Los acompañaba en taxi a Villa Borghese –uno
de sus lugares favoritos- y les mostraba los espléndidos murales y
estatuas. No solía contar el dinero que le daban, sino que se apresura-
ba a guardarlo en el bolsillo sonriendo y haciéndoles un guiño.
Sin embargo, vivía con el temor de que los gitanos dieran con él y
volvieran a atraparlo. Procuraba no pasear mucho por las calles. En
ocasiones se ocultaba en un callejón, temblando de miedo y maldi-
ciendo su suerte mientras fumaba un cigarrillo y reflexionaba sobre la
posibilidad de abandonar Roma. Sabía que los gitanos pensaban diri-
girse a Nápoles, de modo que quizá ya hubieran partido.
En otras ocasiones deambulaba por los pasillos de un hotel, co-
miendo las sobras de las bandejas que dejaban los clientes junto a la
puerta de sus habitaciones.
Poco a poco, la situación fue mejorando. Yuri aprendió varios
trucos, como el de preguntar al cliente antes de cerrar el trato si le
permitiría pasar la noche en el hotel, durmiendo en un lecho cómodo
y limpio.
Gracias a sus artes y su simpatía, un amable norteamericano de
mediana edad le regaló una cámara fotográfica, un francés le compró
una radio portátil y dos árabes un grueso jersey de lana en un comer-
cio de artículos ingleses de importación.
El décimo día de su recién estrenada libertad, había conseguido
acumular una importante cantidad de dinero y decidió ir a comer aun
elegante restaurante. «Mi madre me ha dicho que debo comer espina-
caso ¿Tienen espinacas?», le dijo al camarero en italiano, pues sabía
que en los restaurantes romanos solían prepararlas muy bien, poco
hervidas para que no resultaran demasiado amargas. El filete de ter-
nera era también excelente. Al salir, dejó una generosa propina.
Pero ¿cuánto tiempo podía seguir así?
El decimoquinto día de su aventura, aproximadamente, conoció al
hombre que había de cambiar el curso de su existencia.
Era el mes de noviembre y empezaba a refrescar. Yuri se encon-
traba en la Via Condotti, donde acababa de comprar una bufanda de
casimir en uno de los comercios más elegantes, cercano a la escalinata
de la plaza de España. Llevaba la cámara colgada del hombro y la ra-
dio en el bolsillo de la camisa, debajo del jersey. Iba cargado de dinero
y paseaba tranquilamente, fumándose un cigarrillo y comiendo palo-
mitas, mientras observaba el alegre ambiente de los cafés, llenos de
luces y turistas americanos, sin pensar en los gitanos, a los que no ha-
bía visto desde que se escapara.
La angosta calle estaba reservada únicamente a los peatones, y
Yuri observó a las bonitas muchachas que regresaban a casa del tra-
bajo, caminando del brazo según era costumbre en Roma, o abrién-
dose paso entre la muchedumbre montadas en una Vespa para alcan-
zar una de las arterias principales de la ciudad. De pronto, Yuri notó
que tenía apetito y decidió entrar en un restaurante, pedir una mesa
para él y su madre, y, tras aguardar un rato, pedir algo de cenar, mos-
trándole al camarero el dinero que llevaba para que creyera que era
rico.
Mientras elegía un restaurante, lamiéndose los labios tras vaciar la
bolsa de palomitas y aplastando el cigarrillo con el pie, vio a un hom-
bre sentado a la mesa de un café, ante un vaso medio vacío y una jarra
de vino tinto. Era un joven de veintitantos años, con el cabello que le
llegaba a los hombros, pero bien vestido. Yuri supuso que se trataba
de-un americano; no tenía aspecto de hippy, pues en una silla junto a él
había una costosa cámara japonesa, una agenda y un maletín de viaje.
En aquellos momentos el extraño trataba de anotar algo en un bloc
encuadernado en piel, pero cada vez que cogía el bolígrafo para escri-
bir comenzaba a toser convulsivamente, como la madre de Yuri du-
rante su último viaje, haciéndole esbozar una mueca de dolor.
Yuri se detuvo para observarlo. No sólo parecía enfermo, sino
que era evidente que tenía frío, pues estaba tiritando. Por si fuera
poco, estaba borracho. Eso repelió a Yuri, ya que le recordaba a los
gitanos, los cuales estaban siempre bebidos. Yuri aborrecía el alcohol,
al igual que su madre, cuyo unico vicio había sido el cafe.
Pese a que estaba ebrio, Yuri se sintió atraido por aquel joven a
causa de su desvalido aspecto. Tras intentar por última vez escribir en
el bloc, éste miró a su alrededor en busca de un lugar donde guare-
cerse del frío aire nocturno. Alzó el vaso de vino tinto, lo apuró de un
trago y se reclinó en la silla, presa de otro violento ataque de tos.
Yuri calculó que el joven tendría unos veinticinco años. Llevaba el
cabello limpio, aunque largo, y lucía una chaqueta azul marino, una
camisa blanca, un jersey de lana y una corbata de seda azul. De no
haber estado tan bebido y enfermo, Yuri no habría dudado en abor-
darlo.
Yuri sintió lástima del pobre chico, solo y enfermo, el cual parecía
incapaz de levantarse de la silla. Tras echar un vistazo a su alrededor y
comprobar que no había ningún gitano ni ningún policía por los al-
rededores, decidió ayudar al joven a levantarse y acompañarlo aun
lugar donde entrara en calor. Ni corto ni perezoso, se dirigió a la mesa
donde estaba sentado y dijo en inglés:
-Está muerto de frío. Permítame que le acompañe acoger un
taxi. Hay una parada junto a la plaza de España. Es preferible que re-
grese al hotel.
El joven lo miró como si no comprendiera el inglés. Al acercarse y
apoyar la mano en su hombro, Yuri advirtió que sus ojos estaban in-
yectados en sangre, como si tuviera fiebre. Tenía un rostro muy inte-
resante, con los huesos de la frente y los pómulos muy marcados. Era
rubio y de tez clara. Yuri pensó que quizá se había equivocado y el jo-
ven no era americano, sino sueco o noruego y no entendía inglés.
Pero, de improviso, el desconocido sonrió y dijo suavemente:
-Mi pequeño hombrecito...
-Pues sí, reconozco que soy delgado y bajito –respondió Yuri,
enderezándose. Curiosamente, su madre solía llamarle también «su
pequeño hombrecito»-. Deje que lo ayude -añadió, sujetando la
mano derecha del joven, que yacía inerte sobre la mesa-. Está helado.
El extraño trató de responder, pero empezó a toser de nuevo. Yuri
lo miró preocupado, temiendo que escupiera sangre. Tras no pocos
esfuerzos, como si estuviera exhausto, el joven sacó un pañuelo del
bolsillo, y se tapó la boca discretamente, tragándose la sangre, el ruido
y el dolor. Al cabo de unos minutos intentó ponerse en pie.
Yuri lo sujetó por la cintura y, tras abrirse paso entre las mesas del
café, ambos echaron a andar lentamente por la hermosa y limpia Via
Condotti, llena de alegres puestos de flores y elegantes tiendas.
Había anochecido.
Cuando llegaron a la plaza de España, el joven murmuró que había
un hotel situado en lo alto de la escalinata, pero que no se veía con fuer-
zas para subirla. Tras reflexionar unos instantes Yuri decidió acompa-
ñarlo en un taxi, pues temía que el esfuerzo pudiera perjudicar su mal-
trecha salud.
-Al hotel Hassler -dijo el joven tras montar en el taxi y des-
plomarse en el asiento, como si estuviera apunto de exhalar su último
suspiro.
Cuando entraron en el vestíbulo del lujoso hotel, que Yuri ya co-
nocía pues había jugado en él de niño, aunque ninguno de los estira-
dos empleados parecían reconocerlo, el recepcionista les comunicó
que no disponía de ninguna habitación. El joven sacó un abultado fajo
de liras y un montón de tarjetas de crédito, y le dijo al recepcionista en
italiano, deteniéndose de vez en cuando para toser y apoyándose
en Yuri, como si fuera incapaz de sostenerse por su propio pie, que
deseaba una suite.
Al llegar a la suite, el joven se dejó caer en la cama, con los ojos
cerrados, y permaneció un rato en silencio. Yuri notó que exhalaba un
ligero olor a rancio.
Yuri llamó al servicio de habitaciones y pidió que les subieran
sopa, pan, mantequilla y una botella de vino. Lo cierto es que no sa-
bía cómo ayudar al joven, el cual le observaba sonriendo afectuosa-
mente. Yuri conocía esa expresión, pues su madre solía mirarlo de
esa forma.
 
 
 
 
Yuri entró en el baño para fumarse un cigarrillo, a fin de que el
humo no molestara al joven.
Cuando les subieron la cena, Yuri ayudó al joven a comerse la
sopa. La habitación era cálida y agradable. AY uri no le importaba
darle la sopa a cucharadas y ayudarle a beber vino; por el contrario, le
satisfacía verlo comer con apetito. En aquellos momentos recordó los
sufrimientos que había pasado junto a los gitanos, los cuales le habían
matado de hambre.
De pronto, al observar que unas gotas de vino se deslizaban por
la barbilla del joven, Yuri comprendió que tenía la parte derecha del
cuerpo paralizada. El desconocido trató de mover la mano y el bra-
zo derechos, pero no pudo. Yuri recordó entonces que le había vis-
to empuñar el bolígrafo en el café con la mano izquierda, la misma
con la que había sacado el fajo de billetes del bolsillo. Por eso había
permanecido con el brazo derecho apoyado en el hombro de Yuri,
para disimular su defecto. También tenía la mitad del rostro parali-
zado.
-¿Qué puedo hacer por ti? -inquirió Yuri en italiano-. ¿Quie-
res que avise aun médico? Es conveniente que te vea un médico. ¿O
prefieres que llame a tu familia?
-Quédate a charlar un rato conmigo -respondió el joven, tam-
bién en italiano-. No te marches.
-¿De qué quieres que hablemos?
-Cuéntame una historia -contestó el joven suavemente-. Me
gustaría saber quién eres y de dónde provienes. ¿Cómo te llamas?
Yuri se inventó una excitante historia. Le dijo que era hijo de un
marajá de la India, que su madre se había fugado con él y que habían
sido secuestrados por unos canallas en París. Por fortuna, Yuri había
conseguido huir de sus captores. Hablaba con rapidez, casi atropella-
damente, mientras el extraño le observaba sonriendo, como si adivi-
nara que se había inventado aquella fantástica historia.
La imaginaria madre de Yuri poseía una fabulosa joya, un gigan-
tesco rubí que el marajá deseaba recuperar a toda costa. Pero ella lo
había ocultado en una caja de seguridad en Roma y, cuando los se-
cuestradores la estrangularon y arrojaron su cuerpo al Tíber, le rogó a
Yuri, antes de exhalar su último suspiro, que no revelara jamás a nadie
dónde había escondido la joya. Luego, Yuri se había montado en un
pequeño Fiat y había huido. Pero al ir a retirar el tesoro de la caja de
seguridad, descubrió que no se trataba de una joya, sino de una cajita,
dentro de la cual había un pequeño vial que contenía un líquido verde.
Y ese líquido era el elixir de la eterna salud y juventud.
Yuri se detuvo bruscamente, sintiéndose mareado y temiendo que
le entraran ganas de vomitar. No obstante, prosiguió:  
-No pude hacer nada por salvar a mi madre, cuyo cadáver habían
arrojado al Tíber. Pero ese líquido puede salvar a toda la humanidad.
Yuri miró al extraño, el cual seguía sonriendo divertido. Tenía la
cabeza apoyada en la almohada, el cabello húmedo y pegado a la fren-
te y al cuello, la camisa arrugada y la corbata torcida.
-¿Crees que podría salvarme a mí? -le preguntó a Yuri.
-Desde luego. Pero...
-Se lo llevaron los secuestradores -dijo el joven.
-Así es. Me asaltaron en el vestíbulo del hotel y me lo arrebata-
ron de las manos. Yo corrí hacia el guardia del banco, cogí su pistola y
me cargué a dos de ellos de un tiro, pero el tercero se largó con el vial.
Lo peor, lo más trágico, es que ignoraba lo que éste contiene. Pro-
bablemente se lo haya vendido a un vendedor ambulante. El marajá
no reveló a nuestros captores por qué quería que secuestraran a mi
madre.
Yuri se detuvo. ¿Cómo se le había ocurrido inventarse la historia
de un líquido que proporcionaba la eterna juventud? ¿Cómo había
cometido la torpeza de mencionar tal cosa ante un desdichado joven
que parecía apunto de morir, que tosía como un descosido y era in-
capaz de mover el brazo derecho, por más que lo intentara ? De pron-
to pensó en su madre, agonizando en una pequeña aldea de Serbia, y
en los gitanos, que le habían asegurado que eran tíos y primos suyos.
¡Los muy mentirosos! También recordó la increíble suciedad de la
habitación en la que yacía su moribunda madre.
Su madre jamás lo habría abandonado de saber lo que iba a suce-
derle, pensó Yuri con rabia.
-Háblame del palacio del marajá -le rogó el joven en voz baja.
-Bueno, es un palacio de mármol blanco... -contestó Yuri con
un suspiro de alivio, tratando de imaginar los muros, los suelos, las
alfombras y los muebles que contenía.
Después le contó otras historias sobre la India, París y los fabulo-
sos lugares que había visitado.
Al despertarse, Yuri comprobó que había amanecido. Estaba sen-
tado junto a la ventana, con los brazos apoyados en el antepecho de la
misma. Había dormido en esa posición, con la cabeza apoyada en
los brazos. A sus pies se extendía la ciudad de Roma, envuelta en la luz
grisácea del amanecer. Y uri percibió el ruido de los coches y las mo-
tocicletas que circulaban por las estrechas callejuelas que rodeaban el
hotel.
Luego miró al joven. Éste yacía en el lecho, con la vista clavada en
él. Durante unos segundos Y uri creyó que estaba muerto.
-¿Puedes hacer una llamada por mí, Yuri? -preguntó el joven
suavemente.
 
 
 
 
Yuri asintió en silencio, asombrado de que el extraño le hubiera
llamado por su nombre, pues no se lo había dicho. Quizá lo mencio-
nara anoche, mientras le contaba sus fabulosas aventuras. En cual-
quier caso, no tenía importancia. Yuri descolgó el teléfono que estaba ,
sobre la mesilla de noche, se tumbó junto al joven y le dio a la telefo-
nista el nombre y el número que le había facilitado éste. La llamada
iba dirigida a un hombre que residía en Londres, el cual contestó en ,
inglés, en un tono culto y educado.
Yuri repitió el mensaje a medida que el joven, inerme y casi en un
murmullo, se lo transmitía en italiano.
-Llamo de parte de su hijo Andrew. Está muy enfermo. Se aloja ,
en el hotel Hassler de Roma. Desea que venga a visitarlo, pues él no ;j
puede desplazarse a Londres.
Su interlocutor se apresuró a responder en italiano y Yuri y él si-
guieron conversando durante unos minutos.
-No, señor -dijo Yuri, obedeciendo las instrucciones del jo-
ven-. Dice que se niega a que le visite un médico. Sí, señor, piensa
permanecer aquí.
Yuri le dio el número de la habitación y le aseguró que se encar-
garía de que Andrew se alimentara bien. Insistió en que su hijo estaba
muy enfermo y en que tenía una parte del cuerpo paralizada. Yuri
supuso que el pobre hombre se quedaría muy preocupado y cogería el
primer avión para Roma.
-Sí, señor, intentaré convencerlo para que recurra aun médico.
-Gracias, Yuri -respondió su interlocutor.
Yuri advirtió que éste también le había llamado por su nombre,
aunque él no se lo había dicho.
-Te ruego que permanezcas a su lado -prosiguió el padre del
joven-. Iré a Roma tan pronto como pueda.
-Descuide, señor-contestó Yuri-. No me separaré de él.
En cuanto hubo colgado, Yuri trató de convencer al joven de que
le permitiera avisar al médico.
-No quiero ver a ningún médico -replicó Andrew-. Si llamas
a un médico, me arrojaré por la ventana. ¿Me has oído? Nada de mé-
dicos. Es demasiado tarde.
Yuri lo miró boquiabierto, sintiendo deseos de romper a llorar .
Recordó a su madre, tosiendo sin parar mientras se dirigían en tren a
Serbia. ¿Por qué no la había obligado a acudir al médico?
-Háblame, Yuri -le rogó el joven-. Cuéntame otra historia. Si
quieres, puedes hablarme de tu madre. Me parece verla, con sus cabe-
llos negros... El médico no hubiera podido salvarla, te lo aseguro. Ella
lo sabía. Háblame, Yuri, cuéntame tus aventuras.
Yuri sintió un escalofrío al mirar al joven a los ojos. Sabía que éste  
le había adivinado el pensamiento. Su madre le había dicho que los
gitanos poseen la facultad de adivinar el pensamiento, aunque Yuri no
la poseía. Su madre le había asegurado que ella sí poseía esas dotes,
pero Yuri no lo creía, pues jamás le había demostrado poseerlas. Le
hería recordar a su madre y deseaba creer que un médico no habría
sido capaz de salvarla. Esos pensamientos le trastornaban y le habían
sumido en un melancólico silencio.
-Te contaré unas historias si me prometes comer algo -dijo
Yuri-. Pediré que te suban el desayuno.
El joven lo miró con tristeza y luego esbozó una forzada sonrisa.
-De acuerdo, mi pequeño hombre cito -contestó-, haré lo que
ordenes. Pero no llames al médico. Puedes pedir el desayuno. Pase lo
que pase, no dejes que los gitanos te secuestren de nuevo. Cuando
veas a mi padre, pídele que te ayude.
Su padre no llegó hasta la tarde.
Yuri se hallaba en el baño con el joven, que estaba inclinado sobre
el retrete, vomitando sangre, mientras él lo sujetaba para que no caye-
ra al suelo. El hedor de los vómitos hacía que Yuri sintiera náuseas,
pero trató de dominarse. De pronto, al alzar la vista, vio al padre del
joven, un hombre de pelo canoso aunque no era viejo, cuyo aspecto y
vestimenta denotaban que tenía dinero. Junto a él había un botones.
«Conque éste es el padre de Andrew», pensó Yuri con rabia. Lue-
go permaneció inmóvil, mirándolo fijamente.
Iba impecablemente vestido y arreglado. El padre del joven se
acercó a su hijo y lo abrazó. Luego, entre Yuri y el botones traslada-
ron a Andrew hasta el lecho.
Andrew se incorporó y llamó a Yuri.
-Estoy aquí -respondió éste-. No te preocupes, no te aban-
donaré. Te ruego que dejes que tu padre avise al médico. Debes hacer
lo que te ordene tu padre.
Yuri se sentó junto al joven, sosteniéndole la mano y mirándole
con tristeza. El joven presentaba un aspecto lamentable. Tenía la bar-
billa cubierta por una barba hirsuta y de color pardo, pues llevaba
varios días sin afeitarse, y su cabello olía a sudor y grasa.
Temía que el padre le culpara por no haber avisado al médico. Al
volverse comprobó que éste estaba hablando con el botones. Al cabo
de unos momentos el botones desapareció y el padre de Andrew se
sentó en un sillón, mirando fijamente a su hijo. No parecía triste ni
alarmado, sino tan sólo levemente preocupado. Tenía unos ojos azu-
les de mirada bondadosa y unas manos surcadas de venas, con los
nudillos grandes y deformes, como las de un anciano.
Al cabo de un rato Andrew se quedó dormido. Cuando se des-
pertó le pidió de nuevo a Yuri que le relatara la historia del palacio del
marajá. Yuri se sentía turbado por la presencia del padre del joven,
pero trató de no pensar en él. El joven se estaba muriendo y su padre
ni siquiera insistía en avisar al médico. ¿ Acaso no le importaba la
suerte de su hijo? Yuri suspiró con tristeza. De todos modos, si An-
drew deseaba que le contara de nuevo la historia del palacio del mara-
já, él no tenía ningún inconveniente.
Yuri recordó que, en cierta ocasión, su madre se había alojado
durante varios días en el hotel Danieli con un anciano alemán. cuan-
do una de sus amigas le preguntó cómo podía soportar la compañía de
un viejo, su madre respondió: «Se porta muy bien conmigo y se es-
tá muriendo. Haría cualquier cosa para aliviar su situación.» Yuri
recordó también la expresión de sus ojos cuando llegaron a la míse-
ra aldea serbia y los gitanos le comunicaron que su madre había fa-
llecido.
Yuri le relató a Andrew la historia del marajá, de sus elefantes y
sus hermosas sillas de terciopelo rojo ribeteadas de oro. Le habló de
su harén, del que la madre de Yuri había sido la reina. Le habló de una
partida de ajedrez que su madre y él habían disputado durante cinco
largos años, sentados ante una mesa cubierta con un tapete ricamen-
te bordado, debajo de un mangle, y que había quedado en tablas. Le
habló también sobre sus hermanos y hermanas, así como de un tigre
que le había regalado el marajá y al que llevaba sujeto con una cadena
de oro.
Andrew empezó a sudar copiosamente. Yuri se dirigió al baño en
busca de una toalla, pero el joven abrió los ojos y le llamó con insisten-
cia. Yuri regresó apresuradamente junto a él y le enjugó la frente
y el resto del rostro, mientras el padre observaba la escena con aire pre-
ocupado. ¿Qué demonios le sucedía a ese hombre?, pensó Yuri.
Andrew trató de acariciar a Yuri con la mano izquierda, pero
apenas pudo alzarla. Asustado, Yuri cogió la mano de su amigo con
firmeza y la apoyó en su propia mejilla, mientras lo miraba sonriendo.
Media hora más tarde el joven cayó en un profundo sueño, del
que ya no despertó. Yuri lo estaba observando en el momento en que
murió. De pronto dejó de respirar, abrió los ojos durante una fracción
de segundo y exhaló su último suspiro.
Yuri miró al padre de Andrew, quien permanecía sentado con la  
mirada fija en su hijo. Yuri no se atrevía a moverse.
Al cabo de unos minutos, el padre se acercó al lecho, contempló el
cuerpo inerme de Andrew y luego se inclinó y lo besó en la frente.
Yuri lo miró asombrado. «No ha movido un dedo para impedir que
muriera y ahora lo besa con ternura», pensó con rabia. En aquel mo-
mento notó que las lágrimas acudían a sus ojos y rompió a llorar.
Yuri entró en el baño, se sonó con un pedazo de papel higiénico,
sacó un cigarrillo del paquete de tabaco, lo aplicó entre sus tembloro-
sos labios y aspiró el humo con ansia mientras unas gruesas lágrimas
rodaban por sus mejillas.
Al otro lado de la puerta, Yuri oyó a varias personas entrar y sa-
lir de la habitación mientras permanecía apoyado contra las blancas
baldosas del baño, fumando un cigarrillo tras otro. Al cabo de un ra-
to dejó de llorar. Tras beber un vaso de agua para serenarse, pensó:
«Debo marcharme de aquí.»
No quería pedirle al padre de Andrew que le ayudara a zafarse de
los gitanos. No quería pedirle ningún favor. Decidió aguardar a que se
llevaran el cadáver; luego se marcharía. Si alguien le interrogaba, jus-
tificaría su presencia allí con alguna excusa y se largaría. No era nin-
gún problema. Quizá decidiera marcharse de Roma.
-No olvides la caja de seguridad -dijo el padre de Andrew.
Y uri lo miró sobresaltado. El distinguido caballero de pelo canoso
se hallaba de pie junto a la puerta. Se habían llevado el cadáver de
Andrew y la habitación parecía vacía.
-¿A qué se refiere? -preguntó Yuri en italiano-. No le en-
tiendo.
-Tu madre depositó el pasaporte de tu padre y cierta cantidad de
dinero en una caja de seguridad. Quería que más adelante rescataras
esos objetos.
-Me han robado la llave.
-No te preocupes. Iremos al banco y les explicaremos lo suce-
dido.
-No quiero ningún favor de usted -contestó Yuri, furioso-.
Puedo arreglármelas yo solo.
Tras estas palabras se encaminó hacia la puerta, pero el padre de
Andrew lo detuvo con firmeza. Tenía mucha fuerza para tratarse
de un hombre de edad avanzada.
-Te lo ruego, Yuri. Andrew me pidió que te ayudara.
-Usted dejó que muriera. ¿Qué clase de padre es usted? ¡No
hizo nada para evitar que muriera! -exclamó Yuri, propinándole un
empujón.
Cuando se disponía a salir de la habitación, el hombre lo sujetó
bruscamente por la cintura y dijo:
-En realidad no soy el padre de Andrew. -Tras obligar a Yuri a
retroceder, el desconocido se alisó las solapas de la chaqueta, exhaló
un suspiro y prosiguió con calma-: Ambos pertenecemos a una or-
ganización. Él me consideraba su padre, pero no lo soy. Vino a Roma
a morir. Deseaba morir aquí. Yo no hice sino satisfacer sus deseos. Si
hubiera deseado que avisara aun médico, lo habría hecho sin vacilar .
Pero tan sólo me rogó que dejara que te ocupases de él.
 
 
 
 
Yuri tuvo de nuevo la sensación de que el desconocido le había
adivinado el pensamiento. ¡Qué listos eran esos desconocidos! ¿Quié-
nes eran? ¿Gitanos? Yuri cruzó los brazos y miró con recelo al hombre
que tenía ante sí.
-Deseo ayudarte -dijo éste-. Eres mejor que los gitanos que te
robaron.
-Lo sé -respondió Yuri, pensando en su madre-. Algunas
personas son mejores que otras. Mucho mejores.
-Exactamente.
Yuri decidió largarse de allí, pero cuando avanzó unos pasos ha-
cia la puerta el desconocido lo detuvo de nuevo con firmeza. Aunque
Yuri era un muchacho fuerte, pese a tener sólo diez años, no consi-
guió liberarse.
-No te rebeles, Yuri -dijo el hombre-. Te acompañaré al ban-
co para que rescates los objetos depositados en la caja de seguridad.
Luego decidiremos lo que debes hacer.
Yuri rompió a llorar mientras el desconocido lo conducía aun
coche que aguardaba aparcado frente al hotel, un elegante sedán ale-
mán. Al llegar al banco, Yuri tuvo la impresión de que había estado
allí con anterioridad, pero no reconoció a los empleados. El mucha-
cho contempló atónito al distinguido caballero inglés mientras éste
hablaba con el director del banco, explicándole lo sucedido. Uno de
los empleados abrió la caja de seguridad y le entregó a Yuri su conte-
nido: unos pasaportes, el reloj japonés que perteneciera a su padre, un
abultado sobre repleto de liras y dólares y unas cartas, una de las cua-
les iba dirigida a su madre a una dirección de Roma.
Yuri se emocionó al ver aquellos objetos, al tocarlos y recordar el
momento en que su madre y él habían acudido al banco para deposi-
tarlos en la caja de seguridad. El empleado metió los objetos en unos
sobres marrones y se los entregó a Yuri, quien los sostuvo contra su
pecho, como si temiera que volviesen a arrebatárselos.
El caballero inglés condujo a Yuri hacia el coche que se hallaba
aparcado frente al banco ya los pocos minutos se detuvieron de nue-
vo. Entraron en un pequeño despacho, donde había un hombre a
quien el desconocido saludó amablemente. Yuri vio una cámara sobre
un trípode. El hombre le indicó que se colocara frente a la cámara.
-¿Por qué? -preguntó Y uri, sin soltar los sobres y mirando con
recelo a ambos desconocidos, que sonreían con aire divertido.
-Para facilitarte otro pasaporte -respondió el caballero inglés
en italiano-. Ésos que tienes no te sirven.
-Esto no es una oficina de pasaportes -dijo Yuri.
-Nosotros expedimos nuestros propios pasaportes -replicó el
caballero inglés-. Resulta más conveniente. ¿ Qué nombre quieres
que pongamos en el documento? ¿O prefieres que lo elija yo? Me
gustaría que colaboraras con nosotros y me acompañaras a Amster-
dam. Creo que te gustará.
-No -contestó Yuri. Recordó que Andrew le había dicho que
no quería saber nada de médicos-. No quiero saber nada de policías,
orfanatos, conventos ni autoridades. ¡Nada en absoluto! -Tras re-
citar varios términos en italiano, romano y ruso, que designaban
personas e instituciones que representaban a la autoridad, exclamó-:
¡No quiero ir a la cárcel!
-De acuerdo -respondió el caballero inglés pacientemente-.
Me acompañarás a nuestra casa matriz en Amsterdam, de la que po-
drás entrar y salir cuando gustes. Dispondrás de tu propia habitación.
Un lugar seguro. Su propia habitación.
-¿Quién es usted? -inquirió Yuri.
-Nuestra organización se llama Talamasca -respondió el caba-
llero inglés-. Somos intelectuales, estudiosos, por decirlo de algún
modo. Nos dedicamos a acumular informes ya dar testimonio de
ciertos hechos cuando creemos que es nuestro deber hacerlo. Te lo
explicaré más detalladamente en el avión.
-¿Acaso saben adivinar el pensamiento? -preguntó Yuri.
-Sí -le respondió el desconocido-. Muchos de nosotros so-
mos apátridas y en ocasiones nos sentimos muy solos; y algunos
somos mejores que los demás, mucho mejores. Como tú. Me lla-
mo Aaron Lightner. Me complacería mucho que me acompañaras a
Amsterdam.
Nada más llegar a la casa matriz de Amsterdam, Yuri se aseguró
de poder entrar y salir de ella con plena libertad, cerciorándose de que
no cerraban las puertas con llave. Su habitación era pequeña, pero es-
taba inmaculadamente limpia y tenía una ventana que daba aun canal,
frente aun paseo adoquinado. Amsterdam le gustaba mucho, aunque
echaba de menos la luz de Italia. Holanda era un país más frío y som-
brío, semejante a París, pero en la casa matriz de la Orden ardía siem-
pre un fuego en la chimenea, había amplios sofás y sillones en los que
tumbarse, un cómodo lecho y comida abundante. A Yuri le gustaba
pasear por Amsterdam y contemplar sus casas antiguas, que databan
del siglo XVII y estaban adosadas, formando una única y hermosa fa-
chada. También le gustaban los pintorescos tejados de dos aguas, así
como los olmos que decoraban la ciudad. Y las ropas limpias y perfu-
madas que le habían entregado. Incluso llegó a acostumbrarse al frío
clima.
Los ocupantes de la casa matriz eran unas personas simpáticas y
alegres. Solían referirse con frecuencia a los Mayores, aunque Yuri no
sabía quiénes eran éstos.
 
 
 
 
-¿Quieres aprender a montar en bicicleta, Yuri? -le preguntó
un día Aaron.
Aunque jamás había montado en bicicleta, Yuri se fijó en cómo lo
hacían sus compañeros, los cuales circulaban como demonios por las
calles de la ciudad.
Pero Yuri seguía negándose a hablar. Tras haber sido interrogado
repetidas veces por Aaron, decidió contarle la historia del marajá.
-No, quiero saber lo que sucedió realmente -dijo Aaron.
-No tengo por qué contarle nada -replicó Yuri-. No sé por
qué vine aquí con usted.
Hacía un año que no hablaba con nadie sobre sí mismo. Ni si-
quiera le había revelado la verdad a Andrew. ¿Por qué había de reve-
lársela a Aaron, que al fin y al cabo era un extraño? De pronto, tras
negar que tuviera necesidad de contarle la verdad ni de confiarse a él,
empezó a hacer ambas cosas. Le habló de su madre, de los gitanos, de
todo cuanto le había sucedido... Hablaba sin parar. Al amanecer, Aa-
ron Lightner seguía sentado frente a Yuri, escuchando su relato.
Cuando Yuri terminó de hablar tenía la impresión de conocer a
fondo a Aaron Lightner y de que Aaron le conocía a él. Decidieron
que Yuri no abandonaría la organización Talamasca, al menos de
momento.
Durante seis años, Yuri asistió a la escuela en Amsterdam.
Residía en la casa matriz de Talamasca, dedicaba buena parte del
día a los estudios y, a la salida de la escuela y los fines de semana, tra-
bajaba para Aaron Lightner, copiando informes en el ordenador,
consultando oscuras referencias en la biblioteca o simplemente ha-
ciendo recados, que solían consistir en ir a Correos a echar una carta o
recoger un paquete.
Con el tiempo Yuri comprendió que los Mayores eran en realidad
miembros ordinarios de la organización, aunque nadie conocía exac-
tamente su identidad. Cuando uno se convertía en un Mayor no se lo
comunicaba a nadie, y estaba prohibido preguntarle aun miembro de  
Talamasca si era un Mayor o si sabía si Aaron Lightner, por ejemplo,
lo era. Estaba totalmente prohibido hacer ese tipo de conjeturas.
Los Mayores, sin embargo, sí se conocían entre sí. Se comunica-
ban con el resto de los miembros mediante los ordenadores o los fax
instalados en la casa matriz. Cualquier miembro de la Orden, incluso
un miembro no oficial como Yuri, podía comunicarse con los Mayo-
res cuando lo deseara, aunque fuese a altas horas de la noche. Simple-
mente tenía que conectar el ordenador y escribir una larga carta diri-
gida a los Mayores; ya la mañana siguiente recibía la respuesta a través
de la impresora del ordenador.
Ello significaba que existía un gran número de Mayores y que  
siempre había alguno «de servicio». Los Mayores no tenían una per-
sonalidad tangible, según dedujo Yuri, ni se expresaban de viva voz
en sus comunicados, pero eran amables y parecían estar enterados de
todo. Con frecuencia demostraban saberlo todo sobre Yuri, incluso
detalles que él mismo ignoraba.
Esa silenciosa forma de comunicarse con los Mayores intrigaba a
Yuri, de modo que empezó a formularles numerosas preguntas, a las
cuales siempre respondían.
Por las mañanas, cuando Yuri bajaba a desayunar al comedor,
echaba un vistazo a su alrededor preguntándose cuál de sus compa-
ñeros sería un Mayor, quién de los presentes habría contestado a la
carta que había escrito aquella noche en el ordenador. Incluso era
posible que su mensaje hubiese llegado a Roma, pues los Mayores es-
taban distribuidos por todo el mundo. Lo único que sabía era que los
Mayores eran los miembros más veteranos y experimentados de la
Orden, y que su jefe, el Superior General, era nombrado por ellos y
ante ellos debía responder.
El día en que Aaron y él se trasladaron a Londres fue muy triste
para Yuri, pues la casa matriz de Amsterdam había constituido su
único hogar permanente. Pero, como quiera que se negaba a separarse
de Aaron, ambos partieron juntos de Amsterdam y se instalaron en la
casa matriz situada en las afueras de Londres, que era también un
hermoso edificio, seguro y acogedor .
Yuri se sentía muy a gusto en Londres. Cuando le informaron que
asistíría a la escuela en Oxford, acogió la noticia con entusiasmo. Pasó
seis años estudiando en Oxford y solía regresar los fines de semana a
la casa matriz.
Cuando cumplió veintiséis años, Yuri estaba preparado para con-
vertirse en un miembro de pleno derecho de la Orden. En su mente no
albergaba la menor duda. Aceptaba sin rechistar los trabajos que le
encomendaban Aaron y David, los cuales suponían tener que despla-
zarse a distintos lugares del mundo. Más adelante fueron los propios
Mayores los encargados de darle instrucciones respecto a las tareas
que debía cumplir. A su regreso, Yuri redactaba para ellos un informe
en el ordenador .
-Los Mayores me han encomendado un trabajo -solía decirle a
Aaron poco antes de partir. Aaron jamás le hacía ninguna pregunta al
respecto.
Fuera adonde fuese e hiciera lo que hiciese, Yuri nunca dejaba de
llamar a Aaron por teléfono. También sentía gran afecto por David
Talbot, aunque era un secreto a voces que David estaba viejo y cansa-
do de la Orden y que pronto dimitiría de su cargo de Superior Gene-
ral, o bien los Mayores le pedirían amablemente que la hiciera.
 
 
 
 
Aaron era la persona en quien Yuri confiaba más ya la que más
estimaba.
Yuri era consciente de que entre Aaron y él existía un vínculo es-
pecial. En lo que respecta a Yuri, se trataba de un cariño intenso e
irracional que hundía sus raíces en su infancia, en su soledad, en unos
entrañables recuerdos de bondad y ternura, un cariño que nadie ex-
cepto el destinatario podía destruir. Para Yuri, Aaron era su padre, al
igual que lo fuera para Andrew, el cual había fallecido en un hotel en
Roma.
A medida que Yuri se hacía mayor, cada vez pasaba más tiempo
fuera de la casa matriz de Londres. Le gustaba viajar solo por el
mundo. Su anonimato le proporcionaba seguridad. Asimismo, le
complacía oír distintos idiomas a su alrededor, visitar grandes metró-
polis llenas de gente de todos los estratos sociales. En esos momentos
-cuando era simplemente un ciudadano anónimo y desconocido-
era cuando Yuri se sentía más a gusto y pletórico de energía.
Prácticamente todos los días de su vida -estuviera donde estu-
viese- Yuri hablaba por teléfono con Aaron. Éste nunca se burlaba
de la dependencia que Yuri parecía sentir respecto a él. Por el contra-
rio, siempre se mostraba dispuesto a ayudarle ya aconsejarle, ya me-
dida que pasaron los años, empezó a confiarle sus propios sentimien-
tos, frustraciones y esperanzas.
En ocasiones hablaban discretamente sobre los Mayores. Yuri no
era capaz de averiguar, a través de esas conversaciones, si Aaron era
un Mayor, ni tenía por qué saberlo. Sin embargo, estaba casi conven-
cido de que se trataba de uno de ellos, pues era uno de los miembros
más antiguos e inteligentes de la organización Talamasca.
Cuando Aaron se instaló durante varios meses en Estados Unidos
para investigar el caso de las brujas Mayfair, Yuri se sintió muy dis-
gustado. Era la primera vez que Aaron permanecía largo tiempo lejos
de la casa matriz de Londres.
Poco antes de Navidad, una época del año poco grata para Yuri y
muchos de sus compañeros, éste consiguió acceder al informe sobre
las brujas Mayfair que estaba archivado en el ordenador. Tras impri-
mirlo, lo leyó de cabo a rabo para informarse acerca del caso que re-
tenía durante tanto tiempo a Aaron en Nueva Orleans.
Yuri leyó el informe sobre las brujas Mayfair con el mismo interés
que le dedicaba a otros informes que obraban en los archivos de Ta-
lamasca. Deseaba colaborar con Aaron en dicho caso, encargándo-
se, por ejemplo, de reunir datos sobre la población de Donnelaith.
Aparte de eso, la historia no le pareció especialmente fascinante. Los
archivos de Talamasca estaban rebosantes de casos sumamente extra-
ños y más interesantes que el de las brujas Mayfair.
 
 
 
 
La propia organización Talamasca presentaba infinidad de miste-
rios, los cuales nunca habían despertado la curiosidad de Yuri.
Una semana antes de Navidad, los Mayores anunciaron la dimi-
sión de David Talbot de su cargo de Superior General, el cual sería
sustituido por un hombre de origen italogermano llamado Anton
Marcus. Nadie en Londres conocía a Anton Marcus.
Yuri tampoco lo conocía. Lo que más le molestó fue el hecho
de no poder despedirse de David. Existía cierto misterio en torno a
la desaparición de David, y, como solía ocurrir con frecuencia, los
miembros de la organización criticaron a los Mayores y expresaron su
asombro, disgusto y perplejidad respecto a la forma en que era orga-
nizada y dirigida la Orden. Deseaban saber si David, tras jubilarse,
seguiría ocupando el cargo de Mayor, suponiendo que fuera uno de
ellos. También querían saber si el colectivo de los Mayores lo forma-
ban miembros ya jubilados y miembros activos. En ocasiones, a Yuri
le parecía un tanto medieval que nadie conociera la respuesta a esas
preguntas.
No era la primera vez que Yuri oía esas quejas. Afortunadamente,
la situación se resolvió al poco tiempo. Anton Marcus llegó el mismo
día del anuncio y los conquistó a todos con su simpatía y conoci-
mientos sobre la historia personal de cada uno de los miembros, res-
tituyendo la paz y la armonía en la casa matriz de Londres.
La noche de su llegada, Anton Marcus pronunció un discurso
después de cenar en el amplio comedor, ante todos los miembros de la
Orden. Era un hombre alto y corpulento, con el cabello plateado.
Llevaba unas gruesas gafas con montura dorada, ofrecía un impecable
aspecto de ejecutivo y tenía un distinguido acento británico, muy
apreciado entre los miembros de Talamasca. Un acento que el propio
Yuri había llegado a dominar.
Anton Marcus les recordó la importancia del secreto y la discre-
ción respecto a los Mayores. «Los Mayores constituyen un grupo
muy numeroso -dijo-. No pueden dirigir la organización con efi-
cacia si cuestionamos constantemente su forma de gobernar. Los
Mayores llevan acabo una importante labor en cuanto ente anónimo
en el que todos hemos depositado nuestra confianza.»
Yuri se encogió de hombros.
Un día, al entrar en su habitación a las dos de la mañana, Yuri ha-
lló en su impresora un comunicado de los Mayores que decía lo si-
guiente: «Nos complace que hayas acogido con agrado el nombra-
miento de Anton. Estamos convencidos de que será un excelente
Superior General. En caso de que el trabajo que te encomendamos
presente algún problema, no dudes en ponerte en contacto con noso-
tros.» Junto al mensaje había unas hojas con los pormenores del tra-
bajo al que los Mayores hacían referencia. Éste consistía en que Yuri
fuera a Dubrovnik a recoger unos importantes paquetes, los llevara a
Amsterdam y regresara a Londres. Era una tarea rutinaria, sin mayo-
res complicaciones.
Yuri había planeado pasar las Navidades con Aaron en Nueva
York, pero Aaron le comunicó por teléfono que sería imposible, pues
sus indagaciones no habían dado el resultado apetecido y se hallaba
muy ocupado.
-¿Qué ha sucedido con el caso de las brujas Mayfair? -le pre-
guntó Yuri. Luego, tras explicarle que había revisado el informe, le
pidió que le encomendara alguna tarea en relación con dicha investi-
gación, a lo que Aaron se negó rotundamente.
-No te desanimes, Yuri -dijo éste-. Si Dios quiere nos vere-
mos pronto.
Sus palabras extrañaron a Yuri, pues Aaron no solía hacer co-
mentarios de ese tipo. Era el primer indicio de que algo no funcio-
naba.
En Nochebuena, Aaron llamó a Yuri desde Nueva Orleans.
-Me encuentro en una situación muy complicada -dijo-. Hay
varias cosas que me gustaría hacer, pero la Orden me lo ha prohibido.
Debo permanecer aquí, en el campo, aunque me gustaría estar en la
ciudad. ¿ Recuerdas que siempre te he dicho que es muy importante
obedecer las normas? Pues bien, te agradecería que me repitieras ese
consejo.
-¿Qué te ocurre, Aaron? -inquirió Yuri.
Aaron contestó que temía que algo terrible le sucediera a Rowan
Mayfair, que ésta le necesitaba y que él deseaba ayudarla. Pero los
Mayores se lo habían prohibido, diciendo que debía permanecer en la
casa matriz de Oak Haven y que no debía «intervenir» en ese asunto.
-La organización ha intentado varias veces, sin éxito, interve-
nir en el caso de las brujas Mayfair -dijo Yuri-. Es peligroso que
sigas ocupándote de él, como lo fue para Stuart Townsend y Arthur
Langtry, los cuales murieron a consecuencia de sus contactos con los
Mayfair.
Aaron tuvo que reconocer que probablemente David y Anton le
habían hecho un favor al tratar de mantenerlo al margen del caso, que
Anton había heredado el cargo de manos de David y que éste conocía
bien la historia. No obstante, le costaba aceptar su derrota.
-No estoy muy seguro de que constituya un mérito limitarse a
ser un espectador -dijo Aaron-. Quizás haya estado aguardando
siempre este momento.
Yuri se sintió preocupado al oírle expresarse en esos términos,
pero Anton le había encomendado dos nuevos trabajos que debía
cumplir de inmediato. Así pues, partió primero a la India y luego a
Bali para tomar unas fotografías de ciertos lugares y personas. Era una
interesante labor y, como de costumbre, disfrutó recorriendo esos
exóticos parajes.
A mediados de enero Yuri recibió de nuevo noticias de Aaron.
Éste le comunicó que deseaba que fuera a Donnelaith, en Escocia,
para investigar si alguien había visto allí a una misteriosa pareja. Yuri
se apresuró a tomar notar de cuanto le decía Aaron.
-Se trata de Rowan Mayfair y de su acompañante masculino, un
hombre alto, delgado y moreno.
Yuri dedujo lo que había sucedido: el fantasma de la familia May-
fair, el espíritu que los había perseguido a lo largo de varias genera-
ciones, había logrado penetrar en el mundo visible. Yuri no lo ponía
en duda, sino que le parecía un hecho de gran importancia y al mismo
tiempo terrorífico. Deseaba hallar a ese misterioso ser.
-¿Es eso lo que pretendes? -le preguntó a Aaron-. ¿Encon-
trarlos? ¿Crees que Donnelaith es el mejor punto de partida?
-No conozco ningún otro punto de partida -respondió Aa-
ron-. Rowan y su acompañante podrían estar en cualquier lugar de
Europa, o quizás hayan regresado a Estados Unidos.
Yuri partió hacia Donnelaith esa misma noche, preocupado por el
tono de desaliento que había advertido en las palabras de Aaron.
Como de costumbre, redactó un informe sobre ese trabajo en el
ordenador, destinado a los Mayores, y lo envió de inmediato a Ams-
terdam. Les explicó lo que Aaron le había pedido que hiciera y partió
de inmediato.
Yuri se divirtió mucho en Donnelaith. Un gran número de per-  
sonas había visto a la misteriosa pareja, y muchos de ellos describie-
ron al acompañante masculino de Rowan. Y uri incluso pudo hacer un
boceto de éste. Durmió en la misma habitación que había ocupado la
pareja y recogió una serie de huellas dactilares, aunque no podía de-
terminar a quien pertenecían.
Los Mayores enviaron un fax desde Londres al hotel en el que se
alojaba Yuri en Edinburgo, felicitándole por su excelente trabajo y
asegurándole que era un caso de máxima prioridad. Eso significaba
que no debía regatear gastos ni esfuerzos. Le pidieron que tratara de
encontrar algún objeto que hubiese dejado la misteriosa pareja y que
se comportara con gran discreción. Nadie en Donnelaith debía des-
cubrir que estaba investigando ese caso. Yuri se sintió un tanto ofen-
dido, pues siempre realizaba sus investigaciones con absoluta discre-
ción, y no dudó en comunicar su disgusto a los Mayores.
«Te pedimos disculpas por haberte ofendido -respondieron en
su siguiente fax-. Buena suerte en tus indagaciones.»
 
 
 
 
Yuri se sentía poderosamente atraído por Donnelaith. De pronto,
el caso de las brujas Mayfair aparecía ante él como algo real, dotado de
un aura especial, una luminosidad que no poseían los casos que había
investigado anteriormente.
Yuri compró varias guías y folletos turísticos sobre el lugar. To-
mó unas fotografías de la catedral de Donnelaith y de la nueva ca-
pilla que acababan de abrir al público, la cual contenía el sarcófago
de un santo desconocido. La última tarde de su estancia en Donne-
laith la dedicó a explorar las ruinas hasta el atardecer. Por la noche
telefoneó a Aaron desde Edinburgo para comunicarle sus impresio-
nes y le pidió que le facilitara más detalles acerca de la misteriosa
pareja.
Le preguntó si el acompañante masculino de Rowan podía ser
Lasher, el fantasma, que había penetrado en el mundo oculto bajo una
apariencia humana.
Aaron respondió que estaba ansioso por contarle toda la historia,
pero que en esos momentos le resultaba imposible. Michael Curry , el
marido de Rowan, había sufrido el día de Navidad, en Nueva Or-
leans, un accidente que casi le había costado la vida, y Aaron deseaba
permanecer junto a él.
Cuando Yuri regresó a Londres, entregó las huellas digitales y las
fotografías en el laboratorio para que las analizaran y clasificaran.
Luego redactó un informe completo, envió una copia a Aaron por fax :
a Estados Unidos y otra a los Mayores, también por fax, a Amster-
dam, archivó el original y se acostó.
A la mañana siguiente, cuando revisó el informe original sobre las ;
brujas Mayfair, comprobó que los datos habían sido alterados.
Todas las fuentes principales -testimonios, inventarios de los
objetos hallados, fotografías, dibujos, etcétera- habían sido elimina-
das. El caso de las brujas Mayfair estaba cerrado. Yuri no consiguió
encontrar nada por medio del sistema de referencias cruzadas.
Cuando Yuri consiguió localizar a Aaron para preguntarle lo que
había sucedido, ocurrió algo muy curioso. Aaron ignoraba que el in-
forme fuera confidencial, pero no quiso revelar su sorpresa. Se sentía ,
enojado, a la par que desconcertado, y Yuri comprendió que le había
alarmado.
Esa noche Yuri escribió a los Mayores: «Solicito permiso para ir a
Nueva Orleans y colaborar con Aaron en la investigación de este
caso. No comprendo lo que ha sucedido, ni necesito comprenderlo,
pero deseo reunirme con Aaron.»
Los Mayores se opusieron.
Al cabo de unos días retiraron a Yuri del caso. Le dijeron que
Erich Stólov se haría cargo del mismo, pues era un experto en ese tipo  
de casos, y que Yuri debería tomarse unas vacaciones en París, ya que
pronto lo enviarían a Rusia, donde hacía mucho frío.
«¿Acaso vais a enviarme a Siberia? -preguntó Yuri irónicamente a
través del ordenador-. ¿Qué sucede con el caso de las brujas Mayfair ?»
La respuesta no tardó en llegar de Amsterdam. Los Mayores respon-
dieron que a partir de ahora Erich se encargaría de todas las investigacio-
nes europeas sobre las brujas Mayfair, y recomendaron de nuevo a Yuri
que se tomara una temporada de descanso. Le informaron que todos
los datos que había averiguado sobre las brujas Mayfair eran confiden-
ciales y que no debía hablar con nadie del caso, ni siquiera con Aaron,
a fin de no obstaculizar las investigaciones.
«Ya nos conoces -le dijeron-. No nos gusta intervenir en las
investigaciones. Somos muy prudentes. Preferimos observar. Pero no
podemos traicionar nuestros principios. Ha aparecido un peligro sin
precedentes que ha modificado la situación. Debes dejar el asunto en
manos de Erich, pues tiene más experiencia que tú. Aaron sabe que el
caso está cerrado. No volverás a recibir noticias de él.»
Esta última frase inquietó mucho a Yuri.
«No volverás a recibir noticias de él.»
Por la noche, cuando todos dormían en la casa matriz, Yuri escri-
bió en el ordenador el siguiente mensaje, destinado a los Mayores:
«No puedo abandonar esta investigación. Estoy preocupado por
Aaron Lightner. Hace varias semanas que no sé nada de él. Quisiera
ponerme en contacto con Aaron. Os ruego que me ayudéis.»
Hacia las cuatro de la mañana el sonido del fax le despertó. Se
trataba de la respuesta de Amsterdam.
«Debes abandonar el caso, Yuri. Aaron está en buenas manos. No
existen mejores investigadores que Erich Stólov y Clement Norgan,
los cuales han sido asignados a este caso. Las investigaciones prosi-
guen aceleradamente y algún día conocerás todos los detalles de esta
historia. Entretanto, deben permanecer en secreto. No trates de po-
nerte en contacto con Aaron.»
¿Por qué no debía tratar de ponerse en contacto con Aaron?
En vista de que no lograba conciliar el sueño, Yuri bajó a la coci-
na. Ésta consistía en una serie de salas inmensas y cavernosas, invadi-
das de aroma a pan recién horneado. En aquellos momentos sólo tra-
bajaban los cocineros del turno de noche, que estaban preparando el
pan e introduciéndolo en los gigantescos hornos, los cuales apenas
repararon en Yuri cuando se sentó en un banco junto al fuego para
tomarse una taza de café con crema y reflexionar .
Yuri comprendió que no podía obedecer las órdenes de los Ma-
yores. Amaba a Aaron, dependía totalmente de él y no podía imaginar
la vida sin él.
 
 
 
 
Es terrible darse cuenta de que uno depende totalmente de una
persona; de que tus esperanzas, tu bienestar, dependen de esa perso-
na a la que necesitas y amas con todo tu corazón, y que constituye la
presencia más importante en tu vida. Yuri se sentía disgustado consi-
go mismo, pero era una realidad que no podía negar .
Tras beberse el café, subió sigilosamente y telefoneó a Aaron.
-Los Mayores me han advertido que no debo volver a hablar
contigo -dijo.
Aaron se mostró perplejo.
-He decidido reunirme contigo.
-Te arriesgas a que te expulsen de la Orden -respondió Aaron.
-Ya veremos. Partiré para Nueva Orleans en cuanto pueda.
Tras reservar el pasaje de avión, Yuri hizo el equipaje y bajó para
aguardar al coche que debía recogerlo. Al cabo de unos minutos apa-
reció Anton Marcus medio dormido, despeinado y vestido con una
bata azul y unas zapatillas.
-No puedes marcharte, Yuri -le dijo-. Esta investigación se
está volviendo sumamente peligrosa. Aaron no se ha dado cuenta de
ello.
Luego le pidió que pasara a su despacho.
-Nuestro mundo dispone de su propio reloj -dijo Anton sua-
vemente-. Somos, por decirlo así, como el Vaticano. Un siglo o dos
no significa gran cosa para nosotros. Hace muchos siglos que venimos
ocupándonos del caso de las brujas Mayfair .
-Lo sé.
-Hace poco sucedió algo que ya nos temíamos y que no pudi-
mos evitar. Ello representa un gran peligro para nosotros y para otras
personas. Es preciso que permanezcas aquí, esperando las oportunas
instrucciones, y que obedezcas.
-No. Lo siento, pero Voy a reunirme con Aaron -le contestó
Yuri.
Tras estas palabras, se levantó y salió con paso decidido. Ni si-
quiera se molestó en volverse. La reacción emocional de Anton le te-
nía sin cuidado.
Antes de montar en el coche, sin embargo, se volvió para con-
templar por última vez la casa matriz. Mientras se dirigía al aeropuer-
to de Heathrow no dejó de pensar en un tema que le obsesionaba. Vio
a Andrew agonizando en la habitación del hotel de Roma. Vio a Aa-
ron sentado frente a él, Yuri, ante una mesa, diciendo: «Soy tu ami-
go.» Vio a su madre, también moribunda, en la aldea de Serbia. :
No, no tenía la menor duda sobre la decisión que había tomado.
Iba a reunirse con Aaron. Era lo que debía hacer .
 
 
 
 
7
 
Lark estaba profundamente dormido cuando el avión aterrizó en
Nueva Orleans. Le sorprendió descubrir que se hallaban ya frente a
la puerta de la terminal y que los pasajeros estaban desembarcan-
do. La azafata se inclinó sobre él, sonriendo y sosteniendo su gabar-
dina en la mano. Lark se sintió un poco avergonzado durante unos
momentos, como si hubiera perdido unos minutos preciosos, y se le-
vantó apresuradamente.
Padecía una terrible jaqueca, estaba muerto de hambre y la cu-
riosidad que había despertado en él ese misterio, el extraño caso del
hijo de Rowan Mayfair, empezaba a resultarle agobiante. ¿Cómo po-
día un hombre sensato explicar semejante cosa? ¿Qué hora era? Las
ocho de la mañana en Nueva Orleans. Eso significaba que sólo eran
las seis de la mañana en la costa.
De pronto vio aun hombre de pelo canoso aguardándole e intuyó
que era Lightner antes de que éste le estrechara la mano y pronunciara
su nombre. Parecía muy amable y correcto, e iba vestido con un im-
pecable traje gris.
-Ha ocurrido un contratiempo familiar, doctor Larkin. Ni Ryan
ni Pierce Mayfair han podido venir a recogerlo. Permítame que le
acompañe al hotel. R yan se pondrá en contacto con nosotros en
cuanto pueda.
Lightner se expresaba con la educación británica que Lark había
admirado en él cuando hablaron por teléfono.
-Me alegro de conocerlo, señor Lightner, pero debo decirle que
he tenido un desagradable tropiezo con uno de sus colegas en San
Francisco. Ha sido muy enojoso.
Lightner lo miró sorprendido y ambos se dirigieron hacia la sali-  
da, en silencio. Durante unos minutos, Lightner se mostró serio y pensativo.
-No sé quién puede ser -dijo, irritado. Tenía aspecto cansado,
como si no hubiera dormido en toda la noche.
Lark se encontraba mejor. La jaqueca había empezado a disipar-
se y le apetecía tomarse una humeante taza de café y unos bollos,
echarse a descansar un rato en el hotel y disfrutar de una buena cena
en el Commander's Palace. Luego pensó en las muestras, y en Ro-
wan. Le excitaba la perspectiva de desentrañar ese misterio, aunque
en el fondo tenía la impresión de estar implicado en algo nocivo y
peligroso.
El hotel está a pocas manzanas del Commander's Palace –dijo
Lightner-. Le llevaremos a cenar allí esta noche. Quizá logremos
persuadir a Michael de que nos acompañe. Ha ocurrido... un contra-
tiempo. Se trata de algo relacionado con la familia de R an. Ése es el
motivo por el que no ha podido venir. Pero, volviendo a lo de mi Co-
lega, ¿qué fue lo que ocurrió exactamente?  ¿Lleva usted equipaje?  
-No, sólo este pequeño maletín.
Como a la mayoría de los cirujanos, a Lark le gustaba madrugar.
De haber estado en San Francisco, ya se encontraría en el quirófano.
Por fortuna, había recobrado el ánimo.
Ambos hombres se dirigieron hacia la salida de la terminal, frente
a la cual estaban aparcados los taxis y las limusinas. A través de las
amplias cristaleras penetraban los cálidos rayos del sol. En Nueva
Orleans hacía mucho menos frío que en San Francisco. Pero lo que
más le chocaba a Lark era la luz y la quietud de la atmósfera que lo
rodeaba. Era una sensación muy agradable.
-Su colega me dijo que se llamaba Erich Stólov -dijo Lark-
Quería saber dónde estaban las muestras.
-¿Ah, sí? -respondió Lightner, frunciendo el entrecejo. Luego
hizo un gesto y una de las numerosas limusinas que se hallaban apar-
cadas, un espacioso Lincoln gris con las ventanillas de cristal ahuma-
do, se dirigió hacia ellos. Lightner no aguardó a que el conductor ba-
jara del vehículo, sino que él mismo abrió la portezuela trasera.
Lark subió al coche, se instaló en el asiento tapizado de suave ter-
ciopelo gris, un tanto irritado por el leve olor a tabaco que percibió en
el interior del vehículo, y estiró cómodamente las piernas. Lightner se
sentó junto a él y partieron al instante, envueltos en la penumbra que
reinaba en el interior del automóvil gracias a los cristales ahumados,
aislados del resto del tráfico que iba y venía del aeropuerto y del res-
plandeciente sol matutino.
Era un coche muy confortable y rápido.
-¿Qué fue lo que le dijo Erich? -preguntó Lightner.
 
 
 
 
Pese a su tono de fingida indiferencia, Lark notó que estaba pre-
ocupado.
-Me exigió que le revelara dónde se encontraban las muestras.
Estuvo muy grosero y agresivo. N o lo comprendo. Quizá pretendía
intimidarme.
-Deduzco que no le reveló lo que deseaba saber -dijo Lightner
suavemente, mirando por la ventanilla.
Al cabo de unos minutos abandonaron la autopista y se adentra-
ron en una carretera de acceso limitado. El panorama era similar a
muchos: edificios bajos suburbanos que ostentaban sonoros nombres,
espacios vacíos y unos cuantos moteles rodeados de hierba sin cortar.
-Por supuesto -contestó Lark-. No le dije nada. No me gustó
su actitud. Como le he dicho, Rowan Mayfair me rogó que llevara
este asunto con discreción. He venido porque usted me prometió fa-
cilitarme cierta información y porque la familia me pidió que viniera.
No estoy dispuesto a entregar esas muestras a nadie. De hecho, en
estos momentos me resultaría difícil recuperarlas de manos de las
personas a quienes se las he confiado. Rowan me dio unas instruccio-
nes muy precisas. Quería que las muestras fueran analizadas en un
determinado lugar.
-El Instituto Keplinger -dijo Lightner en tono amable y sose-
gado, como si le hubiera adivinado el pensamiento, clavando sus cla-
ros ojos en Lark-. Mitch Flanagan, el genio gen ético, el hombre que
colaboraba con Rowan antes de que ésta abandonara los trabajos de
investigación.
Lark no respondió. El coche avanzó silenciosamente por la carre-
tera. Lark observó que los grupos de edificios se hacían más densos y
la hierba ofrecía un aspecto más descuidado y salvaje.
-Si ya lo saben, ¿por qué me lo preguntó su colega? -inquirió
Lark-. ¿Por qué me cortó el paso e insistió en que le dijera dónde
estaban las muestras? A propósito, ¿ cómo se ha enterado usted de
eso? Me gustaría saberlo. ¿Quiénes son ustedes? También me gustaría
saberlo.
Lightner seguía mirando por la ventanilla con cierto aire de tris-
teza.
-Ya le he dicho que esta mañana se produjo un contratiempo fa-
miliar -respondió.
-Lo lamento. No pretendía ponerme pesado. Es que todavía es-
toy enojado por la forma en que se comportó su colega.
-Lo comprendo -repuso Lightner amablemente-. No debió
comportarse de ese modo. Llamaré a la casa matriz de Londres e in-
tentaré averiguar lo sucedido. Me aseguraré de que no vuelva a ocurrir
en el futuro. -Durante unos segundos Lark observó una expresión
de ira en sus ojos, seguida de una expresión de amargura y temor.
Luego, Lightner sonrió y dijo-: Descuide, me ocuparé de aclarar lo
sucedido.
-Se lo agradezco -dijo Lark-. ¿Cómo se enteró de lo de Mitch
Flanagan y el Instituto Keplinger ?
-No me resultó difícil deducirlo -contestó Lightner.
Era evidente que se sentía muy disgustado por este asunto, aun-
que trataba de disimularlo. Su rostro mostraba de nuevo una expre-
sión serena y su voz no delataba el menor indicio de cansancio o des-
aliento.
-¿A qué se refería cuando mencionó un contratiempo? ¿Qué es
lo que sucedió esta mañana?
-No conozco todos los detalles. Sólo sé que Pierce y Ryan May-
fair tuvieron que partir hacia Destin, en Florida, a primeras horas de la
mañana. Me pidieron que viniera a recogerlo a usted al aeropuerto. Al
parecer, Gifford, la esposa de Ryan, ha sufrido un accidente. Pero no
sé de qué se trata.
-¿Trabaja usted con Erich stólov?
-No exactamente. Llegó hace dos meses. Pertenece a una nue-
va generación de miembros de Talamasca. Es la vieja historia. Trataré
de averiguar por qué se comportó de esa forma con usted. La casa
matriz no sabe que las muestras se hallan en el Instituto Keplinger. Si
los miembros más jóvenes mostraran tanto celo a la hora de revisar los
archivos como en el trabajo de campo, ya lo habrían deducido.
-¿Archivos? ¿A qué se refiere?
-Es una larga historia, y bastante complicada por cierto. Entien-
do que no desee revelar a nadie dónde se encuentran esas muestras. En
su lugar, yo tampoco lo haría.
-¿Acaso tienen algunas noticia sobre el paradero de Rowan?
-No. Salvo que el viejo informe ha quedado confirmado y sabe-
mos que ella y su acompañante estuvieron en Escocia, en Donnelaith.
-¿A qué se refiere? ¿Dice usted que estuvieron en Donnelaith, en
Escocia? Conozco muy bien la región de los Highlands, he pescado y
cazado allí, pero jamás había oído hablar de Donnelaith.
-Es una aldea en ruinas. En estos momentos está repleta de ar-
queólogos. Hay una posada que suelen frecuentar los turistas y los
estudiantes y profesores de las universidades. Rowan fue vista allí
hace unas cuatro semanas.
-Eso no es ninguna novedad. Yo creí que quizás habrían recibi-
do nuevas noticias.
-No.
-¿Qué aspecto tiene el acompañante de Rowan? -preguntó
Lark.
 
 
 
 
El rostro de Lightner adquirió una expresión un tanto sombría.
Lark se preguntó si se debería al cansancio o a la amargura que expe-
rimentaba.
-Estoy seguro de que usted sabe más sobre él que yo -respon-
dió Lightner-. Rowan le envió una película de rayos X, los resulta-
dos de los encefalogramas y todo lo demás. ¿No le envió una foto-
grafía?
-No -contestó Lark-. ¿Quiénes son ustedes?
-Sinceramente, doctor Larkin, no conozco la respuesta a esa
pregunta. En realidad nunca lo he sabido, pero últimamente ya no
intento engañarme. Han sucedido cosas. Nueva Orleans posee un
encanto muy especial, al igual que los Mayfair. Lo de las muestras
fue una mera deducción; digamos que intentaba adivinarle el pensa-
miento.
Lark soltó una carcajada. Lightner se expresaba de forma afable y
filosófica. Le caía simpático. En la penumbra del coche, observó cier-
tos rasgos en él. Lightner padecía un leve enfisema, no era fumador,
probablemente tampoco era aficionado al alcohol y gozaba de una
salud bastante robusta en una década de programada fragilidad, los
ochenta años.
Lightner sonrió y miró por la ventanilla. El conductor de la li-
musina no era más que una oscura silueta al otro lado del cristal ahu-
mado.
Lark comprobó que la limusina estaba dotada de los acostumbra-
dos lujos en este tipo de vehículos: un pequeño televisor y unos re-
frescos helados en unas bolsas situadas en las puertas centrales.
¿Y café? ¿Habría también café?
-Hay café en el termo -dijo Lightner.
-No cabe duda de que es usted capaz de adivinar el pensamiento
-respondió Lark, echándose a reír.
-No, es que a estas horas de la mañana es lo que suele apetecer
-dijo Lightner, sonriendo por primera vez desde que se encontraran
en el aeropuerto, mientras observaba a Lark servirse una taza de café
caliente.
-¿Quiere un poco, Lightner?
-No, gracias. ¿Puede decirme lo que ha logrado averiguar su
amigo Mitch Flanagan ?
-No. No quiero revelárselo a nadie excepto a Rowan. Llamé a
Ryan Mayfair para pedirle dinero. Eso es lo que ella me ordenó que
hiciera. Pero no me dijo que informara a nadie sobre los resultados de
los análisis. Me dijo que se pondría en contacto conmigo tan pronto
como pudiera. Ryan Mayfair dice que es posible que Rowan esté he-
rida, o incluso muerta.
 
 
 
 
-Es cierto -dijo Lightner-. Me alegro de que haya venido.
-Estoy muy preocupado por Rowan. No me hizo gracia que de-
jara la universidad. No me hizo gracia que se casara. Tampoco me
hizo gracia que abandonara la medicina. De hecho, la noticia me dejó
tan asombrado como si alguien me hubiera anunciado de repente que
estaba a punto de producirse el fin del mundo. N o lo creí hasta que la
misma Rowan me lo comunicó.
-Recuerdo que durante el otoño le llamó con frecuencia. Le
preocupaba que usted no aprobara su decisión -dijo Lightner, en el
mismo tono amable y apacible de siempre-. Deseaba que la aconse-
jara sobre la creación del Mayfair Medical. Estaba convencida de que
csando usted se diera cuenta de que estaba decidida a construir ese
importante centro, comprendería que se había visto obligada a re-
nunciar a ejercer la medicina.
-Aparte de ser miembro de Talamasca, es usted amigo de ella,
¿no es cierto?
-Al menos, yo me consideraba su amigo. Puede que le haya fa-
llado. No lo sé. Quizá me haya fallado ella a mí -respondió Lightner
con un leve tono de amargura e irritación, pero sin perder la sonrisa.
-Debo confesarle algo, señor Lightner -dijo Lark-. Creí que
ese centro médico Mayfair era una fantasía. Cuando Rowan me lo
dijo, me pilló por sorpresa. Pero he hecho algunas indagaciones y he
podido comprobar que la familia posee recursos de sobra para fundar
el Mayfair Medical. Supongo que debí imaginarlo. Todo el mundo
hablaba de ello. Rowan es la mejor cirujana que he formado.
-No me cabe la menor duda. ¿Le comentó algo sobre las mues-
tras cuando habló con usted por teléfono? Usted me dijo que le había
telefoneado desde Ginebra el doce de febrero.
-Disculpe, pero antes de comentar este asunto quiero hablar con
Ryan, puesto que es su pariente más allegado, y con su marido. Luego
decidiremos lo que debemos hacer.
-Imagino que los del Instituto Keplinger se habrán quedado con
la boca abierta al contemplar las muestras -dijo Lightner-. Tengo
curiosidad por saber en qué consisten exactamente. ¿ Estaba Rowan
enferma cuando habló con usted? ¿Le envió algún tipo de material
médico que perteneciera a ella?
-Sí, me envió unas muestras de su sangre y tejidos, pero no me
consta que estuviera enferma.
-Digamos distinta...
-Sí. Distinta. Tiene usted razón.
Lightner asintió y siguió mirando por la ventanilla, a través de la
cual se distinguía un enorme cementerio lleno de casitas de mármol
con tejados en punta. El coche circulaba a toda velocidad entre el es-
caso tráfico. Era una carretera ancha y silenciosa. El paisaje tenía cier-
to aire de decadencia y deterioro, pero a Lark le gustaban los espacios
abiertos, la sensación de libertad, el hecho de no encontrarse blo-
queado en un atasco circulatorio como los que se producían conti-
nuamente en San Francisco.
-Mi situación en este asunto es delicada -dijo-. Como amigo
de Rowan, espero que lo comprenda.
El conductor viró hacia la salida de la carretera, deslizándose frente
al campanario de una vieja iglesia situada peligrosamente cerca de
la rampa de descenso. Lark sintió una sensación de alivio al alcanzar la
calle, aunque estaba sucia y abandonada. Le gustaba la sensación de
espacio y libertad de la que gozaba aquí, pese a sentirse un poco perdi-
do. Las cosas aquí se movían a un ritmo más pausado. Era una típica
población sureña.
-Sé lo que siente, Larkin -dijo Lightner-. Lo comprendo. Sé
lo que significan los datos confidenciales y la ética médica. Sé lo que
significan los buenos modales y la moral. La gente aquí concede gran
importancia a esas cosas. Me gusta vivir aquí. No es necesario que ha-
blemos de Rowan si no quiere. Podemos desayunar en el hotel, ¿ Le
parece bien? Quizá le apetezca echarse un rato. Podemos encontrar-
nos más tarde en la casa de la calle Primera. Está a pocas manzanas de
aquí. La familia se ha encargado de reservarle habitación.
-Este asunto es muy serio -dijo Lark de improviso.
El coche se había detenido frente aun hotelito con unos elegantes
toldos azules en la fachada. El portero se apresuró a abrir la puerta de
la limusina.
-Por supuesto que es muy serio -respondió Lightner-. Pero a
la vez es muy sencillo. Rowan ha dado a luz un extraño ser. Ambos
sabemos que no se trata de una criatura normal. Es el acompañante
masculino con el cual la vieron en Escocia. Lo que queremos saber es
si ese ser es capaz de reproducirse. Si puede tener descendencia con su
madre o con otros seres humanos, ¿no es así? La reproducción es la
parte más importante de la evolución. Si se tratara de un mutante do-
tado de un solo ojo, de algo creado por fuerzas externas, como la
radiación o una especie de fuerza telequinética, no estaríamos tan
preocupados. Procuraríamos encontrarlo y comprobar si Rowan es-
taba con él por propia voluntad O no. Luego..., probablemente lo eli-
minaríamos de un tiro.
-Está usted enterado de todo.
-No. Eso es lo peor. Pero sé que si Rowan le envió esas muestras
fue porque temía que ese ser fuera capaz de reproducirse. Entremos
en el hotel. Quisiera llamar a la familia para informarme sobre el ac-
cidente acaecido en Destin. Luego quiero hablar con los de Talamasca
respecto a Stólov. Yo también me alojo aquí. Es, por decirlo así, mi
oficina en Nueva Orleans. Me gusta este hotel.
-De acuerdo.
Mientras se dirigían al mostrador de recepción, Lark lamentó lle-
var tan sólo un maletín con una muda, pues temía que su estancia en
Nueva Orleans se prolongara más de lo previsto. La curiosidad y el
interés que despertaba en él este caso se mezclaban con una vaga sen-
sación de peligro, de haberse metido en un asunto turbio y complica-
do. No obstante, le gustaba el pequeño vestíbulo del hotel, las ama-
bles voces sureñas que oía a su alrededor, el gigantesco y elegante
ascensorista negro.
Debía comprar algunas cosas, pero ya tendría tiempo de hacerlo.
Lightner sostenía en la mano la llave de la habitación. La suite de Lark
estaba preparada. y Lark estaba dispuesto para ir a desayunar .
«Sí, eso era lo que temía Rowan», pensó Lark, mientras subían en
el ascensor. Recordaba que le había dicho: «Si esa criatura es capaz de
reproducirse...»
Claro que en aquellos momentos él no estaba seguro de a qué se
refería Rowan. Pero ella sí lo sabía. De haberse tratado de otra perso-
na, Lark habría creído que le estaba tomando el pelo. Pero Rowan
Mayfair no lo haría.
De todas formas, en estos momentos tenía demasiada hambre
para pensar en ello.  
 
 
 
 
8
 
La anciana Evelyn no solía responder cuando descolgaba el telé-
fono, sino que permanecía muda, y se limitaba a escuchar, salvo si
conocía a su interlocutor.
-Ha sucedido algo terrible, Evelyn -se apresuró a decir Ryan.
-¿Qué pasa, hijo? -preguntó la anciana con inusitada ternura.
La voz de Ryan sonaba frágil y débil, no como ella siempre la había
conocido.
-Han encontrado a Gifford en la playa de Destin. Dicen...
Ryan se detuvo, incapaz de continuar. Al cabo de unos momentos
habló Pierce, quien le comunicó que su padre y él estaban de camino.
Ryan cogió de nuevo el teléfono y le dijo que permaneciera junto a
Alicia, pues ésta se volvería loca cuando se enterara de la noticia.
-Comprendo -dijo la anciana Evelyn. Era cierto. Gifford no
estaba simplemente herida, sino muerta-. Trataré de localizar a Mona
-añadió con una voz apenas audible.
Ryan dijo en tono vago, confuso y apresurado que llamarían más
tarde, que Lauren se pondría en contacto con «la familia». Tras estas
palabras dieron por concluida la conversación. La anciana Evelyn
colgó y se dirigió al armario en busca de su bastón.
A la anciana Evelyn no le caía bien Lauren Mayfair. Según ella, era
una abogada arrogante y antipática, una mujer de negocios estéril y
fría que siempre había preferido los documentos legales a las perso-
nas. Pero era muy eficiente y se ocuparía de llamar a todo el mundo.
Excepto a Mona. Mona no estaba allí, y era preciso informar a Mona.
Mona estaba en la casa de la calle Primera. La anciana Evelyn lo
sabía. Quizás estuviera buscando el Victrola y las perlas.
La anciana Evelyn sabía que Mona había pasado la noche fuera de
casa. Pero no tenía que preocuparse de ella. Mona conseguiría cuanto
quisiera en la vida, cosa que no habían hecho ni Laura Lee, ni Cici, su
madre, ni su tía Gifford, ni la anciana Evelyn.
Gifford estaba muerta. Parecía imposible. «¿ Por qué no lo pre-
sentí cuando sucedió? -pensó la anciana Evelyn-. ¿Por qué no oí su
voz?»
Pero había que ocuparse de cosas prácticas. La anciana Evelyn se
detuvo en el pasillo, pensando en si debería ir en busca de Mona, re-
corriendo a pie las calles de la ciudad; se exponía a tropezar y caerse,
aunque nunca le había sucedido tal cosa. De pronto decidió hacerlo.
¿Quién sabe? Quizá fuera su última oportunidad para intentarlo.
Un año antes no se hubiera atrevido a salir sola. Pero el joven
doctor Rhodes la había operado de cataratas y ahora veía tan bien que
todos se quedaban asombrados. Es decir, cuando le contaba a la gente
lo que veía, lo cual no hacía a menudo.
La anciana Evelyn sabía perfectamente que el hecho de hablar era
indiferente. En ocasiones, pasaba varios años sin pronunciar palabra.
Pero la gente seguía con lo suyo, sin importarle. De todos modos, no
dejaban que le relatara a Mona sus historias. La anciana Evelyn había
meditado profundamente acerca de los viejos tiempos y no necesitaba
que alguien los analizara ni se los explicara.
¿De qué había servido, excepto para poder contarles a Alicia y Gif-
ford sus historias? ¿En qué habían consistido sus vidas? Ahora, Gifford
había muerto.
Le parecía asombroso que Gifford estuviera muerta. Total y ab-
solutamente muerta. Sí, Alicia se volvería loca, pensó, al igual que
Mona. y yo también, cuando lo sepa con certeza.
La anciana Evelyn entró en la habitación de Alicia. Ésta dormía
como un bebé. Durante la noche se había levantado y se había bebido
media botella de whisky, como si fuera una medicina. Su afición al
alcohol acabaría destruyéndola. «Debió haber muerto Alicia -pensó
la anciana Evelyn-, en lugar de Gifford.»
La anciana Evelyn arropó a Alicia y salió.
Bajó la escalera muy lentamente, tentando con el extremo del bas-
tón los escalones y la alfombra que los cubría para asegurarse de que no
había ningún objeto que pudiera hacerle tropezar. El día de su ochenta
cumpleaños se había caído. Fue el peor accidente que había sufrido en
su vejez, pues se rompió la cadera y tuvo que permanecer en cama una
buena temporada. Pero las semanas de reposo habían resultado benefi-
ciosas para su corazón, según dijo el doctor Rhodes.
-Vivirá hasta los cien años -le dijo.
El doctor Rhodes se encaró con los otros cuando éstos afirmaron
que era demasiado vieja para operarse de las cataratas.
 
 
 
 
-Se está quedando ciega, ¿no lo comprenden? Puedo devolverle
la vista. Está lúcida, discurre perfectamente.
La anciana Evelyn le había dado las gracias por salir en su defensa.
-¿Por qué no habla más a menudo con ellos? -le preguntó un
día el doctor en el hospital-. Creen que está medio loca.
Ella se había echado a reír.
-Tienen razón -contestó-. Además, todas las personas a las
que quería han muerto. Sólo queda Mona. y la mayor parte de las ve-
ces es Mona quien me habla a mí.
El doctor se había reído de buena gana.
De joven, la anciana Evelyn tampoco era muy locuaz. Lo cierto es
que de no haber sido por Julien quizá no hubiera pronunciado jamás
una palabra.
La anciana Evelyn deseaba relatarle a Mona la historia del tío Julien.
Quizá lo hiciera hoy mismo. «Sí -pensó-, se lo contaré todo. El Vic-
trola y las perlas están en casa. Puede quedarse con esas cosas.»
Se detuvo ante el espejo situado junto a la percha para sombreros,
en la entrada. Estaba satisfecha y lista para salir. Había dormido toda
la noche con su vestido de gabardina puesto, el cual era muy apropia-
do para un templado día de primavera como el que hacía hoy. Apenas
se había arrugado. Era muy sencillo dormir sentada, con las manos
cruzadas sobre las rodillas. Solía colocar un pañuelo sobre el respaldo
del sillón, junto a su mejilla, para no manchar el sillón en caso de que,
al doblar la cabeza mientras dormía, se le escapara un poco de saliva
por la comisura de la boca. Pero el pañuelo casi nunca estaba man-
chado, lo cual le permitía utilizarlo repetidas veces.
La anciana Evelyn no tenía ningún sombrero. Hacía muchos años
que no salía -salvo cuando asistió a la boda de Rowan Mayfair-, y no
sabía dónde había metido Alicia los suyos. Recordaba haberse puesto
uno para la boda, probablemente uno gris con un velito y unas flores
rosa. Pero quizá lo había soñado. Hasta la boda parecía un sueño.
No le apetecía volver a subir la escalera para ir en busca de un som-
brero. Además, acababa de peinarse. Llevaba el mismo peinado desde
hacía varios años, un moño recogido en la nuca. Era un peinado que
enmarcaba perfectamente su rostro. Nunca se había arrepentido de no
teñirse las canas. N o, no necesitaba ponerse un sombrero. En cuanto a
los guantes, no tenía ya nadie se le ocurría comprarle un par .
En la boda de Rowan Mayfair, .la antipática de Lauren Mayfair
había dicho: «La gente ya no lleva guantes», como si fuera un detalle
sin importancia. Puede que tuviera razón.
A la anciana Evelyn no le importaba lo de los guantes. Lucía unos
bonitos broches y alfileres. Llevaba las medias bien estiradas y los
cordones de los zapatos atados. Mona se los había atado ayer, bien
fuerte. Estaba lista para salir. No miró su rostro en el espejo, pues ya
no era el suyo, sino el viejo rostro de otra persona, lleno de arrugas,
frío y solemne, con los párpados caídos, la piel ajada, las cejas desdi-
bujadas y una pronunciada papada.
Prefería pensar en el paseo que daría. El mero hecho de pensar en
ello le alegraba, y también el que Gifford hubiera desaparecido, pues
si la anciana Evelyn se caía, o la atropellaba un coche, o se extraviaba,
su nieta Gifford ya no se pondría histérica. De pronto le parecía ma-
ravilloso haberse librado del cariño de Gifford, como si se hubiera
quitado un peso de encima. Mona acabaría también dándose cuenta de
que era una liberación. Pero no inmediatamente.
La anciana Evelyn atravesó el vestíbulo y abrió la puerta. Hacía
un año que no pisaba los escalones de la entrada, salvo para asistir ala
boda, y en aquella ocasión la habían transportado en brazos. No ha-
bía una barandilla donde sujetarse, pues la madera se había podrido
hacía años y Alicia y Patrick, en vez de arreglarla, la habían arrancado.
-¡Mi bisabuelo construyó esta casa! -había declarado la anciana
Evelyn-. Él mismo escogió la barandilla de un catálogo, y vosotros
habéis dejado que la madera se eche a perder.
Malditos fueran. y maldito fuera también su bisabuelo. Evelyn
odiaba esa gigantesca sombra que había presidido su infancia, el ira-
cundo Tobias, que siempre se metía con ella, agarrándole la mano y
Imurmurando: «Tienes la marca de una bruja, mírala», mientras le pe-
llizcaba el sexto dedo. Ella jamás le había dirigido la palabra.
Pero el hecho de que una casa se cayera a pedazos era más impor-
tante que el odio que te inspiraba la persona que la había construido.
Es posible que lo único bueno que hubiera hecho Tobias Mayfair
fuese construir esta casa. Fontevrault, su hermosa plantación, había
desaparecido; al menos eso era lo que solían decirle ala anciana Eve-
lyn cuando pedía que la llevaran a visitarla: «¿Esa vieja casa? La
inundaron las aguas del pantano.» Pero quizás estuvieran mintiendo.
Quizá se pudiera ir andando hasta Fontevrault y comprobar que la
casa todavía estaba en pie.
No, eso era un sueño. La hermosa casa de la calle Amelia se alzaba
en la esquina de la avenida. Deberían hacer algo...
Con o sin barandilla, la anciana Evelyn podía arreglárselas per-
fectamente ahora que había recuperado la vista. Bajó los escalones con
cuidado, apoyándose en el bastón, y se encaminó hacia la verja. Por
primera vez en muchos años, había logrado salir de esa casa por su
propio pie.
Protegiéndose los ojos del resplandor del sol, que se reflejaba en
los cristales de los vehículos, la anciana Evelyn atravesó la zona de la
avenida que daba al lago. Tras aguardar unos momentos a que cam-  
biara la luz del semáforo, cruzó la amplia avenida sin mayores pro-
blemas.
Siempre le había gustado el paseo que discurría junto al río. Sabía
que hallaría a Patrick en el restaurante de la esquina, bebiendo mien-
tras desayunaba, como de costumbre.
Cruzó la calle Amelia y una callejuela llamada Antonine, que daba
a Amelia, y se detuvo en la esquina, mirando a través de la luna del res-
taurante. Vio a Patrick -pálido y demacrado- sentado en una mesa
situada al fondo, comiéndose unos huevos acompañados de una cer-
veza. Patrick no la vio. Probablemente permanecería ahí, bebiendo
cerveza y leyendo el periódico, durante buena parte del día. Luego se
dirigiría al centro de la ciudad, a tomarse unas copas en un bar que solía
frecuentar en el barrio francés. Hacia el atardecer, Alicia se despertaría
y lo llamaría al bar, gritando y exigiéndole que regresara a casa.
Patrick estaba ahí, pero no la vio. ¿Cómo iba a verla? Jamás hu-
biera imaginado que la anciana Evelyn era capaz de salir de casa sola.
Eso era justamente lo que ella deseaba. La anciana Evelyn prosi-
guió su camino hacia el centro de la ciudad sin que nadie la viera, sin
que nadie tratara de detenerla.
Mientras caminaba se admiró de lo claramente que veía las encinas
y la hierba de los parques, y las basuras que aún quedaban del martes
de carnaval, amontonadas junto a las aceras y en los contenedores,
que no eran lo suficientemente grandes para contenerlas.
Pasó frente a los urinarios portátiles que solían instalar en las ca-
lles el martes de carnaval, de los cuales emanaba un olor apestoso, y
bajó por la avenida Luisiana. Todo estaba lleno de basuras. De las ra-
mas de los árboles colgaban collares de cuentas de plástico, que la
gente había arrojado desde las ventanas y que relucían bajo el sol. No
existía un espectáculo más sórdido y lamentable que la avenida de
Saint Charles después del martes de carnaval, pensó la anciana Evelyn
mientras continuaba su camino.
Se detuvo ante un semáforo, junto a una mujer de color, bien ves-
tida y de aspecto agradable.
-Buenos días, Patricia -dijo la anciana Evelyn.
La mujer se volvió y la miró sobresaltada bajo su sombrero de
paja negro.
-¡Pero si es la anciana señorita Evelyn! -exclamó-. ¿Qué hace
usted aquí?
-Me dirijo al Garden District. No se preocupe, Patricia, llevo un
bastón. Ojalá me hubiera puesto los guantes y el sombrero, pero no
he podido encontrarlos.
-Es una lástima, señorita Evelyn -respondió la anciana ama-
blemente, con voz suave y melosa.
 
 
 
 
Patricia solía ir a visitarla con frecuencia, acompañada de su niete-
cito, que podía pasar por un niño blanco, aunque no lo era.
Había sucedido algo muy importante.
-Descuide, me encuentro perfectamente -dijo la anciana Eve-
lyn-. Mi sobrina está en el Garden District. Tengo que darle el Vic-
trola.
De pronto comprendió que Patricia no estaba enterada del asun-
to. Habían charlado en varias ocasiones, pero no conocía toda la his-
toria. ¿Cómo iba a conocerla? La anciana Evelyn creyó por un mo-
mento que estaba al corriente de todo, pero se había confundido.
Patricia siguió hablando, pero la anciana Evelyn no le prestó
atención, pues el semáforo ya se había puesto verde.
La anciana Evelyn cruzó la calle apresuradamente, evitando la isla
que se alzaba en el centro, a fin de no cansarse subiendo y bajando de ésta.
Andaba demasiado despacio para llegar al otro extremo de la calle
antes de que cambiaran las luces. Hace veinte años sí lo conseguía,
cuando recorría este mismo trayecto para contemplar la casa de la ca-
lle Primera y echar un vistazo a la pobre Deirdre, sentada en una me-
cedora en el porche.
Todos los jóvenes de esa generación habían muerto, pensó la ancia-
na Evelyn, sacrificados, por decirlo así, en aras de la maldad y la estupi-
dez de Carlotta Mayfair. Carlotta Mayfair había drogado y asesinado a
su sobrina Deirdre. Pero no merecía la pena pensar en esas cosas.
Sin embargo, multitud de confusos recuerdos se agolpaban en su
mente.
Cortland, el amado hijo de Julien, había muerto al caer por la esca-
lera de su casa. Eso también había sido culpa de Carlotta. Habían
trasladado su cuerpo al hospital de Touro, situado aun par de manza-
nas de distancia. La anciana Evelyn se encontraba sentada en el porche,
desde el cual distinguía los muros de piedra del hospital. Se había dis-
gustado mucho al saber que el pobre Cortland había fallecido ahí, a dos
manzanas de distancia, rodeado de extraños en la sala de urgencias.
Cortland era el padre de la anciana Evelyn. En fin, eso no tenía
importancia. Julien sí había sido importante para ella, y Stella, pero su
padre y su madre, no.
Barbara Ann había muerto de parto, al dar a luz ala anciana Eve-
lyn. Pero ella no la recordaba como su madre; constituía simplemente
un camafeo, una silueta, un retrato al óleo. «Ésa es tu madre», solían
decirle. En el desván había un baúl lleno de vestidos suyos, un rosario
y unos tapetes que no había podido terminar de bordar.
Durante unos instantes la anciana Evelyn perdió el hilo. ¿En qué
estaba pensando? Ah, sí, en los asesinatos cometidos por Carlotta
Mayfair, quien gracias a Dios estaba ya muerta y sepultada.
 
 
 
 
El asesinato de Stella había sido el golpe más duro que había reci-
bido la anciana Evelyn. Sin duda era obra de Carlotta, ella era la res-
ponsable de su muerte. En los dorados tiempos de 1914, Julien y
Evelyn sabían que ocurrirían esas desgracias, pero no fueron capaces
de evitarlas.
Durante un instante, la anciana Evelyn vio de nuevo las palabras
del poema, como solía verlas años atrás, cuando las recitaba en voz
alta ante Julien, sentada en el desván. «Las veo, pero no sé lo que sig-
nifican. »
 
Sembrarán el dolor y el sufrimiento,
la sangre y el terror.
y el edén primaveral se convertirá
en un valle de lágrimas.
 
¡Qué tiempos aquellos! Los recordaba perfectamente, pero sin
perder de vista el presente, el cual no dejaba de ofrecer ciertas venta-
jas. La anciana Evelyn siguió paseando, gozando de la fresca brisa.
Al pasar frente a la calle Toledano vio un solar. ¿Es que no iban a
comenzar nunca las obras? ¡Yesos edificios de apartamentos tan feos
que habían venido a sustituir a unas maravillosas mansiones, unas ca-
sas más espléndidas que la suya! Le dolía pensar en todas las personas
que habían muerto desde la época en que solía llevar a Gifford ya
Alicia al centro, o al parque, y con las cuales se cruzaba a menudo.
Pero la avenida seguía ofreciendo un aspecto muy hermoso. Frente a
ella pasó un tranvía y dobló por una de las innumerables esquinas de
la avenida Chestnut. La anciana Evelyn solía tomar el autobús para
dirigirse ala casa de la calle Primera. Por supuesto, ahora era dema-
siado vieja para montar en un autobús.
No recordaba cuándo dejó de viajar en tranvía; sólo recordaba
que fue hace muchos años. Una noche, cuando regresaba a casa, estu-
vo apunto de caer del tranvía. Al tropezar, soltó unas bolsas de Marks
Isaacs y de la Maison Blanche que llevaba en la mano, y el conductor
se apresuró a ayudarla. Había sido muy embarazoso. Sin despegar los
labios, la anciana Evelyn hizo un gesto con la cabeza y tocó la mano
del conductor para expresarle su agradecimiento.
El tranvía pasó de largo, levantando una polvareda y dejando ala
anciana Evelyn en medio de la calle, en terreno neutral, acosada por
los vehículos que se precipitaban hacia ella desde todas partes, mien-
tras contemplaba impotente la casa que se alzaba al otro lado de la
calle.
«¡Quién iba a decirme que viviría otros veinte años, y que ente-
rraría a Deirdre ya la pobre Gifford!», pensó la anciana Evelyn.
 
 
 
 
El año en que murió Stella creyó que ella también moriría. Al
igual que cuando murió Laura Lee, su única hija. Pensó que si dejaba
de hablar, la muerte no tardaría en llevársela.
Pero no fue así. Alicia y Gifford la necesitaban. Al cabo de un
tiempo Alicia se casó y tuvo a Mona, la cual también la necesitaba. El
nacimiento de Mona le había proporcionado una nueva voz.
No quería pensar en esas cosas tan tristes. Hacía una mañana de-
masiado hermosa para deprimirse. Trataba de hablar con la gente,
pero le resultaba algo completamente antinatural.
Oía que los demás le hablaban; mejor dicho, veía que movían los
labios para reclamar su atención. Pero ella permanecía encerrada en
sus sueños, paseando por las calles de Roma sujetando a Stella de la
cintura o tendida junto a ella en la pequeña habitación del hotel, be-
sándola apasionadamente en las sombras -una mujer yaciendo junto
a otra mujer-, con sus pechos apoyados suavemente contra ella.
Eran unos tiempos gloriosos. Gracias a Dios, en aquel entonces
no sabía lo triste que sería todo... después. Sólo había recorrido el
mundo en una ocasión, con Stella, y cuando ésta murió fue como si
el mundo hubiera muerto también.
¿Cuál había sido el amor más importante de su juventud ? ¿Julien,
con el que había pasado tantos ratos en el desván, o Stella, la gran
aventurera? Resultaba difícil decirlo.
De una cosa estaba segura. Era Julien quien la atosigaba, a quien
veía estando despierta; era su voz la que oía. Durante un tiempo estu-
vo convencida de que Julien aparecería un día en casa, como había
hecho cuando ella tenía trece años, encarándose con su bisabuelo y
gritando: «¡Déjala salir, imbécil!» Ella estaba encerrada en el desván,
temblando de miedo. Julien había ido a rescatarla. Era natural. Re-
cordaba que Julien solía decirle: «Dale cuerda al Victrola, Evelyn.
Quiero que pronuncies mi nombre.»
La trágica muerte de Stella había hecho que desapareciera de una
forma más definitiva, convirtiéndola en un dulce y melancólico dolor,
como si al exhalar su último suspiro hubiese subido al cielo. La an-
ciana Evelyn estaba segura de que Stella había subido al cielo. Era
imposible que una persona que había hecho feliz a tanta gente fuera al
infierno. Pobre Stella. Nunca había sido realmente una bruja; tan sólo
una niña. Quizá los espíritus bondadosos no querían atosigar a los
vivos, sino que hallaban enseguida la luz y otras cosas más interesan-
tes que hacer. Stella era recuerdos, sí, pero jamás un fantasma.
Un día, en la habitación del hotel de Roma, Stella introdujo la
mano entre las piernas de Evelyn.
-No temas. Déjame tocarte y contemplarte -dijo, separándole
las piernas-. No debes avergonzarte. No temas, con una mujer no
debes temer nada. Lo sabes. ¿Acaso no se mostraba cariñoso contigo
el tío Julien?
-Preferiría bajar las persianas -murmuró Evelyn-. Me molesta
la luz, el ruido de la plaza. No sé.
Pero estaba excitada y deseaba a Stella. Le parecía asombroso po-
der acariciar todo su cuerpo, chupar sus pechos y dejar que se tendie-
ra sobre ella. Amaba a Stella con locura. En aquellos momentos, de-
seaba sumergirse y ahogarse dentro de ella.
En cierto modo, la vida de la anciana Evelyn terminó la noche en
que Stella murió a causa de un disparo, en 1929.
La anciana Evelyn vio a Stella desplomarse en el suelo y al hom-
bre de Talamasca, ese Arthur Langtry , arrebatarle apresuradamente a
Lionel Mayfair la pistola de las manos. Poco después, Langtry falleció
en alta mar. «Pobre imbécil», pensó la anciana Evelyn. Stella deseaba
fugarse con él, marcharse a Europa y dejar a Lasher con su hijo. ¡Qué
locura! La anciana Evelyn trató de prevenirla contra esos hombres de
Europa que tenían unos libros y unos gráficos secretos; trató de ex-
plicarle que no debía relacionarse con ellos. Carlotta, en cambio, lo
sabía perfectamente.
Y ahora había aparecido de nuevo uno de esos hombres; pero na-
die sospechaba nada. Se llamaba Aaron Lightner; hablaban de él como
si fuera un santo porque conocía toda la historia del clan, remontán-
dose a los tiempos de Donnelaith. ¿Qué sabían ellos de Donnelaith?
En ocasiones, cuando yacían juntos mientras sonaba un disco en el
Victrola, Julien insinuaba cosas terribles. Julien había visitado ese lu-
gar de Escocia. Los otros, no.
De no ser por la pequeña Laura Lee, la anciana Evelyn hubiera
muerto al fallecer Julien. No quería abandonar a su hija. Siempre ha-
bía un niño que se aferraba a ella, impidiendo que abandonara este
mundo. Laura Lee. y ahora Mona. Quizá viviera lo suficiente para
conocer al hijo de Mona.
Stella se había presentado con un vestido para Laura Lee, y para
llevarla a la escuela. De repente, dijo:
-Querida, olvida esas tonterías de enviarla a la escuela. Pobreci-
ta. Siempre detesté la escuela. Vendréis a Europa con nosotros. Nos
acompañaréis a Lionel ya mí. No podéis permanecer siempre en el
mismo sitio, sin conocer el mundo.
Evelyn no habría visitado Roma, París y Londres de no haberla
llevado Stella, su amada Stella, la cual no era fiel por naturaleza, pero
sí leal. Stella le había enseñado que era mucho más importante la leal-
tad que la fidelidad.
La noche en que murió Stella, Evelyn llevaba un vestido de seda
gris con un collar de perlas: las perlas de Stella. Cuando se llevaron a
Lionel, Evelyn se arrojó sobre la hierba y rompió a llorar. El vestido
quedó inservible. La casa estaba llena de fragmentos de vidrio. Stella
yacía en el suelo encerado, mientras las bombillas de los flashes des-
telleaban a su alrededor, en el mismo lugar donde habían estado bai-
lando. El hombre de Talamasca había huido horrorizado.
¿Presentías también esto, Julien ? ¿ Acaso se ha cumplido el vatici -
nio del poema? Evelyn lloró desconsoladamente y, más tarde, cuan-
do todos se habían retirado, cuando ya se habían llevado el cuerpo de
Stella, cuando reinaba la calma y la casa de la calle Primera estaba a
oscuras, aparte de algún débil reflejo procedente de los fragmentos
de vidrio desparramados por el suelo, Evelyn entró sigilosamente en
la biblioteca, sacó unos libros y abrió un lugar secreto en la pared de la
librería, que Stella utilizaba para esconder cosas.
Stella había ocultado en él las fotografías en que aparecían ambas,
sus cartas y todos los objetos que no quería que viera Carlotta. «No
quiero que sepa lo nuestro, pero tampoco estoy dispuesta a quemar
nuestras fotografías», le había dicho.
Evelyn se quitó el collar de perlas, que pertenecía a Stella, y lo
depositó en el escondrijo, junto con los recuerdos de su dulce y ma-
ravillosa relación.
-¿Por qué no podemos amarnos siempre, Stella? -le preguntó
un día abordo del barco en el que regresaban a casa.
-El mundo real jamás aceptará el hecho de que nos amemos -res-
pondió Stella, que había iniciado otra relación con uno de los pasaje-
ros-. Pero nos seguiremos viendo. Alquilaré un pequeño apartamen-
to para poder reunirnos en él.
Stella cumplió su palabra y alquiló un coqueto apartamento don-
de solían citarse.
Laura Lee siguió asistiendo a la escuela con toda normalidad. Ja-
más sospechó nada.
Evelyn disfrutaba haciendo el amor con Stella en el pequeño
apartamento con sus desnudos muros de ladrillos, contiguo aun rui-
doso restaurante, sin que ningún miembro del clan Mayfair sospe-
chara nada. «Te quiero, amor mío.»
Evelyn sólo le había mostrado el Victrola de Julien a Stella. Sólo
Stella sabía que Evelyn se lo había llevado de la casa de la calle Prime-
ra, tal como le pidiera Julien. Julien, el fantasma que permanecía siem-
pre junto a ella, de quien ella imaginaba con frecuencia el tacto de su
pelo, de su piel...
Durante muchos años después de la muerte de Julien, Evelyn su-
bía sigilosamente a su habitación y, tras darle cuerda al Victrola, ponía
uno de los viejos discos, generalmente el vals de La Traviata. Luego
cerraba los ojos e imaginaba que estaba bailando con Julien, tan dis-
tinguido y ágil pese a su edad, siempre dispuesto a reírse de las ironías
de la vida, tan tolerante con los defectos humanos. A veces, Evelyn
ponía el disco del vals para la pequeña Laura Lee.
«Tu padre me regaló este disco», le decía a su hija. La niña mos-
traba una expresión tan triste que Evelyn sentía deseos de llorar .
Evelyn se preguntaba si Laura Lee habría conocido alguna vez la feli-
cidad. Como mucho, había conocido la paz y el sosiego.
¿Podía Julien oír el Victrola? ¿Estaba vinculado a la tierra por
propia voluntad ?
-Se avecinan malos tiempos Evie. Pero no cejaré en mi empeño.
No descenderé silenciosamente a los infiernos para dejar que él
triunfe. Conseguiré trascender la muerte, lo mismo que él. Medraré en
las sombras. Haz sonar esa canción para ayudarme a regresar .
Stella se quedó atónita cuando años más tarde Evelyn le relató las
historias de Julien, mientras comían espaguetis y bebían vino y escu-
chaban música Dixieland en el apartamento del barrio francés.
-¡Conque fuiste tú quien se llevó el pequeño Victrola! -excla-
mó-. Ya lo recuerdo, pero creo que te confundes, Evie. Julien estaba
siempre tan alegre que no puedo creer que tuviera miedo.
»Por supuesto que recuerdo el día que mamá quemó sus cuader-
nos. Julien se puso furioso. Luego fuimos a buscarte. ¿Te acuerdas?
Le dije que estabas encerrada en el desván de la casa de la calle Amelia,
como una prisionera, para azuzarlo. iQué cantidad de cuadernos! No
sé de qué trataban. Pero luego, cuando empezaste a ir a la calle Pri-
mera, se sentía feliz. Creo que fue feliz hasta su muerte.
-Sí, era feliz -repitió Evelyn-. Conservó la lucidez hasta el día
de su muerte.
La anciana retrocedió mentalmente a aquella época. Imaginó que
trepaba por la parra adosada ala pared de estuco. Era maravilloso
sentirse ágil y fuerte de nuevo, siquiera unos instantes, mientras tre-
paba aferrándose a las parras ya las húmedas flores, hasta alcanzar el
tejado del porche del segundo piso, a muchos metros de distancia del
suelo, y ver a Julien a través de la ventana, en la cama de latón.
-¡Evelyn! -exclamó, levantándose de un salto. Evelyn nunca le
había contado a Stella ese episodio.
Evelyn tenía trece años el día en que Julien la llevó por primera
vez a su habitación.
En cierto aspecto, ese día se sintió nacer. Podía hablar con Julien
como no podía hacerlo con nadie más. Se sentía impotente en su si-
lencio, el cual interrumpía de vez en cuando para protestar cuando su
abuelo la azotaba o cuando los demás le rogaban que dijera algo. En-
tonces solía hablar en verso, porque en realidad no se dirigía a ellos,
sino que recitaba palabras al azar.
 
 
 
 
Julien le pidió que le recitara esos extraños versos, sus profecías.
Julien estaba asustado. Sabía que se avecinaban malos tiempos.
Se sentían alegres y felices, el anciano y la niña que se negaba a..
hablar. Por las tardes, él le hacía el amor lentamente con menos des-
treza que Stella, sí, pero había que tener en cuenta que era un viejo. Él
le pedía perdón por tardar tanto en acabar, pero le proporcionaba a
Evelyn un gran placer con sus besos, sus abrazos, sus hábiles manos y
las palabras eróticas que le murmuraba al oído mientras la acariciaba. ,
Tanto Julien como Stella eran expertos en el arte de besar y acariciar.
Sabían convertir el amor en algo suave y maravilloso. y cuando
llegó la violencia, Evelyn estaba preparada, incluso la deseaba.
-Sí, se avecinan malos tiempos -dijo Julien-. No puedo decirte ,
más, bonita. No me atrevo a explicártelo. Ella ha quemado mis cua-
dernos en una hoguera, sobre el césped. Quemó lo que me pertenecía.
Al quemarlos, es como si hubiera quemado mi vida. Quiero que te
lleves el Victrola de esta casa. Quiero que lo conserves en recuerdo
mío. Es mío, es un objeto que he amado, que he tocado, al que he im-
buido de mi espíritu como cualquier mortal puede imbuir un objeto
de su espíritu. Guárdalo a buen recaudo, Eve, haz que el vals suene
para mí.
»Regálaselo a alguien que lo conserve cuando Mary Beth haya
muerto. Mary Beth no vivirá eternamente, ni yo tampoco. No dejes
que caiga en manos de Carlotta. Ya llegará el momento...
Tras estas palabras Julien se había sumido de nuevo en la tristeza.
Era mejor hacer el amor .
-No puedo evitarlo -dijo Julien-. Veo lo que va a suceder,
pero no puedo hacer nada. No sé lo que es posible. ¿Y si el infierno
estuviera totalmente desierto ? ¿Y si no hubiera nadie allí a quien
odiar? ¿Y si fuera como la noche oscura que se cierne sobre Donne-
laith, en Escocia? En tal caso, Lasher procede del infierno.
-¿Dijo realmente esas cosas? -le preguntó Stella a Evelyn años
atrás, un mes después de esa conversación entre Julien y ésta.
Stella había sido asesinada. En el año 1929, Stella había cerrado los
ojos para siempre. Habían pasado muchas cosas desde la muerte de
Stella. Cosas que habían afectado a muchas generaciones. Al mundo.
En ocasiones, a Evelyn le consolaba oír a Mona, a su querida y
pelirroja Mona, protestar contra el modernismo.
-Está apunto de acabar el siglo -solía decir-, y los estilos más
coherentes y válidos se desarrollaron en los primeros veinte años.
Stella lo presenció. Si contempló obras del art deco, si escuchó músi-
ca de jazz, si admiró un Kandinski, vio el siglo xx. ¿ Qué ha habido
desde entonces? Fíjate en estos anuncios de un hotel de Miami. Pare-
cen hechos en 1923, cuando tú viajabas por el mundo con Stella.
 
 
 
 
Sí, Mona era un consuelo para ella.
-Puede que me marche a Inglaterra con ese hombre de Talamas-
ca -dijo un día Stella, poco antes de morir. Estaban comiendo espa-
guetis y miró a Evelyn con aire pensativo, sosteniendo el tenedor en
alto, como si tuviera que decidirlo allí mismo. Era como si deseara
huir de la casa de la calle Primera, de Lasher, pedir ayuda a esos ex-
traños personajes.
-Pero Julien nos ha prevenido contra esos hombres, Stella. Dijo
que eran los alquimistas de mi poema. Dijo que a la larga nos harían
daño. Ésa fue la palabra que utilizó, Stella, nos advirtió que no tuvié-
ramos ningún trato con ellos.
-Ese hombre de Talamasca se ha propuesto averiguar lo del ca-
dáver del desván. Cuando uno es un Mayfair puede asesinar impune-
mente a quien le plazca, nadie hace nada al respecto -contestó Stella.
Un mes más tarde su hermano Lionel la mató.
Nadie sabía lo del Victrola ni el asunto entre Julien y Evelyn. La
única testigo viva de Evelyn había muerto.
No resultó empresa fácil sacar el Victrola de la casa. Un día, du-
rante la última enfermedad de Julien, éste aguardó a que Mary Beth y
Carlotta hubieran salido y envió a los chicos en busca de la «otra caja
de música» , como se empeñaba en llamarlo, que estaba en el comedor .
Una vez que Julien dispuso de otro gramófono, más grande que el
Victrola, en el que poner sus queridos discos a todo volumen, le dijo a
Evelyn que podía llevarse el Victrola. Le ordenó que cantara con voz
clara y potente mientras se dirigía hacia su casa cargada con el aparato,
como si estuviera sonando un disco.
-La gente me tomará por loca -protestó ella suavemente. Luego
se miró las manos, concretamente la izquierda, que tenía seis dedos, la
marca de las brujas.
-¿Qué te importa lo que piense la gente? -respondió Julien son-
riendo. Siempre había tenido una sonrisa muy hermosa. Sólo aparenta-
ba la edad que tenía cuando estaba dormido. Le había dado cuerda al
gramófono-. Puedes llevarte estos discos de ópera, tengo otros. Llé-
vatelos a tu casa. Si pudiera comportarme como un caballero y trans-
portar el Victrola y los discos a tu casa, no dudaría en hacerlo. Cuando
llegues a la avenida, coge un taxi. El taxista te ayudará a transportar-
lo todo.
Evelyn echó a caminar cargada con el Victrola, como un mona-
guillo en una procesión, cantando una canción que sonaba en el gra-
mófono grande.
Al llegar a la esquina de Prytania y la calle Cuarta se detuvo y dejó
el aparato en el suelo, pues le dolían los brazos. Se sentó en la acera,
con los codos apoyados en las rodillas, y descansó un rato mientras
observaba los vehículos que circulaban por la calle. Luego cogió un
taxi, cosa que jamás había hecho, y al llegar a su casa le entregó al
taxista los cinco dólares que le había dado Julien y le pidió que trans-
portara el Victrola hasta el desván.
Un aciago día, poco después de morir Julien, Mary Beth se pre-
sentó en su casa y le preguntó si tenía «algún objeto perteneciente a
Julien», si se había llevado algo de su habitación. Evelyn meneó la ca-
beza, negándose como de costumbre a responder. Mary Beth se dio
cuenta de que estaba mintiendo.
-¿Qué es lo que te dio Julien? -preguntó.
Evelyn se sentó en el suelo del desván, de espaldas al armario, que
estaba cerrado con llave y contenía el Victrola, negándose a respon-
der. «Julien está muerto -pensó-, Julien está muerto.»
En aquellos momentos aún no sabía que estaba encinta, no sabía
que llevaba en el vientre a la pobre Laura Lee. Por las noches, vagaba
por las calles en silencio, sin dejar de pensar en Julien, y no se atrevía a
tocar el Victrola mientras hubiera alguna luz encendida en la enorme
casa de la calle Amelia.
Años más tarde, cuando murió Stella, fue como si se abriera la
vieja herida y ambas heridas se convirtieran en una sola: la pérdida de
sus dos maravillosos amores, la pérdida de la única cálida luz que ha-
había penetrado los misterios de su vida, de la música, del fuego.
-No intentes obligarla a hablar -le dijo su bisabuelo a Mary
Beth-. Vete de aquí. Regresa a tu casa. Déjanos en paz. No tienes
nada que hacer aquí. Si en esta casa hay algo perteneciente a ese abo-
minable sujeto, yo mismo lo destruiré.
Era un hombre cruel, su bisabuelo. De haber podido, habría ma-
tado a Laura Lee. «¡Son unas brujas!», exclamó una vez, blandiendo
un cuchillo y amenazando con cortar el sexto dedo que tenía Evelyn
en la mano. Evelyn se puso a gritar como una loca. Por fortuna, los
otros -Pearl, Aurora y los de Fontevrault- consiguieron detenerlo.
Pero Tobias, el mayor, era el peor de todos. Odiaba a Julien a
causa del incidente acaecido en 1843, cuando éste mató a su padre,
Augustin, en Riverbend, siendo Julien un niño, Augustin un mucha-
cho joven y Tobias, el aterrado testigo, un bebé de pocos meses que
aún llevaba vestidos. Así era como vestían, en aquella época, a los ni-
ños de corta edad. «¡Vi a mi padre caer muerto a mis pies!»
-No quise matarlo -le explicó Julien a Evelyn mientras yacían
en el lecho-. No pretendía que una de las ramas de la familia se se-
parara de la otra con odio y rencor. Pese a los esfuerzos de los demás,
la familia ha quedado desunida. Ahora existen dos bandos, los de aquí
y los de la calle Amelia. Lamento mucho lo ocurrido. Yo era un ni-
ño, y aquel imbécil no sabía administrar la plantación. No tengo re-
paros en disparar contra alguien si me veo obligado a hacerlo, pero no
fue premeditado, te lo juro. No quise matar a tu tatarabuelo. Fue un
lamentable error.
A Evelyn no le importaba. Odiaba a Tobias. Los odiaba a todos.
Eran unos viejos insoportables.. ..
Sin embargo, fue con un viejo con el que hizo el amor por primera
vez, en el desván de Julien.
Recordaba las noches en que se dirigía a pie a la casa de la calle
Primera y trepaba por la enredadera hasta alcanzar el piso superior. Al
volverse y contemplar el suelo, le entraba vértigo.
Allí, sobre esas losas, había muerto la pobre Antha, pero entonces
todavía no habían ocurrido las horribles muertes de Stella y Antha.
Siempre recordaría con nostalgia la gruesa y suave enredadera
mientras trepaba por ella.
-Ah, chèrie -solía decir Julien, abriendo la ventana para reci-
birla-. Estás loca, amor mío. Mon Dieu!, podías haberte matado.
-No temas -murmuraba ella, a salvo en sus brazos.
Ni siquiera Richard Llewellyn, el chico al que Julien mantenía,
había conseguido separarlos. Richard siempre llamaba a la puerta de la
habitación de Julien antes de entrar. Evelyn no estaba segura de lo que
sabía Richard Llewellyn. Años atrás, éste habló con el hombre de
Talamasca, aunque Evelyn le había pedido que no lo hiciera. Al día
siguiente, Richard fue a visitarla.
-¿Le hablaste de mí? -inquirió Evelyn. Richard era muy viejo.
No tardaría en morir.
-No, no le dije nada. No quería que creyera...
-¿Qué? ¿Que Julien era capaz de acostarse con una muchacha de
mi edad? -replicó Evelyn, soltando una carcajada-. Te advertí que
no hablaras con ese hombre.
Richard murió al cabo de un año y Evelyn heredó sus viejos dis-
cos. Richard debía de estar enterado de lo del Victrola, pues de lo
contrario no le hubiera dejado sus viejos discos.
Evelyn debió haberle regalado el Victrola a Mona años atrás, sin
tantas ceremonias, prescindiendo de sus estúpidas nietas, Alicia y Gif-
ford. Era muy propio de Gifford confiscarlo todo, el gramófono y el
hermoso collar de perlas.
-¡No te atrevas a hacer semejante cosa!
También era muy propio de Gifford confundirse, meter la pata.
Se había quedado horrorizada cuando la anciana Evelyn recitó el
poema.
-¿Por qué te regaló Julien el Victrola? ¿Qué pretendía con ello?
-le preguntó-. Era un brujo y tú lo sabes. Un brujo como los otros.
Luego Gifford le confesó que se había llevado esas cosas y había  
vuelto a ocultarlas en la casa de la calle Primera, de la que, según ella,
jamás debieron salir .
-¡Serás imbécil! -exclamó la anciana Evelyn-. ¿Por qué lo hi-
ciste? ¡Eran para Mona! ¡Mona es su biznieta! No debiste llevar el
Victrola a esa casa, donde sin duda lo encontrará Carlotta y lo des-
truirá.
De pronto Evelyn recordó que Gifford había muerto esa mañana.
Echó a andar por la avenida Saint Charles hacia la calle Primera,
pensando en que su estúpida e irritante nieta había muerto.
«¿Por qué no lo presentí? ¿Por qué no viniste a comunicármelo,
Julien?»
Hacía más de medio siglo, Evelyn oyó la voz de Julien una hora
antes de morir éste. Al oír que la llamaba, Evelyn se levantó de un
salto, abrió la ventana de par en par, aunque estaba lloviendo, y vio a
Julien de pie, junto aun hermoso caballo negro. Al principio no lo
reconoció, pues temía que ya hubiera muerto. Julien agitó la mano
alegremente y dijo:
-Au revoir, ma chèrie.
Evelyn salió y echó acorrer a lo largo de diez manzanas hasta lle-
gar a la casa de la calle Primera, trepó por la enredadera y durante
unos preciosos momentos contempló sus ojos, en los que aún palpi-
taba la vida, clavados en los suyos. «¡Oh, Julien, oí que me llamabas.
Te he visto. He visto la encarnación de tu amor.» Evelyn abrió la
ventana y se asomó al interior de la habitación.
-Deseo incorporarme, Eve -murmuró él-. Ayúdame, Evie,
me estoy muriendo. Ha llegado la hora de mi muerte.
Los demás no se percataron de la presencia de ella.
Evelyn permaneció en cuclillas sobre el tejado del porche, calada
hasta los huesos, escuchando sus voces. Los otros se apresuraron a
cerrar la ventana, amortajaron el cadáver y enviaron recado al resto
de la familia, mientras ella permanecía oculta tras la chimenea, pen-
sando: «¡Ojalá me cayera un rayo encima! Deseo morir. Julien ha
muerto.»
-¿Qué te dio Julien? -le preguntaba Mary Beth cada vez que iba
a verla, año tras año.
Al hacerle esa pregunta, Mary Beth miraba fijamente a la pequeña
Laura Lee, una niña débil y delgaducha muy distinta de los robustos
bebés que todos se precipitan a estrechar entre sus brazos. Mary Beth
sabía que Julien era el padre de Laura Lee.
Los otros la odiaban. «Es hija de Julien, no hay más que verla. Fi-
Jaos, tiene un sexto dedo, como todas las brujas, como su madre.»
Total, sólo se trataba de un diminuto dedo adicional. La mayoría
de las personas ni siquiera reparaban en él. Laura Lee se sentía aver-
gonzada de ese defecto, aunque ni las monjas ni sus compañeras del
Sagrado Corazón conocían el significado.
-La marca de las brujas -solía decir Tobias-. Existen varias. El
cabello rojo es la peor de todas, seguida de un sexto dedo y de una
monstruosa estatura. Tú tienes un sexto dedo. Vete a vivir a la casa de
la calle Primera, con esos malditos fantasmas que te transmitieron sus
habilidades. ¡Fuera de mi casa!
A Evelyn no se le hubiera ocurrido trasladarse a la casa de la calle
Primera estando allí Carlotta. Era mejor no hacer caso del viejo To-
bias y seguir ocupándose de su hija, la pequeña Laura Lee, cuya frágil
salud le impidió terminar sus estudios en la escuela. ¡Pobre Laura Lee!
Se pasaba la vida ocupándose de los gatos callejeros que hallaba en el
vecindario, hablando con ellos y dándoles de comer, hasta que los
vecinos empezaron a quejarse. Era muy mayor cuando al fin se casó, y
encima tenía que soportar a aquellas dos pelmazas.
¿Éramos nosotras, las que ostentábamos la marca del sexto dedo,
las poderosas brujas? ¿Y Mona? Al fin y al cabo, era pelirroja.
A medida que pasaron los años, el gran legado de los Mayfair pasó
a manos de Stella y luego de Antha y de Deirdre...
Todas ellas habían muerto y se habían hundido en las tinieblas.
Incluso la rutilante luz de Stella acabó desvaneciéndose.
-Pero vendrá otra época, una época de batallas y catástrofes -le
prometió Julien a Evelyn una noche en que hablaron- Recuerda el
significado de tu poema, Evelyn. Trataré de estar presente cuando ello
ocurra.
La música seguía sonando a todo volumen, como le gustaba a
Julien.
-Verás, chèrie, te revelaré un secreto. «Él» no puede oírnos con
claridad cuando suena la música. Es un viejo secreto que me contó mi
abuela Marie Claudette.
»Ese perverso demonio se siente atraído por la música. La música
le distrae. Es capaz de percibirla aun cuando no oiga ningún otro so-
nido. El ritmo le fascina. Todos los fantasmas encuentran esas cosas
irresistibles. En su tristeza, ansían el orden, la simetría, unos patrones
visibles. Utilizo la música para atraerlo y confundirlo. Mary Beth lo
sabe también. ¿Por qué crees que hay un gramófono en todas las ha-
bitaciones? ¿Por qué crees que Mary Beth es tan aficionada a los Vic-
trolas? Porque le ofrecen la posibilidad de zafarse de ese ser, de gozar
de unos instantes de privacidad.
»Cuando yo desaparezca, quiero que hagas sonar el Victrola y
pienses en mí. Quizá pueda oírlo, quizá pueda regresar junto a ti.
Quizá la música del vals penetre las tinieblas y me permita reunirme
de nuevo contigo.
 
 
 
 
-¿Por qué dices que es perverso? En casa siempre dicen que el
espíritu de esta casa está dominado por ti. Tobias se lo dijo a Walker.
Me lo dijeron a mí cuando me informaron que Cortland era mi padre.
Según dicen, Lasher es el esclavo mágico de Julien y de Mary Beth, y
les concede todos sus deseos.
Julien negó con la cabeza mientras sonaban los acordes de una
canción napolitana.
-Es infinitamente perverso, te lo aseguro, aunque él mismo no lo
sepa. Recita de nuevo el poema, Evie.
La anciana Evelyn detestaba recitar el poema. Salía de sus labios
como si ella fuera un Victrola y alguien la pinchara con una aguja in-
visible, haciendo que brotaran unas palabras que ni ella misma sabía
lo que significaban. Unas palabras que atemorizaban a Julien, al igual
que habían atemorizado a su sobrina Carlotta, unas palabras que Ju-
lien repetía sin cesar a medida que transcurrían los meses.
Julien presentaba un aspecto juvenil y vigoroso, con sus blancos
cabellos rizados y espesos y sus ojos de mirada penetrante clavados en
ella. A diferencia de la mayoría de los ancianos, veía y oía perfecta-
mente. ¿ Serían acaso sus numerosos amores los que hacían que se
mantuviera tan joven? Es posible. Julien le acarició la mejilla con su
suave y seca mano y dijo:
-No tardaré en morir, como todo el mundo. Es irremediable.
Fueron unos meses inolvidables.
Julien se le había aparecido en esa visión, joven y apuesto. Ella
había oído su voz junto ala ventana y lo había visto, calado hasta los
huesos, sonriendo y sosteniendo las riendas de su caballo. «Au revoir,,
ma chèrie.»
Posteriormente Evelyn había tenido unas fugaces visiones, como
destellos, en los que aparecía Julien en el tranvía, en un coche y en el
cementerio, durante el funeral de Antha. Quizá fuera producto de su
imaginación. Hasta habría jurado haberlo visto unos segundos du-
rante el funeral de Stella.
¿Fue por eso por lo que Evelyn le habló tan duramente a Carlotta,
acusándola sin rodeos de haber inducido al asesinato de Stella?
-Fue la música, ¿No es cierto? -le increpó Evelyn, temblando de
dolor y odio-. Mientras la orquesta sonaba a todo volumen, Lionel
se acercó sigilosamente a Stella y disparó contra ella. y el «hombre»
no se dio cuenta. Utilizaste la música para distraerlo. Conocías el
truco. Julien me lo contó. Tú mataste a tu hermana. "
-¡Apártate de mí, bruja! -replicó Carlotta con rabia-. ¡No
quiero saber nada de ti ni de la gente como tú!
-Tu hermano está loco, pero tú le indujiste a matarla. Lo sé.
Conocías el truco de la música y lo utilizaste para matar a tu hermana.
 
 
 
 
Le había costado un gran esfuerzo pronunciar aquellas pala-
bras, pero su amor por Stella lo merecía. Stella. Más tarde, Evelyn
permaneció tendida en el lecho del pequeño apartamento del barrio
francés, estrechando el vestido de Stella contra su pecho y llorando
amargamente. Jamás hallarían las perlas de Stella. Después de su muer-
te, Evelyn se había replegado en sí misma, no había vuelto a entregar-
se a nadie.
-Me gustaría darte mis perlas -le había dicho Stella-, pero
temo que Carlotta se ponga hecha una furia. Me ha advertido que no
debo regalar las joyas y demás tesoros de la familia. Si supiera que Ju-
lien te ha dado el Victrola, te lo arrebataría. Se pasa la vida haciendo
inventario de las cosas. Eso es lo que debería hacer en el infierno: ase-
gurarse de que nadie ha salido por error del purgatorio, de que todos
están padeciendo el castigo que les corresponde. Es una bestia. Es po-
sible que no vuelvas a verme, cariño. Quizá me fugue con ese inglés de
Talamasca.
-¡Será tu desgracia! -contestó Evelyn con vehemencia-. Lo
presiento.
-Anda, baila, diviértete. No dejaré que te pongas mis perlas si te
niegas a bailar .
Fue la última vez que Stella y Evelyn hablaron a solas. A Evelyn
aún le parecía ver la sangre deslizándose sobre el encerado suelo.
Sí, le contestó Evelyn más tarde a Carlotta, tenía las perlas, pero
aquella noche las dejó en casa. Posteriormente se había negado siem-
pre a responder a sus preguntas.
A lo largo de las décadas, otros le habían preguntado por ellas.
Incluso Lauren le dijo una vez:
-Eran unas perlas de gran valor. ¿No recuerdas lo que fue de
ellas?
Incluso el joven Ryan, el amor de Gifford, se había visto forzado a
sacar a relucir el tema.
-La tía Carlotta no deja de hablar de las perlas, Evelyn.
Al menos Gifford se había mostrado prudente y discreta. Pobre
Gifford, no debió haberle enseñado las perlas. Aunque no le dijo una
palabra a Carlotta.
De no haber sido por Gifford, las valiosas perlas habrían perma-
necido para siempre ocultas en la pared. Gifford, Gifford, Gifford, la
buena de Gifford. Pero las perlas habían vuelto a su escondrijo. Eso
era lo más divertido. El dichoso collar se hallaba de nuevo en su es-
condrijo.
Razón de más para caminar erguida, despacio, con cautela. Las
perlas estaban ahí y le correspondían a Mona, puesto que Rowan
Mayfair había desaparecido y quizá no regresara jamás.

Buena parte de las casas que adornaban la avenida habían desapa-
recido, pensó Evelyn con tristeza. Nada podía sustituir a unas es-
pléndidas mansiones con llamativos ornamentos en las fachadas, ale-
gres batientes y ventanas redondas. Desde luego, no esos horribles
edificios de estuco y cola, esos minúsculos apartamentos destinados a
personas de clase media. ¡Ni que la gente fuera tonta!
Mona se había dado cuenta. Había dicho claramente que la arqui-
tectura moderna era un fracaso. Uno no tenía más que echar un vista -
zo a su alrededor. Era por eso por lo que la gente buscaba casas an-
tiguas.
-¿Sabes? , creo que entre 1860 y 1969 se construyeron y demo-
lieron más edificios que en ninguna otra época de la historia -infor-
mó un día Mona a la anciana Evelyn-. Piensa en las ciudades euro-
peas. Las casas de Amsterdam se remontan al siglo XVII. y piensa en
Nueva York. Casi todos los edificios de la Quinta Avenida son nue-
vos; apenas queda uno en pie que fuera construido a finales de siglo,
aparte de la mansión Frick. Claro que la única vez que he estado en
Nueva York, es cuando fui con la tía Gifford, pero ella no es aficio-
nada a la arquitectura. Lo único que le interesaba era ir de compras.
Evelyn estaba de acuerdo con ella, aunque no dijo nada. Evelyn
siempre estaba de acuerdo con Mona, pero nunca decía nada.
Antes de que el ordenador reclamara toda su atención, Mona solía
utilizar a la anciana Evelyn para exponer ante ella sus teorías. No era
necesario que Evelyn dijera nada. Mona era capaz de conversar sola,
saltando de un tema a otro con pasmosa rapidez. Mona era su tesoro,
y ahora que Gifford había desaparecido, Evelyn y Mona podrían
sentarse a charlar juntas mientras escuchaban un disco en el Victrola.
Sí, y le daría las perlas.
La anciana Evelyn exhaló de nuevo un suspiro de alivio. Ya no
tendría que contemplar el amargado rostro de Gifford, ni sus atemo-
rizados ojos, ni oír su tímida vocecilla. Gifford había muerto y ya no
tendría que presenciar la destrucción de Alicia con expresión horro-
rizada, ni vigilarlos a todos como si fuera su guardián.
¿Presentaría la avenida la misma fisonomía que antes?, se pre-
guntó Evelyn. No tardaría en llegar a la esquina de ésta con la ca-
lle Washington, pero los nuevos edificios la hacían sentirse un tanto
desorientada.
La vida se había vuelto extremadamente ruidosa y desagradable.
Los camiones de la basura pasaban rugiendo mientras engullían los
desperdicios. ¿ y qué decir del fragor de los coches y las motos ? El
vendedor de bananas había desaparecido, así como el de los helados.
Los deshollinadores ya no existían. La vieja ya no aparecía por la calle
Amelia con su cesta de moras. Laura Lee había muerto presa de fuer-
tes dolores. Deirdre se había vuelto loca y la hija de Deirdre, Rowan,
había regresado a casa un día después de morir su madre. El día de
Navidad había ocurrido algo espantoso de lo cual nadie quería hablar.
y Rowan Mayfair había desaparecido.
¿ Y si Rowan Mayfair y su nuevo acompañante hubieran hallado
el Victrola y los discos? No, Gifford le había asegurado a Evelyn
que no los habían encontrado, y aunque así fuera no habría permiti-
do que se los llevaran.
Gifford lo había ocultado todo en el escondrijo que utilizaba Ste-
lla, cuya existencia conocía porque Evelyn se lo había revelado. Había
sido una estupidez. No debía haberles revelado nada ni a Gifford ni a
Alicia. No eran más que unos eslabones en la cadena. La joya era Mona.
-Jamás los hallarán, Evelyn. He colocado las perlas en el escon-
dite que hay en la pared de la biblioteca, junto con el Victrola. Están a
buen recaudo.
y Gifford, la distinguida Mayfair, miembro del club de campo,
había ido sola a la siniestra mansión para ocultar esos objetos. ¿Había
visto acaso al «hombre»?
-Jamás conseguirán encontrarlos. Se pudrirán en esa casa -dijo
Gifford-. Tú misma me mostraste el lugar un día que estábamos en
la biblioteca.
-No te burles de mí -solía decirle Evelyn.
La misma tarde del funeral de Laura Lee le había enseñado a la
pequeña Gifford el escondrijo de la biblioteca. Fue la última vez que
Carlotta les abrió su casa.
Corría el año 1960. Deirdre estaba muy delicada de salud y, tras
haber sido separada de su hija, Rowan, había ingresado de nuevo en el
sanatorio. Hacía un año que Cortland había fallecido.
Carlotta siempre había sentido lástima de Laura Lee, por el hecho
de ser hija de Evelyn. Millie Querida y Belle le habían pedido permiso
a Carlotta para reunir a toda la familia en la casa de la calle Primera,
después del funeral. Carlotta había mirado a Evelyn con tristeza, tra-
tando de odiarla, pero compadeciéndose de ella por haber enterrado a
su hija y, quizá, por el hecho de haber permanecido ella misma ente-
rrada viva desde el día en que murió Stella.
-Puedes reunir a la familia aquí -le dijo Millie Querida. Carlo-
tta no se había atrevido a contradecirla.
-Desde luego -terció Belle, pues siempre había sabido que Lau-
ra Lee era hija de Julien. Todos lo sabían-. Podéis regresar a casa con
nosotros -dijo Belle, la dulce Belle.
¿Por qué había ido? En realidad, Evelyn no lo sabía. Quizá para
ver de nuevo la casa de Julien, o para comprobar si las perlas seguían
ocultas en la biblioteca.
 
 
Mientras los demás hablaban de los terribles dolores que había
padecido Laura Lee, de la pobre Gifford y la pobre Alicia, y de las
desgracias que les habían sobrevenido, Evelyn tomó a la pequeña Gif-
ford de la mano y la condujo a la biblioteca.
-Deja de llorar por tu madre -le ordenó Evelyn-. Laura Lee
está en el cielo. Ven, te mostraré un escondite. Te enseñaré un precio-
so collar de perlas.
Gifford se enjugó los ojos y la siguió. Había permanecido sumida :
en un estado de estupor desde la muerte de su madre, estupor del que
no se recuperó hasta que, años más tarde, contrajo matrimonio con
Ryan. Pero con Gifford siempre existía cierta esperanza. La tarde del
funeral de Laura Lee, Evelyn se sentía alegre y confiada.
Gifford había vivido una vida plena y agradable, preocupada por
todo y por todos, como de costumbre, pero quería mucho a Ryan,
tenía unos hijos maravillosos y sentía un profundo cariño por Mona,
con la que procuraba no meterse, aunque le infundía terror .
Qué extraña era la vida. Gifford había muerto. Era imposible.
Debía haber sido Alicia quien muriera. Se habían equivocado de per-
sona. ¿Acaso lo había previsto Julien?
Evelyn recordaba con toda nitidez el funeral de Laura Lee, la bi-
blioteca -llena de polvo y abandonada- y las mujeres hablando en
una habitación contigua.
Evelyn había apartado unos libros de la estantería y le había mos-
trado a la pequeña Gifford el espléndido collar de perlas.
-Nos lo llevaremos a casa. Hace treinta años lo oculté aquí, el día
en que murió Stella en el salón de esta casa. Carlotta nunca consiguió
dar con él. Me llevaré también estas fotos de Stella y mías. Algún día
estos objetos serán tuyos y de tu hermana.
Gifford contempló asombrada el largo collar de perlas.
Evelyn estaba satisfecha de haber derrotado a Carlotta, de haber
podido conservar al menos el collar de perlas. El collar y el gramófo-
no, sus dos tesoros.
-¿A qué te refieres cuando dices que estabas enamorada de otra
mujer? -le preguntó Gifford ingenuamente una noche en que ambas
se hallaban sentadas en el porche, charlando y contemplando el tráfi-
co que circulaba por la avenida.
-Pues eso, que la amaba, que la besé en los labios, que le chupé
los pezones, que introduje la lengua entre sus piernas y noté su sabor.
¡Era como si me ahogara dentro de ella!
Sus palabras habían escandalizado y asustado a Gifford. ¿Se ha-
bría casado virgen?, se preguntó la anciana Evelyn. Probablemente.
Qué horror, aunque sin duda Gifford había sabido sacarle partido a
esa circunstancia.
 
 
Ah, ésa era la avenida Washington. No cabía la menor duda. y la
antigua floristería seguía ahí, lo cual significaba que la anciana Evelyn
podría subir con cuidado los escalones de la tienda y encargar unas
flores para su querida nieta.
-¿Qué hiciste con mis tesoros?
-¡No le digas esas cosas a Mona!
La anciana Evelyn contempló atónita las flores arracimadas con-
tra el cristal, como si estuvieran prisioneras, preguntándose adónde
debía enviar las flores para Gifford, que había muerto.
Oh, querida...
Sabía qué flores deseaba enviar. Sabía qué clase de flores le gusta-
ban a Gifford.
Por supuesto, no trasladarían el cadáver a casa para el velatorio.
Los Mayfair de Metairie eran incapaces de semejante cosa. Segura-
mente en estos momentos lo estarían maquillando en una funeraria
perfectamente refrigerada.
-No se os ocurra colocar mis restos en hielo en uno de esos mo-
dernos lugares -les había advertido Evelyn el año pasado, después
del funeral de Deirdre, cuando Mona le explicó que Rowan había re-
gresado de Califomia y se había inclinado sobre el ataúd para besar a
su madre, y que Carlotta había caído muerta aquella misma noche
sobre la mecedora de Deirdre, como si anhelara reunirse con ella, de-
jando a la pobre Rowan Mayfair de California sola en aquella sinies-
tra casa.
-¡Qué tiempos, qué vida! -exclamó Mona, extendiendo sus del-
gados y pálidos brazos y sacudiendo su larga melena roja-. Fue peor
que la muerte de Ofelia.
-No lo creo -replicó la anciana Evelyn.
Deirdre había perdido la razón hacía muchos años, y si esa médica
de Califomia, Rowan Mayfair, hubiera tenido valor, habría regresado
hacía tiempo para exigir responsabilidades a quienes habían droga-
do y lastimado a su madre. Esa chica califomiana no valía nada, pensó
la anciana Evelyn, y era por eso por lo que nunca la habían llevado ala
casa de la calle Amelia. La anciana Evelyn sólo la había visto una vez,
con motivo de la boda de la muchacha, como una doncella apunto de
ser sacrificada en aras de la familia, vestida de blanco y con la esme-
ralda colgada del cuello.
Había asistido a la boda no porque Rowan Mayfair, la heredera
del legado, se casara con un joven llamado Michael Curry en la iglesia
de Santa María, sino porque Mona era una de las damas de honor y
quería que la anciana Evelyn asistiera.
Le había resultado muy duro entrar en la casa al cabo de tantos
años y verla tan hermosa como en los tiempos de su relación con Ju-
lien, y contemplar la felicidad de la doctora Rowan Mayfair y su cán-
dido marido, Michael Curry .Al igual que uno de los jóvenes irlande-
ses de Mary Beth, era alto y atlético, muy amable y abierto, aunque
algo brusco e ignorante, pese a que decían que era muy culto y fingía
ese aire plebeyo, por decirlo así, porque era hijo de un bombero y no
pretendía ocultar sus humildes orígenes.
Sí, se parecía mucho a los jóvenes irlandeses de Mary Beth, pensó
la anciana Evelyn, aunque era lo único que recordaba de la boda, de la
hija de Deirdre. La habían acompañado a casa temprano, cuando Ali-
cia se emborrachó tanto que apenas se sostenía en pie. Pero a ella no le
importó. Se sentó junto a la cama de Alicia, como de costumbre, re-
zando el rosario, soñando y tarareando las canciones que Julien solía
poner en el desván.
Los novios habían bailado en el amplio salón. El Victrola estaba
oculto en la pared de la biblioteca, donde nadie pudiera encontrarlo.
De haberse acordado de él, es posible que Evelyn hubiese ido a darle
cuerda, mientras los convidados cantaban y bebían y reían, para que
apareciera Julien, un invitado totalmente inesperado.
Pero no se le había ocurrido. Estaba demasiado preocupada por si
Alicia tropezaba y caía de bruces.
Esa noche, Gifford subió a la habitación de Alicia, en la casa de la
calle Amelia.
-Me alegro de que asistieras a la boda -dijo amablemente, apo-
yando la mano en el hombro de Evelyn-. Te convendría salir más a
menudo. ¿Fuiste a mirar en el escondrijo de la biblioteca? ¿Se lo has
contado a los demás?
La anciana Evelyn no se molestó en responder.
-Creo que Rowan y Michael serán muy felices -dijo Gifford.
Luego besó a Evelyn en la mejilla y salió. La habitación apestaba a al-
cohol. Alicia gemía como solía gemir su madre, resuelta a morir a toda
costa para reunirse con ella.
Sí, era la avenida Washington. En una esquina estaba la casa de
estilo reina Ana, con sus tejas de madera blancas. Era la única casa
antigua que quedaba. y la floristería. Evelyn se disponía a comprar
unas flores para su querida nieta, pero no recordaba...
De pronto ocurrió algo muy curioso. Un hombre delgado y de
baja estatura, con gafas, apareció en la puerta de la floristería y se di-
rigió a ella, aunque Evelyn apenas oyó lo que decía debido al ruido del
tráfico.
-¡Pero si es la señorita Evelyn! No la había reconocido. ¿Qué
hace tan lejos de su casa? ¿No quiere pasar? Llamaré a su nieta.
-Mi nieta ha muerto -contestó Evelyn-. No puede llamarla.
-Sí, lo sé. Lo lamento -dijo el hombrecillo, aproximándose a
ella. No era tan joven como en principio había supuesto Evelyn. En
realidad, no estaba segura de conocerlo.
-Lamento lo de la señorita Gifford. He recibido numerosos en-
cargos de coronas de flores. Me refería a llamar a la señorita Alicia
para que venga a recogerla.
-¿Cree que Alicia vendría a recogerme? Se nota que no la conoce
-contestó Evelyn.
Pero ¿por qué se molestaba en responder a ese desconocido ?
Hacía tiempo que había renunciado a hablar, a dar explicaciones. Se
volvería loca si comenzaba a hablar de nuevo.
¿Cómo se llamaba ese hombre? ¿Qué diantres le estaba diciendo?
Si hiciera un esfuerzo, quizá lograría recordar quién era, su nombre y
dónde lo había visto por última vez. Puede que hubiera llevado flores
ala casa de la calle Amelia, o que la hubiera saludado un día al pasar
frente al jardín. Pero ¿acaso merecía la pena esforzarse en recordar
esos detalles? Era como seguir un hilo a través de un laberinto. ¡Qué
estupidez!
El joven bajó los escalones del porche y dijo:
-Pase y descanse unos minutos. Permítame ayudarla, señora.
Está usted muy guapa esta mañana. Lleva un broche precioso.
«Seguro que sí -pensó la anciana Evelyn-. Soy una hermosa jo-
ven que se oculta en el cuerpo de una vieja.» Pero no quería herir los
sentimientos de ese inocente joven, de ese desconocido, aunque fuera
calvo y tuviera aspecto de anémico. A fin de cuentas, él no sabía cuán-
to hacía que se había convertido en una vieja. En cierto modo, su de-
clive comenzó poco después de nacer Laura Lee, cuando solía llevar a
la niña de paseo en el cochecito hasta la avenida Washington y alrede-
dor del cementerio. Ya entonces se sentía vieja.
-¿Cómo se enteró usted de que había muerto mi nieta? ¿Quién
se lo dijo? -preguntó Evelyn. Era asombroso. Ni siquiera ella misma
estaba segura de cómo se había enterado de la noticia.
-Me llamó el señor Fielding para pedirme que llenara la habita-
ción de flores. Estaba deshecho. Es muy triste. Lo lamento sincera -
mente, señora. N o sé qué decir .
-Lo suyo es vender flores. Flores para los muertos, más que para
los vivos. Debería aprenderse unas cuantas frases amables para pro-
nunciarlas en estos casos. Supongo que eso es lo que la gente espera,
¿no es así?
-Disculpe, ¿cómo dice?
-Escuche, joven, comoquiera que se llame. Limítese a enviar unas
flores para mi nieta Gifford.
Eso sí lo oyó el dueño de la floristería, aunque se trataba de un
encargo relativamente modesto.
 
 
 
 
-Quiero que envíe un ramo de gladiolos blancos, rosas rojas y
azucenas, adornado con una bonita cinta. Escriba la palabra «nieta»
en la crnta. Eso es todo. Quiero que sea un ramo esplendido y que lo
coloquen junto al ataúd. A propósito, ¿Le ha informado mi primo
Fielding dónde se encuentra el ataúd, o acaso debe llamar a todas las
funerarias para descubrirlo ?
-En Metairie, señora. Ya me he informado. Me han llamado va-
rias personas para comunicármelo.
¿Cómo? ¿En Metairie? ¿Qué estaba diciendo ese joven? Un gi-
gantesco camión acababa de atravesar la avenida y se dirigía hacia
 Carondolet. ¡Qué lata! ¡Y esos horribles edificios! ¡Los muy idiotas!
Habían derribado unas magníficas mansiones para construir esos
adefesios en su lugar. «Estoy rodeada de idiotas.»
La anciana Evelyn alzo la mano para alisarse el pelo. El joven la
sujetó del brazo.
-Suélteme -dijo, o trató de decir, la anciana Evelyn. ¿De qué
estaban hablando? No lo recordaba. ¿Y qué diantre hacía ella allí?
¿No le había hecho el joven esa misma pregunta?
-Llamaré un taxi para que la lleve a casa. O si lo prefiere, la acom-
pañaré yo mismo.
-Nada de eso -respondió Evelyn.
De pronto, al observar las flores apretujadas contra el cristal, re-
cordó lo que se disponía a hacer. Echó a andar con paso decidido,
dobló la esquina de la avenida y se dirigió hacia el Garden District,
donde se hallaba situado el cementerio, para visitar la tumba de los
Mayfair. Siempre había sido uno de sus paseos favoritos. ¿No era
aquel edificio con un toldo blanco en la fachada el Commander's Pa-
lace? ¡Cuántos años hacía que no iba a comer allí! Gifford no cesaba
de rogarle que la llevara.
Había almorzado algunas veces en el Commander' S Palace en com -
pañía de Gifford y su marido Ryan, un joven de aspecto sonriente y
optimista. Costaba creer que fuera un Mayfair, un biznieto de Julien.
Pero las jóvenes generaciones Mayfair tenían un aire distinto. Gifford
pedía siempre una ensalada de gambas y jamás derramaba una gota de
salsa sobre la blusa o el pañuelo que llevaba alrededor del cuello.
Gifford. Nada malo podía sucederle a Gifford.
-Joven -dijo la anciana Evelyn.
El dueño de la floristería se apresuró a alcanzarla y la sostuvo del
brazo, perplejo, con aire de superioridad, confundido, orgulloso.
-¿Qué le ha sucedido a mi nieta? Cuénteme lo que le dijo Fiel-
ding. Estoy trastornada. No quiero que me tome por una vieja des-
memoriada. Suélteme, no es necesario que me sujete del brazo. ¿ Qué
le ha sucedido a Gifford Mayfair?
 
 
 
 
-No estoy seguro, señora -respondió el joven-. La encontra-
ron tendida en la arena. Había perdido mucha sangre; según dicen,
había sufrido una hemorragia. Es cuanto sé. Cuando la llevaron al
hospital, ya había muerto. Su marido ha ido a Destin para averiguar
los detalles de lo ocurrido.
-Es lo más natural-respondió la anciana Evelyn, apartándose
bruscamente-. Le he dicho que me suelte el brazo.
-Temía que fuera a caerse. Está usted muy lejos de su casa.
-¿De qué está hablando, joven? ¿Ocho manzanas? Yo solía re-
correr este trayecto todos los días. Había una pequeña heladería en la
esquina de Prytania y Washington, donde me detenía para comprarle
un helado a Laura Lee. ¡Le ruego que me suelte!
El joven la miró atónito, dolido y consternado. Pobrecito. Pero
cuando una es vieja y frágil lo único que le queda es su autoridad, la
cual puede venirse abajo en un instante. Si en estos momentos trope-
zaba y caía de bruces... Pero no, no permitiría que eso sucediera.
-Es usted muy amable. No pretendía herir sus sentimientos,
pero le ruego que no me hable Como si estuviera loca, porque no lo
estoy. Ayúdeme a cruzar la calle Prytania, es muy ancha. Luego re-
grese a su tienda y prepare el ramo que le he encargado para mi que-
rida nieta. A propósito, ¿cómo sabe quién soy?
-Suelo llevarle varios ramos de flores el día de su cumpleaños.
¿No se acuerda de mí? Me llamo Hanky. Siempre la saludo cuando
paso frente a la verja.
No lo dijo en tono de reproche, pero se mostraba receloso y Eve-
lyn temía que la obligara a meterse en un taxi o, peor aún, que avisara
a alguien para que la acompañara a casa, pues estaba claro que Hanky
creía que no debía andar sola por las calles.
-Claro que le recuerdo, Hanky. Su padre se llamaba Harry y lu-
chó en la guerra de Vietnam. Su madre, si no recuerdo mal, regresó a
Virginia.
-Así es. Tiene usted una memoria prodigiosa -respondió el jo-
ven, muy complacido de que la anciana Evelyn se acordara de toda su
familia.
Ése era el aspecto más enojoso de ser viejo, el que todos se pusie-
ran a aplaudir por el mero hecho de que uno dijera que dos y dos su-
maban cuatro.. Era patético. Por supuesto que la anciana Evelyn se
acordaba de Harry .Les había llevado flores durante muchos años. ¿O
era su padre, el viejo Harry, quien se las llevaba? Ay, Julien, no de-
biste dejar que viviera tantos años. Soy una vieja inútil.
Pero ahí estaba la tapia blanca del cementerio.
-Vamos, Hanky, ayúdeme a cruzar la calle. Debo irme -dijo
Evelyn.
 
 
 
 
-Permítame que la acompañe a casa en el coche -insistió el jo-
ven-. O deje que avise a su nieto político.
-¿A ese idiota? ¡Ni hablar! -protestó la anciana Evelyn, en-
carándose con él-. No siga o le daré un bastonazo -dijo, echándo-
se a reír.
-Pero ¿no está cansada? ¿No quiere regresar a la tienda y sen-
tarse un rato?
Evelyn se sintió de pronto demasiado cansada para responder. No
merecía la pena seguir hablando. De todos modos, la gente nunca te
escuchaba.
Se plantó en la esquina, sosteniendo el bastón con ambas manos, y
contempló la avenida Washington, cubierta de hojas, la cual se exten-
día hasta el río. «Las mejores encinas de la ciudad», pensó Evelyn.
Quizá debía ceder y dejar que ese joven la acompañara a casa. Algo
iba mal, y, para colmo, no recordaba cuál era su misión. «Dios mío,
soy realmente una vieja inútil.»
Al alzar la vista vio a un distinguido caballero de pelo blanco en
el otro extremo de la calle, en la acera. ¿Sería tan viejo como ella? El
desconocido sonrió y agitó la mano para indicarle que podía cru-
zar. ¡Menudo conquistador! ¡A su edad! Evelyn sonrió al obser-
var su chaleco de seda amarillo. Iba hecho un dandy. ¡Pero si era
Julien Mayfair! Al verlo, Evelyn tuvo un agradable sobresalto, co-
mo si alguien le hubiera arrojado una toalla húmeda a la cara. Sí, era
él, Julien, agitando la mano para indicarle que ya podía atravesar la
calle.
De pronto desapareció, tan repentinamente como había apareci-
do, igual que hacía siempre, el muy cabezota. En aquel preciso instan-
te Evelyn recuperó la memoria. Mona estaba en esa casa. Gifford ha-
bía sufrido una hemorragia que le había causado la muerte y la anciana
Evelyn debía ir a la calle Primera. Julien sabía que debía ir.
-¿Dejaste que te tocara? -le preguntó un día Gifford, estupe-
facta, mientras Cici reía disimuladamente.
-Querida, me encantaba que me tocara.
Ojalá hubiera tenido el valor de decirles eso a Tobias ya Walker.
Unas noches antes de que naciera Laura Lee, Evelyn abrió la puerta ,
del desván y se encaminó sola al hospital. No les dijo nada a los viejos
hasta que tuvo a la criatura, sana y salva, en sus brazos.
-¿No ves lo que ha hecho ese hijo de perra? -exclamó Walker,
furioso-. Ha plantado en ella la semilla de los brujos. Esa niña tam-
bién es una bruja.
Laura Lee era muy frágil. ¿Era posible que fuera fruto de la semi-
lla de un brujo? En tal caso, sólo lo sabían los gatos, que solían con-
gregarse alrededor de ella arqueando el lomo y restregándose contra
sus delgadas piernas. Laura Lee poseía un sexto dedo, el cual, afortu-
nadamente, no habían heredado ni Alicia ni Gifford.
La luz del semáforo se puso verde.
Evelyn se dispuso a cruzar la calle. El joven de la floristería ha-
blaba sin parar, aunque ella apenas le prestaba atención. La anciana
siguió caminando junto a los encalados muros, junto a los silenciosos
e invisibles muertos, debidamente enterrados. Cuando llegó a la en-
trada del cementerio, situada hacia la mitad de la manzana, comprobó
que Hanky había desaparecido, pero no estaba dispuesta a seguirlo
para ver si había regresado ala floristería o había ido a llamar aun
guardia para que la acompañara a casa. Desde la puerta divisó una es-
quina de la tumba de los Mayfair. La anciana Evelyn conocía a todos
los que estaban enterrados ahí, de modo que podía dar unos golpeci-
tos con el bastón sobre cada una de las frías losas y decir: «Hola, que-
ridos míos.»
Gifford no estaría enterrada ahí, por supuesto. Gifford estaría
enterrada en Metairie, donde solían enterrar a los Mayfair «del club de
campo». Siempre los habían llamado así, incluso en tiempos de Cort-
land. ¿O era Cortland quien había inventado esa expresión para des-
cribir a sus hijos? En cierta ocasión, éste había murmurado al oído de
Evelyn, para que los demás no lo oyeran: «Te quiero, hija mía.»
Gifford, mi querida Gifford.
La anciana Evelyn imaginó a Gifford vestida con un precioso tra-
je de lana rojo y una blusa de seda blanca, con un lazo en el cuello.
Gifford solía llevar guantes, pero sólo para conducir. La imaginó po-
niéndose lentamente unos guantes de piel color tostado. Parecía más
joven que Alicia, aunque no lo era. Se cuidaba mucho, le gustaba
arreglarse y quería a todo el mundo.
-Este año no podré celebrar el martes de carnaval con vosotros
-les anunció-. Me marcho a Destin.
-No esperarás que los reciba a todos aquí -protestó Alicia,
asustada, dejando caer la revista que leía sobre el suelo del porche-.
No puedo hacerlo. No puedo encargarme de comprar el pan y el ja-
món y preparar los bocadillos. Me niego rotundamente. Cerraré la
casa. No me encuentro bien. La tía Evelyn se limita a permanecer
sentada, inmóvil, sin decir una palabra. ¿Dónde está Patrick? Debes
quedarte para echarme una mano. ¿ Por qué no haces algo para ayudar
a Patrick a superar su problema? ¿Sabes que ha empezado a beber por
las mañanas? Se pasa el día bebiendo. ¿Dónde está Mona? ¿Habrá
sido capaz de salir sin decirme nada? Siempre se larga sin comunicár-
melo. Alguien debería meter a esa niña en cintura. ¡Necesito que
Mona me ayude! Antes de marcharte, cierra las ventanas.
Gifford respondió sin inmutarse:
-Este año van a celebrarlo en la casa de la calle Primera. Descui-
da, Cici, no tienes que hacer nada fuera de lo corriente.
-¿A qué viene ese tono? ¿Has venido sólo para decirme eso? ¿Y
Michael Curry? He oído decir que el día de Navidad sufrió un acci-
dente que estuvo a punto de costarle la vida. ¿ Cómo es que va a cele-
brar una fiesta el martes de carnaval ? -preguntó Alicia, fuera de sí.
Temblaba de rabia e indignación ante lo estéril de su vida, ante la
total falta de lógica de las cosas, ante el hecho de que alguien pudiera
exigirle algo. ¿Acaso no se había prácticamente suicidado para sacu-
dirse de encima todo tipo de responsabilidad? ¿Cuántas botellas de
vino debía ingerir hasta que se.dieran cuenta de que era una inútil que
no servía para nada?
-De modo que ha estado apunto de ahogarse y de pronto decide
celebrar una fiesta. ¿Es que no se ha enterado de que su mujer ha des-
aparecido? Podría estar muerta. ¿Qué clase de hombre es ese Michael
Curry? ¿y quién le ha autorizado a vivir en esa casa? ¿Qué piensan
hacer con la cuestión del legado? ¿ y si Rowan Mayfair no regresa ja-
más? Anda, vete a Destin. ¡Qué más da! Por mí puedes irte al infierno.
Fue una explosión de ira absurda, un torrente de palabras inútiles,
como de costumbre. Hacía veinte años que Alicia no pronunciaba una
frase sincera ni honesta.
-Quieren reunirse en la casa de la calle Primera. No ha sido idea
mía, Cici. Yo estaré ausente --contestó Gifford en voz baja, casi in-
audible. Fueron las últimas palabras que le dirigió a su hermana.
Querida Gifford, bésame de nuevo en la mejilla, cógeme la mano,
aunque lleves puestos los guantes. Yo te quería mucho, pequeña, a
pesar de lo que haya podido decirte en algunas ocasiones. Te quería
muchísimo.
Gifford.
Gifford subió al coche y partió mientras Alicia permanecía de pie
en el porche, soltando una retahíla de palabrotas, descalza y tiritando
de frío.
-¡Se ha largado! -exclamó Alicia, propinando una patada ala ,
revista que yacía a sus pies-. ¡Es increíble! ¡Se ha largado! ¿Qué ,
pretende que haga?
La anciana Evelyn guardó silencio. Responder aun borracho era
como intentar escribir en el agua; las palabras desaparecían en el in-
sondable vacío donde languidecían los alcohólicos. Eran peor que los
fantasmas.
Gifford había intentado ayudarla. Gifford era una Mayfair de pies
a cabeza, sí, pero se preocupaba por las personas que quería.
Evelyn recordaba el día en que la pequeña Gifford, en un arrebato
de conciencia, le preguntó en la biblioteca de la calle Primera:
-¿Crees que debemos llevarnos el collar?
Esa generación de jóvenes Mayfair estaba condenada. Pertenecían
a la era de la ciencia y la psicología. Era mejor vivir en la época de los
miriñaques, los carruajes y las reinas del vudú. «Nuestra época ha pa-
sado, Julien.»
Pero Mona no estaba condenada. Era una bruja moderna, de su
tiempo. Mascaba chicle y manejaba el ordenador con asombrosa ha-
bilidad. «Si organizaran una competición olímpica para comprobar
quién escribe más rápidamente a máquina, sin duda la ganaría yo
-solía decir-. ¿Ves esos gráficos y organigramas que aparecen en la
pantalla? Constituyen el árbol genealógico de la familia Mayfair. Lo
he hecho yo sola.»
Julien solía decir que el arte y la magia siempre acaban triunfando.
Evelyn no sabía si había arte y magia en un ordenador. Desde luego, le
maravillaba la forma en que la pantalla resplandecía en la oscuridad,
por no hablar de la cajita sonora que llevaba en su interior y que Mona
había programado para que dijera en tono seco y monótono:
«Buenos días, Mona. Te habla tu ordenador personal. No olvides
lavarte los dientes.»
Todas las mañanas, a las ocho en punto, la habitación de Mona
parecía cobrar vida. El ordenador se ponía a hablar, la cafetera silbaba,
el horno microondas emitía un pequeño bip mientras calentaba los
bollos y la pantalla del televisor se encendía para transmitir las noti-
cias de la cadena CNN. «Me gusta despertarme y sentir que estoy
conectada con la realidad», decía Mona. El repartidor de periódicos
había aprendido a arrojar el Wall Street Journal de forma que aterri-
zara en el porche del segundo piso, justo debajo de su ventana.
«Es preciso que dé con Mona», pensó la anciana Evelyn.
Para dar con ella debía dirigirse a la calle Chestnut. Sí, se había
alejado mucho de casa.
Había llegado el momento de atravesar la avenida Washington.
Debió haber cruzado antes, donde estaba situado el semáforo, pero
entonces no habría visto a Julien. Todo saldría bien. La mañana era
silenciosa y apacible. Las encinas formabart!una especie de corredor .
Frente a ella estaba el viejo cuartel de bomberos, desierto. ¿Dónde se
habían metido los bomberos? Pero se estaba desviando de su camino.
Debía girar por la calle Chestnut. La acera estaba algo resbaladiza;
quizás era mejor caminar por la calzada, junto a los coches aparcados,
como solía hacer antiguamente, para no tropezar y caer. Los coches
circulaban lentamente por estas calles.
El Garden District ofrecía un aspecto suave y frondoso, como el
paraíso.
Tras aguardar a que la anciana Evelyn alcanzara la acera, los ve-
hículos arrancaron con un rugido. Sí, era mejor andar por la calzada.
La calle estaba llena de residuos del carnaval. Era un escándalo.
«Podrían barrer las aceras», pensó Evelyn. Se sentía un poco aver-
gonzada, pues esa mañana había olvidado barrer el tramo que queda-
ba frente a la casa de la calle Amelia. Le gustaba barrer la acera, aun-
que era un trabajo muy entretenido.
-¡Entra de una vez en casa! -le gritaba Alicia. Pero ella seguía
barriendo sin hacerle caso.
-Lleva usted varias horas barriendo la acera -le decía Patricia.
¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Acaso dejarían de caer las hojas de los
árboles? Siempre que se avecinaba carnaval, Evelyn pensaba en lo que
iba a divertirse barriendo después la acera para eliminar la suciedad y
los residuos.
Pero esta mañana se había interpuesto algo-entre la escoba y ella.
¿Qué era?
El Garden District estaba muy silencioso. Era como si nadie vi-
viera ahí. El ruido de la avenida era más ameno. En la avenida, uno
nunca estaba solo; incluso a última hora de la noche las farolas brilla-
ban a través de las ventanas y arrojaban un alegre resplandor amari-
llento en los espejos. En las oscuras y frías mañanas, uno podía dete-
nerse en una esquina y observar el tráfico, o aun hombre paseando, o
aun coche que se deslizaba lentamente, ocupado por unos jóvenes
que charlaban y reían, furtivos pero felices.
Evelyn siguió adelante. Ahí también habían destruido buena parte
de las antiguas mansiones. El comentario que había hecho Mona res-
pecto a la arquitectura era cierto. Los proyectistas urbanos habían
hecho gala de una asombrosa falta de visión. No habían sabido con-
jugar la ciencia con la imaginación. « Una interpretación errónea -di -
jo Mona- de la relación entre la forma y la función.» Algunas formas
triunfan y otras fracasan. Todo es forma. Mona lo había dicho. Mona
se hubiera llevado estupendamente con Julien.
Evelyn llegó a la calle Tercera. Atravesar esas pequeñas calles
no presentaba mayores problemas, pues apenas había tráfico. Nin-
guno de sus habitantes se había despertado aún. La anciana siguió
caminando, segura de sí misma sobre el asfalto que relucía bajo el
sol, sin perversas grietas ni hendiduras que la hicieran tropezar y
caer.
¿Por qué no regresas, Julien? ¿Por qué no me ayudas? ¿Por qué te
portas así conmigo? Ahora podré hacer sonar el Victrola en la bibliote-
ca. Nadie podrá impedírmelo, salvo Michael Curry , que es un hombre
muy simpático, y Mona. Podré hacer sonar el Victrola e invocar tu
nombre.
Evelyn había olvidado el exquisito aroma que exhalaban los li-
gustros en flor. y ahí estaba la casa, con la fachada pintada de un vio-
leta grisáceo, los postigos verdes y la verja negra.
La habían restaurado. Michael Curry había realizado una magní-
fica labor.
En aquellos momentos Michael Curry se encontraba en la terraza
del piso superior, observándola. Sí, era él.
Llevaba puesto un pijama, bastante arrugado por cierto, y una
bata sin abrochar, y estaba fumando un cigarrillo. Parecía Spencer
Tracy, con ese mismo aspecto viril, duro e irlandés, aunque tenía el
pelo negro. Era un hombre muy atractivo, dotado de una espesa ca-
bellera negra. ¿No tenía los ojos azules? Al menos, a esa distancia pa-
recían azules.
-Hola, Michael -dijo la anciana Evelyn-. He venido a verle.
He venido a hablar con Mona Mayfair .
Michael la miró alarmado, pero Evelyn prosiguió con voz clara y
firme:
-Sé que Mona está en la casa. Haga el favor de decirle que salga.
En aquel momento apareció la joven, medio dormida, con un ca;-
misón blanco, despeinada y bostezando como suelen hacer los niños,
como si nadie fuera capaz de criticarles por esa falta de decoro.
Evelyn los observó a ambos, de pie en la terraza, y de pronto com-
prendió lo que había sucedido, lo que habían hecho. ¡Dios mío! Gif-
ford le había advertido que eso podía ocurrir, que Mona se había des-
mandado y era preciso vigilarla. Esa niña no había ido en busca del
Victrola, sino en busca de un tipo irlandés como los que le gustaban a
Mary Beth, y había dado con el marido de Rowan Mayfair: Michael
Curry.
La anciana Evelyn sintió el irreprimible deseo de soltar una so-
nora carcajada.
Tal como hubiera dicho Stella: «¡Esto es la monda!"
Pero la anciana Evelyn estaba cansada. Se apoyó en la verja e in-
clinó la cabeza, aliviada al oír que se abría la puerta principal y perci-
bir los pasos de unos pies desnudos a través del porche, unos pasos
inconfundibles. Cuando Mona se le acercó, comprendió lo que debía
decirle.
-¿Qué sucede, anciana Evelyn? -preguntó ésta-. ¿Ha ocurri-
do algo malo?
-¿No has visto nada, hija mía? ¿No la has oído pronunciar tu nom-
bre? Trata de recordarlo, antes de que te cuente lo sucedido. No, no se
trata de tu madre.
Mona la miró con una expresión de sobresalto y pesar mientras
unas gruesas lágrimas se deslizaban por su rostro infantil. Abrió la
verja y se enjugó los ojos con el dorso de la mano.
 
 
 
 
-¡Tía Gifford! -exclamó con un hilo de voz, tan frágil, tan jo-
ven y tan distinta de la Mona que todos conocían, la fuerte, la niña
prodigio-. ¡Tía Gifford! ¡Y yo me alegré de que no estuviera aquí!
-Tú no tienes la culpa, hija -la tranquilizó Evelyn-. La arena
estaba empapada de sangre. Sucedió esta mañana. Es posible que no
haya sufrido. Puede que en estos momentos esté en el cielo, mirán-
donos extrañada de que nos compadezcamos de ella.
Michael Curry se detuvo junto a la escalinata de mármol, tras ha-
berse abrochado la. bata y haberse calzado unas zapatillas, con las
manos en los bolsillos y perfectamente peinado.
Mona rompió a llorar, mirando con expresión impotente a la an-
ciana Evelyn y al hombre de aspecto vigoroso y cabello oscuro que se
hallaba en el porche.
-¿Quién dijo que estaba a punto de morir debido a una afección
cardíaca? -preguntó la anciana Evelyn mientras le observaba bajar la
escalinata y dirigirse hacia ellas-. A mí me parece que este joven tiene
un aspecto excelente -dijo, estrechando la mano de Michael Curry.
 
 
 
 
9
 
Michael les había pedido que se reunieran en la biblioteca. El pe-
queño gramófono marrón portátil estaba en un rincón, junto al es-
pléndido collar de perlas y las fotografías de Stella y la anciana Evelyn
juntas, cuando eran jóvenes. Pero no quería hablar de eso. Quería
hablar de Rowan.
Mona se mostraba visiblemente satisfecha de que hubieran hallado
esos objetos, no obstante la pena que sentía por la muerte de Gif-
ford; pero él no era el responsable de Mona. Estaba preocupado por la
indiscreción que había cometido con ella; es decir, cuando no pensa-
ba en otros problemas más serios. Por ejemplo, que habían transcu-
rrido dos meses desde la desaparición de Rowan mientras él seguía
viviendo en esta casa como un fantasma. Pero eso había terminado;
ahora debía tratar de encontrar a su mujer.
Habían regresado de casa de Ryan tras permanecer allí dos horas,
bebiendo y charlando, después del funeral de Gifford. Habían regre-
sado para oír lo que él tenía que decirles y algunos para seguir char-
lando y llorando la muerte de Gifford, según tenían por costumbre
hacer los Mayfair cuando se producía una defunción en la familia.
La noche anterior, durante el velatorio, así como durante el fune-
ral celebrado hoy, Michael había observado la expresión de asombro
en sus rostros mientras le estrechaban la mano, diciéndole que tenía
«un aspecto inmejorable» y murmurando disimuladamente: «Fijaos
en Michael, parece que haya regresado de entre los muertos».
Por un lado habían sufrido el impacto de la inesperada muerte de
Gifford, una esposa y madre modélica que había fallecido en trágicas
circunstancias, dejando solos a su brillante y amado marido abogado
ya tres maravillosos hijos. Por otro, habían experimentado la sorpre-
sa de comprobar que Michael estaba totalmente recuperado, que el
legendario marido abandonado, la última víctima masculina dellega-
do Mayfair, no languidecía en su casa. Michael estaba perfectamente.
Se había levantado y vestido y había formado parte del cortejo fúne-
bre conduciendo su propio coche. y no parecía mareado, ni respiraba
trabajosamente, ni sufría náuseas.
Michael y el doctor Rhodes se habían peleado por el asunto de los
medicamentos en el vestíbulo de la funeraria, y Michael habla sali-
do vencedor. No experimentaba efectos secundarios. Tras vaciar los
frascos, los había guardado. Más adelante comprobaría las etiquetas
para averiguar lo que había estado tomando, pero ahora no. Por for-
tuna, las náuseas y los mareos habían pasado, pues tenía mucho que
hacer.
Mona estaba en un rincón, como de costumbre, sin apartar la vis-
ta de él y susurrando de vez en cuando: « Yate lo advertí.» Mona, con
sus regordetas mejillas, sus pálidas pecas y su largo cabello rojo. Na-
die se atrevería a llamar a una pelirroja como ella «cabeza de zanaho-
ria». Al contrario, la gente se volvía para observarla con admiración.
Luego estaba el enigma de la casa. ¿Cómo explicar que ésta hubiera
cobrado vida de nuevo? ¿El hecho de que cuando él se había desperta-
do en brazos de Mona hubiese experimentado la vieja sensación de que
algo invisible, presente, lo observaba? La casa volvía a crujir como
antes, había recobrado su antiguo aspecto. Por otro lado, existía el
misterio de la música que sonaba en el salón y lo que él había hecho con
Mona. ¿Acaso había recuperado el poder de ver lo invisible?
Mona y él no habían hablado sobre lo sucedido entre ambos. Eu-
genia tampoco había dicho una palabra al respecto. Pobre mujer. Sin
duda lo consideraba un violador y un monstruo. Técnicamente era
ambas cosas, aunque no había sido castigado por ello. Jamás olvidaría
el momento en que la vio aparecer en el salón, tan real, tan familiar,
junto aun pequeño gramófono portátil que antes no estaba ahí, un
gramófono idéntico a otro que había hallado más tarde oculto en la
pared de la biblioteca.
No, aún no habían hablado de ello. La muerte de Gifford había
impuesto su prioridad sobre cualquier otro asunto.
Ayer por la mañana, la anciana Evelyn había estrechado a Mona
entre sus brazos mientras ésta lloraba desconsoladamente por la muer-
te de Gifford, esforzándose en recordar un sueño en el que tuvo la
impresión de haber asesinado a su tía. Por supuesto, era irracio-
nal. Mona lo sabía. Todos los sabían. Al fin, Evelyn le acarició la mano
y dijo:
-Pasara lo que pasase, tú no tuviste la culpa. Tú no mataste a tu
tía. No fuiste tú. Fue una coincidencia. Es imposible que la mataras.
 
 
 
 
Al cabo de un rato, Mona recobró la compostura con la vigorosa
exuberancia de los jóvenes, así como una firmeza de carácter que Mi-
chael había observado en ella desde el principio, la fría determinación
de la hija de una borracha, un tema del que él sabía mucho por expe-
riencia. Mona no era una jovencita corriente. No obstante, era una
infamia que un hombre de su edad se acostara con una muchacha de
trece años. ¿Cómo había sido capaz de ello? Michael tenía la curiosa
sensación de que la casa sabía lo que había ocurrido y, sin embargo,
no parecía reprochárselo.
De momento, el pecado había quedado diluido entre la conmo-
ción provocada por la muerte de Gifford Mayfair. Anoche, antes del
velatorio, Mona y la anciana Evelyn habían sacado los libros de la es-
tantería y habían hallado las perlas, el gramófono y el vals de Violetta
en un viejo disco de la RCA Victor. El mismo gramófono. Michael
quería hacerles algunas preguntas, pero ambas se habían puesto a ha-
blar en tono excitado. Además, Gifford les estaba aguardando.
-No podemos poner un disco ahora -dijo la anciana Evelyn-,
estando Gifford de cuerpo presente. Cierra el piano. Cubre los espe-
jos. Es lo que Gifford hubiera deseado que hiciéramos.
Henri condujo a Mona ya la anciana Evelyn a casa para que se
cambiaran para el velatorio, y posteriormente las acompañó a la fu-
neraria. Michael fue con Bea, con Aaron, con su tía Vivian y con otros
miembros de la familia. El mundo lo dejó perplejo y turbado con su
espléndida belleza; la suave noche primaveral estaba repleta de nuevas
flores, los árboles cargados de nuevas hojas.
Gifford no parecía encajar en aquel ataúd. El pelo corto era de-
masiado negro, el rostro demasiado afilado, los labios demasiado ro-
jos; toda ella presentaba un aspecto excesivamente anguloso, desde los
puntiguados extremos de sus dedos hasta sus pequeños senos, que
destacaban bajo el austero traje de lana. Era como uno de esos rígidos
maniquíes que, en lugar de lucir la ropa, hacen que ésta parezca barata
y mal confeccionada. Estaba como congelada, como si la hubieran
metido en un congelador. La funeraria de Metairie era como todas,
cubierta con una moqueta gris, con vistosos adornos en el techo y
atestada de flores y de unas mediocres sillas estilo reina Ana.
Pero fue un velatorio dentro del más puro estilo de los Mayfair, con
abundantes cantidades de vino, cháchara y lloriqueos, y con la presen-
cia de varios dignatarios católicos que acudieron a presentar sus res-
petos, de nutridos grupos de monjas que parecían pájaros con sus
uniformes blancos y azules, de decenas de colegas y amigos abogados,
y de numerosos vecinos de Metairie, todos ellos vestidos con trajes
azules, que les daban aspecto de azulejos.
Todos se sentían conmocionados y profundamente entristecidos
por la pesadilla que estaban viviendo. Pálidos y demacrados, el mari-
do, los hijos y los parientes más allegados de Gifford recibieron el
pésame de sus amigos y familiares en un ambiente tétrico que con-
trastaba con el esplendor primaveral que reinaba en el exterior.
Hasta las cosas más sencillas parecían relucir de un modo espe-
cial a los ojos de Michael Curry tras su larga enfermedad, su pro-
longada depresión, como si acabaran de ser inventadas: las ridícu-
las volutas doradas del techo, las húmedas y maravillosas flores que
brillaban bajo las luces fluorescentes. Michael jamás había visto en
un funeral a tantos niños llorando, llevados por sus padres para que
presenciaran el espectáculo, para que rezaran junto al ataúd y besa-
ran a la difunta, perfectamente vestida y maquillada a lo Betty Cro-
cker, sus manías e idiosincrasias sepultadas bajo un montón de cli-
chés en este último gesto público, mientras reposaba en su lecho de
raso blanco.
Michael regresó a casa a las once, revisó su ropa para decidir lo
que iba a llevarse, hizo la maleta y se sentó para ultimar los detalles.
Fue al recorrer la casa cuando notó la diferencia, cuando presintió que
estaba habitada por algo que casi podía sentir y ver. No, no era eso.
Era como si la propia casa le hablara y le respondiera.
Quizá fuera una locura pensar que la casa estaba viva, pero él ha-
bía conocido esa sensación, junto con una mezcla de felicidad y dolor,
y la reconocía de nuevo. Resultaba más grata que los dos meses de
soledad y malestar que había experimentado, dos meses de sentir-
se ofuscado debido a los medicamentos, de estar «medio enamorado
de la muerte» en una casa silenciosa, carente de personalidad, sin ser
testigo de nada, sin hacer caso de su presencia.
Michael contempló durante lago rato el gramófono y las perlas,
las cuales yacían sobre la alfombra como si fueran abalorios de carna-
val. Unas perlas de valor incalculable. Todavía le parecía oír la extraña
voz de la anciana Evelyn, al mismo tiempo profunda, suave y bien
timbrada, hablando sin cesar con Mona.
Nadie parecía conocer ni importarle la existencia de esos tesoros
sacados de un escondite en la pared, detrás de la librería, que yacían en
un oscuro rincón, cerca de una pila de libros, como si se tratara de
meras baratijas. Nadie los tocó ni reparó en ellos.
Había llegado el momento de reunirse y hablar después del fune-
ral. Era inevitable.
Michael no tenía inconveniente en que la reunión se celebrara en
casa de Ryan si ello les resultaba más cómodo. Pero Ryan y Pierce
dijeron que tenían que ir forzosamente a la oficina. Le confesaron que
estaban cansados de tantas visitas y que no les importaba acudir a la
casa de la calle Primera. Estaban muy preocupados por Rowan. No
querían que Michael pensara que se habían olvidado de ella. Michael
sintió lástima del marido y el hijo de Gifford.
Ambos presentaban un aspecto a cuál más perfecto. Ryan, con su
bronceada tez, su cuidado pelo blanco y sus ojos opacos y azules.
Pierce, el hijo que todo el mundo querría tener, un joven brillante, de
impecables modales y visiblemente consternado por la muerte de su
madre. Era una terrible tragedia contra la que los Mayfair debían de
haber estado asegurados. ¿Qué representaba la muerte para los May-
fair «del club de campo»?, como preguntó Bea. Habían sido más que
generosos al acudir .
Pero Michael no podía aplazar esa reunión. Había desperdiciado
mucho tiempo. Había vivido en esta casa como un espectro desde que
le dieron el alta en el hospital. ¿Fue quizá la muerte de Gifford, ab-
surda, terrible e inútil, lo que le había obligado a despertar de su es-
tupor? No. Había sido Mona.
Pues bien, cuando se reunieran, Michael les explicaría que había
decidido partir en busca de Rowan.
Eso lo debían comprender. Michael había permanecido en esta
casa como si se hallara bajo una maldición, como un hombre sumido
en un sueño, herido en lo más profundo de su corazón por el hecho de
que Rowan lo hubiera abandonado. Había fracasado.
Luego estaba el asunto de la medalla. La medalla del arcángel. La
habían hallado en el bolso de Gifford en Destin. Cuando Ryan se
la entregó, nada menos que junto a la fosa, en el momento en que
ambos se abrazaron, Michael comprendió lo que debía hacer. Debo ir
en busca de Rowan. Debo cumplir la misión por la que me han en-
viado aquí. Debo hacer lo que considero es mi deber. Debo moverme.
Debo ser fuerte.
La medalla. Gifford la había encontrado junto a la piscina hacía
unos meses, quizás el mismo día de Navidad. Ryan no estaba seguro.
Ella le había dicho que quería devolvérsela a Michael, pero temía que
le trajera viejos recuerdos y se disgustara. Estaba segura de que le
pertenecía a él. Había unas gotas de sangre en la medalla. Pero ahora
estaba limpia y reluciente. Se había caído del bolso de Gifford mien-
tras Ryan lo registraba. Había sido una breve charla junto al frío
mausoleo de mármol, bajo los tibios rayos del sol del atardecer,
mientras decenas de personas aguardaban para estrechar la mano de
Ryan y expresarle sus condolencias.
-Gifford hubiera querido que te la entregara sin falta -le dijo
éste.
De modo que apenas había tenido tiempo de sentir remordimien-
tos por haberse acostado con la joven pelirroja, la cual le había dicho:
«Tira esas drogas a la basura. No las necesitas.»
 
 
 
 
Michael les hizo pasar a la biblioteca.
-Entrad y tomad asiento -dijo, sintiéndose un poco turbado,
como solía sucederle cuando le tocaba hacer los honores en esta casa
que, en realidad, era de ellos. Tras indicarles a Ryan, Pierce y Aaron
Lightner que se sentaran frente a la mesa, ocupó el sillón situado de-
trás de la misma. Vio a Pierce observar con curiosidad el gramófono y
las perlas, pero ya hablarían más tarde de ese tema.
-Sé que no es el momento más apropiado -dijo Michael diri-
giéndose a Ryan, para abrir el fuego-. Acabas de enterrar a tu esposa.
Yo también lamento mucho su muerte. Me gustaría poder aplazar esta
entrevista, pero es necesario que hablemos sobre Rowan.
-Por supuesto -se apresuró a contestar Ryan-. Hemos venido
para comunicarte lo que sabemos, aunque no es mucho.
-No consigo sacarles una palabra a Randall ya Lauren. Siempre
me dicen que hable contigo, de modo que te he pedido que vengas
para que me expliques lo que sucede. Tengo la sensación de haber
permanecido sumido en un coma. Debo encontrar a Rowan. He he-
cho el equipaje y estoy listo para partir.
Ryan se comportaba con admirable serenidad, como si hubiera
pulsado un resorte interior capaz de borrar todas las emociones; su
actitud no reflejaba la menor amargura ni rencor. Pierce, por el con-
trario, mostraba una expresión de profundo dolor y desconsuelo.
Apenas prestaba atención a lo que decía Michael, como si se hallara
muy lejos de allí.
Aaron se sentía también profundamente apenado por la muer-
te de Gifford. Había intentado tranquilizar y consolar a Bea duran-
te el velatorio, el funeral y el entierro. Estaba extenuado y deprimi-
do, y ni siquiera su británico decoro podía ocultar su decaído estado
de ánimo. Para colmo, Alicia había sufrido una crisis histérica y
habían tenido que internarla. Aaron había ayudado a Ryan a co-
municarle a Patrick que Alicia presentaba síntomas de desnutri-
ción, que estaba enferma y que debía ser hospitalizada. Patrick había
tratado de golpear a Ryan. Por otra parte, Bea ya no se molestaba
en ocultar su afecto por Aaron; al fin había hallado aun hombre en
el que podía apoyarse, según informó a Michael mientras regresaban
a casa.
Pero ahora todo recaía en ese hombre, Ryan Mayfair, el abogadoI
que se ocupaba de los asuntos de toda la familia y que ya no tenía a
Gifford a su lado para apoyarlo, para discutir con él, para creer en él y
ayudarlo. Pese al dolor, ya había reanudado su trabajo. «Todavía no
se ha producido la lógica reacción -pensó Michael:-. Aún es dema-
siado pronto para que sienta miedo.»
-Debo partir -dijo Michael-. Es así de sencillo. ¿Qué debo sa-  
ber? ¿Hacia dónde debo dirigirme? ¿Cuáles son las últimas noticias
que hemos recibido sobre Rowan? ¿Tenemos alguna pista fiable?
Nadie contestó. En aquel momento apareció Mona, con un lazo
blanco en el pelo y luciendo un sencillo vestido de algodón blanco, una
vestimenta muy apropiada para una niña que está de luto. Tras cerrar la
puerta, se sentó en un sillón de piel situado junto a la pared, frente a
la mesa. No dijo una palabra a nadie y nadie reparó en ella. Michael no
hizo caso de su presencia; no habían dicho nada que ella no supiera o no
debiera oír. En realidad, ambos compartían un secreto que les unía. La
niña le fascinaba en la misma medida en que le hacía sentirse culpable;
formaba parte de su recuperación y de lo que se había propuesto hacer .
Aquella mañana Michael no se había despertado pensando: «¿Quién
es esta extraña niña que yace en mi lecho?» Muy al contrario, sabía
perfectamente quién era y sabía que ella lo conocía.
-No puedes marcharte -dijo Aaron.
La firmeza de su voz sorprendió a Michael, quien comprendió
que se había distraído pensando en Mona, en sus caricias y en la fan-
tasmagórica aparición de la anciana Evelyn.
-No conoces todos los detalles -dijo Aaron.
-¿A qué te refieres?
-Creímos más prudente no revelártelo todo -dijo Ryan-. Pero
antes de proseguir permíteme que me explique. En realidad no sabe-
mos dónde está Rowan, ni sabemos lo que le ha sucedido. Lo cual no
significa que le haya sucedido algo malo. Eso es lo que quiero que
comprendas.
- ¿Has hablado con tu médico? -inquirió de improviso Pierce,
como si acabara de despertar de su letargo-. ¿Te ha dado el alta?
-Amigos, estoy perfectamente y voy a ir en busca de mi espo-
sa. ¿Quién dirige las investigaciones para dar con el paradero de
Rowan? ¿Quién tiene el expediente sobre la desaparición de Rowan
Mayfair?
Aaron carraspeó con característica elocuencia británica, a modo
de breve preámbulo de una disertación, y dijo:
-La organización Talamasca y la familia Mayfair no han conse-
guido dar con ella. Dicho de otro modo, todas las investigaciones han
resultado infructuosas.
-Comprendo.
-Lo único que sabemos es que Rowan se marchó con un indivi-
duo alto y moreno. Tal como te informamos, la vieron tomar el avión
de Nueva York acompañada de él. A finales de año Rowan se encon-
traba en Zurich, desde allí se trasladó a París, y de París a Escocia.
Posteriormente fue vista en Ginebra. Es posible que de Ginebra re-
gresara a Nueva York. No estamos seguros.
 
 
 
 
-O sea, que podría encontrarse en Estados Unidos.
-Sí, es posible -respondió Ryan-. No lo sabemos.
Ryan se detuvo como si no tuviera nada más que añadir, o simple-
mente para reflexionar.
-Rowan y ese individuo fueron vistos en Donnelaith, en Escocia
-dijo Aaron-. Tenemos pruebas al respecto. En cambio, las decla-
raciones de los testigos que la vieron en Ginebra son más confusas.
Sabemos que estuvo en Zurich porque hizo unas transacciones ban-
carias; en París, porque realizó unas pruebas médicas que más tarde
envió al doctor Samuel Larkin, a California. Sabemos que estuvo en
Ginebra porque es la ciudad desde la cual telefoneó al doctor y desde
la que le envió la información médica. Allí llevó a cabo otras pruebas
médicas, cuyos resultados remitió también al doctor Larkin.
-¿Decís que llamó a ese doctor? ¿Que habló con él?
La noticia debió de infundirle esperanzas, animarlo. Pero Michael
se dio cuenta de que se había ruborizado. En lugar de llamarlo a él,
Rowan había llamado a ese médico amigo suyo de San Francisco.
Trató de dominarse, de mostrarse tranquilo, abierto, sereno.
-Sí -contestó Aaron-, llamó al doctor Larkin el doce de febre-
ro. Fue una conversación muy breve. Le dijo que iba a enviarle unas
pruebas médicas, unas muestras, etcétera, y le pidió que llevara el ma-
terial al Instituto Keplinger para ser analizado. Le dijo que se pondría
en contacto con él, que se trataba de un asunto confidencial. Le dio a
entender que temía que pudieran interrumpir su conversación, como si
estuviera en peligro.
Michael guardó silencio, tratando de asimilar esa información, de
comprender su significado. El hecho de que su amada esposa hubiera
telefoneado a otro hombre carecía de importancia. El cuadro había
cambiado.
-¿Es eso lo que no queríais decirme? -preguntó Michael.
-En efecto -respondió Aaron-. Las personas que entrevista-
mos en Ginebra y en Donnelaith nos dieron a entender que parecía
estar coaccionada. Los detectives contratados por Ryan llegaron ala
misma conclusión tras interrogar a los testigos, aunque ninguno de
ellos pronunció la palabra «coacción».
-Pero el doce de febrero, cuando habló con Samuel Larkin, es-
taba viva -dijo Michael.
-Sí...
-¿Qué es lo que vieron esos testigos? ¿N o notaron nada anormal
los empleados de las clínicas donde llevó a cabo las pruebas médicas?
-No. Hay que tener en cuenta que se trata de unas instituciones
enormes. No cabe duda de que Rowan y Lasher entraron disimula-
damente y que Rowan se hizo pasar por un médico o un técnico de
laboratorio. Ella misma llevó a cabo las pruebas médicas y se marchó
antes de que alguien observara algo sospechoso.
-¿Es ésta la conclusión que habéis sacado por el material que
Rowan le envió al doctor Larkin?
-Sí.
-Es asombroso, aunque, puesto que es médica, no debió de re-
sultarle muy difícil-dijo Michael, tratando de dominar el tono de su
voz. No quería que se apresuraran a tomarle el pulso-. De modo que
sólo tenemos pruebas de que estaba viva el doce de febrero -repitió,
intentando calcular la fecha, el número de días. Pero su mente estaba
en blanco.
-Disponemos de otro dato... -dijo Ryan- un tanto alarmante.
-¿De qué se trata?
-Rowan hizo unas transferencias bancarias muy importantes
mientras estaba en Europa. Transfirió unas enormes sumas de dinero
a través de bancos en Francia y Suiza. Pero las transferencias cesaron a
finales de enero ya partir de entonces sólo se cobraron dos cheques de
poca importancia en Nueva York, concretamente el catorce de febre-
ro. Sabemos que en esos cheques la firma estaba falsificada.
-Ya -respondió Michael, reclinándose en la silla-. Evidente-
mente, ese individuo la tiene prisionera. Él debió de falsificar la firma.
Aaron suspiró y dijo:
-No lo sabemos... con certeza. Las personas que la vieron en
Donnelaith y en Ginebra dijeron que estaba pálida, que parecía
enferma. Según parece, su acompañante no la dejaba sola un instante y
se mostraba muy atento con ella.
-Comprendo -murmuró Michael-. ¿Qué más os dijeron? De-
seo saberlo todo.
-Donnelaith se ha convertido en un yacimiento arqueológico
-dijo Aaron.
-Sí, lo sé -contestó Michael-. ¿Has leído la historia de los
Mayfair? -preguntó, dirigiéndose a Ryan.
-¿Te refieres al documento Talamasca? Sí, lo he examinado, pero
lo que nos preocupa es dar con el paradero de Rowan.
-¿Qué más sabemos sobre Donnelaith? -preguntó Michael a
Aaron.
-Al parecer, Rowan y Lasher alquilaron una habitación en la
posada y pasaron allí cuatro días. Se dedicaron a explorar las ruinas
del castillo, la catedral y la aldea. Lasher habló con varias personas.
-¿Es preciso que lo llames por ese nombre? -inquirió Ryan-.
Utiliza un nombre legal distinto.
-El nombre legal no tiene nada que ver -terció Pierce-. Ciñá-
monos a la información de que disponemos. Donnelaith constituye
un proyecto arqueológico financiado por nuestra familia. Jamás había
oído hablar de él hasta que leí el informe Talamasca. Papá tampoco
sabía nada al respecto. Está administrado por...
-Lauren -intervino Ryan, haciendo una mueca de disgusto-.
Pero eso carece de importancia. No han regresado allí desde enero.
-Continúa -dijo Michael suavemente-. ¿ Cómo describen a
Rowan ya su acompañante los testigos que los vieron ?
-Como una mujer de un metro setenta de estatura, muy páli-
da, de aspecto enfermizo, y un hombre extraordinariamente alto, de
aproximadamente dos metros, con una larga cabellera negra, ambos
americanos.
Michael abrió la boca para decir allgo, pero de pronto notó que el
corazon le latía aceleradamente y sintió un leve dolor en el pecho. No
quería que nadie se diera cuenta de ello. Sacó un pañuelo del bolsillo y
se enjugó discretamente el labio superior.
-Está viva y corre peligro. Ese ser la tiene prisionera -murmuró.
-Eso es puramente anecdótico -dijo Ryan-. Son meras conjetu-
ras; ningún tribunal lo aceptaría como prueba. Los cheques falsificados
son otra cuestión, y nosotros, como administradores del legado, debe-
mos tomar inmediatamente medidas al respecto.
-Las pruebas forenses son un enigma -dijo Aaron.
-En efecto -apostilló Pierce-. Enviamos unas muestras de la
sangre que hallamos aquí a dos institutos gen éticos y ninguno de ellos
nos ha dado una respuesta definitiva.
-Claro que nos han dado una respuesta -repuso Aaron-. Nos
han dicho que las muestras debían de estar contaminadas o manipu-
ladas, puesto que pertenecen a una especie de primate no humano que
no consiguen identificar.
Michael sonrió con amargura.
-Pero ¿Qué dice ese doctor Larkin? -preguntó-. Rowan le en-
vió el material directamente a él. ¿Qué ha averiguado? ¿Qué le dijo
Rowan por teléfono? Debo conocer todos los detalles.
-Rowan estaba muy nerviosa -respondió Pierce-. Temía que
les interrumpieran. Estaba ansiosa por enviar cuanto antes el material
médico para que Larkin lo llevara al Instituto Keplinger. Larkin se
alarmó y decidió colaborar con nosotros. Siente un gran afecto por  
Rowan y no quiere traicionarla, pero al mismo tiempo comprende
que estemos preocupados por ella.
-El doctor Larkin está aquí -dijo Michael-. Lo vi en el funeral.
-Sí, está aquí -contestó Ryan-. Pero no quiere hablar sobre el
material médico que llevó al Instituto Keplinger.
-Por lo que ha dicho ese doctor -dijo Aaron en voz baja-, de-
duzco que posee un amplio material sobre esa extraña criatura.
 
 
 
 
-¿Una extraña criatura? No conviene que nos dejemos arrastrar
por la imaginación -protestó Ryan-. No sabemos si ese individuo
es una extraña criatura o... un tipo subhumano. Ni tampoco sabemos
su nombre. Sólo sabemos que es simpático, educado e inteligente, que
habla de forma apresurada con acento americano y que las personas
que hablaron con él en Donnelaith lo encontraron muy interesante.
-¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? -inquirió Pierce-.
Por el amor de Dios, papá...
-¿Qué le dijo Rowan al doctor Larkin? -le interrumpió Mi-
chael-. ¿Qué han conseguido averiguar en el Instituto Keplinger?
-Ése es el problema -respondió Aaron-. Larkin se niega a fa-
cilitarnos un informe sobre los análisis. Pero quizás esté dispuesto a
entregártelo a ti. Desea hablar contigo. Al parecer, quiere hacerte unas
pruebas genéticas.
-¿De veras? -contestó Michael, sonriendo.
-No me extraña que te muestres receloso -dijo Ryan en un to-
no entre irritado y cansado-. No es la primera vez que nos proponen
hacernos pruebas gen éticas. Nos consideran un grupo cerrado. No
consientas que te las haga.
-Como los mormones o los amish -apostilló Michael.
-Exactamente -dijo Ryan-. Existen infinitas razones legales
para negarse a ese tipo de pruebas. Además, ¿qué tiene eso que ver con
la familia Curry?
-Creo que nos estamos desviando de la cuestión -dijo Aaron,
mirando a Michael-. Independientemente de cómo llamemos al
acompañante de Rowan, es obvio que se trata de un ser de carne y
hueso con aspecto humano.
-¿Te das cuenta de lo que dices? -preguntó Ryan, enfurecido.
-Por supuesto.
-Exijo ver esas pruebas médicas -dijo Ryan.
-¿Crees que sabrás interpretarlas? -preguntó Pierce.
-Un momento -contestó Ryan.
-Papá, tenemos que hablar de esto.
Michael alzó la mano para imponer calma.
-Escuchad, las pruebas médicas no son concluyentes. Yo le vi.
Hablé con él.
En la habitación se hizo un profundo silencio.
Michael se dio cuenta de que era la primera vez que hacía tal re-
velación a la familia desde la desaparición de Rowan. Jamás les había
contado a Ryan y Pierce, ni a ningún otro miembro de los Mayfair, lo
sucedido el día de Navidad. Miró a Mona y luego fijó la vista en el
hombre al que le había relatado toda la historia: Aaron.
Los otros le observaron con una expresión interrogativa.
 
 
 
 
-No creo que mida dos metros de alto -prosiguió Michael, tra-
tando de dominarse. Se pasó la mano por el pelo e hizo ademán de
coger un bolígrafo, aunque no lo necesitaba. Luego cerró la mano
derecha, la abrió y la apoyó en la mesa-. Estuvo aquí, luché con él.
Creo que debe de ser de mi estatura, un metro ochenta y ocho a lo
sumo. Tiene el pelo negro y corto, como yo. y los ojos azules.
-¿Pretendes decirnos que viste al hombre que se llevó a Rowan?
-preguntó Ryan, intentando no perder la compostura.
-¿Hablaste con él? -inquirió Pierce.
Ryan se puso pálido de furia.
-¿Puedes describir o identificar a ese individuo? -preguntó.
-Prosigamos con un poco orden -dijo Aaron-. Casi perdimos
a Michael el día de Navidad. Durante las semanas que permaneció
convaleciente, no pudo decirnos nada. Estaba...
-No te molestes, Aaron -le interrumpió Michael-. De acuer-
do, Ryan, ¿qué quieres saber? Rowan se marchó con un hombre de un
metro ochenta y ocho de estatura, moreno y delgado. Llevaba puesto
uno de mis trajes. Supongo que habrá cambiado de aspecto, porque ni
llevaba el pelo largo, ni era tan alto como dicen. ¿ Me creéis ? ¿ Creéis lo
que os han contado los demás? Sé quién es, Ryan. y también los de
Talamasca.
Ryan parecía incapaz de articular palabra. Pierce también se había
quedado mudo.
-Era «el hombre», tío Ryan -terció Mona inesperadamente-.
Dejad a Michael en paz. No fue él quien permitió que ese hombre se
materializara. Fue Rowan.
-No te metas en esto -le espetó Ryan furioso. Pierce apoyó una
mano en el brazo de su padre para calmarlo-. ¿ Qué demonios haces
aquí? ¡Sal inmediatamente!
Mona no se movió.
Pierce le indicó que guardara silencio.
-Ese ser-dijo Michael-, nuestro «hombre», Lasher, ¿Presenta
un aspecto normal ante los demás?
-Digamos que un aspecto poco corriente -contestó Ryan-,
según las declaraciones de los testigos. que lo han visto. Pero aseguran
que es muy educado, simpatlco y jovial. -Ryan hizo una pausa, co-
mo si no se viera capaz de proseguir-. Puedes revisar las declaracio-
nes de todos los testigos. Hemos investigado a fondo en París, Gine-
bra, Zurich y Nueva York. A pesar de ser tan alto, no parece atraer
excesivamente la atención. Los arqueólogos de Donnelaith fueron
quienes más le trataron. Dicen que es un personaje muy interesante,
aunque un tanto peculiar, y que habla precipitadamente. Expresó
unas opiniones muy curiosas sobre la población y las ruinas.
 
 
 
 
-Creo que ya comprendo lo que sucedió. Rowan no se fugó
con él; él la secuestró. La obligó a que lo llevara a Donnelaith. La
obligó a conseguir el dinero. Ella lo convenció para que se some-
tiera a las pruebas médicas y después le envió el material al doctor
Larkin.
-No es seguro -dijo Ryan-. Pero la existencia de los cheques
falsificados nos proporciona una base legal. Por otra parte, el dinero
depositado por Rowan en bancos del extranjero ha desaparecido. De-
bemos movernos con rapidez; no hay más remedio. Debemos proteger
el legado.
Aaron le interrumpió con un pequeño gesto.
-El doctor Larkin dice que Rowan le confesó que sabía que esa
criatura no era humana. Quería que Larkin estudiara su estructura
gen ética. Quería saber si esa criatura era capaz de reproducirse con
seres humanos, y concretamente con ella. Le envió una muestra de su
propia sangre para que la analizara.
Se produjo otro incómodo silencio en la habitación.
Por espacio de unos segundos, Ryan pareció apunto de perder los
nervios. Luego recobró la compostura, cruzó las piernas y apoyó la
mano izquierda en el borde de la mesa.
-Francamente, no sé qué pensar sobre ese extraño joven -di-
jo-. El informe Talamasca, la cadena de trece brujas... No creo una
palabra. Ésa es la verdad: no lo creo. y pienso que la mayor parte de
los miembros de la familia tampoco lo cree. -Luego miró directa-
mente a Michael y continuó-: Pero hay una cosa que está clara. Es
absurdo que vayas en busca de Rowan. Ir a Ginebra es una pérdida de
tiempo. Hemos investigado a fondo allí. Los de Talamasca también
han llevado acabo unas indagaciones en Ginebra. En Donnelaith te-
nemos aun detective trabajando las veinticuatro horas del día. Al
igual que los de Talamasca, quienes, por cierto, son muy eficientes en
este tipo de asuntos. ¿Nueva York? No hemos hallado ninguna pista
fiable allí, aparte de los cheques falsificados. Dada su pequeña cuantía,
no levantaron sospechas.
-En tal caso, ¿adónde me recomiendas que vaya? -preguntó
Michael-. ¿Qué puedo hacer? Eso es lo que a mí me interesa.
-Lo comprendo -contestó Ryan-. No queríamos decirte nada
hasta disponer de más información. Pero ahora ya lo sabes, y sabes
que lo mejor es que te quedes aquí, que sigas los consejos del doctor
Rhodes y esperes. Es lo más sensato.
-Deseo añadir algo -terció Pierce.
Su padre lo miró enojado, pero estaba demasiado cansado para
protestar. Levantó la mano, con el codo apoyado en la mesa, y se tapó
los ojos.
 
 
 
 
Haciendo caso omiso del gesto de fastidio de su padre, Pierce con-
tinuó:
-Debes contarnos exactamente lo que sucedió aquí el día de Na-
vidad. Deseo saberlo. He participado en estas investigaciones desde el
principio. Soy el responsable del Mayfair Medical. Deseo que prosi-
gan las obras del centro médico, al igual que muchos otros miembros
de la familia. Pero debemos ser sinceros. ¿Qué pasó, Michael? ¿Quién
es ese hombre? ¿Qué es?
Michael sabía que debía ofrecer una respuesta, pero era incapaz de
ello. Durante unos momentos permaneció inmóvil, contemplando las
hileras de libros, sin ver el montón de volúmenes apilados en el suelo
ni el misterioso gramófono. Luego miró a Mona.
Mona se había reclinado en el sillón, con una pierna colgando so-
bre el brazo de éste. Parecía demasiado mayor para asistir a un funeral
con un vestido blanco, el cual ella había estirado para taparse púdica-
mente las rodillas. Observaba a Michael con su acostumbrada expre-
sión entre impertinente e irónica. Volvía a ser la misma Mona de siem -
pre, la que era antes de recibir la noticia de la muerte de Gifford.
-Se marchó con ese hombre -dijo Mona en voz baja pero con
claridad y firmeza-. El hombre que se había materializado.
En un tono seco y monótono, típico de los adolescentes, como si
le aburriera la estupidez de los demás y sin hacer concesiones a lo
prodigioso, continuó:
-Rowan se marchó con él, con ese tipo de pelo largo, con ese es-
quelético mutante. Con el fantasma, el diablo, Lasher. Michael se pe-
leó con él junto a la piscina, pero ese hombre le golpeó y lo arrojó al
agua. El jardín está impregnado de su olor, al igual que el cuarto de
estar, donde nació.
-Son imaginaciones tuyas -masculló Ryan-. Te he advertido
que no te metas en esto.
-Cuando Rowan y él se marcharon -prosiguió Mona-, ella
conectó la alarma para que acudiera alguien a rescatar a Michael. O
puede que la conectara ese hombre. Cualquier imbécil es capaz de
comprender lo que sucedió.
-Sal inmediatamente de aquí, Mona -dijo Ryan.
-No-contestó ella.
Michael no dijo nada. Había oído las palabras, pero era incapaz de
responder. Deseaba decir que Rowan había intentado impedir que ese
hombre lo arrojara a la piscina. Pero ¿de qué serviría? Rowan se había
marchado dejándolo medio ahogado... O tal vez no. Tal vez la estaba
coaccionando.
Ryan emitió un leve murmullo de irritación.
-Permitidme recordaros -dijo Aaron pacientemente- que el
doctor Larkin posee una gran cantidad de información que nosotros
no tenemos. Dispone de las radiografías de las manos, los pies, la es-
pina dorsal y la pelvis, así como de unas exploraciones del cerebro y
otras pruebas. Ese ser no es humano. Tiene una extraña estructura
gen ética. Es un mamífero, un primate de sangre caliente. Se parece a
nosotros, pero no es humano.
Pierce miró fijamente a su padre, como si temiera que éste per-
diese definitivamente el control. Pero Ryan se limitó a menear la ca-
beza y dijo:
-Creeré ese cuento cuando lo vea, cuando me lo diga el propio
doctor Larkin.
-Papá -dijo Pierce-, si examinas los informes forenses com-
probarás que dicen que las pruebas debían de estar contaminadas o
manipuladas, pues en caso contrario se trataría de unas muestras de
sangre y tejido pertenecientes a una criatura dotada de una estructura
gen ética no humana.
-Mona ha dicho la verdad -dijo Michael con voz apenas audi-
ble. Luego se enderezó y miró a Ryan ya Mona.
Había algo en la actitud de Aaron que le molestaba, aunque no
sabía exactamente qué era ni se había dado cuenta de ello hasta ese
momento.
-Cuando llegué a casa lo vi -dijo Michael-. Se parecía a ella. Se
parecía a mí. Podría haber salido de... Era nuestro hijo. Rowan había
estado embarazada.
Se detuvo unos instantes, respiró hondo, movió la cabeza y pro-
siguió:
-Ese hombre, esa extraña criatura o lo que fuera, acababa de na-
cer. Era muy fuerte. Se burló de mí. Se..., se movía como el hombre de
paja de El mago de Oz, torpemente, riendo sin parar, cayendo una y
otra vez e incorporándose de nuevo. Parecía fácil partirle el pescuezo,
pero no pude. Era mucho más fuerte de lo que aparentaba. Le golpeé
varias veces, con la fuerza suficiente para aplastarle la cara, pero tan
sólo le hice un rasguño. Rowan trató de detenernos, pero en aquel
momento no estaba seguro..., ni tampoco ahora..., de a quién de los
dos trataba de proteger. ¿A él o a mí?
Le disgustaba haber pronunciado aquellas palabras, pero había
llegado el momento de revelar toda la verdad, de compartir con los
demás su rabia y su dolor .
-¿Ayudó Rowan a ese hombre a arrojarte a la piscina? -pre-
guntó Mona.
-Cállate, Mona -le espetó Ryan.
Pero Mona no hizo caso y siguió observando a Michael con aire
inquisitivo.
 
 
 
 
-No -contestó Michael-. Aunque parezca increíble, me derri-
bó él solo. Me han dejado fuera de combate en un par de ocasiones,
pero eran unos individuos el doble de corpulentos que yo. Ese tipo es
delgaducho, y delicado. Daba la impresión de no poder sostenerse de
pie y, sin embargo, consiguió arrojarme a la piscina. Recuerdo la for-
ma en que miraba cuando me hundí. Tiene los ojos azules y el cabello
muy negro, como ya os he dicho, y el cutis pálido y muy hermoso. Al
menos, ése era el aspecto que tenía cuando lo vi.
-Como el cutis de un bebé -dijo Aaron suavemente.
-¿Y sin embargo insistís en que no se trata de un ser humano?
-preguntó Ryan, incrédulo.
-Son datos científicos, no es cosa del vudú -respondió Aaron-.
Es una criatura, por decirlo así, de carne y hueso. Pero su estructura
genética no es humana.
-¿Te lo dijo Larkin?
-Más o menos -contestó Aaron-. Digamos que me lo dio a
entender.
-Fantasmas, espíritus, extrañas criaturas... -dijo Ryan. Era como
si la cera de la que estaba hecho hubiera empezado a derretirse.
-Vamos, papá, tómatelo con calma -dijo Pierce en tono autori-
tano.
-Gifford me dijo que creía que ese hombre había conseguido
penetrar en el mundo de los vivos -dijo Ryan-. Fue la última con-
versación que mantuve con mi esposa...
Silencio.
-Creo que todos coincidimos en una cosa, Michael-dijo Aaron,
empezando a impacientarse-. En que debes permanecer aquí.
-De acuerdo -respondió Michael-. Pero quiero ver esos in-
formes. Quiero estar enterado de todos los detalles. Quiero hablar
con ese doctor Larkin.
-Existe otra cuestión de suma importancia -dijo Aaron-.
Ryan, por motivos obvios, no permite que le hagan la autopsia a
Gifford.
Ryan miró furioso a Aaron. Michael nunca había visto a Ryan tan
enojado. Aaron también captó su expresión y se detuvo durante unos
instantes antes de proseguir:
-Pero podemos analizar las manchas de sangre de su ropa.
-¿Para qué? -inquirió Ryan-. ¿Qué tiene que ver mi esposa en
este asunto? .
Aaron lo miró turbado, incapaz de responder a su pregunta.
-¿Acaso tratas de decirme que mi esposa tuvo algo que ver con
esa criatura? ¿Que él la mató?
Aaron guardó silencio.
 
 
 
 
-Mamá sufrió un aborto en Destin, papá -respondió Pierce-.
Ambos sabemos que... -El joven se detuvo, pero el daño ya estaba
hecho-. Mi madre era una mujer muy nerviosa. Ella y mi padre...
Ryan no contestó. Su rabia se había convertido en rencor. Michael
meneó la cabeza con incredulidad, mientras Mona observaba impasi-
ble la escena.
-¿Hay pruebas de que sufriera un aborto? -preguntó Aaron.
-Sufrió una hemorragia uterina -contestó Pierce-. Eso es lo
que dijo el médico local, que había tenido un aborto.
-Los médicos de Destin dijeron que había muerto a causa de una
hemorragia. Es lo único que saben. Una hemorragia. Empezó a per-
der sangre y no pudo llamar a nadie pidiendo auxilio. Murió tendida
sobre la arena. Mi esposa era una mujer afectuosa y normal. Pero tenía
cuarenta y seis años. Es muy improbable que sufriera un aborto. Es
más, me parece inconcebible. Tenía unos fibromas.
-Papá, déjales que analicen las manchas de sangre, por favor.
Quiero saber la causa de la muerte de mamá, si fue debida a los fibro-
mas o a otra causa. Te lo ruego. Todos deseamos saber la verdad. ¿ Por
qué tuvo una hemorragia?
-De acuerdo -contestó Ryan, alzando las manos en un gesto de
resignación-. ¿ Quieres que analicen las manchas de sangre que había
en la ropa de tu madre ?
-Sí -respondió Pierce con calma.
-Muy bien. Accedo, por ti y por tus hermanas. Haremos los aná-
lisis. Descubriremos lo que provocó la hemorragia.
Pierce estaba satisfecho, aunque al mismo tiempo se sentía pre-
ocupado por su padre.
Ryan deseaba añadir algo. Tras alzar la mano para imponer silen-
cio, dijo:
-Haré lo que pueda dadas las circunstancias. Continuaré bus-
cando a Rowan. Haré que analicen las ropas manchadas de sangre.
Haré lo que es justo y sensato. Haré lo que es honorable, lo que es le-
gal, lo que es necesario. Pero no creo que exista ese hombre. No creo
que exista ese fantasma. ¡Nunca lo he creído! y no tengo motivos para
hacerlo ahora. Sea cual sea la verdad de este asunto, no tiene nada que
ver con la muerte de mi mujer .
»Pero volvamos al tema de la desaparición de Rowan. Gifford está
en manos de Dios y no podemos hacer nada por ella; pero por Rowan
sí. ¿Cómo podemos obtener los datos científicos del Instituto Ke-
plinger, Aaron? Éstas son mis primeras instrucciones: hallar la forma
de conseguir por medios legales el material que Rowan le envió a
Larkin. Voy a ir a la oficina. Conseguiré ese material. La heredera del
legado ha desaparecido; es posible que haya sido secuestrada. Ya he-
mos tomado las oportunas medidas legales respecto a los fondos, las
cuentas, las firmas, etcétera.
Ryan se quedó en silencio como si no tuviera nada más que aña-
dir, observándolos fijamente, como una máquina que se hubiera que-
dado sin electricidad.
-Comprendo lo que sientes, Ryan -dijo Aaron con voz que-
da-. Incluso los testigos más cautos afirman que existe un misterio
referente a ese extraño ser masculino.
-¡Tú y tus compañeros de Talamasca! -exclamó Ryan, irrita-
do-. Os dedicáis a observar ya hacer conjeturas. Examináis estos
extraños hechos y ofrecéis una interpretación de los mismos que en-
caja con vuestras creencias, con vuestras supersticiones, con vuestra
dogmática insistencia en que el mundo de los fantasmas y los espíritus
es real. Yo no me lo trago. Si quieres que te sea sincero, opino que
vuestro informe sobre nuestra familia es una especie de... fraude. He
encargado a unos investigadores que hagan unas averiguaciones sobre
vuestra organización.
Aaron lo miró fríamente.
-No te lo reprocho -contestó con cierto tono de amargura.-
Su rostro reflejaba de pronto una mezcla de rencor, confusión y
rabia contenida. Michael lo notó con toda claridad. Aaron había
«perdido los papeles», como suele decirse.
-¿Conservas en tu poder las ropas manchadas de sangre, Ryan?
-preguntó Aaron, fingiendo que le disgustaba insistir en ese des-
agradable tema-. ¿Qué llevaba puesto Gifford cuando murió?
-Maldita sea -masculló Ryan. Acto seguido descolgó el teléfo-
no y llamó a su secretaria-. Carla -dijo-, soy Ryan. Llama al fo-
rense de Walton County, en Florida, ya la funeraria. ¿Dónde está la
ropa de Gifford? Debo recuperarla. -Tras colgar de nuevo, pregun-
tó-: ¿Algo más? Tengo que ir a la oficina, estoy muy ocupado.
Quiero regresar temprano a casa. Mis hijos me necesitan. Alicia ha
sido internada en un hospital. Ella también me necesita. Necesito es-
tar solo. Necesito... llorar la muerte de mi esposa. Quisiera que me
acompañaras, Pierce. Ahora mismo -concluyó apresuradamente.
-De acuerdo, pero quiero averiguar la procedencia de las man-
chas de sangre que había en las ropas de mamá.
-¿Qué demonios tiene esto que ver con Gifford? -estalló Ryan-.
¿Acaso os habéis vuelto todos locos?
-Quiero averiguarlo, sencillamente -contestó Pierce-. Sabes
muy bien que mamá temía reunirse aquí con nosotros el martes de
carnaval, que ella...
-No sigas -le interrumpió Ryan-. Ciñámonos a los hechos, a lo
que sabemos con certeza. Estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario.
 
 
 
 
Mañana, Michael, te enviaré todos los informes que tenemos sobre la
desaparición de Rowan. Si quieres, puedo enviártelos ahora mismo.
Ryan descolgó de nuevo el teléfono y marcó apresuradamente el
número de su oficina. Cuando le contestó su secretaria, dijo sin más
preámbulos:
-Envía por medio de un mensajero todos los documentos co-
rrespondientes a Rowan. Sí, los informes de los detectives, las foto-
copias de los cheques, todos los datos que tenemos sobre su desapa-
rición. Me los ha pedido su marido. Tiene derecho a verlos; es su
marido. ÉL. está en su perfecto derecho.
Silencio. Al cabo de unos instantes, preguntó:
-¿Qué quieres decir?
Ryan se puso pálido y luego rojo de ira. Tras colgar precipitada-
mente se volvió hacia Aaron.
-¿Es cierto que tus investigadores recogieron la ropa de mi es-
posa? ¿Que se la llevaron del despacho del forense de Walton County
y de la funeraria? ¿Quién les autorizó a hacerlo?
Aaron no respondió, pero Michael observó una expresión de sor-
presa y confusión en su rostro. Era evidente que no estaba al corriente
de ello. Se sentía tan asombrado como humillado. Después de re-
flexionar unos momentos, se encogió de hombros y dijo:
-Lo lamento. No autoricé a nadie a que se llevara la ropa de tu
esposa. Te pido disculpas. Me encargaré de que la restituyan inme-
diatamente.
-Eso espero -contestó Ryan-. Estoy harto de intelectuales
que se meten donde no deben, de misterios y de gentes que se espían
entre sí.
Tras estas palabras, Ryan se puso en pie. Pierce hizo otro tanto.
-Vamos, papá -dijo Pierce en su acostumbrado tono autorita-
rio-. Vámonos a casa. Regresaré a la oficina esta tarde. Anda, vamos.
Aaron no se levantó ni miró a Ryan. Tenía la vista perdida en el
infinito, como si se hallara muy lejos de allí, enfrascado en sus pensa-
mientos. Estaba claramente enojado.
Michael se levantó y les estrechó la mano a Ryan y a Pierce, como
hacía siempre.
-Gracias a los dos -dijo.
-Es lo menos que podemos hacer por ti -contestó Ryan-.
Mañana nos reuniremos tú, Lauren, Randall y yo. Descuida, hallare-
mos a Rowan si...
-... conseguís localizarla -apostilló Mona.
-Te he dicho que te calles -dijo Ryan-. Vete a casa, la anciana
Evelyn está sola.
-Siempre hay alguien en casa que está solo y me necesita -re-
plicó Mona. Luego se levantó, se alisó su infantil vestido de algo-
dón, se arregló el lazo blanco que llevaba en el pelo y añadió-: No te
preocupes, ya me marcho.
Ryan la miró como si aquella situación le resultara insoportable.
Luego se acercó a Mona y la abrazó. Súbitamente, en medio de un
profundo silencio, Ryan rompió a llorar de dolor y de vergüenza,
emitiendo un sonido ronco, entrecortado, casi antinatural, como sue-
len hacer los hombres cuando lloran.
Pierce apoyó la mano en el hombro de su padre. Ryan besó a
Mona en la mejilla y la soltó. Ella, visiblemente emocionada, lo besó
también en la mejilla.
A continuación, Ryan salió de la biblioteca detrás de Pierce.
Tras cerrarse la puerta, Michael oyó un coro de voces en el vestí-
bulo: la voz queda de Beatrice, la de Randall, más profunda, y otras
que no alcanzó a distinguir en medio del guirigay.
Al volverse se dio cuenta de que se había quedado a solas con
Aaron y Mona. Aaron no se había movido. Parecía deprimido
preocupado, como el propio Michael hacía unos días.
Mona, que se había retirado aun rincón, resplandecía como una
pequeña vela con su vistoso cabello rojo. Tenía loS brazos cruzados y
presentaba una actitud firme y decidida. Era evidente que no pensaba
marcharse.
-¿Qué piensas de este asunto? -le preguntó Michael a Aa-
ron-. Es la primera vez que te lo pregunto desde que... sucedió todo.
¿Qué opinas? Me gustaría saberlo.
-¿Te refieres a que quieres conocer la opinión de un intelectual?
-replicó Aaron sarcásticamente.
-Quiero conocer tu sincera opinión -contestó Michael-. La
negativa de Ryan a creer en este asunto casi constituye una postura
religiosa. ¿Qué me habéis ocultado?
Debió haberle ordenado a Mona que saliera de la habitación, ha-
berle pedido a Bea que se ocupara de ella, pero no lo hizo. Simple-
mente, observó fijamente a Aaron.
Durante unos instantes éste mostró una expresión tensa, luego se
relajó y respondió secamente a la pregunta que le había formulado
Michael.
-No te he ocultado nada deliberadamente. Lo cierto es que me
siento incómodo -dijo, mirando a Michael de frente-. y o dirigía
esta investigación hasta que Rowan desapareció. Hasta hace poco creí
que seguía dirigiéndola, pero todo parece indicar que los Mayores se
han hecho cargo del caso, que la investigación se ha ampliado sin que
yo tuviera Conocimiento de ello. No sé quién se llevó la ropa de Gif-
ford. Los de Talamasca no solemos proceder así. Tú lo sabes. A raíz  
de la desaparición de Rowan, le pedimos permiso a Ryan para venir
aquí y tomar unas muestras de sangre de la alfombra y las paredes. Te
lo hubiéramos pedido a ti, pero tú no...
-Lo sé, lo sé...
-Ése es nuestro estilo. Tratamos de ayudar cuando se produce
un desastre, pero discretamente, con prudencia, observando, sin sacar
conclusiones precipitadas.
-No me debes ninguna explicación. Somos amigos; lo sabes de
sobra. Imagino lo que ha sucedido. Los Mayores sin duda consideran
que se trata de una investigación de extraordinaria importancia. No
tenemos un fantasma, sino un mutante -dijo Michael, soltando una
amarga carcajada-. y ese ser tiene prisionera a mi esposa.
-Eso ya lo sabía yo -terció Mona.
La falta de respuesta de Aaron resultaba desconcertante. Seguía
inmóvil, contemplando el vacío, como si le disgustara no poder hablar
del asunto por tratarse de algo que afectaba a la Orden. Al fin miró a
Michael y dijo:
-Me alegro de que te hayas recuperado. Estás perfectamente. El
doctor Rhodes dice que es un milagro. N o te preocupes. N os veremos
mañana, aunque no haya sido invitado a participar en la reunión con
Ryan.
-A propósito del expediente que van a enviarme... -dijo Mi-
chael.
-Ya lo he visto -respondió Aaron-. Todos colaboramos en
esta investigación. Hallarás mis informes en el expediente. No sé lo
que ha sucedido ahora. Beatrice y Vivian me esperan. Beatrice está
muy preocupada por ti, Mona. El doctor Larkin desea hablar conti-
go, Michael, le he pedido que espere hasta mañana. Ahora me re-
uniré con él.
-De acuerdo. Estoy impaciente por leer el informe. No dejes que
Larkin se te escape.
-No temas. Ha visitado los mejores restaurantes de la ciudad y
ha estado toda la noche divirtiéndose con una joven cirujana de Tula-
ne. No se nos escapará.
Mona no dijo nada. Permaneció sentada, observando a Michael
mientras éste acompañaba a Aaron hasta la puerta. De pronto, Mi-
chael se sintió turbado por su presencia, su perfume, su rojo cabello
que destacaba entre las sombras, el lazo blanco un tanto arrugado que
lucía en la cabeza, por lo que había ocurrido entre ambos y por-
que dentro de un rato los demás habrían abandonado la casa, deján-
dolo de nuevo a solas con ella.
En aquel momento Ryan y Pierce se disponían a marcharse. Las
despedidas de los Mayfair siempre se prolongaban en exceso. Beatrice
había vuelto a romper a llorar y le aseguraba a Ryan que no debía pre-
ocuparse por nada. Randall estaba sentado en el salón, junto a la chi-
menea, con aspecto desconcertado y pensativo; parecía un enorme
sapo gris.
-¿Cómo estáis, queridos? -preguntó Bea, estrechando la mano
de Michael y de Mona y besando a ésta en la mejilla.
Aaron se apresuró a salir de la biblioteca.
-Estoy bien -respondió Mona-. ¿Y mamá?
-Le han administrado unos sedantes. La alimentan por vía in-
travenosa. No te preocupes, dormirá toda la noche. Tu padre está
bien. Se ha quedado con la anciana Evelyn. Creo que Cecilia ya ha
llegado. Anne Marie está con tu madre.
-Eso supuse -replicó Mona con un gesto de fastidio.
-¿Qué quieres hacer, cariño? ¿Quieres que te acompañe a casa?
¿O prefieres pasar la noche conmigo? ¿Qué puedo hacer ? Puedes
acostarte en mi habitación o en el cuarto empapelado de rosa.
Mona negó con la cabeza.
-Me encuentro perfectamente -contestó bruscamente-. Den-
tro de un rato me iré a casa.
-¿Y tú? -preguntó Bea, dirigiéndose a Michael-. Me alegra ver
que has recuperado el color de tus mejillas. Eres un hombre nuevo.
-Sí, eso parece. Tengo que reflexionar. Van a enviarme el expe-
diente sobre Rowan.
-No debes leer esos informes. Son deprimentes -dijo Bea.
Luego se volvió y miró a Aaron, que estaba en el pasillo apoyado
contra la pared-. No dejes que los lea.
-Por supuesto que debe leerlos -respondió Aaron-. Me mar-
cho; el doctor Larkin me espera en el hotel.
-Pues anda, vete -dijo Bea, dándole un beso en la mejilla y
acompañándolo a la puerta-. Te esperaré.
Randall se levantó, dispuesto a marcharse. En aquel momento sa-
lieron dos jóvenes Mayfair del comedor. Las despedidas no se aca-
baban nunca. Todos se mostraban profundamente emocionados y
llorosos mientras confesaban su cariño hacia Gifford, la pobre y
hermosa Gifford, tan amable y generosa. Bea se volvió, corrió a abra-
zar a Michael ya Mona al mismo tiempo, les dio un beso y se enca-
minó apresuradamente hacia la puerta. Luego asió afectuosamente a
Aaron del brazo y bajaron los escalones del porche. Randall salió an-
tes que ellos.
Al fin se habían marchado todos. Mona, de pie junto a la puerta, se
despidió de ellos con la mano. Tenía un aspecto ridículo con aquel
vestido de niña adornado con una faja y su acostumbrado lazo blanco
en el pelo.
 
 
 
 
De pronto cerró la puerta de un golpe y se volvió hacia Michael.
-¿Dónde está la tía Viv? -preguntó Michael.
-No puede salvarte -contestó Mona-. Está en Metairie conso-
lando a los otros hijos de Gifford, junto con la tía Bernadette.
-¿Y Eugenia?
-La he envenenado -respondió Mona, dirigiéndose hacia la bi-
blioteca.
Michael la siguió con paso firme, resuelto a pronunciar un discur-
so lleno de frases sensatas y declaraciones de buenas intenciones.
-Eso no va a suceder de nuevo -afirmó, cerrando la puerta a su
espalda.
Mona le echó los brazos al cuello y él la besó. Sus manos se desli-
zaron sobre sus pechos y empezó a levantarle la falda.
-No puede suceder -repitió Michael-. No dejaré que me se-
duzcas de nuevo. Ni siquiera me das oportunidad de...
Pero su joven cuerpo le excitaba. Le acarició los suaves y firmes bra-
zos, la espalda y las caderas. Ella también estaba muy excitada, tanto
como pudiera estarlo cualquiera de las mujeres adultas con las que él
había hecho el amor. Súbitamente oyó que la llave giraba en la cerradura.
-Quiero que me consueles -dijo Mona-. Mi querida tía acaba
de morir. Estoy hecha polvo, de veras.
Michael observó que tenía los ojos llenos de lágrimas, como si es-
tuviera apunto de romper a llorar.
Mona se desabrochó el vestido y dejó que cayera al suelo. Michael
miró el blanco y costoso sujetador de encaje, que apenas contenía sus
desarrollados pechos; la pálida piel de su vientre, que asomaba sobre
la cintura de sus braguitas. Las lágrimas empezaron a rodar por las
mejillas de Mona mientras ésta lloraba en silencio. Luego se arrojó de
nuevo en brazos de Michael, besándolo apasionadamente mientras le
introducía la mano entre las piernas.
Era un fait accompli, como suele decirse.
-No te preocupes -murmuró ella mientras yacían abrazados
sobre la alfombra.
Michael tenía sueño, pero no podía permitirse el lujo de quedarse
dormido, pues tenía demasiado en qué pensar. ¿Cómo no iba a pre-
ocuparse? Al cabo de un rato empezó a tararear una canción, mante-
niendo los ojos abiertos.
-El vals de Violetta -dijo Mona-. Abrázame fuerte.
Al fin se quedó dormido, o al menos se hundió en un apacible le-
targo, mientras acariciaba la adorable y sudorosa nuca de Mona y
oprimía los labios sobre su frente. De pronto sonó el timbre y oyó los
pasos de Eugenia en el pasillo, dirigiéndose lentamente hacia la puerta
mientras decía:
-Ya voy, ya voy.
Era un mensajero con el informe que Ryan habla prometido en-
viarle. Michael ardía en deseos de leerlo, pero no sabía cómo levan-
tarse sin despertar a Mona. Sin embargo, debía examinarlo inmedia-
tamente. Al pensar en Rowan se apoderó de él una sensación de
pánico que le obnubilaba, impidiéndole tomar una decisión e incluso
reflexionar con serenidad.
Michael se incorporó, tratando de recobrar la lucidez y liberarse
de la sensación de pereza que le invadía después de hacer el amor, de
no mirar a la joven desnuda que yacía dormida sobre la alfombra, con
la cabeza apoyada sobre su roja cabellera, mostrando un vientre tan
liso y perfecto como sus pechos. «Eres un cerdo», se dijo.
Al cabo de unos minutos oyó a Eugenia cerrar la puerta de un gol-
pe y regresar de nuevo con paso lento y sigiloso hacia la cocina.
Michael se vistió y se peinó mientras observaba el gramófono. Sí,
era idéntico al que había visto en el salón mientras sonaba la espectral
melodía. Sobre él reposaba el disco negro en el que había quedado
grabado el vals hacía varias décadas.
Durante unos instantes, Michael se sintió desconcertado. Mien-
tras evitaba mirar el joven y espléndido cuerpo de Mona, comprobó
que al fin había conseguido recobrar una cierta calma. Era lógico; uno
no puede permanecer constantemente con los nervios deshechos. «Mi
esposa puede estar viva -pensó-, o haber muerto. Pero debo creer
que aún vive. y está con ese ser. ¡Ese ser la necesita!»
Mona se volvió hacia un lado. Su espalda era lisa y blanca; sus ca-
deras menudas, pero perfectamente proporcionadas. Tenía unas for-
mas exquisitamente femeninas, el cuerpo de una hembra.
«Deja de mirarla, imbécil -se dijo Michael-. Eugenia y Henri
no deben de andar muy lejos. No tientes a la suerte. Acabarás empa-
redado en el sotano.»
¡Pero si esta casa no tiene sótano!
Bueno, pues en el desvan.
Michael abrió la puerta lentamente. El vestíbulo estaba en silen-
cio, al igual que el salón. Sobre la mesa del vestíbulo, donde solían
depositar la correspondencia, vio un sobre con el membrete de May-
fair & Mayfair. Salió sigilosamente, cogió el sobre y se dirigió al co-
medor, desde el cual divisaba la puerta de la biblioteca; de esa forma
podría impedir que alguien entrara en ella y sorprendiera a Mona ya-
ciendo desnuda sobre la alfombra.
Suponía que más pronto o más tarde la muchacha se despertaría y
se vestiría. ¿Pero y luego? Michael no sabía lo que haría, sólo confiaba
en que no regresara a su casa y lo dejara solo.
«Soy un cobarde -pensó-. ¿Serías capaz de comprender la si-
tuación en la que me encuentro, Rowan?» Sí, es posible que lo com-
prendiera. Rowan comprendía bien a los hombres, mejor que todas
las mujeres que él había conocido, incluida Mona.
Michael encendió la lámpara situada junto a la chimenea, se sentó
a la cabecera de la mesa y sacó el informe del sobre.
El contenido del mismo era más o menos lo que le habían expli-
cado.
Los expertos en gen ética se referían a las muestras en un tono li-
geramente sarcástico: «Al parecer, se trata de una combinación calcu-
lada de material gen ético correspondiente a más de un primate.»
Lo más doloroso fue leer las declaraciones de los testigos de Don-
nelaith. «La mujer tenía muy mal aspecto. Pasaba casi todo el día en la
habitación y cuando salía iba siempre acompañada de ese hombre.
Daba la impresión de que él la obligaba a salir. Parecía muy enferma.
Sentí la tentación de sugerir que la visitara un médico.»
El conserje del hotel de Ginebra describía a Rowan como una
mujer de aspecto enfermizo, demacrada, de unos cincuenta y cuatro
kilos de peso. Al leer ese párrafo, Michael se estremeció.
Michael contempló las fotocopias de los cheques falsificados. Era
una burda falsificación. La letra era grande, de la época isabelina, co-
mo la empleada en un pergamino antiguo.
Estaban extendidos a nombre de Oscar Aldrich Tamen.
¿Por qué había elegido el extraño ser ese nombre? Cuando Mi-
chael miró el dorso del cheque lo comprendió. Tenía un pasaporte
falso. El conserje del hotel había anotado todos los datos.
Michael supuso que estarían siguiendo esa pista. Luego examinó
el memorándum de la firma de abogados. Oscar Aldrich Tamen había
sido visto por última vez el 13 de febrero en Nueva York. Su esposa
había denunciado su desaparición el 16 de febrero. Actualmente se
hallaba en paradero desconocido. ¿Conclusión? Le habían robado el
pasaporte.
Michael cerró la carpeta que contenía el informe y se llevó las
manos al pecho, tratando de hacer caso omiso del pequeño dolor que
sentía, diciéndose que llevaba años padeciéndolo.
-Rowan -dijo en voz alta, como si fuera una oración. Sus pen-
samientos se remontaron al día de Navidad, cuando su mujer le
arrancó la cadena del cuello y la medalla cayó a la piscina.
«¿Por qué me has abandonado? -pensó-. ¿Cómo fuiste capaz
de hacerlo?»
De pronto sintió vergüenza, una mezcla de vergüenza y temor. En
el fondo de su egoísta corazón se había alegrado cuando los investi-
gadores le comunicaron que ese ser endemoniado la había forzado a
marcharse con él, que la había coaccionado. Se alegraba de que lo hu-
bieran dicho ante el orgulloso Ryan Mayfair, pues significaba que su
esposa no le había traicionado con el demonio, sino que aún lo amaba.
Pero ¿Y la seguridad de su esposa? ¿Y el peligro que corría ella y
su fortuna? «Eres un tipo egoísta y despreciable», se dijo Michael. Su
única justificación era el intenso dolor que había experimentado el día
en que ella lo abandonó, y la conmoción al caerse en la helada piscina,
y las brujas Mayfair que se le aparecían en sueños, y la habitación del
hospital, y el dolor que sintió en el pecho cuando subió la escalera...
Michael extendió los brazos sobre la mesa y, llorando en silencio,
apoyó la cabeza sobre la misma.
No sabía cuánto tiempo había permanecido en esa posición, pero
sabía que la puerta de la biblioteca no se había abierto, que Mona de-
bía de seguir durmiendo y que los sirvientes estaban enterados de lo
que él había hecho, pues de lo contrario ya habrían acudido a pre-
guntarle si deseaba algo. También tenía la sensación de que había os-
curecido y de que la casa aguardaba que se produjera algún aconteci-
miento.
Al fin, Michael se reclinó hacia atrás y miró por la ventana. La
blanca luz del atardecer ponía de relieve las hojas de los árboles, con-
trastando al mismo tiempo con la luz dorada de la lámpara, la cual
animaba el vasto comedor en el que había numerosos cuadros anti-
guos colgados.
De pronto percibió un voz, débil y remota, que cantaba el vals de
Violetta. Eso significaba que su ninfa se había despertado y había
puesto en marcha el viejo gramófono. Michael sacudió la cabeza para
despejarse. Debía hablar con ella sobre esos pecados mortales.
Michael se levantó, cruzó el oscuro comedor y se dirigió lenta-
mente hacia la biblioteca, a través de cuya puerta sonaban los acordes
de la alegre melodía. Era el vals que tocaban en La Traviata cuando
Violetta se sentía fuerte y alegre, antes de quedar postrada en la cama.
Por debajo de la puerta se filtraba un suave y dorado resplandor.
Mona estaba sentada en el suelo, inclinada hacia atrás y todavía
desnuda. Tenía los senos voluminosos pero erguidos, del color de la
piel de un bebé. Los pezones eran rosados también como los de un
bebé.
Michael comprobó que dentro de la biblioteca no sonaba ninguna
música. ¿Habrían sido imaginaciones suyas? Mona contemplaba el
porche de hierro batido a través de la ventana de la biblioteca, que es-
taba abierta. Los postigos, que Michael solía mantener cerrados ya
través de los cuales se filtraban los rayos del sol, también estaban
abiertos. En aquel momento oyó un ruido que lo sobresaltó, pero se
trataba tan sólo de un coche que circulaba a gran velocidad por el
cruce que había frente a la casa.

 
Mona también se sobresaltó. Estaba despeinada y en su rostro se
adivinaban las huellas del sueño.
-¿Qué es esto? -preguntó Michael-. ¿Acaso ha entrado al-
guien por la ventana?
-Más bien ha intentado entrar -contestó Mona, bostezando-.
¿No notas un olor muy raro? -preguntó, volviéndose hacia él.
Antes de que Michael pudiera responder, se levantó y empezó a
vestirse.
Michael se dirigió a la ventana y cerró los postigos verdes. El rin-
cón del jardín donde crecían unas encinas estaba desierto y en som-
bras. La farola de la calle parecía la faz de la luna asomando a través de
las ramas de los árboles. Michael cerró la ventana bruscamente. Mona
no debió abrirla sin su permiso.
-¿No lo hueles? -insistió Mona.
Cuando Michael se volvió hacia ella comprobó que se había ves-
tido. La habitación estaba sumida en la penumbra. Mona se acercó a
él, y le dio la espalda para que le abrochara el vestido.
-¿Quién diantres era? -preguntó Michael.
El almidonado algodón del vestido tenía un tacto agradable. Mi-
chael ató la faja, intentando que el lazo quedara lo más airoso posible.
Cuando hubo terminado, Mona dirigió la vista hacia la ventana.
-Qué raro que no percibas ese olor -dijo, dirigiéndose al a
ventana y mirando a través de las rendijas de los postigos. Luego me-
neó la cabeza.
-¿No viste de quién se trataba? -preguntó Michael. Se sentía
tentado de salir al jardín a investigar, de recorrer toda la manzana y
abordar a cualquier extraño con quien se topara, de buscar al intruso
por la calle Chestnut y la calle Primera-. Necesito un martillo.
-¿Un martillo?
-No voy a utilizar una pistola. Me basta un martillo -respondió
Michael, dirigiéndose aun armario que había en el vestíbulo.
-Esa persona se ha marchado, Michael. Cuando me desperté ya
había desaparecido. Le oí alejarse corriendo. No creo... No creo que
supiera que yo estaba aquí.
Cuando Michael entró de nuevo en la biblioteca vio un objeto
blanco sobre en la alfombra. Al inclinarse para recogerlo comprobó
que era el lazo de Mona. Ella lo cogió de sus manos distraídamente y
se lo colocó sin necesidad de mirarse en un espejo.
-Debo irme -dijo Mona-. Debo ir a ver a mi madre, a Cici; ya
debería haberme marchado. Probablemente está muerta de miedo en
el hospital.
-¿Estás segura de no haber visto nada sospechoso? -le pregun-
tó Michael, acompañándola hacia la puerta.
 
-Noté ese olor -contestó ella-. Creo que fue lo que me des-
pertó. y luego oí un ruido junto a la ventana.
Mostraba una serenidad admirable, pensó Michael, furioso.
Michael abrió la puerta y salió al porche a echar un vistazo. Cual-
quiera podía ocultarse detrás de las encinas o al otro lado de la calle,
detrás de una tapia, o entre las begonias y palmeras del jardín. «¡En mi
propio jardín!», pensó.
-Me marcho. Te llamaré más tarde -dijo Mona.
-Estás loca si crees que voy a dejar que regreses sola a casa -res-
pondió Michael en tono protector.
Mona se detuvo en los escalones, dispuesta a protestar, pero luego
miró con aprensión las sombras que los rodeaban y alzó la vista hacia
las ramas de los árboles.
-Se me ocurre una idea -dijo-. Puedes seguirme, y si ese in-
truso me ataca lo matas a martillazos. ¿Has cogido el martillo?
-Eso es absurdo. Haré que Henri te acompañe en coche -con-
testó Michael, obligándola a entrar de nuevo en la casa y cerrando la
puerta.
Henri estaba en la cocina, como era su deber, en mangas de camisa
y tomándose un trago de whisky en una taza blanca para disimular. Al
verlos entrar, dejó el periódico en la mesa y se levantó respetuosa-
mente. Por supuesto que acompañaría a la señorita Mona a casa, o al
hospital, como prefiriera, dijo, cogiendo la chaqueta colgada en el
respaldo de la silla.
Michael los acompañó hasta el camino empedrado, donde se ha-
llaba aparcado el coche, temeroso de que el intruso se ocultara en
las sombras del jardín. Mona subió al coche y agitó la mano. Mi-
chael observó su pelo rojo mientras se alejaban, lamentando no ha-
berse despedido de ella estrechándola entre sus brazos; pero ense-
guida se avergonzó de ese pensamiento. Cuando hubieron parti-
do, entró de nuevo en la casa y cerró la puerta de la cocina que daba
al jardín.
Luego se dirigió al armario del vestíbulo, donde guardaba su viejo
estuche de herramientas. La casa era tan grande que había un estuche
de herramientas en cada planta. Pero éstas eran las que él solía utilizar,
sus preferidas, entre las cuales había un martillo con el mango de ma-
dera carcomido que utilizaba cuando vivía en San Francisco.
Al asirlo Michael notó una extraña sensación. Entró de nuevo en
la biblioteca y miró a través de la ventana. El martillo había pertene-
cido a su padre. Se lo había llevado a San Francisco de pequeño, junto
con todas las herramientas de su padre. Le gustaba conservar ese viejo
y sencillo objeto entre los fabulosos tesoros de los Mayfair. Michael
blandió el martillo, dispuesto a aplastar la cabeza del intruso si se to-  
paba con él. Ya tenía suficientes problemas sin que un ladrón tratara
de colarse por la ventana de la biblioteca.
A menos que...
Michael encendió la lámpara del rincón y examinó el gramófo-
no. Estaba cubierto de polvo. Nadie lo había tocado. Tras dudar unos
instantes, se arrodilló y acarició suavemente el plato. Al volverse
vio un grueso álbum que contenía los discos de La Traviata, junto
a la manivela para dar cuerda al viejo trasto. ¿Quién había puesto
dos veces el disco del vals, si el gramófono estaba intacto y lleno de
polvo?
De pronto oyó un ruido, como el crujido de una tabla del suelo.
Quizás era Eugenia. O quizá no.
-Maldita sea -murmuró Michael-. Ese cabrón ha logrado
entrar .
Salió apresuradamente y registró el primer piso de cabo a rabo,
habitación por habitación, atento al menor ruido, observando cada
rincón y examinando las cajas del sistema de alarma para comprobar
si se había encendido alguna luz. Luego subió al segundo piso y re-
gistró los armarios, los cuartos de baño e incluso el dormitorio de la
parte delantera de la casa. La cama estaba hecha y había un jarro con
rosas amarillas sobre la repisa de la chimenea.
Todo parecía en orden. Eugenia no estaba ahí. Desde el porche del
ala de la servidumbre, Michael divisó el pabellón de huéspedes situa-
do al fondo del jardín, el cual estaba iluminado como si celebraran una
fiesta. Seguramente había encendido las luces Eugenia. Ella y Henri
solían turnarse y estos días le tocaba a ella dormir ahí. Estaría en la
cocina, con la radio encendida y viendo en la televisión una serie de
misterio.
El viento agitaba las ramas de los árboles. Michael observó el os-
curo césped, la piscina y el camino empedrado. Nada se movía ex-
cepto las ramas de los árboles, dando la impresión de que las luces del
pabellón de huéspedes parpadeaban en la penumbra del jardín.
A continuación Michael subió al tercer piso para registrarlo y
cerciorarse de que nadie se ocultaba ahí.
Todo permanecía en silencio ya oscuras. El pequeño descansillo
estaba desierto. La luz de la farola brillaba a través de la ventana. La
puerta del trastero se encontraba abierta y Michael comprobó que
todos los estantes estaban limpios y ordenados. Luego abrió la puerta
de la antigua habitación de Julien, que Michael había transformado en
su estudio.
Lo primero que vio fue las dos ventanas, la de la derecha, debajo
de la cual había muerto Julien, postrado en su lecho, y la de la iz-
quierda, a través de la cual había huido Antha, cayendo desde el tejado  
del porche y estrellándose contra las losas del jardín. Las ventanas pa
recían dos ojos escrutadores.
Las persianas estaban alzadas y la suave luz del anochecer ilumina-
ba las desnudas tablas del suelo y la mesa de dibujo.
Pero el suelo no estaba desnudo, sino cubierto por una vieja al-
fombra, y en lugar de la mesa de dibujo había una pequeña cama de
latón que Michael había mandado retirar hacía tiempo.
Michael extendió la mano para encender la luz.
-Te ruego que no la enciendas -dijo una voz ronca, con acento
francés.
-¿Quién demonios eres? -preguntó Michael.
-Soy Julien -respondió la voz-. Por el amor de Dios, no soy la
persona que entró en la biblioteca. Entra de una vez, aún estamos a
tiempo. Es preciso que hable contigo.
Michael entró y cerró la puerta. Estaba sudando y aferró con
fuerza el martillo. Pero sabía que era la voz de Julien, pues la había
oído anteriormente, sobre el mar, en otra dimensión, hablándole sua-
ve y rápidamente, planteándole el caso, por decirlo así, y advirtién-
dole que podía rechazarlo.
Michael confiaba en que el velo se alzaría al fin, permitiéndole
contemplar de nuevo el Pacífico, sobre cuyas aguas flotaba su cuerpo
sin vida, y recordarlo todo. Pero no sucedió nada de eso. Lo que su-
cedió fue infinitamente más siniestro y al mismo tiempo excitante.
Vio una oscura figura junto a la chimenea, con un brazo apoyado en la
repisa. Bajo la luz que penetraba por la ventana observó que tenía las
piernas largas y delgadas y el cabello suave y canoso.
-Eh bien, Michael, estoy muy cansado. Esto es muy duro para mí.
-¡Julien! ¿Acaso han quemado el cuaderno? ¿La historia de tu
vida?
-Oui, mon fils. Mi querida Mary Beth quemó cada página de
esos cuadernos. Todos mis escritos... -respondió Julien, arqueando
las cejas con expresión de incredulidad. Su voz sonaba triste y angus-
tiada. Luego prosiguió-: Acércate. Siéntate en ese sillón, te lo ruego.
Debes escucharme.
Michael obedeció y se sentó en un sillón tapizado de cuero, un
sillón real, que se había perdido entre diversos y pintorescos obje-
tos cubiertos de polvo. Tocó la cama. Era sólida. Oyó el crujido de
los muelles. Luego tocó la colcha. Era increíble. Michael no salía de su
asombro.
Sobre la repisa de la chimenea había un par de candelabros de
plata. La figura se volvió de pronto, sacó unos fósforos del bolsillo y
encendió las velas. Tenía los hombros estrechos, pero era alto, bien
plantado, de edad indefinida.
 
 
 
 
Cuando se volvió de nuevo hacia Michael, el dorado resplandor
de las velas puso de relieve su erguida figura, sus ojos azules y son-
rientes, la alegre expresión que se reflejaba en su rostro.
-Sí, soy yo -dijo-. ¡Mírame! Escúchame. Debes actuar de in-
mediato. Pero antes debo hablarte. ¿No notas que mi voz suena más
fuerte?
Era una voz muy hermosa. Michael, al que siempre le habían fas-
cinado las voces bien timbradas, escuchaba atentamente cada sílaba
que pronunciaba. Era una voz antigua, como las voces cultas y edu-
cadas de los artistas de cine de antaño que tanto admiraba, unos ac-
tores capaces de convertir una simple frase en una obra maestra. Le
parecía estar soñando, como si aquella escena fuera fruto de su imagi-
nación.
-No sé cuánto tiempo me queda -dijo el fantasma-. No sé
dónde he permanecido mientras aguardaba este momento. Soy un
muerto que ha regresado a la tierra.
-Estoy aquí, te escucho. No te vayas, te lo ruego.
-¡Si supieras lo que me ha costado regresar, los esfuerzos que he
tenido que hacer! Tú mismo tratabas de impedírmelo.
-Temo a los fantasmas -respondió Michael-. Como sabes, es
un rasgo característico de los irlandeses.
Julien sonrió. Luego cruzó los brazos y se apoyó en la chimenea,
haciendo oscilar la luz de las velas, como si fuera real. Llevaba una
chaqueta de lana negra, una camisa de seda, unos pantalones largos y
unos botines, perfectamente lustrados. Al sonreír, su rostro levemen-
te arrugado, enmarcado por una cabellera blanca y rizada, parecía co-
brar vida, al igual que sus penetrantes ojos azules.
-Deseo relatarte mi historia -dijo, expresándose como un afa-
ble maestro-. No me condenes de antemano. Acepta lo que deseo
ofrecerte.
Michael experimentaba una inexplicable mezcla de confianza y
excitación. Lo que siempre había temido, lo que le había perseguido a
lo largo de tantos años, al fin se materializaba ante sus ojos. Era su
amigo; Julien no le infundía el menor temor .
-Tú eres el ángel, Michael-dijo Julien-. Todavía tienes opor-
tunidad de salvarte.
-Entonces la batalla no ha concluido...
-No, mon fils.
De pronto Julien lo miró con expresión distraída, triste, descon-  
certada. Michael temió que desapareciera. Pero, en lugar de ello, su
silueta adquirió mayor fuerza y claridad, unos colores más nítidos.
Luego señaló el rincón, sonriendo.
A los pies del lecho se hallaba el viejo gramófono de madera.
 
 
 
 
-¡Pero si es real, estaba en esta habitación! -exclamó Michael-.
¿Qué es un fantasma?
-Mon Dieu! ¡Ojalá lo supiera! Jamás lo he sabido -contestó
Julien, mirando a su alrededor con expresión soñadora mientras la
suave luz de las velas se reflejaba en sus pupilas-. ¡En estos momen-
tos daría cualquier cosa por un cigarrillo, por un vaso de vino tinto!
-murmuró-. Cuando ya no puedas verme, Michael, cuando deba-
mos separarnos... Te suplico que hagas sonar el vals. Yo lo he hecho
sonar para ti. Haz que suene todos los días por si todavía estoy aquí y
consigues hacerme regresar .
-Te lo prometo, Julien.
-Ahora escucha atentamente...

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