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domingo, 24 de noviembre de 2013

LA VOZ DEL DIABLO - ANNE RICE - LAS BRUJAS DE MAYFAIR - 4

LA VOZ DEL DIABLO  -  ANNE RICE  -  LAS BRUJAS DE MAYFAIR  -  4

15  
 
La canción y la risa de mi padre hacían temblar el mundo.
-Debes ser fuerte, Emaleth -dijo con su voz aguda, pronun-
ciando las palabras apresuradamente-. Toma lo que necesites; puede
que tu madre trate de lastimarte. Lucha, Emaleth, lucha para reunirte
conmigo. Piensa en el valle y en el sol y en nuestros hijos.
Emaleth vio a unos niños, miles y miles de criaturas como su pa-
dre, como ella, pues era capaz de contemplarse a sí misma, de ver sus
largos dedos y sus largas piernas, y sus cabellos flotando en el agua del
universo que constituía su madre. Un universo que se había hecho
demasiado pequeño para ella.
Su padre no cesaba de reír. Emaleth lo vio bailar, tal como lo veía
su madre, mientras entonaba una larga y hermosa canción.
La habitación estaba llena de flores. Había flores por doquier. Su
perfume se confundía con el aroma de su padre. Su madre lloró y
su padre le ató las manos al lecho. Su madre se revolvió y le maldijo,
y en los cielos estallaron unos truenos.
Te lo ruego, papá, sé bueno con mi madre.
-Descuida. Me marcho, hija mía -dijo su padre, transmitiéndo-
le un mensaje secreto-. Voy en busca de comida para tu madre, para
que recupere las fuerzas. Cuando llegue el momento, debes luchar
para nacer, lucha contra todo lo que te oponga resistencia.
Le ponía triste pensar que debía luchar. ¿Contra quién debía lu-
char? ¡No sería contra su madre! Emaleth era su madre. El corazón de
Emaleth estaba unido al corazón de su madre. Cuando su madre sen-
tía dolor, Emaleth lo sentía también, como si alguien la empujara a
través del muro del universo que su madre constituía.
Hacía unos momentos, Emaleth hubiera jurado que su madre sa-  
bía que ella estaba ahí. Que por un instante su madre había compren-
dido que la llevaba en su vientre, pero luego su madre y su padre ha-
bían empezado a pelearse de nuevo.
Al cerrarse la puerta, cuando el aroma de su padre se desvaneció y
las flores se agitaron y se estremecieron en la penumbra de la habita-
ción, Emaleth oyó llorar a su madre.
No llores, mamá, por favor. Me pongo muy triste cuando te oigo
llorar. El mundo está lleno de tristeza.
¿Puedes oírme realmente, cariño?
¡Su madre sabía que estaba ahí! Emaleth se volvió en su pequeño
universo, empujó el techo del mismo y oyó suspirar a su madre.
Sí: mamá. Pronuncia mi nombre, como hace papá. Emaleth. Quie-
ro que pronuncies mi nombre.
Emaleth.
Luego, su madre le dijo: Escucha, pequeña, tengo problemas. Es-
toy débil y enferma. Estoy desnutrida. Te llevo en mi vientre y, gracias
a Dios, tomas lo que necesitas para alimentarte de mis dientes, mis
huesos y mi sangre. Pero estoy muy débil. Él me ha atado a la cama.
Debes ayudarme. ¿Qué puedo hacer para salvarnos a las dos?
Él nos quiere, madre. T e quiere a ti y me quiere a mi Desea llenar
el mundo con nuestros hijos.
Su madre gimió.
Estáte quieta, Emaleth. Estoy enferma.
Su madre se retorció de dolor, con las piernas y los brazos atados
a los pilares de la cama. El aroma de las flores le producía náuseas.
Emaleth rompió a llorar. No podía soportar la tristeza de su ma-
dre. La vio tal como la veía su padre, demacrada, ojerosa, parecía una
lechuza. Emaleth vio en el impenetrable bosque a una lechuza.
Escucha, hija mía, un día saldrás de mi vientre. Nacerás y es posi-
ble que yo muera ese día, Emaleth. Quizá nazcas en el preciso instante
en que yo muera.
¡No, madre! Era terrible pensar que su madre podía morir. Ema-
leth conocía la muerte. Podía oler a los muertos. Vio a la lechuza caer
al suelo traspasada por una flecha. El viento agitaba las hojas del bos-
que. Emaleth conocía la muerte al igual que conocía todo cuanto le
rodeaba, y el agua, y su piel, y su cabello, que acariciaba con los dedos
y frotaba contra sus labios. La muerte era lo contrario de la vida. Re-
cordaba las largas historias que su padre le contaba sobre el valle, so-
bre sus deseos de que ella se hiciera fuerte para reunirse con él.
-Recuerda -le dijo un día su padre-, que no sienten la menor
compasión por quienes no son de su especie. Tú también debes mos-
trarte cruel con ellos. Tú eres mi hija, mi esposa, mi pequeña madre.
No mueras, madre. No puedes morir. Te lo ruego.
 
 
 
 
Lo estoy intentando, hija mía. Escúchame. Tu padre está loco. Tie-
ne unos sueños perversos. Cuando nazcas debes alejarte inmediata-
mente de aquí. Debes alejarte de él y buscar ayuda.
Tras estas palabras, su madre empezó a llorar de nuevo, hundida y
desesperada.
De pronto, Emaleth oyó girar la llave en la cerradura. Era su pa-
dre. Al cabo de unos instantes percibió el aroma de su padre y de co-
mida.
-Toma, cariño -dijo su padre-. Te he traído zumo de naranja,
leche y otras cosas muy ricas.
Luego se sentó en la cama, junto a su madre.
-Ya falta poco -dijo-. La criatura se mueve mucho y tus pe-
chos vuelven a estar llenos de leche.
La madre de Emaleth profirió un grito. Él le tapó la boca y ella
trató de morderle la mano.
Emaleth rompió a llorar. Era terrible. N o soportaba esa oscuridad
y ese estrépito que se cernía sobre su horizonte. ¿Qué clase de lugar
era el mundo que la hacía sufrir de esa forma? No era nada. Emaleth
deseaba meterles a ambos algo en la boca para que dejaran de hablar.
Empujó de nuevo el techo de su mundo. Imaginó que había nacido,
que era una mujer adulta que corría hacia uno y hacia otro, metiéndo-
les unas hojas en la boca para que no pudieran seguir hiriéndose con
las palabras.
-¡Insisto en que te bebas el zumo de naranja y la leche! -gritó su
padre, furioso.
-Sólo comeré si me desatas. Deja que me incorpore.
Por favor, papá. Sé bueno con mi madre. Está muy triste. Es preci-
so que mamá se alimente. Está desnutrida. Está débil.
De acuerdo, cariño. Su padre tenía miedo. No podía abandonar de
nuevo a su madre sin comida y sin agua.
Cortó las ataduras que sujetaban a su madre al lecho.
Su madre flexionó los brazos y las piernas, se levantó y se dirigió
al baño, el cual estaba iluminado y lleno de objetos relucientes. Ema-
leth percibió el olor del agua, de los productos químicos que ésta con-
tenía.
Tras cerrar la puerta del baño, su madre cogió una placa de porce-
lana blanca de la parte posterior del retrete. Emaleth conocía esas co-
sas porque su madre las conocía, aunque no entendía muy bien su
significado. La placa era pesada y dura. Su madre tenía miedo. Su ma-
dre alzó la placa de porcelana, que parecía una lápida.
En aquel momento su padre abrió la puerta del baño y su madre le
golpeó en la cabeza con la placa de porcelana. Su padre gritó.
No lo hagas, madre, dijo Emaleth, profundamente angustiada.
 
 
 
 
Su padre cayó al suelo en silencio, sin quejarse, como si soñara. Su
madre le golpeó de nuevo con la placa de porcelana. Su padre cerró los
ojos mientras un hilo de sangre manaba de sus oídos y se sumió en el
sueño. Su madre retrocedió, sollozando, y dejó caer la placa de porce-
lana al suelo.
Pero al mismo tiempo su madre se sentía aliviada, llena de espe-
ranza. Pasó por encima del cuerpo de su padre, tropezando con él y
casi cayendo al suelo, salió precipitadamente del baño, recogió su
ropa y el bolso del armario, el bolso, sí, tenía que llevarse el bolso, y
echó a correr descalza por el pasillo. Emaleth empezó a saltar y brin-
car dentro del vientre de su madre, tratando de sujetarse a los muros
de su pequeño universo.
Luego bajaron en el ascensor. Emaleth se sentía muy alegre. Al fin
habían abandonado las cuatro paredes de la habitación. Su madre se
vistió apresuradamente mientras murmuraba unas palabras incom-
prensibles y se enjugaba las lágrimas. Se puso un jersey rojo y una fal-
da, pero no conseguía abrochársela y se estiró el jersey sobre el vientre
para disimular.
¿Adónde se dirigían?
Madre, ¿qué le ha sucedido a papá? ¿Adónde vamos?
Papá quiere que nos marchemos. Debemos irnos. Estáte quieta y
ten paciencia.
Su madre no le decía la verdad. A lo lejos, Emaleth oyó a su padre
murmurar su nombre.
Su madre se detuvo unos instantes antes de salir del ascensor. Sen-
tía un dolor insoportable. Emaleth suspiró y trató de encogerse para
no causarle sufrimientos a su madre, pero el espacio de su universo era ,
cada vez más reducido. De pronto, su madre gimió de dolor, se cubrió
los ojos con la mano y se apoyó en la pared.
No te caigas, mamá.
Su madre se puso los zapatos, atravesó apresuradamente la puerta
de cristal y echó a correr con el bolso colgado del hombro. Pero no
llegó muy lejos. Pesaba demasiado. Al cabo de unos metros se detuvo
sujetándose el vientre, abrazando a Emaleth.
Te quiero, mamá.
Yo también te quiero, hija. Pero debo reunirme con Michael.
Su madre pensó en Michael, un hombre amable y corpulento,
muy distinto de su padre, tratando de recordar su rostro sonriente, su
cabello oscuro. «Es un ángel, él nos salvará», dijo. Al cabo de unos
minutos Emaleth sintió que su madre recobraba la calma, que se sen-
tía de nuevo alegre y esperanzada. Emaleth también se alegró.
Por primera vez Emaleth notó que su madre se sentía feliz al pen-
sar en Michael.
 
Pero, en medio de esa maravillosa sensación de calma, mientras
Emaleth permanecía con la cabeza apoyada contra su madre y ésta la
sostenía con sus manos, Emaleth oyó de pronto la voz de su padre.
Papá se ha despertado. Oigo su voz. Nos está llamando, mamá.
Su madre cruzó la calle entre los vehículos que pasaban junto a
ella a toda velocidad y echó a correr hacia un gigantesco camión que
se alzaba ante ella como un muro de acero reluciente. El conductor la
miró furioso.
Sí, cariño, ya lo he oído.
Tras grandes esfuerzos, su madre consiguió encaramarse al estribo
del camión y abrir la puerta de la cabina.
-Por favor, señor, lléveme a donde sea. ¡Tengo que huir de aquí!
-dijo su madre, sentándose junto al conductor y cerrando la puerta
del vehículo-. ¡Apresúrese! Estoy sola, no voy a hacerle ningún
daño.
¿Dónde estás, Emaleth?
-Debe acudir inmediatamente aun hospital, señora. Está enfer-
ma -respondió el conductor, obedeciendo.
El camión arrancó con un inmenso rugido. Emaleth notó que su
madre se sentía mareada a causa del ruido y el traqueteo del camión.
Sentía un dolor circular. Apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y
cerró los ojos.
Tu madre me ha lastimado, Emaleth.
Papá nos está llamando, mamá.
Si me quieres, no le respondas, cariño.
-La llevaré al hospital general de Houston, señora.
Su madre quería protestar, pedirle al conductor que la llevara lejos
de allí, pero no podía articular palabra. Tenía náuseas, notaba un sa-
bor a sangre. Sentía un dolor desgarrador. Emaleth también lo sentía.
La voz de su padre sonaba muy remota. No pronunciaba ninguna
palabra, tan sólo emitía gemidos.
-Lléveme a Nueva Orleans -consiguió decir al fin su madre-.
Vivo allí. Lléveme a casa de los Mayfair, en la esquina de las calles Pri-
mera y Chestnut.
Emaleth sabía lo que sabía su madre. Michael estaba allí. Emaleth
deseaba hablar con el conductor, decirle que su madre estaba muy en-
ferma. Temía que su madre se pusiera a vomitar, haciendo que perci-
biera de nuevo aquel olor nauseabundo. Tranquilízate, mamá. Ya no
oigo la voz de papá.
-Debo reunirme con Michael Curry en Nueva Orleans. Él le pa-
gará el viaje. Le dará lo que le pida. Yo le pagaré. Puede telefonearle.
Mire... Nos detendremos más adelante para telefonearle, cuando ha-
yamos salido de la ciudad, pero...
 
Su madre sacó dinero del bolso, un grueso fajo de billetes, y el
conductor la miró asombrado, como si los ojos fueran a saltársele de
las órbitas, pero procurando no alarmarla, deseoso de ayudar a aque-
lla mujer joven y bonita.
-¿Nos dirigimos al sur? -preguntó su madre, sintiendo que
volvía a invadirla una sensación de náuseas y un dolor que casi le im-
pedía hablar .
Emaleth también experimentaba un intenso dolor, el peor que ha-
bía sentido hasta entonces. Empezó a dar patadas, aunque no preten-
día herir a su madre.
La voz de su padre se había esfumado entre el estrépito de los ve-
hículos y el resplandor de los faros. El mundo que las rodeaba era in-
menso.
-Sí, nos dirigimos al sur -respondió el conductor-. Pero pre-
feriría llevarla al hospital, señora.
Su madre cerró los ojos. La luz se apagó en su mente. Inclinó la
cabeza y se quedó dormida. El dinero yacía en su regazo y en el suelo
del camión, sobre los pedales. El conductor comenzó a recoger los bi-
lletes lentamente, sin apartar la vista de la carretera. Vehículos, carre-
tera, letreros, autopista, Nueva Orleans, el sur...
-Michael-dijo su madre-. Michael Curry. Nueva Orleans. Pe-
ro creo que el número de teléfono figura bajo el nombre de Mayfair &
Mayfair. Llame a Mayfair & Mayfair.
 
 
 
 
16
 
Suponían que Alicia Mayfair, llamada Cici, había sufrido un abor-
to hacia las cuatro de la tarde. Hacía más de tres horas que había muer-
to cuando llegó Mona. Por supuesto, habían verificado su identidad
antes de dejarla pasar. La enfermera dijo que no había querido desper-
tarla. y Anne Marie había entrado y salido varias veces de la habitación,
antes y después de que Alicia falleciera.
Nadie había visto a ninguna persona sospechosa entrar en su ha-
bitación. Era una suite privada.
Leslie Anne Mayfair telefoneó a las mujeres de la familia. Ryan
hizo varias llamadas desde su despacho y encargó a su secretaria, Car-
la, que telefoneara a una lista de personas.
Cuando al fin consiguió liberarse de sus parientes, que se precipi-
taban sobre ella para abrazarla y besarla, Mona se encerró en su habi-
tación. Luego se quitó el vestido blanco y se arrancó el lazo del pelo.
No podía llamar a Michael y pedirle que acudiera. Como es natu-
ral, el teléfono estaba continuamente ocupado.
Vestida únicamente con el sujetador y las braguitas, Mona regis-
tró su armario en busca de unas prendas más apropiadas que ponerse,
pero no encontró nada adecuado. A continuación abrió la puerta y se
dirigió ala habitación de su madre sin que nadie la viera. Las voces de
los presentes resonaban en la escalera y el descansillo. Mona oyó ce-
rrarse la portezuela de un coche y los sonoros sollozos de la anciana
Evelyn.
Mona abrió el armario de Cici. Su madre sólo medía un metro
cincuenta y cinco, y Mona era casi de su misma talla. Rebuscó entre
los vestidos y trajes de chaqueta hasta que encontró una falda que su
madre decía que le quedaba demasiado corta. A Mona le sentaba per-
fectamente. Luego se puso una blusa de volantes, como las que Cici
solía lucir todos los días entre las nueve y las once de la mañana, antes ,
de empezar a beber y de ponerse el camisón para ver los seriales de la
tele tumbada en el sofá del salón.
Cici ya no podría hacer eso, pues estaba muerta. Mona sintió que
la cabeza le daba vueltas. La ropa olía a su madre. De pronto recordó
el olor que había notado en el hospital. No, aquí no lo percibía.
Mona se miró en el espejo. Parecía una mujercita. Cogió el cepillo
de Cici, se cepilló el pelo y se lo recogió con un pasador, como solía
hacer Cici.
Durante unos breves instantes, en una fracción de segundo, creyó  
ver-a su madre. Mona soltó un gemido. Deseaba que fuera cierto. Pero
en el espejo sólo vio reflejada su imagen, con el pelo recogido y ofre-
ciendo un aspecto de mujer hecha y derecha. Cici solía usar un lápiz
de labios rosa, pues decía que le temblaba el pulso y cuando se pintaba
con un color rojo fuerte parecía un payaso.
Mona cogió la barra y se pintó los labios.
Luego atravesó de nuevo el pasillo, se encerró en su cuarto y encen-
dió el ordenador. Al aparecer el menú clásico del directorio WordStar
en la brillante pantalla verde, Mona oprimió una tecla para crear un
nuevo subdirectorio llamado \WS\MONA\AYUDA.
Tras pasar al nuevo directorio, pulsó la tecla para crear un archivo
llamado A yuda y entró en el mismo.
«Me llamo Mona Mayfair y hoy es el 3 de marzo. Escribo este do-
cumento para quienes lo lean después de mi muerte y no comprendan
lo ocurrido. Una maldición persigue a las mujeres de nuestra familia.
Éstas han sido advertidas, pero creen que se trata de una enfermedad.
No lo es, es algo mucho peor, algo que nadie puede llegar a imaginar.
»Deseo ayudar a prevenir a las mujeres.»
Tras archivar el documento, éste desapareció silenciosamente den-
tro del aparato. Mona permaneció sentada ante el ordenador, cuya pan-  
talla seguía brillando en la oscuridad, escuchando el ruido del tráfico de
la avenida. Al parecer, se había producido un atasco. En aquel momen-
to sonaron unos golpes en la puerta.
Mona se dirigió ala puerta y descorrió el cerrojo. Unos pequeños
fragmentos de pintura cayeron sobre sus dedos.
-Estoy buscando a Mona. ¡Pero si eres tú! No te había reconoci-
do -dijo la tía Bea-. ¡Pobrecita! ¿Fuiste tú quien halló muerta a tu
madre?
-Sí, pero no te preocupes, estoy bien -contestó Mona-. Tienes
que comunicar a todos que mamá ha muerto.
-Eso estamos haciendo, cariño. Anda, baja conmigo. Deja que te
ayude.
 
 
 
 
-Ninguna de nosotras debe permanecer a solas, ni siquiera en su
cuarto -dijo Mona, echando a caminar hacia la escalera-. Ninguna
de nosotras debe permanecer a solas -repitió.
El vestíbulo estaba atestado de miembros de la familia Mayfair. En
el ambiente flotaba una densa nube formada por el humo de los cigarri-
llos, que se mezclaba con el aroma a café. Todos lloraban y sollozaban.
-¿Dónde están las galletas, querida?
-¿Es cierto que la encontraste muerta, Mona?
-¡Pobre Mona!
-Cici y Gifford eran casi como mellizas.
-Te equivocas, no sucedió así.
-No se trata de una enfermedad -dijo Mona.
Bea se apoyó en el hombro de Mona, triste y desconcertada.
-Eso es lo que dijo Aaron. Incluso han avisado a las mujeres que
se encuentran en Nueva York y California.
-Sí, las han avisado a todas.
-¡Dios mío! -exclamó Bea inopinadamente-. Carlotta tenía
razón. Debimos quemar esa casa. La maldición procedía de esa casa,
¿no es cierto?
-Aún no ha terminado, querida Beatrice -respondió Mona, ba-
jando la escalera.
Cuando llegó a la planta baja se dirigió directamente al baño, ce-
rró la puerta con llave y rompió a llorar.
-¡Maldita sea, mamá! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
Pero enseguida se le pasó. No había tiempo que perder. Se había
producido otra muerte. Mona oyó unas voces histéricas, seguidas de
un portazo y un grito. Sí, se había producido otra muerte.
A través de la gruesa puerta de madera, Mona oyó a Ryan pro-
nunciar su nombre entre el vocerío del resto de los presentes. A me-
diodía habían hallado el cadáver de Lindsay Mayfair en Houston, en
el estado de Tejas. Su familia acababa de comunicarles la noticia.
Mona salió del baño. Alguien le entregó un vaso de agua y duran-
te unos minutos lo contempló fijamente, sin saber qué hacer. Luego se
la bebió de un trago.
-Gracias -dijo.
-¿Te has enterado de lo de Lindsay? -le preguntó Pierce, con
los ojos enrojecidos.
-Escuchad -dijo-, no se trata de una enfermedad. Es una per-
sona. Las ha matado una persona. Todas las mujeres Mayfair deben
reunirse en una casa, en la ciudad donde vivan, y permanecer juntas.
Ninguna de ellas debe salir sola bajo ningún concepto. Esta situación
no durará mucho. Conseguiremos resolver el problema. Somos muy
fuertes...
 
Mona se detuvo. Sus parientes la escuchaban guardando un respe-
tuoso silencio.
-Es una sola persona -dlijo Mona despacio.
Sólo la tía Evelyn seguía llorando en un rincón.
-Hijas mías, hijas mías... -repetía sin cesar.
Acto seguido rompió a llorar Bea, y Mona también.
-Debéis intentar dominaros -dijo Pierce-. Os necesito.
Las otras siguieron llorando, pero Mona se enjugó las lágrimas y
recobró la compostura.
 
 
 
 
17
 
PROSIGUE LA HISTORIA DE JULIEN
 
Los días inmediatamente posteriores al nacimiento de Mary Beth
fueron los peores de mi vida. Si alguna vez he poseído una visión mo-
ral, fue entonces. Ignoro la causa y, dado que no constituye el tema de
mi relato, no me detendré en ello.
De niño me había acostumbrado a la muerte violenta, a las artes
mágicas y al mal mucho antes de tener tiempo y edad suficiente para
analizar tales fenómenos. Posteriormente, la guerra, el abandono por
parte de mi hermana y su violación me habían confirmado lo que
sospechaba: que necesitaba algo importante, profundo y valioso para
ser feliz. La riqueza no bastaba, ni tampoco los placeres de la car-
ne. Si mi familia no conseguía prosperar no me dejarían vivir. y yo
quería vivir. No estaba dispuesto renunciar a la vida, los placeres y el
dinero. Sentía tantos deseos de vivir como mi pequeña hija, Mary
Beth.
Por encima de todo, deseaba llegar a conocer y amar a mi hijita.
Por primera vez comprendí el motivo de que tantas leyendas y cuen-
tos de hadas estuvieran tejidos en torno aun niño, un heredero, el
fruto de una pareja que se ama.
Pero no deseo extenderme sobre ese particular. Supongo que ima-
ginan lo que sentía. Mi vida pendía de un hilo y no quería perderla.
¿Qué podía hacer?
La respuesta llegó al cabo de pocos días. Lasher no se apartaba de
la cuna de Mary Beth, quien, a través de sus ojitos, le daba fuerzas y le
dotaba de un cuerpo sólido. Permanecía constantemente junto a ella,
cubriéndola de mimos y arrumacos. Para colmo, cuando aparecía fin-
gía ser yo. Iba vestido como yo, imitaba mis gestos e incluso, por de-
cirlo de algún modo, mi encanto.
Tras pedirle a la orquesta que tocara una melodía -un recurso
inevitable, pero que había empezado a detestar tanto como un dolor
de muelas-, traté de hablar con Marguerite sobre Lasher, sobre lo
que era y lo que todos sabían de él.
Mi madre respondió de forma incoherente, asegurándome que era
capaz de conseguir que las plantas crecieran, curar heridas y preparar
unas pócimas que le proporcionarían la eterna juventud.
-Lasher se convertirá un día en un hombre de carne y hueso, y si
él consigue regresar a la tierra, nosotros también. Los muertos pueden
regresar a través de la misma puerta.
-¡Qué idea más espantosa! -repliqué yo.
-Eso lo dices porque no estás muerto.
-¿Acaso pretendes poblar la tierra de muertos? ¿Dónde vamos a
meterlos?
Furiosa, mi madre contestó:
-¿Por qué me haces tantas preguntas? Te expones aun grave pe-
ligro. ¿Acaso crees que Lasher no es capaz de eliminarte? Por supues-
to que es capaz. Calla y haz lo que debes hacer. Estás rodeado de vida.
¿Qué más quieres?
Regresé a la ciudad y me dirigí a mi apartamento de la calle Dumai-
ne. Recuerdo que llovía, al igual que la noche en que fui a la casa de la
calle Primera. La lluvia siempre conseguía calmar mis nervios y hacer
que me sintiera optimista. Abrí la puerta que daba acceso al porche,
dejando que penetrara la lluvia y manchara la balaustrada de hierro y
las cortinas de seda. ¿Qué más daba? De haberlo deseado, hubiera po-
dido revestir toda la casa de oro.
Me tumbé en la cama, con las manos enlazadas en la nuca y una
bota apoyada en uno de los pilares del lecho, y comencé a repasar
mentalmente mis numerosos pecados... No eran pecados provocados
por la pasión, sino fruto del vicio y la crueldad.
«Has entregado tu alma a ese diablo -pensé-. ¿Qué más puedes
darle? Puedes prometerle que protegerás a la niña, pero ella ya ha ad-
vertido su presencia. Él sabe que puede enseñarle sus trucos.»
Al cabo de un rato, cuando la lluvia cesó y los rayos de la luna in-
vadían la habitación de la calle Dumaine, se me ocurrió la respuesta a
mi pregunta.
Le cedería mi forma humana. Puesto que ya se había apoderádo
de mi alma, ¿por qué no entregarle la forma que imitaba continua-
mente? Le ofrecería la posibilidad de apoderarse de mi cuerpo.
Por supuesto, corría el riesgo de que Lasher tratara de mutarme y
me matara. Pero en todos los experimentos que habíamos realizado
siempre requería la ayuda de mi madre y la mía a fin de conseguir una
mutación. Ni siquiera era capaz de conseguir por sí mismo mutar las
plantas o hacer que se abrieran.
Decidí que en realidad no corría un grave peligro, pues dejaría que
viviera, caminara y bailara dentro de mi cuerpo, que viera a través de
mis ojos, pero no que intentara mutarme.
Así pues, sin saber si podría oír mi voz a tantos kilómetros de dis-
tancia, le llamé.
Al cabo de unos segundos apareció junto al espejo ovalado que
había en el rincón. Por primera vez, vi su imagen reflejada en un espe-
jo. Me asombraba no haber pensado en algo tan simple. Tras dirigir-
me una sonrisa, se esfumó al instante, pero me fijé en que iba impeca-
blemente vestido, con ropas idénticas a las que lucía yo.
-¿Deseas convertirte en un hombre de carne y hueso?-le pre-
gunté-. ¿Deseas ver a través de mis ojos? ¿Deseas que me tienda en la
cama y deje que te apoderes de mí y me manipules a tu antojo mien-
tras tengas fuerzas para ello?
-¿Estás dispuesto a hacer eso por mí?
-Supongo que mis antepasadas debieron de hacerte una propo-
sición similar. Imagino que Deborah y Charlotte te invitaron a que te
adueñaras de ellas.
-No te burles de mí, Julien -respondió Lasher con voz fría y si-
lenciosa-. Sabes que no puedo apoderarme del cuerpo de una mujer .
-Un cuerpo es un cuerpo -contesté yo.
-Yo no soy una mujer.
-Te ofrezco la oportunidad de apoderarte del cuerpo de un va-
rón. Quizás era mi destino. Ven, te invito a apoderarte de mí. Estoy a
tu disposición. Siempre hemos estado muy unidos.
-No te burles -insistió-. Cuando te hago el amor, somos co-
mo dos hombres haciendo el amor .
Yo sonreí, pero no dije nada. Me divertía su exhibición de orgullo
masculino, la cual encajaba perfectamente con la opinión que yo tenía
de ese ser infantil y caprichoso. Lo odiaba con toda mi alma, pero
procuré disimularlo pensando en sus besos y caricias.
-Más tarde dejaré que me hagas el amor -dije.
-Te advierto que será una experiencia muy dura.
-No me importa, estoy dispuesto a hacerlo por ti. Te debo mu-
chos favores.
-Pero al mismo tiempo me temes.
-Sí, es cierto. Deseo vivir. Quiero educar a Mary Beth. Es mi
hija.
Silencio.
-Apoderarme de ti... -dijo Lasher.
-Así es.
-¿No intentarás provocarme haciendo gala de tu poder?
-Procuraré comportarme como un perfecto caballero.
-Eres muy distinto de una mujer .
-¿A qué te refieres? -pregunté con curiosidad.
-No me amas como ellas.
-Puede que tengas razón -contesté-, pero te aseguro que soy
capaz de conseguir que ambos alcancemos la meta que nos hemos
propuesto. Aunque las mujeres sean demasiado púdicas para decir
esas cosas, intuyo que poseen otros medios para alcanzar sus fines.
-Qué risa.
-Podrás reírte cuando te hayas apoderado de mi cuerpo. Te lo ga-
rantizo.
Un profundo silencio cayó sobre la habitación. Las cortinas colga-
ban inertes. La lluvia cesó. La galería brillaba bajo la luz de la luna. Sentí
un vacío en mi interior y el vello se me erizó. Me incorporé, tratando de
prepararme, aunque no sabía exactamente qué iba a suceder. Súbita-
mente el espíritu se abalanzó sobre mí, rodeándome y cercándome. Me
sentía mareado, como si estuviera borracho, mientras todos los sonidos
externos se fundían en un impresionante rugido.
Me hallaba de pie, caminando torpemente. Todo estaba oscuro,
tenebroso; de pronto vi una escalera, la reluciente calzada, unas per-
sonas que pasaban junto a mí agitando la mano, ya través de un océa-
no de agua oí unas voces que decían: «¡Eh bien, Julien!»
Sabía que estaba caminando, pero no notaba el suelo bajo mis pies;
no tenía sentido del equilibrio, no sabía si caminaba hacia arriba o hacia
abajo. Estaba aterrado, pero traté de dominarme. No intenté luchar
contra él, no opuse la menor resistencia, y al cabo de unos segundos
noté que perdía el conocimiento.
Mi mente estaba sumida en el caos, en un estado de confusión que
duró una eternidad.
Cuando recobré el sentido eran las dos de la mañana. Me hallaba
sentado en un café de la calle Dumaine, ante una mesita de mármol,
fumando un cigarrillo. Estaba agotado y me dolía todo el cuerpo. De
pronto me di cuenta de que me estaba mirando el camarero, el cual me
preguntó por sexta vez:
-¿Desea otra copa antes de que cerremos, monsieur?
-Sí, tráigame una copa de ajenjo -respondí con voz ronca y
profunda.
Estaba hecho polvo.
-Maldito hijo de puta -dije con mi voz secreta-. ¿Qué me has
hecho?
Pero no hubo respuesta. El espíritu estaba demasiado extenuado
para contestar. Se había apoderado de mí durante horas, corriendo de
aquí para allá bajo mi forma humana. Tenía la ropa y los zapatos cu-
biertos de barro. Llevaba los pantalones mal abrochados, señal evi-
dente de que me los había quitado y vuelto a poner apresuradamente.
De modo que nos habíamos corrido una juerguecita, ¿eh? Confiaba
en que la mujer con la que me había acostado no me hubiera pegado
ninguna enfermedad venérea.
Apuré la copa de un trago y al levantarme por poco me caí. Me
dolía el tobillo derecho y tenía sangre en los nudillos, como si me hu-
biera peleado con alguien.
Tras no pocos esfuerzos, conseguí llegar a mi apartamento de la
calle Dumaine. Mi mayordomo, Christian, un negro que tenía sangre
de los Mayfair, un hombre muy inteligente y sarcástico al que pagaba
unos elevados honorarios, se apresuró a atenderme.
Cuando le pregunté si me había preparado la cama, respondió:
-Pues claro.
Me desplomé sobre ella y dejé que Christian me desnudara. Lue-
go le pedí que me trajera una botella de vino.
-Ya ha bebido bastante.
-Tráeme la botella de vino o te estrangulo -dije.
Cuando me la trajo, le ordené:
-Ahora déjame solo.
Christian obedeció.
Permanecí tendido en la oscuridad, bebiendo y tratando de recor-
dar lo que había hecho: la calle, la sensación de embriaguez, las voces
que sonaban a través del agua... Poco a poco empecé a recordar algu-
nas escenas, dotadas de la familiaridad que poseen las cosas que re-
cordamos. Recordé que había bajado hasta el valle y, tras congregar a
una nutrida multitud, nos habíamos dirigido en procesión hacia la
catedral. La catedral estaba más hermosa que nunca, decorada con la-
zos y ramas. Yo sostuve al Niño Jesús en brazos, mientras escuchaba
las exultantes voces del coro y las lágrimas resbalaban por mis meji-
llas. «He vuelto a casa», pensé. Alcé la vista y contemplé la inmensa
vidriera del santo. Sí. Estaba en manos de Dios y del santo.
De pronto me desperté sobresaltado. ¿Qué recuerdo era ése? Sa-
bía que estaba en Escocia, concretamente en Donnelaith. y sabía que
lo que acababa de recordar había sucedido hacía varios siglos. Sin em-
bargo, el recuerdo era claro y nítido, como si hubiera ocurrido hacía
poco.
Me acerqué al escritorio y empecé a escribir todo cuanto recorda-
ba. De pronto apareció el espíritu, débil y vagamente, sin una forma
sólida.
-¿Qué haces, Julien? -preguntó. Su voz apenas era un murmullo.
-Yo podría hacerte la misma pregunta -respondí-. ¿Te has di-
vertido?
-Sí, mucho. Me gustaría repetirlo ahora mismo, pero me siento
demasiado débil.
-No me extraña. Anda, esfúmate. Yo también estoy cansado. Des-
cuida, volveremos a hacerlo...
-...tan pronto como sea posible.
-De acuerdo. Ahora márchate, bribón.
Guardé las cuartillas en un cajón del escritorio, me acosté y caí
profundamente dormido. Cuando me desperté había amanecido y
comprendí que había estado de nuevo en la catedral. Recordaba el ro-
setón. Recordaba la estatua del santo sobre su tumba. y el coro de vo-
ces cantando...
¿Qué significaba aquello? ¿Acaso ese demonio era en realidad un
santo? No, era imposible. En todo caso, quizá se tratara de un ángel
caído. O quizás había servido a un santo, al que veneraba, y luego...
¿qué?
El hecho es que no cabía duda de que se trataba de unos recuerdos
mortales. El espíritu recordaba haber sido un hombre de carne y hue-
so; conservaba esos recuerdos, los cuales me había transmitido a mí,
que era acaso el único que podía analizarlos. Lasher sabía que existían
esos recuerdos de cuando era un ser de carne y hueso, pero era inca-
paz de pensar. Nos utilizaba a nosotros para pensar. Sólo yo podía
explicarle esos recuerdos.
En aquel momento se me ocurrió una idea. Procuraría recordar
cada vez más cosas. Sería Lasher, conocería a Lasher y al final conse-
guiría averiguar la verdad sobre él. La verdad era lo único que podía
ayudarme. «Eres un fantasma despreciable y perverso -pensé-. Tu
única ambición es renacer. No tienes ningún derecho. Has vivido,
pero no eres un ser sabio y eterno. ¡Vete al infierno y desaparece para
siempre de la faz de la tierra!»
Estaba tan cansado que el sueño me venció de nuevo y dormí du-
rante todo el día.
Al anochecer partí hacia Riverbend. Mandé llamar a los músicos
y les ordené que tocaran canciones del estilo dixie. Luego me senté
junto a mi madre y le relaté mi experiencia. Mi madre se negó a acep-
tarlo.
-En primer lugar, se trata de un espíritu poderoso e inmemorial
-dijo.
-Te equivocas.
-Se dará cuenta de que luchas contra él y te matará.
-Que lo intente.
No volví a hablar del tema con mi madre. En realidad, creo que no
volví a dirigirle la palabra, aunque supongo que ella ni siquiera se per-
cató.
Luego me dirigí a la habitación de mi hija. Como de costumbre,
Lasher estaba junto a su cuna. Lo vi durante unos segundos. Iba vesti-
do como yo, con la ropa cubierta de barro, tal como había llegado a mi
casa después de mis correrías nocturnas.
«Idiota», pensé, sonriendo.
-¿Deseas apoderarte de nuevo de mi cuerpo?
-No, debo permanecer junto a la niña -respondió-. Es precio-
sa. Posee tus dotes mágicas y las de la madre de su madre y la madre de
aquélla. ¡Y pensar que estuve apunto de aniquilarte!
-Habría sido una estupidez, ¿no es cierto? ¿Qué pudiste averi-
guar al apoderarte de mí?
Lasher guardó silencio durante unos minutos. De pronto apareció
bajo una forma más nítida, idéntico a mí. Me miró fijamente, sonrien-
do, y luego intentó soltar una carcajada, pero no consiguió emitir
ningún sonido. Enojado, se esfumó. Pero era evidente que cada vez se
parecía más a mí, que estaba enamorado de mi forma.
Di media vuelta y me marché. Comprendí lo que debía hacer. Ana-
lizar el problema cuando el espíritu estuviera ocupado con la niña. y
dejar que se apoderase de mí tantas veces como deseara, mientras yo
pudiese soportarlo.
Los meses transcurrieron sin novedad. El día del primer cumplea-
ños de Mary Beth celebramos una gran fiesta. La ciudad comenzaba a
prosperar de nuevo; las sombras de la guerra habían desaparecido.
Muchas familias habían recuperado su fortuna. En el centro de la ciu-
dad se construían unas mansiones fabulosas.
Lasher solía apoderarse de mi cuerpo una vez a la semana.
Era una experiencia agotad ora para ambos, que duraba unas cua-
tro o cinco horas. En ocasiones, cuando recobraba el sentido, me en-
contraba en la cama con una mujer o bien con otro hombre, lo cual
indicaba que Lasher tenía unos gustos tan eclécticos como los míos.
Sin embargo, yo no era como el doctor Jekyll y mister Hyde. Las-
her, cuando se hallaba dentro de mí, se comportaba con todo el mun-
do con una amabilidad exquisita. Casi como un ser angelical.
-Anoche fuiste muy bueno conmigo -me dijo en cierta ocasión
una amante-. Me regalaste un magnífico collar de perlas.
¡Qué generosidad!
Asimismo, era evidente que cuando él se apoderaba de mí la gente
me tomaba por un impenitente borracho. Adquirí fama de crápula. Yo
no solía emborracharme, pues me disgustaba perder el control, pero al
parecer Lasher era un alcohólico. Así pues, no tuve más remedio que
acostumbrarme a las recriminaciones y las sonrisas burlonas.
-Anoche estabas como una cuba -me decían los amigos.
-¿De veras? No lo recuerdo.
Las visiones de la catedral me obsesionaban. Veía las verdes colinas
y el castillo con tanta claridad como si los contemplara a través de una
ventana. Veía el valle y la niebla, hasta que de repente se apoderaba de
mí una angustiosa sensación que me ofuscaba y me impedía profundi-
zar en el. recuerdo. También experimentaba en ocasiones un dolor in-
descriptible.
No me molesté en hablar de ello con Lasher. En cuanto a sus pro-
pias experiencias cuando se apoderaba de mi cuerpo, al parecer se
trataba más bien de unas experiencias puramente sensuales. Comía,
bebía, bailaba, fornicaba y se peleaba. En ocasiones se mostraba des-
esperado.
-Deseo convertirme en un hombre de carne y hueso -se lamen-
taba amargamente.
Asimismo, cuando se hacía pasar por mí se dedicaba a recabar in-
formación, aunque no sabía qué hacer con ella. Más tarde, me comen-
taba con entusiasmo todo cuanto había conseguido averiguar.
Hablábamos de la situación económica, del ferrocarril y su nefasta
influencia en el comercio fluvial, o sobre la moda. También hablábamos
sobre fotografía, un arte que atraía poderosamente a Lasher. Solía ir con
frecuencia a retratarse, tras adueñarse de mi cuerpo, aunque general-
mente estaba tan borracho que apenas se sostenía en pie. A menudo me
encontraba fotos suyas en los bolsillos de la chaqueta.
Lo cierto es que esos experimentos le resultaban tan agotadores
como gratificantes. Sin embargo, no se resignaba a tomar siempre
prestada mi identidad, sino que estaba empeñado en adquirir una
identidad propia. Por otra parte, su adoración hacia Mary Beth no
conocía límites.
En ocasiones, pasaban varias semanas sin que Lasher tuviera fuer-
zas suficientes para apoderarse de mí. Yo, por supuesto, no me lamen-
taba, puesto que me costaba dos días recuperarme de la experiencia. A
medida que Mary Beth iba creciendo, Lasher la utilizaba a menudo
como excusa. A mí me parecía perfecto, pues había adquirido una pé-
sima reputación y ya no era un jovencito.
Asimismo, conforme Mary Beth se convertía en una hermosa
muchacha yo me sentía más amargado. Detestaba fingir que era mi
sobrina en lugar de mi hija. Deseaba tener un varón. En realidad, mis
gustos eran cada vez más sencillos y ambicionaba menos cosas.
No obstante, mi vida transcurría sin grandes altibajos. A pesar de
las demoníacas experiencias, conservaba la lucidez. Gané mucho di-
nero con los nuevos negocios que monté después de la guerra: empre-
sas de construcción, industrias, fábricas de algodón, etcétera. Apro-
vechaba todas las oportunidades que se me ofrecían y comprendí que,
a fin de mantener la fortuna de mi familia, debía ampliar mis intereses
más allá de Nueva Orleans. Nueva Orleans había atravesado épocas
de prosperidad y declive, pero en cuanto puerto había perdido su pre-
eminencia.
Durante los años posteriores a la guerra emprendí mis primeros
viajes a Nueva York. Mientras Lasher se hallaba ocupado y satisfecho
en casa, yo vivía como un hombre libre en Manhattan.
Por aquellos tiempos empecé a amasar una fortuna colosal.
Mi hermano, Rémy, se instaló en la casa de la calle Primera, y yo
acudía con frecuencia a visitarlo.
Al cabo de un tiempo, convencido de que no existía motivo algu-
no que me impidiera poseer todo cuanto un hombre honesto podía
poseer, me enamoré de mi prima Suzette, cuyo candor me recordaba a
Katherine. Me dispuse a ocupar la casa de la calle Primera en calidad
de dueño y señor, permitiendo que mi hermano y su familia siguieran
residiendo en ella.
En los últimos tiempos había comenzado apercibir, a modo de
breves destellos, nuevos pormenores relacionados con los recuerdos
de Lasher. A medida que seguía «recordando» la catedral, el valle y la
población de Donnelaith, las imágenes iban adquiriendo mayor niti-
dez. La época permanecía invariable, pero los detalles resultaban más
vivos. Entre otras cosas, comprendí que la euforia que sentía en mi
sueño respecto a la catedral constituía mi amor hacia Dios.
Lo comprendí con toda claridad una mañana en que me hallaba
frente a la catedral de San Luis, en Jackson Square, y oí unas hermosas
voces que cantaban. Entré en la catedral y vi aun grupo de precio-
sas niñas mulatas, o «de color», como solíamos decir en aquella épo-
ca, que se disponían a recibir la Primera Comunión. Era una ceremo-
nia impresionante. Las niñas, vestidas como novias con vaporosos tra-
jes blancos, se dirigían en procesión hacia el altar, sosteniendo un
rosario y un misal blanco entre las manos.
Mi amor por Dios. Eso fue lo que experimenté en la catedral de
San Luis, en mi ciudad. Al mismo tiempo, comprendí que me había
dado cuenta de ello en el valle, en la vieja catedral. De pronto me sentí
aterrado. Pensé en ello todo el día, evocando ese sentimiento y acto
seguido tratando de borrarlo de mi mente.
Vi unas imágenes fugaces de Donnelaith. Vi sus casas de piedra. Vi
su pequeña plaza. Vi a lo lejos la catedral, la imponente iglesia gótica.
¡Qué remotos parecían esos recuerdos!
Decidí sentarme en un café, como de costumbre, me bebí una cer-
veza fría y apoyé la cabeza en la pared.
Al poco rato noté la presencia invisible de Lasher.
-¿En qué piensas? -me preguntó.
Se lo conté todo, detallada aunque cautelosamente.
Él guardó silencio. Parecía confundido.
Luego, tímidamente, dijo:
-Deseo convertirme en un hombre de carne y hueso.
-Lo sé -respondí-. Mary Beth y yo hemos prometido ayudarte.
-Perfecto. Quiero enseñarte cómo permanecer y cómo recobrar
tu identidad. Puede hacerse, otros lo han hecho.
-¿Cómo has tardado tanto en descubrirlo?
-Donde yo me encuentro el tiempo no existe -contestó-. Es
un concepto. Sólo existe cuando estoy dentro de tu cuerpo, medido
por-el ruido y el movimiento. Pero yo estoy fuera del tiempo. Aguar-
do. Veo el futuro. Veo mi regreso y el sufrimiento de todos.
-¿Todos?
-Todos excepto tu clan, el tuyo y el mío. El clan de Donnelaith,
al que pertenecemos tú y yo.
-¿De veras? ¿Pretendes decirme que todos nuestros primos, nues-
tros parientes, nuestros descendientes...?
-Sí, se verán bendecidos por la fortuna, serán los más poderosos
de la tierra. Serán bendecidos.. He conseguido mucho en tu época,
pero eso no es nada comparado con lo que conseguiré cuando me
convierta de nuevo en un hombre de carne y hueso. Seré uno de voso-
tros.
-Prométemelo -dije-. Júralo.
-Todos gozaréis de mi protección. Te lo prometo.
Cerré los ojos. Vi el valle, la catedral, las velas, a los aldeanos mar-
chando en procesión, al Niño Jesús. El demonio profirió un grito de
dolor.
Todo estaba en silencio. Miré a mi alrededor. Vi tan sólo la calle, el
café, la puerta que se había abierto impulsada por la brisa; pero el de-
monio gritaba de dolor y sólo yo, Julien Mayfair, era capaz de oírlo.
¿Podía acaso mi hija, Mary Beth, oírlo también?
De improviso, Lasher desapareció. El mundo natural que me ro-
deaba seguía ofreciendo un aspecto reconfortante y encantador. Me
levanté, me puse el sombrero, cogí el bastón, atravesé la calle Canal,
que conducía al barrio americano, y entré en una iglesia. Jamás había
puesto los pies en ella. Era una iglesia nueva, situada en un barrio lle-
no de inmigrantes irlandeses y alemanes.
Al cabo de unos instantes apareció el párroco, un irlandés. En
aquellos tiempos había sacerdotes irlandeses por doquier. Estados
Unidos representaba un país misionero para los irlandeses, los cuales
se habían propuesto convertir al mundo ala fe católica, tal como hi-
cieran en tiempos de san Brendan.
-Si quisiera exorcizar a un demonio, ¿convendría que supiera
exactamente de quién se trata? -le pregunté sin más preámbulos-.
¿Debo intentar averiguar su nombre?
-Sí -contestó el párroco-. Pero es mejor que se encargue de
ello un sacerdote. Desde luego, sería muy útil conocer su nombre.
-Eso supuse -dije.
Nos hallábamos junto a la puerta de la iglesia, situada en un reco-
do de la calle. Al alzar la vista vi a la derecha un jardín rodeado de una
tapia. De pronto observé que las ramas de los árboles empezaban a
agitarse, arrojando sus hojas al suelo. El viento soplaba con tal fuer-
za que incluso hizo sonar la campana en el pequeño campanario.
-Averiguaré su nombre -dije.
El viento seguía agitando violentamente las ramas de los árboles y
arrastrando las hojas que se desprendían de éstas.
-Averiguaré su nombre -repetí por segunda vez.
-Sí, hágalo -dijo el sacerdote-. Existen muchos demonios. Los
ángeles caídos y los antiguos dioses de los paganos, que se convirtie-
ron en demonios cuando nació Jesús. Los duendecillos también habi-
tan en el infierno, ¿sabe usted?
-¿Los antiguos dioses de los paganos? -pregunté sorprendido.
No conocía la existencia de esa creencia teológica-. Yo creía que los
antiguos dioses eran falsos, que no existían. Que el único Dios verda-
dero era nuestro Dios.
-Esos dioses existían, pero eran demonios. Son los fantasmas y
los espíritus que turban nuestros sueños por las noches, unos seres
crueles y vengativos. Al igual que los duendecillos que existen en Ir-
landa. Yo mismo los he visto.
-¿Me permite visitar el jardín? -pregunté, entregándole un fajo
de billetes.
El sacerdote los aceptó encantado y fue a abrirme la puerta de la
tapia.
-Parece que se avecina una tormenta -observó, mientras el vien-
to agitaba su sotana-. Ese árbol se va a partir.
-Entre en la iglesia -dije-. Las tormentas me gustan. Descuide,
cuando me marche cerraré la puerta del jardín.
Paseé entre los árboles del pequeño jardín, un tanto abandonado y
en el cual crecían maravillas y lirios de un vibrante color rosa. En una
pequeña gruta, cubierta de musgo, había una imagen de la Virgen. El
vendaval soplaba cada vez con mayor fuerza, sacudiendo frenética-
mente las ramas de los árboles y arrancando las flores de sus lechos.
Sonriendo satisfecho, apoyé la mano en el tronco de un árbol para
sostenerme.
-¿Qué puedes hacer contra mí? -pregunté-. ¿ Cubrirme de ho-
jas? ¿De agua de lluvia? No me importa. Cuando llegue a casa me cam-
biaré de ropa. Por mí puedes hacer lo que te dé la gana.
Al cabo de unos minutos el viento se calmó. Unas pocas gotas ca-
yeron sobre el camino empedrado. Yo me agaché y cogí un lirio que
yacía a mis pies.
De pronto percibí unos leves sollozos. No eran audibles, sino que
los percibí en mi alma.
Era un sonido lleno de amargura, pero contenía una dignidad más
terrible que una sonrisa o las muecas que solía hacer el demonio para
amedrentarme. Sentí una mezcla de dolor y euforia.
Recordé unas palabras en latín, aunque desconocía su significado.
Brotaron en mi mente como si yo fuera un sacerdote y recitara una le-
tanía. De pronto oí el sonido de unas gaitas y el tañido de unas cam-
panas.
-En Nochebuena, las campanas repican para alejar a los demo-
nios del valle, para atemorizar a los duendes -dijo una voz.
Súbitamente, el viento amainó y cesó de llover. Me hallaba solo.
El jardín estaba en silencio, esto era Nueva Orleans y el cálido sol
meridional resplandecía en lo alto. En aquel momento el sacerdote
asomó la cabeza por la puerta de la tapia.
-Merci, mon pere -dije, alzando el sombrero.
Tras estas palabras, di media vuelta y me marché.
Las calles estaban inundadas de sol y soplaba una leve brisa. Re-
gresé a la calle Primera a través del Garden District. Al llegar a casa
encontré a mi hermosa Mary Beth sentada en los escalones de la en-
trada. Junto a ella estaba Lasher, una mera sombra, un ser compuesto
de aire. Ambos parecían alegrarse de verme.
 
 
 
 
18
 
Las brillantes luces fluorescentes de la estación formaban una es-
pecie de isla en medio del oscuro terreno pantanoso. La pequeña ca-
bina telefónica consistía en una rudimentaria estructura de plástico en
torno aun teléfono cromado. Los pequeños números cuadrados esta-
ban borrosos y Rowan no lograba distinguirlos.
El teléfono de Mayfair & Mayfair comunicaba continuamente.
-Por favor, inténtelo de nuevo -dijo Rowan a la telefonista-.
Debo hablar con Mayfair & Mayfair. Tienen más de una línea. Le rue-
go que insista. Dígales que es una llamada urgente de Rowan Mayfair.
-Lo he intentado, señora, pero no desean que les interrumpa.
El conductor se había montado otra vez en el camión. Rowan le
oyó arrancar el motor y le hizo una seña para que esperara. Luego le dio
a la telefonista otro número.
-Es el de mi casa -dijo-. Haga el favor de marcarlo, no consigo
distinguir los números.
En aquel momento sintió un nuevo espasmo, parecido a los dolo-
res menstruales, pero infinitamente peor.
-Responde, Michael, por favor ...
Pero el número seguía comunicando.
-Hemos llamado veinte veces, señora.
-Es preciso que localice a alguien. Le ruego que insista. Siga lla-
mando. Dígales...
La telefonista protestó, pero el ruido del motor del camión impi-
dió que Rowan oyera lo que decía. Del pequeño tubo situado en la
parte delantera del vehículo brotaba humo.
Al volverse, el auricular cayó de sus manos y chocó con la estruc-
tura de plástico. El conductor le indicó que se apresurara.
Ayúdame, mamá. ¿Dónde está papá?
Estamos bien, Emaleth. Tranquilízate, no te pongas nerviosa. Ten
paciencia conmigo.
Rowan avanzó unos pasos tras medir la distancia que la separaba
del camión, utilizando éste como punto de referencia, y de pronto se
desplomó en el suelo. Sintió un dolor en las rodillas y notó que estaba
a punto de perder el conocimiento.
Mamá, tengo miedo.
-No te preocupes, cariño -dijo en voz alta-. Todo saldrá bien.
Rowan apoyó las manos en el suelo. Sólo se había lastimado las
rodillas. Dos empleados de la gasolinera corrieron hacia ella y entre
éstes y el conductor del camión la ayudaron a incorporarse.
-¿Está usted bien, señora? -preguntó el conductor .
-Sí, vámonos -contestó Rowan-. Debemos apresurarnos.
Lo cierto es que sin ayuda no hubiera conseguido ponerse en pie.
Se apoyó en el brazo del conductor y alzó la cabeza. A lo lejos, en el
horizonte, el cielo comenzaba a teñirse de púrpura.
-¿Ha podido hablar con ellos? -inquirió el conductor del ca-
mión.
-No -contestó Rowan-, pero no podemos entretenernos.
-Tengo que parar en Saint Martinville, señora. Es imprescindi-
ble. Tengo que recoger...
-Lo comprendo. Volveré a llamar desde allí. Apresúrese, se lo rue-
go. Vámonos de aquí.
Aquí. Una remota gasolinera junto al pantano, el cielo color púr-
pura, las estrellas que comenzaban a aparecer y la amplia faz de la
luna.
El conductor la cogió en brazos y la instaló en el asiento. Luego
se sentó junto a ella, soltó el freno de mano y dejó que el camión
emitiera unos chasquidos y chirridos antes de cerrar la puerta de la
cabina y pisar el acelerador. Acto seguido enfiló de nuevo la carre-
tera.
-¿Estamos todavía en Tejas?
-No, señora, en Luisiana. ¿Está segura de que no quiere que la
acompañe al hospital?
-No, estoy bien.
Tan pronto como dijo eso, Rowan sintió una nueva punzada en el
vientre que casi le hizo soltar un grito.
Emaleth, por el amor de Dios, no te muevas.
Pero es que el espacio es cada vez más pequeño. Tengo miedo.
¿Dónde está papá? ¿Podré nacer sin que papá esté presente?
Todavía no ha llegado el momento, Emaleth. Rowan suspiró y
volvió la cabeza. El camión circulaba a ciento cuarenta y cinco kiló-
metros por hora por la estrecha y accidentada carretera, junto a la cual
había unas zanjas. A través de los árboles observó que el cielo se iba
oscureciendo. Los faros del vehículo iluminaban el asfalto. El con-
ductor comenzó a silbar.
-¿Le importa que encienda la radio, señora? -preguntó.
-No -contestó Rowan.
De pronto sintió otra punzada. Por el pequeño altavoz brotaron
las suaves y oscuras voces de Los Judd. Rowan sonrió. Interpretaban
una música diabólica. Luego sintió otro violento espasmo que la pro-
yectó hacia delante, obligándola a agarrarse al salpicadero. No se ha-
bía puesto el cinturón de seguridad. Un descuido imperdonable en
una mujer que estaba apunto de dar a luz.
Mamá...
Estoy aquí Emaleth.
Ha llegado el momento.
Todavía no. Tranquilízate. Aguarda a que ambas estemos seguras.
Pero en aquel momento sintió un nuevo espasmo que le atravesa-
ba el vientre y la espalda, seguido de otro, y otro más. De pronto notó
que había roto aguas y se quedó lívida. Estaba mareada, como si fuera
a perder el conocimiento.
-Deténgase -le rogó al conductor del camión.
Al principio, el hombre se quedó perplejo.
-¿Necesita ayuda, señora?
-No. Deténgase. ¿Ve esas luces? Pare allí. Tengo que bajar. ¡Apre-
súrese!
Rowan miró al conductor con aire implorante y el hombre, asus-
tado, detuvo el vehículo.
-¿Sabe quién vive allí?
-Por supuesto -contestó Rowan.
Abrió la puerta y se apeó del camión, tropezando con el estribo y
casi perdiendo el equilibrio. Tenía el vestido empapado. El asiento
también debía de estar mojado y el conductor no tardaría en darse
cuenta de ello. Pobre hombre. Qué espectáculo tan repugnante. Pen-
saría que ella se había orinado encima.
-Gracias. Ya puede marcharse -dijo Rowan, cerrando apresu-
radamente la puerta del camión.
-¡Oiga, que se deja el bolso! -gritó el conductor-. Tenga. No,
no es necesario que me dé más dinero. Ya me ha pagado el viaje.
El camión no se movió. Rowan echó a andar precipitadamente a
través de la zanja, se encaramó por el talud y se adentró en el bosque,
donde croaban unas ranas arbóreas. Vio ante sí unas luces y se dirigió
hacia ellas. Al cabo de unos instantes oyó al camión arrancar y alejar-
se en el silencio del anochecer .
-No te preocupes, Emaleth, buscaré un lugar seco y cómodo.
Tranquilízate y ten paciencia.
No puedo esperar. Tengo que salir, mamá.
Al poco rato llegó a un claro. Las luces que había divisado se en-
contraban a la derecha, pero Rowan decidió permanecer junto a una
hermosa y vetusta encina cuyas largas ramas se inclinaban trágica-
mente hacia el bosque, en un intento inútil de unirse a éste.
Mientras contemplaba las gigantescas y retorcidas ramas de la en-
cina, cubiertas de musgo e iluminadas por el suave resplandor de las
estrellas, Rowan sintió una profunda tristeza.
¡Qué hermoso es este paraje! Si muero, ve a reunirte con Michael.
Te ló ruego, Emaleth. Rowan intentó recordar de nuevo los rasgos de
Michael, el número de la casa, el número telefónico, los datos que de-
seaba transmitirle a la pequeña criatura que llevaba en su vientre, que
sólo sabía lo que sabía ella.
No podré nacer si tú mueres, mamá. Te necesito. Te necesito, papá.
La encina se erguía inmensa y majestuosa. Rowan evocó la es-
pléndida imagen de un antiguo bosque, en una época en que los árbo-
les como esta encina constituían templos, y vio unos campos y unas
colinas sembradas de árboles.
Debo ir a Donnelaith. Papá me dijo que fuera a Donnelaith, para
reunirme allí con él.
-No, cariño -contestó Rowan en voz alta, apoyándose en el
áspero y perfumado tronco de la encina. Cerca de la base, junto
a sus gigantescas raíces, ofrecía un tacto pétreo, inerte, mientras
que en lo alto las pequeñas ramas se agitaban mecidas por el vien-
to-. Vea reunirte con Michael, Emaleth. Cuéntaselo todo. Ve jun-
to a él.
Me duele, mamá. Duele mucho.
-Recuerda, Emaleth. Vea reunirte con Michael.
No te mueras, mamá. Debes ayudarme a nacer. Debes darme tus
ojos y tu leche para que crezca fuerte y sana.
Rowan se dirigió hacia un lugar donde la suave hierba crecía entre
dos inmensas y retorcidas ramas.
Era un lugar oscuro y mullido.
Voy a morir, hija mía.
No, mamá. ¡Ayúdame a nacer!
Rowan se tendió boca arriba rodeada de hojas y musgo, mientras
los violentos espasmos sacudían su cuerpo. Alzó la vista y contem-
pló el musgo que colgaba de las ramas de la encina y la luna suspen-
dida en el cielo.
De pronto notó que un cálido líquido se deslizaba entre sus mus-
los y, a continuación, una intensa punzada y algo suave y húmedo que
le rozaba el vientre. Rowan levantó la mano, incapaz de coordinar sus
movimientos, incapaz de palparse el vientre.
¡Dios mío! ¿Era posible que la criatura hubiera sacado una mano
para rozarle el vientre? La oscuridad se había hecho más densa y las
ramas le impedían ver el cielo. De pronto, durante unos breves ins-
tantes, el resplandor de la luna iluminó un trozo de musgo, dándole
un tono grisáceo. Rowan volvió la cabeza. Las estrellas caían del cielo
color púrpura. «Esto es el paraíso», pensó.
-He cometido un error, un terrible error -dijo-. Mi pecado
fue la vanidad. Díselo a Michael.
El dolor se hizo más lacerante, como si se extendiera por todo su
cuerpo. Rowan sabía el motivo; la boca del útero se había dilatado. Sin
poder evitarlo, soltó un grito. Sólo sentía el dolor, que cada vez era
más intenso. Súbitamente, cesó. Rowan clavó la vista en las ramas de
la encina mientras trataba de dominar sus náuseas y mover las manos
para ayudar a Emaleth, pero fue inútil.
Sintió una profunda pesadez en los muslos y el vientre.. Luego
notó de nuevo que algo cálido y húmedo le rozaba los pechos.
-¡Ayúdame, mamá!
Vio asomar entre sus piernas una cabecita envuelta en una vaga y
dulce oscuridad, como la cabeza de una monja, enmarcada por una
larga y húmeda cabellera, como el velo de una monja, esforzándose en
salir.
-¡Ayúdame, mamá! ¡Si no me ayudas no conseguiré crecer y de-
sarrollarme!
De pronto vio unos ojos azules que la miraban fijamente, mien-
tras una mano húmeda le agarraba un pezón, haciendo que brotara un
chorro de leche.
-¡Hija mía! -exclamó Rowan-. Noto el olor de tu padre. Eres
mi hijita, ¿no es cierto?
Notaba un olor sulfúreo, como el que percibió la noche en que
nació él. Era un olor cálido, peligroso, como de una sustancia quími-
ca, aunque nada relucía en la oscuridad. Rowan sintió que la criatura
la rodeaba con sus brazos, mientras su húmeda cabellera le rozaba el
pecho, y luego que unos labios le succionaban de un modo delicioso
el pezón, proporcionándole un intenso goce.
El dolor había desaparecido por completo. La oscuridad de la no-
che la envolvía, obligándola a permanecer tendida sobre las hojas que
tapizaban el suelo, sobre el lecho de musgo, debajo del exquisito cuer-
po de la mujer que yacía sobre ella.
-¡Emaleth!
Sí madre. Tu leche es muy sabrosa. Me gusta mucho. He nacido,
mamá.
Deseo morir, Deseo que mueras, Deseo que ambas perezcamos.
Deseo morir...
Pero ya no debía preocuparse. Estaba flotando, mientras Emaleth  
seguía mamando ávidamente. Ni siquiera sentía sus brazos y piernas.
Tan sólo aquellos labios succionándole el pezón. Cuando trató de de-
cir ...Lo había olvidado. «Deseo abrir los ojos. Deseo ver de nuevo las
estrellas.»
-Son muy hermosas, mamá. Si no fuera por el océano que se in-
terpone en mi camino, podrían guiarme hasta Donnelaith.
Rowan quería decirle: «No, no vayas a Donnelaith», y pronunciar
de nuevo el nombre de Michael, pero no podía articular palabra, ni si-
quiera recordaba quién era Michael ni por qué deseaba decir eso.
-¡No me abandones, mamá!
Rowan abrió los ojos durante unos segundos y contempló el cielo
teñido de púrpura y la alta figura que había junto a ella. ¡Era imposi-
ble que esa mujer, ese monstruo que se erguía entre las tinieblas, como
una grotesca criatura que había brotado de las entrañas de la tierra,
fuera su hija!
-Te equivocas, soy hermosa. No me abandones, mamá, te lo ruego.
 
 
 
 
19
 
La situación, más que embarazosa, resultaba absurda. Lark lleva-
ba cuarenta y cinco minutos hablando por teléfono con los del Insti-
tuto Keplinger .
-Mire -dijo el joven médico que estaba al otro lado del hilo te-
lefónico-, aquí dice que se presentó usted mismo, que se llevó los
informes y que dijo que se trataba de un asunto altamente confiden-
cial.
-Pero si estoy en Nueva Orleans, en Luisiana. Permanecí aquí
durante todo el día de ayer. Me alojo en el hotel Pontchartrain. En
estos momentos me encuentro en Mayfair & Mayfair. ¿Pretende de-
cirme que el material ha desaparecido?
-Así es, doctor Larkin. Se ha evaporado. A menos que exista una
copia archivada en un lugar al que yo no tengo acceso... Pero no lo
creo. Puedo...
-¿Cómo está Mitch?
-Me temo que no podrá hablar con él, doctor Larkin. Si pudiera
verlo en estos momentos, lo comprendería. Tengo a su esposa en la
otra línea. Le llamaré dentro de un rato.
-No, no lo hará. Intentará eludir cualquier clase de responsabi-
lidad en este asunto. Sabe perfectamente lo que ha sucedido. Alguien
se ha llevado el material que Rowan Mayfair me confió y con el que
estaba trabajando Flanagan. Han metido la pata. y encima Flanagan
está herido y no puedo comunicarme con él.
Su interlocutor guardó silencio durante unos instantes. Luego dijo
bruscamente:
-Se equivoca, el doctor Flanagan está muerto. Falleció hace veinte
minutos. Tengo que colgar, doctor. Le llamaré más tarde.
-Será mejor que encuentre los informes, junto con los resultados
de todos los análisis que realizó Mitch Flanagan a petición del doctor
Samuel Larkin para la doctora Rowan Mayfair .
-¿Conserva usted un comprobante del material que nos envió?
-Yo mismo los llevé al Instituto.
-¿Los trajo personalmente? ¿No los envió por medio de alguien
que se hizo pasar por usted? ¿Como la persona que se los llevó ayer
fingiendo que era el doctor Larkin? De acuerdo. En estos momentos
estoy contemplando un vídeo de ese individuo. Se presentó ayer, a las
cuatro de la tarde. Es alto, moreno y de aspecto jovial. Muestra a la
cámara su tarjeta de identificación, un permiso de conducir expedido
en California que dice doctor Samuel Larkin. ¿Insiste usted en que se
llama Samuel Larkin y que se encuentra en Nueva Orleans?
Lark se quedó mudo. Al cabo de unos instantes, carraspeó.
Al alzar la cabeza su mirada se cruzó con la de Ryan Mayfair, que
le observaba desde un rincón del despacho. Los otros aguardaban en
la sala de conferencias: una colección de rostros distantes y solemnes
sentados alrededor de una mesa de caoba.
-De acuerdo, doctor Barry como se llame -contestó Lark-.
Haré que mi abogado le envíe una detallada descripción de mi perso-
na y una fotocopia de mi pasaporte, permiso de conducir y tarjeta de
identificación de la Universidad. Comprobará que no soy el indivi-
duo que aparece en el vídeo. Le ruego que no pierda esa cinta. No se la
entregue a nadie, aunque le diga que es la reencarnación de J. Edgar
Hoover. En efecto, soy Samuel Larkin, y cuando hable con Martha
Flanagan haga el favor de transmitirle mis condolencias. No se mo-
leste en llamar a la policía de San Francisco. Lo haré yo mismo.
-Pierde usted el tiempo, doctor. Aun en el caso de que se hubiera
producido un malentendido, era imposible que supiéramos si ese
hombre decía la verdad o no. Olvídese de la policía, pues sabe tan bien
como yo que...
-Será mejor que encuentre esos informes, doctor. Tienen que exis-
tir unas copias.
Larkin colgó antes de que el joven médico pudiera responder.
Estaba furioso y al mismo tiempo asombrado. Flanagan había muer-
to. Había sido atropellado por un coche al cruzar la calle California.
No recordaba el caso de otra persona que hubiera sido víctima de un
accidente mortal en aquella esquina, a menos que se tratara de un con-
ductor de otro estado que, pese a estar lloviendo, hubiese intentado
adelantar aun tranvía.
Miró a Ryan, pero no dijo nada. Luego marcó de nuevo el prefi-
jo 415 seguido de un número que conocía de memoria.
-Darlene -dijo-, soy Samuel Larkin. Quiero que envíe unas
flores a la señora Martha Flanagan. Sí. En efecto. Prácticamente ins-
tantánea. No del todo. Perfecto. Firme «Lark». Gracias.
Ryan salió del rincón, dio media vuelta y entró en la sala de con-
ferencias.
Lark aguardó unos instantes. Tenía el rostro empapado de sudor,
estaba cansado y no sabía qué hacer. Estaba hecho un lío, rabioso y
perplejo. Mitch y él solían ir con frecuencia a Gooey Louie's, en la
avenida Grant, a comer huevos y arroz frito, uno de sus platos prefe-
ridos desde la época de Nueva York y la Facultad de Medicina.
Al fin se levantó. No sabía lo que iba a decir. No sabía cómo ex-
plicar lo sucedido.
Oyó que la puerta se abría a su espalda y, al volverse, comprobó
con alivio que se trataba de Lightner, el cual sostenía un sobre en las
manos. Parecía tan cansado e irritado como se había sentido él al di-
rigirse esta tarde hacia allí.
Tenía la sensación de que habían transcurrido siglos. En el ínterin
había muerto Flanagan.
Entraron juntos en la sala de conferencias. Todos los hombres
y las mujeres presentes ofrecían un aspecto increíblemente sereno,
aunque tenían los ojos enrojecidos de haber llorado. Iban vestidos
con unos sobrios trajes de lana fría, muy apropiados para abogados de
prestigio.
-Es una noticia... trágica -dijo Lark, notando que se ruborizaba.
Apoyó las manos en el respaldo del sillón de piel. No quería sen-
tarse. Al dirigir la vista hacia la ventana, vio una desconcertante ima-
gen de su persona reflejada en el cristal. Más allá, las luces de la ciudad
aparecían borrosas. Lark observó las lámparas de pie, los sillones de
piel ya Ryan en un rincón de la estancia.
-Todo el material ha desaparecido -dijo Ryan, suavemente y
sin recriminaciones.
-Sí, me temo que sí. El doctor Flanagan ha... muerto, y no consi-
guen hallar los informes. Por otra parte, alguien..., aunque no consigo
explicarme...
-Lo comprendemos -dijo Ryan-. Ayer por la tarde sucedió
otro tanto en Nueva York. Alguien sustrajo los informes gen éticos.
Lo mismo que ocurrió en el Instituto Gen ético de París.
-Me encuentro en una situación muy embarazosa -dijo Lark-.
Sólo tienen mi palabra de que esa criatura existe, de que las muestras de
sangre y tejidos revelaban un misterioso genoma...
-Lo comprendemos -repitió Ryan.
-No se lo reprocharía si me echaran de aquí y me prohibieran
volver a poner los pies en este estado -prosiguió Lark-. Me hago
cargo de que...
-Lo comprendemos -dijo Ryan por tercera vez, sonriendo
fríamente. Tras imponer silencio, continuó-: Los resultados super-
ficiales e inmediatos de la autopsia practicada a Edith Mayfair y Alicia
Mayfair demuestran que ambas sufrieron un aborto. Las muestras de
tejido no son normales. Todo parece indicar, de momento, que dichos
resultados corroboran lo que usted nos ha contado sobre el material
que recibió. Les agradezco a todos su ayuda y colaboración.
Lark lo miró atónito.
-¿Eso es todo? -inquirió.
-Por supuesto, le pagaremos sus honorarios y los gastos...
-No, quiero decir... Un momento, ¿qué piensan hacer?
-¿Qué sugiere que hagamos? -preguntó Ryan-. ¿Que convo-
quemos una rueda de prensa y expliquemos a los medios de informa-
ción que existe un mutante gen ético masculino, dotado de noventa y
dos cromosomas, que se dedica a atacar a las mujeres de nuestra fa-
milia, dejándolas preñadas y asesinándolas?
-Me niego a abandonar el caso -dijo Lark-. No me gusta que
nadie se haga pasar por mí. Estoy resuelto a averiguar quién fue...
-No conseguirá averiguarlo -terció Aaron.
-¿Sugiere que fue alguien perteneciente a su organización?
-En tal caso, jamás podrá demostrarlo. Todos sabemos que tuvo
que ser alguien perteneciente a la organización, ¿no es cierto? Nadie
más sabía que estaban analizando las muestras en el Instituto Keplin-
ger. Sólo usted y el difunto doctor Flanagan. y Mayfair & Mayfair. Es
inútil darle más vueltas. Creo que será mejor que le acompañen al
hotel, para evitar que le suceda algún percance. Yo debo ayudar ala
familia. Se trata esencialmente de un asunto familiar.
-Está usted loco.
-No, doctor Larkin -respondió Lightner-. Quiero que per-
manezca en el hotel, con Gerald y Carl Mayfair. Ellos le acompaña-
rán. Le ruego que no se mueva de allí. No salga de la suite hasta que
me haya puesto en contacto con usted.
-¿Pretende decir que alguien podría intentar lastimarme?
Ryan, que seguía de pie en un rincón de la habitación, hizo un
pequeño y discreto gesto para imponer silencio.
-Tenemos mucho que hacer, doctor Larkin. Somos una familia
muy numerosa. El mero hecho de tratar de localizar a cada uno de sus
miembros resulta bastante complicado. A las cinco se ha producido
otra muerte en Houston.
-¿De quién se trata? -preguntó Aaron.
-De Clytee Mayfair -contestó Ryan-. Residía relativamente
cerca de Lindsay y murió aproximadamente a la misma hora que ella.
Sospechamos que recibió la visita de su agresor una hora después de  
que éste atacara a Lindsay en Sherman Oaks. Al menos, eso es lo que
indican los datos. Será mejor que regrese al hotel, doctor Larkin.
-Eso demuestra que creen lo que les he dicho. Creen que ese ser
es...
-Sí -contestó Ryan-. Ahora, tenga la bondad de regresar al Pont-
chartrain. Póngase cómodo y no se mueva de la suite. Gerald y Carl
permanecerán con usted.
Antes de que Lark pudiera responder, Aaron lo asió del brazo y
ambos atravesaron la antesala del despacho en dirección al pasillo,
donde aguardaban dos jóvenes Mayfair, impecablemente trajeados y
luciendo unas corbatas de seda color limón y rosa respectivamente.
-Permítanme que... me siente un momento -dijo Lark.
-Puede hacerlo en el hotel-replicó Lightner.
-¿Está seguro de que fue alguien de su organización? ¿Que uno
de ustedes fue al Keplinger y sustrajo el material?
-Sí, eso creo -respondió Lightner con tristeza.
-Eso significa que atropellaron a Flanagan adrede, que lo ma-
taron...
-No, no necesariamente. No creo que signifique eso. Creo que...
aprovecharon una oportunidad imprevista. Es cuanto sé en estos mo-
mentos. Hasta que no me ponga en contacto con los Mayores en
Amsterdam y averigüe lo sucedido, no puedo pronunciarme.
-Comprendo -dijo Lark.
-Regrese al hotel y procure descansar .
-Pero las mujeres...
-Todas serán debidamente informadas. Están tratando de loca-
lizar a todas las mujeres de la familia Mayfair. Le llamaré en cuanto
sepa algo más. No se preocupe.
-¿Que no me preocupe?
-¿Qué puede hacer usted, doctor Larkin?
Lark abrió la boca para responder, pero no pudo articular palabra.
Al alzar la vista vio que el joven llamado Gerald sostenía la puerta
abierta, mientras el otro, impaciente, ya se había adelantado. Eso sig-
nificaba que debía moverse.
De pronto se encontró en el pasillo, dirigiéndose hacia el ascensor
escoltado por los dos jóvenes Mayfair. Junto al ascensor había dos  
guardias de uniforme. Los jóvenes pasaron frente a ellos sin decir una
palabra.
Una vez dentro del ascensor, Gerald, el más joven, dijo con amar-
gura:
-La culpa es mía.
No debía de tener más de veinticinco años. El otro, más delgado y
con aspecto más frío y reservado, preguntó:
-¿Por qué lo dices?
-Debí prender fuego a la casa, tal como quería Carlotta.
-¿Qué casa? -inquirió Lark.
Ninguno de los dos jóvenes se molestó en contestar. Lark volvió a
formular la pregunta, pero no le prestaron atención. Lark no insistió.
El vestíbulo estaba repleto de agentes de seguridad, policías y em-
pleados de Mayfair & Mayfair, la mayoría de los cuales los observaron
con aire impasible. Lark vio una elegante limusina aparcada frente al
edificio, iluminada por el pútrido resplandor de las luces de mercurio.
-¿Qué me dicen de Rowan? -preguntó, deteniéndose en seco-.
Supongo que la estarán buscando...
Pero ninguno de los jóvenes le contestó. Era como si Lark no
existiera. En vista de ello, cerró la boca y entró en la limusina revestida
de cuero. El Pontchartrain ofrecía la mejor tarta helada que Lark ha-
bía probado. Al llegar al hotel se tomaría un café y un pedazo de tarta
helada.
-Pediré que me suban un café y un pedazo de tarta helada.
-Por supuesto -respondió Gerald, como si fuera la primera
frase sensata que pronunciaba Lark.
Lark sonrió. Se preguntaba si Martha tenía parientes que pudieran
acompañarla al funeral de Flanagan.
 
 
 
 
20
 
PROSIGUE LA HISTORIA DE JULIEN
 
Permítanme que vaya directamente al grano. No contemplé el de-
solado y fantasmagórico paisaje de Donnelaith hasta el año 1888. Los
«recuerdos» seguían acudiendo a mi mente, si bien entremezclados con
unos elementos que me desconcertaban.
Mary Beth se había convertido en una poderosa bruja, más inteli-
gente, astuta y filosóficamente interesante que Katherine, Marguerite
e incluso Marie Claudette. Claro que Mary Beth pertenecía a la nueva
generación de la posguerra, la posterior a los miriñaques, como suele
decirse.
Colaboraba conmigo en mis tres actividades principales: cuidar de
la familia, disfrutar de la vida y ganar dinero. Era mi confidente y mi
única amiga.
Durante esos años tuve numerosos amantes, tanto hombres como
mujeres. Estaba casado. Mi amada esposa, Suzette, a la que quería
mucho aunque de forma egoísta, me dio cuatro hijos. Me gustaría
hablarles de ello, pues en cierto modo, todo cuanto hace un hombre
forma parte de su estructura moral. Yo, por supuesto, no era una ex-
cepción.
Sin embargo, no tengo tiempo de detenerme en esa cuestión. Así
pues, diré brevemente que pese a sentirme muy unido a mi esposa, mis
amantes y mis hijos, mi única amiga era Mary Beth, la cual estaba al
corriente de la existencia de Lasher y de todos los riesgos que ello
comportaba.
Por aquel entonces Nueva Orleans era una ciudad entregada al vi-
cio que ofrecía abundantes oportunidades a los aficionados a las mu-  
jeres de dudosa reputación, al juego o, simplemente, a observar el de-
gradante espectáculo de su inmoralidad y violencia. Yola adoraba y no
temía adentrarme en los lugares más sórdidos en busca de placeres.
Mary Beth, disfrazada de chico, me acompañaba a todas partes. Curio-
samente, si bien procuraba proteger a mis hijos varones, enviándolos a
escuelas del este y preparándolos para afrontar la vida, alimentaba
a Mary Beth con unos ingredientes mucho más fuertes.
Mary Beth era el ser humano más inteligente que jamás he cono-
cido. Era una experta en negocios, política y otras muchas materias.
Era fría, implacable y calculadora, pero sobre todo poseía una bri-
llante imaginación y una gran capacidad para prever las cosas alargo
plazo.
Dada su perspicacia, no tardó en comprender que Lasher no po-
seía esas cualidades.
Permítanme que exponga un ejemplo. A principios de la década
de 1880 llegó a Nueva Orleans un músico llamado Henry el Ciego.
Henry el Ciego era lo que se dice vulgarmente un sabio ignorante. No
había ninguna pieza que no pudiera ejecutar al piano. Tocaba obras de
Mozart, Beethoven y demás compositores de primera fila, pero en
otros aspectos era un completo idiota.
Un día en que Mary Beth y yo asistimos a uno de sus conciertos,
mi hija escribió en el programa una nota dirigida a mí, ante las mismas
narices de Lasher, el cual se hallaba cautivado por la música. La nota
decía lo siguiente: «Henry el Ciego y Lasher poseen el mismo nivel
intelectual.»
Así era. Se trata de una cuestión muy compleja que no podemos
analizar aquí. Hoy en día, el mundo moderno sabe más acerca de sabios
ignorantes, niños autistas, etcétera. En resumen, Mary Beth trataba de
darme a entender que Lasher era incapaz de aplicar sus conocimientos
y sensaciones aun contexto real. Nosotros, los vivos, situamos lo que
sabemos y lo que sentimos en un determinado contexto. Ese ser muer-
to, no.
Mary Beth no mitificaba a Lasher porque había comprendido eso
desde muy joven. Cuando un día le dije que era un fantasma vengati-
vo, ella se encogió de hombros y repuso que quizá tuviera razón.
Sin embargo, y esto es fundamental, no despreciaba a Lasher co-
mo lo despreciaba yo.
Al contrario, lo amaba. Lasher estableció con Mary Beth unos
estrechos lazos emocionales, obteniendo de ella una simpatía y com-
prensión que yo era incapaz de sentir hacia ese diabólico espíritu.
A medida que presenciaba el desarrollo de la relación entre am-
bos, y veía a Mary Beth asentir a mis irónicos comentarios y mis ve-
ladas advertencias, pero sin dejar de amarlo, empecé a comprender
por qué Lasher había preferido siempre las mujeres a los hombres.
Creo que satisfacía un rasgo de las mujeres que en los hombres es más
latente. Las mujeres son más propensas a enamorarse, a compadecer y
a amar a un ser que les proporciona placer erótico.
Por supuesto, se trata de un juicio sesgado. Cuando le expresé mi
opinión a Mary Beth, ella se echó a reír y contestó:
-Es como el viejo argumento esgrimido por el tribunal de las
brujas, de que las mujeres somos más susceptibles de dejarnos con-
quistar por el diablo porque somos más estúpidas. Deberías avergon-
zarte, Julien. Puede que se trate simplemente de que tengo más capa-
cidad de amar que tú.
Mary Beth y yo discutimos sobre ello durante toda nuestra vida,
sin conseguir ponernos de acuerdo.
En cierta ocasión insinué que la mayoría de las mujeres carecían
de un sentido de la moral y que podían ser inducidas a cometer cual-
quier tipo de desmanes. Mary Beth respondió sin alterarse que sentía
una profunda responsabilidad moral respecto a Lasher, cosa que yo,
el pragmático y el diplomático, no sentía. Era yo quien carecía de un
sentido de la moral, no ella. Puede que tuviera razón.
En cualquier caso, aquella demoníaca criatura me inspiró siempre
una intensa repugnancia, sentimiento que Mary Beth evidentemente
no compartía.
-Cuando hayas desaparecido -me dijo Mary Beth-, sólo que-
daremos ese ser y yo. Él constituirá mi amor, mi solaz, el único testigo
de mis actos. No me importa lo que es ni de dónde procede. No me
importa lo que soy ni de dónde procedo. La idea de pensar en mí
misma en esos términos me resulta absurda.
A la sazón tenía quince años, era alta, con el pelo negro, de com-
plexión fuerte y muy guapa, dentro de un estilo agresivo que quizás a
algunos hombres no les hubiera atraído. Poseía un talante sosegado y
unas poderosas dotes de persuasión. Todo el mundo la admiraba,
y todo aquel que no se dejaba intimidar por su mirada directa y su
aplastante seguridad en sí misma quedaba cautivado por ella.
Yo me sentía impresionado, como es lógico, sobre todo cuan-
do, tras manifestar unos criterios como los que he citado más arriba,
Mary Beth sonreía y hacía algo que nunca dejaba de sorprenderme:
deshacer su larga trenza negra, de forma que su abundante cabellera se
desparramaba sobre sus hombros como un velo, sacudir la cabeza y
echarse a reír, transformándose, por medio de ese gesto, de una joven
intelectual en una atractiva y sensual mujer .
Debo decir que yo era el único hombre capaz de controlar a La-
sher, y estoy convencido de que poseía una inmunidad masculina
frente a sus halagos. No obstante, reconozco francamente haber teni-
do numerosas aventuras con otros hombres. No tengo ningún prejui-
cio contra ese tabú. Para mí, el amor... es amor. En el fondo, detestaba
a ese repugnante ser. Detestaba sus torpezas y su sentido del humor.
Alors... Mary Beth, que compartía mis ambiciones en todos los
aspectos, se familiarizó con los negocios de la familia desde muy jo-
ven. A los doce años empezó a participar en todas las decisiones que
yo tomaba al respecto, mediante las cuales nuestra fortuna se diversi-
ficó y amplió hasta el punto de convertir el capital de los Mayfair en
una inexorable máquina de hacer dinero.
Nuestros negocios se extendían desde el Sur hasta Boston, Nueva
York y Londres. Invertíamos el dinero únicamente donde sabíamos
qtre generaría más dinero, y los beneficios de éste en valores que nos
proporcionarían automáticamente más dinero, una política que he-
mos proseguido hasta la actualidad.
Mary Beth no tardó en revelarse un genio en materia de finanzas.
Utilizaba hábilmente a Lasher como espía, informador, observador y
consejero particular. Era impresionante ver cómo lo manipulaba a su
antojo.
Entretanto, nos habíamos apropiado de la casa de la calle Primera.
Mi hermano, Rémy, era un hombre apacible y reservado, y sus hijos
unos niños dóciles y bondadosos. Mis hijos varones asistían a la es-
cuela en el este. Mi pobre hija Jeannette, prácticamente una retrasada
mental, al igual que Katherine, falleció de niña. Pero ésa es otra his-
toria. Me refiero a la muerte de mi dulce Jeannette y mi querida espo-
sa, Suzette. No puedo relatarla.
Tras la muerte de éstas, que ocurrió con posterioridad, y la de mi
madre, Marguerite, Mary Beth y yo nos aislamos del resto del mundo,
compartiendo nuestros conocimientos y aficiones, así como nuestra
incesante búsqueda de placeres. Pero ese aislamiento ya había co-
menzado antes.
Éramos unos apasionados del mundo moderno. Viajábamos con
frecuencia a Nueva York, simplemente para gozar de esa espléndida
capital. Nos encantaba viajar en ferrocarril; nos manteníamos infor-
mados sobre los últimos adelantos e invertíamos en todo tipo de in-
ventos. A diferencia de muchos de nuestros parientes, que preferían
aferrarse al elegante y trasnochado Viejo Mundo, encerrándose en su
torre de marfil, a nosotros nos entusiasmaba el cambio.
Nos gustaba, como suele decirse, meter la mano en todo.
Hasta que partimos rumbo a Europa, en 1887, Mary Beth con-
servó su condición de «virgen guerrera», por decirlo así, sin permitir
que ningún hombre la tocara. Se divertía de mil maneras, pero no
quería correr el riesgo de parir una bruja hasta poder elegir minucio-
samente al padre. Ése es el motivo por el cual prefería disfrazarse de
chico cuando salíamos de juerga. Debo decir que vestida de chico, con
sus oscuros ojos de mirada sensual, ofrecía un aspecto muy atrayente,
aunque jamás dejó que se le acercara nadie.
Al fin llegó el momento de emprender el ansiado viaje a Europa,
un espléndido periplo, un ejercicio de riqueza a gran escala, unas ma-
ravillosas y anheladas vacaciones que, al mismo tiempo, nos brinda-
ron la oportunidad de aprender muchas cosas. Si de algo me arre-
piento en esta vida es de no haber viajado más y no haber animado a
mi familia a recorrer el mundo. Pero eso carece ahora de importancia.
Lasher no estaba de acuerdo en que partiéramos y nos previno con-
tra toda suerte de peligros. N o comprendía nuestro afán de viajar, pues,
según él, aquí vivíamos en el paraíso. Sin embargo, no logró convencer-
nos. Mary Beth estaba empeñada en ver mundo y Lasher, con tal de
satisfacerla, acabó cediendo. Una hora después de partir, nos dimos
cuenta de que nos había seguido.
No se apartó de nuestro lado durante toda la travesía. Con fre-
cuencia, cuando divisaba a Mary Beth a cierta distancia, advertía la
presencia de Lasher junto a ella.
En Roma, se apoderó de mi cuerpo durante varias horas, pero el
esfuerzo lo dejó exhausto y rabioso. Nos rogó que regresáramos, pues
echaba de menos nuestra casa. Afirmó que detestaba ese lugar, que no
soportaba permanecer ahí. Yo respondí que no podíamos regresar
aún, que era absurdo pretender que no nos moviéramos de casa y que
dejara de atosigarnos.
Cuando nos trasladamos a Florencia, se mostró deprimido y eno-
jado y un buen día decidió largarse. Mary Beth temía que le hubiera
ocurrido algo. Por más que lo intentaba, no lograba invocar su pre-
sencia.
-Bien, nos hemos quedado solos en el mundo de los mortales
-observó, encogiéndose de hombros-. ¿Qué puede pasarnos?
Triste y malhumorada, se dedicó a recorrer las calles de Siena y
Asís sin apenas dirigirme la palabra. Era evidente que echaba de me-
nos a Lasher, y que se arrepentía de haberle herido.
A mí me era indiferente que nos hubiera abandonado.
Pero, para mi pesar, cuando llegamos a Venecia, donde nos aloja-
mos en un maravilloso palacio que daba al Gran Canal, el monstruo
apareció de nuevo, gastándome una de sus más crueles y despreciables
bromas.
Yo había dejado en Nueva Orleans a mi querido secretario y aman-
te, un joven mulato llamado Victor Gregoire, el cual se ocupaba de mis
negocios en mi ausencia.
A nuestra llegada a Venecia supuse que recibiría noticias de Vic-
tor, una carta, unos documentos para que los revisara, unos contratos
que debía firmar, etcétera. Principalmente esperaba que me escribiera
asegurándome que todo iba bien.
Un día, mientras estaba sentado ante el escritorio, frente al canal,
en una vasta habitación decorada al estilo barroco, con húmedos cor-
tinajes de terciopelo y un frío suelo de mármol, apareció Victor. Al
menos, daba la impresión de ser él. No obstante, comprendí inme-
diatamente que no se trataba de Victor, sino de alguien idéntico a él.
Contemplé al sonriente y tímido joven que tenía ante mí, alto, de tez
dorada, ojos azules, pelo negro y cuerpo atlético, vestido impecable-
mente. Al cabo de unos segundos, desapareció.
Naturalmente, se trataba de Lasher haciéndose pasar por Victor a
fin de atormentarme. Pero ¿por qué? Yo sabía la respuesta. Apoyé la
cabeza en el escritorio y rompí a llorar. Al cabo de una hora, Mary
Beth me comunicó que Victor había sido atropellado por un vehículo
en la esquina de Prytania y Philip, frente a la farmacia a la que solía-
mos acudir. Dos días después del accidente, había fallecido pronun-
ciando mi nombre.
-Es mejor que regresemos a casa -dijo Mary Beth.
-¡No! ¡Me niego rotundamente! -protesté-. Esto es obra de
Lasher .
-No lo creo capaz de semejante cosa.
-Por supuesto que es capaz.
Estaba furioso. Me encerré en mi habitación, situada en la tercera
planta del palacio y desde la cual tan sólo divisaba una estrecha calle, y
estuve un rato paseando arriba y abajo.
-¡Te ordeno que aparezcas ante mí! -repetía una y otra vez.
Al fin apareció el monstruo, fingiendo de nuevo ser el doble de mi
elegante y sonriente Victor .
-Qué risa, Julien. Quiero regresar a casa.
Yo le volví la espalda. Furibundo, el monstruo hizo que se agita-
ran las cortinas y temblaran el suelo y los muros de piedra.
Al cabo de un rato me decidí a mirarlo.
-¡No quiero permanecer aquí! -exclamó-. ¡Quiero regresar a
casa!
-¿No te apetece la idea de recorrer las calles de Venecia?
-Odio este lugar. No quiero oír más cánticos religiosos. Te odio.
Odio Italia.
-¿Y qué me dices de Donnelaith? ¿Acaso no deseas visitarla?
Uno de nuestros objetivos era viajar al norte de Escocia para visi-
tar Donnelaith, el lugar donde Suzanne había invocado a Lasher.
El diabólico espíritu se encolerizó y empezó a lanzar papeles y
cojines por la habitación. Luego, enfurecido, agarró la colcha delle-
cho, formó con ella una pelota y me la arrojó, derribándome al suelo.
Jamás he conocido a nadie que poseyera tal fuerza. El monstruo había
obtenido su fuerza de mí y ahora la empleaba para golpearme.
Me levanté de un salto, recogí la colcha y se la arrojé a mi vez.
-¡Aléjate de mí, demonio! -grité-. ¡No dejaré que sigas ali-
mentándote a costa de mi alma! ¡Haré que mi familia te repudie!
Sin parar de gritar, traté con todas mis fuerzas de distinguir al mal-
dito espíritu y, al fin, conseguí ver una inmensa y siniestra fuerza que
se iba acumulando en la habitación. Profiriendo un rugido, me preci-
pité sobre él, y se vio obligado a salir volando por la ventana, ya ex-
tenderse sobre la calle y los tejados como un monstruoso y gigan-
tesco tapiz.
En aquel momento entró precipitadamente Mary Beth y el
monstruo apareció de nuevo. Yo volví a cubrirle de maldiciones e in-
sultos.
-¡Regresaré al edén! -gritó-. ¡Aniquilaré a todos los que os-
tenten el apellido Mayfair!
-Entonces jamás lograrás convertirte en un hombre de carne y
hueso -replicó Mary Beth, extendiendo los brazos-. No regresare-
mos a casa, nuestros sueños no se cumplirán, las personas que te co-
nocen y quieren habrán desaparecido y volverás a estar solo.
Yo, sabiendo lo que iba a ocurrir, me aparté. Mary Beth avanzó
unos pasos y dijo con voz suave y halagadora:
-Tú has creado esta familia. Tú has creado el edén en el que vivi-
mos. Concédenos un poco de tiempo. Todo lo bueno que tenemos lo
hemos recibido gracias a ti. ¿Por qué quieres impedir que disfrutemos
de este viaje? ¿Acaso no deseas vernos felices y satisfechos?
Noté que el espíritu había roto a llorar, pues percibí el extraño y si-
lencioso murmullo que emitía cuando sollozaba. Me asombraba que no
dijera «qué tristeza», del mismo modo que solía decir «qué risa», pero
evidentemente prefería utilizar el patético recurso de los lágrimas.
Mary Beth se acercó a la ventana. Al igual que muchas jóvenes ita-
lianas, había madurado rápidamente en el caluroso ambiente de nues-
tro Sur, convirtiéndose en una espléndida flor. Llevaba un vestido rojo
con falda de vuelo que acentuaba su esbelta cintura, sus generosos pe-
chos y sus caderas. Durante unos instantes permaneció con la cabeza
inclinada y los labios apoyados en las manos; luego se volvió y le lanzó
un beso a Lasher .
El espíritu la envolvió lentamente, acariciándole el cabello y ju-
gueteando con él mientras Mary Beth movía la cabeza de un lado a
otro lánguidamente. Yo me volví bruscamente y aguardé.
Al cabo de unos momentos, el espíritu se acercó a mí y dijo:
-Te amo, Julien.
-¿Deseas convertirte en un hombre de carne y hueso? ¿Estás
dispuesto a seguir mostrándote benevolente con nosotros, tus hijos,
tus amigos, tus brujos?
-Sí, Julien.
-Entonces iremos a Donnelaith -dije, midiendo bien mis pala-
bras-. Deseo contemplar el valle donde nació nuestra familia, y co-
locar una corona de flores en el lugar donde Suzanne fue quemada,
viva. Confío en que no me lo impidas.
Era una descarada mentira. Sentía tantos deseos de hacer eso
como de ponerme a tocar la gaita. Pero estaba empeñado en conocer
Donnelaith, en llegar hasta el fondo de este misterio.
-Muy bien -respondió Lasher, conmovido por mi tono sincero.
-Cuando estemos allí, quiero que me cojas de la mano y me in-
diques lo que debemos visitar y conocer .
-Lo haré -contestó Lasher, con un suspiro de resignación-.
Pero vámonos de este maldito país. Estoy harto de los italianos, con
su papa y sus viejas iglesias. Vayamos al norte, sí. Yo os acompañaré,
seré vuestro sirviente, vuestro amante.
-Muy bien, espíritu -dije. Luego, tratando de adoptar un aire
sincero, añadí con lágrimas en los ojos-: Yo también te amo, espíritu.
-Algún día nos conoceremos en la oscuridad, Julien -contestó
Lasher-. Nos conoceremos cuando tú te conviertas también en un
fantasma y recorramos juntos los aposentos de la casa de la calle Pri-
mera. Pero deseo convertirme en un ser mortal. Deseo que las brujas
prosperen.
Sus palabras me aterraron, pero no dije nada. No obstante, te ase-
guro, Michael, que su predicción no se ha cumplido. Me encuentro en
un ámbito que no comparto con ningún otro ser .
Esas cosas no se pueden explicar; ni siquiera en estos momentos sé
expresarlo con palabras. Sólo sé que tú y yo estamos aquí, que puedo
verte y que tú me ves a mí. Quizás es cuanto debamos saber todas las
criaturas, habitemos donde habitemos.
Sin embargo, en aquellos momentos no lo sabía. No podía com-
prender la inmensa soledad que sienten los espíritus que deambulan
por la tierra. Yo era un ser de carne y hueso, como tú. No conocía otra
cosa, no conocía el purgatorio que padecí posteriormente. Poseía la
ingenuidad de los vivos, mientras que ahora me siento solo y confuso,
como todos los seres muertos.
Confío en que, cuando termine este relato, me trasladaré aun ám-
bito donde me sienta más a gusto. El castigo debe de poseer una forma,
un propósito, un significado. No concibo las llamas eternas, pero sí un
significado eterno.
Partimos inmediatamente de Italia, tal como nos rogó Lasher.
Viajamos hacia el norte, deteniéndonos de nuevo en París durante dos
días antes de cruzar el canal de la Mancha y dirigirnos hacia Edim-
burgo.
Lasher estaba muy silencioso. Cuando yo trataba de entablar con-
versación con él, se limitaba a contestar: «Recuerdo a Suzanne», en un
tono de infinita congoja.
Al llegar a Edimburgo sucedió algo muy curioso. Mary Beth, en
mi presencia, le suplicó al demonio que la acompañara para proteger-
la. Ella, que había ido tantas veces de juerga conmigo, disfrazada de
muchacho, no quería salir sola con su padre. En resumidas cuentas,
alejó a Lasher de mi lado. Yola observé mientras caminaba a zanca-
das, como un chico, silbando, vestida con un traje de corte masculino
y con el pelo recogido debajo de una pequeña gorra.
Una vez solo, me dirigí a la Universidad de Edimburgo, en busca
del profesor de historia de más renombre del lugar. No tardé en dar
con él. Tras invitarlo a unas copas y darle dinero, me invitó a acom-
pañarlo a su estudio.
Habitaba en una encantadora casa en la parte antigua de la ciudad,
que muchas familias acaudaladas habían abandonado pero que él
seguía prefiriendo, pues conocía perfectamente la historia del edificio.
Toda la casa, incluidos los angostos pasillos y el descansillo de la esca-
lera, estaba repleta de libros.
Era un hombre bajito, simpático y de temperamento vivo, que
ostentaba una reluciente calva, unas gafas de montura plateada y un
espeso bigote blanco, tal como estaba de moda en aquella época. Ha-
blaba con marcado acento escocés y era un apasionado del folclore de
su país. Tenía la casa llena de viejos cuadros de Robert Burns, María
Estuardo, Robert Bruce e incluso el príncipe Carlos.
Charlamos de cosas intrascendentes hasta que tocamos el tema de
Donnelaith y el profesor, tal como me habían dicho sus alumnos, re-
conoció ser un experto en el viejo folclore de la región escocesa de los
Highlands.
-Mire -dije, mostrándole un papel-, aquí tengo anotado el
nombre de Donnelaith, pero quizá lo he escrito mal.
-No, lo ha escrito correctamente -respondió el profesor-. Pero
¿dónde ha oído hablar de Donnelaith? Las únicas personas que van ahí
son aficionados a las piedras antiguas, pescadores y cazadores. Dicen
que el valle está lleno de duendes y fantasmas; es muy hermoso, desde
luego, y bien merece una visita, pero sólo si desea ir por un motivo
concreto. Circulan unas siniestras leyendas sobre esa zona, tan sinies-
tras como las del lago Ness y el castillo de Glamis.
-Le ruego que me cuente todo lo que sepa de ese lugar -dije, te-
miendo que se presentara de pronto el espíritu. Me pregunté si Mary
Beth, a fin de poner a prueba a Lasher, habría decidido ir a algún sór-
dido local donde no permitieran la entrada a las mujeres.
-Bien, su historia se remonta a los romanos -explicó el profe-
sor-. Era un lugar venerado por los paganos, aunque el nombre de
Donnelaith se refiere al bastión de un viejo clan. El clan de Donne-
laith estaba formado por irlandeses y escoceses, descendientes de los
misioneros que se trasladaron allí desde Israel para divulgar la palabra
del Señor en tiempos de san Brendan. Por supuesto, con anterioridad
a los romanos estaba habitado por los pictos. Según dicen, constru-
yeron su castillo en Donnelaith porque era un lugar bendecido por los
espíritus paganos. Cuando hablo de los paganos me refiero a los pic-
tos. Esa zona de Escocia les pertenecía, y es probable que el clan de
Donnelaith estuviera compuesto por descendientes suyos. Como sin
duda sabe, la historia de los paganos y los católicos se entremezcla.
-Los católicos tomaron buena nota de las supersticiones y edifi-
caron sobre los templos paganos para aplacar a los espíritus.
-Exactamente -contestó el profesor-. Los documentos roma-
nos mencionan cosas terribles relacionadas con el valle y los hechos
que éste ocultaba. Hablan de una siniestra raza de seres de aspecto
infantil, los cuales llegarían a dominar el mundo si conseguían aban-
donar el valle. y de unos malvados y crueles «duendes». Supongo que
habrá oído hablar de ellos. No se burle, se lo advierto -dijo el profe-
sor, sonriendo amablemente-. Por desgracia, los documentos origi-
nales sobre la historia de Donnelaith se han perdido. Sea como fuere,
ya antes de Beda el Venerable las tribus establecidas en ese lugar se
habían convertido en el clan de Donnelaith. Beda menciona incluso
un centro de culto, una iglesia cristiana que se construyó allí.
-¿Cómo se llamaba? -pregunté.
-Lo ignoro -contestó el profesor-. Beda el Venerable no lo
dice, al menos que yo recuerde, pero sé que tenía algo que ver con un
santo que había sido pagano y se convirtió al cristianismo. Ya sabe,
uno de esos reyes legendarios, muy poderosos, que de pronto caen de
rodillas, son bautizados y hacen milagros. Era el tipo de cosas que los
celtas y los pictos de aquella época pedían a su Dios para convertirse.
»Los romanos no consiguieron someter los Higlands, ni tampoco
los misioneros irlandeses. Los romanos prohibieron a sus soldados
que fueran al valle, así como a las islas cercanas, porque decían que las  
mujeres eran demasiado licenciosas. Los habitantes de los Higlands se
convirtieron posteriormente a la fe católica y estaban dispuestos a lu-
char hasta la muerte con tal de defenderla, pero tenían una forma muy
extraña de manifestar su catolicismo. Eso fue lo que acabo destru-
yéndolos.
-Explíquese -le rogué, sirviéndole otra copa de oporto y obser-
vando el mapa de pergamino que había extendido ante nosotros. Era
un facsímil, según me dijo, que había confeccionado él mismo copian-
do el auténtico mapa que se encontraba en una vitrina del Museo Bri-
tánico.
-La población alcanzó su apogeo hacia 1400. Existen indicios de
que era una población mercantil. En aquellos tiempos el lago consti-
tuía un puerto. Según dicen, disponía de una magnífica catedral. No la
iglesia que menciona Beda, sino una catedral que habían tardado va-
rios siglos en construir bajo el patrocinio del clan de Donnelaith, que
era devoto de ese santo; lo consideraban el guardián de todos los es-
coceses y creían que un día salvaría a la nación.
»Tendrá que acudir a las crónicas de viaje para hallar descripcio-
nes del templo, pero existen pocos datos al respecto. Nadie se ha mo-
lestado en compilarlos.
-Yo mismo los compilaré -respondí.
-Eso le llevaría un siglo -dijo el profesor-. No obstante, de-
bería ir al valle para comprobar lo poco que queda de eso. Un castillo,
un círculo de piedras pagano, los fundamentos de la ciudad, cubiertos
de matojos, y las lamentables ruinas de la catedral.
-Pero ¿qué sucedió realmente? ¿Por qué dijo usted que fue su
catolicismo lo que les destruyó ?
-Esos católicos de los Highlands no estaban dispuestos a rendirse
ante nadie -contestó el profesor-. Ni ante Enrique VIII, cuando in-
tentó convertirlos ala fe de su nueva iglesia en nombre de Ana Bolena,
ni ante el gran reformador John Knox. Pero fue John Knox, o sus segui-
dores, quien los destruyó.
Cerré los ojos y vi la catedral. Estaba en llamas, y sus vidrieras de
colores saltaban hechas añicos. Abrí los ojos y me estremecí.
-Es usted un hombre muy extraño -dijo el profesor-. Tiene
sangre irlandesa, ¿me equivoco?
Yo asentí. Cuando le revelé el nombre de mi padre, el profesor me
miró atónito. Por supuesto que se acordaba de Tyrone McNamara, el
gran cantante. Pero dudaba que la gente se acordara de él.
-¿De modo que es usted su hijo?
-Sí -contesté-, pero continúe, se lo ruego. ¿Cómo destruye-
ron Donnelaith los seguidores de Knox? ¿De dónde procedían las vi-
drieras de colores?
-Fueron fabricadas allí mismo, durante los siglos XIII y XIV, por
los monjes franciscanos de Italia.
-¿Los franciscanos de Italia? ¿Se refiere a la orden de san Fran-
cisco de Asís?
-Exactamente. La orden de san Francisco gozó de gran popula-
ridad hasta la época de Ana Bolena -respondió el profesor-. Los
frailes observantes constituían el solaz de la reina Catalina cuando
Enrique se divorció de ella. Pero no creo que los frailes observantes
construyeran ni mantuvieran la catedral de Donnelaith; era demasia-
do barroca, demasiado rica, estaba demasiado rodeada de ritos para
los austeros franciscanos. No, probablemente fueron los conventuales
quienes se quedaron con la propiedad. En cualquier caso, cuando el
rey Enrique rompió con el Papa y se dedicó a saquear todos los mo-
nasterios, el clan de Donnelaith consiguió arrojar a sus soldados tras
librar terribles batallas en el valle. Incluso los valientes soldados in-
gleses se negaban a ir a ese lugar.
-¿Cuál es el nombre del santo?
-Ya se lo he dicho, lo desconozco. Probablemente se trata de una
serie de sílabas en gaélico que carecen de significado, y cuando lo
analicemos descubriremos que es un nombre como Veronica o Chris-
topher .
-¿Qué fue de John Knox? -pregunté.
-Al morir Enrique, su hija católica, María, ascendió al trono
provocando otro baño de sangre. Esta vez fueron los protestantes
quienes ardieron en la hoguera o fueron ahorcados. Pero luego ocupó
el trono Isabel I, la Gran Reina, y Gran Bretaña volvió a ser protes-
tante.
»Los Highlands estaban dispuestos a ignorar todo el asunto, pero
luego apareció John Knox, el gran reformador, y predicó su célebre
sermón en Perth, en 1559, arremetiendo contra la idolatría de los pa-
pistas. Cuando los presbíteros atacaron la catedral estalló la guerra en
el valle. La quemaron, destrozaron las vidrieras, redujeron la escuela
católica a escombros y quemaron todos los libros. Fue una historia
espantosa. Por supuesto, alegaron que en el valle había unas brujas
que adoraban aun diablo con aspecto de hombre. Se hicieron un lío
con los santos, pero en definitiva se trataba de una pugna entre pro-
testantes y católicos.
»La población no consiguió recuperarse. Perduró hasta fines del
siglo XVII, cuando los últimos miembros del clan murieron víctimas
de un incendio que se declaró en el castillo. Luego, Donnelaith des-
apareció. Se esfumó.
-Y el santo también se esfumó.
-El santo, quienquiera que fuese, se esfumó en 1559. Su culto
desapareció junto con la catedral. A raíz de ello, sólo quedó una pe-
queña población presbítera, con un «abominable» círculo de piedras
pagano situado en las afueras de la misma.
-¿Qué puede decirme sobre las leyendas paganas? -pregunté.
-Sólo que existen personas que todavía creen en ellas. De vez en
cuando, acuden turistas italianos interesados en esas piedras. pregun-
tan cómo se puede llegar a Donnelaith y se informan sobre la catedral.
Sí, sí, es cierto. Preguntan cómo pueden llegar al valle de Donnelaith y
viajan hasta allí en busca de Dios sabe qué. y ahora se presenta usted
haciendo esas mismas preguntas. La última persona con la que hablé
al respecto era un intelectual de Amsterdam.
-¿Amsterdam?
-Sí, existe allí una organización de eruditos, que también posee
una casa matriz en Londres. Están organizados como una orden reli-
giosa, pero carecen de creencias de ese tipo. Que yo recuerde, han
acudido en seis ocasiones para explorar el valle. Tienen un nombre
muy extraño. Más afortunado que el santo, supongo. Un nombre in-
olvidable.
-¿Cuál es? -pregunté.
-Talamasca -contestó el profesor-. Son unos hombres muy
cultos y educados, que sienten un gran respeto hacia los libros. ¿Ve
usted este pequeño libro de horas? ¡Es una joya! Me lo regalaron
ellos. Siempre me traen algo. ¿Ve este otro? Es una de las primeras
Biblias del rey Jaime que se publicaron. Me lo trajeron la última vez
que vinieron. Suelen acampar en el valle. Permanecen varias semanas
y siempre se marchan desencantados.
Yo estaba muy excitado. Sólo pensaba en la extraña historia que
Marie Claudette me había relatado cuando yo tenía tres años, acerca de
que un erudito de Amsterdam había ido a Escocia para rescatar ala
pobre Deborah, la hija de Suzanne. Durante unos instantes, toda suer-
te de extrañas imágenes pertenecientes a los recuerdos del diabólico
espíritu se agolparon en mi mente, y casi perdí el conocimiento. Pero el
tiempo apremiaba y no podía permitirme el lujo de sumirme en un
trance. Era preciso que obtuviera de ese amable profesor de historia
toda la información posible.
-Dice usted que en el valle se practicaba la brujería y que en el
siglo XVII quemaban a las brujas en la hoguera. ¿Qué puede contarme
de todo ello?
-Una historia siniestra, la de Suzanne, la lechera de Donnelaith.
Poseo un material muy valioso sobre esa historia, uno de los folletos
originales divulgados por los jueces de las brujas.
El profesor se acercó a la prensa y sacó un viejo librito en cuarto.
Observé el grabado de una mujer rodeada por unas llamas que pare-
cían gigantescas hojas o lenguas de fuego. En la portada estaba escrito,
con gruesas letras inglesas:
 
 
 
 
LA HISTORIA DE LA BRUJA DE DONNELAITH
 
-Se lo compro -dije.
-No puedo venderle el original-respondió el profesor-, pero
le facilitaré una copia detallada del mismo.
-De acuerdo -dije, sacando la cartera y entregándole un fajo de
dólares.
-Es suficiente -dijo el profesor-. No es necesario que me dé
tanto dinero. Se ve que posee usted una naturaleza apasionada. Debe
de ser a causa de su sangre irlandesa. Los franceses suelen ser más re-
ticentes. Mi nieta se dedica a hacer copias de estos documentos. Se lo
tendrá listo dentro de unos días. Le hará una magnífica transcripción
en facsímil sobre pergamino.
-Perfecto. Quisiera saber lo que dice ese documento.
-Me temo que una sarta de tonterías. Esos folletos fueron distri-
buidos por toda Europa. Éste fue impreso en Edimburgo en 1670.
Explica la historia de Suzanne, una astuta mujer que quedó cautivada
por Satán y le entregó su alma. Posteriormente fue quemada en la ho-
guera, pero su hija logró salvarse, pues había sido concebida el día
primero de mayo y era sagrada para Dios, de modo que nadie se atre-
vió a tocarla. La hija fue confiada al cuidado de un sacerdote calvinista
que la llevó a Suiza, según creo, para salvar su alma. Se llamaba Petyr
van Abel.
-¿Petyr van Abel? ¿Está usted seguro? ¿Es el nombre que figura
en el folleto? -pregunté.
Estaba tan nervioso que apenas podía contenerme. Era la primera
palabra escrita que había visto y que confirmaba la historia que Marie
Claudette me había relatado. No me atrevía a revelarle al profesor que
ese Petyr van Abel era uno de mis antepasados. El hecho de que mi
padre fuera Tyrone McNamara la había dejado asombrado, y no
quería confundirlo todavía más. Así pues, guardé silencio, sintiéndo-
me abrumado. Incluso pensé en robar el folleto original.
-Sí, aquí dice Petyr van Abel--contestó el profesor-. Está es-
crito por un sacerdote de Edimburgo, impreso en el mismo Edim-
burgo y vendido aun precio bastante elevado. A la gente le gustaban
esas cosas, igual que hoy en día le atraen las revistas. Imagínese aun
grupo de personas sentadas ante el hogar, contemplando ese horrible
grabado de la desdichada joven que murió en la hoguera.
»Como sin duda sabe, solían quemar a las brujas aquí, en Edim-
burgo, en el Pozo de las Brujas, situado en la Explanada. Dicha prác-
tica duró hasta el siglo XVIII.
Yo murmuré que me parecía una práctica atroz. Pero estaba dema-
siado estupefacto ante el descubrimiento de ese importante documen-
to para pensar con claridad. A fin de no dejarme invadir de nuevo por
las imágenes de los recuerdos de Lasher, me apresuré a decir:
-Pero, cuando ejecutaron a la bruja, hacía mucho que habían
quemado la catedral.
-En efecto, prácticamente todo había desaparecido. Sólo queda-
ban allí unos cuantos pastores. Sin embargo, algunos historiadores
están convencidos de que las ejecuciones de las brujas fueron los Últi-
mos coletazos de la pugna entre protestantes y católicos. Es posible
que sea cierto. Afirman que, bajo John Knox, la vida se volvió muy
aburrida, dado que habían desaparecido las vidrieras y las imágenes,
se habían prohibido los viejos cánticos latinos y se habían abandona-
do muchas de las pintorescas costumbres de los Highlands. Por con-
siguiente, la gente recurrió de nuevo a las ceremonias paganas para dar
un poco de color a sus vidas.
-¿Cree usted que fue eso lo que sucedió en Donnelaith?
-No. Fue un juicio típico. El conde de Donnelaith era un pobre
hombre, que .vivía en un destartalado castillo. No tenemos noticias de
él en ese siglo, excepto que falleció más tarde víctima de un incendio
en el que murieron también su hijo y su nieto. La mujer era una pobre
aunque astuta aldeana, acusada de haber embrujado a otra persona
humilde. El documento no menciona ritos de brujería, pero Dios sabe
que se celebraban en otros lugares. Se sabía que la mujer acudía con
frecuencia al círculo de piedras pagano, prueba que fue utilizada en su
contra.
-¿Qué sabe sobre ese círculo de piedras?
-Es objeto de una viva polémica. Algunos sostienen que es tan
antiguo como el de Stonehenge, quizás incluso más. Yo creo que tiene
algo ver con los pictos, los cuales solían realizar grabados en las pie-
dras. Éstas presentan una forma irregular y son de distintos tamaños.
Constituyen los últimos vestigios de lo que existía en esa zona. Creo
que alguien borró parte de las inscripciones, y el resto de las mismas
fueron destruidas por la erosión. -El profesor abrió un pequeño li-
bro de dibujos y dijo-: Es el arte de los pictos.
Durante unos momentos me sentí desorientado. No sabía qué
significaba aquello. Jamás lo olvidaré. Contemplé aquella colección de
guerreros, unas toscas figuras de perfil armadas con escudos y espa-
das. No sabía qué pensar.
-¿A quién pertenece ese valle? -pregunté.
El profesor me confesó que no lo sabía con certeza. El Gobierno
había obligado a los últimos colonos a abandonar las tierras para im-
pedir que murieran de hambre. Era un asunto muy triste. Muchos se
habían ido a América. El profesor me preguntó si había oído hablar de
esas evacuaciones.
-Le he dicho cuanto sé -dijo-. Lamento no poder ofrecerle más
datos.
-Le facilitaré los medios para emprender un exhaustivo estudio.
Luego le pedí que me acompañara a Donnelaith, pero dijo que
estaba demasiado viejo para esos trotes.
-Me encanta el valle -declaró-. Hace años fui allí con un miem-
bro de la organización de Amsterdam llamado Alexander Cunning-
ham, un joven brillante. Pagó todos los gastos del viaje. Permanecimos
en el valle por espacio de una semana. Le aseguro que yo estaba im-
paciente por regresar a la civilización. Cuando me acompañó hasta
aquí, después de cenar juntos por última vez, me dijo algo muy curioso.
-¿No halló allí lo que andaba buscando? -pregunté.
-No, y doy gracias a Dios por ello -respondió el profesor. Tras
austntarse unos momentos, prosiguió-: Permítame un consejo, ami-
go mío. N o se burle de las leyendas de esos valles. y menos aún de la
historia del castillo de Glamis. Los duendecillos existen y son capaces
de invocar a las brujas para vengarse.
-¿Para vengarse? -repetí-. ¿A qué se refiere?
Pero el profesor se negó a contestar a mi pregunta. Su silencio pa-
recia sincero.
-¿Qué es esa historia del castillo de Glamis? -pregunté.
-Al parecer, pendía una maldición sobre la familia. Cuando se lo
revelaron al nuevo heredero, éste no volvió a sonreír. Se ha escrito
mucho sobre la historia del castillo de Glamis. Yo mismo lo he visita-
do. Pero ¿quién sabe la verdad? Ese hombre de la organización Tala-
masca era un estudioso y un tipo apasionado. Lo pasamos muy bien
en el valle, contemplando la luna y las estrellas.
-Pero no vio a los duendecillos.
El profesor guardó silencio y, al cabo de unos minutos, contestó:
-Vi algo, pero no creo que fueran duendes. Se trataba de un hom-
bre y una mujer, de talla menuda y un tanto deformes, como los men-
digos que vemos en las calles. Los vi una mañana, al amanecer. Cuando
se lo conté a mi amigo de Talamasca, se puso furioso por no haberlos
podido ver. Pero no volvieron a aparecer.
-De modo que los vio con sus propios ojos... ¿No le infundieron
miedo?
-Le confieso que al verlos me eché a temblar -respondió el
profesor, estremeciéndose-. No me gusta relatar esta historia. Tenga
presente que los duendes no representan para nosotros simplemente
unos seres simpáticos y divertidos. Son demonios crueles, poderosos
y vengativos. En el valle existen lo que se denominan «luces de duen-
des», unas llamas que estallan de noche en el horizonte inexplicable-
mente. Le deseo suerte. Me gustaría acompañarlo. Empezaré a reunir
de inmediato el material de investigación para facilitarle el informe
que desea.
Tras despedirme de él, regresé al elegante hotel situado en la parte
nueva de la ciudad.
Mary Beth no había regresado. Me senté a solas en la suite, consis-
tente en dos dormitorios separados por un saloncito, me bebí una copa
de jerez y anoté cuanto recordaba sobre lo que me había contado el
profesor. La habitación estaba helada y supuse que haría mucho frío en
el valle. Pero era preciso que fuera allí para desentrañar el misterio del
santo, los duendes y todo lo demás.
Luego, en medio del silencio sepulcral, presentí que Lasher estaba
junto a mí, en la habitación, y que conocía mis pensamientos.
-¿Estás ahí, amor mío? -pregunté fingiendo indiferencia, mien-
tras seguía escribiendo.
-De modo que has averiguado su nombre -contestó con su voz
secreta.
-Me han hablado de un tal Petyr van Abel, sí, pero no es el nom-
bre del santo.
-Petyr repitió Lasher suavemente-. Recuerdo a Petyr van
Abel. Petyr van Abel vio a Lasher .
Ofrecía un aire dócil y pensativo. Su hermosa voz secreta resona-
ba entre las paredes de la habitación.
-Cuéntamelo -le rogué.
-Te lo contaré en el gran círculo -contestó-. Iremos allí. Siem-
pre he estado allí. Quiero que vayas.
-¿Acaso puedes estar allí y aquí al mismo tiempo?
-Sí -respondió, suspirando. Pero no parecía muy convencido
de ello, lo cual demostraba una vez más los límites de su intelecto.
-¿Quién eres realmente, espíritu? -pregunté.
-Lasher, a quien Suzanne invocó en el valle -contestó-. Me
conoces bien. He sido muy generoso contigo, Julien.
-Dime dónde está mi hija, Mary Beth. Espero que no la hayas
dejado sola en algún tugurio.
-No temas, es capaz de desenvolverse sola perfectamente, como
tú bien sabes, Julien. La dejé en compañía de un hombre.
-¿Qué?
-Conoció aun escocés que está dispuesto a ser el padre de su
bruja.
Salté de la silla y grité enfurecido:
-¿Dónde está mi Mary Beth?
En aquel momento la oí acercarse por el pasillo, cantando alegre-
mente. Cuando entró vi que tenía las mejillas sonrosadas y húmedas,
probablemente debido al frío, y que llevaba el cabello suelto.
-¡Por fin lo he conseguido! -dijo, bailando alrededor de la ha-
bitación. Luego me besó en la mejilla y añadió-: No pongas esa cara.
-¿Quién es ese hombre?
-No pienses más en él, Julien --contestó-. Jamás volveré a ver-
lo. ¿Te gusta el nombre de lord Mayfair?
Ésa fue la mentira que comunicamos a nuestros parientes en casa,
tan pronto como supimos que Mary Beth estaba encinta. Lord May-
fair, de Donnelaith, era el padre de su hijo. La «boda» se había celebra-
do en esa misma «ciudad», aunque, por supuesto, tal ciudad no exis-
tía. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Yo tenía la
sensación, en aquel momento, de que Mary Beth había acertado en la
elección del padre de su hijo. Según me contó, se trataba de un escocés
de pura cepa, moreno; un canalla encantador y muy rico. «Bien -pen-
sé-, no dejan de ser unos excelentes antecedentes.»
Procuré disimular el dolor, los celos, la vergüenza y el temor que
sentía. Mi hija y yo éramos unos impenitentes libertinos, y no podía
permitir que ella se burlara de mí. Por otra parte, estaba ansioso de
partir hacia Donnelaith.
Le relaté a Mary Beth cuanto me había contado el profesor, sin
que Lasher nos interrumpiera. De hecho, aquella noche se mostró
muy silencioso, al igual que Mary Beth y yo mismo. En la calle, sin
embargo, se había organizado un fuerte tumulto. Según parece, uno
de los nobles de la localidad había sido asesinado.
No averigüé su nombre hasta más tarde, aunque en aquellos mo-
mentos no tenía ningún significado para mí. Creo que se trataba del
padre del hijo de Mary Beth.
Les propongo que me acompañen a Donnelaith y me permitan
revelarles lo que descubrí allí.
 
 
Al día siguiente partimos hacia el norte en dos grandes carruajes;
uno ocupado por nosotros y nuestro equipaje, y el otro por los sir-
vientes que nos atendían.
Nos detuvimos en una posada de Darkirk y desde allí prosegui-
mos viaje a caballo, con dos bestias de carga y acompañados por dos
escoceses de la localidad, también a caballo.
Tanto Mary Beth como yo éramos muy aficionados a montar a ca-
ballo y disfrutamos cabalgando por el escarpado terreno. Nuestras
monturas eran excelentes y llevábamos suficientes provisiones para
pasar la noche, aunque poco después de partir me di cuenta de que era
mayor y ya no estaba para esos trotes. Nuestros guías eran muy jóve-
nes, al igual que Mary Beth. Yo cabalgaba detrás de ellos y tenía la im-
presión de que me dejaban un tanto postergado, pero la belleza de las
colinas circundantes, de los impenetrables bosques y del cielo me cau-
tivaba y hacía que me sintiera feliz.
 
 
 
 
Sin embargo, el paisaje resultaba un tanto frío y siniestro. ¡Por fin
estábamos en Escocia! Cuando me sentía tentado de dar media vuelta
y retroceder, me recordaba que era preciso que llegáramos al valle.
Después de detenernos brevemente para almorzar, seguimos cabal-
gando casi hasta que anocheció.
Al poco rato llegamos al valle, o, mejor dicho, a una pendiente que
descendía hacia el valle. Desde la cima de un elevado promontorio,
rodeado de un bosque de pinos escoceses, alisos y encinas, divisamos
el castillo que se erguía ante nosotros, gigantesco, en ruinas y cubierto
de maleza, cuya silueta se reflejaba en las relucientes aguas del río.
Más allá, en el valle, se alzaban los elevados arcos de la catedral y el
círculo de piedras, remoto y austero, pero claramente visible.
Aunque había oscurecido, decidimos seguir adelante. Encendi-
mos las linternas y bajamos al valle por un camino que serpenteaba
entre los árboles. No montamos el campamento hasta que llegamos a
los restos de la ciudad; mejor dicho, de la aldea que había perdurado
después de haber desaparecido ésta.
Mary Beth quería acampar junto al círculo de piedras pagano, pe-
ro los dos escoceses se negaron en redondo.
-Eso es un círculo mágico, señora -protestó uno de ellos-. No
conviene que acampemos ahí. Los duendes se lo tomarían como una
ofensa, créame.
-Estos escoceses están tan locos como los irlandeses -observó
Mary Beth-. ¿Por qué no hemos ido a Dublín si queríamos oír his-
torias sobre los gnomos?
Sus palabras me hicieron estremecer. Nos encontrábamos en el am-
plio valle. En la aldeano quedaba una piedra en pie. Nuestras tiendas
de campaña y nuestras linternas debían de resultar visibles en varios
kilómetros a la redonda. De pronto, me sentí como si estuviera desnu-
do y desvalido.
«Debimos haber subido hasta las ruinas del castillo», pensé. De
repente me percaté de que no habíamos tenido noticias de nuestro
espíritu en todo el día. No habíamos sentido su presencia, su aliento
ni sus suaves codazos.
Mi temor aumentó.
-Lasher, ¿dónde estás? -murmuré. De pronto temí que, enoja-
do, hubiera decidido vengarse en las personas que estimábamos.
Pero no tardó en responderme. Mientras caminaba solo por entre
la alta hierba, sosteniendo la linterna apagada, encorvado y cojeando a
causa del largo viaje a caballo, el espíritu apareció acompañado de una
ráfaga de aire que hizo que la hierba se inclinara ante mí, formando un
gigantesco círculo.
-No estoy enojado contigo, Julien -dijo. Pero su voz denotaba
que sufría-. Nos hallamos en nuestra tierra, la tierra de Donnelaith.
Veo lo que tú ves, y lloro al recordar lo que existía antes en este
valle.
-Cuéntame lo que recuerdas, espíritu -le rogué.
-La catedral, que ya conoces, y las procesiones de penitentes y
enfermos que acudían desde muchos kilómetros a la redonda, a través
de las colinas, para venerar la tumba del santo. y la próspera pobla-
ción, llena de comercios y comerciantes que vendían imágenes..., unas
imágenes...
-¿Qué clase de imágenes? -pregunté.
-¿Qué me importa? Si pudiera volver a nacer, no perdería el
tiempo como hice durante aquellos años. No soy un esclavo de la
historia, sino más bien de la ambición. ¿Comprendes la diferencia,
Julien?
-No, explícamelo tú -respondí-. Algunas veces consigues des-
pertar mi curiosidad.
-Eres demasiado sincero, Julien -observó el espíritu-. Lo que
quiero decir es que el pasado no existe. Te lo aseguro. Sólo existe el
futuro. Cuanto más aprendemos más sabemos. Es absurdo vivir pen-
diente del pasado. Tú te esfuerzas en hacer que el clan sea fuerte, al
igual que yo. Yo sueño con la bruja que podrá verme y convertirme en
un hombre de carne y hueso. Tú sueñas con que tus hijos alcancen la
riqueza y el poder.
-Cierto -contesté.
-Eso es todo. Me has traído de nuevo a este lugar, que jamás aban-
doné, para que lo conociera.
Mientras le escuchaba bajo el cielo plomizo, con el inmenso valle
extendiéndose a mis pies y las ruinas de la catedral ante mí, sus pala-
bras quedaron grabadas en mi memoria.
-¿Quién te ha enseñado esas cosas? -pregunté.
-Tú -contestó Lasher-. Tú y los tuyos me habéis enseñado a
desear, a ambicionar, a tratar de alcanzar unos objetivos, en lugar de
lamentarme. No te dejes engañar por los recuerdos del pasado.
-¿A qué te refieres?
-Estas piedras no significan nada. Nada en absoluto.
-¿Me permites que contemple la iglesia, espíritu?
-Por supuesto. Enciende la linterna. Pero no podrás verla como
la vi yo.
-Te equivocas, espíritu. Cada vez que te apoderas de mi cuerpo
dejas algo de ti mismo. Lo he visto. Lo he visto junto con los fieles que
se agolpan en la puerta de la iglesia, las velas y las decoraciones navi-
deñas.
-¡Silencio! -me ordenó.
 
 
 
 
De pronto se levantó una violenta ráfaga de aire que por poco me
derriba. Caí de rodillas y, a los pocos minutos, el viento cesó.
-Gracias, espíritu -dije. Encendí una cerilla, protegiendo la lla-
ma con la mano para evitar que se apagara, y la apliqué a la mecha de la
linterna-. ¿Por qué no me hablas sobre esos tiempos?
-Te diré lo que veo desde aquí. Veo a mis hijos.
-¿Te refieres a nosotros?
El espíritu no respondió. Me siguió a través del accidentado ca-
mino rodeado de hierba hasta que llegué a las ruinas de la catedral. Me
detuve frente a la gigantesca nave y alcé la vista.
Debió de ser una catedral impresionante. Había visto muchas her-
mosas catedrales en Europa. No era de estilo románico, con arcos re-
dondeados y llena de pinturas, sino de piedra fría, majestuosa y airosa
como la catedral de Chartres o Canterbury.
-Pero ¿no queda nada de las maravillosas vidrieras? -pregunté.
En respuesta a mi pregunta, la brisa empezó a soplar de nuevo
sobre el sereno y oscuro valle y penetró en la nave, haciendo que la
hierba se meciera suavemente. la luna había aparecido en el cielo, el
cual estaba tachonado de estrellas.
De improviso, más allá del extremo de la nave, sobre el punto más
elevado del arco, en el lugar donde había estado el rosetón, vi al espí-
ritu, inmenso, oscuro y translúcido, recortándose en el cielo como
una inmensa nube tormentosa, en silencio. Al cabo de unos momen-
tos se desvaneció tan bruscamente como había aparecido.
Atónito, contemplé el cielo, la luna, las remotas montañas y el bos-
que. Todo estaba en silencio. Soplaba un aire frío. Miré a mi alrededor;
estaba solo. la catedral se erguía majestuosamente en torno a mí, como
si pretendiera hacer que me sintiese insignificante, humillarme. Me
senté en el suelo y apoyé las manos y la barbilla en las rodillas, tratando
de evocar los recuerdos de Lasher .
Pero sólo sentí una profunda sensación de soledad. Medité sobre
mi vida, sobre el cariño que sentía hacia mi familia y sobre la fortuna y
el poder que habíamos logrado acumular bajo los auspicios de ese
diabólico ser.
Quizá nuestro caso no era el único, pensé. Sin duda pendía una
maldición, un pacto con el diablo sobre todas las familias que habían
conseguido acumular una inmensa fortuna. Pero en el fondo no
estaba convencido de ello. Por el contrario, creía firmemente en la
virtud.
La virtud, a fin de cuentas, no consistía en otra cosa que en ser
bueno, en amar al prójimo, a tus hijos. En aquel instante lo com-
prendí con toda claridad. «¿Qué puedes hacer -me pregunté-,
salvo proteger a tu familia, procurarles los medios para subsistir,
para ser fuertes y sanos y hacer el bien? Enséñales a ser buenos y
protégelos del mal.»
Mientras permanecía sentado en silencio, rodeado por la cálida
luz de la linterna, la hierba y los derruidos muros de la catedral, se me
ocurrió un solemne pensamiento. Alcé de nuevo la vista y observé que
la luna se había desplazado hacia el lugar que antaño ocupaba el rose-
tón. Aunque no quedaba ni rastro del vidrio, yo sabía en qué consistía
el rosetón y conocía su significado. Según la jerarquía de la Iglesia ca-
tólica, el rosetón simbolizaba la flor más pura y, por ende, la más pura
de las mujeres, la Virgen María.
Pensé en eso y en nada. y recé. No a la Virgen, sino simplemente
al aire, al tiempo, a la tierra. Dije: «Dios -como si todo lo que me
rodeaba tuviera ese nombre-, deseo hacer un trato contigo. Estoy;
dispuesto a ir al infierno si salvas a mi familia. Mary Beth quizá se
condene también, y todas las brujas que la sigan. Pero te ruego que
salves a mi familia. Haz que se sientan fuertes, dichosos. Protégelos y
derrama sobre ellos tus bendiciones.»
Permanecí sentado largo rato, pero no obtuve respuesta a mis
oraciones. Durante unos minutos las nubes ocultaron la luna; luego
ésta apareció de nuevo, brillante y hermosa. Por supuesto, no espera-
ba obtener respuesta a mis oraciones, pero el trato que le había pro-
puesto a Dios me infundía esperanzas. Nosotros, los brujos y las
brujas, padeceríamos un justo castigo; los otros prosperarían. Ése era
el trato.
Me puse en pie, cogí la linterna y regresé hacia el campamento.
Mary Beth dormía en su tienda. Los dos guías conversaban y fu-
maban en pipa. Me invitaron asentarme a charlar con ellos, pero les
dije que estaba cansado y deseaba acostarme, pues al día siguiente de-
bía madrugar.
-Espero que no se haya puesto a rezar en las ruinas de esa iglesia
-dijo uno de los guías-. Es peligroso.
-¿Por qué? -pregunté con curiosidad.
-Es la iglesia de San Ashlar. Si a éste se le ocurriera responder a
sus preces, Dios sabe lo que podría ocurrir.
Ambos hombres se miraron y rompieron a reír.
-¿San Ashlar? -repetí-. ¿Ha dicho San Ashlar?
-Sí, señor -terció el otro guía, que había permanecido en si-
lencio-. Sus restos están enterrados ahí. Antiguamente era el santo
más poderoso de Escocia, y los presbiterianos prohibieron pronun-
ciar. su nombre. Decían que era pecado. Pero las brujas siempre lo
supieron.
En aquel momento tuve la sensación de que el tiempo y el espacio
habían dejado de existir. En el silencio del fantasmagórico valle recor-
dé la imagen de un niño de tres años, de una vieja bruja, de la planta-
ción, de las historias que la bruja me relataba en francés: «Su nombre
fue invocado fortuitamente en el valle...» Yo murmuré para mis aden-
tros: «Ven a mí, Lasher. Ven a mí, Ashlar. ¡Lasher! ¡Ashlar!»
Al principio pronuncié su nombre en un murmullo, luego en voz
alta. Los dos guías me miraron perplejos. De pronto comenzó a so-
plar un feroz vendaval cuyo rugido retumbaba en el valle.
El viento agitaba violentamente las tiendas y los dos guías corrie-
ron a sujetarlas. Las linternas se apagaron. Mary Beth se refugió junto
a mí, mientras sobre Donnelaith descargaba una tormenta de lluvia y
truenos que hizo que todos nos sintiéramos acobardados.
Todos, menos yo. Al cabo de unos minutos conseguí dominarme,
comprendiendo que era inútil dejarme amedrentar. Alcé la vista al
cielo mientras la lluvia batía sobre mi rostro y exclamé:
-¡Maldito seas, Ashlar! ¡Vete al infierno! ¡No eres más que un
santo que ha caído en desgracia, un santo destituido de su trono! ¡Re-
gresa al infierno! ¡No eres un santo, sino un demonio!
El viento derribó una de las tiendas de campaña y se la llevó vo-
lando. Los guías corrieron a sujetar la otra. Mary Beth trató de aplacar
mi ira. La lluvia y el viento arreciaron, amenazando con convertirse
en un huracán.
Súbitamente vimos una nube negra alzarse como una columna
entre la hierba y empezar a girar vertiginosamente, oscureciendo el
cielo. A los pocos minutos se desvaneció tan bruscamente como había
aparecido.
Yo permanecí inmóvil. Estaba calado hasta los huesos y tenía la ca -
misa hecha jirones. Mary Beth se soltó el cabello para que se secara y alzó
valientemente la vista, observando el cielo con curiosidad.
-Maldita sea, le advertí que no invocara a San Ashlar -me espe-
tó uno de los guías-. Debió hacerme caso.
Yo sonreí.
-¡Dios mío! -murmuré, exhalando un suspiro-. ¿Es eso una
prueba de que no existes, Señor, de que tus santos son unos feroces
demonios?
Al cabo de unos minutos la atmósfera empezó a caldearse. Los
guías encendieron de nuevo las linternas. Aunque todavía estábamos
empapados, el agua había desaparecido de la tierra, como si no hu-
biera llovido. El cielo estaba despejado y la luz de la luna invadía de
nuevo el valle. Enderezamos las tiendas y sacamos los sacos de dormir
para que se secaran.
No conseguí pegar ojo en toda la noche. Al amanecer, me dirigí a
la tienda que ocupaban los guías y les rogué que me relataran la his-
toria del santo.
 
 
 
 
-Pero no vuelva a invocar su nombre -respondió uno de ellos-.
Ojalá no la hubiera pronunciado anoche. Lo cierto es que no conozco
su historia y dudo mucho que la conozca algún habitante de la locali-
dad. Es una vieja leyenda, probablemente un cuento chino, aunque
tardaremos mucho en olvidar la tormenta que descargó anoche.
-Cuéntenme todo la que sepan -insistí.
-Mi abuela solía invocar su nombre cuando deseaba que suce-
diera algo imposible. Me advirtió que no le pidiera nunca nada que no
deseara urgentemente. He oído pronunciar su nombre en un par de
ocasiones entre los habitantes de las colinas, los cuales suelen cantar
una vieja canción. Es cuanto sé. No soy católico. No me interesa la
vida de los santos. Nadie de esta localidad conoce a los santos.
Su compañero asintió.
-Yo tampoco sé nada sobre él. He oído a mi hija invocar su nom-
bre algunas veces, para pedirle que un determinado joven se fijara en
ella.
Yo seguí interrogándolos, pero los guías eran incapaces de res-
ponder a mis preguntas. Al cabo de un rato fuimos a explorar las rui-
nas, el círculo de piedras y el castillo. Pero el espíritu no acudió. No oí
su voz ni note su presencia.
En cierto momento, mientras recorría las ruinas del castillo, el
miedo hizo presa en mí, pues temí despeñarme. Pero el espíritu no
intentó jugarme una mala pasada.
Al anochecer reemprendimos el camino de regreso al campamen-
to. Había visto todo cuanto mis fuerzas me permitieron descubrir. El
suelo de la catedral estaba cubierto por una gruesa capa de tierra.
¡Quién sabe cuántas tumbas, libros o documentos se ocultaban deba-
jo de ésta! O puede que no hubiera nada.
Me pregunté dónde habría muerto Suzanne. No quedaba rastro
de los viejos mercados y caminos, pero no me atreví a decir nada ni a
formular ninguna pregunta que provocara de nuevo las iras de Lasher.
No obstante, tomé buena nota de cuanto había visto.
En Darkirk, una pequeña población presbiteriana de blancos edi-
ficios, no encontré a nadie que pudiera informarme sobre el santo ca-
tólico. Habían oído hablar del círculo de piedras, las brujas, las artes
mágicas que se practicaban en el valle y los duendecillos que se dedi-
caban a robar niños de corta edad, pero ignoraban los pormenores.
Eran más aficionados a viajar en tren a Edimburgo y Glasgow que a
visitar los bosques o el valle. Tan sólo les interesaba la próxima cons-
trucción de una fundición y la industria maderera. Las viejas leyendas
les tenían sin cuidado.
 
Pasé una semana en Edimburgo, reunido con los banqueros, para
adquirir el terreno. Tras convertirme en propietario de esas tierras,
establecí un fondo fiduciario para que el profesor de historia, quien a
mi regreso me ofreció una exquisita cena a base de pato asado y cla-
rete, pudiera estudiarlas.
Mary Beth hizo otra escapada, llevándose consigo a Lasher. Éste y
yo no habíamos vuelto a cruzar palabra desde aquella infausta noche,
pero el espíritu no se separaba de Mary Beth y hablaba con ella. Yo no
le había revelado a mi hija lo que había hecho y averiguado, y ella no me
preguntó nada.
Lo cierto es que yo temía pronunciar el nombre de Ashlar. Temía
que volviera a desencadenarse otra violenta tormenta. Recordaba la
expresión de pavor de los guías y de Mary Beth. Yo también estaba
asustado, aunque no alcanzaba a comprender el motivo. A fin de cuen-
tas, había vencido al demonio. Había conseguido averiguar su nombre.
Pero otra cosa muy distinta era arriesgar mi vida enfrentándome a él.
Un día, mientras conversaba con el amable profesor de historia en
Edimburgo, dije:
-He leído la vida y milagros de todos los santos en la biblioteca,
todos los libros de historia de Escocia, pero no he hallado ninguno
que cite el nombre de san Ashlar .
El profesor soltó una sonora carcajada y me sirvió más vino. Esa
noche estaba muy alegre, y no era para menos. El fondo fiduciario que
yo había establecido le proporcionaría miles de dólares simplemente
para que estudiara la historia de Donnelaith, amén de asegurar su fu-
turo y el de sus hijos.
-En ocasiones, cuando consiguen algo que parecía imposible, los
niños suelen decir «Gracias a san Ashlar» -dijo el profesor-. Es el
santo de las causas perdidas, como Judas en otros lugares. No existen
leyendas sobre él, pero debe tener en cuenta que esta tierra es presbi-
teriana. Existen pocos católicos, y el pasado está envuelto en el mis-
terio.
No obstante, el profesor prometió examinar sus libros cuando ter-
mináramos de cenar. Entretanto, hablamos sobre los fondos necesarios
para las excavaciones y la conservación de los restos de Donnelaith. El
profesor me garantizó que las ruinas serían exploradas a fondo, descri-
tas y sometidas aun exhaustivo estudio.
Después de cenar nos retiramos a la biblioteca para revisar algu-
nos viejos textos católicos que poseía el profesor, los cuales databan
de los tiempos anteriores al rey Enrique. Había uno, escrito por un
autor anónimo, titulado La historia secreta de los clanes de los High-
lands. Era un tomo muy antiguo, encuadernado en piel negra, bastan-
te voluminoso. Tenía varias hojas rotas y sueltas. Cuando el profesor
lo abrió a la luz de la lámpara, vi que en una de ellas aparecía una es-
pecie de árbol genealógico.
-Supongo que no entiende lo que está escrito -dijo el profe-
sor-, dado que está en gaélico. El libro habla de Ashlar, hijo de Olaf
y marido de Janet, fundadores del clan de Drummard y Donnelaith.
Es la primera vez que veo escrita la palabra «Donnelaith», aunque me
había tropezado con numerosas referencias asan Ashlar .
El profesor pasó las hojas del viejo y frágil volumen hasta dar con
otra que le interesaba.
-Ashlar -dijo, contemplando la casi ilegible caligrafía-. Sí, era
rey de Drummard...
El profesor leyó el texto, traduciéndolo para que yo lo entendiera
y tomando notas en un papel.
-Ashlar, rey de los paganos, muy amado por su pueblo, marido de
la reina Janet, monarcas de High Dearmach, situado al norte del valle,
en los bosques de los Highlands. En el año 566 fue convertido a la fe
cristiana por san Columba de Irlanda. Según dice aquí, san Ashlar fa-
lleció en Drummard, donde erigieron una imponente catedral para
conmemorar su nombre. Posteriormente, Drummard pasó a llamarse
Donnelaith. Reliquias..., curas... Su esposa, Janet, se negó a renunciar a
la fe pagana y fue quemada en la hoguera por su obcecado orgullo. « y
cuando el gran santo lloró la muerte de su esposa, en la tierra quemada
brotó un manantial en el que fueron bautizadas miles de personas.»
La imagen me impresionó profundamente. Vi a Janet devorada
por las llamas, al santo, el sagrado manantial... De pronto me sentí
embargado por la emoción.
El profesor, fascinado por la historia de Ashlar, me prometió co-
piar el texto y enviármelo.
A continuación examinó otros libros. En uno que versaba sobre la
historia de los pictos halló otras referencias a Ashlar y Janet, así como
la macabra historia de cómo ésta se negó a aceptar la fe de Cristo y
prefirió sacrificar su vida a los dioses en la hoguera, maldiciendo a sus
compatriotas ya su marido, antes que convivir con los cobardes cris-
tianos.
-Por supuesto, se trata de una leyenda -dijo el profesor-. Na-
die conoce la verdad sobre los pictos. Todo es muy confuso. En este
libro ni siquiera se afirma que se trate de los pictos. ¿Ve estas palabras
en gaélico? Significan «hombres y mujeres altos del valle». Estas otras
podrían traducirse aproximadamente por «Los niños altos».
Aquí dice que el rey Ashlar derrotó a los daneses en el año 567,
agitando una cruz en llamas ante los ejércitos que emprendían la reti-
rada. Janet, hija de Ranald, fue quemada en la hoguera ese mismo año
por el clan de Ashlar, aunque el santo no participó en su ejecución y
rogó a sus partidarios, recientemente convertidos al cristianismo, que
se apiadaran de ella.
Acto seguido el profesor me mostró otro volumen:
 
 
 
 
LEYENDASDELOSHIGHLANDS
 
-Aquí está. San Ashlar, venerado en algunas zonas de Escocia
hasta el siglo XVII, sobre todo por muchachas que le rogaban que les
concediera sus más fervientes deseos. No es un santo auténticamente
canónico. -El profesor cerró el libro y prosiguió-: No me sorprende
el hecho de que no sea un santo auténticamente canónico. Todo esto es
demasiado reciente para considerarlo historia. Ello significa que no ha
sido canonizado por Roma. Se trata de un caso similar al de San Cris-
tóbal.
-Lo sé -respondí distraídamente.
Yo seguía enfrascado en los recuerdos y las imágenes de la cate-
dral. Por primera vez contemplé sus vidrieras -altas, estrechas y de
colores, aunque no eran representaciones de santos sino más bien
mosaicos dorados, rojos y azules- y el rosetón. De pronto vi unas
llamas y oí los gritos de la multitud mientras comenzaba a arrojar
piedras contra los ventanales de la iglesia. Al ver a la muchedumbre
avanzar hacia mí mientras extendía las manos para detenerla, pude
calcular mi altura.
Al cabo de unos momentos conseguí borrar la inquietante imagen
de mi mente. El profesor me observó con curiosidad.
-Se nota que es usted un apasionado de estos temas -dijo.
-En efecto -respondí-, siento una pasión casi diabólica. Sin em-
bargo, no comprendo por qué dice que todo ello es demasiado reciente
para considerarlo historia. Al fin y al cabo, se trata de una catedral del
siglo XIII.
-Cierto -admitió el profesor, dirigiéndose a una estantería que
contenía varios volúmenes sobre iglesias y ruinas en Escocia-. Buena
parte de ello se ha perdido. Si no fuera por los eruditos aficionados al
tema, habría desaparecido todo vestigio de esas construcciones cató-
licas. Aquí está lo que andaba buscando. Este tomo se titula Las cate-
drales de Escocia. Permítame que le lea un párrafo: «La catedral de
Donnelaith fue ampliada y restaurada bajo los auspicios de los jefes
del clan de Donnelaith entre 1205 y 1266. Los frailes franciscanos ce-
lebraban unos festejos navideños dedicados a ensalzar al santo, que
atraían a miles de fieles al lugar .Aunque en la actualidad no existen
documentos que lo acrediten, sabemos que los principales benefacto-
res pertenecían al clan de Donnelaith. Se cree que algunos documen-
tos se conservan en Italia.»

Yo exhalé un suspiro. No quería que los recuerdos distrajeran de
nuevo mi atención. ¿ Qué había logrado averiguar a través de esos re-
cuerdos ? El profesor siguió hojeando el volumen, hasta que de pronto
me mostró el árbol genealógico, un tanto rudimentario, del clan de
Donnelaith.
-Mire -dijo-, aquí figura el rey Ashlar, su biznieto, Ashlar el
Venerable, y otro descendiente, Ashlar el Bendito, quien contrajo
matrimonio con una reina normanda llamada Mora. Según parece,
existieron varios Ashlar .
-Eso veo.
-Aquí aparece otro Ashlar, y otro. Por lo visto varios jefes del
clan, ostentaban ese nombre, suponiendo que realmente existieran.
Como sabe, los descendientes de los clanes escoceses son muy aficio- ,
nados a escribir estas vistosas historias. No puedo asegurarle que sean
ciertas.
-De momento, me doy por satisfecho -respondí.
-Lo celebro -dijo el profesor, cerrando el libro-. De todos
modos, procuraré encontrar más datos al respecto. A decir verdad,
casi todos los textos publicados por iniciativa privada son iguales.
Buena parte de lo que contienen es puro folclore.
-Sin embargo, deben de existir documentos referentes al siglo
XVI, la época de John Knox.
-Se han esfumado -contestó el viejo profesor-. Estamos ha-
blando sobre una revolución eclesiástica. Enrique VIII destruyó mul-
titud de monasterios. Las imágenes y las pinturas fueron vendidas o
quemadas, mientras que los libros sagrados se perdieron para siempre.
Cuando al fin consiguieron romper las defensas de Donnelaith, redu-
jeron la población a cenizas.
El profesor se sentó y empezó a ordenar los libros en montones.
-Descuide, buscaré los datos que precisa -dijo-. Si existen otros
documentos referentes a Donnelaith, trataré de encontrarlos. Pero
temo que se hayan perdido. La tierra de los monasterios y las catedra-
les perdió sus tesoros en esa época. y Enrique, el muy canalla, lo hizo
por dinero. Por dinero y para poder casarse con Ana Bolena. Es lamen-
table que un hombre pueda alterar de ese modo el rumbo de la historia.
Mire lo que dice aquí: «San Ashlar, el santo reverenciado por las jó-
venes, quienes le rezaban para que les concediera sus deseos.» Estoy
convencido de que hallaré una docena de referencias de ese tipo.
Al cabo de un rato, me despedí del anciano y me marché.
Había conseguido lo que quería. Sabía que el espíritu había sido
un hombre de carne y hueso y que estaba sediento de venganza. Era un
fantasma.
Tenía pruebas de todo ello; era como si siempre lo hubiera sabido.

Mientras subía la cuesta tras abandonar la casa del profesor, no cesaba
de hacerme las siguientes preguntas: «¿Por qué ese demonio nos ha
escogido a nosotros? ¿Porque desea convertirse de nuevo en un
hombre de carne y hueso? ¿Qué significa? ¿Cómo puedo servirme de
ese nombre para destruirlo?»
Al llegar al hotel, comprobé que Mary Beth había regresado y se
hallaba acostada en el sofá. Lasher estaba junto a ella, sonriendo des-
pectivamente y presentando un aspecto un tanto inusual. Iba vestido
con unas prendas toscas y llevaba el cabello largo hasta los hombros.
Durante unos momentos me quedé tan impresionado por su be-
lleza y la claridad con que lo veía, que lo contemplé estupefacto. Él me
miró satisfecho y halagado. A medida que lo observaba, la figura del
espectro iba adquiriendo mayor brillo y nitidez.
-Crees saberlo todo, pero no sabes nada -dijo, moviendo los
labios-. Te recuerdo que lo importante es el futuro.
-No eres un gran espíritu, ni un gran misterio -contesté-. Tan
pronto como regrese se lo comunicaré a mi familia.
-Te equivocas. Su futuro está en mis manos. y el mío en las su-
yas. Ésta es tu baza más importante. Me maravilla que un hombre
como tú, tan culto e inteligente, no haya reparado en ello.
Yo no respondí. Me asombraba que consiguiera mantener una
forma visible durante tanto rato.
-No eres sino un santo que se volvió contra Dios.
-No trates de burlarte de mí con ese estúpido folclore, con esas
memeces. ¿Acaso me tomas por uno de tu especie? ¡Estás loco!
Cuando me convierta de nuevo en un ser de carne y hueso, yo...
-De pronto calló, como si no se atreviera a pronunciar la amenaza
que había estado apunto de proferir. Luego añadió apresuradamen-
te-: Te necesito, Julien. La criatura que Mary Beth lleva en el vien-
tre no es una bruja, sino una pobre retrasada mental, como Katheri-
ne, tu hermana, y Marguerite, tu madre. Debes engendrar una bruja
con tu hija.
-De modo que ése es el trato -respondí, suspirando-. Preten-
des que copule con mi propia hija.
Extenuado, el espíritu empezó a desvanecerse. Mary Beth seguía
en el sofá profundamente dormida, cubierta con unas mantas, mien-
tras el fuego de la chimenea iluminaba su suave tez y su cabello.
-¿Nacerá esa niña? -pregunté.
-Sí, a su debido tiempo. Vuestra hija será una magnífica bruja-
-¿Y Mary Beth?
-Es una bruja extraordinaria, la más grande -contestó el espíri-
tu, suspirando--. Sin contar a Julien.

Ése fue mi mayor triunfo, Michael. Averigüé lo que acabo de re-
latarte -su nombre, su historia y que pertenecía a nuestra sangre-,
pero nada más.
Todo estaba relacionado con el nombre de Ashlar. Pero ¿era Ash-
lar el demonio? Y en tal caso, ¿cuál de los Ashlar que figuraban en los
libros del anciano profesor? ¿El primero o un descendiente del mis-
mo?
A la mañana siguiente, tras dejar una nota dirigida a Mary Beth,
partí de Edimburgo hacia Donnelaith, recorriendo el último tramo,
desde Darkirk, a caballo. Era demasiado mayor para emprender ese
viaje solo, pero estaba obsesionado con mis descubrimientos.
Exploré de nuevo la catedral bajo el templado sol de los High-
Land, cuyos rayos asomaban a través de las nubes, y luego me dirigí al
círculo de piedras.
Una vez allí, invoqué al espíritu y lo maldije.
-¡Regresa al infierno, San Ashlar! -exclamé-. Ése es tu nom-
bre, ése eres tú, un hombre de carne y hueso al que todos reverencia-
ban. Pero tu orgullo te perdió e hizo que te convirtieras en un demo-
nio que ahora nos atormenta.
El eco de mi voz reverberaba entre los montes que rodeaban el
valle. Pero estaba solo. El espíritu ni siquiera se dignó responder. De
pronto, mientras contemplaba el círculo de piedras, experimenté una
sensación de mareo, como si me hubieran asestado un golpe, lo cual
significaba que el espíritu se disponía a apoderarse de mi cuerpo.
-¡No, retrocede! -grité, desplomándome sobre la hierba.
El paisaje comenzó a hacerse borroso mientras el viento soplaba
con furia, barriendo todas las formas y puntos de referencia.
Cuando me desperté había anochecido. No sabía lo que había su-
cedido; tan sólo que estaba magullado y tenía la ropa hecha jirones.
Durante unos instantes, mientras permanecía sentado en la oscu-
ridad, temí por mi vida. Ignoraba qué había sido de mi caballo y cómo
abandonar ese siniestro valle. Al fin, me levanté, pero me di cuenta de
que un hombre me sostenía por los hombros.
Era él, que se había materializado de nuevo y me guiaba con fir-
meza hacia el castillo. Sentí su rostro junto al mío y percibí el olor de
su justillo de cuero y de la hierba. Súbitamente se desvaneció, deján-
dome solo, pero al cabo de unos minutos reapareció y me ayudó a
llegar al castillo.
Al fin penetramos en el vestíbulo en ruinas y me tumbé a dormir
en el suelo, incapaz de dar un paso más. Lasher se sentó junto a mí, en
la oscuridad, adoptando unas veces forma humana y otras permane-
ciendo invisible, como un mero espectro cuya presencia me envolvía.
Agotado y desesperado, pregunté:
 
-¿Qué puedo hacer, Lasher? ¿Qué pretendes?
-Vivir, Julien, eso es todo. Vivir y regresar ala luz. No soy lo que
crees. No soy lo que imaginas. Examina tus recuerdos. El santo apa-
rece en la vidriera, ¿no es así? ¿Cómo puedo ser él, si puedo ver su
imagen en la vidriera? Ni siquiera lo conozco. ¡Él fue mi perdición!
Yo jamás había visto al santo en la vidriera; tan sólo los colores de
ésta. Pero de repente, mientras yacía en el suelo del castillo, recordé
haber estado en otro tiempo en la iglesia, recordé haber atravesado el
crucero y penetrado en la capilla del santo. En efecto, allí estaba el sa-
cerdote guerrero, de largos cabellos y barba, representado en la ma-
ravillosa vidriera, iluminado por los rayos del sol que penetraban a
través de la misma. San Ashlar aplastando a los monstruos con el pie.
San Ashlar .
Recordé haberle preguntado al santo, profundamente angustiado:
«¿Cómo puedo ser esta criatura? Ayúdame, san Ashlar, te lo suplico.»
Luego noté que unas manos me agarraban y me sacaban a rastras de la
iglesia. ¿Qué podía hacer?
Sentía un inenarrable dolor y una profunda desesperación.
De pronto perdí el conocimiento. Jamás había percibido al diabóli -
co espíritu tan vívidamente como en aquellos momentos en que me ha-
llaba en la catedral, tras haberme convertido en él. jSan Ashlar! Incluso
oí su voz, mi voz, resonando bajo el elevado techo de piedra. «¿Cómo
puedo ser esta criatura, san Ashlar?» Pero la figura representada en la
hermosa vidriera no respondió, sino que continuó observándome fija-
mente, en silencio.
No recuerdo más.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, tendido entre las rui-
nas del castillo, vi junto a mí a los guías de Darkirk, los cuales temían
que me hubiera perdido. Me habían traído comida, unas mantas y un
caballo.
A la luz del sol, el valle ofrecía un aspecto muy hermoso e ino-
cente. Sentí deseos de tumbarme adormir , pero no pude hacerlo hasta
llegar a la posada de Darkirk, donde me acosté de inmediato. Dormí
durante dos días seguidos, aquejado de unas décimas de fiebre, pero
sin que nada turbara mi sueño.
Cuando regresé a Edimburgo, hallé a Mary Beth muy preocupa-
da, pues temía que me hubiese sucedido algo malo. Cuando acusó a
Lasher de haber intentado lastimarme, éste rompió a llorar.
Le pedí a Mary Beth que se sentara a mi lado, junto al fuego, y le
expliqué lo sucedido. Le relaté mis recuerdos, la historia de san Ashlar
y lo que ésta significaba.
-Debes demostrarle siempre a Lasher que eres más fuerte que él
-le dije-. No permitas que te domine jamás. Es capaz de destruirte,
de matarte. Su único deseo es vivir. Está amargado, pues no posee una
singular inteligencia, sino que es un ser inferior a Dios, un ser de las
tinieblas, desesperado, que ha sido derrotado por el Señor.
-Sí, ha sufrido mucho -respondió ella-. Comprendo que te
haya hecho perder la paciencia, pero no puedes seguir oponiéndote
continuamente a él, Julien. Déjalo de mi cuenta.
De improviso, Mary Beth se levantó y continuó diciendo, con voz
sosegada y sin apenas gesticular:
-Le utilizaré para conseguir que nuestra familia amase una incal-
culable fortuna. Haré que nuestro clan sea tan fuerte y poderoso que
ninguna guerra ni revolución pueda destruirlo jamás. Uniré a nues-
tros .primos, les alentaré a casarse entre sí y haré que todos los que
forman parte de nuestra familia ostenten nuestro apellido. Triunfaré
en mi empeño. Lasher lo sabe, es lo que desea. No existe ningún con-
flicto entre nosotros.
-¿Estás segura de ello? -pregunté, temblando de rabia y temor-
¿Te ha dicho que desea que me acueste contigo para que engendremos
una bruja?
Mary Beth sonrió dulcemente y me acarició la mejilla.
-Descuida, no creo que te cueste mucho, cariño.
 
Aquella noche soñé con unas brujas que estaban en el valle y con
orgías. Supuse que se trataba de sueños que olvidaría tan pronto como
me despertara, pero no fue así. Desde Edimburgo partimos hacia Lon-
dres, donde permanecimos hasta que Mary Beth dio a luz a Belle, en
1888. Era una criatura muy hermosa, con un aspecto completamente
normal.
En Londres compré un voluminoso cuaderno con las tapas de piel
y hojas de un papel pergamino de excelente calidad, para escribir en él
cuanto sabía sobre Lasher y nuestra familia. En casa había empezado a
escribir varios diarios, pero había terminado abandonándolos. Ahora,
sin embargo, decidí anotar todo lo que recordaba.
Escribí cuanto sabía sobre Riverbend, Donnelaith, las leyendas y
el santo, sin omitir detalle. Escribía apresuradamente, temiendo que
Lasher se presentara de improviso y me obligara a interrumpir mi re-
lato. Pero el monstruo se mantuvo alejado de mí.
Todos los días recibía carta del anciano profesor relatándome di-
versas anécdotas y milagros de san Ashlar, el protector de las jovenci-
tas enamoradas. El resto del contenido de las misivas abundaba en lo
que ya habíamos descubierto. Habían iniciado unas excavaciones en
Donnelaith, pero los trabajos tardarían siglos en completarse y no es-
taba seguro de que fueran a descubrir alguna interesante novedad.
 
No obstante, respondí con entusiasmo a las cartas del profesor y
sus amigos, aumenté la dotación del fondo fiduciario y cedí a sus de-
seos de profundizar en los estudios de Donnelaith y sus ruinas.
Todas las cartas que escribía y recibía las copiaba en mi cuaderno.
Al cabo de un tiempo adquirí otro, también encuadernado en piel
y de un papel pergamino muy resistente, en el que empecé a escribir la
historia de mi vida, sin imaginar que ambos cuadernos perecerían an-
tes que yo.
Afortunadamente, Lasher no trató de entorpecer mi trabajo. Pa-
saba todo el tiempo con Mary Beth, quien hasta el momento de dar a
luz se dedicó a corretear por Londres y visitar Canterbury y Stone-
henge. Siempre iba acompañada de jóvenes admiradores, dos de los
cuales, estudiantes de Oxford y locamente enamorados de ella, per-
manecieron-a su lado cuando dio a luz a Belle en el hospital.
Nunca me había sentido tan alejado de ella como durante esa épo-
ca. Mary Beth estaba enamorada de la ciudad, de sus monumentos, sus
fábricas, sus teatros y los nuevos inventos que ofrecía. Visitó la Torre
de Londres, por supuesto, y el Museo de Cera, que en aquel tiempo
estaba muy de moda. Su embarazo no le suponía ningún problema. Era
alta, fuerte y robusta, y estaba acostumbrada desde jovencita a disfra-
zarse de chico. Sin embargo, era una mujer muy hermosa, femenina y
sensual; estaba ansiosa de que naciera la criatura, aunque el espíritu le
había comunicado que no sería una bruja.
-Es mía -repetía frecuentemente-. Se apellida Mayfair, como
yo. Eso es lo que cuenta.
Yo solía encerrarme en mis habitaciones, enfrascado en el pasado,
esforzándome en narrar mis recuerdos con toda claridad, de forma
que quien los leyera más adelante pudiera formarse su propia opinión
al respecto. Pero con el paso del el tiempo comprendí que había es-
crito cuanto sabía, lo cual me produjo una dolorosa sensación de im-
potencia.
Al fin, un día apareció Lasher .
Presentaba el mismo aspecto que el día en que me acompañó al
castillo. Se mostró amable, como un amigo deseoso de consolarme.
y odejé que me acariciara la frente y me besara. Pero, íntimamente, su
presencia me repugnaba. Había averiguado lo que deseaba y no nece-
sitaba su ayuda. No podía hacer nada más. Mary Beth lo amaba y no
veía su poder, como tampoco lo habían visto las brujas que la prece-
dieran, permitiendo que les hiciese el amor y las manipulara a su an-
tojo.
Al cabo de un rato le rogué que se fuera, que regresara junto ala
bruja y me dejara solo. Él accedió de inmediato.
Mary Beth, que había dado a luz el día anterior, se hallaba todavía  
en el hospital con Belle, descansando cómodamente y rodeada de en-
fermeras.
Yo salí a dar un paseo por la ciudad.
Al cabo de unos momentos llegué a una vieja iglesia, posiblemen-
te de la misma época que la otra. No sabía de qué iglesia se trataba,
pero entré en ella, me senté en un banco situado al fondo, incliné la
cabeza y recé.
-Dios mío -murmuré-, jamás había rezado, excepto el día en
que, encarnado en ese diabólico ser, me hallaba ante la vidriera de san
Ashlar, en la vieja catedral. Aprendí a rezar en aquellos momentos,
cuando él te elevó sus súplicas. Ahora soy yo quien te ruega que me
ayudes. ¿Qué puedo hacer? Si destruyo a ese ser, temo destruir a mi
familia.
De pronto, mientras estaba ensimismado en mis pensamientos,
noté que alguien me daba unos golpecitos en el hombro. Al alzar la
vista vi aun joven de aspecto educado, impecablemente vestido con
un traje negro y una corbata de seda del mismo color. Tenía una lus-
trosa cabellera negra y unos ojos sorprendentes, pequeños pero de
mirada penetrante y vivaracha.
-Le ruego que me acompañe -dijo.
-¿Acaso es usted la respuesta a mis oraciones?
-No, pero deseo averiguar lo que sabe usted. Pertenezco a una
organización denominada Talamasca. ¿ Ha oído hablar de ella ?
Por supuesto que había oído hablar de ella. Se trataba de los eru-
ditos de Amsterdam de los que me había hablado el anciano profesor.
Era más que probable que mi antepasado, Petyr van Abel, hubiera
pertenecido a ella.
-Es cierto, Julien -dijo el extraño-. Sabes más de lo que ima-
ginaba. Ven, deseo hablar contigo.
-¿Por qué?
Sentí que el aire se agitaba, tornándose más cálido. De pronto,
una ráfaga de aire atravesó la nave de la iglesia, haciendo que las
puertas se cerraran bruscamente. Sobresaltado, el joven miró a su
alrededor.
-Creí que deseabas saber lo que yo sé -dije-. ¿Es que tienes
miedo?
-No sabes lo que haces, Julien Mayfair.
-Supongo que tú sí lo sabes.
El viento comenzó a soplar con más fuerza, haciendo que se abrie-
ran las puertas y penetrara la blanquecina luz del día entre las polvo-
rientas imágenes y las tallas de madera, las sagradas sombras de aquel
lugar.
El joven retrocedió unos pasos, sin apartar la vista del altar. Noté
que el aire se concentraba y el viento se hacía más fuerte, dispuesto a
embestir al joven desconocido. Al cabo de unos segundos se precipitó
sobre él y lo derribó sobre el suelo de mármol. El joven se levantó
apresuradamente y comenzó a retroceder mientras se aplicaba un pa-
ñuelo en la nariz, de donde manaba un hilo de sangre que se deslizaba
por sus labios y su barbilla.
Pero el viento no había cesado. En el interior de la iglesia sonaba
un murmullo semejante a un temblor de tierra.
El joven dio media vuelta y salió huyendo. El viento amainó. To-
do volvió a la normalidad, como si nada hubiera sucedido. la nave
quedó sumida en sombras, mientras unos débiles rayos de sol se fil-
traban por la ventana.
Me senté de nuevo y dirigí la vista hacia el altar .
-¿Y bien, espíritu ? -pregunté.
La voz secreta de Lasher resonó en medio del profundo silencio
que reinaba en la iglesia.
-No permitiré que los miembros de esa organización se acer-
quen a ti -contestó-. Ni que se acerquen a mis brujas.
-Ellos conocen el misterio, ¿no es así? Han visitado el valle. Te
conocen a ti. Mi antepasado, Petyr Van Abel.
-Sí, sí, sí. Yate he dicho que el pasado no tiene importancia.
-Pero temes que el hecho de conocerlo me dé poder. Por eso
obligaste al extraño a que se alejara. Todo esto me resulta muy sospe-
choso, espíritu.
-Piensa en el futuro, Julien.
-¿Acaso temes que lo que he averiguado te impida alcanzar lo
que has visto en el futuro?
-Estás viejo, Julien. Has hecho mucho por mí y espero que sigas
ayudándome. Te amo. Pero no dejaré que hables con los de Talamas-
ca, ni que éstos importunen a Mary Beth ni a ninguna de mis brujas.
-¿Qué es lo que pretenden? ¿Qué se proponen? El viejo profe-
sor de Edimburgo me dijo que eran anticuarios.
-Son unos embusteros. Se hacen pasar por eruditos, pero ocultan
un terrible secreto. Yo conozco ese secreto. No permitiré que se te
acerquen.
-¿De modo que los conoces?
-Sí. Sienten una irresistible curiosidad hacia todo lo que resulta
misterioso. Pero son unos embusteros. Utilizan sus conocimientos
para satisfacer sus propios fines. No les reveles nada. Recuerda lo que
te he dicho: son unos embusteros. Debes proteger al clan de esos ca-
nallas.
Yo asentí. Al cabo de unos minutos, me levanté y abandoné la igle-
sia. Al llegar al hotel subí a mis habitaciones, abrí el grueso cuaderno en
el que había anotado todo cuanto sabía sobre el clan y sobre Lasher y
escribí lo siguiente:
«Ignoro si eres capaz de leer estas palabras, espíritu. No sé si estás
aquí o si has ido a proteger a la bruja. Pero me pregunto por qué, si te-
mes a esos eruditos, manifestaste tu poder en la iglesia, obligando al
extraño a salir huyendo. ¿Por qué le hiciste sentir tu presencia de for-
ma tan patente, sabiendo que ha estado en el valle y que conoce tu le-
yenda? Eres infantil y vanidoso, espíritu. Me estoy cansando de ti.»
Cuando terminé, cerré el cuaderno.
Al cabo de unos días Mary Beth regresó al hotel, con aspecto
triunfal, acompañada de su hija. Mientras iba de compras, dispuesta a
agdtar las existencias de todas las tiendas de ropa y artículos para bebé
de Londres, yo me dediqué a estudiar la historia de la misteriosa or-
ganización.
La orden de Talamasca.
No era tarea fácil. Las referencias a la misma eran tan escasas como
las referencias asan Ashlar, y mis indagaciones entre los profesores de
Cambridge me proporcionaron diversas y ambiguas respuestas. Según
algunos se trataba de un grupo de anticuarios; otros afirmaban que eran
coleccionistas, historiadores, etcétera.
Presentía que había algo más oculto tras dicha organización. Re-
cordaba con toda claridad al joven de ojos grises y talante amable y
educado, al igual que recordaba su expresión de terror cuando el viento
lo derribó.
Al fin descubrí la ubicación de la casa matriz, pero no conseguí
traspasar la verja. Al llegar a ésta, alcé la vista y contemplé las ventanas
y chimeneas del edificio. En aquel momento apareció Lasher, inter-
poniéndose en mi camino.
-No permitiré que des un paso más, Julien. Estos hombres son
unos malvados. Destruirán a tu familia. Retrocede, Julien. Debes
procrear una bruja con Mary Beth. Debes cumplir tu misión. Veo el
futuro con toda claridad.
Al regresar al hotel anoté lo sucedido en el cuaderno. Lo cierto es
que esa organización me infundía ciertas sospechas.
Permítanme que concluya mi relato describiendo brevemente esos
últimos años. Asimismo, deseo darte un consejo, Michael, que creo
puede interesarte. No confíes en nadie salvo en tus propias fuerzas pa-
ra destruir a esa diabólica criatura. Es imprescindible que destruyas a
Lasher. Ahora que se ha convertido en un ser de carne y hueso puedes
matarlo, u obligarlo a alejarse para siempre. Sólo Dios sabe adónde
regresará. Pero tú puedes poner fin a su tiranía en la tierra, a su maldad
y crueldad.
 
A nuestro regreso a casa, convencí a Mary Beth de que se casara con
Daniel McIntyre, uno de mis amantes y hombre de gran encanto, al
cual ella apreciaba mucho. No obstante, Lasher volvió a instarme a que
me acostara con ella. El primer hijo de Mary Beth y Daniel era una niña
de carácter dominante y voluntarioso, llamada Carlotta, quien desde
un principio demostró un severo talante católico, como si los ánge-
les hubieran reivindicado su influjo sobre ella. Yo lamenté que no se la
hubieran llevado al nacer. Entretanto, Lasher no dejaba de atosigarme
para que engendrara una hija con Mary Beth.
Pero vivíamos en otra época: la era moderna. No te puedes imagi-
nar, Michael, el impacto causado por los cambios que se habían produ-
cido en los últimos tiempos. Por otro lado, Mary Beth, tal como había
prometido, estaba decidida a todo con tal de aumentar la fortuna y el
poder de la familia.
No reveló a nadie lo que sabía sobre Lasher y me prohibió que
mostrara mis cuadernos a ningún miembro de la familia. Estaba dis-
puesta a convertir a Lasher en un mero fantasma y una leyenda, a fin
de restarle poder entre nuestros familiares, los cuales ignoraban los
secretos que ella y yo habíamos descubierto.
Al fin, después de que Mary Beth tuviera dos hijos con Daniel
-ninguno de los cuales estaba destinado a colmar sus ambiciones, ya
que el segundo, Lionel, era un varón y, por lo tanto, menos capaz que
Carlotta-, hice lo que ella y Lasher deseaban que hiciera. De nuestra
unión -una unión entre un anciano y su hija- nació mi hermosa
Stella.
Stella era la bruja; había visto a Lasher. Poseía grandes cualidades,
sin duda, pero desde muy joven demostró unos deseos de divertirse y
gozar de la vida superiores a todo lo demás. Era una muchacha alegre,
frívola, aficionada a cantar y bailar. Confieso que en ciertos momen-
tos, durante mi vejez, me preguntaba si Stella sería capaz de soportar
la carga que el destino le reservaba, de mantener ocultos nuestros se-
cretos, o si su única misión en la vida consistía en hacerme feliz.
¡Stella, mi hermosa Stella! Portaba la onerosa carga de los secretos
como si fueran unos livianos velos de los que pudiese desembarazarse
cuando quisiera. Pero no manifestaba ningún indicio de locura, lo
cual tranquilizaba a Mary Beth. Stella era su heredera, el vínculo con
la bruja que haría que Lasher se transformara de nuevo en un ser
mortal.
A principios de siglo me había convertido en un auténtico vejes-  
tono.
Seguía paseando a caballo por la avenida de Saint Charles. Al llegar
a Audobon Park, desmontaba y caminaba alrededor del lago, con-
templando las fachadas de las universidades. ¡Cuánto había cambiado
todo! El idílico paraíso de Riverbend había desaparecido, así como los
hechiceros que practicaban todo tipo de maleficios con velas y miste-
riosos cánticos.
Tan sólo existía una poderosa y acaudalada familia, una familia
que nada ni nadie podía destruir, y cuya historia había quedado re-
ducida a unos relatos que fascinaban a los miembros más jóvenes de la
misma.
Gocé plenamente de esos años. Ningún miembro de la numerosa
familia de los Mayfair había conseguido prosperar tanto como yo. N o
tuve que trabajar tan duramente como Mary Beth, ni velar por el bien-
estar de tantos.
Fundé la firma Mayfair & Mayfair con mis hijos: Cortland, Bar-
clay y Garland. Mary Beth empezó a colaborar conmigo en dicha
empresa a medida que el legado presentaba aspectos legales cada vez
más complejos. Sin embargo, el trabajo me satisfacía.
Cuando no conversaba animadamente con mis hijos y nueras, o
jugaba con mis nietos, o reía en compañía de Stella, me iba a Storyvi-
lle, el barrio prohibido de esa época, en busca de las mejores prosti-
tutas. Dado que Mary Beth, la cual se había convertido en madre so-
lícita de tres hijos, se negaba a acompañarme en mis aventuras, llevaba
conmigo a mis jóvenes amantes, gozando del doble placer que me
proporcionaban las mujeres y mis muchachos.
¡Ah, Storyville! Ésa es otra prodigiosa historia, un experimento
fallido, por decirlo así, una parte de nuestra gran historia. Pero tam-
poco me detendré en ello.
Durante aquellos años mentí a mis hijos. les mentí sobre mis pe-
cados, mis vicios, mi poder, mi relación con Mary Beth y sobre Stella.
Traté de inculcarles el sentido de lo real, de lo práctico, las verdades
que encierran la naturaleza y los libros, las cuales había aprendido de
niño. No me atreví a revelarles mis secretos, pues, a medida que se
hicieron hombres, me di cuenta de que ninguno era el destinatario
ideal de los mismos. Mis hijos eran unos muchachos serios, honrados
y equilibrados, ansiosos de ganar dinero y consolidar el poder de la
familia. Comprendí que había creado tres máquinas de ganar dinero,
unas copias de mi lado bueno, y no me atrevía a revelarles mi lado
malo.
Cada vez que trataba de hablar con Stella sobre alguna cuestión
importante, se quedaba dormida ose echaba a reír .
-No te molestes en asustarme con esas historias -me dijo en
cierta ocasión-. Mamá me ha contado tus fantasías y sueños. lasher
es un espíritu al que quiero mucho y hará cuanto le ordene. Es lo
único que importa. ¿Sabes, Julien?, me encanta que exista un fantasma
en la familia.
 
 
 
 
La miré estupefacto. Era una joven moderna. No sabía lo que de-
cía. En aquellos momentos lamenté haber vivido tantos años para ver
la verdad reducida a esto: Carlotta, la mayor, un monstruo rígido y
cruel; y Stella, una brillante muchacha a quien esta situación divertía
enormemente, aunque era capaz de ver al espíritu con sus propios
ojos. «Me estoy volviendo loco», pensé.
A pesar de vivir rodeado de lujos y comodidades, gozando de los
placeres de la era moderna, paseándome en mi flamante automóvil,
leyendo y escuchando música en mi Victrola, temía el futuro.
Sabía que Lasher encarnaba el mal. Sabía que mentía, que consti-
tuía un peligroso misterio. Temía a los eruditos de Amsterdam y al
extraño que se había dirigido a mí en la iglesia.
Cuando el profesor me escribió desde Edimburgo, informán-
dome que los de Talamasca insistían en que les mostrara las cartas que
me escribía, le ordené que no les revelara ningún dato y le doblé sus
honorarios. Él me aseguró que no les diría nada y yo no dudé de su
palabra.
No acertaba a comprender la conducta de esos eruditos. Ni la del
espíritu ante el extraño que me había abordado en la iglesia. ¿Por qué
se había comportado éste de forma tan misteriosa conmigo?¿y por
qué había hecho Lasher tal despliegue de sus poderes ante él? Presen-
tía que había algo político en todo ello, y me pregunté si el espíritu se
divertía burlándose de los miembros de esa organización o lo hacía
por mero capricho.
Durante los últimos años de mi vida decidí retirarme en el desván
de la mansión, llevando conmigo el más espléndido invento de la época
moderna: el Victrola. No imaginan el placer que me proporcionaba
instalar el gramófono, poner mis viejos discos y escuchar las arias de
una de mis óperas preferidas.
Me encantaba ese aparato. Por supuesto, cuando sonaba la música
Lasher no conseguía introducirse en mi mente, cosa que cada vez ha-
cía con menos frecuencia.
Lasher tenía a Mary Beth ya Stella para satisfacerlo. Las adoraba a
las dos, si bien de forma distinta, y ambas le facilitaban la energía que
necesitaba. Se sentía especialmente dichoso cuando estaba en compa-
ñía de madre e hija.
Yo ya no lo necesitaba. Me dedicaba a escribir en mis cuadernos,
los cuales escondía debajo de la cama; y tenía a mi amante, Richard
Llewellyn, un joven encantador que me adoraba y me hacía compa-
ñía, al cual nunca confié mis secretos por miedo a perjudicarlo.
Llevaba una vida plenamente satisfactoria. Mi sobrino Clay vivía
con nosotros; Millie, la hija de Rémy, y mis hijos varones eran adultos
y habíamos adoptado las oportunas medidas al objeto de afianzar la
firma Mayfair & Mayfair, destinada a controlar los negocios fami-
liares.
Al fin, cuando Carlotta cumplió doce años, intenté revelarle la
verdad sobre nuestra familia y Lasher. Le mostré los cuadernos. Traté
de prevenirla. Le dije que Stella heredaría la esmeralda y sería la favo-
rita de Lasher, el cual era un embaucador, un fantasma cuya única
ambición era convertirse de nuevo en un ser de carne y hueso.
Carlotta reaccionó violentamente, cubriéndome de insultos.
-¡Eres un maldito hechicero, un brujo! -exclamó-. Siempre
sospeché que en esta casa habitaba el mal. Ahora conozco su nombre
y su historia.
Declaró que recurriría a la Iglesia católica para destruir a ese dia-
bólico ser, «al poder de Jesucristo, su Santa Madre y todos los santos» .
Sostuvimos una terrible batalla dialéctica.
-¿No comprendes que eso no es sino otra forma de brujería?
-¿Y qué es lo que pretendes enseñarme tú, degenerado? -me
espetó-. ¿Que debo acostarme con ese demonio? ¿Que para derro-
tarlo debo conocerlo íntimamente? Te juro que lo aniquilaré, borraré
a todos vuestros descendientes de la faz de la tierra. Nadie podrá he-
redar el nefasto legado. Yo misma me ocuparé de ello.
Yo estaba desesperado. Le rogué que me escuchara, intenté con-
vencerla de que estaba en un error, de que aceptara mis consejos y
desistiera de su empeño. Le hice ver que éramos una familia inmensa.
Pero ella había cogido todos los secretos que yo le había confiado, los
había pisoteado con sus católicos pies y confiaba en su rosario y sus
misas para salvarse.
Más tarde, Mary Beth me recomendó que no le hiciera caso.
-No es más que una niña -dijo-. No siento la menor estima
hacia ella. He tratado de quererla, pero no puedo. Quiero a Stella.
Carlotta lo sabe, como también sabe que no heredará la esmeralda.
Siempre lo ha sabido. Es cruel y rencorosa.
-Y muy astuta -observé yo-. Stella, en cambio, no lo es. Yo tam-
bién quiero a Stella, pero reconozco que Carlotta es infinitamente más
inteligente que ella.
-La situación no tiene remedio -repuso Mary Beth-. No existe
el menor cariño entre Carlotta y yo, ni entre ésta y Lasher. Él no puede
soportarla; la considera un mero instrumento para incrementar el po-
der de la familia desde las sombras.
-Sin embargo, ya ves que Lasher lo controla todo. ¿Cómo puede
contribuir Carlotta a aumentar el poder de la familia? ¿Qué tienen
que ver esos eruditos de Amsterdam? Hay algo que no consigo des-
cifrar. Ese ser es capaz de matar a quien se le oponga.
-Estás viejo, piensas demasiado -respondió Mary Beth-. No
duermes lo suficiente. ¿Qué tienen que ver esos eruditos de Amster-
dam? ¿Qué nos importan unas personas que cuentan mentiras sobre
nosotros y afirman que somos brujos? Es cierto, ésa es nuestra fuerza.
No intentes ordenarlo todo. No existe el orden.
-Te equivocas -dije-. Cometes un error.
Cada vez que miraba los inocentes ojos de Stella comprendía que
no podía revelarle todo lo que sabía. y cuando la veía jugar con la es-
meralda me estremecía.
Le mostré el lugar donde había ocultado mis cuadernos, debajo de
la cama, y le dije que un día debía leerlos. Le hablé sobre la misteriosa
organización denominada Talamasca, los eruditos de Amsterdam que
conocían la existencia del diabólico ser, advirtiéndole que esos hom-
bres eran muy peligrosos y podían perjudicarnos gravemente. Le ex-
pliqué cómo distraer a Lasher. Le hablé sobre su vanidad. En defini-
tiva, le conté lo que pude, pero no le dije toda la verdad.
Ése era el problema. Sólo Mary Beth conocía toda la verdad. y
Mary Beth había cambiado con el paso del tiempo. Era una mujer del
siglo xx. Sin embargo, le había enseñado a Stella lo que creía que de-
bía saber. Le dio las dos muñecas que representaban a las brujas, he-
chas con fragmentos de piel, uñas y huesos de mi madre y de Katheri-
ne, para que jugara con ellas.
Un día, al bajar la escalera, vi a Stella sentada en el borde del lecho,
con sus rosadas piernas cruzadas, sosteniendo esas dos muñecas y
charlando con ellas.
-¡Qué disparate! -protesté.
Pero Mary Beth replicó:
-No te pongas así, Julien. Conviene que la niña sepa lo que es. Se
trata de una vieja costumbre.
-No significa nada.
Pero mis protestas eran inútiles. Mary Beth se hallaba en la flor de
la vida, mientras que yo era un viejo decrépito.
Aquella noche, mientras yacía en la cama sin conseguir borrar de
mi mente la imagen de la pequeña Stella jugando con aquellas repug-
nantes muñecas, traté de hallar el medio de separar lo real de lo irreal y
advertirle a Stella que debía protegerse contra Lasher. Uno de los
problemas con los que me topé fue el carácter seco y antipático de
Carlotta. Ésta había intentado prevenir a Stella, lo mismo que yo,
pero la niña no nos había hecho caso.
Por fin me quedé dormido y soñé de nuevo con Donnelaith y la
catedral.
Al despertarme a la mañana siguiente, descubrí algo terrible. Pero
no inmediatamente.
Me incorporé en la cama, me bebí una taza de chocolate y leí un
rato, creo que una obra de Shakespeare, pues uno de mis hijos me ha-
bía echado en cara hacía unos días el hecho de que no hubiese leído La
tempestad. El caso es que leí unos pasajes de la obra, la cual me gustó
mucho. Era profunda, como suelen serlo todas las tragedias, pero es-
taba dotada de un ritmo y unas normas narrativas diferentes. Acto
seguido me dispuse a escribir en mis diarios.
Cuando fui a sacar los cuadernos de debajo de la cama, comprobé
que habían desaparecido.
Durante unos angustiosos instantes, comprendí que jamás los re-
cuperaría. Nadie en esta casa se atrevía a tocar mis cosas. Tan sólo una
persona habría tenido el valor de entrar sigilosamente en mi habita-
ción durante la noche y llevarse mis cuadernos: Mary Beth. y si se los
había llevado ella, ya podía despedirme para siempre de ellos.
Bajé la escalera tan precipitadamente que por poco me caigo de
bruces. Cuando llegué a la ventana del salón que daba al jardín me ha-
bía quedado sin resuello y sentía una opresión en el pecho, de forma
que tuve que pedir a los sirvientes que me ayudaran.
Al cabo de unos momentos apareció Lasher, el cual me envolvió
para sostenerme.
-Cálmate, Julien -dijo suavemente-. Siempre me he portado
bien contigo.
A través de la ventana vi una hoguera encendida en un rincón del
jardín. Mary Beth se hallaba de pie ante ella, arrojando unos objetos al
fuego. i
-No lo hagas -murmuré. Apenas podía respirar. Sentía la po-
derosa presencia de Lasher rodeándome, sosteniéndome.
-Te lo suplico, Julien. No insistas.
Permanecí inmóvil frente a la ventana, tratando de dominarme
para no perder el conocimiento, mientras contemplaba sobre el cés-
ped el montón de cuadernos y los viejos cuadros, unos retratos de
antepasados nuestros que habíamos traído de Santo Domingo. Vi los
libros de cuentas, así como documentos y notas de los disparatados
experimentos de mi madre que ésta conservaba en su estudio. Vi las
cartas que me había escrito el profesor de Edimburgo, sujetas con
unas cintas. y mis cuadernos. Cuando Mary Beth se disponía a arrojar
el último de ellos a las llamas, grité para detenerla.
Al oír mis exclamaciones Mary Beth se volvió bruscamente con el
cuaderno en las manos y me miró, perpleja y confundida ante la pode-
rosa fuerza que le sujetaba la muñeca. En aquel momento una ráfaga de
viento le arrancó el cuaderno de las manos y lo arrojó a la hoguera.
Noté que iba a desvanecerme. Abrí la boca, pero no pude articular
palabra. De pronto, me sumí en la oscuridad.
Cuando desperté me hallaba acostado en mi habitación.
 
Junto al lecho estaban Richard, mi joven amigo, y Stella, la cual
me sujetaba la mano.
-Mamá tuvo que quemar esos viejos trastos -dijo.
No contesté. Había sufrido un pequeño ataque apoplético y du-
rante unos días no pude hablar, aunque yo no era consciente de ello.
Creía que mi silencio se debía a un acto voluntario. Al día siguiente,
cuando Mary Beth vino a verme por la tarde, me di cuenta de que no
podía hablar con claridad ni hallar las palabras precisas para expre-
sarle mi indignación.
Cuando Mary Beth vio el estado en que me encontraba, se dis-
gustó mucho y llamó a Richard, como si éste tuviera la culpa de lo
sucedido. Richard acudió de inmediato y entre él y Mary Beth me
ayudaron a bajar la escalera, para demostrarme que si era capaz de le-
vantarme de la cama y caminar, no moriría aquella noche.
Al llegar al salón, me senté en el confortable sofá.
Me encontraba muy a gusto en el espacioso salón, al igual que tú,
Michael. Era un alivio estar allí, sentado junto a la ventana que daba al
jardín, en el que no quedaba rastro de la brutal hoguera.
Mary Beth me habló durante horas y Stella entró varias veces a
verme. Por el monólogo de Mary Beth, comprendí que mi época y
mis costumbres eran cosa del pasado.
-Estamos en una época -dijo Mary Beth- en que es posible
que la ciencia llegue a descubrir el nombre del espíritu y nos diga de
quién se trata.
Continuó hablando sobre adivinos, médiums, sesiones de espiri-
tismo, estudios científicos de las artes esotéricas y ectoplasma.
¡Ectoplasma! Una repugnante sustancia que utilizan los médiums
para conseguir que los espíritus se materialicen. N o me molesté en res-
ponder. Sentía unas profundas náuseas. Stella estaba sentada junto a
mí, acariciándome la mano.
-Cállate, mamá -dijo la niña-. El tío Julien no te escucha. le
estás aburriendo.
Yo permanecí en silencio.
-Veo un futuro en el que nuestros pensamientos y palabras ca-
recerán de importancia -declaró Mary Beth-. Nuestra inmortali-
dad reside en nuestro clan. Nosotros no presenciaremos el triunfo
definitivo de Lasher; pero él acabará triunfando y nosotros nos bene-
ficiaremos de ello. Seremos las madres de la prosperidad que él habrá
creado.
-Te felicito por tu fe y optimismo -contesté, suspirando-. ¿Qué
me dices del valle, del rencoroso espíritu, de las heridas sufridas en el
pasado y de las que jamás se ha recobrado? Era un ser bueno, pero se ha
convertido en un demonio.
 
De pronto me encontré mal. Me trajeron unas almohadas y unas
mantas y me tendí en el sofá. No me vi con ánimos de subir la escalera
hasta el día siguiente. Cuando me hallaba enfrascado en mis pensa-
mientos, tratando de reunir fuerzas para subir a mi habitación, algo
me impulsó a confiar mis inquietudes, por última vez, a una joven e
inexperta confidente.
He aquí lo que sucedió.
Mientras permanecía acostado en el sofá, bajo el sofocante calor
del mediodía, sintiendo la brisa del río que penetraba por la ventana y
tratando de alejar de mi mente el recuerdo de la siniestra hoguera que
había devorado mis amados cuadernos, oí a Carlotta discutiendo ás-
peramente con su madre.
Al cabo de unos minutos entró en el salón y se quedó mirándome.
Por aquella época debía de tener unos quince años, aunque no re-
cuerdo exactamente la fecha de su nacimiento. Era una muchacha alta,
dotada de cierto atractivo, con el cabello largo y suave y unos ojos de
mirada inteligente.
Yo no dije nada, pues tenía por norma no ser desagradable con los
niños, por muy desagradables que éstos se mostraran conmigo. Así
pues, fingí que no había reparado en su presencia.
-No comprendo por qué organizas tanto alboroto por lo de la
hoguera -dijo fríamente-, y sin embargo permites que hagan sufrir
a esa chica. Os tiene un miedo cerval a mamá ya ti.
-¿De qué estás hablando? No entiendo una palabra -contesté.
Furiosa, Carlotta dio media vuelta y salió dando un portazo. En
aquel momento apareció Stella y le conté lo sucedido.
-¿Qué es lo que ha querido decir Carlotta? -le pregunté-. No
comprendo a qué se refería.
-No sé cómo se ha atrevido a decirte eso sabiendo que estás en-
fermo y que te has disgustado con mamá -respondió Stella con los
ojos llenos de lágrimas-. No tiene importancia. Se trata de los May-
fair de Fontevrault. Ya sabes, esos locos de la calle Amelia.
Por supuesto, sabía muy bien a quiénes se refería. Los Mayfair de
Fontevrault eran los descendientes de mi primo Augustin, al que yo
había matado de un tiro cuando tenía quince años. Su esposa e hijos
residían en Fontevrault, una espléndida plantación ubicada en el su-
roeste, a varios kilómetros de donde vivíamos nosotros, y sólo se
dignaban venir a vernos cuando se celebraba una importante reunión
familiar. Nosotros nos limitábamos a visitarlos cuando se ponían en-
fermos y asistíamos a los funerales cuando uno de ellos fallecía, al
igual que hacían ellos con nosotros. Pese a los años transcurridos
desde aquel infortunado accidente, las tensiones entre nosotros no se
habían suavizado.
 
Algunos de ellos -creo que el viejo Tobias y su hijo Walker-
habían construido una hermosa mansión en el cruce de la avenida Saint
Charles Con la calle Amelia, a unas quince manzanas de distancia. Yo
había observado Con curiosidad las obras de dicha mansión. En ella
vivía una serie de ancianos y ancianas que me detestaban. Tobias May-
fair era un viejo decrépito que había vivido demasiados años, al igual
que yo, un individuo cruel y rencoroso que me culpaba de todas las
desgracias que le habían sucedido.
Los otros eran más soportables. Eran, lógicamente, muy ricos,
puesto que participaban en los negocios familiares, aunque no mante-
nían tratos Con nosotros. Mary Beth solía organizar grandes fiestas de
carácter familiar a las que nunca dejaba de invitarlos, especialmente a
los más jóvenes. Algunos miembros de esa rama de la familia habían
contraído matrimonio Con primos pertenecientes a la nuestra. Tobias,
movido por su profundo odio, decía que esas bodas constituían una
ofensa a la memoria de Augustin. Era bien sabido que Mary Beth de-
seaba que todos los primos regresaran al redil familiar, a lo que Tobias
se oponía tajantemente.
Podría relatarles infinidad de anécdotas sobre Tobias y sus nu-
merosos intentos de matarme. Pero ya no tiene importancia. Lo que
me preocupaba era averiguar a qué se referían Stella y Carlotta, a qué
se debía todo ese veneno.
-¿Qué es lo que han hecho los hijos de Augustin? -pregunté,
pues así era como solía llamar a esos chiflados.
-Rapónchigo, Rapónchigo -respondió Stella enigmáticamen-
te-, suéltate el pelo o púdrete para siempre en el desván.
Pronunció esas palabras de forma alegre y cantarina, Como era ha-
bitual en ella.
-Se trata de la prima Evelyn -aclaró-. Todo el mundo dice que
es hija de Cortland.
-¿Cómo? ¿Te refieres a mi hijo Cortland? ¿Pretendes decir que
ha dejado preñada a una de esas Mayfair?
-Hace trece años, Cortland fue borracho a Fontevrault y dejó
encinta a Barbara Ann, la hija de Walker .Como recordarás, Barbara
Ann falleció al dar a luz a Evelyn. ¿Ya que no adivinas lo que suce-
dió? Pues que Evelyn es una bruja, una bruja muy poderosa capaz de
adivinar el futuro.
-¿Quién dice eso?
-Todo el mundo, querido tío. Tiene un sexto dedo en la mano
izquierda, la marca de las brujas, y un carácter muy huraño. Tobias la
ha encerrado en casa por temor a que intentéis asesinarla. ¡lmagínate!
¿Cómo ibais a lastimarla mamá o tú? ¡Si eres su abuelo! Cortland me
confesó que era cierto, pero me hizo jurar que jamás se lo diría a nadie.
«Ya sabes que papá odia a los Mayfair de Fontevrault -me dijo-. No
puedo hacer nada por esa niña, su familia me aborrece.»
-Espera un momento. ¿Acaso insinúas que Cortland se aprove-
chó de la tonta de Barbara Ann, la cual murió al dar a luz, y que luego
se negó a ocuparse de la niña?
-No se aprovechó de ella -contestó Stella-. Ella estaba tam-
bién prisionera en el desván. Dudo que hubiera visto a otro ser hu-
mano antes de que Cortland fuese a visitarla. No sé lo que sucedió,
pues yo era muy pequeña. No te enfades con Cortland; de todos tus
hijos, es el que más te quiere. Además, si se entera de que te lo he conta-
do se enfurecerá conmigo. Olvídalo.
¿Que lo olvide? ¡Ahora me entero de que tengo una nieta lla-
mada Evelyn, hija de la desdichada Barbara Ann ya la que Tobias
tiene encerrada en un desván a quince manzanas de aquí! No me ex-
traña que Carlotta esté furiosa. Motivos no le faltan. ¡Qué barba-
ridad!
Stella se levantó de un salto y exclamó:
-¡Mamá, el tío Julien se ha recuperado! ¡Está perfectamente bien!
Vamos a ir a la, casa de la calle Amelia.,
Como es lógico, Mary Beth entro apresuradamente.
-¿Te ha contado Carlotta lo de esa chica? -preguntó-. Es me-
jor que no intervengas en el asunto.
-¿Que no intervenga en el asunto? -repliqué, furioso.
-¡Mamá! -protestó Stella-. Eres peor que la reina Isabel, quien
temía el poder de su pobre prima, María Estuardo. Esa chica no puede
hacernos ningún daño. No es María Estuardo.
-Ya lo sé -respondió Mary Beth sin perder la calma-. Esa chi-
ca no me da miedo, por muy poderosa que sea. Tan sólo me inspira
lástima.
Mary Beth estaba de pie ante mí. Yo permanecí sentado en el sofá,
decidido a subir a mi habitación, pero no quería moverme hasta haber
averiguado más cosas sobre esa singular historia.
-La culpa de todo esto la tiene Carlotta, por haber ido a visitar a
esa pobre chica que se esconde en el desván.
-No se esconde, su padre la tiene prisionera.
-Calla, Stella. Aunque seas una bruja, no te entrometas, por el
amor de Dios.
-No ha salido de casa en toda su vida, mamá, al igual que la des-
graciada de Barbara Ann. y por el mismo motivo. Hay muchas brujas
en esa familia, tío Julien. Dicen que Barbara Ann estaba medio loca,
pero esa chica es hija de Cortland y puede adivinar el futuro.
-Nadie es capaz de adivinar el futuro -contestó Mary Beth-
eso es imposible. Esa chica es muy extraña, Julien. Oye voces y ve
fantasmas. Claro que eso no es una novedad. Ha vivido siempre muy
aislada, en compañía de ancianos.
-Cortland debió contarme lo sucedido -dije.
-No se atrevía a hacerlo -replicó Mary Beth-. Temía disgus-
tarte.
-Le importa un comino que yo me disguste. ¿Cómo es posible
que abandonara a su hijita en manos de esa gentuza? ¡Y pensar que
Carlotta frecuenta esa casa, la casa de Tobias, que siempre me ha con-
siderado un asesino
-Pero si es cierto, tío Julien -terció Stella-. Eres un asesino.
-Cállate -la amonestó Mary Beth.
Stella guardó silencio, lo cual significaba al menos una victoria tem-
poral.
-Carlotta fue allí para preguntarle a Evelyn lo que había visto,
para pedirle que predijera el futuro. Yo le prohibí que siguiera con ese
juego tan peligroso, pero no me hizo caso. Ha oído decir que esa chica
tiene más poderes que nadie en la familia.
-Es muy fácil afirmar eso -respondí, suspirando-. Más po-
deres que nadie en la familia... Eso mismo decía yo, cuando todavía
existían coches de caballos y esclavos y vivíamos pacíficamente en el
campo.
-Olvidas un pequeño detalle. Esa chica tiene muchos antepasa-
dos Mayfair. Siendo como es hija de Cortland, el número es incalcu-
lable.
-Ya comprendo -dije-. Barbara Ann era hija de Walker y Sa-
rah, ambos Mayfair. y Sarah era hija de Aaron y Melissa Mayfair .
-En efecto. Es difícil encontrar un antepasado de esa chica que
no fuera un Mayfair .
-Un dato muy interesante -dije.
Hubiera deseado anotarlo en mis cuadernos y reflexionar sobre
ello. Al recordar que Mary Beth los había arrojado a la hoguera, me
sentí deprimido y callé mientras madre e hija seguían charlando.
-No creo que esa chica sea capaz de adivinar el futuro -declaró
Mary Beth, sentándose junto a mí-. Carlotta fue a verla para que le
diera la razón, para que dijera que estábamos todos condenados. Está
obsesionada con ese tema.
-Ve probabilidades, como todos nosotros -respondió Stella,
soltando un melodramático suspiro-. Tiene unos presentimientos
muy fuertes-
-¿Y qué sucedió ?
-Carlotta subió al desván para hablar con Evelyn. Fue a verla en
más de una ocasión. Le tiró de la lengua y esa chica, que hace años que
apenas habla con nadie, le confió algo terrible.
-¿Qué le dijo?
-Que todos desapareceríamos de la faz de la tierra -contestó
Stella-, aniquilados por el ser que nos había creado y ayudado a
prosperar.
Yo alcé la cabeza y miré a Mary Beth.
-No hagas caso, Julien, es mentira -dijo ésta.
-¿Fue por eso por lo que quemaste mis cuadernos? ¿Para des..
truir todos los datos que había conseguido reunir?
-Eres viejo, Julien. Estás soñando -replicó Mary Beth-. Es po-
sible que la chica dijera eso para que Carlotta le hiciera un regalo, o para
librarse de ella. Es prácticamente muda. Permanece todo el día sentada
junto a la ventana, contemplando el tránsito de la avenida Saint Char-
les. A veces se pone a cantar o a recitar versos. Ni siquiera es capaz de
atarse los cordones de los zapatos o de peinarse.
-Y ese canalla de Tobias no la deja salir -dijo Stella.
-¡Basta! -exclamé-. Ordena a los sirvientes que preparen el
coche.
-No puedes ir a la casa de la calle Amelia -protestó Mary
Beth-, estás enfermo. ¿ Acaso quieres caer muerto en los escalones de ,
la entrada?
-Aún no estoy dispuesto a morir, querida -respondí-. Haz
que los sirvientes traigan el coche o iré andando. jRichard! ¿Dónde
está Richard? Tráeme ropa limpia. Me cambiaré en la biblioteca; no
puedo subir la escalera. Apresúrate, Richard.
-Vas a darles un susto tremendo -dijo Stella-. Creerán que te
propones matarla.
-¿Por qué iba a hacer eso? -pregunté.
-Porque ella es más fuerte que nosotros. Piensa en el legado, tío
Julien, tal como me dices siempre a mí. ¿No temes que esa chica pueda
reclamarlo todo?
-No -contesté-. No existe la menor posibilidad de que pueda
hacerlo mientras Mary Beth tenga una hija y Stella, la hija de Mary
Beth, tenga a su vez una hija.
-Pero ellos dicen que existen tres cláusulas relativas al poder, las
dotes de las brujas y demás. Además, han escondido a la chica para
que no podamos matarla.
En aquel momento apareció Richard con la ropa que le había pe-
dido. Me vestí apresurada y elegantemente para la importante visita
ceremonial. Le pedí a Richard que me trajera el guardapolvo -tenía
un Stutz Bearcat descapotable y en aquella época las calles estaban
enfangadas-, mis gafas y mis guantes.
-No puedes ir allí -dijo Mary Beth-. Les darás un susto de
muerte al viejo Tobias ya la chica.
 
-Es mi nieta -respondí-. Voy a buscarla.
Tras estas palabras, salí precipitadamente. Me encontraba bien,
aunque había notado que no podía controlar los movimientos del pie
izquierdo, el cual arrastraba un poco al andar. Afortunadamente, los
demás no se habían dado cuenta. La muerte había anunciado su pre-
sencia, pero supuse que podría vivir algunos años más con ese ligero
defecto.
Una vez que los sirvientes me ayudaron a bajar los escalones de la
entrada ya instalarme en el coche, Stella se encaramó sobre mis ro-
dillas, casi castrándome y matándome al mismo tiempo. De pronto
apareció Carlotta entre las sombras que arrojaban las encinas en el
jardín.
-¿Vas a ayudarla? -me preguntó.
-Por supuesto. La sacaré de allí. Es una historia espantosa. ¿Por
qué no me lo dijiste antes?
-No lo sé -contestó Carlotta, agachando afligida la cabeza-.
Me aseguró que veía unas cosas terribles.
-No hagas caso. Vámonos, Richard.
Richard arrancó precipitada y bruscamente en el camino empe-
drado, levantando una nube de polvo y barro, y enfiló la avenida Saint
Charles hasta que llegamos a la esquina de ésta con la calle Amelia.
-No puedo creer que Tobias tenga a esa niña encerrada en el
desván -murmuré indignado-. La próxima vez que vea a Cortland,
lo estrangularé.
Stella me ayudó a apearme del coche y se puso a saltar y brincar de
emoción. Era una costumbre que en ocasiones me deleitaba y otras
me parecía sumamente irritante, según el humor con que me encon-
traba.
-Mira, tío Julien --dijo-. Ahí, en la ventana de la buhardilla.
Supongo que habrás visto esa casa, Michael. Hoy en día se man-
tiene tan firme y sólida como la de la calle Primera.
Yo también la había visto, por supuesto, aunque jamás había pues-
to los pies en ella. Ni siquiera sabía con certeza cuántos Mayfair vivían
ahí. En mi opinión, era una pomposa mansión de estilo italiano, majes-
tuosa e imponente. Estaba construida en madera, aunque parecía de
piedra, como nuestra casa. En la fachada se alzaban unas columnas de
estilo entre dórico y corintio, frente ala gran puerta de entrada; el edi-
ficio estaba flanqueado por dos a las de forma octagonal y las ventanas
eran redondeadas, en consonancia con el estilo de la casa. Debo reco-
nocer que era una espléndida mansión, aunque no poseía la solera de la
nuestra.
Alcé la vista hacia la ventana de la buhardilla, tal como me había
indicado Stella.
 
Era una ventana de gablete, situada en el centro, sobre el porche.
En aquel momento me pareció sentir el pulso de la muchacha que me
contemplaba a través del cristal.
-¡Pobre Rapónchigo! -exclamó Stella, agitando la mano enér-
gicamente. Pero la muchacha desapareció al instante-. ¡Hemos ve-
nido a salvarte, Evie!
De pronto salieron Tobias y su hijo Oliver, hermano menor de Wal-
ker y un imbécil integral. Ambos presentaban un aspecto tan viejo y
achacoso que resultaba casi imposible distinguir al padre del hijo.
-¿Por qué has encerrado a esa niña en el desván? -inquirí-. ¿Es
cierto que es hija de Cortland, o se trata de una mentira que has in-
ventado para molestar y desconcertar a mi familia?
-¡Canalla! -respondió Tobias, avanzando con paso vacilante-.
No te acerques. Vete de aquí, hijo de Satanás. Sí, fue Cortland quien
destrozó a mi Barbara Ann. La pobre murió en mis brazos. Cortland es
el culpable. Esa niña es una bruja, y mientras yo viva no permitiré que
tenga tratos con vosotros y cree más brujas.
Al oír estas palabras, subí los escalones del porche. Ambos hom-
bres se precipitaron hacia mí.
-¡No tratéis de detenerme! -grité en tono amenazador-. ¡Ayú -
dame, Lasher, ábreme paso!
Tobias y su hijo retrocedieron aterrados. Stella me miró asom-
brada. En aquel momento se levantó un violento viento, tal como su-
cedía siempre que invocaba su presencia, cuando mi viejo orgullo he-
rido necesitaba su ayuda, aunque no estaba seguro de que respondiera
a mi llamada. Empezó a soplar sobre el jardín y el porche, haciendo
que la puerta se abriera bruscamente.
-Gracias, gracias, espíritu -murmuré-. Gracias por echarme
una mano.
«Te amo, Julien. Pero deseo que abandones esta casa ya todos los
que habitan en ella.»
-No puedo -respondí.
Penetré en el frío y oscuro vestíbulo, con Stella pegada a mis ta-
lones, y eché a andar por un largo corredor a ambos lados del cual
había varias puertas. Los viejos Tobias y Oliver nos seguían, gritando
para alertar a las mujeres. Las puertas se abrieron de golpe y apare-
cieron numerosas Mayfair, chillando como posesas. ¡Aquello parecía
un gallinero! El viento hacía temblar las encinas y arrancaba las hojas
de las ramas, las cuales penetraban por las ventanas del vestíbulo y se
esparcían a lo largo del corredor .
Ya había visto algunos de esos rostros; en todo caso, los conocía a
todos. Mientras los otros presenciaban la escena espantados, Tobias
intentó detenerme de nuevo.
 
-Apártate de mi camino -dije, plantándome al pie de la escalera
de roble. Luego me volví y empecé a subir la escalera.
Al llegar a la mitad de la imponente escalinata, donde ésta descri-
bía una curva, me detuve en el amplio descansillo rodeado de vidrieras
de colores y observé la luz que se filtraba a través de los cristales rojos
y amarillos. En aquellos instantes «recordé» la catedral con una in-
tensidad como no había vuelto a experimentar desde que abandoné
Escocia.
Sentía la poderosa presencia del espíritu a mi alrededor. Al cabo
de unos momentos, cuando hube recobrado el resuello, continué su-
biendo por la escalera hasta alcanzar el piso superior.
-¿Dónde está el desván? -pregunté.
-Ahí. -contestó Stella, conduciéndome a través de una puerta
situada al fondo, que daba acceso a una estrecha escalera.
Me detuve y, alzando la vista, dije:
-Baja, Evelyn, hija mía. Estoy muy fatigado, no puedo subir la
escalera. Te ruego que bajes. Soy tu abuelo.
Silencio. Tobias y su familia se hallaban congregados en el vestí-
bulo, al pie de la escalinata, observándome lívidos y boquiabiertos.
-No te escuchará -dijo una de las mujeres-. Nunca escucha a
nadie.
-Es sorda -dijo otra.
-¡Y muda!
-Mira, Julien, la puerta del desván está cerrada por fuera -dijo
Stella-, pero la llave está en la cerradura.
-¡Sois unos viejos perversos! -exclamé.
Cerré los ojos, hice acopio de todas mis fuerzas y ordené ala
puena que se abriera. No sabía si lo conseguiría, pues no es empresa
fácil. Sentí a Lasher junto a mí, incómodo y nervioso. No le gustaban
ni esa casa ni esos Mayfair .
«No son de los míos», dijo.
Antes de que yo pudiera responder o tratar de convencerlo de que
me ayudara, la puerta cedió. La llave cayó de la cerradura por medio
de una fuerza más poderosa que la mía y la puerta se abrió, dejando
que la luz penetrara por el hueco de la escalera.
Yo sabía que la puerta no se había abierto por obra de mis pode-
res, y también Lasher, el cual se acercó aún más a mí, como si estu-
viera asustado.
«Cálmate, espíritu -le dije con mi voz secreta-. Cuando tienes
miedo eres muy peligroso. No cometas ningún disparate. No sucede
nada. Ha sido la propia chica quien ha abierto la puerta. Silencio.»
Lasher me confesó entonces que era precisamente a Evelyn a quien
temía. Debí sospecharlo. De todos modos, le tranquilicé asegurándole
que no representaba ninguna amenaza para nosotros y le rogué que se
comportara bien.
Los rayos de sol iluminaban el polvoriento suelo. De pronto apa-
reció en lo alto de la escalera una sombra alta y esbelta, una muchacha
muy hermosa, con una espesa cabellera y ojos de mirada profunda.
Era tan alta y delgada que parecía estar desnutrida.
-Baja, hija mía -dije-. No temas, eres libre.
La muchacha obedeció. Mientras descendía la escalera lenta y si-
lenciosamente, la vi mirar a mi alrededor y en torno a Stella, como si
hubiera divisado al espíritu, al «hombre», a aquel ser invisible.
Al llegar abajo, se volvió y observó a los otros temblando como
una hoja. Jamás había visto tal expresión de angustia. La así de la ma-
no y dije para tranquilizarla:
-Ven conmigo, cariño. Nadie volverá a obligarte a vivir en un
desván si no lo deseas.
Luego la estreché entre mis brazos. Ella no se resistió, pero tam-
poco me abrazó. Su aspecto era extraño, propio de alguien que hace
tiempo que no ve la luz del sol. Tenía el cuello largo y esbelto, las ore-
jas diminutas y desprovistas de lóbulos, y en la mano izquierda un
sexto dedo, la marca de las brujas. La miré asombrado.
Los otros se dieron cuenta de que había visto esa marca y empe-
zaron a vociferar. De improviso aparecieron Ragnar y Felix Mayfair,
dos tíos de la muchacha y unos jóvenes de notoria reputación, los
cuales intentaron cerrarnos el paso.

En aquel instante empezó a soplar un viento gélido y violento que
obligó a los dos jóvenes Mayfair a retroceder. A continuación agarré a
Evelyn de la mano, cruzamos el descansillo y descendimos la escali-
nata, seguidos de Stella.
-Te adoro, tío Julien -murmuró Stella, como una joven aldeana
a su príncipe azul.
Evelyn caminaba erguida, como un elegante cisne, su pálido ros-
tro contrastando con su lustroso cabello, mostrando unos bracitos y
unas piernas que parecían palos. Llevaba un vestido confeccionado en
un tejido de algodón barato estampado con flores, como el que sue-
len utilizar las mujeres para forrar las colchas, y unos viejos botines de
cuero con la suela agujereada.
La conduje a través del vestíbulo, mientras el viento seguía batien-
do contra puertas y ventanas, agitando las ramas de los árboles y so-
plando sobre los numerosos automóviles, carros y carruajes que circu-
laban por la avenida.
Nadie intentó detenernos mientras Richard ayudaba a Evelyn a
instalarse en el coche. Yo ocupé el asiento junto a ella, y Stella se sen-
tó de nuevo en mis rodillas. Cuando el coche arrancó, Evelyn se vol-
vió y contempló la casa, la ventana de la buhardilla y a los Mayfair,
quienes nos observaban estupefactos desde el porche.
No habíamos recorrido ni un metro cuando empezaron a gritar
todos:
-¡Asesino! ¡Se ha llevado a Evelyn!
El joven Ragnar blandió el puño y juró que se querellaría contra mí.
-¡Hazlo si te atreves! -repliqué-. Te arruinarás en vano. Soy
propietario del más prestigioso bufete de abogados de la ciudad.
El coche avanzaba ruidosa y lentamente por la avenida Saint
Charles, pero en cualquier caso a mayor velocidad que un coche de
caballos. Evelyn, sentada entre Richard y yo, permanecía en silencio
mirándolo todo con expresión de asombro, como si jamás hubiera
traspasado la puerta de su casa, mientras Stella la observaba con cu-
riosidad.
Al llegar a casa, Mary Beth nos aguardaba junto a la verja y me
preguntó ansiosa:
-¿Qué vas a hacer con ella?
-No puedo dar un paso más, Richard. Encárgate de todo.
-Avisaré a los chicos -contestó, dando unas palmadas para lla-
mar a la servidumbre. Stella y Evelyn se apearon del coche y Stella se
detuvo ante mí, alzando las manos y diciendo:
-Descuida, no dejaré que te caigas, Julien. Eres mi héroe.
Evelyn me miró fijamente; luego miró a Mary Beth, la casa ya los
sirvientes que acudían corriendo.
-¿Qué vas a hacer con ella? -insistió Mary Beth.
-Entra en casa, Evelyn -dije, dirigiéndome a aquella esbelta y
hermosa criatura.
Tenía unos labios rojos y carnosos que contrastaban con la pali-
dez de su demacrado semblante, y unos ojos del color del cielo en un
día nublado.
-Entra en casa, hija mía -repetí-. Aquí estarás a salvo y podrás
decidir si deseas ser toda tu vida una prisionera o no. Si caigo muerto
mientras subo la escalera, confío en que salves a esta muchacha, ¿ me
oyes, Stella?
-No morirás -respondió Richard, mi amante-. Yo te ayudaré
a subir.
No obstante, noté que me observaba con aire inquieto. Estaba
más preocupado por mi salud que los demás.
Stella echó a andar escalera arriba seguida de Evelyn y de Richard,
el cual me sostenía con su vigoroso brazo para impedir que cayera de
bruces y perdiera la escasa dignidad que me quedaba.
Cuando entramos en mi habitación, situada en el tercer piso de la
casa, dije:
-Ofrecedle a Evelyn algo de comer. Parece desfallecida de ham-
bre.
Stella y Richard se dirigieron a la cocina y yo me desplomé en la
cama, extenuado.
Al cabo de unos minutos alcé la vista y miré a Evelyn con tristeza.
Me sentía tan viejo y cansado que no me hubiera importado morir en
aquellos momentos, de no haber sido porque esa joven y hermosa
muchacha me necesitaba a su lado para protegerla.
-¿Puedes comprenderme? -le pregunté-. ¿Sabes quién soy?
-Sí, Julien -respondió con toda corrección. Tenía una voz lige-
ramente aflautada-. Te conozco. Vives en este desván, ¿no es cierto?
-preguntó observando las vigas, los libros, la chimenea, el sillón, el
Victrola y mis viejos discos, mientras sonreía dulcemente.
-¡Dios mío! -suspiré-. ¿Qué voy a hacer contigo?
 
 
 
 
21
 
Los ocupantes de la alegre casita eran morenos; tenían el pelo ne-
gro, al igual que los ojos, y su tez resplandecía a la luz de la lámpara que
colgaba sobre la mesa. Eran de talla menuda, con una pronunciada osa-
menta, y llevaban unas ceñidas ropas de color rojo, azul y blanco.
Cuando la mujer vio a Emaleth, se levantó y se acercó a la puerta trans-
parente.
-¡Dios mío! Anda, pasa -dijo, mirando a Emaleth a los ojos-.
Pero si vas desnuda. Fíjate en esta chica, Jerome. ¡Pobrecita!
-Me he lavado en el río -dijo Emaleth-. Mi madre está pos-
trada bajo un árbol; está mala y no puede hablar .
Emaleth extendió las manos. Estaban mojadas, al igual que el
pelo, que le colgaba sobre el pecho. Tenía frío, pero el ambiente de la
habitación era cálido y acogedor.
-Pasa -repitió la mujer, tomando a Emaleth de la mano y obli-
gándola a entrar .
Luego cogió un trapo que colgaba de un gancho y empezó a se-
carle el cabello. Las gotas que caían formaban un charco en el relu-
ciente suelo. Todo estaba limpio e inmaculado. La habitación presen-
taba un aire casi irreal, distinto de la tenebrosa noche poblada de
sombras y ruidos extraños; parecía un lugar ideal para refugiarse
de los insectos y las espinas que habían lastimado los pies y los brazos
desnudos de Emaleth.
El hombre permanecía inmóvil, contemplando a Emaleth.
-No te quedes ahí parado, Jerome. Vea buscar una toalla y ropa
limpia. ¿Cómo es que vas desnuda, niña? ¿Acaso has sufrido un acci-
dente?
Emaleth nunca había oído unas voces como las de esas personas
morenas. Tenían un timbre musical, distinto de otras voces. También
le chocó el hecho de que el blanco de sus ojos no fuera absolutamente
blanco, sino ligeramente amarillento, lo cual encajaba con el tono
tostado de su piel. Ni siquiera el padre de Emaleth tenía una voz can-
tarina como la de esas gentes. «Nacerás sabiendo todo cuanto necesi-
tas saber», le había dicho su padre.
-No me hagan daño -dijo Emaleth.
-¡Tráele unas ropas, Jerome! -ordenó la mujer.
Acto seguido cogió un pedazo de papel y empezó a secar los hom-
bros y brazos de Emaleth. Ésta le arrebató el papel de las manos y se
enjugó la cara con él. Tenía un tacto áspero, aunque no desagradable, y
olía bien. Era una servilleta de papel. Todo lo que había en la pequeña
cocina olía bien. Sobre la mesa había pan, leche y queso. Emaleth aspi-
ró el aroma de la leche y el queso. Era un queso muy raro, con la corte-
za de color naranja. Emaleth deseaba comerse un trozo, pero no se lo
ofrecieron.
«Somos gente pacífica y educada -le había dicho su padre-. Por
eso suelen comportarse de forma tan cruel con nosotros.»
-¿Qué ropas? -preguntó el hombre llamado Jerome, quitándo-
se la camisa y ofreciéndosela a Emaleth-. No tenemos ropas de su
talla.
Emaleth estaba ansiosa por ponerse la camisa, pero antes deseaba
contemplarla. Era de cuadritos azules y blancos, como los cuadros
rojos y blancos del mantel.
-Trae unos pantalones de Bubby -dijo la mujer-. Creo que le
quedarán bien.
Todo lo que había en la casita estaba limpio y reluciente, hasta el
mantel de cuadros que cubría la mesa. En una esquina de la cocina
había un frigorífico blanco, con una reluciente asa de metal, el cual
funcionaba gracias al motor situado en la parte trasera. Emaleth sabía
que, si lo abría, hallaría una botella de leche fría en su interior .
Emaleth tenía hambre. Había mamado toda la leche de su madre
mientras ésta yacía bajo el árbol, contemplando la luna y las estrellas.
Después de llorar durante un buen rato, se había bañado en el río,
pero éste tenía un color verdoso y apestaba. Luego había visto sobre
la hierba una especie de surtidor con un mango y se había lavado con
el agua de ese surtidor.
El hombre regresó con unos pantalones largos, como los que solía
lucir el padre de Emaleth. Al ponérselos, Emaleth casi perdió el equi-
librio. La cremallera de la bragueta tenía un tacto frío, al igual que los
botones, pero la prenda le quedaba bien. Pese a sus largos brazos y
piernas, era una recién nacida y tenía aún la piel muy delicada.
«No tardarás en aprender a caminar, aunque al principio te costa-
rá un poco», le había dicho su padre. Los pantalones le abrigaban,
aunque eran de un género grueso y pesado. «Recuerda que consegui-
rás lo que te propongas.»
Emaleth se puso la camisa, la cual tenía un tacto mucho más suave
que los pantalones, como la toalla con la que la mujer le secaba el pelo.
Emaleth tenía el cabello de un color dorado que contrastaba con la
piel morena de los dedos de la mujer. Ésta, sin embargo, tenía las pal-
mas de las manos rosadas, no morenas.
Emaleth observó a la mujer mientras le abrochaba un botón de la
camisa, rápida y hábilmente. Emaleth sabía cómo hacerlo y se abro-
chó el resto de los botones. Luego miró a la mujer y sonrió.
«Nacerás sabiendo todo lo necesario, al igual que las aves saben
construir un nido, las jirafas saben caminar y las tortugas saben des-
plazarse por la tierra y nadar en el mar, aunque nadie les ha enseñado a
hacerlo. Recuerda que los seres humanos no nacen sabiendo esas co-
sas. Al nacer, son unas criaturas desvalidas que no están formadas del
todo, pero tú serás capaz de caminar, correr y reconocer todos los
objetos.»
«Bueno, no todos» pensó Emaleth, aunque sabía que lo que col-
gaba de la pared era un reloj y lo que había en la repisa de la ventana
era una radio. Cuando la encendías sonaban voces, o música.
-¿Dónde está tu madre? -preguntó la mujer-. ¿Dices que está
enferma?
-¿Cuántos años calculas que tiene esta niña? -inquirió el hom-
bre. Se había puesto una gorra, como si se dispusiera a salir. Estaba
rígido, con los puños crispados y miraba fijamente a Emaleth-.
¿Dónde está su madre?
-¿Cómo voy a saber qué edad tiene? Es una niña muy alta. ¿Cuán-
tos años tienes, hija? ¿Dónde está tu madre?
-He nacido hace poco -contestó Emaleth-. Por eso mi madre
está tan mal. Pero ella no tiene la culpa. Se ha quedado sin leche. Está
medio muerta y huele a muerte. De todos modos, pudo darme de ma-
mar. Estoy fuerte y sana. -Luego se volvió y, señalando hacia el bos-
que, dijo-: Después de cruzar el puente verá un árbol cuyas ramas lle-
gan al suelo. Mi madre yace debajo de él. Está en silencio; no puede
hablar. Soñará hasta que muera.
El hombre salió apresuradamente y cerró la puerta de un portazo.
Echó a andar con aire decidido y, al cabo de un momento, empezó a
correr .
La mujer observó a Emaleth.
Emaleth se tapó los oídos con las manos, pero era demasiado tarde;
la puerta transparente se había cerrado de golpe, haciendo un ruido
fortísimo. Era una puerta transparente, pero no era de cristal. Emaleth
sabia lo que era el cristal La botella que había sobre la mesa era de cris-
tal. Recordaba haber visto ventanas de cristal, y cuentas de cristales y
muchas otras cosas. La puerta transparente era de plástico.
«Todo está codificado en tu mente», le había dicho su padre.
Emaleth miró a la mujer. Quería pedirle que le diera algo de co-
mer, pero el tiempo apremiaba y debía ir en busca de su padre, o de
Donnelaith, o de Michael en Nueva Orleans, lo que le resultara más
fácil. Emaleth había observado las estrellas, confiando en que éstas la
guiaran. Su padre le había asegurado que las estrellas la guiarían, pero
no fue así.
Emaleth abrió la puerta y salió, manteniéndola abierta para que
pasára la mujer. Las ranas arbóreas y los grillos cantaban en el bosque,
junto con muchos otros animales cuyo nombre nadie conocía, ni si-
quiera el padre de Emaleth. La noche estaba llena de extraños sonidos.
Emaleth observó los diminutos insectos que revoloteaban bajo la luz
de la bombilla. Cuando agitó la mano, éstos se dispersaron rápida-
mente, pero al cabo de unos segundos reaparecieron formando una
pequeña nube.
Emaleth contempló las estrellas. Siempre recordaría el dibujo que
formaban sobre las copas de los árboles, en lo alto del firmamento, el
cual aparecía negro en un lado y en otro de un azul intenso. Sí, y tam-
bién la luna. La hermosa y radiante luna. «Por fin la he visto, padre.» Sí,
pero para llegar a Donnelaith tenía que saber qué aspecto ofrecerían las
estrellas cuando estuviera en su punto de destino.
La mujer la tomó de la mano. Luego la miró y le soltó la mano
apresuradamente.
-¡Qué piel tan suave! -exclamó-. Tienes la piel suave y son-
rosada como un bebé.
«No les digas que has nacido hace poco -le había recomendado
su padre-. No les digas que pronto morirán. Compadécete de ellos.»
-Gracias -dijo Emaleth-. Me marcho. Me voy a Escocia o a
Nueva Orleans. ¿Conoce usted el camino?
-No tendrás ningún problema para llegar a Nueva Orleans -res-
pondió la mujer-. Escocia ya es otra cosa. En cualquier caso, no
puedes andar descalza. Te daré unos zapatos de Bubby; creo que te
quedarán bien.
Emaleth dirigió la vista hacia el bosque y el río, más allá del puente.
Había anochecido y no estaba segura de poder esperar a que la mujer le
trajera los zapatos.
«Nacen desprovistos de información -le había dicho su padre-.
y lo poco que saben lo olvidan inmediatamente. Son incapaces de
percibir olores o reconocer determinadas formas. No saben instinti-
vamente lo que deben comer. Se envenenan. No pueden oír sonidos
como los oyes tú, ni captar una melodía. No son como nosotros. Son
meros fragmentos que utilizamos para nuestros propios fines, aunque
ello significa su perdición. Muéstrate caritativa con ellos.»
¿Dónde estaba su padre? Si él había observado las estrellas sobre
Donnelaith, ella, Emaleth, debía conocerlas y saber qué aspecto te-
nían. Pero no percibía ni rastro del olor de su padre. Ni siquiera su
madre olía a él.
La mujer regresó y depositó los zapatos en el suelo. Se trataba de
unas zapatillas deportivas. Tras no pocos esfuerzos, Emaleth consi-
guió calzárselas. La lona resultaba áspera, pero Emaleth comprendió
que era preferible ir calzada. Su padre también llevaba zapatos, al
igual que su madre. Emaleth se había lastimado un pie al tropezar con
una piedra oculta entre la hierba. La mujer se arrodilló y le ató los
cordones de las zapatillas. Emaleth miró los lacitos y sonrió. Eran
muy bonitos, aunque no tanto como los dedos de la mujer.
Qué grandes le parecían sus pies en comparación con los de ella.
-Adiós, señora. y gracias -dijo Emaleth-. Ha sido muy ama-
ble conmigo. Lamento lo que va a suceder.
-¿Y qué es lo que va a suceder? -preguntó la mujer-. ¿Qué es
ese olor que exhalas? Al principio pensé que era porque habías estado
en las tierras pantanosas, pero se trata de otro olor .
-¿Un olor?
-Sí, es un olor agradable, a cocido o algo semejante...
De modo que Emaleth también exhalaba ese olor. ¿Era ése el mo-
tivo de que no pudiera percibir el aroma de su padre? Se olió los dedos
y comprobó que, en efecto, su piel despedía un curioso olor. El mis-
mo olor que su padre.
-No lo sé -respondió Emaleth-. Creo que debería saber esas
cosas. Mis hijos sin duda las sabrán. Debo ir a Nueva Orleans. Mi
madre me rogó que fuera. Dijo que se pasa por allí de camino hacia
Escocia, de manera que no tendría que desobedecer a mi padre. Bien,
me marcho.
-¿Por qué no esperas a que regrese Jerome? Ha ido en busca de
tu madre.
La mujer llamó a Jerome, pero éste no respondió.
-No, señora. Debo irme -contestó Emaleth.
Acto seguido apoyó las manos en los hombros de la mujer y le dio
un beso en su suave y tostada frente. Luego le tocó el cabello, lo olió y
le acarició la mejilla. Era una buena mujer .
Era evidente que a la mujer le gustaba su olor.
-Espera un momento, hija.
Era la primera vez que Emaleth había besado a otra persona
aparte de su madre y se emocionó. Miró a la diminuta mujer de cabe-
llo y ojos negros y sintió lástima de ella. Era una pena que tuvieran
que morir. Eran unas personas muy buenas. Pero la tierra no era lo
bastante grande para albergarlos a todos, y ellos habían preparado el
camino para una raza de gentes más amables e infantiles.
-¿Hacia dónde queda Nueva Orleans? -preguntó Emaleth. Su
madre no lo sabía, y su padre no se lo había dicho.
-Creo que hacia allí -respondió la mujer-. A decir verdad, no
estoy segura. Creo que hacia el este. Pero no puedes...
-Gracias, tesoro -dijo Emaleth, utilizando uno de los apelati-
vos favoritos de su padre. Luego, se alejó.
Cada paso que daba le hacía sentirse más segura. Atravesó rápi-
damente la explanada de hierba y echó a andar por la carretera, bajo
las blancas luces eléctricas, con la melena al viento y balanceando los
brazos.
Tenía el cuerpo completamente seco, a excepción de unas gotitas
en la espalda, pero ya se secarían. El pelo también estaba casi seco.
Emaleth contempló su sombra en el asfalto y se echó a reír. ¡Qué alta
y delgada era en comparación con esas gentes morenas! Tenía una ca-
beza enorme. Más grande incluso que la de su madre. «Pobre mamá
-pensó-, tendida bajo el árbol, con la vista clavada en la oscuridad y
el infinito.» Su madre no había vuelto a ver a Emaleth. Su madre no
podía oír nada. Había sido un error abandonar a su padre.
Pero Emaleth daría con él. Era preciso que lo encontrara. Estaban
solos en el mundo. Y a Michael. Michael era amigo de su madre. Mi-
chaella ayudaría. «Ve cuanto antes a reunirte con Michael», le había
dicho su madre. Habían sido sus últimas palabras.
Emaleth dudaba entre obedecer a su madre o a su padre.
«Estaré esperándote», le había dicho éste.
No le costaría mucho encontrarlo. Además, le gustaba andar.
 
 
 
 
22
 
A las nueve en punto, Lightner, Anne Marie, Lauren, Ryan, Ran-
dall y Fielding se reunieron en el despacho situado en el piso superior
del edificio Mayfair. Era evidente que Fielding no se encontraba bien,
pero nadie se atrevió a comentarlo.
Cuando entró Pierce acompañado de Mona, nadie protestó ni dio
muestras de asombro, aunque todos se quedaron mirando a la joven-
cita, pues jamás la habían visto vestida con un traje sastre de lana azul.
El traje era de su madre y le quedaba un poco grande. Parecía mucho
mayor, más bien debido a la expresión de su rostro que a haberse
desembarazado de sus bucles y lacitos. Llevaba unos zapatos de tacón
alto que le sentaban perfectamente, y Pierce trató de no mirar sus es-
beltas y hermosas piernas.
Pierce siempre se había sentido incómodo en presencia de su pri-
ma Mona, incluso cuando ésta era una niña. Tenía un aire seductor
que le turbaba. Un día, cuando Mona tenía cuatro años y él once, ha-
bía intentado llevárselo al bosque. La excusa de que su prima «era
demasiado joven» para esos jueguecitos ya no era aplicable. Hoy, sin
embargo, Mona parecía tan agotada como él.
-Nuestras madres han muerto -le susurró Mona al oído cuando
se dirigían al despacho. Eran las únicas palabras que había pronuncia-
do durante todo el trayecto.
Lo que los otros no entendían era que Mona se hubiera hecho con
el control de la situación. Pierce había llegado a la calle Amelia para
comunicarles que estaban tratando de ponerse en contacto con todas
las mujeres Mayfair, incluso con unas primas que se encontraban en
Europa. Creía tener la situación controlada; todos estaban muy exci-
tados, como suele suceder cuando muere alguien de la familia. Se ha-
bía producido la misma reacción que al estallar una guerra, pensó
Pierce, antes de que el dolor y la muerte hicieran que la gente perdiese
la cabeza.
En cualquier caso, cuando llamaron para decir que Mandy May-
fair también había muerto, Pierce se quedó mudo. Mona, que estaba
junto a él, le dijo que le pasara el teléfono.
Mandy Mayfair había muerto hacia las doce del mediodía, des-
pués de haberse producido la muerte de Edith y antes de que muriera
Alicia. Al parecer, se estaba vistiendo para asistir al funeral de Edith.
Sobre la cama descansaban su rosario y el misal. Las ventanas de su
apartamento -situado en el barrio francés-, las cuales daban aun
pe4ueño jardín, estaban abiertas. Cualquiera pudo trepar por el muro
del patio. No había indicios de violencia ni de que alguien hubiese
irrumpido por la fuerza en su casa. Habían hallado a Mandy tendida
en el suelo del baño, en posición fetal, con los brazos alrededor de la
cintura. En el suelo, alrededor de su cuerpo, había unas flores de color
naranja y morado, unas lantanas que habían vuelto a florecer durante
los templados meses posteriores a Navidad y que la policía dedujo
que procedían de su propio jardín.
Nadie podía creer que se tratara de una muerte «natural» ni fruto de
una misteriosa enfermedad. Era lo único que Pierce sabía con certeza. Si
alguien había matado a Edith, a Mandy, a Alicia y a Lindsay en Hous-
ton, ya otra prima cuyo nombre, lamentablemente, no conseguía re-
cordar, era probable que ese mismo asesino hubiera matado a su madre.
Los últimos momentos de ésta habían sido angustiosos. Tenía la
mano extendida, como para recibir al mar, amén de otros signos sim-
bólicos que Pierce había creído ver al contemplar el cadáver y averi-
guar que la habían hallado desangrándose.
No, no había sucedido así.
Tras apartar la silla para que Mona se sentara, como un perfecto
caballero, se sentó junto a ella y frente a Randall, que ocupaba la ca-
becera de la mesa. Al observar la expresión de su padre, Pierce com-
prendió que Randall presidiera la sesión, ya que Ryan no estaba en
condiciones de hacerlo.
-Francamente, no nos esperábamos esto -dijo Mona.
Ante el asombro de Pierce, todos asintieron, al menos los que to-
davía tenían fuerzas para reaccionar. Lauren parecía extenuada, aun-
que conservaba la calma. Anne Marie fue la única que lá: miró horro-
rizada.

La mayor sorpresa la constituía Lightner, el cual permanecía jun-
to a la ventana, contemplando el río y las luces de los puentes. Daba la
impresión de que no se había enterado de la presencia de Pierce y de
Mona. Ni siquiera los miró.
 
-Creía que podrías ayudarnos, Aaron, proporcionarnos unas
pistas -dijo Pierce impulsivamente. Era el tipo de frase que solía sol-
tar cuando estaba nervioso. Su padre le había dicho que un buen abo-
gado no podía decir lo que se le ocurriera, sino que debía ser discreto.
Aaron se volvió hacia la mesa, cruzó los brazos y miró a Mona ya
Pierce.
-Me choca que confiéis en mí -dijo suavemente.
-El caso -respondió Randall- es que conocemos a ese indivi-
duo. Sabemos que mide un metro ochenta y cinco, que tiene el pelo
negro y que es una especie de mutante. Sabemos que Edith y Alicia
sufrieron un aborto. Sabemos por los resultados superficiales de la
autopsia que ese individuo fue el causante de los mismos. Sabemos
que el desarrollo embrionario, al menos en dos de los casos, fue muy
acelerado, y que las madres sufrieron una fuerte hemorragia al cabo de
unas horas de quedar embarazadas. Esperamos que dentro de poco las
autoridades de Houston confirmen esos datos en los casos de Lindsay
y Clytee.
-Ah, sí, Clytee, ése es su nombre -dijo Pierce.
De pronto se dio cuenta de que todos le miraban. No había pre-
tendido decirlo en voz alta.
-No se trata de una enfermedad -dijo Randall-, sino de un
individuo.
-Un individuo que desea reproducirse -precisó lauren fría-
mente-. Que desea copular con las mujeres de esta familia que po-
sean unos defectos gen éticos que las hagan compatibles con él.
-Y también sabemos -dijo Randall- que ese individuo busca a
sus víctimas entre las líneas de la familia donde se han producido más
matrimonios entre miembros consanguíneos.
-De acuerdo -intervino Mona-, se han producido cuatro muer-
tes aquí y dos en Houston. las muertes de Houston ocurrieron más
tarde.
-Varias horas más tarde -afirmó Randall-. En ese tiempo, el in -
dividuo pudo haber tomado el avión para Houston.
-Todo parece indicar que en este asunto no intervienen causas
sobrenaturales -dijo Pierce-. Si se trata de un «hombre», nos refe-
rimos aun hombre de carne y hueso, como dijo mamá, el cual debe
moverse y actuar como cualquier ser mortal.
-¿Cuándo te dijo tu madre que se trataba de un hombre de carne
y hueso?
-Gifford lo dijo hace algún tiempo -terció Ryan-. En reali-
dad, no sabía mucho del asunto. Eran meras conjeturas. Conviene que
nos atengamos a los hechos. Tal como ha dicho Randall, se trata de un
individuo.
 
-En efecto -asintió Randall, tomando de nuevo la palabra-, y
si unimos los informes de que disponemos con los datos proporciona-
dos por Lightner y el doctor Larkin de California, vemos que hay
motivos para creer que ese individuo posee un singular genoma. Tiene
noventa y dos cromosomas, el doble que un ser humano, aunque en
doble hélice, exactamente igual que los humanos, y las proteínas y
enzimas de su sangre y sus células son distintas.
Pierce no dejaba de pensar en su madre; no podía borrar de su
mente la imagen de su cuerpo yaciendo sobre la arena, aunque no la
había visto personalmente. Temía que esa siniestra imagen le persi-
guiera siempre. ¿ Había tenido su madre miedo en aquellos momen-
to? ¿La había lastimado ese individuo? ¿Cómo había llegado su ma-
dre a la orilla del agua? Abatido, Pierce agachó la cabeza y miró la
mesa fijamente.
Randall seguía en el uso de la palabra.
-Nos tranquiliza saber -dijo- que se trata de un solo indivi-
duo, al cual podemos detener, que independientemente de su histo-
rial, de su concepción o como queramos llamarlo, es un individuo y
podemos capturarlo.
-Pero ésa es la cuestión -intervino Mona, expresándose, como
de costumbre, como si todos estuvieran dispuestos a escucharla. Lle-
vaba el pelo peinado hacia atrás, poniendo de relieve sus suaves meji-
llas y atractivas facciones, lo cual le daba al mismo tiempo un aspecto
más joven y de mujer adulta-. Es evidente que pretende reproducir-
se. y si esos embriones se desarrollan aun ritmo tan acelerado, ese
individuo podría tener un hijo en cualquier momento.
-Es cierto -dijo Aaron Lightner-. Eso es exactamente lo que
puede ocurrir. No podemos prever la rapidez con que se desarrollará
ese niño. Es posible que se desarrolle tan rápidamente como el indi-
viduo, cuya gestación sigue siendo un misterio. Asimismo, es posible
que el individuo copule con su hija, en el caso de que se trate de una
hembra. Deduzco que ése es su objetivo principal, asegurar su des-
cendencia.
-¡Dios mío! -exclamó Anne Marie-. ¿De veras crees que eso
es lo que intenta?
-¿Y qué hay de Rowan? ¿No sabéis nada de ella? -preguntó
Mona.
Todos menearon la cabeza para responder negativamente. Sólo
Ryan se molestó en pronunciar la palabra «no».
-De acuerdo -dijo Mona-. Debo informaros que ese indivi-
duo por poco consiguió atraparme. Ocurrió de la siguiente forma.
En la casa de la calle Amelia le había relatado a Pierce lo sucedido,
pero, mientras la escuchaba ahora, éste se dio cuenta de que Mona
omitía ciertos detalles, como el hecho de que se hallaba con Michael,
de que estaba desnuda, dormida en la biblioteca, y de que la había
despertado un disco que sonaba en el Victrola, no el ruido de la venta-
na al abrirse. A Pierce le extrañó que no lo dijera. Los Mayfair tenían
tendencia a omitir los pormenores que no les interesaba revelar. Se
sintió tentado de decirle que les contara que el Victrola estaba sonan-
do, pero optó por guardar silencio.
Era evidente que existía un abismo entre ese mutante, tal como lo
llamaban, y las amenas leyendas y milagros que siempre habían en-
vuelto la casa de la calle Primera. El propio Victrola pertenecía a una
época que nada tenía que ver con el ADN, el ARN y las extrañas
huellas descubiertas por el forense en el apartamento del barrio fran-
cés de Mandy Mayfair .
La muerte de Mandy era la primera que confirmaba que se trataba
de un asesinato. Las flores que cubrían su cadáver, junto con los mo-
retones que tenía en el cuello, indicaban claramente que alguien la
había matado. El cuerpo de Gifford, en cambio, no presentaba con-
tusiones, lo que significaba que no había luchado con su agresor. Éste
la había pillado por sorpresa. Pierce confiaba en que su madre no hu-
biera sufrido.
En aquel momento Mona intentaba explicarles lo del olor.
-Conozco ese olor al que te refieres -dijo Ryan, manifestando
interés en el tema-. Lo percibí en Destin. No es un olor desagrada-
ble, sino más bien como...
-Es delicioso. Te dan ganas de aspirarlo profundamente -dijo
Mona-. Yo lo noté en la casa de la calle Primera. Toda la casa estaba
impregnada de ese olor .
-En Destin, por el contrario, era muy tenue -dijo Ryan.
-Tú lo percibiste de forma tenue y yo muy intensa, pero eso sin
duda indica cierta compatibilidad gen ética.
-Pero ¿qué sabes tú sobre compatibilidad gen ética? -inquirió
Randall.
-No te metas con Mona -le reprendió Ryan suavemente-. No
hay tiempo para eso. Debemos hacer algo... específico. Lo primero es
dar con ese ser. Tratar de adivinar dónde aparecerá. ¿No viste nada
que te llamara la atención, Mona?
-No. Pero quiero ponerme en contacto con Michael. Llevo dos
horas tratando de localizarlo. Estoy muy preocupada. Creo que lo
mejor será ir ...
-Te prohíbo que salgas de esta habitación -dijo Pierce-. No
irás a ninguna parte sin mí.
-De acuerdo. Acompáñame a la calle Primera.
Lauren dio un par de golpecitos en la mesa con el bolígrafo para
atraer la atención de los presentes. Tan sólo dos discretos golpecitos,
pensó Pierce, no los suficientes para irritarte.
-Repasemos de nuevo los datos -dijo Lauren-. Todas las mu-
jeres de la familia han sido avisadas.
-Al menos, eso creemos -respondió Anne Marie-. Confiemos
en que si existe alguna Mayfair que no conozcamos, ese monstruo
tampoco sepa que existe.
-La policía ha interrogado a varios testigos en Nueva Orleans y
Houston -dijo Lauren.
-Sí, pero nadie ha visto a ese individuo entrar o salir de un edi-
ficio.
-Sabemos qué aspecto tiene -dijo Mona-. El doctor Larkin
nos lo ha explicado, y también los testigos de Escocia, y Michael.
-Tan sólo nos cabe esperar, Lauren -dijo Randall-. Hemos
hecho cuanto podíamos. Debemos permanecer juntos. Ese monstruo
no cejará en su empeño. Más pronto o más tarde aparecerá, y debemos
estar preparados para atraparlo.
-¿Cómo vamos a atraparlo? -preguntó Mona.
-¿No pueden ayudarnos los hombres de tu organización en Ams-
terdam o en Londres? -preguntó Ryan suavemente a Aaron-. Tenía
entendido que os dedicabais precisamente a estos casos. Recuerdo que
Gifford me dijo varias veces: «Habla con Aaron. Aaron sabe mucho de
esas cosas» -añadió, sonriendo con tristeza.
Pierce nunca había oído a su padre expresarse de ese modo.
-En realidad no sé nada --contestó Aaron-. Creía conocer
toda la historia de las brujas Mayfair, pero hay varios datos que se
me escapan. Hay otras personas relacionadas con nuestra Orden que
están investigando el caso. La oficina de Londres se limita a decirme
que debo esperar hasta recibir instrucciones, se niegan a darme res-
puestas claras. No sé qué hacer ni qué deciros. Me siento... decep-
cionado.
-No puedes fallamos -dijo Mona-. Olvídate de esos tipos de
Londres. ¡No puedes dejamos en la estacada!
-Tienes razón -contestó Aaron-. Pero no sé si puedo ofrece-
ros alguna novedad interesante.
-¡Venga, hombre! -exclamó Mona-. ¿No podría uno de vo-
sotros ir a llamar a Michael? No comprendo por qué no se ha puesto
en contacto con nosotros. Me dijo que en cuanto se cambiara de ropa
acudiría a la casa de la calle Amelia.
-Quizás haya ido -dijo Anne Marie. Acto seguido oprimió un
botón situado debajo de la mesa y dijo a través del altavoz-: Llama
a la calle Amelia y averigua si Michael Curry está ahí, Joyce. Ya está
-añadió, mirando a Mona y sonriendo.
-Bueno, si queréis saber mi opinión -dijo Aaron-, si queréis
que os cuente lo que sé...
-Por supuesto -respondió Mona.
-Creo que ese ser busca una compañera con la que reproducirse.
y si la encuentra, si consigue dejarla preñada y la criatura nace mien-
tras el ser está presente y se la lleva, tendremos un problema mons-
truoso.
-Prefiero que nos centremos en los medios de atrapar a ese ser en
lugar de perdernos en divagaciones -dijo Randall.
-Tienes razón -contestó Aaron-. Pero es preciso tener en cuen-
ta lo que nos ha revelado el doctor Larkin. Concretamente lo que le
dijo Rowan. Ese ser posee una enorme ventaja en materia reproducto-
ra. ¿Comprendes lo que eso significa? Esta familia ha vivido durante
siglos con una simple leyenda: la del ser que desea convertirse en un
hombre de carne y hueso. Pues bien, ahora nos enfrentamos a algo
mucho peor, aun ser que no sólo es de carne y hueso, sino que tiene
unos increíbles poderes.
-¿Crees que esto estaba planeado? -preguntó Lauren fríamen-
te, en voz baja y sin apresurarse, como solía hacer cuando estaba dis-
gustada, pero resuelta a salirse con la suya-. ¿Crees que estaba pla-
neado desde el principio ? ¿ Que no sólo hemos alimentado a ese ser en
nuestra familia, sino que le hemos proporcionado a las mujeres que
necesitaba para alimentarse y prosperar a través de ellas?
-No lo sé -contestó Aaron-. Sólo sé que, aunque se trate de un
ser superior, debe de tener ciertos puntos débiles.
-Por ejemplo su olor -terció Mona-. No puede disimularlo.
-No, me refiero más bien a defectos físicos -dijo Aaron.
-No, el doctor Larkin fue categórico al respecto. Al igual que los
testigos de Nueva York. Por lo visto, ese ser posee un poderoso sis-
tema inmunológico.
-Crece, multiplícate y dominarás la tierra -dijo Mona.
-¿Qué tiene que ver eso? -preguntó Randall.
-Eso es justamente lo que hará -contestó Aaron en voz baja-,
si no logramos detenerlo.

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