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viernes, 29 de enero de 2010

EL PASILLO DE LA MUERTE , 6ªPARTE , LA HORA FINAL DE COFFEY --- STEPHEN KING

STEPHEN

KING

El pasillo de la muerte

6ª parte

( La hora final de Coffey)

Titulo original : The Green Mile VI. Coffey on the Mile

1

Sentado en la galería de Georgia Pines, con la estilográfica de mi padre en la mano, perdí la

noción del tiempo evocando la noche en que Harry, Bruto y yo sacamos a Coffey del bloque y lo

llevamos a casa de Melinda Moores, en un desesperado intento por salvarle la vida. Ya he contado

que drogamos a William Wharton, quien se consideraba una especie de segunda versión de Billy el

Niño; he escrito que inmovilizamos a Percy con la camisa de fuerza y lo encerramos en la celda de

seguridad que había al fondo del pasillo. También he hablado de nuestro extraño viaje nocturno,

aterrador y emocionante a un tiempo, y del milagro que ocurrió al final. Fuimos testigos del modo

en que John Coffey rescataba a una mujer que, más que a un paso de la tumba, parecía enterrada en

ella.

Mientras escribía apenas tenía conciencia de la vida en Georgia Pines. Los viejos se fueron a

cenar y después marcharon en tropel hacia el «centro de esparcimiento» (sí, podéis reíros) para

recibir la dosis nocturna de televisión por cable. Creo recordar que mi amiga Elaine me ofreció un

bocadillo, que agradecí y comí, aunque no podría decir de qué era ni cuándo me lo llevó.

Estaba en 1932, los tiempos en que los bocadillos los llevaba el viejo Tuu-Tuu en su carrito;

a cinco centavos los de mortadela y a diez los de carne enlatada.

Percibí un silencio creciente alrededor de mí mientras las reliquias que aquí viven se

preparaban para otra noche de sueño ligero e inquieto, y oí a Mickey -que quizá no sea el mejor

celador, pero sí el más amable- cantar Red River Valley con su voz de barítono mientras distribuía

las medicinas de la noche: Dicen que te marchas del valle... Echaremos de menos tus

deslumbrantes ojos y tu dulce sonrisa... Una vez más la canción me hizo pensar en Melinda y en lo

que le dijo a John después del milagro: «Soñé contigo. Soñé que los dos vagábamos en la

oscuridad y finalmente nos encontrábamos.»

Georgia Pines se sumió en el silencio, la medianoche llegó y pasó, y yo seguí escribiendo.

Llegué al punto en que Harry nos recordó que, si bien habíamos conseguido devolver a John a la

prisión sin que nos descubrieran, aún quedaba por resolver el problema de Percy.

-La noche no habrá acabado hasta que nos hayamos ocupado de él -dijo.

Entonces el cansancio de un largo día de escribir con la pluma de mi padre pudo más que yo.

La dejé -sólo por un instante, me dije, lo suficiente para flexionar los dedos y devolverles la vida-,

apoyé la frente sobre el antebrazo y cerré los ojos para descansar. Cuando volví a abrirlos y levanté

la cabeza, el sol de la mañana resplandecía al otro lado de las ventanas. Consulté el reloj y vi que

eran más de las ocho. Durante al menos seis horas había dormido como un borracho, con la cabeza

sobre los brazos. Pensé en bajar a la cocina, coger una tostada y dar mi caminata matutina, pero

entonces miré las páginas desperdigadas sobre la mesa y decidí posponer un poco el paseo. Lo que

tenía que hacer podía esperar, y en aquel momento no me sentía con ánimos de jugar al escondite

con Brad Dolan.

En lugar de salir a andar, acabaría la historia. A veces es mejor seguir adelante, por mucho

que el cuerpo y la mente protesten. En ocasiones es la única forma de avanzar. Y lo que más

recuerdo de esa mañana es mi desesperación por librarme del acuciante fantasma de John Coffey.

«De acuerdo -me dije-, un poco más. Pero antes. .. »

Bajé al lavabo situado al fondo del pasillo de la segunda planta y, mientras orinaba, miré por

casualidad el detector de humos del techo. Eso me recordó a Elaine, que el día anterior había

distraído a Dolan para que yo pudiera dar mi paseo y cumplir con mi pequeña tarea. Sonreí y

terminé de mear.

Cuando regresé a la galería me sentía mejor (mucho más cómodo en las zonas bajas).

Alguien, sin duda Elaine, había dejado una tetera al lado de las páginas escritas. Bebí con avidez

una taza y luego otra antes incluso de sentarme. Luego volví a ocupar mi lugar, saqué el capuchón

a la estilográfica y reanudé mi trabajo.

Cuando empezaba a meterme en la historia, noté una sombra sobre mí. Alcé la cabeza, con

un nudo en el estómago. Era Dolan, que se interponía entre las ventanas y mi persona.

-Me extrañó que no salieras a caminar esta mañana, Paulie -dijo con una sonrisa-, de modo

que decidí venir a ver qué ocurría. Ya sabes, para asegurarme de que no estuvieras enfermo.

-Tienes un corazón de oro -dije. Mi voz sonaba natural (al menos por el momento), pero mi

corazón latía desbocado. Sentí miedo, y no era una sensación nueva. Dolan me recordaba a Percy

Wetmore, a quien nunca había temido, pero cuando conocí a Percy, él era muy joven.

-Me han dicho que te has pasado la noche aquí, escribiendo, Paulie. Eso no está bien. Los

viejos chochos como tú necesitan un buen descanso para mantenerse en forma.

-Percy... -empecé, pero advertí que su sonrisa desaparecía para dar paso a una mueca de

asombro y me corregí-: Brad, ¿qué tienes contra mí?

Por un instante me miró con expresión de perplejidad, quizá incluso con inquietud, pero

luego volvió a sonreír.

-Es probable que no me guste tu cara, vejete. ¿Qué escribes? ¿Tu testamento?

Dio un paso al frente, estirando el cuello, pero yo cubrí con una mano la página que estaba

escribiendo mientras con la otra intentaba juntar las demás, arrugándolas en las prisas por

ocultarlas de su vista.

-No, no, no -dijo, como si hablara con un niño-. Eso no te servirá de nada, cariño. Si Brad

quiere mirar, lo hará. No lo dudes ni por un instante.

Cerró sobre mi muñeca su mano joven y espantosamente fuerte y apretó. Parecía una

dentadura que se hundiese en mi mano, y gemí.

-Suelta -conseguí decir.

-Cuando me dejes ver -replicó. Aunque ya no sonreía, su cara tenía una expresión divertida,

la que suele reflejarse en los rostros de quienes disfrutan haciendo daño-. Déjame ver, Paulie.

Quiero saber qué escribes. -Mi mano dejó a la vista parte de la página superior, donde contaba el

viaje de regreso por el túnel con John-. Quiero ver si tiene algo que ver con el sitio donde...

-Déjelo en paz.

La voz sonó como un latigazo en un día seco y caluroso... y por la forma en que Brad Dolan

se sobresaltó cualquiera hubiera dicho que su culo era el destino de aquel latigazo. Me soltó la

mano, que cayó de nuevo sobre la página, y ambos volvimos la mirada hacia la puerta.

Allí estaba Elaine Connelly, con un aspecto más fresco y vigoroso de lo habitual. Llevaba

unos tejanos que destacaban sus caderas delgadas y sus largas piernas, y tenía un lazo azul en el

pelo. En sus manos artríticas cargaba una bandeja con zumo de naranja, huevos revueltos, una

tostada y más té. Sus ojos destellaban.

-¿Qué hace? dijo Brad-. Paul no puede comer aquí arriba.

-Puede y va a hacerlo -replicó ella con el mismo tono autoritario y áspero. Nunca la había

oído hablar así, pero en ese momento, me alegré de hacerlo. Busqué indicios de miedo en su

mirada; lo que encontré, en cambio, fue furia-. Y usted va a marcharse de aquí y va a dejar de

molestar como si fuese una cucaracha; qué digo una cucaracha, una rata.

Dolan dio un paso hacia ella, con una mezcla de ira e inquietud. Me pareció una

combinación peligrosa, pero Elaine no se inmutó.

-Creo que sé quién hizo saltar la alarma contra incendios -dijo Brad-. Una vieja zorra con

garras en lugar de manos. Ahora lárguese de aquí. Paulie y yo no hemos acabado nuestra charla.

-Su nombre es Paul Edgecombe -repuso ella-, y si vuelve a llamarlo Paulie, le prometo que

sus días en Georgia Pines estarán contados, señor Dolan.

-¿Quién se ha creído que es? -preguntó Brad, que intentaba reír, sin conseguirlo.

-Creo -respondió Elaine con calma-, que soy la abuela del actual presidente de la cámara de

representantes de Georgia. Un hombre que adora a sus parientes, señor Dolan. Sobre todo a sus

parientes mayores.

La sonrisa desapareció de la cara de Dolan con la misma rapidez con que borran las letras de

una pizarra cuando se la limpia con una esponja húmeda. Creí advertir una expresión de

incredulidad en su rostro, como si pensara que Elaine estaba engañándolo, pero también de temor

ante la posibilidad de que aquello fuera cierto; la conclusión lógica era que se trataba de un hecho

fácil de verificar, de modo que lo que ella decía debía de ser verdad.

De repente me eché a reír, y aunque fue una risa apagada, me sonó bien. Recordé la cantidad

de veces que en los viejos tiempos Percy Wetmore nos había amenazado con sus parientes. Ahora,

por primera vez en mi larga vida, la amenaza se repetía... aunque en esta ocasión en mi favor.

Brad Dolan me dirigió una mirada cargada de furia y volvió a concentrarse en Elaine.

-No bromeo -dijo ella-. Al principio me pareció mejor dejarlo en paz. Era lo más sencillo;

teniendo en cuenta mi edad. Pero no pienso quedarme de brazos cruzados mientras alguien

amenaza y acosa a un amigo. Ahora márchese de aquí sin rechistar.

Los labios de Dolan se movieron como los de un pez. Era evidente que se moría por decir

algo (quizá esa palabra que rima con «ruta», o esa otra que rima con «gorra»). Sin embargo, no lo

hizo. Me echó una última mirada y se encaminó hacia el pasillo.

Dejé escapar un suspiro largo y tembloroso, mientras Elaine se sentaba delante de mí.

-¿Es verdad que tu nieto es presidente de la cámara de representantes de Georgia? -pregunté.

-Sí.

-Y entonces ¿qué haces aquí?

-Tiene un cargo lo bastante importante para lidiar con una rata como Dolan -dijo con una

sonrisa-, pero no es rico. Además, me gusta estar aquí. Disfruto con la compañía.

-Lo tomo como un cumplido -dije, y era cierto.

-¿Te encuentras bien, Paul? Pareces muy cansado. -Tendió la mano por encima de la mesa y

me apartó el pelo de la frente y los ojos. Sus dedos estaban retorcidos, pero el contacto con su piel

era fresco y maravilloso. Cerré los ojos por un instante y cuando volví a abrirlos, había tomado una

decisión.

-Estoy bien -dije-. Casi he terminado. ¿Quieres leerlo, Elaine? -Le ofrecí las páginas que

había juntado con torpeza. Quizá no estuvieran en orden, pues Dolan me había asustado. de

verdad, pero estaban numeradas y ella podría ordenarlas con rapidez.

Me miró con aire pensativo, sin coger las páginas que le ofrecía. Sin embargo, preguntó:

-¿Ya está todo?

-No acabarás con esto hasta la tarde -dije-. Y eso si lo soportas.

Esta vez sí cogió las páginas y las miró.

-Tienes muy buena letra -observó-, aunque es evidente que estás cansado. No tendré

problemas para leerlo.

-Cuando hayas terminado de leer estas páginas, habré acabado de escribir -dije-. El resto

podrás leerlo en media hora. Y entonces... si quieres, te enseñaré algo.

-¿Algo que tiene que ver con tus paseos matutinos?

Asentí con la cabeza.

Permaneció pensativa durante un rato que me pareció muy largo, y por fin recogió las

páginas.

-Saldré al jardín trasero -dijo-. Hay mucho sol.

-Y el dragón ha sido vencido -añadí-. Esta vez por la princesa.

Elaine sonrió, se inclinó y me besó en la ceja, en ese sitio sensible que siempre me hace

estremecer.

-Eso espero -respondió-, pero sé por experiencia que los dragones como Brad Dolan son

difíciles de vencer. -Vaciló por un instante-. Buena suerte, Paul. Espero que puedas superar lo que

sea que te atormenta.

-Yo también lo espero -dije, y pensé en John Coffey. «No pude evitarlo», había dicho aquel

grandullón. «Lo intenté, pero era demasiado tarde.»

Comí los huevos que Elaine me había traído, bebí el zumo y dejé la tostada para después.

Luego cogí la estilográfica y comencé a escribir, confiado en que fuera la última vez.

Sólo un poco más.

2

Esa noche, cuando llevamos de regreso a John al bloque E, la camilla no fue un lujo sino una

necesidad. Dudo mucho que hubiera podido recorrer el túnel por sus propios medios. Se precisa

más energía para andar encorvado que para andar recto, y aquel techo era demasiado bajo para un

tipo como John Dolan. Temía que se desplomara en el camino. ¿Qué explicación daríamos? Sobre

todo teniendo en cuenta que también deberíamos explicar por qué habíamos puesto a Percy la

camisa de fuerza y luego lo habíamos encerrado en la celda de seguridad.

Pero gracias a Dios teníamos la camilla. John se tendió en ella como una ballena en la playa

y lo empujamos hacia las escaleras que conducían al almacén. Cuando bajó se tambaleó por un

instante, pero enseguida se incorporó cuanto le fue posible, respirando ruidosamente. Su cara

estaba tan gris que parecía que la hubieran rebozado en harina. Pensé que al mediodía estaría en la

enfermería... y eso si no moría antes.

Bruto me miró con expresión sombría, de desesperación, y yo le devolví una mirada idéntica.

-No podemos cargar con él dije-, pero sí ayudarlo. Tú cógelo del brazo derecho, que yo lo

cogeré del izquierdo.

-¿Y yo? -preguntó Harry.

-Tú camina detrás. Si ves que va a caer hacia atrás, empújalo hacia adelante.

-Y si no lo consigues, agáchate donde crees que va a caer y amortigua el golpe -terció Bruto.

-Vaya dijo Harry-, deberías haber sido cómico, Bruto. Eres muy gracioso.

-Tengo sentido del humor -reconoció Bruto.

Finalmente conseguimos que John subiera por las escaleras. Mi mayor temor era que se

desmayara, pero no lo hizo.

-Ve a comprobar que el almacén esté vacío -le dije a Harry, jadeando.

-¿Y qué digo si no lo está? -preguntó Harry, apretándose contra mi brazo-. ¿Finjo ser un

vendedor callejero y vuelvo aquí corriendo?

-No seas idiota -respondió Bruto.

Harry entreabrió la puerta y espió. Me pareció que tardaba horas. Por fin se volvió con

expresión casi alegre.

-No hay moros en la costa -dijo-. Todo tranquilo.

-Esperemos que siga así -observó Bruto-. Vamos, Coffey. Ya casi hemos llegado.

John consiguió cruzar el almacén prácticamente solo, pero tuvimos que ayudarlo a bajar los

tres peldaños que lo separaban de mi despacho y empujarlo para que franquease la pequeña puerta.

Cuando volvió a incorporarse, respiraba con dificultad y tenía los ojos vidriosos. Entonces advertí

con horror que la comisura derecha de su boca se curvaba hacia abajo, confiriéndole el mismo

aspecto que tenía Melinda cuando entramos en su habitación.

Dean nos oyó llegar desde la mesa de entrada.

-¡Gracias a Dios! -exclamó-. Creí que nunca regresaríais. Pensé que os habían cogido, o que

el alcaide os había disparado o que... -Se detuvo a mitad de la frase, como si viera a John por

primera vez-. ¡Demonios! ¿Qué le pasa? Parece a punto de morir.

-No va a morirse, ¿verdad, John? -dijo Bruto al tiempo que dirigía a Dean una mirada airada.

-Claro que no. No quise decir eso -se defendió Dean con una risita nerviosa-. Sólo parece...

cansado.

-No importa -dije-. Ayúdanos a llevarlo de vuelta a la celda.

Una vez más, parecíamos colinas alrededor de una montaña, pero en esta ocasión era una

montaña que había sufrido la erosión de un millón de años, una montaña triste, a punto de

desmoronarse. John Coffey se movía con lentitud y respiraba por la boca como un viejo fumador,

pero al menos se movía.

-¿Qué hay de Percy? -pregunté-. ¿Ha armado alboroto?

-Un poco al principio -respondió Dean-. Intentaba gritar a través del esparadrapo. Supongo

que maldecía.

-Vaya dijo Bruto-. Suerte que nuestros oídos de niños estaban en otra parte.

-Desde entonces, sólo da patadas a la puerta de vez en cuando -dijo Dean, que parecía tan

contento de vernos que más que hablar balbuceaba. Las gafas se le habían deslizado hasta la punta

de la nariz, y las empujó hacia atrás. Pasamos junto a la celda de Wharton. El joven delincuente

estaba tendido boca arriba, roncando como una tuba. Esta vez tenía los ojos cerrados.

Dean siguió mi mirada y rió.

-Ése no ha causado ningún problema. Desde que cayó en el camastro no se ha movido, como

si estuviera muerto. Y el que Percy pateara la puerta de vez en cuando no me molestó en absoluto.

Para ser sincero, me alegró. Si no hubiera hecho ningún ruido, me habría preguntado si se había

ahogado con la mordaza que le pusiste. Pero ¿sabéis qué es lo mejor? Este sitio ha estado más

tranquilo que un miércoles de ceniza en Nueva Orleans. ¡No ha venido nadie en toda la noche! dijo

con voz triunfal, como si se sintiese orgulloso de ello-. ¡Lo hemos conseguido, muchachos!

Eso le recordó el motivo de nuestro plan, y preguntó por Melinda.

-Está bien -respondí. Habíamos llegado a la celda de John, y comenzaba a creer en las

palabras de Dean: K¡Lo hemos conseguido, muchachos!»

-¿Fue como... ya sabéis... como con el ratón? -preguntó Dean echando un rápido vistazo a la

celda que habían ocupado Delacroix y Cascabel. Luego bajó el tono de voz, como la gente que

entra en un iglesia, donde hasta el silencio parece un murmullo-. ¿Fue un... ? -Tragó saliva-.

Vamos, ya me entendéis, ¿fue un milagro?

Los tres nos miramos, confirmando lo que ya sabíamos.

-La sacó de la tumba -dijo Harry-. Sí; no cabe duda de que fue un milagro.

Bruto abrió los dos cerrojos de la puerta y empujó con suavidad a John.

-Vamos, grandullón. Descansa un poco. Te lo has ganado. Ahora debemos ocuparnos de

Percy...

-Es un hombre malo -dijo John con voz grave, maquinal.

-Tienes toda la razón, grandullón; es más malo que un brujo -dijo Bruto con voz

tranquilizadora-. Pero no te preocupes por él, no dejaremos que se te acerque. Recuéstate y te

traeré el café que te prometí. Caliente y cargado. Cuando lo tomes, te sentirás como nuevo.

John se dejó caer pesadamente en el camastro. Supuse que se tendería y se volvería hacia la

pared, como de costumbre, pero permaneció sentado, con las manazas entrelazadas entre las

rodillas y la cabeza gacha, respirando por la boca. La medalla de san Cristóbal que Melinda le

había dado se había salido fuera de la camisa y se balanceaba en el aire. La mujer le había dicho

que lo protegería, pero en aquel momento no parecía que nada ni nadie estuviera protegiendo a

John Coffey. Cualquiera hubiese dicho que había ocupado el sitio de Melinda en la tumba que

Harry había mencionado.

Pero por el momento no podía seguir pensando en John Coffey. Me volví hacia los demás.

-Dean, coge la pistola y la porra de Percy.

-De acuerdo. -Se encaminó hacia la mesa de entrada, abrió un cajón y sacó la pistola y la

porra.

-¿Preparados? -pregunté. Mis hombres (todos buenos hombres; nunca me había sentido tan

orgulloso de ellos como aquella noche) asintieron. Harry y Dean parecían nerviosos, pero Bruto

seguía tan imperturbable como siempre-. Muy bien. Yo seré quien hable. Cuanto menos digáis

vosotros, mejor. Pronto todo habrá acabado... para bien o para mal.

Asintieron de nuevo. Respiré hondo y caminé hacia la celda de seguridad.

Percy levantó la cabeza y entornó los ojos al ver la luz. Estaba sentado en el suelo, lamiendo

el esparadrapo con que le había tapado la boca. Se le había despegado en la nuca (quizá a causa del

sudor y la brillantina del pelo) y estaba a punto de librarse del resto. En una hora más, habría

empezado a chillar pidiendo auxilio.

Cuando entramos, tomó impulso con los pies para retroceder, pero enseguida se detuvo,

quizá al comprobar que sólo conseguiría empotrarse en un rincón. Era un malvado incapaz de

entender nuestro trabajo en el bloque E, pero no era estúpido del todo.

Cogí la pistola y la porra de manos de Dean y las tendí en dirección a Percy.

-¿ Quieres que te las devuelva? -pregunté.

Me miró con recelo, pero al instante asintió con la cabeza.

-Bruto, Harry -dije-, ayudadlo a levantarse.

Mis hombres se inclinaron, lo cogieron por debajo de los brazos y lo levantaron. Me acerqué

hasta que quedamos prácticamente nariz con nariz. Olí el sudor acre que lo empapaba, fruto en

parte de sus esfuerzos por liberarse de la camisa de fuerza o propinar a la puerta los puntapiés que

Dean había oído, y en parte sencillamente por miedo a lo que le haríamos si regresábamos.

«No pasará nada. No son asesinos», debió de pensar Percy. Pero luego, al recordar la

Freidora, debió de saber que sí, que en cierto modo éramos asesinos. Yo solo había ejecutado a

setenta y siete hombres; más de los que había inmovilizado con la camisa de fuerza, más de los que

había matado el sargento York en la Segunda Guerra Mundial. Matar a Percy no habría sido

lógico, pero allí sentado, con los brazos a la espalda, intentando quitarse el esparadrapo de la boca,

seguramente se dijo que habíamos dejado de actuar con lógica. Además, una persona no suele

pensar con lógica cuando está sentada en el suelo de una celda con las paredes acolchadas, más

atrapada que una mosca en una telaraña. Lo que significaba que si en aquel momento no conseguía

lo que quería de Percy, nunca lo conseguiría.

-Si prometes no ponerte a chillar, te quitaré el esparadrapo -dije-. Quiero hablar contigo, no

organizar un concurso de gritos. ¿Qué dices? ¿Te quedarás callado?

Advertí una expresión de alivio en sus ojos. Seguramente debió de pensar que si quería

hablar con él, tenía muchas posibilidades de salir de ésa sin un rasguño. Asintió con un gesto.

-Si montas un escándalo, volveré a ponerte el esparadrapo -dije-. ¿Lo has entendido?

Respondió con otro gesto de asentimiento, esta vez con evidente impaciencia.

Tendí el brazo, cogí el extremo suelto del esparadrapo y tiré con fuerza. La cinta se

desprendió con un sonido a piel arrancada y Bruto se sobresaltó. Percy gimió de dolor y comenzó a

restragarse los labios. Intentó hablar, se dio cuenta de que no podía hacerlo con la mano sobre la

boca, y la bajó.

-Sacadme esta camisa -dijo con furia.

-Dentro de un minuto -respondí.

-¡Ahora! ¡Ahora mismo-o...!

Le di una bofetada en la cara. Lo hice sin pensarlo, aunque en el fondo sabía que podía llegar

a ese punto. Incluso la primera vez que hablé acerca de Percy con el alcaide Moores, aquella en

que Hal me recomendó que lo pusiera a cargo de la ejecución de Delacroix, sabía que podía llegar

a eso. La mano es como un animal que no se ha domesticado del todo; casi siempre se porta bien,

pero de vez en cuando se escapa y muerde al primero que se cruza en su camino.

La bofetada sonó como una rama al partirse. Dean soltó una breve exclamación de asombro

y Percy me miró escandalizado, con los ojos tan abiertos que parecían a punto de salírsele de las

cuencas. Por dos veces abrió la boca y volvió a cerrarla, como si fuese un pez en un acuario.

-Calla y escúchame -dije-. Merecías un castigo por lo que le hiciste a Del y nosotros te lo

dimos. Era la única forma de hacerlo. Todos estuvimos de acuerdo, excepto Dean, pero él nos

respaldará, porque si no lo hace lo sentirá. ¿No es cierto, Dean?

-Sí -murmuró Dean, más blanco que un papel-. Supongo que sí.

-Y tú sentirás haber nacido -continué-. Nos ocuparemos de que todo el mundo se entere del

modo en que saboteaste la ejecución de Delacroix...

-¿Sabotear?

-Y de cómo estuviste a punto de dejar morir a Dean. Diremos más que suficiente para que te

despidan de cualquier trabajo que tu tío te consiga.

Percy sacudía la cabeza con furia. No nos creía, no podía creernos. La marca de mi mano

resaltaba roja en su pálida mejilla.

-Y si haces algo -proseguí-, haremos que te aticen hasta dejarte medio muerto. No tendremos

que hacerlo personalmente. Nosotros también tenemos contactos, Percy, ¿o eres tan tonto que no

lo sabes? No están en la capital del estado, pero saben cómo... legislar ciertos asuntos. Son

personas que tienen a su hermano, a su padre o a un amigo aquí, y se alegrarán de poder cortarle la

nariz o la polla a un comemierda como tú. Lo harán sólo para que una persona a la que aprecian

disfrute de.tres horas más de patio a la semana.

Percy había dejado de sacudir la cabeza y me miraba fijamente. Tenía los ojos llenos de

lágrimas, que no acababan de caer. Creo que eran lágrimas de rabia e impotencia, aunque quizá

fuesen imaginaciones mías.

-Muy bien. Ahora mira la parte positiva de la cuestión, Percy. Los labios te dolerán durante

unos días, pero aparte de eso no has sufrido ninguna herida excepto en tu orgullo... y nadie tiene

por qué enterarse de esto. No se lo contaremos a nadie, ¿verdad, muchachos?

Todos asintieron con la cabeza.

-Claro que no -dijo Bruto-. Los asuntos del pasillo de la muerte quedan en el pasillo de la

muerte. Siempre ha sido así.

-Tú te marcharás a Briar Ridge y hasta entonces te dejaremos en paz -afirmé-. ¿Quieres dejar

las cosas así, Percy, o prefieres enfrentarte a nosotros ?

Siguió un silencio interminable, durante el cual Percy reflexionó. Casi podía ver las

ruedecillas girar en su cabeza mientras ensayaba y desechaba las respuestas posibles. Supongo que

al final un hecho fundamental cobró magnitud frente a sus especulaciones: le habíamos quitado el

esparadrapo de la boca, pero seguía con la camisa de fuerza puesta y seguramente debía de estar

muerto de ganas de mear.

-Bien. El asunto está zanjado, pero ahora quitadme esta camisa. Casi no siento los hombros.

Bruto dio un paso al frente, me apartó y cogió la cara de Percy con una de sus manazas,

clavando los dedos en la mejilla derecha y haciendo un holluelo en la izquierda con el pulgar.

-Un momento -dijo-, primero me oirás. Paul es el gran jefe, y por eso tiene que cuidar los

modales. -Intenté recordar si había cuidado los modales con Percy, y no me pareció que fuera así.

Sin embargo, supuse que era mejor mantener la boca cerrada. Percy parecía aterrorizado, y no

quería estropear el efecto-. La gente no siempre entiende que cuidar los modales no equivale a ser

estúpido, y por eso quiero aclararte algo. A mí no me preocupan los modales; sencillamente digo

lo que pienso. De modo que escúchame: si rompes tu palabra, seguramente tendremos que salir

pitando. Pero más tarde o más temprano te encontraremos, aunque tengamos que irnos hasta Rusia.

Te encontraremos y te joderemos, no sólo por el culo, sino por todos los agujeros de tu cuerpo. Te

golpearemos hasta que desees estar muerto y luego te echaremos vinagre sobre las heridas. ¿Has

entendido?

Percy asintió. Con los dedos de Bruto clavados en las mejillas, su rostro parecía tan chupado

como el del viejo Tuu-Tuu.

Bruto lo soltó y retrocedió. Le hice una seña a Harry, que se colocó detrás de Percy y

comenzó a desabrocharle la camisa.

-Recuérdalo, Percy -dijo Harry-. Recuérdalo y no remuevas la mierda del pasado.

La escena -tres matones vestidos de uniforme azul- debía de ser aterradora para Percy, pero

aun así me sentía inquieto. Guardaría silencio durante unos días o una semana, mientras sopesaba

los pros y los contras de distintas acciones, pero más tarde o más temprano dos factores se aliarían

en nuestra contra: su confianza en sus contactos y su incapacidad para olvidar una situación en que

se había visto como perdedor. Entonces hablaría. Quizá hubiéramos ayudado a salvar la vida de

Melly Moores, y no habría cambiado eso por todo el oro del mundo, pero al final se descubriría el

pastel y nos echarían. Aparte de matarlo, no podíamos hacer nada para garantizar que Percy

respetara su parte del trato, sobre todo una vez que estuviera lejos de nosotros y empezase a rumiar

sobre lo sucedido.

Miré a Bruto con el rabillo del ojo y supe que él también lo sabía. El hijo de la señora

Howell no tenía un pelo de tonto; nunca lo había tenido. Se encogió de hombros; un gesto breve y

fugaz, pero expresivo. Fue como si dijera: «¿Qué más da, Paul? Hicimos lo que debíamos, y lo

hicimos lo mejor posible.»

Sí; los resultados no eran malos.

Harry soltó el último corchete de la camisa de fuerza y Percy la arrojó a sus pies con una

mueca de disgusto y rabia, aunque no se atrevió a mirarnos a los ojos.

-Devolvedme la porra y la pistola -dijo, y esta vez se las di. Enfundó la pistola y metió la

porra en su estuche.

-Percy, si piensas un poco...

-Claro, es lo que voy a hacer. Voy a pensar en esto a conciencia, y empezaré ahora, de

camino a casa. Uno de vosotros puede fichar por mí cuando sea la hora. -Al llegar a la puerta de la

celda de seguridad, se volvió para mirarnos con una mezcla de furia, vergüenza y desprecio; una

combinación peligrosa para el secreto que estúpidamente esperábamos guardar-. A1 menos que

prefiráis explicar por qué me he marchado antes de hora.

Abandonó la celda y caminó a grandes zancadas por el pasillo, olvidando por qué aquel

corredor era tan ancho. Ya había cometido ese error antes y se había salvado, pero esta vez no lo

conseguiría.

Salí detrás de él, pensando en la forma de calmarlo. No quería que se marchara en aquel

estado; sudoroso, desaliñado, con la marca roja de mi mano todavía en la mejilla. Los demás me

siguieron.

Todo ocurrió deprisa, en menos de un minuto. Sin embargo lo recuerdo muy bien porque se

lo conté a Janice al llegar a casa, y eso hizo que se fijase en mi mente. Lo demás -el encuentro al

amanecer con Curtis Anderson, la encuesta, la conferencia de prensa que organizó Hal Moores

(que para entonces estaba de regreso) y el comité de investigación de la capital del estado- se ha

vuelto borroso con los años, como tantas otras cosas. Pero recuerdo perfectamente lo que sucedió

en el pasillo.

Percy caminaba por la derecha del pasillo con la cabeza gacha, y debo decir en su favor que

un prisionero normal nunca habría podido alcanzarlo. Pero Coffey no era un prisionero normal,

sino un gigante con brazos de gigante.

Vi salir sus largos brazos negros entre los barrotes y grité:

-¡Cuidado, Percy! ¡Cuidado!

Percy hizo un amago de volverse mientras cogía la porra con la mano izquierda. Pero las

manazas negras lo cogieron y lo atrajeron hacia la puerta de la celda de Coffey, aplastándole la

cara contra los barrotes.

Gimió y se volvió hacia el negro, con la porra en alto. John se encontraba en una posición

vulnerable; con la cara apretada entre dos barrotes como si quisiera asomar la cabeza. Habría sido

imposible, desde luego, pero esa era la impresión que daba. Movió la mano derecha, encontró la

cerviz de Percy y tiró de su cabeza con mayor fuerza. Percy dejó caer la porra contra la sien de

John, que comenzó a sangrar, pero el negro no hizo el menor caso. Apretó la boca contra la de

Percy y oí una especie de suspiro, como si exhalara el aire largamente contenido. Percy se retorcía

como un pez, intentando soltarse, pero no lo consiguió. La mano de John le sostenía el cuello con

firmeza, inmovilizándolo. Sus caras parecieron fundirse, como las de unos amantes que se besaran

apasionadamente entre los barrotes.

Percy soltó un grito -fue un sonido amortiguado, como si aún llevara el esparadrapo en la

bocae hizo otro esfuerzo por apartarse. Por un instante sus labios se separaron un poco y vi la

marea negra que salía de la boca de John Coffey y entraba en la de Percy Wetmore. Lo que no

penetraba por los labios lo hacía por las fosas nasales. Entonces la manaza negra dio un tirón y

volvió a apretar la boca de Percy contra la de John.

La mano izquierda de Percy se abrió y su adorada porra cayó al suelo de linóleo verde.

Nunca volvería a recogerla.

Corrí en su ayuda, o al menos creo haberlo hecho, porque mis movimientos parecían lentos y

cansados. Cogí la pistola, pero la correa seguía cruzada sobre la nudosa empuñadura de nogal y no

conseguí desenfundar al primer intento. El suelo pareció sacudirse, como había sucedido en la

bonita casa estilo Cape Cod del alcaide. No puedo asegurar que el suelo temblara, pero sé a ciencia

cierta que la bombilla que había sobre nuestras cabezas explotó. La lluvia de cristales sobresaltó a

Harry, que gritó asustado.

Por fin conseguí soltar la correa de seguridad de la cartuchera de la 38, pero antes de que

pudiera desenfundar, John arrojó a Percy al suelo y regresó al interior de la celda con una mueca

de asco en la cara, como si hubiera comido algo desagradable.

-¿Qué ha hecho? -gritó Bruto-. ¿Qué ha hecho, Paul?

-Creo que le ha pasado lo que le sacó a Melly -respondí.

Percy se puso de pie y se apoyó contra los barrotes de la antigua celda de Delacroix. Tenía

los ojos muy abiertos y en blanco, como un par de ceros. Me acerqué con cautela, esperando que

empezara a toser y a ahogarse como John cuando había acabado con Melinda, pero no lo hizo.

Permaneció inmóvil.

Chasqueé los dedos frente a sus ojos.

-¡Percy! ¡Eh, Percy! ¡Despierta!

Nada. Bruto se unió a mí y tendió las manos frente a la cara de Percy.

-No creo que dé resultado -dije.

Bruto no me hizo caso y aplaudió con fuerza por dos veces delante de la nariz de Percy. Y

dio resultado... o al menos eso pareció. Movió los párpados y recuperó el sentido, aunque se lo

veía aturdido, como alguien que acaba de sufrir un golpe en la cabeza y lucha por volver en sí.

Ahora, después de tantos años, creo que ni siquiera nos vio, pero entonces me pareció que sí, que

se recuperaba.

Percy se separó de los barrotes y se tambaleó. Bruto lo sostuvo.

-Tranquilo, muchacho. ¿Te encuentras bien?

Percy no respondió. Pasó junto a Bruto y siguió en dirección a la mesa de entrada. Más que

tambalearse, parecía un barco que escora hacia el puerto.

Bruto tendió un brazo y yo se lo bajé.

-Déjalo -dije. ¿Habría dicho lo mismo si hubiera sabido lo que iba a ocurrir? Desde aquel

otoño de 1932 me he hecho esa pregunta miles de veces, y nunca he encontrado respuesta.

Percy dio una docena de pasos, se detuvo y agachó la cabeza. Estaba al lado de la celda de

Wharton, que seguía roncando como una tuba. De hecho, durmió todo el rato. Ahora que lo pienso,

también la muerte lo sorprendió mientras dormía, lo que significa que fue mucho más afortunado

que la mayoría de los presos que acabaron en el bloque. Más afortunado de lo que merecía, sin

duda.

Antes de que nos diéramos cuenta de lo que iba a suceder, Percy desenfundó la pistola, se

acercó a los barrotes de la celda de Wharton, y disparó seis tiros al muchacho dormido. Apretó el

gatillo una y otra vez, con toda la rapidez posible. ¡Bang, bang, bang, bang, bang, bang! El ruido

fue ensordecedor. A la mañana siguiente, cuando le conté la historia a Janice, el zumbido que

sentía en los oídos apenas me permitía oír mi propia voz.

Los cuatro corrimos hacia él. El primero en llegar fue Dean. No sé cómo, porque estaba

detrás de mí y de Bruto cuando Coffey cogió a Percy, pero lo hizo. Tomó a Percy de la muñeca,

dispuesto a luchar para quitarle el arma, pero no tuvo necesidad de hacerlo. Percy soltó la pistola,

que cayó al suelo. Sus ojos se deslizaron sobre nosotros como si fueran patines y nosotros hielo. Se

oyó una especie de silbido y percibimos el olor a amoníaco de la meada de Percy. Siguió un sonido

más fuerte y un olor aún peor, mientras se cagaba en los pantalones. Miraba fijamente el fondo del

pasillo. Tuve la impresión de que esos ojos no volverían a ver nada en el mundo real. Al comienzo

de esta historia, escribí que Percy Wetmore estaba en Briar Ridge cuando un par de meses más

tarde Bruto encontró el carrete de Cascabel. No mentí, pero lo cierto es que nunca ocupó una

oficina con ventilador ni tuvo ocasión de dar órdenes a los locos. Sin embargo, supongo que habrá

conseguido una habitación individual. Al fin y al cabo, tenía contactos.

Wharton estaba tendido de lado con la espalda contra la pared de la celda. En aquel momento

no vi más que la sangre en las sábanas y el suelo de cemento, pero el forense dijo que Percy había

disparado con la puntería de un tirador de circo. Recordé la historia de Dean sobre el día en que

Percy había arrojado la porra al ratón, fallando por los pelos, y no me sorprendió. Esta vez el

blanco estaba mucho más cerca y no se movía. Un tiro en la ingle, otro en el vientre, uno en el

pecho y tres en la cabeza.

Bruto tosía y agitaba los brazos en medio de la nube de pólvora. Yo también tosía, aunque ni

siquiera era consciente de ello.

-Fin de trayecto -dijo Bruto con voz tranquila, aunque el brillo de pánico en sus ojos era

inconfundible.

Miré a John Coffey y lo vi sentado en el extremo del camastro. Otra vez estaba con las

manos entrelazadas entre las rodillas, pero tenía la cabeza erguida y ya no parecía enfermo. Me

miró, inclinó brevemente la cabeza y, tal como había ocurrido el día en que le tendí la mano, me

sorprendí devolviendo el gesto.

-¿Qué vamos a hacer? -balbuceó Harry-. ¡Por todos los santos, Paul! ¿Qué vamos a hacer?

-No podemos hacer nada -intervino Bruto con el mismo tono sereno de voz-. Estamos

perdidos, ¿verdad, Paul?

Mi mente había comenzado a trabajar deprisa. Miré a Harry y a Dean, que tenían los ojos

clavados en mí, como un par de niños asustados. Miré a Percy, que permanecía inmóvil con las

manos y la mandíbula laxas, y por fin miré a mi querido amigo, Brutus Howell.

-Todo saldrá bien -dije.

Percy empezó a toser. Se agachó, con las manos sobre las rodillas, y la tos se convirtió en

arcadas. Su cara enrojeció. Abrí la boca, dispuesto a decir a los demás que se apartaran, pero no

tuve ocasión. Percy emitió un sonido que era una mezcla de resuello y el croar de una rana, abrió la

boca y escupió una nube negra, tan densa que por un instante no pudimos ver su cara.

-Dios nos proteja -dijo Harry con voz temblorosa.

Entonces la nube se volvió blanca, como el sol de enero sobre la nieve, y un segundo

después se desvaneció. Percy se incorporó despacio y miró el pasillo con expresión ausente.

-No hemos visto nada, ¿verdad, Paul?

-Yo no. ¿Y tú, Harry?

-Yo tampoco.

-¿Dean?

-¿Si he visto qué? -Se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas. Le temblaban tanto las manos

que creí que las dejaría caer a los costados del cuerpo, pero no lo hizo.

-Eso está bien -dije-. Muy bien. Ahora escuchad a vuestro jefe, muchachos, y entendedme a

la primera. Es una historia muy sencilla, así que no la compliquemos.

3

Alrededor de las once de la mañana le conté todo a Jan. He estado a punto de escribir «a la

mañana siguiente», pero fue el mismo día, sin duda el más largo de mi vida. Le conté todo con las

mismas palabras que he usado aquí, acabando con la descripción de la muerte de William

Wharton, cosido a tiros por Percy.

No. Lo cierto es que acabé hablando de la nube que había salido de la boca de Percy; de los

bichos, o lo que quiera que aquello fuese. Era una historia difícil de contar, aun a mi esposa, pero

lo hice.

Mientras hablaba ella me sirvió varias tazas de café cargado; las llenaba hasta la mitad, pues

al principio me temblaban tanto las manos que de estar llenas no habría podido sostenerlas.

Cuando terminé, los temblores habían pasado y me sentía en condiciones de comer... quizá un

huevo o un poco de sopa.

-Lo que nos salvó es que no necesitamos mentir.

-Sólo omitir algunos pequeños detalles -dijo ella con un gesto de asentimiento-. Como que

sacasteis de la cárcel a un recluso condenado por asesinato para que curase a una mujer enferma y

que luego éste hizo enloquecer a Percy Wetmore... ¿Cómo? ¿Escupiendo en su boca un puré de

tumor cerebral?

-No lo sé, Jan -dije-. Sólo sé que si sigues hablando así tendrás que tomarte la sopa tú o

dársela al perro.

-Lo siento, pero tengo razón, ¿verdad?

-Sí -respondí-. Pero lo cierto es que no nos castigarán por... -¿Por qué? Llamarlo fuga no

habría sido correcto-. Por nuestra excursión. Ni siquiera Percy puede hablar de ello. Y eso si

regresa algún día.

-Si regresa -repitió Jan-. ¿Es probable que lo haga?

Sacudí la cabeza para indicar que no tenía idea, pero la tenía. No creía que fuera a regresar ni

en 1932, ni en el 42, ni siquiera en el 52. En eso no me equivocaba. Percy Wetmore permaneció en

Briar Ridge hasta que el edificio se quemó en 1944. Diecisiete internos murieron en el incendio,

pero Percy no fue uno de ellos. Todavía mudo y ausente -la palabra que mejor lo describe es

«catatónico»fue rescatado por uno de los guardias mucho antes de que el fuego alcanzase al ala

donde se alojaba. Lo trasladaron a otra institución, cuyo nombre no recuerdo (tampoco creo que

importe), donde murió en 1965. Por lo que sé, la última vez que habló fue para decirnos que

ficháramos por él a la salida... a menos que quisiéramos explicar por qué se había marchado antes

de la hora.

Lo curioso fue que no tuvimos que dar mayores explicaciones. Percy había enloquecido y

había matado a William Wharton. Eso fue lo que dijimos, y no faltamos a la verdad. Cuando

Anderson le preguntó a Bruto cómo estaba Percy antes de cometer el asesinato y Bruto respondió

con la palabra «silencioso», tuve la terrible tentación de echarme a reír, porque aquello también era

verdad. Durante la mayor parte del turno de noche Percy había permanecido, en efecto, silencioso,

pues tenía la boca cubierta con un esparadrapo y sólo había conseguido articular murmullos.

Curtis retuvo a Percy hasta las ocho. Wetmore permaneció tan callado como un estanquero

indio, aunque mucho más misterioso. Para entonces regresó Hal Moores, con aspecto de estar

exhausto pero nuevamente dispuesto a tomar las riendas. Curtis Anderson dejó escapar un suspiro

de alivio. El anciano asustado había desaparecido, y fue el alcaide de siempre quien se acercó a

Percy, lo cogió de los hombros con sus enormes manos y los sacudió con fuerza.

-¡Hijo! -le gritó a la cara, una cara que comenzaba a ablandarse como la cera-. ¡Hijo! ¿Me

oyes? ¡Si me oyes, contesta! Quiero saber qué ha pasado.

Percy no respondió, desde luego. Anderson quería llevarse al alcaide aparte y discutir acerca

de cómo iban a manejar el asunto (que desde el punto

de vista político, era una patata caliente), pero Moores lo apartó y me llevó hacia el fondo

del pasillo. John Coffey estaba tendido en el camastro de cara a la pared, con las piernas colgando

cómicamente. Parecía dormido y quizá lo estuviese, aunque, como habíamos tenido ocasión de

comprobar, no siempre hacía lo que aparentaba hacer.

-¿Lo que sucedió en mi casa tuvo algo que ver con lo que ocurrió aquí cuando volvisteis?

-preguntó el alcaide en voz baja-. Os cubriré, incluso si pierdo el empleo por ello, pero tengo que

saberlo.

Sacudí la cabeza, y cuando hablé, también lo hice en voz baja. En el bloque había

aproximadamente una docena de carceleros. Uno de ellos estaba en la celda de Wharton, tomando

fotografías del cadáver. Curtis Anderson había vuelto la mirada hacia él y, por el momento, sólo

Bruto parecía pendiente de nosotros.

-No, señor. Metimos a John en su celda, como ve, y sacamos a Percy de la celda de

seguridad, donde lo habíamos encerrado para evitar problemas. Creí que estaría furioso, pero no

fue así. Sólo preguntó por el arma y la porra, y caminó hacia el extremo del pasillo sin pronunciar

palabra. Entonces, al llegar a la celda de Wharton, desenfundó el arma y empezó a disparar.

-¿Crees que estar en la celda de seguridad le afectó la cabeza?

-No, señor.

-¿Le pusisteis la camisa de fuerza?

-No, señor. No hubo necesidad.

-¿Se quedó tranquilo? ¿No se resistió?

-No se resistió.

-¿Ni siquiera cuando vio que ibais a encerrarlo allí?

-Así es. -Sentí la tentación de explayarme sobre ese punto, de atribuirle a Percy una o dos

frases de protesta, pero me contuve. Sabía que cuanto más sencilla fuese la historia, más creíble

sonaría-. No armó alboroto. Todo lo que hizo fue sentarse en un rincón.

-¿Dijo algo sobre Wharton?

-No, señor.

-¿Y sobre Coffey?

Negué con la cabeza.

-¿Percy tenía problemas con Wharton? -preguntó-. ¿Tenía algo contra él?

-Es probable -dije, bajando aún más la voz-. Percy no miraba por dónde iba, Hal. En una

ocasión, Wharton lo cogió, lo atrajo hacia los barrotes de su celda y lo humilló. -Hice una pausa-.

Digamos que lo manoseó.

-¿Nada más? ¿Eso fue todo?

-Sí, pero a Percy no le sentó nada bien. Wharton dijo que preferiría follarse a Percy a hacerlo

con su hermana.

-Mmm... -Moores no dejaba de mirar de soslayo a John Coffey, como si quisiera asegurarse

de que era un ser real, de este mundo-. Eso no explica lo que ocurrió, aunque sí por qué escogió a

Wharton en lugar de a Coffey o a cualquiera de tus hombres. Hablando de tus hombres, Paul,

¿todos contarán la misma historia?

-Sí, señor -respondí.

Más tarde, mientras tomaba la sopa, dije ajan:

-Y lo harán. Yo me ocuparé de ello.

-Pero mentiste -dijo ella-. Le mentiste a Hal.

Bueno; para eso están las esposas, ¿no es cierto? Siempre buscando pequeñas

incongruencias... y encontrándolas.

-Si quieres verlo de ese modo. Sin embargo, no le dije nada de lo que vaya a arrepentirme.

Hal está a salvo. Después de todo, ni siquiera se encontraba allí. Estaba en su casa, atendiendo a su

esposa, hasta que Curtis lo llamó.

-¿Os dijo cómo se sentía Melinda?

-En ese momento no tuvo ocasión, pero volvimos a hablar cuando Bruto y yo nos

marchábamos. Melly no recuerda gran cosa de lo ocurrido, pero está bien. Levantada y activa,

hablando de los setos de flores que plantará el año que viene. Jan me miró comer por unos

instantes y luego preguntó:

-¿Crees que Hal es consciente de que ha sido un milagro, Paul? ¿Lo sabe?

-Sí. Todos los que estuvimos allí lo sabemos.

-En parte, me habría gustado presenciarlo -dijo-. Pero por otro lado me alegro de no haberlo

hecho. Si hubiera sido testigo de la visión de san Pablo en el camino a Damasco, seguramente

habría muerto de un ataque al corazón.

-No -repliqué al tiempo que inclinaba el bol para coger la última cucharada-, seguramente le

habrías preparado una sopa. Está deliciosa, cariño.

-Me alegro -dijo, aunque en realidad no estaba pensando en la sopa ni en la conversión de

san Pablo en el camino a Damasco. Miraba por la ventana en dirección a las colinas, con la barbilla

apoyada en una mano y los ojos tan brumosos como esas mismas colinas en una mañana que

presagia calor. «Mañanas de verano como aquella en que encontraron a las gemelas Detterick»,

pensé sin venir a cuento. Me pregunté por qué las niñas no habían gritado. El asesino les había

hecho daño, puesto que había sangre en el porche y en los escalones; de modo que ¿por qué no

gritaron?

-Crees que quien verdaderamente mató a ese hombre fue John Coffey, ¿no es cierto, Paul?

-preguntó Janice, volviéndose por fin hacia mí-. No crees que haya sido un accidente ni nada por el

estilo. Piensas que usó a Percy Wetmore como si fuese un arma.

-Sí.

-¿Por qué?

-No lo sé.

-Cuéntame otra vez qué pasó cuando sacasteis a John Coffey del bloque, ¿quieres? Sólo esa

parte.

Lo hice. Le conté que el brazo esquelético que salió entre los barrotes y cogió el bíceps de

john me recordó a una serpiente -a una de esas víboras de agua que tanto nos asustaban cuando

éramos pequeños y nadábamos en el río- y que Coffey había dicho, casi en un murmullo, que

Wharton era malo.

-¿Y qué contestó Wharton? -Mi mujer volvía a mirar por la ventana, pero me escuchaba con

atención.

-«Tienes razón negro, más malo de lo que crees.»

-¿Eso es todo?

-Sí. Entonces tuve la sensación de que iba a pasar algo, pero no fue así. Bruto apartó la mano

de Wharton y le dijo que se acostara. El muchacho obedeció. Al principio estaba de pie y dijo algo

así como que los negros debían tener su propia silla eléctrica. Eso fue todo. Luego seguimos con

nuestros asuntos.

John Coffey dijo que era malo.

-Sí. Y dijo lo mismo acerca de Percy. No recuerdo exactamente cuándo, pero lo dijo.

-Sin embargo, Wharton no le hizo nada a John Coffey, ¿verdad? Nada comparable a lo que le

hizo a Percy.

-No. Tal como estaban las celdas, la de Wharton cerca de la mesa de entrada y la de Coffey

en el otro extremo apenas si se veían.

-Cuéntame otra vez cómo reaccionó Coffey cuando Wharton lo tocó.

Janice, esto no nos lleva a ninguna parte.

-Puede que no y puede que sí. Cuéntamelo otra vez.

Suspiré.

-Supongo que podría decirse que parecía horrorizado. Dio un respingo, como harías tú si

estuvieses en la playa y yo te arrojase agua helada en la espalda. O como si le hubieran dado una

bofetada.

-Claro -dijo Jan-. El hecho de que lo cogieran por sorpresa lo asustó, hizo que despertase por

un instante.

-Sí -dije, pero enseguida me corregí-: No.

-¿En qué quedamos? ¿Sí o no?

-No, no parecía asustado. Se comportaba como el día en que me pidió que entrara en su celda

para curarme la infección o cuando quiso que le entregara el ratón. Era como si estuviese

sorprendido, pero no porque lo hubieran tocado... al menos, no exactamente. ¡Cielos, Jan! No lo

sé.

-De acuerdo, dejémoslo -dijo ella-. No puedo entender por qué lo hizo; eso es todo. No se

trata de un hombre violento por naturaleza, lo que nos conduce a otra cuestión: Paul, ¿cómo vas a

ejecutarlo si estás en lo cierto con respecto a las niñas? ¿Cómo vas a llevarlo a la silla eléctrica si

lo hizo otra persona?

Di un salto en la silla, golpeé el bol con el codo y lo arrojé al suelo, donde se rompió.

Acababa de tener una idea. En ese momento, era más una intuición que una conclusión lógica, pero

no parecía descabellada.

-¿Paul? -preguntó Janice, alarmada-. ¿Qué ocurre?

-No lo sé -respondí-. No lo sé con seguridad, pero si puedo voy a averiguarlo.

4

La consecuencia del tiroteo fue como un circo de tres pistas, con el gobernador en una pista,

la prisión en otra y el pobre y descerebrado Percy Wetmore en la tercera. ¿Y el maestro de

ceremonias? Bueno, los caballeros de la prensa ocuparon ese puesto. En aquel entonces no eran tan

maliciosos como ahora -no se lo permitían-, pero incluso en esos tiempos, antes de Geraldo y Mike

Wallace, se lucían a gusto cuando encontraban en qué hincar el diente. Eso fue lo que sucedió esa

vez, y mientras duró, fue un buen espectáculo.

Pero hasta el mejor de los circos -el que tiene los monstruos más aterradores, los payasos

más graciosos y los animales más salvajes- se marcha de la ciudad tarde o temprano. Éste se

marchó después de que lo hiciese el comité de investigación, que a pesar de su nombre pomposo y

aterrador, resultó ser bastante inofensivo; simple rutina. En otras circunstancias el gobernador

habría pedido la cabeza de alguien, pero en esta ocasión no lo hizo. Su sobrino político, pariente

directo de su esposa, había enloquecido y matado a un hombre. Gracias a Dios, la víctima era un

asesino, pero el hecho de que estuviera durmiendo en el momento de su muerte no parecía muy

justo. Si a eso se le sumaba el detalle de que Percy Wetmore seguía tan loco como una cabra, uno

podía entender por qué el gobernador quería resolver el asunto lo antes posible.

Nuestro viaje a la casa del alcaide Moores en la furgoneta de Harry Terwilliger nunca salió a

la luz. Nunca se supo que habíamos puesto a Percy la camisa de fuerza y luego lo habíamos

encerrado en la celda de seguridad, ni que William Wharton estaba completamente drogado

cuando Percy le disparó. ¿Por qué iba a saberse? Las autoridades no tenían motivo alguno para

pensar que en su cuerpo había algo más que media docena de balas. El forense las retiró, el

empresario de pompas fúnebres lo metió en una caja de madera de pino, y aquel fue el final del

hombre con el nombre «Billy el Niño» tatuado en el antebrazo izquierdo. Podríamos decir que fue

una buena forma de deshacerse de la basura.

El escándalo duró unas dos semanas, durante las cuales no me atreví a dar un solo paso en

falso y mucho menos tomarme un día libre para investigar la idea que me había asaltado en la

cocina la mañana siguiente a los hechos. Supe con seguridad que el circo se había marchado de la

ciudad al llegar a la penitenciaría un día de mediados de noviembre; creo que fue el 12 de ese

mes, aunque no podría jurarlo. Ese día encontré sobre mi mesa el papel que tanto temía recibir: la

orden de ejecución de John Coffey. No la había firmado Hal Moores sino Curtis Anderson, pero

era igualmente legal y, desde luego, tenía que haber pasado por Hal para llegar a mí. Lo imaginé

sentado ante su escritorio con el papel en la mano, pensando en su esposa, que para los médicos

de Indianola se había convertido en una especie de milagro andante. Ella había recibido una orden

de ejecución de manos de esos mismos médicos, pero John Coffey la había destruido. Sin

embargo, ahora le llegaba el turno a Coffey de recorrer el pasillo de la muerte, y ¿quién podía

evitarlo? ¿Quién de nosotros podía evitarlo?

La ejecución estaba fijada para el 20 de noviembre. Tres días después de recibirla, hice que

Jan llamara a la prisión diciendo que estaba enfermo. Después de tomar una taza de café, subí a mi

viejo pero fiable Ford y conduje hacia el norte. Janice me había despedido con un beso,

deseándome buena suerte, y aunque le di las gracias, aún no sabía en qué consistiría esa suerte, si

en encontrar lo que buscaba o en no encontrarlo. Lo único que sabía era que no tenía ganas de

cantar mientras conducía. Ese día no.

A las tres de la tarde estaba en la tierra de las colinas. Llegué a los juzgados del condado de

Purdom poco antes de que cerraran, eché un vistazo a los archivos y fui a ver al sheriff, que ya

había sido informado de que un extraño estaba husmeando por allí. El sheriff Catlett quería saber

qué hacía. Cuando se lo expliqué, reflexionó por un instante y me contó algo interesante. Dijo que

negaría todo si difundía sus palabras, que por otra parte no eran decisivas, pero algo era algo. Claro

que sí. Pensé en ello en el camino a casa y durante la mayor parte de la noche. Os aseguro que esa

noche rumié mucho más de lo que dormí.

Al día siguiente me levanté cuando el sol apenas se vislumbraba en el este y me dirigí al

condado de Trapingus. Evité a Homer Cribus, esa gran mole de mierda, y en su lugar hablé con el

agente Rob McGee. McGee no quería oír lo que le decía; de hecho, se negó tan rotundamente a

escucharme que pensé que me daría un puñetazo en la boca para hacerme callar. Pero finalmente

accedió a hacerle un par de preguntas a Klaus Detterick. Creo que lo hizo sobre todo para

asegurarse de que no lo hiciera yo.

-Sólo tiene treinta y nueve años, pero parece un viejo -dijo McGee-, y lo último que necesita

es que un carcelero listillo se ponga a hurgar en sus heridas justo cuando empiezan a cicatrizar.

Quédese en el pueblo. No se le ocurra acercarse a la granja de los Detterick, pero quiero que esté

localizable cuando termine de hablar con Klaus. Si se pone nervioso, cómase un trozo de pastel en

la cantina; así se quedará pegado al asiento.

Comí dos trozos en lugar de uno, y McGee tenía razón. Era lo bastante pesado para dejarme

pegado al asiento.

Cuando el agente entró en la cantina y se sentó a mi lado en la barra, intenté leer sus

pensamientos, pero no lo conseguí.

-¿Y bien? -pregunté.

-Acompáñeme a mi casa, hablaremos allí -dijo-. Este lugar está demasiado concurrido para

mi gusto.

Mantuvimos nuestra conversación en el porche de la casa de Rob McGee. Los dos estábamos

muertos de frío, pero la señora McGee no permitía fumar dentro de la casa. En ese sentido, se

había adelantado a su tiempo. McGee hablaba con el tono de alguien a quien no le gusta en

absoluto lo que tiene que decir.

-Eso no prueba nada y usted lo sabe, ¿verdad? -dijo poco antes de que concluyera nuestra

conversación. Hablaba con tono beligerante y movía con agresividad el cigarro que él mismo había

liado, pero tenía el rostro descompuesto. Ambos sabíamos que las pruebas que se presentan en un

juicio no son las únicas válidas. Pensé que por primera vez en su vida el agente McGee habría

preferido ser tan imbécil como su jefe.

-Lo sé -respondí.

-Y si cree que podrá conseguir una apelación basándose en este detalle, no se haga ilusiones.

John Coffey es negro, y en el condado de Trapingus no solemos dar una segunda oportunidad a los

negros.

-También lo sé.

-¿Qué va a hacer entonces?

Arrojé la colilla a la calle, por encima de la verja, y me puse de pie. Me esperaba un largo y

frío viaje de regreso a casa, y cuanto antes me largase, antes llegaría.

-Ojalá lo supiera, agente McGee -respondí-, pero no lo sé. Lo único que sé es que comerme

la segunda ración de pastel ha sido un error.

-Le diré una cosa, listillo -dijo, siempre con tono beligerante-. Creo que no debería haber

abierto la caja de Pandora.

-No fui yo quien la abrió -repuse, y me marché.

Llegué a casa muy tarde -después de medianoche-, pero mi esposa me aguardaba levantada.

Aunque esperaba que lo hiciera, me alegró verla, sentir sus brazos en mi cuello y su cuerpo firme y

hermoso contra el mío.

-Hola, forastero -dijo, y me acarició la entrepierna-. Por lo visto, todo sigue bien aquí abajo.

Nuestro amigo está en plena forma.

-Sí, señora -respondí y la cogí en brazos.

La llevé al dormitorio e hicimos el amor. Fue un encuentro dulce como el azúcar, o como la

miel de un panal, y cuando llegué al clímax, a esa maravillosa sensación de entrega y abandono,

pensé en los ojos eternamente húmedos de John Coffey y en las palabras de Melinda Moores:

«Pensé que los dos vagábamos en la oscuridad.»

Todavía encima de mi esposa, con las piernas entrelazadas a las de ella y sus brazos

alrededor de mi cuello, me eché a llorar.

-¡Paul! -exclamó, alarmada. Creo que en los años que llevábamos de casados no me había

visto llorar más de dos o tres veces. Nunca había sido un hombre de lágrima fácil-. ¿Qué pasa,

Paul?

-Sé todo lo que hay que saber-dije entre sollozos-. Si quieres que sea sincero contigo, creo

que sé demasiado. Se supone que debo electrocutar a John Coffey en menos de una semana, pero

fue William Wharton quien mató a las gemelas Detterick. Fue el Salvaje Bill.

5

Al día siguiente, recibí para almorzar al mismo grupo de carceleros que habían comido en

casa después de la espantosa ejecución de Delacroix. Sin embargo, esta vez nuestro consejo de

guerra tenía un nuevo miembro: mi esposa. Jan me había convencido de que los convocara, pues al

principio me sentía reacio a hacerlo. ¿No era suficiente con que lo supiéramos nosotros?

-No piensas con claridad -respondió-, quizá porque todavía estás muy alterado. Los

muchachos saben lo peor: que John va a morir por un crimen que no cometió. Se alegrarán de

enterarse de la verdad.

Yo no estaba tan seguro, pero confié en su buen juicio. Aunque esperaba un gran alboroto

cuando le conté a Bruto, Dean y Harry lo que había averiguado (no podía probarlo, pero estaba

seguro), su primera reacción fue un silencio absoluto. Luego, mientras cogía una de las galletas de

Janice y comenzaba a untarla con una desproporcionada cantidad de mantequilla, Dean dijo:

-¿Crees que John lo vio? ¿Que vio a Wharton dejar a las niñas en el bosque o incluso

violarlas?

-Creo que si lo hubiera visto violarlas habría hecho algo para evitarlo -respondí-. Supongo

que tal vez lo vio huir, aunque es probable que luego lo haya olvidado.

-Seguro -dijo Dean-. Es un tipo especial, pero le falta inteligencia. Supo que era Wharton

cuando el chico sacó el brazo entre los barrotes y lo tocó.

Bruto hizo un gesto de asentimiento.

-Por eso parecía tan sorprendido y... horrorizado. ¿Recordáis cómo abrió los ojos?

Asentí.

-Usó a Percy para matar a Wharton como si fuese una pistola. Lo dijo Janice y no puedo

dejar de pensar en ello. ¿Por qué iba a querer matar al salvaje Bill? A Percy, quizá. Después de

todo, Percy había aplastado el ratón de Delacroix ante sus propios ojos y luego había quemado al

propio Delacroix, y John lo sabía; pero ¿por qué a Wharton? El muchacho nos había tomado el

pelo a todos, pero por lo que sé, no le había hecho ningún daño a John. Apenas si había cruzado

unas palabras con él durante el tiempo que pasaron en el bloque, y la mayor parte la última noche.

¿Por qué iba a querer matarlo? Procedía del condado de Purdom, y allí los blancos no ven un negro

a menos que se lo crucen en la carretera. Entonces, ¿por qué lo hizo? Tiene que haber visto o

sentido algo horrible cuando Wharton lo tocó, para que guardara el veneno que había sacado del

cuerpo de Melly hasta su regreso al bloque.

-Y estuvo a punto de morir por ello -añadió Bruto.

-Exacto. El caso de las gemelas Detterick era la única explicación posible para lo que hizo.

Me dije que era una idea absurda, demasiada coincidencia; no podía ser cierta. Entonces recordé lo

que Curtis Anderson escribió en el informe de entrada de Wharton: que el muchacho era un salvaje

y que había vagado por todo el estado antes de que lo cogieran por asesinato. «Había vagado por

todo el estado.» Esas palabras me perseguían. Luego recordé cómo intentó estrangular a Dean el

día en que llegó al bloque. Eso me hizo pensar en...

-El perro -dijo Dean mientras se acariciaba el cuello, en el sitio donde Wharton había

enrollado la cadena. Creo que lo hizo inconscientemente-. En el modo en que le rompió el

pescuezo al perro.

-Fui al condado de Purdom a investigar los archivos del caso Wharton, puesto que aquí sólo

tenemos un informe de los crímenes que lo llevaron al pasillo de la muerte. En otras palabras, el

final de su carrera, y yo quería saber algo sobre el principio.

-¿Estuvo metido en muchos líos? -preguntó Bruto.

-Sí; vandalismo, pequeños hurtos, incendios en granjas e incluso robo de explosivos. Él y un

amigo echaron dinamita a un barranco. Empezó pronto, a los diez años, pero lo que yo buscaba no

estaba allí. Luego el sheriff se enteró de quién era y qué buscaba, y eso fue una suerte. Le mentí.

Le dije que durante un registro en el bloque habíamos encontrado debajo del colchón de Wharton

unas fotos de niñas desnudas, y que quería saber si el muchacho tenía antecedentes como

pederasta, puesto que había un par de casos sin resolver en Tennessee. Me cuidé muy bien de no

mencionar el asesinato de las gemelas Detterick, y creo que ni siquiera se le cruzó por la cabeza.

-Claro que no -intervino Harry-. ¿Por qué iba a pensar en eso? Después de todo, el caso está

cerrado.

-Dije que seguramente me habría equivocado, pues no había ningún crimen de esa clase en el

expediente de Wharton. Había muchos delitos, pero ninguno por el estilo. Entonces el sheriff

Catlett rió y dijo que no todo lo que había hecho una manzana podrida como Wharton estaba en los

archivos, y que de todos modos no importaba, puesto que estaba muerto.

»Respondí que investigaba el asunto sólo por curiosidad, y eso lo tranquilizó. Me llevó a su

oficina, me ofreció una taza de café y un bollo y me contó que dieciséis meses antes, cuando

Wharton acababa de cumplir los dieciocho, un granjero del oeste lo había sorprendido con su hija

en el granero. No había sido exactamente una violación; el tipo le dijo a Catlett que «la folló con

un dedo». Lo siento, cariño.

-Tranquilo -dijo Janice, aunque estaba pálida.

-¿Cuántos años tenía la chica? -preguntó Bruto.

-Nueve -respondí, y Bruto se sobresaltó-. El hombre habría perseguido a Wharton

personalmente, si hubiera tenido hermanos o primos que lo acompañasen, pero no los tenía. De

modo que fue a ver a Catlett y dejó claro que sólo quería que le hiciera una advertencia a Wharton.

Nadie quiere que una noticia así se haga pública. Bueno; la cuestión es que el sheriff llevaba

tiempo ocupándose de las fechorías de Wharton (lo había metido en el reformatorio cuando el

chico tenía quince años) y pensó que ya era suficiente. Reunió a tres agentes y fueron a casa de

Wharton. Echaron a la madre, que empezó a gritar y a llorar, y advirtieron a Billy el Niño lo que

podía pasarle a un degenerado que se mete con una cría que no sólo no ha tenido su primera

menstruación, sino que ni siquiera ha oído hablar de ella. «Fue un buen aviso», me dijo Catlett. Lo

dejamos con la cabeza sangrante, un hombro dislocado y el culo morado.

Bruto no pudo evitar reír.

-Una historia típica del condado de Purdom -dijo.

-Tres meses más tarde, Wharton se largó de su casa y empezó la aventura que concluyó con

su detención -continué-. Eso fue después de los crímenes que lo trajeron aquí.

-De modo que en una ocasión tuvo algo que ver con una menor-dijo Harry. Se quitó las

gafas, les echó el aliento y comenzó a limpiarlas-. Pero una golondrina no hace verano, ¿no es

cierto?

-Un hombre no hace algo así sólo una vez -dijo mi esposa, y luego apretó los labios con tanta

fuerza que casi desaparecieron de su cara.

A continuación les hablé de mi visita al condado de Trapingus. No había tenido más remedio

que ser sincero con Rob McGee. Nunca supe qué le contó a Detterick, pero lo cierto es que cuando

el agente se sentó junto a mí en la cantina, parecía diez años más viejo.

-A mediados de mayo, aproximadamente un mes antes de los asesinatos que habían puesto

punto final a la corta carrera delictiva de Wharton, Klaus Detterick había pintado el granero y la

caseta del perro. Como temía que su hijo pudiese subir al andamio (y además el pequeño tenía que

ir al colegio) había contratado a un ayudante. Un muchacho agradable y tranquilo. Había trabajado

con él tres días, pero no había dormido en la casa. Detterick no era tan tonto como para pensar que

porque fuera agradable y tranquilo, era trigo limpio, sobre todo en aquellos tiempos en que había

tanto delincuente suelto por las carreteras. De todos modos, el muchacho no necesitaba

alojamiento, pues había alquilado una habitación en el pueblo; en casa de Eva Price. Era cierto que

había una tal Eva Price en el pueblo y que alquilaba habitaciones, pero la mujer no había tenido

ningún inquilino que encajara con la descripción del ayudante de Detterick; sólo los tipos de

costumbre, con traje a cuadros y sombrero, los típicos viajantes. McGee lo sabía porque se había

detenido en casa de la señora Price en el camino de regreso de la granja de Detterick. Por eso

estaba tan alterado.»

«Sin embargo, señor Edgecombe -había dicho-, no hay ninguna ley que prohíba dormir en el

bosque. Yo mismo lo he hecho en varias ocasiones.»

»Aunque el ayudante de Detterick no había dormido en la casa, había comido con la familia

un par de veces. Conocía a Howie y a las niñas, Cora y K ate. Tuvo ocasión de oír sus

conversaciones, quizá incluso que esperaban con impaciencia la llegada del verano, porque si el

tiempo era bueno su madre les permitiría dormir en la galería, donde jugarían a ser esposas de los

pioneros que habían cruzado las llanuras en caravanas.

»Me lo imagino sentado a la mesa, comiendo pollo asado y pan de centeno casero,

escuchando, disimulando su mirada de lobo, asintiendo y sonriendo -mientras hacía planes.

-Esas características no encajan con el salvaje que me describiste cuando ingresó en el

bloque -dijo Janice con tono dubitativo-. No coinciden en absoluto.

-Usted no lo vio en el hospital de Indianola, señora -dijo Harry-. Tenía la boca abierta y el

culo al aire, dejándose vestir como si fuera un crío. Creímos que estaba dopado o que era idiota,

¿verdad, Dean?

Dean asintió con la cabeza.

-El día que terminó con el granero, un tipo que llevaba la cara cubierta con un pañuelo robó

en la estación de mercancías -dije-. Se llevó setenta dólares y un dólar de plata que el agente de

carga llevaba como amuleto de la suerte. Cuando capturaron a Wharton, encontraron la moneda en

su cuerpo, y Jarvis sólo está a cuarenta y cinco kilómetros de Tefton.

-¿Y crees que ese ladrón... ese salvaje... se detuvo tres días para ayudar a Klaus Detterick a

pintar el granero? -dijo mi esposa-. ¿Que comió con ellos y se comportó como un ciudadano

normal?

-Lo más aterrador de los tipos como Wharton es que son impredecibles -terció Bruto-. Puede

que pensara matar a los Detterick y saquear la casa y luego por cualquier motivo cambiase de

opinión. Quizá quisiera aclararse, pero lo más probable es que hubiera puesto el ojo en las niñas y

planeara volver en cualquier momento. ¿No lo crees, Paul?

Asentí. Claro que lo creía.

-También está el nombre que el muchacho le dio a Detterick.

-¿Qué nombre? -preguntó Jan.

-Will Bonney.

-¿Bonney? No...

-Era el nombre verdadero de Billy el Niño.

-¡Ah! -Sus ojos se abrieron como platos-. ¡Gracias a Dios! Entonces puedes salvar a John

Coffey. Lo único que tienes que hacer es enseñarle una foto a Detterick... La foto de su archivo...

Bruto y yo cambiamos una mirada incómoda. Dean parecía animado; pero Harry se miraba

fijamente las manos, como si de repente estuviera fascinado por sus uñas.

-¿Qué pasa? -preguntó Janice-. ¿Por qué tenéis esas caras? Sin duda el tal McGee...

-Rob McGee me pareció buena persona y estoy seguro de que es un excelente policía -dije-,

pero no tiene ningún poder en el condado de Trapingus. El que tiene poder es el sheriff Cribus, y el

día en que reabra el caso Detterick sobre la base de mis hallazgos, nevará en el infierno.

-Pero si Wharton estuvo allí... Si Detterick puede identificarlo y saben que estuvo allí...

-El hecho de que estuviera allí en mayo no significa que volviese en junio para matar a las

niñas -dijo Bruto con el suave y tranquilo tono que uno usa para comunicarle a alguien la muerte

de un familiar-. Por un lado tenemos a un muchacho que ayudó a Detterick a pintar el granero y se

marchó. Se sabe que cometió varios crímenes, pero no hay nada contra él durante los tres días que

pasó en Tefton. Por otro lado tenemos a un negro, un negro enorme, a quien encontraron sentado a

la orilla del río con los cadáveres desnudos de las niñas en los brazos. -Sacudió la cabeza-. Paul

tiene razón, Janice. Puede que a McGee lo haya asaltado la duda, pero él no cuenta. Cribus es el

único que podría reabrir el caso, y no querrá estropear lo que considera un final feliz. Pensará que

no fue uno de los suyos sino un negro. Estupendo. Vendrá a Cold Mountain, se comerá un bistec

con una cerveza, y luego irá a ver cómo fríen a su asesino.

Janice lo escuchó con expresión de horror y se volvió hacia mí.

-Pero McGee está de acuerdo contigo, ¿verdad, Paul? Lo noté en tu cara. El agente McGee

sabe que ha arrestado al hombre equivocado. ¿No se enfrentará con el sheriff?

-Lo único que puede conseguir enfrentándose con él es que lo despidan -respondí-. Creo que

en el fondo sabe que el culpable fue Wharton, pero se dirá a sí mismo que si mantiene la boca

cerrada y sigue el juego hasta que Cribus se retire o se muera, podrá ocupar su puesto. Entonces las

cosas serán diferentes. Supongo que eso es lo que se dirá para poder dormir. Y en algo no se

diferencia mucho de Cribus; pensará: «Al fin y al cabo, sólo es un negro. No es como si fueran a

electrocutar a un blanco.»

-Entonces tendrás que actuar tú -dijo Janice, y el corazón me dio un vuelco al oír su tono

decidido y seguro-. Ve y diles lo que has descubierto.

-¿Y cómo explicaremos que lo hemos descubierto, Jan? -preguntó Bruto con la misma voz

serena-. ¿Les contaremos que mientras sacábamos a John de la prisión para que hiciera un milagro

con la esposa del alcaide, Wharton le tocó un brazo?

-No, claro que no, pero... -Advirtió que pisaba terreno inseguro y cambió de rumbo-. Mentid

-dijo. Miró a Bruto con expresión desafiante y luego se volvió hacia mí. Su mirada era tan ardiente

que podría haber hecho un agujero en un periódico.

-Mentir -repetí-. ¿Mentir sobre qué?

-Sobre lo que te llevó primero al condado de Purdom y luego al de Trapingus. Ve a ver al

viejo gordinflón del sheriff Cribus y dile que Wharton te dijo que había matado a las gemelas

Detterick.

Que lo confesó todo. -Dirigió su mirada ardiente a Bruto-. Tú podrías respaldar su versión,

Bruto. Dirás que estabas presente en el momento de la confesión. Es más; podéis decir que Percy

también lo oyó y que por eso lo mató. Le disparó porque no podía dejar de pensar en lo que

Wharton le había hecho a esas niñas. Eso lo trastornó. ¿Qué pasa?, ¿qué pasa, por el amor de Dios?

No éramos sólo Bruto y yo; Harry y Dean también la miraban con horror.

-No informamos de eso en ningún momento, señora dijo Harry, como si le hablara a un

niño-. Lo primero que nos preguntarán es por qué no lo hicimos. Se supone que debemos informar

de todo lo que digan los presos sobre sus crímenes. Los suyos o los de cualquier otro.

-De todos modos no le habríamos creído, Jan -terció Bruto-. Un hombre como Wharton es

capaz de mentir sobre cualquier cosa. Los crímenes que cometió, los delincuentes que conocía, las

mujeres con quienes se había acostado, los tantos que marcó en los partidos de fútbol del colegio,

incluso el estado del tiempo.

-Pero... pero... -Jan parecía angustiada. Le pasé un brazo por los hombros, pero se apartó-.

¡Pero estuvo allí! ¡Pintó ese maldito granero! ¡Comió con ellos!

-Razón de más para que se enorgulleciera del crimen -dijo Bruto-. Después de todo, ¿qué

mal podía hacerle? Sólo se puede freír a un tipo una vez.

-A ver si os he entendido: todos los que estamos sentados alrededor de esta mesa sabemos

que John Coffey no sólo no cometió el crimen sino que intentaba salvar a las niñas. El agente

McGee no está al corriente de todo, por supuesto, pero aun así está bastante seguro de que el

hombre condenado a morir por esos asesinatos no los cometió. Y sin embargo... sin embargo... no

podéis conseguir una apelación. Ni siquiera podéis conseguir que se reabra el caso.

-Exactamente -dijo Dean mientras limpiaba las gafas con furia-. Así son las cosas.

Janice agachó la cabeza con aire pensativo. Bruto empezó a decir algo, pero lo atajé

levantando una mano. No creía que Janice pudiera pensar en una forma de librar a John de la

muerte, pero tampoco era imposible. Mi mujer era una mujer muy lista y decidida, una

combinación que puede transformar montañas en valles.

-Muy bien -dijo por fin-. Entonces tendréis que liberarlo vosotros.

-¿Cómo? -Harry la miró atónito... y también asustado.

-Podéis hacerlo. Ya lo hicisteis una vez, ¿no es cierto? Eso quiere decir que podéis volver a

hacerlo, sólo que en esta ocasión no lo llevaréis de regreso a la cárcel.

-¿Y usted le explicará a mis hijos por qué han enviado a prisión a su padre, señora

Edgecombe? -preguntó Dean-. Acusado de ayudar a escapar a un asesino.

-No habrá nada de eso, Dean. Urdiremos un plan para que parezca una fuga auténtica.

-Asegúrese de que sea un plan que pueda llevar a cabo un tipo que ni siquiera sabe atarse los

cordones de los zapatos -intervino Harry-. Tendrán que creérselo.

Janice lo miró con expresión dubitativa.

-No funcionaría -dijo Bruto-. Aunque se nos ocurriera un plan, no funcionaría.

-¿Por qué no? -Jan parecía a punto de llorar-. ¿Por qué demonios no funcionaría?

-Porque es un gigante de dos metros que apenas tiene cerebro para comer solo -dije-.

¿Cuánto tiempo tardarían en volver a capturarlo? ¿Dos horas?, ¿seis?

-Antes de esto había pasado inadvertido -dijo Jan, mientras se limpiaba una lágrima con el

dorso de la mano.

En eso tenía razón. Yo había escrito a algunos amigos y parientes del sur preguntándoles si

habían leído algo en los periódicos sobre un hombre de las características de John Coffey. Nada en

absoluto. Janice había hecho lo mismo. Sólo creían haberlo visto en la ciudad de Muscle Shoals,

en Alabama. En 1929 un tornado había derribado una iglesia durante un ensayo del coro, y un

gigante negro había rescatado a dos hombres de los escombros. Los dos parecían muertos para los

testigos, pero al final nadie había resultado herido de gravedad. Uno de los presentes dijo que

había sido un milagro. El negro, un trabajador temporero a quien el pastor había contratado por un

día, desapareció en el alboroto.

-Es verdad -dijo Bruto-, pero debemos recordar que eso fue antes de que lo condenaran por

la violación y el asesinato de las niñas.

Janice no respondió. Guardó silencio durante al menos un minuto y luego hizo algo que me

sorprendió tanto como mi súbito ataque de llanto la había sorprendido a ella. Tendió el brazo y tiró

todo lo que había sobre la mesa: platos, vasos, tazas, cubiertos, la fuente de la col, la jarra de

naranjada, el plato con el jamón, la leche, la botella de té helado. Todo fue a parar al suelo.

-¡Mierda! -exclamó Dean, apartándose de la mesa con tanto ímpetu que estuvo a punto de

caer de espaldas.

Janice no le hizo el menor caso. Nos miraba a Bruto y a mí; sobre todo a mí.

-¿Pensáis matarlo, cobardes? -pregunto-. ¿Vais a matar al hombre que salvó la vida de

Melinda Moores e intentó salvar la de las niñas? Bueno; al fin y al cabo, sólo habrá un negro

menos en el mundo, ¿no es cierto? Podréis consolaros con esa idea. Un negro menos. -Se puso de

pie, miró la silla y le dio una patada. La silla rebotó contra la pared y cayó encima de la naranjada.

La cogí de la muñeca, pero se soltó-. No me toques -dijo-. Dentro de una semana serás un asesino

igual que Wharton, así que no me toques.

Salió al porche trasero, se cubrió la cara con el delantal y se echó a llorar. Los cuatro

hombres nos miramos. Al cabo de unos instantes, me levanté y empecé a limpiar. Bruto me echó

una mano; luego se unieron Harry y Dean. Cuando la cocina recuperó su aspecto normal, los

muchachos se marcharon. Ninguno dijo una sola palabra. En realidad, no había nada que decir.

6

Era mi noche libre. Me senté en la sala de nuestra pequeña casa, fumando, escuchando la

radio y contemplando cómo la oscuridad ascendía gradualmente hasta devorar el cielo. La

televisión está bien, no tengo nada contra ella, pero no me gusta la forma en que nos separa del

mundo, atrapándonos en su pantalla de cristal. En ese sentido, la radio era mucho mejor.

Janice entró, se arrodilló al lado del sillón y cogió mi mano. Durante un rato, ninguno de los

dos dijo nada; permanecimos así, escuchando el Kollege of Musical Knowledge de Kay Kaiser y

mirando salir las estrellas.

-Lamento haberte llamado cobarde -dijo-. Es lo peor que te he dicho en todos nuestros años

de casados.

-¿Peor que cuando me llamaste viejo avaro? pregunté. Ambos reímos, y un par de besos

después, habíamos hecho las paces.

Mi Janice era tan hermosa. Todavía sueño con ella. A pesar de lo viejo y cansado que me

siento, aún sueño que entra en mi habitación de este lugar solitario y olvidado, donde los pasillos

huelen a meados y a col hervida. Sueño que es joven y hermosa, con aquellos pechos firmes que

no podía dejar de tocar, y me dice: «Cariño, yo no estaba en el autobús que chocó. Todo fue un

error.» Cuando despierto y comprendo que ha sido un sueño, me echo a llorar. Yo, que cuando era

joven casi nunca lloraba.

-¿Lo sabe Hall -preguntó por fin.

-¿Que John es inocente? Lo dudo.

-¿Crees que podría hacer algo? ¿Tiene alguna influencia sobre Cribus?

-Ninguna, cariño.

Asintió, como si esperara esa respuesta.

-Entonces no se lo digas. Si no puede hacer nada, no se lo digas.

-No.

Me miró fijamente.

-Y esa noche no podrás fingir que estás enfermo. Ninguno de vosotros puede hacerlo.

-No. Si estamos allí, al menos nos ocuparemos de que todo acabe cuanto antes. Es lo único

que podemos hacer. No será como la ejecución de Delacroix.

Por un momento, gracias a Dios muy breve, vi la capucha negra de seda quemada separarse

de la cara de Del para dejar al descubierto los globos de gelatina en que se habían convertido sus

ojos.

-No tienes otro remedio, ¿verdad? -Llevó mi mano a una de sus suaves mejillas-. Pobre Paul;

pobrecillo mío.

No respondí. Nunca en mi vida había tenido tantas ganas de huir. Sentí deseos de coger a

Janice, meter cuatro cosas en un bolso y escapar hacia cualquier lugar.

-Pobrecillo mío -repitió y luego añadió-: Habla con él.

-¿Con quién? ¿Con John?

-Sí. Habla con él. Averigua qué quiere.

Reflexioné por un instante y asentí. Jan tenía razón. Siempre la tenía.

7

Dos días después, el 18, Bill Dodge, Hank Bitterman y otro guardia -no recuerdo quién,

seguramente uno de los temporeros- llevaron a John Coffey a las duchas del bloque D, mientras

nosotros ensayábamos la ejecución. No permitimos que TuuTuu ocupara su lugar; aunque nadie

habló del asunto, todos sabíamos que habría sido una obscenidad.

Lo hice yo.

John Coffey -dijo Bruto con voz temblorosa mientras yo estaba sentado en la Freidora-, ha

sido condenado a morir en la silla eléctrica, según la sentencia dictada por sus conciudadanos...

¿Conciudadanos de Coffey? Parecía un chiste. Por lo que yo sabía, parecía de otro planeta.

Luego recordé lo que John había dicho al ver la silla desde los peldaños que conducían a mi

oficina: «Siguen ahí. Los oigo gritar.»

-Sacadme de aquí -dije con voz ronca-. Quitadme las correas y dejadme salir.

Lo hicieron, pero por un momento quedé paralizado, como si la Freidora no quisiera dejarme

marchar.

Cuando regresábamos al bloque, Bruto me habló en voz baja, para que no pudieran oírlo

Dean y Harry, que estaban detrás de nosotros, guardando las últimas sillas.

-He hecho muchas cosas en la vida de las que no me siento orgulloso, pero por primera vez

creo que corro el riesgo de ir al infierno.

Lo miré para asegurarme de que no bromeaba, y me pareció que no lo hacía.

-¿Qué quieres decir?

-Que vamos a matar a un elegido de Dios -respondió-. A alguien que nunca hizo daño a

nadie. ¿Qué podré decir en mi favor cuando me encuentre con el Creador y me pida explicación,

qué le diré? ¿Que era mi trabajo, mi obligación?

8

Cuando John regresó de las duchas y los temporeros se marcharon, abrí la puerta de su celda,

entré y me senté a su lado. Bruto, que se encontraba en la mesa de entrada, alzó la vista y vio que

estaba solo con John en la celda, pero no dijo nada. Volvió a concentrarse en los papeles que tenía

delante, chupando el extremo del lápiz una y otra vez.

Coffey me miró con sus extraños ojos inyectados en sangre, ausentes, llorosos y sin embargo

serenos, como si llorar constantemente no tuviera nada de malo, sobre todo cuando uno estaba

acostumbrado a hacerlo. Hasta me dedicó una breve sonrisa. Recuerdo que olía a jabón y que

parecía tan limpio y fresco como un bebé después del baño.

-Hola, jefe -dijo, y luego cogió mis manos entre las suyas. Lo hizo con absoluta naturalidad.

-Hola, John. -Yo tenía un nudo en la garganta e intenté tragarlo-. Supongo que sabes que se

acerca la hora. Sólo falta un par de días.

Permaneció en silencio, sin soltarme las manos. Cuando miro hacia atrás, creo que ya había

empezado a pasarme algo, pero estaba demasiado pendiente -mental y emocionalmente- de mi

trabajo para notarlo.

-¿Querrás algo especial para cenar esa noche, John? Podemos conseguirte cualquier cosa,

incluso una cerveza. Sólo tendremos que ponerla en una taza de café.

-Nunca me ha gustado la cerveza.

-¿Entonces algo especial para comer?

Su frente se arrugó debajo de la enorme calva marrón. Luego las líneas se borraron, y sonrió.

-Pastel de carne -dijo.

-Muy bien, pastel de carne con salsa y puré de patatas. -Sentí un hormigueo, como cuando a

uno se le adormece un brazo, sólo que la sensación se extendió por todo mi cuerpo-. ¿Qué más?

-No lo sé, jefe. Cualquier cosa. Tal vez, quingombó, pero me da igual.

-De acuerdo -dije, y pensé que también tomaría tarta de melocotón hecha por la señora

Edgecombe-. ¿Y qué me dices de un sacerdote? Alguien que rece contigo. Sirve de consuelo; lo he

visto muchas veces. Podría llamar al reverendo Schuster, el hombre que vino a ver a Del...

-No quiero un sacerdote dijo John-. Usted ha sido bueno conmigo, jefe. Si quiere, puede

rezar una plegaria. Me arrodillaré con usted.

-¿Yo? Pero John, yo no puedo...

Me apretó las manos y el hormigueo aumentó. -Claro que puede; ¿verdad que sí, jefe?

-Supongo que sí -me oí decir. Mi voz sonaba como un eco-. Supongo que sí.

La sensación era muy intensa, en parte similar a la que había experimentado cuando me curó

la infección urinaria, y en parte diferente. Diferente porque esta vez él no sabía lo que hacía. De

repente me sentí aterrorizado, ansioso por salir de allí. Veía luces en mi interior, no sólo en la

cabeza, sino en todo el cuerpo.

-Usted, el señor Howell y los demás jefes han sido buenos conmigo -dijo John Coffey-. Sé

que se preocupan por mí, pero tienen que dejar de hacerlo, porque yo me quiero ir, jefe. -Intenté

hablar, pero no pude. Sin embargo él sí que podía. Lo que dijo a continuación fue la parrafada más

larga que le oí desde que lo conocía-: Estoy cansado del dolor que siento y oigo, jefe. Estoy

cansado de vagar por las calles, solo como un tordo bajo la lluvia, sin nadie que me acompañe o

me diga adónde vamos y por qué. Estoy cansado de ver que las personas son malas unas con otras.

Es como si tuviera trozos de vidrio en la cabeza. Estoy cansado de las veces que intenté ayudar y

no lo conseguí. Estoy cansado de la oscuridad y, sobre todo, del dolor. Es demasiado. Si pudiera,

acabaría con él, pero no puedo.

«Para -quise decir-. Para y suéltame las manos. Si no lo haces, me ahogaré. O estallaré.»

Me incliné, jadeando. Entre mis rodillas, vi cada grieta del suelo de cemento, cada

hendidura, cada grano de mica. Alcé la mirada y vi en las paredes nombres escritos en 1924, 1926,

1931. Aquellos nombres habían sido borrados, y en cierto modo también sus propietarios, pero

imagino que es imposible borrarlo todo, al menos en esta copa oscura que es el mundo. Veía una

maraña de nombres superpuestos, y era como escuchar a los muertos hablar, cantar y pedir

clemencia. Sentí que mis ojos palpitaban en sus órbitas, oí los latidos de mi corazón, el zumbido de

mi sangre recorriendo los pasajes de mi cuerpo como una multitud de cartas enviadas a distintos

lugares.

Oí el pitido de un tren a los lejos; el de las 3.50 a Pieceford, supongo, aunque no puedo estar

seguro porque antes lo había oído. No desde Cold Mountain, porque pasaba a quince kilómetros de

la prisión. Era imposible que lo oyera; eso diría cualquiera y eso era lo que yo mismo creía antes

del mes de noviembre de 1932. Pero lo cierto es que lo oí.

En algún sitio explotó una bombilla de la luz con el estruendo de una bomba.

-¿Qué me has hecho? -murmuré-. ¿Qué me has hecho, John?

-Lo siento, jefe -respondió con su habitual serenidad-. No me di cuenta. Pero no es nada; se

sentirá mejor dentro de poco. -Me levanté y me dirigí a la puerta de la celda con la sensación de

que caminaba en sueños. Cuando llegué allí, Coffey añadió-: Se pregunta por qué las niñas no

gritaron cuando estaban en la galería. Es lo único que lo atormenta, ¿verdad?

Volví la mirada hacia él. Veía cada venita roja de sus ojos, cada poro de su cara... y sentía su

dolor, el dolor que absorbía de los demás como una esponja absorbe el agua. También podía ver la

oscuridad que había mencionado. Se extendía por los confines del mundo, y en ese momento sentí

por él una mezcla de pena y enorme alivio. Sí; no cabía duda de que íbamos a cometer una

injusticia... y sin embargo, le haríamos un favor.

-Lo vi cuando aquel muchacho me tocó -dijo John-. Entonces supe que era él quien lo había

hecho. Aquel día lo vi; lo vi arrojar a las niñas al suelo y huir, pero...

-Pero lo olvidaste -dije.

-Sí, jefe. Lo olvidé hasta que él me tocó.

-¿Por qué no gritaron, John? Les hizo suficiente daño para hacerlas sangrar, y sus padres

estaban dentro de la casa, así que ¿por qué no gritaron?

John me miró con expresión atormentada.

-Le dijo a una: «Si haces ruido, mataré a tu hermana», y luego le dijo lo mismo a la otra. ¿Lo

ve?

-Sí -murmuré. Lo veía. Veía la galería de los Detterick en la oscuridad y a Wharton inclinado

sobre las gemelas como un demonio. Una de ellas comenzó a gritar, Wharton la golpeó y a la niña

empezó a sangrarle la nariz. Ese era el origen de la mayor parte de la sangre que encontraron.

-Se valió de su amor para matarlas -dijo John-. El amor que cada niña sentía por la otra. ¿Lo

entiende?

Incapaz de hablar, asentí con un gesto.

Coffey sonrió. Las lágrimas volvían a correr por sus mejillas, pero sonrió.

-Lo mismo todos los días dijo-, en todas partes del mundo. -Se tendió en el camastro y se

volvió hacia la pared.

Salí al pasillo, cerré la puerta de la celda y me dirigí hacia la mesa de entrada. Aún me sentía

como si estuviera soñando. Advertí que podía oír los pensamientos de Bruto, quien se preguntaba

cómo se escribía la palabra «recibir». Pensaba: «¿Con be o con uve?» Luego alzó la vista y sonrió,

pero al instante la sonrisa se le borró de los labios.

-¿Te encuentras bien, Paul?

-Sí -respondí, y a continuación le conté lo que me había dicho John. No todo, desde luego, y

mucho menos lo que me había hecho al tocarme (eso nunca se lo he contado a nadie, ni siquiera a

Janice; Elaine Connelly será la primera en saberlo, si decide leer hasta la última página de lo que

he escrito). Me limité a repetir lo que me había dicho John sobre su deseo de marcharse. Bruto

pareció aliviado, pero intuí (¿oí?) que se preguntaba si no me lo habría inventado para

tranquilizarlo. Luego sentí que decidía creerme, sencillamente porque eso le facilitaría las cosas

cuando llegara el momento de la ejecución.

-¿Sufres una recaída de la infección, Paul? -preguntó-. Estás rojo.

-No, me encuentro bien -respondí. Era mentira, pero estaba seguro de que John tenía razón y

me recuperaría muy pronto. El hormigueo comenzaba a disiparse.

-De todos modos, creo que no te vendría mal entrar en el despacho y tenderte a descansar un

poco.

Tenderme era lo último que deseaba en aquel momento; la idea me pareció tan ridícula que

estuve a punto de echarme a reír. Me sentía con fuerza suficiente para construir una casa, colocarle

el tejado, excavar un pequeño jardín en la parte trasera y cultivarlo. Todo antes de la cena.

«Lo mismo todos los días -pensé-. Todos los días, en todas partes del mundo. La misma

oscuridad en todo el mundo.»

-Voy a pasar por la administración -dije-. A comprobar algunos datos.

-De acuerdo.

Abrí la puerta y me volví.

-Lo has escrito bien -lije-. «Recibir» va con be.

Salí y no necesité mirar atrás para saber que Bruto me observaba boquiabierto.

Me mantuve activo el resto del turno; incapaz de permanecer sentado más de cinco minutos

seguidos. Cuando regresé de la administración, me paseé de un extremo al otro del patio de

ejercicios; supongo que los guardias de las torres de vigilancia debieron pensar que me había

vuelto loco. Poco antes de acabar la jornada, comencé a tranquilizarme y el rumor de los

pensamientos en mi cabeza -algo similar al ruido del viento entre las hojas- se acalló

considerablemente.

Sin embargo, mientras volvía a casa, aquella extraña sensación me asaltó de nuevo con toda

su fuerza. Aparqué el Ford a un lado de la carretera y corrí unos setecientos metros, con la cabeza

gacha, agitando los brazos. El aire que entraba y salía por mi boca estaba tan caliente como un

objeto que se lleva mucho tiempo debajo del sobaco. Por fin volví a la normalidad. Corrí la mitad

del trayecto hasta el coche y caminé la otra mitad; mi aliento formaba nubecillas de vapor en el

aire helado. Ya en casa, le conté a Janice que John Coffey me había dicho que estaba preparado y

que quería morir. Ella asintió con expresión de alivio, pero ¿de verdad se sentía aliviada? No podía

asegurarlo. Seis horas antes, o tal vez tres, lo habría sabido, pero para entonces me resultaba

imposible. Y era una suerte. John no dejaba de decir que estaba cansado, y ahora entendía por qué.

Su don habría agotado a cualquiera, habría hecho que deseara desesperadamente paz y silencio.

Cuando Janice me preguntó por qué estaba tan agitado y sudoroso, le respondí que había

detenido el coche en el camino a casa y había corrido durante un rato. Como creo haber dicho (he

escrito demasiadas páginas para cerciorarme), no acostumbraba a mentirle, pero no le expliqué el

motivo. Y lo cierto es que ella tampoco me lo preguntó.

9

La noche de la ejecución de John Coffey no hubo tormenta. Hacía frío, como correspondía a

aquellas latitudes en esa época del año, y un millón de estrellas derramaban luz sobre los campos

arados, donde la escarcha brillaba en los postes de las vallas y destellaba como diamantes sobre los

esqueletos secos de las mazorcas de julio.

Brutus Howell estaría al frente: le pondría el casquete a John y cuando llegase la hora

ordenaría a Van Hay que le diera al interruptor.

A las 11.20 horas de la noche del 20 de noviembre, Dean, Harry y yo nos dirigimos a la

única celda ocupada, donde John Coffey estaba sentado en el camastro, con las manos entrelazadas

entre las rodillas y una pequeña mancha de salsa en el cuello de la camisa azul. Nos miró a través

de los barrotes, al parecer mucho más sereno que nosotros. Yo tenía las manos heladas y me latían

las sienes. Una cosa era saber que deseaba irse, lo cual nos facilitaba el trabajo, y otra que íbamos

a electrocutarlo por un crimen que no había cometido.

Había visto por última vez a Hal Moores aquella tarde a las siete. Estaba en su despacho,

abotonándose el abrigo. Tenía la cara pálida y las manos le temblaban tanto que apenas podía con

los botones. Le habría apartado la mano para terminar con la tarea, como suele hacerse con los

niños pequeños. Curiosamente, el fin de semana anterior, cuando Janice y yo fuimos de visita a su

casa, Melinda tenía mejor aspecto que su marido la noche de la ejecución.

-No me quedaré a presenciar la ejecución -dijo-. Curtis lo hará en mi lugar y sé que Coffey

estará en buenas manos contigo y con Brutus.

-Sí, señor. Lo haremos lo mejor posible -respondí-. ¿Se sabe algo de Percy?

Lo que en realidad quería saber era si había recuperado la cordura. ¿Y si le contaba a

alguien, probablemente a un médico, que le habíamos puesto la camisa de fuerza y lo habíamos

encerrado en la celda de seguridad como a un vulgar preso (un capugante, en sus propios

términos)? ¿Le creerían?

Pero según Hal, Percy seguía igual. No hablaba ni parecía estar en este mundo. Seguía en

Indianola -«esperando un diagnóstico», dijo Hal aparentemente extrañado por la expresión-, pero

si no mejoraba, pronto lo trasladarían.

-¿Cómo está Coffey? -preguntó cuando por fin consiguió abrocharse el último botón.

-Estará bien, alcaide Moores.

Hizo un gesto de asentimiento y se dirigió hacia la puerta con aspecto cansado y enfermizo.

-¿Cómo es posible que tanto mal y tanto bien convivan en el mismo hombre? ¿Cómo es

posible que el mismo hombre que salvó a mi esposa haya matado a esas niñas? ¿Lo entiendes?

Respondí que no, que los caminos del Señor eran inescrutables, que había bondad y maldad

en todos nosotros, sin que supiéramos por qué, etcétera, etcétera. Casi todo lo que dije lo había

aprendido en la iglesia. Hal asentía todo el tiempo, pero parecía alterado. Podía permitirse el lujo

de asentir, ¿no es cierto? Sí; y también de parecer alterado. Su cara reflejaba una profunda tristeza,

pero en esta ocasión no lloraba. Tenía una esposa esperándolo en casa, una compañera que ahora

se encontraba bien. Estaba viva gracias a John Coffey, y el hombre que había firmado su orden de

ejecución podía marcharse para volver a su lado. No tenía que presenciar la escena que tendría

lugar a continuación. Aquella noche podría dormir en los cálidos brazos de su esposa, mientras

John Coffey descansaba en el sótano del hospital del condado, enfriándose a medida que las horas,

mudas y sofitarias, avanzaban hacia el amanecer. Se me pasaría pronto, pero lo cierto es que en

aquel momento sentí odio. Auténtico odio hacia Hal.

Más tarde entraba en la celda, seguido de Dean y Harry, ambos pálidos y alicaídos.

-¿Estás listo, John?

El grandullón asintió.

-Supongo que sí, jefe.

-Muy bien, entonces. Pero antes de que salgamos tengo que decirte algo.

-Diga lo que quiera, jefe.

John Coffey, como representante de la ley...

Lo dije todo de un tirón, y cuando acabé, Harry Terwilliger dio un paso al frente y tendió la

mano. Por un instante, John pareció sorprendido, luego sonrió y se la estrechó. A continuación,

Dean, más pálido que nunca, le ofreció la suya.

-Merecías algo mejor, Johnny -dijo con voz ronca-. Lo siento.

-Estaré bien -respondió John-. Esta es la parte más difícil; pero dentro de poco estaré bien.

-Se puso de pie, y la cruz de san Cristóbal que le había regalado Melly se le salió de la camisa.

John, tengo que quitarte eso dije-. Si quieres puedo ponértela después de... pero ahora tengo

que quitártela.

La medalla era de plata, y si estaba en contacto con su cuerpo cuando Van Day le diera al

interruptor, podía fundirse con su piel o quizá galvanizarse, dejándole en el pecho una especie de

fotografía chamuscada. Lo había visto antes. De hecho, lo había visto casi todo en mis años de

carcelero en el pasillo de la muerte. Más de lo que me convenía; lo supe en ese momento.

John se quitó la cadena y me la entregó. Me la metí en el bolsillo y le pedí que saliera de la

celda. No había necesidad de revisarle la cabeza para asegurarnos de que el contacto quedaría

firme y la inducción sería buena; su calva era tan lisa como la palma de mi mano.

-¿Sabe, jefe? dijo-. Esta tarde me quedé dormido y tuve un sueño. Soñé con el ratón de Del.

-¿De veras, John? -Me coloqué a su izquierda y Harry a su derecha. Dean nos siguió y los

cuatro comenzamos a recorrer el pasillo de la muerte. Fue la última vez que lo recorrí con un

prisionero.

-Sí -dijo-. Soñé que iba a aquel sitio del que habló el jefe Howell, a Ratilandia. Había

muchos niños, ¡y cómo se reían de sus trucos! -Él mismo rió al recordarlo, pero enseguida volvió a

ponerse serio-. Soñé que las dos niñas rubias estaban allí y también reían. Las abracé y no había

sangre en su pelo; estaban bien. Todos miramos a Cascabel perseguir el carrete... ¡Cómo reíamos!

Nos partíamos de risa.

-Vaya -dije mientras pensaba que no podía continuar con aquello, que era incapaz de hacerlo.

Temí que en cualquier momento me pondría a gritar o a llorar o mi corazón estallaría de pena y

sería el final.

Entramos en mi despacho. John miró alrededor y luego se arrodilló sin que nadie se lo

pidiera. Detrás de él, Harry me miró con expresión de angustia. Dean estaba blanco como el papel.

Me arrodillé al lado de John y pensé en lo irónica que era la situación: después de ayudar a

tantos prisioneros en su último viaje, ahora era yo quien necesitaba ayuda. A1 menos eso me

parecía.

-¿Qué le pediremos a Dios, jefe? -preguntó.

-Valor -respondí sin detenerme a pensarlo. Cerré los ojos y dije-: Dios Todopoderoso,

ayúdanos a terminar lo que hemos empezado. Por favor,

da la bienvenida en el cielo a este hombre, John Coffey (suena parecido a café, pero no se

escribe igual) y concédele la paz. Ayúdanos a despedirlo como merece y no permitas que nada

salga mal. Amén. -Abrí los ojos y miré a Dean y a Harry. Ambos tenían mejor aspecto, aunque

dudo que fuera por mi oración. Quizá les hubiera hecho bien tener unos instantes para recuperar el

aliento.

Empecé a incorporarme y John me cogió del brazo. Me dirigió una mirada tímida y

esperanzada a la vez.

-Recuerdo una plegaria que alguien me enseñó cuando era pequeño -dijo-. O eso creo.

¿Puedo decirla?

-Adelante -respondió Dean-. Tenemos mucho tiempo.

John cerró los ojos y frunció el entrecejo en una mueca de concentración. Esperaba oír una

versión confusa del padrenuestro o quizá «Ángel de la Guardia, dulce compañía... », pero no; lo

que escuché a continuación fue algo que nunca había oído antes y que nunca volvería a oír. Con las

manos juntas delante de los ojos cerrados, John Coffey dij o:

-Niño jesús, tierno y bondadoso, ruega por este niño huérfano. Sé mi fuerza, sé mi amigo

hasta la hora de mi muerte, Amén. -Abrió los ojos, comenzó a levantarse y luego me miró

atentamente.

Me enjugué los ojos con el antebrazo. Mientras lo escuchaba, había pensado en Del, que al

final también había querido rezar otra oración: «Dios te salve María, llena eres de gracia... Ruega

por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén.»

-Lo siento, John.

-No lo sienta, jefe -dijo. Me dio un pequeño apretón en el brazo y sonrió. Y luego, tal como

temía, tuvo que ayudarme a ponerme de pie.

10

No había muchos testigos; quizá catorce en total, la mitad de los que habían asistido a la

ejecución de Delacroix. Homer Cribus estaba allí, con el culo desbordando la silla, como de

costumbre; pero no vi al agente McGee. Al igual que el alcaide Moores, había decidido no asistir a

aquella ejecución.

En la primera fila había una pareja de ancianos que al principio no reconocí, aunque había

visto su fotografía en todos los periódicos. Cuando nos acercábamos a la plataforma donde se

alzaba la Freidora, la mujer exclamó con furia:

-¡Espero que mueras lentamente, hijo de puta!

Entonces supe que se trataba de los Detterick, Klaus y Marjorie. No los había reconocido

porque no estaba acostumbrado a ver a viejos que apenas . superaban la treintena.

John dio un respingo al oír la voz de la mujer y el gruñido de aprobación del sheriff Cribus.

Hank Bitterman, que estaba frente al pequeño grupo de testigos, no le quitaba los ojos de

encima a Klaus Detterick. Cumplía mis órdenes, pero lo cierto es que Detterick no hizo el menor

movimiento hacia John. De hecho, parecía encontrarse en otro planeta.

Bruto, de pie al lado de la Freidora, me hizo una seña. Enfundó la pistola, y cogió a John de

la muñeca y lo escoltó hacia la silla con la misma suavidad con que un muchacho acompaña a su

chica a la pista de baile en la primera cita.

-¿Todo bien, John? -preguntó en voz baja.

-Sí, jefe, pero... -Sus ojos se movían de un lado a otro, y por primera vez parecía asustado-.

Aquí hay mucha gente que me odia. Mucha. Puedo sentir su odio y me duele. Me pica como si

fueran avispas, y duele.

-Entonces siente lo que sentimos nosotros -respondió Bruto, siempre en voz baja-. Nosotros

no te odiamos. ¿Puedes sentirlo?

-Sí, jefe -dijo, pero le temblaba la voz y sus ojos habían comenzado a derramar nuevas

lágrimas de tristeza.

-¡Matadlo dos veces, muchachos! -gritó Marjorie Detterick. Su voz desgarrada y estridente

fue como una bofetada. John se acercó a mí y gimió-. ¡Matad a ese violador de niños dos veces!

¡Se lo merece!

Klaus, siempre con el aspecto de un hombre que sueña despierto, pasó un brazo por sus

hombros, y la mujer se echó a llorar.

Comprobé con horror que Harry Terwilliger también lloraba. Por el momento ninguno de los

testigos lo había advertido, puesto que estaba de espaldas, pero lloraba. Pero ¿qué podíamos hacer,

aparte de seguir adelante?

Bruto y yo ayudamos a John a volverse. Bruto empujó uno de los hombros del grandullón y

éste se sentó. Se cogió a los anchos brazos de roble de la Freidora mientras movía los ojos de un

lado a otro y se humedecía los labios con la lengua.

Harry y yo nos arrodillamos. El día anterior habíamos encargado a uno de los presos de

confianza que soldara extensiones a las correas de los pies, puesto que los tobillos de John Coffey

eran más gruesos que las pantorrillas de los demás condenados. Sin embargo, pasé un momento de

ansiedad al pensar que aún así serían pequeñas y que tendríamos que llevar a John de regreso a la

celda mientras buscaban a Sam Broderick -el jefe de mantenimiento en aquellos tiempos- para que

añadiera un trozo adicional a las correas. Pero después de un último tirón, la abrazadera de mi

lado se cerró. John sacudió la pierna y gimió. Le había pellizcado la piel.

-Lo siento, John -murmuré, y miré a Harry. Él había conseguido cerrar la correa con mayor

facilidad (la extensión de su lado debía de ser más larga, o bien el tobillo derecho de John era más

pequeño), pero miraba el resultado con expresión dubitativa. Enseguida entendí por qué; las

abrazaderas nuevas tenían un aspecto grotesco, como si fueran los dientes de un caimán.

-Todo irá bien -dije, en la esperanza de sonar convincente... y de que fuera verdad-. Sécate la

cara, Harry.

Me obedeció, y con la manga de la camisa se enjugó las lágrimas de las mejillas y las gotas

de sudor que le perlaban la frente. Nos volvimos. Homer Cribus, que había estado hablando en voz

alta con el hombre que estaba a su lado (el fiscal, a juzgar por su corbata y su desgastado traje

negro) se calló la boca. Ya casi era la hora.

Bruto había amarrado una de las muñecas de John y Dean la otra. Por encima del hombro de

este último vi al médico, discreto como siempre, de pie al lado de la pared y con el maletín negro

entre los pies. Supongo que en la actualidad los médicos están prácticamente a cargo de las

ejecuciones, sobre todo las que se hacen con inyecciones letales, pero en aquel entonces si uno los

necesitaba tenía que forzarlos a acercarse. Quizá en aquellos tiempos tuvieran una idea más clara

de cuál era la verdadera misión de un médico y de que participar en una ejecución era una forma

de romper la promesa que había hecho al recibir su diploma; la promesa de no hacer daño a nadie.

Dean hizo una señal a Bruto, que volvió la cabeza, echó un vistazo al teléfono que nunca

sonaría para salvar a alguien como John Coffey, y gritó:

-¡Descarga uno!

Se oyó el típico zumbido, como cuando se enciende una nevera, y las luces se volvieron más

brillantes. Nuestras sombras se hicieron más evidentes, unas figuras negras que ascendían por las

paredes y parecían revolotear como buitres sobre y: la silla. John respiró hondo. Sus nudillos

estaban blancos.

-¿Ya le duele? -preguntó Marjorie Detterick por encima del hombro de su marido-. ¡Espero

que sí! ¡Espero que le hagan mucho daño! -Su esposo la abrazó. Al hombre le sangraba la nariz,

pues vi un hilo rojo caer sobre su estrecho bigote. Cuando el mes de marzo siguiente leí en un

periódico que había muerto de un ataque de apoplejía, no me asombró en absoluto.

Bruto se interpuso en el campo de visión de John y le tocó un hombro mientras hablaba. Eso

estaba en contra de las reglas, pero el único que lo sabía era Curtis Anderson, a quien no pareció

preocuparle. Era evidente que sólo deseaba terminar cuanto antes con su trabajo y lo deseaba

desesperadamente. Después de lo de Pearl Harbor se alistó en el ejército, pero nunca llegó a cruzar

el mar. Murió en el fuerte Bragg, en un accidente de camiones.

John se relajó al sentir los dedos de Bruto en su hombrb. Creo que no entendió mucho de lo

que Bruto decía, pero el contacto de su mano lo tranquilizó. Bruto, que murió de un ataque al

corazón veinticinco años después (según dijo su esposa, ocurrió mientras miraba la televisión y

comía un 'bocadillo de atún), era un buen hombre. Y mi amigo. Quizá el mejor de todos nosotros.

No le costaba entender cómo era posible que un hombre deseara morir y al mismo tiempo

estuviese aterrorizado por la partida.

John Coffey, ha sido condenado a morir en la silla eléctrica, según una sentencia dictada por

un jurado de sus conciudadanos y ratificada por un juez del estado. Que Dios proteja al pueblo de

este estado. ¿Tiene algo que decir antes de que se lleve a cabo la sentencia?

John volvió a humedecerse los labios y luego habló con claridad. Cuatro palabras en total:

-Lamento lo que soy.

-¡Tienes razones para hacerlo! -gritó la madre de las gemelas-. ¡Monstruo! Tienes muchas

jodidas razones para lamentarlo.

Los ojos de John se posaron en mí y en ellos no vi resignación ni esperanza de ir al cielo ni

paz. Cómo me gustaría poder decir lo contrario. Pero lo cierto es que lo que vi fue angustia,

perplejidad, incomprensión. Eran los ojos de un animal atrapado y asustado. Recordé lo que había

dicho acerca de la forma en que Wharton había conseguido llevarse a las niñas sin que éstas

gritaran: «Se valió de su amor para matarlas. Pasa lo mismo todos los días, en todo el mundo.»

Bruto descolgó la capucha nueva del gancho que había en el respaldo de la silla, pero en

cuanto John la vio y comprendió lo que era sus ojos se llenaron de horror. Me miró y esta vez vi

enormes gotas de sudor en la curva de su calva. Parecían tan grandes como huevos.

-Por favor, jefe. No me pongan eso en la cara -murmuró-. No me dejen a oscuras, por favor.

Tengo miedo a la oscuridad.

Bruto, con la capucha todavía en la mano, estaba paralizado; me miró y enarcó las cejas. Sus

ojos decían que la decisión estaba en mis manos, que haría lo que yo ordenara. Intenté pensar con

la mayor rapidez y claridad posibles, cosa que resultaba extraordinariamente difícil con la cabeza

latiéndome del modo que lo hacía. La capucha no formaba parte de la ley sino de la tradición. En

realidad, se utilizaba para evitar a los testigos una visión desagradable. De repente, supe que esta

vez no quería ahorrarles sufrimientos. Después de todo, John no había hecho nada malo en toda su

vida para merecer aquello. Ellos no lo sabían, pero nosotros sí, y decidí conceder al grandullón su

último deseo. Además, era probable que Marjorie Detterick me enviara una nota de

agradecimiento.

-Muy bien, John -susurré.

Bruto volvió a colgar la capucha en en gancho del respaldo. Detrás de nosotros, Homer

Cribus gritó indignado:

-¡Eh, muchacho! Ponle la máscara. ¿Crees que queremos ver cómo le estallan los ojos?

-Silencio, señor -dije sin volverme-. Esto es una ejecución y usted no está a cargo de ella.

-Como tampoco estuviste a cargo de su detención, jodida bola de sebo -murmuró Harry.

Harry murió en 1982, con casi ochenta años. ,Era un viejo. No tanto como yo, por supuesto,

pero pocos llegan a esa edad. Fue cáncer de intestinos.

Bruto se inclinó y metió la esponja circular en un cubo. Hundió un dedo en ella y se lo

chupó, aunque no había necesidad de hacerlo, pues la esponja estaba chorreando. La colocó dentro

del casquete y puso éste sobre la cabeza de John. Advertí que Bruto estaba demasiado pálido,

como si fuera a desmayarse de un momento a otro. Recordé que había dicho que por primera vez

corría el riesgo de ir al infierno, porque iba a matar a un elegido de Dios. Sentí una súbita y

aterradora necesidad de vomitar; conseguí controlarla, pero con gran esfuerzo. El agua de la

esponja se deslizaba por la cara de John.

Dean Stanton ajustó la correa sobre el pecho de Coffey-para hacerlo tuvo que estirarla al

máximo- y me la pasó a mí. La noche del viaje nos habíamos tomado muchas molestias para

proteger a Dean pensando en sus hijos, sin saber que sólo le quedaban cuatro meses de vida.

Después de la ejecución solicitó y consiguió un traslado al bloque C, donde un prisionero lo

apuñaló con la broca de un taladro y derramó su sangre sobre el sucio suelo de madera. Nunca

supe por qué; creo que nadie lo supo.

Cuando evoco aquellos días, la Freidora me parece una perversión, una locura letal. Somos

frágiles como el cristal, incluso en las mejores circunstancias. ¿Matarnos los unos a los otros con

gas o electricidad, con premeditación y sangre fría? Es una locura. Un horror.

Bruto comprobó la correa y se apartó. Yo esperaba que hablase, pero cuando cruzó las

manos a la espalda y se puso en posición de firmes, supe que no lo haría. Quizá se sintiera incapaz

de articular palabra. Yo tampoco me sentía capaz, pero cuando miré los ojos aterrorizados y

llorosos de John, comprendí que debía hacerlo, aunque con ello me condenara al infierno.

Descarga dos -dije con una voz pastosa y ahogada que ni yo mismo reconocí.

El casquete vibró. Ocho dedos largos y dos gruesos pulgares se levantaron del extremo de

los anchos brazos de roble y se extendieron en diez direcciones distintas. Las enormes rodillas se

movieron como pistones,. pero las correas de los tobillos resistieron. Sobre nuestras cabezas, se

fundieron tres bombillas. ¡Pum! ¡Pum ¡Pum! Marjorie Detterick gritó y se desmayó en brazos de

su marido. Murió en Memphis, dieciocho años después. Harry me envió la nota necrológica. Fue

en un accidente de tranvía.

John se inclinó contra la correa que le cruzaba el pecho. Por un instante me miró fijamente.

Estaba consciente, de modo que lo último que vio cuando lo arrojamos de este mundo fueron mis

ojos. Luego cayó sobre el respaldo, el casquete se deslizó hacia un lado de su cabeza, dejando

escapar un hilo de humo, una especie de bruma negra sin embargo, todo fue bastante rápido. Dudo

que no haya sufrido, como afirman los defensores de la silla eléctrica (aunque ni el más valiente de

ellos lo ha comprobado personalmente); pero fue rápido. Sus manos volvían a estar laxas, y las

medias lunas blanco azuladas de sus uñas adquirieron un tono morado mientras una nubecilla de

humo ascendía sus mejillas aún húmedas a causa del agua salade la esponja... y de las lágrimas.

Las últimas lágrimas de John Coffey.

11

Me sentí bien hasta que llegué a casa. Ya amanecía y se oía el trino de los pájaros. Aparqué

el coche, me bajé, y cuando subía los peldaños del porche trasero, me embargó el segundo dolor

más profundo que he experimentado en mi vida. Lo que lo desató fue pensar en el temor que John

Coffey sentía a la oscuridad. Recordé nuestro primer encuentro, cuando me había pedido que

dejase una luz encendida, y las piernas me fallaron. Me senté en un escalón, incliné la cabeza y me

eché a llorar. No lloraba por John, sino por todos nosotros.

Janice salió, se sentó a mi lado y me rodeó el cuello con un brazo.

-Hiciste todo lo posible para que no sufriera, ¿verdad? -Asentí con un gesto-. Y él quería

morir. -Volví a asentir-. Entra en la casa -dijo al tiempo que me ayudaba a levantarme-. Entra y

tómate una taza de café.

Lo hice. Pasó la primera mañana, la primera tarde y la primera jornada de trabajo. Nos guste

o no, el tiempo lo cura todo. El tiempo se lo lleva todo y al final sólo queda oscuridad. A veces

encontramos a otros en esa oscuridad y otras veces los perdemos en ella. Eso es todo cuanto sé,

además de que todo esto ocurrió en 1932, cuando la penitenciaría del estado aún estaba en Cold

Mountain.

Y también la silla eléctrica, por supuesto.

12

A las dos y cuarto de la tarde mi amiga Elaine Connelly vino a verme en la galería, donde yo

me encontraba sentado ante las últimas páginas de mi historia. Estaba muy pálida y le brillaban los

ojos. Creo que había estado llorando.

Yo me limitaba a mirar; a mirar por la ventana en dirección a las colinas que se alzaban al

este. Me dolía la muñeca derecha de tanto escribir, pero era un dolor sordo, distante. Me sentía

vacío, como si me hubieran arrancado los sentimientos. Era una sensación terrible y maravillosa al

mismo tiempo.

Me costó mirar a Elaine a los ojos, pues temía ver miedo y desprecio en ellos, pero no fue

así. Estaban tristes y pensativos, pero nada más. No reflejaban odio, desprecio ni incredulidad.

-¿Quieres leer el final de la historia? -pregunté dando una palmada sobre las hojas restantes

con la mano dolorida-. Está aquí, pero entenderé perfectamente que no quieras...

-No se trata de lo que quiera =dijo-. Necesito saber cómo acabó todo, aunque supongo que lo

ejecutasteis. La Providencia, con mayúsculas, no suele intervenir en la vida de los simples

mortales. Pero antes de que coja esas páginas... Paul...

Se detuvo a mitad de la frase, como si no supiera cómo continuar. Esperé. A veces es

imposible ayudar a la gente. Otras es mejor no intentarlo.

-Paul, aquí dices que en 1932 tenías dos hijos mayores, no sólo uno. A menos que te hayas

casado con Janice cuando tenías doce años y ella once, no se me ocurre...

-Nos casamos jóvenes -dije con una sonrisa-. Casi todo el mundo lo hace en las montañas,

según decía mi madre, pero no tan jóvenes.

-Entonces ¿cuántos años tienes? Siempre pensé que tendrías poco más de ochenta, como yo,

o incluso algunos menos, pero según esto...

-El año en que John Coffey recorrió el pasillo de la muerte, tenía cuarenta años -dije-. Nací

en 1892. Por lo tanto, si la memoria no me falla, debo de tener ciento cuatro.

Me miró boquiabierta.

Le pasé el resto del manuscrito mientras recordaba el modo en que John me había tocado en

su celda. «No estallará», me había dicho, sonriendo ante la sola idea, y no lo había hecho... pero

me había pasado algo, algo permanente.

-Lee el resto -dije-. La respuesta está aquí.

-De acuerdo -susurró-. Para serte franca, tengo miedo, pero... De acuerdo. ¿Dónde estarás?

Me levanté, me estiré y oí un crujido en mi columna vertebral. Si de algo estaba seguro era

de que ya había pasado demasiado tiempo en la galería.

-En el campo de cróquet. Todavía quiero enseñarte algo, y está en esa dirección.

-¿Es algo... malo?

En su mirada asustada vi a la niña que seguramente había sido cuando los hombres llevaban

sombreros de paja en verano y abrigos de mapache en invierno.

-No -respondí con una sonrisa-. Nada malo.

-De acuerdo. -Cogió las páginas-. Las leeré en mi habitación. Te veré en el campo de cróquet

a eso de las... -Calculó mentalmente-. ¿Te parece bien a las cuatro?

-Perfecto -respondí pensando en el entrometido Brad Dolan. Para entonces ya se habría

marchado.

Elaine tendió la mano, me apretó el brazo con suavidad y salió de la galería. Permanecí allí

un momento, mirando la mesa, asimilando el hecho de que volvía a estar vacía excepto por la

bandeja en que Elaine me había traído el desayuno. Los papeles habían desaparecido. Casi no

podía creer que hubiera terminado, y como veréis tenía razón, puesto que redacté estas últimas

páginas después de escribir la ejecución de Coffey y entregarle el manuscrito a Elaine. Inclusa

entonces, en el fondo de mi corazón sabía por qué no había terminado.

Alabama.

Cogí el último trozo de tostada fría de la bandeja y bajé al campo de cróquet. Me senté y

contemplé a varios compañeros jugar, enfrascado en mis pensamientos mientras el sol calentaba

mis viejos huesos.

Alrededor de las tres menos cuarto los celadores del turno de tres a once comenzaron a llegar

al aparcamiento, mientras los del turno de siete a tres se marchaban. Casi todos iban en grupos,

excepto Brad Dolan, que caminaba solo. Aquello me alegró; era probable que el mundo no

estuviera tan enfermo como pensaba. Uno de sus libros de chistes asomaba por el bolsillo trasero

del pantalón. El camino al aparcamiento cruza el campo de cróquet, de modo que me vio, pero no

me saludó ni hizo una mueca de desprecio. Mejor para mí. Subió al viejo Chevrolet con la pegatina

que rezaba: HE VISTO A DIOS Y ES UN CAPULLO. Luego se marchó adondequiera que va

cuando no está aquí, dejando una nube de gasolina barata a su paso.

A las cuatro, Elaine se unió a mí, tal como había prometido. Por el aspecto de sus ojos, era

evidente que había vuelto a llorar. Me estrechó con fuerza entre sus brazos.

-Pobre John Coffey -murmuró-. Y pobre Paul Edgecombe.

Me pareció oír a Janice decir: «Pobre Paul. Pobrecillo mío.»

Elaine volvió a llorar y la abracé bajo el sol de la tarde. Nuestras sombras parecían danzar,

quizá en el falso salón de baile del programa de radio que solíamos escuchar en los viejos tiempos.

Por fin recuperó la compostura y se apartó de mí. Sacó un pañuelo de papel del bolsillo del

vestido y se secó los ojos.

-¿Qué pasó con la mujer del alcaide, Paul? ¿Qué pasó con Melly?

-Fue considerada el milagro del siglo, al menos por los médicos del hospital de Indianola

-respondí. La cogí del brazo y comenzamos a andar hacia el camino que salía del aparcamiento y

conducía al bosque. Hacia el seto que separaba Georgia Pines del mundo de los jóvenes-. Murió de

un ataque al corazón diez u once años más tarde; creo que en el 43. Hal murió de apoplejía cerca

del día del ataque a Pearl Harbor o incluso el mismo día; de modo que ella lo sobrevivió dos años.

Vaya ironía, ¿verdad?

-¿Y Janice?

-Aún no estoy preparado para llegar a ese punto -dije-. Te lo contaré en otra ocasión.

-¿Me lo prometes?

-Te lo prometo -contesté, aunque nunca cumplí mi promesa.

Tres meses después de nuestra caminata al bosque (la habría cogido de la mano si no hubiera

temido lastimar sus dedos deformes e hinchados), Elaine Connelly murió tranquilamente en la

cama de un ataque al corazón. El celador que la encontró dijo que parecía serena, como si la

muerte hubiera llegado de repente y sin dolor. Espero que fuera cierto. Quería mucho a Elaine y la

echo de menos. A ella, a Janice, a Bruto... a todos.

Cuando llegamos al segundo seto del camino, el que estaba al lado del muro, me detuve

delante de un cobertizo de planchas de pino, con el desvencijado techo y las ventanas entarimadas

moteadas de sombras. Me dirigí hacia él, pero Elaine retrocedió asustada.

-No pasa nada -dije-. De veras. Ven.

La puerta no tenía pestillo -lo había tenido en otros tiempos, pero lo habían arrancado-, de

modo que para mantenerla cerrada usaba un trozo de cartón doblado. Lo saqué y empujé la puerta,

dejándola abierta para que entrase luz.

-¿Paul? ¿Qué...? ¡Oh! ¡Oh! -El segundo «oh» fue casi un grito.

Había una mesa en un lado y sobre ella una linterna y una bolsa de papel de embalar. En el

suelo sucio había una caja de cigarros que le había comprado al tipo que venía a rellenar las

máquinas de refrescos y dulces. Se-la encargué especialmente, y puesto que su compañía también

vende tabaco, no le resultó difícil conseguirla. Le ofrecí pagársela (esas cajas eran valiosas cuando

trabajaba en Cold Mountain), pero el tipo se rió de mí.

Por encima del borde de la caja, había un par de ojitos brillantes como gotas de aceite.

-Cascabel -dije en voz baja-. Ven aquí. Ven aquí, muchacho, que te presentaré a una señora.

Me agaché (no fue fácil pero lo conseguí) y tendí la mano. Al principio no creí que fuera

capaz de saltar por encima de la caja, pero lo hizo. Cayó de lado, recuperó el equilibrio y vino a mi

encuentro. Cojeaba ligeramente de una pata; la lesión que le había producido Percy se había

agravado con la edad. Era viejo, muy viejo. Excepto en la parte superior de la cabeza y en la punta

de la cola, su pelo se había vuelto completamente gris.

Saltó a la palma de mi mano. Lo levanté y estiró el cuello, olfateando mi aliento con las

orejas amusgadas y una expresión de ansiedad en los diminutos ojos oscuros. Se lo enseñé a

Elaine, que lo miró boquiabierta, con ojos desorbitados.

-No puede ser -dijo volviendo la mirada hacia mí-. ¡No puede ser!

-¡Mira y luego dime si no!

Saqué un carrete de la bolsa de papel. Lo había pintado yo mismo, aunque no con lápices de

cera sino con rotuladores, un invento con el que ni siquiera soñábamos en 1932. Era tan colorido

como el de Delacroix, o quizá más. «Messieurs et mesdames -pensé-. Beinvenue au cirque du

mousie!»

Volví a agacharme y Cascabel saltó de mi mano. Era viejo, pero seguía tan obsesivo como

siempre. En cuanto sacaba el carrete de la bolsa, no tenía ojos para otra cosa. Lo hice rodar por el

suelo irregular y astillado del cobertizo y de inmediato corrió tras él. Ya no corría como antes, pero

¿por qué tenía que ser rápido o seguro? Como ya he dicho, era muy viejo. El Matusalén de los

ratones. Debía de tener al menos sesenta y cuatro años.

Llegó junto al carrete, que rebotó contra la pared. Lo rodeó y luego se tendió de lado. Elaine

dio un paso al frente, pero la detuve. A1 cabo de un instante Cascabel volvió a incorporarse y

despacio, muy despacio, empujó el carrete hacia mí con el hocico. Cuando llegó (lo había

encontrado tendido en los escalones de la cocina en aquella posición, como si viniera de muy lejos

y estuviera exhausto) todavía era capaz de guiar el carrete con las patas, como solía hacer en los

tiempos del pasillo de la muerte. Sin embargo, ya no podía hacerlo, pues sus patas traseras no

aguantaban su peso. No obstante, su hocico seguía tan ágil como siempre; sólo tenía que

desplazarse de un extremo al otro del carrete para seguir su curso. Cuando llegó hasta mí, lo

levanté con una mano (pesaba menos que una pluma) y recogí el carrete con la otra. Sus ojitos

oscuros no se apartaban de él.

-No vuelvas a hacerlo, Paul -dijo Elaine con voz desgarrada-. No soporto mirarlo.

Comprendí cómo debía sentirse, pero en mi opinión se equivocaba. A Cascabel le encantaba

perseguir el carrete. Habían pasado muchos años, pero seguía gustándole. Ojalá todos fuéramos tan

afortunados con nuestras pasiones.

-También tengo caramelos de menta en la bolsa -dije-. Todavía le gustan. Si le enseño uno,

no deja de olfatearlo, pero su estómago ya no está en condiciones de digerirlos. En su lugar, le doy

tostadas.

Me agaché, partí un trozo de la tostada que había cogido en la galería y la dejé en el suelo.

Cascabel lo olfateó, lo cogió y empezó a comer, con la cola enrollada entre las patas. Cuando

terminó, miró hacia arriba con aire expectante.

-Algunos viejos nos sorprenden con su apetito -dije a Elaine, y le entregué la tostada-. Haz la

prueba.

Elaine partió otro trozo de tostada y lo arrojó al suelo. Cascabel se acercó, olfateó, miró a

Elaine... y volvió a comer.

-¿Lo ves? -dije-. Sabe que no eres uno de los guardias temporeros.

-¿De dónde ha salido, Paul?

-No tengo ni idea. Un día salí a dar mi caminata matutina y lo vi en los escalones de la

cocina. Supe quién era de inmediato, pero cogí un carrete de lavandería para asegurarme. Y le traje

la caja de cigarros, forrada con la tela más suave que pude encontrar. Creo que es igual que

nosotros, Elaine; la mayor parte del tiempo le duele algo. Sin embargo, todavía no ha perdido la

ilusión de vivir. Aún disfruta con el carrete y con la compañía de un viejo amigo. Durante más de

sesenta años guardé la historia de John Coffey en mi corazón, y ahora la he contado. Se me metió

en la cabeza la idea de que Cascabel había regresado por eso. Para indicarme que debía darme

prisa antes de que se me acabara el tiempo, porque, al igual que él, me dirijo hacia allí.

-¿Hacia dónde?

-Lo sabes perfectamente -respondí, y por un momento contemplamos a Cascabel en silencio.

Luego, sin razón aparente, volví a arrojar el carrete aunque Elaine me había pedido que no lo

hiciera. Quizá porque verlo perseguir el carrete era como espiar la versión lenta y cuidadosa del

sexo entre dos ancianos. Es probable que los jóvenes no queráis verlos -sobre todo si estáis

convencidos de que en vuestro caso se hará una excepción-, pero ellos aún quieren practicarlo.

Cascabel corrió otra vez detrás del carrete, obviamente dolorido, pero (al menos para mí)

disfrutando como siempre de su obsesión.

-Ventanas de cristal esmerilado -murmuró Elaine mientras lo miraba.

Ventanas de cristal esmerilado -repetí-. Los adultos pagan cinco centavos y los niños entran

gratis.

John Coffey tocó el ratón del mismo modo que te tocó a ti. No se limitó a curar tu

enfermedad, también te hizo... cómo decirlo, ¿resistente?

-Es una palabra tan buena como cualquiera.

-Resistente a las cosas que hacen que nos desmoronemos como los árboles con termitas. Lo

que hizo contigo, lo hizo con él... con Cascabel... el día que lo cogió entre sus manos.

-Así es. Creo que el poder de John obró el milagro, pero el efecto está desvaneciéndose. Las

termitas han conseguido atravesar nuestra corteza. Necesitaron algo más de tiempo, pero llegaron.

Es probable que me queden algunos años, pues supongo que los hombres vivimos más que los

ratones, pero la hora de Cascabel está muy cerca.

El animalito llegó junto al carrete, lo rodeó cojeando, cayó de lado respirando agitadamente

(sus jadeos parecían olas bajo la piel grisácea), se levantó otra vez y empujó el carrete con el

hocico. Su piel era gris, su paso inseguro, pero las gotas de aceite de sus ojos conservaban todo su

esplendor.

-Crees que quería que escribieras tu historia -dijo-, ¿verdad, Paul?

-No creo que sea Cascabel -respondí-, sino la fuerza que...

-¡Vaya, Paulie! ¡Y Elaine Connelly! -exclamó una voz detrás de mí. Era una voz cargada de

una especie de horror satírico-. ¡Ver para creer! ¿Qué demonios estáis haciendo aquí?

Me volví y no me sorprendió ver a Brad Dolan en el vano de la puerta. Sonreía como quien

cree haber engañado a otra persona. ¿Cuántos kilómetros habría conducido al terminar su turno?

Es probable que sólo llegase a la taberna y se tomara un par de cervezas antes de regresar.

-Márchese -dijo Elaine con frialdad-. MáTchese ahora mismo.

-No me diga que me marche, vieja zorra -dijo él sin dejar de sonreír-. Tal vez pueda

decírmelo en la colina, pero no aquí abajo. Se supone que no tienen que estar aquí. Han roto las

normas. ¿Es tu nidito de amor, Paulie? ¿Es eso lo que haces aquí? Eres el playboy del asilo...

-Abrió desorbitadamente los ojos al ver al otro ocupante del cobertizo-. ¡Mierda!

No me volví. No necesitaba mirar para saber qué había allí. Por otra parte, era como si el

pasado acabara de plegarse sobre el presente, formando una imagen terrible, tridimensional. El

hombre de la puerta ya no era Brad Dolan sino Percy Wetmore. Al cabo de un instante entraría

corriendo y aplastaría a Cascabel (que ya no tenía posibilidades de escapar) de un pisotón. Y esta

vez John Coffey no estaría allí para rescatar al ratón de la muerte, como tampoco estaba allí el día

en que lo necesité, en Alabama.

Me puse de pie, en esta ocasión sin que las articulaciones ni los músculos me dolieran, y me

acerqué a Dolan.

-Déjalo en paz. Déjalo en paz, Percy o...

-¿Por qué me llamas Percy? -preguntó al tiempo que me empujaba con tanta fuerza que a

punto estuve de caer. Elaine me sostuvo, aunque debió de suponer un gran esfuerzo para ella-. No

es la primera vez que lo haces. Y deja de cagarte en los pantalones, pues no pienso tocarlo. No

necesito hacerlo. Ese ratón está muerto.

Me volví, creyendo que Cascabel sólo se había tendido de lado para recuperar el aliento,

como hacía a menudo. Estaba de lado, es cierto, pero el movimiento regular de su respiración se

había detenido. Intenté convencerme de que aún lo veía, pero entonces Elaine se echó a llorar. Se

agachó con evidente dolor y recogió el ratón que yo había visto por primera vez en el pasillo de la

muerte, acercándose a la mesa de entrada sin el menor indicio de miedo, como un hombre que

visita a sus amigos. Cascabel permaneció inmóvil en las manos de Elaine. Tenía los ojos cerrados

y estaba muerto.

Dolan esbozó una sonrisa desagradable, mostrando unos dientes que ningún dentista había

visto jamás.

-¡Ay! -exclamó-. ¿Acabamos de perder a la mascota de la familia? Quizá deberíamos

organizar un funeral con flores de papel y...

-¡Cierre el pico! -gritó Elaine con tanta fuerza que Dolan retrocedió un paso y la sonrisa

desapareció de su rostro-. ¡Márchese de aquí o no trabajará un día más en la residencia! ¡Ni una

hora más! ¡Se lo juro!

-No conseguirás ni un mendrugo de pan en la cola de un albergue -dije, aunque en voz tan

baja que creo que ninguno de los dos me oyó.

No podía separar los ojos de Cascabel, tendido en la palma de Elaine como si fuera la

alfombra de piel de oso más pequeña del mundo.

Brad iba a volver a insultarla, a decirle que todo era un farol. En algo tenía razón; a los

residentes de Georgia Pines no les estaba permitido alejarse tanto del edificio; hasta yo lo sabía.

Sin embargo, el celador no dijo nada. En el fondo era un cobarde, igual que Percy, y sabía que era

probable que Elaine no mintiese acerca de su nieto. Además ya había satisfecho su curiosidad,

saciado su sed de saber. Y después de todo, el misterio no era gran cosa. Un viejo tenía un ratón en

el cobertizo y el animal se había muerto de un ataque al corazón corriendo detrás de un carrete.

-No sé qué os pasa -dijo-. Os comportáis como si fuera un perro o algo por el estilo.

-¡Fuera! -exclamó Elaine-. ¡Lárguese, ignorante! El poco cerebro que tiene es sucio y

retorcido.

Dolan se ruborizó y las numerosas cicatrices de sus antiguos granos de adolescente

adquirieron un tono rojo oscuro.

-Me iré -dijo-, pero cuando mañana vuelvas a este lugar, Paulie, encontrarás un candado en

la puerta. Los residentes tienen prohibido venir aquí, diga lo que diga esta vieja bruja. ¡Mira el

suelo! Las tablas están levantadas y podridas. Si te cayeras, tus esque léticas piernas se romperían

como una rama seca. De modo que coged ese ratón, si queréis, y marchaos de aquí. ¡El nido de

amor queda clausurado!

Se volvió y salió del cobertizo a grandes zancadas, como un hombre que cree haber ganado

al menos una partida. Esperé a que se alejara y cogí con suavidad a Cascabel de las manos de

Elaine. Mis ojos se posaron en la bolsa de caramelos de menta y ése fue el detonante: las lágrimas

comenzaron a correr por mis mejillas. No sé por qué, pero últimamente lloro con facilidad.

-¿Me ayudarás a enterrar a un viejo amigo? -pregunté a Elaine cuando dejamos de oír los

pasos de Brad Dolan.

-Sí, Paul. -Rodeó mi cintura con un brazo y apoyó la cabeza sobre mi hombro. Luego

acarició el costado inmóvil de Cascabel con un dedo viejo y deforme-. Lo haré encantada.

De modo que tomamos una pala prestada del jardín y enterramos la mascota de Del mientras

las sombras de la tarde se alargaban entre los árboles. Luego volvimos a cenar y a vivir lo que nos

quedaba de vida.

Entonces me sorprendí pensando en Del. Del arrodillado sobre la alfombra verde de mi

oficina, con las manos juntas y su coronilla calva brillando a la luz de la lámpara. Del, que me

había pedido que cuidara de Cascabel y me asegurara de que el hombre malo no volviese a hacerle

daño. Pero más tarde o más temprano el hombre malo nos hace daño a todos, ¿no es cierto?

-¿Paul? -dijo Elaine con voz cansada y amable. Supongo que cavar un foso y depositar en él

a un ratón muerto era demasiado para un par de viejos como nosotros-. ¿Te encuentras bien?

Le había pasado un brazo por la cintura, y le di un breve apretón.

-Estoy bien.

-Mira -dijo-. Será una hermosa puesta de sol. ¿Quieres que nos quedemos a mirarla?

-De acuerdo -respondí y nos quedamos un buen rato en el jardín, tomados de la cintura,

primero mirando los brillantes colores del cielo y luego viendo cómo se desvanecían igual que

cenizas.

«Sainte Marie, Mére de Dieu, priez pour nous, pauvres pécheurs, maintenant et á l'heure de

notre mort. »

Amén.

13

Alabama bajo la lluvia, 1956.

Nuestra tercera nieta, una niña maravillosa llamada Tessa, se graduaba en la Universidad de

Florida y fuimos a verla en autocar. Yo tenía sesenta y cuatro años, pero aún era un joven imberbe.

Jan, con cincuenta y nueve, estaba tan hermosa como siempre, al menos para mí. Íbamos sentados

en el último asiento y ella protestaba porque no había comprado una cámara fotográfica nueva para

inmortalizar el gran acontecimiento. Le dije que tendríamos un día libre y que si quería podría

comprar la cámara, pues estábamos en condiciones de permitírnoslo. Además, pensé que

protestaba sólo porque el libro que había llevado, una novela de Perry Mason, le resultaba

aburrido. A partir de ese momento tengo un blanco en la memoria, como si se tratase de una

película expuesta a la luz.

¿Recordáis el accidente? Supongo que algunos de los que lean esto lo harán, pero la mayoría

no.

Sin embargo, en su momento ocupó los titulares de todos los periódicos del país. Estábamos

en las afueras de Birmingham, bajo la lluvia, y mientras Janice se lamentaba por no haber

comprado una cámara, uno de los neumáticos sufrió un pinchazo. El autocar comenzó a hacer eses

sobre la carretera húmeda y chocó contra un camión que transportaba fertilizantes. El camión, que

marchaba a ochenta kilómetros por hora, empujó al autocar contra un puente, aplastándolo y

partiéndolo en dos. Los dos segmentos brillantes, empapados por la lluvia, giraron en direcciones

opuestas, y la parte del depósito de gasolina estalló, enviando una bola de fuego hacia el cielo gris.

Un momento antes Janice se quejaba de su vieja Kodak, y al instante siguiente me encontré

tendido bajo la lluvia mirando un par de pantis azules que habían saltado de una malea. Tenían la

palabra «Miércoles» bordada en hilo negro. Había maletas abiertas por todas partes y cuerpos... y

partes de cuerpos. En el autocar viajaban setenta y tres personas, y sólo cuatro sobrevivieron al

accidente. Yo fui una de ellas; la única que no sufrió heridas graves.

Me levanté y caminé con paso vacilante entre las maletas abiertas y los cuerpos destrozados,

gritando el nombre de mi esposa. Recuerdo que pateé un despertador y que vi a un chico de unos

trece años muerto sobre una alfombra de cristales, con la cara desfigurada. Sentí la lluvia en el

rostro; sólo dejé de sentirla cuando pasé por debajo del puente. Al salir por el otro lado seguía allí,

martillándome las mejillas y la frente. Entonces vi a Jan, tendida al lado de la cabina destrozada

del camión. La reconocí por el vestido rojo, el segundo de sus favoritos. El primero lo reservaba

para la fiesta de graduación.

Aún no estaba muerta. A menudo pienso que habría sido mejor -para mí, no para ella- que

hubiera muerto en el acto. Me habría permitido dejarla marchar antes, con más naturalidad, aunque

tal vez me engañe al pensar eso. Lo único que sé es que nunca dejé que se marchase del todo.

Estaba temblando. Había perdido un zapato y -movía el pie espasmódicamente. Tenía los

ojos abiertos, pero en blanco; el izquierdo lleno de sangre. Cuando me arrodillé a su lado, bajo la

lluvia que olía a humo, sólo pude pensar que aquellos espasmos significaban que estaba siendo

electrocutada. La estaban electrocutando y yo debía apagar el interruptor antes de que fuera

demasiado tarde.

-¡Socorro! -grité-. ¡Que alguien me ayude!

Pero nadie vino en mi ayuda; nadie se acercó. Llovía a mares -una lluvia fuerte, que me

aplastaba el pelo contra el cráneo-, y cogí ajan en brazos. Sus ojos ausentes me miraron con lejana

intensidad y la sangre comenzó a brotar de su nuca aplastada. Junto a su mano temblorosa había un

trozo de metal con las letras del nombre del autocar. Más allá, descansaban los restos de un

ejecutivo de traje marrón.

-¡Socorro! -volví a gritar. Me volví hacia el puente, y allí vi a john Coffey de pie entre las

sombras. Él mismo era una sombra, enorme, con los brazos largos y la cabeza calva-. ¡John!

-grité-. ¡John, por favor ayúdame! ¡Ayuda a Janice!

La lluvia me entró en los ojos, parpadeé y John desapareció. Vi las sombras que había

confundido con Coffey... pero eran algo más que sombras. Estoy seguro. Él estaba allí. Quizá

fuese un fantasma, pero estaba allí. La lluvia caía sobre su cara, mezclándose con el torrente

incesante de sus lágrimas.

Jan murió en mis brazos, bajo la lluvia y al lado del camión de fertilizantes con color a

gasolina quemada. No recuperó la conciencia ni por un instante; sus ojos siguieron empañados y

sus labios no se movieron para pronunciar una última declaración de amor. Me apretó las manos

por un segundo y murió. Recordé a Melinda Moores por primera vez en muchos años. Melinda

sentada en la cama cuando todos los médicos del Hospital General de Indianola pensaban que iba a

morir; Melinda Moores con aspecto fresco y descansado mirando a John Coffey con ojos

brillantes, llenos de curiosidad; Melinda diciendo: «He soñado contigo. Los dos vagábamos en la

oscuridad y nos encontrábamos.»

Apoyé la cabeza aplastada de mi esposa sobre el pavimento húmedo de la carretera, me

levanté (fue fácil, sólo tenía un corte en la mano izquierda) y, volviéndome hacia las sombras del

puente, grité:

-¡John! ¡John Coffey! ¿Dónde estás, grandullón?

Caminé hacia las sombras, pateando a un lado un oso de peluche manchado de sangre, un par

de gafas con montura metálica y un cristal roto, una mano amputada con un anillo de granate en el

meñique.

-Salvaste a la esposa de Hal, ¿por qué no a la mía? ¿Por qué no a Janice? ¿Por qué no a mi

Janice?

No hubo respuesta; sólo el olor a gasolina quemada y cuerpos chamuscados, sólo la lluvia

que caía sin cesar desde el cielo gris y tamborileaba en el cemento, mientras mi esposa yacía

muerta en la carretera. No hubo respuesta entonces, y tampoco la hay ahora. Sin embargo, en 1932

John Coffey no sólo salvó a Melinda Moores y al ratón de Delacroix, aquel que podía hacer trucos

con el carrete y parecía buscar a Del mucho antes de que éste apareciera... mucho antes de que el

propio John Coffey apareciera.

John también me salvó a mí, y años más tarde, bajo la lluvia de Alabama, mientras buscaba a

un hombre que no estaba allí, entre las sombras de un puente, las maletas desperdigadas y los

muertos, aprendí algo terrible: en ocasiones no hay diferencia entre la salvación y el castigo eterno.

Ignoro cuál de las dos cosas intuí cuando el 18 de noviembre de 1932 me senté al lado de

John en su camastro. Esa fuerza extraña salió de él y llegó a mí a través del contacto de nuestras

manos unidas, como rara vez pueden conseguirlo el amor, la esperanza y las buenas intenciones.

Fue una sensación que comenzó con un hormigueo y se convirtió en una marea poderosa, en una

fuerza que superaba todo lo que había experimentado hasta el momento. Desde aquel día, nunca

tuve una gripe, ni siquiera un dolor de garganta. No volví a tener una infección urinaria; ni siquiera

una herida infectada en un dedo. He tenido resfriados, pero muy pocos, cada seis o siete años; y

aunque dicen que aquellos que nunca se resfrían los pillan con mayor fuerza, no ha sido mi caso.

Una vez, al principio de aquel horrible 1956, tuve un cálculo renal. Creo que ya he hablado de ello.

Y aunque supongo que después de todo lo que he dicho os sorprenderá saberlo, una parte de mí se

alegró de sentir dolor. Fue la única molestia importante que experimenté después de mi infección

urinaria, veinticuatro años antes. Las enfermedades que se han llevado a mis amigos y a los seres

queridos de mi generación -apoplejía, cáncer, ataques cardíacos, trastornos hepáticos o de la

sangre- nunca me han alcanzado, me han esquivado como un conductor esquiva a un ciervo o un

mapache en la carretera. El único accidente grave que sufrí sólo me causó un rasguño en la mano.

En 1932, John Coffey me inoculó vida; podríamos decir que me electrocutó con vida.

Naturalmente, moriré (por supuesto que sí; si tenía alguna esperanza de ser inmortal, la perdí tras

la muerte de Cascabel), pero habré deseado la muerte mucho antes de que acuda en mi busca. La

verdad, es que ya la deseo; sobre todo después de la muerte de Elaine Connelly. ¿Necesito

jurároslo?

Mientras hojeo estas páginas con mis manos temblorosas y manchadas, me pregunto si

tienen algún significado, como las de los libros edificantes y ennoblecedores. Recuerdo los

sermones de mi infancia, las resonantes afirmaciones de Adorado sea jesús, el Señor es

Todopoderoso, y el modo en que los predicadores solían decir que el ojo de Dios estaba en el

gorrión, que Él cuidaba y protegía incluso a la más pequeña de sus criaturas. Cuando pienso en

Cascabel y en las astillas de madera que encontramos en la viga, creo que es verdad. Sin embargo,

ese mismo Dios sacrificó a John Coffey, que sólo quiso hacer el bien, con la misma crueldad que

los profetas del Antiguo Testamento sacrificaban ovejas indefensas... como Abraham habría

sacrificado a su propio hijo si se lo hubieran pedido. Pienso en John diciendo que Wharton había

matado a las gemelas Detterick valiéndose del amor que había entre ellas, que pasaba lo mismo

todos los días, en todas partes del mundo. Si ocurre así es porque Dios permite que ocurra, y

cuando le decimos «no te entiendo», Él responde «no me importa».

Pienso en Cascabel, que murió mientras le daba la espalda y concentraba toda mi atención

en un hombre malo cuyo sentimiento más noble era una especie de curiosidad vengativa. Pienso en

Janice, sacudiéndose inconsciente en sus últimos instantes mientras yo me arrodillaba a su lado

bajo la lluvia.

-Para -intenté decir a John aquel día en la celda-. Suéltame las manos. Si no lo haces me

ahogaré. O explotaré.

-No explotará -respondió, oyendo mis pensamientos y sonriendo ante la idea. Y lo peor es

que tenía razón. No lo hice.

Al menos tengo una enfermedad de viejos: sufro de insomnio. Por las noches, tendido en la

cama, escucho los sonidos desagradables y desesperados de hombres y mujeres que se hunden

cada vez más en la vejez. En ocasiones oigo un timbre de llamada, o el ruido de unas pisadas en el

pasillo, o la tele de la señora Javits dando las últimas noticias. Permanezco tendido, y si la luna se

asoma por mi ventana, la contemplo. Pienso en Bruto, en Dean y a veces en William Wharton

diciendo: «Tienes razón, negro. Soy más malo de lo que crees», o en Delacroix gritando: «Mire,

señor Edgecombe! He enseñado un truco nuevo a Cascabel.» Pienso en Elaine en la puerta de la

galería, diciéndole a Brad Dolan que me deje en paz. A veces me duermo y veo el puente bajo la

lluvia y a John Coffey entre las sombras. En mis sueños, nunca es una ilusión óptica; el grandullón

está allí de verdad, mirándome. Permanezco tendido y espero. Pienso en janice, en el modo en que

la perdí, en el modo en que se desvaneció entre mis brazos bajo la lluvia, y espero. A todos nos

llega el final; sé que no hay excepciones. Sin embargo, Dios mío, a veces el pasillo de la muerte

parece tan largo...

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