Gertrude Atherton
La Muerte y la Condesa
(The Dead and the Countess)
La Muerte y la Condesa
(The Dead and the Countess)
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Era un viejo cementerio, y ellos habían estado largo tiempo muertos. Aquellos
últimamente muertos, habían sido puestos en el nuevo camposanto, sobre la
colina, cerca de Bois D'Amour (Bosque del Amor, N. de T.) y cerca de los
sonidos de las campanas que llaman a la gente a misa. Pero la pequeña iglesia
donde se celebraba la misa, seguía fielmente al lado de los viejos muertos; sin
embargo, en ese rincón olvidado de Finisterre, no se construían nuevas iglesias
desde hace siglos, dado que la pequeña plaza sobre la que tenía que elevarse el
calvario de sus piedras, estaba rodeada de casitas grises; además, el castillo de
la torre redonda, que se erigía cruzando el río, había sido construído por los
Condes de Croisac. Pero los muros de piedra que encerraban aquel gran
cementerio habían sido cuidados y estaban en buen estado. En el cementerio no
había malezas, lozas movidas o lápidas rotas. Se lo veía frío y desolado, como
todos los cementerios de Bretaña.
Algunas veces se parecía a un cuadro de gran belleza. Cuando los aldeanos
celebraban el perdón anual, una gran procesión (sacerdotes con relucientes
sotanas, jóvenes en sus trajes de gala, todos con fulgurantes estandartes,
doncellas vestidas suntuosamente), salía de la iglesia y marchaba cantando a lo
largo del camino que bordeaba la pared del cementerio, donde descansan sus
ancestros, los mismos que en su momento llevaron los estandartes y cantaron el
servicio del perdón. Ya que los muertos eran campesinos y sacerdotes (los
Croisacs tenían su propio cementerio en una hondonada de las colinas que
había detrás del castillo), viejos y mujeres que habían llorado y muerto por
aquellos pescadores que se habían ido y jamás regresaron. Aquellos que
caminaban frente a los muertos por el perdón, o luego de una ceremonia de
matrimonio, o tomaban parte en alguna de las festividades religiosas menores
con que la aldea Católica vivificaba su existencia, todos, jóvenes y viejos, se
veían serios y tristes. Desde las mujeres hasta los niños sabían que su destino les
esperaba, y los hombres que el océano es traicionero y cruel.
Consecuentemente los vivos tenían poca simpatía por los muertos que les
habían dejado tal agobiante carga; y los muertos bajo sus piedras, bastante
satisfacción. No había envidia entre ellos por los jóvenes que vagaban al
anochecer y se juraban fidelidad en el Bois d'Amour, solamente sentían piedad
por aquellos grupos de mujeres que lavaban sus linos en el arroyo que afluía al
río. Parecía como figuras, en el verde libro de la naturaleza, estas mujeres, con
sus resplandecientes tocados y collares; pero para los muertos no era mejor
envidiarlos, y para las mujeres (y los amantes) no era mejor apiadarse de los
muertos.
Los muertos descansaban en sus cajones y agradecían a Dios por la tranquilidad
y el hallazgo de la paz sempiterna, por la que ellos habían aguantado
pacientemente la vida, fueron tomadas de esta calma.
La aldea era pintoresca, y no había ninguna otra como esta, en toda Finisterre.
Los artistas que la descubrieron se hicieron famosos. Luego de los artistas
vinieron los turistas, y la vieja y crujiente diligencia se convirtió en un
anacronismo. Bretaña era la moda durante tres meses del año y dondequiera
que hubiera moda, al menos tenía que haber un ferrocarril. Este se construyó
para satisfacer a aquellos que deseaban visitar las bravías y melancólicas
bellezas del oeste de Francia, y sus rieles pasaron a un lado del pequeño
cementerio de este relato.
Tomó bastante tiempo para que los muertos se despierten. Ellos no escucharon
ni el sonido audible de los hombres trabajando ni siquiera el primer resoplido
de la locomotora. Y, por supuesto, tampoco escucharon o supieron de las
súplicas del viejo cura para que la línea se construya en otro sitio. Una noche, él
marchó al viejo cementerio, se sentó en una tumba, y se puso a llorar. Él amaba
a sus muertos y sentía que era una pena que la codicia de dinero, la fiebre del
viaje, y la mezquina ambición de hombres cuyos lugares eran la gran ciudad,
donde nacían sus ambiciones, quebraran para siempre la sagrada calma de
aquellos que habían sufrido tanto en la tierra. Él había conocido a muchos de
ellos en vida, ya que era muy viejo; y a pesar que, como todos los buenos
Católicos, él creía en la existencia del cielo, el purgatorio y el infierno, siempre
había visto a sus amigos antes de enterrarlos, pacíficamente dormidos en sus
ataúdes, las almas reposando con las manos plegadas, como los cuerpos que las
poseyeron, pacientemente, esperando el llamado final. Él jamás lo habría
contado, el bueno y viejo cura, que creía que el cielo era un gigantesco palacio,
en el que Dios y los arcángeles moraban esperando por el gran día, cuando las
almas selectas de los muertos se elevarían y entrarían bajo la Presencia. Era un
viejo que había leído y pensado poco, pero tenía una fantasía zigzagueante en
su humilde mente, que era ver a sus ancestros y amigos, cuerpos y almas en el
profundo ensueño de la muerte, pero dormidos, no con cuerpos putrefactos,
abandonados por sus atemorizados compañeros; y a todos quienes ahí
dormían, tarde o temprano, les llegaría el momento de despertar.
Él sabía que ellos habían dormido a través de las violentas tormentas que
arrebataron las costas de Finisterre, cuando las naves son arrojadas contra las
rocas y los árboles caen en el Bois d'Amour. Sabía también que ningún acorde
del suave y lento cántico del perdón se había acuñado jamás en sus memorias;
ni las gaitas de la villa, cuando sonaban para que la novia y sus amigos bailasen
por espacio de tres días.
Todo esto los muertos lo sabían en vida, y ya no podía molestarlos ni
interesarlos ahora. ¡Pero ese espantoso intruso de la civilización moderna, un
tren de vagones con una locomotora chirriante, eso podía sacudir la tierra que
los contenía y hacer pedazos el pacífico aire con tales disonantes sonidos, que
impedía que cualquiera, muerto y vivo, durmieran! Su vida había sido una
largo y continuo sacrificio, y ahora intentaba en vano imaginar una mejor, ya
que asumía de buen grado que este desastre le traería su propia muerte.
Pero el ferrocarril fue construído, y durante la primera noche que el tren pasó
desaforadamente, sacudiendo la tierra y haciendo temblar las ventanas de la
iglesia, el cura salió y roció cada una de las tumbas con agua bendita.
En lo sucesivo, dos veces al día, al amanecer y al atardecer, luego del paso
desgarrante del tren a través de la quietud del paisaje, él iba y rociaba cada
tumba, levantándose en ocasiones del lecho de enfermo, y otras veces
desafiando viento, lluvia y granizo. Y por un tiempo creyó que este artilugio
sagrado podía prolongar el sueño de sus viejos muertos, alejándoles del poder
humano de levantarse. Pero una noche los escuchó murmurar.
Ya era tarde. Había algunas pocas estrellas en el cielo negro. Ni una brisa de
viento corría por la solitaria campiña, ni siquiera desde el mar. No habría
naufragios esa noche, y todo el mundo parecía estar en paz. Las luces iban
extinguiéndose de a poco en la aldea. Una, sin embargo, permanecía en la torre
de los Croisac, donde se encontraba enferma, guardando cama, la joven esposa
del conde. El cura había estado con ella al momento que el tren pasó rugiendo
por el cementerio, y ella le había murmurado:
"¡Quisiera estar allí! ¡Oh, este solitario, solitario lugar! ¡Este frío y reverberante
castillo, con nadie para hablar, día tras día! Si me mata, que me entierren en el
cementerio al lado del camino, donde dos veces al día puedo escuchar el tren
pasar, ¡ese tren que viene de París! Si me sepultan en cambio, en la bóveda tras
la colina, gritaré en mi ataúd, noche tras noche."
El cura había curado lo mejor que pudo la sufriente alma de la joven noble, con
quien él rara vez trataba. Él meditó, y se movió a través del oscuro camino con
sus piernas reumáticas, pensando sobre si la mujer tendría el mismo deseo que
él mismo.
"Si ella es realmente sincera, pobre chica," pensó en voz alta, "me abstendré de
rociar el agua bendita en su tumba. Aquellos que sufren en vida deberían ver
cumplidos todos sus deseos luego de la muerte, y me temo que el conde se lo
niegue. Pero le rezo a Dios que en mi lecho mortal no llegue a escuchar ese
monstruo nocturno." Y plegó su túnica bajo el brazo y rápidamente rezó un
rosario.
Pero cuando llegó al cementerio y fue entre las lápidas, con el agua bendita,
escuchó a los muertos murmurar.
"Jean-Marie," dijo una voz, palpando el camino entre tonos desusados en busca
de las notas olvidadas, "¿estáis listo? Seguro que este es el último llamado?"
"No, no," retumbó otra voz, "ese no es el sonido de una trompeta, François. Será
de repente y se oirá fuerte y agudo, como un gran témpano del norte, cuando se
zambulle al mar desde los desfiladeros de Islandia. ¿Los recordáis, François?
Gracias a Dios que pudimos morir en nuestras camas, rodeados de nuestros
nietos y con una única brisa suspirando en el Bois d'Amour. ¡Ah, los pobres
amigos que murieron en su juventud! ¿Los recordáis cuando la gran ola cubrió
a Ignace, y cuando no lo vimos más? Nos tomamos de las manos, en la creencia
que nosotros seguiríamos, pero al final, vivimos y fuimos y volvimos, y
morimos en nuestras camas. ¡Gran Dios!"
"¿Por qué pensáis en eso ahora... aquí en la tumba, donde eso ya no importa, ni
a los vivos?"
"No lo se; pero fue esa noche cuando Ignace cayó, que pensé que la respiración
se me iba. ¿O por qué pensáis que habéis muerto?"
"Por el dinero que debía a Dominique y no pude pagar. Quise que mi hijo lo
pagara, pero la muerte vino tan rápido que no pude hablar. Dios sabe como
ellos me juzgaron en la villa de St. Hilaire."
"Estáis equivocado," murmuró otra voz. "Morí cuarenta años después que
vosotros y los hombres no son recordados tanto en Finisterre. Pero vuestro hijo
fue mi amigo y recuerdo que él pagó el dinero."
"Y mi hijo, ¿qué de él? ¿Está él aquí, también?"
"No; él yace en la profundidad del mar del norte. Fue su segundo viaje, y tuvo
que regresar la primera vez para alimentar a su esposa. Luego no regresó más,
y ella tuvo que lavar en el río para las damas de los Croisac, y tiempo después
murió. Yo la hubiera desposado, pero ella dijo que era suficiente haber perdido
un marido. Desposé a otra, y ella envejecía diez años cada vez que yo salía. ¡Ay,
por Bretaña, ella no tuvo juventud!"
"¿Y tú? ¿Llegasteis a viejo antes de acudir a este lugar?"
"Sesenta. Mi mujer vino primero, como muchas esposas. Ella yace aquí.
¡Jeanne!"
"¿Es esa vuestra voz, mi esposo? ¿No es la del Señor Jesús Cristo? ¿Qué milagro
es este? Creo que es el terrible sonido de la trompeta del juicio final."
"No puede ser, vieja Jeanne, ya que aún seguimos en nuestras tumbas. Cuando
la trompeta suene, tendremos alas y mantos de luz, y volaremos derecho al
cielo. ¿Habéis dormido bien?"
"¡Ay! ¿Pero porque hemos sido despertados? ¿Es la hora del purgatorio? ¿O lo
tendremos aquí?"
"El buen Dios sabe. No recuerdo nada. ¿Estáis asustada? Podría tomar vuestra
mano, como cuando estábais por deslizarte de la vida al largo sueño que tanto
temíais."
"Estoy asustada, mi esposo. Pero es dulce escuchar vuestra voz, hueca y gutural
como si proviniera del mismo sepulcro. Gracias al buen Dios que habéis
enterrado junto a mí un rosario," y ella comenzó a orar con rapidez.
"Si Dios es bueno," gritó François, con amargura, y su voz llegó
descarnadamente a oídos del cura, como si la cubierta del ataúd estuviese
podrida, "¿por qué habemos sido despertados antes de nuestro tiempo? ¿Qué
mefítico demonio trona y aúlla a través de las congeladas avenidas de mi
cerebro? ¿Ha sido Dios, quizás, vencido y es el Maligno reina en Su lugar?"
"¡Silencio, silencio! ¡No blasfeméis! Dios reina, ahora y siempre. Esto no es más
que un castigo que Él nos ha impuesto por los pecados de la tierra."
"Ciertamente, hemos sido castigados mucho antes que descendamos a la paz de
hogar. ¡Ah, pero está oscuro y frío! ¿Quizás tengamos que yacer así por una
eternidad? En la tierra duramos hasta que morimos, pero tememos el sepulcro.
Quisiera estar vivo de nuevo, pobre y viejo y solo y adolorido. Sería mejor que
esto. ¡Maldito sea el demonio apestoso que nos despertó!"
"No maldigas, mi hijo," dijo una voz suave, y el cura se detuvo e hizo la señal de
la cruz, ya que era la voz de un añejo predecesor. "No puedo deciros que es
aquello que nos sacude de manera descortés en nuestras tumbas y libera
nuestros espíritus de su bendita esclavitud, y no me gusta la conciencia de este
lugar, estos montones de tierra sobre mi cansado corazón. Pero es cierto, debe
ser cierto... "
Un bebé comenzó a lloriquear, y desde otra tumba subió la angustia de una
madre intentando calmarlo.
"¡Ah, por el buen Dios!" sollozó. "Yo también pensé que era el sonido del gran
llamado, y en este momento tendría que levantarme y encontrar a mi hijo e ir
con mi Ignace, cuyos huesos yacen en el fondo del mar. ¿Podrá mi padre
encontrarle, cuando los muertos salgan de sus tumbas? ¡Yacer aquí en la duda,
esto si que es peor que la vida!"
"Sí, sí," dijo el cura, " todo estará bien, hija."
"Pero no todo está bien, padre, porque mi bebé llora y está solo en una pequeña
caja en el suelo. Si pudiera arrancar la tierra para allanarme el paso hacia él...
pero mi vieja madre yace entre ambos."
"¡Recen vuestros rosarios!" ordenó el cura, con severidad. "Recen vuestros
rosarios, todos ustedes. Todos aquellos que no lo hagan, recen el 'Ave María'
cien veces."
Inmediatamente un raudo y monótono murmullo comenzó a ascender desde
cada solitaria cámara de aquellas profanadas tierras. Todos, a excepción del
bebé, que aún gemía con la inconsolable aflicción del niño abandonado,
obedecieron el mandato. El cura sabía que ellos ya no volverían a hablar esa
noche, y volvió a la iglesia para ponerse a rezar hasta el amanecer. Estaba
enfermo de tanto horror y pavor, pero no por sí mismo. Cuando el cielo estuvo
rosado y el aire lleno de las dulces fragancias de la mañana, un penetrante
rugido rasgó el silencio matinal. El cura se apresuró en regresar al cementerio y
volver a rociar cada tumba esta vez con doble ración de agua bendita. Luego
que cesó el temblor de la tierra, el cura puso su oído en el suelo. ¡Ay, aún seguía
conmoviéndose!
"El demonio está nuevamente en vuelo", dijo Jean-Marie; "pero luego que pasó
me siento como si el dedo del Señor hubiera tocado mi frente. No puede
hacernos daño."
"¡Yo también sentí esa caricia celestial!" exclamó el viejo cura. Varios "¡Y yo!" "¡Y
yo!" "¡Y yo!" surgieron de cada tumba, a excepción de la del bebé.
El cura, profundamente agradecido que su simple acción los hubiera
conformado, marchó con rapidez hacia el castillo. Olvidó que no se interrumpió
ni siquiera para dormir. El conde era uno de los directores del ferrocarril, y
realizaría una súplica final a él mismo.
Era temprano, pero nadie dormía en Croisac. La joven condesa había fallecido.
Un gran obispo había llegado en la noche y le había dado la extrema unción. El
cura preguntó si podía presentarse ante el obispo. Luego de una larga espera en
la cocina, le he dicho que podría hablar con Monsieur L'Évêque. Siguió al
sirviente a través de la escalera espiral de la torre circular, y luego de sus
veintiocho escalones, entró a un salón adornado con tapizados púrpuras
estampados con flores de lis doradas. El obispo estaba recostado seis pies por
encima del piso, en una de las espléndidas camas talladas contra la pared.
Grandes cortinas cubrían su frío y blanquecino rostro. El cura, que era pequeño
y respetuoso, sintióse inconmensurablemente más pequeño bajo tan augusta
presencia, y pidió la palabra.
"¿Qué deseas, hijo mío?" preguntó el obispo, en su frío y cansado tono de voz.
"¿Es algo tan urgente? Estoy muy cansado."
Nervioso, el cura contó su historia, y mientras se esforzaba por transmitir la
tragedia de la atormentados muertos, no solamente sentía la pobreza de su
expresión (que estaba muy desacostumbrado en utilizar) sino que también le
asaltó el pensamiento tortuoso de que aquello que dijera, podría sonar
antinatural y descabellado.
Pero el no estaba preparado para causar tal efecto en el obispo. Él estaba parado
en el medio de la habitación, cuya lobreguez era acentuada por la deficiente
iluminación de los velones de un gran candelabro; sus ojos, que habían estado
vagando abstraídamente de una pieza a otra del moblaje labrado, súbitamente
se enfocaron en la cama, y él detuvo su relato y enrolló su lengua. El obispo se
sentó, lívido de ira.
"¡Y este era vuestro asunto de vida o muerte, loco parloteante!" tronó. "¡Por esta
sarta de estupideces soy arrebatado de mi descanso, cómo si yo fuera otro viejo
lunático! Tú no eres adecuado para ser sacerdote y cuidar de las almas.
Mañana..."
Pero el cura ya había escapado, retorciéndose las manos.
Cuando intentó bajar por las escaleras, chocó con el conde. Monsieur de Croisac
había cerrado la puerta detrás suyo. La abrió y, guiando al cura dentro de la
habitación, le mostró a su condesa muerta, que yacía con los brazos
entrecruzados, despreocupada por siempre de los seis pies de cupidos labrados
y margaritas que la cuidaban. Había un alto pedestal a la cabeza y otro a los
pies, que tenían candelabros dorados con pálidas llamas. Los tapizados
azulados de la habitación, con sus flores de lis blancas, estaban descoloridos,
como las alfombras del viejo y gastado piso; ya que el esplendor de los Croisac
se había ido con los Borbones. El conde vivía en el viejo chateau porque tenía
que hacerlo; pero la noche anterior había reflexionado sobre el error de traer a
vivir allí a una joven, y sobre todas aquellas cosas que pudo haber hecho para
salvarla de la desesperación y la muerte.
"Rece por ella," dijo al cura. "Y usted la enterrará en el viejo cementerio. Fue su
último deseo."
Él salió, y el cura se arrodilló y comenzó a musitar sus oraciones para la muerta.
Pero sus ojos discurrían hacia las ventanas, a través de las cuales la condesa
habría pasado horas y días mirando, observando a los pescadores zarpando
hacia la mar, seguidos por una ribera de esposas y madres, hasta que sus barcos
se perdían entre las grandes olas del océano exterior; a menudo miraba el
enardecido torrente, o las arboledas, las ruinas, las lluvias cayendo como agujas
a través del agua. El cura no había comido nada desde su magro desayuno, a las
doce del día anterior, y su imaginación estaba activa. Se preguntó si el alma se
regocijaba en la muerte con la belleza del cuerpo inquieto, y de la vehemencia
de la mente pensante. No podía ver la cara de la joven, desde donde estaba
arrodillado, solo veía las manos pálidas cruzadas como en un crucifijo. Se
preguntó si su rostro había quedado más apacible con la muerte, o enfurecido e
irritable como lo había visto la última vez. Si el gran cambio la habría
suavizado, entonces tal vez, el alma podía sumergirse bajo las profundas aguas,
agraciada por el olvido, y ese maldito tren no podría despertarla en años.
Curiosamente sucedió una maravilla. Él detuvo su oración, y acercó una silla a
la cama. Se sentó y acercó su rostro al de la mujer muerta. ¡Ay! El suyo no era
un semblante de paz. Tenía estampado la tragedia de un amargo
renunciamiento. Después de todo, ella era joven, y al final murió a disgusto.
Había aún una torva tensión cerca de las fosas nasales, y su labio superior
estaba curvado como si su última palabra hubiera sido una imprecación. Pero
ella era muy bonita, a pesar de la demacración de sus facciones. Su cabello
negro casi cubría la cama, y sus pestañas parecían muy pesadas para aquellas
mejillas.
"¡Pobre pequeña!" pensó el cura. "No, ella no descansará, ni tampoco quería eso.
No la rociaré con agua bendita en su tumba. Sería maravilloso que ese
monstruo pueda darle algún confort, pero si lo hace, entonces está bien."
Él fue al pequeño oratorio contiguo a la alcoba y rezó más fervientemente. Pero
cuando los testigos llegaron, una hora después, lo hallaron en aletargado al pie
del altar.
Cuando se despertó estaba en su propia cama, en su pequeña casa, junto a la
iglesia. Pero habían pasado cuatro días antes que pudiera levantarse para
cumplir sus deberes, y para ese momento la condesa ya estaba en su tumba.
La vieja ama de llaves dejó de cuidarlo. Él esperó con ansias la llegada de la
noche. Había una llovizna pronunciada, y las nubes borroneaban el paisaje y
empapaban el suelo en el Bois d'Amour. Las tumbas estaban húmedas, también;
pero el cura prestaba poca atención a los elementos de la naturaleza en su larga
vida de martirio, y ni bien escuchó el remoto eco del tren nocturno, se apresuró
en ir por su agua bendita para regar todas las tumbas, excepto una.
Se postró y escuchó afanosamente. Habían pasado cinco días desde la última
vez que lo había hecho. Quizás ellos se habrían adormecido de vuelta. En un
momento estrechó sus manos y las levantó al cielo. Todo lo por lo que ellos
gemían era por paz, por descanso; maldecían al demonio apestoso que los
sacudía de las puertas de la muerte; y entre las voces de hombres y niños, el
cura distinguía las temblorosas notas de sus ancianos mayores; no estaban
maldiciendo sino rezando con amarga imploración. El bebé estaba gimoteando
con los acentos de un terror mortal y su madre estaba más que desesperada por
cuidarlo.
"¡Ay!" gritó la voz de Jean-Marie, "¡Nunca nos dirán que purgatorio es este!
¿Qué es lo que saben los curas? ¿Cuando fuimos advertidos con este tipo de
castigos por nuestros pecados? ¡Dormir un par de horas, y hechizados con el
momento de despertar! Entonces un cruel insulto de la tierra que está cansada
de nosotros, y la orquesta del infierno. ¡De nuevo! ¡Y otra vez! ¡Y otra! ¡Oh Dios!
¿Por cuánto tiempo? ¿Cuánto?"
El cura tropezó sobre la lápida y la tierra que estaba sobre la condesa. Podía
escuchar una voz alabando al monstruo de la noche y el amanecer, una nota de
alegría en ese terrible coro de desesperación que él creía lo conduciría a la
locura. Juró que a la mañana siguiente movería a sus muertos, aún si tuviera
que desenterrarlos con sus propias manos y los acarrearía hacia la colina, para
enterrarlos allí por su propia cuenta.
Por un momento no escuchó sonidos. Se arrodilló y pegó su oído a la tumba,
entonces contuvo la respiración. Un grito cavernoso se escuchó. Luego otro, y
otro. Pero no había palabras.
"¿Es ella que está gritando por simpatía con mis pobres amigos?" pensó; "¿O es
que está aterrorizada? ¿Por qué no les habla? Quizás ellos olvidarían su difícil
condición teniendo ella que decirles del mundo que habían abandonado hace
ya tanto. Pero no era su mundo. Tal vez esto es lo que la angustia, ya que ella
será una solitaria aquí tal como en la tierra. ¡Ah!"
Un brusco y horrible grito penetró en sus oídos, luego un jadeante chillido, y
otro; todo se desvaneció en un espantoso trueno.
El cura se levantó y estrechó sus manos, mirando al cielo por inspiración.
"¡Ay!" gimió, "ella no está contenta. Ella cometió un terrible error. Descansaría
en la profunda y dulce paz de la muerte, y ese monstruo de hierro y fuego y los
desesperados muertos a su alrededor le atormentan el alma, ya tan atormentada
en vida. Quizás pueda encontrar descanso en la bóveda detrás del castillo, pero
no aquí. Lo se, y debo arremeter con la tarea, ahora, ya."
Se arremangó la sotana y corrió tan rápido como pudo, con sus viejas y
reumáticas piernas, hacia el chateau, cuyas luces brillaban a través de la lluvia.
En la orilla del río vio a un pescador y le suplicó que lo llevara en el bote. El
pescador extrañado, levantó al viejo en sus fuertes brazos, y lo puso en el bote,
y comenzó a remar hacia el chateau. Cuando tomaron tierra, él se apuró.
"Esperaré en la cocina por usted, padre," dijo el pescador; y el cura lo bendijo y
se apresuró en llegar al castillo.
Una vez más entró a través de la puerta de la gran cocina, con sus adoquines
azules, sus brasas y bronces, los mismos que habían conformado a nobles y
monarcas en los días de esplendor de los Croisac. Se sentó en una silla frente a
la estufa, mientras una criada se fue a avisar al conde. Ella regresó mientras el
cura aún seguía temblando, y le anunció que su amo recibiría su visita en la
biblioteca.
Era una habitación lúgubre donde estaba esperando el conde y olía un poco
rancio, ya que los libros en los estantes eran antiguos. Un par de novelas y
periódicos yacían sobre la pesada mesa, el fuego ardía en la chimenea, los
tapices en las paredes estaban muy oscurecidos y las flores de lis estaban
deslustradas y manchadas. El conde, cuando estaba en casa, dividía su tiempo
entre la biblioteca y el mar, esto cuando no podía ir a cazar un jabalí o un ciervo
al bosque. Pero a menudo tenía que ir a París, donde podía permitirse la vida de
un potentado en un ala de su gran hotel; había conocido mucho acerca de las
extravagancias de las mujeres para dar a su esposa la llave de sus pálidos
salones. Había amado a la joven cuando la desposó, pero sus quejas y amargo
descontento lo habían enajenado, y durante el último año había estado alejado
de ella, en hosco resentimiento. Muy tarde comprendió, y soñó con la expiación
de su culpa. Ella había sido una entusiasta y vivaz criatura, y su mente
insatisfecha se había refugiado en el mundo que había vivido. ¡Y él le había
dado tan poco a ella!
Se levantó cuando entró el cura, y se inclinó. La visita lo aburría, pero el viejo y
buen cura le merecía su mayor respeto; más aún, había realizado varios oficios
y ritos en su familia. Acercó una silla hacia su invitado, pero el viejo agitó su
cabeza y nerviosamente juntó sus manos.
"¡Ay, monsieur le comte," dijo, "puede ser que usted también me diga que soy
un viejo lunático, como hizo Monsieur L'Évêque. Sin embargo, tengo que
hablar, por más que ordene a sus criados que me echen del chateau."
El conde recordó cierto comentario ácido del obispo, seguido de una
manifestación de que un joven cura debería ser enviado, para reemplazar al
viejo, que estaba en su chochez. Pero él le replicó suavemente:
"Usted sabe, padre, que nadie en este castillo le faltará a usted el respeto. Diga
lo que desee; no tema. ¿Pero por qué no toma asiento? Estoy muy cansado."
El cura tomó asiento y clavó su vista suplicantemente en el conde.
"Este es el asunto, monsieur." Habló rápidamente. "Ese terrible tren, con sus
estrepitosos hierros, carbones, humareda y chirridos, ha despertado a mis
muertos. Los he estado calmando con agua bendita, para que no lo escuchen,
hasta que una noche que falto, el ruido que hace este ferrocarril, sacude la tierra
y remueve los clavos fuera de los ataúdes. Me apuré, pero el daño ya estaba
hecho, los muertos habían despertado, el querido sueño de la eternidad había
sido interrumpido. Ellos pensaban que era el llamado de la trompeta del juicio
y se preguntaron porque seguían aún en sus sarcófagos. Pero hablaron entre sí
y no fue tan malo como parecía. Pero ahora están desesperados. Están en el
infierno, y yo tengo que implorarle a usted que apruebe que sean movidos a la
colina. ¡Ah, piense, piense, monsieur, no puede ser que el largo sueño del
sepulcro se vea interrumpido tan rudamente... el sueño por el que vivimos y
padecemos tan pacientemente!"
Se detuvo abruptamente y contuvo la respiración. El conde había escuchado sin
haber cambiado de semblante, convencido que se trataba de la fantasía de un
loco. Pero la farsa lo fatigó, e involuntariamente su mano se movió hacia una
campana en la mesa.
"¡Ah, monsieur, no todavía, aún no!" jadeó el sacerdote. "Es acerca de la condesa
que he venido a hablar. Lo había olvidado. Ella me había dicho que deseaba
yacer ahí y escuchar el tren venir desde París, así que no rocié su tumba con
agua bendita. Pero ella, ahora, está infeliz y horrorizada, monsieur. Ella grita y
gime. Su ataúd es nuevo y fuerte, y no puedo escuchar sus palabras, pero he
escuchado gritar espantosamente desde su tumba esta noche, monsieur; lo juro
sobre la cruz. ¡Ah, monsieur, debéis creerme, por favor!"
El conde se puso tan pálido como la mujer que había enterrado en su ataúd, y
estremeciéndose de la cabeza a los pies, se tambaleó de su silla y clavó la vista
en el sacerdote como si viera el mismísimo fantasma de su condesa.
"¿Usted escuchó...?" llegó a jadear.
"Ella no está en paz, monsieur. Ella gritó y gimió de manera terrible, como si
tuviera la boca tapada con una mano."
El conde se repuso de repente y voló del salón. El cura pasó su mano por la
frente y cayó lentamente en el piso. Había pronunciado la última de sus
palabras.
"Él comprobará que he dicho la verdad," pensó, mientras caía dormido, "y
mañana intercederá por mis pobres amigos."
El cura yace sobre la colina, donde ningún tren jamás podrá perturbarlo, y sus
viejos camaradas del cementerio violado están cerca, alrededor de él. El conde y
la condesa de Croisac, quienes adoran su memoria, se apresuraron en darle en
muerte aquello que fue su último deseo en vida. Y con ellos, todas las cosas
están bien, para un hombre, también, puede nacer de nuevo, y sin descender a
la tumba.
últimamente muertos, habían sido puestos en el nuevo camposanto, sobre la
colina, cerca de Bois D'Amour (Bosque del Amor, N. de T.) y cerca de los
sonidos de las campanas que llaman a la gente a misa. Pero la pequeña iglesia
donde se celebraba la misa, seguía fielmente al lado de los viejos muertos; sin
embargo, en ese rincón olvidado de Finisterre, no se construían nuevas iglesias
desde hace siglos, dado que la pequeña plaza sobre la que tenía que elevarse el
calvario de sus piedras, estaba rodeada de casitas grises; además, el castillo de
la torre redonda, que se erigía cruzando el río, había sido construído por los
Condes de Croisac. Pero los muros de piedra que encerraban aquel gran
cementerio habían sido cuidados y estaban en buen estado. En el cementerio no
había malezas, lozas movidas o lápidas rotas. Se lo veía frío y desolado, como
todos los cementerios de Bretaña.
Algunas veces se parecía a un cuadro de gran belleza. Cuando los aldeanos
celebraban el perdón anual, una gran procesión (sacerdotes con relucientes
sotanas, jóvenes en sus trajes de gala, todos con fulgurantes estandartes,
doncellas vestidas suntuosamente), salía de la iglesia y marchaba cantando a lo
largo del camino que bordeaba la pared del cementerio, donde descansan sus
ancestros, los mismos que en su momento llevaron los estandartes y cantaron el
servicio del perdón. Ya que los muertos eran campesinos y sacerdotes (los
Croisacs tenían su propio cementerio en una hondonada de las colinas que
había detrás del castillo), viejos y mujeres que habían llorado y muerto por
aquellos pescadores que se habían ido y jamás regresaron. Aquellos que
caminaban frente a los muertos por el perdón, o luego de una ceremonia de
matrimonio, o tomaban parte en alguna de las festividades religiosas menores
con que la aldea Católica vivificaba su existencia, todos, jóvenes y viejos, se
veían serios y tristes. Desde las mujeres hasta los niños sabían que su destino les
esperaba, y los hombres que el océano es traicionero y cruel.
Consecuentemente los vivos tenían poca simpatía por los muertos que les
habían dejado tal agobiante carga; y los muertos bajo sus piedras, bastante
satisfacción. No había envidia entre ellos por los jóvenes que vagaban al
anochecer y se juraban fidelidad en el Bois d'Amour, solamente sentían piedad
por aquellos grupos de mujeres que lavaban sus linos en el arroyo que afluía al
río. Parecía como figuras, en el verde libro de la naturaleza, estas mujeres, con
sus resplandecientes tocados y collares; pero para los muertos no era mejor
envidiarlos, y para las mujeres (y los amantes) no era mejor apiadarse de los
muertos.
Los muertos descansaban en sus cajones y agradecían a Dios por la tranquilidad
y el hallazgo de la paz sempiterna, por la que ellos habían aguantado
pacientemente la vida, fueron tomadas de esta calma.
La aldea era pintoresca, y no había ninguna otra como esta, en toda Finisterre.
Los artistas que la descubrieron se hicieron famosos. Luego de los artistas
vinieron los turistas, y la vieja y crujiente diligencia se convirtió en un
anacronismo. Bretaña era la moda durante tres meses del año y dondequiera
que hubiera moda, al menos tenía que haber un ferrocarril. Este se construyó
para satisfacer a aquellos que deseaban visitar las bravías y melancólicas
bellezas del oeste de Francia, y sus rieles pasaron a un lado del pequeño
cementerio de este relato.
Tomó bastante tiempo para que los muertos se despierten. Ellos no escucharon
ni el sonido audible de los hombres trabajando ni siquiera el primer resoplido
de la locomotora. Y, por supuesto, tampoco escucharon o supieron de las
súplicas del viejo cura para que la línea se construya en otro sitio. Una noche, él
marchó al viejo cementerio, se sentó en una tumba, y se puso a llorar. Él amaba
a sus muertos y sentía que era una pena que la codicia de dinero, la fiebre del
viaje, y la mezquina ambición de hombres cuyos lugares eran la gran ciudad,
donde nacían sus ambiciones, quebraran para siempre la sagrada calma de
aquellos que habían sufrido tanto en la tierra. Él había conocido a muchos de
ellos en vida, ya que era muy viejo; y a pesar que, como todos los buenos
Católicos, él creía en la existencia del cielo, el purgatorio y el infierno, siempre
había visto a sus amigos antes de enterrarlos, pacíficamente dormidos en sus
ataúdes, las almas reposando con las manos plegadas, como los cuerpos que las
poseyeron, pacientemente, esperando el llamado final. Él jamás lo habría
contado, el bueno y viejo cura, que creía que el cielo era un gigantesco palacio,
en el que Dios y los arcángeles moraban esperando por el gran día, cuando las
almas selectas de los muertos se elevarían y entrarían bajo la Presencia. Era un
viejo que había leído y pensado poco, pero tenía una fantasía zigzagueante en
su humilde mente, que era ver a sus ancestros y amigos, cuerpos y almas en el
profundo ensueño de la muerte, pero dormidos, no con cuerpos putrefactos,
abandonados por sus atemorizados compañeros; y a todos quienes ahí
dormían, tarde o temprano, les llegaría el momento de despertar.
Él sabía que ellos habían dormido a través de las violentas tormentas que
arrebataron las costas de Finisterre, cuando las naves son arrojadas contra las
rocas y los árboles caen en el Bois d'Amour. Sabía también que ningún acorde
del suave y lento cántico del perdón se había acuñado jamás en sus memorias;
ni las gaitas de la villa, cuando sonaban para que la novia y sus amigos bailasen
por espacio de tres días.
Todo esto los muertos lo sabían en vida, y ya no podía molestarlos ni
interesarlos ahora. ¡Pero ese espantoso intruso de la civilización moderna, un
tren de vagones con una locomotora chirriante, eso podía sacudir la tierra que
los contenía y hacer pedazos el pacífico aire con tales disonantes sonidos, que
impedía que cualquiera, muerto y vivo, durmieran! Su vida había sido una
largo y continuo sacrificio, y ahora intentaba en vano imaginar una mejor, ya
que asumía de buen grado que este desastre le traería su propia muerte.
Pero el ferrocarril fue construído, y durante la primera noche que el tren pasó
desaforadamente, sacudiendo la tierra y haciendo temblar las ventanas de la
iglesia, el cura salió y roció cada una de las tumbas con agua bendita.
En lo sucesivo, dos veces al día, al amanecer y al atardecer, luego del paso
desgarrante del tren a través de la quietud del paisaje, él iba y rociaba cada
tumba, levantándose en ocasiones del lecho de enfermo, y otras veces
desafiando viento, lluvia y granizo. Y por un tiempo creyó que este artilugio
sagrado podía prolongar el sueño de sus viejos muertos, alejándoles del poder
humano de levantarse. Pero una noche los escuchó murmurar.
Ya era tarde. Había algunas pocas estrellas en el cielo negro. Ni una brisa de
viento corría por la solitaria campiña, ni siquiera desde el mar. No habría
naufragios esa noche, y todo el mundo parecía estar en paz. Las luces iban
extinguiéndose de a poco en la aldea. Una, sin embargo, permanecía en la torre
de los Croisac, donde se encontraba enferma, guardando cama, la joven esposa
del conde. El cura había estado con ella al momento que el tren pasó rugiendo
por el cementerio, y ella le había murmurado:
"¡Quisiera estar allí! ¡Oh, este solitario, solitario lugar! ¡Este frío y reverberante
castillo, con nadie para hablar, día tras día! Si me mata, que me entierren en el
cementerio al lado del camino, donde dos veces al día puedo escuchar el tren
pasar, ¡ese tren que viene de París! Si me sepultan en cambio, en la bóveda tras
la colina, gritaré en mi ataúd, noche tras noche."
El cura había curado lo mejor que pudo la sufriente alma de la joven noble, con
quien él rara vez trataba. Él meditó, y se movió a través del oscuro camino con
sus piernas reumáticas, pensando sobre si la mujer tendría el mismo deseo que
él mismo.
"Si ella es realmente sincera, pobre chica," pensó en voz alta, "me abstendré de
rociar el agua bendita en su tumba. Aquellos que sufren en vida deberían ver
cumplidos todos sus deseos luego de la muerte, y me temo que el conde se lo
niegue. Pero le rezo a Dios que en mi lecho mortal no llegue a escuchar ese
monstruo nocturno." Y plegó su túnica bajo el brazo y rápidamente rezó un
rosario.
Pero cuando llegó al cementerio y fue entre las lápidas, con el agua bendita,
escuchó a los muertos murmurar.
"Jean-Marie," dijo una voz, palpando el camino entre tonos desusados en busca
de las notas olvidadas, "¿estáis listo? Seguro que este es el último llamado?"
"No, no," retumbó otra voz, "ese no es el sonido de una trompeta, François. Será
de repente y se oirá fuerte y agudo, como un gran témpano del norte, cuando se
zambulle al mar desde los desfiladeros de Islandia. ¿Los recordáis, François?
Gracias a Dios que pudimos morir en nuestras camas, rodeados de nuestros
nietos y con una única brisa suspirando en el Bois d'Amour. ¡Ah, los pobres
amigos que murieron en su juventud! ¿Los recordáis cuando la gran ola cubrió
a Ignace, y cuando no lo vimos más? Nos tomamos de las manos, en la creencia
que nosotros seguiríamos, pero al final, vivimos y fuimos y volvimos, y
morimos en nuestras camas. ¡Gran Dios!"
"¿Por qué pensáis en eso ahora... aquí en la tumba, donde eso ya no importa, ni
a los vivos?"
"No lo se; pero fue esa noche cuando Ignace cayó, que pensé que la respiración
se me iba. ¿O por qué pensáis que habéis muerto?"
"Por el dinero que debía a Dominique y no pude pagar. Quise que mi hijo lo
pagara, pero la muerte vino tan rápido que no pude hablar. Dios sabe como
ellos me juzgaron en la villa de St. Hilaire."
"Estáis equivocado," murmuró otra voz. "Morí cuarenta años después que
vosotros y los hombres no son recordados tanto en Finisterre. Pero vuestro hijo
fue mi amigo y recuerdo que él pagó el dinero."
"Y mi hijo, ¿qué de él? ¿Está él aquí, también?"
"No; él yace en la profundidad del mar del norte. Fue su segundo viaje, y tuvo
que regresar la primera vez para alimentar a su esposa. Luego no regresó más,
y ella tuvo que lavar en el río para las damas de los Croisac, y tiempo después
murió. Yo la hubiera desposado, pero ella dijo que era suficiente haber perdido
un marido. Desposé a otra, y ella envejecía diez años cada vez que yo salía. ¡Ay,
por Bretaña, ella no tuvo juventud!"
"¿Y tú? ¿Llegasteis a viejo antes de acudir a este lugar?"
"Sesenta. Mi mujer vino primero, como muchas esposas. Ella yace aquí.
¡Jeanne!"
"¿Es esa vuestra voz, mi esposo? ¿No es la del Señor Jesús Cristo? ¿Qué milagro
es este? Creo que es el terrible sonido de la trompeta del juicio final."
"No puede ser, vieja Jeanne, ya que aún seguimos en nuestras tumbas. Cuando
la trompeta suene, tendremos alas y mantos de luz, y volaremos derecho al
cielo. ¿Habéis dormido bien?"
"¡Ay! ¿Pero porque hemos sido despertados? ¿Es la hora del purgatorio? ¿O lo
tendremos aquí?"
"El buen Dios sabe. No recuerdo nada. ¿Estáis asustada? Podría tomar vuestra
mano, como cuando estábais por deslizarte de la vida al largo sueño que tanto
temíais."
"Estoy asustada, mi esposo. Pero es dulce escuchar vuestra voz, hueca y gutural
como si proviniera del mismo sepulcro. Gracias al buen Dios que habéis
enterrado junto a mí un rosario," y ella comenzó a orar con rapidez.
"Si Dios es bueno," gritó François, con amargura, y su voz llegó
descarnadamente a oídos del cura, como si la cubierta del ataúd estuviese
podrida, "¿por qué habemos sido despertados antes de nuestro tiempo? ¿Qué
mefítico demonio trona y aúlla a través de las congeladas avenidas de mi
cerebro? ¿Ha sido Dios, quizás, vencido y es el Maligno reina en Su lugar?"
"¡Silencio, silencio! ¡No blasfeméis! Dios reina, ahora y siempre. Esto no es más
que un castigo que Él nos ha impuesto por los pecados de la tierra."
"Ciertamente, hemos sido castigados mucho antes que descendamos a la paz de
hogar. ¡Ah, pero está oscuro y frío! ¿Quizás tengamos que yacer así por una
eternidad? En la tierra duramos hasta que morimos, pero tememos el sepulcro.
Quisiera estar vivo de nuevo, pobre y viejo y solo y adolorido. Sería mejor que
esto. ¡Maldito sea el demonio apestoso que nos despertó!"
"No maldigas, mi hijo," dijo una voz suave, y el cura se detuvo e hizo la señal de
la cruz, ya que era la voz de un añejo predecesor. "No puedo deciros que es
aquello que nos sacude de manera descortés en nuestras tumbas y libera
nuestros espíritus de su bendita esclavitud, y no me gusta la conciencia de este
lugar, estos montones de tierra sobre mi cansado corazón. Pero es cierto, debe
ser cierto... "
Un bebé comenzó a lloriquear, y desde otra tumba subió la angustia de una
madre intentando calmarlo.
"¡Ah, por el buen Dios!" sollozó. "Yo también pensé que era el sonido del gran
llamado, y en este momento tendría que levantarme y encontrar a mi hijo e ir
con mi Ignace, cuyos huesos yacen en el fondo del mar. ¿Podrá mi padre
encontrarle, cuando los muertos salgan de sus tumbas? ¡Yacer aquí en la duda,
esto si que es peor que la vida!"
"Sí, sí," dijo el cura, " todo estará bien, hija."
"Pero no todo está bien, padre, porque mi bebé llora y está solo en una pequeña
caja en el suelo. Si pudiera arrancar la tierra para allanarme el paso hacia él...
pero mi vieja madre yace entre ambos."
"¡Recen vuestros rosarios!" ordenó el cura, con severidad. "Recen vuestros
rosarios, todos ustedes. Todos aquellos que no lo hagan, recen el 'Ave María'
cien veces."
Inmediatamente un raudo y monótono murmullo comenzó a ascender desde
cada solitaria cámara de aquellas profanadas tierras. Todos, a excepción del
bebé, que aún gemía con la inconsolable aflicción del niño abandonado,
obedecieron el mandato. El cura sabía que ellos ya no volverían a hablar esa
noche, y volvió a la iglesia para ponerse a rezar hasta el amanecer. Estaba
enfermo de tanto horror y pavor, pero no por sí mismo. Cuando el cielo estuvo
rosado y el aire lleno de las dulces fragancias de la mañana, un penetrante
rugido rasgó el silencio matinal. El cura se apresuró en regresar al cementerio y
volver a rociar cada tumba esta vez con doble ración de agua bendita. Luego
que cesó el temblor de la tierra, el cura puso su oído en el suelo. ¡Ay, aún seguía
conmoviéndose!
"El demonio está nuevamente en vuelo", dijo Jean-Marie; "pero luego que pasó
me siento como si el dedo del Señor hubiera tocado mi frente. No puede
hacernos daño."
"¡Yo también sentí esa caricia celestial!" exclamó el viejo cura. Varios "¡Y yo!" "¡Y
yo!" "¡Y yo!" surgieron de cada tumba, a excepción de la del bebé.
El cura, profundamente agradecido que su simple acción los hubiera
conformado, marchó con rapidez hacia el castillo. Olvidó que no se interrumpió
ni siquiera para dormir. El conde era uno de los directores del ferrocarril, y
realizaría una súplica final a él mismo.
Era temprano, pero nadie dormía en Croisac. La joven condesa había fallecido.
Un gran obispo había llegado en la noche y le había dado la extrema unción. El
cura preguntó si podía presentarse ante el obispo. Luego de una larga espera en
la cocina, le he dicho que podría hablar con Monsieur L'Évêque. Siguió al
sirviente a través de la escalera espiral de la torre circular, y luego de sus
veintiocho escalones, entró a un salón adornado con tapizados púrpuras
estampados con flores de lis doradas. El obispo estaba recostado seis pies por
encima del piso, en una de las espléndidas camas talladas contra la pared.
Grandes cortinas cubrían su frío y blanquecino rostro. El cura, que era pequeño
y respetuoso, sintióse inconmensurablemente más pequeño bajo tan augusta
presencia, y pidió la palabra.
"¿Qué deseas, hijo mío?" preguntó el obispo, en su frío y cansado tono de voz.
"¿Es algo tan urgente? Estoy muy cansado."
Nervioso, el cura contó su historia, y mientras se esforzaba por transmitir la
tragedia de la atormentados muertos, no solamente sentía la pobreza de su
expresión (que estaba muy desacostumbrado en utilizar) sino que también le
asaltó el pensamiento tortuoso de que aquello que dijera, podría sonar
antinatural y descabellado.
Pero el no estaba preparado para causar tal efecto en el obispo. Él estaba parado
en el medio de la habitación, cuya lobreguez era acentuada por la deficiente
iluminación de los velones de un gran candelabro; sus ojos, que habían estado
vagando abstraídamente de una pieza a otra del moblaje labrado, súbitamente
se enfocaron en la cama, y él detuvo su relato y enrolló su lengua. El obispo se
sentó, lívido de ira.
"¡Y este era vuestro asunto de vida o muerte, loco parloteante!" tronó. "¡Por esta
sarta de estupideces soy arrebatado de mi descanso, cómo si yo fuera otro viejo
lunático! Tú no eres adecuado para ser sacerdote y cuidar de las almas.
Mañana..."
Pero el cura ya había escapado, retorciéndose las manos.
Cuando intentó bajar por las escaleras, chocó con el conde. Monsieur de Croisac
había cerrado la puerta detrás suyo. La abrió y, guiando al cura dentro de la
habitación, le mostró a su condesa muerta, que yacía con los brazos
entrecruzados, despreocupada por siempre de los seis pies de cupidos labrados
y margaritas que la cuidaban. Había un alto pedestal a la cabeza y otro a los
pies, que tenían candelabros dorados con pálidas llamas. Los tapizados
azulados de la habitación, con sus flores de lis blancas, estaban descoloridos,
como las alfombras del viejo y gastado piso; ya que el esplendor de los Croisac
se había ido con los Borbones. El conde vivía en el viejo chateau porque tenía
que hacerlo; pero la noche anterior había reflexionado sobre el error de traer a
vivir allí a una joven, y sobre todas aquellas cosas que pudo haber hecho para
salvarla de la desesperación y la muerte.
"Rece por ella," dijo al cura. "Y usted la enterrará en el viejo cementerio. Fue su
último deseo."
Él salió, y el cura se arrodilló y comenzó a musitar sus oraciones para la muerta.
Pero sus ojos discurrían hacia las ventanas, a través de las cuales la condesa
habría pasado horas y días mirando, observando a los pescadores zarpando
hacia la mar, seguidos por una ribera de esposas y madres, hasta que sus barcos
se perdían entre las grandes olas del océano exterior; a menudo miraba el
enardecido torrente, o las arboledas, las ruinas, las lluvias cayendo como agujas
a través del agua. El cura no había comido nada desde su magro desayuno, a las
doce del día anterior, y su imaginación estaba activa. Se preguntó si el alma se
regocijaba en la muerte con la belleza del cuerpo inquieto, y de la vehemencia
de la mente pensante. No podía ver la cara de la joven, desde donde estaba
arrodillado, solo veía las manos pálidas cruzadas como en un crucifijo. Se
preguntó si su rostro había quedado más apacible con la muerte, o enfurecido e
irritable como lo había visto la última vez. Si el gran cambio la habría
suavizado, entonces tal vez, el alma podía sumergirse bajo las profundas aguas,
agraciada por el olvido, y ese maldito tren no podría despertarla en años.
Curiosamente sucedió una maravilla. Él detuvo su oración, y acercó una silla a
la cama. Se sentó y acercó su rostro al de la mujer muerta. ¡Ay! El suyo no era
un semblante de paz. Tenía estampado la tragedia de un amargo
renunciamiento. Después de todo, ella era joven, y al final murió a disgusto.
Había aún una torva tensión cerca de las fosas nasales, y su labio superior
estaba curvado como si su última palabra hubiera sido una imprecación. Pero
ella era muy bonita, a pesar de la demacración de sus facciones. Su cabello
negro casi cubría la cama, y sus pestañas parecían muy pesadas para aquellas
mejillas.
"¡Pobre pequeña!" pensó el cura. "No, ella no descansará, ni tampoco quería eso.
No la rociaré con agua bendita en su tumba. Sería maravilloso que ese
monstruo pueda darle algún confort, pero si lo hace, entonces está bien."
Él fue al pequeño oratorio contiguo a la alcoba y rezó más fervientemente. Pero
cuando los testigos llegaron, una hora después, lo hallaron en aletargado al pie
del altar.
Cuando se despertó estaba en su propia cama, en su pequeña casa, junto a la
iglesia. Pero habían pasado cuatro días antes que pudiera levantarse para
cumplir sus deberes, y para ese momento la condesa ya estaba en su tumba.
La vieja ama de llaves dejó de cuidarlo. Él esperó con ansias la llegada de la
noche. Había una llovizna pronunciada, y las nubes borroneaban el paisaje y
empapaban el suelo en el Bois d'Amour. Las tumbas estaban húmedas, también;
pero el cura prestaba poca atención a los elementos de la naturaleza en su larga
vida de martirio, y ni bien escuchó el remoto eco del tren nocturno, se apresuró
en ir por su agua bendita para regar todas las tumbas, excepto una.
Se postró y escuchó afanosamente. Habían pasado cinco días desde la última
vez que lo había hecho. Quizás ellos se habrían adormecido de vuelta. En un
momento estrechó sus manos y las levantó al cielo. Todo lo por lo que ellos
gemían era por paz, por descanso; maldecían al demonio apestoso que los
sacudía de las puertas de la muerte; y entre las voces de hombres y niños, el
cura distinguía las temblorosas notas de sus ancianos mayores; no estaban
maldiciendo sino rezando con amarga imploración. El bebé estaba gimoteando
con los acentos de un terror mortal y su madre estaba más que desesperada por
cuidarlo.
"¡Ay!" gritó la voz de Jean-Marie, "¡Nunca nos dirán que purgatorio es este!
¿Qué es lo que saben los curas? ¿Cuando fuimos advertidos con este tipo de
castigos por nuestros pecados? ¡Dormir un par de horas, y hechizados con el
momento de despertar! Entonces un cruel insulto de la tierra que está cansada
de nosotros, y la orquesta del infierno. ¡De nuevo! ¡Y otra vez! ¡Y otra! ¡Oh Dios!
¿Por cuánto tiempo? ¿Cuánto?"
El cura tropezó sobre la lápida y la tierra que estaba sobre la condesa. Podía
escuchar una voz alabando al monstruo de la noche y el amanecer, una nota de
alegría en ese terrible coro de desesperación que él creía lo conduciría a la
locura. Juró que a la mañana siguiente movería a sus muertos, aún si tuviera
que desenterrarlos con sus propias manos y los acarrearía hacia la colina, para
enterrarlos allí por su propia cuenta.
Por un momento no escuchó sonidos. Se arrodilló y pegó su oído a la tumba,
entonces contuvo la respiración. Un grito cavernoso se escuchó. Luego otro, y
otro. Pero no había palabras.
"¿Es ella que está gritando por simpatía con mis pobres amigos?" pensó; "¿O es
que está aterrorizada? ¿Por qué no les habla? Quizás ellos olvidarían su difícil
condición teniendo ella que decirles del mundo que habían abandonado hace
ya tanto. Pero no era su mundo. Tal vez esto es lo que la angustia, ya que ella
será una solitaria aquí tal como en la tierra. ¡Ah!"
Un brusco y horrible grito penetró en sus oídos, luego un jadeante chillido, y
otro; todo se desvaneció en un espantoso trueno.
El cura se levantó y estrechó sus manos, mirando al cielo por inspiración.
"¡Ay!" gimió, "ella no está contenta. Ella cometió un terrible error. Descansaría
en la profunda y dulce paz de la muerte, y ese monstruo de hierro y fuego y los
desesperados muertos a su alrededor le atormentan el alma, ya tan atormentada
en vida. Quizás pueda encontrar descanso en la bóveda detrás del castillo, pero
no aquí. Lo se, y debo arremeter con la tarea, ahora, ya."
Se arremangó la sotana y corrió tan rápido como pudo, con sus viejas y
reumáticas piernas, hacia el chateau, cuyas luces brillaban a través de la lluvia.
En la orilla del río vio a un pescador y le suplicó que lo llevara en el bote. El
pescador extrañado, levantó al viejo en sus fuertes brazos, y lo puso en el bote,
y comenzó a remar hacia el chateau. Cuando tomaron tierra, él se apuró.
"Esperaré en la cocina por usted, padre," dijo el pescador; y el cura lo bendijo y
se apresuró en llegar al castillo.
Una vez más entró a través de la puerta de la gran cocina, con sus adoquines
azules, sus brasas y bronces, los mismos que habían conformado a nobles y
monarcas en los días de esplendor de los Croisac. Se sentó en una silla frente a
la estufa, mientras una criada se fue a avisar al conde. Ella regresó mientras el
cura aún seguía temblando, y le anunció que su amo recibiría su visita en la
biblioteca.
Era una habitación lúgubre donde estaba esperando el conde y olía un poco
rancio, ya que los libros en los estantes eran antiguos. Un par de novelas y
periódicos yacían sobre la pesada mesa, el fuego ardía en la chimenea, los
tapices en las paredes estaban muy oscurecidos y las flores de lis estaban
deslustradas y manchadas. El conde, cuando estaba en casa, dividía su tiempo
entre la biblioteca y el mar, esto cuando no podía ir a cazar un jabalí o un ciervo
al bosque. Pero a menudo tenía que ir a París, donde podía permitirse la vida de
un potentado en un ala de su gran hotel; había conocido mucho acerca de las
extravagancias de las mujeres para dar a su esposa la llave de sus pálidos
salones. Había amado a la joven cuando la desposó, pero sus quejas y amargo
descontento lo habían enajenado, y durante el último año había estado alejado
de ella, en hosco resentimiento. Muy tarde comprendió, y soñó con la expiación
de su culpa. Ella había sido una entusiasta y vivaz criatura, y su mente
insatisfecha se había refugiado en el mundo que había vivido. ¡Y él le había
dado tan poco a ella!
Se levantó cuando entró el cura, y se inclinó. La visita lo aburría, pero el viejo y
buen cura le merecía su mayor respeto; más aún, había realizado varios oficios
y ritos en su familia. Acercó una silla hacia su invitado, pero el viejo agitó su
cabeza y nerviosamente juntó sus manos.
"¡Ay, monsieur le comte," dijo, "puede ser que usted también me diga que soy
un viejo lunático, como hizo Monsieur L'Évêque. Sin embargo, tengo que
hablar, por más que ordene a sus criados que me echen del chateau."
El conde recordó cierto comentario ácido del obispo, seguido de una
manifestación de que un joven cura debería ser enviado, para reemplazar al
viejo, que estaba en su chochez. Pero él le replicó suavemente:
"Usted sabe, padre, que nadie en este castillo le faltará a usted el respeto. Diga
lo que desee; no tema. ¿Pero por qué no toma asiento? Estoy muy cansado."
El cura tomó asiento y clavó su vista suplicantemente en el conde.
"Este es el asunto, monsieur." Habló rápidamente. "Ese terrible tren, con sus
estrepitosos hierros, carbones, humareda y chirridos, ha despertado a mis
muertos. Los he estado calmando con agua bendita, para que no lo escuchen,
hasta que una noche que falto, el ruido que hace este ferrocarril, sacude la tierra
y remueve los clavos fuera de los ataúdes. Me apuré, pero el daño ya estaba
hecho, los muertos habían despertado, el querido sueño de la eternidad había
sido interrumpido. Ellos pensaban que era el llamado de la trompeta del juicio
y se preguntaron porque seguían aún en sus sarcófagos. Pero hablaron entre sí
y no fue tan malo como parecía. Pero ahora están desesperados. Están en el
infierno, y yo tengo que implorarle a usted que apruebe que sean movidos a la
colina. ¡Ah, piense, piense, monsieur, no puede ser que el largo sueño del
sepulcro se vea interrumpido tan rudamente... el sueño por el que vivimos y
padecemos tan pacientemente!"
Se detuvo abruptamente y contuvo la respiración. El conde había escuchado sin
haber cambiado de semblante, convencido que se trataba de la fantasía de un
loco. Pero la farsa lo fatigó, e involuntariamente su mano se movió hacia una
campana en la mesa.
"¡Ah, monsieur, no todavía, aún no!" jadeó el sacerdote. "Es acerca de la condesa
que he venido a hablar. Lo había olvidado. Ella me había dicho que deseaba
yacer ahí y escuchar el tren venir desde París, así que no rocié su tumba con
agua bendita. Pero ella, ahora, está infeliz y horrorizada, monsieur. Ella grita y
gime. Su ataúd es nuevo y fuerte, y no puedo escuchar sus palabras, pero he
escuchado gritar espantosamente desde su tumba esta noche, monsieur; lo juro
sobre la cruz. ¡Ah, monsieur, debéis creerme, por favor!"
El conde se puso tan pálido como la mujer que había enterrado en su ataúd, y
estremeciéndose de la cabeza a los pies, se tambaleó de su silla y clavó la vista
en el sacerdote como si viera el mismísimo fantasma de su condesa.
"¿Usted escuchó...?" llegó a jadear.
"Ella no está en paz, monsieur. Ella gritó y gimió de manera terrible, como si
tuviera la boca tapada con una mano."
El conde se repuso de repente y voló del salón. El cura pasó su mano por la
frente y cayó lentamente en el piso. Había pronunciado la última de sus
palabras.
"Él comprobará que he dicho la verdad," pensó, mientras caía dormido, "y
mañana intercederá por mis pobres amigos."
El cura yace sobre la colina, donde ningún tren jamás podrá perturbarlo, y sus
viejos camaradas del cementerio violado están cerca, alrededor de él. El conde y
la condesa de Croisac, quienes adoran su memoria, se apresuraron en darle en
muerte aquello que fue su último deseo en vida. Y con ellos, todas las cosas
están bien, para un hombre, también, puede nacer de nuevo, y sin descender a
la tumba.