BLOOD

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jueves, 23 de septiembre de 2010

EL CENTINELA -- Arthur C. Clarke




Arthur C. Clarke



La próxima vez que vea la luna llena en lo alto, hacia el Sur, mire con atención a su reborde a mano derecha y deje a su ojo viajar hacia arriba a lo largo de la curva del disco. Alrededor de las dos del reloj, observará un círculo pequeño y oscuro. Cualquiera con una visión normal lo encontrará con bastante facilidad. Se trata de la gran llanura amurallada, una de las mejores de la Luna y que se conoce como Mare Crisium, el Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de diámetro, y casi rodeada por completo por un anillo de magníficas montañas, no había sido nunca explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1996.
Nuestra expedición era bastante importante. Teníamos dos pesados cargueros que habían traído en vuelo nuestros suministros y equipo desde la base lunar principal situada en el Mare Serenitatis, a unos ochocientos kilómetros de allí. Había también tres pequeños cohetes previstos para transportes de escaso radio de acción sobre aquellas regiones que nuestros vehículos de superficie no pudieran cruzar. Por suerte, la mayor parte del Mare Crisium es completamente llana. No existen ninguna de las grandes grietas tan frecuentes y peligrosas en otras partes, y son muy pocos los cráteres o montañas de cualquier tamaño. Por lo que sabíamos, nuestros poderosos tractores oruga no tendrían la menor dificultad en llevarnos adonde quisiésemos.
Yo era geólogo, o mejor dicho selenólogo, si desea ser pedante, al mando del grupo de exploración de la zona sur del Mare. Habíamos recorrido ya, en una semana, unos ciento cincuenta kilómetros, bordeando las faldas de las montañas a lo largo de la orilla de lo que en un tiempo fue un mar, unos mil millones de años atrás. Cuando la vida se iniciaba en la Tierra, aquí ya se hallaba moribunda. Las aguas se retiraban de los flancos de aquellos estupendos riscos, hacia el vacío corazón de la Luna. Por el territorio que cruzábamos, aquel océano sin mareas había tenido un día más de treinta kilómetros de profundidad, y ahora el único vestigio de humedad era la escarcha que a veces se encontraba en cavernas en las que la ardiente luz del sol no penetraba jamás.
Habíamos empezado nuestro viaje a primera hora del lento amanecer lunar, y faltaba todavía una semana, según el tiempo de la Tierra, para que cayese la noche. Media docena de veces al día debíamos abandonar nuestros vehículos y salir con los trajes espaciales en busca de minerales interesantes, o a colocar marcas que sirviesen de guía a futuros viajeros. Se trataba de una rutina monótona. No existe nada peligroso, ni siquiera excitante, en una exploración lunar. Podíamos vivir con toda comodidad durante un mes en nuestros tractores presurizados y, si nos enfrentábamos con algún problema, siempre podíamos recurrir a la radio para pedir ayuda y esperar hasta que cualquier nave espacial acudiese a rescatarnos.
Acabo de decir que no hay nada excitante en la exploración lunar; pero, naturalmente, eso no es cierto. Uno puede llegar a cansarse de aquellas increíbles montañas, mucho más escarpadas que las de la Tierra. Mientras rodeábamos los cabos y promontorios de aquel mar desaparecido, no sabíamos jamás qué nuevos esplendores se nos revelarían. Toda la curva sur del Mare Crisium forma un vasto delta donde, en un tiempo, una serie de ríos se abrieron camino hacia el océano, alimentados tal vez por las lluvias torrenciales que debieron batir las montañas en la breve era volcánica cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos antiguos valles era una invitación, desafiándonos a trepar por ellos hacia las desconocidas tierras altas que se hallaban más allá. Pero teníamos que cubrir aún unos ciento cincuenta kilómetros y sólo podíamos mirar con deseo aquellas alturas que otros escalarían.
A bordo del tractor, conservábamos el horario de la Tierra. Y, a las 22.00 en punto, teníamos que enviar el mensaje de radio a la Base y cerrar el contacto por ese día. Afuera, las rocas arderían aún bajo un sol casi vertical; sin embargo, para nosotros, sería de noche hasta que despertásemos de nuevo ocho horas después. Luego, uno de los que estábamos allí prepararía el desayuno, se escucharía un gran ronroneo de máquinas de afeitar eléctricas y alguno conectaría la radio de onda corta emitida desde la Tierra. Asimismo, cuando el olor de las salchichas fritas comenzase a llenar la cabina, resultaría difícil creer que no nos hallábamos de regreso en nuestro propio mundo. Hasta tal punto era todo tan normal y hogareño, si dejábamos de lado la sensación de haber disminuido de peso y la poco natural lentitud con que caían los objetos.
Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal, que hacía las veces de cocina. Después de tantos años, puedo recordar aquel momento de una forma muy vívida, puesto que en la radio acababan de tocar una de mis melodías favoritas, la antigua tonada galesa de David en la Roca Blanca. Nuestro conductor ya estaba fuera, con su traje espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett, se encontraba delante, en la posición de control, realizando algunas anotaciones en el Diario del día anterior.
Mientras me hallaba de pie al lado de la sartén, aguardando, como cualquier ama de casa terrestre, a que se dorasen las salchichas, dejé que mi mirada errase ociosa por las paredes de la montaña que cubrían todo el horizonte sur y se extendían, hasta perderse de vista, hacia el Este y el Oeste, por debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a sólo unos tres kilómetros del tractor; sin embargo, yo sabía que la más cercana se hallaba a treinta kilómetros. Naturalmente, en la Luna no se pierden los detalles con la distancia, pues no existe ninguna de las casi imperceptibles neblinas que, en la Tierra, tamizan y a veces desfiguran las cosas lejanas.
Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y ascendían abruptamente desde la llanura, como si unas eras atrás alguna erupción subterránea las hubiese lanzado hacia el cielo a través de la fundida corteza. Incluso la base de la más cercana quedaba oculta por la curvadísima superficie de la llanura, ya que la Luna es un mundo muy pequeño y, desde donde yo me encontraba, el horizonte se hallaba a sólo unos tres kilómetros.
Alcé los ojos hacia los picos a los que no había ascendido jamás ningún hombre, unas cumbres que, antes del principio de la vida terrestre, habían contemplado los océanos en retirada hundiéndose sombríamente en sus tumbas y llevándose consigo la esperanza y la promesa del mañana de un mundo. La luz solar se estrellaba contra las cumbres con un resplandor que hacía daño a la vista; aunque, sólo un poco por encima de ellas, las estrellas alumbraban con firmeza en un cielo más negro que en cualquier noche invernal de la Tierra.
Estaba ya volviéndome, cuando mi ojo captó un reflejo metálico en lo alto de la arista de un gran promontorio que se proyectaba hacia el mar, unos cincuenta kilómetros hacia el Oeste. Se trataba de un punto de luz impreciso, como si una estrella hubiese sido arrancada del cielo por uno de aquellos crueles picos, y me imaginé que alguna pulida superficie rocosa captaba la luz solar y hacía las veces de un heliógrafo directamente hacia mis ojos. Cosas de este tipo no eran raras. A veces, cuando la Luna se encuentra en su segundo cuarto, los observadores de la Tierra ven las grandes cordilleras del Oceanus Procellarum arder con una iridiscencia de un azul blanquecino, pues la luz del Sol destella desde sus faldas y salta de nuevo de un mundo a otro. No obstante, tuve curiosidad por saber qué clase de roca podía brillar allí con tanta intensidad. Subí a la torre de observación e hice girar hacia el Oeste nuestro telescopio de diez centímetros, vi lo suficiente como para quedar tentado. Muy claro y nítido en el campo de visión, los picos de la montaña parecían encontrarse a menos de un kilómetro; Pero aquello que atrapaba la luz solar era demasiado pequeño para ser captado. Sin embargo, parecía poseer una simetría elusiva, Y la cumbre sobre la que descansaba era curiosamente plana. Contemplé aquel resplandeciente enigma, forzando durante un buen rato mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor a quemado procedente de la cocina me dijo que nuestras salchichas para el desayuno habían efectuado en vano un viaje de más de cuatrocientos mil kilómetros.
Toda aquella mañana, estuvimos discutiendo durante nuestro recorrido a través del Mare Crisium, mientras las montañas orientales se alzaban cada vez más hacia el cielo. Incluso cuando buscábamos nuestros trajes espaciales, la discusión continuó por radio. Era del todo seguro, argumentaban mis compañeros, que jamás se había visto ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Las únicas cosas vivientes que hubieran podido existir allí eran algunas plantas primitivas y sus un poco menos degenerados antepasados. Sabía todo aquello lo mismo que cualquiera; sin embargo, hay ocasiones en las que un científico no debe tener miedo a hacer un poco el ridículo.
- Escuchadme - les dije al fin -. Voy a ir allí, aunque sólo sea para quedarme tranquilo. Esa montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura; es decir, sólo setecientos según la gravedad terrestre, y puedo hacer el recorrido a lo sumo en veinte horas. Siempre he deseado, por otra parte, escalar esas montañas, y esto me proporciona una excusa excelente.
- Si no te rompes el cuello - respondió Garnett -, te convertirás en el hazmerreír de la expedición cuando regresemos a la Base. Y, a partir de ahora, esa montaña empezara a llamarse la Locura de Wilson.
- No me romperé el cuello - repliqué con firmeza -. ¿Quién fue el primer hombre que trepó a Pico Helicón?
- ¿Pero no eras bastante más joven en aquella época? - preguntó Louis en tono amable.
- Eso - repliqué con suma dignidad - es una razón tan buena como cualquier otra para desear ir.
Aquella noche nos acostamos temprano, tras llevar el tractor hasta un kilómetro del promontorio. Garnett vendría conmigo por la mañana. Era un buen alpinista y me había acompañado con frecuencia en hazañas de aquel tipo. Nuestro conductor quedó muy complacido de que lo dejáramos al mando de la máquina.
A primera vista, aquellos acantilados parecían por completo inescalables; sin embargo, para cualquiera que tenga una cabeza firme que aguante las alturas, es fácil trepar en un mundo donde todos los pesos son sólo de una sexta parte de su valor normal. El peligro auténtico en el montañismo lunar radica en la excesiva confianza. Una caída de doscientos metros en la Luna, te puede matar exactamente igual que una de treinta en la Tierra.
Hicimos nuestra primera parada en una amplia repisa a unos mil trescientos metros por encima de la llanura. La ascensión no había sido difícil; pero tenía los miembros un poco envarados a causa del desacostumbrado esfuerzo, y me alegró poder descansar. Aún veíamos el tractor como un pequeño insecto metálico, muy alejado al pie del acantilado, e informamos de nuestro avance al conductor antes de comenzar la siguiente etapa de ascensión.
En el interior de nuestros trajes reinaba un confortable frescor, puesto que las unidades de refrigeración luchaban contra el implacable sol y eliminaban el calor corporal de nuestro esfuerzo. Apenas nos hablábamos, excepto para pasarnos instrucciones acerca de la ascensión y para discutir el mejor plan de subida. No sabía lo que pensaba Garnett. Probablemente, que aquélla era la aventura más descabellada en la que jamás se había embarcado. Yo estaba más que a medias de acuerdo con él; pero la alegría de la ascensión, saber que ningún hombre había hollado aquel camino antes y el entusiasmo que proporcionaba el paisaje al ampliarse cada vez más ante nosotros, me iba concediendo toda la recompensa que anhelaba.
No creo haber sentido una particular excitación al ver delante de nosotros la pared de roca que había inspeccionado por primera vez con el telescopio desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se elevaba a unos veinte metros por encima de nuestras cabezas; y allí, en la meseta, se encontraría la cosa que me había llevado hasta ese lugar por aquellos desolados parajes. Seguramente no se trataría más que de una roca astillada muchísimos años atrás por la caída de un meteorito, y que conservaba sus planos de escisión aún frescos y brillantes en aquella quietud incorruptible e inmutable.
No había en la parte delantera de la roca ningún lugar donde asirse con las manos, y tendríamos que emplear un garfio. Mis cansados brazos parecieron recuperar nueva fuerza al hacer girar sobre mi cabeza el ancla metálica tridentada y lanzarla en la dirección de las estrellas. La primera vez no agarró y cayó con lentitud al tirar de la cuerda. Al tercer intento, los dientes se clavaron con firmeza, y el peso de los dos juntos ya no fue capaz de arrancarlos.
Garnett me miró con ansiedad. Me pareció que quería ser el primero, pero le sonreí desde el cristal de mi casco y meneé la cabeza. Muy despacio, tomándome tiempo, emprendí la ascensión final.
Incluso con mi traje espacial, aquí sólo pesaba unos veinte kilos. Me izaba con una mano tras otra, sin preocuparme de emplear los pies. Al llegar al borde, hice una pausa y una seña a mi compañero, tras lo cual acabé de subir por el filo. Me puse de pie y miré ante mí.
Deben comprender que, hasta este momento, había estado convencido casi por completo de que allí no habría nada extraño o fuera de lo corriente. Casi. Pero no por completo. Aquella tentadora duda era la que me había impulsado a seguir adelante. Pues ahora ya no había duda; pero el misterio sólo acababa de comenzar.
Me hallaba de pie en una meseta como de unos treinta metros de diámetro. En un tiempo había sido lisa por completo (demasiado lisa para ser natural); pero las caídas de meteoritos habían marcado y perforado su superficie a través de inmensurables eones. Lo habían aplanado para soportar una estructura reluciente y más o menos piramidal, que doblaba en altura a un hombre, y que se hallaba empotrada en la roca como una joya gigantesca y de múltiples facetas.
Probablemente, en aquellos primeros segundos, ninguna emoción llenó en absoluto mi mente. Luego, sentí una euforia inmensa y una alegría extraña e inexpresable. En realidad, amaba a la Luna, y ahora supe que el moho rastrero de Aristarco y Erastóstenes no había sido la única vida que albergó durante su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. A fin de cuentas, había existido una civilización lunar, y yo era el primero que la había encontrado. Haber llegado tal vez con un centenar de millones de años de retraso no me turbaba lo más mínimo. Era suficiente haber podido llegar.
Mi mente empezó a funcionar con normalidad, para analizar y plantear preguntas. ¿Se trataba de un edificio, un santuario, o algo para lo que mi idioma carecía de denominación? Si era un edificio, ¿por qué lo habían construido en un lugar tan poco accesible? Me pregunté si aquello sería un templo, y me imaginé a los adeptos de alguna extraña fe clamando a sus dioses para que los salvasen mientras la vida de la Luna refluía junto con los agonizantes océanos; y apelando en vano a sus deidades...
Avancé una docena de pasos para examinar aquello desde más cerca. Pero un sentido de precaución me contuvo de aproximarme demasiado. Sabía un poco de arqueología, y traté de deducir el nivel cultural de la civilización que había limado aquella montaña y alzado aquellas superficies relucientes de espejo que aún me deslumbraban los ojos.
Pensé que los egipcios podrían haber hecho algo así, si sus obreros hubiesen poseído algunos materiales más extraños que los empleados por aquellos arquitectos mucho más antiguos. Por lo reducido de aquella cosa, no se me ocurrió que pudiera estar contemplando la obra de una raza mucho más avanzada que la mía. La idea de que en la Luna hubiese habido inteligencia era demasiado tremenda para captarla, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante salto.
Luego, me percaté de algo que me produjo un escalofrío en la nuca, una cosa tan trivial y tan inocente que muchos jamás se habrían fijado en ello. Ya he explicado que la meseta presentaba las cicatrices producidas por los meteoritos; pero estaba también revestida de unos centímetros de polvo cósmico, algo que siempre se filtra a la superficie de cualquier mundo donde no hay vientos que lo perturben. Sin embargo, el polvo y las cicatrices terminaban de pronto en un amplio círculo que rodeaba la pequeña pirámide, como si una pared invisible la protegiera de las inclemencias del tiempo y del lento pero incesante bombardeo desde el espacio.
Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta de que Garnett me había estado llamando desde hacía rato. Anduve vacilante hasta el borde del risco y le hice señales para que se reuniera conmigo, pues no confiaba en mí lo suficiente para expresarlo con palabras. Luego, regresé hacia el círculo en el polvo. Recogí un fragmento de roca astillada y lo lancé con suavidad contra el brillante enigma. Si el guijarro se hubiese desvanecido en aquella invisible barrera no me hubiera sorprendido; pero pareció alcanzar una superficie semiesférica Y suave, y se deslizó blandamente hasta el suelo.
Supe que estaba mirando algo que no podía compararse con la antigüedad de mi propia raza. No era un edificio, sino una máquina, y que se protegía con unas fuerzas que habían desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, fuesen las que fuesen, operaban todavía, y tal vez me había acercado ya demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había atrapado y domesticado durante el siglo pasado. Según mis conocimientos, podía muy bien hallarme condenado de forma irrevocable, como si hubiese penetrado, sin llevar protección, en el aura mortífera de una pila atómica.
Recuerdo que entonces me volví hacia Garnett, que se había reunido conmigo y que se hallaba de pie e inmóvil a mi lado. Parecía como olvidado de mí. No quise molestarle y me dirigí al borde del acantilado en un esfuerzo por ordenar mis pensamientos. Allá, debajo de mí, yacía el Mare Crisium (precisamente el Mar de las Crisis), extraño y raro para la mayoría de los hombres; pero familiar y tranquilizador para mí. Alcé los ojos hacia el creciente de la Tierra, que yacía entre su cuna de estrellas, y me pregunté qué habían cubierto sus nubes cuando aquellos desconocidos constructores finalizaron su tarea. ¿Se encontraba en la selva llena de vapores del Carbonífero, en la desolada costa sobre la cual habían trepado los primeros anfibios para conquistar la tierra, o más temprano aún, en la larga soledad que precedió a la llegada de la vida?
No me preguntéis por qué no adiviné antes la verdad, esa verdad que ahora me parece tan obvia. En la primera excitación de mi descubrimiento, di por supuesto, sin ponerlo en tela de juicio, que aquella aparición cristalina la había construido alguna raza perteneciente al pasado remoto de la Luna. Pero, de repente, y con una fuerza abrumadora, tuve la convicción de que se trataba de alguien tan ajeno a la Luna como yo mismo.
Durante veinte años no había encontrado la menor traza de vida excepto algunas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su destino, podía haber dejado algo más que un simple testimonio de su existencia.
Miré de nuevo la reluciente pirámide, y me pareció más remota que cualquier otra cosa que tuviera algo que ver con la Luna. De pronto, me estremecí con una loca e histérica risa, producto de la excitación y del esfuerzo. Me había imaginado que aquella pequeña pirámide me hablaba y me decía:
- Lo siento, pero yo también soy un extraño aquí.
Hemos tardado veinte años en quebrantar ese invisible escudo para llegar a la máquina que se encontraba dentro de aquellas paredes cristalinas. Lo que no podíamos entender, lo rompimos al fin con la fuerza salvaje de la energía atómica, y ahora he visto los fragmentos de aquella cosa hermosa y resplandeciente que encontré en lo alto de la montaña.
No tienen el menor sentido. El mecanismo, si es que se trataba de algún mecanismo, de la pirámide pertenece a una tecnología que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, tal vez sea la tecnología propia de las fuerzas parafísicas.
El misterio nos obsesiona mucho más ahora que se ha llegado a los otros planetas y que sabemos que sólo la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente en nuestro Universo. Tampoco ninguna civilización perdida de nuestro propio mundo ha podido construir esa máquina, puesto que el grosor del polvo espacial que había sobre la meseta nos permitió calcular su edad. Se depositó encima de la montaña antes de que la vida emergiera de los océanos de la Tierra.
Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su edad actual, «algo» procedente de las estrellas, pasó a través del Sistema solar, dejó aquella señal de su paso y siguió su camino. Hasta que la destruimos, esa máquina siguió cumpliendo la misión de sus constructores. En cuanto a cuál era esa misión, he aquí lo que conjeturo:
Hay cerca de cien mil millones de estrellas que giran en el círculo de la Vía Láctea, y hace mucho tiempo otras razas en los mundos de otros soles debieron haber alcanzado y superado las alturas que nosotros hemos alcanzado ahora. Pensad en esas civilizaciones, muy alejadas en el tiempo, en el mortecino resplandor que siguió a la Creación, dueños de un Universo tan joven que la vida sólo había llegado a unos cuantos mundos.
Debieron hallarse en una soledad que no podemos imaginar, la soledad de los dioses que miran a través del infinito y que no encuentran a nadie con quien compartir sus pensamientos.
Debieron haber estado buscando en los cúmulos de estrellas, lo mismo que nosotros hemos buscado en los planetas. En todas partes existirían mundos; pero vacíos o poblados de cosas sin mente que se arrastraban. Así era nuestra propia Tierra, con el humo de los grandes volcanes manchando todavía los cielos, cuando la primera nave de los pueblos del amanecer se deslizó desde los abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos exteriores, sabiendo que la vida no podría desempeñar ningún papel en sus destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose con el Sol y aguardando a que comenzasen sus historias.
Aquellos vagabundos debieron mirar hacia la Tierra, que giraba a salvo en la estrecha zona entre el fuego y el hielo, y debieron pensar que era la favorita de los hijos del Sol. En un futuro distante, habría allí inteligencia; pero tenían aún incontables estrellas ante ellos, y tal vez no volviesen nunca más por este camino.
Dejaron, pues, un centinela, uno de los millones que habían esparcido a través del Universo, para que vigilase todos los mundos en los que había una promesa de vida. Era un faro que, a través de todas las edades, ha estado señalando en silencio el hecho de que nadie lo había descubierto todavía.
Tal vez entenderéis ahora por qué la pirámide de cristal se alzó sobre la Luna en lugar de alzarse sobre la Tierra. Sus constructores no se preocupaban de las razas que aún se esforzaban desde su estado salvaje. De nuestra civilización sólo podía interesarles que demostrásemos aptitud para sobrevivir, para cruzar el espacio y escapar de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío al que todas las razas inteligentes deben hacer frente más tarde o más temprano. Se trata de un reto doble, porque depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la última elección entre la vida y la muerte.
Una vez hubiésemos superado aquella crisis, sólo sería cuestión de tiempo que encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora, sus señales han cesado, y aquellos cuyo deber sea ése volverán sus mentes hacia la Tierra. Tal vez deseen ayudar a nuestra joven civilización. Pero deben ser ya viejos, muy viejos, y los ancianos sienten muchas veces unos celos enfermizos de los jóvenes.
Ahora ya no puedo mirar hacia la Vía Láctea sin preguntarme desde cuál de aquellas compactas nubes de estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonáis un lugar común muy socorrido, diré que hemos roto el cristal de la alarma contra incendios y lo único que tenemos que hacer es aguardar.
Pero no creo que debamos esperar demasiado.


FIN

COMPRAMOS GENTE -- Frederik Pohl




Frederik Pohl



Fue el 3 de marzo cuando aquella persona comprada que se llamaba Wayne Golden tomó parte en unas conversaciones comerciales celebradas en Washington como representante de la raza dominante de la estrella Groombridge. Su misión era vender la licencia de las patentes básicas de un aparato capaz de transformar los desechos de las plantas nucleares en células de petróleo. Era una buena oferta y tenía el mercado esperando. La mitad del estado de Idaho estaba literalmente inundado de materiales de desecho radiactivo, por lo que los americanos estaban ansiosos de obtener la patente, y él la vendió por un crédito de cien millones de dólares. Al día siguiente tomó el avión hacia España. Durante todo el viaje, pudo dormir tumbado sobre dos asientos, sujeto con el cinturón de seguridad, en el departamento de primera clase del «Concorde».
El día 5 de aquel mismo mes usó parte del crédito obtenido por la venta de la patente para comprar quince óleos de Picasso pintados sobre lienzo, la cinta audiovisual de una representación de flamenco y un clavicordio del siglo XV, sobredorado y con las patas talladas. Se las arregló para que fuesen bien embalados y enviados a Orlando, en Florida. Luego, la mercancía sería lanzada desde Cabo Kennedy en un viaje interestelar que duraría más de doce mil años. Los groombridgianos planeaban las cosas en grande y no tenían prisa. El cohete de lanzamiento Saturno V costaba ya de por sí once millones de dólares. No importaba. Había dinero de sobra con lo obtenido por Groombridge.
El mismo día 5 de aquel mes Golden regresaba a los Estados Unidos, hacía transbordo en el aeropuerto de Logan, en Boston, y llegaba temprano a su redil en Chicago. A partir de aquel momento se le concedían ochenta y cinco minutos de libertad.

Sabía muy bien cómo utilizar mis ochenta y cinco minutos. Esto nunca era un problema. Cuando se trabaja para alguien que es el dueño de uno, no queda mucha elección sobre lo que se puede hacer, pero al menos, y hasta cierto punto, uno puede pensar lo que quiera. Eso que nos meten en la cabeza sólo controla nuestras acciones, pero no nos cambia, o por lo menos yo creo que no. De todas formas, ¿cómo podía saber si me habían cambiado?
Mis dueños nunca me mintieron. Nunca. No creo que supieran lo que era una mentira. Si hubiese necesitado alguna prueba de que no eran humanos, este hecho hubiera sido suficiente, aunque yo sabía que vivían a ciento treinta trillones de kilómetros de distancia, cerca de una estrella que yo no puedo ver siquiera. No me dicen mucho, pero no mienten.
Y esto de que no mientan le hace a uno preguntarse cómo son. No quiero decir físicamente. Esto lo descubrí en la biblioteca una vez que disponía de un par de horas libres. No recuerdo bien dónde fue, quizá en la Biblioteca Nacional de París, pero de todas formas no pude leer lo que estaba escrito en aquella lengua. Sin embargo, vi las fotografías y los hologramas. Recuerdo muy bien el aspecto físico de mis dueños. Dios mío. Los altairlanos son como una especie de arañas, y los siriatios parecen cangrejos. Pero los seres de la estrella Groombridge, ésos sí que son algo increíbles. Durante mucho tiempo no pude contener la náusea que sentía cuando pensaba que me había vendido a unas criaturas que a lo que más se parecían era a un ovillo de gusanos sobre una herida abierta. Por otra parte, están tan lejos que todo lo que tengo que hacer es recibir sus mensajes por subradio y obedecer lo que me dictan. No tenemos que tocarnos ni nada semejante, de modo que ¿cómo puede importarme el aspecto que tienen?
Pero ¿qué clase de criaturas son éstas, que no dicen nunca más que la verdad, nunca cambian de idea y nunca hacen una promesa que no vayan a cumplir? No son máquinas, ya lo sé, pero tal vez ellos sí piensan que yo soy una especie de máquina, y ¿quién iba a molestarse en mentirle a una máquina? Tampoco a una máquina se le hacen promesas. Ni favores. Ellos nunca me los hacen. No me dicen que puedo tener ochenta y cinco minutos libres porque haya hecho algo que ellos deseaban, o porque quieren complacerme, o desean algo de mí. Bien pensado, esto es una tontería. ¿Qué podrían desear? Yo no tengo elección alguna. En nada. Así que no mienten, ni amenazan, ni sobornan, ni recompensan.
Pero, por alguna razón que ignoro, a veces me dan algunos minutos y hasta horas o días libres. Y esta vez disponía de ochenta y cinco minutos. Empecé a usarlos en seguida, como hago siempre. Lo primero que hice fue mirar en la consola de localización para ver dónde estaba Carolyn. El empleado de localización - que no ha sido comprado, sino que trabaja a sueldo y nos trata como si fuésemos basura - me conoce bien ya.
- Qué lástima, Wayne - me dijo con esa falsa amabilidad y esa hipócrita simpatía que hace que tenga ganas de matarle -, por un pelo no te has encontrado con tu amiga. La viste el miércoles, ¿no es eso? Pero ya se ha marchado.
- ¿Adónde? - le pregunté yo.
En lugar de contestarme en seguida, barajó durante un rato las tarjetas sobre el panel de localización. Sabe que no dispongo de mucho tiempo y me hace perder el mayor número de minutos posible. Luego dijo:
- No. No la encuentro en mi sección. ¿No estará con aquel grupo que se fue a Pekín? ¿O era aquella otra gorda con los pechos como calabazas la que se fue?
No me entretuve en matarle.
Si no estaba en el panel de control, es que no estaba tampoco a ochenta y cinco minutos de posibilidad de transporte, de modo que mis ochenta y cinco minutos - setenta y nueve ya, solamente - no me permitirían reunirme con ella.
Fui a los mingitorios, oriné rápidamente y salí a la calle, bajo aquel viento helado de Chicago en marzo, con objeto de usar mis setenta y nueve minutos. Setenta y un minutos ahora. Hay un restaurante mexicano bastante bueno cerca del redil, tan sólo un par de manzanas después de pasar Ohio. Allí me conocen. Y no se preocupan de quién soy. Quizá no les preocupa la chapa de metal que llevo en la cabeza porque piensan que es magnífico lo que estas criaturas de las estrellas están haciendo por nuestro mundo, o tal vez es porque doy buenas propinas. ¿Qué otra cosa podría hacer con el dinero que recibo? Me asomé, le dirigí un silbido a Terry, el encargado del bar, y le dije:
- Lo de siempre. Estaré de vuelta dentro de diez minutos.
Luego caminé hasta Michigan, me compré una camisa limpia y me cambié, dejando la sucia que llevaba. Sesenta y seis minutos. En el drugstore de la esquina compré un par de libros porno y me los metí en los bolsillos. También compré cigarrillos, me incliné y besé la mano de la cajera, que era delgada y rubia y olía muy bien; se quedó mirándome sorprendida. Volví al restaurante, justo a tiempo de ver cómo Alicia, la camarera, ponía el gazpacho y dos botellas de cerveza sobre mi mesa cincuenta y nueve minutos. Me senté dispuesto a saborear mi tiempo. Fumé y comí y me bebí la cerveza, dando chupadas al cigarrillo entre dos bocados y bebiendo entre dos bocanadas de humo. Es algo que realmente se saborea con delicia, cuando se está trabajando para alguien y uno no es su propio dueño. No quiero decir con esto que no nos dejen comer cuando estamos trabajando. Claro que nos dejan, pero no es lo mismo, porque entonces no podemos elegir lo que comemos ni dónde lo comemos. Es sólo como meter gasolina en la máquina para que continúe funcionando. Así que terminé mi gazpacho y le pedí a Alicia que me trajese otra ración, cuando vino con el pastel de chocolate y el café americano. Me comí el pastel y el guacamote en bocados alternos. Dieciocho minutos.
Si me hubiese quedado un poco más, de tiempo, hubiera ido a orinar otra vez, pero no lo hice. Pagué la cuenta, repartí propinas entre todo el mundo y dejé el restaurante. Cuando estuve de vuelta en el redil, aún me quedaban dos minutos.
Vi en la acera a una mujer con chaqueta de pieles que iba paseando su perrito. La mujer caminaba delante de mí. Me acerqué a ella por detrás y le dije:
- Le doy cincuenta dólares por un beso.
Se volvió en redondo. No tendría menos de sesenta años, pero no estaba mal, realmente, así que la besé y le di los cincuenta dólares. Cero minutos. Llegaba justo a la puerta del redil, cuando sentí aquel conocido cosquilleo en la frente y quedé de nuevo a merced de mis dueños.

Durante los siete días de marzo que siguieron a estos sucesos, Wayne Golden visitó Karachi, Srinagar y Butte, en Montana, haciendo negocios por cuenta de los groombridgianos. Llevó a cabo treinta y dos tareas encomendadas. Luego, de pronto, le dieron mil minutos de libertad.

Por entonces estaba, creo, en Pocatello, Idaho, o en algún lugar semejante. Tenía que enviar un TWX al maldito empleado de localización en Chicago, para preguntarle por Carolyn. Se tomó su tiempo para contestarme, como ya sabía que iba a hacer. Di unos cuantos paseos arriba y abajo, mientras esperaba su respuesta.
Todo el mundo parecía muy satisfecho y sonriente, caminando sobre la nieve blanda que caía en copos suaves. Incluso me sonreían a mí, como si no les importase lo más mínimo aquella chapa metálica oval sobre una frente, que indicaba mi condición de «comprado» y que servía para que mis dueños me transmitieran lo que tenía que hacer.
Luego, al fin, llegó el mensaje de Chicago:
- Lo siento, chico, pero Carolyn no aparece en mi panel. Si la encuentras tú, dale un beso de mi parte.
Bueno. Muy bien. Disponía de una gran cantidad de dinero para gastar, de modo que tomé habitación en un hotel. El botones me trajo un whisky con mucho hielo. Me lo trajo en seguida porque sabía que tenía prisa y que le daría una buena propina si me lo traía volando. Cuando le pregunté por furcias me dijo que me conseguiría lo que yo quisiese. Le pedí que fuese blanca, delgada, y que tuviera unas buenas posaderas. Esto fue lo primero que me atrajo de Carolyn. Es algo que me vuelve loco. La muchachita que revolqué en New Brunswick, Raquel creo que se llamaba, tenía sólo nueve años, pero no pueden ustedes imaginarse qué trasero el suyo.

Me di una ducha y me cambié de ropa. Los amos no nos dan nunca tiempo suficiente para esta clase de cosas. La mayoría del tiempo huelo mal. Y muchas veces tengo los pantalones mojados porque no me dejan ir donde tengo que ir. En una o dos ocasiones no pude contenerme, me retuve el mayor tiempo que pude, pero, muchacho, uno se siente horriblemente mal cuando sucede esto. Lo peor fue una vez en Rusia, mientras asistía a una especie de simposium, en un sitio que se llamaba algo así como Akademgorodok. Mi misión estaba relacionada con los procesos de explosión nuclear. No tengo ni idea sobre esta materia, y además me sentía un tanto confuso, pues creía que una de las cosas que la gente de las estrellas había hecho por nosotros era crear algún sistema para que los diferentes países no tuvieran que fabricar bombas atómicas y otras armas, y que ya no hubiese más guerras ni cosas por el estilo. Pero no era de esto de lo que se ocupaban. En lo que realmente estaban interesados era en explosiones en el núcleo de la galaxia. Cuestiones astronómicas. Y justo Cuando un tipo llamado Eyserik estaba hablando sobre cómo la prominencia FG y la prominencia EMK, que yo qué sé lo que eran, formaban parte esencial de una esfera pulsante en expansión me lo hice en los pantalones. Sabía qué iba a ocurrirme. Se lo había advertido a los de Groombridge. Pero como si no. Luego el secretario de la sesión vino hacia mí y me gritó en el oído, como si mis dueños fuesen sordos o estúpidos, que tenían que sacarme de allí en seguida, por razones de comodidad e higiene para los otros participantes. Pensé que iban a enfadarse, porque al sacarme perderían parte de la conferencia, en la que estaban interesados. Pero no me hicieron nada. Quiero decir, ¿qué podían hacerme que fuese peor o distinto de lo que me hacen todo el tiempo y me harán siempre?
Cuando estuve bien limpio, me puse una camisa de cuello abierto y unas zapatillas, conecté la televisión y me serví un refresco. No quería estar borracho cuando se terminaran mis mil minutos de descanso. Había un programa especial en todas las cadenas, celebrando alguna clase de tratado entre las Naciones Unidas y un par de razas de las estrellas, sirianos y capelanos, me parece que eran. Todo el mundo parecía estar muy contento, porque ahora la Tierra había comprado nueva información agrícola y química y pronto íbamos a tener más comida de la que podríamos consumir. Cuánto les debíamos a la gente de las estrellas, estaba diciendo en aquellos momentos, en brasileño con acento inglés, el secretario general de la ONU. Podíamos confiar plenamente en la sabiduría de sus directrices para ayudarnos a superar en la Tierra nuestras muchas crisis y problemas, y todos nos que sentimos muy felices de que así fuera.
Sin embargo, yo no me sentía feliz en absoluto, ni siquiera con mi vaso de whisky en la mano y la furcia en camino, porque lo que yo deseaba realmente era tener allí a Carolyn.
Carolyn era una persona comprada, lo mismo que yo. Sumando todas las ocasiones en que nos habíamos visto, no pasarían de un par de docenas. Pocas veces uno de nosotros estaba en período de libertad, y casi nunca lo estábamos los dos al mismo tiempo.
Era algo así como enamorarse por tarjeta postal, aunque de vez en cuando estuviésemos físicamente juntos, incluso tocándonos. Y en una o dos ocasiones habíamos estado no sólo juntos, sino libres de control. Una vez, en Bucarest, dispusimos de ocho minutos, cuando volvíamos de una enorme planta de hidroenergía en la Puerta Férrea. Aquellos ocho minutos habían sido nuestro récord, hasta ahora. Aparte de eso, era sólo cruzarse, en el curso de nuestros deberes, viéndonos, pero nada más. O bien uno de nosotros estaba libre y encontraba al otro. Cuando esto ocurría, el que estaba libre podía hablar, e incluso tocar al otro, sin interferir en lo que estaba haciendo. El que estaba trabajando no podía hacer nada activo, por su propia voluntad, pero podía oír e incluso sentir el contacto del otro. Los dos teníamos sumo cuidado en no hacer nada que pudiese interferir con el cumplimiento de nuestros deberes. No tengo idea de lo que hubiese ocurrido en caso contrario. ¿Tal vez nada? Sin embargo, no quedamos arriesgarnos, aunque algunas veces la tentación era tan fuerte que casi no podía resistirla.
Una vez en que yo estaba libre me encontré con ella, bajo control, pero sin hacer nada activo. Simplemente estaba allí quieta, junto a la Puerta 51 de la TWA, en el aeropuerto de San Luis. Estaba esperando la llegada de alguien. Me entraron ganas de besarla. Hablé con ella, la acaricié, ya saben, disimulando mi mano bajo mi gabardina echada sobre el brazo, para que la gente que pasaba no se diera cuenta; o al menos no mucha. Le dije cosas que deseaba que ella oyera, pero lo que quería era besarla. Y tenía miedo de hacerlo, para poder besarla en los labios habría tenido que poner mi cabeza delante de sus ojos. Y no me atreví. Porque si lo hacía tal vez le hubiese impedido ver a la persona que estaba esperando. Que a fin de cuentas resultó ser un oficial de la policía de Ghana, enviado para tratar de la venta de algunos prisioneros políticos a los groonbridgianos. Yo estaba aún allí cuando él bajó por la escalerilla del avión, pero no pude quedarme a esperar para ver si Carolyn quedaba libre después de concluidas las negociaciones, porque antes se acabó mi tiempo.
Aquella vez, sin embargo, había dispuesto de tres horas enteras para estar junto a ella. Me sentía muy triste y muy extraño y no me hubiese ido de allí por nada del mundo. Sabía que ella podía oír y sentir todo, aunque no pudiese responder. Incluso cuando estamos bajo el control de nuestros amos, hay una pequeña parte de nosotros que se mantiene viva. A esta parte de ella es a la que yo hablaba. Le dije cuánto deseaba besarla y acostarme con ella y que estuviésemos juntos. Oh, diablos. Le dije incluso que la amaba y que quería casarme con ella, aunque los dos sabíamos perfectamente que de esto no había ni la más remota posibilidad. A nosotros no nos dan pensiones ni retiro. Somos sólo una cosa en manos de nuestros dueños.
De todas formas me quedé con ella durante todo el tiempo que me fue posible. Luego me tocó pagarlo. Me dolían los testículos y sentía el interior de mis calzoncillos húmedos y fríos. Y no podía hacer nada para remediarlo, ni siquiera masturbarme, hasta que tuviera mi próximo tiempo libre. Esto no ocurrió hasta tres semanas más tarde. En Suiza, por el amor de Dios. Y fuera de estación. Con nadie en el hotel excepto los camareros, los botones y un par de señoras viejas que miraban el óvalo metálico de mi frente como si fuese un signo de la peste.
Es una cosa terrible, pero absorbente, esto de amar sin esperanza.
Intentaba engañarme a mí mismo diciéndome que sí que había una cierta esperanza. En cada momento de libertad de que disponía procuraba encontrarla. Pero estábamos muy controlados todos nosotros, las dos o trescientas mil personas compradas que trabajábamos para aquel hatajo de repugnantes gusanos o espectros gaseosos que nos habían comprado para que les sirviésemos como medio de comunicación remoto con este planeta que ellos mismos no podían visitar nunca.
Carolyn y yo habíamos sido adquiridos por el mismo grupo, lo cual tenía su lado bueno y su lado malo. El lado bueno era que tal vez en alguna ocasión pudiéramos estar libres de control los dos al mismo tiempo. Quizá por un tiempo suficiente. Sucedía a veces entre nosotros, los servidores de aquellas criaturas remotas. No sé por qué, pero sucedía. Quizá un cambio de organización en la estrella de Groombridge, o tal vez que estaban de vacaciones o algo semejante. El caso es que de vez en cuando venía un día entero, o hasta una semana, en que los groombridgianos permanecían totalmente inactivos, y entonces nosotros, sus servidores bajo control, quedábamos libres, todos a la vez.
El lado malo del asunto es que casi nunca necesitaban tener a más de uno de nosotros en un sitio determinado. Así que Carolyn y yo no nos cruzábamos casi nunca. Y cuando por casualidad yo disponía de un buen período de tiempo libre, tenía que gastarlo casi todo en encontrarla, y cuando lo conseguía al fin resultaba, por lo general, que ella estaba en el otro extremo del mundo. Imposible llegar hasta ella y estar de vuelta a tiempo de reemprender mis deberes. Tenía unas ganas horribles de acostarme con ella, pero no lo habíamos hecho nunca y quizá no nos llegase la oportunidad de ello. Ni siquiera había tenido ocasión de preguntarle el motivo por el que la habían condenado. No la conocía en absoluto, y sin embargo, la conocía lo bastante para amarla.

Cuando regresó el botones con la chica que me había buscado yo estaba ya bastante borracho, con los pies sobre la mesa y un programa de béisbol en la televisión. La muchacha no parecía realmente una furcia. Llevaba unos pantalones muy ajustados, por debajo del ombligo, y tenía unos pechos más grandes de lo que yo hubiera querido, pero también aquella hermosa curva entre cintura y caderas que a mí me gusta. Se llamaba Nikki. El botones cogió mi dinero, se guardó cinco dólares para él, y dio el resto a la chica. Luego, se marchó sonriendo. ¿Qué es lo que resultaba tan gracioso? Bien sabía quién era yo, por la placa sobre mi frente, y sin duda esto era lo que le parecía tan divertido.
- ¿Quieres que me desnude? - Me preguntó ella.
Tenía la voz bonita, un poco afónica, el pelo rojo y largo y un rostro ancho y dulce, bastante toso.
- Adelante con ello - le dije yo.
Se descalzó. Tenía los pies muy limpios, con una ligera marca que le habían hecho las correas de las sandalias.
Luego se quitó los pantalones y los dobló cuidadosamente sobre el respaldo de un sillón, uno de esos sillones fabricados en serie que se encuentran en todos los hoteles de la cadena Hilton. Se desprendió de la blusa, y después de doblara también con todo cuidado, puso encima el medallón que llevaba al cuello. Con lo cual se quedó en sostén y braguitas. Ambos de color rojo.
Abrió la cama, se sentó sobre las sábanas y envió el sostén y braguitas lejos. Después se tapó con las sábanas.
- Cuando tú quieras, cariño - dijo.
Pero no me la tiré. Ni siquiera llegué a meterme en la cama con ella, bajo las sábanas. Bebí un poco más de mi whisky, y con el licor y el cansancio me quedé dormido. Cuando me desperté era ya de día y la chica me había limpiado la cartera.
Me quedaban setenta y un minutos de libertad. Pagué mi cuenta con un cheque y logré convencerles de que me dieran algo de dinero para un taxi.
Luego me dirigí hacia mi redil. Todo lo que había conseguido durante mi tiempo de permiso era un poco de ropa limpia y una buena resaca.
Creo que había asustado un poco a la chica. Todo el mundo sabe cómo nosotros, la gente comprada, hemos venido a parar a esto, y no se sienten muy seguros de que hagamos algo malo de nuevo porque lo que no saben es hasta qué punto nuestros amos nos mantienen controlados para que no podamos hacer nada que no les guste a ellos.
Pero preferiría que no me hubiese robado mi dinero.

La alta estrategia y los objetivos de los seres de las estrellas, y particularmente de la estrella Groombridge, que los mantenían como servidores suyos, no estaban del todo claros para Wayne Golden. Sin embargo, no era difícil de comprender. Todo el mundo sabía que los seres de las estrellas habían establecido contacto con la Tierra por medio de transmisores de radio de alta frecuencia y que, con objeto de concertar sus asuntos en la Tierra, habían comprado los cuerpos de un cierto número de criminales convictos en los que habían instalado receptores para sus ondas. Por qué hacían lo que hacían era ya menos fácil de comprender. Admiraban y compraban objetos de arte. También compraban ciertas especies de flores y de plantas que mantenían congeladas a la temperatura del helio en estado líquido. Y también adquirían a menudo cierta clase de objetos utilitarios.
Cada cierto número de meses era lanzado un cohete desde la isla de Merrit, justo al norte de Cabo Kennedy, y en este cohete salía la mercancía adquirida con dirección a la estrella Groombridge, a lo largo de un viaje que duraba doce mil años. Otros envíos, dirigidos a otras estrellas, pobladas por otras razas de la confraternidad galáctica, tardaban menos tiempo - o más, a veces - pero ninguna de las distancias era lo bastante corta como para permitir que los compradores estelares pudiesen desplazarse a la Tierra con el objeto de supervisar lo que habían comprado. Todas estas distancias eran gigantescas.
En lo que gastaban más dinero era en cohetes. Y naturalmente, en la gente que habían comprado y provisto de taquirreceptores. Cada cohete les costaba por lo menos diez millones de dólares. El precio de cada varón paranoide, sano, y del que podían esperarse de tres a más décadas de trabajo útil, era de varios cientos de miles de dólares, y los compraban por docenas.
Todo lo demás que compraban - desde las grabaciones de sinfonías musicales hasta las orquídeas, pasando por los Van Goghs y las piezas chinas de las antiguas dinastías - podía reducirse a una minúscula fracción del uno por ciento, dentro del coste total que representaban la gente comprada y los transportes. No hay duda de que disponían de dinero en cantidad. Las razas de las diferentes estrellas vendían los derechos de patente de sus propias tecnologías. Todas ellas recibían créditos comerciales de los diferentes gobiernos de la Tierra a cambio de sus servicios por resolver disputas y prevenir guerras.
Sin embargo, a Golden Wayne, le parecía dentro de sus limitadas posibilidades de juicio sobre la forma en que sus dueños conducían sus transacciones, que aquélla era una manera sumamente fantástica de hacer negocios, aunque, como es natural, ni a él ni ninguna otra de las personas compradas se les consultase nunca sobre tales cuestiones.
Para el final de la primavera había estado ya viajando sin descanso durante varias semanas. Había llevado a cabo sesenta y ocho trabajos, entre grandes y pequeños. Aparte de esto, no había pasado nada que fuese del menor interés en aquellas ochenta y siete jornadas, excepto que un día del mes de mayo, mientras estaba observando los disturbios callejeros que tenían lugar en la Plaza de la Concordia, desde una ventana de la Embajada americana en París, para informar a sus dueños, Carolyn entró en la habitación donde él se encontraba. Murmuró algo en su oído, intentó sin éxito masturbarse mientras el agregado de la Embajada se encontraba en otra habitación, se quedó junto a él durante unos cuarenta minutos y por fin se marchó, sollozando calladamente.
No pudo ni siquiera volver la cabeza para verla marchar.
Después, el día 6 de junio, la persona comprada que respondía al nombre de Wayne Golden estaba de vuelta en su redil de Dallas y se le concedió permiso indefinido, sujeto tan sólo a entrar nuevamente bajo control en el plazo de cincuenta minutos cuando se le avisase.
¡Dios mío, nunca me había sucedido nada semejante! Era como si, justo antes de la ejecución, el guardián hubiese aparecido con el indulto en el último momento. Casi no podía creerlo.
Lo acepté como venía y me puse en movimiento inmediatamente. Por medio del panel de localización logré enterarme del último sitio donde habían enviado a Carolyn y salí de Dallas en un aparato de la Panamá Red, bebiendo champaña tan de prisa como la azafata podría traérmelo, en ruta hacia Colorado.
Pero no encontré a Carolyn allí.
Le seguí la pista por las calles de Denver. Inútil, ya se había ido. Me enteré por teléfono de que la habían enviado a Rantoul, Illinois. Hacia allí salí. Intenté hacer averiguaciones desde el aeropuerto de Kansas City, donde tenía que cambiar de avión, y pude comprobar que ya se había ido de Illinois. Probablemente, me dijeron, hacia el distrito de Nueva York. No podían asegurármelo. Colgué el auricular, salté a un avión, alquilé un coche en Newark y conduje por el Turnpike hasta el estado de Garden, observando cada coche que cruzaba para ver si era el «Volvo» rojo en que me habían dicho que podría ir, deteniéndome en cada área de servicios para preguntarles si habían visto a una chica de pelo negro, corto, ojos castaños y nariz respingona, ¡ah, sí, y con una chapa dorada en la frente!

Recuerdo que fue en New Jersey donde tuve mi primer problema. Fue con aquella cajera del cine en Páramos, una chica de diecinueve años. Aquélla fue la primera. Fui a buscarla a la una de la madrugada, después de la última función. Y le di lo que tenía que darle. Pero no era el tipo que me convenía: demasiado mayor ya y demasiado corrida. No me gustó mucho cuando murió.
Lego me quedé atemorizado por algún tiempo y miraba las noticias de la televisión cada noche, las dos veces, a las seis y a las once, y no cruzaba puesto de periódicos sin mirar los titulares, hasta que transcurrieron dos meses. Entonces, planeé con todo detalle lo que realmente quería. La chica tenía que ser bastante joven y, bueno, uno nunca puede estar seguro, pero a ser posible virgen. De modo que fui a tentarme en un bar de Perth Amboy durante tres días consecutivos y me puse a observar a las niñas que salían de la escuela parroquial hasta que encontré mi segunda oportunidad. Me costó bastante. La primera que vi que no estaba mal se marchaba en autobús. La segunda iba a pie, pero acompañada de su hermana mayor. La tercera que vi, parecía volver a casa sola. Era el mes de diciembre y anochecía bastante pronto. Aquel viernes la chica echó a andar pero no llegó a casa. Nunca molesté a ninguna de ellas sexualmente, ¿saben? Quiero decir que en cierto modo yo todavía soy virgen. No era eso lo que quería, sólo quería verlas morir. Cuando me preguntaron en el interrogatorio antes del juicio si sabía la diferencia entre el bien y el mal, realmente no supe qué responderles. Yo sabía que lo que había hecho estaba mal desde su punto de vista, pero no desde el mío, puesto que era lo que yo quería.

Así que mientras conducía por la Parkway me sentí un tanto descorazonado respecto a Carolyn. De pronto reconocí el lugar donde estaba, corté hacia la carretera 35 y desanduve camino. Me dirigí directamente hacia la escuela, pasé frente a ella y seguí hacia el depósito de maderas donde habla matado a la chica. Allí me detuve y paré el motor. Miré en torno. Día feliz. Era una estación del año distinta y las cosas parecían diferentes también. Sobre el sitio donde la había matado habían puesto ahora dos pilas de tablones. Pero con la imaginación yo podía verlo exactamente como era entonces. El cielo gris oscuro. Los faros de los coches que pasaban. El jadeo apagado en su garganta, cuando ella trataba de gritar bajo la presión de mis dedos. Déjenme pensar. Esto ocurrió... ¡dios mío! Hace ya nueve años.
Si no la hubiese matado tendría ahora veinte o cosa así. Se estaría acostando con todos los chicos. Y drogándose probablemente. Tal vez estaría embarazada e incluso casada. Si miramos las cosas desde un cierto ángulo, le ahorré un montón de miserias: la menstruación, dejar que los chicos la manoseasen y la besasen; todo eso...
Empezaba a dolerme la cabeza. Es una de las cosas que ocurren con la placa que llevamos en la frente, que no nos deja pensar mucho en las cosas que hicimos en el pasado. Si nos ponemos a pensar, empiezan los dolores de cabeza. De modo que puse en marcha el motor y me alejé de allí. Pronto cesaron los dolores.
Respecto a Carolyn no pienso de esa manera, ya saben.
Nunca consiguieron probar lo de la niña aquélla. La que hizo que me la cargase fue aquella enfermera de Long Branch, en el aparcamiento. Y en realidad la enfermera fue una equivocación. Era demasiado pequeña y llevaba un suéter sobre el uniforme. No supe que era mayor hasta que fue demasiado tarde. Me puse muy furioso por aquello y casi no me importó cuando me cogieron, porque me estaba volviendo muy descuidado. Pero realmente odiaba aquella galería donde me pusieron en Malboro. Siete, Dios, siete años. Levántese por la mañana y beba esa medicina rosácea en el pequeño vasito de papel. Haga su cama y proceda a su trabajo: el mío era limpiar lo galerías de los incontinentes, y el solo olor y la vista de aquellos suelos era como para hacer vomitar a cualquiera.
Al cabo de un tiempo me dejaron ver la televisión e incluso leer los periódicos, y cuando la gente de Altair estableció su primer contacto con la Tierra yo me mostré interesado. Y cuando empezaron a comprar criminales dementes para que los representaran aquí, yo quise que me compraran. Cualquier cosa, cualquier cosa con tal de salir de aquel sitio, aunque me pusieran una caja en la cabeza y no me dejasen nunca más vivir una vida normal.
Pero la gente de Altair no me compró. Por alguna razón que ignoro, sólo compraban negros. Luego, los otros empezaron a mandar sus ondas por radio y a hacer sus primeros tratos. Pero tampoco me compraban a mí. Los de Proción querían mujeres jóvenes solamente, nunca compraban varones. Según parece, sólo tienen un sexo allí. Alguien me dijo esto. Todas estas criaturas son bastante raras, ya sea de una forma o de otra. Son metálicas o gaseosas, o fofas, o tienen conchas o escamas. Siempre algo raro. Y también tienen costumbres extrañas: por ejemplo, si uno pertenece al grupo Canopo, no puede comer pescado nunca.
A mí me resultan repugnantes, y no sé por qué Estados Unidos tuvo que hacer ningún trato con ellos. Pero los chinos lo hicieron, y los rusos también. Así que me imagino que nosotros no podíamos quedarnos fuera. No creo que haya hecho mucho daño, sin embargo. No ha habido ninguna guerra desde entonces y en cierto modo nos han ayudado a resolver muchos problemas. No me ha perjudicado a mí tampoco, desde luego. Los groombridgianos entraron en el mercado bastante tarde y la mayoría de los criminales sanos estaban ya vendidos. Entonces compraron lo que encontraban. Me compraron a mi. Somos un grupo bastante duro, nosotros los groombridgianos y me pregunto por qué cogieron a Carolyn.

Seguí conduciendo a lo largo de toda la costa, pasando por Asbury Park, Atlantic City, y todo el camino hasta Cape May. De cuando en cuando telefoneaba al empleado de localizaciones, para comprobar; pero no pude dar con ella.
Lo que sí sé es que sólo andaba buscando su caparazón, porque ella estaba trabajando. Podía haberle dado un beso o tocarla un poco, pero nada más. Sin embargo, quería encontrarla a toda costa. Por si acaso. ¿Cuántas veces se le presenta a uno la oportunidad de un permiso indefinido? Si hubiera podido encontrarla y quedarme con ella, tal vez más pronto o más tarde ella hubiera quedado libre también por un tiempo. Aunque fuese por dos horas. O incluso por media hora.
Luego, de pronto, ya de día, cuando estaba a punto de tomar habitación en un motel, cerca de una base del ejército, lleno de chicas que esperaban a que los soldados vinieran por allí después del toque de diana, recibí el aviso: tenía que presentarme en mi redil base de Filadelfia. En seguida.
Estaba que me caía de sueño, pero conduje aquel cacharro de Hertz como si fuese un «Maserati», porque en seguida quiere decir en seguida. Aparqué coche de cualquier manera y me presenté en mi redil, con el corazón saltándome en el pecho y la boca seca de cansancio. Además, estaba furioso porque había perdido lo que hubiera podido ser mi mejor oportunidad para estar con Carolyn.
- ¿Que quieren? - le pregunté al empleado de localización.
- Entra - me contestó, con una expresión diabólicamente divertida. Todos los empleados de localización nos tratan así, en todo el mundo -. Ella te lo dirá.
Sin poder imaginar quién era «ella», abrí la puerta y entré y allí estaba Carolyn.
- Hola, Wayne - me dijo.
- Hola, Carolyn - dije yo.
Realmente no sabía cómo actuar, ni lo que tenía hacer. Ella no me daba la menor indicación. Permanecía sentada allí. Fue entonces cuando empezó a Intrigarme el hecho de que sólo llevaba puesta una ligera bata corta y nada debajo. Estaba sentada sobre la cama abierta. Ahora cualquiera pensaría que, dadas las circunstancias y todo lo que yo había estado pensando sobre ella, me iba a caer esta situación como un regalo que el cielo me hacía a mí, a mí especialmente, entre todos los muchachos americanos. no fue así. No era por culpa del cansancio, tampoco. Era algo en Carolyn. La expresión de su cara que no mostraba ni incitación ni amor, ni siquiera la. reserva expectante de una chica cualquiera en uno de esos bares de ligue. La suya no era una expresión ni siquiera feliz.
- Bien, Wayne - me dijo -. Tenemos que irnos a la cama ahora. ¿No te desnudas?
Algunas veces puedo quedarme como si estuviese fuera de mí mismo mirando lo que me ocurre, y aunque sea algo terrible, o algo triste, tomarlo por el lado divertido. Así me ocurrió cuando maté a aquella niña en Edison Towship, porque su madre la había embutido dentro de su uniforme escolar.
Ahora estaba riéndome realmente cuando dije:
- Pero Carolyn, ¿qué es lo que pasa?
- Bueno - me explicó ella -. Quieren que lo hagamos, Wayne. Ya sabes. La gente de Groombridge. Parece que han tomado interés en cómo lo hacen los seres humanos, y quieren mirar.
Empecé a preguntarle que por qué nosotros precisamente, pero me di cuenta de que no valía la pena. Nuestros amos se habían dado cuenta de todo lo que llevábamos en la mente, ella y yo, a este respecto, y tenían curiosidad por ver los resultados. No me gustó nada aquello. No sólo no me gustó, sino que empecé a odiar la situación, pero de todas formas mejor era eso que nada, así que lo único que dije fue:
- Bien, cariño. ¡Estupendo! - y casi era sincero.
Traté de hacerle sentir lo mismo. Me acerqué a ella y le pasé un brazo por la cintura. Fue entonces cuando ella me dijo:
- Sólo que tenemos que esperar. Son ellos los que quieren hacerlo. No nosotros.
- ¿Qué es lo que quieres decir con eso de esperar? ¿Esperar para qué?
Ella se encogió de hombros bajo mi brazo.
- ¿Quieres decir que van a conectarnos con ellos? - le pregunté -. ¿Como si fuesen ellos los que lo están haciendo con nuestros cuerpos?
Se reclinó contra mí.
- Eso es lo que me dijeron, Wayne. Será en cualquier momento, me imagino.
La aparté de mí.
- Cariño - le dije, medio lloroso -. Todo este tiempo que yo había estado deseando... ¡Oh, Dios mío, Carolyn! Quiero decir que no es sólo que tuviese ganas de acostarme contigo, sino...
- Lo siento - dijo ella, llorando también. Grandes lagrimones le corrían por las mejillas.
- ¡Es asqueroso! - grité. La cabeza me estallaba, tanta furia como sentía -. No es justo. ¡No voy a tolerarlo! ¡No tienen ningún derecho.
Pero lo tenían, naturalmente. Tenían todo el derecho del mundo. Nos habían comprado y pagado por nosotros, así que les pertenecíamos. A qué negarlo, la idea de hacer el amor con Carolyn saltó al polo opuesto del cuadrante. No era eso lo que yo quería desesperadamente, sino lo que hubiese dado la vida por evitar, ahora que significaba dejar que ellos la acariciasen con mis manos, la besasen con mi boca, la inundasen con mis jugos. Era la peor clase de violación, mucho peor que nada de lo que yo había hecho antes. Los dos íbamos a ser violados al mismo tiempo. Y entonces...
Entonces sentí aquel cosquilleo ardiente en mis sienes cuando ellos nos tomaron bajo su control. No pude ni siquiera gritar. Tuve que quedarme allí quieto, dentro de mi propia cabeza, sin ser dueño ya de ninguno de mis músculos, mientras aquellos monstruos que nos poseían le hacían a Carolyn con mi cuerpo todo lo que querían, y yo no podía llorar siquiera.

Después de concluida la serie de experimentos, perfectamente planeados, y que fueron también registrados debidamente, la persona comprada conocida por el nombre de Carolyn Schoemer quedó ya inutilizable. Se rellenaron todos los papeles pertinentes. Se notificó al departamento del Servicio Exterior del Reformatorio de Mujeres de Meadville que había fallecido. Se iniciaron pesquisas para sustituirla y se cerró su cuenta.
La persona comprada conocida como Wayne Golden fue asignada a sus deberes de rutina, en los que continuó funcionando normalmente bajo control. Se descubrió que cuando se le retiraba el control se volvía destructivo, tanto para otros como para sí mismo. La hipótesis que se avanzó fue que el comportamiento sexual que se había convertido en su norma de conducta en el pasado - es decir, la destrucción de su compañera - probablemente no convenía a la situación planteada para los experimentos llevados a cabo. Se llevarían a cabo otros experimentos en el futuro próximo, con otras compañeras y bajo condiciones diferentes.
Mientras tanto, Wayne Golden continúa funcionando con un grado de eficiencia normal, en tanto que no se le retire el control, y dentro de lo que cabe prever continuará así por tiempo indefinido.

FIN

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