STANLEY CEPILLO DE DIENTES
Terry Carr
Lo malo era —decidió Herbert mientras fijaba en el espejo una mirada ojerosa—, que Joanie simplemente no entendía lo de las mañanas. En ese mundo cotidiano, era muy importante entender las mañanas: cada día de la semana era de diferente Índole y eso había que tenerlo en cuenta. El lunes, por supuesto, era simplemente espantoso: era una mañana sin esperanzas, cuando se tenían cinco días de trabajo extendiéndose como líneas paralelas hasta la eternidad o el infinito o el viernes, cuando por fin se juntarían. La del martes era una mañana brumosa, donde los contornos se velaban y uno no quería pensar en eso. Para el miércoles estaba atrapado en el entorno oficinesco y en cierto modo, impensadamente, parecía razonable que uno pasara la mayor parte de su vida haciendo algo que no quería hacer. Pero la del jueves era una mañana ansiosa, cuando uno empezaba a entrever nuevamente que el viernes salvador se avecinaba. Y la mañana del viernes era la peor; era el día en que ya no se podía resistir computar la sentencia en horas.
Hoy era viernes, y para peor Joanie lo había tenido despierto hasta las dos de esa mañana. Una película, después unas copas en el departamento de ella, y luego ella había insistido en caminar y hablar durante más de una hora. Herbert se enjabonó la cara y penosamente empezó a rasurar la barba acumulada durante la noche.
Estaba en un dilema. Si se ponía firme y le decía directamente a Joanie que necesitaba dormir más los días de semana, lo más probable era que ella se enojara y se negara simplemente a verlo. Pero si seguía saliendo con ella todas las noches, perdiendo horas de sueño y andando al otro día a los tumbos por la oficina como un juguete de cuerda mal fabricado, no tardarían mucho en despedirlo. De uno u otro modo, pronto lo pondrían en el estante: lo haría Joanie o el señor Blackburn.
Con la mente confusa, se puso a pensar irracionalmente en lo tonta que era esa expresión. "En el estante"... qué metáfora ridícula. En primer lugar, la palabra "estante" era ridícula por si misma. Varias veces atravesó con esa palabra su bruma cerebral: estante, estante, estante. No tenía sentido; no era más que una colección casual de sonidos. ¿Realmente los animales humanos andaban siempre tratando de comunicarse con sonidos tan faltos de sentido? Estante, estante.
En todo su departamento se oyó un terrible estrépito; Herbert estuvo a punto de cortarse con la navaja la fosa nasal izquierda.
Salió del cuarto de baño corriendo a ver qué había pasado, sin hacer caso de la espuma que goteaba sobre la alfombra de su living-room. Como el ruido había salido principalmente de la cocina, se dirigió primero allí. Encontró los platos (los que habían sido lavados y guardados) hechos trizas en el suelo; a sus pies había latas de sopa y chili, frascos de café instantáneo y aderezo para ensaladas. Las puertas del aparador estaban abiertas, una todavía balanceándose sobre sus goznes.
Decidió que debía haber sido un terremoto o algo así, ya que no había nadie más en el departamento. No lo había sentido, pero claro que eso no era sorprendente, dado el estado en que se hallaba esa mañana. Inmóvil, contemplando el revoltijo, decidió que además le dolía la cabeza.
Bueno, lo único que le quedaba por hacer era poner orden. Agachándose, empezó a cargar latas en los brazos, mientras pensaba cuánto dinero le costaría restituir los platos rotos. Y cuando iba a poner las latas de nuevo en el aparador, comprobó que ya no había estantes.
Tampoco estaban en el suelo; habían desaparecido. ¿Que no había estantes? Pero eso era una idiotez. Cuando abrió la heladera, una planta de lechuga rodó al suelo y una lata de cerveza le cayó encima del pie. Los estantes de la heladera también habían desaparecido.
A Herbert no le gustó nada esto. Dejó las latas de sopa, empujó con el pie algunos platos a un rincón y revisó los armarios. También allí faltaban los estantes. La biblioteca que estaba junto a la puerta se había derrumbado, dejando caer dos docenas de novelas policiales, recopilaciones de cuentos de Damon Runyon y Ring Lardner, y numerosos libros referentes al sexo en la historia, las sociedades secretas y otros temas similares. Cuando volvió al cuarto de baño, descubrió que tampoco estaban los estantes del botiquín y la mitad de su provisión de tónico capilar estaba goteando en la pileta.
Se detuvo y reflexionó un minuto. A ver... estaba afeitándose y pensando en Joanie, y entonces había decidido que la palabra "estante" era... increíble. Y todos los estantes habían desaparecido sin más ni más. Era una cadena de circunstancias perfectamente clara.
Decidió que aquella era una pésima manera de iniciar una mañana de viernes.
Por el momento no podía hacer gran cosa; ya llegaba tarde a la oficina. De prisa terminó de afeitarse, dejó su navaja en la pileta, se puso una corbata y se fue a trabajar.
Cuando entró en la oficina, Marcia lo miró ceñuda desde el conmutador telefónico, lo cual le indicó que el señor Blackburn estaba enojado. Colgó su chaqueta (advirtiendo que allí los estantes no habían desaparecido del guardarropas) y se dirigió hacia su escritorio.
No tardó en sonar el teléfono.
—El señor Blackburn quiere que vaya usted a su oficina —le dijo Marcia.
Herbert entró llevando consigo la lista de periódicos de Los Angeles con los que se había comunicado para el aviso de Paperap. Aunque no creía poder cambiar de tema, bien podía intentarlo.
—Esta es la lista que me pidió —dijo con vivacidad—. No estoy seguro de que esto de Pasadena sea aconsejable, pero...
—Esa lista la necesitaba ayer —lo interrumpió el señor Blackburn con calma—. Déjela allí. ¿Por qué llegó tarde esta mañana?
—Lo siento, señor, tuve un pequeño inconveniente en casa.
—¿Qué clase de inconveniente?
Todos mis estantes desaparecieron, dijo mentalmente Herbert a modo de prueba. No, eso no le serviría para nada.
—Me corté al afeitarme. Tardé casi una hora en contener la hemorragia... debo haberme cortado una vena o algo así. Es raro que no haya muerto desangrado, señor, ja, ja; entonces sí que habría llegado tarde.
El señor Blackburn clavó en él una mirada fría.
—Trate de que no vuelva a ocurrir —le dijo—. No queremos que nuestros empleados se corten la garganta todas las mañanas. Ahora márchese.
Herbert se marchó. Se quedó diez minutos sentado detrás de su escritorio, pensando que por varios días tendría realmente que asegurarse de llegar a horario. Basta de disparates como el de esa mañana. Y después, reclinándose en su asiento, se preguntó cómo hacer para asegurarse de que sus estantes no desaparecieran.
Bueno, eso había ocurrido porque él había decidido que la palabra "estante" era disparatada. Presumiblemente eso volvería a ocurrir si se ponía a pensar en alguna otra palabra. Por ejemplo, esa lista de periódicos que había entregado al señor Blackburn... ¿y si había desaparecido? Al fin y al cabo... lis-ta-de-per-iódi-cos era bastante tonto también. Pero más le convenía no pensar en eso.
Su teléfono sonó.
—El señor Blackburn quisiera que vaya usted a su oficina —le dijo Marcia.
—Sí, ya sé —respondió Herbert.
Cuando entró, el señor Blackburn le preguntó:
—¿Dónde está esa lista que me dio recién?
—La buscaré de nuevo —repuso él antes de volver lentamente a su escritorio.
Buscó en diversas planillas que tenía sobre el escritorio y en los cajones. Menos de media hora más tarde pudo confeccionar un duplicado que entregó al señor Blackburn.
Después volvió a su escritorio y arrugó el entrecejo, esto no le gustaba nada. Por supuesto, había leído algo sobre talentos insólitos: personas que adivinaban cuáles eran los naipes antes de darlos vuelta, gente capaz de controlar cómo caían los dados, capaz de leer la mente o ver el futuro. Esos talentos solían ser irregulares, no confiables y a menudo inútiles... como esa mujer de Pennsylvania que podía indicar dónde estaba en cualquier momento dado cada rana en un radio de quince kilómetros, o ese hombre en Idaho que podía oír la radiación de las estrellas. Sin duda esto se relacionaba con los cuatro quintos del cerebro que no eran utilizados... al menos, eso era lo más parecido a una explicación racional que Herbert podía ofrecerse. Probablemente algo causara el fenómeno.
Y ahora él podía hacer que las cosas desaparecieran, se extinguieran, sólo porque no creía en determinadas palabras. Eso le pareció aún menos científico, aún más estúpido... un insólito talento casual para realizar disparates. No pudo evitar pensar que si alguien tenía un talento, debía poder utilizarlo para algo útil.
Mirando con fijeza la lisa pared que tenía delante, repitió mentalmente una y otra vez: Señor Blackburn, señor Blackburn, señor Blackburn, señor Blackburn...
Después levantó el auricular del teléfono.
—Marcia, ¿el señor Blackburn está todavía en su oficina? —preguntó.
—Sí, está hablando por otra línea —respondió ella.
—Ah —exclamó Herbert antes de colgar.
Tal vez aquello no funcionaba con apellidos solamente. Durante siglos, conocer el Verdadero Nombre de una persona había sido muy importante en los círculos de la magia: se creía que quien conocía el Verdadero Nombre de alguien tenía un poder enorme sobre él.
¿Tal vez porque era posible hacerlo desaparecer a voluntad? Volvió a levantar el auricular.
—Marcia, ¿cuál es el nombre completo del señor Blackburn? Me refiero a sus nombres de pila.
—Su primer nombre es Chester. Aguarde un minuto, tengo por aquí el segundo... —Hubo ruido de papeles—. Sí, su segundo nombre es Hartwick. Hache a ere te doblevé i ce ka.
—Gracias —contestó Herbert antes de colgar.
Vaya, eso sí que estaba bien... sería fácil no creer en un nombre como Chester Hartwick Blackburn. En verdad, Herbert pensó un momento cómo habría vivido el señor Blackburn hasta entonces sin haber sido eliminado de esa manera. Pero quizá nadie más tuviera el talento que él poseía.
Chester Hartwick Blackburn, Chester Hartwick Blackburn, Chester Hartwick Blackburn, dijo mentalmente Herbert. Qué tonta combinación de sílabas. Carecían totalmente de sentido, por supuesto.
Echó mano al teléfono.
—Marcia, ¿el señor Blackburn sigue hablando por la otra línea?
—Así es.
—¿Está segura? ¿No puede conectar un segundo a ver si todavía está hablando?
—Un minuto... —Se oyeron algunos chasquidos—. Sí, todavía está hablando. ¿Quiere que lo comunique con usted cuando se desocupe?
—No, por Dios —murmuró Herbert y colgó.
Bueno, muy bien entonces... no podía imponer inexistencia a una persona descreyendo simplemente de su nombre. De todos modos, todo aquel asunto de los Nombres Verdaderos se refería a cierta abstracción mística, no al mero nombre que los padres de alguien podían darle. ¿Cómo saber cuál era el Nombre Verdadero del señor Blackburn?
Fijó la mirada en la barahúnda de papeles que tenía encima del escritorio, enfocándola unos cinco centímetros más allá de ellos y viéndolos únicamente como un borrón blanco. Mientras tanto, siguió jugando con toda aquella idea. Muchas de las fórmulas o ideas por los magos medievales para conjurar al diablo y a diversos demonios habían requerido el uso de sus Verdaderos Nombres. Y esos extraños cánticos que utilizaban en sus preparativos podían haber sido sencillamente los nombres de diversas cosas, fuerzas quizá, que impedían la entrada a los seres del otro mundo. Era como decidir qué puertas no existían, en lugar de levantarse a abrir cuando alguien llamaba. Tal vez aquellos magos antiguos se lo pasaban murmurando una y otra vez "Abracadabra" porque un abracadabra era algo así como una puerta cerrada entre este mundo y otro, y si ellos descreían de la palabra, la puerta dejaría de cerrar el paso.
Detrás de su escritorio, Herbert seguía arrugando el entrecejo. Pero claro está que todas esas especulaciones eran no solo tontas, sino también inútiles. Precisamente el tipo de cosa que alguien podía ponerse a pensar en una mañana de viernes. Encorvándose sobre su escritorio, Herbert inició su labor del día.
Esa tarde, cuando llegó a su casa, limpió minuciosamente la cocina, el botiquín, los armarios y bibliotecas, apilando latas, botellas y chanclos en el suelo o en repisas. (Pensó que "repisas" era una buena palabra, muy sensata, y evitó cuidadosamente seguir pensando en ella.) Después telefoneó a Joanie.
—Se me ocurrió salir a bailar esta noche —le dijo—. ¿Paso a buscarte a eso de las ocho?
Del lado de ella hubo un breve silencio.
—Oh, Herbie, cariño, me parece mejor que descanses esta noche... anoche te acostaste muy tarde y ya sabes cómo protestas. Invité a alguien para que venga a ver televisión.
Herbert arrugó la frente.
—Pero es viernes y mañana no tengo que trabajar.
—Pues igual pienso que deberías dormir un poco. Se te nota muy cansado —insistió ella.
—Joanie, ¿qué te ha ocurrido?
Ella rió con la suavidad que tanto lo cautivaba.
—Bien, lo cierto es que tengo un nuevo pretendiente con quien saldré esta noche. Se llama Stanley.
—¿Stanley qué? —preguntó Herbert en voz baja.
Ella lanzó una risita.
—¡Oh, Herbie! Bueno, Stanley Cepillo de Dientes, porque siempre lleva consigo un cepillo de dientes por si acaso quiere emprender viaje de pronto. Antes vivía en Chicago, pero una vez fue a comprar Kleenex en un negocio y decidió venir en cambio a Nueva York y vino. Así es él, por eso lo llamo Stanley Cepillo de Dientes. Le cuadra mucho mejor que su verdadero nombra.
—Sí, así parece —gruñó Herbert—. Pues ojalá sean muy felices los dos.
—¿Cómo? —exclamó ella—. Herbie... no me habrás creído, ¿verdad? Solo bromeaba, mi amor, tú lo sabes.
—Ah, sí —dijo él.
—Vaya, por supuesto. Oh, Herbie, no seas tonto. Esta noche vendrá Edna, veremos televisión y nos pintaremos las uñas, ¡Qué cosa!
—Pero yo quería ir a bailar —insistió él.
—Bueno, esta noche no, porque Edna ya viene para casa. De todos modos, deberías enorgullecerte de mí. Vienes diciendo desde hace mucho que necesitas descansar más de una noche y ahora yo finalmente...
—Puede ser —contestó él y se despidieron.
Herbert se puso a prepararse la cena, calentando habas y salchichas. Encendió el quemador, puso encima la sartén y luego se quedó parado, con las manos apoyadas en las caderas, aguardando irritado a que hirviese el agua. No solía impacientarse tanto cuando cocinaba, pero esa noche estaba de mal talante. Para empezar, en los últimos tiempos no había dormido lo suficiente.
Pero el amigo imaginario de Joanie lo preocupaba también. Tal vez no fuese tan imaginario, al fin y al cabo. Y pensándolo bien, ¿quién era Edna? Joanie nunca la había mencionado hasta entonces. Todo eso era muy sospechoso.
Claro que no tenía por qué inquietarse demasiado, pensó mientras echaba dentro del agua las salchichas frías. Ese Stanley Cepillo de Dientes no parecía ser un competidor muy serio... un individuo tan poco estable que de la noche a la mañana se trasladaba a otra ciudad no podía tener gran cosa que ofrecer a una joven. Ninguna seguridad, ningún futuro... Probablemente ni siquiera se afeitase.
Pero con todo, le dijo su ambivalente espíritu, quizá Stanley Cepillo de Dientes fuese una persona fascinante... precisamente el tipo de Casanova alocado, amante de las diversiones, despreocupado, por quien una muchacha se podía perder. Y siendo tan negligente en cuanto a posibilidades, era probable que no tuviera trabajo regular y que, por consiguiente, estuviera libre para salir con Joanie todas las noches. Probablemente pudiera marearla mientras Herbert se esforzaba por conservar su puesto.
Todo eso era por demás injusto. Herbert abrigaba, por cierto, la esperanza de que Stanley Cepillo de Dientes no existiera en realidad, tal como le había asegurado Joanie. Y en verdad tal vez fuera buena idea hacer él mismo algo al respecto. Si alguna vez había oído el Verdadero Nombre de una persona, era el de Stanley Cepillo de Dientes.
Stanley Cepillo de Dientes tenía que irse. Para empezar, era un nombre del todo insensato, fácil de no creer. Stanley Cepillo de Dientes, Stanley Cepillo de Dientes, Stanley Cepillo de Dientes...
Al cabo de una hora, Herbert tuvo que dejar de repetir mentalmente el nombre de Stanley. Lo había dicho con tanta frecuencia que casi había empezado a parecerle real.
La tarde siguiente, Herbert fue personalmente al departamento de Joanie. Tocó el timbre, se abrió la pequeña mirilla y Herbert vio el azul ojo izquierdo de Joanie que, engalanado con largas pestañas oscuras, lo miraba.
—Soy yo —dijo él.
—¡Oh, Herbie! —exclamó Joanie; se la notaba alterada—. Herbie, tendrás que marcharte... quiero decir, volver más tarde. No estoy decente.
—¿A las tres de la tarde?
—Bueno, es que estaba por... darme una ducha. Estoy totalmente desnuda, sin nada de nada encima.
—Perfecto —repuso él.
—¡Herbert!
—Está bien, volveré dentro de media hora.
Se alejó y mató el tiempo mirando revistas en un drugstore cercano. Al ver el anuncio de cierta pasta dentífrica, recordó a Stanley Cepillo de Dientes, en quien no quería pensar porque de todos modos no existía, si alguna vez había existido. En este caso, Herbert tenía la esperanza de haberlo eliminado.
Cuando volvió al departamento de Joanie y llamó, ella abrió de nuevo la mirilla.
—Oh, Herbert, ¿no puedes...?
—Déjame pasar, Joanie —dijo él con decisión.
—Es que todavía no me...
—Tienes el ojo totalmente maquillado y sé que nunca te pintas los ojos si no te has vestido. Ahora abre la puerta.
Joanie lanzó una pequeña exclamación y su ceja izquierda, al bajar, mostró un enojo mayor.
—Está bien —respondió.
Abrió la puerta y Herbert entró. Junto a la puerta de la cocina estaba un hombre joven que no podía ser otro que Stanley Cepillo de Dientes.
—No quería que tú... estaba tratando de librarme de él —le susurró Joanie con rapidez, y luego agregó en voz alta—: Herbert, te presento a Stanley... Stanley Cepillo de Dientes. No sé su verdadero apellido.
—Qué tal —dijo Herbert con calma.
Stanley Cepillo de Dientes lo saludó con ademán casual, apoyado en la pared y mostrando unos dientes blancos y parejos en una sonrisa plena, cordial. Su cabello era castaño; sus rasgos, recios, y su estatura —un metro ochenta por lo menos— era mucho más notable que el metro setenta y cinco de Herbert. En la cara mostraba la barba de un día.
—Estábamos por ir a pasear en lancha por Manhattan —dijo Stanley—. Puedes venir tú también, no tenemos inconveniente.
—¡No! —exclamó Joanie, agregando luego, cuando Herbert se volvió a mirarla—: Es decir, claro que puedes venir, pero yo estaba tratando de...
—¡Excelente! ¡Vamos todos! —dijo Stanley mientras recogía su gastada chaqueta parda, que colgaba del respaldo de una silla.
De pie en medio de la habitación, Joanie miraba a uno y a otro con aire desvalido.
—No pensaba ir —declaró.
—Si ya está todo arreglado —dijo Stanley en tono razonable, mientras la conducía hacia la puerta.
Herbert los siguió echando espuma y sin decir palabra.
Tomaron un taxi y llegaron al muelle donde estaba amarrada la lancha de excursiones, justo a tiempo para el primer viaje. Varias veces Joanie intentó decir algo a Herbert, pero éste permanecía en un silencio tan pétreo, y Stanley seguía charlando con tal despreocupación, que en cada ocasión se dio por vencida encogiéndose de hombros con una leve exclamación de fastidio.
—A ver, no hagan nada innecesario, como pagar —dijo Stanley cuando se acercaban a la rampa—. Déjenlo en mis manos, yo tengo conexiones.
—Me lo imaginaba —murmuró Herbert.
Stanley se acercó al encargado del control de pasajes y le dio una palmada en el hombro. Aunque no pudo oír qué decía, Herbert lo vio sonreír y de vez en cuando señalarlos con la cabeza a él y Joanie. El encargado, sonriéndole a su vez, hizo señas de que pasaran los tres.
Mientras ocupaban sus asientos junto a la barandilla de la lancha, Stanley se inclinó para decirle a Herbert en tono confidencial:
—Hubo que timarlo un poco, pero no se inquieten por eso. Tuve que decirle que Joanie estaba contigo y que yo iba a mostrarles el paisaje a los dos. Le hablé mucho de jóvenes enamorados... probablemente a ti te habría enfermado oírlo, pero a él le agradó.
Dicho esto, Stanley se volvió hacia Joanie —a quien, con maniobras, había logrado ubicar del otro lado de él— y empezó a contarle que había trabajado unos días en la construcción de esa misma lancha donde se hallaban.
Herbert no escuchaba. Con la mirada lúgubremente fija en el agua que lamía el casco de la embarcación, repetía mentalmente Stanley Cepillo de Dientes, Stanley Cepillo de Dientes. El nombre era aterradoramente creíble.
Alzó la vista cuando una mujer de cincuenta y tantos años se sentó a su lado, empujando con su cartera y forcejeando para sacarse el pesado abrigo. Herbert la ayudó en eso, y cuando la mujer se cubrió el enorme regazo con el abrigo, él se piso a contemplar las aguas de nuevo. Pero ella no lo dejó.
Tocándole el hombro, le dijo en voz baja:
—¿Ve usted a ese hombre tan guapo sentado en el embarcadero? ¿El que está con el pero? Bueno, es mi marido.
—¿Quién, el perro? —inquirió Herbert, abandonando la contemplación del agua—. Ah, no, disculpe. Sí, es muy guapo.
—Nos casamos la semana pasada —continuó ella—, y hemos venido a pasar la luna de miel en esta gran ciudad. Pero él tiene que quedarse a esperarme porque O'Shaugnessy sufre del corazón. Tiene casi veinte años.
—¡Cielo santo! —exclamó Herbert, mirando extrañado al marido.
—Es un perro lobo irlandés y no quiere tomarse su agua —continuó ella.
—Ah, sí, entiendo —repuso Herbert. En ese preciso instante la embarcación empezó a retroceder, alejándose del embarcadero.
Herbert se volvió hacia Stanley y Joanie. Stanley señalaba río arriba diciendo:
—Hay por allá un parquecito lindísimo con vista al río, todo terraplenado en el centro y silvestre alrededor. Hay ardillas y todo. Mañana deberíamos ir.
—Pues yo no... —repuso Joanie, indefensa.
—En subte se llega enseguida —insistió Stanley—. Aún tienes todas esas fichas que compraste anoche, ¿verdad?
—Bueno, si.
—Perfecto, entonces, y no costará nada —dijo Stanley.
—Creo que debo empolvarme la nariz —anunció ella mientras se levantaba y se dirigía hacia los baños de la embarcación.
Al pasar junto a Herbert lo miró con expresión implorante. Herbert se levantó y la siguió.
Ella se detuvo junto a la puerta de los baños.
—Herbie, mi amor —dijo—, hace rato que procuro decirte algo. Te lo juro, se presentó anoche. No puedo librarme de él.
—Anoche tenías una cita conmigo —repuso Herbert—. Podrías haberle dicho eso.
—Es que no la tenía... Es decir, ya te había dicho que iba a quedarme en casa y después Edna avisó que no podía venir...
—Bueno, ¿por qué andaba merodeando de todos modos, si tú no lo alentaste? Y ¿qué quieres decir con eso de que llegó cuando tú me habías dicho que te quedarías en casa? Cuando llamé, ya tenías una cita con él.
—¡No la tenía, eso es lo que trato de explicarte! Nunca lo había visto hasta entonces; lo inventé para hacerte una broma no más, Herbie. Y después apareció en mi puerta y ¿qué podía hacer yo?
Herbert la mira con fijeza.
—¿De veras lo inventaste cuando hablaste conmigo?
—Sí, Herbie, te lo juro.
—¿Y entonces se presentó él y se llama Stanley Cepillo de Dientes?
—Sí, y tiene un cepillo de dientes en el bolsillo derecho del pantalón —repuso ella, agitando las manos—. No pude librarme de él en toda la noche... insistió tanto y yo no quería ofenderlo. Es muy sensible, Herbie, te sorprenderías.
—¿Toda la noche? —exclamó Herbert.
—Bueno, durmió en la puerta misma de mi departamento, allí no más en el pasillo, y simplemente no pude echarlo.
Herbert movió la cabeza murmurando:
—Esto ya dejó de ser ridículo.
—¿Cómo?
—Joanie, esto es descabellado, pero ¿recuerdas lo que te dije acerca de los poderes de la mente? ¿Ese libro que estaba leyendo? ¡Pues ahora lo tengo!
Dos pasajeros que estaban de pie cerca de él se apartaron.
—Quiero decir, tengo no sé qué talento insólito —continuó Herbert en voz baja—. Escucha: ayer de mañana me estaba afeitando cuando me puse a pensar, no sé por qué, en lo ridícula que es la palabra "estante". Ya sabes, si se repite una palabra con la frecuencia suficiente pierde su sentido. Bueno, eso hice con "estante", ¡y de pronto desaparecieron todos los estantes de mi departamento!
—¡Herbert!
—No, Joanie, hablo en serio. Puedo mostrarte el departamento... han desaparecido todos y las cosas están por el piso. En fin, el caso es que anoche, cuando me hablaste de Stanley, traté de hacerlo desaparecer también... pero tanto repetí su nombre que empezó a tener sentido. Y eso es lo que debe haber pasado, es de allí de donde salió él.
Joanie arrugó el entrecejo y frunció los labios.
—Herbie, si te estás burlando...
—Oye, ¿por qué iba a burlarme respecto de Stanley Cepillo de Dientes? —argumentó Herbert—. ¡No es cuestión de risa!
—Pues muéstramelo —dijo ella.
—¿Cómo? ¿Que te muestre qué?
—Haz desaparecer algo —insistió ella, dando golpecitos en el suelo con un pie.
—Bueno... mira que es un talento insólito y quizá no actúe como algo que se enciende y apaga no más.
—Herbert.
—Está bien, probaré.
Mirando a su alrededor, divisó a un hombre de bigote rojo y sombrero hongo. Su aspecto era ridículo, aunque Herbert no logró decidir si eso se debía al sombrero o al bigote. En fin, uno u otro servirían.
—¿Qué opinas de aquel hombre? —dijo a Joanie, mientras mentalmente repetía bigote, bigote.
—¿De ese hombre? —preguntó ella.
—Sí —repuso él, pensando bi-gote. Bi-gote.
—¡Oh! —exclamó Joanie, llevándose los dedos a la boca, sorprendida.
—Qué corriente de aire hay aquí —murmuró el hombre a su esposa.
Ésta lo miró extrañada, se estremeció y señaló. Él frunció la boca, arrugó el entrecejo, lanzó una exclamación ahogada y corrió al lavatorio.
—¿Viste? —sonrió Herbert—. Y de allí salió Stanley Cepillo de Dientes.
—Pero ¿qué haremos? —dijo ella.
—No sé —replicó Herbert, cuya sonrisa se desvaneció—. Cada vez que procuro hacerlo desaparecer se vuelve más real.
—Pues tenemos que hacer algo —declaró Joanie.
En ese preciso instante se les acercó Stanley Cepillo de Dientes, diciendo con jovialidad.
—¿Qué tal si comemos algo? Aquí tienen sandwiches de chorizo, hamburguesas, lo que ustedes quieran.
—No tengo hambre —respondió secamente Herbert antes de volver a su asiento junto a la barandilla. Stanley acompañó a Joanie hasta un puesto donde ella pagó dos sandwiches de chorizo.
La mujer cuyo perro irlandés sufría del corazón dijo a Herbert:
—¿Notó usted qué maravillosamente húmedo está hoy el río? El agua baja y sube, braza tras braza, o como sea que se llamen.
—Me temo que sí —repuso Herbert, distraído—. Ojalá su perro se cure pronto.
—Oh, no se curará —dijo la mujer con ligereza—. Morirá dentro de una o dos semanas... la vida matrimonial es muy ardua para él. Temo que Arnold y yo lo escandalicemos con nuestra conducta.
—En fin, es terrible cuando a un perro empiezan a traicionarlo los nervios —dijo Herbert, que luego hizo una mueca preguntándose cómo se dejaba arrastrar a semejantes conversaciones.
Inclinándose sobre la barandilla, volvió a clavar la vista en el agua.
—Está húmedo, muy húmedo —dijo la mujer—, y supongo que hay peces en él.
—Es concebible —repuso Herbert, que tuvo una visión en la cual un enorme tiburón salía del agua y de un mordisco arrebataba a Stanley Cepillo de Dientes, ¡glup! y basta.
—¡Dios mío! —exclamó de pronto la mujer. Al levantar la vista, Herbert la vio señalar el río frenéticamente—. ¡Se me cayó la cartera! ¡Oh, cielo santo! ¡Está allí en el agua!
—¿Adonde? —preguntó Herbert—. Probablemente ya se haya hundido.
Oyó que alguien se acercaba corriendo y de pronto Stanley Cepillo de Dientes estuvo junto a ellos, quitándose los zapatos.
—¿Perdió usted su cartera, señora?
—¡Sí, allí está!
—Téngame el sandwich de chorizo —dijo Stanley, poniéndolo en manos de la mujer antes de zambullirse por la borda.
La zambullida no fue muy buena, ya que Stanley se dio vuelta en el aire y cayó al agua de pie, pero salió a la superficie escupiendo y nadó con vigor hacia la zona donde había caído la cartera. Una muchedumbre se reunía alrededor de Herbert y la mujer.
—Probablemente se haya ido al fondo —dijo Herbert.
—Bueno, era de uno de esos materiales nuevos, de plástico o algo así —contestó la mujer, sonriendo muy satisfecha por la atención que recibía—. Creo que era hermética. A lo mejor flota.
—¿Stanley se arrojó al agua? —preguntó Joanie, que llegaba en ese momento.
—Sí... es buen nadador —repuso Herbert—. Siempre supe que lo sería.
Con un toque de sirena, la lancha viró para recoger a Stanley, mientras por el altavoz se indicaba a todos que se mantuvieran tranquilos y se quedaran en sus asientos. Stanley casi había alcanzado la cartera.
—¡Qué galante de su parte! —comentó Joanie—. Herbie, debes admitir que fue una acción muy gentil.
Con aire de leve disgusto, Herbert se encogió de hombros.
—Es una acción propia de Stanley Cepillo de Dientes —dijo—. Si tanto te impresiona, recuerda que yo lo inventé.
—Vaya, no tienes por qué ser tan brusco conmigo —repuso Joanie—. Y de todos modos, apuesto a que Stanley es algo así como el cumplimiento de algún deseo tuyo... obra como tú secretamente deseas poder obrar. Toma, ya ves que también yo leo algún libro de vez en cuando —agregó, frunciendo la nariz.
—De eso no quiero hablar —dijo Herbert.
Cuando la lancha llegó al sitio donde se encontraba Stanley, éste ya había salido con la cartera chorreante en la mano. La tripulación echó una escala por la borda y lo ayudó a subir. Con las medias mojadas, Stanley se dirigió inmediatamente hacia la mujer del perro irlandés y, con una chapoteante reverencia, le entregó la cartera. Después recuperó su sandwich.
—Qué maravilloso estuvo echándose al agua —le dijo la mujer—. Se arrojó por la borda como un Sir Walter Raleigh de verdad.
Con una sonrisa torcida, Stanley se encogió de hombros.
—Como zambullida, no fue gran cosa —dijo sin dejar de masticar su sandwich.
—¿No estuvo magnífico, querida mía? —preguntó a Joanie la mujer.
—Sí, me pareció muy galante, es lo único que se me ocurre decir —replicó ella.
—¡Si lo hubiera visto Arnold! —exclamó la mujer.
—Arnold es su marido —explicó Herbert, agregando por lo bajo—: Afortunadamente no sufre del corazón como algunos perros que conozco.
La mujer seguía sonriendo a Stanley encantada, sin soltar su goteante cartera. Joanie revoloteaba a su alrededor, procurando quitarle la camisa para que se secara, y Herbert se sintió muy disgustado. Sacudiendo la cabeza, se encaminó hacia el lado opuesto de la embarcación.
El resto de la excursión quedó totalmente arruinado para él. Se sentó lejos de Stanley y Joanie, y cuando en un momento dado ésta se le acercó, él se mostró irritado y discutieron. Cuando la lancha regresó a su punto de partida, más de una hora después, él se encontraba de pésimo humor.
Ya estaban un poco secas las ropas de Stanley, quien se había puesto los zapatos con dificultad.
—Y bien, ¿qué hacemos ahora? —preguntó con ligereza al bajar de la lancha.
—Creo que deberíamos ir al departamento de Herbert —sugirió Joanie—. Podrías colgar tus ropas sobre el radiador y podríamos beber un trago.
—¿Mientras él espera sin ropa? —exclamó Herbert.
—Oh, no seas tonto; tú puedes prestarle algunas ropas secas —dijo ella mientras lo tomaba del brazo para conducirlo hacia un taxi que esperaba.
En efecto, fueron al departamento de Herbert. Cuando entraban, Herbert recordó que había pensado comprar ese día algunos estantes. Libros y envases seguían desparramados en el suelo; el desorden era enorme.
Después de mirar en derredor, Stanley declaró con ligereza:
—Vaya, departamento de soltero, ¿en? Deberías buscarte una mujer que te cuide, Herbert.
Herbert lo miró ceñudo. Joanie echó una ojeada antes de ir a la cocina, donde Herbert guardaba siempre una botella en el escurridero.
—Prepararé unos tragos mientras tú vas al dormitorio a cambiarte de ropas, Stanley —anunció.
Sonriendo, Stanley siguió a Herbert, que buscó para él ropa interior limpia, pantalones y camisa. Eligió las ropas más desteñidas que tenía.
—Cuelga las ropas en la ducha —dijo y fue a la cocina. Joanie se mostró malhumorada.
—No tienes por qué ser tan descortés —dijo—. Ya ves que él tiene algunas buenas cualidades.
—Se le notan las costillas —repuso Herbert.
—¡Oh, vamos, Herbert! Toda tu actitud hacia él es increíble. Primero pretendes decirme que tú... lo inventaste, o lo creaste o no sé qué; después...
—¡Es que lo hice! —exclamó Herbert—. Mejor dicho, lo hiciste tú, y luego yo lo traje a la existencia por accidente. NI siquiera hay razones para que esté aquí.
—Pues si tú lo trajiste a la existencia o lo que fuese, la culpa es sólo tuya y te lo mereces —replicó ella—. De todas maneras, no creo en ese cuento sobre tú y tu no sé cuántos.
—Es un talento insólito —repuso Herbert—. Ya te lo dije.
—Pues tú y tu talante insólito ya pueden...
—¡Talento insólito, talento insólito! —repitió él.
—¿Cómo?
—¡Talento insólito! Dios santo, ¿no sabes...?
—Talento insólito, talento insólito —repuso ella—. ¿No te parece un nombre muy tonto? Herbie, ¿por qué no vas al dormitorio a ver si Stanley está todavía allí?
—Claro que todavía está allí, a menos que se haya ido de repente a Chicago —respondió Herbert.
—Lo dudo —sonrió Joanie—. Para empezar, tus estantes han vuelto —agregó señalando el aparador con un ademán.
—Vaya, que me cuelguen —comentó Herbert.
—No es imprescindible. Pero anda a ver si Stanley se fue, por favor.
Herbert fue. El dormitorio estaba desierto; las ropas que había dado a Stanley estaban caídas en el suelo y aunque en el piso de la ducha se veía el sitio donde habían goteado sus ropas mojadas, Stanley Cepillo de Dientes tampoco estaba allí.
Volviendo a la cocina, Herbert besó la nuca de Joanie.
—Eres un genio —declaró.
—Sí, y además preparé dos tragos solamente —repuso ella—. Ahora dime qué vamos a hacer esta noche.
El lunes por la mañana Herbert fijó una lúgubre mirada en el espejo y decidió que "mañana" era la palabra más estúpida y ridícula que hubiera oído en su vida. Pero claro está que de nada le sirvió.
FIN