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domingo, 5 de agosto de 2012

EL DESIERTO -- HORACIO QUIROGA


EL DESIERTO 
HORACIO QUIROGA 

La canoa se deslizaba costeando el bosque, o lo que podía parecer bosque en aquella oscuridad. Más por instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad, pues las tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las manos del remero y subían hasta el cenit. El hombre conocía bastante bien su río, para no ignorar dónde se hallaba; pero en tal noche y bajo amenaza de lluvia, era muy distinto atracar entre tacuaras punzantes o pajonales podridos, que en su propio puertito. Y Subercasaux no iba solo en la canoa. 
La atmósfera estaba cargada a un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el rostro, se hallaba un poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y distintas, sonaban en la canoa algunas gotas. Subercasaux alzó los ojos, buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la fisura de un relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo trueno. 
Lluvia para toda la noche —pensó. Y volviéndose a sus acompañantes, que se mantenían mudos en popa: 
—Pónganse las capas —dijo brevemente—. Y sujétense bien. En efecto, la canoa avanzaba ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de babor se había deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un remo, Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse cinco metros de la costa podía cruzar y recruzar toda la noche delante de su puerto, sin lograr verlo. Bordeando literalmente el bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las gotas caían ahora más densas, pero también con mayor intermitencia. Cesaban bruscamente, como si hubieran caído no se sabe de dónde. Y recomenzaban otra vez, grandes, aisladas y calientes, para cortarse de nuevo en la misma oscuridad y la misma depresión de atmósfera. 
—Sujétense bien —repitió Subercasaux a sus dos acompañantes—. Ya hemos llegado. En efecto, acababa de entrever la escotadura de su puerto. Con dos vigorosas remadas lanzó la canoa sobre la greda, y mientras sujetaba la embarcación al piquete, sus dos silenciosos acompañantes saltaban a tierra, la que a pesar de la oscuridad se distinguía bien, por hallarse cubierta de miríadas de gusanillos luminosos que hacían ondular el piso con sus fuegos rojos y verdes. 
Hasta lo alto de la barranca, que los tres viajeros treparon bajo la lluvia, por fin uniforme y maciza, la arcilla empapada fosforeció. Pero luego las tinieblas los aislaron de nuevo; y entre ellas, la búsqueda del sulky que habían dejado caído sobre las varas. La frase hecha: "No se ve ni las manos puestas bajo los ojos", es exacta. Y en tales noches, el momentáneo fulgor de un fósforo no tiene otra utilidad que apretar enseguida la tiniebla mareante, hasta hacernos perder el equilibrio. Hallaron, sin embargo, el sulkv, mas no el caballo. Y dejando de guardia junto a una rueda a sus dos acompañantes, que, inmóviles bajo el capuchón caído, crepitaban de lluvia, Subercasaux fue espinándose hasta el fondo de la picada, donde halló a su caballo naturalmente enredado en las riendas. 
No había Subercasaux empleado más de veinte minutos en buscar y traer al animal; pero cuando al orientarse en las cercanías del sulky con un: 
—¿Están ahí, chiquitos? —oyó: 
—Si, piapiá. 
Subercasaux se dio por primera vez cuenta exacta, en esa noche, de que los dos compañeros que había abandonado a la noche y a la lluvia eran sus dos hijos, de cinco y seis años, cuyas cabezas no alcanzaban al cubo de la rueda, y que, juntitos y chorreando esperaban tranquilos a que su padre volviera. 
Regresaban por fin a casa, contentos y charlando. Pasados los instantes de inquietud o peligro, la voz de Subercasaux era muy distinta de aquella con que hablaba a sus chiquitos cuando debía dirigirse a ellos como a hombres. Su voz había bajado dos tonos; y nadie hubiera creído allí, al oír la ternura de las voces, que quien reía entonces con las criaturas era el mismo hombre de acento duro y breve de media hora antes. Y quienes en verdad dialogaban ahora eran Subercasaux y su chica, pues el varoncito —el menor— se había dormido en las rodillas del padre. 
Subercasaux se levantaba generalmente al aclarar; y aunque lo hacía sin ruido, sabía bien que en el cuarto inmediato su chico, tan madrugador como él, hacía rato que estaba con los ojos abiertos esperando sentir a su padre para levantarse. Y comenzaba entonces la invariable fórmula de saludo matinal de uno a otro cuarto: 
—¡Buen día, piapiá! 
—¡Buen día, mi hijito querido! 
—¡Buen día, piapiacito adorado! 
—¡Buen día, corderito sin mancha! 
—¡Buen día, ratoncito sin cola! 
—¡Coaticito mío! 
—¡Piapiá tatucito! 
—¡Carita de gato! 
—¡Colita de víbora! 
Y en este pintoresco estilo, un buen rato más. Hasta que, ya vestidos, se iban a tomar café bajo las palmeras en tanto que la mujercita continuaba durmiendo como una piedra, hasta que el sol en la cara la despertaba. 
Subercasaux, con sus dos chiquitos, hechura suya en sentimientos y educación, se consideraba el padre más feliz de la tierra. Pero lo había conseguido a costa de dolores más duros de los que suelen conocer los hombres casados. Bruscamente, como sobrevienen las cosas que no se conciben por su aterradora injusticia, Subercasaux perdió a su mujer. Quedó de pronto solo, con dos criaturas que apenas lo conocían, y en la misma casa por él construida y por ella arreglada, donde cada clavo y cada pincelada en la pared eran un agudo recuerdo de compartida felicidad. Supo al día siguiente al abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la ropa blanca de su mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar. 
Conoció la necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él escritas a su mujer, y que ella guardaba desde novia con más amor que sus trajes de ciudad. Y esa misma tarde supo, por fin, lo que es retener en los brazos, deshecho al fin de sollozos, a una criatura que pugna por desasirse para ir a jugar con el chico de la cocinera. 
Duro, terriblemente duro aquello... Pero ahora reía con sus dos cachorros que formaban con él una sola persona, dado el modo curioso como Subercasaux educaba a sus hijos. Las criaturas, en efecto, no temían a la oscuridad, ni a la soledad, ni a nada de lo que constituye el terror de los bebés criados entre las polleras de la madre. Más de una vez, la noche cayó sin que Subercasaux hubiera vuelto del río, y las criaturas encendieron el farol de viento a esperarlo sin inquietud. O se despertaban solos en medio de una furiosa tormenta que los enceguecía a través de los vidrios, para volverse a dormir enseguida, seguros y confiados en el regreso de papá. 
No temía a nada, sino a lo que su padre les advertía debían temer; y en primer grado, naturalmente, figuraban las víboras. Aunque libres, respirando salud y deteniéndose a mirarlo todo con sus grandes ojos de cachorros alegres, no hubieran sabido qué hacer un instante sin la compañía del padre. Pero si éste, al salir, les advertía que iba a estar tal tiempo ausente, los chicos se quedaban entonces contentos a jugar entre ellos. De igual modo, si en sus mutuas y largas andanzas por el monte o el río, Subercasaux debía alejarse minutos u horas, ellos improvisaban enseguida un juego, y lo aguardaban indefectiblemente en el mismo lugar, pagando así, con ciega y alegre obediencia, la confianza que en ellos depositaba su padre. 
Galopaban a caballo por su cuenta, y esto desde que el varoncito tenía cuatro años. Conocían perfectamente —como toda criatura libre— el alcance de sus fuerzas , y jamás lo sobrepasaban. Llegaban a veces , solos, hasta el Yabebirí, al acantilado de arenisca rosa. 
—Cerciórense bien del terreno, y siéntense después —le había dicho su padre. El acantilado se alza perpendicular a veinte metros de un agua profunda y umbría que refresca las grietas de su base. Allá arriba, diminutos, los chicos de Subercasaux se aproximaban tanteando las piedras con el pie. Y seguros, por fin, se sentaban a dejar jugar las sandalias sobre el abismo. 
Naturalmente, todo esto lo había conquistado Subercasaux en etapas sucesivas y con las correspondientes angustias. 
—Un día se mata un chico —decíase—. Y por el resto de mis días pasaré 
preguntándome si tenía razón al educarlos así. 
Sí, tenía razón. Y entre los escasos consuelos de un padre que queda solo con huérfanos, es el más grande el de poder educar a los hijos de acuerdo con una sola línea de carácter. 
Subercasaux era, pues, feliz, y las criaturas sentíanse entrañablemente ligadas a aquel hombrón que jugaba horas enteras con ellos, les enseñaba a leer en el suelo con grandes letras rojas y pesadas de minio y les cosía las rasgaduras de sus bombachas con sus tremendas manos endurecidas. 
De coser bolsas en el Chaco, cuando fue allá plantador de algodón, Subercasaux había conservado la costumbre y el gusto de coser. Cosía su ropa, la de sus chicos, las fundas del revólver, las velas de su canoa, todo con hilo de zapatero y a puntada por nudo. De modo que sus camisas podían abrirse por cualquier parte menos donde él había puesto su hilo encerado. En punto a juegos, las criaturas estaban acordes en reconocer en su padre a un maestro, particularmente en su modo de correr en cuatro patas, tan extraordinario que los hacía enseguida gritar de risa. Como, a más de sus ocupaciones fijas, Subercasaux tenía inquietudes experimentales, que cada tres meses cambiaban de rumbo, sus hijos, constantemente a su lado, conocían una porción de cosas que no es habitual conozcan las criaturas de esa edad. Habían visto 
—y ayudado a veces— a disecar animales, fabricar creolina, extraer caucho del monte para pegar sus impermeables; habían visto teñir las camisas de su padre de todos los colores, construir palancas de ocho mil kilos para estudiar cementos; fabricar superfosfatos, vino de naranja, secadoras de tipo Mayfarth, y tender, desde el monte al bungalow, un alambre carril suspendido a diez metros del suelo, por cuyas vagonetas los chicos bajaban volando hasta la casa. 
Por aquel tiempo había llamado la atención de Subercasaux un yacimiento o filón de arcilla blanca que la última gran bajada del Yabebirí dejara a descubierto. Del estudio de dicha arcilla había pasado a las otras del país, que cocía en sus hornos de cerámica —
naturalmente, construido por él—. Y si había de buscar índices de cocción, vitrificación y demás, con muestras amorfas, prefería ensayar con cacharros, caretas y animales fantásticos, en todo lo cual sus chicos lo ayudaban con gran éxito. De noche, y en las tardes muy oscuras del temporal, entraba la fábrica en gran movimiento. Subercasaux encendía temprano el horno, y los ensayistas, encogidos por el frío y restregándose las manos, sentábanse a su calor a modelar. Pero el horno chico de Subercasaux levantaba fácilmente mil grados en dos horas, y cada vez que a este punto se abría su puerta para alimentarlo, partía del hogar albeante un verdadero golpe de fuego que quemaba las pestañas. Por lo cual los ceramistas retirábanse a un extremo del taller, hasta que el viento helado que filtraba silbando por entre las tacuaras de la pared los llevaba otra vez, con mesa y todo, a caldearse de espaldas al horno. 
Salvo las piernas desnudas de los chicos, que eran las que recibían ahora las bocanadas de fuego, todo marchaba bien. Subercasaux sentía debilidad por los cacharros prehistóricos; la nena modelaba de preferencia sombreros de fantasía, y el varoncito hacía, indefectiblemente, víboras. 
A veces, sin embargo, el ronquido monótono del horno no los animaba bastante, y recurrían entonces al gramófono, que tenía los mismos discos desde que Subercasaux se casó y que los chicos habían aporreado con toda clase de púas, clavos, tacuaras y espinas que ellos mismos aguzaban. Cada uno se encargaba por turno de administrar la máquina, lo cual consistía en cambiar automáticamente de disco sin levantar siquiera los ojos de la arcilla y reanudar enseguida el trabajo. Cuando habían pasado todos los discos, tocaba a otro el turno de repetir exactamente lo mismo. No oían ya la música, por resaberla de memoria; pero les entretenía el ruido. A la diez los ceramistas daban por terminada su tarea y se levantaban a proceder por primera vez al examen crítico de sus obras de arte, pues antes de haber concluido todos no se permitía el menor comentario. Y era de ver, entonces, el alborozo ante las fantasías ornamentales de la mujercita y el entusiasmo que levantaba la obstinada colección de víboras del nene. Tras lo cual Subercasaux extinguía el fuego del horno, y todos de la mano atravesaban corriendo la noche helada hasta su casa. Tres días después del paseo nocturno que hemos contado, Subercasaux quedó sin sirvienta; y este incidente, ligero y sin consecuencias en cualquier otra parte, modificó 
hasta el extremo la vida de los tres desterrados. 
En los primeros momentos de su soledad, Subercasaux había contado para criar a sus hijos con la ayuda de una excelente mujer, la misma cocinera que lloró y halló la casa demasiado sola a la muerte de su señora. 
Al mes siguiente se fue, y Subercasaux pasó todas las penas para reemplazarla con tres o cuatro hoscas muchachas arrancadas al monte y que sólo se quedaban tres días por hallar demasiado duro el carácter del patrón. 
Subercasaux, en efecto, tenía alguna culpa y lo reconocía. Hablaba con las muchachas apenas lo necesario para hacerse entender; y lo que decía tenía precisión y lógica demasiado masculinas. Al barrer aquéllas el comedor, por ejemplo, les advertía que barrieran también alrededor de cada pata de la mesa. Y esto, expresado brevemente, exasperaba y cansaba a las muchachas. 
Por el espacio de tres meses no pudo obtener siquiera una chica que le lavara los platos. Y en estos tres meses Subercasaux aprendió algo más que a bañar a sus chicos. Aprendió, no a cocinar, porque ya lo sabía, sino a fregar ollas con la misma arena del patio, en cuclillas y al viento helado, que le amorataba las manos. Aprendió a interrumpir a cada instante sus trabajos para correr a retirar la leche del fuego o abrir el horno humeante, y aprendió también a traer de noche tres baldes de agua del pozo —ni uno menos— para lavar su vajilla. 
Este problema de los tres baldes ineludibles constituyó una de sus pesadillas, y tardó un mes en darse cuenta de que le eran indispensables. En los primeros días, naturalmente, había aplazado la limpieza de ollas y platos, que amontonaba uno al lado de otro en el suelo, para limpiarlos todos juntos. Pero después de perder una mañana entera en cuclillas raspando cacerolas quemadas (todas se quemaban), optó por cocinar-comerfregar, tres sucesivas cosas cuyo deleite tampoco conocen los hombres casados. No le quedaba, en verdad, tiempo para nada, máxime en los breves días de invierno. Subercasaux había confiado a los chicos el arreglo de las dos piezas, que ellos desempeñaban bien que mal. Pero no se sentía él mismo con ánimo suficiente para barrer el patio, tarea científica, radial, circular y exclusivamente femenina, que, a pesar de saberla Subercasaux base del bienestar en los ranchos del monte, sobrepasaba su paciencia. 
En esa suelta arena sin remover, convertida en laboratorio de cultivo por el tiempo cruzado de lluvias y sol ardiente, los piques se propagaron de tal modo que se los veía trepar por los pies descalzos de los chicos. Subercasaux, aunque siempre de stromboot, pagaba pesado tributo a los piques. Y rengo casi siempre, debía pasar una hora entera después de almorzar con los pies de su chico entre las manos, en el corredor y salpicado de lluvia o en el patio cegado por el sol. Cuando concluía con el varoncito, le tocaba el turno a sí mismo; y al incorporarse por fin, curvaturado, el nene lo llamaba porque tres nuevos piques le habían taladrado a medias la piel de los pies. La mujercita parecía inmune, por ventura; no había modo de que sus uñitas tentaran a los piques, de diez de los cuales siete correspondían de derecho al nene y sólo tres a su padre. Pero estos tres resultaban excesivos para un hombre cuyos pies eran el resorte de su vida montés. 
Los piques son, por lo general, más inofensivos que las víboras, las uras y los mismos barigüis. Caminan empinados por la piel, y de pronto la perforan con gran rapidez, llegan a la carne viva, donde fabrican una bolsita que llenan de huevos. Ni la extracción del pique o la nidada suelen ser molestas, ni sus heridas se echan a perder más de lo necesario. Pero de cien piques limpios hay uno que aporta una infección, y cuidado entonces con ella. 
Subercasaux no lograba reducir una que tenía en un dedo, en el insignificante meñique del pie derecho. De un agujerillo rosa había llegado a una grieta tumefacta y dolorosísima, que bordeaba la uña. Yodo, bicloruro, agua oxigenada, formol, nada había dejado de probar. Se calzaba, sin embargo, pero no salía de casa, y sus inacabables fatigas de monte se reducían ahora, en las tardes de lluvia, a lentos y taciturnos paseos alrededor del patio, cuando al entrar el sol el cielo se despejaba y el bosque, recortado a contraluz como sombra chinesca, se aproximaba en el aire purísimo hasta tocar los mismos ojos. 
Subercasaux reconocía que en otras condiciones de vida habría logrado vencer la infección, la que sólo pedía un poco de descanso. El herido dormía mal, agitado por escalofríos y vivos dolores en las altas horas. Al rayar el día, caía por fin en un sueño pesadísimo, y en ese momento hubiera dado cualquier cosa por quedar en cama hasta las ocho siquiera. Pero el nene seguía en invierno tan madrugador como en verano, y Subercasaux se levantaba achuchado a encender el primus y preparar el café. Luego el almuerzo, el restregar ollas. Y por diversión, al mediodía, la inacabable historia de los piques de su chico. 
—Esto no puede continuar así —acabó por decirse Subercasaux—. Tengo que conseguir a toda costa una muchacha. 
Pero ¿cómo? Durante sus años de casado esta terrible preocupación de la sirvienta había constituido una de sus angustias periódicas. Las muchachas llegaban y se iban, como lo hemos dicho, sin decir por qué, y esto cuando había una dueña de casa. Subercasaux abandonaba todos sus trabajos y por tres días no bajaba del caballo, galopando por las picadas desde Apariciocué a San Ignacio, tras de la más inútil muchacha que quisiera lavar los pañales. Un mediodía, por fin, Subercasaux desembocaba del monte con una aureola de tábanos en la cabeza y el pescuezo del caballo deshilado en sangre; pero triunfante. La muchacha llegaba al día siguiente en ancas de su padre, con un atado; y al mes justo se iba con el mismo atado, a pie. Y Subercasaux dejaba otra vez el machete o la azada para ir a buscar su caballo, que ya sudaba al sol sin moverse. Malas aventuras aquellas, que le habían dejado un amargo sabor y que debían comenzar otra vez. ¿Pero hacia dónde? Subercasaux había ya oído en sus noches de insomnio el tronido lejano del bosque, abatido por la lluvia. La primavera suele ser seca en Misiones, y muy lluvioso el invierno. Pero cuando el régimen se invierte —y de esperar en el clima de Misiones—, las nubes precipitan en tres meses un metro de agua, de los mil quinientos milímetros que deben caer en el año. 
Hallábanse ya casi sitiados. El Horqueta, que corta el camino hacia la costa del Paraná, no ofrecía entonces puente alguno y sólo daba paso en el vado carretero, donde el agua caía en espumoso rápido sobre piedras redondas y movedizas, que los caballos pisaban estremecidos. Esto, en tiempos normales; porque cuando el riacho se ponía a recoger las aguas de siete días de temporal, el vado quedaba sumergido bajo cuatro metros de agua veloz, estirada en hondas líneas que se cortaban y enroscaban de pronto en un remolino. Y los pobladores del Yabebirí, detenidos a caballo ante el pajonal inundado, miraban pasar venados muertos, que iban girando sobre sí mismos. Y así por diez o quince días. El Horqueta daba aún paso cuando Subercasaux se decidió a salir; pero en su estado, no se atrevía a recorrer a caballo tal distancia. Y en el fondo, hacia el arroyo del Cazador, 
¿qué podía hallar? 
Recordó entonces a un muchachón que había tenido una vez, listo y trabajador como pocos, quien le había manifestado riendo, el mismo día de llegar, y mientras fregaba una sartén en el suelo, que él se quedaría un mes, porque su patrón lo necesitaba; pero ni un día más, porque ese no era un trabajo para hombres. El muchacho vivía en la boca del Yabebirí, frente a la isla del Toro; lo cual representaba un serio viaje, porque si el Yabebirí se desciende y se remonta jugando, ocho horas continuas de remo aplastan los dedos de cualquiera que ya no está en tren. 
Subercasaux se decidió, sin embargo. Y a pesar del tiempo amenazante, fue con sus chicos hasta el río, con el aire feliz de quien ve por fin el cielo abierto. Las criaturas besaban a cada instante la mano de su padre, como era hábito en ellos cuando estaban muy contentos. A pesar de sus pies y el resto, Subercasaux conservaba todo su ánimo para sus hijos; pero para éstos era cosa muy distinta atravesar con su piapiá el monte enjambrado de sorpresas y correr luego descalzos a lo largo de la costa, sobre el barro caliente y elástico del Yabebirí. 
Allí les esperaba lo ya previsto: la canoa llena de agua, que fue preciso desagotar con el achicador habitual y con los mates guardabichos que los chicos llevaban siempre en bandolera cuando iban al monte. 
La esperanza de Subercasaux era tan grande que no se inquietó lo necesario ante el aspecto equívoco del agua enturbiada, en un río que habitualmente da fondo claro a los ojos hasta dos metros. 
—Las lluvias —pensó— no se han obstinado aún con el sudeste... Tardará un día o dos en crecer. 
Prosiguieron trabajando. Metidos en el agua a ambos lados de la canoa, baldeaban de firme. Subercasaux, en un principio, no se había atrevido a quitarse las botas, que el lodo profundo retenía al punto de ocasionarle buenos dolores al arrancar el pie. Descalzóse, por fin, y con los pies libres y hundidos como cuñas en el barro pestilente, concluyó de agotar la canoa, la dio vuelta y le limpió los fondos, todo en dos horas de febril actividad. 
Listos, por fin, partieron. Durante una hora la canoa se deslizó más velozmente de lo que el remero hubiera querido. Remaba mal, apoyado en un solo pie, y el talón desnudo herido por el filo del soporte. Y asimismo avanzaba a prisa, porque el Yabebirí corría ya. Los palitos hinchados de burbujas, que comenzaban a orlear los remansos, y el bigote de las pajas atracadas en un raigón hicieron por fin comprender a Subercasaux lo que iba a pasar si demoraba un segundo en virar de proa hacia su puerto. Sirvienta, muchacho, ¡descanso, por fin!..., nuevas esperanzas perdidas. Remó, pues, sin perder una palada. Las cuatro horas que empleó en remontar, torturado de angustias y fatiga, un río que había descendido en una hora, bajo una atmósfera tan enrarecida que la respiración anhelaba en vano, sólo él pudo apreciarlas a fondo. Al llegar a su puerto, el agua espumosa y tibia había subido ya dos metros sobre la playa. Y por la canal bajaban a medio hundir ramas secas, cuyas puntas emergían y se hundían balanceándose. 
Los viajeros llegaron al bungalow cuando va estaba casi oscuro, aunque eran apenas las cuatro, y a tiempo que el cielo, con un solo relámpago desde el cenit al río, descargaba por fin su inmensa provisión de agua. Cenaron enseguida y se acostaron rendidos, bajo el estruendo del cinc que el diluvio martilló toda la noche con implacable violencia. Al rayar el día, un hondo escalofrío despertó al dueño de casa. Hasta ese momento había dormido con pesadez de plomo. Contra lo habitual, desde que tenía el dedo herido, apenas le dolía el pie, no obstante las fatigas del día anterior. Echóse encima el impermeable tirado en el respaldo de la cama, y trató de dormir de nuevo. Imposible. El frío lo traspasaba. El hielo interior irradiaba hacia afuera, y todos los poros convertidos en agujas de hielo erizadas, de lo que adquiría noción al mínimo roce con su ropa. Apelotonado, recorrido a lo largo de la médula espinal por rítmicas y profundas corrientes de frío, el enfermo vio pasar las horas sin lograr calentarse. Los chicos, felizmente, dormían aún. 
—En el estado en que estoy no se hacen pavadas como la de ayer —se repetía—. Estas son las consecuencias. 
Como un sueño lejano, como una dicha de inapreciable rareza que alguna vez poseyó, se figuraba que podía quedar todo el día en cama, caliente y descansando, por fin, mientras oía en la mesa el ruido de las tazas de café con leche que la sirvienta —aquella primera gran sirvienta— servía a los chicos... ¡Quedar en cama hasta las diez, siquiera!... En cuatro horas pasaría la fiebre, y la misma cintura no le dolería tanto... 
¿Qué necesitaba, en suma, para curarse? Un poco de descanso, nada más. Él mismo se lo había repetido diez veces... Y el día avanzaba, y el enfermo creía oír el feliz ruido de las tazas, entre las pulsaciones profundas de su sien de plomo. ¡Qué dicha oír aquel ruido!... Descansaría un poco, por fin... 
—¡Piapiá! 
—Mi hijo querido.. 
—¡Buen día, piapiacito adorado! ¿No te levantaste todavía? Es tarde, piapiá. 
—Sí, mi vida, ya me estaba levantando... 
Y Subercasaux se vistió a prisa, echándose en cara su pereza, que lo había hecho olvidar del café de sus hijos. 
El agua había cesado, por fin, pero sin que el menor soplo de viento barriera la humedad ambiente. A mediodía la lluvia recomenzó, la lluvia tibia, calma y monótona, en que el valle del Horqueta, los sembrados y los pajonales se diluían en una brumosa y tristísima napa de agua. 
Después de almorzar, los chicos se entretuvieron en rehacer su provisión de botes de papel que habían agotado la tarde anterior... hacían cientos de ellos, que acondicionaban unos dentro de otros como cartuchos, listos para ser lanzados en la estela de la canoa, en el próximo viaje. Subercasaux aprovechó la ocasión para tirarse un rato en la cama, donde recuperó enseguida su postura de gatillo, manteniéndose inmóvil con las rodillas subidas hasta el pecho. 
De nuevo, en la sien, sentía un peso enorme que la adhería a la almohada, al punto de que ésta parecía formar parte integrante de su cabeza. ¡Qué bien estaba así! ¡Quedar uno, diez, cien días sin moverse! El murmullo monótono del agua en el cinc lo arrullaba, y en su rumor oía distintamente, hasta arrancarle una sonrisa, el tintineo de los cubiertos que la sirvienta manejaba a toda prisa en la cocina. ¡Qué sirvienta la suya!... Y 
oía el ruido de los platos, docenas de platos, tazas y ollas que las sirvientas —¡eran diez ahora!— raspaban y flotaban con rapidez vertiginosa. ¡Qué gozo de hallarse bien caliente, por fin, en la cama, sin ninguna, ninguna preocupación!... ¿Cuándo, en qué 
época anterior había él soñado estar enfermo, con una preocupación terrible?... ¡Qué 
zonzo había sido!... Y qué bien se está así, oyendo el ruido de centenares de tazas limpísimas... 
—¡Piapiá! 
—Chiquita... 
—¡Ya tengo hambre, piapiá! 
—Sí, chiquita; enseguida... 
Y el enfermo se fue a la lluvia a aprontar el café a sus hijos. Sin darse cuenta precisa de lo que había hecho esa tarde, Subercasaux vio llegar la noche con hondo deleite. Recordaba, sí, que el muchacho no había traído esa tarde la leche, y que él había mirado un largo rato su herida, sin percibir en ella nada de particular. 
Cayó en la cama sin desvestirse siquiera, y en breve tiempo la fiebre lo arrebató otra vez. El muchacho que no había llegado con la leche... ¡Qué locura! ... Con sólo unos días de descanso, con unas horas nada más, se curaría. ¡Claro! ¡Claro!. .. Hay una justicia a pesar de todo... Y también un poquito de recompensa... para quien había querido a sus hijos como él... Pero se levantaría sano. Un hombre puede enfermarse a veces... y necesitar un poco de descanso. ¡Y cómo descansaba ahora, al arrullo de la lluvia en el cinc!... ¿Pero no habría pasado un mes ya?... Debía levantarse. El enfermo abrió los ojos. No veía sino tinieblas, agujereadas por puntos fulgurantes que se retraían e hinchaban alternativamente, avanzando hasta sus ojos en velocísimo vaivén. 
"Debo de tener fiebre muy alta" —se dijo el enfermo. Y encendió sobre el velador el farol de viento. La mecha, mojada, chisporroteó largo rato, sin que Subercasaux apartara los ojos del techo. De lejos, lejísimo, llegábale el recuerdo de una noche semejante en que él se hallaba muy, muy enfermo... ¡Qué 
tontería!... Se hallaba sano, porque cuando un hombre nada más que cansado tiene la dicha de oír desde la cama el tintineo vertiginoso del servicio en la cocina, es porque la madre vela por sus hijos... 
Despertóse de nuevo. Vio de reojo el farol encendido, y tras un concentrado esfuerzo de atención, recobró la conciencia de sí mismo. 
En el brazo derecho, desde el codo a la extremidad de los dedos, sentía ahora un dolor profundo. Quiso recoger el brazo y no lo consiguió. Bajó el impermeable, y vio su mano lívida, dibujada de líneas violáceas, helada, muerta. Sin cerrar los ojos, pensó un rato en lo que aquello significaba dentro de sus escalofríos y del roce de los vasos abiertos de su herida con el fango infecto del Yabebirí, y adquirió entonces, nítida y absoluta, la comprensión definitiva de que todo él también se moría —que se estaba muriendo. Hízose en su interior un gran silencio, como si la lluvia, los ruidos y el ritmo mismo de las cosas se hubieran retirado bruscamente al infinito. Y como si estuviera ya desprendido de sí mismo, vio a lo lejos de un país un bungalow totalmente interceptado de todo auxilio humano, donde dos criaturas, sin leche y solas, quedaban abandonadas de Dios y de los hombres, en el más inicuo y horrendo de los desamparos. Sus hijitos... 
Se hallaba ahora bien, perfectamente bien, descansando. Con un supremo esfuerzo pretendió arrancarse a aquella tortura que le hacía palpar hora tras hora, día tras día, el destino de sus adoradas criaturas. Pensaba en vano: la vida tiene fuerzas superiores que nos escapan... Dios provee... 
"¡Pero no tendrán que comer!" —gritaba tumultuosamente su corazón. Y él quedaría allí 
mismo muerto, asistiendo a aquel horror sin precedentes... Mas, a pesar de la lívida luz del día que reflejaba la pared, las tinieblas recomenzaban a absorberlo otra vez con sus vertiginosos puntos blancos, que retrocedían y volvían a latir en sus mismos ojos... ¡Sí! ¡Claro! ¡Había soñado! No debiera ser permitido soñar tales cosas... Ya se iba a levantar, descansado. 
—¡Piapiá!... ¡Piapia!... ¡Mi piapiacito querido!. 
—Mi hijo... 
—¿No te vas a levantar hoy, piapiá? Es muy tarde. ¡Tenemos mucha hambre, piapiá! 
—Mi chiquito... No me voy a levantar todavía... Levántense ustedes y coman galleta... Hay dos todavía en la lata... Y vengan después. 
—¿Podemos entrar ya, piapiá? 
—No, querido mío... Después haré el café... Yo los voy a llamar. Oyó aún las risas y el parloteo de sus chicos que se levantaban, y después de un rumor in crescendo, un tintineo vertiginoso que irradiaba desde el centro de su cerebro e iba a golpear en ondas rítmicas contra su cráneo dolorosísimo. Y nada más oyó. Abrió otra vez los ojos, y al abrirlos sintió que su cabeza caía hacia la izquierda con una facilidad que le sorprendió. No sentía ya rumor alguno. Sólo una creciente dificultad sin penurias para apreciar la distancia a que estaban los objetos... Y la boca muy abierta para respirar. 
—Chiquitos... Vengan enseguida... 
Precipitadamente, las criaturas aparecieron en la puerta entreabierta; pero ante el farol encendido y la fisonomía de su padre, avanzaron mudos y los ojos muy abiertos. El enfermo tuvo aún el valor de sonreír, y los chicos abrieron más los ojos ante aquella mueca. 
—Chiquitos —les dijo Subercasaux, cuando los tuvo a su lado—. Óiganme bien, chiquitos míos, porque ustedes son ya grandes y pueden comprender todo... Voy a morir, chiquitos... Pero no se aflijan... Pronto van a ser ustedes hombres, y serán buenos y honrados... Y se acordarán entonces de su piapiá... Comprendan bien, mis hijitos queridos... Dentro de un rato me moriré, y ustedes no tendrán más padre... Quedarán solitos en casa... Pero no se asusten ni tengan miedo... Y ahora, adiós, hijitos míos... Me van a dar ahora un besot . . Un beso cada uno... Pero ligero, chiquitos... Un beso... a su piapiá... 
—Pero ligero, chiquitos... Un besot... 
Las criaturas salieron sin tocar la puerta entreabierta y fueron a detenerse en su cuarto, ante la llovizna del patio. No se movían de allí. Sólo la mujercita, con una vislumbre de la extensión de lo que acababa de pasar, hacía a ratos pucheros con el brazo en la cara, mientras el nene rascaba distraído el contramarco, sin comprender. Ni uno ni otro se atrevían a hacer ruido. 
Pero tampoco les llegaba el menor ruido del cuarto vecino, donde desde hacía tres horas su padre, vestido y calzado bajo el impermeable, yacía muerto a la luz del farol.

MARY W. SHELLEY -- Frankenstein





 1818, Mary W. Shelley

MARY W. SHELLEY



¿Acaso te he pedido, Hacedor,
que de esta arcilla me hicieses hombre?
¿Yo te he rogado que me alzases de las sombras?
Paraíso Perdido


PREFACIO
El doctor Darwin y algunos autores alemanes de libros de
fisiología han considerado que los hechos en que se basa esta
historia no son imposibles. No debe suponerse que atribuyo la
más mínima seriedad a este producto de la imaginación; aunque,
tomándolo como base de un trabajo fantástico, no creo
haberme limitado a entretejer una historia de terror sobrenatural.
Los hechos de los cuales depende el interés de esta historia
están a salvo de los inconvenientes propios de los cuentos de
espectros o de aparecidos. Excitó mi interés la novedad de las
situaciones que desarrolla; y por inverosímil que pueda parecer
desde el punto de vista físico, ofrece a la imaginación un punto
de vista que permite delinear las pasiones humanas de manera
más comprensiva y convincente que utilizando las relaciones
corrientes de los hechos reales.
He intentado, por lo tanto, preservar la verdad de los principios
básicos de la naturaleza humana, aunque no vacilé en ofrecer
combinaciones nuevas. La Ilíada, el poema trágico griego
Shakespeare, en La Tempestad y Sueño de una noche de verano, y
particularmente Milton, en El paraíso perdido, se ajustan a esta
regla; y hasta el novelista más modesto, que procura
entretenerse o entretener con sus trabajos, puede, sin incurrir por ello
en pecado de presunción, permitirse cierta licencia en novelística,
o más bien aplicar una regla gracias a la cual tantas exquisitas
combinaciones de los sentimientos humanos se resolvieron
en las más elevadas expresiones poéticas.
Las circunstancias en que se basa esta historia surgieron de
una conversación casual. La comencé en parte como entretenimiento
y en parte como medio de ejercitar las posibilidades
ignoradas de la mente. A medida que el trabajo avanzaba, se
perfilaron otros motivos. No soy indiferente al efecto que puedan
tener sobre el lector las tendencias morales que se manifi
estan en los sentimientos y los personajes de esta historia; sin
embargo, mi principal preocupación en este sentido ha sido simplemente
evitar los efectos enervantes de las novelas contemporáneas,
y demostrar la bondad de los sentimientos domésticos
y la excelencia de la virtud universal. De ningún modo debe
creerse que apruebo las opiniones que se desprenden naturalmente
del carácter y la situación del héroe; las páginas siguientes
no autorizan, en realidad, a extraer inferencias ni a prejuzgar
ningún tipo de doctrina fi losófi ca.
Para la autora es interesante también el hecho de que esta
historia fue comenzada en la majestuosa región donde se desarrolla
la obra, mientras se hallaba acompañada de personas a las
que recuerda con añoranza. Pasé el verano de 1816 en los alrededores
de Ginebra. La estación era fría y lluviosa, y en los atardeceres
nos reuníamos alrededor de un chisporroteante fuego
de leños y ocasionalmente nos entreteníamos contando cuentos
fantásticos alemanes, que habían caído en nuestras manos.
Estos cuentos excitaban en nosotros un travieso deseo de imitación.
Otros dos amigos (un cuento de la pluma de ellos sería
para el público algo mucho más aceptable que cualquier cosa
que yo pudiera ofrecer) y yo convinimos escribir individualmente
historias fundadas en hechos sobrenaturales.
El tiempo, sin embargo, se serenó súbitamente; mis dos amigos
me abandonaron para hacer un viaje a los Alpes, y perdieron,
en la magnificencia de las escenas que presenciaban, todo
recuerdo de sus fantasmagóricas visiones. La siguiente historia
es la única que fue terminada.
Marlow, septiembre de 1817.


INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN DE 1831
Cuando eligieron a  para incluirla en una de sus
series, los Editores de las Standard Novels, expresaron el deseo de
que les facilitara algún material sobre el origen de esta historia.
Deseo vivamente complacerles, porque así puedo ofrecer una
respuesta general a la pregunta que a menudo se me formula:
“¿Cómo yo, que entonces era una jovencita, pude pensar y desarrollar
una idea tan monstruosa?” Es verdad que soy contraria
a hablar de mí misma en letras de molde, pero como mi relato
sólo será apéndice de una producción anterior, y se limitará a
tópicos vinculados con mi autoría, difícilmente puedo acusarme
yo misma de haber incurrido en pecado de intrusión personal.
No es extraño que, dada mi condición de hija de dos personas
distinguidas en el campo de las letras, haya pensado en escribir
desde muy temprana edad. Cuando era niña ya garabateaba;
y mi pasatiempo favorito durante las horas de recreo era “escribir
cuentos”. Sin embargo, un placer más querido era construir
castillos en el aire –el placer de soñar despierta –, seguir la línea
de pensamiento, cuyo tema adoptaba la forma de una sucesión
imaginaria de incidentes. Mis sueños eran al mismo tiempo más
fantásticos y gratos que mis escritos. En estos últimos fui
simplemente una imitadora –siguiendo el camino que otros habían
trazado en vez de utilizar mis propias ideas. Lo que escribía
estaba destinado por lo menos a un lector mi compañero de
infancia y amigo, pero mis sueños eran sólo míos; no permitía
que nadie entrara en ellos; eran mi refugio en el hastío y el placer
más querido en la alegría.
Cuando era niña viví principalmente en el campo, y pasé
mucho tiempo en Escocia. A veces visitaba los lugares más
pintorescos, pero mi residencia habitual se encontraba en las
desiertas y melancólicas costas del norte de Tay, cerca de Dundee.
Desiertas y melancólicas las llamo ahora, mirando hacia
atrás; pero entonces no me lo parecían. Eran el refugio de la
libertad, y la agradable región donde pude comulgar despreocupadamente
con las criaturas de mi imaginación. Por entonces
yo escribía –pero en un estilo por demás corriente. Los airosos
vuelos de mi imaginación nacieron y se desarrollaron bajo
los árboles de las tierras pertenecientes a nuestra casa, o en los
lagos sombreados de las montañas desnudas que se alzaban
en las cercanías. No hacía de mi propia persona la heroína de
esos relatos. Mi propia vida me parecía una cosa, excesivamente
común. No podía concebir siquiera que las angustias románticas
o los hechos maravillosos llegasen a ser jamás mi destino;
pero no me limitaba a mi propia identidad; y era capaz de poblar
las horas con creaciones que en ese momento me parecían más
interesantes que mis propias sensaciones.
Después, comencé a desarrollar una vida activísima, y la realidad
vino a ocupar el lugar de la fi cción. Sin embargo, desde
el principio mi marido manifestó vivo interés en que yo me
demostrase digna de mi linaje, y en que inscribiese mi nombre
en la página de la fama. Siempre me instaba a adquirir reputación
literaria, cosa que a mí misma me preocupaba entonces,
aunque después he llegado a sentir infi nita indiferencia hacia el
asunto. En esa época deseaba que yo escribiese, no tanto con la
idea de que pudiera producir algo digno de atención, sino más
bien para darle oportunidad de juzgar si encerraba en mí misma
la promesa de cosas futuras de mayor calidad. De todos modos,
nada hice. Los viajes y la atención de una familia ocupaban mi
tiempo; y el estudio, bajo la forma de la lectura o del mejoramiento
de mis ideas gracias a la comunicación con la mente de
mi marido, mucho más cultivada, era toda la actividad literaria
que comprometía mi atención.
En el verano de 1816 visitamos Suiza, y fuimos vecinos de
lord Byron. Al principio pasamos nuestras horas placenteras en
el lago, o recorriendo sus orillas; y lord Byron, que estaba escribiendo
el tercer canto de Childe Harold, era el único del grupo
que trasladaba al papel sus pensamientos. Esas ideas, a medida
que nos conocíamos, aparecían revestidas con la luz y la armonía
de la poesía, y se hubiera dicho que exaltaban las glorias divinas
del cielo y la tierra, cuyas infl uencias compartíamos con él.
Pero fue un verano húmedo y desapacible, y la lluvia incesante
a menudo nos recluía durante días enteros en la casa.
Cayeron en nuestras manos algunos volúmenes de historias de
fantasmas, traducidos del alemán al francés. Estaba la Historia
del Amante Infiel, que cuando se disponía a abrazar a la novia a
la que había consagrado sus votos se halló en brazos del pálido
espectro de la que él había abandonado. Y el relato del pecaminoso
fundador de una raza, cuyo destino miserable era dar el
beso de la muerte a los hijos más pequeños de su casa fatídica,
en el preciso instante en que alcanzaban la edad de la promesa.
Su forma gigantesca y espectral, ataviada como el fantasma de
Hamlet, con la armadura completa, pero con la babera alzada,
aparecía a medianoche, iluminada por los rayos siniestros de la
luna, avanzando lentamente por la oscura avenida. La forma se
perdía en las sombras de los muros del castillo; pero pronto se
abría un portón, se oían pasos, y franqueando la puerta de la
cámara él avanzaba hacia el lecho de los jóvenes en flor,
acunados en su sueño bienhechor. Un sentimiento de aflicción eterna
se dibujaba en su rostro cuando se inclinaba para besar la frente
de los niños, que desde ese momento comenzaban a amustiarse
como fl ores arrancadas de la planta. No he vuelto a ver
esos relatos; pero sus incidentes están tan frescos en mi espíritu
como si los hubiese leído ayer.
“Cada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas”
–dijo lord Byron–; y todos aceptamos su proposición. Éramos
cuatro. El noble autor inició un relato, parte del cual aparece al
fi nal de su poema Mazeppa. Shelley, más dispuesto a envolver
ideas y sentimientos en la irradiación de una imaginería brillante
y en la música del verso más melodioso que adorna nuestro lenguaje,
que a intentar la estructura de una historia, comenzó un
relato basado en las experiencias de sus primeros años de vida.
El pobre Polidori había concebido cierta idea terrible acerca de
una dama cuya cabeza era una calavera, y que había recibido
ese castigo porque espió por el agujero de una cerradura –he
olvidado qué vio– algo que, por supuesto, era muy chocante e
impropio; pero cuando la dama quedó reducida a una condición
peor que el famoso Tom de Coventry, Shelley no supo qué
hacer con ella, y se vio obligado a despacharla a la tumba de los
Capuletos, el único lugar donde podía acomodarla. También los
ilustres poetas, fastidiados por lo pedestre de la prosa, renunciaron
sin demora a la tarea poco grata.
Me ocupé de pensar una historia –un relato que rivalizara con
los fragmentos que nos habían inducido a abordar esta tarea.
Quería algo que evocase los temores misteriosos de nuestra
naturaleza, y que suscitase horrores inquietantes –de modo que
el lector temiese mirar alrededor, y se le erizase la piel y se le
acelerasen los latidos del corazón. Si no lograba todo esto, mi
historia de fantasmas sería indigna del nombre. Pensé y cavilé
–pero en vano. Sentía esa vacía incapacidad de invención que es
el principal misterio de la creación, cuando la Nada vacía
contesta a nuestras ansiosas invocaciones. ¿Ha pensado una historia?,
me preguntaban todas las mañanas, y siempre me veía obligada
a contestar con una mortificante negativa.
Para hablar a lo Sancho, todo debe tener un comienzo; y ese
principio debe vincularse con algo que ocurrió anteriormente.
Los hindúes afi rman que el mundo descansa sobre un elefante,
pero que éste se encuentra sobre una tortuga. Debe reconocerse
humildemente que la invención no consiste en crear de la nada,
sino del caos; en principio, debe contarse con los materiales: la
creación puede dar forma a las sustancias oscuras e informes,
pero no puede crear la sustancia misma. En todas las cuestiones
que se refi eren al descubrimiento y a la invención, y aún a las
que se relacionan con la imaginación, se nos recuerda constantemente
el caso de Colón y el huevo. La invención consiste en
la capacidad de aprovechar las posibilidades de un tema, y en el
poder de plasmar y encauzar las ideas que él sugiere.
Lord Byron y Shelley sostuvieron muchas y prolongadas conversaciones,
y yo fui oyente devota pero casi silenciosa de esos
coloquios. Durante una de esas charlas se discutieron diversas
doctrinas filosóficas, y entre otras la naturaleza del principio de
la vida, y si existían probabilidades de que jamás fuese posible
descubrirlo y comunicarlo. Hablaban de los experimentos del
doctor Darwin (me refi ero no a lo que él hizo realmente, ni a
lo que dijo haber hecho, sino –porque se aviene más a mi propósito–
a los actos que entonces se le atribuían) que preservaba
un trozo de vermicelli en un frasco de vidrio, hasta que gracias
a ciertos medios extraordinarios comenzaba a moverse voluntariamente.
Después de todo, no se trataba de infundir vida.
Quizá fuera posible reanimar un cadáver; el galvanismo había
sugerido cosas por el estilo: quizá fuera posible fabricar los elementos
de una criatura, reunirlos e infundirles calor vital.
Pasó la noche en esta conversación, y cuando nos retiramos
a descansar ya habíamos dejado atrás la hora de las
brujas. Cuando descansé la cabeza en la almohada no dormí, y
tampoco hubiera podido decirse que pensaba. Mi imaginación
desatada me poseía y llevaba, y otorgaba a las sucesivas imágenes
que se formaban en mi mente una vivacidad que excedía
holgadamente los límites usuales del ensueño. Vi –con los
ojos cerrados –, pero con viva claridad mental al pálido estudioso
de las artes ocultas arrodillado al lado de la cosa que él
mismo había armado. Vi extendido el horrible fantasma de un
hombre, y luego, a impulsos de alguna máquina poderosa, mostrar
signos de vida y agitarse con movimientos torpes, como
los de un ser vivo. Debía ser terrorífico; pues tal efecto tenía
que provocar una empresa humana que pretendía parodiar el
mecanismo estupendo del Creador del mundo. Su éxito mismo
debía aterrorizar al artista; y éste se apartaría espantado, agobiado
por el horror de la obra creada por sus propias manos.
Debía confi ar en que, abandonada a sí misma, se desvaneciese
la ligera chispa de vida que había logrado comunicar; y que esta
cosa, que había recibido tan imperfecta animación, recayese en
la materia muerta; así, podría descansar en la creencia de que el
silencio de la tumba ahogaría para siempre la existencia fugaz
del horroroso cadáver a quien por un momento había considerado
como la cuna de la vida. El autor duerme; pero ahora se
despierta; abre los ojos; y contempla al ser horroroso que está
de pie al lado de su lecho, entreabriendo las cortinas, y contemplándolo
con ojos amarillentos, acuosos pero refl exivos.
Aterrorizada, abrí los míos. Tanto se apoderó de mi mente
la idea, que me recorrió un estremecimiento de temor, y experimenté
el deseo de trocar la imagen espectral de mi fantasía por
las realidades que me rodeaban. Aún las veo; la habitación, las
maderas oscuras del piso, las persianas cerradas, y entre ellas fi ltrándose
la luz de la luna, la sensación de que más allá se extendía
el espejo del lago y los Alpes blancos y elevados. No pude
desembarazarme tan fácilmente de mi atroz espectro; seguía
acechándome. Debía tratar de pensar en otra cosa. Apelé a mi
cuento de fantasmas: ¡zarandeada e infeliz historia de fantasmas!
¡Oh! ¡Si por lo menos pudiese idear algo que atemorizase
a mi lector como yo misma me había intimidado esa noche! La
idea que entonces se me ocurrió sobrevino con la velocidad de
la luz, y fue tan reconfortante como ésta. “¡Lo he hallado! ¡Lo
que me inspiró temor, sabrá atemorizar a otros, y bastará que
describa el espectro que me persiguió en medio de la noche!” A
la mañana siguiente anuncié que había pensado una historia. Ese
día empecé con las palabras: Una desolada noche de noviembre, y por
el momento me limité a una reseña de los sombríos terrores de
mi ensoñación.
Al principio pensé escribir nada más que unas pocas páginas,
redactando un cuento corto; pero Shelley me instó a desarrollar
más extensamente la idea. Ciertamente, mi esposo no me sugirió
ningún incidente, y ni siquiera algunas sensaciones; pero si
no hubiera sido por sus exhortaciones la obra no habría adquirido
nunca la forma que el mundo conoció. De esta declaración
debo exceptuar el prefacio. Por lo que puedo recordar, fue
escrito totalmente por él.
Y ahora, nuevamente saludo a mi horrible engendro, y lo
aliento a que vaya por el mundo y prospere. Le tengo afecto,
pues fue el fruto de días felices, cuando la muerte y el dolor no
eran más que palabras que no hallaban verdadero eco en mi
corazón. Varias de sus páginas refl ejan muchos paseos, salidas
y conversaciones, cuando yo no estaba sola y mi compañero
era aquel a quien nunca volveré a ver en este mundo. Pero esto
es para mí misma; mis lectores nada tienen que ver con estas
asociaciones.
Sólo agregaré una palabra, relacionada con las modifi caciones
que he introducido. Son principalmente variaciones de estilo.
No he cambiado ninguna parte del relato, ni introducido ideas o
circunstancias nuevas. He corregido el lenguaje allí donde podía
perjudicar el interés de la narración; y estos cambios aparecen
casi exclusivamente al comienzo del primer volumen. En el
desarrollo de toda la obra, se limitan completamente a las partes
subordinadas del relato, y han dejado intacto el núcleo y la
sustancia del mismo.
M.W.S.
Londres, 15 de octubre de 1831

PRIMERA CARTA
A Mrs. Saville, Inglaterra
San Petersburgo, 11 de diciembre de 17..
Te alegrará saber que no hemos sufrido tropiezos graves al
comienzo de una empresa que miraste con tan sombríos presentimientos.
He llegado ayer; y lo primero que hago es tranquilizar
a mi querida hermana acerca de mi bienestar, y de la confi
anza cada ver más fi rme que me anima con respecto al éxito
de mi aventura.
Ya estoy muy al norte de Londres; y mientras recorro las
calles de Petersburgo, siento una fría brisa septentrional que me
acaricia las mejillas, entona mis nervios y acentúa mi bienestar.
¿Puedes comprender este sentimiento? Esta brisa, que viene de
las regiones hacia las cuales avanzo, me ofrece un pregusto de
esos climas helados. Entonado por este viento de promesa, mis
ensueños son más fervientes y vívidos. Procuro en vano persuadirme
de que el Polo es un ámbito de hielo y desolación; pero
siempre lo imagino como la región de la belleza y el placer. Allí,
Margaret, el sol siempre es visible; su ancho disco bordea el
horizonte y difunde un resplandor perpetuo. Allí –pues con tu
venia, hermana mía, daré fe a los navegantes que me precedieron–
no hay nieve ni escarcha; y surcando un mar sereno, podemos
derivar hacia tierras que por su maravilla y su belleza sobrepasan
todo lo que hasta ahora se ha descubierto en las regiones
habitables del globo. Es posible que sus productos y sus accidentes
no tengan igual, como indudablemente es el caso de los
fenómenos de los cuerpos celestes en estas soledades inexploradas.
¿Qué no habrá en una región de eterna luz? Quizá descubra
allí el poder maravilloso que atrae la aguja; y quizá dilucide
la ley que explica un millar de observaciones celestes, de
modo que sólo se necesite este viaje para poner defi nitivamente
en su lugar esas aparentes excentricidades. Saciaré mi ardiente
curiosidad con la visión de una parte del mundo que nunca fue
visitada, y pisaré un suelo que jamás fue hollado por el pie del
hombre. Tales son las cosas que me atraen, y bastan para imponerse
al temor que pueden suscitar el peligro o la muerte, y para
inducirme a iniciar este difícil viaje con la alegría que un niño
siente cuando se embarca en un pequeño bote, con sus compañeros
de vacaciones, en una expedición del descubrimiento del
río nativo. Pero aun suponiendo que todas estas conjeturas sean
falsas, no puedes ignorar el inestimable benefi cio que conferiré
a toda la humanidad, hasta la última generación, descubriendo
en las cercanías del polo un paso hacia esos países, para llegar a
los cuales ahora es necesario realizar un viaje de muchos meses;
o aclarando el secreto del imán, que en todo caso sólo puede
develarse en una empresa como la mía.
Estas refl exiones han calmado la agitación con la cual
comencé mi carta, y siento que mi corazón desborda con un
entusiasmo que me eleva a los cielos; pues nada contribuye tanto
a tranquilizar la mente como un propósito fi rme: un punto en
el cual el alma pueda fi jar su ojo intelectual. Esta expedición ha
sido el sueño favorito de mis primeros años. Leí con ardor los
relatos de los diversos viajes realizados con la intención de llegar
al Pacífi co Norte a través de los mares que rodean el Polo.
Recordarás que toda la biblioteca de nuestro buen tío Thomas
estaba formada por la historia de todos los viajes realizados con
fi nes de descubrimiento. Es cierto que se descuidó mi educación,
pero pese a todo yo era apasionadamente afi cionado a la
lectura. Estos volúmenes constituían la materia de mi estudio
día y noche, y mi familiaridad con ellos acentuó la añoranza que
yo había sentido en mis años de infancia, cuando supe que poco
antes de morir mi padre había prohibido a mi tío que me permitiese
consagrarme a la vida marina.
Estas imágenes se desvanecieron cuando hojeé por primera
vez las obras de los poetas cuyos transportes exaltaron mi alma
y la elevaron a las alturas. También yo me convertí en poeta, y
durante un año viví en un Paraíso de mi propia creación; imaginé
que también podía conseguir un nicho en el templo consagrado
a los nombres de Homero y Shakespeare. Bien sabes de
mi fracaso, y cuánto sufrí el consiguiente sentimiento de decepción.
Pero en ese mismo momento heredé la fortuna de mi
primo, y esos pensamientos se encauzaron nuevamente hacia
mis primeras inclinaciones.
Han transcurrido seis años desde que decidí acometer esta
empresa. Aún ahora recuerdo el momento en que me consagré
a esta gran aventura. Comencé ejercitando mi cuerpo en las
privaciones. Acompañé a los pescadores de ballenas en varias
expediciones al Mar del Norte; voluntariamente soporté el frío,
el hambre, la sed y la necesidad de sueño; a menudo trabajé más
esforzadamente que los marineros comunes durante el día, y
consagré mis noches al estudio de las matemáticas, la teoría de
la medicina y las ramas de la ciencia física que pueden ser particularmente
útiles al hombre de mar. Dos veces senté plaza
como marinero en un ballenero groenlandés, y merecí expresiones
de admiración. Debo confesar que me sentí un tanto
orgulloso cuando mi capitán me ofreció el segundo puesto de la
nave, y con la mayor sinceridad me exhortó a permanecer junto
a él; tanto estimaba mis servicios.
Y ahora, querida Margaret, ¿no merezco realizar una gran
empresa? Quizá mi vida ha transcurrido en la comodidad y el
lujo; pero preferí la gloria a todas las seducciones que la riqueza
puso en mi camino. ¡Ah, quisiera que una voz de aliento me
respondiese afi rmativamente! Mi coraje y mi resolución son fi rmes;
pero mis esperanzas vacilan, y mi espíritu a menudo se
siente agobiado. Me dispongo a iniciar un viaje prolongado y
difícil, cuyas alternativas exigirán toda mi fortaleza; pues debo
no sólo levantar el espíritu de otros, sino a veces sostener el mío
propio cuando el de mis acompañantes decae.
Este es el período más favorable para viajar en Rusia. Se deslizan
velozmente sobre la nieve en sus trineos; el movimiento es
agradable, y a mi juicio mucho más grato que el de una diligencia
inglesa. El frío no es excesivo, si uno se envuelve en pieles:
un atavío que ya he adoptado; pues hay gran diferencia entre
pasearse en el puente y permanecer sentado e inmóvil durante
horas, de modo que no se hace ningún ejercicio que impida que
la sangre se hiele en las venas. Ciertamente, no deseo perder la
vida en el camino de postas entre San Petersburgo y Arcángel.
De aquí a una quincena o tres semanas saldré para la última
de estas ciudades; y ahí me propongo contratar una nave, cosa
que puede hacerse fácilmente pagando el seguro al propietario,
y contrataré tantos marineros como juzgue necesario entre
quienes están acostumbrados a la pesca de ballenas. No pienso
zarpar hasta el mes de junio; ¿y cuándo regresaré? Ah, querida
hermana, ¿cómo responder a esta pregunta? Si tengo éxito,
muchos, muchos meses, quizás años, pasarán antes de que tú y
yo volvamos a reunirnos. Si fracaso, muy pronto me volverás a
ver, o no nos veremos más.
Adiós, querida, excelente Margaret. Que el cielo derrame
bendiciones sobre ti y me salve, para que una y otra vez pueda
atestiguar la gratitud que despiertan en mí tu amor y tu bondad:
tu hermano que te quiere.
R. Walton

SEGUNDA CARTA
A Mrs. Saville, Inglaterra
Arcángel, 28 de marzo de 17..
¡Cuán lentamente pasa el tiempo aquí, rodeado de nieve y
escarcha! Pero he dado el segundo paso para realizar mi empresa.
He contratado un navío, y estoy ocupado reclutando a mis marinos;
aquellos a quienes ya he comprometido parecen hombres
de fi ar, y ciertamente poseen indomable valor.
Pero experimento una necesidad que hasta ahora nunca pude
satisfacer; y ahora sufro particularmente la ausencia del objeto
de dicha necesidad. No tengo un amigo, Margaret: cuando resplandezco
con el entusiasmo del éxito, no tengo a quien participar
mi alegría; si me agobia la decepción, nadie intenta sostenerme
en el desánimo. Es verdad que puedo volcar mis sentimientos
en el papel; pero éste es un medio inferior para la
comunicación del sentimiento. Deseo la compañía de un hombre
que simpatice conmigo; cuyos ojos respondan a mis miradas.
Querida hermana, me creerás romántico, pero experimento
hondamente la necesidad de un amigo. No tengo a nadie cerca
de mí, no dispongo de un ser amable pero valeroso, dotado de
una mente cultivada al mismo tiempo que amplia, cuyos gustos se
asemejen a los míos, y que apruebe o enmiende un plan. ¡Cuánto
contribuiría un amigo así a reparar los defectos de tu pobre hermano!
Soy muy ardiente en la ejecución, y me impaciento con
facilidad frente a las difi cultades. Pero el peor de mis defectos es
mi condición de autodidacta. Durante los primeros catorce años
de mi vida hice mi voluntad, y sólo leí los libros de viaje de nuestro
tío Thomas. A esa edad me familiaricé con los poetas famosos
de nuestra patria; pero sólo cuando había perdido el poder
de extraer los más importantes benefi cios de esa convicción,
percibí la necesidad de conocer otros idiomas, aparte de nuestra
propia lengua. Ahora tengo veintiocho años, y en realidad poseo
menos cultura que muchos escolares de quince. Es verdad que he
refl exionado más, y que mis ensueños son más amplios y magnífi
cos; pero necesitan (como dirían los pintores) mantenimiento; y
así, experimento hondamente la necesidad de un amigo que tenga
criterio sufi ciente para no despreciar mi romanticismo, y bastante
afecto hacía mí para tratar de encauzar mi mente.
Bien, de nada sirve quejarse. Ciertamente, no hallaré amigos
en el ancho océano, ni siquiera aquí en Arcángel, entre comerciantes
y marinos. Sin embargo, algunos sentimientos de naturaleza
elevada, laten aún en estos pechos rudos. Mi primer ofi -
cial, por ejemplo, es hombre de coraje e iniciativa maravillosos,
anhela fervorosamente la gloria: o más bien, para dar a mi frase
una forma más característica, desea progresar en su profesión.
Es inglés, y en medio de los prejuicios nacionales y profesionales,
que no están suavizados por una mente cultivada, conserva
alguna de las dotes más nobles de la humanidad. Lo conocí a
bordo de un ballenero: y como en esta ciudad estaba desocupado,
me fue fácil comprometer su ayuda a mi empresa.
El contramaestre es persona de excelente disposición, y a
bordo se distingue por su bondad y la benignidad de su
disciplina. Esta circunstancia, sumada a su conocida integridad y a su
coraje indomable, avivó en mí el deseo de obtener su servicio.
Mi juventud solitaria, mis mejores años vividos bajo tu bondadosa
y femenina tutela, han refi nado a tal extremo la base de
mi carácter que no puedo dominar el intenso disgusto que suscita
en mí la brutalidad practicada habitualmente en los buques:
nunca la creí necesaria; y cuando oí hablar de un marino que se
distinguía igualmente por la bondad de su corazón, el respeto
y la obediencia que imponía a su tripulación, me creí particularmente
afortunado ante la posibilidad de asegurar sus servicios.
El primer comentario que escuché acerca de su persona
fue más o menos romántico, pues provino de una dama que le
debe la felicidad de su vida. He aquí, brevemente, su historia:
hace algunos años amó a una joven dama rusa de moderada
fortuna; y después de amasar una considerable suma en presas,
el padre de la joven consintió en la boda. Este hombre vio a su
prometida una vez antes de la ceremonia; pero ella se presentó
bañada en lágrimas, y arrojándose a sus pies lo exhortó a dejarla
libre, confesándole al mismo tiempo que amaba a otro, pero él
era pobre, y su padre nunca consentiría en la unión. Mi generoso
amigo tranquilizó a la suplicante, y una vez informado del
nombre de aquel joven, instantáneamente abandonó su pretensión.
Había pensado comprar una propiedad con su dinero, y
en ella se proponía pasar el resto de su vida; pero traspasó todo
a su rival, así como los restos de su dinero, para que comprase
ganado, y él mismo pidió al padre de la joven que consintiese
el matrimonio con el preferido de su hija. El anciano se negó
resueltamente, pues creía tener un compromiso de honor con
mi amigo; y éste, cuando comprobó que el padre se mostraba
inexorable, abandonó el país y no regresó hasta saber que la
joven había contraído matrimonio de acuerdo con sus propias
inclinaciones. “¡Cuánta nobleza!, exclamarás. Y así es; pero por
otra parte, es un hombre totalmente desprovisto de educación:
es tan silencioso como un turco, y vive envuelto en una suerte
de ignorante descuido –atmósfera que, si bien confi ere carácter
aún más sorprendente a su conducta, perjudica el interés y la
simpatía que en otro caso sería capaz de suscitar.
Pero no creas, porque me quejo un poco, o porque imagino
para mis trabajos consuelos que nunca llegaré a conocer,
que mi resolución vacila. Ésta es tan fi rme como el destino; y
por el momento me he limitado a postergar mi viaje hasta que
el tiempo permita soltar amarras. El invierno ha sido terriblemente
severo; pero la primavera promete buen tiempo, y todos
creen que este año comenzará muy pronto; de modo que quizá
zarpe antes de lo esperado. No haré nada irrefl exivamente: me
conoces lo sufi ciente para confi ar en mi prudencia y mi responsabilidad
en una empresa en la cual la seguridad de otros
depende de mis actos.
No puedo describirte las sensaciones que me embargan ante la
proximidad de mi aventura. Es imposible transmitirte una idea de
esta sensación de inquietud, a medias grata y a medias dolorosa,
con que me preparo para partir. Marcho a regiones inexploradas,
a “la tierra de la bruma y de la nieve”; pero no he de matar ningún
albatros, de modo que no temas por mi seguridad. ¿O crees que
retornaré a ti tan agobiado y dolorido como el “Antiguo Marinero”?
Mi alusión te hará sonreír; pero ha de revelarte un secreto.
Con frecuencia he atribuido mi adhesión a los peligrosos misterios
del océano, el apasionado entusiasmo que ellos provocan
en mí, a ese fruto del más imaginativo de los poetas modernos.
Mi alma está trabajada por algo que no comprendo. En las cosas
prácticas soy industrioso, esforzado; un artesano capaz de laborar
con perseverancia y esfuerzo: pero al mismo tiempo, hay en mí
cierto amor de lo maravilloso, fe en lo maravilloso, entrelazado en
todos mis proyectos, que me impulsan a dejar los caminos recorridos
por todos los hombres, y aun a surcar el mar ignoto y las
regiones inhóspitas que me dispongo a explorar.
Pero, volvamos a cosas que nos tocan más de cerca. ¿He
cae volverte a ver, después de atravesar mares inmensos, regresando
por los extremos meridionales de África o América? No
me atrevo a esperar tanto éxito, y al mismo tiempo no soporto
contemplar el reverso de la imagen. Por ahora, continúa escribiéndome
siempre que puedas: quizá reciba tus cartas en esas
ocasiones en que más las necesito para confortar mi espíritu. Te
amo muy tiernamente. Recuérdame con afecto, si acaso nunca
volvieses a oír de mí. Tu hermano que te quiere.
Robert Walton

TERCERA CARTA
A Mrs. Saville, Inglaterra
7 de julio de 17..
Mi querida hermana: te escribo apresuradamente unas pocas
líneas, para decir que estoy bien, y que los preparativos de mi
viaje están muy avanzados. Esta carta llegará a Inglaterra por
mediación de un comerciante que ahora retorna a la patria desde
Arcángel; hombre más afortunado que yo, que quizá no retorne
a mis lares nativos en muchos años. Sin embargo, mi espíritu
se mantiene alto: mis hombres son audaces, y aparentemente
alientan propósitos fi rmes; y los hielos fl otantes que cruzamos
constantemente, y que indican los peligros de la región hacia
la cual avanzamos, no parecen desalentarlos. Ya hemos alcanzado
una latitud muy alta: pero estamos en la culminación del
verano, y aunque el tiempo no es tan cálido como en Inglaterra,
los vientos del Sur, que nos empujan constantemente hacia
esas costas que tan ardientemente deseo alcanzar, infunden una
renovada calidez que yo no había esperado.
Hasta ahora no hemos tenido incidentes que merezcan fi gurar
en una carta. Uno o dos vientos fuertes, y la aparición de un
pequeño rumbo, son percances que los navegantes experimentados
apenas mencionan; y me daré por muy satisfecho si nada
peor nos ocurriera en el transcurso del viaje.
Adiós, mi querida Margaret. Ten confi anza en que por mi
propio bien, tanto como por el tuyo, no iré temerariamente al
encuentro del peligro. Seré frío, cuidadoso y prudente.
Pero el éxito debe coronar mis afanes. ¿Dónde, sino, lo hallaría?
he llegado hasta aquí, abriéndome camino en estos mares
desconocidos: las estrellas mismas son testigo y testimonio de
mi triunfo. ¿Por qué no he de continuar surcando este elemento
indomado pero obediente? ¿Qué puede detener el corazón decidido
y la voluntad resuelta del hombre?
Como ves, mi corazón henchido se vuelca involuntariamente
en estas líneas. Pero aquí debo concluir. ¡El cielo bendiga a mi
hermana bien amada!
R. W.

CUARTA CARTA
A Mrs. Saville, Inglaterra
7 de agosto de 17..
Nos ha ocurrido un accidente tan extraño que no puedo
resistir la tentación de anotarlo, aunque es muy probable que
me veas antes de que estos papeles lleguen a tus manos.
El lunes pasado (31 de julio) estábamos casi completamente
rodeados por el hielo, que encerraba al barco por todos los costados,
y apenas dejaba un poco de espacio para que la nave
fl otase. Nuestra situación era un tanto peligrosa, especialmente
porque nos envolvía una niebla muy espesa. De ahí que nos
mantuviésemos al pairo, esperando que la atmósfera y el tiempo
cambiasen un poco.
Alrededor de las dos la niebla se disipó, y contemplamos, extendiéndose
en todas dimensiones, vastas e irregulares planicies de
hielo, que parecían infi nitas. Algunos de mis compañeros lanzaron
exclamaciones, y yo mismo comenzaba a verme asaltado por sentimientos
de ansiedad, cuando un extraño espectáculo atrajo súbitamente
nuestra atención, y nos distrajo de nuestra propia situación.
Vimos un vehículo de escaso porte, atado a un trineo y tirado por
perros, que se desplazaba hacia el norte, a media milla de distancia:
un ser que tenía la forma de un hombre, pero al parecer de estatura
gigantesca, estaba sentado en el trineo y guiaba a los perros. Con
nuestros telescopios observamos el rápido avance del viajero, hasta
que se perdió entre las lejanas desigualdades del hielo.
Esta aparición nos dejó estupefactos. Creíamos estar a
muchos centenares de millas de tierra fi rme; pero esta visión
parecía indicar que, en realidad, no nos hallábamos tan distantes
como habíamos creído. Pero como éramos prisioneros del
hielo, no podíamos; seguir los pasos de aquel ser, a quien habíamos
observado con la mayor atención.
Unas dos horas después de este hecho, oímos el movimiento
del mar, y antes de caer la noche se rompió el hielo y nuestra
nave quedó libre. Sin embargo, permanecimos allí hasta la
mañana, temerosos de chocar en la oscuridad con esas grandes
masas que fl otan por doquier después que el hielo se abre.
Aproveché la ocasión para descansar unas pocas horas.
Pero en la mañana, apenas aclaró, me dirigí al puente y hallé
a todos los marineros atareados en un costado de la nave, aparentemente
hablando con alguien que estaba en el mar. En realidad,
era un trineo, semejante al que habíamos visto antes, que
había derivado lacia nosotros durante la noche, sobre un gran
fragmento de hielo. Solo conservaba un perro vivo; y en el trineo
estaba un ser humano, a quien los marineros procuraban
persuadir de que subiese al barco. No era, como aparentemente
había sido el caso del viajero anterior, el habitante salvaje de
una isla desconocida, sino un europeo. Cuando aparecí sobre el
puente, el contramaestre dijo: “Aquí esta nuestro capitán, y no
permitirá que usted perezca en medio del mar”.
Cuando me vio, el desconocido me habló en inglés, aunque
con acento extranjero. “Antes de subir a su buque –dijo– ¿quiere
tener la bondad de informarme a dónde se dirige?”.
Puedes imaginar mi asombro cuando oí esa pregunta, formulada
por un hombre que estaba al borde de la destrucción, y
para quien, así lo suponía, mi barco era un medio de salvación
que él no desearía cambiar por todas las riquezas del mundo.
De todos modos, repliqué que estábamos realizando un viaje de
exploración en dirección al Polo Norte.
Después de oír mi respuesta, pareció satisfecho, y aceptó
subir a bordo. ¡Santo Dios! Margaret, si hubieses visto al hombre
que de ese modo aceptaba asegurar su propia vida, tu sorpresa
había sido ilimitada. Tenía los miembros casi congelados,
y su cuerpo estaba horrorosamente gastado por la fatiga y el
sufrimiento. Jamás vi un hombre tan maltrecho. Intentamos llevarlo
a la cabina: pero apenas dejó de respirar el aire fresco, se
desmayó. Por lo tanto, lo devolvimos al puente, y conseguimos
que volviese en sí frotándolo con brandy, obligándolo a tragar
una pequeña cantidad. Apenas mostró signos de vida lo envolvimos
en frazadas, y lo depositamos cerca de la chimenea de la
cocina. Poco a poco reaccionó, e ingirió un poco de sopa, después
de lo cual pareció recuperarse maravillosamente.
Así pasaron dos días, antes de que pudiese hablar; y a menudo
temí que sus sufrimientos le hubiesen privado de la inteligencia.
Cuando se hubo recuperado relativamente, lo trasladé a mi propia
cabina, y lo atendí tanto como me lo permitían mis obligaciones.
Nunca vi una criatura más interesante: sus ojos suelen
tener una expresión de salvajismo, y aun de locura; pero en ciertos
momentos, si uno le demuestra bondad, o le presta el más
menudo servicio, todo su continente se ilumina, por así decirlo,
con un rayo de benevolencia y dulzura como nunca vi en otros.
Pero en general se muestra melancólico y deprimido; a veces
rechina los dientes, como impaciente ante el peso de las angustias
que le oprimen.
Cuando mi huésped se recuperó un poco, tuve gran difi cultad
para mantener alejados a los hombres, que deseaban
formularle mil preguntas; pero yo no estaba dispuesto a permitir que
lo atormentasen con su ociosa curiosidad, dado que su cuerpo
y su mente se hallaban en un estado tal que la curación dependía
evidentemente del reposo absoluto. Sin embargo, una vez el
primer ofi cial le preguntó por qué se había aventurado tan lejos
en el hielo en un vehículo tan extraño.
Su rostro adoptó inmediatamente una expresión profundamente
sombría, y replicó: “Para buscar a uno que huyó de mí”.
“¿El hombre a quien usted perseguía viajaba del mismo
modo?”
“Sí.”
“Entonces, creo que lo hemos visto; pues el día antes de
recogerlo a usted, vimos un trineo arrastrado por varios perros,
y en él viajaba un hombre.”
Esta información despertó la atención del forastero; y formuló
una multitud de preguntas acerca de la ruta que el demonio
como él lo llamaba, había seguido. Poco después, cuando
estuvo solo conmigo, dijo: “Sin duda, he despertado su curiosidad,
así como la de esta buena gente; pero usted es demasiado
considerado para hacer preguntas”.
“Ciertamente; sería muy impertinente e inhumano que lo
molestase con mi curiosidad.”
“Y, sin embargo, usted me salvó de una situación extraña y
peligrosa; con su benevolencia me devolvió a la vida.”
Poco después el forastero preguntó si yo creía que la rotura
del hielo había destruido el otro trineo. Repliqué que no me era
posible contestar con certidumbre; pues el hielo no se había
roto hasta cerca de medianoche, y el viajero podía haber llegado
a lugar seguro antes de esa hora; pero sobre esto no podía emitir
juicio.
A partir de ese momento, un nuevo espíritu vital animó el
decaído cuerpo del extranjero. Manifestó vivo deseo de estar
en el puente, deseoso de avistar el trineo que habíamos visto
antes; pero conseguí persuadirle de que permaneciese en la
cabina, pues estaba demasiado débil para soportar la crudeza
de la atmósfera. Le prometí que alguien vigilaría en su lugar,
y le comunicaría inmediatamente si avistaba cualquier objeto
nuevo.
Este es mi relato de todo lo que se refi ere a este extraño
fenómeno, hasta el momento actual. La salud del forastero ha
mejorado gradualmente, pero se muestra muy silencioso, y se
incomoda si otras personas, excepto yo mismo, entran en la
cabina. Sus modales son tan conciliadores y gentiles que todos
los marineros se han interesado en él, aunque apenas han mantenido
comunicación con este hombre. Por mi parte, comienzo
a quererle como a un hermano; y su dolor constante y profundo
provoca toda mi simpatía y mi compasión. Debe haber sido una
noble criatura en tiempos mejores, pues ahora que se ha convertido
en una ruina es atractivo y cordial.
Dije en una de mis cartas, mi querida Margaret, que difícilmente
hallaría un amigo en el ancho océano; sin embargo,
encontré un hombre a quien, antes de que el sufrimiento hubiese
quebrantado su espíritu, me habría sentido feliz de tener como
hermano de mi corazón.
Continuaré a intervalos este diario acerca del forastero, si es
necesario registrar nuevos incidentes.
13 de agosto de 17..
El afecto que este huésped suscita en mí aumenta diariamente.
Excita simultáneamente mi admiración y mi compasión en
medida asombrosa, ¡Cómo puedo ver una criatura tan noble destruida
por el sufrimiento, sin experimentar el dolor más acerbo! Es
tan bondadoso, y al mismo tiempo tan sensato; su mente está tan
cultivada; y cuando habla, aunque sus palabras están elegidas con el
arte más refi nado, fl uyen con rapidez y elocuencia sin igual.
Ahora está muy recuperado de su enfermedad, y pasa todo el
tiempo sobre el puente, aparentemente avizorando el trineo que
precedió al suyo. Pero, aunque desgraciado, no está tan absorto
en su propio dolor que no pueda interesarse profundamente en
los proyectos ajenos. A menudo ha conversado conmigo sobre
mis planes, que le he comunicado con absoluta franqueza. Escuchó
atentamente todos los argumentos que le ofrecí en favor de
mi posible éxito, y examinó cada uno de los detalles de las medidas
que adopté para garantizarlo. La simpatía que me demostró
me indujo a utilizar el lenguaje mas sincero, a manifestar el
ardiente entusiasmo de mi alma; y a decir, con todo el fervor de
mi corazón, que estaba dispuesto a sacrifi car alegremente mi fortuna,
mi existencia y todas mis esperanzas para llevar adelante la
empresa. La vida o la muerte de un hombre no eran, le dije, más
que un mínimo precio que debía pagarse para conquistar el conocimiento
que yo buscaba; para adquirir y transmitir ese poder que
permitiese derrotar a los enemigos elementales de nuestra raza.
A medida que yo hablaba, una expresión sombría se dibujaba en
el rostro de mi oyente. Al principio, advertí que trataba de reprimir
su emoción; se llevó las manos a los ojos. La voz me tembló
y al fin callé, pues veía las lágrimas que se deslizaban entre sus
dedos; de su pecho agitado brotaba un gemido. Me interrumpí;
y finalmente habló con acento entrecortado: “¡Desgraciado! ¿Es
posible que usted comparta mi locura? ¿Ha bebido también ese
filtro embriagador? Escúcheme... ¡Preste atención a mi historia, y
después apartará la copa de sus labios!”
Como puedes imaginar, estas palabras excitaron profundamente
mi curiosidad; pero el paroxismo de dolor que se había
apoderado del forastero fue más de lo que podía soportar su
debilitada constitución, y necesitó muchas horas de reposo y de
conversación tranquila para restaurar su compostura.
Después de dominar la violencia de sus sentimientos, pareció
despreciarse por haber sido esclavo de la pasión, e imponiéndose
a la oscura tiranía de la desesperación, me indujo a
hablar nuevamente de mí mismo. Me pidió que le relatase la
historia de mis primeros años. No necesité mucho tiempo para
satisfacer sus deseos: pero mis palabras le movieron a formular
distintas reflexiones. Le hablé del ansia de hallar un amigo, de
mi anhelo de concertar una más íntima relación de simpatía con
un espíritu fraterno; y expresé mi convicción de que un hombre
no podía vanagloriarse de haber conocido la verdadera felicidad
si no había gozado de esta bendición.
“Coincido con usted”, replicó el forastero. “Somos criaturas
toscas e incompletas, si alguien más sensato, mejor, más
valioso que nosotros mismos –como debe serlo un amigo– no
nos presta ayuda para perfeccionar nuestra naturaleza débil y
defectuosa. Antaño tuve un amigo, la más noble de las criaturas
humanas, y por lo tanto tengo derecho a emitir opinión sobre la
amistad. Usted tiene esperanza y el mundo se abre a sus esfuerzos,
de modo que no hay motivo para desesperarse. Pero yo... yo
lo he perdido todo, y no puedo empezar de nuevo a vivir”.
Después de decir estas palabras, su rostro expresó un dolor
sereno y profundo que me conmovió hasta el corazón. Pero
luego guardó silencio, y poco después se retiró a su cabina.
Aunque su espíritu esté destrozado, nadie puede sentir más
profundamente que este hombre las bellezas de la naturaleza. El
cielo estrellado, el mar, y todas las imágenes ofrecidas por estas
regiones maravillosas, parecen tener el poder de elevar su alma a
las alturas. Este hombre lleva una existencia doble: Puede sufrir
el dolor, y sentirse abrumado por la decepción; sin embargo,
cuando se ha retirado a su propio fuero íntimo, es como un
espíritu celestial envuelto en un halo en cuyo interior no puede
aventurarse el dolor ni el extravío.
¿Te sonríes ante el entusiasmo que manifiesto frente a este
divino vagabundo? No lo harías si lo conocieses. Te has educado
y refi nado en los libros y el alejamiento del mundo; por lo
tanto eres un poco exigente; pero por eso mismo estás en mejores
condiciones para apreciar los méritos extraordinarios de este
hombre maravilloso. A veces he tratado de discernir cuál es la
condición que lo eleva tan inmensurablemente por encima de
todos los demás seres que conocí jamás. Creo que es un discernimiento
intuitivo; un veloz pero infalible poder de juicio; cierta
capacidad de penetración en las causas de las cosas, ejercitada
con claridad y precisión sin igual; agrega a esto la facilidad de
expresión, y una voz cuyos variados acentos son como música
que subyuga el alma.

19 de agosto de 17..
Ayer el forastero me dijo: “Capitán Walton, usted habrá
advertido fácilmente que he sufrido desgracias graves y poco
comunes. Ya había decidido que el recuerdo de estos infortunios
pereciese conmigo; pero usted me ha inducido a modifi car
mi determinación. Usted busca el conocimiento y la sabiduría,
como yo lo hice otrora; y confío ardientemente en que la realización
de sus deseos no sea como una serpiente que se vuelve
contra usted, como ha ocurrirlo en mi caso. Ignoro si la relación
de mis desastres puede serle útil; sin embargo, cuando pienso
que sigue el mismo camino, y se expone a los mismos peligros
que hicieron de mí lo que soy ahora, se me ocurre que podrá
extraer consecuencias apropiadas de mi relato, consecuencias
que le orientarán si tiene éxito en su empresa, le servirán de
consuelo si fracasa. Prepárese a escuchar ocurrencias que habitualmente
se tachan de fantásticas. Si nos hallásemos en
paisajes naturales más domeñados, temería su incredulidad, y quizá
su burla; pero en estas regiones salvajes y misteriosas parecerán
posibles muchas cosas que provocarían la risa de los que
no están familiarizados con los caleidoscópicos poderes de la
naturaleza: y tampoco dudo de que mi relato aporta en su propio
desarrollo la prueba interna de la verdad de los hechos que
lo forman”.
Te imaginarás fácilmente que me satisfi zo mucho esta promesa
de comunicación; pero al mismo tiempo no podía soportar
la idea de que él renovase su dolor en el relato mismo de
sus infortunios. Experimenté el más profundo deseo de oír la
narración prometida, en parte por curiosidad, y en parte por el
hondo deseo de mejorar su suerte, si ello estaba en mi poder. Y
expresé estos mismos sentimientos en mi respuesta.
“Le agradezco –replicó– su simpatía, pero es inútil; mi destino
casi se ha realizado. Espero sólo un hecho, y luego descansaré
en paz. Comprendo su sentimiento”, continuó, advirtiendo
que deseaba interrumpirle; “pero, está equivocado, amigo mío,
si me permite llamarlo así; nada puede variar mi destino; escuche
mi historia, y advertirá cuán irrevocablemente está decidido”.
Luego me explicó que comenzaría su narración al día
siguiente, cuando yo estuviese libre. Esta promesa me indujo
a agradecerle calurosamente. He resuelto que todas las noches,
cuando no esté imperativamente ocupado en mis tareas, registraré,
utilizando en lo posible sus propias palabras, lo que me
ha contado durante el día. Si estuviese ocupado por lo menos
tomaré notas. No dudo de que este manuscrito te dará el mayor
de los placeres; pero yo mismo, que lo conozco, y que escucho
la narración de sus propios labios, ¡con cuanto interés y simpatía
volveré a leer estas páginas el día de mañana! Aún ahora, al
comenzar mi tarea, su voz profunda resuena en mis oídos; sus
ojos brillantes se posan en mí, con toda la dulzura de su melancolía;
veo su mano delgada alzarse con animación, y su alma
irradia en todas las líneas del rostro. Extraña y angustiosa ha
de ser esta historia; ¡terrible la tormenta que se abatió sobre el
gallardo navío, y lo convirtió en guiñapo de naufragio!

CAPÍTULO 1
Nací en Ginebra y mi familia es una de las más distinguidas
de esa ciudad. Mis antecesores han sido durante muchos
años consejeros y síndicos; y mi padre ha desempeñado numerosos
cargos públicos con honor y prestigio. Quienes le conocían
respetaron su integridad y su infatigable preocupación por
los asuntos públicos. En sus años de juventud se ocupó permanentemente
de los problemas del país; diversas circunstancias le
impidieron casarse joven, de modo que fue esposo y padre de
familia en la edad madura.
Como las circunstancias de su matrimonio ilustran su carácter,
no puedo dejar de relatarlas. Uno de sus mejores amigos era
un comerciante que pasó de la prosperidad a la pobreza después
de sufrir numerosos tropiezos. Este hombre, que se llamaba
Beaufort, tenía carácter orgulloso e inflexible y no podía soportar
la pobreza y el olvido allí donde antes se había distinguido
por su rango y magnificencia. Por lo tanto, una vez que hizo
honor a sus deudas se retiró con su hija a la ciudad de Lucerna,
donde vivió en la miseria y el anonimato. Mi padre tenía un sentimiento
de verdadera amistad por Beaufort, y le apenó profundamente
su retiro en circunstancies tan infortunadas. Deploró
acerbamente el falso orgullo que inducía a su amigo a comportarse
de manera tan poco digna del afecto que los unía. Sin pérdida
de tiempo procuró hallarle, pues confiaba persuadirlo de
que comenzara de nuevo con el crédito y la ayuda que mi padre
podía proporcionarle.
Beaufort había adoptado medidas efi caces para que no lo
encontraran, y pasaron diez meses antes de que mi padre lograse
hallar su paradero. Alborozado con su descubrimiento, se apresuró
a visitarle en su vivienda, situada en una sórdida calleja,
cerca del Reuss. Pero cuando entró se halló ante un cuadro de
miseria y desesperación.
Beaufort había salvado del desastre una suma muy pequeña;
en todo caso lo sufi ciente para mantenerse durante unos meses
mientras trataba de conseguir un empleo adecuado en una casa
de comercio. Pero ese intervalo de tiempo lo perdió en la inactividad;
su dolor fue más acabado y profundo cuando tuvo
tiempo para refl exionar, y fi nalmente le ocupó tanto la mente
que después de tres meses yacía enfermo, incapaz de realizar
ningún esfuerzo.
Su hija lo cuidó con la mayor solicitud, pero veía con desesperación
que los escasos fondos desaparecían velozmente y que
no había perspectiva de obtener otros recursos. Caroline Beaufort
poseía un cerebro de estructura poco común y su coraje la
ayudó a sostenerse en la adversidad. Obtuvo trabajo de costura
sencilla; hizo objetos de paja tejida y de diversos modos procuró
obtener los recursos necesarios para sobrevivir.
Así pasaron varios meses. Su padre empeoró y tuvo que
dedicar cada vez más tiempo a atenderlo; sus medios de subsistencia
disminuyeron y al décimo mes el padre murió en sus brazos
dejándola huérfana y pobre. Este golpe la agobió, y estaba
postrada ante el ataúd de Beaufort cuando mi padre entró en la
cámara. Fue como un espíritu protector para la pobre niña, que
se encomendó a su cuidado; después del entierro de su amigo la
llevó a Ginebra y la puso bajo la tutela de un pariente. Dos años
después Caroline se convirtió en su esposa.
Había considerable diferencia de edad entre mis padres,
pero se diría que esta circunstancia los unió más estrechamente
en lazos de afecto devoto. La mente recta de mi padre tenía
un sentido de justicia tal que le imponía aprobar sin reservas
para amar profundamente. Tal vez durante los años anteriores
sufrió el descubrimiento tardío de la indignidad de una mujer a
la que amó, y por eso estaba dispuesto a estimar más a un ser
de probado valor. Había gratitud y adoración en el trato que
dispensaba a mi madre; era una actitud totalmente distinta de
la chochez amorosa de los viejos, pues estaba inspirada por la
reverencia a sus virtudes y el deseo de compensarla, en cierta
medida, de los sufrimientos que había soportado; de ahí que el
trato que le dispensaba exhibiese particular encanto. Todo se
hacía de acuerdo con los deseos y la conveniencia de Caroline.
Hizo lo posible por resguardarla, como el jardinero protege una
planta hermosa y exótica amenazada por vientos muy crudos, y
la rodeó de todo lo que podía suscitar emociones gratas en su
delicada y generosa mente. Su salud, e incluso la tranquilidad
de su espíritu, que siempre se habían mantenido fi rmes, habían
sufrido mucho como resultado de las experiencias anteriores.
Durante los dos años previos a su matrimonio, mi padre había
ido dejando todos sus cargos públicos; inmediatamente después
de su unión se dirigieron a Italia, en busca de su agradable clima,
así como del cambio de escenario y de intereses propios de un
viaje por aquella tierra de maravillas, con el fi n de restaurar el
debilitado organismo de mi madre.
Después de Italia, visitaron Alemania y Francia. Yo, el mayor
de los hijos, nací en Nápoles, y cuando niño los acompañaba en
sus vagabundeos. Fui durante muchos años el único hijo. Aunque
sentían hondo afecto el uno por el otro, parecían extraer un
cariño inagotable de una verdadera mina de amor para
derramarlo sobre mi persona. Los tiernos cuidados de mi madre y la
sonrisa de benévolo placer de mi padre mientras me contemplaban
constituyen mis primeros recuerdos. Fui su juguete y
su ídolo, y algo aún mejor: su hijo, la criatura inocente y necesitada
de protección que el cielo, les había enviado; y estaba en
sus manos criarme para que me convirtiese en persona de bien,
cuyo destino futuro podía orientarse hacía la felicidad o la miseria,
según como cumplieran sus deberes para conmigo. Con
esta honda conciencia de lo que debían al ser a quien dieran la
vida, sin mencionar el activo espíritu de ternura que animaba a
ambos, fácil es comprender que durante cada una de las horas
de mi vida infantil recibiera una lección de paciencia, de caridad
y de dominio de mí mismo. Así, fui guiado por un arnés de seda
tan liviano que todo me parecía una sucesión de placeres.
Durante mucho tiempo fui su única preocupación. Mi madre
había deseado mucho tener una hija, pero su aspiración no se
vio satisfecha. Cuando contaba cinco años de edad, durante una
excursión más allá de las fronteras de Italia, pasaron una semana
en las orillas del lago di Como. Su benevolencia a menudo los
hacía entrar en las chozas de los pobres. Para mi madre, tal cosa
era más que una obligación; era una necesidad, la pasión –pues
recordaba cómo había sufrido y cómo fue redimida– de convertirse
a su vez en ángel de la guarda de los afl igidos. Durante uno
de sus paseos, una pobre cabaña en el repliegue de un valle atrajo
su atención por su particular aire de desconsuelo, mientras que la
cantidad de niños a medio vestir reunidos alrededor de la choza
hablaba de la peor forma de miseria. Cierto día, cuando mi padre
se había dirigido solo a Milán, mi madre, a la que yo acompañaba,
visitó esta morada. Halló a un campesino y su esposa, gente laboriosa,
agobiados por la preocupación y el trabajo, en momentos
en que distribuían una escasa alimentación a cinco niños hambrientos.
Entre éstos se encontraba uno que atraía a mi madre
mucho más que el resto. Parecía de distinto origen. Los otros
cuatro eran pequeños y robustos vagabundos de ojos oscuros; este
niña era delgada y muy rubia. Tenía el cabello del más brillante
y vivo oro, y pese a la pobreza de su indumentaria, parecía llevar
una corona de distinción en la cabeza. Su ceño era claro y amplio,
los ojos azules eran despejados y los labios y la forma del rostro
expresaban tanta sensibilidad y dulzura que nadie era capaz de
mirarla sin comprender que era de una especie diferente, un ser
venido del cielo, con un halo celestial en todo sus rasgos.
La campesina, al observar que mi madre miraba a esta niña
adorable con maravilla y admiración, de buena gana le comunicó
su historia. No era su hija, sino descendiente de un noble
milanés. Su madre era alemana y había muerto al darla a luz.
La criatura fue dejada al cuidado de esta buena gente para su
crianza, pues entonces se hallaban en mejor situación. No hacía
mucho que contrajeran matrimonio y acababa de nacer el primer
hijo. El padre de la niña era uno de aquellos italianos criados
en la gloria antigua de Italia, uno entre los schiavi ognor frementi
que luchaba por obtener la libertad de su país. Cayó víctima de
su debilidad. No se sabía si había muerto o todavía agonizaba
en las mazmorras de Austria. Su propiedad fue confiscada, su
hija se convirtió en huérfana y mendiga. Continuó viviendo con
sus padres adoptivos y florecía en la tosca morada de éstos, más
luminosa que una rosa de jardín entre oscuras zarzas.
Cuando mi padre volvió de Milán, me encontró jugando en
el vestíbulo de nuestra residencia con una niña más rubia que
un querubín pintado, una criatura cuyo rostro derramaba luminosidad,
y cuyas formas y movimientos eran más gráciles que
los del ante de la montaña. Su presencia pronto se explicó. Con
permiso de su esposo, mi madre convenció a los rústicos guardianas
de que le cedieran el cuidado de la niña. Sentían afecto
por la dulce huérfana.
Su presencia les había parecido una bendición; pero hubiera
sido injusto mantenerla en la pobreza y la necesidad, cuando la
Providencia le brindaba tan poderosa protección. Consultaron
al sacerdote de la aldea y el resultado fue que Elizabeth Lavenza
se convirtió en huésped de la casa de mis padres –en algo más
que mi hermana–, en la bella y adorada compañera de todas mis
ocupaciones y mis placeres.
Todos adoraban a Elizabeth. El afecto apasionado y casi
reverente que le demostraban se convirtió al paso que yo lo
compartía en mi orgullo y mi delicia. La noche anterior a su llegada
a mi casa, mi madre había dicho en tono juguetón: “Tengo
un bonito regalo para mi Víctor; mañana lo tendremos aquí”. Y
cuando a la mañana siguiente me presentó a Elizabeth como el
regalo prometido, yo, con infantil seriedad, interpretando literalmente
sus palabras, consideré a Elizabeth mi propiedad, mi
propiedad que proteger, amar y cuidar. Todos los elogios dirigidos
a ella los recibía como destinados a una de mis posesiones.
Nos llamábamos familiarmente primos. Ninguna palabra, ninguna
expresión puede explicar lo que ella significaba para mí,
más que una hermana, pues hasta la muerte fue sólo mía.

CAPÍTULO 2
Nos criamos juntos; había menos de un año de diferencia
entre nosotros. No necesito destacar que nos era ajeno cualquier
tipo de altercado o disputa. La armonía era el alma de
nuestra camaradería, y la diversidad y el contraste que subsistían
en nuestros caracteres nos unían más íntimamente. Elizabeth
era de naturaleza más calma y concentrada; pero, con todo mi
ardor, yo era capaz, de una aplicación más intensa y me consumía
una honda sed de saber. Ella se ocupaba de seguir las
etéreas creaciones de los poetas; y en medio del majestuoso y
milagroso escenario que rodeaba nuestra residencia suiza los
sublimes contornos de las montañas; los cambios de las estaciones;
la tempestad y la calma; el silencio del invierno y la vida
y la turbulencia de nuestros veranos alpinos halló amplios motivos
de admiración y goce. Mientras mi compañera contemplaba
con espíritu sereno y satisfecho la apariencia magnificente de las
cosas, yo me deleitaba en investigar sus causas. Tenía al mundo
por un secreto que deseaba penetrar. La curiosidad, la serena
investigación para comprender las leyes ocultas de la naturaleza,
la alegría cercana, al delirio a medida que se me revelaban, tales
son las primeras sensaciones de las que guardo memoria.
Al nacer el segundo hijo, siete años menor que yo, mis padres
abandonaron definitivamente su vida errabunda y se establecieron
en su país natal. Poseíamos una casa en Ginebra, y una
campagne en Belrive, sobre la orilla oriental del lago, a una distancia
no mayor de una legua de la ciudad. Residíamos principalmente
en esta última, y la vida de mis padres transcurría en
considerable reclusión. Mi temperamento me inducía a evitar
la multitud y a mostrar afecto ferviente a unos pocos. Por lo
tanto, sentía indiferencia por mis compañeros de colegio; pero
me relacioné con lazos de la más íntima amistad con uno de
ellos. Henry Clerval era hijo de un mercader de Ginebra. Tratabas
de un muchacho de singular talento e imaginación. Gustaba
de la aventura, la penuria y aún del peligro por el peligro
mismo. Tenía conocimientos profundos, derivados de la lectura
de libros de caballería y romance. Componía cantos heroicos y
comenzó a escribir muchos cuentos de encantamiento y aventuras
caballerescas. Intentó hacernos representar juegos y participar
de mascaradas en las cuales los personajes pertenecían a
los héroes de Roncesvalles, a la Mesa Redonda del Rey Arturo,
y a la cruzada caballeresca que derramó su sangre para redimir
el Santo Sepulcro de las manos de los infieles.
Ningún ser humano pudo haber pasado infancia más feliz
que yo. Mis padres estaban imbuidos de un espíritu de bondad
e indulgencia. Sentíamos que no eran los tiranos llamados a dirigir
nuestro destino de acuerdo con su capricho, sino los agentes
creadores del intenso goce que disfrutábamos. Cuando alternaba
con otras familias, apreciaba claramente cuán afortunado
era, y la gratitud acompañaba el desarrollo del amor filial.
Mi temperamento a veces era violento, y mis pasiones vehementes;
pero por alguna ley de mi ser se orientaban, no hacia los
caprichos infantiles, sino hacia un agudo deseo de saber, y no
de saber todas las cosas sin discriminación. Confieso que no me
atraían la estructura del lenguaje, ni el código de los gobiernos,
ni la política de los diferentes estados. Ansiaba saber el secreto
del cielo y la tierra; y ya se tratara de la sustancia exterior de las
cosas, o del espíritu interior de la naturaleza y del alma misteriosa
del hombre, siempre mis inquietudes se orientaban hacia
los secretos metafísicos del mundo o, en su sentido más elevado,
hacia sus secretos físicos.
Mientras tanto, Cerval se ocupaba, para decirlo así, de las
relaciones morales de las cosas. La etapa activa de la vida, las
virtudes de los héroes y las acciones de los hombres, tales sus
temas; y su anhelo y su sueño consistían en convertirse en uno
entre aquellos cuyos nombres registra la historia como gallardos
y aventureros benefactores de nuestra especie. El alma santa
de Elizabeth refulgía cual lámpara de altar en nuestro pacífico
hogar. Su simpatía nos reconfortaba, su sonrisa, su suave voz,
la dulce mirada de sus ojos celestiales siempre estaban presentes
para bendecirnos y animarnos. Era el vivo espíritu del amor
destinado a suavizar y atraer: pude haberme vuelto huraño con
el estudio, arisco debido al ardor de mi naturaleza, pero estaba
ella para convertirme en imagen de su propia gentileza. Y Clerval
¿acaso la mala voluntad podía arraigar en el noble espíritu
de Clerval? no podía haber sido tan perfectamente humano, tan
refl exivo en su generosidad, tan abundante de bondad y ternura
en medio de su pasión por las hazañas temerarias, si ella no le
hubiese transmitido el sentimiento real del amor, de modo que
hacer el bien fue el fi n y el objetivo de su ambición ardiente.
Experimento exquisito placer en evocar los recuerdos de mi
niñez, antes de que el infortunio se abatiese sobre mi espíritu,
y transformara las imágenes brillantes de un futuro promisor
en refl exiones sombrías y estrechas sobre mí mismo. Además,
cuando trazo el cuadro de mis primeros años, también señalo
los hechos que llevaron, por pasos insensibles, a mis ulteriores
episodios de miseria: pues cuando trato de explicarme el
nacimiento de esa pasión, que después se impuso a mi destino,
advierto, que nació, como un río de montañas, en fuentes perdidas
y casi olvidadas; y que, agrandándose a medida que avanzaba,
se convirtió en el torrente que rodando cuesta abajo barrió
todas mis esperanzas y alegrías.
La fi losofía natural es el genio que ha orientado mi destino; de
ahí que en esta narración desee asentar los hechos que me llevaron
a preferir esa ciencia. Cuando tenía trece años, fuimos todos
en excursión a los baños cercanos a Thonon, pero la inclemencia
del tiempo nos obligó a permanecer confi nados un día en la
posada. En esa casa hallé casualmente un volumen de las obras
de Cornelio Agrippa. Lo abrí desganadamente; pero la teoría que
el autor intenta demostrar, y los hechos maravillosos que relata,
pronto trocaron este sentimiento en entusiasmo. Una nueva luz
pareció iluminar mi espíritu; y poseído de alegría, comuniqué el
descubrimiento a mi padre. Este miró sin interés el frontispicio
de mi libro y dijo: “¡Ah! ¡Cornelio Agrippa! Mi querido Víctor,
no pierdas tiempo en esto; ¡es muy pobre cosa!”.
Si en lugar de formular esta observación, mi padre se hubiese
tomado el trabajo de explicarme que los principios de Agrippa
habían sido totalmente refutados, y reemplazados por un
moderno sistema científi co, que poseía fuerza mucho mayor
que el anterior, porque los poderes de este último eran quiméricos,
mientras los actuales eran reales y prácticos; en dichas
circunstancias, ciertamente habría dejado el libro de Agrippa,
y para satisfacer mi curiosidad, que ya estaba excitada, habría
retornado con redoblado ardor a mis estudios anteriores. Aún
es posible que el movimiento de mis ideas jamás hubiese recibido
el impulso fatal que fue la causa de mi ruina. Pero la ojeada
superfi cial que mi padre dirigió al volumen de ningún modo me
infundió la seguridad de que conocía el contenido; de modo que
continué leyendo con la mayor avidez.
Cuando regresé a casa, mi primer cuidado fue obtener todas
las obras de este autor, y después las de Paracelso y Alberto
Magno. Leí y estudié complacido las desenfrenadas fantasías de
estos escritores; y creí que eran tesoros que pocos conocían,
fuera de mí mismo. Ya he dicho que siempre había alentado en
mí el ferviente anhelo de penetrar los secretos de la naturaleza.
A pesar de los intensos trabajos y los excelsos descubrimientos
de los fi lósofos modernos, mis estudios siempre me dejaron
descontento e insatisfecho. Afírmase de sir Isaac Newton que
cierta vez contestó que se sentía como un niño que recoge conchillas
a la orilla del vasto e inexplorado océano de la verdad.
Y sus sucesores en cada rama de la fi losofía natural, los autores
que yo había llegado a conocer, se me aparecían como novicios
comprometidos en la misma actividad.
El campesino ignorante contemplaba los elementos del
mundo natural, y conocía sus usos prácticos. El fi lósofo más
sabio apenas conocía un poco más. Había develado parcialmente
el rostro de la Naturaleza, pero sus lineamientos inmortales
representaban todavía una fuente de maravilla y de misterio.
Podía disecar, examinar las componentes anatómicos y
asignar nombres; pero, sin hablar de una causa fi nal, desconocía
totalmente las causas de carácter secundario y terciario. Yo
había examinado las fortifi caciones y los impedimentos que
aparentemente se oponían al ingreso de los seres humanos en la
ciudadela de la naturaleza, y en actitud temeraria e ignorante me
había sentido decepcionado.
Pero ahora estaba frente a obras y a hombres que habían
calado más hondo, y sabían más. Acepté como moneda de ley
todo lo que afi rmaban, y llegué a ser su discípulo. Quizá parezca
extraño que cosa tal ocurriera en el siglo XVIII; pero si bien
yo me había sometido a la rutina de la educación en las escuelas
de Ginebra, puede afi rmarse que en grado considerable era
autodidacta en mis estudios favoritos. Mi padre no era hombre
de ciencia, de modo que me vi obligado a lidiar con mi propia
ceguera infantil, agregada a la sed de conocimientos de un joven
estudiante. Bajo la guía de mis nuevos preceptores, abordé con
la mayor diligencia la búsqueda de la piedra fi losofal y del elixir
de la vida; pero este último pronto monopolizó mi atención. La
riqueza era un objeto inferior; pero, ¡cuánta sería la gloria conquistada
por el descubrimiento, si me mostraba capaz de desterrar
la enfermedad que afl igía a los humanos, y lograba que el
hombre fuese invulnerable a todo, salvo la muerte violenta!
No fueron éstas las únicas visiones que tuve. La creación de
espectros o demonios era una promesa formulada generosamente
por mis autores favoritos, y yo procuraba realizarla con
la mayor ansiedad; y si mis encantamientos fracasaban siempre,
yo atribuía resultados negativos más a mi propia inexperiencia y
a mis errores que a la falta de conocimientos o de veracidad de
mis instructores. Y así, durante cierto tiempo me absorbí en sistemas
refutados, mezclando, como un neófito, mil teorías contradictorias,
y enzarzándome desesperadamente en una maraña
de conocimientos heterogéneos, orientado por una imaginación
ardiente y un razonamiento infantil, hasta el día en que un accidente
modifi có de nuevo la corriente de mis ideas.
Tenía yo aproximadamente quince años cuando nos retiramos
a nuestra casa cerca de Belrive, donde presenciamos una tormenta
violenta y terrible. Avanzó hacia nosotros desde allende las montañas
del Jura; y el trueno estalló de pronto, con terrorífi co estrépito,
desde diversos rincones del cielo. Mientras duró la tormenta,
contemplé su desarrollo con curiosidad y complacencia. Mientras
estaba en la puerta, divisé de pronto una lengua de fuego que brotaba
de un roble antiguo y bello, a unos quince metros de nuestra
casa; y apenas la luz deslumbrante se desvaneció, advertí que el
roble había desaparecido, y que sólo quedaba un tocón carbonizado.
A la mañana siguiente, cuando lo visitamos, descubrimos que
el árbol había sido golpeado de manera singular. El rayo no lo había
fragmentado, y por el contrario lo había reducido a delgadas astillas
de madera. Nunca vi nada destruido de manera tan absoluta.
Antes de este episodio, poseía ya cierto conocimiento de las
leyes más generales de la electricidad. En esta ocasión nos acompañaba
un hombre que había trabajado mucho en investigaciones
acerca de la fi losofía natural, y entusiasmado ante el espectáculo,
comenzó a explicar una teoría que él había elaborado
sobre el tema de la electricidad y el galvanismo, explayándose en
conceptos que eran al mismo tiempo nuevos y sorprendentes
para mí. Todo lo que dijo relegó a segundo plano las figuras de
Cornelio Agrippa, Alberto Magno y Paracelso, que antes prevalecían
en mi imaginación; pero por obrar de cierta fatalidad, el
hecho de que estas fi guras perdiesen importancia no me indujo
a proseguir mis estudios acostumbrados. Me pareció entonces
que me sería imposible llegar a conocer nada con certidumbre.
Todo lo que durante tanto tiempo había comprometido mi
atención de pronto me pareció despreciable. Por uno de esos
caprichos de la mente, a los que quizás estamos expuestos sobre
todo en la primera juventud, renuncié de pronto a mis actividades
anteriores; deseché la historia natural y toda su progenie
como una creación deforme y abortiva; y alimenté el mayor desdén
para una supuesta ciencia que ni siquiera podía acercarse
al umbral de conocimiento real. En este estado de ánimo me
consagré a las matemáticas, y a las ramas del saber relacionadas
con esa ciencia, porque entendía que reposaban sobre cimientos
más seguros, y por lo tanto merecían mi consideración.
De tan extraño modo están construidas nuestras almas, y
por lazos tan tenues se encuentran atadas a la prosperidad o a
la ruina. Cuando vuelvo los ojos hacia atrás, me parece como
si este cambio tan milagroso de la inclinación y la voluntad
hubiese sido la sugestión inmediata del ángel guardián de mi
vida, el último esfuerzo realizado por el espíritu de conservación,
para alejar la tormenta que entonces estaba preparándose
en el cielo, y que se disponía a envolverme. Anunció su victoria
cierta desusada tranquilidad y confortamiento del alma, que
siguió a la suspensión de mis antiguos estudios, que durante los
últimos tiempos habían sido fuente de tormento. Así, aprendí a
asociar el mal con la prosecución de mis trabajos, y la felicidad
con el abandono de los mismos.
Fue un valeroso esfuerzo del espíritu del bien; pero en
todo caso inefi caz. El destino era demasiado poderoso, y sus
leyes inmutables habían decretado mi destrucción absoluta y
terrible.

CAPÍTULO 3
Cuando cumplí los diecisiete años, mis padres resolvieron
que me inscribiese en la Universidad de Ingolstadt. Había asistido
antes a las escuelas de Ginebra; pero mi padre consideró
necesario, para completar mi educación, que me familiarizase
con costumbres diferentes de las que prevalecían en mi región
nativa. Se arregló que partiría en fecha temprana; pero antes de
que llegase el día señalado, sobrevino el primer infortunio de mi
vida, un presagio, por así decirlo, de mi futuro sufrimiento.
Elizabeth había enfermado de fi ebre escarlatina; su dolencia
era grave, y se hallaba en serio peligro. Durante su enfermedad,
se esgrimieron muchos argumentos para persuadir a mi madre
de que se abstuviese de atenderla. Al principio había atendido
nuestras exhortaciones; pero cuando supo que estaba amenazada
la vida de su favorita, ya no pudo controlar el sentimiento
de ansiedad. Se acercó al lecho de la enferma, y sus cuidados
triunfaron sobre la malignidad de la dolencia, Elizabeth se
salvó, pero las consecuencias de esta imprudencia fueron fatales
para quien la atendía. Al tercer día enfermó mi madre; su fi ebre
apareció acompañada de los síntomas más alarmantes, y la
expresión de quienes le prestaban asistencia médica presagiaba
lo peor. En su lecho de muerte no la abandonó la fortaleza y la
bondad que siempre habían caracterizado a esta mujer notable.
Unió mis manos y las de Elizabeth: “Hijos míos”, dijo, “mis
mejores esperanzas de felicidad futura radicaban en la perspectiva
de vuestra unión. Y esta esperanza será ahora el consuelo
de vuestro padre. Elizabeth, querida mía, debes ocupar mi lugar
con los niños más pequeños. ¡Ay! Lamento que el destino me
arrebate; en medio de la felicidad y el amor que me rodean,
¿no es difícil tener que abandonarlos? Pero no me corresponde
expresar estos pensamientos; trataré de resignarme buenamente
a la muerte, y alimentaré la esperanza de reunirme con ustedes
en el otro mundo”
Murió serenamente; y su rostro expresó amor aún en la
muerte. No necesito describir los sentimientos de aquellos
cuyos vínculos más hondos sufren el destrozo causado por el
dolor más irreparable, el vacío que de ese modo agobia el alma;
y la desesperación que manifi estan todos los rostros. Pasa tanto
tiempo antes de que la mente pueda persuadirse de que ella, a
quien veíamos todos los días, y cuya existencia misma parecía
parte de la nuestra, se ha marchado para siempre... que el brillo
de los ojos bien amados se ha extinguido, y el sonido de una voz
tan familiar y tan clara a nuestros oídos se ha sofocado, y nunca
más la oiremos; tales son las refl exiones de los primeros días,
pero cuando el correr del tiempo demuestra la realidad del desastre,
comienza la profunda y real amargura del dolor. Pero, ¿cuál
es el ser humano que no ha pasado por todo esto? ¿Y por qué he
de describir una angustia que todos han sentido o deben sentir?
Finalmente llega el momento en que aun nos complacemos en
el dolor, en lugar de ser éste una necesidad; y aunque pueda parecer
un sacrilegio, retorna a nuestros labios la sonrisa que otrora
jugueteara en ellos. Mi madre estaba muerta, pero nosotros teníamos
nuestras obligaciones; debíamos continuar viviendo, y sentirnos
agradecidos de que la muerte no nos hubiese señalado.
Mi partida para Ingolstadt, postergada por estos acontecimientos
fue fi jada una vez más. Obtuve de mi padre algunas
semanas de prórroga. Me pareció un sacrilegio abandonar tan
pronto el reposo –semejante a la muerte– de la casa de duelo,
para arrojarme en el torbellino de la vida. No estaba acostumbrado
al dolor, y no por eso me alarmó menos. No me sentía dispuesto
a perder de vista a los seres que aún me quedaban; y, sobre
todo, deseaba que mi dulce Elizabeth hallara algún consuelo.
Ciertamente, disimuló sus penas e intentó convertirse en
consuelo de todos nosotros. Se concentró tenazmente en la
vida, y asumió las obligaciones que ella imponía con valor y
dedicación. Se consagró a aquellos a quienes le habían enseñado
a llamar tío y primos. Nunca fue más encantadora que en esos
momentos en que reencontró los luminosos rayos de sus sonrisas
para derramarlos sobre nosotros. Y aun se olvidaba de su
propio dolor en el empeño por brindarnos olvido.
Llegó fi nalmente el día de mi partida. Clerval pasó la última
noche en nuestra compañía. Había intentado convencer a su
padre, deseoso de obtener permiso para acompañarme y convertirse
en compañero de estudios; pero fue en vano. Su padre
era un comerciante de mente estrecha quien sólo veía ocio y
ruina en las aspiraciones y ambiciones de su hijo. Henry deploraba
hondamente la desgracia de verse excluido de una educación
liberal. No habló mucho; pero cuando departía yo leía en
sus ojos gentiles y su mirada animosa una resolución refrenada
aunque fi rme de evitar las cadenas representadas por los miserables
detalles del comercio.
Nos quedamos levantados hasta tarde. No pudimos arrancarnos
el uno del otro, ni persuadirnos a pronunciar la palabra
“¡adiós!”. La palabra fue dicha; y nos retiramos con el pretexto
de buscar reposo, mientras cada uno imaginaba la decepción del
otro: pero cuando al amanecer descendí hacia el carruaje que
había de llevarme lejos, estaban todos ellos allí, mi padre para
bendecirme nuevamente, Clerval para ofrecerme otro apretón
de manos, mi Elizabeth para encarecerme una vez más que
debía escribirle a menudo, y para brindar las últimas atenciones
femeninas a su amigo y compañero de juegos.
Me repantigué en el carruaje que debía alejarme de los míos,
y me entregué a las más melancólicas refl exiones. Yo, que siempre
había vivido rodeado de amables compañeros, continuamente
ocupado en lograr el mutuo placer, ahora estaba solo. En
la universidad hacia la cual me dirigía debía hacerme de nuevos
amigos y ser mi propio protector. Mi vida hasta ese momento se
había desarrollado en la reclusión y la domesticidad; y esta circunstancia
me había infundido una inevitable repugnancia hacia
la presencia de semblantes desconocidos. Amaba a mis hermanos,
a Elizabeth y Clerval; ellos representaban “rostros familiares”;
pero no me creía totalmente preparado para la compañía de
extraños. Tales mis refl exiones cuando comencé mi viaje. Pero
a medida que iba cubriendo camino, mi ánimo y mis esperanzas
se elevaron. Deseaba ardientemente adquirir conocimientos. A
menudo, cuando estaba en casa había pensado que era un destino
duro permanecer siempre atado a un mismo lugar, y había
ansiado conocer mundo y ocupar mi posición entre otros seres.
Ahora se cumplían mis deseos y realmente hubiera sido una
locura arrepentirse en ese momento.
Tuve momentos de ocio apropiados para éstas y muchas
otras refl exiones durante mi viaje a Ingolstadt, que fue largo y
fatigoso. Finalmente avisté el alto campanario blanco de la ciudad.
Descendí del vehículo y fui llevado a mi solitario departamento,
para pasar el resto de la noche según se me antojara.
A la mañana siguiente entregué mis cartas de presentación
y visité a los principales profesores. La casualidad –o más bien
el infl ujo maligno, el Ángel de la Destrucción asumió un omnipotente
dominio sobre mí desde el momento en que alejé mis
vacilantes pasos de la puerta de mi padre– me condujo en
primer lugar hacia M. Krempe, profesor de fi losofía natural. Tratábase
de un hombre tosco, pero profundamente imbuido en los
secretos de su ciencia. Me formuló varias preguntas en relación
con mis progresos en las diferentes ramas de la ciencia conectadas
con la fi losofía natural. Repliqué como al descuido; y, en
parte por despecho, mencioné los nombres de mis alquimistas
como los principales autores que había estudiado. El profesor
me miró fi jo: “¿Realmente ha perdido su tiempo estudiando
esas tonterías?”, me dijo.
Respondí afi rmativamente. “Cada minuto –continuó M.
Krempe con cierro calor–, cada instante que ha malgastado en
estos libros es tiempo total y completamente perdido. Ha cargado
su memoria con sistemas superados y nombres inútiles.
¡Santo Dios! ¿En qué desierto vivió, que nadie tuvo la bondad
de informarle que esas fantasías con las que tan tenazmente se
empapó, tienen mil años de antigüedad, y que están tan mohosas
como antiguas? Apenas si esperé, en esta época iluminada y
científi ca, encontrar un discípulo de Alberto Magno y Paracelso.
Mi estimado señor, debe comenzar sus estudios enteramente de
nuevo.”
Mientras así hablaba, se apartó a un costado y apuntó una
lista de varios libros que se ocupaban de fi losofía natural y que
me instó a conseguir; y me despidió, después de mencionar que
a comienzos de la semana siguiente intentaba dar comienzo a
un curso de conferencias sobre fi losofía natural en sus relaciones
generales, y que el señor Waldman, profesor del claustro,
hablaría sobre química en los días alternos que él omitía.
Regresé a casa, y no estaba desilusionado, pues ya dije que
desde hacía tiempo consideraba inútiles a los autores desechados
por el profesor; pero de ningún modo estaba más dispuesto
a realizar esos estudios. El señor Krempe era un hombrecito
rechoncho de voz áspera y semblante repulsivo; por lo tanto, el
profesor no me predispuso en favor de sus objetivos. He
ofrecido un resumen quizá demasiado fi losófi co y circunstanciado
de las conclusiones a que llegué a edad más temprana. En mi
adolescencia, no me contentaba con los resultados prometidos
por los modernos profesores de la ciencia natural. Con una
confusión de ideas achacable únicamente a mi extrema juventud
y a mi deseo de contar con un guía en estas materias, había
desandado los pasos del conocimiento a lo largo de los senderos
del tiempo, y troqué los descubrimientos de los investigadores
recientes por los sueños de olvidados alquimistas. Además,
alentaba cierto desprecio hacia la utilización de la moderna fi losofía
natural. Era muy diferente cuando los maestros de la ciencia
perseguían la inmortalidad y el poder; esos puntos de vista,
aunque fútiles, eran grandes: pero ahora el escenario había cambiado.
La ambición del investigador parecía limitarse a la aniquilación
de aquellas visiones en las que se fundaba gran parte
de mi interés en las ciencias. Se me pedía cambiar quimeras de
ilimitada grandeza por realidades de escaso valor.
Tales mis refl exiones durante los dos o tres primeros días de
mi residencia en Ingolstadt, tiempo consagrado esencialmente
a conocer los lugares y a los principales residentes de mi nueva
morada. Pero cuando comenzó la semana siguiente, pensé en
lo que el señor Krempe me dijera respecto de las conferencias.
Y aunque no pude consentir en ir y escuchar a ese hombrecito
vano hilvanando oraciones en el púlpito, recordé lo que me dijo
acerca del señor Waldman, a quien nunca había visto, ya que se
encontraba fuera de la ciudad.
Parte por curiosidad y parte por ocio entré en la sala de conferencias
en que el señor Waldman penetró poco después. Este profesor
loco se parecía a su colega. Aparentaba unos cincuenta años
de edad, pero su aspecto expresaba la mayor benevolencia; algunas
canas cubrían sus sienes; el cabello de la coronilla era casi totalmente
negro. Su estatura era baja, pero se mantenía notablemente
erguido; y su voz era la más dulce que escuché jamás. Comenzó su
conferencia con una recapitulación de la historia de la química y de
las diversas innovaciones hechas por diferentes estudiosos, pronunciando
con fervor los nombres de los más distinguidos descubridores.
Luego ofreció un breve enfoque del estado actual de la ciencia,
explicó muchos de sus términos elementales. Luego de haber realizado
algunos experimentos preparatorios, concluyó con un panegírico
de la moderna química, cuyos términos jamás olvidaré:
“Los antiguos maestros de esta ciencia –dijo– prometían
imposibles y nada realizaron. Los maestros modernos prometen
muy poco; saben que no es posible transmutar metales y que
el elixir de la vida es una quimera. Pero estos fi lósofos, cuyas
manos parecen haber sido hechas con el único propósito de
revolver el barro y sus ojos para mirar por el microscopio u
observar el crisol, verdaderamente realizaron milagros. Penetran
en lo más recóndito de la naturaleza y muestran cómo funciona
en su seno íntimo. Se elevan a las alturas: descubren cómo
circula la sangre, y la naturaleza del aire que respiramos. Han
adquirido poderes nuevos y casi ilimitados; pueden imponerse
a los truenos del cielo, imitar el terremoto y aun burlarse del
mundo invisible con sus sombras.”
Tales fueron las palabras del profesor: más bien permítame
decir que tales fueron las palabras del sino, enunciadas para destruirme.
A medida que continuó, sentía como si mi alma estuviese
luchando con un enemigo palpable; una por una se vieron
tocadas las llaves que formaban el mecanismo de mi ser: cuerda
tras cuerda sonó y pronto mi mente desbordaba en un pensamiento,
una concepción, un único propósito. Esto es lo que has
hecho, exclamó el alma de ; más, mucho más deberás
hacer: siguiendo los pasos ya marcados, seré precursor de
una forma nueva, exploraré los poderes ignorados y develaré al
mundo los más hondos misterios de la creación.
Aquella noche no cerré los ojos. Mi ser íntimo se encontraba
en estado de insurrección y turbulencia; sentí que ese orden
surgiría, pero no tenía el poder de producirlo. Gradualmente, con el
amanecer, me invadió el sueño. Desperté y mis pensamientos de
la víspera eran como una fantasía. Sólo permanecía incólume,
mi decisión de volver a mis antiguos estudios, y de consagrarme
a una ciencia para la cual creía poseer un talento natural. El
mismo día presenté mis respetos al señor Waldman. Sus modales
en privado eran aún más dulces y atractivos que en público;
pues había cierta dignidad en su semblante mientras dictaba la
conferencia, rasgo que en su propio hogar era reemplazada por
la mayor afabilidad y gentileza. Le ofrecí casi el mismo resumen
de mis estudios previos que a su colega. Escuchó atentamente
la breve narración relacionada con mis estudios y sonrió
ante los nombres de Cornelio Agrippa y Paracelso, pero sin el
despecho que exhibiera el señor Krempe. Dijo que “eran hombres
con cuyo infatigable celo los filósofos modernos tenían
una deuda de gratitud, pues les debían la mayor parte de los
fundamentos de su conocimiento. Nos dejaron, tarea más fácil,
la labor de poner nombres nuevos y de ordenar en clasifi caciones
orgánicas, los hechos que ellos tuvieron el mérito de llevar
a luz. Las obras de los hombres de genio, aunque hayan seguido
una dirección equivocada, casi nunca dejan de aprovechar a la
humanidad”. Escuché esta declaración, formulada sin presunción
ni afectación; y luego añadí que su conferencia había eliminado
mis prejuicios contra los químicos modernos; me expresé
en términos medidos, con la modestia y la deferencia que un
joven debe a su instructor, sin dejar escapar (la inexperiencia de
la vida me hubiera hecho sentir vergüenza) nada del entusiasmo
que estimulaba los trabajos que me proponía realizar. Pedí su
consejo en relación con los libros que debía procurarme.
“Me siento feliz –dijo el señor Waldman– de haber ganado
un discípulo; y si su aplicación corre pareja con su habilidad, no
dudo de su éxito. La química es la rama de la fi losofía natural en
la cual se han hecho y pueden hacerse las más grandes
imnovaciones: es por ese motivo que la elegí como mi propio estudio;
pero al mismo tiempo no he descuidado las otras ramas de la
ciencia. Un hombre sería un pobre químico si atendiera sólo a
esa rama del saber humano. Si su deseo es convertirse realmente
en hombre de ciencia, y no meramente en experimentador de
poca monta, debo aconsejarle que se dedique a todas las ramas
de la fi losofía natural, incluyendo las matemáticas.”
Luego, me llevó a su laboratorio, y me explicó los usos de
las diversas máquinas que allí había; me indicó cuáles debía
conseguir, y prometió que me permitiría usar las suyas cuando
hubiese avanzado en el conocimiento de la ciencia lo necesario
para no desarreglar sus mecanismos. También me entregó la
lista de libros que yo le había solicitado, después de lo cual me
marché.
Así concluyó un día memorable para mí: pues en él se defi -
nió mi destino futuro.


CAPÍTULO 4
A partir de ese día la fi losofía natural, y sobre todo la química,
en el sentido más amplio del término, se convirtió en mi ocupación
exclusiva. Leí con ardor las obras, en las que abundaban
el genio y la sagacidad, que los investigadores modernos han
escrito sobre estos temas. Asistí a las conferencias, y cultivé la
relación de los hombres de ciencia de la universidad; y aún en el
señor Krempe hallé mucho buen sentido y valiosa información,
combinados, es verdad, con una fi sonomía y modales repulsivos,
pero no por ello menos valiosos. En el señor Waldman
encontré a un verdadero amigo. Su bondad nunca estaba manchada
por el dogmatismo; e impartía sus instrucciones con un
aire de franqueza y buen natural que excluía cualquier sugestión
de pedantería. Me allanó de mil modos el camino del conocimiento,
y gracias a él las investigaciones más abstrusas me parecieron
claras y fáciles. Al principio mi aplicación fue vacilante e
incierta; pero se fortaleció a medida que avanzaba, y pronto se
manifestó tan ardiente y entusiasta que a menudo rompía el día
cuando yo aún estaba trabajando en mi laboratorio.
No es difícil concebir que con tanta aplicación hiciese rápidos
progresos. Más aun, mi ardor sorprendía a los estudiantes y mi


actitud a los maestros. El profesor Krempe a menudo me preguntaba
con una sonrisa maliciosa: “¿Cómo anda Cornelio Agrippa?”
Y el señor Waldman manifestaba el más caluroso entusiasmo ante
mis progresos. De este modo pasaron dos años, durante los cuales
no volví a Ginebra, y me consagré en cuerpo y alma al desarrollo
de ciertos descubrimientos, que confi aba realizar. Sólo quienes
han vivido la experiencia pueden concebir el atractivo de la labor
científi ca. En otros estudios uno llega tan lejos como aquellos que
le precedieron, y luego no hay más que hacer; pero en la actividad
científi ca hay un material permanente de descubrimiento y maravilla.
En esta esfera de estudios una mente de capacidad moderada,
que desarrolla sin desmayos un estudio, infaliblemente debe adquirir
gran aptitud; y yo, que constantemente buscaba alcanzar determinado
objeto, y que me interesaba exclusivamente en él, mejoré,
tan rápidamente que, al cabo de dos años, realicé ciertos descubrimientos
que me permitieron perfeccionar algunos instrumentos
químicos; y de ese modo me conquisté la estima y la admiración
de la universidad. Cuando hube llegado a este punto, y después de
familiarizarme con la teoría y la práctica de la fi losofía natural todo
lo que me permitían las lecciones de los profesores de Ingolstadt,
la prolongación de mi residencia en aquel lugar no representaba
ya la posibilidad de continuar progresando. De modo que pensé
retornar a mis amigos y a mi ciudad natal, cuando ocurrió un incidente
que prolongó mi estada.
Uno de los fenómenos que habían llamado especialmente
mi atención era la estructura del cuerpo humano, y en realidad
de todos los animales dotados de vida. ¿De dónde –me
preguntaba a menudo– viene el principio de la vida? Era una
pregunta audaz, a la cual siempre se ha atribuido carácter misterioso;
sin embargo, en muchas cosas el conocimiento está al
alcance de la mano, pero la cobardía o el destino limitan nuestra
indagación. Medité acerca de estas circunstancias, y decidí que
en adelante me aplicaría más particularmente a las ramas de la
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fi losofía natural que se relacionan con la fi siología. Si no me
hubiese animado un entusiasmo casi sobrenatural, mi aplicación
a esta esfera del estudio habría sido irritante, y casi intolerable.
Para examinar las causas de la vida, debemos apelar primero a
la muerte. Me familiaricé con la ciencia de la anatomía, pero eso
no bastó; también se debía observar la descomposición natural
y la corrupción del cuerpo humano. En el curso de mi educación,
mi padre había adoptado las mayores precauciones para
que ningún horror sobrenatural impresionase mi mente. No
recuerdo siquiera haber temblado ante un relato supersticioso,
o haber temido la aparición de un espíritu. Las sombras no producían
efecto sobre mi fantasía; y un cementerio era para mí
simplemente el depósito de algunos cuerpos privados de vida,
que después de haber sido asiento de belleza y de fuerza, se
habían convertido en alimento de los gusanos. Ahora me veía
llevado a examinar la causa y el desarrollo de esta descomposición,
y obligado a pasar días y noches en bóvedas y osarios.
Mi atención se fi jaba en los objetos que eran más insoportables
para el refi namiento de los sentimientos humanos. Veía de qué
modo la esbelta forma del hombre se degradaba y corrompía;
percibía cómo la descomposición de la muerte sucedía a la fl orescencia
de la vida; y como los gusanos heredaban las maravillas
del ojo y el cerebro. Me detenía, examinando y analizando
todos los detalles de las causas, ejemplifi cados en el paso de la
vida a la muerte, y de la muerte a la vida, hasta que en medio de
esta oscuridad una súbita luz brilló sobre mí: una luz tan viva y
maravillosa, y al mismo tiempo tan simple, que si bien me aturdió
la inmensidad de la perspectiva que ella abría, me sorprendió
también, que entre tantos hombres de genio que habían
orientado sus investigaciones hacia la misma ciencia, sólo a mí
me estuviese reservado descubrir un secreto tan sorprendente.
Recuerde qué no estoy rememorando la visión de un desequilibrado.
Lo que ahora afi rmo es tan verdadero como el
hecho de que el sol brilla en los cielos. Sin duda fue fruto de un
milagro, pero en todo caso las etapas del descubrimiento fueron
claras y probables. Después de días y noches de trabajos y fatigas
increíbles, logré describir la causa de la generación y la vida;
más aún, yo mismo adquirí la capacidad de conferir animación
a la materia inerte.
El asombro que al principio había experimentado ante este
descubrimiento, pronto dejó el sitio a la complacencia y el entusiasmo.
Después de tanto tiempo consagrado a esforzados trabajos,
llegar de pronto a la culminación de mis deseos representaba
la consumación más satisfactoria de mi labor. Pero este
descubrimiento era tan grande y abrumador que todos los pasos
que me habían llevado progresivamente a este resultado quedaron
olvidados, y sólo tuve ojos para el resultado. Aquello que
había sido materia de estudio y objetivo de los hombres más
sabios a partir de la creación del mundo, estaría ahora al alcance
de mi mano. No era que, como en una esfera mágica, aquello
se me hubiese ofrecido de una vez: la información que yo había
obtenido venía a manifestarse más bien como una meta hacia la
cual orientar mis esfuerzos, y se delineaba como el objeto de mi
investigación, antes que como una realidad ya conquistada. Yo
era como el árabe que había sido enterrado entre los muertos, y
que había hallado un camino de retorno a la vida, contando únicamente
con la ayuda de una luz parpadeante y casi inútil.
La ansiedad que usted demuestra, y la maravilla y la esperanza
que su mirada expresa, amigo mío, me revelan que usted
ansía informarse del secreto que yo conocí; pero eso no es posible:
escuche pacientemente hasta que acabe mi relato, y entonces
comprenderá fácilmente por qué me muestro reservado en
esa cuestión. No quiero llevarlo, indefenso y ardiente como yo
entonces, a su propia destrucción y al sufrimiento más infalible.
Aprenda de mí, si no de mis palabras, por lo menos de mi ejemplo,
cuál peligrosa es la adquisición del conocimiento, y cuánto
más feliz es el hombre que cree que su ciudad natal es el mundo,
que aquel que aspira a ser más grande de lo que admite su propia
naturaleza.
Cuando hallé que poseía un poder tan sorprendente, vacilé
mucho tiempo acerca del modo de utilizarlo. Aunque tenía
poder para dar la vida, preparar un cuerpo que la recibiera, con
su complicada maraña de fi bras, músculos y venas, constituía un
trabajo de difi cultad y esfuerzo inconcebibles. Dudé al principio
si convenía crear un ser como yo mismo, o limitarme a una
organización más sencilla, pero mi imaginación estaba excesivamente
exaltada por mi primer éxito, de modo que me era
imposible dudar de mi capacidad para conferir la vida a un animal
tan complejo y maravilloso como el hombre. Los materiales
que podía utilizar apenas parecían adecuados para empresa
tan ardua; pero no dudaba que al fi n alcanzaría éxito. Me preparé
para afrontar una multitud de fracasos; era posible que mis
operaciones fallasen constantemente, y que al fi n mi obra fuese
imperfecta: sin embargo, cuando consideraba los progresos que
sobrevienen diariamente en las ciencias y la mecánica me sentía
alentado a esperar que mis intentos actuales por lo menos representarían
los cimientos del éxito futuro. Tampoco podía creer
que la magnitud y la complejidad de mi plan fuesen argumentos
que demostrasen la imposibilidad de realización. Con estos
sentimientos comencé la creación de un ser humano. Como la
pequeñez de las partes era un grave obstáculo para mi velocidad,
resolví, contrariamente a mi primera intención, asignar una
estatura gigantesca al ser; es decir, pensé darle alrededor de dos
metros y medio de altura, y un grosor proporcional. Después
de haber decidido esto último, y de haber pasado varios meses
agrupando y organizando los materiales, comencé la tarea.
Nadie puede concebir la diversidad de sentimientos que me
impulsaban, como un huracán, en el primer entusiasmo del
éxito. La vida y la muerte me parecían límites ideales, que yo
sería el primero en franquear, para volcar un torrente de luz
sobre el mundo de las sombras. Una especie nueva bendeciría
en mí a su creador y origen; y me deberían el ser muchas
criaturas felices y excelentes. Ningún padre podría pretender tal
gratitud de su hijo de manera tan completa como yo merecería
la de mis creaciones. Siguiendo estas refl exiones, pensé que
si podía conferir vida a la materia inanimada, en el curso del
tiempo lograría (aunque ahora he descubierto que ello es imposible)
devolver la vida allí donde la muerte aparentemente había
consagrado el cuerpo a la corrupción.
Estos pensamientos sostuvieron mi espíritu mientras desarrollaba
mi empresa con incansable ardor. Estaba pálido y
demacrado a causa del estudio y el confi namiento. A veces,
al borde mismo del descubrimiento, fracasaba; pero de todos
modos me aferraba a la esperanza que quizá se realizara al día
siguiente o una hora después. Un secreto que sólo yo poseía era
la esperanza a la que me había consagrado; y la luna iluminaba
mis trabajos nocturnos, mientras con entusiasmo infl exible e
incansable perseguía los misterios de la naturaleza en los lugares
donde se ocultaban. ¿Quién puede concebir los errores de mis
trabajos secretos, mientras rebuscaba entre los húmedos terrones
de la tumba, o torturaba al animal vivo para animar la arcilla
inerte? Me tiemblan las piernas y mis ojos se humedecen con
el recuerdo; pero en ese momento un impulso irresistible y casi
frenético me movía a continuar avanzando; me parecía haber
perdido el alma o aun la sensibilidad, y que sólo tenía pensamiento
para esta empresa. Sin duda, se trataba nada más que de
un trance pasajero; y las sensaciones retenidas reaparecían con
renovada intensidad tan pronto como, una vez cesado el estímulo
antinatural, retornara a mis antiguos hábitos. Coleccioné
huesos de los osarios; y perturbé, con dedos profanos, los secretos
tremendos del cuerpo humano. En una cámara solitaria, o
más bien diría una celda, en el desván de la casa, y separado
de todos los demás departamentos por una galería y una escalera,
tenía el taller donde realizaba mi repugnante creación: y los
ojos comenzaban a salírseme de las órbitas mientras cuidaba los
detalles de mi obra. La sala de disección y el matadero aportaron
muchos de mis materiales; y a menudo mi naturaleza humana
se apartó asqueada de aquella ocupación, al mismo tiempo que,
movido por una ansiedad que se acentuaba constantemente, me
acercaba por grados a la fi nalización de mi tarea.
Pasaron los meses del verano mientras yo estaba completamente
absorto en mi trabajo. Fue una estación particularmente
bella; jamás los campos dieron cosecha más abundante, o los
viñedos ofrecieron tan lujuriosa producción: pero mis ojos eran
insensibles a los encantos de la naturaleza. Y los mismos sentimientos
que me llevaban a ignorar las escenas que me rodeaban,
me inducían también a olvidar a los amigos que estaban a tantas
millas de distancia, y a quienes no había visto durante mucho
tiempo. Sabía que mi silencio les inquietaba, y bien recordaba
las palabras de mi padre: “Sé que mientras estés complacido de
ti mismo, pensarás en nosotros con afecto, y que tendremos
noticias regulares. Me perdonarás si interpreto cualquier interrupción
de tu correspondencia como prueba que estás descuidando
igualmente tus restantes obligaciones”.
De ahí que supiera bien cuáles serían los sentimientos de mi
padre, pero no podía apartar el pensamiento de mi actividad,
repudiable en sí misma, pero que se había apoderado irresistiblemente
de mi imaginación. Deseaba, por así decirlo, refrenar
todo lo que se relacionase con mis sentimientos de afecto hasta
que hubiese alcanzado el gran objetivo, el que absorbía y anulaba
todos los hábitos de mi naturaleza.
Pensé entonces que mi padre se mostraría injusto si atribuía
mi descuido al vicio, o a desgano de mi parte; pero ahora
estoy convencido de que estaba justifi cado al creer que yo no
me hallaba totalmente a salvo de censura. El ser humano que
vive en la perfección debe conservar siempre un espíritu calmo
y pacífi co, y jamás permitirá que la pasión o un deseo transitorio
perturben su tranquilidad. No creo que la persecución del
conocimiento represente una excepción a esta regla. Si el estudio
al cual uno se aplica muestra cierta tendencia a debilitar los
afectos, y a destruir el gusto por esos sencillos placeres con los
cuales no es posible combinar otras cosas, puede afi rmarse con
certeza que este estudio es contrario a la ley: es decir, inarmónico
con la mente humana. Si siempre se observase esta regla, y
nadie permitiese que una actividad viniera a perjudicar la tranquilidad
de sus afectos domésticos, Grecia no habría sido esclavizada;
César no se habría impuesto a su propio país; América
habría sido descubierta más gradualmente, y los imperios de
México y Perú no habrían sido destruidos.
Pero olvido que estoy moralizando en la parte más interesante
de mi relato; y veo dibujado en su rostro una expresión
que me reclama continuar mi exposición.
Mi padre no me formuló ningún reproche en sus cartas, y
demostró que había tomado nota de mi silencio limitándose a
indagar más atentamente que antes en mis ocupaciones. Durante
esos trabajos pasaron el invierno, la primavera y el verano; pero
no presté atención a las fl ores o a las hojas nuevas –imágenes
que antes siempre me habían aportado supremo placer– mientras
estaba absorto en mis tareas. Las hojas de ese año se habían
secado antes de que mi tarea se acercase a mi conclusión; y
ahora, cada día me mostraba más claramente aún el éxito alcanzado.
Pero mi entusiasmo estaba sofrenado por mi ansiedad, y
yo parecía más bien un individuo condenado al trabajo esclavo
en las minas, o a realizar cualquier otra tarea ingrata, que un
artista ocupado en su profesión favorita. Todas las noches me
agobiaba una fi ebre lenta, y mis nervios sufrían un estado de
dolorosa tensión; la caída de una hoja me sobresaltaba, y esquivaba
a mis semejantes como si hubiese sido culpable de un


crimen. A veces me alarmaba el desorden que advertía en mi propia
personalidad; y sólo me sostenía la energía de mis propósitos:
pronto pondría fi n a mi trabajo, y creía que el ejercicio y la
recreación disiparían los signos de la enfermedad incipiente: y
así, me prometí ambas cosas para el momento en que hubiese
completado mi creación.

CAPÍTULO 5
En una horrible noche de noviembre concluí mi labor. Con
una ansiedad que casi lindaba en la agonía reuní a mi alrededor
los instrumentos de la vida para poder infundir el soplo de la
existencia en la cosa inanimada que yacía a mis pies. Era casi la
una de la madrugada; la lluvia golpeaba lúgubremente contra
los vidrios y mi vela casi se había consumido cuando, al resplandor
de la luz casi extinguida vi que se abría el opaco ojo amarillento
de la criatura; respiró con esfuerzo y un movimiento
convulsivo agitó sus miembros. ¿Cómo puedo describir mis
emociones ante esta catástrofe, o cómo bosquejar el monstruo
que con tan infi nito afán y cuidado había intentado formar? Sus
miembros eran proporcionados, y había escogido rasgos bellos.
¡Bellos! ¡Dios mío! Su piel amarillenta apenas cubría el juego de
músculos y arterias debajo de ella; el cabello, de un lustroso tinte
negro, caía libremente; los dientes tenían la blancura de las perlas;
pero estos rasgos exuberantes sólo formaban un contraste
tanto más horroroso con sus ojos acuosos que parecían casi
del mismo color que las sombrías órbitas blancas en las cuales
encajaban, con su tez marchita y sus labios rectos y negros.
Los diferentes accidentes de la vida no son tan inconstantes
como los sentimientos de la naturaleza humana. Había trabajado
mucho durante casi dos años, con el único propósito de
infundir vida a un cuerpo inanimado. Para lograr esta meta me
había privado de descanso y salud. La había deseado con un
ardor que excedía de lejos la moderación; pero ahora que mi
labor estaba concluida, se desvaneció el sueño de belleza, e inenarrable
horror y disgusto me llenaban el corazón. Incapaz de
soportar el aspecto del ser que había creado, me precipité fuera
de la habitación y continué durante mucho tiempo paseando en
mi dormitorio, incapaz de calmar la mente y conciliar el sueño.
Finalmente una cierta laxitud siguió al tumulto interior; y me
arrojé vestido sobre la cama, tratando de buscar unos pocos
momentos de olvido. Pero era en vano: en realidad, me dormí,
pero me perseguían los sueños más salvajes. Creía ver a Elizabeth,
en la fl or de la salud, caminando por las calles de Ingolstadt.
Deleitado y sorprendido, la abracé; pero cuando estampé el
primer beso en sus labios, se tornaron lívidos con la exhalación
de la muerte; sus rasgos parecían cambiar y creí tener en los brazos
el cuerpo muerto de mi madre; un paño cubría sus formas
y vi los gusanos de los sepulcros deslizarse entre los pliegues
de la franela. Desperté sobresaltado y embargado de horror;
un sudor frío me cubría la frente, mis dientes castañeteaban y
los miembros se movían convulsivamente cuando, a la débil y
amarillenta luz de la luna que se abría paso entre las persianas de
la ventana distinguí al ser vil: al monstruo miserable que había
creado. Levantó la cortina de la cama; y sus ojos, si ojos pueden
llamarse, estaban fi jos en mí. Movió las mandíbulas y musitó
algunos sonidos inarticulados mientras una sonrisa le arrugaba
las mejillas. Pudo haber hablado, pero no escuché; una mano
estaba extendida, aparentemente para detenerme, pero escapé
y corrí escaleras abajo. Me refugié en el patio que pertenecía a
la casa en que vivía; allí permanecí durante el resto de la noche,
caminando de un lado a otro en medio de la mayor agitación,
escuchando atentamente, persiguiendo y temiendo cada sonido
como si fuera a anunciarme la cercanía del cuerpo demoníaco a
quien tan miserablemente había dado vida.
¡Oh! ¡Ningún mortal podía soportar el horror de aquel semblante!
Una momia revivida no podía ser tan espantosa como
aquel monstruo. Lo había mirado cuando aún no estaba concluido;
era feo entonces; pero cuando esos músculos y esas articulaciones
adquirieron el don del movimiento, se convirtió en
cosa que ni siquiera Dante hubiera podido concebir.
Pasé una noche miserable. Por momentos el pulso me latía tan
apresurada, y fuertemente que sentía palpitar todas las arterias;
en otros momentos estaba a punto de desplomarme debido a la
angustia y la extrema debilidad. Mezclado con este horror, sentí la
amargura de la desilusión; los sueños que habían sido mi alimento y
reposo durante tanto tiempo estaban convirtiéndose en un infi erno;
¡y el cambio era tan veloz, la transformación tan completa!
Finalmente llegó la mañana, miserable y húmeda, y descubrió
a mis ojos insomnes y dolientes la iglesia de Ingolstadt, su
blanco campanario y el reloj que marcaba las seis de la madrugada.
El portero abrió los portones del patio que durante aquella
noche había sido mi asilo y salí a las calles, recorriéndolas
con pasos rápidos, como si tratara de evitar al monstruo a quien
temía encontrar cada vez que doblaba una esquina. No me atrevía
a regresar al departamento que habitaba, y más bien me sentía
impulsado a seguir caminando, aunque me empapaba la lluvia
que caía de un cielo gris y sin consuelo.
Continué caminando de ese modo durante algún tiempo,
intentando mediante el ejercicio físico atenuar la carga que
pesaba sobre mi mente. Atravesaba las calles, sin tener clara
conciencia de dónde estaba o de lo que hacía. Me latía el corazón
con el padecimiento del miedo; y avanzaba corriendo con
pasos irregulares, sin atreverme a mirar a mi alrededor:
“Como alguien que, en camino solitario,
Camina con miedo y horror,
Y, habiéndose vuelto una vez, sigue su rumbo,
Sin volver una vez la cabeza;
Porque sabe que un terrible demonio
Le sigue los pasos de cerca.”
Seguí avanzando de ese modo, y me encontré fi nalmente
frente a la posada ante la cual se detenían habitualmente diversas
diligencias y carruajes. Aquí me detuve, sin saber por qué;
pero permanecí durante algunos minutos con la vista fi ja en
un carruaje que se dirigía hacia mí desde el otro extremo de la
calle. Cuando se acercó, observé que se trataba de la diligencia
suiza: se detuvo justo a mi lado y, al abrirse la puerta, vi a Henry
Clerval, quien descendió inmediatamente al reconocerme. “¡Mi
querido ! –exclamó–, ¡qué contento estoy de verte!
¡Qué afortunada coincidencia que estuvieras aquí en el preciso
momento de mi llegada!”
Nada pudo igualar mi goce de ver a Clerval; su presencia
devolvió a mi mente la imagen de mi padre, de Elizabeth y de
todas aquellas escenas de mi casa, tan caras a la memoria. Me
apoderé de sus manos y en un momento olvidé mi horror y
mala suerte; por primera vez en muchos meses sentí súbitamente
calma y serena alegría. Por lo mismo, di a mi amigo la más
cordial de las bienvenidas y nos encaminamos hacia mi colegio.
Clerval continuó Hablando durante unos momentos de nuestros
mutuos amigos y de su propia buena fortuna que le deparó
el permiso de venir a Ingolstadt. “Puedes creerme sin vacilar
–dijo–, cuán grande fue la difi cultad de persuadir a mi padre de
que todo el conocimiento necesario no estaba comprendido en
el noble arte de la teneduría de libros; y, ciertamente, creo que
siguió incrédulo hasta el fi nal, pues su respuesta constante a
mis ruegos incansables era la misma que ofreció el viejo maestro
holandés en el Vicario de Wakefi eld: «Tengo diez mil fl orines
por año sin necesidad de saber griego, como de buena gana sin
saber griego». Pero fi nalmente su afecto por mí venció su disgusto
por el estudio, y me permitió emprender un viaje para
descubrir la tierra del conocimiento”.
“Siento el mayor deleite de verte; pero dime cómo dejaste a
mi padre, a mis hermanos y a Elizabeth.”
“Muy bien y muy felices, sólo un poco inquietos, ya que raras
veces tienen noticias tuyas. En su momento yo mismo me propongo
aleccionarte un poco a propósito de eso. Pero, mi querido
 –continuó, interrumpiéndose bruscamente y
dirigiendo una mirada franca a mi rostro–, no había observado
qué enfermo pareces; tan delgado y pálido; tienes cara de no
haber cerrado un ojo en varias noches.”
“Has adivinado bien; últimamente estuve tan absorbido por
una tarea que no me he concedido sufi ciente descanso, como
puedes ver: pero espero, y lo espero sinceramente, que todos
estos afanes hayan concluido defi nitivamente.”
Un temblor excesivo me sacudía; no soportaba pensar en los
sucesos de la noche precedente y mucho menos aludir a ellos.
Caminaba con paso rápido y pronto llegamos a mi colegio.
Luego refl exioné –y el pensamiento me hizo estremecer– en
que la criatura que yo dejará en mi departamento todavía podía
encontrarse allí, recorriendo el lugar. Sentía horror de contemplar
ese monstruo; pero aún más temía que Henry pudiese
verlo. Le pedí, pues, que permaneciera unos instantes al pie de
la escalera y me precipité hacia mis cuartos. Tenía la mano ya en
el picaporte cuando me dominé. Entonces me detuve; y un temblor
frío me recorrió el cuerpo. Abrí la puerta violentamente, al
modo de los niños cuando esperan ver un fantasma esperándolos
del otro lado; pero no apareció nada. Entré temerosamente;
el departamento estaba vacío; y también mi dormitorio estaba
libre de su horroroso huésped. Casi no pude creer que suerte
tan grande me hubiese favorecido; pero cuando me aseguré de
que mi enemigo realmente había huido, palmoteé de alegría y
bajé corriendo para buscar a Clerval.
Subimos a mi cuarto, y el criado al poco tiempo nos trajo el
desayuno; pero fui incapaz de controlarme. No era sólo alegría
lo que me embargaba; sentía que la carne se me crispaba con
un exceso de sensibilidad, y el pulso me latía velozmente. No
podía quedarme quieto un momento en el mismo lugar; saltaba
sobre las sillas, batía palmas y reía a mandíbula batiente.
Al principio, Clerval atribuyó mis inusitadas manifestaciones a
la alegría que me causaba su llegada; pero cuando me observó
más atentamente, vio una luz salvaje en mis ojos que no podía
explicarse; y mi risa fuerte, desenfrenada y sin calor lo asustaba
y sorprendía.
“Mi querido Víctor –exclamó–, por Dios, ¿qué te pasa?
Vamos, no te rías de ese modo. ¡Qué enfermo estás! ¿Qué está
pasando aquí?”
“No me preguntes –exclamé, llevándome las manos a los
ojos, pues me pareció que había visto al temido espectro desliarse
en la habitación– él podría explicártelo: ¡Oh, sálvame!
Imaginé que el monstruo se apoderaba de mí; luché furiosamente,
y caí al suelo en un paroxismo.
¡Pobre Clerval! ¿Qué habrá sentido en ese momento? Un
encuentro que había anticipado con tanta alegría, ¿se convertía
de manera tan extraña en motivo de amargura? Pero no presencié
su dolor; pues había perdido el sentido, y no lo recuperé
durante mucho tiempo.
Este fue el comienzo de una fi ebre nerviosa que me redujo
a confi namiento varios meses. Durante todo ese período Henry
fue la única persona que me atendió. Supe después que, conociendo
la edad avanzada de mi padre, y la imposibilidad de que
realizara un viaje tan largo, y el abatimiento que mi enfermedad
provocaría en Elizabeth, les ahorró ese sufrimiento disimulando
la gravedad de mi dolencia. Sabía que yo no hubiera podido
tener un cuidador más bondadoso y atento que él mismo; y
confi ando fi rmemente en mi recuperación, no dudó de que,
lejos de perjudicarme, realizaba el acto más bondadoso que era
posible hacia ellos.
Pero en realidad yo estaba muy enfermo; y es indudable que
sólo las atenciones ilimitadas e incansables de mi amigo podían
devolverme a la vida. La forma del monstruo que yo había creado
se dibujaba constantemente ante mis ojos, y deliraba sin descanso
hablando de él. Es indudable que mis palabras sorprendieron a
Henry: al principio creyó que eran fruto de los extravíos de mi
imaginación perturbada; pero la tenacidad con que retornaba
constantemente al mismo tema, le persuadió de que en verdad mi
desorden se originaba en un hecho extraño y terrible.
Muy lentamente, y con recaídas frecuentes que alarmaban
y dolían a mi amigo, logré sanar. Recuerdo la primera vez que
pude observar con cierto sentimiento de placer los objetos exteriores;
advertí que las hojas caídas habían desaparecido, y que
los árboles que daban sombra a mi ventana habían comenzado
a brotar nuevamente. Era una primavera maravillosa; y la estación
contribuyó mucho a mi convalecencia. Sentí también que
en mi pecho nacían sentimientos de alegría y de afecto; desapareció
mi depresión, y poco después recuperé la alegría que había
experimentado antes de que me atacase aquella pasión fatal.
“Querido Clerval –exclamé–, cuán bondadoso y amable
fuiste conmigo. Todo este invierno, en lugar de consagrarlo al
estudio, como te habías prometido, lo pasaste en mi cuarto de
enfermo. ¿Cómo podré pagarte jamás lo que hiciste? Experimento
el más profundo remordimiento por la decepción que he
provocado en ti, pero confío en que sabrás perdonarme.”
“Me consideraré perfectamente pagado si no sufres una
recaída, y te recuperas con la mayor rapidez posible; y como

pareces tan animado, quisiera pedirte permiso para abordar
cierto tema.”
Comencé a temblar. ¡Cierto tema! ¿Qué podía ser? ¿Acaso aludía
a cierta cuestión en la que yo ni siquiera me atrevía a pensar?
“Domínate –dijo Clerval, que observó cómo me demudaba–.
No mencionaré el asunto, si ello tanto te agita; pero tu
padre y tu prima se sentirían muy felices si recibiesen una carta
de tu puño y letra. Apenas conocen la gravedad de tu dolencia,
y están inquietos ante tu prolongado silencio.”
“¿Eso es todo, mi querido Henry? ¡Cómo podías suponer
que mis primeros pensamientos no serían para esos amigos tan
queridos a quienes amo, y que tanto merecen mi cariño!”
“Amigo mío, si esta es tu disposición actual, quizá te alegre
leer una carta que espera aquí desde hace varios días; creo que
ha sido escrita por tu prima.”


CAPÍTULO 6
Clerval depositó en mis manos la carta siguiente. Era de mi
prima Elizabeth:
“Mi primo muy querido: estuviste enfermo, muy enfermo,
y aun las cartas constantes de nuestro querido Henry no bastan
para tranquilizarme en este sentido. Tienes prohibido escribir...
no puedes tomar la pluma; sin embargo, necesitamos una
palabra tuya, querido Víctor, para calmar nuestra aprensión.
Durante mucho tiempo creí que cada correo nos traería esas
líneas, y mis esfuerzos han logrado que tío no hiciese el viaje
a Ingolstadt. He impedido que afrontase las incomodidades y
quizás los peligros de un viaje tan largo; pero al mismo tiempo,
¡cuán a menudo he lamentado no poder hacerlo yo misma! Me
imagino que la tarea de cuidarte en el lecho de enfermo ha quedado
en manos de alguna enfermera vieja y mercenaria, que
jamás podría imaginar tus deseos, ni satisfacerlos con el cuidado
y el afecto de tu pobre prima. Sea como fuere, eso ya es cosa del
pasado; deseo de todo corazón que muy pronto confi rmes con
tus propias palabras lo que él nos dice. Ponte bueno... y vuelve a
nosotros. Hallarás un hogar feliz y alegre, y amigos que te
quieren de todo corazón. La salud de tu padre es buena, y sólo desea
verte... pues quiere asegurarse de que estás bien; y así, ninguna
preocupación oscurecerá su espíritu benévolo. ¡Cuán grato será
para ti observar los progresos de nuestro Ernesto! Tiene ahora
dieciséis años, y desborda actividad y espíritu. Ansía ser un
auténtico suizo, e ingresar en el servicio exterior. Pero no podemos
separarnos de él, por lo menos antes de que su hermano
mayor vuelva con nosotros. No complace a mi tío la idea de una
carrera militar en un país lejano; pero Ernesto nunca tuvo tu
capacidad de aplicación. A sus ojos, el estudio es una obligación
pesada y odiosa; pasa el tiempo al aire libre, trepando las colinas
o remando en el lago. Me temo que acabará en la ociosidad,
a menos que hagamos su gusto y le permitamos ingresar en la
profesión que él eligió.
”Desde que nos dejaste, hubo pocos cambios, excepto el
hecho de que nuestros queridos niños han crecido. El lago azul
y las montañas cubiertas de nieve nunca cambian; y creo que
nuestro hogar sereno y nuestros corazones satisfechos están
regulados por las leyes inmutables. Mis menudas obligaciones
me ocupan el tiempo y me divierten, y los rostros felices y bondadosos
que veo alrededor de mí son la recompensa de mis
esfuerzos. Desde que te fuiste sólo ha ocurrido un cambio en
nuestro hogar. ¿Recuerdas cómo ingresó en nuestra familia Justine
Moritz? Es probable que no; de modo que en pocas palabras
relataré su historia. La señora Moritz, madre de esta joven,
era una viuda con cuatro niños de los que Justine era la tercera.
Esta niña había sido siempre la favorita del padre; pero por obra
de una extraña perversión, la madre no podía soportarla, y después
de la muerte del señor Moritz la trataba muy mal. Mi tía
observó el hecho; y cuando Justine tuvo doce años, convenció
a la madre de que le permitiese venir a vivir en nuestra casa.
Las instituciones republicanas de nuestro país han producido
costumbres más sencillas y felices que las que prevalecen en las
grandes monarquías que nos rodean. De ahí que haya menos
diferencias entre las diferentes clases de habitantes; y como los
grupos inferiores no son tan pobres ni sufren tanto desprecio,
sus modales son más refi nados y morales. Una sirvienta de
Ginebra no es lo mismo que una de Francia o Inglaterra. Justine,
que así entró en nuestra familia, aprendió las obligaciones
propias de una servidora; condición que, en nuestro afortunado
país, no incluye la idea de la ignorancia, ni el sacrifi cio de la dignidad
del ser humano.
”Como recordarás, Justine fue siempre para ti una gran favorita;
y recuerdo haberte oído decir que, cuando estabas de malhumor,
una mirada de Justine lo disipaba, por la misma razón
que Ariosto ofrece con respecto a la belleza de Angélica... es
decir, que parecía un corazón tan abierto y feliz. Mi tía le cobró
gran afecto, y ese sentimiento la indujo a darle una educación
superior a la que inicialmente había pensado. Este benefi cio
obtuvo amplia recompensa; pues Justine demostró que era la
criatura más agradecida del mundo: no quiero decir con eso que
formulase expresiones de ninguna clase; jamás le oí comentar
el hecho; pero por la expresión de sus ojos se advertía que casi
adoraba a su protectora. Aunque tenía un temperamento alegre,
y en muchos aspectos casi aturdido, prestaba la mayor atención
a todos los gestos de mi tía. Veía en ella el modelo de toda excelencia,
y procuraba imitar sus frases y modales, de modo que
aún ahora a menudo me la recuerda.
”Cuando mi muy querida tía falleció, todos estaban demasiado
absortos en su propio dolor para prestar atención a la
pobre Justine, que durante la enfermedad la había asistido con
el más profundo afecto. La pobre Justine estaba muy enferma;
pero otras pruebas le estaban reservadas.
”Uno por uno murieron sus hermanos y su hermana; y con
excepción de esta hija repudiada, la madre quedó sin hijos. La
conciencia de esta mujer se sintió perturbada, comenzó a
pensar que la muerte de sus favoritos era el castigo celestial de su
parcialidad. Era católico-romana, y creo que el confesor confi
rmó la idea que ella había concebido. De ahí que pocos meses
después de tu partida para Ingolstadt Justine fue llamada por su
madre arrepentida. ¡Pobre muchacha! Derramó amargas lágrimas
cuando tuvo que abandonar nuestra casa; se la veía muy
alterada desde la muerte de mi tía; el dolor había suavizado y
conferido cierta atractiva benignidad a sus modales, que antes
eran notables por la vivacidad. Tampoco puede afi rmarse que la
estada en la casa de la madre fuese de tal carácter que contribuyera
a restaurar su alegría. Aquella pobre mujer manifestaba un
arrepentimiento muy vacilante. A veces rogaba a Justine que le
perdonara su crueldad, pero mucho más a menudo la acusaba
de haber causado la muerte de sus tres hermanos. La inquietud
constante al fi n abatió la salud de la señora Moritz; esto al
principio acentuó su irritabilidad, pero ahora ha alcanzado la
paz eterna. Falleció con los primeros anuncios del tiempo frío,
a principios del invierno pasado. Justine ha regresado a mí, y te
aseguro que la amo tiernamente. Es muy inteligente y gentil, y
extremadamente bella; como dije antes, su rostro y sus expresiones
me recuerdan constantemente a mi querida tía.
”Debo decirte también, mi querido primo, algunas palabras
sobre el pequeño William. Quisiera que pudieses verlo; es muy
alto para su edad, y tiene ojos azules de expresión sonriente y
bondadosa, pestañas oscuras y pelo ensortijado. Cuando sonríe,
se le dibujan los pequeños hoyuelos en cada mejilla, sonrosada
y saludable. Ya ha tenido una o dos pequeñas novias, pero Louisa
Biron es su favorita; se trata de un niñita de cinco años.
”Ahora, mi querido Víctor, me atrevo a suponer que desearás
saber algunas noticias menudas de la buena gente de Ginebra.
La linda señorita Mansfi eld ya ha recibido las visitas de felicitación,
motivadas por su próximo matrimonio con un joven
inglés, el caballero John Melbourne. Su fea hermana, Manon,
contrajo matrimonio con el señor Duvillard, el rico banquero,
en el otoño pasado. Tu condiscípulo favorito, Louis Manoir, ha
sufrido varios contratiempos desde que Clerval salió de Ginebra.
Pero ya ha recuperado el ánimo y afírmase que pronto contraerá
matrimonio con una hermosa francesita, la señora Tavernier.
Es viuda, y mucho mayor que Manoir, pero se la admira
mucho y todos simpatizan con ella.
”Te he escrito con el ánimo más levantado, querido primo;
pero a medida que me acerco al fi nal retorna el sentimiento de
ansiedad. Escribe, Víctor querido; una línea, una palabra serán
una bendición para nosotros. Un millón de gracias a Henry por
su bondad, su afecto y las muchas cartas que nos envió; le estamos
sinceramente agradecidos. Adiós, primo mío; cuídate y, te
lo ruego, ¡escribe!
Elizabeth Lavenza

Ginebra, 18 de mayo de 17..”
¡Querida, querida Elizabeth!, exclamé, después de leer la
carta, “te escribiré sin demora, y así aliviaré a todos de la ansiedad
que sin duda experimentan”. Escribí, y el esfuerzo me
fatigó mucho; pero había empezado mi convalecencia, y ahora
se desarrollaba regularmente. Una quincena después estuve en
condiciones de abandonar mi escritorio.
Cuando me recuperé, una de mis primeras obligaciones fue
la presentación de Clerval ante los diversos profesores de la Universidad.
En el cumplimiento de esta tarea pasé muy malos ratos,
poco apropiados para las heridas que mi mente había sufrido.
Desde la noche fatal, una vez concluidos mis trabajos y comenzado
la época de mi infortunio, había concebido una antipatía
violenta aún hacia el nombre de la fi losofía natural. Cuando
en todo lo demás ya había recuperado la salud, la visión de un
instrumento de química renovaba todo el sufrimiento de mis
síntomas nerviosos. Henry lo advirtió, y había apartado todos
los aparatos de mi vista. También cambió de habitaciones; pues
percibió que alimentaba profunda antipatía hacia el cuarto que
antes era mi laboratorio. Pero estas precauciones de Clerval fueron
inútiles cuando visité a los profesores. El señor Waldman
me infl igió una verdadera tortura cuando elogió con bondad
y calidez los progresos sorprendentes que yo había realizado
en ciencias. Pronto advirtió que el tema me desagradaba; pero
como no pudo adivinar la causa real, atribuyó mis sentimientos
a modestia, y abandonando el tema de mi recuperación, se
consagró a la ciencia misma –movido por el deseo, como para
mí era muy evidente, de apartarme de mis pensamientos. ¿Qué
podía hacer? Quería complacerme, y estaba atormentándome,
sentía como si hubiera ordenado cuidadosamente, uno por uno,
frente a mí, los mismos instrumentos que después serían utilizados
para infl igirme una muerte lenta y cruel. Sus palabras me
agobiaban, pero no me atrevía a describir el dolor que sentía.
Clerval, que sabía discernir rápidamente las sensaciones ajenas,
dejó caer el tema, alegando como excusa su ignorancia total; y
la conversación cobró un sesgo más general. Desde el fondo
del corazón agradecí a mi amigo, pero no pronuncié palabra. Vi
con claridad que se sentía sorprendido, pero en todo caso no
intentó que yo revelara mi secreto, y aunque le amaba con una
mezcla de afecto y reverencia que no conocía límites, no podía
persuadirme de que era necesario confi arle ese acontecimiento
que tan a menudo se imponía a mi recuerdo, pero que, así lo
temía, arraigaría con mayor fuerza aún si lo relatara a otro.
El señor Krempe no se mostró igualmente dócil; y en la
condición de sensibilidad casi insoportable en que me hallaba
entonces sus ásperos encomios me hicieron sufrir aún más que
la aprobación benévola del señor Waldman. “¡Maldito individuo!”,
exclamó; “vaya, señor Clerval, le aseguro que nos ha
superado a todos. Sí, abra los ojos si le place; de todos modos,
así es. Un jovencito que hace pocos años creía en Cornelio
Agrippa tan fi rmemente como en el evangelio ahora está a la
cabeza de la universidad; y si no se lo sujeta, muy pronto nos
dejará a todos fuera de carrera. Caramba, caramba”, continuó,
observando la expresión de sufrimiento de mi rostro. “El señor
 es modesto; cualidad excelente en un joven. Los
jóvenes deben desconfi ar de sí mismos, señor Clerval: esa era
mi actitud cuando joven; aunque se necesita muy poco tiempo
para perder la modestia.”
El señor Krempe había comenzado ahora el panegírico de su
propia persona, y me alegré de que la conversación se apartase
de un tema que me parecía irritante.
Clerval nunca había simpatizado con mi inclinación hacia
la ciencia natural; y sus actividades literarias discrepaban totalmente
de las que habían ocupado mi tiempo. Llegaba a la universidad
con el propósito de consagrarse totalmente a las lenguas
orientales, pues de ese modo pensaba realizar el plan de vida
que había trazado. Resuelto a realizar una carrera distinguida,
volvía los ojos hacia Oriente, pues creía que allí era posible
encontrar campo para su espíritu dinámico. El persa, el árabe, el
sánscrito reclamaban su atención, y no fue difícil convencerme
de la conveniencia de iniciar los mismos estudios. La ociosidad
siempre me había parecido irritante, y ahora que deseaba evitar
la refl exión, y que odiaba mis antiguos estudios, me aportó gran
alivio ser el condiscípulo de mi amigo, y hallé no sólo instrucción
sino consuelo en las obras de los orientalistas. A diferencia
de Clerval, no intenté adquirir un conocimiento crítico de esos
dialectos, pues no me proponía utilizarlos para otra cosa que un
entretenimiento temporario. Leía simplemente para comprender
el signifi cado de los textos, y esas lenguas recompensaron
con largueza mis trabajos. Su melancolía produce un efecto calmante,
su alegría eleva, y experimenté esos efectos en un grado
que nunca había conocido al estudiar los autores de otros
países. Cuando se leen los escritos producidos en dichas lenguas, la
vida parece consistir en un sol cálido y un jardín de rosas, en las
sonrisas y los ceños de un enemigo ecuánime, y en el fuego que
consume nuestro propio corazón. ¡Cuán distinto era todo esto
de la poesía viril y heroica de Grecia y Roma!
Pasó el verano en estas ocupaciones, y se fi jó mi regreso a
Ginebra para fi nes del otoño; pero como varios inconvenientes
me demoraron, llegó el invierno, y con él la nieve, de modo
que los caminos quedaron intransitables y debí demorar el viaje
hasta la primavera siguiente. Me dolió mucho esta postergación;
pues ansiaba volver a mi ciudad natal y mis amigos bien amados.
Había demorado tanto mi regreso porque no me sentía
dispuesto a dejar a Clerval en un lugar extraño, antes de que se
hubiese relacionado con todos sus habitantes. De todos modos,
pasé alegremente el invierno; y aunque la primavera llegó muy
tarde, cuando lo hizo compensó el retraso.
Ya había comenzado el mes de mayo, y yo esperaba día tras
día la carta que habría de fi jar la fecha de mi partida; entonces,
Henry propuso un paseo a pie por los alrededores de Ingolstadt,
para que yo pudiese despedirme personalmente de la
región donde había vivido tanto tiempo. Accedí complacido a
esta proposición: me gustaba el ejercicio, y Clerval había sido
siempre mi compañero favorito en las excursiones que yo solía
realizar en mi región natal.
Dedicamos una quincena a este vagabundeo: había recuperado
la salud y el ánimo, que se fortalecían paulatinamente gracias
al aire salubre que respiraba, a los incidentes naturales de
nuestra excursión, y a la conversación de mi amigo. El estudio
me había impedido anteriormente establecer relación con mis
semejantes, y me había hecho antisocial; pero Clerval evocó los
mejores sentimientos de mi corazón; me enseñó nuevamente
a amar el aspecto de la naturaleza, y los rostros alegres de los
niños. ¡Excelente amigo! ¡Cuán sinceramente me amaste, y
quisiste elevar mi mente hasta que estuviese a la par de la tuya! Una
actividad interesada hubiese envarado y estrechado mi espíritu,
pero tu bondad y tu afecto reconfortaron y abrieron mis sentidos;
volvía a ser la misma criatura feliz, que pocos años antes,
amada y apreciada por todos, no tenía penas ni cuidados. Era la
época en que la naturaleza feliz e inanimada podía concederme
las sensaciones más deliciosas. Un cielo sereno y los campos
verdes producían en mí verdadero éxtasis. Y la estación que
ahora presenciábamos sin duda era maravillosa; las fl ores de la
primavera brotaban en los setos, y las del verano comenzaban
a insinuarse. Me vi libre de los pensamientos que el año anterior
me habían agobiado, como carga invencible a pesar de mis
esfuerzos por desecharlos.
Henry se regocijaba en mi alegría y simpatizaba sinceramente
con mis sentimientos: se esforzaba por entretenerme, al
mismo tiempo que expresaba las sensaciones que colmaban su
alma. En esta ocasión los recursos de su mente fueron en verdad
notables: su conversación era por demás imaginativa; y muy
a menudo, imitando a los escritores persas y árabes, creaba relatos
de fantasía y pasión maravillosas. En otras ocasiones repetía
mis poemas favoritos, o me atraía a discusiones que por su parte
sostenía con acopio de ingenio.
Retornamos a nuestra universidad un domingo por la tarde:
los campesinos bailaban, y todos los que encontramos parecían
alegres y felices. Mi propio espíritu rayaba alto; mi corazón latía
animado con sentimientos de alegría y regocijo sin límites.

CAPÍTULO 7
Al regreso, hallé la siguiente carta de mi padre:
“Mi querido Víctor: probablemente has esperado con impaciencia
una carta que señalase la fecha de tu retorno; y al principio
me sentí tentado, de escribir apenas unas líneas, limitándome
a mencionar el día que te esperábamos. Pero tal actitud representaría
una forma cruel de bondad, y no me atrevo a incurrir
en ella. ¿Cuál sería tu sorpresa, hijo mío, si esperando una bienvenida
feliz y alegre, hallases, por el contrario, lágrimas e infortunio?
Y ahora, Víctor, ¿puedo relatarte nuestra desgracia? La
ausencia no pudo haberte hecho insensible a nuestras alegrías y
nuestros dolores; ¿y cómo puedo hacer sufrir a un hijo que falta
desde hace tanto tiempo? Deseo prepararte para la terrible noticia,
pero sé que es imposible; en este mismo momento tus ojos
recorren la página, para buscar las palabras que te comunicarán
la horrible revelación.
”¡William ha muerto! ¡Ese dulce niño, cuyas sonrisas complacían
y reconfortaban mi corazón, que era tan gentil y al mismo
tiempo tan alegre! ¡Víctor, le asesinaron!
”No intentaré consolarte; me limitaré simplemente a relatar
las circunstancias del hecho.
”El jueves pasado (7 de mayo) con mi sobrina y tus dos hermanos
fuimos a pasear por Plainpalais. La tarde era cálida y
serena, y prolongamos nuestro paseo más de lo habitual. Ya
había anochecido cuando pensamos regresar; y entonces descubrimos
que William y Ernesto, que marchaban adelante, no
estaban con nosotros. Decidimos, por lo tanto, descansar hasta
que regresaran. Poco después apareció Ernesto, y preguntó si
habíamos visto a su hermano: afi rmó que había estado jugando
con él, que William había escapado para ocultarse, y que él lo
había buscado vanamente; que lo había esperado largo rato,
pero sin resultado.
”El relato nos alarmó un tanto, y continuamos buscándolo
hasta que cayó la noche, momento en que Elizabeth supuso
que podía haber retornado a la casa. No estaba allí. Volvimos
nuevamente al campo, esta vez con antorchas; pues yo no podía
descansar pensando que mi dulce niño se había perdido, y que
estaba expuesto a la humedad y al rocío de la noche; Elizabeth
también experimentaba profunda angustia. Alrededor de las
cinco de la mañana descubrí a mi querido hijo, a quien la noche
antes había visto desbordante de salud y actividad, extendido
sobre el pasto, lívido e inmóvil: sobre el cuello tenía marcado el
dedo del asesino.
”Lo llevamos a casa, y la angustia visible en mi rostro reveló
el secreto a Elizabeth. Pidió ver el cadáver. Al principio intenté
impedírselo; pero insistió, y entrando en el cuarto donde yacía,
examinó apresuradamente el cuello de la víctima, y juntando las
manos exclamó: ‘¡Oh, Dios! he asesinado a mi querido niño!’.
”Perdió el sentido, y con mucha difi cultad logramos que
reaccionara. Cuando volvió en sí, no hizo más que gemir y suspirar.
Me relató que esa misma tarde William la había inducido a
que le prestase una miniatura muy valiosa que tu madre regalara
a Elizabeth. Esta imagen ha desaparecido, y sin duda fue la tentación
que movió al asesino. Por ahora no hay rastros del individuo,
aunque no descansamos en nuestros esfuerzos por descubrirlo;
de todos modos, ellos no nos devolverán a mi amado
William.
”Ven, querido Víctor; eres el único que puede consolar a Elizabeth.
Llora sin descanso, y se acusa injustamente de la muerte
del niño; sus palabras me laceran el corazón. Todos nos sentimos
desgraciados; pero, ¿no será ese un motivo más para que
tú, hijo mío, vuelvas y nos reconfortes? ¡Tu querida madre! ¡Ay,
Víctor! ¡Ahora agradezco a Dios que ella no vive para presenciar
esta muerte cruel y miserable de su niño más pequeño!
”Ven, Víctor; no cavilando ideas de venganza contra el asesino,
sino con sentimientos de paz y de bondad, que curen en
lugar de agravar las heridas de nuestro espíritu. Entra en la casa
del duelo, amigo mío, pero con la bondad y el afecto hacia quienes
te aman, y no con odio hacia tus enemigos. Tu padre afl igido
que te quiere.
Alphonse .”
Clerval, que había observado mi semblante mientras yo leía
esta carta, se sorprendió de contemplar la desesperación que
siguió a la alegría que expresé al principio, al recibir noticias de
mis amigos. Arrojé la carta sobre la mesa, y me cubrí el rostro
con las manos.
“Mi querido ”, exclamó Henry cuando me
vio llorar amargamente, “¿has de ser siempre infeliz? Querido
amigo, ¿qué ha sucedido?”.
Le indiqué con señas que leyese la carta mientras yo atravesaba
la habitación en una dirección y en otra, presa de la más
extrema agitación. También los ojos de Clerval brotaron lágrimas
mientras leía el relato de mi infortunio.
“No puedo ofrecerte consuelo, amigo”, dijo; “tu pérdida es
irreparable. ¿Que piensas hacer?”.
“Dirigirme inmediatamente a Ginebra; ven conmigo, Henry,
a ordenar los caballos.”
Durante nuestra caminata, Clerval trató de pronunciar algunas
palabras de consuelo; sólo podía manifestar su sentida y
sincera simpatía. “¡Pobre William!” dijo, “¡querido niño adorable,
ahora duerme con el ángel de su madre! ¡El que lo ha visto
brioso y alegre en su juvenil belleza no puede sino llorar su prematura
pérdida! ¡Morir tan miserablemente; sentir la garra del
asesino! ¡Y tanto más asesino el que pudo destruir tan radiante
inocencia! ¡Pobre amiguito! Sólo un consuelo nos resta; sus amigos
se conduelen y lloran, pero él está en paz. La angustia ha
concluido, sus sufrimientos terminaron para siempre. El césped
cubre su gentil forma, y ya no conoce el dolor. No puede ser
objeto de compasión; ésta debemos reservarla para los acongojados
sobrevivientes.”
Así hablaba Clerval mientras recorríamos las calles; las palabras
se me grabaron en la mente y las recordé posteriormente
en la soledad. Pero ahora, tan pronto como llegaron los caballos,
me despedí de mi amigo.
Mi travesía fue dolorosa. Al principio deseaba avanzar aprisa,
pues anhelaba consolar y reconfortar a mis seres queridos y los
amigos dolientes; pero cuando me acerqué a mi ciudad natal,
disminuí la velocidad del avance. Apenas si podía soportar la
multitud de sentimientos que bullían en mi mente. Atravesé
escenarios familiares a mi juventud, pero que no había visto
durante casi seis años. ¡Qué cambiado debía estar todo después
de ese tiempo! Una transformación repentina y desconsoladora
se había producido; pero un millar de pequeñas circunstancias
podían haber obrado gradualmente otras alteraciones que, aunque
más discretas, quizá fueran no menos decisivas. El miedo
me invadió; no osaba avanzar, temiendo miles de males
innominados que me hacían temblar, aunque me sentía incapaz de
defi nirlos.
Permanecí dos días en Lausana, en este penoso estado mental.
Contemplaba el lago: las aguas eran plácidas; todo en derredor
estaba calmo; y las montañas nevadas, “los palacios de la
naturaleza” no habían sufrido ningún cambio. Poco a poco el
escenario sereno y celestial me infundió fuerzas, y continué mi
viaje en dirección a Ginebra.
El camino seguía paralelamente al lago que se estrechaba a
medida que me acercaba a mi ciudad natal. Percibí más nítidamente
las laderas negras del Jura, y la refulgente cumbre del
Monte Blanco. Lloré como un niño. “¡Queridas montañas! ¡Hermoso
lago mío! ¿Qué bienvenida dais al viajero? Sus cimas son
claras; el cielo y el lago están azules y plácidos. Debo tomarlo
como un augurio de paz o como una burla a mi infelicidad?”
Amigos míos, temo que terminaré por conjurar el tedio si
sigo explayándome en estas circunstancias preliminares; pero
eran días de relativa felicidad, y los recuerdo con placer. ¡Mi tierra,
mi tierra querida! ¡Quién sino un nativo puede describir el
goce que sentí al contemplar de nuevo el arroyo y las montañas,
y sobre todo el hermoso lago!
Sin embargo, mientras me aproximaba, una vez más el dolor y
el miedo me embargaron. También caía la noche; y cuando apenas
pude ver las oscuras montañas, me sentí aún más deprimido.
El cuadro que se ofrecía parecía un vasto y semiiluminado escenario
de maldad y preví oscuramente que estaba destinado a convertirme
en el más desgraciado de los seres humanos. ¡Ay de mí!
Mi profecía resultó cierta y falló en una única circunstancia, a
saber: en toda la miseria que imaginé y temí, no anticipé siquiera
la centésima parte de lo que estaba destinado a soportar.
Había caído la noche cuando llegué a las cercanías de Ginebra:
las puertas de la ciudad ya estaban cerradas; y me vi obligado
a pasar la noche en Secheron, una aldea distante media legua de
la ciudad. El cielo aparecía sereno; y como no pude descansar,
decidí visitar el sitio donde mi pobre William había sido muerto.
Como no podía pasar por la ciudad, tuve que cruzar el lago en
bote para llegar a Plainpalais. Durante este breve viaje vi los
relámpagos que dibujaban las más bellas fi guras en la cima del
Monte Blanco. La tormenta parecía acercarse rápidamente; y
después de desembarcar, subí una colina baja, para observar sus
progresos. Avanzaba paulatinamente; el cielo estaba cubierto de
nubes, y pronto sentí la lluvia que caía lentamente en grandes
gotas. Pero su violencia se acentuó velozmente.
Abandoné mi silla, y seguí a pie, aunque la oscuridad y la
tormenta se intensifi caban a cada minuto, y el trueno estalló
con estrépito terrorífi co sobre mi cabeza. Me llegaron los ecos
desde Salève, las montañas del Jura, y los Alpes de Saboya; vivos
relámpagos me deslumbraron, iluminando el lago y mostrándolo
como una vasta línea de fuego; luego, por un instante todo
pareció sumido en profunda oscuridad, hasta que el ojo se acostumbró
a la falta de luz. La tormenta, como ocurre a menudo
en Suiza, estalló simultáneamente en varios puntos del cielo. El
foco más violento estaba exactamente al norte de la ciudad, en
esa parte del lago que se extiende entre el promontorio de Belrive
y la aldea de Copet. Otra tormenta iluminaba el Jura con
débiles relámpagos; y otra ensombrecía y a veces revelaba el
Mole, una empinada montaña al este del lago.
Mientras contemplaba la tempestad, bella y al mismo tiempo
terrible, avanzaba con paso vivo. Esta noble contienda de los
cielos elevó mi espíritu; junté las manos, y exclamé en voz alta:
“¡William, querido ángel! ¡Éste es tu funeral, ésta es la última
oración!” Había dicho estas palabras, cuando percibí entre las
sombras una fi gura que se deslizaba detrás de un bosquecillo,
cerca de mí; permanecí inmóvil, mirando atentamente; no podía
equivocarme; un relámpago iluminó el objeto y me reveló claramente
su forma; su naturaleza gigantesca, y la deformidad de su
aspecto, de una fealdad inhumana, me indicó instantáneamente
que era el perverso, el horrible demonio a quien había infundido
vida. ¿Qué hacía allí? ¿Podía ser (me estremecí ante la idea) el
asesino de mi hermano? Apenas la idea cruzó mi imaginación, y
ya estaba convencido de que había acertado; me castañeteaban
los dientes, y me vi obligado a apoyarme en un árbol para no
caer. La fi gura se alejó rápidamente, y la perdí entre las sombras.
Ningún ser humano podía haber destruido a ese hermoso niño.
¡Él era el asesino! No podía dudar de ello. La mera presencia de
la idea era prueba irresistible del hecho. Pensé perseguir a aquel
demonio; pero habría sido en vano. Pues otro relámpago me
mostró que estaba colgado entre las rocas de la ladera casi perpendicular
del Monte Salève, una elevación que limita a Plainpalais,
por el Sur. Pronto llegó a la cima y desapareció.
Permanecí inmóvil. Cesaron los truenos; pero la lluvia continuó,
y la escena estaba envuelta en tinieblas impenetrables.
Rememoré los hechos que hasta ese momento había intentado
olvidar: el curso total de mis trabajos hasta la creación; el ser
vivo que había creado con mis propias manos, erguido al lado
de mi lecho; su partida: ahora habían transcurrido casi dos años
desde la noche en que por primera vez había demostrado vida;
¿y era éste su primer crimen? ¡Ay! Había lanzado al mundo un
ser depravado, que se complacía en el crimen y el dolor; ¿acaso
no había asesinado a mi hermano?
Nadie puede imaginar el sentimiento de angustia que padecí
durante el resto de la noche, que pasé, sufriendo frío y humedad,
al aire libre. Pero no sentí las molestias provocadas por el
tiempo; mi imaginación estaba absorta en escenas de perversidad
y desesperación. Pensé en el ser a quien había conferido
condición humana, y dotado del poder y la voluntad de realizar
hazañas horrorosas, como la que ahora había cumplido; era mi
propio vampiro, mi propio espíritu salido de la tumba, y forzado
a destruir todo lo que me era caro.
Rompió el día; y yo dirigí mis pasos hacia la ciudad. Las
puertas estaban abiertas, y me apresuré a llegar a la casa de mi
padre. Mí primer pensamiento fue revelar lo que sabía del asesino,
y organizar inmediatamente la búsqueda. Pero me contuve
cuando refl exioné en la historia que podía relatar. Un ser a quien
yo mismo había formado y dotado de vida, estaba a medianoche
entre los precipicios de la montaña inaccesible. Recordé también
la fi ebre nerviosa que me había asaltado en el momento de
mi creación, y que conferiría un aire de delirio a un relato para
los demás tan improbable. Bien sabía que si cualquier otro me
hubiese contado algo por el estilo, no habría tachado de insano.
Además, la extraña naturaleza de aquel animal esquivaría todas
las persecuciones, aunque se me creyese hasta el extremo de
que mis parientes se decidieran a comenzar la búsqueda. Además,
¿de qué serviría la persecución? ¿Quién podía arrestar a
una criatura capaz de escalar las empinadas laderas del Monte
Salève? Estas refl exiones me decidieron, y resolví permanecer
silencioso.
Eran aproximadamente las cinco de la mañana cuando entré
en la casa de mi padre. Dije a los sirvientes que no molestasen
a la familia y me dirigí a la biblioteca, para esperar que se
levantasen.
Habían transcurrido seis años, que eran como un sueño
–salvo una marca indeleble– y yo estaba en el mismo lugar donde
había abrazado por última ver a mi padre antes de partir para
Ingolstadt. ¡Amado y venerable padre! Todavía experimentaba
hacia él los mismos sentimientos. Contemplé la imagen de mi
madre, ubicada sobre la chimenea. Era un tema histórico, pintando
a instancias de mi padre, y representaba a Caroline Beaufort
sumida en la desesperación, arrodillada al lado del féretro
de su padre muerto. Sus atavíos eran rústicos, y tenía las mejillas
pálidas; pero había en ella un aire de dignidad y belleza, que
apenas daba lugar al sentimiento de compasión. Debajo de esta
imagen se hallaba una miniatura de William; y las lágrimas afl uyeron
a mis ojos cuando la contemplé. Mientras me hallaba en
eso, entró Ernesto: me había oído llegar, y se apresuró a darme
la bienvenida. Expresó cierta dolorida complacencia al verme:
“bienvenido, querido Víctor”, dijo: “¡Ah! ¡Quisiera que hubieses
venido hace tres meses, pues entonces nos habrías encontrado
a todos felices y complacidos! Ahora llegas para compartir un
sufrimiento que nada puede aliviar; pero confío en que tu presencia
animará a nuestro padre, que parece agobiado por su
infortunio; y que tus palabras induzcan a la pobre Elizabeth a
cesar en sus inútiles y torturantes sentimientos de culpa. ¡Pobre
William! ¡Cuánto lo queríamos y cómo nos enorgullecíamos de
él!”
Las lágrimas fl uyeron libremente de los ojos de mi hermano;
y todo mi cuerpo experimentó una sensación de mortal sufrimiento.
Antes sólo había imaginado la desolación de mi hogar;
pero la realidad se me aparecía como un desastre diferente, y
no menos terrible. Traté de calmar a Ernesto; y pregunté con
mayor detalle respecto de mi padre y de la que yo denominaba
mi prima.
“Sobre todo ella dijo Ernesto necesita consuelo; se acusa de la
muerte de mi hermano, y ello es la causa de su infelicidad. Pero
como se ha descubierto a la persona que cometió el asesinato...”
“¡Que se ha descubierto al asesino! ¡Santo Dios! ¿Cómo
puede ser esto? ¿Quién intentará atraparlo? ¡Es imposible!; tanto
valdría querer aferrar el viento, o contener la corriente de un río
con una paja. ¡También yo lo vi; andaba por el campo anoche!”
“No sé de qué hablas”, replicó mi hermano, con acento de
asombro, pero puedo asegurarte que este descubrimiento viene
a coronar nuestro dolor. Al principio, nadie lo hubiese creído;
y aún ahora Elizabeth no quiere convencerse, a pesar de las
pruebas acumuladas. Ciertamente, ¿quién podría suponer que
Justine Moritz, que se mostraba tan cordial, y que tanto
simpatizaba con toda la familia, de pronto cometiese un crimen tan
tremendo y desconcertante?”
“¡Justine Moritz! Pobre muchacha... ¿a ella se acusa de todo
esto? Pero hay un error; sin duda todos lo comprenden así; ¿es
posible que alguien crea semejante cosa, Ernesto?
“Al principio, nadie quiso creerlo; pero llegaron a conocerse
varias circunstancias que casi nos obligaron a aceptar la verdad; y su
propia conducta ha sido tan extraña, que ha agregado a la prueba
de los hechos un peso que, mucho me temo, no deja lugar a dudas.
Pero hoy la juzgarán, y entonces podrás enterarte de todo.”
Ernesto me contó que, la mañana en que se había descubierto
el crimen del pobre William, Justine enfermó, debiendo
guardar cama durante varios días. Durante ese intervalo, una de
las criadas, había tomado por casualidad el vestido que Justine
usaba la noche del crimen; y en un bolsillo había descubierto la
imagen de mi madre, que según se creía había sido la causa del
asesinato. La sirvienta instantáneamente mostró el objeto a otra
de las criadas, y esta última, sin decir palabra a ningún miembro
de la familia, acudió a un magistrado; y después de escuchar
la declaración de la mujer, Justine fue arrestada. Cuando se la
acusó del crimen, la acentuada confusión de Justine contribuyó
mucho a confi rmar la sospecha.
Era un relato ciertamente extraño, pero no conmovió mi fe; y
así, repliqué sinceramente: “Todos están equivocados; conozco
al asesino. La pobre y buena Justine es inocente”.
En ese momento entró mi padre. Vi la infelicidad profundamente
marcada en su rostro, pero trató de demostrar alegría en su
acogida; y después que cambiamos nuestros tristes saludos, hubiéramos
abordado un tema distinto del que se relacionaba con nuestra
desgracia, si Ernesto no hubiera exclamado: “¡Por Dios, papá!
Víctor afi rma saber quién fue el asesino del pobre William”.
“Desgraciadamente, también nosotros lo sabemos”, replicó mi
padre; “pues les aseguro que habría preferido permanecer
eternamente sumido en la ignorancia antes que descubrir tanta depravación
e ingratitud en una persona a quien tanto estimaba”.
“Mi querido padre, estás equivocado; Justine es inocente.”
“Si así es, Dios no permita que sufra el castigo de los culpables.
Se la juzgará hoy, y abrigo la sincera esperanza de que sea
absuelta.”
Estas palabras me tranquilizaron. Por mi parte, estaba fi rmemente
convencido de que Justine –y para el caso, cualquier
otro ser humano– era inocente del crimen. Por consiguiente, no
temía que pudiesen señalarse pruebas circunstanciales sufi cientes
para condenarla. Lo que yo podía decir no estaba destinado
a los oídos del público; la gente común interpretaría aquel desconcertante
horror como fruto de la locura. Excepto yo mismo,
el creador, ¿había alguien capaz de admitir, a menos que sus sentidos
lo convenciesen, la existencia de ese monumento viviente
de presunción y tosca ignorancia que yo había echado a andar
por el mundo?
Pronto Elizabeth vino a reunirse con nosotros.
El tiempo la había cambiado desde la última vez que yo
la viera; y la había dotado de una dulzura que sobrepasaba la
belleza de sus años infantiles. Mostraba el mismo candor, la
misma vivacidad, pero unida a una expresión en la que se mostraba
más claramente la sensibilidad y el intelecto. Me dio la
bienvenida con el mayor afecto. “Tu llegada, querido primo”,
dijo, me trae esperanza. Quizás halles el modo de justifi car a mi
pobre e inocente Justine. Dios mío, ¿quién puede estar a salvo,
si a ella se la condena por ese crimen? Confío en su inocencia
con la misma seguridad que en la mía. Nuestro infortunio es
doblemente penoso; no sólo hemos perdido a ese niño amable
y bondadoso; además, esa desgraciada muchacha, a quien amo
sinceramente, está siendo arrastrada por un destino peor aún.
“Si la condenan, no volverá a conocer la felicidad. Pero no
lo harán, de eso estoy segura; y pienso que así volveré a hallar
la felicidad, aún después de la triste muerte de mi pequeño
William.”
“Es inocente, Elizabeth”, dije; “y así se demostrará; no temas,
y levanta tu espíritu con la convicción de que será absuelta”.
“¡Cuán amable y generoso eres! Todos los demás creen en su
culpabilidad, y ello me hace desgraciada, pues yo bien sabía que
era imposible: y ver que todos los demás alimentan tan siniestros
prejuicios me ha sumido en la desesperanza y el dolor”. Y
después de decir estas palabras, Elizabeth lloró.
“Querida sobrina”, dijo mi padre, “seca tus lágrimas. Si como
tú crees, es inocente, confía en la justicia de nuestras leyes, y
en la actividad con la que impediré la más mínima sombra de
parcialidad”.

CAPÍTULO 8
Sumidos en la tristeza, pasamos unas pocas horas, hasta las
once, en que debía comenzar el proceso. Como mi padre y el
resto de la familia tenían que asistir en calidad de testigos, los
acompañé al tribunal. Mientras duró aquella perversa burla de la
justicia, padecí todas las torturas del infi erno. Debía resolverse
si el resultado de mi curiosidad y mis impíos manejos serían
causa de la muerte de dos semejantes: Uno de ellos un niño sonriente,
pleno de inocencia y alegría; el otro, asesinado de manera
más espantosa, con todos los agravantes de la infamia que podía
convertir al crimen en hecho memorable por su horror. Justine
era también una joven meritoria, y poseía cualidades que
prometían hacerla feliz: ahora todo esto iría a hundirse en una
tumba ignominiosa; ¡y yo era la causa! Mil veces hubiese preferido
confesarme culpable del delito atribuido a Justine; pero
me hallaba ausente cuando se cometió y se habría tomado esa
declaración como los extravíos de un loco, de modo que no
hubiera conseguido salvar a quien sufría por mi culpa.
Justine mostraba un continente sereno. Llevaba ropas de
duelo; y su expresión, siempre atractiva, había adquirido exquisita
belleza gracias a la solemnidad de sus sentimientos. De
todos modos, parecía confi ada en su inocencia, y no temblaba,
a pesar de que era el blanco de las miradas de execración de
millares de personas; pues todos los buenos sentimientos que
en otras condiciones su belleza podría haber sugerido, estaban
anulados en la mente de los espectadores por la imaginación del
crimen enorme que se le atribuía. Se mostraba tranquila, pero
su tranquilidad era evidentemente fruto de un esfuerzo; y como
su confusión había sido mencionada antes como prueba de su
culpabilidad, ahora se obligaba a demostrar cierta apariencia de
coraje. Cuando entró en la sala del tribunal, recorrió el lugar con
los ojos, y rápidamente descubrió dónde estábamos sentados.
Una lágrima pareció empañar sus ojos cuando nos vio; pero
pronto recobró el dominio de sí misma, y una mirada de dolorido
afecto pareció atestiguar su absoluta inocencia.
Comenzó el proceso; y después que el fi scal anunció la acusación,
fueron llamados varios testigos. Varios hechos extraños
concurrían a perjudicar su situación, y sin duda habrían impresionado
a quien no dispusiese, como yo, de tantas pruebas de
su inocencia. Había estado fuera de su casa la noche del crimen,
y hacia la mañana una mujer que tenía puesto en el mercado la
había visto no lejos del lugar donde después halló el cuerpo del
niño asesinado. La mujer le preguntó qué hacía allí; pero Justine
se comportó de manera muy extraña, y se limitó a ofrecer una
respuesta confusa e ininteligible.
Retornó a la casa alrededor de las ocho, y cuando alguien preguntó
dónde había pasado la noche, contestó que había estado
buscando al niño, y preguntó con ansiedad si se sabía algo de él.
Cuando le mostraron el cuerpo, sufrió un violento ataque histérico,
y tuvo que guardar cama varios días. Luego, se presentó la imagen
que la sirvienta había hallado en el bolsillo de Justine; y cuando Elizabeth,
con voz vacilante, afi rmó que era el mismo que ella había
colocado alrededor del cuello del niño, una hora antes de la desaparición,
un murmullo de horror y de indignación recorrió la sala.
Se llamó a Justine para que hiciese su defensa. A medida
que avanzaba el proceso, la expresión de su rostro se alteraba.
En él hallaron expresión la sorpresa, el horror y el sufrimiento.
A veces luchaba con las lágrimas; pero cuando se la incitó a
hablar, consiguió dominarse, y se expresó con voz audible aunque
desigual.
“Dios sabe”, dijo, “que soy completamente inocente. Pero
no pretendo que mis protestas me absuelvan: apoyo mi inocencia
en una explicación llana y simple de los hechos aducidos
contra mí; y espero que el carácter que siempre demostré inclinarán
a mis jueces a aceptar una interpretación favorable, donde
las circunstancias parezcan dudosas o inciertas”.
Relató luego que, con permiso de Elizabeth, había pasado
la velada de la noche del crimen en la casa de una tía en Chene,
una aldea situada aproximadamente a una legua de Ginebra.
Al regreso, aproximadamente a las nueve, encontró a un hombre,
que le preguntó si había visto al niño perdido. La noticia la
alarmó, y así pasó varias horas buscándolo, y como las puertas
de Ginebra fueron cerradas se vio obligada a permanecer varias
horas de la noche en un establo perteneciente a una casa de
campo, pues no deseaba llamar a sus moradores, de quienes era
bien conocida. Pasó la mayor parte de la noche allí, observando;
y creía que hacia la mañana había dormido algunos minutos;
unos pasos la inquietaron, y entonces despertó. Estaba amaneciendo,
y la joven abandonó su refugio para reanudar la búsqueda
de mi hermano. Si había pasado cerca del lugar donde
yacía el cuerpo, lo había hecho sin saberlo. Que se desconcertase
ante la pregunta de la mujer del mercado no debió sorprender,
pues había pasado una noche sin sueño, y la suerte del
pobre William aún no estaba aclarada. Con respecto a la imagen,
no podía ofrecer ninguna explicación.
“Bien sé”, continuó la infeliz víctima, “cuánto pesa en contra
de mi inocencia esta circunstancia fatal, pero no estoy en
condiciones de explicarla; y una vez que he manifestado mi total
ignorancia, sólo me resta formular conjeturas acerca de las causas
más probables de que alguien la haya deslizado en mi bolsillo.
Pero también aquí me veo impedida. Creo no tener enemigos
en la tierra, y sin duda nadie puede haber sido tan malvado
como para buscar intencionadamente mi destrucción. ¿Acaso
el asesino puso allí el medallón? No sé que haya tenido oportunidad
para hacer tal cosa; y si la tuvo, ¿para qué quiso robar la
joya, si tan pronto debía desprenderse de ella?
”Entrego mi causa a la justicia de los jueces, aunque no veo
motivo de esperanza. Solicito que se llame a algunos testigos
para que se refi eran a mi carácter; y si su testimonio no invalida
mi culpa supuesta, que se me condene, aunque estoy dispuesta
a subordinar mi salvación a mi inocencia.”
Fueron llamados varios testigos, que la habían conocido
durante muchos años, y todos hablaron bien de ella; pero el
temor y el repudio al crimen que le atribuían determinaron que
vacilaran y demostrasen poca voluntad. Elizabeth advirtió que
aun este último recurso, el carácter excelente de la joven y su
conducta irreprochable, de poco serviría a la acusada; de modo
que, a pesar de que se hallaba en estado de violenta agitación,
solicitó permiso para dirigirse al tribunal.
“Soy”, dijo, “la prima del desgraciado niño que fue muerto,
o más bien su hermana, pues fui educada por sus padres y vivo
con ellos desde que nació, y aún desde mucho antes. Quizá por
ello se juzgue indecente que hable en esta ocasión; pero cuando
veo que un semejante corre el riesgo de perecer por la cobardía
de sus pretendidos amigos, deseo que se me permita hablar,
para decir lo que conozco de su carácter. Estoy perfectamente
al tanto de la personalidad de la acusada. He vivido en la misma
casa con ella, una vez durante cinco y otra durante casi dos años.
Siempre me pareció la más cordial y benévola de las criaturas
humanas. Cuidó de la señora , mi tía, en su última
enfermedad, y demostró el afecto más profundo y el cuidado
más atento; y después asistió a su propia madre durante una
penosa enfermedad, de un modo que provocó la admiración
de todos los que la conocieron; luego volvió a vivir en casa de
mi tío, donde era querida por toda la familia. Dispensaba el más
cálido cariño al niño que ahora ha muerto, y se comportaba
frente a él como una madre muy afectuosa. Por mi parte, no
vacilo en decir que, a pesar de todas las pruebas esgrimidas contra
ella, creo y confío en su perfecta inocencia. El acto que se le
imputa no pudo tentarla: en cuanto al medallón que es la prueba
principal, si lo hubiese deseado sinceramente, de buena gana se
lo hubiera regalado; tanto la estimo y la aprecio”.
Las palabras sencillas y vigorosas de Elizabeth provocaron
un murmullo de aprobación; pero era una manifestación suscitada
por su generosa intervención, y no un movimiento en
favor de la pobre Justine, contra la cual la indignación pública se
volcó con renovada violencia, acusándola de la más negra ingratitud.
La propia acusada lloró ante las palabras de Elizabeth,
pero no contestó. Mi agitación y mi angustia fueron extremos
durante todo el proceso. Creía en la inocencia de Justine; sabía
a qué atenerme. ¿Era posible que el demonio, que había asesinado
a mi hermano (de ello no dudé ni un instante) se hubiera
gozado en la demoníaca diversión de llevar a una inocente a la
muerte y la ignominia? No podía soportar el horror de mi situación;
y cuando advertí que la voz del pueblo, y la expresión de
los jueces ya habían condenado a mi infeliz víctima, huí del tribunal
perseguido por el sufrimiento. La tortura de la acusada no
podía compararse con las mías; la sustraía su inocencia, pero las
garras del remordimiento destrozaban mi pecho, y no parecían
dispuestas a soltar presa.
Pasé una noche de dolor inenarrable. A la mañana siguiente
fui al tribunal; tenía los labios y la garganta resecos. No me atreví
a formular la pregunta fatal; pero me conocían, y el funcionario
supuso cuál era la causa de mi visita. Se habían depositado los
votos; todos la condenaban, y Justine fue declarada culpable.
No puedo tratar de describir lo que sentí entonces. Anteriormente
había experimentado sensaciones de horror; y he tratado
de explicarlas como corresponden, pero las palabras no
pueden dar una idea de la atroz desesperación que entonces
experimenté. La persona a quien me dirigí agregó que Justine
ya había confesado su culpa. “Esta prueba”, observó, “apenas
era necesaria en un caso tan evidente, pero me alegro de que así
haya ocurrido; ciertamente, ninguno de nuestros jueces gusta
condenar a un criminal con pruebas circunstanciales, por decisivas
que sean”.
Era una noticia extraña e inesperada; ¿qué podía signifi car?
¿Quizá mis ojos me habían engañado? ¿Y yo estaba realmente
tan loco como el mundo entero me creería, si llegara a revelar el
objeto de mi sospecha? Me apresuré a regresar a casa, y Elizabeth
me preguntó ansiosa el resultado.
“Prima”, repliqué, “se ha resuelto como podía esperarse.
Todos los jueces prefi eren que diez inocentes sufran, y no que
un culpable escape. Pero ella ha confesado”.
Fue un golpe terrible para la pobre Elizabeth, que había
confi ado fi rmemente en la inocencia de Justine. “¡Ay!”, dijo,
“¿cómo podré volver a creer en la bondad humana? Justine,
a quien amaba y estimaba como a una hermana, ¿cómo pudo
esbozar esa sonrisa de inocencia, cuando sólo pensaba en la
traición? Sus ojos bondadosos parecían incapaces de durezas o
culpas, y, sin embargo, ha cometido un crimen.
Poco después supimos que la pobre víctima había expresado
el deseo de ver a mi prima. Mi padre no quería que ella fuese; pero
dijo que dejaba la decisión librada al juicio y los sentimientos de la
propia Elizabeth. “Sí”, dijo Elizabeth, “iré, a pesar de que es culpable;
y tú, Víctor, me acompañarás: no puedo ir sola”. La idea de
esta visita me torturaba, y a pesar de todo no podía negarme.
Entramos en la celda sombría, y vi a Justine sentada sobre
un montón de paja, en el extremo más alejado; tenía sujetas las
manos, y la cabeza descansaba sobre las rodillas. Se puso de
pie cuando nos vio entrar; y cuando nos dejaron solos con ella,
se arrojó a los pies de Elizabeth, sollozando amargamente. Mi
prima también lloraba.
“¡Oh, Justine!”, dijo, “¿Por qué me quitaste mi último consuelo?
Confi aba en tu inocencia; y aunque entonces me sentía
muy desconsolada, no estaba tan profundamente dolorida
como ahora”.
“¿Y tú también crees que soy tan profundamente malvada?
¿Te unes a los enemigos que me agobian y me condenan como
si fuese una asesina?” Su voz estaba sofocada por los sollozos.
“Levántate, pobre muchacha”, dijo Elizabeth, “¿Por qué te
arrodillas, si eres inocente? No pertenezco al grupo de tus enemigos;
te creí inocente, a pesar de todas las pruebas, hasta que
oí decir que tú misma habías confesado tu culpabilidad. Dices
que la noticia es falsa; y ten la certeza querida Justine, de que
sólo tu propia confesión podría destruir la confi anza que deposité
en ti”.
“Sí, confesé; pero he mentido. Confesé para que se me diese
la absolución; pero ahora esa falsedad pesa sobre mi corazón
más que todos los demás pecados. ¡Que el Dios del cielo me
perdone! Desde que me condenaron mi confesor me asedió, me
amenazó constantemente, hasta que casi comencé a pensar que
yo era el monstruo que él describía. Amenazó excomulgarme
y enviarme al fuego del infi erno si continuaba obstinándome.
Querida Elizabeth, no tenía a nadie que me sostuviese; para
todos era una infeliz condenada a la ignominia y la perdición.
¡Qué podía hacer! En mal momento admití una mentira; y sólo
ahora me siento realmente miserable.”
Se interrumpió, sollozando, y luego continuó: “Pensé con
horror, que ustedes creerían que su Justine, a quien la difunta
señora tanto había honrado, y que ustedes amaban, era una criatura
capaz de un crimen que sólo el diablo pudo haber perpetrado.
¡Querido William! ¡Querido y bendito niño! Pronto volveré
a verte en el cielo, donde todas seremos felices; y ello me
consuela, puesto que he de padecer infamia y muerte”.
“¡Oh, Justine! Perdóname por haber desconfi ado un instante
de ti. ¿Por qué confesaste? Pero no te inquietes, querida muchacha.
No temas. Proclamaré y demostraré tu inocencia. Ablandaré
los corazones de piedra de tus enemigos con mis lágrimas
y mis plegarias. ¡No morirás! ¡Tú, mi compañera de juegos, mi
amiga y hermana, abatida en el cadalso! ¡No! ¡No! Nunca podría
sobrevivir infortunio tan horrible”.
Justine meneó la cabeza. “No temo a la muerte”, dijo. “Ese
dolor es cosa del pasado. Dios me da fuerzas y coraje para
soportar lo peor. Abandono un mundo triste y amargo; y si me
recuerdas, si piensas que he sido condenada injustamente, me
resignaré al destino que me espera. ¡Aprende de mí, querida
amiga, a someterte con paciencia a la voluntad del cielo!”.
Durante esta conversación yo me había retirado a un rincón
de la celda, donde podía ocultar la horrible angustia que
me poseía. ¡Desesperación! ¿Quién se atrevía a hablar de eso?
La pobre víctima que al día siguiente debía traspasar el límite
atroz entre la vida y la muerte, no experimentaba un dolor tan
profundo y amargo como yo. Rechiné los dientes, emitiendo
un gemido que brotó de lo más hondo de mi alma. Justine se
sobresaltó. Cuando vio de qué se trataba, se acercó a mí y dijo:
“Querido señor, ha sido muy amable de su parte visitarme; confío
que no creerá en mi culpabilidad?”.
No pude responder. “No, Justine”, dijo Elizabeth; “Está aún
más convencido que yo de tu inocencia; pues ni siquiera cuando
oyó que habías confesado quiso admitirlo”.
“Se lo agradezco de veras. En estos últimos momentos experimenté
la gratitud más sincera hacia quienes piensan en mí con
bondad. ¡Cuán dulce es el afecto de otros para una desgraciada
como yo! Disipa más de la mitad de mi infortunio; y siento
como si pudiera morir en paz, ahora que mi inocencia ha sido
reconocida por ustedes, querida Elizabeth, y por tu primo”.
Así, la pobre doliente procuraba confortarme. Y ciertamente,
había obtenido la resignación que deseaba. Pero yo, el
verdadero asesino, sentía que en mi pecho continuaba su obra
el ser maligno que no permitía esperanza ni consuelo. Elizabeth
también lloraba, y se sentía infeliz; pero sufría el dolor de la inocencia,
que como una nube que pasa frente a la luna, durante
un momento disimula pero no disipa su brillo. La angustia y
la desesperación habían penetrado en mi corazón; en mi fuero
íntimo alimentaba un infi erno que nada podía extinguir. Permanecí
varias horas con Justine; y con mucha difi cultad Elizabeth
pudo abandonarla. “Desearía”, exclamó, “morir contigo;
no puedo vivir en este mundo de dolor”.
Justine mostró un aire animoso, aunque apenas podía contener
amargas lágrimas. Abrazó a Elizabeth, y dijo con voz que
expresaba una emoción apenas contenida: “Adiós, querida Elizabeth,
mi bien amada y única amiga; quiera el cielo en su bondad
bendecirte y preservarte; ¡que éste sea el último infortunio
que debas padecer! Vive, y sé feliz, y derrama felicidad sobre
otros”.
A la mañana siguiente, Justine murió. La conmovedora elocuencia
de Elizabeth no modifi có la actitud de los jueces, convencidos
del delito de la joven. Mis exhortaciones apasionadas
y coléricas no hicieron mella en ellos. Y cuando recibí sus frías
respuestas, y oí los duros e insensibles razonamientos de estos
hombres, la confesión que había proyectado hacer murió en mis
labios. Pues si proseguía con mis planes sólo conseguiría sentar
plaza de desequilibrado, pero no revocar la sentencia que
afectaba a mi desgraciada víctima. ¡Y así, Justine pereció en el
cadalso como asesina!
Cuando apartaba los ojos de las torturas de mi propio corazón,
debía contemplar el dolor profundo y mudo de Elizabeth.
¡También esto era obra mía! ¡Y el dolor de mi padre, y la desolación
de ese hogar antes tan feliz, todo eso era fruto de mis
manos tres veces malditas! Sí, debía llorar; ¡pero no serían estas
mis últimas lágrimas! ¡Nuevamente entonaría el cántico funerario,
y una y otra vez se oiría el sonido de mis lamentaciones!
, el hijo, el compatriota, el amigo bien amado, el
mismo que estaría dispuesto a derramar hasta la última gota
de sangre por el bien común el que no tiene otro pensamiento
ni más alegría que la que pueda refl ejarse en los rostros de sus
seres queridos, el hombre que desea volcar bendiciones y consagrar
la vida al servicio de los seres amados, es él la causa del
sufrimiento, él quien incita a derramar lágrimas innumerables; el
hombre que se sentiría inenarrablemente feliz si con lo ocurrido
el destino inexorable se sintiese satisfecho, y si la destrucción
cesara antes de que la paz de la tumba fuese el fi n de tan tristes
tormentos. Así habló mi alma profética, cuando desgarrada por
el remordimiento, el horror y la desesperación, contemplaba a
mis seres queridos condolerse vanamente sobre las tumbas de
William y Justine, las primeras víctimas impotentes de mis artes
siniestras.

CAPÍTULO 9
Nada más doloroso para la mente humana que, después que
los sentimientos han alcanzado la más alta tensión por obra de
una rápida sucesión de hechos, la mortal calma de la inacción y
la certidumbre que siguen, y que privan al alma tanto de esperanza
como de temor. Justine había muerto; ella descansaba y
yo estaba vivo. La sangre corría libremente por mis venas, pero
la desesperación y el remordimiento agobiaban mi corazón, y
nada lograba aliviarme. Me era imposible dormir; erraba como
un espíritu maligno, pues había cometido fechorías imposibles
de describir, y más, mucho más (de ello estaba persuadido) me
reservaba el destino. Sin embargo, mi corazón desbordaba bondad
y amor a la virtud. Había comenzado la vida con benévolas
intenciones, y deseando que llegase cuanto antes el momento
en que pudiese realizarlas, haciéndome útil a mis semejantes.
Ahora todo eso estaba destruido: en lugar de esa serenidad de
la conciencia que me permitía volver los ojos hacia el pasado,
satisfecho de mí mismo, para obtener de él la promesa de nuevas
esperanzas, estaba poseído por el remordimiento y el sentido
de culpabilidad, que me arrojaba a un infi erno de intensas
torturas que ningún lenguaje sabría describir.
El estado de mi mente se cebó en mi salud, que nunca se
había recuperado totalmente del primer choque. Huí del rostro
del hombre; las expresiones de la alegría o la complacencia eran
una tortura para mí; la soledad constituía mi único consuelo;
una soledad profunda, oscura y letal.
Mi padre observó dolorido la visible alteración de mi temperamento
y mis hábitos, y con argumentos extraídos de su serena
conciencia y su vida recta procuró inspirarme fortaleza, y despertar
en mí el coraje que me moviera a disipar la oscura nube
que se abatía sobre mi persona. “¿Acaso crees, Víctor”, dijo
cierta vez, “que yo no sufro? Nadie podría amar a un niño más
de lo que yo quise a tu hermano” (mientras hablaba los ojos
se le llenaron de lágrimas); “pero, no crees que nuestro deber
hacia los sobrevivientes, es abstenernos de ahondar su desgracia
con una apariencia de dolor inmoderado? También es un deber
hacia tu propia persona; pues el dolor excesivo impide progresar
o ser feliz, o siquiera cumplir nuestras obligaciones diarias,
gracias a las cuales somos útiles a la sociedad”.
Este consejo era sensato, pero totalmente inaplicable a mi
caso; habría sido el primero en ocultar mi dolor y consolar a
mis amigos, si el remordimiento no hubiese agregado su amargura
y el terror su alarma a las sensaciones que experimentaba.
Y ahora, sólo podía responder a mi padre con una mirada de
desesperación, y tratar de evitar que me viese.
Por ese tiempo nos retiramos a nuestra casa de Belrive. El
cambio fue particularmente grato para mí. La residencia en la
ciudad de Ginebra había acabado por ser muy irritante, pues las
puertas se cerraban regularmente a las diez de la noche, y después
de esa hora era imposible permanecer en el lago. Ahora
era libre. A menudo, después que el resto de la familia se había
retirado a descansar, me embarcaba en el bote y pasaba muchas
horas en el agua. A veces, con las velas desplegadas, me dejaba
llevar por el viento; y otras, después de remar hacia el medio
del lago, dejaba que la embarcación siguiera su propio curso,
y me sumía en mis miserables refl exiones. A menudo me sentí
tentado, cuando todo era paz alrededor de mí, y yo mismo era
la única cosa inquieta que erraba nerviosamente en una escena
tan bella y celestial –si se exceptúa algún murciélago o las ranas,
cuyo croar duro e interrumpido se oía sólo cuando me acercaba
a la costa–, a menudo, digo, me sentí tentado de sumergirme en
el lago silencioso, de modo que las aguas se cerraran sobre mí
y mis calamidades para siempre. Pero me contenía cuando pensaba
en la heroica y doliente Elizabeth, a quien amaba tiernamente,
y cuya existencia estaba atada a la mía. También pensaba
en mi padre y en mi hermano Ernesto: ¿Acaso en un acto de
mezquina deserción los dejaría expuestos a la malicia del malvado
que yo mismo creara?
En esos momentos lloraba amargamente, y deseaba que la
paz volviera a mi mente, para ser capaz de consolarlos y devolverles
la felicidad, pero tal cosa no podía ser. El remordimiento
destruía todas las esperanzas. Había sido el autor de males irreparables;
y vivía en constante temor, no fuese que el monstruo
que yo creara viniese a perpetrar nuevas atrocidades. Experimentaba
el oscuro sentimiento de que no había concluido todo,
y de que aquel ser aún cometería algún terrible crimen, que
por su enormidad anulase los recuerdos del pasado. Mientras
viviese alguno de los seres que yo amaba, siempre habría motivo
de temor. Es imposible imaginar cómo aborrecía a aquel malvado.
Cuando pensaba en él, rechinaba los dientes, se me infl amaban
los ojos, y deseaba ardientemente extinguir esa vida que
de modo tan irrefl exivo había concebido. Cuando refl exionaba
en sus crímenes y en su malicia, mi odio y espíritu de venganza
desbordaban todos los límites de la moderación. Habría aceptado
realizar una peregrinación a la cumbre mas elevada de los
Andes, si una vez llegado allí se me hubiese permitido precipitarlo
hasta la base de la montaña. Deseaba verlo otra vez, para
destruir el mal que anidaba en su cabeza y vengar las muertes
de William y Justine.
Nuestra casa era un lugar de duelo. La salud de mi padre
estaba profundamente conmovida por el horror de los hechos
recientes. Elizabeth se mostraba triste y desolada; ya no le agradaban
sus ocupaciones habituales; a sus ojos todo lo que signifi
cara placer representaba un sacrilegio hacia los muertos; y
para ella el dolor y las lágrimas eternas eran el justo tributo que
debía pagar a la inocencia calumniada y destruida. Ya no era esa
feliz criatura que otrora paseaba conmigo a la orilla del lago, y
hablaba extasiada de nuestros planes para el futuro. El primero
de esos dolores que nos agobian en la tierra, se había abatido
sobre ella, y su sombría infl uencia había borrado la alegría de
su rostro.
“Cuando refl exiono, mi querido primo”, dijo cierta vez, “en
la muerte miserable de Justine Moritz, ya no veo el mundo y sus
cosas como se me aparecían antes. Otrora, miraba los relatos
del vicio y la injusticia, todo lo que leía en los libros o escuchaba
de labios de otros, como cosas antiguas, o males imaginarios;
por lo menos, eran asuntos remotos, y más familiares a la razón
que a la imaginación; pero ahora el dolor ha entrado en nuestra
casa, y los hombres me parecen monstruos sedientos de la sangre
del prójimo. Y, sin embargo, es indudable que soy injusta.
Todos creían en la culpabilidad de esa pobre muchacha; y si
pudo haber cometido el crimen por el cual la condenaron, sin
duda fue la más depravada de las criaturas humanas. Por unas
pocas joyas, asesinar al hijo de su amigo y benefactor, al niño
que ella había criado desde la cuna, y a quien aparentemente
amaba como propio. Yo no podría consentir la muerte de ningún
ser humano; pero ciertamente habría admitido que dicha
criatura no podía permanecer en la sociedad de los hombres.
Pero ella era inocente. Sé, siento que era inocente; y tú eres de
la misma opinión, y ello confi rma mi actitud. Dios mío, Víctor
cuando la falsedad puede asumir a tal extremo el aspecto de la
verdad, ¿quién puede saber dónde está la felicidad cierta? Siento
como si estuviera marchando al borde de un precipicio, hacia
donde convergen millares de personas, que tratan de arrojarme
al abismo. William y Justine fueron asesinados, y el criminal
huye; camina libre por el mundo y quizás es un individuo respetado.
Pero aunque me condenaran a pagar en el cadalso los mismos
crímenes, no cambiaría mi lugar por el de ese malvado”.
Oí estas palabras con el sentimiento más atroz. Yo no había
dado muerte a William y Justine, pero de hecho era el verdadero
asesino.
Elizabeth percibió la angustia que se dibujaba en mi rostro,
y tomándome de la mano dijo: “Mi querido amigo, debes tranquilizarte.
Dios sabe cuán profundamente estos acontecimientos
me afectaron; pero no estoy tan perturbada como tú. En tu
rostro se dibuja a veces una expresión de desesperación y de
venganza que me inspira temor. Querido Víctor, destierra esas
oscuras pasiones, recuerda a los amigos que te rodean y que
depositan en ti todas sus esperanzas. ¿Has perdido la capacidad
de hacerlos felices? ¡Ah! Mientras amemos... mientras nos seamos
mutuamente fi eles, en esta región de paz y belleza, en nuestro
país natal, podemos cosechar todas las bendiciones... ¿qué
puede perturbar nuestra paz?”.
Y esas palabras, pronunciadas por la mujer a quien estimaba
más que a todos los dones de la fortuna, ¿no bastarían para
expulsar al malvado que acechaba en mi corazón? En el mismo
momento en que ella hablaba, me acerqué, como poseído de
terror; no fuese que en ese mismo momento el horrible destructor
se aproximase para despojarme de su presencia.
Así, ni la ternura de la amistad, ni la belleza de la tierra o del
cielo, podían redimir mi alma del dolor: los acentos del amor
eran inefi caces. Estaba rodeado de una nube que no dejaba
penetrar ninguna infl uencia benéfi ca. Podía comparárseme al
ciervo herido, que arrastra sus miembros desfallecientes hasta
un soto escondido en el bosque, allí contempla la fl echa que lo
ha atravesado, y luego muere...
A veces podía afrontar la sorda desesperación que me abrumaba:
pero otras, las encrespadas pasiones de mi alma me
impulsaban a buscar, mediante el ejercicio corporal y el cambio
de lugar, cierto alivio a mis intolerables sensaciones. Durante un
acceso de esta clase dejé repentinamente mi casa, y dirigiendo
mis pasos hacia los cercanos valles alpinos, busqué en la magnifi
cencia y la eternidad de dichas escenas olvidar mi propio ser
y mis dolores, efímeros por su propia naturaleza humana. Mis
vagabundeos me llevaron directamente hacia el valle de Chamounix.
Lo había visitado frecuentemente en mi adolescencia.
Después, habían transcurrido seis años: Yo era un ser destrozado...
pero nada había cambiado en esos escenarios salvajes y
eternos.
Hice a caballo la primera parte de mi viaje. Después, alquilé
una mula, porque era animal de pie más seguro, y había menos
probabilidades de que se hiriese en esos caminos accidentados.
El tiempo era bueno: estábamos a mediados del mes de agosto,
casi dos meses después de la muerte de Justine; ese período
miserable en el cual se había originado toda mi desgracia. El
peso que agobiaba mi espíritu se alivió sensiblemente a medida
que penetraba en el desfi ladero de Arve. Las montañas y los
precipicios inmensos que se alzaban a ambos lados, el sonido
que se despeñaba entre las rocas, y el movimiento de las cascadas
alrededor, testimoniaban la existencia de un ser todopoderoso;
y así dejé de temer, o de doblegarme ante ningún ser
menos poderoso que el que había creado y gobernado los elementos,
y que se manifestaba aquí en su aspecto más terrorífi
co. Y a medida que ascendía, el valle adoptada un carácter más
extraordinario y sorprendente. Castillos arruinados al borde de
precipicios, montañas cubiertas de pinos; el Arve impetuoso, y
aquí y allá las casitas que se asomaban entre los árboles, formaban
una escena de singular belleza. Pero los Alpes poderosos
la ampliaban y le conferían un carácter sublime, y las blancas y
deslumbrantes pirámides y cúpulas montañosas dominaban el
paisaje, como si perteneciesen a otra tierra, como si fueran la
residencia de otra raza de seres.
Pasé el puente de Pélissier, donde el cañón formado por el
río se abrió ante mí, y comenzó a ascender la montaña. Poco
después, entré en el valle de Chamounix. Este valle es más maravilloso
y sublime, pero no tan bello y pintoresco como el de Servox,
que había dejado atrás. Las montañas altas y nevadas eran
los límites inmediatos; pero no vi otros castillos en ruinas, ni
campos fértiles. Varios glaciares inmensos cercaban el camino;
oí el rugido lejano de las avalanchas, y percibí el polvo de nieve
levantado por la caída. El Monte Blanco, el supremo y magnífi
co Monte Blanco, se alzaba entre las agujas circundantes y su
cúpula tremenda dominaba el valle.
Un antiguo sentimiento de placer me asaltó a menudo
durante viaje. Un recodo del camino, un objeto nuevo percibido
y reconocido súbitamente, me recordaba tiempos pasados, y se
asociaba con la despreocupada alegría de la adolescencia. Los
vientos mismos soplaban serenamente, y la naturaleza maternal
me incitaba a que dejase de llorar. Luego, se desvaneció nuevamente
esa benigna infl uencia, me hallé atado otra vez al dolor, y
hundido en el sufrimiento de la refl exión. Clavé las espuelas en
mi animal, tratando de olvidar el mundo, mis temores, y sobre
todo mi propia persona; o cuando me sentía más desesperado,
desmontaba, y arrojándome sobre el pasto, me dejaba abrumar
por el horror y la desesperación.
Finalmente, llegué a la aldea de Chamounix. El agotamiento
fue la consecuencia de la extrema fatiga del cuerpo y la mente
que yo había soportado. Durante un breve lapso permanecí
frente a la ventana, contemplando las pálidas luces que
jugaban sobre el Monte Blanco, y escuchando la cascada del Arve,
que se abría paso en dirección al valle. Los mismos sonidos
serenos contribuyeron a calmar mis sensaciones excesivamente
vivas: cuando descansé la cabeza sobre la almohada, el sueño
me cubrió como un manto protector; lo sentí llegar, y bendije el
alivio que me aportaba esa fuente de olvido.

CAPÍTULO 10
Pasé el día siguiente recorriendo el valle. Estuve sobre las
fuentes del Arveiron, que nace en un glaciar, y que lentamente
desciende desde la cumbre hasta el valle. Frente a mí se alzaban
las laderas abruptas de vastas montañas; la pared helada del
glaciar pendía sobre mí; aquí y allá veía unos pocos pinos; y el
silencio solemne de esta gloriosa naturaleza estaba interrumpido
solamente por el murmullo de las aguas, o por la caída de algún
vasto fragmento, o el trueno de las avalanchas, o los crujidos y
las reverberaciones del hielo acumulado, que gracias a la acción
silenciosa de leyes inmutables, se fragmentaba y reabría constantemente
en un juego infi nitamente renovado. Estas escenas
sublimes y magnífi cas me ahorraban el más profundo de los
consuelos. Me elevaban, apartándome de otros sentimientos
más mezquinos; y aunque no disipaban mi dolor, lo calmaban
y tranquilizaban. Asimismo, hasta cierto punto apartaban mi
mente de los pensamientos que habían sido materia de cavilación
todo el mes anterior. Por la noche me retiraba a descansar;
y por así decirlo velaban mi sueño las grandes formas que había
contemplado durante el día. Se congregaban alrededor de mí las
cimas nevadas de la montaña, las rocas relucientes, los bosques
de pinos, los cañones bravíos y desnudos, el águila, surcando el
aire entre las nubes, todos se reunían alrededor de mí y velaban
mi sueño.
¿Adónde habían huido a la mañana siguiente, cuando
desperté?
Mientras dormía desapareció todo lo que hubiese podido
alegrarme, y una oscura melancolía ensombreció mis pensamientos.
La lluvia caía en torrentes, y una espesa bruma ocultaba
las cimas de las montañas, de modo que ni siquiera pude
ver el rostro de aquellos amigos poderosos. De todos modos,
estaba dispuesto a penetrar el velo brumoso, y a buscarles en
su sombrío retiro. ¿Qué eran para mí la lluvia y la tormenta?
Me trajeron la mula a la puerta, y decidí ascender a la cima de
Montanvert. Recordé el efecto que la visión de aquel glaciar tremendo,
en permanente movimiento, había suscitado en mi espíritu
la primera vez que lo contemplé. Entonces provocó en mí
un sublime éxtasis que daba alas al alma, y que le permitía elevarse
desde el mundo oscuro a la luz y la alegría. La visión de lo
terrible y lo majestuoso de la naturaleza siempre había logrado
exaltar mi espíritu, induciéndome a olvidar los cuidados pasajeros
de la vida. Decidí seguir adelante sin guía, pues conocía bien
el camino, y la presencia de otro hubiera destruido la grandeza
solitaria de la escena.
La subida es accidentada, pero el camino está dividido en
recodos breves, que se suceden constantemente, y que permiten
superar la perpendicularidad de la montaña. Es una escena
terrorífi camente desolada. En mil lugares aparecen los rastros
de la avalancha infernal; los árboles yacen destruidos en el suelo,
algunos arrancados totalmente, otros doblados, apoyándose
en las rocas salientes de la montaña, o transversalmente sobre
otros árboles. A medida que uno asciende, el camino aparece
cortado por hondonadas llenas de nieve, a donde van a parar
las piedras que ruedan continuamente de lo alto; una de ellas es
en particular peligrosa, pues el más mínimo sonido, por ejemplo
una frase dicha en voz alta, produce un movimiento de aire
sufi ciente para atraer la destrucción sobre la cabeza del culpable.
Los pinos no son altos y abundantes, sino sombríos, y agregan
un aire de severidad a la escena. Contemplé el valle que se
abría a mis pies; de los ríos que lo atravesaban brotaban vastas
masas de bruma, que iban a romper en fl ecos espesos sobre la
ladera de las montañas del extremo opuesto, cuyas cimas estaban
ocultas entre nubes, mientras la lluvia caía del cielo ensombrecido,
y se sumaba a la impresión de melancolía que provocaban
en mí los elementos del paisaje. ¡Ay! ¿Por qué el hombre se
vanagloria de su sensibilidad superior a la del bruto? Pues ahora
ella se ha convertido en algo indispensable. Si nuestros impulsos
estuviesen limitados al hambre, la sed y el deseo, seríamos
casi libres; pero ahora actuamos a impulsos de cada soplo de
viento, de la palabra casual o de la escena que esa palabra quizá
nos transmite.
Era casi mediodía cuando llegué a la cima de la ladera. Pasé
un rato sentado sobre la roca que domina el mar de hielo. La
bruma cubría esa montaña y las que me rodeaban. Poco después
la brisa disipó las nubes, y descendí al glaciar. La superfi -
cie es muy desigual; se eleva como las olas de un mar agitado,
desciende en hoyas profundas, y está salpicada de montículos y
depresiones. El campo de hielo tiene casi una legua de ancho;
pero me llevó aproximadamente dos horas cruzarlo. La montaña
que se alza enfrente es una roca desnuda y cortada a pico.
Desde el sitio en que ahora me hallaba, Montanvert estaba exactamente
enfrente, a distancia de una legua; y sobre él se alzaba el
Monte Blanco, terrible y majestuoso. Permanecí en una entrada
de la roca, contemplando esta escena maravillosa y estupenda.
El mar, o más bien diríamos el vasto río de hielo, corría entre
las montañas, cuyas elevadas cimas se inclinaban sobre los
recesos. Los picos helados y centelleantes brillaban bajo la luz
del sol, sobre las nubes. Mi corazón, antes agobiado y dolorida
ahora sentía algo semejante a la alegría; exclamé: “Espíritus
errabundos, si en verdad sois como presencias móviles, y no
seres inmóviles en vuestros angostos lechos, permitidme esta
leve felicidad; o llevadme como vuestro compañero, lejos de las
orillas de la vida”.
Acababa de pronunciar estas palabras, cuando divisé la
fi gura de un hombre, a cierta distancia, que se acercaba a mí con
velocidad sobrehumana. Saltaba sobre los accidentes del hielo
entre los cuales yo había avanzado con precaución; y cuando se
aproximó, vi que también su estatura parecía exceder la de un
hombre. Me sentí inquieto: una niebla me cubrió los ojos, y tuve
la impresión de que me desmayaba; pero la fría brisa montañesa
me permitió reaccionar rápidamente. Cuando la forma se acercó,
percibí (¡imagen tremenda y aborrecida!) que era el monstruo
por mí creado. Temblé de cólera y horror; resolví esperar que
llegase a donde yo estaba, para luego trabarme en mortal combate.
Se aproximó; su rostro refl ejaba amarga angustia, combinada
con desdén y malignidad, y su fealdad ultra terrena lo hacia
casi demasiado horrible para los ojos humanos. Pero yo apenas
observaba esto último; la cólera y el odio me privaron inicialmente
del habla, y la recuperé sólo para abrumarlo con palabras
que refl ejaban el odio y el desprecio más furiosos.
“Demonio exclamé, ¿te atreves a acercarte a mí? ¿Y no temes
que la fi era venganza de mi brazo se abata sobre tu cabeza miserable?
¡Huye, repugnante insecto! ¡O mejor aún, quédate, para
que pueda devolverte al polvo! ¡Ah! ¡Si al extinguir tu miserable
existencia yo pudiese devolver la vida a esas víctimas a quienes
asesinaste de manera tan diabólica!”
“Esperaba que me recibieses de este modo –dijo el demonio–.
Todos los hombres odian al desgraciado; ¡piensa, entonces, cómo
seré odiado yo, que soy el más miserable de los seres vivos! Pero, tú,
mi creador, me detestas y denigras, a pesar de que soy tu criatura,
a la que estás ligado por vínculos que sólo pueden disolverse con
la destrucción de uno de nosotros. Pretendes matarme; ¿cómo te
atreves a jugar así con la vida? Cumple tu deber para conmigo, y yo
cumpliré el mío hacia ti y hacia el resto de la humanidad. Si satisfaces
mis condiciones, dejaré a los hombres y a ti mismo en paz; pero
si rehúsas, alimentaré el monstruo de la muerte, hasta que se sacie
con la sangre de los amigos que aún te quedan.”
“¡Monstruo aborrecido! ¡Ser vil y maligno! Las torturas del
infi erno representan una venganza muy benigna para tus crímenes.
¡Perverso demonio! Me reprochas haberte creado; ven,
pues, para que pueda extinguir la chispa que tan descuidadamente
te concedí.”
Experimentaba ilimitada cólera; salté sobre él, impulsado
por todos los sentimientos que pueden armar a un ser contra la
existencia de otro.
Me esquivó fácilmente, y dijo:
“¡Cálmate! Te ruego me oigas, antes de descargar tu odio
sobre mi cabeza. ¿Acaso no he sufrido bastante para que busques
acrecentar mi sufrimiento? La vida me es cara, pese a
que puede ser una acumulación de sentimientos de angustia,
y la defenderé. Recuerda que me hiciste más poderoso que tú
mismo; soy más alto que tú, y mis articulaciones son más fl exibles.
Pero nada me inducirá a luchar contigo. Soy tu criatura,
y aun me mostraré manso y dócil con mi señor natural y mi
rey, si estás dispuesto a cumplir tu parte, tus obligaciones hacia
mí. Oh, , seamos equitativos, y no pretendas que
sufra solamente yo, a quien más debes justicia, y aun clemencia
y afecto. Recuerda que soy tú criatura; que a tus ojos debo
representar el papel de Adán; aunque más bien podría decirse
que soy el ángel caído, a quien desterraste de la alegría sin que él
fuese culpable. Por doquier veo felicidad, y de ella sólo yo estoy
excluido irrevocablemente. Era benévolo y bueno; pero la miseria
me hizo malvado. Hazme feliz, y volveré a ser virtuoso.”
“¡Vete! No quiero oírte más. No puede haber comunión entre
tú y yo; somos enemigos. Huye, o probemos nuestras fuerzas en
la lucha, de modo que uno de los dos desaparezca.”
“¿Cómo podría conmoverte? ¿Mis exhortaciones no lograrán
que vuelvas a mirar con buenos ojos a tu criatura, que implora tu
bondad y compasión? Créeme, : yo era benévolo; mi
alma resplandecía de amor y humanidad: ¿pero acaso no estoy
solo, miserablemente solo? Tú, mi propio creador, me aborreces;
¿qué puedo esperar de tus semejantes, que nada me deben? Me
rechazan y me odian. Las montañas desiertas y los desolados glaciares
son mi refugio. Recorrí estas tierras durante muchos días;
las cavernas de hielo, que sólo en mí no despiertan temor, son
mi refugio, y el único que el hombre no usurpa. Levanto mi voz
agradecida a estos cielos sombríos, pues se muestran conmigo
más compasivos que tus semejantes. Si la humanidad conociese
mi existencia, haría lo mismo que tú, y se armaría para destruirme.
Así, pues, ¿no debo odiar a quienes me aborrecen? De mis enemigos
nada quiero saber. Soy un miserable, y ellos compartirán
mi infortunio. Sin embargo, puedes recompensarme, y liberarlos
de un mal que puedes agravar a tal extremo que no sólo tú y tu
familia, sino otros muchos perezcan tragados por el torbellino
de su cólera. Deja que hable tu compasión, y no me desprecies.
Escucha mi relato: cuando lo hayas oído, abandóname o compadéceme,
como mejor te parezca. Pero óyeme: de acuerdo con
las leyes humanas, se permite aun a los culpables más sanguinarios
que hablen en defensa propia antes de condenarlos. Óyeme,
. Me acusas de haber asesinado; y pese a todo serías
capaz, con la conciencia tranquila, de destruir a tu propia criatura.
¡Oh, exaltas la justicia eterna del hombre! Sin embargo, no te pido
que me perdones: escúchame; y luego, si puedes y quieres, destruye
la obra de tus manos.”
“¿Por qué evocas en mi recuerdo –repliqué– circunstancias
que me estremecen, cuando rememoro que soy el origen y el
miserable autor que las creó? ¡Maldito sea el día, demonio aborrecido,
en que viste por primera vez la luz! ¡Maldito seas (aunque
bien me maldigo yo mismo) por las manos que te formaron!
Me has acarreado el peor de los infortunios. No me has
dejado poder sufi ciente para considerar si soy justo contigo o
no. ¡Vete! Aparta de mis ojos tu imagen detestada.”
“Pues bien, apartaré mi imagen de tus ojos –dijo, y puso
esas manos odiadas delante de mis ojos, y yo las aparté con
violencia–; así te ahorraré una imagen que aborreces. De todos
modos, puedes oírme, y concederme tu compasión. Por las virtudes
que antaño me adornaron, esto reclamo de ti. Oye mi
relato; es extenso y extraño, y la temperatura de este sitio no es
apropiada para tus delicadas sensaciones; ven a la choza, sobre
la montaña. El sol aún está alto en el cielo; antes de que descienda
para ocultarse detrás de esos precipicios nevados, y para
iluminar otro mundo, habrás oído mi relato, y podrás decidir.
De ti depende que abandone para siempre la vecindad del hombre,
y lleve una vida inofensiva, o me convierta en azote de tus
semejantes, y en causa de tu acelerada ruina.”
Así dijo, y me guió entre las masas de hielo: lo seguí. Sentía
el corazón agobiado; y no le contesté; pero a medida que avanzaba,
ponderaba los distintos argumentos que él había utilizado,
y decidí que por lo menos oiría lo que tuviese que decirme. En
parte me movía la curiosidad, y la compasión vino a confi rmar
mi actitud. Hasta entonces había supuesto que él era el asesino
de mi hermano, y buscaba ansiosamente confi rmar o denegar
esta opinión. Además, por primera vez veía cuáles eran las obligaciones
de un creador hacia su criatura, y que estaba obligado
a hacerlo feliz antes de quejarme de su maldad. Estos motivos
me indujeron a satisfacer su reclamo. De modo que cruzamos
el campo de hielo, y ascendimos la ladera contraria. El aire era
frío, y nuevamente empezó a llover: entramos en la choza, el
malvado con aire regocijado, yo con el corazón dolorido y el
ánimo deprimido. Pero consentí oírle; y después de acomodarse
al lado del fuego que mi odioso compañero había encendido,
comenzó su relato.

CAPÍTULO 11
“Recuerdo muy difi cultosamente el período original de mi
ser: todos los hechos de esa época parecen confusos e indistintos.
Una extraña multiplicidad de sensaciones se apoderó de
mí, y vi, sentí, oí y olí, todo al mismo tiempo; y ciertamente,
pasó mucho tiempo ames de que aprendiese a distinguir entre
los movimientos de mis diversos sentidos. Recuerdo que cierta
vez una luz más intensa hirió mis nervios, de modo que me vi
obligado a cerrar los ojos. Entonces sobrevino la oscuridad, y
me inquietó; pero apenas había percibido esto íntimo cuando,
al abrir los ojos, según ahora supongo, la luz me acometió de
nuevo. Caminé y, según creo, descendí de un punto a otro; pero
de pronto observé una gran alteración en mis sensaciones.
Antes, estaba rodeado de cuerpos oscuros y opacos, inmunes
al tacto o a la vista; comprobé ahora que podía vagabundear
libremente, y que no había obstáculos que no pudiese superar o
evitar. La luz vino a ser cada vez más opresiva para mí; y como
el calor estorbaba mi marcha, busqué un lugar donde pudiese
recibir sombra. Fue el bosque cercano a Ingolstadt; y allí descansé
a la vera de un arroyo, reponiéndome de mis fatigas, hasta
que me sentí atormentado por el hambre y la sed. Estas
sensaciones me arrancaron de mi estado casi latente, e ingerí algunas
bayas que había en los árboles, o tiradas en el suelo. Sacié mi sed
en el arroyo; y luego, recostado sobre el pasto, me acometió el
sueño.
”Cuando desperté, había oscurecido; además, tenía frío, y
hasta cierto punto estaba atemorizado, por así decirlo instintivamente,
al encontrarme tan solo. Antes de abandonar tu departamento,
impulsado por una sensación de frío, me había cubierto
con algunas ropas, pero ellas no bastaban para defenderme del
rocío nocturno. Yo era un pobre, impotente y miserable desvalido;
nada sabía, y nada podía distinguir; y como un sentimiento
doloroso me aguijoneaba por todos lados, me senté en el suelo
y lloré.
”Poco después una suave luz se insinuó en el cielo, y me dio
una sensación de placer. Me incorporé, y contemplé una forma
radiante que se elevaba entre los árboles. La miré asombrado.
Se desplazaba lentamente, pero iluminaba mi camino; y nuevamente
me dediqué a buscar bayas. Aún sentía frío, pero poco
después bajo uno de los árboles hallé un amplio manto, con el
cual me cubrí, acomodándome en el suelo. Mi mente no se fi jaba
en una idea determinada; todo era muy confuso. Tenía sensaciones
luminosas, y hambre, y sed, y una visión de las sombras;
innumerables sonidos llegaban a mis oídos, y de todos lados me
saludaban diversos olores: el único objeto que podía distinguir
claramente era la luna, y sobre ella fi jé complacido los ojos.
”Pasaron varios días con sus noches, y la duración de la
noche había disminuido mucho, cuando comencé a distinguir
unas sensaciones de otras. Paulatinamente vi con claridad el
arroyo donde bebía, y los árboles cuyo follaje me aportaban
sombra. Me sentí complacido cuando descubrí por primera vez
que un grato sonido, que a menudo saludara mis oídos, provenía
de la garganta de unos animalitos alados que a menudo me
habían interceptado la luz. También comencé a observar con
mayor precisión las formas que me rodeaban, y a percibir los
límites del cielo radiante y luminoso. A veces trataba de imitar
las amables canciones de los pájaros, pero no lo conseguía.
Otras, quería expresar mis sensaciones a mi propio modo, pero
los sonidos toscos e inarticulados que brotaban de mi pecho me
intimidaban y me inducían al silencio.
”La luna había desaparecido de la noche, y luego volvió a
mostrarse, aunque disminuida, mientras yo continuaba en el
bosque. En ese momento mis sensaciones ya eran más claras,
y mi mente recibía todos los días ideas adicionales. Mis ojos se
acostumbraron a la luz, y a percibir la verdadera forma de los
objetos; distinguía al insecto de la hierba, y paulatinamente, a
una hierba de otra. Comprobé que el gorrión sólo emitía notas
duras, y que en cambio el canto del mirlo y el malvís era dulce
y seductor.
”Cierto día en que sufría los efectos del frío, hallé un fuego
que había sido abandonado por algunos vagabundos, y advertí
complacido que gracias a él experimentaba calor. En mi alegría
acerqué la mano a las brasas, pero rápidamente la retiré con un
grito de dolor. ¡Cuán extraño –pensé– que la misma causa produzca
efectos tan opuestos! Examiné los materiales del fuego,
y para mi alegría hallé que se trataba de madera. Rápidamente
reuní algunas ramas; pero estaban húmedas, y no querían arder.
Me acongojó el hecho, y permanecí sentado, contemplando el
fuego. La madera húmeda que había depositado cerca del calor
acabó secándose, y al fi n se infl amó. Refl exioné sobre el fenómeno;
y tocando las distintas varas, descubrí la causa, y me apresuré
a reunir gran cantidad de madera, con el fi n de secarla y disponer
de abundante combustible. Cuando llegó la noche, y con
ella el sueño, experimenté el mayor temor de que mi fuego se
extinguiese. Lo cubrí cuidadosamente con madera seca y hojas,
y sobre todo ello deposité algunas ramas húmedas; y luego,
extendiendo mi manto, me eché en el suelo y me dormí.
”Desperté a la mañana siguiente, y mi primer cuidado fue
examinar el fuego. Quité las ramas, y una suave brisa pronto le
arrancó llamas. Observé también este fenómeno, y con algunas
ramas conseguí formar un abanico, que me permitió avivar las
brasas cuando estaban casi extinguidas. Cuando volvió la noche,
comprobé complacido que el fuego daba luz tanto como calor;
y que el descubrimiento de este elemento era útil a mi alimentación;
pues advertí que algunos de los víveres que los viajeros
dejaran allí se habían cocido y tenían mucho mejor sabor que las
bayas que yo recogía de los árboles. Por consiguiente, procuré
aderezar mi alimento del mismo modo, depositándolo sobre las
brasas. Así descubrí que la operación echaba a perder las bayas,
pero que las nueces y las raíces mejoraban mucho.
”Sin embargo, el alimento comenzó a escasear; y a menudo
pasaba todo el día buscando en vano unas pocas bellotas que
calmasen los retortijones del hambre. Cuando vi la situación
en que me hallaba, decidí abandonar el lugar que había habitado
hasta entonces, buscando otro donde mis escasas necesidades
pudieran satisfacerse con mayor facilidad. En esta emigración,
lamenté mucho perder el fuego que había conseguido
casualmente, porque no sabía el modo de volver a encenderlo.
Refl exioné varias horas sobre esta difi cultad; pero me vi forzado
a abandonar todos mis intentos; y envolviéndome en el manto,
eché a andar por el bosque en dirección al poniente. Pasé tres
días en este movimiento, y al fi n salí a campo abierto. La noche
anterior había nevado mucho, y los campos estaban cubiertos
uniformemente de blanco; todo parecía desolado, y comprobé
que la sustancia fría y húmeda que cubría el suelo me helaba los
pies.
”Era alrededor de las siete de la mañana, y yo deseaba obtener
alimento y refugio; fi nalmente, vi una pequeña choza, en
terreno elevado, que sin duda había sido levantada para conveniencia
de algún pastor. El espectáculo era nuevo para mí y
examiné la estructura con viva curiosidad. Como hallé la puerta
abierta, entré en el refugio. Un hombre estaba sentado cerca
del fuego, y preparaba su desayuno. Se volvió al oír un ruido;
y al verme, lanzó un sonoro aullido, y abandonando la choza
atravesó a la carrera los campos, con una velocidad de la cual
jamás se le habría creído capaz en vista de su cuerpo debilitado.
Su apariencia, distinta de todo lo que yo había visto antes,
y su fuga, me sorprendieron un tanto. Pero me agradó la apariencia
de la choza: aquí no podían penetrar la nieve y la lluvia;
el terreno estaba seco; y me parecía un retiro tan exquisito
y divino como habrá sido Pandemonio para los diablos del
infi erno después de los padecimientos que sufrieron en el lago
de fuego. Devoré codicioso los restos del desayuno del pastor,
formado de pan, queso, leche y vino; pero no me agradó este
último. Luego, abrumado por la fatiga me eché sobre un montón
de paja, y caí dormido.
”Era mediodía cuando desperté; e incitado por la calidez
del sol, que iluminaba con luz brillante el suelo blanco, decidí
reanudar mi viaje; y depositando los restos del desayuno del
campesino en un bolso que hallé, marché por los campos varias
horas, hasta que al atardecer llegué a una aldea. Creí hallarme
ante un espectáculo milagroso. Las cabañas, las pulcras casitas
y las residencias señoriales comprometieron sucesivamente mi
admiración. Las verduras en los huertos, la leche y el queso que
vi depositados en las ventanas de algunas de las casas, excitaron
mi apetito. Entré en una de las construcciones de mejor apariencia;
pero apenas había puesto el pie en el interior, cuando
los niños comenzaron a gritar y una de las mujeres perdió el sentido.
Toda la aldea se alzó; algunos huyeron, otros me atacaron,
hasta que, lastimado por las piedras y por muchos otros tipos
de armas arrojadizas, huí a campo abierto, y temeroso busqué
refugio en una choza de escasa altura, completamente vacía, y
que ostentaba una apariencia desdichada después de los
palacios que había visto en la aldea. Sin embargo, esta choza estaba
anexa a una casa de aspecto limpio y agradable; pero después de
la última e ingrata experiencia, no me atreví a penetrar en ella.
Mi refugio era de madera, pero tan bajo que apenas podía sentarme.
Sin embargo, no había madera sobre la tierra, que formaba
el piso; pero estaba seco. Y aunque el viento entraba por
innumerables grietas, hallé que el sitio era un refugio agradable
que me protegía de la nieve y la lluvia.
”El lugar fue mi retiro, y descansé feliz de haber hallado un
refugio, por miserable que fuese, para protegerme de la inclemencia
de la estación, y aún más de la barbarie del hombre.
”Apenas rompió el alba, me deslicé fuera de mi choza, para
contemplar la casa adyacente, y descubrir si podía permanecer
en la habitación que había hallado. Estaba situada contra
la pared del fondo de la casa, y rodeada a ambos lados por una
pocilga y un estanque de agua clara. Una parte estaba abierta,
y por ella me había deslizado; pero ahora cubrí con piedras y
matas todas las aberturas que podían denunciar mi presencia,
aunque lo hice de tal modo que me fuese fácil retirarlas cuando
quisiera salir: toda la luz que llegaba a mi refugio pasaba por la
pocilga, y eso me bastaba.
”Después de haber dispuesto mi vivienda, y de alfombrarla
con paja limpia, me retiré; pues vi a la distancia la fi gura de un
hombre y recordaba demasiado bien el tratamiento de la noche
anterior para confi arme a él. Sin embargo, había previsto mi
sustento del día; en efecto, tenía una hogaza de pan moreno,
y una taza con la cual podía beber, mejor que con la mano, el
agua pura que corría cerca de mi refugio. El piso estaba un poco
levantado, de modo que se mantenía perfectamente seco, y gracias
a la proximidad de la chimenea de la casa, la temperatura
era tolerable.
”Concluidos esos arreglos, resolví vivir en esa choza hasta
que ocurriese algo que pudiese modifi car mi decisión.
Ciertamente, era un paraíso comparado con el bosque sombrío,
mi antigua residencia, las ramas anegadas en lluvia, y la tierra
húmeda. Tomé mi desayuno con verdadero placer, y me disponía
a separar un madero para obtener un poco de agua, cuando
oí pasos, y mirando por una pequeña grieta, vi una joven criatura,
con un cántaro en la cabeza, que pasaba frente a mi choza.
La muchacha era joven, y de continente gentil, muy distinta de
las criadas y las jóvenes campesinas que hasta entonces había
conocido. Sin embargo, estaba humildemente vestida, pues su
único atuendo eran una tosca pollera azul y una chaqueta de
lino; tenía los cabellos rubios peinados, pero no adornados:
parecía paciente, pero entristecida. Dejé de verla; y aproximadamente
un cuarto de hora después volvió, trayendo el cántaro,
que ahora estaba parcialmente lleno de leche. Mientras caminaba,
aparentemente incomodada por la carga, vino a reunirse
con ella un joven cuya expresión refl ejaba un dolor aún más
profundo. Después de decir unas pocas palabras con cierto aire
de melancolía, el muchacho se apoderó del cántaro y lo llevó a
la casa. La joven lo siguió, y ambos desaparecieron de la vista.
Poco después vi otra vez al joven, que con algunas herramientas
en la mano cruzaba el campo, detrás de la casa; y la muchacha
también estaba atareada, a veces con la casa, y otras en el
huerto.
”Mientras examinaba mi refugio, descubrí que una de las
ventanas de la casa había ocupado antes una parte de la choza,
pero el hueco había sido tapado con tablas. En una de ellas
había una grieta pequeña, casi imperceptible, por la cual podía
verse el interior de la casa. Dicha grieta me permitió ver una sala
pequeña, blanqueada y limpia, pero apenas amueblada. En un
rincón, cerca de un pequeño fuego, estaba sentado un anciano,
la cabeza apoyada en las manos en actitud desconsolada. La
joven se ocupaba en el arreglo de la habitación; pero poco después
retiró algo de un cajón, y se sentó al lado del anciano; y
este último, recogiendo un instrumento, comenzó a tocar, y a
producir sonidos más dulces que la voz del ruiseñor o del malvís.
Era un espectáculo grato, aún para mí ¡pobre infeliz! que
nunca había visto nada que pudiese llamarse bello. Los cabellos
plateados y la expresión benévola del anciano conquistaron mi
respeto, y los modales gentiles de la joven excitaron mi amor.
El anciano tocó un aire dulce y plañidero, que según percibí
arrancó lágrimas a los ojos de su amable compañera; el anciano
pareció no advertir la reacción de la muchacha, hasta que ella
sollozó de manera audible; entonces, él pronunció unos locos
sonidos, y la dulce criatura, dejando su labor, se arrodilló a los
pies del hombre. Él procuró alzarla, y sonrió con tanta bondad
y afecto que experimenté sensaciones de naturaleza peculiar y
abrumadora; eran como una mezcla de dolor y placer, algo que
jamás había experimentado antes, fuese por el hambre o el frío,
el calor o el alimento; me retiré de la ventana, incapaz de soportar
estas emociones.
”Poco después regresó el joven, llevando sobre los hombros
una carga de leña. La muchacha lo recibió en la puerta, le ayudó
a dejar la carga y, llevando parte del combustible al interior de
la casa, lo agregó al fuego; luego, ella y el joven se alejaron hacia
una entrante de la sala, y él le mostró una gran hogaza de pan y
un trozo de queso. La muchacha pareció complacida, y se dirigió
al huerto para buscar algunas raíces y verduras, que puso en
agua y colocó sobre el fuego. Después, continuó su labor, mientras
el joven se dirigía al huerto, y se atareaba cavando el suelo
y extrayendo raíces. Después de trabajar en esto más o menos
una hora, la muchacha se reunió con él y juntos entraron en la
casa.
”Entretanto, el anciano había adoptado una actitud pensativa;
pero cuando aparecieron sus compañeros, mostró un aire
más animoso, y todos se sentaron a comer. La comida concluyó
rápidamente. La joven volvió a ocuparse en el arreglo de la
habitación; el anciano paseó frente a la casa, bajo el sol, durante
unos minutos, apoyado en el brazo del hombre. Nada más bello
que el contraste entre estas dos excelentes criaturas. Uno era
un anciano, de cabellos plateados y expresión que trasuntaba
benevolencia y amor: el más joven tenía fi gura delgada y grácil,
y sus rasgos estaban modelados con la más delicada simetría; sin
embargo, sus ojos y sus actitudes expresaban la mas profunda
tristeza y melancolía. El anciano retornó a la casa; y el joven,
llevando herramientas distintas de las que había utilizado por la
mañana, dirigió sus pasos a los campos.
”La noche cayó rápidamente; pero comprobé con profundo
asombro que los habitantes de la casa podían prolongar la luz
mediante velas, y me complació observar que la caída del sol no
ponía fi n al placer que experimentaba observando a mis vecinos
humanos. Por la noche, la joven y su compañero se atarearon
en diversas ocupaciones cuyo sentido yo no comprendía. Y
el anciano tomó nuevamente el instrumento que producía los
divinos sonidos que me habían encantado esa misma mañana.
Cuando él terminó, el joven comenzó, no a tocar, sino a emitir
sonidos monótonos, de ningún modo semejantes a la armonía
del instrumento del anciano, ni a los cantos de los pájaros: después
descubrí que leía en voz alta, pero en ese momento yo desconocía
la ciencia de las palabras o las letras.
”Después de haberse entretenido en estas cosas un corto
rato, la familia apagó las luces y se retiró, según supuse, para
descansar.”

CAPÍTULO 12
“Yacía sobre la paja, pero no podía dormir. Pensaba en los
episodios del día. Sobre todo me impresionaban los modales
gentiles de esas personas; anhelaba reunirme con ellas, pero
no me atrevía. Recordaba demasiado bien el tratamiento que
había sufrido la noche anterior a manos de los bárbaros aldeanos,
y resolví que, al margen de la conducta que ulteriormente
me pareciese adecuada, por el momento me mantendría discretamente
en mi choza, observando y tratando de descubrir los
motivos que infl uían en los actos de los habitantes de la casa.
”A la mañana siguiente se levantaron antes de salir el sol.
La joven arregló las habitaciones y preparó los alimentos; y el
varón salió después de la primera comida.
”El día repitió la misma rutina de la ocasión anterior. El
joven trabajaba constantemente fuera de la casa, y la muchacha
se ocupaba de diversas actividades en el interior de la misma.
El anciano, que como pronto advertí era ciego, entretenía sus
horas de ocio con el instrumento o meditando. Nadie hubiera
podido demostrar sentimientos tan profundos de amor y de
respeto como los que se manifestaban en la actitud de la joven
pareja hacia su venerable compañero. Le prestaban con dulzura
todos los pequeños servicios que imponen el afecto y el deber;
y él los recompensaba con sus benévolas sonrisas.
”Aquellos tres seres no eran del todo felices. El joven y su
compañera a menudo se separaban y parecían llorar. No advertí
el motivo de su desgracia; pero el hecho me afectaba profundamente.
Si tan amables criaturas se sentían infelices, era menos
extraña la desgracia de un ser tan imperfecto y solitario como
yo. De todos modos, ¿en qué consistía la desgracia de estos
seres tan bondadosos? Poseían una hermosa casa (pues así la
consideraba yo) y todos los lujos; tenían un fuego para calentarse
cuando hacía frío, y deliciosas viandas para satisfacer el
apetito; estaban vestidos con ropas excelentes; y más aún, gozaban
de la compañía y el diálogo mutuo, e intercambiaban cotidianamente
expresiones de afecto y de bondad. ¿Qué signifi caban
esas lágrimas? ¿Realmente expresaban dolor? Al principio
me sentí incapaz de resolver estas cuestiones; pero la constante
observación y el tiempo me explicaron muchas apariencias que
al principio eran misteriosas.
”Transcurrió un período considerable antes de que yo
pudiese descubrir una de las causas de la inquietud de esta
amable familia: me refi ero a la pobreza, en verdad, padecían
ese mal en medida inquietante. Se alimentaban exclusivamente
con las verduras de su huerto, y con la leche de una vaca; que
daba muy poco durante el invierno, cuando sus dueños apenas
podían obtener alimento para nutrirla. Creo que a menudo
padecían intensamente las torturas del hambre, especialmente
los dos miembros más jóvenes, pues varias veces les vi colocar
un plato de alimento frente al anciano, sin reservarse nada para
ellos mismos.
”Este rasgo de bondad me conmovió profundamente. Me
había acostumbrado a robar durante la noche una parte de aquellos
alimentos para mi propio consumo; pero cuando descubrí
que ello perjudicaba gravemente a los habitantes de la casa, me
abstuve, y me satisfi ce con bayas, nueces, y raíces que recogía en
el bosque vecino.
”Descubrí también otro medio que me permitía aliviar la
situación de aquella familia. Advertí que el joven pasaba gran
parte del día recogiendo leña para el hogar de la familia; de
modo que durante la noche a menudo tomaba sus herramientas,
cuyo uso descubrí rápidamente, y llevaba a la casa material
sufi ciente para el consumo de varios días.
”Recuerdo la primera vez que hice lo que acabo de explicar:
la joven, cuando abrió la puerta a la mañana, pareció muy sorprendida
de ver una gran pila de leña junto a la casa. Dijo algunas
palabras en voz alta, y cuando su compañero vino a reunírsele
también expresó sorpresa. Observé complacido que ese día
el muchacho no fue al bosque, y por el contrario lo pasó reparando
la casa y cultivando el huerto.
”Paulatinamente realicé un descubrimiento más importante
aún. Observé que estas personas poseían un método que les
permitía comunicarse sus experiencias y sentimientos mediante
sonidos articulados. Advertí que las palabras que pronunciaban
a veces suscitaban placer o dolor, sonrisas o tristeza, en la
mente y el rostro del interlocutor. Sin duda, se trataba de una
ciencia propia de los dioses, y mi más ardiente deseo era llegar
a asimilarla. Pero mis intentos en este sentido se vieron frustrados.
Pronunciaban rápidamente las palabras, y como lo que
decían no guardaba relación aparente con objetos visibles, no
pude descubrir ninguna clave que me permitiese develar el misterio
de sus manifestaciones. Sin embargo, gracias a mi intensa
aplicación, y después de haber permanecido en mi refugio el
espacio de varias revoluciones de la luna, descubrí los nombres
que asignaban a algunos de los objetos más familiares; aprendí
y apliqué las palabras fuego, leche, pan y leña. Aprendí también los
nombres de los propios habitantes de la casa. El joven y su
compañera respondían a varios nombres, pero el anciano no
tenía más que uno, que era padre. La muchacha respondía a las
palabras hermana o Agatha; y el joven era Félix, hermano o hijo.
No puedo describir el placer que experimenté cuando conocí
las ideas que correspondían a cada uno de estos sonidos, y fui
capaz de pronunciarlos. Distinguí otras palabras, aunque aún no
estaba en condiciones de entenderlas o de aplicarlas; por ejemplo,
bueno, querido, desgraciado.
”De este modo pasé el invierno. Los modales gentiles y la
belleza de aquellos seres los hicieron acreedores a mis más profundos
sentimientos; cuando ellos se mostraban desgraciados,
yo me sentía deprimido; cuando ellos se regocijaban, yo simpatizaba
con sus alegrías. Vi pocos seres humanos, además de los
miembros de esta familia; y si por azar otras personas entraban
en la casa, sus modales rudos y su continente torpe destacaban
a mis ojos las cualidades superiores de mis amigos. Observé que
el anciano a menudo procuraba alentar a sus hijos, como oí que
solía llamarlos, para que desechasen su melancolía. Les hablaba
con acento animoso, y una expresión de bondad que era fuente
de placer aún para mí. Agatha escuchaba con respeto, sus ojos a
veces llenos de lágrimas, que trataba de enjugar discretamente;
pero observé que en general su expresión y su tono eran más
alegres después de haber escuchado las exhortaciones del padre.
No ocurría lo mismo con Félix. Era siempre el más sombrío del
grupo; y aun para mi ojo poco ejercitado, era evidente que había
sufrido más profundamente que los otros dos. Pero si su expresión
era más dolorida, su voz tenía tonos más animosas que la
de su hermana, especialmente cuando se dirigía al anciano.
”Podría mencionar innumerables ejemplos que, si bien menudos,
señalaban las inclinaciones de estos cordiales habitantes de
la casa. En medio de la pobreza y la necesidad, Félix llevaba complacido
a su hermana la primera fl orecilla blanca que se abría en
el suelo nevado. En las primeras horas de la mañana, antes de
que ella hubiese despertado, apartaba la nieve que obstruía el
camino de la joven hacia el establo, sacaba agua del pozo, y traía
madera de la leñera, donde, para perpetuo asombro del propio
joven, hallaba una existencia constantemente renovada por una
mano invisible. Según creo, durante el día a veces trabajaba para
un campesino de la vecindad, porque a menudo se marchaba y
no regresaba hasta la hora de la cena, a pesar de lo cual, no traía
leña. Otras veces trabajaba en el huerto; pero como había poco
que hacer en la estación fría, leía para el anciano y para Agatha.
”Estas lecturas me habían desconcertado mucho al principio;
pero descubrí paulatinamente que durante la lectura el joven
pronunciaba muchos de los sonidos utilizados en la conversación.
Conjeturé, por lo tanto, que leía en el papel los signos de
su propio lenguaje, y deseé ardientemente llegar a conocerlos;
pero, ¿cómo lograría tal cosa, si ni siquiera entendía los sonidos
representados por esos signos? De todos modos, progresé considerablemente
en esta ciencia, pero no lo sufi ciente para seguir
la conversación, aunque aplicaba todas las fuerzas de mi mente
a la tarea: pues percibí con facilidad que, si bien tenía el más
vivo deseo de hacerme conocer de los habitantes de la casa, no
debía intentarlo hasta haber asimilado su idioma, dado que ese
conocimiento me permitiría inducirlos a ignorar la deformidad
de mi fi gura; en verdad, el contraste que se ofrecía constantemente
a mis ojos me había hecho comprender la naturaleza real
de mi situación.
”Yo había admirado las formas perfectas de mis vecinos: su
gracia, su belleza y su refi nada constitución. Pero ¡cuán profundo
fue mi terror cuando me contemplé en un estanque de
agua clara! Al principio retrocedí, incapaz de creer que mi propia
persona se refl ejaba en el espejo; y cuando me convencí
cabalmente de que era en realidad ese monstruo que tú ves, se
apoderaron de mí las más crueles sensaciones de tristeza y mortifi
cación. ¡Dios mío! Aún no conocía totalmente los efectos
fatales de esta miserable deformidad.
”Cuando se acentuó el calor y se alargaron los días, desapareció
la nieve, y pude contemplar los árboles desnudos y la tierra
negra. Entonces Félix comenzó a desarrollar más actividad;
y los conmovedores signos del hambre desaparecieron. Como
comprobé después, sus alimentos eran toscos, pero sanos;
tenían lo necesario. En el huerto obtuvieron nuevos productos,
que utilizaban en sus comidas; y estos signos de abundancia se
multiplicaban a medida que avanzaba la estación.
”El anciano, apoyado en su hijo, solía pasear al mediodía,
si el tiempo no estaba lluvioso, como según descubrí se decía
cuando de lo alto caían cascadas de agua. La lluvia era un hecho
frecuente, pero los vientos intensos secaban rápidamente la tierra,
y la estación pronto fue más grata que durante las semanas
anteriores.
”Mi modo de vida en el refugio era siempre igual. Por la
mañana, vigilaba los movimientos de los habitantes de la casa,
y cuando se dispersaban para atender a sus diversas ocupaciones,
yo dormía: pasaba el resto del día observando a mis amigos;
cuando se retiraban a descansar, si había luna, o la noche
estaba estrellada, me dirigía a los bosques, recogía mis alimentos
y leña para la casa. Cuando regresaba, con la frecuencia que
fuese necesaria, limpiaba la nieve del camino, y ejecutaba las
tareas que había visto realizar a Félix. Después comprobé que
estos trabajos, ejecutados por una mano invisible, les asombraban
grandemente; y en estas ocasiones, una o dos veces les oí
pronunciar las palabras espíritu bueno, maravilloso; pero entonces
no entendía el signifi cado de esos términos.
”En ese momento comencé a refl exionar más intensamente,
y traté de descubrir los motivos y los sentimientos de estas amables
criaturas. Quise saber por qué Félix parecía tan doliente y
Agatha tan triste. Se me ocurrió (¡tonto de mí!) que quizá estuviese
en mi poder devolver la felicidad a estos seres que bien la
merecían. Cuando dormía o estaba fuera de mi refugio, las
formas del padre ciego y venerable, de la gentil Agatha y del excelente
Félix danzaban frente a mis ojos. Los miraba como a seres
superiores, que serían los árbitros de mi destino futuro. Formé
en mi imaginación mil escenas en las cuales me presentaba ante
ellos, y concebía también el modo en que me recibirían. Imaginé
que se mostrarían disgustados, hasta que mi conducta gentil y
mis palabras conciliadoras me permitiesen conquistar, primero
el favor de la familia, y después su amor.
”Estos pensamientos me exaltaron, y me indujeron a acometer
eso renovado ardor el estudio del lenguaje. Ciertamente,
mis órganos eran toscos, pero al mismo tiempo fl exibles; y aunque
mi voz era muy distinta de la dulce música de mis amigos,
en todo caso yo pronunciaba con tolerable discreción las palabras
que entendía. Era la historia del asno y el perrito; de todos
modos, el asno gentil cuyas intenciones eran afectuosas, aunque
tuviese modales toscos, merecía mejor tratamiento que los golpes
y el repudio.
”Las benéfi cas lluvias y el calor fecundo de la primavera
modifi caron profundamente el aspecto de la tierra. Los hombres,
que antes de este cambio parecían haberse ocultado en
cavernas, se dispersaron, y aplicaron sus fuerzas a las diversas
artes del cultivo. Las aves cantaron sus notas más alegres, y las
hojas comenzaron a brotar en los árboles. ¡Tierra feliz! Residencia
apropiada de los dioses que, tan poco tiempo antes era un
lugar sombrío, húmedo e inhóspito. Mi espíritu se sintió reconfortado
por la apariencia seductora de la naturaleza; borróse de
mi memoria el pasado, el presente se manifestaba sereno, y el
futuro estaba enmarcado por los rayos brillantes de la esperanza
y las anticipaciones de la felicidad”.

CAPÍTULO 13
“Me acerco ahora a los episodios más conmovedores de mi
relato. Describiré hechos que inspiraron en mí sentimientos
profundos, y que me transformaron en lo que soy ahora.
”La primavera avanzó rápidamente, el tiempo era bueno, y el
cielo se presentaba límpido. Me sorprendió que el campo antes
desierto y sombrío se cubriese ahora con las fl ores y las plantas
más bellas. Mis sentidos se complacían y refrescaban con mil
aromas placenteros y mil espectáculos desbordantes de belleza.
”Uno de esos días, en que mis vecinos descansaban periódicamente
del trabajo –el anciano tocaba su guitarra, y los hijos le
escuchaban– observé que el rostro de Félix exhibía inenarrable
melancolía; suspiraba con frecuencia; en una ocasión el padre
interrumpió la música, y deduje de sus modales que había inquirido
la causa de la pena de su hijo. Félix replicó con acento animoso,
y el anciano estaba recomenzando su ejecución cuando
alguien golpeó la puerta.
”Era una dama de a caballo, acompañada por un campesino
que cumplía funciones de guía. La dama vestía ropas oscuras,
y estaba cubierta con un espeso velo negro. Agatha formuló
una pregunta, a lo cual la extranjera se limitó a replicar
pronunciando con dulce acento el nombre de Félix. Su voz era
musical, pero distinta de la que había oído a mis amigos. Al
oír esta palabra, Félix acudió apresuradamente, y cuando ella lo
vio, retiró el velo, y contemplé un rostro de belleza y expresión
angelicales. Los cabellos eran de color negro azabache, y entretejidos
en extrañas trenzas; tenía los ojos oscuros, pero bondadosos,
aunque animados; sus rasgos mostraban regularidad, su
piel era maravillosamente blanca, y en cada mejilla exhibía un
bello sonrosado.
”Félix pareció transportado de placer cuando la vio, y todo
signo de dolor desapareció de su rostro, que expresó instantáneamente
una estática alegría, de la cual apenas le habría creído
capaz. Sus ojos centellearon, sus mejillas enrojecieron de placer;
y en ese momento era tan bello como la extranjera. Ella pareció
afectada por sentimientos distintos; enjugando unas lágrimas de
sus hermosos ojos, extendió la mano a Félix que la beso transportado,
y la llamó, según pude entender, su dulce árabe. Ella
no pareció comprenderle, pero sonrió. El joven la ayudó a desmontar,
y despidiendo al guía, la introdujo en la casa. Félix sostuvo
una breve conversación con su padre; y la joven extranjera
se arrodilló a los pies del anciano, y le habría besado la mano si
él no la hubiese obligado a incorporarse, al mismo tiempo que
la abrazaba afectuosamente.
”Pronto comprendí que, si bien la extranjera pronunciaba
sonidos articulados, y parecía tener su propio lenguaje, no era
entendida por la familia, ni ella misma los entendía. Hicieron
muchos signos y gestos que no comprendí; pero bien vi que su
presencia inundaba de alegría la casa, disipando el dolor de sus
habitantes como el sol disipa las brumas matutinas. Félix parecía
particularmente feliz, y con sonrisas de placer daba la bienvenida
a la visitante. Agatha, la doncella siempre gentil, besaba
las manos de la amable extranjera; y señalando a su hermano,
hacía gestos que a mi juicio querían decir que él había sufrido
hasta la llegada de la joven. Pasaron varias horas, y durante ese
tiempo, con sus expresiones todos manifestaron alegría, cuya
causa yo no atinaba a entender. Poco después advertí, gracias a
la frecuente repetición de cierto sonido que la extranjera pronunciaba
imitando a los miembros de la familia, que ella trataba
de aprender su lenguaje; y se me ocurrió instantáneamente la
idea de que yo podía aprovechar las mismas instrucciones para
el mismo fi n. La extranjera aprendió unas veinte palabras en la
primera lección, y la mayoría de ellas coincidían con las que yo
ya conocía; pero en todo caso aproveché las que eran nuevas
para mí.
”Cuando cayó la noche, Agatha y la joven árabe se retiraron
temprano. Cuando se separaron, Félix besó la mano de la forastera
y dijo: ‘Buenas noches, dulce Safi e’. El joven permaneció
mucho más rato, conversando con su padre; y por la frecuente
repetición del nombre de la visitante, conjeturé que la encantadora
huéspeda era el tema de la conversación. Deseaba ardientemente
comprenderle, y me esforcé todo lo posible con ese fi n,
pero descubrí que me era absolutamente imposible.
”A la mañana siguiente Félix salió a realizar su trabajo; y una
vez concluidas las ocupaciones habituales de Agatha, la joven
árabe se sentó a los pies del anciano y tomando la guitarra tocó
algunos aires tan seductores que arrancaron a mis ojos lágrimas
de dolor y de placer. La joven cantó y su voz fl uía en una rica
cadencia, elevándose o descendiendo, como un ruiseñor de los
bosques.
”Cuando concluyó, entregó la guitarra a Agatha, quien al
principio rehusó. Tocó un aire sencillo, y su voz acompañó la
música con dulces acentos, pero distinto de la melodía maravillosa
de la forastera. El anciano pareció transportado, y pronunció
algunas palabras, que Agatha trató de explicar a Safi e, aparentemente
con el deseo de comunicarle que con su música la
joven estaba procurando al anciano el mayor de los placeres.
”Los días transcurrieron ahora tan apaciblemente como
antes, si se exceptúa el hecho de que la alegría había ocupado
el lugar de la tristeza en las expresiones de mis amigos. Safi e se
mostraba siempre alegre y feliz; ella y yo avanzábamos rápidamente
en el conocimiento del lenguaje, de modo que dos meses
después yo comenzaba a comprender la mayoría de las palabras
pronunciadas por mis protectores.
”Entretanto, también la tierra negra se había cubierto de
hierbas, y las verdes orillas estaban salpicadas de fl ores innumerables,
tan gratas al olfato como a los ojos, como estrellas de
pálido brillo entre los bosques bañados por la luz de la luna; el
sol era más cálido, y las noches claras y fragantes; y mis paseos
nocturnos me aportaban un placer supremo, aunque se veían
considerablemente abreviados porque el sol se ponía tarde y
aparecía temprano; pues nunca me aventuraba fuera de mi refugio
durante el día, temeroso de hallar el mismo tratamiento
que había soportado antes en la primera aldea en que había
entrado.
”Pasaba los días prestando la mayor atención, para asimilar
más velozmente el idioma; y puedo vanagloriarme de que hice
progresos más veloces que la joven árabe, que entendía muy
poco, y conversaba con pronunciado acento extranjero, al paso
que yo entendía y podía imitar casi todas las palabras que oía.
”Mientras mejoraba mi lenguaje, también aprendía la ciencia
de las letras, a medida que la extranjera recibía sus lecciones;
y esta experiencia me abrió un amplio campo de asombro
y maravilla.
”El libro que Félix utilizaba para instruir a Safi e era Las ruinas
de los imperios, de Volney. Yo no hubiese podido comprender
el propósito de este libro, si al leerlo Félix no hubiese ofrecido
simultáneamente explicaciones muy minuciosas. Dijo que había
elegido esta obra porque el estilo declamatorio pretendía imitar
a los autores orientales. Gracias a este libro alcancé un
conocimiento superfi cial de historia, y adquirí ciertos conceptos de los
diversos imperios que ahora existen en el mundo; y también me
ofreció cierta visión de las costumbres, los gobiernos y las religiones
de las diferentes naciones de la tierra. Oí hablar de los
asiáticos perezosos; del genio estupendo y la actividad mental de
los griegos; de las guerras y la virtud maravillosa de los romanos
primitivos y de su degeneración posterior y la decadencia de ese
imperio poderoso, de la caballería, el cristianismo y los reyes. Oí
hablar del descubrimiento del hemisferio americano, y lloré con
Safi e ante el destino atroz de sus primitivos habitantes.
”Estas narraciones maravillosas provocan en mí extraños
sentimientos. ¿En verdad, el hombre era al mismo tiempo tan
poderoso, tan virtuoso y magnífi co, y, sin embargo, tan vicioso
y perverso? En ocasiones parecía mero juguete del principio
del mal, y en otras representaba todo lo que puede concebirse
de noble y divino. Ser un hombre grande y virtuoso parecía el
supremo honor que cabe a un ser sensible; ser bajo y maligno,
como lo fueron muchos personajes de la historia, parecía la
peor de las degradaciones, una condición más abyecta que el
topo ciego o el inofensivo gusano. Durante mucho tiempo no
pude concebir cómo un hombre podía resignarse a cometer
el asesinato de un semejante, o siquiera por qué había leyes y
gobiernos; pero cuando escuché los detalles del vicio y el derramamiento
de sangre, cesó mi extrañeza, y me aparté de todo
ello con susto y repugnancia.
”Cada conversación de mis vecinos me revelaba nuevas
maravillas. Mientras escuchaba las enseñanzas de Félix a la
joven árabe, fui conociendo el extraño sistema de la sociedad
humana. Oí hablar de la división de la propiedad, de las riquezas
inmensas de unos y la pobreza de otros; de la jerarquía, y la
sangre noble.
”Esas palabras me indujeron a examinar mi propia situación.
Supe que las posesiones más estimadas por tus semejantes son
el linaje heredado y puro unido a las riquezas. Puede respetarse
al hombre que posea sólo una de estas ventajas; ¡pero si no tiene
ninguna, se le consideraba, excepto en casos muy raros, un vagabundo
y un esclavo, condenado a desperdiciar sus cualidades en
benefi cio de los pocos elegidos! ¿Y qué era yo? De mi creación
y mi creador nada sabía; pero no ignoraba que carecía de dinero,
de amigos o de propiedad. Además, tenía una fi gura horriblemente
deforme y repugnante; ni siquiera era de la misma naturaleza
que el hombre. Era más ágil que ellos, y podía mantenerme
con una dieta más tosca; soportaba los extremos del calor y frío
con menos perjuicio para mi cuerpo; mi estatura excedía con
mucho la de los hombres. Cuando miraba alrededor, no veía a
nadie semejante ni oía hablar de cosa parecida. Entonces, ¿yo
era un monstruo, una mancha sobre la tierra, algo de lo cual
todos los hombres huían, y a quien todos rechazarían?
”No puedo describirte la agonía que estas refl exiones provocaron
en mí: trate de rechazarla, pero el dolor se acentuaba con
el conocimiento. ¡Ah, si hubiera permanecido para siempre en
mi bosque nativo, sin saber ni sentir nada fuera de las sensaciones
de hambre, sed y calor!.
”¡Cuán extraña la naturaleza del conocimiento! Cuando ha
penetrado en la mente, se aferra a ella como un liquen a la roca.
A veces deseaba desprenderme de mis pensamientos y mis sensaciones;
pero aprendí que no hay más que un medio para anular
la sensación de dolor, y es la muerte –un estado que ya temía,
aun sin comprenderlo. Admiraba la virtud y los buenos sentimientos,
y amaba los modales gentiles y las cualidades bondadosas
de mis vecinos; pero me veía excluido de la relación con
ellos, excepto apelando a medios que, obtenía mediante el robo,
cuando no me veían ni sabían de mí, y que más bien ahondaban
que satisfacían mi deseo de ser uno más entre mis semejantes.
Las bondadosas palabras de Agatha, y las animadas sonrisas de
la encantadora joven árabe, no eran para mí. Las gentiles
exhortaciones del anciano y la vivaz conversación del bien amado
Félix, no eran para mí. ¡Miserable y desgraciado desvalido!
”Otras lecciones se grabaron aún más profundamente en mi
espíritu. Supe de la diferencia de los sexos; y del nacimiento y
el desarrollo de los niños; de cómo el padre se regocijaba con
las sonrisas del infante, y con las ingeniosas travesuras del niño
mayor; y cómo toda la vida y los cuidados de la madre estaban
dirigidos hacia los hijos; cómo la mente de los niños se ampliaba
y asimilaba conocimientos, supe de la existencia de hermanos,
hermanas, y todas las variadas relaciones que unen en lazos de
mutuo afecto a los seres humanos.
”Pero, ¿dónde estaban mis amigos y parientes? No tenía un
padre que hubiese contemplado mis momentos infantiles, ni una
madre que me bendijese con sonrisas y caricias; o si habían existido,
toda mi vida anterior era ahora como un borrón, un ciego
vacío en el cual nada distinguía. Según mis recuerdos, mi altura
y mis proporciones habían sido siempre lo que eran entonces.
Jamás había visto un ser que se me pareciese, o que afi rmase su
deseo de mantener alguna relación conmigo. ¿Quién era yo? La
misma pregunta reaparecía constantemente, y sólo podía responder
a ella con gemidos.
”Pronto explicaré hacia dónde se orientaban estos sentimientos;
pero ahora, me permitirás retornar a los habitantes de
la casa, cuya historia promovió en mí tan diversas sensaciones
de indignación, de placeres y de portentos aunque todos culminaban
en renovados sentimientos de amor y reverencia hacia
mis protectores (pues así me placía llamarlos, en una inocente y
casi diría dolorosa actitud de autoengaño)”.

CAPÍTULO 14
“Pasó cierto tiempo antes de que conociese la historia de mis
amigos. En realidad, no podía dejar de impresionarme profundamente,
pues incluía cierto número de circunstancias cada una
de las cuales era interesante y prodigiosa para quien estaba tan
absolutamente desprovisto de experiencias como yo.
”El anciano se llamaba De Lacey. Descendía de una buena
familia de Francia, donde había vivido muchos años en la
riqueza, respetado por sus superiores y amado por sus iguales.
Su hijo se había educado en el servicio de su patria; y Agatha se
contaba entre las damas de mayor distinción. Pocos meses antes
de mi llegada habían vivido en una ciudad grande y lujosa llamada
París, rodeados de amigos, gozando de todos los placeres
que podían procurarles la virtud, el refi namiento del intelecto o
del gusto, y una fortuna moderada.
”El padre de Safi e había sido la causa de su ruina. Era un
comerciante turco que había vivido en París muchos años; de
pronto, por cierta razón que no pude conocer, cayó en desgracia
con el gobierno. Fue apresado y llevado a la cárcel, el mismo
día que Safi e llegaba de Constantinopla para reunirse con él. Se
le procesó y condenó a muerte. La injusticia de la sentencia era
por demás evidente; todo París estaba indignado; y se juzgó que
su religión y su riqueza, antes que el crimen que se le imputaba,
habían sido la causa de la condena.
”Por obra de la casualidad, Félix había estado en el proceso;
experimentó horror e indignación incontrolables cuando oyó
el fallo de los jueces. En ese mismo instante hizo voto solemne
de liberar al condenado, y luego buscó los medios. Después de
muchos intentos fracasados de entrar en la prisión, halló una
ventana provista de sólidos barrotes, en una parte poco vigilada
del edifi cio, por donde entraba luz a la mazmorra del infortunado
musulmán; éste, cargado de cadenas, aguardaba con desesperación
el cumplimiento de la bárbara sentencia. Félix visitó
el lugar durante la noche, y comunicó al prisionero las intenciones
que lo animaban. El turco, sorprendido y exaltado, trató de
avivar el celo de su benefactor con promesas de recompensa y
riqueza. Félix rechazó con desprecio esas ofertas; pero cuando
vio a la bella Safi e, a quien se permitía visitar al padre, y que con
gestos le expresó su profunda gratitud, el joven no pudo evitar
el pensamiento de que el cautivo poseía un tesoro que recompensada
con creces tantos esfuerzos y peligros.
”El turco advirtió rápidamente la impresión que su hija había
suscitado en el corazón de Félix, y trató de sujetarlo más completamente
a sus propios intereses prometiéndole la mano de
la joven, tan pronto todos hubiesen llegado a un lugar seguro.
Félix era demasiado digno para aceptar esta oferta; pero en todo
caso contemplaba la probabilidad del hecho como la coronación
de su propia felicidad.
”Durante los días que siguieron mientras se completaban los
preparativos para la fuga del comerciante, avivaron el celo de
Félix varias cartas que recibió de la amable joven, quien halló
medios de expresar sus pensamientos en el lenguaje del enamorado
mediante la ayuda de un anciano, servidor de su padre,
que entendía francés. La joven le agradeció en los términos más
ardientes el plan que se proponía realizar en benefi cio del turco;
y al mismo tiempo deploraba gentilmente su propio destino.
”Tengo copias de esas cartas; pues mientras estuve en la
choza, conseguí implementos de escribir; y las cartas estaban a
menudo en manos de Félix o de Agatha. Antes de partir, te las
entregaré para demostrar la verdad de mis relatos; pero ahora,
como el sol ya ha avanzado mucho en su curso, tendré tiempo
solamente para repetir la sustancia de las mismas.
”Safi e relató que su madre era una árabe cristiana, capturada y
convertida en esclava por los turcos; mujer de particular belleza,
conquistó el corazón del padre de Safi e, que contrajo matrimonio
con ella. La joven habló de su madre en términos elevados
y entusiastas; nacida en la libertad, aborrecía la servidumbre a la
que ahora se veía reducida. Instruyó a la hija en los dogmas de
su religión, le enseñó a aspirar a las potencias superiores del intelecto,
y le inculcó una independencia espiritual que estaba prohibida
a las mujeres educadas en la religión de Mahoma. La dama
murió; pero sus lecciones quedaron indeleblemente grabadas en
la mente de Safi e, a quien enfermaba la perspectiva de retornar
a Asia para vivir encerrada entre los muros de un harén, consagrada
enteramente a entretenimientos infantiles, poco apropiados
para el temple de su alma, que ahora se había acostumbrado a las
grandes ideas y a la noble emulación de la virtud.
”La perspectiva de casarse con un cristiano, y de permanecer
en un país donde se permitía a las mujeres ocupar un lugar en la
sociedad, la seducía completamente.
”Se había fi jado el día de la ejecución del turco; pero la noche
anterior el prisionero abandonó la cárcel, y antes de que rompiese
el alba estaba a muchas leguas de París. Félix había obtenido
pasaportes para su propio padre, su hermana y él mismo.
Previamente había comunicado sus planes al primero, que colaboró
en el engaño abandonando su casa, con el pretexto de un
viaje, y ocultándose con su hija en un barrio apartado de París.
”Félix condujo a los fugitivos hasta Lyons, y después de
atravesar el Monte Cenis, el grupo llegó a Leghorn, donde el
comerciante había decidido esperar una oportunidad favorable
de pasar al territorio bajo dominio turco.
”Safi e resolvió permanecer con el padre hasta el día de la
partida, y durante ese periodo el turco renovó su promesa de
que ella se debía al hombre que lo había liberado; Félix permaneció
con ellos en la esperanza del acontecimiento; entretanto,
se complacía en el trato de la joven árabe, que le manifestaba el
afecto más sencillo y tierno. Conversaban por intermedio de un
intérprete, y a veces por gestos; Safi e le cantaba las dulces canciones
de su país natal.
”El turco permitió esta intimidad, y alentó las esperanzas de
los jóvenes amantes, al mismo tiempo que en el fondo de su
corazón preparaba planes muy distintos. Aborrecía la idea de
que su hija se uniese a un cristiano; pero temía el resentimiento
de Félix, si se mostraba tibio; pues sabía que aún se hallaba en
poder del hombre que lo había liberado, si éste se inclinaba a
entregarlo al estado italiano donde ahora residía. En su mente
examinó mil planes que le permitieran prolongar el engaño
hasta que ya no fuese necesario; y el día de la partida, pensaba
llevarse consigo a su hija. Las noticias que entonces llegaron de
París vinieron a facilitar sus planes.
”El gobierno de Francia reaccionó violentamente ante la
huida de su víctima, y no ahorró esfuerzos para descubrir y
castigar al organizador de la fuga. Muy pronto se descubrió la
conspiración de Félix, y De Lacey y Agatha fueron encarcelados.
La noticia llegó a oídos de Félix, y lo despertó del sueño de
placer. Su padre ciego y anciano, y su dulce hermana yacían en
una mazmorra, mientras él gozaba de la libertad y el trato de la
mujer amada. Esta idea lo torturaba. Acordó rápidamente con
el turco que si este último hallaba una oportunidad favorable
de huir antes de que Félix pudiese regresar a Italia, Safi e
permanecería en un convento de Leghorn; y luego, abandonando
a la dulce árabe, marchó apresuradamente a París, y se entregó a
la venganza de la ley, confi ando en liberar a De Lacey y Agatha
con esta actitud.
”No tuvo éxito. Los tres permanecieron encarcelados cinco
meses, antes de la realización del proceso; y el fallo de los jueces
los privó de su fortuna y los condenó al destierro perpetuo.
”Habían hallado un asilo miserable en la casita de Alemania
cuando yo los descubrí. Félix pronto supo que el turco traidor,
por quien él y su familia habían soportado tan inaudita opresión,
al descubrir que su liberador estaba reducido a la pobreza
y la ruina, había traicionado los buenos sentimientos y el honor,
abandonando Italia con su hija; y en actitud insultante, había
enviado a Félix una suma mezquina, según dijo para ayudar a su
mantenimiento.
”Tales los acontecimientos que se cebaron en el corazón de
Félix, y que habían hecho de él, cuando yo lo conocí, el ser más
miserable de su familia. Podía haber soportado la pobreza; y
mientras este padecimiento era la prueba de su virtud, aún le
satisfacía: pero la ingratitud del turco, y la pérdida de su bien
amada Safi e eran infortunios más crueles e irreparables. De
ahí que la llegada de la joven árabe infundiese nueva vida a su
alma.
”Cuando llegó a Leghorn la noticia de que Félix había perdido
su riqueza y su rango, el comerciante ordenó a su hija que
no pensara más en su amante, y que se preparase para retornar
a su país natal.
”La naturaleza generosa de Safi e se vio ultrajada ante esta
orden; intentó convencer al padre, pero éste se marchó encolerizado,
reiterando su tiránico mandato.
”Pocos días después, el turco entró en las habitaciones de su
hija, y le explicó apresuradamente que tenía motivos para creer
que su residencia en Leghorn había sido divulgada, y que no
pasaría mucho tiempo antes de que lo entregaran al gobierno
francés; por lo tanto, había contratado un navío que lo llevara a
Constantinopla, para dónde debía zarpar pocas horas más tarde.
Se proponía dejar a su hija al cuidado de un criado de confi anza,
para que lo siguiese sin apremio con la mayor parte de su propiedad,
que aún no había llegado a Leghorn.
”Cuando estuvo sola, Safi e trazó el plan de conducta que
debía seguir en esta emergencia. Aborrecía la idea de vivir en
Turquía; se oponía a ello tanto su religión como sus sentimientos.
Algunos documentos de su padre, que habían llegado a
manos de Safi e, le informaron del exilio de su amante, y así supo
el nombre de la localidad donde él residía. Vaciló un tiempo,
pero al fi n se decidió. Con algunas joyas que le pertenecían, y
una suma de dinero, salió de Italia con una servidora, nativa de
Leghorn, pero que entendía el idioma corriente de Turquía, y
partió para Alemania.
”Llegó sana y salva a una ciudad enclavada a unas veinte
leguas de la casa de la familia De Lacey, y entonces su servidora
cayó gravemente enferma. Safi e la cuidó con el más abnegado
afecto; pero la pobre muchacha falleció, y la joven árabe quedó
sola, ignorante del lenguaje del país, y de las costumbres del
mundo. Sin embargo, cayó en buenas manos. La italiana había
mencionado el nombre del lugar a donde se dirigían; y después
de su muerte, la mujer de la casa en que ellas habían vivido se
ocupó de que Safi e llegase a la residencia de su amante.”

CAPÍTULO 15
“Tal era la historia de mis amados vecinos. Me impresionó
profundamente, y los conceptos de la vida social que ella desarrollada
me enseñaron a admirar sus virtudes y a repudiar las
vicios de la humanidad.
”En ese momento todavía consideraba el crimen como una
perversidad distante; la benevolencia y la generosidad se me
manifestaban constantemente, incitando el deseo de ser protagonista
en el atareado escenario donde se evocaban y manifestaban
tan admirables cualidades. Pero al ofrecer una reseña del
progreso de mi intelecto; no debo omitir una circunstancia que
ocurrió a principios del mes de agosto del mismo año.
”Una noche, durante mi acostumbrada visita al bosque
vecino, donde recogía mi propio alimento y la leña que reservaba
para mis protectores, hallé en el suelo una valija de cuero,
que incluía varios artículos de vestir y algunos libros. Me posesioné
ansiosamente del hallazgo, y con él retorné a mi refugio.
Felizmente, los libros estaban escritos en el mismo idioma que
se hablaba en la casa; Eran el Paraíso Perdido, un volumen de las
Vidas de Plutarco, y los Dolores de Werther. La posesión de estas
riquezas me complació profundamente; y en adelante ejercité
constantemente mi espíritu en esas obras, mientras mis amigos
se ocupaban de sus actividades habituales.
”Apenas puede describirse el efecto de estos libros. Suscitaron
en mí una infi nidad de imágenes y sentimientos nuevos, que
a veces me elevaban en éxtasis, pero más a menudo me hundían
en la más atroz depresión. En los Dolores de Werther, además
del interés del relato sencillo y conmovedor, la obra aporta tantas
opiniones y arroja una luz tan viva sobre temas que hasta
ese momento habían sido muy oscuros para mí, que hallé en
ellas una fuente inagotable de refl exión y sorpresa. Las costumbres
gentiles y domésticas que en ellas se describen, combinadas
con los sentimientos más elevados y trascendentes, armonizaron
bien con la experiencia que yo había realizado en la
cercanía de mis protectores, y con las permanentes necesidades
que alentaban en mi propio pecho. Pero se me ocurrió que el
propio Werther era un ser más divino que todo lo que jamás
había visto o imaginado; su carácter no era pretencioso, pero sí
profundo. Las refl exiones sobre la muerte y el suicidio tenían
que maravillarme. No pretendí hacer balance de los méritos del
caso, pero de todos modos me inclinaba hacia las opiniones del
héroe, frente a cuya muerte lloré, aunque no lo entendiese con
cabal exactitud.
”Pero a medida que leía, aplicaba muchas cosas a mis propios
sentimientos y a mi condición. Me parecía que yo era semejante,
pero al mismo tiempo extrañamente distinto a los seres
de los cuales leía, y cuya conversación escuchaba. Simpatizaba
con ellos, y en parte los comprendía, pero mi mente carecía de
forma; yo no dependía de nadie y con nadie estaba vinculado.
El camino de mi partida estaba libre, y no existía ningún ser que
lamentara mi destrucción. Mi persona era repugnante y gigantesca
mi estatura. ¿Qué signifi caba todo esto? ¿Quién era, qué
era yo? ¿De dónde venía? ¿Cuál era mi destino? Estas preguntas
se repetían constantemente, pero yo no podía resolverlas.
”El volumen de las Vidas de Plutarco que había llegado a
mis manos contenía una historia de los primeros fundadores
de las antiguas repúblicas. Este libro produjo en mí un efecto
distinto que el de los Dolores de Werther. Las imaginaciones de
Werther me enseñaron la tristeza y el pesar: pero Plutarco me
inculcó elevados pensamientos. Me exaltó sobre la mezquina
esfera de mis propias refl exiones, induciéndome a admirar y
amar a los héroes de antaño. Muchas de las cosas que leí sobrepasaban
mi comprensión y mi experiencia. Poseía un conocimiento
muy confuso de los reinos, que para mí eran amplias
extensiones de territorio, grandes ríos y mares ilimitados. Pero
desconocía del todo la existencia de las ciudades, y los grandes
agrupamientos de hombres. La choza de mis protectores había
sido la única escuela en la cual yo había estudiado la naturaleza
humana; pero este libro me ofrecía nuevos y más amplios escenarios
de acción. Supe que había hombres que se ocupaban de
los asuntos públicos, gobernando o masacrando a sus semejantes.
Sentí que se acentuaba en mí el más intenso ardor virtuoso;
y el aborrecimiento del vicio, en la medida en que comprendía
el signifi cado de esos términos, relativos en sí mismos, y en que
los aplicaba exclusivamente al placer y el dolor. Inducido por
estos sentimientos, es natural que me viese llevado a admirar a
los legisladores pacífi cos como Numa, Solón y Licurgo, antes
que a Rómulo o a Teseo. La vida patriarcal de mis protectores
determinaba que estas impresiones arraigasen fi rmemente en
mi espíritu; quizá, si mi primer contacto con la humanidad se
hubiese realizado por intermedio de un joven soldado, ardiente
de gloria y de matanza, mis primeras sensaciones hubieran sido
distintas.
”Pero el Paraíso Perdido excitó emociones nuevas y mucho más
profundas. Lo leí, lo mismo que los restantes volúmenes que
habían caído en mis manos, como una historia auténtica. Suscitó
todos los sentimientos de maravilla y reverente temor que la
imagen de un Dios omnipotente en lucha con sus criaturas podía
excitar. A menudo refería las situaciones generales a las mías propias,
pues su semejanza me llamaba la atención. Como Adán, aparentemente
yo no estaba atado por ningún vínculo a otros seres
reales; pero en todo lo demás, su estado era muy distinto del mío.
Había nacido de las manos de Dios como una criatura perfecta,
feliz y próspera, protegida por los cuidados especiales de su Creador;
podía mantener relación con seres de naturaleza superior, y
obtener de ellos algún conocimiento. Por el contrario, yo era un
individuo infeliz, impotente y solitario. Muchas veces pensé que
Satán era un emblema más apropiado de mi condición; pues a
menudo, lo mismo que él, cuando contemplaba la felicidad de
mis protectores, la hiel amarga de la envidia se elevaba en mí.
”Otra circunstancia acentuó y afi rmó estos sentimientos.
Poco después de mi llegada a la choza, descubrí algunos papeles
en el bolsillo del traje que había tomado de tu laboratorio. Al
principio los había descuidado; pero ahora que podía descifrar
los caracteres en que estaban escritos, comencé a estudiarlos
con diligencia. Era tu diario de los cuatro meses anteriores al
momento de mi creación. En esos papeles describías minuciosamente
cada uno de los pasos que dabas en el progreso de tu
trabajo; y esta historia se entremezclaba con noticias de ciertos
hechos domésticos. Sin duda recuerdas esos papeles. Aquí están.
En ellos se menciona todo lo que guarda relación con mi origen
maldito; se describe con todo detalle esa serie de repugnantes
circunstancias; y se ofrece con el más minucioso detalle una
descripción de mi odiosa y asqueante persona, en un lenguaje
que pinta tu propio horror e hizo indeleble el mío. Mientras leía
estas páginas se apoderaba de mí una oleada de asco. “¡Odioso
día aquel en que recibí la vida!” exclamé con un sentimiento
de agonía. ¡Maldito creador! ¿Por qué hiciste un monstruo tan
repugnante que tú mismo debiste apartarte disgustado? Dios,
que es compasivo, hizo al hombre bello y seductor, a su propia
imagen; pero mi forma no es más que una inmunda copia de la
tuya, más horrible aún por su mismo parecido. Satán tenía a sus
compañeros, los diablos, que lo admiraban y alentaban; pero yo
estoy solo y todos me aborrecen.
”Tales fueron las refl exiones de mis horas de tristeza y soledad;
pero cuando contemplaba las virtudes de mis vecinos, y
sus disposiciones cordiales y benévolas, me persuadía de que
tan pronto conociesen la admiración que despertaban en mí
sus virtudes, se compadecerían de mi persona, e ignorarían mi
deformidad personal. ¿Podían rechazar de su puerta a quien,
por monstruoso que fuese, solicitaba su compasión y amistad?
Resolví que por lo menos no debía desesperar, y que debía tratar
de prepararme una entrevista que decidiría mi destino. Postergué
este intento varios meses; pues la importancia que atribuía a
su éxito acentuaba mi temor al fracaso. Además, comprobé que
mi comprensión mejoraba mucho a medida que pasaban los
días, de modo que no estaba dispuesto a realizar el intento hasta
haber agregado a mi sagacidad unos pocos meses más.
”Entretanto, ocurrieron varios cambios en la casa. La presencia
de Safi e era motivo de felicidad para sus habitantes; y
observé también que ahora había más abundancia; Félix y Agatha
dedicaban mas tiempo al entretenimiento y la conversación,
y en sus trabajos tenían la ayuda de varios servidores. No parecían
ricos, pero sí satisfechos y felices; sus sentimientos eran
serenos y pacífi cos, al paso que los míos se mostraban cada día
más tumultuosos. El aumento de mi propio conocimiento sólo
me sirvió para percibir más claramente que nunca mi condición
de infeliz proscrito. Es verdad que alentaba esperanzas; pero
estas se desvanecían cuando contemplaba mi rostro refl ejado en
el agua, o mi sombra a la luz de la luna, aunque no se tratase más
que de esa frágil imagen y de esa sombra inconstante.
”Traté de disipar esos temores, y de fortifi carme para la
prueba que pensaba afrontar pocos meses después; y a veces
dejaba que mis pensamientos liberados del freno de la razón,
vagasen a su antojo por los campos paradisíacos, y me atrevía
a imaginar criaturas amables y cordiales que simpatizaban con
mis sentimientos, y disipaban mi humor sombrío; entonces, sus
expresiones angélicas derramaban sonrisas de consuelo. Pero
no era más que un sueño; no había una Eva que calmase mis
dolores o compartiese mis pensamientos; estaba solo. Recordé
la súplica de Adán a su Creador. Pero, ¿dónde estaba el mío? Me
había abandonado: y en la amargura de mi corazón, lo maldije.
”Así pasó el otoño. Con sorpresa y dolor vi que las hojas amarilleaban
y caían, y que la naturaleza adoptaba otra vez la apariencia
estéril y sombría que había tenido cuando por primera
vez contemplé los bosques y la hermosa luna. Sin embargo, no
me preocupaba la crudeza del tiempo; gracias a mi conformación
podía soportar el frío mejor que el calor. Pero obtenía mis
principales placeres de la visión de las fl ores, las aves y todos los
demás alegres acompañantes del verano; de modo que cuando
me faltaban, presté más atención a los habitantes de la casa.
La ausencia del verano no disminuyó su felicidad. Se amaban y
simpatizaban unos con otros; y como sus alegrías dependían de
ellos mismos, no estaban interrumpidas por las desgracias que
ocurrían alrededor de ellos. Más los conocía, y más se avivaba
en mí el deseo de reclamar su protección y su bondad; mi corazón
anhelaba ser conocido y amado por estas amistosas criaturas:
y el límite más alto de mi ambición era contemplar sus dulces
miradas vueltas hacia mí con afecto. No me atrevía a pensar
en que se apartarían de mi persona con desdén y horror. Los
pobres que se detenían a la puerta de aquella casa jamás eran
rechazados. Es verdad que yo reclamaba tesoros mayores que
un poco de alimento o de descanso: necesitaba bondad y simpatía;
pero no me creía totalmente indigno de ellas.
”Avanzó el invierno, y desde el día de mi despertar a la vida
había asistido a una revolución completa de las estaciones. En
ese momento mi atención estaba dirigida exclusivamente hacia
el plan que me permitiría entrar en la casa de mis protectores.
Cavilé muchos proyectos, pero fi nalmente decidí que llamaría
a aquella puerta cuando el anciano ciego estuviese solo. Poseía
sagacidad sufi ciente para descubrir que la fealdad antinatural
de mi persona era principal objeto de horror para quienes me
habían visto hasta ese momento. Mi voz era dura, pero en ella
no había nada terrible; por consiguiente pensé que si durante
la ausencia de sus hijos podía conquistar la buena voluntad y
la mediación del anciano De Lacey quizás eligiese lo necesario
para que mis protectores más jóvenes me toleraran.
”Cierto día, cuando el sol iluminaba las hojas rojizas que
alfombraban el suelo, difundiendo claridad y alegría, aunque ya
aportase escaso calor, Safi e, Agatha y Félix partieron para realizar
un largo paseo; y por su propio deseo el anciano quedó
solo en la casa. Cuando sus hijos partieron, él tomó la guitarra
y tocó varios aires dolidos pero dulces, mas dulces y sombríos
que todo lo que yo había oído tocar antes. Al principio su rostro
se iluminó de placer, pero a medida que continuaba predominaron
la cavilación y la tristeza; fi nalmente, dejando el instrumento,
se absorbió en sus refl exiones.
”Mi corazón latió aceleradamente; era la hora y el momento
de la prueba, la que decidiría mis esperanzas o realizaría mis
temores. Los criados se habían marchado a una feria vecina. En
la casa y alrededor de ella todo estaba silencioso. Era una excelente
oportunidad; pero cuando procedí a ejecutar mi plan, las
piernas se negaron a obedecerme, y caí al suelo. Me incorporé
nuevamente; y apelando a toda la voluntad de que era capaz,
quité las tablas que había puesto a la entrada de mi refugio, para
disimularlo de la vista. El aire fresco me reanimó, y con renovada
decisión me acerqué a la puerta de la casa.
”Di varios golpes. ‘¿Quién está allí?’, dijo el anciano.
‘Adelante’
”Entré en la casa; ‘Perdóneme esta intrusión’, dije: ‘soy un
viajero que necesita descansar un poco; usted me haría un gran
favor si me dejase estar unos minutos al lado del fuego’.
”‘Entre’, dijo De Lacey; ‘y haré lo posible para aliviar su necesidad;
lamentablemente mis hijos han salido, y como soy ciego,
me temo que no me será nada fácil procurarle alimento’.
”‘No se inquiete, bondadoso anfi trión, tengo alimento; mis
únicas necesidades son un poco de calor y descanso’.
”Me senté, y reinó silencio. Sabía que cada minuto me era
precioso, y pese a todo vacilaba acerca del modo de iniciar la
entrevista; de pronto el anciano me habló.
”‘Por su idioma, supongo que usted es un compatriota; ¿es
francés?’.
”‘No; pero me educó una familia francesa, y es el único
idioma que entiendo. Ahora voy a reclamar la protección de
algunos amigos, a quienes amo sinceramente, y cuyo favor tengo
esperanza de conquistar’.
”‘¿Son alemanes?’.
”‘No, son franceses. Pero dejemos este tema. Soy una criatura
infortunada y sola, miro alrededor de mí y no tengo parientes
ni amigos en la tierra. Estas buenas personas hacia quienes
me dirijo nunca me vieron, y poco saben de mí. Estoy lleno de
temor; pues si fracaso en esto, podré considerarme defi nitivamente
proscrito’.
”‘No desespere. Carecer de amigos ciertamente es lamentable;
pero los corazones de los hombres, cuando no los ata el
prejuicio de un evidente interés personal, abundan en amor fraterno
y caridad. Así, pues, afírmese en sus esperanzas; y si esos
amigos son buenos y cordiales, no desespere’.
”‘Son bondadosos... son las criaturas más excelentes del
mundo; pero lamentablemente alimentan cierta antipatía contra
mí. Tengo buenas disposiciones; en el curso de mi vida no hice
daño a nadie, y tengo en mi haber algunos actos benéfi cos; pero
un prejuicio fatal les impide ver con claridad, y donde deberían
encontrar un amigo sensible y bondadoso, creen hallar sólo un
monstruo detestable’.
”‘Sin duda, se trata de una situación desgraciada, pero si
en realidad usted carece de culpa, ¿no puede sacarlos de su
engaño?’
”‘Me propongo hacerlo; y precisamente por eso experimento
un miedo tan abrumador. Amo tiernamente a esos amigos. Sin
que ellos lo supieran, durante muchos meses he procurado favorecerlos
con actos cotidianos de bondad; pero creen que deseo
lastimarlos y este prejuicio es el que deseo destruir’.
”‘¿Dónde residen sus amigos?’
”‘Cerca de aquí’.
”El anciano se interrumpió, y luego continuó: ‘Si usted me
confía sin reservas los detalles del caso, quizá pueda ayudarle a
sacarlo de su error. Soy ciego, y no puedo juzgar basándome en
su continente, pero en sus palabras hay algo que me persuade
de su sinceridad’.
”‘Soy pobre y estoy exilado; pero me complacerá mucho ser
útil a una criatura humana’.
”‘¡Hombre excelente! Le agradezco y acepto su generosa
oferta’.
”‘Sus palabras tan bondadosas me elevan desde el polvo en
que he caído; y confío en que con su ayuda no tendré que renunciar
a la sociedad y la simpatía de mis semejantes’.
”‘¡Dios no lo permita! Pues aunque usted fuese realmente
un criminal, con ello sólo se conseguiría impulsarlo a la desesperación
en lugar de moverlo a la virtud. También yo soy infortunado;
mis familiares y yo hemos sido condenados, a pesar
de nuestra inocencia: juzgue, pues, si no tomo a pecho sus
infortunios’.
”‘¿Cómo agradecerle, mi buen benefactor? De sus labios he
oído la voz de la bondad dirigida hacia mí. Le manifestaré eterno
agradecimiento; y su actual humanidad me asegura el éxito en
los tratos con esos amigos a quienes dentro de poco veré’.
”‘¿Puedo conocer los nombres y el lugar donde residen?’.
”Guardé silencio. Pensé que era el momento decisivo, que
había de darme la felicidad o me la quitaría para siempre. Luché
vanamente para hallar la fi rmeza que me permitiese contestarle,
pero el esfuerzo disipó mis últimas energías; y hundido en la
silla, sollocé inconteniblemente. En ese momento oí los pasos
de mis protectores más jóvenes. No tenía un momento que perder;
y apoderándome de la mano del anciano exclamé: ‘¡Ahora
es el momento! ¡Sálveme! Usted y su familia son los amigos que
yo busco. ¡No me abandone en esta hora de prueba!’.
”‘¡Dios mío!’, exclamó el anciano. ‘¿Quién es usted?’
”En ese instante se abrió la puerta de la casa, y entraron Félix,
Safi e y Agatha. ¿Quién puede describir el horror y la consternación
que experimentaron al verme? Agatha se desmayó; y Safi e,
incapaz de asistir a su amiga, huyó fuera de la vivienda. Félix se
arrojó hacia delante, y con fuerza sobrenatural me apartó del
padre, ante quien yo estaba arrodillado. Movido por la furia, me
arrojó al suelo y golpeó violentamente con un bastón. Podía
haberlo destrozado, como el león desgarra al antílope. Pero mi
amargura me quitó toda la fuerza y me abstuve. Lo vi dispuesto
a repetir el golpe, y entonces, dominado por el dolor y la angustia
abandoné la casa, y en el tumulto general escapé hacia mi
refugio.”

CAPÍTULO 16
”¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué vivía yo? ¿Por qué, en
ese instante, no apagué la chispa de vida que tan irresponsablemente
me habías dado? No lo sé; la desesperación aun no
se había posesionado de mí; mis sentimientos eran de cólera y
venganza. Con verdadero placer hubiera destruido la casa y sus
habitantes, regodeándome en sus alaridos y sus sufrimientos.
”Cuando llegó la noche, abandoné mi refugio y me dirigí al
bosque; y ahora, como ya no debía temer que me descubriesen,
expresé mi angustia en terribles alaridos. Era como una bestia
salvaje que ha roto sus cadenas; destruía todo lo que se me
ponía por delante, y corría por el bosque con la velocidad de un
venado. ¡Qué noche miserable! Las frías estrellas brillaban burlonas,
y los árboles desnudos agitaban sus ramas sobre mí: de
tanto en tanto la dulce voz de un pájaro rompía la quietud universal.
Salvo yo, todo descansaba y se complacía en el momento:
y yo, el archimalvado, llevaba un infi erno en mí mismo; como
no tenía quién simpatizara conmigo, deseaba arrancar los árboles,
sembrar el caos y la destrucción alrededor de mí, para sentarme
luego a gozar del espectáculo.
”Pero esto último era un lujo que no podía darme; me fatigué
por el exceso de actividad física, y me hundí en el pasto
húmedo, dominado por la enfermiza impotencia de la desesperación.
Ninguno entre tantos hombres que existía sobre la
tierra estaba dispuesto a compadecerme o a ayudarme; ¿y debía
mostrarme bondadoso hacia mis enemigos? No: desde ese
momento declaré una guerra permanente a la especie, y sobre
todo a aquel que me había formado, obligándome a soportar
este inenarrable sufrimiento.
”Salió el sol; oí voces de hombres, y comprendí que no podría
regresar a mi refugio ese día. De modo que me oculté entre
unos matorrales espesos, decidido a ocupar las horas siguientes
en refl exionar sobre mi situación.
”La luz del sol y la pureza del aire matutino me devolvieron
cierto grado de tranquilidad; y cuando consideré lo que había
ocurrido en la casa, no pude dejar de creer que me había apresurado
excesivamente a extraer conclusiones. Sin duda, había
procedido de manera imprudente. Era obvio que mi conversación
había interesado al padre de los jóvenes, y había sido tonto
de mi parte mostrarme y provocar el horror de los hijos. Debía
haber familiarizado al anciano De Lacey con mi persona, revelándome
paulatinamente al resto de la familia, cuando hubiesen
estado preparados para ello. Pero no creía que mis errores fuesen
irreparables; y después de refl exionar mucho, decidí retornar
a la casa, buscar al anciano, y con mis palabras reconquistarlo
para mi causa.
”Estos pensamientos me tranquilizaron, y esa tarde me
sumergí en profundo sueño. Pero la fi ebre que agitaba mi sangre
no me permitió tener sueños pacífi cos. Me representaba una
y otra vez la horrible escena del día anterior; las mujeres huían,
y el encolerizado Félix me apartaba de los pies de su padre. Me
desperté agotada; y cuando vi que ya había anochecido, salí de
mi escondrijo y comencé a buscar alimentos
”Cuando calmé el hambre, dirigí mis pasos por el camino
que llevaba a la casa. Todo estaba en paz. Me deslicé en mi refugio,
y esperé silencioso la hora en que la familia solía despertar.
Pasó el momento, el sol ascendió en el cielo, pero los habitantes
de la casa no aparecieron. Temblé violentamente, temeroso
de alguna terrible desgracia. El interior de la vivienda estaba
oscuro, y no se oían movimientos; no puedo describir la agonía
de mi expectativa.
”Poco después dos campesinos pasaron cerca; desarrollaban
una conversación animada, y gesticulaban enérgicamente; pero
no entendí lo que decían, pues hablaban el idioma del país, distinto
del que utilizaban mis protectores. Sin embargo, poco después
se acercó Félix acompañado de otro hombre: el hecho me
sorprendió, pues yo sabía que él no había abandonado la casa
esa mañana, de modo que esperé ansiosamente descubrir, por
sus palabras, qué había ocurrido realmente.
”‘¿Usted está dispuesto’, decía el acompañante de Félix, ‘a
pagar tres meses de alquiler, y a perder los productos de su
huerto? No deseo aprovecharme, y por lo tanto le ruego que se
tome unos días para reconsiderar su decisión’.
”‘Es absolutamente inútil’, replicó Félix; ‘jamás volveremos
a vivir en esta casa. La vida de mi padre corre verdadero peligro
debido a la terrible circunstancia que he relatado. Mi esposa
y mi hermana nunca podrán olvidar ese horror, y por eso le
ruego que no discutamos más. Tome posesión de su vivienda, y
déjeme huir de este lugar’.
”Félix temblaba violentamente mientras hablaba. Con su
acompañante entró en la casa, donde permaneció unos pocos
minutos, y luego ambos se marcharon. Jamás volví a ver a ninguno
de los miembros de la familia De Lacey.
”El resto del día permanecí en mi refugio, en estado de absoluta
y estúpida desesperación. Mis protectores habían partido,
rompiendo el único vínculo que me unía con el mundo. Por
primera vez los sentimientos de venganza y odio infl amaron mi
pecho, y no intenté controlarlos; por el contrario, dejándome
llevar de mis impulsos, me entregué a ideas de destrucción y
muerte. Cuando pensaba en mis amigos, en la voz bondadosa
de De Lacey, los ojos gentiles de Agatha y la exquisita belleza de
la joven árabe, estos pensamientos se desvanecían, y las lágrimas
venían a tranquilizarme. Pero luego, cuando recordaba cómo me
habían atacado y abandonado retornaba a la cólera, una cólera
furiosa; capaz de herir a los seres humanos, volvía mi furia hacia
los objetos inanimados. En el curso de la noche acumulé diversos
combustibles alrededor de la casa; y después de haber destruido
todo vestigio de cultivo en el huerto, esperé impaciente
que la luna se ocultara para comenzar mis actividades.
”A medida que avanzaba la noche, un fuerte viento partió de
los bosques, y rápidamente dispersó a las nubes que se habían
agrupado en el cielo: el viento sopló incansable, como una avalancha
poderosa, y provocó en mi espíritu una suerte de infamia
que quebró todas las fronteras de la razón y la refl exión.
Encendí la rama seca de un árbol, y la alcé enfurecido alrededor
de la casa que tan hondos sentimientos provocaba otrora en mí,
mis ojos todavía fi jos en el horizonte occidental, cuyo borde
la luna casi tocaba. Al fi n una parte de su disco se ocultó, y yo
agité mi rama; la luna desapareció, y con un alarido incendié la
paja, las ramas y los arbustos que había amontonado. El viento
avivó el fuego, y la casa rápidamente quedó envuelta en llamas,
que se aferraron a ella y la lamieron con sus lenguas bifurcadas
y destructoras.
”Tan pronto me convencí de que nada ni nadie podía salvar
ni siquiera una parte de la construcción, abandoné el lugar y
busqué refugio en los bosques.
”Y ahora teniendo el mundo ante mí, ¿a dónde dirigiría mis
pasos? Resolví huir lejos de la escena de mis infortunios; aunque
para ser odiado y despreciado, todos los países debían se
igualmente horribles. Al fi n, el pensamiento de tu persona cruzó
mi mente. Supe por tus propios papeles que eras mi padre, mi
creador; ¿y a quién podía acudir sino a aquel que me había dado
la vida? Entre las lecciones que Félix diera a Safi e, no se había
omitido la geografía. Había aprendido de ellos las situaciones
relativas de los diferentes países de la tierra. Tú habías dicho
que Ginebra era tu ciudad natal; de modo que resolví dirigirme
a ese lugar.
”Pero, ¿cómo podía orientarme? Sabía que debía viajar en
dirección sur oeste para llegar a destino, siendo el sol mi única
guía. Desconocía los nombres de las ciudades por las que debía
pasar, y tampoco estaba en condiciones de solicitar información
a ningún ser humano; de todos modos, no desesperé. Sólo de ti
podía esperar socorro, aunque no suscitabas en mí otros sentimientos
que el odio. ¡Cruel e implacable creador! Me diste capacidad
de percibir y sentir, y luego me arrojaste al mundo como
víctima del desprecio y el horror de la humanidad. Pero sólo a
ti podía reclamarte compasión y reparo, y estaba decidido a exigirte
la justicia que vanamente intentaba obtener en otros seres
de forma humana.
”Mis viajes fueron prolongados, y los padecimientos que
soporté intensos. Bien avanzado el otoño abandoné el distrito
donde había vivido durante mucho tiempo. Viajaba sólo de
noche, temeroso de encontrar rostros humanos. La naturaleza
se adormecía alrededor de mí, el sol perdía fuerza y calor; a
menudo llovía y nevaba; los grandes ríos estaban helados. La
superfi cie de la tierra aparecía dura y fría, y desnuda, y yo no
tenía donde refugiarme. ¡Oh, tierra! ¡Cuántas veces maldije mi
propia existencia! Había desaparecido la benignidad de mi naturaleza,
y en mi interior todo era hiel y amargura. A medida que
me aproximaba a la región donde vivías, sentía más vivo en mi
corazón el espíritu de venganza. Caía la nieve, y el agua se congelaba,
pero yo no me tomaba descanso. Aquí y allá algunos
accidentes del terreno me orientaban, y había conseguido un
mapa de la región; pero a menudo me apartaba mucho de mi
camino. La agonía de mis sentimientos no me daba descanso:
y todo lo que me ocurría era combustible para mi cólera y mis
padecimientos. Pero una circunstancia ocurrida cuando llegaba
a los límites de Suiza, en una época del año en que el sol ya
había recuperado su calidez, y la tierra nuevamente reverdecía,
confi rmó de manera especial la amargura y el horror de mis
sentimientos.
”Solía descansar durante el día, y viajaba sólo cuando la noche
me protegía de los ojos del hombre. Pero una mañana, viendo
que mi camino atravesaba un espeso bosque, me aventuré a continuar
marchando después que el sol se levantó; el día, uno de los
primeros de la primavera, reanimó mi espíritu con la vivacidad de
la luz solar y el perfume del aire. Experimenté sensaciones de suavidad
y placer, que parecían muertas desde hacía mucho tiempo.
A medias sorprendido por la novedad de estas sensaciones me
dejé llevar por ellas; y olvidando mi soledad y mi deformidad,
me atreví a ser feliz. Blandas lágrimas surcaron nuevamente mis
mejillas, y aun alcé mis ojos húmedos y agradecidos hacia el sol
bendito que era la causa de mi alegría presente.
”Continué marchando por los senderos del bosque, hasta que
llegué a sus límites, señalados por un río profundo y veloz, en el
cual muchos de los árboles hundían sus ramas, ahora cubiertas
con los brotes que eran el signo de la primavera renovada. Aquí
me detuve, sin saber exactamente qué camino seguir, cuando oí
el sonido de voces que me indujeron a ocultarme a la sombra de
un ciprés. Apenas me había escondido, cuando una niña pequeña
se acercó corriendo al lugar donde yo estaba oculto; reía, como
si huyese juguetonamente de alguien. Continuó su carrera sobre
la orilla escarpada del río, cuando de pronto perdió pie y cayó a
la rápida corriente. Salí apresuradamente de mi escondijo; y con
mucho esfuerzo a causa de la fuerza de la corriente, conseguí
salvarla y la llevé a la orilla. Había perdido el sentido; y puse en
obra todos los medios a mi alcance para lograr que reaccionara,
cuando me vi bruscamente interrumpido por la aparición de un
rústico, que era probablemente la persona de la cual ella había
huido en el juego. Al verme, se arrojó hacia mí, y arrancando de
mis brazos a la niña, huyó hacia lo más profundo del bosque. Lo
seguí rápidamente, apenas puedo decir por qué; pero cuando el
hombre vio que me acercaba, extrajo una pistola, me apuntó e
hizo fuego. Caí al suelo, y mi heridor, apresurando el paso, se
perdió en el bosque.
”¡Esta era, por lo tanto, la recompensa de mi benevolencia!
Había salvado de la destrucción a un ser humano, y como premio
ahora me retorcía bajo el dolor miserable de una herida,
que había destrozado la carne y el hueso. Los sentimientos de
bondad y gentileza que alimentaba unos pocos instantes antes
dejaron el sitio a una cólera furiosa y al rechinar de dientes.
Infl amado por el dolor, juré odio y venganza eterna a toda la
humanidad. Pero el dolor de mi herida se impuso; comencé a
vacilar, y al fi n me desmayé.
”Durante varias semanas llevé una vida miserable en los
bosques, tratando de curar la herida recibida. La bala me había
entrado en el hombro, e ignoraba que había quedado allí o había
salido; en todo caso, no tenía medios de traerla. Venía a aumentar
mi sufrimiento la opresiva sensación de injusticia y la ingratitud
que esa agresión representaba. Día tras día pensaba en la
venganza: una venganza profunda y mortal, la única que podía
compensar los ultrajes y la angustia que yo había soportado.
”Después de varias semanas mi herida curó, y continué la
travesía. Los esfuerzos que debía soportar ya no se aliviaban
con el brillo del sol o las brisas gentiles de la primavera; toda
alegría no era más que una burla, un insulto a mi desolación, y
me inducía a sentir más dolorosamente que el goce del placer
no estaba hecho para mí
”Pero mis penurias se acercaban a su fi n; y dos meses después
llegué a las cercanías de Ginebra.
”Anochecía cuando llegué al lugar, y me retiré a un escondrijo
entre los campos que rodean la ciudad, para meditar el
modo de acercarme a ti. Me sentía agobiado por la fatiga y el
hambre, y por demás desgraciado para gozar de las suaves brisas
del atardecer, o del espectáculo ofrecido por el sol que se
ponía delante de las altas montañas del Jura.
”En este momento un ligero sueño acalló el dolor de mi
refl exión; pero me despertó la llegada de un hermoso niño,
que con el espíritu vivaz de la infancia se acercaba corriendo
al refugio que yo había elegido. De pronto, al contemplarlo, se
me ocurrió que esta criaturita carecía de prejuicio, y que había
vivido muy corto tiempo para aprender el horror de la deformidad.
Por lo tanto, si lograba apoderarme de él, y educarlo como
compañero y amigo, no me sentiría tan abandonado en esta tierra
poblada de seres humanos.
”Movido por este impulso, aferré al niño cuando pasaba a mi
lado y lo atraje hacia mí. Apenas contempló mi forma, se llevó
las manos a los ojos y lanzó un alarido: apelando a la fuerza
retiré sus manos y dije: ‘Niño, ¿qué signifi ca esto? No quiero
lastimarte, escucha’.
”Forcejeó violentamente. ‘Déjeme ir –exclamó–. ¡Monstruo!
¡Villano! Quieres comerme y destrozarme... Eres un ogro...
Déjame ir o le contaré a mi papá’.
”‘Niño, nunca volverás a ver a tu padre; tendrás que
acompañarme’.
”‘¡Monstruo maligno! Déjame ir. Mi papá es síndico...
Es el señor ... y te castigará. No te atreverás a
retenerme.”
”‘¡! Entonces, eres uno de mis enemigos... Eres
uno de aquellos contra quienes he jurado eterna venganza... Y
tú serás mi primera víctima’...
”El niño seguía luchando, y descargaba sobre mí epítetos
que llenaban de angustia mi corazón; le apreté la garganta para
silenciarlo, y un instante después yacía muerto a mis pies.
”Contemplé a mi víctima, el corazón henchido de exaltación
y demoníaco triunfo: batiendo palmas, exclamé: ‘También yo
puedo provocar la desolación; mi enemigo no es invulnerable;
esta muerte lo llevará a la desesperación, y otros mil sufrimientos
habrán de atormentarlo y destruirlo’.
”Mientras tenía los ojos fi jos en el niño, vi un objeto brillante
en su pecho. Lo tomé; era el retrato de una mujer muy hermosa.
A pesar de mi malignidad, la imagen me ablandó y me atrajo.
Durante unos instantes contemplé complacido sus ojos oscuros,
bordeados por largas pestañas, y sus labios llenos; pero poco después
retornó mi cólera: recordé que estaba privado para siempre
de los placeres que criaturas tan bellas podían conceder; y que esa
mujer cuyo rostro yo contemplaba, al mirarme habría trocado su
aire de divina benignidad en expresión de disgusto y horror.
”¿Te extrañas de que estos pensamientos avivasen mi cólera?
Sólo me asombra que en este momento, en lugar de expresar
mis sensaciones mediante exclamaciones y gestos de dolor, yo
no corriese en medio de la humanidad y pereciese en el intento
de destruirla.
”Abrumado por estos sentimientos, dejé el sitio donde había
cometido el crimen, y buscando un escondrijo más apartado,
entré en un establo que creí vacío. Una mujer dormía sobre un
montón de pajas; era joven: ciertamente, no tan bella como la
imagen del medallón; pero tenía un aspecto agradable, y fl orecía
en la hermosura de la juventud y la salud. Aquí, pensé,
está una de esas mujeres cuyas sonrisas irradian alegría sobre
todos, menos sobre mí. Entonces me incliné sobre ella y murmuré:
‘Despierta, hermosura, tu amante está cerca... Ha llegado
el hombre que daría su vida para obtener una mirada de afecto
de tus ojos: ¡despierta, amada mía!’
”La durmiente se agitó; me recorrió un estremecimiento de
terror. ¿Si despertaba, me veía, me maldecía, y corría a denunciar
al asesino? Sin duda eso haría, si sus ojos ensombrecidos se
abrían y me contemplaba. La idea me enloqueció; evocó lo peor
de mí... y me dije: ‘No yo, ella ha de sufrir. Expiará el crimen
que he cometido porque se me ha despojado para siempre de
todo lo que ella misma podría darme. El crimen en ella tenía su
fuente: ¡suyo sea el castigo!’ Gracias a las lecciones de Félix y a
las leyes sanguinarias del hombre ahora sabía hacer el mal. Me
incliné y deslicé el medallón en uno de los pliegues de su vestido.
La joven se movió nuevamente, y yo huí.
”Varios días recorrí el lugar donde habían ocurrido estas
escenas; a veces deseaba verte, y otras resolvía abandonar para
siempre el mundo y sus padecimientos. Al fi n, me dirigí a estas
montañas, y he explorado sus inmensos recesos, consumido de
una ardiente pasión que sólo tú puedes calmar. No debemos
separarnos hasta que me hayas prometido cumplir mi reclamo.
Estoy solo, y soy miserable; el hombre no quiere asociarse
conmigo; pero no me negará ese vínculo un ser que fuese tan
deforme y horrible como yo mismo. Este compañero ha de ser
de la misma especie, y tener los mismos defectos, y tú debes
crearlo.”

CAPÍTULO 17
El ser dejó de hablar, y fi jó sus ojos en mí, ansioso de una
respuesta. Pero yo me sentía desconcertado, perplejo e incapaz
de organizar mis ideas en la medida necesaria para comprender
la verdadera trascendencia de su propuesta. Continuó
hablando:
“Debes crear una mujer para mí, una persona con la cual
pueda vivir intercambiando las simpatías necesarias para mi ser.
Sólo tú puedes hacerlo; y te lo reclamo como un derecho que
no puedes rehusarme.”
La última parte de su relato había encendido nuevamente en
mí la cólera extinguida mientras él narraba la vida pacífi ca que
había llevado entre los habitantes de la casa de campo; y cuando
dijo esto último, me fue imposible contener la cólera que ardía
en mi fuero íntimo.
“Me niego –repliqué– y ni las torturas me obligarán a consentir.
Puedes hacer de mí el más desdichado de los hombres,
pero nunca me convertirás en un ser vil a mis propios ojos. Si
errara otro individuo como tú, ¡reunidos serían capaces de asolar
el mundo! ¡Vete! Ya te he dado mi respuesta; puedes torturarme,
pero jamás consentiré.”
“Estás equivocado –replicó el malvado–; y en lugar de amenazar,
me limitaré a razonar contigo. Soy malvado porque me
siento desdichado. ¿Acaso no me esquiva y odia toda la humanidad?
Tú, mi creador, serías capaz de destrozarme, y te gozarías
en ello; recuérdalo, y dime: ¿por qué he de compadecer al
hombre más de lo que él se compadece de mí? No hablarías
de asesinato si pudieras precipitarme en uno de esos desfi laderos,
y destruir mi cuerpo, que es obra de tus propias manos.
¿Debo respetar al hombre que me condena? Déjame que viva
con él intercambiando actos de bondad; y en lugar de herirle,
le concederé todos los benefi cios, y, además, derramaré lágrimas
de gratitud si las acepta. Pero eso no puede ser; los sentimientos
humanos son obstáculos insuperables que se oponen
a dicha unión. De todos modos, no me someteré a una actitud
de abyecta esclavitud. Vengaré mis ofensas: si no puedo inspirar
amor, provocaré miedo; y procuraré lograrlo principalmente en
ti, mi archienemigo, a quien, porque eres mi creador, juro odio
inextinguible. Cuídate: trabajaré en tu destrucción, y no he de
terminar hasta que haya arrasado tu corazón, de modo que maldigas
la hora en que naciste.”
Una cólera maligna le animaba mientras decía estas palabras;
su rostro estaba deformado en contorsiones demasiado horribles
para ser vistas por ojos humanos; pero poco después se
calmó, y continuó hablando...
“Me propuse razonar. Esta pasión me hace daño; y en verdad,
no refl exionas en que tú eres la causa de dicho exceso. Si
un ser cualquiera experimentase emociones benévolas hacia
mí, las devolvería centuplicadas cien veces; ¡por el bien de esa
criatura, podría hacer las paces con toda la especie! Pero ahora
estoy incurriendo en sueños de felicidad que son imposibles.
Esto que te pido es razonable y justo; reclamo una criatura de
otro sexo, pero tan horrible como yo mismo; la satisfacción es
pequeña, pero es todo lo que puedo recibir, y me bastará. Es

cierto que seremos monstruos, separados del resto del mundo;
pero por esa misma razón viviremos más unidos. Nuestra vida
no será feliz, pero sí inofensiva, y libre de los padecimientos que
ahora sufro. ¡Oh! ¡Mi creador!, hazme feliz; déjame sentir gratitud
hacia ti siquiera sea por un benefi cio! Déjame ver que excito
la simpatía por lo menos de un ser; ¡no rechaces mi solicitud!”
Me sentía conmovido. Me estremecí al pensar en las posibles
consecuencias de mi consentimiento; pero también entreví que
en la argumentación de aquel ser había cierto grado de justicia.
Su relato, y los sentimientos que ahora expresaba, demostraba
que era una criatura de delicados sentimientos; y puesto que yo
lo había creado, ¿no le debía siquiera esa parte de felicidad que
estaba en mi poder conceder? Advirtió el cambio de mis sentimientos
y continuó:
“Si consientes, ni tú ni otro ser humano volverá a vernos:
marcharé a las vastas extensiones salvajes de América del Sur.
Mi alimento no es el mismo del hombre; no destruyo al cordero
ni al cabrito para satisfacer mi apetito; bellotas y bayas me aportan
nutrición sufi ciente; mi compañera tendrá la misma naturaleza,
y se contentará con el mismo destino. Haremos nuestro
lecho con hojas secas; el sol brillará sobre nosotros como sobre
el hombre, y madurará nuestro alimento. La imagen que aquí te
expongo es pacífi ca y humana, y debes comprender que sólo
podrás negarte movido por el capricho del poder y la crueldad.
Aunque fuiste implacable conmigo, ahora veo la compasión en
tus ojos; déjame aprovechar el momento favorable para persuadirte
de que prometas lo que deseo tan ardientemente.”
“Propones –repliqué– huir de los lugares donde reside el
hombre, habitar las extensiones desiertas donde las bestias del
campo serán tus únicos compañeros. ¿Cómo es posible que tú,
que tanto anhelas el amor y la simpatía del hombre perseveres
en ese exilio? Volverás, y nuevamente buscarás la bondad de los
seres humanos, y otra vez podrás comprobar que te detestan; se
renovarán tus malas pasiones, y entonces tendrás una compañera,
que te ayude en la tarea de destrucción. Eso no puede ser:
cesa en tus argumentos, pues no puedo consentir.”
“¡Cuán inconstantes son tus sentimientos! Hace un momento
te conmovieron mis palabras; ¿por qué ahora endureces nuevamente
tu corazón frente a mis quejas? Por la tierra que habito y
por ti mismo que me hiciste, te juro que con la compañera que me
des abandonaré la vecindad del hombre, e iré a residir en los sitios
más agrestes. ¡Mis malas pasiones se habrán desvanecido, pues
habré encontrado la simpatía que busco! Mi vida discurrirá serenamente,
y al momento de morir no maldeciré a mi creador.”
Sus palabras me produjeron extraño efecto. Le compadecía,
y a veces experimentaba el deseo de consolarlo; pero cuando lo
miraba, cuando veía la horrible masa que se movía y hablaba,
mi corazón desfallecía, y mis sentimientos se trocaban en otros
de terror y odio. Traté de ahogar esas sensaciones; pensé que,
como no podía simpatizar con él, no tenía derecho de privarle
de la pequeña parte de felicidad que aún podía concederle.
“Juras –dije– ser inofensivo; ¿pero no has demostrado ya un
grado de malicia que razonablemente debe moverme a desconfi
ar de ti? ¿Quizá no es esto más que una fi cción que ensancha
tu triunfo permitiendo a tu venganza un ámbito más amplio?”
“¿Qué signifi ca esto? No quiero que juegues conmigo: y
exijo una respuesta. Si carezco de vínculos y de afectos, el odio
y el vicio serán mi destino; el amor de otro destruirá la causa de
mis crímenes, y me convertiré en un ser de cuya existencia nadie
tendrá noticia. Mis vicios son los hijos de una soledad forzada
que aborrezco; e inevitablemente se manifestarán mis virtudes
cuando pueda comulgar con un igual. Sentiré los afectos propios
de un ser sensible, y me vincularé con la cadena de la existencia
y los acontecimientos, de la cual ahora estoy excluido.”
Me detuve un momento para refl exionar en todo lo que me
había relatado, y en los diversos argumentos que había utilizado.
Pensé en la promesa de virtudes que manifestara al comienzo
de su existencia y cómo después todos sus buenos sentimientos
habían sido sofocados por el repudio y el desdén que sus protectores
le demostraron. Su poder y sus amenazas no estaban
excluidos de mis cálculos: una criatura que podía existir en las
cavernas de hielo de los glaciares, y burlar la persecución entre
los riscos de inaccesibles precipicios era un ser dotado de facultades
con las cuales era vano luchar. Después de prolongada
pausa consagrada a la refl exión decidí que la justicia que él y mis
semejantes merecían imponía satisfacer su pedido. De modo
que me volví hacia él y dije:
“Consiento en tu demanda, bajo solemne juramento de que
saldrás para siempre de Europa, y de todos los demás lugares
habitados por el hombre, apenas te entregue una mujer que te
acompañe en el exilio.”
“Juro –exclamó– por el sol, por el cielo azul, y por el fuego
de amor que arde en mi corazón, que si concedes mi pedido,
mientras ellos existan no volverán a verme. Parte para tu hogar,
y comienza tu trabajo: vigilaré tus progresos con inenarrable
ansiedad; y no temas, cuando estés dispuesto yo apareceré.”
Dicho esto, me dejó bruscamente, quizá temeroso de que
cambiase de opinión. Lo vi descender la montaña con velocidad
mayor que el vuelo de un águila, y perderse rápidamente entre
las ondulaciones del mar de hielo.
Su relato había ocupado el día entero, y cuando partió el
sol se acercaba al horizonte. Comprendí que debía apresurar
mi descenso hacia el valle, pues pronto me hallaría rodeado de
sombras; pero me sentía deprimido, y mis pasos eran lentos. La
tarea de recorrer los estrechos senderos de la montaña, fi jando
fi rmemente los pies a medida que avanzaba, me pareció desconcertante,
agobiado como estaba por las emociones originadas
en los hechos del día. Era bien entrada la noche cuando llegué
al refugio situado a mitad de camino, y me senté al lado de la
fuente. Las estrellas brillaban a intervalos, cubiertas a veces por
las nubes; los oscuros pinos se alzaban ante mí, y aquí y allá
yacía en el suelo un árbol destruido: era una escena de maravillosa
solemnidad, y suscitaba extraños pensamientos en mí.
Sollocé amargamente; y cerrando las manos con desesperación
exclamé: “¡Oh! Aquí se han citado las estrellas, las nubes y los
vientos para hacer burla de mí: si realmente me compadecieran,
desterrarían sensaciones y recuerdos; me hundirían en la nada;
pero si no se cuidan de mí, que partan, que huyan, dejándome
en las sombras.”
Eran pensamientos desesperados y miserables; pero no
puedo describir cómo el pestañeo eterno de las estrellas me
agobiaba, y cómo oía cada golpe de viento como si se tratase
del sofocante y atroz siroco destinado a consumirme.
Rompió la mañana antes de que yo llegase a la aldea de Chamounix;
no me di descanso, y retorné inmediatamente a Ginebra.
Ni siquiera, en mi propio corazón podía expresar las sensaciones
que me aquejaban... pesaban sobre mí como una montaña,
y su mismo exceso amortiguaba el sufrimiento. Así regresé
a mi hogar, y al entrar en la casa me presenté a la familia. Mi
apariencia macilenta y espectral provocó intensa alarma; pero
no respondí a las preguntas, y apenas hablé. Me sentía como
puesto bajo un decreto de destierro –como si no tuviese derecho
a reclamar la simpatía de aquellos seres– como si nunca
más pudiese gozar de la compañía que ellos me dispensaban.
A pesar de todo, los amaba hasta la adoración; y para salvarlos,
resolví consagrarme a la tarea que más aborrecía. La perspectiva
de esta ocupación hizo que todas las demás circunstancias
de la existencia pasaran ante mis ojos como un sueño; y que ese
único pensamiento representase para mí la realidad de la vida.

CAPÍTULO 18
Después de mi regreso a Ginebra, pasaron días y semanas; y
no podía reunir el valor sufi ciente para reanudar mi tarea. Temía
la venganza originada en la desilusión de aquel ser maligno, pero
al mismo tiempo no podía vencer la repugnancia que me impedía
abordar la tarea. Descubrí que no podía formar una mujer
sin consagrar nuevamente varios meses a profundos estudios
y laboriosas refl exiones. Había oído hablar de ciertos descubrimientos
realizados por un fi lósofo inglés, y el conocimiento de
esas novedades representaba un material importante para mi
éxito; así, a veces pensaba obtener el consentimiento de mi padre
para visitar Inglaterra con ese fi n; pero me aferraba a todos los
motivos de demora, y rehuía dar el primer paso en una empresa
cuya necesidad inmediata comenzaba a parecerme menos absoluta.
Ciertamente, en mí había ocurrido un cambio: mi salud, que
antes declinara, ahora se hallaba muy restablecida; y mi espíritu,
cuando no debía afrontar el recuerdo de mi infeliz promesa, se
elevaba de manera proporcionada. Mi padre advirtió complacido
este cambio, y orientó su pensamiento buscando el mejor
método de eliminar los restos de mi melancolía, que de tanto en
tanto retornaba por accesos y con sus sombras anulaban la
luminosidad de mi mejoría. En esos momentos yo me refugiaba en
la soledad más total. Pasaba días enteros en el lago, solo en una
pequeña embarcación, contemplando las nubes, y escuchando el
murmullo de las olas, silencioso y abstraído. Pero el aire fresco
y la luz del sol rara vez dejaban de devolverme por lo menos un
mínimo de bienestar; y al regreso, respondía a los saludos de mis
amigos, con una sonrisa más pronta y un corazón más animoso.
Regresaba de uno de estos paseos, cuando mi padre, llamándome
aparte, me habló de este modo:
“Me alegro de ver, querido hijo, que has reanudado las actividades
que antes te complacían, y que aparentemente están devolviéndote
la salud. Y, sin embargo, todavía te sientes desgraciado,
y aun evitas nuestra sociedad. Durante un tiempo me perdí en
conjeturas sobre la causa de esta actitud; pero ayer se me ocurrió
una idea, y si está bien fundada, te conjuro a que me digas
la verdad. La reserva en ese punto no sólo sería inútil, sino que
acrecentaría de manera inconmensurable nuestro sufrimiento.”
Comencé a temblar violentamente ante estas palabras, y mi
padre continuó:
“Confi eso, hijo mío, que siempre he considerado tu matrimonio
con esa querida Elizabeth como la coronación de nuestra
felicidad doméstica, y el reparo de mis años de vejez. Ustedes
dos vivieron unidos desde la más tierna infancia; estudiaron
juntos, y tanto por las disposiciones como por los gustos parecen
hechos el uno para el otro. Pero tan ciega es la experiencia
del hombre que quizá lo que creí eran factores más propicios
para mi plan, hayan acabado por destruirlo. Es posible que la
mires como a una hermana, y que no desees hacerla tu esposa.
O tal vez has encontrado otra mujer a la que amas; y considerándote
atado por lazos de honor a Elizabeth, esta lucha sea la
causa del acerbo sufrimiento que pareces experimentar.”
“Querido padre, tranquilízate. Amo a mi prima tierna y sinceramente.
Nunca vi una mujer, que, como Elizabeth, excitara
mi admiración y mi afecto más cálidos. Mis esperanzas y perspectivas
futuras están relacionadas completamente con la perspectiva
de nuestra unión.”
“Querido Víctor, la expresión de nuestros sentimientos
acerca de este asunto me da más placer del que he experimentado
durante mucho tiempo. Si así sientes, sin duda seremos
felices, sean cuales fueren los pesares que ahora afrontamos.
En todo caso, quisiera disipar este humor sombrío que ahora
parece infl uir tan poderosamente sobre tu ánimo. Dime, por lo
tanto, si te opones a la concertación inmediata del matrimonio.
Hemos sido infortunados, y los hechos recientes destruyeron la
tranquilidad cotidiana que sería propia de mis años y dolencias.
Tú eres más joven; de todos modos, no creo que, en vista de tus
medios, un matrimonio temprano estorbe de ningún modo los
planes futuros de progreso y provecho que quizá te hayas forjado.
Sin embargo, no creas que pretendo dictar el curso futuro
de tu vida, o que cierta demora de tu parte me afecte demasiado.
Interpreta mis palabras con sinceridad, y te ruego me contestes
con confi anza y franqueza.”
Escuché en silencio a mi padre, y durante unos mineros
no pude responderle. Refl exioné rápidamente una multitud de
cosas, y traté de llegar a cierta conclusión. En verdad, la idea
de una unión inmediata con Elizabeth era para mí motivo de
horror y desaliento. Estaba atado por una promesa solemne,
que aún no había cumplido, y que no me atrevía a romper; y si
lo hacía, ¡cuántos padecimientos no se abatirían sobre mi abnegada
familia! ¿Podía iniciar una celebración solemne con ese
peso mortal colgado del cuello, e inclinándome hacia el suelo?
Debía cumplir mi compromiso y dejar que el monstruo partiese
con su compañera, antes de permitirme la alegría y el placer de
una unión que me aportaría la paz.
Acordé también la necesidad de viajar a Inglaterra, o de iniciar
una prolongada correspondencia con los fi lósofos de ese
país, cuyos conocimientos y hallazgos me eran indispensables
en la obra que me proponía. El segundo de los métodos para
obtener los datos deseados era moroso e insatisfactorio: además,
me repugnaba profundamente la idea de iniciar la horrible tarea
en la casa de mi padre, mientras mantenía relaciones familiares
con aquellos a quienes amaba. Sabía que podían ocurrir mil
accidentes terribles, y que aun el más menudo de ellos revelaría
una situación capaz de conmover a todos los que estaban vinculados
conmigo. También tenía conciencia de que a menudo
perdería el dominio de mí mismo, y mi capacidad de ocultar
las atroces sensaciones que me poseerían durante el desarrollo
de mi espantosa ocupación. Debía apartarme de todos los
que amaba mientras trabajaba en ello. Una vez que iniciara, la
cosa terminaría rápidamente, y podría volver a mi familia en
paz y felicidad. Cumplida mi promesa, el monstruo partiría para
siempre. O (así quería imaginarlo) un accidente quizá lo destruyera,
y terminase para siempre mi esclavitud.
Estos sentimientos dictaron la respuesta que di a mi padre.
Expresé el deseo de visitar Inglaterra; pero, ocultando las verdaderas
razones de mi pedido, disimulé mis deseos bajo un disfraz
que no provocó sospechas, al mismo tiempo que manifestaba
mi anhelo con una sinceridad y un entusiasmo que indujeron
a mi padre a acceder. Después de un período tan prolongado
de absorbente melancolía, que por su intensidad y sus efectos
se asemejaba al desequilibrio, le alegró comprobar que yo era
capaz de hallar placer en la idea del viaje, y confi ó en que el
cambio de escenario y los variados motivos de entretenimiento
propios del viaje acabarían por devolverme totalmente la salud
física y mental.
Se dejó a mi decisión la duración de mi ausencia; unos pocos
meses, o a lo sumo un año fue el período contemplado. Sin
embargo, a modo de amable precaución, mi padre se ocupó de
asegurarme compañía. Sin comunicármelo previamente, y de
acuerdo con Elizabeth, arregló que Clerval se reuniese conmigo
en Estrasburgo. Esta iniciativa venía a destruir la soledad que yo
ansiaba para desarrollar mi tarea; sin embargo, al comienzo del
viaje la presencia de un amigo no podía constituir un estorbo,
y en verdad me alegró que de ese modo pudiese evitar muchas
horas de refl exión solitaria y enervante. Más aún, Henry podía
interponerse entre mi persona y la intrusión de mi enemigo. Si
yo estaba solo, ¿aquel monstruo no impondría a veces su presencia
aborrecida, para recordarme mi tarea o contemplar los
progresos realizados?
Por consiguiente, marché a Inglaterra, y se sobrentendía que
me uniría con Elizabeth inmediatamente después del regreso.
La edad de mi padre le inducía a oponerse profundamente a
toda postergación. Por mi parte, me prometía una recompensa
por los detestados trabajos que debería realizar: un consuelo a
mis sufrimientos sin igual; era la perspectiva del día en que, liberado
de mi miserable esclavitud, pudiese reclamar la mano de
Elizabeth y olvidar el pasado en mi unión con ella.
Realicé los preparativos del viaje; pero me perseguía un sentimiento
que me llenaba de temor y agitación. Durante mi ausencia
dejaría a mis amigos desprevenidos respecto de la existencia
de su enemigo, y faltos de protección ante sus ataques, ya que
el monstruo podría exasperarse a causa de mi partida. Pero él
había prometido seguirme donde quiera yo fuese; ¿y acaso no
me acompañaría a Inglaterra? Esta idea, terrible en sí misma,
vino a tranquilizarme, porque representaba una forma de seguridad
para mis amigos. Me torturaba la posibilidad de que las
cosas ocurriesen a la inversa.
Pero durante todo el período en que fui el esclavo de mi
criatura, me dejé dominar por los impulsos del momento; y mis
sensaciones actuales me sugirieron claramente que el malvado
me seguiría, y que de ese modo mi familia estaría a salvo de sus
peligrosas maquinaciones.
A fi nes de septiembre abandoné nuevamente mi país natal.
Yo mismo había sugerido el viaje, y por consiguiente Elizabeth
convino en ello. Pero la inquietaba profundamente la idea de
que pudiese sufrir, lejos de ella, los efectos del padecimiento y
el dolor. Por su iniciativa tuve un compañero en Clerval, y, sin
embargo, un hombre se muestra ciego a un millar de pequeñas
circunstancias que atraen la atención cuidadosa de una mujer.
Ella deseaba rogarme que apresurase mi retorno, pero mil sentimientos
contrarios la obligaron a enmudecer mientras me ofrecía
una despedida triste y silenciosa.
Entré en el carruaje que me llevaría lejos, casi sin saber
adonde iba, y sin preocuparme de lo que ocurría alrededor. Sólo
recordé, y después refl exioné en ello con amarga angustia, que
debía ordenar la inclusión de mis instrumentos químicos en el
equipaje. Agobiado por tristes ideas, atravesé muchos escenarios
de singular belleza y majestuosidad; pero mis ojos se mantenían
inmóviles, sin ver nada.
Sólo podía pensar en el objetivo de mis viajes, y en el trabajo
que me ocuparía mientras aquello durase.
Después de varios días pasados en indiferente indolencia,
durante los cuales recorrí muchas leguas, llegué a Estrasburgo,
donde esperé dos días a Clerval. Vino al fi n. ¡Dios mío, cuán
profundo era el contraste entre nosotros! Henry se mostraba
atento a todo lo nuevo; alegre cuando contemplaba la belleza
del sol poniente, y más feliz aún cuando comenzaba el día. Me
mostraba los cambiantes colores del paisaje, y las apariencias
del cielo. “¡Esto es vivir –exclamaba–, ahora gozo de la existencia!
Pero tú, mi querido , ¿por qué estás tan triste
y caviloso?” En verdad, mi mente estaba absorta en sombríos
pensamientos, y no veía el descenso del lucero vespertino, ni
los rayos del sol refl ejados en el Rhin; y usted, amigo mío, se
entretendría mucho más escuchando las experiencias de viaje
de Clerval, que observaba el paisaje con un ojo capaz de sentir y
complacerse, que oyendo el relato de mis refl exiones. Yo, pobre
miserable, era perseguido por una maldición que me impedía el
más menudo de los goces.
Habíamos convenido descender el Rhin en una embarcación
que iba de Estrasburgo a Rotterdam, desde donde pensábamos
transbordar para dirigirnos a Londres. Durante este viaje pasamos
entre islas cubiertas de sauces, y vimos varias hermosas
ciudades. Permanecimos un día en Mannheim, y al quinto de
nuestra partida de Estrasburgo llegamos a Maguncia. El curso
del Rhin después de Maguncia es mucho más pintoresco. El río
desciende rápidamente, y serpentea entre colinas, no muy altas
pero empinadas, que exhiben bellas formas. Vimos muchos castillos
arruinados alzándose al borde de precipicios, rodeados de
espesos bosques, altos e inaccesibles. Ciertamente, esta parte
del Rhin ofrece un paisaje singularmente variado. En un lugar
aparecen escarpadas colinas, castillos arruinados al borde de
tremendos precipicios, mientras el oscuro Rhin corre debajo; y
al volver un promontorio, aparecen viñedos fl orecientes, verdes
orillas pendientes, un río sinuoso, y populosas ciudades distribuidas
aquí y allá. Viajamos en la época de la vendimia, y mientras
descendíamos la corriente de agua oímos el canto de los trabajadores.
A pesar de mi depresión, y de que mi espíritu estaba
constantemente agitado por sombríos sentimientos, me sentí
complacido. Yacía en el fondo de la embarcación, y mientras
contemplaba el cielo azul sin nubes, parecía absorber una tranquilidad
que durante mucho tiempo me había sido extraña. Y si
estas eran mis sensaciones, ¿quién puede describir las de Henry?
Sentía como si lo hubiesen transportado al País de las Maravillas,
y gozaba de una felicidad raramente gustada por el hombre.
“He visto –dijo– los más bellos paisajes de mi país; he visitado
los lagos de Lucerna, y Uri, donde las montañas nevadas descienden
casi perpendicularmente hacia el agua, formando sombras
oscuras e impenetrables, que crearían una apariencia
sombría y mortecina, si no fuera por las islas cubiertas de verde que
alivian la imagen con su alegre apariencia; he visto este lago agitado
por una tempestad, cuando el viento levanta los remolinos
de agua y nos sugiere el carácter de las trombas del mar abierto;
las olas golpean con furia la base de la montaña, donde el cura
y su amante fueron arrastrados por una avalancha, y se afi rma
que sus voces moribundas todavía se oyen entre las pausas del
viento nocturno; he visto las montañas de La Valais, y el Pays
de Vaud: pero esta región, Víctor, me agrada más que todas esas
maravillas. Las montañas de Suiza son más majestuosas y extrañas;
pero en las orillas de este río divino existe encanto tal, que,
jamás vi nada igual. Mira ese castillo al borde del precipicio; y
ése que se alza en la isla, casi oculto entre el follaje de sus hermosos
árboles; y ahora, ese grupo de trabajadores que vienen
de las viñas, y esa aldea media oculta en el receso de la montaña.
Oh, sin duda el espíritu que habita y guarda este lugar tiene un
alma más armónica con la del hombre que los que moran en el
glaciar, o que aquellos que se retiran a los picos inaccesibles de
las montañas de nuestra patria.”
¡Clerval! ¡Amado amigo! Aún ahora me complace anotar tus
palabras y demorarme en el elogio que tanto mereces. Era un
ser formado en la “poesía de la naturaleza”. Su imaginación desenfrenada
y entusiasta estaba moderada por la sensibilidad del
corazón. Su alma desbordaba de ardientes afectos, y su amistad
tenía este carácter abnegado y puro que los hombres de mundo
nos enseñan a buscar sólo en la imaginación. Pero ni siquiera las
simpatías humanas, bastaban para satisfacer su mente ansiosa.
El escenario de la naturaleza, que otros contemplan sólo con
admiración, para él era motivo de ardiente amor:
“La catarata murmurante
Lo embrujaba como una pasión: la alta roca,
La montaña, y el hondo y umbrío bosque,
Sus colores y sus formas, eran entonces para él
Un apetito; un sentimiento, y un amor,
Que no requerían encanto más remoto,
Aportado por el pensamiento, ni interés
Ajeno al mundo de las formas.”
Y ahora, ¿dónde está él? ¿Este ser gentil y amable se ha perdido
para siempre? Este espíritu, tan abundante de ideas, de
imaginaciones fantasiosas y magnífi cas, que formaba un universo,
y cuya existencia dependía de la vida de su creador... ¿este
espíritu ha perecido? ¿Ahora existe solamente en mi memoria?
No, no es así; su forma tan divinamente plasmada y desbordante
de belleza se ha descompuesto, pero su espíritu todavía
visita y consuela a su desgraciado amigo.
Perdóneme este movimiento de dolor; estas palabras inefi caces
no son más que un pequeño tributo al valor sin ejemplo de
Henry, pero en todo caso calman mi corazón, colmado por la
angustia que su recuerdo evoca. Continúo con mi relato.
Después de Colonia descendimos a las llanuras de Holanda;
y decidimos continuar en carruaje el resto de nuestro viaje; pues
teníamos vientos contrarios; y la corriente del río era demasiado
débil para prestarnos ayuda.
Aquí nuestro viaje perdió el interés originado en la belleza
del paisaje; pero en todo caso tardamos pocos días en llegar a
Rotterdam, de donde seguimos por mar a Inglaterra. En una
mañana clara, durante los últimos días de diciembre, vi por primera
vez los blancos riscos de Gran Bretaña. Las orillas del
Támesis ofrecían un espectáculo diferente, eran llanas, pero fértiles,
y casi todas las ciudades estaban señaladas por el recuerdo
de algún episodio. Vimos Tilbury Fort, y recordamos a la
Armada Española; Gravesend, Woolwich, y Greenwich, lugares
de los que había oído hablar aun en mi país.
Finalmente, vimos las numerosas torres de Londres, Saint
Paul se destacaba entre todas, y también la Torre famosa en la
historia inglesa.

CAPÍTULO 19
Londres era la ciudad donde pensábamos descansar; decidimos
permanecer varios meses en esta ciudad asombrosa y
celebrada. Clerval quería conocer a los hombres de genio y de
talento que fl orecían entonces, pero para mí ese era un objetivo
secundario; me preocupaba sobre todo obtener la información
necesaria para completar mi promesa, y rápidamente utilicé las
cartas de introducción que había traído conmigo, dirigidas a los
fi lósofos naturales más distinguidos.
Si hubiese realizado este viaje en mis años de estudio y felicidad,
me habría proporcionado inenarrable placer. Pero una
maldición se había abatido sobre mi existencia, y ahora visitaba
a ese pueblo sólo en busca de la información que podía obtener
acerca de una cuestión en la cual mi interés era terrible y
profundo. La compañía me irritaba; cuando estaba solo, podía
ocupar mi mente con las imágenes del cielo y de la tierra; la voz
de Henry me tranquilizaba, y de ese modo obtenía una paz transitoria.
Pero los rostros atareados, alegres y al mismo tiempo
carentes de interés me sumían en la desesperación.
Veía una barrera insuperable interpuesta entre mi persona
y mis semejantes; esta barrera estaba sellada con la sangre de
William y Justine; y cuando refl exionaba sobre los hechos vinculados
con esos nombres, mi alma se saturaba de angustia.
Pero en Clerval veía la imagen de mi antiguo yo; era una personalidad
inquisitiva, y estaba ansioso de obtener experiencia y conocimientos.
Las diferencias de costumbres que observaba representaban
para él una fuente inagotable de instrucción y entretenimiento.
También perseguía un objetivo que hacía mucho tenía en
vista. Su designio era visitar India, en la creencia de que gracias a
su práctica de las diversas lenguas que allí se hablaban, y a las particularidades
de su sociedad, disponía de los medios necesarios
para contribuir materialmente al progreso de la colonización y el
comercio europeo. En Inglaterra podía encontrar las condiciones
que facilitarían la ejecución de su plan. Estaba siempre atareado;
y lo único que a veces frustraba su placer era mi espíritu entristecido
y desolado. Traté de ocultar mi ánimo todo lo posible, para
no apartar de los placeres naturales a quien ingresa en una nueva
forma de vida, ajeno a cuidados o recuerdos amargos. A menudo
me negué a acompañarlo, aduciendo otros compromisos, con el
fi n de quedarme solo. Ahora había comenzado también a reunir
los materiales necesarios para mi nueva creación, y esta actividad
era para mí como la tortura de la gota de agua que cae constantemente
sobre la cabeza. Cada pensamiento que consagraba al
asunto era un motivo de profunda angustia, y cada palabra que
hablaba en alusión al caso hacía temblar mis labios y mi corazón.
Después de pasar algunos meses en Londres, recibimos una
carta de una persona de Escocia, que antaño nos había visitado
en Ginebra. Mencionaba las bellezas de su país natal, y nos
preguntaba si ellas no representaban atractivos sufi cientes para
inducirnos a prolongar nuestro viaje hasta Perth, donde residía.
Clerval deseaba ansiosamente aceptar la invitación, y por mi
parte, aunque aborrecía la sociedad, quería ver de nuevo montañas
y ríos, y todas las cosas maravillosas con las cuales la Naturaleza
adorna sus lugares preferidos.
Habíamos llegado a Inglaterra a principios de octubre, y
ahora estábamos en febrero. Así, decidimos iniciar nuestro viaje
hacia el norte al cabo de otro mes. En esta expedición no nos
proponíamos seguir el gran camino que lleva a Edimburgo, sino
visitar Windsor, Oxford, Matlock y los lagos de Cumberland,
para llegar al fi nal de nuestra gira aproximadamente a fi nes de
julio. Envolví mis instrumentos químicos y los materiales que
había reunido, decidiendo concluir mis trabajos en algún oscuro
escondrijo de las montañas septentrionales de Escocia.
Salimos de Londres el 27 de marzo, y estuvimos unos pocos
días en Windsor, paseando en el hermoso bosque. Para nosotros,
nativos de la montaña, era un escenario diferente, los robles
majestuosos, la abundancia de caza, y los rebaños de magnífi cos
venados eran todas novedades para nuestros ojos.
De allí pasamos a Oxford. Cuando entramos en esta ciudad,
recordamos los hechos ocurridos allí más de un siglo y medio antes.
Aquí Carlos I había agrupado sus fuerzas. Esta ciudad le había permanecido
fi el, después que toda la nación olvidó su causa para
unirse al estandarte del Parlamento y la libertad. La memoria de ese
monarca infortunado, y de sus compañeros, el amistoso Falkland,
el insolente Goring, su reina y su hijo, confería un interés particular
a cada sector de la ciudad que uno podía imaginar había sido habitada
por ellos. El espíritu de antiguos tiempos hallaba su morada
aquí, y nos complacíamos en descubrir sus huellas. Y si estos sentimientos
no hubiesen encontrado una gratifi cación imaginaria, la
apariencia de la ciudad ostentaba en sí misma belleza sufi ciente para
excitar nuestra admiración. Las universidades son antiguas y pintorescas;
las calles, casi magnífi cas; y el hermoso Isis, que fl uye a un
costado, entre prados de exquisito verdor, se extiende después en
un plácido remanso de aguas, que refl ejan su majestuosa reunión
de torres, agujas, y cúpulas, rodeadas de antiguos árboles.
Me complací en la visión de esta escena; y, sin embargo, mi
goce se disipaba tanto por el recuerdo del pasado como por la
anticipación del futuro. Yo estaba hecho para la felicidad serena.
Durante mis años de juventud el descontento jamás visitó mi
espíritu; y si alguna vez me vi dominado por el tedio, la visión
de lo que es bello en la naturaleza, o el estudio de lo que es excelente
y sublime y la producción del hombre, siempre interesaban
a mi corazón, y transmitían elasticidad a mi espíritu. Pero
ahora soy como un árbol quemado, el rayo penetró en mi alma;
y en ese momento sentía que había sobrevivido para mostrar,
lo que pronto dejaré de ser, una miserable imagen de destruida
humanidad, lamentable a los ojos de otros e intolerable a los
propios.
Pasamos un período considerable en Oxford, vagabundeando
por, los alrededores, y tratando de identifi car todos los
lugares que podían relacionarse con las épocas más agitadas de
la historia inglesa. Nuestras pequeñas excursiones de exploración
se prolongaban a menudo a causa de los sucesivos objetos
que se nos ofrecían. Visitamos la tumba del ilustre Hampden, y
el campo en que cayó el patriota. Por un momento mi alma se
apartó de sus bajos y miserables temores, para contemplar las
divinas ideas de libertad y sacrifi cio, de las cuales estas obras
eran monumento y recordatorio. Por un instante me atreví a
sacudir mis cadenas, y a mirar alrededor de mí con espíritu libre
y elevado; pero el hierro había mordido mi carne; y al fi n me
hundí, tembloroso y desesperado, en mi yo miserable.
Dejamos Oxford de mala gana, y seguimos a Matlock, el
siguiente lugar de estada. La campiña en la vecindad de esta
aldea se parecía más al paisaje suizo; pero todo se daba en menor
escala, y las verdes colinas carecían de la corona nevada de los
Alpes distantes, que siempre se alzan entre las montañas cubiertas
de pinos de mi país natal. Visitamos la caverna maravillosa;
y los pequeños gabinetes de historia natural, donde las curiosidades
están ordenadas del mismo modo que en las colecciones
de Servox y Chamounix. Este último nombre desataba en mí un
temblor cuando lo pronunciaba Henry; y me apresuré a salir de
Matlock, con el cual esa terrible escena se había asociado.
Saliendo de Derby, siempre en dirección al norte, pasamos
dos meses en Cumberland y Westmoreland. Ahora casi podía
imaginarme entre las montañas suizas. Los pequeños parches
nevados que perduraban en las laderas septentrionales de las
montañas, los lagos, y el movimiento de los ríos de montaña,
eran todos espectáculos familiares y queridos. Aquí también
hicimos algunas relaciones, que casi me obligaron a gustar la
antigua felicidad. El placer de Clerval fue proporcionalmente
mayor que el mío; su mente se dilataba en la compañía de los
hombres de talento, hallaba en su propia naturaleza cualidades y
recursos mayores a los que él mismo podría haber imaginado en
su persona cuando se asociaba con inferiores. “Podría pasarme
la vida aquí”, me dijo cierta vez; “y entre estas montañas apenas
añoraría el paisaje de Suiza y el Rhin”.
Pero él mismo descubrió que la vida del viajero incluye
mucho dolor en medio de sus goces. Sus sentimientos parecen
obligarlo a marchar constantemente, y cuando comienza
a relajarse en el reposo, se ve obligado a abandonar el lugar de
descanso y el placer en busca de algo nuevo, que ahora compromete
su atención, y que también olvidará en busca de otras
novedades.
Apenas habíamos visitado los diversos lagos de Cumberland
y Westmoreland, y concebido ciertos lazos de afecto hacia
alguno de sus habitantes, cuando ya se acercaba el período de la
cita con nuestro amigo escocés; de modo que nos despedimos
para continuar viaje. Por mi parte, no lo lamenté. Había descuidado
mi promesa durante cierto tiempo, y temía los efectos
de la decepción del monstruoso ser. Quizás estaba en Suiza,
dispuesto a descargar su venganza sobre mis parientes. Esta
idea me perseguía, y me atormentaba en todos los instantes que
hubiera podido dedicar al reposo y a la paz. Esperaba carta de
mi familia con febril impaciencia: si se demoraba, me sentía torturado
y dominado por mil temores; y cuando llegaba, y veía
la letra de Elizabeth o de mi padre, apenas me atrevía a leer y
a dilucidar mi suerte. A veces creía que el malvado me estaba
siguiendo, y que podía acicatear mi diligencia asesinando a mi
compañero. Cuando estos pensamientos me poseían, no abandonaba
a Henry un instante, y por el contrario lo seguía como
una sombra, para protegerlo de la imaginaria cólera de su destructor.
Servía como si hubiese cometido un grave crimen, y la
conciencia del mismo me persiguiese. Era inocente, pero ciertamente
había atraído una horrible maldición sobre mi cabeza; un
vituperio tan mortal como el crimen.
Visité Edimburgo con mirada y espíritu indiferentes; y, sin
embargo, esa ciudad podría haber interesado al ser más infortunado.
A Clerval no le agradó tanto como Oxford: pues a sus
ojos la antigüedad de esta última era más grata. Pero la belleza y
la regularidad de la ciudad nueva en Edimburgo, su romántico
castillo, sus alrededores, los más deliciosos del mundo, el trono
de Arturo, el pozo de San Bernardo y las colinas Pentland, compensaron
el cambio, y provocaron su alegría y admiración. Pero
yo estaba impaciente por llegar al fi nal de mi viaje.
Salimos de Edimburgo una semana después, pasamos por
Coupar, Saint Andrew’s, y siguiendo las orillas del Tay, llegamos
a Perth, donde nos esperaba nuestro amigo. Pero yo no
estaba de humor para reír y conversar con desconocidos, o para
enterarme de sus sentimientos o sus planes con el buen humor
que se espera de un huésped; de modo que dije a Clerval que
deseaba seguir solo la gira por Escocia.
“Te ruego”, dije, “que estés cómodo, y que esperes aquí mi
llegada. Quizás esté ausente un mes o dos; pero te pido que no
estorbes mis movimientos: déjame tranquilo y solo un breve
tiempo; y creo que cuando regrese estaré más animado y armonizaré
mejor con tu propio humor”.
Henry quiso disuadirme; pero como me mostré fi rme, abandonó
sus propósitos. Me exhortó a escribir a menudo. “Preferiría
ir contigo”, dijo, “en tus paseos solitarios, antes que permanecer
al lado de estos escoceses a quienes no conozco. Apresúrate
a volver; querido amigo, para que pueda sentirme otra vez
realmente cómodo, algo que no lograré en tu ausencia”.
Después de separarme de mi amigo, decidí visitar algún
lugar remoto de Escocia, y concluir mi trabajo en la soledad. No
dudaba que el monstruo me seguía, y que habría de descubrirme
tan pronto concluyese mi tarea, para recibir a su compañera.
Con esta resolución atravesé las tierras altas del norte, y establecí
en una de las islas más remotas del grupo de las Orkney
la escena de mis trabajos. Era un lugar adecuado para la tarea,
pues apenas se trataba más que de un montón de rocas, golpeadas
constantemente por las olas. El suelo era estéril, y el
pasto alimentaba a unas pocas y miserables vacas; producía una
pequeña cantidad de avena para sus habitantes, unas cinco personas,
cuyos miembros enfl aquecidos y deformes demostraban
a las claras la vida de privaciones que llevaban. Las verduras y el
pan, cuando se permitían esos lujos, y aun el agua fresca, provenían
de tierra fi rme, a unas cinco millas de distancia.
En toda la isla no había más que tres chozas miserables, y
una de ellas estaba vacía cuando llegué. Alquilé el lugar. No
había mas que dos habitaciones, y éstas exhibían toda la sordidez
de la miseria más absoluta. El techo de paja se había
hundido, las paredes carecían de revoque y la puerta se había
soltado de los goznes. Ordené que reparasen la casa, compré
algunos muebles, y tomé posesión del lugar; un incidente
que sin duda habría provocado cierta sorpresa si la inteligencia
misma de los habitantes no hubiese estado amortiguada
por la necesidad y la terrible pobreza. Según estaban las cosas,
nadie se ocupó de mí ni me molestó, y apenas me agradecieron
los pocos alimentos y las ropas que pude suministrarles; a
tal punto el sufrimiento anula aun las sensaciones más primarias
de los hombres.
En este retiro, consagraba la mañana al trabajo; pero por
la tarde, cuando el tiempo lo permitía, me dirigía a la pedregosa
orilla del mar, para escuchar a las olas que rompían a mis
pies. Era una escena monótona y al mismo tiempo cambiante.
Recordé el paisaje suizo, muy distinto de este panorama desolado
y abrumador. Sus colinas están cubiertas de viñedos, y sus
casas campesinas dispersas en las llanuras. Sus lagos tranquilos
refl ejan un cielo azul y amable; y cuando sopla el viento, el
tumulto no es más que el juego de un infante vivaz, comparado
con los rugidos del océano gigantesco.
De este modo distribuí mis ocupaciones apenas llegué; pero
a medida que avanzaba mi trabajo, la tarea me parecía más horrible
e irritante. A veces pasaba varios días sin que pudiese persuadirme
de la necesidad de entrar en mi laboratorio; y otras,
trabajaba día y noche para completar mi obra. Ciertamente, la
labor que había iniciado representaba un proceso repugnante.
Durante mi primer experimento una suerte de entusiasta frenesí
me había impedido ver el horror de mi tarea; mi mente estaba
absorta en la consumación de mi objetivo, y mis ojos se cerraban
al horror de los detalles. Pero ahora cumplía mi trabajo a
sangre fría, y mi corazón a menudo desfallecía ante la tarea que
ejecutaban mis manos.
Así, ocupado en la labor más detestable, sumergido en una
soledad en la que nada podía apartar mi atención ni siquiera
por un instante de la escena real que me absorbía, mi humor
comenzó a sufrir las consecuencias; mi temperamento se mostró
inquieto y nervioso. A cada instante temía encontrarme con
mi perseguidor. A veces me sentaba con los ojos fi jos en el
suelo, temeroso de levantarlos, no fuese que hallara el objeto
que tanto temía contemplar. Temía alejarme de la vista de mis
semejantes, porque quizá él esperaba hallarme solo para venir a
reclamar su compañera.
Entre tanto, continuaba trabajando, y mi obra ya había avanzado
bastante. Anticipaba la fi nalización de la tarea con una
esperanza trémula y ansiosa, de la que no me atrevía a dudar,
pero que se mezclaba con oscuros presentimientos de desastre,
llenando de angustia mi corazón.

CAPÍTULO 20
Cierta noche estaba sentado en mi laboratorio; el sol se había
puesto y la luna acababa de aparecer sobre el mar; no disponía
de sufi ciente luz para mis tareas, y permanecí ocioso en un
momento de refl exiones en que me preguntaba si debía dejar mi
labor durante la noche o apresurar su conclusión mediante una
atención sin desfallecimiento. Mientras estaba sentado, se me
ocurrieron una serie de meditaciones que me llevaron a considerar
los efectos de lo que me encontraba haciendo. Tres años
antes ejecutaba la misma tarea y había creado un ser maligno
cuya barbarie sin parangón me llenó de remordimiento. Estaba
a punto ahora de crear otro ser cuyas disposiciones también
ignoraba; podía llegar a ser diez mil veces más maligna que su
compañero y solazarse, por el simple placer que le brindaba, en
asesinatos y perversidades. Él había jurado alejarse de la vecindad
de los hombres y ocultarse en los desiertos; no así ella; y
esa criatura, que con toda probabilidad debía convertirse en un
animal pensante y dotado de raciocinio, bien podía rehusarse
a cumplir un pacto concertado antes de su creación. Aun era
posible que se odiaran mutuamente; el ser que ya vivía maldecía
su propia deformidad; ¿y no era posible que concibiera una
repugnancia aún mayor cuando la contemplara bajo la forma
femenina? Podía suceder que ella se apartara con disgusto de
su compañero y se sintiera atraída por la belleza superior del
hombre; era posible que lo abandonara y que él siguiera nuevamente
solo, exasperado por la provocación de un miembro de
su propia especie.
Aun así abandonaban Europa y habitaban los desiertos del
nuevo mundo, no obstante uno de los primeros resultados de
las simpatías que el demonio anhelaba serían los niños, y una
raza de diablos poblaría la tierra; una raza que podía convertir
la existencia misma de la especie humana en una condición precaria
y terrorífi ca. ¿Tenía yo derecho, por mi propio benefi cio,
a infl igir esta maldición a las generaciones venideras? Antes me
habían conmovido los sofi smas del ser que yo creara; sus malignas
amenazas me habían aturdido: pero ahora, por primera vez,
advertí la perversidad de mi promesa; me estremecí al pensar
que las épocas futuras podían maldecirme como a un ser que en
su egoísmo no había vacilado en comprar su propia paz al precio,
quizá, de la existencia de toda la raza humana.
Temblé y mi corazón se detuvo cuando, al levantar la vista,
vi a la luz de la luna el rostro del demonio en la ventana. Una
horrorosa sonrisa le arrugaba los labios mientras contemplaba
cómo cumplía la tarea que me había impuesto. Sí, me había
seguido en mis viajes; vagando por los bosques, escondido en
cuevas o buscando refugio en brezales silvestres y desiertos; y
ahora venía para comprobar mi progreso y reclamar el cumplimiento
de mi promesa.
Su semblante expresaba el más elevado grado de malicia y
perversidad. Recordé con una sensación de locura mi promesa
de crear otro ser similar a él, y, temblando de pasión, destrocé
en pedazos la cosa en que trabajaba. El monstruo me vio destruir
la criatura de cuya existencia futura dependía su felicidad y,
con un aullido de satánica desesperación y venganza, se retiró.
Abandoné el recinto y mientras cerraba la puerta formulé
solemnes votos de no reanudar jamás mi labor; y luego, con
pasos temblorosos, me dirigí a mi propio aposento. Estaba solo;
nadie había a mi lado para disipar la melancolía y aliviar la enfermiza
opresión de las más terribles de las ensoñaciones.
Transcurrieron varias horas, y permanecí cerca de mi ventana
contemplando el mar; estaba casi inmóvil, pues los vientos
habían amainado, y toda la naturaleza reposaba bajo la
mirada serena de la luna. Sólo unos pocos pesqueros surcaban
las aguas y de tanto en tanto la brisa gentil llevaba el sonido
de las voces, cuando los pescadores se comunicaban. Sentía el
silencio, aunque apenas tenía conciencia de su extrema profundidad,
hasta que súbitamente mi oído percibió el chapoteo
de unos remos cerca de la costa, y una persona desembarcó
cerca de mi casa.
Pocos minutos después oía el rechinar de mi puerta, como si
alguien intentara abrirla suavemente. Temblaba de pies a cabeza;
tuve el presentimiento de la identidad de mi visitante y deseé
despertar a uno de los campesinos que habitaban una cabaña
cercana a la mía; pero me invadió esa sensación de impotencia,
experimentada tan a menudo en las alucinaciones, cuando en
vano se trata de huir de un inminente peligro y uno se siente
encadenado al mismo lugar.
Súbitamente oí el sonido de pasos en el pasillo; se abrió
la puerta, y apareció el infeliz ser a quien temía. Cerró, se me
acercó, y dijo en voz baja:
“Has destruido la labor que comenzaste; ¿cuál es tu invención?
¿Osarás romper tu promesa? He soportado trabajo y
miseria. Abandoné Suiza simultáneamente contigo; me deslicé
a lo largo de las orillas del Rhin, entre sus islas llenas de sauces y
en las cumbres de sus montes. He vivido muchos meses en los
bosques de Inglaterra y entre los desiertos de Escocia. Soporté
fatiga, frío y hambre; ¿te atreves a destruir mis esperanzas?”
“¡Vete! Quebrantaré mi promesa; nunca crearé otro ser como
tú, parejo en deformidad y malicia.”
“Esclavo, anteriormente razoné contigo, pero demostraste
ser indigno de mi condescendencia. Recuerda que poseo poder;
tú te crees miserable, pero te puedo hacer tan desgraciado que
la luz del día se te antojará odiosa. Tú eres mi creador, pero yo
soy tu dueño: ¡obedece!
“La hora de mi indecisión pertenece al pasado, y ha llegado
el período de tu poder. Tus amenazas no pueden moverme a
realizar un acto de perversidad; pero sí me confi rman en mi
determinación de no crearte una compañera en el vicio. ¿Habré
yo, a sangre fría, de dejar la tierra a merced de un demonio, cuyo
solaz es la muerte y la perversidad? ¡Vete! Me mantengo fi rme,
y tus palabras sólo exasperarán mi furia.”
El monstruo vio la determinación pintada en mi rostro y
rechinó los dientes con la impotencia de la cólera. “¿Acaso todo
hombre –exclamó– habrá de encontrar esposa para abrazarlo, y
cada bestia tener su pareja, y yo debo quedarme solo? Tuve sentimientos
de afecto y fueron aplastados por el odio y el desprecio.
¡Hombre! Tú puedes odiar; ¡pero aguarda! Tus horas transcurrirán
en medio del horror y la miseria; y pronto se correrá
el cerrojo que te separará por siempre de tu felicidad. ¿Acaso
puedo permitir que seas feliz mientras yo me arrastro en medio
de la intensidad de mi desgracia? Puedes destruir mis restantes
pasiones; pero la venganza perdura: la venganza que de ahora
en adelante me será más cara que la luz o el alimento! Puedo
morir; pero primero tú, mi tirano y martirizador, habrás de maldecir
al sol que ilumina tu miseria. Cuídate; pues desconozco el
temor y por lo tanto soy poderoso. Observaré con la astucia de
una víbora, para herir con su mismo veneno. Hombre, te arrepentirás
de las heridas que infl iges.
“Calla, diablo; y no envenenes el aire con la ponzoña de
estos sonidos de maldad. Te he declarado mi decisión, y no
soy cobarde para inclinarme ante las palabras. Déjame solo; soy
inexorable.”
“Esta bien; me iré; pero recuerda, estaré contigo en tu noche
de bodas.”
Me arrojé hacia delante y exclamé: “¡Villano! Antes de fi rmar
mi condena a muerte, vigila tu propia seguridad.”
Quería aferrarlo, pero me eludió y abandonó la casa sin precipitación.
Pocos momentos después lo vi en el bote que se
deslizó sobre el agua con la velocidad de una fl echa y pronto se
perdió entre las olas.
Nuevamente se hizo el silencio; pero sus palabras resonaban
en mis oídos. Ardía con furia capaz de perseguir al asesino de
mi paz y precipitarlo en el océano. Atravesé una y otra vez mi
pieza, nervioso e inquieto, mientras mi imaginación conjuraba
mil imágenes que me torturaban y herían. ¿Por qué no le había
seguido para medirme con él en lucha mortal? Pero había permitido
que partiera, y se había dirigido a tierra fi rme. Me estremecí
al pensar quién podría ser la próxima víctima sacrifi cada a
su insaciable sed de venganza.
Y luego recordé nuevamente sus palabras: Estaré contigo en
tu noche de bodas. Ese era, pues, el período fi jado para el cumplimiento
de mi destino. En esa hora moriría y al mismo tiempo
satisfaría y extinguiría su maldad. La perspectiva no me infundió
miedo; sin embargo, cuando pensé en mi adorada Elizabeth –en
sus lágrimas y su infi nito dolor, cuando hallara al ser querido tan
bárbaramente arrancado de su lado–, brotaron de mis ojos las
primeras lágrimas en muchos meses, y resolví no rendirme a mi
enemigo sin encarnizada lucha.
Pasó la noche y el sol emergió del océano; mis sentimientos
se calmaron, si puede llamarse calma al estado en que la
violencia de la furia se hunde en los abismos de la desesperación.
Abandoné la casa, el horrible escenario de la disputa
de la víspera, y camino sobre la playa en dirección al mar qu
consideraba una barrera casi insuperable entre mis prójimos y
yo; es más, me asaltó el deseo de que tal fuese la situación real.
Ambicionaba pasar la vida sobre esa roca desnuda, por cierto
que poseído por el tedio, pero a salvo del embate súbito de la
desgracia. Si regresaba, sería para perecer sacrifi cado, o para ver
a los que más amaba morir bajo la garra de un demonio que yo
mismo había creado.
Caminé por la isla cual espectro inquieto, separado de todo
lo que amaba, y miserable a causa de la separación. Cuando
llegó el mediodía y el sol se acercó al cenit, me recosté en el
pasto y me venció un profundo sueño. Había estado despierto
toda la noche precedente, mis nervios se hallaban tensos y tenía
los ojos infl amados por la vigilia y la infelicidad. El sueño que se
apoderó de mí, renovó mis fuerzas; y cuando desperté sentí nuevamente
que pertenecía a la raza humana; comencé a refl exionar
con más compostura sobre lo ocurrido; y, sin embargo, las
palabras del demonio todavía resonaban en mis oídos como un
toque de difuntos; aparecían como un sueño, y no obstante nítidas
y opresivas como una realidad.
El sol descendía, y todavía me encontraba sentado a la orilla,
satisfaciendo mi hambre voraz con un pastel de avena, cuando
vi que mi bote de pesca atracaba cerca de mí, y uno de los hombres
me trajo un paquete; contenía cartas de Ginebra, y una de
Clerval, que me exhortaba a reunirme con él. Decía que estaba
perdiendo el tiempo inútilmente en aquella isla; que las cartas de
los amigos que había hecho en Londres exigían su regreso para
completar la negociación que habían comenzado en relación
con la empresa en la India. No podía postergar más su partida;
pero dado que su viaje a Londres sería seguido, más pronto aún
de lo que ahora suponía, por otra travesía más prolongada, me
pedía que le dedicara todo el tiempo posible. Me instaba, por
consiguiente, a abandonar mi isla solitaria para encontrarlo en
Perth, de modo que juntos pudiéramos seguir viaje hacia el sur.
Esta carta me devolvió gradualmente a la vida, y decidí abandonar
mi isla en el plazo de dos días.
Sin embargo, antes de partir era preciso cumplir una tarea ante
la cual me estremecía: debía empaquetar mis instrumentos de química;
y con ese fi n era necesario entrar en el recinto que había sido
escenario de mi odioso trabajo; también debía manejar aquellos
utensilios cuya simple vista me enfermaba. A la mañana siguiente,
al romper el alba, reuní sufi ciente coraje y abrí la puerta de mi laboratorio.
Los restos de la criatura semiconcluida que destruí yacían
dispersos sobre el piso, y casi sentí como si hubiera profanado la
carne viva de un ser humano. Me detuve para recuperar la calma,
y luego entré en el recinto. Con mano temblorosa llevé los instrumentos
fuera de la habitación; pero pensé que no debía abandonar
los restos de mi labor, pues ello podía excitar el horror y la suspicacia
de los campesinos; de modo que los coloqué en un canasto
con una gran cantidad de piedras y, guardándolos, resolví arrojarlos
al mar esa misma noche; mientras tanto me senté en la playa, ocupado
en limpiar, y ordenar mis aparatos químicos.
Sería imposible concebir una transformación tan absoluta
como la que sufrieron mis sentimientos desde la noche de la
aparición del demonio. Antes contemplaba mi promesa con
una suerte de lúgubre desesperación, como algo que, al margen
de las consecuencias, era necesario concluir; pero ahora sentía
como si una venda hubiera caído de mis ojos y que, por primera
vez, veía con claridad.
Ni por un instante se me ocurrió la idea de reanudar mi labor;
la amenaza pesaba sobre mis pensamientos, pero no se me ocurrió
que un acto voluntario de mi parte podía desviarla. Había
decidido que crear otro ser maligno como el primero constituiría
un acto del más bajo y atroz egoísmo; y desterré de mi mente
todo pensamiento que pudiera llevar a una conclusión distinta.
Entre las dos y las tres de la madrugada se levantó la luna; y
entonces, subiendo mi canasto a bordo de un pequeño esquife,
me alejé unas cuatro millas de la costa. El escenario era perfectamente
solitario: unos pocos botes estaban regresando hacia la
costa, pero me alejé de ellos. Sentía como si estuviera a punto de
cometer un terrible crimen, y evitaba con temblorosa ansiedad
el encuentro con otros seres humanos. En cierto momento la
luna, antes despejada, súbitamente desapareció tras una espesa
nube, y tomé ventaja de ese momento de oscuridad para arrojar
mi canasto al mar. Escuché el sonido de succión mientras se
hundía y luego alejé el bote del lugar. El cielo se nubló; pero el
aire era puro, aunque frío con la brisa del noreste que empezó
a soplar. Pero me refrescó, y me llenó de agradables sensaciones,
de modo que resolví prolongar mi estada en el agua; fi jé el
timón en posición directa y me extendí en el fondo del bote. Las
nubes ocultaron la luna, todo estaba oscuro y sólo oí el sonido
del bote mientras su quilla cortaba las olas; el murmullo me
adormeció y al poco tiempo dormía profundamente.
No sé cuánto tiempo permanecí en esta situación, pero
cuando desperté hallé que el sol ya estaba bastante alto. El
viento soplaba fuerte, y las olas amenazaban la seguridad de mi
pequeño esquife.
Descubrí que el viento soplaba del noreste, y que me debía
haber alejado mucho de la costa en que había embarcado.
Intenté cambiar el curso, pero descubrí que al intentarlo, el bote
embarcaba mucha agua. Así, pues, mi único recurso consistía
en navegar delante del viento. Confi eso que experimenté cierta
sensación de terror. No llevaba compás, y estaba tan poco familiarizado
con la geografía de esa región del mundo que el sol me
resultaba de poco provecho. Podía ser arrastrado hacia el ancho
Atlántico, y padecer todas las torturas de la inanición, o hundirme
en las inconmensurables aguas que rugían y golpeaban
alrededor. Hacía muchas horas que estaba navegando y sentí el
tormento de una ardiente sed, preludio de mis restantes sufrimientos.
Miré el cielo cubierto de nubes que avanzaban delante
del viento, sólo para ser reemplazadas por otras; miré el mar
destinado a ser mi tumba. “¡Monstruo maligno! –exclamé–, tu
obra ya está cumplida.” Pensé en Elizabeth, en mi padre y en
Clerval; en todos los que dejaba atrás, en quienes el monstruo
podía saciar sus pasiones sanguinarias y crueles. Esta idea me
sumergió en una ensoñación, tan desesperante y terrible que
aún ahora, cuando me dispongo a desaparecer para siempre de
la escena, me estremezco al recordarla.
Así pasaron algunas horas; gradualmente el sol declinó hacia
el horizonte, el viento se atenuó para convertirse en gentil brisa,
y el mar aquietó sus olas. Pero éstas cedieron su lugar a una
pesada marejada; me sentía enfermo, apenas en condiciones de
sostener el timón, cuando súbitamente vi una línea de tierras
altas hacia el sur.
Aunque agotado por la fatiga y el terrible suspenso que
soporté durante varias horas, esta repentina certeza de vida
impulsó una corriente de cálida alegría hacia mi corazón, y las
lágrimas me inundaron los ojos.
¡Qué cambiantes son nuestros sentimientos, y qué extraño es
ese amor persistente a la vida aun en medio de la más absoluta
desgracia! Construí otra vela con una parte de mi vestimenta,
y ávidamente tomé curso hacia tierra. Tenía aspecto silvestre
y rocoso; pero, a medida que me acercaba, percibí trazas de
civilización. Vi barcos cerca de la orilla, y repentinamente me
hallé transportado nuevamente a la vecindad de los hombres
civilizados. Calculé cuidadosamente los accidentes de tierra, y
me orienté hacia un campanario que vi emergiendo detrás de
un pequeño promontorio. Dado que me hallaba en estado de
extrema debilidad, resolví dirigirme directamente a la ciudad, el
lugar donde más fácilmente podría procurarme alimento. Por
fortuna llevaba dinero. Cuando rodeé el promontorio, avisté
una pequeña y limpia ciudad y un buen puerto al que entré con
el corazón palpitante de alegría ante mi inesperada salvación.
Mientras me ocupaba de atar el bote y de arreglar las velas,
varias personas convergieron hacia el lugar. Parecían muy sorprendidos
por mi aspecto; pero, en lugar de ofrecerme ayuda,
susurraron entre ellos con gestos que en cualquier otro momento
me habría producido una sensación de alarma. Como estaban
las cosas, sólo noté que hablaban en inglés; y por lo tanto me
dirigí a ellos en el mismo idioma: “Buenos amigos –dije–, ¿tendrían
la amabilidad de decirme el nombre de esta ciudad e informarme
dónde me encuentro?”
“Se enterará usted de este detalle con sufi ciente prontitud
–replicó un hombre con voz bronca–. Quizá haya llegado a un
lugar que no se acomode mucho a su gusto; pero le prometo
que no se le pedirá su opinión con respecto a su vivienda.”
Me sentí sorprendido en extremo al recibir una respuesta tan
ruda de un extraño; y también me desconcerté al percibir los
ceños fruncidos y los semblantes coléricos de sus compañeros.
“¿Por qué me contesta con tanta rudeza? –pregunté–; seguramente
no es costumbre de los ingleses recibir a los extranjeros
con tan escasa hospitalidad.”
Ignoro –dijo el hombre– cuáles son las costumbres de
los ingleses; pero los irlandeses acostumbraban odiar a los
villanos.”
Observé que la multitud aumentaba rápidamente mientras
continuaba este extraño diálogo. Los rostros expresaban una
mezcla de curiosidad y cólera que hasta cierto punto me molestaba
y alarmaba. Pedí se me indicara el camino hacia la posada;
pero nadie replicó. Y entonces avancé, y un murmullo surgió
de la multitud a medida que me seguían y rodeaban cuando se
me acercó un hombre de mal aspecto que me tocó en el hombro
y dijo: “Venga, señor, deberá seguirme a la ofi cina del señor
Kirwin, para rendir cuenta de su persona.”
“¿Quién es el señor Kirwin? ¿Por qué he de dar cuenta de mi
persona? ¿No es éste un país libre?”
“Sí, señor, bastante libre para la gente honesta. El señor
Kirwin es ofi cial de justicia; y usted habrá de rendir cuentas
respecto de la muerte de un caballero a quien se encontró asesinado
anoche.”
La respuesta me sobresaltó; pero no tardé en recuperar la
compostura. Era inocente; podía probarlo fácilmente; por lo
tanto, seguí a mi conductor en silencio y fui dirigido a uno de los
mejores edifi cios de la ciudad. Poco faltaba para que me desplomase
de fatiga y hambre; pero, rodeado por una multitud, pensé
que era más sabio hacer acopio de toda mi fuerza, para que ninguna
debilidad física fuera interpretada como aprensión o culpa
consciente. Difícilmente esperaba yo la calamidad que dentro
de pocos instantes habría de abatirse sobre mí, para extinguir en
su horror y desesperación todo temor de ignominia o muerte.
Debo interrumpirme aquí; pues exige toda mi fortaleza evocar
el recuerdo de los terribles acontecimientos que me dispongo
a relatar con apropiados detalles.

CAPÍTULO 21
Pronto fui llevado a la presencia del magistrado, anciano
benévolo, de maneras calmas y gentiles. Sin embargo, me contempló
con cierta severidad; y luego, dirigiéndose hacia mis conductores,
preguntó quiénes aparecían en esta ocasión en calidad
de testigos.
Alrededor de media docena de hombres se adelantaron; y,
elegido uno de ellos por el magistrado, declaró que había estado
de pesca la víspera, en compañía de su hijo y su cuñado, Daniel
Nugent, cuando, alrededor de las diez, observaron que se levantó
un fuerte viento del noreste, hecho que los indujo a tomar curso
hacia el puerto. Tratábase de una noche muy oscura, dado que
aún no había salido la luna; no atracaron en el puerto sino, como
acostumbraban hacerlo, en una caleta situada unas dos millas de
distancia más abajo. El testigo caminaba a la cabeza del grupo,
llevando sus aparejos de pesca, y sus compañeros le seguían a
cierta distancia. Mientras avanzaba sobre la arena, su pie chocó
contra algo, y el hombre cayó pesadamente al suelo. Sus compañeros
se acercaron para ayudarle; y, a la luz de las linternas,
descubrieron que había tropezado con el cuerpo de un hombre,
aparentemente muerto. Su primera suposición era que se
trataba del cadáver de alguna persona ahogada y arrojada en ese
lugar por las olas; pero, al examinarlo, hallaron que las ropas no
estaban mojadas, y que el cuerpo no estaba del todo frío aun.
Inmediatamente llevaron el cadáver a la choza de una vieja que
vivía cerca del lugar e intentaron –aunque en vano– devolverle
la vida. Aparentemente se trataba de un joven de buena traza,
de unos veinticinco años de edad. Parecía haber sido estrangulado;
pues no existían marcas de violencia, con excepción de las
huellas negras de los dedos en su cuello.
La primera parte de esta declaración no revestía ningún interés
para mí; pero cuando mencionaron la marca de los dedos,
recordé el asesinato de mi hermano y me sentí extremadamente
agitado; me temblaron las extremidades, y se me nublaron los
ojos, cosa que me obligó a reclinarme en una silla en busca de
apoyo. El magistrado me observó atentamente, y naturalmente
extrajo un augurio desfavorable de mis maneras.
El hijo confi rmó el relato de su padre; pero cuando se llamó
a Daniel Nugent, juró positivamente que, justo antes de la caída
de su compañero, vio un bote tripulado por un hombre a poca
distancia de la costa; y, por lo que pudo juzgar a la luz de unas
pocas estrellas, se trataba del mismo bote en que yo acababa de
desembarcar.
Una mujer declaró que vivía cerca de la playa y que había
estado de pie en la puerta de su choza, a la espera del regreso de
los pescadores, alrededor de una hora antes de oír del descubrimiento
del cadáver, cuando vio un bote, con un hombre en él,
alejarse de la parte de la playa donde se hallara luego el cuerpo.
Otra mujer confi rmó el relato de los pescadores; habían llevado
el cadáver a su casa; aún no estaba frío. Acostaron el cuerpo
en la cama y lo friccionaron; y Daniel se dirigió a la ciudad en
busca de un boticario, pero la vida ya se había extinguido.
Se interrogó a otros hombres con respecto a mi desembarco; y
concordaron en que, con el fuerte viento norte que había soplado
durante la noche, era muy probable que hubiera navegado a la
deriva durante muchas horas, viéndome obligado a regresar casi
al mismo lugar de donde partiera. Además, observaron que, según
parecía, yo había traído el cuerpo desde otro lugar, y que era probable
que, puesto que aparentemente no conocía la costa, me
hubiese dirigido al puerto por ignorar la distancia entre la ciudad
de... y el lugar donde depositara el cadáver.
Después de escuchar esta evidencia, el señor Kirwin quiso
que me llevasen a la habitación donde yacía el cuerpo, para que
pudiera observarse el efecto que la vista del mismo producía
en mí. Esta idea surgió probablemente por la extrema agitación
que exhibí cuando fue descripta la forma de asesinarlo. Fui,
pues, conducido por el magistrado y varias otras personas hacia
la posada. No pude menos que sentirme sobrecogido por las
extrañas coincidencias acaecidas esa noche colmada de acontecimientos;
pero como había conversado con varias personas en
la isla que habitaba alrededor de la hora en que se halló el cadáver,
estaba perfectamente tranquilo en cuanto a las consecuencias
de ese asunto.
Penetré en el recinto donde yacía el cuerpo, y fui conducido
hacia el ataúd. ¿Cómo describir mis sensaciones al contemplarlo?
Aún me siento paralizado de horror, y no puedo pensar
en aquel terrible momento sin experimentar estremecimientos
y agonía, El interrogatorio, la presencia del magistrado y los
testigos se borraron de mi mente como un sueño cuando vi la
forma inanimada de Henry Clerval tendida frente a mí. Traté de
recuperar el aliento; y, arrojándome sobre el cuerpo, exclamé:
“Queridísimo Henry, ¿también a ti mis maquinaciones asesinas
te quitaron la vida? Ya he destruido a dos; otras víctimas aguardan
su destino: pero tú, Clerval, mi amigo, mi benefactor...”
El organismo humano no podía soportar las agonías que
yo sufrí, y me llevaron fuera de la habitación presa de fuertes
convulsiones.
Un ataque de fi ebre sucedió a este acontecimiento. Estuve
durante dos meses al borde de la muerte: mis delirios –como
me enteré posteriormente– eran alucinantes: decía que era el
asesino de William, de Justine y de Clerval. A veces exhortaba a
mis cuidadores a ayudarme en la destrucción del demonio que
me torturaba; y en otros momentos sentía los dedos del monstruo
ya aferrándome el cuello, y gritaba fuertemente en agonía y
terror. Afortunadamente, dado que hablaba en mi lengua nativa,
sólo el señor Kirwin me entendía; pero mis gestos y dolorosos
gritos eran sufi cientes para espantar a los demás testigos.
¿Por qué no perecí? Más infeliz que hombre alguno, por qué
no me hundí en el olvido y el reposo? La muerte se apodera de
muchos nidos fl orecientes, única esperanza de sus amorosos
padres. ¡Cuantas novias y jóvenes amantes estuvieron un día
en la fl or de la salud y la esperanza, y al siguiente eran presa de
la podredumbre y la decadencia de la tumba! ¿De qué material
estaba hecho para resistir así los numerosos golpes que, como
vueltas de la rueda, continuamente renovaban la tortura?
Pero estaba condenado a vivir; y, al cabo de dos meses, me
encontré despertando de un sueño, en una prisión, tendido
sobre una mala cama, rodeado de carceleros, guardianes, cerrojos
y todo el desgraciado aparato de la prisión. Recuerdo que
una mañana recuperé la lucidez; había olvidado los detalles
de lo sucedido, y sólo sabía que una gran desgracia se había
abatido sobre mí; pero cuando eché una ojeada alrededor y vi
las ventanas protegidas por barrotes, la suciedad de la habitación
en que me encontraba, todo afl uyó a mi memoria, y gemí
amargamente.
Este sonido despertó a una anciana que estaba durmiendo,
en una silla a mi lado. Tratábase de una enfermera contratada,
esposa de uno de los guardianes, y su rostro expresaba las bajas
cualidades que caracterizan a su especie. Las líneas de su cara
eran duras y toscas, como las de una persona acostumbrada a
contemplar sin simpatía el rostro de la desgracia. Su tono expresaba
cabal indiferencia; me habló en inglés, y me pareció que
había escuchado esa voz durante mis padecimientos.
“¿Se encuentra mejor ahora, señor?” –me preguntó.
Respondí en el mismo idioma, con voz débil: “Creo que sí;
pero si todo es cierto, si realmente no soñé, lamento que esté
aun vivo para sentir la infelicidad y el horror”.
“En cuanto a ese asunto –respondió la anciana–, si se refi ere
al caballero a quien asesinó, creo que sería mejor que estuviera
muerto, pues me imagino que le aguardan tiempos duros. Sea
como fuere, eso no me concierne; me enviaron para cuidarlo y
ayudar a reponerlo; cumplo con mi deber con la conciencia limpia;
estaría muy bien si todos hicieran lo propio.”
Me aparté con aversión de la mujer que podía articular palabras
tan crueles a una persona recién salvada, que se hallaba al
borde mismo de la muerte; pero me sentía decaído, incapaz de
refl exionar sobre todo lo que había sucedido. Todo el desarrollo
de mi vida se me antojaba un sueño; a veces dudaba de la verdad,
pues ésta nunca se manifestaba a mi espíritu con la fuerza
de la realidad.
A medida que las imágenes que fl otaban en mi mente se
hicieron más nítidas, volvió a dominarme la fi ebre; la oscuridad
que me envolvía era oprimente; nadie acudía a calmarme con
los acentos gentiles del amor; ninguna mano querida me apoyó.
Vino el médico y prescribió medicinas, y la vieja las preparó
para mí; pero una cabal indiferencia era visible en el primero,
y la expresión de brutalidad estaba fuertemente marcada en el
rostro de la segunda. ¿Quién podía interesarse en el destino de
un asesino, salvo el verdugo para ganar sus honorarios?
Estas fueron mis primeras refl exiones; pronto me enteré
que el señor Kirwin me había demostrado extrema amabilidad.
Dispuso que prepararan para mí la mejor habitación de la prisión
(poca cosa en realidad era la mejor); y también fue él quien
proporcionó el médico y la enfermera. Ciertamente, raras veces
venía a verme, pues, aunque mucho deseaba aliviar los sufrimientos
de cualquier criatura humana, no quería presenciar las
agonías y los miserables delirios de un asesino. Por lo tanto,
venía de tanto en tanto para ver si no se me descuidaba; sus visitas
eran breves, y los intervalos largos.
Cierto día, cuando comenzaba a recuperarme, me encontraba
sentado en una silla, con los ojos semiabiertos y las mejillas
lívidas como las de un muerto. Me sentía invadido por la
melancolía y la infelicidad, y a menudo pensaba que más valía
buscar la muerte que continuar en un mundo que se me antojaba
tan lleno de desgracia y perversidad, En cierto momento
consideré la idea de declararme culpable y sufrir la pena de la
ley, menos inocente de lo que fuera la pobre Justine. Estas eran
mis cavilaciones cuando se abrió la puerta de mi celda y entró
el señor Kirwin. Acercó una silla a la mía y se dirigió a mí en
lengua francesa:
“Me temo que este lugar es muy deprimente para usted:
¿puedo hacer algo para que esté más cómodo?”
“Gracias; pero todo lo que usted menciona nada signifi ca
para mí. En toda la tierra no hay consuelo para mí.”
“Sé que la simpatía de un extraño poco puede confortar a
alguien tan deprimido por tan extraña desgracia. Pero espero
que pronto abandonará esta melancolía; pues sin duda, será fácil
obtener las pruebas que lo liberen de la acusación criminal.”
“Esta es la menor de mis inquietudes; extraños acontecimientos
me han convertido en el más infeliz de los mortales.
Perseguido y torturado como soy y fui, ¿puede inspirarme
miedo la muerte?”
“En verdad, nada podría ser más infortunado y doloroso
que los extraños y fortuitos acontecimientos ocurridos últimamente.
Una rara casualidad lo trajo a estas orillas conocidas por
su hospitalidad, donde le apresaron y acusaron de asesinato. E
primer espectáculo que se ofreció a su vista fue el cuerpo de su
amigo, asesinado de la manera más atroz y que un ser perverso
dejó en el camino que usted debía recorrer.”
Estas palabras del señor Kirwin me ofrecían un resumen de
mis pasados sufrimientos y renovaron mi agitación; pero también
experimenté considerable sorpresa ante el conocimiento
que parecía poseer de mi persona. Supongo que cierto asombro
se manifestó en mi rostro, pues el señor Kirwin se apresuró a
decir:
“Inmediatamente después de enfermar usted, me trajeron
todos los papeles que tenía sobre su persona, y yo los examiné
para descubrir alguna pista que me permitiese enviar a
sus parientes un relato de su desgracia y su enfermedad. Hallé
varias cartas y, entre ellas, una de su padre. Sin perder tiempo
escribí a Ginebra; casi dos meses han transcurrido desde entonces.
Pero usted está enfermo; ahora mismo está temblando: y
por ningún motivo debe agitarse.”
“Esta duda es mil veces peor que el hecho más horrible. Díganle
qué nueva muerte ha ocurrido, a quién debo llorar ahora.”
“Su familia está perfectamente bien –dijo el señor Kirwin
con gentileza– y alguien, un amigo, ha venido a visitarlo.”
No sé qué asociación de ideas me indujo a pensar que el
asesino había acudido para burlarse de mi desgracia, y mofarse
de la muerte de Clerval, quizá pensando que de ese modo me
obligaría a satisfacer sus demoníacos deseos. Coloqué la mano
delante de los ojos y exclamé con voz torturada:
“¡Oh! ¡Llévenselo! No puedo verlo; ¡por Dios, no le permitan
entrar!”
El señor Kirwin me contempló con expresión preocupada.
No podía menos que ver en mi exclamación una confesión de
culpa, y dijo en tono más bien severo:
“Habría pensado, joven, que la presencia de su padre sería
bienvenida, en lugar de inspirar tan violenta repugnancia.”
“¡Mi padre! –exclamé, mientras todos mis rasgos y mis músculos
se relajaban, pasando de la angustia al placer–: ¿Realmente
ha venido mi padre? ¡Qué amable, qué gentil! Pero, ¿dónde está,
porqué no se apresura a correr a mi lado?”
Mi cambio de conducta sorprendió y complació al magistrado;
quizá pensara que mi exclamación anterior era un momentáneo
retorno al delirio, y ahora al punto reasumió su benevolencia
anterior. Se puso de pie y abandonó la habitación con mi
enfermera, y un momento más tarde entró mi padre.
Nada, en ese momento, hubiera podido darme mayor placer
que la llegada de mi padre. Extendí la mano hacia él y exclamé:
“Entonces, ¿estás bien... y también Elizabeth... y Ernest?”
Mi padre me calmó con protestas de su bienestar e intentó,
al explayarse sobre ese tema tan caro a mi corazón, levantar mi
ánimo deprimido; pero pronto sintió que una prisión no puede
ser morada de alegría. “¡Qué lugar es este que habitas, hijo mío!
–dijo mirando tristemente las ventanas enrejadas y el aspecto
desaliñado del cuarto–. Viajaste para buscar la felicidad, pero
una fatalidad parece perseguirte. Y el pobre Clerval...”
El nombre de mi infortunado amigo asesinado provocó una
agitación demasiado intensa para que la soportara en mi estado
de debilidad; derramé lágrimas.
“¡Ah! Sí, padre –respondí–, el más horrible destino me amenaza,
y debo vivir para cumplirlo, pues ciertamente debería
haber muerto sobre el ataúd de Henry.”
No se nos permitió conversar durante mucho tiempo, pues
mi precario estado de salud hacía necesario las mayores preocupaciones
para asegurarme tranquilidad. El señor Kirwin entró
e insistió en que no debía agotar mis fuerzas en conversaciones
muy prolongadas. Pero la presencia de mi padre representó un
poderoso aliento, y gradualmente recobré la salud.
A medida que me restablecía, se apoderaba de mí una lúgubre
y negra melancolía que nada podía disipar. Veía constantemente
 la imagen de Clerval, desfi gurado y muerto. Más de una
vez la agitación en que me sumieron estas refl exiones hicieron
temer a mis amigos una peligrosa recaída. ¡Ah! ¿Por qué preservaron
una vida tan infeliz y detestada? Seguramente para que
pudiera cumplir con mi destino, que ahora se acercaba a su fi nal.
Pronto, muy pronto, la muerte concluirá estos sufrimientos y
me liberará del peso de esta angustia que me hunde en el polvo;
y al ejecutar el fallo de la justicia, también hallaré mi descanso.
En esos instantes la apariencia de la muerte parecía distante,
aunque mi pensamiento la evocaba siempre; y a menudo me
quedaba sentado durante horas, inmóvil y sin hablar, deseando
que una terrible catástrofe me enterrara, junto a mi destructor,
entre sus ruinas.
Se aproximaba el momento del juicio. Llevaba tres meses en
la cárcel, y si bien aún me sentía débil y corría peligro de sufrir
una recaída, debí viajar casi cien millas a la cabecera de condado
donde se reunía el tribunal. El señor Kirwin tomó a su cargo la
tarea de reunir testigos, y también las medidas necesarias para
preparar mi defensa. Se me evitó la vergüenza de aparecer en
público como un delincuente, pues el caso no se trató ante el
tribunal de causas penales. El gran jurado rechazó la acusación
tan pronto se demostró que me encontraba en las Islas Orkney
cuando fue hallado el cuerpo de mi amigo; y una quincena después
de mi absolución salí de la prisión.
Mi padre sintióse feliz al verme libre de la acusación criminal.
Ahora podía gozar otra vez de la luz del sol y regresar a
mi patria. No compartía estos sentimientos; pues a mis ojos
los muros de una mazmorra o de un palacio eran igualmente
odiosos. El cáliz de la vida estaba emponzoñado para siempre,
y aunque el sol derramaba sus rayos sobre mí tanto como sobre
los seres humanos felices y de corazón alegre, no veía alrededor
más que sombras densas
los ojos expresivos de Henry, que languidecían en la muerte,
las órbitas oscuras casi cubiertas por los párpados, bordeados
de largas y oscuras pestañas; a veces, eran los ojos acuosos y
ensombrecidos del monstruo, tal como los había visto por primera
vez en mi dormitorio de Ingolstadt.
Mi padre procuró avivar mis sentimientos de afecto. Me habló
de Ginebra, que yo visitaría pronto: de Elizabeth y Ernesto;
pero sus palabras sólo conseguían arrancarme profundos gemidos.
Sin duda, a veces deseaba que estos seres fuesen felices; y
pensaba con melancólica complacencia en mi amada prima; o
anhelaba, con uno ardiente maladie du pays, ver nuevamente el
lago azul y el Ródano veloz que me habían sido tan caros en mi
infancia: pero mi estado más habitual era un sopor en el cual la
cárcel representaba una residencia tan apropiada como el más
divino escenario de la naturaleza; y estos accesos rara vez dejaban
el sitio a otros estados que no fuesen paroxismos de angustia
y desesperación. En esos momentos a menudo deseaba acabar
una existencia que me parecía detestable; se necesitaba ayuda y
vigilancia constantes para impedir que yo cometiese algún terrible
acto de violencia.
Sin embargo, aún tenía presente una obligación, y el recuerdo
de ese deber fi nalmente triunfó de la desesperación egoísta. Era
necesario que retornase sin demora a Ginebra, para cuidar de la
vida de aquellos a quienes tanto amaba; para estar al acecho del
asesino, de modo que, si la casualidad me revelaba su escondite,
o si se atrevía a presentarse, yo pudiese, con infalible puntería,
acabar la existencia de la imagen monstruosa a la cual había
dado la burla de un alma aún más monstruosa. Mi padre deseaba
demorar nuestra partida, temeroso de que yo no lograra soportar
la fatiga del viaje: pues mi estado era deplorable; en verdad,
yo no era más que la sombra de un ser humano. Había perdido
las fuerzas, y estaba reducido a un esqueleto; y una fi ebre que no
me daba respiro se cebaba en mi cuerpo gastado.
De todos modos, reclamé que partiésemos de Irlanda, y lo
hice con tanta inquietud e impaciencia, que mi padre creyó más
conveniente ceder. Tomamos pasaje a bordo de un navío que se
dirigía a Havre de Grace, y abandonamos las costas irlandesas
impulsados por vientos favorables. Era medianoche. Yacía en
la cubierta, contemplando las estrellas y escuchando el movimiento
de las olas. Agradecí las sombras que me impedían contemplar
las costas de Irlanda; y mi pulso latió con afi ebrada alegría
cuando pensé que pronto volvería a ver Ginebra. El pasado
se me apareció como un sueño terrible; sin embargo, el navío en
que me hallaba, el viento que me alejaba de las costas detestadas
de Irlanda, y el mar que me rodeaba, me decían muy a las claras
que no se trataba de una visión: Clerval, mi amigo y el más querido
de los compañeros, había caído víctima de mi iniciativa y
del monstruo que yo creara. Repasé en la memoria toda mi vida;
mi serena felicidad cuando residía con mi familia en Ginebra,
la muerte de mi madre, y mi partida para Ingolstadt. Recordé,
estremecido, el absurdo entusiasmo que me había impulsado a
crear aquel monstruoso enemigo, y evoqué la noche en que el
malvado había nacido a la vida. No pude continuar esa sucesión
de pensamientos; mil sensaciones me apremiaron, y me eché a
llorar amargamente.
Desde que desapareciera la fi ebre había adoptado la costumbre
de tomar todas las noches una pequeña cantidad de láudano;
porque sólo así podía descansar lo que necesitaba para
preservar la vida. Agobiado por el recuerdo de mis diversos
infortunios, tomé esa noche el doble de la cantidad habitual,
y pronto dormía profundamente. Pero el sueño no me liberó
de los recuerdos y los sufrimientos; en mis pesadillas veía mil
objetos que me atemorizaban. Hacia la mañana me asaltó una
pesadilla particularmente atroz; sentí la garra del malvado en el
cuello, y no podía liberarme; los gemidos y los gritos resonaban
en mis oídos. Mi padre, que estaba observándome, advirtió
mi inquietud y me despertó; se oía el ruido de las olas: arriba,
el cielo encapotado; el monstruo no estaba allí: una sensación
de seguridad, el sentimiento de que se había establecido una
tregua entre este momento y el futuro irresistible y desastroso,
me aportó una suerte de sereno olvido, estado para el cual la
mente humana es particularmente susceptible por su misma
estructura.

CAPÍTULO 22
El viaje llegó a su fi n. Desembarcamos y seguimos camino
hacia París. Pronto comprobé que había confi ado demasiado en
mis fuerzas, y que debía descansar antes de continuar viaje. Las
atenciones y los cuidados de mi padre eran infatigables; pero
no conocía el origen de mis sufrimientos, y aplicaba métodos
erróneos para remediar el mal incurable. Deseaba que buscase
entretenimiento en la sociedad. Yo aborrecía el rostro del hombre.
¡Oh, no lo aborrecía en realidad! Los hombres eran mis
hermanos, mis semejantes, y me sentía atraído aun hacia los
más repulsivos, porque los veía como a criaturas de naturaleza
angélica y estructura celestial. Pero sentía que no tenía derecho
a compartir su trato. Había lanzado a un enemigo entre ellos,
a un ser cuya alegría era derramar la sangre de los humanos y
gozarse en sus gemidos. ¡Y no dudaba que todos y cada uno
de los seres humanos me hubiesen aborrecido y expulsado del
mundo, si hubiesen conocido los actos impíos y los crímenes
que tenían su origen en mí!
Al fi n, mi padre cedió a mis deseos de evitar el contacto
social, y apeló a varios argumentos para disipar mi desesperación.
A veces creía que yo estaba profundamente resentido porque
 se me había obligado, a responder a la acusación de asesinato,
y procuraba demostrarme la futilidad del orgullo.
“¡Ay, padre mío! –dije–, cuán poco me conoces. Los seres
humanos, sus sentimientos y pasiones sin duda habrían caído
muy bajo si un malvado romo yo sintiese orgullo. Justine, la
pobre e infeliz Justine, era tan inocente como yo, y sufrió la
misma acusación, murió por ello, y yo soy la causa de todo: yo
la asesiné. Yo maté a William, a Justine y a Henry... todos murieron
por mi mano.”
Durante el período en que estuve encarcelado, mi padre me
había oído a menudo la misma afi rmación; y cuando me acusaba
así, a veces parecía apreciar mi explicación, y otras creía
que todo era fruto del delirio, y que durante mi enfermedad
alguna idea de esa clase se había apoderado de mi imaginación;
de modo que ahora, durante mi convalecencia, a veces aparecía
su recuerdo. Por mi parte evité las explicaciones, y mantuve
un constante silencio con respecto al desastre que yo mismo
había provocado. Estaba convencido de que me creerían loco;
y en sí mismo ello bastaba para refrenar mi lengua. Pero, además,
no podía decidirme a revelar mi secreto que sumiría a mi
oyente en la consternación, haciendo del miedo y del horror
los compañeros habituales de su pecho. Refrené, por lo tanto,
mi impaciente sed de simpatía, y guardé silencio cuando habría
dado un mundo por revelar el fatal secreto. De todos modos,
palabras como las que acabo de mencionar brotaban incontrolablemente
de mi pecho. No podía ofrecer ninguna explicación
de ellas; pero la verdad que contenían aliviaba en parte la carga
de mi angustia misteriosa.
En esta ocasión mi padre dijo, con expresión de ilimitado
asombro: “Mi querido Víctor, ¿qué absurdo es este? Hijo querido,
te ruego no digas jamás cosa semejante.”
“No estoy loco –exclamé enérgicamente–; el sol y los cielos
que han contemplado mis procederes, son testigos de la verdad
de lo que digo. Soy el asesino de esas víctimas inocentes; ellas
murieron por mis maquinaciones. Hubiera preferido mil veces
derramar mi propia sangre, gota a gota, y haber salvado la vida
de esos seres; pero no podría, padre mío, no podía sacrifi car a
toda la raza humana.”
La conclusión de este discurso convenció a mi padre de que
yo tenía los sentidos perturbados, y al punto cambió el tema
de nuestra conversación, tratando de modifi car el curso de mis
pensamientos. Ansiaba borrar, en la medida de lo posible, el
recuerdo de las escenas ocurridas en Irlanda, y nunca aludía a
ellas, ni permitía que yo hablase de mis infortunios.
A medida que transcurría el tiempo, se acentuaba mi infelicidad:
el sufrimiento se había aposentado en mi corazón, pero yo
había dejado de hablar incoherentemente de mis propios crímenes;
me parecía sufi ciente tener conciencia de ellos. Aplicando
al esfuerzo la mayor violencia, sofoqué la voz misteriosa de la
desgracia, que a veces deseaba manifestarse al mundo entero; y
mis modales se mostraron más serenos y más compuestos que
nunca desde el día de mi viaje al mar de hielo.
Pocos días antes de salir de París camino a Suiza, recibí la
siguiente carta de Elizabeth:
“Mi querido amigo: con el mayor placer recibí una carta de
mi tío, fechada en París; ya ustedes no están a una distancia formidable,
y puedo confi ar en que los veré en menos de una quincena.
Mi pobre primo, ¡cuánto debes haber sufrido! Supongo
que te veré aún más enfermo que cuando saliste de Ginebra. Ese
invierno ha sido realmente lamentable, pues me he visto torturada
por profundos sentimientos de ansiedad; de todos modos,
espero ver serenado tu rostro, y deseo que tu corazón no esté
totalmente desprovisto de confortamiento y tranquilidad.
“Sin embargo, temo se manifi esten ahora los mismos sentimientos
que tanto te hicieron sufrir hace un año, y quizá aún
acrecentados por el tiempo. No te molestaría en este momento,
en que tantos infortunios gravitan en tu alma; pero una conversación
que sostuve con tío, antes de su partida, me obliga a
afrontar una explicación antes de que nos reunamos.
“¡Una explicación! Quizá te preguntes: ¿Qué puede querer
explicar Elizabeth? Si eso afi rmas, de hecho habrás respondido
a mis preguntas, y todas mis dudas se habrán disipado. Pero
estás lejos de mí, y es posible que temas, y al mismo tiempo
te complazca esta explicación; y si existe una probabilidad de
que éste sea el caso, no me atreveré a postergar un minuto más
lo que, durante tu ausencia, a menudo quise expresarte, pero
nunca tuve el coraje de hacer.
“Bien sabes, Víctor, que nuestra unión había sido el plan
favorito de tus padres desde nuestra infancia. Nos lo dijeron
cuando éramos pequeños, y nos enseñaban a considerar el
asunto como un hecho que ciertamente ocurriría. Durante la
niñez fuimos afectuosos compañeros de juego, y cuando crecimos
quiero creer pasamos a la condición de amigos que se
quieren y estiman. Pero así como el hermano y la hermana a
menudo alimentan un vivo afecto mutuo, sin desear una unión
más íntima, ¿no puede ser ése nuestro caso? Dime, querido Víctor.
Contéstame, te lo pido, en benefi cio de nuestra mutua felicidad,
y dime la verdad pura y simple: ¿amas a otra?
“Has viajado; pasaste varios años de tu vida en Ingolstadt;
y te confi eso, amigo mío, que cuando el otoño pasado te vi tan
desgraciado, buscando la soledad, y esquivando el trato de todas
las criaturas, no pude dejar de suponer que podías añorar alguna
relación, y creerte obligado por lazos de honor a satisfacer los
deseos de tus padres, aunque se opusieran a tus inclinaciones.
Pero todo esto signifi ca razonar equivocadamente. Confi eso,
amigo mío, que te amo, y que en las aladas fantasías que alimenté
acerca del futuro tú eras mi amigo y mi compañero constante.
Pero deseo tu felicidad tanto como la mía, y afi rmo, que
nuestro matrimonio me haría eternamente infeliz si no estuviese
dictado por tu propio y libre consentimiento. Aún ahora lloro
al pensar que, agobiado como estás por los más crueles infortunios,
eres capaz de sofocar, por obra de la palabra honor, toda
esperanza de ese amor y esa felicidad que es lo único que puede
devolverte el equilibrio. Yo, que aliento un afecto tan desinteresado
hacia ti, puedo acrecentar infi nitamente tus padecimientos
convirtiéndome en obstáculo que se alza en el camino de tus
deseos. ¡Ah! Víctor, ten la certeza de que tu prima y compañera
de juegos alienta hacia ti un amor demasiado sincero, de modo
que la suposición misma es para ella fuente de sufrimiento. Sé
feliz, amigo mío; y si me atiendes en este único pedido, puedes
estar seguro de que nada sobre la tierra tendrá el poder de perturbar
mi felicidad.
“No permitas que esta carta te inquiete; no contestes mañana,
o al día siguiente, y ni siquiera a tu regreso, si ello te hace sufrir.
Mi tío me enviará noticias de tu salud; y si cuando nos encontremos
veo aunque sólo sea una sonrisa de tus labios, ocasionado
por esta actitud o por otros gestos míos, no necesitaré otra
felicidad.
“Elizabeth Lavenza.

Ginebra, 18 de marzo de 17..
Esta carta revivió en mi memoria lo que había logrado olvidar,
la amenaza del malvado: ¡Estaré contigo en la noche de bodas!
Tal mi sentencia, y esa noche el demonio utilizaría todas sus
artes para destruirme, y arrancarme de la imagen de felicidad
que prometía consolarme parcialmente de mis sufrimientos. Él
había decidido que esa noche coronaría sus crímenes con mi
muerte. Pues bien, si así fuera, sin duda libraríamos una lucha
mortal, de modo que si él triunfaba yo estaría en paz, y acabaría
de una vez para siempre su poder sobre mí. Si le vencía, sería
un hombre libre. Dios mío, ¿qué libertad? La libertad de la cual
goza el campesino cuando ha visto a su familia masacrada ante
sus propios ojos, su casa incendiada, sus tierras arrasadas; y él
mismo camina sin rumbo, sin hogar, sin dinero y solo, pero
libre. Tal sería mi libertad, excepto que en Elizabeth yo tenía un
verdadero tesoro; pero contrapesado por los errores del remordimiento
y la culpabilidad que me perseguirían hasta la muerte.
¡Dulce, y bien amada Elizabeth! Yo leía y releía su carta, y
ciertos dulces sentimientos se insinuaban en mi corazón y osaban
murmurar paradisíacos sueños de amor y alegría; pero la
manzana ya había sido mordida, y el brazo del ángel se preparaba
a privarme de toda esperanza. Sin embargo, yo estaba dispuesto
a morir para hacerla feliz. Si el monstruo ejecutaba su
amenaza, la muerte era inevitable; y pese a todo, me pregunté si
el matrimonio apresuraría mi destino. Era muy posible que mi
destrucción sobreviniese unos pocos meses antes; pero si mi
torturador sospechaba que yo estaba postergando el acontecimiento
bajo la infl uencia de sus amenazas, seguramente hallaría
otros medios de venganza, quizá más temibles. El monstruo
había prometido estar conmigo la noche de la boda, pero ello no
lo obligaba a vivir en paz antes de ese día; como para demostrarme
que aún no estaba saciado de sangre, había asesinado a
Clerval inmediatamente después de formular sus amenazas. Por
consiguiente, resolví que si mi unión inmediata con mi prima
podía llevar a su felicidad o a la de mi padre, los designios de
mi adversario contra mi vida no debían retardar un instante el
enlace.
En este estado de ánimo escribí a Elizabeth. Mi carta fue
serena y afectuosa. “Me temo, muchacha querida –dije– que nos
queda poca felicidad sobre la tierra; de todos modos, la que
pueda tener depende de ti. Desecha esos temores ociosos; sólo
a ti consagraré mi vida y mis esfuerzos en procura de felicidad.
Tengo un secreto, Elizabeth, algo terrible; cuando te lo revele
sentirás verdadero horror, y entonces, lejos de sorprenderte
ante mi dolor, te asombrarás de que haya podido soportar tanto.
Te confi aré este relato de miseria y de terror al día siguiente de
nuestro matrimonio; pues debo decirte, querida prima, que debe
haber confi anza total entre nosotros. Pero hasta ese momento,
te ruego no menciones este hecho ni aludas a él. Y estoy seguro
de que sabrás cumplir con este pedido que aquí te hago.”
Aproximadamente una semana después de recibida la carta
de Elizabeth retornamos a Ginebra. La dulce niña me dio la
bienvenida con cálido afecto; sin embargo, había lágrimas en
sus ojos cuando contempló mi cuerpo adelgazado y mis mejillas
febriles. Advertí que ella también había cambiado. Estaba más
delgada, y había perdido mucho de esa vivacidad que antes me
seducía; pero su gentileza y sus bondadosas miradas de compasión
hacían de ella una compañera más apropiada para un ser
miserable y destruido como yo.
La tranquilidad que ahora tenía no duró. El recuerdo renovaba
el desequilibrio; y cuando pensaba en lo que había ocurrido,
una verdadera locura se apoderaba de mí; a veces enfurecía
y ardía de cólera; otras veces, me sentía deprimido y triste. No
hablaba ni miraba a nadie, y permanecía sentado e inmóvil, desconcertado
por la multitud de sufrimientos que me agobiaban.
Solamente Elizabeth era capaz de dominar estos ataques; su
voz gentil me calmaba cuando estaba transportado por la pasión,
y me inspiraba sentimientos humanos cuando me hallaba hundido
en el sopor. Lloraba conmigo y por mí. Cuando retornaba
a la razón, me reprendía y trataba de inspirarme resignación.
¡Ah! Es bueno que el infortunado se resigne, pero para el culpable
no hay paz. Las agonías del remordimiento envenenan la
complacencia que a veces hallamos en el exceso de dolor.
Poco después de mi llegada, mi padre habló de mi matrimonio
inmediato con Elizabeth. Yo permanecí silencioso.
“¿Tienes, acaso, otros vínculos?”
“Ninguno. Amo a Elizabeth, y espero complacido el
momento de nuestra unión. Fijemos el día; y cuando llegue,
me consagraré, en la vida o en la muerte, a la felicidad de mi
prima.”
“Mi querido Víctor no hables así. Hemos padecido graves
desgracias; pero aferrémonos más que nunca a lo que queda,
y traspasemos el amor que sentimos por los que se fueron a
los que aún viven. Nuestro círculo será reducido, pero estará
estrechamente unido por los vínculos del afecto y la desgracia
común. Y cuando el tiempo haya suavizado tu desesperación,
aparecerán nuevos y caros objetos de cuidado, que reemplacen
a aquellos que te fueron arrebatados tan cruelmente.”
Tales eran las lecciones de mi padre. Pero yo tenía siempre
vivo el recuerdo de la amenaza; y tampoco puede extrañar que,
en vista de que el malvado hasta ese momento había mostrado
su omnipotencia en tantos hechos sanguinarios, le considerase
casi insensible, de modo que al recordar las palabras: “estaré
contigo en tu noche de bodas”, entendiese que la suerte que
me amenazaba era inevitable. Pero para mí la muerte no era un
destino fatal, si la comparaba con la pérdida de Elizabeth; y, por
consiguiente, con expresión animosa “y aun alegre convine con
mi padre en que, si mi prima lo aceptaba, se realizase la ceremonia
de aquí a diez días: un acto, que, así lo imaginaba, sellaría
mi destino.
¡Dios santo! Si por un instante hubiese adivinado la intención
infernal de mi malvado adversario, hubiera preferido desterrarme
para siempre de mi país natal, y vagar, exiliado y sin amigos,
sobre la superfi cie de la tierra, antes que consentir en ese
miserable matrimonio. Pero como poseído de poderes mágicos,
el monstruo me había impedido adivinar sus verdaderas intenciones;
y cuando creía que sólo preparaba mi propia muerte,
en realidad estaba apresurando la de una víctima que me era
mucho más querida.
A medida que se acercaba el día fi jado para nuestro enlace,
fuese por cobardía o por cierta oscura premonición, me sentí
desfallecer. Pero oculté mis sentimientos con una apariencia de
alegría, que suscitó sonrisas y regocijos en mi padre, pero apenas
engañó al ojo siempre atento y más agudo de Elizabeth. La
joven anticipaba nuestra unión con una actitud de plácido contentamiento,
no desprovista de un poco de temor, originado
en los infortunios pasados, no fuese que lo que ahora parecía
una felicidad cierta y concreta, se convirtiese muy pronto en un
sueño vacío, y no dejase más rastros que cierta añoranza profunda
y perdurable.
Realizamos preparativos para el acontecimiento, recibimos
visitas de felicitación; y todo exhibía una apariencia de contentamiento.
Guardé lo mejor posible en lo profundo de mi corazón
la angustia que me devoraba, y participé con aparente entusiasmo
en los planes de mi padre, aunque estos sólo pudiesen
servir como decorado de mi tragedia. Gracias a sus esfuerzos,
el gobierno austríaco había devuelto a Elizabeth una parte de
su herencia. Le pertenecía una pequeña propiedad a orillas del
lago de Como. Se convino en que inmediatamente después de
nuestra unión iríamos a Villa Lavenza, y pasaríamos los primeros
días de felicidad en las cercanías de ese bello lago.
Entretanto, adopté todas las precauciones posibles para
defenderme, si acaso el monstruo me atacaba de frente. Llevaba
siempre pistolas y una daga, y me mantenía atento para impedir
cualquier embuste, y de ese modo obtuve mayor grado de tranquilidad.
Ciertamente, a medida que se acercaba el momento,
la amenaza se me antojaba un engaño, nada que pudiese perturbar
mi paz, y la felicidad que esperaba obtener de mi matrimonio
tenía mayor apariencia de certidumbre a medida que se
aproximaba el día fi jado para la ceremonia, y que yo oía mencionar
como un hecho que no podía ser frustrado por ningún
accidente.
Elizabeth parecía feliz; mi actitud serena contribuía mucho
a calmar su espíritu. Pero el día que debía presenciar la coronación
de mis deseos y mi destino se mostró melancólica, y la
asaltó un presentimiento siniestro; quizá también pensaba en mi
terrible secreto que había prometido revelarle al día siguiente.
Entretanto, mi padre se mostraba muy animoso, y en la agitación
de los preparativos creyó ver en la melancolía de su sobrina
nada más que el nervioso rubor de la novia.
Después de cumplida la ceremonia, se realizó en casa de mi
padre una numerosa reunión; pero se convino en que Elizabeth
y yo iniciaríamos nuestro viaje por agua, pasando la noche
en Evian, y continuando al día siguiente. El tiempo era bueno,
el viento favorable, y todo se presentaba propicio para nuestra
navegación nupcial.
Fueron los últimos momentos de mi vida en que experimenté
un sentimiento de felicidad. La embarcación avanzaba
rápidamente; el sol era intenso, pero estábamos protegidos de
sus rayos por una suerte de toldo; gozábamos de la belleza del
paisaje, a veces sobre un costado del lago, donde se alzaba el
monte Saleve, las orillas de Montalegre, y a la distancia, dominándolo
todo, el hermoso Monte Blanco, y el grupo de montañas
nevadas que en vano intentaba emularlo; a veces, sobre la
orilla opuesta, veíamos el poderoso Jura, oponiendo su oscura
ladera a la ambición que quiere abandonar el país natal, y una
barrera casi insuperable al invasor que pretendiera esclavizarlo.
Tomé la mano de Elizabeth: “Estás triste, querida mía. ¡Ah!
Si supieras lo que he sufrido, y lo que quizás aún soporte, me
exhortarías a gustar la calma y la libertad de las cuales puedo
gozar por lo menos hoy.”
“Sé feliz, querido Víctor –replicó Elizabeth –; confío en que
no hay aquí nada que te inquiete; y puedes estar seguro de que
si mi rostro no expresa una alegría muy intensa, mi corazón
está satisfecho. Algo me dice que no debo confi ar demasiado
en la perspectiva que se abre ente nosotros; pero no prestaré
oídos a una voz tan siniestra. Mira cuán velozmente avanzamos,
y cómo las nubes, que a veces oscurecen y otras se elevan sobre
la cúpula del Monte Blanco, confi eren mayor interés aún a la
belleza de esta escena. Mira también los peces innumerables que
nadan en las aguas claras, donde podemos distinguir cada uno
de los guijarros asentados en el fondo. ¡Qué día maravilloso!
¡Cuán feliz y serena parece la naturaleza! “
Así, Elizabeth procuraba apartar sus pensamientos y los
míos de la refl exión relacionada con los temas que podían provocar
nuestra melancolía. Su ánimo era variable; a veces, la alegría
se refl ejaba unos instantes en sus ojos, pero constantemente
dejaba el sitio a la distracción y al ensueño.
El sol se hundió en el horizonte; pasamos el Río Drance, y
observamos su curso entre las paredes de las colinas más altas y
las rocas de las más bajas. Aquí, los Alpes se acercan más al lago,
y así nos aproximamos al anfi teatro de montañas que forman su
límite oriental. La aguja de Evian brilló entre los bosques que la
rodean, y la hilera de montañas que le sirven de mar.
El viento, que hasta ese momento nos había impulsado con
sorprendente rapidez, al atardecer se convirtió en ligera brisa.
El aire blando apenas acariciaba el agua, y provocaba un suave
movimiento entre los árboles a medida que nos acercábamos a
la costa, de la cual nos llegaba el olor delicioso de las fl ores y el
heno. Cuando desembarcamos, el sol se ponía en el horizonte;
al poner pie en la costa, sentí que revivían los cuidados y temores
que pronto habían de aferrarme para siempre.


CAPÍTULO 23
Eran las ocho de la noche cuando desembarcamos; caminamos
un rato por la costa, aprovechando la poca luz que aún
quedaba; luego nos retiramos a la posada y contemplamos la
amable escena formada por las aguas, los bosques, las montañas,
paulatinamente envueltas en sombras, y a pesar de todo
señalando sus oscuros perfi les.
El viento, que había perdido impulso en el sur, comenzó
a soplar con gran violencia en el oeste. La luna había alcanzado
su punto más alto en los cielos, y comenzaba a descender;
las nubes se desplazaban más velozmente que el vuelo del buitre
y oscurecían los rayos lunares, mientras el lago refl ejaba la
escena de los cielos atareados, y aportaba a la actividad natural
el movimiento de innumerables olas que empezaban a agitarse.
De pronto, se descargó una intensa tormenta de lluvia.
Me había mostrado sereno durante el día; pero apenas la noche
oscureció las formas de los objetos, mil temores asaltaron mi
mente. Estaba ansioso y alerta, y con la mano derecha aferraba una
pistola oculta en mi cintura; todos los sonidos me sobresaltaban,
pero resolví que vendería cara la vida, y que no rehuiría la lucha
hasta perecer o haber acabado con la vida de mi adversario.
Elizabeth observaba mi agitación en un silencio temeroso;
pero en mi mirada había algo que le infundía terror, y temblando
preguntó: “¿Qué te agita, querido Víctor?”
“Oh, tranquilízate, amor mío repliqué; que pase esta noche, y
todo estará bien: pero esta noche es temible, muy temible.”
Pasé una hora en este estado de ánimo, y de pronto refl exioné
que el combate que esperaba de un momento a otro sería terrible
para mi esposa; de modo que la exhorté a descansar, y decidí
que no iría a reunirme con ella hasta no haber determinado cuál
era la situación de mi enemigo.
Elizabeth me dejó, y continué un rato recorriendo la casa,
e inspeccionando todos los rincones que podían ofrecer refugio
a mi adversario. Pero no vi rastros de su presencia, y estaba
comenzando a conjeturar que algún azar afortunado había
intervenido para impedir que ejecutase sus amenazas, cuando
de pronto oí un terrible alarido. Venía de la habitación adonde
Elizabeth se había retirado. Cuando escuché el grito, comprendí
en un momento la verdad, se me cayeron los brazos, y quedaron
suspendidos los movimientos de cada fi bra y cada músculo de
mi cuerpo. Sentía la sangre latiéndome en las venas y pulsando
en las extremidades de mis miembros. Ese estado duró apenas
un instante, se repitió el grito y corrí hacia la habitación. ¡Dios
mío! ¿Por qué no pude morir en ese momento? ¿Por qué estoy
aquí para relatar la destrucción de la más bella esperanza y la
más pura criatura de la tierra? Estaba allí, inerte e inanimada,
arrojada sobre el lecho, la cabeza colgando, y los rasgos pálidos
y deformados a medias cubiertos por el cabello. Dondequiera
vuelvo los ojos veo la misma fi gura: sus brazos exangües
y su forma sin vida arrojada por el asesino sobre el lecho conyugal.
¿Era posible que yo viese ese espectáculo y continuase
viviendo? ¡Ay! La vida es obstinada y más se aferra cuanto más
se la odia. En un momento perdí el sentido; caí desmayado al
suelo. Cuando reaccioné, me veía rodeado por los habitantes
de la posada; todos expresaron un terror inenarrable; pero el
horror de aquellos seres me parecía apenas una burla, una sombra
de los sentimientos que me oprimían. Me aparté de todos
y acudí a la habitación donde yacía el cuerpo de Elizabeth, mi
amor, mi esposa, que poco antes era un ser vivo, tan valioso y
tan caro para mi corazón. Habían movido su cuerpo, y ahora,
la fi gura yacente, la cabeza sobre el brazo, y un pañuelo sobre
el rostro y el cuello, hubiera podido creer que dormía. Corrí
hacia el lecho, y la abracé con ardor; pero la inmovilidad letal y
la frialdad de los miembros me dijeron que lo que ahora tenía
en mis brazos había dejado de ser la Elizabeth a quien amaba y
veneraba. Tenía en el cuello la marca asesina del monstruo, y su
pecho había dejado de respirar.
Mientras estaba abrazado a su cuerpo, en la agonía de la desesperación,
levanté un instante la vista. Un momento antes las
cortinas de la habitación estaban corridas, y experimenté una
suerte de pánico cuando vi que la pálida y amarillenta luz de la
luna iluminaba la cámara. Alguien había retirado las persianas; y
con indescriptible sensación de horror vi enmarcada en la ventana
abierta la fi gura más horrible y aborrecida. Una sonrisa se
dibujaba en el rostro del monstruo; parecía burlarse mientras
con un dedo maligno señalaba el cadáver de mi esposa. Corrí
hacia la ventana, y extrayendo una pistola disparé; pero el malvado
me esquivó, saltó desde el lugar al que había trepado, y
corriendo con la velocidad del rayo se arrojó al lago.
El estampido de la pistola atrajo mucha gente al cuarto. Señalé
el lugar donde el monstruo había desaparecido, y seguimos el rastro
en varios botes; se arrojaron algunas redes, pero en vano. Después
de varias horas, abandonamos la búsqueda, pues la mayoría
de mis compañeros creía que había sido una forma conjurada por
mi fantasía. Después de desembarcar, se organizó la búsqueda en
toda la región, y varios grupos partieron en diferentes direcciones
para examinar los bosques y los viñedos.
Intenté acompañarlos, y me alejé unos pocos metros de
la casa, pero la cabeza me daba vueltas, y caminaba como si
hubiese estado borracho. Finalmente caí en un estado de agotamiento
total: una niebla me cubrió los ojos; y la piel comenzó
a arderme con el calor de la fi ebre. En ese estado me llevaron
de vuelta y me depositaron sobre un lecho, apenas consciente
de lo que había ocurrido; mis ojos recorrían la habitación como
buscando algo que había perdido.
Después de un rato me incorporé, y como impulsado por
el instinto ene dirigí a la habitación donde yacía el cadáver de
mi amada. Varias mujeres estaban llorando alrededor del lecho
–me incliné sobre él, y uní mis tristes lágrimas a las que ellas
derramaban– y ni por un instante mi mente concibió una idea
clara; por el contrario, mis pensamientos se aferraban a diversas
cuestiones, y refl exionaba conjuntamente sobre mis infortunios
y la causa que los había motivado. Estaba envuelto en una nube
de asombro y de horror. La muerte de William, la ejecución de
Justine, el asesinato de Clerval y finalmente el de mi esposa; y
en ese momento ignoraba si los únicos amigos que me restaban
podían considerarse a salvo de la malignidad del monstruo;
era muy posible que en ese mismo instante mi padre estuviese
retorciéndome bajo su apretón, y que Ernesto se hallase muerto
a sus pies. Esta idea provocó un estremecimiento de mi cuerpo,
y me indujo a actuar. Me incorporé y resolví regresar cuanto
antes a Ginebra.
No era posible conseguir caballos, de modo que debía regresar
por el lago; pero el viento soplaba en dirección contraria y
caían torrentes de lluvias. De todos modos, apenas despertaba
la mañana, y era razonable suponer que llegaría por la noche.
Contraté remeros, y yo mismo tomé un remo; pues siempre el
ejercicio corporal me había aliviado la tortura mental. Pero el
sufrimiento agobiador que ahora experimentaba, y el exceso de
agitación me impidieron realizar esfuerzos. Arrojé el remo, y
hundiendo la cabeza entre las manos me dejé llevar por las ideas
más sombrías. Si levantaba los ojos, veía las escenas que tanto
me habían complacido en tiempos más felices, y que el día anterior
había contemplado en unión de la que ahora no era más que
una sombra y un recuerdo. Las lágrimas brotaron de mis ojos.
La lluvia había cesado un momento, y vi a los peces jugar en el
agua como lo habían hecho pocas horas antes; entonces, habían
llamado la atención de Elizabeth. Nada tan doloroso para la
mente humana como un cambio profundo y súbito. El sol podía
brillar o las nubes surcar la superfi cie del cielo: pero nada me
parecería lo mismo que el día anterior. Un monstruo malvado
me había arrebatado toda esperanza de felicidad futura: ninguna
criatura se había sentido jamás tan desgraciada como yo; porque
un hecho tan atroz es único en la historia del hombre.
Pero, ¿por qué demorarme en los incidentes que siguieron
a la última tragedia? El mío ha sido un relato de horror; he
alcanzado su culminación, y lo que ahora debo decirle quizá sea
tedioso para usted. En fin, sepa que me fueron arrebatados mis
amigos uno por uno; quedé abandonado a mi propia soledad.
Mis fuerzas están agotadas, y puedo decir en pocas palabras lo
que resta de mi horrible narración.
Llegué a Ginebra. Pero mi padre y Ernesto vivían; sin
embargo, el primero estaba abrumado por el mismo pesar que
a mí me afectaba. ¡Lo veo ahora, anciano excelente y venerable!
Sus ojos estaban perdidos en el vacío, pues ya no tenían el
encanto y la complacencia que siempre los habían caracterizado
–su Elizabeth–, la joven que era más que una hija, a quien dispensaba
todo el afecto de un hombre que, hacia el fi nal de su
vida, tiene pocos lazos con el mundo, y por eso mismo se aferra
más fi rmemente a los que restan. ¡Maldito, maldito el malvado
que provocó el sufrimiento de este hombre y le condenó
al dolor y la desgracia! Ya no podía vivir sometido a los horrores
que se habían acumulado alrededor de él; los resortes de la
existencia cedieron súbitamente: no pudo salir del lecho, y pocos
días después murió en mis brazos.
Entretanto, ¿qué había sido de mí? No lo sé; dejé de sentir, y
las cadenas y las sombras eran los únicos objetos que persistían
alrededor mío. A veces soñaba que estaba paseando entre prados
fl oridos y amables valles con los amigos de mi juventud; pero al
despertar me hallaba en una mazmorra. Seguían estados de melancolía,
pero paulatinamente alcanzaba a percibir con claridad mis
sufrimientos y mi situación, y entonces me liberaba de mi prisión.
Pues habían dicho que yo estaba loco; y según entendí, durante
muchos meses una celda solitaria había sido mi habitación.
De todos modos, la libertad habría sido un don inútil para mí
si al despertar a la razón, no lo hubiese hecho al mismo tiempo a
la venganza. A medida que el recuerdo de los pasados infortunios
retornaba a mi memoria, comenzaba a refl exionar en su causa: el
monstruo que yo mismo había creado, el miserable demonio que
enviase al mundo para provocar mi propia destrucción. Me poseía
una cólera furiosa cuando pensaba en él, y deseaba y rogaba ardientemente
que pudiese tenerlo al alcance de la mano para satisfacer
una venganza profunda y señalada en su cabeza maldita.
Por lo demás, mi odio no se limitó durante mucho tiempo a
ociosos deseos; comencé a refl exionar en los medios más apropiados
para apresarlo, y con ese fi n, aproximadamente un mes
después de mi curación, me dirigí a un juez de la ciudad, y le dije
que deseaba formular una acusación; que conocía al ser que era
causante de la destrucción de mi familia; y reclamaba que ejercitase
toda su autoridad para aprehender al asesino.
El magistrado me escuchó con atención y bondad: “Señor,
tenga la certeza –dijo– que no ahorraré esfuerzos para descubrir
al malvado”.
“Se lo agradezco –repliqué–; escuche, por lo tanto, mi declaración.
Es un relato tan extraño que temería que usted no le
diese crédito, si no se tratase de algo que, en verdad, a pesar de
sus aspectos fantásticos, se impone a la convicción. Las partes
de esta historia forman un conjunto demasiado armónico, como
para creer en un sueño, y no tengo motivos que me impulsen
a mentir.” Mi actitud, mientras hablaba al magistrado, era enérgica
pero serena; estaba decidido a obtener la persecución, la
muerte de mi enemigo; este propósito serenaba mi dolor, y por
un tiempo me reconciliaba con la vida. Relaté mi historia, brevemente
pero con fi rmeza y precisión, señalando exactamente las
fechas, y sin proferir jamás invectivas o exclamaciones.
Al principio, el magistrado se mostró totalmente incrédulo,
pero a medida que yo continuaba parecía más atento e interesado;
vi que a veces se estremecía de horror, y otras manifestaba
viva sorpresa, mezclada de incredulidad.
Cuando concluí mi narración, dije: “Este es el ser a quien
acuso y reclamo que usted ejerza todo su poder para apresarlo
y darle el castigo que merece. Es su deber como magistrado, y
creo y espero que sus sentimientos como hombre no lo apartarán
de la ejecución de estas funciones en la ocasión presente.”
Esta alocución provocó un cambio considerable en la fi sonomía
de mi oyente. Había escuchado mi historia creyéndola a
medias, como cuando se oye un relato acerca de los espíritus o
de hechos sobrenaturales; pero cuando le reclamé que actuase
en su condición de funcionario, se manifestó toda la fuerza de
su incredulidad. De todos modos, contestó serenamente: “De
buena gana le prestaría toda la ayuda necesaria para organizar
la persecución, pero según parece la criatura de la cual usted
habla dispone de poderes capaces de burlar todos mis esfuerzos.
¿Quién puede seguir un animal capaz de atravesar el mar
de hielo, que habita cuevas y escondrijos en los que ningún ser
humano se aventuraría a entrar? Además, han transcurrido varios
meses desde que cometió sus crímenes; y nadie puede imaginar
adónde se dirigió, o cuál es la región que ahora habita.
“No dudo que se encuentra cerca del lugar que yo habito; y si
realmente se ha refugiado en los Alpes, puede dársele caza como
al ante, y destruirlo como a una bestia de presa. Pero adivino sus
pensamientos: usted no cree en mi relato, y no se propone perseguir
a mi enemigo para darle el castigo que merece.”
Mientras hablaba, la cólera encendía mis ojos; y el magistrado
pareció intimidarse: “Está equivocado –dijo–, haré todo
lo posible; y si está en mi poder capturar al monstruo, tenga la
certeza de que sufrirá un castigo proporcionado a sus delitos.
Pero por lo que usted mismo ha hablado de sus cualidades, me
temo que ello no será posible; por lo tanto, al mismo tiempo
que se adoptan todas las medidas adecuadas, usted debe prepararse
para soportar el fracaso.”
“Eso no es posible; pero sé que todo lo que diga será inútil.
En este momento mi venganza carece de importancia para
usted; pero aunque concedo que es un vicio, confi eso que es
la única pasión de mi vida. Mi cólera desborda todos los límites
cuando recuerdo que aún existe el asesino que yo mismo
he creado y lanzado sobre la sociedad. Usted rehusa mi justa
demanda: no me queda más que un recurso; y es consagrar mi
vida o mi muerte a su destrucción.”
Mientras decía esto, el exceso de agitación hacía temblar todo
mi cuerpo. En mi actitud había un frenesí y no dudo que algo
semejante a la altiva fiereza que, según se afi rma, poseían los antiguos
mártires. Pero para un magistrado ginebrino, cuya mente se
ocupaba en conceptos muy alejados de la devoción y el heroísmo,
esta elevación de la mente se asemejaba mucho a la locura. Trató
de calmarme como lo hace una niñera con su pequeño, y comenzó
a considerar que mi relato era simple efecto del delirio.
“Hombre –exclamé–, ¡cuán ignorante es usted en el orgullo
de su sabiduría! Basta ya; no sabe lo que dice.”
Salí de aquella casa colérico y perturbado, y me retiré para
meditar otras formas de acción.

CAPÍTULO 24
En la situación en que ahora me hallaba no podía pensar
serenamente. Me impulsaba violentamente la cólera; sólo la
venganza me daba fuerza y compostura; moldeaba mis sentimientos,
y me permitía proceder con cálculo y serenidad, en
circunstancias tales que de no mediar ese objetivo habría sido
presa del delirio o la muerte.
Mi primera resolución fue abandonar Ginebra para siempre;
mi patria, que me era tan cara cuando me sentía feliz y amado,
ahora en la adversidad, me parecía odiosa. Reuní una suma de
dinero, así como unas pocas joyas que habían pertenecido a mi
madre, y partí.
Y así comenzaron mis viajes, que habrán de cesar con mi
vida. He atravesado una vasta porción de la tierra, he soportado
todas las privaciones que los viajeros encuentran en los desiertos
y en los países bárbaros. Apenas sé cómo he vivido; muchas
veces extendí los miembros vacilantes sobre la llanura arenosa
y rogué que viniese la muerte, pero la venganza me mantenía
vivo; no me atrevía a morir y a dejar con vida a mi adversario.
Cuando abandoné Ginebra mi primer trabajo fue obtener
cierto indicio que me permitiera seguir el rastro de mi maligno
enemigo. Pero no pude formar ningún plan; y vagué muchas
horas a cierta distancia de la ciudad, incierto del camino que
debía seguir. Cuando caía la noche, me hallé a la entrada del
cementerio donde reposaban William, Elizabeth y mi padre.
Entré y me acerqué a las lápidas que señalaban las tumbas. Todo
estaba silencioso, excepto las hojas de los árboles, agitadas por
el viento; la noche estaba casi totalmente oscura; y la escena
habría sido solemne y conmovedora aun para el observador
desinteresado. Los espíritus de los muertos parecían agitarse en
rededor y arrojar sombras, sentidas pero no vistas alrededor de
la cabeza del doliente.
El dolor profundo que esta escena había provocado inicialmente
pronto dejó sitio a la cólera y la desesperación. Estaban
muertos, y yo vivía; el criminal también vivía, y para destruirlo
yo debía prolongar una existencia sin objeto. Me arrodillé en
el pasto, besé la tierra, y con labios temblorosos exclamé: “Por
esta tierra sagrada en que me arrodillo, por las sombras que
vagan cerca de mí, por el dolor profundo y eterno que experimento,
juro; y por ti, oh noche y los espíritus que me presiden,
me comprometo a perseguir al demonio que causó tanto dolor,
hasta que él o yo perezcamos en conflicto mortal. Con este fi n
preservaré la vida: para ejecutar esta venganza tan deseada contemplaré
nuevamente el sol y hollaré los verdes campos de la
tierra, que si no fuera por esto desaparecerían de mis ojos para
siempre. Y os invoco, espíritus de los muertos; También a vosotros,
errabundos ministros de la venganza, que con mano segura
podéis dirigirme y ayudarme en mi obra. Que el monstruo infernal
y maldito beba hasta el fi nal la copa del dolor; experimente
esta desesperación con la cual ahora me atormenta.”
Había comenzado mi juramento con solemnidad y reverente
temor, de modo tal que estaba casi seguro que las sombras
oían y aprobaban mi devoción; pero la cólera se apoderó de mí
cuando concluía, y el odio ahogó mis últimas palabras.
Me contestó en la quietud de la noche una risa estrepitosa y
malévola. Resonó en mis oídos con un eco prolongado y agrio;
las montañas devolvieron el sonido, y sentí como si el infi erno
me rodease con sus burlas y sus risas. Sin duda en ese momento
me habría poseído de frenesí, y hubiese acabado destruyendo
mi existencia miserable; pero se había escuchado mi voto, y mi
ser estaba reservado para la venganza. La risa se extinguió; una
voz conocida y aborrecida, al parecer muy cerca de mi oído,
me dijo en un murmullo audible: “¡Estoy satisfecho, miserable
villano! Estás decidido a vivir, y ello me satisface”.
Me dirigí hacia el lugar de donde procedía la voz; pero el
demonio esquivó mi apretón. De pronto, apareció el ancho
disco de la luna y derramó su luz sobre la forma espectral y
horrible que huía con velocidad más que vertiginosa.
Lo perseguí, y durante muchos meses ésa ha sido mi tarea.
Guiado por cierto menudo indicio seguí el curso del Ródano,
pero en vano. Apareció el Mediterráneo azul; y por una extraña
casualidad, vi al malvado, cierta noche, entrar y ocultarse en
una nave que se dirigía al mar Negro. Tomé pasaje en la misma
embarcación, pero huyó, ignoro cómo.
Seguí su pista en los desiertos de Tartaria y Rusia, aunque siempre
consiguió evitarme. A veces los campesinos, atemorizados por
esta horrible aparición, me informaban de su rumbo; a veces él
mismo que temía que al perder todo rastro de su paso yo desesperase
y muriese, dejaba cierto indicio para guiarme. Las nieves
descendieron sobre mi cabeza, y vi la huella de su enorme pie en
la llanura blanca. Usted, que por primera vez entra en mi vida, que
desconoce los cuidados y las agonías, ¿cómo puede comprender lo
que he sentido y aún siento? El frío, la necesidad y la fatiga fueron
las difi cultades menores que yo debía soportar; estaba bajo la maldición
de un demonio, y llevaba conmigo mi infi erno eterno; sin
embargo, un espíritu bueno todavía seguía y orientaba mis pasos;
y cuando yo murmuraba descontento, súbitamente me salvaba de
dificultades aparentemente insuperables. A veces, cuando la naturaleza,
acabada por el hambre, se hundía en el agotamiento, el desierto
me aportaba un refrigerio que restauraba mis fuerzas y me devolvía
el ánimo. Sin duda, era un alimento tosco, como los que consumen
los campesinos; pero no dudo que estaban allí por obra de los espíritus
cuya ayuda yo había invocado. A menudo, cuando carecía de
agua, bajo un cielo sin nubes, y la garganta atenaceada por la sed,
una ligera nube se formaba en el cielo, dejaba caer las escasas gotas
que me revivían, y luego se desvanecía.
Cuando me era posible, seguía el curso de los ríos; pero el
monstruo generalmente los evitaba, pues, allí se hallaba la mayoría
de los centros poblados. En otros sitios rara vez era posible
hallar seres humanos; y yo solía alimentarme con los animales
salvajes que estaban en el camino. Llevaba dinero, y conquistaba
la amistad de los aldeanos distribuyéndolo; o portaba conmigo
parte del alimento que había cazado, y después de utilizar una
pequeña parte, siempre lo ofrecía a quienes me habían suministrado
fuego y utensilios para cocinar.
Sin duda, esta vida me parecía odiosa, y sólo en el sueño
hallaba algún placer. ¡Sueño bendito! A menudo, cuando me
sentía más miserable, me echaba al suelo para descansar, y los
sueños parecían transportarme. Los espíritus que me protegían
habían facilitado esos momentos, o más bien las horas de felicidad,
para que yo pudiese conservar las fuerzas que me permitirían
realizar mi peregrinación. Privado de este respiro, habría
perecido a causa de los sufrimientos. Durante el día me sostenía
e inspiraba la esperanza de que llegase la noche: pues en el
sueño veía a mis amigos, a mi esposa y a mi amado país; reaparecía
ante mis ojos la expresión benévola de mi padre, oía los
tonos argentinos de la voz de mi Elizabeth, y contemplaba la
salud y la juventud gozosas de Clerval.
A menudo, cuando estaba agotado a causa de una marcha
particularmente fatigosa, me persuadía de que estaba soñando
hasta que la noche llegaba, y que debía gozar de esta realidad
vivida en los brazos de mis amigos más queridos. ¡Qué doloroso
amor me inclinaba hacia ellos! ¡Cómo me aferraba a sus formas
amadas, cuando me rodeaban en las horas de vigilia, y cómo me
persuadía de que aun estaban vivos! En esos momentos la venganza,
que ardía en mi corazón, parecía extinguida, y yo seguía
el camino que llevaba a la destrucción del demonio más como
una tarea impuesta por el cielo, como el impulso mecánico de
cierta oscura potencia, que como el deseo ardiente de mi alma.
Ignoraba los sentimientos de mi perseguido. Ciertamente, a
veces escribía frases en la corteza de los árboles, o las grababa
en la piedra, guiándome y avivando mi furia: “Mi reino aún no
ha concluido” (estas palabras podían leerse en una de dichas
inscripciones); “tu vives, y mi poder es total. Sígueme; busco los
hielos eternos del norte; donde sentirás los padecimientos del
frío y la helada, para los cuales soy inmune. Hallarás cerca de
este lugar, si no demoras demasiado, una liebre muerta; come
y repone fuerzas. Ven, enemigo; aún tenemos que luchar por la
vida; pero soportarás muchas horas de dureza y padecimiento
antes de que llegue ese momento”.
¡Maligno burlón! Nuevamente juro venganza; de nuevo
afi rmo, malhechor miserable, que estás destinado a ser carne de
tortura y de muerte. ¡No renunciaré a la búsqueda hasta que él o
yo perezcamos; y luego, con verdadero éxtasis me uniré a Elizabeth
y a mis amigos muertos, que ya están preparando la recompensa
de mis tediosos esfuerzos y mi horrible peregrinación!
Mientras yo seguía mi viaje hacia el norte, la nieve formó un
colchón más espeso y el frío se acentuó hasta hacerse casi insoportable.
Los campesinos se enterraban en sus chozas, y sólo
los más audaces se aventuraban para cazar animales cuando el
agotamiento los forzaba a salir de sus escondrijos, en busca de
la presa. Los ríos estaban cubiertos de hielo, y no era posible
pescar; y así, me vi impedido de obtener mi principal alimento.
El triunfo de mi enemigo se acentuó al mismo tiempo que
aumentaba la difi cultad de mis trabajos. Cierta vez dejó a mi
paso la siguiente inscripción: “¡Prepárate! Tus trabajos apenas
han comenzado: envuélvete en pieles y procúrate alimentos;
pues pronto iniciaremos un viaje en el curso del cual tus sufrimientos
satisfarán mi odio eterno”.
Mi coraje y mi perseverancia se fortalecieron con estas palabras
burlonas; decidí no cejar en mi propósito; y reclamando
el apoyo del cielo, inicié imperturbable la travesía de inmensos
desiertos, hasta que a lo lejos apareció el océano formando
el límite extremo del horizonte. ¡Oh! ¡Cuán distinto era de los
mares azules del sur! Cubierto de hielo, se distinguía de la tierra
por la mayor desolación y los accidentes más ásperos. Los griegos
lloraron de alegría cuando contemplaron el Mediterráneo
desde las colinas de Asia, y saludaron extasiados el fin de sus
trabajos. Yo no lloré; pero caí de rodillas, y, con el corazón henchido,
agradecí al espíritu que me guiaba por haberme conducido
sano y salvo al lugar donde, así lo esperaba, y a pesar de las
burlas de mi adversario, afrontaría el encuentro defi nitivo.
Unas semanas antes de este período me había procurado
un trineo y perros, y así atravesaba las nieves con inconcebible
velocidad. Ignoraba si el ente maligno tenía las mismas ventajas;
descubrí que, así como antes había perdido diariamente terreno
en la persecución, ahora lo ganaba: tanto que, cuando por vez
primera vi el océano, estaba a un solo día de viaje delante mío,
y esperé interceptarlo antes de que él llegara a la costa. Por lo
tanto, seguí adelante con renovados bríos, y dos días después
llegué a un mísero puerto en la orilla del mar. Interrogué a los
habitantes respecto del monstruo, y reuní información precisa.
Decían que un monstruo gigantesco había llegado la noche anterior,
armado de un fusil y numerosas pistolas, ahuyentando a los
habitantes de una solitaria cabaña debido a su aspecto terrorífi
co. Se había llevado sus reservas de alimentos para el invierno
y, subiéndolos al trineo para arrastrar el cual se había apoderado
de numerosos perros entrenados, les colocó los aparejos, y
durante la misma noche, para alegría de los aldeanos embargados
por el horror, había reanudado su viaje a través del mar en
una dirección que no conducía a ninguna clase de tierra fi rme;
los habitantes del puerto suponían que pronto sería destruido
por el deshielo, o moriría de frío por las heladas eternas.
Esta información me sumió en un temporario acceso de
desesperación. Se me había escapado; y yo debía comenzar un
viaje destructivo y casi eterno a través de los montañosos hielos
del océano, en medio de un frío que pocos de los habitantes
podían soportar durante mucho tiempo y que yo, nativo de
un suave y soleado clima, no tenía esperanzas de sobrevivir. Sin
embargo, ante la idea de que el monstruo viviría y saldría triunfante,
mi furia y venganza nuevamente se posesionaron de mí
y, cual poderosa oleada, ahogaron todo otro sentimiento. Después
de un breve reposo, durante el cual los espíritus de los
muertos me acuciaban y me instigaban a destruir y a vengar, me
preparé para el viaje.
Cambié mi trineo de tierra por otro concebido para las desigualdades
de terreno del Océano Helado; y adquiriendo una
abundante cantidad de provisiones, dejé atrás la tierra.
No puedo adivinar cuántos días han transcurrido desde
entonces; pero soporté desgracias que nada, excepto el eterno
sentimiento de una justa retribución que arde en mi corazón me
habría permitido soportar. A menudo impedían mi paso inmensas
y accidentadas montañas de hielo, y con frecuencia oía el
rugido del mar que amenazaba destruirme. Pero nuevamente
bajaba la temperatura y consolidaba los caminos que yo debía
recorrer.
Por la cantidad de provisiones que había consumido, supuse
que llevaba tres semanas en este viaje; y la continua postergación
de la esperanza, venía a agobiar mi corazón y a menudo
arrancaba a mis ojos amargas lágrimas de desesperación y tristeza. El
dolor casi había conquistado su presa, y muy pronto me dejaría
caer, abatido por este sufrimiento. Cierta vez, después que los
pobres animales que arrastraban el trineo habían alcanzado con
increíble esfuerzo la cima de una empinada montaña de hielo, y
uno de ellos, agobiado por la fatiga, acababa de morir, contemplé
angustiado el dilatado terreno que se extendía frente a mí; de
pronto mi ojo percibió un punto oscuro en la llanura cubierta
de polvo de nieve. Forcé la vista para descubrir qué era, y lancé
un grito salvaje de éxtasis cuando distinguí un trineo y las proporciones
deformes de una figura que me era muy conocida.
¡Oh! ¡Cuán fuertemente se reavivó la esperanza en mi corazón!
Mis ojos se llenaron de cálidas lágrimas, y las enjugué rápidamente
para que no estorbaran la visión del demonio que yo
perseguía; pero de todos modos lágrimas ardientes continuaron
nublando mi visión, hasta que cediendo a las emociones que me
oprimían, lloré inconteniblemente.
Pero este no era el momento de perder tiempo: aparté del
resto al animal muerto, y ofrecí a los perros una ración abundante;
después de una hora de descanso, que era absolutamente
necesaria, a pesar de lo cual me pareció profundamente irritante,
continué camino. El trineo seguía visible; y no volví a perderlo
de vista, excepto cuando por breves minutos algún montículo
helado venía a ocultarlo entre sus grietas. Más aún, poco a
poco yo iba ganando terreno; y cuando después de casi dos días
de viaje contemplé mi enemigo apenas a una milla de distancia,
el corazón empezó a latirme fuertemente.
Pero entonces, cuando parecía que el monstruo estaba al
alcance de mi mano, se disiparon súbitamente mis esperanzas,
y perdí todo rastro de su fi gura, y ahora mucho más absolutamente
que antes.
Oí el ruido del mar debajo del hielo; el sonido profundo de
su avance, a medida que las aguas se deslizaban y crecían bajo
el piso, a cada instante que pasaba se mostraba más ominoso y
terrorífico. Apresuré la marcha, pero en vano. Se levantó viento;
el mar rugió; y con el impulso poderoso de un terremoto, rompió
y agrietó el suelo con un sonido tremendo y abrumador.
El trabajo concluyó muy pronto: en unos pocos minutos un
mar tumultuoso se interpuso entre mi persona y mi enemigo, y
quedé derivando sobre un trozo de hielo, que disminuía constantemente,
y que por lo tanto me condenaba a una muerte
horrible.
De este modo pasaron muchas horas angustiosas; varios de
mis perros murieron; y yo mismo estaba a punto de renunciar
a la lucha, abrumado por la acumulación de desgracias, cuando
vi esta nave anclada, y con ella se renovaron mis esperanzas de
hallar socorro y conservar la vida. No tenía idea de que hubiera
navíos tan al norte, y el hecho me asombró. Destruí rápidamente
parte de mi trineo para tener remos; y de ese modo pude,
con infi nita fatiga, desplazar mi balsa de hielo en dirección al
barco. Había decidido que si ustedes se dirigían al sur, prefería
confi arme a la suerte del mar, antes que abandonar mi
propósito. Esperaba convencerlos de que me diesen un bote
con el cual perseguiría a mi enemigo. Pero ustedes van hacia el
norte. Me subieron a bordo cuando había agotado las fuerzas y
cuando pronto, golpeado por mil contratiempos y privaciones,
me hubiera sumergido en una muerte que aún temo... puesto
que todavía no he cumplido mi tarea.
¡Oh! ¿Cuándo llegará el momento en que el espíritu que me
guía, facilite mi encuentro con ese demonio, y me permita obtener
el descanso que tanto deseo; o quizá yo debo morir y él
continuar viviendo? Si yo perezco, júreme, Walton, que él no
podrá escapar; que usted le buscará y cumplirá mi venganza
con su muerte. ¿Me atrevo a pedirle que prolongue mi peregrinación,
para soportar las mismas privaciones que yo? No;
no soy tan egoísta. Pero si yo muero, y él aparece; si los
 ministros de la venganza facilitan el encuentro con usted, júreme que
no lo dejará vivir: jure que él no triunfará de la acumulación
de mis desdichas sobreviviendo para aumentar la lista de sus
siniestros crímenes. Es un ser elocuente y persuasivo; otrora sus
palabras aún tenían poder sobre mi corazón: pero no confíe en
él. Su alma es tan infernal como su forma, y desborda traición
y perversa malicia. No le escuche; pronuncie los nombres de
William, Justine, Clerval, Elizabeth, mi padre, y del desdichado
Víctor, y clávele la espada en el corazón. Yo estaré cerca para
llevar a destino el acero.

CONTINUACIÓN
DE LA CORRESPONDENCIA DE WALTON
26 de agosto de 17...
Margaret: has leído este relato extraño y terrorífi co; ¿y no
sientes que se te congela de horror la sangre, como aún ahora
me ocurre a mí? A veces, abrumado por un súbito dolor, él
no podía continuar narrando; y otras, quebrantada la voz, y a
pesar de todo penetrante, expresaba con difi cultad sus frases
angustiadas. Sus ojos sensitivos y bondadosos ora se encendían
de indignación, y ora se apagaban en desvalida pena, saturados
de infi nita desgracia. A veces era dueño de su expresión y su
tono, y relataba los incidentes más horribles con voz serena,
reprimiendo todo indicio de agitación; y luego, como un volcán
en erupción, su rostro cobraba súbitamente una expresión
de cólera indomable, mientras lanzaba imprecaciones a su
perseguidor.
Su historia tiene coherencia, y lo dice con todas las apariencias
de la más sencilla verdad; sin embargo, te confi eso que las
cartas de Félix y Safi e que me mostró, y la aparición del
 monstruo que vimos desde nuestra nave, me aportaron mayor convicción
de la verdad del relato que todas las afi rmaciones de este
hombre, por sinceras y coherentes que hayan sido. ¡Así, pues,
el monstruo posee existencia real! No puedo dudar de ello; sin
embargo, me dominan la sorpresa y la admiración. Varias veces
procuré obtener de  los detalles de la formación de
su criatura: pero en este punto se mostró impenetrable.
“¿Ha enloquecido, amigo mío? –dijo–; adónde le llevaría
insensata curiosidad? ¿Se propone crear también para usted y
para el mundo un enemigo demoníaco? ¡Paz, paz! Aprenda la
lección de mis sufrimientos, y no quiera aumentar los suyos.”
 observó que yo tomaba nota mientras él
hablaba: solicitó verlas, luego las corrigió y amplió en muchos
lugares; pero sobre todo infundió vida y espíritu a las conversaciones
que había sostenido con su enemigo. “Como usted ha
conservado mis palabras –dijo–, no deseo que llegue a la posteridad
un relato mutilado.”
Así, ha transcurrido una semana, y en este período escuché el
más extraño suceso que una imaginación humana haya podido
crear. Mis pensamientos y todos los sentimientos de mi alma se
han visto absorbidos por el interés que mi huésped, su relación
y su personalidad, sus modales elevados y gentiles han sabido
suscitar. Deseo tranquilizarlo; pero, ¿puedo aconsejar que continúe
viviendo a un ser tan infi nitamente miserable, tan despojado
de toda esperanza de consuelo? ¡Oh, no! La única alegría
que ahora puede conocer será la que obtenga cuando logre llevar
su espíritu quebrantado a la paz y la muerte. Sin embargo,
le ha sido concedido un motivo de confortamiento, fruto de la
soledad y el delirio: cree que; cuando dialoga con sus amigos, y
extrae de esa comunicación consuelo a sus sufrimientos o excitación
para su venganza, todo eso no es creación de su fantasía,
sino los seres mismos que lo visitan viniendo de un mundo
remoto. Esta fe confi ere cierta solemnidad a sus ensueños, y
los hacen a mis ojos casi tan imponentes e interesantes como
la verdad.
Nuestras conversaciones no siempre se limitan a su propia
historia y sus infortunios. En todos los puntos de la literatura
general revela ilimitado conocimiento y comprensión veloz y
aguda. Su elocuencia es vigorosa y conmovedora, y cuando
narra un incidente patético o trata de conmover las pasiones de
la piedad o el amor, no puedo escucharlo sin derramar lágrimas.
¡Qué gloriosa criatura habrá sido en sus mejores tiempos, si se
muestra tan noble y elevado en la decadencia! Y se diría que percibe
su propio valor y la grandeza de su caída.
“Cuando era más joven –me dijo– me creía destinado a una
gran empresa. Mis sentimientos son profundos; pero poseía,
además, un juicio ponderado que me hacía apto para abordar
grandes realizaciones. Este sentimiento del valor de mi naturaleza
me apoyaba allí donde otros se habrían sentido oprimidos;
pues me parecía criminal malgastar en inútiles lamentaciones
los talentos que podían ser benefi ciosos para mis semejantes.
Cuando refl exioné en el trabajo que había completado, nada
menos que la creación de un animal sensitivo y racional, no
pude incluirme en el grupo de los inventores comunes. Pero
este pensamiento, que me sostenía en los principios de mi
carrera, ahora sirve únicamente para hundirme más profundamente
en el polvo. Todas mis especulaciones y esperanzas de
nada valen; y, como el arcángel que aspiró a la omnipotencia,
estoy encadenado en un infi erno eterno. Mi imaginación era
vivaz, y al mismo tiempo mis cualidades de análisis y aplicación
muy intensas; mediante la unión de esas virtudes concebí
la idea y realicé la creación de un hombre. Aún ahora no puedo
recordar sin conmoverme los sueños que alimenté mientras la
obra estaba incompleta. Recorría el cielo en mis cavilaciones,
ora gozándome en mis poderes, ora ardiendo ante la idea de sus
efectos. Desde mi infancia alimenté elevadas esperanzas y
 profunda ambición; ¡pero cómo me he hundido! Oh, amigo mío, si
usted me hubiese conocido como era antaño, habría sido incapaz
de identifi carme en este estado de degradación. La tristeza
rara vez visitaba mi corazón; y un elevado destino parecía esperarme,
hasta que al fi n caí, para no volver a levantarme jamás.”
¡Es preciso, entonces, que este ser admirable se pierda!
Durante mucho tiempo anhelé tener un amigo; y he buscado
una persona que simpatizase conmigo y me amase. Y bien, en
estos mares desiertos lo he hallado, pero me temo que lo encontré
sólo para reconocer su valor y al fi n perderlo. Quisiera reconciliarlo
con la vida, pero rechaza la idea.
“Le agradezco, Walton –dijo–, sus bondadosas intenciones
ante esta ruina miserable que yo soy; pero cuando usted habla
de nuevos vínculos y de renovados afectos, ¿cree acaso que algo
puede reemplazar a quienes han desaparecido? ¿Algún hombre
puede ser para mí lo que fue Clerval; o una mujer puede ser otra
Elizabeth? Aunque los afectos no estén impulsados poderosamente
por una excelencia superior, los compañeros de nuestra
infancia siempre poseen sobre nuestra mente un poder que difícilmente
adquieren los amigos de épocas posteriores. Conocen
nuestras inclinaciones infantiles, que si bien después se modifi
can, nunca desaparecen del todo; y pueden juzgar nuestros
actos y extraer conclusiones más válidas respecto de la integridad
de nuestros motivos. Una hermana o un hermano jamás
pueden, a menos que dichos síntomas se hayan manifestado
precozmente, sospechar al otro de fraude o falsedad; pero otro
amigo, por hondos que sean los lazos que lo unen, y aun a pesar
de sí mismo, puede ser contemplado con sospecha. Pero yo
tuve amigos, queridos no sólo por razones de hábito y asociación,
sino por sus propios méritos; y dondequiera me encuentre,
la voz serena de mi Elizabeth y la conversación de Clerval
siempre llenarán a mis oídos como un murmullo. Están muertos,
y en esta soledad sólo un sentimiento puede persuadirme de
la necesidad de conservar la vida. Si me hallase comprometido
en una empresa o un designio elevado, seguro de los benefi cios
que podría reportar a mis semejantes, quizá viviera para cumplirlo.
Pero no es ése mi destino; debo perseguir y destruir al ser
que yo mismo he creado; luego, se habrá cumplido mi destino
en la tierra, y podré morir.”

2 de setiembre
Mi querida hermana: te escribo mientras me encuentro
rodeado de peligros, y sin saber si estoy condenado a ver nunca
más nuestra querida Inglaterra, y nuestros amigos que la habitan.
Estoy sitiado por montañas de hielo que no tienen salida y
amenazan aplastar en cualquier momento mi embarcación. Los
valerosos hombres que forman mi tripulación vuelven los ojos
hacia mí en busca de ayuda; pero no puedo ofrecerles ninguna.
Hay algo terrible y abrumador en nuestra situación, pero no me
abandonan el coraje y las esperanzas. Sin embargo, es terrible
refl exionar en que la vida de todos esos hombres corre peligro
por mi causa. Si desaparecemos, habrá que imputar la culpa a
mis absurdos planes.
¿Y cuál será, Margaret, tu estado de ánimo? No tendrás noticias
de mi destrucción, y esperarás ansiosamente mi retorno.
Pasarán los años, y tendrás momentos de desesperación, y a
pesar de todo te verás torturada por la esperanza. Oh, mi bien
amada hermana, el atroz fracaso de tus sentidas ilusiones es, en
perspectiva, más terrible para mí que la propia muerte. Pero tienes
marido y bellos niños; puedes ser feliz: ¡el cielo te bendiga
y te dé la dicha!
Mi infortunado huésped me contempla con la más bondadosa
compasión. Procura infundirme ánimo; y habla como si
la vida fuese una posesión que él valorara. Me recuerda cuán a
menudo otros navegantes que surcaron este mar afrontaron los
mismos accidentes; y a pesar de mí mismo, sus augurios animosos
consiguen levantar mi ánimo. Aún los marineros sienten
el poder de su elocuencia: cuando él habla, ya no desesperan;
excita sus energías, y mientras oyen su voz, creen que estas vastas
montañas de hielo son como hormigueros que serán derrumbados
por la voluntad del hombre. Estos sentimientos son transitorios;
los sucesivos días de espera los llenan de temor, y casi
anticipo un motín provocado por esta desesperación.

5 de setiembre
Acaba de ocurrir una escena tan desusada, que aunque es
muy probable que estos documentos nunca lleguen a tus manos,
no puedo dejar de registrarla.
Aún estamos rodeados por montañas de hielo, y todavía nos
vemos en inminente peligro de morir aplastados por el choque
de estas moles. El frío es excesivo, y muchos de mis infortunados
camaradas ya hallaron la tumba en esta escena de desolación.
La salud de  ha declinado día tras día: un
fuego febril todavía brilla en sus ojos; pero está agotado, y
cuando se esfuerza por realizar una tarea cualquiera, al punto se
hunde nuevamente en un estado de visible inercia.
En mi carta anterior dije que temía un motín. Esta mañana,
mientras contemplaba el rostro demacrado de mi amigo –los
ojos semicerrados, los miembros colgando inertes– se presentaron
ante mi puerta varios marineros que solicitaban permiso
para entrar en la cabina. Pasaron a la cámara, y el que los dirigía
me habló. Me dijo que él y sus compañeros habían sido elegidos
por la tripulación para que, con carácter de delegación, vinieran
a formularme un pedido que yo no podía rehusar. Estábamos
rodeados por el hielo, y probablemente nunca podríamos salir
de allí; pero temían que si, como era posible, el hielo se abría y
se nos ofrecía un pasaje libre, yo mostrase temeridad sufi ciente
para continuar el viaje, llevándolos al encuentro de nuevos peligros
después de haber sorteado felizmente el que ahora nos
amenazaba. Por lo tanto, insistían en que yo me comprometiese
solemnemente a dirigirme de inmediato hacia el sur si los hielos
dejaban libre el barco.
Esta representación me inquietó. No había desesperado; y
tampoco había concebido la idea de regresar si conseguíamos
salvarnos de los hielos. A pesar de todo, ¿era justo, o siquiera
posible rechazar el pedido? Vacilé sin contestar; y entonces,
, que al principio había guardado silencio, y que
en efecto parecía que apenas tenía fuerza sufi ciente para oír,
se incorporó en su litera; los ojos le centelleaban, y sus mejillas
enrojecieron en una manifestación pasajera de fuerza. Volviéndose
hacia los hombres dijo:
“¿Qué signifi ca esto? ¿Qué están pidiendo al capitán? ¿Es
posible que tan fácilmente abandonen los propósitos que hasta
ahora se habían fi jado? ¿No decían que ésta era una expedición
gloriosa? ¿Y por qué era gloriosa? No porque el camino
estuviese desembarazado y libre como en los mares meridionales,
sino porque abundaba en peligros y motivos de terror;
porque en cada incidente nuevo se ponía a prueba la fortaleza
y el coraje de todos; porque estaban rodeados de peligros y de
muerte, y tenían valor sufi ciente para soportarlos. Por eso era
gloriosa, y por eso se afi rmó que constituía una empresa honorable.
Ustedes vinieron aquí para que más tarde se los elogiase
como a los benefactores de la raza humana; para que venerasen
el nombre de cada uno, como el de un hombre valeroso que
enfrentó la muerte para honor y benefi cio de la humanidad. Y
ahora, al primer atisbo de peligro, o si lo prefieren, a la primera
prueba grave y aun terrorífi ca del coraje de todos, vemos que
retroceden, y que pretenden se les trate como a hombres que
no poseen fuerza sufi ciente para soportar el frío y el peligro; y
así, pobres almas, afi rman que están congelados y que desean
retornar a sus fuegos hogareños. Vaya, para esto no se necesitaba
tanta preparación; no era preciso haber venido tan lejos
ni arrastrado al capitán de la nave hacia la vergüenza de una
derrota, simplemente para probar que ustedes eran cobardes.
¡Oh! Es necesario que aquí todos demuestren ser hombres, o
si lo prefi eren, más que hombres. Que cada uno muestre la fi rmeza
de sus propósitos y la dureza de una roca. Este hielo no
está hecho de la misma materia que nuestro corazón; es mudable
y no podrá prevalecer contra ustedes, si ustedes no lo quieren.
Que nadie regrese a su familia con el estigma de la vergüenza
marcado en la frente. Retornemos como héroes que han
luchado, conquistado, que no saben lo que es volver la espalda
al enemigo.”
Dijo todo esto con una voz tan adecuada para los diferentes
sentimientos que mostró en el discurso, en sus ojos una expresión
de tan elevado heroísmo, que nadie hubiera podido asombrarse
de que lograse conmover a esos hombres. Se miraron
unos a otros, y no supieron qué contestar. Les hablé; les dije que
se retiraran y refl exionasen sobre lo que se había dicho: que no
continuaría avanzando hacia el norte si realmente se oponían a
ello: pero que confi aba en que, después de pensarlo, recuperarían
el valor.
Se retiraron, y yo me volví hacia mi amigo: estaba sumido en
el sopor, y casi privado de vida.
Ignoro cómo acabará todo esto; pero prefi ero morir antes
que regresar avergonzado... es decir, sin haber cumplido mi propósito.
Sin embargo, me temo que ésa será mi suerte; los hombres,
que no están sostenidos por ideas de gloria y honor, mal
pueden continuar soportando de buena gana estas privaciones.

7 de setiembre
La suerte está echada; he aceptado regresar si los hielos no nos
destruyen. Así, la cobardía y la indecisión han destruido mis esperanzas;
regreso ignorante y decepcionado. Se necesita más fi losofía
de la que yo poseo para soportar pacientemente esta injusticia.

12 de setiembre
Todo ha concluido; regreso a Inglaterra. He perdido mis
esperanzas de provecho y gloria; y he perdido a mi amigo. Querida
hermana, trataré de relatarte en detalle estas amargas circunstancias;
y mientras navegue hacia Inglaterra y hacia ti, procuraré
mantener mi ánimo levantado.
El 9 de setiembre el hielo comenzó a desplazarse, y oímos a
la distancia el estrépito poderoso provocado por las islas que se
dividían y desplazaban en todas direcciones. Nos hallábamos en
el más grave peligro; pero como sólo podíamos esperar, consagré
casi toda mi atención a mi infortunado huésped, cuya enfermedad
se agravó de tal modo que se vio completamente confi
nado a su lecho. El hielo se partió detrás de nuestra nave, y
fue llevado con fuerza hacia el norte; una brisa sopló desde el
oeste, y el 11 se liberó totalmente el paso hacia el sur. Cuando
los marineros lo advirtieron, y comprendieron que estaba asegurado
el retorno a la patria, lanzaron gritos de tumultuosa alegría,
prolongados durante largo rato. , que estaba
dormitando, despertó y preguntó la causa del tumulto. “Gritan
–dije– porque pronto regresarán a Inglaterra”.
“Entonces, ¿de veras piensa volver?”
“Lamentablemente así es; no puedo negarme a los reclamos
de estos hombres. No puedo llevarlos contra su voluntad a
enfrentar el peligro, y debo regresar.”
“Hágalo, si así lo desea; pero yo no lo acompañaré. Usted
puede renunciar a su objetivo, pero el Cielo me ha fi jado el mío,
y no me atrevo a rehusarlo. Estoy debilitado; pero sin duda los
espíritus que colaboraron en mi venganza me aportarán fuerza
sufi ciente.” Dicho lo cual, trató de salir de la litera, pero el
esfuerzo fue excesivo para él; cayó nuevamente y se desmayó.
Pasó mucho tiempo antes de que reaccionase; y varias veces
creí que su vida se había extinguido. Al fi n abrió los ojos; respiraba
con difi cultad y no podía hablar. El cirujano le dio una
pócima y ordenó que no lo molestásemos. Entretanto, me dijo
que no quedaban muchas horas de vida a mi amigo.
Se había dictado su sentencia, y por mi parte sólo podía condolerme
y mostrarme paciente. Me senté a su lado, contemplándolo;
tenía los ojos cerrados, y me pareció que dormía; pero
poco después me llamó con voz débil, y pidiendo que me acercara
dijo: “¡Ay!, la fuerza que me sostenía se ha disipado; siento
que pronto moriré, y él, mi enemigo y perseguidor, quizás aún
esté vivo. No crea, Walton, que en los últimos momentos de mi
existencia experimento ese odio profundo y ese ardiente deseo
de venganza que expresé otrora; pero siento que estoy justifi -
cado al desear la muerte de mi adversario. Durante estos últimos
días me he ocupado de examinar mi conducta pasada; y no
la creo censurable. En un momento de locura entusiasta formé
una criatura racional, traté de asegurar su felicidad y bienestar,
en cuanto estaba en mi poder. Tal era mi obligación; pero tenía
otro deber superior aún a éste que acabo de indicar. Mi deber
hacia los seres humanos y hacia mi propia especie tenía mayor
derecho a mi atención, porque incluía una parte mayor de felicidad
o de sufrimiento. Movido por ese criterio, rehusé, e hice
bien en negarme a crear una compañera para la primera criatura.
Ese monstruo demostró malignidad y egoísmo sin iguales.
Destruyó a mis amigos; condenó a la muerte a seres que
poseían sensibilidad exquisita, felicidad y sabiduría; y por mi
parte ignoro cuándo acabará su sed de venganza. El mismo es
un ser abyecto, y debe morir para que no pueda provocar la infelicidad
ajena. Mía era la tarea de destruirlo, pero he fracasado.
Impulsado por motivos egoístas, le pedí que afrontase la tarea
que yo no había sabido concluir; y renuevo ese pedido ahora,
pero lo hago inducido únicamente por la razón y la virtud.
“Sin embargo, no puedo pedirle que renuncie a su patria y a
sus amigos para cumplir esta misión; y ahora que regresa a Inglaterra
tendrá escasa oportunidad de encontrar a la criatura que yo
he creado. Pero dejo librado a su juicio la consideración de estos
puntos, y la ponderación de lo que usted defi na como sus deberes;
mi juicio y mis ideas ya están perturbados por la aproximación
de la muerte. No me atrevo a pedirle que haga lo que creo
justo, pues es posible que aún me desoriente la pasión.
“Que ese ser continúe viviendo como instrumento del mal
me inquieta; en otro sentido, esta hora, que entraña la promesa
de una rápida liberación, es el único instante de felicidad que
he tenido en varios años. Las formas de los muertos amados
se ciernen sobre mí y me apresuro a arrojarme en sus brazos.
¡Adiós, Walton! Busque la felicidad en la existencia serena y evite
la ambición, aunque se trate del anhelo en apariencia inocente
del que quiere distinguirse en las ciencias y los descubrimientos.
Pero, ¿por qué digo esto? Si yo mismo me vi frustrado persiguiendo
tales esperanzas, quizás otro alcance el éxito deseado.”
A medida que hablaba, su voz se debilitó; y al fi n, agotado
hoy el esfuerzo, guardó silencio. Una media hora después nuevamente
intentó hablar, pero no pudo; me apretó débilmente la
mano, y sus ojos se cerraron para siempre, mientras una gentil
sonrisa se dibujaba fugazmente en sus labios.
Margaret, ¿qué puedo decir de la lamentable extinción de este
glorioso espíritu? ¿Cómo puedo explicarte lo ocurrido, de modo
que comprendas la profundidad de mi dolor? Todo lo que podría
decir sería inadecuado y superfi cial. Las lágrimas surcan mis mejillas;
mi mente está ensombrecida por una nube de desilusión;
pero viajo hacia Inglaterra, y quizás allí encuentre consuelo.
Mientras escribo, algo me interrumpe. ¿Qué signifi can esos
ruidos? Es medianoche; el viento sopla suavemente, y el vigía
en el puente apenas se mueve. Nuevamente; es el sonido de una
voz humana, pero más tosca; viene de la cabina donde yacen
los restos de . Debo ir a ver. Buenas noches, hermana
mía.
¡Dios mío! ¡Qué escena me ha tocado presenciar! Aún estoy
aturdido ante el recuerdo de esta experiencia. Apenas sé si seré
capaz de describirla; sin embargo, el relato que hice de estos
acontecimientos sería incompleto sin esta catástrofe fi nal y
portentosa.
Entré en la cabina donde yacen los restos de mi desventurado
y admirable amigo. Sobre él se inclinaba una forma que apenas
sabría describirte; de estatura gigantesca, pero de proporciones
toscas y deformes. Mientras se inclinaba sobre el ataúd, su rostro
estaba oculto por largos mechones de cabellos desordenados;
pero extendía una ancha mano, cuyo color y textura aparente la
semejaba a la de una momia. Cuando oyó que me aproximaba,
interrumpió sus exclamaciones de pena y horror y se lanzó hacia
la ventana. Jamás contemplé una visión tan horrible como su rostro,
de fealdad repugnante y al mismo tiempo conmovedor. Involuntariamente
cerré los ojos, y procuré recordar cuáles eran mis
obligaciones con respecto a este monstruo. Dirigiéndome a aquel
ser, le dije que permaneciese en el sitio.
Se detuvo, mirándome con asombro; y volviéndose nuevamente
hacia la forma inerte de su creador, pareció olvidar
mi presencia, y se hubiera dicho que cada uno de sus rasgos y
sus gestos estaban dominados por la cólera más salvaje de una
pasión incontrolable.
“¡Esta es también mi víctima! –exclamó–: Con su muerte he
coronado mis crímenes; ¡la serie miserable de mi ser llega a su
fin! ¡Oh, ! ¡Ser generoso y abnegado! ¿De qué servirá
que ahora solicite su perdón? ¡Yo, que te destruí irremediablemente
al destruir todo lo que amabas! ¡Ay! Ya está frío, ya no
puede contestarme.”
Su voz parecía sofocada; y mis primeros impulsos, que me
habían sugerido obedecer la última demanda de mi amigo,
destruyendo a su adversario, se vieron suspendidos ahora por
una mezcla de curiosidad y compasión. Me acerqué a este ser
tremendo; pero no me atrevía a elevar los ojos hasta su rostro,
pues en su fealdad había algo temible y fantástico. Intenté
hablar, pero las palabras murieron en mis labios. El monstruo
continuaba dirigiéndose reproches desenfrenados e incoherentes.
Al fi n, conseguí hablarle en una pausa de la tempestad de
sus pasiones: “El arrepentimiento que ahora muestra”, dije,
“ya es superfl uo. Si hubiese escuchado la voz de la conciencia
y atendido a los aguijonazos del remordimiento, antes de haber
llevado a tales extremos, su diabólica venganza,
seguiría viviendo”.
“¿Lo cree usted?” dijo el demonio; “¿cree que yo era inmune
a la agonía y el remordimiento? Él, continuó, señalando el cadáver,
“no sufrió en la consumación del hecho... ¡oh! Ni la diez
milésima parte de la angustia que yo padecí en el detalle interminable
de su ejecución. Un espantoso egoísmo me apremiaba,
mientras mi corazón estaba envenenado por el remordimiento.
¿Cree acaso que los gemidos de Clerval eran música para mis
oídos? Mi corazón estaba conformado para mostrarse sensible
al amor y la simpatía; y cuando el sufrimiento lo inclinó al vicio
y al odio, no soportó la violencia del cambio sin padecer torturas
que usted no puede siquiera imaginar.
“Después de la muerte de Clerval regresé a Suiza deshecho,
con el corazón destrozado. Compadecía a ; y mi
compasión alcanzaba la intensidad del horror: me aborrecía a mí
mismo. Pero cuando descubrí que él, al mismo tiempo el autor
de mi existencia y de sus inenarrables tormentos, se atrevía a
alimentar esperanzas de felicidad; que mientras acumulaba desgracias
y desesperación sobre mí procuraba su propio goce en
sentimientos y pasiones que me estaban vedados para siempre,
la envidia impotente y la indignación más cruel suscitó en mí
una sed insaciable de venganza. Recordé mi amenaza, y decidí
que habría de cumplirla. Sabía que estaba preparando para mí
mismo una tortura letal; pero yo era el esclavo, no el amo de
un impulso que detestaba, y que a pesar de todo no podía desobedecer.
¡Y, sin embargo, no puedo decir lo que sentí cuando
ella murió! No, entonces no me sentí miserable. Había sofocado
todo sentimiento, eliminado toda angustia, para desenfrenarme
en el exceso de mi desesperación. Desde este punto en adelante
el mal fue mi bien. Empujado a esos extremos, sólo podía adaptar
a mi naturaleza un elemento que yo había elegido voluntariamente.
Rematar mi plan demoníaco se convirtió en pasión insaciable.
Y ahora todo ha concluido; ¡ahí está mi última víctima!”
Al principio me sentí conmovido por las expresiones de su
sufrimiento; pero cuando recordé lo que  había
dicho de su capacidad de elocuencia y persuasión, y cuando nuevamente
fi jé los ojos en la forma inerte de mi amigo, se encendió
nuevamente la indignación en mi fuero íntimo. “¡Malvado!”,
dije, “vienes aquí a gemir sobre la desolación que tú provocaste.
Arrojas una antorcha en las viviendas de los hombres; y cuando
el fuego los consume, te sientas entre las ruinas y lamentas el
desastre. ¡Malvado hipócrita! Si el hombre a quien lloras aún
viviese, nuevamente sería el objetivo y la presa de tu maldita
venganza. No sientes compasión; sólo te lamentas porque la
víctima de tu malignidad ha quedado fuera de tu alcance”.
“Oh, no es así... no es así”, interrumpió el monstruo; “sin
embargo, tal debe ser la impresión que provoca el propósito
aparente de mis actos. Pero no busco un alma comprensiva de
mi sufrimiento. Jamás hallaré simpatía. Cuando busqué inicialmente,
deseaba participar en el amor de la virtud, los sentimientos
de felicidad y de afecto, de todo lo cual mi ser desbordaba.
Pero ahora que la virtud se ha convertido para mí en una sombra,
y que la felicidad y el afecto se trocaron en amarga desesperación,
¿por qué he de reclamar simpatía? Me basta sufrir
solo, mientras duren mis sufrimientos: cuando muera, me daré
por satisfecho si el aborrecimiento, y el oprobio acompañan mi
memoria. Otrora mi fantasía se regocijaba con sueños de virtud,
de fama y de placer. Antes esperaba equivocadamente conocer
individuos que, excusando mi forma exterior, me amasen por
las excelentes cualidades que yo podía demostrar. Me nutrían
elevados pensamientos de honor y devoción. Pero ahora el crimen
me ha rebajado al nivel del animal más repugnante. No hay
culpa, ni fechoría, ni malignidad, ni bajeza comparables con las
mías. Cuando recorro el espantoso catálogo de mis pecados, no
puedo creer que soy la misma criatura cuyos pensamientos se
nutrían antaño de visiones sublimes y trascendentes de la belleza
y la majestad del bien. Pero es así; el ángel caído se convierte en
demonio maligno. Pero aun ese enemigo de Dios y del hombre
tenía amigos y asociados en su desolación; yo estoy solo.
”Usted, que llama amigo a , parece conocer mis
crímenes e infortunios. Pero en el relato que él le hizo no pudo
condensar las horas y los meses de padecimiento que yo soporté,
agobiado por pasiones impotentes. Pues mientras destruía sus
esperanzas, no por ello satisfacía mis propios deseos. Éstos eran
mucho más ardientes y profundos; aún anhelaba amor y fraternidad,
y todavía me encontraba despreciado. ¿Acaso esto no
representaba una injusticia? ¿Ha de creérseme el único criminal
cuando toda la especie humana pecó contra mí? ¿Por qué nadie
odia a Félix, que tan cruelmente expulsó al amigo de su puerta?
¿Por qué nadie repudia al rústico que quiso destruir al salvador
de su hija? ¡No, estos son seres virtuosos e inmaculados! Yo,
el miserable y el abandonado, soy un aborto, el ser que merece
desprecio, golpes y atropellos. Aún ahora mi sangre hierve al
recordar la injusticia.
”Pero es verdad que soy un malvado. Asesiné al bueno y al
indefenso; estrangulé al inocente Henry en el sueño, y quité la
vida a quien nunca me hirió, ni hizo daño a otro ser vivo. Hundí
en el sufrimiento a mi creador, el ejemplar selecto de todo lo
que es digno de amor y admiración entre los hombres; y lo perseguí
hasta llevarlo al desastre irremediable. Allí yace, blanco y
frío en la muerte. Usted me odia, pero su aborrecimiento no
puede equipararse al que yo mismo me dispenso. Contemplo las
manos que cumplieron el hecho; pienso en el corazón que imaginó
el acto, y espero el momento en que esas manos se posarán
sobre mis ojos, y en que esa imaginación cesará de acicatear mis
pensamientos.
”No tema que yo llegue a ser instrumento de futuras fechorías.
Mi trabajo casi ha concluido. No necesito su muerte ni la
de otro hombre cualquiera para consumar la misión de mi ser,
y para cumplir lo que debe hacerse; pero sí necesito mi propia
muerte. No crea que demoraré en ejecutar este sacrifi cio. Abandonaré
su buque en la balsa de hielo que me trajo aquí, y buscaré
el extremo más septentrional del globo; formaré mi pira
funeraria y reduciré a cenizas este cuerpo miserable, de modo
que sus restos nada digan al curioso y al impío que pretenda
crear otro ser como yo. Moriré.
”Ya no sentiré los padecimientos que ahora me consumen,
ni seré presa de anhelos insatisfechos. Ha muerto quien me dio
el ser; y cuando yo no exista, el recuerdo de ambos se desvanecerá
rápidamente. Ya no veré el sol o las estrellas, ni sentiré la
caricia del viejito en mis mejillas. La luz, el sentimiento y la sensación
se extinguirán; y en esta condición hallaré mi felicidad.
Hace algunos años, cuando las imágenes que este mundo ofrece
se abrieron por primera vez a mis sentidos, cuando percibí el
calor del estío, y oí el ruido de las hojas y el movimiento de las
aves, y eso era todo para mí, podría haber llorado hasta morir; y
ahora, ése es mi único consuelo. Contaminado por el crimen, y
desgarrado por el remordimiento más cruel, ¿dónde sino en la
muerte hallaré la paz?
”¡Adiós! Le dejo, y en usted abandono al último miembro
de la especie humana que estos ojos verán jamás. ¡Adiós,
!
”Si aún vivieras, si aún acariciaras un deseo de venganza contra
mí, hallarías más satisfacción en mi vida que en mi destrucción.
Pero no fue así; quisiste destruirme para que no causase
mayores daños; y si todavía, de un modo que no está en mi
conocimiento, no has dejado de pensar y sentir, no querrías descargar
sobre mí una venganza peor de la que sufro. Es cierto
que padeciste, pero mi agonía fue peor que la tuya; pues el aguijón
del remordimiento no cesará de envenenar mis heridas hasta
que la muerte las cierre para siempre.”
“Pero pronto”, exclamó, con entusiasmo triste y solemne,
“voy a morir, y lo que ahora siento ya no lo sentiré. Pronto se
disiparán estos ardientes sufrimientos. Ascenderé triunfal a mi
pira funeraria, y me regocijaré en la tortura de las llamas. La luz
de esa confl agración se extinguirá; los vientos arrojarán al mar
mis cenizas. Mi espíritu descansará en paz; y si aún piensa, sin
duda muy otros serán sus pensamientos. Adiós.”
Después de decir estas palabras saltó por la ventana de la
cabina, a la balsa de hielo que permanecía al lado del navío. Las
olas muy pronto lo alejaron, su fi gura se perdió entre las sombras
y la distancia.
FIN

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