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sábado, 27 de marzo de 2010

CARONTE (CHARON)


CARONTE (CHARON)

LORD DUNSANY

Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas eran una con su cansancio.

Para él no era una cosa de años o de siglos, sino de ilimitados flujos de tiempo, y una antigua pesadez y un dolor en los brazos que se habían convertido en parte de un esquema creado por los dioses y en un pedazo de Eternidad.

Si los dioses le hubieran mandado siquiera un viento contrario esto habría dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.

Tan grises resultaban siempre las cosas donde él estaba que si alguna luminosidad se demoraba entre los muertos, en el rostro de alguna reina como Cleopatra, sus ojos no podrían percibirla.

Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban de a miles cuando acostumbraban a llegar de a cincuenta. No era la obligación ni el deseo de Caronte considerar el porqué de estas cosas en su alma gris. Caronte se inclinaba hacia adelante y remaba.

Entonces nadie vino por un tiempo. No era usual que los dioses no mandaran a nadie desde la Tierra por aquel espacio de tiempo. Mas los Dioses saben.

Entonces un hombre llegó solo. Y una pequeña sombra se sentó estremeciéndose en una playa solitaria y el gran bote zarpó. Sólo un pasajero; los dioses saben. Y un Caronte grande y cansado remó y remó junto al pequeño, silencioso y tembloroso espíritu.

Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Aflicción, en el comienzo, entre sus hermanas, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antiguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Caronte.

Entonces, desde el gris y tranquilo río, el bote se materializó en la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Caronte volteó el bote para dirigirse fatigosamente al mundo. Entonces la pequeña sombra habló, había sido un hombre.

"Soy el último", dijo.

Nunca nadie antes había hecho sonreír a Caronte, nunca nadie antes lo había hecho llorar.

CUENTOS DE UN SOÑADOR - LORD DUNSANY


Lord Dunsany

Cuentos de un Soñador

Título original: A Dreamer's Tales

Poltarnees, la que mira al mar

Toldees, Mondath, Arizim, éstas son las Tierras Interiores, las tierras cuyos centinelas, puestos en los confines, no ven el Mar. Más allá, por el Este, hay un desierto que jamás turbaron los hombres, y es amarillo, manchado está por la sombra de las piedras, y la muerte yace en él como leopardo tendido al sol. Están cerradas sus fronteras; al Sur, por la magia; al Oeste, por una montaña, y al Norte, por el grito y la cólera del viento Polar. Semejante a una gran muralla es la montaña del Oeste. Viene desde muy lejos y se pierde muy lejos también, y es su nombre Poltarnees, la que mira al Mar. Hacia el Norte, rojos peñascos, tersos y limpios de tierra y sin mota de musgo o hierba, se escalonan hasta los labios mismos del viento Polar, y nada hay allí sino el rumor de su cólera. Muy apacibles son las Tierras Interiores, y muy hermosas sus ciudades, y no mantienen guerra entre sí, mas quietud y holgura. Y otro enemigo no tienen sino los años, pues la sed y la fiebre se asolean tendidas en mitad del desierto, y no rondan jamás por las Tierras Interiores. Y a vampiros y fantasmas, cuyo camino real es la noche, las fronteras de la magia los contienen al Sur. Y muy chicas son todas sus gratas ciudades, y en ellas los hombres todos tienen trato entre sí, y se bendicen unos a otros en las calles, saludándose por sus nombres. Y existe en cada ciudad una vía amplia y verde, que viene de un valle o bosque o loma, y entra en la ciudad y sale de ella por entre las casas y cruzando las calles; y nunca pasean por ella las gentes; mas todos los años, en el tiempo oportuno, entra por allí la Primavera desde las tierras florecientes, abriendo anémonas en la vía verde, y todos los goces de los bosques repuestos o de los valles apartados, profundos, o de las triunfantes lomas, cuyas cabezas se yerguen tan altivas en la distancia, lejos de las ciudades.

A veces entran carreros o pastores por aquella vía, de los que vienen a la ciudad desde las serranías nebulosas; y los ciudadanos no se lo impiden, porque hay un paso que mancilla la hierba y un paso que no la mancilla, y todo hombre sabe en los adentros del corazón cómo es su paso. Y en los claros soleados del bosque y en sus umbrías, lejos de la música de las ciudades y de la danza de las ciudades, conciertan la música de los lugares campestres y danzan las danzas campestres. Amable, próximo y amistoso se les muestra a estos hombres el Sol, y les es propicio y cuida de sus tiernos vinedos; y ellos, en cambio, se muestran benévolos para con los menudos seres de los bosques y atentos a todo rumor de hadas o leyendas antiguas. Y cuando la luz de alguna pequeña ciudad distante pone un leve rubor en el confín del firmamento y las felices ventanas de oro de las mansiones solariegas abren los ojos brillantes en la oscuridad, entonces la vieja y sagrada figura de la Fábula, velada hasta el rostro, baja de las colinas boscosas y manda alzarse y danzar a las sombras oscuras, y saca de ronda a las criaturas del bosque, y enciende al instante la lámpara del gusano de luz en su enramada de hierba, e impone silencio a las tierras grises, y de ellas suscita desmayadamente en las colinas lejanas la voz de un laúd. No hay en el mundo tierras más prósperas y felices que Toldees, Mondath y Arizim.

De estos tres pequeños reinos llamados las Tierras Interiores huían constantemente los mozos. Ibanse uno tras otro, sin que supiera nadie por qué, sino tan sólo que tenían un anhelo de ver el Mar. Poco hablaban de aquel anhelo; pero un mozo guardaba silencio unos días, y luego, una mañana, muy temprano, se escabullía trepando poco a poco por la dificultosa pendiente de Poltarnees, y, llegado a la cumbre, pasábala y no volvía nunca. Algunos se quedaron atrás, en las Tierras Interiores, y envejecieron; pero, desde los tiempos más primitivos, ninguno de los que subieron a lo alto de Poltarnees regresó jamás. Muchos dirigiéronse a Poltarnees jurando que volverían. Hubo un rey que envió a todos sus cortesanos, uno por uno, para que le revelaran el misterio, y después él mismo se fue allá; ninguno volvió.

Ahora bien, el pueblo de las Tierras Interiores guardaba el culto de los rumores y las leyendas del Mar, y todo cuanto del Mar pudieron saber sus profetas escrito estaba en un libro sagrado que los sacerdotes leían en los templos con devoción profunda en las festividades o en los días de aflicción. Y abríanse todos los templos hacia Poniente, sostenidos por columnas, para que la brisa del mar entrara en ellos; y abríanse hacia Levante, sostenidos por columnas, para que la brisa del Mar no se detuviera, sino que entrara en ellos, dondequiera que estuviese el Mar. Y ésta es la leyenda que tenían del Mar nunca visto por ser alguno de las Tierras Interiores. Decían que el Mar es un río que corre hacia Hércules, y decían que llega hasta el confín del mundo y que Poltarnees lo domina. Decían que todos los mundos celestes corren, entrechocándose, por aquel río, y la corriente los arrastra, y que aquella Infinitud es una intrincada espesura de selvas donde el río precipita su curso arrebatando todos los mundos celestes. Por entre los colosales troncos de aquelíos árboles oscuros, en las más breves frondas, en cuyas ramas muchas noches se reconcentran, andan los dioses. Y cuando su sed, resplandeciente en el espacio como un magno sol, cae sobre los animales, el tigre de los dioses se desliza hasta el río para beber. Y el tigre de los dioses bebe ruidosamente hasta hartarse, destruyendo mundos; y el nivel del río se sume dentro de sus riberas, mientras la sed del animal va saciándose y dejando de resplandecer como un sol. Y multitud de mundos se amontonan entonces, secos, en la orilla, y ya no vuelven a andar por ahí los dioses, porque les lastiman los pies. Son aquéllos los mundos sin destino, cuyas gentes carecen de dioses, y el río fluye sin parar. Y el nombre del río es Oriathon, pero los hombres le llaman Océano. Tal es la Creencia Inferior de las Tierras Interiores. Y hay una Creencia Superior, de que nunca se habla. Según la Creencia Superior de las Tierras Interiores, el río Oriathon corre por las selvas de la Infinitud y de pronto cae rugiendo sobre un confín, desde donde el tiempo llamaba antiguamente a sus horas para que pelearan en la guerra contra los dioses; y cae apagado por el resplandor de las noches y los días, con millas de olas no medidas nunca, en las profundidades de la nada.

Ahora bien, conforme iban transcurriendo siglos y el camino unico accesible a los hombres para subir a Poltarnees desgastándose de tantas huellas, más y más hombres lo pasaban para no volver. Y aún se ignoraba en las Tierras Interiores el misterio que desde Poltarnees se descubría. Y un día tranquilo y sin viento, mientras los hombres caminaban felices por sus hermosas calles o guardaban rebaños en la campiña, saltó de pronto el viento del Oeste y entróse por ellas desde el Mar. Y llegó velado, gris, luctuoso, y trajo hasta alguno el grito hambriento del Mar que reclamaba huesos de hombres. Y el que lo oyó revolvióse sin descanso durante horas, y al cabo se levantó de súbito, irresistiblemente, vuelto hacia Poltarnees, y dijo, como se acostumbra en el país cuando alguien se despide por poco tiempo: «Hasta que venga el recuerdo al corazón del hombre», lo cual significa: «Hasta luego»; mas los que lo amaban, viéndole mirar a Poltarnees, contestáronle tristes: «Hasta que los dioses olviden», que quiere decir: «Adios».

Tenía el rey de Arizim una hija que jugaba con las flores silvestres del bosque, y con las fuentes del palacio de su padre, y con los pajaritos azules del cielo que en la invernada llegábanse a su puerta buscando refugio contra la nieve. Y más hermosa era que las flores silvestres del bosque, y que todas las fuentes del palacio de su padre, y que los pajaritos azules del cielo, cuando con todo su plumaje invernal buscan refugio contra la nieve. Los viejos y sabios reyes de Mondath y Toldees viéronla una vez cuando andaba ligera por los estrechos andenes de su jardín, y volviendo los ojos a las nieblas del pensamiento, reflexionaron sobre el destino de sus Tierras Interiores. Y la miraron atentos junto a las flores majestuosas, y sola, en pie, a la luz del sol; y vieron pasar y repasar contorneándose las aves purpúreas que los recoveros del rey habían traído de Asagéhon. Cuando ella cumplió los quince años, el rey de Mondath convocó un Consejo de reyes. Y con él se reunieron los reyes de Toldees y Arizim. Y el rey de Mondath, en su Consejo, habló de esta suerte:

«El grito del Mar implacable y hambriento (y a la palabra Mar los tres reyes inclinaron la cabeza) atrae cada año, sacándolos de nuestros reinos felices, a más y más súbditos nuestros, y aún ignoramos el misterio del Mar, y ningún juramento se ha inventado que nos devuelva a un hombre solo. Ahora bien, tu hija, Arizim, es más bella que la luz del sol, y más bella que las majestuosas flores que tan altas crecen en tu jardín, y tiene mayor gracia y hermosura que esas extrañas aves que los afortunados recoveros traen en rechinantes carros de Asagéhon, y en cuyo plumaje la púrpura alterna con el blanco. Pues el que se enamore de tu hija Hilnaric, sea quien fuere, ése podrá subir a Poltarnees y regresar, como nadie hasta aquí lo hizo, y contarnos lo que se divisa desde Poltarnees, porque acaso tu hija sea más hermosa que el Mar.»

Alzóse entonces de su sitial del Consejo el rey de Arizim. Y dijo:

«Temo que hayas blasfemado del Mar, y me asusta que tu blasfemia pueda acarrearnos desgracia. No había reparado, a decir verdad, en su hermosura. ¡ Hace tan poco que era niña chica y llevaba el pelo suelto y no recogido aún al modo de las princesas, y se iba sin que nadie la vigilara a los bosques silvestres, y volvía con las vestiduras manchadas y desgarradas, y no escuchaba regaños con sumisión, sino haciendo muecas aun en mi patio de mármol todo rodeado de fuentes! »

Luego habló el rey de Toldees:

«Vigilémosla más atentos y contemplemos a la princesa Hilnaric en la estación de los huertos floridos, cuando las grandes aves se despiden del Mar, que conocen, y buscan descanso en nuestros palacios del interior; y si fuera más hermosa que el amanecer sobre nuestros reinos unidos, cuando los huertos están en flor, acaso sea más hermosa que el Mar.»

Y el rey de Arizim dijo:

«Temo que sea terrible blasfemia, mas lo haré según lo decidisteis en Consejo.»

Y llegó la estación de los huertos floridos. Una noche, el rey de Arizim llamó a su hija para que saliese al balcón de mármol. Y la luna surgía, grande, redonda, sagrada, sobre los bosques oscuros, y todas las fuentes cantaban a la noche. Y la luna tocó los aleros del palacio de mármol, y resplandecieron sobre la tierra. Y la luna tocó las cimas de todas las fuentes, y las grises columnas se quebraron en luces de magia. Y la luna dejó los oscuros caminos del bosque e iluminó todo el blanco palacio y sus fuentes, y brilló en la frente de la princesa, y el palacio de Arizim ganó en resplandores, y las fuentes se trocaron en columnas de relucientes joyas y cantos. Y de la luna, al levantarse, salió una melodía, que no llegó del todo a oídos mortales. E Hilnaric estaba en pie, maravillada, vestida de blanco, con el brillo de la luna en la frente; y acechándola desde la sombra, en el terrado, estaban los reyes de Mondath y Toldees. Y dijeron:

«Es más hermosa que el nacer de la luna.»

Y otro día, el rey de Arizim hizo que su hija se asomara al amanecer, y ellos volvieron a situarse cerca del balcón. Y el sol salió sobre un mundo de huertos, y las nieblas marinas se retiraron de Poltarnees hacia el Mar; leves voces silvestres levantáronse de todos los matorrales, las voces de las fuentes comenzaron a desfallecer, y alzóse, en todos los templos de mármol, el cantar de las aves consagradas al Mar. E Hilnaric estaba en pie, resplandeciente aún del sueño celestial.

«Es más hermosa -dijeron los reyes- que el alba.» Otra prueba impusieron aún a la hermosura de Hilnaric, porque la observaron en las terrazas a la puesta del sol, cuando ya los pétalos de los huertos estaban caídos y en toda la linde de los bosques vecinos florecían el rododendro y la azalea. Y el sol se puso tras la escarpada Poltarnees, y la niebla del Mar se vertió sobre su cumbre interior. Y los templos de mármol se levantaban claros en el atardecer, pero nubecillas de crepúsculo se extendían entre montaña y ciudad. Entonces, de la cornisa de los templos y del tejaroz de los palacios soltáronse atrevidamente los murciélagos, y desplegando las alas, flotaron arriba y abajo por las vías ya oscuras; empezaron a encenderse las luces en las doradas ventanas, los hombres se envolvieron en sus capas por temor a la niebla marina gris, levantóse el son de algunas cancioncillas, y el rostro de Hilnaric convirtióse en lugar de reposo de misterios y ensueños.

«Más que todo -dijeron los reyes- es hermosa; pero ¿quién puede saber si es más hermosa que el Mar?»

Tendido en un macizo de rododendros, en la linde de las praderas de palacio, había esperado un cazador a que el sol se pusiera. Cerca de él había un estanque profundo donde crecían los jacintos y en el que flotaban extrañas flores de anchas hojas; a él iban a beber los toros salvajes, a la luz de las estrellas, y en su acecho vio él Ja blanca forma de la princesa apoyada en el balcón. Antes de que brillaran las estrellas y se llegaran a beber los toros dejó él su escondrijo y se acercó al palacio para ver más próxima a la princesa. Cubiertas estaban las praderas de palacio de no hollado rocío y todo yacía en calma cuan- do él las cruzó, empuñando su luengo venablo. En el más escondido rincón de la terraza, los tres viejos reyes discutían acerca de la hermosura de Hilnaric y del destino de las Tierras Interiores. Caminando ligero, con paso de cazador, acercóse más el que acechaba junto al estanque, en la quietud del anochecer, sin que aún la princesa le viese. Así que la hubo visto de cerca, exclamó de súbito:

«Ha de ser más hermosa que el Mar.»

Volvióse la princesa, y en su porte y luengo venablo conoció que era un cazador de toros salvajes.

Cuando los tres reyes oyeron la exclamación del mozo, dijéronse por lo bajo:

«Este ha de ser el hombre.»

Mostráronsele luego, y le dijeron, con propósito de probarle:

«Señor, habéis blasfemado del Mar.»

Y el mancebo murmuro:

«Es más hermosa que el Mar.»

Y dijeron los tres reyes:

«Más viejos somos y más sabios que vos, y sabemos que nade existe más hermoso que el Mar.»

Y el mozo, destocado y postrado al ver que hablaba con los reyes, contestó, empero:

«Por este venablo; es más hermosa que el Mar.»

Y, entre tanto, la princesa le miraba, reconociéndole por un cazador de toros salvajes.

Dijo el rey de Arizim al que acechaba en el estanque:

«Si subes a Poltarnees y vuelves, como nadie volvió, y nos refieres qué atracción mágica tiene el Mar, te perdonaremos tu blasfemia, y tendrás a la princesa por esposa, y te sentarás en el Consejo de los reyes.»

Y el mozo al punto mostró su asentimiento con alegría. Y la princesa le habló y le preguntó su nombre. Y él le dijo que se llamaba Athelvok, y se llenó de gozo al oír la voz de ella. Y prometió a los tres reyes salir a tercero día para escalar la pendiente de Poltarnees y regresar, y éste fue el juramento con que le ligaron para que volviera:

«Juro por el Mar que arrastra los mundos, por el río de Oriathon, a quien los hombres llaman Océano, y por los dioses y su tigre, y por el sino de los mundos, que volveré a las Tierras Interiores después de haber contemplado el Mar.»

Y prestó con solemnidad el juramento aquella misma noche en uno de los templos del Mar; pero los tres reyes fiaron aún más en la hermosura de Hilnaric que en el poder del juramento.

Al otro día de mañana fue Athelvok al palacio de Arizim, cruzando las campiñas del Este desde el país de Toldees, e Hilnaric salió al balcón y se reunió con él en las terrazas. Y le preguntó si había matado algún toro salvaje, y él le dijo que tres, y luego le contó que había cazado el primero junto al estanque del bosque. Había cogido el venablo de su padre, se fue a la orilla del estanque, se tendió bajo las azaleas a esperar que las estrefias saliesen, porque a su primera luz van los toros salvajes a beber de aquellas aguas. Y fue muy temprano, y tuvo mucho que esperar, y el pasar de las horas se le hizo más largo de lo que era. Y todos los pájaros acudieron a aquel lugar en la noche. Y ya había salido el murciélago, y ningún toro se acercaba al estanque. Y Athelvok estaba persuadido de que ninguno se acercaría. Y tan pronto como su mente adquirió esta certidumbre, abrióse sin rumor la maleza y un enorme toro salvaje se presentó a sus ojos, a la orilla del agua, y sus largos cuernos surgían a los lados de su cabeza, encorvándose por los extremos, y medían cuatro pasos de punta a punta. Y no había visto a Athelvok, porque el enorme. toro estaba al otro extremo del reducido estanque, y Athelvok no podía ir arrastrándose hasta él por miedo de cortar el viento (pues los toros salvajes, que apenas ven en las selvas oscuras, se guardan por el oído y el olfato). Mas pronto se tramó el plan en su mente, mientras el toro erguía la cabeza a veinte pasos justos de donde estaba él, con el agua por medio. Y el toro olfateó con cautela el viento, se puso a escuchar, y luego bajó la cabeza hasta el estanque y bebió. En aquel punto saltó Athelvok al agua y atravesó rápidamente sus algosas profundidades, por entre los tallos de las extrañas flores que flotaban con sus anchas hojas en la superficie. Y Athelvok asestaba su venablo, recto, y mantenía rígidos y cerrados los dedos de la mano izquierda, sin salir a la superficie, de modo que la fuerza del salto le llevó adelante y le hizo pasar sin que se enredara por entre los tallos de las flores. Cuando saltó Athelvok al agua, el toro hubo de levantar la cabeza, se asustó al verse salpicado y luego debió de escuchar y ventear, y como no oyera ni olfateara peligro ninguno, hubo de quedarse rígido por unos instantes, porque en esta actitud le encontró Athelvok al surgir sin aliento a sus pies. Hiriendo de pronto, Athelvok le clavó la lanza en el cuello, antes de que pudiera bajar la cabeza y los cuernos terribles. Pero Athelvok se había colgado de uno de los cuernos y se vio arrastrado a tremenda velocidad por entre los matorrales de rododendros, hasta que el toro cayó, para levantarse de nuevo y morir de pie, luchando sin cesar, ahogado en su propia sangre.

Hilnaric escuchaba el relato como si un héroe de la antigúedad surgiese de nuevo ante sus ojos en toda la gloria de su legendaria juventud.

Mucho tiempo se pasearon por las terrazas, diciéndose lo que siempre se había dicho y se dijo luego, lo que repetirán labios aún por formarse. Y sobre ellos se erguía Poltarnees, mirando al Mar.

Y llegó el día en que Athelvok debía marcharse. E Hilnaric le dijo:

«¿Es cierto que volverás, luego que hayan mirado tus ojos desde la cumbre de Poltarnees?»

Athelvok repuso:

«Cierto que volveré, porque tu voz es más hermosa que el himno de los sacerdotes cuando cantan los loores del Mar; y aunque muchos mares tributarios fluyan hacia Oriathon y él y los otros viertan su hermosura en un estanque a mis pies, volvería jurando que tú eres más hermosa. »

E Hilnaric contestóle:

«La sabiduría del corazón me dice, o una antigua ciencia o profecía, o un raro saber, que nunca más he de oír tu voz. Y por ello te perdono.»

Pero él, repitiendo el juramento prestado, se fue, mirando muchas veces atrás, hasta que la pendiente se hizo tan empinada que su faz tocaba a la roca. Púsose en camino por la mañana y estuvo subiendo todo el día, con pequeño descanso, por los hoyos que había pulimentado el roce de muchos pies. Antes de llegar a la cima escondiósele el sol y fueron oscureciéndose cada vez más las Tierras Interiores. Apresuróse para ver, antes que fuere de noche, lo que había de mostrarle Poltarnees. Ya era profunda la oscuridad sobre las Tierras Interiores, y las luces de las ciudades chispeaban entre la niebla marina cuando llegó a la cumbre de Poltarnees, y el sol, de la otra parte, aún no se había retirado del firmamento.

Y a sus pies se fruncía el viejo Mar, sonriendo y murmurando cantares. Y daba el pecho a unos barcos chicos de velas deslumbradoras, y en las manos tenía los vetustos restos de naufragios tan echados de menos, y los mástiles todos tachonados de clavos de oro que desgajó en su cólera de los soberbios galeones. Y la gloria del sol reinaba en las olas que arrastraban a la deriva maderos de islas de especias, saéudiendo las cabezas doradas. Y las corrientes grises se arrastraban hacia el Sur, como solitarias serpientes enamoradas de algo lejano con amor inquieto, fatal. Y toda la llanura de agua resplandeciente al sol postrero, y las olas y las corrientes, y las velas blancas de los navíos, formaban, juntas, la faz de un extraño dios nuevo que mira a un hombre por primera vez a los ojos en el instante de su muerte; y Athelvok, mirando al maravilloso Mar, supo por qué no vuelven nunca los muertos: porque hay algo que los muertos sienten y conocen y los vivos no entenderán nunca, aunque los muertos vuelvan a contarles lo que han visto. Y el Mar le sonreía, alegre en la gloria del sol. Y había en él un puerto para las naves que regresaban, y junto a él una soleada ciudad, y la gente andaba por sus calles ataviada con las inconcebibles mercancías de las costas más lejanas.

Una fácil pendiente de roca suelta y menuda llevaba desde la cumbre de Poltarnees hasta la orilla del Mar.

Athelvok detúvose un largo rato lleno del pesar de lo perdido, dándose cuenta de que había entrado en su alma algo que no entenderían jamás los de las Tierras Interiores, porque sus pensamientos no iban más allá de los tres breves reinos. Luego, mirando los buques errantes, y las maravillosas mercancías de países remotos, y el color ignorado que ceñía la frente del Mar, volvió los ojos a las Tierras Interiores.

En aquel punto entonó el Mar un canto fúnebre al ocaso por todo el daño que causó en su cólera y por toda la ruina que acarreó a los navíos aventureros; y había lágrimas en la voz del tiránico Mar, porque amaba a las galeras hundidas, y llamaba a sí a todos los hombres y a todo lo viviente para disculparse, porque amaba los huesos que había desparramado. Y volviéndose, Athelvok puso un pie en la pendiente suelta, y otro después, v anduvo un poco para acercarse al Mar, y luego le sobrecogió un sueño y sintió que los hombres juzgaban mal del Mar, tan digno de ser amado, porque mostró alguna colera, porque a veces fue cruel; sintió que reñían las mareas, porque el Mar había amado a las galeras fenecidas. Siguió andando, y las piedras menudas rodaban con él, y en el momento en que se desvaneció el ocaso y apareció una estrella, llegó él a la dorada costa, y siguió adelante hasta que las olas le tocaron las rodillas, y oyó las bendiciones, semejantes a las plegarias, del Mar. Mucho tiempo estuvo así, mientras iban saliento estrellas y copiando su brillo en las olas; más estrellas salían, atorbellinándose en su carrera, del Mar; parpadeaban las luces en toda la ciudad del puerto, colgaban linternas de las naves y ardía la noche de púrpura; y la Tierra, ante los ojos de los dioses, que están sentados tan lejos de ella, refulgía como en una llama. Entonces entró Athelvok en la ciudad del puerto, en donde encontró a muchos que habían dejado antes que él las Tierras Interiores; ninguno deseaba volver al pueblo que no había visto el mar; muchos se habían olvidado de los tres breves reinos, y se susurraba que un hombre que una vez intentó volver halló imposible la subida por la pendiente movediza, deleznable.

Hilnaric no se casó jamás. Pero su dote se destinó a edificar un templo en que los hombres maldicen al Océano.

Una vez al año, con solemnes ritos y ceremonias, maldicen las mareas del Mar; y la luna se mira en él y los aborrece.

Blagdaross

En un descampado de las afueras de la ciudad sembrado de ladrillos caía el crepúsculo. Una o dos estrellas aparecían sobre el humo, y en ventanas distantes se encendían misteriosas luces. La quietud y la soledad se hacían cada vez más profundas. Entonces, todas las cosas desechadas que callan durante el día hallaron voces.

Un viejo corcho habló primero. Dijo: «Crecí en los bosques de Andalucía, mas nunca escuché los perezosos cantos de España. Crecí fuerte a la luz del sol, aguardando por mi destino. Un día los mercaderes llegaron y nos arrancaron; por la costa, apilados, a lomo de asno, nos llevaron a una ciudad orilla del mar, donde me dieron forma. Un día me enviaron al Norte, a Provenza, y allí cumplí mi destino. Porque me pusieron de guarda sobre el vino hirviente, y durante veinte años permanecí centinela fiel. Durante los primeros años, el vino que guardaba durmió en la botella soñando con Provenza; mas al transcurso del tiempo fue tomando fuerza, hasta que por fin, cuando quiera que un hombre pasaba, el vino me empujaba con todo su poder, diciéndome: «¡Déjame salir! ¡Déjame salir!" Y a cada ano su vigor aumentaba y acentuaba el vino su clamor siempre que el hombre pasaba; pero nunca logró arrojarme de mi lugar. Mas después de haberle contenido poderosamente durante veinte anos, le trajeron al banquete y me quitaron de mi puesto, y el vino saltó bullicioso y corrió por las venas de los hombres, y exaltó sus almas hasta que se alzaron de sus asientos y cantaron canciones provenzales. Pero a mí me arrojaron, a mí, que había sido su centinela veinte años y que estaba aún tan fuerte y macizo como cuando me pusieron de guarda. Ahora soy un despojo en una fría ciudad del Norte, yo, que he conocido los cielos de Andalucía y guardado muchos años los soles provenzales que arden en el corazón del vino regocijante.»

Un fósforo incólume, que alguien había tirado, habló en seguida: «Yo soy un niño del Sol -dijo- y un enemigo de las ciudades; hay en mi corazon cosas que no sospecháis. Soy hermano de Etna y Strómboli; guardo en mi fuegos escondidos, que surgirán un día hermosos y fuertes. No entraremos en la servidumbre de ningún hogar, ni moveremos máquinas para nuestro alimento allí donde lo encontremos aquel día en que seamos fuertes. Hay en mi corazon ninos maravillosos, cuyos rostros han de ser mas vivaces que el arco iris; firmarán pacto con el viento Norte y éste los empujará adelante; todo será negro tras ellos y negro sobre ellos, y nada habrá bello en el mundo sino ellos; se apoderarán de cuanto hay sobre la tierra y ésta será suya, y nada los detendrá, sino nuestro viejo enemigo el mar.»

Luego habló una vieja tetera rota, y dijo: «Soy la amiga de las ciudades. Me siento sobre el hogar entre las esclavas, las pequeñas llamas que se alimentan de carbón. Cuando las esclavas danzan tras de las rejas, me siento en medio de la danza y canto y alegro a mis amos. Y entono canciones sobre la molicie del gato, y sobre la inquina que hay hacia él en el corazón del perro, y sobre el torpe andar del niño, y sobre el arrobamiento del señor de la casa cuando cocemos buen te moreno; y a veces, cuando la casa está muy Caliente y contentos el amo y las esclavas, rechazo los vientos hostiles que soplan sobre el mundo.»

Y habló después un trozo de vieja cuerda: «Fui hecha en un lugar de condena, y condenados tejieron mis fibras en un trabajo sin esperanza. De entonces me quedó la mugre del odio en el corazón, y por esto jamás dejé libre nada una vez que lo hube sujetado. He atado muchas cosas, implacable, por meses y años; porque acostumbraba a entrar plegándome en los almacenes donde las grandes cajas yacen abiertas al aire,.y una de ellas se cerró de súbito y mi fuerza espantosa cayó sobre ella como una maldición, y si sus tablas gemían cuando yo las estrechaba, o si pensando en sus bosques crujían en la noche solitaria, yo las estrechaba todavía más, porque vive en mi alma el pobre odio inútil de los que me tejieron en un lugar de condena. Mas, a pesar de todas las cosas que había retenido con mi garra de prisión, mi última obra fue libertar una. Estaba yo ociosa una noche en la sombra, en el suelo del almacén. Nada se movía, y hasta dormía la arana. Hacia media noche, una gran bandada de rumores ascendió de las planchas del suelo y estremeció los techos. Un hombre vino hacia mí, solo. Y conforme se acercaba reprochábale su alma, y vi que había una gran pugna entre el hombre y su alma, porque su alma no quería dejarle y continuaba reprochándole. Entonces, el hombre me vio y dijo: "Esta, al fin, no me faltará." Cuando así le oí decir, determiné que cualquier cosa a que me requiriese sería cumplida hasta el límite. Y cuando formé este propósito en mi corazón impasible, me asió y se subió a una caja vacía que debería atar a la mañana siguiente, y me enlazó por un extremo a una negra viga; mas el nudo fue atado con descuido, porque su alma estaba reprochándole de continuo y no le daba reposo. Después hizo una lazada de mi otro cabo, y entonces el alma del hombre cesó de reprocharle y le gritó jadeante y le suplicó que se pusiera en paz con ella y que nada hiciera de súbito; mas el hombre prosiguó su trabajo y puso la lazada por su cabeza hasta por debajo de la barba, y el alma gritó horriblemente.

»Entonces, el hombre apartó la caja de un puntapié, y al momento comprendí que mi fuerza no bastaba a sostenerle; mas recordé que él había asegurado que no habría de faltarle, y puse todo el vigor de mi odio mugriento en mis fibras y le sostuve con sólo el esfuerzo de la voluntad. Entonces, el alma me gritó que soltara, pero yo dije:

-No; tú humillaste al hombre.

»Me gritó que me soltase de la viga, y ya resbalaba, porque sólo me sujetaba a ella por un nudo mal hecho; mas apreté con mi garra de presa y dije de nuevo:

-Tú humillaste al hombre.

»Y sofocadamente me dijo otras cosas, mas no respondí; y al fin el alma que vejaba al hombre que en mí había confiado voló y le dejó en paz. Jamás pude luego atar ninguna cosa, porque mis fibras quedaron desgastadas, retorcidas, y aun mi implacable corazón habíase debilitado en la lucha. Poco después me arrojaron aquí. Había cumplido mi trabajo.»

Así hablaron entre sí, pero mientras asomaba sobre ellos la forma de un viejo caballito de madera que se quejaba amargamente. Dijo: «Soy Blagdaross. Triste de mí que yazgo ahora como un despojo entre estas dignas pero humildes criaturas. ¡Ay de aquellos días que nos fueron robados y ay de Aquel Grande que fue mi dueño y mi alma, cuyo espíritu se ha encogido y no puede saber más de mí, ni cabalgar por el mundo en caballerescas empresas! Yo fui Bucéfalo cuando él Alejandro, y le llevé victorioso hasta el Indo. Con él hallé los dragones cuando él era San Jorge, y fui el caballo de Rolando en lucha por la cristiandad, y muchas veces Rocinante. Batallé en los torneos y caminé errante en busca de aventuras, y encontré a Ulises y a los héroes, y las mágicas fiestas. O ya tarde en la noche, antes de encenderse las lámparas en el cuarto de los niños, montaba sobre mí bruscamente y galopábamos a través del Africa. Allí cruzábamos en la noche tropicales selvas y pasábamos oscuros ríos, que centelleaban con los ojos de los cocodrilos, y en donde flotaban los hipopótamos corriente abajo, y misteriosos ganados surgían de pronto en la oscuridad y furtivamente desaparecían. Y después de haber cruzado la selva encendida por las luciérnagas, salíamos a la abierta llanura y galopábamos por ella, y los flamencos escarlata volaban a nuestro lado por las tierras de los reyes sombríos con coronas de oro sobre sus cabezas y cetros en las manos, que salían de sus palacios para vernos pasar. Entonces revolvíame yo súbitamente y el polvo se desprendía de mis cuatro herraduras cuando galopaba hacia casa de nuevo y mi amo era llevado al lecho. Y al otro día montaba en busca de extrañas tierras, hasta que llegábamos a una mágica fortaleza guardada por hechiceros, y derribaba los dragones a la puerta, y siempre volvía con una princesa más bella que el mar.

«Pero mi amo empezó a ensanchar de cuerpo y a encogerse de alma y rara vez salía de aventuras. Al fin vio el oro y nunca más volvió a cabalgarme, y a mí me arrojaron entre esta gentecilla.»

Pero mientras el caballito hablaba, dos niños se escaparon, sin permiso de sus padres, de una casa situada en el confín y cruzaron el descampado en busca de aventuras. Uno de ellos llevaba una escoba, y al ver al caballito, nada dijo, pero rompió el astil de la escoba y lo ajustó entre sus tirantes y su camisa, al costado izquierdo. Después montó en el caballito y enarbolando el astil de la es- coba, aguzado en la punta, gritó: «Saladino está en este desierto con todos sus secuaces; yo soy Corazón de León.» A poco dijo el otro niño: «Déjame a mí también matar a Saladino.» Y Blagdaross, en su corazón de madera, que estaba henchido con pensamientos de batalla, dijo: «Aún soy Blagdaross.»

Día de elecciones

En la ciudad costera era día de elecciones, y el poeta se sintió triste cuando al levantarse vio entrar su luz por la ventana, entre dos cortinillas de gasa. Y el día de las elecciones era espléndidamente hermoso; unos pájaros cantores perdidos se acercaban a la ventana del poeta; era el aire vivaz e invernizo, pero el brillo del sol tenía engañados a los pájaros. Oyó el poeta los ruidos del mar que la luna traía hacia la costa, llevándose arrastras los meses sobre guijarros y chinas, y amontonándolos con los años allí donde yacen los siglos ya inservibles; vio alzarse las majestuosas lomas que miraban poderosamente hacia el Sur; vio el humo de la ciudad subir hasta sus rostros celestes: columna a columna, subía tranquilamente en el aire de la mañana, a medida que los rayos escudriñadores del sol iban despertando las casas una tras otra y encendiendo el fuego diario en cada una; columna tras columna, subía hacia el rostro sereno de las lomas y se desvanecía antes de llegar a él, quedándose todo blanco encima de las casas; y todos en la ciudad se habían vuelto locos.

Fue extraño caso que el poeta alquilara el automóvil más grande de la ciudad, y lo cubriese con las banderas que tuvo a mano, y echara a correr para poner en salvo una inteligencia. Y a poco se encontró con un hombre de cara encendida que proclamaba a gritos la proximidad de los tiempos en que un candidato, cuyo nombre pronunció, ganase la votación con triunfal mayoría. Detúvose a su lado el poeta y le ofreció sitio en el automóvil cubierto de banderas. Al ver el hombre aquel las banderas del automóvil y que era el más grande de la ciudad, entró en él. Dijo que su voto sería a favor del sistema fiscal que nos ha traído a ser lo que somos, para que el alimento del pobre no sufra impuestos que hagan más rico al rico. O si no, que votaría por el sistema de tarifas que nos uniera más íntimamente con las colonias en lazos duraderos y diese empleo a todos. Pero el automóvil no se encaminaba al colegio electoral; lo dejó atrás, y a la ciudad también, y llegó, por las revueltas de un caminito blanco, a la cumbre misma de las lomas. Allí el poeta despidió el automóvil, dejó sobre la hierba al pasmado elector y se sentó sobre una manta. Mucho tiempo estuvo hablando el votante de las tradiciones imperiales que nuestros antepasados crearon para nosotros y que él sostendría mediante el sufragio, o si no habría un pueblo oprimido por un sistema feudal ya añejo y sin eficacia, llamado a desaparecer o a enmendarse. Pero el poeta le indicó unos barquitos menudos, lejanos, errantes, en la faja del mar llena de sol, y los pájaros que revoloteaban a sus pies, y las casas sobre las cuales volaban, con sus columnitas de humo que no podían llegar hasta las lomas.

Al pronto, el elector lloraba como un chiquillo por su colegio electoral; mas pasado un rato se tranquilizó, perdiendo la calma sólo cuando el débil rumor de unas aclamaciones llegaba agitado hasta las lomas, cuando el elector clamaba agriamente contra el mal gobierno del partido radical, si no era -se me ha olvidado lo que el poeta me contó- que ensalzaba su gestión espléndida.

«Mire -dijo el poeta-, ¡qué antigua hermosura la de estas lomas, la de las casas viejas, la de la mañana, la del mar gris que murmura a la luz del sol en torno al mundo! ¡Y han ido a escoger este lugar para volverse locos!»

Y allí, en pie, con toda la ancha Inglaterra a sus plantas, ondulando hacia el Norte, loma tras loma, y ante sus ojos el mar resplandeciente, demasiado lejos del son de sus rugidos, el elector fue encontrando menos importantes los asuntos perturbadores de la ciudad. Pero aún sentía cólera.

«¿Por qué me trajo usted aquí?» -preguntó de nuevo.

«Porque me sentía solo contestó el poeta-, mientras toda la ciudad se volvía loca.»

Luego fue señalando al elector algunos viejos espinos inclinados, y le mostró el paso que el viento había llegado a abrirse en un millón de años, soplando contra la loma desde el mar; le habló de las tormentas que sobrecogen a los barcos, le dijo sus nombres y procedencia y las corrientes que suscitan, y le explicó el camino que siguen las golondrinas. Y habló de la loma en que estaban sentados cuando llega el estío, y de las flores aún no nacidas en ella, y de las diversas mariposas, y de los murciélagos y vencejos, y de los pensamientos que guarda el hómbre en su corazón. Habló del añoso molino de viento que se alzaba en la loma, y contó que a los niños les parecía un viejo raro, muerto sólo de día. Y conforme hablaba, y conforme el viento de mar alentaba en aquel elevado y solitario paraje, empezaron a desprenderse de la inteligencia del elector las frases sin sentido que la abarrotaban desde tanto tiempo atrás -mayoría aplastante, lucha victoriosa, inexactitudes de terminología-, y el vaho de las lámparas de parafina que se bamboleaban en las acaloradas escuelas, y las citas escogidas en discursos antiguos a causa de la longitud de los párrafos. Se despidieron, aunque poco a poco, y poco a poco el elector fue viendo un mundo más amplio y la maravilla del mar. Y la tarde se fue pasando, y vino el anochecer invernal, y cayó la noche, y el mar se puso todo negro, y al tiempo que las estrellas salen a relucir para contemplar nuestra pequeñez, el colegio electoral se cerró en el pueblo.

Cuando volvieron, ya desmayaba el torbellino en las calles, la noche escondía el brillo de los carteles, y la marca, encontrándose con que el ruido iba decayendo, y llegando a su plenitud, se puso a contar el antiguo cuento aprendido en su mocedad, en que habla del fondo de los mares; el mismo cuento que contó a los navíos costeros que llevaba a Babilonia por la vía del Eufrates, antes de la destrucción de Troya.

Repruebo a mi amigo el poeta, pese a su soledad, por haber impedido que aquel hombre votara (deber de todo ciudadano); mas acaso importara poco, decidida como estaba ya de antemano la contienda, pues el candidato derrotado, por su pobreza o por manifiesta locura, no había pensado en hacerse inscribir como socio en ningún club de fútbol.

La locura de Andelsprutz

Vi por primera vez la ciudad de Andelsprutz una tarde de primavera. El día estaba colmado de sol cuando me acercaba por el camino de los campos, y toda aquella mañana había estado pensando: «El sol dará en los muros cuando vea por primera vez la hermosa ciudad conquistada que me ha nutrido de amables sueños.» De pronto vi alzarse de los campos sus murallas y detrás los campanarios. Entré por una de las puertas y vilas casas y las calles, y me invadió una gran pesadumbre. Porque cada ciudad tiene su aire, sus maneras, por los que se distinguen como a un hombre de otro, con sólo verlos. Hay ciudades llenas de felicidad y ciudades llenas de placer, y también ciudades llenas de melancolía. Hay ciudades con sus caras al cielo y otras que humillan el rostro a tierra; unas hay que parecen contemplar el pasado y otras el futuro; algunas os observan fijamente cuando pasáis, otras os miran de pasada, otras os dejan pasar. Algunas aman a las ciudades que son sus vecinas, otras son amadas de las llanuras y de las umbrías. Algunas ciudades se ofrecen desnudas al viento, otras envuélvense en capas púrpura, otras en capas pardas, y otras se tocan de blanco. Algunas cuentan el viejo cuento de su infancia, que otras guardan secreto; algunas ciudades cantan, y algunas musitan, y algunas sienten ira, y algunas tienen sus corazones rotos, y cada ciudad sale a recibir al tiempo de muy distinta manera.

Me había yo dicho: «Veré a Andelsprutz arrogante en su hermosura»; y había dicho: «La veré llorar por su conquista».

Había dicho: «Me cantará canciones», y «será tácita», «estará ataviada» y «estará desnuda, pero espléndida».

Mas las ventanas de las casas de Andelsprutz miraban espantadas las llanuras, como los ojos de un loco. A su hora resonaron sus campaniles ingratos y desacordados; las campanas de unos estaban desentonadas, y cascadas las de otros, y sus tejadillos desnudos de musgo. Al atardecer, ningún rumor placentero levantábase en sus calles. Cuando las lámparas se encendían en sus casas, ningún místico hacecillo se escapaba hacia la sombra; veríais simplemente que estaban encendidas las lámparas. Andelsprutz no tiene aspecto ni maneras propios. Cuando cayó la noche y se corrieron las cortinas sobre las ventanas, percibí lo que no había pensado a la luz del día. Entonces conocí que Andelsprutz estaba muerta.

Vi en un café a un hombre rubio que bebía cerveza, y le pregunte:

«¿Por qué está casi muerta la ciudad de Andelsprutz y se le ha escapado el alma?»

El contestó: «Las ciudades no tienen alma, y en los ladrillos no hay vida'nunca.»

Y yo le dije: «Sir, usted ha dicho la verdad.»

Hice a otro hombre igual pregunta y me dio la misma respuesta, y le agradecí su cortesía; y vi a un hombre de más sutil complexión, con el cabello negro y surcos en las mejillas por el correr de las lágrimas, y le pregunté:

«¿Por qué está muerta Andelsprutz y cuándo se quedó sin alma?»

Y respondió: «Andelsprutz esperó demasiado. Durante treinta años tendió sus brazos todas las noches hacia la tierra de Akla, a la Madre Akla, a la que había sido robada. Todas las noches esperaba y suspiraba y tendía sus brazos a la Madre Akla. A media noche, una vez al año, en el aniversario del terrible día, Akla enviaba emisarios secretos que pusieran una guirnalda sobre los muros de Andelsprutz. No pudo hacer más. Y en esta noche, una vez al año, yo acostumbraba llorar, porque llorar era el modo de la ciudad que me crió. Todas las noches, mientras las otras ciudades dormían, sentábase aquí Andelsprutz a meditar y a esperar, hasta que treinta guirnaldas ciñeron sus paredes y los ejércitos de Akla aún no podían venir.

«Mas después de esperar tanto tiempo, y en la noche que los fieles emisarios habían traído la última de las treinta guirnaldas, Andelsprutz se volvió loca de pronto. Las campanas sonaron su espantoso clamor en las torres, los caballos relincharon en las calles, aullaron todos los perros, despertaron los estólidos conquistadores, revolvieronse en sus lechos y se durmieron otra vez; y entonces vi levantarse la forma sombría y gris de Andelsprutz, que coronaba sus cabellos con los fantasmas de las catedrales, y salió de su ciudad. Y la grande forma sombría que era el alma de Andelsprutz se fue gimiendo a los montes, y allí la seguí, porque ¿no había sido ella mi nodriza? Sí; marché solo a los montes, y por tres días, envuelto en mi capa, dormí en sus brumosas soledades. Nada tenía para comer, y para beber sólo el agua de los torrentes de las montañas. De día no había cosa viviente a mi lado, y nada oía, sino el ruido del viento y el estruendo de los torrentes de la montaña. Mas durante las tres noches oi en torno, sobre la montaña, los ecos de una gran ciudad; vi resplandecer por momentos sobre las cimas las luces de los ventanales de una alta catedral, y a veces la linterna vacilante de alguna patrulla de la fortaleza. Y vila enorme silueta nebulosa del alma de Andelsprutz sentada, cubierta con sus aéreas catedrales, que se hablaba a si misma, los ojos fijos hacia adelante en desvariada contemplación, y contando de antiguas guerras. Y su charla confusa de aquellas noches sobre la montaña era por veces la voz del tráfico, y luego de las campanas de las iglesias, y después sones de trompetas, pero casi siempre era la voz de encendida guerra; y todo era incoherente, y ella estaba completamente loca.

«A la tercera noche llovió copiosamente, mas yo permanecí para contemplar el alma de mi ciudad natal. Y aún estaba ella sentada mirando hacia adelante, delirando; pero ahora su voz era más dulce. Había en ella más armonía de campanas, y a veces de canción. Era pasada la media noche, y aún la lluvia lloraba sobre mi, y aún las soledades de la montaña estaban llenas de los gemidos de la pobre ciudad loca. Y vinieron las horas siguientes a la media noche, las horas frías en que mueren los enfermos.

»Súbitamente percibí grandes formas que se movían entre la lluvia, y oí el eco de voces que no eran de mi ciudad ni de ninguna de las que había conocido. Y distinguí al punto, si bien confusamente, las almas de un gran concurso de ciudades que se inclinaban sobre Andelsprutz y la confortaban; y los torrentes de las montañas mugían aquella noche con las voces de las ciudades silenciosas desde muchos siglos atrás. Porque allí vino el alma de Camelot, que abandonara a Usk tanto tiempo hace; y allí estaba Troya, ceñida de torres, maldiciendo todavía el dulce rostro ruinoso de Elena; vi a Babilonia y a Persépolis y la faz barbada de Nínive, la de cabeza de toro; y a Atenas, que lloraba a sus dioses inmortales.

«Y las almas de las ciudades que estaban muertas hablaron aquella noche en el monte a mi ciudad y la consolaron, hasta que dejó de pedir guerra y sus ojos dejaron de mirar espantados; mas ocultó su rostro entre las manos y lloró dulcemente durante algún tiempo. Alzóse por fin, y andando pausadamente, con la cabeza inclinada, y apoyándose en Troya y en Cartago, marchó dolorida hacia Oriente; y el polvo de sus caminos arremolinábase a su espalda, un polvo espectral que nunca se tornaba en lodo a pesar de la lluvia. Y así se la llevaron las almas de las ciudades, y fueron desapareciendo del monte, y las antiguas voces se desvanecieron en la distancia.

«No he vuelto a ver desde entonces viva a mi ciudad; pero una vez hallé a un viajero, quien dijo que en alguna parte, en medio de un gran desierto, están congregadas las almas de todas las ciudades muertas. Dijo haberse extraviado una vez en un lugar en que no había agua y que había oído sus voces hablar toda la noche. »

Pero yo dije: «Una vez estuve sin agua en el desierto y oí que me hablaba una ciudad; mas no supe si hablaba o no, porque oí aquel día muchas cosas terribles y sólo algunas eran verdaderas.»

Y el hombre de cabello negro dijo: «Yo creo que es cierto, aunque no sé de dónde venía. No sé más sino que un pastor me encontró por la mañana desvanecido de hambre y de frío y me trajo aquí; y cuando llegué, Andelsprutz, como habéis visto, estaba muerta.»

En donde suben y bajan las mareas

Soñé que había hecho una cosa horrible, tan horrible, que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí.

Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones encendidos, me sacaron.

Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de los reflejos de las luces. Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus hachas fulgurantes. Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi alma aún estaba entre mis huesos, porque no había infierno para ella, porque se me había negado sepultura cristiana.

Bajáronme por una escalera cubierta de musgo resbaladizo y viscosidades, y así descendí poco a poco al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una somera fosa. Después me depositaron en la tumba, y de repente arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió el fulgor de las teas, viéronse, pálidas y pequeñas, sobrenadar en la marea; y al punto se desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme aurora; mis amigos cubriéronse los rostros con sus capas, y la solemne procesión se dispersó, y mis amigos fugitivos desaparecieron calladamente.

Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo, menos mi cara. Allí yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que las mareas no llevarán más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles que no son tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado; mas la percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y vi las desoladas viviendas amontonadas en la margen del río, y en mis ojos muertos penetraban sus ventanas muertas, tras de las cuales había fardos en vez de ojos humanos. Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas, que quise llorar, mas no pude porque estaba muertto. Supe entonces lo que jamás había sabido: que durante muchos años aquel rebaño de casas desoladas había querido llorar también, mas, por estar muertas, estaban mudas. Y supe que también las cosas olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ojos ni vida. Y yo también intenté llorar, pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado, mas él seguía corriendo sin pensar más que en los barcos maravillosos.

Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió, y mi alma halló reposo en el agua verde, y se regocijó, e imaginó que tenía la sepultura del mar. Mas con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos.

En el renegrido muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas y obstruidas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roer- me, y mi alma se regocijó creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado entierro. Pero al punto se apartaron las ratas breve trecho y cuchichearon entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar de nuevo.

Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las desoladas casas,y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marca.

Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron por mi, y me exhumaron, y me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.

Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años, pero siempre al fin del funeral acechaba uno de aquellos hombres terribles, quienes, no bien caía la noche, venían, me sacaban y me volvían nuevamente al hoyo del fango.

Por fin, un día murió el último de aquellos hombres que hicieron un tiempo la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol.

Y esperé de nuevo.

Pocas semanas después me encontraron otra vez, y otra vez me sacaron de aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en sagrado, donde mi alma esperaba descanso.

Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus mudos corazones cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango. Debe recordarse que yo no podía llorar.

Y corrían los años hacia el mar adonde van las negras barcas, y las grandes centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo de esperanza y sin atreverme a esperar sin motivo por miedo a la terrible envidia y a la cólera de las cosas que ya no podían navegar.

Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del mar del Sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del Este. Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y mezcláronse con cosas que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriles barcos que se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la bajamar cabalgó río abajo, y dobló hacia el Sur, y tornóse a su morada. Y repartió mis huesos por las islas y por las costas de felices y extraños continentes. Y por un momento, mientras estuvieron separados, mi alma creyóse casi libre.

Luego se levantó, al mandato de la Luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas de sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hacia el Norte hasta que llegó a la boca del Támesis, y subió por el río y encontró el hoyo en el fango, y en él dejó caer mis huesos; y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque el fango no cuida de las cosas abandonadas.

Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las cosas y la envidia de las otras cosas olvidadas que no había removido la tempestad.

Y transcurrieron algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía, en la indiferente prisión del fango, jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la tierra o el dulce regazo del mar.

A veces encontraban los hombres mis huesos y los enterraban, pero nunca moría la tradición, y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles descuajados por el viento, en su natural simplicidad.

Al cabo percibí que dondequiera a mi lado se movía una brizna de hierba y el musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre pasó río abajo.

Por algunos años espié atentamente aquéllas señales, hasta que me cercioré de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza, y en toda la orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida encontraron sepultura decorosa entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la clemátide. Y sobre los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre. Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado y que Londres había desaparecido.

El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua capa, que era una de aquellas que un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al pretil para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había desaparecido a la par que Londres.

Pocos días después de haberse ido el último hombre entraron las aves en Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se apartaron un poco y hablaron entre sí.

«Sólo pecó contra el Hombre -dijeron-. No es cuestión nuestra.»

«Seamos buenas con él» -dijeron.

Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y en las dos orillas del río, y en el cielo, y en las espesuras que un tiempo fueron calles, cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su canto los pájaros; sus bandadas espesábanse en el aire, sobre mi cabeza, hasta que se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y por último no pude ver sino un ejército de alas batientes, con la luz del sol sobre ellas, y breves claros de cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres más que las miriadas de notas del canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo del fango y comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas de los pájaros un sendero que subía y subía, y a su término se entreabría una estrecha puerta del Paraíso. Y entonces conocí por una señal que el fango no había de recibirme más, porque de repente me encontré que podía llorar.

En este instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, a la luz radiante de la mañana, trínaban unos gorriones sobre un árbol ; y aún había lágrimas en mi rostro, pues la represión propia se debilita en el sueño. Me levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo, bendije a los pájaros cuyos cantos me habían arrancado a los turbulentos y espantosos siglos de mi sueño.

Bethmoora

Hay en la noche de Londres una tenue frescura, como si alguna brisa desmandada hubiérase apartado de sus camaradas en los altos de Kentish y penetrado a hurtadillas en la ciudad. El suelo está húmedo y luciente. En nuestros oídos, que han llegado a una singular acuidad a esta tardía hora, incide el golpeteo de remotas pisadas. El taconeo crece cada vez más y llena la noche entera. Y pasa una negra figura encapotada y se pierde de nuevo en la oscuridad. Uno que ha bailado se retira a su casa. En alguna parte, un baile ha terminado y cerrado sus puertas. Se han extinguido sus luces amarillas, callan sus músicos, los bailarines han salidao al aire de la noche, y ha dicho el Tiempo: «Que acabe y vaya a colocarse entre las cosas que yo he apartado.»

Las sombras comienzan a destacarse de sus amplios lugares de recogimiento. No menos calladamente que las sombras, leves y muertas, caminan hacia sus casas los clandestinos gatos; de esta manera, aun en Londres tenemos remotos presentimientos de la llegada del alba, a la cual las aves y los animales y las estrellas cantan clamorosos en los despejados campos.

No puedo decir en qué momento percibo que la misma noche ha sido irremisiblemente abatida. Se me revela de súbito en la cansada palidez de los faroles que están aún silenciosas y nocturnas las calles, no porque haya fuerza alguna en la noche, sino porque los hombres no se han levantado todavía de su sueño para desafiarla. Así he visto exhaustos y desaliñados guardias aún armados de antiguos mosquetes a las puertas de los palacios, aunque los reinos del monarca que guardan se han encogido en una provincia única que ningún enemigo se ha inquietado en asolar.

Y ahora se manifiesta en el semblante de los faroles, estos humildes sirvientes de la noche, que ya las cimas de los montes ingleses han visto la aurora, que las crestas de Döver se ofrecen blancas a la mañana, que se ha levantado la niebla del mar y va a verterse tierra adentro.

Y ya unos hombres, con unas mangueras, han venido y están desbrozando las calles.

Ved ahora a la noche muerta.

¡ Qué recuerdos, qué fantasías se atropellan en nuestra mente! Una noche acaba de ser arrebatada de Londres por la manos hostil del tiempo. Un millón de cosas vulgares, envueltas por unas horas en el misterio, como mendigos vestidos de púrpura y sentados en tronos imponentes. Cuatro millones de seres dormidos, soñando tal vez. ¿En qué mundos han entrado? ¿A quién han visto? Pero mis pensamientos están muy lejos, en la soledad de Bethmoora, cuyas puertas baten en el silencio, golpean y crujen en el viento, pero nadie las oye. Son de cobre verde, muy bellas, pero nadie las ve. El viento del desierto vierte arena en sus goznes, pero nadie llega a suavizarlos. Ningún centinela vigila las almenadas murallas de

Bethmoora; ningún enemigo las asalta. No hay luces en sus casas ni pisadas en sus calles; está muerta y sola más allá de los montes de Hap; y yo quisiera ver de nuevo a Bethmoora, pero no me atrevo.

Hace muchos años, según me han dicho, que Bethmoora está desolada.

De su desolación se habla en las tabernas donde se juntan los marineros, y ciertos viajeros me lo han contado.

Yo tenía la esperanza de haber visto otra vez Bethmoora. Muchos años han pasado, me dijeron, desde que se hizo la última vendimia de las viñas que yo conocí, donde ahora es todo desierto. Era un radiante día, y los moradores de la ciudad danzaban en las viñas, y en todas partes sonaba el kalipak. Los arbustos florecidos de púrpura cuajábanse de yemas, y la nieve refulgía en la montaña de Hap.

Fuera de las puertas prensaban las uvas en las tinas para hacer el syrabub. Había sido una gran vendimia.

En los breves jardines de junto la linde del desierto sonaba el tambang y el tittibuck, y el melodioso tañido del zootívar.

Todo era regocijo y canto y danza porque se había recogido la vendimia y habría larga provisión de syrabub para la invernada, y aun sobraría para cambiar por turquesas y esmeraldas a los mercaderes que bajan de Oxuhahn. Así se regocijaban durante todo el día con su vendimia en la angosta franja de tierra cultivada que se alarga entre Bethmoora y el desierto tendido bajo el cielo del Sur. Y cuando empezaba a desfallecer el calor del día, y se acercaba el sol a las nieves de las montañas de Hap, las notas del zootívar todavía saltaban claras y alegres de los jardines, y los brillantes vestidos de los bailarines giraban entre las flores. Durante todo aquel día viose a tres hombres, jinetes en sendas mulas, que cruzaban la falda de las montañas de Hap. En uno y otro sentido, según las revueltas del camino, veíase mover los tres puntitos negros sobre la nieve. Primero fueron divisados muy de mañana en el collado de Peol Jagganot, y parecían venir de Utnar Véhi. Caminaron todo el día. Y al atardecer, poco antes que se encendieran las luces y palidecieran los colores, llegaron a las puertas de cobre de Bethmoora. Traían báculos, como los mensajeros de aquellas tierras, y sus trajes parecieron ensombrecerse cuando los rodearon los danzarines con sus ropajes color verde y lila. Los europeos que se hallaban presentes y oyeron el mensaje ignoraban la lengua, y sólo pudieron entender el nombre de Utnar Véhi. Pero era conciso y cundió rápidamente de boca en boca, y al punto la gente prendió fuego a las viñas y empezó a huir de Bethmoora, dirigiéndose los más al Norte y algunos hacia Oriente. Salieron precipitadamente de sus bellas casas blancas y cruzaron en tropel la puerta de cobre; cesaron de pronto los trémolos del tambang y del tittibuck y el tañido del zootívar, y el tintineo del kalipak extinguióse un momento después. Los tres extranos emisarios volvieron grupas al instante de dar su mensaje. Era la hora en que debía haber aparecido una luz en alguna alta torre, y una después de otra hubieran vertido las ventanas a la oscuridad la luz que espantá a los leones, y hubiéranse cerrado las puertas de cobre. Mas no se vieron aquella noche luces en las ventanas, ni volvieron a verse ninguna otra noche, y las puertas de cobre quedaron abiertas para no cerrarse más, y levantóse el rumor del rojo incendio que abrasaba los viñedos y las pisadas del tropel que huía en silencio. No se oía gritar, ni otro ruido que el de la huida resuelta y apresurada. Huían las gentes veloz y calladamente, como huye la manada de animales salvajes cuando surge a su lado de pronto el hombre. Era como si hubiese sobrevenido algo que se temiera desde muchas generaciones, algo de que sólo pudiera escaparse por la fuga instantánea, que no deja tiempo a la indecisión.

El miedo sobrecogió a los europeos, que huyeron también. Lo que el mensaje fuera, nunca lo he sabido.

Creen muchos que fue un mensaje de Thuba Mleen, el misterioso emperador de aquellas tierras, que nunca fue visto por nacido, avisando que Bethmoora tenía que ser abandonado. Otros dicen que el mensaje fue un aviso de los dioses, aunque se ignora si de dioses amigos o adversos.

Y otros sostienen que la plaga asolaba entonces una línea de ciudades en Urnar Véhi, siguiendo el viento Suroeste, que durante muchas semanas había soplado sobre ellas en dirección a Bethmoora.

Otros cuentan que los tres viajeros padecían el terrible gnousar, y que hasta las mulas lo iban destilando, y suponen que habían llegado a la ciudad empujados por el hambre; mas no dan razón para tan terrible crimen.

Pero creen los más que fue un mensaje del mismo desierto, que es dueño de toda la tierra por el Sur, comunicado con su grito peculiar a aquellos tres que conocían su voz; hombres que habían estado en la arena inhospitalaria sin tiendas por la noche, que habían carecido de agua por el día; hombres que habían estado allí donde gruñe el desierto, y habían llegado a conocer sus necesidades y su malevolencia.

Dicen que el desierto deseaba a Bethmoora, que ansiaba entrar por sus hermosas calles y enviar sobre sus templos y sus casas sus torbellinos envueltos en arena. Porque odia el ruido y la vista del hombre en su viejo corazón malvado, y quiere tener a Bethmoora silenciosa y quieta, y sólo atenta al fatal amor que él murmura a sus puertas.

Si yo hubiera sabido cuál fue el mensaje que trajeron los tres hombres en las mulas y dijeron al llegar a las puertas de cobre, creo que hubiera vuelto a ver Bethmoora. Porque me invade un gran anhelo aquí, en Londres, de ver una vez más la hermosa y blanca ciudad; y, sin embargo, temo, porque ignoro el peligro que habría de afrontar, si habría de caer bajo el furor de terribles dioses desconocidos, o padecer alguna enfermedad lenta e indescriptible, o la maldición del desierto, o el tormento en alguna pequeña cámara secreta del emperador Thuba Mleen, o algo que los mensajeros no habían dicho, tal vez más espantoso aún.

Días de ocio en el país del Yann

Cruzando el bosque, bajé a la orilla del Yann, y allí encontré, según se había profetizado, al barco El Pájaro del Río, presto a soltar amarras.

El capitán estaba sentado, con las piernas cruzadas, sobre la blanca cubierta, con su cimitarra al lado, enfundada en su vaina esmaltada de pedrería; y los marineros desplegaban las ágiles velas para guiar el navío al centro del Yann, y entre tanto cantaban viejas canciones de paz. Y el viento de la tarde, que descendía helado de los campos de nieve de alguna montaña, residencia de lejanos dioses, llegó de súbito como una alegre noticia a una ciudad impaciente, e hinchó las velas, que semejaban alas.

Y así alcanzamos el centro del río, y los marineros arriaron las grandes velas. Pero yo había ido a saludar al capitán, y a inquirir los milagros y las apariciones entre los hombres de los más santos dioses de cualquiera de las tierras en que él había estado. Y el capitán respondió que venía de la hermosa Belzoond, y que había adorado a los dioses menores y más humildes que rara vez enviaban el hambre o el trueno y que fácilmente se aplacaban con pequeñas batallas. Y le dije cómo llegaba de Irlanda, que está en Europa; y el capitán y todos los marineros se rieron, pues decían: «No hay tales lugares en todo el país de los sueños.» Cuando acabaron de burlarse, expliqué que mi fantasía moraba por lo común en el desierto de Cuppar-Nombo, en una ciudad azul llamada Golthoth la Condenada, que guardaban en todo su contorno los lobos y sus sombras, y que había estado desolada años y años por una maldición que fulminaron una vez los dioses airados y que no habían podido revocar. Y que a veces mis sueños me habían llevado hasta Pungar Vees, la roja ciudad murada donde están las fuentes, que comer- cia con Thul y las Islas. Cuando hablé así me dieron albricias por la elección de mi fantasía, diciendo que, aunque ellos nunca habían visto esas ciudades, bien podían imaginarse lugares tales. Durante el resto de la tarde contraté con el capitán la suma que había de pagarle por mi travesía, si Dios y la corriente del Yann nos llevaban con fortuna a los arrecifes del mar que llaman Bar-Wul -Yann, la Puerta del Yann.

Ya había declinado el sol, y todos los colores de la tierra y el cielo habían celebrado un festival con él, y huido uno a uno al inminente arribo de la noche. Los loros habían volado a sus viviendas de las umbrías de una y otra orilla; los monos, asidos en fila a las altas ramas de los árboles, estaban silenciosos y dormidos; las luciérnagas subían y bajaban en las espesuras del bosque, y las grandes estrellas asomábanse resplandecientes a mirarse en la cara del Yann. Entonces, los marineros encendieron las linternas, colgáronlas a la borda del navío y la luz relampagueó súbitamente y deslumbró al Yann; y los ánades que viven a lo largo de las riberas pantanosas levantaron de pronto el vuelo y dibujaron amplios círculos en el aire, y columbraron las lejanías del Yann, y la blanca niebla que blandamente encapotaba la fronda, antes de regresar a sus pantanos.

Entonces, los marineros se arrodillaron sobre cubierta y oraron, no a la vez, sino en turnos de cinco o seis. De uno y otro lado arrodillábanse cinco o seis, porque allí sólo rezaban a un tiempo hombres de credos diferentes, para que ningún dios pudiera oír la plegaria de dos hombres al mismo tiempo. Tan pronto como uno acababa de orar, otro de la misma fe venía a tomar su puesto. Así es como se arrodillaba la fila de cinco o seis, con sus cabezas dobladas bajo las velas que latían al viento, hientras que la vena central del río Yann encaminábalos hacia el mar; y sus plegarias ascendían por entre las linternas y subían a las estrellas. Y detrás de ellos, en la popa del barco, el timonel rezaba en yoz alta la oración del timonel, que rezan todos los que comercian por el río Yann, cualquiera que sea su fe. Y el capitán impetró a sus pequeños dioses menores, a los dioses que bendicen a Belzoond.

Y yo también sentí anhelos de orar. Sin embargo, no quería rogar a un dios celoso, allí donde los débiles y benévolos dioses eran humildemente invocados por el amor de los gentiles; y entonces me acordé de Sheol Nugganoth, a quien los hombres de la selva habían abandonado largo tiempo hacía, que está ahora solitario y sin culto; y a él recé.

Mientras estábamos orando, cayó la noche de repente, como cae sobre todos los hombres que rezan al atardecer y sobre los hombres que no rezan; pero nuestras plegarias confortaron nuestras almas cuando pensábamos en la Gran Noche que venia.

Y así, el Yann nos llevó magníficamente río abajo, porque estaba ensoberbecido con la fundida nieve que el Poltiades le trajera de los montes de Hap, y el Marn y el Migris estaban hinchados por la inundación; y nos condujo en su poder más allá de Kyph y Pir, y vimos las luces de Golunza.

Pronto estuvimos todos dormidos, menos el timonel, que gobernaba el barco por la corriente central del Yann.

Cuando salió el sol cesó su canto el timonel, porque con su canto se alentaba en la soledad de la noche. Cuando cesó el canto nos despertamos súbitamente, otro tomó el timón y el timonel se durmió.

Sabíamos que pronto llegaríamos a Mandaroon. Luego que hubimos comido, apareció Mandaroon. Entonces, el capitán dio sus órdenes, y los marineros arriaron de nuevo las velas mayores, y el navío viró, y dejando el curso del Yann, entró en una dársena bajo los rojos muros de Mandaroon. Mientras los marineros entraban para recoger frutas, yo me fui solo a la puerta de Mandaroon. Sólo unas cuantas chozas había, en las que habitaba la guardia. Un centinela de luenga barba blanca estaba a la puerta armado de una herrumbrosa lanza. Llevaba unas grandes antiparras cubiertas de polvo. A través de la puerta, vi la ciudad. Una quietud de muerte reinaba en ella. Las calles parecían no haber sido holladas, y el musgo crecía espeso en el umbral de las puertas; en la plaza del mercado dormían confusas figuras. Un olor de incienso venía con el viento hacia la puerta, incienso de quemadas adormideras, y oíase el eco de distantes campanas. Dije al centinela en la lengua de la región del Yann: «¿Por qué están todos dormidos en esta callada ciudad?»

El contestó: «Nadie debe hacer preguntas en esta puerta, porque puede despertarse la gente de la ciudad. Porque cuando la gente de esta ciudad se despierte, morirán los dioses. Y cuando mueran los dioses, los hombres no podrán soñar más.» Empezaba a preguntarle qué dioses adoraba la ciudad, pero él enristró su lanza, por- que nadie podía hacer preguntas allí. Le dejé entonces y me volví al Pájaro del Río.

Mandaroon era realmente hermosa con sus blancos pináculos enhiestos sobre las rojas murallas y los verdes tejados de cobre.

Cuando llegué al Pájaro del Río, los marineros ya estaban a bordo. Levamos anclas en seguida y nos hicimos a la vela otra vez, y otra vez seguimos por el centro del río. El sol culminaba en su carrera, y alcanzábamos a oír en el río Yann las incontables miriadas de coros que le acompañan en su ronda por el mundo. Porque los pequeños seres que tienen muchas patas habían desplegado al aire sus alas de gasa, suavemente, como el hombre que se apoya de codos en el balcón y rinde regocijado solemnes alabanzas al sol; o bien unos con otros danzaban en el aire inciertas danzas complicadas y ligeras, o desviábanse para huir al ímpetu de alguna gota de agua que la brisa había sacudido de una orquídea silvestre, escalofriando el aire y estremeciéndole al precipitarse a la tierra; pero entre tanto cantan triunfalmente: «Porque el día es para nosotros -dicen-, lo mismo si nuestro magnánimo y sagrado padre el Sol engendra más de nuestra especie en los pantanos, que si se acaba el mundo esta noche.» Y allí cantaban todos aquellos cuyas notas son conocidas de los oídos humanos, así como aquellos cuyas notas, mucho más numerosas, jamás fueron oídas por el hombre.

Para todos estos seres, un día de lluvia hubiera sido como para el hombre una era de guerra que asolara los continentes durante la vida de una generación.

Y salieron también de la oscura y humeante selva para contemplar el sol y gozarse en él las enormes y tardas mariposas. Y danzaron, pero danzaban perezosamente en las calles del aire como tal reina altiva de lejanas tierras conquistadas, en su pobreza y destierro, danza en algún campamento de gitanos por sólo el pan para vivir, pero sin que su orgullo consintiérale bailar por un mendrugo más.

Y las mariposas cantaron de pintadas y extrañas cosas, de orquídeas purpúreas y de rojas ciudades perdidas, y de los monstruosos colores de la selva marchita. Y ellas también estaban entre aquellos cuyas voces son imperceptibles a los oídos humanos. Y cuando fluctuaban sobre el río, de bosque a bosque, fue disputado su esplendor por la enemiga belleza de las aves que salieron a perseguirlas. A veces posábanse en las blancas y céreas yemas de la planta que se arrastra y trepa por los árboles de la selva; y sus alas de púrpura resplandecían sobre los grandes capullos, como cuando van las caravanas de Nurí a Thace las sedas relampagueantes resplandecen sobre la nieve, donde los astutos mercaderes las despliegan una a una para ofuscar a los montañeses de las montañas de Noor.

Mas sobre hombres y animales, el sol enviaba su sopor. Los monstruos del río yacían dormidos en el légamo de la orilla. Los marineros alzaron sobre cubierta un pabellón de doradas borlas para el capitán, y fuéronse todos, menos el timonel, a cobijarse bajo una vela que habían tendido como un toldo entre dos mástiles. Entonces se contaron cuentos unos a otros, de sus ciudades y de los milagros de sus dioses, hasta que cayeron dormidos. El capitán me brindó la sombra de su pabellón de borlas de oro y charlamos durante algún tiempo, diciéndome él que llevaba mercancías a Perdondaris, y que de retorno llevaría cosas del mar a la hermosa Belzoond. Y mirando a través de la abertura del pabellón los brillantes pájaros y mariposas que cruzaban sobre el río una y otra vez, me quedé dormido, y soñé que era un monarca que entra en su capital bajo empavesados arcos, y que estaban allí todos los músicos del mundo tañendo melodiosamente sus instrumentos, pero sin nadie que le aclamase.

A la tarde, cuando enfrió el día, desperté y encontré al capitán ajustándose la cimitarra que se había desceñido para descansar.

En aquel momento nos aproximábamos al amplio foro de Astahahn, que se abre sobre el río. Extrañas barcas de antiguo corte estaban amarradas a los peldaños. Al acercarnos vimos el abierto recinto marmóreo, en cuyos tres lados levantábanse las columnatas del frente de la ciudad. Y en la plaza y a lo largo de las columnatas paseaba la gente de aquella ciudad con la solemnidad y el cuidado gesto que corresponde a los ritos del antiguo ceremonial. Todo en aquella ciudad era de estilo antiguo; la decoración de las casas, que, destruida por el tiempo, no había sido reparada, era de las épocas más remotas; y por todas partes estaban representados en piedra los animales que han desaparecido de la tierra hace mucho tiempo: el dragón, el grifo, el hipogrifo y las varias especies de gárgola. Nada se encontraba, ni en los objetos ni en los usos, que fuera nuevo en Astahahn. Nadie reparó en nosotros cuando entramos, sino que continuaron sus procesiones y ceremonias en la antigua ciudad, y los marineros, que conocían sus costumbres, tampoco pusieron mayor atención en ellos. Pero yo, así que estuvimos cerca, pregunté a uno de ellos que estaba al borde del agua qué hacían los hombres en Astahahn, y cuál era su comercio y con quién traficaban. Dijo: «Aquí hemos encadenado y maniatado al Tiempo, que, de otra suerte, hubiera matado a los dioses.»

Le pregunté entonces qué dioses adoraban en aquella ciudad, y respondió: «A todos los dioses a quienes el Tiempo no ha matado todavía.» Me volvió la espalda y no dijo más, y se compuso de nuevo el gesto propio de la antigua usanza. Y así, según la voluntad del Yann, derivamos y abandonamos Astahahn. El río ensanchábase por bajo de Astahahn; allí encontramos mayores cantidades de los pájaros que hacen presa en los peces. Y eran de plumaje maravilloso, y no salían de la selva, sino que, con sus largos cuellos estirados y con sus patas tendidas hacia atrás en el viento, volaban rectos por el centro del río.

Entonces empezó a condensarse el anochecer. Una espesa niebla blanca había aparecido sobre el río y calladamente se extendía. Asíase a los árboles con largos brazos impalpables, y ascendía sin cesar, helando el aire; y blancas formas huían a la selva, como si los espectros de los marineros naufragados estuviesen buscando furtivamente en la sombra los espíritus malignos que tiempo atrás habíanles hecho naufragar en el Yann.

Cuando el sol comenzó a hundirse tras el campo de orquídeas que descollaban en la alfombrada ladera de la selva, los monstruos del río salieron chapoteando del cieno en que se habían acostado durante el calor del día, y los grandes animales de la selva salían a beber. Las mariposas habíanse ido a descansar poco antes. En los angostos afluentes que cruzábamos, la noche parecía haber cerrado ya, aunque el sol, que se había ocultado de nosotros, aún no se había puesto.

Entonces, las aves de la selva tornaron volando muy altas sobre nosotros, con el reflejo bermellón del sol en sus pechos, y arriaron sus piñones tan pronto como vieron el Yann, y abatiéronse entre los árboles. Las cercetas empezaron entonces a remontar el río en grandes bandadas, silbando; de súbito giraron y se perdieron volando río abajo. Y allí pasó como un proyectil, junto a nosotros, el trullo, de forma de flecha; y oímos los varios graznidos de los bandos de patos, que los marineros me dijeron habían llegado cruzando las cordilleras lispasianas; todos los años llegan por el mismo camino, que pasa junto al pico de Mluna, dejándolo a la izquierda; y las águilas de la montaña saben el camino que traen, y al decir de los hombres, hasta la hora, y todos los años los esperan en el mismo camino en cuanto las nieves han caído sobre los llanos del Norte.

Mas pronto avanzó la noche de tal manera, que ya no vimos los pájaros, y sólo oíamos el zumbido de sus alas, y de otras innumerables también, hasta que todos se posaron a lo largo de las márgenes del río, y entonces fue cuando salieron las aves de la noche. En aquel momento encendieron los marineros las linternas de la noche, y enormes alevillas aparecieron aleteando en torno del barco, y por momentos sus colores suntuosos hacíanse visibles a la luz de las linternas, pero al punto entraban otra vez en la noche, donde todo era negro. Oraron de nuevo los marineros, y después cenamos y nos tendimos, y el timonel tomó nuestras vidas a su cuidado.

Cuando desperté, me encontré que habíamos llegado a Perdondaris, la famosa ciudad. Porque a nuestra izquierda alzábase una hermosa y notable ciudad, tanto más placentera a los ojos porque sólo la selva habíamos visto mucho tiempo hacía. Anclamos junto a la plaza del mercado y desplegóse toda la mercancía del capitán, y un mercader de Perdondaris se puso a mirarla. El capitán tenía la cimitarra en la mano y golpeaba con ella colérico sobre cubierta, y las astillas saltaban del blanco entarimado; porque el mercader habiale ofrecido por su mercancía un precio que el capitán tomó como un insulto a él y a los dioses de su país, de quienes dijo eran grandes y terribles dioses, cuyas maldiciones debían ser temidas. Pero el mercader agitó sus manos, que eran muy carnosas, mostrando las rojas palmas, y juró que no lo hacía por él, sino solamente por las pobres gentes de las chozas del otro lado de la ciudad, a quienes deseaba vender la mercancía al precio más bajo posible, sin que a él le quedara remuneración. Porque la mercancía consistía principalmente en las espesas alfombras tumarunds, que en invierno resguardaban el suelo del viento, y el tollub, que se fuma en pipa. Dijo por tanto el mercader que si ofrecía un pzffek más, la pobre gente estaría sin sus tumarunás cuando llegase el invierno, y sin su tollub para las tardes; o que, de otra suerte, él y su anciano padre morirían de hambre.

A esto el capitán levantó su cimitarra contra su mismo pecho, diciendo que entonces estaba arruinado y que no le quedaba sino la muerte. Y mientras cuidadosamente levantaba su barba con su mano izquierda, miró el mercader de nuevo la mercancía, y dijo que mejor que ver morir a tan digno capitán, al hombre por quien él había concebido especial afecto desde que vio por primera vez su manera de gobernar la nave, él y su anciano padre morirían de hambre; y entonces ofreció quince ptffeks más.

Cuando así hubo dicho, prosternóse el capitán y rogó a sus dioses que endulzaran aún más el amargo corazón de este mercader -a sus diosecillos menores, a los dioses que protegen a Belzoond.

Por fin ofreció el mercader cinco ptffeks más. Entonces lloró el capitán, porque decía que se veía abandonado de sus dioses; y lloró también el mercader, porque decía que pensaba en su anciano padre y en que pronto moriría de hambre, y escondió su rostro lloroso entre las manos, y de nuevo contempló el tollub entre sus dedos. Y así concluyó el trato; tomó el mercader el tumarund y el tollub, y los pagó de una gran bolsa tintineante. Y fueron de nuevo empaquetados en balas, y tres esclavos del mercader lleváronlos sobre sus cabezas a la ciudad. Los marineros habían permanecido silenciosos, sentados con las piernas cruzadas en media luna sobre cubierta, contemplando ávidamente el trato, y al punto levantóse entre ellos un murmullo de satisfacción y empezaron a compararle con otros tratos que habían conocido. Dijéronme que hay siete mercaderes en Perdondaris, y que todos habían llegado junto al capitán uno a uno antes de que em pezara el trato, y que cada uno le había prevenido secretamente en contra de los otros. Y a todos los mercaderes habiales ofrecido el capitán el vino de su país, el que se hace en la hermosa Belzoond; pero no pudo persuadirlos para que aceptaran. Mas ahora que el trato estaba cerrado, y cuando los marineros, sentados, hacían la primera comida del día, apareció entre ellos el capitán con una barrica del mismo vino, y lo espitamos con cuidado, y todos nos alegramos a la par. El capitán se llenó de contento porque veía relucir en los ojos de sus hombres el prestigio que había ganado con el trato que acababa de cerrar; así bebieron los marineros el vino de su tierra natal, y pronto sus pensamientos tornaron a la hermosa Belzoond y a las pequeñas ciudades vecinas de Durí y Duz.

Pero el capitán escanció para mí en un pequeño vaso de cierto vino dorado y denso de un jarrillo que guardaba aparte entre sus cosas sagradas. Era espeso y dulce, casi tanto como la miel, pero había en su corazón un poderoso y ardiente fuego que dominaba las almas de los hombres. Estaba hecho, díjome el capitán, con gran sutileza por el arte secreto de una familia compuesta de seis que habitaban una choza en las montañas de Hian Min. Hallándose una vez en aquellas montañas, dijo, siguió el rastro de un oso y topó de repente con uno de aquella familia que había cazado al mismo oso; y estaba al final de una estrecha senda rodeada de precipicios, y su lanza estaba hiriendo al oso, pero la herida no era fatal y él no tenía otra arma. El oso avanzaba hacia el hombre, muy despacio, porque la herida le atormentaba; sin embargo, estaba ya muy cerca de él. No quiso el capitán revelar lo que hizo, mas todos los años, tan pronto como se endurecen las nieves y se puede caminar por el Hian Min, aquel hombre baja al mercado de las llanuras y deja siempre para el capitán, en la puerta de la hermosa Belzoond, una vasija del inapreciable vino secreto.

Cuando paladeaba el vino y hablaba el capitán, recordé las grandes y nobles cosas que me había propuesto realizar tiempo hacía, y mi alma pareció cobrar más fuerza en mi interior y dominar toda la corriente del Yann. Puede que entonces me durmiera. O, si no me dormí, no recuerdo ahora detalladamente mis ocupaciones de aquella mañana. Al oscurecer, me desperté, y como desease ver Perdondaris antes de partir a la manana siguiente y no pude despertar al capitán, desembarqué solo. Perdondaris era, ciertamente, una poderosa ciudad; una muralla muy elevada y fuerte la circundaba, con galerías para las tropas y aspilleras a todo lo largo de ella, y quince fuertes torres de milla en milla, y placas de cobre puestas a altura que los hombres pudieran leerlas, contando en todas las lenguas de aquellas partes de la Tierra -un idioma en cada placa- la historia de cómo una vez atacó un ejército a Perdondaris y de lo que le aconteció al ejército. Entré luego en Perdondaris y encontré a toda la gente de baile, todos cubiertos con brillantes sedas, y tocaban el tambang a la vez que bailaban. Porque mientras yo durmiera habíales aterrorizado una espantosa tormenta, y los fuegos de la muerte, decían, habían danzado sobre Perdondaris; pero ya el trueno había huido saltando, grande, negro y horrible, decían, sobre los montes lejanos; y se había vuelto a gruñirles de lejos, mostrando sus dientes relampagueantes; y al huir había estallado sobre las cimas, que resonaron como si hubieran sido de bronce. Con frecuencia hacían pausa en sus danzas alegres e imploraban al Dios que no conocían, diciendo: «¡Oh Dios desconocido, te damos gracias porque has ordenado al trueno volverse a sus montañas!»

Seguí andando y llegué al mercado, y allí vi, sobre el suelo de mármol, al mercader profundamente dormido, que respiraba difícilmente, el rostro y las palmas de las manos vueltos al cielo, mientras los esclavos le abanicaban para guardarle de las moscas. Del mercado me encaminé a un templo de plata, y luego a un palacio de ónice; y había muchas maravillas en Perdondaris, y allí me hubiera quedado para verlas, mas al llegar a la otra muralla de la ciudad vi de repente una inmensa puerta de marfil. Me detuve un momento a admirarla, y acercándome percibí la espantosa verdad. ¡ La puerta estaba tallada de una sola pieza!

Huí precipitadamente y bajé al barco, y en tanto que corría creí oír a lo lejoa, en los montes que dejaba a mi espalda, el pisar del espantoso animal que había segregado aquella masa de marfil, el cual, tal vez entonces, buscaba su otro colmillo. Cuando me vi en el barco, me consideré salvo, pero oculté a los marineros cuanto había visto.

El capitán salía entonces poco a poco de su sueño. Ya la noche venía rodando del Este y del Norte, y sólo los pináculos de las torres de Perdondaris se encendían al sol poniente. Me acerqué al capitán y le conté tranquilamente las cosas que había visto. El me preguntó al punto sobre la puerta, en voz baja, para que los marineros no pudieran saberlo; y yo le dije que su peso era tan enorme, que no podía haber sido acarreada de lejos, y el capitán sabía que hacía un año no estaba allí. Estuvimos de acuerdo en que aquel animal no podía haber sido muerto por asalto de ningún hombre, y que la puerta tenía que ser de un colmillo caído, y caído allí cerca y recientemente. Entonces resolvió que mejor era huir al instante; mandó zarpar, y los marineros se fueron a las velas, otros levaron el ancla, y justo en el instante en que el más alto pináculo de mármol perdía el último rayo de sol, dejamos Perdondaris, la famosa ciudad. Cayó la noche y envolvió a Perdondaris, y la ocultó a nuestros ojos, los cuales no habrán de verla nunca más; porque yo he oído después que algo maravilloso y repentino había hecho naufragar a Perdondaris en un solo día con sus torres y sus murallas y su gente.

La noche hízose más profunda sobre el río Yann, una noche blanca con estrellas. Y con la noche se alzó la canción del timonel. Luego de orar comenzó su cántico para alentarse a sí mismo en la noche solitaria. Pero primero oró, rezando la plegaria del timonel. Y esto es lo que recuerdo de ella, traducido con un ritmo muy poco semejante al que parecía tan sonoro en aquellas noches del trópico:

«A cualquier Dios que pueda oír.

«Dondequiera que estén los marineros, en el río o en el mar; ya sea oscura su ruta o naveguen en la borrasca; ya los amenace peligro de fiera o de roca; ya los aceche el enemigo en tierra o los persiga por el mar; ya esté helada la caña del timón o rígido el timonel; ya duerman los marineros bajo la guardia del piloto, guárdanos, guía- nos, tórnanos a la vieja tierra que nos ha conocido, a los lejanos hogares que conocemos.

»A todos los Dioses que son.

»A cualquier Dios que pueda oir.»

Así oraba en el silencio. Y los marineros se tendieron para reposar. Se hizo más profundo el silencio, que sólo interrumpían las ondas del Yann, que rozaban ligeramente nuestra proa. A veces, algún monstruo del río tosía.

Silencio y ondas, ondas y silencio otra vez.

Y la soledad envolvió al timonel, y empezó a cantar. Y cantó las canciones del mercado de Durí y Duz, y las viejas leyendas del dragón de Belzoond.

Cantó muchas canciones, contando al espacioso y exótico Yann los pequeños cuentos y nonadas de su ciudad de Durl. Las canciones fluían sobre la oscura selva y ascendían por el claro aire frío, y los grandes bandos de estrellas que miraban sobre el Yann empezaron a saber de las cosas de Durí y de Duz, y de los pastores que vivían en aquellos campos, y de los rebaños que guardaban, y de los amores que habían amado; y de todas las pequeñas cosas que esperaban hacer. Yo, acostado, envuelto en pieles y mantas, escuchaba aquellas canciones, y contemplando las formas fantásticas de los grandes árboles que parecían negros gigantes que acechaban en la noche, me quedé dormido.

Cuando desperté, grandes nieblas salían arrastrándose del Yann. El caudal del río fluía ahora tumultuoso, y aparecieron pequeñas olas, porque el Yann había husmeado a lo lejos las antiguas crestas de Glorm y sabía que sus torrentes estaban frescos delante de él, allí donde había de encontrar el alegre Irillión gozándose en los campos de nieve. Sacudió el letárgico sueño que le invadiera entre la selva cálida y olorosa, y olvidó sus orquídeas y sus mariposas, y se precipitó expectante, turbulento, fuerte; y pronto los nevados picos de los montes de Glorm aparecieron resplandecientes. Ya los marineros despertaban de su sueño. Enseguida comimos y se echó a dormir el timonel mientras le reemplazaba un compañero, y todos extendieron sobre aquél sus mejores pieles.

A poco oímos el son del Irillión, que bajaba danzando de los nevados campos.

Y después vimos el torrente de los montes de Glorm, empinado y brillante ante nosotros, y hacia él fuimos llevados por los saltos del Yann. Entonces dejamos la vaporosa selva y respiramos el aire de la montaña; irguiéronse los marineros y tomaron de él grandes bocanadas, y pensaron en sus remotos montes de Acroctia, en que estaban Durí y Duz. Más abajo, en la llanura, está la hermosa Belzoond.

Una gran sombra cobijábase entre los acantilados de Glorm, pero las crestas brillaban sobre nosotros lo mismo que nudosas lunas y casi encendían la penumbra. Cada vez se oía más clamoroso el canto del Irillión, y el rumor de su danza descendía de los campos de nieve, que pronto vimos blanca, llena de nieblas y enguirnaldada de finos y tenues arco-iris, que se habían prendido en las cimas de la montaña de algún jardín celestial del sol. Entonces corrió hacia el mar con el ancho Yann gris, y el valle se ensanchó y se abrió al mundo, y nuestro barco fluctuante salió a la luz del día.

Pasamos toda la mañana y toda la tarde entre las marismas de Pondoovery; el Yann se derramaba en ellas y fluía solemne y pausado, y el capitán mandó a los marineros que tañeran las campanas para dominar el espanto de las marismas.

Por fin dejáronse ver las montañas de Irusia, que alimentan los pueblos de Pen-Kai y Blut, y las calles tortuosas de Mío, donde los sacerdotes sacrifican a los aludes vino y maíz. Descendió luego la noche sobre los llanos de Tlun, y vimos las luces de Cappadarnía. Oímos a los Pathnitas batir sus tambores cuando pasamos el Imaut y Golzunda; luego todos durmieron, menos el timonel. Y los pueblos esparcidos por las riberas del Yann oyeron toda aquella noche en la lengua desconocida del timonel cancioncillas de ciudades que ignoraban.

Me desperté al alba con la sensación de que era infeliz, antes de recordar por qué. Entonces recapacité en que al atardecer del día incipiente, según todas las probabilidades, debíamos llegar a Bar-Wul-Yann, donde había de separarme del capitán y sus marineros. Habíame agradado el hombre, porque me obsequiaba con el vino amarillo que tenía apartado entre sus cosas sagradas y porque me contaba muchas historias de su hermosa Belzoond, entre los montes de Acroctia y el Hian Min. Y habíanme gustado las costumbres de los marineros y las plegarias que rezaban el uno al lado del otro al caer la tarde, sin tratar de arrebatarse los dioses ajenos. También me deleitaba la ternura con que hablaban a menudo de Durí y de Duz, porque es bueno que los hombres amen sus ciudades nativas y los pequeños montes en que se asientan aquellas ciudades.

Y había llegado hasta saber a quién encontrarían cuando tornaran a sus hogares, y dónde pensaban que tuvieran lugar los encuentros, unos en el valle de los montes acroctianos, adonde sale el camino del Yann; otros en la puerta de una u otra de las tres ciudades, y otros junto al fuego en su casa. Y pensé en el peligro que a todos nos había por igual amenazado en las afueras de Perdondaris, peligro que, por lo que ocurrió después, fue muy real.

Y pensé también en la animosa canción del timonel en la fría y solitaria noche, y en cómo había tenido nuestras vidas en sus manos cuidadosas. Y cuando así pensab4, cesó de cantar el timonel, alcé los ojos y vi una pálida luz que había aparecido en el cielo; y la noche solitaria había transcurrido, ensanchábase el alba y los marineros despertaban.

Pronto vimos la marea del mar que avanzaba resuelta entre las márgenes del Yann, y el Yann saltó flexible hacia él y ambos lucharon un rato; luego el Yann y todo lo que era suyo fue empujado hacia el Norte; así que los marineros tuvieron que izar las velas, y gracias al viento favorable, pudimos seguir navegando.

Pasamos por Góndara, Narí y Haz. Vimos la memorable y santa Goinuz y oímos la plegaria de los peregrinos.

Cuando despertamos, después del reposo de mediodía, nos acercábamos a Nen, la última de las ciudades del Yann. Otra vez nos rodeaba la selva, así como a Nen; pero la gran cordillera de Mloon dominaba todas las cosas y contemplaba a la ciudad desde fuera.

Anclamos, y el capitán y yo penetramos en la ciudad, y allí supimos que los Vagabundos habían entrado en Nen.

Los Vagabundos eran una extrana, enigmática tribu, que una vez cada siete años bajaban de las cumbres de Mloon, cruzando la cordillera por un puerto que sólo ellos conocen, de una tierra fantástica que está del otro lado. Las gentes de Nen habían salido todas de sus casas, y estaban maravilladas en sus propias calles, porque los Vagabundos, hombres y mujeres, se apiñaban por todas partes y todos hacían alguna cosa rara. Unos bailaban pasmosas danzas que habían aprendido del viento del desierto, arqueándose y girando tan vertiginosamente, que la vista ya no podía seguirlos. Otros tañían en instrumentos bellos y plañideros sones llenos de horror que les había enseñado su alma, perdidos por la noche en el desierto, ese extraño y remoto desierto de donde venían los Vagabundos.

Ninguno de sus instrumentos era conocido en Nen, ni en parte alguna de la región del Yann; ni los cuernos de que algunos estaban hechos eran de animales que alguien hubiera visto a lo largo del río, porque tenían barbadas las puntas. Y cantaron en un lenguaje ignorado cantos que parecían afines a los misterios de la noche y al miedo sin razón que inspiran los lugares oscuros.

Todos los perros de Nen recelaban de ellos agriamente. Y los Vagabundos contábanse entre sí cuentos espantosos, pues, aunque ninguno de Nen entendía su lenguaje, podían ver el terror en las caras de los oyentes, y cuando el cuento acababa, el blanco de sus ojos mostraba un vívido terror, como los ojos de la avecilla en que hace presa el halcón. Luego el narrador sonreía y se detenía, y otro contaba su historia, y los labios del narrador del primer cuento temblaban de espanto. Si acertaba a aparecer alguna feroz serpiente, los Vagabundos recibíanla como a un hermano, y la serpiente parecía darles su bienvenida antes de desaparecer. Una vez, la más feroz y letal de las serpientes del trópico, la gigante lythra, salió de la selva y entróse por la calle, la calle principal de Nen, y ninguno de los Vagabundos se apartó; por el contrario, empezaron a batir ruidosamente los tambores, como si se tratara de una persona muy honorable; y la serpiente pasó por en medio de ellos, sin morder a ninguno.

Hasta los niños de los Vagabundos hacían cosas extrañas, pues cuando alguno se encontraba con un niño de Nen, ambos se contemplaban en silencio con grandes ojos serios; entonces, el niño de los Vagabundos sacaba tranquilamente de su turbante un pez vivo o una culebra; y los niños de Nen no hacían nada de esto.

Anhelaba quedarme para escuchar el himno con que reciben a la noche y que contestan los lobos de las alturas de Mloon, mas ya era tiempo de levar el ancha para que el capitán pudiera volver de Bar-Wul-Yann a favor de la pleamar. Tornamos a bordo y seguimos aguas abajo del Yann. El capitán y yo hablábamos muy poco, porque ambos pensábamos en nuestra separación, que habría de ser para largo tiempo, y nos pusimos a contemplar el esplendor del sol occiduo. Porque el sol era un oro rojizo; mas una tenue y baja bruma envolvía la selva, y en ella vertían su humo las pequeñas ciudades de la selva, y el humo se fundía en la bruma, y todo se juntaba en una niebla de color púrpura que encendía el sol, como son santificados los pensamientos de los hombres por alguna cosa grande y sagrada. A veces la columna de humo de algún hogar aislado levantábase más alta que los humos de la ciudad y fulguraba señera al sol.

Y ya los últimos rayos del sol llegaban casi horizontales, cuando apareció el paraje que yo había venido a ver, porque de dos montañas que alzábanse en una y otra ribera avanzaban sobre el río dos riscos de rojo mármol que flameaban a la luz del sol raso; eran bruñidos y altos como una montaña, casi se juntaban, y el Yann pasaba entre ellos estrechándose y encontraba el mar.

Era Bar-Wul -Yann, la Puerta del Yann, y a distancia, por la brecha de esta barrera, divisé el azul indescriptible del mar, donde relampagueaban pequeñas barcas de pesca.

-240Y el sol se puso, y vino el breve crepúsculo, y la apoteosis gloriosa de Bar-Wul-Yann se desvaneció; pero aún llameaban las rojas moles, el más bello mármol que han visto los ojos, y esto en un país de maravillas. Pronto el crepúsculo dio campo a las estrellas, y los colores de BarWul-Yann fueron desvaneciéndose. La vista de aquellos riscos fue para mí como la cuerda musical que, desprendida del violín por la mano del genio, lleva al cielo o a las hadas los espíritus trémulos de los hombres.

Entonces anclaron a la orilla y no siguieron adelante, porque eran marineros del río, no del mar, y conocían el Yann, pero no el oleaje de fuera.

-240Y el momento llegó en que debíamos separarnos, el capitán y yo; él para volver a su hermosa Belzoond, frente a los picos distantes de Hian Min; yo a buscar por extraños medios mi camino de retorno a los campos brumosos que conocen todos los poetas, donde se alzan las casitas misteriosas por cuyas ventanas, mirando a Occidente, podéis ver los campos de los hombres, y mirando hacia Oriente, fulgurantes montañas de fantasmas, encapotadas de nieve, que marchan de cadena en cadena a internarse en la región del Mito, y más allá, al reino de la fantasía, que pertenece a las Tierras del Ensueño. Nos miramos largamente uno a otro, sabiendo que no habíamos de encontrarnos jamás, porque mi fantasía va decayendo al paso de los años y entro cada vez más raramente en las Tierras del Ensueño. Nos estrechamos las manos, muy poco ceremoniosamente de su parte, porque tal no es el modo de saludarse en su país, y encomendó mi alma a sus dioses, a sus pequeños dioses menores, a los humildes, a los dioses que protegen a Belzoond.

La espada y el ídolo

Era un frío y lento atardecer de invierno en la Edad de Piedra; el sol se había puesto, llameante, sobre los llanos de Thold; ni una nube en el cielo; sólo el gélido azul y la inminencia de las estrellas; la superficie de la dormida Tierra comenzaba a endurecerse con el frío de la noche. En aquel momento removiéronse en sus cubiles, se sacudieron y salieron furtivamente esos hijos de la Tierra para quienes es ley que salgan a vagar tan pronto como cae la sombra. Caminaban por la llanura pisando tácitamente, sus ojos relucían en la oscuridad, y cruzábanse una y otra vez en sus carreras. De pronto manifestóse en la niebla de la llanura ese espantoso portento de la presencia del hombre: un pequeño fuego vacilante. Y los hijos de la Tierra que rondan por la noche miráronle de soslayo, gruñeron y se alejaron temerosos; todos, menos los lobos, que se acercaron, porque era invierno y los lobos estaban hambrientos, y habían venido a miles de las montañas y se decían en sus corazones: «Somos fuertes».

En torno del fuego acampaba una pequeña tribu.

También ellos habían venido de las montañas y de tierras aún más lejanas, pero fue en las montañas donde primero los ventearon los lobos; éstos al principio royeron los huesos que la tribu había arrojado, pero ahora rodeábanlos de cerca y por todas partes. Era Loz quien había encendido el fuego. Había matado a un animalillo de peluda piel, tirándole su hacha de piedra, y había juntado buen número de piedras de un color rojo pardo, y habíalas colocado en larga hilera, y sobre ellas trozos del animalillo. Luego prendió fuego a cada lado, se calentaron las piedras y los pedazos empezaron a asarse. Fue entonces cuando advirtió la tribu que los lobos que les habían seguido desde tan lejos no gustaban de las sobras de los campamentos abandonados. Una línea de ojos amarillos los rodeaba, que cuando se movía, era para acercarse mas. Entonces, los hombres de la tribu se apresuraron a cortar ramas, y abatieron un arbolillo con sus hachas de sílex, y todo lo amontonaron sobre la hoguera que había hecho Loz; y durante algún tiempo el monte de leña ocultó la llama; y los lobos trotando, vinieron y sentáronse de nuevo sobre sus ancas, más cerca que antes; y los fieros y valientes perros de la tribu creyeron que su fin ha- bía de llegar en la lucha, según habían profetizado mucho antes. Entonces prendió la llama el alto haz, y elevóse y corrió al derredor, y brilló altanera muy sobre su cima; y los lobos, que vieron revelarse en toda su fuerza a este aliado del hombre y nada sabían de sus frecuentes traiciones a su amo, se alejaron pausadamente como madurando otros designios. Y todo el resto de la noche ladráronles los perros del campamento, incitándolos a que volvieran. Pero la tribu se acostó en torno al fuego bajo espesas pieles y durmió. Y un gran viento se levantó y sopló en el rugiente corazón del fuego, hasta que desapareció el rojo y se puso pálido con calor. Al alba despertó la tribu.

Loz debía haber comprendido que después de tan poderosa conflagración nada podía quedar de su animalillo peludo, pero tenía hambre y poca razón cuando buscaba entre las cenizas. Lo que encontró allí le maravilló en alto grado; no había carne, ni siquiera quedaba la hilera de las piedras color rojo, sino algo más largo que la pierna de un hombre y más estrecho que su mano estaba allí tendido como un gran ofidio aplastado. Cuando Loz miró sus delgados bordes y vio que terminaba en punta, cogió piedras para partirlo y aguzarlo. Era el instinto de Loz para afilar las cosas. Cuando advirtió que no podía quebrarlo, aumentó su pasmo. Muchas horas pasaron antes de descubrir que podía afilar sus bordes frotándolos con una piedra, mas por fin la punta estuvo aguzada y todo un lado, salvo junto al extremo por el que Loz lo asía con su mano. Loz lo alzó y lo blandió, y la Edad de Piedra había pasado. Aquella tarde, cuando la tribu abandonó el pequeño campamento, pasó la Edad de Piedra, que, tal vez durante treinta o cuarenta mil años, había poco a poco elevado al hombre entre los animales y concedídole la supremacía, sin esperanza alguna de reconquista.

No pasaron muchos días sin que algún otro hombre intentase hacer por si mismo una espada de hierro, asando la misma especie de animalíllo peludo que Loz había tratado de asar. No pasaron muchos anos sin que alguno pensara en poner la carne entre las piedras, como había hecho Loz; y cuando lo hicieron otros, que no estaban ya en las llanuras de Thold, emplearon pedernales o caliza. No pasaron muchas generaciones sin que otro pedazo de mineral de hierro fuese fundido, y el secreto poco a poco adivinado. Sin embargo, uno de los muchos velos de la Tierra fue rasgado por Loz para darnos al fin la espada de acero y el arado, las máquinas y las factorías. No reprochemos a Loz si pensamos que hizo mal, porque lo hizo todo con ignorancia. La tribu prosiguió hastá que llegó al agua, allí acampó al pie de un monte y edificó sus chozas. Muy pronto hubieron de combatir con otra tribu, una tribu más fuerte que la suya; mas la espada de Loz era terrible, y su tribu mató a sus enemigos. Podríais golpear a Loz, pero entonces vendría una embestida de aquella espada de hierro, a la que no había medio de sobrevivir. Nadie podía luchar con Loz. Llegó a ser el regidor de la tribu en lugar de Iz, que hasta entonces la había regido con su afilada hacha, como hiciera su padre antes que él.

Loz engendró a Lo, y ya en su ancianidad le dio su espada, y Lo rigió a la tribu con ella. Y Lo dio a la espada el nombre de Muerte, por lo rápida y terrible que era.

Yz engendró a Ird, que no tuvo autoridad. Ird odiaba a Lo, porque no tenía autoridad por razón de la espada de hierro de Lo.

Una noche Ird se deslizó con paso tácito hacia la choza de Lo llevando su afilada hacha; pero Avisador, el perro de Lo, sintióle llegar, y gruñó suavemente en la puerta de su amo. Cuando Ird llegó a la choza, oyó a Lo que hablaba cariñosamente a su espada. Y Lo decía: «Descansa tranquila, Muerte. Reposa, reposa, vieja espada.» Y luego: «¿Qué hay, Muerte? Quieta, estáte quieta.»

Y luego dijo: «Qué, Muerte ¿tienes hambre? ¿O sed, pobre espada vieja? Pronto, Muerte, pronto. Espera un poco.»

Pero Ird huyó, porque no le gustaba el suave tono de Lo cuando hablaba a su espada.

Y Lo engendró a Lod. Y cuando murió Lo, tomó Lod la espada de hierro y rigió a la tribu.

E Ird engendró a Ith, que, como su padre, no tuvo autoridad.

Y cuando Lod había matado a un hombre o a un feroz animal, alejábase Ith por la selva para no oir las alabanzas que se dedicaban a Lod.

Estaba Ith una vez sentado en el bosque esperando que pasara el día, cuando de repente creyó ver que el tronco de un árbol le miraba como si tuviese cara. Espantóse Ith, porque los árboles no deben mirar a los hombres. Mas pronto vio Ith que era un árbol y no un hombre, aunque parecía un hombre. Ith acostumbraba hablar a este árbol y contarle cosas de Lod, porque no osaba hablar de él con nadie más. E Ith se consolaba charlando de Lod.

Un día fue Ith con su hacha de piedra al bosque y allí permaneció muchos días.

Una noche volvió, y cuando la mañana siguiente despertó la tribu, vio algo que era como un hombre y que, sin embargo, no era un hombre. Estaba sentado en el monte con los codos hacia fuera e inmóvil. Ith postrábase y apresuradamente depositaba delante de él frutos y carne, y en seguida sé apartaba de un salto con muestras de un gran terror. En aquel momento salió a verlo toda la tribu, pero no osaban acercarse por el espanto que veían en el rostro de Ith. Ith fuese a su choza, y volvió de nuevo con una punta de lanza y valiosos cu&hillos de piedra; llegó al sitio y los colocó delante de la cosa que era como un hombre, y en seguida retrocedió saltando.

Y algunos de la tribu le preguntaron acerca de aquella cosa inmóvil que era como un hombre, y les dijo Ith:

«Es Dios.» Entonces preguntáronle ellos: «¿Quién es Dios?» Y dijo Ith: «Dios envía las cosechas y la lluvia, y el sol y la luna son de Dios.»

Entonces, la tribu se retiró a las chozas; pero más tarde volvió alguno y dijo a Ith: «Dios es uno como nosotros, puesto que tiene manos y pies.» Y señaló Ith a la mano derecha del Dios, que no era igual que la izquierda, sino que figuraba la garra de un animal, y dijo: «Por esto podéis conocer que no es como un hombre.»

Entonces dijeron ellos: «Es verdaderamente Dios.»

Pero Lod dijo: «No habla, no prueba la comida.» Y respondió Ith: «El trueno es su voz y su comida es el hambre. »

Después de esto, la tribu imitó a Ith y trajo pequeñas dádivas de carne al Dios; y las asó Ith allí mismo para que el Dios pudiera oler el asado.

Un día una gran tormenta vino retumbando de lejos y rugió entre los montes, y todos los de la tribu se escondieron en sus chozas. E Ith apareció entre las chozas sin mostrar temor alguno. Y aunque Ith apenas dijo nada, pensó la tribu que él había esperado la terrible tormenta porque la carne que habían puesto delante del Dios era dura y no de las mejores partes de la res que habían matado.

Y Dios cobró más prestigio en la tribu que Lod. Y Lod fue menospreciado.

Una noche levantóse Lod cuando todos dormían, y acallando a su perro, tomó su espada de hierro y salió al monte. Y llegó hasta el Dios que estaba sentado inmóvil a la luz de las estrellas, con sus codos hacia fuera y su garra de fiera, y en el suelo la señal del fuego en que se había guisado su alimento.

Y Lod permaneció allí un rato lleno de pavor, esperando realizar su propósito. De pronto avanzó hacia él y enarboló su espada de hierro, y el Dios ni le hirió ni se encogió. Entonces un pensamiento asaltó a Lod:

«Dios no hiere. ¿Qué hace Dios, entonces?»

Abatió Lod su espada y no le acometió, y su imaginación empezó a trabajar sobre esto: «¿Qué hace Dios, entonces?»

Y cuando más pensaba Lod, mayor era su miedo al Dios.

Y Lod echó a correr y se alejó de él.

Aún mandaba Lod a la tribu en la batalla y en la caza, pero los mejores despojos del combate eran llevados al Dios, y los animales que mataban eran para el Dios. Y las cosas concernientes a la guerra o a la paz, y las cosas de leyes y querellas, eran siempre llevadas al Dios, y daba las respuestas Ith después de hablar al Dios por la noche.

Por fin dijo Ith, al día siguiente de un eclipse, que los presentes que se ofrecían al Dios no eran bastantes, que se requería un sacrificio mucho más grande, que el Dios estaba muy encolerizado aún y que no podía aplacársele con un sacrificio ordinario.

Y dijo Ith que para salvar a la tribu de la cólera del Dios, él le hablaría aquella noche y le preguntaría qué nuevo sacrificio exigía.

Estremecióse profundamente el corazón de Lod, porque decíale su instinto que lo que el Dios apetecía era el hijo único de Lod, que debía tener la espada de hierro cuando Lod muriera.

Nadie osaba tocar a Lod por miedo a su espada de hierro, pero su instinto decíale en su torpe espíritu una y otra vez: «Dios ama a Ith. Itli lo ha dicho. Ith aborrece a los que tienen espada.»

«Ith aborrece a los que tienen espada. Dios ama a Ith.» Cayó la tarde y llegó la noche en que Ith debía hablar a Dios, y Lod cada vez estaba más cierto de la condena de su raza.

Tendióse, mas no pudo dormir.

No había pasado media noche, cuando Lod se levantó y con su espada de hierro salió de nuevo al monte.

Y allí estaba sentado el Dios. ¿Había estado ya Ith, Ith a quien Dios amaba, el que aborrecía a los que tenían espada?

Y por largo tiempo contempló Lod la vieja espada de hierro que le había venido de su abuelo en las llanuras de Thold.

¡Adios, vieja espada! Y Lod depositóla sobre las rodillas del Dios, y se alejó.

Y cuando tomó Lod, poco antes del alba, el sacrificio había sido aceptado por el Dios.

El hombre del haschisch

El otro día asistía a una comida en Londres. Las señoras se habían retirado al piso de arriba, y nadie se sentaba a mi derecha; a mi izquierda tenía a un hombre a quien no conocía, pero que evidentemente sabía mi nombre, porque al cabo de un rato se volvió hacia mí y me dijo:

-He leído en una revista un cuento suyo sobre Bethmoora.

Por supuesto, recordé el cuento. Era el cuento de una hermosa ciudad oriental súbitamente abandonada un día, nadie sabe por qué. Respondí:

-¡Oh, si! -y busqué con calma en mi mente alguna fórmula de reconocimiento más adecuada al encomio que me había dedicado su memoria.

Pero quedé asombrado cuando me dijo: «Está usted en un error respecto a la enfermedad del gnousar; no fue nada de eso.»

Yo repuse: «¿Cómo? ¿Ha estado usted allí?»

Y él dijo: «Si; voy a veces con el haschisch. Conozco Bethmoora bastante bien.» Y sacó del bolsillo una cajita llena de una substancia negra parecida a la brea, pero con un olor extraño. Me advirtió que no la tocara con los dedos, porque me quedaría la mancha para muchos días. «Me la regaló un gitano», dijo. «Tenía cierta cantidad, porque era lo que había terminado por matar a su padre. » Mas le interrumpí, pues anhelaba conocer de cierto por qué había sido abandonada Bethmoora, la hermosa ciudad, y por qué súbitamente huyeron de ella todos sus habitantes en un día, «¿Fue por la maldición del Desierto?», pregunté. Y él dijo: «En parte fue la cólera del Desierto y en parte el aviso del emperador Thuba Mleen, porque esta espantosa bestia estaba en cierto modo emparentada con el Desierto por línea de madre.»

Y me contó esta extraña historia: «Usted recuerda al marinero de la negra cicatriz que estaba en Bethmoora el día descrito por usted, cuando los tres mensajeros llegaron jinetes en sendas mulas a la puerta de la ciudad y huyó toda la gente. Encontré a este hombre en una taberna bebiendo ron y me contó el éxodo de Bethmoora, pero tampoco sabía en qué consistiera el mensaje ni quién lo había enviado. Sin embargo, dijo que quería ver de nuevo a Bethmoora, otra vez que tocase en puerto de Oriente, aunque tuviera que habérselas con el mismo diablo. Decía con frecuencia que quería encontrarse cara a cara con el diablo para descubrir el misterio que vació en un solo día a Bethmoora. Y al fin acabó por verse con Thuba Mleen, cuya refinada ferocidad no había él imaginado. Pero un día me dijo el marinero que había encontrado barco, y no volví a hallarle en la taberna bebiendo ron. Fue por entonces cuando el gitano me regaló el haschisch, del que guardaba una cantidad sobrante. Literalmente, le saca a uno de sí mismo. Es como unas alas. Vuela usted a distantes países y entra en otros mundos. Una vez descubrí el secreto del universo. He olvidado lo que era, pero sé que el Creador no toma en serio la Creación, porque recuerdo que El se sentaba en el Espacio frente a toda Su obra y reía. He visto cosas increíbles en espantosos mundos. De la misma suerte que su imaginación le lleva a usted allá, sólo por la imaginación puede usted volver. Una vez encontré en el éter a un espíritu fatigado y vagabundo que había pertenecido a un hombre a quien las drogas habían matado cien años antes, y me llevó a regiones que jamás había yo imaginado; nos separamos coléricos más allá de las Siete Cabrillas, y no pude imaginar mi camino de retorno. Y hallé una enorme forma gris, que era el espíritu de un gran pueblo, tal vez de una estrella entera, y le supliqué me indicara el camino de mi casa, y se detuvo a mi lado como un viento súbito y señaló, y hablando muy quedo, me preguntó si distinguía allí cierta lucecilla, y yo veía una débil y lejana estrella, y entonces me dijo: «Es el Sistema Solar», y se alejó a tremendas zancadas. Imaginé como pude mi camino de retorno, y a un tiempo justo, porque mi cuerpo estaba a punto de quedarse tieso sobre una silla en mi cuarto; el fuego se había extinguido y todo estaba frío, y tuve que mover todos mis dedos uno por uno, y había en ellos alfileres y agujas, y terribles dolores en las uñas, que empezaban a deshelarse. Al fin logré mover un brazo y alcanzar la campanilla, y nadie vino en un largo rato, porque todos estaban acostados; pero al cabo un hombre apareció, y trajeron a un médico; y él dijo que era una intoxicación de haschisch; pero todo hubiera ocurrido a pedir de boca si no hubiera topado con el cansado espíritu vagabundo.

«Podría contarle a usted cosas sorprendentes que he visto; pero usted quiere saber quién envió el mensaje a Bethmoora. Pues bien, fue Thuba Mleen.

«He aquí cómo lo he sabido. Yo iba a menudo a la ciudad después de aquel día que usted describió (yo acostumbraba a tomar el haschisch todas las tardes en mi casa), y siempre la encontré deshabitada. Las arenas del desierto habían invadido la ciudad, y las calles estaban amarillas y llanas, y en las abiertas puertas, que batían el aire, se amontonaba la arena.

»Una tarde monté una guardia junto al fuego, y, acomodado en una silla, mastiqué mi haschisch; y la primera cosa que vi al llegar a Bethmoora fue el marinero de la negra cicatriz, que paseaba calle abajo, dejando las huellas de sus pies en la amarilla arena. Y entonces comprendí que iba a ver el secreto poder que mantenía despoblada a Bethmoora.

«Vi que el Desierto había montado en cólera, porque nubes tempestuosas se hinchaban en el horizonte y se oía el mugido de la arena.

»Bajaba el marinero por la calle escudriñando las casas vacías; unas veces gritaba y otras cantaba, o escribía su nombre en una pared do mármol. Luego se sentó en un peldaño y comió su ración. Al cabo de algún tiempo se aburrió de la ciudad y volvió calle arriba. Cuando llegaba a la puerta de cobre verde aparecieron tres hombres montados en camellos.

«Yo no podía hacer nada. Y no era más que una conciencia invisible, vagabunda; mi cuerpo estaba en Europa. El marinero se defendió bien con sus puños; pero al fin fue reducido y amarrado con cuerdas e internado en el Desierto.

«Le seguí cuanto pude, y vi que se dirigían por el camino del Desierto, rodeando las montañas de Hap, hacia Utnar Véhi, y entonces conocí que los hombres de los camellos pertenecían a Thuba Mleen.

«Yo trabajo todo el día en una oficina de seguros, y espero que no me olvidará si desea hacer algún seguro de vida, contra incendio o de automóviles; pero esto nada tiene que ver con mi historia.

«Estaba impaciente, ansioso por volver a mi casa, aunque no es saludable tomar haschisch dos días seguidos; mas anhelaba ver lo que harían con el pobre hombre, porque a mi oído habían llegado malos rumores acerca de Thuba Mleen. Cuando por fin me vi libre, tuve que escribir una carta; llamé luego a mi criado y le di orden de que nadie me molestase; pero dejé la puerta abierta en previsión de un accidente. Después aticé un buen fuego, me senté y tomé una ración del tarro de los sueños. Me dirigía al palacio de Thuba Mleen.

«Detuviéronme más que de costumbre los ruidos de la calle, pero de súbito me sentí elevado sobre la ciudad; los países europeos volaban raudos por debajo de mí, y a lo lejos aparecieron las finas y blancas agujas del palacio de Thuba Mleen. Le encontré en seguida al extremo de una reducida y estrecha cámara. Una cortina de rojo cuero pendía a su espalda, y en ella estaban bordados con hilo de oro todos los nombres de Dios escritos en yannés. Tres ventanitas había en lo alto. El Emperador podría tener hasta veinte años, y era pequeño y flaco. Nunca la sonrisa asomaba a su rostro amarillo y sucio, aunque sonreía entre dientes de continuo. Cuando recorrí con la vista desde la deprimida frente al trémulo labio inferior, me di cuenta de que algo horrible había en él, aunque no pude percibir qué era. Luego me percaté: aquel hombre nunca pestañeaba; y aunque después observé atentamente aquellos ojos para sorprender un parpadeo, jamás pude advertirlo.

«Luego seguí la absorta mirada del Emperador y vi tendido en el suelo al marinero, que estaba vivo, pero horriblemente desgarrado, y los reales torturadores cumplían su obra en torno de él. Habían arrancado de su cuerpo largas túrdigas de pellejo, pero sin acabar de desprenderlas, y atormentaban los extremos de ellas a bastante distancia del marinero.» El hombre que encontré en la comida me contó muchas cosas que debo omitir. «El marinero gemía suavemente, y a cada gemido Thuba Mleen sonreía. Yo no tenía olfato, mas oía y veía, y no sé qué era lo más indignante, si la terrible condición del marinero, o el feliz rostro sin pestañeo del horrible Thuba Mleen.

«Yo quería huir, pero no había llegado el momento y hube de permanecer donde estaba.

«De pronto comenzó a contraerse con violencia la faz del Emperador y su labio a temblar rápidamente, y llorando de rabia, gritó en yannés con desgarrada voz al capitán de los torturadores que había un espíritu en la cámara. Yo no temía, porque los vivos no pueden poner sus manos sobre un espíritu, pero todos los torturadores espantáronse de su cólera y suspendieron la tarea, porque sus manos temblaban de horror. Luego salieron de la cámara dos lanceros, y a poco volvieron con sendos cuencos de oro rebosantes de haschisch; los cuencos eran tan grandes, que podrían flotar cabezas en ellos si hubieran estado llenos de sangre. Y los dos hombres se abalanzaron rápidamente sobre ellos y empezaron a comer a grandes cucharadas; cada cucharada hubiera dado para soñar a un centenar de hombres. Pronto cayeron en el estado del haschisch, y sus espíritus, suspensos en el aire, preparábanse a volar libremente, mientras yo estaba horriblemente espantado; pero de cuando en cuando retornaban a su cuerpo, llamados por algún ruido de la estancia. Todavía seguían comiendo, pero ya perezosamente y sin avidez. Por fin las grandes cucharas cayeron de sus manos, y se elevaron sus espíritus y los abandonaron. Mas yo no podía huir. Y los espíritus eran aún más horribles que los hombres, porque éstos eran jóvenes y todavía no habían tenido tiempo de moldearse a sus almas espantosas. Aún gemía blandamente el marinero, suscitando leves temblores en el Emperador Thuba Mleen. Entonces, los dos espíritus se abalanzaron sobre mí y me arrastraron como las ráfagas del viento arrastran a las mariposas, y nos alejamos del pequeño hombre pálido y odioso. No era posible escapar a la fiera insistencia de los espíritus. La energía de mi terrón minúsculo de droga era vencida por la enorme cucharada llena que aquellos hombres habían comido con ambas manos. Pasé como un torbellino sobre Arvle Woondery, y fui llevado a las tierras de Snith, y arrastrado sobre ellas hasta llegar a Kragua, y aún más allá, a las tierras pálidas casi ignoradas de la fantasía. Llegamos al cabo a aquellas montañas de marfil que se llaman los Montes de la Locura. E intenté luchar contra los espíritus de los súbditos de aquel espantoso Emperador, porque oí al otro lado de los montes de marfil las pisadas de las bestias feroces que hacen presa en el demente, paseando sin cesar arriba y abajo. No era culpa mía que mi pequeño terrón de haschisch no pudiera luchar con su horrible cucharada... »

Alguien sacudió la campanilla de la puerta. En aquel momento entró un criado y dijo a nuestro anfitrión que un policía estaba en el vestíbulo y quería hablarle al punto. Nos pidió licencia, salió y oímos que un hombre de pesadas botas le hablaba en voz baja. Mi amigo se levantó, se acercó a la ventana, la abrió y miró al exterior. «Debí pensar que haría una hermosa noche», dijo. Luego saltó afuera. Cuando asomamos por la ventana nuestras cabezas asombradas, ya se había perdido de vista.

En Zaccarath

«Venid -dijo el rey en la sagrada Zaccarath-, y que nuestros profetas profeticen en presencia nuestra.»

Desde muy lejos se veía la joya de luz que era aquel santo palacio, maravilla de los nómadas de la llanura.

Estaba en él el rey, con todos sus magnates y con los reyes menores que le rendían vasallaje, y también estaban todas sus reinas con todas sus joyas sobre sí. ¡Quién podría decir del esplendor en medio del que residían, o de los miles de luces y de las esmeraldas que las reflejaban; de la peligrosa belleza de aquel tesoro de reinas, o el resplandor de sus cuellos abrumados!...

Había un collar allí de perlas carmesíes como no podría imaginarlo el más soñador de los artistas. ¿Quién podría hablar de aquellos candelabros de amatista, en los que las antorchas, embebidas en raros óleos de Bhitinia, ardían esparciendo un aroma de bletanías?*

Baste decir que cuando la aurora llegaba parecía pálida por contraste, y áspera y desnuda enteramente de su gloria; de tal modo que se ocultaba entre nubes.

«Venid -dijo el rey-, que nuestros profetas profeticen.» Entonces, los heraldos avanzaron entre las filas de los guerreros del rey, vestidos de seda, y que, ungidos y perfumados, yacían sobre sus capas de terciopelo, entre una brisa suave, movida por los abanicos de los esclavos. Hasta sus lanzas arrojadizas estaban incrustadas de pedrería. Al través de sus filas, los heraldos avanzaron en pasitos menudos y se acercaron a los profetas, vestidos de color pardo y negro, y a uno de ellos lo trajeron y lo colocaron ante el rey. Y el rey le miró y dijo: «Profetiza ante nos.»

Y el profeta irguió la cabeza de tal modo, que sus barbas se destacaron de su sayón pardo y los abanicos de los esclavos que abanicaban a los guerreros las hicieron temblar ligeramente por la punta. Y el profeta habló al rey, y le habló así:

«¡Ay de ti, rey, y ay de Zaccarath! ¡Ay de ti y ay de tus mujeres, porque tu ruina será cruel y pronta! Ya en el cielo los dioses evitan a tu dios, porque conocen su sentencia y lo que está escrito sobre él, y ve cómo el olvido se levanta ante él como una neblina. Has provocado el odio de tus montañeses. La maldad de tus días echará sobre ti a los zeedianos, como los soles de la primavera empujan la avalancha. Y se arrojarán sobre Zaccarath como la avalancha cae sobre las chozas del valle.» Y como las reinas cuchicheaban y reían quedamente entre sí, él simplemente elevó la voz y habló todavía: «¡Ay de estos muros y de las cosas cinceladas que hay sobre ellos! El cazador conocerá las acampadas de los nómadas por las huellas de los fogarines en el llano, pero no conocerá dónde estuvo Zaccarath.»

Algunos guerreros que se hallaban reclinados volvieron la cabeza para mirar al profeta cuando hubo callado. Lejos, a lo alto, los ecos de su voz murmuraron aún algún tiempo entre los cabrioles de cedro.

«¿No es espléndido?», dijo el rey. Y mucha gente de entre los reunidos batieron con sus palmas el pulido pavimento en testimonio de aplauso. Entonces, el profeta fue conducido otra vez a su sitio en un rincón lejano de aquel grandioso palacio, y durante un rato los músicos tocaron en trompetas maravillosamente recurvadas, mientras los tambores latían detrás de ellos, ocultos en un nicho. Los músicos fueron sentándose con las piernas cruzadas en el suelo, soplando todos en sus inmensas trompetas bajo la brillante luz de las antorchas; pero como los tambores sonaban cada vez más fuertes en la oscuridad, aquéllos se levantaron y, suavemente, se acercaron al rey. Más y más fuertemente tamborileaban los tambores en lo oscuro, y más y más se acercaban los hombres con sus trompetas, a fin de que su música no fuese ahogada por los tambores antes de que hubiera podido llegar hasta el rey.

Una escena maravillosa ocurrió cuando las tempestuosas trompetas se detuvieron ante el rey, y los tambores, en la oscuridad, fueron como el trueno de Dios. Y las reinas movían la cabeza a compás con la música, mientras sus diademas chispeaban como cuando caen en los cielos las estrellas. Y los guerreros levantaban sus cabezas y sacudían al levantarlas las plumas de aquellos pájaros dorados que los cazadores acechan junto a los lagos de Lidia, apenas matando a seis de ellos durante todo el largo de su vida, para confeccionar los penachos que los guerreros llevaban cuando hacían fiesta en Zaccarath. Entonces, el rey hizo una exclamación y los guerreros cantaron Casi todos ellos recordando entonces viejas canciones de batalla. Y, conforme cantaban, el son de los tambores decaía y los músicos marchaban hacia atrás, y el tamborileo se hacía cada vez más débil cuanto más retrocedían, y cesó completamente y ya no soplaron más en sus trompetas fantásticas. Entonces, la asamblea golpeó el suelo con las palmas de sus manos. Y en seguida las reinas pidieron al rey que enviase a buscar otro profeta. Y los heraldos trajeron a un cantor y le colocaron ante el rey; y el cantor era un joven con un arpa. Y acarició las cuerdas del arpa, y cuando hubo silencio, cantó la iniquidad del rey. Y predijo la irrupción de los zeedianos, y la caída y el olvido de Zaccarath, y la vuelta del desierto a lo que fue suyo, y los jugueteos de los cachorros del león en el sitio mismo donde se alzaron las estancias del palacio.

«¿Sobre qué está cantando?», dijo una reina a otra reina.

«Está cantando del imperecedero Zaccarath.»

Cuando el cantor cesó, la asamblea golpeó negligentemente en el suelo, y el rey le hizo una seña con la cabeza y él se marchó.

Después que todos los profetas profetizaron ante ellos y cuando todos los cantantes cantaron, la real compañía se levantó y se fue a otras cámaras, abandonando el salón de la fiesta al pálido y solitario amanecer. En su soledad quedaron los dioses de cabeza de león que estaban esculpidos en los muros; en silencio quedaron, y sus pétreos brazos estaban cruzados. Y las sombras bailaban sobre sus rostros como pensamientos curiosos conforme las antorchas vacilaban y el triste crepúsculo matutino cruzaba los campos. Y los colores comenzaban a cambiar en los candelabros.

Cuando el último tocador de laúd se quedó dormido, los pájaros comenzaron a cantar.

Nunca se vio esplendor más grande ni más famoso castillo. Cuando las reinas se retiraron pasando bajo los cortinajes de las puertas con todas sus diademas, pareció como si las estrellas desertasen de sus puestos y marchasen en tropel hacia Occidente, al apuntar la madrugada.

Tan sólo el otro día encontré una piedra que, sin duda, había pertenecido a Zaccarath. Tenía tres pulgadas de largo y una de ancho. Vi uno de sus bordes que no estaba cubierto por la tierra. Creo que solamente se han encontrado otras tres piedras semejantes.

Notas:

* Esa planta maravillosa que crece junto a la cúspide del monte Zaumnos; aroma toda la extensión zaumniana y su perfume se percibe muy lejos, en las llanuras kepuscranias, y cuando el viento sopla desde la montaña, llega hasta las calles de la ciudad de Ognoth. Por la noche cierra sus pétalos y se la oye respirar, y su respiración es un veneno rapido. También respira durante el día si se agitan las nieves cerca de ella. Ninguna planta de este género ha sido arrancada en vida por cazador alguno.

La ciudad ociosa

Hubo en un tiempo una ciudad que era una ciudad ociosa donde los hombres contaban cuentos vanos.

Y era costumbre de esta ciudad imponer a todos los hombres que entraban en ella el portazgo de una historia ociosa a la puerta.

De manera que todos los viajeros pagaban a los guardas de la puerta el portazgo de un cuento ocioso, y entraban en la ciudad sin ser detenidos ni molestados. Y a cierta hora de la noche, cuando el rey de aquella ciudad se levantaba y se paseaba agitado por la cámara en que dormía pronunciando el nombre de la reina muerta, cerraban la puerta los vigilantes, entraban en la cámara del rey y, sentados en el suelo, contábanle las historias que habían recogido. Y escuchándolos venía cierta quietud al ánimo del rey, que luego de algún tiempo tendíase otra vez, y al fin se quedaba dormido. Entonces se levantaban los vigilantes en silencio y salían de puntillas de la cámara.

Un día que erraba sin rumbo llegué a la puerta de aquella ciudad. En aquel momento levantábase un hombre a pagar su portazgo a los vigilantes. Estaban éstos sentados con las piernas cruzadas en el suelo, entre el hombre y la puerta, y cada uno de ellos tenía una lanza. Junto a este hombre sentábanse otros dos viajeros sobre la ardiente arena esperando. Y el hombre decía:

«Entonces, la ciudad de Nombros abandonó el culto de los dioses y se volvió hacia Dios. Así es que los dioses cubriéronse el rostro con sus mantos y se alejaron de la ciudad, e internándose en la niebla de los montes, atravesaron los olivares cuando el sol se ponía. Mas cuando ya habían dejado la tierra, volviéronse y miraron a través de los dorados pliegues del crepúsculo por última vez a su ciudad; parecían entre airados y tristes; después volviéronse de nuevo y se alejaron para siempre. Pero enviaron allá una Muerte, que llevaba una guadaña, diciéndole: «Mata a media ciudad, pero deja viva a la otra media para que pueda acordarse de los viejos dioses que abandonó."

«Pero Dios mandó un ángel exterminador para mostrar que El era Dios, y le dijo: "Baja, muestra la fuerza de mi brazo a esa ciudad, mata a la mitad de sus habitantes, mas deja vivir a la otra mitad para que conozca que yo soy Dios."

«Y al punto empuñó su espada el ángel exterminador, y la espada salió de su vaina con un profundo suspiro, como el resuello que el fornido leñador toma antes de descargar el primer golpe sobre la gigante encina. En esto el ángel, dirigiendo sus brazos hacia abajo y tendiendo entre ellos su cabeza, se inclinó sobre el borde del cielo, y con una flexión de los tobillos, se arrojó con las alas plegadas. Bajó sesgando hacia la Tierra al atardecer, con la espada extendida, y era como si la jabalina disparada por un cazador tornase al suelo; pero antes de tocarle irguió la cabeza, desplegó sus alas adelantando las plumas inferiores y fue a posarse en la orilla del ancho Flavro, que divide la ciudad de Nombros. Y desde la orilla del Flavro fue revolando bajo, como el halcón sobre el rastrojo recién cortado cuando las pequeñas criaturas del sembrado no hallan cobijo; y al mismo tiempo, por la otra orilla, venía guadañando la Muerte enviada por los dioses.

«Viéronse de pronto, y el ángel fulminaba con sus ojos a la Muerte, y la Muerte mirábale de soslayo, y las llamas de los ojos del ángel iluminaban con rojo fulgor la niebla que llenaba las huecas órbitas de la Muerte. Súbitamente se precipitaron el uno contra el otro, espada contra guadaña. Y el ángel se apoderó de los templos de los dioses y puso sobre ellos el signo de Dios, y tomó la Muerte los templos de Dios e introdujo en ellos los sacrificios y ceremonias de los dioses; y en tanto deslizábanse pacíficamente los siglos bajando por el Flavro hacia el mar.

«Y unos adoran a Dios en el templo de los dioses, y adoran otros a los dioses en el templo de Dios; y aún no ha tornado el ángel a los coros regocijados, ni ha vuelto la Muerte a morir con los dioses muertos, sino que luchan sin cesar por toda Nombros, y aún vive la ciudad sobre las márgenes del Flavro.»

Y los guardas de la puerta dijeron: «Entra.»

Levantóse en seguida otro caminante, y dijo:

«Enormes nubes grises vinieron flotando solemnes entre Huhenwazi y Nitcrana. Y aquellas grandes montañas, la celeste Huhenwazi y Nitcrana, la reina de las cumbres, saludáronlas con el nombre de hermanas. Y las nubes se regocijaron con el saludo, porque rara vez encuentran compañeros en las solitarias alturas del cielo.

«Pero los vapores de la tarde dijeron a la bruma terrestre: ¿Qué son esas formas que osan moverse encima de nosotros y acercarse a donde están Nitcrana y Huhenwazi ?»

»Y la bruma terrestre respondió a los vapores de la tarde: «No es más que una bruma que se ha vuelto loca y ha abandonado la tierra tibia y confortable, y ha creído en su demencia que su lugar está junto a Huhenwazi y Nitcrana".

»Un tiempo, dijeron los vapores de la tarde, hubo nubes, pero de eso hace muchos, muchos días. Tal vez sea que la loca piensa que es las nubes."

»Luego hablaron los gusanos de las cálidas profundidades del cieno, y dijeron: «¡Oh bruma terrestre, tú eres las nubes y no hay otras nubes que tú! En cuanto a Huhenwazi y Nitcrana, no puedo verlas; por tanto, no son altas, y no hay otros montes en el mundo que los que yo empujo todas las mañanas de las profundidades del fango."

«Y la bruma terrestre y los vapores de la noche se alegraron a la voz de las lombrices de tierra, y, mirando ha- cia la tierra, creyeron lo que habían dicho.

»Y en verdad que es mejor ser como la bruma terrestre y estarse caliente junto al fango por la noche, oyendo el lenguaje confortable de las lombrices de tierra, y no andar vagabundo por las tristes alturas, sino dejar solos a los montes con su desolada nieve que extraigan todo el bienestar posible de su imponente apariencia sobre las ciudades de los hombres, y de los murmullos de ignorados dioses lejanos que oyen al atardecer.»

Los vigilantes de la puerta dijeron: «Entra.»

Entonces se levantó un hombre que venia de Occidente y contó una historia occidental. Decía:

«Hay un camino en Roma que cruza un templo antiguo, en otra edad preferido de los dioses; corre sobre una gran muralla, y muy por debajo está el piso del tempío, de mármol blanco y rojo.

«En el suelo del templo conté hasta trece gatos hambrientos.

«Unas veces, decíanse entre sí, vivieron aquí los dioses, otras los hombres, y ahora viven los gatos. Gocemos del sol sobre el caliente mármol, antes de que otros vengan.

«Porque sólo en las horas de la cálida siesta podía oír mi fantasía las voces silenciosas.

«Y la espantosa flacura de los trece gatos movióme a ir a una pescadería próxima y comprar cierta cantidad de peces. Volví y los arrojé por encima de la baranda que corría sobre el fastigio del muro, cayeron desde treinta pies y restallaron sobre el sagrado mármol con un chasquido.

«En otra ciudad que no fuera Roma, o en la mente de otros gatos cualesquiera, la vista de unos peces que caen del cielo hubieran causado maravilla. Levantáronse lentamente y se estiraron, y luego se acercaron perezosos a los peces. «No es más que un milagro", dijeron para sí.»

Los vigilantes de la puerta dijeron: «Entra.»

Mientras hablaban a su manera, orgullosa y pausada, llegó hasta ellos un camello, cuyo jinete quería entrar en la ciudad. Brillaba su rostro al sol poniente, por el cual se guiara largo tiempo hacia la puerta de la ciudad. Exigiéronle el portazgo. En esto habló a su camello, y el ca- mello mugió y arrodillóse, y el hombre descendió. Y el hombre desenvolvió de entre muchas sedas una caja de diversos metales labrada por los Japoneses. Y en su tapa veíanse figuras de hombres que contemplaban desde una ribera una isla del Mar Interior. Mostró la caja a los vigilantes, y cuando la hubieron visto, dijo: «A mi me parece que unos a otros se hablan así:

«Contemplad a Oojni, la amada del mar, del pequeño mar paternal que no tiene borrascas. Sale de Oojni cantando una canción, y torna cantando sobre sus playas. Pequeña es Oojni en el regazo del mar, y apenas si la advierten los barcos aventureros. Nunca volaron lejos sus leyendas sobre las blancas velas, ni las cuentan los barbados caminantes del mar. Sus cuentos de junto al fuego son ignorados en el Norte; los dragones de China nunca los han oído, ni los que cruzan la India a lomo de elefante.

»Los hombres cuentan los cuentos y asciende el humo; parte el humo y están contados los cuentos.

»Oojni no es un nombre entre las naciones; no es conocida allí de donde vienen los mercaderes ni es mencionada por labios extranjeros.

«Aunque Oojni es, en verdad, pequeña entre las islas, es amada por los que conocen sus costas y sus tierras interiores escondidas del mar.

«Sin gloria, sin fama y sin riqueza, Oojni es muy amada por un pequeño pueblo y por unos pocos más; es decir, no por pocos, porque todos sus muertos la aman aun, y a menudo vienen por la noche murmurando entre los bosques. ¿Quién podría olvidar a Oojni aun entre los muertos?

«Porque aquí, en Oojni, hay hogares de hombres, y jardines y dorados templos de dioses, y sagrados lugares junto a la orilla, y muchos bosques rumorosos. Y hay una senda que serpea entre los montes para internarse en misteriosas tierras santas donde danzan a la noche los espíritus de los bosques, o cantan invisibles a la luz del sol; y nadie entra en esas tierras santas, porque el que ama a Oojni no quiere robarle sus misterios, y los curiosos extraños no vienen. Nosotros amamos verdaderamente a Oojni, con ser tan pequeña; es la madrecita de nuestra raza y la amante nodriza de todas las aves marinas.

«Y ved cómo, aun ahora, la acarician los suaves dedos del padre mar, cuyos sueños están lejos, en ese viejo vagabundo el Océano.

«Mas no olvidemos a Fuzi-Yama, porque se yergue visible sobre mar y nubes, brumoso abajo y vago e impreciso pero claro en lo alto, para mirar a todas las islas. Los barcos hacen a su vista todos sus viajes, y las noches y los días cruzan por él como si fueran viento; los vera- nos y los Inviernos aletean y mueren a su falda; las vidas de los hombres pasan silenciosas. Y Fuzi-Yama observa... y sabe.»

Y los guardas de la puerta dijeron: «Entra.»

Y yo también hubiera contado un cuento, muy extraño y muy cierto; un cuento que he contado en muchas ciudades y que hasta ahora nadie ha creído. Pero ya el sol se había puesto, y tras el breve crepúsculo, levantábanse los espectrales silencios en los lejanos y sombríos montes. Una gran quietud se cernía sobre la puerta de la ciudad. Y el gran silencio de la noche solemne era más halagúeño para los vigilantes que cualquier acento humano. Por lo cual nos hiéieron señas invitándonos a entrar en la ciudad sin pagar el tributo. Y subimos blandamente por la arena y pasamos entre los altos pilares de roca desde la puerta, y un profundo silencio se hizo entre los centinelas, y las estrellas titilaban serenas sobre ellos.

Cuán poco tiempo habla el hombre y cuán vanamente además.

Y cuánto tiempo calla. Justamente el otro día hallé a un rey en Thebas que ya lleva cuatro mil años en silencio.

El campo

Cuando se han visto caer ya en Londres las flores de la primavera y cómo ha aparecido, madurado y decaído el verano, con esa rapidez con que transcurre en las ciudades, y, sin embargo, se está en Londres todavía, enton ces, en un momento imprevisto, el campo alza su cabeza florida y nos llama con su voz clara, urgente e imperiosa. Cerros y colinas parecen surgir como surgirían en el horizonte celestial las filas angélicas de un coro dedicado a rescatar a las almas empedernidas en el vicio, arrancándolas de sus tugurios.

El trajín callejero no hace suficiente ruido para ahogar su voz, ni las mil asechanzas londinenses podrían distraernos de su llamada. Una vez que se le ha oído, nos es imposible sujetar la fantasía, que se siente fascinada por el recuerdo de cualquier arroyuelo rural, con sus guijarros de colores... Londres entero cae vencido por aquél, como un Goliath metropolitano atacado de improviso.

De muy lejos vienen esas voces interiores, muy lejos en leguas y en remotos años, porque esos montes y colirias que nos solicitan son los montes que «fueron»; esa voz es la voz de antaño, cuando el rey de los duendecillos soplaba aún su cuerno.

Yo las veo ahora, aquellas colinas de mi infancia -porque ellas son las que me llaman-, las veo con sus rostros vueltos hacia un atardecer de púrpura, cuando las frágiles figurillas de las hadas, asomándose entre los helechos, espían el caer de la tarde. Sobre las cumbres pacificas no existen aún ni apetecibles mansiones ni regaladas residencias, que han echado hoy a las gentes del lugar y las han sustituido por efímeros inquilinos.

Cuando sentía interiormente la voz de las montañas, iba a buscarlas pedaleando en una bicicleta, carretera adelante, porque en el tren perdemos el efecto de verlas acercarse poco a poco y no nos da tiempo para sentir que vamos despojándonos de Londres como de un viejo y pertinaz pecado. Ni se pasa tampoco por las aldehuelas del camino, guardadoras de alguno de los últimos rumores de la montana; ni nos queda esa sensación de maravilla de verlas siempre allí, siempre las mismas, conforme nos acercamos a sus faldas, mientras a lo lejos, distantes, sus santos rostros nos miran acogedores. En el tren nos las encontramos de improviso, al doblar una curva; de repente, allá se presentan todas, todas sentadas bajo el sol.

Creo yo que si uno escapase al peligro de algún enorme bosque tropical, las bestias salvajes decrecerían en numero y en crueldad conforme nos alejásemos, las tinieblas se irian disipando poco a poco y el horror del lugar terminaría por desaparecer. Pues bien, conforme uno se aproxima a los límites de Londres y las crestas de las montañas comienzan a dejar sentir su influencia sobre nosotros, nos parece que las casas urbanas aumentan en fealdad, las calles en abyección, la oscuridad es mayor y los errores de la civilización se muestran más a lo vivo al desprecio de los campos.

Donde la fealdad alcanza su apogeo, en el sitio más hórrido y miserable, nos parece oír gritar al arquitecto:

«¡Ya he alcanzado la cumbre de lo horrible! ¡Bendito sea Satanás!» En aquel instante, un puentecillo de ladrillos amarillentos se nos presenta como puerta de afiligranada plata, abierta sobre el país de la maravilla.

Entramos en el campo.

A derecha e izquierda, todo lo lejos que la vista alcanza, se extiende la ciudad monstruosa. Pero ante nosotros, los campos cantan su vieja eterna canción.

Una pradera hay allá, llena de margaritas. Al través de ella, un arroyuelo corre bajo un bosquecillo de juncos. Tenía la costumbre de descansar junto a aquel arroyuelo antes de continuar mi larga jornada por los campos, hasta acercarme a las laderas de las montañas.

Allí acostumbraba yo a olvidarme de Londres, calle tras calle. Algunas veces cogía un ramo de margaritas y se lo mostraba a las montañas.

Frecuentemente venia aquí. En un principio no noté nada en aquel campo, sino su belleza y la sensación de paz que producía.

Pero a la segunda vez que vine pensé que algo ominoso se ocultaba en aquellas praderas.

Allá abajo, entre las margaritas, junto al somero arroyuelo, sentí que algo terrible podía acontecer. Allí precisamente, en aquel mismo sitio.

No me detuve mucho en ese lugar. Quizás, pensé, tanto tiempo parado en Londres me habrá despertado estas mórbidas fantasías. Y me fui a las colinas tan deprisa como pude.

Varios días estuve respirando el aire campesino, y cuando tuve que volverme, fui de nuevo a aquel campo a gozar del pacífico lugar antes de entrar en Londres. Pero algo siniestro se ocultaba todavía entre los juncos.

Un año entero pasó antes de volver por allí. Salía de la sombra de Londres al claro sol, la verde hierba relucía y las margaritas resplandecían en la claridad; el arroyuelo cantaba una cancioncilla alegre. Mas en el momento en que avancé en el campo, mi antigua inquietud renació, y esta vez peor que en las anteriores. Me parecía notar cómo si entre la sombra se cobijase algo terrible, algún espantoso acontecimiento futuro, que el transcurso de un año habría acercado.

Quise tranquilizarme haciéndome el razonamiento de que tal vez el ejercicio de la bicicleta era malo y que en el momento en que se toma descanso se despertaría ese sentimiento de inquietud.

Poco después volví a pasar ya de noche por aquella pradera. La canción del arroyo en medio del silencio me atrajo hacia él. Y entonces me vino a la fantasía el pensar lo terriblemente frío que sería aquel lugar para quedarse allí, bajó la luz de las estrellas, si por cualquier razón uno se viese herido, sin posibilidad de escapar.

Conocía a un hombre que estaba informado al detalle de la historia de la localidad. Fui a preguntarle si había ocurrido algo histórico alguna vez en aquel lugar. Cuando me estrechaba a preguntas para que le explicase la razón de las mías, le contesté que aquella pradera me había parecido un buen sitio para celebrar una fiesta. Pero me dijo que nada de interés había ocurrido allí, nada absolutamente.

Así, pues, era del futuro de donde procedía la inquietud.

Durante tres años hice visitas más o menos frecuentes a esa campiña, y cada vez con más claridad presagiaba cosas nefastas, y mi desasosiego se agudizaba cada vez que me entraba el deseo de descansar entre su fresca hierha, junto a los hermosos juncos.

Una vez, para distraer mis pensamientos, intenté calcular la rapidez con que corría el arroyuelo, pero me asaltó la conjetura de si correría tan de prisa como la sangre.

Y comprendí que seria un lugar terrible, algo como para volverse loco, si de improviso se empezasen a oír voces.

Por fin fui allá con un poeta a quien yo conocía. Le desperté de sus quimeras y le expuse el caso concreto. El poeta no había salido de Londres durante todo aquel año. Era necesario que fuese conmigo a ver aquella pradera y decirme qué era lo que estaba próximo a acontecer en ella. Era a fines de julio. FI suelo, el aire, las casas y el polvo estaban tostados por el verano; se oía a lo lejos, monótonamente, el trajín londinense, arrastrándose siempre, siempre, siempre. El sueño, abriendo sus alas, se remontaba en el aire y, huyendo de Londres, se iba a pasear tranquilamente por los lugares campestres.

Cuando el poeta vio aquel prado se quedó como en éxtasis; las flores brotaban en abundancia a lo largo del arroyo; después se acercó al bosquecillo cercano. A la orilía del arroyo se detuvo y pareció entristecerse mucho. Una o dos veces miró arriba y abajo con melancolía; se inclinó y miró las margaritas, una primero, luego otra, muy detenidamente, moviendo la cabeza.

Durante un gran rato estuvo silencioso, y, entre tanto, todas mis antiguas inquietudes volvieron con mis presagios para lo futuro.

Entonces le dije: «¿Qué clase de campo es éste?»

Y él movió la cabeza con pesadumbre.

«Es un campo de batalla», dijo.

El pobre Bill

En una antigua guarida de marineros, una taberna del puerto, se apagaba la luz del día. Frecuenté algunas tardes aquel lugar con la esperanza de escuchar de los marineros que allí se inclinaban sobre extraños vinos algo acerca de un rumor que había llegado a mis oídos de cierta flota de galeones de la vieja España que aún se decía que flotaba en los mares del Sur por alguna región no registrada en los mapas.

Mi deseo se vio frustrado una vez más aquella tarde. La conversación era vaga y escasa, y ya estaba de pie para marcharme, cuando un marinero que llevaba en las orejas aros de oro puro levantó su cabeza del vino y, mirando de frente a la pared, contó su cuento en alta voz:

«Cuando más tarde se levantó una tempestad de agua y retumbaba en los emplomados vidrios de la taberna, el marinero alzaba su voz sin esfuerzo y seguía hablando. Cuanto más fosco hacía, más claros relumbraban sus fieros ojos.)

«Un velero del viejo tiempo acercábase a unas islas fantásticas. Nunca habíamos visto tales islas.

«Todos odiábamos al capitán y él nos odiaba a nosotros. A todos nos odiaba por igual; en esto no había favoritismos por su parte. Nunca dirigía la palabra a ninguno, si no era algunas veces por la tarde, al oscurecer; entonces se paraba, alzaba los ojos y hablaba a los hombres que había colgado de la entena.

«La tripulación era levantisca. Pero el capitán era el único que tenía pistolas. Dormía con una bajo la almohada y otra al alcance de la mano. El aspecto de las islas era desagradable. Pequeñas y chatas como recién surgidas del mar, no tenían playa ni rocas como las islas decentes, sino verde hierba hasta la misma orilla. Había allí pequeñas chozas cuyo aspecto nos disgustaba. Sus tejados de paja descendían casi hasta el suelo y en los ángulos curvábanse extrañamente hacia arriba, y bajó los caídos aleros había raras ventanas oscuras cuyos vidrios emplomados eran demasiado espesos para ver a su través. Ni un solo ser, hombre o bestia, andaba por allí, así que no se sabía qué clase de gente las habitaba. Pero el capitán lo sabía. Saltó a tierra, entró en una de las chozas y alguien encendió luces dentro, y las ventanitas brillaron con siniestra catadura.

«Era noche cerrada cuando volvió a bordo. Dio las buenas noches a los hombres que pendían de la entena, y nos miró con una cara que aterró al pobre Bill.

«Aquella noche descubrimos que había aprendido a maldecir, porque se acercó a unos cuantos que dormíamos en las literas, entre los cuales estaba el pobre Bilí, nos señaló con el dedo y nos echó la maldición de que nuestras almas permanecieran toda la noche en el tope de los mástiles. Al punto vióse el alma del pobre Bilí encaramada como un mono en la punta del palo mayor, mirando a las estrellas y tiritando sin cesar.

«Movimos entonces un pequeño motín; pero subió el capitán y de nuevo nos señaló con el dedo, y esta vez el pobre Bilí y todos los demás nos encontramos flotando a la zaga del barco en el frío del agua verde, aunque los cuerpos permanecían sobre cubierta.

«Fue el paje de escóba quien descubrió que el capitán no podía maldecir cuando estaba embriagado, aunque podía disparar lo mismo en ese caso que en cualquier otro.

«Después de esto no había más que esperar y perder dos hombres cuando la sazón llegara. Varios de la tripulación eran asesinos y querían matar al capitán, pero el pobre Bilí prefería encontrar un pedazo de isla lejos de todo derrotero y dejarle allí con provisiones para un año. Todos escucharon al pobre Bilí, y decidimos amarrar al capitán tan pronto como le cogiéramos en ocasión que no pudiera maldecir.

«Tres días enteros pasaron sin que el capitán se volviese a embriagar, y el pobre Bilí y todos con él atravesamos horas espantosas, porque el capitán inventaba cada día nuevas maldiciones, y allí donde su dedo señalaba, habían de ir nuestras almas. Nos conocieron los peces, así cómo las estrellas, y ni unos ni otras nos compadecían cuando tiritábamos en lo alto de las vergas o nos precipitábamos a través de bosques de algas y perdíamos nuestro rumbo; estrellas y peces proseguían sus quehaceres con fríos ojos impávidos. Un día, cuando el sol ya se había puesto y corría el crepúsculo y brillaba la luna en el cielo cada vez más clara, nos detuvimos un momento en nuestro trabajó porque el capitán, con la vista apartada de nosotros, parecía mirar los colores del ocaso, volvióse de repente y envió nuestras almas a la luna. Aquello estaba más frío que el hielo de la noche; había horribles montañas que proyectaban su sombra, y todo yacía en silencio cómo miles de tumbas; y la tierra brillaba en lo alto del cielo, ancha como la hoja de una guadaña; y todos sentimos la nostalgia de ella, pero no podíamos hablar ni llorar. Ya era noche cuando volvimos. Durante todo el día siguiente estuvimos muy respetuosos con el capitán; pero él no tardó en maldecir de nuevo a unos cuantos. Lo que más temíamos era que maldijese nuestras almas para el infierno, y ninguno nombraba el infierno sino en un susurro por temor de recordárselo. Pero la tercera tarde subió el paje y nos dijo que el capitán estaba borracho. Bajamos a la cámara y le hallamos atravesado en su litera. Y él disparó como nunca había disparado antes; pero no tenía más que las dos pistolas y sólo hubiera matado a dos hombres si no hubiese alcanzado a José en la cabeza con la culata de una de sus pistolas. Entonces le amarramos. El pobre Bilí puso el ron entre los dientes del capitán y le tuvo embriagado por espacio de dos días, de modo que no pudiera maldecir hasta que le encontrásemos una roca a propósito. Antes de ponerse el sol del segundo día hallamos una isla desnuda, muy bonita para el capitán, lejos de todo rumbo, larga como de unas cien yardas por ochenta de ancha; bogamos en su derredor en un bote y dimosle provisiones para un año, las mismas que teníamos para nosotros, porque el pobre Bilí quería ser leal, y le dejamos cómodamente sentado, con la espalda apoyada en una roca, cantando una barcarola.

«Cuando dejamos de oír el canto del capitán nos pusimos muy alegres y celebramos un banquete con nuestras provisiones del año, pues todos esperábamos estar de vuelta en nuestras casas antes de tres semanas. Hicimos tres grandes banquetes por día durante una semana; cada uno tocaba a más de lo que podía comer, y lo que sobraba lo tirábamos al suelo como señores. En esto, un día, como diésemos vista a San Huélgedos, quisimos tomar puerto para gastarnos en él nuestro dinero; pero el viento viró en redondo y nos empujó mar adentro. No se podía luchar contra él ni ganar el puerto, aunque otros buques navegaban a nuestros costados y anclaron allí. Unas veces caía sobre nosotros una calma mortal, mientras que, alrededor, los barcos pescadores volaban con viento fresco; y otras el vendaval nos echaba al mar cuando nada se movía a nuestro lado. Luchamos todo el día, descansamos por la noche y probamos de nuevo al día siguiente. Los marineros de los otros barcos estaban gastándose el dinero en San Huélgedos y nosotros no podíamos acercarnos. Entonces dijimos cosas horribles contra el viento y contra San Huélgedos, y nos hicimos a la mar.

«Igual nos ocurrió en Norenna.

«Entonces nos reunimos en corro y hablamos en voz baja. De pronto, el pobre Bilí se sobrecogió de horror. Navegábamos a lo largo de la costa de Sirac, y una y otra vez repetimos la intentona, pero el viento nos esperaba en cada puerto para arrojarnos a alta mar. Ni las pequeñas islas nos querían. Entonces comprendimos que ya no había desembarcó para el pobre Bilí, y todos culpaban a su bondadoso corazón, que había hecho que amarraran al capitán a la roca para que su sangre no cayera sobre sus cabezas. No había más que navegar a la deriva. Los banquetes se acabaron, porque temíamos que el capitán pudiera vivir su ano y retenernos en el mar.

«Al principio solíamos saludar a la voz a todos los barcos que hallábamos al paso, y pugnábamos por abordarlos con nuestros botes; mas era imposible remar contra la maldición del capitán, y tuvimos que renunciar. Entonces, por espacio de un año, nos dedicamos a jugar a las cartas en la cámara del capitán, día y noche, con borrasca o bonanza, y todos prometían pagar al pobre Bilí cuando desembarcasen.

«Era horrible para nosotros pensar en lo frugal que era, realmente, el capitán, un hombre que acostumbraba a emborracharse un día sí y otro no cuando estaba en el mar, y todavía estaba allí vivo, y sobrio, puesto que su maldición aún nos vedaba la entrada en los puertos, y nuestras provisiones se habían agotado. Pues bien, echáronse las suertes y tocó a Jaime la mala. Con Jaime sólo tuvimos para tres días; echamos suertes de nuevo y esta vez le tocó al negro. No nos duró mucho más el negro. Sorteamos otra vez y le tocó a Carlos, y aún seguía vivo el capitán.

«Como éramos menos, había para más tiempo con uno de nosotros. Cada vez nos duraba más ún marinero, y todos nos maravillamos de lo que resistía el capitán. Iban transcurridas cinco semanas sobre el año, cuando le tocó la suerte a Mike, que nos duró una semana, y el capitán seguía vivo. Nos asombraba que no se hubiera cansado ya de la misma vieja maldición, más suponíamos que las cosas parecían de distinto modo cuando se estaba sólo en una isla.

«Cuando ya no quedaban más que Jacobo, el pobre Bilí, el grumete y Dick, dejamos de sortear. Dijimos que el grumete ya había tenido harta suerte y que no debiera esperarla más. Ya el pobre Bilí se había quedado sólo con Jacobo y Dick, y el capitán seguía vivo. Cuando ya no hubo grumete, y seguía vivo el capitán, Dick, que era un mozo enorme y fornido como el pobre Bilí, dijo que ahora le tocaba a Jacobo y que ya había tenido demasiada suerte con haber vivido tanto. Pero el pobre Bilí se las arregló con Jacobo, y ambos decidieron que le había llegado la vez a Dick.

«No quedaban más que Jacobo y el pobre Bilí; y el capitán sin morirse.

«Ambos permanecían mirándose noche y día cuando se acabó Dick y se quedaron los dos solos. Por fin al pobre Bilí le dio un desmayo que le duró una hora. Entonces Jacobo acercósele pausadamente con su cuchillo y asestó una puñalada al pobre Bilí cuando estaba caído sobre cubierta. Y el pobre Bilí le agarró por la muñeca y le hundió el cuchillo dos veces para mayor seguridad, aunque así estropeaba la mejor parte de la carne. Luego el pobre Bilí se quedó solo en el mar.

«A la semana siguiente, antes de concluirsele la comida, el capitán debió de mórirse en su pedazo de isla, porque el pobre Bilí oyó el alma del capitán que iba maldiciendo por el mar, y al día siguiente el barco fue arrojado sobre una costa rocosa.

«El capitán ha muerto hace cien años, y el pobre Bilí ya está sano y salvo en tierra. Pero parece cómo si el capitán no hubiera concluido todavía con él, porque el pobre Bilí ni se hace más viejo ni parece que haya de morir. ¡Pobre Bilí!»

Dicho esto, la fascinación del hombre se desvaneció súbitamente, y todos nos levantamos de golpe y le dejamos.

No fue sólo la repulsiva historia, sino la espantosa mirada del hombre que la cóntó y la terrible tranquilidad con que su voz sobrepujaba el estruendo de la borrasca lo que me decidió a no volver a entrar en aquel figón de marineros, en aquella taberna del puerto.

Carcasona

En una carta de un amigo a quien nunca be visto, uno de los que leen mis libros, aparecía dtada esta línea: «En cuanto a él, nunca vino a Carcasona.» Ignoro el origen de la línea, pero he hecho este cuento sobre ella.

Cuando Camorak reinaba en Arn, y el mundo era más hermoso, dio una fiesta a todo el Bosque para conmemorar el esplendor de su juventud.

Dicen que su casa en Arn era inmensa y elevada, y su techo estaba pintado de azul; y cuando caía la tarde, los hombres se subían por escaleras y encendían los centenares de velas que colgaban de sutiles cadenas. Y dicen también que a veces venia una nube y se filtraba por lo alto de una de las ventanas circulares, y venia sobre el ángulo del edificio, como la bruma del mar viene sobre el borde agudo de un acantilado, donde un antiguo viento ha soplado siempre y siempre (ha arrastrado miles de hojas y miles de centurias; unas y otras son lo mismo para él; no debe vasallaje al Tiempo). Y la nube tomaba nueva forma en la alta bóveda de la sala, y avanzaba lentamente por ella, y salía de nuevo al cielo por otra ventana. Y según su forma, los caballeros, en la sala de Camorak, profetizaban las batallas y los sitios y la próxima temporada de guerra. Dicen de la sala de Camorak en Arn que no ha habido otra como ella en tierra alguna, y predicen que nunca la habrá.

Allí había venido el pueblo del Bosque desde majadas y selvas, revolviendo tardos pensamientos de comida y albergue y amor, y se sentaban maravillados en aquella famosa sala; en ella estaban también sentados los hombres de Arn, la ciudad que se agrupaba en torno a la alta casa del rey, y tenía todos los techos cubiertos con la tierra roja, maternal.

Si puede prestarse fe a los viejos cantos, era una sala maravillosa.

Muchos de los que estaban allí sentados la habrían visto sólo desde lejos, una forma clara en el paisaje, algo menor que una montaña. Ahora contemplaban a lo largo del muro las armas de los hombres de Camorak, sobre las cuales habían ya hecho cantos los tañedores de laúd. En ellos describían el escudo de Camorak, que se había agitado en tantas batallas, y los filos agudos, pero mellados, de su espada; allí estaban las armas de Gadriol el Leal, y Norn, y Athoric, de la Espada de Granizo; Heriel el Salvaje, Yarold y Thanga de Esk; sus armas colgaban igualmente todo a lo largo de la sala, a una altura que un hombre pudiera alcanzarlas; y en el sitio de honor en el medio, entre las armas de Camorak y de Gadriol el Leal, colgaba el arpa de Arleón. Y de todas las armas que colgaban en aquellos muros, ningunas fueron más funestas a los enemigos de Camorak que lo fue el arpa de Arleón. Porque para un hombre que marcha a pie contra una plaza fuerte es agradable ciertamente el chirrido y el traqueteo de alguna temerosa máquina de guerra que sus compañeros de armas están manejando detrás, de la cual pasan suspirando sobre su cabeza pesadas rocas que van a caer entre los enemigos; y agradables son para un guerrero en el agitado combate las rápidas órdenes de su rey, y una alegría para él los vítores distantes de sus compañeros, súbitamente exaltados en una de las alternativas de la guerra. Todo esto y más era el arpa para los hombres de Camorak, porque no sólo excitaba a sus guerreros, sino que muchas veces Arleón del Arpa hubo de producir un espanto salvaje entre las huestes contrarias clamando súbitamente una profecía arrebatada, mientras sus manos recorrían las rugientes cuerdas. Además, nunca fue declarada guerra alguna hasta que Camorak y sus hombres hubiesen escuchado largamente el arpa y estuviesen exaltados con la música y locos contra la paz. Una vez, Arleón, con motivo de una rima, había movido guerra a Estabonn; y un mal rey fue derribado, y se ganó honor y gloria; por tan singulares motivos se acrecienta a veces el bien.

Por encima de los escudos y las arpas, todo alrededor de la sala, estaban las pintadas figuras de fabulosos héroes de cantos célebres. Demasiado triviales, porque demasiado sobrepujadas por los hombres de Camorak, parecían todas las victorias que la tierra había conocido; ni siquiera se había desplegado algún trofeo de las setenta batallas de Camorak, porque estas batallas nada eran para sus guerreros o para él en comparación con aquellas cosas que en su juventud habían soñado y que vigorosamente se proponían aún hacer.

Por encima de las pintadas figuras había la oscuridad, porque la tarde se iba cerrando y las velas que colgaban de las ligeras cadenas aún no estaban encendidas en el techo; era como si un pedazo de la noche hubiese sido incrustado en el edificio cual una enorme roca que asoma en una casa. Y allí estaban sentados todos los guerreros de Arn y el pueblo del Bosque admirándolos; y ninguno tenía más de treinta años, y todos fueron muertos en la guerra. Y Camorak estaba sentado a la cabeza de todos, exultante de juventud.

Tenemos que luchar con el tiempo durante unas siete décadas, y es un antagonista débil y flojo en las tres primeras partidas.

Encontrábase presente en esta fiesta un adivino, uno que conocía las figuras del Hado y que se sentaba entre el pueblo del Bosque; y no tenía sitio de honor, porque Camorak y sus hombres no tenían miedo al Hado. Y cuando hubieron comido la carne y los huesos fueron echados a un lado, el rey se levantó de su asiento y, después de beber vino, en la gloria de su juventud y con todos sus caballeros en torno suyo, llamó al adivino, diciendo: «Profetiza».

Y el adivino se levantó, acariciando su barba gris, y habló cautelosamente. « Hay ciertos acontecimientos -dijo- sobre los caminos del Hado, que están velados aun ante los ojos de un adivino, y otros muchos tan claros para nosotros, que estarían mejor velados para todos; muchas cosas conozco yo que mejor es no predecirías, y algunas que no puedo predecir, so pena de centurias de castigo. Pero esto conozco y predigo: que nunca llegaréis a Carcasona.»

En seguida hubo un susurro de conversaciones que hablaban de Carcasona; algunos habían oído de ella en discursos o cantos; algunos habían leído cosas de ella, y algunos habían soñado con ella. Y el rey envió a Arleón del Arpa que descendiese del sitio que ocupaba a su derecha y se mezclase con el pueblo del Bosque y oyese lo que dijeran de Carcasona. Pero los guerreros hablaban de las plazas que habían ganado, mucha fortaleza bien defendida, mucha tierra lejana, y juraban que irían a Carcasona.

Y al cabo de un momento volvió Arleón a la derecha del rey, y levantó su arpa y cantó y habló de Carcasona. Muy lejos estaba, enormemente lejos, una ciudad de murallas brillantes que se elevaban las unas sobre las otras, y azoteas de mármol detrás de las murallas, y fuentes centelleantes sobre las azoteas. A Carcasona se habían retirado primero de los hombres los reyes de los elfos con sus hadas, y la habían construido en una tarde a finales de mayo, soplando en sus cuernos de elfos. ¡Carcasona! ¡ Carcasona!

Viajeros la habían visto algunas veces como un claro sueño, con el sol brillando sobre su ciudadela en la cima de una lejana montaña, y en seguida habían venido las nubes o una súbita niebla; ninguno la había visto largo rato ni se había aproximado a ella, aunque una vez hubo ciertos hombres que llegaron muy cerca, y el humo de las casas sopló sobre sus rostros, una ráfaga repentina no más, y éstos declararon que alguien estaba quemando madera de cedro allí.

Hombres habían sóñado que allí hay una hechicera que anda solitaria por los fríos patios y corredores de palacios marmóreos, terriblemente bella a pesar de sus ochenta centurias, cantando el segundo canto más antiguo que le fue enseñado por el mar, vertiendo lágrimas de soledad por ojos que enloquecerían a ejércitos, y que, sin embargo, no llamaría junto a sí a sus dragones; Carcasona está terriblemente guardada. Algunas veces nada en un baño de mármol, por cuyas profundidades rueda un río, o permanece toda la mañana al borde secándose lentamente al sol, y contempla cómo el agitado río turba las profundidades del baño. Este río brota al través de las cavernas de la tierra más lejos de lo que ella conoce, sale a la luz en el baño de la hechicera y vuelve a penetrar por la tierra para encaminarse a su propio mar particular.

En otoño desciende a veces crecido y ceñudo con la nieve que la primavera ha derretido en montañas inimaginadas, o pasan bellamente arbustos con flores marchitas de montaña.

Cuando ella canta, las fuentes se alzan danzando de la oscura tierra; cuando se peina sus cabellos, dicen que hay tempestades en el mar; cuando está enojada, los lobos se ponen bravos y todos descienden a sus cubiles; cuando está triste, el mar está triste, y ambos están tristes eternamente. ¡Carcasona! ¡Carcasona!

Esta ciudad es la más bella de las maravillas de la mañana; el sol rompe en alaridos cuando la contempla; por Carcasona, la tarde llora cuando la tarde muere.

Y Arleón dijo cuántos peligros divinos había en derredor de la ciudad, y cómo el camino era desconocido, y que era una aventura caballeresca. Entonces, todos los caballeros se levantaron y cantaron el esplendor de la aventura. Y Camorak juró por los dioses que habían construido a Arn y por el honor de sus guerreros que, vivo o muerto, habría de llegar a Carcasona.

Pero el adivino se levantó y salió de la sala, quitándose las migajas con sus manos y alisándose el traje según marchaba.

Entonces, Camorak dijo: «Hay muchas cosas que planear, y consejos que tomar, y provisiones que reunir. ¿Qué día partiremos?» Y todos los guerreros respondieron gritando: «Ahora.» Y Camorak sonrió, porque sólo había querido probarlos. De los muros tomaron entonces sus armas Sikorix, Kelleron, Aslof, Wole, el del Hacha; Huhenoth, el Quebrantador de la Paz; Wolwuf, Padre de la Guerra; Tarión, Lurth, el del Grito de Guerra, y otros muchos. Poco se imaginaban las arañas que estaban sentadas en aquella sala ruidosa el solaz ininterrumpido que iban pronto a disfrutar.

Cuando se hubieron armado, se formaron todos y salieron de la sala, y Arleón iba delante de ellos a caballo cantando a Carcasona.

Pero el pueblo del Bosque levantóse y volvió bien alimentado a sus establos. Ellos no tenían necesidad de guerras o de raros peligros. Ellos estaban siempre en guerra con el hambre. Una larga sequza o un invierno duro eran para ellos batallas campales; si los lobos entraban en un redil, era como la pérdida de una fortaleza; una tormenta en la época de la siega era como una emboscada. Bien alimentados, volvieron lentamente a sus establos, en tregua con el hambre; y la noche se llenó de estrellas.

Y negros sobre el cielo estrellado aparecían los redondos yelmos de los guerreros según pasaban las cimas de los montes, pero en los valles centelleaban aquí y allí, según la luz estelar caía sobre el acero.

Seguían detrás de Arleón, que marchaba hacia el Sur, de donde siempre habían venido rumores de Carcasona; así marchaban a la luz de las estrellas, y él delante de todos cantando.

Cuando hubieron marchado tan lejos que no oían ningún ruido de Arn, y que hasta el sonido de sus volteantes campanas se había apagado; cuando las velas que ardían allá arriba en las torres no les enviaban ya su desconsolada despedida; en medio de la noche aplaciente que arrulla los rurales espacios, el cansancio vino sobre Arleón y su inspiración decayó. Decayó lentamente. Poco a poco fue estando menos seguro del camino a Carcasona. Unos momentos se detenía a pensar, y recordaba el camino de nuevo; pero su clara certeza había desaparecido, y en su lugar ocupaban su mente esfuerzos por recordar viejas profecías y cantos de pastores que hablaban de la maravillosa ciudad. Entonces, cuando se decía a sí mismo cuidadosamente un canto que un vagabundo había aprendido del muchacho de un cabrero, allá lejos, sobre los bajos declives de extremas montañas meridionales, la fatiga cayó sobre su mente trabajada como nieve sobre los caminos sinuosos de una ciudad ruidosa, enmudeciéndolo todo.

Estaba en pie y los guerreros se agolpaban junto a él. Durante largo tiempo habían pasado a lo largo de grandes encinas que se alzaban solitarias aquí y allí, como gigantes que respiran en enormes alientos el aire de la noche antes de realizar algún hecho terrible; ahora habían llegado a los linderos de un bosque negro; los troncos se erguían como grandes columnas en una sala egipcia, de la cual Dios recibía, según manera antigua, las plegarias de los hombres; la cima de este bosque cortaba el camino de un antiguo viento. Aquí se pararon todos y encendieron un fuego de ramas sacando chispas del pedernal sobre un montón de helecho. Despojáronse de sus armaduras y sentáronse en torno del fuego, y Camorak se levantó allí y se dirigió a ellos, y Camorak dijo: «Vamos a guerrear contra el Hado, cuya sentencia es que yo no he de llegar a Carcasona. Y si descaminamos una sola de las sentencias del Hado, entonces todo el futuro del mundo es nuestro, y el futuro que el Hado ha dispuesto es como el cauce seco de un río desviado. Pero si hombres como nosotros, si tan resueltos conquistadores no pueden prevenir una sentencia que el Hado ha decidido, entonces la raza de los hombres estará por siempre sujeta a hacer como esclava la mezquina tarea que se le ha señalado. »

Entonces, todos ellos desenvainaron sus espadas y las blandieron en alto en el resplandor de la hoguera, y declararon guerra al Hado.

Nada en el bosque sombrío se movía y ningún ruido se escuchaba.

Hombres cansados no sueñan de guerra. Cuando la manana vino sobre los campos centelleantes, un grupo de gentes que habían salido de Arn descubrieron el campamento de los guerreros y trajeron tiendas y provisiones. Y los guerreros tuvieron un festín, y los pájaros cantaban en el bosque, y se despertó la inspiración de Arleón.

Entonces se levantaron y, siguiendo a Arleón, entraron en el bosque y marcharon hacia el Sur. Y más de una mujer de Arn les envió sus pensamientos cuando tocaban algún viejo aire monótono; pero sus propios pensamientos iban muy lejos delante de ellos, deslizándose sobre el baño al través de cuyas profundidades corre el río en Carcasona, ciudad de mármol.

Cuando las mariposas danzaban en el aire y el sol se aproximaba al cenit, fueron levantadas las tiendas, y todos los guerreros descansaron; y de nuevo tuvieron festín, y ya avanzada la tarde, continuaron marchando una vez más, cantando a Carcasona.

Y la noche bajó con su misterio sobre el bosque, y dio de nuevo su aspecto demoniaco a los árboles, y sacó de profundidades nebulosas una luna enorme y amarilla.

Y los hombres de Arn encendieron hogueras, y súbitas sombras surgieron y se alejaron saltando fantásticamente. Y sopló el viento de la noche, levantándose como un aparecido; y pasaba entre los troncos, y se deslizaba por los claros de luz cambiante, y despertaba a las fieras que aún soñaban con el día, y arrastraba pájaros nocturnos al campo para amenazar a las gentes timoratas, y golpeaba las rosas contra las ventanas de los aldeanos, y murmuraba noticias de la noche amiga, y transportaba a los oídos de los hombres errantes el eco del cantar de una doncella, y daba un encanto misterioso al sonido del laúd tocado en la soledad de unas distantes colinas; y los ojos profundos de las polillas lucían como las lámparas de un galeón, y extendían sus alas y bogaban por su mar familiar. Sobre este viento de la noche también los sueños de los hombres de Camorak iban flotando hacia Carcasona.

Toda la mañana siguiente marcharon y toda la tarde, y conocieron que se iban acercando ahora a las profundidades del bosque. Y los ciudadanos de Arn se apretaron entre si y detrás de los guerreros. Porque las profundidades del bosque eran todas desconocidas de los viajeros, pero no desconocidas para los cuentos de espanto que los hombres dicen por la tarde a sus amigos en el bienestar seguro de sus hogares. Entonces apareció la noche y una luna desmesurada. Y los hombres de Camorak durmieron. Algunas veces se despertaban y se volvían a dormir; y aquellos que permanecían despiertos largo tiempo y se ponían a escuchar, oían los pasos de pesadas criaturas bípedas marchando lentamente al través de la noche sobre sus patas.

Tan pronto como hubo luz, los hombres sin armas de Arn principiaron a escurrirse y se volvieron en bandas al través del bosque. Cuando vino la oscuridad, no se detuvieron para dormir, sino que continuaron huyendo todo derecho hasta que llegaron a Arn, y con los cuentos que allí dijeron aumentaron aún el terror de la selva.

Pero los guerreros tuvieron un festín, y después Arleón se levantó y tocó su arpa, y los condujo otra vez; y unos pocos fieles servidores permanecieron con ellos aún. Y marcharon todo el día al través de una oscuridad que era tan vieja como la noche. Pero la inspiración de Arleón ardía en su mente como una estrella. Y los condujo hasta que los pájaros comenzaron a posarse en las cimas y anochecía, y todos ellos acamparon. Tenían ahora sólo una tienda que les habían dejado, y junto a ella encendieron una hoguera, y Camorak puso un centinela con la espada desnuda, justamente detrás del resplandor del fuego. Algunos de los guerreros dormían en el pabellón, y otros alrededor de él.

Cuando vino la aurora, algo terrible había matado al centinela y se lo había comido. Pero el esplendor de los rumores de Carcasona, y el decreto del Hado, que nunca llegarían a ella, y la inspiración de Arleón y su arpa, todo incitaba a los guerreros; y marcharon todo el día más y más adentro en la selva.

Una vez vieron un dragón que había cogido un oso y estaba jugando con él, dejándole correr un corto trecho y alcanzándolo con una zarpa.

Por fin vinieron a un claro en la selva a punto de anochecer. Un perfume de flores ascendía de él como una niebla, y cada gota de rocio interpretaba el cielo en sí misma.

Era la hora en que el crepúsculo besa a la Tierra.

Era la hora en que viene una significación a las cosas sin sentido, y los árboles superan en majestad la pompa de los monarcas, y las tímidas criaturas salen a hurtadillas en busca del alimento, y los animales de rapiña sueñan aún inocentemente, y la Tierra exhala un suspiro, y es de noche.

En medio del vasto claro, los guerreros de Camorak acamparon, y se alegraron viendo aparecer de nuevo las estrellas, una tras otra.

Esta noche comieron las últimas provisiones y durmieron sin que los molestasen las alimañas rapaces que pueblan la oscuridad de la selva.

Al día siguiente, algunos de los guerreros cazaron ciervos, y otros permanecieron en los juncos de un lago vecino y dispararon flechas contra las aves acuáticas. Mataron un ciervo, y algunos gansos, y varias cercetas.

Aquí continuaron los aventureros respirando el aire salvaje que las ciudades no conocen; durante el día cazaban, y encendían hogueras por la noche, y cantaban y tenían festines, y se olvidaban de Carcasona. Los terribles habitantes de las tinieblas nunca los molestaban; la carne de venado era abundante, y toda clase de aves acuáticas; gustaban de la caza por el día, y por la noche de sus cantos favoritos. Así fueron pasando un día y otro, y así una y otra semana. El tiempo arrojó sobre este campamento un puñado de mediodías, las lunas de oro y plata que van consumiendo el año; el Otoño y el Invierno pasaron, y la Primavera apareció; los guerreros continuaban allí en sus cacerías y sus banquetes.

Una noche de primavera se hallaban en un banquete alrededor del fuego, y contaban cuentos de caza; y las blandas polillas salían de la oscuridad y paseaban sus colores por la luz del fuego, y volvían grises a la oscuridad otra vez; y el viento de la noche era frío sobre los cuellos de los guerreros, y la hoguera del campamento era cálida en sus rostros, y un silencio se había establecido entre ellos después de algún canto; y Arleón se alzó repentinamente, acordándose de Carcasona. Y su mano se deslizó sobre las cuerdas del arpa, despertando las más profundas, como el ruido de gentes ágiles que están danzando sobre el bronce; y la musica se iba a perder entre el propio silencio de la noche, y la voz de Arleón se levantó:

«Cuando hay sangre en el baño, ella conoce que hay guerra en las montañas y anhela oír el grito de combate que lanzan hombres de sangre real.»

Y súbitamente todos gritaron: «¡Carcasona!» Y con esta palabra su pereza desapareció como desaparece un sueño de un soñador despertado por un grito. Y pronto principió la gran marcha que ya no tuvo vacilaciones ni titubeos.

Llegaron a convertirse en un proverbio de la marcha errante, y nació una leyenda de hombres extraños, desconsolados. Las gentes hablaban de ellos a la caída de la noche, cuando el fuego ardía vivamente y la lluvia caía de los aleros. Y cuando el viento era fuerte, los niños pequeños creían llenos de miedo que los Hombres que Nunca Descansarían pasaban haciendo ruido. Se referían cuentos extraños de hombres en vieja armadura gris que avanzaban por las cimas de los collados y que jamás pedían albergue; y las madres decían a sus hijos, impacientes de permanecer en casa, que los grises errabundos habían sentido en otro tiempo la misma impaciencia, y ahora no tenían esperanza de descanso y eran arrastrados con la lluvia cuando el viento se enfurecia.

Pero los errabundos se sentían excitados en sus marchas continuas por la esperanza de llegar a Carcasona, y más tarde por la cólera contra el Hado, y últimamente continuaban marchando porque parecía mejor continuar marchando que pensar.

Y un día llegaron a una región montuosa, con una leyenda en ella que sólo tres valles más allá se podía ver, en días claros, Carcasona. Aunque estaban cansados y eran pocos, y se hallaban gastados por los años, que todos les habían traído guerras, lanzáronse al instante, conducidos siempre por la inspiración de Arleón, ya decaído por la edad, aunque seguía tocando música con su vieja arpa.

Todo el día fueron descendiendo al primer valle, y durante dos días subieron, y llegaron a la Ciudad Que No Puede Ser Tomada En Guerra, debajo de la cima de la montaña, y sus puertas fueron cerradas contra ellos, y no había camino alrededor. A derecha e izquierda había precipicios escarpados en todo lo que alcanzaba la vista o decía la leyenda, y el paso se hallaba al través de la ciudad. Por esto Camorak formó a los guerreros que le quedaban en línea de batalla para sostener su última guerra, y avanzaron sobre los huesos calcinados de antiguos ejércitos sin enterrar.

Ningún centinela los desafió en la puerta; ninguna flecha voló de torre alguna de guerra. Un ciudadano trepó solo a la cumbre de la montaña, y los demás se escondieron en lugares abrigados. Porque en la cumbre de la montaña, abierta en la roca, había una profunda caverna en forma de taza, y en esa caverna ardían suavemente hogueras. Pero si alguien arrojaba un guijarro a las hogueras, como uno de estos ciudadanos tenía costumbre de hacer cuando los enemigos se acercaban, la montaña lanzaba rocas intermitentes durante tres días, y las rocas caían llameantes sobre toda la ciudad y todos sus alrededores. Y precisamente cuando los hombres de Camorak principiaron a golpear la puerta para derribarla, oyeron un estallido en la montaña, y una gran roca cayó detrás de ellos y se precipitó rodando al valle. Las dos siguientes cayeron frente a ellos sobre los techos de hierro de la ciudad. Justamente cuando entraban en la ciudad, una roca los encontró apiñados en una calle estrecha y aplastó a dos de ellos. La montaña humeaba y parecía palpitar; a cada palpitación, una roca se hundía en las calles o botaba sobre los pesados techos de hierro, y el humo subía lentamente, lentamente.

Cuando al través de las largas calles desiertas de la ciudad llegaron a la puerta cerrada del fin, sólo cincuenta quedaban. Cuando hubieron conseguido derribar la puerta, no había más que diez vivos. Otros tres fueron muertos cuando iban subiendo la cuesta, y dos cuando pasaban cerca de la terrible caverna. El Hado permitió que el resto avanzase algún trecho bajando la montaña por el otro lado, y entonces les tomó tres de ellos. Sólo Camorak y Arleón habían quedado vivos. Y la noche descendió sobre el valle al cual habían venido, y estaba iluminada por los resplandores de la fatal montaña; y los dos hicieron duelo de sus camaradas durante toda la noche.

Pero cuando vino la mañana se acordaron de su guerra contra el Hado y su vieja resolución de llegar a Carcasona, y la voz de Arleón se alzó en un canto vibrante, y arrancó música de su vieja arpa, y se puso en pie, y marchó rostro al Sur como había hecho años y años, y detrás de él iba Camorak. Y cuando al fin subieron desde el último valle y se pararon sobre la cima del collado en la luz dorada de la tarde, sus ojos envejecidos vieron sólo millas de selva y los pájaros que se retiraban a sus nidos.

Sus barbas estaban blancas, y habían viajado muy lejos y con muchos trabajos; les había llegado el tiempo en que un hombre descansa de sus trabajos y sueña, durmiendo ligeramente, con los años que fueron y no con los que seran.

Largo tiempo miraron hacia el Sur; y el sol se puso sobre los remotos bosques, y las luciérnagas encendieron sus lámparas, y la inspiración de Arleón se alzó y huyó para siempre, para alegrar, acaso, los sueños de hombres más jóvenes.

Y Arleón dijo: «Mi rey, no conozco ya el camino de Carcasona. »

Y Camorak sonrió como sonríen los ancianos, con poco motivo de alegría, y dijo: «Los años van pasando por nosotros como grandes pájaros ahuyentados de alguna antigua ciénaga gris por la fatalidad, el Destino y los designios de Dios. Y puede muy bien ser que contra éstos no haya guerrero que sirva, y que el Hado nos haya vencido, y que nuestro afán haya fracasado.»

Y después de esto se quedaron silenciosos.

Entonces desenvainaron sus espadas, y uno junto al otro, bajaron a la selva, buscando aún a Carcasona.

Yo imagino que no fueron muy lejos, porque había mortales pantanos en aquel bosque, y tinieblas más tenaces que las noches, y bestias terribles acostumbradas a sus caminos. Ni hay allí leyenda alguna, ni en verso ni entre los cantos del pueblo de las campiñas, de que alguno hubiese llegado a Carcasona.

Los mendigos

Bajaba por Piccadilly no hace mucho, recordando canciones de cuna y añorando viejos romances.

Al ver a los tenderos ir y venir con sus negras blusas y sus sombreros negros, recordé el verso, viejo en los anales de la poesía infantil: Los mercaderes de Londres van vestidos de escarlata.

¡Todas las calles estaban tan poco románticas, tan espantosas! Nada podía hacerse por ellas, pensé, nada. Interrumpiéronme en mis pensamientos los ladridos de los perros. Todos los perros de la calle parecían estar ladrando, todas las clases de perros, no sólo los pequeños, sino los grandes también. Los perros ladraban contra el Este, hacia el camino que yo traía. Me volví para mirar y tuve esta visión, en Piccadilly, en el lado opuesto a las casas, después que cruzan ustedes la fila de coches.

Altos hombres encorvados bajaban por la calle envueltos en capas maravillosas. Todos eran de rostro pálido y de negra cabellera, y la mayor parte con extrañas barbas. Andaban pausadamente, apoyados en báculos, y tendían sus manos en demanda de limosna.

Todos los mendigos habían bajado a la ciudad.

Yo les hubiera dado un doblón de oro grabado con las torres de Castilla, pero no tenía semejante moneda. No parecían gentes a quienes fuese propio ofrecer la misma moneda que se saca para pagar el taxi. (¡Oh maravillosa palabra contrahecha, seguramente palabra de paso en alguna parte de una Orden siniestra!) Unos vestían capas color púrpura con anchos embozos verdes, y el verde embozo era en algunas una estrecha franja; y otros llevaban capas de viejo y marchito rojo, y otros capas violeta, y ninguna era negra. Pedían elegantemente, como los dioses podrían pedir almas.

Me detuve junto a un farol, y vinieron hacia él, y uno le habló, llamándole hermano farol; y dijo: «¡Oh farol, nuestro hermano de la sombra! ¿Hay muchos naufragios para ti en la mareas de la noche? No duermas, hermano; no duermas. Hubo muchos naufragios y no fueron para ti. »

Era extraño: nunca había pensado en la majestad del farol callejero y en su larga vigilancia sobre los hombres descarriados. Pero el farol no era indigno de la atención de aquellos embozados extranjeros.

Uno de ellos murmuró a la calle: «¿Estás cansada, calle? Sin embargo, no tardarán mucho en andarte por encima y vestirte de alquitrán y briquetas de madera. Ten paciencia, calle. Ya vendrá el terremoto.»

«¿Quienes sois -preguntaba la gente- y de dónde venís?»

«¿Quién puede decir quiénes somos -respondieron-o de dónde venimos?»

Y uno de ellos volvióse hacia las ahumadas casas, diciendo: «Benditas sean las casas, porque dentro de ellas sueñan los hombres.»

Entonces percibí lo que jamás había pensado: que todas aquellas casas absortas no eran iguales, sino diferentes unas de otras, porque todas soñaban sueños diferentes.

Y otro se volvió hacia un árbol que estaba junto a la verja de Green Park, diciendo: «Alégrate, árbol, porque los campos volverán de nuevo.»

Y entre tanto ascendía el feo humo, el humo que ha ahogado la fábula y ennegrecido a los pájaros. A éste, pensé, ni pueden alabarle ni bendecirle. Pero cuando le vieron, levantaron hacia él sus manos, hacia los miles de chimeneas, diciendo: «Contemplemos el humo. Los viejos bosques de carbón que han yacido tanto tiempo en la oscuridad, y que yacerán tanto tiempo todavía, están danzando ahora y volviendo hacia el sol. No te olvidamos, hermana tierra, y te deseamos la alegría del sol.»

Había llovido, y un triste arroyuelo destilaba de una sucia gotera. Venía de montones de despojos inmundos y olvidados; había recogido en su camino cosas que fueron desechadas, y encaminábase a sombrías alcantarillas desconocidas del hombre y del sol. Este taciturno arroyuelo era una de las causas que me habían movido a decirme en mi corazón que la Ciudad era vil, que la belleza había muerto en ella, y huido la Fantasía.

Y aun a esta cosa bendecían los mendigos. Y uno que llevaba capa púrpura con un ancho embozo verde dijo:

«Hermano, conserva la esperanza aún, porque seguramente has de ir al fin al deleitoso mar y encontrar allí los pesados, enormes navíos muy viajados, y gozarte junto a las islas que conocen el sol de oro.» Así bendecían la gotera, y yo no sentía deseos de burlarme.

Y a la gente que pasaba al lado con sus negras, malparecidas chaquetas, y sus desdichados, monstruosos y brillantes sombreros, también la bendecían los mendigos. Uno de ellos dijo a uno de estos oscuros ciudadanos:

«¡Oh tú, mellizo de la noche, con tus pintas de blanco en las muñecas y en el cuello como las desparramadas estrellas de la noche! ¡Qué espantosamente velas de negro tus ocultos insospechados deseos! Hay en ti hondos pensamientos que no quieren alegrarse con el color, que dicen «no» al púrpura y «apártate» al verde adorable. Tú tienes salvajes impulsos que requieren ser domados con negro, y terribles imaginaciones que deben ser encubiertas de ese modo. ¿Tiene tu alma sueños de los ángeles y de los muros del palacio de las hadas, que has guardado tan secretamente por temor de que ofusquen a los pasmados ojos? Así Dios oculta en lo profundo el diamante bajó millas de barro.

»La maravilla de ti no es dañada por la alegría.

»Mira que eres muy secreto.

«Sé maravilloso. Vive lleno de misterio.»

Pasó silenciosamente el hombre de la blusa negra. Y yo vine a entender, cuando el purpúreo mendigo hubo hablado, que el negro ciudadano tal vez había traficado con la India, que en su corazón había extrañas y mudas ambiciones, que su mudez estaba fundada por solemne rito en las raíces de antigua tradición, que podía ser vencida un día por un rumor alegre de la calle y por alguien que cantase una canción, y que cuando este mercader hablara, podían abrirsele grietas al mundo y la gente atisbar por ellas al abismo.

Y entonces, volviéndose hacia Green Park, adonde aún no había llegado la primavera, extendieron los mendigos sus manos, y mirando a la helada hierba y a los árboles todavía sin brotes, cantando a coro, profetizaron los narcisos.

Un autobús bajaba por la calle pasando casi por encima de los perros que aún ladraban furiósamente. Bajaba sonando su bocina clamorosa.

Y la visión se desvaneció.

El cuerpo infeliz

«Por qué no bailas y te solazas con nosotros?», le decían a cierto cuerpo. Y el cuerpo confesó su tribulación. Dijo: «Estoy unido a un alma feroz y violenta que es sobremanera tiránica y no me deja reposo, y me arrastra fuera de las danzas de los míos para hacerme trabajar en su detestable obra, y no me deja hacer las cosas menudas que complacerían a la gente que amo, sino que sólo cuida de agradar a la posteridad cuando haya concluido conmigo entregándome a los gusanos; y entre tanto, hace absurdas demandas de afecto a los que están cerca de mí, y es demasiado orgullosa para apreciarlo cuando se le da menos de lo que pide, así que aquellos que serian bondadosos para mí me odian.» Y el cuerpo infeliz rompió a llorar.

Y le dijeron: «Ningún cuerpo sensible se cuida de su alma. Un alma es poca cosa y no ha de gobernar a un cuerpo. Tú debes beber y fumar hasta que deje de afligirte.» Pero el cuerpo no hacía más que llorar y decir:

«La mía es un alma espantosa. La he arrojado fuera de mí un rato con la bebida. Mas pronto volverá. ¡Ay, pronto volverá!»

Y el cuerpo fuese a acostar anhelando reposo, porque estaba adormilado por la bebida. Mas cuando el sueño se le acercaba, levantó los ojos, y allí estaba su alma sentada en el alféizar de la ventana, como nebulosa llama de luz, mirando a la calle.»

«Ven -dijo aquel alma tirana- y mira a la calle.»

«Necesito dormir», dijo el cuerpo.

«Pero la calle es una bella cosa -dijo el alma con vehemencia-. Cien personas están soñando en ella.»

«Estoy enfermo por falta de descanso», dijo el cuerpo.

«No importa», dijo el alma. «Hay millones como tu en la tierra, y millones y millones que vendrán. Los sueños de la gente vagan a campo traviesa; cruzan mares y montañas de maravilla, guiándose por sus almas en los intrincados pasos; vienen a los templos de oro que resuenan con miles de campanas; suben empinadas calles que alumbran farolillos de papel, donde las puertas son verdes y pequeñas; conocen el camino de las cámaras de los hechiceros y de los castillos encantados; saben el hechizo que los atrae a las calzadas a través de las montañas de marfil. Si miran a un lado y hacia abajo, contemplan los campos de su juventud, y al otro se extienden las radiantes planicies del futuro. Levántate y escribe lo que sueña la gente.»

«¿Qué recompensa hay para mí-preguntó el cuerpo- si escribo lo que me pides?»

«No hay recompensa ninguna», dijo el alma.

«Entonces voy a dormir», dijo el cuerpo.

Y el alma empezó a susurrar una perezosa canción que cantara un joven en una tierra fabulosa al pasar una ciudad de oro (que guardaban fieros centsnelas), y sabía que su mujer estaba en ella, aunque no era todavía más que una niña, y sabía por las profecías que feroces guerras aún no empeñadas en lejanas e ignoradas montañas habrían de rodar sobre él con su polvo y su sed antes de volver de nuevo a aquella ciudad. El joven cantaba al pasar por la puerta, y estaba muerto con su mujer hacía cien anos.

«No puedo dormir con esa canción abominable», gritó el cuerpo al alma.

«Entonces haz lo que se te manda», replicó el alma. Y cansado el cuerpo, tomó otra vez la pluma. Entonces habló el alma alegremente en tanto que miraba por la ventana.

«Allí hay una montaña que se alza escarpada sobre Londres, en parte de cristal y en parte de niebla. A ella van los soñadores cuando se ha apagado el ruido del tráfico. Al principio apenas pueden soñar a causa del estruendo; pero antes de media noche se para, gira y se va a marea menguante con todos sus naufragios. Entonces, los soñadores se levantan y escalan la montaña fulgurante, y en su cumbre encuentran los galeones del ensueño. De allí navegan unos rumbo a Oriente, otros a Occidente, unos por el Pasado y otros por el Futuro, porque los galeones navegan sobre los años como sobre los espacios; pero casi todos ponen proa al pasado y a las viejas dársenas, porque allá van los suspiros de los hombres y los navíos navegan a su favor, como los mercaderes bajan costeando el Africa empujados por los perennes vientos alisios. Todavía veo a los galeones levar ancla tras ancla; las estrellas fulguran entre ellos; los navíos deslízanse fuera de la noche; sus proas van resplandecientes hacia el crepúsculo del recuerdo, y la noche pronto queda lejos, una negra nube que cuelga baja, y débilmente salpicada de estrellas, como el puerto y la ribera de una tierra baja vista a lo lejos con las luces de su puerto.»

Uno tras otro, el alma, sentada junto a la ventana, relató los sueños. Contó de tropicales selvas vistas por desdichados hombres que no pueden salir de Londres, ni nunca podrán; selvas que hacía de súbito maravillosas el canto de una ave de paso que cruza volando hacia desconocidos lugares y cantando un canto desconocido. Vio a los viejos bailando ligeramente al son de los pífanos de los elfos hermosas danzas con vírgenes quiméricas, toda la noche, sobre montañas imaginarias, a la luz de la luna; oía a lo lejos la música de rutilantes primaveras; vio la hermosura de las yemas del manzano caídas acaso hacía treinta años; oyó viejas voces, viejas lágrimas tornaban brillando; la Leyenda sentábase encapotada y coronada sobre las lomas del sur, y el alma la conoció.

Uno a uno contó los sueños de todos los que dormían en aquella calle. A veces deteníase para denostar al cuerpo porque trabajaba mal y perezosamente. Sus ateridos dedos escribían tan veloces como podían, pero el alma no reparaba en ello. Y así transcurrió la noche, hasta que oyó el alma tintinear por el cielo de Oriente las pisadas de la manana.

«Mira ahora -dijo el alma- la alborada que temen los soñadores. Comienzan a palidecer las velas luminosas de los galeones insumergibles; los marineros que los gobiernan tornan al mito y la fábula; la marea del tráfico vuelve ahora a subir, y va escondiendo sus pálidos naufragios, y viene por oleadas con su tumulto a la pleamar. Ya los destellos del sol flamean en los golfos tras el Oriente del mundo; los dioses lo han visto desde el palacio crepuscular que han levantado sobre el amanecer; calientan las manos a su llama cuando fluye por sus arcos resplandecientes antes de tocar el mundo; allí están todos los dioses que han sido y todos los dioses que serán; siéntanse allí a la mañana, cantando y alabando al Hombre.»

«Estoy entumecido y helado por falta de sueño», dijo el cuerpo.

«Tendrás siglos para dormir -repuso el alma-, pero no puedes dormir ahora, porque he visto hondas praderas con flores de púrpura llameando altas y extrañas sobre el brillante césped; rebaños de puros y blancos unicornios que retozan alegres, y un río que corre con un reluciente galeón en él, todo de oro, que va de una tierra desconocida a una ignorada isla del mar, para llevar una canción de un hijo del Rey de las Cumbres a la Reina de la Lontananza.

»Yo te cantaré este canto, y tú has de escribirlo.»

«He trabajado años y años para ti», dijo el cuerpo. «Dame ahora siquiera una noche de descanso, porque estoy fatigado.»

«¡Oh, vete y descansa! Estoy harta de ti. Me voy», dijo el alma.

Elevóse y partió no sabemos adónde. Pero al cuerpo lo colocaron en la tierra, y a la media noche siguiente los espectros de los muerttos vinieron desde sus tumbas para felicitar al cuerpo.

«Aquí eres libre, ya lo sabes», dijeron a su nuevo compañero.

«Ya puedo descansar», dijo el cuerpo.

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