BLOOD

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jueves, 27 de mayo de 2010

LOS FANTASMAS -- LORD DUNSANY




LOS FANTASMAS
LORD DUNSANY
La discusión que sostuve con mi hermano en su casa solitaria seguramente no será del interés de mis lecturas. Cuando menos, no del de los que, espero, se sentirán atraídos por el experimento que emprendí y por las extrañas cosas que me acaecieron en la peligrosa región en la que con tanta ligereza e ignorancia entré. Fue en Oneleigh donde fui a visitarlo.
Pues bien, Oneleigh se encuentra en una amplia zona solitaria en medio de un bosquecillo de viejos cedros susurrantes. Asienten juntas con la cabeza cuando llega el Viento del Norte y vuelven a asentir y consienten; luego, de manera furtiva, se yerguen y permanecen inmóviles y por un momento no dicen nada más. El Viento del Norte les resulta como un agradable problema a viejos hombres juiciosos; asienten con la cabeza al respecto y musitan todos juntos en relación con él. Saben mucho esos cedros; han estado allí durante tanto tiempo. Sus antepasados conocieron el Líbano y los antepasados de estos fueron sirvientes del Rey de Tiro y visitaron la corte de Salomón. Y entre estos hijos de negros cabellos del Tiempo de cabeza cana, se erguía la vieja casa de Oneleigh. No sé cuántos siglos la bañaron con la evanescente espuma de los años; pero estaba todavía incólume y en toda ella se acumulaban cosas de antaño como extrañas vegetaciones se adhieren a la roca que desafía al mar. Allí, como la concha de lapas muertas desde hace ya mucho, había armaduras con las que se cubrían los hombres de antaño; también había allí tapices multicolores, hermosos como las algas marinas; no tenían allí lugar fruslerías modernas, ni muebles victorianos ni la luz eléctrica. Las grandes rutas comerciales que llenaron los años de latas vacías de conservas y novelas baratas estaban a gran distancia de allí. Bien, bien, los siglos la echarán por tierra y llevarán sus fragmentos a costas lejanas. Entretanto, mientras aún se mantenía erguida, fui a visitar allí a mi hermano y sostuvimos una discusión acerca de los fantasmas. Las ideas que al respecto tenía mi hermano me parecían necesitadas de enmienda. Confundía las cosas imaginarias con las que tenían existencia concreta; sostenía que el hecho de que alguien dijera haber conocido a alguien que afirmara haber visto fantasmas, probaba la existencia de estos últimos. Le dije que aún cuando los hubieran visto, el hecho no probaría nada en absoluto; nadie cree que haya ratas rojas, aunque hay abundantes testimonios de primera mano de gente que las ha visto en su delirio. Finalmente le dije que aún cuando yo mismo viera fantasmas seguiría objetando su existencia de hecho. De modo, pues, que recogí un puñado de cigarros, bebí varias tazas de té muy fuerte, me pasé sin la cena y me retiré a una estancia de roble oscuro en la que todas las sillas estaban tapizadas; y mi hermano se fue a la cama fatigado de nuestra discusión, no sin intentar disuadirme insistentemente de que me incomodara. Durante todo el recorrido de ascenso de las viejas escaleras, mientras yo permanecía al pie de ellas y su vela subía y subía en espiral, no cejó en su intento de persuadirme de que cenara y me fuera a dormir.
Era un invierno ventoso y afuera los cedros musitaban no sé bien sobre qué; pero creo que eran Tories de una escuela desde hace ya mucho desaparecida, perturbados por algo nuevo. Adentro un gran leño húmedo en la chimenea empezó a chillar y a cantar; una melodía quejumbrosa, una alta llama se elevó llevando el compás y todas las sombras reunidas danzaron. En los rincones distantes, viejas mesas de oscuridad permanecían calladas como chaperonas inmóviles. Allí, en la parte más oscura del recinto, había una puerta que permanecía siempre cerrada. Llevaba al vestíbulo, pero nunca nadie la usaba; cerca de la puerta una vez había ocurrido algo de lo que la familia no se enorgullecía. Nunca nos referimos a ella. Allí, a la luz del fuego, se erguían las formas venerables de las viejas sillas; las manos que habían tejido sus tapices estaban desde hacía ya mucho sepultadas bajo tierra, las agujas utilizadas no eran sino múltiples escamas destruidas de herrumbre. Nadie tejía ahora en ese viejo recinto: nadie sino las asiduas viejas arañas que, vigilantes junto al lecho mortuorio de las cosas de antaño, tejen mortajas para sostener su polvo. En mortajas en torno a las sobrepuertas yace ya el corazón del revestimiento de roble devorado por la polilla.
Por supuesto a esa hora, en cuarto semejante, una fantasía ya excitada por el hambre y por el té fuerte vería los fantasmas de sus antiguos moradores. No esperaba menos. El fuego titubeaba y las sombras bailaban, el recuerdo de viejos acaecimientos raros se despertó vívido en mi mente, pero un reloj de siete pies de altura dio solemne la medianoche y nada sucedió. No era posible apurar a mi imaginación, el frío que acompaña las horas tempranas se había apoderado de mí y casi me había abandonado al sueño, cuando en el vestíbulo vecino se oyó el crujido de ropas de seda que había esperado y anticipado. Entonces, de a dos, fueron entrando damas de alta cuna con sus galanes de tiempos jacobinos. Eran poco más que sombras, sombras muy distinguidas, y casi indistintas; pero todos habéis leído antes historias de fantasmas, todos habéis visto en los museos vestidos de esos tiempos; no es necesario describirlos, entraron, varios de ellos, y se sentaron en las viejas sillas, quizá de un modo algo desconsiderado teniendo en cuenta el valor de los tapizados. Entonces el crujido de sus vestidos cesó.
Pues bien... había visto fantasmas y no estaba asustado ni convencido de que existieran. Estaba por ponerme en pie y retirarme a mi cuarto cuando del vestíbulo vino un sonido de pisadas ligeras, el sonido de pies desnudos sobre el suelo pulido y, de vez en cuando, el resbalón de alguna criatura de cuatro patas que perdiera el equilibrio y lo recuperara luego con uñas que arañaban el suelo. No me atemoricé, pero me sentí inquieto. Las pisadas ligeras se acercaban directamente al recinto en el que yo me encontraba; luego oí el olfateo de la expectantes ventanas de un hocico; quizás «inquietud» no fuera la palabra más adecuada para describir mis sentimientos por entonces. De pronto una manada de criaturas negras de mayor tamaño que el de los sabuesos se precipitó al galope; tenían largas orejas pendulares, olfateaban el suelo con su hocicos, se aproximaron a los señores y las señoras de antaño y les hicieron fiestas con disgusto. Sus ojos tenían un brillo horrible y podía seguírselos a grandes profundidades. Cuando se los miré, supe súbitamente lo que eran estas criaturas y tuve miedo. Eran los pecados, los inmundos pecados inmortales de todos estos señores y señoras de la corte.
Cuán púdica era la dama sentada cerca de mí en una silla de viejos tiempos... cuán púdica y bella como para tener junto a sí, con la cabeza apoyada en su regazo, a un pecado de ojos rojos tan cavernosos, un claro caso de asesinato. Y vos, señora, con vuestros cabellos dorados, por cierto, no vos.. y, sin embargo, esa espantosa bestia de ojos amarillos que se escabulle de vos para dirigirse a aquel cortesano, y toda vez que uno de los dos lo ahuyenta, se allega al otro. Más allá una señora trata de sonreír mientras acaricia la detestable cabeza peluda del pecado de otro, pero uno de los suyos propios experimenta celos y se interpone bajo su mano. Aquí se sienta un anciano noble con su nieto en las rodillas y uno de los grandes pecados negros del abuelo lame la cara del niño y lo ha hecho suyo. A veces un fantasma se trasladaba en busca de otra silla, pero siempre su propia jauría de pecados le iba detrás. ¡Pobres, pobres fantasmas! Cuántos intentos de huir de sus odiados pecados deben de haber tenido en doscientos años, cuántas excusas deben de haber dado para justificar su presencia, y los pecados estaban con ellos todavía... y todavía inexplicados. De pronto uno pareció olfatear mi sangre viva y aulló de manera horrible; y todos los otros abandonaron a sus fantasmas a una y se precipitaron sobre el pecado que había dado la alarma. El bruto había captado mi olor cerca de la puerta por donde yo había entrado y se me iban acercando cada vez más olfateando el suelo y emitiendo de cuando en cuando su espantoso aullido. Vi que la cosa había ido demasiado lejos. Pero ya me habían visto, ya me estaba alrededor saltando y tratando de alcanzarme la garganta; y cada vez que sus patas me tocaban, me asaltaban espantosos pensamientos y deseos inexpresables dominaban mi corazón. Mientras estas criaturas saltaban alrededor de mí, tracé el plan de cosas bestiales y las proyecté con magistral astucia. Primero entre todas esas peludas criaturas de las que defendía débilmente mi garganta, me asediaba un gran asesinato de ojos rojos. De pronto no me pareció mala idea matar a mi hermano. Me pareció importante no correr el riesgo de ser descubierto. Sabía dónde se guardaba un revólver; después de dispararle, lo vestiría y le cubriría de harina la cara como la de un hombre que se hubiera disfrazado de fantasma. Sería muy sencillo. Diría que me había asustado... y los sirvientes nos habían oído hablar de fantasmas. Había una o dos trivialidades de las que habría que cuidarse, pero nada me pasaba por alto. Sí, me parecía muy bien matar a mi hermano al mirar las rojas profundidades de los ojos de esta criatura. Pero mientras me arrastraban consigo, hice un último esfuerzo:
—Si dos rectas se cortan entre sí—dije—, los ángulos que se oponen son iguales. Sean las rectas AB y CD que se cortan en E; además los ángulos CEA y CEB equivalen a dos ángulos rectos (prop. XIII). También CEA y AED equivalen a dos ángulos rectos iguales.
Me acerqué a la puerta para coger el revólver; una horrible exultación animó a las bestias.
—Pero el ángulo CEA es común, por tanto AED es igual a CEB. De la misma manera, CEA es igual a DEB. Quod erat demostrandum.
Estaba probado. La lógica y la razón se restablecieron en mi mente, no había perros oscuros del pecado, las sillas tapizadas estaban vacías. Me era inconcebible que un hombre pudiera matar a su hermano.

EL SIGNO --- LORD DUNSANY    




EL SIGNO
LORD DUNSANY
Un día, al entrar en el Club de Billar a la hora del almuerzo, me di cuenta en seguida de que la conversación era un poco más profunda que de ordinario. De hecho se discutía acerca de la transmigración de las almas. Los socios eran hombres acostumbrados a hablar de temas muy variados, desde el precio de más de una mercancía en la bolsa de valores al mejor lugar para comprar ostras; sin embargo, las complejidades de la vida futura de un brahmán quedaban un poco fuera de su alcance.
Una mirada a Jorkens me indicó de lo que se trataba; si se habían metido en honduras era sobre todo para librarse de Jorkens, como alguien que, tomando el fresco en un paseo marítimo, se adentrara en el mar para evitar ponerse al corriente de una historia demasiado larga de contar. El motivo para desear librarse de Jorkens era, naturalmente, que algunos de ellos tenía historias propias que contar.
-La transmigración -dijo Jorkens- es algo de lo que se oye hablar bastante, pero raras veces se ve.
Terbut abrió la boca pero no dijo nada.
-Dio la casualidad de que se me presentó en una ocasión -prosiguió Jorkens.
-¿Se le presentó? -dijo Terbut.
-Se lo contaré -dijo Jorkens-. Cuando era joven conocí a un hombre llamado Horcher, que me impresionó muchísimo. Por ejemplo, una de las cosas que más me solían impresionar de él era la forma en que, si alguien hablaba de política y se preguntaba por lo que iría a suceder, tranquilamente decía lo que el Gobierno pensaba hacer, aunque no hubiera aparecido ni una sola palabra al respecto en ningún periódico: era siempre impresionante; y todavía más: si alguien intentaba adivinar lo que iba a suceder en Europa, llegaba él con su información con la misma tranquilidad.
-Y, ¿solía tener razón? -preguntó Terbut.
-Bueno -replicó Jorkens-, yo no diría eso. Pero nadie se arriesgaría de ninguna manera a vaticinarlo. En cualquier caso, entonces me impresionó bastante, y a los ancianos más que a mí. Y había otra cosa que hacía muy bien: me daba consejos sobre cualquier tema que se pudiera imaginar. No digo que el consejo fuera bueno, mas al menos indicaba el vasto alcance de sus intereses y su alegría por compartirlos con otros, pues con sólo oír que alguien deseaba hacer algo, se ofrecía inmediatamente a aconsejarle. Una y otra vez perdí sumas considerables de dinero a causa de sus consejos; y sin embargo había en ellos una espontaneidad, y una cierta profundidad aparente, que no podía dejar de impresionarle a uno.
"Bien, uno de aquellos lejanos días en que todavía era muy joven y todo el mundo me parecía igualmente nuevo, y la fe de los brahmanes no me era más desconocida que la teoría acerca del origen del hombre, empecé a hablar con Horcher del tema de la transmigración. Él se sonrió ante mi ignorancia, como siempre hacía, aunque amistosamente, y luego me contó todo lo que sabía sobre el tema. Los brahmanes, dijo, estaban equivocados en muchos detalles importantes al no haber estudiado científicamente la cuestión y no estar intelectualmente cualificados para entender sus aspectos más difíciles. No les contaré la teoría de la transmigración tal y como él me la explicó a mí, porque pueden ustedes leerla por sí mismos en los libros de texto. Lo que me contó no era nuevo para mí, mas sí lo fue la íntima certeza con que me la contó, y la impresión más bien excitante que dejó en mi mente de que todo lo había descubierto por sí mismo. Mas les diré un par de cosas sobre eso: una de ellas es que, a causa del interés que siempre se había tomado por las circunstancias que afectan al bienestar de las clases más bajas, estaba convencido de que sería recompensado con un considerable ascenso en su próxima existencia, "si (como él calculaba) hay justicia en la otra vida".
"-Pues -decía- si no fuera recompensado en una existencia posterior, el interés por semejantes cuestiones durante esta existencia, nada tendría sentido.
"Recuerdo que paseábamos por un parque mientras me contaba todo eso, y el camino estaba lleno de caracoles, que probablemente iban hacia unos álamos no muy distantes, ya que cada uno de aquellos árboles tenía varios de esos animales subiendo por su tronco, como si todos realizaran ese viaje en aquella época del año, que era a comienzos de octubre. Le recuerdo pisando los caracoles al andar, no por crueldad, pues no era cruel, sino porque pensaba que eso no podía importar a formas de vida tan absurdamente inferiores. Y la otra cosa que me dijo fue que había inventado un signo, o más bien que había inventado una forma de grabárselo en la memoria. El signo no era sino la letra griega «f», pero él era un hombre enormemente diligente y se había adiestrado o hipnotizado a sí mismo con tal vehemencia a fin de recordar ese signo, que estaba convencido de poder hacerlo automáticamente, incluso en otra existencia. En esta vida lo hacía a menudo de forma totalmente inconsciente, trazándolo en las paredes con su dedo, o incluso en el aire: se había adiestrado para hacer eso. Y me dijo que, si alguna vez me veía en la siguiente vida y se acordaba de mí (y sonrió agradablemente como si pensara que semejante recuerdo era posible), me haría ese signo, cualesquiera que fueran nuestras respectivas posiciones sociales.
-¿Y qué creía que iba a ser en la otra vida? -le pregunté a Jorkens.
-Nunca me lo dijo -contestó Jorkens-. Mas yo sabía que él estaba seguro de que iba a ser alguien enormemente importante; lo sabía por la condescendencia que mostró en su amable comportamiento cuando dijo que me haría el signo; además, estaba la lenta elegancia con que elevó la mano cuando trazó el signo en el aire, que más bien sugería a alguien sentado en un trono. No creo que le hubiera gustado lo más mínimo que yo le diera la lata en su segunda vida triunfal, a no ser por su orgullo de haber estampado ese signo en su alma a fuerza de aplicación, de manera que luego no pudiera evitar el hacerlo; y estaba convencido de que el hábito perduraría dondequiera que su alma fuera, y naturalmente deseaba que la posteridad supiera que lo había conseguido. Mientras caminamos hizo el signo inconscientemente más o menos cada media hora; desde luego se había adiestrado a hacerlo a conciencia.
-¿Y tenía alguna justificación para pensar que se sentaría en un trono si gozaba de una segunda vida? -pregunté yo.
-Bueno -dijo Jorkens-, era un hombre muy ocupado, no me corresponde a mí decir hasta qué punto su interés por las vidas de otros hombres era filantropía o intromisión. Le tomé por lo que él mismo se estimaba, de manera que ahora que está muerto no quiero valorarle de otra forma. En su opinión todos los hombres eran tontos, de manera que alguien debía cuidar de ellos, y él, a costa de bastantes esfuerzos personales, estaba preparado para hacerlo; cualquier sistema que no recompensara a un hombre tan filantrópico como él debía de ser un sistema absurdo. En realidad no creo que pensara que la Creación fuera absurda, pues creía que él iba a ser recompensado; lo más que le oí decir contra ella fue que él podía poner en orden muchas cosas mejor de lo que están si tuviera el mando del mundo, y me puso algunos ejemplos.
"Bien, lo cierto es que me inculcó aquel signo, que, según dijo, probaría que la transmigración es sumamente valiosa para la ciencia; aunque yo pienso que los que más debía interesarle era que yo me diera cuenta de hasta qué cumbres se había elevado con todo merecimiento. Y en realidad logró que le creyera. Pensé mucho en ello, y a menudo me figuro a mí mismo, en mis postreros años, asistiendo a una recepción real o a cualquier otra gran ceremonia en la corte de algún país extranjero, captando de repente del soberano, yo solo en toda la reunión, aquel signo de reconocimiento que nada significaría para el resto.
"Mi amigo falleció a edad avanzada cuando yo no había cumplido todavía los treinta, y decidí hacer lo que me había aconsejado: observar en mi vejez las carreras de los hombres nacidos después de su muerte que ocuparan los puestos más altos en Europa (pues Asia no le parecía gran cosa) y mostraran ciertas habilidades que en la otra vida podían esperarse de él, con todas las ventajas de su experiencia en ésta. Pues me dije: "Si lleva razón en lo de la transmigración, también la llevará en cuanto a sus posibilidades de ascenso". Y ¿saben ustedes?, llevaba razón en lo de la transmigración. Un año después de su muerte estaba yo paseando en aquel mismo parque, pensando en la letra griega F, como él me había dicho siempre que hiciera: el círculo bien marcado con la barra vertical en el medio. A menudo trazaba el signo con los dedos, como él solía hacer, para recordarlo. Aquel día lo tracé en la vieja tapia del parque. Observé un caracol ascendiendo lentamente por la tapia, y recordé su desprecio por esos animales; y, de algún modo, fue agradable pensar que él no había menospreciado a las cosas pequeñas más de lo que los demás hombres parecen hacerlo. Para él no valía la pena reparar en el rastro que el caracol dejaba en la tapia, cuyo brillo el sol incrementaba, mas consideraba igual de ridículas muchas de las obras humanas. Miré no obstante el brillante rastro del caracol en su avance, hasta que me di cuenta de que él había afirmado que sólo un tonto o un poeta perdería el tiempo con semejantes fruslerías; entonces me volví. Al hacerlo vi por el rabillo del ojo que el caracol estaba siguiendo una curva distinta. Volví a mirar y estimé un poco lo que había visto, pues la casualidad podía ser la causante; mas lo cierto es que el caracol había recorrido un cuarto de círculo muy diferente en su trayectoria de ascensión a la tapia. Era un fragmento de círculo tan claro que seguí observándolo hasta que se convirtió en un semicírculo, como antes había sido un cuarto de círculo. Mi entusiasmo creció cuando el animal empezó a descender; pues hasta entonces el caracol obviamente había estado escalando la tapia. ¿Por qué querría descender ahora? El diámetro del círculo era de unas cuatro pulgadas. El caracol avanzaba sin parar. Con mi mente absorta en el signo, yo no podía ignorar que si el caracol continuaba avanzando y completaba el círculo, equivaldría a haber trazado la mitad de aquél. Y además era del mismo tamaño que el signo que Horcher solía trazar de manera regia con su dedo índice. El caracol seguía avanzando. Cuando sólo quedaba media pulgada para completar el círculo, puede parecer tonto, pero yo mismo hice el signo en el aire con mi dedo. Sabía que el caracol no podía verlo: si realmente era Horcher, sabía que estaría haciendo el signo únicamente por el hábito adquirido, autohipnotizado en su propio ego, y que eso nada tenía que ver con el intelecto. Entonces deseché de mi mente aquella absurda idea. Sin embargo el caracol seguía avanzando. Y finalmente completó el círculo.
"Bien -pensé yo-, el caracol se ha movido en círculo; muchos animales lo hacen: los perros lo hacen frecuentemente, los pájaros supongo que también, ¿por qué no los caracoles? Y debí de quedarme quieto.
"Sepan que el caracol, tan pronto como finalizó su recorrido, siguió subiendo por la tapia en línea recta, dividiendo el círculo de su trayectoria en dos mitades con una precisión como nunca he visto. Me quedé allí de pie, mirando fijamente, con la boca y los ojos completamente abiertos. Primero fue la trayectoria completamente vertical mediante la cual el caracol escaló la tapia, luego el círculo, y ahora la continuación de la línea vertical dividiendo aquél en dos. En eso, el animal llegó a lo alto del círculo. ¿Qué iría a pasar entonces? El caracol continuó en línea recta hacia arriba. Llegó a un punto un par de pulgadas por encima de la parte superior del círculo y allí se detuvo, después de haber trazado una perfecta F, probando que el sueño de los brahmanes era una realidad.
-Pobre Horcher -dije yo.
-¿Hizo usted algo con el caracol? -preguntó Terbut.
-Por un momento pensé en matarlo -dijo Jorkens- para brindarle a Horcher una mejor oportunidad en su tercera vida. Y entonces me di cuenta de que había algo en su concepción de la vida que requeriría centenares de ellas para ser purificado. No podía ir por ahí matando caracoles sin parar, ¿me entienden?

LORD DUNSANY - NUESTROS PRIMOS LEJANOS




LORD DUNSANY - NUESTROS PRIMOS LEJANOS




Fui elegido miembro del club al que pertenece Jorkens. El Club del Billar
se llama, aunque allí no se juega mucho al billar. Fui allí mucho antes de
volverme a encontrar con Jorkens; y escuché muchas historias después del
almuerzo, cuando nos sentábamos alrededor de la lumbre; mas, de una forma
u otra, en todas ellas parecía faltar algo, sobre todo para quien esperara
una de las de Jorkens. Uno ha oído relatos de muchos países y de muchos
pueblos, algunos de ellos bastante extraños; y, sin embargo, en el preciso
momento en que la historia promete captar tu interés, echas en falta algo.
O tal vez haya demasiadas cosas; demasiados hechos, un excesivo respeto a
la veracidad e imparcialidad, que conduce a muchos a meter todo en sus
cuentos, con independencia de su interés, simplemente porque es verdad.
Con esto no quiero decir que los relatos de Jorkens no sean verídicos,
circunstancia que, hasta cierto punto, su biógrafo sería el último en
sugerir; sería injusto con un hombre con el cual me he divertido tanto.
Ofrezco sus palabras tal y como salieron de sus labios, hasta donde puedo
recordarlas, y dejo al lector que juzgue por sí mismo.
Bien, sería la quinta vez que iba al club cuando comprobé con gran alegría
que se encontraba presente Jorkens. No estuvo muy comunicativo durante el
almuerzo, ni durante algún tiempo después; y hasta que no estuvo un buen
rato sentado en su sillón habitual, con su whisky con soda a mano sobre
una mesita, no empezó a hablar entre dientes. Yo, que me había creído en
la obligación de sentarme a su lado, era uno de los pocos que podían oírle.
-Existe mucha charla insustancial -estaba diciendo- en los clubes. La
gente cuenta cosas, mas no las precisa.
-Sí -dije-. Supongo que hay bastante de eso. No debería ser así.
-Por supuesto que no -dijo Jorkens-. Voy a ponerle un ejemplo. Hoy mismo,
antes de que usted llegara, oí que un hombre le decía a otro (ahora se ha
ido, por tanto no importa quiénes fueran): "No hay nadie que cuente
historias más increíbles que Jorkens". Simplemente porque no ha viajado,
o, si lo ha hecho, se ha limitado a las carreteras, caminos y ferrocarril,
simplemente porque nunca se ha apartado de las sendas trilladas, cree que
las cosas que yo puedo haber visto centenares de veces sencillamente no
existen.
-¡Oh!, en realidad no es posible que haya querido decir eso -añadí.
-No -dijo Jorkens-, pero no debería haberlo dicho. Para probarle, pues da
la casualidad de que puedo hacerlo, que ese comentario es rotundamente
inexacto, podría mostrarle a un hombre que vive a menos de una milla de
aquí, que cuenta historias más increíbles que las mías; y da la casualidad
de que son completamente verídicas.
-¡Oh!, de eso estoy seguro -dije yo, pues Jorkens estaba claramente
enojado.
-¿Le importaría venir conmigo a verle? -dijo Jorkens.
-Bueno, francamente preferiría oír una de sus propias historias sobre
cosas que ha visto -dije-, si es que usted quiere contarme alguna.
-No hasta haber aclarado esa afirmación inexacta -dijo Jorkens.
-Bueno, en ese caso iré con usted -añadí yo.
De manera que abandonamos juntos el club.
-Tomaría un taxi -dijo Jorkens-, pero da la casualidad de que me he
quedado sin cambio.
Aunque en otra época Jorkens había sido un gran paseante, no estaba muy
seguro de que en aquel momento estuviera capacitado para caminar una
milla. Así es que llamé a un taxi, insistiendo Jorkens en que le prestara
el dinero con que pagarlo, ya que era él, dijo, el que me llevaba a mí.
Fuimos hacia el este y pronto llegamos a nuestro destino, donde Jorkens,
generosamente, quedó en deuda conmigo al pagar el importe del taxi.
Era una pequeña casa de huéspedes más allá de Charing Cross, y una criada
nos hizo subir hasta una habitación sin alfombrar. Allí estaba Terner, el
amigo de Jorkens, un hombre probablemente en la treintena todavía, aunque
obviamente fumaba demasiado y eso le hacía parecer un poco mayor; además,
tenía el pelo completamente blanco, lo que le daba un extraño aspecto
venerable a su rostro, que por alguna razón parecía inadecuado a él.
Se saludaron mutuamente y fui presentado.
-Ha venido a escuchar su historia -dijo Jorkens.
-Usted sabe que nunca la cuento -respondió Terner.
-Lo sé -dijo Jorkens-, no la cuenta a los estúpidos que se ríen de todo.
Pero él no es uno de ésos. Él puede notar cuándo un hombre está diciendo
la verdad.
Se miraron el uno al otro, pero Terner todavía parecía indeciso, todavía
parecía aferrarse a la reticencia de un hombre del que a menudo se había
dudado.
-No se preocupe -dijo Jorkens-. Le he contado montones de historias
propias. No es uno de esos estúpidos que se ríen de todo.
-¿Le ha contado la de Abu Laheeb? -preguntó de repente Terner.

-¡Oh, sí! -respondió Jorkens.

Terner me miró.

-Una experiencia muy interesante -añadí yo.

-Bueno -dijo Terner, cogiendo otro cigarrillo entre sus sucios dedos-, no
importa que se la cuente. Tome una silla.

Encendió su cigarrillo y comenzó a hablar.

-Ocurrió en 1924; cuando Marte estaba más cerca de la Tierra. Despegué del
aeródromo de Ketling y estuve fuera dos meses. ¿Dónde se imaginan que
estuve? desde luego no tenía gasolina suficiente para volar más de dos
meses. Si caí, ¿en qué lugar ocurrió? Es asunto suyo averiguarlo y
probarlo; y, si no, creerse mi historia.

1924 y el aeródromo de Ketling. Ahora me acordaba. Sí, un hombre pretendió
haber volado hasta Marte. Al principio había sido reacio a hablar del
asunto, a causa del horror que había presenciado; no había concedido
entrevistas frívolas, estuvo terriblemente solemne, y de esa manera alentó
dudas de que otro modo se habría evitado y que le amargaron el carácter y
le abrumaron con insistencia.

-Sí, lo recuerdo, desde luego -dije yo-. Usted voló a...

Me enviaron por correo miles de cartas llamándome embustero -dijo Terner-.
De manera que después de eso me negué a contar mi historia. En cualquier
caso no me habrían creído. Marte no es realmente lo que creemos.

"Bien, eso es lo que sucedió. Había pensado en el asunto desde que me di
cuenta de que los aeroplanos podían hacer la travesía. Pero comencé mis
cálculos hacia 1920, cuando Marte se aproximaba a la Tierra, convencido de
que en 1924 sería posible el vuelo. Trabajé ininterrumpidamente en ellos
durante tres años; todavía guardo las cifras: no le pediré que las lea, la
única base de mi trabajo era que solamente existía una fuerza motriz capaz
de llevarme hasta Marte antes de que se me acabaran las provisiones: el
propio movimiento de la Tierra. Un aeroplano puede hacer más de doscientas
millas por hora, y el mío casi alcanzaba las trescientas sólo con la
hélice; además, tenía un sistema de propulsión que aumentaba
progresivamente su velocidad en grado sumo; la Tierra, que está a noventa
y tres millones de millas del Sol, da una vuelta a su alrededor en un año,
y nada de lo que conocemos sobre su superficie ha alcanzado nunca
semejante velocidad. Mi gasolina y mis cohetes de propulsión eran
simplemente para vencer la atracción de la Tierra; lo que impulsaría mi
vuelo sería la misma fuerza que en este momento le traslada a usted en su
silla a razón de unas mil millas por minuto. Ese impulso no se pierde al
abandonar la Tierra; permanece con uno. Y, con mis cálculos, yo trataba de
dirigirlo, comprobando que ese impulso únicamente me llevaría a Marte
cuando Marte se encontrara frente a nosotros. Desgraciadamente Marte nunca
está realmente enfrente, sino un poco a la derecha, y tuve que calcular
bajo qué ángulo a la derecha de nuestra órbita debía despegar mi avión
para que el empuje combinado de mi pequeño aparato y de los cohetes, y el
considerable impulso de la Tierra, me proporcionaran la dirección
correcta. Para conciliar todas las fuerzas que se oponían a mi viaje,
tenía que ser tan preciso como si apuntara con un rifle. Con una ligera
ventaja por mi parte: el objetivo atraería cualquier proyectil que se
desviara de su trayectoria.

"Pero, ¿cómo regresar? Eso redobló la complejidad de mis cálculos. Si el
movimiento propio de la Tierra me lanzaba hacia adelante, igual haría el
de Marte. Únicamente debía esperar a que estuviera otra vez frente a la
Tierra. ¿Adónde me llevaría ese impulso de Marte?

Observé un conato de duda en el rostro de Jorkens.

-Pero era bastante simple -continuó Terner-. Como nuestro planeta se
encuentra más cerca del Sol (a unos noventa y tres millones de millas,
mientras que Marte está a unos ciento treinta y nueve millones), su órbita
alrededor de aquél es menor. En consecuencia, pronto debía pasar otra vez
por delante de su vecino, y de la misma manera que en la primera
conjunción pensaba lanzarme de la Tierra a Marte, eligiendo la hora
adecuada podría igualmente regresar de Marte a la Tierra. Como dije, estos
cálculos me llevaron tres años, y por supuesto mi vida dependía de ellos.

"No había dificultad en que llevara alimentos para dos meses. El agua era
más difícil; de manera que corrí el riesgo de llevarme agua sólo para un
mes, confiando en encontrarla en Marte. Después de todo, hemos observado
que allí existe. Aunque parecía cosa segura, no obstante me inquieté todo
el tiempo, y bebí tan frugalmente que resultó que todavía me quedaba
provisión para diez días cuando llegué a Marte. Mucho más complicado fue
mi abastecimiento de aire comprimido en cilindros, mi método de extracción
para su uso, y mi utilización del aire exhalado hasta el máximo posible.

Iba a preguntarle acerca de los cilindros cuando interrumpió Jorkens.

-¿Conoce mi teoría sobre Julio Verne y la llegada del hombre a la Luna?
-dijo.

-No -repliqué yo.

-Muchas de las cosas que él escribió se han verificado después
convirtiéndose en lugares comunes -dijo Jorkens-. Zepelines, submarinos y
otras muchas cosas; y él las describió con tanto detalle, tan
gráficamente. No sé lo que usted pensará al respecto, pero yo sostengo la
teoría de que en realidad esas cosas las conocía por experiencia,
especialmente el viaje a la Luna, y luego las convirtió en ficción.

-Jamás había escuchado semejante teoría -dije.

-¿Y por qué no? -dijo Jorkens-. Existen innumerables formas de registrar
los acontecimientos. Existe la historia, el periodismo, las baladas y
muchas más. La gente no se cree ninguna de ellas muy sinceramente. Es
posible que tampoco se crea la ficción, de cuando en cuando. Pero
considere cuán a menudo se oye decir: "Esta es la casa de la pequeña
Dorrit", "Aquí vivió Sam Weller", "Esta es la Casa Desolada", y así
sucesivamente. Eso demuestra que se creen la ficción más que la mayoría de
las demás cosas. De manera que ¿por qué no podría haber dejado él
constancia de esa forma? Pero le he interrumpido. Discúlpeme.

-No importa -dijo Terner-. Otra cosa que me dejó bastante perplejo y me
ocasionó una inmensa preocupación fue la pérdida de presión de la
atmósfera, a la cual estamos acostumbrados. Siempre la consideraré el
mayor de todos los obstáculos al que debe enfrentarse cualquiera que viaje
desde la Tierra. En efecto, si no vendáramos minuciosamente nuestro cuerpo
con el mayor de los cuidados, seríamos aplastados por la presión que hay
en el exterior cuando el peso del aire ha desaparecido. Habría divulgado
detalladamente todas estas cosas de no haber sido por los brotes de
incredulidad; los cuales no se habrían producido si hubiera dispuesto de
agente publicitario.

-¡Qué fastidio! -dijo Jorkens.

Terner se levantó y paseó por la habitación, fumando como siempre.

Desde luego se habían producido algunos brotes de incredulidad. Ocurrió
como con esas cosas que la gente simplemente no acepta, como la Rima de
Epstein , sólo que mucho más. Algunas personas tienen mala suerte. En gran
parte la culpa es suya. Ocurrió como él había dicho; si hubiera tenido un
buen agente publicitario, no se habría producido ningún brote de
incredulidad. Le habrían creído sin que les preocupara en absoluto que
hubiera realizado o no el viaje.

Se paseó en silencio de un lado a otro, a grandes zancadas.

-Gasté todo el dinero que tenía -prosiguió- en el aeroplano y el equipo.
No tenía a nadie a mi cargo, y, si mis cálculos estaban equivocados y no
daba con el planeta rojo, no necesitaría dinero en efectivo. Por el
contrario, si lo encontraba y regresaba sano y salvo a la Tierra,
imaginaba que no me sería difícil ganar lo necesario. En eso me equivoqué.
Bueno, nunca se sabe. El éxito en sí mismo no basta. La gente necesita que
su éxito sea reconocido. No había pensado en eso. Y cuanto mayor es el
éxito, menos dispuesta está la gente a admitirlo. Lear fue reconocido más
rápidamente que Keats.

Encendió otro cigarrillo, como hizo a lo largo de toda su historia cada
vez que terminaba uno.

-Bueno, el planeta cada vez se aproximaba más. Cada noche parecía más
grande e inequívocamente de color. Más bien naranja que rojo. Solía salir
a mirarlo de noche. Más de una vez se me ocurrió la espantosa idea de que
aquel resplandor anaranjado podía proceder de restos de desiertos de arena
amarilla sin una gota de agua; pero me consolaba pensar en los vastos
canales que había visto con nuestros telescopios, pues creía como
cualquier otro que se trataba de canales.

"En el invierno de 1923 había terminado mis cálculos y Marte, como ya
dije, se aproximaba cada vez más. Según se acercaba la fecha, mi
tranquilidad iba en aumento. Todos mis cálculos habían concluido y me
parecía que cualquier riesgo que pudiera amenazarme estaba ya decidido
meses antes, de una manera u otra. Los peligros parecían quedar atrás; los
había tenido en cuenta en mis cálculos. Si éstos eran correctos, me
llevarían directo; si me había equivocado, estaba condenado de antemano
desde hacía dos o tres años. Lo mismo ocurría con los desiertos rojizos
que creía haber visto. Dejé también de preocuparme por ellos. Había
decidido que el telescopio podía ver mejor que yo, de manera que ahí acabó
todo. No podía decirle a nadie que me iba; odio hablar de las cosas que
voy a hacer. Aparentemente se debe hacer cuando se trata de una proeza
semejante. De todos modos no lo hice. Había una chica a la que solía ver
bastante en aquellos días. Se llamaba Amely. Ni siquiera se lo conté a
ella. Si lo hubiera hecho, se habría sabido en seguida. Y me habría
convertido en el ridículo héroe de una aventura de la que hasta entonces
únicamente me había limitado a hablar. Le dije que iba a emprender un
largo viaje en avión. Ella pensó que me refería a América. Le dije que
estaría fuera dos meses y eso la desconcertó; pero no le dije nada más.

"Todas las noches echaba una ojeada a Marte. Cada vez parecía más grande y
más rojizo, de manera que todos reparaban en él. Pienso en el diferente
interés con que era observado Marte: unos sentían admiración por su
belleza brillante con aquel vivo color; otros, desenfadada curiosidad e
indiferencia; los científicos esperaban una oportunidad que no volvería a
repetirse en años; los hechiceros realizaban sortilegios; los astrólogos
vaticinaban portentos; los periodistas escribían artículos; y yo
únicamente observaba a solas a aquel lejano vecino, imbuido de unas ideas
que nadie más compartía en nuestro planeta. Pues, como ya dije, ni
siquiera Amely tenía la menor idea acerca de mis planes.

"La noche que partí, Marte no se encontraba en su posición más próxima a
la Tierra; todavía estaba a más de cuarenta millones de millas. Ya le dije
la razón: tenía que despegar cuando Marte estuviera frente a nosotros. En
1924 llegó a estar a treinta y cinco millones de millas. Pero yo me puse
en camino antes.

"Naturalmente partí cuando era de noche en la Tierra, y ésta se interponía
entre el Sol y Marte, lo que me permitió alcanzar certeramente mi
objetivo. Regresar fue mucho más complicado. Cuando digo que alcancé mi
objetivo, por supuesto me refiero a que no me aparté demasiado de él. Eso
lo entenderá cualquiera que haya volado alguna vez. Bueno, la noche en
cuestión fui al aeródromo de Ketling, donde se encontraba mi avión. Había
allí uno o dos tipos a los que conocía, y desde luego mi indumentaria les
asombró.

-Va usted muy abrigado -recuerdo que me dijo uno de ellos.

"En efecto, lo iba. Pues además de mi sistema de vendas para protegerme de
la pérdida de presión de nuestra atmósfera, debía abrigarme contra el
rotundo frío del espacio. Tendría aquel inconfundible frío de cara,
mientras que a la vuelta necesitaría toda la ropa que pudiera llevar a fin
de protegerme del Sol, pues esa ropa sería la única protección que tendría
cuando dejara atrás nuestras cincuenta millas de aire. La insolación y la
congelación podían superarme a la vez muy fácilmente. Bueno, en Ketling
eran muy aficionados a que nadie partiera sin tomar por lo menos algo. Ya
sabe usted: es mejor comer algo. De manera que empezaron haciéndome
preguntas acerca de mi indumentaria. Yo no podía decirles adónde iba. En
realidad, hasta que no saqué el avión, no informé a los mecánicos para que
quedara constancia de mi partida. Uno de ellos pensó sencillamente que yo
estaba de broma y se rió, no exactamente de mí, sino para mostrar su
aprecio porque yo bromeaba con él. Simplemente pensó que era gracioso,
aunque no pudiera saber exactamente por qué. El otro también se rió, pero
al menos sabía de qué le estaba hablando.

"-¿Cuanta gasolina lleva, señor? -dijo.

"-Quince galones -respondí, hecho que él ya conocía-. Es suficiente para
trescientas millas, con lo que me sobrará una cantidad suficiente por si
quiero darme un paseo por Marte.

"-¿Ida y vuelta en tres horas, señor? -preguntó.

"Estaba en lo cierto. Eso es lo que se puede volar con quince galones.

"-Me voy -dije.

"-Bien, buenas noches, señor -contestó él.

"Se lo conté también a un tercero.

"-A Marte, ¿eh, señor? -dijo. Le fastidiaba que estuviera tomándole el
pelo, como él creía.

"Entonces nos fuimos. Yo tenía un sistema de visión que me permitía
enfocar perfectamente mi objetivo todo el tiempo que pasé en la oscuridad
de la Tierra y dentro de su atmósfera, y en ningún momento perdí de vista
a Marte ni abandoné los mandos. Antes de abandonar nuestra atmósfera,
aceleré con mi sistema de cohetes y, tras una docena de explosiones,
escapé a la atracción de nuestro planeta. Desconecté los motores y dejé de
disparar cohetes; el más atroz silencio nos envolvió. El Sol brilló y
Marte y las estrellas desaparecieron de nuestra vista; nos quedamos
completamente en silencio, en medio de aquella quietud absoluta. No
obstante me desplazaba, como usted ahora mismo, a mil millas por minuto.
El mutismo era asombroso, las molestias indescriptibles; las dificultades
de comer solo, sin congelarse ni sentirse abrumado por el espantoso vacío
del espacio, que no hemos hecho habitable, bastaban para hacer retroceder
al hombre más resuelto, sólo que no es posible dar la vuelta ni seguir el
rumbo sin aire.

"Estaba seguro de lograr mi propósito: según mis cálculos, la última vez
que vi Marte, la trayectoria era bastante certera. Tenía mucha confianza
en llegar; pero pronto empecé a dudar de mi capacidad para resistir un mes
en aquellas condiciones. Los días y las noches pueden pasar a veces
demasiado despacio, incluso en la Tierra; pero aquel día fue interminable.


"El aire comprimido funcionó bien: por supuesto, había practicado con él
en la Tierra. Pero el mecanismo que permitía dosificar continuamente la
cantidad exacta de aire mediante una especie de casco metálico era tan
complicado, que nunca logré dormir más de dos horas seguidas sin tener que
despertarme y atenderlo. Por esa razón tuve que poner un despertador muy
cerca de mi oído. Mis preocupaciones, supongo, no serían más interesantes
que el historial de una larga y penosa enfermedad. Pero, para abreviar,
poco después de haber recorrido la mitad del camino, me superaron, y
cuando me disponía ya a abandonar y morir, de pronto avisté Marte. En el
claro resplandor del amanecer vi un pálido círculo, parecido a la más
pequeña de las lunas, casi enfrente de mí, un poco a la derecha.
Eso fue lo que me salvó. Lo miré fijamente y olvidé mis grandes
preocupaciones.

"No era más visible que la pluma de un pajarillo, en lo alto del cielo, a
la luz del Sol. Pero era Marte, sin lugar a dudas, y precisamente en la
posición correcta para posarme en él. Sin otra cosa que mirar en todo
aquel interminable día, no dejé de contemplar a Marte. Pero no por eso se
aproximó más; y descubrí que si quería hallar consuelo a mi hastío en la
contemplación del planeta, debía apartar la mirada de él por un rato. No
era empresa fácil al no haber nada más que mirar; pero, cuando aparté la
mirada durante una hora o algo así y volví a mirar, pude ver un cambio. Me
di cuenta entonces de que no estaba enteramente iluminado, que el costado
derecho estaba a oscuras, y que su luminosidad era como la de la Luna en
su undécimo día, tres antes del plenilunio. Aparté de nuevo la mirada y
luego volví a contemplarlo; así me pasé unas doscientas horas de aquel
agotador día. Poco a poco aparecieron los canales, como nosotros los
llamamos, y los mares. Aumentó de tamaño hasta alcanzar el de nuestra
Luna, y luego siguió creciendo hasta ofrecer un espectáculo como nunca
había visto anteriormente ningún ojo humano. A partir de entonces olvidé
mis preocupaciones. Ahora distinguía claramente las montañas y poco
después los ríos: un brillante panorama se extendía ante mí, revelando
secretos que nuestros astrónomos habían imaginado hace más de un siglo.
Llegó la hora en que, tras dormir un rato, miré de nuevo a Marte,
descubriendo que ya no tenía el aspecto de un planeta, o de un cuerpo
celeste, sino que parecía un paisaje. Poco después tuve la sensación de
que, aunque mi rumbo no había cambiado, Marte ya no se encontraba frente a
mí, sino debajo. Y entonces empecé a notar la atracción del planeta. Todo
se balanceaba en mi avión: los barriles, las latas y cosas parecidas; y
comenzaban a desplazarse, hasta donde lo permitían sus ligaduras. También
sentía la atracción en mi asiento. Entonces me preparé para entrar en la
atmósfera.

-¿Y qué tuvo que hacer? -dijo Jorkens.

-Tuve que estar atento -dijo Terner-. Si no, me habría abrasado como un
meteorito. Desde luego estaba rebasando Marte, en lugar de confluir con
él, de manera que en gran medida nuestras velocidades respectivas se
neutralizaban mutuamente. Por fortuna, la atmósfera está enrarecida sólo
al principio, como la nuestra, de manera que no te golpea ninguna
detonación. Pero para eso necesitaba pilotar un poco el avión. Una vez
estabilizado el aparato, volar es muy parecido a como es aquí. Por
supuesto puse en marcha los motores tan pronto como penetré en la
atmósfera de Marte. Descendí en línea recta, pretendiendo no dejarme ver
en una zona demasiado extensa a fin de no excitar demasiado la curiosidad
de cualquiera que pudiese haber allí. Puedo decir que esperaba encontrar
habitantes, no porque lo supiera o lo hubiera investigado, sino porque la
mayoría de la gente así lo cree. No quiero decir con esto que estuviera
persuadido de ello, sino que lo que vagamente les había persuadido a
ellos, igualmente me había persuadido a mí. Aterricé en una región
cubierta casi por completo de bosques, aunque con abundantes claros. El
lugar elegido era un claro en un valle, que ofrecía un excelente abrigo a
mi avión, pues no quería que se notara demasiado. Esperaba encontrar seres
humanos, pero pensaba también no dejarme ver, si podía; no siempre son tan
amistosos como los de aquí. En poco más de diez minutos a partir de que
encendiera mis motores, aterricé en ese valle. Según mis cálculos, había
estado fuera de la Tierra un mes. Cuando salí del aparato, el paisaje no
era tan diferente del de la Tierra. Los árboles eran distintos y por
supuesto sus ramas fueron lo primero que quise traerme. En realidad cogí
un manojo de cinco diferentes especies y lo deposité en el piso de mi
aeroplano. Pero lo primero que hice fue reponer mi provisión de agua y
beber un trago de un riachuelo que había divisado antes de descender, y
que, atravesando el bosque, bajaba por el valle. El agua estaba buena.
Había temido que fuera salada, o que contuviera alguna sustancia química
completamente desconocida; pero estaba buena. Y lo siguiente que hice fue
quitarme aquel vendaje infernal y el casco para respirar, y tomar un baño
en el riachuelo, el primero que tomaba en un mes. No me los volví a poner,
sino que los dejé en el avión y me vestí decorosamente, como si quisiera
mostrar a los habitantes de Marte algo humano. Después de todo, sería el
primero de los nuestros que ellos verían, y no quería que pensaran que
éramos como orugas en su capullo. Cogí también un revólver del calibre 45.
Bueno, a veces hay que hacer eso. Luego comencé a buscar a esos primos
lejanos nuestros. Me crucé con flores maravillosas, pero no me detuve a
coger ninguna: únicamente buscaba hombres. Mientras descendía, no había
visto ningún rastro de edificios. Sin embargo, cuando no había recorrido
todavía ni una milla a través del bosque, llegué a campo abierto, y allí,
al borde mismo de los árboles, muy cerca de mí, vi lo que evidentemente
era un edificio construido por algún ser inteligente; y bien extraño que
era el edificio.

"Era un largo rectángulo de apenas quince pies de altura y unas diez
yardas de anchura. En uno de sus extremos cuatro paredes sin ventanas y un
techo plano tapaban toda la luz en unas veinte yardas, pero el resto se
extendía unas cincuenta yardas, protegido por techo y paredes de tela
metálica poco tupida, formando una robusta malla del mismo material en que
estaba construido todo el edificio.

"Y en seguida descubrí que los sueños de nuestros científicos eran reales,
pues vislumbré un numeroso grupo de personas pertenecientes a la raza
humana, paseando por aquel recinto tan cuidadosamente protegido.

-¡Humanos! -exclamé yo.

-Sí -respondió Terner-, humanos. Gente como nosotros. Y no sólo eso, sino
bastante más refinados que los mejores de nosotros, debido probablemente a
que el planeta, como yo había deducido a menudo de los libros, se enfriaba
más pronto que el nuestro y, de esa manera, en él comenzó la vida antes.
Jamás había visto nada más elegante; la edad les había conferido un
refinamiento que nosotros todavía no hemos alcanzado. Nunca vi nada más
delicado que la belleza de sus mujeres. Había una impresionante
simplicidad en sus paseos solitarios, que eran más deliciosos de
contemplar que nuestros bailes.

Dicho esto, se puso a recorrer la habitación, arriba y abajo, a grandes
zancadas, manteniéndose en silencio durante un rato y fumando
frenéticamente.

-¡Oh!, es un planeta odioso -dijo de pronto, y siguió fumando ávidamente.
Iba a decirle algo para que siguiera contando su historia, pero Jorkens se
dio cuenta y levantó la mano. Evidentemente él conocía ese aspecto de la
historia, así como el poderoso efecto que había ejercido en Terner. De
manera que le dejamos un momento con sus paseos y sus cigarrillos.

Y después de un rato prosiguió tranquilamente, como si no hubiera habido
ninguna pausa.

-Cuando vi aquella malla preparé mi revólver, pues lo consideraba una
protección obvia contra cualquier animal poderoso. Por lo demás, pensé,
¿por qué no pasearse al aire libre en lugar de en aquel angosto recinto?

"Había unas treinta personas, vestidas con sencillez y elegancia, aunque
con un toque un poco oriental desde nuestro punto de vista. Todo era
atractivo a su alrededor a excepción de aquella casa uniforme de aspecto
sórdido. Me acerqué a la malla y les saludé. Sabía que quitarme el
sombrero no significaría probablemente nada para ellos, pero lo hice
mediante un movimiento amplio del brazo y una inclinación. Era lo mejor
que podía hacer, y esperaba con ello poder transmitir mis sentimientos. Y
así ocurrió. Fueron amables y comprensivos, y cada señal que les hacía la
entendían inmediatamente, salvo que fuera demasiado torpe. Y cuando no
comprendían algo parecían reírse de sí mismos, no de mí. Así eran ellos.
Comparado con ellos yo era completamente basto y grosero, medio salvaje;
pese a ello, me trataron con toda la cortesía que mi pobre juicio era
capaz de entender. ¡Cómo me gustaría regresar allí con un millar de los
nuestros!... Pero es inútil, no me creerán. Bien, permanecí allí con las
manos en la malla, y comprobé que era de un metal resistente aunque de
bastante menos de media pulgada de espesor: podía meter el pulgar
fácilmente por sus aberturas, de manera que nos era posible vernos
mutuamente con total nitidez. Permanecí allí cuanto pude hablando con
ellos, o como usted quiera llamarlo, recordando todo el tiempo que debía
haber algo bastante detestable en aquellos bosques para que fuera
necesario aquella espesa tela metálica. Jamás logré adivinar de qué se
trataba.

"Señalé al cielo, en la dirección que probablemente habrían visto brillar
la Tierra de noche; en seguida me entendieron. Imagínese entender una cosa
así a partir únicamente de mis torpes gestos; obviamente lo lograron. Pero
no me creyeron. Y, a continuación, trataron de contarme todo lo referente
a su mundo, aunque, desde luego, yo no entendí nada. Me pareció que el
mayor obstáculo no era mi desconocimiento de su idioma, sino mi espantosa
carencia de cualquier tipo de refinamiento, en comparación con aquellas
afables y gentiles criaturas, que tanto pesó sobre mí todo el tiempo que
permanecí allí. Una cosa fui capaz de entender. ¿Les gustaría oír hablar
de los canales?

-Sí, mucho -repliqué.

-Bueno, en realidad no son canales -respondió él.

"-Desde nos encontrábamos podía ver uno de ellos, una inmensa extensión de
agua debidamente encauzada. Señalándolo con el dedo, les pregunté por él.
Ellos a su vez me señalaron algo: una pequeña luna de Marte, iluminada y
brillante como la nuestra, bien que no me sugería nada. Sabía que Marte
tiene dos lunas, pero no veía su relación con los canales. De manera que
señalé de nuevo la extensión de agua, y ellos volvieron a señalarme la
luna. Como seguía sin entender absolutamente nada, me señalaron el extremo
más alejado del canal, perdido en la llanura; y por fin, al cabo de un
rato, pude ver que el agua se movía, que era lo que trataban de explicarme
con señas. Luego volvieron a hacer hincapié en su luna. Y al final pude
entenderlos. Aquella luna pasa tan cerca de la marisma que su atracción
arrastra el barro tras ella u el agua entra a raudales en su lugar. Cuando
se ha visto una vez parece bastante simple. Nadie excavaría un canal de
cincuenta millas de ancho, y esas extensiones de agua tienen por lo menos
esa anchura. Mientras que arrastrar agua es precisamente el cometido de
una luna.

-¿De veras son tan anchos esos canales? -dije.

-No podrían verse desde la Tierra si no lo fueran -contestó Terner.

Jamás había pensado en ellos.

-Había allí una chica extraordinariamente hermosa -prosiguió Terner-. Pero
para describir a cualquiera de ellos se necesitaría el lenguaje de un
amante, y además convertirlo en poesía. Nadie me creerá. Hablé con ella,
aunque por supuesto mis palabras no le decían nada. Confiaba tanto en su
brillante inteligencia que casi esperaba que entendiera cada una de mis
palabras, y así lo hizo a menudo. Extrañas aves volaban sobre nosotros,
yendo y viniendo del bosque, y ella me reveló sus nombres en la extraña
lengua marciana. Mpah y Nto son dos de los que puedo recordar y deletrear;
y además estaba Ingu, ave de color naranja vivo y negro, con una larga
cola como nuestras urracas. Cuando trataba de contarme algo referente a
Ingu, quien en ese preciso momento volaba sobre nosotros, graznando lejos
de los árboles, súbitamente me hizo una señal. Yo miré y efectivamente
algo salía del bosque.

Durante algún tiempo, Terner resopló en silencio.

-No puedo describírselo. Aquí no tenemos nada parecido. Por lo menos sobre
la tierra. Un pulpo tiene una ligera semejanza con eso en cuanto a su
cuerpo obeso y sus largas y delgadas patas, aunque éste sólo tenía dos, y
dos brazos igualmente largos y delgados. Pero la cabeza y la inmensa boca
no se parecían a nada de lo que conocemos. Nunca he visto nada tan
horrible. Venía derecho a la alambrada. Inmediatamente me escabullí antes
de que me viera, como me había advertido que hiciera aquella encantadora
chica. No tenía ni idea de que el grueso alambre había sido entrelazado
para protegerse precisamente de aquella bestia. Me escondí en una especie
de matorral florido. Todavía puedo recordar su perfume: un aroma dulzón
que no se parece a ningún otro de nuestro planeta. No tenía ni idea de si
ellos estarían completamente a salvo de la bestia. Y entonces vino
directamente hacia nosotros, acercándose a la alambrada. La vi de cerca,
completamente desnuda y flácida, a excepción de aquellos miembros
cimbreantes. Antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo, la
bestia levantó una tapadera en el techo y metió uno de sus horribles y
largos tentáculos. Anduvo a tientas con extraordinaria rapidez y, cogiendo
a una chica, la sacó por la tapadera. Yo me encontraba lejos de la
alambrada y no podía disparar. La bestia le retorció el pescuezo a la
chica en un momento y la arrojó al suelo, volviendo a meter su brazo. Salí
corriendo de mi refugio, pero antes de que llegara a su lado había
atrapado a otra joven y la había sacado por la tapadera; y cuando doblé la
esquina, le estaba retorciendo el pescuezo. Aquellos hombres habían hecho
pocos esfuerzos para huir de la espantosa mano, esquivándola únicamente
cuando pasaba a su lado; aunque, cuando escogía a alguno, había poca
posibilidad de esquivarla, como ellos parecían reconocer. Y ahora, cuando
llegué junto a ellos, estaban todos de pie en un rincón con una solemne
resignación en sus rostros.

-¿No podían hacer nada? -pregunté yo. Pues la idea de que una parte de la
raza humana estuviera completamente desamparada ante semejante horror era
tan nueva para mí que no podía aceptarla. Pero él lo había notado, y lo
comprendía.

-No era más que un gallinero -dijo él-. ¿Qué otra cosa podían hacer?
Pertenecían a esa bestia.

-¡Que pertenecían a eso! -exclamé yo.

-¿No lo entiende? -dijo Jorkens-. El hombre allí no es el gallito.

-¿Qué? -dije con voz entrecortada.

-No -dijo Terner-, así es.

-Es otra raza, ¿lo entiende? -añadió Jorkens.

-Sí -admitió Terner-. Es un planeta más viejo, ¿sabe? Y, por alguna razón,
en todo este tiempo se ha adelantado a ellos.

-Y ¿qué hizo usted? -pregunté yo.

-Corrí hacia la bestia -contestó él-. No sé por qué pensé que, por la
forma en que los trataba, un hombre no la asustaría fácilmente; de manera
que no me molesté en seguirle los pasos, sino que simplemente corrí tras
ella según se alejaba llevando colgados por los tobillos a aquellas dos
jóvenes. Entonces la bestia se volvió hacia mí y alargó un brazo, y yo le
disparé un tiro con mi revólver del calibre 45. La bestia giró en redondo
y dejó caer los cuerpos, dando un traspiés mientras agitaba los brazos y
gimoteaba por su gran boca. Evidentemente no estaba acostumbrada a ser
lastimada. Se alejó gimoteando y yo la seguí; y le disparé dos o tres
veces más, y la dejé muerta o moribunda, me daba igual.
"El ruido de mis disparos había despertado a todo el bosque. Los pájaros
volaron chillando y piando, y animales que hasta entonces no había visto
comenzaron a ulular en las sombras. Entre el clamor general creí detectar
unos sonidos que podían proceder de bocas como la de la bestia que acababa
de matar. Evidentemente era hora de irse.
"Regresé a la jaula, donde todos contemplaban en silencio y con curiosidad
a la criatura muerta. Ninguno de ellos me dirigió la palabra. Entonces
comprendí que había cometido un error. Al parecer no se debe matar a esas
bestias. Únicamente se volvió hacia mí la chica con la que había hablado
de los pájaros, la cual me señaló rápidamente al cielo, en dirección a la
Tierra. El clamor en el bosque iba en aumento. La chica llevaba razón: era
hora de irse. Me despedí de ella. Me pregunto qué le diría con los ojos.
Me despedí con mayor tristeza que antes. Estuve a punto de quedarme. De no
haber sido por lo mucho que tenía que contar a nuestra propia gente, me
habría quedado allí y habría repartido mis dos docenas de cartuchos entre
aquellas repugnantes bestias. Pero pensé que debía volver a la Tierra para
llevar noticias. ¡Y al final no me creyeron!

"Según pasaba al lado de aquel horrible cuerpo le arrojé una piedra,
prefiriendo no utilizar otro cartucho, a causa del clamor del bosque. Pero
aquella pobre gente metida en el gallinero no lo aprobó. En seguida podía
uno darse cuenta. Su destino era ser devorados por aquella bestia, y
ninguna interferencia les parecía buena.

"Regresé a mi avión lo más rápido que pude. Nadie lo había descubierto.
Todavía estaba en el valle, intacto. Es posible que momentáneamente
lamentara un poco el no haber encontrado ningún obstáculo en mi retirada a
la Tierra. Eso hubiera facilitado las cosas. Y sin embargo nunca debí
haberlo hecho. En cualquier caso, allí estaba mi avión; me subí a él y
empecé a envolverme en aquellos vendajes, sin los cuales es imposible
sobrevivir en aquel desolado vacío que existe entre nuestra atmósfera y la
suya. Alguien asomó por el bosque al oírme entrar en el avión. Me miró
como si fuera un zorro, pero yo seguí adelante con mis vendajes. Los
ruidos del bosque parecían estar muy próximos. Entonces pensé de pronto:
¿y si fuera un perro y no un zorro? ¿De qué lado estaría un perro en
Marte? Difícilmente podía imaginarme que un perro no estuviera del lado
del hombre. Pero había visto tantas cosas horribles que dudé. iría a
avisarles de que estaba allí. Me di prisas con los vendajes. Pero sentía
que estaban pisando la maleza muy cerca de mí. Entonces vi agitarse unas
ramas. Y un grupo de ellos salió en tropel del bosque, apresurándose hacia
su gallinero. Se encontraban a menos de cien yardas y me vieron. Entonces,
aquellas asquerosas criaturas se dieron la vuelta y vinieron hacia mí. Les
disparé y puse en marcha los motores del avión. Al parecer alcancé a una
de ellas, pero no podía oír nada a causa del estruendo de los motores. Por
un momento el disparo pareció desconcertarlas; luego se dirigieron hacia
mí, con una extraña mirada en sus asquerosos rostros y las manos
extendidas. Únicamente las dispersé. Con su elevada estatura casi podrían
haber agarrado mi avión cuando pasé por encima de ellas. Y me fui con
todos los vendajes ondeando. Por supuesto así no podía enfrentarme al
espacio. Pero tampoco podía vestirme y al mismo tiempo pilotar
correctamente el avión. Si me equivocaba en un solo grado, nunca daría con
la Tierra. Tampoco tenía más gasolina. Obviamente la había economizado.
Pues no me servía más que para una millonésima parte de mi viaje, durante
los aterrizajes. No se puede remover el espacio.

"Bueno, recorrí unas veinte millas y descendí en la amplia llanura en la
que aquella luna estaba dragando su canal de barro para que nosotros
pudiéramos verlo a través de nuestros telescopios. Y tuve que ascender y
descender varias veces hasta asegurarme de que aterrizaba en un lugar
donde no me quedara atascado, como me sucedió más tarde. El caso es que
descendí y seguí vistiéndome. Y mientras tanto se me ocurrió pensar que
Marte estaba más consciente de mi presencia allí que lo que yo hubiera
esperado. Las aves parecían inquietas, demasiado escurridizas. En todo
caso, me encontraba al aire libre y podía ver a quien se acercara. No
obstante, me habría gustado haber ido unas cien millas más lejos, si no
fuera por la preocupación que sentía de quedarme sin reserva de gasolina
más allá de donde sabía que la necesitaría. De manera que me quedé allí y
ahorré gasolina, y menos mal que lo hice. Bueno, acabé de vendarme y,
mientras observaba el Sol a fin de encontrar el camino de regreso a casa,
vi a lo lejos a algunas de aquellas espantosas criaturas. Nunca supe de
verdad si me estaban persiguiendo, pero el caso es que apresuraron mis
cálculos y me impidieron recoger muestras de rocas y de la flora de Marte,
lo cual evidentemente habría impedido la vehemente incredulidad con que
fui acogido a mi regreso. Además, las muestras de cinco árboles
diferentes, que había recogido en el bosque, desaparecieron cuando me fui
precipitadamente la primera vez.

-¿Y no se trajo nada de Marte? -pregunté yo. Pues la historia me parecía
cierta y confiaba en que se pudiera probar.

-Nada, excepto una caja de cerillas, rota de una forma muy peculiar. Y sin
haber visto al ser que la rompió, tampoco ella le probará nada. Más tarde
se la mostraré.

-¿Quién la rompió? -pregunté yo.

-Ya me lo dirá usted cuando llegue a eso -dijo él-. Se la mostraré y usted
mismo lo descubrirá.

Jorkens asintió con la cabeza.

-Bueno, lo cierto es que no recogí flores ni ninguna otra cosa, excepto
esas ramas que perdí. Sé que debería haberlo hecho. Y tal vez me apresuré
demasiado en irme cuando vi ese segundo grupo en la lejanía. Pero había
contemplado los rostros de las bestias y únicamente pensaba en ellas.
Tenía una cámara fotográfica y saqué unas cuantas instantáneas del
paisaje, que deberían haber sido concluyentes. Pero no me la traje a mi
regreso. Después le contaré lo que sucedió.

"Lo último que hubiera pensado era toda esa incredulidad a mi regreso.
Además, las bocas de aquellas bestias repugnantes ocupaban toda mi
imaginación. Me apresuré en mis cálculos y regresé en dirección al Sol. Vi
varios de esos gallineros, pero poco más aparte del bosque y las llanuras
de barro. Muy pronto Marte adquirió un hermoso color azul cobalto, cuya
belleza me puso todavía más triste.

"Entonces comenzó de nuevo otro día largo y agotador, en que tanto el Sol
como el avión parecían estar inmóviles. Con los motores apagados, sin
ningún ruido, inmóvil, sin viento, las semanas transcurrieron lentamente
sin señal alguna del paso del tiempo. Era un lugar espantoso; el tiempo
parecía haberse detenido.

"Había empezado otra vez a desesperarme mortalmente cuando, de pronto,
descubrí frente a mí, como una pluma de cisne solitaria en el espacio, la
conocida forma curva de un mundo iluminado en su cuarta parte por el Sol.
Inconfundiblemente era un planeta. Y sin embargo, y pese a estar contento
por aproximarme a casa, una cosa me dejó extraordinariamente perplejo: me
pareció que me había anticipado diez días a lo previsto. "Qué asombrosa
suerte", pensé, "parte de mis cálculos deben estar equivocados, y sin
embargo no he perdido el rastro de la Tierra".

"No lo había descubierto tan pronto como descubrí Marte, a causa de su
situación tan próxima al Sol. En consecuencia, cuando lo vi era ya
bastante grande. Según aumentaba más y más de tamaño, traté de calcular a
qué continente me estaba acercando, aunque no importaba demasiado pues
disponía de suficiente gasolina para realizar un buen aterrizaje, a menos
que tuviera mala suerte. Sin embargo, no podía tratarse del mismo lugar en
donde yo esperaba aterrizar, ya que me había anticipado tanto a mis
previsiones. El caso es que no pude vislumbrar nada, pues la mayor parte
del orbe estaba a oscuras. Y cuando me metí en aquellas tinieblas fue como
una bendición después del deslumbramiento del Sol en aquel interminable
día. Pues en realidad no hay allí luz, sólo deslumbramiento. En aquella
espantosa soledad por ninguna parte entra la luz; únicamente pasa a tu
lado como un resplandor. Por fin me metí en la oscuridad y encendí los
motores; y volé hasta llegar al primer limbo del crepúsculo, que me
suministraba suficiente luz para aterrizar, ya que estaba cansado de mirar
el Sol. Y así fue como llegué a hacer un mal aterrizaje y mis ruedas se
hundieron en un pantano. No fue eso lo que encaneció mi cabello. Sentí que
se me helaba el cuero cabelludo y mi pelo se encaneció, pero no fue por
haberme atascado en un pantano. Fue al comprobar, en el mismo momento del
aterrizaje, que me había equivocado de planeta. A pesar de la oscuridad,
debería haberme dado cuenta antes, cuando descendía: era demasiado
pequeño. Mas ahora lo descubría: me había equivocado de planeta y ni
siquiera sabía en cuál estaba. La espantosa soledad provocada por el
accidente paralizó al principio mis pensamientos. Y cuando empecé a
pensar, todo era desconcierto. ¿Qué planetas había entre Marte y el Sol?
Solamente la Tierra, Venus y Mercurio. El tamaño apuntaba a Mercurio. Pero
había que tener en cuenta que me había anticipado a mis previsiones, no
atrasado. O ¿acaso funcionaba mal mi cronómetro? Sin embargo, el Sol, que
había surgido hacía unos cinco minutos, no parecía mayor que desde la
Tierra. De hecho parecía bastante menor. Tal vez, pensé, era Venus a pesar
de todo; aunque era demasiado pequeño incluso para Venus. Y los asteroides
los tenía todos detrás de mí, más allá de Marte.

"Lo que no sabía entonces era que Eros (y tal vez también otros), a causa
de la inclinación de algunos de los asteroides, llegaba a estar a veces a
menos de catorce millones de millas de nosotros. De manera que, aunque
gira alrededor del Sol más allá de Marte, al que llega a aproximarse hasta
una distancia de unos treinta y cinco millones de millas, Eros a veces
está más cerca de la Tierra que ningún otro asteroide. De esto nada sabía
yo; y, sin embargo, cuando empecé a pensar con sensatez, los hechos
acabaron por hablar por sí mismos: me encontraba en un asteroide perdido o
desconocido. Debería ser más fácil examinar un cuerpo celeste cuando
realmente está uno posado en él, rodeado por sus continentes, que cuando
aparece en un telescopio no mayor que una cabeza de alfiler. Mas la
tranquilidad, la seguridad, sobre todo ese sentimiento hogareño que tiene
cualquier astrónomo, constituyen inestimables ayudas al pensamiento
preciso.

"Comprendí que había cometido un error al partir de Marte, equivocándome
en los cálculos por las prisas, y que tenía la suerte de haber llegado a
cualquier otra parte. ¿Quién puede decir, al pensar en lo que podía
haberme convertido, quién puede decir mejor que yo que casi me convertí en
un cometa?

-Muy cierto -dijo Jorkens.

Terner dijo todo aquello con la mayor gravedad. Evidentemente el peligro
le había rondado.

-Cuando me di cuenta de dónde debía encontrarme -continuó Terner-, me puse
a trabajar para sacar el avión del pantano, metiéndome en el barro hasta
las rodillas. Fue más fácil de lo que pensé. Y cuando lo saqué, lo elevé
por encima de mi cabeza y cargué con él unas nueve millas por tierra firme.

-¿Cargó usted solo con un aeroplano? -pregunté yo-. ¿Cuánto pesaba?

-Alrededor de una tonelada -dijo Terner.

-¿Y fue usted capaz de cargar con él?

-Con una sola mano -respondió-. La atracción de esos asteroides es
insignificante para cualquiera que está acostumbrado a la de la Tierra. En
Marte me sentía muy fuerte, pero eso no era nada comparado con lo que
podía hacer allí, en Eros, o dondequiera que me encontrara.

"Llegué a la linde de un bosque de diminutos robles achaparrados, del
tamaño de los ejemplares enanos de los japoneses. Estuve atento a la
presencia de cualquier bestia repugnante como las de Marte, pero no vi
nada de ninguna especie. Unas pocas mariposas nocturnas, o al menos eso
creí yo, salieron volando de los árboles; aunque, al recordarlo ahora,
creo que fueron pájaros. Entonces me dediqué a realizar nuevos cálculos.
Me encontraba ahora tan cerca de la Tierra, que podría alcanzarla si era
capaz de despegar del asteroide; eso, suponiendo que fuera acertada mi
conjetura (y no lo podía ser más) acerca de la rotación del asteroide. No
podía considerar más que una conjetura, pues ni siquiera sabía en qué
pequeño planeta me encontraba, y las conjeturas son mala cosa para los
cálculos. Pero deben utilizarse cuando no se tiene otra cosa a mano.
Conocía al menos cuáles eran las órbitas que seguían los asteroides, de
manera que sabía la distancia que tenían que recorrer; pero el tiempo que
tardarían en recorrerlas sólo podía conjeturarlo a partir del que
empleaban sus vecinos, que yo sabía. Si hubiera estado más lejos de la
Tierra, esas conjeturas habrían echado a perder mis cálculos y nunca
habría encontrado la forma de volver a casa.

"Bien, me senté sin que me perturbara nada salvo mi propia respiración, y
realicé esos cálculos con la mayor precisión de que fui capaz. Debía
respirar tres o cuatro veces más rápido que en la Tierra, pues no parecía
haber allí tanto aire como aquí. Desde luego no debería haberlo en un
planetoide como Eros. Más que la respiración, lo que me preocupó fue el
pensar que sólo disponía de mis motores para despegar, ya que había usado
el último de mis cohetes al abandonar Marte, y nunca supuse que los
volvería a necesitar. Imagínense que un pasajero de Southampton a Nueva
York desembarcara súbitamente en una isla del Atlántico. Estaría mucho
menos sorprendido que yo al aterrizar aquí; no estaba preparado. La
atracción de Eros, o quienquiera que fuera el planetoide, no era demasiado
como para no poder superarla; pero la cantidad de atmósfera en la que
tendría que despegar seguramente sería también escasa, como el planeta que
envolvía. Sabía que podría alcanzar bastante velocidad para despegar de
Eros únicamente si disponía de tiempo suficiente para hacerlo y la
atmósfera llegaba lo suficientemente lejos. Sabía aproximadamente hasta
dónde llegaba la atmósfera, pues la había notado en las alas de mi avión
durante el descenso. Pero ¿llegaría lo suficientemente lejos? Ese fue el
pensamiento que me inquietó mientras elaboré mis números, respirando como
si tuviera mucha fiebre. Mientras afuera hubiera algún tipo de atmósfera
que respirar, no necesitaba usar el aire comprimido. Pues las horas de
vida que me quedaban antes de llegar a la Tierra dependían de mi
suministro de aire comprimido. Bueno, mientras el planetoide giraba hacia
el Sol y amanecía en donde yo había aterrizado al atardecer, hice
proyectos y fijé mi objetivo en la Tierra, sin prisas, cosa que no había
hecho en Marte. Tuve tiempo entonces de inspeccionar el bosque de robles,
cuyas ondulantes copas se bamboleaban debajo de mí. Dirigí una última
mirada a esa caja de cerillas. Trátela con cuidado. ¿Cuál diría usted que
fue la causa de ese agujero que presenta?

Cogí de su mano una caja de cerillas Bryant & May, considerablemente
destrozada; rota por dentro; con un agujero lo bastante grande como para
que pasara un ratón.

-Parece como si algo la hubiese traspasado con mucha fuerza -dije yo.

-No la traspasa -contestó él-. El agujero solamente existe por un lado.

-Se mete dentro -dije yo.

-No del todo. Mire de nuevo -dijo Terner.

Efectivamente se abría hacia fuera. Pero no podía imaginarme cómo se había
hecho. Y así se lo hice saber a Terner.

Entonces él llevó la caja de cerillas hasta la repisa de la chimenea, en
donde había dos diminutas cabañas de porcelana, y la puso entre las dos, y
le colocó un techo de paja que le había hecho a medida. Las pequeñas
cabañas tenían aproximadamente el mismo tamaño.

-¿Qué piensa usted de esto? -preguntó Terner.

No sabía nada y así se lo dije, pero tenía algo más que añadir.

-Parece como si un elefante se hubiera escapado de una de las cabañas
-dije yo.

Terner se volvió hacia Jorkens, que asentía con la cabeza, con bastante
benevolencia aunque con cierto disimulo.

No comprendí aquel intercambio vehemente de miradas.

-¿Qué? -pregunté.

-Eso mismo -dijo Terner.

-¿Un elefante? -pregunté yo.

-Había rebaños enteros en el bosque de robles -dijo Terner-. Cuando al
amanecer me incliné a coger una rama de uno de los árboles para traérmela
a la Tierra, los vi de repente. Se precipitaron hacia mí y atrapé uno de
ellos, un magnífico ejemplar adulto; pero ninguno de ellos era mayor que
un ratón. Comprendí que eso debía ser una prueba irrevocable. Tiré la
rama; después de todo no era más que un puñado de hojas de roble enano; y
metí el elefante en esa caja de cerillas, poniéndole alrededor una goma
para que no se abriera. La caja de cerillas la arrojé al interior de una
mochila que llevaba encima de los vendajes.

"Bueno, podía haber recogido muchas más cosas; pero, como dije, tenía una
prueba rotunda y la había llevado colgada a mis espaldas todo el tiempo,
oprimiéndome con su peso y haciéndome sentir que me había equivocado de
planeta. Es éste un sentimiento del que nadie que lo haya experimentado
puede librarse ni por un solo momento. Usted, Jorkens, ha viajado también
bastante; ha estado en desiertos y en lugares extraños.

-Sí, las marismas de papiro, por ejemplo -susurró Jorkens.

-Pero -prosiguió Terner- ni siquiera allí, ni más lejos en el corazón del
Sahara, puede usted haber experimentado tan irresistible, tan
incesantemente, ese sentimiento del que le hablo. No se trata de simple
nostalgia, es una abrumadora y omnipresente sensación de estar en un lugar
inadecuado; tan fuerte que sirve de aviso amenazador que te repites en tu
fuero interno con cada latido del pulso. Es algo que no puedo explicar a
aquellos que no se hayan perdido alguna vez en Oriente, una emoción que no
puedo compartir con nadie.

-Muy natural -dijo Jorkens.

-Bueno, así que lo tenía todo preparado -prosiguió Terner-, no sólo para
mí, sino también para el pequeño elefante. Disponía de un bote de hojalata
en el que tenía la intención de meterlo antes de abandonar la atmósfera de
Eros, y hallé una forma de renovar el aire en su interior mediante mi
propia respiración, que era suficiente para mantener con vida a la bestia.
Tenía un trozo de tela verde, ramas de roble, como se hace con las orugas;
y agua, y todo era para él. Luego abandoné todo aquello de lo que podía
prescindir, a fin de aligerar el avión para el despegue de Eros. Arrojé al
pantano mi revólver y los cartuchos, y también fue allí a parar mi cámara
fotográfica. Luego me puse en camino y volví a volar por la noche hacia
una región de Eros desde donde podía verse la Tierra, colgando por encima
del horizonte de su pequeño vecino. En la noche de Eros brillaba una
especie de pequeña luna, como una bola de cricket de color turquesa pálido
engastada en plata. Apunté con precisión, con todas las tolerancias que
había calculado, y me lancé de vuelta a casa volando bajo donde la
atmósfera de Eros era más densa. A aquella altura tan escasa, el aparato
simplemente adquirió velocidad. Luego llegó el momento crucial en que viré
hacia arriba en dirección a mi objetivo. ¿Sería la atmósfera lo
suficientemente pesada para que las alas de mi avión siguieran
funcionando? Lo era: me dirigía exactamente en la dirección correcta,
mientras me alejaba de la noche y la Tierra palidecía a lo lejos. ¿Podría
mantener la velocidad? No podía hacer mucho más en aquella tenue
atmósfera. Me preguntaba si alguien de la Tierra encontraría mis huesos, o
si Eros me atraería de nuevo junto a mi avión. Mas no me olvidaba de mi
elefante, y traté de alcanzar la caja de cerillas para arrojarla en el
bote; entonces descubrí lo que le he mostrado.

-¿Se había ido el elefante? -pregunté.

-Había embestido, como haría cualquiera de su especie -dijo Terner-. Debió
de irse antes de que yo abandonara Eros. Vea por usted mismo, ahora que
conoce las proporciones adecuadas, que esta caja de cerillas no sería para
él más que una chabola para un elefante de los nuestros. Y contaba con
poderosos colmillos. A nadie se le ocurriría encerrar a un elefante en una
choza de tablas tan delgadas. Mas nunca pensé en ello. Usted lo comprendió
en seguida. Pero yo puse esas cabañas a su lado para proporcionarle a
usted la escala exacta. Bueno, por el momento envidié su libertad. No
tenía ni idea de la amarga incredulidad contra la que tendría que
enfrentarme. Pensaba más en la lucha decisiva de la que dependía mi vida:
la velocidad de mi avión contra la atracción de Eros.

"Y de pronto lo conseguimos. Hubo una ligera sacudida de todos mis
barriles y botes cuando despegué de Eros. Luego comenzó una vez más un
largo día. En su mayor parte lo pasé pensando en todo lo que iba a contar
a nuestras doctas sociedades acerca de Marte y de ese asteroide que yo
creo que era Eros. Pero estaban demasiado ocupados con su erudición como
para considerar una nueva verdad. Sus oídos estaban vueltos al pasado;
eran sordos al presente. Bien, bien...

Y fumó en silencio.

-¿Alcanzó usted su objetivo? -preguntó Jorkens.

-Desde luego -dijo Terner-. Por supuesto me ayudó la atracción de la
Tierra. De repente la vi brillar a la luz del día, y no parecía estar muy
alejada. ¡Oh, qué emoción la de estar volviendo a casa! Al principio la
Tierra palideció, luego lentamente se tornó plateada; y creció más y más.
Después adquirió un ligero tono dorado, un enorme creciente dorado en el
cielo; a simple vista una visión de lo más hermosa, pero que sugiere algo
a todo el ser que el entendimiento no logra asir. Tal vez uno se dé cuenta
después de todo, mas aun así nunca puede transmitirlo, nunca puede hablar
a nadie de aquella dorada belleza. Las palabras no bastan. La música tal
vez podría, pero yo no sé tocar ningún instrumento. Me gustaría componer
una melodía, ya me entienden, acerca de la Tierra llamándole a uno a casa,
con toda esa luz cambiante; sólo que sería condenadamente impopular, ya
que no se parecería en nada a lo que la gente suele escuchar a diario.

"Bien, logré mi objetivo. Con la ayuda de la gran atracción que la Tierra
ejerce, volví de nuevo a casa. El Atlántico era lo único que temía, y lo
evité con creces. Tomé tierra en el Sahara, que podía haber sido sólo algo
mejor que el Atlántico. Pero descendí del avión y caminé un poco, y cuando
llevaba unos cinco minutos de inspección encontré una moneda de cobre del
tamaño de una pieza de seis peniques, que llevaba grabada la efigie de
Constantino. Había reconocido inmediatamente el Sahara, pero después supe
que me encontraba en la parte norte, donde había estado el antiguo Imperio
romano, y comprobé que tenía suficiente gasolina para llegar a las
ciudades. Me puse de nuevo en camino en dirección norte y volé hasta
divisar un grupo de árabes con un rebaño de ovejas o cabras: no es posible
especificarlo hasta que uno se aproxima mucho más. Aterricé cerca de ellos
y les dije que había venido de Inglaterra. No era mi deseo asombrarles,
cosa que habría conseguido contándoles la pura verdad, de manera que les
dije que había volado desde Inglaterra. Y me di cuenta de que no me
creyeron. Fue como un anticipo de la futura incredulidad del mundo.

"Bien, volví a casa y conté mi historia. La prensa no fue hostil al
principio. Me hicieron varias entrevistas. Pero pretendieron que fueran
frívolas. Exigían alguna foto mía despidiéndome con el pañuelo de los
amigos que dejaba en Marte. Pero ¿cómo podía yo ser frívolo después de ver
lo que había visto? Incluso ahora se me hiela la sangre en las venas cada
vez que pienso en ello. Y pienso en ello siempre. ¿Cómo hubiera podido
agitar mi pañuelo a esa pobre gente, sabiendo que uno a uno iban a ser
devorados por una bestia más horrible de lo que nuestra imaginación puede
describir? Ni siquiera sonreí cuando me fotografiaron. Insistí en suprimir
los pequeños chistes de las entrevistas. Me convertí en un ser irritable.
Taciturno, dijeron ellos. Bueno, era cierto. Y después se volvieron en
contra mía. Lo peor de todo fue que Amely no me creyera. ¡Cuándo pienso lo
que éramos el uno para el otro! Debería haberme creído.

-Aunque sólo fuera por simple cortesía -dijo Jorkens.

-¡Oh!, fue bastante cortés -apostilló Terner-. Le pregunté sinceramente si
me creía, y ella me contestó: "Te creo rotundamente".

-Bien, ahí lo tiene -dijo Jorkens con alegría-. Por supuesto que le cree.

-No, no -precisó Terner, fumando más que nunca-. No, no me creyó. Cuando
le conté lo de aquella encantadora chica de Marte no me hizo ni una sola
pregunta. Eso no era propio de
Amely. Ni una sola palabra acerca de ella.

Durante un buen rato recorrió la habitación de arriba a abajo, fumando con
rápidas bocanadas. Estuvo tanto tiempo callado y ajeno a nuestra presencia
que Jorkens me hizo una seña y, dejándole solo, nos marchamos de la casa.

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